Immanuel Kant Crítica del juicio

 


 

 

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Crítica del juicio seguida de las  observaciones sobre el asentimiento de  Lo bello y lo sublime

 

Immanuel Kant

 

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Índice

 

Crítica del juicio

 

seguida de las observaciones sobre el asentimiento de lo bello y lo  sublime

 

Prólogo del traductor francés

 

Prefacio

 

Introducción

 

- I   De la división de la filosofía

- II  Del dominio de la filosofía en general

- III  De la critica del juicio, considerada como lazo de unión de las dos  partes de la filosofía

- IV  Del juicio como facultad legislativa «A priori.»

- V  El principio de la finalidad formal de la naturaleza, es un principio  trascendental del juicio

- VI De la unión del sentimiento del placer con el concepto de la  finalidad de la naturaleza

- VII  De la representación estética de la finalidad de la naturaleza

- VIII  De la representación lógica de la finalidad de la naturaleza

 

- IX  Del juicio como vínculo entre las leyes del entendimiento y la razón

 

P rimera part e

 

CRÍTICA DEL JUICIO ESTÉTICO

 

Primera sección

 

Analítica del juicio estético

 

Primer libro

 

Analítica de lo bello

 

§ I  El juicio del gusto es estético

§ II  La satisfacción que determina el juicio del gusto es desinteresada

§ III  La satisfacción referente a lo agradable se halla ligada a un interés

§ IV  La satisfacción, referente a lo bueno, va acompañada de interés

§ V  Comparación de las tres especies de satisfacción

§ VI  Lo bello es lo que se representa sin concepto como el objeto de una  satisfacción universal

§ VII Comparación de lo bello con lo agradable y lo bueno, fundada  sobre la precedente observación

§ VIII  La universalidad de la satisfacción es representada en el juicio del  gusto como simplemente subjetiva

§ IX Examen de la cuestión de saber si en el juicio del gusto el  sentimiento del placer precede al juicio formado sobre el objeto, o si es al  contrario

§ X  De la finalidad en general

§ XI  El juicio del gusto no reconoce como principio más que la forma de  la finalidad de un objeto (o de su representación)

§ XII  El juicio del gusto descansa sobre principios a priori

§ XIII  El juicio puro del gusto es independiente de todo atractivo y de  toda emoción

 

§ XIV  Explicación por medio de ejemplos

§ XV El juicio del gusto es un todo independiente del concepto de la  perfección

§ XVI  El juicio del gusto, por el que un objeto no es declarado bello sino  con la condición de un concepto determinado, no es puro

§ XVII  Del ideal de la belleza

§ XVIII  Lo que es la modalidad de un juicio del gusto


 

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§ XIX La necesidad objetiva que atribuimos al juicio del gusto es  condicional

§ XX  La condición de la necesidad que presenta un juicio del gusto es la  idea de un sentido común

§ XXI  Si con razón se puede suponer un sentido común

§ XXII La necesidad del consentimiento universal concebida en un  juicio del gusto, es una necesidad subjetiva que es representada como  objetiva bajo la suposición de un sentido común

 

Libro segundo

 

Analítica de lo sublime

 

§ XXIII  Tránsito de la facultad de juzgar de lo bello a la de juzgar de lo  sublime

§ XXIV  División del examen del sentimiento de lo sublime

§ XXV  Definición de la palabra sublime

§ XXVI  De la estimación de la magnitud de las cosas de la naturaleza  que supone la idea de lo sublime

§XXVII De la cualidad de la satisfacción referente al juicio de lo  sublime

§ XXVIII  De la naturaleza considerada como una potencia

§ XXIX  De la modalidad del juicio sobre la sublimidad de la naturaleza

§ XXX La deducción de los juicios estéticos sobre los objetos de la  naturaleza, no puede aplicarse a lo que llamamos sublime, sino solamente  a lo bello

§ XXXI  Del método propio para la deducción de los juicios del gusto

§ XXXII  Primera propiedad del juicio del gusto

§ XXXIII  Segunda propiedad del juicio del gusto

§ XXXIV  No puede haber principio objetivo del gusto

§ XXXV El principio del gusto es el principio subjetivo del juicio en  general

§ XXXVI  Del problema de la deducción de los juicios del gusto

§ XXXVII  Lo que se afirma propiamente a priori en un juicio del gusto  sobre un objeto

§ XXXVIII  Deducción de los juicios del gusto

§ XXXIX  De la propiedad que tiene una sensación de poderse participar

§ XL  Del gusto considerado como una especie de sentido común

§ LI  Del interés empírico de lo bello

§ XLII  Del interés intelectual de lo bello

§ XLIII  Del arte en general

§ XLIV  De las bellas artes

§ XLV  Las bellas artes deben hacer el efecto que la naturaleza

§ XLVI  Las bellas artes son artes del genio

§ XLVII  Explicación y confirmación de la anterior definición del genio

§ XLVIII  De la relación del genio con el gusto

§ XLIX  De las facultades del espíritu que constituyen el genio

§ L De la unión del gusto con el genio en la producción de las bellas  artes

§ LI  De la división de las bellas artes

§ LII  La unión de las bellas artes en una sola y misma producción

§ LIII  Comparación del valor estético de las bellas artes

 

Segunda sección

 

Dialéctica del juicio estético

 

§ LIV

§ LV  Exposición de la antinomia del gusto

§ LVI  Solución de la antinomia del gusto

§ LVII  Del idealismo de la finalidad de la naturaleza considerada como  arte y como principio único del juicio estético

§ LVIII  De la belleza como símbolo de la moralidad

Apéndice

 

§ LIX  De la metodología del gusto

 


 

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Segunda parte

 

CRÍTICA DEL JUICIO TELEOLÓGICO

 

§ LX  De la finalidad objetiva de la naturaleza

 

Primera sección

 

Analítica del juicio teleológico

 

§ LXI  De la finalidad objetiva que es simplemente formal a diferencia de  lo que es material.

§ LXII De la finalidad de la naturaleza que no es más que relativa, a  diferencia de la que es interior

§ LXIII Del carácter propio de las cosas, en tanto que fines de la  naturaleza

§ LXIV Las cosas, en tanto que fines de la naturaleza, son seres  organizados

§ LXV Del principio del juicio de la finalidad interior en los seres  organizados

§ LXVI Del principio del juicio teleológico sobre la naturaleza,  considerada en general como un sistema de fines

§ LXVII Del principio de la teleología como principio interno de la  ciencia de la naturaleza

 

Segunda sección

 

Dialéctica del juicio teleológico

 

§ LXVIII  ¿Qué es una antinomia del juicio?

§ LXIX  Exposición de esta antinomia

§ LXX  Preparación para la solución de la precedente antinomia

§ LXXI  De los diversos sistemas sobre la finalidad de la naturaleza

§ LXXII  Ninguno de los sistemas precedentes da lo que promete

§ LXXIII  La imposibilidad de tratar dogmáticamente el concepto de una  técnica de la naturaleza viene de la imposibilidad misma de explicar un  fin de la naturaleza

§ LXXIV  El concepto de una finalidad objetiva de la naturaleza es un  principio crítico de la razón para el juicio reflexivo

§ LXXV  Observación

§ LXXVI De la propiedad del entendimiento humano por la cual el  concepto de un fin de la naturaleza es posible para nosotros

§ LXXVII De la unión del principio del mecanismo universal de la  materia con el principio teleológico en la técnica de la naturaleza

 

Apéndice

 

Metodología del juicio teleológico

 

§ LXXVIII  La teleología debe ser tratada como una parte de la física

§ LXXIX  De la subordinación necesaria del principio del mecanismo al  principio teleológico en la explicación de una cosa como fin de la  naturaleza

§ LXXX De la unión del mecanismo al principio teleológico en la  explicación de un fin de la naturaleza en tanto que producción de la  misma

§ LXXXI Del sistema teleológico en las relaciones exteriores de los  seres organizados

§ LXXXII Del fin último de la naturaleza, considerado como sistema  teleológico

§ LXXXIII  Del objeto final de la existencia del mundo, es decir, de la  creación misma

§ LXXXIV  De la teología física

§ LXXXV  De la teología moral

§ LXXXVI  De la prueba moral de la existencia de Dios

§ LXXXVII  Limitación del valor de la prueba moral

§ LXXXVIII  De la utilidad del argumento moral


 

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§ LXXXIX  De la especie de adhesión que reclama una prueba moral de  la existencia de Dios

§ XC  De la especie de adhesión producida por una fe práctica

 

Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo  sublime

 

Primera sección

 

De los diferentes objetos del sentimiento de lo sublime y de lo bello

 

Segunda sección

 

De las cualidades de lo sublime y de lo bello en el hombre en general

 

Tercera sección

 

De la diferencia de lo sublime y de lo bello en la relación de los sexos

 

Cuarta sección

 

De los caracteres nacionales en sus relaci

ones con los diversos  sentimientos de lo sublime y de lo bello

 

 

 


 

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 CRÍTICA

 

DEL JUICIO

 

SEGUIDA DE LAS OBSERVACIONES

 

SOBRE EL ASENTIMIENTO DE LO BELLO Y LO SUBLIME

 

POR

 

MANUEL KANT,

 

TRADUCIDA DEL FRANCÉS

 

POR ALEJO GARCÍA MORENO,

 

doctor en filosofía y letras,

 

y

 

JUAN RUVIRA,

 

doctor en Derecho Civil y Canónico, y abogado del ilustre

 

colegio de esta Corte.

 

CON UNA INTRODUCCIÓN DEL TRADUCTOR FRANCÉS

 

F. BARNI.

 

 

 

MADRID, 1876.

 

 


 

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Prólogo del traductor francés

 

 Desde principios de este siglo, o sea desde la época en que ciertos  escritores como M. Villers, M. de Tracy, M. de Gerando, madama Stael1,

                                                 

1 La filosofía de Kant, por M. Carlos Villers, es del año 1801. En el mismo año apareció

el Ensayo de una exposición sucinta de la crítica de la razón pura, por Kinker, traducida  del idioma

 holandés, y esta pequeña obra, notable por su claridad, aunque algo  superficial, suministró a

 M. de Tracy materia para una Memoria leída en el Instituto el 7  Floreal del año X de la República, o sea el 27 de Abril del año 1802 (Memorias del  Instituto nacional, ciencias morales y políticas, tomo IV, pág. 544). Es curioso ver cómo  fue acogido Kant en Francia por el discípulo de una escuela a quien él había hecho tan  cruda guerra en Alemania, y el que, muy potente todavía entre nosotros a principios de  este siglo, iba bien pronto a perder en dominación y su crédito. M. de Gerando acometió  la empresa de bosquejar y criticar en su Historia comparada de los sistemas de filosofía  en relación con los principios de los conocimientos humanos, que apareció en 1804, la  filosofía crítica (tomo II, cap. XVI y XVII); y si este bosquejo y crítica son todavía  superficiales e incompletos, no dejan de tener algún interés, sobre todo si se atiende a la  época en que esta historia se escribía. Es necesario también tener en cuenta lo que el  mismo M. de Gerando nos dice en una nota de su obra (tomo II, pág. 174), donde  manifiesta que cinco años antes de la publicación de este trabajo, había presentado al  Instituto una noticia sobre la filosofía crítica, la cual había sido premiada; pero que él,  juzgándola por demás insuficiente, había prohibido su impresión, y dos años después  mandó una noticia más detallada. El libro titulado la Alemania que contiene algunos  pasajes brillantes sobre Kant (parte tercera, cap. VI), impreso en 1810 y suprimido,  como sabemos, en el mismo año por el gobierno imperial, apareció en París en el año  1814. Después de haber hablado de los primeros trabajos que se produjeron en Francia  con motivo de la filosofía de Kant, debemos citar una colección de trozos escogidos  publicados por El Conservador en el año 1800. (El Conservador, o colección de trozos  inéditos de historia, de política, de literatura y filosofía, sacados de los manuscritos de  N. Francisco (de Neufcastel), París, Crapelet, año VIII, tomo II); que contiene: 1.º una  noticia literaria sobre M. Manuel Kant, y sobre el estado de la Metafísica en Alemania  en la época en que este filósofo empezó a llamar la atención, sacado de El Espectador  del Norte. 2 º Una traducción de un corto escrito de Kant, titulada: Idea de lo que podría  ser una historia universal según los aspectos de un ciudadano del mundo. 3.º Una  traducción del Compendio de la Religión dentro de los límites de la razón. Este  compendio, del cual recientemente han publicado una nueva traducción los señores  Lortet y Bouiller (Teoría de Kant sobre la religión dentro de los límites de la razón,  traducida por el doctor Lortet, y precedida de una introducción por M. F. Bouiller (París

llamaron la atención de Francia sobre Kant, su doctrina ha venido  interesando a todos los pensadores; mas falta que aún hoy mismo sea bien  conocido entre nosotros, y se le tributen los honores que merece. M.  Cousin, que ha elevado en Francia el estudio de la historia de la filosofía  a la altura que el método exige, y que ha trabajado tanto por el progreso  de este estudio, no es posible que permaneciera indiferente al lado de una  filosofía, que había tenido tanto eco en Alemania, y que, cuando  empezaba a excitar la curiosidad de los franceses, había ya producido al  otro lado del Rhin tan poderosa y fecunda agitación.

 

     En un tiempo en que no se conocía en Francia la filosofía de Kant más  que por algunos ligeros bosquejos, este hombre acometió la empresa de  explicarla y criticarla en su enseñanza pública2; aun el traductor de Platón  pensó, por algunos momentos, serlo también de Kant; mas otras

                                                                                                                        

y Lion, 1842)), se atribuye aquí a Kant, y se denomina bajo este título: Teoría de la pura  rel

igión moral, considerada en sus relaciones con el puro cristianismo. El traductor Fil.  Huldiger ha añadido a esto aclaraciones y consideraciones generales sobre la filosofía de  Kant. En esta época había aparecido ya la traducción de una pequeña obra que llevaba  por título: Proyecto de paz perpetua (París, 1796), y un corto escrito, del cual yo he  publicado una nueva traducción a continuación de la Crítica del Juicio (Observaciones  sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, traducido por Payer Imboff, París, 1796).  Se ve, pues, con esto, la gran curiosidad que había despertado el nombre de Kant a  últimos del siglo pasado, y a principios del presente. Mas no se podía pensar entonces en  traducir sus obras más importantes, y hubo que limitarse a hacerlo de algunos de sus  cortos escritos. Recordemos también que M. Maine de Biran y M. Royer-Collard, estos  espíritus valientes que fueron los primeros en emprender la reforma filosófica con que  se honra nuestro siglo, no dejaron de examinar y discutir, el primero en sus escritos, y el  segundo, en sus explicaciones, algunas opiniones del filósofo alemán, aunque sin  atribuirle por entonces toda la importancia que muy pronto había de merecer, y que  revelaron estudios más detenidos. M. Laromiguiere habla también algo de Kant  (Lecciones de filosofía, segunda parte, lección VI); pero lo hace de tal modo, que parece  probar que le conocía muy poco. Debo citar, por último, el artículo de M. Stapfer en la  Biografía Universal. 

 

2 Véase el Curso de Historia de la filosofía moderna durante los años 1816 y 1817, del  cual va a publicar M. Cousin una nueva edición (casa de Ladrange, París, 1846), y  principalmente el Curso de Historia de la filosofía moral del siglo XVIII durante el año  1820, parte tercera. -Filosofía de Kant (París, Ladrange, 1842).


 

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ocupaciones le distrajeron de llevar a cabo este trabajo, el que todavía  hoy est

á casi sin empezar; pues de las tres críticas de Kant, es decir, de  sus tres obras más importantes, sólo se ha traducido una3; las otras,  apenas son conocidas entre nosotros4, y deben traducirse a nuestro  idioma; y por esta razón, aunque este género de trabajo sea muy difícil y  aun desagradable bajo cierto punto de vista, yo me he aventurado a  emprenderlo. Presento por ahora la traducción de la Crítica del Juicio, y  espero publicar muy pronto la de la Critica de la razón práctica, cuyo  trabajo está ya muy adelantado.

 

     Cuando se trata de un hombre como Kant y de monumentos como la  Crítica de la razón pura, la de la Razón práctica o la del Juicio, no bastan  simples análisis, por más exactos y detallados que estos sean; sino que, a  pesar de los defectos que en ellos haya, y por más que abiertamente  pugnen con el genio de nuestra lengua, se debe traducir a Kant, y  traducirle literalmente; porque en filosofía nada puede dispensarnos del  estudio de los monumentos: mas tampoco debemos contentarnos con  traducir a Kant; el estudio de sus obras es difícil, y aun disonante y  desagradable, principalmente para los lectores franceses; y de aquí la  necesidad de prepararlos para este estudio, iniciándolos en las doctrinas

                                                 

3 La Crítica del la razón pura, traducida por M. Tissot (París, Ladrange, 1836). M. Tissot

acaba de publicar una nueva edición de su traducción (París, Ladrange, 1845), en cuya  ob

ra ha tenido la feliz idea de seguir el ejemplo dado por Rosenkranz en su excelente  edición de obras de Kant, o sea el reproducir la primera edición de obras de Kant, o sea  el reproducir la primera edición (1781), indicando por medio de notas, o en un apéndice,  las modificaciones introducidas por el autor, en la segunda (1787). Es importante y  curioso notar estas modificaciones, y seguir a Kant de la primera a la segunda edición

 

4 Los diversos análisis que hasta aquí se han hecho de estas dos obras en francés o  traducidas del alemán, no son de utilidad alguna; pues en vez de procurarse en ellos  disminuir las dificultades que pudiera ofrecer el estudio del texto, se limitan a reproducir  este, disgregándolo y desfigurándolo. La Academia de Ciencias morales y políticas,  habiendo señalado entre sus obras de concurso el Examen crítico de la filosofía

alemana, ha dado ocasión a que se hagan importantes estudios sobre Kant, aunque

todavía no son conocidos. Véase el repertorio interesante que acaba de publicar M. de  Remusat (París, Ladrange, 1845), al que nosotros debemos un excelente fragmento de la  Crítica de la rezón pura (Ensayo de filosofía, tomo I).

de la filosofía alemana, por medio de una exposición sencilla y clara, y en  su lenguaje, por medio de una explicación de sus términos y fórmulas.  Así es que yo no debía concretarme al simple papel de traductor, sino que  debía pensar en añadir a mi traducción un trabajo destinado a facilitar el  estudio de la obra; mas, como la importancia de este trabajo, y las  dificultades que había de ofrecer me detendrían mucho, y de otro lado ya  no quiero retardar demasiado la publicación de esta traducción, impresa  ya desde hace algún tiempo, me he decidido a publicarla ahora,  prometiendo dar a luz muy pronto la Introducción.

