Immanuel Kant Fundamentación de la metafísica de las costumbres




Immanuel Kant, el más grande pensador contemporáneo, no sólo revolucionó con su Crítica de la razón pura (1781) los principios de nuestro saber teórico, sino que inauguró con su Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785) la más ambiciosa revolución en filosofía moral de todos los tiempos. El punto de partida del proyecto ético de Kant es claramente democrático: la buena voluntad del hombre común y corriente. Y el análisis a fondo de esa buena voluntad, que se caracteriza por la conciencia del deber, lleva al autor de esta obra a la formulación del principio supremo de nuestra conducta moral como imperativo categórico: una ley que nos impone el deber de guiarnos por criterios de universalidad incompatibles con el egoísmo, y que nos prohíbe, además, instrumentar o utilizar solamente como medio a ninguno de nuestros semejantes, porque todo ser humano constituye, en su condición de persona, un fin en sí mismo. Kant sostiene, por otra parte, que este principio supremo no está dictado por la naturaleza ni por ninguna autoridad gobernante divina o humana, sino que dimana de la autonomía de nuestra propia voluntad. Finalmente concluye que la raíz de nuestra moralidad es nuestra libertad. La ética kantiana puede ser, pues, sucintamente caracterizada como una ética del deber que es a la vez una ética de la libertad. La presente edición de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres se ajusta al texto de la traducción castellana de Manuel García Morente e incorpora como anexo los Comentarios a dicha obra de H. J. Paton, uno de los más expertos conocedores actuales del pensamiento ético de Kant.

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Immanuel Kant

Fundamentación de la metafísica de las costumbres

ePub r1.0

Titivillus 30.09.2017

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Título original: Grundlegung zur Metaphyslk der Sitten

Immanuel Kant, 1785

Traducción: Manuel García Morente & Carmen García Trevijano

Edición: Manuel Garrido

Traductor texto de Kant: Manuel García Morente

Revisión traducción: Juan Miguel Palacios (texto de Kant))

Epígrafes, Comentarios y notas: H. J. Paton (Analysis of the Argument and Notes en The Moral Law: Groundwork of the Metaphysics of Morals)

Traductor texto de Paton: Carmen García Trevijano

Editor digital: Titivillus ePub base r1.2

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Inmanuel Kant (1 724-1804). Retrato en busto de perfil dibujado por Schnorr von Carolsfeld en 1789, al final de la década que marca el período más glorioso de la producción del filósofo. En el centro de esa década, en 1785 y cuando su autor contaba sesenta y uno, vio la luz la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, cuatro años después de aparecida la primera edición de la Crítica de la razón pura. © Archivo Anaya.

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PRESENTACIÓN

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Por su gran originalidad, su brevedad y su enorme influencia, la Fundamentación de la metafísica de las costumbres de Manuel Kant es sólo comparable en todo el pensamiento moderno con el Discurso del método de Renato Descartes. Ambos libros fueron escritos para el gran público y cada uno de ellos ha sido el manifiesto de una revolución crucial en filosofía.

Con el Discurso del método (1637) inauguró Descartes una revolución en filosofía teórica que dio al traste con el pensamiento tradicional, combatió al escepticismo y puso los cimientos de la hoy dominante concepción científica del mundo.

Kant por su parte, no dándose por satisfecho con haber emulado esa hazaña epistemológica de Descartes en la Crítica de la razón pura (1 781), inauguró cuatro años más tarde con la obra que el lector tiene en sus manos el más audaz desafío de toda la historia del pensamiento a las morales tradicionales de la felicidad y del placer. Su nueva ética empezaba conjugando un romántico canto rousseauniano a la idea de buena voluntad con una severísima apología del deber; aportaba al acervo del pensamiento moral el hallazgo del imperativo categórico, no menos genial que el cogito cartesiano; y se perfilaba como una ética de la libertad que culmina en el ideal de una sociedad igualitaria y justa de seres racionales, un «reino de los fines» en el que nadie sirve a nadie ni necesita, desde que es adulto, de ninguna autoridad humana ni divina que le enseñe a comportarse. La orgullosa conciencia que tiene el hombre contemporáneo de ser un agente moral libre y autónomo es una deuda que todos tenemos contraída con Kant.

La presente edición de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres reproduce la

 versión castellana del gran traductor español de las tres Críticas Manuel García Morente, aparecida en 1921 y recientemente revisada y corregida en dos ocasiones por Juan Miguel Palacios. Para facilitar al lector el seguimiento del hilo argumentativo, hemos incorporado como anexo al texto kantiano los clásicos y populares comentarios de H. J. Paton, uno de los más autorizados expertos del pasado siglo XX en el pensamiento ético de Kant.

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Manuel Garrido

Una ética de la libertad

(CLAVES PARA LA LECTURA DE LA FUNDAMENTACIÓN DE LA METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES)>

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I

INTRODUCCIÓN

1. EL PROYECTO ÉTICO DE KANT

El programa ético de Kant es profundamente revolucionario. Una de sus ideas clave, la principal a juicio de muchos, es la idea de la autonomía de la voluntad.

Ser libre y ser esclavo, mandar y obedecer son actitudes y conductas antagónicas. Una antiquísima aspiración de las éticas tradicionales ha sido lograr que el hombre no sea esclavo de sus emociones ni de sus impulsos animales, y para ello tales éticas solían apelar a las leyes de la naturaleza, de la sociedad o de Dios. Pero a Kant le pareció que liberar al hombre de la sumisión a sus instintos sometiéndolo a una legislación que se le impone desde fuera no es liberarlo del todo, porque se lo deja sujeto a la voluntad ajena de un legislador.

Las palabras griegas nomos y héteros significan respectivamente «ley» y «otro». Cuando la legislación a la que se somete un ser racional o consciente, como es el hombre, le viene impuesta por una instancia externa, Kant habla de heteronomía. Su proyecto ético consiste en hacer valer la convicción de que el hombre es su propio legislador, que no es heterónomo, sino autónomo (autos significa en griego «uno mismo», y el término «autónomo» alude, por tanto, al que se legisla a sí propio). La autonomía es para Kant la gloria de nuestra libertad y el sello de nuestra dignidad.

Esta visión revolucionaria de la ética se la inspiró la lectura de Rousseau. Kant era por vocación un teórico. Pero, según nos testimonia, aquella lectura lo cambió:

Yo soy, por inclinación, un investigador. Me consume una ardiente sed de saber, me acucia el afán de aumentarlo y cualquier avance en el mismo me produce satisfacción. Hubo un tiempo en que estaba convencido de que eso constituye el honor de la humanidad, y despreciaba a la gente ignorante. Pero Rousseau me abrió los ojos al respecto, y este ciego prejuicio se esfumó. He aprendido a honrar a la humanidad, y me tendría a mí mismo por menos útil que cualquier común trabajador si no creyese que mi labor puede ayudar a otros a tomar conciencia de los derechos de la humanidad[1].

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Juan Jacobo Rousseau (1712-1778), rebelde y apasionado amante de la naturaleza y de la libertad, escribió, entre otros muchos libros, el Contrato social y el Emilio. La lectura de ambas obras influyo hondamente en Kant, que cambió desde entonces su elitismo intelectualista por la filantropía y la valoración del hombre corriente. A esa lectura le debe el filósofo alemán la idea de autonomía, que es clave en su ética. Retrato del siglo XIX. © Biblioteca de la Universidad de Praga.

Rousseau dejó escrito en el capítulo octavo del libro I del Contrato social que:

el solo impulso del apetito es esclavitud, y la obediencia a la ley que uno se ha prescrito a sí mismo es libertad,

pues al convenir con sus semejantes el acatamiento a la voluntad general, el hombre resulta ser legislador de sí mismo. A la luz de esas palabras bien cabe pensar que no sólo la afición a una ética de la libertad, sino su idea clave de la misma, la idea de autolegislación o autonomía de una voluntad libre, la debe Kant en no escasa medida al impacto de Rousseau.

Ello nos invita a llamar «rousseauniana» a la revolución ética de Kant, siempre que no perdamos de vista que ésta se inscribe en el marco global de una revolución más amplia, que es el sistema entero de su filosofía crítica o trascendental.

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2. LA REVOLUCIÓN CRÍTICA DE KANT

La pequeña ciudad alemana de Königsberg, hoy Kaliningrado, donde nació y vivió Immanuel Kant (1724-1804) los ochenta años de su existencia, está actualmente gobernada por Rusia, como lo estuvo también por un lapso de tiempo en vida de este gran pensador alemán. Los cultísimos e ilustrados oficiales del afrancesado ejército del zar rindieron tributo a la genialidad del joven profesor universitario que era entonces Kant —un hombrecillo de metro y medio de estatura, espina dorsal quebrada y humildísimo origen social— asistiendo devotamente a sus clases. Como reliquia de aquella singular sintonía intelectual entre gremios y naciones, todavía puede encontrar el visitante inscritas en alemán y en ruso en un residuo de muro del derruido palacio de su ciudad natal este inmortal pasaje del filósofo de Königsberg:

Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuencia y

 aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí…

Grabado del siglo XVIII de la ciudad prusiana de Königsberg, actual Kaliningrado bajo soberanía de la Federación Rusa. Aún hoy resulta admirable que una obra de la dimensión del pensamiento kantiano surgiera y culminara en la mente de uno de los más humildes habitantes de este pequeño burgo de origen medieval. © Biblioteca de la Universidad de Praga.

Estas palabras impresionan a cualquiera que las lea. Pero su alcance sólo puede ser cabalmente entendido en el contexto de la vida y el pensamiento de quien las escribió, porque transmiten la quintaesencia de la filosofía crítica kantiana, que su autor empezó a formular siendo ya casi sexagenario y que ha revolucionado profundamente, con la publicación de sus tres Críticas, al pensamiento moderno para

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inaugurar el contemporáneo.

Tras largos años de cavilaciones y un silencio de diez, mientras terminaba de

rumiar el impacto que produjeron en el suyo el pensamiento escéptico de Hume y la rebelde moral de Rousseau, Kant sorprendió a sus contemporáneos con la publicación en 1781 de su Crítica de la razón pura, que proponía una inversión alucinante en filosofía teórica,

 alegando que nuestra mente le impone tales condiciones subjetivas a lo que conoce que si bien podemos fiarnos de ella en lo que concierne a las leyes de la física de Newton, no pode

mos hacerlo en lo que toca a la metafísica, ciencia ésta que quedó herida de muerte desde entonces. En la introducción a dicha obra escribió Kant que su nuevo pensamiento, estimulado por la lectura de Hume, desencadenaba en la filosofía hasta entonces cultivada un giro copernicano, pues así como tuvo Copérnico la audacia de imaginar y establecer que el Sol no gira en torno a la Tierra, sino la Tierra en torno al Sol, así pretendía el filósofo de Königsberg establecer que en el ejercicio de nuestra función de conocer no son los objetos conocidos los que dan la pauta al sujeto del conocimiento, sino éste el que los conforma y modela a ellos. A esto alude entre otras cosas la difícil palabra «trascendental» con que él calificó en general a su filosofía y en esto consistió, dicho sumarísimamente, la revolución teórica de su pensamiento.

Pero antes de que la comunidad filosófica hubiera tenido tiempo de asimilar semejante giro del pensamiento, Kant obsequió a sus contemporáneos con su ya mencionada revolución ética, cuyos dos documentos básicos son la Fundamentación de la metafísica de las

 costumbres y la Crítica de la razón práctica. Ambas obras procuraban restaurar en el orden de la razón práctica la superioridad del hombre sobre la materia, que la primera de las Críticas había resultado incapaz de establecer. A ello se refiere Kant en la continuación del pasaje recién citado, que el lector puede encontrar al principio de la «Conclusión» de la Crítica de la razón práctica:

El… espectáculo de una innumerable multitud de mundos aniquila, por decirlo así, mi importancia como criatura animal… la ley moral me descubre una vida independiente de la animalidad y aun de todo el mundo sensible.

3. LA FUNDAMENTACIÓN METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES

De esta obra escribe Manfred Kuehn en su reciente biografía del filósofo que

es impresionante. Vigor

osamente escrita, muestra a Kant en su mejor momento. Curiosamente, fue su primera obra dedicada en exclusiva a la filosofía moral o ética… Consta de un breve prólogo, tres secciones o capítulos y una corta observación final. Aunque tiene sólo unas sesenta páginas, puede muy bien ser su obra más influyente[2].

Y Schopenhauer comentó a propósito del mismo libro que en él

encontramos el fundamento, o sea, lo esencial de la ética de Kant, presentado de una forma estrictamente sistemática, concisa y nítida, como no aparece en ninguna otra de sus obras[3].

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La Fundamentación de la metafísica de las costumbres es, efectivamente, un escrito de 

mínima extensión. Cuando Kant lo publicó, en 1785, no era ningún joven, pues contaba ya sesenta y uno; pero no debemos olvidar que su tardío genio se hallaba entonces en el período inicial y más creador de su filosofía crítica, pues sólo hacía cuatro años que había visto la luz la primera edición de la Crítica de la razón pura (1781). No mucho después de la Fundamentación[4] aparecerían la segunda edición de dicha Crítica (1787) y la Crítica de la razón práctica (1788). Más tarde, muy avanzada ya la década siguiente, completaría Kant el repertorio de sus principales obras de filosofía moral con la publicación en dos volúmenes de una Metafísica de las costumbres (1797).

A) La meta de la Fundamentación

Desde las primeras páginas de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres se afana Kant en persuadir al lector de la necesidad de una ética pura, cuyo principio supremo se propone investigar.

Quizá se entienda algo mejor lo que él tenía en mente al hablar de una ética pura considerando nuestro uso del conocimiento matemático. Cuando un carpintero construye una mesa no sólo debe preocuparse de la forma, cuadrada o redonda, del tablero, sino del material, por ejemplo la clase de madera a utilizar. Pero eso poco o nada le preocupa a un profesor cuando explica el cuadrado o la circunferencia en clase de geometría. Las descuidadas figuras que dibuja en la pizarra no distraen en nada, por deformadas que parezcan, la atención de sus alumnos.

Ahora bien, en esto reside la diferencia entre lo que solemos llamar la matemática p

ura y la aplicada. El ingeniero, el arquitecto o el artesano hacen matemática aplicada y necesitan tener muy en cuenta la calidad de la materia a la que se proponen dar forma geométrica. Pero el profesor de geometría enseña matemática pura y su material (las imperfectas figuras que dibuja) no es más que un pretexto o una ocasión para que sus alumnos se adentren en el mundo imaginario o ideal de las superficies geométricas. La matemática aplicada no puede prescindir de la pura, mas ésta no necesita, en principio, cuidarse gran cosa de la aplicada.

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Esfera armilar reproduciendo el sistema solar definido por Copérnico en los inicios del siglo XVI. El conocimiento de las ciencias físicas y matemáticas asociado a la filosofía moral es una de las claves de las que se nutre el universo Kantiano. © Archivo Anaya.

Kant pensaba que cuando se pasa del conocimiento matemático al conocimiento de la realidad

 física y moral, se plantea también el problema de distinguir entre lo que es «puro» o a priori (es decir, anterior a la experiencia) y empírico o a posteriori (es decir, posterior a la experiencia). Y para apoyar este punto de vista inicia su Prólogo recordando la clásica división tripartita de la filosofía, establecida por los griegos, en lógica, física y ética, a la que añade dos observaciones.

La primera de ellas es que la lógica es «formal», por carecer de materia o contenido. Los estoicos visualizaban esto mismo comparando a la filosofía con un

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huevo: la lógica sería la cáscara, la física su clara y la ética su yema.

La segunda observación de Kant —propia de su sistema de pensamiento y no

compartida por muchos de sus colegas de entonces y de hoy— es que las partes no formal

es de la filosofía, es decir la física y la ética, se subdividen a su vez cada una

 de ellas en una parte «pura», independiente de la experiencia, y otra «empírica», que tiene su origen en la experiencia. A la parte pura de la filosofía la llama Kant «metafísica», precisando que ésta es doble: metafísica de la naturaleza (la parte «pura» de la física) y metafísica de las costumbres (la parte «pura» de la ética).

Quizá convenga recordar aquí también que la razón es para Kant nuestra facultad suprema de conocimiento. Él piensa con Aristóteles que dicha facultad es teórica cuando reflexiona sobre la naturaleza y práctica cuando se interesa por nuestra conducta moral. Este cuadro resume la división de la filosofía así establecida por Kant:

Por no distinguir lo puro de lo empírico en ética censura Kant a Christian Wolff, su antecesor en el liderazgo del pensamiento alemán. Pero importa tener bien presente que lo que él se propone investigar en esta obra no es, por supuesto, toda la ética (cosa que haría luego en su Crítica de la razón práctica), ni tampoco toda la ética pura, sino, precisamente y sólo, su principio más básico:

… la presente i

nvestigación no es más que la fundamentación y asiento del principio supremo de la moralidad.[5]

B) Método y plan de la obra.

Al final del Prólogo leemos que el método elegido es el analítico-sintético. En su fase analítica o «regresiva» este método procede de lo concreto a lo abstracto, de las cosas a sus principios, y tal es la marcha de los dos primeros capítulos, que parten, por decirlo en términos cartesianos, de la idea clara pero confusa o indistinta que tiene el hombre común del principio supremo de la moralidad, para abstraer o extraer una idea clara y distinta del mismo. La fase sintética, practicada en el capítulo tercero, camina en sentido inverso, partiendo de lo abstracto para volver a lo concreto. Breve y lacónicamente expone así Kant su opción metódica:

Me parece haber elegido en este escrito el método más adecuado, que es el de pasar analíticamente del conocimiento vulgar a la determinación del principio supremo del mismo, y luego volver sintéticamente de la

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comprobación de ese principio y de los orígenes del mismo hasta el conocimiento vulgar, en donde encuentra su uso.[6]

El Prólogo y el primer capítulo componen un bloque inicial del que no es exagerado

 decir que representa la mejor introducción que uno puede encontrar, en términos de filosofía popular, a la ética de Kant. El capítulo segundo, el más dilatado del libro, es por su parte la mejor exposición que uno puede encontrar de esa ética desde el punto de vista más abstracto del rigor metódico y el análisis conceptual. En el tercer y último capítulo, menos extenso pero más difícil y no tan afortunado como el anterior, encontrará el lector un primer tratamiento del problema de la síntesis a priori en la filosofía moral, tres años después abordado más a fondo por Kant en su Crítica de la razón práctica.

En los tres capítulos que siguen analizaré, respetando su orden, los tres del texto kantiano. En el Anexo A. «Los puntos vulnerables del proyecto ético de Kant», que el lector puede encontrar al final de este volumen, completo la presente exposición con algunas reflexiones y objeciones a los principales temas y problemas abordados por Kant en los tres capítulos de su Fundamentación.

II

OBRAR POR DEBER

1. EL HECHO DE LA BUENA VOLUNTAD

El primer capítulo de la Fundamentación empieza con esta enfática sentencia, que ha devenido mundialmente famosa:

Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad.

El concepto de «buena voluntad» es la puerta de entrada a la ética de Kant, quien insiste en que lo que hace que un hombre sea bueno no es la excelencia de sus dotes naturales, como el talento, o la bondad de temperamento o de carácter, ni menos aún las ventajas sociales, como los bienes de fortuna, sino su buena voluntad, siempre que ésta sea tomada en serio, es decir, «no […] como un mero deseo, sino como el acopio de todos los medios que están en nuestro poder». Como corroboración de su tesis argumenta Kant que esos otros bienes, tanto los dones naturales como los privilegios sociales, se tornan en peores males cuando los acompaña una mala voluntad,[7] añadiendo que, en contraste con dichos bienes de naturaleza o de fortuna, sólo la buena voluntad es intrínsecamente buena, es decir, buena en sí misma, incluso aunque no llegue a verse acompañada por el éxito.[8] Y a la inevitable pregunta acerca

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de si la buena voluntad trae la felicidad, Kant se limita a sostener que la primera «parece constituir […] la indispensable condición que nos hace dignos de ser felices»,[9] pues no puede negar la escasamente consoladora experiencia de que es bastante infrecuente que ambos factores coincidan en la vida de una persona.

2. OBRAR POR DEBER

A) Buena voluntad y deber

Tras introducir el concepto de buena voluntad, Kant procede[10] a ponerlo en relación con el de deber —no menos crucial en su ética—, advirtiendo que dicho concepto implica el de una voluntad que es buena pero está sujeta a «ciertas restricciones y obstáculos subjetivos».[11]

Ya sabemos que según Kant la ética no se reduce, como es el caso de la antropología, a la investigación empírica de la naturaleza humana. Él piensa que la ética investiga a priori, independientemente de nuestra experiencia científica, no sólo el buen comportamiento de nuestra naturaleza, sino el de todo ser dotado de razón y voluntad, es decir de toda naturaleza racional, sea o no humana.

De ahí que se nos hable reiteradamente en la Fundamentación de dos tipos de voluntad: la humana, que ha de lidiar con los impulsos instintivos y pasionales, y la voluntad de cualquier naturaleza racional no humana, que está exenta de semejantes restricciones. A este segundo tipo de voluntad Kant la llama santa. Y añade que una voluntad como la nuestra, sujeta a la solicitación de los instintos y las emociones, dista mucho por ello de ser santa y precisa estar motivada por el concepto de deber.

B) Deber e inclinación

La apelación a dicho concepto de deber le permite a Kant caracterizar mejor la clase de actos realizados por una voluntad humana cuando es buena.

De esa clase de actos descarta, primero, todos los que sean contrarios al deber. Y luego acota más el campo especificando que, para que nuestros actos sean moralmente buenos, no basta que se los realice «conforme al deber»: han de ser, además, expresamente realizados «por deber»,[12] y no por una inclinación inmediata ni menos aún por una intención egoísta. Muchos mercaderes tienen buen cuidado de no alabar falsamente sus mercancías; pero eso no lo hacen porque se consideren moralmente obligados a decir la verdad a sus clientes, sino sólo porque están egoístamente interesados en no perderlos. Éste, leemos en la Fundamentación, es un ejemplo típico de quien obra conforme al deber, pero no por deber.

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El rigor ético le lleva a Kant a desconfiar de la moralidad de todo acto que sea conforme al deber pero que haya sido realizado bajo el impulso de una inclinación espontánea. Y para ¡lustrar su desconfianza nos invita a reflexionar sobre tres deberes concretos[13], uno de los cuales es el de «ser benéfico o caritativo en cuanto se puede».

A este último respecto observa que quien practica la filantropía porque le place o por afán de honra puede que no haga más que seguir su natural inclinación; mientras es evidente que la filantropía de un hombre tan amargado por la desgracia o tan frío e indiferente, aun siendo honrado, que no le conmoviese el dolor ajeno, sería éticamente meritoria.

3. TRES TESIS GENERALES SOBRE LA BUENA ACCIÓN

La recién establecida proposición de que un acto humano sólo es moralmente bueno si se lo realiza por deber es la primera de una serie de tres tesis generales mediante las cuales nos facilita Kant un inicial acercamiento a su teoría de la acción y de la ley moral, dejando una consideración más a fondo de esta última para el siguiente capítulo de la Fundamentación.

La segunda de esas tres tesis generales es que

una acción hecha por deber tiene su valor moral, no en el propósito que por medio de ella se quiere alcanzar, sino en la máxima por la cual ha sido resuelta; no depende, pues, de la realidad del objeto de la acción, sino meramente del principio del querer.[14]

Lo que esta segunda proposición quiere decir es que no es, en rigor, en el fin ni en el objeto de la acción, vale decir, en el resorte externo de la misma, donde reside su valor moral, sino «en el principio de la voluntad». En el enunciado de esta segunda tesis introduce Kant por vez primera en su ensayo el uso de la palabra máxima: un par de páginas después[15] nos explicará que «máxima» es el «principio subjetivo», la pauta o plan de conducta que configura la estrategia personal del agente al emprender una acción, por oposición a la «ley» que es, correlativamente, el principio objetivo de la misma. Al atento lector le convendrá grabar bien en su memoria, junto a la recién conocida pareja dialéctica de conceptos «deber» e «inclinación», esta nueva de «máxima» y «ley», sobre la cual gravita la dinámica conceptual básica de la filosofía moral kantiana.

La tercera proposición, es formulada por Kant diciendo que

el deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley[16].

Kant ve en el «respeto» o «reverencia» —en contraste con las interesadas inclinaciones

 de nuestra naturaleza animal, que nos mueven a la consecución de objetos y fines externos a nuestra voluntad— un desinteresado sentimiento que tiene su sede en la propia voluntad y que es producido en nosotros por la representación de

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la ley moral, motivándonos para el cumplimiento de la misma.

4. PRIMERA VISITA A LA LEY MORAL: EL TEST DE UNIVERSALIDAD

En este momento alcanzamos el punto culminante del análisis filosófico-popular realizado en el capítulo primero de la Fundamentación. Es el momento de describir la ley moral, y a este respecto Kant nos brinda una formulación de la misma tan ingeniosa como sencilla, que tiene además, según él, la ventaja de servirnos de test infalible y de brújula segura en nuestras cavilaciones morales:

yo no debo obrar nunca más que de modo que «pueda querer que mi máxima deba convertirse en ley universal».[17]

El secreto de esta sencilla fórmula está en que yo; por un acto de voluntad, quiera

que «mi» máxima, esto es, el principio subjetivo de mi conducta, case con «la» ley, e

s decir, el principio objetivo de la misma. Kant ilustra esto contemplando el caso de una persona que, hallándose en apuros, se pregunta si puede hacer una promesa con el propósito de no cumplirla. Uno puede preguntarse a sí mismo, por ejemplo, si es prudente, o mejor dicho «sagaz»,[18] hacerlo, y su sagacidad podrá aconsejarle que tenga en cuenta que si lo hace saldrá efectivamente del apuro, mas sólo de momento, pues muy bien puede suceder que la consiguiente pérdida de crédito le depare a medio o largo plazo más perjuicio que beneficio. Pero también puede uno preguntarse, añade Kant, si el problema en cuestión, el quebrantamiento de una promesa, no es asunto de sagacidad, sino más bien de moralidad, porque «es cosa muy distinta ser veraz por deber serlo o por temor a las consecuencias perjudiciales»[19]. Y en el supuesto de que uno quiera considerar moralmente el asunto, él nos brinda su fabulosa receta, un procedimiento en el que un somero análisis permite distinguir dos fases. En la primera nos propone Kant ensayar la universalización de nuestra máxima:

para resolver de la manera más breve, y sin engaño alguno, la pregunta de si una promesa mentirosa es conforme al deber, me bastará preguntarme a mí mismo: ¿me daría yo por satisfecho si mi máxima —salir de apuros por medio de una promesa mentirosa— debiese valer como ley universal tanto para mí como para los demás? ¿Podría yo decirme a mí mismo: cada cual puede hacer una promesa falsa cuando se halla en un apuro del que no puede salir de otro modo?

Y en la segunda fase de este procedimiento nos invita a contrastar, con ayuda de las leyes de la lógica, la consistencia de la universalización efectuada:

Y bien pronto me convenzo de que, si bien puedo querer la mentira, no puedo querer, empero, una ley universal de mentir; pues, según esta ley, no habría propiamente ninguna promesa, porque sería vano fingir a otros mi voluntad respecto de mis futuras acciones, pues no creerían ese mi fingimiento, o si, por precipitación lo hicieren, pagaríanme con la misma moneda; por tanto, mi máxima, tan pronto como se tornase ley universal, destruiríase a sí misma.[20]

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5. CARACTERIZACIÓN GENERAL DE LA ÉTICA DE KANT

Los antiguos solían contraponer dos tipos de ética: (1) la que se orienta a la conquista de la felicidad como puede apreciarse en el pensamiento moral de Aristóteles, que identificaba la vida feliz con la moralmente virtuosa, o acaso también en el de Epicuro, que identificaba la vida feliz con la placentera; y (2) la que se fija por meta alcanzar la perfección, como era el caso del pensamiento moral de los estoicos. Este marco general alumbra una dicotomía entre el eudemonismo (término derivado de la palabra griega «eudemonía», utilizada por los griegos para significar la felicidad) y el perfeccionismo. Por lo que ya sabemos parece claro que la ética de Kant se decanta por el segundo de ambos extremos, perfilándose así como una nueva forma de estoicismo.

En el discurso ético actual se maneja una dicotomía similar, según que se establezca como criterio de bondad moral de nuestros actos la utilidad de sus consecuencias o la calidad intrínseca de ellos, lo cual nos sitúa en una especie de dilema, que nos fuerza a optar o bien por una ética que mide la bondad de una conducta por

 la utilidad de sus consecuencias, o bien por otra que mide la bondad de dicha conducta por su intrínseca excelencia, cualesquiera que sean los resultados. En el primer caso suele hablarse de utilitarismo o consecuencialismo y en el segundo de intuicionismo, internalismo o intrinsecalismo (considerando aquí, de manera algo abusivamente simplista, como sinónimos estos tres términos que, en rigor, no significan lo mismo). Para visualizar de un modo intuitivo el contraste entre ambos enfoques, imaginemos el caso de un terrorista que tiene en sus manos un grupo de rehenes y que, para entretenerse, se le ocurre la para él divertida idea de comprometerse a poner en libertad a la mayoría del grupo, siempre que todos estén de acuerdo, mediante la correspondiente votación, en que antes sean ejecutados dos de ellos elegidos por sorteo. Un defensor de la ética utilitarista juzgaría conveniente transigir en esa votación con el sorteo y la subsiguiente ejecución criminal de dos rehenes, porque la provechosa consecuencia de ese crimen sería la libertad de la mayoría del grupo. Un defensor de la ética internalista o intrinsecalista sostendría que no se puede transigir con un acto intrínsecamente malo por útiles que sean sus consecuencias. Obviamente, en este segundo sentido se decanta la ética de Kant.[21]

En cada uno de los dos párrafos anteriores he aludido a sendas divisiones dicotómicas, una clásica y otra actual, de los sistemas de pensamiento ético. En realidad, ninguna de ellas retrata satisfactoriamente el panorama, mucho más rico y variado, de la filosofía moral, pero aquí las he traído a colación sólo para ponerle un sencillo telón de fondo a la ética de Kant. Conjugando una y otra dicotomía, con la misma intención simplificadora, podríamos bosquejar la siguiente tripartición de sistemas de pensamiento moral: (1) eudemonismo, o ética de la felicidad, (2) perfeccionismo y (3) utilitarismo. El sistema de Aristóteles, basado en una idea de la

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felicidad consistente en el desarrollo de nuestras mejores facultades intelelectuales y morales con sus correspondientes virtudes, sería una instancia del primer tipo; el sistema estoico y el de Kant ejemplificarían el segundo; y el «hedonismo» de Epicuro, que opta por el placer o disfrute —en griego hedonée— como criterio de moralidad, podría ser alternativamente catalogado o bien como una instancia de eudemonismo distinta de la aristotélica, o mejor quizá como el primer antepasado histórico de la ética utilitarista.

Pintada contra el terrorismo y por la paz realizada en una pared del barrio madrileño de Vallecas tras los atentados terroristas del 11 de marzo de 2004. La ética kantiana no rehuye afrontar el debate sobre situaciones en las que un sentido utilitario de la moral pudiera justificar actos intrínsecamente perversos © Cosano/Anaya.

III

EL IMPERATIVO CATEGÓRICO

1. EL NUEVO NIVEL DE ANÁLISIS

El segundo capítulo de la Fundamentación, el más extenso de la obra, reconsidera el mismo tema del anterior, la acción y la ley moral, y prosigue con el método analítico, pero ahora desde un punto de vista más abstracto y riguroso. En el capítulo primero el análisis tomaba como punto de partida la común noción básica de buena voluntad para elevarla, con ayuda de la idea de deber, a la consideración de la ley

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moral al nivel de la reflexión filosófico-popular (en donde todavía, sin embargo

, la frontera que separa lo «puro» o a priori de lo empírico o a posteriori es, a juicio de Kant, borrosa). En este segundo capítulo el nuevo análisis pretende elevar la consideración del referido tema al nivel superior de la ética pura o metafísica de las costumbres —un nivel, dicho sea de paso—, en el que a más de un hombre común y a más de un experto en filosofía moral le resulta bastante difícil respirar.

Kant dedica nada menos que los primeros once párrafos de ese segundo capítulo 

para reiterar su tesis de la necesidad de una ética pura, mientras aprovecha la ocasión para despacharse con los profesionales de la filosofía moral popular por el batiburrillo, infame a su juicio, de ejemplos y conceptos con el que confunden más que ilustran al hombre común. Además de sobreabundar en su ya conocida tesis de que la ética no se reduce al mero estudio empírico de la naturaleza humana que llevan a cabo la psicología y la antropología[22], ahora añade que la materia nuclear de la ética no consiste en ejemplos sino en conceptos, pues sólo así puede entenderse que la buena conducta no sea un asunto de mera imitación sino de acción responsable. Para él, como buen pensador ilustrado y en contra de lo que muchos creen o predican, la enseñanza ética no sólo no es fruto o consecuencia de la evangélica, sino que ésta lo es de aquélla[23].

2. LA DOCTRINA DEL IMPERATIVO

A) La idea de imperativo

Tras haber reiterado su defensa de la ética pura, Kant inicia la nueva fase de su análisis introduciendo la idea de «imperativo». En primer lugar nos advierte que los seres racionales, es decir las personas, entre las cuales nos contamos, no se limitan, como las cosas, a actuar empujadas ciegamente por leyes causales, sino que actúan por representación de leyes, las morales, que no cumplen ciega sino conscientemente; y a ello añade, en segundo lugar, que la voluntad humana, que ha de saber elegir entre lo agradable y lo bueno, sólo puede cumplir la ley moral venciendo las inclinaciones instintivas y pasionales de nuestra naturaleza. En una voluntad de tal índole la ley moral ha de manifestarse en forma de constricción y mandato en imperativo[24], que esa voluntad debe cumplir.

B) División de los imperativos

Todos los imperativos, continúa diciendo Kant, son «fórmulas de la determinación de la acción», y, según el modo en que la determinen, se dividen en

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dos grandes grupos.

Si la acción a realizar es buena sólo como medio, el imperativo que la determina

es hipotético, puesto que sólo nos manda realizarla si queremos el fin al que ese medio se ordena. Pero los imperativos hipotéticos pueden ser a su vez de dos tipos claramente diferenciables:

(1) los «imperativos de la habilidad», como son, por ejemplo «los preceptos que sigue el médico para curar perfectamente al hombre y los que sigue el envenenador para matarlo», es decir, las reglas de cualquier oficio, bueno o malo, a las que cualquiera se ha de ajustar en la hipótesis de que decida profesarlo, y (2) los «imperativos de la sagacidad» que orientan no a algunos como en el caso anterior, sino a todos los hombres para conseguir la felicidad,[25] mas de acuerdo con reglas mucho más flexibles y variadas, ajustables a la infinita variedad de situaciones que la vida nos depara.

Pero si todo imperativo hasta ahora considerado depende de una hipótesis o condición que limita su mandato, un imperativo que fuese «no hipotético» ejercería el suyo de forma incondicional o absoluta. Kant sostiene que este tipo de imperativo, al que llama categórico, es el que regula nuestro comportamiento moral.

La doctrina kantiana general de los imperativos se resume así en esta triple división:

Los primeros imperativos podrían también llamarse técnicos (pertenecientes al arte); los segundos, pragmáticos (pertenecientes a la ventura o dicha), y los terceros, morales (pertenecientes a la conducta libre en general esto es, a las costumbres).[26]

3. LA FORMULACIÓN DEL IMPERATIVO CATEGÓRICO

A) El imperativo categórico como ley universal

Su peculiar visión de la forma y la materia de los imperativos, le permite a Kant observar que, cuando se trata del imperativo categórico, el solo pensamiento del mismo me da su formulación. Los imperativos hipotéticos tienen por materia su condición, distinta en cada caso. Si no conozco ésta, no puedo formularlo. Pero el imperativo categórico es incondicional y carece, por tanto, de toda materia o condición. Es la pura forma de la ley, que es tanto como decir legalidad pura o universalidad de mandato. O dicho de otra manera: si la suprema ley moral ha de valer para toda persona o naturaleza racional, sin excluir a ninguna en particular, su generalidad debe estar absolutamente exenta de toda particularidad. De acuerdo con esto, lo que debo hacer para cumplir con el imperativo categórico es querer efectivamente que mi máxima, que es mi principio o plan subjetivo y particular de conducta, se ajuste o conforme al principio objetivo de la misma, que es la ley en su

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pura universalidad y necesidad. Así concluye Kant que:

El imperativo categórico es, pues, único, y es como sigue: obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal.[27]

Y muy pocas líneas después introduce una segu

nda variante de esta formulación. Esa variante nos la explica alegando que, como el rasgo más típico de la naturaleza es la universalidad de las leyes[28], parece razonable enunciar también «el imperativo universal del deber» de esta otra manera:

Obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la naturaleza.[29]

La diferencia entre ambas variantes no es sólo de matiz. La variante basada en la idea de «ley universal» garantiza la imparcialidad de nuestra conducta ética, al renunciar a todo conato de privilegio mediante nuestra voluntad de querer lo que cualquier otro debe querer. La variante basada en la idea de «ley universal de la naturaleza» parece, a primera vista, sintonizar más con la vena newtoniana de Kant que con su vena rousseauniana, puesto que considera éticamente meritorio que nuestra voluntad se identifique con la perentoria necesidad de las leyes naturales. Pero detrás de esta segunda variante podemos vislumbrar una de las más ambiciosas concepciones de la ética pura kantiana: la idea de que la capacidad decisoria de nuestra libre voluntad moral tiene tanto poder como la causalidad natural en la determinación del curso del mundo.

B) Mirar al hombre como fin en sí mismo

Pero la formulación (en su doble variante) del imperativo categórico como ley universal dista de agotar el tema, pues Kant propone acto seguido otras dos formulaciones.

Una de ellas tiene por fundamento la idea de que «la naturaleza racional existe como

 fin en sí mismo,» como «algo cuya existencia en sí misma» posee «un valor absoluto, algo que, como fin en sí mismo» puede «ser fundamento […] de un posible imperativo categórico»[30]. Y semejante idea, advierte Kant, la de que la naturaleza racional del hombre (como, por supuesto, la de todo ser racional) es un fin en sí mismo, puede ser considerada como un principio objetivo, o principio de humanidad, que inspire una segunda formulación del imperativo categórico:

El imperativo práctico será, pues, como sigue: obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca simplemente como un medio. [31]

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Interior de los barracones del campo de exterminio de Auschwitz II-Birkenau, convertido en museo conmemorativo del holocausto del pueblo judío durante la II Guerra Mundial. El grado de deshumanización aplicado por los nazis en su odio hacia los judíos supera la esfera de lo racional y se instala en el de locura colectiva. © Archivo Anaya.

Esta segunda formulación nos prohíbe utilizar a nuestros semejantes sólo como puro medio y nos manda respetar su condición de fines en sí mismos, poniéndonos en su punto de vista. Con ello viene a significar, como dice Kant, «la condición suprema limitativa de la libertad de las acciones de todo hombre».[32] En este sentido parece transmitir un recuerdo de la venerable «regla de oro» que ha inspirado a las grandes religiones de la humanidad: «no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti mismo»[33].

C) La autonomía de la voluntad

El autor de la Fundamentación nos ofrece aún una tercera fórmula del imperativo categórico, a la que considera compendio y consecuencia de las dos anteriores. Esta nueva alternativa se inspira en la idea de autonomía de la voluntad, que es según Kant el privilegio que tiene dicha facultad de legislarse a sí misma. El lector recordará, como ya indiqué al inicio del presente escrito[34], que esta idea kantiana refleja el original pensamiento expresado por Rousseau en su Contrato social, según el cual el hombre sólo es verdaderamente libre cuando además de emanciparse de la esclavitud de sus pasiones se libera también de la servidumbre que comporta para él toda ley que le imponga una voluntad ajena. Como escucharemos sentenciar a Kant, la autonomía es «el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda

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naturaleza racional».[35]

De acuerdo con tal idea, el filósofo de Königsberg habla de un «tercer principio

práctico de la voluntad» al que llama principio de autonomía[36], del que se sigue esta nueva y tercera formulación del imperativo categórico:

que la voluntad, por su máxima, pueda considerarse a sí misma al mismo tiempo como universalmente legisladora[37].

D) Comparación de las tres formulaciones del imperativo categórico

Kant sostiene que «las tres citadas maneras de representar el principio de la moralidad son, en el fondo, otras tantas fórmulas de una y la misma ley, cada una de las cuales contiene en sí a las otras dos».[38] Pero desde el punto de vista metodológico otorga prioridad a la primera:

es lo mejor, en el juicio moral, proceder siempre por el método más estricto y basarse en la fórmula universal del imperativo categórico: obra según la máxima que pueda hacerse a sí misma al propio tiempo ley universal[39].

Las otras dos formulaciones presentan sin embargo, a su juicio, la ventaja de ser menos severas y más cordiales que la primera: por incorporar la segunda el factor de la solidaridad humana, y la tercera el factor creativo. Con ello contribuyen, por así decirlo, a hacer menos ingrata la llamada del deber.[40] De ahí que, con el fin de acercar la ley moral a la intuición y al sentimiento, recomiende Kant conducir la acción utilizando como triple brújula las tres formulaciones:

si se quiere dar a la ley moral acceso, resulta utilísimo conducir una y la misma acción por los tres citados conceptos y acercarla así a la intuición, en cuanto ello sea posible[41].

LAS CINCO FÓRMULAS DEL IMPERATIVO CATEGÓRICO SEGÚN PATON II, 126

Kant habla de tres formulaciones del imperativo categórico. Su comentarista Paton[*] contabiliza cinco, dado que la primera y la tercera presentan dos variantes cada una. Sin perder de vista el telón de fondo de la tripartición kantiana, ello se puede reflejar en el cuadro aquí reproducido.

FÓRMULA I, O FÓRMULA DE LA LEY UNIVERSAL:

Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se

torne ley universal (FII, 106 [421]).

FÓRMULA Ia, O FÓRMULA DE LA LEY DE NATURALEZA:

Obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley

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universal de la naturaleza (FII, 107 [421]).

FÓRMULA II, O FÓRMULA DEL FIN EN SÍ MISMO:

Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la

persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca simplemente como un medio (FII, 117 [429]).

FÓRMULA III, O FÓRMULA DE AUTONOMÍA:

FÓRMULA IIIA, O FÓRMULA DEL REINO DE LOS FINES:

Obra por máximas de un miembro legislador universal en un posible reino de

los fines (FII, 130 [438]).

4. LA AUTONOMÍA DE LA VOLUNTAD Y EL REINO DE LOS FINES

Ahora bien, el concepto de autolegislación o autonomía, inspirador de la tercera formulación del imperativo categórico «conduce» por añadidura, según Kant, «a un concepto relacionado con él y muy fructífero, el concepto ideal de un reino de los fines».[42] La expresión «reino de los fines» es empleada aquí por Kant para referirse a un sistema legislador del mundo inteligible, una especie de Internet del espíritu en donde todo lo virtual fuese real, que entrelazase y conectara, armonizándolas teleológicamente, personas y fines.[43] Los agentes morales humanos realizan sus vidas en el seno de una sociedad en donde prevalecen de hecho las relaciones de conflicto, como enfáticamente subrayaron Maquiavelo y Hobbes antes y Hegel y Marx después de Kant. Pero ello no impide a éste bosquejar en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres, con la misma grandeza y temeraria audacia con que levantó Platón el modelo político ideal, aristocrático y ultraconservador de su República, el ideal antagónico no menos atrevido pero más volcado al futuro que al pasado, de un reino de los fines, concebido como sociedad moral e igualitaria de seres racionales, todos ellos súbditos y legisladores de sí propios. Este platonismo democrático llegó a influir en el mismísimo Marx[44].

En la medida en que resulta posible, semejante «mundo de seres racionales (mundus intelligibilis)», de tal manera idealizado por Kant, le permite a éste redactar una variante de la tercera formulación del imperativo categórico que reza así:

Todo ser racional debe obrar como si fuera por sus máximas siempre un miembro legislador en el reino universal de los fines.[45]

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IV

LA FILOSOFÍA KANTIANA DE LA LIBERTAD

1. EL GRAVE PROBLEMA DE LA SÍNTESIS A PRIORI EN EL ÁMBITO DE LA RAZÓN PRÁCTICA

A) El carácter sintético del imperativo categórico

Al término del capítulo segundo, que pone fin a la fase analítica de su investigación, Kant nos prepara para el abordaje del tercero con el aviso de que si nuestro análisis no se completara con el establecimiento de una síntesis a priori de la razón pura práctica, entonces el largo viaje emprendido jamás llegaría a buen puerto:

Este capítulo ha sido… como el primero, netamente analítico. Mas para que la moralidad no sea un fantasma vano… hace falta un uso sintético posible de la razón pura práctica, cosa que no podemos arriesgar sin que le preceda una crítica de esa facultad. En el último capítulo expondremos los rasgos principales de ella, que son suficientes para nuestro propósito.[46]

B) El punto de vista desgraciado de la razón práctica

Todo el que tenga alguna idea de la Crítica de la razón pura, aunque no sea más que por haber leído las páginas dedicadas a Kant en cualquier historia de la filosofía, sabe hasta qué punto es fundamental el problema de la síntesis a priori en el pensamiento kantiano[47]. Pero en el ámbito de la razón pura práctica, este proble

ma resulta ser particularmente endiablado. En el orden del conocimiento teórico de la naturaleza nuestra conexión con el mundo sensible, gobernada por las categorías de nuestro entendimiento, da por resultado el hecho seguro de la ciencia empírica, generadora indiscutible de conocimiento sintético a priori, como es el caso, para Kant evidente, de la física de Newton (pues él no podía ni soñar que, andando el tiempo, ésta iba a ser derrocada, como hoy sabemos, por la física de Einstein). El arduo problema de la primera de las Críticas consistió precisamente en dar una explicación satisfactoria de este hecho seguro de la ciencia, del que entonces muy difícilmente cabía dudar.

Pero en el ámbito de la razón práctica y de la ética pura el análisis de las categorías y los principios del entendimiento no nos sirve de gran cosa, pues tales categorías y principios están constitutivamente referidos a la sensibilidad. No tenemos experiencia de leyes sintéticas y a priori no causales que valgan para el mundo y su deducción (la prueba de que tienen validez real) está erizada de

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dificultades.

La metafísica de las costumbres se halla así en una situación más precaria que la

metafísica de la naturaleza, y a ello alude Kant e

n este dramático, casi desesperado pasaje del segundo capítulo de la Fundamentación:

Vemos aquí, en realidad, a la filosofía en un punto de vista desgraciado, que debe ser firme, sin que, sin embargo, se apoye en nada ni penda de nada en el cielo ni sobre la tierra. Aquí ha de demostrar su pureza como guardadora de sus leyes, no como heraldo de las que le insinúe algún sentido impreso o no sé qué naturaleza tutora; los cuales, aunque son mejores que nada, no pueden nunca proporcionar principios, porque éstos los dicta la razón y han de tener su origen totalmente a priori y con ello su autoridad imperativa: no esperar nada de la inclinación humana, sino aguardarlo todo de la suprema autoridad de la ley y del respeto a la misma, o, en otro caso, condenar al hombre a despreciarse a sí mismo y a execrarse en su interior.[48]

2. EL PRIMER INTENTO PROBATIVO DE LA CONEXIÓN SINTÉTICA ENTRE VOLUNTAD Y MORALIDAD

Al inicio del capítulo tercero (concretamente, en su tercer párrafo) aborda Kant el problema diciendo que la proposición que atribuye al concepto de buena voluntad la práctica del imperativo categórico no es analítica, sino sintética:

Sin embargo, sigue siendo este principio una proposición sintética: «Una voluntad absolutamente buena es aquélla cuya máxima puede siempre tener como contenido a ella misma considerada como ley universal» [el subrayado es mío]; pues por medio de un análisis del concepto de una voluntad absolutamente buena no puede ser hallada esa propiedad de la máxima.

Y a continuación nos recuerda que una proposición de esa índole sólo puede ser establecida mediante el recurso a un tercer elemento que justifique la síntesis:

Mas semejantes proposiciones sintéticas sólo son posibles porque los dos conocimientos estén ligados uno con otro por su enlace con un tercero, en el cual por ambas partes se encuentren.[49]

Necesitamos, pues, conectar el concepto de «buena voluntad» con el de «guiarse por máximas universalizables» (que es tanto como decir «moralidad»), nota ésta que no se encuentra analíticamente contenida en dicho concepto. El enlace en cuestión aquí propuesto por Kant es el concepto de libertad, y de ahí que el primer apartado de este último capítulo de la Fundamentación esté encabezado con el título El concepto de la libertad es la clave para explicar la autonomía de la voluntad.

En lo que concierne al enunciado del problema, algunos comentaristas lo plantean dándole el formato de un silogismo aristotélico que establezca la conexión entre los tres términos «voluntad-libertad-moralidad» introduciendo el segundo de ellos («libertad») como término medio que vincule los otros dos. El silogismo en cuestión partiría de estas dos premisas (que aquí presento empezando por la que la lógica tradicional llama menor):

Una voluntad buena es una voluntad libre

Una voluntad libre opera por máximas capaces de erigirse en ley universal,

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para llegar como conclusión a la deseada proposición sintética[50]:

Una voluntad buena opera por máximas capaces de erigirse en ley universal.

Ahora bien, una cosa es el enunciado esquemático de una demostración y otra su efectivo desarrollo. El modo como implementa concretamente Kant la prueba de esa triple conexión es particularmente enrevesado y laberíntico. De ello puede percatarse el lector si se esfuerza en desentrañar este crucial párrafo del capítulo tercero de la Fundamentación, merced al cual queda asentada la premisa menor del silogismo (la que conecta voluntad y libertad):

Digo, pues: todo ser que no puede obrar de otra suerte que bajo la idea de libertad, es por eso mismo verdaderamente libre en sentido práctico, es decir, valen para tal ser todas las leyes que están inseparablemente unidas con la libertad, lo mismo que si su voluntad fuese definida como libre en sí misma y por modo válido en la filosofía teórica. Ahora bien, yo sostengo que a todo ser racional que tiene una voluntad debemos atribuirle necesariamente también la idea de la libertad, bajo la cual obra. Pues en tal ser pensamos una razón que es práctica, es decir, que tiene causalidad respecto de sus objetos. Mas es imposible pensar una razón que con su propia conciencia reciba respecto de sus juicios una dirección cuyo impulso proceda de alguna otra parte,

 pues entonces el sujeto atribuiría, no a su razón, sino a un impulso, la determinación del Juicio. Tiene que considerarse a sí misma como autora de sus principios, independientemente de ajenos influjos; por consiguiente, como razón práctica o como voluntad de un ser racional, debe considerarse a sí misma como libre; esto es, su voluntad no puede ser voluntad propia sino bajo la idea de la libertad y, por tanto, ha de atribuirse, en sentido práctico, a todos los seres racionales.[51]

El establecimiento de la segunda premisa (la que conecta libertad y moralidad) parece, a primera vista, menos complicado. Kant emprende la caza de un concepto de libertad que no sea meramente negativo, sino de alguna manera positivo[52]. Instalado en el ámbito de la razón

 práctica, su audaz propó

sito es aventurarse allende los límites de la teoría (pues la razón teórica, no lo olvidemos, sólo puede limitarse a expedirle a dicho concepto de libertad un certificado de mera posibilidad o no contradictoriedad, sin poder otorgarle ni un solo átomo de validez real). Y con este propósito el autor de la Fundamentación empieza por decirnos, hablando hipotéticamente, que si «la voluntad es una especie de causalidad de los seres vivos en cuanto que son racionales, la libertad sería [el subrayado es mío] la propiedad de esta causalidad por la cual puede ser eficiente»[53], de modo que en cuanto se pudiera dar por supuesta dicha propiedad le sería automáticamente atribuible a esa voluntad la nota de moralidad:

Si, pues, se supone libertad de la voluntad, se sigue la moralidad, con su principio, por mero análisis de su concepto [los subrayados son míos].[54]

La tarea de establecer deductivamente la conexión sintética entre voluntad y moralidad por medio del concepto de libertad, tal y como se desarrolla en las primeras páginas del capítulo tercero de la Fundamentación, parecería haber llegado a su fin. Sin embargo queda ensombrecida, a juicio de Kant, por una amenazadora nube que se cierne sobre la premisa mayor del silogismo arriba expuesto (la que conecta libertad y moralidad). La razón de esa amenaza estriba en lo que algún

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comentarista actual denomina la «tesis de la reciprocidad», constatada por el propio Kan

t al percatarse de que libertad y moralidad «son ambas autonomía» y constituyen conceptos permutables, de manera que «uno de ellos no puede usarse […] para explicar el otro y establecer su fundamento, sino a lo sumo para reducir a un concepto único, en sentido lógico, representaciones al parecer diferentes del mismo objeto.» Aparentemente, reconoce el autor de las Críticas, podríamos haber incurrido en una suerte de «círculo vicioso»:[55]

3. UNA VÍA DE ESCAPE: LA DOCTRINA KANTIANA DEL DOBLE PUNTO DE VISTA

Pero esa nube es despejada por Kant recurriendo a su famosa teoría, propuesta en la Crítica de la razón pura, sobre la división de las cosas en fenómenos y noúmenos. [56] Según esta teoría, nuestro conocimiento científico nos pone en contacto fiable con

las cosas como fenómenos, es decir, tal y como se aparecen a nuestra sensibilidad, mas no 

como son en sí. Nuestra facultad de pensar puede especular a su antojo sobre las

 cosas como son en sí (el mundo de los noúmenos) pero sin que esos pensamientos pasen de ser, en la medida en que no se contradigan, meras posibilidades, es decir sin que tengan por eso el más mínimo valor de conocimiento efectivo. Con ello se introduce en la Crítica de la razón pura un discurso dual que nos habla de «dos mundos» o «dos puntos de vista» que se dan cita en el sujeto cognoscente humano, el cual puede pensarse a sí mismo o bien como parte del mundo de los fenómenos, sometido como ellos a las leyes causales de la naturaleza, o bien como sujeto libre e independiente de esas leyes, es decir autónomo, que forma parte de un «mundo inteligible»:

El concepto de un mundo inteligible es, pues, sólo un punto de vista que la razón se ve obligada a tomar fuera de los fenómenos, para pensarse a sí misma como práctica; ese punto de vista no sería posible si los influjos de la sensibilidad fueran determinantes para el hombre; pero es necesario, si no ha de quitársele al hombre la conciencia de su yo como inteligencia y, por tanto, como causa racional y activa por razón, esto es, libremente eficiente. Este pensamiento produce, sin duda, la idea de otro orden y legislación que el del mecanismo natural referido al mundo sensible, y hace necesario el concepto de un mundo inteligible (esto es, el conjunto de los seres racionales como cosas en sí mismas); pero sin la menor pretensión de pensarlo más que según su condición formal, esto es, según la universalidad de la máxima de la voluntad, como ley, y, por tanto, según la autonomía de la voluntad, que es la única que puede compadecerse con la libertad de la voluntad; en cambio, todas las leyes que se determinan sobre un objeto dan lugar a la heteronomía, que no puede encontrarse más que en leyes naturales y que se refiere sólo al mundo sensible.[57]

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Silueta del filósofo, ya septuagenario, grabada por Puttrich hacia 1798. El año anterior había publicado Kant su última gran obra de filosofía moral. Metafísica de las costumbres, y replicado enérgicamente al polémico ensayo de Benjamin Constant sobre la permisividad de la mentira. Todavía en 1798 vieron la luz dos nuevos libros suyos, La contienda de las facultades y la Antropología. Desde 1799 una grave enfermedad irá mermando progresivamente sus facultades mentales hasta acarrearle la muerte en 1804. © Archivo Anaya.

