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Crítica del juicio seguida de las observaciones sobre el asentimiento de Lo bello y lo sublime
Immanuel Kant
2
Índice
Crítica del juicio
seguida de las observaciones sobre el
asentimiento de lo bello y lo sublime
Prólogo del traductor francés
Prefacio
Introducción
- I De la división
de la filosofía
- II Del dominio de
la filosofía en general
- III De la critica
del juicio, considerada como lazo de unión de las dos partes de la filosofía
- IV Del juicio como
facultad legislativa «A priori.»
- V El principio de
la finalidad formal de la naturaleza, es un principio trascendental del juicio
- VI De la unión del sentimiento del placer con el concepto
de la finalidad de la naturaleza
- VII De la
representación estética de la finalidad de la naturaleza
- VIII De la
representación lógica de la finalidad de la naturaleza
- IX Del juicio como
vínculo entre las leyes del entendimiento y la razón
P rimera part e
CRÍTICA DEL JUICIO ESTÉTICO
Primera sección
Analítica del juicio estético
Primer libro
Analítica de lo bello
§ I El juicio del
gusto es estético
§ II La satisfacción
que determina el juicio del gusto es desinteresada
§ III La satisfacción
referente a lo agradable se halla ligada a un interés
§ IV La
satisfacción, referente a lo bueno, va acompañada de interés
§ V Comparación de
las tres especies de satisfacción
§ VI Lo bello es lo
que se representa sin concepto como el objeto de una satisfacción universal
§ VII Comparación de lo bello con lo agradable y lo bueno,
fundada sobre la precedente observación
§ VIII La
universalidad de la satisfacción es representada en el juicio del gusto como simplemente subjetiva
§ IX Examen de la cuestión de saber si en el juicio del
gusto el sentimiento del placer precede
al juicio formado sobre el objeto, o si es al
contrario
§ X De la finalidad
en general
§ XI El juicio del
gusto no reconoce como principio más que la forma de la finalidad de un objeto (o de su
representación)
§ XII El juicio del
gusto descansa sobre principios a priori
§ XIII El juicio
puro del gusto es independiente de todo atractivo y de toda emoción
§ XIV Explicación
por medio de ejemplos
§ XV El juicio del gusto es un todo independiente del
concepto de la perfección
§ XVI El juicio del
gusto, por el que un objeto no es declarado bello sino con la condición de un concepto determinado,
no es puro
§ XVII Del ideal de
la belleza
§ XVIII Lo que es la
modalidad de un juicio del gusto
3
§ XIX La necesidad objetiva que atribuimos al juicio del
gusto es condicional
§ XX La condición de
la necesidad que presenta un juicio del gusto es la idea de un sentido común
§ XXI Si con razón
se puede suponer un sentido común
§ XXII La necesidad del consentimiento universal concebida
en un juicio del gusto, es una necesidad
subjetiva que es representada como
objetiva bajo la suposición de un sentido común
Libro segundo
Analítica de lo sublime
§ XXIII Tránsito de
la facultad de juzgar de lo bello a la de juzgar de lo sublime
§ XXIV División del
examen del sentimiento de lo sublime
§ XXV Definición de
la palabra sublime
§ XXVI De la
estimación de la magnitud de las cosas de la naturaleza que supone la idea de lo sublime
§XXVII De la cualidad de la satisfacción referente al
juicio de lo sublime
§ XXVIII De la
naturaleza considerada como una potencia
§ XXIX De la
modalidad del juicio sobre la sublimidad de la naturaleza
§ XXX La deducción de los juicios estéticos sobre los
objetos de la naturaleza, no puede
aplicarse a lo que llamamos sublime, sino solamente a lo bello
§ XXXI Del método
propio para la deducción de los juicios del gusto
§ XXXII Primera
propiedad del juicio del gusto
§ XXXIII Segunda
propiedad del juicio del gusto
§ XXXIV No puede
haber principio objetivo del gusto
§ XXXV El principio del gusto es el principio subjetivo del
juicio en general
§ XXXVI Del problema
de la deducción de los juicios del gusto
§ XXXVII Lo que se
afirma propiamente a priori en un juicio del gusto sobre un objeto
§ XXXVIII Deducción
de los juicios del gusto
§ XXXIX De la
propiedad que tiene una sensación de poderse participar
§ XL Del gusto
considerado como una especie de sentido común
§ LI Del interés
empírico de lo bello
§ XLII Del interés
intelectual de lo bello
§ XLIII Del arte en
general
§ XLIV De las bellas
artes
§ XLV Las bellas
artes deben hacer el efecto que la naturaleza
§ XLVI Las bellas
artes son artes del genio
§ XLVII Explicación
y confirmación de la anterior definición del genio
§ XLVIII De la
relación del genio con el gusto
§ XLIX De las
facultades del espíritu que constituyen el genio
§ L De la unión del gusto con el genio en la producción de
las bellas artes
§ LI De la división
de las bellas artes
§ LII La unión de
las bellas artes en una sola y misma producción
§ LIII Comparación
del valor estético de las bellas artes
Segunda sección
Dialéctica del juicio estético
§ LIV
§ LV Exposición de
la antinomia del gusto
§ LVI Solución de la
antinomia del gusto
§ LVII Del idealismo
de la finalidad de la naturaleza considerada como arte y como principio único del juicio
estético
§ LVIII De la
belleza como símbolo de la moralidad
Apéndice
§ LIX De la
metodología del gusto
4
Segunda parte
CRÍTICA DEL JUICIO TELEOLÓGICO
§ LX De la finalidad
objetiva de la naturaleza
Primera sección
Analítica del juicio teleológico
§ LXI De la
finalidad objetiva que es simplemente formal a diferencia de lo que es material.
§ LXII De la finalidad de la naturaleza que no es más que
relativa, a diferencia de la que es
interior
§ LXIII Del carácter propio de las cosas, en tanto que
fines de la naturaleza
§ LXIV Las cosas, en tanto que fines de la naturaleza, son
seres organizados
§ LXV Del principio del juicio de la finalidad interior en
los seres organizados
§ LXVI Del principio del juicio teleológico sobre la
naturaleza, considerada en general como
un sistema de fines
§ LXVII Del principio de la teleología como principio
interno de la ciencia de la naturaleza
Segunda sección
Dialéctica del juicio teleológico
§ LXVIII ¿Qué es una
antinomia del juicio?
§ LXIX Exposición de
esta antinomia
§ LXX Preparación
para la solución de la precedente antinomia
§ LXXI De los
diversos sistemas sobre la finalidad de la naturaleza
§ LXXII Ninguno de
los sistemas precedentes da lo que promete
§ LXXIII La
imposibilidad de tratar dogmáticamente el concepto de una técnica de la naturaleza viene de la imposibilidad
misma de explicar un fin de la
naturaleza
§ LXXIV El concepto
de una finalidad objetiva de la naturaleza es un principio crítico de la razón para el juicio
reflexivo
§ LXXV Observación
§ LXXVI De la propiedad del entendimiento humano por la
cual el concepto de un fin de la
naturaleza es posible para nosotros
§ LXXVII De la unión del principio del mecanismo universal
de la materia con el principio
teleológico en la técnica de la naturaleza
Apéndice
Metodología del juicio teleológico
§ LXXVIII La
teleología debe ser tratada como una parte de la física
§ LXXIX De la
subordinación necesaria del principio del mecanismo al principio teleológico en la explicación de
una cosa como fin de la naturaleza
§ LXXX De la unión del mecanismo al principio teleológico
en la explicación de un fin de la
naturaleza en tanto que producción de la
misma
§ LXXXI Del sistema teleológico en las relaciones
exteriores de los seres organizados
§ LXXXII Del fin último de la naturaleza, considerado como
sistema teleológico
§ LXXXIII Del objeto
final de la existencia del mundo, es decir, de la creación misma
§ LXXXIV De la
teología física
§ LXXXV De la
teología moral
§ LXXXVI De la
prueba moral de la existencia de Dios
§ LXXXVII Limitación
del valor de la prueba moral
§ LXXXVIII De la
utilidad del argumento moral
5
§ LXXXIX De la
especie de adhesión que reclama una prueba moral de la existencia de Dios
§ XC De la especie
de adhesión producida por una fe práctica
Observaciones sobre el sentimiento de lo bello
y lo sublime
Primera sección
De los diferentes objetos del sentimiento de lo sublime y
de lo bello
Segunda sección
De las cualidades de lo sublime y de lo bello en el hombre
en general
Tercera sección
De la diferencia de lo sublime y de lo bello en la relación
de los sexos
Cuarta sección
De los caracteres nacionales en sus relaci
ones con los diversos
sentimientos de lo sublime y de lo bello
6
CRÍTICA
DEL JUICIO
SEGUIDA DE LAS OBSERVACIONES
SOBRE EL ASENTIMIENTO DE LO BELLO Y LO SUBLIME
POR
MANUEL KANT,
TRADUCIDA DEL FRANCÉS
POR ALEJO GARCÍA MORENO,
doctor en filosofía y letras,
y
JUAN RUVIRA,
doctor en Derecho Civil y Canónico, y abogado del ilustre
colegio de esta Corte.
CON UNA INTRODUCCIÓN DEL TRADUCTOR FRANCÉS
F. BARNI.
MADRID, 1876.
7
Prólogo del traductor francés
Desde principios de
este siglo, o sea desde la época en que ciertos
escritores como M. Villers, M. de Tracy, M. de Gerando, madama Stael1,
1 La filosofía de Kant, por M. Carlos Villers, es del año
1801. En el mismo año apareció
el Ensayo de una exposición sucinta de la crítica de la
razón pura, por Kinker, traducida del
idioma
holandés, y esta
pequeña obra, notable por su claridad, aunque algo superficial, suministró a
M. de Tracy materia
para una Memoria leída en el Instituto el 7
Floreal del año X de la República, o sea el 27 de Abril del año 1802
(Memorias del Instituto nacional,
ciencias morales y políticas, tomo IV, pág. 544). Es curioso ver cómo fue acogido Kant en Francia por el discípulo
de una escuela a quien él había hecho tan
cruda guerra en Alemania, y el que, muy potente todavía entre nosotros a
principios de este siglo, iba bien
pronto a perder en dominación y su crédito. M. de Gerando acometió la empresa de bosquejar y criticar en su
Historia comparada de los sistemas de filosofía
en relación con los principios de los conocimientos humanos, que
apareció en 1804, la filosofía crítica
(tomo II, cap. XVI y XVII); y si este bosquejo y crítica son todavía superficiales e incompletos, no dejan de
tener algún interés, sobre todo si se atiende a la época en que esta historia se escribía. Es
necesario también tener en cuenta lo que el
mismo M. de Gerando nos dice en una nota de su obra (tomo II, pág. 174),
donde manifiesta que cinco años antes de
la publicación de este trabajo, había presentado al Instituto una noticia sobre la filosofía
crítica, la cual había sido premiada; pero que él, juzgándola por demás insuficiente, había
prohibido su impresión, y dos años después
mandó una noticia más detallada. El libro titulado la Alemania que
contiene algunos pasajes brillantes
sobre Kant (parte tercera, cap. VI), impreso en 1810 y suprimido, como sabemos, en el mismo año por el gobierno
imperial, apareció en París en el año
1814. Después de haber hablado de los primeros trabajos que se
produjeron en Francia con motivo de la
filosofía de Kant, debemos citar una colección de trozos escogidos publicados por El Conservador en el año 1800.
(El Conservador, o colección de trozos
inéditos de historia, de política, de literatura y filosofía, sacados de
los manuscritos de N. Francisco (de
Neufcastel), París, Crapelet, año VIII, tomo II); que contiene: 1.º una noticia literaria sobre M. Manuel Kant, y
sobre el estado de la Metafísica en Alemania
en la época en que este filósofo empezó a llamar la atención, sacado de
El Espectador del Norte. 2 º Una traducción
de un corto escrito de Kant, titulada: Idea de lo que podría ser una historia universal según los aspectos
de un ciudadano del mundo. 3.º Una
traducción del Compendio de la Religión dentro de los límites de la
razón. Este compendio, del cual recientemente
han publicado una nueva traducción los señores
Lortet y Bouiller (Teoría de Kant sobre la religión dentro de los
límites de la razón, traducida por el
doctor Lortet, y precedida de una introducción por M. F. Bouiller (París
llamaron la atención de Francia sobre Kant, su doctrina ha
venido interesando a todos los pensadores;
mas falta que aún hoy mismo sea bien conocido
entre nosotros, y se le tributen los honores que merece. M. Cousin, que ha elevado en Francia el estudio
de la historia de la filosofía a la
altura que el método exige, y que ha trabajado tanto por el progreso de este estudio, no es posible que
permaneciera indiferente al lado de una
filosofía, que había tenido tanto eco en Alemania, y que, cuando empezaba a excitar la curiosidad de los franceses,
había ya producido al otro lado del Rhin
tan poderosa y fecunda agitación.
En un tiempo en
que no se conocía en Francia la filosofía de Kant más que por algunos ligeros bosquejos, este
hombre acometió la empresa de explicarla
y criticarla en su enseñanza pública2; aun el traductor de Platón pensó, por algunos momentos, serlo también de
Kant; mas otras
y Lion, 1842)), se atribuye aquí a Kant, y se denomina bajo
este título: Teoría de la pura rel
igión moral, considerada en sus relaciones con el puro
cristianismo. El traductor Fil. Huldiger
ha añadido a esto aclaraciones y consideraciones generales sobre la filosofía
de Kant. En esta época había aparecido
ya la traducción de una pequeña obra que llevaba por título: Proyecto de paz perpetua (París,
1796), y un corto escrito, del cual yo he
publicado una nueva traducción a continuación de la Crítica del Juicio
(Observaciones sobre el sentimiento de
lo bello y lo sublime, traducido por Payer Imboff, París, 1796). Se ve, pues, con esto, la gran curiosidad que
había despertado el nombre de Kant a
últimos del siglo pasado, y a principios del presente. Mas no se podía
pensar entonces en traducir sus obras
más importantes, y hubo que limitarse a hacerlo de algunos de sus cortos escritos. Recordemos también que M.
Maine de Biran y M. Royer-Collard, estos
espíritus valientes que fueron los primeros en emprender la reforma
filosófica con que se honra nuestro
siglo, no dejaron de examinar y discutir, el primero en sus escritos, y el segundo, en sus explicaciones, algunas
opiniones del filósofo alemán, aunque sin
atribuirle por entonces toda la importancia que muy pronto había de
merecer, y que revelaron estudios más
detenidos. M. Laromiguiere habla también algo de Kant (Lecciones de filosofía, segunda parte,
lección VI); pero lo hace de tal modo, que parece probar que le conocía muy poco. Debo citar,
por último, el artículo de M. Stapfer en la
Biografía Universal.
2 Véase el Curso de Historia de la filosofía moderna
durante los años 1816 y 1817, del cual
va a publicar M. Cousin una nueva edición (casa de Ladrange, París, 1846),
y principalmente el Curso de Historia de
la filosofía moral del siglo XVIII durante el año 1820, parte tercera. -Filosofía de Kant
(París, Ladrange, 1842).
8
ocupaciones le distrajeron de llevar a cabo este trabajo,
el que todavía hoy est
á casi sin empezar; pues de las tres críticas de Kant, es
decir, de sus tres obras más
importantes, sólo se ha traducido una3; las otras, apenas son conocidas entre nosotros4, y deben
traducirse a nuestro idioma; y por esta
razón, aunque este género de trabajo sea muy difícil y aun desagradable bajo cierto punto de vista,
yo me he aventurado a emprenderlo.
Presento por ahora la traducción de la Crítica del Juicio, y espero publicar muy pronto la de la Critica
de la razón práctica, cuyo trabajo está
ya muy adelantado.
Cuando se trata
de un hombre como Kant y de monumentos como la
Crítica de la razón pura, la de la Razón práctica o la del Juicio, no
bastan simples análisis, por más exactos
y detallados que estos sean; sino que, a
pesar de los defectos que en ellos haya, y por más que abiertamente pugnen con el genio de nuestra lengua, se
debe traducir a Kant, y traducirle
literalmente; porque en filosofía nada puede dispensarnos del estudio de los monumentos: mas tampoco
debemos contentarnos con traducir a Kant;
el estudio de sus obras es difícil, y aun disonante y desagradable, principalmente para los
lectores franceses; y de aquí la
necesidad de prepararlos para este estudio, iniciándolos en las
doctrinas
3 La Crítica del la razón pura, traducida por M. Tissot
(París, Ladrange, 1836). M. Tissot
acaba de publicar una nueva edición de su traducción
(París, Ladrange, 1845), en cuya ob
ra ha tenido la feliz idea de seguir el ejemplo dado por
Rosenkranz en su excelente edición de
obras de Kant, o sea el reproducir la primera edición de obras de Kant, o
sea el reproducir la primera edición
(1781), indicando por medio de notas, o en un apéndice, las modificaciones introducidas por el autor,
en la segunda (1787). Es importante y
curioso notar estas modificaciones, y seguir a Kant de la primera a la
segunda edición
4 Los diversos análisis que hasta aquí se han hecho de
estas dos obras en francés o traducidas del
alemán, no son de utilidad alguna; pues en vez de procurarse en ellos disminuir las dificultades que pudiera
ofrecer el estudio del texto, se limitan a reproducir este, disgregándolo y desfigurándolo. La
Academia de Ciencias morales y políticas,
habiendo señalado entre sus obras de concurso el Examen crítico de la
filosofía
alemana, ha dado ocasión a que se hagan importantes
estudios sobre Kant, aunque
todavía no son conocidos. Véase el repertorio interesante
que acaba de publicar M. de Remusat
(París, Ladrange, 1845), al que nosotros debemos un excelente fragmento de
la Crítica de la rezón pura (Ensayo de
filosofía, tomo I).
de la filosofía alemana, por medio de una exposición
sencilla y clara, y en su lenguaje, por
medio de una explicación de sus términos y fórmulas. Así es que yo no debía concretarme al simple
papel de traductor, sino que debía
pensar en añadir a mi traducción un trabajo destinado a facilitar el estudio de la obra; mas, como la importancia
de este trabajo, y las dificultades que
había de ofrecer me detendrían mucho, y de otro lado ya no quiero retardar demasiado la publicación
de esta traducción, impresa ya desde
hace algún tiempo, me he decidido a publicarla ahora, prometiendo dar a luz muy pronto la
Introducción.
Nada diré en
este prólogo de la Crítica del Juicio, puesto que he de hablar de ella a mi satisfacción en la
Introducción que estoy preparando; aquí
solamente me propongo decir algunas palabras sobre el sistema de traducción que he creído debía seguir. M.
Cousin en sus lecciones sobre Kant5, ha
caracterizado con tal precisión y claridad los defectos de este como escritor, que yo no puedo por menos de reproducir
aquí su juicio. «Esta obra, dice Cousin,
hablando de la Crítica de la razón pura, tiene el defecto de estar mal escrita; lo que no
quiere decir que no haya en ella mucho
ingenio en los detalles, y aun de vez en cuando trozos admirables; pero, como el mismo autor lo reconoce con
modestia en el prólogo de la edición de
1781, si bien tiene una gran claridad lógica, tiene muy poco de esta otra claridad que él llama estética, y
que consiste en el arte de hacer pasar
al lector de lo conocido a lo desconocido, de lo fácil a lo difícil; arte tan raro, especialmente, en Alemania, y que
no tiene en manera alguna el filósofo de
Koenigsberg. Cojamos el cuadro de materias de la Crítica de la razón pura, y como en él no puede
presentarse cuestión sino acerca del
orden lógico y del enlace de todas las partes de la obra, nada
podemos hallar bajo este punto de vista
mejor sistematizado, más precioso y de
mayor claridad que aquél; pero cojamos cada uno de sus capítulos por
sí solos y todo cambia en el momento; el
orden que separadamente debe encerrar
cada uno de dichos capítulos, no existe; cada idea se halla expresada con la mayor precisión, pero sin
ocupar siempre el lugar
5 Lección II, pág. 25 y26.
9
debido para acomodarse fácilmente al espíritu del lector.
Hay que añadir a este defec
to, el de la lengua alemana llevado al último extremo;
quiero decir, este carácter extremadamente
sintético de su frase, que forma un
contraste, tan sorprendente con el analítico de la francesa. No es
esto todo; independientemente de este
lenguaje, todavía rudo, y que tan poco
se acomoda a la descomposición del pensamiento, Kant tiene un
lenguaje propio, una terminología, que,
una vez comprendida, es de una claridad
perfecta, y aun de un uso cómodo; pero que, presentada de repente, y
sin la preparación necesaria, todo lo
ofusca y a todo da una apariencia oscura
y extravagante.» Los defectos que M. Cousin vitupera en la Crítica de
la razón pura, y que, como él ha hecho
notar, han retrasado en el país mismo de
Kant el éxito de esta obra inmortal, son los mismos que se encuentran en la Crítica del Juicio y en la
Crítica de la razón práctica. Solo que
en estas dos últimas obras aparece Kant, en general, más sobrio y menos difuso que en la primera, y el
carácter mismo de las materias que en
ellas se tratan, como son, ya aquí los principios de la moral y los sentimientos y las ideas a que esta se
refiere, ya allá lo bello y lo sublime,
las bellas artes, las causas finales, etc., todo esto, pues, da a veces
a su estilo un tinte menos severo y
menos claro, a pesar de que reaparecen y
dominan siempre los mismos defectos. Después de esto, se comprenderá cuán difícil debe ser una traducción literal
de estas obras. Además, toda traducción
que quita y añade, y resume y parafrasea, no presenta al autor como es, y no puede hacerse del texto; y una
traducción literal corre el gran riesgo
de resultar bárbara, y de violentar a cada instante los hábitos de nuestra lengua y de nuestro espíritu. A
nosotros nos parece que el problema debe
resolverse, traduciendo a Kant de tal modo que,
reproduciendo en todo fielmente el texto, se atenúen en algún tanto los defectos; es decir, se introduzcan en aquel,
pero sin modificarlo, las cualidades
propias de nuestro lenguaje. Una traducción que llene estas dos condiciones, teniendo un doble mérito,
hará un doble servicio al autor. He aquí
el problema que nos hemos propuesto, y demasiado comprendemos las dificultades que encierra
para lisonjearnos de haberlo resuelto.
Esperamos al menos que nuestros esfuerzos no habrán sido del todo inútiles. Como la lengua francesa tiene
la virtud de esclarecer todo lo que
transforma o traduce, este mismo carácter debemos aplicarlo,
tratándose de Kant; y puesto que la oscuridad que en él se
reprueba proviene en parte, según exactamente
nota M. Cousin, del carácter
extremadamente sintético de su frase, en contraposición
al
esencialmente analítico de la frase
francesa, traducir a Kant en francés, debe ser lo mismo que esclarecerlo, corrigiendo o
atenuando en él el defecto que repugna a
nuestra lengua.
Mas, hemos
insistido bastante sobre los defectos de la forma de Kant, y es ya tiempo de presentarlo bajo otro punto
de vista. En Francia no se sabe bien que
este escritor, que hemos tratado de bárbaro, ha sabido algunas veces acercarse a los mejores de los
nuestros, lo que se observa en la mayor
parte
de sus pequeños
escritos, y especialmente en el que
lleva por título: Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y
lo sublime, que apareció en 1764, esto
es, veinte y seis años antes de la
Crítica del Juicio6. A pesar de ciertos ensayos de traducción,
estos pequeños escritos son en general
poco conocidos en Francia, y bien
traducidos, mostrarían a Kant bajo un aspecto enteramente nuevo7.
Por esto es por lo que aparece Kant,
como se nota algunas veces en ciertos
pasajes de sus obras más importantes, especialmente en las observaciones y notas, un hombre de gran espíritu, en el
sentido francés moderno de esta palabra;
un observador atento y delicado de la naturaleza humana, y un escritor de los más ingeniosos; porque
este pensador profundo, este genio de lo
abstracto, este escritor bárbaro, era también todo eso. Su principal obra bajo este respecto es, sin
contradicción, la que acabo de
6 La primera edición de la Crítica del juicio es de
1790.
7 Ya he indicado más arriba los pequeños escritos de Kant
que han sido traducidos al fra
ncés. Volviendo a traducir los ya traducidos, y agregando a
ellos los que todavía no lo han sido, se
podría formar con todos una colección curiosa y agradable. M. Cousin ha pensado también en este trabajo, y hubiera
sido digno de la pluma del traductor de
Platón, el trasladar a nuestro idioma las mejores producciones de Kant,
bajo el punto de vista literario. Yo,
heredero de esta promesa, me esforzaré en justificar la benevolencia que me ha confiado.
10
citar. También se han hecho de ella tres traducciones en
francés8, pero es conveniente volverla a
traducir, y yo he querido unir esta nueva
traducción a la de la Crítica del Juicio, puesto que ambas obras,
aunque muy diferentes en el fondo y en
la forma, tienen una materia común, lo
bello y lo sublime; y porque es curioso el reunir estas dos formas
distintas en que Kant ha tratado la
misma materia con veinte y seis años de
intervalo.
Con todo, no se
debe buscar en las Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime el origen de la teoría
expuesta en la Crítica del Juicio, y
mucho menos todavía una teoría filosófica sobre la cuestión de la idea de estos dos sentimientos. Kant no tiene
tan alta pretensión; se propone únicamente,
como él lo advierte en el prefacio, presentar algunas observaciones sobre la idea de los mismos,
considerándolos en relación a los objetos,
a los caracteres de los individuos, a los sexos y sus relaciones entre sí, y por último, en relación a los
caracteres de los pueblos. Esta pequeña
obra no es más que una colección de observaciones; no aparece en ella el profundo y abstracto autor de la
Crítica de la razón pura; Kant no es
todavía en este tiempo más que el bello profesor de Koenigsberg, como se le apellidaba en su villa natal9.
Esto supuesto, sobresale tanto en el
género a que pertenece este escrito, como en la metafísica. Se muestra en él tan delicado y espiritual observador,
como de otro lado sutil y profundo
analista; allí hay que admirar la exactitud, y muchas veces la delicadeza de sus observaciones, una feliz y
rara mezcla de finura y
8 La primera traducción es la que he indicado más arriba;
es de 1796. La segunda es de
M. Keratry; está precedida de un extenso comentario (Examen
filosófico de las consideraciones sobre
el sentimiento de lo sublime y de lo bello de Kant, París, 1823). Otra traducción se publicó en el mismo año
por M. Weyland bajo este título: Ensayo
sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime.
9 Véase el prefacio de Rosenkranz, en el tomo que contiene
la Crítica del Juicio, y las Observaciones
sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime (Vorrede, 8, VIII.)
naturalidad10, y por último, la dirección ingeniosa y viva
que da a sus ideas, en lo que aparece
claramente la influencia de la literatura francesa.
Si bien es cierto
que entre sus observaciones hay algunas que han
dejado de ser verdaderas11, y otras nos parecen estrechas y mezquinas12, con todo se revela en la mayor parte de ellas
una penetrante observación, y una elevada
inteligencia de la naturaleza humana. Pero la parte más notable de este pequeño escrito, es, sin duda
alguna, aquel en que Kant trata de lo
bello y lo sublime en sus relaciones con los sexos. En él se ocupa de las cualidades esencialmente propias
de las mujeres, sobre el género de
educación particular que a estas conviene, y sobre el atractivo y las ventajas de la sociedad con las mismas;
observaciones llenas de sentido y
delicadeza, dignas de las páginas de Labruyere o de Rousseau13. Kant vuelve a ocuparse después de esto, de la
teoría tan admirablemente desenvuelta en
la última parte del Emilio, de que la mujer, teniendo una misión particular, tiene también cualidades
que le son propias, y que deben
desenvolverse y cultivarse conforme a los votos de la naturaleza, por una bien entendida educación. Ningún otro
ha hablado de las mujeres
10 . Esta
mezcla de finura y naturalidad, es una de las cualidades más sobresalientes
del carácter de Kant; es, puede decirse,
un rasgo que tiene de común con Sócrates, con el cual justamente se le ha comparado.
11 Tal es, por ejemplo, como lo nota Rosenkranz (pág. 9 del
prefacio ya citado), el juicio que tiene
de los franceses (pág. 304 de la traducción); juicio al cual después ha venido
a dar un solemne mentís la revolución
francesa.
12 . Por
ejemplo, su juicio sobre la arquitectura de la Edad Media
(pág. 319 de la traducción).
13 También el autor de las Observaciones sobre el
sentimiento de lo bello y lo sublime, fue
apellidado el Labruyere de Alemania.
11
en el siglo XVIII con más delicadeza y respeto14; me
atrevería a creer con el nuevo editor de
Kant, Rosenkranz15, que el corazón del filósofo no ha permanecido siempre indiferente a los
atractivos de que él tan bien habla;
pero no quiero rebajar con mis comentarios el encanto de esta
pequeña obra. Es útil también el unirla
a la Crítica del Juicio, porque no habrá más
que notar diferencias entre ambas; y por esto, si a ejemplo de Rosenkranz, hemos reunido estas dos obras en
la traducción, es porque el contraste
nos ha parecido ingenioso.
Kant16 había
hecho interfoliar para su uso un ejemplar de este pequeño escrito, y después de haber llenado de
adiciones cada una de las páginas agregadas
y las márgenes del texto de muchos pasajes, lo regaló en 1800 al librero Nicolovins para una nueva edición.
Después de Rosenkranz, que ha tenido al
arreglar su edición este ejemplar a la vista, estas adiciones consisten en observaciones variadas
y alguna vez ingeniosas, que se agregan
a la misma materia, el sentimiento d
e lo bello y lo
sublime; pero que esparcen en todas direcciones y toman diversas
formas. En unos puntos, Kant desenvuelve
por completo su pensamiento, en otros se
limita a indicarlo, y alguna vez le basta una sola palabra. Rosenkranz no ha creído de su deber servirse de este
borrador, puesto que lo que en él se
contiene de importante se encuentra en otras obras de Kant. Yo he seguido el texto de su edición.
14 . Reprueba
en Rousseau a quien por otra parte se complace en reconocer como un
gran apologista del bello sexo, el haber osado decir, que
una mujer no es nunca otra cosa que un
gran niño; y dice Kant, que no hubiera escrito tal frase por todo el oro
del mundo.
15 Prefacio ya citado, pág. X.
16 Prefacio ya citado, pág. VI y V.
En cuanto a la
Crítica del Juicio, me he servido de la tercera edición (1799)17 y de la de Rosenkranz.
17 Ya he indicado la fecha de la primera edición, 1790, es
decir, nueve años después de
la Crítica de la razón pura, y dos años después de la
Crítica de la razón práctica. La segunda
edición es de 1793.
J. Barni.
15 de diciembre de 1845
12
Prefacio
Podemos llamar razón
pura la facultad de conocer por principios a
priori; y Crítica de la razón pura el examen de la posibilidad y límites
de esta facultad en general, sin que
nunca comprendamos al hablar de ello más
que la razón considerada en un sentido teórico, como ya lo hicimos bajo este título en nuestra primera obra, y
sin que intentemos jamás someter también
a este examen la facultad práctica determinada por sus propios principios. La crítica de la razón
pura, no comprende, pues, más que
nuestra facultad de conocer las cosas a priori; no trata más que de la facultad de conocer,
con abstracción de
sus facultades de sentir y de querer; y
aun al ocuparse de la facultad del conocer, no lo hace más que del sentimiento, en el cual busca los
principios a priori, haciendo
abstracción del Juicio y de la razón (en tanto que se consideran
como facultades que igualmente
pertenecen al conocimiento teórico), puesto
que desde luego hallamos que ninguna otra facultad de las que corresponden al conocer, más que la del
entendimiento, puede conducirnos al
conocimiento de dichos principios; y por esto la crítica, cuando examina las otras facultades del
conocer, para determinar la parte que
cada una de ellas puede tener por sí misma en la adquisición del conocimiento, no se ocupa de otra cosa más
que de lo que el entendimiento presenta
a priori como una ley para la naturaleza y todos sus fenómenos, (cuya forma se da también a
priori), y deja todos los demás
conceptos puros para las ideas que trascienden de la facultad del conocer teórico, cuyos conceptos, lejos por
esto de ser inútiles o superfluos,
sirven, por el contrario, de principios reguladores. De este modo, esta facultad descarta por un lado las
pretensiones peligrosas del
entendimiento, el cual (suministrando a priori las condiciones de la posibilidad de todas las cosas que se pueden
conocer), circunscribe a sus propios
límites esta posibilidad en general, y, por otra parte, dirige al entendimiento mismo en la consideración de la
naturaleza, a favor de un principio de
perfección que jamás puede obtener, pero que le está señalado como el objeto final de todo
conocimiento.
Es indudablemente
al entendimiento, el cual tiene su dominio propio en la facultad del conocer, en tanto que
contiene a priori los principios constitutivos
del conocimiento, a quien la crítica designada con el nombre de crítica de la razón pura, debe asegurar
una posesión fija y determinada contra
todas las demás que quieran disputarle el puesto. Del mismo modo la crítica de la razón práctica,
determina la posesión de la razón, en
tanto que solo contiene principios constitutivos, relativos a la facultad de querer.
Sin embargo, el
Juicio, que viene a ser dentro de nuestras facultades de conocer un término medio entre el
entendimiento y la razón, ¿tiene también
por sí mismo principios a priori? ¿Son estos principios constitutivos o simplemente reguladores, no
suponiendo, por tanto, un dominio
particular? ¿Suministra esta facultad a priori una regla al sentimiento como un término medio entre la
facultad de conocer y la de querer, del
mismo modo que el entendimiento prescribe a priori leyes a la primera, y la razón a la segunda? He aquí de
lo que se ocupa la presente crítica del
Juicio.
Una crítica de
la razón pura, es decir, de nuestra facultad del conocer, según los principios a priori, sería
incompleta, si la del Juicio, que, como
facultad de conocer, reclama también para sí tales principios, no
fuese, tratada como una parte especial
de la crítica; y sin embargo, los
principios del Juicio no constituyen un principio de filosofía pura,
una parte propia entre la parte teórica
y la práctica, sino que puede
considerarse, se
gún los casos, en cualquiera de estas dos partes. Pero
si este sistema ha de llegar a la
perfección, bajo el nombre general de
metafísica (y posible es perfeccionarlo, y de la mayor importancia para
el ejercicio de la razón bajo todos sus
aspectos), es necesario antes que la
crítica sondee muy profundamente el fondo de este edificio, para descubrir los primeros fundamentos de la
facultad que nos suministra principios
independientes de la experiencia, con el fin de que ninguna de las partes parezca como dudosa; pues esto
llevaría consigo inevitablemente la
ruina de todo.
13
Por donde podemos
concluir acerca de la naturaleza del juicio (cuyo uso conveniente es tan necesario y tan
generalmente útil como puede serlo el
del sentido común, nombre con que se designa esta facultad), que debemos hallar grandes dificultades en la
investigación del principio propio de la
misma (la cual debe en efecto contener uno a priori; pues de lo contrario, la crítica, aun la más vulgar,
no lo consider
aría como facultad
de conocer). Este principio no puede derivarse de otros a priori: estos corresponden al entendimiento, y el
Juicio no trata más que de su aplicación.
El Juicio no puede, pues, suministrar un concepto que nada nos hace conocer, y que solamente sirve de
regla a sí mismo, aunque no de regla
objetiva, a la cual pudiera acomodarse; porque entonces, necesitaríamos otra facultad de juzgar, para
resolver si es o no ocasión de aplicar
la regla.
Esta dificultad que
presenta el principio subjetivo u objetivo de la facultad de
juzgar, se nota
principalmente en aquellos juicios llamados
estéticos, que tratan de lo bello y lo sublime, de la naturaleza o del
arte; y sin embargo, la investigación
crítica del principio de estos juicios es la
parte más importante de esta facultad.
En efecto: aunque
ellos por sí mismos nada nos dan para el
conocimiento de las cosas, no por esto dejan de pertenecer a la
facultad de conocer, y revelan una
relación inmediata de esta facultad con la del
sentimiento, fundada sobre algún principio a priori, que nunca se confunde con los motivos de la facultad de
querer, porque esta saca sus principios
a priori de los conceptos de la razón. No sucede lo propio en los juicios teleológicos de la naturaleza; en
estos, mostrándonos la experiencia una conformidad
de las cosas con sus leyes, la cual no puede
comprenderse ni explicarse con la ayuda del concepto general que el entendimiento nos da de lo sensible, saca la
facultad de juzgar de sí misma un
principio de relación de la naturaleza con el mundo inaccesible de lo supra-sensible, del cual no puede
servirse más que en vista de sí misma en
el conocimiento de la naturaleza; pero este principio, que puede y debe aplicarse a priori al conocimiento de
las cosas del mundo, y nos abre al mismo
tiempo vastos horizontes para la razón práctica, no tiene
relación inmediata con el sentimiento. Por lo que, la falta
de esta relación es precisamente la que
produce la oscuridad del principio del juicio, y hace necesaria para esta facultad una
división particular de la crítica;
porque el juicio lógico, que se funda sobre conceptos de los cuales
jamás se puede sacar consecuencia
inmediata para el sentimiento, habría podido
en rigor unir la parte teórica de la filosofía con el examen crítico de
los límites de estos conceptos.
Como no me
propongo estudiar el gusto ni el juicio crítico, con el fin de formarlo ni cultivarlo (porque esta
cultura bien puede exceder de esta
especie de especulaciones), sino que lo hago bajo un punto de vista trascendental, espero que haya indulgencia
para con los vacíos que se noten en este
trabajo. Pero en cierto modo es necesario que se haga con el más severo examen, y únicamente habrá que
dispensarnos de algún resto de oscuridad
que no se pueda evitar enteramente, por la gran dificultad que presenta la solución de un problema
naturalmente tan embrollado. Con tal que
quede claramente sentado que el principio se ha expuesto con exactitud, se nos podrá dispensar de no haber
deducido el fenómeno del Juicio con toda
la claridad que por otra parte se puede rigurosamente exigir, es decir, de no haberlo deducido de
un conocimiento fundado en conceptos, el
cual creo haber hallado en la segunda parte de esta obra.
Aquí terminaremos
nuestro estudio crítico, y entraremos sin tardanza en la doctrina, con el fin de aprovechar, si
es posible, el tiempo todavía favorable
de nuestra creciente vejez. Se comprende perfectamente que el juicio no tiene parte especial en la doctrina,
puesto que la crítica pertenece a la
teoría; pero conforme a la división de la filosofía en teórica y práctica, y la de la filosofía pura en
varias partes, la metafísica de la
naturaleza y las costumbres, constituirá esta nueva obra.
14
Introducción
- I -
De la división de la filosofía
Cuando se
considera la filosofía como la que suministra por medio de conceptos los principios del conocimiento
racional de las cosas, y no como la
lógica, que solamente lo hace de los principios de la forma del pensamiento en general, haciendo abstracción
de los objetos, se puede con toda razón
dividir, como comúnmente se hace, en teórica y práctica. Mas para esto es de todo punto indispensable
que los conceptos que sirven de objeto a
los principios de este conocimiento racional, sean diferentes en su especie, pues de lo contrario,
no estaríamos autorizados para una
división, la cual supone siempre oposición en los principios del conocimiento racional, cual corresponde a las
diversas partes de una ciencia. Según
esto, no existen más que dos especies de conceptos, los cuales llevan en sí otros tantos principios
diferent
es de la posibilidad de
sus objetos; estos conceptos son los de la naturaleza y el de la
libertad. Y como los primeros hacen
posible con el auxilio de principios a priori, un conocimiento, teórico, y el segundo no
contiene relativamente a este
conocimiento más que un principio negativo, una simple oposición,
al paso que establece para la
determinación de la voluntad principios de
gran extensión, los cuales por esta razón se denominan prácticos,
con derecho podemos dividir la filosofía
en dos partes en un todo diferentes, por
lo que toca a los principios: la una teórica, en tanto que filosofía de la naturaleza, y la otra práctica, en tanto que
filosofía moral (pues así se denomina la
legislación práctica de la razón fundada sobre el concepto de la libertad). Pero hasta hoy, la gran
confusión en el uso de estas expresiones
ha trascendido a la división de los diversos principios, y por consiguiente a la de la filosofía, y se ha
identificado lo que es práctico bajo el
punto de vista de los conceptos de la naturaleza, con lo que es práctico bajo el punto de vista del concepto
de la libertad; y con estas mismas
expresiones de filosofía teórica y filosofía práctica, se ha establecido una división que en realidad no
lo es, puesto que las dos partes de esta
división pueden tener los mismos principios.
La voluntad, como
facultad de querer, es una de las diversas causas naturales que existen en el mundo; es la que
obra en virtud de conceptos; y todo lo
que la voluntad se representa como posible o como necesario, se llama prácticamente posible para distinguirlo
de la posibilidad o de la necesidad
física, de un efecto, cuya causa no es determinada por co
nceptos, sino por mecanismo como en la materia inanimada, o
por instinto como entre los animales.
Por esto aquí, al hablar de práctica, lo
hacemos de una manera general, sin determinar si el concepto que sirve de regla a la causalidad de la voluntad es un
concepto de la naturaleza o un concepto
de la libertad.
Pero esta última
distinción es esencial; porque si el concepto que determina la causalidad es un concepto de la
naturaleza, los principios son técnicamente
prácticos; y si es un concepto de la libertad, son moralmente prácticos; y como en la división
de una ciencia racional se trata
únicamente de una distinción de objetos, cuyo conocimiento reclama principios diferentes, los primeros se
refieren a la filosofía teórica (o a la
ciencia de la naturaleza), mientras que los otros constituyen por sí
solos la segunda parte, o sea la
filosofía práctica o la moral.
Todas las reglas
técnicamente prácticas (es decir, las del arte o de la industria en general), y aun aquellas que se
refieren a la prudencia, o sea la
habilidad que da influencia sobre los hombres y su voluntad, deben ser consideradas como corolarios de la filosofía
teórica, en tanto que sus principios se
fundan en conceptos.
En efecto: dichas
reglas no se refieren más que a la posibilidad de las cosas, cuando ésta se funda en conceptos de la
naturaleza; y nosotros no nos ocupamos
solamente de los medios de investigación de la naturaleza, sino también de los de la voluntad (como
facultad de querer, y por tanto, como
facultad natural), en tanto que pueda ser determinada, conforme a estas reglas, por móviles naturales...
15
Sin embargo,
estas reglas prácticas no se denominan leyes (como las leyes físicas), sino preceptos; porque como
la voluntad no cae solamente bajo el
concepto de la naturaleza, sino también bajo el de la libertad, queda el nombre de leyes para los principios
de la voluntad relativos a este último
concepto, y estos solos principios, con sus consecuencias, constituyen la segunda parte de la filosofía,
o sea la parte práctica.
Así como la solución
de los problemas de la geometría pura no
constit
uyen una parte especial de esta ciencia, ni la agrimensura
merece tampoco el nombre de geometría
práctica en oposición a la geometría
pura, que en tal caso sería la segunda parte de la geometría en general,
del mismo modo, y aun con mayor
fundamento, no nos es permitido
considerar como una parte práctica de la física el arte mecánico o químico de las experiencias y observaciones,
ni unir a la filosofía práctica la
economía doméstica, la agricultura, la política, el arte de vivir en sociedad, la dietética, ni aun la teoría de
la felicidad, que es el arte de refrenar
y reprimir las pasiones y afectos en vista de la felicidad, como si todas estas artes constituyesen la segunda
parte de la filosofía en general.
En efecto;
dichas artes no contienen más que reglas que se refieren a la industria humana, las que, por consiguiente,
no son más que técnicamente prácticas o
destinadas a producir un resultado posible,
según los conceptos naturales de las causas y los efectos, y que, comprendiéndose en la filosofía teórica o en
la ciencia de la naturaleza, de la cual
son simples corolarios, no pueden reclamar un puesto en esta filosofía particular, que llamamos filosofía
práctica; por el contrario, los
preceptos moralmente prácticos, que en un todo se hallan fundados en
el concepto de la libertad, y excluyen
toda participación de la naturaleza en
la determinación de la voluntad, constituyen una especie particular
de preceptos, a que llamamos
verdaderamente leyes, como a las reglas que
rigen la naturaleza; pero aquellas no se apoyan, como estas, en condiciones sensibles; se fundan en un
principio supra-sensible, y forman por
sí solas al lado de la parte teórica de la filosofía, otra parte de la misma, bajo el nombre de filosofía práctica.
Por donde se ve
que un conjunto de preceptos prácticos suministrados por la filosofía, no constituye una parte
especial y opuesta a la parte teórica de
esta ciencia, por sólo ser prácticos; porque no dejarían de serlo, aun cuando esos mismos principios, en tanto
que reglas técnicamente prácticas,
derivasen del conocimiento teórico de la naturaleza; se necesita además que el principio en que se apoyen, no
se derive del concepto de la naturaleza,
siempre sujeto a condiciones sensibles, sino que descanse sobre el de lo supra-sensible; pues sólo el
concepto de la libertad nos permite
conocer, por medio de leyes formales, para que de este modo los preceptos sean moralmente prácticos, esto es,
para que no sean únicamente reglas
relativas a tal o cual fin, sino leyes que no suponen ningún objeto, ningún designio previo.
- II -
Del dominio de la filosofía en general
El uso de
nuestra facultad de conocer por medio de principios, o sea la filosofía, no reconoce más límites que los de
la aplicación de conceptos a priori.
Pero el conjunto
de objetos a que se refieren estos conceptos, para de ellos constituir, si es posible, un
conocimiento, puede ser dividido, según que
basten o no nuestras facultades para ello, o según que sean suficientes de tal o cual manera.
Si consideramos
los conceptos como refiriéndose a objetos, y hacemos abstracción de la cuestión de saber si un conocimiento
de estos objetos es o no posible,
estaremos en el campo de estos conceptos, el cual se determina únicamente conforme a la relación
de su
objeto con
nuestra facultad de conocer en general.
La parte de este campo en donde es
posible para nosotros un conocimiento, es el territorio (territorium)
de estos conceptos, y de la facultad de
conocer, que supone este conocimiento.
La parte de este territorio en donde dichos conceptos
16
sirven de ley, es el dominio de ellos (ditio), y el de las
facultades de conocer que los producen.
Así, los conceptos empíricos tienen su
territorio en la naturaleza, considerada como el conjunto de todos los objetos sensibles, mas en esto no hay nada de
dominio, sino que solo existe un
domicilio (domicilium), puesto que estos conceptos, aunque formados de una manera regular, no sirven de
leyes, y las reglas que en ellos se
fundan son empíricas, y por tanto contingentes.
Nuestra facultad
de conocer tiene dos especies de dominio; el de los conceptos de la naturaleza, y el del concepto
de la libertad, pues que por medio de
estas dos clases de conceptos es únicamente legisladora a priori; por lo cual la filosofía se divide
también, como esta facultad, en teórica
y práctica. Pero el territorio sobre el cual entiende su dominio y ejerce su legislación no es más que el
conjunto de objetos de toda experiencia
posible, en cuanto se consideran como simples fenómenos; porque de otro modo no se podría concebir una
legislación del entendimiento relativa a
estos objetos.
La legislación
contenida en los conceptos de la naturaleza es dada por el entendimiento, es teórica; la que contiene
el concepto de libertad, proviene de la
razón, y es puramente práctica. Por lo que la razón solo puede legislar en el mundo práctico; en lo
que se refiere al conocimiento teórico
(o de la naturaleza) no puede hacer más que deducir, de leyes dadas (de las que se instruye por medio del
entendimiento), consecuencias que no
salen de los límites de la naturaleza. Además, la razón no es en absoluto legislativa cuando
existen reglas prácticas, porque estas
reglas pueden ser técnicamente prácticas.
La razón y el entendimiento
tienen, pues, dos clases de legislaciones
sobre un mismo territorio, el de la experiencia, sin que la una
pueda sobreponerse a la otra; porque el
concepto de la naturaleza tiene tan poca
influencia sobre la legislación suministrada por el concepto de la libertad, como este sobre la legislación de la
naturaleza. La posibilidad de concebir,
al menos sin contradicción, la coexistencia de dos legislaciones y de las facultades a que ellas se refieren,
ha sido demostrada por la
crítica de la razón pura, la que, revelándonos en esto una
ilusión dialéctica, ha descartado las
objeciones.
Pero es imposible
que estos diferentes dominios, que se limitan
constantemente, no ciertamente en sus legislaciones, sino en sus
efectos en el seno del mundo sensible,
no constituyan más que uno sólo; pues el
concepto de la naturaleza puede muy bien representar sus objetos en
la intuición, pero solo como simples fenómenos,
y no como cosas en sí; y por el
contrario, el concepto de la libertad puede representar, por medio de su objeto, una cosa en sí, pero no en la
intuición; por consiguiente, ninguno de
estos dos conceptos puede dar un conocimiento teórico de su objeto (ni aun del sujeto que piensa) como
cosa en sí, o sea de lo supra- sensible; esta es una idea que se debe aplicar a
la posibilidad de todos los objetos de
experiencia, pero que jamás se puede extender ni elevar hasta constituir un conocimiento de ellos.
Existe, pues, un
campo ilimitado, pero inaccesible también para
nuestra
facultad de conocer,
el campo de lo supra-sensible, donde no
hallamos parte de territorio para nosotros, y en donde, por tanto,
no podemos buscar, ni por medio de los
conceptos del entendimiento, ni por
medió de los de la razón, un dominio perteneciente al conocimiento teórico. Este campo, o sea el uso, tanto
teórico como práctico de la razón, debe
llenarse de ideas; mas nosotros no podemos dar a estas ideas, en su relación con las leyes que derivan del
concepto de la libertad, más que una
realidad práctica, lo que no eleva en nada nuestro conocimiento teórico hasta lo supra-sensible.
Pero aunque existe
un abismo insondable entre el dominio del
concepto de la naturaleza o lo sensible, y el dominio del concepto de
la libertad, o lo supra-sensible, de tal
suerte, que es imposible pasar del
primero al segundo (por medio de la razón teórica), y que se
consideran como dos mundos diferentes,
de los cuales, el uno no puede ejercer
acción sobre el otro, es indudable que debe haber alguna influencia
entre ellos. En efecto; el concepto de
la libertad debe realizar en el mundo
sensible el objeto determinado por sus leyes, y para esto es
indispensable
17
que se pueda concebir la naturaleza de tal suerte, que en
su conformidad con las que constituyen
su forma, no excluya al menos los fines que
deben ser dirigidos según las primeras. Así es que debe haber un principio que haga posible el acuerdo de lo
supra-sensible, sirviendo de fundamento
a la naturaleza, con lo que contiene de práctico el concepto de la libertad; un principio cuyo concepto
sea sin duda insuficiente para dar un
conocimiento bajo el punto de vista teórico ni bajo el punto de vista práctico, y no teniendo por tanto
dominio propio, permita sin embargo, al
espíritu pasar de uno al otro mundo.
- III -
De la critica del juicio, considerada como lazo de unión de las dos partes de la filosofía
La crítica de
las facultades de conocer consideradas en lo que pueden suministrarnos a priori, no tiene propiamente
un dominio relativo a los objetos,
puesto que no constituye una doctrina, sino que su único objeto es averiguar si es posible que nuestras
facultades nos lo suministren, y cuándo
lo es, según la condición de las mismas. Su campo se extiende tan lejos como sus pretensiones, con el objeto de
concretar estas en los límites de su
legitimidad.
Mas lo que no
entra en la división de la filosofía, puede, sin embargo, caer bajo el dominio de la crítica de la
facultad pura de conocer en general, si
esta facultad contiene principios que no tienen valor para su uso teórico ni para su uso practico. Los conceptos
de la naturaleza, que contienen el
principio de todo conocimiento teórico a priori, descansan sobre la legislación del entendimiento. El concepto
de la libertad, que contiene el
principio de todos los preceptos prácticos a priori e independientes de las condiciones sensibles,
descansa sobre la legislación de la
razón. Así es que ninguna facultad, fuera de estas dos, puede lógicamente aplicarse a los principios,
cualesquiera que ellos sean; además,
cada una de estas tiene su legislación propia en cuanto a su
contenido, sobre lo cual no existe ninguna otra (a priori),
y esto es lo que justifica la división
de la filosofía en teórica y práctica.
Pero en la familia
de las facultades superiores de conocer, existe
además un término medio entre el entendimiento y la razón: este
término medio es el Juicio. Se puede
presumir por analogía que este contiene
también si no una legislación particular, al menos un principio que le
es propio y que se debe investigar,
según leyes, un principio que es
indudablemente a priori puramente subjetivo, y que, sin tener como dominio ningún campo de objetos, puede, no
obstante, tener un territorio para el
cual solamente él tenga verdadero valor.
Existe, además
(a juzgar por analogía), una razón para unir el Juicio a otro orden de nuestras facultades
representativas, cuya unión, parece más
importante todavía que el parentesco de las facultades de conocer.
Esta razón consiste en que todas las
facultades o capacidades del alma pueden
reducirse a tres, y que no pueden por menos de derivarse de un
principio común, y son: la facultad de
conocer, la de sentir y la de querer18.
18 Cuando hay alguna razón para suponer que los conceptos
empleados como principios
empíricos tienen afinidad con la facultad de conocer puro a
priori, es conveniente, por causa de
esta misma relación, buscarles una definición trascendental, es decir,
definirlos por cate
gorías puras, en tanto que ellos por sí solos nos dan
suficientemente la diferencia del
concepto de que se trata con los demás. Se sigue en esto el ejemplo del matemático que deja indeterminados los datos empíricos
de su problema, y que no toma para los
conceptos de la aritmética pura más que la relación de estos datos con una
síntesis pura, generalizando por lo mismo
la solución de aquel. Se nos ha censurado de haber empleado tal método (véase el prefacio de la
Crítica de la razón práctica), y por haber
defluido la facultad de querer, diciendo que es la facultad que por
medio de sus representaciones es causa
de la totalidad de los objetos de estas mismas
representaciones; pues se dice los simples deseos son también
voliciones, y sin embargo, todos
reconocen que aquellos no bastan para que sus objetos sean realizados. Pero esto no prueba más que en el hombre hay
deseos, en los cuales se encuentra en
contradicción consigo mismo, puesto que tiende por su sola
representación a la realización del
objeto, aunque no puede llegar a ella, teniendo conciencia de que sus fuerzas mecánicas (para llamar así las que no
son psicológicas), y que deberían ser
determinadas por esta representación para realizar el objeto (por tanto
mediatamente), o no son suficientes, o
encuentran aún algo de imposible como, por ejemplo, el cambiar lo pasado (O mihi proeterites...etc.), o el
destruir en la impaciencia del que espera, el
18
En el terreno de la
facultad de conocer, sólo el entendimiento es
legislador, pues que esta facultad (como debe serlo cuando se la considera en sí misma independiente de la
facultad de querer), se refiere como facultad
de conocimiento teórico a la naturaleza, y solamente en relación a la naturaleza (considerada como
fenómeno) nos es posible hallar leyes en
los conceptos a priori de la misma, esto es, en los conceptos puros del entendimiento.
intervalo que nos separa del momento deseado. Aunque en
estos deseos fantásticos tengamos
conciencia de lo insuficiente (y aun de la impotencia) de nuestras representaciones para llegar a las causas de
un objeto, sin embargo, la relación de estas
representaciones a la cualidad de causas, y por consiguiente,
la representación de
su causalidad, se halla contenida en
todo deseo, y aparece principalmente a cuando este es una afección, es decir, cuando es un
verdadero deseo* En efecto; estas especies de
movimientos, ensanchando y suavizando el corazón, y por tanto,
consumiendo sus fuerzas, muestran que
estas fuerzas se hallan siempre atraídas por representaciones, pero que concluyen siempre por dejar caer al
espíritu en la inacción, convencido de la
imposibilidad de la cosa deseada. Las oraciones mismas dirigidas al
cielo para evitar las terribles desdichas
que se miran como inevitables, y ciertos medios que emplea la superstición para llegar a fines naturalmente
imposibles; demuestran la relación causal
de las representaciones con sus objetos, puesto que esta causalidad no
puede ser detenida por el conocimiento
de su impotencia para producir el efecto. Pero ¿por qué existe en nosotros esta tendencia a formar
deseos que la conciencia declara vanos? Es
una cuestión que corresponde a la teología antropológica. Parece que si
no empleáramos nuestras fuerzas más que
cuando estuviésemos seguros de su aptitud para producir un objeto, quedarían las más veces sin emplear,
porque nosotros no aprendemos
ordinariamente a conocerlas más que ensayándolas. Esta ilusión que
producimos con los deseos inútiles, no es,
pues, más que una consecuencia de la benevolente disposición que preside a nuestra naturaleza**.
___________
*Sehnsucht, propiamente deseo ardiente. -J. B.
**Rosenkranz no pone esta nota. -J. B.
La facultad de
querer, considerada como facultad superior
determinada por el concepto de la libertad, no admite otra legislación
a priori que la de la
razón (en la cual únicamente
reside este concepto). Supuesto que el sentimiento
tiene su sitio o se halla colocado entre la
facultad de conocer y la de querer, así como el Juicio la tiene entre
el entendimiento y la razón, se puede
suponer, al menos provisionalmente, que
el Juicio contiene en sí mismo un principio a priori, y que así como el sentimiento se halla necesariamente ligado
con la facultad de querer, ya porque
dicho sentimiento sea anterior a ella, como sucede en la facultad inferior de querer, ya porque, como sucede en
la superior, derive únicamente de la
determinación producida en dicha facultad por la ley moral, así también el Juicio verifica una
transición a la facultad pura de
conocer, esto es, establece el tránsito del dominio de los conceptos de
la naturaleza al dominio de la libertad,
del mismo modo que, bajo el punto de
vista lógico, hace posible el paso del entendimiento a la razón.
Por esto, aunque la
filosofía no se pudiese dividir más que en dos
partes, la
teórica y la
práctica; aunque todo lo que pudiéramos decir de los principios propios del Juicio deba
colocarse en la parte teórica, o sea en
la que se ocupa del conocimiento racional, fundado sobre conceptos de la naturaleza, la crítica de la razón pura,
que debe tratar todo esto antes de dar
principio a la ejecución de su sistema, se compone de tres partes: crítica del entendimiento puro, crítica del
Juicio puro, y crítica de la razón pura;
facultades que se llaman puras, porque son legislativas a priori.
- IV -
Del juicio como facultad legislativa «A priori.»
El juicio es la
facultad de concebir19 lo particular como contenido en lo general.
19 He traducido denken, que significa propiamente pensar,
por concebir, porque es
palabra de un uso más cómodo. Traduciendo con menos
exactitud la palabra alemana, muy bien
se podría emplear como sinónima de pensar, tomada en el sentido que la
19
Si lo general (la
regla, el principio, la ley) es dado, el Juicio que subsume lo particular aunque como Juicio
trascendental suministre a priori las condiciones
que por sí solas hacen posible esta subsunción), es y se llama determinante. Pero si sólo es dado
lo particular, y el Juicio debe hallar
en ello lo general, dicho Juicio es simplemente reflexivo.
El Juicio
determinante, sometido a las leyes generales y
trascendentales del entendimiento, no es más que el que subsume; le
es dada la ley a priori; y de este modo
no necesita cuidarse de una regla para
poder subordinar a lo general lo particular que se halla en la
naturaleza.
Pero tanto como hay
de diversidad en las formas de la naturaleza, otro tanto hay de modificaciones en los conceptos
generales y trascendentales de la misma,
los cuales dejan indeterminadas las leyes suministradas a priori por el entendimiento puro, puesto que
estas no se refieren más que a la
posibilidad de una naturaleza en general (como objeto de los sentidos).
Debe haber,
pues, también para estos conceptos leyes, las cuales como conceptos empíricos pueden ser contingentes a
los ojos de nuestro entendimiento, pero
que puesto que se
llaman leyes (como lo exige el concepto
de la natura
leza), deben considerarse como necesarias en virtud de un principio que, aunque sea desconocido para
nosotros, nos dé la unidad en la
variedad. El Juicio reflexivo que necesita subir de lo particular, que halla en la naturaleza, a lo
general, necesita un principio que no
puede derivarse de la experiencia, puesto que debe servir de fundamento a la unidad de todos los principios
empíricos, colocándose sobre los más
superiores de estos, y por tanto, a la posibilidad de la coordinación sistemática de estos principios.
Es necesario que este
emplea Kant, lo que tiene además la ventaja de aproximarse
mas a la palabra concepto (Begriff), que
significa precisamente, ya la condición ya el resultado del pensamiento, como Kant lo explica. -J. B.
principio trascendental lo halle en sí mismo el Juicio
reflexivo para hacer de él su ley; no
puede sacarlo de otra parte, pues que entonces sería juicio determinante; ni tampoco prescribirlo a la
naturaleza, puesto que si la reflexión
sobre sus leyes se acomoda a sí misma, no se regirá por aquellas condiciones, conforme a las que tratamos de
formarnos un concepto contingente o
relativo de esta reflexión.
Dicho principio
no puede ser más que éste: como las leyes generales de la naturaleza tienen un principio en
nuestro entendimiento que las prescribe
a la misma (pero sólo bajo el punto de vista de concepto general de la naturaleza como tal), las leyes particulares
y empíricas relativamente a lo que las
primeras dejan en ellas de indeterminado,
deben considerarse en relación a una unidad semejante a la que
pudiera establecer un entendimiento
distinto del nuestro, el cual diera estas leyes
teniendo en cuenta nuestra facultad de conocer, y queriendo hacer
posible un sistema de experiencia
fundado sobre leyes particulares de la
naturaleza misma. Esto no significa que se deba admitir tal
entendimiento (porque sólo el Juicio
reflexivo es el que hace un principio de esta idea para reflexionar y no para determinar), sino
que la facultad de juzgar se dé por sí
misma una ley, y no por medio de la naturaleza.
Mas como el
concepto de un objeto, en tanto que contiene también el principio de la realidad de este objeto, se
llama fin, y como la conformidad de un objeto
con una disposición de las cosas, que sólo es
posible en relación a los fines, se llama finalidad de la forma de
estas cosas, el principio del Juicio
relativamente a la forma de las cosas de la
naturaleza, sometidas a leyes empíricas en general, es la finalidad de
la naturaleza en su diversidad; lo que
significa que nos representamos la
naturaleza por medio de este concepto, como si un entendimiento contuviese el principio de su unidad en la
diversidad de sus leyes empíricas.
La finalidad de
la naturaleza es, pues, un concepto particular a priori, que tiene su origen únicamente en el Juicio reflexivo;
porque no podemos atribuir a sus
producciones nada que pueda estimarse como una relación
20
de sí misma con los fine
s, sino solamente servirse de este concepto para reflexionar sobre ella según el enlace de los
fenómenos que en la misma se producen
conforme a las leyes empíricas. Este concepto es muy diferente de la finalidad práctica (de la
finalidad de la industria humana o de la
moral), aunque se le confunde por analogía con esta última especie de finalidad.
- V - El principio de la finalidad formal de la
naturaleza, es un principio
trascendental del juicio
Se llama
trascendental el principio que representa la condición general, a priori, bajo la cual únicamente
pueden las cosas llegar a ser objetos de
nuestro conocimiento en general. Por el contrario, se llama metafísica el principio que representa la
condición a priori, según la cual solo
los objetos cuyo concepto puede darse empíricamente pueden ser determinados a priori. Así, el principio del
conocimiento de los cuerpos como sustancias,
y como sustancias que cambian, es trascendental
cuando significa que este cambio debe tener una causa; pero es metafísico cuando significa que debe tener
una causa exterior: en el primer caso,
basta concebir los cuerpos a modo de predicados
ontológicos (o de conceptos puros del entendimiento), como sustancias, por ejemplo, para conocer a priori la
proposición que el último predicado (el
movimiento producido por una causa exterior) conviene al cuerpo. De igual suerte, como mostraremos muy pronto, el
principio de la finalidad de la
naturaleza (en la variedad de sus leyes empíricas), es un principio trascendental; porque el concepto de los
objetos, en tanto que se los concibe
como sometidos a un principio, no es más que el concepto puro de objetos de un conocimiento de experiencia
posible en general, y no contiene nada
por el contrario, que supone la idea de la determinación de una voluntad libre, es un principio
metafísico, puesto que el concepto de la
facultad de querer, considerada como voluntad, debe darse empíricamente (no pertenece a los predicados
trascendentales). Estos dos
principios no son, sin embargo, empíricos; son principios a
priori, porque el sujeto que funda en
ellos sus juicios no tiene necesidad de ninguna
experiencia ulterior para enlazar el predicado con el concepto
empírico que posee, pues puede percibir
perfectamente este enlace a priori.
Que el concepto de
una finalidad de la naturaleza pertenece a los
principios trascendentales, es lo que muestran suficientemente las máximas del juicio que sirven a priori de
fundamento para la investigación
natural, las que, sin embargo, no se refieren más que a la posibilidad de la experiencia, y por tanto a
la del conocimiento de la naturaleza, no
simplemente de ella en general, sino determinada por leyes particulares y diversas.
Estas son como
sentencias de la sabiduría metafísica, que con motivo de ciertas reglas cuya necesidad no puede
demostrarse por conceptos, se presentan
con frecuencia en el curso de esta ciencia aunque esparcidas, como se ve en estos ejemplos: la naturaleza
sigue el camino más corto (lex
parcimoniae); no tiene intervalos en la serie de sus cambios, ni en la coexistencia de sus formas específicamente
diferentes (lex continui in natura); en
la gran variedad de sus leyes empíricas hay una unidad formada por un pequeño número de principios
(principia praeter necesitatem non sunt
multiplicanda), y otras máximas del mismo género.
Pero querer mostrar
el origen de estos principios y hacerlo por un
procedimiento psicológico, es desconocer por completo el sentido de
los mismos. En efecto; ellos no nos
dicen el hecho, esto es, conforme a qué
reglas nuestras facultades de conocer llenan realmente sus funciones
y cómo se juzga, sino cómo se debe
juzgar. La conformidad de la naturaleza
con nuestras facultades de conocer, o la finalidad que nos revela el ejercicio de las mismas, es, pues,
un principio trascendental de los
juicios, y por tanto esta finalidad necesita una deducción trascendental que investigue a priori en las fuentes del
conocimiento el origen de dicho
principio.
21
Encontramos desde
luego algo de necesario en los principios de la
posibilid
ad de la experiencia, como son las leyes generales, sin las
cuales no se puede concebir la
naturaleza en general (como objeto de los
sentidos); estas leyes descansan sobre las categorías aplicadas a
las condiciones formales de toda
intuición posible, en tanto que esta es dada
también a priori. El Juicio sometido a estas leyes es determinante,
porque no hace otra cosa que subsumir
bajo reglas dadas. Por ejemplo, el
entendimiento dice: todo cambio reconoce una causa (es ley general de
la naturaleza): el Juicio trascendental
no tiene más que suministrar la
condición que permita subsumir bajo el concepto a priori del entendimiento, y esta condición es la sucesión
de las determinaciones de una misma
cosa. Por lo que, esta ley es reconocida como absolutamente necesaria para la naturaleza en general (como
objeto de experiencia posible). Pero los
objetos del conocimiento empírico, no obstante esta condición formal de tiempo, son todavía
determinados, o pueden serlo, tanto que
podemos juzgar a priori de diversas maneras: así naturalezas específicamente distintas, independientemente
de lo que tienen de común en cuanto
pertenecen a la naturaleza en general, pueden servir de causas, según una infinita variedad de maneras, y
cada una de estas maneras (conforme al
concepto de una causa general) debe tener una regla que revista el carácter de ley, y por tanto el de
necesidad, aunque la naturaleza y los
límites de nuestras facultades de conocer no nos permitan percibir esta necesidad. Cuando consideramos,
pues, la naturaleza en sus leyes
empíricas, concebimos en ella como posible una infinita variedad de estas leyes, que son contingentes a
nuestros ojos (no pueden ser conocidas a
priori), y referimos dichas leyes a una unidad, que miramos también como contingente, o sea la unidad
posible de la experiencia (como sistema
de leyes empíricas). Por donde de un lado es necesario suponer y admitir esta unidad, y de otro es
imposible hallar en los conocimientos
empíricos un enlace perfecto, que permita formar un todo de experiencia; porque las leyes generales de
la naturaleza nos muestran perfectamente
este enlace, cuando consideramos las cosas generalmente, esto es, como cosas de la naturaleza en
general; pero no cuando las consideramos
específicamente, o sea como seres particulares de aquella. El Juicio debe, pues, admitir como un
principio a priori para su aplicación
propia, que lo que es contingente a la vista de nuestro
espíritu en las leyes particulares (empíricas)
de la naturaleza, contiene una unión que no
podemos penetrar ciertamente, pero que podemos concebir, y que es
el principio de unidad de los elementos
diversos en una experiencia posible en
sí. Y puesto que esta unidad que nosotros admitimos por una necesidad del entendimiento pero al mismo
tiempo como contingente en sí, es
representada como una finalidad de los objetos (de la naturaleza), el Juicio, que relativamente a las cosas
sometidas a las leyes empíricas posibles
(todavía por descubrir), es simplemente reflexivo, debe concebir la naturaleza en relación a estas cosas,
conforme a un principio de finalidad
para nuestra facultad de conocer, el cual se ha mostrado ya en las precedentes máximas del Juicio. Este
concepto trascendental de una finalidad
de la naturaleza, no es ni un concepto de la misma, ni un concepto de la libertad, porque nada atribuye
al objeto (a la naturaleza); él no hace
más que representar la única manera de proceder en nuestra reflexión sobre los objetos de ella para
llegar a una experiencia, cuyos
elementos se hallan perfectamente enlazados entre sí; es por tanto
un principio subjetivo, una máxima del
Juicio. También sucede que cuando
nosotros hallamos, como por una feliz casualidad favorable a
nuestro objeto, entre dos leyes
puramente empíricas, semejante unidad
sistemática, sentimos un gran placer (hallándonos libres ya de la necesidad), aunque debamos necesariamente
admitir la existencia de tal unidad, sin
poder percibirla ni demostrarla.
Si queremos
convencernos de la exactitud de esta deducción del concepto de que nos ocupamos, y de la
necesidad de admitir este concepto como
un principio trascendental de conocimiento, pensemos en la magnitud de este problema que existe a
priori en nuestro entendimiento: con las
pe percepciones suministradas por la naturaleza, que contiene una variedad infinita de leyes empíricas,
formar un sistema coherente. Es cierto
que el entendimiento posee
a priori leyes
generales de la naturaleza, sin las que
no podría tener la experiencia de un solo
objeto de ella; pero además hay necesidad de cierto orden en sus
reglas particulares, las que el
entendimiento no conoce más que empíricamente,
y que con relación al mismo son contingentes. Estas reglas, sin las
cuales
22
el entendimiento no podría pasar de la semejanza universal
contenida en una experiencia posible
general a la semejanza particular, pero cuya
necesidad no conoce ni puede conocer, es necesario que las conciba
como leyes (es decir, como necesarias),
porque de lo contrario, estas no
constituirían un orden en la naturaleza. Así, aunque relativamente a
estas reglas (a los objetos), el entendimiento
nada puede determinar a priori, debe, no
obstante, con el fin de descubrir las leyes llamadas empíricas, tomar por fundamento de toda reflexión sobre
la naturaleza, un principio a priori,
conforme al cual concibamos que puede haber un orden natural, y que se puede reconocer en sus leyes un
principio como el que arrojan las
proposiciones siguientes: Existe en la naturaleza una disposición de géneros y de especies que nosotros podemos aprender;
estos géneros se unen siempre en
relación a un principio común, de tal modo, que al pasar de un género a otro nos elevamos a uno más
superior; aunque parece a primera vista
que es inevitable para nuestro entendimiento admitir para los efectos naturales específicamente
diferentes otras tantas diversas
especies de causalidad, no es así; pues estas especies se pueden
reducir con todo a un pequeño número de
principios, que nosotros debemos
investigar. El juicio supone a priori esta conformidad de la naturaleza
con nuestra facultad de conocer, con el
fin de poder reflexionar sobre aquella,
considerada en sus leyes empíricas; pero el entendimiento la mira como objetivamente contingente, y el juicio no le
atribuye más que como una finalidad trascendental
(relativa a la facultad de conocer), y por esto, sin dicha suposición, no concebiríamos ningún
orden natural en sus leyes empíricas, y
no tendríamos, por tanto, dirección que nos guiara en el conocimiento y en la investigación de estas
leyes tan varias.
Así es que se
concibe sin dificultad, que a pesar de la uniformidad de las cosas de la naturaleza, consideradas en
su relación con las leyes generales (sin
las que sería imposible la forma de un conocimiento empírico general), pueda ser tan grande la
diferencia de sus leyes empíricas y de
sus efectos, que no sea posible a nuestro entendimiento descubrir en ella un orden fácil de aprender,
ni dividir sus producciones en géneros y
especies, ni concebir la manera de aplicar los principios de la explicación y de la inteligencia de la una
a la explicación y a la
inteligencia de la otra, y formar de una materia tan
complicada para nosotros (porque es
infinitamente varia y no apropiada a la capacidad de nuestro espíritu), una experiencia coherente.
El Juicio, pues, contiene también un
principio a priori de la posibilidad de la naturaleza, pero sólo bajo el punto de vista subjetivo, en virtud de
cuyo principio prescribe, no a la
naturaleza (como por autonomía), sino a sí mismo (como por bella autonomía), sino a sí mismo (como por bella autonomía),
una ley para reflexionar sobre aquella,
que se podría llamar ley de su especificación
considerada en sus leyes empíricas. El Juicio no halla a priori esta ley
en la naturaleza, pero la admite con el
fin de hacer asequible a nuestro
entendimiento el orden seguido por la misma en la explicación que
hace de sus leyes
generales, cuando quiere subordinar a estas leyes la variedad de las particulares. Así, cuando se dice que la
naturaleza especifica sus leyes
generales conforme al principio de una finalidad relativa a nuestra facultad de conocer, esto es, cuando las
especifica para apropiarse la función
necesaria del entendimiento humano, que consiste en hallar lo general a que debe reducirse lo particular,
suministrado por la percepción, y el
lazo que une lo diverso (que es lo general para cada especie) a la unidad del principio, no se prescribe por
este una ley a la naturaleza, ni la
observación nos enseña nada (aunque podría confirmarlo). Por esto no
es un principio del juicio determinante,
sino del juicio reflexivo; no tiene más
objeto que, cualquiera que sea la disposición de la naturaleza en sus leyes generales, poder buscar su leyes
empíricas por medio de este principio y
de las máximas que en él se fundan como una condición sin la cual no podemos hacer uso de nuestro
entendimiento para extender nuestra
experiencia y adquirir el conocimiento.
- VI -
De la unión del sentimiento del placer con el concepto de la finalidad de la naturaleza
La conformidad de la
naturaleza, considerada en la variedad de sus
leyes particulares, con la necesidad que tenemos de reconocer en ella
23
principios universales, debe apreciarse o estimarse como
contingente a la vista de nuestro
espíritu, pero al mismo tiempo como indispensable, a causa de la necesidad de nuestro
entendimiento, y po
r tanto, como una
finalidad por la cual la naturaleza se conforma con nuestras propias intuiciones, en cuanto se trata del
conocimiento. Las leyes generales del
entendimiento, que son al mismo tiempo leyes de la naturaleza, son
tan necesarias (aunque derivadas de la espontaneidad)
como las leyes del movimiento de la
materia; y para explicar su origen no hay necesidad de suponer ningún fin ni objeto en nuestra
facultad de conocer, porque nosotros no obtenemos,
en primer lugar, por estas leyes más que un
concepto de lo que es el conocimiento de las cosas (de la naturaleza),
y éste se aplica necesariamente a la
naturaleza de los objetos de nuestro
conocimiento general. Pero que el orden de la naturaleza en sus
leyes particulares, en esta variedad y
en esta heterogeneidad al menos posibles
que exceden nuestra facultad de concebir, sea realmente apropiado a
esta facultad, es lo que aparece como
contingente según nuestra percepción, y
el descubrimiento de este orden es obra del entendimiento al dirigirse
a un fin a que necesariamente aspira, o
sea a la unidad de los principios, cuya
obra debe el Juicio atribuir a la naturaleza, puesto que el entendimiento no puede prescribirle la ley.
El acto por el
cual el espíritu alcanza este fin va acompañado de un sentimiento de placer; y si la condición de
este acto es una representación a priori,
un principio como el del juicio reflexivo en general, el sentimiento de placer es también determinado
por una razón a priori, que le da un
valor universal, pero no se refiere más que a la relación del objeto con la facultad de conocer, sin que el
concepto de la finalidad se relacione en
nada con la facultad de querer, que es lo que la distingue enteramente de la finalidad práctica de la
naturaleza.
Así se ve que la
conformidad de las percepciones con las leyes
f
undadas sobre conceptos generales de la naturaleza (las
categorías), no produce ni puede
producir en nosotros el menor efecto sobre el
sentimiento del placer, puesto que el entendimiento obra aquí
necesariamente según su naturaleza y sin designio alguno;
por el contrario, el descubrimiento de
la unión de dos o más leyes empíricas
heterogéneas en un solo principio, es el origen de un gran placer, y aun
a veces de una admiración tal, que no
cesa sino cuando el objeto es para
nosotros suficientemente conocido. Ciertamente que no hallamos un placer notable al percibir esta unidad de la
naturaleza en su división en géneros y especies,
la cual sólo hacen posible los conceptos empíricos, por cuyo medio la conocemos en sus leyes
particulares; pero este placer ha tenido
ciertamente su época, y por esto sin él no hubiera sido posible la experiencia más concisa y ordinaria, pues
que se ha confundido insensiblemente con
el simple conocimiento, y no se ha caracterizado particularmente. Existe, pues, algo que en
nuestros juicios sobre la naturaleza nos
hace que atendamos a su conformidad con nuestro
entendimiento, y es el cuidado que ponemos en reducir en lo posible las leyes heterogéneas a leyes más elevadas,
aunque siempre empíricas, con el fin de
experimentar, si lo conseguimos, el placer que nos proporciona esta conformidad de la naturaleza con nuestra
facultad de conocer, la que miramos como
simplemente contingente. Nosotros experimentaríamos, por el contrario, un gran disgusto en una
representación de la naturaleza en la
que estuviéramos amenazados de ver nuestras menores investigaciones, cuando excedieran de la
experiencia más vulgar, detenidas por
una heterogeneidad de leyes, que no permitiera a nuestro entendimiento reducir las particulares a las
empíricas generales; porque esto repugna
al principio de la especificación subjetivamente final de la naturaleza y al Juicio que refleja sobre esta
especificación.
Sin embargo,
esta suposición del Juicio determina tan poco hasta qué punto debe extenderse esta finalidad ideal de
la naturaleza para nuestra facultad de conocer,
que si se nos dice que un profundo o más amplio
conocimiento, experimental de la naturaleza debe hallar al fin una variedad de leyes que ningún entendimiento
humano podrá reducir a un principio, no
dejaremos por ello de estar satisfechos, pues que, a pesar de todo, queremos mejor esperar, y esperamos,
que cuanto más penetremos en lo interior
de la naturaleza y mejor conozcamos las partes exteriores que al presente desconocemos, tanto más la
encontraremos simple en sus
24
principios y uniforme en la aparente heterogeneidad de sus
leyes empíricas. En efecto; nuestro
Juicio nos da la ley para perseguir tan lejos
como nos sea posible el principio de la apropiación de la naturaleza
a nuestra facultad de conocer, sin
decidir (porque no es el juicio
determinante el que nos da esta regla), si tiene o no límites, puesto
que así como es posible determinar los
límites relativamente al uso racional de
nuestras facultades de conocer, esto es imposible en el campo de la experiencia.
- VII -
De la representación estética de la finalidad de la naturaleza
Lo que en la
representación de un objeto es puramente subjetivo, es decir, lo que constituye la relación de esta
representación al sujeto y no al objeto,
es una cualidad estética; pero lo que en ella sirve o puede servir a la determinación del objeto (al
conocimiento), constituye su valor lógico.
El conocimiento de un objeto de los sentidos puede considerarse
bajo estos dos puntos de vista. En la
representación sensible de las cosas
exteriores, la cualidad de espacio donde ellas se nos representan, es
el elemento puramente subjetivo de la
representación que tenemos de estas
cosas (no se determina lo que ellas pueden ser como objetos en sí); también el objeto es concebido simplemente
como un fenómeno; pues el espacio, a pesar
de su cualidad puramente subjetiva, es también un elemento del conocimiento de las cosas como
fenómenos. Del mismo modo que el espacio
es simplemente la forma a priori de la posibilidad de nuestras representaciones de las cosas
exteriores, la sensación (aquí la
sensación exterior) espresa el elemento puramente subjetivo de
estas representaciones, pero
especialmente el elemento material (lo real,
aquello por que es dada alguna cosa como existente), y sirve
también para el conocimiento de los objetos
exteriores.
Mas el elemento
subjetivo que en una representación no puede ser un elemento de conocimiento, es el placer o la
pena mezclada con esta representación;
porque estos sentimientos no nos hacen conocer nada del
objeto de la representación, aunque bien pudieran ser ellos
el efecto o resultado de cualquier
conocimiento. Por donde la finalidad del objeto, en tanto que es representada en la percepción, no
es una cualidad del objeto mismo (porque
tal cualidad no puede percibirse) aunque pueda deducirse de un
conocimiento de los
objetos. Por consecuencia, la finalidad que
precede al conocimiento de un objeto, la que aun cuando no queramos servirnos de la representación de aquel
respecto de un conocimiento, se halla
completamente ligada a esta representación, es por esto un elemento subjetivo que no puede constituir uno de los
del conocimiento. Nosotros no hablamos
en este caso de la finalidad del objeto sino porque su representación se halla inmediatamente ligada
al sentimiento de placer, y es una
representación estética de la finalidad. Resta únicamente saber si hay en general tal representación de la
finalidad.
Cuando el placer
se halla ligado a la simple aprensión (aprehensio) de la forma de un objeto de intuición, sin que
esta aprensión se refiera a un concepto,
y sirva a un conocimiento determinado, la representación no es referida al objeto, sino al sujeto; y el placer
no puede producir otra cosa que la
conformidad del mismo objeto con las facultades de conocer que se ponen en juego en el juicio reflexivo, y solo
en tanto que den por resultado como
consecuencia una finalidad formal y subjetiva de dicho objeto. En efecto; esta aprensión de for
mas que opera la imaginación, no puede tener lugar sin que el Juicio reflexivo
las compare, aunque sea sin un fin
determinado, con la facultad que tiene de refe
rirlas a las
intuiciones de los conceptos; por lo que si en esta comparación la imaginación (en tanto que facultad de las
intuiciones a priori), se halla por
efecto natural de una representación dada de acuerdo con el entendimiento o la facultad de los conceptos,
y de esto resulta un sentimiento de
placer, debe estimarse el objeto como apropiado al Juicio reflexivo. Juzgar de este modo, es llevar un
juicio estético sobre, la finalidad del
objeto, un juicio que no está fundado sobre un concepto actual del objeto, y no nos suministra
ninguno otro. Y cuando juzgamos de
manera que el placer unido a la representación de un objeto tiene su origen en la forma de este (y no en el
elemento material de su representación
considerada como sensación) tal como la hallamos en la
25
reflexión que de esto hacemos, sin tener por fin el obtener
un concepto del objeto mismo, juzgamos
también que este placer está necesariamente
unido a la representación de dicho objeto, y que por tanto, es
necesario, no solamente para el sujeto a
quien satisface esta forma, sino para todos
los que puedan juzgar, y el objeto se llama entonces bello, y la
facultad de juzgar en medio de un placer
de esta especie, y al mismo tiempo de un
modo aceptable para todos, se llama gusto. En efecto; como el principio del placer se halla colocado simplemente en
la forma del objeto tal como se presenta
a la reflexión en general, y no en una sensación del mismo, y además no existe relación para con un
concepto que contenga un fin
determinado, lo que conviene con la representación de dicho objeto en
la reflexión, cuyas condiciones tienen
un valor universal a priori, es lo que
únicamente constituye el carácter de legalidad del uso empírico que
el sujeto hace del juicio en general, o
sea la armonía de la imaginación y el
entendimiento; y como esta conformidad del objeto con las facultades
del sujeto es contingente, resulta de
aquí una representación de la finalidad
de aquél, para las facultades de conocer de este.
Por donde el
placer de que aquí se trata, como todo placer o toda pena que no son producidas por el concepto de la
libertad, esto es, por la determinación
previa de esta facultad, la cual tiene su principio en la razón pura, no puede nunca considerarse en
relación a los conceptos como necesariamente
ligado a la representación de un objeto; la reflexión solamente es la que debe mostrarlo unido a
esta representación; por consecuencia,
este, como todos los juicios empíricos, no puede atribuirse una necesidad objetiva, ni aspirar a obtener
un valor a priori. Pero el juicio del
gusto tiene también, como cualquier juicio empírico, la pretensión de tener un valor universal, y a
pesar de la contingencia interna de este
juicio, esta pretensión es legítima; pues lo que hay aquí de singular y de extraño proviene únicamente de
que aquélla no es un concepto empírico,
sino un sentimiento de placer, que, como si se tratara de un predicado ligado a la representación
del objeto, debe atribuirse a cada uno
para el juicio del gusto y hallarse unido a aquella representación.
Un juicio individual
de experiencia, por ejemplo, el juicio del que
percibe una gota de agua móvil en un cristal de roca, puede con justicia reclamar el asentimiento de cada uno, puesto
que, fundado sobre las condiciones
generales del Juicio determinante, cae bajo las leyes que reducen la experiencia posible a experiencia
general. Del mismo modo sucede que aquel
que en la pura reflexión que hace de la forma de un objeto sin tener en cuenta ningún concepto,
experimenta placer, obteniendo como
resultado un juicio empírico e individual, tiene derecho a pretender el asentimiento de cada uno;
porque el principio de este placer se
halla en la condición universal, aunque subjeti
va, de los juicios
reflexivos, esto es, en la conformidad exigida por todo
conocimiento empírico de un objeto (de
una producción de la naturaleza o del arte), con la relación de las facultades de conocer
entre sí (la imaginación y el
entendimiento). Así el placer en el juicio del gusto depende
ciertamente de una representación
empírica, y no puede hallarse unido a priori a
ningún concepto (no se puede determinar de este modo, qué objeto es o no conforme al gusto; es necesario hacerlo
por medio de la experiencia); pero es el
principio de este juicio, por la sola razón de que existe el convencimiento de que descansa únicamente
sobre la reflexión y sobre condiciones
generales, aunque subjetivas, que determinan el acuerdo de aquella con el conocimiento de las cosas en
general, a las que se apropia la forma
del objeto.
Por esto es por lo
que los juicios del gusto suponen un principio a priori,
y se hallan también sometidos a la crítica, aunque este
principio no sea ni un principio de
conocimiento para el entendimiento, ni un principio práctico para la voluntad, ni por tanto sea
determinante a priori.
Pero la
capacidad que nosotros tenemos de hallar en nuestra reflexión sobre las formas de las cosas (de la naturaleza,
como del arte), un placer particular, no
produce solamente una finalidad de los objetos para el Juicio reflexivo bajo el punto de vista del concepto
de la naturaleza, sino también bajo el
punto de vista de la libertad del sujeto en su relación con los objetos considerados en su forma, y aun
en la privación de toda forma; de donde
se sigue que el juicio estético no tiene solo relación con
26
lo bello como juicio del gusto, sino que también la tiene
con lo sublime, en tanto que se deriva
de un sentimiento del espíritu; y que de este modo esta crítica de juicio estético debe
dividirse en dos grandes partes
correspondientes a estas dos divisiones.
- VIII -
De la representación lógica de la finalidad de la naturaleza
La finalidad de un
objeto dado en la experiencia puede ser representada,
o bien bajo un punto de vista del todo subjetivo, como en la conformidad que muestra su forma en una
aprensión (apprehensio), anterior a todo
concepto con las facultades de conocer, y que da por resultado la unión de la intuición y de los
conceptos en un conocimiento general, o
bien bajo un punto de vista objetivo, como en la conformidad de la forma con la posibilidad de la cosa misma,
según el concepto de esta cosa que con
anterioridad contiene el principio de su forma. Hemos visto que la representación de la primera
especie de finalidad descansa sobre el
placer íntimamente unido a la forma del objeto, en una simple reflexión sobre esta forma; y que la segunda,
por el contrario, en donde no se trata
de la relación de la forma del objeto con las facultades de conocer del sujeto, en la aprensión de este
objeto, sino de su relación con un
conocimiento determinado o con un concepto anterior, no hay nada que desenvolver acerca del sentimiento de
placer unido a los objetos, sino acerca
del entendimiento y su manera de juzgar de las cosas. Cuando es dado el concepto de un objeto, la función del
Juicio es formar un conocimiento de
exhibición (exhibitio), esto es, colocar al lado del concepto una intuición correspondiente; y
esto tiene lugar por efecto de nuestra
propia imaginación, como sucede en el arte cuando realizamos un concepto que previamente nos hemos formado y
que nos proponemos como fin, o bien
cuando la naturaleza está por sí misma en movimiento, como sucede en la técnica de la misma (en los
cuerpos organizados),cuando le aplicamos
nuestro concepto de fin para apreciar
sus producciones: en este último caso no es solamente la finalidad de la
naturaleza en la forma de la cosa, sino la producción
misma, la que es representada como fin
de aquella. Aunque nuestro concepto de una
finalidad de la naturaleza en las formas que esta toma conforme a
las leyes empíricas no sea un concepto
de objeto, sino un principio empleado por
el Juicio para formarse los conceptos en medio de esta variedad natural, y poderse orientar de ellos, sin
embargo, nosotros, por medio de este
concepto, atribuimos a la naturaleza una relación con nuestra facultad de conocer análoga a la de fin; así
es que podemos considerar su belleza
como una exhibición del concepto de una finalidad formal (puramente subjetiva), y sus fines como exhibiciones
del concepto de una finalidad real
(objetiva): nosotros apreciamos la primera por el gusto (estéticamente, por medio del sentimiento de
placer), y la segunda por el
entendimiento y la razón (lógicamente, por medio de los conceptos).
Este es el fundamento
de la división de la crítica del Juicio, en critica del juicio estético, y critica del juicio
teleológico; se trata por una parte de
la facultad de juzgar la finalidad formal (llamada también subjetiva)
por medio del sentimiento del placer o
la pena, y por otra parte, de la facultad
de juzgar la finalidad real (objetiva) de la naturaleza, por medio
del entendimiento y la razón.
La parte de la
crítica del Juicio que contiene el juicio estético, es una parte esencial de ella, pues que por sí sola
encierra un principio sobre el cual
funda el juicio a priori su reflexión sobre la naturaleza, y es el principio de una finalidad formal de la misma
en sus leyes
particulares (empíricas) para nuestra
facultad de conocer, de una finalidad sin la cual el entendimiento no podría reflejarse.
Aquella otra, por el contrario, en donde
no puede darse ningún principio a priori, en la que no es posible siquiera sacar tal principio del concepto de
la naturaleza considerada como objeto de
la experiencia, así en general como en particular, debe sin duda, contener fines objetivos de aquella, es
decir, de las cosas que no son posibles
más que como fines de la misma; y relativamente a estas cosas debe el juicio, sin contener por esto
un principio a priori, suministrar
solamente la regla que en casos dados (de ciertas producciones) permita emplear en apoyo de la
razón el concepto de fin,
27
cuando el principio trascendental del juicio estético ha
preparado ya el entendimiento para
aplicar este concepto a la naturaleza (al menos en cuanto a la forma).
Mas el principio
trascendental en virtud del cual nos representamos la finalidad de la naturaleza en la forma de una
cosa, como una regla para apreciar esta
forma, y por consiguiente bajo el punto de vista subjetivo y relativamente a nuestra facultad de conocer,
este principio no determina en manera
alguna donde y en qué casos hemos de apreciar una producción según la ley de la finalidad, sino
que solamente lo hace según las leyes generales
de la naturaleza, y deja al juicio estético el cuidado de decidir por medio del gusto, de la
conformidad de la cosa (o de su forma),
con nuestr
as facultades de conocer (no descansando esta decisión sobre conceptos, sino sobre el sentimiento). El
juicio teleológico, por el contrario
determina las condiciones que nos permiten juzgar de cualquier cosa (por ejemplo, de un cuerpo organizado),
según la idea de un fin de la
naturaleza; aunque no pueda sacar del concepto de la misma,
considerada como objeto de experiencia,
un principio que nos dé el derecho de
atribuirle a priori una relación con los fines, ni aun el de sacarla de
una manera indeterminada de la
experiencia real que tenemos en este género
de cosas; la razón de esto, es que se necesita considerar en la unidad de
su principio, muchas experiencias
particulares, para poder reconocer
empíricamente una finalidad objetiva de un determinado objeto. El
juicio estético es, pues, un poder
particular de juzgar las cosas conforme a una
regla, pero no conforme a conceptos. El juicio teleológico no es un
poder particular, sino el juicio
reflexivo en general, en tanto que procede, no
solamente como sucede siempre en el conocimiento teórico, según los conceptos, sino en relación a ciertos objetos
de la naturaleza, según principios
particulares, o sean los de un juicio que se limita a reflexionar sobre los objetos, pero que no determina
ninguno de ellos. Por consiguiente, este
juicio, considerado en su aplicación, se une a la parte teórica de la filosofía, y en virtud de los
principios que supone, y que no son
determinantes, cual conviene a una doctrina, constituye una parte especial de la crítica, mientras que el
juicio estético, no llevando nada al
conocimiento de los objetos, no debe entrar en la crítica del sujeto que
juzga ni en la
de sus facultades de conocer, ni en la propedéntica de
toda la filosofía, sino en tanto que
estas facultades son capaces de principios a
priori, cualquiera que sea por lo demás su empleo, (ya sea teórico
ya práctico).
- IX -
Del juicio como vínculo entre las leyes del entendimiento y la razón
El entendimiento
es legislativo a priori para la naturaleza considerada como objeto de los sentidos, de los que se
sirve para formar mi conocimiento teórico
en una experiencia posible. La razón es legislativa a priori para la libertad y para su propia
causalidad, considerada como el elemento
suprasensible del sujeto, y suministra un conocimiento práctico incondicional. El dominio del concepto de
naturaleza, sometido a la primera de estas
dos legislaciones, y el del concepto de la libertad, sometido a la segu
nda, se hallan colocados al amparo de toda influencia reciproca (la que
cada una pueda
ejercer, según sus leyes fundamentales)
en el abismo que separa de los fenómenos, lo supra-sensible. El
concepto de la libertad nada determina
relativamente al conocimiento teórico de la
naturaleza, del mismo modo que el concepto de ésta nada determina relativamente a las leyes prácticas de la
libertad, y por consiguiente, es
imposible establecer el paso de uno y otro dominio. Pero si los
principios que determinan la causalidad,
según el concepto de la libertad (y según la
regla práctica que contiene), no residen en la naturaleza, y lo sensible
no puede determinar lo supra-sensible en
el sujeto, lo contrario es sin embargo
posible, no relativamente al conocimiento de la naturaleza, sino relativamente a las consecuencias que este
puede tener sobre aquel. Es lo que desde
luego supone el concepto de una causalidad de la libertad, cuyo efecto debe tener lugar en el mundo,
conforme a las leyes formales de la
misma.
28
La palabra causa,
por otra parte, aplicada a lo supra-sensible, dice simplemente la razón que determina la
causalidad de las cosas de la naturaleza,
para producir un efecto, conforme a sus propias leyes particulares, mas de acuerdo al mismo tiempo
con el principio formal de las leyes de
la razón; es decir, con un principio cuya posibilidad ciertamente no se puede percibir, pero que
está suficientemente justificado contra
el reproche de una pretendida contradicción20. El efecto que se produce conforme al concepto de la
libertad, es el objeto final que debe
existir (o cuyo fenómeno debe existir en el mundo sensible), y que, por consiguiente, debe considerarse como
posible en la naturaleza (del sujeto en
cuanto ser sensible, es decir, en cuanto hombre). El Juicio que supone semejante posibilidad a priori y sin
mirar a la práctica, suministra el
concepto intermedio entre los conceptos de la naturaleza, o sea el concepto de la finalidad de aquella, y por
tanto hace posible el paso de la razón
pura teórica a la razón pura práctica, y de las leyes de la primera al objeto final de la segunda; pues que por esto
nos hace conocer el Juicio la
posibilidad del objeto final, que no puede ser realizado más que en
la naturaleza y conforme a sus leyes.
Para la
posibilidad de sus leyes a priori, por medio de la naturaleza, el entendimiento nos muestra que no conocemos
esta más que en sus
20 Una de las contradicciones que se pretende hallar en
toda esta distinción de la
causalidad natural y de la causalidad de la libertad, es la
que se me atribuye, diciendo qu
e hablar de los obstáculos que la naturaleza opone a la
causalidad fundada sobre las leyes de la
libertad (las leyes morales), o del concurso que ella le presta, es conceder a
la primera una influencia sobre la
segunda. Pero si se quiere comprender bien lo que se ha dicho, la objeción desaparece sin dificultad.
El obstáculo o el concurso no es entre la
naturaleza y la libertad, sino entre la primera, considerada como fenómeno,
y los efectos de la segunda,
considerados también como fenómenos en el mundo sensible, y aun la causalidad de la libertad (la razón pura
práctica) lo es de una causa natural sometida a la misma libertad (la causalidad del sujeto en
tanto que hombre, por consecuencia, en tanto
que fenómeno), es decir, de una causa cuya determinación tiene su
principio en lo inteligible, que es
concebido bajo el concepto de la libertad, de una manera además inexplicable (como nosotros concebimos lo que
constituye el substratum supra-sensible
de la naturaleza).
fenómenos, y por esto también nos indica la existencia de
un substratum supra-sensible de la
misma, que deja enteramente indeterminado. Para el principio a priori que nos sirve para juzgar
la naturaleza en sus leyes particulares
posibles, el Juicio da a este substratum supra-sensible (considerado en nosotros o fuera de nosotros),
la posibilidad de ser determinado por
nuestra facultad intelectual. La razón le da la
determinación para la ley práctica a priori, y el Juicio hace posible el
paso del dominio del concepto de la
naturaleza al del concepto de la libertad.
Si consideramos las
facultades del alma en general como facultades
superiores, es decir, como entrañando una autonomía, el entendimiento
es para la facultad de conocer (la
conciencia teórica de la naturaleza), el
origen de los princip
ios constitutivos a priori; mas para el sentimiento de placer o de pena, es el Juicio el que los
suministra, independientemente de los
conceptos o de las sensaciones que pueden referirse a la determinación de la facultad de querer, y ser
por esto inmediatamente prácticos;
y para la facultad
de querer, es la razón, la cual es práctica sin
el concurso de ningún placer, y suministra a esta facultad,
considerada como facultad superior, un
objeto final que lleva consigo una satisfacción
pura e intelectual. El concepto que formamos mediante el Juicio de
la finalidad de la naturaleza, pertenece
también a los conceptos de la misma;
pero sólo, como principio regulador de la facultad de conocer, aunque
el juicio estético que tengamos sobre
ciertos objetos (de la naturaleza o del
arte) y que dan ocasión a este concepto, sea un principio
constitutivo, relativamente al
sentimiento de placer o de pena. La espontaneidad en el ejercicio de las facultades de conocer, que
produce este placer en virtud del
acuerdo de las mismas, hace que este concepto pueda servir de lazo entre el dominio del concepto de la naturaleza
y el concepto de la libertad considerado
en sus efectos, porque es lo que prepara al espíritu a recibir el sentimiento moral.
El cuadro siguiente
permitirá comprender más fácilmente en unidad
sistemática, el conjunto de todas las facultades superiores21.
21 Ha parecido extraño que mis divisiones en la filosofía
pura las hiciera siempre
considerándola en tres partes; mas esto tiene su fundamento
en la naturaleza de las
29
FACULTADES del
espíritu
FACULTADES del
conocer
PRINCIPIOS a priori
APLICACIÓN
Facultad de conocer
Entendimiento Conformidad a
las leyes
Naturaleza
Sentimiento de placer
o de pena
Juicio Conformidad a
las leyes (finalidad)
Arte
Facultad de querer
Razón Objeto final Libertad
cosas. Si una división debe establecerse a priori, o es
analítica, fundada sobre el principio de
contradicción, en cuyo caso abraza siempre dos partes (quod libet ens est aut A ant non A); o es sintética, en cuyo
caso debe sacarse de conceptus a priori (y no
como en matemáticas, de la intuición a priori correspondiente a un
concepto), y entonces, según lo que
exige la unidad sintética en general, o sea, primero la condición; segundo, lo condicional; y tercero, el concepto
de la unión de lo condicional con la
condición, la división debe ser necesariamente una tricotomía.
30
DIVISIÓN GENERAL DE
LA OBRA
PRIMERA PARTE
Crítica del juicio estético
PRIMERA SECCIÓN
Analítica del juicio estético
Libro primero. -Analítica de lo bello... § 1-25
Libro segundo. -Analítica de lo sublime. § 23-53
SEGUNDA SECCIÓN
Dialéctica del juicio estético § 54-59
SEGUNDA PARTE
Crítica del juicio teleológico
PRIMERA SECCIÓN
Analítica del juicio teleológico § 61-67
SEGUNDA SECCIÓN
Dialéctica del juicio teleológico § 68-77
APÉNDICE
Metodología del juicio teleológico § 78-90
Primera parte
CRÍTICA DEL JUICIO ESTÉTICO
Primera sección
Analítica del juicio estético
Primer libro
Analítica de lo bello
PRIMER MOMENTO DEL JUICIO DEL GUSTO22, O DEL JUICIO DEL GUSTO CONSIDERADO BAJO EL PUNTO DE VISTA
DE LA CUALIDAD
§ I El
juicio del gusto es estético
Para decidir si una
cosa es bella o no lo es, no referimos la
representación a un objeto por medio del entendimiento, sino al sujeto y al sentimiento de placer o de pena por medio
de la imaginación (quizá medio de unión
para el entendimiento). El juicio del gusto no es, pues, un juicio de conocimiento; no es por tanto
lógico, sino estético, es decir, que el principio
que lo determina es puramente subjetivo. Las
representaciones y aun las sensaciones, pueden considerarse siempre
en una relación con los objetos (y esta
relación es lo que constituye el
elemento real de una representación empírica); mas en este caso no
se trata de su relación con el
sentimiento de placer o de pena, el cual no dice
22 El gusto es la facultad de juzgar acerca de lo bello;
tal es la definición admitida aquí
en principio. En cuanto a las condiciones que permiten
llamar bello a un objeto, el análisis de
los diferentes juicios del gusto las describirá. Yo he buscado los
momentos que abraza el gusto en su
reflexión, tomando en esta por guía las funciones lógicas del Juicio (porque el Juicio del gusto guarda
siempre alguna relación con el entendimiento).