 

     Nada diré en este prólogo de la Crítica del Juicio, puesto que he de  hablar de ella a mi satisfacción en la Introducción que estoy preparando;  aquí solamente me propongo decir algunas palabras sobre el sistema de  traducción que he creído debía seguir. M. Cousin en sus lecciones sobre  Kant5, ha caracterizado con tal precisión y claridad los defectos de este  como escritor, que yo no puedo por menos de reproducir aquí su juicio.  «Esta obra, dice Cousin, hablando de la Crítica de la razón pura, tiene el  defecto de estar mal escrita; lo que no quiere decir que no haya en ella  mucho ingenio en los detalles, y aun de vez en cuando trozos admirables;  pero, como el mismo autor lo reconoce con modestia en el prólogo de la  edición de 1781, si bien tiene una gran claridad lógica, tiene muy poco de  esta otra claridad que él llama estética, y que consiste en el arte de hacer  pasar al lector de lo conocido a lo desconocido, de lo fácil a lo difícil; arte  tan raro, especialmente, en Alemania, y que no tiene en manera alguna el  filósofo de Koenigsberg. Cojamos el cuadro de materias de la Crítica de  la razón pura, y como en él no puede presentarse cuestión sino acerca del  orden lógico y del enlace de todas las partes de la obra, nada podemos  hallar bajo este punto de vista mejor sistematizado, más precioso y de  mayor claridad que aquél; pero cojamos cada uno de sus capítulos por sí  solos y todo cambia en el momento; el orden que separadamente debe  encerrar cada uno de dichos capítulos, no existe; cada idea se halla  expresada con la mayor precisión, pero sin ocupar siempre el lugar

                                                 

5 Lección II, pág. 25 y26. 

 

 


 

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debido para acomodarse fácilmente al espíritu del lector. Hay que añadir  a este defec

to, el de la lengua alemana llevado al último extremo; quiero  decir, este carácter extremadamente sintético de su frase, que forma un  contraste, tan sorprendente con el analítico de la francesa. No es esto  todo; independientemente de este lenguaje, todavía rudo, y que tan poco  se acomoda a la descomposición del pensamiento, Kant tiene un lenguaje  propio, una terminología, que, una vez comprendida, es de una claridad  perfecta, y aun de un uso cómodo; pero que, presentada de repente, y sin  la preparación necesaria, todo lo ofusca y a todo da una apariencia oscura  y extravagante.» Los defectos que M. Cousin vitupera en la Crítica de la  razón pura, y que, como él ha hecho notar, han retrasado en el país  mismo de Kant el éxito de esta obra inmortal, son los mismos que se  encuentran en la Crítica del Juicio y en la Crítica de la razón práctica.  Solo que en estas dos últimas obras aparece Kant, en general, más sobrio  y menos difuso que en la primera, y el carácter mismo de las materias que  en ellas se tratan, como son, ya aquí los principios de la moral y los  sentimientos y las ideas a que esta se refiere, ya allá lo bello y lo sublime,  las bellas artes, las causas finales, etc., todo esto, pues, da a veces a su  estilo un tinte menos severo y menos claro, a pesar de que reaparecen y  dominan siempre los mismos defectos. Después de esto, se comprenderá  cuán difícil debe ser una traducción literal de estas obras. Además, toda  traducción que quita y añade, y resume y parafrasea, no presenta al autor  como es, y no puede hacerse del texto; y una traducción literal corre el  gran riesgo de resultar bárbara, y de violentar a cada instante los hábitos  de nuestra lengua y de nuestro espíritu. A nosotros nos parece que el  problema debe resolverse, traduciendo a Kant de tal modo que,  reproduciendo en todo fielmente el texto, se atenúen en algún tanto los  defectos; es decir, se introduzcan en aquel, pero sin modificarlo, las  cualidades propias de nuestro lenguaje. Una traducción que llene estas  dos condiciones, teniendo un doble mérito, hará un doble servicio al  autor. He aquí el problema que nos hemos propuesto, y demasiado  comprendemos las dificultades que encierra para lisonjearnos de haberlo  resuelto. Esperamos al menos que nuestros esfuerzos no habrán sido del  todo inútiles. Como la lengua francesa tiene la virtud de esclarecer todo  lo que transforma o traduce, este mismo carácter debemos aplicarlo,

tratándose de Kant; y puesto que la oscuridad que en él se reprueba  proviene en parte, según exactamente nota M. Cousin, del carácter  extremadamente sintético de su frase, en contraposición

 al esencialmente  analítico de la frase francesa, traducir a Kant en francés, debe ser lo  mismo que esclarecerlo, corrigiendo o atenuando en él el defecto que  repugna a nuestra lengua.

 

     Mas, hemos insistido bastante sobre los defectos de la forma de Kant,  y es ya tiempo de presentarlo bajo otro punto de vista. En Francia no se  sabe bien que este escritor, que hemos tratado de bárbaro, ha sabido  algunas veces acercarse a los mejores de los nuestros, lo que se observa  en la mayor parte

 de sus pequeños escritos, y especialmente en el que  lleva por título: Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo  sublime, que apareció en 1764, esto es, veinte y seis años antes de la  Crítica del Juicio6. A pesar de ciertos ensayos de traducción, estos  pequeños escritos son en general poco conocidos en Francia, y bien  traducidos, mostrarían a Kant bajo un aspecto enteramente nuevo7. Por  esto es por lo que aparece Kant, como se nota algunas veces en ciertos  pasajes de sus obras más importantes, especialmente en las observaciones  y notas, un hombre de gran espíritu, en el sentido francés moderno de  esta palabra; un observador atento y delicado de la naturaleza humana, y  un escritor de los más ingeniosos; porque este pensador profundo, este  genio de lo abstracto, este escritor bárbaro, era también todo eso. Su  principal obra bajo este respecto es, sin contradicción, la que acabo de

                                                 

6 La primera edición de la Crítica del juicio es de 1790. 

 

 

7 Ya he indicado más arriba los pequeños escritos de Kant que han sido traducidos al  fra

ncés. Volviendo a traducir los ya traducidos, y agregando a ellos los que todavía no lo  han sido, se podría formar con todos una colección curiosa y agradable. M. Cousin ha  pensado también en este trabajo, y hubiera sido digno de la pluma del traductor de  Platón, el trasladar a nuestro idioma las mejores producciones de Kant, bajo el punto de  vista literario. Yo, heredero de esta promesa, me esforzaré en justificar la benevolencia  que me ha confiado. 

 

 


 

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citar. También se han hecho de ella tres traducciones en francés8, pero es  conveniente volverla a traducir, y yo he querido unir esta nueva  traducción a la de la Crítica del Juicio, puesto que ambas obras, aunque  muy diferentes en el fondo y en la forma, tienen una materia común, lo  bello y lo sublime; y porque es curioso el reunir estas dos formas distintas  en que Kant ha tratado la misma materia con veinte y seis años de  intervalo.

 

     Con todo, no se debe buscar en las Observaciones sobre el sentimiento  de lo bello y lo sublime el origen de la teoría expuesta en la Crítica del  Juicio, y mucho menos todavía una teoría filosófica sobre la cuestión de  la idea de estos dos sentimientos. Kant no tiene tan alta pretensión; se  propone únicamente, como él lo advierte en el prefacio, presentar algunas  observaciones sobre la idea de los mismos, considerándolos en relación a  los objetos, a los caracteres de los individuos, a los sexos y sus relaciones  entre sí, y por último, en relación a los caracteres de los pueblos. Esta  pequeña obra no es más que una colección de observaciones; no aparece  en ella el profundo y abstracto autor de la Crítica de la razón pura; Kant  no es todavía en este tiempo más que el bello profesor de Koenigsberg,  como se le apellidaba en su villa natal9. Esto supuesto, sobresale tanto en  el género a que pertenece este escrito, como en la metafísica. Se muestra  en él tan delicado y espiritual observador, como de otro lado sutil y  profundo analista; allí hay que admirar la exactitud, y muchas veces la  delicadeza de sus observaciones, una feliz y rara mezcla de finura y

                                                 

8 La primera traducción es la que he indicado más arriba; es de 1796. La segunda es de

M. Keratry; está precedida de un extenso comentario (Examen filosófico de las  consideraciones sobre el sentimiento de lo sublime y de lo bello de Kant, París, 1823).  Otra traducción se publicó en el mismo año por M. Weyland bajo este título: Ensayo  sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime. 

 

 

9 Véase el prefacio de Rosenkranz, en el tomo que contiene la Crítica del Juicio, y las  Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime (Vorrede, 8, VIII.) 

 

 

naturalidad10, y por último, la dirección ingeniosa y viva que da a sus  ideas, en lo que aparece claramente la influencia de la literatura francesa.

 

 Si bien es cierto que entre sus observaciones hay algunas que han  dejado de ser verdaderas11, y otras nos parecen estrechas y mezquinas12,  con todo se revela en la mayor parte de ellas una penetrante observación,  y una elevada inteligencia de la naturaleza humana. Pero la parte más  notable de este pequeño escrito, es, sin duda alguna, aquel en que Kant  trata de lo bello y lo sublime en sus relaciones con los sexos. En él se  ocupa de las cualidades esencialmente propias de las mujeres, sobre el  género de educación particular que a estas conviene, y sobre el atractivo  y las ventajas de la sociedad con las mismas; observaciones llenas de  sentido y delicadeza, dignas de las páginas de Labruyere o de Rousseau13.  Kant vuelve a ocuparse después de esto, de la teoría tan admirablemente  desenvuelta en la última parte del Emilio, de que la mujer, teniendo una  misión particular, tiene también cualidades que le son propias, y que  deben desenvolverse y cultivarse conforme a los votos de la naturaleza,  por una bien entendida educación. Ningún otro ha hablado de las mujeres

                                                 

10 .       Esta mezcla de finura y naturalidad, es una de las cualidades más sobresalientes

del carácter de Kant; es, puede decirse,

un rasgo que tiene de común con Sócrates, con  el cual justamente se le ha comparado. 

 

 

11 Tal es, por ejemplo, como lo nota Rosenkranz (pág. 9 del prefacio ya citado), el juicio  que tiene de los franceses (pág. 304 de la traducción); juicio al cual después ha venido a  dar un solemne mentís la revolución francesa. 

 

 

12 .       Por

ejemplo, su juicio sobre la arquitectura de la Edad Media (pág. 319 de la  traducción). 

 

 

13 También el autor de las Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime,  fue apellidado el Labruyere de Alemania.

 


 

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en el siglo XVIII con más delicadeza y respeto14; me atrevería a creer con  el nuevo editor de Kant, Rosenkranz15, que el corazón del filósofo no ha  permanecido siempre indiferente a los atractivos de que él tan bien habla;  pero no quiero rebajar con mis comentarios el encanto de esta pequeña  obra. Es útil también el unirla a la Crítica del Juicio, porque no habrá más  que notar diferencias entre ambas; y por esto, si a ejemplo de  Rosenkranz, hemos reunido estas dos obras en la traducción, es porque el  contraste nos ha parecido ingenioso.

 

     Kant16 había hecho interfoliar para su uso un ejemplar de este pequeño  escrito, y después de haber llenado de adiciones cada una de las páginas  agregadas y las márgenes del texto de muchos pasajes, lo regaló en 1800  al librero Nicolovins para una nueva edición. Después de Rosenkranz,  que ha tenido al arreglar su edición este ejemplar a la vista, estas  adiciones consisten en observaciones variadas y alguna vez ingeniosas,  que se agregan a la misma materia, el sentimiento d

e lo bello y lo  sublime; pero que esparcen en todas direcciones y toman diversas formas.  En unos puntos, Kant desenvuelve por completo su pensamiento, en otros  se limita a indicarlo, y alguna vez le basta una sola palabra. Rosenkranz  no ha creído de su deber servirse de este borrador, puesto que lo que en él  se contiene de importante se encuentra en otras obras de Kant. Yo he  seguido el texto de su edición.

 

                                                 

14 .       Reprueba en Rousseau a quien por otra parte se complace en reconocer como un

gran apologista del bello sexo, el haber osado decir, que una mujer no es nunca otra cosa  que un gran niño; y dice Kant, que no hubiera escrito tal frase por todo el oro del  mundo. 

 

 

15 Prefacio ya citado, pág. X.

 

16 Prefacio ya citado, pág. VI y V. 

 

 

     En cuanto a la Crítica del Juicio, me he servido de la tercera edición  (1799)17 y de la de Rosenkranz.

 

 

                                                 

17 Ya he indicado la fecha de la primera edición, 1790, es decir, nueve años después de

la Crítica de la razón pura, y dos años después de la Crítica de la razón práctica. La  segunda edición es de 1793. 

J. Barni.

15 de diciembre de 1845 

 

 


 

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Prefacio

 

 Podemos llamar razón pura la facultad de conocer por principios a  priori; y Crítica de la razón pura el examen de la posibilidad y límites de  esta facultad en general, sin que nunca comprendamos al hablar de ello  más que la razón considerada en un sentido teórico, como ya lo hicimos  bajo este título en nuestra primera obra, y sin que intentemos jamás  someter también a este examen la facultad práctica determinada por sus  propios principios. La crítica de la razón pura, no comprende, pues, más  que nuestra facultad de conocer las cosas a priori; no trata más que de la  facultad de conocer,

 con abstracción de sus facultades de sentir y de  querer; y aun al ocuparse de la facultad del conocer, no lo hace más que  del sentimiento, en el cual busca los principios a priori, haciendo  abstracción del Juicio y de la razón (en tanto que se consideran como  facultades que igualmente pertenecen al conocimiento teórico), puesto  que desde luego hallamos que ninguna otra facultad de las que  corresponden al conocer, más que la del entendimiento, puede  conducirnos al conocimiento de dichos principios; y por esto la crítica,  cuando examina las otras facultades del conocer, para determinar la parte  que cada una de ellas puede tener por sí misma en la adquisición del  conocimiento, no se ocupa de otra cosa más que de lo que el  entendimiento presenta a priori como una ley para la naturaleza y todos  sus fenómenos, (cuya forma se da también a priori), y deja todos los  demás conceptos puros para las ideas que trascienden de la facultad del  conocer teórico, cuyos conceptos, lejos por esto de ser inútiles o  superfluos, sirven, por el contrario, de principios reguladores. De este  modo, esta facultad descarta por un lado las pretensiones peligrosas del  entendimiento, el cual (suministrando a priori las condiciones de la  posibilidad de todas las cosas que se pueden conocer), circunscribe a sus  propios límites esta posibilidad en general, y, por otra parte, dirige al  entendimiento mismo en la consideración de la naturaleza, a favor de un  principio de perfección que jamás puede obtener, pero que le está  señalado como el objeto final de todo conocimiento.

 

     Es indudablemente al entendimiento, el cual tiene su dominio propio  en la facultad del conocer, en tanto que contiene a priori los principios  constitutivos del conocimiento, a quien la crítica designada con el  nombre de crítica de la razón pura, debe asegurar una posesión fija y  determinada contra todas las demás que quieran disputarle el puesto. Del  mismo modo la crítica de la razón práctica, determina la posesión de la  razón, en tanto que solo contiene principios constitutivos, relativos a la  facultad de querer.

 

     Sin embargo, el Juicio, que viene a ser dentro de nuestras facultades  de conocer un término medio entre el entendimiento y la razón, ¿tiene  también por sí mismo principios a priori? ¿Son estos principios  constitutivos o simplemente reguladores, no suponiendo, por tanto, un  dominio particular? ¿Suministra esta facultad a priori una regla al  sentimiento como un término medio entre la facultad de conocer y la de  querer, del mismo modo que el entendimiento prescribe a priori leyes a la  primera, y la razón a la segunda? He aquí de lo que se ocupa la presente  crítica del Juicio.

 

     Una crítica de la razón pura, es decir, de nuestra facultad del conocer,  según los principios a priori, sería incompleta, si la del Juicio, que, como  facultad de conocer, reclama también para sí tales principios, no fuese,  tratada como una parte especial de la crítica; y sin embargo, los  principios del Juicio no constituyen un principio de filosofía pura, una  parte propia entre la parte teórica y la práctica, sino que puede  considerarse, se

gún los casos, en cualquiera de estas dos partes. Pero si  este sistema ha de llegar a la perfección, bajo el nombre general de  metafísica (y posible es perfeccionarlo, y de la mayor importancia para el  ejercicio de la razón bajo todos sus aspectos), es necesario antes que la  crítica sondee muy profundamente el fondo de este edificio, para  descubrir los primeros fundamentos de la facultad que nos suministra  principios independientes de la experiencia, con el fin de que ninguna de  las partes parezca como dudosa; pues esto llevaría consigo  inevitablemente la ruina de todo.

 


 

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     Por donde podemos concluir acerca de la naturaleza del juicio (cuyo  uso conveniente es tan necesario y tan generalmente útil como puede  serlo el del sentido común, nombre con que se designa esta facultad), que  debemos hallar grandes dificultades en la investigación del principio  propio de la misma (la cual debe en efecto contener uno a priori; pues de  lo contrario, la crítica, aun la más vulgar, no lo consider

aría como  facultad de conocer). Este principio no puede derivarse de otros a priori:  estos corresponden al entendimiento, y el Juicio no trata más que de su  aplicación. El Juicio no puede, pues, suministrar un concepto que nada  nos hace conocer, y que solamente sirve de regla a sí mismo, aunque no  de regla objetiva, a la cual pudiera acomodarse; porque entonces,  necesitaríamos otra facultad de juzgar, para resolver si es o no ocasión de  aplicar la regla.