La teoría del doble escenario del mundo sensible o fenoménico y el mundo inteligible o nouménico, tal y como es planteada en la Crítica de la razón pura, le permite a Kant asumir la idea de libertad como propiedad de un sujeto sobre la cual la razón teórica dictamina que es incognoscible mas no imposible, mientras la deducción trascendental llevada a cabo por la razón práctica concluye que dicha propiedad (la libertad) ha quedado críticamente asegurada como objeto necesario de fe racional.

La inclinación de muchos lectores, entre los cuales me cuento, de asentir a esa teoría kantiana de los dos mundos no es, desde luego, invencible. En particular, vuelvo a repetirlo desde el momento en que nos enteramos de que tanto Aristóteles como Spinoza diseñaron en su día sendas visiones alternativas y bastante sensatas de

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los dos mundos, dialécticamente conflictivos, de la razón y la pasión[58]. Ambas los consideran diferentes e incluso opuestos pero no tan abisalmente separados como los describe el sistema de pensamiento kantiano.

4. LA «CODA» DE LA FUNDAMENTACIÓN

Kant termina su Fundamentación de la metafísica de las costumbres con una larga reflexión sobre el límite supremo de la investigación moral. Escrutar ese límite le parece que ha sido provechoso por varias razones. En primer lugar, porque nos libra del error de querer buscar el asiento de la moral en el mundo de lo sensible o fenoménico, encerrándonos así en el callejón sin salida de lo meramente empírico. Y en segundo lugar, porque nos sirve también de aviso para no caer en el extremo opuesto de tomar acríticamente por conocimiento efectivo lo que no son más que especulaciones de nuestra mente sobre la caracterización positiva de los objetos del mundo inteligible, cuando sólo pueden ser asunto de lo que Kant llama «fe racional.» Esa fe, no revelada por ninguna divinidad, sustancia nuestra certidumbre de ser miembros de un «mundo inteligible».

Por lo demás, la Idea de un mundo inteligible puro, como un conjunto de todas las inteligencias al que nosotros mismos pertenecemos como seres racionales (aunque desde otro punto de vista somos también miembros del mundo sensible), sigue siendo una Idea utilizadle y permitida para el fin de una fe racional, aun cuando lodo saber halla su término en los límites de ella.

Y como colofón de esta esperanzadora idea, Kant nos recuerda también que

el magnífico ideal de un reino universal de fines en sí mismos (seres racionales), al cual sólo podemos pertenecer como miembros cuando nos conducimos guiándonos escrupulosamente por las máximas de la libertad, como si éstas fueran leyes de la naturaleza, produce en nosotros un vivo interés por la ley moral.[59]

Mas para que nuestra esperanza no nos haga perder el crítico talante de la filosofía trascendental, el filósofo de Königsberg apostilla lo anterior con una breve nota que pone punto final al libro transmitiéndonos, a modo de postrer conclusión, este lacónico mensaje:

Así, pues, no concebimos, ciertamente, la necesidad práctica incondicionada del imperativo moral; pero concebimos, sin embargo, su inconcebibilidad, y esto es todo lo que, en equidad, puede exigirse de una filosofía que aspira a los límites de la razón humana en principios.[60]

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Immanuel Kant

Fundamentación de la metafísica

de las costumbres

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ESTA EDICIÓN de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres de Immanuel Kantse ajusta al texto de la traducción castellana del filósofo español Manuel García Morente, por primera vez aparecida en la Colección Universal Calpe (Madrid, 1921), luego varias veces reeditada en la Colección Austral de Espasa Calpe (Madrid 1946; 8.ª ed. 1983) y finalmente rescatada y revisada por Juan Miguel Palacios en la Colección opuscula philosophica de Ediciones Encuentro de Madrid en 2003.

En nuestra edición hemos insertado, encerrándolos entre corchetes, los epígrafes y también las notas[*] que introdujo en la edición inglesa de esta obra H. J. Paton, uno de los principales conocedores del pensamiento de Kant en el siglo XX.

Estos epígrafes le proporcionan al lector una utilísima visualización cartográfica del texto kantiano, y a ellos se atienen además los Comentarios del propio Paton a la Fundamentación, que incluimos al final del presente volumen.

[En la presente ed. digital se han enlazado los epígrafes con los correspondientes comentarios de Paton. (Ed. Digital)]

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Prologo

[Las diferentes ramas de la filosofía] >>

La antigua filosofía griega dividíase en tres ciencias: la física, la ética y la lógica. Esta división es perfectamente adecuada a la naturaleza de la cosa y nada hay que corregir en ella; pero convendrá quizá añadir el principio en que se funda, para cerciorarse así de que efectivamente es completa y poder determinar exactamente las necesarias subdivisiones.

Todo conocimiento racional, o es material y considera algún objeto, o es formal y se ocupa tan sólo de la forma del entendimiento y de la razón misma, y de las reglas universales del pensar en general, sin distinción de objetos. La filosofía formal se llama lógica; la filosofía material, empero, que tiene referencia a determinados objetos y a las leyes a que éstos están sometidos, se divide a su vez en dos. Porque las leyes son, o leyes de la naturaleza, o leyes de la libertad. La ciencia de las primeras llámase física; la de las segundas, ética; aquélla también suele llamarse teoría de la naturaleza, y ésta, teoría de las costumbres.

La lógica no puede tener una parte empírica,[1] es decir, una parte en que las leyes universales y necesarias del pensar descansen en fundamentos que hayan sido derivados de la experiencia; pues, de lo contrario, no sería lógica, es decir,

 un canon para el entendimiento o para la razón, que vale para todo pensar y debe ser demostrado. En cambio, tanto la filosofía natural como la filosofía moral, pueden tener cada una su parte empírica, porque aquélla debe determinar las leyes de la naturaleza como un objeto de la experiencia, y ésta, las de la voluntad del hombre, en cuanto el hombre es afectado por la naturaleza; las primeras considerándolas como leyes por las cuales todo sucede, y las segundas, como leyes según las cuales todo debe suceder, aunque, sin embargo, se examinen las condiciones por las cuales muchas veces ello no sucede.

Puede llamarse empírica toda filosofía que arrai

ga en fundamentos de la experiencia; pero la que presenta sus teorías derivándolas exclusivamente de principios a priori, se llama filosofía pura. Esta última, cuando es meramente formal, se llama lógica; pero si se limita a determinados objetos del entendimiento, se llama entonces metafísica.

De esta manera se origina la idea de una doble metafísica, una metafísica de la naturaleza y una metafísica de las costumbres. La física, pues, tendrá su parte empírica, pero también una parte racional; la ética igualmente, aun cuando aquí la parte empírica podría llamarse especialmente antropología práctica, y la parte racional, propiamente moral.

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[La necesidad de una ética pura] >>

Todas las industrias, oficios y artes han ganado mucho con la división de

l trabajo; por la cual no lo hace todo una sola persona, sino que cada sujeto se limita a cierto trabajo, que se distingue notablemente de otros por su modo de verificarse para poderlo realizar con la mayor perfección y mucha más facilidad. Donde las labores no están así diferenciadas y divididas, donde cada hombre es un artífice universal, allí yacen los oficios aún en la mayor barbarie.

No sería ciertamente un objeto indigno de consideración el preguntarse si la filosofía pura, en todas sus partes, no exige para cada una un investigador especial, y si no sería mejor, para el conjunto del oficio científico, el dirigirse a todos esos que, de conformidad con el gusto del público, se han ido acostumbrando a venderle una mezcla de lo empírico con lo racional, en proporciones de toda laya, desconocidas aún para ellos mismos; a esos que se llaman pensadores independientes, como asimismo a esos otros que se limitan a aderezar simplemente la parte racional y se llaman soñadores; dirigirse a ellos, digo, y advertirles que no deben despachar a la vez dos asuntos harto diferentes en la manera de ser tratados, cada uno de los cuales exige quizá un talento peculiar y cuya reunión en una misma persona sólo puede producir obras mediocres y sin valor. Pero he de limitarme a preguntar aquí si la naturaleza misma de la ciencia no requiere que se separe siempre cuidadosamente la parte empírica de la parte racional y, antes de la física propiamente dicha (la empírica), se exponga una metafísica de la naturaleza, como asimismo antes de la antropología práctica se exponga una metafísica de las costumbres; ambas metafísicas deberían estar cuidadosamente purificadas de todo lo empírico, y esa previa investigación nos daría a conocer lo que la razón pura en ambos casos puede por sí sola construir y de qué fuentes toma esa enseñanza a priori. Este asunto,[2] por lo demás, puede ser tratado por todos los moralistas —cuyo nombre es legión— o sólo por algunos que sientan vocación para ello.

Como mi propósito aquí se endereza tan sólo a la filosofía moral, circunscribiré la precitada pregunta a los términos siguientes: ¿No se cree que es de la más urgente necesidad el elaborar por fin una filosofía moral pura, que esté enteramente limpia de todo cuanto pueda ser empírico y perteneciente a la antropología?[3] Que tiene que haber una filosofía moral semejante se advierte con evidencia por la idea[4] común del deber y de las leyes morales. Todo el mundo ha de confesar que una ley, para valer moralmente, esto es, como fundamento de una obligación, tiene que llevar consigo una necesidad absoluta; que el mandato siguiente: no debes mentir, no tiene su validez limitada a los hombres, como si otros seres racionales

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pudieran desentenderse de él, y asimismo las demás leyes propiamente morales; que, por lo tanto, el fundamento de la obligación no debe buscarse en la naturaleza del hombre o en las circunstancias del universo en que el hombre está puesto, sino a priori exclusivamente en conceptos de la razón pura, y que cualquier otro precepto que se funde en principios de la mera experiencia, incluso un precepto que, siendo universal en cierto respecto, se asiente en fundamentos empíricos[5] aunque no fuese más que en una mínima parte, acaso tan sólo por un motivo de determinación, podrá llamarse una regla práctica, pero nunca una ley moral.

Así pues, las leyes morales, con sus principios, diferéncianse, en el conocimiento práctico, de cualquier otro que contenga algo empírico; y esa diferencia no sólo es esencial, sino que la filosofía moral toda descansa enteramente sobre su parte pura, y, cuando es aplicada al hombre, no aprovecha lo más mínimo del conocimiento del mismo —antropología—, sino que le da, como a ser racional, leyes a priori.[6] Estas ley

es requieren ciertamente un Juicio bien templado y acerado por la experiencia para saber distinguir en qué casos tienen aplicación y en cuáles no, y para procurarles acogida en la voluntad del hombre y energía para su realización; pues el hombre, afectado por tantas inclinaciones,[7] aunque es capaz de concebir la idea de una razón pura práctica, no puede tan fácilmente hacerla eficaz in concreto en el curso de su vida.

Una metafísica de las costumbres es, pues, indispensable, necesaria, y lo es no sólo por razones de orden especulativo para descubrir el origen de los principios prácticos que están a priori en nuestra razón, sino porque las costumbres mismas están expuestas a toda suerte de corrupciones, mientras falte ese hilo conductor y norma suprema de su exacto enjuiciamiento. Porque lo que debe ser moralmente bueno no basta que sea conforme a la ley moral, sino que tiene que suceder por la ley moral; d

e lo contrario, esa conformidad será muy contingente e incierta, porque el fundamento inmoral producirá a veces acciones conformes a la ley, aun cuando más a menudo las produzca contrarias. Ahora bien; la ley moral, en su pureza y legítima esencia —que es lo que más importa en lo práctico—, no puede buscarse más que en una filosofía pura; esta metafísica[8] deberá, pues, preceder, y sin ella no podrá haber filosofía moni ninguna, y aquella filosofía que mezcla esos principios puros con los empíricos no merece el nombre de filosofía pues lo que precisamente distingue a ésta del conocimiento vulgar de la razón es que la filosofía expone en ciencias separadas lo que el conocimiento vulgar concibe sólo mezclado y confundido—, y mucho menos aún el de filosofía moral, porque justamente con esa mezcla de los principios menoscaba la pureza de las costumbres y labora en contra de su propio fin.

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[La filosofía de la voluntad en cuanto tal] >>

No se piense que lo que aquí pedimos sea algo de lo que tenemos ya en la propedéutica, que el célebre Wolff antepuso a su filosofía moral, a saber: esa que él llamó Filosofía práctica universal;[9] el camino que hemos de emprender es totalmente nuevo. Precisamente porque la de Wolff debía ser una filosofía práctica universal, no hubo de tomar en consideración una voluntad de especie particular, por ejemplo, una voluntad que no se determinase por ningún motivo empírico y sí sólo y enteramente por principios a priori, una voluntad que pudiera llamarse pura, sino que consideró el querer en general, con todas las acciones y condiciones que en tal significación universal le corresponden, y eso distingue su filosofía práctica universal de una metafísica de las costumbres, del mismo modo que la lógica universal se distingue de la filosofía trascendental, exponiendo aquélla las acciones y reglas del pensar en general, mientras que ésta expone sólo las particulares acciones y reglas del pensar puro, es decir, del pensar por el cual son conocidos objetos enteramente a priori.[10] Pues la metafísica de las costumbres debe investigar la idea y los principios de una voluntad pura posible, y no las acciones y condiciones del querer humano en general, las cuales, en su mayor parte, se toman de la psicología. Y el hecho de que en la filosofía práctica universal se hable —contra toda licitud— de leyes morales y de deber, no constituye objeción contra mis afirmaciones. Pues los autores de esa ciencia permanecen en eso fieles a la idea que tienen de la misma; no distinguen los motivos que, como tales, son representados enteramente a priori sólo por el entendimiento, y que son los propiamente morales, de aquellos otros motivos empíricos que el entendimiento, comparando las experiencias, eleva a conceptos universales; y consideran unos y otros, sin atender a la diferencia de sus orígenes, solamente según su mayor o menor suma —estimándolos todos por igual—, y de esa suerte se hacen su concepto de obligación, que desde luego es todo lo que se quiera menos un concepto moral, y resulta constituido tal y como podía pedírsele a una filosofía que no juzga sobre el origen de todos los conceptos prácticos posibles, tengan lugar a priori o a posteriori.

[El propósito de la Fundamentación] >>

Mas proponiéndome yo dar al publico muy pronto una metafísica de las costumbres, empiezo por publicar esta «Fundamentación». En verdad, no hay para tal metafísica otro fundamento, propiamente, que la crítica de una razón pura práctica, del mismo modo que para la metafísica [de la naturaleza] no

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hay otro fundamento que la ya publicada Crítica de la razón pura especulativa. Pero aquélla no es de tan extrema necesidad como ésta, porque la razón humana, en lo moral, aun en el más vulgar entendimiento, puede ser fácilmente conducida a mayor exactitud y precisión; mientras que en el uso teórico, pero puro, es enteramente dialéctica.[11] Además, para la crítica de una razón pura práctica exigiría yo, si ha de ser completa, poder presentar su unidad con la especulativa, en un principio común a ambas, porque al fin y al cabo no pueden ser más que una y la misma razón, que tienen que distinguirse sólo en la aplicación. Pero no podría en esto llegar todavía a ser lo completo que es preciso ser sin entrar en consideraciones de muy distinta especie y confundir al lector. Por todo lo cual, en lugar de una Crítica de la razón pura práctica, empleo el nombre de Fundamentación de la metafísica de las costumbres.

En tercer lugar, como una metafísica de las costumbres, a pesar del título atemorizador, es capaz de llegar a un grado notable de popularidad y acomodamiento al entendimiento vulgar, me ha parecido útil separar de ella la presente elaboración de los fundamentos, para no tener que introducir más tarde, en teorías más fáciles de entender, las sutilezas que en estos fundamentos son inevitables.

Sin embargo, la presente fundamentación no es más que la investigación y asiento

 del principio supremo de la moralidad, que constituye un asunto aislado, completo en su propósito, y que ha de separarse de cualquier otra investigación moral. Ciertamente que mis afirmaciones sobre esa cuestión principal importantísima, y hasta hoy no dilucidada, ni con mucho, satisfactoriamente, ganarían en claridad aplicando el mismo principio al sistema todo y obtendrían notable confirmación haciendo ver cómo en todos los puntos se revelan suficientes y aplicables; pero tuve que renunciar a tal ventaja, que en el fondo sería más de amor propio que de general utilidad, porque la facilidad en el uso y la aparente suficiencia de un principio no dan una prueba enteramente segura de su exactitud; más bien, por el contrario, despierta cierta sospecha de parcialidad el no investigarlo por sí mismo sin atender a las consecuencias, y pesarlo con todo rigor.

[El método de la Fundamentación] >>

Me parece haber elegido en este escrito el método más adecuado, que es el de pasar analíticamente del conocimiento vulgar a la determinación del principio supremo del mismo, y luego volver sintéticamente de la comprobación de ese principio y de los orígenes del mismo hasta el conocimiento vulgar, en donde encuentra su uso. La división es, pues, como

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sigue:

1.º Primer capítulo.—Tránsito del conocimiento moral vulgar de la razón

al conocimiento filosófico.

2.º Segundo capítulo.—Tránsito de la filosofía moral popular a la

metafísica de las costumbres.

3.º Tercer capítulo.—Último paso de la metafísica de las costumbres a la

crítica de la razón pura práctica.

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Capítulo I

Tránsito del conocimiento moral vulgar de la razón al conocimiento filosófico

[La buena voluntad] >>

Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno ni restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad. El entendimiento, el gracejo, el Juicio, o como quieran llamarse los talentos del espíritu; el valor, la decisión, la perseverancia en los propósitos, como cualidades del temperamento, son, sin duda, en muchos respectos, buenos y deseables; pero también pueden llegar a ser extraordinariamente malos y dañinos, si la voluntad que ha de hacer uso de estos dones de la naturaleza,

 y cuya peculiar constitución se llama por eso carácter, no es buena. Lo mismo sucede con los dones de la fortuna. El poder, la riqueza, la honra, la salud misma y la completa satisfacción y el conmuto del propio estado, bajo el nombre de felicidad, dan valor, tras él, a veces arrogancia, si no existe una buena voluntad que rectifique y acomode a un fin universal el influjo de esa felicidad y con ésta principio todo de la acción; sin contar con que un espectador razonable e imparcial, al contemplar las ininterrumpidas bienandanzas de un ser que no ostenta el menor rasgo de una voluntad pura y buena, no podrá nunca tener satisfacción, y así parece constituir la buena voluntad la indispensable condición que nos hace dignos de ser felices.

Algunas cualidades son incluso favorables a esa buena voluntad y pueden facilitar muy mucho su obra;[1] pero, sin embargo, no tienen un valor interno absoluto, sino que siempre presuponen una buena voluntad que restringe la alta apreciación que solemos —con razón, por lo demás— tributarles[2] y no nos permite considerarlas como absolutamente buenas. La mesura en las afecciones y pasiones,[3] el dominio de sí mismo, la reflexión sobria, no son buenas solamente en muchos respectos, sino que hasta parecen constituir una parte del valor interior de la persona; sin embargo, están muy lejos de poder ser definidas como buenas sin restricción —aunque los antiguos las hayan apreciado así en absoluto—. Pues sin los principios de una buena voluntad, pueden llegar a ser harto malas; y la sangre fría de un malvado, no sólo lo hace mucho más peligroso, sino mucho más despreciable inmediatamente a nuestros ojos de lo que sin eso pudiera ser considerado.

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[La buena voluntad y sus resultados] >>

La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por

 su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma. Considerada por sí misma, es, sin comparación, muchísimo más valiosa que todo lo que por medio de ella pudiéramos verificar en provecho o gracia de alguna inclinación y, si se quiere, de la suma de todas las inclinaciones. Aun cuando, por particulares enconos del azar o por la mezquindad de una naturaleza madrastra, le faltase por completo a esa voluntad la facultad de sacar adelante su propósito; si, a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudiera llevar a cabo nada y sólo quedase la buena voluntad —no desde luego como un mero deseo, sino como el acopio de todos los medios que están en nuestro poder—, sería esa buena voluntad como una joya brillante por sí misma, como algo que en sí mismo posee su pleno valor. La utilidad o la esterilidad no pueden ni añadir ni quitar nada a ese valor. Serían, por decirlo así, como la montura, para poderla tener más a la mano en el comercio vulgar o llamar la atención de los poco versados; que los peritos no necesitan de tales reclamos para determinar su valor.

[La función de la razón] >>

Sin embargo, en esta idea del valor absoluto de la mera voluntad, sin que entre en consideración ningún provecho al apreciarla, hay algo tan extraño que, prescindiendo de la conformidad en que la razón vulgar misma está con ella, tiene que surgir la sospecha de que acaso el fundamento de todo esto sea meramente una sublime fantasía y que quizá hayamos entendido falsamente el propósito de la naturaleza al darle a nuestra voluntad la razón como directora. Por lo cual vamos a examinar esa idea desde este punto de vista.

Admitimos como principio que en las disposiciones naturales de un ser organizado, esto es, arreglado con finalidad para la vida, no se encuentra un instrumento, dispuesto para un fin, que no sea el más propio y adecuado para ese fin. Ahora

 bien, si en un ser que tiene razón y una voluntad, fuera el fin propio de la naturaleza su conservación, su bienandanza, en una palabra, su felicidad, la naturaleza habría muy mal tomado sus disposiciones al elegir la razón de la criatura para encargarla de realizar aquél su propósito. Pues todas las acciones que en tal sentido tiene que realizar la criatura y la regla toda de su conducta se las habría prescrito con mucha mayor exactitud el instinto; y éste hubiera podido conseguir aquel fin con mucha mayor seguridad que la razón puede nunca alcanzar. Y si había que gratificar a la venturosa criatura

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además con la razón, ésta no tenía que haberle servido sino para hacer consideraciones sobre la feliz disposición de su naturaleza, para admirarla, regocijarse por ella y dar las gracias a la causa bienhechora que así la hizo, mas no para someter su facultad de desear a esa débil y engañosa dirección, echando así por tierra el propósito de la naturaleza; en una palabra, la naturaleza habría impedido que la razón se volviese hacia el uso práctico y tuviese el descomedimiento de meditar ella misma, con sus endebles conocimientos, el bosquejo de la felicidad y de los medios a ésta conducentes; la naturaleza habría recabado para sí, no sólo la elección de los fines, sino también de los medios mismos, y con sabia precaución hubiera entregado uno y otro al mero instinto.

En realidad, encontramos que cuanto más se preocupa una razón cultivada del propósito de gozar de la vida y alcanzar la felicidad, tanto más el hombre se aleja de la verdadera satisfacción; por lo cual muchos, y precisamente los más experimentados en el uso de la razón, acaban por sentir —sean lo bastante sinceros para confesarlo— cierto grado de misología[4] u odio a la razón, porque, computando todas las ventajas que sacan, no digo ya de la invención de las artes todas del lujo vulgar, sino incluso de las ciencias —que al fin y al cabo se les aparecen como un lujo del entendimiento—, encuentran, sin embargo, que se han echado encima más penas y dolores que felicidad hayan podido ganar, y más bien envidian que desprecian al hombre vulgar, que está más propicio a la dirección del mero instinto natural y no consiente a su razón que ejerza gran influencia en su hacer y omitir. Y hasta aquí hay que confesar que el juicio de los que rebajan mucho y hasta declaran inferiores a cero los rimbombantes encomios de los grandes provechos que la razón nos ha de proporcionar para el negocio de la felicidad y satisfacción en la vida, no es un juicio de hombres entristecidos o desagradecidos a las bondades del gobierno del universo; que en esos tales juicios está implícita la idea de otro y mucho más digno propósito y fin de la existencia, para el cual, no para la felicidad, está destinada propiamente la razón; y ante ese fin, como suprema condición, deben inclinarse casi todos los peculiares fines del hombre.

Pues como la razón no es bastante apta para dirigir seguramente a la voluntad, en lo que se refiere a los objetos de ésta y a la satisfacción de nuestras necesidades —que en parte la razón misma multiplica—, a cuyo fin nos hubiera conducido mucho mejor un instinto natural ingénito; como, sin embargo, por otra parte, nos ha sido concedida la razón como facultad práctica, es decir, como una facultad que debe tener influjo sobre la voluntad, resulta que el destino verdadero de la razón tiene que ser el de producir una voluntad buena, no en tal o cual respecto, como medio, sino buena en sí misma, cosa para lo cual era la razón necesaria absolutamente, si es así que la naturaleza en la distribución de las disposiciones ha procedido por doquiera

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con un sentido de finalidad. Esta voluntad no ha de ser todo el bien, ni el único bien;[5] pero ha de ser el bien supremo y la condición de cualquier otro, incluso del deseo de felicidad, en cuyo caso se puede muy bien hacer compatible con la sabiduría de la naturaleza, si se advierte que el cultivo de la razón, necesario para aquel fin primero e incondicionado, restringe en muchos modos, por lo menos en esta vida, la consecución del segundo fin, siempre condicionado, a saber: la felicidad, sin que por ello la naturaleza se conduzca contrariamente a su sentido finalista, porque la razón, que reconoce su destino práctico supremo en la fundación de una voluntad buena, no puede sentir en el cumplimiento de tal propósito más que una satisfacción de especie peculiar,[6] a saber, la que nace de la realización de un fin que sólo la razón determina, aunque ello tenga que ir unido a algún quebranto para los fines de la inclinación.

[La buena voluntad y el deber] >>

Para desenvolver el concepto de una voluntad digna de ser estimada por sí misma, de una voluntad buena sin ningún propósito ulterior, tal como ya se encuentra en el sano entendimiento natural, sin que necesite ser enseñado, sino, más bien explicado, para desenvolver ese concepto que se halla siempre en la cúspide de toda la estimación que hacemos de nuestras acciones y que es la condición de todo lo demás, vamos a considerar el concepto del deber, que contiene el de una voluntad buena, si bien bajo ciertas restricciones y obstáculos subjetivos, los cuales, sin embargo, lejos de ocultarlo y hacerlo incognoscible, más bien por contraste lo hacen resaltar y aparecer con mayor claridad.[7]

[El motivo del deber] >>

Prescindo aquí de todas aquellas acciones conocidas ya como contrarias al deber, aunque en éste o aquel sentido puedan ser útiles; en efecto, en ellas ni siquie

ra se plantea la cuestión de si pueden suceder por deber, puesto que ocurren en contra de éste. También dejaré a un lado las acciones que, siendo realmente conformes al deber, no son de aquéllas hacia las cuales el hombre siente inclinación inmediatamente; pero, sin embargo, las lleva a cabo porque otra inclinación le empuja a ello. En efecto; en estos casos puede distinguirse muy fácilmente si la acción conforme al deber ha sucedido por deber o por una intención egoísta. Mucho más difícil de notar es esa diferencia cuando la acción es conforme al deber y el sujeto, además, tiene una inclinación

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inmediata hacia ella. Por ejemplo:[8] es desde luego conforme al deber que el mercader no cobre más caro a un comprador inexperto; y en los sitios donde hay mucho comercio, el comerciante avisado y prudente no lo hace, en efecto, sino que mantiene un precio fijo para todos en general, de suerte que un niño puede comprar en su casa tan bien como otro cualquiera. Así pues, uno es servido honradamente. Mas esto no es ni mucho menos suficiente para creer que el mercader haya obrado así por deber, por principios de honradez: su provecho lo exigía; mas no es posible admitir además que el comerciante tenga una inclinación inmediata hacia los compradores, de suerte que por amor a ellos, por decirlo así, no haga diferencias a ninguno en el precio. Así pues, la acción no ha sucedido ni por deber ni por inclinación inmediata, sino simplemente con una intención egoísta.

En cambio, conservar cada cual su vida es un deber, y además todos tenemos una inmediata inclinación a hacerlo así. Mas, por eso mismo, el cuidado angustioso que la mayor parte de los hombres pone en ello no tiene un valor interior, y la máxima[9] que rige ese cuidado carece de un contenido moral. Conservan su vida conformemente al deber, sí; pero no por deber. En cambio, cuando las adversidades y una pena sin consuelo han arrebatado a un hombre todo el gusto por la vida, si este infeliz, con ánimo entero y sintiendo más indignación que apocamiento o desaliento, y aun deseando la muerte, conserva su vida, sin amarla, sólo por deber y no por inclinación o miedo, entonces su máxima sí tiene un contenido moral.

Ser benéfico en cuanto se puede es un deber; pero, además, hay muchas almas tan llenas de conmiseración, que encuentran un placer íntimo en distribuir la alegría en torno suyo, sin que a ello les impulse ningún movimiento de vanidad o de provecho propio, y que pueden regocijarse del contento de los demás, en cuanto que es su obra. Pero yo sostengo que, en tal caso, semejantes actos, por muy conformes que sean al deber, por muy dignos de amor que sean, no tienen, sin embargo, un valor moral verdadero y corren parejas con otras inclinaciones;[10] por ejemplo, con el afán de honras, el cual, cuando, por fortuna, se refiere a cosas que son en realidad de general provecho, conformes al deber y, por tanto, honrosas, merece alabanzas y estímulos, pero no estimación; pues le falta a la máxima contenido moral, esto es, que las tales acciones sean hechas, no por inclinación, sino por deber.

Pero supongamos que el ánimo de ese filántropo está envuelto en las nubes de un propio dolor, que apaga en él toda conmiseración por la suerte del prójimo; supongamos, además, que le queda todavía con qué hacer el bien a otros miserables, aunque la miseria ajena no le conmueve, porque le basta la suya para ocuparle; si entonces, cuando ninguna inclinación le empuja a ello, sabe desasirse de esa mortal insensibilidad y realiza la acción benéfica sin inclinación alguna, sólo por deber, entonces, y sólo entonces, posee esta

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acción su verdadero valor moral. Pero hay más aún: un hombre a quien la naturaleza haya puesto en el corazón poca simpatía; un hombre que, siendo, por lo demás, honrado, fuese de temperamento frío e indiferente a los dolores ajenos, acaso porque él mismo acepta los suyos con el don peculiar de la paciencia y fuerza de resistencia, y supone estas mismas cualidades, o hasta las exige, igualmente en los demás; un hombre como éste —que no sería de seguro el peor producto de la naturaleza—, desprovisto de cuanto es necesario para ser un filántropo, ¿no encontraría, sin embargo, en sí mismo cierto germen capaz de darle un valor mucho más alto que el que pueda derivarse de un temperamento bueno? ¡Es claro que sí! Precisamente en ello estriba el valor del carácter moral, del carácter que, sin comparación, es el supremo: en hacer el bien, no por inclinación, sino por deber.

Asegurar la felicidad propia es un deber —al menos indirecto—; pues el que no está contento con su estado, el que se ve apremiado por muchos cuidados, sin tener satisfechas sus necesidades, pudiera fácilmente ser víctima de la tentación de infringir sus deberes. Pero, aun sin referirnos aquí al deber, ya tienen los hombres todos por sí mismos una poderosísima e íntima inclinación hacia la felicidad, porque justamente en esta idea se reúnen en suma total[11] todas las inclinaciones. Pero el precepto de la felicidad está las más veces constituido de tal suerte que perjudica grandemente a algunas inclinaciones, y, sin embargo, el hombre no puede hacerse un concepto seguro y determinado de esa suma de la satisfacción de todas ellas, bajo el nombre de felicidad; por lo cual no es de admirar que una inclinación única, bien determinada en cuanto a lo que ordena y al tiempo en que cabe satisfacerla, pueda vencer una idea tan vacilante, y algunos hombres —por ejemplo, uno que sufra de la gota— puedan preferir saborear lo que les agrada y sufrir lo que sea preciso, porque, según su apreciación, no van a perder el goce del momento presente por atenerse a las esperanzas, acaso infundadas, de una felicidad que debe hallarse en la salud. Pero aun en este caso, aunque la universal tendencia a la felicidad no determine su voluntad, aunque la salud no entre para él tan necesariamente en los términos de su apreciación, queda, sin embargo, aquí, como en todos los demás casos, una ley, a saber: la de procurar cada cual su propia felicidad, no por inclinación, sino por deber, y sólo entonces tiene su conducta un verdadero valor moral.

Así hay que entender, sin duda alguna, los pasajes de la Escritura en donde se ordena que amemos al prójimo, incluso al enemigo. En efecto; el amor, como inclinación, no puede ser mandado; pero hacer el bien por deber, aun cuando ninguna inclinación empuje a ello y hasta se oponga una aversión natural e invencible, es amor práctico y no patológico, amor que tiene su asiento en la voluntad y no en una tendencia de la sensación, que se funda en principios de la acción y no en tierna compasión, y éste es el único que puede

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ser ordenado.

[El principio formal del deber] >>

La segunda proposición[12] es ésta: una acción hecha por deber tiene su valor moral, no en el propósito que por medio de ella se quiere alcanzar, sino en la máxima por la cual ha sido resuelta; no depende, pues, de la realidad del objeto de la acción, sino meramente del principio del querer, según el cual ha sucedido la acción, prescindiendo de todos los objetos de la facultad del desear.[13] Por lo anteriormente dicho se ve con claridad que los propósitos que podamos tener al realizar las acciones, y los efectos de éstas, considerados como fines y motores de la voluntad, no pueden proporcionar a las acciones ningún valor absoluto y moral. ¿Dónde, pues, puede residir este valor, ya que no debe residir en la voluntad en relación con los efectos esperados? No puede residir sino en el principio de la voluntad, prescindiendo de los fines que puedan realizarse por medio de la acción; pues la voluntad, puesta entre su principio a priori, que es formal, y su resorte a posteriori, que es material, se encuentra, por decirlo así, en una encrucijada, y como ha de ser determinada por algo, tendrá que ser determinada por el principio formal del querer en general, cuando una acción sucede por deber, puesto que todo principio material le ha sido sustraído.

[Respeto a la ley] >>

La tercera proposición, consecuencia de las dos anteriores, formularíala yo de esta manera: el deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley. Por el objeto, como efecto de la acción que me propongo realizar, puedo, sí, tener inclinación, mas nunca respeto, justamente porque es un efecto y no una actividad de una voluntad. De igual modo, por una inclinación en general, ora sea mía, ora sea de cualquier otro, no puedo tener respeto: a lo sumo, puedo, en el primer caso, aprobarla y, en el segundo, a veces incluso amarla, es decir, considerarla como favorable a mi propio provecho. Pero objeto del respeto, y por ende mandato, sólo puede serlo aquello que se relacione con mi voluntad como simple fundamento y nunca como efecto, aquello que no esté al servicio de mi inclinación, sino que la domine, al menos la descarte por completo en el cómputo de la elección, esto es, la simple ley en sí misma. Una acción realizada por deber tiene, empero, que excluir por completo el influjo de la inclinación, y con ésta todo objeto de la voluntad; no queda, pues, otra cosa que pueda determinar la voluntad, si no es, objetivamente, la ley y,

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subjetivamente, el respeto puro a esa ley práctica, y, por tanto, la máxima[*] de obedecer siempre a esa ley, aun con perjuicio de todas mis inclinaciones.

Así, pues, el valor moral de la acción no reside en el efecto que de ella se espera, ni tampoco, por consiguiente, en ningún principio de la acción que necesite tomar su fundamento determinante en ese efecto esperado. Pues todos esos efectos —el agrado del estado propio, o incluso el fomento de la felicidad ajena— pudieron realizarse por medio de otras causas, y no hacía falta para ello la voluntad de un ser racional, que es lo único en donde puede, sin embargo, encontrarse el bien supremo y absoluto. Por tanto, no otra cosa, sino sólo la representación de la ley en sí misma —la cual desde luego no se encuentra más que en el ser racional—, en cuanto que ella y no el efecto esperado es el fundamento determinante de la voluntad, puede constituir ese bien tan excelente que llamamos bien moral, el cual está presente ya en la persona misma que obra según esa ley, y que no es lícito esperar de ningún efecto de la acción[*].

[El imperativo categórico] >>

Pero ¿cuál puede ser esa ley cuya representación, aun sin referirnos al efecto que se espera de ella, tiene que determinar la voluntad, para que ésta pueda llamarse buena en absoluto y sin restricción alguna? Como he sustraído la voluntad a todos los afanes que pudieran apartarla del cumplimiento de una ley, no queda nada más que la universal legalidad de las acciones en general —que debe ser el único principio de la voluntad—; es decir, yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima deba convertirse en ley universal. Aquí es la mera legalidad en general —sin poner por fundamento ninguna ley determinada a ciertas acciones— la que sirve de principio a la voluntad, y tiene que servirle de principio si el deber no ha de ser por doquiera una vana ilusión y un concepto quimérico; y con todo esto concuerda perfectamente la razón vulgar de los hombres en sus juicios prácticos, y el principio citado no se aparta nunca de sus ojos.

Sea, por ejemplo, la pregunta siguiente: ¿me es lícito, cuando me hallo apurado, hacer una promesa con el propósito de no cumplirla? Fácilmente hago aquí la diferencia que puede comportar la significación de la pregunta: de si es prudente o de si es conforme al deber hacer una falsa promesa. Lo primero puede suceder, sin duda, muchas veces. Ciertamente, veo muy bien que no es bastante el librarme, por medio de ese recurso, de una perplejidad presente, sino que hay que considerar detenidamente si no podrá ocasionarme luego esa mentira muchos más graves contratiempos que éstos que ahora consigo eludir; y como las consecuencias, a pesar de cuanta astucia me precie

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de tener, no son tan fácilmente previsibles que no pueda suceder que la pérdida de la confianza en mí sea mucho más desventajosa para mí que el daño que pretendo ahora evitar, habré de considerar si no sería más sagaz conducirme en este punto según una máxima universal y adquirir la costumbre de no prometer nada sino con el propósito de cumplirlo. Pero pronto veo claramente que una máxima como ésta se funda sólo en las consecuencias inquietantes. Ahora bien: es cosa muy distinta ser veraz por deber serlo o serlo por temor a las consecuencias perjudiciales; porque, en el primer caso, el concepto de la acción en sí mismo contiene ya una ley para mí, y en el segundo, tengo que empezar por observar alrededor cuáles efectos para mí puedan derivarse de la acción. Si me aparto del principio del deber, de seguro es ello malo; pero si soy infiel a mi máxima de la sagacidad, puede ello a veces serme provechoso, aun

 cuando desde luego es más seguro permanecer adicto a ella. En cambio, para resolver de la manera más breve, y sin engaño alguno, la pregunta de si una promesa mentirosa es conforme al deber, me bastará preguntarme a mí mismo: ¿me daría yo por satisfecho si mi máxima —salir de apuros por medio de una promesa mentirosa— debiese valer como ley universal tanto para mí como para los demás? ¿Podría yo decirme a mí mismo: cada cual puede hacer una promesa falsa cuando se halla en un apuro del que no puede salir de otro modo? Y bien pronto me convenzo de que, si bien puedo querer la mentira, no puedo querer, empero, una ley universal de mentir; pues, según esta ley, no habría propiamente ninguna promesa, porque sería vano fingir a otros mi voluntad respecto de mis futuras acciones, pues no creerían ese mi fingimiento, o si, por precipitación lo hicieren, pagaríanme con la misma moneda;[14] por lo tanto, mi máxima, tan pronto como se tornase ley universal, destruiríase a sí misma.

Para saber lo que he de hacer para que mi querer sea moralmente bueno, no necesito ir a buscar muy lejos una penetración especial. Inexperto en lo que se refiere al curso del mundo; incapaz de estar preparado para los sucesos todos que en él ocurren, bástame preguntar: ¿puedes querer que tu máxima se convierta en ley universal? Si no, es una máxima reprobable, y no por algún perjuicio que pueda ocasionarte a ti o a algún otro, sino porque no puede convenir, como principio, a una legislación universal posible; la razón, empero, me impone respeto inmediato por esta universal legislación, de la cual no conozco[15] aún ciertamente el fundamento —que el filósofo habrá de indagar—; pero al menos comprendo que es una estimación del valor, que excede en mucho a todo valor que se aprecie por la inclinación, y que la necesidad de mis acciones por puro respeto a la ley práctica es lo que constituye el deber, ante el cual tiene que inclinarse cualquier otro fundamento determinante, porque es la condición de una voluntad buena en sí, cuyo valor está por encima de todo.

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[Razón práctica ordinaria] >>

Así pues, hemos llegado al principio del conocimiento moral de la razón vulgar del hombre. La razón vulgar no piensa este principio así abstractamente y en una forma universal; pero, sin embargo, lo tiene continuamente ante los ojos y l

o usa como criterio en sus enjuiciamientos. Fuera muy fácil mostrar aquí cómo, con este compás en la mano, sabe distinguir perfectamente en todos los casos que ocurren qué es bien, qué mal, qué conforme al deber o contrario al deber, cuando, sin enseñarle nada nuevo, se le hace atender tan sólo, como Sócrates hizo, a su propio principio, y que no hace falta ciencia ni filosofía alguna para saber qué es lo que se debe hacer para ser honrado y bueno y hasta sabio y virtuoso. Y esto podía haberse sospechado de antemano: que el conocimiento de lo que todo hombre está obligado a hacer y, por tanto, también a saber, es cosa que compete a todos los hombres, incluso al más vulgar. Y aquí puede verse, no sin admiración, cuán superior es la facultad práctica de juzgar que la teórica en e

l entendimiento vulgar humano. En esta última, cuando la razón vulgar se atreve a salirse de las leyes de la experiencia y de las percepciones sensibles, cae en meras incomprensibilidades y contradicciones consigo misma, al menos en un caos de incertidumbre, obscuridad y vacilaciones. En lo práctico, en cambio, comienza la facultad de juzgar, mostrándose ante todo muy provechosa, cuando el entendimiento vulgar excluye de las leyes prácticas todos los motores sensibles. Y luego llega hasta la sutileza, ya sea que quiera, con su conciencia u otras pretensiones, disputar con respecto a lo que deba llamarse justo, ya sea que quiera sinceramente, para su propia enseñanza, determinar el valor de las acciones; y, lo que es más frecuente, puede en este último caso abrigar la esperanza de acertar, ni más ni menos que un filósofo, y hasta casi con más seguridad que este último, porque el filósofo no puede disponer de otro principio que el mismo del hombre vulgar; pero, en cambio, puede muy bien enredar su juicio en multitud de consideraciones extrañas y ajenas al asunto y apartarlo así de la dirección recta. ¿No sería, pues, lo mejor atenerse, en las cosas morales, al juicio de la razón vulgar y, a lo sumo, emplear la filosofía sólo para exponer cómodamente, en manera completa y fácil de comprender, el sistema de las costumbres y las reglas de las mismas para el uso —aunque más aún para la disputa—, sin quitarle al entendimiento humano vulgar, en el sentido práctico, su venturosa simplicidad, ni empujarle con la filosofía por un nuevo camino de la investigación y enseñanza?

[La necesidad de la filosofía] >>

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¡Qué magnífica es la inocencia! Pero ¡qué desgracia que no se pueda 405 conservar bien y se deje fácilmente seducir! Por eso la sabiduría misma —que consiste más en el hacer y el omitir que en el saber— necesita de la ciencia,

no para aprender de ella, sino para procurar a su precepto acceso y duración.

El hombre siente en sí mismo una poderosa fuerza contraria a todos los mandamiento

s del deber, que la razón le presenta tan dignos de respeto; consiste esa fuerza contraria en sus necesidades y sus inclinaciones, cuya satisfacción total comprende bajo el nombre de felicidad. Ahora bien, la razón ordena sus preceptos, sin prometer con ello nada a las inclinaciones, severamente y, por ende, con desprecio, por decirlo así, y desatención hacia

esas pretensiones tan impetuosas y a la vez tan aceptables al parecer —que ningún mandamiento consigue nunca anular—. De aquí se origina una dialéctica natural, esto es, una tendencia a discutir esas estrechas leyes del deber, a poner en duda su validez, o al menos su pureza y severidad estricta, a acomodarlas en lo posible a nuestros deseos y a nuestras inclinaciones, es

decir, en el fondo, a pervertirlas y a privarlas de su dignidad, cosa que al fin y

al cabo la misma razón práctica vulgar no puede aprobar.

De esta suerte, la razón humana vulgar se ve empujada, no por necesidad alguna de especulación —cosa que no le ocurre nunca mientras se contenta con ser simplemente la sana razón—, sino por motivos prácticos, a salir de su círculo y dar un paso en el campo de una filosofía práctica, para recibir aquí enseñanza y clara advertencia acerca del origen de su principio y exacta determinación del mismo, en contraposición con las máximas que radican en las necesidades e inclinaciones; así podrá salir de su perplejidad sobre las pretensiones de ambas partes y no corre peligro de perder los verdaderos principios morales por la ambigüedad en que fácilmente cae. Se va tejiendo, pues, en la razón práctica vulgar, cuando se cultiva, una dialéctica inadvertida, que le obliga a pedir ayuda a la filosofía, del mismo modo que sucede en el uso teórico, y ni la práctica ni la teórica encontrarán paz y sosiego a no ser en una crítica completa de nuestra razón.

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Capítulo II

Tránsito de la filosofía moral popular a la metafísica de las costumbres

[El uso de ejemplos] >>

Si bien hemos sacado el concepto del deber, que hasta ahora tenemos, del uso vulgar de nuestra razón práctica, no debe inferirse de ello, en manera alguna, que lo hayamos tratado como concepto de experiencia. Es más: atendiendo a la experiencia en el hacer y el omitir de los hombres, encontrarnos quejas numerosas y —hemos de confesarlo— justas, por no ser posible adelantar ejemplos seguros de esa disposición de espíritu del que obra por el deber puro; que, aunque muchas acciones suceden en conformidad con lo que el deber ordena, siempre

 cabe la duda de si han ocurrido por deber y, por tanto, de si tienen un valor moral. Por eso ha habido en todos los tiempos filósofos que han negado en absoluto la realidad de esa disposición de espíritu en las acciones humanas y lo han atribuido todo al egoísmo, más o menos refinado; mas no por eso han puesto en duda la exactitud del concepto de moralidad; más bien han hecho mención, con íntima pena, de la fragilidad e impureza de la naturaleza humana, que, si bien es lo bastante noble para proponerse como precepto una idea tan digna de respeto, en cambio es al mismo tiempo harto débil para poderlo cumplir, y emplea la razón, que debiera servirle de legisladora, para administrar el interés de las inclinaciones, ya sea aisladas, ya —en el caso más elevado— en su máxima compatibilidad mutua.

Es, en realidad, absolutamente imposible determinar por experiencia y con absoluta certeza un solo caso en que la máxima de una acción, conforme por lo demás con el deber, haya tenido su asiento exclusivamente en fundamentos morales y en la representación del deber. Pues es el caso, a veces, que, a pesar del más penetrante examen, no encontramos nada que haya podido ser bastante poderoso, independientemente del fundamento moral del deber, para mover a tal o cual buena acción o a éste tan grande sacrificio; pero no podemos concluir de ello con seguridad que la verdadera causa determinante de la voluntad no haya sido en realidad algún impulso secreto del egoísmo, oculto tras el mero espejismo de aquella idea; solemos preciarnos mucho de algún fundamento determinante, lleno de nobleza, pero que nos atribuimos falsamente; mas, en realidad, no podemos nunca, aun ejercitando el examen más riguroso, llegar por completo a los más recónditos motores; porque

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cuando se trata de valor moral no importan las acciones, que se ven, sino aquellos íntimos principios de las mismas, que no se ven.

A esos que se burlan de la moralidad y la consideran como simple visión soñada por la fantasía humana, que se excede a sí misma, llevada de su vanidad, no se les puede hacer más deseado favor que concederles que los conceptos del deber —como muchos están persuadidos, por comodidad, que sucede igualmente con todos los demás conceptos— tienen que derivarse exclusivament

e de la experiencia; de ese modo, en efecto, se les prepara a aquéllos un triunfo seguro. Voy a admitir, por amor a los hombres, que la mayor parte de nuestras acciones son conformes al deber; pero si se miran de cerca los pensamientos y los esfuerzos, se tropieza por doquiera con el amado yo, que de continuo se destaca, sobre el cual se fundan los propósitos, y no sobre el estrecho mandamiento del deber que muchas veces exigiría la renuncia y el sacrificio. No se necesita ser un enemigo de la virtud; basta con observar el mundo con sangre fría, sin tomar enseguida por realidades los vivísimos deseos en pro del bien, para dudar en ciertos momentos —sobre todo cuando el observador es ya de edad avanzada y posee un Juicio que la experiencia ha afinado y agudizado para la observación— de si realmente en el mundo se encuentra una virtud verdadera. Y en esta coyuntura, para impedir que caigamos de las alturas de nuestras ideas del deber, para conservar en nuestra alma el fundado respeto a su ley, nada como la convicción clara de que no importa que no haya habido nunca acciones emanadas de esas puras fuentes, que no se trata aquí de si sucede esto o aquello, sino que la razón, por sí misma e independientemente de todo fenómeno, ordena lo que debe suceder y que algunas acciones, de las que el mundo quizá no ha dado todavía ningún ejemplo y hasta de cuya realizabilidad puede dudar muy mucho quien todo lo funde en la experiencia, son ineludiblemente mandadas por la razón; así, por ejemplo, ser leal en las relaciones de amistad no podría dejar de ser exigióle a todo hombre, aunque hasta hoy no hubiese habido ningún amigo leal, porque este deber reside, como deber en general,[1] antes que toda experiencia, en la idea de una razón que determina la voluntad por fundamentos a priori.

Añádase a esto que, a menos de querer negarle al concepto de moralidad toda verdad

 y toda relación con un objeto posible, no puede ponerse en duda que su ley es de tan extensa significación que tiene vigencia, no sólo para los hombres, sino para todos los seres racionales en general, no sólo bajo condiciones contingentes y con excepciones, sino por modo absolutamente necesario[2]; por lo cual resulta claro que no hay experiencia que pueda dar ocasión a inferir ni siquiera la posibilidad de semejantes leyes apodícticas. Pues ¿con qué derecho podemos tributar un respeto ilimitado a lo que acaso no sea valedero más que en las condiciones contingentes de la Humanidad, y

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considerarlo como precepto universal para toda naturaleza racional? ¿Cómo íbamos a considerar las leyes de determinación de nuestra voluntad como leyes de determinación de la voluntad de un ser racional en general y, sólo como tales, valederas para nosotros, si fueran meramente empíricas y no tuvieran su origen enteramente a priori en la razón pura práctica?

