ESTANISLAO ZULETA ARTE Y FILOSOFIA

 





 Arte y Filosofía





Esta n isla o Zuleta


A rte y filosofía


SEXTA EDICIÓN


Prólogo a la primera edición 

Luis A nto nio R estrepo A.


Hombre Nuevo Editores 

Fundación Hombre Nuevo

Medellin, 2010



Zuleta, Estanislao, 1935-1990.

Arte y filosofía / Estanislao Zuleta. - Medellín: Hombre 

Nuevo Editores: Fundación Hombre Nuevo Editores, 2010.

200 p.; 22 cm.

ISBN 978-958-96979-2-4 

1. Filosofía del arte 2. Estética 3. Arte y filosofía 

I. Restrepo Arango, Luis Antonio. II. Tít.

701 cd21 ed.

A1248557

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango


ISBN: 978-958-96979-2-4

© Hombre Nuevo Editores E.U.

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Carátula: César Lemos Vélez.

Primera edición: Editorial Percepción, agosto de 1986.

Segunda edición: Hombre Nuevo Editores E.U. / Fundación Estanislao Zuleta, 

mayo de 2001.

Hombre Nuevo Editores E.U. / Fundación Estanislao Zuleta, 

junio de 2001.

Hombre Nuevo Editores E.U. / Fundación Estanislao Zuleta, 

junio de 2004.

Hombre Nuevo Editores E.U. / Fundación Estanislao Zuleta, 

julio de 2007.

Hombre Nuevo Editores E.U. / Fundación Hombre Nuevo 

Editores, marzo de 2010.

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Tercera edición: 

Cuarta edición: 

Quinta edición: 

Sexta edición:



CONTENIDO


Prólogo a la primera edición. Por Luis Antonio Restrepo A. 9

I. Grecia, la doctrina de la demostración y la tragedia 13

II. El proceso del conocimiento 36

III. El arte en las sociedades primitivas 51

IV. La polémica abstracto-figurativa 75

V. El juicio estético 85

VI. La arquitectura, la muerte y la utopía 99

VII. Lo apolíneo y lo dionisíaco 120

VIII. Romanticismo y psicoanálisis 134

IX. El arte como principio de la realidad humana 148

X. El arte en Freud y en Marx 165

XI. Ciudad e identidad 183



Prólogo a la primera edición


Por Luis Antonio Restrepo A.


lópez Arismendi.


Prólogo a la primera edición

Por Luis Antonio Restrepo A.

Este libro no está dirigido a los que creen que ya saben, sino a los  que están en continuo proceso de estudio; Arte y filosofía es en sí  mismo una búsqueda y por eso una invitación a la búsqueda. Se le  plantea al lector, desde el comienzo de la obra un método de lectura  que no es otro que el de los tres principios del racionalismo según  Kant: pensar por sí mismo, pensar en el lugar del otro y ser consecuentes.  Se trata de ideales, lo recuerda Zuleta: algo que no es realizable en  absoluto pero que sirve de guía y en esa medida dotado de eficacia.

Estanislao Zuleta ha llegado a Kant después de un largo trabajo  de reflexión; había partido de Marx, Freud y Nietzsche hace más de  dos décadas y se le ha impuesto la necesidad de afrontar el pensa­ miento del autor

 de la Crítica de la razón pura y la Crítica del juicio. No  deja de ser significativo el hecho de que Michel Foucault, con pers­ pectivas tan diferentes a las de Zuleta haya llegado también a encon­ trarse con Kant. Uno de sus últimos cursos en el Colegio de Francia  versó sobre dos textos de Kant: ¿Qué es la ilustración? y ¿Hay unprogre-  so constante en el género humano? En su disertación Foucault señala  cómo Kant fundó las dos grandes tradiciones críticas en las que se  mueve la filosofía moderna. De un lado la tradición que se propone la  pregunta por las condiciones de posibilidad de un conocimiento ver­ dadero, es decir, la analítica de la verdad. Pero, en particular en los  dos textos atrás citados, Kant formuló otro modo de interrogación  crítica, que Foucault denomina “una ontologíá del presente o una  ontología de nosotros mismos”; desde esta perspectiva las preguntas  fundamentales son: ¿qué es nuestra actualidad? y ¿cuál es el campo  actual de experiencias posibles?

Al lector de Arte y filosofía no le será difícil captar que Zuleta bien  se mueve en una "ontología del presente”. Ahora bien, de ninguna  manera se está tratando aquí de establecer un proceso de “influen­ cias”, pues como el mismo Zuleta lo demuestra en el libro, señalando  “influencias” no se llega a ninguna parte ni en filosofía ni en arte;  tampoco se trata de lo inverso, es decir, de reivindicar “originalida­ des” a ultranza, pues por allí tampoco se llega a ninguna parte. Evi­ dentemente hay un piso común: Marx, Hegel, Nietzsche; una apre-

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dación similar sobre la significación del arte como forma de conocí'  miento; pero lo más importante sin duda es la convergencia de los dos  pensadores hacia la significación de la interrogación crítica de Kant.  No se trata del azar, se trata de una exigencia de “nuestra actuali­ dad”. El tiempo presente ha sido duro, detrás de él queda un cemen-  terio de ilusiones perdidas y esto ha hecho posible el crecimiento ya  del escepticismo, ya del fanatismo apocalíptico. Aquellos que se nie-  gan a hundirse en una u otra posición se ven obligados a detenerse en  el camino y repensar al Kant de la “ontología de nosotros mismos”, sin  temor a la sindicación de “regresión subjetivista”, puesto que en Kant  mismo se dieron las condiciones para la superación del subjetivismo.

Pero sobre todo Kant posibilita el replanteamiento de la política  en su dimensión histórica. Foucault lo dijo en forma insuperable en su  disertación sobre Kant: “La otra cara de la actualidad que Kant en­ contró es la revolución: la revolución a la vez como acontecimiento,  como ruptura y derribamiento de la historia, como fracaso, pero al  mismo tiempo como valot; como signo de una disposición que opera en  la historia y el progreso de la especie humana. También acá la cues-  tión para la filosofía no es la de determinar cuál es la parte de la  revolución que convendría preservar y hacer valer como modelo. Es la  de saber qué es necesario hacer con esta revolución, con este ‘entu­ siasmo* por la revolución que no es otra cosa distinta de la empresa  revolucionaria misma". Esto implica no perder de vista la dimensión  política, pero sin caer en la inmediatez de la política. En 1982, Esta­ nislao Zuleta en un texto titulado “Sobre la idealización en la vida  personal y colectiva”, ponía de presente las tendencias destructivas  de la actitud crítica agazapadas tras las formaciones colectivas más  variadas: “En nuestra época, dice Zuleta, estamos viendo que es tan  poderosa la tendencia a producir un grupo madre y la oferta de la  idealización a quien pretenda o parezca encamarlo que no sólo las  religiones y los movimientos políticos, sino también las sociedades  psicoanalíticas y las tendencias teóricas más críticas, más lúcidas y  más productivas tienden a convertirse en partidos totalitarios y co­ mienzan a secretar, con la misma naturalidad con la que el hígado  secreta bilis, sus ortodoxos y sus herejes”. En pocas palabras la bús­ queda desesperada de una garantía de verdad en un “emisor supe­ rior”, sea un individuo, una organización o un sistema de ideas. La  aspiración a la garantía de verdad va acompañada de lo que Zuleta  llama el juicio totalitario, el juicio incapaz de captar los matices, el

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“todo o nada” que pasa frecuentemente por rigor o coherencia, cuan­ do no es otra cosa que dogmatismo. Ese dogmatismo que Zuleta ha  enfrentado desde Platón, desde Marx, Nietzsche y Freud, pero que  sobre todo ha enfrentado y enseñado a enfrentar desde el arte y la  literatura. Sus trabajos, muchos aún inéditos, sobre Cervantes, Goethe,  Balzac, Dostoievski, Tolstoi, Kafka, Thomas Mann, para citar algu>  nos, se orientan, no a la crítica literaria tradicional sino a mostrar que  la literatura y en general el arte, nos ayudan a comprender nuestra  situación aquí y ahora, o para decirlo con las palabras de Kafka cita­ das por Zuleta, “Los poetas ofrecen a los hombres nuevos ojos para ver  el mundo y cuando se ve el mundo con ojos nuevos, se puede enton­ ces cambiarlo”. No se trata de nada milagroso; lo característico de  toda obra literaria verdaderamente lograda es esa polifonía de que  habla M. Bakhtine, refiriéndose a las novelas de Dostoievski, la capa­ cidad de dejar hablar y actuar a los personajes en el contexto de la  obra sin convertirlos en simples portavoces de las concepciones del  autor. Bakhtine dice al respecto: “Se trata ante todo, de una libertad  y de una independencia de los personajes en la estructura misma de  la novela, en relación con el autor, o más exactamente en relación a  las definicones habituales ‘exteriorizantes’ y ‘acabadas’ del autor. Eso  no significa de ninguna manera que el héroe quede por fuera de su  designio artístico. Solamente este designio predestina, si se lo puede  decir, el héroe a la libertad (relativa, evidentemente) y lo introduce  bajo esta forma en el plan estricto y calculado del conjunto”. Si una  novela es solamente el desdoblamiento ficticio de un sujeto o la gra­ tuita arbitrariedad se está frente a un producto sin significación; sólo  la capacidad polifónica asegura su riqueza significativa y, por ende, su  efecto crítico sobre el lector. En el trabajo de Zuleta existe un ejemplo  espléndido de su teoría de la lectura de una novela: Thornos Mann,  La montaña mágica y la llanura prosaica (1977). Allí muestra que lectu­ ra no es recepción pasiva sino diálogo entre la obra y el lector: En su  texto sobre La montaña mágica Zuleta no pretende leer a Thomas Mann  para sus propios lectores sino presentar una lectura posible que puede  ser confrontada con otras lecturas. Toda lectura verdaderamente se­ ria tiene que ser actividad interpretativa; en una palabra tiene que  ser un tallec Si la lectura no tuviera la posibilidad de ser transformadora  sería una de las actividades más extrañas y estúpidas que se hubiera  inventado la cultura humana.

En Arte y filosofía Zuleta muestra cómo las exigencias de la lectura  crítica son extendibles a las artes plásticas, la arquitectura y la músi­

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ca. Esto es muy importante pues si bien se acepta sin demasiadas retí»  cencías la necesidad de un trabajo en lo referente a la literatura,  desgraciadamente se sigue insistiendo en una actitud acrítica, cuan­ do se trata de un cuadro o una escultura, hasta el punto de que quie­ nes ejercen la crítica artística frecuentemente encaman y promueven  la más absoluta ignorancia so pretexto de no dañar la presunta espon­ taneidad de la obra artística. Zuleta insiste, por el contrario, en la  necesidad de acudir a los instrumentos críticos de la filosofía, la his­ toria, la antropología y el psicoanálisis, en fin, de todas aquellas disci­ plinas que se han forjado para conocer el hombre en cuanto ser social,  en el proceso de la relación con la obra artística. El juicio estético,  cuya complejidad señaló Kant y al cual está dedicado el capítulo V  de este libro, tiene que armarse con las herramientas del conocimien­ to. Otra cosa muy distinta es que se caiga en una utilización equivo­ cada de estos instrumentos y se pretenda reducir la obra artística a  uno de estos enfoques, pero estos reduccionismos que efectivamente  desvirtúan y empobrecen el trabajo artístico no pueden ser confundi­ dos con la utilización correcta de estas disciplinas.

Para terminar estas notas de lectura es bueno señalar una idea  que atraviesa todo el libro como un hilo conductor: Zuleta sostiene,  siguiendo a Lacan, que a la verdad no se adapta una persona como se  puede adaptar a la realidad; la verdad transforma o es reprimida. “A  una verda

d nueva, dice Lacan, no es posible contentarse con hacerle  lugar, pues d

e lo que se trata es de tomar nuestro lugar en ella”. No  hay pues coexistencia pacífica entre concepciones incompatibles; en  una forma muy directa se trata aquí del tercer principio kantiano: ser  consecuentes. No sobra señalar esto, pues algunos confunden las co­ sas y creen que la superación del dogmatismo es el más cómodo eclec­ ticismo, o llamado de manera más precisa, la inconsecuencia. Contra  esta inconsecuencia escribió Zuleta unas líneas muy significativas en  “Tribulación y felicidad del pensamiento” que son al mismo tiempo  una excelente aproximación al segundo principio o el ser capaz de  colocarse en el lugar del otro: “...la única manera que tiene el pensa­ miento de respetar otro pensamiento, de tomarlo en serio, de dejarse  afectar por él consiste en pedirle cuentas, tratar de entenderlo y  objetarlo”. En una palabra ni rechazo dogmático, ni tolerancia indife­ rente, pero para lograr esto es preciso ser capaz de luchar para apren­ der a pensar por sí mismo.

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Grecia, la doctrina de la demostración y la tragedia

I

Voy a comenzar por exponer brevemente la manera como se desa-  írolló e

n Grecia la teoría del conocimiento a partir de Sócrates y Pla­ tón, que para lo que ahora nos interesa consideraremos en conjunto.  Nos introduciremos al problema enfrentándonos al hecho de que en  Grecia se dan al mismo tiempo la ciencia, la tragedia y la filosofía.

Propiamente hablando, la ciencia es griega. Esto no quiere decir  que no exi

stan, antes de Grecia, conocimientos diversos; desde luego  que sí, por ejemplo en Egipto conocimientos de geometría, y en Cal­ dea de astronomía y muchos otros, pero lo que llamamos ciencia en la  modernidad viene de Grecia, en el sentido de que los conocimientos  griegos tienen una formalización científica; es decir, la geometría puede  estar en Egipto como práctica para las construcciones, para cobrar  impuestos, para medir tierra reduciendo terrenos de diferentes formas  a una misma unidad de medida (que es de donde proviene su nombre  por lo demás), pero la geometría en el sentido que le damos nosotros  ahora, la geometría en un sentido científico, expuesta como un siste­ ma de deducciones a partir de axiomas, deducciones con demostra­ ciones, eso es lo que Grecia aporta: la doctrina de la demostración.

Por otra parte, en las condiciones históricas de Grecia no tenemos  un arte secreto; en Grecia se levanta la filosofía desde muy al comien­ zo como un intento de explicación del mundo por sí mismo, es decir,  no por el

 mito, no por la religión, sino por los elementos naturales,  como en Tales, en Heráclito, etc. Esa filosofía evoluciona hasta el  siglo V cuando llega a convertirse en una teoría del conocimiento: en  lógica y en crítica. Ahora bien, lo que pasa en Grecia es un fenómeno  realmente extraordinario, los griegos disponen de una libertad de pen­ samiento de la que carecen la mayor parte de los pueblos de la anti­ güedad. En Grecia no nos encontramos con un texto sagrado, una  Biblia, un Corán, un Rig-Veda o algo así, con relación a lo cual uno  pueda ser hereje; desde luego que su religión está expuesta por escri­ to, pero por los poetas: por Homero, por Hesíodo y por otros, cada cual  tiene su versión y nadie puede ser hereje con relación a un poeta. Ese

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es el primer punto que debemos considerar puesto que constituye lo  más inquietante de la cultura griega.

Debemos considerar también otros hechos: el hecho de que la  religión griega sea muy poco represora, tanto en relación al conoci'  miento, como a la sexualidad; por ejemplo, los dioses griegos están  muy lejos de dar buen ejemplo en cuanto a ese respecto: el señor Zeus  anda disfrazado de cisne, de toro o hasta de lluvia de oro en todas sus  correrías al escondido de su esposa Hera, siendo el más alto del Olim'  po, los otros siguen desde luego su ejemplo; y mientras unos pelean  por eso y se enfurecen, suena la risa de los dioses en la colina del  Olimpo, porque los otros se ríen entre tanto. Dioses que ríen, dioses  que gozan, es un fenómeno que para la mentalidad judaico-cristiana  no deja de ser extraño. Pero sobre todo, dioses que no reprimen, al  contrario, en lugar de ser culpabilizadores, los dioses griegos sirven  para disculparse.

En La Odisea, por ejemplo, Telémaco sale en busca de su padre y  uno de los primeros sitios donde llega es a la isla en que se encuentra  Helena (la que

 formó aquel lío de la guerra de Troya cuando se fue  con Paris), esta Helena le dice tranquilamente a Telémaco: “Pero yo  no tuve la culpa, un dios (Eros) me lo inspiró”; es decir, la religión  griega lejos de ser culpabilizadora, sirve más bien de disculpa, ese es  un rasgo supremamente interesante. Encontramos igualmente el he­ cho de que puedan convivir al mismo tiempo las doctrinas más opues-  tas y que cada cual busque sus adeptos libremente: Heráclito, Parmé-  nides, por otra parte Empédocles y por otra Anaxágoras, y nadie pue­ de declarar al otro hereje con relación a algo; esto es un fenómeno  muy inquietante porque es lo que obliga progresivamente a probar; a  demostrar, a hallar el porqué. Cuando no se puede salir del paso con  una cita de un texto sagrado o de un gran profeta, cuando no se  cuenta con los perniciosos auxilios del Espíritu Santo que declaró la  verdad de una vez y para siempre, entonces hay que demostrar. Ese es  el ambiente griego y por eso la filosofía surge en Grecia, porque allí  está la exigencia de la demostración.

Pero también son condiciones que tienen su costo: la angustia  griega. Esto es algo muy particular; porque Grecia también tiene una  forma de existencia que permite elaborar la tragedia, precisamente  porque es una existencia trágica. No es una casualidad que ellos ha'  yan hecho la tragedia, hayan producido a Sófocles, a Esquilo y a  Eurípides, es que su existencia misma es trágica: la tragedia es el

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costo de la libertad. La tr

agedia es un resultado de condiciones don­ de no existe una referencia absoluta. Vamos a hacer una comparación  para que quede más claro.

Comparemos el fenómeno trágico griego con un fenómeno de

una  existencia no trágica como por ejemplo, el del pueblo judío. Primero  quiero definir trágico: lo estoy tomando en el sentido que le da Hegel  en el segundo tomo de La historia de la filosofía, un capítulo que se  llama “Las vicisitudes de Sócrates”, donde Hegel explica qué entien'  de por trágico. Resumo brevemente lo que él dice:

Un hecho trágico, un acontecimiento trágico, una forma trágica  de existir, sólo ocurre cuando se encuentran dos potencias igual'  mente válidas y no logran una síntesis.

En este sentido no debemos confundir trágico con triste, ni con  espantoso. La muerte de un niño que es muy amado por todo el mun­ do es un fenómeno extraordinariamente triste y espantoso; la injusti­ cia que se comete contra un santo o contra un justo cuando se lo  tortura y se lo masacra es extraordinariamente triste, pero no hay nada  trágico allí, es decir, no existe el drama de dos potencias válidas  encontradas; hay una potencia válida: el justo, y otra que no es válida:  la arbitrariedad de los torturadores; existe un poder arbitrario absolu­ to y entonces la consecuencia es algo muy triste. Lo que llamamos  trágico es distinto: es cuando dos potencias igualmente válidas se en­ frentan y no pueden encontrar una síntesis.

El caso de las vicisitudes de Sócrates que da Hegel como ejemplo  y de donde saca su teoría de la tragedia, muestra que Sócrates defien­ de un

 punto de vista que es esencial al racionalismo: el punto dé vista  de los derechos de la conciencia. A Sócrates no se le puede acusar de  un delito particular, de haber violado una ley de Atenas, su crimen en  cierto sentido es ninguno, y en otro sentido es mucho peor que la  violación de una ley cualquiera. Viola el fundamento de las leyes  cuando predica que acatará todas las leyes de Atenas desde que él las  considere justas; pero esa salvedad, “desde que las considere justas”,  es decir, sometida la ley, la objetividad de la ley, la validez de la ley a  la conciencia, al criterio de la conciencia, al principio de pensar por sí  mismo, que es el principio primero del racionalismo, eso no lo puede  tolerar la ley. El problema de Sócrates propiamente hablando no es  con la religión, es con la legislación, con las leyes, porque su posición  es un principio subjetivo y la ley no puede aceptar ser relativa a un  principio subjetivo.

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Supongamos que Sócrates lo lleve a cabo de una manera muy no-  ble, pero no podemos aceptar el principio, era lo que decían los  atenienses, era lo que

 decía su gran enemigo Aristófanes. Nosotros  tampoco podemos aceptar el principio y de todas maneras nadie lo  puede aplicar en la vida. Nadie le puede decir a un hijo: “Haga lo  que usted considere bien hecho” y dejarlo por ahí. ¿Desde cuándo le  va a empezar a decir eso? De todas maneras tiene que enseñarle qué  considera bien hecho. Lo mismo ocurre con la legislación que no pue­ de darse ese lujo, porque qué tal que alguien diga: “Bueno yo no pago  impuestos porque yo no considero que eso sea justo”. No todo el mun­ do es Sócrates, a lo mejor él los pagaría. Si el principio de la razón  subjetiva, de la verdad de la conciencia rigiera, la ley se derrumbaría  entera y, sin embargo, ese principio no puede ser tampoco abandona-  do: actuar contra su propia conciencia es ser un esclavo. La tragedia  se produjo porque en ese momento se enfrentaban dos principios váli­ dos, la ley y la conciencia, y no encontraron una síntesis.

Si consideramos la tragedia de “Antígona”, encontramos que ella  defiende un principio subjetivo. Hay una magnífica exposición de Hegel  al comenzar el 11 tomo de la Fenomenología del espíritu. Donde nos  muestra esa situación de la tragedia, en la que se enfrentan dos

 valores:  los derechos de la ciudad que han sido violados por el hermano que se  levanta contra su propia ciudad y los derechos del amor; del amor  fraternal. Antígona se encuentra con que el amor que tiene por su  hermano la impulsa a darle sepultura, a no dejar que su cadáver esté  abandonado a las aves de rapiña y a los perros como parte de su castigo,  y por eso se enfrenta a Creonte, el jefe de la ciudad, admitiendo que  ha violado la ley pero que sigue otras leyes que no son de hoy ni de  ayer, sino que han estado siempre ahí escritas desde siempre en el  corazón humano, que no son como las que él proclama que apenas  aparecieron ayer, sino que son las leyes del amor. Así, ambas posiciones  son válidas, porque la ciudad también necesita sus leyes... y entonces  el resultado es trágico.

La tragedia siempre va en esa dirección, cualquiera de las gran­ des tragedias se puede describir en ese sentido; comparemos por ejemplo  con Abraham, a él nada le parece trágico porque tiene un punto de  referencia absoluto: Dios lo mandó; así el problema en cierto modo se  reduce: todos los problemas del bien y del mal, en cierto modo quedan  reducidos al principio de obediencia o desobediencia; bien es obedecer  a Dios aunque mande matar a Isaac; mande lo que mande Dios,

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Abraham no entra en una tragedia. Cuando Uega a Egipto, Abraham  tranquilamente

 vende a Sara para el hare

m del faraón con tal de que  le dejen pastar a su pueblo los ganados en las vegas de Egipto y no  encuentra eso absolutamente trágico: su misión es defender a su pueblo,  que se multiplicará y será bendito de generación en generación; esa  es una orden de Dios, allí no hay ningún problema entre el amor y la  continuidad de su pueblo, no se crea una situación trágica, porque  donde hay un referente absoluto, un punto de vista absoluto, no hay  tragedia; hay cosas tristes, dolorosas, pero no hay una potencia que se  pueda levantar frente a un absoluto con igual validez; sólo tiene validez  lo que Dios proclama, lo otro es desobediencia humana, desconfianza  humana y falta de fe.

Todo eso nos permite señalar aún más la cualidad de una existen'  cia como la griega en el sentido de la libertad de pensamiento. La  coexistencia en una misma ciudad, por ejemplo Atenas, o en el ámbi-  to en general de la Hélade, Efeso, o tomando todas las ciudades de las  colonias griegas en el Mediterráneo, de una cantidad de doctrinas  contradictorias: unas materialistas, otras idealistas, unas que procla­ man el movimiento como un absoluto (Heráclito) otras que niegan el  movimiento como una apariencia (Parménides, Zenón), es decir; un  juego de doctrinas y de filosofías que se oponen entre sí y se disputan  entre sí una clientela, digamos así. Ahora bien, para disputarse en esa  forma unos seguidores y la fundación de una escuela hay que recurrir  a la demostración; este criterio es el que obliga a los griegos a formu­ lar la ciencia y les permite encontrar desde muy temprano, ya en Platón,  el principio y la matriz de todas las ciencias: la lógica.

Vamos, pues, a invertir la proposición de San Juan en su Evangelio  y a poner exactamente la proposición contraria: No es verdad aquello  de que "la verdad os hará libres”, porque faltaría todavía saber quién  la tiene. Más bien es verdad lo contrario: “La libertad os hará veraces”,  os obligará a tener que demostrar; no os permitirá refugiaros en una  autoridad.

Queda muy claro en Platón, y muy desde el comienzo, que el prin­ cipio de la ciencia es el principio de la demostración y que en eso se  diferencia de todo principio que sea solamente de autoridad. En el  Gorgias por ejemplo, vemos a Sócrates cómo le discute al Gorgias que  cita para argumentar; le dice:

Gorgias, aquí puedes traer a los siete Sabios de Grecia, puedes traer a Pendes, puedes traer además a todos los griegos juntos y

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hacer que todos juren que tú tienes la razón y sin embargo, Gorgias,  eso no demuestra nada; lo que tú sostienes lo tienes que demos­ trar tú mismo.

Ese es el principio esencial de la ciencia. Ninguna autoridad, ni la

 tradición (la tradición es una autoridad), ni la apariencia, ni el con­ senso, ni la mayoría, porque la mayoría tampoco demuestra nada en  ciencia. La ciencia es muy poco democrática en ese sentido y ustedes  saben que en ningún congreso científico se le ocurre a nadie votar:  aquí unos piensan que el cáncer viene de un virus, otros que es here'  ditario, etc., ¡votemos! No, si no demostramos no sabemos nada. Mu>  cho menos porque lo dijo fulano, que comparativamente no sería de-  mocracia sino tiranía. Ustedes ven eso operando en la historia, en la  situación histórica de Galileo, que sostiene una tesis que tiene en su  contra a la mayoría. Si hubiera habido unas elecciones a ese respecto  habría sido lamentable para Galileo: tiene en contra al Papa, la Biblia,  la tradición y casi la percepción. Y án embargo, tiene a su favor una  cosa: puede demostrarlo; eso es todo y no se necesita más.

Pero para que eso exista se necesita que primero se haya dado la  libertad, la necesidad de la demostración, por lo tanto no es una ca-  sualidad que nosotros nos encontramos el elemento primero y como  por decirlo así, la piedra fundamental de la lógica en la cultura grie­ ga, en un diálogo de Platón sobre la sofística: El sofista o del ser. Así  como en la vida cotidiana la falta de una referencia absoluta puede  conducir a una formulación trágica de la existencia, (trágica no quiere  decir triste. Dice Nietzsche: “El héroe trágico es aprobador de la vida”).  Así mismo en el orden del pensamiento la falta de un dogma suele  conducir al conocimiento, a una posición trágica: la verdad es nece­ saria, pero inaccesible.

Una de las características del dogma y del pensamiento dog-  mático más conocida es que en éste la verdad de un discurso de­ pende de su emiso

r: porque lo dijo fulano. Sea un dogmatismo po-  Utico, religioso o de cualquier tipo, la garantía de verdad depende  de la fidelidad a un fundador. Los dogmáticos ortodoxos en cues*  tiones de sicoanálisis citan a Freud o a Lacan, etc., y si lo dijo  Freud, es verdad; o en cuestiones de marxismo, entonces con una  cita despachan cualquier discusión. El dogmatismo siempre tiene  esa característica, cree que la fidelidad a un fundador es un crite­ rio de verdad, y que por lo tanto es el emisor el que determina la

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garantía de verdad de un texto; el emisor hace divino el texto, la  Biblia es la palabra de Dios.

En la ciencia ocurre lo contrario: mientras más establecida esté  una ciencia más ingrata es con respecto a sus fundadores. A nadie se  le ocurre decir que los tres ángulos de un trngulo suman dos rectos  porque lo dijo Euclides (Euclides podía no haber dicho nada), eso lo  puede demostrar cualquiera muy fácilmente, es decir, nadie cae en  esa ridiculez en geometría, o si cae es porque no sabe lo que está  diciendo. No piensa por sí mismo. El otro problema es que cuando se  carece de ese dogma, de ese criterio de autoridad, de ese text

o sagra-  do manejado por una casta sacerdotal que determina de una vez si  uno es un hereje o está en la línea, cuando no se tiene esa condición,  también hay otro peligro: el peligro de no saber nada sobre la verdad,  la caída en el escepticismo, la creencia de que no existe en realidad  ninguna verdad sino sólo verosimilitud, cosas que a uno le parecen  verdaderas y que cada cual tendrá su verdad según le provoque. Ese  es el peligro de esa libertad, ese es su costo, la angustia de que se  desaparezca todo criterio efectivo de verdad y todo se precipite en la  subjetividad; el hombre es la medida de todas las cosas, cada cual  tiene su verdad y no puede nadie, porque no hay criterio alguno de  autoridad exterior; decirle a otro que la suya es más verdad.

La figura de la Sofística es una figura particular del escepticismo,  es

 una figura curiosa. La Sofística sostiene que cualquier cosa puede  ser

 refutada o demostrada y que eso depende más que todo de la  habilidad del que habla, de su manera de manipular la argumenta­ ción. Los sofistas prometían enseñar a sus pupilos a cambio de dinero,  la retórica y el arte de la argumentación, recorrían a Grecia prome­ tiendo que iban a enseñar a demostrar todo, porque, según ellos, en el  fondo cada uno no defiende sino su poder; su placer, sus intereses,  cuando pretende defender la verdad. No hay tal verdad, es una sim­ ple pretensión -dice Calicles discutiendo contra Sócrates en el  Gorgias-. ¿Cuál verdad? Esa es una manera que tenemos de ocultar  nuestros intereses, queremos dominar a los otros pero como no pode­ mos decirles que eso es lo que queremos, entonces les decimos que  estamos buscando la verdad, que resulta curiosamente coincidente  con nuestros intereses. Yo simplemente confieso lo que tú callas. El  hombre siempre busca el poder; la dominación, el disfrute.

Sócrates, no deja de estar inquieto por esa fuerza de la sofística  que hace de su posición un ataque de franqueza contra la filosofía,

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que pretende ser neutral y buscar no se sabe qué verdad en el cielo o  no se sabe

 nde, cuando en realidad -según los sofistas- lo que es-  tán es seduc

iendo a la gente para conseguir poder. Y a Sócrates le  queda difícil responder a esa argumentación que es muy fuerte. La  sofística era muy fuerte y no es una casualidad que haya sido necesa­ rio encontrar la lógica para parar el discurso del sofista. Sócrates le  dice: “¿El poder? ¿El poder sobre quién, sobre los demás o también  sobre ti mismo?" “¿Cómo sobre mí mismo?” -dice Calicles- “¡Sobre los  demás!” A lo cual responde Sócrates: “Cuando es sólo sobre los de­ más, el hombre puede ser esclavo de sus estados de ánimo; cuando no  tiene ningún control sobre sí mismo, no tiene entonces tampoco el  poder de tener un proyecto con continuidad, porque la primera cosa  que en el camino se le atraviesa y le provoca, le arrastra porque es su  disfrute y entonces no tiene ningún poder tampoco sobre el mundo,  porque no tiene dominio de sí mismo y su continuidad”.

Una razón muy fuerte, más bien kantiana que platónica, pero que  desde ahora es bueno aportar a la lucha contra la sofística, es que el  hombre necesita ser reconocido, pero no por sus esclavos porque los  esclavos no pueden reconocerse sino por sus iguales, lo cual excluye  la dominación. El discurso de la lógica tiene esta ventaja extraordina­ ria, la igualdad, aunque ya en el Gorgias se manifiestan algunas de  esas formulaciones sólo vendrán a ser desarrolladas con todo vigor por  Kant. Pero ya en Gorgias ustedes pueden ver algunas de las formu­ laciones principales del discurso científico.

El discurso científico se caracteriza entre otras cosas porque trata  al otro, al destinatario, como a un igual, es decir; cuando alguien se  dispone a demostrar algo, por ese solo hecho está tratando a su desti­ natario co

mo a un igual. A un inferior no se le demuestra, se le orde­ na, a un superior se le suplica, se le seduce; se le demuestra a un igual  y no solamente se le permite que intervenga y que refute, sino que se  lo solicita, se le pide permiso para introducir una hipótesis diciéndole  que es una hipótesis y que permita por un momento examinar a dónde  conduce su desarrollo. ¿Con quién se habla de esta manera? El que  está hablando como el geómetra, el que está hablando en una ciencia  cualquiera está hablando con iguales, no está hablando con esclavos,  está hablando con seres libres y aspira a ser reconocido por ellos. Por  eso el tirano (también lo explica Platón) nunca logra ser reconocido,  porque el tirano es temido y eso hace el intercambio distinto. Hay una  fórmula muy notable que se encuentra al comienzo de El banquete,

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donde Platón dice que el hombre es libre para dos cosas: para amar y  pa

ra pensar; es decir, que nadie puede obligar a un hombre a amar o a  pensar. Un tirano terrible, por medio de las amenazas y de las torturas  nos puede obligar a trabajar en las minas, en los socavones, a extraer  diamantes y oro para sus lujos; pero no nos puede obligar a que le  amemos, ni a que pensemos como él.

Esa es, pues, la posición que Sócrates despliega inicialmente para

 enfrentar al sofista. Así vemos también cómo el poder es una des­ gracia. La gente sobre la cual tenemos poder no nos sir

ve ni siquiera  de testigo porque nos tiene miedo; sólo nos puede servir de testigo y  de referencia el que sabemos que está de acuerdo con nosotros porque  lo hemos convencido, no porque nos tenga miedo, y porque si no está  de acuerdo, no tiene ningún temor en decir: creo que está equivo­ cado.

Con estas razones la fuerza de la argumentación de Calicles se va  hundiendo y así surge la exigencia del racionalismo. Así Platón en­ contró la lógica, tratando de refutar al sofista, y encontró la fórmula  principal de la lógica: la teoría de la contradicción. (El sofista 262B-  264C). Dicha rápidamente, se puede reducir a lo siguiente:

Dos proposiciones contradictorias sobre el mismo objetivo, al mis­ mo tiempo, desde el mismo punto de vista y en las mismas relacio­ nes (son cuatro condiciones) no pueden ser verdaderas ambas.

Es la primera base sobre la cual se levanta la lógica y Aristóteles la  va a desarrollar después en la teoría de la contradicción.

Es importante tener en cuenta que esa es una teoría cierta con las  cuat

ro condiciones que Platón enuncia, es decir, desde luego se pue­ den hac

er dos proposiciones contradictorias que sean ambas verdade­ ras si se trata de objetos diferentes, pero no sobre un mismo objeto.  Ahora, eso de “sobre un mismo objeto” puede ser muy claro si se trata  de un objeto empírico cualquiera, como cuando se habla sobre una  persona, sobre un país, etc.; pero cuando se trata de un concepto no  es tan fácil. Ustedes ven, por ejemplo, que los marxistas y los liberales  son partidarios de la libertad y se detestan entre sí, cada cual denun­ cia al otro como enemigo de la libertad; lo que ocurre es que no están  hablando de la misma cosa, tienen la misma palabra pero no están  hablando de lo mismo: el marxista está pensando en las posibilidades  efectivas de realizar en la vida práctica ciertas estructuras posibles  que hay en los individuos; el otro está hablando de condiciones lega­

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les para oponerse, para expresarse, para expresar su contraposición a  quien ejerce el poder, para organizarse; está hablando uno en térmi'  nos de posibilidad y el otro está hablando en términos de legalidad  (económica, educativa, etc.); por consiguiente, no están hablando  exactamente de la misma cosa, aunque los dos la llamen “libertad”;  primero tendrían que ponerse de acuerdo sobre lo que tratan, si no,  hacen un diálogo de sordos donde cada cual sigue con su argumento  sin transformación posible. No es tan fácil estar seguros de que se  trata de un mismo objeto cuando éste es un objeto empírico.

La otra condición impone que sea al mismo tiempo. Dos proposi-  ciones

 contradictorias pueden ser verdaderas en tiempos diferentes,  por ejemplo por la transformación del objeto, incluso tratándose de un  objeto empírico: se puede decir que es pequeño y que es grande por­ que creció, que es joven y viejo, pero esto no se puede afirmar si se  condiciona al mismo tiempo. Platón lo que formula es que sea sobre el  mismo objeto, al mismo tiempo y desde el mismo punto de vista, porque  también el punto de vista puede cambiar completamente las cosas.  Desde qué punto de vista lo está diciendo, se puede ejemplificar con  una fábula sobre la relatividad de las proposiciones al punto de vista,  que dice así: animales inofensivos: el tigre, el león y la pantera. Ani-  males altamente peligrosos: la gallina, el ganso y el pato... decía una  lombriz a sus hijitos.

Desde el mismo punto de vista y en las mismas relaciones, desde  luego, uno puede predicar del hombre que es muy grande con rela­ ción a la hormiga o muy pequeño con relación a la ballena; en las  mismas relaciones no puede predicar nada contradictorio. Hemos  repasado hasta aquí las cuatro condiciones de la teoría de la  contradicción.

No confundir, cosa que pasa muy frecuentemente entre los mar-  xistas, que traen de Hegel y de Engels una confusión inmensa sobre la  contradicción; especialmente por el vicio de Hegel de llamar contra'  dicción a cualquier cosa, incluso a una diferencia. En realidad, no  hay que confundir la contradicción con las oposiciones reales, por  ejemplo: hay una oposición de intereses entre la burguesía y el prole­ tariado, pero allí no hay ninguna contradicción lógica, eso no tiene  nada que ver con la lógica; por lo demás, si tiene algo qué ver es que  hay una implicación lógica, es decir; que no hay el uno sin el otro: no  puede haber explotación sin explotadores y no puede haber explota-  dores sin explotados; se implican, no se excluyen. La contradicción

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gica es aquella en que se excluyen. Engels se perdió siguiendo el  camino de la filosofía de la naturaleza, se perdió en el análisis de no sé  qué contradicciones en la naturaleza (donde no hay ninguna, desde  luego) y confundiendo todo con todo. Nosotros llamamos a dos fuer­ zas de manera arbitraria, positiva y negativa; pero positivas son ambas,  la designamos así por convención, pero allí no hay nada negativo, hay  una contraposición: dos fuerzas que se contraponen porque van en  dos direcciones distintas o porque tienen una carga atómica distinta,  No encontramos allí por ninguna parte la negatividad, la negatividad  está en el juicio.

Debemos, pues, evitar confundir las contradicciones lógicas y las  oposiciones

 reales y, sobre todo, no pensar que las contradicciones  que llamamos dialécticas se confunden con las contradicciones lógicas.  Ese es otro error muy frecuente, y se imagina que lo que pasa es que la  dialéctica es la gica, pero en un nivel superior y la otra es una lógica  formal; que aquélla, la dialéctica, sí es una lógica, digámoslo así, de  contenido. Realmente ese no es el problema; lo que se estudia como  las oposiciones dialécticas son oposiciones de conceptos que, siendo  contrarios, se requieren uno a otro, es decir; que se implican a pesar  de su contraposición, en lugar de excluirse. Platón hizo varios análisis  y Hegel celebra uno de los más conocidos, El Parménides, como la más  bella muestra de la dialéctica en la antigüedad. Lo que Platón quiere  mostrar es esto: que no hay cambio sin permanencia; que el cambio y  la permanencia no son dos cosas que se excluyen; que no cabe predicar;  como hizo Heráclito, el cambio en términos absolutos: todo se trans-  forma sin cesar, no nos bañamos dos veces en el mismo río (y no sola-  mente porque el río es otro, porque ha pasado el agua, sino que el  bañista también es otro, se han cambiado su ser, su psiquis y su cuer­ po). Le damos nombres a las cosas para consolamos y para imaginar­ nos que siguen siendo iguales, porque su nombre sigue siendo igual,  pero están cambiando continuamente, decía Heráclito. A lo que Platón  contesta: todo cambia pero en la medida en que permanece, porque si  no permanece no hay qué cambie; es decir, si un individuo cambia  deja de ser como era, deja de ser lo que era, envejece o crece o madura;  pero en la medida en que cambia sigue siendo el mismo, porque si  cambiara tantísimo como para aparecer otro continuamente, no habría  de quién hablar, ni siquiera habría un sujeto que pudiera cambiar, ni  habría un mundo que pudiera cambiar y, para llevar más lejos las cosas,  no habría nada de qué hablar: tan pronto mencionáramos el nombre

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de algo, ya habría dejado de ser aquello en que estábamos pensando,  no podríamos ni siquiera hablar (no digamos entendemos, sino ni si'  quiera hablar).

Es decir; la permanencia y el cambio son dos conceptos opuestos,  pero sólo existen cuando se relacionan. También tenemos el ejemplo  de Hegel: el ser y la nada son dos abstracciones, dos oposiciones  radicales, pero sólo existen en la síntesis, en el devenir; mientras se  mantengan por fuera del devenir, que es llegar a ser y dejar de ser y  estar siendo, es decir, ser y no ser a la vez, entonces no son más que  dos abstracciones vacías: “el ser” y “la nada”, de los cuales poco pode­ mos saber

; poco podemos decii; parece que están unidos desde la anti­ güedad pero nunca se les ha visto por ninguna parte. Eso es lo que  llamamos contraposiciones dialécticas: aquellas que se requieren, que  sólo existen positivamente cuando están juntas a pesar de ser opues­ tas. Pero no cualquier contradicción es dialéctica: si yo digo un dispa­ rate con lo cual contradigo lo que está diciendo otro, no puedo salir  con que lo que pasa es que yo soy dialéctico. Si alguno me dice: "Hom­ bre, usted está contradiciendo lo que dijo al principio”. -Y digo: “No  importa, contradicciones hay en todo". No, esta es la respuesta de un  sofista. No confundamos las dos cosas; a veces se confunden de la  manera más extravagante la dialéctica y la sofística. Es bueno, pues,  aclarar un poco este punto.

Ahora bien, Platón introdujo la lógica ante ese fenómeno de la  angustia, del escepticismo de la angustia, del “ataque de franqueza  de los sofistas”, de la verosimilitud que se roba para sí todo y no le deja  territorio alguno a la

 verdad. Es necesario fundamentar la verdad como  demostración, es necesario, por lo tanto, fundamentar un principio,  un esquema, una matriz inicial: esa es la lógica, ella nos da una serie  de fórmulas incontrovertibles que no necesitamos demostrar; Por ejem­ plo: dos cosas iguales a una tercera, son iguales entre sí, ese principio  lo utilizamos siempre que queremos demostrar una cosa. Siempre que  abrimos la boca, dice Hegel, estamos haciendo lógica aunque no lo  sepamos; es una regla, pero no es una regla impuesta, es una regla  inmanente. Es una ley de inmanencia: para que una cosa resulte ver­ dadera tenemos que estar seguros de que no es contradictoria consigo  misma.

Toda la primera doctrina de la enseñanza tal como Platón la for'  muía en El sofista, implica una teoría de la refutación. Platón opera de  la siguiente manera en El sofista (lo pueden leer en el 229B'230B, en

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cualquier edición); Platón allí nos da su teoría de la ignorancia: hay  varias especies de ignorancia, dice, pero rápidamente lo que le interesa  llegar a demostrar es que hay una especie de ignorancia más perversa  que todas, más dañina que todas, que consiste en creer que se sabe lo  que no se sabe. El fondo de la ignorancia para Platón está precisamen­ te en creer que se sabe lo que no se sabe.

La ignorancia no es, pues, un estado de carencia, sino, por el  contrario, un estado de llenura, un exceso de opiniones en las que  tenemos una confianza loca y, desde luego, mientras mayor sea la ig­ norancia, mayor es la creencia en que se sabe lo que no se sabe. Si  ustedes consultan con un científico por ejemplo, para una enfermedad,  es posible que les diga: hombre no sé, habría que hacer exámenes de  tales y tales, vamos a averiguar de qué se trata, no está claro. Pero  vamos a la plaza donde una señora que vende hierbas y díganle los  síntomas y verán que sí sabe: tiene el cuajo volteado o tiene un viento  encajado o mal de ojo, y para eso es maravilloso el agua de boldo en  ayunas. Y si siguen más allá y van a una sociedad mágica, allí sí saben  todo, allí no falla nada, no hay un solo huequito de no saber, si pasó  un eclipse, queda muy claro que el señor sol y su hija la luna entraron  en un incesto, cosa peligrosísima para el orden de la vida y del mundo,  entonces van a esconder los instrumentos por temor a que se levanten  contra el que los maneja porque todo el orden está en peligro.

Es precisamente con la ciencia con la que empieza el saber de  que no se sabe, loda ciencia tiene circunscritos un conjunto de  problemas que está investigando, porque sabe que no los sabe. No  sabe cuál es el origen del cáncer, entonces está en un proceso de  investigación. Y hay un conjunto inmenso de preguntas sin

  respuestas. Hay más: la ciencia acostumbra al individuo a vivir en  un mundo de preguntas abiertas que no se cierran nunca; cuando  se descubre algo, ese

 descubrimiento abre nuevas incógnitas; si se  hace un descubrimiento tecnológico vinculado a la ciencia,  digamos, por una parte, se resuelven problemas que antes no lo  estaban pero, por otra, se abren, se abren problemas que quedan  por resolver, se abre un mundo nuevo de misterios. La ciencia no  puede operar sino manteniéndose en un mundo de preguntas  abiertas que no están resueltas todas, y sus respuestas, cuando se  resuelven, abren otras preguntas. Esa fórmula de Sócrates de que  "sólo sé que nada sé”, con la que andaba por todas las plazas de  Atenas, no era ningún principio de autocrítica ni, menos aún,

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ninguna falsa modestia; tan sólo trataba de fundamentar que el  primer saber efectivo es un saber crítico: el reconocimiento de un “no  saber”.

Ahora bien, si nosotros aceptamos esa doctrina platónica como se  encuentra, por ejemplo, en El sofista, la doctrina de la ignorancia,  entonces ésta, en el fondo, es la incapacidad de saber que no se sabe.  Es una idea muy refinada. En realidad uno se imagina que eso no es  tan claro, p

ero realmente lo que pasa es que uno muchas veces no se  hace preguntas, porque oscuramente tiene respuestas aunque no las  haya hecho explícitas; las tiene preconscientes, tiene muchas respues-  tas para las cosas y por eso ni siquiera se las pregunta, lomemos un  ejemplo: cuando uno dice por qué Latinoamérica es un conjunto de  países atrasados y Norteamérica es un país desarrollado, cuando en  realidad Latinoamérica fue conquistada y poblada antes (Bogotá es  muchísimo más vieja que Nueva York y Cartagena ni se diga, cuando  Cartagena ya funcionaba como una gran ciudad del nuevo continente,  Nueva York era una colonia holandesa), ¿por qué eso se desarrolló y  esto no? Uno no se hace casi nunca la pregunta porque está habitado  por respuestas ideológicas aunque no las explicite, está habitado por  respuestas del clima, la religión y el carácter de los conquistadores:  los españoles son perezosos, los ingleses no; después se acuerda: ¡ah,  pero en la India y en Africa lo que dejaron fue peor que los españoles!  También empieza a pensar: ¡ tal vez es la raza o el clima, el trópico!, en  fin. Es por eso que uno no se hace la pregunta: porque está invadido  por respuestas implícitas; entonces no puede hacerse historia explica-  tiva, sino simplemente narración histórica; este es un ejemplo, pero  hay miles. Estamos habitados por respuestas ideológicas implícitas. No  siempre ocurre que no nos preguntemos, sino que implícitamente  tenemos la llenura platónica sin formularla. Esas opiniones, a las cuales  se refiere Platón, quedan muchas veces en la forma de la opinión  implícita preconsciente; ideas que circulan y que funcionan como un  sabei; como una respuesta, hasta el punto de que nos impiden hacemos  las preguntas.

Veamos ahora la réplica de Platón inmediatamente después de  formular es

ta teoría: Platón saca la primera consecuencia. ¿Cómo se  hace para luchar contra la ignorancia? ¿En qué consiste la enseñanza,  en qué consiste la educación? Platón dice que en la refutación, en  primer lugar: no se puede alimentar bien al que tiene una indigestión,  primero necesita vomitar, purgarse y que le empiece a dar hambre; al

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que tiene una indigestión no se le puede dar un banquete. Si la igno-  rancia fuera tan sólo una carencia de saber, no habría nada más fácil  que la educación, sería como darle de comer a un hambriento; pero  desgraciadamente el asunto no es tan fácil porque se trata precisa-  mente de darle de comer a un indigestado. Esa es la consecuencia

. que saca Platón. Veamos un texto:

Extranjero. -Por eso, con el propósito de eliminar una ilusión de

esta clase, se arman contra ella de un método nuevo (una ilusión  de esta clase, de que se sabe lo que no se sabe).

Teeteto. -¿Cuál?

Extranjero. -Plantean a su hombre una serie de cuestiones a las  que, creyendo él que responde algo que valga la pena, no respon­ de, sin embargo, nada que tenga valor, luego, comprobando, fácil­ mente lo vacío de opiniones tan equivocadas, las reúnen en su  crítica, las confrontan unas con otras y por medio de esta confron­ tación, las demuestran, acerca de los mismos objetos, bajo los mis­ mos puntos de vista, bajo las mismas relaciones, mutuamente con­ tradictorias.

Allí está planteado el método socrático de refutaciones. El primer

paso de la educación es la crítica lógica: tomar las opiniones, hacer  que éstas se vuelvan explícitas sin temor alguno y someterlas luego a  una confrontación lógica. La primera crítica es inmanente, esa es la  crítica no dogmática, eso es muy importante. Inmanente quiere decir  que no le opongo a lo que él dice otra cosa que yo digo, sino que  primero examino si lo que él dice no es contradictorio consigo mismo.  Es decir, la primera parte es la crítica lógica, o sea, examinar si no hay  contradicciones en el mismo sentido, sobre el mismo objeto, en las  mismas relaciones, al mismo tiempo* desde el mismo punto de vista.  Esa crítica inmanente es esencial. No vayan a creer ustedes que es  crítica la operación del dogmático, que tiene la verdad en el bolsillo  bajo la forma de un catecismo, de un librito rojo, o cualquier otra  autoridad absoluta y entonces nos viene a demostrar continuamente  nuestro error haciéndonos ver su verdad.

Así alguien se puede dar el lujo de refutar el sicoanálisis, por ejem­ plo, porque Freud es ateo y por lo tanto, toda su teoría está equivocada;  claro que eso ahorra tiempo. Otra cosa sería mostrarle a Freud que lo  que él dice sobre los sueños se contradice en sí mismo, y también otra  cosa sería demostrarle que lo que él dice sobre los sueños no  corresponde con lo que los sueños son, que así no se explican sino de

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otra manera y decir de cuál; eso sería menos cómodo y mucho más  largo. Una cosa sería refutar a Marx diciendo: “Pues, comenzando  porque es un materialista, además cree que la lucha de clases, que es  una malignidad, es el motor de la historia”; otra cosa muy distinta y  más complicada sería meterse en El capital y demostrar que lo que  afirma Marx que son las leyes de la acumulación del capital, no es  cierto, que se contradice consigo mismo y que se contradice con la  forma real de la acumulación del capital, o que ésta no se da. El  dogmático opera por la comparación, no por la crítica inmanente que  es la que propone Platón; la comparación cómoda: usted muestra un  mapa y yo le digo: ese mapa está equivocado, mire, el río suyo desem­ boca allí y en mi mapa desemboca en otro lado; no, eso no demuestra  nada. Lo que Platón propone es supremamente diferente: la crítica  inmanente; no la crítica trascendente remitida a una autoridad, a un  texto, a un mapa, etc., sino la crítica interna primero. Esa es la que  llamamos también crítica lógica: lo primero que hay que examinar en  un texto es que no se contradiga a sí mismo porque si es así, entonces  queda refutado.

La teoría de la contradicción es una teoría esencial a la cual Kant  llega a darle incluso una categoría ontològica, es decir, que se refiere  a la posibilidad de la existencia de algo. ¿Qué quiere decir que algo  es imposible? Dice Kant: quiere decir que tiene determinaciones  contradictorias, eso es lo imposible, es decir, eleva la contradicción  platónica, a una formulación ontològica: lo que tiene determinaciones  contradictorias, no existe; por ejemplo, un animal verde e invisible,  no existe; no me vengan después a decir que no lo he buscado  suficientemente, no necesito buscarlo, no necesito perderme en todos  los bosques en busca de ese animal; desde luego que sé de antemano  que no existe, puesto que se han dado determinaciones contradicto'  rías. Esa es la crítica inmanente, en una forma muy burda la ejemplifico,  pero sería muy mal cazador si me fuera primero empíricamente a exa­ minar todas las selvas para comprobar empíricamente si existe o no  existe un animal verde invisible.

Ahora bien, la crítica inmanente, desde luego, no es suficiente;  algo puede no ser contradictorio y también ser falso o, por lo menos,  equivocado e inexistente sin que tenga contradicciones internas. No  no hay ninguna contradicción interna, por ejemplo, en el unicornio,  eso no quiere decir que exista, sólo tiene valor en la negativa, pero en  todo caso es la primera exploración que hay que hacer. Lo segundo es

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que el que afirma algo debe demostrarlo; es decir, uno nunca puede  salirle

 al otro con que: “Mi tesis es ésta ¡pruébeme que no!” Porque  algo así no es una tesis, ni siquiera una hipótesis. Una hipótesis sólo  surge de una verdad establecida, es decir, demostrada, conocida, que  se extiende a algo desconocido con algunas variaciones. No es una  hipótesis cualquier afirmación, si digo que en el centro de la tierra  hay un bote de mermelada de mora, no les puedo decir a ustedes:  “¡Pruébenme que no!”; no vamos a probar nada si no está basado en  ningún conocimiento anterior; es un absurdo, no es ninguna hipótesis.  La hipótesis requiere que algo conocido se haya extendido.

Así pues, la primera fórmula es que si concebimos la ignorancia  como

 una llenura, como un estado de confianza loca en un exceso de  opiniones, entonces la primera forma de la enseñanza es la refutación,  de hecho es así. Cuando alguien comienza a estudiar alguna teoría  que tenga algunos visos de cientifícidad, lo primero que descubre es  una ignorancia propia. Por ejemplo: todo el mundo sabe qué es la  mercancía y qué es el dinero, por lo menos sabe que es mejor tenerlo  que no tenerlo, además puede dar ejemplos de mercancías: todas las  vitrinas de los almacenes están llenas de ejemplos; lo sabe en el sentí'  do de que tampoco tiene que ir a buscar en el diccionario la palabra  mercancía a ver qué quiere decir. Cuando lee El capital se da cuenta  de que no sabía qué era la mercancía, que la confundía con valores  de uso que están en venta u objetos que están vendiendo; descubre  que no sabía cuál es el problema esencial de la mercancía: que es un  producto del trabajo humano destinado al cambio, cambio de  propiedad, y que a partir del cambio se da la permanencia del valor  como un poder sobre el trabajo humano, pasado o actual. Actual porque  se pueden vender los millones de camisas de la fábrica y cambiarlos  por dinero con el cual se pueden pagar salarios, es decir, conseguir  trabajo, y si no se pueden vender, se desaparece el valor y se quiebra la  empresa; que también el valor está en circulación o desaparece; es  decir, todo lo que es la mercancía, no lo sabíamos. Lo mismo ocurre  cuando alguien empieza a estudiar sicoanálisis, se da cuenta de que  creía tener muy claro qué eran los celos, pero al estudiar el texto de  Freud sobre el tema, descubre que no tenía nada en claro y que los  celos son más bien una tipología del amor. Del mismo modo puede  ocurrir cuando, entrando en la lógica de una ciencia, se ponga en  cuestión la lógica de nuestros saberes implícitos, de los saberes de los  cuales podemos dar ejemplos, de los que creemos que sabemos porque

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conocemos las palabras y conocemos ejemplos. Aun no siendo en las  mismas condiciones que dispone Platón del diálogo, sino, por ejemplo,  en el caso de un estudio solitario:

De forma que, al ver esto (la práctica de la crítica inmanente -la  crítica

 lógica-) los interlocutores llegan a concebir un descon­ tento de sí mismos y llegan a alimentar posiciones más conciliado­ ras respecto de los demás. Gracias a un tratamiento de esta clase,  todas las opiniones orgullosas y quebradizas que ellos tenían sobre  sí mismos les son quitadas, privación esta en que el oyente en­ cuentra el mayor de los encantos y en que el paciente encuentra  el más duradero provecho. Hay, en efecto, mi joven amigo, un  principio que inspira a los que practican este método purgativo, el  mismo que hace decir a los médicos del cuerpo que el cuerpo no  podría sacar provecho del alimento que se le da hasta tanto que  se hayan evacuado los obstáculos internos. Así, pues, a propósito  del alma se han forjado ellos esa misma idea: de todas las ciencias  que se le puedan ingerir, ella no va a sacar ningún provecho hasta  tanto que se la haya sometido a la refutación y hasta tanto que,  gracias a esa refutación, haciendo que llegue a sentir vergüenza  de sí misma, se la haya desembarazado de las opiniones que cie­ rran el camino a la enseñanza, que haya sido llevada a un estado  de pureza evidente y haya llegado a la creencia de que sabe exac­ tamente lo que sabe, pero no más de lo que sabe.