 

 Esta dificultad que presenta el principio subjetivo u objetivo de la  facultad de

 juzgar, se nota principalmente en aquellos juicios llamados  estéticos, que tratan de lo bello y lo sublime, de la naturaleza o del arte; y  sin embargo, la investigación crítica del principio de estos juicios es la  parte más importante de esta facultad.

 

 En efecto: aunque ellos por sí mismos nada nos dan para el  conocimiento de las cosas, no por esto dejan de pertenecer a la facultad  de conocer, y revelan una relación inmediata de esta facultad con la del  sentimiento, fundada sobre algún principio a priori, que nunca se  confunde con los motivos de la facultad de querer, porque esta saca sus  principios a priori de los conceptos de la razón. No sucede lo propio en  los juicios teleológicos de la naturaleza; en estos, mostrándonos la  experiencia una conformidad de las cosas con sus leyes, la cual no puede  comprenderse ni explicarse con la ayuda del concepto general que el  entendimiento nos da de lo sensible, saca la facultad de juzgar de sí  misma un principio de relación de la naturaleza con el mundo inaccesible  de lo supra-sensible, del cual no puede servirse más que en vista de sí  misma en el conocimiento de la naturaleza; pero este principio, que puede  y debe aplicarse a priori al conocimiento de las cosas del mundo, y nos  abre al mismo tiempo vastos horizontes para la razón práctica, no tiene

relación inmediata con el sentimiento. Por lo que, la falta de esta relación  es precisamente la que produce la oscuridad del principio del juicio, y  hace necesaria para esta facultad una división particular de la crítica;  porque el juicio lógico, que se funda sobre conceptos de los cuales jamás  se puede sacar consecuencia inmediata para el sentimiento, habría podido  en rigor unir la parte teórica de la filosofía con el examen crítico de los  límites de estos conceptos.

 

     Como no me propongo estudiar el gusto ni el juicio crítico, con el fin  de formarlo ni cultivarlo (porque esta cultura bien puede exceder de esta  especie de especulaciones), sino que lo hago bajo un punto de vista  trascendental, espero que haya indulgencia para con los vacíos que se  noten en este trabajo. Pero en cierto modo es necesario que se haga con el  más severo examen, y únicamente habrá que dispensarnos de algún resto  de oscuridad que no se pueda evitar enteramente, por la gran dificultad  que presenta la solución de un problema naturalmente tan embrollado.  Con tal que quede claramente sentado que el principio se ha expuesto con  exactitud, se nos podrá dispensar de no haber deducido el fenómeno del  Juicio con toda la claridad que por otra parte se puede rigurosamente  exigir, es decir, de no haberlo deducido de un conocimiento fundado en  conceptos, el cual creo haber hallado en la segunda parte de esta obra.

 

     Aquí terminaremos nuestro estudio crítico, y entraremos sin tardanza  en la doctrina, con el fin de aprovechar, si es posible, el tiempo todavía  favorable de nuestra creciente vejez. Se comprende perfectamente que el  juicio no tiene parte especial en la doctrina, puesto que la crítica  pertenece a la teoría; pero conforme a la división de la filosofía en teórica  y práctica, y la de la filosofía pura en varias partes, la metafísica de la  naturaleza y las costumbres, constituirá esta nueva obra.

 

 

 


 

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Introducción

 

- I -   De la división de la filosofía

 

     Cuando se considera la filosofía como la que suministra por medio de  conceptos los principios del conocimiento racional de las cosas, y no  como la lógica, que solamente lo hace de los principios de la forma del  pensamiento en general, haciendo abstracción de los objetos, se puede  con toda razón dividir, como comúnmente se hace, en teórica y práctica.  Mas para esto es de todo punto indispensable que los conceptos que  sirven de objeto a los principios de este conocimiento racional, sean  diferentes en su especie, pues de lo contrario, no estaríamos autorizados  para una división, la cual supone siempre oposición en los principios del  conocimiento racional, cual corresponde a las diversas partes de una  ciencia. Según esto, no existen más que dos especies de conceptos, los  cuales llevan en sí otros tantos principios diferent

es de la posibilidad de  sus objetos; estos conceptos son los de la naturaleza y el de la libertad. Y  como los primeros hacen posible con el auxilio de principios a priori, un  conocimiento, teórico, y el segundo no contiene relativamente a este  conocimiento más que un principio negativo, una simple oposición, al  paso que establece para la determinación de la voluntad principios de  gran extensión, los cuales por esta razón se denominan prácticos, con  derecho podemos dividir la filosofía en dos partes en un todo diferentes,  por lo que toca a los principios: la una teórica, en tanto que filosofía de la  naturaleza, y la otra práctica, en tanto que filosofía moral (pues así se  denomina la legislación práctica de la razón fundada sobre el concepto de  la libertad). Pero hasta hoy, la gran confusión en el uso de estas  expresiones ha trascendido a la división de los diversos principios, y por  consiguiente a la de la filosofía, y se ha identificado lo que es práctico  bajo el punto de vista de los conceptos de la naturaleza, con lo que es  práctico bajo el punto de vista del concepto de la libertad; y con estas  mismas expresiones de filosofía teórica y filosofía práctica, se ha  establecido una división que en realidad no lo es, puesto que las dos  partes de esta división pueden tener los mismos principios.

 

     La voluntad, como facultad de querer, es una de las diversas causas  naturales que existen en el mundo; es la que obra en virtud de conceptos;  y todo lo que la voluntad se representa como posible o como necesario, se  llama prácticamente posible para distinguirlo de la posibilidad o de la  necesidad física, de un efecto, cuya causa no es determinada por  co

nceptos, sino por mecanismo como en la materia inanimada, o por  instinto como entre los animales. Por esto aquí, al hablar de práctica, lo  hacemos de una manera general, sin determinar si el concepto que sirve  de regla a la causalidad de la voluntad es un concepto de la naturaleza o  un concepto de la libertad.

 

 Pero esta última distinción es esencial; porque si el concepto que  determina la causalidad es un concepto de la naturaleza, los principios  son técnicamente prácticos; y si es un concepto de la libertad, son  moralmente prácticos; y como en la división de una ciencia racional se  trata únicamente de una distinción de objetos, cuyo conocimiento reclama  principios diferentes, los primeros se refieren a la filosofía teórica (o a la  ciencia de la naturaleza), mientras que los otros constituyen por sí solos  la segunda parte, o sea la filosofía práctica o la moral.

 

     Todas las reglas técnicamente prácticas (es decir, las del arte o de la  industria en general), y aun aquellas que se refieren a la prudencia, o sea  la habilidad que da influencia sobre los hombres y su voluntad, deben ser  consideradas como corolarios de la filosofía teórica, en tanto que sus  principios se fundan en conceptos.

 

     En efecto: dichas reglas no se refieren más que a la posibilidad de las  cosas, cuando ésta se funda en conceptos de la naturaleza; y nosotros no  nos ocupamos solamente de los medios de investigación de la naturaleza,  sino también de los de la voluntad (como facultad de querer, y por tanto,  como facultad natural), en tanto que pueda ser determinada, conforme a  estas reglas, por móviles naturales...

 


 

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     Sin embargo, estas reglas prácticas no se denominan leyes (como las  leyes físicas), sino preceptos; porque como la voluntad no cae solamente  bajo el concepto de la naturaleza, sino también bajo el de la libertad,  queda el nombre de leyes para los principios de la voluntad relativos a  este último concepto, y estos solos principios, con sus consecuencias,  constituyen la segunda parte de la filosofía, o sea la parte práctica.

 

 Así como la solución de los problemas de la geometría pura no  constit

uyen una parte especial de esta ciencia, ni la agrimensura merece  tampoco el nombre de geometría práctica en oposición a la geometría  pura, que en tal caso sería la segunda parte de la geometría en general, del  mismo modo, y aun con mayor fundamento, no nos es permitido  considerar como una parte práctica de la física el arte mecánico o  químico de las experiencias y observaciones, ni unir a la filosofía práctica  la economía doméstica, la agricultura, la política, el arte de vivir en  sociedad, la dietética, ni aun la teoría de la felicidad, que es el arte de  refrenar y reprimir las pasiones y afectos en vista de la felicidad, como si  todas estas artes constituyesen la segunda parte de la filosofía en general.

 

     En efecto; dichas artes no contienen más que reglas que se refieren a  la industria humana, las que, por consiguiente, no son más que  técnicamente prácticas o destinadas a producir un resultado posible,  según los conceptos naturales de las causas y los efectos, y que,  comprendiéndose en la filosofía teórica o en la ciencia de la naturaleza,  de la cual son simples corolarios, no pueden reclamar un puesto en esta  filosofía particular, que llamamos filosofía práctica; por el contrario, los  preceptos moralmente prácticos, que en un todo se hallan fundados en el  concepto de la libertad, y excluyen toda participación de la naturaleza en  la determinación de la voluntad, constituyen una especie particular de  preceptos, a que llamamos verdaderamente leyes, como a las reglas que  rigen la naturaleza; pero aquellas no se apoyan, como estas, en  condiciones sensibles; se fundan en un principio supra-sensible, y forman  por sí solas al lado de la parte teórica de la filosofía, otra parte de la  misma, bajo el nombre de filosofía práctica.

 

     Por donde se ve que un conjunto de preceptos prácticos suministrados  por la filosofía, no constituye una parte especial y opuesta a la parte  teórica de esta ciencia, por sólo ser prácticos; porque no dejarían de serlo,  aun cuando esos mismos principios, en tanto que reglas técnicamente  prácticas, derivasen del conocimiento teórico de la naturaleza; se necesita  además que el principio en que se apoyen, no se derive del concepto de la  naturaleza, siempre sujeto a condiciones sensibles, sino que descanse  sobre el de lo supra-sensible; pues sólo el concepto de la libertad nos  permite conocer, por medio de leyes formales, para que de este modo los  preceptos sean moralmente prácticos, esto es, para que no sean  únicamente reglas relativas a tal o cual fin, sino leyes que no suponen  ningún objeto, ningún designio previo.

 

 

 

 

- II -  Del dominio de la filosofía en general

 

     El uso de nuestra facultad de conocer por medio de principios, o sea la  filosofía, no reconoce más límites que los de la aplicación de conceptos a  priori.

 

     Pero el conjunto de objetos a que se refieren estos conceptos, para de  ellos constituir, si es posible, un conocimiento, puede ser dividido, según  que basten o no nuestras facultades para ello, o según que sean  suficientes de tal o cual manera.

 

     Si consideramos los conceptos como refiriéndose a objetos, y hacemos  abstracción de la cuestión de saber si un conocimiento de estos objetos es  o no posible, estaremos en el campo de estos conceptos, el cual se  determina únicamente conforme a la relación de su

 objeto con nuestra  facultad de conocer en general. La parte de este campo en donde es  posible para nosotros un conocimiento, es el territorio (territorium) de  estos conceptos, y de la facultad de conocer, que supone este  conocimiento. La parte de este territorio en donde dichos conceptos


 

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sirven de ley, es el dominio de ellos (ditio), y el de las facultades de  conocer que los producen. Así, los conceptos empíricos tienen su  territorio en la naturaleza, considerada como el conjunto de todos los  objetos sensibles, mas en esto no hay nada de dominio, sino que solo  existe un domicilio (domicilium), puesto que estos conceptos, aunque  formados de una manera regular, no sirven de leyes, y las reglas que en  ellos se fundan son empíricas, y por tanto contingentes.

 

     Nuestra facultad de conocer tiene dos especies de dominio; el de los  conceptos de la naturaleza, y el del concepto de la libertad, pues que por  medio de estas dos clases de conceptos es únicamente legisladora a  priori; por lo cual la filosofía se divide también, como esta facultad, en  teórica y práctica. Pero el territorio sobre el cual entiende su dominio y  ejerce su legislación no es más que el conjunto de objetos de toda  experiencia posible, en cuanto se consideran como simples fenómenos;  porque de otro modo no se podría concebir una legislación del  entendimiento relativa a estos objetos.

 

     La legislación contenida en los conceptos de la naturaleza es dada por  el entendimiento, es teórica; la que contiene el concepto de libertad,  proviene de la razón, y es puramente práctica. Por lo que la razón solo  puede legislar en el mundo práctico; en lo que se refiere al conocimiento  teórico (o de la naturaleza) no puede hacer más que deducir, de leyes  dadas (de las que se instruye por medio del entendimiento),  consecuencias que no salen de los límites de la naturaleza. Además, la  razón no es en absoluto legislativa cuando existen reglas prácticas,  porque estas reglas pueden ser técnicamente prácticas.

 

     La razón y el entendimiento tienen, pues, dos clases de legislaciones  sobre un mismo territorio, el de la experiencia, sin que la una pueda  sobreponerse a la otra; porque el concepto de la naturaleza tiene tan poca  influencia sobre la legislación suministrada por el concepto de la libertad,  como este sobre la legislación de la naturaleza. La posibilidad de  concebir, al menos sin contradicción, la coexistencia de dos legislaciones  y de las facultades a que ellas se refieren, ha sido demostrada por la

crítica de la razón pura, la que, revelándonos en esto una ilusión  dialéctica, ha descartado las objeciones.

 

 Pero es imposible que estos diferentes dominios, que se limitan  constantemente, no ciertamente en sus legislaciones, sino en sus efectos  en el seno del mundo sensible, no constituyan más que uno sólo; pues el  concepto de la naturaleza puede muy bien representar sus objetos en la  intuición, pero solo como simples fenómenos, y no como cosas en sí; y  por el contrario, el concepto de la libertad puede representar, por medio  de su objeto, una cosa en sí, pero no en la intuición; por consiguiente,  ninguno de estos dos conceptos puede dar un conocimiento teórico de su  objeto (ni aun del sujeto que piensa) como cosa en sí, o sea de lo supra- sensible; esta es una idea que se debe aplicar a la posibilidad de todos los  objetos de experiencia, pero que jamás se puede extender ni elevar hasta  constituir un conocimiento de ellos.

 

 Existe, pues, un campo ilimitado, pero inaccesible también para  nuestra

 facultad de conocer, el campo de lo supra-sensible, donde no  hallamos parte de territorio para nosotros, y en donde, por tanto, no  podemos buscar, ni por medio de los conceptos del entendimiento, ni por  medió de los de la razón, un dominio perteneciente al conocimiento  teórico. Este campo, o sea el uso, tanto teórico como práctico de la razón,  debe llenarse de ideas; mas nosotros no podemos dar a estas ideas, en su  relación con las leyes que derivan del concepto de la libertad, más que  una realidad práctica, lo que no eleva en nada nuestro conocimiento  teórico hasta lo supra-sensible.

 

 Pero aunque existe un abismo insondable entre el dominio del  concepto de la naturaleza o lo sensible, y el dominio del concepto de la  libertad, o lo supra-sensible, de tal suerte, que es imposible pasar del  primero al segundo (por medio de la razón teórica), y que se consideran  como dos mundos diferentes, de los cuales, el uno no puede ejercer  acción sobre el otro, es indudable que debe haber alguna influencia entre  ellos. En efecto; el concepto de la libertad debe realizar en el mundo  sensible el objeto determinado por sus leyes, y para esto es indispensable


 

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que se pueda concebir la naturaleza de tal suerte, que en su conformidad  con las que constituyen su forma, no excluya al menos los fines que  deben ser dirigidos según las primeras. Así es que debe haber un  principio que haga posible el acuerdo de lo supra-sensible, sirviendo de  fundamento a la naturaleza, con lo que contiene de práctico el concepto  de la libertad; un principio cuyo concepto sea sin duda insuficiente para  dar un conocimiento bajo el punto de vista teórico ni bajo el punto de  vista práctico, y no teniendo por tanto dominio propio, permita sin  embargo, al espíritu pasar de uno al otro mundo.

 

 

 

 

- III -  De la critica del juicio, considerada como lazo de unión de las  dos partes de la filosofía

 

     La crítica de las facultades de conocer consideradas en lo que pueden  suministrarnos a priori, no tiene propiamente un dominio relativo a los  objetos, puesto que no constituye una doctrina, sino que su único objeto  es averiguar si es posible que nuestras facultades nos lo suministren, y  cuándo lo es, según la condición de las mismas. Su campo se extiende tan  lejos como sus pretensiones, con el objeto de concretar estas en los  límites de su legitimidad.

 

     Mas lo que no entra en la división de la filosofía, puede, sin embargo,  caer bajo el dominio de la crítica de la facultad pura de conocer en  general, si esta facultad contiene principios que no tienen valor para su  uso teórico ni para su uso practico. Los conceptos de la naturaleza, que  contienen el principio de todo conocimiento teórico a priori, descansan  sobre la legislación del entendimiento. El concepto de la libertad, que  contiene el principio de todos los preceptos prácticos a priori e  independientes de las condiciones sensibles, descansa sobre la legislación  de la razón. Así es que ninguna facultad, fuera de estas dos, puede  lógicamente aplicarse a los principios, cualesquiera que ellos sean;  además, cada una de estas tiene su legislación propia en cuanto a su

contenido, sobre lo cual no existe ninguna otra (a priori), y esto es lo que  justifica la división de la filosofía en teórica y práctica.

 

 Pero en la familia de las facultades superiores de conocer, existe  además un término medio entre el entendimiento y la razón: este término  medio es el Juicio. Se puede presumir por analogía que este contiene  también si no una legislación particular, al menos un principio que le es  propio y que se debe investigar, según leyes, un principio que es  indudablemente a priori puramente subjetivo, y que, sin tener como  dominio ningún campo de objetos, puede, no obstante, tener un territorio  para el cual solamente él tenga verdadero valor.

 

     Existe, además (a juzgar por analogía), una razón para unir el Juicio a  otro orden de nuestras facultades representativas, cuya unión, parece más  importante todavía que el parentesco de las facultades de conocer. Esta  razón consiste en que todas las facultades o capacidades del alma pueden  reducirse a tres, y que no pueden por menos de derivarse de un principio  común, y son: la facultad de conocer, la de sentir y la de querer18.