El peor servicio que puede hacerse a la moralidad es quererla deducir de ciertos ejemplos. Porque cualquier ejemplo que se me presente de ella tiene que ser a su vez previamente juzgado según principios de la moralidad, para saber si es digno de servir de ejemplo originario, esto es, de modelo; y el ejemplo no puede en manera alguna ser el que nos proporcione el concepto de la moralidad. El mismo Santo del Evangelio tiene que ser comparado ante todo con nuestro ideal de la perfección moral antes de que le reconozcamos como lo que es. Y él dice de sí mismo: «¿Por qué me llamáis a mí —a quien estáis viendo— bueno? Nadie es bueno —prototipo del bien— sino sólo el único Dios —a quien vosotros no veis—». Mas ¿de dónde tomamos el concepto de Dios como bien supremo? Exclusivamente de la idea que la razón a priori bosqueja de la perfección moral[3] y enlaza inseparablemente con el concepto de una voluntad libre. La imitación no tiene lugar alguno en lo moral, y los ejemplos sólo sirven de aliento, esto es, ponen fuera de duda la posibilidad de hacer lo que la ley manda, nos presentan intuitivamente lo que la regla práctica expresa universalmente; pero no pueden nunca autorizar a que se deje a un lado su verdadero original, que reside en la razón, para regirse por ejemplos.

[Filosofía popular] >>

Si, pues, no hay ningún verdadero principio supremo de la moralidad que no haya de descansar en la razón pura, independientemente de toda experiencia, creo yo que no es necesario ni siquiera preguntar si será bueno alcanzar a priori esos conceptos, con todos los principios a ellos pertinentes, exponerlos en general —in abstracto—, en cuanto que su conocimiento debe distinguirse del vulgar y llamarse filosófico. Mas en ésta nuestra época pudiera ello acaso ser necesario. Pues si reuniéramos votos sobre lo que deba preferirse, si un conocimiento racional puro, separado de todo lo empírico, es decir, una metafísica de las costumbres, o una filosofía práctica popular, pronto se adivina de qué lado se inclinaría la balanza.

Este descender a conceptos populares es ciertamente muy plausible cuando previamente se ha realizado la ascensión a los principios de la razón pura y se ha llegado en esto a una completa satisfacción. Esto quiere decir que conviene primero fundar la teoría de las costumbres en la metafísica[4], y

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luego, cuando sea firme, procurarle acceso por medio de la popularidad. Pero es completamente absurdo querer descender a lo popular en la primera investigación, de la que depende la exactitud toda de los principios. Y no es sólo que un proceder semejante no puede nunca tener la pretensión de alcanzar el mérito rarísimo de la verdadera popularidad filosófica, pues no se necesita mucho arte para ser entendido de todos, si se empieza por renunciar a todo conocimiento sólido y fundado, sino que además da lugar a una pútrida mezcolanza de observaciones mal cosidas y de principios medio inventados, que embelesa a los ingenios vulgares porque hallan en ella lo necesario para su charla diaria, pero que produce en los conocedores confusión y descontento, hasta el punto de hacerles apartar la vista; en cambio, los filósofos, que perciben muy bien todo ese andamiaje seductor, encuentran poca atención, cuando, después de apartarse por un tiempo de la supuesta popularidad y habiendo adquirido conocimientos determinados, podrían con justicia aspirar a ser populares.

No hay mas que mirar los ensayos sobre la moralidad que se han escrito en es

e gusto preferido, y se verá en seguida cómo se mezclan en extraño consorcio, ya la peculiar determinación de la naturaleza humana — comprendida en ella también la idea de una naturaleza racional en general—, ya la perfección, ya la felicidad, aquí el sentimiento moral, allá ese amor de Dios, un poquito de esto, otro poco de aquello, sin que a nadie se le ocurra preguntar si los principios de la moralidad hay que buscarlos en el conocimiento de la naturaleza humana —que no podemos obtener como no sea por la experiencia—; y en el caso de que la respuesta viniere negativa, si esos principios morales hubiese que encontrarlos por completo a priori, libres de todo lo que sea empírico, absolutamente en los conceptos puros de la razón, y no en otra parte, tomar la decisión de poner aparte esa investigación, como filosofía práctica pura o —si es lícito emplear un nombre tan difamado — metafísica[*] de las costumbres, llevarla por sí sola a su máxima perfección y consolar al público, deseoso de popularidad, hasta la terminación de aquella empresa.

Pero esta metafísica de las costumbres, totalmente aislada y sin mezcla alguna de antropología, ni de teología, ni de física o hiperfísica, ni menos aún de cualidades ocultas —que pudiéramos llamar hipofísica—, no es sólo un indispensable substrato de todo conocimiento teórico y seguramente determinado de los deberes, sino al mismo tiempo un desiderátum de la mayor importancia para la verdadera realización de sus preceptos. Pues la representación pura del deber, y en general de la ley moral, sin mezcla alguna de ajenas adiciones de atractivos empíricos, tiene sobre el corazón humano, por el solo camino de la razón —que por medio de ella se da cuenta por primera vez de que puede ser por sí misma una razón también práctica—, un

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influjo tan superior a todos los demás resortes[*] que pudieran sacarse del campo empírico, que, consciente de su dignidad,[5] desprecia estos últimos y puede poco a poco transformarse en su dueña; en cambio, una teoría de la moralidad que esté mezclada y compuesta de resortes sacados de los sentimientos y de las inclinaciones, y al mismo tiempo de conceptos racionales, tiene que dejar el ánimo oscilante entre causas determinantes diversas, irreductibles a un principio y que pueden conducir al bien sólo por modo contingente y a veces determinar el mal.

[Revisión de conclusiones] >>

Por todo lo dicho se ve claramente: que todos los conceptos morales tienen su asiento y origen, completamente a priori, en la razón, y ello en la razón humana más vulgar tanto como en la más altamente especulativa; que no pueden ser abstraídos de ningún conocimiento empírico, el cual, por tanto, sería contingente; que en esa pureza de su origen

 reside su dignidad, la dignidad de servirnos de principios prácticos supremos; que siempre que añadimos algo empírico sustraemos otro tanto de su legítimo influjo y quitamos algo al valor ilimitado de las acciones;[6] que no sólo la mayor necesidad exige, en sentido teórico, por lo que a la especulación interesa, sino que es de máxima importancia, en el sentido práctico, ir a buscar esos conceptos y leyes en la razón pura, exponerlos puros y sin mezcla, e incluso determinar la extensión de todo

 ese conocimiento práctico puro, es decir, toda la facultad de la razón pura práctica; mas no haciendo depender los principios de la especial naturaleza de la razón humana, como lo permite la filosofía especulativa[7] y hasta lo exige a veces, sino derivándolos del concepto universal de un ser racional en general, puesto que las leyes morales deben valer para todo ser racional en general,[8] y de esta manera, la moral toda, que necesita de la antropología para su aplicación a los hombres, habrá de exponerse por completo primero independientemente de ésta, como filosofía pura, es decir, como metafísica[9] —cosa que se puede hacer muy bien en esta especie de conocimientos totalmente separados—, teniendo plena conciencia de que, sin estar en posesión de tal metafísica, no ya sólo sería vano determinar exactamente lo moral del deber en todo lo que es conforme al deber, para el enjuiciamiento especulativo, sino que ni siquiera sería posible, en el mero uso vulgar y práctico de la instrucción moral, asentar las costumbres en sus verdaderos principios y fomentar así las disposiciones morales puras del ánimo e inculcarlas en los espíritus, para el mayor bien del mundo.

Mas para que en esta investigación vayamos por sus pasos naturales, no

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sólo del enjuiciamiento moral vulgar —que es aquí muy digno de atención— al filosófico, como ya hemos hecho,[10] sino de una filosofía popular, que no puede llegar más allá de adonde la lleve su trampear por entre ejemplos, a la metafísica —que no se de

ja detener por nada empírico y, teniendo que medir el conjunto total[11] del conocimiento racional de esta clase, llega en todo caso hasta las ideas, donde los ejemplos mismos nos abandonan—, tenemos que perseguir y exponer claramente la facultad práctica de la razón, desde sus reglas universales de determinación, hasta allí donde surge el concepto del deber.[12]

[Imperativos en general] >>

Cada cosa, en la naturaleza, actúa según leyes. Sólo un ser racional posee la facultad de obrar por la representación de las leyes, esto es, por principios; posee una voluntad. Como para derivar las acciones de las leyes se exige razón[13], resulta que la voluntad no es otra cosa que razón práctica. Si la razón determina indefectiblemente la voluntad, entonces las acciones de este ser, que son conocidas como objetivamente —necesarias, son también subjetivamente necesarias, es decir, que la voluntad es una facultad de no elegir nada más que lo que la razón, independientemente de la inclinación, conoce como prácticamente necesario, es decir, bueno. Pero si la razón por sí sola no determina suficientemente la voluntad; si la voluntad se halla sometida también a condiciones subjetivas (ciertos resortes) que no siempre coinciden con las objetivas; en una palabra, si la voluntad no es en sí plenamente conforme con la razón (como realmente sucede en los hombres), entonces las acciones conocidas objetivamente como necesarias son subjetivamente contingentes, y la determinación de tal voluntad, en conformidad con las leyes objetivas llámase constricción; es decir, la relación de las leyes objetivas a una voluntad no enteramente buena es representada como la determinación[14] de la voluntad de un ser racional por fundamentos de la razón, sí, pero por fundamentos a los cuales esta voluntad no es por su naturaleza necesariamente obediente.

La representación de un principio objetivo, en tanto que es constrictivo para una voluntad, llámase mandato (de la razón), y la fórmula del mandato llámase imperativo.

Todos los imperativos exprésanse por medio de un «debe ser» de la razón y muestran

 así la relación de una ley objetiva de la razón a una voluntad que, por su constitución subjetiva, no es determinada necesariamente por tal ley (una constricción). Dicen que fuera bueno hacer u omitir algo; pero lo dicen a una voluntad que no siempre hace algo por sólo que se le represente que es

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bueno hacerlo. Es, empero, prácticamente bueno lo que determina la voluntad por medio de representaciones de la razón y, consiguientemente, no por causas subjetivas, sino objetivas, esto es, por fundamentos que son válidos para todo ser racional como tal. Distínguese de lo agradable, siendo esto último lo que ejerce influjo sobre la voluntad por medio solamente de la sensación, por causas meramente subjetivas, que valen sólo para éste o aquél, sin ser un principio de la razón válido para cualquiera.[*]

Una voluntad perfectamente buena se hallaría, pues, igualmente bajo leyes objetivas (del bien); pero no podría representarse como constreñida por ellas a las acciones conformes a la ley, porque por sí misma, según su constitución subjetiva, podría ser determinada por la sola representación del bi

en. De aquí que para la voluntad divina y, en general, para una voluntad santa, no valgan los imperativos: el «debe ser» no tiene aquí lugar adecuado, porque el querer ya de suyo coincide necesariamente con la ley. Por eso son los imperativos solamente fórmulas para expresar la relación entre las leyes objetivas del querer en general y la imperfección subjetiva de la voluntad de tal o cual ser racional; v. g., de la voluntad humana.

[Clasificación de los imperativos] >>

Pues bien; todos los imperativos mandan ya hipotética, ya categóricamente. Aquéllos representan la necesidad práctica de una acción posible, como medio de conseguir otra cosa que se quiere (o que es posible que se quiera). El imperativo categórico sería el que representase una acción por sí misma, sin referencia a ningún otro fin, como objetivamente necesaria.

Toda ley práctica representa una acción posible como buena y, por tanto, como necesaria para un sujeto capaz de determinarse prácticamente por la razón. Resulta, pues, que todos los imperativos son fórmulas de la determinación de la acción, que es necesaria según el principio de una voluntad buena en algún modo. Ahora bien; si la acción es buena sólo como medio para alguna otra cosa, entonces es el imperativo hipotético; pero si la acción es representada como buena en sí, esto es, como necesaria en una voluntad conforme en sí con la razón, como un principio de tal voluntad, entonces es el imperativo categórico.

El imperativo dice, pues, qué acción posible por mí es buena, y representa la regla práctica en relación con una voluntad que no hace una acción solamente porque ésta sea buena, porque el sujeto no siempre sabe que es buena, y también porque, aun cuando lo supiera, pudieran sus máximas ser contrarias a los principios objetivos de una razón práctica.

El imperativo hipotético dice solamente que la acción es buena para algún

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propósito posible o real. En el primer c

aso es un principio problemático- práctico; en el segundo caso es un principio asertórico-práctico. El imperativo categórico que, sin referencia a propósito alguno, es decir, sin ningún otro fin, declara la acción objetivamente necesaria en sí, tiene el valor de un principio apodíctíco-práctico.

Lo que sólo es posible mediante las fuerzas de algún ser racional, puede pensarse como propósito posible para alguna voluntad; por eso los principios de la acción, en cuanto que ésta es representada como necesaria para conseguir algún propósito posible realizable de ese modo, son en realidad en número infinito. Todas las ciencias tienen alguna parte práctica, que consiste en problemas que ponen algún fin como posible para nosotros y en imperativos que dicen cómo pueda conseguirse tal fin. Éstos pueden llamarse, en general, imperativos de la habilidad. No se trata de si el fin es racional y bueno, sino sólo de lo que hay que hacer para conseguirlo. Los preceptos que sigue el médico para curar perfectamente al hombre y los que sigue el envenenador para matarlo, seguramente son de igual valor, en cuanto que cada uno de ellos sirve para realizar cumplidamente su propósito. En la primera juventud nadie sabe qué fines podrán ofrecérsenos en la vida; por eso los padres tratan de que sus hijos aprendan muchas cosas y se cuidan de darles habilidad para el uso de los medios útiles a toda suerte de fines cualesquiera, pues no pueden determinar de ninguno de éstos que no[15] ha de ser más tarde un propósito real del educando, siendo posible que alguna vez lo tenga por tal; y este cuidado es tan grande, que los padres olvidan por lo común reformar y corregir el juicio de los niños sobre el valor de las cosas que pudieran proponerse como fines.

Hay, sin embargo, un fin que puede presuponerse real en todos los seres racionales (en cuanto que les convienen los imperativos, como seres dependientes que son); hay un propósito que no sólo pueden tener, sino que puede presuponerse con seguridad que todos tienen, por una necesidad natural, y éste es el propósito de la felicidad. El imperativo hipotético que representa la necesidad práctica de la acción como medio para fomentar la felicidad es asertórico. No es lícito presentarlo como necesario sólo para un propósito incierto y meramente posible, sino para un propósito que podemos suponer de seguro y a priori en todo hombre, porque pertenece a su esencia. Ahora bien; la habilidad para elegir los medios conducentes al mayor posible bienestar propio, podemos llamarla sagacidad[*] en sentido estricto.[16] Así pues, el imperativo que se refiere a la elección de los medios para la propia felicidad, esto es, al precepto de la sagacidad, es hipotético; la acción no es mandada en absoluto, sino como simple medio para otro propósito.

Por último, hay un imperativo que, sin poner como condición ningún propósito a obtener por medio de cierta conducta, manda esa conducta

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inmediatamente. Tal imperativo es categórico. No se refiere a la materia de la acción y a lo que de ésta ha de suceder, sino a la forma y al principio de donde ella sucede, y lo esencialmente bueno de la acción consiste en el ánimo que a ella se lleva, sea el éxito el que fuere. Este imperativo puede llamarse el de la moralidad.

El querer según estas tres clases de principios distínguese también claramente por la desigualdad de la constricción de la voluntad. Para hacerla patente, creo yo que la denominación más acomodada, en el orden de esos principios, sería decir que son, ora reglas de la habilidad, ora consejos de la sagacidad, ora mandatos (leyes) de la moralidad. Pues sólo la ley lleva consigo el concepto 

de una necesidad incondicionada y objetiva, y, por tanto, universalmente válida, y los mandatos son leyes a las cuales hay que obedecer, esto es, dar cumplimiento aun en contra de la inclinación. El consejo, si bien encierra necesidad, es ésta válida sólo con la condición subjetiva contingente de que éste o aquel hombre cuente tal o cual cosa entre las que pertenecen a su felicidad; en cambio, el imperativo categórico no es limitado por condición alguna y puede llamarse propiamente un mandato, por ser, como es, absoluto, aunque prácticamente necesario[17]. Los primeros imperativos podrían también llamarse técnicos (pertenecientes al arte); los segundos, pragmáticos[*] (a la ventura o dicha), y los terceros, morales (a la conducta libre en general[18], esto es, a las costumbres).

[¿Cómo son posibles los imperativos?] >>

Y ahora se plantea la cuestión: ¿cómo son posibles todos esos imperativos? Esta pregunta no desea saber cómo pueda pensarse el cumplimiento de la acción que el imperativo ordena, sino cómo puede pensarse la constricción de la voluntad que el imperativo expresa en el problema.[19] No hace falta explicar en especial

 cómo sea posible un imperativo de habilidad. El que quiere el fin, quiere también (en tanto que la razón tiene influjo decisivo sobre sus acciones) el medio indispensablemente necesario para alcanzarlo, si está en su poder. Esa proposición es, en lo que respecta al querer, analítica; pues en el querer un objeto como efecto mío está pensada ya[20] mi causalidad como causa activa, es decir, el uso de los medios, y el imperativo saca ya el concepto de las acciones necesarias para tal fin del concepto de un querer ese fin (para determinar los medios mismos conducentes a un propósito hacen falta, sin duda, proposiciones sintéticas, pero que tocan, no al fundamento para hacer real el acto de la voluntad, sino al fundamento para hacer real el objeto). Que para dividir una línea en dos partes iguales, según un principio seguro, tengo que trazar desde sus extremos

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dos arcos de círculo, es cosa que la matemática enseña, sin duda por proposiciones sintéticas; pero una vez que sé que sólo mediante esa acción puede producirse el citado efecto, si quiero íntegro el efecto, quiero también la acción que es necesaria para él, y esto último sí que es una proposición analítica, pues es lo mismo representarme algo como efecto posible de cierta manera por mí y representarme a mí mismo como obrando de esa manera con respecto al tal efecto.

Los imperativos de la sagacidad coincidirían enteramente con los de la habilidad y serían, como éstos, analíticos, si fuera igualmente fácil dar un concepto determinado de la felicidad. Pues aquí como allí, diríase: el que quiere el fin, quiere también (de conformidad con la razón, necesariamente) los únicos medios que están para ello en su poder. Pero es una desdicha que el concepto de la felicidad sea un concepto tan indeterminado que, aun cuando todo hombre desea alcanzarla, nunca puede decir por modo fijo y acorde consigo mismo lo que propiamente quiere y desea. Y la causa de ello es que todos los elementos que pertenecen al concepto de la felicidad son empíricos; es decir, tienen que derivarse de la experiencia, y que, sin embargo, para la idea de la felicidad se exige un todo absoluto, un máximum de bienestar en mi estado actual y en todo estado futuro. Ahora bien; es imposible que un ente, el más perspicaz posible y al mismo tiempo el más poderoso, si es finito, se haga un concepto determinado de lo que propiamente quiere en este punto. ¿Quiere riqueza? ¡Cuántos cuidados, cuánta envidia, cuántas asechanzas no podrá atraerse con ella! ¿Quiere conocimiento y saber? Pero quizá esto no haga sino darle una visión más aguda, que le mostrará más terribles aún los males que están ahora ocultos para él y que no puede evitar, o impondrá a sus deseos, que ya bastante le dan que hacer, nuevas y más ardientes necesidades. ¿Quiere una larga vida? ¿Quién le asegura que no ha de ser una larga miseria? ¿Quiere al menos tener salud? Pero ¿no ha sucedido muchas veces que la flaqueza del cuerpo le ha evitado caer en excesos que hubiera cometido de tener una salud perfecta? etc., etc. En suma: nadie es capaz de determinar, por un principio, con plena certeza, qué sea lo que le haría verdaderamente feliz, porque para tal determinación fuera indispensable tener omnisciencia. Así, pues, para ser feliz, no cabe obrar por principios determinados, sino sólo por consejos empíricos: por ejemplo, de dieta, de ahorro, de cortesía, de comedimiento, etc.; la experiencia enseña que estos consejos son los que mejor fomentan, por término medio, el bienestar. De donde resulta que los imperativos de la sagacidad hablando exactamente, no pueden mandar, esto es, exponer objetivamente ciertas acciones como necesarias prácticamente; hay que considerarlos más bien como consejos (consilia) que como mandatos (praecepta) de la razón. Así, el problema: «determinar con seguridad y universalidad qué acción fomente la felicidad de un ser racional», es

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totalmente insoluble. Por eso no es posible con respecto a ella un imperativo que mande en sentido estricto realizar lo que nos haga felices; porque la felicidad no es un ideal de la razón, sino de la imaginación, que descansa en meros fundamentos empíricos, de los cuales en vano se esperará que hayan de determinar una acción por la cual se alcance la totalidad de una serie, en rea

lidad infinita, de consecuencias. Este imperativo de la sagacidad sería además —admitiendo que los medios para llegar a la felicidad pudieran indicarse con certeza— una proposición analítico-práctica, pues sólo se distingue del imperativo de la habilidad en que en éste el fin es sólo posible y en aquél el fin está dado; pero como ambos ordenan sólo los medios para aquello que se supone ser querido como fin, resulta que el imperativo que manda querer los medios a quien quiere el fin es en ambos casos analítico. Así, pues, con respecto a la posibilidad de tal imperativo, no hay dificultad alguna.

En cambio, el único problema que necesita solución es, sin duda alguna, el de cómo sea posible el imperativo de la moralidad, porque éste no es hipotético y, por tanto, la necesidad representada objetivamente no puede asentarse en ninguna suposición previa, como en los imperativos hipotéticos. Sólo que no debe perderse de vista que no existe ejemplo alguno y, por lo tanto, manera alguna de decidir empíricamente si hay semejante imperativo; precisa recelar siempre que todos los que parecen categóricos puedan ser ocultamente hipotéticos. Así, por ejemplo, cuando se dice: «no debes prometer falsamente», y se admite que la necesidad de tal omisión no es un mero consejo encaminado a evitar un mal mayor, como sería si se dijese: «no debes prometer falsamente, no vayas a perder tu crédito al ser descubierto», sino que se afirma que una acción de esta especie tiene que considerarse como mala en sí misma, entonces es categórico el imperativo de la prohibición. Mas no se puede en ningún ejemplo mostrar con seguridad que la voluntad aquí se determina sin ningún otro motor y sólo por la ley, aunque así lo parezca; pues siempre es posible que en secreto tenga influjo sobre la voluntad el temor de la vergüenza, o acaso también el recelo obscuro de otros peligros. ¿Quién puede demostrar la no existencia de una causa, por la experiencia, cuando ésta no nos enseña nada más sino que no percibimos la tal causa? De esta manera, empero, el llamado imperativo moral, que aparece como tal imperativo categórico e incondicionado, no sería en realidad sino un precepto pragmático, que nos hace atender a nuestro provecho y nos enseña solamente a tenerlo en cuenta.

Tendremos, pues, que inquirir enteramente a priori la posibilidad de un imperativo categórico; porque aquí no tenemos la ventaja de que la realidad del mismo nos sea dada en la experiencia y, por tanto, de que la posibilidad[21] nos sea necesaria sólo para explicarlo y no para asentarlo. Mas

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provisionalmente hemos de comprender lo siguiente: que el imperativo categóric

o es el único que se expresa en Ley práctica, y los demás imperativos pueden llamarse principios, pero no leyes de la voluntad; porque lo qu

e es necesario hacer sólo como medio para conseguir un propósito cualquiera, puede considerarse en sí como contingente, y en todo momento podemos quedar libres del precepto con renunciar al propósito, mientras que el mandato incondicionado no deja a la voluntad ningún arbitrio con respecto a lo contrario y, por tanto, lleva en sí aquella necesidad que exigimos siempre en la ley.

En segundo lugar, en este imperativo categórico, o ley de la moralidad, es muy grande también el fundamento de la dificultad —de penetrar y conocer la posibilidad del mismo—. Es una proposición sintético-práctica[*] a priori, y puesto que el conocimiento de la posibilidad de esta especie de proposiciones fue ya muy difícil en la filosofía teórica, fácilmente se puede inferir que no lo habrá de ser menos en la práctica.

[La fórmula de la ley universal] >>

En este problema ensayaremos primero a ver si el mero concepto de un imperativo categórico no nos proporcionará acaso también la fórmula del mismo, que contenga la proposición que pueda ser un imperativo categórico; pues aun cuando ya sepamos cómo dice, todavía necesitaremos un esfuerzo especial y difícil para saber cómo sea posible este mandato absoluto, y ello lo dejaremos para el último capítulo.

Cuando pienso en general un imperativo hipotético, no sé de antemano lo que contendrá; no lo sé hasta que la condición me es dada. Pero si pienso un imperativo categórico, ya sé al punto lo que contiene. Pues como el imperativo, aparte de la ley, no contiene más que la necesidad de la máxima[*] de conformarse[22] con esa ley, y la ley, empero, no contiene ninguna condición a que esté limitada, no queda, pues, nada más que la universalidad de una ley en general, a la que ha de conformarse la máxima de la acción, y esa conformidad es lo único que el imperativo representa propiamente como necesario.

El imperativo categórico es, pues, único, y es como sigue: obra sólo según una máxima tal[23] que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal.

Ahora, si de este único imperativo pueden derivarse, como de su principio, todos los imperativos del deber, podremos —aun cuando dejemos sin decidir si eso que llamamos deber no será acaso un concepto vacío— al menos mostrar lo que pensamos —al pensar el deber y lo que este concepto

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quiere decir—.

[La fórmula de la ley de la naturaleza] >>

La universalidad de la ley por la cual suceden efectos constituye lo que se llama

 naturaleza en su más amplio sentido (según la forma)[24]; esto es, la existencia de las cosas, en cuanto que está determinada por leyes universales. Resulta de aquí que el imperativo universal del deber puede también formularse: «obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la naturaleza».

[Ilustraciones] >>

Vamos a enumerar algunos deberes, según la división corriente que se hace de ellos en deberes para con nosotros mismos y para con los demás hombres, deberes perfectos e imperfectos.[*]

1.º Uno que, por una serie de desgracias lindantes con la desesperación, sie

nte despego de la vida, tiene aún bastante razón para preguntarse si no será contrario al deber para consigo mismo el quitarse la vida. Pruebe a ver si la máxima de su acción puede tornarse ley universal de la naturaleza. Su máxima, empero, es: hágome por egoísmo un principio de abreviar mi vida cuando ésta, en su largo plazo, me ofrezca más males que agrado. Trátase ahora de saber si tal principio del egoísmo puede ser una ley universal de la naturaleza. Pero pronto se ve que una naturaleza cuya ley fuese destruir la vida misma, por la misma sensación cuya determinación es atizar el fomento de la vida, sería contradictoria y no podría subsistir como naturaleza;[25] por lo tanto, aquella máxima no puede realizarse como ley natural universal y, por consiguiente, contradice por completo al principio supremo de todo deber.

2. ° Otro se ve apremiado por la necesidad a pedir dinero en préstamo. Bien sabe que no podrá pagar; pero sabe también que nadie le prestará nada como no prometa formalmente devolverlo en determinado tiempo. Siente deseos de hacer tal promesa; pero aún le queda conciencia bastante para preguntarse: ¿no está prohibido, no es contrario al deber salir de apuros de esta manera? Supongamos que decide, sin embargo, hacerlo. Su máxima de acción sería ésta: cuando me crea estar apurado de dinero, tomaré a préstamo y prometeré el pago, aun cuando sé que no lo voy a verificar nunca. Este principio del egoísmo o de la propia utilidad es quizá muy compatible con todo mi futuro bienestar. Pero la cuestión ahora es ésta: ¿es ello lícito? Transformo, pues, la exigencia del egoísmo en una ley universal y dispongo

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así la pregunta: ¿qué sucedería si mi máxima se tornase ley universal? En seguida veo que nunca puede valer como ley natural universal, ni convenir consigo misma, sino que siempre ha de ser

 contradictoria. Pues la universalidad de una ley que diga que quien crea estar apurado puede prometer lo que se le ocurra proponiéndose no cumplirlo, haría imposible la promesa misma y el fin que con ella pueda obtenerse, pues nadie creería que recibe una promesa y todos se reirían de tales manifestaciones como de un vano engaño.

3.º Un tercero encuentra en sí cierto talento que, con la ayuda de alguna cultura, podría hacer de él un hombre útil en diferentes aspectos. Pero se encuentra en circunstancias cómodas y prefiere ir a la caza de los placeres que esforzarse por ampliar y mejorar sus felices disposiciones naturales. Pero se pregunta si su máxima de dejar sin cultivo sus dotes naturales se compadece, no sólo con su tendencia a la pereza, sino también con eso que se llama el deber. Y entonces ve que bien puede subsistir una naturaleza que se rija por tal ley universal, aunque el hombre —como hace el habitante del mar del Sur — deje que se enmohezcan sus talentos y entregue su vida a la ociosidad, al regocijo y la reproducción; en una palabra, al goce; pero no puede querer que ésta sea una ley natural universal o que esté impresa en nosotros como tal por el instinto natural. Pues como ser racional necesariamente quiere que se desenvuelvan todas las facultades en él, porque ellas le son dadas y le sirven para toda suerte de posibles propósitos.

Una cuarta persona, a quien le va bien, ve a otras luchando contra grandes dificultades. Él podría ayudarles; pero piensa: ¿qué me importa? ¡Que cada cual sea lo feliz que el cielo o él mismo quiera hacerle: nada voy a quitarle, ni siquiera le tendré envidia; no tengo ganas de contribuir a su bienestar o a su ayuda en la necesidad! Ciertamente, si tal modo de pensar fuese una ley universal de la naturaleza, podría muy bien subsistir la raza humana, y, sin duda, mejor aún, que charlando todos de compasión y benevolencia, ponderándola y aun ejerciéndola en ocasiones; y en cambio, engañando cuando pueden, traficando con el derecho de los hombres, o lesionándolo en otras maneras varias. Pero aun cuando es posible que aquella máxima se mantenga como ley natural universal, es, sin embargo, imposible querer que tal principio valga siempre y por doquiera como ley natural. Pues una voluntad que así lo decidiera se contradiría a sí misma, pues podrían suceder algunos casos en que necesitase del amor y compasión ajenos,[26] y entonces, por la misma ley natural oriunda de su propia voluntad, se vería privado de toda esperanza de la ayuda que desea.

[El canon del juicio moral] >>

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Éstos son algunos de los muchos deberes reales, o al menos considerados por

 nosotros como tales, cuya derivación del principio único citado salta claramente a la vista. Hay que poder querer que una máxima de nuestra acción sea ley universal: tal es el canon del juicio moral de la misma, en general. Algunas acciones son de tal modo constituidas, que su máxima no puede, sin contradicción, ser siquiera pensada como ley natural universal; y mucho menos que se pueda querer que deba serlo. En otras no se encuentra, es cierto, esa imposibilidad interna; pero es imposible querer que su máxima se eleve a la universalidad de una ley natural, porque tal voluntad sería contradictoria consigo misma. Es fácil ver que las primeras contradicen al deber estricto —ineludible—, y las segundas, al deber amplio[27] —meritorio —. Y así, todos los deberes, en lo que toca al modo de obligar —no al objeto de la acción—[28], quedan, por medio de estos ejemplos, considerados íntegramente en su dependencia del principio único.

Si ahora atendemos a nosotros mismos, en los casos en que contravenimos a un deber, hallaremos que realmente no queremos que nuestra máxima deba ser una ley universal, pues ello es imposible; más bien lo contrario es lo que debe mantenerse como ley universal. Pero nos tomamos la libertad de hacer una excepción para nosotros —o aun sólo para este caso—, en provecho de nuestra inclinación. Por consiguiente, si lo consideramos todo desde uno y el mismo punto de vista

, a saber, el de la razón, hallaremos una contradicción en nuestra propia voluntad, a saber: que cierto principio es necesario objetivamente como ley universal, y, sin embargo, no vale subjetivamente con universalidad, sino que ha de admitir excepciones. Pero nosotros consideramos una vez nuestra acción desde el punto de vista de una voluntad conforme enteramente con la razón; y la otra vez consideramos la misma acción desde el punto de vista de una voluntad afectada por la inclinación; de donde resulta que no hay aquí realmente contradicción alguna, sino una resistencia de la inclinación al precepto de la razón (antagonismo); por donde la universalidad del principio tórnase en mera validez común (generalidad), por la cual el principio práctico de la razón debe coincidir con la máxima a mitad de camino. Aun cuando esto no puede justificarse en nuestro propio juicio, imparcialmente dispuesto, ello demuestra, sin embargo, que reconocemos realmente la validez del imperativo categórico y sólo nos permitimos —con todo respeto— algunas excepciones que nos parecen insignificantes y forzadas.

Así, pues, hemos llegado, por lo menos, a este resultado: que si el deber es un concepto que debe contener significación y legislación real sobre nuestras acciones, no puede expresarse más que en imperativos categóricos y de ningún modo en imperativos hipotéticos. También tenemos —y no es poco— expuesto clara y determinadamente, para cualquier uso, el contenido del

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imperativo categórico que debiera encerrar el principio de todo deber —si tal hubiere—. Pero no liemos llegado aún al punto de poder demostrar a priori que tal imperativo realmente existe, que hay una ley práctica que manda por sí, absolutamente y sin ningún resorte impulsivo, y que la obediencia a esa ley es un deber.

[La necesidad de la ética pura] >>

Teniendo el propósito de llegar a esto, es de la mayor importancia dejar sentada

 la advertencia: que a nadie se le ocurra derivar la realidad de ese principio de las propiedades particulares de la naturaleza humana. El deber ha de ser una necesidad práctico-incondicionada de la acción; ha de valer, pues, para todos los seres racionales —que son los únicos a quienes un imperativo puede referirse—, y sólo por eso ha de ser ley para todas las voluntades humanas. En cambio, lo que se derive de la especial disposición natural de la Humanidad, lo que se derive de ciertos sentimientos y tendencias y aun, si fuere posible, de cierta especial dirección que fuere propia de la razón humana y no hubiere de valer necesariamente para la voluntad de todo ser racional, todo eso podrá darnos una máxima, pero no una ley; podrá darnos un principio subjetivo, según el cual tendremos inclinación y tendencia a obrar, pero no un principio objetivo que nos obligue a obrar, aun cuando nuestra tendencia, inclinación y disposición natural sean contrarias. Y es más: tanta mayor será la sublimidad, la dignidad interior del mandato[29] en un deber, cuanto menores sean las causas subjetivas en pro y mayores las en contra, sin por ello debilitar en lo más mínimo la constricción por la ley ni disminuir en algo su validez.

Vemos aquí, en realidad, a la filosofía en un punto de vista desgraciado, que

 debe ser firme, sin que, sin embargo, se apoye en nada ni penda d

e nada en el cielo ni sobre la tierra. Aquí ha de demostrar su pureza como guardadora de sus leyes, no como heraldo de las que le insinúe algún sentido impreso o no sé qué naturaleza tutora; los cuales, aunque son mejores que nada, no pueden nunca proporcionar principios, porque éstos los dicta la razón y han de tener su origen totalmente a priori y con ello su autoridad imperativa: no esperar nada de la inclinación humana, sino aguardarlo todo de la suprema autoridad de la ley y del respeto a la misma, o, en otro caso, condenar al hombre a despreciarse a sí mismo y a execrarse en su interior.

Todo aquello, pues, que sea empírico es una adición al principio de la moralidad[30] y, como tal, no sólo inaplicable, sino altamente perjudicial para la pureza de las costumbres mismas, en las cuales el valor propio y superior a todo precio de una voluntad disolutamente pura consiste justamente en que el

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principio de la acción esté libre de todos los influjos de motivos contingen

tes, que sólo la experiencia puede proporcionar. Contra esa negligencia y hasta bajeza del modo de pensar, que busca el principio en causas y leyes empíricas de movimiento, no será nunca demasiado frecuente e intensa la reconvención; porque la razón humana, cuando se cansa, va gustosa a reposar en esa poltrona, y en los ensueños de dulces ilusiones —que le hacen abrazar una nube en lugar de Juno[31]— substituye a la moralidad un bastardo compuesto de miembros procedentes de distintos orígenes y que se parece a todo lo que se quiera ver en él, sólo a la virtud no, para quien la haya visto una vez en su verdadera figura.[*]

La cuestión es, pues, ésta: ¿es una ley necesaria para todos los seres racionales juzgar siempre sus acciones según máximas tales que puedan ellos querer que deban servir de leyes universales? Si así es, habrá de estar — enteramente a priori— enlazada ya con el concepto de la voluntad de un ser racional en general.[32] Mas para descubrir tal enlace hace falta, aunque se resista uno a ello, dar un paso más y entrar en la metafísica, aunque en una esfera de la metafísica que es distinta de la de la filosofía especulativa, y es a saber: la metafísica de las costumbres.[33] En una filosofía práctica, en donde no se trata para nosotros de admitir fundamentos de lo que sucede, sino leyes de lo que debe suceder, aun cuando ello no suceda nunca, esto es, leyes objetivas prácticas; en una filosofía práctica, digo, no necesitamos instaurar investigaciones acerca de los fundamentos de por qué unas cosas agradan o desagradan, de cómo el placer de la me

ra sensación se distingue del gusto, y éste de una satisfacción general de la razón;[34] no necesitamos investigar en qué descanse el sentimiento de placer y dolor, y cómo de aquí se originen deseos e inclinaciones y de ellas máximas, por la intervención de la razón; pues todo eso pertenece a una psicología empírica, que constituiría la segunda parte de la teoría de la naturaleza, cuando se la considera como filosofía de la naturaleza, en cuanto que está fundada en leyes empíricas[35]. Pero aquí se trata de leyes objetivas prácticas y, por tanto, de la relación de una voluntad consigo misma, en cuanto que se determina sólo por la razón, y todo lo que tiene relación con lo empírico cae de suyo; porque si la razón por sí sola determina la conducta —la posibilidad de la cual vamos a inquirir justamente ahora—, ha de hacerlo necesariamente a priori.

[La fórmula del fin en sí mismo] >>

La voluntad es pensada como una facultad de determinarse uno a sí mismo a obrar conforme a la representación de ciertas leyes. Semejante facultad sólo en los seres racionales puede hallarse. Ahora bien, fin es lo que

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le sirve a la voluntad de fundamento objetivo[36] de su autodeterminación, y el tal fin, cuando es puesto por la mera razón, debe valer igualmente para todos los seres racionales. En cambio, lo que constituye el fundamento de la posibilidad de la acción, cuyo efecto es el fin se llama medio.[37] El fundamento subjetivo del deseo es el resorte; el fundamento objetivo del querer es el motivo. Por eso se hace distinción entre los fines subjetivos, que descansan en resortes, y los fines objetivos, que van a parar a motivos y que valen para todo ser racional. Los principios prácticos son formales cuando hacen abstracción de todos los fines subjetivos; son materiales cuando consideran los fines subjetivos y, por tanto, ciertos resortes.[38] Los fines que, como efectos de s

u acción, se propone a su capricho un ser racional (fines materiales) son todos ellos simplemente relativos; pues sólo su relación con una facultad de desear del sujeto, especialmente constituida, les dan el valor, el cual, por tanto, no puede proporcionar ningún principio universal válido y necesario para todo ser racional, ni tampoco para todo querer,[39] esto es, leyes prácticas. Por eso todos esos fines relativos no fundan más que imperativos hipotéticos.

Pero suponiendo que haya algo cuya existencia en sí misma posea un valor absoluto, algo que, como fin en sí mismo, pueda ser fundamento de determinadas leyes, entonces en ello y sólo en ello estaría el fundamento de un posible imperativo categórico, es decir, de la ley práctica.

Ahora yo digo: el hombre, y en general todo ser racional existe como fin en sí mismo, no sólo como medio para usos cualesquiera de esta o aquella voluntad; debe en todas sus acciones, no sólo las dirigidas a sí mismo, sino las dirigidas a los demás seres racionales, ser considerado siempre al mismo tiempo como fin. Todos los

 objetos de las inclinaciones tienen sólo un valor condicionado; pues si no hubiera inclinaciones y necesidades fundadas sobre las inclinaciones, su objeto carecería de valor.[40] Pero las inclinaciones mismas, como fuentes de las necesidades, están tan lejos de tener un valor absoluto para desearlas, que más bien debe ser el deseo general de todo ser racional el librarse enteramente de ellas.[41] Así pues, el valor de todos los objetos que podemos obtener por medio de nuestras acciones es siempre condicionado. Los seres cuya existencia no descansa en nuestra voluntad, sino en la naturaleza, tienen, empero, si son seres irracionales, un valor meramente relativo, como medios, y por eso se llaman cosas; en cambio, los seres racionales llámanse personas porque su naturaleza los distingue ya como fines en sí mismos, esto es, como algo que no puede ser usado meramente como medio, y, por tanto, limita en ese sentido todo capricho (y es un objeto del respeto). Éstos no son, pues, meros fines subjetivos, cuya existencia, como efecto de nuestra acción, tiene un valor para nosotros, sino que son fines objetivos, esto es, cosas cuya existencia es en sí misma un fin, y un fin tal, que

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en su lugar no puede ponerse ningún otro fin para el cual debieran ellas servir de meros medios, porque sin esto no hubiera posibilidad de hallar en parte alguna nada con valor absoluto; mas si todo valor fuere condicionado y, por tanto, contingente, no podría encontrarse para la razón ningún principio práctico supremo.

Si, pues, ha de haber un principio práctico supremo y un imperativo categórico[42] con respecto a la voluntad humana, habrá de ser tal, que por la representación de lo que es fin para todos necesariamente, porque es fin en sí mismo, constituya un principio objetivo de la voluntad y, por tanto, pueda servir de ley práctica universal. El fundamento de este principio es: la naturaleza racional existe como fin en sí mismo. Así se representa necesariamente el hombre su propia existencia, y en ese respecto es ella un principio subjetivo de las acciones humanas. Así se representa, empero, también todo ser racional su existencia, a consecuencia del mismo fundamento racional, que para mí vale[*]; es, pues, al mismo tiempo un principio objetivo, del cual, como fundamento práctico supremo, han de poder derivarse todas las leyes de la voluntad. El imperativo práctico será, pues, como sigue: obra de tal modo que uses la humanidad,[43] tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre[44] como un fin al mismo tiempo y nunca simplemente como un medio. Vamos a ver si esto puede llevarse a cabo.

[Ilustraciones] >>

Permaneciendo en los anteriores ejemplos, tendremos:

Primero. Según el concepto del deber necesario para consigo mismo,

habrá de preguntarse quien ande pensando en el suicidio, si su acción puede compadecerse con la idea de la humanidad como fin en sí. Si, para escapar a una situación dolorosa, se destruye él a sí mismo, hace uso de una persona como mero medio para conservar una situación tolerable hasta el fin de la vida. Mas el hombre no es una cosa; no es, pues, algo que pueda usarse como simple medio; debe ser considerado, en todas las acciones, como fin en sí. No puedo, pues, disponer del hombre, en mi persona, para mutilarle, estropearle, matarle. (Prescindo aquí de una determinación más precisa de este principio, para evitar toda mala inteligencia; por ejemplo, la amputación de los miembros, para conservarme, o el peligro a que expongo mi vida, para conservarla, etc. Todo esto pertenece propiamente a la moral.)

Segundo. Por lo que se refiere al deber necesario para con los demás, el que está meditando en hacer una promesa falsa comprenderá al punto que quiere usar de otro hombre como de un simple medio, sin que éste contenga al

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mismo tiempo el fin en sí. Pues el que yo quiero aprovechar para mis propósitos por esa promesa no puede convenir en el modo que tengo de tratarle y ser el fin de esa acción. Clarísimamente salta a la vista la contradicción, contra el principio de los otros hombres, cuando se eligen ejemplos de ataques a la libertad y propiedad de los demás. Pues se ve al punto que el que lesiona los derechos de los hombres está decidido a usar la persona ajena como simple medio, sin tener en consideración que los demás, como seres racionales que son, deben ser estimados siempre al mismo tiempo como fines, es decir, sólo como tales seres que deben contener en sí el fin de la misma acción.[*]

Tercero. Con respecto al deber contingente (meritorio) para consigo mismo, no basta que la acción no contradiga a la humanidad en nuestra persona, como fin en sí mismo; tiene que concordar con ella. Ahora bien; en la humanidad hay disposiciones para mayor perfección, que pertenecen al fin de la naturaleza en lo que se refiere a la humanidad en nuestro sujeto;[45] descuidar esas disposiciones puede muy bien compadecerse con el mantenimiento de la humanidad como fin en sí, pero no con el fomento de tal fin.

Cuarto. Con respecto al deber meritorio para con los demás, es el fin natur

al, que todos los hombres tienen, su propia felicidad. Ciertamente, podría mantenerse la humanidad, aunque nadie contribuyera a la felicidad de los demás, guardándose bien de sustraerle nada; mas es una concordancia meramente negativa y no positiva, con la humanidad como fin en sí, el que cada cual no se esfuerce, en lo que pueda, por fomentar los fines ajenos. Pues siendo el sujeto fin en sí mismo, los fines de éste deben ser también, en lo posible, mis fines, si aquella representación ha de tener en mí todo su efecto.

[La fórmula de la autonomía] >>

Este principio de la humanidad y de toda naturaleza racional en general como fin en sí mismo, principio que es la condición suprema limitativa de la libertad de las acciones de todo hombre, no se deriva de la experiencia: primero, por su universalidad, puesto que se extiende a todos los seres racionales y no hay experiencia que alcance a determinar tanto; segundo, porque en él la humanidad es representada, no como fin del hombre — subjetivo—, esto es, como objeto que nos propongamos en realidad por fin espontáneamente, sino como fin objetivo, que, sean cualesquiera los fines que tengamos, constituye como ley la condición suprema limitativa de todos los fines subjetivos y, por tanto, debe originarse de la razón pura. En efecto; el fundamento de toda legislación práctica hállase objetivamente en la regla y en

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la forma de la universalidad, que la capacita para ser una ley (siempre una ley natural), según el primer principio; hállase, empero, subjetivamente en el fin. Mas el sujeto de todos los fines es todo ser racional, como fin en sí mismo, según el segundo principio; de donde sigue el tercer principio práctico de la voluntad, como condición suprema de la concordancia de la misma con la razón práctica universal, la idea de la voluntad de todo ser racional como una voluntad universalmente legisladora.

Según este principio, son rechazadas todas las máximas que no puedan compadecerse con la propia legislación universal de la voluntad. La voluntad, de esta suerte, no está sometida exclusivamente a la ley, sino que lo está de manera que puede ser considerada como legislándose a sí propia, y por eso mismo, y sólo por eso, sometida a la ley (de la que ella misma puede considerarse autora).

[La exclusión del interés] >>

Los imperativos, según el modo anterior de representarlos, a saber: la legalidad de las acciones semejante a un orden natural, o la preferencia universal del fin en pro de los seres racionales en sí mismos, excluía, sin duda, de su autoridad ordenativa toda mezcla de algún interés como resorte, justamente porque eran representados como categóricos. Pero fueron solamente admitidos como imperativos categóricos, pues había que admitirlos así si se quería explicar el concepto de deber. Mas no podía demostrarse por sí que hubiere proposiciones prácticas que mandasen categóricamente, como tampoco puede demostrarse ahora en este capítulo. Pero una cosa hubiera podido suceder, y es que la ausencia de todo interés[46] en el querer por deber, como característica específica que distingue el imperativo categórico del hipotético, fuese indicada en el imperativo mismo por medio de alguna determinación contenida en él, y esto justamente es lo que ocurre en la tercera fórmula del principio que ahora damos; esto es, en la idea de la voluntad de todo ser racional como voluntad legisladora universal.[47]

Pues si pensamos tal voluntad veremos que una voluntad subordinada a leyes puede, sin duda, estar enlazada con esa ley por algún interés; pero una voluntad que es ella misma legisladora suprema no puede, en cuanto que lo es, depender de interés alguno; pues tal voluntad dependiente necesitaría ella misma de otra ley que limitase el interés de su egoísmo a la condición de valer por ley universal.

Así, pues, el principio de toda voluntad humana como una voluntad legisladora por medio de todas sus máximas universalmente[*] si, en efecto, es exacto, sería muy apto para imperativo categórico, porque, en atención a la

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idea de una legislación universal, no se funda en int

erés alguno y es, de todos los imperativos posibles, el único que puede ser incondicionado, o aún mejor, invirtiendo la oración: si hay un imperativo categórico (esto es, una ley para toda voluntad de un ser racional), sólo podrá mandar que se haga todo por la máxima de una voluntad tal que pueda tenerse a sí misma al mismo tiempo como universalmente legisladora respecto del objeto; pues sólo entonces es incondicionado el principio práctico y el imperativo a que obedece, porque no puede tener ningún interés como fundamento.

Y no es de admirar, si consideramos todos los esfuerzos emprendidos hasta ahora para descubrir el principio de la moralidad, que todos hayan fallado necesariamente. Veíase al hombre atado por su deber a leyes: mas nadie cayó en pensar que estaba sujeto a su propia legislación, si bien ésta es universal, y que estaba obligado solamente a obrar de conformidad con su propia voluntad legisladora,[48] si bien ésta, según el fin natural, legisla universalmente. Pues cuando se pensaba al hombre sometido solamente a una ley (sea la que fuere), era preciso que esta ley llevase consigo algún interés, atracción o coacción, porque no surgía como ley de su propia voluntad, sino que esta voluntad era forzada, conforme a la ley, por alguna otra cosa a obrar de cierto modo. Pero esta consecuencia necesaria arruinaba irrevocablemente todo esfuerzo encaminado a descubrir un fundamento supremo del deber. Pues nunca se obtenía deber, sino necesidad de la acción por cierto interés, ya fuera este interés propio o ajeno. Pero entonces el imperativo había de ser siempre condicionado y no podía servir para el mandato moral. Llamaré a este principio el de la autonomía de la voluntad, en oposición a cualquier otro que, por lo mismo, calificaré de heteronomía.

[La fórmula del reino de los fines] >>

El concepto de todo ser racional, que debe considerarse, por las máximas todas de su voluntad, como universalmente legislador, para juzgarse a sí mismo y a sus acciones desde ese punto de vista, conduce a un concepto relacionado con él y muy fructífero, el concepto de un reino de los fines.

Por reino entiendo el enlace sistemático de distintos seres racionales por leyes comunes. Mas como las leyes determinan los fines, según su validez universal, resultará que, si prescindimos de las diferencias personales de los seres racionales y asimismo de todo contenido de sus fines privados, podrá pensarse un todo de todos los fines (tanto de los seres racionales como fines en sí, como también de los propios fines[49] que cada cual puede proponerse) en enlace sistemático; es decir, un reino de los fines, que es posible según los ya citados principios.

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Pues todos los seres racionales están sujetos a la ley de que cada uno de ellos debe tratarse a sí mismo y tratar a todos los demás, nunca como simple medio, sino siempre al mismo tiempo como fin en sí mismo. Mas de

 aquí nace un enlace sistemático de los seres racionales por leyes objetivas comunes; esto es, un reino que, como esas leyes se proponen referir esos seres unos a otros como fines y medios, puede llamarse muy bien un reino de los fines (desde luego que sólo un ideal).

Un ser racional pertenece al reino de los fines como miembro de él, cuando figura en él como legislador universal, pero también como sujeto a esas leyes. Pertenece al reino como jefe, cuando como legislador no está sometido a ninguna voluntad de otro.[50]

El ser racional debe considerarse siempre como legislador en un reino de fines

 posible por libertad de la voluntad la sea como miembro, ya como jefe. Mas no puede ocupar este último puesto por sólo la máxima de su voluntad, sino nada más que cuando sea un ser totalmente independiente, sin exigencia ni limitación de una facultad adecuada a la voluntad.

La moralidad consiste, pues, en la relación de toda acción con la legislación, por la cual es posible un reino de los fines. Mas esa legislación debe hallarse en todo ser racional y poder originarse de su voluntad, cuyo principio es, pues, no hacer ninguna acción por otra máxima que ésta, a saber: que pueda ser la tal máxima una ley universal y, por tanto, que la voluntad, por su máxima, pueda considerarse a sí misma al mismo tiempo como universalmente legisladora. Si las máximas no son por su propia naturaleza necesariamente acordes con ese principio objetivo de los seres racionales universalmente legisladores, entonces la necesidad de la acción, según ese principio, llámase constricción práctica, esto es, deber El deber no se refiere al jefe en el reino de los fines; pero sí a todo miembro y a todos en igual medida.

La necesidad práctica de obrar según ese principio, es decir, el deber, no descansa en sentimientos, impulsos e inclinaciones, sino sólo en la relación de los seres racionales entre sí, en la cual la voluntad de un ser racional debe considerarse siempre al mismo tiempo como legisladora, pues en otro caso no podría pensarse como fin en sí mismo. La razón refiere, pues, toda máxima de la voluntad como universalmente legisladora a cualquier otra voluntad y también a cualquier acción para consigo misma, y esto no por virtud de ningún otro motivo práctico o en vista de algún provecho futuro, sino por la idea de la dignidad de un ser racional que no obedece a ninguna otra ley que aquella que él se da a sí mismo.