He examinado ahora la de la cualidad, puesto que es la que al juicio
estético sobre lo bello considera
primeramente.
31
nada del objeto, sino simplemente del estado en que se
encuentra el sujeto, cuando es afectado
por la representación.
Representarse por
medio de la facultad de conocer (de una manera
clara o confusa) un edificio regular bien apropiado a su objeto, no es
otra cosa que tener conciencia del
sentimiento de satisfacción que se mezcla
en esta representación. En este último caso la representación se
refiere por completo al sujeto, es
decir, al sentimiento que tiene de la vida, y que se designa con el nombre de sentimiento de
placer y de pena; de aquí una facultad
de discernir y juzgar, que no lleva nada al conocimiento, y que se limita a aproximar la representación dada
en el sujeto, a toda la facultad
representativa, de lo cual el espíritu tiene conciencia en el sentimiento de su estado. Las
representaciones dadas en un juicio pueden
ser empíricas (por consiguiente estéticas); pero el juicio mismo que
nos formamos por medio de estas
representaciones, es lógico, cuando son
referidas únicamente al objeto. Recíprocamente, aun cuando las representaciones dadas sean racionales, si el
juicio se limita a referirlas al sujeto
(a un sentimiento), son estéticas.
§ II La
satisfacción que determina el juicio del gusto es desinteresada
La satisfacción se
cambia en interés cuando la unimos a la representación
de la existencia de un objeto. Entonces también se refiere siempre a la facultad de querer, o como un
motivo de ella, o como necesariamente
unida a este motivo. Por lo que, cuando se trata de saber si una cosa es bella, no se busca si existe
por sí misma, o si alguno se halla interesado
quizá en su existencia, sino solamente cómo se juzga de ella en una simple contemplación (intuición o
reflexión). Cualquiera me diría que si
encuentro bello el palacio que se presenta a mi vista, y yo muy bien puedo contestar, que yo no quiero
tales cosas hechas únicamente para
admirar la vista, o para imitar ese sagrado iroqués que a
nadie agrada en París, mucho más que pueden hacerlo las
pastelerías; yo puedo todavía censurar,
a la manera de Rouseau, la vanidad de los
potentados que malgastan el sudor del pueblo en cosas tan frívolas;
yo puedo, por último, persuadirme
fácilmente que aunque estuviera en una
isla desierta, privado
de la esperanza de
volver a ver a los hombres y tuviera el
poder mágico de crear sólo por efecto de mi deseo un palacio semejante, no me tomaría este cuidado, puesto
que tendría una cabaña bastante cómoda.
Puede convenirme y aprobar todo esto; pero no es eso de lo que se trata aquí; lo que únicamente se
quiere saber es, si la simple
representación del objeto va en mí acompañada de la satisfacción,
por más indiferente que yo, por otra
parte, pueda ser a la existencia del
objeto. Es evidente, pues, que para decir que un objeto es bello y
mostrar que tengo gusto, no me he de
ocupar de la relación que pueda haber de la
existencia del objeto para conmigo, sino de lo que pasa en mí, como sujeto de la representación que de él tengo.
Todos deben reconocer que un juicio
sobre la belleza en el cual se mezcla el más ligero interés, es parcial, y no es un juicio del gusto. No es
necesario tener que inquietarse en lo
más mínimo acerca de la existencia de la cosa, sino permanecer del todo indiferente bajo este respecto, para
poder jugar la rueda del juicio en
materia del gusto.
Pero nosotros no
podemos esclarecer mejor esta verdad capital, sino oponiendo a la satisfacción pura y
desinteresada23 propia del juicio del
gusto, aquella otra que se halla ligada a un interés, principalmente
si estamos seguros que no hay otras especies
de interés que las de que nosotros
hablamos.
23 . El juicio
sobre un objeto de satisfacción puede ser del todo desinteresado, y sin
embargo, interesante, es decir, que puede no estar fundado
en interés alguno, pero producir uno por
sí mismo; tal sucede en todos los juicios morales. Mas los juicios del gusto no fundan por sí mismos ningún interés;
solamente en la sociedad es donde viene
a ser interesante el tener gusto; nosotros daremos la razón de esto más
adelante.
32
§ III La
satisfacción referente a lo agradable se halla ligada a un interés
Lo agradable es
lo que gusta a los sentidos en la sensación. Ahora es la ocasión de señalar una confesión muy
frecuente, que resulta del doble sentido
que puede tener la palabra sensación. Toda satisfacción, dicen, es una sensación (la sensación de un placer).
Por consiguiente, toda cosa que gusta,
precisamente por esto, es agradable (y según los diversos grados o sus relaciones con otras sensaciones
agradables, es encantadora, deliciosa,
maravillosa). Pero si esto es así, las impresiones de los sentidos que determinan la inclinación, los principios
de la razón que determinan la voluntad,
y las formas reflexivas de la intuición que determinan el juicio, son idénticas en cuanto al efecto
producido sobre el sentimiento del
placer. En efecto; en todo esto no hay otra cosa que lo agradable en el sentimiento mismo de nuestro estado; y como
en definitiva, nuestras facultades deben
dirigir todos sus esfuerzos hacia la práctica, y unirse en este fin común, no podemos atribuirles otra
estimación de las cosas, que la que
consiste en la consideración del placer prometido. Nada importa la manera de obtener ellas el placer; y como la
elección de los medios puede por sí solo
establecer aquí una diferencia, bien podrían los hombres acusarse de locura y de imprudencia, pero
nunca de bajeza y de maldad: todos, en
efecto, y cada uno según su manera de ver las cosas, correrían a un mismo objeto, el placer.
Cuando se designa un
sentimiento de placer o de pena, la palabra
sensación tiene un sentido distinto que cuando sirve para expresar
la representación que tenemos de una
cosa (por medio de los sentidos
considerados como, una receptibidad inherente a la facultad de
conocer). En efecto; en este último caso
la representación se refiere a un objeto; en
el primero, no se refiere más que al sujeto, y no sirve a ningún conocimiento, ni aun a aquel por el cual se
conoce el sujeto a sí mismo.
En esta nueva
definición de la palabra sensación, la entendemos como una representación objetiva de los sentidos;
y para no correr nunca el riesgo de ser
mal comprendidos, designaremos bajo el nombre, por lo demás muy en uso, de sentimiento, lo que debe
siempre quedar puramente de subjetivo, y
no constituir ninguna especie de representación
del objeto. El color verde de las praderas, en tanto que percepción de
un objeto del sentido de la vista, se
refiere a la sensación objetiva; y lo que
hay de agradable en esta percepción, a la sensación subjetiva, por la
cual no se representa ningún objeto,
esto es, al sentimiento en el cual el objeto
es considerado como objeto de satisfacción (lo que no constituye un conocimiento).
Ahora se ve claro
que el juicio por el cual yo declaro un objeto
agradable, expresa un interés referente a este objeto, puesto que por
la sensación, este juicio excita en mí
el deseo de semejantes objetos, y que en
esto, por consiguiente, la satisfacción no supone un simple juicio sobre el objeto, una relación entre su existencia y
mi estado, en tanto que soy afectado por
este objeto. Por esto no se dice simplemente de lo agradable que agrada, sino que nos proporciona placer.
No obtiene, de nuestra parte un simple
asentimiento, sino que produce en nosotros una inclinación, y para decidir de lo que es más agradable, no
hay necesidad de ningún juicio sobre la
naturaleza del objeto; también los que no tienden más que al goce (es la palabra por la cual se expresa
lo que hay de íntimo en el placer), se
dispensan voluntariamente de todo juicio.
§ IV La
satisfacción, referente a lo bueno, va acompañada de interés
Lo bueno es lo que
agrada por medio de la razón, por el concepto
mismo que tenemos de ella. Llamamos una cosa buena relativamente (útil), cuando no nos agrada más que como
medio; buena en sí, cuando nos agrada
por sí misma. Mas en ambos casos existe siempre el concepto de un objeto, y por tanto una relación de la
razón a la voluntad (al menos
33
posible), y por consiguiente, todavía una satisfacción
referente a la existencia de un objeto o
de una acción, es decir, un interés.
Para hallar una cosa
buena, es necesario saber lo que debe ser esta
cosa, es
decir, tener un
concepto de ella. Para hallar la belleza, no hay necesidad de esto. Las flores, los dibujos
trazados libremente, las líneas
entrelazadas sin objeto, y los follajes, como se dice en arquitectura,
todo esto corresponde a las cosas que
nada significan, que no dependen de
ningún concepto determinado, y que agradan sin embargo. La satisfacción referente a lo bello debe
depender de la reflexión hecha sobre un
objeto, que conduce a un concepto cualquiera (que queda indeterminado), y por tanto, lo bello se
distingue también de lo agradable, que
descansa todo por completo en la sensación.
Lo agradable parece
ser en muchos casos una misma cosa que lo
bueno. Así se dice comúnmente, toda alegría (principalmente si es duradera) es buena en sí; lo que significa
que casi no hay diferencia entre decir
de una cosa que es agradable de una manera duradera, y decir que es buena. Pero se ve claramente que hay en
esto simplemente una viciosa confusión
de términos, puesto que los conceptos que propiamente se refieren a estas palabras, no pueden ser
confundidos en manera alguna. Lo
agradable como tal, no representa el objeto más que en su relación con los sentidos; y puesto que se podría llamar
bueno, como objeto de la voluntad, es
necesario que se circunscriba a principios de la razón por el concepto de un fin. Lo que muestra
perfectamente que cuando una cosa que es
agradable se mira también como buena, hay en esto una relación enteramente nueva del objeto a la
satisfacción; y es que, tratándose de lo
bueno, siempre se debe preguntar si la cosa es mediata o
inmediatamente buena (útil, o buena en
sí); mientras que, por el contrario, tratándose de lo agradable, no puede haber cuestión acerca de
esto; la palabra designa siempre alguna
cosa que agrada inmediatamente (sucede lo mismo
relativamente a las cosas que llamamos bellas).
Aun en el
lenguaje más común y vulgar se distingue lo agradable de lo bueno. Se dice, sin duda de un manjar, que
excita nuestro apetito por las
especias y otros ingredientes, que es agradable, y sin
embargo, sostenemos no es bueno; es que
si agrada inmediatamente a los sentidos,
mediatamente, es decir, considerado por la razón que percibe las consecuencias, desagrada.
Todavía se puede
notar esta distinción en los juicios que formamos sobre la salud. Esta es (al menos
negativamente) como la ausencia de todo
dolor corporal, inmediatamente agradable, al que la posee. Mas para decir que es buena, es necesario todavía
considerarla por medio de la razón, en relación
a un objeto, esto es, como un estado que nos pone en disposición para todas nuestras ocupaciones.
Bajo el punto de vista de la dicha, cada
uno cree poder considerarla como un verdadero bien, y aun como el bien supremo, como la suma más
considerable (tanto en duración como en
cantidad), de los placeres de la vida. Pero al mismo tiempo la razón se levanta contra esta opinión; placer
es lo mismo que goce; por donde si no
nos proponemos más que un goce, es una insensatez el ser escrupulosos en los medios que nos lo han de
proporcionar, ni inquietarnos por si lo
recibimos pasivamente de la generosidad de la
naturaleza, o si lo producimos por nuestra propia actividad. Pero conceder un valor real a la existencia de un
hombre que no vive más que para gozar
(cualquiera que sea la actividad que desplegue para este objeto), aun cuando fuese muy útil a los
demás en la persecución del mismo
objeto, trabajando relativamente a los placeres de ellos para gozar él mismo por simpatía, es lo que la razón no
puede permitir. Obrar sin consideración
a la dicha en una completa libertad e independientemente de todos los auxilios que se pueden recibir
de la naturaleza, es lo que solamente
puede dar a nuestra existencia, a nuestra persona, un valor absoluto, y la dicha es todo el cortejo de
placeres de la vida, lejos de ser un
bien incondicional24.
24 La obligación al goce es un absurdo manifiesto. Lo mismo
se puede decir de toda
obligación que prescribiera acciones cuyo objeto sólo fuera
el goce, tan espiritual (o tan elevado)
como se quiera suponer, y aun si se tratara de lo que se llama un goce místico
o celeste.
34
Pero, a pesar de
esta distinción que los separa, lo agradable y lo bueno convienen en que ambos se refieren a un
interés, a un objeto; y nosotros no hablamos
solamente de lo agradable, § 3, y de lo que es mediatamente bueno (de lo útil), o de lo que agrada como
medio para obtener cualquier placer,
sino aun de lo que es bueno absolutamente en todos respectos, o del bien moral, el cual contiene un interés
supremo. Es que, en efecto, el bien es
el objeto de la voluntad (es decir, de la facultad de querer determinada por la razón). Por donde, querer
una cosa, es hallar una satisfacción en
la existencia de esta cosa, es decir, tomar un interés por ella, y solo es esto.
§ V
Comparación de las tres especies de satisfacción
Lo agradable y
lo bueno se refieren ambos a la facultad de querer, y entrañan, aquel (por sus excitaciones, por
estímulos) una satisfacción patológica;
éste una satisfacción práctica pura, que no es simplemente determinada por la representación del objeto,
sino también por la del lazo que une el
sujeto a la existencia misma de este objeto. Esto no es solamente el objeto que agrada, sino también
su existencia. El juicio del gusto, por
el contrario, es simplemente contemplativo; es un juicio que, indiferentemente respecto a la existencia de
todo objeto, no se refiere más que al
sentimiento de placer o de pena. Mas esta contemplación misma no tiene por objeto los conceptos; porque el
juicio del gusto no es un juicio de
conocimiento (sea teórico, sea práctico), y por consiguiente, no se funda sobre conceptos, ni se propone
ninguno de ellos.
Lo agradable, lo
bello y lo bueno designan, pues, tres especies de relación de representaciones al sentimiento
de placer o de pena, conforme a las
cuales distinguimos entre ellos los objetos o los modos de representación. También hay diversas especies
para distinguir las varias maneras en
que estas cosas nos convienen. Lo agradable significa para
todo hombre lo que le proporciona placer; lo bello lo que
simplemente le agrada; lo bueno, lo que
estima y aprueba; es decir, aquello a que
concede un valor objetivo. Existe también lo agradable para los
seres desprovistos de razón como los
animales; lo bello no existe más que para
los hombres, es decir, para los seres sensibles, y al mismo tiempo razonables; lo bueno existe para todo ser
razonable en general. Este punto, por
otra parte, no se puede proponer y explicar perfectamente sino más adelante. Se puede decir también que de
estas tres especies de satisfacción, la
que el gusto refiere a lo bello, es la sola desinteresada y libre; porque ningún interés, ni de los
sentidos ni de la razón, obliga aquí
para nada nuestro asentimiento. Se puede decir también que, según
los casos que acabamos de distinguir, la
satisfacción se refiere, a la
inclinación, o al favor25 o a la estima. El favor es la sola
satisfacción libre. El objeto de una
inclinación, o aquel que una ley de la razón
propone nuestra facultad de querer, no nos deja la libertad de proporcionarnos por nosotros mismos un objeto
de placer. Todo interés supone o propone
uno, y como motivo de nuestro asentimiento, no deja libre nuestro juicio sobre el objeto.
Se dice, respecto al
sujeto del interés, que lo agradable excita la
inclinación, que el hombre es el mejor de los cocineros, y que todos los
manjares gustan a la gente de buen
apetito: semejante satisfacción no
anuncia ninguna elección por parte del gusto. Esto no es más que
cuando la necesidad está satisfecha, se
puede distinguir entre muchos, cuál tiene
gusto y cuál no. Del mismo modo, hay costumbres de conducta sin virtud, de urbanidad sin afecto, de decencia
sin honestidad, etc. Por esto donde
habla la ley moral no hay objetivamente más libertad de elección relativamente a lo que hay que hacer; y
mostrar el gusto en su conducta (o en la
apreciación de otro), es una cosa distinta que mostrar moralidad en la manera de pensar. La moralidad supone
un orden, y produce una necesidad;
mientras que, por el contrario, el gusto moral no hace más que jugar con los objetos de nuestra
satisfacción, sin referirse a ninguno.
25 Cunst.
35
DEFINICIÓN DE LO REAL SACADO DEL PRIMER MOMENTO
El gusto es la
facultad de juzgar de un objeto o de una representación, por medio de una satisfacción desnuda de todo
interés. El objeto de semejante
satisfacción se denomina bello.
SEGUNDO MOMENTO DEL JUICIO DEL GUSTO, O DEL JUICIO DEL GUSTO CONSIDERADO BAJO EL PUNTO DE VISTA
DE LA CUANTIDAD
§ VI Lo bello es lo que se representa sin
concepto como el objeto de una
satisfacción universal
Esta definición
de lo bello puede ser deducida de la precedente, que tiene por objeto una satisfacción desnuda de
todo interés. En efecto; el que tiene
conciencia de hallar en alguna cosa una satisfacción desinteresada, no puede empeñarse en juzgar que
la misma cosa debe ser para cada uno el
origen de una satisfacción semejante. P
orque como esta
satisfacción no está fundada sobre inclinación alguna del sujet
o (ni sobre cualquier
interés reflejo), sino que el que juzga se siente enteramente libre, relativamente a la satisfacción que
refiere al objeto, no podrá hallar en
las condiciones particulares la verdadera razón que la determinan en sí, y la considerará fundada sobre alguna
cosa que pueda también suponer en otro;
creerá, pues, tener razón para exigir de cada uno una satisfacción semejante. Así hablará de lo bello como si
esto fuera una cualidad del objeto
mismo, y como si su juicio fuese lógico (es decir, constituyera por medio de conceptos un conocimiento del
objeto), aunque dicho juicio sea
puramente estético, o que sólo implique, una relación de la
representación del objeto al sujeto; es
que, en efecto, se parece a un juicio lógico, se le puede suponer un valor universal. Pero esta
universalidad no tiene su origen en
conceptos; porque no hay paso de los conceptos al sentimiento de placer o de pena (excepto en las leyes
puras prácticas; más estas leyes
contienen un interés, y no hay en ellas nada de semejante con el puro
juicio del gusto). El juicio del gusto, en el cual tenemos conciencia
de ser por completo desinteresados,
puede, pues, reclamar con justo título un
valor universal, aunque esta universalidad no tenga un fundamento en
los mismos objetos; o en otros términos,
hay derecho a una universalidad
subjetiva.
§ VII
Comparación de lo bello con lo agradable y lo bueno, fundada sobre la precedente observación
Por lo que se
refiere a lo agradable, cada uno reconoce que el juicio por el cual se declara que una cosa agrada,
fundándose sobre un sentimiento
particular, no tiene valor más que para cada uno. Esto es así, porque cuando yo digo que el vino de Canarias
es agradable, consiento voluntariamente
que se me reprenda y se me corrija, el que deba decir solamente que es agradable para mí; y eso no
es aplicable solamente al gusto de la
lengua, del paladar o de la garganta, sino también a lo que puede ser agradable a los ojos y a los oídos.
Para este el color violeta es dulce y
amable; para aquel empañado y amortiguado. Unos quieren los instrumentos de viento, otros los de cuerda.
Sería una locura pretender contestar
aquí, y acusar de error el juicio de otro, cuando difiere del nuestro, como si hubiera entre ellos
oposición lógica; tratándose de lo
agradable, es necesario, pues, reconocer este principio: que cada uno tiene su gusto particular (el gusto de sus
sentidos).
Otra cosa sucede
tratándose de lo bello. En esto, ¿no sería ridículo que un hombre que se excitara con cualquier
gusto, creyera tenerlo todo resuelto,
diciendo que una cosa (como por ejemplo, este edificio, este vestido, este concierto, este poema,
sometidos a nuestro juicio) es bella por
sí? Es que no basta que una cosa agrade, para que se tenga derecho a llamarla bella. Muchas cosas pueden tener
para mí atractivo y encanto, y con esto
a nadie se inquieta; pero cuando damos una cosa por bella, exigimos de los demás el mismo sentimiento,
no juzgamos solamente
36
para nosotros, sino para todo el mundo, y hablamos de la
belleza como si esta
fuera una cualidad
de las cosas. También si digo que la cosa es bella, pretendo hallar de acuerdo consigo a los
demás en este juicio de satisfacción, no
es que yo haya reconocido muchas veces este acuerdo, sino que creo poder exigirlo de ellos. No se
puede decir aquí que cada uno tiene su gusto
particular. Esto quiere decir, que en este caso no hay gusto; es decir, que no hay juicio estético
que pueda legítimamente reclamar el
asentimiento universal.
Nosotros hallamos,
sin embargo, que aun respecto al sujeto de lo
ag
radable, puede haber cierto acuerdo entre los juicios de
los hombres; en atención a este acuerdo
es por lo que rehusamos el gusto a algunos y lo
concedemos a otros, no considerándolo solamente como un sentido orgánico, sino como una facultad de juzgar de
lo agradable en general. Así se dice de
un hombre que sabe distraer a sus conciudadanos con toda especie de encantos (
de placeres), que tiene gusto. Pero todo esto se hace aquí, por vía de comparación, y no se puede
hallar más que reglas generales (como
todas las reglas empíricas), y no reglas universales, como aquellas a las que puede apelar el
juicio del gusto, tratándose de lo
bello. Esta especie de juicios son relativos a la sociabilidad en tanto
que esta descansa sobre reglas
empíricas. Relativamente a lo bueno, nuestros
juicios tienen también, el derecho de pretender un valor universal; pero
lo bueno no se representa como el objeto
de una satisfacción universal más que
por un concepto, lo que no es cierto de lo agradable ni de lo bello.
§ VIII La universalidad de la satisfacción es
representada en el juicio del gusto como
simplemente subjetiva
El carácter
particular de universalidad que tienen ciertos juicios esté
ticos, los juicios del gusto, es una cosa digna de notarse,
si no por la lógica, al menos por la
filosofía trascendental: no es sin mucha pena
como esta puede descubrir el origen de dicha universalidad, pero también descubre por esto una propiedad de nuestra
facultad de conocer, que sin este
trabajo de análisis hubiera quedado ignorada. Hay una verdad de la
cual es necesario convencerse bien antes de todo. Un juicio
del gusto (tratándose de lo bello) exige
de cada uno la misma satisfacción, sin fundarse
en un concepto (porque entonces se trataría de lo bueno); y este derecho a la universalidad es tan esencial
para el juicio en que declaramos una cosa
bella, que si no lo concibiéramos, no nos vendría jamás al pensamiento el emplear esta
expresión; nosotros referiríamos
entonces a lo agradable todo lo que nos agradara sin concepto;
porque tratándose de lo agradable, cada
uno se deja llevar de su humor y no
exige que los demás vengan de acuerdo con él en su juicio del
gusto, como sucede siempre al sujeto de
un juicio del gusto sobre belleza. La
primera especie de gusto puede llamarse
gusto del los sentidos; la
segunda, gusto de reflexión; la primera produce los juicios
simplemente individuales, en la segunda
se suponen universales (públicos); pero
ambas clases de juicios son estéticos (no prácticos), es decir, juicios
en que no se considera más que la
relación de la representación del objeto
con el sentimiento de placer o de pena. Por lo que, existe aquí algo
de sorprendente; de un lado
relativamente al gusto de los sentidos, no solo la experiencia nos muestra que nuestros juicios
(en los cuales referimos un placer o una
pena a alguna cosa), no tienen un valor universal, sino que naturalmente nadie piensa en exigir el
asentimiento de otro (bien que en el
hecho se halla muchas veces también para estos juicios un acuerdo bastante general); y de otro lado el gusto,
de reflexión, que muchas veces como
muestra la experiencia, no puede conseguir que se acepte la pretensión de sus juicios (sobre lo bello)
acerca de la universalidad, puede sin
embargo mirar cosa posible (lo que realmente hace), el formar juicios que tengan derecho para exigir esta
universalidad, y en el hecho la exige
para cada uno de ellos; y el desacuerdo entre los mismos que juzgan no recae sobre la posibilidad de este
derecho, sino sobre la aplicación que se
hace en los casos particulares.
Notamos aquí
desde luego, que una universalidad que descansa sobre conceptos del objeto (no sobre conceptos empíricos),
no es lógica sino estética; es decir, no
contiene cuantidad objetiva, sino solamente
cuantidad subjetiva; yo me valgo para designar esta última especie
de cuantidad de la expresión valor
común, lo cual significa el valor que para
37
cada sujeto tiene la relación de una representación, no con
la facultad de conocer, sino con el
sentimiento de placer o de pena. (Nos podemos
también servir de esta expresión para designar la cuantidad lógica
del juicio, puesto que además se trata
en esto de una universalidad objetiva
con el fin de distinguirla de aquella que no es más que subjetiva y que
es siempre estética.)
Un juicio universal
objetivamente, lo es también subjetivamente, es
decir,
que si el juicio es
válido para todo lo que se halla contenido en un concepto dado, es válido para cualquiera que
se
represente un objeto
por medio de este concepto; más de lo
universal subjetivo o estético, que no
descansa sobre ningún concepto, no se puede concluir a la
universalidad lógica, puesto que en
aquello se trata de una especie de juicios que no conciernen al objeto. Por donde la
universalidad estética que se atribuye a
estos juicios es de una especie particular, precisamente porque el predicado de la belleza no se halla ligado al
concepto del objeto considerado en su
esfera lógica, y que, sin embargo, se extiende a toda la esfera de seres capaces de juzgar.
Bajo el punto de
vista de la cuantidad lógica, todos los juicios del gusto son juicios particulares. Porque como
en esto referimos inmediatamente el objeto
a nuestro sentimiento de placer o de pena, y no
nos servimos para ello de conceptos, se sigue que esta especie de
juicios no tienen la cuantidad de los juicios
objetivamente universales. Toda vez que
la representación particular que tenemos del objeto del juicio del gusto, según las condiciones que determinan
este juicio, es transformada en un
concepto por medio de la comparación, de ella no puede resultar un juicio lógicamente universal. Por ejemplo, la
rosa que yo miro la considero bella por
un juicio del gusto; pero el juicio que resulta de la comparación de muchos juicios particulares, y
por el cual yo declaro que las rosas en
general son bellas, no se presenta solamente como un juicio estético, sino como un juicio lógico, fundado
sobre un juicio estético. El juicio, por
el cual declaro que la rosa es agradable (en el uso), es también a la verdad un juicio estético y particular;
pero este no es un juicio del gusto; es
un juicio de los sentidos, el cual se distingue del anterior en que
el juicio del gusto contiene una cuantidad estética de
universalidad que no se puede hallar en
un juicio sobre lo agradable.
Solo en los juicios
sobre lo bueno sucede que aunque determinan
también una satisfacción referente a un objeto, tienen no solamente
una universalidad estética, sino también
lógica; porque su valor depende del
objeto mismo que nos dan a conocer, y es por lo que dicho valor es universal.
Cuando se juzgan
los objetos solamente conforme a conceptos, toda representación de la belleza desaparece. Tampoco
se puede dar una regla, según la cual
cada uno haya de ser forzado a declarar una cosa bella.
Si se trata de
juzgar si un vestido, si una casa, si una flor es bella, no nos dejamos llevar por razones o principios;
queremos presentar el objeto a nuestros
propios ojos, como si la satisfacción dependiera de la sensación; y sin embargo, si entonces
declaramos el objeto bello, creemos
tener en nuestro favor el voto universal, o reclamamos el asentimiento
de cada uno, mientras que por el
contrario, toda sensación individual no
tiene valor más que para el que la experimenta.
Por esto es
necesario notar aquí que en el juicio del gusto nada se pide menos que este voto universal relativamente a
la satisfacción que experimentamos en lo
bello sin el intermedio de los conceptos; nada, por consiguiente, mayor que la posibilidad de un
juicio estético que se pudiera considerar
como válido por todos. Y aun el juicio del gusto no pide el asentimiento de cada uno (porque en
este no hay más que un juicio lógicamente
universal que podría hacerlo, puesto que tiene razones en que apoyarse), lo que hace es reclamar de
cada cual como un caso de la regla cuya
confirmación no pide por medio de conceptos, sino por medio del asentimiento de otro. El voto
universal no es, pues, más que una idea
(yo no trato de saber aquí todavía en qué se apoya), que el que cree formar un juicio del gusto, es lo que se
muestra bien por la misma expresión de
la belleza. Y puede, por otra parte, asegurarse por sí mismo del carácter de su juicio, descartando en su
conciencia la satisfacción que
38
queda después de esto, es la sola cosa por la que pretende
obtener el asentimiento universal. Esta
pretensión es siempre fundada para hacerla
valer bajo estas condiciones; pero muchas veces falta completarlas, y
por esta razón lleva consigo falsos
juicios del gusto.
§ IX Examen de la cuestión de saber si en el
juicio del gusto el sentimiento del
placer precede al juicio formado sobre el objeto, o si es al contrario
La solución de este
problema es la clave de la crítica del gusto;
también es digna de toda nuestra atención.
Si el placer
referente a un objeto dado precediera, y en el juicio del gusto no se atribuyera a la representación del
objeto más que la propiedad de comunicar
universalmente este placer, habría en esto, algo de contradictorio; porque un placer semejante,
no sería otra cosa que el sentimiento de
lo que es agradable a los sentidos, y así, por su misma naturaleza, no podría tener más que un valor
individual, puesto que dependería
inmediatamente de la representación en que el objeto se nos diese.
Precede, pues, la
propiedad que tiene el estado del espíritu en la representación dada de poder ser
universalmente dividido, y que debe, como
condición subjetiva del juicio del gusto, servir de fundamento a este juicio, y tener, por consiguiente, el
placer referente al objeto. Pero nada
puede ser universalmente dividido menos que el conocimiento y la representación en cuanto se refiere a este;
porque aquélla no significa más, bajo
este punto de vista, que el conocimiento es objetivo, y la facultad representativa de cada uno está
obligada a admitirle. Si pues el motivo
del juicio que atribuye a una representación la propiedad de ser universalmente dividida, no debe concebirse más
que subjetivamente, es decir, sin
concepto del objeto, no puede ser otra cosa que este estado del
espíritu determinado por la relación de las facultades
representativas entre sí, en tanto que
ellas refieren una representación dada al
conocimiento en general.
Las facultades
de conocer, puestas en juego por esta representación, se hallan aquí en libre ejercicio, puesto que
ningún concepto determinado las somete a
una regla particular de conocimiento. El estado del espíritu en esta representación no debe ser otra cosa,
pues, que el sentimiento del libre
ejercicio de las facultades representativas, aplicándose a una representación dada, para sacar de ella un
conocimiento general. Por donde, una
representación en que es dado un objeto, para llegar a ser un conocimiento general, supone la imaginación
que reúne los diversos elementos de la
intuición, y el entendimiento que da unidad al concepto, que junta las representaciones; y este estado
que resulta del libre ejercicio de las
facultades de conocer en una representación por la que un objeto es dado, debe poder dividirse universalmente,
puesto que el conocimiento, en tanto que
es determinación del objeto, con el cual las representaciones dadas (en cualquier sujeto que esto sea) debe
armonizarse, es el único modo de
representación que tiene un valor universal.
La propiedad
subjetiva que tiene el modo de representación propio del juicio del gusto, de poder ser universalmente
dividido, no suponiendo concepto
determinado, no puede ser ninguna otra cosa que el esta
do del espíritu en
el libre ejercicio de la imaginación y del entendimiento (en tanto que estas dos facultades se conforman
como lo exige todo conocimiento
general): nosotros tenemos, en efecto, la conciencia de que tal relación subjetiva de estas facultades al
conocimiento general, debe ser válida
para cada uno, y quizá por consecuencia universalmente dividida, lo mismo que todo conocimiento
determinado que supone siempre esta
relación como su condición subjetiva.
Este juicio puramente
subjetivo (estético) sobre el objeto, o sobre la representación por la que el objeto es dado,
precede al placer referente a este
objeto, y es el fundamento del placer que hallamos en la armonía de nuestras facultades de conocer; mas esta
universalidad de las condiciones
39
subjetivas del juicio sobre l
os objetos, no puede dar más que valor universal subjetivo a la satisfacción que
referimos a la representación del objeto
que llamamos bello.
Que existe un
placer al ver dividido el estado de nuestro espíritu, aun relativamente a las facultades de conocer, es
lo que fácilmente se podría demostrar
(empírica y psicológicamente) con la inclinación natural del hombre a la sociedad; pero esto no bastaría a
nuestro objeto.
El placer que
sentimos en el juicio del gusto, lo exigimos de todos como necesario; como si al llamar a una cosa
bella, se tratase para nosotros de una
cualidad del objeto determinada por conceptos, y, sin embargo, la belleza no es nada en sí,
independientemente de su relación al
sentimiento del sujeto. Mas es necesario aplazar esta cuestión hasta que hayamos contestado esto: ¿Puede haber juicios
estéticos a priori, y cómo son posibles?
Nosotros tenemos que
ocuparnos en el ínterin de una cuestión más
fác
il: se trata de saber cómo tenemos conciencia en el juicio
del gusto de una armonía subjetiva entre
nuestras facultades de conocer, si esto tiene
lugar sólo estéticamente por el sentido íntimo y la sensación, o intelectualmente por la conciencia de nuestra
actividad, poniéndolas en juego de
propósito.
Si la representación
dada que ocasiona el juicio del gusto fuese un
concepto que uniera el entendimiento y la imaginación en un juicio sobre el objeto para determinar un conocimiento del
mismo, la conciencia de esta relación de
las facultades de conocer sería intelectual (como en el esquematismo objetivo del Juicio de que trata
la crítica). Mas esto no sería más que
un juicio refiriéndose al placer o la pena, y, por consiguiente, un juicio del gusto; porque
este juicio, independiente de todo
concepto, determina el objeto relativamente a la satisfacción y a un predicado de la belleza. Esta armonía
subjetiva de las facultades de conocer
no puede ser reconocida más que por medio de la sensación.
El estado de las dos
facultades, la imaginación y el entendimiento,
movidas
por medio de la
representación dada, por una actividad
indeterminada; sin embargo, por un actividad de conciencia, es decir,
por esta actividad que supone un
conocimiento general, es la sensación por
medio de la que el juicio del gus
to pide la propiedad de poder ser universalmente dividido. Una relación para
este objeto no puede ser más que
concebida; pero si se funda sobre condiciones subjetivas, puede sentirse en el efecto producido sobre el
espíritu, y en una relación que no tiene
ningún concepto por fundamento (como la relación de las facultades representativas a una facultad de conocer en
general); no hay conciencia posible de
esta relación más que por medio de la sensación del efecto que consiste en el conveniente ejercicio de las
facultades del espíritu (la imaginación
y el entendimiento), movidas de común acuerdo. Una representación, que por sí sola y sin
comparación con otras, se halla, no
obstante, de acuerdo con las condiciones de universalidad que exige la función del entendimiento en general,
establece entre las facultades de conocer
este acuerdo que exigimos en todo conocimiento, y que nosotros miramos como admisible y valedera para
cualquiera que es obligado a juzgar por
el entendimiento y los sentidos reunidos (para cada hombre).
DEFINICIÓN DE LO BELLO SACADA DEL SEGUNDO MOMENTO
Lo bello es lo
que agrada universalmente sin concepto.
TERCER MOMENTO DE LOS JUICIOS DEL GUSTO, O DE LOS JUICIOS DEL GUSTO CONSIDERADOS BAJO EL PUNTO
DE VISTA DE LA FINALIDAD
§ X De
la finalidad en general
40
Si se quiere
definir lo que sólo es un fin, conforme a sus condiciones trascendentales (sin suponer nada empírico,
como el sentimiento del placer), se debe
decir que es el objeto de un concepto en tanto que este es considerado como la causa de aquel (como el
principio real de su posibilidad); y la
causalidad de un concepto relativamente a su objeto es la finalidad (forma finalis). Así, pues,
cuando uno no se limita a concebir el
conocimiento de un objeto, sino el objeto mismo (su forma o su existencia) como efecto, y como no siendo
posible más que por un concepto de este
efecto mismo, entonces se concibe lo que se llama un fin. La representación del efecto es aquí el
principio que determina la causa misma
de este efecto, y le precede. La conciencia de la causalidad que posee una representación en relación al
estado del sujeto, y que tiene por objeto
el conservarle en este estado, puede designar aquí en general lo que se llama el placer; por el contrario,
la pena es una representación que
contiene la razón determinante de un cambio del estado de nuestras representaciones en el estado contrario.
La facultad de
querer, en tanto que no puede ser determinada a obrar más que por conceptos, es decir, conforme a
la representación de un fin, será la voluntad.
Mas un objeto, sea un estado del espíritu, sea una acción, se dice que es final, aun cuando su
posibilidad no supone necesariamente la
representación de un fin, desde que no podemos
explicar y comprender esta posibilidad más que dándole por principio
una causalidad que obra conforme a
fines, es decir, una voluntad que
coordinara de este modo sus fines conforme a la representación de
una regla determinada. Así, pues, puede
aquí haber finalidad sin que haya fin,
si no nos agradan las causas de esta forma en una voluntad, y siempre
que no podamos explicar la posibilidad
de ella sino buscando esta explicación
en el concepto de una voluntad. Por donde no es siempre necesario
tener medios de razón para considerar
las cosas (relativamente a la
posibilidad). Nosotros podemos, pues, observar al menos y notar en
los objetos, aunque únicamente por
reflexión, una finalidad de forma sin
darle un fin por principio (como materia del nexo final).
§ XI El juicio del gusto no reconoce como
principio más que la forma de la
finalidad de un objeto (o de su representación)
Todo fin considerado
como un principio de satisfacción encierra
siempre un
interés como motivo
del juicio formado sobre el objeto del
placer. El juicio del gusto no puede, pues, tener por principio un
fin subjetivo. No puede ser determinado
sino por la representación de un fin
objetivo o de una posibilidad del objeto mismo fundada sobre el
enlace de los fines, y por consiguiente,
por un concepto de bien; porque éste no
es un juicio de conocimiento, sino un juicio estético, que no se refiere
a ningún concepto de la naturaleza o de
la posibilidad interna o externa del
objeto que deriva de tal o cuál causa, sino simplemente la relación
de nuestras facultades representativas
entre sí, en tanto que son determinadas
por una representación.
Por donde esta
relación, que se manifiesta cuando miramos un objeto como bello, se halla ligada con el
sentimiento de un placer al cual reconocemos
por el juicio del gusto un valor universal; por consiguiente, no se debe buscar la razón determinante de
esta especie de juicio en una sensación agradable
que acompañe la representación, sino en la
representación de la perfección del objeto en el concepto de bien.
La finalidad subjetiva y sin fin (ni
objetivo, ni subjetivo) de la representación
de un objeto, y por tanto, la simple forma de la finalidad en la representación, por cuyo medio nos es dado
este objeto, en tanto que de ello
tenemos conciencia, he aquí lo que solamente puede constituir la satisfacción que juzgamos sin concepto, como
pudiendo ser dividida universalmente, y
por consecuencia el motivo del juicio del gusto.
§ XII El
juicio del gusto descansa sobre principios a priori
41
Es absolutamente
imposible establecer a priori el enlace de un
sentimiento de placer o de pena como efecto, con una representación (sensación o concepto) como causa; porque
allí se trata de una relación causal
particular que (en los objetos de experiencia) no puede jamás ser reconocida más que a posteriori, y por medio
de la misma experiencia. A la verdad, en
la crítica de la razón práctica, nosotros hemos derivado realmente a priori de conceptos morales
universales el sentimiento de la estima
(como modificación particular de esta especie de sentimiento que no se confunde con el placer y la pena que
recibimos de los objetos empíricos). Por
esto al menos podemos salir de los límites de la experiencia e invocar una causalidad que
descansa sobre una cualidad
supra-sensible del objeto, a saber, la causalidad de la libertad. Y sin embargo, esto no es, hablando con propiedad,
el sentimiento que derivamos de la idea
de moralidad como de su causa, sino solamente la determinación de la voluntad. Pero el estado
del espíritu, cuya voluntad es
determinada por cualquier motivo, es ya por sí un sentimiento de placer o algo idéntico con este sentimiento,
y por consiguiente, no deriva de él como
efecto, lo que no se podría admitir más que en el caso de que el concepto de la moralidad, considerada como
bien, precediera al acto la voluntad
determinada por la ley; porque sin esto el placer que se hallaría ligado al concepto, se derivaría inútilmente
de este concepto como de un puro
conocimiento.
Por donde sucede lo
mismo en el placer, contenido en el juicio
estético: solamente el placer es aquí puramente contemplativo, y no produce ningún interés por el objeto,
mientras que en el juicio moral es
práctico. La conciencia de una finalidad puramente formal en el juego
de las facultades de conocer del sujeto,
ejerciéndose sobre una representación,
en cuya virtud un objeto dado, no es otra cosa que el mismo placer, puesto que conteniendo un
principio que determina la actividad del
sujeto, es decir, aquí las facultades de conocer, encierra de este modo una causalidad interna (final) que
se refiere al conocimiento en general,
pero sin ser reducida a un conocimiento determinado, y por consiguiente, a la simple forma de la
finalidad subjetiva de una
representación en un juicio del gusto. Este placer no es de modo alguno
práctico, como los que resultan del principio patológico de
lo agradable o del principio intelectual
de la representación del bien; pero, sin embargo, contiene una causalidad que consiste en conservar,
sin ninguno otro objeto, el estado de la
representación misma y el juego de las facultades de conocer. Nosotros nos quedamos fijos en la
contemplación de lo bello, porque esta
contemplación se fortifica y se reproduce por sí misma; lo que es análogo (mas no semejante) a lo que
ocurre cuando algún atractivo de la
representación del objeto, excita la atención de una manera continua, permaneciendo el espíritu pasivo.
§ XIII
El juicio puro del gusto es independiente de todo atractivo y de toda emoción
Todo interés perjudica
al juicio del gusto, y le quita su imparcialidad, principalmente cuando, en contraposición del
interés de la razón, no se antepone la
finalidad al sentimiento del placer, sino que se funda aquella sobre este como sucede siempre en el juicio
estético que formamos sobre una cosa, en
tanto que nos causa placer o pena. Así, los juicios que tienen este carácter no pueden aspirar, en manera
alguna, a una satisfacción
universalmente admisible, o lo pueden tanto menos, cuanto hay más sensaciones de esta especie entre los
principios que determinan el gusto. El
gusto queda en el estado de rusticidad, tanto que necesita de los auxilios del atractivo y de las emociones
para ser satisfecho, y aún busca en
ellos la medida de su asentimiento.
Y sin embargo,
ocurre muchas veces que no tanto se limita a
introducir atractivos en la belleza (que no debería consistir, sin
embargo, más que en la forma) como para
ayudar a la satisfacción estética
universal, sino que presenta aquellos como bellezas, y de este modo
se pone la materia de la satisfacción en
lugar de la forma; pero esto es un error
que se puede evitar determinando cuidadosamente estos conceptos, como tantos otros errores que están fundados
sobre algo verdadero.
42
Un juicio del gusto,
sobre el cual no tengan influencia ningún
atractivo
ni emoción (aunque
estas sean cosas que se puedan mezclar en
la satisfacción referente a lo bello), y que de este modo no tiene
por motivo más que la finalidad de la
forma, es un puro juicio del gusto.
§ XIV
Explicación por medio de ejemplos
Los juicios
estéticos, como los juicios teóricos (lógicos), se pueden dividir en dos clases: son empíricos o puros.
Los primeros expresan lo que hay de
agradable o de desagradable; los segundos, lo que hay de bello en un objeto o en la representación del
mismo; aquellos son juicios de los
sentidos (juicios estéticos materiales), estos (como formales) son los únicos verdaderos juicios del gusto.
Un juicio del gusto
no es, pues, puro más que a condición de que
ningu
na satisfacción empírica se mezcle en el motivo del mismo;
pues es lo que ocurre siempre cuando el
atractivo o la emoción tienen alguna
parte en el juicio, por el que una cosa se declara bella.
Volvemos a encontrar
aquí algunas objeciones de los que presentan
falsame
nte el atractivo, no sólo como un elemento necesario de
la belleza, sino como suficiente por sí
mismo para llamarlo bello. Un simple
color, por ejemplo, el color verde de la y
erba de la pradera; un simple sonido musical como el de un violín, he aquí
las cosas que los más declaran bellas,
aunque una y otra parece que no tienen por principio más que la materia de las representaciones, es
decir, la sola sensación, y que no
merecen, por tanto, otro nombre que el de agradables. Pero notaremos al mismo tiempo que las sensaciones del
color, así como las del sonido, no
pueden considerarse propiamente como bellas, más que bajo la condición de que sean puras. Pero esta es una
condición que concierne ya a la forma, y
la sola que en sus representaciones se debe ciertamente
considerar domo pudiendo ser universalmente participada.
Porque en cuanto a la cualidad misma de
las sensaciones, no puede considerarse
como en concierto con todos los sujetos, y la superioridad del encanto
de un color sobre otro, o del sonido de
un instrumento de música sobre el de
otro instrumento, no puede reconocerse por todos.
Si se admite, con
Euler26 que los colores son vibraciones (pulsus) isócronas del éter, del mismo modo que los
sonidos musicales son vibraciones regulares
del aire conmovido; y, lo que es más importante, que el espíritu no percibe solamente por los
sentidos el efecto producido sobre la
actividad del órgano, sino que percibe también por la reflexión (lo que por otra parte yo no dudo) el juego
regular de las impresiones (por
consiguiente, la forma de enlace de las diversas representaciones), entonces, en vez de no considerar el color y
el sonido más que como simples
sensaciones, se puede ver en esto una determinación formal de la unidad de los diversos elementos, y a este
título colocarlos también entre las
bellezas.
Hablar de la pureza
de una sensación simple, es como decir que la
uniformidad de esta sensación no ha sido turbada ni interrumpida
por ninguna otra sensación extraña; en
ella no se trata más que de la forma,
porque no se puede hacer abstracción de su cualidad (olvidar si representa un color o un sonido, y qué color
y qué sonido). Por lo que, todos los
colores simples, en tanto que son puros, son considerados como bellos; los colores compuestos no tienen esta
ventaja, precisamente porque no siendo
simples, no hay medida para juzgar si se les debe considerar como puros, o no.
Pero creer, como
se hace comúnmente, que la belleza que reside en la forma de los objetos puede aumentarse por el
atractivo, es un error muy perjudicial a
la primitiva pureza del gusto. Sin duda se pueden agregar
26 Véanse las cartas de Euler a una princesa alemana,
edición de M. Emilio Saisset. -J.
B.
43
atractivos a la belleza con el fin de interesar al espíritu
por medio de la representación del
objeto, independientemente de la pura satisfacción que se recibe de ella, y de este modo recomendar
la belleza al gusto, principalmente
cuando este es todavía rudo y mal ejercitado; pero se perjudica realmente al juicio del gusto,
cuando llaman la atención sobre ellos de
manera que sean tomados como motivos de nuestro juicio sobre la belleza. Porque se debe procurar que
contribuyan a ella de tal modo, que no
debe admitírseles más que como extraños, cuando el gusto es todavía débil y mal ejercitado, y a condición
de que no altere la pura fórma de la
belleza.
En la pintura, en la
escritura, y aun en todas las artes de forma o
plásticas, como la arquitectura, la jardinería, consideradas como bellas artes, lo esencial es el dibujo, el cual no
se acomoda al gusto por medio de una
sensación agradable, sino únicamente agradando por su forma. Los colores que iluminan el dibujo no son más
que atractivos; pueden muy bien animar
el objeto para la sensación, pero no le hacen digno de ser contemplado y declarado bello; son, por
el contrario, las más de las veces muy
limitados por las condiciones mismas que exige la belleza, y por esto donde es permitido presentar una
parte de atractivo, ésta sola es la que
los ennoblece.
Toda forma de
los objetos de los sentidos (de los sentidos externos y mediatamente también de los sentidos
internos) es una figura o un juego: en
este último caso, o es un juego de figuras (en el espacio) la mímica y la danza, o es un simple juego de sensaciones
(en el tiempo). El atractivo de los
colores, o el de los sonidos agradables de un instrumento, se puede muy bien unir a estos; mas el dibujo en el
primer caso, y la composición en el
segundo, constituyen el objeto propio del juicio puro del gusto. Decir que la pureza de los colores o de los
sonidos, o que su variedad y su elección
parecen contribuir a la belleza, no significa que estas cosas ayudan a la satisfacción referente a la
forma, precisamente porque sean
agradables en sí mismas y en la misma proporción, sino porque nos muestran esta forma de una manera más exacta,
más determinada y más
perfecta, y principalmente porque avivan la representación
por su atractivo, llamando y sosteniendo
la atención sobre el objeto mismo.
Las mismas cosas
que se llaman adornos, es decir, las cosas no que son parte esencial de la representación del
objeto sino que únicamente se refieren a
él exteriormente como adiciones, y aumentan la satisfacción del gusto, no producen este efecto más que
por su forma: así sucede en los cuadros
de pinturas, en los ropajes de las estatuas y en los peristilos de los palacios. Que si el adorno no consiste
en una bella forma por sí misma, está
destinado como los cuadros de oro, a recomendar la pintura a nuestro asentimiento por el atractivo que
tiene, y toma entonces el nombre de
ornato y perjudica la verdadera belleza.
La emoción, o sea
esta sensación en la que el placer no se produce más que por medio de una expansión
momentánea, y por consiguiente, por
medio de un esparcimiento de las fuerzas vitales, no pertenece a la belleza. Lo sublime, a lo cual se halla
enlazado el sentimiento de la emoción,
exige una medida distinta de la que sirve de fundamento al gusto. Así un juicio puro del gusto no
reconoce por motivo, ni atractivo ni
emoción, o, en una palabra, ninguna sensación como materia del juicio estético.
§ XV El
juicio del gusto es un todo independiente del concepto de la perfección
No se puede reconocer
la finalidad objetiva más que por medio de la
relación de una diversidad de elementos para un fin determinado, y consiguientemente por un concepto. Por esto
es evidente que lo bello, cuya
apreciación tiene por principio una finalidad puramente formal, es decir, una finalidad sin fin, es del todo
independiente de la representación de lo
bueno, puesto que este supone una finalidad objetiva, es decir, la relación del objeto con un fin determinado.
44
La finalidad
objetiva es, o bien externa, y entonces constituye la utilida
d, o interna, y en este caso constituye la perfección del
objeto. Se deduce de los dos precedentes
capítulos que la satisfacción que hace que
llamemos bello a un objeto no puede fundarse en la representación de
la utilidad de este objeto, porque esto
no sería más que una satisfacción
inmediatamente referente al objeto, lo cual constituye la condición esencial del juicio sobre la belleza. Mas la
finalidad objetiva interna, o la
perfección, se acerca demasiado al predicado de la belleza, y por esto
es por lo que célebres filósofos la han
considerado como idéntica con la
belleza, aunque añadiendo como condición que el espíritu no tenga
de ella más que una concepción confusa.
Por esto es de la mayor importancia
decidir, en la crítica del gusto, si la belleza puede realmente resolverse en el concepto de la perfección.
Para apreciar la finalidad
objetiva, tenemos siempre necesidad del concepto
de un fin; y si esta finalidad no es externa (la utilidad), sino interna, la tenemos del concepto de un fin
interno que contenga el principio de la
posibilidad interior del objeto. Por donde como esto sólo es el fin en general, cuyo concepto puede
considerarse como el principio de la
posibilidad del objeto mismo, es necesario, para representarse la finalidad objetiva de una cosa, tener
previamente el concepto de la misma, o
de lo que ella debe ser, y el concierto de la diversidad de elementos de esta cosa con dicho concepto (el
cual da la regla de su u
nión), es la perfección analitativa de la cosa. No se debe
confundir esta especie de perfección con
la perfección cuantitativa, o la perfección de
cada cosa en su género; este es un simple concepto de cuantidad (de totalidad), en el cual, estando determinado
de antemano lo que debe ser la cosa, se
busca solamente si todo lo que se requiere se en encuentra en ella. Lo que hay de formal en la
representación de una cosa, es decir, el
concierto de su variedad con su unidad (que queda indeterminado), no puede revelar por sí mismo una finalidad
objetiva. En efecto; como no se
considera esta unidad como fin (pues que se hace abstracción de lo
que debe ser la cosa), no queda más que
la finalidad subjetiva de la
representación del espíritu. Éste nos suministra también cierta finalidad
del estado del sujeto en la representación, y en este
estado cierta facilidad para recibir por
medio de la imaginación una forma dada, mas no la perfección de objeto alguno, porque aquí
ningún concepto sirve para concebir el
objeto del fin. Así por ejemplo; si hallo en un bosque, una pradera cercada de árboles y no me represento
el fin que pueda tener, como servir para
el baile de los aldeanos, no hallo en la simple forma del objeto el menor concepto de perfección. Mas
representarse una finalidad formal
objetiva sin fin, es decir, la simple forma de una perfección (sin materia y sin el concepto de aquello con que
debe concertarse), es una verdadera
contradicción.
Por lo que el
juicio del gusto es un juicio estético, es decir, un juicio que descansa sobre principios subjetivos, y
cuyo motivo no puede ser un concepto, y
por tanto, concepto de un fin determinado. Así la belleza, siendo una finalidad formal y subjetiva, no nos
lleva a concebir la perfección del
objeto o una finalidad, digámoslo así, formal, y sin embargo, objetiva. Es, pues, un error el
creer que entre el concepto de lo bello
y el de lo bueno no hay más que una diferencia lógica; es decir, creer que uno de ellos es un concepto vago de
la perfección, y el otro es un concepto
claro de la misma, pero que los dos en el fondo y en cuanto al origen son idénticos. Si esto fuera así,
no habría entre ellos diferencia
específica, y un juicio del gusto sería un juicio de conocimiento igual
al juicio por el que una cosa se declara
como buena. Aquí sucedería como cuando
el vulgo dice que el fraude es injusto; que funda un juicio sobre principios confusos, mientras que el filósofo
funda el suyo sobre principios claros,
pero ambos descansan sobre los mismos principios racionales. Pero ya hemos notado que el
juicio estético es único en su género, y
que no da ninguna especie de conocimiento del objeto (ni aun un conocimiento confuso). Esta función no
pertenece más que al juicio lógico; el
juicio estético, por el contrario, se limita a llevar al sujeto la representación por medio de la cual es dado
el objeto, y no nos hace notar ninguna
cualidad del mismo, sino solo la forma final de las facultades representativas que se aplican a este objeto.
Y este juicio se llama estético
precisamente, porque su motivo no es un concepto, sino el
sentimiento (que nos da el sentido
íntimo) de la armonía en el ejercicio de las
45
facultades del espíritu, que no puede ser más que sentida.
Si por el contrario, se quiere designar
con el nombre de estéticos los conceptos
oscuros y el juicio objetivo que los toma como principios, tendremos
un entendimiento que juzgará por medio
de la sensibilidad, o una sensibil
idad que se representará sus objetos por medio de conceptos,
lo que es una contradicción. La facultad
de formar conceptos, sean oscuros o
claros, es lo que llamamos el entendimiento; y aunque el entendimiento tenga su parte en el juicio del gusto, como
juicio estético (así como en todos los
juicios), no entra como facultad de conocer un objeto, sino como facultad que determina un juicio sobre
el objeto o sobre su representación (sin
concepto), conforme a la relación de esta
representación con el sujeto y su sentimiento interior, y de tal suerte,
que este juicio sea posible conforme a
una regla general.
§ XVI El
juicio del gusto, por el que un objeto no es declarado bello sino con la condición de un concepto
determinado, no es puro
Hay dos especies
de belleza; la belleza libre (pulchritudo vaga), y la simple belleza adherente (pulchritudo
adherens). La primera no supone un concepto
de lo que debe ser el objeto, pero la segunda supone tal concepto, y l
a perfección del objeto en su relación con este
concepto. Aquella es la belleza
(existente por sí misma) de tal o cual cosa; esta, suponiendo un concepto (siendo condicional),
se atribuye a los objetos que se hallan
sometidos al concepto de un fin particular.
Las flores son las
bellezas libres de la naturaleza; no se sabe
perfectamente, a no ser botánicos, lo que es una flor; y el botánico
mismo que reconoce en la flor el órgano
de la fecundidad de la planta, no atiende
a este fin de la naturaleza cuando forma sobre la flor un juicio del
gusto. Su juicio no tiene, pues, por
principio ninguna especie de perfección,
ninguna finalidad interna a la cual pueda referirse la unión de los
diversos elementos. Muchos pájaros (el
papagayo, el colibrí, el ave del paraíso),
un gran número de animales del mar, son bellezas en sí, que
no se refieren a un objeto, cuyo fin
haya sido determinado por conceptos, sino a
bellezas libres que agradan por sí mismas. Del mismo modo los dibujos
a la griega, las pinturas de los cuadros
o las tapicerías de papel, etc. no
significan nada por sí mismas; no representan nada, ningún objeto que
se pueda reducir a un concepto
determinado, y son bellezas libres. Se puede
también reducir a esta especie de belleza lo que se llama en música fantasías (sin tema), y aun toda la música
sin estudio.
En la
apreciación de una belleza libre (considerada relativamente a su sola forma), el juicio del gusto es puro;
éste no supone el concepto de fin
alguno, al cual puedan referirse los diversos elementos del objeto dado
y todo lo comprendido en la
representación de este objeto, por la que sería
limitada la libertad de la imaginación, que se goza en cierto modo en
la contemplación de la figura.
Mas la belleza
de un hombre (y en la misma especie, la de una mujer, la de un niño), la belleza de un caballo, de
un edificio (como una iglesia, un
palacio, un arsenal, una casa de campo), suponen un concepto de fin que determina lo que debe ser la cosa, y, por
consiguiente, un concepto de su
perfección; esta no es más que una belleza adherente.
Por donde del mismo
modo que la mezcla de lo agradable (de la
sensación) con la belleza (la cual no concierne propiamente más que a
la forma), alteraría la pureza del
juicio del gusto, la mezcla de lo bueno (o
de lo que hace buenos los diversos elementos de la cosa misma considerada relativamente a su fin) con la
belleza, daña también la pureza de este
juicio.
Se podría agregar a
un edificio muchas cosas que agradaran inmediatamente
a la vista, si este edificio no debiera ser una iglesia; o embellecer una figura humana con toda especie
de dibujos y rasgos trazadas a la ligera
pero con regularidad (como hacen los habitantes de Nueva-Zelanda con su picadura), si esta
figura no debiera ser la de un
46
hombre; y tal figura podría tener trazos muy finos y una
perspectiva más graciosa y más dulce, si
no debiera representar un hombre de guerra.
Por lo que la
satisfacción referente a la contemplación de los diversos elementos de una cosa, en su relación con el
fin interno que determina la posibilidad
de esta cosa, es una satisfacción fundada sobre un concepto; por el contrario, la que se refiere a la
belleza es tal, que no supone concepto
alguno, sino que es inmediatamente ligada a la representación por la que es dado el objeto (no decimos
concebido). Si pues un juicio del gusto,
relativamente a un objeto, depende de un fin contenido en el concepto del objeto como en un juicio de la
razón, y se reduce a esta condición, no
es por esto un libre y puro juicio del gusto.
Es verdad que
por medio de esta unión de la satisfacción estética con la satisfacción
intelectual, obtiene el gusto la ventaja de fijarse, y si
no la de llegar a ser universal, al
menos de poder ser sometido a reglas relativamente
a ciertos objetos, cuyos fines son determinados. Mas estas no son, por lo mismo, reglas del gusto; no
son más que reglas de la unión del gusto
con la razón, es decir, de lo bello con lo bueno, que convierten aquel en instrumento de este, subordinando
esta disposición del espíritu que se
sostiene por sí misma y tiene un valor subjetivo universal, a este estado de pensamiento que no se puede sostener
más que por un esfuerzo muy difícil,
pero que es objetivamente universal. Hablando con propiedad, ni la belleza se une a la
perfección, ni la perfección a la
belleza; únicamente así como comparando la representación en que se nos da un objeto con el concepto del mismo (o
de lo que debe ser), no podríamos evitar
aproximarla al mismo tiempo a la sensación que se produce en nosotros; si estos dos estados del
espíritu se hallan de acuerdo, la
facultad representativa no puede por menos de ganar en su unión.
Un juicio del gusto
sobre un objeto que tiene un fin interno
determinado, no podría ser puro, sino en el caso de que aquél que
juzgara, o no tuviera ningún concepto de
este fin, o hiciese abstracción de él en su
juicio. Pero aun cuando se formara un juicio exacto del gusto,
apreciando
el objeto como una belleza libre, aquel podría ser
vituperado y acusado de tener un falso
gusto, por otro que no considerara la belleza de este objeto más que como una cualidad adherente
(que hiciera relación al fin del
objeto). Cada uno de estos, sin embargo, juzgaría bien bajo su punto de vista; el primero, considerando lo que
tiene a su vista; el segundo, lo que
tiene en su pensamiento. Con esta distinción deben terminar las diferencias que separan a los hombres
respecto al sujeto de la belleza,
demostrándoles que los unos hablan de la belleza libre, y los otros de
la belleza adherente; que los primeros
forman un juicio puro del gusto, y los
segundos, un juicio del gusto aplicado.
§ XVII
Del ideal de la belleza
No puede haber
regla objetiva del gusto que determine por medio de conceptos lo que es bello; porque todo juicio
derivado de esta fuente es estético, es
decir, que tiene un principio determinante en el sentimiento del sujeto, y no en el concepto de un objeto.
Buscar un principio del gusto que suministre
en conceptos determinados el criterio universal de lo bello, es trabajo inútil, puesto que lo que
se busca es imposible y contradictorio
en sí. La propiedad que tiene la sensación (la satisfacción) de ser universalmente comunicada, y esto sin
el auxilio de ningún concepto; el acuerdo
tan perfecto como posible de todos los tiempos y de todos los pueblos sobre el sentimiento ligado
a la representación de ciertos objetos,
he aquí el criterio empírico, muy frágil sin duda, y apenas suficiente para fundar una conjetura, por
medio del cual se puede referir un gusto
de este modo probado con ejemplos, al principio común a todos los hombres, pero profundamente oculto, del
acuerdo que debe existir entre ellos en
la manera de juzgar las formas en que los objetos les son dadas.
Por esto se
consideran ciertas producciones del gusto como
ejemplares, lo que no quiere decir que el gusto se pueda adquirir por la
47
imitación; porque el gusto debe ser una facultad original;
el que imita un modelo muestra, si lo
alcanza, habilidad; pero nada prueba del gusto más que en tanto que puede juzgarlo por sí mismo27.
De aquí se sigue que el modelo supremo,
el prototipo del gusto no es más que una pura idea que cada uno debe sacar de sí mismo, y conforme a
la cual se debe juzgar todo lo que es
objeto del gusto, esto es, todo lo que es propuesto como al juicio del gusto, y aun al gusto de cada uno.
Idea significa propiamente un concepto
de la razón; e ideal la representación de una cosa particular, considerada como adecuada a una idea.
También este
prototipo del gusto que descansa seguramente sobre la idea indeterminada que nos da la razón de un máximum,
pero que no puede ser representado más
que por conceptos, no siendo más
que una exhibición particular, debe con propiedad
llamarse ideal de lo bello. Es un ideal
del cual no estamos en posesión sino que nos esforzamos en producirlo en nosotros. Pero esto no sería
más que un ideal de la imaginación,
puesto que no descansaría sobre conceptos, sino sobre la exhibición; y la facultad de la exhibición no
es más que la imaginación. Pero ¿cómo
obtendremos semejante ideal de la belleza? A priori, o empíricamente. Y entonces, ¿qué clase de
belleza es capaz de un ideal?
Ahora debemos notar
bien que la belleza a que se debe buscar un
ideal, no puede ser la belleza vaga sino la que es determinada por el concepto de una finalidad objetiva; esta no
debe ser por consecuencia, la del objeto
de un juicio del gusto enteramente puro, sino de un juicio del gusto en parte intelectual. En otros términos,
la clase de principios del juicio donde
se debe hallar un ideal, tienen necesariamente por
27 . Los
modelos del gusto relativamente a las artes de la palabra, no pueden tomarse
más que en una lengua muerta y sabia; en una lengua muerta
para no tener que sufrir los cambios a
que se hallan sujetas inevitablemente las lenguas vivas, y que hacen
triviales y antiguas la expresiones que
en otro tiempo eran nobles y usadas, y no dejan más que un corta duración a las expresiones
nuevamente creadas; en una lengua sabia, porque en ellas no hay una gramática que deje de
someterse a las variaciones arbitrarias de la
moda, sino una cuyas reglas son inmutables.
fundamento una idea de la razón, apoyándose sobre
conceptos determinados, y determinando a
priori el fin sobre que descansa la
posibilidad interna del objeto. No se sabría concebir un ideal de
bellas flores, de un bello mueblaje de
una perspectiva bella. Pero tampoco nos
podemos representar el ideal de ciertas bellezas determinadas, el ideal
de una bella habitación, el de un bello
árbol, de bellos jardines, etc.,
probablemente porque los fines de estas cosas no son suficientemente determinados y fijos para un concepto, y por
consiguiente, la finalidad en esto es
casi tan libre como en la belleza vaga. El que halla en sí mismo el objeto de su existencia; el que por medio de
la razón se puede determinar sus propios
fines, o que cuando debe sacarlos de la percepción exterior, puede sin embargo, ponerlos de acuerdo con
sus fines esenciales y generales, y
juzgar estéticamente esta armonía;
esto es, el hombre
sólo entre los demás seres del mundo, es
capaz de un ideal de la belleza, del
mismo modo que la humanidad en su persona, en tanto que
inteligencia, es capaz del ideal de la
perfección. En esto hay dos cosas que distinguir: primera lo ideal normal estético que es una
intuición particular (de la imaginación),
que representa la regla de nuestro juicio sobre el hombre considerado como perteneciente a una especie
particular de animales; después la idea
de la razón que coloca en los fines de la humanidad, en cuanto no pueden ser representados por los
sentidos, el principio de nuestro juicio
sobre una forma por cuyo medio se manifiestan estos fines como efectos en el mundo fenomenal. La idea
normal debe sacar sus elementos de la
experiencia para formar la figura de un animal de una especie particular; mas la mayor finalidad
posible en la construcción de la figura,
la que podríamos tomar por regla general de nuestro juicio estético sobre cada individuo de esta especie, el tipo
que sirve como de principio intencional
a la técnica de la naturaleza, y al que solamente es adecuada toda la especie entera y no a tal o cual
individuo en particular, este tipo no
existe más que en la idea de los que juzgan, y esta idea con sus proporciones, como idea estética, no puede
ser plenamente representada en concreto
en un modelo. Para hacer comprender esto de cualquier modo (porque ¿quién puede arrancar a la naturaleza
un secreto?), ensayaremos una
explicación psicológica.
48
Hay que notar
que de un modo del todo incomprensible para nosotros, la imaginación, no solo tiene el poder de
recordar en un momento dado y aun
después de largo tiempo, los signos de los conceptos, sino también el de reproducir la imagen y la forma de un
objeto en medio de un número indecible
de objetos de especies diferentes, o de la misma especie. Ahora bien; cuando el espíritu quiere establecer
comparaciones, la imaginación, según
toda verosimilitud, aunque la conciencia no se halle suficientemente advertida de ello, atrae las
imágenes unas sobre otras, y por medio
de este conjunto de muchas imágenes de la misma especie, suministra una, proporcional, que sirve de
medida común. Cualquiera ha visto un
millar de hombres; pues cuando se quiere juzgar de la magnitud regular del hombre, apreciándola por comparación,
la imaginación atrae, según nuestra
opinión, un gran número de imágenes unas sobre otras (quizá todas las de estos mil hombres), y si
me fuese permitido aquí emplear
metáforas de cosas de la vista, diría que en el espacio es donde la mayor parte se reúnen, y en el sitio
iluminado por el más vivo color, es
donde se reconoce la magnitud media, la cual por la altura como por
la longitud, es igualmente distinta de
las mayores como de las menores
estaturas; y esta es
por lo mismo la estatura de un hombre bello (se podría llegar al mismo resultado prácticamente,
midiendo estos mil hombres, y añadiendo
la altura y longitud de los mismos, y dividiendo la suma por mil; pues esto es lo que hace precisamente la
imaginación por un efecto dinámico que
resulta de la impresión de todas estas imágenes sobre el organismo del sentido interior). Si entre
tanto, se busca de un modo semejante por
este hombre de mediana magnitud, la cabeza de mediana extensión, y del mismo modo la nariz, etc.,
esta figura dará una idea normal de un
hombre bello en el país donde se hace la comparación. Por esto es por lo que un negro tendrá
necesariamente, bajo estas condiciones
empíricas, distinta idea normal de la belleza de la forma que un
blanco, un chino distinta que un
europeo. Lo mismo sucedería con un modelo de
un caballo bello o de un perro bello (de cierta raza). Esta idea normal
no se deriva de proporciones sacadas de
la experiencia, como de reglas
determinadas, sino que las reglas del juicio son posibles por esta
misma idea. Ella es para toda la
especie, la imagen que aparece entre todas las
intuiciones particulares y diversamente varias de los individuos, y que
la
naturaleza ha tomado por tipo de sus producciones en esta
especie, pero que no parece que toque a
ningún individuo. Esto no es todo el prototipo
de la belleza en esta especie, sino solamente la forma que constituye
la condición indispensable de
toda belleza, y por consiguiente, la exactitud solamente en la manifestación de la especie.
Es la regla como se diría del célebre
Doríforo de Policeto (se podría citar también la Vaca de Mirón en su especie). Esta regla no puede contener
nada de específico, ni característico,
porque entonces no sería una idea normal para la especie. Tampoco agrada como bella la manifestación de
esta idea, sino que por medio de ella no
faltan a ninguno condiciones, sin las cuales una cosa de esta especie no puede ser bella. Es simplemente
regular28.
Es necesario distinguir
la idea normal de lo bello, del ideal de lo bello, lo que no se puede conseguir más que en la
figura humana por las razones ya
expuestas. Luego el
ideal aquí consiste
en la expresión de la moral; sin esta
expresión, el objeto no agradaría universal y positivamente (ni aun negativamente en una manifestación regular).
La expresión sensible de las ideas
morales que dirigen interiormente al hombre, puede muy bien sacarse de la sola experiencia; mas para que
la presencia de estas ideas en todas las
cosas que nuestra razón refiere al bien moral o a la idea de la suprema finalidad, para que la bondad del
alma, su pureza, su vigor o su
tranquilidad, etc., puedan, por decirlo así, llegar a ser visibles en
una representación corporal (que sea
como un efecto de la interior), es
28 Se notará que un rostro perfectamente regular, tal y
como pudiera desear un pintor
para modelo, no significa ordinariamente nada, porque no
contiene nada de característico; y que
de este modo, más bien expresa la idea de la especie que el carácter específico una persona. Cuando este carácter
es exagerado, es decir, cuando él mismo
borra la idea normal (de la finalidad de la especie), entonces tenemos
lo que se llama una caricatura. La experiencia
enseña también que estos rostros perfectamente regulares no retratan más que hombres de mediano
talento; porque (si se puede admitir que la
naturaleza expresa en el exterior las proporciones del interior), desde
el momento en que ninguna de las
cualidades del alma se eleva sobre la proporción exigida para que un hombre se halle exento de defectos, no se
puede esperar lo que se llama el genio, en el
cual parece que la naturaleza sale de sus proporciones ordinarias en
provecho de una sola facultad.
49
necesario que las ideas puras de la razón y una gran fuerza
de imaginación se unan en el que quiere
juzgar acerca de esto, y con mayor razón
en el que quiere manifestarlo. La inexactitud de semejante ideal de belleza se revela por esta señal: que no
permite que en la satisfacción que nos
proporciona, se mezclen los atractivos sensibles, y que, sin embargo, excita un gran interés; lo que nos dice que
el juicio que se rige por esta medida,
no puede nunca ser estético, y que el juicio formado conforme a un ideal de belleza, no es un juicio puro del
gusto.
DEFINICIÓN DE LO BELLO SACADO DE ESTE TERCER MOMENTO
La belleza es la
forma de la finalidad de un objeto, en tanto que la percibimos sin representación de fin29.
CUARTO MOMENTO DEL JUICIO DEL GUSTO O DE LA MODALIDAD DE LA SATISFACCIÓN REFERENTE A
SUS OBJETOS
§ XVIII
Lo que es la modalidad de un juicio del gusto
Podemos decir de
toda representación, que es al menos posible que se halle ligada (como conocimiento), a un
placer. Cuando hablamos de cualquier cosa
agradable entendemos por tal lo que realmente, excita el placer en nosotros. Mas lo bello lo
concebimos como lo que tiene una
29 Se podría objetar contra esta definición que hay cosas
en las cuales se ve una
finalidad sin reconocer en ellas un fin, y que por esto no
se dice, por ejemplo, que son bellos los
utensilios de piedra que se halla en los antiguos sepulcros, que tienen un agujero a modo de asa. Pero basta que se
miren las obras de arte para afirmar que su
figura se refiere a un proyecto, a un fin determinado. Es porque en esto
no hay satisfacción inmediata referente
a la intuición de estos objetos. Por el contrario, una flor como un tulipán se considera como bella desde
que se recibe en la percepción de esta
flor una cierta finalidad que en tanto que juzgamos de ella no se
refiere a ningún fin.
relación necesaria con la satisfacción. Pero esta necesidad
es de una especie
particular; no es
una necesidad teórica objetiva, en donde se
puede reconocer a priori que cada uno reciba la misma satisfacción
del objeto que se llama bello; es mucho menos
una necesidad práctica, en donde por medio
de los conceptos de una voluntad racional pura sirva de regla a los seres libres; la satisfacción es
la consecuencia necesaria de una ley
objetiva, y no significa otra cosa, sino que se debe obrar absolutamente de cierta manera (sin ningún
otro designio). Como necesidad concebida
en un juicio estético, no puede ser designada más que como ejemplar; es decir, es la necesidad
del asentimiento de todos a un juicio
considerado como ejemplo de una regla general, que no se puede dar. Como un juicio estético no es un
juicio objetivo y de conocimiento, esta
necesidad no puede ser derivada de conceptos
determinados, y por consecuencia no es apodíctica. Mucho menos se puede sacar como consecuencia de la
universalidad de la experiencia (de un
eterno acuerdo de los juicios sobre la belleza con un objeto determinado); porque además de que la
experiencia difícilmente suministraría
muchos ejemplos de un parecido acuerdo, no se puede fundar sobre juicios empíricos un concepto de
la necesidad de estos juicios.
§ XIX La necesidad objetiva que atribuimos al
juicio del gusto es condicional
El juicio del
gusto exige el consentimiento universal; y el que declara que una cosa es bella, pretende que cada uno
debe dar su asentimiento a esta cosa, y
reconocerla también como bella. Esta necesidad contenida en el juicio estético es, pues, expresada por
todos los datos que exige el juicio,
pero solo de una manera condicional. Se busca el consentimiento de cada uno, porque con esto se tiene un
principio que es común a todos. Se
podría siempre afirmar esto, si siempre estuviéramos seguros de que el
50
caso en cuestión, estuviese exactamente subsumido bajo este
principio, considerado como regla del
asentimiento.
§ XX La
condición de la necesidad que presenta un juicio del gusto es la idea de un sentido común
Si los juicios del
gusto (como los del conocimiento), tuviesen un
principio objetivo determinado, el que los formara conforme a este principio, podría atribuirles una necesidad
incondicional. Si no tuviesen principios
como los del simple gusto de los sentidos, no se pensaría siquier
a en reconocerles necesidad alguna. Deben, pues, tener
un principio subjetivo que determine por
sólo el sentimiento y no por conceptos,
pero, sin embargo, de una manera universalmente aceptable, lo que agrada, o desagrada. Pero un principio
tal, no podría ser considerado más que
como un sentido común, el cual es esencialmente
distinto de la inteligencia común, que se llama también algunas veces sentido común (sensus comunis); esta, en
efecto, no juzga por sentimientos, sino
siempre conforme a conceptos, aunque ordinariamente estos conceptos no sean para ella más que
oscuros principios.
Sólo, pues, en la
hipótesis de un sentido común (por lo que no
entendemos un sentido exterior, sino el efecto que resulta del libre
juego de nuestras facultades de
conocer), es como se puede formar un juicio del
gusto.
§ XXI Si
con razón se puede suponer un sentido común
Los conocimientos y
los juicios, así como la convicción que los
acompaña, deben poder ser universalmente participados; porque de lo
contrario no habría nada de común entre estos conocimientos
y su objeto; no serían todos más que un
juego puramente subjetivo de las facultades
representativas, precisamente como quiere el escepticismo. Mas si
los conocimientos deben poderse participar,
este estado del espíritu que consiste en
el acuerdo de las facultades de conocer con un conocimiento en general, y esta proporción que conviene a
una representación (por la cual se nos
da un objeto), por lo que viene a ser un conocimiento, deben también poderse participar universalmente,
porque s
in esta proporción,
condición subjetiva del conocer, el conocimiento no podría surgir
como efecto. También tiene lugar cuando
un objeto dado por los sentidos excita
la imaginación a reunir en él los diversos elementos, y esta a su
vez excita al entendimiento para darle
unidad o formar en él los conceptos. Mas
este concierto de las facultadas del conocer tiene diferentes proporciones, según sea la diversidad de los
objetos dados. Debe ser bello siempre
que la actividad armoniosa de las dos facultades (de las cuales la una excita a la otra) sea lo más útil a estas
dos facultades relativamente al
conocimiento en general, (de objetos dados), y esta armonía no puede
ser determinada más que por el
sentimiento (y no conforme a conceptos). Por
lo que, como debe ser universalmente participada, y por tanto, también
el sentimiento que tenemos de ella (en
una representación dada), y como la
propiedad que tiene un sentimiento de poder ser universalmente participado supone un sentido común, habrá
razón para admitir este sentido común
sin apoyarse por esto en observaciones psicológicas, sino como la condición necesaria de esta propiedad
que tiene nuestro conocimiento de poder
ser universalmente participado y que debe
suponer toda lógica y todo principio de conocimiento que no es
escéptico.
§ XXII
La necesidad del consentimiento universal concebida en un juicio del gusto, es una necesidad subjetiva
que es representada como objetiva bajo
la suposición de un sentido común
51
En todos los juicios
por los que declaramos una cosa bella, no
permitimos a nadie ser de otro parecer, aunque no fundamos nuestro juicio sobre conceptos, sino sólo sobre
nuestro sentimiento; mas también este sentimiento
no es para nosotros un sentimiento individual; es un sentimiento común. Pero este sentido común no
puede fundarse sobre la experiencia,
porque pretende pronunciar juicios que encierran una necesidad, una obligación; en él no se dice
que cada uno estará de acuerdo, sino que
deberá estar de acuerdo con nosotros. Así el sentido común en el juicio del cual nuestro juicio
del gusto sirve de ejemplo, y nos
autoriza a atribuir a este un valor ejemplar, es una regla puramente ideal, bajo cuya suposición un juicio que
conformara con ella, así como la
satisfacción referida por este juicio a un objeto, podría muy bien
servir de regla para cada uno; porque el
principio de que aquí se trata, no siendo
ciertamente más que subjetivo, pero siendo considerado como subjetivamente universal (como una idea
necesaria para cada uno), podría exigir
como un principio objetivo, el asentimiento universal de los juicios formados conforme a este principio, con tal
de que únicamente estemos bien seguros
de que se hallan exactamente contenidos en el mismo.
Esta regla
indeterminada de un sentido común, es realmente supuesta para nosotros; es lo que prueba el derecho
que nos atribuimos de formar juicios del
gusto. ¿Y existe, en efecto, tal sentido común como principio constitutivo de la posibilidad de la
experiencia, o más bien, hay un
principio superior todavía a la razón, que nos dé una regla para referir este sentido común a fines más elevados? Por
tanto, ¿es el gusto una facultad
artificial que debemos adquirir, de suerte que el asentimiento universal no sea en el hecho más que una
necesidad de la razón de producir este
acuerdo del sentimiento, y que la necesidad objetiva del acuerdo del sentimiento de cada uno con el
nuestro no significa más que la
posibilidad de llegar a este acuerdo, y que el juicio del gusto no hace más que proponer un ejemplo de la aplicación
de este principio? Es lo que nosotros no
queremos ni podemos averiguar aquí; nos basta por ahora descomponer el juicio del gusto en sus
elementos y unirlos en definitiva en la
idea de un sentido común.
DEFINICIÓN DE LO BELLO SACADO DEL CUARTO MOMENTO
Lo bello es lo que
se reconoce sin concepto como el objeto de una
satisfacción necesaria.
OBSERVACIÓN GENERAL SOBRE LA PRIMERA SECCIÓN DE LA ANALÍTICA
Si se atiende al
resultado de los análisis precedentes, se hallará que todo se reduce al concepto del gusto, es
decir, al concepto de la facultad de juzgar
un objeto en su relación con el ejercicio libre y legítimo de la imaginación. Pero cuando en un juicio del
gusto se considera la imaginación en su
estado de libertad, no es considerada como reproductiva, como cuando está sometida a las
leyes de la asociación, sino como
productiva y espontánea (como causa de formas arbitrarias de intuiciones posibles), y aunque en la
aprehensión de un objeto sensible dado
se halla ligada a la forma determinada de este objeto, y no tiene un libre ejercicio como en la poesía, se ve
bien, sin embargo,
que el objeto puede suministrarle
precisamente una forma, un conjunto de diversos
elementos tal, que si hubiera sido abandonada a sí misma, pudiera haberlo formado conforme a las leyes del
entendimiento en general. Mas ¿no es una
contradicción que la imaginación sea libre, y que al mismo tiempo se conforme a las leyes de ella misma,
es decir, que encierre una autonomía? El
entendimiento sólo es el que da la ley. Pero cuando la imaginación es forzada a proceder según una
ley determinada, su producción en cuanto
a la forma, es determinada por conceptos que
indican lo que debe ser, y entonces la satisfacción, como ya lo
hemos demostrado anteriormente, no es la
de lo bello, sino la del bien, la de la
perfección, al menos de la perfección formal, y el juicio no es un
juicio del gusto. Una relación de
conformidad a las leyes, y que no supone
ninguna ley determinada, un acuerdo subjetivo de la imaginación con
el entendimiento, y no un acuerdo
subjetivo como aquel que tiene lugar
cuando la representación se refiere al concepto determinado de un
objeto, he aquí, pues, lo que únicamente
puede constituir una libre conformidad
con las leyes del entendimiento (lo cual también se llama finalidad sin
52
fin) y en lo que consiste la propiedad de un juicio del
gusto. Pero los críticos del gusto citan ordinariamente como
ejemplos de la belleza (como los más simples
y los más verdaderos), las figuras geométricas
regulares, como un círculo, un cuadrado, un cubo, etc. Y sin embargo,
no se les llama regulares más que porque
no podemos representarlas más que considerándolas
como simples exhibiciones de un concepto
determinado (que prescribe a la figura su regla). Es necesario, pues,
que una de estas dos maneras de juzgar
sea falsa; o la de los críticos que
atribuyen la belleza a esta especie de figuras, o la nuestra, porque
halla la finalidad sin concepto
necesario de la belleza.
Nadie afirmará
seguramente que sea necesario tener gusto para
alcanzar
más satisfacción con un círculo que con la primera figura
que se encuentra, con un cuadrilátero,
cuyos ángulos sean agudos y los lados
irregulares, y que está como cojo, porque esto no mira más que a la inteligencia común y no al gusto. Por esto, donde
hay un fin, por ejemplo, el de
determinar la extensión de un lugar o el de mostrar en un dibujo la relación de sus partes entre sí, y con el
todo, es necesario que las figuras sean
regulares, aun las más simples; y la satisfacción no descansa inmediatamente sobre la intuición de la
forma, sino sobre su utilidad,
relativamente a tal o cual fin posible. Una habitación, cuyos muros forman ángulos agudos, un parterre de la
misma forma, en general, toda falta de
simetría, tanto en la forma de los animales (por ejemplo, la privación de un ojo), como en la de los
edificios o jardines, desagrada; pues
todo esto es contrario a los fines de estas cosas, y no nos ocupamos sólamente del uso determinado que de ellas se
puede hacer prácticamente, sino de todo
lo que en las mismas podemos considerar.
Pero todo esto no se aplica al juicio del gusto, el cual, cuando es
puro, refiere inmediatamente la
satisfacción a la simple consideración del
objeto, sin mirar a ningún uso ni a ningún fin.
La regularidad
que conduce al concepto de un objeto, es la condición indispensable (conditio sine qua non), para
percibir el objeto en una sola
representación, y determinar los elementos diversos que constituyen
su forma. Esta determinación es un fin
relativamente al conocimiento, y bajo
este mismo respecto se halla siempre ligado a la
satisfacción (que siempre acompaña la
ejecución de todo proyecto aún problemático). Pero en esto no hay más que una aprobación dada a
la solución de un problema, y no un
libre ejercicio, una finalidad indeterminada de las facultades del espíritu, que tiene por objeto
lo que llamamos bello, y en donde la
inteligencia se halla al servicio de la imaginación, y no ésta al servicio de aquella.
En una cosa que
no sirve más que para un fin, como un edificio, y aun un animal, la regularidad que consiste en la
simetría, debe expresar la unidad de
intuición que acompaña al
concepto de fin, y
pertenece al conocimiento. Mas por esto,
donde n
o debe haber más que un libre ejercicio de las facultades representativas
(bajo la condición siempre de que el
entendimiento no sufra ningún ataque), en los jardines de recreo, en los adornos de sala, en los muebles
elegantes, etc., se evita en lo posible
la regularidad que revela una imposición. También el gusto de los jardines ingleses, el de los muebles góticos,
puede llevar la libertad de imaginación
hasta los límites de lo grotesco, y en la ausencia de toda imposición, de toda regla, es en lo que el
gusto, aplicándose a las fantasías de la
imaginación, puede mostrar toda su perfección.
Todo objeto perfectamente
regular (que se aproxima a la regularidad
matemática) tiene algo en sí que repugna al gusto; la contemplación
del mismo no ocupa mucho tiempo el
espíritu, y a menos que éste no tenga
expresamente por fin el conocimiento o cualquier objeto práctico determinado, sufre con él un gran fastidio.
Por el contrario, aquello en que la
imaginación se puede ejercitar libre y armoniosamente, es siempre nuevo para nosotros, y no nos fatiga el
contemplarlo. Morsden, en su descripción
de Sumatra, nota que en este país, las bellezas libres de la naturaleza rodean al espectador por todas
partes y tienen para él poco atractivo,
mientras que se hallaría mucho más impresionado cuando en medio de un bosque hallara un campo de
pimienta, en donde los pies en que se
apoya esta planta, formasen paseos paralelos; y concluye diciendo que la belleza campestre, irregular en
apariencia, no agrada más que por el
contraste, al que está cansado de la regular. Pero no había más que
53
probar a quedarse un día en su campo de pimienta, para
apercibirse de que cuando el
entendimiento se pone de acuerdo por medio de la regularidad, con el orden de que siempre
necesita, el objeto no le entretiene
mucho, sino que por el contrario, impone a la imaginación una violencia desagradable, mientras que la
naturaleza rica y variada en este país
hasta la prodigalidad, y no hallándose sometida a la violencia de ninguna regla del ar
te, puede alimentar su gusto perpetuamente. El mismo canto de los pájaros, que no podemos reducir
a reglas musicales, parece anunciar más
libertad, y convenir mejor por tanto al gusto que el de los hombres, que está sometido a todas las
reglas de la música; nos hallamos
completamente fatigados de este último, cuando se repite muchas veces y por largo tiempo. Mas aquí
tomamos sin duda la simpatía que en
nosotros excita la alegría de un pequeño animal a quien queremos por la belleza de su canto; porque cuando
este canto se imita exactamente por el
hombre (como sucede algunas veces con el canto de la cigarra), parece monótono por completo a nuestro oído.
Es necesario
distinguir todavía las cosas bellas de los bellos aspectos que atribuimos a los objetos (que su
distancia nos impide muchas veces conocer
más perfectamente). En este último caso, el gusto parece menos referirse a lo que la imaginación recibe en
este campo, que a buscar en él una ocasión
de ficción, es decir, estas
fantasías
particulares en que se entretiene
continamente el espíritu excitado por una variedad de cosas que hieren al oído: tal es el aspecto de las
variadas formas del fuego de una
chimenea o de un arroyo que murmura; estas cosas no constituyen bellezas, sino que tienen un atractivo para
la imaginación, entreteniendo con ellas
en libre juego.
54
Libro
segundo
Analítica de lo sublime
§ XXIII
Tránsito de la facultad de juzgar de lo bello a la de juzgar de lo sublime
Lo bello y lo
sublime convienen en que ambos agradan por sí mismos. Además, ni el uno ni el otro suponen el
juicio sensible ni el juicio lógicamente
determinante, sino un juicio de reflexión; por consiguiente, la satisfacción que a ambos se refiere no
depende de una sensación como la de lo
agradable, ni de un concepto determinado como el del bien, a pesar de que se refiere a conceptos, pues
quedan indeterminados; se halla ligada a
la simple manifestación o a la facultad de exhibición; ella expresa el acuerdo de esta facultad o de la
imaginación en una intuición dada, con
el poder de suministrar conceptos que poseen el entendimiento y la razón. También lo bello y lo sublime no
dan ocasión más que a juicios
particulares, pero que se atribuyen un valor universal, aunque no aspiran más que un sentimiento de placer, y
no a un conocimiento del objeto.
Pero entre uno y
otro existen diferencias considerables. Lo bello de la naturaleza corresponde a la forma del objeto,
la cual consiste en la limitación; lo
sublime, por el contrario, debe buscarse en un objeto sin forma, en tanto que se represente en este objeto
o con ocasión del mismo la ilimitación30,
concibiendo además en esta la totalidad. De donde se sigue que nosotros miramos lo bello como la
manifestación de un concepto
indeterminado del entendimiento, y lo sublime como la manifestación de un concepto indeterminado de
la razón. De un lado, la satisfacción se
llalla ligada a la representación de la cualidad; de otro, a la de la cuantidad. Esta diferencia entre estas
dos especies de satisfacción es: que la
primera contiene el sentimiento de una excitación directa de las
30 Unbegrenzedtheit.
fuerzas vitales, y por esta razón no es incompatible con
los encantos que atraen la sensibilidad,
y con los juegos de la imaginación; la segunda es un placer que no se produce más que indirectamente,
es decir, que no excita más que por el
sentimiento de una suspensión momentánea de las
fuerzas vitales y de la efusión que la sigue, y que viene a ser más
fuerte; esto no es, por tanto, sólo la
emoción de un juego, sino algo de más serio,
producido por la ocupación de la imaginación. También el sentimiento de lo sublime es incompatible con toda especie
de encanto; y como el espíritu en esto
no se siente solamente atraído por el objeto, sino también repelido, esta satisfacción es menos un
placer positivo que un sentimiento de
admiración o de respeto, es decir, y para darle el nombre propio, un placer negativo.
Pero he aquí la
diferencia más importante, la diferencia esencial entre lo sublime y lo bello. Consideramos como es
debido lo sublime en los objetos de la
naturaleza (lo sublime en el arte está siempre sometido a la condición de conformidad con la naturaleza),
y colocamos al lado la belleza natural
(la que existe por sí misma): ésta encierra una finalidad de forma por la cual el objeto parece haber sido
predeterminado por nuestra imaginación,
y constituye de este modo en sí un objeto de satisfacción; pero el objeto que excita en nosotros sin el
auxilio de ningún razonamiento, por la
simple aprehensión que de él tenemos, el
sentimiento de lo sublime, puede parecer, en cuanto a la forma,
discorde con nuestra facultad de juzgar
y con nuestra facultad de exhibición, y
juzgarle, sin embargo, tanto más sublime cuanto más violencia
parece hacer a la imaginación.
Se ve, por lo dicho,
que nos expresamos en general de una manera
inexacta llamando sublime a un objeto de la naturaleza, aunque pudiésemos propiamente llamar bellos un gran
número de estos objetos; porque, ¿cómo
se puede designar con una expresión que marque el asentimiento, lo que en sí se percibe como
discorde? Todo lo que podemos decir del
objeto es, que es propio para servir de exhibición a una sublimidad que puede hallarse en el espíritu;
porque ninguna forma sensible puede
contener lo sublime propiamente dicho; descansa
55
únicamente sobre ideas de la razón, que aunque no se pueda
hallar una exhibición que les convenga,
se retienen y despiertan en el espíritu por
esta misma discordancia que hallamos entre ellas y las cosas
sensibles. Así, el inmenso Océano
agitado por la tempestad, no puede llamarse
sublime. Su aspecto es terrible, y es necesario que el espíritu se halle
ya ocupado por diversas ideas para que
tal intuición determine en él un
sentimiento que por sí mismo es sublime, puesto que le lleva a
despreciar la sensibilidad, y a ocuparse
de ideas que tienen más altos destinos.
La belleza de la
naturaleza (la que existe por sí misma), nos descubre una técnica natural, y nos la representa como
un sistema de leyes, cuyo principio no
encontramos en nuestro entendimiento; este principio es el de una finalidad relativa al uso del juicio
en su aplicación a los fenómenos, y de
aquí proviene que nosotros no los refiramos a la naturaleza como a un mecanismo sin objeto,
sino como a un arte. Por esto es cierto
que nuestro conocimiento de los objetos de la naturaleza no es extensivo, pero nuestro concepto de la
naturaleza deja de ser el concepto de un
puro mecanismo, viene a constituir el de un arte, y esto nos invita a emprender profundas investigaciones sobre la
posibilidad de una forma semejante. Mas,
en lo que nosotros acostumbramos a llamar sublime de la naturaleza, no hay nada que nos conduzca a
principios objetivos particulares, y a
formas de la naturaleza conforme a estos principios, porque la naturaleza despierta principalmente
las ideas de lo sublime por el
espectáculo de la confusión, del desorden y la devastación, puesto que en esto muestra su grandeza y poderío.
Se ve que el
concepto de lo sublime de la naturaleza no es, ni mucho menos, tan importante y tan rico en
consecuencias como el de lo bello, y que
no
revela en general ninguna
finalidad en la naturaleza misma, sino
solamente en el uso que podemos hacer de las intuiciones de ella,
para hacernos sensible una finalidad por
completo independiente de la misma. El
principio de lo bello de la naturaleza debe buscarse fuera de nosotros; el de lo sublime en nosotros mismos, en una
disposición del espíritu que da a la
representación de la naturaleza un carácter sublime. Esta observación preliminares muy importante; ella
separa enteramente las
ideas de lo sublime de la de una finalidad de la
naturaleza, y hace de
la teoría de lo
sublime un simple apéndice del juicio estético de la finalidad de la naturaleza, pues que estas ideas de lo
sublime no representan en la naturaleza
ninguna forma particular, sino que consisten en cierta aplicación más elevada que la imaginación
hace de sus representaciones.
§ XXIV
División del examen del sentimiento de lo sublime
La división de los
momentos del juicio estético de los objetos
relativamente al sentimiento de lo sublime, debe fundarse sobre el
mismo principio que el de los juicios
del gusto; porque el juicio estético
reflexivo debe representar la satisfacción de lo sublime lo mismo que
la de lo bello, como universalmente
admisible en cuanto a la cuantidad, como
desinteresada, en cuanto a la cualidad, como el sentimiento de una finalidad subjetiva, en cuanto a la relación,
y el sentimiento de esta finalidad como
necesaria, en cuanto a la modalidad. La analítica no se descarta aquí del método seguido en el libro
precedente, a menos que se tome en
cuenta esta diferencia: que allí, en el juicio estético concerniente a la forma del objeto, debemos empezar por el
examen de su cualidad; mientras que aquí
a causa de esta ausencia de forma que es lo propio de los objetos llamados sublimes, comenzamos por
la cuantidad. Allí es, en efecto, el
primer momento del juicio estético sobre lo sublime; la razón de esto se puede ver en el precedente
párrafo.
Mas el análisis
de lo sublime entraña una división de la cual no tiene necesidad el de lo bello, a saber: la división
en sublime matemático y en sublime
dinámico.
En efecto; como el
sentimiento de lo sublime tiene por carácter el
producir un movimiento del espíritu enlazado con el juicio del
objeto, mientras que el gusto de lo
bello supone y retiene al espíritu en una
tranquila contemplación, y a cuyo movimiento se debe atribuir una
56
finalidad subjetiva (puesto que lo sublime agrada), la
imaginación lo refiere, o bien a la facultad
de conocer, o bien a la facultad de querer. En
uno como en otro caso, la representación dada no debe juzgarse más
que relativamente a estas facultades
(sin objeto ni interés); pero en el primer
caso, la finalidad se atribuye al objeto como una determinación matemática, en el segundo como una
determinación dinámica de la
imaginación; y de aquí que haya dos maneras de concebir lo sublime.
A.
DE LO SUBLIME MATEMÁTICO
§ XXV Definición de la palabra sublime
Llamamos sublime lo
que es absolutamente grande. Pero hablar de
una cosa grande
y de una magnitud,
es expresar dos conceptos en un todo
diferentes (magnitudo et quantitas). Del mismo modo decir
simplemente (simpliciter) que una cosa
es grande, no es decir que es absolutamente
grande (absolute, non comparative magnum). En este último caso la
cosa es grande fuera de toda comparación.
Pero, ¿qué significa esta expresión que
una cosa es grande, pequeña o mediana? Esto no es un concepto puro del entendimiento, todavía menos una
intuición de los sentidos, y de ningún
modo un concepto racional, porque aquí no hay ningún principio de conocimiento. Es necesario, pues, que esto
sea un concepto del Juicio, o que se derive
de él, y que tenga su principio en una finalidad subjetiva de la representación por medio de aquel. Para
decir que una cosa es una magnitud (un
quantum), no tenemos necesidad de comparar con otras, nos basta reconocer que la pluralidad de
elementos que la componen, constituye
una unidad. Mas para saber cuánto es la cosa de grande, es necesario siempre otra cosa que sea también
una magnitud, y sirva de medida. Pero
como en el juicio de la magnitud no se trata solamente de la pluralidad (del número), sino también de la
magnitud de la unidad (de la medida), y
como la magnitud de esta última tiene siempre necesidad de alguna otra cosa que la sirva de medida y con
la cual pueda aquella
compararse, se ve que toda determinación de la magnitud de
los fenómenos no puede suministrar un
concepto absoluto de la magnitud, sino
solamente un concepto de comparación.
Cuando simplemente
decimos que una cosa es grande, parece que no
hacemos ninguna comparación, al menos con una medida objetiva, puesto que con esto no determinamos cuánto es
de grande la cosa. Pero aunque la medida
de comparación sea puramente subjetiva, el juicio no aspira en esto menos que a una aprobación
universal. Estos juicios; este hombre es
bello, este hombre es grande, no tienen solamente valor para el que los forma; como los juicios teóricos,
reclaman el asentimiento de todos.
Como al juzgar
simplemente que una cosa es grande, no solamente queremo
s decir que esta cosa tiene una magnitud, sino que esta
magnitud es superior a la de muchas
otras cosas de la misma especie, sin
determinar de antemano esta superioridad, nosotros damos por principio
a nuestro juicio una medida a la cual
creemos poder atr
ibuir un valor
universal, y que, sin embargo, no nos sirve para formar un juicio
lógico (matemáticamente determinado)
sobre la magnitud, sino solamente un
juicio estético, puesto que dicha magnitud no es más que un
principio subjetivo, para el juicio
reflexivo sobre la magnitud misma. Esta medida,
por otra parte, puede ser o una medida empírica, como por ejemplo,
la magnitud mediana de los hombres que
conocemos, la de los animales de cierta
especie, la de los árboles, la de las casas, la de las montañas, etc., o una medida dada a priori, y que la debilidad
de nuestro espíritu somete a las
condiciones subjetivas de una manifestación en concreto, como en la esfera práctica, la magnitud de cualquier
virtud, de la libertad pública, de la
justicia en un país, o en la esfera teórica, la extensión de la exactitud
o inexactitud de una observación o de
una medida establecida, etc.
Pero es de notar
que aunque no tengamos interés en el objeto, es decir, aunque su existencia nos sea indiferente, su
sola magnitud, aunque la consideremos
como informe,
puede producir en
nosotros una satisfacción universal, y
por consecuencia la conciencia de una finalidad subjetiva en
57
el uso de nuestras facultades de conocer. Mas esta
satisfacción no la referimos al objeto
(puesto que este objeto puede ser informe) como
sucede en la de lo bello, en donde el juicio reflexivo se halla
determinado de una manera que concuerda
con el conocimiento en general; es referida
o la referimos a la extensión de la imaginación por sí misma.