                                                 

18 Cuando hay alguna razón para suponer que los conceptos empleados como principios

empíricos tienen afinidad con la facultad de conocer puro a priori, es conveniente, por  causa de esta misma relación, buscarles una definición trascendental, es decir, definirlos  por cate

gorías puras, en tanto que ellos por sí solos nos dan suficientemente la diferencia  del concepto de que se trata con los demás. Se sigue en esto el ejemplo del matemático  que deja indeterminados los datos empíricos de su problema, y que no toma para los  conceptos de la aritmética pura más que la relación de estos datos con una síntesis pura,  generalizando por lo mismo la solución de aquel. Se nos ha censurado de haber  empleado tal método (véase el prefacio de la Crítica de la razón práctica), y por haber  defluido la facultad de querer, diciendo que es la facultad que por medio de sus  representaciones es causa de la totalidad de los objetos de estas mismas  representaciones; pues se dice los simples deseos son también voliciones, y sin  embargo, todos reconocen que aquellos no bastan para que sus objetos sean realizados.  Pero esto no prueba más que en el hombre hay deseos, en los cuales se encuentra en  contradicción consigo mismo, puesto que tiende por su sola representación a la  realización del objeto, aunque no puede llegar a ella, teniendo conciencia de que sus  fuerzas mecánicas (para llamar así las que no son psicológicas), y que deberían ser  determinadas por esta representación para realizar el objeto (por tanto mediatamente), o  no son suficientes, o encuentran aún algo de imposible como, por ejemplo, el cambiar lo  pasado (O mihi proeterites...etc.), o el destruir en la impaciencia del que espera, el


 

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 En el terreno de la facultad de conocer, sólo el entendimiento es  legislador, pues que esta facultad (como debe serlo cuando se la  considera en sí misma independiente de la facultad de querer), se refiere  como facultad de conocimiento teórico a la naturaleza, y solamente en  relación a la naturaleza (considerada como fenómeno) nos es posible  hallar leyes en los conceptos a priori de la misma, esto es, en los  conceptos puros del entendimiento.

 

                                                                                                                        

intervalo que nos separa del momento deseado. Aunque en estos deseos fantásticos  tengamos conciencia de lo insuficiente (y aun de la impotencia) de nuestras  representaciones para llegar a las causas de un objeto, sin embargo, la relación de estas  representaciones a la cualidad de causas, y por consiguiente,

 la representación de su  causalidad, se halla contenida en todo deseo, y aparece principalmente a cuando este es  una afección, es decir, cuando es un verdadero deseo* En efecto; estas especies de  movimientos, ensanchando y suavizando el corazón, y por tanto, consumiendo sus  fuerzas, muestran que estas fuerzas se hallan siempre atraídas por representaciones, pero  que concluyen siempre por dejar caer al espíritu en la inacción, convencido de la  imposibilidad de la cosa deseada. Las oraciones mismas dirigidas al cielo para evitar las  terribles desdichas que se miran como inevitables, y ciertos medios que emplea la  superstición para llegar a fines naturalmente imposibles; demuestran la relación causal  de las representaciones con sus objetos, puesto que esta causalidad no puede ser  detenida por el conocimiento de su impotencia para producir el efecto. Pero ¿por qué  existe en nosotros esta tendencia a formar deseos que la conciencia declara vanos? Es  una cuestión que corresponde a la teología antropológica. Parece que si no empleáramos  nuestras fuerzas más que cuando estuviésemos seguros de su aptitud para producir un  objeto, quedarían las más veces sin emplear, porque nosotros no aprendemos  ordinariamente a conocerlas más que ensayándolas. Esta ilusión que producimos con los  deseos inútiles, no es, pues, más que una consecuencia de la benevolente disposición  que preside a nuestra naturaleza**.

 

___________

 

*Sehnsucht, propiamente deseo ardiente. -J. B.

 

**Rosenkranz no pone esta nota. -J. B. 

 

 

 La facultad de querer, considerada como facultad superior  determinada por el concepto de la libertad, no admite otra legislación a  priori que la de la

 razón (en la cual únicamente reside este concepto).  Supuesto que el sentimiento tiene su sitio o se halla colocado entre la  facultad de conocer y la de querer, así como el Juicio la tiene entre el  entendimiento y la razón, se puede suponer, al menos provisionalmente,  que el Juicio contiene en sí mismo un principio a priori, y que así como el  sentimiento se halla necesariamente ligado con la facultad de querer, ya  porque dicho sentimiento sea anterior a ella, como sucede en la facultad  inferior de querer, ya porque, como sucede en la superior, derive  únicamente de la determinación producida en dicha facultad por la ley  moral, así también el Juicio verifica una transición a la facultad pura de  conocer, esto es, establece el tránsito del dominio de los conceptos de la  naturaleza al dominio de la libertad, del mismo modo que, bajo el punto  de vista lógico, hace posible el paso del entendimiento a la razón.

 

 Por esto, aunque la filosofía no se pudiese dividir más que en dos  partes, la

 teórica y la práctica; aunque todo lo que pudiéramos decir de  los principios propios del Juicio deba colocarse en la parte teórica, o sea  en la que se ocupa del conocimiento racional, fundado sobre conceptos de  la naturaleza, la crítica de la razón pura, que debe tratar todo esto antes de  dar principio a la ejecución de su sistema, se compone de tres partes:  crítica del entendimiento puro, crítica del Juicio puro, y crítica de la razón  pura; facultades que se llaman puras, porque son legislativas a priori.

 

 

 

 

- IV -  Del juicio como facultad legislativa «A priori.»

 

     El juicio es la facultad de concebir19 lo particular como contenido en  lo general.

                                                 

19 He traducido denken, que significa propiamente pensar, por concebir, porque es

palabra de un uso más cómodo. Traduciendo con menos exactitud la palabra alemana,  muy bien se podría emplear como sinónima de pensar, tomada en el sentido que la


 

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 Si lo general (la regla, el principio, la ley) es dado, el Juicio que  subsume lo particular aunque como Juicio trascendental suministre a  priori las condiciones que por sí solas hacen posible esta subsunción), es  y se llama determinante. Pero si sólo es dado lo particular, y el Juicio  debe hallar en ello lo general, dicho Juicio es simplemente reflexivo.

 

 El Juicio determinante, sometido a las leyes generales y  trascendentales del entendimiento, no es más que el que subsume; le es  dada la ley a priori; y de este modo no necesita cuidarse de una regla para  poder subordinar a lo general lo particular que se halla en la naturaleza.

 

     Pero tanto como hay de diversidad en las formas de la naturaleza, otro  tanto hay de modificaciones en los conceptos generales y trascendentales  de la misma, los cuales dejan indeterminadas las leyes suministradas a  priori por el entendimiento puro, puesto que estas no se refieren más que  a la posibilidad de una naturaleza en general (como objeto de los  sentidos).

 

     Debe haber, pues, también para estos conceptos leyes, las cuales como  conceptos empíricos pueden ser contingentes a los ojos de nuestro  entendimiento, pero

 que puesto que se llaman leyes (como lo exige el  concepto de la natura

leza), deben considerarse como necesarias en virtud  de un principio que, aunque sea desconocido para nosotros, nos dé la  unidad en la variedad. El Juicio reflexivo que necesita subir de lo  particular, que halla en la naturaleza, a lo general, necesita un principio  que no puede derivarse de la experiencia, puesto que debe servir de  fundamento a la unidad de todos los principios empíricos, colocándose  sobre los más superiores de estos, y por tanto, a la posibilidad de la  coordinación sistemática de estos principios. Es necesario que este

                                                                                                                        

emplea Kant, lo que tiene además la ventaja de aproximarse mas a la palabra concepto  (Begriff), que significa precisamente, ya la condición ya el resultado del pensamiento,  como Kant lo explica. -J. B. 

 

 

principio trascendental lo halle en sí mismo el Juicio reflexivo para hacer  de él su ley; no puede sacarlo de otra parte, pues que entonces sería juicio  determinante; ni tampoco prescribirlo a la naturaleza, puesto que si la  reflexión sobre sus leyes se acomoda a sí misma, no se regirá por aquellas  condiciones, conforme a las que tratamos de formarnos un concepto  contingente o relativo de esta reflexión.

 

     Dicho principio no puede ser más que éste: como las leyes generales  de la naturaleza tienen un principio en nuestro entendimiento que las  prescribe a la misma (pero sólo bajo el punto de vista de concepto general  de la naturaleza como tal), las leyes particulares y empíricas  relativamente a lo que las primeras dejan en ellas de indeterminado,  deben considerarse en relación a una unidad semejante a la que pudiera  establecer un entendimiento distinto del nuestro, el cual diera estas leyes  teniendo en cuenta nuestra facultad de conocer, y queriendo hacer posible  un sistema de experiencia fundado sobre leyes particulares de la  naturaleza misma. Esto no significa que se deba admitir tal entendimiento  (porque sólo el Juicio reflexivo es el que hace un principio de esta idea  para reflexionar y no para determinar), sino que la facultad de juzgar se  dé por sí misma una ley, y no por medio de la naturaleza.

 

     Mas como el concepto de un objeto, en tanto que contiene también el  principio de la realidad de este objeto, se llama fin, y como la  conformidad de un objeto con una disposición de las cosas, que sólo es  posible en relación a los fines, se llama finalidad de la forma de estas  cosas, el principio del Juicio relativamente a la forma de las cosas de la  naturaleza, sometidas a leyes empíricas en general, es la finalidad de la  naturaleza en su diversidad; lo que significa que nos representamos la  naturaleza por medio de este concepto, como si un entendimiento  contuviese el principio de su unidad en la diversidad de sus leyes  empíricas.

 

     La finalidad de la naturaleza es, pues, un concepto particular a priori,  que tiene su origen únicamente en el Juicio reflexivo; porque no podemos  atribuir a sus producciones nada que pueda estimarse como una relación


 

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de sí misma con los fine

s, sino solamente servirse de este concepto para  reflexionar sobre ella según el enlace de los fenómenos que en la misma  se producen conforme a las leyes empíricas. Este concepto es muy  diferente de la finalidad práctica (de la finalidad de la industria humana o  de la moral), aunque se le confunde por analogía con esta última especie  de finalidad.

 

 

 

 

- V - El principio de la finalidad formal de la naturaleza, es un  principio trascendental del juicio

 

 Se llama trascendental el principio que representa la condición  general, a priori, bajo la cual únicamente pueden las cosas llegar a ser  objetos de nuestro conocimiento en general. Por el contrario, se llama  metafísica el principio que representa la condición a priori, según la cual  solo los objetos cuyo concepto puede darse empíricamente pueden ser  determinados a priori. Así, el principio del conocimiento de los cuerpos  como sustancias, y como sustancias que cambian, es trascendental  cuando significa que este cambio debe tener una causa; pero es  metafísico cuando significa que debe tener una causa exterior: en el  primer caso, basta concebir los cuerpos a modo de predicados  ontológicos (o de conceptos puros del entendimiento), como sustancias,  por ejemplo, para conocer a priori la proposición que el último predicado  (el movimiento producido por una causa exterior) conviene al cuerpo. De  igual suerte, como mostraremos muy pronto, el principio de la finalidad  de la naturaleza (en la variedad de sus leyes empíricas), es un principio  trascendental; porque el concepto de los objetos, en tanto que se los  concibe como sometidos a un principio, no es más que el concepto puro  de objetos de un conocimiento de experiencia posible en general, y no  contiene nada por el contrario, que supone la idea de la determinación de  una voluntad libre, es un principio metafísico, puesto que el concepto de  la facultad de querer, considerada como voluntad, debe darse  empíricamente (no pertenece a los predicados trascendentales). Estos dos

principios no son, sin embargo, empíricos; son principios a priori, porque  el sujeto que funda en ellos sus juicios no tiene necesidad de ninguna  experiencia ulterior para enlazar el predicado con el concepto empírico  que posee, pues puede percibir perfectamente este enlace a priori.

 

 Que el concepto de una finalidad de la naturaleza pertenece a los  principios trascendentales, es lo que muestran suficientemente las  máximas del juicio que sirven a priori de fundamento para la  investigación natural, las que, sin embargo, no se refieren más que a la  posibilidad de la experiencia, y por tanto a la del conocimiento de la  naturaleza, no simplemente de ella en general, sino determinada por leyes  particulares y diversas.

 

     Estas son como sentencias de la sabiduría metafísica, que con motivo  de ciertas reglas cuya necesidad no puede demostrarse por conceptos, se  presentan con frecuencia en el curso de esta ciencia aunque esparcidas,  como se ve en estos ejemplos: la naturaleza sigue el camino más corto  (lex parcimoniae); no tiene intervalos en la serie de sus cambios, ni en la  coexistencia de sus formas específicamente diferentes (lex continui in  natura); en la gran variedad de sus leyes empíricas hay una unidad  formada por un pequeño número de principios (principia praeter  necesitatem non sunt multiplicanda), y otras máximas del mismo género.

 

 Pero querer mostrar el origen de estos principios y hacerlo por un  procedimiento psicológico, es desconocer por completo el sentido de los  mismos. En efecto; ellos no nos dicen el hecho, esto es, conforme a qué  reglas nuestras facultades de conocer llenan realmente sus funciones y  cómo se juzga, sino cómo se debe juzgar. La conformidad de la  naturaleza con nuestras facultades de conocer, o la finalidad que nos  revela el ejercicio de las mismas, es, pues, un principio trascendental de  los juicios, y por tanto esta finalidad necesita una deducción trascendental  que investigue a priori en las fuentes del conocimiento el origen de dicho  principio.

 


 

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 Encontramos desde luego algo de necesario en los principios de la  posibilid

ad de la experiencia, como son las leyes generales, sin las cuales  no se puede concebir la naturaleza en general (como objeto de los  sentidos); estas leyes descansan sobre las categorías aplicadas a las  condiciones formales de toda intuición posible, en tanto que esta es dada  también a priori. El Juicio sometido a estas leyes es determinante, porque  no hace otra cosa que subsumir bajo reglas dadas. Por ejemplo, el  entendimiento dice: todo cambio reconoce una causa (es ley general de la  naturaleza): el Juicio trascendental no tiene más que suministrar la  condición que permita subsumir bajo el concepto a priori del  entendimiento, y esta condición es la sucesión de las determinaciones de  una misma cosa. Por lo que, esta ley es reconocida como absolutamente  necesaria para la naturaleza en general (como objeto de experiencia  posible). Pero los objetos del conocimiento empírico, no obstante esta  condición formal de tiempo, son todavía determinados, o pueden serlo,  tanto que podemos juzgar a priori de diversas maneras: así naturalezas  específicamente distintas, independientemente de lo que tienen de común  en cuanto pertenecen a la naturaleza en general, pueden servir de causas,  según una infinita variedad de maneras, y cada una de estas maneras  (conforme al concepto de una causa general) debe tener una regla que  revista el carácter de ley, y por tanto el de necesidad, aunque la  naturaleza y los límites de nuestras facultades de conocer no nos permitan  percibir esta necesidad. Cuando consideramos, pues, la naturaleza en sus  leyes empíricas, concebimos en ella como posible una infinita variedad  de estas leyes, que son contingentes a nuestros ojos (no pueden ser  conocidas a priori), y referimos dichas leyes a una unidad, que miramos  también como contingente, o sea la unidad posible de la experiencia  (como sistema de leyes empíricas). Por donde de un lado es necesario  suponer y admitir esta unidad, y de otro es imposible hallar en los  conocimientos empíricos un enlace perfecto, que permita formar un todo  de experiencia; porque las leyes generales de la naturaleza nos muestran  perfectamente este enlace, cuando consideramos las cosas generalmente,  esto es, como cosas de la naturaleza en general; pero no cuando las  consideramos específicamente, o sea como seres particulares de aquella.  El Juicio debe, pues, admitir como un principio a priori para su aplicación

propia, que lo que es contingente a la vista de nuestro espíritu en las leyes  particulares (empíricas) de la naturaleza, contiene una unión que no  podemos penetrar ciertamente, pero que podemos concebir, y que es el  principio de unidad de los elementos diversos en una experiencia posible  en sí. Y puesto que esta unidad que nosotros admitimos por una  necesidad del entendimiento pero al mismo tiempo como contingente en  sí, es representada como una finalidad de los objetos (de la naturaleza), el  Juicio, que relativamente a las cosas sometidas a las leyes empíricas  posibles (todavía por descubrir), es simplemente reflexivo, debe concebir  la naturaleza en relación a estas cosas, conforme a un principio de  finalidad para nuestra facultad de conocer, el cual se ha mostrado ya en  las precedentes máximas del Juicio. Este concepto trascendental de una  finalidad de la naturaleza, no es ni un concepto de la misma, ni un  concepto de la libertad, porque nada atribuye al objeto (a la naturaleza);  él no hace más que representar la única manera de proceder en nuestra  reflexión sobre los objetos de ella para llegar a una experiencia, cuyos  elementos se hallan perfectamente enlazados entre sí; es por tanto un  principio subjetivo, una máxima del Juicio. También sucede que cuando  nosotros hallamos, como por una feliz casualidad favorable a nuestro  objeto, entre dos leyes puramente empíricas, semejante unidad  sistemática, sentimos un gran placer (hallándonos libres ya de la  necesidad), aunque debamos necesariamente admitir la existencia de tal  unidad, sin poder percibirla ni demostrarla.