[La dignidad de la virtud] >>

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En el reino de los fines todo tiene o un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad.

Lo que se refiere a las inclinaciones y necesidades del hombre tiene un preci

o comercial; lo que, sin suponer una necesidad, se conforma a cierto gusto, es decir, a una satisfacción producida por el simple juego, sin fin alguno, de nuestras facultades,[51] tiene un precio de afecto; pero aquello que constituye la condición para que algo sea fin en sí mismo, eso no tiene meramente valor relativo o precio, sino un valor interno, esto es, dignidad.

La moralidad es la condición bajo la cual un ser racional puede ser fin en sí mismo; porque sólo por ella es posible ser miembro legislador en el reino de los fines. Así, pues, la moralidad y la humanidad, en cuanto que ésta es capaz de moralidad, es lo único que posee dignidad. La habilidad y el afán en el trabajo tienen un precio comercial; la gracia, la imaginación viva, el ingenio, tienen un precio de afecto; en cambio, la fidelidad en las promesas, la benevolencia por principio (no por instinto), tienen un valor interior. La naturaleza, como el arte, no encierra nada que pueda sustituirlas[52], caso de faltar, pues su valor no consiste en los efectos que de ellas brotan, ni en el provecho y utilidad que proporcionan, sino en los sentimientos morales, esto es, en las máximas de la voluntad, que están prontas a manifestarse de esa suerte en acciones, aun cuando el éxito no las favorezca. Esas acciones no necesitan que las recomiende ninguna disposición o gusto subjetivo para considerarlas con inmediato favor y satisfacción; no necesitan de ninguna tendencia o sentimiento inmediato; presentan la voluntad, que los realiza, como objeto de un respeto inmediato, que no hace falta sino razón, para atribuir a la voluntad, sin que ésta haya de obtenerlo por halagos, lo cual fuera, en los deberes, una contradicción. Esta apreciación da, pues, a conocer el valor de dignidad que tiene tal modo de pensar y lo aleja infinitamente de todo precio, con el cual no puede ponerse en parangón ni comparación sin, por decirlo así, menoscabar la santidad del mismo.

Y ¿qué es lo que justifica tan altas pretensiones de los sentimientos morales buenos o de la virtud? Nada menos que la participación que da al ser racional en la legislación universal, haciéndole por ello apto para ser miembro de un reino posible de los fines, al cual, por su propia naturaleza, estaba ya destinado, como fin en sí mismo y, por tanto, como legislador en el reino de los fines, como libre respecto de todas las leyes naturales y obedeciendo sólo a aquéllas que él mismo da y por las cuales sus máximas pueden pertenecer a una legislación universal (a la que él mismo se somete al mismo tiempo). Pues nada tiene otro valor que el que la ley le determina. Pero la legislación misma, que determina todo valor, debe por eso justamente tener

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una dignidad, es decir, un valor incondicionado, incomparable, para el cual sólo la palabra respeto da la expresión conveniente de la estimación que un ser racional debe tributarle. La autonomía es, pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional.

[Revisión de las fórmulas] >>

Las tres citadas maneras de representar el principio de la moralidad son, en el fondo, otras tantas fórmulas de una y la misma ley, cada una de las cuales contiene en sí a las otras dos. Sin embargo, hay en ellas una diferencia que, sin duda, es más subjetiva que objetivamente práctica, pues se trata de acercar una idea de la razón a la intuición (según cierta analogía) y por ello al sentimiento. Todas las máximas tienen efectivamente:

1.º Una forma, que consiste en la universalidad, y en este sentido se expresa la fórmula del imperativo moral, diciendo: que las máximas tienen que ser elegidas como si debieran valer de leyes universales naturales.

2.º Una materia, esto es, un fin, y entonces dice la fórmula: que el ser racional debe servir como fin por su naturaleza y, por tanto, como fin en sí mismo; que en toda máxima debe servir de condición limitativa de todos los fines meramente relativos y caprichosos.

3.º Una determinación integral[53] de todas las máximas por medio de aquella fórmula, a saber: que todas las máximas, por propia legislación, deben concordar en un reino posible de los I mes, como un reino de la naturaleza.[*]

La marcha sigue aquí, como por las categorías, de la unidad de la forma de la

 voluntad —universalidad de la misma—, de la pluralidad de la materia —los objetos, esto es, los fines— y de la totalidad del sistema.[54] Pero es lo mejor, en el juicio moral, proceder siempre por el método más estricto y basarse en la fórmula universal del imperativo categórico: obra según la máxima que pueda hacerse a sí misma al propio tiempo ley universal. Pero si se quiere dar a la ley moral acceso, resulta Utilísimo conducir una y la misma acción por los tres citados conceptos y acercarla así a la intuición,[55] en cuanto ello sea posible.

[Revisión del entero argumento] >>

Podemos ahora terminar por donde mismo hemos principiado, a saber: por el concepto de una voluntad absolutamente buena. La voluntad es absolutamente buena cuando no puede ser mala y, por tanto, cuando su máxima, al ser transformada en ley universal, no puede nunca contradecirse.

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Este principio es, pues, también su ley suprema: obra siempre por tal máxima

, que puedas querer al mismo tiempo que su universalidad sea ley; ésta es la única condición bajo la cual una voluntad no puede estar nunca en contradicción consigo misma, y este imperativo es categórico. Como la validez de la voluntad, como ley universal par

a acciones posibles, tiene analogía con el enlace universal de la existencia de las cosas según leyes universales, que es en general lo formal de la naturaleza,[56] resulta que el imperativo categórico puede expresarse así: obra según máximas que puedan al mismo tiempo tenerse por objeto[57] a sí mismas, como leyes naturales universales. Así está constituida la fórmula de una voluntad absolutamente buena.

La naturaleza racional sepárase de las demás porque se pone a sí misma un fin. Éste sería la materia de toda buena voluntad. Pero como en la idea de una voluntad absolutamente buena, sin condición limitativa —de alcanzar este o aquel fin—, hay que hacer abstracción enteramente de todo fin a realizar — como aqu

el que a cada voluntad la haría sólo relativamente buena—, resulta que el fin deberá pensarse aquí, no como un fin a realizar, sino como un fin independiente y, por tanto, de modo negativo,[58] esto es, contra el cual no debe obrarse nunca, y que no debe, por consiguiente, apreciarse nunca como mero medio, sino siempre al mismo tiempo como fin en todo querer. Y éste no puede ser otro que el sujeto de todos los fines posibles, porque éste es al mismo tiempo el sujeto de una posible voluntad absolutamente buena; pues ésta no puede, sin contradicción, posponerse a ningún otro objeto. El principio: «obra con respecto a todo ser racional —a ti mismo y a los demás — de tal modo que en tu máxima valga al mismo tiempo como fin en sí», es, por tanto, en el fondo, idéntico al principio: «obra según una máxima que contenga en sí al mismo tiempo su validez universal para todo ser racional». Pues si en el uso de los medios para lodo fin debo yo limitar mi máxima a la condición de su validez universal como ley para todo sujeto, esto equivale a que el sujeto de los fines, esto es, el ser racional mismo, no deba nunca ponerse por fundamento de las acciones como simple medio, sino como suprema condición limitativa en el uso de todos los medios, esto es, siempre al mismo tiempo como fin.

Ahora bien, de aquí se sigue, sin disputa, que todo ser racional, como fin en sí mismo, debe poderse considerar, con respecto a todas las leyes a que pueda estar sometido, al mismo tiempo como legislador universal; porque justamente esa aptitud de sus máximas para la legislación universal lo distingue como fin en sí mismo, e igualmente su dignidad —prerrogativa— sobre todos los simples seres naturales lleva consigo el tomar sus máximas siempre desde el punto de vista de él mismo y al mismo tiempo de todos los demás seres racionales, como legisladores —los cuales por ello se llaman

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personas—. Y de esta suerte es posible un mundo de seres racionales —mundus intelligibilis— como reino de los fines por la propia legislación de todas las personas, como miembro de él. Por consiguiente, todo ser racional debe obrar como si fuera por sus máximas siempre un miembro legislador en el reino universal de los fines. El principio formal de esas máximas es: «obra como si tu máxima debiera servir al mismo tiempo de ley universal de todos los seres racionales». Un reino de los fines sólo es posible, pues, por analogía

 con un reino de la naturaleza: aquél, según máximas, esto es, según leyes de

 causas eficientes exteriormente forzadas. No obstante, al conjunto de la naturaleza, aunque ya es considerado como máquina, se la da el nombre de reino de la naturaleza, en cuanto que tiene referencia a los seres racionales como fines suyos.[59] Tal reino de los fines sería realmente realizado por máximas, cuya regla prescribe el imperativo categórico a todos los seres racionales, si éstos universalmente siguieran esas máximas. Pero aunque el ser racional no puede contar con que, porque él mismo siguiera puntualmente esa máxima, por eso todos los demás habrían de

 ser fieles a la misma; aunque el ser racional no puede contar con que el reino de la naturaleza y la ordenación finalista del mismo con respecto a él, como miembro apto, habrá de coincidir con un posible reino de los fines, realizado por él, esto es, habrá de colmar su esperanza de felicidad;[60] sin embargo, aquella ley: «obra por máximas de un miembro legislador universal en un posible reino de los fines», conserva toda su fuerza, porque manda categóricamente. Y aquí justamente está la paradoja: que solamente la dignidad del hombre, como naturaleza racional, sin considerar ningún otro fin o provecho a conseguir por ella, esto es, sólo el respeto por una mera idea, debe servir, sin embargo, de imprescindible precepto de la voluntad, y precisamente en esta independencia, que desliga la máxima de todos los resortes semejantes, consiste su sublimidad y hace a todo sujeto racional digno de ser miembro legislador en el reino de los fines, pues de otro modo tendría que representarse solamente como sometido a la ley natural de sus necesidades. Aun cuando el reino de la naturaleza y el reino de los fines fuesen pensados como reunidos bajo un solo jefe y, de esta suerte, el último no fuere ya mera idea, sino que recibiese realidad verdadera, ello, sin duda, proporcionaría al primero el refuerzo de un poderoso resorte y motor, pero nunca aumentaría su valor interno; pues independientemente de ello debería ese mismo legislador único y absoluto ser representado siempre según él juzgase el valor de los seres racionales sólo por su conducta desinteresada, que les prescribe solamente aquella idea. La esencia de las cosas no se altera por sus relaciones externas, y lo que, sin pensar en estas últimas, constituye el valor absoluto del hombre, ha de ser lo que sirva para juzgarle, sea por quien fuere, aun por el supremo ser. La moralidad es, pues, la relación de las acciones con la autonomía de la

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voluntad, esto es, con la posible legislación universal, por medio de las máximas de la misma. La acción que pueda compadecerse con la autonomía de la voluntad es permitida; la que no concuerde con ella es prohibida. La voluntad cuyas máximas concuerden necesariamente con las leyes de la autonomía es una voluntad santa, absolutamente buena. La dependencia en que una voluntad no absolutamente buena se halla respecto del principio de la autonomía —la constricción moral— es obligación. Ésta no puede, por tanto, referirse a un ser santo. La necesidad objetiva de una acción por obligación llámase deber.

Por lo que antecede resulta ya fácil explicarse cómo sucede que, aun cuando bajo el concepto de deber pensamos una sumisión a la ley, sin embargo, nos representamos cierta sublimidad y dignidad en aquella persona que cumple todos sus deberes. Pues no hay en ella, sin duda, sublimidad alguna en cuanto que está sometida a la ley moral; pero sí la hay en cuanto que es ella al mismo tiempo legisladora y sólo por esto está sometida a la ley. También hemo

s mostrado más arriba[61] cómo ni el miedo ni la inclinación, sino solamente el respeto a la ley es el resorte que puede dar a la acción un valor moral. Nuestra propia voluntad, en cuanto que obrase sólo bajo la condición de una legislación universal posible por sus máximas, esa voluntad posible para nosotros en la idea, es el objeto propio del respeto, y la dignidad de la humanidad consiste precisamente en esa capacidad de ser legislador universal, aun cuando con la condición de estar al mismo tiempo sometido justamente a esa legislación.

AUTONOMÍA DE LA VOLUNTAD >>

como el principio supremo de la moralidad

La autonomía de la voluntad es la constitución de la voluntad, por la cual es ella para sí misma una ley —con independencia de la manera en que estén constituidos los objetos del querer—. El principio de la autonomía es, pues, no elegir de otro modo sino de éste: que las máximas de la elección, en el querer mismo, sean al mismo tiempo incluidas como ley universal. Que esta regla práctica es un imperativo, es decir, que la voluntad de todo ser racional está atada a ella necesariamente como condición, es cosa que por mero análisis de los conceptos presentes en esta afirmación no puede demostrarse, porque es una proposición sintética;[62] habría que salir del conocimiento de los objetos y pasar a una crítica del sujeto, es decir, de la razón pura práctica; pues esa proposición sintética, que manda apodícticamente, debe poderse conocer enteramente a priori. Mas este asunto no pertenece al capítulo presente. Pero, por medio de un simple análisis de los conceptos de la

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moralidad, sí puede muy bien mostrarse que el citado principio de la autonomía

 es el único principio de la moral. Pues de esa manera se halla que su principio debe ser un imperativo categórico, el cual, empero, no manda ni más ni menos que ésa autonomía justamente.

HETERONOMÍA DE LA VOLUNTAD >>

como el origen de todos los principios ilegítimos de la moralidad

Cuando la voluntad busca la ley, que debe determinarla, en algún otro punto que no en la aptitud de sus máximas para su propia legislación universal y, por tanto,

 cuando sale de sí misma a buscar esa ley en la constitución de alguno de sus objetos, entonces prodúcese siempre heteronomía. No es entonces la voluntad la que se da a sí misma la ley, sino el objeto, por su relación con la voluntad, es el que le da a ésta la ley. Esta relación, ya descanse en la inclinación, ya en representaciones de la razón, no hace posibles más que imperativos hipotéticos: «debo hacer algo porque quiero alguna otra cosa». En cambio, el imperativo moral y, por tanto, categórico, dice: «debo obrar de éste o del otro modo, aun cuando no quisiera otra cosa». Por ejemplo, aquél dice: «no debo mentir, si quiero conservar la honra». Éste, empero, dice: «No debo mentir, aunque el mentir no me acarree la menor vergüenza». Este último, pues, debe hacer abstracción de todo objeto, hasta el punto de que este objeto no tenga sobre la voluntad el menor influjo,[63] para que la razón práctica (voluntad) no sea una mera administradora de ajeno interés, sino que demuestre su propia autoridad imperativa como legislación suprema. Deberé,[64] pues, por ejemplo, intentar fomentar la felicidad ajena, no porque me importe algo su existencia —ya sea por inmediata inclinación o por alguna satisfacción obtenida indirectamente por la razón—, sino solamente porque la máxima que la excluyese no podría comprenderse en uno y el mismo querer como ley universal.

CLASIFICACIÓN >>

de todos los principios posibles de la moralidad basados en el supuesto de la heteronomía como concepto fundamental

La razón humana, en éste como en todos sus usos puros, cuando le falta la crítica, ha intentado primero todos los posibles caminos ilícitos, antes de conseguir encontrar el único verdadero.

Todos los principios que pueden adoptarse desde este punto de vista son, o empíricos, o racionales. Los primeros, derivados del principio de la felicidad,

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se asientan en el sentimiento físico o en el sentimiento moral; los segundos, derivados del principio de la perfección, se asientan, o en el concepto racional de la misma, como efecto posible, o en el concepto de una perfección independiente —la voluntad de Dios— como causa determinante de nuestra voluntad.

[Principios empíricos de heteronomía] >>

Los principios empíricos no sirven nunca para fundamento de leyes morales. Pues la universalidad con que deben valer para todos los seres racionales sin distinción, la necesidad práctica incondicionada que por ello les es atribuida, desaparece cuando el fundamento de ella se deriva de la peculiar constitución de la naturaleza humana o de las circunstancias contingentes en que se coloca. Sin embargo, el principio de la propia felicidad es el más rechazable, no sólo porque es falso y porque la experiencia contradice el supuesto de que el bienestar se rige siempre por el buen obrar; no sólo tampoco porque en nada contribuye a fundamentar la moralidad, ya que es muy distinto hacer un hombre feliz que un hombre bueno, y uno entregado prudentemente a la busca de su provecho que uno dedicado a la práctica de la virtud, sino porque reduce la moralidad a resortes que más bien la derriban y aniquilan su elevación, juntando en una misma clase los

 motores que impulsan a la virtud con los que impulsan al vicio, enseñando solamente a hacer bien los cálculos, borrando, en suma, por completo la diferencia específica entre virtud y vicio. En cambio, el sentimiento moral, ese supuesto sentido especial[*]—aunque es harto superficial la apelación a este sentido, con la creencia de que quienes no puedan pensar habrán de dirigirse bien por medio del sentir, en aquello que se refiere a meras leyes universales, y aunque los sentimientos, que por naturaleza son infinitamente distintos unos de otros en el grado, no dan una pauta igual del bien y del mal, y no puede uno por su propio sentimiento juzgar válidamente a los demás—, sin embargo, está más cerca de la moralidad y su dignidad, porque tributa a la virtud el honor de atribuirle inmediatamente la satisfacción y el aprecio y no le dice en la cara que no es su belleza, sino el provecho, el que nos ata a ella.

[Principios racionales de heteronomía] >>

Entre los principios racionales de la moralidad hay que preferir el concepto ontológico de la perfección.[65] Por vacuo, indeterminado y, en consecuencia, inutilizable que sea para encontrar, en el inmensurable campo

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de la realidad posible, la mayor suma útil para nosotros, y aunque al distinguir específicamente de cualquier otra la realidad de que se trata aquí tenga una inclinación inevitable a dar vueltas en círculo y no pueda por menos de suponer tácitamente la moralidad que debe explicar, sin embargo, el concepto ontológico de la perfección es mejor que el concepto teológico, que deriva la moralidad de una voluntad divina perfectísima; no sólo porque no podemos intuir la perfección divina, y sólo podemos deducirla de nuestros conceptos, entre los cuales el principal es el de la moralidad, sino porque si no hacemos esto —y hacerlo sería cometer un círculo grosero en la explicación— no nos queda más concepto de la voluntad divina[66] que el que se deriva de las propiedades de la ambición y el afán de dominio, unidas a las terribles representaciones de la fuerza y la venganza, las cuales habrían de formar el fundamento de un sistema de las costumbres, directamente opuesto a la moralidad.

Pero si yo tuviera que elegir entre el concepto de sentido moral y el de la perfección en general[67] —ninguno de los dos lesiona, al menos, la moralidad, aun cuando no son aptos tampoco para servirle de fundamento—, me decidiría en favor del último, porque éste, al menos, alejando de la sensibilidad y trasladando al tribunal de la razón pura la decisión de la cuestión, aun cuando nada decide éste tampoco, conserva, sin embargo, sin falsearla la idea indeterminada —de una voluntad buena en sí— para más exacta y precisa determinación.

[El fracaso de la heteronomía] >>

Creo, además, que puedo dispensarme de una minuciosa refutación de todos estos sistemas. Es algo tan fácil, y la ven, probablemente, tan bien los mismos que, por su oficio, están obligados a pronunciarse en favor de alguna de esas teorías

 —pues los oyentes no toleran con facilidad la suspensión del juicio—, que sería trabajo superfluo el hacer tal refutación. Pero lo que más nos interesa aquí es saber que estos principios no establecen más que heteronomía de la voluntad como fundamento primero de la moralidad, y precisamente por eso han de fallar necesariamente su fin.

Dondequiera que un objeto de la voluntad se pone por fundamento para prescribir 

a la voluntad la regla que la determina, es esta regla heteronomía; el imperativo está condicionado, a saber: si o porque se quiere este objeto, hay que obrar de tal o cual modo; por tanto, no puede nunca mandar moralmente, es decir, categóricamente. Ya sea que el objeto determine la voluntad por medio de la inclinación, como sucede en el principio de la propia felicidad, ya sea que la determine por la razón dirigida a los objetos de nuestra voluntad

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posible en general, en el principio de la perfección, resulta que la voluntad no se determina nunca a sí misma inmediatamente por la representación de la acción, sino sólo por los motores que actúan sobre la voluntad en vista del efecto previsto de la acción: debo hacer algo, porque quiero alguna otra cosa y aquí hay que poner de fundamento en mi sujeto otra ley, según la cual necesariamente quiero esa

 otra cosa, y esa ley, a su vez, necesita un imperativo que limite esa máxima.[68] Pues como el impulso que ha de ejercer sobre la voluntad del sujeto la representación de un objeto, posible por nuestras fuerzas, según la constitución natural del sujeto, pertenece a la naturaleza de éste, ya sea de la sensibilidad —inclinación o gusto— o del entendimiento y la razón, las cuales se ejercitan con satisfacción en un objeto, según la peculiar disposición de su naturaleza, resulta que quien propiamente daría la ley sería la naturaleza, y esa ley, como tal, no solamente tiene que ser conocida y demostrada por la experiencia y, por tanto, en sí misma contingente e impropia por ello para regla práctica apodíctica, como debe serlo la ley moral, sino que es siempre mera heteronomía de la voluntad; la voluntad no se da a sí misma la ley, sino que es un impulso extraño el que le da la ley por medio de una naturaleza del sujeto, acorde con la receptividad del mismo.

[La posición del argumento] >>

La voluntad absolutamente buena, cuyo principio tiene que ser un imperativo

 categórico, quedará, pues, indeterminada respecto de todos los objetos y contendrá sólo la forma del querer en general, como autonomía; esto es, la aptitud de la máxima de toda buena voluntad para hacerse a sí misma ley universal es la única ley que se impone a sí misma la voluntad de todo ser racional, sin que intervenga como fundamento ningún impulso e interés.

¿Cómo es posible y por qué es necesaria semejante proposición práctica sintétic

a «a priori»? Es éste un problema cuya solución no cabe en los límites de la metafísica de las costumbres. Tampoco hemos afirmado aquí su verdad, y mucho menos presumido de tener en nuestro poder una demostración. Nos hemos limitado a exponer, por el desarrollo del concepto de moralidad, una vez puesto en marcha, en general, que una autonomía de la voluntad inevitablemente va inclusa en él o, más bien, le sirve de base. Así, pues, quien tenga a la moralidad por algo y no por una idea quimérica desprovista de verdad, habrá de admitir también el citado principio de la misma. Este capítulo ha sido, pues, como el primero, netamente analítico. Mas para que la moralidad no sea un fantasma vano —cosa que se deducirá de suyo si el

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imperativo categórico y con él la autonomía de la voluntad son verdaderos

 y absolutamente necesarios como principios a priori—, hace falta un uso sintético posible de la razón pura práctica,[69] cosa que no podemos arriesgar sin que le preceda una crítica de esa facultad. En el último capítulo expondremos los rasgos principales de ella, que son suficientes para nuestro propósito.

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Capítulo III

Último paso de la metafísica de las costumbres a la crítica de la razón pura práctica

EL CONCEPTO DE LIBERTAD ES LA CLAVE PARA EXPLICAR LA AUTONOMÍA DE LA

VOLUNTAD

[Libertad y autonomía] >>

Voluntad es una especie de causalidad de los seres vivos, en cuanto que son racionales, y libertad sería la propiedad de esta causalidad, por la cual puede ser eficiente independientemente de extrañas causas que la determinen; así como necesidad natural es la propiedad de la causalidad de todos los seres irracionales de ser determinados a la actividad por el influjo de causas extrañas.

La citada definición de la libertad es negativa y, por lo tanto, infructuosa para conocer su esencia. Pero de ella se deriva un concepto positivo de la mis

ma que es tanto más rico y fructífero. El concepto de una causalidad lle

va consigo el concepto de leyes según las cuales, por medio de algo que llamamos causa, ha de ser puesto algo, a saber: la consecuencia. De donde resulta que la libertad, aunque no es una propiedad de la voluntad, según leyes naturales, no por eso carece de ley, sino que ha de ser más bien una causalidad, según leyes inmutables, si bien de particular especie; de otro modo

 una voluntad libre sería un absurdo. La necesidad natural era una heteronomía de las causas eficientes; pues todo efecto no era posible sino según la ley de que alguna otra cosa determine a la causalidad la causa eficiente. ¿Qué puede ser, pues, la libertad de la voluntad sino autonomía, esto es propiedad de la voluntad de ser una ley para sí misma? Pero la proposición: «la voluntad es, en todas las acciones, una ley de sí misma», caracteriza tan sólo el principio de no obrar según ninguna otra máxima que la que pueda ser objeto de sí misma,[1] como ley universal. Ésta es justamente la fórmula del imperativo categórico y el principio de la moralidad; así pues, voluntad libre y voluntad sometida a leyes morales son una y la misma cosa.[2]

Si, pues, se supone libertad de la voluntad, se sigue la moralidad, con su principio, por mero análisis de su concepto. Sin embargo, sigue siendo este principio una proposición sintética: Una voluntad absolutamente buena es aquélla cuya máxima puede siempre tener como contenido a ella misma

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considerada como ley universal; pues por medio de un análisis del concepto de una voluntad absolutamente buena no puede ser hallada esa propiedad de la máxima. Mas semejant

es proposiciones sintéticas sólo son posibles porque los dos conocimientos[3] estén enlazados uno con otro por su enlace con un tercero, en el cual por ambas partes se encuentren. El concepto positivo de la libertad crea ese tercero, que no puede ser, como en las causas físicas, la naturaleza del mundo sensible (en cuyo concepto vienen a juntarse los conceptos de algo, como causa, en relación con otra cosa, como efecto). Pero aquí no puede manifestarse enseguida[4] qué sea ese tercero, al que la libertad señala y del que tenemos a priori una idea, y tampoco puede aún hacerse comprensible la deducción del concepto de libertad sacándolo de la razón pura práctica, y con ella la posibilidad también de un imperativo categórico; para ello hace falta todavía alguna preparación.

LA LIBERTAD COMO PROPIEDAD DE LA VOLUNTAD DEBE SER PRESUPUESTA EN

TODOS LOS SERES RACIONALES

[La libertad como presupuesto necesario] >>

No basta que atribuyamos libertad a nuestra voluntad, sea por el fundamento que

 fuere, si no tenemos razón suficiente para atribuirla asimismo a todos los seres racionales. Pues como la moralidad nos sirve de ley, en cuanto que somos seres racionales, tiene que valer también para todos los seres racionales, y como no puede derivarse sino de la propiedad de la libertad, tiene que ser demostrada la libertad como propiedad de la voluntad de todos los seres racionales; no basta, pues, exponerla en la naturaleza humana por ciertas supuestas experiencias (aun cuando esto es en absoluto imposible y sólo puede ser expuesta a priori)[5], sino que hay que demostrarla como perteneciente a la actividad de seres racionales en general y dotados de voluntad. Digo, pues: todo ser que no puede obrar de otra suerte que bajo la idea de libertad, es por eso mismo verdaderamente libre en sentido práctico, es decir, valen para tal ser todas las leyes que están inseparablemente unidas con la libertad, lo mismo que si su voluntad fuese definida como libre en sí misma y por modo válido en la filosofía teórica.[*] Ahora bien, yo sostengo que a todo ser racional que tiene una voluntad debemos atribuirle necesariamente también la idea de la libertad, bajo la cual obra. Pues en tal ser pensamos una razón que es práctica, es decir, que tiene causalidad respecto de sus objetos. Mas es imposible pensar una razón que con su propia conciencia reciba respecto de sus juicios[6] una dirección cuyo impulso proceda de alguna otra parte, pues entonces el sujeto atribuiría, no a su razón, sino a un impulso,

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la determinación del Juicio. Tiene que considerarse a sí misma como autora de sus principios, independientemente de ajenos influjos; por consiguiente, como razón práctica[7] o como voluntad de un ser racional, debe considerarse a sí misma como libre; esto es, su voluntad no puede ser voluntad propia sino bajo la idea de la libertad y, por tanto, ha de atribuirse, en sentido práctico, a todos los seres racionales.

DEL INTERÉS QUE RESIDE EN LAS IDEAS DE MORALIDAD

[Interés moral y el círculo vicioso] >>

Hemos referido el concepto determinado de la moralidad, en último térmi

no, a la idea de libertad; ésta, empero, no pudo ser demostrada como algo real ni siquiera en nosotros mismos y en la naturaleza humana; vimos solamente que tenemos que suponerla, si queremos pensar un ser como racional y con conciencia de su causalidad respecto de las acciones, es decir, como dotado de voluntad; y así hallamos que tenemos que atribuir, por el mismo fundamento, a todo ser dotado de razón y voluntad esa propiedad de determinarse a obrar bajo la idea de su libertad.[8]

De la suposición de estas ideas[9] se ha derivado, empero, también la conciencia de una ley para obrar: que los principios subjetivos de las acciones, o sea las máximas, tienen que ser tomados siempre de modo que valgan también objetivamente, esto es, universalmente, como principios y puedan servir, por lo tanto, a nuestra propia legislación universal. Pero ¿por qué debo someterme a tal principio, y aun como ser racional en general, y conmigo todos los demás seres dotados de razón? Quiero admitir que ningún interés me empuja a ello, pues esto no proporcionaría ningún imperativo categórico; pero, sin embargo, tengo que tomar en ello algún interés y comprender cómo ello se verifica, pues tal deber es propiamente un querer que vale bajo la condición para todos los seres racionales, si la razón en él fuera práctica sin obstáculos. Para seres que, como nosotros, son afectados por sensibilidad con motores de otra especie; para seres en que no siempre ocurre lo que la razón por sí sola haría, llámase deber esa necesidad de la acción y se distingue la necesidad subjetiva de la objetiva.[10]

Parece, pues, como si en la idea de la libertad supusiéramos propiamente la ley

 moral, a saber, el principio mismo de la autonomía de la voluntad, sin poder demostrar por sí misma su realidad y objetiva necesidad, y entonces habríamos, sin duda, ganado algo muy importante, por haber determinado al menos el principio legítimo con más precisión de lo que suele acontecer; pero, en cambio, por lo que toca a su validez y a la necesidad práctica de someterse

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a él, no habríamos adelantado un paso; pues no podríamos dar respuesta satisfactoria a quien nos preguntase por qué la validez universal de nuestra máxima, considerada como ley, tiene que ser la condición limitativa de nuestras acciones y en qué fundamos el valor que atribuirnos a tal modo de obrar, valor que tan alto es, que no puede haber en ninguna parte un interés más alto, y cómo ocurre que el hombre cree sentir así su valor personal, frente al cual el de un estado agradable o desagradable nada significa.

Ciertamente, hallamos que podemos tomar interés en una constitución personal, que no lleva consigo el interés del estado[11], cuando aquella constitución nos hace capaces de participar en este estado, en el caso de que la razón haya de realizar la distribución del mismo, esto es, que la mera dignidad de ser feliz, aun sin el motivo de participar en esa felicidad, puede por sí sola interesar. Pero este juicio es, en realidad, sólo el efecto de la ya supuesta importancia de las leyes morales (cuando nosotros, por la idea de la libertad, nos separamos de todo interés empírico). Pero de la citada manera no podemos aún comprender cómo nos separamos de ese interés, es decir, nos consideramos libres en el obrar, y, sin embargo, debemos tenernos por sometidos a ciertas leyes, para hallar solamente en nuestra persona un valor que pueda abonar la pérdida de todo aquello que a nuestro estado proporciona valor; no podemos aún comprender cómo esto sea posible, es decir, por qué la ley moral obliga.

Muéstrase aquí —hay que confesarlo francamente— una especie de círculo vicioso, del cual, no hay manera de salir al parecer. Nos consideramos libres en el orden de las causas

 eficientes, para pensarnos sometidos a leyes morales en el orden de los fines, y luego nos pensamos como sometidos a estas leyes porque nos hemos atribuido la libertad de la voluntad. Pues la libertad y la propia legislación de la voluntad son ambas autonomía; por lo tanto, conceptos transmutables[12], y uno de ellos no puede, por lo mismo, usarse para explicar el otro y establecer su fundamento, sino a lo sumo para reducir a un concepto único, en sentido lógico, representaciones al parecer diferentes del mismo objeto (como se reducen diferentes quebrados de igual contenido a su expresión mínima).

[Los dos puntos de vista] >>

Mas una salida nos queda aún, que es investigar si cuando nos pensamos, por la libertad, como causas eficientes a priori, adoptamos o no otro punto de vista que cuando nos representamos a nosotros mismos, según nuestras acciones, como efectos que vemos ante nuestros ojos.

Hay una observación que no necesita, para ser hecha, ninguna reflexión

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sutil y puede admitirse que el entendimiento más ordinario puede hacerla, si bien a su manera, por medio de una obscura distinción del Juicio, al que llama sentimiento. Es

 ésta: que todas las representaciones que nos vienen sin nuestro albedrío (como las de los sentidos) nos dan a conocer los objetos no de otro modo que como nos afectan, permaneciendo para nosotros desconocido lo que ellos sean en sí mismos, y que, por lo tanto, en lo que a tal especie de representaciones se refiere, aun con la más esforzada atención y

 claridad que pueda añadir el entendimiento, sólo podemos llegar a conocer los fenómenos; pero nunca las cosas en sí mismas. Tan pronto ha sido hecha esta distinción (en todo caso por medio de la observada diferencia entre las representaciones que nos son dadas de otra parte, y en las cuales somos pasivos, y aquellas otras que se producen exclusivamente de nosotros mismos, y en las cuales demostramos nuestra actividad), derívase de suyo que tras los fenómenos hay que admitir otra cosa que no es fenómeno, a saber, las cosas en sí, aun cuando, puesto que nunca pueden sernos conocidas en sí, sino siempre sólo como nos afectan, nos conformamos con no poder acercarnos nunca a ellas y no saber nunca lo que son en sí. Esto tiene qu

e proporcionar una, aunque grosera, distinción entre el mundo sensible y el mundo inteligible, pudiendo ser el primero muy distinto, según la diferencia de la sensibilidad de los varios espectadores, mientras que el segundo, que le sirve de fundamento, permanece siempre idéntico. E incluso no le es licito al hombre pretender conocerse a sí mismo, tal como es en sí, por el conocimiento que de sí tiene mediante la sensación interna.[13] Pues, como por decirlo así, él no se crea a sí mismo y no tiene un concepto a priori de sí mismo, sino que lo recibe empíricamente, es natural que no pueda tomar conocimiento de sí, a no ser por el sentido interior y, consiguientemente, por el fenómeno de su naturaleza y la manera como su conciencia es afectada, aunque necesariamente tiene que admitir sobre esa constitución de su propio sujeto,[14] compuesta de meros fenómenos, alguna otra cosa que esté a su base, esto es, suya tal como sea en sí, y contarse entre el mundo sensible, con respecto a la mera percepción y receptividad de las sensaciones[15] y en el mundo intelectual, que, sin embargo, no conoce, con respecto a lo que en él sea pura actividad (lo que no llega a la conciencia por afección de los sentidos, sino inmediatamente[16].

Esta conclusión tiene que hacerla el hombre reflexivo acerca de todas las cosas que puedan presentársele, y sin duda se encuentra también en el entendimiento común, el cual, como es sabido, se inclina mucho a creer que detrás de los objetos de los sentidos hay algo invisible y por sí mismo activo; pero pronto estropea tal pensamiento porque se apresura a sensibilizar ese algo invisible, esto es, quiere hacer de ello un objeto de la intuición, con lo cual no se torna ni un punto más sensato.

Ahora bien, el hombre encuentra realmente en sí mismo una facultad por

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la cual se distingue de todas las demás cosas y aun de sí mismo, en cuanto que es afectado por objetos; esa facultad es la razón.[17] Esta, como pura actividad propia, es incluso más alta que el entendimiento; porque aunque éste es también actividad propia y no contiene, como el sentido, meras representaciones, que sólo se producen cuando somos afectados por cosas (por tanto, pasivos), sin embargo, de su actividad no puede sacar otros conceptos que aquellos que sólo sirven para reducir a reglas las representaciones sensibles y reunirlas así en una conciencia, y no puede pensar en absoluto sin ese uso de la sensibilidad. En cambio, la razón muestra, bajo el nombre de las ideas, una espontaneidad tan pura, que por ella excede la razón con mucho todo lo que la sensibilidad pueda darle, y muestra su más principal asunto en la tarea de distinguir el mundo sensible y el mundo inteligible, señalando así sus límites al entendimiento mismo.[18]

Por todo lo cual, un ser racional debe considerarse a sí mismo como inteligencia (esto es, no por la parte de sus potencias inferiores) y como perteneciente, no al mundo sensible, sino al inteligible; por tanto, tiene dos puntos de vista desde los cuales puede considerarse a sí mismo y conocer leyes del uso de sus fuerzas y, por consiguiente, de todas sus acciones: el primero, en cuanto que pertenece al mundo sensible, bajo leyes naturales (heteronomía), y el segundo, como perteneciente al mundo inteligible, bajo leyes que, independientes de la naturaleza, no son empíricas, sino que se fundan solamente en la razón.

Como ser racional y, por tanto, perteneciente al mundo inteligible, no puede el

 hombre pensar nunca la causalidad de su propia voluntad sino bajo la idea de la libertad, pues la independencia de las causas determinantes del mundo sensible (independencia que la razón tiene siempre que atribuirse) es libertad. Con la idea de la libertad hállase, empero, inseparablemente unido el concepto de autonomía, y con éste el principio universal de la moralidad, que sirve de fundamento a la idea[19] de todas las acciones de seres racionales, del mismo modo que la ley natural sirve de fundamento a todos los fenómenos.

Ahora queda desechado el temor que más arriba hemos manifestado de que 

hubiese un círculo vicioso escondido en nuestro paso de la libertad a la autonomía y de ésta a la ley moral, esto es, de que acaso hubiéramos establecido la idea de la libertad sólo por la ley moral, para luego concluir ésta a su vez de la libertad, no pudiendo, pues, dar ningún fundamento de aquélla, sino admitiéndola sólo como una concesión de un principio, que con gusto admitimos nosotros, almas bien dispuestas moralmente, pero que no podemos nunca establecer como proposición demostrable. Pues ahora ya vemos que, cuando nos pensamos como libres, nos incluimos en el mundo inteligible, como miembros de él, y conocemos la autonomía de la voluntad con su consecuencia, que es la moralidad; pero si nos pensamos como obligados, nos

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consideramos como pertenecientes al mundo sensible, y, sin embargo, al mismo tiempo al mundo inteligible también.

¿CÓMO ES POSIBLE UN IMPERATIVO CATEGÓRICO? >>

El ser racional se considera, como inteligencia, perteneciente al mundo inteligible, y si llama voluntad a su causalidad es porque la considera sólo como una causa eficiente que pertenece a ese mundo inteligible. Pero, por otro lado, tiene conciencia de sí, como parte también del mundo sensible, en que sus acciones se encuentran como meros fenómenos de aquella causalidad; pero la posibilidad de tales acciones no puede ser comprendida por esa causalidad, que no conocemos, sino que en su lugar tienen aquellas acciones que ser conocidas como pertenecientes al mundo sensible, como determinadas por otros fenómenos, a saber: apetitos e inclinaciones. Como mero miembro del mundo inteligible, serían todas mis acciones perfectamente conformes al principio de la autonomía de la voluntad pura; como simple parte del mundo sensible, tendrían que ser tomadas enteramente de acuerdo con la ley natural de los apetitos e inclinaciones y, por tanto, de la heteronomía de la naturaleza. (Las primeras se asentarían en el principio supremo de la moralidad; las segundas, en el de la felicidad.) Pero como el mundo inteligible contiene el fundamento del mundo sensible, y por ende también de las leyes del mismo — y así el mundo inteligible es, con respecto a mi voluntad (que pertenece toda ella a él) inmediatamente[20] legislador y debe, pues, ser pensado como tal[21] — resulta de aquí que, aunque, por otra parte, me conozca también como ser perteneciente al mundo sensible, habré de conocerme, como inteligencia, sometido a la ley del mundo inteligible, esto es, de la razón, que en la idea de la libertad encierra la ley del mismo y, por tanto, de la autonomía de la voluntad; por consiguiente, las leyes del mundo inteligible habré de considerarlas para mí como imperativos, y las acciones conformes a este principio, como deberes.

Y así son posibles los imperativos categóricos, porque la idea de la libertad hace de mí un miembro de un mundo inteligible; si yo no fuera parte más que de este mundo inteligible, todas mis acciones serían siempre conformes a la autonomía de la

 voluntad; pero como al mismo tiempo me intuyo como miembro del mundo sensible, esas mis acciones deben ser conformes a la dicha autonomía. Este deber categórico representa una proposición sintética a priori, porque sobre mi voluntad afectada por apetitos sensibles sobreviene además la idea de esa misma voluntad[22], pero perteneciente al mundo inteligible, pura, por sí misma práctica, que contiene la condición suprema de la primera, según la razón; poco más o menos como

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a las intuiciones del mundo sensible se añaden conceptos del entendimiento, los cuales por sí mismos no significan más que la forma de ley en general, y así hacen posibles proposiciones sintéticas a priori, sobre las cuales descansa todo conocimiento de una naturaleza.

El uso práctico de la razón común humana confirma la exactitud de esta deducción. No hay nadie, ni aun el peor bribón, que, si está habituado a usar de su razón, no sienta, al oír referencias de ejemplos notables de rectitud en los fines, de firmeza en seguir buenas máximas, de compasión y universal benevolencia (unidas estas virtudes a grandes sacrificios de provecho y bienestar), no sienta, digo, el deseo de tener

 también él esos buenos sentimientos. Pero no puede conseguirlo, a causa de sus inclinaciones y apetitos, y, sin embargo, desea verse libre de las tales inclinaciones, que a él mismo le pesan. Demuestra, pues, con esto que por el pensamiento se incluye con una voluntad libre de los acosos de la sensibilidad, en un orden de cosas muy diferente del de sus apetitos en el campo de la sensibilidad, pues de aquel deseo no puede esperar ningún placer de los apetitos y, por tanto, ningún estado que satisfaga alguna de sus inclinaciones, ya reales, ya imaginables (pues ello menoscabaría la excelencia de la idea misma, que arrebata tras ella su deseo), sino sólo un mayor valor íntimo de su persona. Esta persona mejor, cree él serlo cuando se sitúa en el punto de vista de un miembro del mundo inteligible, a que involuntariamente le empuja la idea de la libertad, esto es, de la independencia de las causas determinantes en el mundo sensible. En ese mundo inteligible tiene conciencia de poseer una buena voluntad, la cual constituye, según su propia confesión, la ley para su mala voluntad, como miembro del mundo sensible, y reconoce su autoridad al transgrediría. El deber moral es, pues, un propio querer necesario, al ser miembro de un mundo inteligible, y si es pensado por él como un deber, es porque se considera al mismo tiempo como miembro del mundo sensible.

DE LOS EXTREMOS LÍMITES DE TODA FILOSOFÍA PRÁCTICA

[La antinomia de libertad y necesidad] >>

Todos los hombres se piensan libres en cuanto a la voluntad. Por eso los juicios todos recaen sobre las acciones consideradas como hubieran debido ocurrir, aun cuando no hayan ocurrido. Sin embargo, esta libertad no es un concepto de experiencia, y no puede serlo, porque permanece siempre, aun cuando la experiencia muestre lo contrario de aquellas exigencias que, bajo la suposición de la libertad, son representadas como necesarias.[23] Por otra parte, es igualmente necesario que todo cuanto ocurre esté determinado

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indefectiblemente por leyes naturales, y esta necesidad natural no es tampoco un concepto de experiencia, justamente porque en ella reside el concepto de necesidad y, por tanto, de un conocimiento a priori. Pero este concepto de naturaleza es confirmado por la experiencia y debe ser inevitablemente supuesto, si ha de ser posible la experiencia, esto es, el conocimiento de los objetos de los sentidos, compuesto según leyes universales. Por eso la libertad es sólo una idea de la razón, cuya realidad objetiva es en sí misma dudosa; la naturaleza, empero, es un concepto del entendimiento que demuestra, y necesariamente debe demostrar, su realidad en ejemplos de la experiencia.

De aquí nace, pues, una dialéctica[24] de la razón, porque, con respecto a la voluntad, la libertad que se le atribuye parece estar en contradicción con la necesidad natural; y en tal encrucijada, la razón, desde el punto de vista especulativo, halla el camino de la necesidad natural mucho más llano y practicable que el de la libertad; pero, desde el punto de vista práctico, es el sendero de la libertad el único por el cual es posible hacer uso de la razón en nuestras acciones y omisiones; por lo cual ni la filosofía más sutil ni la razón común del hombre pueden nunca excluir la libertad. Hay, pues, que suponer que entre la libertad y la necesidad natural de unas y las mismas acciones humanas no existe verdadera contradicción; porque no cabe suprimir ni el concepto de naturaleza ni el concepto de libertad.

Sin embargo, esta aparente contradicción debe al

 menos ser deshecha por modo convincente, aun cuando no pudiera nunca concebirse cómo sea posible la libertad. Porque si el pensamiento de la libertad se contradijera a sí mismo o a la naturaleza, que es igualmente necesaria, habría que abandonarlo por completo en favor de la necesidad natural.

[Los dos puntos de vista] >>

Pero es imposible evitar esa contradicción si el sujeto que se figura libre se piensa en el mismo sentido o en la misma relación cuando se llama libre que cuando se sabe sometido a la ley natural, con respecto a una y la misma acción. Por eso es un problema imprescindible de la filosofía especulativa el mostrar, al menos, que su engaño respecto de la contradicción reposa en que pensamos al hombre en muy diferente sentido y relación cuando lo llamamos libre que cuando lo consideramos como pedazo de la naturaleza, sometido a las leyes de ésta, y que ambos, no sólo pueden muy bien compadecerse, sino que deben pensarse también como necesariamente unidos en el mismo sujeto; porque, si no, no podría indicarse fundamento alguno de por qué íbamos a cargar a la razón con una idea que, si bien se une sin contradicción a otra suficientemente establecida, sin embargo, nos enreda en un asunto por el cual

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la razón se ve reducida a grande estrechez en su uso teórico. Pero es ello un deber que se impone a la filosofía especulativa, para dejar campo libre a la práctica. Así, pues, no es potestativo para el filósofo levantar la aparente contradicción o dejarla intacta; pues en este último caso queda la teoría sobre este punto como un bonum vacans,[25] en cuya posesión podría con razón instalarse el fatalista y expulsar toda moral de esa propiedad poseída sin título alguno.

Sin embargo, no puede aún decirse que comience aquí el límite de la filosofía práctica. Pues esa supresión de la contradicción no le compete a la filosofía práctica, sino que ésta exige de la razón especulativa que ponga término al desconcierto en que se enreda ella misma en cuestiones teóricas, para que así la razón práctica goce de paz y de seguridad frente a ataques exteriores que pudieran disputarle el campo en el que ella quiere edificar.

Pero la misma pretensión de derecho que tiene la razón común humana a la libertad de la voluntad, está fundada en la conciencia y en la admitida suposición de ser independiente la razón de causas que la determinen sólo subjetivamente, las reunión de las cuales constituye lo que pertenece solamente a la sensación y, por tanto, alientan bajo la denominación de sensibilidad. El hombre que de esta suerte se considera como inteligencia sitúase así en muy otro orden de cosas y en una relación con fundamentos determinantes de muy distinta especie, cuando se piensa como inteligencia, dotado de una voluntad y, por consiguiente, de causalidad, que cuando se percibe como un fenómeno en el mundo sensible (cosa que realmente es) y somete su causalidad a determinación externa según leyes naturales. Pero pronto se convence de que ambas cosas pueden y deben ser a la vez. Pues no hay la menor contradicción en que una cosa en el fenómeno (perteneciente al mundo sensible) esté sometida a ciertas leyes, y que esa misma cosa, como cosa o ser en sí mismo, sea independiente de las tales leyes. Mas si él mismo debe representarse y pensarse de esa doble manera, ello obedece, en lo que a lo primero se refiere, a la conciencia que tiene de sí mismo como objeto afectado por sentidos, y en lo que a lo segundo toca, a la conciencia que tiene de sí mismo como inteligencia, esto es, como independiente de las impresiones sensibles en el uso de la razón (es decir, como perteneciente al mundo inteligible).

De aquí viene que el hombre tenga la pretensión de poseer una voluntad que nada admite de lo que pertenezca a sus apetitos e inclinaciones y, en cambio, piense como posibles, y aun como necesarias, por medio de esa voluntad, acciones tales que sólo pueden suceder despreciando todos los apetitos y excitaciones sensibles. La causalidad de estas acciones reside en él como inteligencia, y en las leyes de los efectos y acciones según principios de un mundo inteligible, del cual nada más sabe[26] sino que en ese mundo da

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leyes la razón y sólo la razón pura, independiente de la sensibilidad. Igualmente, dado que en ese mundo él es, como mera inteligencia, el auténtico yo (mientras que como hombre no es más que el fenómeno de sí mismo), esas leyes se refieren a él inmediata[27] y categóricamente, de suerte que las excitaciones de sus apetitos e impulsos (y, por tanto, la naturaleza entera del mundo sensible) no pueden menoscabar las leyes de su querer como inteligencia, hasta el punto de qué él no responde de esos apetitos e impulsos y no los atribuye a su auténtico yo, esto es, a su voluntad, aunque sí es responsable de la complacencia que pueda manifestarles si les concede influjo sobre sus máximas con perjuicio de las leyes racionales que gobiernan su voluntad.

[No hay conocimiento del mundo inteligible] >>

La razón práctica no traspasa sus límites por pensarse en un mundo inteligible; los traspasa cuando quiere intuirse, sentirse en ese mundo. Lo primero es solamente un pensamiento negativo con respecto al mundo sensible, el cual no da ninguna ley a la razón en determinación de la voluntad; sólo en un punto es positivo, esto es, en que esa libertad, como determinación negativa, va unida

 al mismo tiempo con una facultad (positiva) y aun con una causalidad de la razón, que llamamos voluntad y que es la facultad de obrar de tal suerte que el principio 

de las acciones sea conforme a la esencial propiedad de una causa racional, esto es, a la condición de la validez universal de la máxima, como una ley. Pero si además fuera en busca de un objeto de la voluntad, esto es, de una causa motora tomada del mundo inteligible, entonces traspasaría sus límites y pretendería conocer algo de lo que nada sabe. El concepto de un mundo inteligible es, pues, sólo un punto de vista[28] que la razón se ve obligada a tomar fuera de los fenómenos, para pensarse a sí misma como práctica; ese punto de vista no sería posible si los influjos de la sensibilidad fueran determinantes para el hombre; pero es necesario, si no ha de quitársele al hombre la conciencia de su yo como inteligencia y, por tanto, como causa racional y activa por razón, esto es, libremente eficiente. Este pensamiento produce, sin duda, la idea de otro orden y legislación que el del mecanismo natural referido al mundo sensible, y hace necesario el concepto de un mundo inteligible (esto es, el conjunto de los seres racionales como cosas en sí mismas); pero sin la menor pretensión de pensarlo más que según su condición formal, esto es, según la universalidad de la máxima de la voluntad, como ley, y, por tanto, según la autonomía de la voluntad, que es la única que puede compadecerse con la libertad de la voluntad; en cambio, todas las leyes que se determinan sobre un objeto dan lugar a la heteronomía,

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que no puede encontrarse más que en leyes naturales y que se refiere sólo al mundo sensible.

[No hay explicación de la libertad] >>

Pero si la razón emprendiera la tarea de explicar cómo pueda la razón pura ser práctica, lo cual sería lo mismo que explicar cómo la libertad sea posible, entonces sí que la razón traspasaría todos sus límites.

Pues no podemos explicar nada sino reduciéndolo a leyes cuyo objeto pued

a darse en alguna experiencia posible. Mas la libertad es una mera idea cuya realidad objetiva no puede exponerse de ninguna manera por leyes naturales y, por lo tanto, en ninguna experiencia posible; por consiguiente, puesto que no puede darse de ella nunca un ejemplo, por ninguna analogía, no cabe concebirla ni aún sólo conocerla.[29] Vale sólo como necesaria suposición de la razón en un ser que crea tener conciencia de una voluntad, esto es, de una facultad diferente de la mera facultad de desear (la facultad de determinarse a obrar como inteligencia, según leyes de la razón, así pues, independientemente de los instintos naturales). Mas dondequiera que cesa la determinación por leyes naturales, allí también cesa toda explicación y sólo resta la defensa, esto es, rechazar los argumentos de quienes, pretendiendo haber intuido la esencia de las cosas, declaran sin ambages que la libertad es imposible. Sólo cabe mostrarles que la contradicción que suponen haber descubierto aquí no consiste más sino en que ellos, para dar validez a la ley natural con respecto a las acciones humanas, tuvieron que considerar al hombre, necesariamente, como fenómeno, y ahora, cuando se exige de ellos que lo piensen como inteligencia, también como cosa en sí, siguen, sin embargo, considerándolo como fenómeno, en cuya consideración resulta, sin duda, contradictorio separar su causalidad (esto es, la de su voluntad) de todas las leyes naturales del mundo sensible, en uno y el mismo sujeto; pero esa contradicción desaparece si reflexionan y, como es justo, quieren confesar que tras los fenómenos tienen que estar las cosas en sí mismas (aunque ocultas), a cuyas leyes no podemos pedirles que sean idénticas a las leyes a que sus fenómenos están sometidos.