Cuando decimos
simplemente de un objeto que es grande, no
formamos un Juicio matemáticamente determinado, sino un simple
Juicio de reflexión sobre la representación
de este objeto, la cual concierta
subjetivamente con un determinado uso de nuestras facultades de
conocer relativo a la estimación de la
magnitud; y nosotros referimos siempre a
esta representación una especie de estima, como a lo que llamamos simplemente pequeño una especie de
menosprecio. Por lo demás, los juicios
en virtud de los cuales consideramos las cosas como grandes o como pequeñas, importan sobre todo, aun sobre
todas sus cualidades; por esto es por lo
que llamamos la belleza mayor o menor; la razón de esto es, que cualquiera que sea la cosa de que
hallemos una manifestación en la
intuición (y por tanto, nos la representamos estéticamente), es siempre un fenómeno, y por consecuencia, un quantum.
Mas cuando decimos
que una cosa es, no solamente grande, sino
grande absolutamente y bajo todos respectos (fuera de toda comparación), es decir, sublime, no
permitimos, como se ve fácilmente, que
se busque fuera de ella una medida que le convenga; queremos que se halle en sí misma; es una magnitud que no
es igual más que a sí misma. De aquí se
sigue que no es necesario buscar lo sublime en las cosas de la naturaleza, sino solamente en
nuestras ideas; en cuanto a la cuestión
de saber en qué ideas reside, debemos reservarlo para la deducción.
La definición
que acabamos de dar puede también expresarse de esta manera: lo sublime es aquello en comparación
de lo cual toda otra cosa es pequeña. Es
fácil de ver aquí que no es posible hallar nada en la naturaleza, tan grande como lo juzguemos,
que, considerado bajo otro punto de
vista, no pueda descender a lo infinitamente pequeño; y
recíprocamente, no hay nada tan pequeño, aun en relación a
las medidas más pequeñas, que no pueda
elevarse a los ojos de nuestra imaginación
hasta la magnitud del mundo. Los telescopios han suministrado un
gran ejemplo de la primera observación,
los microscopios, de la segunda. No
existe, pues, objeto
de los sentidos que considerado
bajo este respecto, pueda ser llamado
sublime. Mas precisamente porque hay en nuestra
imaginación un esfuerzo en su progreso a lo infinito, y en nuestra
razón, una pretensión a la absoluta
totalidad como a una idea real, esta
discordancia misma que se manifiesta entre nuestra facultad de estimar
la magnitud de las cosas del mundo
sensible y esta idea, despierta en
nosotros el sentimiento de una facultad supra-sensible; es el uso que
el juicio hace naturalmente de ciertos
objetos en favor de este sentimiento, y
no el objeto de los sentidos que es absolutamente grande, mientras
que todo otro uso en comparación es
pequeño. Por consecuencia, lo que
llamamos sublime, no es el objeto, sino la disposición del espíritu producida por determinada representación que
ocupa el juicio reflexivo.
Podemos, pues,
todavía añadir esta fórmula a las precedentes
definiciones de lo sublime: lo sublime es lo que no puede ser
concebido sin revelar una facultad del
espíritu que excede toda medida de los
sentidos.
§ XXVI De la estimación de la magnitud de las
cosas de la naturaleza que supone la
idea de lo sublime
La estimación de la
magnitud por conceptos numéricos (o por sus
signos algébricos), es matemática; la que se hace por la sola intuición
(a la simple vista) es estética. Pero
nosotros no podemos ciertamente llegar
en la cuestión de saber cuánto es una cosa de grande, a los
conceptos determinados más que por
números, cuya medida es la unidad (todo al
menos por aproximaciones formadas por series numéricas hasta el infinito); y así toda estimación lógica es
matemática... Mas como la
58
magnitud de la medida debe aceptarse como conocida, si no
pudiera apreciarse más que
matemáticamente, es decir, por medio de números, cuya unidad sería otra medida, no podríamos
jamás tener una medida primera
y fundamental, por
consiguiente, un concepto determinado de
una magnitud dada. La estimación de la magnitud de una medida fundamental tiene, pues, por carácter el
poder ser inmediatamente recibida en una
intuición, y aplicada por la imaginación a la
manifestación de conceptos numéricos; es decir, que toda estimación
de la magnitud de los objetos de la
naturaleza es en definitiva estética (o
subjetiva y no objetivamente determinada).
Sin embargo, no
hay máximum para la estimación matemática de la
magnitud (porque el poder de los números se extiende al infinito);
pero hay ciertamente uno para la estimación
estética, y este máximum considerado
como una medida absoluta, fuera de la cual ninguna otra es subjetivamente posible (para el espíritu que
juzga), contiene la idea de lo sublime,
y produce esta emoción que nunca puede producir la estimación matemática de la magnitud, a menos que esta
medida estética no quede presente (a la
imaginación). Esta última, en efecto, no expresa nunca más que la magnitud relativa o establecida por
comparación con otras de la misma
especie, mientras que la primera expresa la magnitud absolutamente tal y como el espíritu puede
recibirla en una intuición.
Para hallar en
la intuición un quantum del que la misma pueda servirse de medida o de unidad en la estimación
matemática de la magnitud, la
imaginación tiene necesidad de dos operaciones, la aprehensión (apprehensio) y la comprensión (comprehensio
aesthetica). La aprehensión no ofrece
dificultad, porque se puede continuar hasta el
infinito; pero la comprensión viene a ser tanto más difícil cuanto
la aprehensión es llevada más lejos, y
llega muy pronto a su máximum, a saber,
a la mayor medida estética posible de la estimación de la magnitud. Porque cuando la aprehensión es llevada tan
lejos que las primeras representaciones
parciales de la intuición sensible comienzan ya a extenderse en la imaginación, mientras que
esta continúa siempre su
aprehensión ella pierde de un lado lo que gana del otro, y
la comprensión recae siempre sobre un
máximum que no puede nunca exceder.
Se puede explicar
por esto lo que nota Savary en sus cartas sobre
Egipto, cuando dice que es necesario no aproximarse ni separarse demasiado de las pirámides para experimentar
todo el efecto que causa la magnitud de
ellas. Porque si nos separamos demasiado, las partes percibidas (las piedras superpuestas) son
oscuramente representadas, y esta
representación no produce ningún efecto sobre el juicio estético. Por el contrario, si nos aproximamos demasiado,
el ojo tiene necesidad de cierto tiempo
para continuar su aprehensión de la base a la cúspide, y en esta operación las primeras representaciones
se extinguen siempre en parte, antes que
la imaginación haya recibido las últimas; de suerte, que la compresión no es nunca completa. Se
explica también de la misma manera la
confusión o especie de embarazo que recibe, según cuentan, el que entra por primera vez en la iglesia de
San Pedro de Roma. En esto encontramos,
en efecto, el sentimiento de la incapacidad de nuestra imaginación para formarse una manifestación
de las ideas de un todo; tiene fijo su
máximum, y esforzándose en extenderlo, recae sobre sí misma, y es lo que nos produce la
satisfacción que nos conmueve.
Yo no quiero hablar
todavía del principio de esta satisfacción, unida a una representación de lo que apenas parece se
podría esperar, es decir, a una representación,
de la cual recibimos la desconveniencia subjetiva con la imaginación; yo solamente haré observar,
que si se quiere un juicio estético puro
(que no se halle mezclado con un juicio teleológico o un juicio racional
) para proponerlo como un ejemplo del todo propio a la crítica del juicio estético, es necesario no
buscar lo sublime en las producciones
del arte (por ejemplo, en los edificios, columnas, etc.), en donde un fin humano determina la forma tan
bien como la magnitud, ni en las cosas
de la naturaleza, cuyo concepto contiene ya un fin determinado (por ejemplo, en los animales de
un destino conocido), sino en la
naturaleza salvaje (y todavía a condición de que esta no ofrezca ningún atractivo y no excite ningún temor por
cualquier daño real), y solamente en
tanto que contiene la magnitud. En esta especie de
59
representación la naturaleza no encierra nada de monstruoso
(de magnífico o de terrible); la
magnitud que aquí se recibe puede extenderse
a voluntad, siempre que la imaginación pueda formar su todo de ella.
Un objeto es monstruoso cuando destruye
por su magnitud el fin que constituye su
concepto. Se llama colosal la manifestación de un concepto, cuando aquello es casi demasiado grande para toda
exhibición (cuando toca a lo monstruoso
relativo), porque el objeto de la exhibición de un concepto es notable por esto mismo que la
intuición del objeto es casi demasiado
grande para nuestra facultad de aprehensión. Mas un juicio puro sobre lo sublime no debe fundarse sobre
el concepto de un fin del objeto, so
pena de no ser estético y de mezclarse con cualquier juicio del entendimiento o la razón.
* * *
Puesto que la
representación de toda cosa que agrada sin interés al juicio reflexivo contiene necesariamente una
finalidad subjetiva y universal, pero
que aquí el juicio no se funda (como para lo bello) sobre una finalidad de la forma del objeto, se
pregunta, qué es esta finalidad
subjetiva, y de donde viene que ella sea para nosotros una regla que
nos hace referir una satisfacción
agradable a un simple juicio en el que
nuestra facultad de la imaginación se halla impotente en el momento de
la exhibición del concepto de una
magnitud determinada.
La imaginación
en la comprensión que exige la representación de la magnitud se adelanta por sí misma
indefinidamente, sin que nada le sirva
de obstáculo; pero el entendimiento la conduce por medio de los conceptos numéricos, cuyo esquema debe ella
suministrar; y como esta operación se
refiere a la estimación lógica de la magnitud, tiene una finalidad objetiva, se funda sobre el
concepto de un fin (como lo es toda
medida): nada hay en todo esto que se encamine y que agrade al juicio estético, nada existe que más nos obligue a
favorecer la magnitud de la medida, por
consecuencia, la de la comprensión de la pluralidad en una intuición hasta los límites de la facultad de
la imaginación, hasta donde
ésta pueda extender su exhibición. Porque en la estimación
intelectual (aritmética) de las
magnitudes en que se extiende la comprensión de las unidades hasta el número 10 (como en la
década), o solamente hasta el 4 (como en
la tétrada), esto viene a ser lo mismo; pero en la comprensión o cuando la intuición suministra el cuanto, la
aprehensión no puede extenderse más que
de un modo progresivo (no de una manera
comprensiva), según un principio de progresión dado. En esta
estimación matemática de la magnitud, el
entendimiento se halla igualmente
satisfecho, cuando la imaginación escoge por unidad una magnitud
que puede recibirse de un golpe de vista,
como un pie o una pértica, como cuando
elige una milla alemana, o el diámetro de la tierra si se quiere, a cuya aprehensión es posible en una intuición
de la imaginación, más no la comprensión
(hablamos de la comprensión estética, no de la comprensión lógica en concepto de número). En ambos casos,
la estimación lógica de la magnitud se
extiende sin obstáculo hasta el infinito. Mas el espíritu escucha en sí mismo la voz de la razón, la
cual para todas las magnitudes dadas,
aun para aquellas que nunca puede la aprehensión percibir, pero que a pesar de esto se deben juzgar (en la
representación sensible) como
enteramente dadas, exige la totalidad, y por consiguiente la comprensión en una intuición, y para todos estos miembros
de una serie creciente de números, la
exhibición, no excluyendo ni aun el infinito (el espacio y el tiempo transcurrido) de esta exigencia, sino
que, por el contrario, nos obliga a
concebirla (en el juicio de la razón común) como dada enteramente (en su totalidad.)
Pero el infinito
es absolutamente grande (no sólo comparativamente); toda otra cosa (de la misma especie de magnitud),
es pequeña en comparación. Pero lo más
importante es que el poder que tenemos de
concebirle al menos como un todo, revela una facultad del espíritu
que excede toda medida sensible. Porque no se
puede admitir que una comprensión nos
suministre por unidad una medida que tenga una
relación determinada con el infinito, y aquella expresada en números.
Si, pues, es posible al menos el
concebir el infinito sin contradicción, es
necesario admitir para esto en el espíritu humano una facultad que por
sí misma sea supra-sensible. A esta
facultad y a la idea que ella nos
60
suministra de un nonmeno que no da por sí mismo lugar a
ninguna intuición, sino que sirve de
substratum a la intuición del mundo,
considerada como fenómeno, es a la que nosotros debemos comprender por completo bajo un concepto, el infinito
del mundo sensible, en una estimación
pura e intelectual de la magnitud, aunque no podamos nunca concebirla matemáticamente por conceptos de
número. Esta facultad que tenemos de
concebir como dada (en su substratum inteligible), el infinito de la intuición supra-sensible, excede toda
medida referente a la sensibilidad, y es
aún más grande sin ninguna comparación posible que la facultad de estimación matemática. Esto no es
más que bajo el punto de vista teórico,
como viene en auxilio de la facultad de conocer, pero da extensión al espíritu que se siente capaz
bajo otro punto de vista (bajo el punto
de vista práctico), de exceder los límites de la sensibilidad.
La naturaleza es,
pues, sublime en aquellos de sus fenómenos cuya
intuición entrañan
la idea de su infinito, lo que nunca puede ocurrir más que por defecto, y como consecuencia de un
gran esfuerzo de la imaginación en la
estimación de la magnitud de un objeto. Pero en la estimación matemática de las magnitudes, la
imaginación puede dar una medida suficiente
para cada objeto, porque los conceptos numéricos del entendimiento pueden, por medio de la
progresión, adaptar cualquier medida a
toda magnitud. Es, pues, en
la estimación
estética de la magnitud en lo que el
esfuerzo que hacemos para alcanzar la
comprensión, excede del poder de la imaginación; esto consiste en
que con el sentimiento de una aprehensión
que tiende progresivamente a una todo de
intuición, nos apercibimos de la ineptitud de la imaginación, cuyo progreso no tiene límites, para percibir y
aplicar una medida que pueda servir para
la estimación de la magnitud, sin dar ningún trabajo al entendimiento. Por donde la medida verdadera
e inmutable de la naturaleza es su absoluta
totalidad, es decir, la comprensión de su
infinidad considerada como fenómeno. Pero como esta medida es un concepto contradictorio en sí (por lo
imposible de la absoluta totalidad de un
progreso sin fin), la magnitud de un objeto de la naturaleza para la cual la imaginación gasta inútilmente su
facultad de comprensión, nos llevará
necesariamente del concepto de la naturaleza a un substratum
supra-sensible (sirviendo a la vez de fundamento a la
naturaleza y a nuestra facultad de
pensar), que exceda en magnitud toda medida
sensible, y , por consiguiente, esto será más bien el estado del
espíritu en la estimación de este
objeto, que el objeto mismo considerado como
sublime.
Así, del mismo modo
que el juicio estético tratándose de lo bello lleva el libre juego de la imaginación al
entendimiento para medirlo conforme a
conceptos intelectuales en general (sin determinarlos), así también, tratándose de lo sublime, lleva la misma
facultad a la razón, para concertarla
subjetivamente con las ideas racionales (indeterminadas), es decir, para producir un estado del espíritu
conforme al que produciría sobre el
sentimiento la influencia de ideas determinadas (prácticas), y muy conciliable con él mismo.
Se ve también
con esto, que la verdadera sublimidad no debe buscarse más que en el espíritu del que juzga, no en
el objeto de la naturaleza, cuyo juicio
ocasiona este estado. ¿Quién llamará sublimes las montañas informes apiñadas unas sobre otras en un
desorden salvaje, con sus pirámides
nevadas, o un mar lóbrego y tempestuoso, u otras cosas de esta especie? Pero el espíritu se siente elevado
en su propia estimación, cuando
contemplado estas cosas sin atender a su forma, se abandona a la imaginación y a la razón, la que, uniéndose a
la primera sin objeto determinado, da
por resultado hacerlo más extensivo, y que sienta cuán inferior es toda la potencia de su imaginación
a las ideas de su razón.
Los ejemplos de
lo sublime matemático de la naturaleza, en la simple intuición que de ellos tenemos, nos presentan
todos los casos en que se da a la
imaginación un gran concepto numérico, menos por medida que como una gran unidad (con el fin de resumir
las series numéricas).
Estimamos la magnitud
de un árbol conforme a la de un hombre; esta
magnitud sirve, sin duda después, de medida para una montaña, y si
esta tiene una milla de altura, puede
servir de unidad para el número que
expresa el diámetro de la tierra, y hacer de este un objeto de
intuición; a
61
su vez, este diámetro puede servir para todo el sistema
planetario que conocemos, este para el
de la vía láctea y para la innumerable cantidad de vías lácteas llamadas estrellas nebulosas,
que probablemente constituyen entre sí un
sistema análogo, y en donde no es pasible hallar los límites. Por lo que lo sublime en el Juicio estético
que formamos sobre un todo tan inmenso,
consiste menos en la magnitud del número que en llegar siempre de una manera progresiva a la más
elevada unidad, para lo que nos auxilia
la descripción sistemática del mundo. Así es que toda la naturaleza nos parece pequeña a su vez, y
nuestra imaginación, a pesar de toda su
infinidad, y la naturaleza con ella, se desvanecen ante la ideas de la razón, cuando se quiere hallar una
exhibición que les convenga.
§XXVII De la cualidad de la satisfacción
referente al juicio de lo sublime
El sentimiento
de nuestra incapacidad para alcanzar una idea, que es para nosotros una ley, es lo que se llama la
estima; por lo que la idea de la
comprensión de todo fenómeno posible en la intuición de un todo, se
nos prescribe por una ley de la razón,
que no reconoce otra medida universal o
inmutable que el todo absoluto. Mas nuestra imaginación aun en su mayor esfuerzo, muestra sus límites y su
ineptitud, respecto de esta comprensión
de un objeto dado que se alcanza por ella (por consiguiente, respecto de la exhibición de la idea de la
razón); pero al mismo tiempo muestra también,
que su misión es investigar y apropiarse esta idea como una ley. Así el sentimiento de lo sublime en
la naturaleza, es un sentimiento de
estima para nuestro propio destino; pero por una especie de sustitución (convirtiendo en estima para
el objeto la que experimentamos para la
idea de la humanidad en nosotros), referimos
este sentimiento a un objeto de la naturaleza, que nos hace como
visible la superioridad del destino
racional de nuestras facultades de conocer,
sobre el mayor poder de la sensibilidad.
El sentimiento
de lo sublime es, pues, a la vez un sentimiento de pena que nace de la desconveniencia de la
imaginación en la estimación estética de
la magnitud, con la estimación racional; y un sentimiento de placer producido por el acuerdo de este mismo
juicio que formamos sobre la importancia
de los mayores esfuerzos de la sensibilidad, con las ideas de la razón, en tanto que es para
nosotros una ley no dejar de dirigirnos
a estas ideas. Es,
en efecto, para nosotros
una ley (de la razón), y está en nuestro
destino considerar como pequeño, en comparación de las ideas de la razón, todo lo que la naturaleza,
en tanto que objeto sensible, contiene
de grande para nosotros; y lo que excita en nosotros el sentimiento, de este destino supra-sensible, conforme
con esta ley. Por lo que el esfuerzo
extremo que hace la imaginación para llegar a la exhibición de la unidad en la estimación de
la magnitud, indica una relación con
algo absolutamente grande, y por consiguiente, también una relación con esta ley de la razón que no
permite otra medida suprema de las
magnitudes. Así, la percepción interior de la desconveniencia de toda medida sensible con la estimación racional de
la magnitud, supone conformidad con las
leyes de la razón; ella encierra una pena producida en nosotros por el sentimiento de nuestro
destino supra-sensible, conforme al cual
se concierta, y por consiguiente, es el placer de hallar toda medida de sensibilidad inferior a las
ideas del entendimiento.
En la representación
de lo sublime de la naturaleza, el espíritu se
sie
nte conmovido, mientras que en sus juicios estéticos sobre
lo bello en la naturaleza, permanece en
una tranquila contemplación. Esta emoción
(principalmente al principio), es como un sacudimiento, en el cual nos sentimos alternativa y rápidamente atraídos y
repelidos por el mismo objeto. Lo trascendente
es para la imaginación aquí (que es llevada a la aprehensión de la intuición) como un abismo
donde teme perderse; mas para la idea
racional de lo supra-sensible, no existe nada de trascendente, sino de legítimo para intentar semejante
esfuerzo de imaginación; por
consiguiente, hay aquí una atracción precisamente igual a la
repulsión que obra sobre la pura
sensibilidad. Pero el juicio mismo no es siempre más que estético, puesto que sin estar
fundado sobre ningún concepto
determinado del objeto, se limita a representar el juego subjetivo de
las
62
facultades del espíritu (la imaginación y la razón) como
armonioso en su mismo contraste. Porque
la imaginación y la razón por oposición, como
en el juicio de lo bello, y la imaginación y el entendimiento por
su acuerdo, producen una finalidad
subjetiva de las facultades del espíritu,
es decir, el sentimiento de que tenemos una razón pura e independiente,
o una facultad de estimar la magnitud,
cuya superioridad no puede hacerse
sensible más que por medio de la insuficiencia de la imaginación, la
cual es ilimitada en la exhibición de
las magnitudes (de los objetos sensibles).
La medida de un
espacio (en tanto que aprehensión) es al mismo
tiempo una descripción de este espacio, y por consiguiente, un movimiento objetivo de la imaginación, y una
progresión31; la comprensión de la
pluralidad en la unidad, no por el pensamiento, sino por la icticion, y por consiguiente, la
comprensión en un momento de los
elementos sucesivamente percibidos, es, por el contrario, una regresión32 que suprime la condición del tiempo en la
progresión de la imaginación, y nos da
la coexistencia.
Es, pues, un
movimiento subjetivo de la imaginación (puesto que la sucesió
n del tiempo es una condición subjetiva de esta facultad),
por cuyo medio ejerce violencia sobre el
sentimiento íntimo, y que debe ser tanto
más notable, cuanto el grado de comprensión para la imaginación en una intuición sea mayor. Así el esfuerzo
intentado para percibir en una intuición
única una medida de magnitud cuya aprehensión exige mucho tiempo, es un modo de representación, que
subjetivamente considerado, se conforma
con el objeto que se propone; pero que contiene una finalidad objetiva, pues que es necesario
para la estimación de la magnitud, y
esta misma violencia que la imaginación ejerce sobre el sujeto es apreciada conforme a todo el
destino del espíritu.
31 Progressus.
32 Regressus.
La cualidad del
sentimiento de lo sublime consiste en el sentimiento de desagrado, que se une a la facultad de juzgar
estéticamente de un objeto, y e
n el cual nos representamos al mismo tiempo una finalidad.
Es que, en efecto, la conciencia de
nuestra propia impotencia despierta la de
una facultad ilimitada, y que el espíritu no pueda juzgar estéticamente
de ésta más que por medio de aquella.
En la estimación
lógica de la magnitud, la imposibilidad de llegar a la absoluta totalidad por la progresión de la
medida de las cosas del mundo sensible
en el tiempo y en el espacio, es considerada como objetiva, es decir, como una imposibilidad de concebir lo
infinito como dado todo entero, y no
como puramente subjetiv
o, esto es, de la impotencia de aprenderlo, porque aquí no se trata del grado
de la comprensión en una intuición tomada
por medida, sino que todo se refiere a un concepto de número. Pero en una estimación estética de la
magnitud, debe descartarse o modificarse
el concepto de número, y solo la comprensión de la imaginación como unidad de medida
(abstracción hecha, por consiguiente, de
los conceptos de una ley de la generación sucesiva de los de la magnitud) es conforme a este género de estimación.
Por donde cuando una magnitud, toca casi
al límite de nuestra facultad de comprensión
para la intuición, y cuando la imaginación es excitada por cantidades numéricas (respecto a las cuales
sentimos que nuestro poder no tiene
límites) a investigar la comprensión estética de una unidad mayor, nos sentimos estéticamente encerrados
en límites; pero al mismo tiempo,
considerando la extensión que desea alcanzar la imaginación para acomodarse a lo que hay de ilimitado en
nuestra razón, es decir, a la totalidad
absoluta, encontramos cierta finalidad en la pena que experimentamos, y por consiguiente en la
discordancia de la imaginación con las
ideas racionales que esta misma discordancia debe despertar como efecto. He aquí cómo el juicio estético encierra
una finalidad subjetiva para la razón en
tanto que es fuente de ideas, es decir, de una
comprensión intelectual, junto a la cual toda comprensión estética es pequeña; y así es que al declarar un objeto
sublime, experimentamos un sentimiento
de placer que no es posible más que en medio de un sentimiento de pena.
63
B.
DE LO SUBLIME DINÁMICO DE LA NATURALEZA
§ XXVIII
De la naturaleza considerada como una potencia
Se llama potencia33
un poder superior a los mayores obstáculos. Se
dice que esta potencia tiene imperio34 cuando es superior a la
resistencia que le opone otra potencia.
La naturaleza, considerada en el juicio
estético como una potencia que no tiene ningún imperio sobre nosotros
es dinámicamente sublime.
Para juzgar la
naturaleza dinámicamente sublime, es necesario
representársela como excitando el temor (aunque lo recíproco no sea verdadero, es decir, que todo objeto sublime
excita al temor). Efectiva
mente, en el juicio estético (sin concepto) no se puede
juzgar de la superioridad sobre los
obstáculos más que conforme a la magnitud de
la resistencia. Pero toda cosa a la que resistimos con esfuerzo, es un
mal; y si hallamos que nuestras fuerzas
están bajo esta cosa, esto es para
nosotros un objeto de temor. Así por el juicio estético, la naturaleza
no puede considerarse como una potencia,
ni por consiguiente, como
33 Macht.
34 Gewalt. Es difícil establecer en francés la distinción
sutil establecida aquí por Kant entre
Macht y Gewalt. -J. B.
dinámicamente sublime, más que en tanto que la consideramos
como un objeto de temor.
Mas se puede
considerar un objeto como terrible35 sin tener miedo ante él; esto sucede cuando le juzgamos, de
tal suerte que nos limitamos a concebir
el caso en que quisiéramos oponerle cualquier resistencia, y que viéramos que todo fuera en vano. Así el
hombre virtuoso, teme a Dios, sin tener
miedo ante él; porque no se imagina tener que temer un caso en el que quisiera resistir a Dios y a sus
órdenes. Mas para todos estos casos que
no mira como imposible en sí, declara a Dios temible.
El que tiene miedo
no puede juzgar de lo sublime de la naturaleza,
como el que es dominado por la inclinación y el deseo no puede juzgar de
lo bello. Huye de la vista del objeto
que le inspira este temor, porque es imposible
hallar satisfacción en él cuando es serio. También el sentimiento que experimentamos cuando nos
sentimos libres de un peligro es un sentimiento
de alegría36. Mas esta alegría supone que no nos hallaremos expuestos a este peligro, y lejos
de buscar la ocasión de reproducir la
sensación que hemos experimentado, la repelemos de nuestro espíritu.
Elevados
peñascos suspendidos en el aire y como amenazando, nubes tempestuosas reuniéndose en la atmósfera en
medio de los relámpagos y el trueno,
volcanes desencadenando todo su poder de destrucción, huracanes sembrando tras ellos la devastación,
el inmenso Océano agitado por la
tormenta, la catarata de un gran río, etc., son cosas que reducen a una insignificante pequeñez nuestro
poder de resistencia, comparado con el
de tales potencias. Mas el aspecto de ellos tiene tanto más atractivo, cuanto es más terrible, puesto
que nos hallamos seguros, y llamamos
voluntariamente estas cosas sublimes, porque elevan las fuerzas del alma por cima de su medianía
ordinaria, y porque nos hacen
35 Furchtbar.
36 Frohsegn.
64
descubrir en nosotros mismos un poder de resistencia de tal
especie, que nos da el valor de medir
nuestras fuerzas con la omnipotencia aparente de la naturaleza.
En efecto; así como
la inmensidad de la naturaleza y nuestra
incapacidad
para hallar una medida
propia para la estimación estética de la
magnitud de su dominio, nos han revelado nuestra propia limitación, pero nos han hecho descubrir al mismo tiempo
en nuestra razón otra medida no
sensible, que comprende en ella esta misma infinidad como una medida, ante la cual todo es pequeño en
la naturaleza, y nos ha mostrado por
esto en nuestro espíritu una superioridad sobre la misma considerada en su inmensidad; del mismo modo
la imposibilidad de resistir a un poder,
nos hace reconocer nuestra debilidad como seres de la naturaleza, aunque al mismo tiempo nos
descubre una facultad, por la cual nos
juzgamos independientes de ella, y nos revela de este modo una nueva superioridad sobre la misma: esta
superioridad es el principio de una
especie de conservación de sí mismo, muy diferente de la que puede ser atacada y puesta en peligro por la
naturaleza exterior; porque la humanidad
en nuestra persona queda firme, aunque el hombre ceda a esta potencia. Así en nuestros juicios estéticos,
la naturaleza no es considerada como
sublime en tanto que es terrible, sino porque obliga la fuerza que somos (que no es la naturaleza) a mirar como
nada las cosas, por las cuales nos inquietamos
(los bienes, la salud y la vida) y a considerar esta potencia de la naturaleza (a la cual
ciertamente nos hallamos sometidos
relativamente a estas cosas) como no teniendo ningún imperio sobre nosotros mismos, sobre nuestra personalidad,
desde el momento en que se trata de
nuestros principios supremos, del cumplimiento o la violación de estos principios. La naturaleza no es,
pues, aquí llamada sublime más que, por
la imaginación que la eleva hasta hacer de ella una exhibición de estos casos en que el espíritu puede hacerse
sensible su propia sublimidad, o la
superioridad de su propio destino sobre la naturaleza.
Esta estimación
de sí mismo no pierde nada con la condición de exigir que nos hallemos en seguridad para experimentar
esta satisfacción vivificante, y que,
como no debe haber aquí nada de serio en el peligro,
no hay (en apariencia) nada en efecto, en la sublimidad de
la facultad de nuestro espíritu. Es que,
en efecto, la satisfacción no se dirige aquí más que al descubrimiento del destino de esta
facultad, en tanto que nuestra naturaleza
es propia en él, mientras que el desenvolvimiento y el ejercicio de esta facultad se nos han confiado y son
obligatorios. Y esto es la verdad,
cualquiera que sea la clara conciencia que el hombre pueda tener de su impotencia presente y real, cuando
lleva su reflexión hasta allí.
Este principio
parece sacado de muy lejos, parece muy útil, y por consiguiente, por cima del alcance de un
juicio estético; mas la observación del
hombre prueba lo contrario, y muestra que sirve de base a los juicios más vulgares, aunque no se
tenga siempre conciencia de ello. ¿Qué
es, en efecto, aun para el salvaje, el objeto de la mayor admiración? Es un hombre inaccesible al temor, y que no
retrocede ante el peligro, pero que al
mismo tiempo obra con reflexión. Aun en la mayor civilización, la más alta estima es para el
guerrero, pero con una condición, y es
que muestre también todas las virtudes de la paz, la dulzura, la piedad y hasta un cuidado
conveniente de su propia persona; porque
por esto precisamente es por lo que muestra toda la fuerza de su alma ante el peligro. También sucede que por más
que se dispute cuanto se quiera sobre la
cuestión de saber, cuál entre el hombre de Estado o el Jefe del Ejército merece la preferencia en
nuestra estima, el juicio estético
decide en favor de este último. La guerra misma, cuando se hace con orden y respetando el derecho de gentes,
tiene cierta cosa de sublime, y vuelve
el espíritu del pueblo, que así lo hace tanto más sublime, cuanto más expuesto se halla a mayores peligros, y
cuanto más se sostiene en ellos con
valor; por el contrario, una larga paz da ordinariamente por resultado el traer la dominación del espíritu
mercantil, la de los más vastos
intereses personales, el decaimiento y la molicie, y abate el espíritu público.
A esta explicación
del concepto de lo sublime, que consiste en
atribuirlo al poder, se podría objetar que nos hemos acostumbrado a representarnos a Dios, mostrando su cólera y
revelando su sublimidad en las
tempestades, en las tormentas, en los terremotos, y que en tales casos
65
sería temeridad y locura imaginar una superioridad de
nuestro espíritu sobre los efectos, y a
lo que parece, sobre los fines de tal poder. Esto no es, dicen, el sentimiento de lo sublime de
nuestra propia naturaleza, sino más bien,
el abatimiento, el sentimiento de nuestra completa impotencia que parece ser el estado conveniente en
presencia de tal ser, y que acompaña ordinariamente
la idea que nos hemos formado del mismo en
presencia de esta especie de fenómenos de la naturaleza. En la
religión, en general, la sola manera de
estar que conviene en presencia de la
Divinidad, es el prosternarse y adorarle, bajando la cabeza con
aspecto triste y voz suplicante: así que
la mayor parte de los pueblos lo han
adoptado y lo observan todavía. Pero esta disposición del espíritu
está lejos de hallarse ligada por sí
misma, y necesariamente a la idea de la
sublimidad de la religión y al objeto de esta misma. El hombre que realmente teme, puesto que halla el sujeto en
sí mismo, teniendo conciencia de pecar
por culpables pensamientos contra un poder, cuya voluntad es irresistible, aunque justa, no
está en disposición de espíritu
conveniente para admirar la grandeza divina: es necesario para esto sentirse dispuesto a una tranquila
contemplación y tener el juicio
completamente libre. Mas cuando el hombre tiene conciencia de la rectitud de sus sentimientos y los hace
agradables a Dios, solamente los efectos
del poder divino sirven para despertar en él la idea de la sublimidad de este ser, porque entonces
siente en sí mismo una sublimidad de
ánimo conforme a su voluntad, y por esto se halla libre de todo temor en presencia de estos efectos de
la naturaleza, que no mira más que como
efectos de la cólera divina. La humildad misma, o la condenación severa de estos defectos, que por
otra parte pueden seguramente hallar su
excusa, aun a los ojos de una conciencia pura en la fragilidad de la conciencia humana, es una
sublime disposición del espíritu, que
consiste en someterse voluntariamente al dolor de los remordimientos para destruir poco a poco la
causa. Por esto sólo es por lo que la
religión se distingue esencialmente de la superstición; esta no inspira al espíritu el sentimiento de respeto
para lo sublime, pero le arroja, lleno
de temor y de angustia, a los pies de un ser omnipotente, a cuya voluntad el hombre asustado se ve
sometido, sin que a pesar de esto
se le tribute respeto: así que la lisonja y los homenajes
interesad
os ocupan entonces
el puesto de la religión, que conviene a una justa vida.
La sublimidad no
reside, pues, en ningún objeto de la naturaleza, sino solamente en nuestro espíritu, en tanto que
podemos tener conciencia de ser
superiores a la naturaleza que hay en nosotros, y por esto también a la que hay fuera de nosotros (en tanto que tiene
influencia sob
re nosotros). Todas
las cosas que excitan este sentimiento, y de este número es el poder de la naturaleza que provoca o excita
nuestras fuerzas, se llaman, aunque
impropiamente, sublimes; esto no es más que suponiendo esta idea en nosotros, y por lo que a ella se
refiere, que somos capaces de llegar a
la idea de la sublimidad de este ser que no nos produce solamente un respeto interior para el poder que revela
en la naturaleza, sino más bien para el
poder que tenemos de mirar esto sin temor y de concebir la superioridad de nuestro destino.
§ XXIX De la modalidad del juicio sobre la
sublimidad de la naturaleza
Hay en la naturaleza
una infinidad de cosas bellas, por las cuales
suponemos y aun podemos alcanzar, sin engañarnos, un perfecto acuerdo entro el juicio de otro y el nuestro; mas en
el juicio que formamos de lo sublime de la
naturaleza, no podemos prometernos tan fácilmente el asentimiento de otro. En efecto; parece
necesario una cultura mucho mayor, no
solamente del juicio estético, sino también de las facultades de conocer, que son el principio del mismo, para
que se pueda formar un juicio sobre la
excelencia de los objetos de la naturaleza.
La disposición
del espíritu que conviene al sentimiento de lo sublime, es una disposición particular para las ideas,
porque precisamente en la
desconveniencia de la naturaleza con las ideas, y en el esfuerzo
intentado por la imaginación para tratar
aquella como un esquema relativamente a
66
las ideas, es en lo que consiste para la sensibilidad, lo
terrible que al mismo tiempo es lo que
atrae. Es para ella lo que atrae al mismo tiempo que es terrible, porque hay allí una
influencia que la razón ejerce sobre la
misma con el fin de extenderla de conformidad con su propio dominio
(el dominio práctico), y hacerle entrever
el infinito que es un abismo para ella.
Y en el hecho, lo que un espíritu preparado por cierta cultura llama sublime, no se presenta al hombre ordinario
-e
n el cual las ideas morales
no se hallan desarrolladas-, más que como terrible. En estos desastres
en que la naturaleza muestra tanto poder
de devastación, ante los cuales se halla
como anodado su propio poder, no ve más que las miserias, los peligros, y las penas que habían de cercar al
hombre que haya de exponerse a ellos.
Así es que aquel bueno y fino labrador de la Saboya de quien nos habla M. de Saussure, trataba de
locos a los apasionados de las montañas
heladas; y yo no me atrevía a culparle por completo, si este observador hubiera afrontado los peligros a
que se exponía, únicamente por
curiosidad como la mayor parte de los viajeros, o bien para tener el placer de hacer de ellos patéticas
descripciones en su marcha. Pero su
objeto era instruir a los demás, y este hombre excelente tenía e
inspiraba, por cima de su marcha, a los
lectores de sus viajes los sentimientos que
elevan el alma.
Pero si el
juicio sobre lo sublime de la naturaleza supone cierta cultura (mucho más que el juicio de lo bello), no es
nacido originariamente de esta cultura,
ni ha sido introducido en la sociedad por medio de una convención, sino que tiene su fundamento en la
naturaleza humana, en una cualidad que
se puede exigir de todos con la inteligencia común, o sea en esta disposición de nuestra naturaleza
sobre la cual se funda el sentimiento de
las ideas prácticas, es decir, el sentimiento moral.
Por donde en
esto está precisamente el principio de la naturaleza que atribuimos a nuestro juicio sobre lo sublime
al exigir el asentimiento de otro. Del
mismo modo que reprobamos como falto de gusto al que permanece indiferente en presencia de un
objeto de la naturaleza que hallamos
bello, así decimos del que no experimenta ninguna emoción ante cualquier cosa que juzgamos sublime, que
no tiene sentimiento.
Exigimos estas dos cosas en todo hombre; y si tiene alguna
cultura, se las suponemos. No existe
aquí más diferencia, que en la primera; el Juicio, limitándose a referir la imaginación al
entendimiento como a la facultad de los
conceptos, lo exigimos directamente de cada uno, mientras que en la segunda, el Juicio, refiriendo la imaginación
a la razón como a la facultad de las
ideas, no lo exigimos más que bajo una condición subjetiva (pero que nos creemos con derecho
de exigir a cada uno), a saber, la del
sentimiento moral, porque por esto es por lo que atribuimos la necesidad a este juicio estético.
Esta modalidad de
los juicios estéticos o esta necesidad que se les concede, es un momento importante para la
critica del juicio. En efecto; esta
cualidad nos descubre en sus juicios un principio a priori, y por esto los eleva a la psicología empírica, en la
cual quedarían sepultados entre los
sentimientos de placer y de pena (no teniendo para distinguirse más que el insignificante epíteto de sentimientos
más delicados) y nos obliga a
referirlos, así como la facultad de juzgar, a la clase de estos juicios
que se apoyan sobre principios a priori,
y los coloca como tales, en la filosofía
trascendental.
OBSERVACIÓN GENERAL SOBRE LA EXPOSICIÓN DE LOS JUICIOS ESTÉTICOS REFLEXIVOS
Con relación al sentimiento
del placer, un objeto debe referirse o a lo
agradable, o a lo bello, o a lo sublime, o al bien (absoluto);
(jucundum, pulchrum, sublime, honestum).
Lo agradable; en
tanto que móvil de los deseos, es siempre de la
misma especie, cualquiera que sea el origen de donde provenga, y cualquiera que sean las diferencias
específicas de las representaciones (de
los sentidos y de la sensación objetivamente considerados). También cuando se trata de juzgar de la influencia de
lo agradable sobre el espíritu, no se
considera más que el número de atractivos (simultáneos y sucesivos), y por decirlo así, la masa de
sensaciones agradables; y es porque este
juicio no es posible más que por medio del concepto de la
67
cuantidad. No hay aquí cultura a que atender, todo se
refiere al placer. Lo bello exige, por
el contrario, cierta cualidad del objeto; la representación que se puede también hacer inteligible y
reducir a conceptos (aunque no se tenga
medios en el juicio estético), y que cultiva el espíritu llamando su atención sobre la finalidad que se
manifiesta en el sentimiento del placer.
Lo sublime consiste únicamente en la relación conforme a la cual juzgamos lo sensible en la representación de
la naturaleza, como propia de cierto uso
supra-sensible y además posible. El bien absoluto, considerado subjetivamente conforme a
l sentimiento que inspira (o como objeto del sentimiento moral), en tanto que
es capaz de determinar las facultades
del sujeto por la representación de una ley absolutamente necesaria, tiene principalmente por carácter
distintivo la modalidad de una necesidad
que descansa a priori sobre conceptos, que no solamente reclama el asentimiento de cada uno, sino que
lo ordena, que no pertenece en sí al
juicio estético (sino al juicio intelectual puro), y que se atribuye a la libertad y no a la naturaleza,
por un juicio determinante y no por un
juicio reflexivo. Mas la posibilidad de ser determinado37 por medio de esta idea para un sujeto que pueda
hallar obstáculos en sí mismo, en la
sensibilidad, porque al mismo tiempo pueda sentir su superioridad sobre estos obstáculos,
triunfando de ellos, modificando su estado,
el sentimiento moral, en una palabra, se halla ligado al juicio estético y a sus condiciones formales, en el
sentido de que se puede representar como
estética, es decir, como sublime o aun como bella, la moralidad de la acción hecha por deber, sin
alterar en nada su pureza, la que no
tendría lugar sise buscase para unirla por medio de un lazo natural, al sentimiento de lo agradable.
Si se quiere
sacar el resultado de la precedente exposición de las dos especies de juicios estéticos, he aquí las
sucintas definiciones que de ellas se
deducen:
37 Bestimmbarkeit.
Lo bello es lo
que agrada en el juicio solo (y no, por consiguiente, por medio de la sensación, ni según un concepto
del entendimiento). De aquí se sigue
naturalmente que puede agradar sin ningún interés.
Lo sublime es lo
que agrada inmediatamente por oposición al interés de los sentidos.
Estas dos, como
expresiones de los juicios estéticos universales, se
refieren a
principios subjetivos, aunque la sensibilidad se halle satisfecha al mismo tiempo que el entendimiento
contemplativo, o que se halle
contrariada, aunque en provecho de los fines de la razón practica, y
los dos unidos en el mismo sujeto,
tienen una relación con el sentido moral.
Lo bello nos prepara para amar cualquier cosa, aun la naturaleza,
sin interés; lo sublime para estimarla,
aun contra nuestro interés (sensible).
Se puede definir lo
sublime de este modo: es un objeto (de la
naturaleza) cuya representación determina al espíritu a concebir
como una exhibición de ideas, la
imposibilidad de atender a la naturaleza.
Hablando literal y
lógicamente, no existe para las ideas exhibición posi
ble. Mas cuando extendemos nuestra facultad empírica
de representación (matemática o dinámicamente)
en la intuición de la naturaleza, la
razón, que proclama la independencia de la totalidad absoluta, interviene infaliblemente, y hace
que el espíritu se esfuerce, aunque
inútilmente, para apropiar a las ideas la representación de los sentidos. Este esfuerzo, y el sentimiento de
la impotencia de la imaginación para
atender a las ideas, es en sí mismo una exhibición de la finalidad subjetiva de nuestro espíritu en el
empleo de la imaginación para su destino
supra-sensible, y nos fuerza a concebir subjetivamente la naturaleza aun en su totalidad, como una
exhibición de algo supra- sensible, aunque no podamos llegar objetivamente a
esta exhibición.
En efecto,
notamos desde luego, que a la naturaleza considerada en el espacio y en el tiempo, falta por completo lo
incondicional, y por consiguiente, la
absoluta magnitud que reclama no obstante la razón más
68
vulgar. Por esto es por lo que precisamente estamos
advertidos de que la naturaleza no es
para nosotros más que un fenómeno, y que no debemos considerarla más que como la simple
exhibición de una naturaleza en sí (de la
que la razón tiene idea). Por lo que esta idea de lo supra-sensible, que no determinamos más, de suerte que no
podemos conocer, sino solamente concebir
la naturaleza como exhibición de ella, esta idea, pues, se despierta en nosotros por medio de un
objeto tal como el juicio estético que en
ella se aplica, lleva imaginación hasta los últimos límites, tanto de su extensión (matemáticamente), como de su
poder sobre el espíritu (dinámicamente),
fundándose sobre el sentimiento de un destino del espíritu que excede por completo el dominio
de la imaginación (sobre el sentimiento
moral), y hallando para la representación del objeto una finalidad subjetiva por medio de este
sentimiento.
En el hecho, es
imposible concebir un sentimiento para lo sublime de la naturaleza, sin tener una disposición de
espíritu semejante a la que conviene al
sentimiento moral. El placer inmediatamente unido a lo bello de la naturaleza, supone y cultiva igualmente
cierta liberalidad del pensamiento, es
decir, una satisfacción independiente del puro goce de los sentidos; pero en esto hay más bien un juego
para la libertad, que una ocupación
seria; por lo que aquí sucede al contrario; el carácter propio de lo sublime, como el de la moralidad humana o
la razón, violenta necesariamente la
sensibilidad; solamente en el juicio estético sobre lo sublime, esta violencia se ejerce por la
imaginación misma como por medio de un
instrumento de la razón.
La satisfacción
referente a lo sublime de la naturaleza es, pues, simplemente negativa (mientras que la que se
refiere a lo bello es positiva); es el sentimiento
de la imaginación, privándose ella misma de
su libertad y obrando conforme a una ley distinta de la de su
ejercicio empírico. Por esto recibe una
extensión y un poder mayores que los que
sacrifica; mas el principio está para ella oculto, mientras que siente
el sacrificio o la privación, y al mismo
tiempo la causa a la cual se halla
sometida.
El asombro, próximo
al terror, el estremecimiento, el santo horror que se experimenta al ver las montañas que se
elevan a una gran altura, profundos
abismos donde las aguas se precipitan murmurando, una profunda soledad que dispone a las
meditaciones melancólicas etc., este
sentimiento, no es, si nos reconocemos en estado de seguridad, un
temor real, sino solamente un ensayo que
intentamos sobre nuestra imaginación
para sentir el poder de esta facultad, para apreciar con la calma
del espíritu el movimiento producido por
este espectáculo, y para mostrarnos por
ello superiores a la
naturaleza interior, y por consiguiente, a la
naturaleza exterior, en tanto que esta pueda tener influencia sobre nuestro bien estar. En efecto; cuando la imaginación
se ejerce conforme a la ley de la
asociación, hace depender nuestra satisfacción de condiciones físicas; más cuando se conforma con los
principios del esquematismo del juicio
(por consiguiente, cuando se somete a ha libertad), es un instrumento de la razón y de sus ideas, y a
este título despierta en nosotros este
poder que proclama nuestra independencia a la vista de las influencias de la naturaleza, que considera
como nada todo lo que es grande como
objeto de la misma, y que no coloca la absoluta magnitud más que en nuestro propio destino (el destino
del sujeto). Esta reflexión del juicio
estético, por la cual buscamos el poner de acuerdo la imaginación con la razón (mas sin ningún
concepto determinado de esta facultad),
nos muestra una finalidad subjetiva para la razón (como facultad de las ideas) en ciertos objetos, a
causa de esta desconveniencia misma que
estos nos hacen descubrir entre la razón y la imaginación considerada en su mayor extensión.
No olvidemos
aquí lo que ya hemos hecho notar, a saber, que en la estética trascendental del juicio, no debe
existir cuestión más que acerca de los
juicios estéticos puros, y que, por consiguiente, los ejemplos no se pueden tomar de los objetos bellos y sublimes
de la naturaleza, que suponen el
concepto de un fin, porque entonces la finalidad sería o teleológica o fundada sobre simples
sensaciones, causadas por un objeto (el
placer o el dolor), y no sería, por tanto, estética en el prime caso, ni puramente formal en el segundo. Cuando, pues,
llamamos sublime la vista del cielo
estrellado, tenemos necesidad, para juzgar de este modo,
69
de concebir mundos habitados por seres racionales, y
considerar los puntos luminosos de que
vemos lleno el espacio sobre nosotros, como los
soles de estos mundos, moviéndose en círculos apropiados a estos últimos; basta verlo tal y como aparece, como
una inmensa bóveda que lo abraza todo; y
solo a condición de esto podemos atribuirle la sublimidad, que es el objeto de un juicio puro estético.
Del mismo modo para hallar sublime la
vista del Océano, no nos lo representamos tal como lo concibe un espíritu enriquecido con toda especie de conocimientos
(que no da la intuición inmediata), por
ejemplo, como un vasto reino poblado de seres
acuáticos, o como un gran depósito destinado a suministrar los
vapores que cargan el aire de las nubes
en provecho de la tierra, o si se quiere,
como un elemento que separa las diversas partes de la tierra, pero permitiéndoles comunicar entre sí; porque
estos son aquí verdaderos juicios
teleológicos; es necesario representárselo como hacen los poetas, conforme a lo que nos muestra la vista; por
ejemplo, cuando está en calma, como un
espejo líquido, que no es limitado más que por el cielo, o cuando está alborotado, como un abismo que
amenaza tragarlo todo. Esto se aplica
también a los juicios sobre lo sublime o sobre lo bello en la forma humana: no debemos buscar los
principios en los conceptos de los
fines, a los cuales están destinadas todas las partes que lo componen,
ni permitir a la consideración de la
apropiación de estas partes con sus fines,
influir sobre nuestro juicio estético (porque entonces no sería un
juicio estético puro), aunque para la
satisfacción sea una condición necesaria,
que no haya desconveniencia entre las unas y las otras. La
finalidad estética, es la legalidad en
la libertad del juicio. La satisfacción unida al objeto, depende de la relación en que
queremos colocar la imaginación; mas es
necesario que esta entretenga al espíritu por sí misma en una libre ocupación. Si por el contrario, el juicio es
determinado por alguna otra cosa, sea
por una sensación, sea por un concepto del entendimiento, puede ser en tal caso legítimo, pero esto no
es lo que constituye un juicio libre.
Cuando se habla,
pues, de la belleza o de la sublimidad intelectual, primero, nos servimos de expresiones que no
son del todo exactas, porque la belleza
y la sublimidad son dos modos estéticos de
representación que no concurrirían en nosotros, si fuéramos
puras inteligencias (o si nos
supusiéramos tales por el pensamiento); después, aunque ambos como objetos de una satisfacción
intelectual (moral) sean conciliables
con la satisfacción estética, en el sentido de que ambas no descansan sobre ningun interés, es difícil,
sin embargo, conciliarlas con esta satisfacción,
porque deben producir una; y si es necesario, que la exhibición se conforme aquí con la
satisfacción del juicio estético, esto
no podrá tener lugar más que por medio de un interés sensible ligado
a esta satisfacción; más esto hace
desmerecer a la finalidad intelectual y lo
quita su pureza.
El objeto de una
satisfacción intelectual, pura e incondicional, es la ley moral, considerada en cuanto al poder que
ejerce en nosotros sobre todos los
móviles del espíritu que le preceden; y como, hablando con propiedad, este poder no se revela
estéticamente más que por sacrificios
(lo que supone, una privación, pero en provecho de la libertad interior,
lo que nos descubre al mismo tiempo en
nosotros la inmensa profundidad de esta
facultad supra-sensible con sus consecuencias que se extienden al infinito), la satisfacción bajo el punto de
vista estético (relativamente a la sensibilidad), es negativa, es decir,
contraria al interés de los sentidos, y
bajo el punto de vista intelectual, positiva y ligada a un interés. De
aquí se sigue que para juzgar
estéticamente, de
bemos representarnos el bien intelectual, que contiene una finalidad absoluta
(el bien moral), menos como bello que
como sublime, y que excite más bien el sentimiento de respeto (que desprecia el atractivo) que el
del amor y una tierna inclinación,
porque la naturaleza humana no se refiere a este bien por sí mismo, sino por la violencia que la razón
hace a la sensibilidad. Recíprocamente,
lo que nosotros llamamos sublime en la naturaleza, sea en, o fuera de nosotros mismos (por ejemplo,
ciertas afecciones), no nos lo
representamos más que como un poder que hay en el espíritu de elevarse por principios humanos, por cima de
ciertos obstáculos de la sensibilidad, y
por esto es por lo que es interesante.
Concretémonos un
poco a este punto. La idea del bien, junto a la de afección, se llama entusiasmo. Este estado
del espíritu parece de tal modo
70
sublime, que se dice ordinariamente que sin él nada grande
puede hacerse.
Por lo que toda
afección38 es ciega o en la elección de su fin, o cuando este fin es dado por la razón, en su
cumplimiento; porque es un movimiento
del espíritu que nos hace incapaces de toda libre reflexión sobre los principios, conforme a los cuales
debemos determinarnos. No puede, pues,
en manera alguna merecer de la razón una satisfacción. Sin embargo, estéticamente el entusiasmo es
sublime, porque es una tensión de las
fuerzas producida por las ideas que dan al espíritu un arrojo mucho más poderoso y más duradero que el que puede
producir el atractivo de las
representaciones sensibles. Mas (lo que parece extraño) la ausencia de toda afección39 (apathia phleyma in significantu
bono), en un espíritu que sigue
rigurosamente sus principios inmutables, es sublime, y de una especie de sublimidad mucho mayor, porque
tiene también para sí la satisfacción de
la razón. Este estado del espíritu se llama noble, y esta expresión se aplica en consecuencia a las
cosas, por ejemplo, a un edificio, a un
vestido, a un cierto género de estilo, a cierta postura del cuerpo y a otras cosas de este género, cuando
excitan menos el asombro40 (la afección
producida por la representación de una novedad que exceda nuestro alcance), que la admiración41
(especie de asombro que no cesa cuando
la novedad desaparece), lo que sucede cuando se ve una exhibición concertarse sin designio ni arte
con la satisfacción estética.
38 Las afecciones son específicamente diferentes de las
pasiones. Las primeras no se
refieren más que al sentimiento; las segundas pertenecen a
la facultad de querer, y son
inclinaciones que hacen difícil e imposible toda determinación de la
voluntad por principios. Estas son
impetuosas o irreflexivas; aquellas, duraderas y reflexivas. Así el sentimiento como cólera es una afección; más
como aborrecimiento (deseo de venganza)
es una pasión. La pasión no puede nunca, ni bajo ningún respecto, llamarse sublime; porque si en la afección se halla
impedida la libertad del espíritu, en la pasión
está suprimida.
39 Affectlosigkeit.
40 Berwunderung.
41 Berwunderung
Toda afección de
carácter animoso42, a saber, la que excita la
conciencia de nuestras fuerzas a vencer toda resistencia (animi
strenui), es estéticamente sublime, por
ejemplo, la cólera, la desesperación misma
(se entiende aquella en que domina el arrebato y no el decaimiento).
La afección de carácter lánguido43 que
hace esfuerzos de resistencia a un
objeto de pena (animum languidum reddit), no tiene nada de noble en
sí, mas puede referirse a lo bello del
género sensible. Las emociones que
pueden elevarse hasta el rango de afecciones, son, pues, muy
diferentes. Las hay vivas y las hay
tiernas. Cuando estas últimas llegan hasta la
afección, no valen nada; la propensión a esta especie de afecciones
se llama sensiblería o sensibilidad
afectada. El dolor que proviene de la
compasión por la desdicha de otro, y que no tiene necesidad de
consuelo, o cuando se trata de una
desgracia imaginaria, aquella en que nos
entregamos voluntariamente a la ilusión de la fantasía, como si se
tratase de cosas reales, este dolor hace
y demuestra un alma tierna, mas débil al
mismo tiempo, que muestra un lado bello, en el cual se puede
reconocer la imaginación, pero no el
entusiasmo. Piezas de teatro caballerescas y
lacrimosas, insípidos preceptos de moral, que tratan como un juego
lo que se llama (sin razón) nobles
sentimientos, pero que, en realidad,
corrompen el corazón, le hacen insensible a la severa ley del
deber, incapaz de todo respeto para la
dignidad de la humanidad en nuestra
persona, y para el derecho de los hombres (lo que es una cosa distinta
de su dicha) y en general, incapaz de
todo principio firme; un discurso
religioso, que nos lleva a cautivar el favor divino por medios bajos y humillantes, y por esto nos hace perder toda
confianza en nuestro poder de resistir
al mal, en vez de inspirarnos la firme resolución de emplear para reprimir nuestras pasiones las fuerzas
que nos quedan todavía, a pesar de
nuestra fragilidad; una falsa humildad, que ve en el desprecio de sí misma, en un arrepentimiento estrepitoso e
interesado, en una disposición del
espíritu completamente pasivo, el solo medio de ser agradable al Ser Supremo; estas cosas apenas
van con lo que se puede
42 Von der wackern
Art.
43 Von der Schmelzenden
Art.
71
mirar como la belleza, y mucho menos todavía con lo que se
puede mirar como la sublimidad del
espíritu.
Mas también los
movimientos impetuosos del espíritu, sea que,
teniendo por objeto la edificación, se liguen a las ideas religiosas,
sea que, limitándose a la cultura del
alma, se liguen a las ideas que encierran
un interés común, estos movimientos, cualquiera que sea la acción
que den a la imaginación, no pueden
llegar al rango de lo sublime, si no dejan
tras ellos en el espíritu, una disposición que tenga una incidencia indirecta sobre la conciencia de sus fuerzas
y sobre su resolución relativamente a lo
que encierra una finalidad intelectual pura (lo supra- sensible). Porque si no,
todos estos movimientos se refieren al género de emoción que se ama a causa de la salud. La
flojedad o languidez agradable que sigue
a una sacudida, producida por el juego de las
afecciones, es un goce de bienestar del restablecimiento del equilibrio
de nuestras fuerzas encontradas. Es, en
último resultado, algo parecido al goce
tan agradable que experimentan los voluptuosos orientales, cuando se hacen comprimir el cuerpo, cogerse y
plegarse dulcemente los músculos y las
articulaciones; solamente allí el principio motor está en gran parte en nosotros, mientras que aquí,
por el contrario, se halla por completo
fuera de nosotros. Uno se cree edificado por un sermón que no tiene nada de edificante (en donde se
buscaría en vano un conjunto de buenas
máximas), o perfeccionado por una pieza de teatro, que es simplemente chistosa, y haber empleado bien
el tiempo. Es necesario siempre que lo
sublime tenga una relación con la manera de pensar, es decir, con las máximas que aseguran a lo
intelectual y a las ideas de la razón la
superioridad sobre la sensibilidad.
No hay que temer
que el sentimiento de lo sublime pierda algo en este modo abstracto de exhibición, que es en un
todo negativo, relativamente a lo
sensible; porque aunque la imaginación no halle nada más allá de lo sensible en que poder fijarse, se siente, sin
embargo ilimitada por esto mismo que se
elevan sus límites, y por consiguiente, esta abstracción es una exhibición que, en verdad, es puramente
negativa, pero que ensancha el alma.
Puede que no haya pasaje más sublime en el libro de los judíos
que este mandamiento: «No harás para ti imagen tallada, ni
ninguna figura de lo que hay en el
cielo, o de lo que hay sobre la tierra44.» Este
solo precepto puede bastar para explicar el entusiasmo que el pueblo judío sentía en sus días de prosperidad por
su religión, cuando se comparaba con
otros pueblos, o la indignación que le inspira el mahometismo. Lo mismo sucede en la representación
de la ley moral y de nuestra inclinación
a la moralidad. Es completamente absurdo el temer que si se quita a esta ley todo lo que puede
recomendarla a los sentidos, no exista más
que una aprobación fría y desanimada, y venga a hacerse incapaz de obrar sobre nosotros y de
movernos. Sucede todo lo contrario;
porque allí donde los sentidos no ven nada ante ellos, y donde
queda todavía, sin embargo, esta idea de
la moralidad que no se puede desconocer
y de la que no nos podemos librar, será mucho más necesario moderar el vuelo de una imaginación
exhaltada, con el fin de impedir que se
eleve hasta el entusiasmo, que temer que una idea como aquella no tenga bastante poder por sí misma, y buscarle
auxiliares en las imágenes y en un
pueril aparato. Así los gobiernos se han tomado el cuidado de proveer ricamente a la religión, de esta
especie de aparato, buscando de este
modo el elevar a los que sufren alguna pena; pero también el extender sus facultades más allá de ciertos
límites puestos arbitrariamente con el
fin de hacer seres pasivos, y tratarlos más fácilmente.
Esta exhibición
pura y simplemente negativa de la moralidad, eleva el alma, mas no expone en manera alguna al
peligro decaer en el fanatismo, o en
esta ilusión que cree ver algo más allá de los límites de la sensibilidad, es decir, que consiste en soñar
según principios (en divagar con la
razón). La impenetrabilidad de la idea de la libertad hace, en efecto, imposible toda exhibición positiva;
pero la ley moral es por sí misma un
principio suficiente y originario de determinación de suerte que no permite tener en cuenta otro motivo que
ella misma.
44 «Non facies tibi sculptile nequo omnen similitudinim
quae est in caelo desuper et
quae interra deorsum, nec eorum quae sunt in aquis sub
terra». Liber Eexodi, cap. 20, v. t. 4.
Este precepto se repite muchas veces en la Biblia. Véase lib. 26, I. Deut. 4,
15-20. Jos. 24-14. Ps. 96-7. -J. B.
72
Si el entusiasmo se
parece al delirio45, el fanatismo se parece a la demencia46, y este último estado es el que se
conforma menos a lo sublime, pues que es
profundamente ridículo.
El entusiasmo es
una afección en que la imaginación ha sacudido el yugo; el fanatismo una pasión arraigada y
continuamente sostenida, en la que se
halla desarreglada. El primero es un accidente pasajero que ataca algunas veces la más sana inteligencia; el
segundo es una enfermedad que la
trastorna.
La simplicidad
(la finalidad sin arte) es como el estilo de la naturaleza en lo sublime, y también, por consiguiente,
en la moralidad, que es una segunda
naturaleza (supra-sensible), de la que no conocemos más que la ley, sin poder percibir en nosotros por la
intuición la facultad supra- sensible que contiene el principio de esta ley.
Todavía debemos
notar, que aunque la satisfacción que se refiere a lo bello, tanto como la que se refiere a lo
sublime, no encuentra tan solo en la
propiedad que tiene de poderse comunicar universalmente, un carácter que la distinga de otros juicios estéticos,
sino un interés relativamente a la
sociedad (por cuyo medio se comunica); se considera sin embargo,
como algo sublime al separarse de toda
sociedad, cuando esta separación se
funda en ideas superiores a todo interés sensible. Bastarse a sí mismo,
por tanto, no necesitar de la sociedad
sin ser por esto insociable, es decir, sin
huir de ella, constituye algo que se aproxima a lo sublime, como todo
lo que da por resultado el librarnos de
las necesidades. Por el contrario, huir
de los hombres misantropía, porque se les aborrece, o por
antropofobia (temor a los hombres),
porque se les teme como a enemigos, he aquí lo
que es en parte odioso y en parte despreciable. Existe, sin embargo,
una misantropía que no excluye la benevolencia,
y que, producida por una
45 Wahnsinn.
46 Wahnwitz.
larga y triste experiencia, está muy distante de la
satisfacción que da la sociedad con los
hombres. La prueba de esto se encuentra en este amor a la soledad, en estos deseos fantásticos a que
nuestra imaginación nos trasporta en un
campo retirado, o bien (entre los jóvenes), en estos sueños de dicha en que se pasa la vida en una isla
desconocida para el resto del mundo, con
una pequeña familia, sueños de los cuales saben sacar un buen partido los romanceros o los inventores
de robinsonadas. La falsedad, la ingratitud,
la injusticia, la puerilidad en las cosas que
miramos como grandes e importantes, y en las cuales los hombres se causan a sí y entre ellos mismos todos los
males imaginables, he aquí vicios de tal
modo contrarios a la idea de lo que los hombres podrían ser, si quisieran, y al deseo ardiente que tenemos
de verlos mejores, que, por no
aborrecerlos cuando no los podemos amar, el abandono de todos los placeres que puede proporcionar la sociedad
parece un ligero sacrificio. La tristeza
que experimentamos a vista del mal, y no hablamos del que la suerte envía a los demás (la tristeza
entonces vendría de la simpatía), sino
del que los hombres se causan entre sí (la tristeza en este caso vendría
de la antipatía de los principios); esta
tristeza es sublime, puesto que descansa
sobre ideas; la otra es simplemente bella. El profundo y espiritual M. de Saussure en la descripción
de sus viajes a los Alpes, dice de una
montaña de la Saboya, llamada Buenhombre: «que allí reina cierta tristeza estúpida.» Reconocía, pues, también
una tristeza interesante, como la que
inspiraría la vista de una soledad a donde quisiéramos ser trasportados para no oír hablar más del mundo
y no tener que experimentarlo más, pero
que no fuera salvaje hasta el punto de no
presentar a los hombres más que un miserable desierto. Al hacer
esta observación, quiero solamente
indicar que la tristeza (no la
desesperación), puede ser colocada en el rango de las afecciones
nobles, cuando tiene su principio en las
ideas morales, pero que cuando se funda
en la simpatía y es amable a este título, pertenece a las afecciones
tiernas, y que el estado del espíritu no
es sublime más que en el primer caso.
* * *
73
Si se quiere ver
a donde conduce una exposición puramente empírica de lo sublime y de lo bello, que se compare
la exposición trascendental de los
juicios estéticos que acabamos de presentar, con una exposición psicológica como la que Burke, y entre
nosotros muy buenos talentos, han
emprendido. Burke47, cuyo tratado merece citarse como el más importante en este género, llega por el
método empírico a este resultado; que el
sentimiento de lo sublime se funda sobre la tendencia a la conservación de sí mismo y sobre el temor, es
decir, sobre cierto dolor que, no
llegando hasta el trastorno real de las partes del cuerpo, produce movimientos que desembarazan los vasos
delicados o groseros de obstrucciones
incómodas y peligrosas, y son capaces de excitar
sensaciones
agradables, no un verdadero placer, sino una especie de horror delicioso, o una tranquilidad mezclada
de terror48. Funda lo bello sobre el
amor (que quiere, sin embargo, distinguir de los deseos), y lo reduce a un relajamiento de las fibras de los
cuerpos, y por consiguiente a una
especie de languidez y desfallecimiento en el placer49. Y para confirmar esta especie de explicación, no
aplica solamente sus ejemplos a los
casos en que la imaginación, junta con el entendimiento, puede excitar en nosotros el sentimiento de lo
bello o de lo sublime, sino también a
aquellos en que se junta con la sensación. Como observaciones psicológicas, estos análisis de los fenómenos
de nuestro espíritu son muy bellos, y
suministran abundante materia a las curiosas investigaciones de la antropología empírica. No se puede negar
que todas nuestras representaciones,
cualquiera que sean, bajo el punto de vista objetivo, simplemente sensibles o enteramente
intelectuales, pueden hallarse
subjetivamente ligadas al placer o a la pena, por poco notables que sean ambos (puesto que todas afectan al
sentimiento de la vida, y que ninguna de
ellas puede ser indiferente, en tanto que son una modificación del
47 Investigación filosófica sobre el origen de nuestras
ideas de lo sublime y de lo bello,
traducción francesa, París, 1803, -J. B.
48 Véase la traducción francesa, parte IV, sección VIII,
página 241. -J. B.
49 Sección XIX, pág. 266. -J. B.
sujeto); que aun como Epicuro pretendía, el placer y el
dolor son siempre corporales en definitiva,
que provienen de la imaginación o de las
representaciones del entendimiento, puesto que la vida sin el
sentimiento del organismo corporal no es
otra cosa que la conciencia de la existencia,
mas no el sentimiento del bien o
del mal estar, es decir, del ejercicio fácil o penoso de las fuerzas vitales; porque el
espíritu por sí solo es la vida (el
principio de la vida), y los obstáculos o los auxiliares deben
buscarse fuera de él, pero siempre en el
hombre, por consiguiente, en su unión con
el cuerpo. Pero si se pretende que la satisfacción que referimos a
un objeto proviene únicamente de lo que
este objeto nos agrada por el atractivo,
por la emoción, no es necesario reclamar a nadie que dé su asentimiento al juicio estético que formamos;
porque cada uno no puede más que
consultar su sentimiento particular. Mas entonces desaparece toda crítica del gusto. El ejemplo que dan
los demás con el acuerdo accidental de
sus juicios, he aquí la sola regla que se nos podría proponer; pero nos rebelaríamos contra esta regla y
apelaríamos al derecho que la naturaleza
nos ha dado de someter a nuestro propio sentimiento y no al de los demás, un juicio que descansa sobre el
sentimiento del bienestar.
Si, pues, el
juicio del gusto no debe tener un valor individual, sino un valor universal, fundado sobre su naturaleza
misma, y no sobre los ejemplos que los
demás muestran acerca de su gusto; si es cierto que existe el derecho de exigir el asentimiento
de cada uno, es necesario que descanse
sobre algún
principio a priori
(objetivo o subjetivo), al cual es
imposible llegar por la investigación de las leyes empíricas de sus modificaciones del espíritu; porque estas
leyes, solamente nos hacen conocer cómo
se juzga, mas no nos prescriben cómo se debe juzgar, y no pueden darnos un orden incondicional, como el
que encierran los juicios del gusto, que
exigen que la satisfacción se halle inmediatamente ligada a una representación. Que se empiece, pues, si
se quiere por una exposición empírica de
los juicios estéticos para preparar la materia de una más alta investigación, mas el examen trascendental de
la facultad que forma estas especies de
juicios, es posible, y pertenece a la crítica del gusto; porque si el gusto no tuviera principios a priori,
sería incapaz para apreciar los
74
juicios de los demás y de aprobarlos o vituperarlos con
cualquier apariencia de derecho.
Lo que nos resta
que decir, respecto a la analítica del juicio estético, forma la DEDUCCIÓN DE LOS JUICIOS ESTÉTICOS
PUROS50.
§ XXX La
deducción de los juicios estéticos sobre los objetos de la naturaleza, no puede aplicarse a lo que
llamamos sublime, sino solamente a lo
bello
La pretensión de
un juicio estético a la universalidad, necesita de una deducción que determine el principio a
priori, sobre el cual debe descansar (es
decir, que legitime su pretensión), y es necesario añadir esta deducción a la exposición de este juicio,
cuando la satisfacción que encierra se
halla ligada a la forma del objeto. Tales son los juicios del gusto sobre lo bello de la naturaleza.
Entonces, efectivamente, la finalidad
tiene su principio en el objeto, en su figura, aunque no se determina, conforme a conceptos (para formar
un juicio de conocimiento), la relación
de este objeto con los demás, sino que
concierne de una manera general a la expresión de su forma, en tanto
que ésta se muestra conforme en el
espíritu a la facultad de los conceptos (o a
la facultad de aprensión, porque es la misma cosa). Se pueden,
pues, relativamente a lo bello de la
naturaleza, proponer todavía diversas
cuestiones tocante a la causa de esta finalidad de sus formas: por
ejemplo,
50 Se ha visto que Kant, divide la analítica del juicio
estético en dos libros, titulado el
primero: Analítica de lo bello, y el segundo, Analítica de
lo sublime. Por donde en el seg
undo libro empieza una nueva parte de la analítica, la
deducción de los juicios estéticos, que
Kant distingue de la exposición de estos juicios, y de la cual excluye precisamente los sublime. Todo lo que sigue
hasta la dialéctica, aunque comprendido en
el libro de lo sublime, versa sobre cuestiones, o extrañas a lo sublime,
o que no conciernen a esto
particularmente (como la del arte). Se puede, pues, reprochar aquí a Kant, ordinariamente tan metódico, aun en la
división material de sus obras, un defecto
de orden, más completamente exterior y que no toca al fondo. Yo no me
limito a señalarla ni corregirla, y
conservo el título del segundo libro hasta el fin de la analítica.
cómo explicar ¿por qué la naturaleza ha extendido por todas
partes la belleza con tanta profusión,
aun en el fondo del Océano, en donde el ojo
humano (para el que solamente, sin embargo, parece hecha), no
penetra más que raramente? Y otras
cuestiones del mismo género.
Mas lo sublime de
la naturaleza, cuando es el objeto de un juicio puro estético, es decir, de un juicio que no
encierra conceptos de perfección o de
finalidad objetiva, como un juicio teleológico, puede considerarse como informe o sin figura, y al mismo tiempo
como el objeto de una satisfacción pura,
e indicar cierta finalidad subjetiva en la representación dada; por lo que, se pregunta si un juicio
estético de esta especie, además de la
exposición de lo que en él se concibe, tiene necesidad también de una deducción que legitime su pretensión a
cualquier principio (subjetivo), a
priori.
A lo que yo respondo, que lo sublime de la
naturaleza, no se llama así más que impropiamente,
y que, hablando con propiedad, no debe
atribuirse más que a un estado del espíritu, o más bien a los
principios que lo producen en la naturaleza
humana. La aprensión de un objeto además
informe y discordante, no es más que la ocasión que produce el sentimiento de este estado, y por consiguiente,
el objeto se emplea para un fin
subjetivo, pero por sí mismo y por su forma, no tiene finalidad alguna, (es en cierto modo species finalis
acepta, non data). Es porque nuestra
exposición de los juicios sobre lo sublime de la naturaleza, es al mismo tiempo su deducción. En efecto;
analizando la reflexión de la facultad
de juzgar en esta especie de juicios, hemos hallado una relación de las facultades de conocer a una finalidad
que debe servir a priori de principio a
la facultad de obrar según los fines (a la voluntad), y por consiguiente, una relación que por sí misma
contiene una finalidad a priori. Por
esto nos ha suministrado inmediatamente la deducción de esta especie de juicios, justificando su
pretensión a un valor universalmente
necesario.
No debemos,
pues, ocuparnos más que de la deducción de los juicios del gusto, es decir, de los juicios sobre la
belleza de la naturaleza, y por
75
esto trataremos por completo la cuestión a que da lugar
aquí el juicio estético.
§ XXXI
Del método propio para la deducción de los juicios del gusto
La deducción, es
decir, la comprobación de la legitimidad de cierta especie de juicios, no es obligatoria más que
cuando aspiran a la necesidad; y es en el
caso de estos juicios que reclaman una universalidad subjetiva, es decir, el asentimiento de cada
una, aunque no sean juicios de
conocimiento, sino juicios de placer o de pena, tocante a un objeto
dado, es decir, aunque no pretendan más
que una finalidad subjetiva, en calidad
de juicios del gusto.
En este último caso,
no hay, pues, cuestión de un juicio de conocimiento;
no se trata ni de un juicio teórico fundado sobre el concepto que el entendimiento nos da de una
naturaleza en general, ni de un juicio práctico
(puro), fundado sobre la idea de la libertad, que la razón nos suministra a priori; y el juicio
cuyo valor a priori vamos a comprobar,
no es, ni un juicio que representa lo que es una cosa, ni un juicio que nos prescribe lo que debemos hacer
para producirla: por consiguiente, el
valor universal que se trata aquí de establecer, es solamente el de un juicio particular que
expresa la finalidad subjetiva de una
representación de la forma de un objeto para la facultad de juzgar en general. Es necesario explicar cómo es
posible que una cosa agrade
(independientemente de toda sensación o de todo concepto) en el
simple juicio que formamos de ella, y
cómo la satisfacción de cada uno pueda
proponerse como una regla a los demás, del mismo modo que el juicio formado sobre un objeto para formar de él un
conocimiento en general, se halla
sometido a reglas universales.
Por donde, si
para establecer este valor universal, no basta recoger los sufragios e interrogar a los demás sobre su
manera de sentir, sino que es
necesario fundarlo sobre la autonomía del sujeto que juzga
del sentimiento del placer (referente a
una representación dada), es decir, sobre
el gusto de que está dotado, sin derivarlo de conceptos, un juicio de este género -tal es en efecto, el juicio del
gusto- tiene una doble pro
piedad lógica: primero, un valor universal a priori, no un
valor lógico fundado sobre conceptos,
sino la universalidad de un juicio particular;
después una necesidad (que descasa necesariamente sobre principios
a priori), pero que no depende de prueba
alguna a priori, cuya representación
pueda forzar el asentimiento que el juicio del gusto exige de cada uno.
Es necesario
explicar estas propiedades lógicas, por las que un juicio del gusto se distingue de todos los juicios
de conocimiento, y por tanto, hacer
abstracción, por ahora, del contenido de este juicio, es decir, del sentimiento de placer, y limitarse a comparar
la forma estética con la forma de los
juicios objetivos, tales como los prescribe la lógica; he aquí lo que conviene a la deducción de esta
facultad singular. Expondremos ahora
estas propiedades características del gusto, esclareciéndolas por medio de ejemplos.
§ XXXII
Primera propiedad del juicio del gusto
El juicio del
gusto refiriendo una satisfacción a su objeto (considerado como belleza), aspira al asentimiento
universal, como si fuera un juicio objetivo.
76
Decir que una
flor es bella, es proclamar su derecho a la satisfacción de cada uno. Lo que hay de agradable en su olor
no le da ningún derecho de este género.
Por lo que ¿no parece seguirse de aquí que se debía mirar la belleza como una propiedad de la misma
flor,
que no se regula sobre la
diversidad de individuos y de organizaciones, sino sobre aquella, a la
cual estos deben ajustarse para juzgar
de la misma? Y sin embargo, esto no
sucede así. En efecto, el juicio del gusto consiste precisamente en
no llamar una cosa bella más que
conforme a la cualidad por cuyo medio se
acomoda a nuestro modo de percibirla.
Además se exige de
todo verdadero juicio del gusto, que el que lo
forma juz
gue por sí mismo, sin tener necesidad de tantear para
conocer el juicio de los demás, ni de
inquirir previamente acerca de la satisfacción o el placer que experimentan por el mismo
objeto; es necesario que pronuncie su
juicio a priori y no por imitación, porque la cosa agrada, en efecto, universalmente. Podíamos ser tentados
de creer que un juicio a priori debe
contener un concepto del objeto, y suministrar el principio del conocimiento de este objeto; mas el juicio
del gusto no se funda sobre conceptos, y
no es, en general, un conocimiento; es un juicio estético.
Por esto un joven
poeta que está convencido de la belleza de su
poema, no se deja fácilmente disuadir por el juicio del público o por el
de sus amigos, y
si permite escucharlos, no significa esto que haya
cambiado de parecer, sino que, acusando
a todo el público de mal gusto, es, sin
embargo, para él un motivo de acomodarse a la opinión común, el
deseo de ser bien acogido (aun con
desprecio de su propio juicio). Más tarde
solamente, cuando el ejercicio haya dado más penetración a su juicio, renunciará por sí mismo a su primera manera
de juzgar cuanto sea necesario, en vista
de estos juicios que descansan sobre la razón. El gusto implica autonomía. Tomar juicios extraños por
motivos de su propio juicio, sería la
heteronomía.
Se alaban,
ciertamente con razón, las obras de los antiguos como modelos, los autores se llaman clásicos, y
forman entre los escritores como una
nobleza, cuyos ejemplos son leyes para los pueblos: y ¿no es
esto por tanto, una prueba de que existen fuentes del gusto
a posteriori? ¿
Y esto no es una contradicción con la autonomía del gusto
que es el derecho de cada uno? Mas se
podría decir que los antiguos matemáticos
considerados hasta aquí como útiles modelos de solidez y de
elegancia extrema del método sintético,
prueban también que entre nosotros la
razón es imitativa, y que es impotente para producir por sí misma,
por medio de la construcción de los conceptos,
argumentos sólidos, y que testifiquen
una intuición penetrante. No habría empleo alguno de nuestras fuerzas, por libre que éste fuera, ni mucho menos
aplicación de la razón (la cual debe
sacar a priori todos sus juicios de
las fuentes comunes),
que no diera lugar a estos ensayos
desgraciados, si cada uno de nosotros
debiéramos partir siempre de los primeros principios, si otros no
nos hubieran precedido en el mismo camino,
no para dejar a sus sucesores únicamente
el papel de imitadores, sino para ayudarnos con su experiencia a investigar los principios en
nosotros mismos, y a seguir el mismo
camino, pero con más éxito. En la religión misma en donde todos deben ciertamente sacar de sí mismos la regla
de su conducta, puesto que cada uno
queda de ella responsable y no puede hacerla recaer sobre otros, como sobre sus maestros y predecesores, la
falta de sus pecados, los preceptos
generales que se pueden recibir de los sacerdotes o de los filósofos, o que se puedan hallar en sí
mismo, jamás tienen tanta influencia
como un ejemplo histórico de virtud o santidad, que no impide la autonomía de la virtud, fundada sobre la
verdadera y pura idea (a priori) de la
moralidad, y que no la cambia en una imitación mecánica. Seguir51 lo que supone algo que precede, y no
imitar52, es la palabra que conviene
para expresar la influencia que pueden tener sobre los demás las producciones de un autor que han llegado a
ser modelos; y esto significa solamente,
beber en las mismas fuentes donde él ha bebido, y aprender de él cómo debemos servirnos de aquellos. Mas
por esto mismo que el juicio del gusto
pueda determinarse por conceptos y preceptos, el gusto es precisamente, entre todas las facultades y
talentos, el que con más razón
51 Nachfolge.
52 Machahmung.
77
necesita aprender por medio de ejemplos lo que en el
progreso de la cultura ha obtenido el
mayor asentimiento, si no se quiere venir a ser muy pronto inculto, y recaer en la grosería de
los primeros ensayos.
§ XXXIII
Segunda propiedad del juicio del gusto
El juicio del
gusto no puede determinarse por medio de pruebas, como si fuera en un todo, puramente subjetivo.
Si cualquiera no
encuentra bello un edificio, una vista, o un poema, mil sufragios que pueden ensalzar la cosa a
que él rehúsa su asentimiento interior,
no sabrán arrancarle dicho asentimiento. Tal es la primera observación que hay que hacer. Este hombre
podrá muy bien fingir que le agrada
dicha cosa, por no aparecer sin gusto; aun podrá sospechar, si tiene bien cultivado el gusto para el
conocimiento de un número suficiente de
objetos de cierta especie (como el que tomando de lejos por un monte lo que todos los demás toman por un
pueblo, duda del juicio de su vista).
Mas comprenderá claramente que el asentimiento de los demás no es una prueba suficiente, tratándose del
juicio de la belleza; comprenderá que si
en rigor otros pueden ver y observar por él, por consiguiente, si de haber visto muchos una
cosa de cierta manera que él puede haber
visto de otro modo, se puede creer suficientemente autorizado para admitir un juicio teórico, y
por consiguiente lógico, de que una cosa
haya agradado a los demás, no se sigue que debe ser objeto de un juicio estético. Que si el juicio de
otro es contrario al nuestro, bien puede
hacernos concebir justas dadas sobre este, mas no convencernos de su inexactitud. No hay, pues, prueba empírica
que pueda forzar el juicio del gusto.
En segundo lugar, no
existe mayor prueba a priori que pueda determinar,
conforme a reglas establecidas, el juicio sobre la belleza. Si cualquiera me lee un poema o me llama a la
representación de una pieza
que en definitiva me disgusta, es propio invocar como
pruebas de la belleza de su poema a
Batteux o Lering u otros críticos de gusto más
antiguos y más célebres todavía; es bello citarme todas las reglas establecidas por estos críticos, y hacerme
notar que ciertos pasajes que me desagradan
en particular, se conforman perfectamente con las reglas de la belleza (tales como aquellas que se han
dado
por estos autores
como generalmente reconocidas): yo me
tapo los oídos, y no quiero hablar, ni
de principios, ni de razonamientos, y admitiría mucho mejor que
estas reglas de los críticos son falsas,
o al menos que no es el caso de
aplicarlas, que dejar determinar mi juicio por pruebas a priori, puesto
que esto debe ser un juicio del gusto, y
no un juicio del entendimiento o la
razón.
Parece que esto
constituye una de las principales razones que hacen designar bajo el nombre de gusto esta facultad
del juicio estético. En efecto, se me
puede muy bien enumerar todos los ingredientes que entran en una mezcla, y hacerme ver que cada uno de
ellos me es agradable, asegurándome
además con verdad que es muy buena; yo permanezco sordo a todas estas razones; yo hago el
ensayo de esta mezcla sobre mi lengua y
sobre mi paladar, y conforme a él (y no conforme a principios universales), es como yo formo mi juicio.
En el hecho, el
juicio del gusto no toma siempre la forma de un juicio particular sobre un objeto. El entendimiento
puede, al comparar un objeto,
relativamente a la satisfacción que proporciona, con el juicio de otro sobre los objetos de la misma especie,
formar un juicio universal, como, por
ejemplo, esto: todos los tulipanes son bellos. Mas esto no es entonces un juicio del gusto; es un juicio
lógico que hace de la relación de un
objeto con el gusto, el predicado de las cosas de cierta especie en general. Aquel, por el contrario, en virtud
del cual yo declaro bello un tulipán particular
dado, es decir, aquel en que encuentro una satisfacción universalmente dada, este sólo es un juicio
del gusto. Tal es, pues, la propiedad de
este juicio: aunque no tiene más que un valor subjetivo, reclama el asentimiento de todos, absolutamente
como pueden hacer los
78
juicios objetivos que descansan sobre principios de conocimiento,
y pueden ser arrancados por medio de
pruebas.
§ XXXIV
No puede haber principio objetivo del gusto
Un principio del
gusto sería un principio bajo el cual se podría
subsu
mir el concepto de un objeto, para de esto concluir que
este objeto es bello. Mas esto es
absolutamente imposible. Porque el placer debe
referirse inmediatamente a la representación del objeto, y no hay argumento que pueda persuadirnos a
experimentarlo. Aunque los críticos,
como dice Hume, puedan razonar de una manera más especiosa que los cocineros, la misma suerte les espera. Ellos
no deben contar con las fuerzas de sus
pruebas para justificar sus juicios, sino buscar el principio en la reflexión del sujeto sobre su propio
estado (de placer o de pena),
abstracción hecha de todo precepto y de toda regla.
Si, pues, todos los
críticos pueden y deben razonar para corregir y
extender nuestros juicios del gusto, esto no es para expresar en
una fórmula universalmente aplicable el
motivo de estas especies de juicios
estéticos, porque esto es imposible, sino para estudiar las facultades
de conocer y sus funciones en estos
juicios, y para explicar por medio de ejemplos
esta finalidad subjetiva recíproca de la imaginación y el entendimiento, cuya forma, en una
representación dada, constituye (como lo
hemos mostrado) la belleza del objeto de esta representación. Así la crítica del gusto no es más que subjetiva,
relativamente a la representación, por
cuyo medio se nos da un objeto: es decir, que ella es el arte o la ciencia que reduce a reglas la relación
recíproca del entendimiento, y la
imaginación en la representación dada (relación
independiente de toda sensación o de todo concepto anterior), y que,
por consiguiente, determina las
condiciones de la conformidad o
desconformidad de estas dos facultades. Es un arte, cuando se limita
a explicar esta relación y estas
condiciones por medio de ejemplos; una
ciencia, cuando deriva la posibilidad de esta especie de
juicios de la naturaleza de estas
facultades, en tanto que facultades de conocer en general. Nosotros no vamos a considerarla
aquí más que bajo este punto de vista,
como crítica trascendental. Se trata de explicar y justificar el principio subjetivo del gusto, en tanto que
principio a priori del juicio. La critica,
considerada como arte, busca solamente el aplicar a los juicios del gusto las reglas fisiológicas (aquí
psicológicas), por consiguiente
empíricas, conforme a las que el gusto procede realmente (sin pensar
en la posibilidad de estas reglas);
critica las producciones de las bellas artes,
del mismo modo que la ciencia critica las facultades de juzgarlas.
§ XXXV
El principio del gusto es el principio subjetivo del juicio en general
Hay cierta
diferencia entre el juicio del gusto y el juicio lógico, que consiste en que este subsume, mientras aquél
no, una representación bajo el concepto
de un objeto; si así no fuera, el asentimiento necesario y universal que reclama un juicio del gusto,
podría ser arrancado por medio de
argumentos. Mas hay entre ellos esta semejanza; que los dos implican universalidad y necesidad; solamente la
universalidad y la necesidad del juicio
del gusto, no son determinadas por conceptos de objeto, y por consiguiente, son simplemente subjetivos. Por
lo que, puesto que estos son los
conceptos que constituyen el contenido de un juicio (lo que pertenece al conocimiento de un objeto), y
que el juicio del gusto no puede ser
determinado por conceptos, no se funda más que sobre la condición formal subjetiva de un juicio en
general. La condición subjetiva de todos
los juicios, es la facultad misma de juzgar, o el juicio. Esta facultad, considerada relativamente a
una representación por la cual un objeto
es dado, exige la conformidad de dos facultades
representativas, a saber, la imaginación (para la intuición y el
conjunto de elementos diversos del
objeto), y el entendimiento (para el concepto o la representación de la unidad de este
conjunto). Si, pues, el juicio no se
79
funda sobre un concepto del objeto, no puede consistir más
que en la subsunción de la imaginación
misma (en una representación, por lo cual
un objeto es dado), bajo condiciones que permitan al entendimiento
en general, pasar de la intuición a los
conceptos. En otros términos, puesto que
la libertad de la imaginación consiste en la facultad que tiene de esquematizar sin concepto, el juicio del
gusto debe descansar únicamente sobre el
sentimiento de la influencia recíproca de la imaginación con su libertad, y del entendimiento con su
conformidad a las leyes, por
consiguiente, sobre un sentimiento que nos hace juzgar el objeto conforme a la finalidad de la representación
(por la cual este objeto es dado), por
el libre juego de la facultad de conocer. El gusto, como juicio subjetivo, contiene, pues, un principio de
subsunción, no de intuiciones bajo
conceptos, sino de la facultad de las intuiciones o de las exhibiciones (es decir, de la imaginación), bajo la
facultad de los conceptos (es decir, el
entendimiento), en tanto que la primera en su libertad, se conforma con la segunda en su conformidad a las leyes.
Para descubrir
la legitimidad de este principio por una deducción de los juicios del gusto, no podemos tomar por
gula más que las propiedades formales de
esta especie de juicios, y por consiguiente, no debemos considerar aquí más que la forma lógica.
§ XXXVI
Del problema de la deducción de los juicios del gusto
A la perfección
de un objeto puede hallarse ligado inmediatamente, de tal modo que forme un juicio de conocimiento,
el concepto de un objeto en general, del
que esta perfección contiene los predicados empíricos, y de este modo se tendrá un juicio de
experiencia. Por donde este juicio tiene
su principio en los conceptos a priori, que forma
n la unidad sintética
de los diversos elementos de la intuición, y por medio de los
cuales concebimos estos elementos como
determinaciones de un objeto; y estos
conceptos (las categorías), exigen una deducción que hemos sacado en la
crítica de la razón pura, y por la cual hemos podido hallar
también la solución de este problema.
¿Cómo los juicios sintéticos de conocimiento
a priori son posibles? Este problema concierne, pues, a los principios
a priori del entendimiento puro y de sus
juicios teóricos.
Mas una
percepción puede estar también inmediatamente ligada a un sentimiento de placer (o de pena); a una satisfacción
que acompañe a la representación del
objeto y le tenga en lugar de predicado, y resultara de esto un juicio estético, que no es un juicio
de conocimiento. Cuando este juicio no
es un simple juicio de sensación, sino un juicio formal de reflexión, que exige de cada uno como
necesaria la misma satisfacción, tiene
necesariamente por fundamento algún principio a priori que debe ser puramente, subjetivo (porque un principio
objetivo sería imposible para esta
especie de juicios), pero que necesita, como tal, de una deducción que explique cómo un juicio estético
puede aspirar a la necesidad. Por donde
esto es lo que da lugar a un problema del cual nos ocuparemos ahora: ¿cómo los juicios del gusto
son posibles? Este problema concierne,
pues, a los principios a priori del juicio puro en los juicios estéticos, es decir, en los juicios
en que esta facultad no está únicamente
(como en los juicios teóricos) para subsumir bajo conceptos objetivos del entendimiento, y en donde, no
estando sometida a una ley, es ella
misma, subjetivamente, su objeto y su ley.
Este problema
puede ser todavía anunciado de este modo: ¿cómo es posible un juicio que, conforme al solo
sentimiento particular de placer que
refiere a un objeto, e independientemente de los conceptos de este objeto, pronuncia a priori, es decir, sin
necesidad de atender al asentimiento de
otro, que este placer debe hallarse ligado, entre todos los demás, a la representación del mismo objeto?
Es fácil de ver que
los juicios del gusto son sintéticos, puesto que exceden el concepto y aun la intuición del
objeto, y que añaden a esta intuición
como predicado algo que no es del conocimiento, a saber, el sentimiento de placer (o de pena). Mas aunque
este predicado (del placer particular
ligado a la representación) sea empírico, estos juicios son a
80
priori o aspiran a ser tales, relativamente al asentimiento
que exige
n de cada uno; no
hay más que ver las expresiones mismas por las cuales hacen
valer su derecho; y
así este problema de la crítica del juicio se halla contenido en el problema general de la
filosofía trascendental: cómo los
juicios sintéticos a priori son posibles.
§ XXXVII Lo que se afirma propiamente a priori
en un juicio del gusto sobre un objeto
La unión inmediata
de la representación de un objeto con un placer, no puede ser percibida más que interiormente, y
si no se quisiera indicar otra cosa que
esto, no se tendría entonces más que un juicio empírico. No existe, en efecto, representación, a la cual
yo pueda ligar a priori un sentimiento
(de placer o de pena), si no es aquella que descansa a priori sobre un principio racional que determina la
voluntad. Aquí el placer (el sentimiento
moral), es una consecuencia del principio, mas no se le puede comparar al placer del gusto, puesto que
aquel supone el concepto determinado de
una ley, mientras que este debe hallarse ligado
inmediatamente con anterioridad a todo concepto, al simple juicio
del gusto. También todos los juicios del
gusto son juicios particulares, porque
su predicado, que consiste en la satisfacción, no se halla ligado a
un concepto, sino a una representación
empírica particular. No es, pues, el
placer, sino la universalidad de este placer, la que se percibe como
ligada en el espíritu a un simple juicio
sobre un objeto, que nos representamos a
priori en un juicio del gusto, como una regla universal para el juicio.
Es por un juicio empírico, como yo
percibo y juzgo un objeto con placer.
Mas es por un juicio a priori como yo lo encuentro bello, es decir,
como yo exijo de cada uno como
necesaria, la misma satisfacción.
§ XXXVIII
Deducción de los juicios del gusto
Si convenimos en que
un juicio puro del gusto, la satisfacción
referente al objeto se halla ligada a un simple juicio que hacemos
sobre su forma, no hay en esto otra cosa
que la finalidad subjetiva que muestra
esta forma para la facultad de juzgar, y que sentimos ligada en el
espíritu a la representación del objeto.
Por donde, como la facultad, considerada
relativamente a las reglas formales del juicio o independientemente
de toda materia (sea sensación, sea
concepto), no puede extenderse más que a
las condiciones subjetivas del uso del juicio en general (no aplicándose a un modo particular de la sensibilidad, ni a
un concepto particular del entendimiento),
y por consiguiente, a las condiciones subjetivas que se pueden suponer en todos los hombres (como
necesarias para la posibilidad del
conocimiento en general): la conformidad de una
representación con estas condiciones del juicio, debe poderse admitir
a priori como válida para cada uno. En
otros términos, se puede justamente
exigir aquí de cada uno el placer o la finalidad subjetiva de la representación para las facultades de
conocer, en su aplicación a un objeto
sensible en general53.
OBSERVACIÓN
53 Para fundarnos al reclamar el asentimiento universal en
favor de una decisión del
juicio estético, que descansa únicamente sobre principios
subjetivos, basta que se conceda: 1.º,
que entre todos los hombres, las condiciones subjetivas de la facultad de juzgar son las mismas, en lo que conviene a
la relación de las facultades de conocer, y
que se pongan en actividad con el conocimiento en general, lo que debe
ser cierto, puesto que sin esto los
hombres no podrían comunicarse sus representaciones y sus conocimientos; 2.º, que el juicio en cuestión
no mira más que a esta relación (por
consiguiente, a la condición formal de la facultad de juzgar), y que es
puro; es decir, que no se halla mezclado
ni con conceptos de objetos, ni con sensaciones. Que si se desprecia esta segunda condición, se aplicará
inexactamente a un caso particular, un
derecho que nos da una ley, mas esto no destruye en manera alguna este
derecho en general.
81
Lo que hace esta
deducción tan fácil es que no hay que justificar la realidad objetiva de un concepto; porque la
belleza no es concepto de objeto, ni el
juicio del gust
o un juicio de conocimiento. Todo lo que afirma este juicio, es que estamos
fundados para
suponer universalmente en todo hombre
estas condiciones subjetivas
de la facultad de
juzgar que hallamos en nosotros, y que
hemos subsumido exactamente el objeto
dado bajo estas condiciones. Por lo que, esta subsunción presenta
sin duda inevitables dif
icultades, que no presenta el juicio lógico (porque en este se subsume bajo conceptos, mientras que
en el juicio estético se subsume bajo
una relación que no puede ser más que sentida, es decir, bajo una relación de la imaginación y del
entendimiento, concertándose entre sí en
la representación de la forma de un objeto, y es fácil en esto hacer una subsunción inexacta); mas esto no
quita nada a la legitimidad del derecho
que tiene el juicio de contar con un asentimiento universal, y que vuelve por sí sólo a declarar el
principio universalmente válido. En
cuanto a las dificultades y a las dudas que pueden nacer sobre la
exactitud de la subsunción de un juicio
bajo este principio, no hacen más dudosa la
legitimidad misma del derecho que tiene en general el juicio estético
de aspirar a la universalidad, y por
consiguiente, el principio mismo de que
una subsunción defectuosa (aunque la cosa sea más rara y más difícil)
del juicio lógico bajo este principio,
puede hacer dudoso el mismo, que es
objetivo. Que si se pregunta cómo es posible admitir a priori la
naturaleza como un conjunto de objetos
de gusto, este problema se refiere a la
teleología, porque se debía considerar como un fin de la
naturaleza, esencialmente inherente al
concepto que tenemos de ella, la producción
de formas finales para nuestro juicio. Mas la exactitud de este aspecto
es todavía muy dudosa, mientras que la
realidad de los objetos de la naturaleza
es una cosa de experiencia.
§ XXXIX De la propiedad que tiene una sensación
de poderse participar
Cuando la
sensación, como elemento real de la percepción, se refiere al conocimiento, se llama sensación de los
sentidos; y no se puede admitir que su
cualidad especifica pueda ser general y uniformemente participada más que atribuyendo a cada uno un
sentido igual al nuestro; mas es lo que
no se puede suponer, respecto de ninguna sensación de los sentidos. Así, aquel a quien falta el sentido
del olfato, no puede participar la
especie de sensación que es propia de este sentido; y aun cuando este sentido no le faltara, no puedo estar seguro
que él recibe de una flor exactamente la
misma sensación que yo. Mas la diferencia entre los hombres debe ser muy grande todavía,
relativamente a lo que puede haber de
agradable o desagradable en la sensación de un mismo objeto de los sentidos; y yo no puedo exigir que cada
uno sienta el placer que yo recibo de
esta especie de objeto. Como el placer de que aquí se trata entra en el espíritu por los sentidos, y de este
modo somos pasivos en él, se puede
llamar placer de posesión.
Por el
contrario, la satisfacción que referimos al carácter moral de una acción, no es un placer de posesión, sino de
espontaneidad y de conformidad con la
idea de nuestro destino. Mas este sentimie
nto, que se llama el
sentimiento moral, supone conceptos; no revela una libre finalidad, sino una finalidad conforme a
leyes, y por consiguiente, no puede ser
universalmente participado más que por medio de la razón; y si el placer puede ser lo mismo para cada uno,
es porque los conceptos de la razón
práctica pueden ser perfectamente determinados.
El placer ligado a
lo sublime de la naturaleza, como placer de una
contemplación razonante54 aspira también al derecho de ser universalmente participado; mas él mismo
supone ya otro sentimiento, el de
nuestro destino supra-sensible, que, por oscuro que sea, tiene un fundamento moral. Mas no estamos fundados
para suponer que los demás considerarán
este sentimiento, y que hallarán en la contemplación de la magnitud salvaje de la naturaleza semejante
satisfacción (que no tiene aquí
verdaderamente por objeto el aspecto de la naturaleza, porque este
54 Vernünftelnden.
82
aspecto es más bien horroroso). Y sin embargo, considerando
que en toda ocasión favorable se deben
tener en cuenta los principios de moralidad,
yo puedo también atribuirá cada uno esta satisfacción, mas solamente
por medio de la ley moral, la cual por
su parte se funda en conceptos de la
razón.
Mas el placer de lo
bello, ni es un placer de posesión, ni el de una actividad conforme a leyes, ni el de una
contemplación razonante conforme a ideas,
sino un placer de simple reflexión. Sin tener por guía un fin o un principio, acompaña a la común
aprensión de un objeto, tal como resulta
del concurso de la imaginación, en tanto que facultad de intuición, y del concuso del entendimiento,
en tanto que facultad de conceptos, por
medio de cierta aplicación del juicio, que exige la experiencia más vulgar: solo que mientras que
en este último caso el juicio tiene por
objeto llegar a un concepto objetivo empírico, en el primero (en el juicio estético), no tiene
otro objeto que percibir la concordancia
de la representación con la actividad armoniosa de estas dos facultades de conocer, ejerciéndose con
libertad, es decir, sentir con placer el
estado interior ocasionado por la representación. Este placer debe necesariamente apoyarse en cada uno
sobre las mismas condiciones, puesto que
estas son las condiciones subjetivas de la posibilidad de un conocimiento en general; y el concierto de
estas dos facultades de conocer, que se
exige para el gusto, debe exigirse también de una inteligencia ordinaria y sana, tal que se
puede suponer en todos. Por esto aquel
que forma un juicio del gusto (si en todo caso no se engaña interiormente, y se toma la materia por la
forma, el atractivo por la belleza)
puede atribuir a cualquiera otro la finalidad subjetiva, es decir, la satisfacción que refiere al objeto, y
considerar su sentimiento como debiendo
ser universalmente participado, y esto sin el intermedio de los conceptos.