 

 Si queremos convencernos de la exactitud de esta deducción del  concepto de que nos ocupamos, y de la necesidad de admitir este  concepto como un principio trascendental de conocimiento, pensemos en  la magnitud de este problema que existe a priori en nuestro  entendimiento: con las pe percepciones suministradas por la naturaleza,  que contiene una variedad infinita de leyes empíricas, formar un sistema  coherente. Es cierto que el entendimiento posee

 a priori leyes generales  de la naturaleza, sin las que no podría tener la experiencia de un solo  objeto de ella; pero además hay necesidad de cierto orden en sus reglas  particulares, las que el entendimiento no conoce más que empíricamente,  y que con relación al mismo son contingentes. Estas reglas, sin las cuales


 

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el entendimiento no podría pasar de la semejanza universal contenida en  una experiencia posible general a la semejanza particular, pero cuya  necesidad no conoce ni puede conocer, es necesario que las conciba como  leyes (es decir, como necesarias), porque de lo contrario, estas no  constituirían un orden en la naturaleza. Así, aunque relativamente a estas  reglas (a los objetos), el entendimiento nada puede determinar a priori,  debe, no obstante, con el fin de descubrir las leyes llamadas empíricas,  tomar por fundamento de toda reflexión sobre la naturaleza, un principio  a priori, conforme al cual concibamos que puede haber un orden natural,  y que se puede reconocer en sus leyes un principio como el que arrojan  las proposiciones siguientes: Existe en la naturaleza una disposición de  géneros y de especies que nosotros podemos aprender; estos géneros se  unen siempre en relación a un principio común, de tal modo, que al pasar  de un género a otro nos elevamos a uno más superior; aunque parece a  primera vista que es inevitable para nuestro entendimiento admitir para  los efectos naturales específicamente diferentes otras tantas diversas  especies de causalidad, no es así; pues estas especies se pueden reducir  con todo a un pequeño número de principios, que nosotros debemos  investigar. El juicio supone a priori esta conformidad de la naturaleza con  nuestra facultad de conocer, con el fin de poder reflexionar sobre aquella,  considerada en sus leyes empíricas; pero el entendimiento la mira como  objetivamente contingente, y el juicio no le atribuye más que como una  finalidad trascendental (relativa a la facultad de conocer), y por esto, sin  dicha suposición, no concebiríamos ningún orden natural en sus leyes  empíricas, y no tendríamos, por tanto, dirección que nos guiara en el  conocimiento y en la investigación de estas leyes tan varias.

 

     Así es que se concibe sin dificultad, que a pesar de la uniformidad de  las cosas de la naturaleza, consideradas en su relación con las leyes  generales (sin las que sería imposible la forma de un conocimiento  empírico general), pueda ser tan grande la diferencia de sus leyes  empíricas y de sus efectos, que no sea posible a nuestro entendimiento  descubrir en ella un orden fácil de aprender, ni dividir sus producciones  en géneros y especies, ni concebir la manera de aplicar los principios de  la explicación y de la inteligencia de la una a la explicación y a la

inteligencia de la otra, y formar de una materia tan complicada para  nosotros (porque es infinitamente varia y no apropiada a la capacidad de  nuestro espíritu), una experiencia coherente. El Juicio, pues, contiene  también un principio a priori de la posibilidad de la naturaleza, pero sólo  bajo el punto de vista subjetivo, en virtud de cuyo principio prescribe, no  a la naturaleza (como por autonomía), sino a sí mismo (como por bella  autonomía), sino a sí mismo (como por bella autonomía), una ley para  reflexionar sobre aquella, que se podría llamar ley de su especificación  considerada en sus leyes empíricas. El Juicio no halla a priori esta ley en  la naturaleza, pero la admite con el fin de hacer asequible a nuestro  entendimiento el orden seguido por la misma en la explicación que

hace  de sus leyes generales, cuando quiere subordinar a estas leyes la variedad  de las particulares. Así, cuando se dice que la naturaleza especifica sus  leyes generales conforme al principio de una finalidad relativa a nuestra  facultad de conocer, esto es, cuando las especifica para apropiarse la  función necesaria del entendimiento humano, que consiste en hallar lo  general a que debe reducirse lo particular, suministrado por la percepción,  y el lazo que une lo diverso (que es lo general para cada especie) a la  unidad del principio, no se prescribe por este una ley a la naturaleza, ni la  observación nos enseña nada (aunque podría confirmarlo). Por esto no es  un principio del juicio determinante, sino del juicio reflexivo; no tiene  más objeto que, cualquiera que sea la disposición de la naturaleza en sus  leyes generales, poder buscar su leyes empíricas por medio de este  principio y de las máximas que en él se fundan como una condición sin la  cual no podemos hacer uso de nuestro entendimiento para extender  nuestra experiencia y adquirir el conocimiento.

 

 

 

 

- VI -  De la unión del sentimiento del placer con el concepto de la  finalidad de la naturaleza

 

 La conformidad de la naturaleza, considerada en la variedad de sus  leyes particulares, con la necesidad que tenemos de reconocer en ella


 

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principios universales, debe apreciarse o estimarse como contingente a la  vista de nuestro espíritu, pero al mismo tiempo como indispensable, a  causa de la necesidad de nuestro entendimiento, y po

r tanto, como una  finalidad por la cual la naturaleza se conforma con nuestras propias  intuiciones, en cuanto se trata del conocimiento. Las leyes generales del  entendimiento, que son al mismo tiempo leyes de la naturaleza, son tan  necesarias (aunque derivadas de la espontaneidad) como las leyes del  movimiento de la materia; y para explicar su origen no hay necesidad de  suponer ningún fin ni objeto en nuestra facultad de conocer, porque  nosotros no obtenemos, en primer lugar, por estas leyes más que un  concepto de lo que es el conocimiento de las cosas (de la naturaleza), y  éste se aplica necesariamente a la naturaleza de los objetos de nuestro  conocimiento general. Pero que el orden de la naturaleza en sus leyes  particulares, en esta variedad y en esta heterogeneidad al menos posibles  que exceden nuestra facultad de concebir, sea realmente apropiado a esta  facultad, es lo que aparece como contingente según nuestra percepción, y  el descubrimiento de este orden es obra del entendimiento al dirigirse a  un fin a que necesariamente aspira, o sea a la unidad de los principios,  cuya obra debe el Juicio atribuir a la naturaleza, puesto que el  entendimiento no puede prescribirle la ley.

 

 

     El acto por el cual el espíritu alcanza este fin va acompañado de un  sentimiento de placer; y si la condición de este acto es una representación  a priori, un principio como el del juicio reflexivo en general, el  sentimiento de placer es también determinado por una razón a priori, que  le da un valor universal, pero no se refiere más que a la relación del  objeto con la facultad de conocer, sin que el concepto de la finalidad se  relacione en nada con la facultad de querer, que es lo que la distingue  enteramente de la finalidad práctica de la naturaleza.

 

 Así se ve que la conformidad de las percepciones con las leyes  f

undadas sobre conceptos generales de la naturaleza (las categorías), no  produce ni puede producir en nosotros el menor efecto sobre el  sentimiento del placer, puesto que el entendimiento obra aquí

necesariamente según su naturaleza y sin designio alguno; por el  contrario, el descubrimiento de la unión de dos o más leyes empíricas  heterogéneas en un solo principio, es el origen de un gran placer, y aun a  veces de una admiración tal, que no cesa sino cuando el objeto es para  nosotros suficientemente conocido. Ciertamente que no hallamos un  placer notable al percibir esta unidad de la naturaleza en su división en  géneros y especies, la cual sólo hacen posible los conceptos empíricos,  por cuyo medio la conocemos en sus leyes particulares; pero este placer  ha tenido ciertamente su época, y por esto sin él no hubiera sido posible  la experiencia más concisa y ordinaria, pues que se ha confundido  insensiblemente con el simple conocimiento, y no se ha caracterizado  particularmente. Existe, pues, algo que en nuestros juicios sobre la  naturaleza nos hace que atendamos a su conformidad con nuestro  entendimiento, y es el cuidado que ponemos en reducir en lo posible las  leyes heterogéneas a leyes más elevadas, aunque siempre empíricas, con  el fin de experimentar, si lo conseguimos, el placer que nos proporciona  esta conformidad de la naturaleza con nuestra facultad de conocer, la que  miramos como simplemente contingente. Nosotros experimentaríamos,  por el contrario, un gran disgusto en una representación de la naturaleza  en la que estuviéramos amenazados de ver nuestras menores  investigaciones, cuando excedieran de la experiencia más vulgar,  detenidas por una heterogeneidad de leyes, que no permitiera a nuestro  entendimiento reducir las particulares a las empíricas generales; porque  esto repugna al principio de la especificación subjetivamente final de la  naturaleza y al Juicio que refleja sobre esta especificación.

 

     Sin embargo, esta suposición del Juicio determina tan poco hasta qué  punto debe extenderse esta finalidad ideal de la naturaleza para nuestra  facultad de conocer, que si se nos dice que un profundo o más amplio  conocimiento, experimental de la naturaleza debe hallar al fin una  variedad de leyes que ningún entendimiento humano podrá reducir a un  principio, no dejaremos por ello de estar satisfechos, pues que, a pesar de  todo, queremos mejor esperar, y esperamos, que cuanto más penetremos  en lo interior de la naturaleza y mejor conozcamos las partes exteriores  que al presente desconocemos, tanto más la encontraremos simple en sus


 

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principios y uniforme en la aparente heterogeneidad de sus leyes  empíricas. En efecto; nuestro Juicio nos da la ley para perseguir tan lejos  como nos sea posible el principio de la apropiación de la naturaleza a  nuestra facultad de conocer, sin decidir (porque no es el juicio  determinante el que nos da esta regla), si tiene o no límites, puesto que así  como es posible determinar los límites relativamente al uso racional de  nuestras facultades de conocer, esto es imposible en el campo de la  experiencia.

 

 

 

- VII -  De la representación estética de la finalidad de la naturaleza

 

     Lo que en la representación de un objeto es puramente subjetivo, es  decir, lo que constituye la relación de esta representación al sujeto y no al  objeto, es una cualidad estética; pero lo que en ella sirve o puede servir a  la determinación del objeto (al conocimiento), constituye su valor lógico.  El conocimiento de un objeto de los sentidos puede considerarse bajo  estos dos puntos de vista. En la representación sensible de las cosas  exteriores, la cualidad de espacio donde ellas se nos representan, es el  elemento puramente subjetivo de la representación que tenemos de estas  cosas (no se determina lo que ellas pueden ser como objetos en sí);  también el objeto es concebido simplemente como un fenómeno; pues el  espacio, a pesar de su cualidad puramente subjetiva, es también un  elemento del conocimiento de las cosas como fenómenos. Del mismo  modo que el espacio es simplemente la forma a priori de la posibilidad de  nuestras representaciones de las cosas exteriores, la sensación (aquí la  sensación exterior) espresa el elemento puramente subjetivo de estas  representaciones, pero especialmente el elemento material (lo real,  aquello por que es dada alguna cosa como existente), y sirve también  para el conocimiento de los objetos exteriores.

 

     Mas el elemento subjetivo que en una representación no puede ser un  elemento de conocimiento, es el placer o la pena mezclada con esta  representación; porque estos sentimientos no nos hacen conocer nada del

objeto de la representación, aunque bien pudieran ser ellos el efecto o  resultado de cualquier conocimiento. Por donde la finalidad del objeto, en  tanto que es representada en la percepción, no es una cualidad del objeto  mismo (porque tal cualidad no puede percibirse) aunque pueda deducirse  de un

 conocimiento de los objetos. Por consecuencia, la finalidad que  precede al conocimiento de un objeto, la que aun cuando no queramos  servirnos de la representación de aquel respecto de un conocimiento, se  halla completamente ligada a esta representación, es por esto un elemento  subjetivo que no puede constituir uno de los del conocimiento. Nosotros  no hablamos en este caso de la finalidad del objeto sino porque su  representación se halla inmediatamente ligada al sentimiento de placer, y  es una representación estética de la finalidad. Resta únicamente saber si  hay en general tal representación de la finalidad.

 

     Cuando el placer se halla ligado a la simple aprensión (aprehensio) de  la forma de un objeto de intuición, sin que esta aprensión se refiera a un  concepto, y sirva a un conocimiento determinado, la representación no es  referida al objeto, sino al sujeto; y el placer no puede producir otra cosa  que la conformidad del mismo objeto con las facultades de conocer que  se ponen en juego en el juicio reflexivo, y solo en tanto que den por  resultado como consecuencia una finalidad formal y subjetiva de dicho  objeto. En efecto; esta aprensión de for

mas que opera la imaginación, no  puede tener lugar sin que el Juicio reflexivo las compare, aunque sea sin  un fin determinado, con la facultad que tiene de refe

rirlas a las  intuiciones de los conceptos; por lo que si en esta comparación la  imaginación (en tanto que facultad de las intuiciones a priori), se halla  por efecto natural de una representación dada de acuerdo con el  entendimiento o la facultad de los conceptos, y de esto resulta un  sentimiento de placer, debe estimarse el objeto como apropiado al Juicio  reflexivo. Juzgar de este modo, es llevar un juicio estético sobre, la  finalidad del objeto, un juicio que no está fundado sobre un concepto  actual del objeto, y no nos suministra ninguno otro. Y cuando juzgamos  de manera que el placer unido a la representación de un objeto tiene su  origen en la forma de este (y no en el elemento material de su  representación considerada como sensación) tal como la hallamos en la


 

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reflexión que de esto hacemos, sin tener por fin el obtener un concepto  del objeto mismo, juzgamos también que este placer está necesariamente  unido a la representación de dicho objeto, y que por tanto, es necesario,  no solamente para el sujeto a quien satisface esta forma, sino para todos  los que puedan juzgar, y el objeto se llama entonces bello, y la facultad  de juzgar en medio de un placer de esta especie, y al mismo tiempo de un  modo aceptable para todos, se llama gusto. En efecto; como el principio  del placer se halla colocado simplemente en la forma del objeto tal como  se presenta a la reflexión en general, y no en una sensación del mismo, y  además no existe relación para con un concepto que contenga un fin  determinado, lo que conviene con la representación de dicho objeto en la  reflexión, cuyas condiciones tienen un valor universal a priori, es lo que  únicamente constituye el carácter de legalidad del uso empírico que el  sujeto hace del juicio en general, o sea la armonía de la imaginación y el  entendimiento; y como esta conformidad del objeto con las facultades del  sujeto es contingente, resulta de aquí una representación de la finalidad  de aquél, para las facultades de conocer de este.

 

     Por donde el placer de que aquí se trata, como todo placer o toda pena  que no son producidas por el concepto de la libertad, esto es, por la  determinación previa de esta facultad, la cual tiene su principio en la  razón pura, no puede nunca considerarse en relación a los conceptos  como necesariamente ligado a la representación de un objeto; la reflexión  solamente es la que debe mostrarlo unido a esta representación; por  consecuencia, este, como todos los juicios empíricos, no puede atribuirse  una necesidad objetiva, ni aspirar a obtener un valor a priori. Pero el  juicio del gusto tiene también, como cualquier juicio empírico, la  pretensión de tener un valor universal, y a pesar de la contingencia  interna de este juicio, esta pretensión es legítima; pues lo que hay aquí de  singular y de extraño proviene únicamente de que aquélla no es un  concepto empírico, sino un sentimiento de placer, que, como si se tratara  de un predicado ligado a la representación del objeto, debe atribuirse a  cada uno para el juicio del gusto y hallarse unido a aquella  representación.

 

 Un juicio individual de experiencia, por ejemplo, el juicio del que  percibe una gota de agua móvil en un cristal de roca, puede con justicia  reclamar el asentimiento de cada uno, puesto que, fundado sobre las  condiciones generales del Juicio determinante, cae bajo las leyes que  reducen la experiencia posible a experiencia general. Del mismo modo  sucede que aquel que en la pura reflexión que hace de la forma de un  objeto sin tener en cuenta ningún concepto, experimenta placer,  obteniendo como resultado un juicio empírico e individual, tiene derecho  a pretender el asentimiento de cada uno; porque el principio de este  placer se halla en la condición universal, aunque subjeti

va, de los juicios  reflexivos, esto es, en la conformidad exigida por todo conocimiento  empírico de un objeto (de una producción de la naturaleza o del arte), con  la relación de las facultades de conocer entre sí (la imaginación y el  entendimiento). Así el placer en el juicio del gusto depende ciertamente  de una representación empírica, y no puede hallarse unido a priori a  ningún concepto (no se puede determinar de este modo, qué objeto es o  no conforme al gusto; es necesario hacerlo por medio de la experiencia);  pero es el principio de este juicio, por la sola razón de que existe el  convencimiento de que descansa únicamente sobre la reflexión y sobre  condiciones generales, aunque subjetivas, que determinan el acuerdo de  aquella con el conocimiento de las cosas en general, a las que se apropia  la forma del objeto.

 

 Por esto es por lo que los juicios del gusto suponen un principio a  priori,

y se hallan también sometidos a la crítica, aunque este principio no  sea ni un principio de conocimiento para el entendimiento, ni un principio  práctico para la voluntad, ni por tanto sea determinante a priori.

 

     Pero la capacidad que nosotros tenemos de hallar en nuestra reflexión  sobre las formas de las cosas (de la naturaleza, como del arte), un placer  particular, no produce solamente una finalidad de los objetos para el  Juicio reflexivo bajo el punto de vista del concepto de la naturaleza, sino  también bajo el punto de vista de la libertad del sujeto en su relación con  los objetos considerados en su forma, y aun en la privación de toda  forma; de donde se sigue que el juicio estético no tiene solo relación con


 

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lo bello como juicio del gusto, sino que también la tiene con lo sublime,  en tanto que se deriva de un sentimiento del espíritu; y que de este modo  esta crítica de juicio estético debe dividirse en dos grandes partes  correspondientes a estas dos divisiones.