[No hay explicación del interés moral] >>

La imposibilidad subjetiva de explicar la libertad de la voluntad es idéntica a la imposibilidad de encontrar y hacer concebible el interés[*] que el hombre pudiera tomar en las leyes morales, y, sin embargo, toma realmente

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un interés en ellas, cuyo fundamento en nosotros llamamos sentimiento moral, el

 cual ha sido por algunos presentado falsamente como el criterio de nuestro juicio moral, debiendo considerársele más bien como el efecto subjetivo que ejerce la ley sobre la voluntad, cuyos fundamentos objetivos sólo la razón proporciona.

Para querer aquello sobre lo cual la razón prescribe el deber al ser racional afectado por los sentidos, hace falta, sin duda, una facultad de la razón que inspire un sentimiento de placer o de satisfacción al cumplimiento del deber, [30] y, por consiguiente, hace falta una causalidad de la razón que determine la

sensibilidad conformemente a sus principios. Pero es por completo imposible conocer, esto es, hacer concebible a priori, cómo un mero pensamiento, que no contiene en sí nada sensible, produzca una sensación de placer o de dolor; pues es ésa una especie particular de causalidad, de la cual, como de toda causalidad, nada podemos determinar a priori, sino que sobre ello tenemos que interrogar 

a la experiencia. Mas como ésta no nos presenta nunca una relación de causa a efecto que no sea entre dos objetos de la experiencia, y aquí la razón pura, por medio de meras ideas (que no pueden dar objeto alguno para la experiencia), debe ser la causa de un efecto, que reside, sin duda, en la experiencia, resulta completamente imposible para nosotros, hombres, la experiencia de cómo y por qué nos interesa la universalidad de la máxima como ley y, por tanto, la moralidad. Pero una cosa es cierta, a saber: que no porque nos interese tiene validez para nosotros (pues esto fuera hete ronomía y haría depender la razón práctica de la sensibilidad, a saber: de un sentimiento que estuviese a su base, por lo cual nunca podría ser moralmente legisladora), sino que interesa porque vale para nosotros, como hombres, puesto que ha nacido de nuestra voluntad, como inteligencia, y, por tanto, de nuestro auténtico yo; pero lo que pertenece al mero fenómeno queda necesariamente subordinado por la razón a la constitución de la cosa en sí misma.

[Revisión general del argumento] >>

Así, pues, la pregunta de cómo un imperativo categórico sea posible puede, sin duda, ser contestada en el sentido de que puede indicarse la única suposición ba

jo la cual es él posible, a saber: la idea de la libertad, y asimismo en el sentido de que puede conocerse la necesidad de esta suposición, todo lo cual es suficiente para el uso práctico de la razón, es decir, para convencer de la validez de tal imperativo y, por ende, también de la ley moral; pero cómo sea posible esa suposición misma, es cosa que ninguna razón humana puede nunca conocer. Pero si suponemos la libertad de la voluntad de una

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inteligencia, es consecuencia necesaria la autonomía de la misma como condición formal bajo la cual tan sólo puede ser determinada. Suponer esa libertad de la voluntad, no sólo es muy posible, como demuestra la filosofía especulativa (sin caer en contradicción con el principio de la necesidad natural en el enlace de los fenómenos del mundo sensible), sino que también, para un ser racional que tiene conciencia de su causalidad por razón y, por ende, de una voluntad (que se distingue de los apetitos), es necesario, sin más condición, establecerla prácticamente, esto es, en la idea, como condición de todas sus acciones voluntarias[31]. Pero la razón humana es totalmente impotente para explicar cómo ella, sin otros resortes, vengan de donde vinieren, pueda ser por sí misma práctica; esto es, cómo el mero principio de la universal validez de todas sus máximas como leyes (que sería desde luego la forma de una razón pura práctica), sin materia alguna (objeto) de la voluntad en la cual pudiera de antemano tomarse algún interés, pueda dar por sí mismo un resorte y producir un interés que se llamaría moral, o, dicho de otro modo: cómo la razón pura pueda ser práctica. Todo esfuerzo y trabajo que se emplee en buscar explicación de esto será perdido.

Es lo mismo que si yo quisiera descubrir cómo sea posible la libertad misma, como causalidad de una voluntad. Pues en este punto abandono el fundamento filosófico[32] de la explicación y no tengo otro alguno. Sin duda, podría dar vueltas fantásticas por el mundo inteligible que aún me resta, por el mundo de las inteligencias; pues aunque tengo una idea de él, que tiene un buen fundamento, no tengo, empero, el más mínimo conocimiento de él ni podré llegar nunca a tenerlo, por más que a ello se esfuerce mi facultad natural de la razón. Ese mundo no significa otra cosa que un alg

o que resta cuando he excluido de los fundamentos que determinan mi voluntad todo lo que pertenece al mundo sensible, sólo para recluir el principio de las causas motoras al campo de la sensibilidad, imitándolo y mostrando que no lo comprende todo en todo, sino que fuera de él hay algo más; este algo más, empero, no lo conozco. Si de la razón pura que piensa ese ideal separamos toda materia, esto es, todo conocimiento de los objetos, no nos quedará más que la forma, a saber: la ley práctica de la universal validez de las máximas y, conforme a ésta, la razón, en relación con un mundo puro inteligible, como posible causa eficiente, esto es, como causa determinante de la voluntad; tiene que faltar aquí por completo el resorte, y habría de ser esa idea misma de un mundo inteligible el resorte o aquello en lo que la razón originariamente toma un interés; pero hacer esto concebible es justamente un problema que nosotros no podemos resolver.

[El límite supremo de la investigación moral] >>

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He aquí, pues, el limite supremo de toda investigación moral. Pero determinarlo

 es de gran importancia para que la razón, por una parte, no vaya a buscar en el mundo sensible, y por modo perjudicial para las costumbres, el motor supremo y un interés concebible, sí, pero empírico; y, por otra parte, para que no despliegue infructuosamente sus alas en el espacio, para ella vacío, de los conceptos trascendentes, bajo

 el nombre de mundo inteligible, sin avanzar un paso y perdiéndose entre fantasmas. Por lo demás, la Idea de un mundo inteligible puro, como un conjunto de todas las inteligencias, al que nosotros mismos pertenecemos como seres racionales (aunque, por otra parte, al mismo tiempo somos miembros del mundo sensible), sigue siendo una idea utilizable y permitida para el fin de una fe racional, aun cuando todo saber halla su término en los límites de ella; y el magnífico ideal de un reino universal de los fines en si (seres racionales), al cual sólo podemos pertenecer como miembros cuando nos conducimos cuidadosamente según máximas de la libertad, cual si ellas fueran leyes de la naturaleza, produce en nosotros un vivo interés por la ley moral.

OBSERVACIÓN FINAL >>

El uso especulativo de la razón, con respecto a la naturaleza, conduce a la necesidad absoluta de alguna causa suprema del universo; el uso práctico de la razón, con respecto a la libertad, conduce también a una necesidad absoluta, pero sólo de las leyes de las acciones de un ser racional como tal. Ahora bien: es principio esencial de todo uso

 de nuestra razón el llevar su conocimiento hasta la conciencia de su necesidad (que sin ella no fuera nunca conocimiento de la razón). Pero también es una limitación igualmente esencial de la misma razón el no poder conocer la necesidad, ni de lo que existe o lo que sucede, ni de lo que debe suceder, sin poner una condición bajo la cual ello existe o sucede o debe suceder. De esta suerte, empero, por la constante pregunta o inquisición de la condición, queda constantemente aplazada la satisfacción de la razón. Por eso ésta busca sin descanso lo incondicional-necesario y se ve obligada a admitirlo, sin medio alguno para hacérselo concebible: harto contenta cuando puede hallar el concepto que se compadece con esa suposición. No es, pues, una censura para nuestra deducción del principio supremo de la moralidad, sino un reproche que habría que hacer a la razón humana en general el que no pueda hacer concebible una ley práctica incondicionada (como tiene que serlo el imperativo categórico), en su absoluta necesidad; pues si no quiere hacerlo por medio de una condición, a saber, por medio de algún interés puesto por fundamento, no hay que censurarla por ello, ya que entonces no sería una ley moral, esto es,

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suprema, de la libertad. Así pues, no concebimos, ciertamente, la necesidad práctica incondicionada del imperativo moral; pero concebimos, sin embargo, su inconcebibilidad; y esto es todo lo que en equidad, puede exigirse de una filosofía que aspira a los límites de la razón humana en principios.

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Cuadro cronológico. Vida y obras de Kant

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CUADRO CRONOLÓGICO DE LA VIDA Y OBRAS DE KANT

VIDA Y OBRAS DE KANT OTROS ACONTECIMIENTOS HISTÓRICOS Y CULTURALES

1724 Nacimiento de Kant en Königsberg, en el seno de una humilde familia de artesanos.

1732-1740 Influencia pietista

1740-1746 Formación universitaria Coronación de Federico II el Grande, rey de Prusia (1

740)

1748 Hume, Investigación sobre el entendimiento humano

Montesquieu, El espíritu de las leyes

1749 Primer libro de Kant: Pensamientos sobre la verdadera estimación de las fuerzas vivas

1751 Hume, Investigación sobre los principios de la moral Primer volumen de la Enciclopedia

1755 H

istoria general de la naturaleza y teoría del cielo

1756 Guerra de los Siete Años 1758 Los rusos en Königsberg 1762 Rousseau, Contrato social, Emilio o de la educación

1765 Leibniz Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano 1766 Los sueños de un visionario

1770 Disertación inaugural: De mundi sensibilis atque

intelligibilis materia et forma

1771-1781 Década de silencio

1779 Hume, Diálogos sobre la religión natural 1781 Crítica de la razón pura, 1.ª edición

1783 Prolegómenos a toda metafísica futura Independencia de EE. UU.

1785 Fundamentación de la metafísica de las

costumbres

1786 Fundamentos metafísicos de la ciencia natural Muere Federico el Grande, rey de Prusia

1787 Crítica de la razón pura, 2.ª edición

1788 Crítica de la razón práctica

1789 Revolución Francesa 1790 Crítica del juicio

1791 Mozart, La flauta mágica 1792 La religión dentro de los límites de la mera

razón

Luis XVI guillotinado

1793 Robespierre guillotinado 1795 Para la paz perpetua

1797 Metafísica de las costumbres

1804 Muerte de Kant en Königsberg Napoleón, Emperador

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Fuentes y bibliografía

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FUENTES:

PRINCIPALES EDICIONES DE LA FUNDAMENTACIÓN DE LA METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES

En lengua castellana

Inmmanuel KANT, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Traducción de Manuel García Morente, revisada por Juan Miguel Palacios. Editada por la Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País. Cátedra «García Morente». Madrid: 1992.

Es la edic

ión más recomendable en castellano. Su texto ha servido de modelo a la presente.

Immanuel KANT, Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Edición bilingüe y traducción dejóse Mardomingo. Barcelona, Ariel, 1996.

En lengua alemana

[Edición original:] Inmmanuel KANT, Grundlegung zur Metaphysik der Sitien. Riga: J. F. Hartnoch, 1785.

[Edición estándar:] Grundlegung zur Metaphysik der Sitien, ed. por Paul Menzer en el vol. 4 (1911), pp. 385-463 de los Kant’s gesammelte Schriften (Escritos completos de Kant) preparados por la Real Academia Alemana de Ciencias. Berlín: Walter de Gruyter.

PRINCIPALES OBRAS KANTIANAS DE FILOSOFÍA TEÓRICA

Crític

a de la razón pura [1781; 1787, 2.ª ed.]. Tr. de Pedro Rivas. Madrid: Alfaguara, 1998.

Crítica de la razón pura. [1781; 1787, 2.ª ed.]. Tr. de Manuel García Morente. Edición literaria abreviada, de J. J. García Norro y Rogelio Rovira. Madrid: Tecnos 2004.

Prolegómenos a toda metafísica futura [1783].Tr. de Asunción Gabriel. Madrid: Pearson, 1992.

Principios metafísicos de la ciencia de la naturaleza [1786], Tr. José Aleu Benítez. Madrid: Tecnos, 1991.

Crítica del juicio. [1790] Tr. de Manuel García Morente. Madrid: Espasa: 2004.

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OTRAS OBRAS KANTIANAS DE FILOSOFÍA MORAL

a) Las obras más propiamente éticas

Crítica de la razón prácti

ca [1788]. Tr. de Manuel García Morente y Emilio Miñana. Salamanca: Sígueme; 1998.

Metafísica de las costumbres [1797]. Tr. de Adela Cortina. Madrid: Tecnos, 2002

. Lecciones de ética. Tr. de Roberto R. Aramayo y C. Roldán Panadero. Barcelona:

Crítica 2002.

b) Ética aplicada

Antropología. Tr. José Gaos. Madrid: Alianza, 1997.

c) La «periferia» del proyecto ético kantiano (política, filosofía de la historia, religión)

Ensayos sobre la paz, el progreso y el ideal cosmopolita. Tr. de Roberto R. Aramayo. Madrid: Cátedra 2004.

Colección de breves ensayos de Kant, escritos en las dos últimas décadas del siglo XVIII (su período crítico) sobre filosofía de la historia y de la política. Entre ellos figuran la polémica con Herder sobre el sentido de la historiada respuesta a Benjamín Constant acerca del derecho a mentir y Hacia la paz perpetua.

La religión dentro de los límites de la mera razón [1794]. Tr. de Felipe Martínez Marzoa. Madrid: Alianza 1995.

BIBLIOGRAFÍA:

INTRODUCCIONES, BIOGRAFÍAS Y OBRAS DE CONJUNTO SOBRE KANT

Introducciones

Paul Guyer tiene un interesante artículo introductorio sobre Kant en la REP (Routledge Encyclopedia of Philosophy). Esta enciclopedia es accesible como

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libro, en CD-Rom, y (mediante suscripción) en Internet.

HÖFFE, Ottfried, Itnmanuel Kant. Munich, Beck, 5.ª ed., 2000. La mejor introducción

popular al pensamiento de Kant.

DUQUE, Félix [2002], La fuerza de la razón: invitación a la lectura de la «Crítica de

la razón pura» de Kant. Madrid: Dykinson.

HARTNACK, Justus, La teoría del conocimiento de Kant, Trad. Carmen García

Trevijano y José Antonio Llórente, Madrid, Cátedra, 1988. KÖRNER Stephen, Kant. Trad. Ignacio Zapata. Madrid, Alianza, 1995.

JASPERS, Karl [ ], «Kant», en Los grandes filósofos: los metafísicos que pensaron desde el origen. Tr. Elisa Lucena. Madrid: Tecnos, 1998.

Biografías

KUEHN, M. [2001], Kant. Tr. Carmen García-Trevijano. Madrid: Acento Editorial, 2003.

Obras de conjunto

CASSIRER, Ernst, Kant. Vida y doctrina. Tr. Wenceslao Roces. Madrid: Fondo de Cultura Económica 1993.

GUYER, Paul (ed.) [1992], The Cambridge Companion to Kant. Cambridge Univ. Press, 9.ª reimpr. 1999.

La mejor obra de conjunto de nivel medio de que hoy se dispone sobre Kant.

DUQUE, Félix [1998], Historia de la filosofía moderna. La era de la crítica. Madrid:

Akal.

OBRAS SOBRE LA ÉTICA DE KANT, ESPECIALMENTE LA FUNDAMENTACIÓN DE LA METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES

a) Obras clásicas de segunda mitad del siglo XIX y primera mitad delXX:

MILL, J. S. [18

63] El utilitarismo. Introd. Trad. y notas de Esperanza Guisan. Madrid, Alianza, 1984.

BRENTANO, E., El origen del conocimiento moral. Trad. de Manuel García Morente. Madrid, Tecnos, 2002.

SIDGWICK, H. [1907], The Methods of Ethics. Prólogo de John Rawls. Indianapolis y Cambridge, Hackett, 1981.

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MOORE, G. E [1903], Principia Ethica. Trud. María Vázquez Guisán. Barcelona, Crítica, 2002

SCHELER, M. [ ], Ética. Ed. literaria de Juan Miguel Palacios. Tr. Hilario Sanz Rodríguez. Madrid. Caparrós, 2001.

BROAD, C-D. [1930], Five Types of Ethical Theory. Londres: Routledge and Kegan Paul. 9.ª impr. 1967.

PATON, H. J. [1936], Kant’s Metaphysics of Experience, 2 vols., Londres, Allen and Unwin. Este libro es un comentario a la Crítica de la razón pura y no versa sobre la ética de Kant. Pero le proporciona información complementaria al título que sigue.

PATON, H. J. [1947], The Categorical Imperative. A Study in Kant’s Moral Philosophy. Londres: Hutchinson. 7.a impresión, 1970.

El mejor libro escrito hasta el presente sobre la Fundamentación de la Metafísica de las costumbres.

ROSS, Sir David [1954], Kants Ethical Theory. A Com

mentary on the Grundlegung zur Metaphysik der Sitien. Oxford: Clarendon Press. Comentario y crítica excelentes, desde un punto de vista aristotélico.

b) Comentarios y críticas actuales

BECK, L. W, A Commentary on Kant’s Critique of Practical Reason. Chicago: Unirsity of Chicago Press, 1960.

RAWLS, J. (1971) A Theory of Justice, Cambridge, MA: Harvard University Press.

La obra más influyente en ética y política de la segunda mitad del siglo XX, que

ha contribuido al actual retorno a Kant.

SMART, J. J. C. y WILLIAMS, B. [1973], Utilitarismo: pro y contra. Trad. de Jesús

Rodríguez Marín. Madrid. Tecnos, 1981.

FRIED, C. (1978) Right and Wrong, Cambridge, MÁ: Harvard University Press.

GEWIRTH, A. (1978) Reason and Morality, Chicago, IL: University of Chicago Press. Los libros de Fried y Gewirth defienden la visión de la ética kantiana como ética

del deber o deontología.

RAWLS, J. (1980) «Kantian Constructivism in Moral Theory» (The Dewey Lectures),

Journal of Philosophy 77: 515-572.

MACINTYRE, A. (1981) After Virtue: A Study in Moral Theory, London: Duckworth.

WILLIAMS, B. (1985) Ethics and the Limits of Philosophy, Cambridge, MA: Harvard University Press and London: Fontana.

O’NEILL, O. (1989) Constructions of Reason: Explorations of Kant’s Practical Philosophy, Cambridge: Cambridge University Press.

O’Neill es también autora de un interesante art. REP sobre la ética kantiana.

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HABERMAS, J. (1993) Between Facts and Norms: Contributions to a Discourse Theory of Law and Democracy, trans. W. Rehg, Cambridge: Polity Press.

HERMAN B. (1993) The Practice of Moral Judgement, Cambridge, MA: Harvard University Press.

HILL, T. E., JR (1992) Dignity

 and Practical Reason in Kant’s Moral Theory, Ithaca, NY: Cornell University Press.

KORSGAARD, C. M. (1996) Creating the Kingdom of Ends, Cambridge: Cambridge University Press.

RAWLS, John [2000] Lecciones sobre la historia de la filosofa moral. Edición preparada por Barbara Hermán. Barcelona: Paidós, 2001.

Este libro contiene un comentario de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, incluyendo un interesante capítulo sobre el hecho de la razón.

PALACIOS, J. M. [2003], El pensamiento en la acción. Estudios sobre Kant, Madrid: Caparrós.

c) Colecciones de ensayos y simposios recientes sobre la Fundamentación de la metafísica de las costumbres

WOLFF, R. L., [ ] Kant. Foundations of the Metaphysics of Morals. Text trsl. By L. W Beck and Critical Eessays.

HÖFFE, Ottfried (ed.) [1889], Grundlegung der Metaphysi der Sitien. Ein kooperativer Kommentar. Francfort: Klostermann.

GUYER, Paul (ed.) [1998], Kant’s Groundwork of the Metaphysics of Morals. Critical Essays. Nueva York y Oxford: Bowman and Littlefield.

PASTERNACK, Lawrence (ed.) [2002] Groundwork of the Metaphysic of Morals in Focus. Londres y Nueva York: Routledge.

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Anexo I

Manuel Garrido

LOS PUNTOS VULNERABLES DEL PROYECTO ÉTICO DE KANT

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En las páginas de introducción a la Fundamentación metafísica de las costumbres con las que se inicia este libro[*] me he limitado a suministrar claves para la comprensión del texto kantiano, dejando deliberadamente de lado, salvo ocasionales excepciones, toda consideración crítica del mismo con la intención de que el lector pueda abordar dicho texto sin ningún condicionamiento previo.

En el presente Anexo, que complementa a la referida introducción, el punto de vista crítico sustituye al expositivo. Para facilitar al lector la consulta de los pasajes criticados de Kant he distribuido la materia ajustándola al orden de los capítulos de la Fundamentación. Y para estimular su reflexión he optado por la variedad de las objeciones aquí recogidas, aunque no todas ellas concuerden entre sí.

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I

ACOTACIONES CRÍTICAS AL CAPÍTULO PRIMERO DE LA FUNDAMENTACIÓN DE LA METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES

1. El conflicto entre deber e inclinación: el puritanismo de Kant

Basta con leer el Prólogo y el primer capítulo de la Fundamentación de la metafísica

 de las costumbres para poder hacerse con una primera visión de conjunto de la ética de Kant. Ya desde ese momento la moral kantiana se granjea la simpatía de numerosos lectores. A muchos otros sin embargo, y también desde ese mismo momento, se les antoja difícil de digerir. Pensemos, por ejemplo, en la obsesión del filósofo de Königsberg por la pureza moral de nuestras acciones. Esta obsesión queda manifiesta en su radical planteamiento de la dialéctica entre deber e inclinación que le hace decir:

Una acción realizada por deber tiene, empero, que excluir por completo el influjo de la inclinación.[1]

Meditando sobre los fundamentos de la ética, el gran poeta F. C. Schiller, un par de generaciones más joven que Kant y uno de sus más brillantes seguidores, expuso humorísticamente en estos versos los escrúpulos que pudieran pesar en la conciencia de un adicto a la ética kantiana sobre la moralidad de su conducta:

De buen grado sirvo a mis amigos, mas, ¡ay!, lo hago con placer. De ahí que me atormente la duda de no ser persona virtuosa.

Y para ahuyentar esos escrúpulos, el poeta recomienda la oportuna terapia:

Tu única opción, dalo por cierto, consiste en tratar de odiarlos cordialmente, y entonces, con aversión, hacer lo que el deber te exige[2].

Es verosímil que la actitud tan desconfiada de Kant ante las inclinaciones inmediatas

 de nuestra naturaleza tenga bastante que ver con la severísima educación religiosa que le

 inculcó en sus tiempos de estudiante la secta protestante pietista, entonces dominante en Königsberg con apoyo del rey de Prusia. Pero también conviene tener en cuenta que probablemente Kant se excedió en su lenguaje en esta materia dando lugar a un extendido equívoco. Lo que más probablemente pretendió decir es que, cuando nuestras inclinaciones cooperan en nosotros con el deber, ello no repercute tanto en la disminución, o incluso anulación, de la moralidad de nuestros actos como en la disminución, o incluso anulación, de la evidencia de dicha moralidad. Porque cuando la inclinación y el deber cooperan en el ejercicio de una acción, siempre o casi siempre será un problema determinar qué factor ha sido el

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dominante. Pero cuando el sujeto agente cumple con su deber sin el apoyo de ninguna inclinación natural, y sobre todo cuando lo hace en contra de ella, es innegable que la moralidad de su acción resulta más evidente.

2. El nivel inicial de «popularidad» del proyecto ético de Kant.

El autor de la Fundamentación nos deja bien claro que no se da por satisfecho con su sola propuesta de formulación de la ley moral como mera forma de la legalidad sin contenido particular. El insiste por añadidura en que para lograr este resultado no se ha apartado en nada del sentido moral del hombre común:

con todo esto concuerda perfectamente la razón vulgar de los hombres en sus juicios prácticos, y el principio citado no se aparta nunca de sus ojos.[3]

La verdad es que, en principio, no tenemos por qué discrepar de la tesis kantiana de que

 la tensión dialéctica entre inclinación y deber sólo se le presenta a una voluntad como la nuestra, sujeta a la animalidad, mientras que en una hipotética voluntad exenta de tal sujeción (una naturaleza racional no humana), la ecuación entre inclinación (no sensible) y bien podría ser perfecta. Pues si la voluntad del hombre puede ser buena, pero tan difícilmente santa, es porque en su naturaleza, reconoce Kant, la razón está mezclada con la animalidad. Ahora bien, al sentido moral del hombre común le cuesta entender que, siendo su naturaleza de hecho mixta, se le exija el heroísmo de comportarse como si esa naturaleza fuese pura o inmixta. ¿Por qué, siendo yo un ser racional con raíces en la animalidad tengo que comportarme como si no las tuviera en absoluto?

El afán ético de imparcialidad que alienta en la ética de Kant y su casi freudiana obsesión por desenmascarar en nuestra conducta las artimañas del apetito egoísta no pueden ser más encomiables. Pero cabe dudar de que el hombre común se sienta irresistiblemente motivado por esa ética cuando se le dan facilidades para que pueda compararla con el sensato equilibrio entre razón y naturaleza animal que nos brindan, por ejemplo, las éticas de Aristóteles y de Spinoza. Por otra parte ese hombre común no se queda tranquilo si se pone a pensar o alguien le dice que piense que la buena voluntad, cuando va acompañada de ignorancia, puede causar los peores desastres, sin excluir la ruina del mundo o la de otras almas. La ética de Aristóteles, en la que la virtud cardinal de la prudencia, ingrediente esencial de la buena conducta, es concebida según ya he indicado como sabiduría virtuosa y no meramente mundana de la vida, parece disponer de mejores recursos para encarar ese riesgo.[4]

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II

REFLEXIONES SOBRE EL IMPERATIVO CATEGÓRICO

1. Estructura y función del imperativo categórico.

En la filosofía moral de Kant las nociones de ley moral y de imperativo categórico no significan exactamente lo mismo. El imperativo categórico es la ley que se manifiesta en forma especial de mandato a una voluntad como la humana, inserta en una naturaleza animal con cuyas inclinaciones, pasiones y emociones tiene que lidiar, pues en una voluntad no vinculada a la animalidad la ley moral no necesita manifestarse así.

Por otra parte conviene distinguir asimismo[5] entre el imperativo categórico como

 principio supremo de la moral referido al hombre, y su test concomitante de universalidad, que es una especie de experimento mental susceptible de ser descrito como el ensayo de falsación, por inconsistencia, de cualquier hipótesis generalizadora de nuestras máximas personales; Rawls habla a este respecto de un «procedimiento» o protocolo, que pasa por los cuatro momentos que siguen.

El punto de partida es

 la formulación de mi máxima particular, que Rawls esquematiza diciendo:

(1) Yo elijo la acción A en la circunstancia C para obtener el fin F.

El segundo paso del protocolo consiste en universalizar esa fórmula:

(2) Todo x elige la acción A en la circunstancia C para obtener el fin F.

El tercer paso s

e cumple añadiendo a esta generalización la condición de obligatoriedad:

(3) Todo x debe elegir la acción A en la circunstancia C para obtener el fin F.

En la cuarta fase del protocolo se procede al intento de falsación de la proposición universal y obligatoria así obtenida, tratando de demostrar su inconsistencia por análisis lógico de la situación y de las consecuencias que ésta implica. A continuación paso a comentar el uso que hace Kant de su instrumento.

2. El potencial deductivo del imperativo categórico

Kant habla de dos principales méritos que avalan su dóctrina del imperativo categórico. Uno es la garantía de que

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de este único imperativo pueden derivarse, como de su principio, todos los imperativos del deber.[6]

Y el otro es que el test de universalidad le ofrece al hombre común, por inexperto que sea en cualquier materia del conocimiento, una receta que le permite salir de todo atolladero moral que la vida pueda depararle con sólo aplicar un sencillo cálculo:

Para saber lo que he de hacer para que mi querer sea moralmente bueno, no necesito ir a buscar muy lejos una penetración especial. Inexperto en lo que se refiere al curso del mundo; incapaz de estar preparado para los sucesos todos que en él ocurren, bástame preguntar: ¿puedes querer que tu máxima se convierta en ley universal? Si no, es una máxima reprobable, y no por algún perjuicio que pueda ocasionarte a ti o a algún otro, sino porque no puede convenir, como principio, a una legislación universal posible.[7]

De hecho, y a título de ilustración, Kant se ocupa con detalle de la aplicación de su test de universalidad en dos pasajes del capítulo segundo de su libro en los que, después de enunciar, respectivamente, la primera y la segunda formulación del imperativo categórico, él procede en cada uno de ellos a deducir del principio supremo del deber cuatro ejemplos cuidadosamente elegidos de deberes concretos.[8]

Los cuatro supuestos analizados en dicho capítulo segundo son: (1) el deber de no quitarse la vida, (2) el de cumplir nuestras promesas de devolución cuando pedimos dinero prestado al prójimo, (3) el de cultivar nuestras dotes naturales y (4) el de ayudar a los demás. Kant comenta que los dos primeros corresponden a deberes «perfectos», que obligan absolutamente y sin restricciones, mientras que los otros dos deberes son sólo «imperfectos», que dejan a la discreción del sujeto agente el mayor o menor grado o la forma de su cumplimiento. Pero a este criterio clasificatorio lo hace preceder de otro por el que distingue entre nuestros deberes con relación a los demás (supuestos segundo y cuarto) y nuestros deberes con relación a nosotros mismos (supuestos primero y tercero).[9]

Cruzando ambos criterios resulta el siguiente cuadro, que nos brinda un interesante anticipo del sistema de deberes concretos que el propio Kant desarrollaría doce años más tarde en su Metafísica de las costumbres:

Deberes perfectos imperfectos para con los demás cumplir nuestras promesas ayudar al prójimo

para con uno mismo no quitarse la vida cultivar nuestros talentos

El lector puede comprobar, revisando estas ocho deducciones kantianas en el referido capítulo segundo de la Fundamentación, que la falsación a que conducen puede ser doble, según que el resultado obtenido sea una contradicción propiamente lógica, que hace impensable la generalización de la máxima analizada, o una contradicción práctica, que la hace inviable o impracticable. Los adversarios de Kant, particularmente los utilitaristas, le reprochan que en el curso de dichas deducciones alterne más de una vez los argumentos puramente formales con otros que pudieran parecer ajenos a su punto de vista, por mostrar un sesgo o bien eudemonístico- finalista o bien utilitarista, en la medida en que se basan, respectivamente, en la

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consideración de fines o en la práctica de un egoísmo inteligente. Por ejemplo, a propósito del cuarto supuesto (el deber de ayudar a los demás), Kant alega que una voluntad que eligiese como máxima lo contrario a ese deber «se contradiría a sí misma, pues podrían suceder algunos casos en que el sujeto necesitase del amor y compasión ajenos, y entonces, por la misma ley natural oriunda de su propia voluntad, se vería privado de toda esperanza de la ayuda que desea.»

Por otra parte no todas las deducciones aquí exhibidas por Kant parecen igualmente afortunadas. La primera de ellas (la relativa a la prohibición del suicidio) dista de convencer a todo el mundo, pues no es fácil que se gane el asentimiento de quien no sea de antemano un creyente en la divina providencia. De hecho, la moral estoica, afín en mucha

s cosas a la kantiana, valoraba positivamente la conducta del hombre que franquea por propia iniciativa el pórtico de la muerte cuando el destino lo encierra en un callejón sin salida. Pero la propia postura de Kant no es tan simplista como parece. Al abordar doce años después el tema del suicidio en la segunda parte de la Metafísica de las costumbres, desplegó una casuística más compleja, con situaciones excepcionales entre las que incluye al héroe que muere por su patria o el caso del rey Federico de Prusia, que llevaba siempre consigo un veneno de acción rápida, por si fuese capturado por el enemigo en el campo de batalla y alguien tratase de arrancarle información vital para su país.

Finalmente, quizá valga la pena puntualizar, aunque sólo sea a efectos de precisión

, que Kant no deduce del imperativo categórico los deberes concretos tal y como se deducen los teoremas de los axiomas en una teoría científica —tal y como se deduce, por ejemplo, de la teoría general de la gravitación cualquier teoría especial de la mecánica newtoniana— sino más bien a la manera como rechaza, por ejemplo, Aristóteles en sus Primeros Analíticos los modos ilegítimos del silogismo. La receta que Kant recomienda es un procedimiento, más dialéctico que algorítmico, de invalidación por reducción al absurdo.

3. Objeciones y alternativas a la doctrina Kantiana del imperativo categórico

3.1. Las objeciones clásicas de Hegel y Mill al formalismo kantiano

La cuestión de la eficacia de

l imperativo categórico ha sido blanco central de las principales objeciones esgrimidas en los dos últimos siglos contra el formalismo de la ética kantiana. Y, entre las que destacan las de Hegel, Schopenhauer, Brentano y Scheler en la esfera del pensamiento alemán y las de Mili y Sigdwick en la del utilitarismo anglosajón.

Hegel criticó en sus Principios de filosofía del derecho la falta de sustancia o

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contenido, la ausencia de una teoría material de la acción moral o praxis en la moral kantiana, que quedaría en su opinión reducida a una ética de la intención [Gesinnung], en manifiesta desventaja con las éticas de Platón y de Aristóteles, donde la intención de la voluntad necesita culminar en la acción y en donde la virtud de la justicia une sólidamente a la ética con la política. Para reparar semejante ausencia la ética hegeliana exige el paso de lo que llama vacía moralidad general y abstracta, que es el universo del imperativo kantiano, a la eticidad o moral concreta, que es el campo real de la familia, el trabajo, la sociedad, el estado y la historia, donde se despliega efectivamente la vida, con sus virtudes y vicios, de los seres humanos. Los defensores de la ética kantiana argumentan que de todo esto se preocupó Kant mucho más tarde en las dos partes de su Metafísica de las costumbres (1797), la doctrina del derecho y la doctrina de la virtud. Para Schopenhauer en esta obra y en los últimos capítulos de la Crítica de la razón práctica, su autor, ya senil, trató de reconciliarse con una tradición incompatible con los principios de su revolución ética años atrás iniciada.

Desde una perspectiva distinta, John Stuart Mili, uno de los grandes creadores de la ética utilitarista, cree que Kant sólo acierta cuando en lugar de perderse en la consideración de principios formales mide las consecuencias de nuestros actos. En el capítulo I de su Utilitarismo escribe:

Este hombre insigne, cuyo sistema de pensamiento seguirá siendo durante mucho tiempo uno de los hitos de la historia de la especulación filosófica establece un principio universal como origen y fundamento de la obligación moral. Dice así: «Obra de tal modo que la regla conforme a la que actúes pueda ser adoptada como ley por todos los seres racionales». Pero cuando comienza a deducir a partir de este precepto cualquiera de los deberes relativos a la moralidad, fracasa, de modo casi grotesco, en la demostración de que se daría alguna contradicción, alguna imposibilidad lógica (y ya no digamos física) en la adopción por parte de todos los seres racionales de las reglas de conducta más decididamente inmorales. Todo lo que demuestra es que las consecuencias de su adopción universal serian tales que nadie elegiría que tuvieran lugar.

Kant, por su parte (como se deduce de lo que ya indiqué antes), no hubiera considerado inválido su argumento porque se diga que la contradicción resultante de su ensayo de falsación sea sólo conductual. Pero los utilitaristas de nuevas generaciones afinan mejor sus alegatos. En general comparten la opinión de que el maximalismo de la ética kantiana es impracticable y que ejercer y aceptar que todo el mundo ejerza un egoísmo inteligentemente moderado es más razonable que querer borrar por completo de nuestra conducta toda inclinación egoísta.

En este contexto nuestro contemporáneo Broad sugiere que si uno propone como máxima universal el principio utilitarista del egoísmo bien entendido —es decir, de un egoísmo inteligente que sepa adaptarse a las circunstancias y renunciar a todo cuanto sea razonable renunciar con vistas a la obtención del mayor bien— esa máxima cumpliría con las exigencias formales del imperativo categórico, el cual se encontraría así cobijando a su mortal adversario. Broad no niega que el principio que propone no es puro ni a priori, pero alega que sus resultados no suelen distinguirse a efectos prácticos de los que obtiene el imperativo categórico y que la conducta que se

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guía por él es moral.[10]

Los adversarios clásicos del formalismo ético de Kant lo identifican con su

apriorismo. Es mérito de la originalísima Ética (1913 ss.) de Max Scheler haber combatido el formalismo kantiano salvando, sin embargo, un apriorismo «material». Desde el seno de la fenomenología husserliana, inspirada en Brentano, que postula en contra de Kant la posibilidad de una intuición inteligible con «materia» o contenido, Scheler descubrió el continente de los «valores», que proporcionan a la ética un fundamento ontológico pregnante de sentido. Nadie interesado por la ética de Kant puede omitir la lectura de este libro.

3.2. La polémica Constant/Kant sobre el derecho a mentir

El famoso escritor y político Benjamín Constant inició en 1797 un debate con Kant en

 torno a la moralidad de la mentira. Imaginemos, decía Constant, el caso de un hombre que refugia en su casa a otro, al que persigue un asesino. Si éste irrumpe en ese domicilio y pregunta al dueño si se encuentra allí la persona que quiere asesinar, al interrogado se le plantea el dilema de decir la verdad, aunque ello suponga la muerte del perseguido, o mentir para salvarlo.

Se trata, lisa y llanamente, de un dramático conflicto entre nuestro deber de decir la verdad y nuestro deber de humanidad, La respuesta de Kant: «decir siempre la verdad», no le satisface a todo el mundo, pues

 hay quienes arguyen que la «máxima universal» exigida por el imperativo aun debiendo ciertamente prescindir, como garantía de imparcialidad, de toda particularidad mía, no debe, sin embargo hacer abstracción de la particularidad de la situación. Quienes así argumentan, estiman además que hay muy diversos grados de universalidad y que el modelo de máximas cuyo nivel de generalidad sea absoluto no es el mejor para resolver todas las dificultades que nos plantean las situaciones de la vida. ¿No podría yo, de acuerdo con los argumentos de Constant, mentirle al asesino sin violentar el imperativo categórico? ¿Tiene realmente derecho a que se le diga la verdad un hombre de quien nos consta que la quiere para cometer un asesinato? ¿No podría yo proponer que fuese elevada a la categoría de ley general una máxima mía que dijese: «si tienes ante ti a un asesino que quiere matar a un hombre y una mentira tuya puede salvar a ese hombre, no vaciles en hacerlo»?

Por detrás de las opiniones contrapuestas de Constant y Kant laten serias cuestiones de principio. Para Constant la sociedad misma se resentiría o incluso podría resultar imposible si no quedase ningún margen para la mentira: «si se lo lomase de una manera absoluta y aislada, el principio moral de que es un deber decir la verdad haría imposible toda sociedad». Kant después de precisar que el asunto no afecta tanto a la verdad, como a nuestra veracidad y de distinguir entre el enfoque moral y el enfoque legal del mismo, alegaba que sin la presunción de que el prójimo

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es veraz se destruye la posibilidad de intercomunicación, y con ella la propia sociedad: «ser veraz en todas nuestras declaraciones es un decreto absolutamente imperativo de la razón que ninguna circunstancia puede limitar», incluyendo la vida humana.

3.3. Ética del deber y ética del dolor. Kant y Schopenhauer

Muchos adversarios de Kant lo censuran por haber centrado su ética en la idea de «deber», reduciendo así la moral a una «deontología».[11]

Numerosos seguidores e intérpretes actuales del pensamiento moral kantiano responden a

 esta objeción observando que la ética de Kant presenta dos caras: una más severa, como ética del deber o deontología, manifiesta en la primera formulación del imperativo categórico, y otra más humana y solidaria, manifiesta en la segunda formulación del mismo, que tiene en cuenta preferentemente los derechos del otro.

En ello no les falta razón. Los críticos de Kant insisten, sin embargo, en que las relaciones interpersonales aludidas en esa segunda formulación parecen demasiado frías y distantes. Valga como muestra este pasaje del primer capítulo de la Fundamentarían donde Kant, después de distinguir, refiriéndose al Evangelio, entre el «amor práctico», que según él puede ser objeto de mandato, y el «amor patológico», ligado a la compasión, se pronuncia por el primero:

Así hay que entender, sin duda alguna, los pasajes de la Escritura en donde se ordena que amemos al prójimo, incluso al enemigo. En efecto; el amor, como inclinación, no puede ser mandado; pero hacer el bien por deber, aun cuando ninguna inclinación empuje a ello y hasta se oponga una aversión natural e invencible, es amor práctico y no patológico, amor que tiene su asiento en la voluntad y no en una tendencia de la sensación, que se funda en principios de la acción y no en tierna compasión, y éste es el único que puede ser ordenado.[12]

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Arthur Schopenhauer (1788-1860) fue uno de los más fervientes admiradores de Kant y también uno de sus más implacables críticos. Para él todo el genio de Kant estaba en la Crítica de la razón pura y en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, mientras calificaba de seniles y de claudicantes ante el peso de la tradición cristiana a muchos de los escritos kantianos posteriores. El sentimiento originario de la ética no es, según Schopenhauer, el respeto que nos produce la ley moral, sino la compasión que suscita en nosotros el dolor ajeno. © Biblioteca de la Universidad de Praga.

G. E. Moore, no tuvo el menor empacho en manifestar sus dudas de que Jesucristo, al predicar el amor al prójimo, estuviese pensando en el amor práctico y no en el patológico. Sin abrigar el propósito de hacer caricatura, da la impresión de que, según la moral kantiana, la ayuda al prójimo realizada desde su oficina por un funcionario de la ONU podría ser éticamente más meritoria que el impulsivo comportamiento evangélico del buen samaritano, quien a diferencia de otros viajeros —entre ellos un sacerdote— que pasaron de largo, «tuvo compasión» ante el maltrecho cuerpo de un hombre que había sido saqueado por unos bandidos y lo socorrió. En el pasaje del Evangelio de San Lucas que narra esta parábola, la conducta del buen samaritano es ensalzada porque «practicó la misericordia». Schopenhauer, en cuya ética la compasión juega un papel tan importante como el representado por el deber en la moral kantiana, no vacila en concluir que:

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«como base de una doctrina del estado, este sistema [la moral de Kant] sería magnífico; como base de la ética es insuficiente».[13]

Esta frase de Schopenhauer nos invita a reparar en que los manuales y tratados académicos de ética suelen pasar por alto el análisis de alguna de las diversas alternativas que aspiran a constituir la motivación última de la moral. A la pregunta: ¿Qué motivo te parece

 más adecuado para optar por el ejercicio moral de tu conducta: (1) buscar la propia perfección, tal y como proponen los estoicos y Kant, (2) perseguir una felicidad en el sentido teleológico o finalista del eudemonismo aristotélico, o (3) la compasión ante el dolor ajeno, ante cuya súbita presencia reaccionamos reprogramando de inmediato nuestras acciones con el fin de aliviarlo?, Schopenhauer respondió decantándose por la tercera opción. Un sistema de pensamiento moral diverso del de Schopenhuer como el utilitarismo de Bentham y Mill se le aproxima en este aspecto, aunque parezca paradójico, más que las otras opciones. Precisamente en el horizonte de la ética utilitarista ha tenido lugar, por ejemplo, la emergencia del movimiento que reivindica la consideración ética de los animales, actualmente liderado por el utilitarista Peter Singer, pero cuya motivación fue ya vislumbrada hace dos siglos por el padre del utilitarismo Jeremy Bentham. Frente a las éticas del ensimismamiento, podemos decir utilizando la terminología orteguiana, se alzan las éticas de la «alteración», entre las cuales cabe contabilizar la admirable y revolucionaria moral de nuestro contemporáneo Levinas.

3.4. Ética del deber y ética del cuidado. El caso de María von Herbert

En una línea similar se mueve la también actual «ética del cuidado», propuesta por la filosofía feminista. Un caso histórico, que parece exhibir algunas de las carencias que las promotoras de la ética del cuidado dicen detectar en la moral kantiana, lo fue el singular intercambio epistolar que sostuvo con Kant una dama austríaca, María von Herbert, hermana de un aristócrata que había hecho de su casa una Atenas dedicada a la discusión y promoción de la filosofía kantiana.

María von Herbert le escribió en 1791 a Kant, a quien admiraba fervientemente, una carta implorándole consejo. El motivo de la consulta fue un infortunio amoroso. Durante un tiempo había ocultado a su amante una situación —de la que ella, por lo demás, no salía personalmente malparada— por temor a poner en riesgo su mutua relación; pero el día en que decidió confesarle aquello al hombre que amaba, éste, y para sorpresa suya, reaccionó separándose. Sólo el mandato ético kantiano que prohíbe quitarse la vida había hecho desistir hasta el momento a aquella dama del suicidio. Uno de los principales problemas que María von Herbert comunicaba en su carta a Kant era que las inclinaciones naturales habían desaparecido de su existencia y cumplir con el imperativo categórico se había tornado para ella en la más vacía de las rutinas.

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La respuesta de Kant fue un cuidadosísimo sermón deontológico que en vano esperó, por el tiempo de un año, la oportuna contestación. Cuando, pasado ese tiempo, el filósofo encareció una réplica por intermedio de otras personas, la infortunada discípula le expuso entre amargos reproches al maestro espiritual por ella elegido su absoluta desolación. Kant se distanció del asunto y lo describió más tarde epistolarmente a una tercera persona con evidente falta de simpatía e incluso de delicadeza con la protagonista del episodio.[14] María Herbert puso fin a su vida en 1803, un año antes de la muerte del pensador.

III

REFLEXIONES SOBRE LA IDEA KANTIANA DE LIBERTAD

1. El tratamiento de la idea de libertad en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres

Debemos a Sigdwick, uno de los principales representantes de la ética utilitarista de fines del siglo XIX, un inteligente análisis de algunas confusiones a que da lugar en esta obra el uso que hace Kant del término «libertad». Por un lado, Kant repudia expresamente en dicha obra el concepto clásico de «libre arbitrio» o «libertad de albedrío», por virtud del cual se dice que el hombre es capaz de elegir una cosa u otra:

la libertad, aunque no es una propiedad de la voluntad, según leyes naturales, no por eso carece de ley, sino que ha de ser más bien una causalidad, según leyes inmutables, si bien de particular especie; de otro modo una voluntad libre sería un absurdo.[15]

La grave consecuencia de ello es que, al definir la libertad en la Fundamentación metafísica de las costumbres, Kant la identifica solemnemente con el comportamiento de la voluntad buena:

voluntad libre y voluntad sometida a leyes morales son una y la misma cosa.[16]

Según esta perspectiva, la libertad consistiría en hacer el bien por deber, de manera que

 nuestra voluntad es tanto más libre cuanto más se someta a la ley moral. Pero si la libertad es exactamente coextensiva con nuestra buena conducta, entonces ¿cómo se explica la mala? Si se afirma que el hombre sólo es libre cuando hace el bien, la lógica nos obligará a reconocer, por contraposición, que cuando desoímos la llamada del deber y nos dejamos llevar por nuestras inclinaciones no somos libres. Como ha advertido Sidgwick, Kant sale de este atolladero usando, sin haberlo definido antes, otro concepto de libertad. Junto a la que él define expresamente en el

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pasaje que acabo de reproducir, el autor de la Fundamentación no tiene más remedio que admitir tácitamente una segunda libertad —que Sigdwick llama «neutral»— por virtud de la cual el hombre es igual de libre al obrar bien que al obrar mal. Si no se tuviera de alguna manera en mente este segundo concepto de libertad, carecería de sentido el hecho de que varios de los ejemplos de acto libre analizados en la Fundamentación sean casos moralmente negativos, como la mentira o el incumplimiento de promesas. Muchos años más tarde Kant introdujo en la Metafísica de las costumbres la distinción entre voluntad (Wille) y «libre arbitrio» (Willkür), que resuelve esta dificultad.

2. El hecho de la razón

Más de un comentarista opina que Kant cambió su estrategia en la Crítica de la razón práctica, publicada tres años después de la Fundamentación. Quienes opinan así entienden que, en lugar de embarcarse en esa nueva obra en otro intento de deducción trascendental del imperativo categórico, Kant prefirió apelar sencillamente a lo que él l

lamó «el hecho de la razón» [das Faktum der Vernunft], que no es ningún hecho de experiencia externa como los que registra el conocimiento científico en el ámbito de la razón especulativa, sino un hecho interno de la razón pura práctica, que se impone por sí mismo a cualquiera de nosotros, sin ser resultado de ningún argumento. Este hecho, no es, en rigor, la ley moral, sino la conciencia que tenemos de ella, la cual nos habla primera y directamente de nuestro deber, pero también, por implicación, de nuestra libertad, que nos capacita para cumplirlo. Freud solía decir que nuestros sueños emiten un doble mensaje, uno manifiesto y otro latente, a través del cual habla nuestro subconsciente. Para Kant el mensaje de nuestra conciencia es asimismo doble, en parte manifiesto y en parte latente. El mensaje manifiesto es la necesidad de que cumplamos con nuestro deber. El mensaje latente es que somos libres, puesto que si no lo fuéramos la idea de deber sería ociosa. Tal es el sentido de la profunda implicación kantiana «debes, luego puedes».

Para corroborar que nuestra experiencia moral confirma el hecho de nuestra libertad, Kant nos invita a reflexionar en la Crítica de la razón práctica sobre dos sencillos supuestos de conducta. El primero ilustra sin más, directamente, la posibilidad que tiene nuestra voluntad de vencer nuestra inclinación:

Suponed que alguien pretenda excusar su inclinación al placer, diciendo que ella es para él totalmente irresistible, cuando se le presentan el objeto amado y la ocasión; pues bien, si una horca está levantada delante de la casa, donde se le presenta aquella ocasión, para colgarle en seguida después de gozado el placer, ¿no resistirá entonces a su inclinación? No hay que buscar mucho lo que contestaría.

El segundo supuesto, más matizado que el anterior, pone aún más lúcidamente al descubierto, en el contexto situacional de un hombre sobre el que se ciernen graves amenazas, que el hecho de la razón, vale decir, la conciencia de la ley moral y su

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imperativo, es un dato incontestablemente revelador de nuestra libertad:

Pero preguntadle si habiéndole exigido un príncipe, bajo amenaza de… pena de muerte inminente, levantar un testimonio falso contra un hombre honrado a quien el príncipe, con plausibles pretextos, quisiera perder, preguntadle si entonces cree posible vencer su amor a la vida, por grande que éste sea. No se atreverá quizá a asegurar si lo haría o no; pero que ello es posible, tiene que admitirlo sin vacilar. El juzga, pues, que puede hacer algo, porque tiene conciencia de que debe hacerlo, y reconoce en sí mismo la libertad que sin la ley moral, hubiese permanecido desconocida para él.[17]

El hecho de la razón garantiza pues, precisamente por ser un hecho, la realidad de la libertad (que es tanto como decir, en términos kantianos, su carácter sintético a priori), con lo cual queda asimismo críticamente garantizada la validez de la doctrina del imperativo categórico. Mas al no ser el referido hecho resultado ni conclusión de ninguna deducción trascendental, ello abre de paso la posibilidad, como advierte Höffe, de que uno adopte la ética kantiana, o buena parte de ella, sin necesidad de comulgar con el cuerpo entero de la metafísica del sistema filosófico de Kant. Esto ayuda a explicar, al menos en parte, el nuevo interés que ha despertado actualmente esa ética.

IV

LOS MÚLTIPLES ROSTROS DE LA MORAL KANTIANA

Al recorrer en una primera lectura el segundo capítulo de la Fundamentación d

e la metafísica de las costumbres, las múltiples formulaciones del imperativo categórico nos dejan un poco aturdidos por tanta variedad. Pero una segunda lectura más refle

xiva nos persuade de que esta variedad de formulaciones pone de manifiesto ante nuestros ojos la riqueza de la moral kantiana, que no tiene un solo rostro sino varios.

La primera formulación del imperativo categórico, nos presenta a esa moral como una ética del deber y de la obligación, como una deontología. Pero la segunda formulación del imperativo categórico, inspirada en la idea de humanidad, le da a dicha moral un rostro, valga la redundancia, más humano, más altruista y solidario. Y la tercera formulación, que proclama la autonomía de la voluntad y pone a ésta en conexión con el reino de los fines, abre la puerta a una ética de la esperanza en una futura instalación de ese reino en la política y en la historia, como más tarde el propio Kant, ya septuagenario, llegaría a soñar en su genial ensayo de 1794 Para la paz perpetua.

Karl Marx veía en Kant al filósofo de la revolución francesa. Y Paton señala que los dos factores de su entorno cultural que más profundamente condicionaron la filosofía moral de Kant son el puritanismo, o mejor dicho, el pietismo luterano que informó su juvenil educación religiosa, y la aversión al despotismo del viejo régimen,

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heredada de Rousseau y de todo el pensamiento ilustrado, con el consiguiente entusiasmo por la revolución que lo derrocó.