La formulación de Platón sobre la enseñanza deriva entonces de  su concepción de la ignorancia. Ahora bien, éste es un primer ele­ mento: el racionalismo platónico, el primer racionalismo Sócrates-PIa-  tón. Ese racionalismo se encuentra con inmensas dificultades y esto  ocurre con todos los racionalismos; con el kantiano, con el cartesiano,  que tienen mucho en común: su posición ante la autoridad, su posi­ ción ante la demostración, su posición ante la tradición, su posición  ante la ignorancia; aunque desde luego mucho más desarrollado Kant  que Platón, y mucho mejor planteado. Platón se precipita en un idea­ lismo objetivo, en la creencia en unas ideas eternas y en un cielo  inteligible, que oscila continuamente entre posiciones fuertes, en la  medida en que las deriva de la geometría, y posiciones extremada­ mente débiles, en la medida en que, por ejemplo, cree que hay un  modelo ideal de todo ser real. Una esencia que antecede a la existen­ cia, es decir, en la medida en que se precipita en el idealismo, lo cual

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no es necesariamente condición para un racionalismo. Lo que quiero  decir es que un racionalismo fuerte como el de Platón, de todas ma­ neras, encuentra una serie de problemas que son supremamente cu­ riosos. Por ejemplo, cuando Platón trata del amor y del arte encuentra  una dificultad muy grande, y al leer sobre ese tema en Platón se verán  oscilaciones extraordinarias; el arte, podríamos decirlo así, es la cruz  de su pensamiento, no hay cosa que más ame, no hay cosa en la que  más confíe y, sin embargo, continuamente también es algo contra lo  que está hablando: de la ciudad hay que echar a los poetas, porque la  poesía no se puede introducir en una organización perfecta del Esta­ do. Kafka comentaba esto diciendo:

Tiene razón, los poetas ofrecen a los hombres nuevos ojos para  ver el mundo y cuando se ve el mundo con ojos nuevos, se pue­ de entonces cambiarlo, se concibe la posibilidad de que cam­ bie. La función del Estado es la conservación de lo existente,  tiene razón.

A veces lanza una andanada contra la poesía que cubre todo un  diálogo, en Ion por ejemplo. Resumo: se encuentra Sócrates con Ion  que acaba de ganar en las olimpíadas un premio de recitación de  poemas y le empieza a preguntar: -¿Los poetas son aquellos que ha­ blan muy frecuentemente de guerras? (pensando en Homero, la gue­ rra de Troya y La Ilíada). -Claro, hablan muy frecuente de guerra.  -¿Ah, y saben mucho de guerra? ¿A ti te gustaría que los ejércitos de  tu patria estuvieran dirigidos por un poeta? -No, tal vez no. -¿Los  poetas también son aquellos que hablan mucho de enfermedades, no?  -Sí, mucho, -¿le gustaría que si estuvieras enfermo en lugar de un  médico te tratara un poeta? -No, claro que no. -¿Hablan mucho de  viajes los poetas, no? ¿Y de la marinería? -Sí, mucho. -¿Te gustaría ir  en un barco cuyo capitán fuera un poeta? -No, claro que no. -Ah,  entonces hablan mucho de lo que no saben, de lo que no pueden  hacer, de lo que no tienen experiencia directa, eso son los poetas.  -Parece -dice Ion.

Encontramos en Platón esa posición, pero también encontramos lo  contrario: cuando su posición racionalista lo conduce a un impasse  apela a los poetas; se puede ver en todas partes de su obra. En Menón  va a demostrar esta tesis: que si uno no sabe que no sabe, que si uno  no conoce que no conoce la verdad, no puede investigar nada porque  cree que ya lo sabe; que para poder investigar algo es necesario saber

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que no lo sabe. A lo cual replica Menón: bueno, pero si no sabemos  algo, ¿cómo podríamos buscarlo? Y si por casualidad nos lo encontré'  ramos, ¿cómo podríamos reconocer qué es lo que buscábamos, si no lo  sabíamos? -i Ah!, -dice Sócrates:

Esto es grave. Entonces habrá que apelar a los poetas porque los poetas son aquellos que saben la verdad, aunque no saben por qué la saben.

Existe, pues, en Platón una oscilación sobre el problema del arte,  lo mismo que sobre el problema del amor, en Fedro es donde mejor se  ve (recomiendo la lectura 243E-245C de Fedro). Aquí se trata de lo  siguiente (voy á resumir de manera rápida y un poco burda):

Fedro comienza por un discurso de Licias, en el que trata de de­ mostrar qu

e nada puede ser peor que un enamorado y que no hay un  error más grave para cualquiera que hacerle caso a una persona que  esté enamorada de uno, cualquiera que sea. ¿Por qué? Porque no hay  nadie que tenga menos capacidad crítica que un enamorado: a un  enamorado le parece divino todo lo de la amada, incluso sus defectos  tpueden gustarle más que sus virtudes. ¿Cómo le va a hacer uno caso  a una persona así, que está trastornada verdaderamente hablando?  Un enamorado delira que su objeto de amor es esencial y completa­ mente diferente a todas las demás personas, proclama que sin él no  puede vivir (lo cual es supremamente peligroso) y le exige al amado  que proclame lo mismo de él. Bueno, no hay nada más aparatoso, más  estorboso, más inconveniente que un enamorado. Hazle caso a una  persona, pero que no vaya a estar enamorada de ti, no le vayas a dar  favores a un enamorado. El enamorado promete, para siempre, eter­ namente, jura; si se le pasa su delirio y tú le dices: -Bueno, pero me  prometiste que... -Ah, pero yo era otro, yo estaba todo alterado, yo  ahora volví a ser el que soy, lo que yo dije entonces no vale, pues yo  estaba completamente delirando (y el amor es un delirio). Entonces  Sócrates responde en una forma doble (me interesa destacar un as­ pecto), responde con dos discursos: el primer discurso es compitiendo  con Licias, diciendo las mismas cosas y llevándolas más lejos, que no  hay nada más peligroso y más inconveniente que un enamorado, etc.  El segundo es una defensa del amor (el punto donde les recomendé la  lectura corresponde a la defensa del amor). En esa dirección que avan­ za el discurso resulta curioso encontrar, en el primer racionalista de la  historia (Sócrates-Platón), un elogio de la locura. Porque Sócrates

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dice: bueno, hasta ahora hemos demostrado Licias y yo que el amor es  un delirio, con lo cual creemos haber dicho por qué es una mala cosa,  pero todavía no hemos demostrado que todo delirio sea una mala cosa.  Y entonces continúa con esta formulación: no, no es una mala cosa el  delirio, por el contrario, sin el delirio no hay nunca arte, sin locura no  hay arte (lo llama manía para buscar otros términos griegos que com­ ponen con manía), sin locura no hay amor. Dice que un poeta en  cierto modo está inspirado por las musas, quién sabe por qué, pero que  el hecho es que un poeta no es nunca el que carece de locura; en  efecto, aunque sepa de memoria todas las reglas de la métrica, de los  acentos, póngalo a que las practique, aunque conozca muy bien la  geografía de los países sobre los cuales va a escribir, aunque conozca  divinamente las reglas de la navegación, no sale la odisea de allí. La  poesía no sale en absoluto de reglas de conocimientos positivos, de  conocimientos gramaticales, de experiencias. El poeta no es un indi­ viduo que ha ahorrado conocimientos, que ha hecho su capital de  experiencia y en la caja fuerte de su memoria ha ido metiendo

 reglas  de métrica, reglas de acento y que luego invierte su capital en un  poema... no le sale nada. Mejor sabe describir el mundo un ciego  (Homero quiere decir ciego) con sólo que esté inspirado, que ningún  geógrafo por muy bien que conozca la situación. Lo que se le olvidaba  a Sócrates preguntarle a Ion, lo que no supo Ion introducir, en el  Fedro sí está planteado, es que, desde luego los poetas saben más de  las enfermedades que los médicos y de los viajes y de las guerras que  los marinos: de las enfermedades en su relación con el amor, en su  relación con el sufrimiento, en su relación con el drama, con la an­ gustia; no por ser militares saben más de la guerra, pero de los efectos  de ésta sobre la vida sí saben más, y ese mayor saber no procede de un  saber positivo, es decir, de un aprendizaje directo.

Así es como Platón trata de agarrar en alguna forma el arte y el  amor e

 introducirlos en su racionalismo absoluto, pero no le caben. A  veces los concilia, por ejemplo en La República (401 A, 402D), dice:

Es necesario buscar a aquellos que son capaces de rastrear la na­ turaleza de lo Bello y de la conveniencia, con el fin de que los  jóvenes estén rodeados por todas partes de hermosas obras, sólo  estén sometidos a influencias bienhechoras en todo aquello que  llega a su vista y a su oído, como si habitaran una región sana,  donde sopla una brisa proveniente de comarcas felices que trae la

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salud, y que se vean así conducidos desde la infancia, sin notarlo,  hacia la semejanza, el amor y el acuerdo de la bella razón.

En otras oportunidades se opone el arte -simulacro, mito- a la  verdad -ser, logos.

Es evidente que desde Platón se anuncia la dificultad de introdu'  cir en una teoría racionalista el problema del amor y del arte, pero  Platón tiene, sin embargo, la soltura -que tanto admiraba en él  Nietzsche- de hacer un elogio de la locura. Su racionalismo no es tan  dogmático como para no introducir un elogio de la locura cuando le  toca, cuando se ve ante la coacción de explicar entonces qué es el  amor: ¿solamente un delirio? Pero ¿y cómo sería la vida sin ese delirio?  En ese punto Freud, en Introducción al narcisismo, también dice que el  amor es un delirio, sólo que él sigue por otro lado, ya veremos, pero él  también piensa lo mismo.

Si nosotros ponemos una posición como la de Platón y nos vamos a  dirigir desde esa posición al problema del arte, el camino que vamos a  seguir es el desarrollo del tema del racionalismo y del arte, las dificul'  tades del racionalismo para dar cuenta del fenómeno artístico. Esas  dificultades introdujeron la crisis del racionalismo no solamente para  dar cuenta del fenómeno artístico sino del fenómeno humano en ge­ neral. La gran reacción contra el racionalismo ocurre cuando éste se  encuentra en la cima (es decir Kant), entonces viene la reacción en  Alemania contra el racionalismo kantiano, viene el romanticismo ale-  mán. Romanticismo es sobre todo eso: una reacción contra el  racionalismo que quiere dar cuenta de todo; en Inglaterra contra el  materialismo y el sensualismo inglés, en Francia contra el racionalismo  francés (el enciclopedismo), en Alemania, contra el racionalismo ale­ mán (y todos los románticos conocen a Kant y viven en un debate con  Kant, de amor y de protesta); el romántico protesta porque se trata de  reducir al hombre a la razón y queda por fuera el amor, los sueños, la  infancia. El racionalista clásico reducía todo eso a la noción de cues­ tiones marginales; las creencias las consideraba como superstición, la  religión como superstición, el arte no lograba hacerlo entrar en las  fórmulas demostrativas.

Con Spinoza ocurre que él cree que las pasiones son solubles a la  razón, que se pueden disolver las pasiones tristes por medio de la ra­ zón y eso es muy dudoso; entre las razones tristes él introduce, por  ejemplo, la esperanza, la ira, el remordimiento, y cree que son solubles

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a la razón, tiene una confianza extraordinaria en la razón. Es en los  lugares donde hubo un gran movimiento racionalista donde surge un  gran movimiento romántico. Es muy pobre el romanticismo español,  porque en España no hubo nunca un gran racionalismo, lo que hubo  fue la Inquisición, es decir, curas y militares, allá Galileo entró tardía-  mente y Darwin tuvo que hacer cola hasta la muerte de Franco. Cuando  no hay racionalismo, cuando no hay filosofía de las luces, cuando no  hay un desarrollo científico, no hay una reacción romántica. Llama­ mos por ejemplo romántico a cualquiera que es un sentimental, que  hable de su amada, que cuando coja la pluma se le suelte un lagrimón  (como dice un tango), entonces decimos que es romántico, pero eso  no es un romántico; romántico es quien reclama los derechos del sue­ ño, de la infancia, de lo no reductible a la razón como constitutivo del  ser humano, contra un racionalismo que no lo tiene en cuenta, o los  derechos de la intuición y de la inspiración contra el entendimiento  analítico. Vamos a ver desde una formulación más fuerte en el  racionalismo, cómo podemos plantear el problema del arte, ya que nos  vamos a ocupar de él principalmente de la estética y, en particular, de  la arquitectura.

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II

El proceso del conocimiento

La doctrina del conocimiento de Platón quedó expuesta de una  manera muy

 incompleta en el capítulo anterior, en el cual vimos prin-  cipalmente l

a teoría de la ignorancia. Uno de los momentos en que se  encuentra esta exposición de la teoría del conocimiento de una ma­ nera más desarrollada, aunque en una forma simbólica, mitológica, es  en el libro VII de La República -es supremamente agradable y bien  escrito según la costumbre de Platón que es uno de los máximos escri­ tores de la antigüedad-; allí Platón produce un texto alegórico, el  denominado mito de la caverna, muy conocido. Voy a comentarles un  poco la manera como ese mito lleva más lejos las ideas que les había  comentado de la doctrina de la ignorancia. Resumo rápidamente la  situación que Platón construye:

Invita a Glaucón a que considere la situación de unos hombres  que viven en el fondo de una caverna donde no llega la luz y que  desde su infancia están allí atados y situados de tal manera que sólo  pueden ver una pared que tienen ante sí, en la cual se proyectan las  sombras por un fuego que hay detrás de ellos, tanto sus sombras como  las de aquellos que pasan entre sus espaldas y el fuego llevando y  trayendo cosas y animales de diversa índole.

Debemos suponer entonces, aceptando rápidamente la circuns­ tancia un poco curiosa que nos describe de aquellos seres ligados, que  dada su costumbre por el hecho de que nunca han visto más nada,  tendrán esas sombras por la única realidad existente. Platón elabora  más esto, diciendo que hay además un eco que produce ese muro y  que les hace percibir que los sonidos vienen de donde están esas  sombras. Lo que nos interesa ahora es lo que Platón va a tratar de  extraer de allí.

Ese mundo de sombras va a ser -por decirlo así- la metáfora que  en este momento vamos a utilizar para distinguir lo que antes estába­ mos llamando la opinión. Como toda metáfora en cierto modo está  desajustada y como decían ya desde la antigüedad, no hay ninguna  metáfora que no cojee, por una parte enriquece e insinúa, sugiere

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más que la expresión directa y por otra, es desajustada. Pero lo que  nos interesa de esta metáfora es que nos da la opinión como condicio-  nada, en primer lugar, en una forma que podríamos llamar como cier­ to tipo de esclavitud: los seres ligados, prisioneros. En general Platón  es supremamente libre cuando emplea el concepto de la esclavitud en  un sentido muy particular y muy poco descriptivo en forma directa de  un fenómeno, por ejemplo de relaciones sociales de trabajo; cualquier  forma de compulsión, de precipitación, así sea en relación con el tiempo,  él suele denominarlo esclavitud.

En el Teeteto sostiene que los filósofos son libres porque tienen  tiempo, los científicos también son libres porque tienen tiempo, es  decir, que son individuos que pueden declarar que están pensando o  investigando algo sin conocer todavía cuál es el resultado; sin haber  allegado la verdad y su demostración pueden sostenerse en la bús­ queda del conocimiento; en cambio, podemos decir que no tienen  tiempo los abogados, los cuales tienen que juzgar en determinado  momento, fallar inocencia o culpa y si no existen pruebas suficientes,  declarar inocencia; tampoco tienen tiempo del conocimiento los re­ yes, que continuamente deben decidir de toda índole de asuntos.  Platón llama esclavos a abogados, reyes y gentes así que carecen de  tiempo, es decir, de libertad para pensat

Desde ahora es bueno saber que hay una relación del tiempo con  el conocimiento, aunque Platón exagera un poco seguramente porque  ve a aquellos que tienen el tiempo sobre sí como esclavos; pero, desde  luego, una ciencia declara su ignorancia mientras llega a un saber  efectivo. Nadie va a decir: HBueno, usted dentro de seis meses me  dice cuál es el origen del cáncer

”; esta determinación no se le puede  imponer a alguien en filosofía, ni tampoco en un proceso de investiga­ ción creadora de cualquier tipo; HE1 examen me lo presenta a tal fecha  y con la investigación terminada sobre el tema”, es una determinación  en el orden del conocimiento con un criterio esclavista, uSi no, su  nota es cero”; no tiene derecho a decir: “Empecé la investigación y no  he llegado a ninguna conclusión definitiva hasta ahora”. Desde luego  en Grecia no existía eso; Grecia tenía bastantes más filósofos y mejores  que nosotros, pero en Grecia nadie sacó nunca ni siquiera un 3 en  filosofía, ellos lo que hacían era pensar, no presentar exámenes, eso es  otro problema.

El tiempo es, pues, algo muy importante en el orden del saber; hay  circunstancias objetivas en las que el hombre no puede tomarse el

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tiempo, eso es propio de la política: recordemos, por ejemplo, cuando  Lenin

 de una manera sagaz y muy inteligente intervino en una discu­ sión que arriesgaba a

 volverse interminable a propósito de la paz de  Brest-Litovsk en el año 1918, después de la revolución; los ejércitos  alemanes continuaban avanzando sobre Rusia, el ejército zarista se  había derrumbado, la economía estaba

en crisis y se había producido  un vacío de poder que permitió a los bolcheviques la toma de éste casi  sin derramamiento de sangre (la sangre vino después en la guerr

a  civil); en esa discusión de la táctica internacional intervenían varios  dirigentes bolcheviques con posiciones muy diferentes: Trotsky,  partidario de no firmar la paz; Bujarin, partidario de declarar la guerra  revolucionaria hasta el final; Lenin, partidario de firmar la paz en las  condiciones que Alemania estaba diciendo; de este modo parecía in­ terminable la discusión y en todas las votaciones nadie había conse­ guido una mayoría real en el Comité Central, entonces, en un momento  dado Lenin dio esta fórmula: “Ninguna de las posiciones que hemos  sostenido, firmar la paz, declarar la guerra revolucionaria, o la inter­ media de Trotsky, ha tenido victoria; ninguna de ellas, estamos seguros,  que sea un acierto. Pero hay un error más grave que cualquiera de las  tres y es seguir discutiendo: porque mientras estamos discutiendo los  ejércitos alemanes siguen avanzando. Cualquiera de las cosas que  decidamos, es menos grave que seguir discutiendo”. Es decir, no hay  más tiempo, y cuando no se tiene tiempo el peor error, que Lenin  subraya, es seguir pensando; es el error de muchas prácticas que no  son investigación, sino la aplicación de lo que se sabe aquí y ahora, y  donde es el objeto quien decide el tiempo, no el sujeto de la  investigación.

En la existencia social o individual puede haber muchas situacio­ nes que exijan decisiones en un plazo... En todo caso, Platón llamaba  libre al que no tiene plazo, porque decisiones en un plazo son general­ mente decisiones sin demostración, como las jurídicas. Tenemos, pues,  la primera noción de un conocimiento que tiene tiempo y un conoci­ miento que tiene un obstáculo temporal externo, es decir, un plazo  marcado por el objeto de estudio o marcado por una circunstancia o  por una ley; pero también hay, no solamente problemas de temporali­ dad externos, sino internos. Lo que Platón va a plantear a continua­ ción es lo que ocurriría si uno de ellos -de los hombres de la caverna-  saliera de esa situación, o sea, de la creencia en las sombras como la  única realidad, situación que está siendo empleada como una metá­

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fora de la opinión, en el sentido que le daba anteriormente. El mito de  la caverna nos va a permitir enriquecer el concepto de opinión y darle  nuevos elementos que eviten emplearlo como un concepto simple-  mente peyorativo. Se lee en el Libro VII de La República (505C-505D):

Considera la situación de los prisioneros una vez liberados de las

 cadenas y curados de su insensatez. ¿Qué les ocurriría si volviesen  a su estado natural? Indudablemente, cuando alguno de ellos  quedase desligado y se le obligase a levantarse súbitamente, a  torcer el cuello y a caminar y a dirigir la mirada hacia la luz, haría  tod

o esto con dolor, y con el centelleo de la luz se vería imposibi­ litado de distinguir los objetos cuyas sombras percibía con ante­ rioridad. ¿Qué crees que podría contestar ese hombre si alguien  le dijese que entonces sólo veía bagatelas y que ahora, en cambio,  estaba más cerca del ser y de objetos más verdaderos? Supón ade­ más que al presentarle a cada uno de los transeúntes, le obligasen  a decir lo que es cada uno de ellos. ¿No piensas que le alcanzaría  gran dificultad y que juzgaría las cosas vistas anteriormente como  más verdaderas que las que ahora se le muestran?

Este es el primer paso de la reflexión. Platón nos muestra que la  primera reacción de quien fuera desligado de esa situación, en la que  siempre había vivido, sería una reacción de rechazo, de dolor, y nos da  la metáfora del dolor de los ojos; pero decir eso no es más que una  indicación metafórica, porque en el fondo el pensamiento de Platón  va mucho s allá de toda metáfora sensible; lo que nos quiere indi­ car es que el abandono de una concepción, de una convicción de lo  que él llama una opinión (nosotros podríamos llamarla convicción ideo­ lógica, dándole un carácter particular digamos una convicción reli­ giosa, política o de cualquier índole), y el abandono de una opinión es  un duelo, por lo menos si era una convicción efectiva. El duelo, la  dificultad de abandonar algo, es un indicativo de que era una convic­ ción efectiva, porque cuando es una moda no hay duelo; también eso  es muy frecuente: que se pone de moda cierto auton se adopta su  jerga, se adoptan algunas de sus frases, se manosea su discurso y luego,  cuando pasa de moda, se adopta otro sin duelo alguno; en este caso  no existe una convicción efectiva, una convicción es otra cosa muy  distinta de una moda, es algo a través de lo cual uno piensa, es algo  que se convierte parcialmente en una forma de nuestra identidad, en  la medida en que nosotros no nos reconoceríamos pensando lo contra­

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rio de lo que pensamos. Hay un duelo profundo cuando se pone en  cuestión una identidad y hay angustia -en el sentido que Freud le da  al término es justamente eso-; la angustia es la alarma porque está en  peligro la identidad del yo, a diferencia del miedo que es cuando está  en peligro la integridad física de uno.

La angustia se presenta cuando uno va descubriendo -progresiva'  mente, dolorosamente- que a pesar de su capacidad sofística, que a  pesar de su capacidad de reinterpretar y enredar la pita, cuando se va  imponiendo que lo que pensamos y sostuvimos durante un tiempo en  el cual nuestra vida se hizo y nuestras luchas se lucieron en relación y  a partir de una determinada convicción, y vamos encontrando que  esa convicción no es sostenible y vamos teniendo que confesamos que  es falsa, ese cambio no se puede hacer sin un duelo. Así como hay

 un  duelo por el amor, hay un duelo por el saber y tienen ambos algo de  común, se viven como el hundimiento de un mundo; en el caso del  amor el hundimiento del mundo procede de que el amor es una clave  para interpretarlo, de que una relación amorosa es una relación privi'  legiada (el otro es un testigo primordial), es una promesa de transfor'  mación, es un tipo de identidad, de tal manera que la pérdida de una  relación amorosa no es simplemente la pérdida de una persona con­ creta sino de todo un mundo de proyectos, de programas que directa  o indirectamente estaban relacionados con esa persona, aunque no  sea directamente sino solamente como testigo, como se ve en las gentes  que después de haber perdido a alguien muy importante, obtienen un  triunfo y se ponen un poco tristes de pensar que ya no está aquél que  se habría alegrado, aquél que le habría interesado que participara de  ese triunfo. En un duelo es el mundo entero el que oscila, pero también  eso ocurre en un duelo efectivo por el saber que se abandona, oscila el  mundo entero porque el saber era una forma de interpretar, distribuir  el mundo, producir, darle un sentido, realizar proyectos, seleccionar  criterios, era una guía, era una brújula en el conjunto de las circuns'  tancias. Eso sí es una convicción, perderla es una especie de hundi­ miento del mundo y se necesita el tiempo para una reconstrucción.

Hay un problema del tiempo del saber, y tiene mucho que ver con  el tiempo en general, por ejemplo, con la edad, con la edad real,  objetiva y biológica tanto como con la edad sicológica, o con la capa­ cidad de una persona para proyectarse de nuevo hacia una vida dife­ rente. Desde luego, en uno y otro sentido, es mucho más fácil tratar  de convencer a un joven de algo nuevo que a un individuo de edad y

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a veces resulta hasta maligno, por ejemplo, tratar de convencer a un  sacerdote de sesenta años, de que Dios no existe, es una cosa que no  solamente es supremamente difícil sino que tiene algo de perverso,  porque... y entonces: “¿Quién soy yo?, ¿qué he hecho yo?, ¿qué fue mi  vida?”, es difícil aceptarlo, pero siempre existe ese dolor, no siempre es  tan grave, pero siempre lo hay; una convicción es siempre algo más  que una ideíta en la cabeza, es una guía de la vida, es una clave de la  organización del mundo y del propio hacer; de ella estamos hablando  con la metáfora muy rápida de Platón de un dolor en los ojos (el que  ve la luz estando adaptado a las tinieblas), pero el dolor puede ser de  una especie más grave, de un rechazo. Mientras más profundamente  se haya mezclado y se haya entreverado en nuestra vida una convic­ ción de manera ya indiscriminable de lo que somos, más fuerte será el  duelo del saber o del amor, desde luego. Y el duelo sin embargo es la  forma misma de nuestra evolución; duelos son todos desde el comien­ zo: el destete, el nacimiento de un hermanito -el intruso, dicen los  psicoanalistas, porque perdemos no el objeto por muerte, pero sí la  posesión de monopolio frente a la mamá-, luego viene el Edipo, etc.;  es por eso que es tan desafiante y tan duro el ideal racionalista, y por  eso no es más que un ideal. Y aunque este ideal racionalista realmen­ te está expuesto por Kant en su contexto, quiero exponérselos desde  ahora porque nos ayuda mucho a precisar las ideas que hemos visto de  Platón.

Kant expone los tres principios del racionalismo en varias partes:  se pueden encontrar por ejemplo en La Lógica al final del capítulo  VIII; pero donde más rápidamente se puede ver es en el parágrafo 40  de la Crítica del juicio; resumo rápidamente: tres son los principios del  racionalismo, la conclusión a la que condujo en su última cima Kant,  o sea la filosofía de las luces; esos tres principios son enunciados así:

1. Pensar por sí mismo.

2. Pensar en el lugar del otro. 3. Ser consecuente.

Pensar por sí mismo no tiene nada que ver, ni quiere aludir, desde  luego, a ningún prurito de originalidad. Significa otra cosa: que el  pensamiento no es delegable, ni en un partido, ni en un Papa, ni en  un comité central, ni en un jefe, ni en un concilio, ni en nadie, que lo  que alguien piensa es lo que puede demostrar, lo que piensa a partir  de sí mismo, lo que tiene razón para pensar, no lo que dijo alguien que  uno ha idealizado en cuyo caso uno se suma, se adhiere.

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Ese es un ideal en el sentido kantiano del término; un ideal no  tiene nada que ver con una quimera, es lo que dice el mismo Kant:  una quimera es algo imposible, un ideal es algo que no es realizable en  absoluto, pero que sirve de guía. Por ejemplo, un ideal político puede  ser la igualdad, la reciprocidad; desde luego ninguna sociedad las  lleva, las ha llevado, ni las llevará al absoluto, sin embargo es un ideal  válido en el sentido de que no todas las sociedades son iguales entre  sí con relación a ese punto; hay sociedades en las cuales la desigual'  dad es monstruosa, hay sociedades esclavistas, hay otras sociedades  democráticas donde es menor, puede haber otras sociedades en las  cuales exista una democracia socialista donde sea todavíá mucho  menor, es decir, que aunque la cosa no esté dada en absoluto, nos  sirve para establecer una tipología y un criterio de valor.

Desde luego, la reciprocidad es un ideal en las relaciones huma'  ñas de amistad que los griegos apreciaban mucho; la ética griega tie­ ne mucho esa tendencia; a diferencia de la ética cristiana, la ética  griega tiende mucho a ser formulada entre iguales; sus grandes valo-  res son la hospitalidad, la amistad, la reciprocidad, y se puede encon­ trar formulada esta ética en Aristóteles, en Epicuro, etc. Es una ética  que podríamos representar

 espacialmente como horizontal, entre igua­ les, mientras que la ética cristiana tiende a ser más bien al contrario,  vertical: la compasión (de arriba a abajo), la caridad (de arriba a  abajo), la obediencia, la sumisión, la paciencia (de abajo a arriba); un  cambio de la orientación de la ética, no ciertamente una superación.

El ideal de pensar por sí mismo no requiere originalidad; yo pienso  por mí mismo un teorema de la geometría cuando lo puedo demostrar;  cuando sé que es cierto porque lo dijo Euclides o porque creo que el  maestro no está mintiendo, no lo pienso, lo creo, puedo creer en la  verdad; en ese caso todo se puede enseñar dogmáticamente, incluso  las matemáticas, no únicamente la religión. Se puede enseñar que  Mahoma subió al cielo montado en una burra con cabeza de ángel o  un ángel con cuerpo de burra, no lo sé; pero no sólo eso se enseña  dogmáticamente, también se puede enseñar dogmáticamente cualquier  cosa. Las matemáticas muy frecuentemente se enseñan dogmática­ mente: se aprende que menos por menos da más, se sabe que es así y le  salen los problemas que hace, pero no podría exponerlo, no podría  pensarlo... Cualquier materia se puede enseñar y se suele aprender  dogmáticamente.

El segundo ideal, pensar en el lugar del otro, también va a hacer  objeto de nuestra reflexión porque es uno de los grandes esfuerzos de

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la antropología, en el sentido que le damos ahora: el estudio de socie­ dades muy diferentes a las nuestras, pero precisamente pensando en  el lugar del otro, tratando de entender y no simplemente de verlos  como extraños; eso es necesario incluso para el lenguaje, uno tiene  que ponerse a ver qué puede entender del otro, o cómo puede enten­ der el otro lo que yo estoy diciendo si quiero entrar realmente en  comunicación. No pensar en el lugar del otro generaría prácticamen­ te una paranoia que se caracteriza por un tipo de discurso que habla  desde la evidencia (se parece mucho a ciertos discursos religiosos y  políticos por lo demás); el paranoico habla de tal manera que no ad­ mite ninguna objeción, el que no esté de acuerdo con él, o es nulo -  no entiende nada- o es un enemigo y está entre los perseguidores de  él, no es que haya un desacuerdo porque sea dudoso lo que él está  diciendo, él está hablando desde la evidencia.

Uno ve el paranoico en vivo (los estudios sicoanalíticos en ese  sentido son muy interesantes para acercarse al lenguaje de la para­ noia por ejemplo), cuando alguien tiene unos celos delirantes, lo que  es muy frecuente, todo lo que sucede le demuestra su tesis: su tesis es  que su mujer está enamorada, generalmente de un amigo, entonces  tiene otro amigo -la más de las veces un esquizoide que acepta todo y  hacen buena combinación- y este amigo le explica: “¿Viste cómo se  cogieron la mano y se la dejaron un ratico?”; o si no ocurrió eso, le  dice al amigo: “¿Te fijaste?, no se miraron en toda la noche, para  despistarme a mí como si yo fuera...”; va delirando su problema y pase  lo que pase demuestra su tesis, sea porque lo salude, sea porque no lo  salude. Y si el otro objeta: “Bueno pero, a mí no me parece...”; “Ah, es  que tú no conoces a las mujeres”... Y si sigue objetando el amigo,  entonces se calla y piensa que es cómplice de ellos y que lo mandaron  a tratar de despistarlo, no hay nada que hacei; esa es una de las figu­ ras en las que la fe se ve más al desnudo con todas sus maniobras.

Ahora, pensar en el lugar del otro es lo contrario de eso, es pensar  en qué medida el otro podría tener razón, hacer la discusión filosófi­ camente noble, esto lo proponen dos de los grandes racionalistas y lo  llevan hasta sus últimas consecuencias Platón y Kant: quiere decir  que cuando el otro sostenga una tesis, en lugar de ponerle zancadillas  parlamentarias para tratar de refutarlo, en lugar de aprovecharse de  que dio un mal ejemplo para hacerlo quedar en ridículo, hacer todo  lo contrario, tratar de buscar en qué medida esa tesis puede ser cierta  y qué se puede ver desde ese punto de vista, tratando de buscar todo

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lo que de verdad pueda haber en ella, incluso de mejorar su exposi­ ción si se equivoca exponiéndola, de mejorar sus ejemplos si no están  muy adecuados; esto sobre la base de que la filosofía, como decía  Platón, es lo contrario del comercio, porque en el comercio cuando  uno de los dos gana mucho el otro pierde, y en la filosofía ocurre lo  contrario, en ésta el que pierde gana: estaba en un error y encontró  una verdad, es una ganancia neta, puede ser dolorosa pero es una  ganancia. Así la practica Kant con gran soltura en su Crítica de la  razón pura; él no hace una discusión con Hume, que es a quien se  refiere en gran parte de su discusión contra el escepticismo, a base de  zancadillas y de ridiculizaciones y citando los peores ejemplos de Hume,  sino todo lo contrario, tratando de decir lo mejor desde ese punto de  vista.

Ese es el criterio de pensar en el lugar del otro, como ejemplo  planteado en filosofía. Ahora, planteado en antropología es el  criterio que más nos salva del provincialismo, de la mentalidad  parroquial. La mentalidad parroquial, la de los hombres de parro-  quia es la que considera natural y válido únicamente lo que se  hace donde él vive y de donde él es, la persona que le produce  carcajadas, que considera ridículo y grotesco todo lo que se hace  fuera de su municipio, la manera como se visten, la manera como  actúan, las cosas que creen y en cambio, le parece perfectamente  natural lo que en su municipio se hace. La antropología es la lucha  contra el espíritu provinciano, es el intento de pensar en el lugar  del otro cuando el otro es la humanidad más lejana. De la misma  manera que el psicoanálisis es un intento de pensar en el lugar del  otro, cuando el otro está en una situación más lejana, por ejemplo:  la locura; así Freud, cuando escribe por primera vez sobre una pa­ ranoia, el caso Schreber, termina con gran elegancia su escrito  diciendo: UE1 futuro dirá si el delirio del doctor Schreber es tan  verdadero como yo creo, o si más bien mi teoría es más delirante  de lo que yo quisiera”, pero el hecho es que su lectura del texto de  Schreber es una búsqueda de lo que allí hay de verdad, a pesar de  la forma delirante de la exposición y por lo tanto de romper la  soledad fatal, que consiste casi que en la definición misma de la  locura: una palabra que aunque expresa la verdad de un ser, es  incapaz de encontrar el reconocimiento de un destinatario.

El tercer principio de racionalidad es ser consecuente, que quiere

 decir prácticamente lo contrario de ser terco, quiere decir que si

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nosotros sosteníamos una tesis y el examen de esa tesis, de sus conse­ cuencias necesarias, nos lleva a la conclusión de que es falsa, debe­ mos revisar la tesis de la que partíamos aunque haya sido muy impor­ tante para nosotros. Para ser consecuentes hay que estar dispuestos al  duelo. Si llego en un examen de otros pensamientos, en un intento de  revisión, en la aceptación de una crítica que parece racional a encon­ trar que mi posición estaba errada, debo ser consecuente con ello, no  con mi posición como suele creerse.

Ser consecuente es ser consecuente con la lógica, lo otro es ser  terco. Existen situaciones -como los ejemplos que daba- en que es  más difícil que en otras; hay circunstancias en que nos sentimos prác­ ticamente traidores de los seres amados, de nuestros padres, de lo que  nos dijeron por amor y por nuestro bien y que, sin embargo, desgracia­ damente, era falso, bien intencionado, pero falso; es terrible, a veces  no solamente por el dolor que nos causa sino por el dolor que les causa  a los seres que amamos. Ser consecuente no es ningún paseo delicioso  y es, sin embargo, un principio de la racionalidad.

El otro problema es la mutación que Platón supone que va a ocu­ rrir cuando el personaje sale de la caverna. Supongamos que ya salió,  que ya se acostumbró a la luz del sol, que ya se pasea por entre los  árboles y las gentes y entonces medita en lo que era y en lo que pasaba  antes:

¿Y te parece que llegaría a desear los honores, las alabanzas o las  recompensas que se concedían en la caverna a los que demostra­ ban más agudeza al contemplar las sombras que pasaban y acor­ darse con más certidumbre del orden que ocupaban, circunstan­ cia más propicia que ninguna otra para la profecía del futuro?  ¿Podría sentir envidia de los que recibiesen esos honores o disfru­ tasen de ese poder, o experimentaría más que nada "ser labriego  al servicio de otro hombre sin bienes” o sufrir cualquier otra vici­ situd que sobrellevar la vida de aquéllos en un mundo de mera  opinión?

Esa segunda consecuencia es el derrumbe de los valores que esta­ ban necesariamente coordinados con la doctrina abandonada o con  la convicción abandonada y que funcionaban como indicadores y como  aspiraciones. Desde luego que si el hombre ya dejó de creer en Dios y  se salió del seminario, la aspiración a ser arzobispo ya no es muy gran­ de. Es decir, toda convicción produce sus valores, sus jerarquías, sus  indicadores y ellos se hunden al perderla. La cita de Homero es un

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poco curiosa (está en La Odisea), allí alude a la valoración tan alta  que tiene Platón del saber, y que en La Odisea funciona como una  valoración de la vida; esa cita corresponde al momento en que Ulises  va al Hades (al reino de los muertos), se encuentra con Aquiles y  entonces le pregunta si en el reino de los muertos también tiene una  situación tan destacada como la que tuvo en vida, a lo cual Aquiles  da una respuesta que es típica de la visión griega del mundo (mucha  gente la cita por eso), dice:

En el reino de los muertos no tiene ninguna importancia tener  una posición destacada: es mucho mejor ser esclavo de un cam-  pesino pobre y estar vivo que ser el rey del reino de los muertos. Representa la valoración tan alta de la vida que tenían los griegos

que nunca imaginaron que la vida fuera un valle de lágrimas y que la  verdadera vida comenzara después de la muerte. Esa formulación, de  las más duras de La Odisea, es aplicada por Platón al saber: ser rey de  la opinión, de un mundo de opiniones, así sea Papa por ejemplo, es  muy inferior a ser un principiante en cualquier conocimiento efecti­ vo. Veamos cómo Platón sigue sacando consecuencias de su mito:

Supón también que tenga que disputar otra vez con los que con­ tinúan en la

 prisión, dando a conocer su parecer sobre las sombras  en el momento en que aún mantiene su cortedad de vista y no ha  llegado a alcanzar la plenitud de la visión. Desde luego, será cor­ to el tiempo de habituación a su nuevo estado, pero ¿no movería a  risa y no obligaría a decir que, precisamente por haber salido fue­ ra de la caverna había perdido la vista, y que, por tanto, no con­ venía intentar esa subida? ¿No procederían a darle muerte, si pu­ diesen cogerle en sus manos y matarle, al que intentase desatarles  y obligarles a la ascensión?

Aquí no vemos ya solamente la ignorancia como carencia, ni si­ quiera como llenura, sino en una posición de combate, están dispues­ tos a matarle, están dispuestos a defender su posición, esa posición  está ligada a una forma de vida, no es simplemente una cuestión que  esté allí dentro de la cabeza y que se pueda cambiar y seguir lo mismo,  posición que es doloroso dejarla por el colectivo, no solamente por el  investigador. El combate en que entra el hombre que salió de la caver­ na es el combate contra unas convicciones que funcionan como for­ mas de comunicación, que están en el lenguaje mismo, en las con­

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ductas que están encamadas en formas de vida; no estamos pensando  en errores dentro de la cabeza, sino en errores encamados que tienen  efectos específicos. Resulta muy interesante y agradable, comparar el  mito de la caverna con el capítulo del Zaratkustra de Nietzsche: “El  camino del Creador”.

Si nosotros consideramos las convicciones como estructuras y for­ mas de vida, si no pensamos, por ejemplo, que el machismo es una  idea que un señor tiene en

 su cabeza, sino que es un efecto de la  familia patriarcal, de un tipo de organización, de un tipo de relaciones  humanas, de una forma de propiedad, etc.; si pensamos que una idea  sobre

 los niños no solamente es equivocada, sino que es eficaz sobre  los niños, es decir, que no solamente yerra sobre el objeto sino que  modifica el objeto, si en lugar de promover su creatividad, nosotros los  tratamos como idiotas encantadores que deben llegar a ser obedien­ tes, eso va a ser determinante de su carácter. Debemos comprender  que no se trata del error en una concepción idealista, sino que tene­ mos que dar un paso más allá de Platón -que desde luego es un idea­ lista- y formular el error encamado, a lo cual él a veces se acerca  mucho, no en su doctrina fundamental pero sí en sus exposiciones, lo  mismo que Hegel.

Ahora bien, aquí hay varios problemas, hay un problema del tiem­ po

 del conocimiento en un nuevo sentido: no se puede aprender algu­ na cosa en cualquier tiempo. El conocimiento tiene un tiempo...  algunos piensan que el amor no lo tiene -no voy a entrar en esa  discusión-, esos son los partidarios de la teoría del flechazo. Dejemos  eso a un lado, pero, en todo caso, en el conocimiento no vale el flechazo,  sus partidarios más bien son religiosos, los partidarios del flechazo del  conocimiento lo son de la revelación, de la inspiración; en cambio, la  idea del racionalismo es que en el conocimiento no hay flechazo, hay  proceso. También un tipo de amor es un proceso: una idealización de  un objeto se puede dar más o menos de inmediato, pero un amor en  un sentido de que haya una relación particularmente íntima, un len­ guaje que haya encontrado valores comunes en un largo diálogo des­ pejando los equívocos, un objeto que haya llegado a ser efectivamente  irreemplazable como compañero, testigo, colaborador de una empresa  común, no se produce como flechazo, desde luego. Pues en el conoci­ miento tampoco: es necesario un tiempo, porque para encontrar una  doctrina que tenga algo nuevo para uno, se necesita que en nosotros  se produzca el proceso de descomposición de lo que la excluía.

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Platón al comienzo de El banquete, cuando uno de los asistentes a  la reunión (Agatón) desea hacerse cerca de Sócrates, creyendo que  la proximidad le puede ayudar a entender las cosas de que habla,  hace decir a Sócrates lo siguiente:

¡Ojalá Agatón, que la sabiduría fuese una cosa que pudiese pasar  de un espíritu a otro, cuando dos hombres están en contacto, como  corre el agua por medio de una mecha de lana, de una copa llena  a una vacía!

Alude al conocimiento en el sentido de que no es suficiente oírlo  decir, lo que puede ser importante porque inicie un proceso, produzca  un efecto, siendo lo verdaderamente importante el proceso. Lacan  dice que la verdad no es lo mismo que la realidad, porque la realidad  es algo a lo que uno puede adaptarse, mientras que uno no se puede  adaptar a la verdad. La verdad transforma nuestro pensamiento o es  reprimida, pero a una verdad nueva no se le puede abrir campito en  medio del conjunto de convicciones y dejarla allí, en un rinconcito,  porque la verdad es contaminadora, por todas partes empieza a echar  retoños, a tocar otras cosas que se creían verdad y que no resultan  compatibles. A la verdad no se adapta una persona: se deja transfor­ mar por ella o la reprime. La manera más común de reprimirla es redu­ ciéndola a un conjunto de afirmaciones que se declaran ciertas pero  sin extraerle las consecuencias.

Regresando al mito de la caverna, el fenómeno que analiza Platón  es que el hombre que ha salido a la luz sería rechazado, e incluso sus  antiguos compañeros lo podrían matar, esto puede ser o no una alu­ sión a Sócrates como dicen los comentaristas, lo cual no tiene mayor  importancia, lo que interesa comprender realmente es que el rechazo  se produce porque una doctrina está inscrita en una concepción, lo  cual se demuestra de muchas maneras.

Por una parte, la doctrina misma puede ser halagüeña -decía  Freud-

 para el narcisismo humano. Hay un texto suyo, corto y muy  notable, “Una dificultad del psicoanálisis”, donde expone la idea de  cómo el narcisismo humano tan extraordinario ha recibido últimamente  algunos golpes difíciles de encajar, como por ejemplo la teoría  heliocéntrica. Hasta el momento en que Copémico la postula, el hombre  estaba cómodamente instalado en el centro del universo y a su alre­ dedor giraban el sol, la luna y las estrellas (en gran parte para su  servicio y adorno), y en el centro del mundo estaba el Papa, desde  luego; cuando vinieron a contarle la historia de que la tierra no era

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más que una bolita en medio de millones de bolitas y de las más pe-  queñitas, que giraba a gran velocidad llevando al Papa con todo su  quito por allí en una esquina de una galaxia, esto no era propicio  para el narcisismo humano. Y después llegó Darwin a contamos de  unos parientes de los que no queríamos saber nada. Y después Freud  con su inconsciente: que si nosotros creíamos que era por decisiones  razonables que se movía toda nuestra conducta y que si nos enamorá­ bamos de alguien era por sus cualidades objetivas, ahora no, pues el  inconsciente nos hace hacer una cantidad de cosas que no son nada  razonables. Todos esos descubrimientos molestan nuestro narcisismo,  vienen a perturbar. El conocimiento, el pensamiento es esencialmente  perturbador y si no es perturbador entonces está siendo amansado,  banalizado o reprimido.

Ese es, pues, otro problema que introduce con mucha fuerza Pla­ tón: el tiempo del conocimiento. Es necesario un tiempo para que en  nosotros toda la estructura que se opone a que ingrese una idea que  no es compatible con nuestros criterios anteriores se desajuste; por lo  tanto, no se le puede exigir a nadie que aprenda algo en cualquier  tiempo, cada cual tiene un determinado grado de incompatibilidad  con algo nuevo, que puede ser muy poco o mucho y no depende de lo  que llamamos talento. Sobre la imposibilidad de pensar los obstáculos  y dificultades del conocimiento se han montado equivocaciones muy  graves. Como resulta difícil y exigente examinar los problemas de la  represión, los problen\as de incompatibilidad de estructuras y todos  los verdaderos problemas, entonces inventamos una facultad para no  tener que buscar una explicación; esa facultad la llamamos “inteli­ gencia”. Algo tan desubicado como si en lugar de tratar de explicar  por qué un individuo tiene tan buena disposición para caminar, es  decir, cómo le gusta el aire libre, cómo está bien alimentado, cómo  respira muy bien y demás, y otro no tiene buena disposición para cami­ nar, por desnutrición, por histeria (porque tiene, por ejemplo, agora­ fobia), entonces dijéramos: “No, lo que pasa es que el uno tiene mu­ cha caminancia y el otro tiene poca caminancia”; más o menos eso  hacemos afirmando que tiene mucha inteligencia o tiene poca inteli­ gencia; en lugar de estudiar procesos, dificultades, ponemos una fa­ cultad que cuantificamos y que es más o menos mítica como la  caminancia convertimos un conjunto de haceres y de posibilidades y  dificultades en una esencia, que desde luego es inventada.

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Ahora bien, lo que verdaderamente ocurre en el proceso del co­ nocimiento es que éste es una conquista personal y por esa razón tam­ bién su acceso y la enseñanza tienen que ser inevitablemente  personalizados en un proceso; de otro modo, la comunicación de un  saber como resultado, la despersonalización del pensamiento es tam­ bién su negación, su destrucción, su militarización por medio de prue­ bas, exámenes y la imposición de un tiempo despersonalizado. El

 saber  tiene que ser personalizado porque cada cual tiene su grado de in­ compatibilidad, la diferencia de su proceso, la distancia caracte-  rológica, sicológica, que procede del fondo de su infancia, que prece­ de sus posiciones actuales, sus relaciones actuales, etc., no se puede  poner a marchar a la gente sacando la patica al mismo tiempo todas  las veces; eso está bien en el ejército, en la educación no tiene nada  que hacer, mientras más personalizada sea mejor.

Esto es una manera de completar un poco lo que Platón nos dice  sobre

 el conocimiento. Termino por un punto en el cual la comunica­ ción con el proceso del acceso a un arte determinado y en general al  arte, está muy próximo al proceso del saber; en el acceso al arte sí que  hay un tiempo propio, sí que hay un rasgo propio, allí sí que es menos  militarizable el proceso. Esto era lo que quería decir de Platón y de  cómo su posición, que en cierto modo resume algunas posiciones grie­ gas, nos prepara para tener una visión de la relación entre filosofía y  arte. En seguida vamos a tomar una vía supremamente diferente, para  replantear el asunto del arte, parece ser un corte muy grande, espero  que los vínculos aparezcan claros un poco más adelante.

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Ili

El arte en las sociedades primitivas

Vamos a abordar el arte primitivo para hacemos una idea del arte  como tal

 y nos desprendamos un poco de todo paralelo con la ciencia.  El arte es mucho más primordial. Tendremos en cuenta un capítulo de  Antropología estructural de Lévi-Strauss, “Arte”; también un capítulo  del mismo autor que se llama “Caduveo”, capítulo XX de Tristes trópicos,  donde se refiere exactamente al mismo tema y a las mismas pinturas  con más detenimiento que en Antropología estructural y dando ciertas  hipótesis un poco más audaces que no vincula en éste.

lodo el mundo cuando ojea cualquier historia del arte, en cual'  quier forma que sea, se encuentra con la pintura de las cavernas:  Altamira, cavernas francesas, hay muchas obras, muchos comentarios,  cavernas que pueden tener en algunos sitios cuarenta mil años y en  otros sesenta mil (en Europa); Tassili en Africa, es muy antigua, es  una caverna en el Sahara cuando éste era un valle fértil, de manera  que de eso hace rato.

Es interesante tener primero esta consideración sobre el arte: en  él hay un desarrollo muy desigual y nosotros debemos tener allí -co­ mo en otras ciertas cosas, pero tal vez más que en otras cosas- una  gran desconfianza con la idea de progreso. En general, la idea del  progreso es problemática, aunque Marx la denunció como una idea  típicamente burguesa, después curiosamente en el marxismo se  reincorporó, se olvidó a Marx y los marxistas se volvieron más progre­ sistas que nadie, pero realmente lo que pasa con el progreso es que es  muy desigual, es decir, hay algunos aspectos de la vida humana en  que es inequívoco: un progreso relativamente acumulativo y aunque  es desigual en el ritmo, no es dudoso, por ejemplo, en técnica; digo  que es desigual en el ritmo, en el sentido que puede haber civilizacio­ nes enteras en las que haya muy poca modificación: la Edad Media en  las técnicas de navegación, del siglo V al XII en las técnicas de  producción, de siembra, y hay civilizaciones en las que puede haber  una especie de revolución permanente en las técnicas, como en el  capitalismo, del cual decía Marx que era un acelerador histórico. En

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el capitalismo todo cambia en términos de una generación, de una  guerra a otra, aunque no pasen sino veinte años ya existe otra cosa, en  cambio, las guerras del siglo X se hacían con los mismos instrumentos  con los que se habían hecho las de hacía diez siglos: con caballos, con  arcos, con flechas, no había llegado la pólvora y entonces eran más o  menos parecidas a las de la época de Julio César. Ahora, en veinte  años cambió todo y en una nueva guerra ya no se cambiaría todo, sino  que se acabaría todo.

Hay, pues, un desarrollo de la técnica, desigual pero inequívoco.  El criterio técnico no se puede aplicar al arte, eso es algo que hay que  tener muy claro ante todo. Nuestra civilización que es una civiliza-  ción de artefactos y de aspiración a artefactos se deja hipnotizar muy  frecuentemente por la mirada técnica y la idea -propia de la publici­ dad- de lo nuevo como necesariamente superior a lo anterior. En una  marca de automóviles es muy probablemente cierto, que un Ford del  84 sea mejor que uno del 14, que corra más, etc.; también en un  avioncito de los de ahora, un Concorde con relación a uno de los de  hace veinte o cuarenta años. Pero con el arte no se puede comparar  así. Si la marina norteamericana se compara con la marina de la antigua  Grecia -la de la batalla de Salamina-, pues nos da risa la marina  griega; cualquier lancha norteamericana acabaría con todo eso inme­ diatamente; pero si comparamos la poesía norteamericana con la poe­ sía griega, no es exactamente lo mismo.

Nosotros vamos a hablar del arte de civilizaciones que tienen un  desarrollo técnico bajísimo; sin embargo, ustedes pueden ver la mara­ villa del realismo, la capacidad de representación del movimiento y el  volumen en las cavernas, con una civilización de técnica neolítica;  piedra apenas desbrozada, hacha de piedra, los primeros arcos y fuego  con los dos palitos. Vamos por partes: yo no estoy despreciando tampo­ co esa técnica; digo que, naturalmente desde el punto de vista prác­ tico es bajísima con relación a la nuestra; desde otro punto de vista, la  idea de los dos palitos y el otro que se frota es genial, porque no es  copiada de la naturaleza; el arco también es genial porque tiene que  ser hecho todo al tiempo, no se puede hacer por partes e irlo evolucio­ nando poco a poco, es un lampo di genio dicen los italianos; si uno  considera un hacha de piedra, puede pensar que tenga bastones con  los cuales se dan y se descalabran entre sí y también piedras y después  se les ocurra unir la piedra y el bastón y mejorar hasta el hacha, pero  el arco es genial.

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No hay por qué despreciar la capacidad intelectual que está de­ trás de esos progresos técnicos, pero, desde luego, la evolución técni­ ca es otro problema. Ahora, con la evolución artística todo es muy  diferente, si ustedes ven Altamira con detenimiento, esas obras difie­ ren muy poco en calidad de los mejores dibujantes nuestros: Lautrec,  Picasso..., no le apliquemos una temporalidad al arte que pertenece a  la técnica, no creamos en ese evolucionismo lineal de todo y, por lo  tanto, tampoco la idea de arte primitivo es muy adecuada, aunque así  hemos titulado el tema, porque así se habla en general, el arte mismo  no es tan primitivo, este arte más bien sería bueno llamarlo originario  o de algún modo que no implicara ningún peyorativo ni ningún evolu­ cionismo implícito.

Vamos a ver que es de suyo bien complejo intelectualmente y por  sus funciones, vamos a ver que el arte no se puede tratar en el sentido  que nosotros a veces solemos, por el narcisismo que suele tener una  civilización de mirar por encima a las anteriores como balbuceos inci­ pientes de aquello que ella ya conoce divinamente; nosotros nos va­ mos a encontr

ar que muchas civilizaciones de las que denominamos  primitivas tienen aspectos en que son mucho más evolucionadas que  la nuestra, y especialmente uno del que la nuestra ha hecho una in­ volución, incluso con relación a la Edad Media: la creatividad  artística del pueblo, es decir, el arte, no como el producto de una  determinada especialización de un grupo más o menos de élite, de un  gremio más o menos especializado, sino el arte como producto general  de la sociedad. El arte como, por ejemplo, el romancero español o los  romanceros servios y rusos, el arte como la música que hacía el pueblo  y que ya no hace sino que consume, pero que es distinto: ahora la  música se la hace Lucho Bermúdez o empacan y mandan la salsa de  Nueva York para que aquí la bailen.

El arte que hacía el pueblo, el arte narrativo popular, el pueblo  que hizo anónimamente los cuentos de hadas, al mismo tiempo tan  nuevos, tan lejanos de la ideología dominante, son de la Edad Media  y no son cristianos: nadie está buscando salvarse en la otra vida,

 todo  el mundo está buscando casarse con la princesa en ésta, los animales  hablan -son animistas-, el bosque se llena de problemas, la naturale­ za se vuelve encantada -eso no tiene nada que ver con el cristianis­ mo-; es popular y no está dominado por la ideología dominante, es  una cosa bellísima, novedosísima y, sin embargo, es anónima, se riega  por todas partes; viejas muecas en sus casitas, medio brujas, cuentan

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esas historias a los niños y se van propagando por todo el mundo, no  son relatos de Perrault ni de los Hermanos Grimm, ellos son coleccio­ nistas... Es bellísimo ese arte popular, eso no se hace hoy: por mucho  bachillerato y carrera que haga el hombre resulta incapaz de contar  hasta un paseo y termina diciendo que fue chévere.

No nos olvidemos, pues, del problema: nos encontramos con civi­ lizaciones atrasadísimas en lo tecnológico que no lo son en lo artísti­ co. Las mujeres esquimales son escultoras y escultoras de gran talla -  las mujeres en general, no una serie de especialistas-, en huesos y en  colmillos esculpen y si ustedes observan las reproducciones de la es­ cultura encuentran un fenómeno colectivo de gran arte. Caduveo,  aquella tribu perdida por allá en el centro del Brasil, en el Matto  Grosso, en condiciones de vida bastante lamentables desde el punto  de vista económico, conforma una de las humanidades más desprovis­ tas de todo, tiene una división del trabajo en el arte pero muy particular,  los hombres son escultores y las mujeres pintoras; más particular es su  desacuerdo en otro punto y la configuración de un tema que vamos a  traer aquí, la discusión entre el arte abstracto y el arte representativo;  en la sociedad Caduveo las mujeres son abstractas y los hombres son  representativos, combinan esos dos artes según la diferencia de los  sexos. No nos sintamos tan superiores, como se siente el bachiller cuando  oye decir que Tales de Mileto decía que todo viene del agua, tenga­ mos en cuenta que hay civilizaciones -que hubo y hay- que son muy  atrasadas en cuanto al desarrollo técnico y son superiores a nosotros  en cuanto al desarrollo artístico, me refiero a la creatividad artística  de las masas, del pueblo, no a que les den de consumir sino a que  produzcan.