§ XL Del
gusto considerado como una especie de sentido común
Se da muchas
veces al juicio, considerando menos su reflexión que su resultado, el nombre de sentido, y se habla
del sentido de la verdad, del sentido de
las conveniencias, del sentido de lo justo, etc. Se sabe muy bien sin embargo, o al menos se debe saber,
que esto no es un sentido en que estos
conceptos pueden tener lugar, que un sentido puede mucho menos todavía aspirar a reglas universales, y
que jamás semejante representación de la
verdal, de la conveniencia, de la belleza o de la honestidad nos vendría al espíritu
, si no pudiésemos elevarnos por cima de los sentidos a las facultarles superiores
de conocer. La inteligencia común
entendida por la sana inteligencia (que no está todavía cultivada) es considerada como la menor de las cosas que
se pueden esperar de cualquiera que
reivindica el nombre de hombre, tiene también el muy delicado honor de ser decorada con el nombre de
sentido común (sensus communis), y de
tal suerte, que bajo la palabra común, no solamente en el lenguaje alemán en donde la palabra gemein
tiene realmente doble sentido, sino
también en muchos otros, se entiende lo que es vulgar (vulgare)55, es decir, lo que se encuentra en
todas partes, y cuya posesión no es un
mérito o una ventaja.
Mas por sentido común,
es necesario entender la idea de un sentido
común a todos56, es decir, una facultad de juzgar, que en su
reflexión considera (a priori) lo que debe
ser en los demás el modo de
representación de que se trata, con el fin de comparar en cierto modo
su juicio con toda la razón humana, y de
evitar por esto una ilusión que,
haciéndonos tomar por objetivas condiciones particulares y
subjetivas, tendría una funesta
influencia sobre el juicio. Luego para esto es
necesario comparar nuestro juicio con el de otros, y más bien todavía
con sus juicios posibles que con sus
juicios reales, y suponerse en el puesto de
cada uno de ellos, teniendo cuidado solamente de hacer abstracción de
los
55 Commun tiene en francés dos sentidos que Kant atribuye
aquí a gemein; mas nosotros
tenemos además para espresar uno de estos sentidos, la
palabra vulgar cuyo equivalente falta en
la lengua alemana, lo que obliga a Kant a emplear la palabra latina vulgare,
de donde viene la palabra francesa. -J.
B.
56 Gemeinsschafetlicheu sinnes.
83
límites que restringen accidentalmente nuestro propio
juicio, es de
cir, descartando en
lo posible lo que constituye la materia o sensación en el modo de representación, para llevar toda su
atención sobre las propiedades formales
de esta representación o de este modo de
representación. Pero esta operación de la reflexión parecerá quizá
muy artificial para que se pueda
atribuir alo que se llama el sentido común;
pero no aparece así más que cuando la expresamos con fórmulas abstractas; nada hay más natural en sí como
hacer abstracción de todo atractivo y de
toda emoción, cuando se busca un juicio que pueda servir de regla universal.
He aquí las
máximas de la inteligencia común, que no forman parte ciertamente de la crítica del gusto, pero que
pueden servir de explicación a sus
principios: l.º, pensar por sí mismo; 2.º, pensar en sí, colocándose en el puesto de otro; 3.º, pensar de manera
que se esté siempre de acuerdo consigo
mismo. La primera, es la máxima de un espíritu libre de prejuicios; la segunda, la de un espíritu
extensivo; la tercera, la de un espíritu
consecuente. La tendencia a una razón pasiva, por consiguiente, a la heteronomía de la razón, se llama
prejuicio; y el mayor de todos es
representarse la naturaleza como no hallándose sometida a estas
reglas que el entendimiento le da
necesariamente como principio, en virtud de
su propia ley; es decir, la superstición57. La cultura del espíritu58
nos libra de la superstición como de
todos los prejuicios en general; mas la
superstición es el prejuicio por excelencia (en sentido elevado), porque
de la ceguedad en que nos coloca, y que
aun nos impone como una ley,
57 Es sencillo el ver que la cultura del espíritu es fácil
en teris, más lenta y difícil de
obtenerla en hipótesis; porque el no dejar su razón un
estado puramente pasivo, y el no
recibir nada de
ninguna ley más que de sí mismo, es completamente fácil para el hombre que no quiero descartarse de su fin esencial
y que no desean saber lo que hay sobre su
entendimiento; mas como es difícil resistir a este deseo, y nunca
faltarán hombres que prometerán con seguridad
satisfacerlo, la simple negativa (a la cual se limita la verdadera cultura del espíritu) debe ser muy
difícil el conservarla o establecerla en el
espíritu, principalmente en el espíritu público.
58 Aufklarung.
resulta la necesidad de ser guiados por otros, y por
consiguiente, la pasividad de la razón.
En cuanto a la segunda máxima, estamos, además,
acostumbrados a denominar estrecho (limitado, al contrario de extensivo), a aquel talento que no sirve para
cosa alguna grande (principalmente para
algo que exija una gran fuerza de aplicación).
Más aquí no hay
cuestión acerca de la facultad del conocimiento; no se trata más que de la maura de pensar, o de
hacer un uso conveniente del pensamiento;
por esto es por lo que un hombre, por débil que sea la capacid
ad o el grado de desarrollo a que le reduzca la
naturaleza humana,
manifiesta un espíritu extensivo, sabiendo elevarse sobre las
condiciones particulares o subjetivas
del juicio (a las cuales tantos otros quedan, por decirlo así, pegados y complaciéndose en
reflexionar sobre su propio juicio),
bajo un punto de vista universal (que no se puede determinar más que colocando bajo el punto de vista de
otro).
La tercera
máxima, la que exige que el pensamiento sea consecuente consigo mismo, es muy difícil de observar, y
no se puede llegar a ella más que por
medio de la unión de
las dos primeras, y en razón del hábito
adquirido por una larga práctica de estas máximas. Se puede decir que
la primera de estas máximas, es la del
entendimiento; la segunda, la del
Juicio; la tercera, la de la razón.
Cogiendo la ilación
interrumpida por este episodio, diremos que la
expresión del sentido común (sensus communis)59, conviene mejor al gusto que a la inteligencia común, al juicio
estétic
o que al juicio
intelectual, si se quiere entender por la palabra sentido un efecto de
la simple reflexión sobre el espíritu,
porque entonces se entiende por sentido
el sentimiento de placer. Aun se podría definir el gusto como la facultad de juzgar de lo que hace propio para
ser universalmente participado, el
sentimiento ligado sin el auxilio de ningún concepto, a una representación dada.
59 Se podría designar el gusto con el nombre de sensus
communis aestheticus, y la
inteligencia común con el de sensus communis logicaes.
84
La aptitud que
tienen los hombres para comunicarse sus pensamientos, exige también cierta relación de la
imaginación y del entendimiento,
conforme a la cual se juntan las intuiciones a los conceptos y estos a
las intuiciones, de manera que formen un
conocimiento; mas entonces la
concordancia de estas dos facultades del espíritu tiene un carácter
legal; depende de conceptos
determinados. Esto no es más que cuando la
imaginación en libertad despierta al entendimiento, y cuando este, sin
el auxilio de conceptos da la
regularidad al juego de la imaginación,
entonces es solamente cuando la representación es participada, no
como pensamiento, sino como sentimiento
interior de un estado
de armonía del
espíritu. El gusto es, pues, la facultad de juzgar a priori los
sentimientos ligados a una
representación dada, propios para ser participados (sin el intermedio de un concepto). Si se pudiese
admitir que la sola propiedad que tiene
nuestro sentimiento de poder ser universalmente participado, encierra desde luego un interés para nosotros
(que no hay derecho para deducir de la
naturaleza de un juicio puramente reflexivo), se podría explicar por qué el sentimiento del gusto se
atribuye a cada uno, por decirlo así,
como un deber.
§ LI Del
interés empírico de lo bello
Hemos demostrado
anteriormente, que el juicio del gusto, por el cual una co
sa se declara bella, no debe tener por motivo ningún
interés. Mas de aquí no se sigue que
este juicio una vez formado como juicio estético puro, no puede llevar ningún interés. En todo
caso este enlace no podrá ser más que
indirecto, es decir, que es necesario primero representarse el gusto como ligado a cualquiera otra cosa,
para poder juntar a la satisfacción que
da la simple reflexión sobre un objeto, un placer que se refiere a la existencia de este objeto (porque
en esto consiste todo interés). En
efecto, se puede aplicar aquí al juicio estético lo que se ha dicho en el juicio de conocimiento (de las
cosas en general) a posse ad
esse non valet consequentia. Pero esta otra cosa no puede
ser más
que alguna cosa empírica, como una
inclinación propia
de la naturaleza humana, o alguna cosa
intelectual, como la propiedad que tiene la
voluntad de poder ser determinada a priori por la razón; dos cosas
que refieren una satisfacción a la
existencia de un objeto, y pueden así
comunicar un interés a lo que ha agradado por sí mismo e independientemente de todo interés.
Empíricamente lo
bello no tiene interés más que en la sociedad; y si se cons
idera como natural en el hombre la inclinación a la
sociedad, y la sociabilidad como una
cualidad necesaria del hombre, criatura destinada a la vida de sociedad, y por consiguiente,
como una cualidad inherente a la
humanidad, entonces es imposible no considerar el gusto como una facultad de juzgar de las cosas cuyo
sentimiento se puede ver participado por
los demás, y por consiguiente, como un medio de satisfacer la inclinación natural de cada uno.
Un hombre relegado
en una isla desierta no pensará en adornar su
choza o en adornarse a sí mismo; no se cuidará de buscar flores,
todavía menos de plantarlas para esto;
solamente en la sociedad es donde piensa
que es un hombre distinguido en su especie (lo que constituye el
principio de la civilización). Porque
así es como juzga el que se muestra inclinado
y apto para comunicar su placer a los demás, y que no recibe contento
de un objeto, si es él solo el que lo
experimenta. Además, cada uno espera y
exige de los demás que consideren esta necesidad que pide que el sentimiento sea universalmente participado, y
que parece venir de un pacto originario
dictado por la misma humanidad. De este modo, sin duda, la sociedad ha dado importancia y un
gran interés, primero a las cosas que no
eran más que simples atractivos, como a los colores de que se componía (el achiote entre los caribes, o
el cinabrio entre los iroqueses), o a
las flores, a las conchas, a las plumas de las aves; después también con el tiempo, a las formas bellas,
(por ejemplo, en las canoas, en los
vestidos, etc.), que por sí mismas no procuran ningún goce; hasta que por último, la civilización llegando a su
más alto grado, cultivando la
inclinación a la sociedad, dio a los hombres la ley de no conceder valor
a
85
las sensaciones más que en tanto que puedan ser
universalmente participadas. Desde entonces,
aunque el placer que cada uno encuentra en
un objeto sea débil y no tenga por sí mismo un gran interés, sin
embargo, la idea de que puede ser universalmente
participado, extiende su valor hasta lo
infinito. Mas este interés indirecto que refiere a lo bello la inclinación a la sociedad, y que es por consiguiente
empírico, no es aquí de ninguna
importancia para nosotros, porque no nos hemos de ocupar más que de lo que tenga una relación a
priori, aunque indirecta, con el juicio
del gusto. En efecto, si pudiéramos descubrir algún interés de esta naturaleza relacionado con la belleza, el
gusto suministraría a nuestra facultad
de juzgar una transición para pasar del goce sensible al sentimiento moral, y de este modo, no
solamente seríamos conducidos a tratar
del gusto, de una manera más conveniente, sino que se obtendría también un eslabón intermedio en la cadena de
las facultades humanas a priori, de
donde debe derivar toda legislación. Todo lo que se puede decir del interés empírico que se refiere a los
objetos del gusto y al gusto mismo, es
que como el gusto sirve a la inclinación, por más cultivada que sea, este interés se puede confundir con
todas las inclinaciones y todas las
pasiones cuyo desenvolvimiento halla en la sociedad toda la variedad
de que son capaces hasta su más alto
grado, y que el interés de lo bello,
cuando no tiene otro principio, no puede suministrar más que un
paso dudoso de lo agradable al bien. Mas
considerando el gusto en su pureza, no
se puede encontrar en él este paso; es lo que interesa investigar.
§ XLII
Del interés intelectual de lo bello
Es necesario
rendir homenaje a las excelentes intenciones de los que, queriendo referir al fin último de la
humanidad, es decir al bien moral, todas
las ocupaciones a que los hombres son llevados por las disposiciones interiores de su naturaleza
, han considerado como un signo de un buen carácter moral el mostrar un interés
a lo bello en general. Mas otros les han
opuesto, no sin razón, el ejemplo de los talentos del gusto, que son ordinariamente vanos, fantásticos,
entregados a desastrosas pasiones, y que
tendrían quizá menos derecho que nadie a creerse superiores a los demás, por lo que se refiere
a principios morales; y por
consiguiente, parece que el sentimiento de lo bello no es solamente (como es en efecto), específicamente
diferente del sentimiento moral, sino
también que el interés que a él se puede referir, se conforma difícilmente con el interés moral, y que no
existe entre ellos afinidad interior.
Por lo que, yo
concedo voluntariamente que el interés que se refiere a lo bello del arte (por lo que entiendo
también el uso artificial que se puede
hacer de las bellezas de la naturaleza, sirviéndose de ellas como de adornos, por consiguiente en un objeto de
vanidad), no prueba un espíritu que
solamente se refiere o nos lleva al bien moral. Mas yo sostengo también, que tomarse un interés inmediato por
la belleza de la naturaleza (no
solamente tener gusto para juzgar), es siempre el signo de una alma buena; y que si este interés es habitual y se
liga voluntariamente a la contemplación
de la naturaleza, anuncia al menos una disposición de espíritu, favorable al sentimiento moral. Mas
es necesario recordar bien que yo no
hablo propiamente aquí más que de las bellas formas de la naturaleza, y que coloco accidentalmente los
atractivos que ésta junta ordinariamente
con tanta profusión, por la que el interés que a ello se refiere es ciertamente inmediato, mas sin
embargo, empírico.
El que contempla
en la soledad (y sin tener por objeto comunicar sus observaciones a los demás) la belleza de una
flor silvestre, de un pájaro, de un
insecto, o de alguna otra cosa semejante, para admirarla y quererla, y siente no hallar esta cosa en la
naturaleza, aunque le proporcionara
algún daño, independientemente de todas las ventajas que de ella pudiera
86
sacar, aquel refiere a la belleza de la naturaleza, un
interés inmediato o intelectual. No es
solamente la producción de la naturaleza lo que le agrada por su forma, sino también la
existencia de esta producción, sin que
ningún atractivo sensible entre en ella o se le refiera fin alguno.
Notemos, que si
ocultamente se engañase este amante de lo bello, plan
tando en la tierra flores artificiales (imitando
perfectamente las flores naturales), o
colocando sobre las ramas de los árboles, pájaros artísticamente formados, y se le descubriese
después el artificio, este interés inmediato
que al pronto había tomado por estos objetos,
desaparecería may pronto, y quizá daría el puesto a otro, a un interés
de vanidad, es decir, al deseo de
adornar de ellos su cuarto, para presentar
una muestra. Es necesario, que al ver una belleza de la naturaleza, tengamos el pensamiento de que es la
naturaleza misma quien la ha producido,
y solamente sobre este pensamiento es sobre el que se funda el interés inmediato que nos tomamos. De lo
contrario, no habría más que un simple
juicio del gusto despojado de todo interés, o un juicio ligado a un interés mediato, es decir, a un interés
que viene de la sociedad; y esta última
especie de interés no suministra ninguna señal cierta de disposiciones moralmente buenas.
Esta ventaja que
tiene la belleza natural, sobre la belleza artística de ejercitar sólo un interés inmediato, aunque
pueda ser ciertamente sobrepujada por
esta, en cuanto a la forma, esta ventaja concierta con el espíritu sólido y purificado de todos los
hombres que han cultivado su sentimiento
moral. Si un hombre teniendo bastante gusto para apreciar las producciones de las bellas artes con la mayor
exactitud y finura, abandona sin pesar
el cuarto donde brillan estas bellezas que satisfacen la vanidad, y busca la belleza de la naturaleza
para encontrar en ella como un deleite
que sostiene su espíritu en este camino cuyo término jamás se puede tocar, consideraremos con respeto esta
preferencia, y supondremos a este hombre
un alma bella, que no atribuiremos a un inteligente o a un amante, porque experimente interés por los
objetos del arte. ¿Cuál es, pues, la
diferencia de estas apreciaciones tan diversas de las dos especies
de objetos que en el simple juicio del gusto se disputarían
a porfía la superioridad?
Nosotros tenemos
una facultad de juzgar puramente estética, es decir, una facultad de juzgar de las formas sin conceptos,
y de hallar en el sólo juicio que de
ellas formamos una satisfacción de la que al mismo tiempo hacemos una regla para cada uno, sin que este
juicio se funde en un interés ni
produzca ninguno. De otro lado, tenemos también una facultad de juzgar intelectual, que determina por las
simples formas, máximas prácticas (en
tanto que son propias para fundar por sí mismas una legislación univ
ersal), una satisfacción a priori, de la que hacemos
una ley para cada uno, y que no se funde
sobre ningun interés, pero produce uno.
El placer es, en el primer juicio, el del gusto; en el segundo, el del sentimiento moral.
Mas la razón
interesa por lo mismo que las ideas (por las cuales ella produce en el sentimiento moral un interés inmediato)
tienen también una realidad del objeto,
es decir, por aquello que la naturaleza revela, al menos por cualquier traza o cualquier signo, u
n principio que nos
autoriza a admitir una concordancia regular entre sus producciones y
la satisfacción que somos capaces de
experimentar independientemente de todo
interés (y que no conocemos a priori como una ley para cada uno, sin poderlo fundar sobre pruebas). La razón
debe, pues, tomarse un interés en toda
manifestación de la naturaleza que realiza semejante acuerdo; por consiguiente, el espíritu no
puede reflexionar sobre la belleza de la
naturaleza, sin hallarse al mismo tiempo interesado en ella. Pero este interés es moral por asociación; y
el que toma interés por la belleza de la
naturaleza, no puede hacerlo más que a condición de haber sabido unir un gran interés al bien moral.
Hay, pues, razón para suponer al menos
buenas disposiciones morales en aquel a quien interesa inmediatamente la belleza de la naturaleza.
Se dirá que esta
interpretación de los juicios estéticos que les supone una especie de parentesco con el sentimiento
moral, parece muy reducida para que se
la pueda considerar como la verdadera explicación del
87
lenguaje simbólico que la naturaleza nos habla en sus
bellas formas. Mas ahora este interés inmediato
que se refiere a lo bello de la naturaleza no
es realmente común; no es propio más que de aquellos, cuyo espíritu
ha sido ya cultivado para lo bello, o es
eminentemente propio para recibir esta
cultura; en aquellos, la analogía que existe entre el juicio puro del gusto (que sin depender de ningún interés, nos
hace experimentar una satisfacción, y la
representa al mismo tiempo a priori como conviniendo a la humanidad en general), y el juic
io moral que llega al mismo resultado por medio de conceptos, aun sin los auxilios
de una reflexión clara, sutil y
premeditada, esta analogía comunica al objeto del primer juicio un interés inmediato igual al del objeto del
segundo: solamente que mientras aquel es
libre, este está fundado sobre leyes objetivas. Añadamos a esto la admiración de estas bellas producciones de la
naturaleza, en donde ésta se muestra
artista, no por efecto de la casualidad, sino como con intención, siguiendo un orden regular, y nos revelará
una finalidad, cuyo objeto no hallamos
en ninguna parte fuera, de suerte que lo buscamos naturalmente en nosotros mismos, en el objeto final de
nuestra existencia, saber, en el destino
moral (la investigación del principio de la posibilidad de esta finalidad de la naturaleza se presenta en la
teleología).
Es fácil mostrar
que la satisfacción, referente a las bellas artes, no se halla ligado a un interés inmediato, como el
que se refiere a la bella naturaleza.
En efecto; o
bien una obra de arte es una imitación de la naturaleza, que llega hasta producir ilusión, y entonces produce
el mismo efecto que una belleza natural
(pues que como tal se toma); o bien tiene visiblemente por objeto el satisfacernos, y entonces la
satisfacción que se refiriera a esta
obra, sería en verdad producida inmediatamente por el gusto; mas en esto no habría otro interés que el que se
refiriera inmediatamente a la causa
misma o al principio de esta obra, es decir, a un arte que no puede interesar más que por su objeto, y nunca por
sí mismo. Se dirá quizás que hay casos
en que los objetos de la naturaleza no nos interesan por su belleza, sino en tanto que les asociamos una
idea moral; mas en esto no son estos
objetos mismos los que interesan inmediatamente; es la
cualidad que tiene la naturaleza de ser propia para una
asociación de este género, que le pertenece
esencialmente.
Los atractivos
que se hallan en la bella naturaleza, y que muchas veces se hallan, por decirlo así, tan fundidos con
las bellas formas, pertenecen o a las
condiciones de la luz (que forman el color) o a las modificaciones del sonido (que forman los tonos). Estas son
allí, en efecto, las solas sensaciones
que no ocasionan únicamente un sentimiento de los sentidos, sino aun una reflexión sobre la forma de
estas modificaciones de los sentidos,
que contiene de este modo como un lenguaje que nos pone en comunicación con la naturaleza, y parece
tener un sentido superior. Así el color
blanco de lis parece disponer al alma a las ideas de inocencia, y si se sigue el orden de los siete colores desde
el rojo al violado, se encuentra en
ellos el símbolo de las ideas: 1.º, de la sublimidad; 2.º, del valor; 3.º, del candor; 4.º, de la afabilidad; 5.º, de la
modestia; 6.º, de la constancia y
7.º, de la ternura. El canto de las aves anuncia la alegría
y el contento de la existencia. Al menos
interpretamos así la naturaleza, sea o no este su fin. Mas este interés que tomamos en efecto
por la belleza, no se reduce más que a
la belleza de la naturaleza; desaparece desde que se nota que somos engañados, y que lo que la excitaba no
era más que el arte, hasta tal punto,
que el gusto no puede hallar en esto nada de bello, ni la vista nada de atractivo. No hay nada que los poetas
hayan ensalzado, más que hayan hallado
más delicioso que el canto del ruiseñor que se hace oír en una selva solitaria durante la calma de una noche
de estío, a la dulce claridad de la
luna. Sin embargo, si alguno, queriendo agradar y para entretener sus convidados los conduce, bajo
pretesto de hacerles respirar el aire de
los campos, cerca de un bosque donde no existe ningún cantor de esta especie, sino donde se ha ocultado un
joven revoltoso que sabe perfectamente
imitar el canto de esta ave (con una caña o con un junco), así que se aperciban el ardid nadie podrá
escuchar más este canto que soñaba
momentos antes tan encantador; y lo mismo sucederá con el canto de las demás aves. No hay más que la
naturaleza, o lo que tomamos como la
naturaleza, que pueda hacernos referir a lo bello un interés inmediato; y esto es verdad con mayor motivo cuando
queremos exigir de otros este interés,
como sucede, en efecto, cuando tenemos por groseros y sin
88
elevación, a estos hombres que no tienen el sentimiento de
la bella naturaleza (porque nombramos
así la capacidad que nos hace hallar un
interés en la contemplación de la naturaleza), y que en la mesa no
piensan más que en el goce de los
sentidos.
§ XLIII
Del arte en general
1. El arte se
distingue de la naturaleza como hacer (facere), se distingue de obrar (agere) y hay entre una producción
de la naturaleza, la diferencia de una
obra (opus) a un efecto (effectus).
No se debería
aplicar propiamente el nombre de arte más que las cosas producidas con libertad, es decir, con una voluntad
que toma la razón por principio de sus
acciones. En efecto; aunque se quiera llamar obras de arte las producciones de las abejas (los
surcos de cera regularmente
construidos), no se habla así más que por analogía; porque desde que
nos apercibimos que su trabajo no está
fundado sobre una reflexión que les sea
propia, se dice que es una producción de su naturaleza (del instinto) y se aplica el arte a su criador.
Cuando al cavar
en un huerto se halla como sucede muchas veces, un trozo de madera tallada, no se dice que es
una producción de la naturaleza, sino
del arte; la causa eficiente de esta producción ha concebido un fin, al cual debe su forma este
objeto. Además, se reconoce también el
arte en todas las cosas que son tales, que su causa, antes de producirlas, ha debido tener la
representación de ellas (como sucede en
las abejas), sin concebirlas sin embargo, como efectos; pero cuando se nombra simplemente obra de arte, para
distinguirla de un efecto de la
naturaleza, se entiende siempre por esto una obra de los hombres.
2. El arte en
tanto que habilidad del hombre, se distingue también de la ciencia como poder, de saber; como la
facultad práctica, de la facultad
teórica; como la técnica de la teoría (como por ejemplo, la
agricultura de la geometría). Y así una
cosa que se puede hacer, desde que se sabe lo que se ha de hacer, y se conoce suficientemente
el medio que se ha de emplear para
alcanzar el efecto deseado, no es precisamente del arte. No se debe buscar el arte más que allí donde el
conocimiento perfecto de una cosa no nos
da al mismo tiempo la habilidad necesaria para hacerlo. Camper describe muy exactamente la manera de
hacer un buen zapato, mas seguramente no
ha podido hacer un buen zapato, mas seguramente
no ha podido hacer ninguno60.
3. El arte se
distingue también del oficio; el primero se llama liberal; el segundo puede llamarse mercenario. No se
considera el arte más que como un juego,
es decir, como una ocupación agradable por sí misma, y no se le atribuye otro fin; mas el oficio se
mira como un trabajo
, es decir, tomo una
ocupación desagradable por sí misma (penosa), que no atrae más que por el resultado que promete (por
ejemplo, por el aliciente de la
ganancia), y que por consiguiente, encierra una especie de violencia.
¿Se debe colocar en la jerarquía de las
profesiones el relojero entre los
artistas, y los herreros, al contrario, entre los artesanos? Para
contestar esta pregunta es necesario otro
medio de apreciación
que el que hemos tomado aquí; es decir,
que es necesario considerar la proporción del
talento que se exige en una y otra profesión. Además, en lo que se
llama las siete artes liberales, ¿no hay
algunas que debemos referir a la ciencia,
y otras que debemos acercar al oficio? Es una cuestión, pues, de la que
yo no quiero hablar aquí. Mas lo que hay
de cierto, es que en todas las artes hay
algo de fuerza, o como se dice, un mecanismo, sin el cual el espíritu, que debe hallarse libre en el arte, y que sólo
anima la obra, no podría tomar cuerpo, y
se evaporaría todo entero (por ejemplo, en la poesía, la corrección y la riqueza del lenguaje, así
como la prosodia y la medida).
60 . En mi
país, un hombre del pueblo a quien se propone un problema como el del
huevo de Colón, dice que esto no es del arte sino de la
ciencia: lo que quiere decir que cuando
se sabe la cosa, se puede la misma: y habla de la misma manera del
pretendido arte del prestidigitador. No
dudará, por el contrario, en llamar arte la destreza del bailarín en la cuerda.
89
Es bueno hacer esta observación en un tiempo en que ciertos
pedagogos creen hacer el mayor servicio
a las artes liberales, descartando de estas
toda especie de violencia, y cambiando el trabajo en puro juego.
§ XLIV
De las bellas artes
No hay ciencia
de lo bello, sino solamente una crítica de lo bello; del mismo modo que no hay bellas ciencias, sino
solamente bellas artes. En efecto; e
n primer lugar; si hubiera una ciencia de lo bello, se
decidiría científicamente, es decir, por
medio de argumentos, si una cosa debe ser
o no tenida por bella, y entonces el juicio sobre la belleza, entrando
en la esfera de la ciencia, no sería un
juicio del gusto. Y, en segundo lugar, una
ciencia que, como tal, debe ser bella, es un contrasentido. Porque si se
le pregunta a título de ciencia, por
principios o por pruebas, se nos
contestaría por medio de buenas palabras61. Lo que ha dado lugar
sin duda a la expresión usada de bellas
ciencias, es que se ha observado muy
bien que las bellas artes, para alcanzar toda su perfección, exigen
mucha ciencia, por ejemplo, el
conocimiento de lenguas antiguas, la asidua
lectura de autores considerados como clásicos, la historia, el conocimiento de antigüedades, etc.; y es
porque estas ciencias históricas deben
necesariamente servir de preparación o de fundamento a las bellas artes, y también porque se ha comprendido en
ellas el conocimiento mismo de las
bellas artes (de la elocuencia y de la poesía) y por una especie de trasposición se han llamado a las
mismas bellas ciencias.
Cuando el arte,
conformándose con el conocimiento de un objeto
posible, se limita a hacer para realizarlo todo lo que es necesario,
es mecánico; pero si se tiene por fin
inmediato el sentimiento del placer, es
estético. El arte estético comprende las artes agradables y las bellas
artes, según que tiene por objeto el
asociar el placer a las representaciones, en
tanto que simples sensaciones, o en tanto que especies de conocimiento.
Las artes
agradables son las que no tienen otro fin que el goce; tales son todos estos atractivos que pueden
encantar a una reunión en la mesa,
como relatar de una manera agradable, empeñar o interesar
la reunión en una conversación llena de
abandono y vivacidad, elevarla por el chiste y
la risa a un cierto tono de gracia, en el que en cierto modo se puede decir todo lo que se quiera, y en donde nadie
quiere tener que responder de lo que ha
dicho, puesto que no se piensa más que en alimentar el entretenimiento del momento, y no en
suministrar una materia fija a la reflexión
y a la discusión. (Es necesario referir a esta especie de artes el del servicio de la mesa, y aun la música que
se emplea en las grandes comidas, que no
tiene otro objeto que entretener los espíritus por medio de sonidos agradables en el tono de la
gracia, y que permite a los vecinos
conversar libremente entre sí, sin que nadie ponga la menor atención
en la composición de esta música.)
Colocaremos también en la misma clase
todos los juegos que no ofrecen otro interés que un pasatiempo.
Las bellas
artes, por el contrario, son especies de representaciones, que tienen su fin en sí mismas, y que sin otro
objeto, favorecen sin embargo, la
cultura de las facultades del espíritu en su relación con la vida social.
La propiedad que
tiene un placer de poder ser universalmente
participada, supone que aquél no es un placer del goce, derivado de
la pura sensación, sino de la reflexión;
y así las artes estéticas, en tanto que
bellas artes, tienen por regla el juicio reflexivo, y no la sensación.
§ XLV
Las bellas artes deben hacer el efecto que la naturaleza
Ante una producción
de las bellas artes, es necesario que tengamos la conciencia de que es una producción del arte,
y no de la naturaleza, pero también es necesario
que la finalidad de la forma de esta producción
aparezca tan independientemente de toda violencia de reglas
arbitrarias, como si fuera simplemente
una producción de la naturaleza. Sobre este
sentimiento del libre, pero armonioso juego de nuestras facultades
de conocer, es sobre el que descansa
este placer, que sólo puede ser
90
universalmente participado, sin que por esto se apoye sobre
conceptos. Hemos visto que la naturaleza
es bella cuando hace el efecto del arte; el
arte a su vez no puede llamarse bello más que cuando, aunque,
tengamos conciencia de que es arte, nos
haga el efecto de la naturaleza.
Que se trate de
la naturaleza o del arte, podemos decir generalmente que es bello aquello que agrada únicamente en
el juicio que formamos de ello (no en la
sensación, ni por medio de un concepto). Por lo que, el arte tiene siempre un designio determinado de
producir alguna cosa. Mas si no se tratase
más que de una simple sensación (alguna cosa puramente subjetiva), que debiera estar acompañada de
placer, esta producción no agradaría en
el juicio más que por medio de una sensación de los sentidos. De otro lado, si el designio concierne
a un objeto determinado, el objeto
producido por el arte no agradará más que por medio de conceptos. En los dos casos, el arte no
agrada únicamente en el juicio, es
decir, no agradaría como bello, sino como mecánico.
Así una
finalidad de una producción en las bellas artes, aunque tenga un designio, no debe dejarlo aparecer, es
decir, que las bellas artes deben hacer
el efecto de la naturaleza, aunque se tenga conciencia de que son artes. Por lo que una producción del arte
hace el efecto de la naturaleza, cuando
se halla que las reglas, conforme a las cuales únicamente esta producción puede ser lo que debe ser, han
sido exactamente observadas, pero que no
deja aparecer el esfuerzo, que no descubre la forma de la escuela, y no recuerda en cierto modo que la
regla estaba en los ojos del artista, y
que encadenaba las facultades de su espíritu.
§ XLVI
Las bellas artes son artes del genio
El genio es el
talento (don natural) que da al arte su regla. Como el talento o el poder creador que posee el
artista es innato, y pertenece por
tanto a la naturaleza, se podría decir también que el genio
es la cualidad innata del espíritu
(ingenium), por la cual la naturaleza da la regla al arte.
Sea lo que fuere de
esta definición, ya sea arbitraria, ya sea o no
conforme al concepto que asociamospor costumbre a la palabra genio
(lo que examinaremos en el párrafo
siguiente), siempre se puede probar de
antemano, que, conforme al sentido aquí adoptado, las bellas artes
deben ser consideradas necesariamente
como artes del genio.
En efecto; todo arte
supone reglas, por cuyo medio es representada
como posible una producción artística. Mas el concepto de las bellas
artes no permite que el juicio formado
sobre la belleza de sus producciones,
sea derivado de regla alguna que tenga por principio un concepto, y
que, por consiguiente, nos muestre cómo
es posible la cosa. Así las bellas artes no pueden
hallar por sí mismas
la regla que deben seguir en sus
producciones. Por lo que, como sin regla anterior una producción no puede recibir el nombre de arte, es necesario
que la naturaleza de al arte la regla en
el sujeto (y esto por la armonía de sus facultades), es decir que las bellas artes no son posibles más que como
producciones del genio.
Es fácil, sin
embargo, comprender lo que sigue:
1.º El genio es
el talento de producir aquello de que no se puede dar una regla determinada, y no la habilidad que
se puede mostrar, haciendo lo que se puede
aprender, según una regla; por consiguiente, la
originalidad es su primera cualidad. 2.º Como en esto puede haber originales extravagantes, sus producciones
deben ser modelos, deben ser ejemplares,
y por consiguiente, originales por sí mismas; deben poderse ofrecer a la imitación, es decir, servir de
medida o de regla de apreciación. 3.º No
puede por sí mismo describir a mostrar
científicamente cómo ejecuta sus producciones, pero da la regla para
una inspiración de la naturaleza, y de
este modo el autor de una producción,
siendo deudor a su genio, no sabe él mismo cómo se hallan en él las ideas; no está en su poder formar otras
semejantes gradual y metódicamente, y comunicar
a los demás preceptos que les pongan en
91
condiciones de poder ejecutar semejantes producciones. (Por
esto es sin
duda por lo que la
palabra genio se ha sacado de la latina genius, que significa el espíritu propio particular, que
ha sido concedido a un hombre al nacer,
que le protege, le dirige y le inspira ideas originales.)
4.º La naturaleza no da por medio del genio reglas a la
ciencia, sino al arte, y aún no se debe
aplicar esto más que a las bellas artes.
§ XLVII Explicación y confirmación de la anterior
definición del genio
Todos están
conformes en reconocer que el genio es en un todo opuesto al espíritu de imitación. Por lo que,
como aprender, no es otra cosa que imitar,
la mayor capacidad, la mayor facilidad para aprender, no puede como tal, pasar por propia del genero.
Mucho más, para llamarse genio, no basta
pensar y meditar, por sí mismo, y no limitarse a lo que otros han pensado, ni aun basta hacer
descubrimientos en el arte y en la ciencia,
y ser lo
que se llama una
gran cabeza (por oposición a estos
espíritus, que no saben más que aprender o imitar a que se llama papagayos)62; es que esto que se halla de
este modo, se hubiera podido aprender,
lo que se alcanza por medio de reglas, y siguiendo el camino de la especulación y la reflexión, y esto no se
distingue de lo que se puede aprender
por el estudio y la imitación. Así, todo lo que Newton ha expuesto en su inmortal obra de los
principios de la filosofía natural, por
gran talento que haya necesitado para hallar tales cosas, se puede aprender; pero no se puede aprender a
componer bellos versos, por más
detallados que sean los preceptos de la poesía, y por más excelentes
que sean los modelos. La razón de esto
es que Newton podía, no solamente para
sí mismo, sino para todos, hacer, por decirlo así, visibles, y marcar para sus sucesores todos los pasos que él
tuvo que dar desde los primeros
elementos de la geometría, hasta los más grandes y profundos descubrimientos, mientras que un Homero o un
Wieland no pueden
mostrar cómo sus ideas tan ricas para la imaginación, y al
mismo tiempo tan llenas para el pensamiento,
han podido caer y concertarse en su
cabeza, porque ellos no lo sabían por sí mismos, y no podían
hacerlo aprender a los demás. El mayor
inventor, tratándose de la ciencia, no
difiere más que en el grado del más laborioso imitador; mas difiere específicamente del que la naturaleza ha producido
para las bellas artes. Esto no es que
queramos rebajar aquí los grandes hombres, a los cuales, el genio humano debe tanto reconocimiento,
ante los favores de los que la
naturaleza llama artistas. Como los primeros, son destinados por su talento a concurrir al perfeccionamiento
progresivo y creciente de los
conocimientos y de todas las ventajas que de estos dependen; así como
a la instrucción del género humano,
tienen en esto una gran superioridad
sobre aquellos. En efecto; el arte no es como la ciencia; se reduce
en cierta parte, porque tiene límites
que no puede pasar, y estos límites han
sido sin duda alcanzados después de mucho tiempo, y no pueden
evitarse; además la habilidad que hace
el genio del artista no se puede comunicar,
la recibe inmediatamente de mano de la naturaleza, y muere con él,
hasta que la naturaleza produce otra tan
felizmente concebida, y que no tiene
necesidad más que de un ejemplo para ejercer a su vez su talento.
Si la regla del arte
(de las bellas artes) es un don natural, ¿de qu
é especie es, pues,
esta regla? Ella no puede reducirse a fórmula y servir de precepto, porque de otro modo el juicio sobre
lo bello podría ser determinado conforme
a conceptos; mas es necesario abstraerla del
efecto, es decir, de la producción, sobre que puedan otros ensayar
su propio talento, sirviéndose de ella
como de un modelo que imitar, y no que
copiar. ¿Cómo es esto posible? Es difícil de explicar. Las ideas del artista excitan ideas semejantes en su
discípulo, si la naturaleza le ha dotado
de las mismas facultades y en la misma proporción. Los modelos de las bellas artes son, pues, los solos
medios que pueden trasmitir el arte a la
posteridad; simples descripciones no podrían tener el mismo resultado, principalmente en relación a la
palabra, y en esta especie de artes no
se tienen por clásicos más que los modelos tomados de las lenguas antiguas, y derivados de las lenguas
sabias.
92
Aunque existe una
gran diferencia entre las artes mecánicas y las
bellas artes, no exigiendo las primeras otra cosa que aplicación y
estudio, pidiendo las otras genio todas
las bellas artes, sin excepción, encierran
algo de mecánico, que se puede comprender y seguir por medio de
reglas, y suponen, por consiguiente,
como condición esencial, algo en ellas que
tienen de escuela. Porque nos proponemos un fin o de lo contrario
no habría producción del arte, sino por
casualidad. Por lo que, para poner en
ejecución lo que nos proponemos hacer, son necesarias reglas determinadas, a las cuales no nos podemos
sustrae
r. Mas como la
originalidad del talento es uno de los caracteres esenciales (no digo
el único) del genio, se ven pobres
espíritus que creen mostrar un genio
distinguido, separándose de la violencia de las reglas, y se imaginan
que se hace mejor figura sobre un
caballo fogoso que sobre un caballo
domado. El genio se limita a suministrar una rica materia a las producciones de las bellas artes; para
trabajar esta materia y darle una forma,
es necesario un talento formado por la escuela y capaz de hacer de aquello un uso que pueda aprobar el Juicio.
Mas es algo ridículo que un hombre hable
y resuelva como un genio en las cosas que exigen de parte de la razón las más laboriosas investigaciones;
y yo no sé cual se presta más a la risa,
el charlatán que extiende a su alrededor una gran humareda en donde no se pueden distinguir claramente
los objetos, pero donde se imagina de
ellos tanto más, o el público que cree sencillamente, que si no se puede discernir y comprender claramente la
mejor parte de lo que se le presenta, es
que le ofrecen en abundancia nuevas verdades, mientras que trata de chapuces todo trabajo, detallado
(que establece justas definiciones y
emprende un examen metódico de los principios).
§ XLVIII
De la relación del genio con el gusto
Para juzgar de
los objetos bellos como tales, es necesario gusto; pero en las bellas artes, es decir, para producir
cosas bellas, o es necesario genio.
Si se considera
el genio como un talento para las bellas artes (que es la significación propia de la palabra), y bajo
este punto de vista se le quisiera
descomponer en las facultades que en él deben concurrir, es necesario determinar primeramente de una
manera exacta, la diferencia que existe
entre la belleza natural, cuya apreciación no exige más que gusto, y la belleza artística, cuya
posibilidad (que es necesario también
tener en cuenta en la apreciación de un objeto de arte) exige genio.
Una belleza natural
es una cosa bella; la belleza artística es una bella representación de una cosa.
Para juzgar una
belleza natural como tal, no tengo necesidad de tener previamente un concepto de lo que debe ser la
cosa, es decir, no tengo necesidad de
conocer su finalidad material (el fin), sino basta que la forma so
la de esta como independiente de todo conocimiento de su
fin, me agrade por sí misma en el
juicio. Mas si el objeto es dado por una
producción del arte y se le ha de declarar bello como tal, el arte suponiendo siempre un fin en su causa (y en
la causalidad de esta), debe al pronto apoyarse
sobre un concepto de lo que debe ser la cosa; y como la concordancia de los diversos elementos de
una cosa con su destino ulterior o su fin,
constituye la perfección de esta cosa, se sigue que en la apreciación de la belleza artística, la
perfección debe también tomarse en
consideración, lo que no tiene lugar en la apreciación de una
belleza natural (en tanto que sea tal).
Es verdad, que para juzgar de la belleza de
los objetos de la naturaleza, particularmente de los seres animados,
como por ejemplo, el hombre o el
caballo, tomamos generalmente en
consideración la finalidad objetiva de estos seres, mas entonces
nuestro juicio no es un juicio puro,
estético, es decir, un simple juicio del gusto;
nosotros no juzgamos la naturaleza como haciendo el efecto del arte,
sino como siendo un arte (aunque
sobrehumano), y el juicio teleológico es
aquí para el juicio estético un principio y una condición, que este
debe tener en cuenta. En semejante caso,
cuando por ejemplo se dice «es una bella
mujer», no se piensa en el hecho otra cosa, sino que la naturaleza representa en esta forma los fines que se
propone en el cuerpo de la mujer; porque
además de la simple forma es necesario todavía que haya
93
relación a un concepto, de suerte que el juicio formado
sobre el objeto es un juicio estético y
lógico a la vez.
Las bellas artes
tienen esta ventaja; que hacen bellas las cosas que en la naturaleza serían odiosas y desagradables63.
Las fiebres, las demás enfermedades, los
reveses en la guerra y todos los desastres de este género, pueden describirse y aun
representarse por la pintura y venir a ser
bellezas. No hay más que una especie de cosas odiosas que no se
pueden representar conforme a la naturaleza,
sin destruir toda satisfacción estética
y por consiguiente la belleza artística; estas son las que excitan el disgusto. En efecto; como en esta singular
sensación que no descansa más que sobre
la imaginación, rechazamos con fuerza un objeto que sin embargo, se nos ofrece como un objeto de placer,
no distinguimos en nuestra sensación la
representación artística del objeto de la naturaleza de este objeto mismo, y entonces nos es
imposible hallar bella esta
representación. También la escultura, en donde parece confundirse el
arte con la naturaleza, tiene en
entredicho la representación inmediata de los
objetos odiosos, y no permite, por ejemplo, representar la muerte (de
la que hace un bello genio), o el
espíritu belicoso (del que hace a Marte),
mas que por medio de una alegoría o de atributos que hacen un buen efecto, y por consiguiente, de una manera
indirecta que llama la reflexión de la
razón, y no se reduce solamente al juicio estético.
He aquí, pues, la
bella representación de un objeto, la cual no es propiamente más que la forma de la exhibición
de un concepto que por esto se comunica
universalmente. Mas para dar cierta forma a las
producciones de las bellas artes, no se necesita más que gusto; con
el gusto, con un gusto ejercitado y
corregido por numerosos ejemplos sacados
de la naturaleza o del arte, es como el artista aprecia su obra, y después de muchos ensayos, muchas veces
penosos, halla por último una forma que
le satisface. Esta forma no es, pues, como una cosa de inspiración, o el efecto del libre vuelo de
las facultades del espíritu, sino el
resultado de largos y penosos esfuerzos, por los cuales el artista busca siempre el hacer lo más conforme a un
pensamiento, conservando siempre la
libertad del juego de sus facultades. Pero el gusto no es más
que una facultad de juzgar; ésta no es un poder creador; y
lo que le conviene no es por esta razón
una obra de bellas artes; esta puede ser una
producción que pertenezca a las artes útiles y mecánicas, y aun a
la ciencia, y ser el efecto de reglas
determinadas que se pueden aprender o
que se deben seguir con exactitud. En este caso la forma que da a su
obra no es más que un medio que se
emplea para recomendarla y extenderla,
haciéndola capaz de agradar, y aunque ligada a un fin determinado, permite cierta libertad. Así se quiere que un
servicio de mesa, que un tratado de
moral, y aun que un discurso tengan la forma de las bellas artes, pero sin que aparezca como buscado, y
por esto no se dice que son obras de las
bellas artes. Un poema, un trozo música, una galería de cuadros, etc., he aquí lo que se atribuye a
las bellas artes; y en una obra dada
como perteneciente a las bellas artes, se puede muchas veces hallar el genio sin gusto, o el gusto sin genio.
§ XLIX
De las facultades del espíritu que constituyen el genio
Se dice de ciertas
producciones que se deben poder considerar, en
parte al menos, como obras de las bellas artes, que no tienen alma64, aunque, bajo el respecto del gusto, no haya
en ellas nada que reprender. Un poema puede
ser muy claro, muy elegante, más no tener alma. Una historia es exacta y bien ordenada, mas le
falta el alma. Un discurso solemne es
sólido y al mismo tiempo adornado, pero sin alma. Muchas conversaciones no dejan de tener interés,
pero no tienen alma. Se dice de una
mujer que es linda, agradable en la conversación, graciosa, mas sin alma. ¿Qué es lo que se entiende aquí por
alma? El alma en el sentido estético es
el principio vivificante del espíritu. Mas lo que sirve a este principio para animar el espíritu, la materia
que emplea en su fin, es lo que da un
feliz vuelo a las facultades del espíritu, es decir, lo que las pone en juego, de tal suerte que este juego se
entretiene en sí y fortifica aun las
facultades que en él se ejercitan.
94
Por lo que yo
sostengo que este principio no es otra cosa qu
e la facultad de
exhibición de ideas estéticas; y por idea estética entiendo una representación de la imaginación, que da
ocasión a muchos pensamientos, sin que
ninguno sea determinado, es decir, sin que ningún concepto le pueda ser adecuado, y que por
consiguiente, ninguna palabra puede
perfectamente expresarla ni hacerla comprender. Se ve fácilmente que es la dependiente de una idea racional y
que, por el contrario, es un concepto al
cual no se puede hallar intuición (representación de la imaginación) adecuada.
La imaginación (como
facultad de conocer productiva), tiene un gran
poder creador, como otra naturaleza, con la materia que le suministra
la naturaleza real. Ella sabe
encantarnos allá donde la experiencia nos
parece muy trivial; transforma esta sintiendo siempre las leyes de analogía, mas también conforme a principios
que tienen un más alto origen, que
tienen su fuente en la razón (y que son tan naturales para nosotros como aquellos conforme a los que
recibe el entendimiento la naturaleza
empírica); y en esto nos sentimos independientes de la ley de asociación (la cual es inherente al uso empírico
de la imaginación), porque si es en
virtud de esta ley como nosotros sacamos de la naturaleza la materia que necesitamos, la aplicamos a un
uso superior y que excede la naturaleza.
Se puede dar el
nombre de ideas a las representaciones de la
imaginación; porque de una parte ellas tienden al menos a algo que
se halla más allá de los límites de la
experiencia, y buscan de este modo
aproximarse a la exhibición de los conceptos de la razón (de las
ideas intelectuales), lo que les da una
apariencia de realidad objetiva; y de otra
parte, lo que es el principal motivo, no se puede tener concepto
adecuado de estas representaciones, en tanto
que
intuiciones
internas. El poeta ensaya hacer
sensibles65 las ideas de seres invisibles, el reino de los bienaventurados, el infierno, la eternidad,
la creación, etc.; o más todavía,
tomando las cosas de que la experiencia les da ejemplo, como la
muerte, la envidia y todos los vicios,
el amor, la gloria, etc., y trasportándolos
más allá de la experiencia, su imaginación, que rivaliza con su razón en
la
prosecución de un máximun, las representa a los sentidos
con una perfección de que la naturaleza
no ofrece ejemplos. Aun en la poesía es
donde la facultad de las ideas estéticas puede revelar todo su poder.
Mas esta facultad, considerada en sí
misma, no es propiamente más que un
talento (de la imaginación).
Si se coloca
bajo un concepto una representación de la imaginación, que entre en la exhibición de este concepto, más
que por sí mismo despierta el
pensamiento, sin poder reducirse a un concepto determinado, y extiende de este modo estéticamente el
concepto mismo de una manera
indeterminada, la imaginación es entonces creadora y pone en movimiento la facultad de las ideas
intelectuales (la razón), de manera que
se extienda el pensamiento formado con ocasión de una representación (lo que es ciertamente propio
del concepto del objeto), mucho más allá
de lo que se puede percibir y discernir claramente.
Estas formas que
no constituyen la exhibición de un concepto dado, sino que expresan solamente, en tanto que
representaciones secundarias de la
imaginación, las consecuencias que a ellas son inherentes, y la afinidad de este concepto con otro, se llaman
atributos (estéticos) de un objeto,
cuyos conceptos, en tanto que idea racional, no pueden hallar exhibición adecuada. Así el águila que tiene
la fuerza en sus u
ñas, es un atributo
del poderoso rey de los cielos, y el pavo real un atributo de su magnífica esposa. Estos no representan como
los atributos lógicos, lo que contienen
nuestros conceptos de la sublimidad y de la majestad de la creación, sino alguna otra cosa en que la imaginación
halla ocasión de ejercitarse sobre una
multitud de representaciones análogas, que hacen pensar más allá de lo que se puede expresar
en un concepto determinado por palabras,
y suministran una idea estética que reemplaza por la idea racional, la exhibición lógica que anima
verdaderamente el espíritu, abriéndole
una perspectiva sobre un campo inmenso de representaciones análogas. Las bellas artes no proceden de
este modo solamente en la pintura, en la
escultura (en donde los atributos son ordinariamente empleados), sino que la poesía y la
elocuencia deben el alma que vivifica
sus obras a los atributos estéticos de los objetos que acompañan los
95
atributos lógicos, y que dan el vuelo a la imaginación, y
nos hacen pensar, aunque de una manera
confusa, mucho más de lo que puede comprender
un concepto, o hacer una expresión determinada. Me limitaré para ser breve, a un pequeño número de
ejemplos.
Cuando el gran
Federico, en una de sus poesías, se expresa así66:
Sí, finarán sin
turbación y morirán sin pena- Dejando el universo lleno de nuestros beneficios.- Así el astro del día
al fin de su carrera,- Extiende sobre el
horizonte una apacible luz- Y los últimos rayos que lanza sobre el aire- Son los últimos suspiros que al
universo da.
Vivifica esta
idea, que la razón le suministra, con un alma cosmopolita hasta el fin de la vida, por un atributo que
asocia a la imaginación (evocando el
recuerdo de todo lo que hay de delicioso en una noche serena, sucediendo a un día bello de verano),
y despierta una multitud
de sensaciones y de representaciones secundarias,
para las cuales no se encuentra
expresión. Recíprocamente, un concepto intelectual puede servir de atributo a una representación de
los sentidos, y animarlo por medio de
una idea supra-sensible; mas no se aplica a este uso sino un elemento estético, subjetivamente inherente a
la conciencia de lo supra- sensible. Así, por ejemplo, un poeta67 dice en la
descripción de una bella mañana: «La luz
del sol resplandecía como resplandece la calma en el seno de la virtud.» La conciencia de la
virtud, cuando uno se pone con el
pensamiento en lugar de un hombre virtuoso, extiende en el espíritu
una multitud de sentimientos sublimes y
tranquilos, y nos abre una perspectiva
sin límites sobre un porvenir de dichas, que no puede mostrar perfectamente ninguna expresión determinada68.
En una palabra, la
idea estética es una representación de la
imaginación asociada a un concepto dado, y ligada a una variedad tal
de representaciones parciales,
libremente puestas en juego, que no se puede
hallar expresión que las designe en un concepto determinado; una representación, por consiguiente, que añade
muchos inefables
pensamientos cuyo sentimiento anima las facultades de
conocer, y vivifica la letra por medio
del alma.
Las facultades
del espíritu, cuya unión (en cierto respecto) constituye el genio, son, pues, la imaginación y el
entendimiento. Mas en tanto que la imaginación,
aplicada al conocimiento, quita la violencia del entendimiento y se halla sometida a la
condición de apropiarse al concepto que
suministra, bajo el punto de vista estético, por el contrario, es libre. Además, su acuerdo con un concepto
suministra espontáneamente al
entendimiento materia rica y no desenvuelta, en la cual éste no soñaba en su concepto, sino que
la emplea menos objetivamente, en vista
del conocimiento, que subjetivamente, puesto que ella anima las facultades de conocer, y por
consiguiente, se aplica también, aunque
indirectamente a los conocimientos. De donde se sigue, que el genio consiste propiamente en una
feliz relación de la imaginación y el
entendimiento, que ninguna ciencia nos puede enseñar, ninguna aplicación nos puede dar, por la cual
asociamos las ideas a un concepto dado,
y hallamos de otro lado la expresión propia para comunicar a otros la disposición del espíritu que de esto
resulta, que es como el acompañamiento
de este concepto.
A este último
talento es a lo que se da el nombre de alma; porque para expresar lo que hay de inefable en la
disposición del espíritu, en que nos coloca
una representación determinada, y hacerlo propio para ser universalmente participado, ya la expresión
sea por medio del lenguaje, ya por medio
de la pintura, ya por las artes de adorno, se necesita una facultad que reciba, por decirlo así, de
paso, el juego rápido de la imaginación,
y que lo una a un concepto que se pueda participar, sin que haya en esto violencia por las reglas (un
concepto que es por esto mismo original,
y nos descubre una nueva regla que no ha podido ser sacada de ningún principio ni de ninguna regla
anterior.)
* * *
96
Si a pesar de esto,
después de este análisis, volvemos sobre la
definición que anteriormente hemos dado del genio, hallamos: 1.º, que
es un talento para el arte, y no para la
ciencia, y que deben presidir en sus operaciones
reglas claramente establecidas; 2.º, que como talento artístico supone un concepto determinado de su obra
como de su objeto, y por consiguiente,
el entendimiento; pero también una representación (aunque indeterminada) de la materia, es decir, de la
intuición propia de la exhibición de
este concepto, y por tanto, una relación de la imaginación al entendimiento; 3.º, que se revela menos
alcanzando su fin en la exhibición de un
concepto determinado, que presentando o expresando ideas estéticas, que suministran un rico
material para este mismo fin, y por consiguiente,
presentando la imaginación libre de la violencia de las reglas, pero conforme al mismo tiempo con la
exhibición del concepto dado; 4.º, que
por último, la finalidad subjetiva, que se revela espontáneamente en el libre concierto de la
imaginación con la legalidad del
entendimiento, supone tal proporción y tal disposición en estas facultades, que no se puede llegar a ellas
por la observancia de las reglas o de la
ciencia, o por una imitación mecánica, sino que solo la naturaleza del sujeto puede producirla.
De todo esto resulta
que el genio es la originalidad ejemplar del
talen
to natural que revela un sujeto en el libre ejercicio de
sus facultades de conocer. De esta manera
la obra de un genio (considerada en lo que
pertenece realmente a
l mismo, y no
en lo del estudio o
de la escuela) es para otro genio un
ejemplo, no para imitarlo (porque el genio de una obra, lo que constituye el alma, desaparece
en la imitación) sino para seguirlo:
ella despierta en el último el sentimiento de su propia originalidad, le excita a ejercer por sí
mismo su independencia, y así es como el
talento, llegando a ser un modelo, da al arte una nueva regla. Pero como este favor de la naturaleza que se
llama genio es un raro fenómeno, su
ejemplo produce entre los hombres de mérito una escuela, en donde se les enseña o donde se siguen
metódicamente, las reglas que se pueden
sacar de las obras del mismo, y por esto las bellas artes no son más que imitación, de la cual la naturaleza
ha dado la regla por medio del genio.
Mas esta
imitación viene a ser una monería69, cuando el discípulo lo imita todo hasta las cosas, que el genio no
ha dejado pasar, a pesar de su
defectuosidad, sino porque no podía suprimirlas sin debilitar las ideas.
No se debe ver allí un mérito más que
para el genio; cierto atrevimiento en la
expresión, y en general, ciertos extravíos de la regla común, no
sentarán bien, si no son cosas dignas de
imitar. Estas son las faltas que se deben
siempre evitar, perdonándolas al genio, cuya excesiva
circunspección comprometería la originalidad.
El amaneramiento70 es otra especie de
monería, que consiste en aquella falsa originalidad, por la cual uno
se separa lo posible de los imitadores,
sin poseer por esto el talento de ser
por sí mismo un modelo. Hay, en general, dos maneras (modi) de componer nuestros pensamientos: la una se denomina
manera (modus estheticos), la otra
método (modus logicus). Difieren entre sí en que la primera no tiene otra medida que el
sentimiento de la unidad en la
exhibición, mientras que la segunda sigue principios determinados.
Solo la primera, por consiguiente, se
aplica a las bellas artes. Mas una obra de
arte se dice amanerada, cuando la exhibición de la idea que encierra,
se acerca ya a la rareza, y no es
apropiada a la idea misma. El género
preciso, redondeado, afectado, que pretende distinguirse de lo ordinario (pero sin alma), se parece a los modos de
aquel que, como se dice, se escucha al
hablar, o se detiene y marcha como si estuviese en la escena, lo que indica siempre un mentecato.
§ L De la
unión del gusto con el genio en la producción de las bellas artes
Preguntar qué hay
de más importante en las cosas de las bellas artes, si el genio o el gusto, es como preguntar, cuál
de las dos facultades, la imaginación o el
juicio, desempeña aquí el principal papel. Pero como un arte relativo a la primera merece más bien el
nombre de ingenioso71, y que casi no es
más que relativamente a la segunda como puede colocarse
97
entre las bellas artes, esta es, al menos como condición
indispensable (conditio sine qua non),
la primera cosa que se debe considerar en la
apreciación de las artes, en tanto que bellas artes. La abundancia y la originalidad de ideas son menos necesarias a
la belleza, que la concordancia de la
imaginación, en libertad, pon la legalidad del
entendimiento. En efecto; la imaginación con toda su riqueza, no es
más que extravagancia, desde el momento
en que su libertad no tiene leyes; el
juicio es el que la pone en armonía con el entendimiento.
El gusto, como el
juicio en general, es la disciplina del genio; él le corta los vuelos, él le morigera y le pule,
pero al mismo tiempo le da una
dirección, mostrándole en qué y hasta dónde puede extenderse, para
no extraviarse, e introduciendo la
claridad y el orden en la confusión de los
pensamientos; da fijeza a las ideas, las hace propias de un asentimiento duradero y universal, propias para servir de
modelo a los demás, y para concurrir a
los progresos siempre crecientes de la cultura del gusto. Si, pues, en la lucha de estas dos facultades hay
necesidad de sacrificar algo, deberá
siempre ser más bien de parte del genio; y el Juicio, que en los casos de las bellas artes, decide por
principios que le son propios, sufrirá
menos voluntariamente que se cercene al entendimiento, que a la
libertad y a la riqueza de la
imaginación.
Las bellas artes
exigen, pues, el concurso de la imaginación, del entendimiento, del alma y del gusto72.
§ LI De
la división de las bellas artes
Se, puede en general
llamar belleza (de la naturaleza o del arte), la expresión de ideas estéticas: solamente hay
que hacer la distinción, de que en las
bellas artes, la idea estética debe ser ocasionada por un concepto del objeto, mientras que en la
belleza de la naturaleza, la simple
reflexión que nos hacemos sobre una intuición dada, sin ningún concepto
de lo que debe ser el objeto, basta para excitar y
comunicar la idea de la que este objeto
se considera como su expresión.
Si, pues, queremos
dividir las bellas artes, no podemos escoger, al menos como ensayo, un principio más cómodo que
la analogía del arte con la especie de
expresión de que los hombres se sirven cuando hablan para comunicarse tan perfecta como
fácilmente, no solo sus conceptos, sino
también sus sensaciones73. Este género de expresión consiste en la palabra, en el gesto, en el tono (articulación,
gesticulación y modulación). La sola
reunión de estas tres especies de expresión, constituye una perfecta comunicación entre los que hablan.
En efecto; el pensamiento, la intuición
y la sensación, son por ellas trasmitidas a los demás, simultánea y conjuntamente.
Según esto no
hay más que tres especies de bellas artes; el arte de la palabra, el arte figurativo y el arte del
juego de las sensaciones (como
impresiones sensibles exteriores). Se podrían también dividir las
bellas artes en dos partes, según que
expresen los pensamientos o las
sensaciones; y esta última especie de artes, se dividiría a su vez en
otras dos partes, según que se considerase
la forma o la materia (la sensación). Mas
esta división parecería muy abstracta, y menos conforme a las ideas comunes.
1. Las artes de
la palabra, con la elocuencia y la poesía. La elocuencia es el arte de dar a un ejercicio serio del
entendimiento, el carácter de un libre
juego de la imaginación; la poesía, el arte de dar a un libre juego de la imaginación el carácter de un ejercicio
serio del entendimiento.
Así el orador
promete algo serio, y para encantar a sus oyentes, lo h
ace como si no se tratase más que de un juego de las ideas.
El poeta no anuncia más que un juego
distraído de las ideas, y produce sobre el
entendimiento el mismo efecto que si no hubiera tenido por objeto
más que ocupar esta facultad. La unión y
armonía de estas dos facultades de
conocer, la sensibilidad y el entendimiento, que no pueden confundirse
la una con la otra, sino que a un mismo
tiempo no se pueden reunir sin
98
esfuerzo y sin hacerse recíprocamente algún perjuicio,
deben ser espontáneas y aparecer que se
han formado por sí mismas; de otro modo
se falta al fin de las bellas artes. Por esto es por lo que se debe evitar
todo lo que sea refinamiento y trabajo,
porque las bellas artes deben ser libres
en un doble sentido: de un lado no se pueden tratar como trabajos mercenarios, de los que se puede juzgar
conforme a una medida determinada y se
pueden mandar y pagar; y de otro el espíritu encuentra en ellas una ocupación, pero también un
placer y una excitación natural, que no
tiene otro objeto que ella misma (que es independiente de todo salario).
El orador, pues,
da algo que no promete, a saber, un juego distraído de la imaginación; pero quita también algo de lo
que promete, o sea el ejercicio que de
él se espera y que tiene por objeto ocupar seriamente el entendimiento. El poeta, al contrario,
promete menos y no anuncia más que un
simple juego de las ideas, pero nos da algo digno de nuestra ocupación, porque ofrece jugando un alimento
al entendimiento, y vivifica los
conceptos por medio de la imaginación. Por consiguiente, el primero da en realidad menos de lo que
promete, y el segundo da más.
2. Las artes
figurativas, o las que buscan la expresión de ciertas ideas en la intuición sensible (y no en las simples
representaciones de la imaginación
excitadas por palabras) representan o la realidad sensible, o la apariencia sensible. De un lado está la
plástica y de otro la pintura. Estas dos
forman figuras en el espacio, para expresar las ideas, mas las figuras de la plástica son perceptibles por
dos sentidos, la vista y el tacto
(aunque relativamente a este último, no tiene por objeto más que la belleza), las de la pintura no lo son más que
por la vista. Las dos tienen por
principio en la imaginación una idea estética (un arquetipo, un modelo), mas la figura que constituye la
expresión de esta idea (el ectipo, la
copia), es dada, o bien en su extensión corporal (como es el objeto mismo), o bien según la imagen que se forme
de él en el ojo (según su apariencia
superficial), y en el primer caso se puede tener en cuenta y dar por condición a la reflexión, o un objeto
real, o solamente la apariencia de un
objeto semejante.
La plástica, o
la primera especie de bellas artes figurativas, comprende la escultura y la arquitectura. La primera
representa en una exhibición corporal
los conceptos de las cosas que podrían existir en la naturaleza (mas teniendo en cuenta, como perteneciente a
las bellas artes, la finalidad
estética); la segunda, da una exhibición semejante a los conceptos de las cosas que no son posibles
más que por el arte, y cuya forma no
tiene su principio en la naturaleza, sino en algún fin arbitrario, y no debe perder de vista tampoco la finalidad
estética. En esta última especie de
arte, el objeto de arte es destinado a un cierto uso al cual se hallan subordinadas las ideas estéticas como
a su condición principal. Así las
estatuas de hombres, de dioses, de animales, etc., pertenecen a la primera especie de arte; mas los templos, los
edificios destinados a las reuniones
públicas, y aun la habitaciones, los arcos de triunfo, las columnas, los mausoleos y todos los
monumentos elevados en honor de ciertos
hombres, pertenece a la arquitectura. Aun se pueden referir a ella los muebles (los objetos de carpintería y los
utensilios de este género), porque la
apropiación de una obra a cierto uso, es lo propio de una obra de arquitectura74; al contrario, una obra
puramente plástica75 que es hecha
únicamente para la vista y debe agradar por sí misma, no es, en tanto
que exhibición corporal, más que una
imitación de la naturaleza, pero que
tiene, siempre en cuenta las ideas estéticas, y la verdad sensible; no
debe jamás llevarse tan lejos que deje
de parecer un arte y una producción de
la voluntad.
La pintura o la
segunda especie del arte figurativo que representa una apariencia sensible ligada a las ideas por
medio del arte, puede dividirse en arte
de bien pintar la naturaleza, y en arte de bien arreglar sus producciones. La primera será la pintura
propiamente dicha; la segunda, el arte
de
la jardinería. En
efecto, aquella no da más que la apariencia de
la extensión corporal; esta, dando extensión en su verdad, no
presenta más que una apariencia de
utilidad, no tiene en realidad otro objeto que
poner en juego la imaginación por medio de las formas que ofrece a nuestra contemplación76. La última consiste
únicamente en adornar el suelo con las
diversas cosas que halla en la naturaleza (como el césped,
99
las flores, los arbustos y los árboles, y aun las aguas,
las colinas y los valles); mas
arreglándolos de otro modo, y conforme a ciertas ideas. Por lo que un bello arreglo de las cosas
corporales, no
se hace más que para
la vista, como la pintura, y el sentido
del tacto no puede darnos ninguna
representación instintiva de semejante forma. Yo referiría todavía a
la pintura, entendiéndola en un sentido
lato, lo que sirve para la decoración de
las habitaciones, como los tapetes y las guarniciones de chimenea y de armario, etc., y todo mueble bello que no es
hecho más que para la vista, así como el
arte de vestir con gusto (como todas las cosas que sirven
para la compostura,
como los anillos, las cajas, etc.) En efecto; un jardín de diversas flores, un cuarto lleno de toda
especie de adornos (y comprendiendo aun
las decoraciones de la mujer), forman en un día de fiesta una especie de pintura, que como las
pinturas propiamente dichas (cuyo objeto
no es enseñar historia alguna o algún conocimiento natural), sirve simplemente para la vista, y no tiene
otro objeto que entretener la
imaginación en un libre juego de ideas, y ocupar el juicio estético
sin concepto determinado. Puede haber en
todos estos adornos trabajos mecánicos
muy diversos que exigen diferentes artistas; mas el juicio que forma el gusto sobre lo que es bello en esta
especie de arte, es siempre determinado
de la misma manera: no juzga más que las formas, sin consideración de objeto, tal y como se
presentan a la vista aisladas o
reunidas, y conforme al efecto que hacen sobre la imaginación. Se ve
por qué el arte figurativo puede
referirse (por analogía) al gesto que hace
parte del lenguaje; es que el alma del artista da por medio de sus
formas una expresión corporal a su
pensamiento y al modo de este, y hace hablar
a la cosa misma como un lenguaje mímico. Es este un juego muy frecuente de nuestra fantasía, que supone en
las cosas inanimadas un alma que nos
habla por sus formas.
3. El arte de
producir un bello juego de sensaciones (que vienen de fuera), que debe poderse también participar
universalmente, no puede versar sobre
otra cosa que sobre la proporción de los diversos grados de la disposición (de la tensión), del sentido,
a que pertenece la sensación, es decir,
sobre el todo de este sentido; y así entendido con latitud, como el juego del arte puede poner en movimiento las
sensaciones del oído, o las
de la vista, el arte se puede dividir en arte de la música
y arte del colorido. Es notable que
estos dos sentidos, además de la capacidad que
tienen de recibir tantas impresiones como sea necesario, para recibir por medio de estas impresiones, los conceptos de
objetos exteriores, son todavía capaces
de una sensación particular que en ellos se mezcla, y cuyo sujeto no puede decidir si aquella tiene
su principio en los sentidos o en la
reflexión;
y que este poder de
afectar puede faltar alguna vez, sin que
por otr
a parte falte nada al sentido, en tanto que sirve al
conocimiento de los objetos, y aunque pueda
ser singularmente sutil. Así no se puede
decir con certeza, si un color o un tono (un sonido), debe ser
colocado entre las sensaciones agradables,
o es ya en sí un bello juego de
sensaciones, y contiene este título una satisfacción ligada a su forma,
en el juicio estético. Cuando se piensa
en la velocidad de
las vibraciones de
la luz o del aire, que excede mucho en apariencia, toda nuestra
facultad del juzgar inmediatamente, en
la percepción, las proporciones de la
división del tiempo por estas vibraciones, se creerá que no sentimos
más que el efecto sobre las partes
elásticas de nuestro cuerpo, pero nosotros
no notamos y no podemos juzgar la división del tiempo por estas vibraciones, y que así sólo lo agradable, y
no la belleza de la composición, se
halla ligado a los colores y a los tonos. Mas si de otro lado, en primer lugar, se consideran las
relaciones matemáticas, que se puede
demostrar como que constituyen la proporción de las vibraciones en la música y el juicio que de ellas
formamos, y se juzga la distinción de
los colores, como es debido, por analogía con la música; si en
segundo lugar, se refieren los ejemplos,
aunque raros, de hombres que no han
podido distinguir los colores, con la mejor vista del mundo, o los
tonos, con el oído más delicado,
mientras que otros que tienen esta facultad,
hallan notables77 deferencias en la percepción de un color o de un
sonido que varía (no digo tan sólo en
cuanto al grado de la sensación), según los
diversos grados de la escala de los colores o de los tonos, nos
podríamos entonces muy bien ver
obligados a no considerar solamente las
sensaciones de los colores y los sonidos como simples impresiones sensibles, sino como el efecto de un juicio
que formamos sobre, una cierta forma en
el juego de muchas sensaciones. Según que se adopte una u otra opinión en la determinación del
principio de la música, se nos
100
llevará a definirla o según lo hemos hecho como un bello
juego de sensaciones (auditivas), o
simplemente un juego de sensaciones
agradables. La primera definición refiere por completo la música a
las bellas artes, la segunda no
constituye más que un arte agradable (al
menos en parte).
§ LII La
unión de las bellas artes en una sola y misma producción
La elocuencia puede
estar unida con la pintura de sus sujetos y sus
objetos en una pieza de teatro; la poesía con la música en el canto;
este a su vez con la pintura (teatral),
en una ópera; el juego de las sensaciones
que constituye
la música con el de
las formas, en el baile, etc. La
exhibición misma de lo sublime, en tanto que se refiere a las bellas
artes, puede unirse con la belleza en una
tragedia, en un poema didáctico, en un
poema oratorio. Gracias a estas clases de unión, las bellas artes
presentan más arte, pero si vienen a ser
más bellas (por esta mezcla de diversas
especies de satisfacción), es lo que no podemos afirmar en algunos
de estos casos. En todas las bellas
artes, lo esencial es la forma; una forma
que concierte con la contemplación y el juicio, y produciendo de este modo un placer, que es al mismo tiempo una
cultura que dispone el alma a las ideas,
y por consiguiente, la haga capaz de un placer mayor todavía; esto no es la materia de la sensación (el
atractivo o la emoción), en donde no se
trata más que del goce, el cual nada deja en la idea, hace torpe al alma, insípido el objeto, y al espíritu que
tiene conciencia de un estado de
desacuerdo a los ojos de la razón, descontento de sí mismo y disgustado.
Cuando las
bellas artes no están ligadas de cerca o de lejos a las ideas morales, que por sí solas contienen una
satisfacción que basta por sí misma, ya
se sabe la suerte les espera al fin. No sirven entonces más que como una distracción, de la cual se necesita
tanto más, cuanto más medios se tienen
para disipar el descontento del espíritu, de suerte que le hacen siempre más inútil y más contento de sí
mismo. En general, las
bellezas de la naturaleza son las más importantes para este
objeto, cuando estamos habituados desde
el principio a contemplarlas, a juzgarlas y a
admirarlas.
§ LIII
Comparación del valor estético de las bellas artes
El primer rango
en todas las artes corresponde a la poesía (que debe casi por completo su origen al genio, y que
apenas se deja dirigir por reglas o por
ejemplos). Ella extiende el espíritu, poniendo en libertad la imaginación, presentando, con ocasión de un
concepto dado, entre la infinita
variedad de formas que pueden conformar con este concepto, la que liga la exhibición a una abundancia de
pensamientos, a la que ninguna expresión
es perfectamente adecuada, y elevándose de este modo estéticamente a las ideas. Ella le fortifica,
haciéndol
e sentir esta facultad
libre, espontánea, independiente de las condicion
es de la naturaleza, por
la cual considera y juzga esta como un fenómeno, conforme a ciertos aspectos, que la misma no presenta por sí en
la experiencia, ni por los sentidos, ni
por el entendimiento, y por la cual, por consiguiente, hace como un esquema de lo supra-sensible. Ella
juega con la apariencia que produce en
su grado, pero sin seducir por esto; porque da el ejercicio a que se entrega por un simple juego, mas por
un juego que debe ser dirigido por el
entendimiento y ser conforme a él. La elocuencia, si se entiende por ella el arte de persuadir, es
decir, de inducir por una bella
apariencia (ars oratoria), y no simplemente el arte de bien decir
(la elocuencia propiamente dicha y el
estilo)78, esta elocuencia es una
dialéctica que no se separa de la poesía más que lo necesario para
seducir los espíritus en favor del
orador y quitarles la libertad; no se puede, por consiguiente aconsejar su empleo en el
tribunal ni en el púlpito. Porque cuando
se trata de las leyes civiles, o de los derechos de ciertos individuos; cuando se trata de instruir
seriamente los espíritus en el exacto
cumplimiento de sus deberes y de disponerlos a que los observen concienzudamente, es indigno de tan
importante empresa dejar aparecer la
menor traza de este lujo del espíritu y la imaginación, que por otra parte puede convenir, y con mayor razón, de
este arte de persuadir y
101
seducir los espíritus, que puede sin duda emplearse para un
fin legítimo y bello, pero que es la
causa de que se altere la pureza interior de las máximas y de las disposiciones del espíritu,
aunque la acción sea objetivamente
legítima. No basta hacer el bien; es necesario hacerlo por el solo motivo de que es bien. Además, el
concepto de estas especies de cosas
humanas, cuando se expresa claramente por medio de ejemplos, y se muestra fiel a las reglas de la armonía
del lenguaje o de la conveniencia de la
expresión, este solo concepto tiene ya sobre los espíritus, relativamente a las ideas de la
razón (que al mismo tiempo constituyen
la elocuencia), una influencia muy grande por sí mismo para que no sea necesario agregar a él las tramas
de la persuasión, y estas pudiendo
emplearse con tanta ventaja para embellecer y ocultar el vicio y el error, no pueden impedir que no se
sospeche algún ardid del arte. En la
poesía todo es leal y sincero. Ella se da por un simple juego de la imaginación, que no pretende agradar más que
por su forma, conformando con las leyes
del entendimiento; ella no intenta sorprender
ni seducir por una exhibición sensible79.
Después de la
poesía, yo colocaría, si se considera el atractivo y la emoción del espíritu, un arte que se aproxima
principalmente a las artes de la palabra,
y que se puede juntar a ellas muy naturalmente, a saber, la música. En efecto; si este arte no habla más
que por medio de sensaciones sin
conceptos, y por consiguiente, no deja, como la poesía, algo a la reflexión, mueve, sin embargo, el espíritu de
una manera más variada y más íntima,
aunque más pasajera; pero es más bien un goce que una cultura (el juego de pensamientos que excita
no es más que el efecto de una
asociación en cierto modo mecánica), y a los ojos de la razón, tiene menos valor que ninguna de las demás bellas
artes. También necesita, como todo goce,
mucha variedad, y no puede repetir muchas veces la misma cosa sin causar fastidio. He aquí como
se puede explicar el atractivo de este
arte, que se comunica tan universalmente. Toda
expresión toma en la palabra un tono apropiado a su significación;
este tono designa más o menos una
afección del que habla, y la excita también
en el oyente, y esta afección a su vez despierta en este la idea
expresa), de en la palabra por este
tono. La modulación es, pues, para las sensaciones
como una lengua universal, inteligible para todo hombre.
Por lo que la música la emplea en toda
su extensión, y así conforme a la ley de la
asociación, comunica universalmente las ideas estéticas que se
hallan ligadas a ella naturalmente. Mas
como estas ideas estéticas no son
conceptos ni pensamientos determinados, la forma de la composición
de estas sensaciones (la armonía y la
melodía), en lugar de la forma del
lenguaje, la que, sólo por un acuerdo proporcionado de todas las
partes entre sí (acuerdo que descansa
sobre la relación del número de las
vibraciones del aire en tiempos iguales, en tanto que los tonos
formados por estas vibraciones se hallan
ligados simultánea o sucesivamente, y
que, por consiguiente, pueden ser reducidos matemáticamente a
reglas ciertas), sirve para expresar la
idea estética de un todo bien ordenado,
comprendiendo una cantidad inexplicable de pensamientos, conforme a cierto tema que constituye la afección
dominante del trozo. Aunque esta forma
matemática no sea representada por conceptos determinados, ella sola es el objeto de la satisfacción que la
simple reflexión del espíritu sobre esta
cantidad de sensaciones simultáneas o sucesivas, junta al juego de estas sensaciones, como una condición
universalmente admisible de su belleza;
ella sola puede permitir al gusto atribuirse de antemano algún derecho sobre el juicio de cada uno.
Mas lo que hay
de matemático en la música no tiene ciertamente la menor parte en el atractivo y la emoción que
la misma produce, esto no es allí más
que la condición indispensable (conditio sine qua non) de esta proporción, en el enlace como en la sucesión
de las impresiones, que permite
reunirlas, impidiéndoles destruirse recíprocamente, por la cual aquellas se conciertan para producir, por
medios de afecciones correspondientes,
un movimiento, una excitación continua del espíritu, y, por lo tanto, un goce personal duradero.
Si, por el
contrario, se estima el valor de las bellas artes conforme a la cultura que dan al espíritu y se toma por
medida la extensión de las facultades
que en el juicio deben concurrir para el conocimiento, la música ocupa entonces el último lugar entre
las bellas artes, puesto que no es más
que un juego de sensaciones (mientras que por el contrario, a
102
no considerar más que el placer, es quizá la primera). Las
artes figurativas
van delante de ella
bajo este punto de vista, concediendo a la
imaginación un libre, juego, mas sin embargo apropiado al entendimiento, contienen también una
ocupación, porque producen una obra, que
es para los conceptos del entendimiento como un vehículo duradero que se recomienda por sí mismo, y
que sirve de este modo para realizar la
unión de estos concepto
s con la sensibilidad, y para dar por tanto un carácter de urbanidad
a las facultades
superiores de conocer. Estas dos clases
de artes, siguen procedimientos diferentes: la primera va de ciertas sensaciones a las ideas indeterminadas;
la segunda de las ideas determinadas a
las sensaciones. Esta produce impresiones duraderas, aquélla no deja más que impresiones pasajeras.
La imaginación puede reproducir las
impresiones de la una y formarse una agradable
distracción, mas las de la segunda, muy pronto desaparecen por completo, o si la imaginación las renueva
involuntariamente, nos sirven más bien
de pena que de placer. Además80, hay en la música como una falta de urbanidad, porque por la naturaleza
misma de los instrumentos, extiende su
acción más lejos que se desea en la vecindad; ella se abre en cierto modo paso, y viene a turbar la
libertad de los que no son de la reunión
musical, inconveniente que no tienen las artes que hablan a la vista, puesto que no hay más que volver los
ojos para evitar su impresión. Se podría
casi comparar la música a los olores que se extienden a lo lejos. El que saca de su bolsillo un mocador
perfumado, no consulta la voluntad de
los que se hallan a su alrededor, y les impone un goce que no pueden evitar si han de respirar, aunque esto haya
pasado por moda81.
Entre las artes
figurativas yo daría la preferencia a la pintura, puesto que ella es, en tanto que arte de dibujo, el
fundamento de las demás de esta clase, y
puesto que puede penetrar mucho más adelante en la región de las ideas, y extender mucho el campo de la
intuición, conforme a estas ideas.
OBSERVACIÓN
Hay, como hemos
mostrado muchas veces, una diferencia esencial
entre lo que agrada simplemente en el juicio, y lo que agrada en la sensación. En este último caso,
no se puede, como en
el primero, exigir de cada uno la misma
satisfacción. El goce (aun cuando la causa de él se halle en las ideas) parece consistir siempre
en el sentimiento del desenvolvimiento
fácil de toda la vida del hombre, y por consiguiente, del bienestar corporal, es decir de la salud;
de suerte que Epicuro, que consideraba
todo goce como llevando en el fondo una sensación corporal, no iba descaminado en esto, sino que
solamente no se comprendía al referir al
goce la satisfacción intelectual, y aun la satisfacción práctica. Cuando se tiene ante los ojos la distinción
que acabamos de recordar, se puede
explicar cómo un goce puede desagradar al mismo que lo experimenta (como la alegría que siente un
hombre que está en la miseria, pero que
tiene buenos sentimientos, con la idea de la herencia de su padre, que le ama, pero que es avaro), o
como un profundo pesar puede agradar al
que lo siente (como la tristeza que deja a una viuda la muerte de su excelente marido), o como un
goce puede agradar también (como el que
dan las ciencias que cultivamos), o como un pesar (por ejemplo, el aborrecimiento, la envidia, la
venganza) puede también desagradarnos.
La satisfacción o el desagrado descansa aquí sobre la razón, y se confunde con la aprobación o la
desaprobación; mas el goce y el pesar,
no pueden fundarse más que sobre el sentimiento o la previsión de un bienestar o de un malestar posibles
(cualquiera que sea el principio).
Todo juego de
sensaciones libre y variado (no teniendo objeto), produce un
goce, porque excita
y desenvuelve el sentimiento de la salud,
ya el juicio de la razón refiera o no una satisfacción al objeto de este
goce y aun al goce mismo, el cual puede
elevarse hasta la afección, aunque no
tomemos ningún interés por el objeto, o que no refiramos a él al
menos un interés proporcionado al grado
de la afección. Se pueden dividir estas
especies de juegos en juego de suerte, música82 y juego de espíritu83.
El primero supone un interés, sea de
vanidad, sea de utilidad, mas este
interés está tan lejos de ser tan grande como el que se refiere a la
manera de que nos valemos para
procurárnoslo; el segundo no supone más que el
103
cambio de sensaciones de que cada uno tiene una relación
con la afección, mas sin tener el grado
de una afección, y excita las ideas estéticas;
el tercero resulta simplemente de un cambio de las representaciones en el juicio, que no produce
ciertamente, ningún pensamiento que
contenga algún interés, sin que a pesar de esto anime al espíritu.
Todas nuestras
reuniones muestran cuánto placer hallamos en los juegos, si
n proponernos, no obstante, ningún fin interesado; porque
sin juego casi n
inguna se podría sostener. Mas las afecciones de la
esperanza, del temor, del goce, de la
cólera, de la risa, son un juego en ellas,
sucediéndose alternativamente, y mostrando tanta vivacidad, que
parece excitada toda la vida del cuerpo
por un movimiento interior; es lo que
prueba esta vivacidad de espíritu que excita el juego, aunque nada
se gane o nada se aprenda. Mas como lo
bello no entra para nada en los juegos
de suerte, debemos dejarlos aquí a un lado. La música y las cosas que excitan la risa son dos especies de
juegos de ideas estéticas, o si se
quiere de representaciones intelectuales, que en definitiva no nos suministran ningún pensamiento, y que no
pueden causarnos un vivo placer más que
por su variedad; por donde vemos claramente que la animación, en estos dos casos, es puramente
corporal, aunque sea provocada por ideas
del espíritu, y que el sentimiento de la salud excitado por un movimiento de los órganos
correspondiente al juego del espíritu, constituye el placer considerado tan delicado
y espiritual, de una reunión o sociedad,
donde reina la alegría.
Este no es el
juicio de la armonía en los tonos o en los relieves, el cual por la belleza que nos descubre, no sirve
aquí más que como un vehículo necesario,
aunque como un desenvolvimiento favorable de la vida del cuerpo, como la afección que reúne las
entrañas y el diafragma, en una palabra,
como el sentimiento de la salud (que no se siente sin semejante ocasión) que constituye el placer que se
encuentra, de suerte que se puede llegar
al cuerpo por el alma, y hacer de ésta la medicina de aquel.
En la música, este
juego va de la sensación del cuerpo a las ideas
estéticas (de los objetos de nuestras afecciones), y de estas
vuelve después al cuerpo, pero con una
doble fuerza. En la bufonería (que como
la música merece más bien ser colocada entre las artes agradables
que entre las bellas artes) el juego
empieza por el de los pensamientos que
todos ocupan también al cuerpo, en tanto que son expresados de una manera sensible, y como el entendimiento se
detiene de pronto en esta exhibición, en
donde no halla lo que esperaba, nosotros sentimos el efecto de esta interrupción, que se
manifiesta en el cuerpo por la
oscilación de los órganos, renueva así el equilibrio de estos, y tiene
sobre la salud una influencia favorable.
En todo lo que es
capaz de excitar fuertes estrépitos de risa, debe haber algo de absurdo (en donde, por
consiguiente, el entendimiento no puede hallar
por sí mismo la satisfacción). La risa es una afección que se experimenta cuando se halla perdida de pronto
una gran esperanza. Este cambio, que no
tiene ciertamente nada placentero para el entendimiento, nos regocija, sin embargo, mucho
indirectamente, durante un momento. La
causa de esto debe estar, pues, en la influencia de la representación sobre el cuerpo, y en la relación del cuerpo
sobre el espíritu, no que la representación sea objetivamente un objeto de
agrado, como cuando se recibe la nueva
de un gran beneficio (porque como una esperanza perdida puede causar un goce); pero es que en tanto
que simple juego de representaciones
produce un equilibrio en las fuerzas vitales.
Yo supongo que se
cuenta esta anécdota: un indio de Surate,
comiendo en casa de un inglés, y viendo destapar una
botella de cerveza y
escaparse toda con
agitación, manifestaba su asombro con
exclamaciones; el inglés le pregunta, qué había en aquello de tanto asombro; y el indio respondió: ¡yo no me
asombro de que esto se escape de la
botella, sitio que me pregunto cómo habéis podido encerrarlo en ella! Esta anécdota nos hace reír y nos
proporciona un verdadero placer, y este
placer no proviene de que nos encontremos más hábiles que este ignorante, o de cualquier otra causa que
pueda agradar al entendimiento, sino de
que se haya despertado nuestra esperanza, y de pronto se halla
104
destruida. Supongamos todavía que el heredero de un
pariente muy rico, queriendo celebrar en
honor del difunto ricos y solemnes funerales, se queje de no poder conseguirlo, diciendo que
cuanto más dinero da a sus parientes para
que aparezcan afligidos, más gozosos se muestran; romperíamos en reír,
y la causa de esto es todavía que nuestra esperanza se halla de pronto destruida. Y notamos
también que no es necesario que la cosa
que se espera se cambie en su contraria -porque estos sería todavía alguna cosa, y aquello podría ser
muchas veces un objeto de pesar-; es
necesario que el
la sea reducida a nada. En efecto, si alguno excitase en nosotros alguna gran esperanza
por el relato de una historia, y
habiendo llegado al desenlace, reconociésemos la falsedad, experimentaríamos un desagrado como, por ejemplo,
cuando se refiere que hombres afectados
de un fuerte dolor, han encanecido
en una noche. Si, por el contrario, otro queriendo agradar
por reparar el efecto producido por esta
historia, refiere al por menor el pesar de un mercader, que habiendo venido de las Indias a Europa con
todos sus bienes en mercaderías, se ve
obligado en una tormenta a arrojarlo todo al mar, y se desconsuela hasta tal punto, de que se arruga
y encanece en la misma noche, nos
reiremos y tendremos placer, puesto que nuestro propio desprecio en una cosa que por otra parte nos
es indiferente o más bien la idea que
seguimos es para nosotros como una pelota, con la cual jugamos por algún tiempo, mientras que pensamos en
recibirla y retenerla. El placer no
proviene de que veamos confundirse un embustero o un tonto, porque esta última historia, referida con
seria afectación, excitaría por sí misma
las carcajadas de una reunión, y la otra no sería regularmente juzgada digna de atención.
Es necesario notar
que en esta especie de casos la bufonería debe
contener siempre alguna cosa que pueda producir por un momento la ilusión; es por lo que cuando la ilusión se
disipa, el espíritu se queda atrás para
experimentarla de nuevo, y de este modo, por efecto de una tensión y de un relajamiento que se suceden
rápidamente, es llevado y balanceado,
por decirlo así, de un punto a otro, y como la causa que en cierto modo tiraba la cuerda, viene a
retirarse de un golpe (y no
insensiblemente), resulta de aquí un movimiento del espíritu y un
movimiento interior del cuerpo, correspondiente al primero,
que se prolongan involuntariamente, y
fatigándonos por completo, nos distraen
(producen en nosotros efectos favorables a la salud).
En efecto, si se
admite que a todos nuestros pensamientos se halla ligado algún movimiento en los órganos del
cuerpo, se comprenderá fácilmente como
en este cambio repentino del espíritu que pasa
alternativaniente de un punto a otro para considerar su objeto,
pueden sentirse en las partes elásticas
de nuestras entrañas una tensión y un
relajamiento alternativos, que se comunican al diafragma (como experimentan las personas cosquillosas); en
este estado los pulmones repelen el aire
por intervalos muy próximos, y producen de este modo un movimiento favorable a la salud; y en esto y
no en el estado anterior del espíritu,
es donde es necesario colocar la verdadera causa del placer que referimos a un pensamiento que en el fondo no
representa nada. Voltaire decía que el
cielo nos había dado dos cosas en compensación de todas las miserias de la vida, la esperanza y el sueño84.
Habríase podido excitar la risa, si
pudiésemos disponer de los medios propios para excitarla entre los hombres sensatos, y si el verdadero talento
cómico no fuera tan raro, que es común
lo de imaginar las cosas que quiebran la cabeza, como hacen los delirantes místicos, o bien las cosas en
que se quiebra el cuello, como hacen los
genios, o por último, las cosas que parten el corazón85, como hacen los romanceros sentimentales (y los
moralistas del mismo género).
Se puede, pues,
según me parece, conceder a Epicuro que todo placer, aun cuando sea ocasionado por conceptos que
despierten ideas estéticas, es una
sensación animal, es decir, corporal, y no se hará por esto el menor perjuicio al sentimiento espiritual del
respeto por las ideas morales, porque
este sentimiento no es un placer, sino una estima de sí (
de la humanidad en
nosotros) que nos eleva por cima de la necesidad del placer; yo añado, que aunque menos noble, la
satisfacción del gusto no sufrirá en
esto demasiado.
Se encuentra una
mezcla de estas dos últimas cualidades, el
sentimiento moral y el gusto en la simpleza, que no es otra cosa que la
105
sinceridad natural de la humanidad triunfante del arte de
fingir, viniendo a ser una segunda
naturaleza. Nos reímos de la simplicidad que atestigua cierta inexperiencia en este arte, y nos alegramos
al ver a la naturaleza descubrir el
artificio.Se espera, a l
o que se observa todos los días, un exterior formado y compuesto a propósito para
seducir por la belleza de su apariencia,
y he aquí en su inocencia y en su pureza primitiva, la naturaleza que no se esperaba, y que el que
la deja aparecer no intentaba descubrir.
A la vista de esta bella, pero falsa apariencia, que ordinariamente tiene tanta influencia sobre
nuestra manera de juzgar, y que se halla
aquí de pronto destruida, y de este engaño de los hombres puesto en su desnudez, se produce en nuestro
espíritu un doble movimiento en sentidos
opuestos, el cual da al cuerpo una sacudida
saludable. Mas viendo que la sinceridad del alma (o al menos su inclinación a la sinceridad) que es
infinitamente superior a toda
simulación, no es destruida por completo en la naturaleza humana, sentimos algo serio en este juego de la
imaginación: el sentimiento de la estima
viene a mezclarse con este. Mas también, como éste no es allí más que un fenómeno pasajero, y el arte de la
simulación cesa bien pronto de mostrare
al descubierto, se mezcla con él al mismo tiempo cierta compasión o cierto movimiento de ternura, que
puede muy bien ligarse, y en el hecho se
halla mueltas veces unido como una especie de juego con nuestra franca risa, y que diminuye
ordinariamente al que la ocasiona el
embarazo de no estar todavía formado para el trato social. Arte y simpleza son, pues, dos cosas
contradictorias; pero es posible a las bellas
artes aunque esto les ocurra rara vez, el representar la simpleza en
toda persona imaginaria. No se debe
confundir la simpleza con una
simplicidad franca que no mancha la naturaleza por medio del
artificio, pues que únicamente ignora el
arte de vivir en sociedad.
Se puede tanibien
referir lo jocoso86, entre las cosas que
complaciéndonos, nos causan el placer de la risa, y pertenecen a la originalidad del espíritu, mas no al talento
de las bellas artes.
Lo jocoso87, en el
buen sentido, significa en efecto, el talento de colocarse voluntariamente en cierta
disposición de espíritu en donde se
juzgan todas las cosas de un modo distinto que de ordinario
(aun en sen
tido inverso) y sin embargo, conforme a ciertos principios
de la razón. El que se halla sometido a
esta disposición de espíritu involuntariamente,
se llama extravagante88; mas el que la toma voluntariamente y con intención (por excitar la risa por medio de
un contraste chocante, se llama jocoso89.
Pero lo jocoso pertenece mucho más a las artes agradables que a las bellas artes, puesto que el objeto de
estas últimas debe conservar siempre
algo de dignidad, y exige, por consiguiente, cierta seriedad en la exhibición, como el gusto en el juicio.
106
Segunda sección
DIALÉCTICA DEL JUICIO ESTÉTICO
§ LIV
Para que una facultad de juzgar pueda ser dialécticamente
considerada, es necesario primero que
ella por sí sea raciocinante, es decir, que sus
juicios aspiren a priori a la universalidad90, porque en la oposición
de estos juicios entre sí es en lo que
consiste la dialéctica. Por esto es por lo
que la oposición que se manifiesta entre los juicios estéticos
sensibles (sobre lo agradable o
desagradable), no es dialéctica. De otro lado, la oposición de los juicios del gusto entre sí,
en tanto que cada uno de nosotros se
limita a invocar su propio gusto, no constituye una dialéctica del gusto, porque nadie piensa hacer de su
juicio una regla universal. No queda,
pues, otro concepto posible de una dialéctica del gusto que el de una dialéctica de la crítica del gusto (no
del gusto mismo) considerada en sus
principios: allí, en efecto, se empeña una lucha natural e inevitable en nuestros conceptos sobre el principio de la
posibilidad de los juicios del gusto en
general. La crítica trascendental del gusto no debe abrazar una parte que lleve el nombre de dialéctica del
juicio estético, más que si hay entre
los principios de esta facultad una antinomia que haga dudosa su legitimidad, y por consiguiente, su
posibilidad íntima.
§ LV
Exposición de la antinomia del gusto
El primer lugar
común del gusto se halla contenido en esta
proposición, después de la cual, cualquiera que no tenga gusto cree ponerse al abrigo de todo reproche: cada uno
tiene su gusto. Lo que significa que el
motivo de esta especie de juicios es puramente subjetivo (que es un placer o un dolor), y que aquí el
juicio no tiene el derecho de exigir el
asentimiento de otro.
El segundo lugar
común del gusto, el que invocan los mismos que
atribuyen al gusto el derecho de formar juicios universales, es este: no
se puede disputar sobre gusto. Lo que
significa que el motivo de un juicio del
gusto puede muy bien ser objetivo, pero que no se puede referir a conceptos determinado
s, y que, por consiguiente, en este juicio no se puede decidir nada por medio de pruebas,
aunque se pueda contestar con razones.
Sí hay, en efecto, entre contestar y disputar la semejanza de que en uno y otro caso se intenta ponerse
recíprocamente de acuerdo, hay la
diferencia de que en el último caso se espera llegar a este fin,
invocando por motivos conceptos
determinados, y admitiendo de este modo, como
principios del juicio, conceptos objetivos. Mas cuando esto es imposible, es imposible también disputar.
Fácilmente se ve que
entre estos dos lugares comunes falta una
proposición, que no es ciertamente tomada como proverbio, sino que cada uno admite implícitamente, y es: que se
puede contestar en materia de gusto (no
disputar). Mas esta proposición es la contraria de la primera. Porque allí donde es permitido contestar, se
puede esperar el venir a un acuerdo, y
por consiguiente, se puede contar con principios del juicio que no tendrán sólo un valor particular, y que
por tanto, no sean solamente subjetivos,
y esto es precisamente lo que niega esta proposición: cada uno tiene su gusto.
El principio del
gusto da, pues, lugar a la antinomia siguiente:
1.º Tesis. El
juicio del gusto no se funda sobre conceptos; porque si no se podría disputar sobre este juicio (decidir
por medio de pruebas).
2.º Antítesis.
El juicio del gusto se funda sobre conceptos; porque de otro modo no se podría en él contestar nada,
cualquiera que fuese la diversidad de esta
especie de juicios (es decir, que no se podría atribuir a este juicio ningún derecho al asentimiento
universal).
107
§ LVI
Solución de la antinomia del gusto
No hay más que un
medio de quitar la contradicción de estos
principios, que supone todo juicio del gusto (y que no son otra cosa
que las dos propiedades del juicio del
gusto, expuestas anteriormente en la analítica),
y es mostrar que el concepto a que se refiere el objeto en esta especie de juicios no tiene el mismo sentido
en las dos máximas del juicio estético
trascendental, pero que al mismo tiempo la ilusión que resulta de la confusión del uno con el otro,
es natural e inevitable.
El juicio del gusto
se debe referir a algún concepto, porque de otro modo, no podría en manera alguna aspirar a un
valor necesario y universal. Pero no
puede ser probado por un concepto. En efecto; un concepto puede o ser determinable, o
indeterminado en sí y al mismo tiempo
indeterminable. A la primera especie de conceptos pertenece el concepto del entendimiento determinable por
predicados de la intuición sensible que
le pueden corresponder; a la segunda, el concepto trascendental de lo supra-sensible, por el
que da la razón un fundamento a esta
intuición, pero que no puede determinarlo bastante teóricamente.
Luego el juicio
del gusto se refiere a objetos sensibles, pero no para determinar en ellos un concepto por medio del
entendimiento; porque este no es juicio
de conocimiento. Este no es, pues, más que un juicio particular, en tanto que representación
particular intuitiva, relativa al
sentimiento de placer, y considerándolo sólo bajo este punto de vista,
se restringiría su valor para el individuo
que juzgaría el objeto de este modo: un
objeto de satisfacción para mí, puede no tener el mismo carácter para otros; cada uno tiene su gusto.
No obstante, sin
duda alguna en el juicio del gusto la representación del objeto (al mismo tiempo que la del
sujeto) tiene un carácter que nos
autoriza a mirar esta especie de juicios como extendiéndose necesariamente a cada uno, y que
necesariamente debe tener por
fundamento algún concepto, pero que no pueda ser
determinado por la intuic
ión, que no haga conocer nada, y del cual, por
consiguiente, sea imposible sacar
ninguna prueba para el juicio del gusto. Pero un concepto semejante no es más que el concepto puro que
nos da la razón sobre lo supra-sensible,
que sirve de fundamento al objeto (y también al sujeto que juzga) considerado como objeto de los
sentidos, por consiguiente, como
fenómeno. En efecto, si suprimimos toda consideración de este género, la aspiración del juicio del gusto a
un valor universal, sería nula; o si el
concepto sobre el cual se funda, no fuera más que un concepto confuso del entendimiento, como el de la
perfección, al cual se pudiera hacer
corresponder la intuición sensible de lo bello, sería al menos posible en sí fundar el juicio sobre pruebas,
lo que es contrario a la tesis.