El lema «libertad, igualdad, fraternidad» fue el estandarte de la revolución francesa. A la segunda de las tres ideas contenidas en ese lema responde de alguna manera la primera formulación del imperativo categórico. Con la idea de fraternidad sintoniza su segunda formulación. Y en la tercera formulación del mismo, que conecta la autonomía de la voluntad con el reino de los fines, resplandece la idea de libertad.

Si Descartes separó, para bien y para mal, al sujeto cognoscente de su entorno cósmico, Kant emancipó por su parte al sujeto agente libre de ese mismo entorno en que lo había situado la filosofía tradicional. Desde que él instauró el «primado de la razón prá

ctica» (paradójicamente coincidente a su manera con la crítica de Hume a la «falacia naturalista») la metafísica de las costumbres dejó de subordinarse a la metafísica de la naturaleza para iniciar por cuenta propia su propio desarrollo. Cualquiera que sea el juicio de valor que uno otorgue al pensamiento ético de Kant, nadie le podrá negar, como advierte Rawls que ha superado a la tradición del pensamiento moderno —tanto en su vertiente racionalista como en la empirista— en la profundización del concepto de persona como sujeto que es libre y autónomo, es decir, como sujeto que no lo es sólo de conocimiento, sino también de sentimiento y de acción.

V

LA ÉTICA DE KANT HOY

Una filosofía puede progresar de dos maneras, por expansión homogénea, manteniendo la fidelidad a todos sus principios y supuestos, o por creación revolucionaria, desarrollándose en otros contextos y bajo nuevos supuestos. Algo así sucedió con el pensamiento kantiano a finales del siglo XIX y a principios del XX. Por una parte, como reacción a la hegemonía del materialismo positivista, tuvo lugar en las últimas décadas del XIX un retorno al idealismo de Kant, con la proliferación de escuelas «neokantianas», como la de Marburgo, liderada por Cohen y Natorp, que pronto se constituyó en una de las corrientes dominantes en Europa. Pero por otra, en un contexto enteramente distinto, en el ámbito de la fundamentación de la matemática, desarrollado asimismo en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, el espíritu de Kant volvió a sorprendernos. En este ámbito ocupaba una posición hegemónica el llamado «logicismo» platonizante de Frege y Russell, quienes postulaban la reducción de la matemática a la lógica. Pero el matemático y filósofo holandés Brouwer se erigió en el año 1908, en contra de esa posición

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hegemónica, en líder de una nueva corriente de inspiración kantiana a la que denominó «constructivismo». Esta nueva corriente revolucionó los principios de la matemática y la lógica, poniendo en cuestión alguno de los más fundamentales.

Un fenómeno relativamente parecido, de retorno a Kant si bien circunscrito a la éti

ca, ocurrió también en las últimas décadas del siglo XX. Después de la segunda guerra mundial, en las décadas de posguerra y de guerra fría, que discurren desde 1945 a los años setenta, la filosofía moral quedó por lo general bastante empobrecida. En el continente europeo dominaba el relativismo ético, representado paradigmáticamente por la ética de situación del existencialismo de Sartre; y en el orbe anglosajón alternaba con el utilitarismo una ética puramente académica obsesionada por el análisis del lenguaje. Pero en 1971 apareció un libro revolucionario: la Teoría de la justicia del pensador estadounidense John Rawls (1921-2002), «heterodoxamente» inspirado en la ética kantiana. Es el libro de filosofía moral más importante de la segunda mitad del siglo XX, tal y como lo fue en la primera la Ética de Max Scheler, otra obra revolucionaria, también de inspiración kantiana, pero surgida en el seno de la fenomenología y a la que ya me referí en la anterior página 198.

Rawls da nueva vida de forma verdaderamente creadora a la teoría del «contrato social»,

 clásicamente defendida por Locke y Rousseau, partiendo al mismo tiempo de una idea enteramente kantiana del hombre como persona moral con voluntad o sentido de imparcialidad y de justicia, que considera un deber no tratar jamás sólo como instrumento a sus semejantes. De hecho Rawls apela en su libro a la autoridad de Kant, aunque no por eso abandona muchos de los principales supuestos del empirismo. Y en otras publicaciones suyas ha hablado en defensa de un «constructivismo» kantiano al que deberíamos una profundización en nuestro concepto de persona, de la misma manera que significó el constructivismo de Brouwer una profundización en nuestra idea del conocimiento matemático.

En una línea de influencia asimismo kantiana se mueve el pensamiento actual del alemán Jürgen Habermas (nacido en 1929), antaño conocido como último vástago de la escuela marxista de Fráncfort. Paralelamente, también han florecido en las últimas décadas las investigaciones del kantismo ortodoxo, que interpretan alternativamente la ética kantiana como una ética del deber o como una ética de la libertad y de los derechos humanos.

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Anexo II

H. J. Paton

COMENTARIOS

A LA FUNDAMENTACIÓN DE LA METAFÍSICA

DE LAS COSTUMBRES[1]

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Cubierta de la edición británica de H. J. Paton publicada de

sde 1948 en Hutchinson University Library de Londres y que bajo el título The Moral Law sigue editándose como obra esencial comentada sobre la Fundamentación de la Metafísica de las costumbres de Kant.

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AL PROLOGO

[Págs. 61-62: Las diferentes ramas de la filosofa]

Las tres principales ramas de la filosofía son la lógica, la física, y la ética. De estas tres, la lógica es formal, puesto que abstrae de todas las diferencias en los objetos (o en la materia) sobre los que pensamos para considerar sólo las leyes (o formas) necesarias del pensar como tal. Puesto que la lógica no se apoya para nada en nuestra experiencia sensorial de objetos, debe ser considerada como una ciencia absolutamente no-empírica o a priori. La física se ocupa de las leyes de la naturaleza, y la ética trata de las leyes de la acción moral libre. Estas dos ciencias filosóficas se ocupan por tanto de objetos de pensamiento totalmente distintos entre sí.

A diferencia de la lógica, tanto la física como la ética han de tener una parte empírica (que está basada en la experiencia sensible) y una parte no-empírica o a priori (que no está basada en la experiencia), porque las leyes físicas han de aplicarse a la naturaleza como objeto de experiencia, y las leyes éticas encuentran su campo de aplicación en las voluntades en tanto que afectadas por deseos e instintos que sólo pueden ser conocidos mediante la experiencia.

Un filósofo de hoy tendría que demostrar que estas ciencias tienen una parte a priori además de una parte empírica; y ciertamente muchos de ellos negarían de plano la primera posibilidad. Sin embargo, si tomamos a la física en un sentido amplio como filosofía de la naturaleza, ésta procede al parecer de acuerdo con ciertos principios que no son reducibles a meras generalizaciones basadas en los datos tal como se nos aparecen a nuestros sentidos. La tarea de formular y de justificar, si es posible, estos principios es lo que Kant considera como el a priori o parte pura de la física (o como una metafísica de la naturaleza). Entre estos principios, Kant incluye por ejemplo, el principio de que todo suceso ha de tener una causa, lo cual no puede nunca ser probado (aunque pueda ser confirmado) por la experiencia. El principio establece una condición sin la cual la experiencia de la naturaleza, y por tanto la ciencia física misma, sería imposible.

Debería resultar obvio que partiendo de la experiencia de lo que los hombres hacen de hecho seríamos incapaces de demostrar que deban hacerlo; porque tenemos que admitir que a menudo los hombres hacen lo que no deben —supuesto que admitamos que existe una cosa tal como un «debe» o un deber moral—. De aquí que si hay principios morales de acuerdo con los cuales los hombres deberían actuar, el conocimiento de esos principios debe ser un conocimiento a priori: no puede estar basado en una experiencia sensorial. La parte pura o a priori de la ética se ocupa de la formulación y justificación de los principios morales —mediante términos como «debe», «deber», «bueno» y «malo», «justo» e «injusto»—. Esta parte a priori de la ética puede ser llamada una metafísica de las costumbres (aunque otras veces el

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concepto de «justificación» —en tanto que opuesto al de «formulación»— es reservado por Kant para una crítica de la razón práctica). Para el conocimiento detallado de los deberes particulares de los hombres requerimos experiencia de la naturaleza humana (además de muchas otras cosas). Esta parte empírica de la ética es llamada por Kant «antropología práctica», aunque su uso del término no es en absoluto claro.

La doctrina kantiana del conocimiento a priori se basa principalmente en el supuesto de que la mente —o la razón, como Kant la llama— funciona activamente de acuerdo con principios que ella puede conocer y entender. Kant sostiene que esos principios racionales pueden hacerse manifiestos no sólo en el pensar como tal (que es estudiado por la lógica), sino también en el conocimiento científico y en la acción moral. Podemos aislar estos principios racionales, y podemos entender hasta qué punto son necesarios para cualquier ser racional que busque pensar racionalmente sobre el mundo y actuar racionalmente en el mundo. Si creemos que la razón no tiene actividad ni principios propios y que la mente se limita a ser un mero haz de sensaciones y deseos, no puede haber para nosotros ningún tipo de conocimiento a priori; pero difícilmente tendremos derecho a afirmar esta tesis sin considerar los argumentos procedentes de la otra parte.

[Págs. 62-65: La necesidad de la ética pura]

Si la distinción entre ética a priori y ética empírica es acertada, es deseable tratar cada parte de manera separada. El resultado de mezclarlas tiene que producir confusión intelectual, pero también es probable que conduzca a una degeneración moral. Si las acciones van a ser moralmente buenas, han de ser realizadas por obediencia al deber, y sólo la parte pura o a priori de la ética puede mostrarnos cuál es la naturaleza del deber. Al entremezclar las diferentes partes de la ética podemos confundir con facilidad el deber con el interés egoísta, y este último está condenado a producir efectos desastrosos en la práctica.

[Págs. 66-67: La filosofía de la voluntad en cuanto tal]

La parte a priori de la ética no debe ser confundida con una filosofía del deseo en cuanto tal, puesto que la primera se ocupa, no de todo deseo, sino de un tipo particular de éste, a saber: del deseo que es moralmente bueno.

[Págs. 67-68: El propósito de la Fundamentación]

El objetivo de la Fundamentación no es el de ofrecernos una explicación

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completa de la parte a priori de la ética —esto es, una metafísica completa de 

las costumbres. Lo que se propone es más bien establecer los fundamentos para tal metafísica de las costumbres, separándola así de la parte realmente difícil. E incluso en lo que se refiere a estos fundamentos, la Fundamentación no pretende ser completa: para eso se requeriría una «crítica de la razón práctica» exhaustiva. La necesidad de tal crítica de la razón es, sin embargo, menos urgente en el ámbito de la práctica que en el de la teoría, pues la razón humana ordinaria es una guía más fiable en las costumbres que en la especulación; y Kant desea soslayar las dificultades de una crítica completa.

La cuestión esencial en todo esto es que la Fundamentación se propone el limitado, aunque importante, objetivo de establecer el principio supremo de la moralidad. Y así excluye toda cuestión relacionada con la aplicación de este principio (aunque ocasionalmente ofrezca ilustraciones del modo en que tal aplicación puede ser realizada). De aquí que no debamos esperar de este libro ninguna exposición detallada de la aplicación de principios morales, ni criticar a Kant por no incluirla —y todavía menos deberíamos inventar teorías sobre lo que Kant debía pensar sobre este asunto. Si deseamos saber cómo aplicaba Kant su principio supremo, deberemos leer su olvidada Metafísica de las costumbres. La única cuestión a considerar en la Fundamentación es si Kant acertó o fracasó en el establecimiento del principio supremo de la moralidad.

[Pág. 68: El método de la Fundamentación]

El método de Kant consiste en partir de la suposición provisional de que nuestros juicios morales ordinarios pueden pretender con toda legitimidad ser verdaderos. Así pues, pregunta cuáles son las condiciones que deben darse si estas pretensiones van a ser justificadas. Este proceder es lo que Kant llama argumento analítico (o regresivo), y mediante él espera descubrir una serie de condiciones hasta llegar a la condición última de todo juicio moral —el principio supremo de la moralidad. Es lo que trata de hacer en los Capítulos I y II. En el Capítulo III sigue un método diferente. Parte de la idea que tiene la razón de su propia actividad e intenta derivar de ella el principio supremo de la moralidad. Es lo que Kant denomina argumento sintético (o progresivo). Si fuera acertado, podríamos invertir la dirección del argumento en los dos primeros capítulos: empezando por la intuición de la razón del principio de su propia actividad, podríamos pasar al principio supremo de la moralidad, y de aquí a los juicios morales ordinarios de los que habíamos partido. De este modo seríamos capaces de justificar nuestra suposición provisional de que los juicios morales ordinarios pueden pretender legítimamente ser verdaderos.

El Capítulo I intenta llevarnos mediante un argumento analítico desde el juicio moral vulgar hasta un establecimiento filosófico del primer principio de la moralidad.

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El Capítulo II, tras disolver las confusiones de una filosofía «popular» que opera con

 ejemplos y mezcla lo empírico con lo a priori, procede a formular (todavía mediante un argumento analítico) el primer principio de la moralidad de maneras diferentes, pertenecientes todas ellas a la metafísica de las costumbres. El Capítulo III intenta justificar (mediante un argumento sintético) el primer principio de la moralidad derivándolo de su fuente en la razón pura práctica que pertenece a la crítica de la razón pura práctica.

AL CAPÍTULO I

INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA MORAL

[Págs. 69-70: La buena voluntad]

La única cosa que es buena sin cualificación o restricción alguna es una voluntad buena. Es decir, una voluntad buena lo es en todas las circunstancias, y en este sentido es un bien absoluto o incondicionado. Podemos describirla también como la única cosa que es buena en si misma, buena independientemente de su relación con otras cosas.

Pero esto no significa que la voluntad buena sea el único bien. Por el contrario, hay infinidad de cosas que son buenas en muchos respectos. Sin embargo, esas cosas no son buenas en todas las circunstancias, e incluso pueden resultar malas cuando son utilizadas por una voluntad mala. Son, por tanto, sólo bienes condicionados —es decir, buenas bajo ciertas condiciones, no buenas de manera absoluta o en sí mismas —.

[Págs. 70-71: La buena voluntad y sus resultados]

La bondad de una voluntad buena no se deriva de la bondad de los resultados que produzca. La bondad condicionada de sus productos no puede ser fuente de la bondad incondicionada que sólo es propia de una voluntad buena. Por otra parte, una voluntad buena continúa poseyendo su propia y única bondad incluso cuando, por alguna desgracia, sea incapaz de producir los resultados a los que tiende.

No se esconde aquí nada susceptible de sugerir que Kant piense que una voluntad buena no tiende a producir resultados. Por el contrario, Kant mantiene que una voluntad buena, y ciertamente cualquier clase de voluntad, tiene que tender a producir resultados.

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[Págs. 71-74: La función de la razón]

La conciencia moral común apoya la idea de que sólo la buena voluntad es un bien incondicionado. Ciertamente, ésta es la presuposición (o condición) de todos nuestros juicios morales ordinarios. Sin embargo esta pretensión puede parecer demasiado fantástica, y debemos buscar una corroboración adicional considerando la función de la razón en la acción.

Para ello tenemos que presuponer que, en la vida orgánica, todo órgano tiene fijado un propósito o función para la cual está bien adaptado. Y esto se aplica igualmente a la vida mental. En los seres humanos, la razón es, por así decirlo, el órgano que controla la acción, tal como el instinto es el órgano que regula la acción en los animales. Si la función de la razón en la acción fuera meramente la conquista de la felicidad, éste sería un fin para el cual el instinto nos serviría de mucha mejor guía. Así pues, si asumimos que la razón, al igual que otros órganos, tiene que estar bien adaptada a su objetivo, este objetivo no se puede limitar a producir meramente una voluntad que sea buena como medio para la felicidad, sino que lo que produzca habrá de ser más bien una voluntad que sea buena en sí misma.

Esta concepción intencionada (o teleológica) de la naturaleza no es fácilmente aceptada en la actualidad. Pero aquí tenemos que observar que Kant mantenía esta creencia (aunque desde luego no en una forma simple), que era mucho más fundamental para su ética de lo que comúnmente se supone. En particular, deberíamos considerar que la razón realiza según Kant dos funciones principales, de las cuales, la primera está subordinada a la segunda. La primera función es la de asegurar la propia felicidad del individuo (un bien condicionado), mientras que la segunda es la de manifestar una voluntad buena en sí misma (un bien incondicionado).

[Pág. 74: La buena voluntad y el deber]

Bajo las condiciones humanas, donde tenemos que luchar contra impulsos y deseos incontrolados, la voluntad buena se pone de manifiesto en el hecho de que actúa por amor al deber. De aquí que para entender la bondad humana tengamos que examinar el concepto de deber. La bondad humana se muestra con máxima evidencia en nuestra lucha contra los obstáculos que los impulsos incontrolados ponen en su camino, mas no debe pensarse que la bondad como tal consiste en superar esos obstáculos. Por el contrario, una voluntad perfectamente buena no tendría obstáculos que superar, y el concepto de deber (que implica la superación de obstáculos) no sería aplicable a una voluntad perfecta.

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[Págs. 74-78: El motivo del deber]

Una acción humana es moralmente buena no porque se realice por una inclinación inmediata —y todavía menos porque esté motivada por el propio interés —, sino por amor al deber. Ésta es la primera proposición de Kant relativa al deber, aunque no la establece en esta forma general.

Una acción —incluso aunque esté de acuerdo con el deber y en este sentido sea correcta— no es comúnmente tenida por moralmente buena si ha sido realizada solamente por interés egoísta. Podemos, sin embargo, sentirnos inclinados a atribuir bondad moral a acciones correctas que han sido realizadas sólo por alguna inclinación inmediata —por ejemplo, por un impulso directo de simpatía o de generosidad—. Para someter a prueba esta cuestión tenemos que aislar nuestros motivos: debemos considerar primeramente la acción realizada solamente por inclinación y no por deber, y luego la acción realizada únicamente por deber y no por inclinación. Procediendo así encontraremos —tomando el caso más favorable de la inclinación inmediata— que una acción realizada únicamente por simpatía natural puede ser correcta y digna de alabanza, pero no tiene sin embargo ningún valor distintivamente moral. La bondad que hay oculta en ayudar a otros es máximamente conspicua cuando el que presta ayuda lo hace en un momento en que está totalmente ocupado en sus propios asuntos y cuando lo que lo empuja a actuar así no son sus inclinaciones naturales.

La doctrina de Kant sería absurda si significara que la presencia de una inclinación natural para las buenas acciones (o incluso de un sentimiento de satisfacción al ejecutarlas) disminuyera el valor moral de éstas. La ambigüedad del lenguaje kantiano favorece esta interpretación, que está casi universalmente aceptada. Así, Kant afirma que un hombre muestra valor moral si hace el bien, no por inclinación, sino por deber. Pero debemos recordar que lo que Kant está haciendo aquí es contrastar dos motivos tomados aisladamente a fin de averiguar cuál de ellos es fuente de valor moral. Hubiera evitado la ambigüedad si hubiera dicho que un hombre muestra valor moral, no al hacer el bien por inclinación, sino al hacerlo por amor al deber. Es el motivo del deber, no el motivo de la inclinación, lo que da valor moral a una acción.

Si concurren en una misma acción moral estos dos tipos de motivos, y si uno de ellos puede apoyar al otro, es una cuestión que ni siquiera se plantea en este pasaje ni es discutida en absoluto en la Fundamentación. La postura de Kant sobre este asunto es que si una acción va a ser moralmente buena, el motivo del deber, aunque pueda estar presente al mismo tiempo que otros motivos, debe ser por sí mismo suficiente para determinar la acción. Por otra parte, nunca vacila en creer que las inclinaciones generosas ayudan grandemente en la realización de buenas acciones, que por esta razón es un deber cultivarlas, y que sin esas inclinaciones el mundo carecería de un gran ornamento moral.

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También debería observarse que, lejos de desacreditar a la felicidad, Kant sostiene que tenemos al menos un deber indirecto de buscar nuestra propia felicidad.

[Pág. 78: El principio formal del deber]

La segunda proposición de Kant es ésta: Una acción realizada por deber obtiene su valor moral, no de los resultados que alcanza o busca alcanzar, sino de un principio formal o máxima —el principio de cumplir con el deber de uno cualquiera que éste pueda ser—.

Esta segunda proposición reestablece la primera de un modo más técnico. Hemos visto ya que una voluntad buena no puede derivar su bondad incondicionada de la bondad condicionada de los resultados que persigue, y esto es igualmente cierto de las acciones moralmente buenas en las que se manifiesta una buena voluntad que actúa por deber. Ahora procede establecer nuestra doctrina en términos de lo que Kant llama «máximas».

Una máxima es un principio que guía nuestra acción. Es un principio puramente personal —no una máxima copiada de un libro— que puede ser bueno o malo. Kant lo llama principio «subjetivo», aludiendo con esto a un principio según el cual actúa el agente racional (o sujeto de la acción) —un principio que se manifiesta en las acciones que realmente se realizan. Por otra parte, un principio «objetivo» es aquel según el cual todo agente racional tendría necesariamente que actuar si la razón tuviera control total sobre sus acciones, y por tanto un principio que obliga a actuar de una cierta manera si se es tan irracional como para sentirse tentado a obrar de otro modo. Sólo cuando actuamos según principios objetivos se tornan estos también en subjetivos, aunque continúan siendo objetivos tanto si actuamos como si no actuamos según ellos.

No necesitamos formular en palabras la máxima de nuestra acción. Pero si sabemos lo que estamos haciendo y deseamos que nuestra acción sea de un tipo particular, entonces nuestra acción tiene una máxima o principio subjetivo. Una máxima es así una suerte de principio general bajo el cual realizamos una acción particular. De este modo, si decido suicidarme para evitar la infelicidad, puedo decir que actúo según el principio o máxima «Me mataré a mí mismo siempre que la vida me ofrezca más dolor que placer».

Todas las máximas de este tipo son máximas materiales, pues generalizan un

a acción particular con un motivo y unos resultados particulares. Puesto que la bondad moral de una acción no puede ser derivada de los resultados que se persiguen, la bondad moral no puede ser derivada de una máxima material de este tipo.

La máxima que confiere valor moral a las acciones es la máxima o principio que ordena hacer el propio deber, cualquiera que sea lo que este deber pueda ser. Semejante máxima está vacía de todo contenido particular: no es una máxima para

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satisfacer deseos particulares o lograr resultados particulares. En lenguaje de Kant, es una máxima formal. Actuar por razones de deber es actuar según una máxima formal «aplicable a todos los objetos de la facultad del deseo». El hombre bueno adopta o rechaza la máxima material de cualquier acción propuesta según que armonice o contradiga la máxima controladora y formal de hacer su deber por mor del deber mismo. Sólo tales acciones «debidas» pueden ser moralmente buenas.

[Págs. 79-80: Respeto a la ley]

A manera de secuela de las dos primeras, es propuesta esta tercera proposición: El deber es la necesidad de actuar por respeto a la ley.

Esta proposición no puede ser derivada de las dos primeras a menos que leamos en ella bastante más de lo que ha sido establecido explícitamente: tanto «respeto» como «la ley» son términos que no hemos encontrado en las premisas. Por otra parte, la proposición misma está lejos de ser clara. Tal vez hubiera sido mejor decir que actuar según la máxima que ordena realizar el propio deber por el deber mismo es actuar por respeto a la ley.

No es, sin embargo, fácil seguir el argumento de Kant. Su razonamiento parece sostener que si la máxima de una acción moralmente buena es una máxima formal (no una máxima material que

 satisface los propios deseos), tiene que ser una máxima de actuar razonablemente —esto es, actuar de acuerdo con una ley que sea válida para todos los seres racionales como tales con independencia de sus particulares deseos—. Debido a nuestra humana debilidad, una ley así debe aparecérsenos como una ley del deber, una ley que ordena o impone la obediencia. Una ley semejante, considerada como impuesta sobre nosotros, debe provocar un sentimiento análogo al temor. Pero considerada, por otra parte, como una ley auto-impuesta (dado que nos es exigida por nuestra propia naturaleza racional), debe provocar un sentimiento análogo a la inclinación o atracción. Este sentimiento complejo es el respeto (o la reverencia) —un sentimiento único— provocado, no por ningún estímulo de los sentidos, sino por el pensamiento de que mi voluntad está subordinada a esa ley universal con independencia de cualquier influencia de los sentidos. En la medida en que el motivo de una buena acción tiene que encontrarse en el sentimiento, debemos decir que una acción moralmente buena es la que se ejecuta por respeto a la ley, y que es esta característica lo que la da a la acción su valor único e incondicionado.

[Págs. 81-83: El imperativo categórico]

Puede resultar un tipo muy extraño de ley aquélla a la que el hombre bueno está supuestamente obligado a respetar y obedecer. Es una ley que no depende de nuestro

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deseo de unas consecuencias particulares y que ni siquiera prescribe por sí misma ninguna acción particular: todo lo que impone sobre nosotros es una obligatoriedad legal por sí

 misma —«la conformidad de las acciones con la ley universal como tal»—. Esta concepción les puede resultar a muchos vacía, cuando no rechazable, y con ella pasamos efectivamente de los juicios morales ordinarios a la cima realmente más alta de la abstracción filosófica —a la forma común de toda moralidad genuina —, cualquiera que ésta pueda ser. Y sin embargo, ¿no está Kant limitándose meramente a decir lo mínimo que puede y debe decirse acerca de la moralidad? Un hombre es moralmente bueno, no cuando busca satisfacer sus propios deseos o conseguir su propia felicidad (aun cuando pueda hacer ambas cosas), sino cuando se propone obedecer una ley válida para todos los hombres y seguir un determinado estándar que no ha sido determinado por sus propios deseos.

Debido a los obstáculos de nuestros impulsos y deseos, esta ley se nos aparece como una

 ley que debemos obedecer por ella misma, por lo cual es llamada por Kant un imperativo categórico. Ofrecemos aquí el primer establecimiento del imperativo categórico (aunque en forma negativa): «No debo actuar nunca de manera tal que yo no pueda desear que mi máxima

 se convierta en una ley universal». Ésta es la primera formulación del principio supremo de la moralidad —la condición última de todas las leyes morales particulares y de todos los juicios morales ordinarios. De este principio deben ser «derivadas» todas las leyes morales —en el sentido de que él es «original»—, mientras que las leyes son «derivadas» o dependientes. Mas, como la fórmula misma muestra, no se trata de deducir leyes morales particulares a partir de la forma vacía de la ley como tal. Por el contrario, lo que tenemos que hacer es examinar las máximas materiales de nuestras proyectadas acciones y aceptarlas o rechazarlas según que puedan o no puedan ser convertidas en leyes universales —es decir, en leyes válidas para todos lo hombres—, y no en privilegios especiales para algunos de nosotros.

Del ejemplo que ofrece Kant de la aplicación de este método a la acción contemplada de mentir, resulta evidente que él creía que la aplicación de su principio era más fácil de lo que de hecho es. No obstante, Kant ha establecido la condición suprema de las acciones morales, y su neta distinción entre acción moral y acción meramente prudencial o impulsiva es fundamentalmente consistente.

[Págs. 83-84: Razón práctica ordinaria]

El hombre bueno ordinario no formula en abstracto este principio moral, sino que usa este principio para establecer juicios morales particulares. Ciertamente, en asuntos prácticos (aunque no en la especulación), puede decirse que la razón humana ordinaria es casi una mejor guía que la filosofía. ¿No sería aconsejable entonces dejar las cuestiones morales para el hombre ordinario y considerar a la filosofía moral

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como la ocupación (o el juego) del especialista filosófico?

[Págs. 84-85: La necesidad de la filosofía]

El hombre ordinario necesita de la filosofía porque las demandas del placer lo inducen a

 autoengañarse y argumentar de manera sofisticada contra lo que parecen ser duras demandas de la moralidad. Esta actitud da lugar a lo que Kant llama dialéctica natural —una tendencia a explayarse en argumentos plausibles que se contradicen entre sí y socavan con ello las exigencias del deber—. Esta postura puede resultar desastrosa para la práctica de la moralidad, tan desastrosa que la razón humana ordinaria se ve obligada finalmente a buscar alguna solución a sus dificultades. Pero esta solución sólo podrá ser hallada en la filosofía, y en particular en una crítica de la razón práctica, la cual retrotraerá nuestro principio moral a su verdadera fuente en la razón misma.

AL CAPÍTULO II ESBOZO DE UNA METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES

[Págs. 87-90: El uso de ejemplos]

Aunque hemos extraído el principio supremo de la moralidad de los juicios morales ordinarios, eso no significa que hayamos llegado a él generalizando ejemplos de acciones moralmente buenas brindadas por la experiencia. Tal método empírico sería característico de una filosofía «popular», que depende de ilustraciones y ejemplos. En realidad, nunca podemos estar seguros de que existan ejemplos de acciones «debidas» (acciones cuyo motivo determinante es el deber). Lo que se discute aquí no es lo que los hombre hacen de hecho, sino lo que deberían hacer.

Incluso aunque tuviésemos experiencia de acciones debidas, eso no bastaría para nuestros propósitos. Lo que tenemos que mostrar es la existencia de una ley moral válida para todos los seres racionales como tales y para todos los hombres en virtud de su racionalidad —una ley a la que los seres racionales como tales tendrían que obedecer incluso aunque se sintieran tentados a no hacerlo—. Y esto no podría ser nunca establecido por ninguna experiencia de comportamiento real humano.

Por otra parte, los ejemplos de acciones moralmente buenas no pueden ser nunca un sustituto de los principios morales, ni podrían suministrar tampoco un fundamento sobre el cual pudieran basarse los principios morales. Sólo cuando poseemos ya

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principios morales es cuando podemos juzgar si una acción es o no ejemplo de bondad moral.

La moralidad no es un asunto de ciega imitación, y lo máximo que pueden hacer los ejemplos es animarnos a cumplir con nuestro deber: los ejemplos pueden mostrar que la acción correcta es posible y presentarla más vívidamente ante nosotros.

[Págs. 90-93: Filosofía popular]

En lugar de separar tajantemente la parte a priori y la parte empírica de la ética, la filosofía popular nos ofrece un decepcionante batiburrillo en el que los elementos a priori y los elementos empíricos aparecen irremediablemente entremezclados. Los principios morales son confundidos con los principios del interés egoísta, lo cual tiene el efecto de debilitar las pretensiones de moralidad en un extraviado esfuerzo por reforzarlas.

[Págs. 93-95: Revisión de conclusiones]

Los principios morales han de ser captados enteramente a priori. Entremezclarlos con consideraciones empíricas del propio interés y cosas semejantes, no sólo significa una confusión del pensamiento sino que representa un obstáculo en el camino del progreso moral. De aquí que, antes de intentar aplicar principios morales debamos ocuparnos de formularlos de manera precisa en una metafísica pura de la moral, de la cual están excluidas las consideraciones empíricas.

[Págs 95-97: Imperativos en general]

Debemos intentar explicar ahora el significado de palabras como «bueno» y «debe», 

y en particular lo que se entiende por «imperativo». Hay diferentes tipos de imperativos, pero primeramente tenemos que tratar de los imperativos en general (o de lo que tienen en común todos los tipos de imperativos), sin restringirnos meramente al imperativo moral (aunque podamos estar pensando en particular en éste). Este enfoque es una fuente de dificultades en una primera lectura, especialmente porque la palabra «bueno» tiene sentidos diferentes cuando se la utiliza en conexión con diferentes clases de imperativos.

Empecemos con la concepción del agente racional. Un agente racional es aquel que tiene el poder de actuar de acuerdo con su idea de las leyes —es decir, de actuar de acuerdo con principios—. A esto nos referimos cuando decimos que el agente tiene una voluntad. «Razón práctica» es otro término para tal voluntad.

Hemos visto ya que las acciones de los agentes racionales tienen un principio

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subjetivo o máxima, y que en los seres que sólo son imperfectamente racionales hay que distinguir esos principios subjetivos de los principios objetivos —o sea, de los principios por los cuales un agente racional necesariamente actuaría si tuviera un control total sobre sus pasiones. En la medida en que un agente actúe según principios objetivos, su voluntad y sus acciones podrán ser descritas como «buenas» en algún sentido.

Los seres imperfectamente racionales como los hombres no actúan siempre según principios objetivos: puede que lo hagan o puede que no. Este hecho queda expresado más técnicamente diciendo que, para los hombres, las acciones que son objetivamente necesarias son subjetivamente contingentes.

Los principios objetivos casi parecen constreñir o (en el lenguaje técnico de Kant) necesitar a la voluntad de los seres racionales —es decir, parecen imponerse a la voluntad desde fuera en lugar de ser su manifestación necesaria (como ocurriría en el caso de un agente totalmente racional)—. Hay en este respecto una aguda diferencia para una voluntad racional entre ser necesario y ser necesitante.

Cuando un principio objetivo es concebido como necesitante (y no meramente como necesario), puede ser descrito como un mandato. La fórmula de tal mandato puede ser llamada un imperativo (aunque Kant no distingue en la práctica entre un mandato y un imperativo).

Todos los imperativos (y no sólo los morales) vienen expresados por las palabras «yo debo». Puede decirse que desde el lado del sujeto, «yo debo» expresa la relación de necesitación que se da entre un principio reconocido como objetivo y una voluntad imperfectamente racional. Cuando digo «yo debo» hacer algo, quiero decir que reconozco que una acción de este tipo está impuesta o necesitada por un principio objetivo válido para todo agente racional como tal.

Puesto que los imperativos son principios objetivos considerados como necesitantes, y puesto que la acción de acuerdo con principios objetivos es una acción buena (en algún sentido), todos los imperativos nos mandan hacer acciones buenas (no meramente —como algunos filósofos sostienen— acciones que son obligatorias o justas).

Un agente perfectamente racional y totalmente bueno actuaría necesariamente por los mismos principios objetivos que para nosotros son imperativos, y de este modo manifestaría una clase de bondad igual a la que nosotros manifestamos cuando obedecemos a esos imperativos. Pero esos principios objetivos no serían imperativos para ese agente: serían necesarios pero no necesitantes, y la voluntad que los siguiera podría ser descrita como una voluntad «santa». Donde nosotros diríamos «yo debo», un agente de esta especie diría «yo quiero». Tal agente no tendría deberes ni sentiría reverencia alguna por la ley moral (sino algo más semejante al amor).

En una importante nota a pie de página, Kant explica, aunque un tanto oscuramente, lo

 que quiere decir con términos tales como «inclinación» e «interés», distinguiendo entre interés «patológico» (o sensual) e interés «práctico» o moral. Para

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esta distinción véase el análisis de las páginas 121-123.

[Págs. 97-100: Clasificación de los imperativos]

Hay tres clases diferentes de imperativos. Puesto que los imperativos son principios objetivos considerados como necesitantes, han de haber igualmente tres tipos correspondientes de principios objetivos y tres correspondientes clases (o sentidos) de «bueno».

Algunos principios objetivos están condicionados por el deseo de algún bien —es decir, tienen que ser necesariamente obedecidos por un agente totalmente racional— si éste deseaba el fin. Estos principios dan lugar a los imperativos hipotéticos, cuya forma general es «Si yo deseo este fin, debo hacer tal y tal cosa». Nos prescriben acciones que son buenas como medios para un fin que nosotros ya deseamos (o podríamos desear).

Cuando el fin es meramente uno que podríamos desear, los imperativos son problemáticos o técnicos. Pueden ser llamados imperativos de habilidad, y las acciones que comportan son buenas en el sentido de que son «expertas» o «útiles».

Cuando el fin es de tal suerte que todo agente racional lo desea por su misma naturaleza, los imperativos son asertóricos o pragmáticos. El fin que todo agente racional desea por su misma naturaleza es su propia felicidad, y las acciones requeridas por un imperativo pragmático son buenas en el sentido de que son «prudentes».

Algunos principios objetivos son incondicionados: son los que seguiría necesariamente un agente totalmente racional pero que no están basados en un deseo previo de algún fin posterior. Estos principios dan lugar a los imperativos categóricos, cuya forma general es «tengo que hacer tal y tal cosa» (sin ninguna cláusula «si» como condición previa). Estos imperativos pueden ser llamados también «apodícticos» —es decir, necesarios en el sentido de ser incondicionados y absolutos—. Tales son los imperativos incondicionados de la moralidad, y las acciones que comportan son moralmente buenas —buenas en sí mismas y no meramente buenas como medios para algún fin ulterior—.

Las diferentes clases de imperativos ejercen un tipo diferente de necesitación. Esta

 diferencia puede ser señalada describiéndolos como reglas de habilidad, consejos de prudencia, mandatos (o leyes) de moralidad. Sólo los mandatos o leyes son absolutamente obligatorios.

[Págs. 101-105: ¿Cómo son posibles los imperativos?]

Hemos de considerar ahora cómo son «posibles» estos imperativos, es decir, de

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qué modo pueden ser justificados. Justificarlos es mostrar que los principios que nos obligan a actuar son objetivos en el sentido de que son válidos para todo ser racional en cuanto tal. Kant asume siempre que un principio que necesariamente mueve a actuar a un agente totalmente racional como tal, es también un principio bajo el cual un agente imperfectamente racional debería actuar si se viera tentado a no hacerlo.

Para entender este argumento hay que captar la distinción entre proposiciones analíticas y sintéticas.

En una proposición analítica, el predicado está contenido en el concepto del sujeto y puede ser derivado por análisis de ese concepto-sujeto. Así «Todo efecto debe tener una causa» es una proposición analítica, porque es imposible concebir un efecto sin concebir que tiene una ca

usa. De aquí que para justificar una proposición analítica, no necesitemos ir más allá del concepto del sujeto. En una proposición sintética, el predicado no está contenido en el concepto-sujeto y no puede ser derivado por análisis de ese concepto-sujeto. Así «Todo suceso debe tener una causa» es una proposición sintética, porque es posible concebir un suceso sin concebir que tiene una causa. Para justificar una proposición sintética tenemos que ir más allá del concepto del sujeto y descubrir un «tercer término» que nos autorice a atribuir el predicado al sujeto.

Todo agente totalmente racional que quiere un fin, quiere necesariamente los medios que

 conducen a ese fin. Ésta es una proposición analítica; porque querer (y no meramente desear) un fin es querer la acción que sea un medio para ese fin. Por tanto, todo agente racional que quiere un fin debe querer los medios para ese fin si es lo bastante irracional como para verse tentado a no quererlos. No hay por tanto ninguna dificultad en justificar los imperativos de la habilidad.

Convendría observar que al tratar de descubrir cuáles son de hecho los medios para nuestros fines, hacemos uso de proposiciones sintéticas: tenemos que descubrir qué causas serán las que produzcan ciertos efectos deseados, y es imposible descubrir la causa de un efecto mediante un mero análisis del concepto del efecto por sí mismo. Sin embargo, estas proposiciones sintéticas son sólo teóricas: cuando sabemos qué causa va a producir el efecto deseado, el principio que determina a nuestra voluntad como seres racionales es la proposición analítica de que todo agente racional que desea un fin, desea necesariamente conocer los medios que llevan a ese fin.

Cuando pasamos a considerar los imperativos de la prudencia, nos topamos con una dificultad. Aunque la felicidad es un fin que todos buscamos de hecho, nuestro concepto de ella es por desgracia vago e indeterminado: no conocemos claramente cuál es nuestro fin. A veces, el propio Kant habla como si la búsqueda de la felicidad fuera meramente un examen de los medios que nos proporcionen el máximo posible de sentimientos de placer durante el entero curso de nuestra vida. Otras veces reconoce que esta búsqueda comporta la elección y la armonización de fines y de los medios que conducen a ellos. Aparte de estas dificultades, los imperativos de la prudencia se justifican sin embargo del mismo modo que los imperativos de la

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habilidad, pues se apoyan

 en la proposición analítica que dice que todo agente totalmente racional que desea un fin tiene que conocer necesariamente los medios que conducen a ese fin.

Este tipo de justificación no es posible en el caso de los imperativos morales o categóricos. Porque cuando yo reconozco un deber moral en el momento en que digo «Debo hacer tal y tal cosa», mi expresión no se apoya en la presuposición de que a

lgún fin ulterior es ya deseado. Para justificar un imperativo categórico tenemos que mostrar que un agente totalmente racional tendría que actuar necesariamente de un cierto modo —no si sucediera que deseaba alguna otra cosa, sino simple y únicamente como agente racional—. Un predicado de esta clase, no está, sin embargo, contenido en el concepto de «agente racional» y no puede por tanto ser derivado mediante análisis de este concepto. La proposición en cuestión no es analítica, sino sintética, y sin embargo es una aserción de lo que un agente racional como tal haría necesariamente. Una aserción como ésta no puede ser nunca justificada por la experiencia de ejemplos, ni, como hemos visto, podemos estar seguros de que poseemos una tal experiencia. La proposición no es meramente sintética, sino también a priori, y la dificultad de justificar tal proposición es verosímilmente muy grande. Esta tarea deberá ser pospuesta hasta más adelante.

[Págs. 105-106: La fórmula de la ley universal]

Nuestro primer problema será el de formular el imperativo categórico, es decir establecer lo que éste ordena o impone. Este tópico, que ostensiblemente es estudiado por su propio interés intrínseco, es objeto de numerosas formulaciones; pero en todas ellas es central el argumento analítico que lo considera el supremo principio de la moralidad (el principio de autonomía); y más adelante encontraremos que es el principio de autonomía el que nos permite conectar a la moralidad con la Idea de libertad tal como se expone en el capítulo final.

Como ya hemos visto, un imperativo categórico nos compromete simplemente a actuar de acuerdo con la ley universal como tal —es decir, nos obliga a actuar según un principio que es válido para todos los seres racionales como tales—, y no meramente según un principio que es válido si ocurre que deseamos algún otro fin. De aquí que este principio nos obligue a aceptar o rechazar la máxima material de una determinada acción según que esta máxima pueda o no pueda ser deseada también como ley universal. Lo cual puede ser expresado en la fórmula «Actúa sólo según aquella máxima que te permita al mismo tiempo desear que esa máxima se convierta en una ley universal».

Hay así por tanto sólo un imperativo categórico. Podemos también describ

ir más informalmente como principios categóricos las diversas leyes particulares que engloban al único imperativo categórico —como, por ejemplo, la ley «No

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matarás»—. Tales leyes «derivan» de ese único imperativo categórico que es princip

io de todas ellas. En la Fundamentación parece pensar Kant que estas leyes pueden ser derivadas de esta fórmula misma, pero en la Crítica de la razón práctica sostiene que para este fin tenemos que hacer uso de la siguiente fórmula.

[Pág. 107: La fórmula de la ley de la naturaleza]

«Actúa como si la máxima de tu acción fuera a convertirse, por tu voluntad, en ley universal de la naturaleza».

Esta fórmula, aunque subordinada a la anterior, es enteramente distinta de ella: está referida a una ley de la naturaleza, no de la libertad, y es la fórmula que el propio Kant utiliza en sus ilustraciones. No da explicación alguna de por qué lo hace más allá de decir —en la página 128— que hay una analogía entre la ley universal de la moralidad y la ley universal de la naturaleza. El tema es altamente técnico y es desarrollado más detenidamente en la Crítica de la razón práctica; mas para esta cuestión debo remitirme a mi libro, The Categorical Imperative, en especial a las páginas 157-164.

Una ley de la naturaleza es primariamente una ley de causa y efecto. No obstante, cuando Kant nos pide que consideremos a nuestras máximas como si fueran leyes de la naturaleza, las trata como leyes dotadas de un propósito (o teleológicas). Kant está suponiendo ya que la naturaleza —o al menos la naturaleza humana— es teleológica, o que es lo que más adelante llama un reino natural y no un mero mecanismo.

Pese a todas estas dificultades y complicaciones, la doctrina kantiana es simple. Kant sostiene que el hombre es moralmente bueno no en la medida en que actúa movido por la pasión o por su propio interés, sino en la medida en que actúa según un principio impersonal que es válido tanto para los otros como para él mismo. Ésta es la esencia de la moralidad; mas si deseamos someter a test la máxima de una acción propuesta debemos preguntar si, de ser universalmente adoptada, esa máxima produciría una armonía sistemática de objetivos en el individuo y en la especie humana. Solamente en el caso de que produjera tal resultado podríamos decir que la máxima en cuestión era adecuada para ser deseada como una ley moral universal.

La aplicación de semejante test es manifiestamente imposible sin un conocimiento empírico de la naturaleza humana, cosa que Kant da por sentada en sus ilustraciones.

[Págs. 107-110: Ilustraciones]

Los deberes pueden ser divididos en deberes para con uno mismo y deberes para con los otros, y nuevamente en deberes perfectos e imperfectos. Esto nos da cuatro

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tipos principales de deber, y Kant nos ofrece una ilustración de cada uno a fin de mostrar que su fórmula puede ser aplicada a los cuatro.

Un deber perfecto es el que no admite ninguna excepción en los intereses de la inclinación. Bajo esta etiqueta coloca como ejemplos la prohibición del suicidio o la de hacer una falsa promesa para recibir un préstamo. No tenemos derecho a cometer suicidio porque sintamos una fuerte inclinación a cometerlo, ni tampoco tenemos derecho a pagar nuestra deuda a un hombre y no a otro porque resulta que nos gusta más el primero. En el caso de deberes imperfectos, la postura es diferente: estamos obligados solamente a adoptar la máxima de desarrollar nuestros talentos y de ayudar a los otros, y tenemos derecho en alguna medida a decidir arbitrariamente qué talentos queremos desarrollar y a qué personas queremos ayudar. Aquí hay disponible un cierto «espacio» o «terreno de juego» para la mera inclinación.

En el caso de los deberes para con uno mismo, Kant asume que nuestras diversas capacidades tienen una función natural o propósito en la vida. Es un deber perfecto no traicionar tales propósitos; y también es un deber positivo, aunque imperfecto, desarrollar tales capacidades.

En el caso de los deberes para con los otros, tenemos un deber perfecto de no impedir la realización de una posible armonía sistemática de objetivos entre los hombres; y tenemos un deber positivo, aunque imperfecto, de promover la realización de semejante armonía sistemática.

Las cualificaciones anejas a tales principios son necesariamente omitidas en una obra como la Fundamentación.

[Págs. 110-111: El canon del juicio moral]

El canon general que regula el juicio moral es que deberemos desear que la máxima de nuestra acción se convierta en una ley universal (de libertad). Cuando consideramos a nuestras máximas como posibles leyes (teleológicas) de la naturaleza, encontramos que algunas de ellas no pueden ni siquiera ser concebidas como tales leyes: por ejemplo, una ley que pretendiera que el amor propio (que considerado como perteneciente a una ley de la naturaleza se torna en algo semejante a un sentimiento —o instinto— de auto-preservación) debería a la vez potenciar y dest

ruir la vida es inconcebible. En un caso semejante, la máxima es opuesta al deber perfecto o estricto. Otras máximas, aunque no fueran inconcebibles como posibles leyes (teleológicas) de la naturaleza, no podrían ser sin embargo consistentemente deseadas como tales leyes: sería inconsistente o incongruente desear, por ejemplo, que los hombres poseyesen talentos y que sin embargo no los utilizasen nunca. Las máximas de este tipo se opondrían al deber imperfecto.

Con independencia de lo que se piense de los detalles de la argumentación kantiana —y el argumento contra el suicidio es particularmente débil—, tenemos que

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preguntarnos si la concepción teleológica del cuerpo humano es necesaria para la medicina.

 Igualmente debería observarse que en opinión de Kant, las cuestiones morales no son meramente cuestiones acerca de lo que podemos pensar, sino de lo que podemos desear, y que la acción mala envuelve, no una contradicción teórica, sino una oposición (o antagonismo) de la inclinación hacia una voluntad racional que se supone estar en algún sentido realmente presente en nosotros.

[Págs. 112-114: La necesidad de la ética pura]

Kant vuelve a reiterar aquí sus anteriores opiniones sobre este tema.

[Págs. 114-117: La Fórmula del Fin en Sí mismo]

Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio.

Esta fórmula revela un segundo aspecto de toda acción; pues, además de tener un principio, toda acción racional debe tener también presente un fin. Los fines —al igual que los principios— pueden ser meramente subjetivos: pueden ser arbitrariamente adoptados por un individuo. Como ya hemos visto, los fines subjetivos o rela

tivos que un agente particular se propone son sólo el fundamento de los imperativos hipotéticos, y su valor es relativo y condicionado. Si concurrieran también fines objetivos dados por la razón, fines que un agente totalmente racional perseguiría necesariamente en todas las circunstancias, tales fines tendrían un valor absoluto e incondicionado. Serían también fines que un agente imperfectamente racional debería perseguir si fuera lo suficientemente irracional como para verse tentado a conducirse de otra manera.

Tales fines no pueden ser meros productos de nuestras acciones, porque —como hemos venido diciendo— ningún simple producto de nuestro obrar puede tener un valor absoluto e incondicionado. Deben ser fines ya existentes; y su mera existencia impondría sobre nosotros el deber de perseguirlos (en la medida en que nos fuera posible). Esto quiere decir que tales fines serían el fundamento de un imperativo categórico, al igual que los fines solamente subjetivos son el fundamento de los imperativos hipotéticos. Estos fines pueden ser descritos como fines en sí mismos — no meramente como fines relativos a agentes racionales particulares.

Únicamente los agentes racionales o personas pueden ser fines en sí mismos. Puesto que

 son sólo ellos los portadores de un valor incondicionado y absoluto, no pueden ser usados sin más como medios para un fin cuyo valor es sólo relativo. Sin la existencia de tales fines en sí mismos, no existiría ningún bien incondicionado,

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ningún principio supremo de acción, y por tanto —para los seres humanos— ningún imperativo categórico. De este modo, al igual que nuestra primera fórmula, la Fórmula del Fin en Sí mismo se sigue de la esencia misma del imperativo categórico —dando por sentado que recordamos que toda acción ha de tener un fin al igual que un principio—.

Kant añade a esto la idea de que todo agente racional concibe necesariamente así su propia existencia apoyándose en fundamentos que son válidos para todo agente racional como tal. La justificación de este proceder depende, sin embargo, de su propia Idea de libertad, cuya discusión será abordada más adelante.

La nueva fórmula, al igual que la primera, debe desplegarse en imperativos categóricos particulares cuando es aplicada a la naturaleza especial del hombre.

[Págs. 118-119: Ilustraciones]

El mismo conjunto de ejemplos exhibe aún más claramente las presuposiciones necesarias para cualquier test o demostración del modo en que el imperativo categórico puede ser aplicado. Tenemos un deber perfecto de no usarnos a nosotros mismos o a otros meramente como medios para la satisfacción de nuestras inclinaciones. Tenemos un deber imperfecto, aunque positivo, de ampliar los fines que la naturaleza ha puesto en nosotros mismos y en los otros —es decir, de perseguir nuestra propia perfección y la felicidad de los otros—.

Como el mismo Kant indic

a en un pasaje, estamos comprometidos solamente con tipos muy generales de deber. Sería por tanto bastante injusto reprocharle no haber descendido a ocuparse de todas las cualificaciones necesarias para tratar con problemas especiales.

[Pág. 120: La fórmula de la autonomía]

Actúa de modo tal que tu voluntad pueda ser considerada al mismo tiempo como legisladora universal a través de sus máximas.

Esta formulación puede ser tomada a primera vista como una mera repetición de la Fórmula

 de la Ley Universal. Pero tiene, sin embargo, la ventaja de hacer explícita la doctrina que

 el imperativo categórico nos impone de no seguir sin más una ley universal, sino de seguir una ley universal que nosotros mismos hemos establecido como agentes racionales y que nosotros mismos particularizamos también a través de nuestras máximas. Ésta es para Kant la más importante formulación del principio supremo de la moralidad, puesto que conduce directamente a la Idea de libertad. Estamos sujetos a la ley moral sólo porque ésta es la necesaria expresión de nuestra propia naturaleza como agentes racionales.

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Pese a la oscuridad de su argumentación, la Fórmula de la Autonomía es el resultado de combinar la Fórmula de la Ley Universal y la Fórmula del Fin en Sí mismo. No sólo hemos visto que estamos obligados a obedecer a la ley por virtud de su universalidad (su validez objetiva para todos los agentes racionales); también hemos visto que los agentes racionales como sujetos son el fundamento de este imperativo categórico. Si esto es así, entonces la ley que estamos obligados a obedecer debe ser el producto de nuestra propia voluntad (en la medida en que somos agentes racionales) —o sea, que se funda en «la Idea de la voluntad de todo ser racional como voluntad legisladora universal»—.

Kant vuelve a precisar este punto un poco más adelante diciendo simplemente — página 129— que el ser racional se caracteriza «porque justamente esa aptitud de sus máximas para la legislación universal [es] lo que lo distingue como fin en sí mismo». Si un agente racional es verdaderamente un fin en sí mismo, tiene que ser a su vez el autor de las leyes que él mismo está obligado a obedecer, y esto es lo que da a ese agente su valor supremo.