Nosotros tenemos criterios culturales no muy claros, por ejemplo,  los sociólogos empiezan a ver la cultura de un país y hacen cuentas:  consiguen estadísticas sobre el número de periódicos leídos por habi­ tante y el número de radios y de televisores, el número de bachilleres  por habitante, de graduados por habitante, todos los cuales pueden  resultar en otro sentido semianalfabetas, sin tratarlos mal; es decir,  que nosotros encontramos un pésimo empleo del lenguaje narrativo,  que es un arte más o menos creador y que podíamos encontrar en  campesinos nuestros de hace cincuenta años un desarrollo mayor de  la capacidad de contar una cacería, de contar una historia, de la  capacidad de hacer coplas improvisadas, de la capacidad de hacer  sainetes en los diciembres caricaturizando al cura y a los terratenientes

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del pueblo y que en gran medida se ha perdido, incluso en Colombia  en los últimos cincuenta años. No veamos el progreso de una forma  muy lineal, ni pensemos que es muy fácil medir la cultura por criterios  de inversiones en educación, y cosas parecidas. La cultura tiene mu-  cho que ver es con la creatividad, con la posibilidad de crear, con el  empleo del lenguaje, no con cuántas veces ha estado en clase y cuán­ tos años le ha tocado presentar exámenes, esto no puede ser del todo  secundario ni insignificante, pero no es lo mismo que la cultura y  mucho menos que la cultura artística. Vamos, entonces, a ver a estos  hombres caduveos sin complejos de superioridad.

El primer problema que plantea Lévi-Strauss es una discusión con  el difusionismo -quiero resumir rápidamente esa discusión y dar la  idea fundamental-; el difusionismo es una posición o una perversión  muy frecuente entre los historiadores de la religión y del arte, que  consiste en creer que allí donde se encuentran dos instituciones, dos  fenómenos o dos elementos visiblemente similares o muy parecidos,  entonces debe haber existido un contacto cultural, un contacto  histórico, o deben tener un origen común o alguien se lo difundió a  alguien, alguien se lo contó a alguien. De otra manera, entonces, no  se explicaría que tuvieran águilas y serpientes por México y por Siberia,  y por otras partes, y mucho menos esa combinatoria de águila y serpiente  como elemento artístico.

Lo primero que va a trabajar Lévi-Strauss es un fenómeno que se  llama el desdoblamiento de la representación. El desdoblamiento de  la representación es un estilo de dibujo y de pintura bastante curioso  y muy extendido: se encuentra en Nueva Zelandia, en China antigua  de hace más de tres mil años, en la costa norte norteamericana, en los  caduveos, es decir, se encuentra en una distancia en el tiempo y en el  espacio que desafía al difusionista y le provoca bastantes dificultades  para expresar cómo se produjo el contagio; en general con el  difusionismo se debe tener mucho cuidado en todos los términos, no  solamente en éstos.

En la historia de las religiones fue muy frecuente; como era común  encontrar en varias partes una misma institución o una institución  parecida, en lugar de tratar de explicar el sentido de esa institución y  cómo una sociedad llega a producir dioses parecidos o con los mismos  avatares, siempre se pensó que eran producidos por contacto; desde  luego ya no se piensa eso en la historia de las religiones. Hubert y  Mauss en su libro Magia y sacrificio en la historia de las religiones,

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encontraron, por ejemplo, doscientas religiones en las que Dios mue­ re y resucita, una de las cuales es el cristianismo, pero con unas nu­ merosas distancias en el tiempo y en el espacio entre casi todas ellas;  claro que con algunas de éstas es fácil observar que existe un contac­ to, por ejemplo con la egipcia porque los judíos estuvieron en Egipto y  allá aprendieron la circuncisión, los mandamientos están en el Libro  de los Muertos, etc., pero encontramos otras entre las cuales no exis­ tió nada en común y no hubo contacto. Lo más interesante de este  libro es que muestra que toda sociedad agraria inicial trata de  interprertar la siembra como muerte, como sacrificio; muerte de las  semillas y sacrificio, porque de hecho es un sacrificio: no se las comen;  y el nacimiento de las cosechas en la primavera como resurrecc

n y,  por lo demás, todos esos dioses resucitan en la primavera, incluido  Cristo, porque la Semana Santa cae siempre en primavera. Y como  son religiones al mismo tiempo solares, todos esos dioses nacen a finales  de diciembre, en el día más corto del año, el día en que el sol comienza  a alargar la jomada y, según las religiones solares, nace el sol en el  hemisferio nórdico. Ante la existencia de rasgos comunes uno se ima­ gina que tuvieron que contarse los unos a los otros, lo cual no es  necesario; la estructura de su trabajo, de la forma de vida, de la con­ cepción del mundo que se deriva de esa forma de vida, del descubri­ miento reciente de la agricultura, es la que determina esos sentidos.

En términos de arte, en términos de religión y en muchos otros  campos en realidad el “contacto” no explica; es un hecho también  que muchas sociedades toman algunos rasgos de otras pero no cuales­ quiera, toman los rasgos que se adecúan a la estructura de la socie­ dad que los recibe, los otros no los adoptan, hay sociedades que no  podrían recibir determinados rasgos de un mensaje porque su estruc­ tura excluye ese mensaje. Es muy difícil, por ejemplo -como los cris­ tianos lo han comprobado en varias oportunidades-, hacer pasar el  cristianismo a un país árabe, aun cuando hayan estado dominados los  pueblos por mucho tiempo como han estado -Egipto como colonia  inglesa y Argelia como colonia francesa, a veces por Siglos, Marruecos-.  El cristianismo necesita la familia monogàmica patriarcal, en una fa­ milia poligàmica no tiene nada que hacer, no entra, no cualquier cosa  es recibible, no estoy hablando de que sea bueno o malo o que la  Biblia sea mejor o peor que el Corán (en general yo poco me meto en  teología) sino que no es compatible con ciertas estructuras de una  sociedad, y en cambio en otras sociedades entra por derechas. En

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nuestro país se ve que el grado de penetración depende mucho de las  estructuras sociales: en formas que fueron de esclavos y luego de peo­ nes es muy leve el grado de penetración, por ejemplo, la preocupación  religiosa de los costeños es bastante reducida, en cambio en Antioquia,  con sus parcelas aisladas y su microdictadura doméstica, entró de la  manera más terrible. Estos fenómenos dependen mucho de las estructu­ ras, y así, de una sociedad a otra puede haber influencias, pero no de  cualquier clase, como de un individuo a otro se comunica, pero lo  que encuentra manera de tener funciones es esa estructura, lo que  encuentra manera de expresar problemas es ese tipo de vida, lo demás  no.

No es bueno, como ocurre en ciertas formas de nacionalismo dog­ mático

 o partidismo dogmático, colocar una frontera que separa nues­ tro grupo o nuestro país del extranjero, del malo en general y del  error; de tal manera que lo malo que ocurre aquí de alguna parte  vino, se infiltró, es el enemigo que atravesó nuestra frontera, en cambio  lo bueno, eso sí es propio; eso es muy típico de los nacionalismos y los  más erizados buscan incluso el chivo expiatorio más improbable, como  los judíos de Hitler, que explicaban exactamente todos los problemas  de Alemania; ésta es una manera mítica de poner al otro en una dife­ rencia que no sea de clase para negar las de clase, es decir, marcando  la diferencia importante entre arios y judíos y haciendo la diferencia  entre banqueros y trabajadores completamente secundaria; así se crea  una oposición fantástica para producir una unidad fantástica: los arios;  esto puede ser políticamente muy eficaz, pero precisamente es bueno  también que aprendamos esto, aunque a veces es un poco doloroso  decirlo: no hay relación muy cercana, ni necesaria, ni en general muy  estrecha, entre eficacia y verdad, hay cuestiones que son muy efica­ ces siendo perfectamente míticas, no hay que tener supersticiones al  respecto.

Tenemos, pues, que el difusionismo es una explicación por conta­ gio, por contacto, a veces nacionalista, a veces partidista. Si hay dife­ rencias en un grupo que considera la unidad como el valor máximo,  entonces cuando ocurren errores adjudican a una infiltración de algún  otro, un espía, etc.; ese problema es dañino también en la historia de  la religión y desde luego en la consideración comparativa del arte. Lo  que Lévi-Strauss nos trata de decir al comenzar a considerar el des­ doblamiento de la representación es que no perdamos la orientación  esencial de la búsqueda, el qué significa, y que no la desplacemos

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como tan frecuentemente se hace, hacia otra preocupación comple­ tamente secundaria: de dónde vino; sin embargo, desgraciadamente,  es una tendencia frecuentísima que ha producido mitos.

Platón produjo, por ejemplo, el mito de la Atlántida; bueno, pero  él tiene l

a ventaja de que cuando lo hace sabe que es un mito, la  utiliza como una alegoría para producir un tipo de organización social  que sirva de contraste para criticar la de Atenas, pero otros no son  como Platón, les parece que sus funciones no son alegóricas sino ex­ plicativas -¿de dónde procede tal o cual cosa? El lenguaje de la  Atlántida. La Atlántida se hundió, entonces andan buscándola por  todos los mares-. Desde luego tratando de creer que un origen expli­ ca todo lo que ocurrió, un origen en un sitio, y eso no explica nada, no  hace más que despistar: la idea de que el lenguaje fue primero en la  Atlántida no explica el origen del lenguaje, porque tenemos que expli­ car cómo surgió en la Atlántida; en general el origen no explica nada,  sino más bien es una manera de desviar la reflexión desde donde debe  apoyarse: ¿qué significa, qué funciones desempeña?, hasta seguir fi­ nalmente a un problema perfectamente secundario: ¿dónde comenzó?  Problema que en todas las ciencias es perfectamente secundario.

Ustedes ven por ejemplo que Marx no se pone a explicar el capita­ lismo arrancando por dónde comenzó, lo que le interesa es cómo fun­ ciona y cuáles son sus leyes

; la pregunta por lo que pudo haber sido  una acumulación originaria, viene por allá, en el capítulo 24 que es el  penúltimo del primer tomo y no pretende ser explicativa de un sitio  donde comenzó, sino la consideración de cómo pudieron darse inde­ pendientemente los tres elementos necesarios: una población libre de  toda dependencia y de toda propiedad (una fuerza de trabajo que  tenga que venderse), un mercado, y una acumulación de los medios  de producción en manos de un grupo, que producen el capitalismo si  se combinan; es decir, para Marx el origen no es el problema sino que  el problema es el funcionamiento y las leyes que lo rigen; ningún lin­ güista se ha preocupado hasta ahora por el origen del lenguaje, hasta  ahora están tratando de ver cómo funciona.

El problema que a nosotros nos va a interesar es qué significa y  también cuál es su necesidad, cómo funciona, cómo se relaciona el  fenómeno del arte en una sociedad primitiva -eso nos puede enseñar  mucho sobre la nuestra-, con las otras instancias de la vida social:  con la organización de la familia, con la forma de la producción, con  el pensamiento sobre el universo.

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Ahora, el arte es primordial, Hólderün dijo:

Lleno está de méritos el hombre, mas no por ellos sino por la poe­ sía, hace de esta tierra su morada.

Por la poesía y por todo lo demás, también por la pintura. Por la

forma como una sociedad Bororo por ejemplo, construye sus habita­ ciones y la

s organiza, que es algo esencial para su vida, lo que podría­ mos llamar su arquitectura, su planeación, es decir, el arte es primor­ dial porque el hombre se posesiona del universo por medios artísticos.  Un mundo no significativo, un mundo desnudo sería inhabitable, un  mundo solamente práctico, donde el hombre no pudiera proyectar sus  temores, sus esperanzas, donde no pudiera calificar las cosas; en cam­ bio, un mundo realmente desnudo, de hielo, como es el mundo en  que viven los esquimales, sin árboles, sin nada, está poblado de signi­ ficación: cuentan con dieciséis palabras para decir nieve, ocho para  decir hielo, cualquier diferencia la crecen, tienen sus mitos, su ma­ nera de vivir esa noche de seis meses en la que incluso cambian hasta  los tipos de prohibición. Tienen una manera de habitar ese mundo  convirtiéndolo en un poema, pintando, esculpiendo, sin lo cual el  mundo no es habitable, tampoco el de la selva del Congo, ninguno.

El esfuerzo por combinar, oponer y marcar lo cultural y lo natural  se ve todavía más agudamente emprendido por las sociedades que  nosotros creeríamos que están más cerca de la naturaleza que por  nosotros. Es más explícita la necesidad de marcar, como por ejemplo  se expresa en el tatuaje, que pone diferencias allí donde la naturaleza  no señala diferencias de sentido. El mundo por el que se pasean los  Desarma, una pequeña población en Colombia de sólo mil habitantes,  que no tienen escritura en el sentido nuestro de representación del  lenguaje, que sin embargo tienen su forma de escribir el mundo, pin­ tando, marcando en las piedras sus mitos. Esa necesidad significativa  vamos a explorarla y a ver cómo se inicia en el hombre mismo con el  arte, no hay un momento en que el arte surgió, el hombre mismo se  inicia con el arte.

vi-Strauss en el capítulo “Arte” de Antropología estructural, men­ ciona

 a los Caduveo sólo como un ejemplo entre muchos pueblos que  tienen una característica común que va a tratar de interpretar, que es  el desdoblamiento de la representación. Esa forma de representación  desdoblada es como si se juntaran dos perfiles, o bien, como si se re­ presentara sobre un objeto de tres dimensiones por ejemplo, un ani­

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mal: en una parte, un lado del animal y en otra parte, el otro costado,  sólo

 el frente, y luego se abriera; lo curioso es que ellos trabajan sobre

 superficies planas o sobre superficies redondas (cerámicas) y, sin em­ bargo, probablemente en todos ellos haya una relación con una super­ ficie particular, con un objeto particular como objeto sobre el cual  depositan esa pintura. Vamos a ver el Arte Caduveo que nos propone  algunos enigmas. Dice así Lévi-Strauss en el capítulo XX de Tristes  tópicos,

Como observé entonces, -se refiere al estudio sobre el arte en el  otro libro, Antropología estructural-, el arte Caduveo está marcado  por un dualismo: el de los hombres y las mujeres. Los primeros son  escultores, las segundas pintoras; los primeros se adhieren a un  estilo representativo y naturalista a pesar de las estilizaciones que  introducen, mientras que las segundas se consagran a un arte no  representativo. Limitándome ahora a la consideración de este arte  femenino, quisiera subrayar que el dualismo se prolonga en mu­ chos planos.

Tenemos pues, que las mujeres son pintoras y abstractas, los hom­ bres so

n escultores y figurativos; la abstracción de las mujeres tiene  sus excepciones, como se puede ver estudiando un poco más en detalle  los textos sobre el Caduveo, porque no es una particularidad que tenga  nada que ver con sus capacidades, sino que es una función, una función  artística que desempeñan; ellas también son escultoras y concretas  cuando lo necesitan, por ejemplo, las muñecas que hacen para los  niños son esculturas representativas, concretas y supremamente bien  hechas; esto por lo demás, es algo muy común, casi todas las tribus  primitivas tienen muñecas, y en general juguetes; el juguete no es  nada moderno, es una función muy originaria como el arte y el cuento.

El párrafo señalado termina diciendo que el dualismo se prolonga  en

 muchas direcciones. Me interesa señalar rápidamente algunas de  las direcciones en que el análisis de Lévi-Strauss introduce el dualis­ mo de los Caduveo y en general de las sociedades que llamamos pri­ mitivas con algunos rasgos particulares en las sociedades surame-  ricanas. Lévi-Strauss ha hecho voluminosos estudios sobre las socie­ dades suramericanas, colombianas, brasileras, peruanas; los cuatro to­ mos de Mitológicas se refieren principalmente a la mitología sura-  mericana. El arte, el mito y las funciones del arte es lo que vamos a  tratar de buscar. ¿Para qué les sirve?, se pregunta Lévi-Strauss. El dua­

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lismo, las contradicciones, los sistemas de oposiciones, los sistemas  binarios de los caduveos se pueden formular así:

El estilo Caduveo nos confronta con toda una serie de compleji­ dades. Hay ante todo un dualismo que se proyecta en planos su­ cesivos como en un salón de espejos enfrentados. Los hombres y  las mujeres, pintura y escultura, representación y abstracción y  dentro de la abstracción geométrica, angulosa y curva. Geome­ tría y arabesco, el cuello y la panza.

Alude al hecho de que en la cerámica Caduveo el cuello de las  jarras está diseñado y pintado con estructuras geométricas y la panza  en arabesco, que se introduce porque es una manera de indicar el  pensamiento de que allí hay una oposición:

Simetría y asimetr

ía, dentro de lo abstracto mismo está el dibujo  simétrico y el asimétrico, línea y superficie, contorno y motivo,  figura y fondo.

Es, pues, un arte que a partir de una gran oposición, introduce  nuevas oposiciones internas. Así, una primera oposición, figuración y  abstracción, se convierte luego dentro de la abstracción misma en  otras oposiciones: simetría y asimetría, geometría y arabesco, nuevas  oposiciones dentro de cada una; es un arte que, igual que los mitos y  el pensamiento general de los Caduveo (y de muchos otros pueblos  americanos), se basa en una tendencia hacia un sistema por oposicio­ nes que se hacen cada vez más complejas.

Una de las oposiciones más generales que nosotros encontramos  por todas partes es la oposición entre naturaleza y cultura. Esta oposi­ ción parece remitirse a la oposición dada en las pinturas, como cultu­ ra, pintura abstracta y como naturaleza, pintura figurativa; a veces  directamente Lévi-Strauss usa el término “naturalista”. Tengamos en  cuenta que nosotros estamos un poco influenciados por la inmensa  polémica de este siglo

 sobre el arte abstracto y el arte figurativo; en  realidad, el dualismo arte abstracto-arte figurativo no es nada nuevo,  encontramos que conviven las dos formas en sociedades que eran muy  ajenas a nosotros y que no habíamos estudiado como estamos viendo  en los caduveos, o también existen sociedades que se especializan en  una u otra, por lo menos en lo que respecta a la pintura. Así por  ejemplo, los griegos son figurativos y los árabes son abstractos.

No es ninguna casualidad que el arte árabe sea un arte abstracto:  a los árabes les está prohibida la representación como también les

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estuvo a los judíos -ellos son muy parecidos, aunque se masacren en­ tre sí, con su circuncisión, con sus artes, con sus prohibiciones ali­ menticias-, les estaba prohibido por la religión la pintura figurativa,  no sólo la pintura de Dios y el hombre, sino cualquier pintura, porque  era considerada una pretensión inaudita de la soberbia de la criatura  el tratar de imitar la obra del Creador. Dieron en esa flor, como dieron  los medievales en la flor de que la ciencia era la pretensión de la  soberbia inspirada por el demonio, de entender la obra del Creador.  En general todas esas ideas no son muy adecuadas para el desarrollo  de un arte libre.

Pero los occidentales tenemos en nuestra tradición, que es tanto  judaica como árabe y griega -incluso los griegos vinieron a nosotros a  través de los árabes después de la edad media-, una tradición muy  vieja, simplemente que no la hemos estudiado en ese sentido de dos  formas de arte: uno figurativo y uno abstracto. Esto aparte de que  existen artes que han sido siempre en sí mismos abstractos, no han  intentado imitar nada ni representar nada, sino producir sus significa­ ciones y sus mensajes sin apelar a la representación de otra cosa: la  arquitectura, la música y, casi siempre, la danza.

Vamos a seguir un momento el tema de la oposición entre natura­ leza

y cultura, la importancia de esa meditación primitiva que desa­ rrolla Lévi-Strauss en El pensamiento salvaje. La idea es que todas las  sociedades tienen un fondo de naturaleza y un conjunto de fenóme­ nos naturales y de problemas naturales que tienen que resolver, que  tienen que organizar y no pueden evitar, los cuales tienen que conver­ tir en problemas simbólicos, problemas significativos por cualquier me­ dio. Recordemos que el hombre es simbólico e ingresa de manera for­ zosa en un universo simbólico, universo que en primer lugar está cons­ tituido por el lenguaje, que está desarrollado de tal manera que todos  los sujetos que ingresan en él se tienen que someter a una interpreta­ ción del mundo que está implícita a una clasificación del mundo, a  una valoración del mundo, porque el lenguaje no es inocente, cada  término no es una simple señal para distinguir algo, sino que también  incluye una valoración. El ingreso en el lenguaje es un aspecto de la  idea de que el hombre no puede en realidad someterse a lo natural,  adaptarse a lo natural, realizarse en lo natural, sino pasando por la  mediación de lo simbólico, de una estructura significativa; lo más  natural de todo para nosotros, está inscrito en normas, en formas nor­ mativas.

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Nosotros podemos considerar que es muy natural el deseo de co>  mer por ejemplo, que hace parte del orden de la necesidad; sin em­ bargo, no se encuentra ninguna cultura en la cual el comer no esté  complicadamente normatizado, organizado en series de oposiciones,  en series de prohibiciones implícitas, aunque no son leyes que prohíban  el deseo. Lo que nosotros llamaríamos apetito o hambre está dado a  través de las normas, nunca es la cosa en sí. Nosotros vemos po

r ejem­ plo en ciertas psicosis que el individuo escapa por completo a toda la  normatividad y en general a todo el universo simbólico y nos produce  extrañeza su relación con la comida; para nosotros es natural que un  individuo le eche azúcar al café con leche y le eche sal a la arepa con  mantequilla, pero si le echa azúcar a los frijoles y sal al café con leche,  comenzamos a verlo raro; no está prohibido, médicamente no hay nin­ gún problema -de todas maneras eso se va a revolver igual, pero hay  un problema curiosísimo en que le eche vinagre a la leche y azúcar a  la ensalada-, nosotros preferiríamos levantamos de la mesa y preguntar  quién es el señor; antes que seguir en esa compañía. Bueno, ¿por qué?  Porque vemos a alguien cuyo deseo no está inscrito en normas, vemos  a alguien que no ha interiorizado unas normas, cuyo deseo no se ejerce  a través de éstas, de un orden simbólico, de un sistema de reglas.

Ese hecho es tan íntimo en nosotros que hasta llega a parecemos  natural, pero no es natural, todo nuestro ser está marcado por las  normas, nuestro cue

rpo mismo, nuestros deseos, los órganos de nues­ tros sentidos están todos marcados por las normas y no más en nosotros  (sociedades tardías, decadentes o civilizadas, como ustedes prefieran)  que en los primitivos. En éstos a veces de una manera marcadísima,  hay, por ejemplo, entre los sioux diferentes formas de los platos y de las  cucharas para cada tipo de alimentación, según lo que esa alimentación  significa se come en forma distinta, normas más complicadas que las  de la aristocracia francesa, aunque a veces nosotros nos imaginamos a  los primitivos agarrando la presa cruda y echándole diente.

Ellos, como toda sociedad, tienen esa misma contraposición: lo  natural y cómo inscribir lo natural, porque en todas las sociedades hay  un elemento natural. Lo natural es universal, es natural que haya una  diferencia entre niños y adolescentes, entre adolescentes y adultos,  entre adultos y viejos, eso no es de una cultura en particular sino de  todas, pero toda cultura hace ingresar esas diferencias en un orden  simbólico y produce rituales a veces dolorosísimos: formas de circun­ cisión, formas de pasajes complejísimas, de mutilación en las mujeres

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en Africa (la escisión del clítoris y la fibulación de la vagina la pade­ cen todavía más de treinta millones de mujeres).

Todas las sociedades marcan las diferencias naturales con una sig­ nificación cultural. Elaboran por ejemplo los ritos del pasaje por me­ dio de los cuales hacen la mímica de las diferencias de la infancia. En  México existen las fiestas de los Katchina y entre los Hopi hacen  máscaras para engañar a los niños y hacerles creer que han regresado  los antepasados y les han traído un regalo, que son unas tortas pinta­ das de rojo que los hace muy felices en determinada época de festival;  algo muy parecido a la costumbre del Papá Noel para hacer creer a los  niños que alguien diferente a los padres ha traído un regalo y marcar  así, hacer la mímica y la dramática de una etapa anterior y otra posterior  al conocimiento, y los niños, aunque sepan la verdad, más bien tienden  a fingir que creen la historia para que no se les vaya a dañar el regalo;  también en los Katchina hay historias muy bellas de algunos de los  niños que de pronto descubrieron a la mamá haciendo las tortas. La  gran enseñanza de la antropología consiste en que nosotros no sola­ mente hemos aprendido a ponemos en el lugar del otro (como decía  Kant) sino a ser comprensivos, pero no a ser comprensivos desde arriba  y por encima del hombro sino a aprender de las sociedades diferentes  de nosotros; es una particularidad de nuestra sociedad que no debe­ mos olvidar; nuestra sociedad aprende, es la primera que aprende;  con todos sus horrores, con todos sus campos de concentración, con  toda su cuota de explotación, con su terrorífica división del trabajo y  mutilación del hombre, también es una sociedad de una gran apertu­ ra, es una sociedad muy compleja y no es bueno darle un calificativo  simplista. Nosotros vemos a nuestros más grandes pintores aprendiendo  de los primitivos, por ejemplo, Picasso lo hace de las máscaras africa­ nas; en el Museo del Louvre realizó un largo estudio de las máscaras  africanas que tuvo en él un efecto extraordinario y lo condujo a una  revolución, a una renovación en el desarrollo de su obra: “el arte  razonable" llamaba a las máscaras africanas por la fuerza con que se  expresa el movimiento de los grandes rasgos, y fue el primer paso que  lo indujo en la dirección que va a llevar posteriormente al cubismo,  ese gran descubrimiento en el año 1907.

Nuestra sociedad, por una parte, tiene una actitud lamentable de  asesinato y descomposición, de imperialismo y robo, nadie lo descono­ ce. No me voy a poner ahora a repetir -porque creo que muchos lo  saben- y son casi imposibles de enumerar los crímenes que la socie­

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dad capitalista ha hecho con respecto a las sociedades primitivas; y  que sigue haciendo aquí mismo en Colombia: la cacería de los aborí­ genes por parte de los colonos, el robo de los niños Bari por parte de  los Siervos de Dios -tanto protestantes como católicos-, en el Orino­ co, denunciado por el antropólogo francés Clastres que los estudió;  los aborígenes creen que los blancos son caníbales porque ven que se  les llevan los niños; cuando tienen una ruina, una mala cosecha, una  sequía, entonces van con regalos, les llevan comidas, les llevan enla­ tados y les quitan los niños, ellos vinculan las dos cosas y concluyen  que deben ser caníbales. Pero nuestra sociedad, por otra parte, es  también capaz de situarse en el lugar del otro, también es capaz de  valorar y aprender de los primitivos, también es la sociedad de la  antropología, del psicoanálisis, del marxismo.

Tenemos, pues, que lo natural -lo natural es universal-, aquello  que pertenece a nuestra naturaleza, no lleva la marca de los signos,  de los símbolos y de la forma de la organización de nuestra sociedad  significativa para nosotros, a eso se debe que se sobreponga continua­ mente una marca y esa marca es artística desde un comienzo: en un  comienzo, por ejemplo, es el tatuaje. Entre los Maori las mujeres son  las que llevan a cabo el tatuaje, tanto de las otras mujeres como de los  hombres; sus dibujos se elaboran inicialmente, originariamente, en el  tatuaje. Veamos un pequeño texto sobre el tatuaje:

Las pinturas del rostro confieren, ante todo al individuo su digni­ dad de ser humano, operan el paso de la naturaleza a la cultura,  del animal al hombre civilizado. Y además, como son diferentes  en el estilo y en la composición según las castas, expresan en una  sociedad compleja la jerarquía de los status, poseen así una fun­ ción sociológica.

Las parejas de que hemos hablado, lo natural y lo artificial en  cierto modo fundan otras que impregnan sus mitos. Uno de los tomos  de Mitológicas se titula “De la miel a las cenizas”; ¿a qué se debe ese  título? De la miel a las cenizas es una pareja que aparece en muchos  mitos de Suramérica y está inscrita de manera curiosa en el orden de  la otra pareja -lo natural y lo cultural-, porque la miel es antes de la  cultura -en este caso de la cocina-, es natural y las cenizas estarán  después de la cultura -en este caso de la cocina-, de lo que se quemó,  de esa forma la miel hace pareja con la ceniza. Consultando la obra de  Freud sabemos que la tensión permanente entre lo natural y lo cultu­

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ral es una clave del deseo

: lo cultural que erige normas y lo natural  que tiende a transgredir.

Vemos, entonces, esos mitos (la miel y la ceniza) como elabora-  ción

de la pareja de oposiciones inicial naturaleza-cultura. La simbo­ lización

 está, pues, en todos los hábitos alimenticios, en la cocina, en  el ritual de la alimentación, no importa que coman crudo. Ninguna  sociedad se considera -lo digo de paso- a sí misma, por ejemplo, caní­ bal o antropóíaga; consideran caníbales a las otras, pero a la suya mis­ ma no, esta costumbre para ellos es un acto religioso: es un intento  ritualizado de integrar las virtudes del otro o, si se trata del sacrifìcio  de enemigos, como era común entre algunas tribus de la costa del  Brasil ya prácticamente desaparecidas, lo que significaba era el recu­ perar el espíritu de los antepasados que éstos habían devorado antes  (tribus enemigas que iban recuperando el espíritu de sus antepasados  de guerra en guerra); pero en esos banquetes todo está sistemática­ mente organizado, ordenado, las presas le corresponden a cada cual,  no a cualquiera, sino según su jerarquía; ellos consideran que es una  comunión, han comido y han bebido su carne y su sangre, han recu­ perado el espíritu de sus antepasados y eso los ha hecho una comuni­ dad; es una comunión, como es una comunión el banquete católico;  ellos no se imaginan, ni mucho menos que eso vaya a ser antropofagia,  antropofagia es la que hacen los otros, que son tan bárbaros que se  comen a otros hombres por hambre; cada cual para sí realiza un acto  sagrado y solemne y al otro lo tienen por un bárbaro-antropófago.

Esas son parejas que han ofrecido a Lévi-Strauss una clave para la  interpretación de los mitos. “Lo crudo y lo cocido” se llama el primer  tomo de las Mitológicas. Uno ve rápidamente de qué se trata: lo crudo  y lo cocido, lo fresco y lo podrido, lo seco y lo mojado, es realmente  una clasificación general del mundo por parejas de opuestos y esas  parejas van acercándose cada vez más a lo que para ellos es vital: la  organización de su sociedad, sin la cual no se puede sostener la vida  de la comunidad.

Pero no siempre triunfan en la organización de su sociedad, hay  muchas

 sociedades que entran en un impase, en descomposición y no  necesariamente por agentes externos; hay sociedades que fracasan y  que son llevadas por sus propias instituciones a situaciones críticas.  Vemos cómo una de las sociedades menos felices en el tratamiento de  su reproducción es la sociedad Caduveo. Esta sociedad es muy  jerarquizada en castas y esas castas son muy celosas de su status, de

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sus diferencias, se empeñan en marcarlas, por una parte, con pinturas,  con tatuajes, con actitudes incluso y, por otra parte, de conservarlas  haciendo matrimonios endogámicos (dentro de la misma casta y no  con castas superiores porque no lo aceptarían ellas, ni inferiores por­ que no lo acepta la propia). Entonces, como es una sociedad peque-  ña y dividida en castas muy rígidamente establecidas, la reproduc­ ción es muy difícil. Los caduveos han dado en la curiosa idea -dice  Lévi-Strauss- de una especie de racismo al revés: su forma de repro­ ducción es en gran parte por adopción de niños de tribus ajenas y muy  frecuentemente enemigas, porque han llegado a un impase por sus  formas matrimoniales para su propia reproducción.

La mayor parte de las sociedades vecinas a los caduveos, por ejem­ plo l

os Bororo, han resuelto muchísimo mejor el problema que ellos.  Los Bororo también tienen sus castas y sus diferencias internas, pero  han encontrado una solución que es muy frecuente entre los primiti­ vos, que es hacer la sociedad por mitades, una sociedad dualista. La  aldea Bororo consiste en una serie de viviendas que conforman un  gran círculo sobre un centro; si aumenta la población, entonces hacen  un segundo círculo generalmente en una planicie; el centro es como  una plaza donde funciona una inmensa casa cuadrangular, orientada  siempre en relación al sol, al poniente y al levante; la aldea está  dividida en dos mitades imaginarias y los matrimonios son exogámicos  en el sentido de que la población de cada mitad sólo puede contraer  matrimonio con la de la otra mitad, lo cual colabora con mantener la  unidad y agiliza la reproducción a pesar de las castas. La aldea está  subdividida en varias figuras y todo pasa por la casa central que es la  casa de los hombres donde van todos los que resultan demasiados, los  que se aburren en un matrimonio (matrilocales, es decir; que el hombre  cuando se casa pasa a hacer parte del clan de la mujer, a la inversa de  las patrilocales donde la mujer hace parte del clan del hombre).

Los Bororo no tienen un impase de reproducción y hay un fenóme­ no muy

 curioso en el extraordinario parecido entre el dibujo que se  logra hacer cuando se estudia el sistema de reproducción de los EÍororo  y la mayor parte de los dibujos que las mujeres Caduveo hacen en el  rostro de sus compañeras: las dos mitades simétricamente opuestas y  con una asimetría en el sentido de dos mitades, superior e inferió!;  establecidas sobre el punto, es decir, estas dos mitades son asimétricas  en el sentido de que la de la izquierda de la parte superior, correspon­ de a la derecha de la parte inferior; o sea que la frente de la derecha

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corresponde a la mejilla de la izquierda y al contrario para las otras  dos divisiones.

Veamos un comentario de Lévi'Strauss a la pintura de las mujeres  Caduveo:

Sería necesario en definitiva interpretar el arte gráfico de las  mujeres Caduveo, explicar su misteriosa seducción y su complica-  ción a primera vista gratuita, como el fantasma de una sociedad  que busca con una pasión incolmable el medio de expresar simbó­ licamente las instituciones que podría tener, si sus intereses y su­ persticiones no se lo impidieran. Adorable civilización cuyas rei­ nas ciñen el sueño con todo su fardo. Los enigmáticos jeroglíficos  que describen una inaccesible edad de oro que, a falta del códi­ go, celebran en su manera de adornarse en su pintura, en sus  cuerpos, develan el misterio de una edad añorada al mismo tiem­ po que cubren su desnudez.

En realidad, lo que las mujeres Caduveo representan en sus pintu­ ras no es

 el ser de esa sociedad sino sus ideales, su deber ser, su edad  de oro. Es el Caduveo un arte que funciona, por una parte, con fun­ ciones específicas para marcar; para separar, para introducir en el orden  simbólico, para señalar el status y la diferencia y también, para afirmar  los valores y los ideales; también nosotros hacemos bastante más que  sociología cuando hacemos arte. Don Quijote critica arduamente la  sociedad en que vive y cuando se ve obligado a explicar, en el capítu­ lo del discurso a los cabreros por qué eligió la carrera de caballero  andante, le salta el mismo mito Caduveo: la edad de oro.

Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a quien los antiguos pu­ sieron nombre de dorados y no porque en ellos el oro, que en esta  nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella  venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella  vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío.

Él está soñando en una civilización sin propiedad, que es lo que  explica su situación no muy afortunada de caballero andante, porque  en una sociedad injusta se necesita quién venga a arreglar entuertos,  a proteger viudas, etc.; la explicación de su existencia la da por medio  de un sueño. El arte Caduveo es el que sueña y el que marca su rostro  y su vida no sólo con sus diferencias, no sólo con lo que expresa, sino  con sus valores, con sus búsquedas, con sus añoranzas. Este arte de  una sociedad primitiva es un arte como cualquier otro.

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El arte es esencial en la producción de un orden simbólico, es la  necesidad más esencial del encuentro de un mundo habitable (cui­ démonos del concepto de necesidad que a veces, sobre todo en el  siglo XIX, se empleaba sin rigor en una forma poco razonable). Porque  nosotros podemos encontrar muchas sociedades que no conocen la  agricultura, que son insectívoros principalmente, las encontramos  también que no construyen viviendas, sólo colocan hojas de palmeras  y ramas por el lugar donde calculan que va a venir el viento y la  lluvia, un fuego al otro lado y allí duermen sobre el suelo; nosotros  conocemos sociedades que están en el neolítico, las hay todavía en  Australia, en la edad de piedra pura, con las hachas bastante burdas  de piedra y fuego producido con los dos palitos, pero no conocemos  sociedades sin arte. Conocemos sin ganadería, sin animales domésti­ cos, sin siquiera perros -que probablemente tienen más de veinte mil  años de haberse sumado a la especie humana-, pero no conocemos  sociedades sin arte. El arte sí es una necesidad primordial. Nosotros  podemos ir más allá, hacia las curvas de Altamira, sesenta mil años  para atrás: allí está el arte bellísimo, representativo, parece pintado  por Tolousse-Lautrec o por Picasso, con un sentido del movimiento y  del volumen envidiable.

Si de necesidades primarias del hombre vamos a hablar, pongamos  una: el arte. Más bien, sociedades sin arte son el producto de la des-  trucción de la vida social; encontrar sociedades sin arte es más bien  algo moderno, como consecuencia de la división capitalista del traba­ jo, hostil al arte. Sí, se producen barrios, se producen ciudades que  tienen diez veces más habitantes que la Florencia del renacimiento,  como Palmira o Bello y que, en cambio, tienen muy poco arte, aparte  de las canciones que en las cantinas ponen mientras pelean. Desde  luego que sí, pero esta situación es un producto, no es un punto de  partida de la vida humana, sino un efecto de la descomposición de lo  humano, por ejemplo, por el capitalismo.

Ahora, dicho esto, y antes de que tratemos de sacar de aquí algu­ na lección, voy a hacer una consideración que me parece muy nece­ saria en la actualidad. El estudio de estas sociedades a las que me  estoy refiriendo está lleno de lecciones sobre lo que ellas son, sobre lo  que es el hombre y sobre lo que nosotros somos en particular; pero es  bueno, sin embargo, evitar una tendencia muy moderna, y es bueno,  por lo tanto, que empatemos aquí lo que estamos hablando de los  primitivos con lo que habíamos hablado del racionalismo, esa tenden-

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cia es el irracionalismo. El cansancio y el reproche justificado a la  civilización moderna de la técnica, de la medida, de la estadística, ha  llevado a mucha

 gente, principalmente en la juventud -no sólo a los  jóvenes, desde luego- a una posición francamente irracionalista; es  extraordinariamente frecuente y tiene muchísimas vías de formula-  ción. Hoy tenemos una gran dificultad de mantenernos en una po­ sición racional -no digamos racionalista, sino simplemente racional-  en cualquier campo. Por ejemplo, la antropología es uno de los avan­ ces más notables de nuestra civilización, un avance que hará que  nuestra civilización no pase a ser solamente la de la bomba atómica, la  de los grandes imperialismos, la de la destrucción de los pueblos, la de  la descomposición de la autonomía humana por la división del traba­ jo, la de los campos de concentración y demás, sino también la civili­ zación con promesas, la del intento de universalización.

Foucault dice en el último capítulo de Las palabras y las cosas que  el avance más notable de la antropología es “Tótem y Tabú” de Freud,  porque allí encontramos en nosotros mismos lo que creíamos más leja­ no, es decir, que encontramos en nuestras fobias, el totemismo; en  nuestras inhibiciones, el tabú; en lo vivido inmediato, lo que es más  lejano en el tiempo y en el espacio, rompiéndose así definitivamente  el etnocentrismo. Sí, ésta es también la civilización de la física, de la  nueva lógica, de la antropología, del marxismo, que no es solamente  el estudio de una civilización, sino que es también un estudio doblado  de una esperanza. En fin, es una civilización a la que no hay por qué  decirle tampoco simplemente un gran no y, cayendo en el  irracionalismo, empezar a idealizar otras, medievales, primitivas, que  en muchos sentidos, desde luego, fueron mucho menos angustiantes  que la nuestra, mucho menos destructoras en ciertas cosas. También  se puede estar de acuerdo en ello, pero mucho menos comprensiva de  otras sociedades, porque esas sociedades que nosotros a veces ideali­ zamos y tratamos de destacar en todos sus valores, son sociedades  incapaces de comprender a un vecino; tampoco las idealicemos, hay  muchas que han llegado a impases terribles.

Hay unas sociedades que son muy pobres y, sin embargo, tienen  grandes valores humanos, se sostienen y nosotros tenemos algo qué  admirar a pesar de su miseria; Nambicwara es una de ellas. Leamos un  pequeño texto de Lévi-Strauss donde nos cuenta cómo los veía una  noche en que acampó con ellos en la maleza.

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En la sabana oscura los fuegos del campamento brillan. En tomó  al fuego, única protección contra el frío que desciende detrás de  la frágil protección de las palmeras y de las ramas rápidamente  colocadas en el suelo del lado donde se teme que venga el viento  o la lluvia. Cerca de sus canastos llenos de los pobres objetos que  constituyen toda su riqueza terrestre, acostados sobre la tierra que  se extiende alrededor, obsesionados por el temor a bandas igual'  mente hostiles y temerosas. Allí los esposos estrechamente enlaza-  dos se perciben como siendo el uno para otro, el sostén, el único  recurso contra las dificultades cotidianas y contra la melancolía  soñadora que de tiempo en tiempo invade el alma nambicwara. El  visitante, que por primera vez acampa en la maleza con los indios,  se siente lleno de angustia y de compasión ante el espectáculo de  esta humanidad tan totalmente desprovista, aplastada contra el  suelo de una tierra hostil, como si hubiera sido atacada por un  implacable cataclismo, desnuda, temblorosa frente a los fuegos  vacilantes. El viajero circula a tientas entre las palmas y las ra­ mas, evitando chocarse con una mano, con un brazo, con un torso  del que se adivinan los cálidos reflejos a la luz de los fuegos. Pero  esta miseria está animada de susurros y de risas: las parejas se  estrechan como en la nostalgia de una unidad perdida, las cari­ cias no se interrumpen al paso del viajero extraño. Se adivina en  todos una inmensa gentileza, un profundo descuido, una ingenua  y encantadora satisfacción animal y reuniendo estos sentimientos  diversos algo como la expresión más conmovedora y más verídica  de la ternura humana.

Es éste un texto bellamente escrito sobre el amor nambicwara.  Ésta es una sociedad de escasez -fue y sigue siendo muy frecuente  creer que las sociedades primitivas han sido sociedades de escasez,  Engels llegó a esa conclusión en el siglo pasado, pero no podía hacer  otra cosa, pues no se conocía más libro de antropología que el de  Morgan-, existen algunas sociedades de escasez, Nambicwara es una;  hay otras que son de abundancia, aquí mismo en América: jíbaros y  yanomamas son de abundancia, por ejemplo; los yanomamas viven en  la frontera de Brasil y Venezuela en un sitio muy despoblado, donde  han tenido la fortuna de no contar con la presencia del inevitable  hombre blanco -como dice Joseph Conrad-, por lo que se han podido  mantener allí; éstos son una sociedad de abundancia: en dos horas de

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pesca y recolección -porque no trabajan con la agricultura- tienen  mucho más de lo que necesitan y de lo que van a gastar en fiestas, y el  resto del tiempo lo dedican a fiestas, a guerras, al amor, al arte. Tam­ bién están los jíbaros que habitan un inmenso territorio de 70.000 km2  en Ecuador y Perú, sobre todo en Ecuador en la selva amazónica, y son  veinte mil personas aproximadamente o tal vez menos; tienen, pues,  un territorio muy vasto que es una selva muy rica en frutos, en peces  y en caza, no tienen ningún problema de escasez ni mucho menos. No  sé por qué nos imaginamos que la sociedad ha comenzado con una  gran escasez y que la abundancia es cosa modernísima y gringuísima,  cuando las sociedades de abundancia entre los primitivos son muchas.

Sin embargo, no debemos idealizar eso; nosotros admiramos aquí a  los nambicwara y su manera de amar que nos produce más bien nos-  talgia (se nos acaba la piedad y nos llega a producir hasta envidia).  Eso está bien, eso son los nambicwara, pero los jíbaros están en guerra  casi continuamente a pesar de que sus poblados de poco más de cien  habitantes se encuentran bastante lejos unos de otros, preparan la  guerra con todo encamecimiento para conquistar cabezas, reducirlas  y colocarlas en postes como emblema de prestigio sin lo cual resulta  dificilísimo casarse o hacer cualquier cosa. Lo uno y lo otro, el amor  nambicwara y el prestigio jíbaro, no están muy lejos: el uno en Matto  Grosso y el otro hacia el Amazonas.

No hay por qué idealizar tampoco las sociedades primitivas. Noso­ tros tenemos esa tendencia, precisamente por la crítica a nuestra civi'  lización, por el cansancio de una técnica que mientras más incrementa  la capacidad de manipular, transformar, cuantificar la naturaleza, más  despojados nos hace a nosotros de nuestra vida social, de nuestras  relaciones humanas y de nuestras posibilidades creadoras. Y tenemos  razón en tampoco idealizar la nuestra y en llevar una crítica muy dura  sin olvidar los aportes efectivos de nuestro tiempo.

Esto es muy importante por la tendencia actual a caer en el  irracionalismo y hasta muchas veces en un irracionalismo militante,  esta posición hace difícil sostener incluso las causas más nobles, más  racionales y más obvias. Fíjense ustedes, por ejemplo, cómo ocurre  con cierta frecuencia en ecología; los ecologistas comienzan con una  posición extraordinariamente sólida, razonable y prácticamente  inobjetable a combatir la polución del aire, de las aguas, la destrucción  de las plantas y, por lo tanto, del oxígeno, la destrucción de las especies  animales, de la naturaleza. ¡Excelente, inobjetable! Se puede desa-

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trollar como ustedes quieran, se puede mostrar que una sociedad donde  la utilidad económica de una empresa o unidad productiva particular  rige la producción es una sociedad que tiende a destruir la naturale­ za, porque a la fábrica no le importan los efectos sociales de su pro-  ducción, sino las utilidades que generen, y si le sale más barato bota  al Cauca sus residuos en vez de procesarlos, esto sucede porque no se  está produciendo según el cálculo de los efectos sociales, sino para la  utilidad del capital concreto en cada unidad productiva, lo cual es  una barbarie; en ese sentido la ecología se contrapone a una organiza­ ción bárbara de la propiedad.

Pero generalmente, o con alguna frecuencia, no se satisfacen con  una posición racional, con una posición que se puede desarrollar, or­ ganizar en un combate,

 sino que el fantasma -como diría Freud- o la  irracionalidad, el delirio, comienza. La naturaleza comienza a ser idea­ lizada, no defendida, que no es lo mismo: lo natural es bueno, lo arti­ ficial es malo; se comienzan a escog

er comidas naturales, a rechazar  otras cosas y, en general, a producir la idea de lo natural bueno y lo  artificial malo, lo cual no es cierto, y hay ejemplos para ello: es más  natural la viruela que la vacuna contra la viruela, y desde luego eso  no quiere decir que sea mejor la viruela que la vacuna; también exis­ te la polución natural de los volcanes y de muchas otras formas. La  naturaleza es todo, no solamente florecitas, sino de todo. Pero así la  naturaleza comienza a ser pensada a través del fantasma; es la madre  buena que un mal padre -la técnica- arrasó, la civilización vino a  polucionar, a dañar, a ensucian., y estamos en el delirio, y el delirio  sigue, entonces se inventa la sensibilidad de las plantas, “hay que  conversarles a los helechos", sin acordarse de que existieron muchísi­ mos centenares de millones antes que no tuvieron quién les conversa­ ra y florecieron divinamente; y así, el »racionalismo levanta el vuelo  desprendido de donde comenzó, que era algo perfectamente válido.

Una cosa es la antropología, la alta capacidad de aprender de  pueblos diferentes a nosotros y no despreciarlos como gente primitiva,  gente que ni siquiera ha hecho bachillerato. Claro, eso lo hemos su­ perado pero tendemos a caer en la idealización, a creer que tienen  visiones extraordinarias, enseñanzas en medio de sus drogas y costum­ bres particularísimas.

Uno puede comprender que la crítica y el cansancio, la repugnan­ cia y la angustia de una civilización como la nuestra, desperso-  nalizadora, que hace del hombre una muchedumbre solitaria que tien-

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de por sí misma -como reconocen francamente los sicoanalistas- a la  depresión, conduzca a cualquier forma de defensa contra la depre­ sión: los dogmatismos, las militancias más raras, las fugas hacia otras  sociedades, los disfraces de anaranjado y la idealización de no sé qué  hindúes, las drogas, cualquier cosa que evite las impresiones de la  despersonalización. Uno puede entenderlo, pero no debe apoyarlo por­ que es una forma estéril, ineficaz, improductiva, de oposición a esa  sociedad.

Todo esto dicho en el sentido de advertir sobre el irracionalismo y,  como no estoy haciendo ninguna historia del arte, sino un comentario  sobre lo esencial del arte, había querido conducirlos a través de una  pequeña reflexión sobre los caduveos, a mostrarles el carácter esen­ cial del arte para cualquier sociedad por primitiva que fuera y a la  distinción del error de que a nombre de no sé qué necesidad primaria  consideremos el arte como algo secundario, cuestión que más bien es  la tendencia del capitalismo muy claramente indicada por Marx.

Estos caduveos ponen en escena, sin conflicto alguno, un fenóme­ no que

 entre nosotros sólo ha existido en forma de conflicto muy agu­ do: ustedes ven que para ellos el hecho de que exista una pintura  abstracta y una pintura concreta no es ningún problema, ningún mis­ terio y no constituyen dos partidos adversos, entre nosotros, en cam­ bio, sí tiende a ser así, se ha producido un debate inmenso, larguísimo  desde un comienzo que no se puede fechar fácilmente.

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IV

La polémica abstracto-figurativa

La pintura abstracta procede de dos fuentes distintas en la histo-  ría de la pintura moderna: una fuente es el cubismo francés y en parte  el alemán -en Munich sobre todo- y otra fuente es el expresionismo  alemán. Llevado

s más lejos, el uno con la idea de la construcción, de  la lógica de la construcción del orden y de la expresión del objeto  como producto construido y el otro con la lógica de la expresión de  ofrecer una noción vivida, una vivencia. Ambos se fueron separando  progresivamente de la representación de todo objeto y dieron así en  una pintura que se ha denominado abstracta, porque se prescinde de  la representación y busca más allá de lo que considera secundario -la  figura, la semejanza-, lo que considera esencial: la expresión de una  vivencia o la construcción de una lógica y de un desequilibrio de  volúmenes, colores y líneas. Voy a exponer lo que dicen los principales  adversarios y lo que dicen los principales partidarios.

Desde luego, ustedes ya podrán imaginarse que muchos de sus  grandes partidarios desde un comienzo fueron a la vez pintores, escul­ tores y arquitectos, que estaban preparados para aceptar la pintura  abstracta como ninguno porque estaban vinculados a un arte abstrac­ to y al mismo tiempo plástico desde mucho antes. La escultura abs­ tracta vino inmediatamente con la pintura abstracta. Algunos arqui­ tectos como Pevsner y Gabo, y otros escultores abstractos además de  arquitectos.

Ahora bien, el hecho mismo de la posibilidad de una pintura que  no sea

 representativa, teóricamente está considerado desde hace  mucho tiempo. Kant cuando escribe hace doscientos años su Estética,  postula la posibilidad de una pintura abstracta, es decir, no figurativa,  dice que si los colores y las líneas tienen un valor por sí mismos y sus  combinaciones pueden encontrar un sentido y producir entonces un  mensaje, no ve por qué no se pueda elaborar con ellos una obra, sin  necesidad de que esa obra se remita a otra cosa que sus propios valo­ res internos.

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Veamos esto, lodo el mundo sabe que los colores son valores, se  han hecho incluso experimentos comparativos de los colores con los  sonidos. Hay varias versiones de la percepción del color, existe una  versión kantiana (debe haber anteriores, pero yo no las conozco) que  valora todos los colores del arco iris, hay también una versión que se  puede leer en la Fenomenología de la percepción de Merleau-Ponty. Es  indudable que los colores tienen un cierto sentido: un amarillo fuerte  da una idea o una impresión de presencia, mientras que un azul que  tienda al violeta da una impresión de ausencia. No es una simple  casualidad encontrar el azul en tal o cual caso patológico aunque se  ve con mucha frecuencia, porque el azul tiende a ser un color bastan-  te expresivo de la melancolía especialmente combinado con colores  cálidos y cuando es un azul profundo. Ustedes saben que la época azul  y rosa de Picasso es una época prácticamente melancólica, lo cual por  supuesto, se ve no sólo en los colores sino también en los temas: son  viejos guitarristas, ancianos medio mendigos, prostíbulos, gitanos, sal-  timbanquis, gentes desadaptadas, con miradas esquizoides de una so­ ledad terrorífica, aplanchadoras vencidas por el cansancio y el sueño;  tristeza y más tristeza en azul, con alguna figuración de la presencia  en colores cálidos, principalmente el rojo.

¿Qué revolución tuvo Picasso? No lo sé, cuando cumplió sesenta y  siet

e años suspendió estos temas y pasó a una fórmula muy afirmativa  -el autorretrato, el retrato de Gertrude Stein, luego las Damas de  Avignon y el cubismo-, abandonó toda depresión y se volvió uno de  los hombres algo más que auto-afirmativos, casi maníaco, hasta los  noventa con una productividad cada vez mayor, aunque con mucho  trabajo y mucho estudio. Alhubo un cambio que invita a reflexionar.  Es recomendable el libro extraordinario de Antonina Valentín Vida y  obra de Pablo Picasso que se detiene bastante en el año 1907 y exami­ na qué pasó, tanto en su vida como en su obra. Los libros de Antonina  Valentín son de una gran fuerza expresiva y no son despliegues de  erudición crítico-pictóricos que a veces resultan tan fastidiosos de  leer, porque no entran en la interpretación de las obras sino que se  entregan a un comparatismo inacabable, es decin que en lugar de  tratar de averiguar qué significan la pasión y la obra de Van-Gogh, se  van a contarle a uno que procede de Millet, de tal otro y de tal otro y  que, a su tumo, influyó a los expresionistas alemanes, a un período de  Picasso; y en últimas no se sabe qué quiere decir, sino quiénes influ­ yen a quiénes y quiénes y quiénes se parecen a quiénes. Es muy fre­ cuente en la crítica pictórica que predomine un comparativismo que

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la hace casi ilegible, pero hay machos críticos que no son así, espe­ cialmente los que, a su tumo, son grandes artistas.

También es valioso el libro de Herbert Read, gran poeta inglés y  gran ensayista pensador y crítico de arte, Carta a un joven pintor, don­ de, en forma muy sencilla, explicativa y muy expresiva, le cuenta a un  joven pintor todo lo que él sabe de pintura: quién es Picasso, quién es  Magritte, qué es el abstraccionismo. En general es muy recomendable  leer lo que escriben los filósofos sobre la pintura, porque se ponen a  pensar frente a un cuadro en vez de comparar con todo lo que ha  habido, antes y después, por ejemplo: Merleau-Ponty, Sartre.

Retomemos el tema que traíamos. Los colores tienen un valor, así  como los sonidos. La música siempre ha sido abstracta, los ritmos en el  fondo son separaciones, márgenes en el tiempo, como también puede  haberlas en el espacio; con ritmos, con sonidos y con calidades sonoras  trabajando en el movimiento del tiempo, se produce la música que  siempre ha sido abstracta: ha producido sus mensajes sin representar  nada. Sólo los malos críticos de música son los que le cuentan a uno  que tal pasaje de Beethoven es una tormenta y que después viene la  amada, etc., en realidad eso no tiene nada que ver con la música de  Beethoven y son cuentos sobreagregados, la música es abstracta y no  solamente la de Amold Schónberg sino la de cualquiera.

Los defensores de la pintura abstracta a veces son muy fuertes, por  ejemplo un gran pintor aust

ríaco-francés, Lapoujade, -que tiene la  ventaja para nuestro asunto, que al mismo tiempo es un filósofo y un  gran escritor que ha publicado algunos estudios sobre El ser y la nada  de Sartre, sobre pintura y en general sobre varios temas de filosofía y  arte-, a veces ha entrado en la discusión sobre la pintura abstracta  porque le han caído (él es un hombre de izquierda) sus amigos y ca­ maradas con su famoso realismo socialista a regañarlo por su pintura  abstracta y a eso él ha dado unas respuestas, que en realidad son  defensas muy interesantes de la pintura abstracta. Luego veremos los  ataques que también vienen de gente muy calificada, por ejemplo  Picasso.

Lapoujade en una de esas defensas se refería a un cuadro de una  exposición que hizo en París, que era una serie de telas que llevaba el  título de “La manzana”. Decía que, desde luego, él había podido irse  a la plaza y comprar un canasto de manzanas y pintarlo, pero que él  quería otra cosa, quería dar una idea de la manzana tal como existía  para él, como una vivencia, como un recuerdo infantil, como un an­

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helo, como una fbnna de existencia que se da a la vez a todos los  sentidos: algo quebradizo, fresco, dulce con un poco de ácido, como  una invitación a existir así, como una forma de recuerdo de ciertas  épocas de su infancia, y no necesariamente porque entonces se hu­ biera comido una manzana, sino ese sentido esencial de la manzana  era lo que él quería expresar con colores y lineas en lugar de pintar  una bolita rosadita sobre una mesita blanquita. El intentaba, por me­ dio de la expresividad pictórica, mostrar lo que para él significaba en  el recuerdo, en la añoranza, en la esperanza, en el sentido del gusto,  en el sentido del tacto, la idea de manzana.