 

 

 

 

- VIII -  De la representación lógica de la finalidad de la naturaleza

 

 La finalidad de un objeto dado en la experiencia puede ser  representada, o bien bajo un punto de vista del todo subjetivo, como en la  conformidad que muestra su forma en una aprensión (apprehensio),  anterior a todo concepto con las facultades de conocer, y que da por  resultado la unión de la intuición y de los conceptos en un conocimiento  general, o bien bajo un punto de vista objetivo, como en la conformidad  de la forma con la posibilidad de la cosa misma, según el concepto de  esta cosa que con anterioridad contiene el principio de su forma. Hemos  visto que la representación de la primera especie de finalidad descansa  sobre el placer íntimamente unido a la forma del objeto, en una simple  reflexión sobre esta forma; y que la segunda, por el contrario, en donde  no se trata de la relación de la forma del objeto con las facultades de  conocer del sujeto, en la aprensión de este objeto, sino de su relación con  un conocimiento determinado o con un concepto anterior, no hay nada  que desenvolver acerca del sentimiento de placer unido a los objetos, sino  acerca del entendimiento y su manera de juzgar de las cosas. Cuando es  dado el concepto de un objeto, la función del Juicio es formar un  conocimiento de exhibición (exhibitio), esto es, colocar al lado del  concepto una intuición correspondiente; y esto tiene lugar por efecto de  nuestra propia imaginación, como sucede en el arte cuando realizamos un  concepto que previamente nos hemos formado y que nos proponemos  como fin, o bien cuando la naturaleza está por sí misma en movimiento,  como sucede en la técnica de la misma (en los cuerpos  organizados),cuando le aplicamos nuestro concepto de fin para apreciar  sus producciones: en este último caso no es solamente la finalidad de la

naturaleza en la forma de la cosa, sino la producción misma, la que es  representada como fin de aquella. Aunque nuestro concepto de una  finalidad de la naturaleza en las formas que esta toma conforme a las  leyes empíricas no sea un concepto de objeto, sino un principio empleado  por el Juicio para formarse los conceptos en medio de esta variedad  natural, y poderse orientar de ellos, sin embargo, nosotros, por medio de  este concepto, atribuimos a la naturaleza una relación con nuestra  facultad de conocer análoga a la de fin; así es que podemos considerar su  belleza como una exhibición del concepto de una finalidad formal  (puramente subjetiva), y sus fines como exhibiciones del concepto de una  finalidad real (objetiva): nosotros apreciamos la primera por el gusto  (estéticamente, por medio del sentimiento de placer), y la segunda por el  entendimiento y la razón (lógicamente, por medio de los conceptos).

 

     Este es el fundamento de la división de la crítica del Juicio, en critica  del juicio estético, y critica del juicio teleológico; se trata por una parte de  la facultad de juzgar la finalidad formal (llamada también subjetiva) por  medio del sentimiento del placer o la pena, y por otra parte, de la facultad  de juzgar la finalidad real (objetiva) de la naturaleza, por medio del  entendimiento y la razón.

 

     La parte de la crítica del Juicio que contiene el juicio estético, es una  parte esencial de ella, pues que por sí sola encierra un principio sobre el  cual funda el juicio a priori su reflexión sobre la naturaleza, y es el  principio de una finalidad formal de la misma

 en sus leyes particulares  (empíricas) para nuestra facultad de conocer, de una finalidad sin la cual  el entendimiento no podría reflejarse. Aquella otra, por el contrario, en  donde no puede darse ningún principio a priori, en la que no es posible  siquiera sacar tal principio del concepto de la naturaleza considerada  como objeto de la experiencia, así en general como en particular, debe sin  duda, contener fines objetivos de aquella, es decir, de las cosas que no  son posibles más que como fines de la misma; y relativamente a estas  cosas debe el juicio, sin contener por esto un principio a priori,  suministrar solamente la regla que en casos dados (de ciertas  producciones) permita emplear en apoyo de la razón el concepto de fin,


 

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cuando el principio trascendental del juicio estético ha preparado ya el  entendimiento para aplicar este concepto a la naturaleza (al menos en  cuanto a la forma).

 

     Mas el principio trascendental en virtud del cual nos representamos la  finalidad de la naturaleza en la forma de una cosa, como una regla para  apreciar esta forma, y por consiguiente bajo el punto de vista subjetivo y  relativamente a nuestra facultad de conocer, este principio no determina  en manera alguna donde y en qué casos hemos de apreciar una  producción según la ley de la finalidad, sino que solamente lo hace según  las leyes generales de la naturaleza, y deja al juicio estético el cuidado de  decidir por medio del gusto, de la conformidad de la cosa (o de su forma),  con nuestr

as facultades de conocer (no descansando esta decisión sobre  conceptos, sino sobre el sentimiento). El juicio teleológico, por el  contrario determina las condiciones que nos permiten juzgar de cualquier  cosa (por ejemplo, de un cuerpo organizado), según la idea de un fin de la  naturaleza; aunque no pueda sacar del concepto de la misma, considerada  como objeto de experiencia, un principio que nos dé el derecho de  atribuirle a priori una relación con los fines, ni aun el de sacarla de una  manera indeterminada de la experiencia real que tenemos en este género  de cosas; la razón de esto, es que se necesita considerar en la unidad de su  principio, muchas experiencias particulares, para poder reconocer  empíricamente una finalidad objetiva de un determinado objeto. El juicio  estético es, pues, un poder particular de juzgar las cosas conforme a una  regla, pero no conforme a conceptos. El juicio teleológico no es un poder  particular, sino el juicio reflexivo en general, en tanto que procede, no  solamente como sucede siempre en el conocimiento teórico, según los  conceptos, sino en relación a ciertos objetos de la naturaleza, según  principios particulares, o sean los de un juicio que se limita a reflexionar  sobre los objetos, pero que no determina ninguno de ellos. Por  consiguiente, este juicio, considerado en su aplicación, se une a la parte  teórica de la filosofía, y en virtud de los principios que supone, y que no  son determinantes, cual conviene a una doctrina, constituye una parte  especial de la crítica, mientras que el juicio estético, no llevando nada al  conocimiento de los objetos, no debe entrar en la crítica del sujeto que

juzga ni en la

de sus facultades de conocer, ni en la propedéntica de toda  la filosofía, sino en tanto que estas facultades son capaces de principios a  priori, cualquiera que sea por lo demás su empleo, (ya sea teórico ya  práctico).

 

 

 

 

- IX -  Del juicio como vínculo entre las leyes del entendimiento y la  razón

 

     El entendimiento es legislativo a priori para la naturaleza considerada  como objeto de los sentidos, de los que se sirve para formar mi  conocimiento teórico en una experiencia posible. La razón es legislativa a  priori para la libertad y para su propia causalidad, considerada como el  elemento suprasensible del sujeto, y suministra un conocimiento práctico  incondicional. El dominio del concepto de naturaleza, sometido a la  primera de estas dos legislaciones, y el del concepto de la libertad,  sometido a la segu

nda, se hallan colocados al amparo de toda influencia  reciproca (la que

 cada una pueda ejercer, según sus leyes fundamentales)  en el abismo que separa de los fenómenos, lo supra-sensible. El concepto  de la libertad nada determina relativamente al conocimiento teórico de la  naturaleza, del mismo modo que el concepto de ésta nada determina  relativamente a las leyes prácticas de la libertad, y por consiguiente, es  imposible establecer el paso de uno y otro dominio. Pero si los principios  que determinan la causalidad, según el concepto de la libertad (y según la  regla práctica que contiene), no residen en la naturaleza, y lo sensible no  puede determinar lo supra-sensible en el sujeto, lo contrario es sin  embargo posible, no relativamente al conocimiento de la naturaleza, sino  relativamente a las consecuencias que este puede tener sobre aquel. Es lo  que desde luego supone el concepto de una causalidad de la libertad,  cuyo efecto debe tener lugar en el mundo, conforme a las leyes formales  de la misma.

 


 

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 La palabra causa, por otra parte, aplicada a lo supra-sensible, dice  simplemente la razón que determina la causalidad de las cosas de la  naturaleza, para producir un efecto, conforme a sus propias leyes  particulares, mas de acuerdo al mismo tiempo con el principio formal de  las leyes de la razón; es decir, con un principio cuya posibilidad  ciertamente no se puede percibir, pero que está suficientemente  justificado contra el reproche de una pretendida contradicción20. El efecto  que se produce conforme al concepto de la libertad, es el objeto final que  debe existir (o cuyo fenómeno debe existir en el mundo sensible), y que,  por consiguiente, debe considerarse como posible en la naturaleza (del  sujeto en cuanto ser sensible, es decir, en cuanto hombre). El Juicio que  supone semejante posibilidad a priori y sin mirar a la práctica, suministra  el concepto intermedio entre los conceptos de la naturaleza, o sea el  concepto de la finalidad de aquella, y por tanto hace posible el paso de la  razón pura teórica a la razón pura práctica, y de las leyes de la primera al  objeto final de la segunda; pues que por esto nos hace conocer el Juicio la  posibilidad del objeto final, que no puede ser realizado más que en la  naturaleza y conforme a sus leyes.

 

     Para la posibilidad de sus leyes a priori, por medio de la naturaleza, el  entendimiento nos muestra que no conocemos esta más que en sus

                                                 

20 Una de las contradicciones que se pretende hallar en toda esta distinción de la

causalidad natural y de la causalidad de la libertad, es la que se me atribuye, diciendo  qu

e hablar de los obstáculos que la naturaleza opone a la causalidad fundada sobre las  leyes de la libertad (las leyes morales), o del concurso que ella le presta, es conceder a la  primera una influencia sobre la segunda. Pero si se quiere comprender bien lo que se ha  dicho, la objeción desaparece sin dificultad. El obstáculo o el concurso no es entre la  naturaleza y la libertad, sino entre la primera, considerada como fenómeno, y los efectos  de la segunda, considerados también como fenómenos en el mundo sensible, y aun la  causalidad de la libertad (la razón pura práctica) lo es de una causa natural sometida a la  misma libertad (la causalidad del sujeto en tanto que hombre, por consecuencia, en tanto  que fenómeno), es decir, de una causa cuya determinación tiene su principio en lo  inteligible, que es concebido bajo el concepto de la libertad, de una manera además  inexplicable (como nosotros concebimos lo que constituye el substratum supra-sensible  de la naturaleza). 

 

 

fenómenos, y por esto también nos indica la existencia de un substratum  supra-sensible de la misma, que deja enteramente indeterminado. Para el  principio a priori que nos sirve para juzgar la naturaleza en sus leyes  particulares posibles, el Juicio da a este substratum supra-sensible  (considerado en nosotros o fuera de nosotros), la posibilidad de ser  determinado por nuestra facultad intelectual. La razón le da la  determinación para la ley práctica a priori, y el Juicio hace posible el paso  del dominio del concepto de la naturaleza al del concepto de la libertad.

 

 Si consideramos las facultades del alma en general como facultades  superiores, es decir, como entrañando una autonomía, el entendimiento es  para la facultad de conocer (la conciencia teórica de la naturaleza), el  origen de los princip

ios constitutivos a priori; mas para el sentimiento de  placer o de pena, es el Juicio el que los suministra, independientemente  de los conceptos o de las sensaciones que pueden referirse a la  determinación de la facultad de querer, y ser por esto inmediatamente  prácticos;

 y para la facultad de querer, es la razón, la cual es práctica sin  el concurso de ningún placer, y suministra a esta facultad, considerada  como facultad superior, un objeto final que lleva consigo una satisfacción  pura e intelectual. El concepto que formamos mediante el Juicio de la  finalidad de la naturaleza, pertenece también a los conceptos de la misma;  pero sólo, como principio regulador de la facultad de conocer, aunque el  juicio estético que tengamos sobre ciertos objetos (de la naturaleza o del  arte) y que dan ocasión a este concepto, sea un principio constitutivo,  relativamente al sentimiento de placer o de pena. La espontaneidad en el  ejercicio de las facultades de conocer, que produce este placer en virtud  del acuerdo de las mismas, hace que este concepto pueda servir de lazo  entre el dominio del concepto de la naturaleza y el concepto de la libertad  considerado en sus efectos, porque es lo que prepara al espíritu a recibir  el sentimiento moral.

 

 El cuadro siguiente permitirá comprender más fácilmente en unidad  sistemática, el conjunto de todas las facultades superiores21.

                                                 

21 Ha parecido extraño que mis divisiones en la filosofía pura las hiciera siempre

considerándola en tres partes; mas esto tiene su fundamento en la naturaleza de las


 

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FACULTADES  del espíritu

FACULTADES  del conocer

PRINCIPIOS a  priori

APLICACIÓN

Facultad de  conocer

Entendimiento Conformidad a  las leyes

Naturaleza

Sentimiento de  placer o de pena

Juicio Conformidad a  las leyes  (finalidad)

Arte

Facultad de  querer

Razón Objeto final Libertad

 

                                                                                                                        

cosas. Si una división debe establecerse a priori, o es analítica, fundada sobre el  principio de contradicción, en cuyo caso abraza siempre dos partes (quod libet ens est  aut A ant non A); o es sintética, en cuyo caso debe sacarse de conceptus a priori (y no  como en matemáticas, de la intuición a priori correspondiente a un concepto), y  entonces, según lo que exige la unidad sintética en general, o sea, primero la condición;  segundo, lo condicional; y tercero, el concepto de la unión de lo condicional con la  condición, la división debe ser necesariamente una tricotomía. 

 

 


 

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 DIVISIÓN GENERAL DE LA OBRA   

  

PRIMERA PARTE 

Crítica del juicio estético 

  

PRIMERA SECCIÓN 

Analítica del juicio estético 

Libro primero. -Analítica de lo bello... § 1-25 

Libro segundo. -Analítica de lo sublime. § 23-53 

    

SEGUNDA SECCIÓN 

Dialéctica del juicio estético § 54-59 

    

SEGUNDA PARTE 

Crítica del juicio teleológico 

  

PRIMERA SECCIÓN 

Analítica del juicio teleológico § 61-67 

    

SEGUNDA SECCIÓN 

Dialéctica del juicio teleológico § 68-77 

    

APÉNDICE 

Metodología del juicio teleológico § 78-90 

 

 

 

Primera parte

CRÍTICA DEL JUICIO ESTÉTICO

 

Primera sección

Analítica del juicio estético

 

Primer libro

Analítica de lo bello

 

 

PRIMER MOMENTO DEL JUICIO DEL GUSTO22, O DEL JUICIO  DEL GUSTO CONSIDERADO BAJO EL PUNTO DE VISTA DE LA  CUALIDAD

 

§ I  El juicio del gusto es estético

 

 Para decidir si una cosa es bella o no lo es, no referimos la  representación a un objeto por medio del entendimiento, sino al sujeto y  al sentimiento de placer o de pena por medio de la imaginación (quizá  medio de unión para el entendimiento). El juicio del gusto no es, pues, un  juicio de conocimiento; no es por tanto lógico, sino estético, es decir, que  el principio que lo determina es puramente subjetivo. Las  representaciones y aun las sensaciones, pueden considerarse siempre en  una relación con los objetos (y esta relación es lo que constituye el  elemento real de una representación empírica); mas en este caso no se  trata de su relación con el sentimiento de placer o de pena, el cual no dice

                                                 

22 El gusto es la facultad de juzgar acerca de lo bello; tal es la definición admitida aquí

en principio. En cuanto a las condiciones que permiten llamar bello a un objeto, el  análisis de los diferentes juicios del gusto las describirá. Yo he buscado los momentos  que abraza el gusto en su reflexión, tomando en esta por guía las funciones lógicas del  Juicio (porque el Juicio del gusto guarda siempre alguna relación con el entendimiento).  He examinado ahora la de la cualidad, puesto que es la que al juicio estético sobre lo  bello considera primeramente. 

 

 


 

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nada del objeto, sino simplemente del estado en que se encuentra el  sujeto, cuando es afectado por la representación.

 

 Representarse por medio de la facultad de conocer (de una manera  clara o confusa) un edificio regular bien apropiado a su objeto, no es otra  cosa que tener conciencia del sentimiento de satisfacción que se mezcla  en esta representación. En este último caso la representación se refiere  por completo al sujeto, es decir, al sentimiento que tiene de la vida, y que  se designa con el nombre de sentimiento de placer y de pena; de aquí una  facultad de discernir y juzgar, que no lleva nada al conocimiento, y que  se limita a aproximar la representación dada en el sujeto, a toda la  facultad representativa, de lo cual el espíritu tiene conciencia en el  sentimiento de su estado. Las representaciones dadas en un juicio pueden  ser empíricas (por consiguiente estéticas); pero el juicio mismo que nos  formamos por medio de estas representaciones, es lógico, cuando son  referidas únicamente al objeto. Recíprocamente, aun cuando las  representaciones dadas sean racionales, si el juicio se limita a referirlas al  sujeto (a un sentimiento), son estéticas.

 

 

 

 

§ II  La satisfacción que determina el juicio del gusto es  desinteresada

 

 La satisfacción se cambia en interés cuando la unimos a la  representación de la existencia de un objeto. Entonces también se refiere  siempre a la facultad de querer, o como un motivo de ella, o como  necesariamente unida a este motivo. Por lo que, cuando se trata de saber  si una cosa es bella, no se busca si existe por sí misma, o si alguno se  halla interesado quizá en su existencia, sino solamente cómo se juzga de  ella en una simple contemplación (intuición o reflexión). Cualquiera me  diría que si encuentro bello el palacio que se presenta a mi vista, y yo  muy bien puedo contestar, que yo no quiero tales cosas hechas  únicamente para admirar la vista, o para imitar ese sagrado iroqués que a

nadie agrada en París, mucho más que pueden hacerlo las pastelerías; yo  puedo todavía censurar, a la manera de Rouseau, la vanidad de los  potentados que malgastan el sudor del pueblo en cosas tan frívolas; yo  puedo, por último, persuadirme fácilmente que aunque estuviera en una  isla desierta, privado

 de la esperanza de volver a ver a los hombres y  tuviera el poder mágico de crear sólo por efecto de mi deseo un palacio  semejante, no me tomaría este cuidado, puesto que tendría una cabaña  bastante cómoda. Puede convenirme y aprobar todo esto; pero no es eso  de lo que se trata aquí; lo que únicamente se quiere saber es, si la simple  representación del objeto va en mí acompañada de la satisfacción, por  más indiferente que yo, por otra parte, pueda ser a la existencia del  objeto. Es evidente, pues, que para decir que un objeto es bello y mostrar  que tengo gusto, no me he de ocupar de la relación que pueda haber de la  existencia del objeto para conmigo, sino de lo que pasa en mí, como  sujeto de la representación que de él tengo. Todos deben reconocer que  un juicio sobre la belleza en el cual se mezcla el más ligero interés, es  parcial, y no es un juicio del gusto. No es necesario tener que inquietarse  en lo más mínimo acerca de la existencia de la cosa, sino permanecer del  todo indiferente bajo este respecto, para poder jugar la rueda del juicio en  materia del gusto.

 

     Pero nosotros no podemos esclarecer mejor esta verdad capital, sino  oponiendo a la satisfacción pura y desinteresada23 propia del juicio del  gusto, aquella otra que se halla ligada a un interés, principalmente si  estamos seguros que no hay otras especies de interés que las de que  nosotros hablamos.