[Págs. 120-122: La exclusión del interés]

El imperativo categórico excluye el interés, pues dice simplemente «Debo hacer esto», pero no dice «Debo hacer esto si ocurre que deseo eso». Esta exclusión quedaba implícita en nuestras anteriores formulaciones por el mero hecho de ser formulaciones de un imperativo reconocido como categórico. Ahora se hace explícita en la Fórmula de la Autonomía. Una voluntad puede estar sujeta a las leyes por razón de algún interés (como hemos visto en los imperativos hipotéticos). Una voluntad que no se sujete a la ley por razón de ningún interés, puede sujetarse solamente a las leyes que ella misma se dicta. Sólo cuando concebimos a la voluntad como autora de sus propias leyes, nos es posible entender el modo en que el imperativo puede excluir al interés y ser así categórico. El mérito supremo de la Fórmula de la Autonomía es éste: con la afirmación expresa de una voluntad racional que se da a sí misma las leyes que está obligada a obedecer, el carácter esencial del imperativo categórico es por primera vez explícitamente formulado. De aquí que la Fórmula de la Autonomía se siga directamente del carácter del propio imperativo categórico.

Todas las filosofías que pretenden explicar la obligación moral por cualquier tipo de interés, tornan inconcebible el imperativo categórico y niegan con eso la moralidad. Puede decirse que todas ellas proponen la doctrina de la heteronomía —es decir, describen a la voluntad como ligada sólo por una ley cuyo origen está en algún objeto o fin que es distinto de la voluntad misma—. Las teorías de este tipo sólo son capaces de producir imperativos hipotéticos, y por tanto no morales.

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[Págs. 123-124: La Fórmula del Reino de los Fines]

Actúa por tanto como

 si mediante tus máximas fueras un miembro legislador del reino de los fines.

Esta formulación se sigue directamente de la Fórmula de la Autonomía. Así, en tanto que agentes racionales que están sujetos sin excepción a la leyes universales que ellos mismos se dictan, estos agentes constituyen un reino, es decir un Estado o Comunidad. Puesto que estas leyes obligan a los legislados a tratarse mutuamente como fines en sí mismos, el reino así constituido es un reino de Fines. Y estos fines incluyen como fines en sí mismos no solamente a las personas, sino también a los fines personales que cada una de ellas pueda fijarse de acuerdo con la ley universal. El concepto de Reino de los Fines se conecta con la Idea de un mundo inteligible en el capítulo final.

Debemos distinguir entre los miembros de este reino (todos ellos agentes racionales finitos) y su cabeza suprema (un agente racional infinito). Como miembros legisladores de tal reino, los agentes racionales poseen lo que se denomina «dignidad» —esto es, un intrínseco, incondicionado e incomparable caudal de valor o de excelencia—.

[Págs. 124-126: La dignidad de la virtud]

Una cosa tiene un precio si es posible encontrar un sustituto o equivalente de ella. Tiene dignidad o excelencia si no admite ningún equivalente.

Sólo la moralidad o virtud tienen dignidad —y la humanidad en la medida en que sea capaz de moralidad—. En este sentido, no puede ser comparada con las cosas que tienen valor económico (un precio de mercado), o ni siquiera con las cosas que tienen valor estético (un precio del gusto). El valor incomparable de un hombre bueno le viene de su condición de ser un miembro legislador del Reino de los Fines.

[Págs. 126-127: Revisión de las fórmulas]

En la revisión final, sólo se han mencionado tres fórmulas: (1) la Fórmula de la Ley de la Naturaleza, (2) la Fórmula del Fin en Sí mismo, y (3) la Fórmula del Reino de los Fines. Se dice que la primera fórmula está ligada con la forma de una máxima moral —es decir, con su universalidad; la segunda con su materia— o sea, con sus fines; mientras que la tercera combina la forma y la materia. En adición a esto, la Fórmula de la Ley Universal es mencionada como el test de aplicación más estricta (presumiblemente porque se interesa por el motivo de la acción moral). El objetivo de las otras es el de acercar a la intuición (o a la imaginación) la Idea del deber.

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La Fórmula del Reino de los Fines recibe una nueva versión: «Todas las máximas procedentes de nuestra actividad como legisladores deben armonizar tanto con un posible reino defines como con un reino de la naturaleza». El reino de la naturaleza no ha sido mencionado antes, pero parece estar con el reino de los fines en la misma relación en que la ley universal de la naturaleza está con la ley universal de la libertad. Kant deja perfectamente claro que cuando considera a la naturaleza bajo el prisma de portadora de una analogía para la moralidad, la está considerando en una dimensión teleológica.

La Fórmula de la Autonomía está aquí entremezclada con la Fórmula del Reino de los Fines.

[Págs. 127-131: Revisión del entero argumento]

La revisión final resume de principio a fin todo el argumento —desde el concepto de una voluntad buena hasta el concepto de la dignidad de la virtud y de la del hombre en tanto que susceptible de ser virtuoso—. Las transiciones de una fórmula a otra son simplificadas y de alguna forma mejoradas. La adición más notable es, sin embargo, la explicación del reino de la

 naturaleza. El reino de los fines sólo puede ser realizado si todos los hombres obedecen al imperativo categórico, pero ni siquiera esto sería suficiente: a menos que la naturaleza misma coopere con nuestros esfuerzos morales, este ideal no puede ser alcanzado nunca. No podemos confiar en la cooperación de los otros hombres ni tampoco en la de la naturaleza, pero, a pesar de ello, el imperativo que nos obliga a actuar como miembros legisladores de un singular reino sigue siendo categórico. Tenemos que perseguir ese ideal como si esperásemos obtener resultados seguros, y esta persecución desinteresada del ideal moral es precisamente la fuente de la dignidad del hombre y el patrón contra el cual debe ser juzgado.

[Págs. 131-132: Autonomía de la voluntad]

Hemos mostrado mediante un argumento analítico que el principio de la autonomía de la voluntad (y en consecuencia la existencia de un imperativo categórico que induce a la acción de acuerdo con tal autonomía) es una condición necesaria de la validez de los juicios morales. Sin embargo, si queremos establecer la validez del principio de autonomía, tenemos que rebasar nuestros juicios sobre las acciones morales y entrar en una crítica de la razón pura práctica.

[Págs. 132-133: Heteronomía de la voluntad]

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Toda filosofía moral que rechace el principio de autonomía ha de retrotraerse a u

n principio de heteronomía: tiene que admitir que la ley que gobierna la acción humana depende, no de la voluntad misma, sino de objetos que son distintos de la voluntad. Tal concepción sólo puede dar lugar a imperativos hipotéticos, y por tanto no morales.

[Pág. 133: Clasificación de los principios heterónomos]

Los principios heterónomos son o empíricos o racionales. Cuando son empíricos, el principio que los guía es siempre la búsqueda de Infelicidad, aunque algunos de ellos pueden estar basados en sentimientos naturales de placer y dolor, mientras que otros pueden fundarse en un sentimiento supuestamente moral o sentido moral. Cuando son racionales, el principio que los guía es siempre la búsqueda de la perfección, ya se trate de una perfección a alcanzar por nuestra propia voluntad, o de una perfección que supuestamente existe ya en la voluntad de un Dios que impone ciertas tareas a nuestra voluntad.

[Págs. 134-135: Principios empíricos de la heteronomía]

Puesto que todos los principios empíricos están basados en el sentido y por tanto care

cen de universalidad, son bastante inapropiados para servir de base a la ley moral. El principio de buscar la propia felicidad es el más cuestionable. Todos tenemos un derecho (e incluso un deber indirecto) a buscar nuestra propia felicidad en la medida en que ésta sea compatible con la ley moral; pero ser feliz es una cosa y ser bueno es otra; y confundir las dos cosas es abolir la distinción específica entre virtud y vicio.

La doctrina del sentido moral tiene al menos el mérito de encontrar una satisfacción directa en la virtud y no meramente satisfacción en sus pretendidos resultados agradables. Kant reconoce siempre la realidad del sentimiento moral, pero insiste en que éste es una consecuencia de nuestro reconocimiento de la ley: el sentimiento moral no puede proporcionar por sí mismo un patrón uniforme para nosotros y menos aún legislar para otros. La doctrina del sentido moral debe ser clasificada en última instancia juntamente con las doctrinas que consideran al placer o a la felicidad como el único bien, puesto que también ella encuentra el bien en la satisfacción de un tipo particular de sentimiento.

[Págs. 135-136: Principios racionales de heteronomía]

El principio racional de la perfección como un fin a alcanzar por nosotros es el mejor de los principios heterónomos de la moralidad propuestos, puesto que al menos

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éste apela a la razón para tomar una decisión. Sin embargo, en la medida en que sólo nos ofrece el máximum de realidad apropiada a nosotros, resulta totalmente vago; y si incluye la perfección moral, es obviamente circular. El propio Kant sostiene que la ley moral nos ofrece cultivar nuestras dotes naturales (el ejercicio de nuestros talentos) y nuestra perfección moral (el cumplimiento del deber por el deber mismo). Sus objeciones van dirigidas contra la idea de que debemos obedecer la ley moral a fin de conseguir nuestra propia perfección.

El principio teológico que dice que ser moral consiste en obedecer la voluntad perfecta de Dios debe ser claramente rechazado. Si suponemos que Dios es bueno, esta suposición implica que ya conocemos lo que es la bondad moral, y nuestra teoría se convierte en un círculo vicioso. Si, por otra parte, excluimos la bondad de nuestro concepto de la voluntad de Dios y lo concebimos meramente como un Ser todopoderoso, basamos la moralidad en el miedo a una voluntad arbitraria pero irresistible. Un sistema moral de esta especie está en franca oposición con la moralidad. Aunque la opinión de Kant es que la moralidad debe conducir a la religión, ella no puede ser derivada de la religión.

[Págs. 136-137: El fracaso de heteronomía]

Todas estas doctrinas suponen que la ley moral tiene que ser derivada, no de la voluntad misma, sino de algún objeto de la voluntad. Al ser heterónomas, no pueden ofrecernos ningún imperativo moral o categórico y han de considerar que la acción moralmente buena es buena no en sí misma, sino meramente como medio para llegar a un resultado anticipado. Con eso destruyen todo interés inmediato en la acción moral, y colocan al hombre bajo una ley de la naturaleza más que bajo una ley de la libertad.

[Págs. 137-138: La posición del argumento]

Todo lo que Kant pretende haber conseguido es mostrar mediante una argumentación analítica que el principio de autonomía es la condición necesaria de todos nuestros juicios morales. Si existe una cosa tal como la moralidad, y si nuestros juicios morales no son meramente quiméricos, entonces el principio de autonomía debe ser aceptado. Muchos pensadores podrían tomar todo esto como una prueba suficiente de este principio, pero Kant no considera que su argumento sea una prueba. Él no ha establecido ni siquiera la verdad del principio de autonomía, y mucho menos pretende haberlo probado.

El principio de autonomía y su correspondiente imperativo categórico son proposiciones

 sintéticas a priori: estas proposiciones afirman que un agente racional

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—que tuviera control sobre sus pasiones— tendría que actuar necesaria y únicamente de acuerdo con máximas que le hicieran considerarse a sí mismo como legislador universal, y que estaría obligado a actuar así si fuera lo suficientemente irracional como para verse tentado a actuar de otra manera. Una tal proposición requiere un uso sintético de la razón pura práctica, y a esto no podemos aventurarnos sin contar con una crítica de este poder de la razón misma.

AL CAPÍTULO III BOSQUEJO DE UNA CRÍTICA DE LA RAZÓN PRÁCTICA

[Págs. 139-141: Libertad y autonomía]

Cuando consideramos a la voluntad (o razón práctica), podemos definirla como un tipo de causalidad (un poder de acción causal) propia de los seres vivos en la medida en que son racionales. Para describir como libre a esta voluntad habría que decir que la voluntad puede actuar causalmente sin que esta actuación suya sea causada por nada distinto de ella misma. Los seres no racionales pueden actuar causalmente sólo en la medida en que su actuación está causada por algo distinto de ellos mismos, y esto es lo que se entiende por necesidad natural en tanto que opuesta a la libertad: si una bola de billar causa el movimiento de otra, lo hace sólo porque ella misma ha sido causada a moverse por alguna otra cosa.

La descripción de la libertad dada hasta aquí ha sido negativa. Pero una voluntad libre que careciera de leyes sería auto-contradictoria, y para que nuestra descripción de ella

 fuera positiva tendríamos que decir que una voluntad libre actúa de acuerdo con leyes, pero que esas leyes no podrían serle impuestas por nada ni nadie fuera de ella misma; porque, si lo fueran, serían meramente leyes de necesidad natural. Si las leyes de la libertad no pueden ser impuestas por otros (si se nos permite la expresión), entonces tienen que ser autoimpuestas. Lo cual quiere decir que la libertad se identifica con la autonomía; y puesto que la autonomía es el principio de la moralidad, una voluntad libre sería una libertad sujeta a leyes morales.

Así pues, en el momento en que supusiéramos la libertad, la autonomía, y por tanto la

 moralidad, se seguirían por el mero análisis del concepto de libertad. Sin embargo, como hemos visto, el principio de autonomía es una proposición sintética a priori y por tanto sólo puede ser justificada aduciendo un tercer término que conecte el sujeto y el predicado de la proposición. El concepto positivo de libertad suministra, o nos dirige a, este tercer término; pero hemos de ampliar nuestra preparación si queremos mostrar qué es este tercer término y deducir la libertad del concepto de la

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razón pura práctica.

[Págs. 141-142: La libertad como presupuesto necesario]

Si la moralidad va a ser derivada de la libertad, y si —como hemos mantenido— la moralidad ha de ser válida para todos los seres racionales en tanto que tales, tendríamos al parecer que probar que la voluntad de un ser racional como tal es necesariamente libre. Pero esto no puede ser probado por ninguna experiencia de una acción meramente humana, ni tampoco admite prueba alguna desde el punto de vis

ta de una teoría filosófica. Para fines de acción, sin embargo, bastaría con que pudiésemos mostrar que un ser racional puede actuar solamente bajo el presupuesto de la libertad; porque si esto fuera así, las leyes morales ligadas con la libertad serían tan válidas para él como su conocimiento de que era libre.

La razón como tal debe funcionar necesariamente bajo el presupuesto de que es libre tanto negativa como positivamente: tiene que presuponer que no está determinada por influencias externas y que ella es la fuente de sus propios principios. Si un sujeto racional supone que sus juicios están determinados, no por principios racionales, sino por impulsos externos, no podría considerar esos juicios como suyos propios. Y esto debe ser igualmente cierto de la razón práctica: un agente racional debe verse a sí mismo como capaz de actuar bajo sus propios principios racionales y sólo así puede considerar a su voluntad como suya propia. Esto equivale a decir que, desde un punto de vista práctico, todo agente racional tiene que presuponer que su voluntad es libre. La libertad es un presupuesto necesario de toda acción al igual que de todo pensar.

[Págs. 143-145: Interés moral y el círculo vicioso]

Hemos sostenido que, en la acción, los seres racionales han de presuponer su p

ropia libertad y que de este presupuesto se sigue necesariamente el principio de autonomía y en consecuencia el correspondiente imperativo categórico. De este modo hemos formulado al menos el principio de moralidad de un modo más preciso que antes. Mas ¿por qué debería yo simplemente como ser racional sujetarme, e igualmente los otros seres racionales, a este principio? ¿Por qué tendría que asignar tal valor supremo a la acción moral y experimentar en esto una satisfacción personal en comparación con la cual el placer no sería nada? ¿Por qué tendría que poner todo mi interés en la excelencia moral por sí misma? ¿Hemos dado realmente una respuesta convincente a estas difíciles cuestiones?

Es sin duda cierto que de hecho nos interesamos por la excelencia moral, pero este

 interés surge solamente porque asumimos que la ley moral obliga. Pero aún no

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hemos visto de qué manera puede obligar esa ley moral. Da la impresión de que hemos caído en un círculo vicioso: hemos sostenido que debemos suponer que somos libres porque estamos bajo el dominio de leyes morales, y luego hemos argumentado que debemos estar bajo el dominio de leyes morales porque nosotros hemos dado por supuesto que somos libres. Pero un razonamiento semejante está muy lejos de poder ofrecer una justificación de la ley moral.

[Págs. 145-148: Los dos puntos de vista]

Para escapar de tal círculo vicioso debemos preguntarnos si no hemos adoptado dos

 diferentes puntos de vista desde los cuales contemplamos nuestras acciones. ¿Adoptamos un punto de vista cuando nos vemos a nosotros mismos actuando libremente, y otro cuando contemplamos nuestras acciones como sucesos observados?

Esta doctrina de los dos puntos de vista es una parte esencial de la Filosofía Crítica kantiana que hasta ahora ha quedado relegada en el fondo. Al ocuparse de ella, Kant tiene que enfrentarse con una dificultad: no puede asumir que los argumentos elaborados en la Crítica de la razón pura son conocidos por sus lectores, pero tampoco puede repetir aquellos razonamientos tan elaborados en un breve tratado sobre ética. Y en consecuencia tiene que recurrir a algunas consideraciones más bien elementales que, tomadas en sí mismas, no pueden ser muy convincentes.

Todas las ideas transmitidas a nuestros sentidos nos llegan sin ningún acto de volición

 por nuestra parte. Asumimos que esas ideas proceden de los objetos, pero mediante las ideas de este modo introducidas en nosotros sólo nos cabe conocer a los objetos tal como éstos nos afectan: lo que los objetos sea en sí, no nos es posible conocerlo. Y esta situación da lugar a una distinción entre cosas tal como se nos aparecen y cosas tal como son en sí mismas —o, nuevamente, entre apariencias y cosas en sí—. Sólo nos es dado conocer las apariencias; pero tras las apariencias debemos asumir cosas en sí, aunque nunca podamos conocer estas cosas tal como son en sí mismas, sino sólo tal como nos afectan a nosotros. Y esto establece una distinción aproximada —sólo aproximada— entre un mundo sensible (un mundo dado a los sentidos o al menos filtrado a través de los sentidos) y un mundo inteligible (un mundo que podemos concebir pero nunca conocer, puesto que todo conocimiento humano requiere una combinación de sentido y concepción).

Esta distinción se aplica igualmente al conocimiento que tiene el hombre de sí mismo. Por el sentido interno (la introspección) puede conocerse a sí mismo sólo tal como él

 se aparece, pero detrás de esta apariencia debe asumir que existe un Ego tal como es en sí mismo. En la medida en que el hombre conoce su sentido interno, y en la medida en que es capaz de recibir sensaciones de manera pasiva, el hombre tiene que considerarse a sí mismo como perteneciente al mundo sensible. Sin embargo, en

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la medida en que puede ser capaz de una actividad pura separada del sentido, debe también considerarse como perteneciente al mundo inteligible. El mundo inteligible es descrito aquí como un mundo «intelectual» —un mundo que es inteligible porque es inteligente— aunque se añade que de este mundo no podemos conocer ninguna cosa más.

Ahora el hombre se ve de hecho a sí mismo como actividad pura separado del sentido. Debería observarse que Kant recurre aquí, como hizo anteriormente, a la razón teórica, aunque ahora toma a la razón en su propio y especial sentido Crítico. Nosotros poseemos la potencia espontánea del «entendimiento» que (sin duda con la colaboración de otros factores) produce por sí mismo conceptos (o categorías) tales como los de causa y efecto, y utiliza esos conceptos para colocar bajo reglas a las ideas del sentido. De este modo, a pesar de su genuina espontaneidad, el entendimiento sigue ligado con el sentido, y separado del sentido sería incapaz de pensar nada en absoluto. La «razón», por otra parte, es una potencia de Ideas —es decir, produce conceptos (de lo incondicionado)— que trascienden absolutamente al sentido y no puede tener ejemplos dados al sentido. A diferencia del entendimiento, la razón exhibe una espontaneidad pura que es enteramente independiente del sentido.

En virtud de esta espontaneidad, el hombre puede concebirse a sí mismo como perteneciendo, qua inteligencia, al mundo inteligible y como sujeto a leyes que tienen su fundamento en la razón sola. Pero en la medida en que posee sentidos y se conoce a sí mismo mediante el sentido interno, tiene que verse a sí mismo como perteneciente al mundo sensible y como sujeto a las leyes de la naturaleza. Éstos son los dos puntos de vista desde los cuales un ser racional finito ha de contemplarse a sí mismo.

Esta doctrina se aplica igualmente a la razón pura práctica. Puesto que desde un punto de vista el hombre, como ser finito racional, debe concebirse como perteneciente al mundo inteligible, tiene que concebir a su voluntad como libre de determinación por causas sensuales y como sujeto a leyes que tienen su fundamento en la razón sola. Decir esto es decir que el hombre no puede concebir nunca la acción causal de su propia voluntad como ajena a la Idea de libertad. De este modo, como ser racional, tiene que actuar solamente bajo la presuposición de la libertad, de lo cual se siguen, como hemos visto, el principio de autonomía y el imperativo categórico.

La sospecha de círculo vicioso ha sido eliminada ahora. Desde la perspectiva de agente racional que se concibe a sí mismo como libre y como miembro del mundo inteligible, el hombre tiene que reconocer el principio de autonomía. Cuando se piensa a sí mismo como miembro tanto del mundo inteligible como del sensible, tiene que reconocer el principio de autonomía como un imperativo categórico.

En toda esta explicación, Kant no deja totalmente claro si su inferencia procede desde su condición de miembro del mundo inteligible a la libertad o viceversa. Podría muy bien pensarse que nos concebimos a nosotros mismos como libres en la acción y también como miembros del mundo inteligible sólo porque hemos reconocido ya el

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principio de autonomía y el imperativo categórico; y ciertamente éste parece ser el punto de vista del propio Kant en la Crítica d

e la razón práctica. En todo caso, su comparación entre razón pura teórica y razón pura práctica es de un enorme interés; y no debemos olvidar que así como la razón pura teórica concibe las Ideas de lo incondicionado, así la razón pura práctica busca realizar en la acción la Idea de una ley incondicionada.

[Págs. 149-151: ¿Cómo es posible un imperativo categórico?]

Como agente racional finito, el hombre debe considerarse a sí mismo desde dos puntos de vista diferentes —en primer lugar como miembro del mundo inteligible, y en segundo como miembro del mundo sensible—. Si yo fuera únicamente miembro del mundo inteligible, todas mis acciones concordarían con el principio de autonomía; si yo fuera únicamente una parte del mundo sensible, esas acciones estarían necesariamente sujetas por entero a la ley de la naturaleza. En este punto llegamos desgraciadamente a un argumento que puede ser nuevo, pero que es ciertamente confuso en su expresión y difícil de interpretar. El mundo inteligible contiene el fundamento del mundo sensible y también de sus leyes. De esta premisa (que de por sí requiere una considerable expansión) parece Kant inferir que la ley que gobierna mi voluntad como miembro del mundo inteligible, debe gobernar mi voluntad pese al hecho de que yo también soy (desde otro punto de vista) miembro del mundo sensible.

Esto parece ser un argumento metafísico de la superior realidad del mundo inteligible y por tanto de la voluntad racional, pero tal interpretación es al parecer inmediatamente repudiada por Kant, quien nos dice que el «yo debo» es una proposición sintética a priori; y el tercer término que conecta este «debo» con la voluntad de un agente racional

 imperfecto como yo es la Idea de

 esa misma voluntad, considerada, sin embargo, como una voluntad pura que pertenece al mundo inteligible. Esta Idea es al parecer ese tercer término al que nos dirigía la voluntad, según se dijo al final de la primera sección del presente capítulo, y que puede ser ciertamente descrito como una Idea más precisa de libertad —esto es, de una voluntad libre—. Se dice que su papel es más o menos similar al que juegan las categorías en las proposiciones sintéticas a priori, que son necesarias para nuestra experiencia de la naturaleza.

Esta doctrina queda confirmada por una llamada a nuestra conciencia moral ordinaria tal como existe incluso en un hombre malvado. El «yo debo» moral es realmente un «yo quiero» para el hombre considerado como miembro del mundo inteligible. Es concebido como un «yo debo» solamente porque el hombre se considera también miembro del mundo sensible y sujeto por tanto a las exigencias de los deseos sensuales.

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[Págs. 151-152: La antinomia de libertad y necesidad]

El argumento de Kant plantea obviamente el problema de la libertad y la necesidad.

 Este problema constituye lo que Kant llama una «antinomia» —o sea, la presencia de dos proposiciones mutuamente conflictivas cada una de las cuales parece ser la conclusión necesaria de un argumento irrefutable—.

El concepto de libertad es una Idea de la razón sin la cual no habría juicios morales, tal como el concepto de necesidad natural (o de causa y efecto) es una categoría del entendimiento sin la cual no podría haber conocimiento de la naturaleza. Pero los dos conceptos son al parecer incompatibles entre sí.

De acuerdo con el primer concepto, nuestras acciones deben ser libres; y de acuerdo con el segundo, nuestras acciones (como sucesos en el mundo conocido de la naturaleza) deben estar gobernadas por las leyes de causa y efecto. La razón tiene que mostrar que no hay una genuina contradicción entre los dos conceptos, o en caso contrario abandonar la libertad en favor de la necesidad natural, que tiene al menos la ventaja de estar confirmada en la experiencia.

[Págs. 152-154: Los dos puntos de vista]

Sería imposible resolver la contradicción si nos concibiéramos a nosotros mismos como libres y como determinados en el mismo sentido y en la misma relación. Tenemos que mostrar que la contradicción surge del hecho de que nos concebimos en dos sentid

os y relaciones, y que desde este doble punto de vista, estas dos características no solamente pueden, sino que deben, ser combinadas en el mismo sujeto. Ésta es tarea que la filosofía especulativa ha de cumplir si la filosofía práctica (o moral) quiere verse liberada de las heridas que puedan causarle los ataques externos.

Los dos puntos de vista en cuestión son los que ya hemos encontrado. El hombre debe —desde dos puntos de vista— considerarse a sí mismo como miembro del mundo inteligible y como parte del mundo sensible. Una vez que se comprende esto, la contradicción desaparece. El hombre puede, y ciertamente debe, sentirse libre como miembro del mundo inteligible y determinado como parte del mundo sensible; no hay contradicción alguna en suponer que como apariencia en el mundo sensible, el hombre está sujeto a leyes que no le son aplicables como cosa en sí misma. Así, el hombre no se considera responsable de sus deseos e inclinaciones, pero sí se considera responsable de ceder a ellos en detrimento de la ley moral.

Kant habla en este pasaje como si nosotros supiéramos que el mundo inteligible está gobernado por la razón. Pero inmediatamente procede a cualificar esta aventurada manifestación.

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[Págs. 155-156: No hay conocimiento del mundo inteligible]

Al concebir así al mundo sensible y al pensarse a sí misma en el mundo inteligible, la

 razón práctica no traspasa sus límites: lo haría sólo si pretendiera conocer el mundo inteligible y así intuirse ella misma en el mundo inteligible (puesto que todo conocimiento humano requiere intuición sensitiva al igual que conceptos). Nuestro pensamiento del mundo inteligible es negativo —es decir, es sólo el pensamiento de un mundo que no es conocido mediante los sentidos—. Sin embargo, este tipo de pensamiento 

nos permite no sólo concebir a la voluntad como negativamente libre (libre de determinaciones por causas sensuales), sino también concebirla como positivamente libre (libre para actuar por su propio principio de autonomía). Sin este concepto del mundo inteligible, tendríamos que considerar a nuestra voluntad como completamente determinada por causas sensuales, por lo cual este concepto (o punto de vista) es necesario si vamos a considerar a esa voluntad nuestra como racional y como libre. Es cierto que cuando nos pensamos a nosotros mismos en el mundo inteligible, nuestro pensamiento está dominado por la Idea de un orden y una ley diferentes de los existentes en el mundo del sentido: aquí nos resulta necesario concebir este mundo inteligible como la totalidad de seres racionales considerados en tanto que cosas en sí. Sin embargo, esto no es en absoluto una afirmación de conocimiento del mundo inteligible, sino sencillamente la pretensión de que es posible concebirlo como compatible con la condición formal de la moralidad: el principio de autonomía.

[Págs. 156-157: No hay explicación de la libertad]

La razón traspasaría todos sus límites si pretendiera explicar cómo es posible la libertad, o, dicho en otras palabras, cómo la razón pura puede ser práctica.

Lo único que nosotros podemos explicar son los objetos de la experiencia, y explicarlos consiste en colocarlos bajo las leyes de la naturaleza (las leyes de causa y efecto). La libertad, sin embargo, no es más que una Idea: ella no nos aporta ejemplos que puedan ser conocidos por la experiencia y puedan ser colocados bajo la ley de causa y efecto. Es obvio que no podemos explicar una acción libre fijándole su causa, y esto significa que no podemos explicarla en absoluto. Todo lo que podemos hacer es defender la libertad de los ataques de aquellos que afirman saber que la libertad es imposible. Los que hacen esto aplican muy adecuadamente las leyes de la naturaleza al hombre considerado como una apariencia; pero continúan considerando a éste como una apariencia cuando se les pide que lo conciban, qua inteligencia, como también una cosa en sí. Insistir en considerar al hombre solamente desde un punto de vista es claramente excluir la posibilidad de considerarlo a la vez como libre y determinado; pero esta aparente contradicción se disolvería si se pararan a reflexionar

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que las cosas en sí que deben ocultars

e tras las apariencias como fundamentos de éstas y las leyes que gobiernan a las cosas en sí, no necesitan ser las mismas que las leyes que gobiernan las apariencias.

[Págs. 157-158: No hay explicación del interés moral]

Decir que no podemos explicar cómo es posible la libertad es decir también que no podemos explicar cómo es posible que nos interesemos por la ley moral.

El interés brota sólo mediante una combinación de sentimiento y razón. Un impulso sensitivo se torna en interés sólo cuando es concebido por la razón, y en consecuencia los intereses se encuentran solamente en los agentes racionales finitos que son también sensitivos. Los intereses pueden ser considerados como los motivos de la acción humana, pero hemos de recordar que hay dos clases de interés. Cuando el interés está basado en el sentimiento y el deseo despertados por algún objeto de la experiencia, podemos decir que tenemos un interés mediato (o patológico) por la acción apropiada para conseguir el objeto. Cuando el interés está provocado por la Idea de la ley moral, podemos decir que ponemos un interés inmediato (o práctico) en la acción deseada de acuerdo con esta Idea.

La base del interés que ponemos en la acción moral es lo que se llama «sentimiento moral». Este sentimiento es el resultado de reconocer el carácter vinculante de la ley moral, y no —como a menudo se sostiene— la medida de nuestros juicios morales.

Esto significa que la razón pura, mediante su Idea de la ley moral, debe ser la causa de un sentimiento moral que puede ser considerado como el motivo sensible de la acción moral. Estamos aquí ante un tipo especial de causalidad —la causalidad de una mera Idea— y es siempre imposible conocer a priori qué causa va a producir tal efecto. Para determinar la causa de un efecto dado tenemos que recurrir a la experiencia; pero la experiencia puede descubrir la relación de causa y efecto solamente entre dos objetos de experiencia; y en nuestro caso la causa no es un objeto de experiencia, sino, por el contrario, una mera Idea que no puede tener ningún objeto en la experiencia. De aquí que sea imposible explicar el interés moral, es decir, explicar por qué deberíamos interesarnos por la universalidad de nuestras máximas como ley. Cabe añadir que esta doctrina no parece ser auto-consistente, y en la Crítica de la razón práctica se adopta otra perspectiva diferente.

El punto realmente importante es que la ley moral no es válida por el mero hecho de que nos interesa. Por el contrario, nos interesa porque reconocemos que es válida.

Kant termina diciendo que la ley moral es válida porque brota de nuestra propia voluntad como inteligencia y por tanto de nuestro propio yo; «pero lo que pertenece a la mera apariencia es necesariamente subordinado por la razón al carácter de la cosa en sí misma».

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Estas palabras tienen la apariencia de un argumento metafísico en pro de la moralidad basado en la superior realidad del mundo inteligible, y por tanto de la voluntad racional. Este tipo de argumento parecía estar también sugerido (aunque inmediatamente repudiado) en la sección «¿Cómo es posible el imperativo categórico?». En conjunto, sin embargo, la metafísica de Kant se apoya en su ética más que al contrario.

[Págs. 158-160: Revisión general del argumento]

Debemos ahora retroceder a nuestra principal cuestión: «¿Cómo es posible el imperativ

o categórico?» Hemos respondido ya a ella en la medida en que hemos mostrado que esto es posible sólo bajo la presuposición de la libertad y que esta presuposición es necesaria para el agente moral en cuanto tal. De este presupuesto se sigue el principio de autonomía y por tanto el del imperativo categórico; y esto es suficiente para los propósitos de la acción —suficiente para convencernos de la validez del imperativo categórico como principio de acción—. Hemos mostrado asimismo que es no sólo posible presuponer la libertad sin contradecir la necesidad que debe prevalecer en el mundo natural, sino que es también objetivamente necesario que un agente racional consciente de poseer razón y voluntad convierta esta presuposición en la condición de sus acciones. Pero no podemos explicar, sin embargo, cómo la libertad es posible, cómo la misma razón pura puede ser práctica, o cómo podemos tomar como leyes universales el interés moral por la mera validez de nuestras máximas.

Podemos explicar las cosas solamente si logramos mostrar que son efectos de alguna causa, y este tipo de explicación está aquí excluida. Kant pone buen cuidado en insistir en que es imposible utilizar al mundo inteligible como base de la requerida explicación. Como ha sido acusado con frecuencia de hacer precisamente esto, vale la pena prestar aquí atención a lo que Kant dijo. Yo tengo una Idea necesaria del mundo inteligible, pero eso es sólo una Idea: yo no tengo el menor conocimiento de lo que ese mundo sea, puesto que no tengo, ni puedo tener, ninguna familiaridad con ese mundo (por intermedio de la intuición). Mi Idea de él significa sólo que es un mundo no accesible a nuestros sentidos —un «algo más»— que trasciende al mundo del sentido: si somos incapaces de concebir ese «algo más», tendremos que decir que toda acción está determinada por motivos sensibles. Incluso de la pura razón que concibe la Idea o el Ideal del mundo inteligible (y que también se concibe a sí misma como miembro de ese mundo) seguimos teniendo sólo una idea: tenemos sólo un concepto de su forma (el principio de su autonomía) y un correspondiente concepto de ella como causante de acciones únicamente en virtud de su forma. En este ámbito, todos los motivos sensitivos han sido eliminados, y una mera idea tendría que ser el motivo de la acción moral. Pero convertir esto en algo inteligible a priori está

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igualmente más allá de nuestro poder.

[Pág. 160: El límite supremo de la investigación moral]

Con esta idea de un mundo inteligible como algo que trasciende y es distinto al mundo sensible, llegamos al límite extremo de toda indagación moral. Pero fijar este límite es, sin embargo, de la mayor importancia práctica. A menos que veamos que el mundo del sentido no es la totalidad de la realidad, la razón no cejará en su empeño por descubrir intereses empíricos como base de la moralidad —un procedimiento fatal para la moralidad misma—. Y a menos que nos percatemos de que no podemos tener ningún conocimiento de ese «algo más» situado más allá del mundo del sentido, la razón no dejará nunca de volar impotente en un espacio que se le aparece vacío — el espacio de los conceptos trascendentes conocido como «el mundo inteligible»— exponiéndose de este modo a encontrarse perdida entre los meros fantasmas del cerebro. Las teorías místicas y empíricas de la moralidad podrán quedar eliminadas en el momento en que determinemos los límites de la investigación moral.

Pero aunque todo conocimiento acaba cuando llegamos al límite del mundo sensible, la

 idea de un mundo inteligible como conjunto de todas las inteligencias puede ser útil al propósito de una creencia racional; e igualmente puede ser capaz de despertar un interés muy vivo por la ley moral mediante el espléndido ideal de un reino universal de fines.

[Pág. 161: Observación final]

En su observación final ofrece Kant alguna indicación del carácter de la «razón» en su propio sentido técnico. La razón no puede quedar satisfecha con lo meramente contingente y busca constantemente el conocimiento de lo necesario. Pero sólo puede captar lo necesario descubriendo su condición. A menos que la condición sea ella misma necesaria, la razón sigue quedando insatisfecha, por ello debe seguir buscando la condición de la condición y así ad infinitum. Y así se ve abocada a concebir la idea de la totalidad de las condiciones —una totalidad que, si es tal totalidad, no puede tener ninguna condición más— y por tanto debe ser incondicionalmente necesaria si es que ha de haber algo necesario en absoluto. Tal idea de lo incondicionalmente necesario no puede, sin embargo, proporcionarnos conocimiento, puesto que no hay ningún objeto sensible que corresponda a ella.

Hemos visto que la razón pura práctica debe concebir similarmente una ley d

e acción incondicionalmente necesaria que sea por tanto un imperativo categórico (para agentes racionales imperfectos). Si sólo podemos comprender una necesidad cuando descubrimos su condición, entonces una necesidad incondicionada debe ser

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incomprensible. De aquí que Kant concluya —con una innecesaria apariencia de paradoja— que la incondicionada necesidad del imperativo categórico debe ser incomprensible, pero que nosotros comprendemos su incomprensibilidad.

La cuestión práctica que aquí se plantea es que sería absurdo preguntar por qué debemos hacer lo que es deber nuestro (u obedecer al imperativo categórico) y esperar como respuesta que debemos hacerlo por causa de alguna otra cosa —por algún interés o satisfacción nuestros en este mundo o en el siguiente—. Si pudiera darse tal respuesta, eso significaría que ningún imperativo sería categórico y que el deberes una mera ilusión.

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Notas

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[1] Las notas que dejó escritas Kant tras su lectura, en los años 1763 y 1764, de las

obras básicas de Rousseau, el Emilio y El Contrato Social, evidencian el profundo impacto que dicha lectura produjo en su mente. La nota que acabo de transcribir se encuentra recogida en el tomo 20, p. 44 de la edición alemana de las obras completas de Kant realizada por la Academia de Ciencias de Berlín. <<

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[2] Manfred Kuehn, Kant. Una biografía. Tr. de Carmen García-Trevijano. Madrid:

Acento, 2003, p. 398. <<

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[3] Arthur Schopenhauer, Los dos problemas fundamentales de la ética. Ed. literaria y

tr. de Pilar López de Santamaría. Madrid: Siglo XXI, 1993, p. 146. <<

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[4] El proyecto de escribir una obra fundamental sobre filosofía moral lo venía

acariciando Kant desde veinte años antes, pero prefirió no precipitarse hasta tenerlo completamente maduro. Una de las gotas que colmaron finalmente el vaso de su decisión de publicarlo pudo ser la aparición de un ensayo de su contemporáneo Christian Garve, crítico de la nueva filosofía kantiana, acerca del tratado ciceroniano Sobre los deberes (De officiis). Kant era un ferviente admirador de la prosa de Cicerón, a la que consideraba modélica para exponer la filosofía dirigiéndose al gran público; pero no estaba de acuerdo con la visión externalista de la ética profesada por el propio Cicerón y por Garve, quienes a su juicio valoraban moralmente en exceso el honor social. <<

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[5] F0, 68 [392, 3-4]. Abreviaré las referencias a la Fundamentación de la metafísica

de las costumbres con la letra F, a la que sigue primero un número indicativo del Prólogo (0) o de cualquiera de sus tres capítulos (I, II o III), y luego el número de página.

Pero, como es costumbre en la edición de textos clásicos, el criterio de numeración de páginas aquí adoptado es doble. En primer lugar figura el número correspondiente a la paginación usual del presente libro; y luego, entre corchetes, los números de página y de línea de la edición alemana, considerada estándar, de las obras completas de Kant a cargo de la Academia de Ciencias de Berlín, en cuyo cuarto tomo se encuentra incluida la Fundamentación. Por ejemplo, la referencia que encabeza esta nota: F0, 68 [392, 3-4] alude a un pasaje del Prólogo de la Fundamentación que figura en la página 68 del presente volumen y en la página 392, líneas 3-4 del tomo cuarto de la edición alemana estándar de los escritos completos de Kant.

Obviamente, la ya mencionada paginación estándar facilita con mayor ex

actitud el lugar del pasaje citado. Para ayuda del lector que prefiera guiarse por ella, hemos insertado en nuestra versión castellana del texto de Kant, entre corchetes y en negrita, los números correspondientes a las páginas de la edición alemana estándar. Los números de línea de nuestras citas entre corchetes le servirán para localizar con mayor aproximación, dentro de cada página, los pasajes citados.

[En la presente ed. digital los números de página de la ed. alemana están situados, sin corchetes, en el margen derecho de la página. (Nota Ed. Dig.)] <<

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[6] F0, 68 [392, 17-22]. <<

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[7] «… la sangre fría de un malvado, no sólo lo hace mucho más peligroso, sino

mucho más despreciable inmediatamente ante nuestros ojos de lo que sin eso pudiera ser considerado.» FI, 70 [394, 9-12]. <<

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[8] «Aun cuando, por particulares enconos del azar o por la mezquindad de una

naturaleza madrastra, le faltase por completo a esa voluntad la facultad de sacar adelante su propósito; si, a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudiera llevar a cabo nada y sólo quedase la buena voluntad —no desde luego como un mero deseo, sino como el acopio de todos los medios que están en nuestro poder—, sería esa buena voluntad como una joya brillante por sí misma, como algo que en sí mismo posee su pleno valor. La utilidad o la esterilidad no pueden ni añadir ni quitar nada a ese valor.» FI, 71 [397, 11-32]. <<

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[9] FI, 70 [393,22-24]. <<

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[10] Antes de ello, y para corroborar aún más su punto de vista, introduce Kant una

digresión de dos o tres páginas sobre la función de la razón en la naturaleza, apelando a un argumento de verosimilitud. El nervio de este argumento es la consideración de que si la Naturaleza se hubiera limitado a establecer como fin supremo del hombre la consecución de su felicidad y no el bien moral, hubiera optado por la más sencilla fórmula de dotarlo de un mejor instinto en lugar de la razón. Este argumento no le parece a más de uno convincente. Nuestra vida social y cultural implica un complicado cálculo de medios y fines que sólo la razón, fuese o no moral, y no el instinto sabría llevar a cabo. <<

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[11] «Para desenvolver el concepto de […] una voluntad buena […] vamos a

considerar el concepto del deber, [Pflicht], que contiene el de una voluntad buena, si bien bajo ciertas restricciones y obstáculos subjetivos.» FI, 74 [397,1-8]. <<

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[12] FI, 74-75 [398, 11-32]. <<

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[13] FI, 75-77 [398-399]. <<

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[14] FI, 78 [399, 35-400, 2]. <<

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[15] FI, 79 [401]. <<

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[16] FI, 79 [400, 17-19]. <<

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[17] FI, 81 [402,7-9]. <<

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[18] Kant utiliza en este contexto la palabra alemana Klugheit, que se suele traducir al

castellano como prudencia. Pero la palabra española «prudencia» puede ser entendida en dos sentidos: (1) el de la virtud cardinal aristotélica que los griegos llamaban phróneesis y los latinos prudentia, y a la que cabe definir como «sabiduría moralmente virtuosa de la vida»; y (2) el de «sagacidad», «astucia» o sabiduría no moral sino «mund

ana» de la vida. Kant emplea el vocablo alemán Klugheit en este segundo sentido y García Morente ha tenido el acierto, sobre otros traductores, de verterlo al castellano como «sagacidad» en el contexto de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres. En su traducción inglesa de esta obra el británico Paton utiliza el término inglés prudence, pero advirtiendo en nota que ese término debe entenderse en el sentido de «egoísmo inteligente». <<

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[19] FI, 81-82 [402, 31-32]. <<

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[20] FI, 82 1403,2-17]. <<

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[21] Dejo a la fantasía del lector imaginar si se daría una opinión mayoritaria, aunque

no fuese unánime, y cuál sería ésta, en la hipótesis de que tuviera lugar la votación previa a la eventual ejecución propuesta por el terrorista. La ficción de este alucinante escenario la debemos al filósofo australiano de la ciencia J. J. C. Smart, que es también uno de los líderes actuales del utilitarismo en ética. <<

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[22] La ley moral, reitera Kant, «es de tan extensa significación que tiene vigencia, no

sólo para los hombres, sino para todos los seres racionales en general, no sólo bajo condiciones contingentes y con excepciones, sino por modo absolutamente necesario; por lo cual resulta claro que no hay experiencia que pueda dar ocasión a inferir ni siquiera la posibilidad de semejantes leyes apodícticas. Pues ¿con qué derecho podemos tributar un respeto ilimitado a lo que acaso no sea valedero más que en las condiciones contingentes de la Humanidad, y considerarlo como precepto universal para toda naturaleza racional? ¿Cómo íbamos a considerar las leyes de determinación de nuestra voluntad como leyes de determinación de la voluntad de un ser racional en general y, sólo como tales, valederas para nosotros, si fueran meramente empíricas y no tuvieran su origen enteramente a priori en la razón pura práctica?» FII, 89-90 [407, 14-27]). <<

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[23] «El mismo Santo del Evangelio tiene que ser comparado ante todo con nuestro

ideal de la perfección moral antes de que le reconozcamos como lo que es. Y él dice de sí mismo: “¿Por qué me llamáis a mí —a quien estáis viendo— bueno? Nadie es bueno —prototipo del bien— sino sólo el único Dios —a quien vosotros no veis—”. Mas ¿de dónde tomamos el concepto de Dios como bien supremo? Exclusivamente de la idea que la razón a priori bosqueja de la perfección moral y enlaza inseparablemente con el concepto de una voluntad libre. La imitación no tiene lugar alguno en lo moral, y los ejemplos sólo sirven de aliento, esto es, ponen fuera de duda la posibilidad de hacer lo que la ley manda, nos presentan intuitivamente lo que la regla práctica expresa universalmente; pero no pueden nunca autorizar a que se deje a un lado su verdadero original, que reside en la razón, para regirse por ejemplos.» (FII, 90 [408, 33 — 409, 8]) <<

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[24] La representación de un principio objetivo, en tanto que es constrictivo para una

voluntad, llámase mandato [Gebot] (de la razón [Vernunft]), y la fórmula del mandato llámase imperativo [imperativ].

Todos los imperativos se expresan por medio de un «debe ser» [ein Sollen] y muest

ran así la relación de una ley objetiva de la razón a una voluntad que, por su constitución subjetiva, no es determinada necesariamente por tal ley… De aquí que para la voluntad divina y, en general, para una voluntad santa, no valgan los imperativos: el «debe ser» no tiene aquí lugar adecuado, porque el querer ya de suyo coincide necesariamente con la ley. FII, 96-97 [413, 12-414, 8]. <<

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[25] En un lugar paralelo de su Ética a Nicómaco, concretamente en el libro sexto de

la misma, Aristóteles meditó sobre las reglas de la razón práctica, distinguiendo sistemáticamente entre (1) las reglas de la «téchne» o del arte (esta última palabra, que los latinos utilizaron para traducir el vocablo griego téchne, debe entenderse en ese contexto como sinónimo de técnica o artesanía) y (2) las reglas de la «prudencia» o reglas morales. Las primeras, advierte Aristóteles, son fijas y obligatorias, pero no para todo hombre en general, sino sólo para quien decida en particular ganarse la vida practicando un determinado oficio. Las segundas, ordenadas a la consecución de la felicidad, comprometen a todo hombre, pero no son fijas como las del arte, sino que dependen del contexto de cada situación particular sobre la cual delibera y resuelve en cada caso nuestra razón práctica guiada por la virtud de la prudencia. Mas, como ya indiqué en la nota 18 del capítulo anterior, para Kant no es la prudencia, que él reduce a sagacidad, sino algo por encima de ella, el deber, lo que nos pone en contacto con las leyes que él considera propiamente morales y pertenecientes a la familia del imperativo categórico. Lo que para Aristóteles es ética, para Kant es sólo pragmática, un cálculo inteligente e interesado de medios que está por debajo de la moral. <<

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[26] FII, 100-101 [416,28-29 — 427, 1-2]. <<

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[27] FII, 107 [421, 6-8]. <<

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[28] «La universalidad de la ley por la cual suceden efectos constituye lo se llama

naturaleza en su más amplio sentido (según la forma); esto es, la existencia de las cosas, en cuanto que está determinada por leyes universales.» FII, 107 [421, 14-17]. <<

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[29] FII, 107 [421, 18-20]. <<

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[30] «Ahora yo digo: el hombre, y en general todo ser racional [jedes vernünftige

Wesen] existe como fin en sí mismo [Zweck an sich selbst], no sólo como medio \Mittel\ para usos cualesquiera de esta o aquella voluntad; debe en todas sus acciones, no sólo las dirigidas a sí mismo, sino las dirigidas a los demás seres racionales, ser considerado siempre al mismo tiempo como fin» (FII, 116 [429]). <<

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[31] FII, 117 [429, 9-12]. <<

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[32] FII, 120 [430, 29-431, 1]. <<

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[33] De hecho, Kant alude a esa regla en una nota del capítulo segundo de la

Fundamentación, aunque más bien despectivamente, de acuerdo con su visión ilustrada del fenómeno religioso. <<

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[34] Véase más arriba, p. 16. <<

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[35] FII, 126 [436, 6-7]. <<

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[36] El tercer principio práctico de la voluntad, como condición suprema de la

concordancia de la misma con la razón práctica universal, la idea de la voluntad de todo ser racional como una voluntad universalmente legisladora (FII, 120 [431, 14- 18]). <<

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[37] FII, 124 [434, 13-14]. <<

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[38] FII, 126 [436, 8-10]. <<

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[39] FII, 127 [436, 29-32 — 437, 1]. <<

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[40] Sin embargo, hay en ellas una diferencia que, sin duda, es más subjetiva que

objetivamente práctica, pues se trata de acercar una idea de la razón a la intuición (según cierta analogía) y por ello al sentimiento FII, 126 [436, 10-13]. <<

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[41] FII, 127 [437, 1-4], Reflexionando sobre la diversa significación de cada una de

las tres principales formulaciones del imperativo categórico, Rawls comenta atinadamente que mientras la primera formulación del mismo como máxima universalizable parece poner en primer plano al hombre como sujeto agente que decide acatar la ley, en cambio la segunda nos pinta más bien al ser humano, no sólo en la persona del otro sino también en la de uno mismo, como sujeto paciente de mis acciones cuyos derechos debo respetar, pues nunca debo tratar como medio ni a la humanidad de los otros hombres ni a la mía propia; la tercera formulación nos vuelve a presentar al hombre como sujeto agente en relación con la ley, mas ahora no ya como el agente que la cumple, sino el que la impone, es decir como «legislador». <<

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[*] H. J. Paton, The Categorical Imperative, Londres: Hutchinson, 1947, 7.ª impr.

1970, p. 129. <<

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[42] Por reino [Reich] entiendo el enlace sistemático de distintos seres racionales por

leyes comunes. Mas… si prescindimos de las diferencias personales de los seres racionales y asimismo de todo contenido de sus fines privados, podrá pensarse un todo de todos los fines (tanto de los seres racionales como fines en sí, como también de los propios fines que cada cual puede proponerse) en enlace sistemático, FII, 123, [433, 17-23]). <<

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[43] «… un enlace sistemático de los seres racionales por leyes objetivas comunes;

esto es, un reino que, como esas leyes se proponen referir esos seres unos a otros como fines y medios, puede llamarse muy bien un reino de los fines [Reich der Zwecke] (desde luego que sólo un ideal [ein Ideal])». FII, 123 [433, 29-33]. <<

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[44] Hay, salvando la abisal diferencia de principio, una innegable relación de

influencia histórica y de analogía entre la dicotomía kantiana Reino de la naturaleza/Reino de los fines y la dicotomía marxiana Reino de la necesidad/Reino de la libertad. <<

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[45] FII, 129 [438, 18-21]. El enlace del principio de autonomía con la idea del reino

de los fines implica la integración de todas nuestras máximas con vocación de autonomía en una colosal trama que emula, en el ámbito del espíritu, la solidez del orden de los fines en el ámbito de la naturaleza. <<

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[46] FIII, 138 [445, 7-15]. <<

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[47] El entendimiento del capítulo tercero de la Fundamentación de la metafísica de

las costumbres prerrequiere en el lector una cierta noticia del fundamental problema, que procuraré resumir en breves líneas —no sin pedir antes disculpas por ello al lector experto— de la síntesis a priori en la filosofía kantiana. La distinción entre «juicios» (= proposiciones) analíticos y sintéticos pertenece al abecedario de esa filosofía. En los juicios que Kant llama analíticos, como, por ejemplo, «los cuerpos son extensos», el predicado es una nota ya contenida en el sujeto. La función de dichos juicios se reduce a explicitar lo implícito, pero no aportan ninguna novedad a nuestro conocimiento. En los juicios sintéticos, como, por ejemplo, «los cuerpos son pesados», el predicado sí implica una novedad cognitiva. Porque mientras es evidente, por seguir con el segundo de esos dos ejemplos, que la nota de extensión está incluida en el concepto «cuerpo» (pues no podría haber cuerpos inextensos), en cambio la nota de «peso» supone la intervención añadida de factores empíricos, como la fuerza gravitatoria, que el simple análisis conceptual no puede establecer por sí solo, sin pedir ayuda a la experiencia.