Otro día hubo una manifestación muy grande y muy famosa en  Francia en el año 1952, que la convocaba el Partido Comunista a la  cual Lapoujade asistió -era una manifestación de paz, sobre la que  Sartre escribió un ensayo conocidísimo Los comunistas y ¡a paz—,luego  pintó una serie de obras abstractas sobre la manifestación en una for­ ma que no gustó a los demás asistentes. Entonces él se explicaba di­ ciendo:

Bueno, yo sé muy bien que podría haber pintado una manifesta­ ción, es decir; una multitud, cabezas cada vez más pequeñas a  medida que se alejan, cada vez más grandes a medida que se  acercan, banderas, tratar de sugerir el movimiento por el viento y  tratar de sugerir, la marcha por algunos otros procedimientos. Me  doy cuenta que había podido hacer eso. Pero observen una cosa:  esa es la manifestación vista desde el balcón, en cambio yo estaba  adentro. Yo quise pintar fue la impresión de fuerza, de desapari­ ción del yo, de comunidad, de grito colectivo que sentí desde  adentro. Yo no estaba en el balcón y entonces no la puedo hacer  sino en abstracto, yo no la puedo hacer en arte figurativo.

Considerábamos algunas de las posiciones que se han presentado  en la polémica entre los partidarios y los adversarios de lo que suele  denominarse la pintura abstracta. Había indicado el tipo de argu­ mentación más frecuente de los partidarios y entre ellos de muchos  que son grandes pintores abstractos y teóricos de la pintura como  Lapoujade (es muy frecuente en los pintores modernos que sean al  mismo tiempo grandes teóricos de la percepción, por ejemplo, Paul  Klee). En esta polémica, como en cualquier otra que se lleve de una  manera sana, es importante no tratar de descartar al adversario por  medio de conceptos peyorativos expresados más o menos indirecta o  vagamente, por ejemplo, los adversarios muy frecuentemente tratan

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la pintura abstracta como ornamental, introduciendo con ello un con­ cepto que tiene un acento muy claramente peyorativo, pero los otros  responden también con una gran frecuencia, considerando la pintura  figurativa como anecdótica, empleando a su tumo un concepto que  en su contexto tiene un acento nítidamente peyorativo; este tipo de  discusión, un ping-pong de peyorativos, no nos lleva nunca muy lejos.

Vamos a ver la discusión tal como se ha llevado a cabo desde los  mejore

s puntos de vista. Un adversario notable de la pintura abstracta  es Picasso,

 notable por sus realizaciones y por su extraordinario cono­ cimiento de la pintura (se recomienda, además del texto de Antonina  Valentín ya mencionado, Conversaciones con Picasso de Brassaí, donde  se encuentran desarrollos del propio Picasso sobre el tema de la pin­ tura) . Su objeción principal es que al pasar a la abstracción, la pintura,  y en general el arte, pierden una dimensión que les es esencial: la  dimensión mítica. La presencia implícita, preconsciente, inconsciente  o consciente del mito como relación con nuestros orígenes, con nues­ tro pensamiento más profundo -menos articulado, pre-reílexivo y pre-  racional- es una dimensión para él muy importante del arte. Desde  luego que probablemente no necesitaba decirlo, puesto que su pintu­ ra se apoya -y cualquiera que pase la mirada sobre una de sus repro­ ducciones se dará cuenta hasta qué punto- en una dimensión y en  una búsqueda mítica. Es de notar cuánto atractivo e influencia real y  directa tienen para él formas de arte que estuvieron vinculadas de  una manera muy directa al mito, como es el caso en el año 1907 de la  escultura y las máscaras africanas. Este es un tipo de objeción que sin  embargo resultaría difícil de recoger en una forma completa, puesto  que no es posible olvidar las posiciones de los defensores iniciales de  la pintura abstracta que se apoyaron tan fuertemente en las conside­ raciones sobre la música; especialmente, en la polémica es muy  interesante ver que es difícil encontrar una objeción a la pintura  abstracta que, procediendo del análisis realmente formal, no fuera  aplicable a la música y, sin embargo, a nadie se le ocurre hacerla a la  música. La música, en efecto, no es figurativa, la arquitectura tampoco,  y a nadie se le ocurre discutirlas como formas artísticas.

Hay más, si pasamos a los defensores. Es frecuente en algunos pen­ sadores,

 que por su formulación visiblemente están muy abiertos a la  pintura abstracta, encontrar la idea de que la figuración es una espe­ cie de limitación en la pintura. En una obra muy notable sobre arqui­ tectura, la cual volveremos a tener en cuenta, EupaUnos o el arquitec­

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to, Valéry hace una larga comparación de arquitectura y música, ex­ pone en textos donde uno podría reconocer una especie de añoranza  de la pintura abstracta, cómo la pintura figurativa tiene ciertas limi­ taciones, por ejemplo:

Los objetos visibles que recaban prendas de las demás artes y de la  poesía, flores, árboles, seres vivientes o también los inmortales,  una vez puestos en obra por el artista, no dejan de ser lo que son y  de mezclar su naturaleza y su propio sentido al propósito de quien  los emplea para expresar su voluntad. Así, el pintor que desea que  cierto paraje de su cuadro venga a ser de color verde, pone allí un  árbol y con eso dice algo más de lo que al principio quisiera decir.  A su obra añade todas las ideas que se derivan de la idea de un  árbol y no puede limitarse a lo que ya bastara. No puede separar el  color de algún ser.

Allí encuentran ustedes una forma de indicar la pintura figurativa  como una limitación. Estéticamente lo que se requería era un verde,  por ejemplo, para equilibrar un opuesto en el tono fundamental,  digamos un rojo, sin embargo, un pintor figurativo no podría usar  simplemente un verde sino que necesita un árbol.

Generalmente se ha formulado la relación entre las artes abstractas  y las artes

 figurativas empleando un concepto de la abstracción que  probablemente empobrece mucho el tema y dificulta mucho su acce­ so. Es frecuente definir el objeto con el cual trabaja la arquitectura y  también la escultura como el espacio; el elemento de su trabajo es el  espacio -se dice- mientras que el elemento con el cual trabaja la  música es el tiempo, lo cual es cierto. El elemento más natural de la  música, el sonido, no puede ser dado sino en el tiempo: un sonido  tiene una duración, un color no necesita tener una duración, por lo  demás no solamente cada sonido tiene una duración, sino que tanto  la melodía como el ritmo son configuraciones del tiempo.

Pero el espacio está presente en la arquitectura de una manera  muy poderosa y original con relación a la pintura; quiero decir, que en  la arquitectura no se da como espectáculo, como espacio imaginario,  como sí se da en el cuadro que es un espectáculo, incluso el fresco,  por grande que sea, es un espectáculo para ser visto. La arquitectura  no sólo es un espectáculo sino una concreción del espacio que puede  ser explorada, recorrida, contornada; esto es válido incluso en la for­ ma más simple de la arquitectura que podríamos llamar -cuando no  es un edificio, cuando no se puede diferenciar de la escultura- a un

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obelisco egipcio, por ejemplo. Uno dudaría en declarar, como duda  Hegel, si es una escultura -en ese caso abstracta, porque pretendía  representar el sol sin parecérsele en absoluto-, o si es una obra de  arquitectura; si se decide porque es una obra de arquitectura es sobre 

todo teniendo en cuenta que un obelisco, para que funcione  significativamente, implica un gran espacio dentro del cual se yergue;  sería bastante ridículo, casi que burlesco, un obelisco apretujado en-  tre unos edificios, porque de hecho el obelisco parece estar por defini-  ción en contraste con un espacio vacío -una amplia plaza vacía- que  es donde adquiere toda su significación. No necesitamos definir pues,  arquitectura únicamente en función de la idea de edificio.

Ahora bien, el espacio es tan constitutivo de la arquitectura, como  lo es el sonido de la música. Tal vez sea demasiado abstracto hablar  del espacio en general, es decir, en el sentido del espacio puro, abs­ tracto, por ejemplo, del espacio de la geometría euclidiana: homogé­ neo, infinito, indeterminado y determinable externamente por las fi­ guras e indiferente a sus contenidos, etc.; un espacio así no es propia­ mente ningún elemento de un arte, en este sentido más bien se trata  de un espacio vivenciado, vivido por un pueblo, vivido por un indivi­ duo, tal como nos es reestablecido, como espacio de la vivencia de  una problemática; por el psicoanálisis o por la antropología, como es­ pacios significativos de una configuración vital.

Voy a tomar un ejemplo de antropología que me parece bastante  nítido. Hay una obra supremamente notable de Erick Erickson -psi­ coanalista y antropólogo- llamada Infancia y sociedad; en esta obra  hace Erickson un estudio sobre dos sociedades vecinas, pero extraor­ dinariamente diferentes en todos los sentidos, en su economía, en su  psicología y en su vivencia del espacio, son los Sioux y los Yurock que  habitan en el noroeste norteamericano. Los Sioux son muy empa­ rentados por sus costumbres con lo que nosotros hemos conocido en  una forma bastante vulgarizada como los pieles rojas -denominación  que no es de ellos mismos sino de quienes los destruyeron-, son tribus  de la pradera, cazadores de búfalos, guerreros que tienen una viven­ cia del espacio muy abierta, como si dijéramos que poseen una con­ cepción centrífuga del mundo: todo va hacia afuera y todas sus nocio­ nes están en ese mismo sentido configuradas, por ejemplo, su idea del  aseo es la de alejar los residuos; les parece que, cuando vienen a  educarlos, los norteamericanos hacen las cosas más sucias que ellos  han conocido porque, en lugar de alejar y esparcir como hacen ellos

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en la pradera, en vez de echar lejos, guardan en un hueco y además  entierran a sus muertos, cuestión para ellos fantásticamente absurda;  ellos hacen lo contrario: al que muere lo acuestan en una piel sobre  cuatro estacas para que las aves se lo coman y lo rieguen por el cielo.  Además, esa es una idea del espacio que impregna toda su educación  y toda la formación de la infancia, es una disposición al cambio, pro-  pia del nomadismo, es una disposición a concebir el espacio como lo  posible, más bien que como el refugio; a investirlo, como se dice en  psicoanálisis, en el sentido de la posibilidad. También hay algo que  psicológicamente se emparenta con esa idea y procede de su econo-  mía y de su educación combinadas de una manera maravillosa: es la  necesidad de generosidad. Regalar es el mejor negocio en una tribu  de cazadores de grandes presas porque si guardan el alimento se les  pudre el búfalo que acaban de cazar, en cambio si lo regalan, entonces  todos tienen la garantía de que cuando cualquiera cace todos comen.  Esta es una vida en la que están articulados sus mitos, sus ritos, su  vivencia del cuerpo y de la infancia, su economía y lo que uno podría  designar como un tipo de vivencia del espacio, opuesta, por ejemplo,  a la otra sociedad que estudia en el mismo texto Erick Erickson, los  Yurock.

Los Yurock viven en un pequeño valle, bastante restringido, al  lado del cual, hacia el occidente, hay unas altas montañas que ellos  nunca sobrepasan, consideran que el mundo que sigue después de  esas montañas, es el mundo de los muertos -del otro lado hay algunas  colinas y el Océano Pacífico-, ese valle es un mundo cerrado, su eco­ nomía se basa en gran parte en la pesca: es el valle de un río en el cual  hay una inmensa subienda de salmón al año, ellos han aprendido a  tejer unas redes que les permiten recoger cantidades extraordinarias;  también han aprendido la técnica de secarlo, de ahumarlo y de guar­ darlo, porque necesitan aprovisionarse durante un largo período mien­ tras viene otra subienda. Por supuesto no tienen la idea de regalar y la  idea del espacio es otra, predomina la previsión, aquí se trata de refu­ giarse, de guardar para un año entero y por consiguiente, de concebir  el espacio más bien como refugio, como nicho, como extensión perfec­ tamente limitada. Otro estilo de convivencia, otra concepción del  espacio.

Ninguna de las dos tribus ha desarrollado una alta arquitectura,  pero uno se imagina claramente cómo harían si fueran arquitectos  para expresar sus dos vivencias -muy unilateralmente ambas-, cómo

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pondrían a volar los techos los siux y cómo dirigirían especies de pun

­ tas y elementos hacia todos los puntos del espacio, y los otros, cómo  construirían especies de fortalezas y se volverían los edificios sobre sí  mismos. Es decir, es lo que hacen todas las culturas, lo digo en dos  casos en que se contraponen mucho para que se note que no defini­ mos el espacio en el sentido general o abstracto sino el espacio vivido,  el espacio que está investido como un problema social y personal, que  sí es el que constituye el elemento de la arquitectura (el “espacio  imaginario” -lo advierto porque a veces ocurre- no tiene aquí nada  de peyorativo: también es un espacio vivenciado el espacio de la pin­ tura).

Valéry, al subrayar el carácter abstracto del arte, se refiere en  su texto a la arquitectura. Pone en boca de Eupalinos el arquitecto  griego, fórmulas muy parecidas a las que encontramos en Lapoujade  -recordemos su famosa exposición de París, cuando decía que no  estaba interesado en la representación de la manzana como objeto,  sino en la impresión y hasta en el concepto de manzana, tal como  se había abierto a él en la infancia: como algo fresco, quebradizo,  agridulce, que era un emblema de una manera de existir y no una  bolita roja con una ramita sobre una mesa-, también el arquitecto  Valéry, se refiere en el mismo sentido a uno de sus edificios, alu­ diendo a algo incluso más particular, más experimentado, más vivi­ do, que no está en el objeto o en la figura, que no está expresado  por la semejanza, en este caso se refiere a un amor de juventud:

Oye Fedro, ese templecillo que levanté para Hermes a algunos  pas

os de nosotros, ¡si supieses lo que es para mí! Donde no distin­ gue el transeúnte más que una elegante capilla -poquita cosa-  cuatro columnas, estilo sin aderezo- puse el recuerdo de un día  claro de mi vida. ¡Oh dulce metamorfosis! Ese templo delicado,  sin que nadie lo sepa es imagen matemática de una moza de  Corinto a la que amé venturosamente. Fielmente reproduce sus  particulares proporciones. Para mí el templo vive, me devuelve lo  que le di.

Aquí tiene la misma consideración de Lapoujade: la gracia se puede  expresar en términos puramente formales; el carácter liviano, móvil,  todo lo que pueda impresionar puede encontrar el lenguaje de las  formas. Se encuentra una y otra vez entre los defensores del arte abs­ tracto la idea de cómo es válido y posible elaborar los caracteres, los

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valores, los sentidos a partir de las formas, proporciones y combinacio­ nes, ritmos, contrastes, etc.

Se expresa entre los adversarios la sospecha de que el arte abs­ tracto tiene una dificultad mayor, consistente en que, como carece de  una referencia para el espectador, carece de un código -como sí tiene  por ejemplo el lenguaje, el idioma-, carece de reglas previas con res­ pecto a las cuales juzgar, puede dar la impresión de ser extraordinaria­ mente significativo sin que sepamos nunca en qué medida es una  cosa nuestra y en qué medida eso que nosotros encontramos allí tan  significativo tiene siquiera algo que ver con lo que se propuso el pin­ tor. A lo mejor, si damos en liberar el vuelo de nuestras asociaciones  sentimentales, afectivas, significativas, simbólicas, veríamos en una  piedra con sus musgos algo tan rico, tan extraordinariamente diciente  como en un cuadro abstracto, aunque lo uno sea producto del azar y  lo otro trate de ser un mensaje. ¿Puede haber mensaje sin código?  ¿Puede haber mensaje sin un referente común? Esa es una cuestión  que se le plantea al arte abstracto.

Los defensores responden diciendo que es la abstracción la que  configura el mensaje en cualquier pintura, que más bien no hay pin­ tura que no sea abstracta, que lo que nos interesa en la pintura que  creemos que es una pintura figurativa no es la Venus, ni tampoco la  Monalisa, que lo que nos interesa es un mensaje que no está consti­ tuido por las características del objeto pintado, sino por la forma y sus  combinaciones. Probablemente esto es cierto, es decir, que no es la  belleza del objeto lo que allí nos conmociona, si así fuera, más fácil tal  vez sería conseguir cualquier revista en la que encontráramos retrata­ das muchachas más bonitas.

El pintor abstracto reargumenta que lo que profundamente impor­ ta en la Monalisa es la manera como en un fondo a gran distancia, sin  referentes cercanos que permitan decir si es grande o pequeño el ob­ jeto que se da en un primer plano, en esas lejanías ésta surge, se  yergue en la más absoluta soledad como una salida de luna. Ese tipo  de referencias, la forma de la iluminación, el contraste por los colores  con las rocas y los ríos, son los que hacen hablar a la Monalisa, y no el  hecho casual de ser la esposa bastante bonita de un señor amigo de  Leonardo.

Los abstractos responden que la pintura figurativa es siempre abs­ tracta, nos imaginamos que existen dos pinturas porque vemos la abs­ tracta aparte de la figurativa, pero nunca ha habido más que pintura  abstracta.

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V

El juicio estético

Resulta un poco peligroso entrar en una dialéctica mala, como la  que a veces ocurre en filosofía, una dialéctica de lo objetivo y lo sub­ jetivo. Mala dialéctica en este sentido: un subjetivismo escéptico in­ daga el valor artístico, e incluso qué es lo bello, diciendo que depen­ de por completo del sujeto, que es una impresión del sujeto. Un  objetivismo dogmático -como muestra muy bien Hegel en la Historia  de lo dogmático y lo escéptico- declara que lo bello es el objeto por sus  características objetivas sin que en ello tenga la menor importancia el  sujeto (una aclaración al margen: se llama dogmático cuando el pen­ samiento se imagina que la verdad está fuera del hombre, que está en  sí como texto sagrado, en una autoridad o en alguna parte, que la  verdad es en sí), lo mismo pasaría entonces con la belleza, la belleza es  en sí y el que no la aprecie es por cegatón o porque es un poco raro, la  belleza es una característica objetiva.

El peligro de entrar en esa dialéctica es muy grande y precisamen

te  por eso vamos a seguir (desgraciadamente no con la demora y la  profundidad que quisiéramos) refiriéndonos a la estética kantiana. Cuando  Kant llega a la estética ya ha pasado por la Crítica de la razón pura y por la  Crítica de la razón práctica y es el momento de la última gran construcción  de su filosofía. Cuando escribe la Crítica del juicio tiene a su haber la  experiencia muy notable de la Crítica de la razón pura, que casi podría  describirse como una doble lucha: contra el escepticismo y contra el  empirismo o dogmatismo del objeto; Kant está luchando en los dos terre­ nos durante todo el texto, de manera que su experiencia filosófica lo  prepara muy bien para elaborar las cuestiones del arte sin pasar a una  posición puramente relativista y escéptica o a un objetivismo de cual­ quier tildóle que declare bellas las características de un tipo de objetos y  al que no las aprecie así, o le parezca que son otras, entonces lo declare  en un error subjetivo. Algunos de los conceptos principales de su estética  son traídos, desde luego, de su Crítica de la razón pura, los trataré de  exponer y ejemplificar de la manera más sencilla que pueda. De la Crítica  del juicio examinaré los grandes temas.

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Kant plantea primero el problema en términos lógicos, como un  problema del

 juicio. Consideremos esta pareja: un juicio universal y  un juicio empírico. Un juicio universal es, por ejemplo, 2 x 2 son 4; o  los tres ángulos de un triángu

lo suman dos rectos ¿ese juicio quién lo  pronunci

a? Según Kant, lo pronuncia un sujeto trascendental. Esto  no quiere decir nada místico ni nada de la otra vida, sino que alude a  un sujeto cualquiera que no es un sujeto empírico en el sentido de  que no lo dice porque esté bravo o porque esté contento, porque sea  hombre o porque sea mujer, o porque pertenezca a una determinada  clase social o nacionalidad; no es un sujeto empírico en ningún sentido,  aunque desde luego que siempre lo pronuncia algún sujeto real, pero  no es su calidad de sujeto empírico. En cambio sí es un juicio empírico:  UA mí no me gusta la cebolla”, bueno, quién sabe qué le pasó... en la  infancia lo pelaban cuando no comía cebolla, en fin, pero, en todo  caso, no puede pretender que sea más que un juicio empírico. El pro-  blema consiste en mostrar claramente que hay un juicio -ninguno de  los dos desde luego es refutable- que pretende partir y llegar a la  universalidad y hay otro que ni siquiera lo pretende, no que no lo  logre, sino que ni siquiera lo pretende.

Lo que podemos preguntamos con Kant es entonces ¿qué es un  juicio estético? ¿En qué medida un juicio estético resulta reductible a  lo uno o a lo otro? Kant, precisamente, tiene que hacer todo su trabajo  porque no resulta reductible ni a lo uno ni a lo otro, es decir, rápida-  mente uno percibe (para dar ejemplos bien simples) que el que afirma  que le gusta mucho el dulce de mora y discute con su amigo al cual le  parece detestable y le encanta el manjar blanco, pues realmente no  tiene mayor cosa de qué discutir, pero si el uno dice que le parece  extraordinario El Quijote y el otro dice que no le gusta El Quijote sino  que le parece magnífico Corín Teüado, uno siente rápidamente que no  es exactamente lo mismo que una discusión entre el dulce de mora y  el manjar blanco, que allí hay otro problema y que tampoco se podría  reducir, por ejemplo, a un juicio matemático y demostrar en una figura  matemática semejante a como se demuestra que los tres ángulos de  un triángulo suman dos rectos.

En el caso de considerar El Quijote no se puede hacer lo mismo, y  sin

 embargo no es un juicio empírico, en el sentido de que no depen­ de de qué le pasó a uno cuando estaba chiquito, no depende de cuál  es su ideología más particular, no depende tampoco de un momento  particularizado de la historia, al contrario, tiene una validez curiosa­

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mente transhistórica, remite a un drama que no se agota en una de-  terminada figura histórica. Es decir, aquella manera como nosotros  podemos disfrutar de una obra griega es un interrogante, esa incógni­ ta hace parte de la estética moderna desde hace mucho tiempo; en el  siglo XIX se admiraban muchísimo -para citar dos nombres importan­ tes- Marx y Nietzsche de ese hecho.

Marx, por ejemplo, dice que la verdadera incógnita no está en  saber cuáles son las condiciones históricas que explican la producción  del arte griego. Que desde luego no sería mucho problema mostrar  que una obra como La Odisea es escrita en determinadas condiciones  históricas: la navegación del Mediterráneo, probablemente el comer­ cio que impulsa esa navegación, la técnica del bronce, las historias de  los marineros sobre un mundo que empieza a llenarse de la fantasía y  la religión griega muy poco represora (los dioses griegos, más que  represores son tentadores), etc. Marx plantea, pues, que no es difícil  de explicar que el arte griego depende de la forma de la existencia  griega, pero que no resulta tan sencillo saber por qué nos conmueve  aún, por qué tiene efecto sobre humanidades posteriores que no tienen  ya esa forma de existencia, ni desde el punto de vista económico ni  desde el punto de vista de la organización del espacio ni desde el  punto de vista mitológico ni de sus creencias y, sin embargo, todos  percibimos una cierta universalidad en la historia de Ulises, en cierto  modo, todos tenemos la posibilidad del acceso al drama de Ulises.

También para Freud, la incógnita del Edipo es por qué nos con­ mueve ahora de manera fundamental. Si, como para algunos mitólogos  modernos m

uy opuestos al psicoanálisis, el Edipo realmente es un pro­ blema político, o sea la lucha por sostenerse en el poder de un indivi­ duo que tiene un poder que no le pertenece porque no ha sido  heredado, y además lo afirma con gran orgullo, el Edipo no nos  interesaría mucho porque, al fin y al cabo, nosotros ya no estamos en  el problema del poder heredado o no, ¿por qué nos conmociona  entonces?

Ulises nos conmociona porque es un drama en el que se contrapo­ nen dos tendencias que exceden muchísimo la existencia griega y su  concreción histórica: la tendencia al presente, al disfrute actual de  Calipso, de Circe, de las sirenas, y la tendencia a la continuidad, a la  permanencia, a seguir siendo el padre de lelémaco, el esposo de  Penélope, a seguir siendo él mismo; el drama de fundar una vida en la  continuidad y en el tiempo sobre la tentación del instante, pero en­

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tonces, ULises somos todos. Lo que se ha logrado en esa maravillosa  obra es

 expresar, desde un momento histórico y en una forma históri'  camente condicionada, un drama universal. Esto es supremamente  importante de resaltar: que el arte griego no es subjetivo ni siquiera  en el sentido histórico (bello para los griegos), porque en ese caso un  pueblo entero sería un sujeto empírico; pero, entonces, fuera de los  griegos no sería nada.

Lo más extraordinario que puede decirse del arte de nuestro tiem-  po es l

a inmensidad de su apertura. Como vimos, la capacidad de  dejarse influir por las máscaras africanas, por el arte primitivo, por el  de las sociedades más diversas y de las épocas más diversas. Esto lo  saludaban Nietzsche y Goethe como una gran conquista, o sea, el que  hayamos sido capaces de volver a gustar de los griegos (aunque se  conservaran algunos prejuicios sobre el arte egipcio, de parte de Marx  por ejemplo); hoy en día estamos más abiertos que en esa época, por­ que artes muy diferentes influyen sobre nosotros.

Decíamos que el juicio estético no es un juicio empírico, no es  empírico

 en el sentido de un sujeto particular, tampoco de un pueblo  particular con sus condiciones particulares de vida; el arte es un in­ tento permanente y con un logro continuo, como la historia nos lo  demuestra, de exceder esa particularidad; por consiguiente, no se  puede entonces reducir el juicio estético, ni a un juicio empírico, ni a  un juicio aritmético, geométrico o a una verdad demostrable por  conceptos. ¿Cómo puede ser; sin embargo, un juicio de validez general?

Kant se mantiene en la idea de que es un juicio de validez general  pero no quiere soltar ninguno de los dos lados de la cadena, también  está vinculado al sujeto, a sus impresiones y a su vigencia como un  juicio empírico, sin embargo, no es un juicio empírico en el sentido de  que sólo valga para ese sujeto, sino que continúa aspirando a ser un  juicio universalmente válido con más o menos fortuna -esa es su  aspiración-, si no no circularía como mensaje. Nadie pinta algo sim­ plemente porque a él le gusta, sino que también aspira a que le guste  a otros.

Ahora bien, una cosa puede ser maravillosa sin ser mensaje; desde  l

uego hay muchas cosas que son simbólicas, lingüísticas e inteligibles  y no son mensajes, por ejemplo los sueños que nos conmueven y no  están hechos en la figura de un mensaje, pueden eventualmente ser  contados pero no son en sí mismos un mensaje, siendo ellos una expe­ riencia extraordinaria. Cuando se formula una experiencia como men­

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saje y, por lo tanto, destinada a chequear la validez y el grado de  objetivación en la respuesta de otro, es necesario que haya allí una  aspiración -por lo menos latente- a una validez objetiva aunque esa  validez no sea accesible a la forma de una demostración, ese es el  problema de partida.

Kant, en busca de las condiciones de esa validez, en lugar de  facili

tarse el camino, se lo dificulta cada vez más, y esa, por lo menos,  es la experiencia que creo que todo lector de su estética tendrá.  Cuando él va a tratar de definir; para comenzar, qué es bello o cuáles  son las condiciones del juicio estético, más bien empieza a separar lo  que parecerían ser condiciones necesarias, que no tienen que ver con  la utilidad -eso es rápidamente aceptable-, con la utilidad práctica  en el sentido de la instrumentalidad. A veces se ha discutido esta  afirmación de Kant con mucha fuerza en polémicas muy duras, por  ejemplo Nietzsche, principalmente en la Genealogía de la moral, pero  creo que hay una cierta incomprensión. En realidad, Kant define lo  bello como finalidad sin fin, en el sentido de fin sin propósito, un  objeto que tiene la forma de una finalidad, no de una causalidad, de  ser producto de tal cosa; no

 de una eventualidad, “se reunieron aquí  estas cosas”, sino de algún propósito implícito en la forma misma y  que, sin embargo, no se propone nada en el sentido instrumental; en  el sentido de que la forma de un martillo por ejemplo, procede de una  finalidad práctica clara, el arte no tiene una finalidad práctica, no le  es necesaria, aunque puede tenerla. Hay más, es Kant quien lo  propone: cuando habla desde la arquitectura, exige su extensión  general a todo lo útil, es decin a que se incluyan allí las mesas y los  muebles y los objetos prácticos como posibilidades de objetivar mensajes  artísticos.

Su visión del arte es supremamente moderna, en un sentido que  es muy radical: su exigencia de que el arte pase a la vida cotidiana y  no se mantenga solamente en figuras aisladas, en un templo o en mo­ numentos particulares. La conclusión de su texto en ese sentido es  muy notable, hasta llegar a considerar que la más alta de todas las  artes es la conversación, aquella que está exigida por la vida práctica,  en cierto modo, a todo el mundo, o por lo menos en la vida de su  tiempo (hay ciertos desarrollos de la vida práctica en nuestra época  que la excluyen, pero eso no habla mal de la conversación sino de  nuestra época). También hay en Kant una permanente exigencia de  que lo artístico pase a la vida cotidiana y no se mantenga como un


 

momento excepcional del sujeto o de la experiencia; en ese sentido es  muy moderno y su posición -podríamos decir- es muy democrática,  por esa exigencia de que lo artístico no sea propio de una élite con  una excepcionalidad particular

La argumentación de Kant, pues, deja de lado primero, lo útil en  el sentido de

 lo instrumental; todas las dimensiones de un cuadro, por  ejemplo, no se reducen a dimensiones instrumentales, un cuadro  instaura dentro de nuestro espacio otro espacio cuyas relaciones in­ ternas no están definidas po

r el espacio que lo circunda, esto está  dicho en el sentido de que las dos figuras de un cuadro no están a la  misma distancia que el cuadro está del tomacorriente, porque están a  una distancia imaginaria y la otra es una distancia real y no necesita  para eso ser figurativo, ni trabajar con los elementos de la perspectiva,  puede trabajar con otras relaciones y distancias simbólicas, como por  ejemplo el bizatino, donde lo grande y lo pequeño corresponden a  valoraciones sociales, religiosas que no son relativas a la distancia  como en el renacimiento (o por lo menos en un momento del renaci­ miento).

Ese tipo de espacialidad que nosotros observamos en el arte o el  tipo de temporalidad que observamos en la música, tampoco es el  tiempo público, es un tiempo interno. Internamente una temática (sobre  todo en la más alta música) determina un ritmo, más bien que adoptar  un ritmo tipo, al cual se le pueden dar varios temas, lo que es muy  propio más bien de la música popular. En la más alta música el ritmo se  somete al tema, se vuelve una expresión.

Kant deja de lado también el saber. El arte es independiente del  conocimiento, no tiene un valor -digámoslo así- teórico en el sentido  preciso que Kant le da, o sea que un objeto no es artístico porque  contenga de alguna manera un acceso al conocimiento de lo repre­ sentado, al conocimiento en el sentido de un conocimiento científico...  Y entonces parece que se hiciera cada vez más inaprehensible el tema.

También va a independizar el arte del agrado, en el sentido más  inmediato del concepto. Muchas cuestiones para nosotros son agra­ dables como sujetos empíricos inmediatos, sin que por ello podamos  predicar que tengan un valor artístico, ni mucho menos aun un valor  universal, y otras son desagradables y no estamos predicando de ellas  nada estético, aparte de que son desagradables. Creo que nadie sería  tan pretencioso como para sugerir que todo lo que a él le agrade es  artístico.

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Kant va separando el arte de la utilidad práctica, de la forma  teórica

, del saber y también del agrado. ¿Entonces, dónde se coloca el  arte, si no tiene nada que ver necesariamente con el gusto, con el  conocimiento, ni con la utilidad? Puede combinarse con esos elemen­ tos, pero no resultan ser lo esencial del arte. Si estamos buscando la  esencia de algo no vamos a discutir sobre la base de que puede com­ binarse con otros elementos, es suficiente que pueda estar separada  de ellos para que no pertenezcan a su esencia, es decir, desde luego  que la música también en toda su abstracción puede combinarse con  una historia concreta; en una ópera se combina, pero no es lo necesa­ rio, tampoco es necesario que sea un rezo, ni que sea un canto religio­ so; hubo épocas en que no se daba sin esas formas, pero eso es algo  eventual; no es necesario que sea una fiesta, aunque la música más  primitiva probablemente era la de la fiesta, y por lo tanto ni el rezo ni  la fiesta hacen parte de la esencia de la música.

Del mismo modo estamos aludiendo en general sobre el arte. Es  muy probable que resulte útil, pero en otro sentido, no en el sentido  de la práctica, de la técnica, de la transformación de los objetos; no es  útil en el sentido que sea y valga como un medio para llegar a un fin  y que necesite justificarse como medio. A veces hablamos, por ejem­ plo, muy bien de una obra literaria y lo que estamos diciendo en rea­ lidad no se refiere

 a su aspecto literario propiamente dicho, que es  muy importante porque expresa muy bien las condiciones de vida de  algún pueblo en cierta época, eso puede ser importante pero no es  propio de su valor literario. Desde luego uno puede leer El Quijote  como historiador; tomándolo como un documento sobre la España de  Felipe III, tan importante -o a veces ni siquiera tan importante- como  un archivo de la Santa Inquisición donde nos cuentan a qué seres  asaron, pellizcaron y rasgaron con todo el instrumental de la Santa  Inquisición y por qué; el archivo es un documento histórico, El Quijo-  te también lo es, pero eso no lo constituye en una gran obra artística.  No entendemos tampoco demasiada sociología sobre las condiciones  de las ciudades y de las aldeas de su tiempo porque leamos El castillo  de Kafka.

El arte no debe juzgarse por aquello con lo que puede combinarse.  Lo

 que Kant trata de despejar es precisamente una serie de circuns­ tancias con las que puede y suele combinarse el arte; con el aprendi­ zaje por ejemplo, algunos lo combinan más fuerte incluso con un men­ saje particular, convirtiéndolo en propaganda política, religiosa o vol-

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viéndolo edificante: haciendo nov

elas para que la gente aprenda cómo  no debe ser según una religión, un partido etc.; esto no tiene nada  que ver, pues, con el arte, aunque puede ser tan de malas el artista  que le impongan esa coyunda.

Kant separa lo que no es esencial y busca en cuál dirección se  puede encontrar lo esencial al arte. Kant piensa que el efecto artísti-  co, el efecto estético, es un efecto sobre el sujeto (que no es el efecto  de agrado, ni de interés práctico, ni de aprendizaje teórico ni que  tendría que ser demostrable), que es un efecto liberador ¿liberador de  qué? ¿En qué sentido un objeto puede ser liberador por el hecho de  verlo u oírlo? Este punto parece más lejano todavía que todo lo que  anteriormente separaba como no esencial, porque no se trata de una  liberación política; es liberadora en un sentido muy preciso, dice Kant:  “El objeto estético, cualquiera que sea, provoca el libre juego de nuestras  facultades”. Voy a tratar de decirles en qué sentido podemos pensar  esa definición y en qué sentido podemos exigirle a Kant, ya que nos  prometía un criterio universal, que nos pague, que cumpla.

Esto del libre juego de las facultades se refiere, desde luego, a la  Crítica

 de la razón pura donde hizo el estudio de aquéllas. Vamos a  considerar ahora tres: el entendimiento, la razón y la imaginación.  Estas tres facultades pueden tener un juego libre, fecundo o pueden  tener también relaciones malísimas entre sí. La razón se puede burlar  del entendimiento, esa es la característica de la metafísica, según  Kant precisamente, pues en ésta la razón se basó en la separación del  entendimiento que empieza a engendrar toda clase de mitos a los  cuales llama ideas de la razón. La imaginación puede trabar al enten­ dimiento y a la razón, como también puede apoyarlas; veamos ejem­ plos: es un fenómeno muy frecuente, cuando uno trata de compren-  der algo -un problema, un planteamiento puramente conceptual- caer  en la manía de tratar de representarse lo que se está estudiando, de  procurarse una imagen, de concretarlo -como decimos vulgarmente-  en un objeto determinado.

No hay camino generalmente más impropio. Si nosotros, por ejem­ plo, estamos estudiando marxismo, El capital, que comienza por un  largo estudio sobre qué es la mercancía, y queremos representamos  qué es la mercancía, no tenemos la menor dificultad “porque todas  las vitrinas de los almacenes están llenas de ejemplos”, de manera  que nos podríamos representar miles, pero en cambio no avanzamos  un paso hacia la comprensión de lo que se está tratando; en ese traba­

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jo nos están dando la mercancía en otro sentido: para comenzar no  necesita ser un objeto, también puede ser el transporte, la educación  y otras cosas que no son objetos; algo es mercancía en la medida en  que es producto de un cierto tipo de trabajo, que es soporte de un  valor, es decir, de un poder sobre el trabajo ajeno -por medio del cam­ bio del trabajo que costó hacer otro o por medio de la acumulación o  por otro medio acumula el poder-, pero ese poder de la mercancía es  algo no representable, que se puede perder sin que cambie el objeto.  Buscábamos un concepto de la mercancía, pero no la podemos repre­ sentar; ¡píntemela!, no hay manera, le puedo pintar miles, pero no  tienen nada en sí mismas que las haga mercancía; la mercancía es un  tipo de relaciones humanas: un tipo de formas de propiedad, un tipo  de formas de cambio, es lo que hace a los objetos mercancía. Esa  costumbre equívoca es muy propia de la educación moderna que se  pretende ser tanto más moderna cuanto más audiovisual, es decir,  menos conceptual, y que por ello mismo se imagina que es más con­ creta, empleando de manera bastante vulgar el concepto de concreto  (les recuerdo la fórmula de Marx de que lo concreto no es lo inmedia­ to, no es lo dado, sino la unidad de lo diverso, el todo en la multipli­ cidad de sus representaciones, más bien el punto de llegada del desa­ rrollo del saber y no el punto de partida). Toda esa explosión de lo  visual, de lo audiovisual y de lo representado no hace más que trabar  el pensamiento, a veces crea la ilusión de haberse capturado una idea  y un concepto complejo en una figura o en una imagen que se puede  recordar.

Tenemos, pues, que la imaginación y el entendimiento pueden  colaborar o pueden estorbarse inmensamente, sin embargo, el enten­ dimiento necesita de la imaginación. En la filosofía kantiana, a

dife­ rencia de casi todas las anteriores y posteriores, la imaginación es una  función necesaria a la comprensión y es una función necesaria a la  ciencia. Lo que él llama “el esquematismo de la imaginación” es la  manera de intuir el concepto; esquematismo de la imaginación es el  hecho de que podemos representamos las variaciones de una figura  geométrica -para poner un ejemplo- que a pesar de todas las varia­ ciones no deja de ser un triángulo y por lo tanto en su variabilidad nos  acercamos a la intuición del concepto.

También cuando Kant habla de las hipótesis muestra la importan­ cia de la imaginación en la ciencia, cuando la imaginación está so­ metida al entendimiento y colabora. Porque también en la pseudo-

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ciencia la imaginación se va sola y entonces, cuando no explica algu­ na cosa, comienza a inventar causas por fuera de todo saber: fuerzas  especiales desconocidas, parasicológicas, omnipotencias religiosas y  toda clase de razones imaginarias no conectadas con un saber ante­ rior. Claro que esas no son hipótesis, las hipótesis tienen que estar  conectadas con un saber establecido -uno puede soltar cualquier ba­ rrabasada con el pretexto de que nadie le puede decir que no, sin que  esto signifique que sea una hipótesis-; Kant en eso es finísimo, sobre  todo en la metodología de la ciencia (la última parte de la Crítica de la  razón pura) para mostrar las condiciones de su cientificidad. No pue­ do llamar hipótesis a mi idea de que en el centro de la tierra hay una  bola de mermelada de mora, no es ninguna hipótesis, no proviene de  ningún saber, es una hipótesis puramente imaginaria, es decir, no co­ nectada en términos de necesidad con un saber anterior, aún si resul­ ta probada empíricamente, no por ello adquiere el valor de hipótesis.  Por ejemplo yo digo: “En el planeta equis hay hombres” -¿Por qué dice  usted que hay hombres allá? -Pues porque hay piedras y hay mares y  es necesario que donde las haya, haya hombres. Si mañana van a ese  planeta y encuentran hombres, además de piedras y mares, eso no  demuestra que sea cierto lo que yo dije porque no era una hipótesis;  por casualidad en ese caso resultó, pero mañana pueden encontrarse  cuarenta planetas con piedras y mares y sin hombres; lo que le falta a  esa afirmación es la necesidad y sin ella no hay hipótesis en el sentido  científico (no se puede refutar, ni confirmar).

La imaginación puede colaborar en la ciencia, la imaginación ex­ tiende el saber establecido en forma de hipótesis, a campos no conoci­ dos aún. La imaginación en Kant es definida en forma amplia y preci­ sa, es necesaria para la conceptualización, es necesaria

 para pasar de  la conceptualización puramente formal a la intuición del concepto y  su vinculación a determinados objetos que pertenecen a ese concep­ to. Su definición es importantísima porque en Kant, por primera vez,  la imaginación no es “la loca del paseo”, la imaginación no viene  solamente a producir extravagancias y a desviamos del rigor del pen­ samiento, sino a colaborar con el pensamiento.

Puede estorbar o colaborar, lo mismo la razón que el entendimien­ to. Vamos a llamar ahora razón a una facultad especial muy particular,  que consiste en tratar de extender al máximo los resultados del en­ tendimiento -facultad peligrosa por eso mismo-. El entendimiento  nos conduce a explicar los fenómenos por sus causas: en la medida en

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que queramos entender algo, uno de los propósitos que nos plantea-

 mos es buscar lo que ha llegado a ser (para decirlo en términos  kantianos), por las condiciones de existencia, por las condiciones an­ teriores que funcionan como determinantes de lo que llegó a ser; el  entendimiento nos da continuamente la conexión causal, causas de  muy diverso tipo, causas materiales (la madera, si tomamos la mesa  como ejemplo), causas eficientes (el trabajo), etc., pero siempre con­ duce de lo existente hacia sus condiciones de existencia.

La razón generaliza, en ella la causalidad queda predicada como  universal. Donde la razón puede dejar de colaborar con el entendi­ miento y empezar a oponérsele es cuando lo que éste le plantea y ella  puede aceptarlo como una tarea infinita (la explicación es una tarea  infinita en la medida en que tiene una causa en un estado anterior, y  éste en otro anterior, en general la explicación es siempre una expli­ cación relativa) es sustituido y despidiéndonos del entendimiento cam­ biamos esa tarea infinita de explicar por otra fórmula: algo que lo  explique todo. En lugar de pensar que todo tiene una causa, pensar  que hay una causa de todo y pasamos a la teología despidiéndonos del  entendimiento: no hay por qué ir de aquí para allá, paso a paso, criti­ cando las condiciones sino que hay una causa que lo explica todo. La  razón tiene sus peligros, la exigencia de extensión puede hacer que la  tarea infinita de la explicación se convierta en una explicación gene­ ral más o menos mítica según los casos.

Hablamos del entendimiento, que es una facultad del juicio, de  la razón, qu

e es la extensión del juicio hacia la universalidad y de la  imaginación que es una colaboradora del entendimiento y de la ra­ zón, en general de la investigación. Lo que Kant llama liberar alude a  que algo que se presente a la intuición -por ejemplo a la representa­ ción- se nos entregue como una unidad particular intuible y, no obs­ tante, despierte y sugiera las condiciones de la razón; él no nos da un  concepto determinante.

En su proceso de aislar lo que el arte no es, Kant da un paso que  parece extraño, ese paso consiste en decir que el arte, así como no  tiene nada que ver necesariamente con el agrado ni con un saber  teórico ni con la práctica y no vale porque sirva para algo -fuera de lo  que es en sí-, tampoco remite el concepto de bello al de perfección.  Kant se ocupa mucho por hacer esa distinción.

Algo puede ser perfecto sin necesidad de ser bello. Hay más, en la  representación de un concepto la perfección no tiene nada que ver

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con la estética, por ejemplo, uno puede tratar de representar los con­ ceptos de la geometría, aunque uno sabe que en el fondo ninguno es  propiamente representado: el punto no ocupa un lugar en el espacio,  no es más que un lugar que señala y no puede ser representable, tam­ poco la líne

a es representable porque es un límite o una dirección; en  realidad todo lo que es representable ya es algo más que un punto y  mucho más que una línea, pero la representación puede ser relativa­ mente perfecta en relación con el concepto. Hay una figura que no­ sotros podemos considerar como perfecta, pero no es necesario que  por eso sea muy bella, es decir, no tenemos ninguna razón para soste­ ner que es más bello un círculo que un cuadrado o que otra figura,  por el hecho de que tenga una fórmula más simple (como puede ser  más simple la fórmula de un círculo que la de una elipse).

La idea de perfección es más bien una tendencia. Los griegos te­ nían

 un prejuicio con la perfección: se imaginaban que lo perfecto  estaba más cerca de lo bello, y no sólo de lo bello, sino de lo verdade­ ro. Uno de sus problemas en la astronomía derivaba de que como lo  verdadero se parece a lo perfecto y lo más perfecto es el círculo, que­ rían pensar que las órbitas eran circulares, llegaron muy lejos pero  encontraron una cierta dificultad a partir de un prejuicio estético (no  existen solamente prejuicios religiosos sino también estéticos). No es  necesario que lo real corresponda a lo perfecto, ni que lo que resulta  verdad sea lo que más corresponda a la noción de perfección.

Para Kant, ni lo agradable ni lo perfecto ni lo útil, son necesarios  al arte, sino lo que libera el juego de las facultades. ¿Y cómo puede ser  objetivo el juicio estético si nos estamos refiriendo solamente a un  sujeto y sus facultades? Tiene que haber alguna condición del objeto  que sea adecuada para que se dé el libre juego de las facultades. Es  muy interesante ver que Kant se va a aproximar a la noción de belleza  y va a mostrar que la simetría sola, no la produce, ni tampoco la asi­ metría absoluta. Debemos tener claro que es muy difícil de captar el  concepto de belleza en una formulación puramente estética, porque  Kant se está interrogando en una forma muy despojada de la moral,  del agrado, de lo antropológico inmediato de una sociedad particular.

Se podría hacer un estudio de una estética, en el cual todo ello se  vuelva discutible. Sartre es un pensador muy notable de lo bello y de  lo feo también, en un texto excelente en El idiota de la familia, pero  hay un problema en Sartre consistente en que ese contexto adquiere  muy rápidamente valores morales. En un trabajo extraordinario sobre

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el Tintoretto, El secuestrado de Venecia, Sartre muestra la estética en  una determinada posición que lo lleva a decir que la belleza es la más  grande traición. Uno se pregunta qué puede querer decir. Lo que  ocurre es que él plantea el problema en térmi

nos morales: cuando  establece su amor por el Tintoretto no lo hace simplemente por él,  sino que lo hace contra el Tiziano; el Tintoretto descubre una formu­ lación nueva del espacio que no está centrado en la perspectiva sola  de un punto sino con varios puntos de fuga, descubre una nueva con­ cepción del color, no está muy interesado en la armonía sino en la  expresividad, y como dice Sartre:

Pinta un cielo gris con una desgarradura verde en el centro, como  una

 angustia hecha cosa que se yergue por encima de su Cristo

  crucificado, porque precisamente él quiere expresar y no poner  cosas bonitas, a diferencia del Tiziano que es un esteticista: en  sus cuadros la guerra es un ballet danzado por falsos duros con  barbas de lana y nuestra realidad es siempre armónica y maravi­ llosa; allí los mendigos y los perros están en la parte de abajo como  notas pintorescas que colaboran a la armonía del conjunto, todo  es maravilloso y la belleza es la más grande traición.

En otra parte dice que la belleza es tranquilizadora. Cuenta que él  le tiene pavor a los aviones porque es un viejo reptil que no ha podido  acostumbrarse a esa movilización tan antinatural y que, sin embargo,  cuando hay una mujer muy bella en el asiento de enseguida, pierde el  miedo, porque la belleza es tranquilizadora, al contrario de la feúra,  que es amenazadora; todo ese juego de la estética sartriana es supre­ mamente interesante, no estoy diciendo nada en contra (sería del  caso incluso hacer muchos estudios sobre la estética de Sartre, que  tiene dos libros: uno sobre la imaginación y otro sobre lo imaginario,  donde muchos de sus ejemplos son de sinfonías y de pintura), lo que  quiero mostrar es que Kant está tratando primero de establecer, antes  de relacionar; probablemente Sartre ya pasó por allí, ya conoce a Kant  y está relacionando con otras experiencias la experiencia estética;  pero Kant quiere formularla primero en sí misma: el libre juego de las  facultades, es su formulación.

Kant quiere salir de la noción de armonía que reduce muchísimo  lo bello, mostrando que no existe solamente lo bello, sino que hay  también lo sublime y que la estética no se reduce a lo bello. A noso­ tros puede parecemos evidente, nos encanta la expresividad sin reía-

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ción ninguna con una preconceptualización de armonía o de modelos  de ninguna clase, nos parece muy bien que Picasso pinte a “Guemica”  con su mitología del caballo del Apocalipsis, con su toro español vuel­ to sobre sí mismo y enroscado, porque se está tratando precisamente  de un bombardeo y no aspiramos a que nos pinten un bombardeo como  la guerra que describe Sartre, como un ballet. Pero en la época en que  Kant está escribiendo -hace dos siglos- no era tan evidente que la  experiencia estética pasara mucho más allá de la noción de belleza, el  esfuerzo suyo por ir más lejos lo vamos a seguir antes de volver al  problema de la pintura, la arquitectura y la música. La estética de  Kant y la estética de Hegel son los fundamentos de los cuales parte  cualquier tratado de estética contemporáneo, por ejemplo las Veinte  lecciones sobre ¡as bellas artes de Alain.


 

VI

La arquitectura, la muerte y la utopía

Veíamos que Kant comienza con un análisi

s del concepto de lo  bello donde va despojándolo de lo que no le es esencial aunque pue­ de irle unido: lo útil, por ejemplo, no le es incompatible pero no le es  esencial, la perfección igualmente.

Algunos conceptos, a juicio de Kant, más bien son opuestos al de  lo bello,

 por ejemplo el de ornamentación. Eso es algo que puede ser  muy discutido, en ese

 punto Kant resulta un clásico en un sentido  muy duro del término, un clasicista. Él piensa que ornamentación (es  decir, algo ajeno a lo que en una obra hay de esencial y que viene no  más a reforzarla) más bien se opone a la belleza de la obra que a  incrementarla o apoyarla. Algunos ejemplos de Kant, son evidentes:  dice que una gran obra pictórica con un marco de oro lleno de pedre­ rías, sería dañada por el marco más bien que destacada. Todo esto  hace parte del procedimiento metodológico que Kant va a desarrollar  para ir despojando el concepto de lo bello de todo lo que no es esencial.

Luego Kant va a cambiar la dirección de su análisis, a volver su  atención, m

ás que en la consideración del objeto estético, a la inda­ gación sobre el sujeto, a estudiar lo que ocurre en el sujeto de la  emoción estética, de la experiencia estética, que es una experiencia  límite entre nuestras facultades, de desear, imaginar, pensar, donde  participan la imaginación, el entendimiento, la razón y la voluntad. El  objeto estético se configura como el objeto de una experiencia límite,  en el sentido de que no es exclusiva de ninguna de esas facultades,  sino del juego libre entre ellas. Ese es el punto máximo al que llega  Kant por dirigir la mirada, no sobre el objeto sino sobre el sujeto.

Recordemos, pues, la idea de liberación; en este punto Kant ha  sido muy preciso: las facultades pueden estorbarse; hay una manera  de desear que impide pensar y hay una manera de pensar que impide  desear, un racionalismo muy tieso terminaría tal vez por liquidar el  deseo; a veces Freud cae en él, dice por ejemplo, que la música no le  produce ningún placer porque no le gusta emocionarse sin saber por  qué, que es un principio insostenible, pues acabaría probablemente

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no sólo con la música sino hasta con la humanidad misma, porque si  tuviéramos que tener claro por qué estamos emocionados antes que  hacer nada, probablemente lo que se acabaría sería el deseo mismo.  Las facultades se pueden estorbar y a veces ocurre, como cuando a  alguien se le va la mane? en racionalismo, así a Freud en ese pasaje de  UE1 Moisés de Miguel Ángel” (donde se calumnia a sí mismo porque  hemos sabido posteriormente que la música le encantaba contra lo  que allí dice).

La facultad de imaginar puede estorbar también a nuestra facul­ tad de

 pensar. Hay filósofos que no han visto sino el estorbo de la  imaginación; Pascal y Spinoza por ejemplo, no veían sino un estorbo y  el motivo de todos nuestros disparates.

Kant muestra el efecto del arte como el efecto de la colaboración, por  ejemplo, entre el entendimiento y la imaginación, en el sentido de que la  imaginación esquematiza, representa, combina, sin reglas conceptuales,  no tiene más reglas que un concepto que la guía vagamente, puede ima­ ginar cualquier clase de triángulos, de círculos, de personas, pero si la  imaginación va más allá de cierto punto, ya no se está tratando de lo que  el concepto decía. La libertad no tiene más límite que el saber, es decir,  que si nos ponemos a pensar cualquier concepto empírico, por ejemplo,  un perro y nos ponemos a quitarle al perro una serie de características, en  el momento en que empezamos a quitarle características que son esenciales  a su definición, se nos fue la mano en libertad, porque no estamos pensan­ do en un perro si no ladra, si ya no camina en cuatro patas, si no es  carnívoro, ya no es un perro.

La imaginación, pues, se guía vagamente por la unidad de un con­ cepto dentro del cual puede jugar como quiera, en cambio el concep­ to está sometido a leyes y esas leyes son las leyes de la lógica, para  decirlo rápidamente. El entendimiento está sometido a las reglas de  la lógica, por ejemplo, a todos los principios a priori -que decía Kant-  de la experiencia, lo uno y lo múltiple, la ley de la contradicción, la  ley de la causalidad, etc.; el entendimiento es nuestra facultad más  típicamente sometida a leyes, leyes en un sentido muy general, o sea,  las normas de la intelección de cualquier cosa, de la coherencia.

El objeto artístico produce el efecto de la colaboración de las fa­ cultades, es hacia donde Kant se dirige en segunda instancia. Las  facultades se vuelven compatibles, la imaginación se amplía, la con-  ceptualización también, es -por decirlo así- una provocación a la ra­ zón, en el sentido en que la razón intenta generalizar, universalizar,

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llevar a sus últimas consecuencias aquello que el entendimiento de-  termina como verdadero.

En la estética de Kant interesa ver el procedimiento que sigue,  porque las exigencias kantianas van a servir de modelo a muchos  pensadores posteriores sobre el tema de la estética en forma directa,  a discípulos y adversarios. Los románticos -como adversarios- son  todos kantianos en estética, comenzando por el más grande de los  estetas románticos, Shiller, que además no lo oculta, sino que lo  declara. Ese modelo ha sido esencial para el pensamiento moderno  sobre el arte. El procedimiento de Kant va a ser seguido  posteriormente, aunque las conclusiones no van a ser exactamente  las mismas siempre.

El análisis del sujeto es un punto esencial al que volveremos una y

  otra vez cuando examinemos, por ejemplo en Heidegger, en Freud y  en otros pensadores del mundo moderno en los cuales la reflexión  sobre el arte vuelve sobre el sujeto. Todos tienen de kantiano un punto  central y es que vuelven sobre el sujeto (no sobre el sujeto empírico o  sobre el sujeto particular para analizar los avatares, por ejemplo, na­ cionales y demás) para buscar lo esencial de éste, es decii, una subje­ tividad no empírica sino trascendental. A veces trascendental no suena  muy bien, trascendental en términos de Kant no tiene nada de místico,  por ejemplo, el sujeto trascendental es el sujeto de la matemática, el  que dice “2 + 2 son 4”, cualquiera que sea, en el sentido en que no lo  dice porque esté contento ni porque esté triste ni porque sea hombre  ni porque sea mujer etc., como queda explicado atrás, es decii; tiene  el máximo de la comunicabilidad y el mínimo de la expresividad.

La expresividad es aquello que en un texto expresa lo que es quien  lo emite, o indica quién lo emitió en particular, por ejemplo: un poe­ ma lírico es muy expresivo y una fórmula matemática perfectamente  inexpresiva (no nos da ningún indicio de quién la dijo). Un problema  planteado con el arte es cómo llegar de la expresividad a la  universalidad, es decir, cómo considerar el análisis de la expresividad  sin que sea la expresividad de un sujeto empírico.

Kant, después de que vuelve sobre lo que él llama las faculta­ des del sujeto y su combinatoria, retorna sobre el objeto. Hay un  momento en que dice que de todas maneras es necesario -si pos­ tulamos la universalidad como exigencia al juicio estético- volver  sobre el objeto; ese retomo además tiene la característica de que  produce el tema de lo bello y lo sublime.

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En lo sublime incluye lo terrible (uno de sus ejemplos más famosos  de lo sublime en la naturaleza es el de una tempestad en el mar).  Debemos tener en cuenta que lo bello en el sentido tradicional, por  ejemplo en el sentido en que podemos seguir la idea de equilibrio y  armonía, ha dejado desde hace tiempo de ser una definición necesa­ ria del arte. Kant se da cuenta de ese fenómeno, aunque en realidad,  nunca lo ha sido; nosotros muy frecuentemente le achacamos eso a los  griegos, pero tampoco en el arte griego es así, si hallamos algunas  obras griegas en las cuales la noción de equilibrio, de armonía y de  proporción, se ve inmediatamente que son guías, pero la expresividad  en Grecia existe desde el comienzo muy independizada de la noción  de belleza en el sentido de equilibrio y armonía.

Así como nos encontramos con el Apolo de Belvedere o la Venus  de Milo,

 también encontramos la Gorgona o el retrato de Sócrates, en  el cual, precisamente lo que se trata de mostrar es la famosa feúra de  Sócrates alarmante e interiorizada por completo, porque él la consi­ deraba parte de su posición ante el mundo, cosa que sus adversarios y  sus partidarios corroboran; de sus adversarios, Nietzsche dice:

Sócrates era feo. En general eso no es una buena cosa, pero en

 Grecia era algo terrorífico ser feo. De lo más inadecuado que po­ dría ocurrirle a alguien era ser feo precisamente, en Grecia.