Pero toda la
contradicción se desvanece, cuando yo digo que el juicio del gusto se funda sobre un concepto (de cierto
principio en general de la finalidad
subjetiva de la naturaleza para el juicio) que, a la verdad, siendo indeterminable en sí e impropio para el conocimiento,
nada puede darnos a conocer ni probar
relativamente al objeto, pero
que, no obstante, da
al juicio un valor universal (aunque
este juicio sea en cada uno un juicio
particular que acompaña inmediatamente la intuición); porque la
razón determinante de este juicio
descansa quizá en el concepto de lo que puede
considerarse como el substratum supra-sensible de la humanidad.
Para resolver una
antinomia, basta mostrar que es posible que dos
proposiciones contrarias apariencia, no se contradicen en realidad,
y pueden manchar juntas, aunque la
explicación de la posibilidad de su concepto
exceda nuestra facultad de conocer. Se puede también comprender con esto, cómo esta apariencia es
natural e inevitable para la razón
humana, y por qué subsiste todavía, aunque no engaña más, después que se ha explicado.
En efecto; en los
dos juicios contrarios damos el mismo sentido al co
ncepto, sobre el cual debe fundarse el valor universal de
un juicio, y sin embargo, sacamos dos
predicados opuestos. Se debería entender en la
tesis que el juicio del gusto no se funda sobre conceptos determinados y
108
en la antítesis, que está fundado sobre un concepto
indeterminado (el del substratum
supra-sensible de los fenómenos), y entonces no habría entre ellos contradicción.
Todo lo que podemos
hacer aquí es quitar la contradicción que se
manifiesta en las pretensiones opuestas del gusto. En cuanto a dar
un principio objetivo y determinado con
cuya ayuda nos podemos dirigir,
experimentar y demostrar los juicios del gusto, es absolutamente imposible, porque estos no serían juicios del
gusto. No se puede más que mostrar el
principio subjetivo, o sea la idea indeterminada de lo supra- sensible, como la
única clave de que podemos servirnos respecto de esta facultad, cuyos orígenes son para nosotros
mismos desconocidos, porque no podemos
saber nada más.
La antinomia que
acabamos de exponer y de resolver, tiene su
principio en el verdadero concepto del gusto, es decir, en el de un
juicio estético reflexivo, y por esto hemos
visto que los dos principios, en
apariencia contradictorios, pueden ser conciliados, los dos pueden
ser verdaderos, y esto basta. Si, por el
contrario, se coloca la razón
determinante del gusto en lo agradable, como lo hacen algunos (a causa de la particularidad de la representación que
sirve de fundamento al juicio del
gusto), o en el principio de la perfección, como otros quieren (a causa de la universalidad de este juicio), y se saca
del uno o del otro principio la
definición del gusto, resultará una antinomia, que será imposible resolver de otro modo que mostrando que las
proposiciones opuestas son falsas; lo que
probaría que el concepto sobre el cual se funda cada una de ellas se contradice por sí mismo. Se ve pues, que la
crítica aplica a la solución de la
antinomia del juicio estético el mismo método que para las antinomias de la razón pura teórica; y que las
antinomias dan aquí por resultado como
en la crítica de la razón práctica, llevarnos a ver más allá de lo sensible, y buscar en lo supra-sensible el
punto de reunión de todas nuestras
facultades a priori, puesto que no queda otro medio de poner la razón de acuerdo consigo misma.
PRIMERA OBSERVACIÓN
Como hallamos muchas
veces ocasión en la filosofía trascendental de
distinguir las ideas de los conceptos del entendimiento, puede ser
útil tener a nuestro servicio términos
técnicos propios para expresar esta
diferencia. Yo creo que no se me llevará a mal el que presente aquí algunos.
Las ideas en el
sentido más general de la palabra, son representaciones referentes a un objeto según cierto principio
(subjetivo u objetivo), en tanto que
ellas no pueden venir a ser nunca un conocimiento de este objeto. O bien las referimos a una intuición,
según el principio puramente subjetivo
de un concierto de las facultades de conocer (la imaginación y el entendimiento), y se llaman entonces
estéticas, o bien las referimos a un
concepto, según un principio objetivo, pero sin que puedan jamás suministrar un conocimiento del objeto, y las
llamamos ideas racionales91. En este
último caso, el concepto es un concepto
trascendente: el concepto del entendimiento, por el contrario, al cual
se puede someter siempre una experiencia
correspondiente y adecuada, se llama por
esta, misma razón inmanente.
Una idea
estética no puede jamás ser un conocimiento, puesto que es una intuición (de la imaginación), para la que
nunca se puede hallar concepto adecuado.
Una idea racional no puede ser tampoco un
conocimiento, puesto que contiene un concepto (el de lo
supra-sensible) para el cual no se puede
dar nunca una intuición apropiada.
Por lo que y creo
que se puede denominar la idea estética, una
representación inexponible92 de la imaginación, y la idea racional
un concepto indemostrable93 de la razón.
Es condición de una como de otra no producirse
sin razón, sino (según la precedente definición de una idea en general), conforme a ciertos principios de
las facultades de conocer, a los cuales
se refieren (y que son subjetivas para aquella, objetivas para esta).
109
Los conceptos del
entendimiento deben, como tales, ser siempre
demostrables (si por demostración se entiende simplemente, como en
la anatomía, la exhibición); es decir,
que el objeto que les corresponde, debe
poderse dar siempre en la intuición (pura o empírica); porque por
esto solamente es por lo que pueden
venir a ser conocimientos. El concepto de
la cuantidad puede darse en la intuición a priori del espacio, por
ejemplo, en el de la línea recta o de
cualquier figura: el concepto de causa en la
impenetrabilidad, el choque de los cuerpos, etc. Por consiguiente, los
dos pueden aplicarse a una intuición
empírica, es decir, que el pensamiento
de ellos puede ser mostrado (o demostrado) por un ejemplo; además,
uno no está seguro de que el pensamiento
no esté vacío, es decir, sin objeto.
No nos servimos en
la lógica ordinariamente de la expresión de
demostrable o indemostrable, más que relativamente a las
proposiciones; mas estas serían
designadas con más propiedad, bajo el nombre de
mediata o inmediatamente ciertas; porque la filosofía pura tiene
también proposiciones de estas dos
clases, si se entiende por ellas proposiciones
verdaderas, susceptibles o no de prueba. Pero si es cierto que
puede probar, en tanto que filosofía,
por medio de principios a priori, no puede
demostrar, a menos
que no se descarte por completo de este sentido
con
forme al cual, demostrar (ostendere exhibire), significa
dar a su concepto una exhibición (sea
por medio de una prueba, sea simplemente
por una definición) en una intuición que puede ser a priori o empírica,
y que en el primer caso se llama
construcción del concepto, y en el segundo
es una exposición del objeto, por lo cual se afirma la realidad objetiva
del concepto. Así es que se dice de un
anatomista que demuestra el ojo humano
cuando comete a la intuición el concepto que había tratado primero de una manera discursiva por medio
del análisis de este órgano.
Conforme a esto, el
concepto racional del substratum supra-sensible
de todos los fenómenos en general, o aun de lo que debe ser mirado
como el principio de nuestra voluntad en
su relación con las leyes morales, es
decir, de la libertad trascendental, este concepto es ya, en cuanto a
la especie, un concepto indemostrable y
una idea racional, mientras que el
de la virtud lo es en cuanto al grado; porque no se puede
hallar nada en la experiencia que
corresponda al primero en cuanto a la cualidad; y para el segundo no hay aquí efecto empírico que
alcance al grado que prescribe la idea
racional como una regla de esta cualidad.
Del mismo modo que
en una idea racional, la imaginación, con sus
intuiciones, no alcanza al concepto dado, así en una idea estética,
el entendimiento, por medio de sus
conceptos, no alcanza jamás toda esta
intuición interior que la imaginación junta a la representación dada.
Pero como
reducir una representación de la imaginación a conceptos, se llama exponerlos, la idea estética puede
llamarse una representación inexponible
de la imaginación (en su libre juego). Ya tendré ocasión en lo sucesivo de decir algo de esta
especie de ideas; yo quiero solamente notar aquí, que estas dos especies de ideas, las
ideas racionales y las ideas estéticas,
deben tener ambas clases sus principios en la razón, las primeras, en los principios objetivos, las
segundas, en los principios subjetivos
del uso de esta facultad.
Podemos, conforme a
esto, definir el genio, la facultad de las ideas estéticas; por donde se muestra al mismo
tiempo, porque en las producciones del genio,
es la naturaleza (del sujeto), y no un fin reflexivo la que da su regla (al arte de la producción
de lo bello). En efecto, como no es
necesario juzgar lo bello conforme a conceptos, sino conforme a la disposición que muestra la imaginación a
concertarse cono la facultad de los
conceptos en general, no es necesario buscar aquí ni regla ni precepto; lo que es simplemente naturaleza en el
sujeto, sin poder reducirse a reglas o a
conceptos, es decir, el substratum supra-sensible de todas sus facultades (que ningún concepto del
entendimiento puede alcanzar); por
consiguiente, lo que hace del concierto de todas nuestras facultades
de conocer el último fin dado a nuestra
naturaleza para lo inteligible; he aquí
lo que sólo puede servir de medida subjetiva a esta finalidad
estética, pero incondicional de las
bellas artes, que debe tener la pretensión
legítima de agradar a todos. Así como no se puede asignar a esta
finalidad ningún principio objetivo, no
hay más que una sola cosa posible, y es que
110
tiene por fundamento a priori, un principio subjetivo, y
sin embargo universal.
SEGUNDA OBSERVACIÓN
Una observación importante
por sí misma se presenta aquí, y es que hay
tres especies de antinomias de la razón pura, que todas convienen en que la obligan a abandonar
esta suposición, por
otra parte muy natural, que los objetos
sensibles son cosa en sí, para mirarlos más bien como simples fenómenos, y suponerles un substratum
inteligible (algo supra- sensible, cuyo concepto no es más que una idea, y no
puede dar lugar a un verdadero
conocimiento). Sin estas antinomias, la razón no podría jamás decidirse a aceptar un principio que redujera
a este punto el campo de la
especulación, y consentir en sacrificar tantas y tan brillantes esperanzas; porque en este momento mismo, en
el que, en compensación de semejante
pérdida, ve abrirse bajo el punto de vista práctico, una más vasta perspectiva, parece no renunciar sin
dolor a sus esperanzas y a su antigua
adhesión.
Si hay tres especies
de antinomias, es que hay tres facultades de
conocer, el entendimiento, el juicio y la razón, de las que cada una
(en tanto que facultad de conocer
superior), debe tener sus principios a priori.
En tanto que juzga de estos principios mismos y de su uso, la razón
exige absolutamente, respecto de cada
uno de ellos, para lo condicional dado, lo
incondicional; pero nunca se puede hallar lo incondicional, cuando
se considera lo sensible como perteneciente
a las cosas en sí, en lugar de no tener
más que un simple fenómeno, y de suponer en él como cosa en sí algo supra-sensible (el substratum
inteligible de la naturaleza, fuera de nosotros
y en nosotros). Hay, pues; 1.º para la facultad de conocer una antinomia de la razón, relativamente al uso
teórico del entendimiento que lleva a lo
incondicional; 2.º para el sentimiento de placer y de pena, una antinomia de la razón, relativamente al uso
estético del juicio; 3.º para la
facultad de querer, una antinomia relativamente al uso práctico de
la razón legislativa por sí misma;
porque los principios superiores de todas
estas facultades son a priori, y conforme a la exigencia inevitable de
la
razón, es necesario que juzguen y puedan determinar
absolutamente94 su objeto, conforme a
estos principios.
En cuanto a las dos
antinomias que resultan del uso metódico y del
uso práctico de estas facultades superiores de conocer, hemos
demostrado además que eran inevitables,
cuando en esta especie de juicios no se
consideraban los objetos dados como fenómenos, y que no se les
suponía un abstratum supra-sensible, sino
también que bastaba hacer esta
suposición para resolverlos. En cuanto a la antinomia a que da lugar
el uso del juicio, conforme a la
exigencia de la razón, y en cuanto a la
solución que de esto hemos dado aquí, no hay más que dos medios de evitarlas: o bien negando que el juicio
estético del gusto tenga por fundamento
principio alguno a priori, se pretenderá que toda aspiración un asentimiento universal y necesario, es
vana y sin razón, y que un juicio del
gusto debe tenerse por exacto desde que suceda que muchos vienen en su acuerdo, no porque este acuerdo
nos haga sospechar principio alguno a
priori, sino porque él testifica (como en gusto del paladar) la conformidad contingente de las
organizaciones particulares: o bien se
admitirá que el juicio del gusto es propiamente un juicio oculto de la razón sobre la perfección que esta
descubre en una cosa y en la relación de
sus partes con un fin, y que, por consiguiente, este juicio no se denomina estético más que a causa de la oscuridad
que se refiere aquí, a nuestra
reflexión, pero que en realidad es teleológico. En este caso, se miraría la solución de la antinomia por ideas
trascendentales como inútil y de ningún
valor, y conciliaríamos las leyes del gusto con los objetos sensibles, no considerándolos como simples
fenómenos, sino como cosas en sí. Mas
hemos mostrado en muchos lugares, en la exposición de los juicios del gusto, cuán pocos satisfactorios
son estos dos procedimientos.
Que si se
concede al menos a nuestra deducción que ésta se halla en buen camino, aunque no sea suficientemente clara
en todas sus partes, entonces aparecen
tres ideas: primeramente, la idea de lo supra-sensible en general, sin otra determinación que la del
substratum de la naturaleza; en segundo
lugar, la idea de lo supra-sensible como principio de la finalidad subjetiva de la naturaleza para
nuestra facultad de conocer; en
111
tercer lugar, la idea de lo supra-sensible como principio
de los fines de la libertad, y del
acuerdo de esta con sus fines en el mundo moral.
§ LVII Del idealismo de la finalidad de la
naturaleza considerada como arte y como
principio único del juicio estético
Se puede primero
pretender explicar el gusto de dos maneras: o bien se dirá que se juzga siempre conforme a
motivos empíricos, y por consiguiente, conforme
a motivos que no pueden darse más que a
posteriori por medio de los sentidos, o bien se habrá de conceder que
se juzga conforme a un principio a
priori. La primera de estas dos opiniones
sería el empirismo de la crítica del gusto, y la segunda su
racionalismo.
Conforme a la
primera, el objeto de nuestra satisfacción no se distinguiría
de lo agradable; conforme a la segunda, si el juicio
descansa sobre conceptos determinados,
se confundiría con el bien; y así toda 1a
belleza sería desterrada del mundo; no quedaría en su puesto más que
un nombre particular, sirviendo quizá
para expresar cierta amalgama de las dos
precedentes especies de satisfacción. Mas hemos mostrado que hay aquí también a priori principios de satisfacción
que no pueden reducirse ciertamente a
conceptos determinados, pero que siendo a priori, conforman con el principio del racionalismo.
Ahora el racionalismo
del principio del gusto, admitirá el realismo o el idealismo de la finalidad. Pero como un
juicio del gusto no es más que un juicio
de conocimiento, y que la belleza no es más que una cualidad del objeto, considerando en sí mismo, el racionalismo
del principio del gusto no puede admitir
como objetiva la finalidad que se manifiesta en el juicio, es decir, que el juicio formado por el
sujeto no se refiere teóricamente, ni
por tanto lógicamente (aunque de una manera confusa) a la perfección del objeto, sino estéticamente
a la conformidad de la representación
del objeto en la imaginación, son los principios esenciales
de la facultad de juzgar en general. Por consiguiente, aun
conforme al principio del racionalismo,
no puede haber aquí otra diferencia entre el
realismo y el idealismo del juicio del gusto, sino que en el primer caso
se mira esta finalidad subjetiva como un
fin real que se propone la naturaleza (o
el arte), y que consiste en convenir con nuestra facultad de juzgar, mientras que en el segundo caso no se
le mira más que como una concordancia de
sí misma que se establece sin objeto, y de una manera accidental entre la facultad de juzgar y las
formas de que se producen en la
naturaleza conforme a leyes particulares.
Las bellas formas de
la naturaleza orgánica hablan en favor del
realismo de la finalidad de la naturaleza, o de la opinión que admite
como principio de la producción de lo
bello una idea de lo bello en la causa que
lo produce, es decir,
un fin relativo a
nuestra facultad de juzgar. Las flores,
las figuras de ciertas plantas, la elegancia inútil para nuestro uso, mas como escogida expresamente para nuestro
gusto, que muestran toda especie de
animales en sus formas, principalmente la variedad y la armonía de colores en el faisán, en los
testáceos, en los insectos, y hasta en las
flores más comunes, que agradan tanto a los ojos, y son de tanto atractivo, y que quedando en la superficie, y
no teniendo nada de común con la figura,
la cual podría ser necesaria a los fines interiores de estos animales, parecen haberse hecho para la
intuición externa; todas estas cosas son
de mucho peso en esta aplicación, que admite en la naturaleza fines reales para nuestro juicio estético.
Pero además de
que esta opinión tiene contra sí la razón que no da una máxima para evitar en lo posible el multiplicar
inútilmente los principios, la naturaleza
revela también por todas partes en sus libres formaciones una tendencia mecánica a la producción de
formas, que parecen haber sido hechas
expresamente para el uso estético de nuestro juicio, y no encontramos; en esto la menor razón para
sospechar que obre para esto algo más
que el simple mecanismo de la naturaleza, en tanto que naturaleza; de suerte que las concordancias
de estas formas en nuestro juicio pueden
muy bien derivar de este mecanismo, sin que ninguna idea sirva de principio a la naturaleza. Yo
entiendo por libre formación de la
112
naturaleza, aquella por cuyo media, una parte de un fluido
en reposo, viniendo, a evaporarse o
desaparecer (y alguna vez solamente a perder su
calórico), lo que queda toma, solidificándose, una figura o una textura,
que varía según la diferencia de
materias, pero que ella misma siempre
para la misma figura. Es necesario suponer para esto un verdadero
fluido, a saber, un fluido en donde la materia
esté enteramente disuelta, es decir, no
una simple amalgama de partes sólidas en suspensión. La formación se hace entonces por una reunión precipitada95,
es decir, por una modificación
repentina, no por un paso sucesivo del estado fluido al estado sólido, sino como de un sólo golpe, y
esta transformación se llama entonces
cristalización. El ejemplo más común de esta especie de formación, es la congelación del agua, en la
cual se forman primero las pequeñas
agujas de hielo que se cruzan en ángulos de sesenta grados, mientras q
ue, otros vienen a unirse a cada punto de estos ángulos, hasta que toda la masa se congela, de tal suerte
que durante este tiempo, el agua que se
halla entre las agujas de hielo no pasa por el estado pastoso, sino que queda, por el contrario, tan por completo
fluida, como si su temperatura fuese
mucho más alta, y sin embargo, no tiene más que la temperatura del hielo. La materia que se
desprende, y que en el momento de la
solidificación se disipa súbitamente, es una cantidad considerable de calórico, que no servía más que para mantener
el estado fluido, y que desprendiéndose
de él, deja este nuevo hielo a la temperatura del agua antes fluida.
Muchas sales,
muchas piedras de forma cristalina son producidas de la misma manera por sustancias etéreas que se
han puesto en disolución el agua no se
sabe cómo. Aun del mismo modo, según toda apariencia, los grupos de muchas sustancias minerales, de la
galena cúbica, de la mica de plata,
roja, etc., se forman también en el agua por la reunión precipitada de partes que alguna causa obliga a quitar
este vehículo y a coordinarse de manera
que tomen formas exteriores determinadas.
De otro lado,
todas las materias que no se habían mantenido en estado fluido más que por el calor y que se han
solidificado por el calor y que se han
solidificado por el enfriamiento, cuando se quiebran, muestran
también en el interior una textura determinada y nos hacen
juzgar por esto, que si su propio peso o
el contacto del aire no lo hubiese impedido,
mostrarían al exterior la forma que les es específicamente propia, y es
lo que se ha observado en ciertos
metales que se habían endurecido en la
superficie después de la fusión, y de los que se había trasvasado la
parte restante todavía interiormente,
pudo cristalizarse libremente. Muchas de
estas cristalizaciones minerales, como los espatos, la piedra
hematida, ofrecen muchas veces formas
tan bellas, que el arte podría cuando más
concebir otras parecidas. Las estalacticas que hallamos en la cueva
de Antiparos son producidas simplemente
por el agua que pasa gota a gota a
través de las capas de yeso.
El estado
fluido, según toda apariencia, es en general anterior al estado sólido, y las plantas, como los cuerpos de
los animales, son formados por una
materia fluida nutritiva, en tanto que esta materia se forma por sí misma en reposo: sin duda ella es primero
sometida a cierta disposición originaria
de medios y de fines (que no se debe juzgar estética, sino teleológicamente conforme al principio del
realismo, como lo mostraremos en la
segunda parte); pero al mismo tiempo también quizá se componga y se forme en libertad conforme a
la ley general de la afinidad de las
materias.
Luego como los
vapores esparcidos en la atmósfera, que es una
mezcla de diferentes gases, producen por efecto del enfriamiento
cristales de nieve, que es una mezcla de
diferentes gases, producen por efecto del
enfriamiento cristales de
nieve, que según las
diversas circunstancias atmosféricas en
que se forman, aparecen muy artísticamente formados y son singularmente bellos; así, sin quitar
nada al principio teleológico, en virtud
del cual juzgamos la organización, se puede pensar muy bien que la belleza de las flores, de las plumas de
las aves, de las conchas, en la forma
como en el color, pueden atribuirse a la naturaleza y a la propiedad que tiene de producir libremente, sin ningún
objeto particular, y conforme a las
leyes químicas, por el arreglo de la materia necesaria para la organización, ciertas formas que muestran
además una finalidad estética.
113
Pero lo que
prueba directamente que el principio de la idealidad de la finalidad sirve siempre de fundamento a los
juicios que formamos sobre lo bello de
la naturaleza, y lo que no impide admitir como principio de aplicación un fin real de la naturaleza para
nuestra facultad de representación, es
que en general, cuando juzgamos de la belleza, buscamos en nosotros mismos a priori la medida
de nuestro juicio, y que cuando se trata
de juzgar si una cosa es bella o no, el juicio estético es el mismo legislativo. Esto sería, en efecto,
imposible en la hipótesis del realis
mo de la finalidad de la naturaleza lo que deberíamos
encontrar bello, y el juicio del gusto
estaría sometido a principios empíricos. Por lo
que en esta especie de juicios, no se trata de saber lo que es la
naturaleza, ni aun qué fin se propone en
relación a nosotros, sino qué efecto produce
sobre nosotros. Decir que la naturaleza
ha formado sus
figuras para nuestra satisfacción, sería
todavía reconocer en ella una finalidad
objetiva, y no admitir solamente una finalidad subjetiva, que
descanse sobre el juego de la
imaginación en libertad; según esta última opinión somos nosotros los que recibimos la
naturaleza con favor, sin que ella nos
preste ninguno. La propiedad que tiene la naturaleza de suministrarnos
la ocasión de percibir en la relación de
las facultades de conocer, ejercitándose
sobre algunas de sus producciones una finalidad interna, que, debemos mirar, en virtud de un principio
supra-sensible, como necesaria y
universal; esta propiedad no puede ser un fin de la naturaleza, o más bien no podemos mirarla como tal,
porque entonces el juicio que fuera
determinado por ella, sería heterónomo, y no libre y autónomo, como conviene a un juicio del gusto.
En las bellas
artes, el principio del idealismo de la finalidad es todavía más claro. Tienen de común con la naturaleza
que no se puede admitir un realismo
estético fundado sobre sensaciones (porque esto no sería de las bellas artes, sino de las artes agradables).
De otro lado, la satisfacción producida
por ideas estéticas no debe depender de ciertos fines propuestos al arte (que entonces no tendría
más que un objeto mecánico); por
consiguiente, aun en el racionalismo del principio descansa aquella sobre la idealidad y no sobre la realidad de
los fines: de esto resulta claramente
que las bellas artes, como tales, no deben considerarse como
producciones del entendimiento y de la ciencia, sino del
genio, y que así rec
iben su regla de las ideas estéticas, las cuales son
esencialmente diferentes de las ideas
racionales de fines determinados. Del mismo modo que la idealidad de los objetos sensibles,
considerados como fenómenos, es la sola
manera de explicar cómo sus formas pueden ser determinadas a priori, también el idealismo de la finalidad
en el juicio de lo bello de la
naturaleza y del arte, es la sola suposición que permite a la
crítica explicar la posibilidad de un
juicio del gusto, es decir, de un juicio que
reclama a priori un valor universal (sin fundar sobre conceptos la finalidad que es representada en el objeto).
§ LVIII
De la belleza como símbolo de la moralidad
Para probar la
realidad de nuestros conceptos, se necesitan siempre las intuiciones. Si se trata de conceptos
empíricos, estas últimas se llaman
ejemplos. Si se trata de conceptos puros del entendimiento, estas son
los esquemas. En cuanto a la realidad
objetiva de los conceptos de la razón,
es decir, de las ideas, pedir la prueba de ellas, bajo el punto de vista
del conocimiento teórico, es pedir algo
imposible, pues que en esto no puede
haber intuición que les corresponda.
Toda hipótesis
(exhibición, subjectio sub adspectum), en tanto que
representación
sensible96, es doble: es esquemática cuando la intuición que corresponde a un concepto recibido por el
entendimiento es dada a priori;
simbólica cuando corresponde a un concepto que solo la razón puede concebir, pero al cual ninguna
intuición sencilla puede corresponder;
se halla sometida a una intuición con la que concierta un procedimiento del juicio que no es más que
análogo al que se sigue en el
esquematismo, es decir, que no conforma con este más que por la regla
y no por la intuición misma, por
consiguiente, por la forma sola de la
reflexión, y no por su contenido.
114
Es culpable que
los nuevos lógicos empleen la palabra simbólica para designar el modo de representación opuesto al
modo intuitivo; porque el modo simbólico
no es más que una especie de modo intuitivo. Este último (el modo intuitivo), puede, en efecto,
dividirse en modo esquemático y modo
simbólico. Los dos son hipótesis, es decir,
exhibiciones (exhibitiones); no se halla en ellos más que simples caracteres, o signos sensibles destinados a
designar los conceptos a que los
asociamos. Estos últimos no contienen nada que pertenezca a la intuición del objeto, sino que sirven
solamente de medio de reproducción según
la ley de asociación a que se halla sometida la imaginación, por consiguiente a un fin subjetivo. Tales son
las palabras o los signos visibles
(algébricos y aun mímicos) en tanto que simples expresiones de los conceptos97.
Todas las
intuiciones que se hallan sometidas a conceptos a priori son, pues, o esquemas o símbolos: los primeros
contienen exhibiciones directas, los
segundos, exhibiciones indirectas del concepto. Los primeros producen demostrativamente; los segundos, por
medio de una analogía (por cuyo medio
nos servimos aún de intuiciones empíricas). En este último caso, el juicio tiene una doble
función; primera, aplicar el concepto al
objeto de una intuición sensible, y después aplicarlo a un objeto distinto, del que el primero no es más
que el símbolo, la regla de la reflexión
que nos hacemos sobre esta intuición. Así es que nos representamos simbólicamente un estado
monárquico por un cuerpo animado, cuando
es dirigido conforme a una constitución y leyes
populares, o por una simple máquina, como por ejemplo, un molino a brazo, cuando es gobernado por una voluntad
única y absoluta. Entre un estado
despótico y un molino a brazo no hay ninguna semejanza, pero la hay entre las reglas, por cuyo medio
reflexionamos sobre estas dos cosas y
sobre su causalidad.
Este punto ha
sido, hasta ahora poco esclarecido, aunque merece un profundo examen; pero no es este el lugar
para insistir sobre él. Nuestra lengua
está llena de semejantes exhibiciones indirectas, fundadas sobre una analogía, en las que la expresión no
contiene un esquema propio de
un concepto, sino solamente un símbolo para una reflexión.
Tales son las expresiones, fundamento
(apoyo, base), depender (tener alguna cosa por
otra más elevada), dimanar de cualquier cosa (por seguir), sustancia
a sostén de
los accidentes (como
se expresa Locke). Lo mismo se ve en
otra infinidad de hipótesis simbólicas que sirven para designar
conceptos, no por medio de una intuición
directa, sino conforme a una analogía con
la intuición, es decir, haciendo pasar la reflexión que hace el
espíritu sobre un objeto de intuición a
otro concepto al que una intuición quizá no
pueda corresponder jamás directamente. Si ya podemos llamar conocimiento a un simple modo de
representación (y esto es muy permitido
cuando no se trata más que de un principio que determine el objeto teóricamente, respecto a lo que él es
en sí, pero que lo determine
prácticamente, mostrándonos lo que la idea de este objeto debe ser
para nosotros y para el uso a que se
destina), entonces todo nuestro
conocimiento de Dios (es simplemente simbólico, y el que lo mira como esquemático, así como los atributos del
entendimiento, de la voluntad, etc., que
no prueban su realidad objetiva más que en los seres del mundo, aquel cree que en el antropomorfismo, lo
mismo que el que descarta toda especie
de modo intuitivo, cree en el deísmo, o sea aquel sistema, según el cual no se conoce absolutamente fuera de
Dios, ni aun bajo el punto de vista
práctico.
Por lo que yo
digo que lo bello es el símbolo de la moralidad, y que sólo bajo este punto de vista (en virtud de
una relación natural para cada uno, y
que cada uno exige de los demás como un deber) es como agrada y pretende el asentimiento universal, porque el
espíritu se siente en esto como
ennoblecido, y se eleva por cima de esta simple capacidad, en virtud de la cual recibimos con placer las
impresiones sensibles, y estima el valor
de los demás conforme a esta misma máxima del juicio. Es lo inteligible lo que el gusto tiene en cuenta,
como he mostrado en el párrafo
precedente: es hacia él, en efecto, hacia donde se dirigen nuestras facultades superiores de conocer, y sin él
habría contradicción entre su naturaleza
y las pretensiones que presenta el gusto. En esta facultad, el juicio no se ve, como cuando no es más que
empírico, sometido a una heteronomia de
las leyes de la experiencia; se da a sí mismo su ley
115
relativamente a los objetos de una tan pura satisfacción,
como hace la razón relativamente a la
facultad de querer; y por esta posibilidad interior que se manifiesta en el sujeto, como por la
posibilidad exterior de una naturaleza
que se conforma con la primera, se ve ligado a alguna cosa que se revela en el sujeto mismo y fuera de él, y
que no es ni la naturaleza ni la
libertad, sino que se halla ligado a un principio de esta misma, es decir, con lo supra-sensible, en el cual la facultad
teórica se confunde con la facultad
práctica de una manera desconocida, pero semejante para todos. Nosotros indicaremos algunos puntos de esta
analogía haciendo notar al mismo tiempo
las diferencias.
1. Lo bello
agrada inmediatamente (mas sólo en la intuición reflexiva, no como la moralidad, en el concepto). 2.
Agrada independientemente de todo interés
(el bien moral está, en verdad, ligado a un interés necesariamente, pero n
o a un interés que precede al juicio de satisfacción, porque este mismo juicio es lo que le
produce). 3. La libertad de la imaginación
(por consiguiente, de nuestra sensibilidad), se representa en el juicio de lo bello como conformándose con
la legalidad del entendimiento (en el
juicio moral, la libertad de la voluntad es concebida como el acuerdo de esta facultad consigo
misma, según las leyes universales de la
razón). 4. El principio subjetivo del juicio de lo bello es representado como universal, es decir, como
aceptable para todos, aunque no se puede
determinar por ningún concepto universal (el principio objetivo de la moralidad es también
representado como universal, es decir,
como admisible para todos los sujetos, así como para todas las acciones de cada sujeto, mas también como
pudiendo ser determinado por un concepto
universal). Esto es porque el juicio moral no es capaz de principios constitutivos determinados, sino
que sólo es posible por máximas fundadas
sobre estos principios y sobre su universalidad.)
La consideración de
esta analogía es frecuente aun entre las
inteligencias vulgares, y se designan muchas veces objetos bellos de la naturaleza o del arte, por medio de nombres
que parecen tener por principio un
juicio moral. Se califica de majestuosos y de magníficos árboles o edificios: se habla de campos
graciosos y que ríen: los colores
mismos son llamados inocentes, modestos, tiernos, porque
excitan sensaciones que contienen algo análogo
a la conciencia de una disposición de
espíritu producida por juicios morales. El gusto nos permite de este modo pasar, sin un salto muy
brusco, del atractivo de los sentidos a
un interés moral habitual, representando la imaginación en su libertad como pudiendo ser determinada de
acuerdo con el entendimiento, y aun
aprendiendo a hallar en los objetos sensibles una satisfacción libre e independiente de todo atractivo sensible.
Apéndice
§ LIXDe la metodología del gusto
La división de
la crítica en doctrina elemental y metodología la cual precede a la ciencia, no puede aplicarse a la
crítica del gusto, puesto que no hay ni
puede haber ciencia de lo bello, y porque el juicio del gusto no puede determinarse por principios.
En efecto, la
parte científica de cada arte, y todo lo que mira la verdad en la exhibición de su objeto, es sin duda
una condición indispensable (condiditio
sine qua non) de las bellas artes, pero esto no constituye las mismas bellas artes. No hay, pues, para las
bellas artes más que una manera98
(modus) y no un método
(metodus). El
maestro debe mostrar lo que debe hacer
el discípulo,
cómo lo debe hacer, y las reglas generales a las que en definitiva reduce su manera de
proceder, pueden servirle de ocasión
para hallar las principales cosas que por aquellas le prescriben. Se debe, sin embargo, atender a un cierto
ideal que el arte debe tener a la vista,
aunque no pueda jamás alcanzarlo por completo. Esto no se consigue más que excitando la imaginación del
discípulo para apropiarse a un concepto
dado, y para esto haciéndole notar lo insuficiente de la expresión respecto a la idea, que el concepto
mismo no alcanza, puesto que es
estético, y por medio de una crítica severa, que le impedirá tomar
116
los ejemplos que se le propongan como tipos o modelos que
imitar, que no pueden ser sometidos a
una regla superior, ni a su propio juicio, y así es como el genio, y con él la libertad de la
imaginación, evitarán el peligro de ser
ahogados por las reglas, sin las cuales no puede haber bellas artes, ni gusto que las juzgue
exactamente.
La propedéntica de
todas las bellas artes en tanto que se trata del último grado de perfección, no parece que consiste
en los preceptos, sino en la cultura de
las facultades del espíritu por medio de estos
conocimientos preparatorios que se llaman humanidades,
probablemente porque humanidad significa
de un lado el sentimiento de la simpatía
universal, y de otro la facultad de poderse comunicar íntima y universalmente, dos propiedades que, juntas,
componen la sociabilidad propia de la humanidad,
y por las cuales esta salta los límites asignados al animal.
El siglo y los
pueblos cuya corriente por la sociedad legal, solo fundamento de un estado duradero luchan
contra las grandes dificultades que
presenta el problema de la unión de la libertad (y por consiguiente, también de la igualdad) con cierta violencia
(más bien con la del respeto y la
sumisión al deber que con la del miedo), este siglo y estos pueblos deberían hallar primero el arte de sostener
una comunicación recíproca de ideas
entre la parte más ilustrada y la más inculta, de aproximar el desenvolvimiento y la cultura de la primera
al nivel de la simplicidad natural y de
la originalidad de la segunda, y de establecer de este modo este intermedio entre la civilización y la
simple naturaleza que constituye para el
gusto, en tanto que sentido común para los hombres, una medida exacta, pero que no pueda determinarse
conforme a reglas generales.
Un siglo más avanzado
pasará difícilmente sin estos modelos, puesto
que se separa siempre más de la naturaleza, y que, por último, si no
tiene ejemplos permanentes
de ella, apenas
estará en estado de formarse un concepto
de la feliz unión, en un solo y mismo pueblo, de la violencia legal, que exige la más alta cultura, con la
fuerza y la sinceridad de la libre
naturaleza, sintiendo su propio valor.
Mas como el gusto es
en realidad una facultad de juzgar de la
representación sensible de las ideas morales (por medio de cierta
analogía de la reflexión sobre estas dos
cosas), y como de esta facultad, así como
de una capacidad más alta todavía para el sentimiento derivado de
estas ideas (que se llama sentimiento
moral), es de donde se deriva este placer
que el gusto proclama admisible para la humanidad en general, y no
para el sentimiento particular de cada
uno, se ve claramente que la verdadera
propedéntica para fundar el gusto es el desenvolvimiento de las
ideas morales y la cultura del
sentimiento moral, porque solamente a condición
de que la sensibilidad esté de acuerdo con este sentimiento, es como
el verdadero gusto puede recibir una
forma determinada e inmutable.
FIN DEL TOMO PRIMERO (primera parte)
117
TOMO II
Segunda parte
CRÍTICA DEL JUICIO TELEOLÓGICO
§ LX De
la finalidad objetiva de la naturaleza
Los principios
trascendentales del conocimiento nos autorizan a admi
tir una finalidad, por la cual la naturaleza en sus leyes
particulares se concierta subjetivamente
con la facultad de comprensión del juicio
humano, y nos permite juntar las experiencias particulares en un
sistema; porque entre las diversas
producciones de la naturaleza, se puede admitir
también la posibilidad de otras que tienen cierta forma específica
por carácter, es decir, que como si
fuesen hechas expresamente para nuestra
facultad de juzgar, sirven con su variedad y su unidad, como para fortificar y sostener las fuerzas del
espíritu (que se hallan en juego en el
ejercicio de esta facultad) lo que les ha valido el nombre de bellas
formas.
Más que la
contingencia de la naturaleza se hallan en la relación de medios a fines, y que su posibilidad no se
pueda comprender suficientemente más que
por medio de esta especie de causalidad, es de
lo que no hallamos la razón en la idea general de la naturaleza, considerada como el conjunto de los objetos
sensibles. En efecto: en el precedente
caso, la representación de las cosas, siendo algo en nosotros, pudiera muy bien ser concebida a priori como
apropiada al destino interior de
nuestras facultades de conocer. Mas ¿cómo fines que no son los nuestros y que tampoco pertenecen a la
naturaleza (que nosotros no admitimos
como un ser inteligente), pueden y deben constituir una
especie de causalidad, o al menos un carácter completamente
particular d
e conformidad con las leyes? Esto es lo que es imposible de
presumir a priori con algún fundamento.
Con mayor razón, la experiencia misma no
puede demostrar la realidad de esto, si no se ha introducido ya ingeniosamente el concepto de fin en la
naturaleza de las cosas. No sacamos,
pues, este concepto de los objetos y del conocimiento empírico que de ellos tenemos; y por consiguiente, nos
servimos de él, más bien para comprender
la naturaleza por analogía con un principio subjetivo del enlace de las representaciones, que para el
conocimiento por medio de principios
objetivos.
Además, la
finalidad objetiva, como principio de la posibilidad de las cosas de la naturaleza, está tan lejos de
conformarse necesariamente con el concepto
de la misma, que ella es la que se invoca para probar la contingencia de la naturaleza y de sus
formas. En efecto; cuando se habla de la
estructura de un ave, de las células formadas en sus huesos, de la disposición de sus alas para el movimiento,
de la de su cola que le sirve como de
timón, después se dice que todo esto es contingente, si se le considera relativamente al simple nexus
afectivus de la naturaleza, y no se
invoca todavía una especie particular de causalidad, la de los fines (nexus finalis), es decir, se muestra que la
considerada como simple mecanismo,
habría podido tomar otras mil formas, sin quebrantar la unidad de este principio, y que por
consiguiente, no se puede esperar hallar
a priori la razón de esta forma en el concepto mismo de la naturaleza, sino que es necesario buscarlo
fuera de este concepto.
Hay, sin embargo,
razón para admitir, al menos de una manera
problemática,
el juicio
teleológico en la investigación de la naturaleza, pero a condición de que no se haga de él un
principio de investigación y observación
más que por analogía con la causalidad determinado por fines, y que no se pretenda explicar nada por
este medio. Pertenece al juicio
reflexivo y no al juicio determinante. El concepto de las relaciones y formas finales de la naturaleza, es la
menos un principio además que sirve para
reducir sus fenómenos a reglas, allí donde no bastan las leyes en una causalidad puramente mecánica.
Recurrimos, en efecto, a un
118
principio teleológico, siempre que atribuimos la causalidad
al concepto de un objeto, como si este concepto
estuviese en la naturaleza (y no en
nosotros mismos), o que, por mejor
decir, nos
representásemos la posibilidad de un
objeto por analogía con este género de causalidad (que es la nuestra), concibiendo de este modo la naturaleza,
como siendo técnica por su propio poder,
en lugar de no tener en su causalidad más
que un simple mecanismo, como sucedería, si no se le atribuyese este modo de acción. Si, por el contrario,
admitimos en la naturaleza causas que
obran con intención, y si, por consiguiente, damos por fundamento a la teleología no simplemente un principio
regulador, que nos sirva para juzgar los
fenómenos de la naturaleza, considerada en sus leyes particulares, sino un principio constitutivo
que determine el origen de sus
producciones, entonces el concepto de un fin de la naturaleza no pertenecerá al juicio reflexivo, sino al
juicio determinante. O más bien, este
concepto no pertenecería propiamente al juicio (como el de la belleza, en tanto que finalidad formal
subjetiva); como concepto racional,
introduciría en la ciencia de la naturaleza una nueva especie de causalidad. Mas esta especie de causalidad no
hacemos más que sacarla de nosotros
mismos para atribuirla a otros seres, sin querer por esto asimilarlos a nosotros.
Primera sección
Analítica del juicio teleológico
§ LXI De la finalidad objetiva que es
simplemente formal a diferencia de lo
que es material.
Todas las figuras
geométricas trazadas conforme a un principio,
revelan una finalidad objetiva, muchas veces maravillosa por su
variedad, es decir, que sirven para
resolver muchos problemas con un sólo
principio, y cada uno de estos de una manera infinitamente varia. La
finalidad es aquí evidentemente objetiva o intelectual, y
no simplemente subjetiva y estética. Porque
ella expresa la propiedad que tiene la figura
de engendrar muchas figuras propuestas, y es además reconocida por
la razón. Mas la finalidad no
constituye, sin embargo, la posibilidad del
concepto del objeto mismo, es decir, que no se considera como
siendo posible únicamente en relación a
este uso.
Esta figura tan
simple que se llama círculo, contiene el principio de la solución de una multitud de problemas, de los
que cada uno exigiría por sí muchos
trabajos preparatorios, mientras que esta solución se ofrece por sí misma como una de las admirables e infinitamente
numerosas propiedades de esta figura. Si
se trata, por ejemplo, de constr
uir un triángulo con
una base dada y el ángulo opuesto, el problema es indeterminado, es decir, que se puede
resolver de una manera infinitamente
varia. Mas el círculo encierra todas estas soluciones del problema, como el lugar geométrico que
suministra todos los triángulos que
satisfacen a las condiciones dadas. O bien, si se quiere que dos líneas se corten de tal suerte que el rectángulo
formado por las dos partes de la una sea
igual al formado por las de la otra, la solución del problema presenta mucha dificultad. Mas para que dos
líneas se dividan en esta proporción,
basta que se corten en el interior del círculo, y terminen en su circunferencia. Las demás líneas curvas
suministrarían también soluciones de
este género, que no habría hecho concebir al pronto la regla conforme a la cual las construimos. Todas las
secciones cónicas, cualquiera que sea la
simplicidad de su definición, sea que se las
considere en sí mismas, sea que se las refiera a sus propiedades, son fecundas en principios para la solución de una
multitud de problemas posibles.
Causa un verdadero
placer el ver el ardor con que los antiguos
geóme
tras investigaban las propiedades de esta especie de
líneas, sin inquietarse por esta
cuestión propia de espíritus limitados: ¿qué bien nos trae este conocimiento? Así es, por ejemplo,
que investigaban las propiedades de la
parábola, sin conocer la ley de la gravitación hacia la superficie de la tierra, que les hubiera
suministrado la aplicación de la
119
parábola a la trayectoria de los cuerpos solicitados por la
gravedad (cuya
dirección puede
considerarse como paralela a sí misma en toda la duración de su movimiento). Así es también
que estudiaban las propiedades de la
elipse sin adivinar que en esto había también una gravitación para los cuerpos celestes, y sin
conocer la ley que rige la gravedad de
estos cuerpos en sus diversas distancias al centro de atracción, y que hace que, aunque estén
enteramente libres, se vean obligados a
describir esta curva.
Trabajando así
sin saberlo para la posteridad, gozaban al encontrar en la esencia de las cosas una finalidad, cuya
necesidad hubiesen podido mostrar a
priori. Platón, maestro en esta ciencia llega al entusiasmo tratándose de esta disposición originaria de
las cosas, cuyo
descubrimiento puede
exceder toda experiencia, y sobre la facultad que tiene el espíritu de poder llevar la armonía
de los seres a su principio supra-sensible
(comprendiendo las propiedades de los números, con los que el espíritu juega en la música).
Este entusiasmo
lo elevaba sobre los conceptos de la experiencia a la región de las ideas, que no le parecían explicables
más que por un comercio intelectual con
el principio de todos los seres. No es extraño
que excluyera de su escuela los que no sabían geometría; porque lo
que Anaxágoras deducía de los objetos de
la experienc
ia y de su enlace final,
pensaba derivarlo de una intuición pura, inherente al espíritu humano.
La necesidad en la finalidad, es decir,
la finalidad de las cosas que se hallan
dispuestas como si hubiesen sido hechas a propósito para nuestro
uso, pero que parecen, sin embargo, pertenecer
originariamente a la esencia de las
cosas sin tener en cuenta nuestro uso, he aquí el principio de la gran admiración que nos causa la naturaleza, menos
todavía fuera de nosotros, que en
nuestra propia razón. Además es un error muy excusable el pasar insensiblemente de esta admiración al
fanatismo.
Mas aunque esta
finalidad intelectual sea objetiva (y no subjetiva como la finalidad estética), no podemos
concebirla, en cuanto a su posibilidad,
más que como formal (no como real), es decir, solo como
una finalidad a la cual no es necesario dar un fin, una
teleología por principio, sino que basta
concebirla de una manera general. El círculo es
una intuición que el entendimiento determina conforme a un principio;
la unidad de este principio, que yo
admito arbitrariamente y de la cual me
sirvo como de un concepto fundamental, aplicada a una forma de la intuición (al espacio), que sin embargo no se
encuentra en mí más que como una representación,
pero como una representación a priori, esta
unidad hace comprender la de muchas reglas, que derivan de la construcción de este concepto, y que son
conformes a muchos fines posibles, sin
que haya necesidad de suponer para esta finalidad un fin o algún otro principio. Del mismo modo no le
hay cuando hallo el orden y la
regularidad en un conjunto de cosas exteriores, encerrado en ciertos límites, por ejemplo, en un jardín, el orden
y la regularidad de los árboles, de los
parterres, de los paseos; yo no puedo esperar el deducirlos a priori de una circunscripción arbitraria de un
espacio, porque estas son cosas
existentes, que no pueden ser conocidas más que por medio de la experiencia, y no se trata, como ahora, más
que de una simple representación
determinada en mí a priori, conforme a un principio. Es porque esta última finalidad (la finalidad
empírica) en tanto que real depende del
concepto de un fin.
Pero se ve
también la razón legítima de nuestra admiración por esta misma finalidad que percibimos en la esencia
de las cosas (en tanto que sus conceptos
pueden ser construidos). Las reglas variadas cuya unidad (fundada sobre un principio) causa admiración,
son todas sintéticas, y no derivan de un
concepto del objeto, por ejemplo, del círculo, sino que necesitan que este concepto sea dado en la
intuición. Mas por lo mismo, esta unidad
tiene trazas de hallarse fundada empíricamente sobre un principio diferente de nuestra facultad de
representación, y se diría entonces que
la concordancia del objeto con la necesidad de las reglas, inherente al entendimiento, es contingente en
sí, y por consiguiente no es posible más
que por un fin establecido expresamente para esto. Por lo que esta armonía, no siendo, sin embargo de toda
esta finalidad, reconocida
empíricamente, sino a priori, debería conducirnos por sí misma a la conclusión de que el espacio, cuya
determinación sólo hace posible el
120
objeto (por medio de la imaginación y conforme a un concepto),
no es una cualidad de las cosas fuera de
nosotros, sino un simple modo de
representación en nosotros, y que de este modo en la figura que yo
trazo conforme a un concepto, es decir,
en mi propia manera de representarme lo
que me es dado exteriormente, aunque esto pudiese en sí, soy yo quien introduce, la fin
alidad, sin estar instruido de ello empíricamente por
la cosa misma, y por consiguiente, sin
tener para ello de ningún fin particular
fuera de mí en el objeto. Pero como esta consideración exige ya un uso crítico de la razón, y por consiguiente
no se sobreentiende al principio en el
juicio que formamos del objeto conforme a sus
propiedades, este juicio no me da inmediatamente más que la unión
de reglas heterogéneas (aun en lo que
ellas tienen de heterogéneo) en
un principio particular que descanse a priori
fuera de mis conceptos,
y en general de mi
representación. Por lo que la sorpresa viene de que el espíritu queda en suspenso por la
incompatibilidad de una representación y
de la regla dada por la misma con los principios que le sirven ya de fundamento, y por esto llega a dudar si ha
visto o juzgado bien; mas la admiración
es una sorpresa que no cesa nunca, ni aun después de la desaparición de esta duda. Por consiguiente,
la admiración es un efecto completamente
natural de esta finalidad que observamos en la esencia de las cosas (consideradas como fenómenos), y no
se puede condenar, porque no solamente
nos es imposible explicar por qué la unión de esta forma de la intuición sensible (que se llama
el espacio) con la facultad de los
conceptos (el entendimiento) es precisamente tal y no otra, sino que esta unión misma extiende el espíritu haciéndole
como presentir algo todavía que descansa
sobre estas representaciones sensibles, y que puede contener el último principio (desconocido
para nosotros) de este acuerdo. No
tenemos ciertamente necesidad de conocerlo cuando simplemente se trata de la finalidad formal de nuestras
representaciones a priori; mas la sola
necesidad en que estamos de pensar en él; excita la admiración por el objeto que nos la impone.
Se acostumbra
llamar bellezas las propiedades de que hemos hablado, las de las figuras geométricas como las de
los números, a causa de cierta finalidad
que muestran a priori para diversos usos del conocimiento, y
que la simplicidad de su construcción no hubiera hecho
sospechar. Así, por ejemplo, se habla de
tal o cuál bella propiedad del círculo, que se
descubriría de esta o la otra manera; mas esto no es allí un juicio
estético de finalidad; esto no es uno de
los juicios sin concepto que no indican
más que una finalidad subjetiva en el libre juego de nuestras facultades
de conocer; esto es un juicio
intelectual, fundado sobre conceptos, que da
claramente a conocer una finalidad objetiva, es decir, una
conformidad con los diversos objetos
(infinitamente varios). Esta propiedad debería
llamarse con más razón perfección relativa que belleza de una
figura matemática. En general, apenas se
puede admitir la
expresión de belleza
intelectual, porque la palabra belleza perdería entonces todo
sentido determinado, o la satisfacción
sensible. El nombre de belleza convendría
mejor a la demostración de estas propiedades; porque por esta demostración, el entendimiento en tanto que
facultad de los conceptos, y la
imaginación en tanto que facultad que suministra la exhibición de estos conceptos, se sienten fortificados a priori
(este es el carácter que junto con la
precisión que lleva la razón, llamamos la elegancia de la demostración): aquí al menos, si la
satisfacción tiene su principio en los
conceptos, es subjetiva, mientras que la perfección produce una satisfacción objetiva.
§ LXII
De la finalidad de la naturaleza que no es más que relativa, a diferencia de la que es interior
La experiencia lleva
nuestra facultad de juzgar al concepto de una
finalidad objetiva y material, es decir, al concepto de un fin de
la naturaleza; entonces es solamente
cuando tenemos, para juzgar, una relacion
de causa a efecto99 que no somos capaces de comprender sin suponer en la causalidad de la causa misma la
idea del efecto como la condición de la
posibilidad de este efecto o el principio que determina su causa a producirle. Mas esto puede hacerse de
dos modos: se considera el efecto, o
inmediatamente como una producción hecha con arte, o
121
solamente como una materia destinada al arte de otros seres
posibles de la naturaleza, y por
consiguiente, o como un fin, o como un medio para la finalidad de otras causas. Esta última
finalidad se llama utilidad (por lo que
se refiere a los hombres), y aun conveniencia100 (por lo que se refiere a otros seres), y no es más que relativa,
mientras que la primera es una finalidad
interior de la naturaleza.
Los ríos, por
ejemplo, llevan consigo tierras útiles a la vegetación, que depositan alguna vez en los campos por donde
pasan, muchas veces también en su
desembocadura. En muchos países las olas arrojan el limo a
la costa, o lo
depositan en la orilla; y principalmente cuando los hombres tienen cuidado de que el reflujo no
lo vuelva a arrastrar, la tierra allí
viene a ser más fértil, y la vegetación toma el puesto que ocupaban los peces y los testáceos. Así es, que la
naturaleza ha producido por sí misma la
mayor parte de los aumentos de terreno, y continúa todavía, aunque lentamente. Por lo que la cuestión es
saber si estos aluviones deben ser
considerados como fines de la naturaleza, a causa de su utilidad para los hombres, porque no se puede hablar
de la ventaja que de esto resulta para
la misma vegetación, puesto que lo que esta gana, los animales del mar lo pierden.
O bien, para
presentar un ejemplo de la conveniencia de ciertas cosas de la naturaleza para otros seres, con relación
a las cuales pueden considerarse como
medios, decir que no hay mejor terreno para los pinos que un terreno arenoso, por lo que el Océano,
antes de retirarse de la tierra, ha
dejado tantas capas de arena en nuestras comarcas del Norte, que han podido elevarse sobre suelo extensos
bosques de pinos, cuya tierra, por lo
demás, es impropia para toda cultura, y acusamos muchas veces, a nuestros antepasados de haberlos
destruido sin razón. Se puede preguntar
si este antiguo depósito de capas de arena era un fin de la naturaleza, trabajando en favor de los bosques
de pinos que más tarde allí pudieran
formarse. Lo que hay de cierto es que si hay necesidad de ver allí un fin de la naturaleza, se debe mirar
también esta arena como un fin, pero
solamente como un fin relativo que a su vez tenía por medios la antigua rivera y la retirada del mar; porque
en la serie de miembros de
una relación final subordinados entre sí, cada miembro
intermedio debe considerarse como un fin
(mas no como fin último), cuya causa más
próxima es el medio. Así, también, si debía haber en el mundo
bueyes, cabras, caballos y otros
animales de este género,
era necesario
que hubiese también yerba sobre la
tierra; y si debía haber camellos, era
necesario que hubiese en los desiertos plantas propias para alimentarlos; y además era necesario que estos animales y
otras especies de herbívoros existiesen
en abundancia, para que pudiese haber lobos, tigres y leones. Por consiguiente, la finalidad objetiva que
se funda sobre esta relación, no es una
finalidad objetiva de las cosas en sí, como habría que admitir sí por ejemplo, no se pudiese concebir la arena
en sí misma como un efecto del mar, que
es la causa de ella, sin suponer un fin a esta, y sin considerar el efecto, a saber la arena, como una cosa
hecha con arte. Es una finalidad que no
es más que relativa, y no existe más que accidentalmente en la cosa a que se atribuye; y aunque entre los
ejemplos citados, se debía mirar la
yerba como una producción organizada de la naturaleza, por consiguiente, como una cosa hecha con arte,
en su relación con los animales que se
alimentan de ella, no debe considerarse más que como una materia bruta.
Pero cuando, en
fin, el hombre, gracias a la libertad de su causalidad, encuentra las cosas de la naturaleza útiles
para sus designios, en verdad muchas
veces extravagantes (como cuando se sirve de plumas de aves para engalanarse y tierras de color y jugos
de las plantas para acicalarse), pero
alguna vez también razonables, como cuando se sirve del caballo para viajar, del buey y aun del asno y del cochino,
(así como se hace en la isla de Menorca),
para labrar, no se puede admitir aun en esto un fin relativo de la naturaleza (para este uso).
Porque su razón sabe hacer concurrir las
cosas con las representaciones de la fantasía, a las cuales no estaban predestinadas por su naturaleza.
Solamente si se admite que debe haber
hombres sobre la tierra, los medios al menos, sin los que los hombres no podrían existir, en tanto que
animales, y aun en tanto que seres
racionales (en cualquier grado, por débil que sea), no pueden faltar; mas entonces las cosas de la naturaleza que
son indispensables para este uso, deben
considerarse también como fines de la misma.
122
Se ve claramente
con esto, que la finalidad exterior (la utilidad de una cosa por medio de otras), no puede
considerarse como un fin exterior de la
naturaleza, más que a condición de que la existencia de la cosa, a la cual se refiere de cerca o de lejos, sea por
sí misma un fin de la misma. Mas como
esto no se puede jamás demostrar por la simple consideración de la naturaleza, se sigue que la finalidad
relativa, aunque nos haga
hipotéticamente pensar en los fines de aquella, sin embargo, no puede legítimamente dar lugar a ningún juicio
teleológico absoluto.
La nieve en los
países fríos, defiende los sembrados contra la helada, y facilita el comercio de los hombres (por
medio de los trineos). Los Lapones se
sirven por esto de ciertos animales (los renos), que hallan un alimento suficiente en un musgo seco, que saben
sacar debajo de la nieve, y que se dejan
fácilmente amansar y domar, aunque podrían también vivir en libertad. Para otros pueblos situados en la
misma zona glacial, el mar contiene una
rica provisión de animales que les sirven para alimentarse y vestirse, y aun les suministran materias
inflamables que les sirven para calentar
sus chozas, que construyen con la madera
que el mar les trae.
Por lo que hay en esto un concurso admirable
de relaciones de la naturaleza a un fin,
y este fin es el Groenlandés, el Lapón, el Samoyedo o Samoida, el Yácula o cualquier otro pueblo. Mas las no se
ve por qué, en general, debe haber
hombres con estas comarcas. Es por lo que se formaría un juicio muy atrevido y arbitrario, diciendo
que si los vapores formados por el aire
caen en este país bajo la forma de nieve, que si la mar tiene corrientes que llevan la madera venida de los
países cálidos, y que si encierra
grandes animales llenos de aceite, es porque la causa que produce todas las cosas de la naturaleza, ha
tenido por principio la idea de venir en
ayuda de ciertas pobres criaturas. Porque aun cuando no existiesen todas estas ventajas de la
naturaleza, no tendríamos fundamento
para hallar las causas de la naturaleza insuficientes para nuestra utilidad, y nos parecería, por el
contrario, una temeridad y una falta de
consideración el pedir a la naturaleza una disposición de este género, y atribuirle un fin semejante
(atendiendo a que la discordia
únicamente ha podido arrojar a los hombres a comarcas
tan inhospitalarias).
§ LXIII Del carácter propio de las cosas, en
tanto que fines de la naturaleza
Para concebir
que una cosa no es posible más que como fin, es decir, que la causalidad a que debe su origen, no se
debe buscar en el mecanismo de la
naturaleza, sino en una causa cuyo poder sea
determinado por conceptos, es necesario que la posibilidad de la forma
de esta cosa no se pueda sacar de
simples leyes de la naturaleza, es decir, de
leyes que nuestro sólo entendimiento pueda reconocer en su aplicación
a los fenómenos; es necesario que el
conocimiento empírico de esta forma,
considerada en su causa y como efecto, suponga conceptos de la razón. Esta forma es contingente a los ojos de la
razón que la refiere a todas las leyes
de la naturaleza, es
decir, que la razón que debe también buscar la
necesidad en la forma de toda producción de la naturaleza, en este
caso que no quiere más que percibir las
condiciones ligadas a esta producción,
no puede, sin embargo, admitir esta necesidad en la forma dada;
esta misma contingencia es la que nos
determina a considerar la casualidad de
esta forma como si no fuese posible más que por la razón. Pero esta es
la facultad de obrar conforme a los
fines (la voluntad), y el objeto que no se
representa como posible más que por esta facultad, no será
representado así, como posible, mas que
en tanto que sea fin.
Si alguien percibe
en un país que parezca inhabitado, una figura
geométrica, como un exágono regular, trazado sobre la arena, su reflexión, ejercitándose sobre el concepto de
esta figura, notará aunque de una manera
confusa, con la ayuda de la razón, la unidad del principio de la producción de este concepto, y entonces,
conforme a la razón, no podrá buscar el
principio de la posibilidad de esta figura en las cosas que conoce como la arena, la mar vecina, los
vientos o aun. las huellas de los
123
animales, o en otra causa privativa de la razón. Porque la
contingencia de
este acuerdo de una
forma con un concepto, que no es posible más que en
la razón, lo
parecería tan infinitamente grande, que sería como si no hubiera para producir la ley de la
naturaleza; y por consiguiente, el
principio de la causalidad de un efecto semejante, no puede buscarse
en el puro mecanismo de la naturaleza,
sino en un concepto del objeto, que solo
la razón puede suministrar, y con el cual solo ella puede compararle, y así es que se puede considerar este efecto
como un fin, no ciertamente como un fin
de la naturaleza, sino como un producto del arte (vestigium hominis video).
Mas para que una
cosa, en la cual se reconoce una producción de la naturaleza, pueda al mismo tiempo ser juzgada
como un fin, por consiguiente, como un
fin de la naturaleza, es necesario, si no hay en esto nada de contradictorio, algo más todavía.
Diremos provisionalmente que una cosa
existe como fin de la naturaleza, cuando es la causa y el efecto de sí misma, porque hay aquí una causalidad
que no se puede relacionar con el simple
concepto de la naturaleza, sin suponer un fin a esta; pero que se puede a esta condición, cuando no
comprender, al menos concebir sin
contradicción. Antes de analizar completamente esta idea de un fin de la naturaleza, expliquémosla ahora por medio
de un ejemplo.
En primer lugar,
un árbol produce otro, conforme a una ley conocida de la naturaleza. Mas el árbol que produce es
de la misma especie, y así él se produce
por sí mismo en cuanto a la especie; se conserva siempre en esta misma especie, de un lado como un
efecto, del otro como causa,
incesantemente reproducida por sí misma y reproduciéndose siempre.
En segundo
lugar, un árbol se produce por sí mismo como individuo. Esta especie de efecto no es, a la verdad,
más que el crecimiento; mas este
crecimiento es enteramente diferente de todo aumento producido por las leyes mecánicas, que se parece a una
producción, bajo otro nombre. Esta
planta elabora la materia que emplea para su crecimiento, de manera que se la asimila, es decir, de manera que le
da la cualidad que le es específicamente
propia, y que fuera de ella no puede suministrar el
mecanismo de la naturaleza, y se desenvuelve de este modo
por una materia, que en virtud de esta
asimilación, es su propio producto. Porque,
si relativamente a las partes constitutivas que recibe de la naturaleza exterior, esta materia no puede considerarse
más que como una educción, se halla, sin
embargo, en la elección y en la nueva composición de esta materia bruta tal originalidad, que todo el
arte del mundo no basta cuando se busca
para reconstituir una producción del reino vegetal con los elementos que ha separado al descomponerla, o
con la materia que la naturaleza suministra
para alimentarla.
En tercer lugar,
una porción de estos seres se producen por sí mismos, de tal suerte, que la conservación de lo unos
depende de la conservación de los otros.
Un botón, sacado de un rama de un árbol e injerto sobre la rama de otro, produce sobre una planta
extraña una planta de su especie, y del
mismo modo una aguja sobre un tronco extraño. Por esto se puede considerar en el mismo árbol cada rama o cada
hoja, como simplemente habiendo sido
ingertas sobre este árbol, y por consiguiente, como un árbol que existe por sí mismo que solamente
se refiere, a otro y es su parásito.
Además las hojas son, en verdad, productos del árbol, mas a su vez lo conservan también; porque se le
destruiría despojándole con frecuencia
de sus hojas, y su crecimiento depende de un efecto sobre el tronco. No mencionaremos aquí mas que de paso,
aunque se deben colocar entre las
propiedades más sobresalientes de los seres organizados, estos recursos que la naturaleza les lleva
por sí misma para repararlos, cuando la
falta de una parte necesaria para la conservación de las partes inmediatas, se llena por las demás, y estos
defectos de organización o estas
deformidades, en las cuales ciertas partes remedian los vicios de constitución o los obstáculos, formándose de
una manera completamente nueva, para
conservar lo que es, y para producir un ser anormal.
124
§ LXIV Las cosas, en tanto que fines de la
naturaleza, son seres organizados
Conforme al
carácter indicado en el párrafo precedente, para que una cosa que es una producción de la naturaleza
no pueda reconocerse posible más que como
un fin de la misma, es necesario que contenga una relación recíproca de causa o efecto; mas esta es aquí
una expresión algún tanto impropia e
indeterminada, y que necesita reducirse a un concepto determinado.
La relación causal,
en tanto que se la concibe simplemente por el
entendimiento, constituye una serie (de causas y de efectos) que va siempre en descenso; y las cosas que como
efectos, presuponen otras como causas, no
pueden ser recíprocamente causas de estas. Se llama esta relación causal relación de causas eficientes
(nexus effectivus). Mas de otro lado se
puede concebir también una relación causal determinada por un concepto racional (de fines), que
considerada como una serie, encerraría
una dependencia ascendente y descendente, es decir, que la cosa que se designa como efecto, merece
también, ascendiendo, el nombre de causa
de esta misma cosa de la que es ella el efecto. En la práctica (o en el arte) se halla fácilmente
este género de relación: por ejemplo, la
casa es en verdad la causa del alquiler que se recibe; mas también la representación de esta renta
posible ha sido la causa de la
construcción de esta causa. Esta nueva relación causal, se llama
relación de causas finales (nexus
finalis). Será quizá mejor nombrar la primera,
relación de causas reales, y la segunda relación de causas ideales,
puesto que esta denominación hace
entender, que aquí no puede haber más que
dos especies de causalidad.
En una cosa que
debe considerarse como un fin de la naturaleza, es necesario, en primer lugar, que las partes
que comprende (en cuanto a su existencia
y a su forma) no sean posibles más que por su relación con el todo. Porque la cosa misma, siendo un fin, es
comprendida bajo un concepto o una idea
que debe determinar a priori todo lo que debe
hallarse en ella contenido. Mas en tanto que uno se limita
a concebir una cosa como posible de esta
manera, es simplemente una obra de arte, es
decir, la producción de una causa racional que es distinta de la
materia (de las partes) de estas cosas,
y que (en la unión y combinación de ellas)
ha sido determinada por la idea de un todo posible de esta manera (y
no por la naturaleza exterior).
Por consiguiente,
para que una cosa, en tanto que producción de la naturaleza, contenga en sí misma y en su
posibilidad interior una relación a los
fines, es decir, no sea posible más que como fin de la naturaleza, y no haya necesidad de la causalidad de los conceptos
de seres racionales fuera de ella, se
necesitará, en segundo lugar, que las partes de la cosa concurran a la unidad del todo, mostrándose
recíprocamente causa y efecto de su
forma. Porque solo de esta manera es como recíprocamente la idea del todo puede determinar la forma y
relación de todas las partes, no como
causa -porque esto sería entonces una producción del arte- sino como un principio que determina por el que juzga
la cosa el conocimiento de la unidad
sistemática de la forma y la relación de los diversos elementos contenidos en la materia dada.
Así un cuerpo no
puede ser juzgado en sí mismo y en su posibilidad interior, como un fin de la naturaleza, a menos
que las partes de este cuerpo no se
produzcan todas recíprocamente en su forma y en su relación, y no produzcan de este modo, por su
propia causalidad, un todo cuyo concepto
pueda a su vez ser juzgado como siendo la causa o el principio de esta cosa en un ser que contiene
la causalidad necesaria para producirla
conforme a conceptos, de tal suerte que el enlace de las causas eficientes, puede ser juzgado al mismo tiempo
como un efecto producido por las causas
finales.
En una producción de
la naturaleza de esta especie, cada parte será
concebida como no existiendo más que por las demás y por el todo,
del mismo modo que cada una no existe
más que para las otras, es decir, que se
la concebirá como un órgano. Mas esta condición no basta (porque es también del arte y de todo fin en general).
Es necesario, además, que cada
125
parte sea un órgano que produzca las demás partes (y
recíprocamente). No hay, en efecto,
instrumento del arte que llene esta condición; no hay más que la naturaleza, la cual suministra a
los órganos (aun a los del arte), toda
su materia. Es, pues, en tanto que ser organizado y organizándose por sí mismo, como una
producción podría llamarse un fin de la
naturaleza.
En un reloj, una
parte es el instrumento que sirve para el movimiento de las demás, más ninguna rueda es la causa
eficiente de la producción de las otras;
una parte existe a causa de otra, más no por esta; es porque también la causa productiva de estas partes y
de su forma no reside en la naturaleza
(de esta materia) sino fuera de ella, en un ser que puede obrar conforme a las ideas de un todo posibles por
su causalidad. Y como en el reloj una rueda
no produce otra, con más razón, un reloj no produce otros, empleando para esto otra materia (que él
organizaría); además no reemplaza por sí
mismo las partes destruidas, ni repara los vicios de su construcción primitiva con la ayuda de las
demás, ni se reorganiza por sí mismo
cuando se ha desordenado: cosas que podemos esperar, por el contrario, de la naturaleza organizada. Un
ser organizado no es, pues, una simple
máquina, no teniendo más que la fuerza motriz; posee en sí una virtud creadora y la comunica a las materias
que no la tienen (organizándolas), y
esta virtud creadora que se propaga, no puede ser explicada por la sola fuerza motriz (por el
mecanismo).
Cuando se llama a la
naturaleza y a la virtud que revela en sus
p
roducciones organizadas un análogo del arte, se dice muy
poco, porque entones el artista (un ser
racional), se concibe fuera de ella. La naturaleza se organiza por sí misma, y en cada especie
de sus producciones organizadas, sigue
en general el mismo ejemplar, pero también con las diferencias que exige la conservación de sí
misma según las circunstancias. Quizá
estemos más cerca de esta impenetrable cualidad
cuando se le llama un análogo de la conducta; pero entonces es
necesario conceder a la materia en tanto
que simple materia una propiedad (el
hilozoísmo) que repugna a su esencia, o bien asociarla a un
principio extraño (el alma) que está con
ella en una comunidad; y en este último
caso, para que se pueda mirar una producción de la
naturaleza, o bien es necesario suponer
ya la materia organizada como instrumento de este alma, y por este medio no se explica esta
materia misma, o bien es necesario hacer
del alma la obrera de esta obra y elevar así la producción a la naturaleza (corporal). Hablando con
propiedad, la organización de la naturaleza
no tiene nada de análogo con ninguna de las cualidades que conocemos101. La belleza de la naturaleza, no
atribuyéndose a los objetos más que
relativamente a nuestra propia reflexión sobre la intuición exterior de estos objetos, y por consiguiente,
no refiriéndose más que a la forma de su
superficie, se puede llamar con razón un análogo del arte. Mas la perfección natural interna que poseen
estas cosas que no son posibles más que
como fines de la naturaleza, y que por esta razón son llamados seres organizados, no tiene nada de
análogo con ninguna propiedad física o
natural que conocemos, y aunque en el sentido más lato, nosotros pertenecemos a la naturaleza, no
se puede concebirla y explicarla
exactamente por analogía con el arte humano.
El concepto de
una cosa como fin de la naturaleza en sí, no es, pues, un concepto constitutivo del entendimiento o
la razón, pero puede ser un concepto
regulador para el juicio reflexivo es decir que puede dirigirnos en la investigación de esta especie de
objetos y en la averiguación de su
principio supremo, con la ayuda de una analogía separada de nuestra propia causalidad, obrando conforme a los
fines. Esto ciertamente no sirve al
conocimiento de la naturaleza o de su origen, sino más bien a esta facultad práctica de la razón que nos hace
concebir por anagogía la causa de esta
finalidad.
Los seres
organizados, son, pues, los únicos en la naturaleza, que considerados en sí mismos e
independientemente de toda relación con
otras cosas, no se pueden concebir como posibles más que, en tanto
que fines de la naturaleza, y que dan de
este modo al concepto de un fin, no
práctico sino natural, realidad objetiva, y por tanto, a la ciencia de
la naturaleza el fundamento de una
teología. Por donde es necesario
entender un cierto modo de juzgar los objetos de la naturaleza
conforme, a un principio particular, que
no habría sin esto el derecho de introducir
126
en la naturaleza (puesto que no se puede percibir a priori
la posibilidad de esta especie de
causalidad.
§ LXV
Del principio del juicio de la finalidad interior en los seres organizados
Este principio puede
definirse o anunciarse de este modo: una
producción organizada de la naturaleza es aquella en la cual todo
es recíprocamente fin y medio. Nada hay
en ella inútil, sin objeto, esto es, que
no deba referirse a un mecanismo ciego de la naturaleza.
Este principio,
considerado en su origen, debe, ciertamente derivarse de la experiencia, de esta experiencia que se
establece metódicamente y que se llama
observación; mas la universalidad y la necesidad que se afirma de esta especie de finalidad prueban
que no descansa únicamente sobre
principios empíricos, sino que tiene por fundamento algún principio a priori, aun cuando este no sea más que un
principio regulador, y estos fines no
residan más que en la idea de los que juzgan y no en una causa eficiente. Se puede, pues, llamar este
principio una máxima del juicio de la
finalidad interna de los seres organizados.
Se sabe que los
que disecan las plantas y los animales, para estudiar en ellos la estructura, y poder reconocer por
qué y con qué fin les han sido
concedidas ciertas partes, por qué tal disposición y tal colocación de
las mismas, y precisamente esta forma
interior, admiten como
indispensablemente necesaria la máxima de que nada existe en vano
en estas creaciones, y le conceden un
valor igual al de este principio de la
física general, de que nada sucede por casualidad. Y, en efecto, ellos
no pueden rechazar este principio
teleológico con más motivo que el
principio universal de la física; porque del mismo modo que en la ausencia de este último no habría experiencia
posible en general, así también sin el
primero, no habría guía para la observación de una especie
de cosas de la naturaleza que hemos conc
ebido una vez teleológicamente bajo el concepto de fines de la misma.
En efecto, este
concepto introduce la razón en un orden distinto de cosas que el del puro mecanismo de la
naturaleza, que no puede aquí satisfacernos.
Es necesario que una idea sirva de principio a la posibilidad de la producción de la naturaleza. Mas como
una idea es una unidad absoluta de
representación, mientras que la materia es una pluralidad de cosas que por sí misma no puede suministrar
ninguna unidad determinada de
composición, si esta unidad de la idea debe servir como principio a priori para determinar una ley natural para
la producción de la forma de este
género, es necesario que el fin de la naturaleza se extienda a todo lo que se halle contenido en su producción. En
efecto, desde que para explicar un
cierto efecto buscamos por cima del ciego mecanismo de la naturaleza, un principio supra-sensible y lo
referimos a aquel en general, debemos
juzgarle en absoluto conforme a este principio y no hay razón para mirar la forma de esta cosa como dependiente
todavía en parte del otro principio,
porque entonces, en la mezcla de principios heterogéneos, no habría regla segura para el juicio.
Se puede, sin duda,
concebir, por ejemplo, en el cuerpo del animal,
ciertas partes como concreciones formadas según leyes puramente mecánicas (como la piel, los huesos, los
cabellos). Mas es necesario siempre
juzgar teleológicamente la causa que suministra la materia necesaria, que la modifica así y la deja en
los sitios convenientes, es decir, que
todo en este cuerpo debe considerarse como organizado, y que todo también, en cierta relación con la misma
cosa, es órgano a su vez.
§ LXVI Del principio del juicio teleológico
sobre la naturaleza, considerada en
general como un sistema de fines
Hemos dicho
anteriormente que la finalidad exterior de las cosas de la naturaleza no nos autorizaba para mirarlas
como fines de la naturaleza,
127
para explicar por esto su existencia, y que no se debían
tomar los efectos que
hallamos
accidentalmente conforme a los fines, por aplicaciones reales del principio de las causas finales.
Así, porque los ríos faciliten el comercio
de los pueblos en el interior de las tierras; porque las montañas contengan fuentes que formen estos ríos, y
provisiones de nieve que los alimenten
en el tiempo en que no hay lluvia; porque los terrenos estén inclinados de tal modo que conduzcan las
aguas sin inundar el país, no se pueden
tomar estas cosas, sin embargo, por fines de 1a naturaleza, porque aunque esta forma de la superficie de la
tierra sea muy necesaria para la
producción y conservación del reino vegetal y del reino animal, no
tiene, sin embargo, nada en sí cuya
posibilidad nos obligue a admitir una
causalidad determinada por fines. Esto se aplica también a las plantas
que el hombre emplea para su necesidad o
su placer, a los animales, como el
camello, el buey, el caballo, el perro, etc., de los que el hombre hace
uso de las diversas maneras, sea para su
alimento, sea para sus servicios, y de
los que en su mayor parte no puede prescindir. En las cosas que no tenemos razón para considerar por sí mismas
como fines, no se puede atribuir una
finalidad a su relación exterior más que de una manera hipotética.
Hay una gran
diferencia entre juzgar una cosa, por razón de su forma interior, como un fin de la naturaleza, y
tomar por un fin de la naturaleza la existencia
de esta cosa. En este último caso no tenemos solamente necesidad del concepto de un fin posible,
sino del conocimiento del objeto final
(scopus) de la naturaleza, el cual implica una relación de la naturaleza con algo supra-sensible, que
excede en mucho todo nuestro
conocimiento teleológico de la naturaleza, porque el objeto de l
a existencia de esta
misma debe buscarse fuera de ella. La forma interior de un simple tallo de yerba prueba
suficientemente para nuestra humana
facultad de juzgar, que no ha podido producirse más que conforme a
la regla de los fines. Pero si se le
descarta de esto, si no se ve más que el uso
que hacen de él otros seres de la naturaleza, y si abandonando de
este modo la consideración de la
organización interior, no se considera más
que las relaciones exteriores de finalidad, como la necesidad de las
yerbas para las bestias, la de las
bestias para el hombre, y no se ve por qué es
necesario que haya hombres (cuestión que, principalmente
cuando se piensa en los habitantes de la
nueva Holanda o en los del trópico, no sería
fácil de resolver),
no se llega entonces
a un fin categórico, sino toda esta
relación de finalidad descansa sobre una condición que siempre se
aleja, y que en tanto que incondicional
(existencia de una cosa como objeto
final), descansa por completo fuera de la consideración
físico-teleológica del mundo. Pero
entonces tal cosa no es un fin de la naturaleza, porque no se la puede considerar (o considerar su
especie) como una producción de aquella.
No, hay, pues, más
que la materia organizada que implique necesariamente
el concepto de un
fin de la naturaleza, puesto que esta
forma específica es al mismo tiempo una producción de ella. Por lo
que este concepto conduce necesariamente
a concebir el conjunto de la naturaleza,
como un sistema fundado sobre la regla de los fines; y se deb
e subordinar a esta
idea, conforme a los principios de la razón, todo el mecanismo de la naturaleza (al menos para
servirse de él como de un medio en el
estudio de los fenómenos). Todo en el mundo es bueno para algo, nada existe en vano; es por esto un
principio de la razón que no existe en
ella más que subjetivamente, es decir, como una máxima, y el ejemplo que la naturaleza nos da en sus
producciones organizadas, nos autoriza y
aun nos invita a no esperar nada de ella y de sus leyes que no sea en general conforme a fines.
Se comprende que
esto no es allí un principio para el juicio
determinante, sin
o para el juicio reflexivo, que es regulador y no constitutivo, y que no nos da más que una
dirección que conduce a considerar las
cosas de la naturaleza, en su relación con un principio ya dado, conforme a un nuevo orden de leyes, y
la ciencia de la naturaleza conforme a
otro principio, a saber, el principio de las causas finales sin perjuicio, no obstante, del propio del
mecanismo de su causalidad. Además, no
se decide en manera alguna por esto, si una cosa que juzgamos conforme a este principio es
realmente un fin en la intención de la
naturaleza, si la yerba existe para el buey o las cabras, o si estos animales y las otras cosas de la naturaleza
existen para los hombres. Es
128
bueno también considerar por este lado las cosas que nos
son desagradables y aun contrarias bajo
ciertos respectos. Así, por ejemplo, se
podría decir qu
e los insectos que infestan nuestros vestidos,
nuestros cabellos y nuestra cama, son,
conforme a una sabia disposición de la
naturaleza, un estímulo para la limpieza, que es ya por sí misma
una condición importante para la
conservación de la salud. Así todavía se dirá
que los mosquitos y otros insectos que pican, en tanto que incomodan
a los salvajes en los desiertos de América,
son otros tantos estímulos que excitan a
los hombres sin experiencia a separarse de los pantanos, a aclarar los bosques espesos que impiden el
paso del aire, y volver con esto, como
con la cultura del suelo, su morada más sana. Las mismas cosas que parecen contrarias al hombre en su
organización interior, consideradas de
esta manera, nos descubren una vista agradable y algunas veces también instructiva, sobre una organización
teleológica, que sin tal principio no
nos hubiera hecho sospechar un estudio puramente físico de la naturaleza. Del mismo modo que, según
algunos, la lombriz solitaria se ha
concedido al hombre o al animal en que se encuentra, como para remediar cierto defecto de sus órganos
vitales, yo preguntaría a mi vez, si los
sueños (que acompañan siempre al sueño, aunque no se recuerda de ellos más que rara vez), no serán también efecto
de una sabia disposición de la
naturaleza. ¿No sirven, en efecto, en la relajación de todas las fuerzas motrices, para mover interiormente
los órganos de la vida por medio de la
imaginación, a la que dan una gran actividad (que en este estado se eleva casi siempre hasta la
afección)? Y la imaginación en el sueño,
¿no muestra ordinariamente tanta más vivacidad cuanto es más necesario su movimiento, como por ejemplo,
cuando el estómago está demasiado
cargado? Por consiguiente, sin esta fuerza que nos mueve interiormente y sin esta inquietud fatigosa,
de que acusamos los sueños (que sin
embargo, son en realidad remedios), el sueño, aun en el estado de salud, ¿no sería una completa extinción de
la vida?
La belleza misma de
la naturaleza, es decir, su acuerdo con el libre juego de nuestras facultades de conocer en la
aprehensión y el juicio de su
apariencia, puede tomarse también por una finalidad objetiva de la naturaleza, considerada en su conjunto, como
un sistema, del cual el
hombre es un miembro, desde que el juicio teleológico que
formamos de él, merced a los fines que
en él nos descubren y que nos suministran los
seres organizados, nos ha autorizado a elevarnos a la idea de un
gran sistema de los fines de la
naturaleza. Podemos mirar como un favor102 de
la naturaleza el no haberse limitado a lo útil, sino haber extendido
la belleza y los atractivos con tanta
profusión, y amarla por esto del mismo
modo que la consideramos con respeto por su inmensidad, y nos
sentimos ennoblecidos por esta
consideración, precisamente como si la naturaleza hubiera establecido y adornado en este objeto
su magnífico teatro.
No queremos decir
otra cosa en este párrafo, sino que, desde que
hemos descubierto
en la naturaleza un
poder de formar producciones que no
podíamos concebir más que por medio del concepto de las causas finales, vamos má
s lejos y nos referimos además a un sistema de fines
los objetos que (por sí mismo o por su
concierto con otros seres), no exigen
para explicar su posibilidad, sino que vengamos a buscar otro
principio más allá de las causas ciegas.
Porque la primera idea nos conduce ya por
principio, más allá del mundo sensible, puesto que la unidad del
principio supra-sensible, no debe
considerarse, como aplicándose de esta manera
solamente a cierta especie de seres de la naturaleza, sino al mismo conjunto de la naturaleza, en tanto que
sistema.
§ LXVII
Del principio de la teleología como principio interno de la ciencia de la naturaleza
Los principios de
una ciencia, o son inherentes a ella (principios domésticos), o bien, estando fundados sobre
conceptos que no pueden tener lugar más
que fuera de la misma, son extraños (peregrina). Las ciencias que contienen esta última especie de
principios, toman por fundamento de sus
doctrinas, lemas (lemmata), es decir, que reciben de otra ciencia cualquier concepto, y por este
el principio de toda su organización.
129
Cada ciencia es por
sí misma un sistema, y no basta formarla
conforme a
principios, y por
consiguiente, proceder en ella técnicamente,
es necesario tratarla de una manera arquitectónica, es decir, como
un edificio existente por sí mismo, como
algo formando por sí un todo, y no como
una parte de otro edificio, aun cuando se pueda abrir después paso de esta ciencia a otra y recíprocamente.
Si, pues, se
introduce en la ciencia de la naturaleza el concepto de Dios, para explicarse la finalidad en la
naturaleza, y después nos servimos de
esta finalidad para probar que hay Dios, cada una de estas dos ciencias pierde su consistencia, y las
dos vienen a ser inciertas por haber
confundido sus límites.
La expresión de
fin de la naturaleza, previene ya suficientemente esta confusión, para impedirnos el mezclar la
ciencia de la naturaleza y la ocasión
que nos da esta ciencia de juzgar teleológicamente los
objetos de la misma, con la contemplación de Dios, y por
consiguiente, con una deducción
teológica. Se debe, pues, mirar como cosa insignificante, el sustituir a esta expresión la de fin divino o
de objeto providencial, como conviniendo
mejor a un alma piadosa, y por esta razón se deberá siempre venir en definitiva a derivar de un sabio
autor del mundo estas formas finales que
hallamos en la naturaleza. Es necesario, por el contrario, tener el cuidado y la modestia de limitarse a la
expresión que no designe más que lo que
sabemos, es decir, a la expresión de fin de la naturaleza. En efecto, antes de inquirir acerca de la causa
de la naturaleza misma, hallamos en ella
y en el curso de su desenvolvimiento, producciones de este género que la misma forma, según leyes
conocidas de la experiencia, y conforme
a las cuales la ciencia de la naturaleza debe juzgar estas cosas, y por consiguiente, también buscar la
causalidad de ellas en la naturaleza
misma, considerándola sometida a la regla de los fines. Ella no debe, pues, salir de sus límites, para
introducir en sí misma, como un principio
que le sea propio, un concepto cuya confirmación no podemos hallar jamás en la experiencia, y que no hay
necesidad de aventurar más que cuando la
ciencia de la naturaleza se ha perfeccionado.
Las cualidades de la
naturaleza que se demuestran a priori, y cuya
posibilidad, por consiguiente, puede deducirse de principios a priori,
sin el auxilio de la experiencia,
contienen ciertamente una finalidad técnica;
mas como son absolutamente necesarias, no podemos referirlas, a la tecnología de la naturaleza, o al método que
es particular de la física, en el
estudio de las cuestiones que suscita la naturaleza. Sus relaciones aritméticas o geométricas, así como las leyes
generales del movimiento, no pueden ser
en física legítimos principios de explicación teleológica, por más extraña y asombrosa que pueda parecer
la unión de diversas reglas,
completamente independientes en apariencia las unas de las otras, en un solo principio; y si en la teoría
general de la finalidad de las cosas de
la naturaleza, merecen tomarse en consideración, es allí una consideración venida de fuera, perteneciente
a la metafísica, y no constituyendo un
principio inherente a la ciencia de la naturaleza. Mas desde que se trata de las leyes empíricas, de
los fines de la naturaleza en los seres
organizados, es, no solamente permitido, sino que es inevitable buscar en un juicio teleológico el principio
de la ciencia de la naturaleza,
considerada en esta clase particular de objetos.
Y sin embargo, conforme
a lo que hemos dicho hace poco, si la física
quiere encerrarse exactamente en sus límites, es necesario que haga enteramente abstracción de la cuestión de
saber si los fines de la naturaleza son
o no intencionales; porque esto sería mezclarse en una cuestión extraña (es decir, en una cuestión
metafísica). Basta que haya objetos que
no se puedan explicar, y cuya forma interior no se puede conocer más que por medio de las leyes de la
naturaleza que nosotros no podemos
concebir más que tomando la idea de fin por principio. Con el fin de que no se incurra en la sospecha de
que pretendemos mezclar la menor cosa
del mundo a nuestros principios de conocimiento, alguna cosa que no pertenezca a la física, como una
causa sobrenatural, hablando de la
naturaleza, en la teleología, como si la finalidad en ella fuera intencional, se habla de esta como si se
atribuyera esta intención a la
naturaleza, es decir, a la materia. Por donde se quiere mostrar con
esto (porque después de lo dicho, no
puede haber mala inteligencia, puesto
130
que es imposible en sí atribuir intención en el sentido
propio de la palabra, a una materia
inanimada), que esta palabra no expresa aquí más que un princ
ipio del juicio reflexivo, y no del juicio determinante, y
que por consiguiente, no designa un
principio particular de causalidad aun
cuando añada al uso de la razón otra especie de investigación, que la
que se funda sobre las leyes mecánicas,
a fin de suplir la insuficiencia de esas
leyes en la investigación empírica de todas las leyes particulares de
la naturaleza. Se habla, pues, con razón
en la teleología en tanto que se refiere
a la física, de la prudencia, la economía, la previsión, la beneficencia de la naturaleza, sin hacer por
esto un ser inteligente (lo que sería
absurdo), sino también sin aventurarse a colocar sobre ella, como el autor de la naturaleza, otro ser inteligente,
porque esto sería temerario103. No se
hace más que designar una especie de causalidad de la naturaleza, que concebimos por analogía con nuestra
propia causalidad en el uso técnico de
la razón, y colocar ante los ojos la regla, conforme a la cual debemos estudiar ciertas producciones de la
naturaleza.
¿Mas por qué la
teleología no constituye ordinariamente una parte especial
de la ciencia
teórica de la naturaleza, y no es mirada como una propedéntica o un paso a la teología? Es con
el fin de mantener firmemente el estudio
de la naturaleza mecánica en la esfera de nuestra observación y de nuestras experiencias, de
tal suerte, que no podamos nosotros
mismos producir de una manera semejante a la naturaleza, o a semejanza de sus leyes. Porque no se ve
perfectamente una cosa, más que en tanto
que se puede hacer por sí, y realizarla conforme a conceptos. Pero la organización como fin interior de la
naturaleza, excede infinitamente todo
poder que intentara producir por medio del arte
semejante exhibición; y en cuanto a estas disposiciones de la naturaleza,
a las cuales se ha atribuido finalidad
(por ejemplo, los vientos, la lluvia,
etc.), la física considera de ellos muy bien el mecanismo, mas no puede mostrar su relación con los fines, y tener en
esto una condición que pertenezca
necesariamente a la causa, porque la necesidad de la conexión que aquí hallamos, no designa más que el
enlace de nuestros conceptos, y no la
naturaleza de las cosas.
131
Segunda
sección
Dialéctica del juicio teleológico
§ LXVIII
¿Qué es una antinomia del juicio?
El juicio
determinante no tiene por sí mismo principios que funden los conceptos de los objetos. No es autónomo
porque no hace más que subsumir bajo
leyes o conceptos dados como principios. He aquí precisamente por qué no está expuesto al
peligro de hallar una antinomia en sí
mismo y una contradicción en sus principios. Nosotros hemos visto, en efecto, que el juicio trascendental, que
contiene las condiciones de toda
subsunción bajo categorías, no es por sí mismo legislativo104; se limita a indicar las condiciones de la
intuición sensible, que permiten dar una
realidad (una aplicación) a un concepto dado, como ley del entendimiento, y en esto no puede jamás caer
en desacuerdo consigo mismo (al menos en
cuanto a sus principios).
Mas el juicio
reflexivo debe subsumir bajo una ley que todavía no es dada, y que por consiguiente, no es en
realidad más que un principio de
reflexión, sobre objetos, para los cuales carecemos por completo, objetivamente, de una ley o de un concepto
propio para servir de principio en los
casos dados. Por lo que, como no hay uso posible de las facultades de conocer sin principios, el
juicio reflexivo en este caso se servirá
a si mismo de principio, y este, no siendo objetivo y no pudiendo añadir nada al conocimiento del objeto, no
podrá ser más que un principio
subjetivo, sirviéndonos para dirigir de una manera armoniosa nuestras facultades de conocer, es decir,
para reflexionar sobre una clase de
objetos. Así para esta especie de casos, el juicio reflexivo tiene sus máximas, y máximas necesarias que aplica al
conocimiento de las leyes empíricas de
la naturaleza, a fin de llegar con sus auxilios a los conceptos, y aun a conceptos de la razón,
cuando absolutamente hay necesidad de
ellos para aprender a conocer la naturaleza en sus leyes
empíricas. Pero puede haber contradicción, por
consiguiente, antinomia, entre estas
máximas necesarias del juicio reflexivo. De aquí una dialéctica, que si cada una de las dos
máximas contradictorias tiene su principio
en la naturaleza de las facultades de conocer, puede llamarse natural, y considerarse como un ilusión
inevitable, que la crítica debe
descubrir y explicar con el fin de que no extravíe.
§ LXIX
Exposición de esta antinomia
En tanto que la
razón se aplica a la naturaleza, considerada como el conjunto de objetos de los sentidos
exteriores, puede fundarse sobre leyes
que en parte el entendimiento prescribe por sí mismo a priori a la naturaleza, y que en parte puede extender al
infinito por medio de las determinaciones
empíricas que presenta la experiencia. En la aplicación de la primera especie de leyes, a saber, de
las leyes universales de la naturaleza
material en general, el Juicio no emplea ningún principio particular de reflexión, porque entonces es
determinante, pues le es dado por el
entendimiento un conocimiento empírico coherente fundado sobre un verdadero sistema de leyes naturales, y por
consiguiente, la unidad de la naturaleza
en sus leyes empíricas. Por lo que en esta unidad contingente de las leyes particulares, el
Juicio puede fundar su reflexión sobre
dos máximas, de las que una es suministrada a priori por el entendimiento, pero la otra es ocasionada por
experiencias particulares, que ponen en
juego la razón y nos llevan a juzgar conforme a un principio particular la naturaleza corporal y
sus leyes. Como se halla que estas dos
máximas no parece que puedan marchar juntas, resulta una dialéctica que extravía el Juicio en el
principio de su reflexión.
La primera máxima
del Juicio es esta tesis: toda producción de las cosas materiales y de sus formas debe
juzgarse posible conforme a leyes
puramente mecánicas.
132
La segunda máxima es
la antítesis: algunas producciones de la
naturaleza material no se pueden juzgar posibles conforme a las
leyes puramente mecánicas (el juicio que
formamos exige otra ley de la
causalidad, a saber, la de las causas finales).
Si se
convirtiesen estos principios reguladores de la investigación de la naturaleza en principios constitutivos de
la posibilidad de las cosas mismas,
deberían enunciarse así:
Tesis: Toda producción
de cosas materiales es posible conforme a
leyes mecánicas.
Antítesis:
Ciertas producciones naturales no son posibles conforme a leyes puramente mecánicas.
Bajo este último
punto de vista, como principios objetivos para el juicio determinante, estas proposiciones se
contradecirían, y por consiguiente, una
de las dos sería necesariamente falsa; habría entonces una antinomia, que no sería una antinomia del
juicio, sino una contradicción en las
leyes de la razón. Mas la razón no puede probar ni uno ni otro principio, porque no podemos
tener a priori sobre la posibilidad de
las cosas, en tanto que se hallan sometidas a leyes empíricas, ningún principio determinante.
En cuanto a la máxima
del juicio reflexivo que acabamos de citar, no
contiene en realidad contradicción. Porque cuando digo: yo debo
juzgar posibles conforme a leyes
puramente mecánicas todos los sucesos de la
naturaleza material, por consiguiente, también todas las formas que
son producciones de ella, yo no quiero
que estas cosas no sean posibles más que
de esta manera (con exclusión de toda especie de causalidad); yo solamente quiero indicar que yo debo siempre
reflexionar sobre estas cosas según el principio
del puro mecanismo de la naturaleza, y por
consiguiente, estudiar este mecanismo tan profundamente como sea posible, pues que si de él no se hace el
principio de sus investigaciones, no
puede haber verdadero conocimiento de la naturaleza. Esto no impide
emplear la segunda máxima, cuando la ocasión se presente,
es decir, buscar por algunas formas de
la naturaleza (y con ocasión de estas
formas, en toda la naturaleza) un principio de reflexión
enteramente diferente de la explicación
por el mecanismo de la misma, a saber, el
principio de las causas finales. En efecto, esta última máxima no obliga
a la reflexión a abandonar la primera:
se le ordena, por el contrario,
perseguirla tan lejos como se pueda. No se q
uiere aun decir con esto que estas formas no serían posibles por el mecanismo
de la naturaleza. Se afirma solamente
que la razón humana, limitándose a este principio, podrá muy bien adquirir otros conocimientos
de las leyes físicas, pero no llegará
jamás a formarse la menor idea de lo que constituye específicamente un fin de la naturaleza; y se
deja a un lado la cuestión de saber si
el principio interior, para nosotros desconocido, de la naturaleza, el mecanismo físico y la finalidad, no pueden
concertarse de manera que no formen más
que uno. Solamente nuestra razón es incapaz de producir por sí misma este acuerdo; y por
consiguiente, el juicio se ve obligado,
como juicio reflexivo (por medio de un principio subjetivo), y no
como juicio determinante (conforme a un
principio de la posibilidad de las cosas
en sí), a concebir, para explicar la posibilidad de ciertas formas de la naturaleza, otro principio que el del
mecanismo de la naturaleza.
§ LXX
Preparación para la solución de la precedente antinomia
No podemos demostrar
la imposibilidad de la producción de los seres
organizados por un simple mecanismo de la naturaleza porque no podemos percibir en su primer principio
interno, la infinita variedad de las
leyes de la naturaleza, y por consiguiente, somos absolutamente incapaces de alcanzar el principio interno, y
suficiente para todo, de la posibilidad
de una naturaleza (el cual reside en lo supra-sensible). Que no se pregunte, pues, si el poder productor de
la naturaleza no basta para las cosas
cuya forma o enlace juzgamos conforme a la idea de fines, así como en aquellas para las cuales creemos
podernos contentar con un
133
simple mecanismo, y si en realidad, las cosas que
consideramos como verdaderos
fines de la
naturaleza (que debemos necesariamente juzgar
así), tienen por principio una especie original de causalidad, enteramente particular, que no puede hallarse contenida
en la naturaleza material o en su
substratum inteligible, a saber, un entendimiento arquitectónico; porque estas son las dos cuestiones sobre las
cuales no podemos hallar ningún
esclarecimiento en nuestra razón, que hallamos muy limitada al lado del concepto de causalidad, cuando se
trata de especificarlo a priori. Mas lo
que hay de cierto indudablemente, es que a los ojos de nuestra facultad de conocer, el simple mecanismo de
la naturaleza no puede bastar para
explicar la producción de seres organizados. Es, pues, un verdadero principio para el juicio reflexivo
el concebir, para explicarse esta
relación de las causas finales, que está tan manifiesta en ciertas cosas, una causalidad diferente del mecanismo,
a saber, la de una causa del mundo que
obra conforme a fines (inteligente), por temerario e indemostrable que sea este principio para el
juicio determinante. Este principio, no
es, pues, más que una máxima del juicio, en la cual el concepto de esta causalidad es una pura idea,
a la cual no se pretende en manera
alguna atribuir la realidad, sino de la que nos servimos como de una guía para la reflexión, que queda siempre
abierta a toda explicación mecánica, y
no sale del mundo sensible; en el caso contrario, este sería un principio objetivo que la razón prescribiría,
y al cual se sometería el juicio
determinante, y en este caso este pasaría del mundo sensible al trascendente, quizá para perderse en él.
La apariencia de
una antinomia entre las máximas de una explicación propiamente física (mecánica), y la
explicación teleológica (técnica), descansa,
pues, por completo, sobre la confusión de un principio del juicio reflexivo con un principio del juicio
determinante, y de la autonomía del
primero (que no tiene más que un valor subjetivo, o que no tiene valor más que para el uso de nuestra
razón relativamente a las leyes
particulares de la experiencia), con la heteronomia del segundo, que
debe regularse por leyes (generales o
particulares) dadas por el entendimiento.
§ LXXI
De los diversos sistemas sobre la finalidad de la naturaleza
Nadie ha puesto
jamás en duda la verdad del principio de que se
deberían
juzgar ciertas cosas
de la naturaleza (los seres organizados), y su
posibilidad, conforme al concepto de las causas finales, en el momento mismo en que no quisiéramos más que una guía
para aprender a conocer su manera de ser
por la observación, sin elevarnos hasta la investigación de su primer origen. Toda la cuestión, es,
pues, saber si este principio no tiene
más que un valor subjetivo, es decir, si no es más que una simple máxima de nuestro juicio, o si es un
principio objetivo de la naturaleza,
conforme al cual esta contendría, además de su mecanismo (determinado por las solas leyes del movimiento), otra
especie de causalidad, a saber, la de
las causas finales, relativamente a las cuales, estas leyes (de las fuerzas motrices) no serían más que causas
intermedias.
Pero se podría dejar
sin resolver este problema de la especulación,
porque si nos contentamos con permanecer en los límites de un
simple conocimiento de la naturaleza,
estas máximas nos bastan para estudiarla y
sondear sus secretos más ocultos, hasta donde lo permitan las
fuerzas humanas. Hay, pues, un cierto
presentimiento de nuestra razón, o como
un aviso de la naturaleza, que nos indica, que por medio del concepto
de las causas finales, podríamos
elevarnos sobre la naturaleza, y referirla por
sí misma al último punto de la serie de las causas, si abandonásemos
la investigación de ella (aunque no
fuéramos en esto muy fijos), o al menos
la suspendiésemos por algún tiempo, para buscar primero a dónde nos conduce este principio extraño al a ciencia
de la naturaleza, el concepto de las
causas finales.