Que todo juicio analítico sea a priori (=lógicamente anterior a la experiencia), y por ende necesario, y que todo juicio a posteriori (=lógicamente posterior a la experiencia) sea sintético, y además contingente, constituye desde Hume la suposición básica del empirismo. Pero Kant no puede dudar de que la matemática de Euclides y la física de Newton entrañan juicios que son sintéticos (es decir, que aportan novedad al conocimiento) y sin embargo a priori (es decir, necesarios), y plantea como problema fundamental de su Crítica de la razón pura el de la justificación de la síntesis a priori o necesidad empírica de las proposiciones científicas, problema que él formula en términos generales preguntando: «¿cómo son posibles los juicios sintéticos a priori?» En el ámbito del conocimiento teórico y científico, que es el abarcado por dicha Crítica, Kant resuelve ese problema estableciendo que las estructuras de nuestra mente (las intuiciones del espacio y el tiempo, y las categorías y principios de nuestro entendimiento, como la categoría de sustancia o el principio de causalidad) imponen esa necesidad a nuestros datos sensibles, y de ahí la validez necesaria (referida a esos datos) de las leyes de la ciencia matemática y de la ciencia física. Mas para él, como es bien sabido, no hay síntesis a priori en la ciencia lógica (por ser ésta totalmente analítica) ni tampoco en la metafísica tradicional, que, en su opinión, tomó erróneamente por conocimiento científico efectivo el ejercicio de nuestra razón cuando especula con la pretensión de trascender con el pensamiento, sin base empírica, los límites de nuestra experiencia. <<

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[48] FII, 112 [425-426]. <<

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[49] FIII, 140 [447,10-17]. <<

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[50] Ross objeta que el expediente de dar formato silogístico al problema de la

fundamentación de la síntesis a priori tiene el inconveniente de que, según la lógica de Aristóteles, la conclusión debe asimilarse siempre a la «parte peor» o más débil de las premisas. Si ambas premisas no son sintéticas, la conclusión no podría serlo. Y si ambas los son, nuestro intento de fundamentación de la síntesis incurre en petición de principio. Pero Brentano había señalado ya, con mayor agudeza, que en el tipo de demostración que Aristóteles considera canónico cada una de las dos premisas tienen un distinto grado de analiticidad y la conjunción de ambas explicaría sin misterio alguno el carácter sintético de la conclusión. <<

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[51] FIII, 141-142 [448, 4-22]. <<

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[52] «El concepto positivo de la libertad crea ese tercero, que no puede ser, como en

las causas físicas, la naturaleza del mundo sensible (en cuyo concepto vienen a juntarse los conceptos de algo, como causa, en relación con otra cosa, como efecto). Pero aquí no puede manifestarse enseguida qué sea ese tercero, al que la libertad señala y del que tenemos a priori una idea, y tampoco puede aún hacerse compren

sible la deducción del concepto de libertad sacándolo de la razón pura práctica, y con ella la posibilidad también de un imperativo categórico; para ello hace falta todavía alguna preparación.» FIII, 140-141 [447,17-26]. <<

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[53] «Voluntad es una especie de causalidad de los seres vivos, en cuanto que son

racionales, y libertad sería la propiedad de esta causalidad, por la cual puede ser eficiente, independientemente de extrañas causas que la determinen; así como necesidad natural es la propiedad de la causalidad de todos los seres irracionales de ser determinados a la actividad por el influjo de causas extrañas.

La citada definición de la libertad es negativa y, por tanto, infructuosa para conocer su esencia. Pero de ella se deriva un concepto positivo de la misma que es tanto más rico y fructífero.» FIII, 139 [446, 7-15]. <<

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[54] FIII, 140 [447, 8-9]. <<

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[55] «Muéstrase aquí —hay que confesarlo francamente— una especie de círculo

vicioso, del cual, no hay manera de salir al parecer. Nos consideramos libres en el orden de las causas eficientes, para pensarnos sometidos a leyes morales en el orden de los fines, y luego nos pensamos como sometidos a estas leyes porque nos hemos atribuido la libertad de la voluntad. Pues la libertad y la propia legislación de la voluntad son ambas autonomía; por tanto, conceptos transmutables, y uno de ellos no puede, por lo mismo, usarse para explicar el otro y establecer su fundamento, sino a lo sumo para reducir a un concepto único, en sentido lógico, representaciones al parecer diferentes del mismo objeto (como se reducen diferentes quebrados de igual contenido a su expresión mínima.» FIII, 144-145 [450,18-29]). <<

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[56] «Mas una salida nos queda aún, es investigar si cuando nos pensamos, por la

libertad, como causas eficientes a priori, adoptamos o no otro punto de vista que cuando nos representamos a nosotros mismos, según nuestras acciones, como efectos que vemos ante nuestros ojos.» FIII, 145 [450, 30-34]. <<

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[57] FII, 155-156 [458,19-35]. <<

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[58] Así opina el aristotélico David Ross en su conocido comentario a la

Fundamentación. La teoría de los dos mundos es una de las piezas básicas del pensamiento

 de Kant que más difícil resulta de aceptar para un hombre de hoy. El filósofo de Königsberg se ocupó de ella en muchos lugares de su obra, el principal de los cuales es el dedicado a tratar la «Tercera Antinomia» en la Crítica de la razón pura. Para resolver esta antinomia, que se libra entre la tesis tradicional que defiende la libertad del hombre (indeterminismo) y su antítesis empírica, que sostiene que todo en la naturaleza está causalmente determinado (determinismo), Kant trató de hacer compatibles los términos de tal contradicción elaborando esa abstrusa teoría, que apela a la distinción entre las cosas como fenómenos y las cosas como noúmenos. Los primeros son las cosas en su apariencia empírica, es decir, en cuanto se nos aparecen como situadas en el espacio y el tiempo, formas a priori de nuestra sensibilidad, y sujetas a nuestro sistema conceptual de categorías y principios del entendimiento. Los segundos son las cosas en su realidad inteligible, tal y como son en sí, con independencia de nuestro modo de conocer. La antinomia se resuelve o concilla según Kant si se tiene en cuenta que el sujeto humano, es decir, nosotros mismos, en la medida en que nos captamos a través de los sentidos, pertenecemos al mundo de la naturaleza: estamos sujetos a la causalidad natural como cualquier otro fenómeno; pero por otra parte, en la medida en que podemos considerarnos como agentes capaces de desplegar un comportamiento ético siguiendo la llamada del deber, somos agentes libres, pertenecientes a un mundo inteligible que está por encima de la naturaleza, aunque no podamos saber bien en qué consiste semejante mundo.

El empirismo, como es sabido es una de las corrientes filosóficas hoy dominantes, y no es fácil imaginar un filósofo empirista que acepte esta teoría. Sin embargo el prestigioso pensador estadounidense Donald Davidson (191 7-2002), discípulo principal del empirista Quine y una de las personalidades filosóficas más importantes de las últimas décadas, propuso en un célebre ensayo titulado Sucesos mentales (1970) una interesante teoría que él denominó «monismo anómalo». De acuerdo con su teoría Davidson pretende hacer compatibles entre sí estas tres afirmaciones aparentemente Incompatibles: (1) hay interacción entre los sucesos mentales y los sucesos físicos; (2) los sucesos físicos están «nomológicamente» determinados —la palabra griega nomos significa «ley»—, que es tanto como decir que están sometidos a leyes causales; y (3) los sucesos mentales son «anómalos», queriendo decir con esto que no están causalmente determinados. El lector puede advertir una llamativa analogía entre estas tres tesis, aparentemente incompatibles entre sí, y la tercera antinomia, como también una cierta afinidad en los respectivos proyectos compatibilistas de solución de Davidson y Kant. <<

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[59] FIII, 160 [462, 29-463, 2]. <<

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[60] FIII, 161 [46.3, 29-33]. <<

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[*] Las notas que puso Kant al pie de las páginas de esta obra suya están marcadas en

nuestra edición con un asterisco; y la única nota del traductor García Morente, es llamada

 desde el texto principal con una cruz y señalada con la referencia «N. del T.» Las abundantes notas de Paton, todas ellas señaladas con la referencia final distintiva «[N. de P.]», van ordenadas dentro de cada capítulo del texto kantiano por numeración arábiga correlativa. De esta numeración hemos exceptuado, sin embargo, aquellas que no comentan el cuerpo de dicho texto, sino las notas añadidas a éste por el propio Kant. En tales ocasiones la nota del comentarista va inserta entre corchetes y sin numeración alguna en la propia nota de Kant. En algunas de sus notas Paton

utiliza las siglas K. M. E y T. C. I para referirse respectivamente, a sus dos libros Kant’s Metaphysics of Experience y The Categorical Imperative cuya referencia completa puede encontrarla el lector en nuestras páginas de bibliografía. <<

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[1] Puede haber, sin embargo, una lógica aplicada; véase nota al pie de la pág. 92 [N.

de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 227 


[2] Es decir, una metafísica de las costumbres. [N. de P.] <<

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[3] Antropología es más o menos equivalente a lo que ahora llamamos psicología,

aunque este último título es usualmente reservado por Kant para teorías sobre el alma como sustancia incorpórea. [N. de P.] <<

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[4] No confundir el sentido de «idea» —que podría escribirse con mayúscula— como

término técnico para un concepto de lo incondicionado (especialmente de una totalidad o

 conjunto incondicionado), y según la perspectiva de Kant, el deber es incondicionado (o absoluto) con el uso más ordinario de «idea» como traducción del alemán Vorstellung. [representación]. Para «idea», véanse también las pp. 259-260 de mis comentarios. Encontramos también un uso más laxo, como en la página 66, para el concepto de un todo orgánico —p. ej. una ciencia. [N. de P.] <<

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[5] Kant parece estar pensando en un precepto tal como «La honestidad es la mejor

política». Este precepto recomienda el deber universal de la honestidad apelando al motivo empírico del interés egoísta. [N. de P.] <<

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[6] Pero véase también p. 94. Son sólo los principios últimos los que no necesitan de

la antropología. [N. de P.]

Entiendo por Juicio la facultad de juzgar, y por juicio, el acto singular de esa facultad ([N. del T.] G.ª Morente). [N. de P.] <<

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[7] Para Kant, las inclinaciones son deseos habituales. [N. de P.] <<

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[8] Esto es, una metafísica de las costumbres, no de la naturaleza. [N. de P] <<

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[9] Esta obra de Christian Wolf fue publicada en 1738-1739. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 235 


[10] Kant está pensando en su propia Lógica Trascendental (tal como aparece

establecida en la Crítica de la razón pura) —la lógica del conocimiento puro a priori, no de todo pensar en cuanto tal—. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 236 


[11] Es decir, es propensa a caer en contradicciones (antinomias) e ilusiones. [N. de P.]

<<

www.lectulandia.com - Página 237 


[1] Convendría observar que esta oración afirma lo que comúnmente se supone que

Kant niega. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 238 


[2] O sea, que esas cualidades no son buenas cuando son incompatibles con una

voluntad buena. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 239 


[3] Una afección (Affekt) es una pasión repentina, como la cólera, y es comparada por

Kant con una intoxicación. Una pasión (Leidenschaft) es un sentimiento duradero u obsesión, como el odio, y es comparada por Kant con una enfermedad. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 240 


[4] El uso de la palabra «misología» es uno de los pasajes que muestran la influencia

del Fedón de Platón en la teoría ética de Kant. Este uso fue debido a la publicación en 1767 del Phädon de Moses Mendelssohn —una obra que es en buena parte traducción de Platón—. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 241 


[5] Kant no afirma nunca —como tan comúnmente se dice— que una voluntad buena

es el único bien. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 242 


[6] Obsérvese que Kant reconoce el «contento» que produce una buena acción. La

idea de que éste —o incluso una satisfacción más mundana— disminuye o destruye, según Kant, la bondad de una acción es pura fábula. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 243 


[7] La opinión de Kant es siempre que los obstáculos hacen más conspicua a la

voluntad buena —no que la voluntad buena se muestre sólo en la superación de los obstáculos—. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 244 


[8] El ejemplo se refiere, no a la oración anterior, sino a la que precede a ésta. No es

fácil, como sugiere Kant, distinguir entre acciones realizadas por deber y acciones realizadas por interés egoísta —incluso un tendero puede tener consciencia—. Sin embargo, Kant tiene razón al decir que una acción realizada únicamente por interés egoísta, no es por lo común considerada como moralmente buena. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 245 


[9] Para «máxima» véanse las notas al pie de las págs. 79 y 80. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 246 


[10] Hablando estrictamente, están en pie de igualdad con la acción realizada por

inclinaciones tales como el apetito de honor. [N. de P.] <<

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[11] Felicidad es, como se indica inmediatamente más abajo, la satisfacción global de

todas las inclinaciones. [N. de P.] <<

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[12] Convendría observar que Kant ha olvidado —presumiblemente por un descuido

— establecer su primera proposición en forma general. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 249 


[13] Es decir, como Kant indica más abajo, que la máxima controladora debe ser

formal, no material, cuando una acción es realizada por razones de deber. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 250 


[*] Máxima es el principio subjetivo del querer; el principio objetivo —esto es, el que

serviría de principio práctico, aun subjetivamente, a todos los seres racionales, si la razón tuviera pleno dominio sobre la facultad de desear— es la ley práctica. <<

www.lectulandia.com - Página 251 


[*] Podría objetárseme que, bajo el nombre de respeto, busco refugio en un obscuro

sentimiento, en lugar de dar una solución clara a la cuestión por medio de un concepto de la razón. Pero aunque el respeto es, efectivamente, un sentimiento, no es uno de los recibidos mediante un influjo, sino uno espontáneamente oriundo de un concepto de la razón, y, por tanto, específicamente distinto de todos los sentimientos de la primera clase, que pueden reducirse a inclinación o miedo. Lo que yo reconozco inmediatamente para mí como una ley, lo reconozco con respeto, y este respeto significa solamente la conciencia

 de la subordinación de mi voluntad a una ley, sin la mediación de otros influjos en mi sentir. La determinación inmediata de la voluntad por la ley y la conciencia de la misma se llama respeto: de suerte que éste es considerado como efecto de la ley sobre el sujeto y no como causa. Propiamente es respeto la representación de un valor que menoscaba el amor que me tengo a mí mismo. Es, pues, algo que no se considera ni como objeto de la inclinación ni como objeto del temor, aun cuando tiene algo de análogo con ambos a un tiempo mismo. El objeto del respeto es, pues, exclusivamente la ley, esa ley que nos imponemos a nosotros mismos, y, sin embargo, como necesaria en sí. Como ley que es, estamos sometidos a ella sin tener que interrogar al egoísmo; como impuesta por nosotros mismos, es, empero, una consecuencia de nuestra voluntad: en el primer sentido. [Este razonamiento podría hacer pensar en un mero interés egoísta, pero lo que Kant está sosteniendo aquí es que no podría haber promesas en absoluto si esta máxima fuera universalmente seguida. Véanse pág. 81 más arriba, e igualmente págs 104 y 108 (N. de P.)], tiene analogía con el miedo; en el segundo, con la inclinación. Todo respeto a una persona es propiamente sólo respeto a la ley —a la honradez, etc.—, de la cual esa persona nos da el ejemplo. Como la ampliación de nuestros talentos la consideramos también como un deber, [Los grados supremos del conocimiento son para Kant el «entendimiento» y (por encima de éste) la comprensión. Véanse págs 155 y 158 como también K. M. E., I 334. (N. de P.)], resulta que ante una persona de talento nos representamos, por decirlo así, el ejemplo de una ley —la de asemejamos a ella por virtud del ejercicio—, y esto constituye nuestro respeto. Todo ese llamado interés moral consiste exclusivamente en el respeto a la ley. <<

www.lectulandia.com - Página 252 


[14] Este razonamiento podría hacer pensar en un mero interés egoísta, pero lo que

Kant está sosteniend

o aquí es que no podría haber promesas en absoluto si esta máxima fuera universalmente seguida. Véase pág. 81, e igualmente págs. 108-109 y 104 [N. de P.]. <<

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[15] La palabra aquí utilizada por Kant (einsehen) significa para él algo así como

«conocer bien», grado superior de conocimiento por encima del cual coloca al «concebir» (begreifen) o «conocer a fondo» Véanse págs. 156 y 158, como también K. M. E., 334 [N. de P.]. <<

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[1] Convendría observar que este deber está tomado como deber en general, no como

deber específico. [N. de P.] <<

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[2] Esto no quiere decir que una regla no pueda invalidar a otra. [N. de P.] <<

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[3] Todo este pasaje sugiere la influencia de Platón. Para la cuestión especial sobre el

concepto de Dios, véase pág. 135 [N. de P.] <<

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[4] La metafísica de la que aquí se habla es la metafísica de las costumbres. [N. de P.]

<<

www.lectulandia.com - Página 258 


[*] Así como se distingue la matemática en pura y aplicada, y la lógica en pura y

aplicada, puede distinguirse, si se quiere, la filosofía pura —metafísica— de las costumbres y la filosofía aplicada —a la naturaleza humana—. Esta denominación nos recuerda al punto que los principios morales no deben fundarse en las propiedades de la naturaleza humana, sino que han de subsistir por sí mismos a priori; pero que de esos principios han de poderse derivar reglas prácticas para toda naturaleza racional y, por lo tanto, también para la naturaleza humana. <<

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[*] Poseo una carta del difunto Sulzer [El profesor J. E. Sulzer (1720-1779) tradujo al

alemán en 1775 la Investigación de Hume (N. de P.)], en la que este hombre ex

celente me pregunta cuál pueda ser la causa de que las teorías de la virtud, aunque muy convincentes para la razón, sean, sin embargo, tan poco eficaces. Mi contestación hubo de retrasarse por causa de los preparativos que estaba haciendo para darla completa. Pero no es otra sino ésta: que los teóricos de la virtud no han depurado sus conceptos, y queriendo hacerlo mejor, acopiando por doquiera causas determinantes del bien moral, para hacer enérgica la medicina, la echan a perder. Pues la más vulgar observación muestra que cuando se representa un acto de honradez realizado con independencia de toda intención de provecho en éste o en otro mundo, llevado a cabo con ánimo firme bajo las mayores tentaciones de la miseria y de atractivos varios, deja muy por debajo de sí a cualquier otro acto semejante que esté afectado en lo más mínimo por un motor extraño, eleva el alma y despierta el deseo de poder hacer otro tanto. Aun niños de mediana edad sienten esta impresión y no se les debiera presentar los deberes de otra manera. <<

www.lectulandia.com - Página 260 


[5] Dignidad es un término técnico denotativo de valor intrínseco. Véanse págs. 124-

125 [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 261 


[6] Aquí nos está advirtiendo nuevamente Kant contra la contaminación moral de los

principios por la adición de motivos no morales. Con ello se disminuye el valor de las acciones correspondientes, como cuando defendemos la honradez sobre la base de que es la mejor política. [N. de P.] <<

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[7] La filosofía teórica o especulativa tiene que admitir no sólo que la razón humana

es discursiva (en el sentido de que sus conceptos no nos dan conocimiento aparte de la intuición sensible), sino también que el conocimiento depende de las intuiciones puras del espacio y el tiempo, que son peculiares de los seres humanos. [N. de P.] <<

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[8] No podemos, sin embargo, derivar los principios morales por un mero análisis del

concepto «ser racional»; véase nota de Kant al pie de la pág. 105. Para tal derivación se necesita el uso sintético de la razón; véase pág. 138. [N. de E] <<

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[9] La metafísica en este contexto es la metafísica de las costumbres. [N. de E] <<

www.lectulandia.com - Página 265 


[10] En el Capítulo 1. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 266 


[11] Las ideas en una metafísica de las costumbres (como en cualquier otra parte)

apuntan a un tipo de «totalidad completa» tal que nunca puede darse en la experiencia. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 267 


[12] Hemos de pasar desde principios subjetivos (o máximas) a principios objetivos

condicionados (imperativos hipotéticos), y desde éstos al imperativo categórico incondicionado del deber (especialmente el imperativo de autonomía —pág. 120—, que prepara el camino para el concepto de libertad). Este paso puede quedar claro solamente en una segunda lectura. [N. de P.] <<

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[13] Si esta «derivación» fuera una deducción lógica, difícilmente podríamos inferir de

aquí que la voluntad es razón práctica. Kant parece est

ar pensando en algo más parecido a lo que Aristóteles llamó silogismo práctico, un silogismo cuya conclusión no es una proposición, sino una acción. [N. de P.] <<

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[14] «Determinado» quiere decir aquí «objetivamente determinado» —no

«subjetivamente determinado»—, como es el caso en una frase posterior de esta página. [N. de P.] <<

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[*] La dependencia en que la facultad de desear está de las sensaciones llámase

inclinación, la cual demuestra, pues, siempre una exigencia. Cuando una voluntad determinada por contingencia depende de principios de la razón, llámase esto interés. El interés se halla, pues, sólo en una voluntad dependiente, que no es por sí misma siempre conforme a la razón; en la voluntad divina no i abe pensar un interés. Pero la voluntad humana puede también tomar interés cu algo, sin por ello obrar por interés. Lo primero significa el interés práctico en la acción; lo segundo, el interés patológico en el objeto de la acción. Lo primero demuestra que depende la voluntad de principios de la razón en sí misma; lo segundo, de los principios de la razón respecto de la inclinación. [Tal regla es mi imperativo hipotético (N. de P.)] pues, en efecto, la razón no hace más que dar la regla práctica de cómo podrá subvenirse a la exigencia de la inclinación. 1.11 el primer caso, me interesa la acción; en el segundo, el objeto de la acción (en cuanto que me es agradable). Ya hemos visto en el primer capítulo que cuando una acción se cumple por deber no hay que mirar al interés en el objeto, sino meramente en la acción misma y su principio en la razón (la ley). <<

www.lectulandia.com - Página 271 


[15] La edición de la Academia de Berlín ha tachado la palabra alemana equivalente a

«no». [N. de P.] <<

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[*] La palabra «sagacidad» [Este es uno de los lugares en donde Kant indica que la

sagacidad se ocupa no solamente de los medios, sino también de la armonización de fines (N. de P.)], se toma en dos sentidos: en un caso puede llevar el nombre de sagacidad mundana; en el otro, el de sagacidad privada. La primera es la habilidad de un hombre que tiene influjo sobre los demás para usarlos en pro de sus propósitos; la segunda es el conocimiento que reúne todos esos propósitos para el propio provecho duradero. La segunda es propiamente la que da valor a la primera, y de quien es sagaz en la primera acepción, y no en la segunda, podría mejor decirse: es hábil y astuto, pero en total no es sagaz. <<

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[16] La sagacidad podría quizá ser también descrita como amor propio racional. [N. de

P.] <<

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[17] Ser prácticamente necesario es ser objetivamente necesario; compárese la nota de

la pág 105. Ser teóricamente necesario sería caer bajo la necesidad de la naturaleza, que es algo bastante diferente. Véase pág. 139 [N. de P.] <<

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[*] Paréceme que ésta es la manera más exacta de determinar la función propia de la

voz pragmático. Llámanse, en efecto, pragmáticas las sanciones que no se originan propiamente

 del derecho de los Estados como leyes necesarias, sino de la providencia o cuidado de la felicidad universal. [Una sanción pragmática es un derecho real o imperial que tiene el efecto de una ley fundamental. Ejemplo de éstas son el edicto de Carlos VII de Francia de 1438 —la base de las libertades de la iglesia Balicano—, y el Emperador Carlos VI en 1724 para determinar la sucesión en Austria. Kant considera que estas sanciones son prudenciales —no consecuencias del sistema de ley natural que se aplica en todos los Estados como tales—. (N. de P.)]. Una historia es pragmática cuando nos hace sagaces, esto es, enseña al mundo cómo podrá procurar su provecho mejor o, al menos, tan bien como los antecesores. <<

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[18] Esto resultará más claro en el Capítulo III. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 277 


[19] Es decir, lo que nos interesa sobre todo no es encontrar los medios necesarios

para un fin, sino la obligación de usar esos medios cuando son conocidos. [N. de P.] <<

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[20] Estamos considerando —como Kant indica en la siguiente cláusula— el concepto

de desear un fin. En las proposiciones analíticas tenemos que distinguir nítidamente entre el concepto del sujeto y el sujeto mismo (usualmente una cosa y no un concepto). [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 279 


[21] Tenemos que mostrar no sólo cómo es posible un imperativo categórico, sino

también que es posible. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 280 


[*] Enlazo con la voluntad, sin condición presupuesta de ninguna inclinación, el acto a

priori y, por tanto, necesariamente (aunque sólo objetivamente, esto es, bajo la idea de una razón que tenga pleno poder sobre todas las causas subjetivas de movimiento). Es ésta, pues, una proposición práctica, que no deriva analíticamente el querer una acción de otra anteriormente presupuesta [el querer de una acción impuesta por un imperativo categórico no puede ser derivado analizando el concepto de querer un fin (como se hace en el caso de un imperativo hipotético) (N. de P.)] (pues no tenemos voluntad tan perfecta) sino que la enlaza con el concepto de la voluntad de un ser racional inmediatamente, como algo que no está contenido en ella. [Sin embargo, encontraremos en el Capítulo III —especialmente en las págs. 149-150— la idea de que una voluntad tan perfecta es necesaria para establecer las proposiciones sintético- prácticas a priori de la moralidad. Por otra parte: decir que el imperativo categórico conecta inmediatamente una acción con el concepto de una voluntad racional, es decir que la conexión no está derivada del presupuesto deseo de algún ulterior. Pero a pesar de esta conexión inmediata, la proposición sigue siendo sintética: el querer la acción no está contenido en el concepto de una voluntad racional. (N. de P.)]. <<

www.lectulandia.com - Página 281 


[*] La máxima es el principio subjetivo del obrar, y debe distinguirse del principio

objetivo; esto es, la ley práctica. Aquél contiene la regla práctica que determina la razón, de conformidad con las condiciones del sujeto (muchas veces la ignorancia o también las inclinaciones del mismo); es, pues, el principio según el cual obra el sujeto. La ley, empero, es el principio objetivo, válido para todo ser racional; es el principio según el cual debe obrar, esto es, un imperativo. [Un principio objetivo es un imperativo sólo para agentes finitos que son imperfectamente racionales (N. de P.)]. <<

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[22] La máxima en cuestión es una máxima material. Véase H. J. Paton, The

Categorical Imperative (T. C. I.), Londres, Hutchinson, 1970. (7.ª impresión), págs. 135-136. [N. de P.] <<

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[23] El uso de una preposición aquí puede parecer una complicación innecesaria. Tal

vez Kant quiera subrayar la interpenetración de la máxima material y la formal. Al desea

r de acuerdo con una máxima material, yo deseo al mismo tiempo que esta máxima se convierta en ley universal. Puesto que una máxima material está basada en motivos sensuales, esta formulación da cuenta por sí misma de la doctrina tradicional de que, en una acción moralmente buena, un motivo sensual no puede nunca, según la opinión de Kant, estar presente al mismo tiempo que el motivo moral. [N. de P.] <<

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[24] Cuando hablamos de «naturaleza», podemos tomar este concepto en un sentido

material como equivalente a la suma total de phenomena, o en un sentido formal como equivalente a la suma total de las leyes que gobiernan la existencia de los fenómenos naturales. Este segundo uso está más cercano a expresiones familiares como «la naturaleza del hombre» y «la naturaleza del mundo». De aquí que podamos decir, hablando en térm

inos populares, que pertenece a la naturaleza del mundo el ser gobernado por la ley de causa y efecto. A pesar de esto, Kant trata a las leyes de la naturaleza como si fueran conformes a un fin o propósito cuando pregunta si nuestras máximas pueden ser concebidas o deseadas como leyes de la naturaleza. Véanse también las págs. 127-128, 131-132 y la nota marcada con [*] de la pág. 127 [N. de P.] <<

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[*] Habría que advertir en este punto que me reservo la división de los deberes para

una futura Metafísica de las costumbres; ésta que ahora uso es sólo una división cualquiera para ordenar mis ejemplos. Por lo demás, entiendo aquí por deber perfecto el que no admite excepción en favor de las inclinaciones [Véase mi análisis del argumento. En T. C. I., pp. 147-148, puse mucho énfasis en la anulación de un deber por otro. El punto principal es la «latitud» concedida a la inclinación de los deberes imperfectos (N. de P.)], y entonces tengo deberes perfectos, no sólo externos, sino también internos, cosa que contradice el uso de las palabras en las escuelas; pero aquí no intento justificarlo, porque es indiferente para mi propósito que ello se admita o no. [Los deberes externos son deberes para con los otros; los internos son deberes para con uno mismo. (N. de P.)] <<

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[25] Muchos comentaristas dicen que Kant condena el suicidio sobre la base de que si

todo el mundo se suicidara ¡no quedaría nadie para hacerlo! No hay, por supuesto, la menor huella de tal argumento aquí (ni en ningún otro lugar, que yo sepa), y el lector debería ponerse en guardia contra tales absurdos. [N. de P.] <<

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[26] Esta idea está presentada con criterio de «sagacidad», mas la doctrina de Kant

dista de ser sagaz, como puede comprobarse en la pág. 76 y en la nota de Kant al pie de la pág. 118 [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 288 


[27] Esta distinción es la misma que la que hay entre deberes perfectos e imperfectos.

[N. de P.] <<

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[28] Kant está tratando sólo de los cuatro tipos principales de deber (perfecto e

imperfecto, interno y externo). Cada tipo comporta diferentes clases de obligación de acuerdo con las diferentes variedades de objetos. Por ejemplo, los deberes perfectos para con los otros incluyen los deberes de no coartar sus libertades o no robarles sus propiedades, como también no pedirles un préstamo bajo falsas promesas. Véase pág. 114 [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 290 


[29] Kant está tratando nuevamente de grados de evidencia, no de grados de

excelencia. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 291 


[30] La cuestión es que no se deben introducir consideraciones empíricas en el

principio de moralidad. El principio moral debe ser suficiente de por sí para determinada acción, pero esto no significa que otros motivos no puedan concurrir al mismo tiempo. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 292 


[31] Al abrazar a una nube por confundirla con Juno, Ixion se convirtió en el padre de

la raza «híbrida» de los centauros. [N. de P.]. <<

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[*] Contemplar a la virtud en su verdadera figura no significa otra cosa que m

presentar a la moralidad despojada de todo lo sensible y de todo adorno, recompensa o egoísmo. Fácilmente puede cualquiera, por medio del más mínimo ensayo de su razón —con tal de que no esté totalmente incapacitado para la abstracción—, convencerse de cuánto obscurece la moralidad todo lo que aparece a las inclinaciones como excitante. <<

www.lectulandia.com - Página 294 


[32] La proposición que establece esta conexión a priori no es, sin embargo, analítica

sino sintética. Véase nota al pie de la pág. 105 [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 295 


[33] Aquí se toma a la metafísica de las costumbres en el sentido de incluir una crítica

de la razón práctica. Esta última se ocupa especialmente de justificar la conexión a priori entre la ley moral y una voluntad racional en tanto que tal. Véanse págs. 132 y 137-138. [N. de P.] <<

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[34] Estas diferencias —entre lo placentero, lo bello, y lo bueno— son discutidas en la

Crítica del juicio, p. ej., en el § 5. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 297 


[35] Como ya ha indicado Kant en el prólogo (véase más arriba, p. 62), la física (o

filosofía de la naturaleza) ha de tener una parte empírica y también una a priori. Esta parte empírica está a su vez dividida en otras dos: la primera de ellas se ocupa 

del mundo de la naturaleza física, mientras que la segunda (de la que aquí se trata) se ocupa de la mente. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 298 


[36] Aquí me he aventurado —temerariamente tal vez— a sustituir «objetivo» por

«subjetivo». «Un fundamento objetivo» —si puede tener aquí algún significado— tendría que tener el sentido de «un fundamento en los objetos». Este sentido es muy raro en Kant y sería máximamente oscurecedor en un pasaje en donde el término «objetivo» significa habitualmente válido para todo ser racional como tal. Por otra parte, Kant insiste siempre en que los fines (ya sean objetivos o subjetivos) han de ser elegidos subjetivamente —no se nos puede obligar nunca a que hagamos de algo nuestro propio fin—. Véase, por ejemplo, el uso de la palabra «subjetivamente» en la pág. 120, especialmente en su segunda acepción. Todo fin es un fundamento subjetivo de la autodeterminación de la voluntad. Si es aportado solamente por la razón, entonces se torna también en fundamento objetivo. [N. de P.] <<

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[37] Un medio considerado como el fundamento (o causa) de la posibilidad de una

acción, parece ser un instrumento. Así, por ejemplo, un martillo es (o contiene) el fundamento de la posibilidad de clavar un clavo. En la práctica, sin embargo, Kant trata usualmente la acción misma como un medio (los medios contemplados por un imperativo hipotético). [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 300 


[38] Compárese pág. 78 [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 301 


[39] Si Kant considera «toda volición» en un sentido estricto, lo que tenga en mente

habrán de ser principios universales solamente, no leyes morales particulares. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 302 


[40] Podríamos esperar que las inclinaciones estuvieran fundadas en necesidades, pero

Kant defiende al parecer la opinión de que las necesidades se fundan en inclinaciones. [N. de P.] <<

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[41] Kant no se muestra usualmente tan hostil a las inclinaciones. ¿Se debe quizá su

actitud aquí a la influencia del Fedón? [N. de P.] <<

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[42] En esta ocasión, Kant distingue claramente entre un principio supremo práctico

válido para todos los seres racionales como tales, y un correspondiente imperativo categórico válido para los agentes imperfectamente racionales como los hombres. Esta distinción debiera ser tenida en cuenta siempre aunque no esté explícitamente expresada. [N. de P.]. <<

www.lectulandia.com - Página 305 


[*] Presento aquí esta proposición como un postulado. En el último capítulo [La

referencia es a las págs. 141-143. Un ser racional sólo 

puede actuar bajo la Idea de libertad, por lo cual debe considerarse como autónomo y, por tanto como fin en sí mismo (N. de P.)] se hallarán sus fundamentos. <<

www.lectulandia.com - Página 306 


[43] Hablando, en rigor, «humanidad» debería significar «naturaleza racional como

tal», pero la única naturaleza racional que conocemos se encuentra en el hombre. El propio Kant introduce esta distinción al comienzo del párrafo anterior. [N. de P.] <<

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[44] La palabra «simplemente» es esencial para el significado que le da Kant, puesto

que todos tenemos que usar a otros hombres como medios. [N. de P.] <<

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[*] No se piense que pueda servir en esto de directiva o principio el trivial dicho: quod

tibí non vis fieri… [«No hagas a otros lo que no quieras que te hagan a ti» (N. de P.)] Pues éste es derivado de aquél, aunque con diferentes limitaciones; no puede ser ley universal. [Convendría observar que Kant considera aquí como universal una ley sólo si ésta cubre todos los deberes y es por lo tanto un principio último. En la medida en que Kant usa «ley universal» en este sentido, su afirmación de que es una ley independiente del conocimiento de la naturaleza humana no es, al menos, manifiestamente absurda (N. de P.)], ya que no contiene el fundamento de los deberes para consigo mismo, ni tampoco el de los deberes de caridad para con los demás (pues alguien podrá decir que los demás no deben hacerle beneficios, con tal de quedar él dispensado de hacérselos a ellos), ni tampoco el de los deberes necesarios de unos con otros, pues el criminal podría con tal fundamento argumentar contra el juez que le condena, etc. <<

www.lectulandia.com - Página 309 


[45] El propósito (o fin) de la naturaleza para la humanidad ha de ser distinguido

netamente del propósito (o fin) natural que todos los hombres bu

scan (como muestra el párrafo inmediatamente siguiente). La primera concepción supone que la naturaleza tiene un fin último o meta que no se encuentra en la naturaleza misma. La segunda se apoya en la observación de la naturaleza y puede ser confirmada por tal observación. Véase Crítica del juicio, § 67. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 310 


[46] Kant no nos está obligando aquí a renunciar a todos nuestros intereses: tenemos,

por ejemplo, el derecho, e inclus

o el deber, de buscar nuestra propia Felicidad. Lo que él está diciendo es que el imperativo categórico no puede estar basado en ningún interés: de su soberana autoridad está excluida «toda adición de interés como motivo». Nuestro juicio sobre el deber no debe de ningún modo verse influido por nuestros intereses —éste es el único sentido en el cual hay que renunciar a todos los intereses—. [N. de P.] <<

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[47] Kant está considerando aquí la hipótesis de que estemos obligados a obedecer a la

ley moral sólo por interés egoísta. Y argumenta que una voluntad gobernada por el interés egoísta no realizaría siempre las acciones correctas a menos que estuviese sujeta a una ley adicional que le obligara a actuar por máximas de interés egoísta sólo cuando esas máximas fueran susceptibles de ser deseadas como leyes universales; véase también págs. 135-136. De aquí se sigue que una voluntad gobernada por el interés egoísta no podría ser legisladora suprema ni capaz de hacer universal una ley. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 312 


[*] Puedo dispensarme de aducir aquí ejemplos para explicar este principio, pues

todos los que sirvieron ya para explicar el imperativo categórico y sus fórmulas pueden servir aquí para el mismo fin. <<

www.lectulandia.com - Página 313 


[48] Aunque Kant dice «propósito natural» (Naturzweck), debe querer decir

«propósito de la naturaleza» (Zweck der Natur). Véase nota 45 [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 314 


[49] Aquí no estamos considerando el contenido de los fines personales (que acaba de

ser excluido). Lo que aquí consideramos es sólo Informa de un reino de fines compuesto por personas capaces de desear fines personales (cuales quiera que sean sus contenidos) conformes con la ley universal. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 315 


[50] ¿Podría significar esto que, a diferencia de nosotros, Dios como ser omnipotente

no puede verse frustrado por la voluntad de otros? ¿O que Él no está sujeto a la ley del Estado? ¿O que, en tanto que santo, no está obligado por el imperativo categórico considerado como un mandato divino? [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 316 


[51] Esto es una referencia a la propia teoría estética de Kant. Uso el término «precio

de afecto» (a falta de uno mejor) con el significado del valor de la fantasía o imaginación. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 317 


[52] Podría parecer un prejuicio moralista de Kant poner así el valor moral tan por

encima del valor estético. Pero si tenemos en cuenta lo que pensamos de hombres que combinan el gusto estético más exquisito con la más refinada crueldad (como ha sucedido en algunos casos durante la guerra), empezaremos a sentirnos inclinados hacia la postura de Kant. [N. de P] <<

www.lectulandia.com - Página 318 


[53] Una determinación integral combina de forma y materia. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 319 


[*] La teleología considera la naturaleza como un reino de los fines; la moral

considera un posible reino de los fines

 como un reino de la naturaleza. Allá es el reino de los fines una idea teórica para explicar lo que es. Aquí es una idea práctica para realizar lo que no es, pero puede ser real por nuestras acciones y omisiones, y ello de conformidad con esa idea. <<

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[54] Unidad, multiplicidad (o pluralidad), y totalidad son las tres categorías de

cantidad, la última de las cuales combina las otras dos. [N. de P.] <<

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[55] Sería más natural decir «poner la acción más cerca de la intuición». Pero una

acción está ya cerca de la intuición, y lo que necesitamos poner más cerca de la intuición es la fórmula universal (o la Idea de la razón, como en las anteriores págs. 125-126). [N. de P.] <<

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[56] Véase también nota 24. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 323 


[57] No está claro si «objeto» significa objeto de pensamiento u objeto (objetivo) de la

voluntad. En la pág. 140, «objeto» es al parecer equiparado a «contenido», pero también esto vuelve a resultar ambiguo. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 324 


[58] Kant olvida que en el caso de deberes imperfectos (o más amplios) el fin en sí es

concebido positivamente. [N. de P.] <<

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[59] Los seres racionales son considerados aquí como fines (o propósitos) de la

naturaleza. Véase nota 56. Esta asunción teleológica está también a la base del uso que hace Kant de la ley universal de la naturaleza como analogía de la ley universal de la moralidad (o de la libertad). [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 326 


[60] La introducción de la felicidad como premio a la virtud es un tanto burda. Sería

más satisfactorio decir, como hace Kant en otros lugares, que sin la cooperación de la naturaleza, el bien fracasaría en la obtención de sus fines. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 327 


[61] La referencia es a las págs. 78 ss., especialmente a la nota al pie de las págs. 79 y

80. [N. de E] <<

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[62] El análisis de conceptos produce aquí al parecer proposiciones sintéticas. ¿Se

refiere Kant a un argumento analítico? Véase mi análisis en las págs. 216-217 [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 329 


[63] No se está proponiendo aquí la inhumana doctrina de que un hombre virtuoso no

debe dejarse influir por ningún deseo de objetos, sino que no debe permitir que su deseo de un objeto interfiera en su juicio sobre su deber. [N. de P.] <<

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[64] Kant se está refiriendo a la razón que es la base del imperativo categórico. Esta

razón no puede consistir meramente en el hecho de que yo esté interesado por la felicidad de los otros. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 331 


[*] El principio del sentimiento moral lo coordino al de la felicidad porque todo

interés empírico promete una contribución a la felicidad por medio del agrado que sólo algo nos produce, ya sea inmediatamente y sin propósito de provecho, ya con referencia a éste. D

e igual manera hay que incluir el principio de la compasión en la felicidad ajena, con Hutcheson, [Francis Hutcheson (1694-1747), Profesor de Filosofía Moral en la Universidad de Glasgow, era el exponente máximo de la doctrina del sentido moral. El propio Kant estuvo durante algún tiempo influido por esta doctrina. (N. de P.)], en el mismo sentido moral que admite este filósofo. <<

www.lectulandia.com - Página 332 


[65] Kant está pensando en las doctrinas de Christian Wolff (1679-1754) y sus

seguidores. Véase nota 9 al Prólogo. [N. de P.] <<

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[66] La referencia es primariamente a la doctrina de Crusius (1712-1776). [N. de P.]

<<

www.lectulandia.com - Página 334 


[67] La referencia es al concepto ontológico de perfección antes mencionado. [N. de

P.] <<

www.lectulandia.com - Página 335 


[68] Si un objeto de la voluntad es convertido en máxima de la moralidad, exigimos

(1) una ley que nos obligue a perseguir ese objeto, y (2) —si la ley va a producir siempre acciones correctas— una ley adicional que nos obligue a actuar bajo la máxima de perseguir ese objeto sólo cuando la máxima se muestre capaz de ser querida como ley universal. Véase nota 47. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 336 


[69] Este pasaje (juntamente con la página final del Prólogo) sugiere una conexión

entre el argumento sintético y las proposiciones sintéticas. No entiendo cómo pueda suceder así, puesto que las mismas proposiciones pueden aparecer tanto en argumentos analíticos como sintéticos. Véase mi comentario a la referida página final del Prólogo y también mi nota de la pág. 102 [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 337 


[1] Véase nota 57 en pág. 128 [N. de P.]. <<

www.lectulandia.com - Página 338 


[2] Una voluntad «bajo leyes morales» no es una voluntad que actúa siempre de

acuerdo con las leyes morales, sino una que actuaría así si la razón tuviera un control total sobre la pasión. Véase la Crítica del juicio, § 87 (la extensa nota). Incluso una mala voluntad está sujeta a leyes morales y es libre. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 339 


[3] Los dos «conocimientos» pueden ser concebidos como el sujeto y el predicado de

una proposición sintética mientras se trate sólo de proposiciones categóricas; pero tenemos que recordar que las proposiciones hipotéticas y disyuntivas pueden ser también sintéticas. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 340 


[4] La idea en cuestión se hace más precisa en las págs. 149-150, donde es la idea de

mi voluntad en tanto que propia del mundo inteligible y en tanto que activa de por sí la que es libre. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 341 


[5] Este paréntesis es oscuro en el texto alemán, y, estrictamente hablando, no es

posible demostrar la libertad a priori: todo lo que podemos mostrar a priori es que un agente racional debe actuar necesariamente bajo la presuposición de la libertad. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 342 


[*] Este camino, que consiste en admitir la libertad sólo como afirmada por los seres

racionales, al realizar sus acciones, como fundamento de ellas meramente en la idea, es

 bastante para nuestro propósito y es preferible, además, porque no obliga a demostrar la libertad también en el sentido teórico. Pues aun cuando este punto último quede indeciso, sin embargo

, las mismas leyes que obligarían a un ser que fuera realmente libre valen también para un ser que no puede obrar más que bajo la idea de su propia libertad. Podemos, pues, aquí librarnos del peso que oprime la teoría, [La carga que pesa sobre la teoría es la carga de una tarea que no puede ser realizada: es imposible probar la libertad teóricamente, aunque podemos mostrar desde una perspectiva teórica que la libertad no es incompatible con la necesidad natural (N. de P.)]. <<

www.lectulandia.com - Página 343 


[6] Convendría observar que Kant recurre primeramente a la razón teórica como

facultad de juicio. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 344 


[7] No está claro si esto es meramente una inferencia o si la razón práctica tiene la

misma clarividencia sobre sus propias presuposiciones que la que tiene la razón teórica. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 345 


[8] Véase la nota de Kant [*] al pie de la pág. 117 [N. de P.] <<

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[9] El texto alemán dice «ideas» en plural, mas esto parece ser una errata. [N. de P.]

<<

www.lectulandia.com - Página 347 


[10] Compárense págs. 96 y 97. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 348 


[11] La palabra «estado» puede referirse aquí tanto a «asuntos de estado» como a

«estados de ánimo». [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 349 


[12] Conceptos transmutables o recíprocos son conceptos que tienen la misma

denotación (es decir, que se aplican precisamente a los mismos objetos). Así, por ejemplo, el concepto de figura de tres lados rectilíneos y el concepto de figura de tres ángulos son conceptos recíprocos. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 350 


[13] Sensación interna o sentido interno pueden ser identificados con lo que a veces se

llama «introspección». [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 351 


[14] Un sujeto es aquí un sujeto conocido —mediante el sentido interno— como un

objeto de experiencia. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 352 


[15] No sólo como objeto del sentido interno, sino también como un sujeto capaz de

sentir (y por tanto como un objeto afectado a través de los sentidos, (véanse págs. 153-154), yo tengo que considerarme a mí mismo como perteneciente al mundo del sentido). [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 353 


[16] Manifestar una actividad pura es pensar y actuar según principios de la razón.

Conocemos estos principios (y en su caso esta actividad) de modo inmediato —esto es, no a través del sentido—. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 354 


[17] Razón es usada aquí en un sentido técnico como facultad de ideas, mientras que

el entendimiento es una facultad de categorías. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 355 


[18] Señalar los límites del mundo sensible es señalar los límites del entendimiento;

porque separado de la sensibilidad el entendimiento no puede pensar nada en absoluto. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 356 


[19] Esto no significa que los hombres actúen siempre de manera moral, sino que

actúan bajo el presupuesto de la libertad y por tanto de una ley moral a la cual están sujetos. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 357 


[20] «Inmediatamente» quiere decir independientemente de los impulsos sensuales y

de sus objetos. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 358 


[21] Esto es, un fundamento de las acciones y leyes del mundo sensible. Esta nueva

versión me fue sugerida por un crítica del Dr. Dieter Henrich (Philosophische Rundschau, 2.Jahrgang, Heft 1/2,35 a.). La discusión en las dos primeras ediciones de T. C. I. estaba basada en una traducción errónea; pero la presente versión confirma su conclusión. Para una discusión más completa véase el Apéndice al Capítulo xxiv de la tercera edición de T. C. I., págs. 250-252. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 359 


[22] Véase la anterior nota 4 del presente capítulo. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 360 


[23] Es decir, en tanto que objetivamente (no subjetivamente) necesario. Véase pág. 96

[N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 361 


[24] Para la dialéctica véanse págs. 84-85 y mi nota en la pág. 67 [N. de E] <<

www.lectulandia.com - Página 362 


[25] «Bonum vacans» es una propiedad no ocupada. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 363 


[26] El alcance de este «conocimiento» es considerablemente acortado en el párrafo

siguiente. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 364 


[27] Véase n. 20 en la pág. 149, un pasaje con el que la presente formulación debería

ser comparada. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 365 


[28] Decir que el concepto del mundo inteligible es sólo un punto de vista no es decir

que el mundo inteligible mismo sea sólo un punto de vista; y debemos recordar que el concepto del mundo sensible puede con la misma justificación ser también descrito como un punto de vista. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 366 


[29] Obsérvese la distinción entre «concebir» y «conocer (bien)». Concebir es hacer

inteligible a priori. Véase también nota 17 en pág. 83 [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 367 


[*] Interés es aquello por lo que la razón se hace práctica, es decir, se torna en causa

determinante de la voluntad. Por eso, sólo de un ser racional se dice que pone interés en tal o cual cosa: las criaturas irracionales sólo sienten impulsos sensibles. La razón pone un interés inmediato en la acción sólo cuando la universal validez de la máxima es suficiente fundamento para determinar la voluntad. Sólo este interés es puro. Pero cuando la razón no puede determinar la voluntad sino por medio de otro objeto del deseo o bajo la suposición de un particular sentimiento del sujeto, entonces la razón pone en la acción un interés solamente mediato; y como la razón por sí sola, sin experiencia, no puede hallar ni objetos de la voluntad ni un sentimiento particular que le sirva de base, resultaría este último interés meramente empírico y no un interés puro de la razón. El interés lógico de la razón (por aumentar sus conocimientos) no es nunca inmediato, sino que supone siempre propósitos de su uso. <<

www.lectulandia.com - Página 368 


[30] Compárese la nota 6 de la pág. 74 [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 369 


[31] Es decir, en lo que a la razón concierne. Véanse págs. 149-150. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 370 


[32] La referencia es presumiblemente a la filosofía de la naturaleza o física en el

sentido más amplio de Kant. [N. de P.] <<

www.lectulandia.com - Página 371 


[*] «Una ética de la libertad», pág. 13 del presente volumen. <<

www.lectulandia.com - Página 372 


[1] FI, 79 [400.29-401,2]. <<

www.lectulandia.com - Página 373 


[2] En una nota a la parte I de su ensayo sobre La religión, Kant responde a la crítica

de Schiller. <<

www.lectulandia.com - Página 374 


[3] FI, 81 [402,13-15]. <<

www.lectulandia.com - Página 375 


[4] Véanse las notas 18 del cap. I y 24 del cap. II de la guía de lectura de la

Fundamentación que figura al principio del presente libro. Rawls dice que en el sujeto agente de Kant debemos suponer que es racional, razonable, veraz y lúcido. La diferencia entre Aristóteles y Kant estriba en que en éste la lucidez es presupuesto y en Aristóteles constitutivo de la libre decisión moral. <<

www.lectulandia.com - Página 376 


[5] John Rawls, Lecciones sobre la historia de la filosofía moral, «Kant», cap. 2,

Barcelona: Paidós, 2001. <<

www.lectulandia.com - Página 377 


[6] FII, 106 [421,9-10]. <<

www.lectulandia.com - Página 378 


[7] FI, 82 [403,18-25]. <<

www.lectulandia.com - Página 379 


[8] En el capítulo primero lo hace después de enunciar, sin bautizarla todavía como

tal, su formulación inicial del imperativo categórico, y la conducta concreta que elige entonces como objeto de consideración es el quebrantamiento de una promesa. <<

www.lectulandia.com - Página 380 


[9] Y al observar este segundo criterio vuelve Kant a coincidir más con la tradición

moral estoica que con la aristotélica. <<

www.lectulandia.com - Página 381 


[10] El lector puede responder por sí mismo a esta objeción repasando el imaginario

supuesto considerado en la pág. 33 del presente volumen. <<

www.lectulandia.com - Página 382 


[11] Al filósofo moral británico G. E. Moore, importante pensador del pasado siglo,

eso le parecía disparatado. Y Schopenhauer llega al extremo de afirmar que semejante idea, la del deber, emerge en el sistema kantiano como un parto violento, practicado con fórceps, en el mismísimo seno de la Crítica de la razón pura, preparándole así el terreno al desenvolvimiento de la razón práctica. <<

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[12] FI, 77-78 [399,27-34]. <<

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[13] Las reglas supremas del comportamiento ético de los robots propuestas por

Asimov en sus obras de ficción son verdaderas caricaturas, en el contexto de un mecanismo alimentado con información digital, del imperativo categórico y el «amor práctico» predicado por Kant. <<

www.lectulandia.com - Página 385 


[14] En un ensayo con el título «Deber y desolación» (Duty and Desolation),

aparecido en 1992 en la revista Philosophy, Rae Langton analiza el caso desde el punto de vista de la ética del cuidado. <<

www.lectulandia.com - Página 386 


[15] FIII, 89 [446,18-21]. <<

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[16] (FIII, 90 [447, 6-7]). <<

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[17] (Parte I, Libro I, cap. 1, parágrafo 6). <<

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[1] Traducción de Carmen García Trevijano. <<

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