 

 

                                                 

23 .       El juicio sobre un objeto de satisfacción puede ser del todo desinteresado, y sin

embargo, interesante, es decir, que puede no estar fundado en interés alguno, pero  producir uno por sí mismo; tal sucede en todos los juicios morales. Mas los juicios del  gusto no fundan por sí mismos ningún interés; solamente en la sociedad es donde viene  a ser interesante el tener gusto; nosotros daremos la razón de esto más adelante. 

 

 


 

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§ III  La satisfacción referente a lo agradable se halla ligada a un  interés

 

     Lo agradable es lo que gusta a los sentidos en la sensación. Ahora es  la ocasión de señalar una confesión muy frecuente, que resulta del doble  sentido que puede tener la palabra sensación. Toda satisfacción, dicen, es  una sensación (la sensación de un placer). Por consiguiente, toda cosa  que gusta, precisamente por esto, es agradable (y según los diversos  grados o sus relaciones con otras sensaciones agradables, es encantadora,  deliciosa, maravillosa). Pero si esto es así, las impresiones de los sentidos  que determinan la inclinación, los principios de la razón que determinan  la voluntad, y las formas reflexivas de la intuición que determinan el  juicio, son idénticas en cuanto al efecto producido sobre el sentimiento  del placer. En efecto; en todo esto no hay otra cosa que lo agradable en el  sentimiento mismo de nuestro estado; y como en definitiva, nuestras  facultades deben dirigir todos sus esfuerzos hacia la práctica, y unirse en  este fin común, no podemos atribuirles otra estimación de las cosas, que  la que consiste en la consideración del placer prometido. Nada importa la  manera de obtener ellas el placer; y como la elección de los medios puede  por sí solo establecer aquí una diferencia, bien podrían los hombres  acusarse de locura y de imprudencia, pero nunca de bajeza y de maldad:  todos, en efecto, y cada uno según su manera de ver las cosas, correrían a  un mismo objeto, el placer.

 

 Cuando se designa un sentimiento de placer o de pena, la palabra  sensación tiene un sentido distinto que cuando sirve para expresar la  representación que tenemos de una cosa (por medio de los sentidos  considerados como, una receptibidad inherente a la facultad de conocer).  En efecto; en este último caso la representación se refiere a un objeto; en  el primero, no se refiere más que al sujeto, y no sirve a ningún  conocimiento, ni aun a aquel por el cual se conoce el sujeto a sí mismo.

 

     En esta nueva definición de la palabra sensación, la entendemos como  una representación objetiva de los sentidos; y para no correr nunca el  riesgo de ser mal comprendidos, designaremos bajo el nombre, por lo  demás muy en uso, de sentimiento, lo que debe siempre quedar  puramente de subjetivo, y no constituir ninguna especie de representación  del objeto. El color verde de las praderas, en tanto que percepción de un  objeto del sentido de la vista, se refiere a la sensación objetiva; y lo que  hay de agradable en esta percepción, a la sensación subjetiva, por la cual  no se representa ningún objeto, esto es, al sentimiento en el cual el objeto  es considerado como objeto de satisfacción (lo que no constituye un  conocimiento).

 

 Ahora se ve claro que el juicio por el cual yo declaro un objeto  agradable, expresa un interés referente a este objeto, puesto que por la  sensación, este juicio excita en mí el deseo de semejantes objetos, y que  en esto, por consiguiente, la satisfacción no supone un simple juicio sobre  el objeto, una relación entre su existencia y mi estado, en tanto que soy  afectado por este objeto. Por esto no se dice simplemente de lo agradable  que agrada, sino que nos proporciona placer. No obtiene, de nuestra parte  un simple asentimiento, sino que produce en nosotros una inclinación, y  para decidir de lo que es más agradable, no hay necesidad de ningún  juicio sobre la naturaleza del objeto; también los que no tienden más que  al goce (es la palabra por la cual se expresa lo que hay de íntimo en el  placer), se dispensan voluntariamente de todo juicio.

 

 

 

 

§ IV  La satisfacción, referente a lo bueno, va acompañada de interés

 

 Lo bueno es lo que agrada por medio de la razón, por el concepto  mismo que tenemos de ella. Llamamos una cosa buena relativamente  (útil), cuando no nos agrada más que como medio; buena en sí, cuando  nos agrada por sí misma. Mas en ambos casos existe siempre el concepto  de un objeto, y por tanto una relación de la razón a la voluntad (al menos


 

 33

posible), y por consiguiente, todavía una satisfacción referente a la  existencia de un objeto o de una acción, es decir, un interés.

 

 Para hallar una cosa buena, es necesario saber lo que debe ser esta  cosa, es

 decir, tener un concepto de ella. Para hallar la belleza, no hay  necesidad de esto. Las flores, los dibujos trazados libremente, las líneas  entrelazadas sin objeto, y los follajes, como se dice en arquitectura, todo  esto corresponde a las cosas que nada significan, que no dependen de  ningún concepto determinado, y que agradan sin embargo. La  satisfacción referente a lo bello debe depender de la reflexión hecha sobre  un objeto, que conduce a un concepto cualquiera (que queda  indeterminado), y por tanto, lo bello se distingue también de lo agradable,  que descansa todo por completo en la sensación.

 

 Lo agradable parece ser en muchos casos una misma cosa que lo  bueno. Así se dice comúnmente, toda alegría (principalmente si es  duradera) es buena en sí; lo que significa que casi no hay diferencia entre  decir de una cosa que es agradable de una manera duradera, y decir que  es buena. Pero se ve claramente que hay en esto simplemente una viciosa  confusión de términos, puesto que los conceptos que propiamente se  refieren a estas palabras, no pueden ser confundidos en manera alguna.  Lo agradable como tal, no representa el objeto más que en su relación con  los sentidos; y puesto que se podría llamar bueno, como objeto de la  voluntad, es necesario que se circunscriba a principios de la razón por el  concepto de un fin. Lo que muestra perfectamente que cuando una cosa  que es agradable se mira también como buena, hay en esto una relación  enteramente nueva del objeto a la satisfacción; y es que, tratándose de lo  bueno, siempre se debe preguntar si la cosa es mediata o inmediatamente  buena (útil, o buena en sí); mientras que, por el contrario, tratándose de lo  agradable, no puede haber cuestión acerca de esto; la palabra designa  siempre alguna cosa que agrada inmediatamente (sucede lo mismo  relativamente a las cosas que llamamos bellas).

 

     Aun en el lenguaje más común y vulgar se distingue lo agradable de lo  bueno. Se dice, sin duda de un manjar, que excita nuestro apetito por las

especias y otros ingredientes, que es agradable, y sin embargo,  sostenemos no es bueno; es que si agrada inmediatamente a los sentidos,  mediatamente, es decir, considerado por la razón que percibe las  consecuencias, desagrada.

 

 Todavía se puede notar esta distinción en los juicios que formamos  sobre la salud. Esta es (al menos negativamente) como la ausencia de  todo dolor corporal, inmediatamente agradable, al que la posee. Mas para  decir que es buena, es necesario todavía considerarla por medio de la  razón, en relación a un objeto, esto es, como un estado que nos pone en  disposición para todas nuestras ocupaciones. Bajo el punto de vista de la  dicha, cada uno cree poder considerarla como un verdadero bien, y aun  como el bien supremo, como la suma más considerable (tanto en duración  como en cantidad), de los placeres de la vida. Pero al mismo tiempo la  razón se levanta contra esta opinión; placer es lo mismo que goce; por  donde si no nos proponemos más que un goce, es una insensatez el ser  escrupulosos en los medios que nos lo han de proporcionar, ni  inquietarnos por si lo recibimos pasivamente de la generosidad de la  naturaleza, o si lo producimos por nuestra propia actividad. Pero  conceder un valor real a la existencia de un hombre que no vive más que  para gozar (cualquiera que sea la actividad que desplegue para este  objeto), aun cuando fuese muy útil a los demás en la persecución del  mismo objeto, trabajando relativamente a los placeres de ellos para gozar  él mismo por simpatía, es lo que la razón no puede permitir. Obrar sin  consideración a la dicha en una completa libertad e independientemente  de todos los auxilios que se pueden recibir de la naturaleza, es lo que  solamente puede dar a nuestra existencia, a nuestra persona, un valor  absoluto, y la dicha es todo el cortejo de placeres de la vida, lejos de ser  un bien incondicional24.

                                                 

24 La obligación al goce es un absurdo manifiesto. Lo mismo se puede decir de toda

obligación que prescribiera acciones cuyo objeto sólo fuera el goce, tan espiritual (o tan  elevado) como se quiera suponer, y aun si se tratara de lo que se llama un goce místico o  celeste. 

 

 


 

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     Pero, a pesar de esta distinción que los separa, lo agradable y lo bueno  convienen en que ambos se refieren a un interés, a un objeto; y nosotros  no hablamos solamente de lo agradable, § 3, y de lo que es mediatamente  bueno (de lo útil), o de lo que agrada como medio para obtener cualquier  placer, sino aun de lo que es bueno absolutamente en todos respectos, o  del bien moral, el cual contiene un interés supremo. Es que, en efecto, el  bien es el objeto de la voluntad (es decir, de la facultad de querer  determinada por la razón). Por donde, querer una cosa, es hallar una  satisfacción en la existencia de esta cosa, es decir, tomar un interés por  ella, y solo es esto.

 

 

 

 

§ V  Comparación de las tres especies de satisfacción

 

     Lo agradable y lo bueno se refieren ambos a la facultad de querer, y  entrañan, aquel (por sus excitaciones, por estímulos) una satisfacción  patológica; éste una satisfacción práctica pura, que no es simplemente  determinada por la representación del objeto, sino también por la del lazo  que une el sujeto a la existencia misma de este objeto. Esto no es  solamente el objeto que agrada, sino también su existencia. El juicio del  gusto, por el contrario, es simplemente contemplativo; es un juicio que,  indiferentemente respecto a la existencia de todo objeto, no se refiere más  que al sentimiento de placer o de pena. Mas esta contemplación misma  no tiene por objeto los conceptos; porque el juicio del gusto no es un  juicio de conocimiento (sea teórico, sea práctico), y por consiguiente, no  se funda sobre conceptos, ni se propone ninguno de ellos.

 

 Lo agradable, lo bello y lo bueno designan, pues, tres especies de  relación de representaciones al sentimiento de placer o de pena, conforme  a las cuales distinguimos entre ellos los objetos o los modos de  representación. También hay diversas especies para distinguir las varias  maneras en que estas cosas nos convienen. Lo agradable significa para

todo hombre lo que le proporciona placer; lo bello lo que simplemente le  agrada; lo bueno, lo que estima y aprueba; es decir, aquello a que  concede un valor objetivo. Existe también lo agradable para los seres  desprovistos de razón como los animales; lo bello no existe más que para  los hombres, es decir, para los seres sensibles, y al mismo tiempo  razonables; lo bueno existe para todo ser razonable en general. Este  punto, por otra parte, no se puede proponer y explicar perfectamente sino  más adelante. Se puede decir también que de estas tres especies de  satisfacción, la que el gusto refiere a lo bello, es la sola desinteresada y  libre; porque ningún interés, ni de los sentidos ni de la razón, obliga aquí  para nada nuestro asentimiento. Se puede decir también que, según los  casos que acabamos de distinguir, la satisfacción se refiere, a la  inclinación, o al favor25 o a la estima. El favor es la sola satisfacción  libre. El objeto de una inclinación, o aquel que una ley de la razón  propone nuestra facultad de querer, no nos deja la libertad de  proporcionarnos por nosotros mismos un objeto de placer. Todo interés  supone o propone uno, y como motivo de nuestro asentimiento, no deja  libre nuestro juicio sobre el objeto.

 

 Se dice, respecto al sujeto del interés, que lo agradable excita la  inclinación, que el hombre es el mejor de los cocineros, y que todos los  manjares gustan a la gente de buen apetito: semejante satisfacción no  anuncia ninguna elección por parte del gusto. Esto no es más que cuando  la necesidad está satisfecha, se puede distinguir entre muchos, cuál tiene  gusto y cuál no. Del mismo modo, hay costumbres de conducta sin  virtud, de urbanidad sin afecto, de decencia sin honestidad, etc. Por esto  donde habla la ley moral no hay objetivamente más libertad de elección  relativamente a lo que hay que hacer; y mostrar el gusto en su conducta  (o en la apreciación de otro), es una cosa distinta que mostrar moralidad  en la manera de pensar. La moralidad supone un orden, y produce una  necesidad; mientras que, por el contrario, el gusto moral no hace más que  jugar con los objetos de nuestra satisfacción, sin referirse a ninguno.

                                                 

25 Cunst. 

 

 


 

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DEFINICIÓN DE LO REAL SACADO DEL PRIMER MOMENTO

 

     El gusto es la facultad de juzgar de un objeto o de una representación,  por medio de una satisfacción desnuda de todo interés. El objeto de  semejante satisfacción se denomina bello.

 

SEGUNDO MOMENTO DEL JUICIO DEL GUSTO, O DEL JUICIO  DEL GUSTO CONSIDERADO BAJO EL PUNTO DE VISTA DE LA  CUANTIDAD

 

§ VI Lo bello es lo que se representa sin concepto como el objeto de  una satisfacción universal

 

     Esta definición de lo bello puede ser deducida de la precedente, que  tiene por objeto una satisfacción desnuda de todo interés. En efecto; el  que tiene conciencia de hallar en alguna cosa una satisfacción  desinteresada, no puede empeñarse en juzgar que la misma cosa debe ser  para cada uno el origen de una satisfacción semejante. P

orque como esta  satisfacción no está fundada sobre inclinación alguna del sujet

o (ni sobre  cualquier interés reflejo), sino que el que juzga se siente enteramente  libre, relativamente a la satisfacción que refiere al objeto, no podrá hallar  en las condiciones particulares la verdadera razón que la determinan en  sí, y la considerará fundada sobre alguna cosa que pueda también suponer  en otro; creerá, pues, tener razón para exigir de cada uno una satisfacción  semejante. Así hablará de lo bello como si esto fuera una cualidad del  objeto mismo, y como si su juicio fuese lógico (es decir, constituyera por  medio de conceptos un conocimiento del objeto), aunque dicho juicio sea  puramente estético, o que sólo implique, una relación de la representación  del objeto al sujeto; es que, en efecto, se parece a un juicio lógico, se le  puede suponer un valor universal. Pero esta universalidad no tiene su  origen en conceptos; porque no hay paso de los conceptos al sentimiento  de placer o de pena (excepto en las leyes puras prácticas; más estas leyes  contienen un interés, y no hay en ellas nada de semejante con el puro

juicio del gusto). El juicio del gusto, en el cual tenemos conciencia de ser  por completo desinteresados, puede, pues, reclamar con justo título un  valor universal, aunque esta universalidad no tenga un fundamento en los  mismos objetos; o en otros términos, hay derecho a una universalidad  subjetiva.

 

 

 

 

§ VII  Comparación de lo bello con lo agradable y lo bueno, fundada  sobre la precedente observación

 

     Por lo que se refiere a lo agradable, cada uno reconoce que el juicio  por el cual se declara que una cosa agrada, fundándose sobre un  sentimiento particular, no tiene valor más que para cada uno. Esto es así,  porque cuando yo digo que el vino de Canarias es agradable, consiento  voluntariamente que se me reprenda y se me corrija, el que deba decir  solamente que es agradable para mí; y eso no es aplicable solamente al  gusto de la lengua, del paladar o de la garganta, sino también a lo que  puede ser agradable a los ojos y a los oídos. Para este el color violeta es  dulce y amable; para aquel empañado y amortiguado. Unos quieren los  instrumentos de viento, otros los de cuerda. Sería una locura pretender  contestar aquí, y acusar de error el juicio de otro, cuando difiere del  nuestro, como si hubiera entre ellos oposición lógica; tratándose de lo  agradable, es necesario, pues, reconocer este principio: que cada uno  tiene su gusto particular (el gusto de sus sentidos).

 

     Otra cosa sucede tratándose de lo bello. En esto, ¿no sería ridículo que  un hombre que se excitara con cualquier gusto, creyera tenerlo todo  resuelto, diciendo que una cosa (como por ejemplo, este edificio, este  vestido, este concierto, este poema, sometidos a nuestro juicio) es bella  por sí? Es que no basta que una cosa agrade, para que se tenga derecho a  llamarla bella. Muchas cosas pueden tener para mí atractivo y encanto, y  con esto a nadie se inquieta; pero cuando damos una cosa por bella,  exigimos de los demás el mismo sentimiento, no juzgamos solamente


 

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para nosotros, sino para todo el mundo, y hablamos de la belleza como si  esta

 fuera una cualidad de las cosas. También si digo que la cosa es bella,  pretendo hallar de acuerdo consigo a los demás en este juicio de  satisfacción, no es que yo haya reconocido muchas veces este acuerdo,  sino que creo poder exigirlo de ellos. No se puede decir aquí que cada  uno tiene su gusto particular. Esto quiere decir, que en este caso no hay  gusto; es decir, que no hay juicio estético que pueda legítimamente  reclamar el asentimiento universal.

 

 Nosotros hallamos, sin embargo, que aun respecto al sujeto de lo  ag

radable, puede haber cierto acuerdo entre los juicios de los hombres; en  atención a este acuerdo es por lo que rehusamos el gusto a algunos y lo  concedemos a otros, no considerándolo solamente como un sentido  orgánico, sino como una facultad de juzgar de lo agradable en general.  Así se dice de un hombre que sabe distraer a sus conciudadanos con toda  especie de encantos (

de placeres), que tiene gusto. Pero todo esto se hace  aquí, por vía de comparación, y no se puede hallar más que reglas  generales (como todas las reglas empíricas), y no reglas universales,  como aquellas a las que puede apelar el juicio del gusto, tratándose de lo  bello. Esta especie de juicios son relativos a la sociabilidad en tanto que  esta descansa sobre reglas empíricas. Relativamente a lo bueno, nuestros  juicios tienen también, el derecho de pretender un valor universal; pero lo  bueno no se representa como el objeto de una satisfacción universal más  que por un concepto, lo que no es cierto de lo agradable ni de lo bello.