Mas esta máxima
indisputable, omitiría entonces una cuestión que abre un vasto campo a las contestaciones; la
cuestión de saber si la relación final
en la naturaleza, prueba una especie particular de finalidad en la naturaleza misma, o si considerada en
sí misma y conforme a principios
objetivos, no se confunde más bien con el mecanismo de la
134
naturaleza, y no descansa sobre el mismo principio.
Solamente en esta última suposición,
como este principio está muchas veces demasiado
oculto a nuestras investigaciones en ciertas producciones de la
naturaleza, ensayamos un principio
subjetivo, el princ
ipio del arte, es decir, una causalidad determinada por ideas, y la atribuimos
a la naturaleza por analogía. Pero si
este procedimiento nos ha dado buen resultado en muchos casos, en algunos parece no lo ha dado
tan bueno, por consiguiente, en todos no
nos autoriza a introducir en la ciencia de la
naturaleza una especie de operación distinta de la causalidad que determinen las leyes puramente mecánicas de
la naturaleza misma. Puesto que llamamos
técnica la operación (la causalidad) de la
naturaleza, a causa de esta apariencia de finalidad que hallamos en
sus producciones, la dividiremos en
técnica intencional (technica
intentionalis), y técnica natural105 (technica naturalis). La
primera significa que el poder productor
de la naturaleza, conforme a las causas
finales, debe ser tenido por una especie particular de esa causalidad;
la segunda, que es en realidad
enteramente idéntica al mecanismo de la
naturaleza, y que el acuerdo contingente de la naturaleza con nuestros conceptos de arte y con sus reglas, no debe
mirarse más que como una condición
subjetiva del juicio, y no puede tomarse legítimamente por un modo particular de producción de la
naturaleza.
Si a pesar de
esto hablamos de los sistemas que se han intentado para explicar la naturaleza relativamente a las
causas finales, es necesario notar bien
que todos estos sistemas disputan entre sí dogmáticamente, es decir, sobre principios objetivos de la
posibilidad de las cosas, sea que
admitan causas puramente naturales. No disputan sobre las máximas subjetivas por medio de las cuales juzgamos
estas producciones en donde hallamos la
finalidad. En este último caso se podría muy bien conciliar principios desemejantes, mientras que en el
primero, principios contradictorios
opuestos, no pueden elevarse y subsistir juntos.
Los sistemas
relativos a la técnica de la naturaleza, es decir, al poder productor, conforme a la regla de los fines,
son de dos especies: representan o el
idealismo o el realismo de los fines de la naturaleza. El
primero cree que toda finalidad de la naturaleza, es
natural; el segundo, que alguna
finalidad (la de los seres organizados), es intencional; de donde se podría justamente sacar como
hipótesis la consecuencia de que la
técnica de la naturaleza, y aun la que concierne a todas sus demás producciones en su relación al conjunto de la
misma, es intencional, es decir, es un
fin.
El idealismo de la
finalidad (entiendo siempre aquí la finalidad
objetiva), admite, o bien la casualidad106, o bien la fatalidad de
las determinaciones de la naturaleza, de
donde resulta la forma final de sus producciones.
El primer principio concierne a la relación de la materia con la causa física de su forma, a saber, las
leyes del movimiento; el segundo, a la
relación de la materia con la causa super-física de la materia misma y de toda la naturaleza. El sistema de
la casualidad, que se atribuye a Epicuro
o a Demócrito, tomado a la letra, es tan evidentemente absurdo, que no nos debe ocupar; al contrario,
el sistema de la fatalidad (del cual se
considera a Spinosa como autor, aunque según toda apariencia sea mucho más antiguo), que invoca
algo de supra-sensible, a donde por
consiguiente, no puede alcanzar nuestra, vista, no es tan fácil de refutar, precisamente porque su concepto
del ser primero no puede comprenderse.
Mas lo que hay
de cierto es que en este sistema la relación de los fines del mundo no puede considerarse como
intencional (puesto que si deriva de un
ser primero, no es de su entendimiento, y por consiguiente, de un designio de este ser, sino de la necesidad de
su naturaleza y de la unidad del mundo
que de él emana), y que, por consiguiente, el fatalismo de la finalidad es el mismo tiempo un idealismo.
2. El realismo de la
finalidad de la naturaleza: es o físico o super- físico. El primero funda los
fines que halla en la naturaleza, sobre un
poder natural, análogo a una facultad que obra conforme a un objeto,
la vida de la materia (perteneciente a
la materia misma, o que deriva de un
principio interior viviente, de un alma del mundo), y se llama el hilozoísmo. El segundo las deriva de la causa
primera del universo, como
135
de un ser inteligente (originariamente vivo, obrando con
intención, y es el teísmo107.
§ LXXII
Ninguno de los sistemas precedentes da lo que promete
¿Qué quieren
todos estos sistemas? Ellos pretenden explicar nuestros juicios teleológicos sobre la naturaleza, y
se toman en tal sentido, que los unos
niegan la verdad de estos juicios, y los resuelven, por consiguiente, en un idealismo de la naturaleza, y los otros
los reconocen como verdaderos, y
prometen demostrar la posibilidad de una naturaleza conforme a la idea de las causas finales.
1. Entre los
sistemas que defienden el idealismo de las causas finales en la naturaleza, los unos admiten en su
principio una causalidad determinada por
las leyes del movimiento (por las cuales existen las cosas de la naturaleza, donde hallamos la
finalidad); mas rehúsan a esta
causalidad la intencionalidad, es decir, niegan que aquéll
a se determine con intención
a la producción de esta finalidad, o en otros términos, que la causa sea un fin. Tal es la explicación de
Epicuro; en esta explicación, la técnica
de la naturaleza no se distingue mucho del puro mecanismo; la ciega casualidad sirve para explicar no
solamente el acuerdo de las producciones
de la naturaleza con nuestros conceptos de fin, por consiguiente, la técnica, sino aun la
determinación de las causas de estas
producciones por las leyes del movimiento, por consiguiente, su mecanismo. Es decir, que nada hay que no esté
explicado, ni aun la apariencia que es
necesario al menos reconocer en nuestro juicio
teleológico, y que así el pretendido idealismo de este juicio no es
de modo alguno probado.
De otro lado
Spinosa quiere dispensarnos de toda investigación sobre el principio de la posibilidad de los fines
de la naturaleza, y quitar a esta idea
toda realidad, mirándolos en general, no como producciones, sino
como accidentes inherentes a un ser primero, y atribuyendo
a este ser, concebido como sustancia de
las cosas de la naturaleza, no la causalidad
por relación a estas cosas, sino solamente la sustancialidad. (Por
la necesidad incondicional de este ser,
así como de todas las cosas de la
naturaleza, en tanto que accidentes inherentes a este ser), asegura ciertamente a las formas de la naturaleza, la
unidad de principio necesaria a toda
finalidad, pero al mismo tiempo les quita la contingencia, sin la cual no se puede concebir ninguna unidad de
fines, y por esto descarta toda
intencionalidad, lo mismo que rehúsa todo entendimiento al principio de las cosas de la naturaleza. Mas
el spinosismo no da lo que promete.
Quiere dar una explicación del enlace de los fines (que no niega) en las cosas de la naturaleza, y no
invoca más que la unidad del sujeto, al
cual son inherentes. Pero aun cuando se concediera que los seres del mundo existen de esta manera, esta
unidad ontológica no sería por esto una
unidad de fines, y no nos la haría comprender en manera alguna. Esta última es, en efecto, una
especie de unidad, completamente
particular, que no resulta del enlace de las cosas (de los seres del
mundo) en una sola sustancia (el Ser
supremo), sino que implica una relación con
una causa inteligente, de suerte que, aunque se uniesen todas estas
cosas en una sustancia simple, no se
tendría por esto una relación final, a menos
de concebir primero estas cosas como efectus interiores de esta
sustancia, en tanto que causa, y después
esta causa misma como una causa
inteligente. Sin estas condiciones formales, toda unidad no es más
que una simple necesidad natural; y
atribuida a las cosas que nos
representamos como interiores las unas a las otras, una ciega
necesidad. Que si se quiere llamar
finalidad de la naturaleza esta perfección
trascendental de las cosas (consideradas en su esencia propia) de la
que habla la escuela, y por la cual se designa
que cada cosa tiene en sí misma todo lo
que le es necesario para ser tal cosa, y no para ser otra, es tomar puerilmente palabras por ideas. Porque si es
necesario concebir todas las cosas como
fines, y si por consiguiente, ser una cosa y ser fin son idénticos, no hay nada en realidad que
merezca particularmente ser representado
como un fin.
136
Se ve por esto que
Spinossa, reduciendo nuestros conceptos de la
finalidad de la naturaleza a la conciencia que tenemos de existir en un
ser que lo comprende todo (y que al
mismo tiempo es simple) y buscando esta
forma únicamente en la unidad de la naturaleza, no podía soñar en sostener el realismo, sino simplemente el
idealismo de la finalidad de la
naturaleza, y que además aún no podía establecer este último
sistema, puesto que la simple
representación de la unidad de sustancia no puede producir la idea de una finalidad, ni aun
intencional.
2. Los que
sostienen, no solamente el realismo de los fines de la naturaleza, sino que piensan también poder
explicarlo, se creen capaces de descubrir
al menos la posibilidad de una especie particular de causalidad, a saber, la de las causas
intencionales; de lo contrario, no
intentarían esta explicación. En efecto, la hipótesis más atrevida
quiere al menos que la posibilidad de lo
que se admite como principio sea cierta, y
que se pueda asegurar al concepto de este principio su realidad
objetiva.
Mas la posibilidad
de una materia viviente (cuyo concepto encierra
una contradicción, puesto que la inercia (inertia) es el carácter esencial
de la materia) no se puede concebir; la
de una materia animada y de toda la
naturaleza, concebida como un animal, no podría ser cuando más admitida (en favor de la hipótesis de una
finalidad, en el conjunto de la
naturaleza), más que como si la experiencia nos la mostrase en
pequeño en su organización, porque no se
puede percibirla a priori. La explicación
cae, pues, en un círculo vicioso, si se quiere derivar la finalidad de
la naturaleza en los seres organizados,
y por consiguiente, sin una experiencia
de esta especie, no nos podemos formar ninguna idea de la posibilidad de esta vida. El hilozoísmo no
tiene, pues, lo que promete.
Por último, el teísmo
no puede establecer mejor dogmáticamente la
posibilidad de los fines de la naturaleza como una clave para la teleología, aunque tiene sobre todas las
otras explicaciones la ventaja de
arrancar al idealismo la finalidad de la naturaleza, atribuyendo un entendimiento al Ser supremo, o invocando una
causalidad intencional para explicar la
producción de esta finalidad.
En efecto, se
debería primero probar de una manera suficiente para el juicio determinante, que la unidad de fines en
la materia no puede ser producida por el
simple mecanismo de la materia misma, para estar autorizado a colocar en ella el principio de
una m
anera determinada fuera
de la naturaleza. Mas todo lo que no podemos avanzar es, que conforme
a la naturaleza y los límites de
nuestras facultades de conocer (puesto que
no percibimos el primer principio interior de este mecanismo), no debemos buscar en la materia un principio de
relaciones finales determinadas, y que
no hay para nosotros otra manera de juzgar la
producción de sus efectos, como fines de la naturaleza, que
explicarlos por una inteligencia
suprema, concebida como causa del mundo. Mas
esto es un principio para el juicio reflexivo, no para el juicio determinante, y no puede autorizar ninguna
afirmación objetiva.
§ LXXIII
La imposibilidad de tratar dogmáticamente el concepto de una técnica de la naturaleza viene de la
imposibilidad misma de explicar un fin
de la naturaleza
Se trata un concepto
dogmáticamente (aun cuando esté sometido a
condiciones empíricas), cuando se le considera contenido bajo otro concepto del objeto, constituyendo un
principio de la razón, y cuando se le
determina conforme a este concepto. Se trata críticamente, cuando no se le considera más que relativamente a nuestra
facultad de conocer, por consiguiente, a
las condiciones subjetivas; que nos lo hacen concebir sin pretender decidir nada sobre su objeto. El
método dogmático es, pues, el que
conviene al juicio determinante, y el método crítico el que conviene al juicio reflexivo.
El concepto de
una cosa, en tanto que fin de la naturaleza, subsume la naturaleza bajo una causalidad que no es
concebible más que por medio de la
razón, a fin de hacernos juzgar, conforme a este principio, lo que es
137
dado del objeto en la experiencia. Mas para aplicar
dogmáticamente este concepto al juicio
determinante, se necesitaría que estuviésemos seguros primero de su realidad objetiva, puesto que
sin esto no podríamos subsumir en él ninguna
cosa de la naturaleza. Luego este concepto está
sin duda sometido a condiciones empíricas, es decir, que no es
posible más que bajo ciertas condiciones
dadas en la experiencia; mas no se puede
aislar y no es posible más que por medio de un principio de la razón aplicada al juicio del objeto. Siendo
esto así, no podemos percibir ni
establecer dogmáticamente la realidad objetiva (es decir, mostrar que un objeto es posible conforme a este
concepto), y no sabemos si es
simplemente un concepto raciocinante, objetivamente vacío
(conceptus ratiocinans), o un concepto
raciocinado, fundando un conocimiento y
confirmado por la razón (conceptus raciocinatus). No se puede, pues, tratarlo dogmáticamente, y referirlo al
juicio determinante, es decir, que no
solamente es imposible decidir, si la producción de las cosas de la naturaleza, consideradas como fines de la
misma, exige o no una causalidad de una
especie particular (la causalidad intencional) sino que ni aún puede ponerse la cuestión, puesto que
el concepto de un fin de la naturaleza
no es un concepto, cuya realidad objetiva sea demostrable por la razón (es decir, que éste no es un
concepto constitutivo para el juicio
determinante, sino solamente un concepto regulador para el juicio reflexivo).
El carácter que le
atribuimos aquí resulta de que como concepto de
una producción de la naturaleza implica a la vez para el mismo
objeto considerado como fin, la
necesidad de aquella y la contingencia de la
forma de este objeto (relativamente a las simples leyes de la
naturaleza), y de lo que, por
consiguiente, si no hay en esto contradicción, debe suministrar un principio de la posibilidad de
esta naturaleza misma y de su relación
con algo (supra-sensible) que no alcanza la experiencia, y por consiguiente, con nuestro conocimiento, a fin
de que podamos juzgarle conforme a una
especie de causalidad diferente de la del mecanismo de la naturaleza, cuando queremos considerar su
posibilidad. Es porque como el concepto
de una cosa, en tanto que fin de la naturaleza, es trascendental para el juicio determinante,
cuando se considera el objeto
por la razón (aunque pueda ser inmanente para el juicio
reflexivo en su aplicación a los objetos
de la experiencia), y como, por consiguiente, no se le puede atribuir esta realidad objetiva,
que es el carácter de los juicios
determinantes, se comprende de qué modo, cuando se trata dogmáticamente el concepto de los fines de la
naturaleza y el de la naturaleza misma,
considerada como un conjunto de causas finales, todos los sistemas objetivos posibles no pueden
decidir nada ni afirmativa ni
negativamente. En efecto, cuando se subsumen ciertas cosas bajo un concepto que es simplemente problemático, los
predicados sintéticos de este concepto
(aquí, por ejemplo, la cuestión de saber, si el fin de la naturaleza que concebimos para explicar la
producción de las cosas es o no
intencional), debe también suministrar juicios problemáticos que les de una forma afirmativa o una forma negativa,
porque no se sabe si se juzga sobre algo
o sobre nada. El concepto
de una
causalidad determinada por fines (de una
técnica de la naturaleza), tiene sin duda
realidad objetiva, lo mismo que el de una causalidad determinada por
el mecanismo de la naturaleza. Mas el
concepto de una causalidad de la
naturaleza, obrando conforme a la regla de los fines, y con mayor
motivo, conforme a la regla de un ser o
de una causa primera de la naturaleza, que
excede toda experiencia, este concepto no puede determinar nada dogmáticamente, aunque no encierre
contradicción. Porque como no se le
puede derivar de la experiencia, y aun no es necesario a la posibilidad
de esta, no se puede, en manera alguna,
asegurar su realidad objetiva. Mas,
aunque se pudiera, ¿cómo las cosas que son dadas de una manera determinada por las producciones de un arte
divino, pueden ser colocadas entre las
producciones de la naturaleza, cuya aptitud para producir tales cosas por sus propias leyes, nos obligue a
invocar una causa completamente
diferente?
138
§ LXXIV
El concepto de una finalidad objetiva de la naturaleza es un principio crítico de la razón para el
juicio reflexivo
Hay una gran
diferencia entre decir que la producción de ciertas cosas de la naturaleza o aun de toda la naturaleza,
no es posible más que por medio de una
causa que se determina a obrar en vista de ciertos fines, es decir, que conforme a la naturaleza
particular de nuestras facultades de
conocer, yo no puedo juzgar de la posibilidad de estas cosas y de
su producción más que concibiendo una
causa que obra conforme a fines, por
consiguiente, un ser que produce de una manera análoga a la causalidad de un entendimiento. En el primer
caso, yo pretendo afirmar algo sobre el
objeto mismo, y estoy obligado a probar la realidad objetiva del concepto que yo admito; en el segundo, la
razón no hace más que determinar cierto
uso de nuestras facultades de conocer, conforme a su naturaleza y a sus condiciones esenciales, de
donde se deriva su alcance y su límite.
El primer principio es, pues, un principio objetivo para el juicio determinante; el segundo, no es más que un
principio subjetivo para el juicio
reflexivo, por consiguiente, un máxima de este juicio prescrita por la razón.
Luego es
absolutamente indispensable el suponer a la naturaleza un concepto de fin cuando se quieren estudiar
sus producciones organizadas por una observación
continuada, y, por consiguiente, este concepto es ya para el u
so empírico de nuestra razón una máxima absolutamente necesaria. Es claro también que cuando una
vez hemos admitido y probado esta gula
que nos sirve para estudiar la naturaleza, debemos ensayar al menos el aplicar esta misma máxima
del juicio al conjunto de la naturaleza,
porque esta puede todavía hacernos descubrir muchas leyes que para nosotros quedarían ocultas, a causa
de nuestra incapacidad para penetrar por
completo en el interior del mecanismo de la naturaleza. Mas si, bajo este último respecto, esta máxima
del juicio es todavía útil, ella no es
indispensable, puesto que la naturaleza en su conjunto, no se nos da como organizada (en este sentido estricto de
la palabra, que hemos indicado
anteriormente). Ella es, al contrario, esencialmente necesaria,
relativamente a ciertas producciones organizadas de la
naturaleza, porque para llegar a conocer
por medio de la experiencia su constitución interior, debemos juzgarlas como habiendo sido formadas
únicamente conforme a fines, y no
podemos concebirlas como cosas organizadas, sin relacionarse con ellas la idea de una producción
intencional.
Luego el concepto de
una cosa, cuya existencia o forma nos representamos
como posible bajo la condición de un fin, es inseparable del concepto de la contingencia de esta cosa
(relativamente a las leyes de la
naturaleza). Es porque las cosas de la naturaleza que no hallamos posibles más que como fines, forman la
principal prueba de la contingencia del
universo, y el sólo argumento que conduce al sentido común y a los filósofos a relacionar el mundo
con un ser existente fuera de él e
inteligente (a causa de esta finalidad); y la teleología no halla explicación última de sus investigaciones mas
que en una teología.
Pero ¿qué prueba en
definitiva la teleología perfecta? ¿Prueba la
existencia de este ser inteligente? No. No prueba nada más sino
que, conforme a la naturaleza de
nuestras facultades de conocer, por
consiguiente, en la unión de la experiencia con los principios
superiores de la razón, no podemos
formarnos ninguna idea de la posibilidad de este mundo, más que concibiendo una causa suprema,
obrando con intención. Objetivamente, no
podemos demostrar esta proposición, de que hay un Ser supremo inteligente; no podemos más que
aplicarla subjetivamente al uso de
nuestro juicio en su reflexión sobre los fines de la naturaleza, que no podemos concebir con la ayuda de otro
principio que el de una causalidad
intencional de una causa suprema.
Que si nosotros
queremos demostrar esta proposición dogmáticamente por razones teleológicas, caeríamos en
inextricables dificultades. Ella
serviría entonces de principio a esta conclusión, de que los seres organizados en el mundo no son posibles más
que por una causa intencional, y
deberíamos inevitablemente afirmar, que como no podemos considerar estas cosas en su relación
causal y reconocer las leyes a que se
hallan sometidas, más que por medio de la idea de fin,
139
tenemos también el derecho de suponer que esto es
igualmente necesario para todo ser
pensante y consciente, y que, por consiguiente, es una condición inherente al objeto, y no tan sólo
al sujeto. Luego hay en esto
una aserción que somos
incapaces de sostener. Porque como la
observación no nos muestra verdaderamente la intencionalidad en los fines de la naturaleza, sino que solamente en
nuestra reflexión sobre sus
producciones, nosotros añadimos este concepto por el pensamiento
como bello conductor del juicio, ellas
no nos son dadas por el objeto. No es del
todo imposible probar a priori el valor objetivo de este concepto. No queda absolutamente más que una proposición
que descansa sobre condiciones
subjetivas, es decir, sobre las condiciones del juicio, conformado su reflexión con nuestras
facultades de conocer. Decir que hay un
Dios, sería atribuir a esta proposición un valor objetivamente dogmático; mas la sola cosa que no es
permitido a nosotros, hombres, decir, es
simplemente que nos es imposible concebir y comprender la finalidad, que debe por sí misma servir de
principio a nuestro conocimiento de la
posibilidad interior de muchas cosas de la naturaleza, más que representándonoslas, así como el
mundo en general, como una producción de
una causa inteligente (de un Dios).
Luego si esta
proposición, fundada sobre una máxima absolutamente necesaria de nuestro juicio y es
perfectamente satisfactoria para el uso especulativo
y práctico de nuestra razón, bajo un punto de vista humano, yo querría saber bien lo que perdemos al no
poder demostrar su validez
para seres superiores,
es decir, para principios, puros objetivos (que
desgraciadamente exceden el alcance de nuestras facultades). Es, en efecto, absolutamente cierto que no podemos
aprender a conocer de una manera suficiente,
y con mayor motivo, a explicar los seres organizados y su posibilidad interior por principios
puramente mecánicos de la naturaleza; y
se puede sostener sin temor con igual certeza, que es absurdo para los hombres intentar semejante
cosa, y esperar que algún nuevo Newton
vendrá un día a explicar la producción de un tallo de yerba por leyes naturales, a las que no presida
designio alguno; porque este es un
procedimiento que se debe rehusar a los hombres en absoluto. Mas en compensación se podrá muy bien tener la
presunción de juzgar, que aun
cuando pudiésemos penetrar hasta el principio de la
naturaleza en la especificación de las leyes
universales que conocemos, no podríamos
hallar un principio de la posibilidad de los seres organizados que
nos dispensará de referir la producción
a un designio; porque ¿cómo podemos
saber esto? La verosimilitud no basta allí donde se trata de juicios de
la razón pura. No podemos decidir, pues,
objetivamente, sea de una manera
afirmativa, sea de una manera negativa, la cuestión de saber si hay un
ser que obra conforme a fines, que como
causa (por consiguiente, como autor del
mundo) sirve de principio, a lo que llamamos con razón fines de la naturaleza. Todo lo que hay de cierto es, que
si juzgamos, según lo que nuestra propia
naturaleza nos permite percibir (conforme a las
condiciones y a los límites de nuestra razón), no podemos dar por principio a la posibilidad de estos fines de
la naturaleza más que un ser
inteligente. Esto sólo en efecto es conforme a la máxima de nuestro
juicio reflexivo, por consiguiente, a un
principio subjetivo pero necesariamente
inherente a la especie humana.
§ LXXV
Observación
Esta observación
que merece desenvolverse con toda extensión en la filosofía trascendental, no debe servir aquí
de esclarecimiento (y no de prueba) más
que de una manera episódica.
La razón es una
facultad que suministra los principios, y, en último término,
es lo incondicional
que debe darse. Mas sin los conceptos del
encendimiento, a los cuales es necesario atribuir una realidad objetiva,
la razón no puede juzgar objetivamente
(sintéticamente), y en tanto que razón
teórica, no contiene por sí misma principios constitutivos, sino solamente principios reguladores. Se ve
claramente que allí donde el
entendimiento no puede seguirla, la razón es trascendente, y se
manifiesta por ideas, que tienen sin
duda su fundamento (en tanto que principios
reguladores), pero que no tiene ningún valor objetivo; y el
entendimiento
140
que no puede acompañarla, y que sólo puede tener este
valor, encierra el de estas ideas
racionales en los límites del sujeto, extendiéndolo solamente a todos los sujetos de la misma
especie. De este modo se nos da el
derecho de afirmar una sola cosa, y es que conforme a la naturaleza (humana) de nuestra facultad de conocer, o
aun en general conforme al concepto que
podemos formar de la razón de un ser finito, no podemos ni debemos concebir ninguna otra cosa, pero no
nos es permitido afirmar que el
principio de un juicio semejante esté en el objeto. Los ejemplos que acabamos de citar tienen demasiada
importancia, y ofrecen también demasiada
dificultad para que queramos imponerlos inmediatamente al lector como proposiciones demostrables, pero
darán ocasión ellos a reflexionar, y
podría servir para esclarecer lo que aquí particularmente nos proponemos.
Es de todo punto
necesario al entendimiento humano distinguir la
posibilidad y la realidad de las cosas. El principio de esta distinción
está en el sujeto y en la naturaleza de
sus facultades de conocer. En efecto, si
el ejercicio de estas facultades no supusiera dos elementos del
todo heterogéneos, el entendimiento para
los conceptos, y la intuición sensible
para los objetos que corresponden a estos conceptos, esta
distinción (entre lo posible y lo real)
no existiría. Si nuestro entendimiento fuera intuitivo, no habría otros objetos más que lo
real. Los conceptos (que no miran más
que a la posibilidad de un objeto) y las intuiciones sensibles (que nos dan algo, sin que, a pesar, nos lo
hagan conocer como objeto) se
desvanecerían juntamente. Luego toda la distinción de lo puramente posible y de lo real descansa solo sobre
esto: que el primero significa la
posición de la representación de una cosa relativamente a nuestro concepto, y en general, a la facultad de
pensar, mientras que el segundo
significa la posición de la cosa en sí misma (fuera de este concepto).
Por consiguiente, la distinción de las
cosas posibles y de las cosas reales, no
tiene más que un valor subjetivo para el entendimiento humano,
porque no podemos siempre concebir algo
que no exista, o representarnos, alguna
cosa como dada, sin tener todavía ningún concepto de ella. La proposición de que las cosas pueden ser
posibles sin ser reales, y que por
consiguiente, no se puede concluir de la simple posibilidad a la
realidad,
no tiene, pues, valor real más que para la razón humana, y
nada prueba
mejor que esta
distinción tiene su principio en las cosas mismas. En efecto, que no se tiene el derecho de sacar
esta consecuencia, y que, por
consiguiente, esta proposición se aplica simplemente a los objetos,
en tanto que nuestra facultad de conocer
los considera bajo sus condiciones
sensibles, como objetos sensibles, y que no tienen ningún valor relativamente a las cosas en general, es lo
que resulta claramente de la orden
imperiosa que nos da la razón de admitir como existente de una manera absolutamente necesaria, algo (el principio
primero), en que la posibilidad y la
realidad se confunden, y cuya idea ningún concepto del entendimiento, puede seguir; lo que quiere
decir, que el entendimiento no puede,
bajo ningún respecto, representarse una cosa semejante y su modo de existencia. Porque si la concibe
(concíbala como quiera), no se la
representa más que como posible. Que si se tiene conciencia como de algo, que es dado en la intuición, es real,
pero no se concibe nada tocante a su
posibilidad. Es porque el concepto de un ser absolutamente necesario, es, en verdad, una idea
indispensable de la razón, pero es un
concepto problemático e inaccesible para el entendimiento humano. Hay un valor para el uso de nuestras facultades de
conocer, consideradas en su naturaleza
particular; no lo hay relativamente al objeto, y para todo ser que conoce; porque yo no puedo suponer que el
pensamiento y la intuición, son en todo
ser que conoce dos condiciones distintas del
ejercicio de sus facultades de conocer. Un entendimiento, para que
esta distinción no existiera, juzgaría
que todos los objetos que conocemos son
(existen); y la posibilidad de algunos objetos, que sin embargo, no existen, es decir, la contingencia de estos
objetos, cuando existen, y por
consiguiente, también la necesidad, que es necesario distinguir de
esta contingencia, no caerían bajo su
representación. Mas la dificultad que
halla nuestro entendimiento para tratar aquí sus conceptos a ejemplo de
la razón, viene únicamente de que
aquello de que la razón hace un principio
que emplea como perteneciente al objeto, es trascendente para el entendimiento, considerado como entendimiento
humano (es, decir, imposible en las
condiciones subjetivas de su conocimiento). Luego queda siempre esta máxima, que todos los
objetos, cuyo conocimiento excede la
facultad del entendimiento, no los concebimos más que
141
conforme a las condiciones subjetivas necesariamente
inherentes a nuestra naturaleza (es decir,
a la naturaleza humana), del ejercicio de
nuestras facultades; y si los juicios que formamos de este modo (y
no puede ser de otra manera relativamente
a los conceptos trascendentes), no
pueden ser principios constitutivos que determinen el objeto tal como
es, quedan, sin embargo, como principios
reguladores, inmanentes y seguros en el
uso que de ellos se hace, y propios para las necesidades de nuestro espíritu.
Del mismo modo que
la razón, en la contemplación teórica de la
naturaleza debe admitir
la idea de la
necesidad incondicional de un primer
principio, así, bajo el punto de vista práctico, presupone en sí misma una causalidad incondicional
(relativamente a la naturaleza), es
decir, a la libertad, por esto mismo que tiene conciencia de su ley
moral. Luego aquí, puesto que la
necesidad objetiva de la acción, como deber, se
halla opuesta a aquella a que esta acción quedaría somet
ida como suceso, si
su principio estuviera en la naturaleza y no en la libertad,
es decir, en la
causalidad de la razón, y que la acción absolutamente necesaria moralmente, es considerada físicamente como
del todo contingente (es decir, que
debería necesariamente tener lugar pero que muchas veces no lo tiene), es claro que es necesario buscar
únicamente en la naturaleza de nuestra
facultad práctica, la causa porque las leyes morales deben representarse como órdenes (y las acciones
conformes a estas leyes, como deberes) y
porque la razón no expresa esta necesidad para ser (llegar), sino para deber ser. No sucedería
así si se considerase la razón sin la
sensibilidad (como condición subjetiva de su aplicación a los objetos de la naturaleza), por consiguiente,
como causa en un mundo inteligible que
estuviera siempre completamente de acuerdo con la ley moral, y en el cual no hubiera distinción
entre deber y hacer, entre lo posible y
lo real, es decir, entre la ley práctica, que prescribe lo primero y la ley teórica que determina lo segundo.
Luego, aunque un mundo inteligible, en
donde todo lo que es posible (en tanto que bien) sea real por esto sólo, aunque la libertad misma, como
condición formal de este mundo, sea para
nosotros un concepto transcendente, que no pueda suministrarnos ningún principio constitutivo
para determinar un objeto y
su realidad objetiva, sin embargo, conforme a la
constitución de nuestra naturaleza (en
parte sensible), la libertad es para nosotros, y para todos los seres racionales, en relación con el
mundo sensible, en tanto que podemos
representárnoslos conforme a la naturaleza de nuestra razón, un principio regulador universal, que no
determina objetivamente la naturaleza de
la libertad, como forma de la causalidad, pero que no prescribe menos imperiosamente a cada uno
conforme a esta idea, la regla de sus
acciones. Del mismo modo, también, en cuanto a la cuestión que nos ocupa, se puede asegurar que no
encontraríamos distinción entre el
mecanismo y la técnica de la naturaleza, es decir, en el enlace de los fines de la naturaleza, si nuestro
entendimiento no estuviera formado de
tal suerte que debe ir de lo general a lo particular, y que la facultad
de juzgar no puede, relativamente a lo
particular, reconocer finalidad, y, por
consiguiente, formar juicios determinantes, sin tener una ley general
bajo la cual pueda subsumirlo. Luego,
como lo particular; como tal, contiene
relativamente a lo general, algo de contingente, pero que, sin embargo,
la razon exige también unidad en el enlace
de las leyes particulares de la
naturaleza, y por consiguiente, conformidad a leyes (la cual aplicada a
lo contingente se llama finalidad) y
como es imposible derivar a priori, por
la determinación del concepto del objeto, las leyes particulares de las leyes generales, relativamente a lo que ellas
tienen de contingente, el concepto de la
finalidad de la naturaleza en sus producciones es un concepto necesario al juicio humano,
relativamente a la naturaleza, pero no
concierne a la determinación de los objetos mismos. Es, por consiguiente, un principio subjetivo de la
razón para el juicio, y este principio,
en tanto que regulador (y no en tanto que constitutivo), es tan necesario a nuestro juicio humano, como si
fuera un principio objetivo.
142
§ LXXVI
De la propiedad del entendimiento humano por la cual el concepto de un fin de la naturaleza es
posible para nosotros
Hemos indicado en la
precedente observación las propiedades de
nuest
ra facultad de conocer (superior), que somos inclinados a
transportar a las cosas mismas como predicados
objetivos; mas ellas no conciernen más
que a ideas a las cuales no se puede llegar en la experiencia del objeto correspondiente, y no pueden servir más
que de principios reguladores en las
investigaciones empíricas. Es al concepto de un fin de la naturaleza como a lo que concierne la
causa de la posibilidad de esta suerte
de predicados, la cual no puede descansar más que en la idea; pero el efecto, conforme a esta idea (la
producción misma), es, sin embargo, dada
en la naturaleza, y el concepto de una causalidad de la naturaleza, considerado como un ser que obra conforme a
fines, parece hacer de la idea de un fin
de la naturaleza un principio constitutivo de este fin, y por esto esta idea se distingue de todas las
demás.
Este carácter
distintivo consiste en que la idela concebida no es un principio racional para el entendimiento,
sino para el juicio, y no es, por consiguiente,
más que la aplicación de un entendimiento en general a los objetos empíricos posibles, en los casos en
que el juicio no puede ser determinante,
sino simplemente reflexivo, y en donde, por consiguiente, aunque el objeto sea dado en la apariencia,
no se puede juzgar de él, conforme a la idea,
de una manera determinada (todavía menos de una
manera perfectamente adecuada a esta idea), sino solamente
reflexionar acerca de él. Se trata,
pues, de una propiedad de nuestro (humano)
entendimiento, relativa a la facultad de juzgar en su reflexión sobre
las cosas de la naturaleza. Si es así,
debemos tomar aquí por principio la idea
de un entendimiento posible, otro que el entendimiento humano (del mismo modo que en la crítica de la razon
pura), deberíamos concebir otra intuición
posible para poder mirar la nuestra como una especie particular de intuición, es decir, como una intuición
(por la cual los objetos no tuvieran
valor más que en tanto que fenómenos), a fin de poder decir que,
conforme a la naturaleza particular de nuestro
entendimiento, debemos,
para explicar la
posibilidad de ciertas producciones de la naturaleza,
considerar estas
producciones como intencionales, y como habiendo sido producidas, conforme a fines, sin exigir por
esto que haya una causa particular,
determinada por la representación misma de un fin y por consiguiente, sin negar que un entendimiento,
otro más elevado que el entendimiento
humano, pueda hallar también el principio de la
posibilidad de estas producciones (de la naturaleza) en el mecanismo
de la misma, es decir, en una relación
causal, cuya causa no se busca
exclusivamente en un entendimiento.
No se trata, pues,
aquí más que de la relación de nuestro entendimiento
con el juicio: buscamos en su naturaleza una cierta contingencia que podríamos considerar como
algo que le es particular y le distingue
de otros elementos posibles.
Esta contingencia se
halla naturalmente en lo que el juicio debe
reducir a lo general, suministrado por los conceptos del
entendimiento; porque, por lo general de
nuestro (humano) entendimiento, no se
determina lo particular. ¿De cuántos modos diversos cosas que, sin embargo, convienen en un carácter común, se
pueden presentar a nuestra percepción?
Es cosa contingente. Nuestro entendimiento es una facultad de conceptos, es decir, un entendimiento
discursivo, por el cual la especie y la
diferencia de los elementos particulares que halla en la naturaleza, y que puede reducir a sus conceptos son
contingentes. Mas como la intuición
pertenece también al conocimiento, y como una facultad que consistiera en una intuición enteramente
espontánea108, sería una facultad de
conocer distinta y del todo independiente de la sensibilidad, y por consiguiente, un entendimiento en el sentido
más general de la palabra, se puede
también concebir (de una manera negativa, es decir, como un entendimiento que no es discursivo), un
entendimiento intuitivo que no vaya de
lo general a lo particular y a lo individual (por medio de conceptos), y para el cual no exista la
contingencia del acuerdo de la
naturaleza con el entendimiento en las cosas que produce conforme a leyes particulares, y cuya variedad es tan
difícil a nuestro entendimiento
143
reducir a la unidad del conocimiento. Esto n
o es posible para nosotros
más que por medio del concierto de los caracteres de la naturaleza
con nuestra facultad de los conceptos, y
este concierto es contingente, mas un
entendimiento intuitivo no lo necesita.
Nuestro
entendimiento tiene, pues, esto de particular en su relación con
el juicio; que en el
conocimiento que nos suministra, lo particular no es determinado por lo general, y que, por
consiguiente, lo primero no puede
derivarse de lo segundo, aunque debía haber entre los elementos particulares que componen la variedad de la
naturaleza y lo general (suministrado
por conceptos y leyes), una concordancia que permitiera subsumir, aquellos bajo este, y que, en tales
circunstancias, debe ser enteramente
contingente, y no supone principio determinado para el juicio.
Luego para poder
al menos concebir la posibilidad de este concierto de las cosas de la naturaleza con el juicio
(que nos representamos como contingente,
por consiguiente, como no siendo posible más que para un fin), es necesario que concibamos al mismo
tiempo otro entendimiento, por cuya
relación podamos, aun antes de atribuirle ningún fin, representarnos como necesario este concierto
de las leyes de la naturaleza con
nuestro juicio, que no es concebible para nuestro entendimiento más que por medio de la relación de los fines.
Nuestro
entendimiento tiene, pues, esta propiedad, que en su conocimiento, por ejemplo, de la causa de una
producción, debe ir de lo general
analítico (de los conceptos) a lo particular (o la intuición empírica dada), mas sin determinar nada por esto
relativamente a la variedad que se puede
encontrar en lo particular, porque esta determinación, de la que necesita el juicio, no puede buscarla más que
en la subsunción de la intuición
empírica (cuando el objeto es una producción de la naturaleza), bajo el concepto. Luego podemos también
concebir un entendimiento que, no siendo
discursivo como el nuestro, sino intuitivo, vaya de lo general sintético (de la intuición de un todo
como tal) a lo particular, es decir, del
todo a las partes, y que, por consiguiente, no se represente la
contingencia del enlace de las partes para concebir la
posibilidad de una forma determinada del
todo, a diferencia de nuestro entendimiento que va de las partes, como de los principios
universalmente concebidos, a las
diversas formas posibles que pueden subsumirse como consecuencias. Conforme a la constitución de nuestro
entendimiento, no podemos considerar un
todo real de la naturaleza más que como un efecto del concurso de las fuerzas motrices de las
partes. Si, pues, queremos representarnos
no en la posibilidad del todo como dependiente de la parte, así como lo exige nuestro
entendimiento discursivo, sino, por el
contrario, conforme al modelo del entendimiento intuitivo, la
posibilidad de las partes (consideradas
en su naturaleza y en su relación) como
dependientes del todo, no podemos concebir en virtud de la misma propiedad de nuestro entendimiento, que el
todo contenga el principio de la posibilidad
de la relación de las partes (lo que sería una contradicción en el conocimiento discursivo), sino en la
representación del todo en que colocamos
el principio de la posibilidad de la forma de este todo y de la relación de las partes que lo constituyen.
Luego como el todo sería entonces un
efecto (una producción) del que se considera como causa la representación de la posibilidad misma, y
como se llama fin el producto de una
causa, cuya razón determinante es la representación misma de un efecto, se sigue de aquí, que si no nos
representamos la posibilidad de ciertas
producciones de la naturaleza más que a favor de otra especie de causalidad que la de las leyes naturales de
la materia, es decir, a favor de las
causas finales, es únicamente en virtud de la naturaleza particular de nuestro entendimiento, y que este principio
no concierne a la posibilidad de estas
cosas (aun consideradas como fenómenos), para este modo de producción, sino a aquella solamente del
juicio que nuestro entendimiento puede
formar sobre estas cosas. Por esto veremos también por qué en la ciencia de la naturaleza no nos
contentamos por mucho tiempo con esta
explicación de las producciones de la naturaleza por medio de las causas finales. Es que, en
efecto, en esta explicación no
pretendemos juzgar la producción de la naturaleza más que conforme
a nuestra facultad de juzgar, es decir,
al juicio reflexivo, y no conforme a las
cosas mismas, por el juicio determinante. Por lo demás no es necesario probar la posibilidad de semejante
intellectus archetypus; basta
144
mostrar que la consideración de nuestro entendimiento
discursivo, que tiene necesidad de
imágenes (intellectus typus) y de su naturaleza
contingente, nos conduce a esta idea (de un intellectus archetypus), y
que esta idea no encierra contradicción.
Que si
consideramos en su forma un todo material, como un producto de las partes o de las propiedades que estas
tienen de unirse por sí mismas (y aun de
agregarse a otras materias) nos representamos un modo mecánico de producciones. Mas entonces
desaparece todo concepto de un todo concebido
como fin, es decir, de un todo, cuya posibilidad interna supone una idea de este todo, de donde
depende la naturaleza y la acción de las
partes, de un todo, en fin, tal y como debemos representarnos los cuerpos organizados. Mas de aquí no se sigue,
como hemos mostrado anteriormente, que la
producción mecánica de un cuerpo semejante sea
imposible, porque esto significaría que es imposible (es decir, contradictorio) a todo entendimiento
representarse tal unidad en la relación
de las partes, sin darle por causa productora la idea de esta misma unidad, es decir, sin admitir una
producción intencional. Es, sin embargo,
lo que sucedería, si tuviésemos el derecho de mirar los seres materiales como las cosas en sí. Porque
entonces la unidad, que constituye el
principio de la posibilidad de las formaciones de la naturaleza, sería simplemente la unidad del
espacio, el cual no es un principio real
de las producciones, aunque tenga con el principio real que buscamos alguna semejanza, puesto que en él
ninguna parte puede ser determinada sin
relación al todo (cuya representación sirve, por consiguiente, de principio a la posibilidad
de las partes).
Mas como es al
menos posible considerar el mundo material como un simple fenómeno, y concebir algo, en tanto
que cosa en sí (que no sea fenómeno)
como un substratum al cual correspondiera una intuición intelectual (diferente de la nuestra), se
podría concebir un principio
supra-sensible, real, aunque inaccesible a nuestra inteligencia, de
donde derivaría la naturaleza de que
nosotros mismos formamos parte, de suerte
que consideraríamos conforme a leyes mecánicas lo que en la
naturaleza es necesario como objeto de
los sentidos, pero también conforme a leyes
teleológicas, considerándola como objeto de la razón, la
concordancia y la unidad de las leyes
particulares y de las formas que debemos mirar como contingentes (y aun el conjunto de la
naturaleza en tanto que sistema), y la
juzgaríamos también según dos especies de principios, sin destruir la explicación mecánica por la
explicación teleológica, como si fuesen
contradictorias.
Se ve por esto, lo
que era por otra parte fácil de suponer, pero que sería difícil de afirmar y de probar con
certeza, que en las producciones de la
naturaleza donde hallamos cierta finalidad, el principio mecánico puede subsistir sin duda al lado del
principio teleológico, pero que sería
imposible hacer este último enteramente inútil. Se puede, en efecto, en
el estudio de una cosa que debemos
juzgar como un fin de la naturaleza (en
el estudio de un ser organizado), buscar todas las leyes, ya conocidas
o todavía por descubrir, de la
producción mecánica, y conseguirlo en este
sentido; mas para explicar la posibilidad de una producción semejante,
no se nos puede jamás dispensar de
invocar un principio de producción
enteramente diferente del principio mecánico, a saber, el de una causalidad determinada por fines, y no hay
razón humana (una razón finita y semejante
a la nuestra por la cualidad, por más superior que fuese en el grado) que pueda prometerse explicar la
producción de un simple tallo de yerba
por causas puramente mecánicas. En efecto; si el juicio necesita indispensablemente de la relación
teleológica de las causas y los efectos,
para explicar la posibilidad de semejante objeto, y aun para estudiarlo con el guía de la experiencia; si
no se puede hallar para los objetos
exteriores, considerados como fenómenos, un principio que se refiera a los fines, y si este principio, que
reside también en la naturaleza, debe
buscarse únicamente en su substratum supra-sensible que no nos es permitido penetrar, nos es absolutamente
imposible explicar las relaciones de
fines por principios llevados a la naturaleza misma, y nuestra humana facultad de conocer nos da una
ley necesaria para buscar el supremo
principio en un entendimiento originario como causa del mundo.
145
§ LXXVII
De la unión del principio del mecanismo universal de la materia con el principio teleológico en la
técnica de la naturaleza
Es de la mayor
importancia para la razón no perder de vista el
principio del mecanismo en la explicación de las producciones de la naturaleza, porque es imposible sin este
principio adquirir el menor conocimiento
de l
a naturaleza de las cosas. Aun cuando se nos
concediera que un arquitecto supremo ha
creado inmediatamente las formas de la
naturaleza tal y como existen desde entonces, o que ha
predeterminado aquellas que en el curso de la naturaleza se
forman continuamente sobre el mismo modelo,
nuestro conocimiento de la naturaleza no sería nada ilustrado, porque no conocemos la manera de
obrar de este ser y sus ideas, que deben
contener los principios de la posibilidad de las cosas de la naturaleza, y no podemos explicar la
naturaleza por este ser, yendo, por
decirlo así, de alto a bajo (a priori). Que si queremos, partiendo de
las formas de los objetos de la
experiencia y yendo así de abajo a arriba (a
posteriori), invocar, para explicar la finalidad que creemos encontrar
en ellos, una causa que obre conforme a
fines, no daremos más que una
explicación tantológica, y equivocaremos la razón con palabras, para
no decir más, desde que nos dejamos
extraviar por este género de explicación
en lo trascendental a donde no puede seguirnos el conocimiento natural, que la razón cae en
estas poéticas extravagancias que su
principal deber es evitar.
De otro lado, es una
máxima igualmente necesaria de la razón no
omitir
el principio de los
fines en el estudio de las producciones de la
naturaleza, porque si este principio no nos hace comprender mejor
el modo de existencia de estas
producciones, es un principio de descubierta
en la investigación de las leyes particulares de la naturaleza, para
suponer que no se ha querido hacer
ningún uso de él para explicar la naturaleza
misma, y que se ha continuado sirviéndose de la expresión fines de
la naturaleza, aunque la naturaleza
revela manifiestamente una unidad
intencional, es decir, aunque no se busque más allá de la naturaleza el
principio de la posibilidad de sus fines. Mas como es
necesario venir en definitiva a
averiguar esta posibilidad, es también necesario concebir, para explicarla, una especie particular de
causalidad que no se presenta en la naturaleza,
como la mecánica de las causas naturales tiene la suya, puesto que la receptividad que muestra la
materia para muchas formas, distintas de
aquellas de las cua
les ella es capaz en virtud de esta última, supone la espontaneidad de
una causa (que por
consiguiente no puede ser materia), sin
la cual no se podría hallar el principio de estas formas. La razón, en verdad, antes de dar este paso,
debe mostrar mucha prudencia, y no
pretender explicar como teleológica toda técnica de la naturaleza; hablo de cierto poder que tiene la naturaleza
de producir figuras que muestran la
finalidad para nuestra simple aprehensión (como los cuerpos regulares); es necesario que se limite
siempre a mirarla como mecánicamente
posible. Mas querer además excluir absolutamente el principio teleológico y allí dónde la razón,
buscando la posibilidad de las formas de
la naturaleza, halla una posibilidad que se muestra manifiestamente ligada a otra especie de
causalidad, pretender seguir siempre el
simple mecanismo, sería llevar la razón a divagaciones tan quiméricas sobre las impenetrables potencias
de la naturaleza, como aquellas que
pudiesen entrañar una explicación puramente teleológica y no teniendo en cuenta el mecanismo de la
naturaleza.
En una sola y misma
cosa no se pueden admitir juntamente los do
s principios,
explicando el uno por el otro (deduciendo el uno del otro), es decir, que no se pueden asociar como
principios dogmáticos y constitutivos
del conocimiento de la naturaleza para el juicio determinante. Si por ejemplo, yo digo que un
gusano debe considerarse como una
producción del simple mecanismo de la materia (un resultado de esta nueva formación que se produce por sí
misma, cuando los elementos de la materia
han sido puestos en libertad por la corrupción), no podemos derivar entonces esta producción
de la misma materia como de una
causalidad que obra conforme a fines. Recíprocamente, si miramos esta producción como un fin de la
naturaleza, no podemos invocar un modo
mecánico de explicación, y tomar este por un principio constitutivo en el juicio que debemos formar
sobre la posibilidad de esta
146
producción, de modo que se asocien los dos principios. En
efecto, un modo de explicación excluye
el otro, aun cuando objetivamente estos dos
principios descansaran sobre uno solo, en el cual no pensaríamos.
El principio que debe hacer posible la
unión de los dos en nuestro juicio sobre
la naturaleza, debe colocarse en algo que resida fuera de ellos (por consiguiente también fuera de toda
representación empírica posible de la
naturaleza), pero que sea su fundamento, es decir, en lo supra-sensible,
y a esto es a lo que se debe reducir
los dos modos de
explicación. Luego como no podemos
obtener nada relativamente a lo supra-sensible más que el concepto indeterminado de un principio
que permite juzgar la naturaleza,
conforme a leyes empíricas, y como por
otra parte no
podemos determinarlo de antemano por ningún predicado, se sigue que
la unión de los dos principios no puede
descansar sobre otro que contenga la
explicación de la posibilidad de una producción por leyes dadas para
el juicio determinante, sino solamente
sobre un principio que contenga la
exposición para el juicio reflexivo. En efecto, explicar significa
derivar de un principio que se debe, por
consiguiente, poder conocer y mostrar
claramente. Luego si se considera una sola y misma producción, el principio del mecanismo y el de la técnica de
la naturaleza, deben, en verdad, unirse
en un solo principio superior, su origen común; de otro modo no podrían subsistir el uno al lado del
otra en la consideración de la
naturaleza. Mas si este principio, que es objetivamente común a los dos,
y que por consiguiente permite conciliar
las máximas que dependen de ellos, en la
investigación de la naturaleza, si este principio es tal que se puede muy bien indicar, pero no conocer de
una manera determinada y mostrarlo bien
claramente para que se pueda hacer uso de él en todos los casos dados, es imposible sacar ninguna
explicación de tal principio, es decir,
derivar de él de una manera clara y determinada la posibilidad de una producción de la naturaleza por medio de
estos dos principios heterogéneos. Luego
el principio común de donde derivan, de una parte el principio mecánico y de la otra el
principio teleológico, es lo supra- sensible, que debemos colocar bajo la
naturaleza considerada como fenómeno.
Mas es imposible tener bajo el punto de vista teórico el menor concepto determinado y afirmativo. No
podemos, pues, explicar en manera alguna
cómo en virtud de este principio, la naturaleza
(considerada en sus leyes particulares), constituye para
nosotros un sistema, que podemos mirar
como posible, tanto por el principio de las
causas físicas como por el de las causas finales; pero solamente
cuando hallamos en la naturaleza de los
objetos, cuya posibilidad no podemos
concebir a favor del principio del mecanismo (que reivindica siempre las
cosas de la naturaleza), y sin apoyarnos
sobre principios teleológicos, creemos
poder estudiar con
confianza las leyes de la naturaleza conforme
a estos dos principios (cuando nuestro entendimiento ha reconocido
la posibilidad de sus producciones por
uno u otro principio), y no nos dejamos
llevar por la aparente contradicción de los principios de nuestro juicio sobre estos objetos, porque es cierto
que pueden unirse al menos objetivamente
en un solo principio (pues que se forman sobre fenómenos que suponen un principio supra-sensible).
Aunque el principio
del mecanismo y el de la técnica teleológica
(intencional)
de la naturaleza
relativamente a la misma producción y a su
posibilidad pudiesen subordinarse a un principio común de la
naturaleza, considerada en sus leyes
particulares, sin embargo, siendo transcendente
este principio, los límites de nuestro entendimiento no nos permiten conciliar los dos principios en la
explicación de la misma producción de la
naturaleza, aun cuando no podamos concebir la posibilidad interior de esta producción más que por medio de una
causalidad que obre conforme a fines
(como sucede para las materias organizadas). Debemos siempre llegar a esta máxima del juicio teleológico,
que conforme a la naturaleza del
entendimiento humano, no podemos admitir otra causa para explicar la posibilidad de los seres organizados que
una causa que obra según fines, y que el
simple mecanismo de la naturaleza no nos da aquí una explicación suficiente, sin querer decidir
nada por esto relativamente a la
posibilidad de las cosas mismas.
Pero como este
principio no es más que una máxima del juicio
reflexivo y no del juicio determinante, y como, por consiguiente, no
tiene para nosotros más que un valor
subjetivo y no un valor objetivo,
relativamente a la posibilidad misma de esta especie de cosas (en la
cual los dos modos de producción podrían
muy bien concertarse en un sólo y
147
mismo principio), como además, si a este modo de producción
que se mira como teleológico, no se
juntara algún concepto de un mecanismo de
la naturaleza que debe hallarse también en él, no se podría juzgar
esta producción como una producción de
la naturaleza, esta máxima implica al
mismo tiempo la necesidad de una unión de los dos principios en el juicio por el cual concebimos las cosas como
fines de la naturaleza en sí, pero sin
tener por objeto sustituir enteramente o en parte el uno al otro. En efecto, a lo que no se concibe (al menos
por nosotros) como posible más que por
un fin, no se puede sustituir el mecanismo, y a lo que es reconocido como necesario en virtud del
mecanismo, no se puede sustituir una
contingencia que necesitaría de un fin como razón determinante, sino que se debe solamente
subordinar uno de estos principios (el
mecanismo) al otro (el de la técnica intencional), lo que puede hacerse en virtud del principio
transcendental de la finalidad de la
naturaleza.
En efecto; allí
donde se conciben fines como principios de la
posibilidad de ciertas cosas, es necesario también admitir medios,
cuya ley de acción no necesita por sí
misma de nada que suponga un fin, y
puede, por consiguiente, ser mecánica, estando en un todo subordinada
a efectos intencionales.
Es por lo que,
cuando consideramos las producciones organizadas de la naturaleza, y principalmente cuando,
observando el número infinito de estas
producciones, admitimos (al menos como una hipótesis permitida) algo intencional en la relación de las causas
naturales, que obran según leyes
particulares, y de las que formamos el principio universal del juicio reflexivo, aplicado al conjunto de la
naturaleza (al mundo), concebimos una
grande y aun universal combinación de las leyes mecánicas con las leyes teleológicas, sin confundir los
principios en cuya virtud juzgamos estas
producciones, y sin sustituir el uno al otro. Porque en un juicio teleológico, si la forma que recibe una
materia no puede juzgarse posible más
que por medio de un fin, esta materia, considerada en su naturaleza conforme a leyes mecánicas, puede
subordinarse como medio a este fin
propuesto. Mas como el principio de esta unión reside en algo que no es
ni el mecanismo, ni la relación de los fines, sino el
substratum supra- sensible de la naturaleza, del que nada conocemos, nuestra
humana razón no puede reunir juntamente
las dos maneras de representarse la
posibilidad de estos objetos, y no podemos juzgarlos, fundados sobre
un entendimiento supremo más que por
medio de la relación de las causas
finales, lo que, por consiguiente, no quita nada al modo de
explicación teleológica.
Luego como es cosa
completamente indeterminada, y aun siempre
indeterminable para nuestra razón, hasta qué punto el mecanismo de
la naturaleza obra como medio para cada
fin de la misma, y como el principio
inteligible, al cual hemos referido la posibilidad de una naturaleza en general, nos permite admitir
que esto es enteramente posible por un
acuerdo universal de las dos especies de leyes (las leyes físicas y las de las causas finales), aunque
no podamos concebir el cómo de este
acuerdo, no sabemos mejor hasta dónde se extiende el modo de explicación mecánico para nosotros; sino que
solamente es cierto que, lejos de que
pudiésemos marchar por este camino, él debe ser siempre insuficiente para las cosas que una vez hemos
reconocido como fines de la naturaleza,
y que así, conforme a la constitución de nuestro entendimiento, debemos subordinar todos estos
principios juntamente a un principio
teleológico.
De aquí el
derecho, y también, a causa de la importancia del estudio mecánico de la naturaleza para la razón teórica,
el deber de explicar mecánicamente, en
tanto que esté en nosotros (y es imposible aquí trazar límites), todas las producciones y todos los
hechos naturales, aun las cosas que
revelan la mayor finalidad; mas también lo es no perder jamás de vista que las cosas que no podemos someter
a la investigación de la razón más que
bajo el concepto de fines, deben ser conformes a la naturaleza esencial de nuestra razón,
sometidas en definitiva, a pesar de las
causas mecánicas, a una causalidad que obra conforme a fines.
148
Apéndice
Metodología del juicio teleológico
§ LXXVIII La teleología debe ser tratada como
una parte de la física109
Cada ciencia debe
tener su lugar determinado en la enciclopedia de todas
ellas. Si se trata
de una ciencia filosófica, su lugar debe señalarse en la parte teórica o en la parte práctica de la
filosofía; y si entra en la primera,
debe tener su puesto, o bien en la física, si estudia algo que pueda ser un objeto de experiencia (por
consiguiente, o en la física propiamente
dicha, o en la psicología, o en la cosmología general), o bien en la teología (ciencia de la causa primera
del mundo, considerada como el conjunto
de todos los objetos de experiencia).
Pero se pregunta
en dónde tiene su puesto la teleología; ¿es en la física o en la teología? Es necesario que sea en la
una o en la otra, porque no existe
ciencia intermedia entre estas que pueda establecer el tránsito de la una a la otra, pues que este tránsito no
indica más que una organización del
sistema y no un puesto en el mismo.
Es evidente que
no es una parte de la teología, aunque se pueda hacer de ella un uso muy importante. Porque tiene
por objeto las producciones de la
naturaleza y la causa de estas producciones; y aunque se dirige a un principio colocado fuera o más allá de la naturaleza
(a una causa divina), no obra así por el
juicio determinante, sino por el juicio reflexivo que quiere dirigir por esta idea como por un
principio regulador, en el estudio de la
naturaleza, conforme al entendimiento humano.
No parece que pertenezca
tampoco a la física, que necesita principios
determinados, y no simplemente principios reflexivos, para dar las
razones objetivas de los efectos naturales. También la
teoría de la naturaleza, o la producción
mecánica de sus fenómenos por sus causas
eficientes, no gana nada con que se les cons
idera conforme a la relación de los fines. La exposición de los fines de
la naturaleza en sus producciones, en
tanto que constituyen un sistema según conceptos teleológicos, no es propiamente más que una
descripción de la naturaleza emprendida
con la ayuda de un guía particular, y en donde la razón cumple una obra noble, instructiva y
prácticamente útil bajo muchos
respectos, más sin que aprendamos nada del origen y de la
posibilidad interna de estas formas, lo
que, sin embargo, es el objeto de la ciencia
teórica de la naturaleza.
La teleología como
ciencia no pertenece, pues, a ninguna doctrina,
sino solamente a la crítica, a la de una facultad particular de conocer
que es el juicio. Mas en tanto que
contiene principios a priori,
puede y debe suministrar el método con el cual se debe
juzgar la naturaleza según el principio
de las causas finales, y así su metodología tiene al menos una influencia negativa sobre la marcha de la
ciencia teórica de la naturaleza, y
también sobre la relación que ésta pueda tener en la metafísica con la teología, como propedéntica de esta ciencia.
§ LXXIX
De la subordinación necesaria del principio del mecanismo al principio teleológico en la explicación de
una cosa como fin de la naturaleza
Nada limita el
derecho que tenemos de buscar una explicación
puramente mecánica de todas las producciones de la naturaleza; pero
la facultad de contentarnos con este género
de explicación no es solo muy limitada
por la naturaleza de nuestro entendimiento, en tanto que considera las cosas como fines de la misma
naturaleza; sino que lo es también muy
claramente en el sentido de que conforme a un principio del juicio, el primer aspecto por sí solo no
puede conducirnos en nada a la
149
explicación de e
stas cosas, y que por consiguiente, debemos siempre subordinar a un principio teleológico nuestro
juicio sobre esta clase de producciones.
Por esto es por lo
que es razonable y aun meritorio perseguir el
mecanismo de la naturaleza para explicar sus producciones, tan
lejos como se pueda llevar con
verosimilitud, y si renunciamos a esta tentativa, no es que sea imposible en sí hallar en este camino
la finalidad de la naturaleza, sino que
esto es imposible para nosotros como hombres.
Porque sería necesario para esto una intuición distinta de la
intuición sensible, y un conocimiento
determinado del substratum inteligible de la
naturaleza, de donde se pudiera sacar el principio del mecanismo de
los fenómenos de la naturaleza,
considerada en sus leyes particulares, lo que
excede en mucho el alcance de nuestras facultades.
Es necesario, pues,
que el observador de la naturaleza, so pena de trabajar en su puro daño, tome por principio
en el estudio de las cosas, cuyo
concepto es indudablemente un concepto de fines de la naturaleza (de seres organizados), alguna organización
primitiva que emplee este mismo
mecanismo para producir otras formas organizadas, o para desarrollar aquellas que contienen ya nuevas
formas (que derivan siempre de este fin
y le son conformes).
Es bello el recorrer
por medio de la anatomía comparada la gran
creación de seres organizados con el fin de ver si en ellos no se
encuentra algo parecido a un sistema,
que derive de un principio generador, de
suerte que no estemos obligados a atenernos a un simple principio
del juicio (que nada nos enseña sobre la
producción de estos seres), y renunciar
sin esperanza a la pretensión de que penetre la naturaleza en este campo. El concierto de tantas especies
de animales en un cierto esquema común,
que no parece solamente servirles de principio en la estructura de sus huesos, sino también en la
disposición de las demás partes, y esta
admirable simplicidad de forma, que reduciendo ciertas partes y alargando otras, encubriendo éstas y
desenvolviendo aquellas, ha podido
producir tan gran variedad de especies, hacen nacer en nosotros la
esperanza, muy débil por cierto, de poder llegar a algo con
el principio del mecanis
mo de la naturaleza, sin el cual en general no puede
haber ciencia de la naturaleza. Esta
analogía de formas, que a pesar de su
diversidad, parecen haber sido producidas conforme a un tipo común, fortifica la hipótesis de que dichas formas
tienen una afinidad real y que salen de
una madre común, y nos muestra cada especie acercándose gradualmente a otra, desde aquella dónde
parece mejor establecido el principio de
los fines, a saber, el hombre, hasta el pólipo, y desde el pólipo hasta los musgos y las algas, y por
último, hasta el grado más inferior de
la naturaleza que podemos conocer; hasta la materia bruta, de dónde parece derivar, conforme a leyes
mecánicas (semejantes a las que ella
sigue en sus cristalizaciones), toda esta técnica de la naturaleza, tan incomprensible para nosotros en los seres
organizados, que nos creemos obligados a
concebir otro principio.
Es permitido al
arqueólogo de la naturaleza servirse de vestigios todavía subsistentes de sus antiguas
producciones, para buscar en todo el
mecanismo que se conoce o que se supone, el principio de esta gran familia de seres creados (porque así es como
debemos representárnosla, si esta
pretendida afinidad general tiene al
gún fundamento). Se puede
hacer salir del seno de la tierra, que ha salido del caos (como un
gran animal), seres creados donde no se
encuentra todavía más que un poco de
finalidad, pero que producen otros a su vez, mejor apropiados al lugar
de su nacimiento y a sus relaciones
recíprocas, hasta el momento en que esta
matriz se osifica y limita sus partes a especies que no deben degenerar más, y donde subsiste la variedad de aquellas
que ha producido, como si este poder
creador y fecundo fuera, por último, satisfecho. Mas es necesario, siempre en definitiva, atribuir a
esta madre universal una organización
que tenga por objeto todos estos seres creados; de lo contrario sería imposible concebir la
posibilidad de las producciones del
reino animal y del reino vegetal110. Hay, pues, que retrotraer la explicación, y no se puede pretender que se
hayan producido estos dos reinos
independientemente de la condición de las causas finales.
150
Los mismos cambios,
a que se hallan sometidos, sin influencia de
causas contingentes, ciertos seres organizados, cuyo carácter así modificado viene a ser hereditario y pasa así
en el principio generador; estos cambios
no pueden casi ser modificados más que como el
desenvolvimiento, ocasionalmente producido, de una disposición originariamente contenida en la especie y destinada
a conservarla; porque admitir en un ser
organizado, como una condición de la perpetuidad de su finalidad interior, la facultad de producir
seres de la misma especie, es empeñarse
en no admitir nada en el principio generador que no entre en este sistema de fines, y que no pertenezca a
una disposición primitiva no
desenvuelta. Desde que nos descartamos de este principio, no se
puede saber con certeza si muchas partes
de la forma que se halla actualmente en
una especie, han tenido un origen accidental o independiente de todo fin; y este principio de la teleología, que
en un ser organizado nada de lo que se
conserva en la propagación debe juzgarse inútil, vendría a ser por esto incierto en su aplicación, y no tendría
valor más que para la matriz (que
nosotros no conocemos).
Hume objeta a
los que se creen obligados a admitir, para todos estos fines de la naturaleza, un principio
teleológico del juicio, es decir, un
entendimiento arquitectónico, que con razón se les podría
preguntar, cómo es posible tal entendimiento,
es decir, cómo pueden hallarse así
reunidas en un ser las diversas facultades y propiedades que constituyen la posibilidad de un entendimiento, capaz
también de ejecutar lo que ha concebido.
Mas esta objeción no tiene valor; porque la dificultad de concebir la primera producción de una cosa
que encierra fines en sí misma, y que no
se puede concebir más que por medio de estos fines, descansa por completo sobre la cuestión de
saber, cuál es en esta producción el
principio de la unidad del enlace de sus elementos diversos y exteriores los (para nuestra razón)
resolverla, si no nos representamos este
principio de las cosas como una sustancia simple, el atributo de esta sustancia sobre la cual se funda la cualidad
específica de las formas de la
naturaleza, a saber la unidad de fines, como una inteligencia, y por
último la relación de estas formas con
esta inteligencia (a causa de la
contingencia que concebimos en todo lo que no podemos
representarnos más que como fines) como
una relación de causalidad.
§ LXXX De la unión del mecanismo al principio
teleológico en la explicación de un fin
de la naturaleza en tanto que producción de la
misma
Hemos visto en
el párrafo anterior que el mecanismo de la naturaleza no basta para hacernos concebir la
posibilidad de un ser organizado, sino que
debe ser (al menos según nuestra facultad de conocer) subordinado originariamente a una causa intencional; del
mismo modo el principio teleológico no
basta para hacernos considerar y juzgar este ser como una producción de la naturaleza, si no agregamos a
este principio el del mecanismo, como
instrumento de una causa intencional, a cuyos fines la naturaleza se halla subordinada en sus leyes
mecánicas. Nuestra razón no comprende la
posibilidad de esta unión de las dos especies de causalidad completamente diferentes, es decir, la unión
de la causalidad de la naturaleza,
considerada en sus leyes generales, con una idea que las restringe a una forma particular cuyo
principio no contienen ellas por sí mismas.
Esta posibilidad reside en el substratum supra-sensible de la naturaleza, del cual nada podemos determinar
afirmativamente, sino que es el ser en
sí, del cual no conocemos más que la apariencia. Mas este principio de que todo lo consideramos como
perteneciente a la naturaleza
(phoenomenon) y como su producto debe concebirse también como ligado a la naturaleza por leyes mecánicas,
este principio no conserva al menos toda
su fuerza, puesto que sin esta especie de causalidad, los casos organizados que concebimos como fines de la
naturaleza, no serían producciones.
Luego, cuando se da
a la producción de estos seres un principio
teleológico (y ¿cómo puede ser de otro modo?), se puede admitir
para explicar la causa de su finalidad
interior, el ocasionalismo o el
151
prestabilismo. En la primera hipótesis, la causa suprema
del mundo produciría inmediatamente el
ser organizado, conforme a su idea, con
ocasión de cada perfección material; en la segunda, habría puesto en
las producciones
primitivas de su
sabiduría estas disposic
iones que hacen que
un ser organizado produzca su semejante, que la especie se conserve siempre, y que la naturaleza esté
continuamente ocupada en reparar la
pérdida de los individuos, al mismo tiempo que trabaja en su
destrucción. Si se admite el
ocasionalismo para explicar la producción de los seres organizados, se destruye con esto toda la
naturaleza, y con ella todo uso de la
razón en el juicio de la posibilidad de esta especie de producciones. No se puede, pues, suponer que este sistema
pueda aceptarse por ninguno de los que
un cultivan la filosofía.
En cuanto al
prestabilismo, se puede entender de dos maneras. En efecto, se puede considerar cada ser
organizado, engendrado por su semejante,
o como la deducción, o como la producción111 del primero. El primer sistema es el de la preformación
individual, o si se quiere, la teoría de
la evolución; el segundo, es el sistema de la epigénesis. Este último puede llamarse todavía el de la prefomación
genérica, porque en él se considera el
poder productor de los seres que engendran, y por consiguiente su forma específica, como
virtualmente preformados, conforme a las
disposiciones interiores, formando parte de la especie misma. Conforme a esto, la teoría opuesta de
la preformación individual, debería
llamarse con más propiedad teoría de la involución.
Los partidarios de
la teoría de la evolución, que quitan tod
os los individuos a
la potencia creadora de la naturaleza para hacerlos
inmediatamente salir
de la mano del creador, no se atreven hasta recurrir aquí a la hipótesis del ocasionalismo que no
vería en su perfeccionamiento más que
una simple formalidad, a propósito de la cual
una causa suprema o inteligente del mundo habría resuelto formar inmediatamente un fruto, no dejando a la
madre más que el cuidado de
desarrollarlo y nutrirlo. Se han declarado por la preformación, como si desde que se explican estas formas de una
manera sobrenatural, no hubiera también
sabiduría para hacerlas aparecer en el curso del mundo
más que desde el principio. Al contrario, el ocasionalismo,
excusaría un gran número de
disposiciones sobrenaturales, necesarias para salvar las fuerzas destructivas de la naturaleza, y
conservar intacto hasta el momento de su
desarrollo el embrión formado al principio del mundo, y una cantidad de seres de este modo preformados,
infinitamente más considerable que la de
los seres destinados a ser un día desenvueltos, y al mismo tiempo otras tantas creaciones, vendrían
a ser de este modo inútiles y sin
objeto. Mas quisieron dejar al menos algo a la naturaleza para no caer en completa superfísica, en
donde se pasa de toda explicación
natural. Es cierto que se han mostrado todavía tan firmemente adheridos a su superfísica, que
han hallado, a un en los monstruos (que
es imposible tomar por fines de la naturaleza), una admirable finalidad, aunque no les reconozcan
otro objeto que el de sorprender al
anatomista por este espectáculo de una finalidad irregular o inspirarle un triste asombro. Mas no han
podido acomodar la producción de los
bastardos con el sistema de la preformación, y les ha sido indispensable atribuir a la esperma de los
seres masculinos, al que no han
concedido por otra parte más que la propiedad mecánica de suministrar
al embrión su primer alimento, una
virtud creadora que no han querido, sin
embargo, relativamente al producto del perfeccionamiento de los seres de la misma especie, atribuir a ninguno de los
dos.
Al contrario,
aun cuando los partidarios de la, epigénesis no tuvieran sobre los anteriores la ventaja de poder
invocar la experiencia en favor de su
teoría, la razón se pronunciaría todavía por ellos, porque atribuyen a la naturaleza, en las cosas en que no se puede
concebir la posibilidad originaria más
que por medio de la causalidad de los fines, cierto poder creador en cuanto a la propagación al menos,
y no solamente un poder de desarrollo, y
de este modo, sirviéndose lo menos posible del sobrenatural, abandonan a la naturaleza todo lo que sigue
al primer principio, sin determinar nada
sobre este primer principio contra el cual choca la física, cualquiera que sea el encadenamiento de causas
que esta quiera ensayar.
Nadie ha hecho
más que M. Blumenbach, tanto para probar esta teoría de la epigénesis, como para establecer los
verdaderos principios y
152
prevenir el abuso. Ha colocado en la materia organizada el
punto de partida
de toda explicación
física de las formaciones de que se ocupa.
Porque, que la materia bruta se haya originariamente formado por sí misma según leyes mecánicas, que la vida haya
podido salir de la naturaleza muerta, y
que la materia haya podido tomar espontáneamente la forma de una finalidad que se conserve por
sí misma, es lo que se mira justamente
como absurdo; pero al mismo tiempo, bajo este principio impenetrable de una organización primitiva,
se deja al mecanismo de la naturaleza
una parte que no se puede determinar, porque tampoco se puede menospreciar, y es por lo que se llama
tendencia a la formación112, el poder de
la materia en un cuerpo organizado (para distinguirlo, del poder creador113, mecánico que ella posee
generalmente, y que da a la primera su
dirección y su aplicación).
§ LXXXI
Del sistema teleológico en las relaciones exteriores de los seres organizados
Yo entiendo por
finalidad exterior aquella en que una cosa de la natur
aleza se halla con otra en la relación de medio o fin. Por
lo que las cosas que no tienen ninguna
finalidad interior o cuya posibilidad no
supone ninguna, por ejemplo, la tierra, el aire, el agua, etc., tienen,
sin embargo, una finalidad exterior, es
decir, relativa a otros seres; mas es
necesario que estos últimos, sean seres organizados, es decir, fines de
la naturaleza, porque si no, los
primeros no podrían considerarse como
medios. Así no se puede considerar el agua, el aire y la tierra, como medios relativamente a la formación de las
montañas, porque no hay nada en las
montabas que exija que se explique su posibilidad por medio de fines, y no se puede representar la causa
bajo el predicado de un medio (sirviendo
a estos fines).
El concepto de la
finalidad exterior es muy diferente del de la
finalidad interior; nosotros enlazamos esta a la posibilidad de un
objeto,
sin considerar si la existencia misma de este objeto es o
no un fin. Se puede preguntar además por
qué tal ser organizado existe, mientras que
no se presenta ciertamente la misma cuestión respecto al motivo de
las cosas en las cuales no se reconoce más
que el efecto del mecanismo de la
naturaleza. Es que nos representamos ya, para explicar la posibilidad
de los seres organizados, una causalidad
determinada por fines, una inteligencia creadora,
y referimos este poder activo a su principio de
determinación, es decir, a su fin. Luego no hay más que una
finalidad exterior que tenga conexión
con la finalidad interior de la organización, y
que contenga la relación exterior de medio a fin, sin que haya
necesidad de preguntar en qué objeto
deberían existir los seres así organizados. Es
la organización de los dos sexos en las relaciones que existen entre
ellos para la propagación de su especie;
porque aquí se puede siempre preguntar,
cómo un individuo, por qué una pareja semejante debe existir. La respuesta es que no constituye un todo
organizante, sino un todo organizado, en
un solo cuerpo.
Mas si se
pregunta por qué, existe una cosa, la respuesta es, o bien que su existencia y su producción no tienen
ninguna relación con ninguna causa
intencional, y entonces se
refiere siempre el
origen de esta cosa al mecanismo de la
naturaleza, o bien que tienen (como existencia y producción de una cosa contingente de la
naturaleza) un principio intencional, y
es difícil separar este pensamiento del concepto de un ser organizado; porque como estamos obligados a
explicar la posibilidad interior de
semejante ser por una causalidad de causas finales y por la idea que la determina, no podemos también
concebir la existencia de esta
producción más que como un fin. En efecto, se llama fin el efecto representado, cuya representación es al mismo
tiempo el principio que determina la
causa inteligente y eficiente para producirle. En este caso se puede decir, o bien que el fin de la
existencia de un ser semejante de la
naturaleza está en sí mismo, es decir, que este ser no es solamente un
fin, sino un objeto final114, o bien que
este objeto existe fuera de sí en otros
seres de la naturaleza, es decir, que este ser no existe como objeto
final, sino solamente como medio
necesario.
153
Mas si
recorremos toda la naturaleza como tal no hallaremos en ella ser que pueda aspirar a rango de fin último de
la creación; y aun se puede probar a
priori que aquel que se pudiera dar por fin último a la naturaleza, adornándole de todas las cualidades y propiedades
concebibles, no se debería nunca
considerar como objeto final en tanto que cosa de la naturaleza.
Cuando se
considera el reino vegetal y se ve la inmensa fecundidad con la cual se derrama por casi todo el
suelo, estamos tentados al pronto de
tomarlo por un simple producto de este mecanismo que la naturaleza revela en sus formaciones del reino mineral.
Mas un conocimiento más profundo de la
sabiduría inefable de la organización de este reino no nos permite llegar a este pensamiento, pero suscita
esta cuestión: ¿por qué existen estos
seres? Sí se contesta que existen para el reino animal, que se alimenta de aquel y puede por este medio
extenderse sobre la tierra en especies
tan variadas, entonces se presenta esta nueva cuestión: ¿por qué, pues, existen estos animales que se alimentan
de estas plantas? Quizá se conteste que
existen para los animales carnívoros, que no pueden alimentarse más que de seres vivientes. Por
último, viene esta cuestión: ¿para qué
existen estos animales así como los precedentes reinos de la naturaleza? Para el hombre, para los diversos
usos que su inteligencia le muestra que
debe hacer de todos estos seres, y es acá en la tierra el fin último de la creación, puesto que es el solo
ser que puede formarse por medio de su
razón un concepto de fin, y ver en un conjunto de cosas formadas según fines un sistema de estos.
Todavía se podría
con el caballero Linneo seguir la vía opuesta en apariencia, y decir que los animales
herbívoros existen para moderar la vegetación
lujuriosa de las plantas, que podría ahogar muchas especies; los animales carnívoros para poner límites a
la voracidad de los primeros, y
últimamente, el hombre para establecer, persiguiendo estos últimos y disminuyendo su número, cierto equilibrio
entre los poderes creadores y los
poderes destructores de la naturaleza. Y así el hombre, tan digno como pueda ser bajo cierta relación de ser
considerado como un fin, no tendría, sin
embargo, bajo otro respecto, más que el rango de medio.
Si se admite en
principio una finalidad objetiva en la variedad de especies terrestres y en las relaciones
exteriores de estas especies entre sí, en
tanto que cosas trazadas conforme a fines, es conforme a la razón concebir cierta organización en estas
relaciones, y un sistema de todos los
reinos de la naturaleza fundado sobre causas finales. Mas aquí la experiencia parece contradecir altamente la
máxima de la razón, principalmente en lo
que concierne al fin último de la naturaleza, fin que sin embargo es necesario para la posibilidad
de semejante sistema y que no podemos
colocar, además, más que en el hombre. Porque al considerar al hombre como una de las numerosas especies
del reino animal, la naturaleza no ha
hecho la menor excepción en su favor en la acción de las fuerzas destructoras como de las productoras,
sino que lo ha sometido todo objeto
alguno a su mecanismo.
Lo primero que
debiera haberse establecido expresamente sobre la tierra en un orden en que las cosas de la
naturaleza formasen un todo constituido
conforme a fines, es su habitación, el suelo y el elemento sobre el cual o en el cual debe
desenvolverse. Pero un conocimiento más
exacto de la naturaleza de las cosas que llenasen esta condición de toda producción de seres organizados, no revelaría
más que causas que obran del todo ciegamente,
y más bien todavía causas destructoras, que causas favorables a esta producción, a un orden y a
fines.
La tierra y el mar
no contienen solamente monumentos de antiguas
revoluciones
que los
trastornaron, a ellos y a todos los seres que
encerraban, sino toda su estructura; las cuevas de la una y los límites
del otro hacen por completo ser el aire
el producto de las fuerzas salvajes y
omnipotentes de una naturaleza que trabaja en el seno del caos. Por
bien ordenadas que nos parezcan sin embargo
la figura, la estructura y la inclinación
de las tierras para recibir las aguas del cielo, para las fuentes que brotan a través de subterráneos de
diversas especies (que sirven por sí
mismas para diversas producciones), y para el curso de los torrentes,
un examen más detenido de estas cosas
prueba que no son más que los efectos de
erupciones volcánicas y de inundaciones, o aun de
154
desbordamientos del Océano, y así se explican la primera
producción de esta figura de la tierra,
y principalmente su transformación sucesiva,
como la desaparición de sus primeras producciones orgánicas115. Luego
si la habitació
n de todos los seres organizados, si el suelo de la tierra
o el seno del mar, no nos muestran más
que un mecanismo completamente ciego,
¿cómo y con qué derecho podemos reclamar y afirmar otro origen para estas otras producciones? Aunque el
hombre, como parece probarlo (según
Camper) el examen detenido de los restos de estas devastaciones de la naturaleza, no se hallase comprendido
en estas revoluciones, depende de tal
modo de los demás seres terrestres, que sería imposible admitir para todos estos seres un mecanismo
general de la naturaleza, sin comprender
a aquél también en él, aunque su inteligencia (en gran parte al menos) le haya podido salvar de estas
devastaciones.
Mas este argumento
parece exceder el fin que nos proponemos,
prob
ando, no solamente que el hombre no puede ser el último fin
de la naturaleza, y que por la misma
razón la agregación de las cosas
organizadas de ésta no puede constituir un sistema de fines, sino
aunque estas producciones, que se han
mirado hasta aquí como fines de la
naturaleza, no tienen otro origen que el mecanismo de la misma.
Pero, conforme a la
solución que anteriormente hemos dado de la
antinomia de los principios del modo mecánico y del modo teleológico
de la producción de los seres
organizados, estos principios tienen su origen
en el juicio reflexivo aplicado a las formas que produce la
naturaleza, conforme a sus leyes
particulares (cuyo sistema no podemos penetrar), es decir que no determinan el origen de estas
cosas en sí, sino que significan
solamente que, conforme a la naturaleza de nuestro entendimiento y
de nuestra razón, no podemos concebir
esta especie de seres más que por medio
de causas finales; por consiguiente, nuestra razón no solamente nos autoriza, sino que nos empeña a intentar
por medio de los mayores esfuerzos, y
con el mayor atrevimiento, y el explicarlos mecánicamente aunque nos creamos incapaces de obtenerlos a
causa de la naturaleza particular y los
límites de nuestro entendimiento (y no porque hubiese contradicción entre el principios del
mecanismo y el de la finalidad); y
por último, estos dos principios con cuya ayuda nos
explicamos la posibilidad de la
naturaleza, pueden conciliarse con el principio
suprasensible de la misma (tanto fuera de nosotros como en
nosotros), porque la explicación por medio
de causas finales no es más que una
condición subjetiva del uso de nuestra razón, cuando, no solamente
tiene por objeto juzgar los objetos como
fenómenos, sino referir estos fenómenos,
así como sus principios, a su substratum suprasensible, para comprender la posibilidad de ciertas leyes, a
las cuales refiere su unidad, y no puede
representarse más que por medio de fines (y ella los halla en sí misma supra-sensibles.)
§ LXXXII
Del fin último de la naturaleza, considerado como sistema teleológico
Hemos demostrado
anteriormente que hallamos en los principios de la razón motivos suficientes, sino por el juicio
determinante, al menos por el juicio
reflexivo, para mirar al hombre, no solamente como un fin de la naturaleza, como todos los seres organizados,
sino también como su fin último acá en
la tierra, como el fin en relación al cual todas las demás cosas de la naturaleza constituyen un sistema
de fines. Luego si es necesario buscar
en el hombre mismo el fin que supone su relación con la naturaleza, o bien este fin será tal que la naturaleza
pueda cumplirlo para su beneficio, o
será la aptitud y habilidad que muestre para toda clase de fines, a los cuales pueda someterse la
naturaleza (interior y exteriormente).
El primer fin de la naturaleza sería la dicha, y el segundo, la cultura del hombre.
El concepto de
la dicha no es un concepto que el hombre pueda sacar de sus instintos y llevar en sí mismo en la
animalidad, sino que es la simple idea
de un estado que se quiere hacer adecuado a esta idea, bajo condiciones puramente empíricas (lo que es
imposible). Se forma, pues, esta idea
por sí mismo de tan diversos modos con la ayuda de su
155
entendimiento unido a su imaginación y a sus sentidos, y la
cambia tan frecuentemente, que si la
naturaleza estuviese sometida a su voluntad, no
podría concertarse con este concepto que cambia y con los fines arbitrarios de cada uno, y quedar al mismo tiempo
sometida a leyes determinadas, fijas y
universales. Mas aun cuando quisiéramos, o bien
reducir este concepto a las verdaderas necesidades de nuestra
naturaleza, a aquellas en que nuestra
especie se muestra enteramente de acuerdo
consigo misma, o bien hacernos tan hábiles como posible fuera para procurarnos todas las cosas que podemos
imaginarnos y proponernos, no
alcanzaríamos jamás lo que entendemos por dicha, que es, en efecto,
el verdadero fin último de nuestra naturaleza
(no hablo de la libertad). Es que
nuestra naturaleza no se ha hecho para reducirse y contenerse en el goce y el placer. Por otra parte, tan no es
que la naturaleza haya tratado al hombre
con favor y le haya concedido mayor bienestar que a todos los animales, que en sus malos efectos, como la
peste, el hambre, las inundaciones, el
frío, la hostilidad de los demás animales grandes y pequeños, no le distingue de cualquier otro
animal. Y además, la lucha de los
pensamientos de su naturaleza le arroja en los tormentos que él mismo se forja, y por el espíritu de dominación,
por la barbarie de las guerras y otras
cosas de este género, agobia a sus semejantes de males y trabajos cuanto puede, para la ruina de su propia
especie; de suerte, que, si la
naturaleza tuviera por objeto la dicha de nuestra especie, aunque en
el exterior fuese tan benéfica como
posible fuera, no la alcanzaría acá en la
tierra, puesto que nuestra naturaleza no es capaz de ello para nosotros.
El hombre no es, pues, siempre, más que
un eslabón en la cadena de los fines de
la naturaleza; principio, ciertamente, en relación a ciertos fines, para los cuales parece haber sido destinado
por la misma, colocándose por sí mismo
como un fin, pero también medio para la conservación de la finalidad en el mecanismo de los demás
miembros. El que sólo posee en la tierra
la inteligencia, y por consiguiente, la facultad de proponerse fines a su arbitrio, es, en verdad, el señor
de la naturaleza por su título; y si se
considera ésta como un sistema teleológico, es, por su destino, el fin último de la misma, mas con la condición de
saber y de querer dar a ella y a sí
mismo un fin que se pueda bastar a sí propio independientemente,
y, por consiguiente, ser un objeto final, y este objeto
final no debe buscarse en la naturaleza.
Luego para hallar
dónde debe colocarse este último fin de la
naturaleza, relativamente al hombre al menos, es necesario averiguar
lo que puede hacer aquella para
prepararlo a lo que debe hacer por si mismo
para ser objeto final, y separar de él todos los fines cuya
posibilidad descanse sobre condiciones
que dependan de la naturaleza solamente,
como la dicha terrestre, que no es otra cosa que el conjunto de todos
los fines, a los cuales el hombre puede
ser conducido por la naturaleza exterior
y su propia naturaleza. Es la materia de todos sus fines sobre la tierra, y si se ha constituido como todo su
fin, no puede ponerse de acuerdo con su
destino, y hele aquí incapaz de dar un objeto final a su propia existencia. No queda, pues, más de
todos los fines que el hombre puede
proponerse en la naturaleza, que la condición formal, subjetiva, o la facultad de proponerse fines en general y
(mostrándose independiente de la
naturaleza en la determinación de sus fines) servirse de la misma como de un medio, conforme a las máximas de
sus libres fines en general. Tal debe
ser, en efecto, el círculo de la naturaleza, relativamente al objeto final que se halla colocado fuera
de ella, y tal puede ser, por
consiguiente, su último fin. La producción en un ser racional, de
una facultad que le hace capaz de
proponerse fines a su arbitrio, en general
(por consiguiente, de la libertad), es lo que se llama la cultura. Es,
pues, solo la cultura lo que debe
mirarse como el último fin de la naturaleza,
relativamente a la especie humana (y no nuestra dicha personal sobre
la tierra, o solamente el privilegio que
tenemos de ser el principal instrumento
del orden y la armonía en la naturaleza irracional).
Mas toda cultura
no constituye este último fin de la naturaleza. La de la habilidad116, es sin duda la principal
condición subjetiva de nuestra aptitud
para perseguir fines en general, pero no basta para constituir la libertad en la determinación y elección de
nuestros fines, la cual, sin embargo,
forma parte esencial de la facultad que tenemos de proponérnoslos. La última condición de esta
aptitud, podría llamarse la cultura de
la disciplina; es negativa, y consiste en despojar a la voluntad
156
del despotismo de las pasiones, que relacionándonos con
ciertas cosas de la naturaleza, nos
hacen incapaces de elegir por nosotros mismos, porque nosotros nos formamos una cadena de
inclinaciones que la naturaleza no nos
ha dado más que para advertirnos que no se debe despreciar ni dañar el destino de la animalidad en nosotros,
dejándonos completamente libres de
retenerlos o dejarlos, de aumentarlos o disminuirlos, según lo que exijan los fines de la razón.
La habilidad no
puede ser bien desenvuelta en la especie humana más que por medio de la desigualdad entre los
hombres, porque la mayor parte de estos
están encargados de proveer, por decirlo así
mecánicamente, y sin tener necesidad de ningún arte, a las necesidades
de la vida, y mientras que aquellos a
quien
es proporcionan una vida cómoda y de ocio, se entregan a la parte menos
importante de la ciencia y del arte,
ellos viven en el sufrimiento, trabajando mucho y gozando poco, aunque insensiblemente se aprovechan de la cultura
de la clase superior. Pero si por ambas
partes crecen los males igualmente con los progresos de esta cultura (que vienen a parar en lujo, cuando
la necesidad de lo superfluo empieza ya
a dañar la de lo necesario), puesto que los unos se hallan con esto más oprimidos y los otros más
insaciables, en todo caso la miseria
brillante se halla ligada al desenvolvimiento de las disposiciones naturales de la especie humana, y el fin de
la misma naturaleza, si no nuestro
propio fin, se alcanza por este medio. La condición formal sin la cual la naturaleza no puede alcanzar este fin
último, es una constitución de las
relaciones de los hombres entre sí, que en un todo que se llama la sociedad civil, opone un poder legal al abuso
de la libertad, porque sólo en una
constitución semejante es como las disposiciones de la naturaleza pueden recibir su mayor desenvolvimiento.
Además, suponiendo que los hombres
fuesen bastante entendidos para hallar esta constitución y bastante prudentes para someterse
voluntariamente a su fuerza, se
necesitaría todavía un todo cosmopolita, es decir, un sistema de todos
los Estados expuestos para unirse los
unos con los otros. En ausencia de este
sistema, y con los obstáculos que la ambición, el deseo de la
dominación y la avaricia, principalmente
entre los que tienen el poder, oponen a la
realización de semejante idea, no se puede evitar la guerra (en la cual
se
ven ya los Estados dividirse o resolverse en muchos Estados
pequeños, ya un Estado unirse a otros
más pequeños y tender a formar un todo mayor);
mas si la guerra es de parte de los hombres una empresa
inconsiderada (nacida del desarreglo de
sus pasiones), quizás oculte también un
designio de la suprema sabiduría, si no el de establecer, al menos
prepara
r la unión de la
legalidad y la libertad de los Estados, y con estas la unidad de un sistema de todos ellos, establecida
sobre un fundamento moral; y no obstante
las terribles desgracias de que agobia al género humano, y las desdichas quizá mayores todavía que trae en
tiempo de paz la necesidad de hallarse
siempre dispuestos para ella, es un móvil que conduce a los hombres a impulsar al más alto grado todos
los talentos (alejando siempre la
esperanza del reposo y la dicha pública).
En cuanto a la
disciplina de las inclinaciones que hemos recibido de la naturaleza para llenar la parte animal de
nuestro destino, pero que hacen muy
difícil el desenvolvimiento de la humanidad, se halla en esta segunda condición de la cultura una feliz
tendencia de la naturaleza hacia un
perfeccionamiento que nos hace capaces de fines más elevados que los que puede suministrar la naturaleza. No se pueden
evitar los males que se extienden sobre
nosotros desenvolviendo una multitud de insaciables pasiones, el perfeccionamiento del gusto llevado
hasta la idealización, el lujo en las
ciencias, este alimento de la vanidad; pero no se puede desatender el objeto de la naturaleza, que
tiende siempre a separarnos más de la
rudeza y de la violencia de las inclinaciones (las inclinaciones al placer) que pertenecen en nosotros la
animalidad y nos desvían de un más alto
destino, a fin de dar lugar al desenvolvimiento de la humanidad. Las bellas artes y las ciencias, que hacen
los hombres, si no moralmente mejores,
al menos civilizados, y dándoles placeres que todos pueden participar y comunicando, a la sociedad la
urbanidad y la elegancia, disminuyen
mucho la tiranía de las inclinaciones físicas, y con esto preparan al hombre al ejercicio del dominio
absoluto de la razón, mientras que al
mismo tiempo en parte los males de que nos aflige la naturaleza, en parte el intratable egoísmo de
los hombres, someten o ensayan las
fuerzas del alma, los acrecientan y afirman, y nos hacen sentir esta aptitud para fines superiores que
está oculta en nosotros117.
157
§ LXXXIII
Del objeto final de la existencia del mundo, es decir, de la creación misma
El objeto final
es aquel que no supone ningún otro como condición de su posibilidad.
Si para explicar la
finalidad de la naturaleza, no se admite otro
principio que su mecanismo, no se puede preguntar por qué existen
las cosas que hay en el mundo; porque en
este sistema idealista no se trata más
que de la posibilidad física de las cosas (que no se podrían concebir como fines sin disparatar), y sea que se
atribuya esta forma de las cosas a la
casualidad, sea que se atribuya a una pura necesidad, en los dos casos esta cuestión sería inútil. Mas si admitimos
el enlace de los fines en el mundo como
real y como suponiendo una especie particular de causalidad, a saber, la de una causa
intencional, no podemos reducirnos a
esta cuestión: ¿por qué ciertos seres del mundo (los seres
organizados) tienen tal o cual forma, y
se hallan en tales o cuales relaciones con los
demás seres de la naturaleza? Desde que una vez se ha concebido un entendimiento como la causa de la posibilidad
de esta formas, como las hallamos
realmente en las cosas, es imposible no investigar el principio objetivo que ha podido determinar esta causa
inteligente a producir un efecto de esta
especie, y este principio es el objeto final por el que estas cosas existen.
He dicho más arriba
que el objeto final no era un objeto que la
naturaleza
basta a determinar y
alcanzar, puesto que es incondicional. En
efecto, nada hay en la naturaleza (considerada como cosa sensible),
cuyo principio determinante no sea a su
vez condicional, si se busca este
principio en la naturaleza misma, y esto no es cierto solamente en
la naturaleza exterior (material) sino
también en la naturaleza interior
(pensante), a no considerar en mí, bien entendido, más que lo que
es naturaleza. Mas una cosa que debe ser
necesariamente, en virtud de su
naturaleza objetiva, el objeto final de una causa inteligente, debe ser
tal,
que en el orden de los fines no dependa de ninguna otra
condición más que de su idea.
Luego no hay más que
una especie de seres en el mundo cuya causalidad
sea teleológica, es decir, dirigida hacia los fines, y que al mismo tiempo se representen la ley, conforme
a la cual han de determinarse aquellos,
como incondicional e independiente de las
condiciones de la naturaleza, como necesaria en sí. Esta especie de
seres la constituye el hombre, mas el
hombre considerado como fenómeno; es el
solo ser de la naturaleza en quien podemos reconocer, como su carácter propio, una facultad supra-sensible (la libertad),
y aun la ley y el objeto que esta
facultad puede proponerse como fin supremo (el soberano bien en el mundo).
Considerando el
hombre (así como todo ser racional en el mundo)
como ser
moral, no se puede
preguntar, por qué (quem in finem) existe.
Su existencia tiene en sí misma un fin supremo, y se puede someter a
ella toda la naturaleza, en tanto que se
halla en él, a menos que no pueda ceder
a la influencia de la naturaleza, sin despojarse de ella. Si, pues, todas las cosas del mundo, en tanto que seres
condicionales, en cuanto a su
existencia, exigen una causa suprema que obre conforme a fines, el hombre es el objeto final de la creación, de
lo contrario, la cadena de los fines
subordinados unos a otros, no tendría principio; y es solamente en el hombre, pero en el hombre considerado como
sujeto de la moralidad, en quien se
halla esta legislación incondicional, relativamente a los fines que le hacen sólo capaz de ser el objeto final,
al cual toda la naturaleza debe hallarse
teleológicamente subordinada118.
158
§ LXXXIV
De la teología física
La teología física119
es la tentativa, por la cual la razón, pretende
deducir de los fines de la naturaleza (los cuales no pueden ser
conocidos más que empíricamente) la
causa suprema de la misma y los atributos de
esta causa. La tentativa, por la cual la razón pretendiera el deducir
del fin moral de los seres racionales de
la naturaleza (fin que puede conocerse a
priori) esta causa y sus atributos, constituiría la teología moral120.
La primera precede
naturalmente a la segunda. Porque cuando
queremos deducir teleológicamente de las cosas que hay en el mundo
una causa del mismo, es necesario que la
naturaleza nos haya presentado
primero fines que
nos conduzcan a buscar un fin último, y de este modo al principio de la causalidad de esta causa
suprema.
El principio
teleológico nos permite y nos ordena someter la
naturaleza a nuestra investigación, sin inquietarnos por el principio
de esta finalidad q
ue encontramos en ciertas producciones de aquella. Mas
si de esto se quiere sacar un concepto,
no se obtiene otra luz que esta simple
máxima del juicio reflexivo, a saber: que aun cuando no hallásemos en
la naturaleza más que una sola
producción organizada, nos sería imposible,
conforme a la constitución de nuestra facultad de conocer, el suponer
otro principio que el de una causa
inteligente de la naturaleza misma (sea de
toda la naturaleza, sea solamente de esta producción). Luego este principio del juicio no nos hace dar un paso
más en la explicación de las cosas y su
origen, pero nos abre, sin embargo sobre la naturaleza una perspectiva que nos conducirá quizás a
determinar mejor el concepto, tan
estéril por otra parte, de un Ser supremo.
Yo pretendo que
la teleología física, tan lejos como se quiere llevar, no puede enseñarnos nada del objeto final de
la creación, porque no toca esta cuestión.
Puede muy bien justificar el concepto de una causa inteligente del mundo, si no se trata más que
de un concepto puramente subjetivo o
relativo a nuestra facultad de conocer, sobre la posibilidad de
las cosas que podemos comprender por medio de ciertos
fines, pero no determina bastante este
concepto, ni bajo el punto de vista teórico, ni bajo el punto de vista práctico, y no llega al
término de sus esfuerzos, que es el
fundar una teología; sino que ella no es más que una teleología física.
En efecto, ella no considera y no debe
considerar la relación de los fines más
que como condicional o dependiente de la naturaleza, y por
consiguiente, no puede haber cuestión
acerca del fin por el cual la naturaleza misma
existe (cuyo principio debe buscarse fuera de ella), y sin embargo
es sobre la idea determinada, de este
fin sobre la que descansa el concepto
determinado de la causa suprema o inteligente del mundo, y por consiguiente, la posibilidad de una teología.
Cuál es la
utilidad recíproca de una cosa en el mundo; en qué sirven a esta cosa los diversos elementos de ella;
cómo estamos fundados para admitir que
no hay nada inútil en el mundo, sino que todo es bue
no para algo en la
naturaleza, desde que se supone que ciertas cosas deben
existir (como fines); todas estas cuestiones, en que nuestra
facultad de pensar no halla en la razón
otro principio, para explicar la posibilidad del objeto de sus juicios teleológicos necesarios, que el
que consiste en subordinar el mecanismo
de la naturaleza a la arquitectónica de una causa inteligente del mundo, las resuelve excelentemente el
estudio teleológico del mundo con gran
admiración nuestra. Mas como los datos, y por consiguiente los principios que sirven para determinar este
concepto de una causa inteligente del mundo
(como artista supremo son) puramente empíricos,
no se pueden deducir otros atributos que los que la experiencia nos
revela para los mismos efectos de esta
causa. Luego la experiencia, no pudiendo
jamás abrazar el sistema entero de la naturaleza, debe muchas veces
(al menos en apariencia) contrariar este
concepto y suministrar argumentos
contradictorios; y si, por otra parte, estuviésemos en estado de abrazar empíricamente todo el sistema de la
naturaleza, no podríamos nunca elevarnos
por medio de la misma hasta el fin de su misma existencia, y por aquí, hasta el concepto determinado de la
suprema inteligencia.