Sin embargo, él domó su feúra, puesto que la pensaba como nega­ ción a seducir, formuló la argumentación como lo contrario de la seduc­ ción. La gran escultura griega no está hecha sólo de bellezas, ni mu­ cho menos en ese sentido clasicista (tampoco la medieval, que tiene  una idea completamente diferente). Sobre todo es un momento de la  crítica, el que produce el esteticismo. No es cierto que ninguna socie­ dad que haya hecho un gran arte, lo haya hecho con el criterio que  nosotros llamaríamos esteticista y es injusto achacárselo a los griegos.

Kant encuentra la dualidad y la produce como lo bello y lo subli­ me que remite, volviendo sobre el sujeto trascendental, al juego de  nuestras facultades. Lo sublime tiende a la razón, a combinar la ima­ ginación con la razón y a presentamos lo »representado, a sugerimos  con lo desmesurado del mar o de la tormenta lo infinito, lo que es  pensable; por ejemplo, es perfectamente pensable que el espacio sea  infinito, ya que lo contrario es contradictorio, quiero decir, un espacio  limitado es una contradicción en los términos, ya que todo límite im­

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plica un más allá y un más acá de ese límite y por lo tanto es un límite  en el

 espacio y no del espacio, esta idea es pensable, pero no  representable, es decir, que la razón desborda lo representable conti­ nuamente. Este es un ejemplo muy simple que analiza Kant, pero en  general la razón desborda lo representable por una u otra vía, y la  imaginación se atraviesa como no opuesta a la razón en algunas for­ mas artísticas que más bien son una alusión a lo no representable por  la representación.

Kant se mantiene en esos términos en la Crítica del juicio, pero  antes había escrito un ensayo muy conocido que se llama Lo bello y lo  sublime

 (muy conocido y no muy bueno) escrito mucho antes, en el  período que suele denominarse “precrítico”. Precisamente la diferen­ cia en la manera que tiene Kant de abordar el mismo tema en dos  períodos nos da la medida de esa inmensa revolución que significó el  período crítico, él mismo lo llamaba una revolución copemicana (como  se sabe, los filósofos no se destacan mucho por su humildad; la modes­ tia y la humildad no son virtudes filosóficas, basta para verlo conside­ rar los solos títulos de las obras, El ser y la nada, El ser y el tiempo, La  crítica de la razón pura, Para una reforma del entendimiento).

Veamos cómo es de diferente en La crítica del juicio su concepción  de lo bello y lo sublime y la concepción “pre-crítica”, de la cual preci­ samente un kantiano haría una crítica demoledora. Porque de lo que  trata en La crítica del juicio es de volver hacia el sujeto, pero pensándolo  como sujeto universal, no como sujeto empírico. En cambio, lo que le  ocurre continuamente en el ensayo sobre Lo bello y lo sublime es que se  queda en el sujeto empírico y a través de él se le introducen todos los  prejuicios de su época: prejuicios racistas, prejuicios antifeministas  (llamaríamos hoy). Ninguno de nuestros grandes maestros de los siglos  XVII, XVIII y XIX como Hegel y Marx, y del siglo XX como Freud y  como Heidegger; ninguno de ellos está realmente libre de prejuicios y  debemos evitar ser totalitarios en la consideración de las personas que  han hecho una honda reflexión sobre un tema. Ser totalitarios en la  estimación de un pensamiento quiere decir, que si en un punto se  equivocan de manera muy desagradable para nosotros, entonces va­ mos a tener que abandonar todo lo que han dicho; eso es muy fre­ cuente hoy, desgraciadamente, hace parte del consabido dogmatismo  que plantea las cuestiones en una disyuntiva absoluta: o uno se traga  el tamal entero, sin crítica alguna, con hojas y todo, o uno no lo toca

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porque está contaminado por la reacción o está contaminado por la  ideología, o por cualquier fórmula parecida; la posición dogmática es  desde luego de una esterilidad extraordinaria, una búsqueda de al'  gún catecismo, búsqueda completamente inútil de algo o de alguien  que sea al mismo tiempo un señor y una garantía de cientificidad, eso  no existe.

Kant y Hegel tienen muchos prejuicios, no siempre los mismos,  pero, por ejemplo, el etnocentrismo les es común. Sólo nuestra época  ha hecho un esfuerzo consciente, directo y muy fuerte para llevar a  cabo una erradicación del etnocentrismo en todos los terrenos. El  etnocentrismo de Hegel es muy visible: para él la historia es la historia  de Europa, propiamente hablando. En el marxismo posterior quedó  algo de eso -aunque no en Marx- en la idea de una cadena de socie­ dades que tienen un desarrollo necesario: comunismo primitivo,  esclavismo, feudalismo, capitalismo, socialismo, comunismo; esa idea  muy manualística, es muy parecida a la idea de Hegel de postular la  historia de Europa como la historia de la humanidad y el resto como  excepciones: Latinoamérica, Africa, Asia (qué regla tan rara: la  inmensa mayoría son las excepciones).

En realidad Marx protestó explícitamente contra esa versión que  ya se daba en su tiempo. En una carta muy notable a una revista rusa  en 1877, alude a un crítico ruso, que elogiando El capital, le atribuye  que ha demostrado el camino que deben seguir necesariamente los  pueblos y pasar del feudalismo al capitalismo y del capitalismo al so>  cialismo. Marx le dice:

Excúseme, su crítica me honra y me avergüenza demasiado. Yo  nunca pretendí dar una ley filosófica del desarrollo de todos los  pueblos. Una ley histórica cuya única ventaja consistiría precisa'  mente en estar por encima de la historia, nunca se me ocurrió. Yo  dije eso con respecto a lo que ha ocurrido en Europa occidental.  Si Rusia entra en una formación capitalista, deberá seguir las le­ yes del desarrollo capitalista como todos los pueblos profanos  -porque la llamaban La Santa Rusia-, pero no quiero decir más  que eso. Si entra en el capitalismo, sigue las leyes del capitalismo  pero puede no entrar.

En general, esas ideas etnocentristas más bien sí son de Hegel, él  decía, por lo que a nosotros respecta, que Latinoamérica no estaba en  la historia. El etnocentrismo se formula también con implicaciones de

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racismo; es interesante hacer un contraste de Hegel con Marx (quien  aveces lo sigue en su etnocentrismo y en sus prejuicios) en la noción  de fetichismo que tenía Hegel y en la noción de fetichismo que intro­ duce Marx.

En Hegel es evidentemente una noción etnocéntrica y está toma­ da de los colonizadores. El fetichismo para Hegel es un impase en el  que cayó el pensamiento de los negros africanos, que entraron en la  concepción de que los objetos tenían poderes sobrenaturales y eso lo  lleva a decir no pocos disparates a ese propósito, por ejemplo: que la  esclavitud en sí está mal, porque lo que pertenece al hombre en sí es  la libertad, pero que desde luego la esclavitud de los africanos no está  mal porque es una manera de introducirlos en la historia universal,  único punto a partir del cual podrán encontrar luego una liberación.  Esa idea produce unos frutos políticos y culturales de inmensas conse­ cuencias.

El fetichismo fue tomado de la mentalidad colonizadora. Fue un  concepto que tuvieron los portugueses (viene del portugués feiticio,  que quiere decir hechizo, ficticio, hecho, construido, fabricado). Ellos  se asombraron mucho cuando llegaron a Angola y vieron que los  angoleses le cantaban, le bailaban, le rezaban a unas piedras y a unos  muñequitos que ellos habían fabricado y a los cuales les dieron el  nombre de fetiches y a la concepción que ellos pensaban que tenían  esos negros de Angola, fetichismo; lo que no descubrieron en ese  momento fue que los angoleses pensaban de los portugueses lo mismo:  los veían que ponían dos palitos en cierta forma, los clavaban, se arro­ dillaban y comenzaban a hablar, creen que dos palitos con sólo ponerlos  así hacen prodigios, fetichismo. Fetichismo el tuyo, fetichismo el mío,  es decir, ambos cometían exactamente el mismo error, ver el rito del  otro sin tener el cuenta su mito, es decir, la concepción que allí estaba  representada, ver solamente lo que hacían visto desde afuera; es  igualmente grotesco lo que veían los unos y lo que veían los otros, es  el fetichismo en el cual creyeron los colonizadores -desde luego el  fetichismo es siempre el del otro, el fetichismo no es nunca el mío-,  ese es un ejemplo muy visible, muy tangible del etnocentrismo, esa  concepción del fetichismo.

Ustedes pueden ver la diferencia inmensa de la de Marx. El feti­ chismo para Marx no es el del otro, es la mercancía. Marx concibe el  fetichismo -recuerdo rápidamente el tema- como una tendencia que  adjudica a un elemento de un conjunto, lo que ese elemento obtiene

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de sus relaciones con los otros, como si fuera una característica pro>  pia. Por ejemplo, el valor de la mercancía, parece ser algo que le está  adherido a la mercancía misma y no se ve que procede de un tipo de  relaciones sociales que conservan

 el poder sobre el trabajo, pasado y  actual, en forma de cambio y salario; sobre el trabajo social a través de  la propiedad de las cosas, lo cual hace que las cosas tengan un valor.  Con más sencillez lo describe posteriormente, lo que él llama el  fetichismo generalizado”, al final de la historia crítica de la teoría de  la plusvalía y da uno de los ejemplos mejores para ver qué es el feti­ chismo. Lo que él llama la santísima trinidad de la economía política  son las tres personas: la tierra, el capital y el trabajo, que producen sus  propios efectos; la tierra produce renta; el capital produce utilidad y  el trabajo salario. El pago de los factores -dicen los economistas- que  Marx llama la santísima trinidad y muestra que son tres fetiches con  una visión rapidísima y extraordinariamente lúcida. La tierra no pro­ duce rentas, ¡qué va!, la tierra produce matas, lo que produce renta  son las relaciones de propiedad de la tierra cuando una gran parte de  la sociedad no la tiene y sólo unos terratenientes la tienen, es enton­ ces cuando la tierra produce rentas; el capital no produce utilidades,  si por capital entendemos un conjunto de máquinas, eso no hace más  que mejorar la productividad del trabajo directo, es la propiedad de  esas máquinas, cuando los otros necesitan vender su fuerza de trabajo  por un salario, lo que sí produce utilidades, etc. Es decir, Marx des­ barata la idea fetichista. ¿En qué consiste el fetiche? En creer que el  elemento maquinaria o el elemento natural: tierra, producen los efec­ tos que producen las relaciones sociales.

En Marx el fetichismo ya no es el fetichismo del otro, es nuestra  visión de nuestro propio mundo. Allí está ciertamente invertida la  mirada de Hegel y roto su etnocentrismo como en muchos otros as­ pectos. Pero el hecho de que lo veamos en Hegel (se podrían citar  muchas otras cosas) y que lo lleve a disparates en su estética, por  ejemplo; ese hecho no nos debe conducir a protestar contra nuestros  maestros, más allá de la crítica, y a llegar al punto de tratarlos con  una mentalidad totalitaria: “Puesto que dice eso, no quiero saber nada  de lo que dice en general”.

En realidad el esfuerzo de Kant y Hegel y el de muchos otros pen­ sadores y artistas, es por concebir el arte al mismo tiempo como una  emoción y como un valor que no se reduce al capricho subjetivo, es  decir, al gusto personal, sino que tiende hacia la universalidad.

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Todo artista, casi todo artista, tiene un cierto anhelo de validez en 

sí, de validez universal. Uno puede hacerle un regalo a alguien, sin  otro anhelo que le guste al regalado, pero una obra artística dirigida  exclusivamente a un destinatario empírico y concreto no se hace, a  casi nadie se le ocurre. A don Gregorio Gutiérrez González se le ocurría  por mentalidad excesivamente parroquial: “Como sólo para Antio-  quia escribo, yo no escribo español, sino antioqueño”, decía, pero eso  es raro; es raro que alguien no quiera ser entendido fuera de una  persona o de una región; generalmente hay una voluntad de afirmar  algo universal, es decir, que no dependa de las características de un  destinatario empírico, que sea válido para muchos otros diferentes y  en su diferencia.

Esa búsqueda es una búsqueda en la que tanto Kant como Hegel  tuvieron una gran importancia, a pesar de sus limitaciones. Por ejem­ plo Kant en su primera obra, Lo belfo y lo sublime, hace distribuciones  alarmantes, a veces incluso sexuales, distribuye lo sublime para los  hombres y lo bello para las mujeres, y en general, toma la época, toma  las naciones, unas más sublimes, otras más bellas, etc., es decir, hace  lo contrario de lo que va a hacer en el esfuerzo de La crítica del juicio.  El esfuerzo de exponer el arte al mismo tiempo como expresividad y  emoción y como universalidad conduce a ambos, a Kant y a Hegel, a  formular el sistema de las artes en búsqueda al mismo tiempo del sujeto  en términos universales y del objeto que corresponde a la experiencia  de ese sujeto.

A veces uno tiene la impresión de que para Hegel resulta esencial  encontrar un orden productivo, porque Hegel entre sus muchos pre­ juicios tiene otro que heredan no pocos hegelianos, es el prejuicio  evolucionista, que en la época de Hegel es muy fuerte, es decir, que  todo tiene que ser inscrito en un orden como si fuera un orden natural  o un orden que le es propio y necesario. Por ejemplo, para él el sistema  de las artes no es que haya ocurrido objetivamente así, que se haya  dado un clasicismo, que se haya dado una decadencia, que se haya  dado un romanticismo, etc., sino que eso es una ley; él convierte en  ley lo que ha ocurrido en Europa en el sistema de las artes; a veces  también se trata de hacer eso a nombre del marxismo, con la famosa  formulación de los modos de producción y buscarles sus correspon­ dientes europeos y entonces hacer desprender, por ejemplo, el arte  gótico del modo de producción feudal que, desde luego, es una idea  bastante peregrina, y que incluso puede objetarse empíricamente (el

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modo de producción feudal en pocos sitios ha sido más claro, más  precisamente desarrollado, que en el Japón, donde nunca hubo arte  gótico en el sentido que nosotros le damos).

En general muchos evolucionismos se han introducido en el mar­ xismo, que son empíricamente errados y que proceden evidentemen­ te de la influencia masiva de Hegel, incluso -para no detenerme sólo  en este ejemplo- Engels introdujo uno con su Origen de la familia, la  propiedad privada y el Estado, un evolucionismo que es una vez más

empíricamente falso. Sobre la base muy estrecha con que contaba  (hay que reconocer que no era por pereza que había leído tan poca  antropología, sino porque no se había escrito: había leído a Morgan  porque era el único; había leído a Bachofen, que no era propiamente  un antropólogo y sí muy especulador, el que inventó el matriarcado,  que no descubrió y había leído otros cuantos) formuló una historia  evolutiva de la familia, según la cual la familia monogámica es una  cuestión tardía que procede de la propiedad privada y está encamina­ da a la continuación y afirmación de la propiedad privada por medio  de la herencia, eso es puro evolucionismo aplicado. Hoy nos encon­ tramos con las sociedades más primitivas, que están en el neolítico,  por ejemplo los nambikwara, que no tienen ni siquiera chozas, sino  ramadas para protegerse del viento, son monógamos y no se les ha  ocurrido la idea de propiedad privada ni de lejos, porque no hay casi  qué ni de qué, son insectívoros y son monógamos; en estos términos,  el planteado evolucionismo es empíricamente falso. La influencia  hegeliana se da en la producción de una especie de automatismo que  conduce desde un principio incipiente hasta una formulación, por  ejemplo, el saber absoluto o la solución final (en el marxismo, el  comunismo), esta forma de pensamiento es muy de esa época, hoy en  día no tendemos a construir esas evoluciones necesarias, ni siquiera  en lo biológico.

Ahora bien, Hegel dio mucha importancia en su descripción del  arte a la

 evolución tal como él la pensaba; por ejemplo, concibe que la  arquitectura es primero, apoyándose en la idea de necesidad: el arte  que esté más próximo a la necesidad, en este caso la necesidad orgá­ nica de protegerse, debe ser la arquitectura, porque no se ve que la  pintura sea tan necesaria, en el sentido de la necesidad biológica y  por lo tanto, dentro de la arquitectura, lo más próximo a la necesidad  visible sería la vivienda. Pero nada de lo que sabemos hoy positiva­ mente, y que desde luego Hegel no tenía por qué saber ya que la

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arqueología es muy reciente, nos indica eso; encontramos la pintura  en cavernas sesenta mil años antes y no tenemos ningún elemento de  juicio para saber que ya antes había habido ninguna arquitectura,  pero si alguna ve

z quisiéramos pensar sobre arquitectura primitiva o  primordial, probablemente estaríamos mejor encaminados si pensára­ mos en la muerte, más bien que en la necesidad. Porque lo que sí  encontramos inicialmente, ya en el paleolítico, son tumbas y los famosos  dolmen, que son una distribución del espacio de tipo arquitectónico y  con funciones de conmemoración, producir un espacio cerrado dónde  conmemorar a los antepasados, es decir, que más bien es la conciencia  de la muerte lo que probablemente conduzca a la arquitectura  primordial, que no una determinada necesidad para vivir. No hay que  inflar mucho el concepto de necesidad, hay que tomarlo con más  cuidado, las necesidades básicas no son sencillamente las biológicas;  no olvidemos, por ejemplo, que quizá para el hombre también es  necesario encontrar una identidad que no le está dada. Ahora bien,  el problema de la muerte y la arquitectura sí se relacionan mucho;  encontramos la arquitectura vinculada al sacrificio, por ejemplo, en  las tumbas egipcias.

Existe un fenómeno muy interesante que ha sido estudiado por un  marxista muy notable, Emest Bloch, y es un tema muy moderno, que  estaba muy próximo a Hegel, pero que se le escapó de las manos por su  manía evolucionista, de una utopía arquitectónica. Es un tema que  nos encontramos muchísimas veces en la historia, pero que ha sido  muy poco tratado. De la utopía arquitectónica, la más próxima a no­ sotros es la noción de torre, Hegel hizo un maravilloso estudio sobre la  torre, como oposición al diluvio, la Torre de Babel, la Torre de Nemrod,  una típica utopía arquitectónica: una torre que llegue hasta el cielo.  Ahora, muchísimos pueblos a su modo han erigido la torre; según los  habitantes de Cholula no la hicieron ellos, sino una raza de gigantes  venida de donde sale el sol, enamorados ellos mismos del sol, que por  nostalgia de su objeto de amor querían acercarse a él y produjeron  aquella monstruosidad de torre, la Torre de Cholula; las torres de los  sacrificios de los mayas y de los aztecas; la idea de la torre que combi­ na tantos temas y que está en tantos pueblos, la torre sepulcral, la  pirámide de Keops, que combina el tema del poder.

Según Hegel, me refiero a una de sus más bellas obras de juven­ tud, El espíritu del cristianismo y su destino, el diluvio procede de que el  hombre en determinado momento perdió su confianza en la tierra y lo


 

que era el elemento y símbolo de la vida, el agua, se convirtió en un  agente de muerte, en el peligro mismo, entonces vino el diluvio. La  madre peligrosa -así no lo dice Hegel, así lo habría dicho Freud, pero  el análisis de Hegel es radical en ese sentido, casi lo encuentra—, la  idea de la madre peligrosa, de la pérdida de una reconciliación origi'  naria con una figura completamente protectora y la peligrosidad de la  pérdida de una protección original.

Hegel dice que todos los pueblos producen su diluvio, pero que  cada pueblo resuelve su diluvio, según el carácter del pueblo, así es  desde luego. Los chibchas tuvieron el suyo, y vino Bochica y abrió el  Salto del Tequendama y resolvió el problema; también eran las muje-  res chibchas las que habían comenzado por introducir el daño, como  Eva según los judíos. Todos tuvieron su diluvio y produjeron su solu­ ción, según el carácter del pueblo ya que, como decía Dostoievski,  “los pueblos y los hombres inventan a sus dioses a su imagen y  semejanza”, cada cual inventa el dios que le corresponde. Dice Hegel  que la reacción contra el diluvio, contra la peligrosidad del elemento  natural, maternal, vital, en los judíos, es la apelación a un dios omni'  potente y único que los proteja con su promesa, contra un nuevo dilu­ vio y subrayando mucho la unidad de su dios porque es el dios de los  nómadas -según Hegel, el desierto es monoteísta-. Es un ambiente  muy agradable el politeísta, como Grecia, donde hay tantos sitios agra­ dables que a cada cual se le concede su propio dios. Los persas se  opusieron al diluvio por medio de la torre Nemrod, el poder, la torre  viene a representar el poder político centralizado; y los griegos por  medio de la reconciliación, la reconciliación de lo natural y de lo  legal, de lo político, de lo espiritual y lo natural, del cuerpo y la razón  que es el arte griego y la vida griega.

Es decir, Hegel concebía ya la torre como arquitectura utópica.  Por

 lo demás la arquitectura utópica no solamente es la noción de  torre en el sentido de la utopía del poder, la utopía del poder absoluto,  de la centralización absoluta, de la unidad absoluta, es la utopía de la  gran torre; pero también toda la arquitectura fundamental tiende a la  utopía, por ejemplo, la muralla china ya es arquitectura utópica, aun-  que casi que la construyen, de cerrar un país entero, por medio de la  muralla.

Ahora bien, uno puede ver la arquitectura utópica en varias di­ recciones, escapar a la muerte, escapar al diluvio, a la peligrosidad de  la tierra, de la vida; en tercer lugar, producir la unidad en el trabajo,

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por el trabajo, de los trabajadores, la unidad que consiste en la em­ presa común, hacer algo en lo que se comprometa todo un pueblo y  por lo tanto lo unifique; son muy interesantes en ese sentido, las ver­ siones de la torre que trae Thomas Mann en José y sus hermanos al  comienzo. La muralla china según Kafka se construyó por trechos que  luego se unían, lo cual tiene la desventaja práctica de que no sirve  para detener a los bárbaros del norte, pero en cambio tiene ventajas  funcionales tan grandes que finalmente se optó por el método de la  construcción parcial; cuando se pone a explicar cuáles son las venta­ jas funcionales, Kafka muestra que consisten esencialmente en la  unidad. Dice:

Cada ciudadano era un hermano para el que construíamos una  muralla.

 Todos lo veían, todos podían apreciar cuando viajaban  de

 un sitio a otro, Ucuán grande, cuán vasta y digna de amor era  su patria". Un hermano para el que construíamos una muralla y  que lo agradecería con todo lo que tenía y lo que era: unidad,  unidad; una cadena de hermanos y la sangre ya no encerrada en  la mezquina circulación del cuerpo, sino rodando sin medida y sin  embargo, retomando sin término, por la China infinita.

Esa noción es una típica descripción de la arquitectura utópica, es  decir, la utopía de una fraternidad sin falla; un pueblo sin escisión, sin  combate, sin clases, sin oposiciones, unido por una empresa común, la  noción de la empresa común como unidad absoluta.

La arquitectura está obsesionada por los temas de la gran arqui­ tectura utópica, y son una serie entera, como arquitectura de la muerte,  arquitectura del poder, arquitectura de la unidad, y como manía  racional también se introduce en la arquitectura utópica. Ya en Des­ cartes aparece el tema de la ciudad racional; la idea de una ciudad  racional consiste en que un solo individuo, un ingeniero, un arqui­ tecto (dictador desde luego) diseñara la ciudad racionalmente de tal  manera que unas cosas no estorbaran a otras, ni la vista de las otras, ni  el camino. Una ciudad racional, esa es una utopía cartesiana que  puede, como todas las utopías, tener su encanto; la idea en este caso:  una lógica absoluta que podría ser terriblemente impersonal y hasta  deprimente, eso no se le ocurrió a ningún discípulo loco de Le  Corbusier, ni mucho menos, sino a Descartes, la idea de una ciudad  absolutamente racional y planificada desde el comienzo. Es decir, que  la arquitectura -y ya nos iremos aproximando un poco más a ello-

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siempre tiene ciertas obsesiones que le vienen de muy lejos que son  sus utopías interiores. Claro que todo arte tiene las suyas -la arqui'  tectura tiene sus propias utopías-, utopías del poder, de la razón abso-  luta, de la oposición a la muerte y de la unidad sin conflicto, utopías  que les sirven de guías o de estorbo, con las que se piensa o se delira  según las proporciones en que las asumamos, pero que están siempre  allí. Y si nosotros vemos, pues, el problema tal como se presenta en el  pensamiento de nuestro tiempo sobre la arquitectura, vamos a ver  esos orígenes que nosotros suponemos, los orígenes que están en el  temor a la dispersión, en la necesidad de la protección del pueblo  entero como unidad, no tanto del clima como de la unidad, de la no  dispersión de un grupo.

Hegel también había pensado en la muerte, había dicho que el  hombre

 era el ser para la muerte, mucho antes que Heidegger o que  los sicoanalistas, había dicho que los animales no tienen conciencia  de su muerte, porque no saben tampoco que están vivos (tener con-  ciencia de la muerte y saber que se está vivo es la misma cosa) el  hombre es el animal que sabe que se va a morir, esa es precisamente su  definición, es el único; la historia es la respuesta del hombre a la  muerte, es porque sabemos que vamos a morir porque queremos dejar  algo, un escrito, un monumento; por lo que no nos resignamos a que  haya muerto para siempre y a que perezca incluso su memoria un ser  querido, es por lo que le erigimos algún monumento, una piedra  pesadísima; cuando no sabemos hacer nada, colocamos encima de  donde quedó su tumba un dolmen y eso nos conserva su memoria  como si necesitáramos marcar para siempre el mundo en contra de  nuestra propia disolución. La muerte está muy vecina a la arquitectu­ ra en general, y Hegel lo sabía porque consideraba la historia en  conjunto como respuesta del hombre a la muerte.

La mirada de los artistas actuales, de los críticos psicoanalistas,  vuelve sobre el sujeto, ciertamente en una posición bastante kantiana,  buscando lo universal; sólo que lo universal ya no se reduce como en  Kant a facultades, sino a problemas universales como la muerte (de  que estoy hablando), el problema de la identidad, el problema de la  pérdida de la identidad; en eso se va uniendo un poco la mentalidad  moderna frente al arte, en seguir el camino kantiano de buscar la  universalidad del arte en el sujeto para poder resolver el gran enigma  de que es al mismo tiempo una emoción personal y un valor universal  que no se reduce al gusto de un sujeto empírico.

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La mejor música, decía Marx, no tiene sentido alguno para un  oído no musical. Y sin embargo, a pesar de ser un sentimiento y una  experiencia vivida y no poder dejar de serlo, no ser reductible a un  concepto; no ser reductible, por ejemplo, ningún cuadro o ninguna  obra artística de ningún tipo, a una definición; no ser demostrable  pasando a un terreno no artístico, por ejemplo, a un terreno puramente  matemático científico; ¿cómo es posible sostener la exigencia de uni­ versalidad manteniéndose en el terreno de la experiencia vivida?

Ese es el gran enigma del arte que no puede resolverse con ningu­ na trampa, que hay que seguir el camino de una reflexión que viene  desde los griegos y Kant, y sigue avanzando muy poco a poco. Una  trampa sería imponer un gusto particular por medios tiránicos o un  supuesto modelo objetivo txanshistórico; uno puede tratar de genera­ lizar una particularidad, pero no ha dado un paso siquiera en la  dirección que conduce al problema del arte: cómo una experiencia  vivida que no puede dejar de serlo aspira a una validez universal, es  decit; en qué sentido y por qué puedo yo afirmar la superioridad de  una cosa sobre otra, de El Quijote sobre Corín Telfodo, o de una obra de  alguien sobre otra de alguien en cualquier terreno.

Por qué puedo yo decir que es objetivamente mejor y no que a mí  me gusta más. lodos están de acuerdo según parece en dar el paso  kantiano, en dar un rodeo por el sujeto, ya que se trata de una expe­ riencia vivida, y por el análisis del tipo de experiencia particular, que  es la experiencia estética. El análisis kantiano mostró su riqueza, y sus  límites se encuentran en el nivel de abstracción muy lejano de la  experiencia vivida en que nos deja su sujeto; porque su sujeto queda  descrito solamente en cuanto a facultades y no, por ejemplo, en cuanto  temas o dramas universales -a los cuales nos acercamos más, cuando  pensamos, para dar un simple ejemplo, en la muerte-, a los cuales  busca por ejemplo un acercamiento Hegel o Heidegger, cuando pien­ san en un mundo y cuando introducen el tema de la muerte, y el tema  del habitat; del morar, del producir habitaciones como elementos sig­ nificativos de un mundo, de un tipo de vida. Ahora bien, ya que men­ ciono este tema voy a decir algunas cosas:

Se ha reprochado a Heidegger, en general a su filosofía y en parti­ cular a su estética, una tendencia romántica muy marcada; en cierto  sentido, hay algunos Tasgos en el pensamiento de Heidegger que uno  podría considerar románticos, principalmente la forma de su crítica a  la modernidad en todos sus aspectos, también arquitectónicos. Su gusto

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por la provincia que es confeso y abierto, no solamente porque haya  vivido sesenta años en la selva negra -que no es ninguna selva pero sí  es una provincia-, él mismo dice de su horror a la gran ciudad, horror  que comparte con tantos otros (ya veremos por ejemplo, cuando en­ tremos en el tema, la protesta de Engels cuando fue a Londres por ese  horror que le pareció la gran ciudad, y la de Hegel cuando fue a  París).

Heidegger, pues, tiene algo de romántico en esas tendencias de  crítica, su posición es muy hostil a ciertos aspectos, por ejemplo, no en  general a la técnica, sino a cierta forma de la técnica. Su estudio  sobre la técnica en eso es más claro; él concibe una gran hostilidad  con la técnica, como un conjunto que se autonomiza y asigna al hom­ bre funciones que lo vuelven una parte adicional de la máquina (como  decía Marx en su descripción de la división capitalista del trabajo,  que el obrero se convertíá en parte de la máquina es un tipo de crítica  por lo demás muy frecuente), todo su pensamiento se desarrolló ya  desde el año 1927 en El ser y el tiempo en el sentido de un análisis de  lo que él denominaba lo “existenciario” en ese momento, ese lenguaje  lo abandonó un poco después y le molestaba mucho que lo llamaran  existencialista -pero no dejemos de llamarlo así-; el hecho es que él  desarrolló un tipo de análisis que él mismo denominó “analítica  existencial” en El ser y el tiempo. Ese tipo de análisis consistía aproxi­ madamente en esto: en tomar una serie de temas que no fueran  circunstanciales sino temas esenciales, es decir, que hicieran parte de  la definición del hombre, por ejemplo, el saber de la muerte es un  tema existencial, es un existenciario la muerte, porque uno puede  ignorar muchas cosas pero no esa.

Hay muchos saberes que son circunstanciales, pero ese saber de la  muerte no lo

 es, el ser que sabe que se va a morir es lo que es deriván­ dose de ese saber, y no es en cualquier forma que lo sabe. Uno puede  incluso describir ese elemento de la muerte en los términos de  Heidegger, que están muy bien dichos por otra parte, o en otros térmi­ nos, por ejemplo, de Freud, que son muy buenos también: cómo el  niño entra en el conocimiento del lenguaje primero y cómo entra en  él ese conocimiento por las oposiciones primordiales; dos fonemas, o-  a, en un caso que él analizó, significan ausencia el uno, “o”, y presen­ cia el otro, “a”; entonces Freud muestra cómo juega el niño, primero  lo muestra jugando con un carrete en la cuna y saca el carrete y dice  “a”, y él lo esconde -pegado de una cuerdita- y dice “o”, luego ve

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cómo juega e

l niño echando algo por debajo de la cama y diciendo  “o”, o cuando la mamá aparece por la puerta y dice “a”, y cuando se va  dice “o”, y luego en el espejo, cuando se mira dice “a” y se esconde y  dice “o”.

Entonces empieza Freud a analizar esos juegos y a mostrar que dos  sentidos opuestos -ausencia y presencia- ya están representados por  dos sonidos opuestos, y la multiplicación de esas oposiciones fonéticas  remitidas a oposiciones definidas va a generar el lenguaje, aunque  primero no tenga ninguna prioridad el sonido sobre el juguete. Cual'  quier cosa representa otra, así va entrando en el lenguaje y después  en el idioma, porque el lenguaje es anterior, más primordial, es decir,  la posibilidad de que un sistema de oposiciones represente otro; el  intento de controlar, es mucho mejor poder uno producir algo que  vivirlo pasivamente, que le ocurra; le ocurre que la mamá se fue o  volvió, pero si él intenta controlarlo en el juego con el espejo ya no le  ocurre solamente, hay más poder sobre el mundo; pero también hay  una cosa, que es así como se comprende que uno existe, que uno es el  que está en el espejo y que puede desaparecer; así como desaparece la  mamá y como desaparece todo, puede desaparecer también uno. Dato  terrible pero primordial, elemento con el cual uno entra en el lengua-  je, en la relación interhumana, en el drama de la pérdida del objeto,  también en la muerte, sin lo cual no sabría que está vivo, como ya  había dicho Hegel. Es decir, es un existenciario, es un tema esencial.

Por lo demás, el análisis de la muerte, que Heidegger sí vincula  con la arquitectura directamente, lo conduce a mostrar la muerte  como un fenómeno esencial en cuanto paro; él no se refiere a la muer­ te en el sentido que frecuentemente se le da, como un acontecimiento  exterior y posterior a la vida, sino como algo que está siempre allí, es  decir no solamente la muerte final sino el hecho de que la vida sea un  curso hacia ella, que sea un recorrido; y que la muerte es también lo  que le confiere a la vida, al mismo tiempo, todo lo deseable y todo lo  perdible, lo urgente, lo irreversible.

En un tiempo indefinido, no cerrado por épocas, por edades, en el  cual no se diera ninguna irreversibilidad, nada sería urgente, nada  sería un fracaso desde luego, “mañana se puede volver a intentar y no  hay ningún afán, porque también se puede volver a intentar dentro  de un año”. Allí no hay fracaso, tampoco hay urgencia; nada es impor­ tante si no hay muerte, nada vale la pena de ser recordado ni segura­ mente puede ser olvidado, eso no tiene ninguna importancia -la

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muerte es la que confiere el sentido en cualquier forma que entien­ dan sentido, como se dice, el sentido de una corriente, hacia dónde  va; el sentido de una frase, qué significa-, sin la muerte la vida no  tendría sentido. Ese es el problema hasta donde lo quiere llevar  Heidegger, la irreversibilidad hace parte de todo lo que puede ser  importante en la vida, es lo pasajero lo importante, es allí donde se da  lo irreversible, es decir, que en muchos sentidos ya estamos muertos;  hay cosas que pertenecen todavía a la estructura de nuestros posibles,  más o menos urgentes unas, más o menos aplazables otras; hay cosas  que ya no pertenecen a la estructura de nuestros posibles, ya pasó la  época en que podíamos ser pianistas, por ejemplo, ya nos pasó a muchos,  si no a casi todos, la época en que podíamos ser bailarines de ballet -para  decir cosas que no molesten a nadie, porque hay muchas otras que  también se podrían decir y más molestas, es decir; que hay muchas  cosas para las cuales ya estamos muertos, sin esperar que venga nin­ guna funeraria a negociar con nosotros. Hay relaciones en las cuales  ya estamos tan implicados, ya son una empresa común tan importante,  que su pérdida sería una forma de muerte; hay otras que no, que son  relaciones pasajeras que si se desaparecen a veces ni siquiera nos da­ mos cuenta, pero hay otras que están articuladas con nuestra vida,  hasta el punto en que ya no podríamos perder sin un duelo por lo que  desapareció y por lo que de nosotros, como posibilidad humana, como  tipo de lenguaje, como tipo de afectividad, murió.

La muerte está permanentemente aquí, no un saber que tenemos  sobre algo que

 va a pasar en el futuro y que es posterior y exterior a la  vida; ese es el sentido que le da Heidegger a aquello de la muerte  como un existenciario, que hace parte de la existencia, como hace  parte el proyecto, la búsqueda de algo, la carencia, porque no se busca  sino aquello que todavía no se tiene, de que se carece, etc., etc.  Entonces él analiza los existenciarios, ese es el análisis, que introduce  con El ser y el tiempo. Su idea siempre que aborda un tema (es un tipo  de filósofo que se mantiene en una línea durante años y años), muy  separado -a veces para su desgracia, no lo dig

o que siempre- muy  separado de la investigación colateral, es decir, la que va a su lado en  psicoanálisis, en lingüística, en tantos campos; él se mantiene muy  aislado en su selva negra. El mismo produce textos excelentes, sobre  el lenguaje, hay uno que se llama Logos, excelente; pero no conoce  visiblemente la lingüística, se mantiene en su propia dirección, eso a  veces le cuesta. En la arquitectura -para tomar este ejemplo- (él ha

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reflexionado largamente sobre la pintura: hay un pequeño texto sobre  la música, donde estudia una carta de Mozart, como ejemplo), sobre  la arquitectura hay una conferencia y algunos pocos textos en Sendas  perdidas -el origen de la obra de arte y la verdad, más que todo ejem­ plos-, en los que más

 se detiene allí, en ese texto, es en pintura,  especialmente pone unos zapatos de Van Gogh y hace un análisis so­ bre el tema. Pero siempre que él se refiere al arte en general y a la  arquitectura en particular, ustedes encuentran el mismo tono -a mu­ cha gente le molesta ese tono-, va muy despacio, generalmente explora  problemas lingüísticos, o mejor etimológicos, a ver si el lenguaje lo  puede orientar en la dirección esencial, pero siempre está implícita  una pregunta que nos ayuda mucho a leer a Heidegger si la tenemos  en cuenta: aquello de que estamos hablando ¿es algo esencial al  hombre? Algo que podamos describir como un existenciario, en el  sentido que les he dicho, algo que es inevitable, como el saber de la  muerte, aunque trata de ser evitado exteriorizándolo, cambiándole el  nombre por unos más elegantes que muerte: el nirvana o el más allá, o  el paraíso; bueno, aunque se le cambie el nombre, de todas maneras  se sabe.

Lo que él hace siempre, con el lenguaje, con la poesía, es pregun­ tarse si eso, lo que está indagando, es algo esencial. Si por ejemplo, en  el caso de la arquitectura, construir es algo esencial o no, es decir, si  es

 esencial al hombre el construir o no, o es una cosa que puede hacer  entre otras; sigue un modelo muy parecido, al que había seguido cuando  estudió más detenidamente la poesía (y por eso me voy a apoyar un  poco en eso). Es un ensayo muy sencillo, relativamente a lo que  acostumbra nuestro hombre, que se llama Hólderlin y la esencia de la  poesía donde busca exactamente lo mismo: en qué medida el poetizar  es esencial para construir un mundo, para poder vivir, entonces se  aparta del poetizar como especialización en la división del trabajo y de  las actividades humanas y va hacia un poetizar fundamental. Lo mis­ mo hace con la arquitectura: busca el construir a partir del habitar o  del morar (según los traductores). Nosotros necesitamos hacer un mun­ do significativo para que nos resulte habitable. Ahora, el construir en  el sentido arquitectónico hace parte del reconocimiento de la pro­ ducción de un mundo significativo, no solamente útil sino significati­ vo, no solamente un techo para la nieve, la lluvia y demás, sino un  mundo que tenga para nosotros un sentido, desde lo más primitivo.  Más bien aquí ocurre, como les decía del arte en general, que puede

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degradarse y que nos encontramos en una sociedad no artística o una  arquitectura que se reduce, por ejemplo, a minimizar los costos y a  maximizar la productividad de determinado elemento y determinados  recursos laborales, que no sería ya propiamente una arquitectura sino  una construcción. Eso puede ocurrir, pero como un resultado de un  tipo de civilización y de un tipo de problemática actual y no como un  punto de partida. Por el contrario, cuando hablábamos de los caduveos,  pensamos que uno de sus problemas no resueltos estaba resuelto por  los Bororos, y una de las maneras como los Bororos lo formulaban era  el plan de

 su aldea, la aldea circular sobre un centro que es la casa  cuadrangular de los hombres, partida en mitades y esas mitades distri'  buidas en clases, clases de relación, es decir, una aldea completamen-  te orientada por la distribución de la vida y concreción de las relacio'  nes humanas allí posibles y de las relaciones amorosas imposibles y  posibles, según su propia distribución de las formas del parentesco;  vemos que los Bororos, los más primitivos, ya hacen arquitectura en el  sentido más alto: la concreción de todo el sentido de su vida en una  forma de construcción. Heidegger termina así una conferencia sobre  arquitectura:

Esta conferencia es un intento de pensar en la esencia del morar;  el siguiente paso en este camino sería preguntar ¿qué sucede con  el morar en nuestro tiempo crítico? (en el sentido de tiempo de  crisis). Se habla en dondequiera y con fundamento de la escasez  de morada; no sólo se habla, sino que se pone mano a la obra. Se  trata de aliviar la escasez haciendo habitaciones, promoviendo su  construcción, planeando para elevar la naturaleza de la construc'  ción.

Y ahora viene la manera como Heidegger aborda el tema:

Por dura y amarga que sea, por estancada y amenazadora que

quede la escasez de vivienda, la auténtica escasez consiste prime'  ro en la falta de morada. La auténtica escasez de habitaciones es  tan

 vieja como la guerra mundial y la destrucción, el aumento de  la población en la tierra, la situación de los trabajadores indus-  tríales, la auténtica escasez de moradas radica en que los morta-  les siempre vuelven a buscar la esencia del morar, de que deben  primero aprender a morar, ¿cómo si la falta de patria de los hom­ bres, consiste en que el hombre todavía no piensa en la escasez de

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moradas como miseria? Sin embargo, tan pronto como el hombre  se da cuenta de la falta de patria, ya no es un indigente. Está bien  pensada y conservada la sugestión única que llama a los mortales  al morar.

Esta reflexión, muy típicamente heideggeriana, remite pues, del  tema de la necesidad de más y más viviendas porque hay familias sin  techo, a otro tema: el tema de otro tipo de carencia que él llama “la  dificultad de morar” y que más adelante llama la “ausencia de pa­ tria”.

Esta es una de las reflexiones más notables sobre arquitectura. La  ausencia de patria es una vieja reflexión de Heidegger, y no solamen­ te de Heidegger, sino también de algunos otros, para referirse a la  modernidad; probablemente la iniciaron los marxistas, esa concep-  tualización, se encuentra antes de El ser y el tiempo, en una obra que  Heidegger seguramente conoció de Lukacs, que se llama El alma y las  formas y en otra obra que se llama La historia y conciencia de clases; es  decir, es un tema que antes de Heidegger estaba más o menos implíci­ to o explícito en la investigación marxista de la modernidad.

Desde el siglo XIX se observa la tendenc

ia a una apatridad cre­ ciente. En Marx como proletarización, en Nietzsche como falta de  “cultura”, es decir de unidad de estilo, que se refleja en la mezcolanza  arquitectónica de nuestras ciudades.

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VII

Lo apolíneo y lo dionisíáco

De examinar la influencia de la estética de Kant en los filósofos  poster

iores resulta una historia muy indicativa de la dificultad del  texto kantiano y del problema que Kant planteó. Voy a seguir en algunos  puntos un estudio muy notable de Henri Birault que se llama Heidegger  y la experiencia del pensamiento (un libro reciente que obtuvo el Premio  Nietzsche de filosofía), donde sigue las grandes teorías estéticas que  dependen directamente de Kant hasta Heidegger. Son muchas otras,  aparte de las que vamos a ver en este momento. Otras las veremos  cuando tratemos el tema del arte en el pensamiento de Marx. De  momento, comento que Marx se formó en filosofía en Berlín cuando  Kant y Hegel tenían una dominación global sobre el pensamiento  filosófico y por lo tanto hay, como se ha observado en innumerables  oportunidades, una influencia muy directa de ambos sobre Marx.

Existen muchas otras grandes polémicas alrededor de la estética  kantiana, que vamos a seguir aquí, pero primero volvamos sobre dos  puntos esenciales de su formulación alrededor de los cuales giran to>  das las interpretaciones y también todos los malentendidos que ha  producido la estética de Kant; una es la que suele denominarse la  teoría del desinterés; la otra, la teoría del carácter esencialmente  reflexivo del juicio estético, en el sentido de que el juicio estético es  un juicio del sujeto sobre el efecto que le produce un objeto determi­ nado, más bien que sobre el objeto mismo.

Sin salimos del texto de Kant podemos decir que el desinterés  está determinado principalmente, y en primer lugar, en una forma  negativa: no tiene el juicio estético un interés para el conocimiento,  “No tiene un interés teórico” -decía Kant-, es decir, que el juicio  estético, no nos aporta saberes de ningún tipo: por mucho que se es-  crute un objeto, no encontraremos en él ninguna cualidad que se  pueda designar como una cualidad objetiva al lado de otra y que  podríamos llamar la belleza o la sublimidad del objeto.

El juicio estético no se interesa ni de las particularidades reales  del objeto, ni de su existencia propiamente dicha, es decir, en pintu-

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ra, en escultura o en una obra literaria, no puede ser una objeción a  una obra artística, por ejemplo, que se refiera al unicornio y que el  unicornio no exista. En principio el juicio estético no está interesado  en el problema de la existencia.

Consideremos por ejemplo un paisaje. Cualquiera sabe que un  paisaje descrito por un poeta o vertido por un pintor es algo muy dife­ rente a lo que puede ser un paisaje estudiado por un topógrafo, por un  geógrafo, po

r un agrónomo, que están interesados en juicios de reali­ dad, en juicios sobre el objeto. Las cualidades que destaca el poeta o  el pintor no son cualidades del mismo orden, ni pueden ser sumadas a  las que destaca el topógrafo o el agrónomo; el esfuerzo del poeta va en  una dirección completamente distinta, es un intento de convertir el  mundo en algo que nos hable, es una primera emergencia del sentido.  El árbol del poeta no es solamente el árbol del botánico, sino aquel  que sirve a su tumo de emblema para hablar, que se nos presenta  como una posibilidad y un sentido de la existencia o como un emble­ ma y que no se puede determinar conceptualmente en el sentido en  que ninguna obra artística es reductible a un discurso descriptivo de  tipo teórico (aunque muchos discursos pueden acercamos a ella).

Tenemos el principio del desinterés también en el sentido del des­ interés con relación a las necesidades de la vida práctica. No es, pues,  con relación a las necesidades de la vida como se hace un juicio esté­ tico. Un paisaje no puede ser descrito estéticamente con relación a  las necesidades, como sí puede ser descrito con relación a las necesi­ dades por el agrónomo, como desolado, como desértico, como estéril o  como apropiado, pero no es ese precisamente un juicio estético. El  principio del desinterés fiie muy mal comprendido, el primer gran mal­ entendido es de Shopenhauer (hay un estudio de Heidegger muy no­ table, que se llama Acerca de la estética de Kant y su incomprensión por  parte de Shopenhauer y Nietzsche).

Shopenhauer creyó que se podía emplear la teoría kantiana  del desinterés en provecho de su propia teoría de la oposición a  la voluntad y al deseo como el mundo del sufrimiento, al que  él le oponía la representación. El mundo concebido como vo­ luntad y deseo en el cual uno entra en la rueda del placer y la  insatisfacción, o el mundo como representación. Incluso llegó  hasta pensar que la estética kantiana era muy adecuada para  su propia oposición a la sexualidad. Nietzsche en la Genealogía  de la moral comenta:

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Shopenhauer era un individuo que era enemigo de la sexualidad  en general, de las mujeres en particular y de Hegel. Esto para él  era perfectamente esencial sin la sexualidad, sin la mujer, sin Hegel,  él habría podido vivir, le habría seguido circulando la sangre, se  habría vuelto pesimista, pues no lo era, aunque tenía muchas ga­ nas de llegar a serlo.

Esto lo comentaba repudiando la inmensa hostilidad de  Shopenhauer hacia la sexualidad, que traía a cuento la extraña idea  de que la belleza protege contra el deseo sexual (una de las formas  más curiosas de la consideración de la belleza).

Pues bien, Nietzsche opone a eso una concepción que él cree que  es completamente distinta a la de Kant, y desde luego que opuesta a  la de Shopenhauer (se encuentra en la tercera disertación de La ge­ nealogía de la moral, cuando estudia qué significan los ideales ascéti­ cos en el arte). Él opone radicalmente a la concepción ascética su  propia concepción afirmativa y antipesimista de la vida; en esta con­ cepción se apoya en Stendhal, que definía la belleza de una manera  muy diferente a Kant, como promesa de felicidad; sin embargo allí,  como en muchas partes, Nietzsche es bastante injusto con Kant. Fe­ nómeno curioso pero frecuente en la filosofía, el de la injusticia de  unos filósofos especialmente con sus antecesores más próximos, por  ejemplo de Nietzsche contra Hegel y Kant, y en cambio su tendencia  a reconciliarse con antecesores mucho más lejanos. Nietzsche no tie­ ne mayor problema con Empédocles o con Spinoza, y a Kant no le pasa  una sola dificultad de lectura, lo mismo que a Hegel. En la historia de  la filosofía son frecuentes los celos y la oposición injusta con el inme­ diatamente anterior; Heidegger no le perdona nada a Sartre y en  cambio se abraza con todos los presocráticos y con Sócrates y demás  como si no hubieran hecho más que prever lo que él iba a decit

Uno que encontró una manera más clara de ver el desinterés  kantiano fue Feuerbach, dándose cuenta que la doctrina kantiana  del desinterés no consideraba el juicio estético como algo mucho menos  sensual que el juicio interesado, sino mucho más sensual. Lo que

 dice  Feuerbach (que está supremamente bien visto y es una gran aproxi­ mación a Kant) es que sólo un animal muy particularmente sensual  como el hombre puede producir un juicio estético, porque en el juicio  estético el valor del efecto que produce el objeto está precisamente  desligado de todo interés del objeto para las necesidades de la vida:  ningún animal puede encantarse con una noche estrellada, puede

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guiarse por ellas como por ejemplo las aves migratorias, pero no  encantarse en su sola contemplación; o en la contemplación del es-  plendor de los colores de las mariposas y de las flores, del arco iris, sin  ningún propósito, sin ningún interés, sin que satisfaga ninguna  necesidad en sí mismo, por sí mismo; eso es algo mucho más sensual.  Es precisamente gozar con la sensación en sí misma, no como medio  para conquistar otra cosa. Cada sentido humano es un placer en sí, es  un placer en sí el oír, el oír el canto de los pájaros que no indican nada  en particular, o el susurro de las hojas,

 o el murmullo de las fuentes o  el zumbido del viento. Feuerbach se aproxima mucho a la idea kantiana  de desinterés, que no hay que interpretarla (porque es un error) en  términos de ascetismo, sino más bien en términos de una forma de la  sensualidad particularmente acusada, puesto que se puede dar sin  que la acompañen pretextos colaterales al goce en sí; de este modo  Feuerbach nos da una pauta que nos evita las malas interpretaciones  de la teoría del desinterés de Kant.

Por el concepto de desinterés se ha llegado a una malinterpretación

 de la estética kantiana. Pero también Heidegger y otros como Alain y  Valéry, que no tienen nada que ver con Heidegger, han recuperado  las nociones de la estética kantiana por encima de las malas interpre­ taciones. Es inapropiado (como hace Nietzsche) hacer una crítica del  desinterés kantiano como una noción aberrante contaminada de un  moralismo cristiano; no sé por qué Nietzsche se imagina que en esa  formulación se opone tanto a Kant, en realidad, Kant en la estética  formula el desinterés del juicio estético, pero en la moral no sigue  ninguna prédica cristiana del desinterés, al contrario, dice que el  desinterés en la estructura de la moral cristiana es una fórmula con­ tradictoria, porque es un desinterés por el cual se consigue un premio  en la otra vida, y un desinterés premiado es una contradicción en los  términos; el desinterés premiado es el hielo frito, no existe, si se busca  un premio por el desinterés no hay tal, así se convierte la otra vida en  paraíso y la vida es una inmensa alcancía donde vamos guardando  todos nuestros sufrimientos, hasta el último dolor de muelas lo ten­ drán en cuenta y después nos lo pagarán con intereses muy multipli­ cados.

Kant precede en muchísimos años a Nietzsche en la crítica de la  ética cristiana del desinterés, y precisamente mostrando la contradic­ ción lógica de premiar el desinterés o de ordenar el amor. El amor por  orden no tiene tampoco el menor sentido y es tan absurdo “ama por­

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que tú debes amar" como cualquier otra fórmula que se refiera a aquello  que a uno le ocurre; es decir, si le pueden decir a uno “camina”,  acércate”, “aléjate” o “fuera de aquí”, esas órdenes son comprensibles  y pueden ser pertinentes, pero si le dicen a uno “crece que estás muy  pequeño, crece rápido”, esas no son muy pertinentes, y si le dicen  “ama”, tampoco es muy pertinente, no son objeto de un juicio moral,  porque no pueden ser tampoco objeto de un imperativo. De manera  que achacar a Kant (a quien debemos toda esa reflexión sobre la  moral que aquí pongo entre paréntesis) una formulación del desinte­ rés dilectamente cristiana es un despropósito completo. Es muy fácil  hacer una mala interpretación del tema, por eso insisto, porque se ha  hecho muchas veces y por parte de pensadores muy notables.

Por otra parte ocurre con Nietzsche que está mucho menos lejos  de lo

 que él generalmente quiere estar de la estética kantiana. Lo  que ha ocurrido, sin que él lo sepa, sin que se lo proponga tampoco, es  que ha llevado y desarrollado la ética kantiana por su propia cuenta.  No quiero decir, ni creo, que a partir del texto de Kant y aunque en  realidad él en sus cartas generalmente se refiere tan sólo a la Crítica  de la razón pura y a la Crítica de la razón prácticar es muy probable que  también conozca la estética puesto que también se refiere a ella al  final de su vida. Sin embargo, mucho antes (antes de la Genealogía de  la moral) él aborda la estética con una formulación que en otro senti­ do se aproxima bastante a Kant, me refiero a su obra El nacimiento de  la tragedia; allí, sin referirse para nada a Kant, él produce una pareja,  que nos recuerda muy de cerca y desarrolla muy profundamente la  pareja de lo bello y lo sublime, la pareja de Nietzsche es lo apolíneo y  lo dionisíaco.

Kant tiene que introducir desde el comienzo la noción de lo subli­ me como característica del objeto que nos conmueve con estética,  precisamente por su insatisfacción con la noción de belleza; él sabe  que la noción de belleza no da cuenta de todos los objetos que nos  emocionan estéticamente en la medida en que hay otros objetos que  no podríamos llamar bellos. Kant alude, por ejemplo, a lo desmesura­ do del

 océano, a la gran tormenta en el mar, al paisaje de las alturas,  de montañas y cadenas de montañas, en una palabra, a lo monstruoso,  desordenado, desatado, inconmensurable, que en cierto modo es lo  contrario de lo bello, en el sentido de lo clásico, de lo que está  armónicamente ordenado. Kant distingue muy bien que ese sentido  de la belleza como armonía, no es un sentido que agote la belleza.

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Lo que ha hecho Nietzsche es llevar esto mucho más lejos. En la  obra que menciono (El nacimiento de la tragedia) nos trae a cuento la  pareja de lo apolíneo y lo dionisíaco para hacer una formulación sobre  el arte que es efectivamente esencial. Allí sitúa al arte como una  especie -por decirlo así-

de infraestructura fundamental de la vida:  es apolíneo todo lo que da forma, tiene forma, produce límites, produ-  ce control (me voy a referir a lo apolíneo en el sentido de la obra de  Nietzsche en su conjunto, también en sus desarrollos posteriores).  Cuando Nietzsche dice “voluntad de dominio”, no alude al dominio  político o al dominio de unos hombres sobre otros, Nietzsche llama  “voluntad de dominio” a la forma misma de la existencia que consiste  en una fuerza que da forma aunque no sea una fuerza personal,  voluntaria; lo que llama Nietzsche “voluntad” no es la voluntad de un  sujeto sicológico que se propone algo, al contrario, la voluntad política  de dominio la considera Nietzsche como una terrible aceptación de  las condiciones dadas -Nietzsche fue un crítico riguroso del Estado,  “el nuevo ídolo”, lo llama en Así hablaba Zaratustra; su texto es in­ equívoco sobre el nuevo ídolo que reina hoy por todas partes. Dice:  “El Estado miente en todas las lenguas de la tierra y esa mentira dice:  Yo, el Estado, soy el pueblo”-, la dominación política está por comple­ to fuera de sus perspectivas.

Cuando habla de la voluntad de dominio como esencia de la vida,  se refiere a una fuerza que configura el sentido y no solamente la  forma. -Dice Nietzsche: el sentido, la esencia, es tan móvil como la  forma, y no hay que creer que el origen nos da la clave de algo; para  interpretar algo tenemos que saber cuál es su función actual, cómo  está hoy interpretado objetivamente; por ejemplo, para saber qué es  una mano de poco nos sirve saber que antes fue una aleta, que evolu­ cionó y se convirtió en una pata y luego se convirtió en una mano para  trepar y brincar de rama en rama y finalmente aparecieron las funcio­ nes actuales de la mano, lingüísticas, significativas, instrumentales,  productivas, ¿qué tiene que ver con que haya sido aleta? No tiene  nada que vei; ni la aleta estaba destinada a volverse mano, sólo donde  ya no servía fue puesta en cuestión e interpretada como otra cosa.  Nietzsche nos invita a interpretar la vida en el sentido fuerte, en el  sentido activo de la vida.