Si se aminora la
cuestión, cuya solución se busca en la teología física esta solución parece fácil. En efecto; si se
rebaja el concepto de la
159
Divinidad hasta concebirle como cualquiera ser inteligente,
como un ser que puede indiferentemente
ser o no único, que tiene muchos y muy
grandes atributos, pero que no tiene los que exige en general una naturaleza con el fin más grande posible, o
si no se tiene escrúpulos en llenar, en
una teoría por medio de adiciones arbitrarias, los vacíos que han dejado los argumentos, y que allí donde
no hay el derecho de reconocer más que
mucha perfección (y ¿qué es lo mucho para
nosotros?), nos creemos autorizados para suponer toda la perfección posible, entonces la teleología física puede
aspirar al honor de fundar una teología.
Mas si se nos pide el que mostremos lo que nos obliga y nos autoriza a hacer estas adiciones, buscaremos
en vano nuestra justificación en los
principios del uso teórico de la razón, porque exigen absolutamente que al explicar un objeto de la experiencia,
no se le atribuyan más cualidades que
las que se hallen como datos empíricos de su posibilidad. Un examen más detenido nos mostraría que no
existe en nosotros a priori una idea de
un Ser supremo que descanse sobre un procedimiento distinto de la razón (el procedimiento práctico), y
que nos lleve a completar y elevar al
rango de un concepto de la Divinidad la representación imperfecta que nos da del principio de los
fines de la naturaleza la teleología
física, y entonces no caeríamos más en el error de creer que hemos obtenido esta idea, y con ella la
teología, y todavía menos, que con esto
hemos probado la realidad por medio del uso teórico de la razón, aplicado al conocimiento físico del mundo.
No se debe hacer
tan gran reproche a los antiguos por haber concebido dioses muy diferentes entre sí por sus
atributos y por sus designios, y haberlos
encerrado todos en los límites de nuestra condición, sin siquiera exceptuar el primero de ellos. En efecto; al
considerar la disposición y la marcha de
las cosas de la naturaleza, se creerían suficientemente autorizados para admitir como causa de la
naturaleza algo más que un puro mecanismo,
y a sospechar, tras de las causas mecánicas de este mundo, designios de ciertas causas
superiores, que no podían concebir más
que como sobre humanas. Mas como veían que en el mundo, a los ojos de los hombres al menos, el mal se halla
mezclado con el bien, el desorden con la
armonía, y que no podían permitirse el invocar en favor
de la idea arbitraria de una causa única y soberanamente
perfecta, fines sagrados y benéficos
cuya prueba no encontraban, casi no podían formar otro juicio sobre la causa suprema del mundo,
y seguían en esto con mucha
consecuencia, las máximas del uso
teórico de la razón. Otros
queriendo ser teólogos, porque eran físicos, pensaron que satisfacerían
a la razón, proponiendo, para llenar la
condición que esta exige, a saber, la
absoluta unidad del principio de la naturaleza de las cosas, la idea de
un ser o de una sustancia única, de la
cual todas las cosas en conjunto no
fueran más que determinaciones. Según estos, este ser no sería la
causa del mundo por su inteligencia, sino
que contendría, en tanto que sustancia,
toda la inteligencia de los seres del mundo. Por consiguiente, nada produciría según fines, sino todas las
co
sas, en virtud de la unidad
de la sustancia de que ellas serían puras modificaciones, deberían necesariamente concertarse entre sí en esta
sustancia, aunque en ella no hubiese ni
fin ni designio. Así es que introdujeron el idealismo de las causas finales: en lugar de esta unidad, tan
difícil de explicar, de multitud de
sustancias ligadas entre sí, conforme a fines y dependientes de la causalidad de una sustancia, admitieron una
simple inherencia en una sustancia. Este
sistema, que muy pronto considerado respecto de los seres del mundo inherentes a esta sustancia, vino a
constituir el panteísmo, y (más tarde)
respecto de la materia única, el spinosismo, destruía, más bien que resolverla, la cuestión del primer
principio de la finalidad de la
naturaleza, no viendo en este último concepto, al que quitaba toda
su realidad, más que una falsa
interpretación del concepto ontológico
universal de un ser en general.
Si, pues, nos
limitamos a los principios teóricos de la razón (sobre los cuales solo se apoya la teología física), no
llegaremos nunca a un concepto de la
Divinidad, que baste para todas las cuestiones teleológicas que suscite la naturaleza. O bien, en efecto,
tomaremos toda teleología por una pura
ilusión de nuestra facultad de juzgar en los juicios que forma sobre la relación causal de las cosas,
y nos limitarernos al principio del puro
mecanismo de la naturaleza, explicando por medio de la unidad de la sustancia, cuya naturaleza no es más
que la manifestación variada, esta
apariencia de finalidad universal que en ella hallamos. O bien, si no
160
nos contentamos con este idealismo de causas finales, y
queremos dejar relacionados con el realismo
de esta especie de causalidad, podremos
admitir indiferentemente para explicar los fines de la naturaleza
muchos seres inteligentes o uno solo. En
tanto que no podamos fundar el concepto
de este ser más que sobre principios empíricos, sacados de la finalidad real de las cosas del mundo, nos
será imposible de una parte hallar un
remedio al desorden que nos muestra la naturaleza en muchos ejemplos, y por el cual parece violar la
unidad de fines, y de otra parte, sacar
de los principios un concepto de una causa inteligente y única, suficientemente determinada por una teología
útil, de cualquier especie que sea
(teórica o práctica).
La teleología
física nos lleva ciertamente a buscar una teología, pero no puede producir ninguna, por lejos que
vayamos en la investigación empírica de la
naturaleza, aun cuando apeláramos a los medios de la relación final que en ella hallamos, ideas de
la razón (las cuales en las cuestiones
físicas deben ser teóricas). Pero ¿a qué, se preguntará con razón, dar por principio a todas estas disposiciones
un entendimiento que no podemos medir, y
que arregla este mundo, según fines, si la naturaleza no nos dice, ni puede decirnos, nada d
e su objeto final? Porque si no conocemos este objeto, no podemos referir
todos estos fines de la naturaleza a un
punto común, y formar un principio teleológico que nos baste, sea para servir todos estos fines
juntamente en un sistema, sea para hacernos
de la inteligencia suprema, considerada como causa de una naturaleza semejante, un concepto que pueda
servir de medida al juicio en su
reflexión teleológica sobre esta naturaleza. Yo tendría entonces ciertamente una inteligencia artista121 para
fines dispersos, pero no una sabiduría
para un objeto final, y es, sin embargo, en este objeto final donde se debe buscar la razón determinante de
esta inteligencia. Luego sin este objeto
final que la razón pura puede solo indicar (puesto que todos los fines en el mundo se hallan sometidos
a condiciones empíricas, y no pueden
contener nada que sea absolutamente bueno, sino algo bueno para tal o cual objeto, por sí mismo
contingente, y que me enseñara los
atributos y el grado que debería concebir en la causa suprema, la
relación que deba establecer entre ella
y la naturaleza, para juzgar esta como un
sistema teleológico, cómo y con qué derecho puedo yo
extenderla a mi arbitri
o y completarla hasta el punto de hacer de ella la idea de
un ser infini
to y todo sabio, este concepto tan limitado de una
inteligencia primera, del poder y la
voluntad que han de realizar sus ideas, etc., yo puedo fundarlo sobre mi déb
il conocimiento del mundo. Para que esto fuese teóricamente posible, sería necesario
poseer la omnisciencia, a fin de
satisfacer en su conjunto los fines de la naturaleza, y ser capaz además de concebir todos los demás planes posibles,
en comparación de los cuales el plan
actual debería juzgarse el mejor. Porque sin este conocimiento completo del efecto, no se puede
llegar a un concepto determinado de la
causa suprema, la cual no debe buscarse más que en el de una inteligencia finita bajo todos
respectos, es decir, en el de la
Divinidad, y no puede dar un fundamento a la teología.
Así, conforme al
principio indicado anteriormente, cualquier extensión que tome la teleología física, debemos
limitarnos a decir que en virtud d
e la constitución y
de los principios de nuestra facultad de conocer, no podemos concebir la naturaleza en sus
combinaciones, en donde no hallamos finalidad
más que como la obra de una inteligencia, a la cual se halla subordinada. Mas en cuanto a saber si
esta inteligencia ha concebido y producido
el todo por un objeto final (que no residiría en la naturaleza del mundo sensible), es lo que la
investigación teórica de la naturaleza
no puede enseñarnos. Cualquiera que sea el conocimiento que tengamos de la naturaleza, es imposible
decidir si esta causa suprema la ha
producido en vista de un objeto final, o si su inteligencia no ha sido determinada para la producción de ciertas
formas por la sola necesidad de su
naturaleza (de una manera análoga a la que llamamos en los animales un arte instintivo), sin que se le deba
atribuir por esto la sabiduría, y con
menor razón una sabiduría suprema y ligada a todos los otros
atributos necesarios a la perfección de
su obra.
La teología física,
que no es más que una mala aplicación de la
teleologí
a física, no es, pues, útil a la teología más que como
preparación (como propedéntica), y no es
propia para este fin más que con el auxilio
161
de un principio extraño, sobre el cual ella se apoya, y no
por sí misma como su nombre parece
indicar.
§ LXXXV
De la teología moral
La interferencia
más ordinaria, al pensar en la existencia de las cosas del mundo y en la del mundo mismo, no puede
por menos de juzgar que todos los
diversos seres creados de los que se halla el mundo lleno, cualquiera que sea el arte que se halle en su
constitución, cualquiera que sea su
variedad, y cualquiera la finalidad que se descubra en su constitución general, y el conjunto mismo de
tantos sistemas existiría en vano, si en
él no hubiera hombres (seres racionales en general), es decir, que sin los hombres, toda la creación estaría
de más, sería inútil y no tendría un
objeto final. Luego no es en el hombre la facultad de conocer (la razón teórica) la que da un valor a todo
lo que existe en el mundo, es decir, que
el hombre no existe para que haya alguien que pueda contemplarlo. En efecto, si esta
contemplación no nos representa más que cosas
sin objeto final, el sólo hecho de ser conocida no puede dar al mundo ningún valor, y es necesario ya
suponerle un objeto final que, por sí
mismo se lo de a la consideración del mundo. Tampoco buscaremos en el sentimiento del placer ni en la suma de
placeres el objeto final de la creación:
el bienestar, el placer (sea corporal o espiritual), la dicha, en una palabra, no contienen la medida de este
valor absoluto. En efecto, de que el
hombre, desde que existe, haga de la dicha su fin último, no se sigue, que sepamos, por qué existe en
general, ni qué derecho tiene a hacer su
existencia agradable. Es necesario que se considere ya como el fin último de la creación para tener una
razón que necesite la armonía de la
naturaleza con su dicha, cuando la consideración teleológicamente como un todo absoluto. Así la facultad de
querer, no la que hace al hombre
dependiente de la naturaleza (por los móviles de la sensibilidad), y que no da a su existencia otro valor que el
que resulta de su capacidad para el
placer, sino aquella por la cual puede darse un valor que proviene
de sí mismo, y que consiste en lo que hace, en su manera de
obrar y en los principios que le
dirigen, no como miembro de la naturaleza, sino
como agente libre, una buena voluntad, en una palabra: he aquí la
sola cosa que puede dar a la existencia
del hombre un valor absoluto, y a la del
mundo un fin último.
Los espíritus más
vulgares, por poco que se llame su atención sobre esta cuestión, están contestes en afirmar que
el hombre no puede ser el fin último de
la creación, más que como ser moral. ¿De qué sirve, se dirá, que este hombre tenga tanto talento y
actividad a la vez, que ejerza por este
medio una influencia tan útil sobre la república, y que relativamente a sus propios intereses como a los de otro,
tenga tan gran valor, si carece de una
buena voluntad? Es un objeto de desprecio, si se considera en su interior; y a menos que la creación no tenga
absolutamente fin último, es necesa
rio que este hombre, que como tal también pertenece a ella,
pero que en tanto que hombre malo es el
sujeto de un mundo sometido a leyes
morales, haga abstracción conforme a estas leyes, de su fin subjetivo
(de su dicha), para que su existencia
pueda conformarse con el fin último de
la creación.
Cuando, pues,
descubrimos en el mundo un orden de fines, y que como la razón lo exige necesariamente,
subordinamos los fines condicionales a
uno último incondicional, es decir, a un objeto final, es evidente desde luego que no se trata entonces
de un objeto interior de la naturaleza,
dado como existente, sino del objeto de su existencia misma, así como de todas sus disposiciones, por
consiguiente, del último objeto de la
creación, y en este, de la condición suprema que solo puede determinar un objeto final (es decir, del
motivo que determina una inteligencia
suprema a producir las cosas del mundo).
Luego colocando en
el hombre, considerado solamente como ser
moral, el objeto de la creación, tenemos desde luego una razón, o
al menos la principal condición para
estar autorizados a mirar el mundo como
un conjunto de fines, como un sistema de causas finales; pero tenemos principalmente, respecto a la
relación, necesaria para nosotros,
162
conforme a la constitución misma de nuestra razón, de los
fines de la
naturaleza a una causa inteligente d
el mundo, un principio que nos permite concebir la naturaleza y los
atributos de esta causa primera,
considerada como el principio supremo de un reino de fines, y que determina en ella el concepto de este modo,
lo que la teleología física era incapaz
de hacer, puesto que no podía darnos más que conceptos indeterminados, y por consiguiente inútiles,
bajo el punto de vista teórico y bajo el
punto de vista práctico.
Apoyados sobre este
principio así determinado de la causalidad del
Ser supremo, no miramos solamente este ser como la inteligencia legisladora de la naturaleza, sino también
como el supremo legislador del mundo
moral. En su relación con el Soberano bien, que no es posible más que bajo su imperio, o con la existencia de
seres racionales bajo leyes morales, le
atribuiremos la omnisciencia, a fin de que pueda penetrar en lo más profundo de nuestros corazones (porque
allí es verdaderamente donde se debe
buscar el valor moral de las acciones de los seres racionales); la oninipotencia, a fin de que
pueda apropiar la naturaleza entera a
este fin supremo; la suma bondad y la suma justicia, para que estos atributos (en unión de la sabiduría)
constituyan las condiciones de la
causalidad de una causa suprema del mundo, considerada como produciendo el soberano bien, conforme a las
leyes morales; y concebiremos también en
este ser todos los atributos trascendentales,
como la eternidad, la omnipresencia, etc. (porque el bien y la justicia
son atributos morales), puesto que este
mismo objeto final los supone. De esta
manera, la teleología moral llena los vacíos de la teleología física, y funda, por último, una teología; porque si la
teleología física nada da a la otra sin
saberlo, y obra consecuentemente, no podrá fundar por sí misma más que una demonología incapaz de todo
concepto determinado.
Mas el principio de
relación del mundo a una causa suprema, concebid
a como Dios, en tanto que se considera en el mundo el
destino moral de ciertos seres, este
principio no funda sólo una teología,
completando la prueba física teleológica, y por consiguiente,
tomando esta por base, sino que se basta
también a sí mismo, y él mismo llama la
atención sobre los fines de la naturaleza, y nos provoca al
estudio de este arte maravilloso que se
oculta detrás de sus formas, empeñándonos en
buscar incidentalmente en los fines de la naturaleza una confirmación
de las ideas suministradas por la razón
pura práctica. En efecto, el concepto de
seres del mundo sometidos a leyes morales, es un principio a priori, conforme al cual el hombre debe juzgarse
necesariamente, y la razón reconoce
también a priori como un principio que le es necesario para juzgar teleológicamente la existencia del
mundo, que si hay realmente una causa
que obra con intención y en vista de un fin, esta relación moral debe contener la condición de la posibilidad
de una creación tan necesariamente, como
la que se funda sobre las leyes físicas (si esta causa inteligente tiene su objeto final). Toda la
cuestión está en saber si tenemos un
motivo suficiente por la razón (especulativa o práctica) para atribuir un objeto final a la causa suprema
que obra conforme a fines. Porque que
este objeto, conforme a la constitución subjetiva de nuestra razón, y aun conforme a lo que podemos
concebir de la razón de otros seres, no
puede ser más que el hombre sometido a leyes morales, es lo que podemos tener por cierto a priori;
mientras que, por el contrario, es
imposible a priori conocer los fines de la naturaleza en el orden
físico, y principalmente comprender que
una naturaleza no pueda existir sin ellos.
OBSERVACIÓN
Supongamos un
hombre en un momento en que su espíritu es llevado al sentimiento moral. Aunque halle en medio
de una bella naturaleza un placer tranquilo
y sereno en el sentimiento de su existencia, siente también en sí la necesidad de dar gracias por
ello a cualquier ser, o bien si en otra
ocasión halla el mismo placer en el sentimiento de sus deberes, que no puede ni quiere cumplir más que por un
voluntario sacrificio, siente la
necesidad de pensar que ha cumplido por esto mismo con una orden, y ha obedecido al señor soberano; o
bien todavía, si ha obrado sin reflexión
contra su deber, pero sin tener que responder a los hombres, siente que los remordimientos interiores
levantan en él la voz severa, como si
fuera la palabra de un juez, ante el cual hubiese de comparecer; en una palabra, tiene necesidad de una inteligencia
moral, puesto que el
163
objeto mismo para que existe, exige un ser que sea su causa
y ella del mundo, conforme a este
objeto. Sería inútil suponer móviles ocultos
detrás de estos sentimientos, porque se hallan inmediatamente ligados
a las más puras disposiciones morales,
puesto que el reconocimiento, la
obediencia y la humildad (la sumisión a un castigo merecido), dicen disposiciones de espíritu favorables al
deber, y que el que intente desenvolver
sus disposiciones morales, coloca voluntariamente ante sí por el pensamiento un ser que no existe en el
mundo, a fin de llenar también sus deberes
para con él, si hay lugar. Es, pues, al menos una cosa posible, cuyo principio se halla en nuestros sentimientos
morales, y es la necesidad puramente
moral de admitir la existencia de un ser, que de a nuestra moralidad más fuerza y aun extensión
(al menos según nuestro modo de
representación), proponiéndose un nuevo objeto, es decir, el admitir fuera del mundo un legislador moral
sin pensar en la prueba teórica, y
todavía menos en nuestro interés personal, sino por un motivo puramente moral y libre de toda influencia
extraña, (pero completamente subjetiva),
bajo la sola autoridad de una razón puramente práctica que saca sus leyes de sí misma. Y aunque
semejante disposición de espíritu se
produzca rara vez o no se prolongue, aunque sea fugitiva y sin efecto duradero, a menos que no se aplique a
discernir el objeto representado en esta
sombra, y que se esfuerce en reducirla a conceptos claros, no se puede, sin embargo, negar que no hay en
nosotros una disposición moral que nos
lleve, como principio subjetivo, a no contentarnos, en la consideración de la naturaleza, con una
finalidad establecida por medio de
causas naturales, sino a suponerle una causa suprema que gobierna la naturaleza conforme a principios morales.
Añadamos a esto que nos sentimos
obligados por la ley moral a inclinarnos a un objeto supremo universal, pero incapaces al mismo tiempo,
así como toda la naturaleza, para
alcanzar este objeto, y que esto no es, sin embargo, más que inclinándonos en cuanto podemos a ponernos en
armonía con el objeto final de una causa
inteligente del mundo (si existe semejante causa), de suerte que hallamos en la razón práctica un
motivo puramente moral para admitir esta
causa (puesto que se puede sin contradicción), para no hallarnos expuestos a mirar nuestros
esfuerzos como completamente perdidos y
dejarnos desalentar por esto.
De todo esto, es
necesario, pues, aquí deducir únicamente, que si el temor ha podido producir los dioses, la razón
es la que por medio de sus principios
morales, ha podido producir el concepto de Dios (aun cuando seamos muy ignorantes, como sucede comúnmente
en la teleología de la naturaleza, o
quizá embarazados por la dificultad de explicar, con la ayuda de un principio suficientemente
establecido fenómenos contradictorios),
y que el destino moral de nuestra existencia, añadido a lo que falta al conocimiento de la
naturaleza, enseñándonos a concebir por
objeto final, al cual es necesario referir la existencia de todas las cosas, y que no puede satisfacer la razón en
tanto que es moral, una causa suprema
dotada de atributos que la hacen capaz de someter toda la naturaleza a este sólo objeto (de la cual no
es más que instrumento), es decir, un
verdadero Dios.
§ LXXXVI
De la prueba moral de la existencia de Dios
Hay una teleología
física que suministra a nuestro juicio teórico
reflexivo una prueba suficiente para admitir la existencia de una
causa inteligente del mundo. Mas
hallamos también en nosotros mismos, y
principalmente en el concepto de un ser racional en general dotado
de libertad, una teleología moral. En verdad,
como aquí se trata de fines o de leyes
que pueden ser determinadas a priori como necesarias, esta teleología no tiene necesidad, para
establecer esta legislación interior de
una causa inteligente existente fuera de nosotros; lo mismo que
cuando hallamos en las propiedades
geométricas alguna finalidad (para toda clase
de aplicaciones en el arte), no tenemos necesidad de haber recurrido a
un entendimiento supremo que se las haya
asignado. Mas esta teleología moral se
aplica a nosotros, en tanto que seres del mundo, y por consiguiente, en tanto que seres ligados en
el mundo con las otras cosas, y estas
mismas leyes morales nos imponen la necesidad de juzgar estas cosas, sea como fines, sea como objetos,
relativamente a los cuales
164
nosotros mismos somos el objeto final. Luego una teleología
moral, que implica una relación de
nuestra propia causalidad a los fines y aun a un objeto final, que debemos tener en cuenta en
el mundo, y recíprocamente una relación
del mundo a este fin moral y a las condiciones exteriores que hacen posible su realización (lo que no puede
enseñarnos ninguna teología física),
esta teleología reduce necesariamente la cuestión a saber si nuestra razón nos obliga a salir del mundo
para da
r a esta relación de la
naturaleza con nuestra moralidad interior una causa suprema
inteligente, y poder de este modo
representarnos la naturaleza como conforme a la
legislación moral interior y a la ejecución posible de esta
legislación. Hay, pues, ciertamente una
teleología moral, y esta teleología se halla
ligada de una parte a la nomotética de la libertad, y de otra a la de
la naturaleza, tan necesariamente como
la legislación civil a la cuestión de
saber en dónde se debe colocar el poder ejecutivo; y en general, ella
sirve de lazo en todas partes en donde
la razón suministra un principio de
realidad de cierto orden de cosas legal, que no es posible más que por medio de ideas. Mostremos a continuación cómo
esta teleología moral y su relación a la
teleología física conducen la razón a la teología, y examinaremos después la posibilidad y la
solidez de esta manera de razonar.
Cuando se mira
la existencia de ciertas cosas (o solamente de ciertas formas de las cosas) como contingente, y por
consiguiente, como no siendo posible más
que por alguna otra cosa que sirve de causa, se puede buscar el principio supremo de esta
causalidad, y por consiguiente, el
principio incondicional de lo condicional, o bien en el orden físico, o
bien en el orden teleológico (según el
nexus effectivus o el nexus finalis). Es
decir, que se puede preguntar cuál es la causa suprema que ha
producido estas cosas, o bien cuál es el
fin supremo (absolutamente incondicional),
que ha determinado esta causa a producirlos, o en general a producir
todo lo que existe. En este último caso,
se supone evidentemente que esta causa
es capaz de representarse fines, que por consiguiente es un ser inteligente, o al menos que debemos
concebirla como obrando conforme a las
leyes de un ser inteligente.
Luego, si existe
cuestión acerca del orden teleológico, es un principio al cual la razón más vulgar se halla obligada
a conceder inmediatamente su adhesión,
que si debe haber necesariamente un objeto final que la razón suministre a priori, este objeto final
no puede ser más que el hombre (o todo
ser racional del mundo) en tanto que existiendo bajo leyes morales122.
En efecto (según
el juicio de cada uno), si el mundo no se compusiera más que de seres inanimados, o aun de seres
animados, pero privados de razón, su existencia
no tendría ningún valor puesto que no se hallaría en él ser que tuviese el menor concepto de
valor. Por otra parte, si en él se
hallasen seres racionales, pero cuya razón se limitara a colocar el
valor de la existencia de las cosas en
la relación de la naturaleza con ellos mismos
(con el bienestar), sin ser capaces de procurarse un valor propio (por
la libertad), serían muy bien fines
(relativos) en el mundo, pero no un objeto
final (absoluto), puesto que la existencia de estos seres racionales
estaría ella misma sin objeto. Mas es
carácter propio de las leyes morales
prescribir a la razón un fin incondicional, y tal, por consiguiente,
como lo exige el concepto de un objeto
final; y la existencia de una razón que, en
el orden de los fines, pueda ser para sí su ley suprema, o en otros términos, la existencia de seres racionales
bajo leyes morales, he aquí lo que sólo
puede ser mirado como el objeto final de la existencia del mundo. Si así no fuese, o bien la existencia
de este mundo no tendría objeto para su
causa, o bien tendría por principio, fines sin objeto final.
La ley moral
como condición formal impuesta por la razón al uso de nuestra libertad, nos obliga por sí misma,
sin depender de fin alguno como una
condición material; pero al mismo tiempo determina a priori un objeto final, al cual nos obliga a
inclinarnos, y este objeto final es el
soberano bien, posible en el mundo para la libertad.
La condición
subjetiva que, sin la ley moral, constituye para el hombre (y según nuestros conceptos para todo ser
racional finito) el objeto final de su
existencia es la dicha. Por consiguiente, el soberano bien físico que es posible en el mundo, y que es el objeto
final que el hombre debe
165
perseguir en tanto que se halla en él, es la dicha, bajo la
condición objetiva de que el hombre se
conforme con la ley de la moralidad, es
decir, que sea digno de ser dichoso.
Mas estas dos
condiciones del objeto final que se nos ha asignado por la ley moral, no podemos con toda nuestra
razón, representárnoslas reunidas
conforme a la idea de este objeto final, por causas puramente naturales. El concepto de la necesidad
práctica del fin propuesto a nuestras
facultades, no se conforma con el concepto teórico de la posibilidad física de su realización, si no
ligamos a nuestra libertad otra
causalidad (intermediaria) más que la de la naturaleza.
Es necesario, pues,
que admitamos una causa moral del mundo (un
autor del mundo), para podernos proponer un objeto final, conforme a
la ley moral; y en tanto este objeto es
necesario en cuanto (en el mismo grado y
por la misma razón), es necesario admitir que hay un Dios123.
Esta prueba, a
la cual es muy fácil dar una forma lógica y precisa, no significa que es tan necesarlo admitir la
existencia de Dios, como reconocerel
valor de la ley moral, de suerte que el que no pudiese convencerse de la primera pudiera creerse
desligado de las obligaciones de la segunda.
No. Solamente no habría para aquel objeto final que perseguir en el mundo para el cumplimiento de
las leyes morales (o armonía posible en
los seres racionales entre la dicha y el cumplimiento de las leyes morales, es decir, del soberano
bien). Todo ser racional en este caso,
no se debería reconocer menos estrechamente ligado a la regla de las costumbres, porque las leyes morales
son formales, y ordenan sin condición, e
independientemente de todo fin (como materia de la voluntad). En cuanto a la otra condición
exigida por el objeto final, que la
razón práctica propone a los seres del mundo, es un fin que les
impone irresistiblemente su naturaleza
(ser finitos), pero que la razón somete a la
ley moral como a su condición inviolable, o aunque no quiera ver universalmente derivar más que de esta ley,
dándonos así por objeto final la armonía
de la dicha con la moralidad. Tender a este objeto en tanto que podamos, he aquí lo que ordena la ley moral,
cualquiera que deba ser por
otra parte el resultado de nuestros esfuerzos. La práctica
del deber consiste en una voluntad que
la cumple seriamente, y no por medio del
acaso.
Supongamos que
un hombre impresionado en parte por la debilidad de todas las pruebas especulativas tan vanas y
en parte por las irregularidades que
nota en la naturaleza y en el mundo moral, se
persuade de que no hay Dios; sería todavía a sus propios ojos un
ser despreciable, si quisiera deducir
que las leyes del deber son imaginarias,
sin valor, sin que obliguen, y si tomase en consecuencia la resolución
de violarlas con atrevimiento.
Supongamos también que este mismo hombre
viene a convencerse en seguida de aquello que al principio había
puesto en duda; será bello el cumplir
sus deberes tan puntualmente como se
pudiera desear; en cuanto a los efectos exteriores de su conducta, no
se compadecería menos por un miserable
si no obrase así más que por el temor o
en la esperanza de una recompensa, sin ningún sentimiento de respeto por el mismo deber. Si, por el
contrario, creyendo absolutamente en
Dios, llenase sus deberes según el testimonio de su conciencia, de una manera sincera y desinteresada, pero que
viniendo a suponer que pudiera muy bien
un día ser convencido de que no hay Dios, se creyese en esta hipótesis desligado de toda obligación moral,
esta conclusión se conformaría mal con
su sentimiento moral interior.
Que se suponga,
pues, un hombre honrado (como Spinosa, por
ejemplo),124 firmemente convencido de que no hay Dios y que no hay tampoco vida futura (puesto que el objeto de
la moralidad se halla envuelto en la misma
consecuencia), ¿cómo juzgará el destino interior que le asigna la ley moral que reverencia en
sus acciones? Él no alcanza del
cumplimiento de esta ley ninguna ventaja personal, ni en este mundo ni en el otro; quiere, por el contrario,
cumplir de una manera desinteresada el
bien que esta santa ley propone a su actividad. Mas su esfuerzo es limitado, y si puede hallar acá y
allá en la naturaleza un concurso
accidental, no puede alcanzar jamás un concierto regular y constante (como son y deben ser sus máximas
interiores) con el fin que, sin embargo,
se siente obligado y arrastrado a perseguir. El fraude, la
166
violencia y la envidia no cesan de cercarle, aunque sea
honrado, paciente y benévolo; y los
hombres honrados que encuentran bello el merecer ser dichosos, la naturaleza, que no tiene ningún
respeto a esta consideración, los
expone, como los otros animales de la tierra a todos los males, a la miseria, a las enfermedades, a una muerte
prematura, hasta
que una vasta
destrucción los absorbe todos en junto (honrados o malvados, no importa), y los arroja a los que podían
creerse el objeto final de la creación
en el abismo de la ciega materia de donde han salido. Así este hombre honrado debería abandonar como
absolutamente imposible este objeto que
tenía y debía tener en consideración en el cumplimiento de leyes morales; o si se quiere, permanecerá la
voz interior de su destino moral, y no
debilitar el respeto que inmediatamente le inspira la ley moral; y teniendo por imposible el objeto
final ideal que esta ley exige (lo que
no puede dejar de llevar algún detrimento al sentimiento moral), será necesario, lo que es posible puesto que no
hay menos contradicción que bajo el
punto de vista práctico, para formar un concepto al menos de la posibilidad del objeto final que moralmente
se le ha prescrito que reconozca la
existencia de una causa moral del mundo, es decir, de Dios.
§ LXXXVII
Limitación del valor de la prueba moral
La razón mira,
en tanto que facultad práctica, es decir, en tanto que es capaz de
determinar por medio
de ideas (de conceptos puros de la razón)
el libre uso de nuestra causalidad, no da solamente en la ley moral
un principio regulador a nuestras
acciones, sino que nos suministra al mismo
tiempo un principio subjetivamente constitutivo en el concepto de
un objeto que sólo la razón puede
concebir, y que debe ser realizado en el
mundo por nuestras acciones, conforme a esta ley. Esta idea de un
objeto final de la libertad, en su
conformidad con las leyes morales, tiene, pues,
realidad subjetivamente práctica. Somos determinados a priori por
la razón a concurrir, según nuestras
fuerzas, al bien del mundo125, el cual
consiste en la unión del mayor bien físico de los seres racionales, con
la
suprema condición del bien moral126, es decir, de la dicha
general con la mayor moralidad. La
posibilidad de una parte de este objeto final, a saber de la dicha, está sometida a condiciones empíricas,
es decir, depende de la constitución de
la naturaleza (se trata de saber si ésta se conforma o no con su objeto), y es problemático, bajo el punto
de vista teórico; la de la otra al
contrario, a saber, la de la moralidad que excede toda cooperación de la naturaleza, es firmemente establecida a
priori, y es dogmáticamente cierta. La
realidad objetiva y teórica del concepto de un objeto final, asignado en el mundo a los seres racionales,
exige, pues, no solamente que un objeto
final nos sea propuesto a priori, sino también que la existencia de la creación, es decir, del
mundo mismo, tenga uno también, de tal
suerte, que si este último pudiera ser demostrado a priori, añadiría la realidad objetiva a la realidad subjetiva
del objeto final de los seres
racionales. En efecto, si la creación tiene un objeto final, no
podemos concebirlo de otro modo que
conformándose con la moralidad (que solo
hace posible el concepto de un fin). Encontramos sin duda fines en
el mundo, y la teleología física nos
descubre tanto de ellos, que nos
hallamos autorizados para dar por fundamento a nuestra investigación
de la naturaleza el principio de la
razón, de que en la naturaleza no existe
nada sin objeto; pero buscamos en vano el objeto final de la naturaleza
en la naturaleza misma. No se puede ni
se debe, por consiguiente, buscar la
posibilidad de este objeto, cuya idea descansa únicamente sobre la
razón, más que en los seres racionales.
Mas la razón práctica de estos seres no
da solamente este objeto final; determina también el concepto, en el sentido que determina las condiciones que
solo nos permiten concebir un objeto
final de la creación.
Luego la
cuestión está en saber si la realidad objetiva del concepto de un objeto final de la creación no puede ser
también demostrada de una manera propia
para satisfacer las exigencias teóricas de la razón pura, sino apodícticamente por el juicio
determinante, al menos suficientemente
por las máximas del juicio teórico reflexivo. Es lo menos que se puede pedir a la filosofía
especulativa, que tiene la pretensión de
relacionar el fin moral con los fines de la naturaleza por medio de la
idea
167
de un fin único; más también esto es todavía mucho más que
lo que ella puede dar.
He aquí solamente
lo que el principio del juicio teórico reflexivo nos autorizaría a decir: si tenemos razón en
admitir para explicar la finalidad de
las producciones de la naturaleza una causa suprema de la misma, cuya causalidad, en tanto que principio de la
realidad de esta última (de la
creación), debe ser concebida como siendo de otra especie que la
que exige al mecanismo de la naturaleza,
es decir, como la cualidad de una
inteligencia, tenemos razón en concebir en este ser primero no
solamente fines para todo lo que existe
en la naturaleza, sino también un objeto
final, no sin duda, de manera que demuestre la existencia de un ser semejante, sino de manera al menos (como
sucede en la teleología física) que nos
convenza de que, no solamente no podemos concebir la posibilidad de un mundo semejante más que
suponiéndole creado conforme a fines,
sino que todavía es necesario suponer un objeto final a su existencia.
Mas este objeto
final no es más que un concepto de nuestra razón práct
ica, y no puede sacarse de los datos de la experiencia por
servir para formar un juicio teórico
sobre la naturaleza o un conocimiento de la
misma. No hay uso posible de este concepto más que por medio de la razón práctica, considerada en sus leyes
morales; y el objeto final de la
creación es esta constitución del mundo que conforma con lo que no podemos determin
ar más que en virtud de ciertas leyes, es decir, con
el objeto final de nuestra razón pura
práctica, en tanto que práctica. Luego
la ley moral, que nos asigna este objeto final, nos autoriza bajo el
punto de vista práctico, es decir, por
la necesidad misma en que nos hallamos
de dirigir nuestras fuerzas hacia este objeto, a admitir la posibilidad,
y por consiguiente también a admitir una
naturaleza que conforme con ella (porque
si la naturaleza no llenase por medio de su concurso la condición de este objeto final que no está en nuestro
poder, sería imposible). Tenemos, pues,
una razón moral para concebir un objeto final de la creación.
No deducimos todavía
aquí de la teleología moral una teología, es
decir, la existencia de una causa moral del mundo, sino solamente
un objeto final de la creación que
determinamos de esta manera. Que al
presente esta creación, es decir, una existencia de las cosas
subordinadas a un objeto final, exige
que admitamos un ser inteligente, y no solamente un ser inteligente (para explicar la
posibilidad de las cosas que debemos
mirar como fines), sino un ser moral, en tanto que autor del mundo,
es decir, un Dios, esta es una segunda
conclusión que, como se ve, se funda
sobre conceptos de la razón práctica, y por consiguiente, se dirige
al juicio reflexivo, y no al juicio
determinante. En efecto, no podemos
lisonjearnos de comprender, que puesto que en nosotros la razón moralmente práctica es esencialmente diferente,
en cuanto a sus principios, de la razón
técnicamente práctica, debe ser también del mismo modo admitida como inteligencia en la causa
suprema del mundo, y que una especie de
causalidad particular y distinta de la que exigen los fines de la naturaleza, sea necesaria a esta causa
para el objeto final; por consiguiente,
no podemos lisonjearnos de comprender cómo nuestro objeto final nos produce una necesidad moral,
no solamente de admitir un objeto final
de la creación (en tanto que efecto), sino también de admitir un ser moral como principio de la creación.
Mas podemos muy bien decir que conforme
a la naturaleza de nuestra razón, nos es imposible concebir la posibilidad de una finalidad fundada sobre
la ley moral y su objeto, tal como la supone
este objeto final sin un autor y un soberano del mundo, que sea al mismo tiempo un legislador moral.
La realidad de
un supremo autor y legislador moral del mundo no está suficientemente probada más que por el uso
práctico de nuestra razón, y nada se
halla teóricamente determinado relativamente a la existencia de este ser. En efecto, la razón para establecer
la posibilidad de su fin, que nos asigna
además por su propia legislación, tiene necesidad de una idea que separe (de una manera suficiente por el
juicio reflexivo) el obstáculo opuesto a
este fin por el mundo, considerado según el concepto de la naturaleza, y esta idea recibe por sí misma
una realidad práctica; mas esta realidad
no puede establecerse bajo el punto de vista teórico, por el conocimiento especulativo, de manera que
sirva a la explicación de la
168
naturaleza y a la determinación de la causa suprema. La
teleología físic
a ha probado
suficientemente por medio del juicio teórico reflexivo una causa inteligente del mundo para los fines de
la naturaleza; la teleología moral la
establece por medio del juicio práctico reflexivo para el concepto de un objeto final, que está
obligada a atribuir a la creación bajo
el punto de vista práctico. La realidad objetiva de la idea de
Dios, considerado como autor moral del
mundo, no puede ser ciertamente probada
únicamente por medio de fines físicos; pero como el conocimiento de estos fines se halla ligado
al del fin moral, en virtud de esta
máxima de la razón pura de que es necesario perseguir la unidad de los principios en tanto que se pueda, son de
una gran importancia para confirmar la
realidad práctica de esta idea con la ayuda de lo que la razón, bajo el punto de vista teórico
suministra al juicio.
Y aquí, para
evitar una mala inteligencia en la cual sería fácil caer, es absolutamente necesario notar dos cosas.
Primero, no podemos concebir estos
atributos del Ser supremo más que por analogía. En efecto, ¿cómo querríamos sondar su naturaleza, cuando la
experiencia no puede mostrarnos nada
semejante? Después, estos atributos nos le hacen solamente concebir y no conocer, y no podemos
referirlos, a él teóricamente, porque
esto miraría al juicio determinante bajo el punto de vista especulativo de la razón; esto sería
para él mostrarnos lo que es en sí la
causa suprema del mundo. Mas como no se trata aquí más que de saber, qué concepto debemos formarnos de es
te ser conforme a la
naturaleza de nuestras facultades de conocer, es necesario admitir
su existencia para poder atribuir una
realidad práctica a un objeto que la
razón práctica nos propone anteriormente a toda suposición de este género, como el objeto de todos nuestros
esfuerzos, es decir, para poder concebir
como posible un efecto propuesto a nuestra actividad. Aunque este concepto sea transcendente para la razón
especulativa; aunque los atributos que
referimos al ser que ellos nos hacen concebir, empleados objetivamente, encubran el antropomorfismo,
no deben servir más para determinarla
naturaleza de este ser inaccesible para nosotros, sino nosotros mismos y nuestra voluntad. Del mismo
modo que designamos una causa conforme
al concepto que tenemos del efecto (pero en su
relación, sólo con este efecto) sin querer determinar la
naturaleza íntima de esta causa, por las
propiedades que la experiencia descubre, la sola cosa que podemos conocer en esta causa, del
mismo modo, por ejemplo, que atribuimos
al alma, entre otras propiedades, una fuerza locomotiva, puesto que la vemos nacer realmente de los
movimbentos corporales, cuya causa
reside en sus representaciones, pero sin pretender atribuirle el único medio que conocemos en las fuerzas
motrices (es decir, la atracción, la
presión, la impulsión, y por consiguiente, el movimiento que suponen siempre un ser extenso), así también
debemos admitir algo que contenga el
principio de la posibilidad y de la realidad práctica de un objeto final, moralmente necesario; pero si
concebimos este algo conforme a la
naturaleza del efecto que se espera como un ser sabio, que gobierna el mundo según leyes morales, y si
conforme a la constitución de nuestras
facultades de conocer debemos concebirle como una causa distinta de la naturaleza, esto no es más que
para expresar la relación de este ser,
que excede todas nuestras facultades de conocer, con el objeto de nuestra razón práctica. No pretendemos aquí
atribuirle teóricamente la sola
causalidad de esta especie que nos sea conocida, a saber, una inteligencia y una voluntad: no pretendemos
aún distinguir objetivamente la
causalidad que concebimos en él, relativamente a lo que es para nosotros un objeto final, de lo que es
relativo a la naturaleza (y a su
finalidad en general), como si fuesen distintos en sí mismos: no
podemos admitir esta distinción más que
como subjetivamente necesaria, bajo el
punto de vista de nuestra facultad de conocer y como válida para el
juicio reflexivo, y no para el juicio
objetivamente determinante. Mas si se trata
de la práctica, un principio regulador (por la prudencia de la
sabiduría) como el que nos ordena tomar
por fin aquello cuya posibilidad no
podemos concebir, conforme a la naturaleza de nuestra facultad de conocer, más que de una cierta manera, un tal
principio es al mismo tiempo
constitutivo, es decir, prácticamente determinante, mientras que este mismo principio, considerado como
sirviendo para juzgar la posibilidad
objetiva de las cosas, no es bajo ningún aspecto teóricamente determinante (no nos dice que no hay para el
objeto otra posibilidad que la que
concibe nuestra facultad de pensar), sino que es un principio puramente regulador por el juicio reflexivo.
169
OBSERVACIÓN
Esta prueba moral no
es un argumento de nueva fecha, aunque la
exposición de él lo sea, porque es anterior al primer desenvolvimiento
de la razón humana, y ha seguido sus
progresos. Desde que los hombres
comenzaron a reflexionar sobre lo justo y lo injusto, en un tiempo en que permanecían todavía indiferentes a la
finalidad de la naturaleza, y se servían
de esto sin ver en ella otra cosa que el curso ordinario de la misma, debieron inevitablemente ser
conducidos a juzgar que no se puede en definitiva
llegar a esto mismo por un hombre, al conducirse honesta o deshonestamente, con equidad o con
violencia, aunque no haya recogido antes
de su muerte, al menos de una manera visible, ninguna recompensa para sus virtudes, ningún castigo
para sus faltas. ¿No oían como una voz
interior que les decía que no podía suceder así? Y por consiguiente, ¿no deberían representarse,
aunque oscuramente algo hacia lo que se
sentían obligados a inclinarse y en que descansase tal desenlace, o que no podían conformar con su destino
interior, cuando miraban el curso de la
naturaleza como el solo orden de las cosas? Podrían sin duda representarse groseramente la manera en que
podía repararse una irregularidad de
este género (que debe mucho más revelar el espíritu humano que la ciega casualidad de la que se
querría hacer un principio para juzgar
la naturaleza); mas no podrían sin embargo, concebir como principio de la posibilidad de la unión de la
naturaleza con su ley moral interior,
más que una causa suprema que gobierna el mundo conforme a las leyes morales, puesto que hay
contradicción en asignar al hombre un
objeto final como deber, y en no reconocer fuera de él objeto final a
una naturaleza en la cual debe alcanzar
este objeto. Podían todavía nacer muchos
absurdos sobre la naturaleza interior de esta causa del mundo; mas la relación moral de esta causa con el
mundo queda siempre lo que debe ser y es
fácil de comprender por la razón más vulgar, en tanto que se considera como práctica, pero inaccesible a
la razón especulativa.
Además, según toda
verosimilitud, este interés moral atraerá la
atención sobre la belleza y la finalidad de la naturaleza, que sirve
entonces excelentemente para confirmar esta idea, sin
todavía poderla fundar, cuanto menos
todavía exceder de este medio, puesto que la
investigación de los fines de la naturaleza no recibe más que de su relación con el objeto final este interés
inmediato que se muestra tan altamente
en la admiración que experimentamos por ella, sin pensar en las ventajas que de esto podemos sacar.
§ LXXXVIII
De la utilidad del argumento moral
La condición impuesta
a la razón relativamente a nuestras ideas de lo
supra-sensible, de encerrarse en los límites de su ejercicio práctico,
esta condición tiene, en lo que
concierne a la idea de Dios, la incontestable
ventaja de evitar a la teología de caer en la teosofía, (es decir, en
los conceptos trascendentales en que se
extravía la razón) o en la demonología
(es decir, en una representación antropomórfica del Ser Supremo), y a la religión de cambiar en
teúrgia, (la opinión mística conforme a
la cual tendríamos el sentimiento de otros seres supra- sensibles y una influencia
sobre estos seres) o en la idolatría (opinión
superticiosa conforme a la cual podríamos hacernos agradables al
Ser Supremo por otros medios que por
nuestras disposiciones morales)127.
En efecto, si se
concede a la vanidad o a la presunción de los que intentan razonar sobre lo que excede de los
límites del mundo sensible el poder de
determinar la menor cosa en este campo bajo el punto de vista teórico (y de una
manera que extiende
el conocimiento), si se les permite
ensalzar sus conocimientos sobre la existencia y la naturaleza de
Dios, sobre su entendimiento y su
voluntad, sobre las leyes de estos dos
atributos y las cualidades que de ellos derivan en el mundo, yo
desearía saber en dónde se limitarán las
pretensiones de la razón. Porque desde
que admiten estos conocimientos se pueden alcanzar muy bien otros
(por poco que se aplique su reflexión,
como se cree poder hacerlo). Decimos,
sin embargo, que no se puede poner límites a estas pretensiones, más que
170
a nombre de cierto principio, y no por la sola razón de que
hasta aquí todas las tentativas en este
sentido han sido inútiles, porque esto no
prueba nada contra la posibilidad de un éxito mejor. Luego no hay
aquí otro partido posible que admitir, o
bien que relativamente a lo
suprasensible no se puede absolutamente determinar nada
teóricamente (sino de una manera
puramente negativa), o bien que nuestra razón
encierra una mina, inútil hasta aquí de no sé qué vastos
conocimientos reservados para nosotros y
para nuestra posteridad. -Mas por lo que toca a la religión, es decir, a la moral en su
relación con Dios considerado como
legislador, si el conocimiento teórico de Dios debiera preceder, sería necesario que la moral se acomodase a
la teología; y no solamente la
legislación exterior y arbitraria de un Ser Supremo ocuparía entonces el lugar de la legislación interior y
necesaria de la razón, sino también todo
lo que nuestro conocimiento de la naturaleza de este ser tuviera de defectuoso influiría sobre las prescripciones
de la moral, y haría la religión
contraria a la moralidad.
En cuanto a la esperanza
de una vida futura, si en lugar del objeto final que debemos perseguir, conforme a la
prescripción de la ley moral, pedimos a
nuestra facultad teórica de conocer el principio del juicio que debe formar la razón sobre nuestro destino
(juicio que no debe considerar como necesario
o como admisible más que bajo el punto de vista
práctico), la psicología, aquí como la teología en todos los tiempos,
no nos da más que un concepto negativo de
nuestro ser pensante. Lo que quiere
decir solamente que ninguno de los actos de este ser o de los fenómenos del sentido íntimo pueden recibir
una explicación materialista pero que
sobre su naturaleza separada, sobre la duración o el aniquilamiento de su personalidad después de
la muerte, toda nuestra facultad de
conocer no puede obtener por principios especulativos ningún juicio determinante y extensivo. Es
necesario, pues, aquí remitirse
enteramente al juicio teleológico que considera nuestra existencia bajo
un punto de vista práctico necesario, y
que admite nuestra duración como la
condición exigida por el objeto que la razón nos impone de una manera absoluta. Mas al mismo tiempo vemos aparecer
(en lugar de lo que nos parecía un
perjuicio) esta ventaja; que como la teología no puede jamás
degenerar para nosotros en teosofía, la psicología racional
no puede jamá
s venir a ser una pneumatología a título de ciencia
extensiva, del mismo modo que, de otro
lado, ella está segura de no caer en el
materialismo. La psicología viene a ser así una antropología del
sentido íntimo, es decir, un
conocimiento de nuestro yo pensante en vida, y a título de conocimiento teórico, un
conocimiento puramente empírico, porque
relativamente a la cuestión de nuestra existencia eterna, la psicología racional no es una ciencia
teórica, sino que descansa sobre una
conclusión única de la teología moral; tanto que ella no es necesaria
más que relativamente a esta teleología,
es decir, a nuestro destino práctico.
§ LXXXIX
De la especie de adhesión que reclama una prueba moral de la existencia de Dios
Desde luego, toda
prueba ya esté fundada sobra una exhibición
empírica inmediata de lo que debe ser probado (como la prueba por
la observación del objeto o por la
experiencia), o bien que se saque a priori
de ciertos principios por medio de la razón, está sometida a la
condición de no persuadir solamente,
sino de convencer, o al menos de tender a la
convicción; es decir, que el principio o la conclusión, no debe
solamente ser un motivo subjetivo (estético),
de adhesión128 (una simple apariencia),
sino tener un valor objetivo o ser un principio lógico de conocimiento;
si no el entendimiento sería
sorprendido, pero no convencido. Es a esta
especie de prueba ilusoria a la que pertenece la que se da en la
teología natural, sin duda por
consecuencia de una buena intención, pero
ocultando exprofesa su debilidad cuando se invoca la gran cantidad
de argumentos, que hablan en favor de
una causa intencional de cosas de la
naturaleza, y que se pone en práctica este principio puramente
subjetivo de la razón humana, o esta
inclinación que le lleva naturalmente a no
admitir más que un solo principio en lugar de muchos, cuando esto
puede hacerse sin contradicción, y para
completar arbitrariamente el concepto de
una cosa, juntando algunas condiciones que se hallan para determinar
171
este concepto todas las que le faltan. Porque en verdad,
cuando encontramos en la naturaleza
tantas producciones, que son para nosotros
signos de una causa inteligente, ¿por qué en lugar de muchas causas
de esta especie, no concebimos una sola,
y por qué en esta causa, en lugar de una
gran inteligencia, de un gran poder, y así sucesivamente, no concebimos la omnisciencia, la omnipotencia,
etc.? En una palabra, ¿por qué no la concebimos
tal como posee estos atributos, de manera que
basten a todas las cosas posibles? Y además, ¿por qué no atribuimos
a este ser único y omnipotente, no solamente
una inteligencia para las leyes y las
producciones de la naturaleza, sino una suprema razón moralmente práctica, como a una causa moral del mundo?
Este concepto, así completado, ¿no
suministra un principio suficiente para el conocimiento de la
naturaleza, tanto
como la sabiduría moral, y acaso se puede aducir una sola objeción fundada de alguna manera
contra la posibilidad de semejante idea?
Si además se ponen en acción los móviles del alma, y se realza su interés vivo por el poder de la
elocuencia (de que son muy dignos),
resultará una persuasión del valor objetivo de la prueba, y aun (en la mayor parte de los casos), cierta ilusión
saludable, que no nos permitirá examinar
el valor lógico, y que aun nos hará rechazar con indignación toda tentativa semejante, como
fundada sobre una duda impía. No hay
nada que decir si no se piensa más que en la utilidad pública. Mas como no se puede ni se debe olvidar
que esta prueba contiene dos partes
diferentes, la una, que se refiere a la teleología física, la otra, a la teleología moral, puesto que la
confusión de estas dos partes no permite
reconocer dónde reside la fuerza particular de la prueba, en qué parte y cómo se puede elaborar, a fin de
poner el valor al abrigo del examen más
severo (si se debe ver obligado a reconocer en parte la debilidad de nuestra razón), es un deber para
el filósofo (aun cuando no contara para
nada el de la sinceridad), de descubrir la ilusión, tan saludable como pueda ser, que pueda producir
tal confusión, y distinguir lo que tiene
relación con la persuasión de lo que conduce a la convicción (dos modos de adhesión que no difieren
solamente en el grado, sino en la
naturaleza), a fin de mostrar en toda su verdad el estado del espíritu
en esta prueba, y de poderla someter
libremente al examen más severo. Una
prueba destinada a producir la convicción, puede ser de dos especies: o
bien sirve para mostrar lo que el objeto es en sí, o bien
lo que es para nosotros (para los
hombres en general), conforme a los principios
racionales que dirigen necesariamente el juicio que de él formamos
(ella versa sobre la verdad o sobre el
hombre; esta última expresión aplicándose
en su acepción más lata a los hombres). El el primer caso se halla fundada sobre principios propios del
juicio determinante; en el segundo,
sobre principios propios del juicio reflexivo. En este segundo caso cuando descansa sobre principios
puramente teóricos, no puede jamás
tender a la convicción; mas si tiene por fundamento un principio racional práctico (que por consiguiente tiene
un valor universal y necesario), puede
muy bien entonces aspirar a una convicción suficiente, bajo el punto de vista puramente práctico, es
decir, a una convicción moral. Una
prueba tiende a la convicción, sin convencer todavía cuando es colocada bajo este aspecto, es decir,
cuando no contiene más que razones
objetivas, que aunque no bastan para dar la certeza, no son solamente principios subjetivos del juicio,
propios para producir la persuasión.
Todas las
pruebas teóricas se comprenden, o 1.º, en la prueba por un razonamiento lógicamente rigoroso, o 2.º,
cuando este género de prueba no es
posible, en la conclusión por analogía, o 3.º, si esto aún no puede tener lugar, en la opinión verosímil, o 4.º,
en fin, lo que es el último grado, en la
suposición de un principio puramente posible de explicación admitida a titulo de hipótesis. Por lo que yo
digo que, desde el primero hasta el
último grado, todas las pruebas en general, que tienden a la convicción teórica, no pueden producir
ninguna adhesión de este género, cuando
se trata de probar la proposición de la existencia de un primer ser, considerado como Dios en el sentido más lato
que puede entenderse este concepto, es
decir, como una causa moral del mundo, y por consiguiente, como un ser capaz de dar al mundo su objeto
final.
1.º En cuanto a
la prueba lógicamente rigurosa que va de lo general a lo particular, se ha demostrado suficientemente
en la crítica, que como no hay intuición
posible correspondiente al concepto de un ser que es necesario buscar más allá de la naturaleza, y
que así este concepto
172
mismo, en tanto que debe determinarse teóricamente por
predicados sintéticos, queda siempre
problemático para nosotros, no se puede tener
de él ningún conocimiento (un conocimiento que ensanche nada la
esfera de nuestro saber teórico), y no
se puede subsumir el concepto de un ser
supra-sensible, bajo los principios generales de la naturaleza de las
cosas, para deducir aquel de estos,
porque estos principios no tienen valor más
que relativamente a la naturaleza, como objeto de los sentidos.
2.º Se puede muy
bien de dos cosas heterogéneas, en el punto mismo de su heterogencidad, concebir la una por
analogía129 con la otra; mas no se puede,
apoyándose sobre este punto deducir la una de la otra por analogía, es decir, transportar de la una a la
otra este signo de la diferencia
específica. Así yo puedo concebir la sociedad de los miembros de una república fundada sobre las reglas del
derecho, sirviéndome por analogía de la
ley de la igualdad de la acción, o de la reacción en la atracción y en la repulsión recíproca de los
cuerpos, mas yo no puedo transportar
estas determinaciones específicas (la atracción y repulsión materiales) a esta sociedad, y atribuirlas a
los ciudadanos para constituir un
sistema que se llama Estado. Del mismo modo podemos muy bien concebir la causalidad del Ser Supremo, relativamente
a las cosas del mundo, consideradas como
fines de la naturaleza, por
analogía con la inteligencia que sirve de principio a las
formas de ciertas producciones, que
llamamos obras de arte (porque no se trata en esto más que del uso teórico o práctico que nuestra facultad de
conocer puede hacer de este concepto,
conforme a cierto principio relativamente a las cosas de la naturaleza): mas de que entre los seres del
mundo es necesario atribuir inteligencia
a la causa de un efecto que juzgamos como una obra de arte, no podemos en manera alguna deducir por
analogía que el ser que es enteramente
distinto de la naturaleza posee en su relación con ella esta misma causalidad que percibimos en el hombre;
porque tocamos aquí justamente al punto
de la diferencia que concebimos entre una causa
sometida a condiciones sensibles, relativamente a sus efectos, y un
ser supra-sensible, conforme al concepto
mismo que tenemos de este ser; y no
podemos, por consiguiente, transportarle esta cualidad. Precisamente porque no podemos concebir la causalidad
divina más que por analogía
con un entendimiento (facultad que no conocemos más que en
un ser sometido a condiciones sensibles, en el
hombre), somos advertidos de que no
debemos atribuirle este entendimiento propio130.
3. La opinión verosímil
no tiene cabida en los juicios a priori, que nos hacen conocer algo como completamente cierto,
o no nos hacen ponocer nada del todo. Mas
cuando las pruebas dadas que nos sirven de punto de partida (como aquí
los fines de la
naturaleza) son empíricas, no se puede
por su medio concebir nada más allá del mundo sensible, ni conceder
a juicios que intentasen algo semejante
el menor derecho a la verosimilitud. En
efecto, la verosimilitud es una parte de una certeza posible en cierta serie de razones (razones que se hallan con
la suficiente en la relación de las
partes al todo) a las cuales se deben poder agregar de manera que completen la prueba insuficiente. Mas si
estas razones deben ser homogéneas, como
principios de la certeza de un solo y mismo juicio, puesto que sin esto no formarían juntamente
un todo (tal como la certeza), no se
puede que una parte de estas razones sea encerrada en los límites del mundo sensible, y otra más allá
de toda experiencia posible. Por
consiguiente, como pruebas puramente empíricas no conducen a nada supra-sensible, y nada puede llenar lo que
falta bajo este respecto a la serie de
este orden de pruebas, es bello intentar llegar por este medio a lo supra-sensible y a un conocimiento de esto, a
lo que no nos aproximamos en nada, y por
consiguiente, no puede haber verosimilitud en un juicio sobre lo supra-sensible, fundado sobre
argumentos sacados de la experiencia.
4. Para que una
cosa pueda servir como hipótesis a la explicación de un fenómeno dado, es necesario al menos que
su posibilidad sea completamente cierta.
Todo lo que yo puedo hacer en una hipótesis es
renunciar al conocimiento de la realidad (la cual todavía se afirma en
una opinión presentada como verosímil); yo
no puedo ir más lejos. La posibilidad de
lo que yo tomo por principio de explicación debe al menos hallarse fuera de duda, porque de otro modo
no habría término para las vanas
fantasías del espíritu. Por lo que sería una suposición destituida de todo fundamento el admitir la posibilidad de
un ser supra-sensible
173
determinado conforme a ciertos conceptos, porque ninguna de
las condi
ciones necesarias al conocimiento, en lo que concierne a
la intuición, es dada, y no queda otro
criterio de esta posibilidad, que el
principio de contradicción (el cual no puede probar más que la posibilidad del pensamiento y no la del
objeto mismo pensado).
De todo esto
resulta que, relativamente a la existencia del ser primero, concebido como Dios, o del alma concebida como
espíritu inmortal, no hay para la razón
humana, bajo el punto de vista teórico, prueba que merezca obtener nuestra adhesión aún en el menor
grado; y esto por la simple razón de que
carecemos de todo fundamento para determinar las ideas de lo supra-sensible, puesto que deberíamos
tomarlo de las cosas del mundo sensible,
lo que no conviene de modo alguno a semejante
objeto: y que así, en la determinación de toda ausencia de este objeto,
no nos queda más que el concepto de algo
que no es sensible, que contiene el
último principio del mundo sensible, pero que no nos da ningún conocimiento (que extienda nuestro concepto)
de su naturaleza interior.
§ XC De
la especie de adhesión producida por una fe práctica
Cuando no se
considera más que la manera en que una cosa puede ser para nosotros (conforme a la constitución subjetiva
de nuestras facultades de
representacion) objeto de conocimiento (res cognoscibilis) se aproxima entonces a los conceptos, no de los
objetos, sino de nuestras facultades de
conocer y del uso que estas pueden hacer de la
representación dada (bajo el punto de vista teórico o práctico); y
la cuestión de saber si alguna cosa es o
no objeto de conocimiento, no es una
cuestión que concierne a la posibilidad de las cosas mismas, sino a nuestro conocimiento de estas cosas.
Hay tres especies d
e objetos de conocimiento131: las cosas de opinión132 (opinabile), las cosas de hecho133
(scibile) y las cosas de fe134 (mere
credibile).
1. Los objetos de
puras ideas de la razón no son objetos de
conocimiento, porque no hay experiencia que pueda suministrar de
ellos la exhibición para el conocimiento
teórico, y por consiguiente, relativamente
a estos objetos, no hay opinión posible. Así, hablar de opinión a priori, es decir un absurdo, y
abrir la puerta a las puras ficciones. O
bien nuestra proposición
a priori es cierta,
o bien no contiene nada que reclame
nuestra adhesión. Las cosas de opinión son, pues, siempre objetos de un conocimiento, empírico
al menos pasible en sí (de los objetos
del mundo sensible), pero imposible para nosotros con el grado de penetración de nuestras facultades
intelectuales. Así el éter de los nuevos
físicos, fluido elástico que penetra todas las demás materias (que se halla íntimamente mezclado con ellas),
no es más que una cosa de opinión; mas
es tal que si la penetración de los sentidos exteriores fuese llevada al más alto grado, podría ser
percibido aunque ninguna observación o
ninguna experiencia lo pudiese percibir. Admitir habitantes racionales en los demás planetas, es una cosa
de opinión; porque si pudiésemos
aproximarnos a ellos, lo que es posible en sí, decidiríamos por la experiencia si los hay o no; mas no
nos aproximamos nunca bastante para
esto, y la cosa queda en el estado de opinión. Mas tener la opinión135 que hay en el universo material
espíritus puros, pensantes sin cuerpo,
es la que se llama una ficción136. No es una cosa de opinión, sino una pura idea, la que subsiste cuando se
abstrae de un ser pensante todo lo que
tiene de material y se le deja el pensamiento. No podemos decidir si el pensamiento subsiste entonces (porque
no lo conocemos más que en el hombre, es
decir, unido con su cuerpo). Una cosa semejante es un ens rationis ratiocinantis137 y no un ens rationis
ratiocinatoe138. En cuanto al concepto
de esta última especie de ser, es posible establecer suficientemente, al menos para el uso
práctico de la razón, la realidad
objetiva, puesto que este uso, que tiene sus principios a priori
particulares y apodícticamente ciertos,
pide este concepto.
174
2. Los objetos
de los conceptos cuya realidad objetiva puede probarse (sea por la razón pura, sea por la
experiencia, y en el primer caso por medio
de datos teóricos o prácticos, mas en todos los casos por medio de una intuición correspondiente) son cosas de
hecho (res facti)139. Tales son las propiedades
matemáticas de las magnitudes (en la geometría), puesto que son capaces de una exhibición a priori,
por el uso teórico de la razón. Tales
son también las cosas o las cualidades de las cosas que pueden ser probadas por la experiencia (nuestra propia
experiencia o la de otro, por medio del
testimonio). Mas lo que hay de notable es que entre las cosas de hecho se halla también una idea de la
razón (a la cual ninguna exhibición
puede corresponder en la intuición, y cuya posibilidad por consiguiente, no puede probarse por ninguna
prueba teórica): es la idea de la
libertad, cuya realidad, como realidad de una especie particular de causalidad (cuyo concepto sería trascendente
bajo el punto de vista teórico), tiene
su prueba en las leyes prácticas de la razón pura, y conforme a estas leyes, en las acciones
reales, por consiguiente, en la
experiencia. Es de todas las ideas de la razón la sola cuyo objeto es
una cosa de hecho, y debe colocarse
entre las scibilia.
3. Los objetos que
relativamente al uso obligatorio de la razón
puramente práctica, deben concebirse a priori (sea como
consecuencias, sea como principios),
pero que son trascendentes para el uso teórico de esta facultad, son simplemente cosas de fe,
tal es, el soberano bien para realizar
en el mundo por la
libertad. La
realidad objetiva del concepto del
soberano bien no puede demostrarse en ninguna experiencia posible
para nosotros, y por consiguiente, de
una manera suficiente para el uso teórico
de la razón; pero la razón pura práctica nos ordena perseguir este
objeto, y por consiguiente, es necesario
admitir su posibilidad. Este efecto ordenado
así como las solas condiciones de su posibilidad que pudiésemos concebir, a saber, la existencia
de Dios y la inmortalidad del alma, son
cosas de fe (res fidei), y de todas las cosas, las únicas que pueden ser designadas de este modo140. En
efecto, aunque las cosas que no podemos
aprender más que por la experiencia de otro, por medio del testimonio, sean creídas, estas no son, sin
embargo, cosas de fe, porque estas cosas
han sido, para uno al menos, testimonio de objetos de
experiencia propia, y cosas de hecho o que, al menos se
suponen tales.
Además debe ser posible llegar por este camino (de la
creencia histórica) a la ciencia; y los
objetos de la historia y la geografía, como en general todo lo que es al menos posible de saber en
condiciones de nuestras facultades de
conocer, no entran en las cosas de fe, sino en las cosas de hecho. No hay más que los objetos de la razón
pura que pueden ser cosas de fe, pero no
en tanto que objetos de la razón pura especulativa, porque es imposible en este caso colocarlos con
certeza entre las cosas, es decir, entre
los objetos de este conocimiento posible para nosotros. Estas son ideas, es decir, conceptos, de los cuales no
se puede asegurar teóricamente la
realidad objetiva. Al contrario, el objeto final supremo que debemos perseguir y que sólo puede
hacernos dignos de ser nosotros mismos
el objeto final de la creación, es una idea que tiene para nosotros realidad objetiva bajo el punto de vista práctico,
y es una cosa; mas como no podemos
atribuir esta realidad a este concepto bajo el punto de vista teórico, esto no es más que una cosa de fe
para la razón pura. Sucede lo mismo con
Dios o con la inmortalidad, o con las condiciones que nos permiten, conforme a la naturaleza de nuestra
(humana) razón, concebir la posibilidad
de este efecto del uso legítimo de nuestra libertad. Mas la adhesión en las cosas de fe es una adhesión
bajo el punto de vista práctico puro, es
decir, una fe moral, que no prueba nada por el conocimiento de la razón pura especulativa, sino que no se
reduce más que a la razón pura práctica,
relativamente al cumplimiento de sus deberes y que no extiende la especulación o las reglas prácticas de la
prudencia, fundadas sobre el principio
del amor de sí mismo. Si el principio supremo de todas las leyes morales es un postulado, la posibilidad de un
objeto supremo, y por consiguiente
también las condiciones que por sí solas nos permiten concebir esta posibilidad se hallan pedidas
por sí misma. Luego el conocimiento de
esta posibilidad no nos da, en tanto que conocimiento teórico, ni saber ni opinión relativamente a
la existencia y a la naturaleza de estas
condiciones; esto no es más que una suposición141 admitida bajo el punto de vista práctico y necesario de
nuestra razón considerada en su uso
moral.
175
Aun cuando pudiésemos
fundar, con alguna verosimilitud, sobre los
fines de la naturaleza que nos suministran tan abundantemente la teleología física, un concepto determinado de
una causa inteligente del mundo, la
existencia de este ser no sería todavía una cosa de fe. Porque como no la admitiríamos en favor del cumplimiento
de nuestro deber, sino solamente para
explicar la naturaleza, est
o sería simplemente la
opinión o la hipótesis más conforme a nuestra razón. Mas esta
teleología no nos conduce en manera
alguna a un concepto determinado de Dios; al
contrario no se puede hallar este concepto más que en el de una
causa moral del mundo, porque sólo este
nos suministra el objeto final, al cual
no podemos
ligarnos más que
conduciéndonos conforme a lo que nos
prescribe la ley moral como objeto final, por consiguiente a los
deberes que ella nos impone. Así no es
más que de su relación con el objeto de
nuestros deberes como el concepto de Dios, concebido como la
condición de la posibilidad de alcanzar
el objeto final de estos deberes, saca la
ventaja de obtener nuestra adhesión, como cosa de fe; mas este
mismo concepto no puede dar a su objeto
el valor de una cosa de fe; porque si la
necesidad del deber es bien clara para la razón práctica, sin embargo,
la existencia del objeto final de este
deber, en tanto que no se halla por
completo en nuestro poder, no puede admitirse más que relativamente
al uso práctico de la razón, y por
consiguiente, no es prácticamente
necesaria como el deber mismo142.
La fe (como
hábito, no como acto) es un estado moral de la razón en la adhesión que concede a las cosas
inaccesibles al conocimiento teórico.
Es, pues, este principio constante del
espíritu, de tener
por verdadero lo que es necesario
suponer como condición de la posibilidad del objeto final que la moral143 nos obliga a perseguir,
aunque no pueda percibir ni la
posibilidad ni la imposibilidad de este objeto final. La fe (en el sentido natural de la palabra) es la confianza que
tenemos de conseguir un objeto, que es
obligatorio el perseguir, pero cuya posibilidad no podemos percibir (así como la de las solas
condiciones que podríamos concebir). Así
la fe que se refiere a objetos particulares que no son objetos de ciencia o de opinión posible (en este último
caso, principalmente en materia de
historia, sería necesario llamarla credulidad y no fe), es por
completo moral. Es una libre adhesión, no a cosas de las
que se puede hallar pruebas dogmáticas
para el juicio teórico determinante, ni a cosas a las cuales nos creemos obligados, sino a
cosas que admitimos en favor de un
objeto que nos proponemos conforme a las leyes de la libertad, y no las admitimos como cosas de opinión, sin
principio suficiente, sino como teniendo
su fundamento en la razón (pero solamente con respecto a su uso práctico) de un modo suficiente para el
objeto de esta facultad. Porque sin
esto, nuestras ideas; m
orales, no pudiendo satisfacer las exigencias de la razón especulativa que exige
una prueba (de la posibilidad del objeto
de la moralidad), no tienen nada de fijas, sino que vacilan entre las órdenes prácticas y la duda
teórica. Ser incrédulo144 significa
adherirse a la máxima de que no se debe creer en general en el testimonio; pero falto de fe145 es, el que,
porque no encuentra fundamento teórico
para la realidad de estas ideas racionales, les niega todo valor; juzga así dogmáticamente. Mas una falta de fe146
dogmática no se puede hallar en un
espíritu en que dominan las máximas morales (porque la razón no puede ordenar el inclinarse a un
objeto mirado como quimérico); no se
puede suponer más que una fe dudosa147, que no ve en la ausencia de una convicción fundada sobre
pruebas de la razón más que un
obstáculo, al cual una mirada crítica de los límites de esta facultad puede quitar toda influencia sobre la
conducta, concediendo en compensación el
predominio a una adhesión práctica.
* * *
Cuando para
poner fin a ciertas tentativas inútiles, se quiere introducir en la filosofía otro principio y darle
influencia, se halla una gran
satisfacción al ver cómo y por qué estas tentativas debían fracasar.
Dios, la libertad y
la inmortalidad del alma son problemas a cuya
solución tienden, como a su único y último fin, todos los trabajos de la metafísica. Por lo que se ha creído que el
dogma de la libertad no era necesario
más que como condición negativa para la filosofía práctica; pero que, por el contrario, los de la
existencia de Dios y de la naturaleza
176
del alma, perteneciendo a la filosofía teórica, deben
demostrarse por sí mismos y por hallarse
después ligados a lo que exige la ley moral (la cual no es posible más que bajo la condición de la
libertad) y constituir así una religión.
Mas es fácil comprender que estas tentativas debían fracasar. En efecto, de simples conceptos ontológicos de
cosas en general, o de la existencia de
un ser necesario, no se puede sacar un concepto de un primer ser determinado por predicados que
puedan ser dados en la experiencia y
servir de este modo para el conocimiento; y aquel que se apoyara sobre la experiencia de la finalidad
física de la naturaleza, no podría administrar
una prueba suficiente para la moral, y por
consiguiente, para el conocimiento de Dios. Del mismo modo, el conocimiento obtenemos del alma por la experiencia
(a la cual nos hallamos limitados en
esta vida) no puede darnos un concepto de una
naturaleza espiritual, inmortal, y, por consiguiente, un concepto que
baste a la moral. La teología y la
pneumatología, como problemas de la razón
especulativa, no pueden resaltar de datos y de predicados
empíricos, puesto que su concepto es
trascendente para toda nuestra facultad de
conocer. Los dos conceptos de Dios y del alma (relativamente a su inmortalidad) no se pueden determinar más que
por predicados, que aunque no sean
posibles más que por un principio supra-sensible, deben, sin embargo, probar su realidad en la
experiencia, porque así es solamente
como es posible el conocimiento de un ser todo supra-sensible. Luego el solo concepto de esta especie que le
puede hallar en la razón humana es el de
la libertad del hombre sometida a leyes morales, así como al objeto final que la razón le
prescribe por medio de estas leyes; y
estas leyes y este objeto final sirven para atribuir las primeras a
Dios, y el segundo al hombre, atributos
que contienen la posibilidad de estas dos
cosas, de suerte que de esta idea no se puede deducir la existencia y
la naturaleza de estos seres, por otra
parte, ocultos para nosotros.
Así la causa de la
inutilidad de los ensayos intentados por el
procedimiento teórico para demostración de Dios y la inmortalidad, vienen de que ningún conocimiento de lo
supra-sensible es posible por este
camino (de los conceptos de la naturaleza). Si, por el contrario, somos más felices por la vía moral (la de concepto
de la libertad), es que
aquí lo supra-sensible que sirve de principio (la
libertad), no suministra solamente por
medio de la ley determinada de la causalidad que deriva de él la ocasión del conocimiento de un otro
supra-sensible (el objeto final moral y
las condiciones de su posibilidad), sino que prueba también, como cosa de hecho, su realidad en acciones,
aunque no pueda suministrar más que una
prueba admisible únicamente bajo el punto de
vista práctico (la sola de que la religión necesita).
Hay aquí algo muy
notable. Entre las tres ideas de la razón pura, Dios, la libertad y
la inmortalidad, la
de la libertad es el solo concepto de lo
supra-sensible que prueba su realidad objetiva en la naturaleza
(por medio de la causalidad que en él se
concibe) por el efecto que puede haber sen
ella, y es precisamente por esto como viene a ser posible el enlace de las otras dos con la
naturaleza, y de
todas tres juntas con una religión.
Nosotros hallamos de este modo un principio capaz de determinar la idea de lo supra-sensible fuera
de nosotros, de manera que nos dé un
conocimiento, aunque este conocimiento no sea posible más que bajo el punto de vista práctico, y que
este mismo principio pueda ponerse en
duda por la filosofía puramente especulativa (que también podría dar de la libertad un concepto
puramente negativo). Por consiguiente,
el concepto de la libertad (como concepto fundamental de las leyes prácticas incondicionales) puede
extender la razón más allá de los límites
en los cuales el concepto (teórico) de la naturaleza la tendría siempre encerrada sin esperanza.
* * *
OBSERVACIÓN GENERAL SOBRE LA TELEOLOGÍA
Si se pregunta
qué puesto debe concederse, entre las demás pruebas de la filosofía, al argumento moral que no
prueba la existencia de Dios más que como
una cosa de fe por la razón pura práctica, se reconocerá ciertamente el alcance de estas pruebas, y se
verá que no hay aquí que
177
elegir, sino que la filosofía en presencia de una crítica
imparcial, debe desechar todas sus
pretensiones teóricas.
Toda adhesión
del espíritu, si no carece por completo de fundamento, debe fundarse desde luego sobre una cosa de
hecho, y no puede existir otra
diferencia en la prueba, sino que la adhesión a la consecuencia que deriva de la cosa de hecho, pueda fundarse
sobre esta cosa a título de saber148,
por el conocimiento teórico, o solamente a título de fe por la razón práctica. Todas las cosas de hecho se
refieren, o bien al concepto de la
naturaleza, el cual prueba su realidad en los objetos sensibles, dados (o pudiendo ser dados) antes de todos los
conceptos de la naturaleza, o bien al
concepto de la libertad, que prueba suficientemente su realidad por la causalidad de la razón con referencia
a ciertos efectos que esta facultad hace
posibles en el mundo sensible y que pide de una manera indispensable en la ley moral. Por lo que, o
bien el concepto de la naturaleza (que
no pertenece más que al conocimiento teórico), es metafísico y completamente a priori, o bien
es físico, es decir, a posteriori, y no
puede absolutamente ser concebido más que por medio de una experiencia determinada. El concepto
metafísico de la naturaleza (que no
supone ninguna experiencia determinada) es, pues, ontológico.
El argumento ontológico
de la existencia de Dios por el concepto de
un ser primero es doble: él deriva o bien de predicados ontológicos,
que por sí solos nos permiten concebir
este ser como completamente determinado,
la existencia absolutamente necesaria, o bien de la necesidad absoluta de la existencia de alguna
cosa, cualquiera que sea, los predicados
del primer ser. En efecto, al concepto de un primer ser pertenecen, para que este ser no sea por sí
mismo derivado, la absoluta necesidad de
su existencia, y (para que se pueda concebirla) la determinación absoluta de este ser por un
concepto, Dos condiciones que no se
creía hallar más que en el concepto de la idea ontológica de un ser soberanamente real149, y así se formaron dos
pruebas metafísicas.
La prueba que se
apoya sobre un concepto puramente metafísico de la naturaleza (y que se llama particularmente prueba
ontológica) deriva del
concepto del ser soberanamente real su existencia
absolutamente necesaria; porque (se
dice), si no existiera, le faltaría una realidad, a saber, la existencia. La otra prueba (que se
llama también prueba
metafísica-cosmológica) deriva de la necesidad de la existencia de
alguna cosa (como lo que debe ser
necesariamente concebido, cuando una
existencia no es dada en la conciencia de mí mismo), la determinación absoluta de este ser, como ser soberanamente
real; porque todo lo que existe debe ser
enteramente determinado, mas lo que es absolutament
e necesario (es
decir, lo que debemos reconocer como tal, por consiguiente, a priori) debe ser enteramente determinado
por un concepto, condición que puede
llevar sólo el concepto de un ser soberanamente real. No es necesario descubrir aquí lo que hay de
sofístico en estas conclusiones; ya lo
hemos hecho en otra parte; notaremos solamente que si se puede defender esta especie de pruebas a fuerza de
sutileza dialéctica, no se puede jamás
hacerlas pasar de la escuela al mundo, y darles la menor influencia sobre el sentido común.
La prueba
fundada sobre un concepto de la naturaleza, que no puede ser más que empírica, pero que, sin embargo,
debe conducir más allá de los límites de
la naturaleza, o del conjunto de objetos de los sentidos, no puede ser más que la de los fines de la naturaleza.
El concepto de estos fines no puede ser
dado a priori, sino solamente por la experiencia, y sin embargo, promete un concepto de la causa
primera de la naturaleza, que entre
todos los que podemos concebir conviene sólo a lo supra-sensible, a saber, el concepto de una profunda
inteligencia como causa del mundo; y
tiene en efecto su promesa, siguiendo los principios del juicio reflexivo, es decir, en virtud de la constitución de
nuestra (humana) facultad de conocer.
Mas si este argumento puede sacar de los mismos datos este concepto de una inteligencia suprema, es
decir, independiente, que es el de Dios,
es decir, del autor de un mundo sometido a leyes morales, y por consiguiente un concepto suficientemente
determinado por la idea de un objeto
final de la existencia del mundo, es esta una cuestión de la que depende todo, sea que deseemos tener un
concepto del ser primero que baste
teóricamente, al uso de todo el conocimiento de la naturaleza, sea que busquemos un concepto práctico para la
religión.
178
El argumento que
se saca de la teleología física es digno de respeto. Convence al sentido común como al pensador
más sutil, y Reimar ha adquirido un
honor inmortal por e
sta obra, que no se ha presentado todavía otra mejor, en donde desenvuelve
abundantemente esta prueba, con la
solidez y la claridad que le son propias. Mas ¿de dónde saca este argumento una tan poderosa influencia sobre
el espíritu, y se trata aquí de una
adhesión tranquila, libre, y que no funda sus juicios más que sobre la fría razón (porque se podría referir a la
persuasión la emoción y la
elevación que dan
al espíritu las maravillas de la naturaleza)? Estos no son fines físicos, que todos indican en la
causa del mundo una inteligencia
impenetrable; son insuficientes, porque no responden a las imperiosas cuestiones de la razón. En efecto
(pregunta la razón), ¿por qué estas
cosas de la naturaleza hechas con tanto arte; por qué el hombre mismo en el cual debemos detenernos como en
el último fin de la naturaleza que
podríamos concebir; por qué la naturaleza toda entera, y cuál es el objeto final de un arte tan grande
y tan vario? Si se responde que todo
esto existe para nuestro placer o para ser contemplado y admirado por nosotros (la admiración cuando
uno se detiene, no es otra cosa que un
goce de una especie particular), y que en esto consiste el objeto final para el cual el mundo y el
hombre mismo han sido creados, la razón
no sabría contentarse con esta respuesta; porque por ella el valor personal que el hombre puede darse a sí mismo
es una condición sin la cual su
existencia no puede ser objeto final. Sin este valor (que sólo puede suministrar un concepto determinado),
los fines de la naturaleza no podrían
responder a nuestras cuestiones, principalmente porque ellas no pueden darnos un concepto determinado de un
Ser Supremo que baste a todo (y que por
consiguiente sea único y merezca por esto el nombre de supremo) y de las leyes conforme a los cuales
su inteligencia es la causa del mundo.
Si, pues, la prueba
físico-teleológica convence el espíritu como si
fuese realmente teológica, esto no es más que para que las ideas de
los fines de la naturaleza puedan servir
como otras tantas pruebas empíricas para
probar una suprema inteligencia; mas es que la prueba moral oculta
en el hombre y el ejerciendo sobre él una influencia
secreta, se mezcla imperceptiblemente en
la conclusión por la cual atribuye un objeto final, encaminándose a la sabiduría, al ser que se
manifiesta por un arte, tan impenetrable
en los fines de la naturaleza (aunque la percepción de la naturaleza no lo autorice), y llena de este
modo arbitrariamente los vacíos de esta prueba.
No hay, pues, en realidad, más que la prueba moral que produzca la convicción, y aún no la produce
más que bajo el aspecto moral, al cual
cada uno se adhiere interiormente. En cuanto al argumento físico-teleológico, tiene otro mérito que el
de dirigir el espíritu en la
contemplación del mundo de parte de los fines, y por tanto, hacia
una causa inteligente del mundo; más la
relación moral de esta causa con los
fines y la idea de un legislador y de un autor moral del mundo,
como concepto teológico, parecen salir
naturalmente de esta prueba, aunque esto
sea una pura adición.
Se puede obtener
esto también por medio de una exposición ordinaria. En efecto, el sentido común tiene muchas veces
gran trabajo para distinguir y separar
los diversos principios que confunde más, de los que uno solo le suministra legítimamente su conclusión,
porque esta separación reclama mucha
reflexión. Mas la prueba moral de la
existencia de Dios no se limita a completar la prueba físico-teleológica para hacerla perfecta; ella es por sí misma
una prueba particular que restituye la
convicción que la otra no da. Esta no puede tener, en efecto, otra misión que elevar la razón, en su juicio
sobre el principio de la naturaleza
y sobre el orden
contingente, pero admirable, que la
experiencia sola puede mostrarnos, hacia una causa cuya causalidad
tiene su principio en los fines (causa
que debemos concebir como inteligente
conforme a la naturaleza de nuestra facultad de conocer), y llamando
su atención sobre esta causa, hacerla
por esto mismo más capaz de la prueba
moral. Porque lo que exige este último concepto es tan esencialmente diferente de todo lo que pueden contener y
aprender los conceptos de la naturaleza,
que se necesita una prueba particular y completamente independiente de la otra, para dar a la
teología un concepto suficientemente
establecido del Ser supremo y derivar su existencia. La prueba moral (que ciertamente no prueba la
existencia de Dios más que
179
bajo el aspecto práctico, pero necesario, de la razón)
conservaría todavía toda su fuerza, aun
cuando no se hallara en el mundo o que no se hallara más que de una manera equívoca la materia de
una teleología física. Se pueden
concebir seres racionales rodeados de una naturaleza que no ofrecería ninguna verdad evidente de organización,
y que no presentaría, no obstante, más
que los efectos de un puro mecanismo de la materia; estos efectos y ciertas formas o ciertas relaciones
en las cuales podrían hallar una
finalidad puramente accidental, no los conducirían a una causa inteligente, y no hallarían ocasión de fundar
una teleología física; mas la razón, que
no podría recibir aquí ninguna dirección de los conceptos de la naturaleza, hallaría todavía, en el concepto
de la libertad y en las ideas morales
que en él se fundan, un motivo prácticamente suficiente de pedir, mas solamente por lo que se refiere al orden
irrecusable de la razón práctica, el
concepto del Ser Supremo, conforme a este concepto y a estas ideas, es decir, como un verdadero concepto
de Dios, y de pedir también la
naturaleza (aun nuestra propia existencia) como un objeto final fundado sobre las leyes morales. Mas como el
mundo real ofrece a los seres racionales
que encierra, una abundante materia para la teleología física (lo que no sería por otra parte
necesario), el argumento moral halla
aquí la confirmación que puede desear, en el sentido de que la
naturaleza puede presentar algo análogo
a las ideas (morales) de la razón. El
concepto de una causa suprema inteligente (concepto que está muy
lejos de bastar a la teología) recibe
efectivamente por esto una realidad
suficiente para el juicio reflexivo; mas no es necesario para fundar
la prueba moral, y esta prueba no sirve
para completar y elevar al rango de una
prueba el concepto que por sí mismo no contiene nada tocante a la moralidad, desenvolviéndolo conforme al mismo
principio. Dos principios también
heterogéneos, que la naturaleza y la libertad no pueden dar más que dos pruebas diferentes, y
toda tentativa para sacar este de
aquella es insuficiente relativamente a lo que debe probar.
Sería muy
satisfactorio para la razón especulativa que la teleología física pudiese dar la prueba que se pide,
porque tendríamos la esperanza de fundar
una teosofía (se llamaría así este conocimiento teórico de la naturaleza divina o de su existencia que bastara
para la explicación de la
constitución del mundo, y al mismo tiempo para la
determinación de las leyes morales). Del
mismo modo si la psicología pudiera suministrarnos el conocimiento de la inmortalidad del alma,
daría lugar a la pneumatología, que
sería muy agradable a la razón especulativa. Mas por vano que esto pueda ser para nuestra
presuntuosa curiosidad, ni la una ni la
otra llenan el deseo que experimenta la razón de poseer una teoría fundada sobre la naturaleza de las cosas. Mas
la primera en tanto que teología, y la
segunda en tanto que antropología, no alcanzan mejor su objeto, tomando por fundamento el principio
moral, es decir, el principio de la
libertad, y, por consiguiente, conformándose al uso práctico de la razón; es una cuestión que no es necesario
perseguir aquí por más tiempo.
La prueba físico-teleológica
no basta a la teología, porque ella no le da
ni puede darle un concepto suficientemente determinado del Ser Supremo; porque es necesario llevar este concepto
a otro origen, o suplir lo que falta a
esta prueba con una adición arbitraria. Vosotros deduciréis de la gran finalidad de las formas de la
naturaleza y de sus relaciones
recíprocas a una causa inteligente del mundo; mas ¿cuál es el grado
de esta inteligencia? Sin ninguna duda
vosotros no os podréis lisonjear de
llegar por aquí a la inteligencia más alta posible, porque
deberíais reconocer entonces que no se
puede concebir una inteligencia mayor que
aquella de que halláis pruebas en el mundo, y sería atribuiros la omnisciencia. Del mismo modo deduciríais de
la magnitud del mundo un grande poder en
su autor; mas convendréis que esto no tiene sentido más que relativamente a vuestra facultad de
comprender, y como no conocéis lo
posible para compararlo con la magnitud del mundo que conocéis, no podréis con tan pequeña medida llegar a la
omnipotencia de la causa primera. No
obtenéis, pues, por esto un concepto del Ser Supremo que sea determinado y baste a la teología, porque
no podéis hallar este concepto más que
en el de la totalidad de perfecciones compatibles con una inteligencia en que los datos puramente
empíricos no pueden serviros de ningún
auxilio. Por lo que, sin este concepto determinado, no podéis deducir una causa inteligente única, sino
solamente suponerla (para cualquier uso
que esto sea). Se puede sin duda (como la razón no tiene nada que pueda oponer con justo título)
permitiros añadir arbitrariamente
180
que cuando se halla tanta perfección, se puede muy bien
admitir toda perfección reunida a una
causa del mundo, puesto que la razón se
acomoda mejor teórica y prácticamente a un principio tan
determinado. Mas no podéis, sin embargo,
dar este concepto del Ser supremo como
probado para vosotros, puesto que no lo habéis admitido más que
para que esto sea más cómodo para
vuestra razón. No os lamentéis, pues; no
vayáis inútilmente contra la pretensión audaz de los que ponen en duda
la solidez de vuestros razonamientos;
esto sería una vana jactancia, que haría
creer que pretendéis disimular la debilidad de vuestro argumento, queriendo convertir una duda libremente
expresada sobre el valor de este
argumento en una duda impía sobre la santa verdad.
La teleología moral,
por el contrario, que no tiene un fundamento
menos sólido que la teleología física, pero que tiene la ventaja de descansar a priori sobre principios
inseparables de nuestra razón, suministra
lo que es necesario al establecimiento de una teología, es decir, un concepto determinado de la causa
suprema, concebida como causa del mundo
según leyes morales, y, por consiguiente, como una causa que satisface a nuestro objeto final
moral, lo que no supone nada menos que
la omnisciencia, la omnipotencia, la omnipresencia, etc., todos atributos que debemos concebir ligados y
adecuados al objeto final moral que es
infinito; y así es solamente como se puede obtener el concepto de una causa única del mundo, tal como lo exige
toda teología.
De esta manera,
también la teología conduce inmediatamente a la
religión,
es, decir, al
conocimiento de nuestros deberes como órdenes
divinas, puesto que el conocimiento de nuestro deber y del objeto
final que la razón nos propone para
ello, puede producir un concepto
determinado de Dios, y puesto que este concepto se halla así por su mismo origen inseparable de la obligación
para con este ser. Al contrario, aun cuando
se pudiera llegar por un procedimiento puramente teórico a un concepto determinado del Ser Supremo (es
decir, del Ser Supremo concebido
simplemente como causa de la naturaleza), sería todavía muy difícil, aun quizá imposible, sin tener
medios para una adición arbitraria, el
atribuir a este Ser, por medio de pruebas sólidas, una causalidad
regulada sobre leyes morales; y sin esto, no obstante, este
pretendido concepto teológico no puede
dar un concepto a la religión. Y aun cuando
se pudiera llegar a una religión por esta vía teórica, sería por el sentimiento que ella inspiraría (y que es en
esto lo esencial), bien diferente de
aquella en la cual el concepto de Dios y la convicción (práctica) de su existencia derivan de las
ideas fundamentales de la moralidad. En
efecto, si supusiéramos primero la omnipotencia, la omnisciencia y los demás atributos del Autor
del mundo, como conceptos sacados de
otra parte, para aplicar después nuestros conceptos de los deberes a nuestra relación con este ser,
estos conceptos tomarían el color de la
inocencia o de una sumisión forzada; al contrario, si la ley moral, por el libre respeto que nos inspira y
conforme al precepto de nuestra propia
razón, nos propone el objeto final de nuestro destino, admitiríamos entre nuestras ideas morales una causa que se
conformara con este objeto y pudiese
hacerlo posible, y llenos de un verdadero respeto por esta causa, sentimiento que es necesario
distinguir bien del temor físico, nos
someteríamos a ella voluntariamente150.
Si se pregunta
qué nos importa tener una teología en general, es claro que no es necesaria para la extensión o a la
rectificación de nuestro conocimiento de
la naturaleza, y en general para cualquiera teoría, sino solamente para la religión, es decir, para el
uso práctico, especialmente para el uso
moral de la razón, bajo el punto de vista subjetivo. Si, pues, se halla que el solo argumento capaz de conducir
a un concepto determinado del objeto de
la teología es
el argumento moral, y si se concede que este argumento no demuestra suficientemente la
existencia de Dios más que relativamente
a nuestro destino moral, es decir, bajo el punto de vista práctico, y que la especulación queda aquí
por completo extraña y no aumenta la
menor cosa del mundo la extensión de su dominio, no solamente no nos deberá admirar, sino que no
se podrá hallar la adhesión que reclama
este género de prueba insuficiente. En cuanto a la pretendida contradicción que se podría hallar entre lo
que afirmamos aquí de la posibilidad de
una teología, y lo que diría de las categorías la crítica de la razón especulativa, a saber, que ellas no
pueden producir un conocimiento más que
aplicándose a los objetos sensibles y no a lo supra-
181
sensible, basta para disiparla notar, que las categorías
aplicadas aquí a un conocimiento de
Dios, no lo son bajo el punto de vista teórico (de manera que determinen lo que es en sí su
impenetrable naturaleza), sino solamente
bajo el punto de vista práctico. Puesto que yo hallo la ocasión para poner fin a toda falsa interpretación de
esta doctrina de la crítica, que es tan
necesaria, y que con gran disgusto de los ciegos dogmáticos reduce la razón a sus límites, añadiré aquí la
aclaración siguiente:
Cuando yo
atribuyo a un cuerpo la fuerza motriz, y por consiguiente, lo concibo por medio de la categoría de la
causalidad, yo lo conozco por esto
mismo, es decir, determino el concepto de este cuerpo como objeto en general, por lo que en sí (como condición
de la posibilidad de esta relación) conviene
a este cuerpo como objeto de los sentidos. En efecto, como la fuerza motriz que yo le atribuyo es
una fuerza de repulsión, le es necesario
(aunque yo no coloque al lado d
e él otro cuerpo sobre el cual se ejerza esta fuerza) un lugar en el espacio, y
una extensión, es decir, que ocupe
cierta porción en aquel; además ocupa esta porción del espacio por las fuerzas repulsivas de sus partes; y, en fin,
él no tiene ley según la cual lo ocupe
(es decir, que la fuerza repulsiva de las partes debe decrecer en la misma proporción en que crece la extensión
del cuerpo, y el espacio que llena con
estas partes por medio de esta fuerza). Al contrario, cuando yo concibo un ser supra-sensible como el
primer motor, y por consiguiente, por
medio de la categoría de la causalidad aplicada a esta determinación del mundo (el movimiento de la
materia), yo no lo he de concebir en
cualquier lugar del espacio ni como extenso; yo no he de concebirlo ni aun como existente en el
tiempo, ni como existente con otro. Yo
no poseo, pues, ninguna de las determinaciones que podrían hacerme comprender la condición de la
posibilidad de la producción del movimiento para este ser como principio. Por
consiguiente, yo no lo conozco, en
manera alguna en sí por el predicado de la causa (como primer motor), sino que yo no tengo más que
la representación de una cierta cosa que
contiene el principio de los movimientos en el mundo, y la relación de estos movimientos a este ser,
como a su causa, no suministrándome por
otra parte nada que sea propio para la naturaleza de la cosa que es causa, deja por completo vacío
el concepto de esta causa.
La razón de esto es, que con predicados que no hallan su
objeto más que en el
mundo, puedo muy
bien llegar hasta la existencia de algo que
contenga el principio de este mundo, mas no basta la determinación
del concepto de este ser, en tanto que
ser supra-sensible, porque este concepto
rechaza todos estos predicados. Así pues, la categoría de la causalidad, determinada por el concepto de un
primer motor, no me enseña en manera
alguna lo que es
Dios; mas quizá
sería yo más afortunado, si buscase en
el orden del mundo un medio, no solamente de
concebir su causalidad como la de una inteligencia suprema, sino el conocerla por la determinación de este concepto,
puesto que la embarazosa condición del
espacio y el tiempo aquí ya desaparece. Sin
duda la gran finalidad que hallamos en el mundo nos obliga a concebir una causa suprema para esta finalidad, y su
causalidad como la de una inteligencia;
mas no tenemos el derecho por esto de atribuirle esta inteligencia (como, por ejemplo, podemos
concebir la eternidad de Dios o su
existencia en todos los tiempos, puesto que no podemos, por otra parte, formamos ningún concepto de la pura
existencia en tanto que magnitud, es
decir, en tanto que duración, o como podemos concebir la omnipresencia divina o la existencia de Dios
en todas partes, para explicarnos su
presencia inmediata en cosas exteriores las unas a las otras, sin que, no obstante, podamos atribuir
ninguna de estas determinaciones a Dios
como algo que nos sea conocido en sí). Cuando
yo determino la causalidad del hombre, relativamente a ciertas producciones que no son explicables más que
por una finalidad intencional, y
concibiéndola como una inteligencia de este ser, no hay razón para que yo me reduzca a esto, pues que
yo puedo atribuirle este predicado como
una propiedad muy conocida, y conocerle de este modo. Porque yo sé que las intuiciones son dadas a
los sentidos del hombre, y son
subsumidas por su entendimiento bajo un concepto, y por esto bajo una regla; que este concepto no contiene más
que un signo general (abstracción hecha
de lo particular) y así es discursivo; que las reglas de que se sirve para subsumir intuiciones dadas
bajo una conciencia en general, son
suministradas por este entendimiento anteriormente a estas intuiciones, etc.; yo atribuyo, pues, la
inteligencia al hombre, como una
propiedad por la cual le conozco. Mas si es permitido, y aun inevitable,
182
relativamente a cierto uso de la razón, concebir un ser
supra-sensible (Dios) c
omo inteligencia, no es permitido atribuírle esta
inteligencia, y lisonjearse de poderle
conocer por esto como por uno de sus atributos;
porque es necesario descartar aquí todas estas condiciones, bajo
las cuales solamente yo conozco un entendimiento.
Yo no puedo transportar a un objeto
supra-sensible el predicado que no sirve más que para la determinación del hombre, y por consiguiente,
yo no puedo conocer por una causalidad
así determinada lo que es Dios. Lo mismo sucede con todas las categorías que no tienen sentido para
el conocimiento, bajo el punto de vista
teórico, cuando no son aplicadas a objetos de experiencia posible. Mas, bajo otro punto de vista, yo
puedo y debo concebir aun un ser
suprasensible por analogía con un entendimiento, sin pretender conocerlo teóricamente por esto; es cuando
esta determinación de su causalidad
concierne a un efecto en el mundo que contiene un objeto moralmente necesario, pero imposible para
seres sensibles. Porque entonces se
puede fundar sobre propiedades y determinaciones de su causalidad concebidas en él simplemente por
analogía, un conocimiento de Dios y de
su existencia (una teología) que bajo el punto de vista práctico, pero solo bajo este punto de vista
(moral) tiene toda la realidad
necesaria. Hay, pues, una teología moral posible, porque si la
moral puede exceder a la teología en
cuanto a sus reglas, no puede en cuanto al
objeto final que proponen estas mismas reglas, a menos que no se renuncie a toda aplicación de la razón a la
teología. Mas una moral teológica (de la
razón pura) es imposible, porque las leyes que la razón no da por sí misma originariamente, y cuya
ejecución no ordena en tanto que
facultad pura práctica, no pueden ser morales. Del mismo modo, una física teológica no sería nada, porque no
propondría leyes físicas, sino mandatos
de una suprema voluntad, mientras que una teología física (propiamente físico-teleológica) puede al
menos servir de propedéntica a la
verdadera teología, sin poderla fundar sobre sus propias pruebas, despertando por la consideración de los fines
de la naturaleza, de que ofrece una rica
materia, la idea de un objeto final que la naturaleza no puede establecer, y por consiguiente,
excitando la necesidad de una teología
que determine el concepto de Dios de una manera suficiente para el uso práctico supremo de la razón.