Todo lo que interpreta, configura, da forma, produce separación y  límite, hace parte del orden de lo apolíneo. Ahora bien, para Nietzs­ che es la vida misma la que da forma, la que configura un límite, la

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que construye un mundo y da los límites a ese mundo como perspecti­ va propia. En un comentario muy notable de Heidegger sobre Nietzs-  che, “La voluntad de dominio como arte”, aquél trae un ejemplo su­ premamente curioso, donde dice que así vista una lagartija es una  concepción del mundo: está muy atenta al grillo que canta en su  proximidad, y escucha los más leves movimientos del campo, pero en  cambio no oye, el tronar de la batalla que está cerca de allí, porque no  hace parte de su mundo, su mundo está circunscrito; todo su organis­ mo, todo el orden de su necesidad, es una producción de los límites  de un mundo; también el hombre desde luego, y cada hombre genera  y delimita su mundo.

Lo apolíneo es también el límite del yo, la producción y el intento  de mantener en continuidad la unidad de una identidad, de un yo.  Lo dionisíaco es lo contrario, la búsqueda de ir más allá del yo, de  embriagarse, extenderse, comunicarse, ir hacia lo prepersonal colec­ tivo. La fiesta de Dionisio en la que todos olvidan el yo, y en general  la noción misma de fiesta que rompe los límites, las costumbres, se  sale del tiempo sucesivo y entra en la suspensión festiva; un balcón  fuera del tiempo para disfrutar con normas diferentes, lejos del orden  de los deberes. El movimiento dionisíaco tiende a ir más allá del yo,  hacia la embriaguez, hacia la fórmula de la comunicación prepersonal,  hacia el encanto de lo informe. En lo dionisíaco está también el  movimiento de la sexualidad cuyo deseo más secreto es la desaparición  de los límites del yo. Todas las formas de la embriaguez, de la búsqueda  de romper límites están también según Nietzsche en el orden estético.

Esto puede ser más o menos lo que Nietzsche llamaba apolíneo y  dionisíaco: la forma y la danza de Dionisio con su embriaguez. Él esta­ ba pensando en ese momento en el arte y el mundo griego, en el  secreto de la poesía y de la filosofía griegas, en la pareja de exceso y  control, mesura griega e impulso hacia la embriaguez, igualmente grie­ ga. Esa pareja configuradora de la vida, las dos formulaciones visibles,  una de las cuales aparece en la danza, en el canto y en el coro que  disuelve la particularidad del yo, y la otra, que aparece en la escultu­ ra, en la línea del dibujo y también en la plástica homérica cuyo len­ guaje dibuja nítidamente una y otra vez el mundo. La interpretación  de Nietzsche en esa dirección es una manera -digámoslo así- invo­ luntaria de llevar muchísimo más lejos que Kant la formulación de lo  bello y lo sublime y de conseguir una pareja nueva que resulte proba­ blemente menos contaminada por la historia de la filosofía o por las

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aproximaciones de ética y estética, que fueron tan frecuentes en la  historia de la filosofía, incluso desde Platón.

Si nosotros pensamos un poco en la paciente meditación de  Heidegger sobre la ética kantiana, podemos ver esto (él regresa al  tema del desinterés con la minucia que le es característica, y no vamos  a seguir rigurosamente esa historia, sino que vamos a entrar muy  rápidamente en la problemática que él introduce). Heidegger hace  una investigación lingüistica como es común en él y da muchos rodeos,  pero trata de situar el centro del problema estético en el desinterés  kantiano mostrándonos una cosa supremamente notable: que el  desinterés kantiano es esencial para cualquier percepción estética,  que el desinterés, desde el punto de vista del juicio estético, es la  liberación del objeto con relación al orden y al mundo de los fines y  los medios. Heidegger ha subrayado que el mundo de los fines y los  medios es el mundo que ponemos entre paréntesis cuando estamos  frente al objeto como objeto estético, ahora bien, el mundo de los  fines y los medios es cada vez más agobiador y es así como la estética  kantiana comienza a convertirse en una lucha histórica, social e in­ cluso política.

Esta idea no se la debemos a Marx, ni mucho menos a Heidegger,  aunque desde luego está en ambos, pero sería muy injusto no recono­ cer que esto fue visto desde el comienzo por aquellos que se reclama­ ban de Kant, por ejemplo, Schiller. Fue visto desde el comienzo el  valor político de la estética kantiana. Schiller pudo ver perfectamen­ te ese valor, el carácter combativo de la estética kantiana, que parece  tan técnica, tan abstracta, tan separada y desinteresada; pero  precisamente su interés era una ruptura, o sea, la necesidad de que el  sentido advenga al objeto, de que el mundo se vuelva significativo de  una manera primordial, era una ruptura con el orden de los fines y los  medios, justo en la medida en que el orden de los fines y los medios es  una devaluación de la vida.

Nada se justifica por sí mismo en el orden de los fines y los medios  en un mundo dominado por la manía de la técnica, del interés, sino  solamente como medio de otra cosa. Lo que Nietzsche también va a  acusar bajo la forma, por ejemplo, del nihilismo, es una gran devalua­ ción de la vida; no solamente alude a una determinada figura teológica  como parece, por ejemplo, cuando habla de la muerte de Dios o una  oposición como hará a cierta forma de trabajo, sino una inmensa de­ valuación de la vida, la vida escindida en medios sin fin: todo lo que

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estamos haciendo no vale por sí mismo, no es una fiesta por sí misma,  es solamente un medio que es necesario porque por su intermedio  llegamos a otro fin; desgraciadamente lo primero que aprendemos  cuando nos meten a la escuela es a distinguir entre el recreo y la  clase: lo aburridor, necesario y útil y lo rico, innecesario o inútil, y al  aprenderlo se realiza lo más desastroso porque quedamos vacunados  contra el arte, contra el trabajo y contra el pensamiento, es decir;  contra una actividad en la cual el pensar, la producción, la creación  sean una fiesta; contra eso nos vacunan desde el comienzo porque  todo saber

 es molesto pero necesario, porque si se pierde el año viene  un castigo o algo por el estilo y es necesario entonces ganarlo y obte­ ner el título para conseguir un trabajo, que es necesario no por sí  mismo sino porque con él nos ganamos un salario, que es necesario  porque... etc., y nunca hay nada que valga nada. La vida entera puede  adquirir una figura teológica o ser ella toda un medio para conseguir  otra vida (o la vida verdadera como se suele denominar la muerte).  La vida, entonces, vista desde esa posición también se podría definir  como etapas diferentes: una etapa de los ahorros en donde nos vamos  a sacrificar, después ya conseguiremos el apartamentico y el carro,  pero cuando los consigamos vamos a estar pensando en cambiar de  modelo, en llegar donde el vecino, todo es un medio y nada en sí se  justifica.

La mirada del arte, la potencia educadora del arte, es la reva-  luación de

 la vida, esa es la fuerza que lleva el principio del desinterés  en el sentido kantiano, que la vida no está disuelta, ni religiosa ni  económicamente, en la pareja de los medios y los fines en la que todo  se devalúa finalmente, porque el último fin es precisamente la muerte  y el resultado final de todos nuestros esfuerzos nadie ignora cuál

 será:  un cadáver acostado en un cajón. La devaluación de la vida es tam­ bién una devaluación del tiempo. Precisamente lo que nos encanta,  lo que nos fascina de la música no es que conduzca a un determinado  fin que sería el silencio; la música no tiene fin, no es más que ese  momento, ese presente. Si Nietzsche está tan próximo al arte se debe  también a su lucha por revalorizar el tiempo, lo actual, por darle de  nuevo un valor al presente y no permitir que la vida se disuelva en la  añoranza de lo que fue o en la aspiración a lo que aún no es, que son  una inmensa incapacidad de vivir precisamente en lo que ahora es.  Con gran fuerza lo dice en su escrito “Ventajas y desventajas de la  historia para la vida”:

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Aquél que no es capaz de adormecerse en

el umbral del ahora,  aquél que no es capaz de columpiarse en el columpio del presen-  te, de satisfacerse y de gozarse en lo actual, ese no será nunca feliz  ni será capaz de hacer feliz a nadie.

Desde el comienzo de su carrera filosófica Nietzsche propone una  valorización de la vida, tema que va surgiendo ya en la estética de  Kant como la figura misma de lo estético. Hay más, se va destacando  -lo comprendió así Schiller- como la misión esencial del arte y que  hace que el arte sea combativo, combativo políticamente, combativo  contra un mundo que somete la vida al orden de la necesidad, que  somete el esfuerzo humano al orden de la productividad, al dictado  del valoi; al dictado de la acumulación de capital. Marx va a encon­ trar el tema por una vía extraordinaria (lo veremos luego) muy similar  a la de Schiller y a la de Goethe.

Es bueno subrayar en este punto que Goethe ha influido en Marx  probablemente todavía más que Hegel, es curioso, que aunque se sabe  que Marx conocía a Goethe casi entero de memoria, se haya subraya­ do tan poco (aunque lo sepa todo el mundo) la poderosa influencia  del pensamiento de Goethe sobre Marx, es singular que se haya creí­ do que la influencia viene casi exclusivamente de Hegel, de los ante­ cesores filosóficos de Hegel o de los socialistas franceses y los econo­ mistas ingleses, sin ver tampoco la importancia que los artistas grie­ gos, los artistas alemanes han tenido sobre Marx, y Shakespeare, mu­ chas de cuyas obras conocía de memoria igualmente y cita en El capi­ tal. Cuando vamos a estudiar el problema de la riqueza en Marx vamos  a ver qué tan poderosa es la influencia artística en su pensamiento;  esa incomprensión ya la tenían sus compañeros de combate; Kugelman  criticaba muchísimo a Marx por estar leyendo obras artísticas en lugar  de afanarle a El capital porque creía que eran labores completamente  distintas y que estaba perdiendo el tiempo en lugar de atenerse a las  necesidades del proletariado, pero precisamente él lo que estaba era  pensando a fondo el mundo que iba a combatir y sabía que contaba  con grandes antecesores en ese combate.

Así, pues, el destino de la ética kantiana resultó desde muy tem­ prano -ya en sus discípulos indirectos inmediatos- como un destino  político, como un combate contra una forma de vida, se va a acentuar  una y otra vez en la historia de la filosofía, y se va a acentuar también  en la otra dirección. He comentado la dirección del desinterés y su

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enfoque fundamental contra la escisión de la vida en fines y medios y  su devaluación general. La otra dirección va en la manera como Kant  destaca en forma bastante curiosa el juicio estético, como un juicio  que es necesaria e inevitablemente reflexivo; reflexivo quiere decir  allí que el sujeto hace un juicio sobre sí mismo, que cuando dice que  tal o cual objeto lo conmueve de tal o cual manera ya está hablando  de cómo lo conmueve, que no está haciendo un juicio de realidad  sobre la particularidad tal o cual del objeto sino sobre el efecto que el  objeto produce en él; no obstante, no se pierde la atención hacia la  universalidad. Ese juicio reflexivo como juicio estético aspira a ser  válido, a tener una validez universal, es necesariamente subjetivo pero  no quiere ser exclusivo de la particularidad empírica de un sujeto, ese  es el gran enigma. Ahora bien, ese retomo reflexivo es una apertura  hacia sí mismo precisamente en aquello que el sujeto tiene de universal,  por eso nos servirán de guía las fórmulas muy generales de Kant, la  relación de la imaginación con el entendimiento, de que hablé al  comienzo, o el pensar en cualquier orden de lo simbólico que sea al  mismo tiempo universal.

La muerte como fenómeno vivido y al mismo tiempo universal ha  sido introducida por Heidegger y con ella todos los demás que llama  existenciarios. Lo que Heidegger va a subrayar es la liberación del  objeto en el sentido de nuestra demora en él, su valoración en sí, no  como medio de otra cosa; una demora -para decirlo en términos  heideggeriano

s- que se opone a muchas de las características más  lamentables de nuestro mundo, en la descripción que de ellas hizo en  El ser y el tiempo como la avidez de novedades. Esa conducta típica de  la época, que no es sólo periodística y noticiosa, sino que va en cierto  modo a contaminar la vida entera, el estar ávido de novedades, de la  última moda, la última noticia, la última información, como si estu­ viéramos cansados de lo anterior, de lo que nunca hemos sido capaces  de estar a la altura, como si sólo nos falta que nos dieran otra cosa  para el consumo de nuestra avidez, pero solamente como la otra cara  de nuestra incapacidad de disfrutar nada. Esa lucha por apoderarse  de lo último y no considerar lo que realmente interesa. Lo que nues­ tro mundo -así comienza el texto denominado Qué significa pensar-  determina una y otra vez como interesante, es lo novedoso, lo que  acaba de aparecer aunque no tenga desde luego el menor interés,  aunque sea la noticia más tonta: que alguna vedette se casó con otra  o se dejó fotografiar por algún fotógrafo o cualquier cosa por el estilo

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que no quiere decir nada ni influye en nada, eso es esencial y hay que  comprarlo y saberlo. Esa manera de saltar de algo a lo que sigue sin  poderse demorar en nada es la otra figura modernísima de la devalúa-  ción de la vida.

El arte lleva su propia potencia educadora como aquello que nos  enseña a demoramos tranquilamente dejándonos transformar en algo  que vale por sí mismo, dejándonos que nos ponga en cuestión, que  hable de nosotros mismos y que nos permita volver a una apertura  sobre nosotros mismos. Es muy interesante observar el sentido de esa  elaboración, en la medida en que el arte es lo contrario de la fuga  (porque la avidez de novedades es una fuga: fuga de todo lo que es  importante en la vida, de todo lo que Heidegger llamaría los exis-  tenciarios). Lo importante según la filosofía heideggeriana es lo que  es interesante en el sentido literal: ínter se: estar dentro, tener su ser  en ello, buscar su propio ser en la cosa, es eso lo que se conquista  cuando se logra acceder al arte; es interesante en el sentido de mter-  se, allí está dentro lo esencial y no como se dice interesante de lo que  acaba de ocurrir, de la última noticia que grita desaforado el locutor.

En esa idea encontramos otro de los modelos formadores de la  potencia

 del arte como fuerza educadora. La otra figura fundamental  de Heidegger es que cada arte, sea la arquitectura, la pintura, la  música, la poesía por supuesto, cualquiera, en cierto modo es una  apertura a todo el arte, puesto que es una educación en lo interesante,  es una educación en otra vivencia del tiempo y es una educación en  la apertura hacia sí mismo. Cada arte es una apertura hacia todos los  artes, y por eso no tiene nada de casual que sean tan extraordinaria­ mente buenos críticos los artistas en su mismo genero artístico y en  otros géneros, es difícil encontrar quién haya hablado mejor de pintu­ ra que los grandes novelistas, Proust también de arquitectura, ¿quién  conocía más profundamente la pintura que Baudelaire?, probablemente  nadie; ¿quién puede conocerla tan bien como el poeta Herbert Read?  Probablemente nadie conoce mejor la pintura que los poetas.

Los pintores han sido extraordinarios críticos. El arte precisamen­ te por su dirección reflexiva, porque nos remite a una unidad funda­ mental de los grandes problemas de nuestra vida, de lo que nos trans­ forma, de lo que nos pone en cuestión, nos comunica con las otras  disciplinas y con las otras artes. Nosotros podríamos ver que este retor­ no sobre sí mismo, esa disciplina artística no se deja someter a una  división del trabajo propiamente gremial (no estoy pensando solamen­

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te en el fenómeno renacentista, tan admirable por lo demás, o en la  persona particular de Goethe o de alguien en especial; estoy pensan­ do en términos mucho más generales en la apertura que implica todo  arte que se lleva suficientemente lejos hacia las demás artes). Otro  ejemplo notable es el de Thomas Mann, cuya dirección de trabajo  hacia la música es inequívoca, como lo muestra su Doctor Fausto es­ tando presente desde un principio, desde Los Buddenbrook. Ustedes  pueden encontrar un poeta como Baudelaire en quien la dirección de  su pensamiento es al mismo tiempo hacia la música, el único que fue  capaz de apreciar a Wagner cuando se estrenó en París y escribió un  ensayo extraordinario sobre su música cuando todos la rechazaron.  Ustedes ven en Valéry un gran poeta, escribiendo obras extraordina­ rias sobre arquitectura, sobre danza, sobre música y sobre pintura  (cuando tenía veinticuatro años escribió la Introducción al método de  Leonardo da Vinci una mirada extraordinariamente inteligente sobre  la pintura y luego hizo un libro sobre Degas).

Con estos ejemplos de gentes de nuestra época estoy tratando de  subrayar el rasgo de una vida creadora que no se queda cerrada y  enceguecida hacia el resto, o sea hacia el conjunto de las otras  actividades, estoy haciendo notar la cualidad de una vida artística  que sólo se puede definir como una apertura hacia los otros, porque es  una apertura hacia los propios problemas en lo que tienen de más  universal. Es claro que con ella, por lo tanto, se inicia otro combate: el  combate contra una división del trabajo que resulta ser -como decía  ya en su tiempo Schiller y después con mucho más fuerza y precisión  Marx- una mutilación severísima del hombre, reducido a ser el experto  de una sola cosa y un verdadero tonto en el resto.

El arte confronta esa capacidad terrible de nuestra propia época y  de las tendencias de nuestra propia educación a la superespeciali-  zación, que ha producido aquella figura lamentable de nuestro tiem­ po: el científico capaz de hacer aportes en su rama y que para lo de­ más es el más tonto del país, la oveja más mansa del rebaño, especie  de esclavo calificado vestido de bata blanca; esa especie de científi­ co, de hombre sabio que es propio de nuestra época, instrumento del  primero que llegue, trátese de Stalin o de los norteamericanos, a él  parece no importarle, él es esclavo calificado, muy bien pagado, pero  al fin y al cabo lo mismo, no decide para qué, él no sabe qué está  haciendo, no le interesan los efectos sobre su mundo, cualquier mili­ tar le ordena la dirección y el sentido de su práctica ¡qué barbaridad!

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Sin esa circunstancia los superestados no tendrían el poder que tie­ nen, si no estuviéramos desde la escuela creando esclavos que son al  mismo tiempo sabios, esclavos eficaces. Pero también contra esa domi­ nación se ejerce la potencia educadora del arte, y es en ese sentido  que tenemos que subrayar el valor del arte como fenómeno político,  no en el sentido de que lo vamos a convertir en propaganda para las  consignas de un grupo.


 

Vili

Romanticismo y psicoanálisis

Existe una proximidad muy grande entre el romanticismo y el psico­ análisis. Veámoslo deteniéndonos un poco a pensar sobre el primero.

Lo que el movimiento romántico puso en primer plano como tema,  como todo, como crítica artística sigue haciendo parte de los deba­ tes contemporáneos, por ejemplo en arquitectura, tendencias román­ ticas contra tendencias racionalistas.

El romanticismo procede de un desengaño, es un desengaño con  la revolución burguesa, con la gran revolución francesa, con sus  resultados, un desengaño que fue muy profundo y vivido de diversas  maneras según los países, pero del que se puede encontrar testimonio  de mucha índole y precisamente testimonios no románticos que son  muy frecuentes. Por ejemplo, Marx en El 18 Brumario de Luis Bmaparte  hace una caracterización muy viva de la revolución francesa en los  siguientes términos:

Las revoluciones burguesas como las del siglo XIX avanzan  arrolladoramente de éxito en éxito, sus efectos dramáticos se atro­ pellan, los hombres y las cosas parecen iluminados por fuegos de  artifìcio, el éxtasis es el espíritu de cada día. Pero estas revolucio­ nes son de corta vida, enseguida llegan a su apogeo y una larga  depresión se apodera de la sociedad.

Marx ha sido uno de los que más brillantemente ha visto este  fenómeno del éxtasis y el paso a la depresión como algo esencial a la  revolución burguesa. También fue él quien advirtió (probablemente  mejor) el fondo mismo de esa depresión; con mucha inventiva mostró  las características de la prosa burguesa que sucedía a la poesía revolu­ cionaria; cómo sus generalísimos ahora estaban en las oficinas comer­ ciales y “la cabeza atocinada de Luis XVIII era su cabeza política”;  cómo después de todo el humo, la pólvora y de todos los penachos y las  glorias, viene el reino del comerciante y del filisteo. Y la otra forma de  la depresión: el cambio en la organización de la sociedad, de las for­ mas tradicionales de organización artesanal y campesina a la masa  anónima de asalariados.

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El romanticismo es una toma de conciencia muy amargada del  desengaño de la revolución, ese desengaño es con relación a las ilu­ siones que la revolución desató en los espíritus más creadores de la  época, contemporáneos de la revolución francesa, entre los que hubo  un extraordinario entusiasmo, esto se puede leer en Kant en su estu­ dio sobre la filosofía de las luces; por su parte Hegel, Hölderlin y  Schelling, que estudiaban en la universidad y eran compañeros de  pieza, cuando recibieron la noticia de la Revolución Francesa sem­ braron el árbol de la libertad y bailaron a su alrededor.

Hölderlin toda su vida se mantuvo fiel al ideal jacobino de la  revolución, a la revolución popular igualitaria, que era vista por él  como la promesa de una inmensa renovación artística y la esperada  entra

da a la historia de una Grecia sin esclavos. Es un tema que se  encuentra en todas partes, en la literatura de la primera mitad del  siglo XIX, en la poesía, en los ensayistas como Marx. Ese gran desen­ gaño de la revolución burguesa se puede resumir en una fiase: cuan­ do se creía que la razón iba a tomar el poder, solamente tomó el poder  la burguesía, que, desde luego, no es lo mismo que la razón.

Ese gran desengaño se expresa de muy diversas maneras, la for­ mulación romántica es una manera de hacer un duelo. Ante una cla­ ra conciencia sobre el carácter del mundo real, el procedimiento de  los románticos consistió básicamente en una idealización del mundo  anterior y también de mundos posteriores opuestos al mundo actual;  se mueven continuamente entre la nostalgia por un mundo perdido y  la esperanza de un mundo futuro, por eso ha sido siempre tan difícil  calificar a los románticos desde el punto de vista político; lo más fre­ cuente ha sido -especialmente cuando se trata del romanticismo  alemán- emplear el calificativo de reaccionario, por la añoranza del  pasado, por una idealización de la Edad Media; no es müy justa, sin  embargo, esa apreciación, ya que también es verdad que desde el  comienzo en el enfoque de los románticos se puede encontrar la bús­ queda de un mundo completamente opuesto, mundo generalmente  planteado como una utopía. Las utopías románticas son supremamente  radicales, una de ellas es la de un mundo futuro visto como un mundo  de genios, un pueblo no sólo liberado de la explotación, sino un pue­ blo de genios, decían los románticos de Jena, un pueblo de artistas, de  científicos, de pensadores, no se transaban por menos. Esta concep­ ción romántica del genio, como veremos, es muy próxima a una posi­ ción psicoanalítica. Calificar al romanticismo en general de reaccio-

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nano no es ecuánime ni adecuado, aunque sí fue frecuente que rei­ nara la posición de la nostalgia sobre la de la esperanza.

Hegel es uno de los pensadores que más rápidamente compren­ dió, conoció a fondo y combatió el romanticismo, pero con ecuanimi-  dad, es decir, sin caricaturizarlo. Su crítica se encuentra en la  Fenomenología del espíritu, publicada en el año 1806, cuando el movi­ miento romántico alemán está en su mayor desarrollo. Cuando se tra­ ta de la polémica romanticismo-racionalismo, generalmente se en­ cuentran posiciones muy drásticas en contra del racionalismo por par-  te de los románticos, o del romanticismo por parte de los racionalistas.  En este sentido la crítica de Hegel es equilibrada: ve bastante a fondo  el valor y la limitación del movimiento romántico.

Hegel se refiere al sentimiento romántico de la pérdida de un  mundo en el cual el espíritu se reconozca; el sentimiento de la  apatridad, de la soledad, que está en la base de la tendencia a la  identificación con figuras de la apatridad como son las gentes margi­ nadas, las gentes que no están inscritas en una normatividad. Es un

  elemento característico del romanticismo -también podemos encon­ trarlo en nuestros días- el gusto por los gitanos, por los circos, por todo  a

quello que está de paso, que expresa la melancolía por el mundo  perdido y por la falta de patria (en ese sentido, se puede considerar  como romántica la primera época de Picasso: saltimbanquis, payasos  tristes, gitanos en camino, ancianos, viejas planchadoras, escenas de  prostíbulo, marginación y melancolía; melancolía hasta en los colores,  rosado marchito, azul diluido; melancolía en los rostros casi esquizoides. Y en 1907, con las “Demoiselles d’Avignon”, a lo que llega Picasso es  precisamente a su ruptura con el romanticismo). A ese mundo pasa­ do, una patria en la que el espíritu se reconoce, en los valores existen­ tes, en los principios, es a lo que Hegel denomina vida sustancial, y  refiriéndose a lo que significa el romanticismo dice:

No solamente su vid

a sustancial ha sido perdida para él (para el  espíritu) sino que él es ahora perfectamente consciente de esta  pérdida y de la finitud que constituye ahora su contenido, reac­ cionando contra su abyección, confesando su miseria, profiriendo  contra ella imprecaciones; el espíritu reclama de la filosofía no  tanto el saber, como que sea el medio para restaurar -gracias a  ella- aquella sustancialidad perdida, aquella solidez compacta  del ser.

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Este reclamo a la filosofía se debe al fenómeno muy propio de los  alemanes de que gran parte de los románticos alemanes fueron filóso-  fos: Jacobi, Schlegel, Schleiermacher, Schelling. Aquí comienza el  combate de Hegel; para él está muy bien el reclamo, el dolor por un  mundo perdido, pero no está de acuerdo con que se pida a la filosofía  su restauración; la filosofía no tiene sino un asunto propio para Hegel:  buscar la verdad: “La filosofía no puede y no debe ser edificante”.

Los filósofos románticos eran visiblemente antikantianos, por su­ puesto, especialmente contrapuestos a todos los procedimientos ana-  Uticos. El análisis es el procedimiento fundamental del entendimien­ to, a lo cual los románticos oponían la intuición, la intuición que trae  consigo el amor, la comprensión, la identificación, aquello que se en­ trega como totalidad y que no se descompone maliciosamente en sus  partes, sino que se acepta y se asume como un valor en su conjunto: se  trata de amarlo y de intuirlo. La intuición viene una y otra vez en los  románticos como su fórmula fundamental del conocimiento y precisa­ mente, por oposición al análisis del entendimiento. Este es el aspecto  que se suele llamar irracionalista de la filosofía romántica, el punto  que Hegel discute más directamente.

A esta exigencia corresponde un trabajo penoso, un celo casi que*  mante para arrancar al género humano de su cautividad en lo sensi­ ble, lo vulgar, lo singular y para dirigir su mirada hacia las estrellas,  como si los hombres se hubieran olvidado de lo divino y estuvieran a  punto de satisfacerse como las lombrices con el polvo y el agua. Volver  a los grandes ideales es una posición típica del romanticismo. Los ro-  mándeos recuperan una serie de tradiciones: los cuentos de hadas, la  mitología popular, el folclor, el valor de los sueños, las nociones de la  caballería andante, el amor cortés que a finales del siglo XII fue tan  importante en Europa, amor cuyo fundamento y existencia se reduce  casi exclusivamente a la idealización del objeto amado; tradiciones  que el romanticismo trató de replantear y revalorizar.

Es interesante observar que la lucha contra la intuición es la clave  de la oposición de Hegel al romanticismo. Es decir que nos encontra­ m

os ante una oposición bastante diferente de la de Marx, desde lue­ go, porque para Hegel el problema es fundamentalmente filosófico y  para Marx es un problema mucho más complejo, de tipos de sociedad;  en Marx se encuentra ya desde el comienzo una lucha contra toda  versión romántica del socialismo que se puede leer en El Manifiesto  Comunista, obra incipiente, todavía no marxista.

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Hegel dice:

Los discursos proféticos creen permanecer en el centro mismo y  en la profundidad de la cosa en sí misma; arrojar lejos de sí con  desprecio la determinabilidad y se separan a propósito del con-  cepto y de la necesidad como de la reflexión que se detiene en lo  finito; pero así como ha

y una extensión vacía, como hay una ex­ tensión de la sustancia que se expande en multiplicidad finita,  sin fuerza para reunir y retener esa multiplicidad, hay también  una intensidad sin contenido que al comportarse como fuerza pura  sin expansión, coincide con la superficialidad; la fuerza del espíri­ tu es tan grande como pueda ser su capacidad de exteriorizadón  y su profundidad es tan profunda sólo como pueda ser su capaci­ dad de expandirse, de perderse desplegándose.

Aquí tenemos una posición típicamente hegeliana. Para decirlo

en términos más se

ncillos, Hegel no le cree a aquel que es tan profun­ do y que tiene una idea tan profunda que comienza por declararla  inefable e inexplicable, porque sólo es accesible por la intuición y por  el amor; de esta manera manejaban muy frecuentemente los románti­ cos nociones tomadas de la religión o del arte, como la de la belleza y  la de Dios. En este sentido Hegel es supremamente duro, por ejemplo  dice:

Bueno, Dios, tal como ustedes lo intuyen es un ser del que no se  puede hablar nada, pero por ahora para mí esa palabra es un soni­ do; lo que ese sonido quiere decir queda por explicar.

Fórmula muy dura en la que se siente el racionalismo hegehano  en contra del intuicionismo romántico.

A propósito del despliegue y el temor a la finitud es muy importan­ te rec

ordar un punto del romanticismo tratado por Marta Robert en  su obra Novela de los orígenes y origen de la novela, la novela vista desde  el punto de vista psicoanalíti

co en forma muy notable, donde se en­ cuentra un estudio sobre los héroes románticos y los personajes de la  novela romántica. Entre las características que analiza Marta Robert,  una de las que más se destaca es ese anhelo romántico de la totali­ dad, de la perfección, de la belleza absoluta; un anhelo de algo tan  completo, tan puro, tan bello, tan perfecto, que en realidad hace que  el romántico no pueda luchar efectivamente por su ideal, porque lo  pone tan lejos de la vida cotidiana que mientras se mantenga en la

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realidad nada lo acerca a su ideal. Esto, que se puede decir en contra  de los románticos, también se puede decir a su favor: esa característi­ ca que en efecto es muy típica, permite afirmar que el romántico es  un individuo que no es arribista, para decirlo completo, es tan preten­ cioso que no es arribista. Porque el arribista es un realista, valora en la  realidad actual muchas cosas por encima de aquellas en las que él  está, por ejemplo la posición de su jefe le parece mucho mejor que la  que él tiene, entonces quiere tumbarlo y ponerse allí, o espera que se  muera, en todo caso quiere ascender. En cambio, al romántico le pa­ rece que la posición del jefe es tan infame como la suya propia y hasta  peor, porque se hace ilusiones sobre su posición; si a un romántico le  ofrecen un cargo político probablemente le dé un ataque de risa de  pensar hasta qué punto lo desconocen; el romántico tampoco cree  que el dinero pueda solucionar su anhelo, que es tal que no se trata  de algo que se pueda comprar o que esté en venta, esto se puede decir  a su favor, no está interesado en volverse rico.

Hegel critica ese distanciamiento de la vida real diciendo que  aquellas

 gentes que tienen un ideal tan puro, que encuentran todo lo  que ellas

 mismas son y lo que les está presente como posible real,  como algo extraordinariamente imperfecto e indigno de su actividad,  gentes que realmente no se resignan a hacer nada, ni a ser nada de­ terminado y concreto, con el pretexto de que todo lo determinado y  concreto es limitado y tiene sus fallas; viven vueltas sobre sí mismas,  en búsqueda de sus imperfecciones, sin darse cuenta de que esas im­ perfecciones proceden de la actitud y de la importancia que le dan a  todo lo que llaman sus faltas y sus pecados; se vuelven contemplativos  e inactivos como los monjes y las monjas, los cuáqueros y otras gentes  por el estilo, gentes que nunca formarán la masa de ningún pueblo,  que, al contrario, viven de cualquier pueblo como parásitos, al modo  de las pulgas, los piojos y los chinches. No muestra simpatía alguna  por el contemplador inactivo que con el pretexto de la pureza de sus  intenciones, de la excelsitud de sus fines, resulta incapaz de hacer  nada determinado y concreto, demasiado bueno para este mundo. A  éste, Hegel lo llama “la bella alma”, figura supremamente irónica que  analiza en la Fenomenología del espíritu. La bella alma rodeada de un  mundo hostil, en su texto resulta ser alguien demasiado bello para  vivir la realidad, una especie de ángel caído en una marranera, como  si este mundo no lo hubiera hecho, como si no llevara en él todos sus  problemas y sus conflictos, como si él mismo no fuera de este mismo

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mundo que cree ver por encima del hombro. De esta manera critica el  realismo hegeliano a la “bella alma”, que igualmente coloca así al  objeto de su amor: la amada del romántico es tan extraordinariamen'  te amada que muchas veces es ella la que paga que la amen tanto,  porque resulta intocable, inabordable e inaccesible.

En los términos de los poetas románticos viene continuamente una  metáfora: la amada es una flor azul que existe en medio de las zarzas,  que expande su perfume dulce como un secreto en la profunda solé-  dad; el mundo que la rodea es un mundo que no es digno de ser  habitado por un ser así, nadie está a su altura y ni siquiera nota su  excelsitud fuera del poeta que la canta sin osar acercarse a ella.

Así la vida también se vuelve intocable, y si bien es cierto que el  romántico no es arribista, está muy por encima de posiciones simila­ res, la imposibilidad de afirmar nada de lo presente la lleva demasiado  lejos, hasta el punto de que la vida misma se vuelve inabordable. El  romanticismo es un duelo que hace el hombre frente al mundo mo­ derno que le tocó vivir, duelo que se lleva a cabo idealizando un pasa­ do colectivo, al igual que le sucede al hombre en su vida personal,  que frente a la dificultad de su propio nacimiento suele idealizar su  pasado, su infancia, tema éste muy propio de los románticos (es muy  frecuente que el poeta romántico se remita a la infancia como al tiempo  de la felicidad, todo lo que prometa una nueva infancia es lo único  que se puede valorar).

De la temática romántica, el sueño, la infancia, la espontaneidad,  la ocurrencia, fue de donde tomó Freud la idea de la libre asociación.  Freud mismo cuenta cómo cuando era joven (catorce años) le regala­ ron las obras completas de un romántico, Borne, y se sumergió literal­ mente en el estudio de sus textos, uno de los cuales tiene el curioso y  romántico título de Cómo ¡legar a ser un escritor original en tres días,  donde se puede ver cómo funciona la estética romántica. La idea de  Borne es que para llegar a ser un escritor original en tres días hay que  sentarse y escribir lo que a uno se le ocurra, lo primero que se le  venga, sin ninguna crítica. Eso mismo ya lo había dicho Schiller en  una carta a un amigo (también la cita Freud en la Interpretación de los  sueños), que le contaba que hacía tiempos no podía escribir porque las  inhibiciones se lo impedían. Schiller responde:

Exceso de razón, exceso de autocrítica, escriba lo que se le ocurra  y luego de que ya esté escrito todo, lo estudia y verá que hay  muchos temas importantes que ha encontrado.

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Lo mismo dice Borne, lo que venga, lo espontáneo, la ocurrencia  no corregida, la asociación más libre; eso es lo más fecundo, eso es lo  que permite llegar a decir algo

 importante, porque lo que dificulta  escribir es, no la falta de espíritu, no la falta de talento, sino la falta de  coraje, falta de coraje para ser sincero, en primer lugar consigo mismo  y luego para ser capaz de afirmar lo que en el fondo uno siente. Esta  manera de ver el problema de la creación es típica de la estética ro­ mántica.

Uno piensa y uno es. lodo el problema es de coraje; es la cobardía,  que prefiere oír los gritos del mercado más bien que escuchar la voz  de su corazón, la que crea malos escritores; el camino que conduce a  ser un escritor personal y original es el camino de la sinceridad radi­ cal, que no es un problema de talento sino de coraje, esto está implí­ cito en la teoría romántica del genio. Sin embargo, esta posición tam­ bién se puede encontrar en otros autores, como Freud, que no sería  apropiado considerar románticos. Proust en En busca del tiempo perdi­ do trata el recuerdo como un problema de coraje, todos aquellos re­ cuerdos del pasado que a uno lo bordean, uno no tiene suficiente  coraje para despertarlos, siente miedo, miedo de volver a ciertas épo­ cas, reconocer lo que fue, sea porque le duele mucho el contraste con  lo que ahora es, sea porque estaba lleno de promesas de las cuales su  vida fue un sistemático incumplimiento, de todas maneras le da mie­ do recordar, este es otro gran tema romántico.

La estética del romanticismo, por ejemplo en literatura, se carac­ teriza por su proclamación de la espontaneidad, el retomo del pasado  y su oposición al mercado, a la moda, a la búsqueda del éxito. En este  sentido su oposición es tan radical que se convierten en poetas maldi­ tos, es decir, que el poeta se confunde, es uno más de los personajes  marginados.

Entre los temas románticos que hemos visto, los cuentos de hadas,  la mitología, el folclor, la infancia, los sueños, la ocurrencia, encon­ tramos también la ocurrencia como chiste, es decir, el humor, al que  los románticos dieron la mayor categoría artística, por ejemplo Jean-  Paul, novelista con gran sentido del humor como ironía sobre el mun­ do presente.

Se puede ver que todos esos temas constituyen casi que la lista de  los temas del psicoanálisis, sus preocupaciones: la interpretación de  los sueños, los actos fallidos, la interpretación de los chistes, el estu­ dio del humor. Y hay más: el método psicoanalítico para investigar un

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problema requiere la asociación libre, método propuesto por los ro>  mánticos para la literatura.

Havelock Ellis creía destruir el pensamiento de Freud cuando para  pon

er en duda su carácter científico decía que inclus

o su método de  exploración -la Ubre asociación- venía de los escritores románticos.  A lo que Freud responde reconociendo que efectivamente lo tomó de  Borme, uno entre tantos románticos que lo propusieron, pero añade  que el saber de dónde procede el método no decide todavía de su  valor. El hecho de proceder del romanticismo no puede ser una desca­ lificación en ningún caso; Freud, como Nietzsche, no cree que el ori'  gen sea lo que asigna el sentido de algo.

A propósito del tema tan curioso del genio, podemos comenzar a  formular un contraste mayor entre el pensamiento romántico y el pen­ samiento psicoanalítico. Los románticos, como los psicoanalistas, se  interesaron muchísimo por la locura, también la idealizaron; el genio,  para ellos, oscilaba entre el niño y el loco.

En general la crítica romántica tiene conceptos como el de sano,  normal, por peyorativos a veces con una inmensa injusticia, por ejem­ plo aplicados a Goethe, quien en realidad estaba mucho más próximo  a ellos de lo que pensaban. También Goethe decía que no había nada  grande sin algo de locura, pensaba que el talento artístico era en  cierto modo una manera de permanecer toda la vida en la crisis de la  pubertad, él mismo no dejó de permanecer en esa crisis, y aunque se  le suele ver como un gran señor victorioso sentado en el Olimpo de  Weimai; mirando desde sus alturas la sociedad alemana, en realidad  era mucho menos olímpico en su vida real de lo que se puede imagi­ nar. Se lo veía a los setenta y cuatro años corriendo detrás de Ulrika,  que tenía diecinueve, sin temor, no solamente a perder su seriedad,  sino incluso al ridículo; arrastrado por cualquier vaga sonrisa de Ulrika,  arriesgaba todo, actitud no tan sana como pretendían los románticos.

Volviendo al tema del genio en los románticos, Schlegel era muy  claro en formular que la crítica no puede considerar el valor de una  obra relativo a 1a edad del autor, al sitio de donde es, etc.; es decir;  que la crítica no puede ser comprensiva, la crítica se hace es con  relación a la genialidad exigible a todo autor.

Ahora bien, en psicoanálisis esta noción de genio romántica es  lejana al pensamiento de Freud, quien está muy lejos de considerarse  él mismo un genio, sin embargo hay conceptos próximos, que no resul­ tan evitables, como el de talento creador. Lo más importante de advertir;

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y próximo a una concepción romántica, es que el enfoque psicoanalí'  tico, su crítica manera de abordar y de entender a la gente, se preocu­ pa no por estudiar qué es la memoria o qué es la inteligencia, como se  puede encontrar en casi todas las psicologías, sino por el estudio de lo  contrario, del olvido. Es decir, que el psicoanálisis no considera que lo  que debe ser explicado sea la existencia de la memoria o de la inteli­ gencia, sino el hecho de que fallen, las formas en que esto ocurre; se  busca saber no por qué un individuo se acordó de tal o cual cosa, sino  por qué se le olvidó, la represión que explica el olvido, tampoco se  estudia por qué un individuo entendió tal o cual cosa, sino por qué no  la entendió, se busca cuál es la inhibición que se lo impide.

Entonces, aunque el lenguaje psicoanalítico no tiene nada qué  ver con el romántico, ni en su estilo o maneras, sí hay una concepción  de fondo del hombre muy próxima a la doctrina romántica del genio.

Cuando Freud estudia el fenómeno de la represión considera que  la represión

 es universal, necesaria, un elemento que constituye la  unidad del yo. Una de las características más conocidas de la psicosis  es que en ella falla la represión y entonces los fantasmas más primiti­ vos surgen a la conciencia como delirios, como alucinaciones; no so­ lamente no se olvida tal o cual cosa que ocurrió ayer, sino que no se  olvidan los terrores de la infancia, que aparecen en la máxima actua­ lidad de la alucinación.

La represión, y en general la terminología psicoanalítica, no tiene  nada de peyorativo, y no hay que confundir con el término cuando se  usa en un sentido político (la policía que reprime las huelgas no tiene  nada que ver con lo que Freud llama la represión). Represión es, por  ejemplo, nuestra capacidad de olvido, sin la cual estaríamos apabu­ llados por nuestro pasado.

Freud concibe las cuestiones de la relación interhumana de una  manera muy particularmente próxima al romanticismo. Por ejemplo,  en el caso Dora dice lo siguiente:

Aquel que tiene oídos

 para escuchar y ojos para ver, sabe que los  mortales son incapaces de guardar un secreto. El secreto que los  labios callan, baila en la punta de los dedos y por todos los poros la  traición se afana.

Si lo queremos traducir a términos románticos, eso quiere decir  que todo el mundo es un genio, si tiene oídos para escuchar y ojos  para ver, pero lo que sucede es que tenemos que reprimir porque nos  enloqueceríamos si pudiéramos captar cada uno de los más matizados

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movimientos de descontento y de hostilidad o de aprobación o afecto  que hacen los seres que nos rodean, que nos interesan, que quere­ mos; estaríamos destrozados por esos mensajes si no fuera porque re­ primimos la mayor parte y reducimos casi todo a lo que nos dicen, con  alguna poca crítica. La represión es necesaria, pero lo que se reprime  está presente, se capta inconscientemente.

Cuando Freud dice que todos los hombres tienen en su incons­ ciente un aparato que les permite conocer el inconsciente de los otros,  no está hablando de nada extraño, de ninguna telepatía, de ningún  mensaje secreto ni fuerza oculta, está hablando de que el hombre se  expresa y todo lo que hace expresa una gran complejidad, frente a lo  cual nosotros nos defendemos por medio de la represión, de la inhibi­ ción, aunque a veces se nos va la mano en la defensa y entonces ya no  entendemos ni siquiera lo que se debe entender.

En la doctrina psicoanalítica, el inconsciente es una capacidad de  captación y de formulación que excede en mucho del nivel de la  conciencia, no es, como en algunas filosofías o psicologías, una zona  marginal y, digámoslo así, oscura, entre lo físico y lo orgánico y lo  psíquico; sino al contrario, es una zona psíquica que excede el nivel  de lo consciente. La conciencia se tiene que proteger de un exceso de  saber, de un exceso de captación, de un exceso de recuerdo, de un  exceso de comprensión, porque si no la angustia haría sentir la multi­ plicidad de las tendencias y pondría en cuestión (eso es lo que hace la  angustia) la unidad del ser, que es una ilusión necesaria para vivir.

El tiempo tal como lo solemos vivir, dice Freud, es una defensa:  ponemos el pasado bien a distancia como lo que ya no es, y el futuro a  distancia como lo que aún no es, para no ser apabullados por la trama  de nuestros acontecimientos pasados y de nuestros posibles, y poder­ nos sostener por medio de una selección.

La vena romántica de Freud podemos percibirla en la noción de  inconsciente, con todo el talento inconsciente que implica. Talento  en muchos sentidos, no solamente el talento plástico que tiene todo  el mundo que es capaz de soñar y de ver en vivo, con un parecido  increíble, a alguien que no ha visto desde hace años y décadas, de tal  manera que en cierto modo todo el mundo es un gran pintor, pero sólo  cuando está dormido. Lo que es infrecuente es que lo sea despierto.

Cuando Freud estudia la compulsión de repetición, se refiere a  aquellas gentes que tienen lo que él a veces llamaba un destino, es  decir, un esquema de vida, de comportamiento y de relaciones huma-

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ñas, de los cuales no logra salir. Por ejemplo, alguien se consigue una  mujer que le sirva de superyó, de ley, que le eche cantaleta y le ponga  horario; finalmente ese matrimonio se rompe y se enamora de otra y  dice, bueno, ahora por lo menos una cosa está garantizada, me conse­ guí una completamente diferente. Sí, diferente sí, pero de novia cuan­ do da el paso, generalmente fatal, de lo noviazguil a lo marital, descu­ bre que se casó con la misma, que lo está regañando igual; ¿cómo la  descubrió a pesar de las apariencias noviazguiles? Por el inconsciente.  De tal manera que todo el mundo es un genio sólo que contra sí  mismo o cuando está dormido. La universalidad del genio también la  piensa Freud pero con su propio pesimismo, sin el optimismo romántico.

Ahora bien, el vínculo del psicoanálisis con el romanticismo es  muy complejo. Sobre esto es muy notable el estudio de Thomas Mann,  El puesto de Freud en la historia. Uno de los problemas en que más se  detiene allí Thomas Mann es en el análisis de las relaciones de Freud  con el mito.

El romanticismo se caracterizó, como decía, por la renovación del  interés por lo mitológico como aspecto decisivo y esencial de la vida  humana, y no solamente en

los pueblos de tal o cual clase, más o  menos primitivos, no solamente en tal o cual época, sino en general y  siempre. En la concepción romántica hay una dimensión mitológica  de la vida, igualmente ocurre en el psicoanálisis en el que los fantas­ mas colectivos se llaman mitos y los mitos privados, fantasmas, pero en  ambos casos se trata de lo mismo, el hombre habita en el mito como  habita en el lenguaje. Los kantianos modernos también lo consideran  así, por ejemplo Cassirer, quien en sus estudios sobre el mito parte del  reconocimiento de que el hombre habita en el mito y que gran parte  de su existencia es mítica.

El racionalismo combatió lo mítico, lo folclórico, lo religioso; todo  lo que generalmente llamó superstición, espejismos que el hombre  superaría por medio del saber, de la razón, de la ciencia; algo que  simplemente debía ser despejado, negado, rechazado, refutado; por  ejemplo, los racionalistas franceses trataban la religión en términos de  refutación: es falso porque...

El paso a la modernidad es un cambio de actitud ante todo eso,  ante la religión, la mitología, el folclor, los cuentos populares, los cuen­ tos de hadas y demás, que ya en el siglo XIX y XX no se tratan como  los trató el racionalismo clásico. En la modernidad de lo que se trata  ya no es de refutar sino de interpretar, esto se ve en grandes intérpre­

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tes como Marx y Nietzsche, ambos muy combativos con la religión,  pero su posición ya no es ni mucho menos la de los racionalistas, ni la  de los filósofos materialistas franceses e ingleses; ya no tratan la reli'  gión como Voltaire o como una superstición propia de ignorantes o  como una maniobra patronal de los curas y los terratenientes para  engañar a la gente y ponerla a funcionar, que era el tratamiento que  le daban primero los racionalistas al tema.

Para Marx se trata de interpretar como lo podemos ver ya en sus  Tesis so

bre Feuerbach donde dice: Feuerbach sostiene que la Sagrada  Familia no es más que un reflejo celestial de la familia humana, lo que  está bien, pero lo que hay que saber es por qué la familia humana  necesita y produce un reflejo celestial. De la misma manera, cuando  Marx comenta -también en la juventud- las pruebas de la existencia  de Dios, la crítica que hizo Kant, que es un desmantelamiento en  términos lógicos, se siente inmediatamente la insatisfacción de Marx,  no porque esté en desacuerdo con Kant, sino porque para él ya no se  trata de hacer una refutación en términos lógicos y da un ejemplo  bien lejano:

De lo que se trata para nosotros, no es por ejemplo de refutar el  oráculo de Delfos; de lo que se trata para nosotros es de entender  qué significaba para los griegos, qué funciones desempeñaba en la  sociedad griega y no de ponemos doctoralmente a refutar.

Esa es la posición moderna, la misma de Freud: interpretar. Freud  en su obra sobre la religión, El porvenir de una ilusión, trata de ver de  dónde surge la necesidad de la religión, qué tipo de verdad contiene,  porque él sabe muy bien que es simplista creer que no es más que un  invento de alguien que por casualidad se difundió.

La posición del racionalismo clásico es en el fondo una posición  impotente, porque la refutación de la religión, del mito, de la supers­ tición y demás no logra en absoluto destruirlos. Los mitos vuelven  acrecentados, aunque ya no se llamen Wotán sino Adolfo Hitler, son  tanto más peligrosos cuanto que sí existen, y la creencia en un dios  que no existe

 es algo más o menos pasable, pero en un dios que sí  existe, es terrible. Toda esa mitología excluida con el cientificismo,  con el ultrarracionalismo, vuelve en otras formas, en figuras políticas,  por ejemplo.

Cuando creíamos que ya habíamos superado todo, que ya no te­ níamos más que la ciencia, de pronto nos vemos en las formaciones  colectivas más típicamente religiosas, de pronto nos vemos en las ce­

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remonias más raras, como si hubiéramos resucitado en el antiguo Egipto  y estuviéramos rindiendo culto a un texto sagrado y embalsamando a  un faraón a nombre de la ciencia.

Thomas Mann decía con mucha agudeza que precisamente en la  modernidad (él se refiere al nazismo concretamente) nada es más  necesario que el psicoanálisis como manera de tratar los mitos que  vuelven a dominamos y contra los cuales el cientificismo refutador es  impotente; los mitos si no los entendemos no podemos tratarlos. En el  último ensayo sobre Freud, escrito diez años después, Freud y el futuro,  dice:

Nuestro inconsciente no puede ser excluido, ni reducido a ningu­ na fórmula científica; se trata de tener una relación con nuestro  inconsciente que esté hecha de arte y de distancia irónica.

Que sea artístico-irónica y que no esté hecha de odio y de miedo  como la que actualmente tenemos.

La verdadera posición de Freud es la de volver a la temática ro­ mántica, de darle de nuevo la importancia que no se le puede negar  ni a la infancia, ni a la sexualidad, ni al amor, ni a lo mitológico, ni a  lo popular, y de venir a ella con una posición racionalista, es decir, no  a rendirle un culto ciego y a intuirla por la simple simpatía, sino con el  propósito de entenderla. Eso significa también una nueva actitud ante  el arte, que será la posición psicoanalítica.

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IX

El arte como principio de realidad humana

Como vimos, el pensamiento romántico tiene mucho que ver con  los antecedentes del psicoanálisis. Encontramos en las obras de Freud  y sus continuadores una temática que ya conocíamos como preocupa-  ción fundamental del romanticismo: la infancia, la sexualidad, el amor;  el chiste, el humor, la angustia, el terror, el horror que Freud denomi­ na “lo siniestro”, el sueño, los cuentos populares y de hadas, el arte;  temática que en los románticos procedía de la protesta contra el  racionalismo por dejar de lado como secundario todo aquel aspecto  de la vida humana del que no podía dar cuenta racionalmente, in­ cluida por tanto la locura.

A la temática se añade la metodología, la libre asociación,

 la regla  fundamental del análisis que es la obligación más difícil de seguir:  hablar libremente sin ejercer ninguna crítica ni lógica, ni estética, ni  moral sobre las ocurrencias que a uno se le vengan, y que, como vi­ mos, fue tomada por Freud de sus lecturas de Borne.

Pero si bien es cierto que existe entre romanticismo y psicoanálisis 

la afinidad anteriormente expuesta, lo paradójico es que el psicoanálisis  también viene a ser en cierto modo lo contrario del romanticismo,  porque si el romanticismo se oponía al racionalismo, el psicoanálisis no.  El psicoanálisis es un deterninismo que sostiene como su ideal la  cientifícidad, el análisis, el entendimiento, con todo lo que tiene de  aguafiestas desde el punto de vista romántico, porque el romántico  siempre teme que el análisis le dañe la vivencia incomunicable, ine­ fable del arte, de la belleza, del amor, de la fe y demás. A esto se  dirigía precisamente la crítica de Hegel en la Fenomenología del espíri­ tu, refiriéndose al odio de los románticos contra la potencia analítica  que mata lo vivo, lo orgánico, la impresión del conjunto, en búsqueda  de la explicación, del análisis de los elementos que lo componen. Dice  Hegel:

La belleza sin fuerza odia el entendimiento, porque el entendi­ miento pide de ella lo que no está en capacidad de dar. Pero la

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vida del espíritu no es esta vida que se protege aterrada ante la  muerte y retrocede ante la devastación. La vida del espíritu es la  vida que lleva en sí misma la muerte, que la mantiene en sí mis-  ma, y el espíritu nunca tiene tanta fuerza como cuando sabe vol­ ver a encontrarse en el seno del más profundo desgarramiento.

Hegel muestra que ciertamente el entendimiento es muerte por  todo lo

 que tiene de implacable, de profanador de lo intocable, lo  sagrado. La fuerza del espíritu es sostener el sentido no protegiéndose  contra el análisis, sino en el análisis, en la comprensión.

En este sentido el psicoanálisis se vincula mucho con un pensa­ miento como el de Heidegger al mantener la misma temática román-  tica con un enfoque analítico, y una visión del hombre que procede  en gran parte del arte mismo. En Los sueños de la Gradiva de Jensen,  Freud finalmente confiesa que debe mucho más a los poetas que a  todos los neurólogos, psiquiatras y médicos, a los que en realidad no  les debe nada; en cambio sin Sófocles, sin Edipo, sin Shakespeare, sin  Dostoievski no se configura la concepción del hombre que termina­ mos por considerar como típicamente psicoanalítica, pero que es deri­ vada del arte mismo donde la encontramos anticipada casi literal­ mente.

La filosofía desde sus orígenes apeló al arte como a una especie de  síntesis superior. Cuando Platón llega a un impasse y no encuentra un  camino para descifrar algo, por ejemplo ¿qué es la investigación? en el  Fedón o ¿qué es el lenguaje? en el Cratilo, acude entonces a los poetas  porque según él los poetas son los que conocen la verdad, aunque no  saben por qué la saben. Las relaciones del arte con la filosofía son  relaciones muy estrechas y muy tensas. Nunca encontramos que se  ignoren entre sí o que convivan en simple yuxtaposición. En la obra  de Platón vemos cómo el arte es un verdadero problema: a veces lo  exalta como solución secreta y oculta de todas las dificultades, a veces  lo trata como una especie de seducción o de embriaguez del espíritu.

A Kant, el ar

te lo conduce a ir mucho más lejos de donde quería  mantener delimitada la racionalidad, comienza a superarse a sí mismo  precisamente cuando, ya en plena vejez, se enfrenta con el fenómeno  estético.

En el pensamiento psicoanalítico el arte va a adquirir una posi­ ción particular porque es la fuente misma; el texto de Freud procede  del conocimiento de determinados fenómenos humanos como la his-

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tena y la obsesión, y de una gran intimidad con un conocimiento  artístico del hombre.

La concepción del hombre que resulta del psicoanálisis podemos  designarla como una concepción trágica.

Freud no considera el desarrollo humano como una evolución,  como lo hacen muchas psicologías, psicología de la forma o psicología  del aprendizaje como la de Piaget, psicologías que podríamos consi'  derar evolutivas o genéticas, para las cuales el desarrollo humano con-  siste en una progresiva maduración que es posible medir con test y  demás y así adjudicar la inteligencia de los seis años, la inteligencia  de los nueve años, etc. En el psicoanálisis no nos encontramos con la  idea de un desarrollo natural, con la evolución intrínseca que puede  eventualmente ser estorbada o facilitada por el mundo circundante,  pero que en potencia es dada. Lo que nos encontramos en psicoanálisis  es con una serie de dramas que son constitutivos del ser humano.

Cuando hay una situación de duelo, es decir una pérdida que  deja grandes huellas en el sujeto y que significa una transformación  de su posición en las relaciones iniciales con la madre, un cambio en  la situación que le confiere al hombre una identidad momentánea;  por ejemplo, el nacimiento de un hermanito modifica la situación del  niño en la constelación familiar, por lo tanto su identidad; se desata  entonces la investigación originaria, que Freud explica en el caso  Juanito con una serie de preguntas: ¿quién soy yo ahora que ésta está  aquí (la hermanita) ?, luego ¿qué significa ser hombre y mujer?, ¿cómo  vienen los niños al mundo?, etc. El niño se vuelve entonces un inves­ tigador en toda regla, pero porque le toca, es decir; porque se ve en  cuestión su identidad; comienza a preguntarse por la causa porque  necesita conocerla, si no lo necesitara no se preguntaba, porque el  hombre necesita preguntarse por la causa porque su sufrimiento de­ pende mucho de ella. Supongamos que la persona que amamos se fue;  en qué medida esto significa una gran pérdida o no, o vale o no la  pena sufrir por ello, depende de saber por qué se fue: si se fue porque  está enamorada de otro la cosa es muy grave; pero si se fue porque  necesitaba de todas maneras irse a atender un asunto o bien, si se fue  porque consideraba que estábamos demasiado fríos y quería que nos  hiciécemos falta, entonces la cosa no es nada grave. Así, si es o no  grave, si hay o no sufrimiento depende de la causa porque se haya ido.  La investigación por la causa es una investigación esencial, es aquélla  con la que el sufrimiento permanentemente nos interroga. Es, pues, la

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identidad en cuestión el impulso mismo del pensamiento y, como ve-  remos, de la producción artística.

Freud advierte en varios textos, particularmente en Psicología de  ¡as masas y Anáfisis del yo sobre el cuidado de no introducir como  recurso explicativo la noción de instinto, que no resulta ser más que  un aparato pseudoexplicativo: ¿por qué piensa el hombre?, porque hay  un instinto de pensar; ¿por qué está en sociedad?, porque hay un ins-  tinto gregario, y así sucesivamente, con lo que todo queda explicado  de antemano y se acalla toda pregunta más bien que responderla. Si  se trata de pensar, por ejemplo, en la posibilidad de hablar se debe  mostrar dónde, a partir de qué se genera.

Como vimos, una característica muy propia del psicoanálisis es  haber apreciado en toda su significación la extraordinaria carencia  instintiva del hombre, que

 cualquiera puede observar en el niño. El  hombre es el animal que más aprende y menos instintos tiene; instinto  en el sentido de un saber heredado de

 conductas adaptadas que no es  necesario aprender, sentido que se le da en biología a la conducta por  la cual un pájaro sabe hacer el nido sin haberlo visto hacer y sin nin­ gún aprendizaje. El hombre es el ser más desprovisto en ese sentido y  más abierto en el otro, porque el pájaro cuando rompe el cascarón ya  sabe casi todo lo que va a saber, rico en instintividad es muy pobre en  aprendizaje. En el hombre, en cambio, pobre en instinto y rico en  aprendizaje, se hace necesario que sus características esenciales sean  buscadas en una historia, con lo que se llega a un sentido nuevo de la  historicidad humana. Lo que Freud hizo con el individuo personal es  algo parecido a lo que hizo Marx con la sociedad en conjunto: cam­ biar la naturaleza por la historia en el orden explicativo.

A ningún marxista se le ocurre en su estudio de una sociedad dar  prioridad en su explicación a fenómenos naturales como raza, clima;  tampoco se le ocurre a un pensamiento freudiano dar prioridad a fe­ nómenos naturales en el orden personal, por ejemplo, no explicaría  una conducta como hereditaria o biológica, se acentúa el carácter  definitorio de la historia vivida.

La sexualidad animal funciona por un mecanismo biológico ins­ tintivo, estímulo-respuesta, estímulo-olfativo, visual o de otra índole,  y una respuesta adecuada a la reproducción. Mientras que en el caso  humano no vemos ningún vínculo preexistente entre las pulsiones  sexuales y los objetos que las satisfacen; éste debe ser encontrado en

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una historia, que es la que permite explicar la extraordinaria diversi­ dad que es posible encontrar entre el deseo de uno y otro individuo.

La identidad sexual tampoco está dada por la corporalidad, se  encuentra en la historia. Un individuo por determinada salida de su  infancia puede dar en una identificación inconsciente con la madre,  que rija toda su conducta sin él saberlo, incluidos sus deseos sexuales;  igualmente puede ocurrirle a una dama una identificación incons­ ciente con su padre. Es decir, que no hay ninguna garantía biológica  de la dirección de la sexualidad, ningún equilibrio entre sexualidad y  fecundidad o sexualidad y reproducción, ni siquiera una coexistencia  del deseo y la fecundidad como sí se da en las hembras de los mamíferos.  Allí donde, según las ideas cristianas y judaicas, parecía que el hombre  se acercaba más al animal, en la sexualidad, según Freud es donde  más claramente difiere, donde nada se explica como natural.

Igualmente ocurre con el lenguaje: aprendemos a hablar si encon­ tramos la manera de entrar en un triángulo de relaciones en el que  circule la palabra y en el que el niño accede a la utilización del yo,  entre los pronombres el que más tardíamente aprende a emplear y que  es con el que se constituye propiamente como sujeto del lenguaje. Lo  último que el niño aprende del lenguaje más esencial son los pronom­ bres, yo, tú, él, porque no son palabras

 con un referente fijo como  mamá, que siempre es la misma o guau-guau, que siempre es el mismo;  sino que yo es todo el mundo en la medida en que sea el que está  hablando, tú es todo el mundo en la medida en que sea al que se está  hablando y él es todo el mundo en la medida en que sea del que se  está hablando; es decir, que los pronombres son la forma del lenguaje  que designa funciones lingüísticas y no objetos o personas concretas.  El empleo de la primera persona es el que más tardíamente se logra; es  frecuente que los niños relativamente pequeños, digamos de tres años,  se refieran a sí mismos diciendo él no quiere en vez de no quiero,  porque el encuentro del juego de los tres es un poco más tardío y para  que se produzca es necesario que realmente se relacionen tres de tal  manera que circule entre ellos el afecto, la identificación posible con  el uno y con el otro y con aquél que ellos ven en mí, que es la primera  identidad. Es, pues, claro que al lenguaje no se entra en forma natu­ ral; y si no se da el trío no se aprende a hablar. Porque el hombre, dijo  Marx, no viene al mundo provisto de un espejo proclamando filosófi­ camente como Fiechte: “yo soy yo”; al contrario, no puede conocerse  a sí mismo si no comienza por identificarse con el otro hombre. Así se

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anticipa Marx a una nueva concepción de la conciencia de sí, él, que  veía lo social antes de la conciencia de sí y como condición de la  conciencia de sí. Allí donde Descartes ve la conciencia de sí como lo  elemental y la evidencia primera, Marx hace la observación de que  no hay conciencia de sí, si no se comienza por la relación con el otro;  también observa que el pensamiento es contemporáneo del lenguaje y  que un lenguaje privado es una contradicción en los términos.

Se aprende, pues, a hablar si se dan las condiciones, pero esas  condiciones son dramáticas. Es en ese sentido que la concepción del  hombre psicoanalítica es

 trágica: todo avance del hombre requiere un  duelo, y todo duelo plantea un problema del que puede resultar una  regresión o un gran progreso cualitativo. En el caso del nacimiento de  un hermanito es clásico observar que el niño trate de rechazarlo, de  devaluarlo: “¡Ah, pero no tiene dientes, no habla!”, esa es una de las  reacciones más sanas, pero como en ese punto no encuentra apoyo en  los padres que están en el gran alborozo y afecto por el recién nacido,  tiende a pasar por un momento de duelo. La primera figura de ese  duelo es una regresión: vuelve a orinarse en la cama o pierde ciertas  organizaciones del lenguaje que ya había adquirido; el desarrollo que  de ahí se siga depende de la manera como el niño logre organizar  entre el más y el menos un nuevo equilibrio y un nuevo autoaprecio,  o, como diría Freud, un nuevo narcisismo. Lo más sano es que pueda  valorar la diferencia, ver sus ventajas en lugar de ver sólo las desven­ tajas, él puede dar el paseo con el papá mientras el otro está en la  cuna o cargado, él puede hacer lo que el otro no puede; en cambio, es  muy malsano tratar de compensarle las atenciones que recibe el bebé  con un tratamiento del mismo tipo: bombones, demandas orales, rega­ los, porque es estimularle el camino de la regresión.

No hay, por tanto, que hacerse ninguna ima

gen idílica del desa­ rrollo humano según la cual sólo se necesitarían buenas condiciones,  buenas atenciones, más y más mamá y cantidades de mamás: mamá-  Estado, mamá-patria, mamá-universidad, salacuna cultural. No, lo que  se necesita es elaboración de duelos.

La visión de que sin pérdida no se avanza, de que la organización  del desarrollo es por medio de duelos y tragedias, es esencial al pensa­ miento psicoanalítico. El duelo está siempre presente, presente siem­ pre el temor a nacer. Rank se equivocó porque consideró el trauma  del nacimiento en el pasado, cuando en realidad está continuamente  presente. En el origen no es importante porque, dice Freud, entonces

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el nacimiento no es ninguna pérdida de la madre porque la madre no  es aún un objeto para el niño. Pero

luego, el nacimiento traumático es  un mito recurrente en la vida como uno de los grandes temores: el  miedo a nacer, el deseo de volver, de regresar, el miedo a nacer que  produce cualquier cambio.

La adolescencia o el matrimonio como cambios generan por la  transición

 a una vida diferente una crisis. Los temores que esto pro­ duce se expresan de muchas maneras, pero una típica es la formula­ ción de demandas contradictorias. Así el marido que en una situa­ ción crítica le pide a la mujer cosas opuestas: que sea la más apasiona­ da de las amantes y al mismo tiempo que sea igualita a su mamá, que  le haga las mismas atenciones y contemplaciones que ella le hacía, y  la mujer no logra adecuarse a ese tipo de demanda doble. O también  el adolescente que pide liberación, pero si se le suelta la rienda por  completo se considera abandonado, y entre el deseo de liberación y el  miedo al abandono produce demandas contradictorias. Todos formu­ lamos continuamente demandas contradictorias, lo que, desde luego,  no facilita mucho las relaciones interhumanas.

Abordemos ahora el problema del arte en el pensamiento psicoa-  nalítico.

Para comenzar, encontramos antes de toda realización artística con­ creta la noción de representación. Esta concepción no naturalista in­ cluye al arte como una potencia de representación en el comienzo  mismo de la vida humana. Sobre la representación tal como se entien­ de en psicoanálisis, dice Michel de M’uzan en su libro Del arte a la  muerte:

Lo que aquí está representado no es propiamente ni lo agradable  ni lo real, sino una situación, la situación en el mundo de un ser  de deseo, que en sí misma constituye una nueva realidad.

Michel de M’uzan, especialista en enfermedades psicógenas, mu­ chas de ellas mortales como la colitis ulcerosa, algunas cardíacas y  formas de la úlcera péptica, observa en su trabajo la extraordinaria  diferencia que existe entre el momento en que el paciente no puede  por ejemplo pintar o escribir nada sobre su experiencia, y el momento  en que comienza espontáneamente a representar; trae el caso de una  niñita que comenzó a representar en forma de pintura muchos de sus  temores: pintaba un árbol y al lado una niñita; sin saberlo se represen­ taba a sí misma con una distancia frente a sus temores y deseos, y en la

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construcción de esas nuevas realidades de las que habla hay ya una  superación.

La potencia constructiva es nuestro ingreso en el lenguaje. En el  ejemplo que

 veíamos del/ort-da, del juego del sobrinito de Freud, se  pasa de padecer

 el mundo, que la mamá se vaya o venga, a tratar de  construir un mundo. La pareja de palabras no designan simplemente  lo que está sucediendo, es el juego de producir lo que hasta entonces  sólo se padecía, es una nueva potencia lo que con ello se introduce;  luego vendrán otras que no subrayo porque son conocidas desde Kant  y otros anteriores, la de clasificar el mundo, la de introducir una  permanencia, entre otras. El objeto denominado es el que permanece.  Al principio el mundo es un simple correlato de mi deseo, el mundo  entonces no permite búsqueda porque las cosas que deseo aparecen y  desaparecen, y si no están no hay manera de buscarlas porque no  diferencio lo que existe de mi impresión, no hay todavía la permanen'  cia que se encuentra con la denominación.

Todo lo que es lenguaje se inicia por la potencia de representa-  ción. Representar es para el hombre, esencial, es una respuesta a toda  la serie de duelos que debe enfrentar, El psicoanálisis introduce una  nueva concepción del arte, el trabajo artístico no como una especiali­ dad propia de ciertas individualidades, sino como una dimensión esen­ cial del hombre.

Veamos ahora la concepción de la experiencia que introduce el  pensamiento de Freud, que nos acerca mucho al tema del arte.

En Freud hay una concepción del tiempo nueva, porque no está  visto solamente en el sentido lineal que va del pasado al presente y  del presente al futuro, sino en un sentido más complejo. Así, el pre­ sente no solamente depende del pasado como los efectos de las cau­ sas, sino que también el pasado es permanentemente reinterpretado  por el presente que le asigna un nuevo valoi; o que lo reprime en el  olvido, o que lo renueva dándole una fuerza inaudita a aquello que  en el momento de vivirlo no la tuvo; sin lo cual no sería posible el  análisis y que es lo que hace que cada crisis sea una manera de remi­ timos a las crisis anteriores, que el movimiento regresivo sea una de  las características del progreso. En pocas palabras, se introduce una  concepción dialéctica del tiempo, en la cual las posiciones no están  fijas, hay una movilidad hacia el pasado y no sólo hacia el futuro, lo  que Freud denomina regresión ya no en un sentido peyorativo o  patologizante, sino como una apertura permanente con posibilidad de

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revisar, de volver a estar en un drama que tuvo una salida y habría  podido tener otra.

Esta formulación del tiempo hace que nada sea realmente nuevo y  actual en la experiencia humana, y esto en varios sentidos. No hay  ninguna experiencia que no sea leída a través de un conjunto de lo  que en ella proyectamos como ya vivido, como temores, como apeten­ cias y esperanzas; de lo que transferimos de una relación anterior a  una nueva. Cada actualidad está sobrecargada y sobredeterminada  por la lectura que de ella hacemos con los dramas de nuestra vida, a  partir de los cuales pensamos, y por esto mismo ning

una experiencia  es exhaustiva o definitiva. Freud consi

dera que toda experiencia es  reserva: está aquí y ahora, aquí y ahora la vivimos, pero también es  una reserva de sentido porque el futuro dirá qué es lo que de sus  posibilidades será desplegado, qué reprimido, inhibido, incompatible  con el camino de nuestra vida o necesario o reforzado por lo que vendrá.  Toda experiencia es al mismo tiempo recuerdo y reserva, no hay nin­ guna actualidad de una presencia pura que no contenga recuerdo ni  sea reserva. Esta es una nueva noción de experiencia, que ya en su  manera de ser expuesta es fácil ver que se trata de una noción artística  de experiencia, porque es la experiencia de un mundo  fundamentalmente construido con nuestros dramas, y el arte es  igualmente construir un mundo con nuestros dramas.

La psicología del siglo XV1I1 y la del siglo XIX, aunque con otro  lenguaje, solía creer que el hombre cuando es objetivo, neutral, en­ tonces piensa, constata la realidad; pero cuando se le atraviesan los  deseos, los afectos, los temores, entonces se separa de la realidad.  Para el psicoanálisis, en cambio, el hombre piensa no a pesar de sus  problemas, a pesar de sus dramas, sino a través de ellos, con ellos, en  ellos; ningún pensamiento es una maduración o desarrollo natural, es  siempre la elaboración de un duelo, la necesidad de integrar por medio  de un trabajo el pasado, los dramas vividos. A este propósito veamos  un texto de Michel de M’uzan en el que la noción misma de experien­ cia introduce el arte como un principio de realidad humana:

He distinguido dos principales orientaciones de la personalidad,  fundándome en la existencia o no de una sólida elaboración de la  categoría de pasado. Por el término de pasado no entiendo yo la  suma de acontecimientos vividos, sino su reescritura interior, como  en la novela familiar (se refiere aquí a La novela familiar de Freud),

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a partir de un primer relato. Utilizo aquí el término relato en ra­ zón de la homología de forma, de estructura, entre esta historia  interior y una elaboración novelística. El primer relato que ha  elaborado el individuo se ha visto obligado a elaborarlo en el mo­ mento del complejo de Edipo.

Se trata de dar cuenta de la concepción psicoanalítica del pasado  como actividad en reelaboración permanente. El pasado no está de­ positado, marcado en algún lugar, guarda

do en ningún inconsciente  que podamos concebir como un archivo donde las cosas molestas las  escondamos en algún cuarto de San Alejo, el pasado es una potencia  en acción.

El pensamiento de Freud descubrió esa actividad continua que  hace que el hombre se considere el mismo de antes, mantenga una  unidad de identidad, una continuidad; es decir, seleccione de la  multiplicidad efectiva de su sen

 de sus deseos y de sus temores, múlti­ ples y no necesariamente compatibles, alguna figura en la que pueda  reconocerse, esta selección supone represión, olvido como potencia,  no simple desdibujamiento, sino como una actividad derivada de la  necesidad de olvidar aquello no compatible con la única figura en la  que podríamos reconocemos, de la necesidad de borrar que ya Nietzs-  che había denominado “potencia liberadora”. Esta concepción positiva  del olvido como actividad es la que explica que el pasado sea una  novela en permanente proceso de reescritura, como lo describe Michel  de M’uzan, y no simplemente una colección de datos, que cuando se  da, como es el caso en el obsesivo, no es más que la expresión de la  angustia que genera el texto del pasado.

Para captar la esencia del tiempo, mejor que análisis directos filo­ sóficos, es la observación de formas patológicas de vivirlo. Por ejemplo,  en la neurosis obsesiva es característico que el tiempo angustie mu­ cho: para evitar la incertidumbre que produce el futuro como conjun­ to de posibles abiertos, el neurótico obsesivo procede a trazar un itine­ rario, si le es posible a marcarlo en un mapa, a

 fijarse un estricto hora­ rio; todo tan claro, tan preciso, tan determinado de antemano que el  futuro como sorpresa, como posible redefinición queda suprimido por­ que ya se ha convertido en una especie de pasado; y la inquietud que  también produce el pasado como reserva de sentidos, la controla  oficializándolo: toma la foto de cada acontecimiento importante, el  cumpleaños, el día del grado, el día del matrimonio, los cinco años de

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trabajo en la oficina, los diez, los quince, y en la billetera el álbum  como si llevara el pasado en el bolsillo.

Las defensas contra el tiempo revelan la angustia que conlleva la  operación necesaria de la temporalidad: el fenómeno de la espera;  lanzarse hacia algo y encontrar que no sabemos lo que seremos al  terminarlo; iniciar una relación sin garantía alguna en la que se está  arriesgando todo, inclusive el pasado, porque ella puede descubrimos  lo que ignorábamos de nosotros mismos y darle una fuerza inusitada a  lo que había pasado como desapercibido en nuestra vida.

En esa manera de concebir el tiempo como forma de elaboración,  ya está

 presente el arte como elemento constitutivo del sujeto huma'  no, anterior a toda realización artística propiamente dicha.

Kant difería enormemente de Freud en su enfoque del arte. Él  parte de un análisis lógico del juicio estético, se pregunta si el juicio  estético es un juicio empírico de gusto o el juicio de un sujeto tras'  cendental, juicio

por lo tanto necesario en el mismo sentido en que lo  es, por ejemplo, la afirmación de dos más dos son cuatro. En el desarrollo  de su pensamiento sobre el arte, éste va dejando cada vez más de  reducirse a un campo concreto, por ejemplo, cuando estudia la  arquitectura la piensa no sólo referida a la construcción, sino que la  extiende al trabajo en general con el espacio, a la construcción de  objetos que sean a la vez útiles y significativos. Su pensamiento llega  hasta la consideración de la conversación como la más importante  entre todas las artes, porque reúne en sí a todas (poesía, teatro, mímica,  narrativa...), la conversación como el arte de la vida cotidiana, el  arte de ser, el más alejado de cualquier especialización. Al considerar  este ser artístico sin especialización ninguna, se va acercando, desde  un punto de partida lejanísimo al pensamiento psicoanalítico, a la  posición esencial del psicoanálisis, para el cual el arte no es una posi'  bilidad entre otras, sino un principio constitutivo del sujeto mismo.

Algo similar plantea Heidegger en una dirección diferente. Para  él el

 arte es la primera manifestación de la verdad prepredicativa.  Verdad predicativa es hacer un juicio sobre algo, encontramos, en-  tonces, una noción de verdad que se reduce al estudio de los predica­ dos o los juicios, y que define la verdad como la adecuación del juicio  con la cosa juzgada y el error es la inadecuación; pero la verdad se  mantiene sólo con relación al juicio, es un problema de pura lógica.

Heidegger ha buscado desde los griegos y en el transcurso de su  pensamiento cada vez con más precisión, una consideración de la ver­

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dad anterior al juicio, es decir, del develamiento -como él lo llama-  de la cosa, primero como cosa significativa, antes de todo predicado  sobre ella. Ese develamiento es artístico, porque el arte es esencial en  la constitución del mundo: usin poesía no hay mundo alguno”, decía  Heidegger en “Hölderlin y la esencia de la poesía”.

En el psicoanálisis el arte es constitutivo del sujeto mismo, de su  unidad, de su apertura hacia un futuro; todo lo cual significa un tra­ bajo permanente. Ya es un trabajo mantener una cierta, vaga, preca­ ria y siempre amenazada unidad a la cual damos el nombre de yo,  alejando para ello muchas cosas de nosotros. Veamos por ejemplo lo  que Freud llama la motilidad, la necesidad de responder en la prácti­ ca a los desafíos del mundo circundante, del contorno. La motilidad  exige síntesis. El psicoanálisis descubre que el hombre es múltiple,  que la unidad del sujeto no está dada, nunca es lograda ni definitiva;  sin embargo debe actuar de una manera única, aunque tenga al mis­ mo tiempo miedo y rabia, no puede a la vez huir y atacar; el paso a la  motilidad lo obliga a dar prioridad a uno de los dos impulsos y a mini­ mizar el otro.

Cuando no hay exigencia de motilidad, se da más juego a la mul­ tiplicidad.

 Por eso decía Freud que el sueño es el camino real hacia el  inconsciente, porque durante el sueño está excluida la motilidad,  entonces la contradicción de huir y atacar no se da, porque no se va a  hacer ninguna de las dos cosas; tampoco se dan las contradicciones  con la ubicuidad que corresponden a la vida práctica. En el sueño se  puede estar en una mezcla de dos sitios, ver a alguien que combina  rasgos de dos personas, etc.; al no haber una necesidad de motilidad,  la exigencia de represión es menoi; con lo que se produce esa flexibi­ lidad plástica propia del sueño, y propicia por tanto para llegar al in­ consciente.

Ese esfuerzo de síntesis, aunque no lo sintamos, es algo que se está  haciendo permanentemente. Lo que sí percibimos es ese tipo curioso  de descanso cuando algo que necesitábamos reprimir viene a nosotros  por la vía del chiste o del humoi; de manera que ya no requiere repre­ sión, y surge entonces la alegría del esfuerzo sobrante: la energía de­ dicada a la represión queda excedente y se manifiesta como risa, como  momento de liberación.

A este propósito, Freud, en su estudio sobre la interpretación Cons­ trucciones en el análisis, uno de sus trabajos filosóficos más notables al  final de su vida, menciona como uno de los pocos indicios claros de

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que una interpretación es verdadera, el hecho de que le produzca risa  a aquél de quien se trata en ella. El indicio fundamental de la verdad  de una interpretación es la capacidad que tenga de producir muta-  ciones. Pero desde el punto de vista filosófico la discusión es muy  importante, porque aquí no se trata más que de indicios, no hay prue-  bas directas, se deja rápidamente de lado el criterio de evidencia.  Freud dice que una interpretación no es cierta porque le parezca evi­ dente al analista, tampoco porque le parezca evidente al paciente; ni  tampoco porque al paciente le parezca horrible e inaceptable, queda  demostrado que sea falsa.

Freud deja de lado los criterios de la conciencia, como evidencia,  repugnancia, y opta por otros. Y precisamente por considerar el psi­ coanálisis con los criterios de la conciencia se han producido frecuen­ tes confusiones. Por ejemplo, Lévi-Strauss en Antropología estructural y  en La estructura de los mitos, objeta el facilismo del método psicoanalítico  porque todo lo que postula lo encuentra, por ejemplo, si ve un mito en  el cual una mujer horrible devora a alguien, entonces el psicoanalista  dice que hay un temor a las abuelas hostiles, pero si resulta que las  abuelas en esa sociedad no son hostiles sino muy consentidoras de sus  nietos, entonces el psicoanalista concluye que se trata de la hostili­ dad reprimida.

Igualmente se encuentra en el citado texto de Freud esa posible  crítica a la forma como el analista se puede facilitar las cosas: si el  paciente acepta la interpretación, eso demuestra que es correcta; si  no la acepta, quiere decir que le dolió porque se trataba de algo repri­ mido, entonces también es cierta; de tal manera, dice Freud, que con  cara gano yo y con sello pierde usted. Pero, precisamente, ninguna de  estas respuestas demuestra nada sobre la verdad de una interpreta­ ción; sólo sus efectos pueden constituirse como indicios de verdad;  uno de ellos puede ser la mencionada risa, otro más fuerte es la am­ pliación de la estructura de la conciencia que comienza a recordar  cosas que había olvidado desde siempre.

Nos encontramos pues, lejos de una doctrina de la evidencia  cartesiana o de cualquier otro tipo, más bien dirigidos hacia una doc­ trina de los efectos. Sólo los efectos de la interpretación son los que  pueden indicar su grado de verdad, efectos sobre la conciencia mis­ ma, es decir; sobre la inhibición y sobre la represión.

Esta es una primera consideración del arte desde el punto de vista  psicoanalítico, como algo que hace parte del proceso de elaboración

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del propio pasado, del proceso de espera, del proceso de la proyección,  de la construcción del futuro como una estructura de posibles y de  temores, como esa actividad que se deriva del hecho de que el sujeto  no esté nunca dado sino en permanente elaboración. Esa actividad es  lo que podríamos llamar el arte arcaico, el arte en sí, el arte inevita­ ble. El trabajo de construcción de un mundo vivible es el trabajo de  todos, construir un pasado vivible, recordable, unificado, de tal ma­ nera que el extraño ser que se debatía en conflictos inexpresables y se  dispersaba en temores y deseos inconfesables resulte alguien de quien  pueda decir fui yo, soy yo, es decir permanezca en una continuidad  que pueda en principio acceder a un discurso comunicable, lo cual  implica la continuidad de la identidad del que habla.

Porque lo que nosotros solemos denominar las implicaciones lógi­ cas del discurso, es algo que sólo opera cuando se sostiene la conti­ nuidad del emisor; en el delirio no funcionan las premisas lógicas del  discurso, el mínimo de condiciones lógicas. Cuando yo digo “vendí el  carro”, está implícito lógicamente que tenía un carro; en el delirio  todos esos implícitos existenciales lógicos faltan, por eso resulta más  difícil comprenderlo, aunque no deja de ser verdadero a su modo.  Quien oye decir “vendí el carro” a un individuo que sabe que nunca  ha tenido carro, inmediatamente pensará “está loco” y probablemente  de manera bastante torpe le dirá: “no digás tonterías hombre, que vos  nunca has tenido carro”, pero lo que está diciendo no son

 tonterías,  es tal vez una gran verdad. En la psicosis, al fallar el principio de  identidad, falla la represión y la unidad del yo...; en realidad el tipo  tenía un tío que mató con su carro a un muchacho y le dio una crisis  de culpa tan grande que vendió el cano enseguida, y como a él mismo  hace ocho días le pasó algo que le dio mucha culpa, entonces dice  “vendí el carro”; por la culpa se convierte en el tío, no puede hablar  desde sí mismo, entonces habla como la mamá, como el papá, como el  tío, por tanto los elementos lógicos del discurso dejan ya de operan  Este ejemplo nos revela una cosa muy notable: la lógica como funcio­ namiento es secundaria y derivada de una continuidad existencial, es  decir de una continuidad de identidad; si se habla desde diversas  posiciones y cambiando continuamente de una a otra, ya no se sostie­ ne ninguno de los principios lógicos, de identidad, no contradicción,  no ubicuidad, etc. Ese elemento previo al funcionamiento del proceso  secundario (así denomina Freud a todo lo que contiene la lógica, lo

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que es susceptible de conciencia), no es ningún elemento natural, es  la identidad.

El hombre tiene la potencia identificadora, potencia que lo cons­ tituye, la que hace el arte posible, la que hace el arte inevitable, la  que hace que el arte esté abierto a todos en principio, y que es la que  permite al niño identificarse en el espejo, identificar la figura que ve  allí como “ese soy yo”, una operación tan elaborada y que se da en un  momento tan primitivo (de los seis a los nueve meses), que el gorila,  el “primo” más cercano que tenemos no hará nunca y cuya inteligen­ cia práctica sólo alcanzamos a los cuatro o cinco años.

Esa potencia identificadora que determina tanto, moldea la con­ ducta y hasta diseña el cuerpo, es la que hace que la experiencia  resulte tan terrible, por su forma de marcar, pero también que la vida  humana resulte tan angustiosa o tan esperanzadora porque permane­ ce relativamente abierta. Como decía Dostoievski, maestro de Freud:

El hombre no se reduce nunca al conjunto de los acontecimientos  que le han ocurrido; es también lo posible, es también aquél que  lleva en sí esa palabra futura que lo cambiará todo.

Ese futuro posible que angustia hasta el punto de tratar de conver­ tir el futuro en un pasado, como en el obsesivo. Porque la angustia es  eso mismo: la apertura hacia la posibilidad de la mutación, la no ga­ rantía de identidad, la amenaza a

 la identidad por un deseo, por algo  reprimido que irrumpe, por un desafío como cuando algo muy deseado  finalmente se hace posible, entonces: ¿quién seré yo ahora que esto es  posible? Heide

gger define la angustia diferenciándola del miedo: si  vamos a la guerra y tenemos el temor de ser heridos o muertos en la  batalla, eso se llama miedo; pero si tenemos el temor de ser cobardes,  la pregunta sobre qué seré yo en esa situación, qué me revelará de mí  mismo lo que ahora va a ocurrir, eso ya no es miedo, es angustia.

La apertura del tiempo que nos coloca en un trabajo permanente  de reelaboración y la potencia identificadora hacen que nuestra exis­ tencia sea siempre interrogada por las cosas, por los colores, por las  formas espaciales. En este sentido nuestra existencia está siempre sal­ vajemente interrogada. Y el arte es una manera elaborada de dejar­ nos interrogar por una pintura, por un edificio, por una melodía o por  un escrito; sin dejarnos afectar, interrogar en lo que somos, no hay  contacto con el arte, puede haber erudición artística pero no relación  con el arte.

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Esa interrogación, el psicoanálisis la ha visto dramáticamente viva  en la experiencia de la fobia. Podríamos decir que el individuo que  tiene una fobia a la serpiente o al ratón, está en una situación artísti­ ca salvaje; un fenómeno, por ejemplo el ratón, lo está interrogando  sobre su ser, en un orden simbólico y en el orden de su identidad.

La situación de fobia es vivida con una fuerza que escapa al razo­ namiento abstracto y al razonamiento analítico. Esto quiere decir que  una explicación del tipo “señora, no se suba sobre la mesa que el ratón  no le va a hacer nada, él mismo tiene miedo de usted y tiene más  razón él que usted”, es completamente itil porque el terror no se  refiere a un peligro objetivo que ella misma sabe que no existe; se  trata de un ataque de angustia porque se siente interrogada por el  ratón como figura simbólica, que funciona a la vez como mbolo de la  masculinidad que entra por el huequito, del niño que sale del

 huequito, de la ferocidad que muerde, de lo que es femenino y mas­ culino al mismo tiempo, y por tanto la interroga sobre quién es ella.  Por eso en las fobias infantiles, perfectamente normales en todo el  mundo, se eligen figuras donde siempre hay un juego de opuestos  encontrados: el cucarrón, muy francamente anal, representa un im­ pulso de agresión reprimido que allí se hace presente y produce terror;  el abismo que representa el impulso a tirarse, produce el miedo a caer­ se cuando en realidad el terror se refiere al propio impulso; la serpien­ te, figura bisexual, que no se sabe si es una vagina dentada fatal o un  pene terrible que anda por sí solo sin ley alguna; figuras todas que nos  interrogan sobre lo que somos.

La realidad nos interroga siempre, por ejemplo el espacio. Una  introducción a la arquitectura podría ser el espacio imaginario, el  estudio de las claustrofobias, claustromanías, agorafobias. La plaza como  sitio de peligro, donde si se carece de referentes claros se produce la  pérdida de identidad; los ascensores como encierros, ataúdes mater­ nos, encierros fetales de los que no sabemos cuándo se va a abrir la  puerta y nos va a desembuchar.

Este estudio del espacio vivido como espacio imaginario es una  introducción a la arquitectura salvaje, porque el mundo está siempre  interpretado; el hombre no viene nunca a una relación de constatación  del mundo, de observación neutral, que luego se convierta en inter­ pretaciones; desde el comienzo el mundo es interpretado como ame­ naza y promesa, cada cosa se presenta como emblema de nuestra vida;  cavernas en las que podemos recogemos, ser albergados como en un

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nicho materno o que pueden devorarnos, estar llenas de sorpresas  peligrosas; abismos que pueden desprenderse y convertimos a noso­ tros mismos en lo perdible; redondeces acogedoras, puntas que agre-  den. Así el mundo vivido es siempre interpretado.

La construcción ideal del mundo neutral es una construcción a  posteriori

 de la ciencia. La interpretación artística del mundo en ese  primer arte salvaje, en el que nuestro propio cuerpo y nuestra propia  existencia están aludidos por todo, interrogados por todo, es la visión  primordial del mundo. El trabajo artístico no es más que el trabajo con  eso que somos más esencialmente, con nuestros dramas, nuestros te­ mores y esperanzas; trabajar con eso es hacer arte. De todas maneras,  hay un arte que está en nosotros: una interpretación del mundo; la  elaboración posterior de esto es lo que llamamos propiamente arte y  estudiamos como historia del arte. Sería absurdo pensar que la pintu­ ra nos dijera tanto y fuera para nosotros un mensaje tan conmovedor y  tan diferente, por ejemplo a la fotografía, si no fuera porque nosotros  podemos ser interpelados por lo existente; un color, el amarillo, se nos  pone como una presencia obsesionante y aguda, nos interroga sobre la  presencia; otro, suave y que parece dejar ir la mirada más allá, el azul,  nos interroga sobre la ausencia. Y si los colores no nos dijeran nada, si  no nos interrogaran, con ellos no se podría construir un mensaje, ha­ cer un cuadro.

Es esa vuelta sobre nuestra capacidad de dejamos interrogar por  el mundo, capacidad originaria, lo que constituye una introducción  al arte y a la meditación psicoanalítica sobre el arte.

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X

El arte en Freud y en Marx

El tema más conocido cuando se estudia el arte desde la perspec­ tiva psicoanalítica, suele designarse con el concepto de “sublimación”,  un concepto más bien desafortunado, sobre el cual Freud se detiene  una y otra vez, como si tuviese una especie de inhibición para abor­ darlo a fondo. Es un fenómeno curioso. Sobre la sublimación se en­ cuentra en la obra de Freud menciones frecuentes desde 1900 y publi­ cadas desde 1905 (“El caso Dora”), hasta la muerte de Freud en el  año 1939; vuelve una y otra vez el tema, pero siempre es aplazado.  Hay más, existen diversas posiciones de Freud que son más o menos  contradictorias, hay momentos en que dice que el psicoanálisis nada  tiene que ver con ese problema del talento creador, por ejemplo: al  comienzo del estudio sobre Dostoievski y el parricidio, hay otros mo­ mentos en los cuales su gran programa parece ser, por el contrario,  tener algo que decir del tema de la creación artística. En 1930, poco  después del estudio sobre Dostoievski, dice:

No desesperamos de poder caracterizar algún día el fenómeno de  la sublimación desde el punto de vista metapsicológico y de saber  por qué unos hombres insisten en el trabajo intelectual como una  de las fuentes principales de su placer.

En conjunto no encontramos en toda la obra de Freud más de seis  o siete páginas sobre la sublimación y no es que no le dé importancia,  por el contrario, allí como ya lo dije, como se puede leer en La Gradiva  y en muchas otras partes, es del arte según Freud, donde procede el  saber fundamental del psicoanálisis; estamos muy lejos de que a él le  parezca secundario, ni mucho menos, parece que tiene una dificultad  grande de abordar el tema y una relación íntima y necesaria con él.

En la época de Freud reinaba una concepción sobre la ciencia  particularmente opuesta al arte, derivada sobre todo de la termodiná­ mica y la generalización de sus criterios como ideal científico. Freud  tenía cierto temor de que lo consideraran un artista, que a su pesar  era, y de creer él mismo ser un artista, porque los prejuicios ideológi-

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eos de su época, que él compartía, consideraban que allí donde había  algo artístico, estábamos en un territorio ajeno a la ciencia e incom­ patible con ella. Luego su aspiración era situarse en la ciencia, tenía  más bien temor, sin embargo, su condición era como diría de él,  ambivalente; temor y

 amor por el arte, de tal manera que a pesar de  haberle huido de toda

s formas y por todas partes, por todas partes se lo  encontraba, como su aliado principal, y aunque nunca quiso ser reco­ nocido en una imagen artística, lo fue siempre. El primer comentario  que se escribe en un periódico sobre Freud, cuando publicó los escri­ tos sobre la histeria, a fines del siglo XIX, con bastante seguridad  decía el comentarista que: “Estos escritos sobre el caso de la histeria  parecen más bien obras de Shakespeare que cosa de medicina”; así es,  desde luego, y finalmente ya en el año 1930, también en su vejez, el  mayor reconocimiento que tuvo fue el premio Goethe en literatura,  por su estilo. Aunque no lo quiso ser, aunque predicaba a veces que el  arte le era ajeno, como en una carta a Bretón, el maestro de los  surrealistas que quería vincularlo a su movimiento, y le contesta: “En  cuestiones de arte nada tengo que ver”. A pesar de todas sus fugas  frente al asunto, de todas maneras el arte lo asedió toda la vida.

El tema de la sublimación también es mal visto por un aspecto, en  este punto sí se ha divulgado mucho un error que quiero comenzar  por comentar: y es la posición de Freud y posteriormente de los conti­ nuadores, es una posición que tiende a patologizar el arte, patologizar  el estudio de los artistas, a considerarlos prácticamente como unos  enfermos, a tratar una disposición artística como un fenómeno patoló­ gico. Esa apariencia la dan de hecho muchos textos de Freud, espe­ cialmente porque uno no capta que se trata exactamente de lo inver­ so, es decir, de considerar en aquellas tendencias nuestras que suelen  manifestarse com

o francas patologías, las grandes potencias de la crea­ ción artística y de la investigación científica. Freud lo que ha captado  es más bien el carácter artístico de la histeria, no debemos decirlo a la  inversa, la reducción de los artistas a histéricos; lo que ha captado es  el proceso, como captó el proceso filosófico sistematizador que hay en  la paranoia, pero no olvidemos que el punto de vista de Freud es com­ pletamente inverso al de patologizar. No se trata, cuando se refiere  por ejemplo a la filosofía, de convertir la filosofía en una enfermedad,  sino que se trata de ver en la enfermedad una filosofía como ya lo  mencioné en una oportunidad. El caso Schreber termina con una fór­ mula característica de la producción de Freud: “El futuro dirá si el

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delirio del doctor Schreber es tan verdadero como yo creo o si más  bien mi teoría es más delirante de lo que yo quisiera”, como he citado  antes. Es el delirio el que se eleva a la categoría de una teoría, no es  que toda teoría sea un delirio, sino que en todo delirio hay una verdad;  la búsqueda de una construcción de una teorización, es propiamente  el movimiento inverso, el que se ha confundido, porque se parecen  mucho a la patologización.

Mirémoslo más de cerca: el problema es que toda producción  artística es un intento de reconstrucción del mundo y es un indicio de  desadaptación, lo que no tiene nada de peyorativo en psicoanálisis.  Más bien podría ser al contrario, es decir, cuando un individuo nece­ sita construir un mundo, un nuevo texto, un nuevo contexto para  buscar y encontrar una vez más los objetos que están a punto de per­ derse (en psicoanálisis cuando decimos objetos queremos decir obje­ tos de amor, objetos de deseos u objetos de temor, amenazadores o  prometedores). No se trata de la constatación, sino de una realidad  vivenciada

 frente a objetos que son de amor, de deseo, de persecu­ ción, emblemas de la propia identidad, amenazas de la propia identi­ dad, un mundo con el cual las relaciones son inevitablemente dramá­ ticas. Estos objetos pueden ser introducidos en una clasificación abso­ luta por una adaptación a un código, a una forma de conducta, a una  forma de estimación, a una profesión, a un punto de vista de la utilidad;  así por ejemplo, uno puede considerar un árbol desde muchos puntos  de vista, considerarlo desde el punto de vista de un carpintero, ver en  él las posibilidades, metros cúbicos de madera, de determinada calidad  y posibilidades más o menos buenas para su trabajo, valores económicos,  costos; un botánico lo ve desde su propio punto de vista. Precisamente  el hecho de carecer de un punto de vista que lo cierre como un código  y le ubique su mundo, es lo más característico de un artista, por eso el  objeto del artista está permanentemente a punto de perderse, a punto  de ser el objeto perdido, y a veces el artista mismo lo dice. Por ejemplo,  a propósito del árbol, Kafka dice en La descripción de una lucha:

El álamo del campo a quien usted llamó torre de Babel, porque no  quería, o no podía saber que era un álamo, se estremece de pronto  innominado otra vez ante los otros y entonces usted dice ¡Noé  cuando estaba ebrio!

Voy a considerar esta formulación de Kafka sobre un árbol. Pri­ mero está como una fórmula de reproche que llamó al álamo del cam­ po “torre de Babel” es decir, expresándose sobre el álamo del campo

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por medio de la metáfora, en lugar de llamarlo directamente álamo;  se ve impulsado, pues, el otro y llama ebrio, pero evidentemente es  una imagen del artista. Por ejemplo, uno de los capítulos se llama  “Cómo los meditativos pueden aprender de los ebrios”; el ebrio es una  metáfora del artista. La torre de Babel es, pues, un esfuerzo por en-  contraríe al objeto apercibido, al objeto que se le está saliendo de las  manos, un contexto, en este caso un contexto mítico asombroso, aque­ llo que se erige contra el hundimiento, la torre de Babel contra el  diluvio. La decisión de erigir una torre en Babel era para prevenir un  nuevo diluvio, contra el hundimiento del mundo, contra la desapari­ ción de las formas. Se inscribe, pues, en una serie y cuando “se estre­ mece de pronto innominado”, hay que volverlo a mencionar y se le  llama Noé, el que escapó al diluvio, “Noé cuando estaba ebrio”, y  sigue con ese impulso permanente característico del artista de nom­ brar una y otra vez el mundo, que no es para él obvio, que está a punto  de perderse, de tener que reconstruir su propia identidad una y otra  vez. Ese es el mundo artístico fundamental, el mundo primordial, po­ nerle un nuevo contexto al mundo, porque no es suficiente un con­ texto codificado con una determinada actividad, por un determinado  interés, en un determinado tipo de práctica, la botánica, la carpinte­ ría, la jardinería, sino que es el mundo mismo el que se convierte en  un lenguaje en el cual se expresa su propio ser; es decir, el árbol es  lenguaje, no solamente hay un lenguaje para llamar al árbol, sino que  el árbol se vuelve un lenguaje para hablar de sí mismo.

Esa conversión del mundo entero en lenguaje es un procedimien­ to esencial del arte, un movimiento fundamental, efecto artístico nú­ mero uno; por lo tanto no sería aquí del caso patologizar a Kafka, es  decir, el estar al borde de la pérdida de la realidad, el tener que  reconquistarla una y otra vez por medio de una contextualización li­ teraria ¿no será esquizoide?, ah, esa sería una sospecha que se vendría  enseguida, una designación patológica ¿no será esquizoide? Desde  luego es esquizoide, lo que pasa es que es la potencia de nuestros  propios problemas, lo que nos impulsa hacia el arte, no es a pesar de la  histeria que alguien es artista, es a causa; no es que a pesar de la  neurosis obsesiva, esa promoción de la duda y la sistematización, de la  coordinación del orden, esa manía de la ordenación que es una neu­ rosis obsesiva, tan triste cuando se manifiesta por sí misma, tan pode­ rosa cuando se modula como obra, pero no es a pesar de eso que hay

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obra de arte, es con eso, es a través de eso; no es a pesar de nuestros  dramas como se elabora la obra artística, es a través de ellos.

Sublimación quiere decir eso, y precisamente eso es lo esencial,  quiere decir la conversión de todos aquellos rasgos que son inevita­ bles en nuestra configuración, la potencia configuradora, la proyección,  todo lo que se llama en la jerga sicoanalítica, mecanismos de defensa,  que son mecanismos inconscientes; la proyección que hace ver en el  otro aquello que sentimos por él: ¡me odia!, cuando la hostilidad que  siento por él la reprimo y la proyecto; la introyección, cuando una  característica del otro la convierto misteriosamente en una mía, la  potencia identificatoria. Todas estas posibilidades pueden ser  patológicas, uno ve la proyección en el cuadro de una paranoia, cómo  todo el mundo va entrando en la categoría de los perseguidores y en  su terrible combinatoria, cómo se proyectan aquí y allí los problemas  de la esposa, es decir, allí lo vemos en lo que solemos denominar  patología, pero la proyección es una potencia de conocimiento. Hay  una estructura propiamente paranoica del pensamiento humano, dice  Lacan; en realidad él quiere decir que la potencia proyectiva es esen­ cial al pensamiento yen eso tiene toda la razón. Es con el conjunto de  lo que en otras condiciones se manifiesta como patológico con lo que  nosotros mismos producimos; aquello que constituye “las servidum­ bres del yo”, constituye también la potencia creadora del hombre, los  mecanismos de defensa, la culpa; tampoco hay creación propia sin un  granito de culpa, esto lo decía ya Freud. Sobre esto trata en una parte  muy notable el estudio de Michel de M’uzan, Del arte a ¡a muerte,  capítulo 1.

El desarrollo es el problema de la compulsión a reparar una culpa  por medio de la obra, pero hay un fenómeno ahí que quiero explicar  rápidamente. La culpa desde luego está inscrita en todas partes en  rasgos negativos, es decir, Freud en El yo y el ello, en el estudio del  “superyo” y en otros estudios, señala la culpa como una de las servi­ dumbres del yo -así precisamente se titula uno de los capítulos sobre  El yo y el ello, “Las servidumbres del yo”-, sin embargo, el problema es  que la culpa genera siempre tres movimientos como reacción ante el  objeto frente al que uno se siente culpable; la una es la reparación, la  otra es la expiación y la otra es la reconciliación. Son tres versiones,  eso ha sido muy estudiado por Melanie Klein con bastante agudeza y  presentidas por todas las religiones que en el mundo han sido con no  menos agudeza; todas tratan, cada cual a su modo la culpa, y todas

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saben diferenciar la expiación, la reparación y la reconciliación, que  realmente llaman perdón, es decir, probablemente no existe ninguna  que no cale a fondo en ese problema tan arcaico del ser humano.  Ahora, la culpa no procede solamente como suele creerse de la trans­ gresión de las normas, eso es posterior (de las normas en que uno cree  desde luego, de las normas que están realmente interiorizadas; las  que pueden ser normas de otros pueden dar cárcel, pero no dan cul­ pa), pero tampoco procede principalmente de las normas en que uno  cree; hay una culpa que es anterior a esa, Freud la describe al final de  El malestar en la cultura.

Allí nos decía Freud que hay una culpa primordial, que ya no se  deriva de la transgresión de una norma, sino que es anterior, tanto a  la transgresión de las normas como las normas mismas y que procede  de la hostilidad hacia los objetos que amamos, porque los primeros  objetos que amamos son objetos primordial

es, son los objetos con los  cuales al mismo tiempo nos identificamos. De esa identificación pri­ mera procederá luego nuestra identidad y el esquema de nuestra iden­ tidad si conquistamos alguna, pero al mismo tiempo por eso la hostili­ dad hacia un objeto que es al mismo tiempo de amor, de deseo, de  demanda, de necesidad, que nos es necesario dada nuestra impoten­ cia original, y de identificación, es una hostilidad que se vuelve sobre  sí misma, con rabia contra sí mismo que es el núcleo primordial e  inicial de la culpa; la rabia contra sí mismo como derivación de la  hostilidad hacia los objetos amados. Hay muchas formas de la culpa y  no hay que creer que la cosa es sencilla, que es sólo la transgresión de  normas, también está la culpa derivada de los ideales del yo. Piera  Aulagnier en su libro Destinos del placer, estudió bastante ese tema y  también en otro libro que se llama La violencia de la interpretación, la  manera como el hombre se siente culpable, no solamente por no se­ guir determinadas normas, sino por no estar a la altura de determina­ dos ideales que ha adoptado como ideales propios, es decir, con res­ pecto a sus propios ideales. Se trata de un sentimiento supremamente  complejo; ahora estamos hablando de un sentimiento y no estamos  hablando de una teoría. Freud estaría completamente de acuerdo con  Nietzsche y con Spinoza, que refutan la idea de la culpa como idea  derivada de una teoría, de la teoría del “libre albedrío” para decirlo  claramente; Nietzsche es furibundo contra la teoría del “libre albe­ drío”, contra la idea de la libertad.

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Nietzsche dice que la culpa es el movimiento de un perro que  muerde a una piedra, porque le cayó encima. Spinoza dice también  que la libertad no es más que el nombre que le damos a la ignorancia  que tenemos de la causa de nuestras pasiones, porque los hombres  saben lo que desean pero no piensan ni en sueños en las causas que  los llevan a desear y entonces se imaginan que lo desean libremente,  etc. lodo eso lo dijo también Freud y lo dijo mejor, más en detalle en  el capítulo final de Psicopatología de la vida cotidiana.

Freud no se hace la ilusión del filósofo de que porque se pueda  refutar la teoría de la libertad, se pueda suprimir la culpa, porque la  culpa es un sentimiento. Se puede refutar sí la teoría que trata de  justificar la culpa,

 la racionalización de la culpa, la metafísica de la  libertad, pero la culpa es un sentimiento como el miedo. Uno puede  refutar la idea que él tiene racionalizada de que es muy peligroso  aquello a lo que le tiene miedo, pero el miedo mismo es otra cosa;  como no se puede refutar el amot; eso no se refuta. Así mismo, la culpa  no se reduce a una idea, como la angustia no es una idea; a veces los  filósofos son un poco idealistas, incluso los que se proclaman  materialistas, y tienden a concebir una idea como la causa de la cosa  y la refutación de la idea como la desaparición de la cosa. Eso sería  con respecto a la culpa y a la libertad algo tan tonto como pensar que  el amor procede de una idea: “Yo tengo la idea de que determinada  mujer es perfecta y po

r lo tanto estoy enamorado de ella y entonces el  que me demuestre que no es perfecta acabó con mi problema”; en  absoluto, eso no es así, eso es muchísimo más complejo. De la misma  manera pasa con la culpa, es toda una tipología; “la culpa procede de  nuestra larga dependencia”, decía Freud de aquella época en que se  formó la estructura misma de nuestro psiquismo, la época en que apren-  dimos a hablar, en la que aprendimos a caminar, en que aprendimos a  amar, a odiar, a temer y a todo lo que aprendimos cuando no éramos  capaces de vivir por nosotros mismos, cuando tuvimos que depender  hasta para que nos contaran quiénes éramos. De esa época se deriva  un tipo de reacción ante objetos, de idealización de objetos y también  de escisión interior entre unas normas y unos ideales y unos deseos;  escisión con la que viviremos, que tiene su riqueza y que, por lo de-  más, no es algo patológico, es lo que hace al hombre interesante. Si no  tuviera más ideales que aquello que ya es, sería un ser sin muchas  tensiones, sin estrés y sin angustia, desde luego tampoco tendría motivo  alguno para superarse y ningún reproche qué hacerse a sí mismo; pro­

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bablemente sería más sano, como suelen serlo l

os vertebrados superio-  res, probablemente viviría más años y hasta finalmente terminaría ya a  los ciento o más muriendo de un derrame de babas en una silla mece*  dora. Sí, pero ese no es el hombre, por fortuna; el hombre es más  neurótico y más tenso y también por eso se ve impulsado a reparar, a  crear, a producir y ¿por qué medios? Con sus propias tragedias como  medio e instrumento de autoproducción.

Todo aquello que nosotros estudiamos a veces como patología,  porque l

o es, quiero decirlo más claro: patología significa aquí unila-  teralidad. No es que la

 histeria sea patológica, sino que la histeria  sola es potencia de condensación, de aproximación, de reconcilia-  ción, de seducción, de identificación; "labilidad del yo” dicen los psi­ coanalistas, es decir, un yo maleable como plastilina, que ante cual­ quier nueva propuesta de identidad cambia de identidad; mientras  que la obsesión es lo contrario: fijación de los investimentos de los  objetos del deseo, dificultad de cambiar; sistematización; por eso lo  obsesivo tiende a buscar las diferencias y a crecerlas. Ejemplo: “lo que  yo estoy hablando es supremamente diferente de lo que usted está  diciendo, yo diría más, opuesto”; el histérico

 hace el movimiento  contrario, es un conciliador extraordinario, ve semejanzas en donde  los demás suelen ver las diferencias más radicales; mientras qu

e el  obsesivo en cualquier detallito, en cualquier “quítame de allá esas  pajas” ve una diferencia abismal e insuperable. Esas dos figuras de la  patología empiezan a crecer y a crecer y son patologías por su unilate-  ralidad; en cambio, combinadas son la forma misma del pensamiento.  No es que se piense a pesar de eso, se piensa con eso y las cosas que  aparecen más alejadas, para un pensador se aproximan. Así por  ejemplo, Freud ve como algo muy próximo un problema que le está  ocurriendo a un muchachito en Viena y el totemismo primitivo. J uanito  y el hombre del tabú están en la misma situación y aquello que se  creía más alejado en el fondo se empieza a ver que es similar; pero  también sabe diferenciar lo que parece más semejante como otra cosa.  Así opera cualquiera, Marx trabajando en El capital, es curiosamente  histérico y curiosamente obsesivo; tan histérico que llega en su análi­ sis a considerar que el mundo de la mercancía es un mundo que se  podría considerar más o menos igual al mundo de la religión; es por­ que los productos de la mente humana, las relaciones entre los hom­ bres que aparecen como seres autónomos que el hombre no domina y  que lo dominan a él, tanto los de la fantasía religiosa como los de la

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producción material, las mercancías y las grandes imágenes de la re-  ligión, los asemeja porque se parecen y de la misma manera se distin­ guen las mercancías para Marx; allí donde se parecen como un huevo  a otro huevo, cuando insiste con aquella formulita, 20 varas de lienzo  = una levita y por

 lo tanto una levita = 20 varas de lienzo. Y en  seguida nos cuenta que son algo completamente diferente, porque la  una expresa su valor en la otra, la una constituye la forma dinero y la  otra no es más que una mercancía, y cómo son de diferentes, eso nos  lo va a contar, incluso la historia misma; parecían una simple identi­ dad y resultan opuestas. Ese trabajo de volverse obsesivo e histérico es  un trabajo del pensamiento. Ustedes lo pueden ver funcionando donde  quieran, en los textos de cualquier pensador, de cualquier escritor  que está distinguiendo el matiz y al mismo tiempo produciendo las  metáforas, que asombra por la semejanza de sentido de lo que parecía  más lejano. Cualquier poeta está haciendo lo mismo, es decir, es lo  contrario de la patologización, es la elevación a potencias creadoras  de los mismos rasgos que se pueden manifestar patológicos en su uni-  lateralidad.

Freud dice: “el yo normal es una ficción teórica”, pero desde luego,  el yo anormal no es ninguna ficción teórica. Eso de la ficción teórica  es verda

d, ningún yo es normal: no hay ninguna ficción teórica por  privación, porque carece de obsesión, porque carece de proyección,  porque carece de identificación, de introyección, de represión; es  normal porque combina, no porque carece de neurosis, sino porque  las combina. Mejor dicho, normalidad es dialéctica, combinación que  enriquece las tendencias diferentes de nuestro ser, en lugar de que  una de las cosas que somos sólo pueda estorbar a otras de las cosas que  somos, que es lo que llamamos patológico, y sólo eso, combinatoria o  estorbo, guerra civil que nos agota y nos deja sin potencia alguna para  referimos al mundo y a los otros; guerra civil o colaboración, alianzas  de aspectos distintos y opuestos que más bien se promueven, que boi­ cotearse entre sí. Ese es todo el problema, para decirlo alejándome un  poco de la jerga. Ahora, todo lo que les digo, tomando un ejemplo  muy simplista de la obsesión y uno de sus rasgos, de la histeria y uno  de sus rasgos de la maleabilidad del yo y su relación con las oposicio­ nes, eso se puede estudiar sobre otras tendencias; pensadores psicoa­ nalistas lo han desarrollado con relación al pensamiento. Por ejemplo,  los rasgos esquizoides y los rasgos paranoides del pensamiento de Freud  y Jung, según Roustang, el mejor estudio sobre las dificultades psico­

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lógicas de Freud y el que muestra a Freud más patológico, es el libro  de Roustang, que se denomina Un destino tan funesto, allí se hace un  estudio supremamente alto de la relación del pensamiento de Freud y  Jung con la esquizofrenia y la paranoia, planteando las tendencias  esquizofrénicas y paranoicas de ellos dos y la lucha de cada uno de los  dos por enloquecer al otro, que no por curarlo, por ponerlo a delirar  según él. Esta lucha que comenzó en una amistad que luego se con­ virtió en un distanciamiento y en una pelea, está descrita

 de una  manera admirable en ese libro. Simplemente quiero indicar hasta qué  punto deberíamos protestar cuando oímos decir que el psicoanálisis es  una manera de patologizar el arte y el pensamiento, deberíamos con-  siderar más bien lo contrario, es una manera de concebir lo que solemos  llamar patológico como arte y pensamiento. Después de todo nos dice  Freud, ya en 1913, en Tótem y tabú: “Después de todo la histeria es  una obra de arte que no resultó; lo obsesivo es un sistema teórico que  no resultó; la paranoia es una filosofía que no resultó; pero eso es lo  que somos”, no es una simple metáfora de Freud, allá conduce lo  esencial de su análisis, por lo tanto nada tiene de raro el estudio de  las obras de arte; ahora, lo que resulta es siempre el encuentro de una  verdad fundamental.