FIN DE LA CRÍTICA DEL JUICIO
183
Observaciones sobre el sentimiento de lo
bello y lo sublime
1764
Primera sección
De los diferentes objetos del sentimiento de lo
sublime y de lo bello
Los diversos
sentimientos de placer o de pena, dependen menos de la naturaleza de las cosas exteriores que los
excitan, que de la sensibilidad
particular de cada hombre. De aquí proviene que los unos hallan
placer donde otros no experimentan más que
disgusto, y que la pasión del amor es
muchas veces un enigma para todos, o que este es vivamente contrariado por una cosa que es completamente
indiferente a aquel. El campo de las
observaciones de estas
particularidades de
la naturaleza humana se extiende muy
lejos, y aun oculta una rica provisión de
descubrimientos tan agradables como instructivos. Yo no dirigiré mi atención por el momento más que sobre algunos
puntos notables de este campo, y emplearé
má
s bien el ojo de un observador que el de un filósofo. Como el hombre no se encuentra
feliz más que en tanto que satisface una
inclinación, el sentimiento que le hace capaz de experimentar grandes goces, sin tener
necesidad por esto de talentos
extraordinarios, no es ciertamente, poca cosa. Personas muy
importantes que no conocen autor más
espiritual que su cocinero, ni obras de mejor
gusto que las que hay en su bodega, hallarán en propósitos cínicos y
en pesadas burlas, un placer tan vivo
como el de que se jactan personas
dotadas de una sensibilidad muy delicada. El rico que ama la lectura de los libros porque le distrae
extraordinariamente; el mercader que no
estima otro placer que el de que goza el hombre prudente que calcula
las ventajas de su comercio; el
voluptuoso que no ama las mujeres más que
por el goce físico; el aficionado a la caza que se complace en la de
las moscas, como Domiciano, o en la de
las bestias salvajes, como A..., todos
tienen una sensibilidad que los hace capaces de gozar a su
manera, sin tener necesidad de envidiar
otros placeres, o aun sin poder formarse una
idea de ellos; mas esto no es, sin embargo, lo que debe fijar mi
atención. Hay además un sentimiento más
delicado, al cual se da este epíteto, sea
porque de él se puede gozar mucho
más tiempo sin
hastío ni fatiga; sea porque suponga, por
decirlo así, cierta irritabilidad del alma, que la hace propia al mismo tiempo, para las buenas
inclinaciones; sea, en fin, porque
anuncie talentos y cualidades superiores de espíritu mientras que, por
el contrario, los demás sentimientos
pueden hallarse en el hombre más
desprovisto de ideas. Este es el sentimiento que quiero considerar
bajo uno de sus aspectos. Yo descarto de
él esta inclinación para los altos
conocimientos, y este atractivo al cual un Keplero era tan
sensible, cuando decía, como Bayle
refiere, que no daría uno de sus
descubrimientos por un reino. Este sentimiento es muy delicado para entrar en esta investigación, que no tocará
más que a este otro sentimiento de los
sentidos, del cual son capaces también las almas más comunes.
El sentimiento
delicado que queremos examinar aquí, comprende dos especies: el sentimiento de lo sublime y el
de lo bello. Los dos nos conmueven
agradablemente, mas de diversa manera. El aspecto de una cadena de montañas cuyas cimas cubiertas de
nieve se elevan sobre las nubes; la
descripción de un violento huracán, o la pintura que nos hace Milton del reino infernal, excitan en todos
una satisfacción mezclada de horror. Al
contrario, la vista de praderas esmaltadas de flores, valles donde revolotean ruiseñores y por donde pasan
numerosos rebaños; la descripción del
Elíseo, o la pintura que hace Homero de la cintura de Venus, nos causan también un sentimiento de
placer, pero que no tiene nada de
divertido y alegre. Para ser capaz de recibir la primera impresión en toda su fuerza, es necesario estar dotado
del sentimiento de lo sublime, y para
gozar bien de la segunda, del sentimiento de lo bello. Robles elevados y umbrías solitarias en un bosque
sagrado son sublimes; tallos de flores,
pequeños zarzales y árboles dispuestos en figuras, son bellos. La noche es sublime, el día es bello. Los
espíritus que poseen el sentimiento de
lo sublime son inclinados insensiblemente hacia los
184
sentimientos elevados de la amistad, del desprecio del
mundo, de la eternidad, por la calma y
el silencio de una soirée de verano, cuando la
luz brillante de las estrellas disipa las sombras de la noche, y cuando
la luna solitaria aparece en el
horizonte. El día brillante inspira el ardor del trabajo y el sentimiento de la alegría. Lo sublime
conmueve, lo bello encanta. La figura
del hombre absorbida por el sentimiento de lo sublime, es seria y alguna vez fija y elevada. Al
contrario, el vivo sentimiento de lo
bello se manifiesta por cierto esplendor brillante en los ojos, por la sonrisa, y muchas veces por una alegría
estrepitosa. Alguna vez el sentimiento
de lo sublime se halla acompañado de horror o de tristeza; en algunos casos de una tranquila admiración, y
en otros se halla ligado al de una
belleza extendida sobre un vasto plano. Yo llamaría la primera especie de sublime, lo sublime terrible, la
segunda, sublime noble, y la tercera,
sublime magnífico. Una profunda soledad es sublime, mas sublime terrible151. De aquí viene que las
soledades de una inmensa extensión, como
los pavorosos desiertos de Chamo en la Tartaria, han llevado siempre a la imaginación a colocar en
ellos sombras terribles, duendes y
fantasmas. Lo sublime debe siempre ser grande; lo bello puede también ser pequeño. Lo sublime debe ser
simple, lo bello puede ser arreglado y
adornado. Una gran altura es tan sublime como una gran profundidad; mas esta hace estremecerse, y
aquella excita la admiración. De un
lado, el sentimiento de lo sublime es terrible; de otro, es noble. El aspecto de una pirámide de Egipto, según
refiere Hasselquist, conmueve mucho más
que puede uno figurarse por una descripción escrita; mas la arquitectura de ella es simple y noble. La
iglesia de San Pedro de Roma es magnífica.
Como en este vasto y simple edificio, la belleza, por ejemplo, el oro, los mosaicos, etc., están de
tal modo repartidos que el sentimiento
que prevale es el de lo sublime, se llama este objeto magnífico. Un arsenal debe ser noble y
simple; un palacio de residencia
magnífico; un palacio de recreo, bello y adornado.
Una larga duración
es sublime. Si pertenece al pasado, es noble; si se coloca en un porvenir indefinido, tiene algo
de imponente. Un edificio que se remonta
a la más grande antigüedad, es respetable. La descripción
que hace Haller de la eternidad futura inspira un dulce
temor, y la que hace de la eternidad
pasada, una admiración fija.
Segunda sección
De las cualidades de lo sublime y de lo bello
en el hombre en general
La inteligencia es
sublime, el espíritu es bello. El atrevimiento es sublime y grande; la astucia, pequeña, pero
bella. La circunspección, decía Cromwell,
es la virtud de un burgomaestre. La veracidad y la rectitud son simples y nobles; la burla y la
adulación amable, son delicadas y
bellas. La gracia es la belleza de la virtud. La actividad desinteresada para prestar servicios es
noble; la urbanidad y la honradez, son
bellas. Las cualidades sublimes inspiran respeto; las bellas, amor. Las personas que están principalmente dispuestas
al sentimiento de lo bello, no buscan
amigos sinceros, constantes y verdaderos, más que en las circunstancias difíciles; escogen para su
sociedad amigos alegres, amables y
graciosos. Hay un hombre de tal naturaleza que se estima mucho, demasiado para poderle amar. Inspira
admiración, pero está muy por cima de
nosotros para que nos atrevamos a acercarnos a él con la familiaridad del amor.
Los que reunieran
en sí las dos clases de sentimientos hallarían que la emoción de lo sublime es más poderosa que la
de lo bello, pero que fatiga y no se puede
experimentar mucho tiempo, si no alterna con esta última o no se halla acompañada de ella152. Es
necesario que los grandes sentimientos a
que se eleva algunas veces la conversación en una sociedad escogida, se cambien de tiempo en
tiempo con ligeras bromas, y que las
figuras que agradan hagan, con las figuras serias que conmueven, un bello contraste que introduzca
alternativamente y sin esfuerzo las dos
especies de sentimiento. La amistad tiene principalmente el carácter de
lo sublime, el del amor, el de lo bello.
Sin embargo, la ternura y el profundo
185
respeto que entran en el amor, le comunican cierta dignidad
y cierta elevación, mientras que la
broma y la familiaridad le dan el color de lo
bello. La tragedia, según yo, se distingue principalmente de la
comedia, en que aquella excita el
sentimiento de lo sublime, mientras que esta
excita el de lo bello.
La primera, en
efecto, nos muestra generosos sacrificios por el bien de otros, resoluciones atrevidas, en el peligro,
y una fidelidad probada. El amor en ella
es melancólico, tierno y lleno de respeto. La desgracia de otro en ella excita en el alma del espectador
sentimientos simpáticos, y hace latir su
generoso corazón; entonces somos dulcemente conmovidos, y sentimos la dignidad de nuestra propia
naturaleza. Al contrario, la comedia
pone en escena ingeniosas tramas, intrigas sorprendentes, personas de espíritu que saben sacar partido
del asunto, tontos que se dejan engañar,
bufonerías, y ridículos caracteres. El amor no tiene en ella el aire de pena; es alegre y familiar. Aquí,
sin embargo, como en otras cosas, lo
noble puede juntarse a lo bello en cierta medida.
Los mismos
vicios y las faltas morales toman algunas veces algunos de los rasgos de lo sublime o de lo bello; al
menos hieren así nuestros sentidos,
cuando la razón no los ha juzgado todavía. La cólera de un hombre formidable es sublime, como la de
Aquiles en la Iliada. En general, los
héroes
de Homero son
sublimes en el género terrible; los de
Virgilio, lo son en el género noble. Hay algo de noble en la
venganza abierta y atrevida que persigue
un violento ultraje, y por ilegítima que
pueda ser, el relato que se nos hace de ella, nos causa una emoción mezclada de placer y de terror. Cuando Schah
Nadir fue atacado en su tienda por
algunos conjurados, Hanway refiere que exclamaba después de haber recibido ya algunas heridas y de
haberse defendido con desesperación:
Piedad, y os perdono a todos. Uno de ellos le respondía, levantando un sable sobre él: Tú no has
mostrado nunca piedad para nadie, y no
mereces ninguna. La audacia y la resolución en un malvado son muy dañosas, pero no podemos comprender
que se hable de ellas sin estar poseído
de las mismas, y entonces, aun cuando se le lleve al suplicio, ennoblece en cierto modo, el que
marche con fiereza y desdén.
Por otra parte, un proyecto de astucia bien concebido, aun
cuando tenga por objeto una picardía,
encierra algo que se refiere a un fin y hace reír. La coquetería en el buen sentido, es decir,
el deseo de seducir y encantar en una persona,
por lo demás graciosa, es quizá reprensible, pero no deja de ser bello, y se prefiere ordinariamente a
una continencia reservada y seria. El exterior
que agrada en las personas, se refiere tanto al uno como al otro sentimiento. Una alta estatura
inspira la consideración y el respeto; una
pequeña, inspira más bien la confianza. Los caballos castaños y las yeguas negras nos acercan al de lo sublime;
las yeguas cardosas y los caballos blondos
se aproximan más al
de lo bello. Una edad avanzada se asocia
bien con las cualidades de lo sublime, y la juventud con las de lo bello. La misma distinción se aplica también
a la diferencia de estados, y hasta en
los sentidos debe conservarse esta distinción. Las personas grandes deben vestirse con sencillez cuando
más con magnificencia; la compostura y
el adorno hacen mejor a las personas pequeñas. Colores sombríos y una disposición uniforme convienen
a la vejez; vestidos más claros y de un
color vivo y chillón, hacen brillar la juventud. En los diversos estados, en igualdad de fortuna y de
rango, el eclesiástico debe mostrar la
mayor sencillez, el hombre de Estado, la mayor magnificencia. El chichisbén puede hacer la toilette que le
agrade.
Aun en los
accidentes exteriores de la fortuna, se halla algo que, al menos conforme a la opinión de los hombres,
se refiere a estos sentimientos. El
nacimiento y los títulos hallan ordinariamente los hombres dispuestos al respeto. La riqueza sin
el mérito recibe homenajes desinteresados,
sin duda porque la idea que de ella formamos se junta a la de las grandes cosas que ella permite
realizar. Esta estima recae
ocasionalmente sobre muchos pícaros ricos, que no emprenderán jamás nada semejante, y que no tienen la menor idea
de los nobles sentimientos, únicos que
pueden hacer las riquezas estimables. Lo que agrava la desgracia de la pobreza, es el desprecio que
lleva consigo, y que el mérito no podrá
enteramente destruir, al menos a los ojos del vulgo, cuando el rango y los títulos no engañan este
sentimiento grosero de cualquier modo
para su ventaja.
186
No hay en la
naturaleza humana cualidades loables en que no se pueda ver descender por transiciones infinitas hasta
el último grado de la imperfección. La
cualidad de lo sublime terrible, desde que cesa de ser natural, viene a dar en lo raro153. Las cosas
exageradas, en las que se supone sublimidad,
aunque no presenten de ella casi nada; son
necedades154; el que ama lo extravagante y cree en ello, es caprichoso155; el gusto de las cosas exageradas hace lo
extravagante156. Por otra parte, el
sentimiento de lo bello degenera; cuando está enteramente dotado de nobleza, viene a ser insípido157. Un hombre
que cae en este defecto, cuando es
joven, es un bobalicón158; en una edad mediana es un fatuo159.
Y como es
principalmente a la vejez a la que es necesario lo sublime, un viejo fatuo, es la criatura más
despreciable del mundo, lo mismo que un
joven extravagante es lo más insoportable. La broma y el chiste se refieren al sentimiento de lo bello. Sin
embargo, se puede mostrar en esto mucha
razón , y por ello referirlos más o menos a lo sublime. Aquel cuya gracia no anuncia esta marcha, bromea160, el
que bromea sin cesar, es un simple161.
Se ven algunas veces personas prudentes bromear, y no es necesario poco espíritu para hacer descender
la razón de su puesto sin causar ningún
daño. Aquel cuyos discursos y acciones no distraen ni entretienen, es fastidioso162. El fastidioso
que busca, sin embargo, hacer lo uno o
lo otro, es insípido163. El insípido orgulloso, es un necio164 y 165.
Yo quiero hacer un
poco más clara, por medio de ejemplos, esta
singular investigación de las debilidades humanas, porque cuando no
se tiene el buril de Hogarth, es
necesario suplir con descripciones lo que
falta a la expresión del dibujo. Afrontar resueltamente los peligros
para defender los derechos de su patria
o de sus amigos, es sublime. Las
cruzadas y la antigua caballería, eran raras; los duelos, miserables
restos de las falsas ideas que ésta se
había formado del honor, son necedades.
Retirarse tristemente del ruido del mundo porque nos hallamos justamente fatigados, es noble. La piedad
solitaria de los antiguos anacoretas,
era rara. Refrenar sus pasiones por principios, es sublime. Las maceraciones, los votos y las demás virtudes
monacales, son necedades. Huesos santos,
madera santa y otras bagatelas de este género,
comprendiendo entre ellos los santos escrementos del gran
Lama del Thibet, son necedades. Entre
las obras del espíritu y del sentimiento, los
poemas épicos de Virgilio y de Klopstok, entran en el género noble,
los de Homero y de Milton, en lo
gigantesco166. Las Metamorfosis de Ovidio,
son necedades, y todas las necedades de este género, los cuentos de
hadas nacidos de la chochez francesa,
son los más miserables que se puede
imaginar. Las poesías de Anacreonte se hallan muy cerca de las que
se dicen tonterías.
Las obras de
inteligencia, en tanto que los objetos a que se consagran tienen también alguna relación con el
sentimiento, se distinguen por los mismos
caracteres. La idea matemática de la magnitud inmensa del universo, las meditaciones de la metafísica
sobre la eternidad, la Providencia, la
inmortalidad del alma, tienen cierta dignidad y contienen algo de sublime. En desquite la filosofía se
deshonra muchas veces con vanas sutilezas,
y sea cualquiera la profundidad que parezcan anunciar, las cuatro figuras silogísticas, no merecen
menos ser colocadas entre las necedades
de la escuela.
En las cualidades
morales, la virtud solo es sublime. Hay, sin
embargo, buenas cualidades morales que son amables y bellas, y que conformándose con la virtud, pueden
considerarse como nobles, sin tener
precisamente el derecho de ser colocadas en el número de los sentimientos virtuosos. Este juicio puede
parecer, sutil y embrollado; expliquémonos.
No se puede ciertamente llamar virtuosa esta disposición de espíritu, que es el origen de ciertas
acciones, a las cuales podría la virtud
inclinarse también, pero que derivando de un principio que no se conforma más que accidentalmente con la
virtud, puede también por su naturaleza
misma, hallarse en contradicción con las reglas universales de la misma. Cierta ternura del corazón, que se
cambia fácilmente en un vivo sentimiento
de compasión, es bella y amable, porque ella anuncia esta benevolente simpatía por la suerte de
otros hombres, a la cual, tienden
igualmente los principios de la virtud. Mas esta pasión benevolente, es débil, y siempre ciega.
Suponed, en efecto, que os obliga a
socorrer con vuestro dinero a un desgraciado, pero que hayáis contraído
187
una deuda para con nosotros, y que os habéis colocado por
ella fuera de poder
cumplir el estrecho
deber de la honradez; evidentemente vuestra
acción no ha podido provenir de una disposición verdaderamente virtuosa, porque una disposición tal no os
habría llevado a sacrificar al
entrañamiento de la emoción, una obligación más sagrada. Si, por el contrario, la benevolencia universal proviene
en vosotros de un principio, al cual subordináis
todas vuestras acciones, la piedad por los
desgraciados, subsiste siempre, pero considerándola bajo un punto
de vista más elevado, le conserváis su
verdadero puesto en el conjunto de
nuestros deberes; porque si la benevolencia general es un principio
de simpatía por los males de nuestros
semejantes, es también un principio de
justicia, que os ordena no practicar esta acción. Desde que este sentimiento ha tomado el carácter de
universalidad que le conviene, es
sublime, pero más frío. Porque no es posible que nuestro corazón
esté lleno de ternura por todo hombre, y
que cada nueva desgracia extraña le
sumerja en la pena; además, el hombre virtuoso no cesaría de derretirse en lágrimas como Heráclito, y toda esta
bondad de corazón , no serviría más que
para hacer un tierno perezoso167.
En el número de
los buenos sentimientos que son bellos y amables sin ser el fundamento de una verdadera virtud, es
necesario contar también la
complacencia, o esta inclinación que nos lleva a hacernos agradables
a los demás, mostrándoles amistad, accediendo
a sus deseos, y conformando nuestra
manera de ser con sus sentimientos. Esta afabilidad seductora es bella, y la flexibilidad de un
corazón donde reina denota la bondad.
Mas está tan lejos de ser una virtud, que si principios superiores no le fijan límites y no le debilitan, puede
engendrar todos los vicios. Porque sin
considerar que esta complacencia, por las personas que tratamos viene a ser muchas veces injusticia,
para aquellas que viven fuera de este
pequeño círculo, un hombre que se entregase por completo a esta inclinación, podría tomar todos los
vicios sin estar naturalmente dispuesto
a ello sino por el deseo de agradar. Así es que, por efecto de una muy amable complacencia, vendría a ser
embustero, holgazán, borracho, etc.,
porque no obra conforme a reglas de buena conducta, sino
conforme a una inclinación que es bella en sí, pero que
viene a ser insípida cuando no tiene
sostén ni principios.
La virtud no puede,
pues, ser ingerida más que sobre principios que la hagan tanto más sublime y tanto más noble cuanto
son más generosos. Estos principios no
son reglas especulativas, sino la conciencia de un sentimiento que existe en el corazón de todo
hombre, y que se extiende mucho más
lejos que los principios particulares de la piedad y de la complacencia. Yo creo abrazarlo todo,
llamando este sentimiento el sentimiento
de la belleza y de la dignidad de la naturaleza humana. El sentimiento de la belleza de la naturaleza
humana es el principio de la benevolencia
universal, el de su dignidad, el de la estima universal; y si este sentimiento toca a su más alta
perfección en el corazón de alguno, este
hombre se amará y se estimará, pero solamente, como uno de aquellos a los cuales se extiende su vasto y
noble sentimiento.
Esto no es que,
subordinado a una inclinación tan general nuestras inclinaciones particulares, podamos asignar
ciertas proporciones a nuestras
inclinaciones benevolentes y adquirir esta noble creencia que es la belleza de la virtud.
Considerando la
debilidad de la naturaleza humana y la poca
influencia que
el sentimiento moral
universal habla de ejercer sobre la
mayor parte de los corazone
s, la Providencia ha puesto en nosotros, como suplementos a la virtud, estas inclinaciones
auxiliares que, llevando a bellas
acciones ciertos hombres poco capaces de dirigirse conforme a principios, pueden servir también para
estimular a los demás. La piedad y la
complacencia son principios de bellas acciones, que serían quizá ahogadas sin esto por el interés personal;
pero estos no son, como hemos visto,
principios inmediatos de virtud, aunque sean ennoblecidos por su parentesco con la virtud y aunque tomen su
nombre. Yo puedo, pues, llamarlas
virtudes adoptivas, para distinguirlas de aquella que se funda sobre principios, y que es la verdadera
virtud. Aquellas son bellas y de
atractivo, ésta sola es sublime y respetable. Se llama buen corazón
el natural en que reinan los buenos
sentimientos, y bueno, el hombre que
188
posee este natural; mientras que se atribuye con razón un
noble corazón a aquel que es virtuoso
por principios, y se le da el título de hombre de bien. Estas virtudes adoptivas tienen al
menos una gran semejanza con la verdadera,
en que contienen el sentimiento de un placer inmediatamente ligado a las acciones buenas y benévolas. El
hombre bueno sin ninguna mira ulterior,
y por un efecto inmediato de su complacencia, os mostrará la dulzura y la honradez y experimentará una
piedad sincera por la desgracia de otro.
Mas como esta
simpatía moral no basta todavía para llenar la pereza natural del
hombre para obrar
por razón del interés general, la Providencia
ha puesto todavía en nosotros cierto sentimiento delicado destinado a excitarnos o a servir de
contrapeso al grosero egoísmo y a las
voluptuosidades vulgares. Quiero decir el sentimiento del honor y de
su consecuencia, la vergüenza. La opinión
que los demás pueden tener de nuestro
mérito y el juicio que pueden formar sobre nuestra conducta, son motivos muy poderosos y que obtienen de
nosotros muchos sacrificios, y lo que la
mayor parte de los hombres no hubiera hecho, ni por un movimiento inmediato de bondad, ni por
respeto a los principios, sucede muchas
veces por efecto de una simple deferencia a la opinión, muy útil, pero también muy superficial de los demás hombres,
como si el juicio de otro determinara
nuestro mérito y el de nuestras acciones. Lo que sucede por este impulso no es en manera alguna
virtuoso; así el que quiere pasar por
tal, oculta cuidadosamente el motivo que lo determina. Este impulso no está tan cerca de la verdadera virtud como
la bondad, porque no es inmediatamente
determinado por la belleza de las acciones, sino por el estado que produce en otro. Yo puedo, pues,
como el sentimiento del honor es un
sentimiento delicado, llamar todo lo que este sentimiento produce semejante a la virtud, una brillante
apariencia de virtud168.
Si comparamos
los diferentes naturales de los hombres, en tanto que una de estas tres especies de sentimiento
domina y determina su carácter moral,
hallaremos que cada una de ellas se halla estrechamente ligada con uno de los temperamentos que se distinguen
ordinariamente, y que además, el defecto
del sentimiento moral es principalmente el propio del
flemático. Esto no es que el signo característico de estos
diversos naturales descanse sobre los
rasgos que consideramos aquí, porque en la
distinción que se hace ordinariamente, se piense principalmente en
los sentimientos más groseros, como en
el interés personal, la voluptuosidad vulgar, etc., que no debemos examinar en este
tratado. Mas los sentimientos morales
más delicados que estudiamos, pueden muy bien ir con tal o cuál de estos temperamentos, y se
hallan ligados a ellos la mayor parte
del tiempo.
Un sentimiento íntimo
de la belleza y de la dignidad de la naturaleza
humana, la resolución y la fuerza de referir a ella todas sus
acciones como a un principio universal,
son cosas serias y que no conforman ni
con un carácter jovial y ligero, ni con la movilidad de un aturdido.
Se aproximan aun a la melancolía, en
tanto que este sentimiento dulce y noble
nace del temor que experimenta un alma en presencia de ciertos obstáculos, cuando llena de una gran
resolución, ve los peligros a que debe
sobreponerse, y que tiene ante sus ojos una difícil, pero grande victoria que obtener sobre sí misma. La
verdadera virtud, la que se funda sobre
principios, lleva en sí algo que parece conformar con el carácter melancólico, en el sentido templado de la
palabra.
La bondad, esta
belleza y esta sensibilidad delicada del corazón que viene a ser en los casos particulares piedad
o benevolencia, según la ocasión,
está sometida al
cambio de las circunstancias, y como el
movimiento del alma no depende en esto de un principio general,
toma fácilmente diversas formas, según
que los objetos se presenten bajo tal o
cuál aspecto. Cuando esta inclinación tiende a lo bello, parece unirse
más naturalmente al temperamento que se
llama sanguíneo, el cual es ligero y
entregado a los placeres. En este temperamento es en donde habríamos
de buscar las cualidades amables que hemos
llamado virtudes adoptivas.
El sentimiento
del honor es ordinariamente mirado como un signo de complexión colérica, y podemos hallar aquí
ocasión de investigar, para retratar tal
carácter, las consecuencias morales de este sentimiento
189
delicado, que la mayo
r parte del tiempo no tiene por objeto más que la envidia de brillar.
No hay hombre en el
cual no se halle algún rasgo de sentimiento
delicado, pero el carácter más desprovisto de esta especie de
sentimiento, aquel en que se nota
principalmente lo que se llama relativamente
insensibilidad, es el carácter flemático, que se mira aun como privado
de los móviles más groseros, tales como
el amor al dinero, etc., móviles que
podemos, en todo caso, dejar, porque no entran en este plan.
Consideremos,
sin embargo, más de cerca los sentimientos de lo bello y lo sublime, principalmente en tanto que son
morales, en sus relaciones con la
división establecida de los temperamentos.
Aquel cuya
sensibilidad se inclina a lo melancólico, no se llama así porque se prive de los goces de la vida y se
abandone a una sombría tristeza, sino porque
sus sentimientos le llevarán más bien hacia este estado que a ningún otro, si se elevan a
cierto grado, o si reciben por
cualquiera causa una falsa disección. Hay, principalmente, el
sentimiento de lo sublime. La misma
belleza, a la cual nos mostramos muy sensibles,
no debe solamente encantarle, es necesario que le conmueva, inspirándole la admiración. El goce de los placeres
es más serio en él, sin que por esto sea
menor. Las emociones de lo sublime tienen algo de más seductor para él que los frívolos atractivos
de lo bello. Su bienestar tendrá más
contento que viveza. Es constante; así subordina sus sentimientos a los principios. Aquellos se hallan tanto
menos sujetos a la inconstancia y al
cambio, cuanto estos son más generosos, y cuanto el sentimiento que debe dominar los demás es más extenso. Todos
los principios particulares de las
inclinaciones se hallan sometidos a muchas excepciones y vicisitudes, cuando no derivan de este modo,
de un principio superior. El vivo y
amable Alcesto dice: «Yo amo y estimo a mi mujer, porque es bella, halagüeña y sensata.» Mas si una
enfermedad la desfigura, o la edad la
vuelve adusta, o si cuando se haya disipado el primer encanto no os parece más sensata que otra, ¿qué sucederá?
¿Qué vendrá a ser vuestra inclinación
cuando no tenga pretexto? Ved, al contrario al sabio y
benévolo Adrasto que se dice a sí mismo: «Yo mostraré a
esta persona afección
y estima, porque es mi mujer.» Esta manera de pensar es
noble y generosa. Los atractivos
efímeros tienen bella desaparición; ella no es
menos su mujer. El noble principio subsiste, y no está sometido a
las circunstancias exteriores. Tal es el
carácter de los principios comparados
con los movimientos que hacen nacer las circunstancias exteriores; y
tal es el hombre que obra conforme a principios,
comparado con el que sorprende la
ocasión de un buen y generoso movimiento. ¿Qué será, pues, si la voz de su corazón habla así? Yo debo
socorrer este hombre, porque sufre; esto
no es que sea mi amigo o compañero; esto no es que yo lo crea capaz de pagar un día mi beneficio con su
reconocimiento; no se trata en este
momento de razonar o de concretarse a cuestiones; es un hombre, y todo lo que toca a los hombres me toca
también. Su conducta se apoya entonces
sobre el más alto principio de benevolencia que puede haber en la naturaleza humana, y es por completo
sublime, tanto por la invariabilidad de
este principio como por la universalidad de su
aplicación.
Continúo mis
observaciones. El hombre de un humor melancólico, se inquieta poco por el juicio de los demás, y
de lo que ellos puedan tener por bueno o
verdadero; no se fía más que de sus propias luces; como da a sus motivos el carácter de principios, no es
fácil reducirle o llevarle a otras
ideas; su constancia degenera en obstinación alguna vez. Ve con indiferencia el cambio de las modas, y
desprecia su efecto. La amistad es un
sentimiento que le conviene, porque es sublime. Puede muy bien perder un amigo inconstante; mas éste no lo
perderá tan pronto; el recuerdo mismo de
una amistad extinguida es todavía respetable a sus ojos. Para él la afabilidad es bella, pero un
silencio elocuente es sublime. Guarda
fielmente sus secretos y los de los demás. Halla la veracidad sublime, y odia la mentira y la disimulación.
Tiene un elevado sentimiento de la
dignidad de la naturaleza humana. Se estima a sí mismo, y tiene a cada hombre por una criatura
que merece la estima. No soporta ninguna
baja servidumbre, y su noble corazón no respira más que por la libertad. Todas las cadenas le son
odiosas, desde las cadenas doradas que
se llevan al cuello, hasta las de pesado hierro que se llevan
190
en los presidios. Es un juez severo para sí mismo y los
demás, y le hallaréis de una vez
descontento de sí mismo y disgustado del mundo.
Cuando este carácter
viene a degenerar, la gravedad inclina a la
tristeza, la piedad al fanatismo, el amor de la libertad al entusiasmo.
La ofensa y la injusticia encienden en
él el deseo de la venganza; entonces es muy
formidable, porque desafía el peligro y desprecia la muerte. Si su sensibilidad se halla turbada, y su razón no
está suficientemente esclarecida, cae en
lo raro. Inspiraciones, apariciones, tentaciones, todas estas cosas le asaltan. Su inteligencia es
todavía más débil, cae todavía más bajo,
en las necedades. Sueños proféticos, presentimientos y milagros, he aquí lo que hay para él. Corre
el riesgo de llegar a lo caprichoso o
extravagante.
En el hombre
cuyo temperamento es sanguíneo, el sentimiento de lo bello domina. Así sus amigos son alegres y
vivos. Si no se manifiesta alegre, es
que está descontento; porque no sabe casi encerrar en sí mismo su satisfacción. Halla la variedad bella, y
ama el cambio. Busca la alegría en sí mismo
y alrededor de sí; alegra a los demás, y se muestra buen compañero. Tiene mucha simpatía moral. Goza
con la alegría de los demás, y padece
con sus pesares. Su sentimiento moral es bello; mas no descansa sobre principios; al contrario,
depende siempre inmediatamente de la
impresión del momento. Es amigo de todos los hombres, o lo que viene a ser lo mismo, no es propiamente amigo
de nadie, aunque sea bueno y benévolo.
No disimula. Hoy tendrá para nosotros maneras
afables y amistosas, y mañana, si estamos enfermos o en la desgracia,
se hallará verdadera y sinceramente
enternecido, pero se separará de
nosotros dulcemente, hasta que las circunstancias hayan cambiado. No hagáis jamás de él un juez; las leyes son
ordinariamente muy severas para él, y se
deja seducir por las lágrimas. Es un santo malvado, porque no es ni absolutamente bueno, ni absolutamente
malo. Se extravía muchas veces, y viene
a ser vicioso, más por complacencia que por inclinación. Es generoso y bienhechor, mas paga mal a sus
acreedores, porque tiene más bien bondad
que sentimiento de la justicia. Nadie tiene tan buena opinión de su corazón , como él mismo. Aun
cuando no tiene mucha
estima para sí, no se deja de amar. Cuando su carácter
declina, cae en lo insípido, es decir,
en las bagatelas y en las puerilidades. Si la edad no disminuye su vivacidad o no le da más
inteligencia, corre el riesgo de venir a
ser un viejo fatuo.
Aquel a quien se
atribuye una naturaleza colérica, tiene un sentimiento dominante por esta especie de sublime, que se
puede llamar lo magnífico. Lo
magnífico es
propiamente como la aparencia de lo sublime, o como un color muy
chillón que nos
oculta el interior de la cosa o de la persona,
el cual es quizás ordinario y malo, y nos engaña y atrae por el
aparato exterior. Del mismo modo que un
edificio recubierto de una materia que
representa piedras talladas, produce una impresión tan grande como si fuera construido de esta manera, y las
cornisas y las pilastras despiertan en
nosotros la idea de la solidez, aunque no tengan sostén, y ellas no sostengan nada; del propio modo brillan las
virtudes ficticias, oropel de sabiduría
y mérito en pintura.
El colérico
juzga su propio mérito y el valor de sus acciones conforme a la apariencia que pueden tener a la vista
de los demás. Es indiferente a la,
cualidad interior de las cosas y a los motivos de las acciones; no se halla animado de ninguna verdadera benevolencia,
ni atraído por la estima169. Su conducta
es artificial. Es necesario que sepa colocarse en diferentes puntos de vista, a fin de juzgar
el efecto que producirá según las
diversas posiciones del espectador, porque no se inquieta de lo que es, sino de lo que aparece. Es necesario que
conozca bien el efecto que su conducta
debe producir fuera, sobre el gusto en general, y las diversas impresiones que hará nacer. Como esta
atención y esta prudencia exigen mucha
sangre fría y no dejarse cegar por el amor, la piedad ni la simpatía, se evitará también muchas locuras y disgustos
en los cuales cae el hombre de
temperamento sanguíneo que se entrega al entrañamiento del primer sentimiento. Así parece ordinariamente
más razonable que lo es en efecto. Su
benevolencia no es más que urbanidad; su estima, ceremonia; su amor, lisonja estudiada. Está
siempre satisfecho de sí mismo, cuando
toma el aire de un amante o de un amigo, y no es jamás ni lo uno ni lo otro. Busca el brillar por todos
modos; mas como todo en él
191
es artificial y ficticio, es ruin y pequeño. Obra conforme
a princi
pios más que el de
temperamento sanguíneo, que no se conmueve más que por impresiones accidentales; pero sus principios
no son los de la virtud; estos son los
del honor. No tiene el sentimiento de la belleza o el del valor de sus acciones, sino que no piensa más
que en el juicio que de él formará el
mundo. Como su conducta, cuando no se ven sus motivos; es por lo demás casi tan generalmente útil como
la virtud misma, obtiene del vulgo la misma
estima que el hombre virtuoso, mas él se oculta
cuidadosamente a los ojos más penetrantes, porque sabe que el descubrimiento de los motivos que le
determinan secretamente, le quitarían la
estima. Así está muy sujeto a la disimulación; hipócrita en religión, adulador en el trato social,
cambiando según las circunstancias en
los partidos políticos. Se hace voluntariamente esclav
o de los grandes,
para venir a ser por este medio el tirano de los pequeños. La ingenuidad, esta bella y noble simplicidad que lleva el
sello de la naturaleza y no del arte, le
es completamente extraña. Es por lo que cuando sa gusto degenera, el estrépito que produce viene a
dar en gritos, es decir, brilla de una
manera desagradable. Su estilo y su compostura caen entonces en un galimatías y en la exageración, especie de
necedad que es para lo magnífico lo que
lo bizarro o lo fantástico, es a lo sublime serio. Cuando está ofendido, recurre a los duelos o a los
procesos, y en sus relaciones civiles no
se ocupa más que de sus antepasados, de su rango y de sus títulos. En tanto que no es más que vano, es
decir, en tanto que no busca más que el
honor y no piensa más que en agradar a la vista, es ya insoportable; mas si falto de toda
superioridad real y de todo talento, está
lleno de orgullo, viene a ser precisamente, como él más temería
aparecer, un loco.
Como en el
carácter flemático no entra ningún elemento de lo sublime o de lo bello, al menos en un grado que
merezca llamar la atención, este carácter
no pertenece al conjunto de nuestras observaciones.
De cualquier
especie que sean los sentimientos delicados de los que nos hemos ocupado hasta aquí, que sean
sublimes o bellos, es su suerte común de
aparecer siempre falsos y absurdos a aquel que no es
decididamente llevado a ellos por la naturaleza. Un hombre
que no ama más que las ocupaciones
tranquilas y útiles, falto, por decirlo así, de
órganos para sentir lo que hay de noble en un poema o en una virtud heroica, prefiere Robinson a Grandisson, y
Catón no es para él más que un loco
obstinado. Del mismo modo, personas de un natural más serio hallan insípido lo que es un atractivo para
los demás, y la simplicidad ingenua de
una pastoral o égloga les parece insípida y pueril. Y aun los que no están enteramente privados de estos
sentimientos delicados son afectados por
ellos de muy diversas maneras, y se ve que este halla noble y lleno de confianza lo que aquel halla
grande, pero bizarro. Las ocasiones que
hemos tenido de observar el gusto en cosas que no tienen carácter moral, nos suministran el medio de
deducir con bastante verosimilitud el
carácter de las facultades superiores de su espíritu, y aun de los sentimientos de su corazón. Yo
supondría muy bien que aquel que hallara
el fastidio en una bella música, no es muy sensible a las bellezas del arte de escribir, o a las delicadas
seducciones del amor.
Hay cierto espíritu
de bagatelas170 que anuncia una especie de
sentimiento delicado directamente opuesto a lo sublime. Es el gusto
de las cosas que suponen mucho arte y
piden mucho trabajo, como los versos que
se pueden leer al revés, enigmas, sortilegios, logogrifos, etc. Este es el gusto de todo lo que es compuesto
y arreglado con mucho ingenio, mas sin
ningún objeto de utilidad, por ejemplo, libros
cuidadosamente arreglados sobre las largas tablas de una
biblioteca, donde se pasea una cabeza
vacía que se concreta a mirarlos;
departamentos adornados como los gabinetes de óptica, sostenidos con
la mayor propiedad, más habitados por un
huésped duro y díscolo. Es el gusto, en
fin, de todo lo que es raro, por mediano que pueda ser por otra parte su valor intrínseco, como la lámpara de
Epicteto, un guante del rey Carlos XII,
y bajo cierto respecto las medallas. Se puede suponer que los que tienen estos gustos son quisquillosos y
raros en la ciencia, y que no tienen en
sus costumbres el sentimiento de lo que es bello y noble en sí.
Nosotros tenemos
muchas veces la culpa de acusar a los que no
perciben el valor o la belleza de lo que nos inspira o nos encanta, por
no
192
comprenderlo. No se trata tanto aquí de lo que comprende
nuestra inteligencia, como de lo que
experimenta nuestra sensibilidad. Sin embargo,
las facultades del alma se hallan tan íntimamente ligadas, que se puede las más veces juzgar de los dones del
espíritu por la manera en que el
sentimiento se manifiesta. Porque es en vano que estos dones hubieran sido prodigados a aquel que no
tuviera al mismo tiempo un vivo
sentimiento de lo que es verdaderamente noble o bello, y que no
hallara en esto un móvil para hacer de
estos dones un uso bueno y legítimo171.
Se llama ordinariamente
útil, lo que puede satisfacer las necesidades
más groseras, como lo que puede procurarnos lo superfluo en la comida
y la bebida, o el lujo en nuestro
vestido, en nuestros muebles, y la
prodigalidad en los festines. Yo no veo, sin embargo, por qué no se
pone entre las cosas útiles igualmente
todo lo que nos hacen desear nuestros
más vivos sentimientos. Si se estima todo sobre esta base, el que no
tiene otra guía que el interés personal,
no será jamás un hombre con quien se
pueda razonar sobre las cosas que exigen un gusto delicado. Para
este hombre una gallina valdrá
ciertamente más que un papagayo, una holla
de hierro más que un vaso de porcelana, un labrador más que todas las cabezas sabias del mundo, y tendrá como una
gran falta el darse tanto trabajo para
descubrir la distancia de las estrellas fijas, como por no haber hallado el mejor medio de servirse de la
carne. ¡Mas qué locura discutir aquí,
puesto que nuestros sentimientos no se conforman, y es imposible ponerlos de acuerdo! Sin embargo, no es el
hombre, por groseros y vulgares que sean
sus sentimientos, el que no puede apercibirse de que los encantos y goces de la vida; los menos
indispensables en apariencia, atraen
casi todos nuestros cuidados, y que si queremos excluirlos, casi todos nuestros esfuerzos serían sin motivo y
sin objeto. Del mismo modo no hay nadie
bastante grosero para no presentir que una acción moral, al menos en otro, nos atraerá tanto más cuanto
sea desinteresada, y cuanto sus motivos
sean más nobles.
Cuando yo observo
alternativamente la parte noble y la débil del
hombre, me repruebo a mí mismo de no poderme colocar bajo el punto
de vista en que se ven armonizarse estos
contrastes, de manera que den un
carácter imponente al gran cuadro de la naturaleza humana.
Porque yo no ignoro que las posiciones
más grotescas, referidas al gran plan de la
naturaleza, no pueden causar más que una noble impresión, aunque tengamos la vista muy corta para recibirlas
bajo este respecto. Sin embargo, para
tirar un golpe de vista rápido sobre este plan, yo creo poder agregar las observaciones siguientes.
Aquellos de entre los hombres que obran
conforme a principios, son poco numerosos, y esto es un bien en definitiva, porque es fácil
extraviarse en estos principios, y el
daño que de esto resulta, es tanto mayor, cuanto los principios son
más generosos, y la persona que somete a
ellos su conducta es más constante. Los
que obedecen a buenas inclinaciones, son más numerosos, y esto es excelente, aunque no se pueda casi hacer de
ello un mérito para los individuos;
porque si estos instintos virtuosos engañan alguna vez, atestiguan el uno en el otro, el gran objeto
de la naturaleza, como los otros
instintos que dirigen tan regularmente el mundo animal. Los que tienen siempre ante los ojos su querido yo, y
refieren a él todos sus esfuerzos, y
para el que el interés personal es un gran eje alrededor del cual quisieran hacer girar todo, son los más
numerosos; y no se puede en esto tener
nada más ventajoso, porque estos son los más activos, los más arreglados y los más prudentes. Dan a todo la
consistencia y la solidez, concurriendo,
sin quererlo, a la utilidad general, y suministrando los materiales y los fundamentos sobre los cuales
almas más delicadas pueden esparcir la belleza
y la armonía. En fin, el amor del honor está en
todos los corazones, aunque diversamente distribuido, lo que debe dar
al conjunto una belleza arrebatadora.
Porque aunque la ambición sea una
locura, cuando se hace de ella la regla única a la cual se refieren
todas sus demás inclinaciones, ello es,
sin embargo, excelente como móvil auxiliar.
En efecto, obrando en este gran teatro conforme a sus inclinaciones dominantes, cada uno obedece al mismo tiempo
a un móvil secreto que le lleva a
colocarse en un punto de vista extraño, para poder juzgar la impresión que su conducta debe producir sobre
los demás. Así es, que los diversos
grupos se reunirán en un cuadro de un magnífico efecto, en donde la unidad reine en medio de la
variedad, y en cuyo conjunto sobresalgan
la belleza y la unidad de la naturaleza humana.
193
Tercera sección
De la diferencia de lo sublime y de lo bello en
la relación de los sexos
El primero que comprendió
todas las mujeres bajo la denominación de
bello sexo, quiso quizá decirles algo lisonjero, mas sin duda lo
encontró más justo que lo creía él mismo.
Porque sin considerar que su figura es en
general más fina, sus rasgos
más delicados y más
dulces, su fisonomía más significativa y
de más atractivo en la expresión de la amistad, de la broma y de la afabilidad que entre los
hombres, y sin hablar de esta virtud
mágica y secreta por la cual nos disponen y nos apasionan para
juzgarlas de una manera favorable, se
nota principalmente en el carácter de este
sexo rasgos particulares que lo distinguen claramente del nuestro, y
que son principalmente notados con el
sello de la belleza. De otro lado,
nosotros podríamos reivindicar la denominación de sexo noble, si no fuera deber de un noble carácter el rechazar
los títulos de honor, y querer mejor
darlos que recibirlos. Esto no significa que se deba entender por esto que a la mujer falten cualidades nobles,
o que el hombre no pueda tener ninguna especie
de belleza; al contrario, se quiere que cada sexo reúna estos dos géneros de cualidades, mas de
tal suerte, que en la mujer todas las otras
ventajas concurran a revelar el carácter de la belleza, al cual debe referir todo lo demás; mientras que
por el contrario, lo sublime debe ser el
signo característico del hombre, y dominar visiblemente todas sus cualidades. Tal es el principio que debe
dirigir todos nuestros juicios, sean de
censura o de elogio, sobre los dos sexos; el mismo que hay que tener en cuenta en toda educación, en todo
esfuerzo emprendido para conducir el uno
al otro a su perfección moral, si no se quiere borrar enteramente esta diferencia halagüeña que la
naturaleza ha puesto entre ellos. Porque
no basta representarse que hay criaturas humanas ante nuestra vista; no se debe olvidar que estas
criaturas no son todas del mismo género.
Las mujeres
tienen un sentimiento innato y poderoso por todo lo que es bello, elegante y adornado. Ya en la
infancia aman ellas la compostura. Son
propias y muy sensibles para todo lo que puede causar gu
stos. La lisonja les
agrada, y se les puede entretener con bagatelas, con tal de que estén alegres y contentas. Tienen, desde muy
temprano, maneras modestas; saben darse
un aire fino, y poseerse por sí mismas en una edad en que la juventud más elevada del otro sexo
es todavía intratable, torpe y
embarazada. Tienen mucha simpatía, bondad y compasión. Prefieren lo bello a lo útil: así son voluntariamente
económicas para lo superfluo de sus
gastos de manutención, con el fin de poder gastar más en su toilette y compostura. Son muy sensibles a la más
pequeña ofensa, y muy hábiles para notar
la más ligera falta de atención y de estima. En una palabra, representan en la naturaleza humana el
predominio de las bellas cualidades
sobre las nobles, y sirven aun para civilizar al sexo masculino.
Se me
dispensará, así lo espero, de la enumeración de las cualidades de los hombres análogas a las de que he
hablado, y nos contentaremos con
considerarlas, refiriendo las unas a las otras. «El bello sexo tiene tant
o espíritu como el sexo masculino, pero es del bello
espíritu, mientras que el nuestro es un
espíritu profundo, expresión idéntica a la de lo sublime.»
Es propio de las
acciones bellas indicar una gran facilidad, y parecer que se han ejecutado sin ningún trabajo; al
contrario, grandes esfuerzos, dificultades
enormes, excitan la admiración y pertenecen a lo sublime. Profundas reflexiones, una contemplación
larga y sostenida son nobles, pero
difíciles, y no convienen casi a una persona cuyos encantos naturales no nos deban dar otra idea que la de la
belleza. Estudios fastidiosos, penosas
investigaciones, por lejos que una mujer las lleve, borran las ventajas propias de su sexo; podrá muy bien
llegar a ser, a causa de la rareza del
hecho, el objeto de una fría admiración, mas también comprometerá en esto sus encantos, que le dan
tan gran poder sobre el otro sexo. Una
mujer que tiene la cabeza llena de griego, como madama Dacier, o que emprende sabias disertaciones
sobre la mecánica, como la marquesa del
Chatelet, haría muy bien en llevar barba, porque esto
194
expresaría quizá todavía más bien el profundo saber que la
ambición. El bello espíritu escoge por
objeto todo lo que toca a los sentimientos más delicados; abandona las especulaciones
abstractas y los conocimientos útiles pero
áridos para el espíritu laborioso, sólido y profundo. Así las mujeres no aprenderán la geometría; ellas no
sabrán del principio de la razón
suficiente o de las mónadas más que lo que les sea necesario para sentir el chiste esparcido en las sátiras de
los pequeños críticos de nuestro sexo.
Las bellas pueden dejar turnar los torbellinos de Descartes, si inquietarse, cuando aun la amable Fontanelle
querría acompañarlos en medio de los
planetas. Ellas no perderán nada del poder de sus encantos, por ignorar todo lo que Algarotti se ha
tomado el trabajo de escribir para las
mismas sobre las fuerzas atractivas de la materia conforme al sistema de Newton. En la historia, ellas no se
llenarán la cabeza de batallas, y en la
geografía de plazas fuertes; porque les conviene tan poco sentir el viento del cañón, como a nosotros sentir el
almizcle.
Se dirá que por
una astucia maliciosa, los hombres quieren inspirar al bello sexo este mal gusto. Porque sintiendo
bien su debilidad para con los encantos
naturales de este sexo, y sabiendo que una
sola mirada
maligna les turba mucho más que la
cuestión más difícil, saben también
que, desde que las mujeres siguen este gusto,
encuentran su superioridad y adquieren
una ventaja que muy difícilmente habrían obtenido sin eso, la de halagar con una generosa indulgencia la
sensibilidad de su vanidad. El objeto de
la ciencia de las mujeres es principalmente la especie humana, y en ella el hombre en particular. Su
filosofía no es razonar, sino sentir. Es
necesario no perder de vista esta verdad, si se quiere darles ocasión a mostrar su bella naturaleza. No se debe
pretender desenvolver su memoria, sino
sus sentimientos morales, y esto, no por medio de reglas generales, sino por el resultado de acciones
particulares, sobre las cuales se
apelará a su juicio. Los ejemplos sacados de la antigüedad y que muestran la influencia que el bello sexo ha
ejercido en los negocios del mundo, las
diversas condiciones que le han dado los hombres en otros siglos y en países extranjeros, el carácter
de los dos sexos cuando se traduce en
estos ejemplos, el gato variado de los placeres, he aquí su historia y su geografía. Es bello hacer
agradable a una mujer la vista de
un mapa que represente el globo terrestre o las principales
partes de la tierr
a. Se consigue esto, poniéndolo ante sus ojos, describiéndole
los diversos caracteres de los pueblos,
la variedad de sus gustos y de sus
sentimientos morales, principalmente si se muestra la influencia sobre
las relaciones de los sexos entre sí, y
si se agrega a esto algunas simples
explicaciones sacadas de la diferencia de los climas, y de la libertad o
de la esclavitud de estos pueblos.
Importa poco que sepan o ignoren las
divisiones particulares de este país, su industria, su poder o su
soberano. Del mismo modo, del sistema
del mundo no se cuidan de saber más que
lo que les es necesario para ser atraídas por el espectáculo del cielo
en una bella soirée, es decir, para
comprender de alguna manera que existen
todavía otros mundos y otras bellas criaturas. Los sentimientos de
las pinturas expresivas, el de la
música, no de aquella que muestra el arte,
sino de la que atrae, todo esto depura y eleva el gusto de este sexo, y
se halla siempre ligado a emociones
morales. Nunca para las mujeres
instrucción fría y especulativa; siempre sentimientos, según comprendo de los que más convengan lo posible al bello
sexo. Mas una instrucción de esta
naturaleza es rara, porque exige talento, experiencia y un corazón lleno de sentimiento, y las mujeres pueden
excederse en toda esta instrucción,
porque saben muy bien formarse por sí mismas sin estos auxilios.
La virtud de las
mujeres debe ser bella172; la de los hombres noble. Las mujeres evitan el mal, no porque es
injusto, sino porque es fastidioso, y las
acciones virtuosas son para ellas acciones moralmente bellas. No les hablemos de necesidad, de deber, de
obligación. Soportan difícilmente las
órdenes y toda violencia brutal. No hacen más que lo que les agrada, y
el arte consiste en hacer el bien
agradable. Yo casi no creo que el bello sexo
se conduzca por principios y no quiero ofenderle con esto, porque
los principios son extremadamente raros
aun en los hombres. Así, la Providencia
puesto en su corazón sentimientos buenos y benévolos, un sentimiento delicado de buena educación y un
alma complaciente. Mas no les pidáis
sacrificios y grandes esfuerzos sobre sí mismas. Un esposo no debe decir jamás a su mujer que expone una
parte de su fortuna por un amigo. ¿Por
qué ha de encadenar su humor amable y gracioso, cargando
195
su espíritu con el peso de un secreto importante, del que
debe ser el guardador? Muchas
debilidades de las mujeres son, por decirlo así, bellos defectos. La ofensa o la desgracia llena su
alma tierna de pena. El hombre no debe
jamás derramar más que lágrimas generosas; las que le hacen esparcir el sufrimiento o los reveses de la
fortuna le hacen despreciable. La vanidad
que se refiere de tan diversas maneras al bello sexo, es, si se quiere, un defecto, mas es al menos un bello
defecto. Porque sin hablar de la contrariedad
que experimentarían los hombres que quisieran adular tanto a las mujeres, si no estuviesen
dispuestas a recibir bien sus
propósitos, esta inclinación anima todavía sus encantos. Ella las lleva
a concederse gracias y una buena subsistencia,
a dejar obrar libremente la vivacidad de
su espíritu, a brillar y realzar su belleza con todo lo que la moda inventa continamente. No hay nada en
esto de ofensa para los demás; se halla
aquí, por el contrario, cuando en ella preside el buen gusto, tanto placer, que es estar mal
aconsejado censurarlas con aspereza. Una
mujer que sobre este punto es demasiado ligera y demasiado frívola, se llama una loca, y este epíteto no encierra
un reproche tan duro como cuando se
aplica al hombre, cambiando la desinencia, hasta tal punto que entre dos personas que se entienden bien,
expresa alguna vez una adulación
familiar. Si la vanidad es un defecto, que entre los hombres merece que se le excuse, el orgullo, no es
solamente vituperable, como entre los
hombres en general, sino que desfigura enteramente el carácter de su sexo; porque este vicio estúpido y
fastidioso es completamente opuesto a
los modestos y seductores encantos. Una persona que tiene este defecto está n una posición difícil; es
necesario que consienta en ser juzgada
severamente y sin indulgencia; porque cualquiera que pretende gozar de una gran consideración, dispone al
vituperio a todos los que le rodean. El
descubrimiento del menor defecto da a todos una verdadera alegría, y el epíteto de loca pierde aquí su
significación dulce. Es necesario
distinguir bien la vanidad del orgullo. La vanidad busca los sufragios, y honra en cierto modo a estos
junto a los que se toma este trabajo; el
orgullo se cree ya en plena posesión, y como no se esfuerza en obtenerlos, no obtiene ninguno. Si una sola
parte de vanidad no daña en nada a una
mujer a los ojos de los hombres, al contrario, cuando es más visible, lleva la división al bello sexo. Las
mujeres se juzgan entonces
entre sí muy severamente, porque los encantos de la una
parecen oscurecer los de la otra, y las
que tienen grandes pretensiones de hacer
conquistas son rara vez amigas, en el verdadero sentido de la palabra.
No hay nada más
opuesto a lo bello que lo que inspira el disgusto, como no hay nada más distante de lo sublime
que lo ridículo. Así no se puede hacer
un ultraje más sensible a un hombre que tratarle de loco, y a una mujer que hallarla repugnante. El Espectador
inglés sostiene que no hay reproche más
fastidioso para un hombre que el de embustero, y para una mujer que el de impúdica. Yo no discuto el
valor de esta opinión, para juzgarla
según la severidad de la moral. La cuestión aquí no es saber lo que merece en sí el mayor vituperio, sino
lo que resiente en el hecho con mayor
fuerza. Por lo que yo pregunto a cada uno de mis lectores, si colocándose con el pensamiento en un caso
semejante, no percibe mi advertencia.
Ninon de Lenclos no tenía la menor pretensión acerca de la castidad, y sin embargo, se hubiera ofendido
altamente si uno de sus amantes hubiese
mostrado la menor repugnancia a su persona. Se sabe la suerte cruel que experimentó Monadelschi por
una expresión ofensiva de este género
sobre una princesa que no quería, sin embargo, pasar por una Lucrecia. Es insoportable no poder hacer el
mal aun cuando se quisiera, puesto que
renunciando a él no se practica más que una virtud muy dudosa.
Una cosa sirve
para apartar las mujeres cuanto sea posible de todo lo que pueda inspirar disgusto, es el amor de la
limpieza, que conviene por otra parte a
todos los hombres, pero que debe ser mirada como una de las primeras virtudes del bello s
exo; las mujeres no pueden casi llevarla muy lejos, mientras que entre los hombres excede
alguna vez la medida, y viene a ser
entonces algo insípido.
El pudor es un
secreto del cual se sirve la naturaleza para poner límites a una inclinación indomable, que provocada
por el grito de la naturaleza, parece
conformarse con las buenas cualidades morales, aun cuando se descarte de ellas. Es, pues, muy necesario
como suplemento de los principios,
porque no hay inclinación que haga sofistas más hábiles para
196
inventar complacientes principios. Ella sirve aun para
correr un velo misterioso sobre los
designios más legítimos y más importantes de la
naturaleza, por temor de que un conocimiento demasiado grande de
estos, no nos inspire el disgusto o al
menos la indiferencia por el objeto final de
una inclinación sobre la cual descansan las más delicadas y vivas de
la naturaleza humana. Esta cualidad es
principalmente propia del bello sexo y
le sienta perfectamente. Así es una despreciable grosería el que se intente embarazar o fastidiar la tierna modestia
de las mujeres con esta especie de
lisonjas de mal tono que se llama obscenidad. Como a pesar de que se den vueltas cuanto se quiera al rededor
del secreto de la naturaleza, la
inclinación que nos arrastra hacia el otro sexo es, en definitiva, la causa de los encantos que en
él hallamos, y como la mujer es siempre,
como mujer, el agradable sujeto de un entretenimiento, en donde respiran dulces costumbres, he aquí por
qué sin duda hombres, por lo demás
amables, toman de tiempo en tiempo la libertad de hacer entrever a través de sus maliciosas lisonjas,
finas alusiones que les merecen el
título de malignos, y puesto que no ofenden con miradas demasiado curiosas y no piensan en herir la
estima, creen tener el derecho de tratar
de mojigata a la persona que las recibe con aire frío y de desprecio. Yo no hablo de esta malicia más
que porque se la considera como un sello
determinado de buena sociedad, y que en el hecho se ha gastado en ella hasta aquí mucho espíritu; en
cuanto al juicio que debe llevar una
moral severa, no es el lugar a propósito de esta cuestión, puesto que hablando del sentimiento de lo
bello, yo no tengo que considerar ni
explicar más que apariencias.
Las cualidades
nobles de este sexo, que sin embargo, como lo hemos hecho notar, no deben jamás hacer
despreciable el sentimiento de lo bello,
no se anuncian nunca más clara y seguramente que por la modestia, especie de simplicidad y de ingenuidad noble.
Se ve brillar una tranquila benevolencia
y una estima para los demás, acompañadas de una noble confianza en sí y de una justa apreciación de
su persona, que se halla siempre en un
carácter sublime. Como este feliz acuerdo seduce por su encanto, inspirando y ordenando la estima,
pone todas las demás cualidades
brillantes al abrigo de la malignidad del vituperio y la burla.
Las personas dotadas de tal carácter, tienen también un
corazón formado para la amistad,
disposición que no se sabría estimar demasiado entre las mujeres, porque es muy rara, aunque tenga en
esto un gran encanto.
Cuando nuestro
objeto es juzgar sentimientos, no podemos saber, a pesar de explicar tanto como sea posible la
diferencia de las impresiones que hacen
sobre los hombres, la figura y los rasgos del bello sexo. Todo este encanto descansa en el fondo sobre la
inclinación que nos lleva hacia él. La
naturaleza prosigue su gran designio, y todas las delicadezas que a ella se juntan y que parecen separarse tanto
como ellas quieren, no son más que
accesorios de ella, y derivan en definitiva todo su encanto del mismo origen. Un gusto bueno y verdadero, que
está siempre determinado por esta
inclinación, no será más que débilmente atraído por los encantos de la conversación, señas del
semblante, los ojos, etc., en una mujer,
y como no ve en ella más que el sexo, trata ordinariamente la delicadeza de los dernás de pura burla.
Aunque este gusto no
sea delicado, no es, sin embargo, para despreciarlo.
Porque, gracias a él,
es como la mayor parte de los hombres
obedece de una manera sencilla y segura a la gran ley de la naturaleza173. Por esto es por lo que se forman la mayor
parte de los matrimonios, al menos en la
clas
e más laboriosa de la sociedad, y cuando un hombre no tiene la cabeza llena de aires encantadores y
lisonjeros, de miradas apasionadas, de
noble talante, etc., y cuando no comprende nada de todo esto, no atiende más que a las virtudes
domésticas, la economía, etc., y aun a
la dote. En cuanto al gusto delicado, que exige que se haga una distinción entre los encantos exteriores de
las mujeres, se refiere a lo que hay de
moral o de inmoral en la figura y en la expresión del aspecto. Considerando los encantos de una mujer bajo
este último punto de vista, se la podrá
llamar linda. Formas bien proporcionadas, rasgos regulares, una feliz armonía del color de la tez y el de
los ojos, estas son bellezas que agradan
también en un ramillete de flores y obtienen una fría admiración. El aspecto mismo no dice nada,
tiene bello el ser, lindo, y no habla al
corazón. Mas cuando la expresión de los rasgos, de los ojos o de la figura, es moral, se reduce al sentimiento
de lo sublime o al de lo bello.
197
Una mujer en la que los atractivos de su sexo hacen
aparecer principalmente la
expresión moral de
lo sublime, se llama bella en el
verdadero sentido de la palabra; aquella cuya fisonomía o los rasgos
del semblante tienen un carácter
moral que anuncia
las cualidades de lo bello, es
agradable; y si lo es en alto grado
, encantadora. La primera, bajo un aire tranquilo, en una doble apostura, y en
miradas modestas, deja traslucir el
esplendor de un alma bella; una sensibilidad tierna, un corazón benevolente, se juntan sobre su
rostro y se amparan a la vez de la
inclinación y el respeto de nuestros corazones. En los ojos alegres de
la segunda, resplandecen la gracia, el
espíritu, una fina molicie, una ligera
mofa y una frialdad simulada. Yo no quiero dejarme arrastrar
demasiado lejos en el análisis de este
género, porque en semejante materia, el autor
tiene siempre el aire de seguir su propia inclinación. Sin embargo,
yo añadiría todavía que el gusto que
tienen muchas damas por una tez pálida,
pero sana, se explica muy fácilmente. Es que en efecto, esta especie de tez, acompaña comúnmente a un
carácter dotado de una sensibilidad más
profunda y más tierna, lo que se comprende en lo sublime, mientras que un color encarnado y
floreciente anuncia más bien un carácter
vivo y alegre; por lo que es más lisonjero para la vanidad inspirar y encadenar, que encantar y seducir.
Puede haber en esto personas lindas,
pero sin ningún sentimiento moral y sin ninguna
expresión; ellas no sabrán ni inspirar ni encantar, si no es este el
gusto sólido de que hemos hablado, y al
que ocurre alguna vez refinar y hacer
una elección a su manera. Es una desgracia que estas bellas
criaturas caigan fácilmente en el
defecto del orgullo, cuando consultan a su espejo que les muestra su belleza, y que carezcan de
sentimientos delicados, porque entonces
consideran a todo el mundo indiferente a su vista, excepto la lisonja que tiene sus aspectos y
usa de artificio. Uno se explicará quizá
conforme a estas ideas, los diversos efectos que la figura de una mujer produce sobre el gusto de los
hombres. Yo no hablo de lo que en estos
efectos toca demasiado cerca al apetito del sexo, ni de lo que es susceptible de conformar con esta idea particular,
de voluptuosidad de que se envuelve el
sentimiento de cada uno, porque esto sale de la esfera de su gusto delicado. Quizá Mr. de Buffon,
tenga razón al suponer que la figura que
hace sobre nosotros la primera impresion, en el tiempo en que
la inclinación por el sexo es todavía nueva y empieza a desenvolverse, venga a ser como el tipo, al cual, en lo
sucesivo, deberán referirse más o menos
todas las demás figuras de las mujeres, para excitar en nosotros estos caprichosos deseos que nos fuerzan, a
pesar de la grosería de esta inclinación,
a escoger entre diversos objetos. En cuanto al gusto más delicado, yo sostengo que todos los hombres
juzgan poco más o menos de una manera
uniforme esta especie de belleza que hemos llamado linda figura, y que más allá no sean las opiniones
tan opuesta
s como comúnmente se
cree. Las circasianas y las georgianas han parecido siempre muy lindas a los europeos que han
viajado por su país. Los turcos, los árabes
y los persas, deben tener el mismo gusto, puesto que ellos están muy deseosos de embellecer su
población con la mezcla de tan bella
raza, y se nota que esto ha salido bien realmente a la raza persa. Los mercaderes del Indostán, no dejan de sacar un
gran provecho del detestable comercio
que hacen de estas bellas criaturas, llevándolas a las personas ricas y regaladas de su país; y se
ve que cualquiera que sea la diferencia
que presenten los caprichos del gusto en estas deferentes comarcas, la que ha sido una vez reconocida
en la una como superiormente linda, lo
será también en todas las demás. Mas si en el
juicio que se forma sobre la delicadeza de una figura, se hace entrar la expresión moral de los atractivos, entonces
el gusto variará entre los hombres,
según sus sentimientos morales, o según las diferentes significaciones que puedan hallar para la
figura. Se ven muchas veces figuras, que
al primer aspecto no hacen un gran efecto, porque no son completamente lindas, pero que desde que
comienzan a agradar, gracias a un más
íntimo conocimiento, parecen cautivar mucho más y embellecerse continuamente, mientras que por el contrario,
una linda figura que se ofrece al primer
golpe de vista, se mira en lo sucesivo con más frialdad. Esto viene sin duda de que los atractivos
morales, desde que son sensibles,
encadenan más, y como los sentimientos morales necesitan una ocasión para producirse y mostrarse, cada
descubrimiento de un nuevo encanto de
este género, nos hace sospechar bien de otros todavía, mientras que los placeres que no se ocultan,
cuando han producido una vez todo su
efecto, no pueden en lo sucesivo impedir la curiosidad amorosa de enfriarse y de cambiarse
insensiblemente en indiferencia.
198
He aquí una nota
que se presenta muy naturalmente en medio de estas observaciones. El sentimiento completamente
simple y grosero del apetito del sexo,
conduce ciertamente, de la manera más directa, a algún objeto de la naturaleza, y ejecutando su
orden, es propio para hacer los
individuos dichosos sin rodeo; mas a causa de su universalidad,
degenera fácilmente en libertinaje y
desorden. De otro lado, un gusto mucho más
delicado sirve ciertamente para quitar su grosería a una inclinación impetuosa, y restringiéndolo a un número muy
pequeño de objetos, a darle un carácter
de moralidad y de urbanidad, mas falta ordinariamente el gran objeto final de naturaleza, y como
exige y atiende mucho más que tiene por
costumbre dar, hace raramente dichosas las personas que lo poseen. El primero de estos gustos es
grosero, porque se reduce a todos los
individuos de un sexo; el segundo, es refinado, porque no se reduce propiamente a ninguno: no se ocupa más que de
un objeto que se crea la imaginación, y
que adorna de todas las nobles y bellas cualidades que la naturaleza reúne rara vez en una sola
persona, y que más raramente todavía
ofrece a aquél que podría apreciarlas y fuera digno de tal posesión. He aquí por qué se aplaza el
matrimonio; por qué se renuncia a él por
completo, o lo que es quizá peor todavía, por qué se arrepiente amargamente cuando se ha hecho una elección
que no llena el objeto, porque ocurre
algunas veces como al cojo de Esopo que encuentra una perla, cuando un grano de arena hubiera
llenado mejor su objeto.
Podemos notar aquí,
en general, que por muy atractivas que quedan
ser las impresiones de un gusto delicado no se debe emprender, sin embargo, el refinarlo más que con precaución,
si no se quiere, atribuyéndole un encanto
excesivo, prepararse un origen de pesares y de
males. Por poco que la cosa me parezca practicable, yo propondría voluntariamente a las almas nobles depurar
este gusto en lo posible, en todo lo que
toca a sus propias cualidades o sus propias acciones, pero dejarle en su simplicidad relativamente a sus
goces, o a lo que expresan de otros. Si
pudiera ser así, ellas se harían dichosas, y los demás con ellas. No se debe jamás olvidar que en
cualquier cosa que esto sea, no se debe
jamás fundar muy grandes esperanzas sobre la dicha de la vida y la
perfección de los hombres, porque el que no cuenta más que
sobre lo mediano, tiene la ventaja de
ser rara vez defraudada su esperanza por los
acontecimientos, mientras que es alguna vez sorprendido por perfecciones inesperadas. La edad, este gran
enemigo de la belleza, amenaza todos
estos atractivos, y cuando el orden natural se sigue, es necesario que las cualidades sublimes y nobles
tomen poco a poco el puesto de las
bellas cualidades, con el fin de que, a medida que la persona cese de ser amable, adquiera siempre nuevos
derechos al respeto. Es a mi entender,
en una bella simplicidad relevada por un sentimiento delicado por todo lo que es de atractivo y noble, en
lo que debería consistir toda la
perfección del bello sexo en la flor de la edad. Cuando la pretensión a
los atractivos viene a debilitarse
insensiblemente, la lectura de los libros, el
desenvolvimiento del espíritu podría poco a poco dejar a las musas
la plaza poco ha ocupada por las
gracias, y el marido debería ser el primer
señor. Sin embargo, aun cuando llegue esta época de la vejez, tan
terrible para todas las mujeres,
pertenecen todavía al bello sexo, y se descomponen
por sí mismas, cuando, desesperando de poder sostener por más tiempo este carácter, se entregan a un
humor fastidioso y adusto. Una persona
de cierta edad, que muestra en sociedad un aire dulce y amistoso, cuya afabilidad es mezclada de gracia y de
razón que favorece con urbanidad las
diversiones de la juventud en las que no toma parte, y que llamando su atención principalmente, muestra
el contento que experimenta con la
alegría que la rodea, tal persona es todavía algo más fina y más delicada que un hombre de la misma
edad, y quizá sea más amable que una
joven, aunque en otro sentido. Se podría muy bien reprochar de un poco, de demasiada misticidad
a este amor platónico que preconizaba un
antiguo filósofo, cuando decía del objeto de su
inclinación. Las gracias residen en sus arrugas, y mi alma parece
procurar sobre mis labios cuando bajo su
boca marchite; mas tales pretensiones
son impropias de esta edad. Un viejo que hace de amador es un viejo fatuo, y en el otro sexo estas especies de
pretensiones excitan el disgusto. Si
nosotros no nos comportamos con urbanidad no debe tomarse esto de la naturaleza, sino del desarreglo de nuestra
voluntad.
199
Con el fin de no
perder de vista mi texto, quiero presentar todavía algunas
consideraciones
sobre la influencia que los dos sexos pueden
ejercer el uno sobre el otro, embelleciendo o ennobleciendo sus sentimientos. Las mujeres tienen un sentimiento
particular por lo bello, por relación a
lo que se refiere a ellas mismas, y por lo noble, en lo que debe esperarse de los hombres. Los hombres,
por el contrario, tienen un sentimiento
decidido por lo noble,
que conviene a sus cualidades, y por lo bello, en lo que se debe esperar de las
mujeres. De aquí debe resultar que el
objeto de la naturaleza es dar al hombre más nobleza todavía, y a la mujer más belleza por la inclinación más
recíproca de l
os dos sexos. Una
mujer no se inquieta casi por no poseer ciertos conocimientos
elevados, por ser tímida y poco propia
para los asuntos importantes, etc., etc., es
bella y seductora, y esto basta. Al contrario, ella exige todas
estas cualidades del hombre, y la
sublimidad de su alma no se revela más que
por la estima que sabe hacer de sus nobles cualidades, cuando las halla
en él. ¿Cómo, sin esto, tantos hombres
tan feos, a pesar de su mérito, vendrían
a enlazarse a mujeres tan lindas y tan seductoras? El hombre, al contrario, es mucho más exigente en la parte
de atractivos o de la belleza de la
mujer. La delicadeza de sus rasgos, su ingenuidad graciosa y su seductora amabilidad la indemnizan de la
falta de lectura y otros defectos que él
mismo debe reparar por sus propios talentos. La vanidad y la moda pueden muy bien dar a estas inclinaciones
naturales una falsa dirección, y hacer
de un hombre un pequeño señor, y de una mujer una pedante o una amazona; mas la naturaleza busca siempre el
reducirnos a ella. Se puede juzgar,
conforme a esto, cuánto podría contribuir la inclinación que tenemos por las mujeres a ennoblecernos, si
en lugar de una instrucción árida, se
desenvolviese en ellas desde muy temprano el sentimiento moral, a fin de hacerlas capaces de sentir lo
que conviene a la dignidad y a las
cualidades sublimes del otro sexo, y prepararlas con esto a mirar con desprecio los raros melindres, y a no
dirigirse a ninguna otra cualidad que el
mérito. Es cierto también que el poder de los encantos ganaría con esto en general; porque vemos que el
embellecimiento que producen no obra más
que sobre almas nobles; las demás no son bastante delicadas para experimentarlo. De una insensibilidad de este
género es de la que se lamentaba el
poeta Simónides cuando invitado a mostrar sus bellos cantos
a los de Tesalia, respondió: Estas gentes son demasiado
tontos para dejarse engañar por un
hombre como yo. Por otra parte, se ha observado
ya que uno de los efectos de la sociedad, es hacer las costumbres de
los hombres más dulces, sus maneras más
elegantes y más corteses, su
sustentación más esmerada; pero esto no es más que una ventaja accesoria174. Lo esencial es que el hombre
como hombre, y la mujer como mujer,
vengan a ser más perfectos, es decir, que la inclinación que tienen los dos sexos obre conforme al voto de
la naturaleza, de manera que haga más nobles
todavía las cualidades del uno, y más bellas las cualidades del otro. Si los dos llegan de
este modo al mayor grado de perfección,
el hombre entonces, confiado en su mérito, podrá decir a la mujer: aunque no me ames, yo te obligaré a
estimarme; y la mujer, segura del poder
de sus encantos, podrá decir al hombre: aunque no me estimes interiormente, yo te obligaré sin embargo a
amarme. A falta de semejantes
principios, vemos hombres, para agradar, tomar aires afeminados, y alguna vez también (aunque es
menos frecuente), mujeres afectar un
aire varonil para inspirar la estima; pero se hace siempre muy mal lo que se hace contra el orden de la
naturaleza.
En la vida
conyugal, un enlace íntimo no debe formar en cierto modo más que una sola persona moral, animada y
dirigida por la inteligencia del hombre
y por el gusto de la mujer. Porque no solamente se puede atribuir a aquel más de esta penetración que
de la experiencia, y a esta más finura y
precisión en el sentimiento, sino que también es lo propio de un noble carácter colocar en la complacencia
de un objeto amado el fin de sus esfuerzos;
y de otro lado, es propio de una bella alma buscar el contestar a tales intenciones con una amable
complacencia. Bajo este respecto, no
tiene lugar ninguna lucha de superioridad, y allí donde se levanta, es el signo seguro de un gusto
grosero y de una unión mal hecha. Desde
que se trata del derecho de mandar, todo el encanto de la unión está ya perdido; porque como es la
inclinación lo que debe formarla, está
ya a medio romper, cuando el deber comienza a hacerse entender.
Toda pretensión de la mujer a tomar un
tono duro e imperioso, es odiosa; una
pretensión semejante en el hombre, es baja y despreciable. Sin
embargo, la sabia disposición de las
cosas quiere que toda esta delicadeza, toda esta
200
ternura de sentimiento, no tenga toda su fuerza más que al
principio; en lo sucesivo, la costumbre
y los asuntos domésticos la quitan
insensiblemente y la cambian en esta amistad familiar, en donde el
gran arte consiste en entretener todavía
algún resto del primer sentimiento, a
fin de que la indiferencia y la saciedad, no quiten todo el placer que
se hubiera prometido al formar tal unión.
Cuarta sección
De los caracteres nacionales en sus relaciones
con los diversos sentimientos
de lo sublime y de lo bello
175
Los italianos y
los franceses, se distinguen principalmente, según yo, entre todos los demás pueblos de Europa, por
el sentimiento de lo bello; los
alemanes, los ingleses y los españoles, por el de lo sublime. En cuanto a la Holanda, es un país en donde estos
sentimientos delicados se hacen notar
poco. Lo bello por sí solo es arrebatador, y nos atrae; o bien es alegre, y nos encanta. La primera especie,
tiene algo de sublime, y el espíritu, en
el sentimiento que en él hay, es pensativo y extasiado; en el sentimiento de la segunda, es alegre y
gracioso. Por lo que la primera especie,
parece particularmente convenir a los italianos, y la segunda, a los franceses. En el carácter nacional que
expresa lo sublime, este es del género
terrible y se inclina un poco a lo extraordinario, o bien se tiene el sentimiento de lo noble, o bien todavía el de
lo magnífico. Por lo que yo creo
atribuir el sentimiento de la primera especie a los españoles; el de la segunda, a los ingleses, y el de la tercera,
a los alemanes. El sentimiento de lo
magnífico no es original de su naturaleza, como las otras especies de gusto, y aunque el espíritu de imitación
se acomoda a todo otro sentimiento, es,
sin embargo, más llevado a lo sublime de efecto, porque el sentimiento de este género de sublime no
es propiamente más que un sentimiento
mixto, en donde entran a la vez el de lo bello y el de lo noble,
pero en donde cada uno de estos, considerado por sí mismo,
siendo más frío,
el espíritu está más
libre para seguir ciertos ejemplos, y necesita
también de su impulso. Entre los alemanes, el sentimiento de lo bello
es, pues, menos vivo que en los
franceses, y el sentimiento de lo sublime
menos vivo que en los ingleses; pero les convienen mejor los casos
en que estos dos sentimientos deben
mezclarse; así evitarán las faltas a que
pueden conducir la exageración de cada una de estas dos especies de sentimientos.
Yo no haré más que
tocar ligeramente las artes y las ciencias, cuya elección puede confirmar el gusto que hemos
atribuido a cada nación. El genio italiano
se distingue principalmente en la música, en la pintura, en la escultura y en la arquitectura. Todas
estas bellas artes son cultivadas en
Francia con un gusto muy delicado, aunque la belleza sea de menos atractivo. El sentimiento de la perfección poética
u oratoria inclina más hacia lo bello en
Francia y hacia lo sublim
e en Inglaterra. El chiste
delicado, la comedia, la alegre sátira, la jocosidad del amor, un estilo
fácil y flexible, todo esto son cosas
originales en Francia. Inglaterra, al
contrario, es el país de los pensamientos profundos, de la tragedia,
del poema épico, de los lingotes de oro
que bajo el laminador francés se
transforman en hojas delgadas y ligeras. En Alemania, el espíritu
brilla aun a través de la locura. Era en
otro tiempo chocante, pero gracias a los
buenos ejemplos y al buen sentido de la nación, ha adquirido más
gracia y nobleza, aunque la primera
cualidad sea allí menos ingenua, y la
segunda menos atrevida que en los dos pueblos de que acabamos de hablar. El gusto de la nación holandesa por
un orden minucioso y por una elegancia
que da mucho desasosiego y mucho embarazo, indica poca disposición para estos movimientos naturales
del genio, cuya belleza sería sofocada
por los cuidados de una tímida presunción. Nada puede ser más opuesto a las artes y a las ciencias que
un gusto extravagante, porque este
pervierte la naturaleza, que es el tipo de todo lo que es bello y noble: así la nación española muestra poco gusto por
las artes y las ciencias.
Las caracteres de
las naciones se reconocen principalmente en sus
cualidades morales; es por lo que nosotros vamos a examinar, bajo este
201
punto de vista, sus diversos sentimientos, relativamente a
lo sublime y a lo bello176.
El Español es serio,
discreto y verídico. Hay en el mundo pocos
comerciantes más honrados que los de España. Tiene un espíritu arrogante, y prefiere las bellas acciones a
las grandes. Como en la composición de
su carácter se halla poca dulzura y benevolencia, es muchas veces duro y aun cruel. El auto de fe
no se ha sostenido tanto por la
superstición como por el gusto extravagante de la nación, que sellaba con el respeto y el temor el espectáculo de
los desgraciados cubiertos de figuras
diabólicas del Sambenito, y llevados a la hoguera que alimentaba una bárbara piedad. No se puede decir que los
españoles sean magnánimos o más amorosos
que ningún otro pueblo, pero son lo uno y
lo otro de una manera bizarra e inusitada. Abandonar el arado y
pasearse a lo largo de un campo con una
gran espada y una capa hasta que pase un
extranjero, a bien en una lidia de toros, a donde asisten sin velo en
este acto las bellas del país; indicar
la soberana de su corazón por medio de un
saludo particular, y después, exponer su vida y su honor, luchando
contra un animal feroz, estas son sus
acciones extraordinarias, raras y que se
separan mucho de la naturaleza.
El italiano
parece unir el sentimiento del español al del francés; tiene más sentimiento de lo bello que el primero, y
más sentimiento de lo sublime que el
segundo. Se puede, según pienso, determinar fácilmente de esta manera los demás rasgos de su
carácter moral.
El Francés tiene
un gusto dominante por lo bello moral. Es gracioso, cortés y cumplido. Concede muy pronto su
confianza, desea agradar, muestra mucha
desenvoltura en sociedad, y la expresión de hombre o de dama de buen tono no se aplica propiamente
más que aquel que posee el sentimiento
de la urbanidad francesa. Sus sentimientos sublimes mismos, que son numerosos, se hallan subordinados en
él al sentimiento de lo bello, y no
sacan su fuerza más que de su acuerdo con este último. Desea mostrar su espíritu, y no tiene escrúpulo en
sacrificar parte de la verdad a una
agudeza u originalidad. Mas en los casos en que no puede emplear
ingenio177, por ejemplo, en las matemáticas y en las demás
artes o en las otras ciencias abstractas
y profundas, muestra tanta penetración y solidez como ningún otro pueblo. Una buena palabra no
tiene para él un valor pasajero, como en
otra parte; se empeña en extenderla y aun en
conservarla en libros como un acontecimiento importante. Es
ciudadano tranquilo, y se venga de la
opresión del gobierno por medio de la sátira, o
de discursos en el Parlamento, y cuando los padres del pueblo han mostrado por este medio, según su deseo, una
bella apariencia de patriotismo, todo
concluye por un glorioso destierro o por canciones en su alabanza. El objeto a que se refieren
principalmente los méritos y las cualidades
de los franceses, es la mujer178. Esto no es que entre ellos sea más amada o más estimada que en otras partes,
pero ella les da una excelente ocasión
de mostrar en todo su claridad, su espíritu, su
amabilidad y sus buenas maneras; por otra parte, las personas vanas
de uno u otro sexo, no aman nunca más
que a sí mismas; las demás no son más
que un juguete para ellas. Sin embargo, como los franceses no carecen de cualidades sino que estas
cualidades no pueden ser excitadas en
ellos más que por el sentimiento de lo bello, el bello sexo podría tener en Francia una influencia más poderosa que en
otras partes sobre la conducta de los
hombres, llevándoles a las nobles acciones, si se piensa en levantar un poco esta dirección del
espíritu nacional. Es enfadoso que no
puedan reinar.
El defecto a que se
acerca más el carácter de esta nación, es la
frivolidad, o para emplear una expresión más culta, la ligereza. Trata como un juego cosas importantes, y bagatelas
como cosas serias. El francés en su
vejez canta todavía canciones jocosas, y se muestra en cuanto puede galante cerca de las damas. Yo
puedo invocar aquí en mi apoyo grandes
autoridades en la nación misma de que hablo, y para colocarme al abrigo de toda recriminación, me
puedo poner detrás de un Montesquieu y
de un d'Alembert.
El Inglés es
frío al primer paso en sus resoluciones, e indiferente a la vista de un extranjero. Es poco llevado a las
pequeñas complacencias; mas desde que
viene a ser vuestro amigo, está dispuesto a haceros los
202
mayores servicios. Se inquieta poco por parecer espiritual
en sociedad, o
de mostrar en ella
bellas maneras, pero es sensato y reposado. Es un mal imitador; no se inquieta del juicio de otro,
y no sigue más que su propio gusto. En
sus relaciones con las mujeres, no tiene la galantería francesa, pero les manifiesta mucha más estima, y la
lleva aún quizá demasiado lejos,
concediéndolas en el matrimonio una autoridad ilimitada. Es constante, alguna vez hasta la obstinación,
atrevido y resuelto, muchas veces hasta
la temeridad, y fiel a los principios que le dirigen, casi siempre hasta la terquedad. Cae fácilmente en
la originalidad, no por vanidad, sino
porque se inquieta poco por otros, y no hace
voluntariamente violencia a su gusto por complacencia o por
imitación. Es por lo que se lo ama
raramente tanto como al francés, mas cuando se
le conoce, se le estima ordinariamente bastante.
El Alemán tiene
un sentimiento que tiene a la vez del de el inglés, y del
de el francés, pero
parece referirse más al primero, y la gran
semejanza que tiene con el segundo, es artificial y proviene de la imitación. Él enlaza felizmente el
sentimiento de lo sublime al de lo
bello, y aunque no se iguale al inglés en el primero y al francés en
el segundo, excede a los dos en lo que
de ambos toma. Muestra en el comercio de
los hombres más complacencia que el inglés, y no se conduce en sociedad con una vivacidad tan
agradable y con tanto espíritu como el francés,
muestra más modestia y juicio. En amor, como en toda otra cosa, es bastante metódico, y como para
él lo bello no va sin lo noble, es
bastante frío para poder tener en cuenta consideraciones de urbanidad, de punto y de dignidad. Así la familia,
el título y el rango, son para él en el
amor, como las relaciones civiles, cosas de grande importancia. Se inquieta mucho más que los
precedentes del qué se dirá, y si siente
en sí mismo el deseo de algún gran perfeccionamiento, esta debilidad que le impide atreverse a ser
original, aunque tenga todo lo que debe
para ello, y este cuidado exagerado de la opinión de otro, quitan toda consistencia a sus cualidades morales,
haciéndolos variables y dándoles un aire
prestado.
El Holandés es
nauralmente amigo del orden y del trabajo, y como no piensa más que en lo útil, tiene poco gusto
por lo que es bello o sublime en un
sentido más elevado. Un gran hombre, para él, no significa otra cosa que un hombre rico; por amigos, entiende
sus corresponsales, y encuentra muy
enojosa una visita que no le reporta nada. Contrasta con el francés y con el inglés, y es en cierto modo
un alemán muy flemático.
Si ensayamos
aplicar estas notas a algún caso particular, por ejemplo, al sentimiento del honor, hallaremos las
diferencias siguientes en los caracteres
de las naciones. El sentimiento del honor es en el francés, vanidad179, en el español, arrogancia180, en
el inglés, soberbia181, en el alemán,
orgullo182, y en el holandés, presunción183. Estas expresiones parecen sinónimas al primer aspecto, mas designan
diferencias muy notables. La vanidad
busca la aprobación, es veleidosa y variable, pero un exterior cortés. La arrogancia se atribuye toda
especie de méritos imaginarios, se cuida
poco del voto de otro; sus maneras son duras e
insolente. La soberbia no es verdaderamente más que la conciencia de
su propio mérito, el cual puede muchas
veces ser real (y es porque se habla
algunas veces de una noble soberbia, mientras que no se puede atribuir
a nadie una noble arrogancia, porque la
arrogancia indica siempre una estima de
sí mismo exagerada o falsa); el hombre soberbio se muestra a la vista de los demás indiferente y frío. El
orgullo es un compuesto de soberbia y vanidad184.
Necesita homenajes; así los títulos, la genealogía y el fausto le convienen. El alemán tiene
principalmente esta debilidad. Las expresiones
muy gracioso185, muy favorable186, muy bien nacido187, todas las expresiones enfáticas de este género
hacen su lengua dura y embarazada, y
destierran esta bella simplicidad que otros pueblos pueden dar a su estilo. Las maneras del orgulloso en
sociedad son ceremoniosas. El hombre
presuntuoso es un orgulloso que muestra claramente en su conducta el poco caso que hace de los demás.
Sus maneras son groseras. Este miserable
defecto es completamente opuesto a un gusto delicado, por lo que es evidentemente estúpido; porque
el medio de satisfacer el sentimiento
del honor, no es seguramente excitar en derredor de sí el odio y la mordiente sátira, anunciando el
desprecio de todo el mundo.
203
En amor, el alemán y
el inglés tienen poco reparo, y su gusto no
carece de delicadeza, pero es principalmente bueno y verdadero. El italiano es en esto refinado, el español
fantástico y el francés curioso.
La religión de
la parte del mundo que habitamos no viene de ningún gusto particular, sino que tiene un origen
respetable. Así es, que solamente en los
extravíos en que caen los hombres en materia de
religión y en todo lo que verdaderamente le pertenece, es en donde podemos hallar indicios de las diversas
cualidades nacionales. Yo reduzco estos
extravíos a las ideas generales siguientes: credulidad, superstición, fanatismo e indiferencia188. La
credulidad es casi siempre la herencia
de la porción ignorante de cada
nación, de todos aquellos en que se nota apenas sentimiento delicado. La
persuasión nace en ellos de la tradición
y del efecto exterior, sin que ningún sentimiento delicado contribuya a determinarla. Se hallan en el
Norte pueblos enteros de esta especie.
La credulidad, cuando se junta a un gusto raro, viene a ser la superstición. Este gusto es, por lo mismo, un
principio que nos lleva a creer fácilmente189,
y de dos hombres de los que el uno estuviera poseído de est
e espíritu, mientras que el otro tuviera un carácter más
frío y más mesurado, el primero, aunque
fuese superior al segundo por su
inteligencia, estaría, sin embargo, mucho más dispuesto por su inclinación dominante a creer algo
sobrenatural, que este último, a quien
no su naturaleza vulgar y flemática, sino su penetración, evita
esta especie de extravío. El
supersticioso se complace en colocar entre él y el supremo objeto de nuestra veneración ciertos
hombres poderosos y maravillosos,
gigantes de santidad, por decirlo así, a los que la naturaleza obedece, cuyas conjuraciones abren o cierran
las puertas del Tártaro, y que tocando
el cielo con su cabeza, tienen, sin embargo, los pies en este bajo mundo. Es por lo que las lumbreras de la
sana razón hallan en España grandes
obstáculos, no porque ellas hayan de disipar la
ignorancia, sino porque hayan un gusto singular, para el que lo natural
es cosa vulgar, y que no creería en el
sentimiento de lo sublime, si el objeto
no fuera raro. El fanatismo es, por decirlo así, una piadosa
presunción; nace de cierta soberbia y de
una confianza exagerada en sí mismo, que
hace que nos creamos acercarnos a la naturaleza celeste y elevarnos por
un vuelo maravilloso sobre el orden ordinario y prescrito.
El fanático no habla más que de
inspiración inmediata y de vida contemplativa, mientras que el supersticioso hace votos ante las
imágenes de los santos, grandes
artífices de milagros, y pone su confianza en ciertas ventajas
imaginarias o inimitables de otras
personas de su propia naturaleza. Los extravíos del sentinitento religioso, como hemos notado más
arriba, son indicios del sentimiento
nacional, y así es que el fanatismo190, al menos en el tiempo anterior, se ha encontrado principalmente en
Alemania y en Inglaterra, como en
desenvolvimiento exagerado de los nobles sentimientos que pertenecen al carácter de estos pueblos. En
general, cualquier impetuosidad que
muestre al pronto no es mucho menos dañosa que la inclinación a la superstición, porque un
espíritu exaltado por el fanatismo se
enfría poco a poco y concluye por recaer en su moderación ordinaria y natural, mientras que la superstición echa
insensiblemente profundas raíces en un
natural apacible y pasivo, y quita al hombre encadenado toda vuelta a ideas menos peligrosas. Por último,
un hombre vano y frívolo no tiene un
vivo sentimiento de lo sublime, y su religión, falta de toda emoción, no es, las más veces sino un asunto
de moda, del cual se ocupa con la mayor
gracia posible, pero que le deja frío. Allí está la indiferencia, a la cual el espíritu francés
parece principalmente inclinado. De esta
indiferencia a la broma no hay más que un paso, y bien examinado en el fondo, se separa muy poco de
un completo desistimiento.
Si echamos una
rápida ojeada sobre las demás partes del mundo,
hallaremos que el Arahe es el más noble de los Orientales, aunque
su gusto degenere en rareza. Es
hospitalario, generoso y sincero, pero sus
relatos, su historia y en general sus sentimientos se hallan mezclados siempre con lo maravilloso. Su exaltada
imaginación le representa las cosas bajo
formas exageradas y raras, y la manera misma con que su religión se propagó fue una maravilla. Si los
árabes son en cierto modo los españoles
del Oriente, los Persas son los franceses del Asia. Son buenos poetas, corteses y de un gusto muy
delicado. No se muestran muy rigurosos
observadores del Islamismo, y su carácter inclinado a la alegría les permite una interpretación bastante
mitigada del Korán. Se podrían
204
mirar los Japoneses como los ingleses de esta parte del
mundo, pero no se les parecen más que
por su constancia, que llevan hasta la mayor
obcecación y por su valor y su desprecio de la muerte. Por lo demás,
se hallan en ellos pocas señales de un sentimiento
muy delicado. Los Indios tienen un gusto
dominante por esta especie de necedades que tocan en lo raro. Su religión consiste en necedades de este
género. Ídolos de una figura monstruosa,
el inestimable diente del poderoso mono Hanumau, las penitencias que contra la naturaleza imponen
los faquirs (especie de monjes
mendicantes), etc., son de su gusto. El sacrificio voluntario que las mujeres hacen de sí mismas sobre la misma
hoguera que devora los restos de sus
maridos, es una horrible extravagancia. Nada hay más tonto ni más fastidioso que los cumplimientos
prolijos y estudiados de los Chinos. Sus
pinturas mismas son raras y representan figuras
extraordinarias y fuera de la nataraleza, tales, como no se reconocen en
el mundo. Tienen también necedades
respetables, porque son de un uso191 muy
antiguo, y ningún pueblo del mundo les aventaja en esto.
Los Negros de África
no han recibido de la naturaleza ningún sentimiento
que se eleve por cima de lo insignificante. Hume desconfía que se le pueda citar un solo ejemplo de un
negro que haya mostrado talento, y
sostiene que entre los miles de negros que se transportan lejos de su país, y de los que un gran número han
sido puestos en libertad, no se ha
encontrado jamás uno solo que haya producido algo grande en el arte, o en la ciencia, o en alguna otra noble
ocupación, mientras que se ve a cada
instante blancos elevarse desde las últimas clases del pueblo y adquirir consideración en el mundo por
talentos eminentes. Tan grande es la
diferencia que separa estas dos razas de hombres, tan distintas la una de la otra por las cualidades morales como
por el color. La religión de los
fetiches, tan extendida entre ellos, es una especie de idolatría
tan miserable y tan necia como no se
creería posible en la naturaleza humana.
Una pluma de ave, un cuerno de vaca, una concha, o toda otra cosa
de este género, desde que ha sido
consagrada por algunas palabras, viene a
ser un objeto de veneración y se invoca en los juramentos. Las negras
son muy vanas, pero a su manera, y tan
habladoras, que es necesario separarlas
a bastonazos.
Entre todos los
salvajes, no hay pueblo que muestre un carácter tan sublime como los de América del Norte. Tienen
un vivo sentimiento del honor, y buscando
para adquirirle,
difíciles aventuras a cien millas de su
país, tienen el mayor
cuidado de no
aparecer que lo borran, cuando sus
enemigos, tan crueles como ellos, buscan después de haberlos preso, arrancarles imperceptibles suspiros con los
más crueles tormentos. El salvaje del
Canadá es por otra parte sincero y recto. Sus amistades son tan extraordinarias y tan entusiastas como nunca
se ha referido desde los tiempos
fabulosos. Es extremadamente fiero, siente todo el valor de la libertad, y no sufre aun cuando se trate de
su educación, los procedimientos que le
hacen sufrir una baja sujeción. Probablemente es a los salvajes de este género a los que Licurgo
dio leyes, y si se hallara un legislador
entre estas seis naciones, se vería formarse una república espantosa en el Nuevo Mundo. La empresa de
los Argonautas difiere poco de las
expediciones guerreras de estos pueblos, y Jasón no tiene sobre Attaka-Kulla-Kulla más que la ventaja
de llevar un nombre griego. Todos estos
salvajes apenas tienen el sentimiento de lo bello en el sentido moral, y el perdón generoso de una ofensa,
esta noble y bella virtud, es una cosa
enteramente desconocida entre ellos; la miran, por el contrario, como una miserable flojedad. La bravura es el
mayor mérito del salvaje, y la venganza
su más dulce goce. Se halla entre los demás naturales de esta parte del mundo pocas señales de un
carácter inclinado a sentimientos más
delicados, y una apatía extraordinaria es el carácter distintivo de esta especie de hombres.
Si consideramos las
relaciones de los sexos entre sí, en las diversas partes del mun
do, hallaremos que sólo el europeo ha hallado el secreto
de adornar el amor con tantas flores y
dar a esta poderosa inclinación tal
carácter, que no solamente ha mostrado los encantos sino que a esto
ha juntado la mayor decencia. Los
Orientales tienen sobre este punto el
gusto más falso. No teniendo ninguna idea sobre lo bello moral que puede juntarse con esta inclinación, pierden
por esto hasta el precio que pueda tener
el placer de los sentidos, y sus harems son para ellos fuentes de intranquilidades continuas. El amor les
hace cometer toda especie de
205
necedades; la principal es el cuidado que toman de asegurar
la primera posesión de esta alhaja
imaginaria, que no tiene precio más que en tanto que se la destroza, y cuya existencia da
lugar en Europa a tan malas sospechas; emplean
para conservarla los medios más inicuos, y muchas veces los más vergonzosos. Así las mujeres
están condenadas en este país a una
eterna cautividad: esclavas cuando son hijas, vienen a serlo después de un marido muy inepto y siempre sospechoso.
En el país de los Negros, se puede buscar
otra cosa, que lo que se halla en efecto en todas partes, es decir, el sexo femenino en la más rigurosa
esclavitud. Un infame es siempre un
señor duro para los que son más débiles que él; así es que entre nosotros, tal hombre es un tirano en su
casa el que fuera de ella apenas se
atreve a mirar a alguno, cara a cara. El padre Labat refiere, que un carpintero negro, a quien había reprendido
la dureza de su conducta para con su
mujer, le contestó: «Vosotros, sabios, sois verdaderos locos porque comenzáis por conceder mucho a
vuestras mujeres, y en seguida os
quejáis de que os hagan rodar la cabeza.» Se podría creer que hay en esta respuesta algo que merezca reflexión,
mas el gracioso era negro de la cabeza a
los pies, prueba evidente de que no sabía lo que decía. Entre todos los salvajes no hay ninguno entre los
que las mujeres gocen de mayor
consideración que los del Canadá; quizás excedan en esto a nuestro mundo civilizado. Esto no es que les
hagan humildes visitas, estas son allí
cumplimientos. No. Ellas realmente mandan, se reúnen y deliberan para los negocios más importantes
de la nación, sobre la paz y la guerra;
envían después sus diputados al consejo de los hombres, y ordinariamente su voz es la que decide; ellas
tienen todos los negocios domésticos
sobre los brazos, y participan todavía de las fatigas de sus maridos.
Si echamos, por
último, una ojeada sobre la historia, veremos el gusto de los hombres, semejante a Proteo, cambiar
constantemente de forma. La antigüedad
griega y romana, da señales ciertas de un verdadero sentimiento de lo bello y lo sublime, en la poesía,
en la escultura, en la arquitectura, en
la legislación y aun en las costumbres. El gobierno de los emperadores remanos, sustituye a la noble y
bella sencillez de los antiguos tiempos,
la magnificencia y un fausto deslumbrador, como lo
atestiguan los restos de la elocuencia y la poesía, y aun
la historia de las costumbres de esta
época. Insensiblemente aun este resto de un gusto delicado, se extinguía bajo las ruinas del
Estado. Los bárbaros, después de haber
afirmado su poderío, introdujeron cierto gusto depravado, que se llama gótico, y que cae en toda especie de
necedades. Se ve, no solamente en arquitectura,
sino también en las ciencias y en todas las
cosas. Este sentimiento degenerado, una vez introducido por un
falso arte, prefirió toda forma a la antigua
sencillez de la naturaleza, y cayó o en
la exageración o en la rareza. El vuelo más alto que tomó el genio humano para elevarse a lo sublime, no tendió
más que a lo extraordinario. Se ven rarezas
sorprendentes en religión y en el mundo, y muchas veces una mezcla bastarda y monstruosa de estas dos
especies de rarezas. Se ven monjes, un
libro
de misa en una mano y un estandarte guerrero en la otra, dirigiendo tropas de víctimas seducidas
hacia lejanas comarcas y una tierra más
santa de donde no deberían volver; guerreros consagrados santificando con notas solemnes sus
violencias y sus crímenes; y más tarde
una especie singular de héroes fantásticos que se llamaban caballeros, corriendo después las aventuras,
los torneos, los duelos y las acciones
romancescas. Durante este tiempo, la religión así como las ciencias fueron puros semilleros de
miserables necedades, porque se nota que
el gusto no degenera ordinariamente en un punto, sin que todo lo que es del resorte de nuestros sentimientos
delicados muestre señales evidentes de
esta decadencia. Los votos de los claustros transformaron una reunión de hombres útiles en numerosas
sociedades de ociosos trabajadores, que
su género de vida hacia propios para inventar estas mil necedades escolásticas que de allí se
repartieron y acreditaron en todo el
mundo. Por último, sin embargo de que por una especie de polingenesia el género humano se ha librado felizmente de
una ruina casi completa, vemos florecer
en nuestros días el gusto de lo bello y de lo noble, así en las artes como en las ciencias y en las
costumbres, y no hay más que desear,
sino que el falso aparato, que engaña tan fácilmente, no nos separe ignorándolo, de la noble simplicidad, y
principalmente que los antiguos
prejuicios no excedan siempre el secreto desconocido de esta educación, que consistiría en excitar desde
muy temprano el sentimiento moral en el
seno de todo joven ciudadano del mundo, a fin de que toda
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delicadeza de su espíritu no se limite al placer ocioso y
fugitivo de juzgar con más o menos gusto
lo que pasa al rededor de nosotros.
FIN