Para facilitar la cosa voy a referirme a una distinción que hizo  Lacan muy notable y muy clara. Dice Lacan en un estudio titulado La  instancia de la letra en lo inconsciente, o la razón después de Freud, que la  realidad y la verdad son dos cuestiones supremamente diferentes: la  realidad es aquello a lo que uno se puede adaptar, uno se puede adap­ tar a una realidad nueva, a la que no se estaba acostumbrado y tam­ bién se puede acostumbrar a ella, abrirle un campo en su vida y seguir  siendo el mismo pero con una nueva adaptación. En cambio, uno no  se puede adaptar a la verdad; a una verdad nueva no se le puede abrir  campito en la vida de uno, un huequito e instalarla allí, la verdad es  algo que se reprime o lo cambia a uno. Si es una verdad nueva, pero  uno no se adapta a ella, la reprime, la tergiversa traduciéndola a lo ya  sabido, y la puede reprimir así: “Ah, si es lo mismo que yo pensaba”; la  puedo reprimir de mil maneras, por ejemplo, olvidando la cosa (es la  forma dura de la represión histérica): “¡No me acuerdo de nada!”. La  puedo olvidar por reorganización, por anulación (como se hace en la  neurosis obsesiva). Pero si la asumo es ella la que transforma, enton­ ces la verdad no es la realidad. Lo que está irrumpiendo en el arte es  una verdad que tiene una curiosa historia, que es la historia del arte,

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digo curiosa por su extraña validez, es decir, es una validez que va más  allá, irrumpe y surge a pesar de las ideologías con las que va mezclada,  de tal manera que puede que nosotros ya no tengamos nada que ver  con lo que pensaban desde el punto de vista político o religioso; los  artistas que hiciero

n grandes obras, con los arquitectos de Santa So­ fía, con los grandes pinto

res del Renacimiento. Y sin embargo, allí nos  reconocemos, allí reconocemos una obra que es válida para nosotros,  una validez que

se mantiene y se establece más allá de las ideologías,  más allá de las convicciones políticas, religiosas y que mantiene su  capacidad de comunicar y transmitir la historia de todas las grandes y  sucesivas formulaciones de una verdad que sigue válida, después de  que ya no lo son para nosotros las ideas de quienes la encontraron. Esa  es la historia del arte, enigma de su validez. Es interesante ahora que  vamos a ver un poco de Marx, en ese punto la posición de Marx fue la  misma; es curioso ver, por ejemplo, la manera de abordar el problema  que tiene Freud. Cualquiera puede leer Interpretación de los sueños,  capítulo “Sueños típicos, el sueño con la muerte de personas queri­ das”; es la primera vez en que Freud habla del Edtpo de Sófocles,  ¿cómo lo aborda? Lo aborda diciendo que el enigma es que nos emo­ cione tanto. Ese es un punto muy interesante de abordar el Edipo,  porque es una manera de interrogarse sobre su sentido, aquello que  sobre su sentido captamos aún hoy; si el sentido fuera exclusivamen­ te político, como pretenden no pocos mitólogos contemporáneos, en­ tonces ya no nos entusiasmaría mucho una pelea por la vigencia de un  rey en la Grecia de hace dos mil seiscientos años, ya no sería para  nosotros muy conmovedora la lucha por las formas de la transmisión  del mando, si nos emociona es porque ahí hay otra cosa, otra verdad  que existe para nosotros. Ahora bien, es interesante observar que Marx  decía que era muy distinto pensar en el arte refiriéndose a los griegos,  desde el punto de vista de sus condiciones de producción, saber por  ejemplo que la gran literatura épica corresponde a un período históri­ co, y que hoy no se podría escribir como escribía Homero, con sus  dioses; Vulcano no sonaría bien en la época de los altos hornos de  producción de acero, decía Marx, ni Hermes transmitiendo noticias  en la época de las comunicaciones modernas (se refería al telégrafo)  con sus alitas en los pies; pero lo importante no es saber que eso perte­ nece a una época, sino, como se pregunta Marx, ¿por qué nos emocio­ na hoy, por qué es válido para nosotros hoy?

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Marx sabe muy bien que en el arte irrumpe una verdad y que esa  verdad irrumpe no a causa de la ideología del artista, sino general-  mente a pesar de ella. Él lo que tiene a mano es Balzac, Balzac fue  para él un maestro y con respecto a Balzac dice aproximadamente lo  mismo que Freud decía con respecto a Dostoievski y Shakespeare;  dice Marx que debe a Balzac más que a todos los economistas e histo­ riadores franceses juntos, en lo que se trata de su conocimiento de la  sociedad moderna; él dice, y era un artista, allí es donde se trae la  verdad de nuestro mundo. Mucho debió haberle gustado la literatura  de los campesinos en donde Balzac describe la descomposición del  campesinado, su conversión en proletariado y anuncia una sociedad  en donde el proletariado se liberará y ya no habrá más propiedad pri­ vada. Marx sabe muy bien que Balzac era católico y monarquista y lo  sabe porque Balzac no hace de ello ningún misterio, lo proclama en el  prólogo a La comedia humana:

Toda mi obra se basa en dos verdades que se encuentran en el  pasado por la simple razón de que son eternas: la monarquía y el  catolicismo.

Pero al leer aquella frase, Marx no cerró el libro, simplemente no  la tuvo en cuenta, sabe que el arte es otra cosa; el arte permite la  irrupción

de una verdad que no se agota en las ideologías, aunque  sean marxistas; se permite diferenciarlo de toda propaganda volunta­ ria y de una determinada idea, partido o grupo, porque allí irrumpe  una verdad mayor; aún más, una de la que a veces no podemos dar  cuenta conscientemente. Curiosamente lo que a Marx le gustaba más  de La comedia humana no eran los campesinos, como se quiere supo­ ner, y como suponen muchos marxistas que les falta la lectura de la  correspondencia, porque él cuenta en una carta que lo que más le  gusta es “la obra maestra desconocida”, donde el capitalismo ya no  está visto como descomposición del campesinado, como conformación  del proletariado, sino como crisis del arte.

Vamos a ver este otro problema. También en Marx se puede ver  una verdad

 artística, una historia del árte que hay que buscarla sobre  la misma incógnita que Marx pronuncia: cómo es posible que entre  tantas ideologías que han caducado, entre tantas consideraciones de  interés económico, de intereses políticos, que van caducando, cuan­ do pasan las formas de producción y las relaciones sociales y los modos  de producción a las que están inscritas, sigan vigentes aquellos men­

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sajes, en los cuales él seguía estudiando. Porque hay que saberlo, sus  alumnos no veían con buenos ojos que en la época, nada corta por lo  demás, en la cual escribía El capital se pasara tanto tiempo leyendo a  Eurípides, leyendo a Shakespeare, leyendo poetas, a Dante, que cita  varias veces en sus obras, a Goethe una y otra vez; Kugelman se eno­ jaba. Marx sabía que había una confrontación profunda entre el capi­ talismo y el arte, aunque no pudiera dar cuenta en detalle de

ella  todavía; sin embargo, es interesante por lo menos, ver este aspecto del  enfoque de Marx. Como es muy conocido, el análisis más desarrollado  que hizo Marx del mundo capitalista es un análisis de la forma de  acumulación, es decir, un análisis de la manera como opera lo que él  llamaba la ley del valor; es un tema que él desarrolla en El capital, pero  que es indispensable si queremos hablar con alguna seriedad de su  enfoque.

Digamos, pues, que lo que Marx allí describe como forma de valor  en el análisis del valor de las mercancías es la manera como una so­ ciedad en la que la producción es social y la apropiación es privada.  Lo que quiere decir es que la división del trabajo ha llegado tan lejos  en una sociedad capitalista que ya todo es producto del trabajo social  ¿quién hace una camisa? Los que siembran algodón, los que trabajan  en la fábrica de

camisas, las costureras, los que pegan botones, los que  producen la comida, los que trabajan en los medios de transporte, los  que producen los medios de transporte, los que sacan los metales para  producir los medios de transporte, es decir, que el autor de la camisa  es toda la sociedad, todo el trabajo social, pero la propiedad no es de  todo el mundo, ni mucho menos. La producción es social, y la apropia­ ción es privada; la forma de apropiación es el cambio y el cambio que  conserva el poder. El poder sobre el trabajo social, ese es el valor; el  valor que contiene una mercancía, es el poder que tiene sobre el  trabajo social; porque toda mercancía en un mundo de cambio se  puede cambiar por dinero y el dinero es el poder sobre el trabajo so­ cial, sobre el trabajo pasado si el dinero se gasta en forma de compra  de productos. Si se gasta en forma de pagar un salario y pone a la  gente a la que se le paga el salario a trabajar para uno, de manera que  al fin y al cabo el dinero es un poder sobre el trabajo.

El análisis es muy sencillo si uno estudia la cosa en cualquier ejem­ plo: cualquier fenómeno monetario es la apariencia de un fenómeno  más complejo que es el valor; la transferencia de valor, es decir, de  poder sobre el trabajo. Ejemplo: ¿qué quiere decir inflación? que los

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precios suben, desde luego, pero no quiere decir que todos subirían al  mismo ritmo, porque entonces no pasaría nada, no subiría nada, sino  que cambiarían los números de los billetes; lo interesante de la cosa es  que no suben todos al mismo tiempo y entonces lo que hay es transfe­ rencia de valor, es decir, de poder. Más claro: si cuando yo tengo tierra  en la ciudad, en engorde, esperando que se valorice en un período de  por ejemplo, diez años, esa tierra vale diez veces más de lo que valía y  en el mismo período el salario se ha multiplicado por cinco, yo tengo  el doble de poder sobre la clase obrera que tenía antes, porque puedo  vender ahora mi tierra y comprar el doble de jornales que con la mis­ ma tierra compraba antes, eso es inflación.

El análisis del valor es un análisis de las transferencias de poder y  de

 la conservación del poder; lo que constituye, pues, el valor de las  mercancías es que se convierte en un poder sobre el trabajo. Ahora  bien, es esencial que el poder, es decir; la propiedad se conserve en los  procesos capitalistas. Hay un capítulo entero de El capital, el V, que se  llama "Proceso del trabajo y proceso de valorización”, donde se descri­ be que allí donde no se incremente el poden entonces no se hace  nada. En otra forma más sencilla, nadie se pone a hacer camisas por el  hecho de que haya mucha gente descamisada, sino poique quiere  aumentar un capital; si la gente descamisada no tiene con qué com­ prar camisa, que se quede descamisada y que le convenga el aire; se  hace aquello que sostenga el poder. Ese es el análisis del capital; ese  análisis muestra una cosa: lo que no circula, el valor que no circula,  desaparece. Todo el segundo tomo del libro en una forma extraordi­ nariamente bella, está dedicado a la circulación, es decir, la veloci­ dad del proceso es esencial al proceso. Ejemplo: ustedes le preguntan  a un vendedor de discos, por qué en lugar de vender salsa no vende  música clásica, y él les responderá, porque si invierto diez mil pesos en  música clásica, me demoro en recobrarla seis meses, en cambio  vendiendo salsa la recobro en un mes; es decir, la circulación decide,  la velocidad del proceso es esencial.

El capitalismo es un mundo de afán, todo tiene que hacerse rápi­ do, esa es la forma esencial de la sociedad, la estructura misma de la  producción capitalista, el afán. El afán ha existido en todas las socie­ dades, desde luego, pero un afán natural, es decir, la señora está de  afán porque está pariendo, hay que llamar a que venga la parturienta  y no podemos ir despacio, estamos de afán; estamos de afán porque  está lloviendo y se nos va a podrir la cosecha, si no la guardamos

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ligero, etc. Pero en el capitalismo el afán, es constitutivo de la socie­ dad: se está de afán, se produce de afán, se vive de afán. El capitalis'  mo es un acelerador histórico; todo se vuelve veloz, porque el que se  demore esperdiendo plata. Ese segundo tomo es una muestra terri'  ble de la agitación capitalista. Los economistas, enemigos del marxis­ mo, estiman mucho ese segundo tomo porque es la primera vez que se  ha hecho un análisis de conjunto de la economía capitalista, se llama  “Los cuadros de la reproducción”.

Toda la técnica está movida por la necesidad de aceleración, de  generalización, de homogeneización del producto. La racionalización  es la cuantificación; todo debe ser producido cada vez más rápidamente  y se deben conocer de antemano los costos y las combinaciones. El  análisis que Marx hizo de esto es muy interesante y múltiple; por una  parte hizo el análisis de la irracionalidad del sistema mostrando las  crisis, el hecho de que los productores al encontrarse en el mercado  no saben sino a última hora si produjeron demasiado o demasiado  poco y ese saber lo dan los precios; si produjeron demasiado no vale  nada, por lo menos una parte del producto, si produjeron demasiado  poco se vuelve carísimo.

Eso lo saben todos y la parte crítica del asunto, pero no es la parte  principal como algunos creen; la parte principal y la que nos encami­ na a considerar el arte es la crítica, no de la irracionalidad del siste­ ma, sin

o la de su racionalidad como una racionalidad perversa. Ese es  el punto que me interesa introducir. Racionalizar la producción: traigan  los ingenieros, traigan los contabilistas, que proyecten aquí los unos,  que analicen los costos, todo

 debe estar contabilizado, todo previsible,  todo cuantificado, rápido, nada de costos inútiles, análisis de todo lo  suprimible, así, algebraico, lo desgajable de la producción, cada vez  más racional. Todo el mundo va a participar en esta producción al  máximo, sin que importe lo que le pase al productor ni al consumidor,  lo que importa es que se acumule rápidamente el capitaL Esa es la  parte perversa de la cosa, es una racionalidad de los medios, es decir,  los medios de cómo llevar a cabo esa operación, deben ser los más  racionales posibles, pero el fin perseguido está fuera de análisis, no  hay una racionalidad de los fines; no nos importa si al hacer eso se  perjudican los productores y también los consumidores y también la  naturaleza, por ejemplo, que se produzca mucha polución, no, lo que  interesa es que se incremente el capital. Eso es lo que llamaba Kant  “una racionalidad de los medios", uno puede ser racional con los me­

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dios, aunque se proponga el fin más irracional. Preguntar por ejemplo,  ¿cuál es el medio más racional para asesinar a su hermano?, desde  luego no debe comprar el veneno en la droguería de enfrente de la  casa; es mejor que días antes se haga aparecer como muy amigo del  hermano y en muy buenas relaciones, es más racional, etc. Se puede  ser muy racional sin que se ponga en cuestión el fin que se propone.  La sociedad capitalista es una racionalidad de los medios, el trabajo  debe ser racionalizado en esa forma, mínimo de costos, mínimo de  tiempo, máximo de tontería; ninguna iniciativa del trabajador que se  convierte en un autómata; que se pierdan ocho horas de la vida y el  resto en buses, eso no importa, lo que importa es que eso va a producir,  a producir más. Esa lógica hace que la técnica no sea apropiada por el  hombre, sino por el capital (esa distinción es de Marx). Marx decía  que en una sociedad en la que no reine el capital podría la técnica ser  apropiada por el hombre, es decir, convertirse en tiempo.

Pero la técnica no se ha convertido en el sistema capitalista en  tiempo, sino en más afán. En tiempo, porque esa es una de las fórmu-  las de El capital,

“el tiempo es el espacio de la libertad”, es allí donde  el hombre puede desarrollar sus posibilidades; porque para Marx la  libertad no era ninguna entelequia curiosa, ni una metafísica del li'  bre albedrío culpable, ni nad

a por el estilo, sino una situación concreta,  una posibilidad real de desarrollar aquello que está implícito, es una  estructura de posibles efectivos y la falta de libertad es una inhibición  por las circunstancias de posibles reales. Eso es muy importante en el  pensamiento marxista, la concepción de la libertad solamente como  liberación, de liberación concreta, de posibles, eso se da en el tiempo.  Lo que es interesante es que cuando Marx analiza la técnica como  tendencia en Los fundamentos de la economía política, dice que la téc­ nica capitalista tiene una tendencia a la automatización, tendencia  que es absolutamente inevitable y necesaria y que no depende de  nadie, también es una tendencia del capital, no del capitalista, sino  del capital. Por lo demás, Marx considera al capitalista como un em­ pleado del capital: si sigue las leyes de la acumulación, adquiere más  capital, si no se quiebra, el capital lo destituye, es decir, no es de  buena o de mala persona el que decide mejorar la maquinaria para tal  parte del producto, lo que sucede es que si no la mejora otros la me­ joran y él sobra.

Marx decía hace más de un siglo, que llegaría un momento en  que el trabajo consistiría casi exclusivamente en la vigilancia de má­

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quinas; cuando él lo dijo era difícil prever todo eso, pues en su época  existí

a sólo la máquina de vapor; sin embargo, eso es lo que va a ocu­ rrir dentro de poco, lo que ya casi vemos es una tendencia que Marx  mostraba como inevitable en el proceso capitalista de producción y  que saludaba por lo demás, por las posibilidades que crea. Porque su  análisis del capital no es solamente un ataque, sino también una con­ sideración de las posibilidades que le crea a la humanidad, lo mismo  que los análisis de la propiedad privada (no es solamente un ataque, a  pesar de ser un ataque a la barbarie y al egoísmo de la propiedad  privada, pero también hay un elogio, porque creó el individuo personal,  el individuo diferenciado, lo sacó de la comunidad anónima y ese  individuo, cuando se superen las limitaciones de la propiedad priva­ da, no se volverá a una sociedad primitiva, sino que se conservará el  individualismo que generó la propiedad privada como un éxito, pen­ saba Marx, que era muy individualista).

Hay que ver pues, la complejidad del hombre, él llamaba a eso  dialéctica, al que no le guste la palabra llámelo complejidad que con  eso tiene. Un pensamiento multilateral en el que Marx va a mostrar  que la técnica puede liderar en una sociedad que no esté regida por  la ley de la acumulación del capital, y ahí es donde muestra que “el  tiempo es el espacio de la libertad”; se generará el tiempo en el cual el  hombre pueda sufrir una gran mutación, en el que pueda superar aque­ lla época algo triste en que había un período de la vida en que se  estudiaba y otro en que se trabajaba; se estudiaba sin trabajar y se  trabajaba sin estudiar.

Vendrá una época en la que el consumo no sea la repetición del  individuo

 biológico, de su signo de clase porque compra tal marca de  automóvil, de ropa, por sus necesidades, sino que el consumo se vuelva  productivo, renovador del individuo. ¿El “consumo” de qué? Del arte,  d

e la ciencia; sólo el consumo del arte hace que se transforme el  consumidor, no sólo que se repita y se sostenga, no que solamente se  señale: “Yo pertenezco a los que compraron el Renault 18 y no como  usted a los del 12”; no que solamente se distinga y se diferencie, sino  que se transforme, que se abra a sí mismo, a la vez que a los otros, que  se abra al régimen del pensamiento. Esa era la guía y la meta de la  nueva racionalidad que Marx tenía en mente, no fue ninguna casua­ lidad que estuviera estudiando continuamente a Shakespeare (sabía  de memoria gran parte de su obra) y a Eurípides y a Goethe, cuando  escribía El capital, pues él estaba aproximándose una y otra vez a la

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guía fundamental de su pensamiento, el arte como clave radical de  una sociedad efectivamente nueva; el arte como tendencia de una  nueva forma de consumo, que no sea la reproducción de las clases  como él describió el consumo en la sociedad capitalista.

El capitalismo es una fábrica de capitalistas, no solamente produ-

 ce máquinas para hacer máquinas y para hacer productos, no sola-  mente reproduce todo lo que se gasta en un ciclo; la materia prima,  los combustibles, la máquina desgastada, sino que reproduce las for­ mas de propiedad por medio de los salarios, reproduce la clase obrera  por medio de las utilidades, reproduce la burguesía porque las utilida­ des se pueden acumular y los salarios no. No solamente es una repro­ ducción de la distribución de las formas de propiedad sino que tam­ bién es una reproducción de sus clases, de sus criterios ideológicos, de  los motivos por los cuales trabajan; no son su superación, no son su  pasión, no son su amot; no son su gusto, es el status, es el señalar a qué  clase se pertenece. Es el salario, hay que trabajar porque si no no le  pagan a uno, hay que reinvertir porque si no uno se quiebra, hay que  estudiar aunque para nosotros no signifique nada lo que estamos ha­ ciendo.

Eso es lo que Marx llamaba el capitalismo, y lo que tenía en mente  era una sociedad en la cual las necesidades se satisficieran con un  mínimo de tiempo de trabajo y el resto fuera, no para repetir al hom­ bre, ni menos aún las clases, sino para transformar al hombre, para  que el hombre fuera un producto de su trabajo y de su consumo y un  creador, el ejemplo que se le ocurre cuando se pregunta ¿qué podría  suceder en una sociedad como la que aquí imaginamos? El dice que  sería una sociedad en la que el hombre podría adquirir “una nueva  seriedad”, un nuevo sentido de la dificultad. Él no se imagina al indi­ viduo satisfecho, mirándose la barriga, llorando de aburrimiento o  babiándose de contento; él lo que se imagina es exactamente lo con­ trario, una sociedad en la que haya cada vez más necesidades insatis­ fechas, más sutiles, más sensibilidad, más necesidad de crear, más  necesidad de pensar y un mundo artístico en el cual vivir y que haya  que estar haciendo continuamente. Es una desgracia creer que Marx  es un economista y que su análisis del mundo moderno es un análisis  económico; él es un crítico de la economía y su perspectiva es esen­ cialmente artística. En el próximo capítulo veremos cómo pensó Marx  el problema de la ciudad y luego cómo se ha presentado el problema  de la ciudad.

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XI

Ciudad e identidad

Así como se encuentra en la obra de Marx una reflexión continua  desarrollada sobre el valor que estaba resumiendo rápidamente en el  capítulo anterior existe también una preocupación que ha sido menos  desarrollada y sobre todo que se encuentra más dispersa en el conjunto  de las obras, desde las obras de juventud hasta las últimas escritas en  el año 1882 y es la consideración sobre el valor de uso y el problema  del objeto útil y la necesidad. Esto en Ma

rx está mucho menos desa­ rrollado y mucho más disperso, pero es igualmente muy importante.  En las obras de juventud, principalmente en este caso en Los manuscritos  económico'filosóficos del año 1844, nos encontramos con una reflexión  muy notable que va a tener muchas consecuencias en la concepción  que Marx se hace del proceso social y en el estilo de la crítica marxis-  ta, se trata de su consideración acerca de la riqueza y su distinción de  una riqueza concreta y una riqueza abstracta.

Marx definía la riqueza abstracta como una relación de poder y de  propiedad, esa relación ha sido estudiada muy largamente luego en  las obras de Marx, por ahora basta saber que Marx la considera en  primer lugar,

 negativamente; la propiedad como derecho es.conside-  rada negativamente, es decir como el derecho de excluir a otros. En  otros textos en los cuales se refiere más claramente a los medios de  producción, Marx define directamente la propiedad como expropia­ ción. Por ejemplo, haciendo una discusión con el derecho, con la  concepción jurídica, que generalmente desde el derecho romano hasta  nuestro tiempo sigue definiendo la propiedad como una relación con  las cosas, derecho al uso y al abuso de las cosas.

Discutiendo ese principio, Marx sostiene que la propiedad no es  una relación con las cosas, sino con los otros hombres, y es una rela­ ción de expropiación; es por tanto una relación social (la relación de  un hombre con una cosa no es precisamente una relación social); esto  se ve muy claro en los medios de producción, estudiándolos se puede  llegar a ver la propiedad como expropiación. Es decir, para simplificar  un poco, si uno se pregunta ¿qué tiene un individuo, propietario de

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una hacienda por ejemplo, de tres mil hectáreas? Entonces uno dice:  tiene

 un papel en una notaría en el que dice que eso es de él. Por una  parte tiene

 eso, pero eso no sería mayor cosa; otra cosa que ya es más  interesante y más concreta que un papel en la notaría, es que se po­ dría decir que tiene a la policía de su parte, es decir, que si lo invaden  allí campesinos sin tierra, la policía los saca. Eso es ya algo más con­ creto que un papel en una notaría, se parece un poco más a la propie­ dad; pero tampoco serviría de mucho por sí solo el hecho de tener la  policía de su parte, pues al fin y al cabo la policía no produce nada, la  policía no da utilidades. Lo que tiene es otra cosa, todavía más inte­ resante que la policía: el hecho de que haya mucha gente sin tierra  que no tenga en dónde trabajar, y que necesita hacerlo para vivin Eso  ya resulta más interesante, porque permite arrendarla, ponerla en apar­ cería o conseguir peones que se la cultiven, de otra manera no ten­ dría nada, aunque tuviera la policía de su parte y el papel en la nota­ ría. En otras palabras, el centro y el secreto de la cosa es la expropia­ ción de otros, esa es una fórmula muy clara cuando se trata de los  medios de producción; una fábrica, la tierra que excede a lo laborable  por su propietario y su familia, la pequeña producción campesina. Ese  tema en cambio, no es aplicable de manera directa y clara a los valo­ res de uso, en términos generales e indiscriminados; no se podría de­ cir, ni mucho menos, que yo tengo una camisa en la medida que mu­ chos otros vayan sin camisa, ni que yo tengo casa sólo en la medida en  que los otros estén en la calle o estén durmiendo debajo de los puen­ tes; pueden tenerla todos y eso no me quita la mía, es decir, en el  sentido del consumo, en primer lugar. Es muy fácil también en la di­ rección del pensamiento marxista, para mantenemos primero en ese  nivel muy sencillo, mostrar otra forma de la propiedad como relación  de apropiación y no de expropiación, que no es exclusiva y que no se  puede definir en términos de polarización (propiedad es expropiación  de otros), o por lo menos no es necesario.

Ahora, lo que Marx quiere plantear con el tema de la riqueza  abstracta y de la riqueza concreta es otro problema en cuanto a los  denominados valores de uso; veremos que esa terminología del valor  de uso y en general de los bienes de consumo y del consumismo, es un  poco vaga y había de superar esa concepción. En la descripción de los  valores de uso Marx de todas maneras muestra que el acceso al valor  de uso, aunque no dependa de la exclusión de otros, sí depende de la  posición de aquél que accede, digámoslo así, para plantear la termi­

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nología tradicional: es necesario que el sujeto esté a la altura del  objeto. Quiere decirse con esto, por ejemplo, que el sujeto lo necesite  realmente, que no se le convierta en una propiedad abstracta, quiere  decir, que el sujeto pueda disfrutarlo realmente; allí Marx da como  ejemplo el arte, pero se pueden tomar muchos otros ejemplos de viajes  o de muchas otras cosas en referencia al tema de la propiedad para  orientamos en esta dirección.

Es fácil comprender la diferencia entre riqueza concreta y riqueza  abstracta con respecto al arte; dice Marx que la mejor música no  tiene sentido alguno para un oído no musical, cosa muy interesante  porque con eso se inicia un tipo de crítica a la relación de simple  propiedad que tendrá mucho futuro. Quiere decir: todo el mundo  sabe que un individuo puede tener, en nuestro tiempo o en cualquier  tiempo, el acceso a un determinado número de cosas a cuya altura no  está, es decir, un sordo puede comprarse toda la obra de Mozart, desde  luego, si tiene con qué comprarla, nadie tiene qué decir nada al  respecto y tampoco necesitaría ser sordo, simplemente sería suficiente  que no tuviera nada que ver con la música para que su inmensa  discoteca fuera lo que Marx llama una riqueza abstracta; también  podría tener otra riqueza abstracta como biblioteca, también podría  tener viajes como riqueza abstracta, ser llevado por ahí, por alguna  agencia de turismo de cabestro por cien países y vuelto a traer y  desempacado de nuevo en su casa, después de grandes costos, había  conocido algunos países como riqueza abstracta, como el sordo las  obras de Mozart.

Se puede desarrollar muchísimo la riqueza abstracta, la riqueza  que no depende de la relación entre el sujeto y el objeto, aquella en  que el sujeto no está a la altura del objeto, sino que tiene acceso a él  a través del intermediario en el que todos estamos pensando, el dinero,  que es a lo que se refiere Marx, como el medio de la riqueza abstracta.  Y se puede llamar también la democracia abstracta, dicho a lo guasón,  el derecho de cualquiera a cualquier cosa independiente de la posibi'  lidad y de la necesidad. Ahora, hay otra manera de riqueza que no  está en una relación directa con la anterior, es la riqueza concreta.  Desde luego que si uno considera una finca como un bien de produc­ ción (estábamos hablando de una hacienda hace poco) su propiedad  puede ser definida como una exclusión» es decir, una expropiación de  otro; si uno considera esa finca como un conjunto de muchos otros  elementos, la propiedad ya no puede ser simplemente concebida, por­

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que no hay más que una apropiación. Por ejemplo, esa finca puede  tener un río y unas arboledas hermosísimas; pero eso no es para cual'  quiera, es mucho más propietario de eso un pintor que se pasee por  allí, que el propietario que no puede ni siquiera conocerla sino sim'  plemente recibir su renta; es decir, hay otra dimensión de los objetos,  de los objetos no solamente como cosas, sino como posibles. Ejemplo:  un libro o un piano, o cualquier otro objeto, pero un conjunto de  posibles que no se pueden pensar, sin pensar en aquellos que se reía'  cionan con los objetos, incluidos los paisajes, las relaciones  interhumanas. Hay pues una noción de la multiplicación de la rique'  za que desde el comienzo Marx verá como una noción de la multipli­ cación de la necesidad, empleando allí un término muy general, el  término necesidad, sobre el cual sólo quisiera especificar por ahora un  punto. Marx habla de necesidad advirtiendo que trata la necesidad  como un fenómeno histórico, es decir, no como un fenómeno natural o  biológico, porque no hay ninguna necesidad en el caso humano que

no esté histór

icamente ya determinado. Marx lo expone en los siguien­ tes términos:

El hambre es hambre, pero el hambre que se satisface con carne cruda y dientes y uñas, no es la misma que sienten aquellos que han pasado la vida comiendo carne asada con cuchillo y tenedor, ni tampoco la satisfacción de la necesidad es la misma.

No debemos considerar la necesidad como en una forma propia­ mente ahistórica, sino como un fenómeno histórico'simbólico. Es en  ese sentido, la necesidad como correlato con una parte personal que  depende del desarrollo propio de una persona, como organización his­ tórica y organización simbólica, es en ese sentido que la necesidad  hace que la riqueza deje de ser abstracta y se vuelva una riqueza  concreta, si alguien la necesita. Pero

 necesita allí que se desarrolle en  una forma más amplia, por ejemplo, en ese mismo texto Marx dice que  piensa en el comunismo (es un texto muy utópico) no como una so­ ciedad de la satisfacción de las necesidades, sino una sociedad capaz  continuamente de multiplicar las necesidades humanas y por lo tan­ to, de crear una insatisfacción creciente, de hacer que aquello que es  hoy suntuario se convierta en necesario. Por ejemplo, un gran desa­ rrollo artístico, un conocimiento y una riqueza profunda, ya no una  riqueza en ese contexto a la apropiación por el individuo concreto de  lo que la humanidad ha producido como arte, cultura y saber, apro­

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piación que será una necesidad creciente del individuo concreto. Es  en ese sentido en que él precisa el des

arrollo de la sociedad. Quería,  pues, traer a cuento su teoría de la riqueza concreta y la riqueza abs­ tracta para desarrollar un poco una frase que había dejado al aire la  vez anterior de que en el pensamiento de Marx el desarrollo de la  sociedad como efecto de una racionalización de la producción y de  un ahorro de tiempo -que era para él efectivamente lo más racional y  esencial- era una multiplicación de la riqueza en el sentido de un  incremento de la necesidad, de un incremento de la necesidad de  arte y de conciencia y de cultura y de una multiplicidad de las  relaciones humanas.

Hay en esto una perspectiva que se ignora por completo cuando se  imagina -como es muy frecuente hoy, y por razones históricas proba­ blemente muy explicables- la voluntad de transformación propia del  marxismo como la

 voluntad de la satisfacción de necesidades, olvidando  que desde el comienzo y en todo su desarrollo Marx siempre pensó en  términos de la multiplicación de las necesidades y de la generalización  creciente de la insatisfacción humana.

Ahora, el fenómeno de las formaciones colectivas, del crecimien­ to

de las unidades colectivas, el fenómeno del desarrollo de las grandes  ciudades en el siglo XVII, XVIII y XIX hace que el hombre se vea  enfrentado no propiamente co

n un problema exclusivo al consumo de  bienes o de cosas, sino a un fenómeno mucho más vasto, que ya la  palabra consumo no nos daría propiamente una noción adecuada que  nos sirva para pensar, por ejemplo, en términos de arquitectura o en  términos de urbanismo. Nosotros generalmente no hablamos de qué  calles sería bueno consumir, sino en qué calle sería bueno vivir o qué  plazas o qué tipo de relaciones sociales son posibles con una  determinada organización del espacio, qué tipo de relaciones huma­ nas resultan habitables y qué quiere decir allí habitable. Para que no  resulte un corte muy abrupto quiero recordar que entre las múltiples  gentes que se asombraron ante la experiencia de la gran ciudad estu­ vieron muy desde el comienzo también los marxistas. Ustedes ven por  eso en la cultura y la literatura de la primera mitad del siglo XIX, no  sólo de la primera mitad, pero es allí donde resulta el primer asombro  de la gran ciudad, el fenómeno de la gran ciudad; en ese momento  fue visto por muchas gentes que llegaron a ella desde las aldeas. Hoy  las cosas se ven muy distintas, a nosotros nos queda muy difícil imagi­ nar aquellas aldeas con unas que llamaríamos hoy pequeñas aldeas

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(el Kónisberg con su famosa universidad y sus grandes pensadores y  sus músicos y sus pintores, pues era diez o quince veces más pequeño  que Palmira y así estaba llena Europa de esas aldeas), a nosotros ya  nos queda un poco difícil concebir aquello que, sin embargo, hace  muy poco, hace dos siglos fue así, y siglo y medio también era así, (de  Tubinga, salía Hegel para Jena pero Jena era mucho más pequeña que  Santander de Quilichao, lo que pasa es que allá estaba la gran  universidad). Cuando estas gentes producían con una forma de exis­ tencia que nosotros vemos tan extraña para nosotros, veían la gran  ciudad con un asombro muy grande que ya nosotros hemos perdido.  En una obra muy notable de Engels que se llama La situación de la clase  trabajadora en Inglaterra, una de sus primeras obras y la que tuvo una  más grande influencia sobre Marx, a quien la cita con gran respeto y  reconoce continuamente lo que le debe, dice Engels lo siguiente:

Cosa extraña ver una ciudad como Londres, allí uno puede cami­ nar durante horas sin descubrir ni siquiera el comienzo de un  final, sin encontrar el menor signo que indique al menos que ya  está vecino el campo, ¡qué prodigiosa centralización! Esta reunión  en un solo punto de tres millones y medio de hombres ha  centuplicado la fuerza de estos tres millones y medio, pero no se  descubre si no más adelante el sacrificio que puede costar esta  multiplicación de la fuerza. Después de haber caminado durante  varios as por el pavimento de las grandes ciudades, uno se da  cuenta por primera vez que los londinenses han debido sacrificar  la mejor parte de su humanidad para realizar estos milagros de  civilización, de los que su ciudad se mantiene tan orgullosa, que  todas las fuerzas que en ellos dormitan necesitan permanecer im­ productivas, necesitan ser inhibidas en su desarrollo para que esta  ciudad exista, por ello mismo la multitud de las calles tiene algo  de antipático, algo de repugnante para la naturaleza humana; estos  centenares de miles de individuos que pertenecen a todas las clases  sociales y a todas las condiciones humanas que aquí se aprietan y  se codean, cuesta recordar sin embargo, que son hombres con las  mismas cualidades, aptitudes y que todos tendrían el principio  del interés de llegar a ser felices y sin embargo, aquí corre el uno  al lado del otro como si no tuviesen nada en común, nada que  hacer juntos, ninguna empresa que los ligue. El único punto sobre  el cual están de acuerdo tácitamente es el de que cada uno vaya  por la parte derecha de la acera para que no se choque con la

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corriente que viene en el sentido inverso y para que el río no se  detenga; nadie tiene ni siquiera la idea de que el otro merezca  una simple mirada o pueda tener algún interés propio, esta mane­ ra de acumularse los individuos en una masa cerrada, en tan pe­ queño espacio, hace surgir de manera terrible y escandalosa, la  indiferencia más brutal de que cada uno es capaz. La imposibili­ dad de aislarse en su propio interés privado los lleva a todos a  refugiarse en él.

Esta es una visión que se repite frecuentemente en los comienzos  del siglo XIX, desde luego uno de los momentos en que esto puede  verse de manera más clara, es en la manera como lo tratan los artistas.  Puedo recomendarles algunas cosas a los que les interese la historia  de este problema, cómo se inició y cómo fue vivida desde el comienzo  la gran ciudad; por ejemplo, Poe escribió un cuento que se llama El  hombre de la multitud; pero en la experiencia de la gran ciudad hay  una obra que se destaca mucho y es la obra de Baudelaire Las flores  del mal y en general todo el resto de su obra, Los pequeños poemas en  prosa principalmente tratan este tema. Toda la obra de Baudelaire  puede ser leída sin riesgo alguno como una respuesta a la experiencia  de París, de la gran ciudad; por todas partes ustedes encuentran allí,  al abrir un poema, “La calle ensordecedora en tomo a mí rugía”; la  multitud va y viene en toda la obra de Baudelaire, y no sólo de Bau­ delaire; les doy un ejemplo, el pensamiento de Balzac se ejerce en  contra del anonimato, casi como una manía personal, y Baudelaire lo  sigue en un texto extraordinario que se llama Ventanas, de los pequeños  poemas en prosa. También a Balzac le pasaba una cosa muy similar, su  manera de contraataca^ de volverse contra la agresión que para él  era la gran ciudad. Ustedes se fijan que no se trata solamente de dos  individuos que se sienten agredidos por ser artistas, por eso comencé  por citar a Engels; en los artistas puede haber una sensibilidad, o si  ustedes prefieren, una vulnerabilidad mayor, desde luego, pero no se  necesitaba eso, Engels, no era un artista y se sentía agredido por las  calles de Londres. El arte y el pensamiento con frecuencia, si no siem­ pre, son un contraataque.

El arte de Baudelaire vive la ciudad como un ataque y ese ataque  se caracteriza entre otras cosas por algo que ya está implícito en la  descripción de Engels, la despersonalización, la muchedumbre como  ataque a la identidad, la pérdida de referencias propias, el hundi­

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miento en el anonimato. Algo que ha sido denominado de muchas  maneras; los marxistas suelen llamar atomización o masificación. De­ pende mucho de los estilos de reflexión, cambia la forma de describir­ lo pero es el mismo fenómeno, el fenómeno de anonimato, de  despersonalización, muchedumbre solitaria, etc.; descríbasela como  se la describa, siempre fue vivida como una agresión. Un contraata­ que muy interesante es la obra de los artistas del siglo XIX que produ­ jeron en las grandes ciudades.

Balzac se paseaba por París y tanto en las gentes que veía en los  apartamentos cuyas ventanas estaban semicerradas o cuyas persianas  estaban corridas, y la angustia de la dispersión que sentía por todo  aquello era tal que empezaba a imaginar una vida en todas partes,  una vida personal, una vida contable, algo más que una suma, algo  más que una serie, y así hizo La comedia humana, sirviéndole como él  mismo dijo “de secretario a París”, es decir; tratando de establecer el  acta y rescatando la vida de tanta gente masifícada, volviendo a ver  detrás de cada ventana una historia, una angustia, una esperanza,  algo que existe y no la serie de las semejanzas simples, la serialidad  mortal que le angustiaba mucho.

Continuamente se encuentran ustedes en la lectura de esas obras  que son válidas,

 independientemente del siglo XIX, se encuentran  ustedes con esa reacción ante una amenaza, que es la gran ciudad.  En ese momento la gran ciudad comienza a crecer con un carácter  vertiginoso; pero el mismo Balzac lo sabe. También hay varios textos  de Marx muy notables en los cuales describe claramente por qué, La  lucha de clases en Francia; y también muy interesante El 18 Brumario;  en El capital, hay referencias notabilísimas, por ejemplo, el capítulo 24  del primer tomo y los estudios sobre la renta al final en el tercer tomo.  Marx ha descrito, pues, ese crecimiento monstruoso de la gran ciudad,  tratando de mostrar que el fondo y la forma de ese crecimiento está  en dos grandes razones: en una parte la descomposición del campesi­ nado, en el lenguaje marxista se llamaba campesinado a la unidad del  trabajador y la propiedad de la tierra, descomposición se llama la pér­ dida de esa unidad, es decir; el trabajador queda sin tierra y la tierra  pasa a ser del terrateniente. Existen estudios muy notables sobre ese  tema, ejemplo: en el caso ruso está el estudio de Lenin Desarrollo del  capitalismo en Rusia. El fenómeno ha sido visto durante mucho tiempo.

Lo que me interesa en este momento es mostrarles que uno de los  elementos que vale la pena pensar de toda esta reflexión sobre la

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ciudad y que comienza allí en el siglo XIX (como reflexión moderna,  quiero decir) es este aspecto: que una gran parte de su crecimiento  no procede de que nadie venga a ella porque le atraiga tal o cual  cosa; ahora todavía los sociólogos del llamado efecto de demostración  se imaginan que son las vitrinas de las ciudades las que atraen a los  campesinos, o los cines, etc. En realidad lo que desde el siglo XIX se  sabe es que son las gentes expulsadas las que acuden, mejor dicho,  que su crecimiento tiene lugar por dos factores: la expulsión del cam­ pesinado del sector rural; una tendencia permanente de la forma mo­ derna de la acumulación; prácticamente todos los países con diferen­ tes cifras han tenido en una forma más o menos rápida un cambio de  una inmensa mayoría de la población en el campo que va siendo ex­ propiada y va acumulándose en la ciudad.

La expulsión progresiva del campesinado no solamente por la téc­ nica, primero que la técnica está la concentración, eso ocurre en todas  partes de manera más o menos violenta. En Inglaterra fue muy violento,  en otros países ha sido menos violento. En Colombia nosotros tenemos  un ejemplo extraordinario, lo que llamamos “La Violencia” es eso, la  contrarreforma agraria, eso es la violencia, la generalización del  latifundio. Allí donde

 había pequeña propiedad, es facilísimo seguir  incluso nuestras estadísticas,

 por ejemplo, en el Tolima, sólo en 1952  se destruyen treinta y seis mil fincas campesinas; el latifundio crece  por todas partes, en el Quindío, en el norte del Valle, en el Huila,  todo un municipio queda de un solo propietario: Algeciras. Por todas  partes ustedes ven la descomposición del campesinado, disfrazada desde  luego de lucha de liberales contra conservadores, pero con un solo  triunfador: el terrateniente y un solo perdedor: el campesino, ambos  de los dos partidos; a ese fenómeno le llamamos violencia. Allí donde  no había pequeña propiedad y por lo tanto nada qué robar para ampliar  el latifundio, en la Costa Atlántica que ya era todo latifundio, aunque  hubiera habido muchos godos y muchos liberales no hubo violencia,  allí no valía la pena la cosa; fue principalmente en los sitios en que  había mucho qué robar y las vecindades que produjeron los polos de  crecimiento acelerado. Por ejemplo Cali en una década fue la segun­ da ciudad latinoamericana en crecimiento después de Sao Pablo, por  la violencia del norte del Valle, Medellín, Bogotá; es decir, ese desa­ rrollo se puede seguir en algunos países y también en Colombia. Aquí  también se produjo la expulsión masiva y creciente, mientras aprue­ ban decretos de reforma agraria que no se llevan a cabo porque la

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aprueban los terratenientes y por lo tanto en condiciones irrealizables.  En cambio llevan a cabo prácticamente sin decreto alguno la  contrarreforma agraria, motivo por el cual la gente se acumula en las  ciudades con gran velocidad; es decir, en las ciudades el fenómeno no  es solamente crecimiento numérico, sino el hecho de que crece por  gentes desarraigadas, expulsadas, desambientadas y el efecto según-  do, que los propios pobladores urbanos van a ser desarraigados por un  efecto diferente: la descomposición del artesanado, el artesanado es  suprimido por la gran industria, un fenómeno muy conocido que hace  que los carpinteros por un tiempo se sostengan mientras se producen  las industrias de muebles, todavía se mantienen dependientes de los  grandes almacenes algunos artesanos por un tiempo y luego la industria  va convirtiéndolos a todos en asalariados. Ese es el otro proceso interno,  es decir, hay un crecimiento doble: uno externo y otro interno.

Lo que es interesante observar en ese crecimiento es, pues, no  solamente el

 factor que nos dan las estadísticas, sino que el crecimiento  va acompañado de un fenómeno humano muy notable y muy caracte­ rístico de nuestra época y es el fe

meno de la pérdida creciente de  toda autonomía relativa. La ciudad griega

 que a veces creció hasta  cien mil o más habitantes, Atenas, pero que no tenía esos ritmos ni  esos motivos de crecimiento; pero no debemos confundir estas ciuda­ des con el fenómeno del crecimiento de la ciudad moderna, porque  no se trata solamente del aumento del número de habitantes, sino  que ese aumento está determinado por una característica muy  particular, la pérdida de toda autonomía; quiero decir, de toda  posibilidad de trabajar por sí mismo, como tiene el campesino con su  parcela, de saber qué es lo que está haciendo, de resolver qué siembra.  Por ejemplo, un zapatero sabe lo que está haciendo, sabe cómo se  hace un par de zapatos, se reconoce en la calidad o en la mala calidad  de su producto, sea con el orgullo o con la vergüenza que son dos  formas de reconocimiento; en cambio el obrero en una fábrica, no  tiene nada que ver con el producto ni tiene la menor idea de cómo ni  cuándo se hace, ni dónde interviene o no. La pérdida de la inteligen­ cia del proceso productivo, lo llama Marx, la pérdida de la autonomía  relativa, en términos generales. El crecimiento de una barrera radical  y terrible entre la producción material artesanal y la producción  artística. En las ciudades italianas en la época inicial del Renaci­ miento, de los siglos XIII y XIV, no había una barrera entre artesanía  y arte, y la multiplicación del arte y su contacto con la artesanía son

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una misma cosa. Entre nosotros hay una ruptura absoluta entre lo uno  y lo otro, la producción directa y la producción artística.

Ahora, eso hay que concebirlo así para poder pensar el efecto del  desarrollo de las grandes ciudades; un efecto de depresión generaliza-  da que ha producido muchas filosofías pesimistas, muchas ideas  imposibles, sea como refugios personales o como simples utopías, por  ejemplo, retomo al campo, retomo a la Edad Media, etc. Lo que te­ nemos por delante para que los hombres vuelvan a tener una autono­ mía relativa no es la Edad Media ni el campo ni la parcela ni el  tallercito, de los cuales es mejor despedirse; lo que tenemos por de­ lante es algo a lo que es mucho más difícil acceder: es el respeto, el  respeto por las diferencias, la autonomía de la persona como persona,  el tiempo para su formación, el espacio para decidir su vida. Eso es  mucho más difícil que volver a la Edad Media, porque la Edad Media  es imposible, no es más que un sueño romántico pero no difícil -lo  imposible no es difícil, es una manera de declarar que uno no quiere  meterse con el futuro, optar por lo imposible-. Ahora, en nuestra época  hay una gran dificultad derivada de la crisis que vivimos para investir  el futuro; ese es uno de los problemas más graves de nuestra época.

Yo quisiera referirme con cierto detalle a esta cuestión, investir, lo  digo en el sentido psicoanalítico, poner allí su deseo; poner allí su  proyecto, poner allí el foco de sus intereses y de sus trabajos, su aten­ ción; hoy es muy difícil eso: investir el futuro. Descriptivamente, sin  que por ahora podamos desarrollar los motivos, es fácil darse cuenta  de que nosotros tenemos hoy una crisis de una hondura muy grande,  tal vez de una hondura más grande de lo que pensó Marx; porque  Marx describió la crisis como la crisis de un modo de producción que  por su crecimiento ya era irreversible y que iba a conducir a una so­ ciedad radicalmente nueva y sin clases, pero él la describió esencial­ mente como la crisis acumulativa, creciente de un modo de produc­ ción, del modo de producción capitalista y que llegaría a ser mundial.

Cuando les digo que la crisis que nosotros vivimos es probable­ mente bastante más grave y más aguda de lo que Marx pensaba, es  porque no es la crisis solamente de un modo de producción, sino que  es una crisis mucho más vasta; recomiendo un libro muy interesante  de un antropólogo que ya mencioné, George Balandier que se llama  Antropológicas, y es un texto de antropología pero de nosotros, de la  modernidad, es decir, no solamente vale la pena estudiar a los  nambicuaras, a los congos y a los yanomamas, sino también a los

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parisienses y eso es lo que hace allí un antropólogo muy notable. In­ tenta con ellos también la mirada lejana con que los antropólogos  suelen pasearse en las sociedades llamadas primitivas con bastante  éxito; el asunto que allí encuentra es un problema que toda la socie­ dad trata a su manera; cómo organizar de un modo simbólico las iden­ tidades sobre la base de las diferencias naturales. En todas las socie­ dades hay un dato natural; las diferencias entre los hombres que no se  derivan de la organización social ni de las representaciones ni de los  valores ni de las ideas, sino las diferencias naturales, por ejemplo la  diferencia entre hombres y mujeres, entre niños y adolescentes, entre  adolescentes y adultos y ancianos, esas son diferencias naturales. Toda  sociedad, sin embargo, tiene una determinada interpretación de esas  diferencias, que le permite constituir a las gentes de esa sociedad una  identidad dentro de la diferencia y por lo tanto, en el caso de las  edades, hacer el paso de una edad a otra, como el paso de una iden­ tidad a otra. Toda sociedad se caracteriza por ejemplo, por la manera  como busca el paso, como produce, con qué señales, con qué signos,  con qué símbolos, con qué funciones, prohibiciones y posibilidades,  produce el paso de la niña a la mujer, cuando viene la primera mens­ truación qué organizan; algunas hacen túneles por los cuales atravie­ sa la muchacha mientras las niñas las despiden en una punta y las  mujeres las saludan de la otra; en otras la cosa es mucho menos idíli­ ca, la suben al tejado durante ocho días, otras las encarcelan. Lo  mismo les pasa a los hombres en sus ritos de iniciación, a veces proce­ den a verdaderas carnicerías iniciales y propiciatorias, a las formas  más terribles de loque nosotros llamaríamos circuncisión, que se aproxi­ ma peligrosamente a la castración; pero todas las sociedades lo hacen  de una u otra manera, todas tienen que adjudicar una identidad. Esa  identidad es para que la sociedad no se hunda en una depresión co­ lectiva, cosa que también ocurre en las primitivas, en una verdadera  depresión colectiva. Entonces las secuencias de edad vienen a  funcionar para las edades anteriores, a la vez como duelo y conquista,  como una propuesta, como una esperanza, como una posibilidad, y esa  es una de las formas de lo que yo Uamo investir el futuro.

Investir aquí en el sentido de poner allí su esperanza, su interés.  Cuando les digo que en la sociedad nuestra queda extraordinaria y  particularmente difícil investir el futuro, me refiero más  específicamente, desde luego, a la juventud. Nosotros vivimos en una  época en donde en muy diversas áreas mundiales, no me estoy refi­

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riendo solamente a nuestra parroquia, la juventud tiene una inmensa  dificultad para investir el futuro. Hoy más bien lo que tiene es una  tendencia a temer el futuro, lo que significa un gran repliegue sobre  el presente como disfrute, no como producción -porque la produc­ ción, la creación, la búsqueda, la investigación, el proyecto, la ac­ ción, postulan siempre un futuro y un desear ser después en el futuro-  , sino como consumo puro, además, preferiblemente como consumo  destructor; como consumo no productivo y no transformador, una  tendencia muy fuerte. Esta tendencia se puede considerar, algunos  así lo han descrito porque es un fenómeno muy conocido, como un  repliegue narcisista, una supervaloración de lo estético, de lo corporal  gimnástico, danzarín y demás de la moda, el narcisismo dirigido por  las casas de publicidad que allí lo que parece más íntimo, más propio,  resulta ser también la vía y el camino de los vendedores. Un repliegue  sobre el presente como narcisismo, como esteticismo, como droga tam­ bién; droga vivida como rebelión, es decir, aquel que pueda cambiar  la realidad tal como es construida por el discurso del deber, por el  discurso del otro, por el discurso de los mayores, por el horario de los  mayores y tener una “nueva impresión” -digámoslo más pasivamente  porque el asunto es pasivo-, una “nueva sensación” del mundo, siente  que ha roto con la realidad que le están imponiendo, que tiene acce­ so a una realidad, incluso muy frecuentemente siente esto como una  prueba de omnipotencia interior. No es solamente una tontería pro­ ducto del efecto de una determinada droga, a veces drogas que tie­ nen efectos desinhibidores, tienen la característica de que, como toda  gran borrachera, sea por ejemplo, una borrachera colectiva sin trago,  o una borrachera privada con trago o cualquier otra cosa similar con  un desinhibidor profundo -la marihuana es uno, por ejemplo, muy  eficaz-, producen muy poca autocrítica; también las borracheras co­ lectivas en seco, detrás de un jefecito, producen una falta de  autocrítica terrible y un sentimiento de grandeza, para eso no se  necesita droga.

El contraste creciente entre lo que promete una vida monótona  de deberes y la proclamación de la felicidad en el instante, en el  presente, el deseo de no ver un futuro amenazador, lleno de oficinas  grises, de horarios y buses y de tareas que uno no quiere llenar pero  tiene que llenar para pagar cuotas y arriendos. En contra de todo eso  la juventud quiere ser alegre aquí y ahora, y no dejan de tener razón  los jóvenes al no investir semejante futuro, sin embargo, si no logran

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inventar un futuro, un futuro real, tampoco podrán hacer nada por  transformar la sociedad, ni por buscar su propia felicidad. El problema  es que el futuro es cada vez más difícil de investir para la juventud, no  por culpa de la juventud, sino del futuro que se les propone como real.

Que no venga ningún moralista a condenar tal o cual droga y sus  perniciosos efectos porque el que la consume ve como más pernicioso  el futuro que se le ha prefabricado y, en todo caso, como indeseable.  Sus ocho horitas, más su busecito, sólo para repetirse en un apartamen-  tico, mientras que la vida se va acabando añito por añito no es algo de  investir, desde luego. Si no se logra investir un futuro distinto, con  nuevas relaciones humanas, con otro valor, mientras no se logra in­ ventar un consumo distinto que no sea el consumo creciente de co­ sas, con una disminución creciente de relaciones humanas, como está  ocurriendo. Hay investigadores norteamericanos muy notables de este  problema, que nos enseñan mucho, han descrito, incluso han hecho  cuentas, porque a los norteamericanos les gusta hacer cuentas sobre  todo, han hecho cuentas de cómo disminuye la conversación, es de­ cir, el número de minutos por día que la gente se dedica a conversar  para decirlo en sus términos, cómo va disminuyendo hasta aproximar­ se a cero, a medida que aumenta sin embargo la compra de objetos.  Las relaciones humanas que sean efectivas, quiere decir, que prome­ tan algo, colaboración, transformación, enamoramiento, cuestiona-  miento, adversidad, que prometan algo no solamente positivo, puede  ser algo negativo, también lucha y puesta en cuestión de nuestras  convicciones y nuestros valores, es decir, que prometan algo en gene­ ral, que prometan entrar en contacto efectivo, disminuye a un ritmo  terrible y eso es parte de lo que llamamos ciudad. Lo grave no es sólo  diseño, desde luego desde el punto de vista estético, ustedes tienen  razón si les aterra como arquitectos, ver la serie de cajones de cemen­ to grises, enfilados al lado de una gran avenida, diseñado todo eso  para los automóviles y para albergar una colmena que luego va a salir  volada para su fábrica.

La ciudad se hace cada vez más grande y anónima. No se es de  Chicago o Hamburgo como se era en otras épocas de Atenas o Florencia;  es decir como formas de identidad, como inscripción en tradiciones  determinadas y participación en realizaciones culturales colectivas.

En lo que suele llamarse ahora la crisis de la juventud se oculta,  generalmente en formas negativas, regresivas (infantilistas), des­ tructivas y autodestructivas, la exigencia de un cambio cualitativo:

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no más de lo mismo, sino otra cosa, otra vida. Ya no esperamos nada  del desarrollo económico y no moveríamos un dedo porque Cali se  convirtiera en Chicago. Es verdad que la lucha contra la inicua y  vergonzosa desigualdad y explotación económica es necesaria e ina­ plazable, pero no es suficiente.

La exigencia de una vida diferenciada, artísticamente producti­ va, abierta al

 debate y al conflicto teórico, político y científico, indivi­ dual y colectivo, no es una exigencia secundaria o diferible; no se  puede postergar para después del quinto o el décimo “plan quin­ quenal”; si no se pone desde el comienzo como estilo, motor y guía, no  vendrá después, y esa exigencia es la única que puede sacudir en los  más diversos estratos de nuestra sociedad la modorra, la depresión y el  escepticismo.

Valorar el arte como algo esencial a la vida, como hemos tratado  de hacerlo en estas conferencias, es sólo un aspecto de esa lucha por  una nueva sociedad, pero es un aspecto fundamental.

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Este libro se terminó de imprimir el díá 12 de marzo  de

 2010, en los talleres de Editorial Lealon (Cra. 54 

 56-46. Tel.: 57194 43) de Medellín, Colombia.  Se usaron tipos de 11 puntos Goudy Oíd Style BT  para los textos y 14 puntos negro para los títulos,  papel Propalibros beige de 70 gramos y cartulina  Propalcote 1 lado de 250 gramos. La impresión es-  tuvo dirigida por Ernesto López Arismendi.