 

 

§ VIII La universalidad de la satisfacción es representada en el  juicio del gusto como simplemente subjetiva

 

 El carácter particular de universalidad que tienen ciertos juicios  esté

ticos, los juicios del gusto, es una cosa digna de notarse, si no por la  lógica, al menos por la filosofía trascendental: no es sin mucha pena  como esta puede descubrir el origen de dicha universalidad, pero también  descubre por esto una propiedad de nuestra facultad de conocer, que sin  este trabajo de análisis hubiera quedado ignorada. Hay una verdad de la

cual es necesario convencerse bien antes de todo. Un juicio del gusto  (tratándose de lo bello) exige de cada uno la misma satisfacción, sin  fundarse en un concepto (porque entonces se trataría de lo bueno); y este  derecho a la universalidad es tan esencial para el juicio en que  declaramos una cosa bella, que si no lo concibiéramos, no nos vendría  jamás al pensamiento el emplear esta expresión; nosotros referiríamos  entonces a lo agradable todo lo que nos agradara sin concepto; porque  tratándose de lo agradable, cada uno se deja llevar de su humor y no  exige que los demás vengan de acuerdo con él en su juicio del gusto,  como sucede siempre al sujeto de un juicio del gusto sobre belleza. La  primera especie de gusto puede llamarse

gusto del los sentidos; la  segunda, gusto de reflexión; la primera produce los juicios simplemente  individuales, en la segunda se suponen universales (públicos); pero  ambas clases de juicios son estéticos (no prácticos), es decir, juicios en  que no se considera más que la relación de la representación del objeto  con el sentimiento de placer o de pena. Por lo que, existe aquí algo de  sorprendente; de un lado relativamente al gusto de los sentidos, no solo la  experiencia nos muestra que nuestros juicios (en los cuales referimos un  placer o una pena a alguna cosa), no tienen un valor universal, sino que  naturalmente nadie piensa en exigir el asentimiento de otro (bien que en  el hecho se halla muchas veces también para estos juicios un acuerdo  bastante general); y de otro lado el gusto, de reflexión, que muchas veces  como muestra la experiencia, no puede conseguir que se acepte la  pretensión de sus juicios (sobre lo bello) acerca de la universalidad,  puede sin embargo mirar cosa posible (lo que realmente hace), el formar  juicios que tengan derecho para exigir esta universalidad, y en el hecho la  exige para cada uno de ellos; y el desacuerdo entre los mismos que  juzgan no recae sobre la posibilidad de este derecho, sino sobre la  aplicación que se hace en los casos particulares.

 

     Notamos aquí desde luego, que una universalidad que descansa sobre  conceptos del objeto (no sobre conceptos empíricos), no es lógica sino  estética; es decir, no contiene cuantidad objetiva, sino solamente  cuantidad subjetiva; yo me valgo para designar esta última especie de  cuantidad de la expresión valor común, lo cual significa el valor que para


 

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cada sujeto tiene la relación de una representación, no con la facultad de  conocer, sino con el sentimiento de placer o de pena. (Nos podemos  también servir de esta expresión para designar la cuantidad lógica del  juicio, puesto que además se trata en esto de una universalidad objetiva  con el fin de distinguirla de aquella que no es más que subjetiva y que es  siempre estética.)

 

 Un juicio universal objetivamente, lo es también subjetivamente, es  decir,

 que si el juicio es válido para todo lo que se halla contenido en un  concepto dado, es válido para cualquiera que se

 represente un objeto por  medio de este concepto; más de lo universal subjetivo o estético, que no  descansa sobre ningún concepto, no se puede concluir a la universalidad  lógica, puesto que en aquello se trata de una especie de juicios que no  conciernen al objeto. Por donde la universalidad estética que se atribuye a  estos juicios es de una especie particular, precisamente porque el  predicado de la belleza no se halla ligado al concepto del objeto  considerado en su esfera lógica, y que, sin embargo, se extiende a toda la  esfera de seres capaces de juzgar.

 

 Bajo el punto de vista de la cuantidad lógica, todos los juicios del  gusto son juicios particulares. Porque como en esto referimos  inmediatamente el objeto a nuestro sentimiento de placer o de pena, y no  nos servimos para ello de conceptos, se sigue que esta especie de juicios  no tienen la cuantidad de los juicios objetivamente universales. Toda vez  que la representación particular que tenemos del objeto del juicio del  gusto, según las condiciones que determinan este juicio, es transformada  en un concepto por medio de la comparación, de ella no puede resultar un  juicio lógicamente universal. Por ejemplo, la rosa que yo miro la  considero bella por un juicio del gusto; pero el juicio que resulta de la  comparación de muchos juicios particulares, y por el cual yo declaro que  las rosas en general son bellas, no se presenta solamente como un juicio  estético, sino como un juicio lógico, fundado sobre un juicio estético. El  juicio, por el cual declaro que la rosa es agradable (en el uso), es también  a la verdad un juicio estético y particular; pero este no es un juicio del  gusto; es un juicio de los sentidos, el cual se distingue del anterior en que

el juicio del gusto contiene una cuantidad estética de universalidad que  no se puede hallar en un juicio sobre lo agradable.

 

 Solo en los juicios sobre lo bueno sucede que aunque determinan  también una satisfacción referente a un objeto, tienen no solamente una  universalidad estética, sino también lógica; porque su valor depende del  objeto mismo que nos dan a conocer, y es por lo que dicho valor es  universal.

 

     Cuando se juzgan los objetos solamente conforme a conceptos, toda  representación de la belleza desaparece. Tampoco se puede dar una regla,  según la cual cada uno haya de ser forzado a declarar una cosa bella.

 

     Si se trata de juzgar si un vestido, si una casa, si una flor es bella, no  nos dejamos llevar por razones o principios; queremos presentar el objeto  a nuestros propios ojos, como si la satisfacción dependiera de la  sensación; y sin embargo, si entonces declaramos el objeto bello, creemos  tener en nuestro favor el voto universal, o reclamamos el asentimiento de  cada uno, mientras que por el contrario, toda sensación individual no  tiene valor más que para el que la experimenta.

 

     Por esto es necesario notar aquí que en el juicio del gusto nada se pide  menos que este voto universal relativamente a la satisfacción que  experimentamos en lo bello sin el intermedio de los conceptos; nada, por  consiguiente, mayor que la posibilidad de un juicio estético que se  pudiera considerar como válido por todos. Y aun el juicio del gusto no  pide el asentimiento de cada uno (porque en este no hay más que un  juicio lógicamente universal que podría hacerlo, puesto que tiene razones  en que apoyarse), lo que hace es reclamar de cada cual como un caso de  la regla cuya confirmación no pide por medio de conceptos, sino por  medio del asentimiento de otro. El voto universal no es, pues, más que  una idea (yo no trato de saber aquí todavía en qué se apoya), que el que  cree formar un juicio del gusto, es lo que se muestra bien por la misma  expresión de la belleza. Y puede, por otra parte, asegurarse por sí mismo  del carácter de su juicio, descartando en su conciencia la satisfacción que


 

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queda después de esto, es la sola cosa por la que pretende obtener el  asentimiento universal. Esta pretensión es siempre fundada para hacerla  valer bajo estas condiciones; pero muchas veces falta completarlas, y por  esta razón lleva consigo falsos juicios del gusto.

 

 

 

 

§ IX Examen de la cuestión de saber si en el juicio del gusto el  sentimiento del placer precede al juicio formado sobre el objeto, o si  es al contrario

 

 La solución de este problema es la clave de la crítica del gusto;  también es digna de toda nuestra atención.

 

     Si el placer referente a un objeto dado precediera, y en el juicio del  gusto no se atribuyera a la representación del objeto más que la propiedad  de comunicar universalmente este placer, habría en esto, algo de  contradictorio; porque un placer semejante, no sería otra cosa que el  sentimiento de lo que es agradable a los sentidos, y así, por su misma  naturaleza, no podría tener más que un valor individual, puesto que  dependería inmediatamente de la representación en que el objeto se nos  diese.

 

 Precede, pues, la propiedad que tiene el estado del espíritu en la  representación dada de poder ser universalmente dividido, y que debe,  como condición subjetiva del juicio del gusto, servir de fundamento a  este juicio, y tener, por consiguiente, el placer referente al objeto. Pero  nada puede ser universalmente dividido menos que el conocimiento y la  representación en cuanto se refiere a este; porque aquélla no significa  más, bajo este punto de vista, que el conocimiento es objetivo, y la  facultad representativa de cada uno está obligada a admitirle. Si pues el  motivo del juicio que atribuye a una representación la propiedad de ser  universalmente dividida, no debe concebirse más que subjetivamente, es  decir, sin concepto del objeto, no puede ser otra cosa que este estado del

espíritu determinado por la relación de las facultades representativas  entre sí, en tanto que ellas refieren una representación dada al  conocimiento en general.

 

     Las facultades de conocer, puestas en juego por esta representación, se  hallan aquí en libre ejercicio, puesto que ningún concepto determinado  las somete a una regla particular de conocimiento. El estado del espíritu  en esta representación no debe ser otra cosa, pues, que el sentimiento del  libre ejercicio de las facultades representativas, aplicándose a una  representación dada, para sacar de ella un conocimiento general. Por  donde, una representación en que es dado un objeto, para llegar a ser un  conocimiento general, supone la imaginación que reúne los diversos  elementos de la intuición, y el entendimiento que da unidad al concepto,  que junta las representaciones; y este estado que resulta del libre ejercicio  de las facultades de conocer en una representación por la que un objeto es  dado, debe poder dividirse universalmente, puesto que el conocimiento,  en tanto que es determinación del objeto, con el cual las representaciones  dadas (en cualquier sujeto que esto sea) debe armonizarse, es el único  modo de representación que tiene un valor universal.

 

     La propiedad subjetiva que tiene el modo de representación propio del  juicio del gusto, de poder ser universalmente dividido, no suponiendo  concepto determinado, no puede ser ninguna otra cosa que el esta

do del  espíritu en el libre ejercicio de la imaginación y del entendimiento (en  tanto que estas dos facultades se conforman como lo exige todo  conocimiento general): nosotros tenemos, en efecto, la conciencia de que  tal relación subjetiva de estas facultades al conocimiento general, debe  ser válida para cada uno, y quizá por consecuencia universalmente  dividida, lo mismo que todo conocimiento determinado que supone  siempre esta relación como su condición subjetiva.

 

     Este juicio puramente subjetivo (estético) sobre el objeto, o sobre la  representación por la que el objeto es dado, precede al placer referente a  este objeto, y es el fundamento del placer que hallamos en la armonía de  nuestras facultades de conocer; mas esta universalidad de las condiciones


 

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subjetivas del juicio sobre l

os objetos, no puede dar más que valor  universal subjetivo a la satisfacción que referimos a la representación del  objeto que llamamos bello.

 

     Que existe un placer al ver dividido el estado de nuestro espíritu, aun  relativamente a las facultades de conocer, es lo que fácilmente se podría  demostrar (empírica y psicológicamente) con la inclinación natural del  hombre a la sociedad; pero esto no bastaría a nuestro objeto.

 

 El placer que sentimos en el juicio del gusto, lo exigimos de todos  como necesario; como si al llamar a una cosa bella, se tratase para  nosotros de una cualidad del objeto determinada por conceptos, y, sin  embargo, la belleza no es nada en sí, independientemente de su relación  al sentimiento del sujeto. Mas es necesario aplazar esta cuestión hasta que  hayamos contestado esto: ¿Puede haber juicios estéticos a priori, y cómo  son posibles?

 

 Nosotros tenemos que ocuparnos en el ínterin de una cuestión más  fác

il: se trata de saber cómo tenemos conciencia en el juicio del gusto de  una armonía subjetiva entre nuestras facultades de conocer, si esto tiene  lugar sólo estéticamente por el sentido íntimo y la sensación, o  intelectualmente por la conciencia de nuestra actividad, poniéndolas en  juego de propósito.

 

 Si la representación dada que ocasiona el juicio del gusto fuese un  concepto que uniera el entendimiento y la imaginación en un juicio sobre  el objeto para determinar un conocimiento del mismo, la conciencia de  esta relación de las facultades de conocer sería intelectual (como en el  esquematismo objetivo del Juicio de que trata la crítica). Mas esto no  sería más que un juicio refiriéndose al placer o la pena, y, por  consiguiente, un juicio del gusto; porque este juicio, independiente de  todo concepto, determina el objeto relativamente a la satisfacción y a un  predicado de la belleza. Esta armonía subjetiva de las facultades de  conocer no puede ser reconocida más que por medio de la sensación.

 

 El estado de las dos facultades, la imaginación y el entendimiento,  movidas

 por medio de la representación dada, por una actividad  indeterminada; sin embargo, por un actividad de conciencia, es decir, por  esta actividad que supone un conocimiento general, es la sensación por  medio de la que el juicio del gus

to pide la propiedad de poder ser  universalmente dividido. Una relación para este objeto no puede ser más  que concebida; pero si se funda sobre condiciones subjetivas, puede  sentirse en el efecto producido sobre el espíritu, y en una relación que no  tiene ningún concepto por fundamento (como la relación de las facultades  representativas a una facultad de conocer en general); no hay conciencia  posible de esta relación más que por medio de la sensación del efecto que  consiste en el conveniente ejercicio de las facultades del espíritu (la  imaginación y el entendimiento), movidas de común acuerdo. Una  representación, que por sí sola y sin comparación con otras, se halla, no  obstante, de acuerdo con las condiciones de universalidad que exige la  función del entendimiento en general, establece entre las facultades de  conocer este acuerdo que exigimos en todo conocimiento, y que nosotros  miramos como admisible y valedera para cualquiera que es obligado a  juzgar por el entendimiento y los sentidos reunidos (para cada hombre).

 

 

 

 

 

DEFINICIÓN DE LO BELLO SACADA DEL SEGUNDO MOMENTO

 

     Lo bello es lo que agrada universalmente sin concepto.

 

TERCER MOMENTO DE LOS JUICIOS DEL GUSTO, O DE LOS  JUICIOS DEL GUSTO CONSIDERADOS BAJO EL PUNTO DE  VISTA DE LA FINALIDAD

 

§ X  De la finalidad en general

 


 

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     Si se quiere definir lo que sólo es un fin, conforme a sus condiciones  trascendentales (sin suponer nada empírico, como el sentimiento del  placer), se debe decir que es el objeto de un concepto en tanto que este es  considerado como la causa de aquel (como el principio real de su  posibilidad); y la causalidad de un concepto relativamente a su objeto es  la finalidad (forma finalis). Así, pues, cuando uno no se limita a concebir  el conocimiento de un objeto, sino el objeto mismo (su forma o su  existencia) como efecto, y como no siendo posible más que por un  concepto de este efecto mismo, entonces se concibe lo que se llama un  fin. La representación del efecto es aquí el principio que determina la  causa misma de este efecto, y le precede. La conciencia de la causalidad  que posee una representación en relación al estado del sujeto, y que tiene  por objeto el conservarle en este estado, puede designar aquí en general  lo que se llama el placer; por el contrario, la pena es una representación  que contiene la razón determinante de un cambio del estado de nuestras  representaciones en el estado contrario.

 

     La facultad de querer, en tanto que no puede ser determinada a obrar  más que por conceptos, es decir, conforme a la representación de un fin,  será la voluntad. Mas un objeto, sea un estado del espíritu, sea una  acción, se dice que es final, aun cuando su posibilidad no supone  necesariamente la representación de un fin, desde que no podemos  explicar y comprender esta posibilidad más que dándole por principio una  causalidad que obra conforme a fines, es decir, una voluntad que  coordinara de este modo sus fines conforme a la representación de una  regla determinada. Así, pues, puede aquí haber finalidad sin que haya fin,  si no nos agradan las causas de esta forma en una voluntad, y siempre que  no podamos explicar la posibilidad de ella sino buscando esta explicación  en el concepto de una voluntad. Por donde no es siempre necesario tener  medios de razón para considerar las cosas (relativamente a la  posibilidad). Nosotros podemos, pues, observar al menos y notar en los  objetos, aunque únicamente por reflexión, una finalidad de forma sin  darle un fin por principio (como materia del nexo final).

 

 

 

 

§ XI El juicio del gusto no reconoce como principio más que la  forma de la finalidad de un objeto (o de su representación)

 

 Todo fin considerado como un principio de satisfacción encierra  siempre un

 interés como motivo del juicio formado sobre el objeto del  placer. El juicio del gusto no puede, pues, tener por principio un fin  subjetivo. No puede ser determinado sino por la representación de un fin  objetivo o de una posibilidad del objeto mismo fundada sobre el enlace  de los fines, y por consiguiente, por un concepto de bien; porque éste no  es un juicio de conocimiento, sino un juicio estético, que no se refiere a  ningún concepto de la naturaleza o de la posibilidad interna o externa del  objeto que deriva de tal o cuál causa, sino simplemente la relación de  nuestras facultades representativas entre sí, en tanto que son determinadas  por una representación.

 

     Por donde esta relación, que se manifiesta cuando miramos un objeto  como bello, se halla ligada con el sentimiento de un placer al cual  reconocemos por el juicio del gusto un valor universal; por consiguiente,  no se debe buscar la razón determinante de esta especie de juicio en una  sensación agradable que acompañe la representación, sino en la  representación de la perfección del objeto en el concepto de bien. La  finalidad subjetiva y sin fin (ni objetivo, ni subjetivo) de la representación  de un objeto, y por tanto, la simple forma de la finalidad en la  representación, por cuyo medio nos es dado este objeto, en tanto que de  ello tenemos conciencia, he aquí lo que solamente puede constituir la  satisfacción que juzgamos sin concepto, como pudiendo ser dividida  universalmente, y por consecuencia el motivo del juicio del gusto.

 

 

 

 

§ XII  El juicio del gusto descansa sobre principios a priori

 


 

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 Es absolutamente imposible establecer a priori el enlace de un  sentimiento de placer o de pena como efecto, con una representación  (sensación o concepto) como causa; porque allí se trata de una relación  causal particular que (en los objetos de experiencia) no puede jamás ser  reconocida más que a posteriori, y por medio de la misma experiencia. A  la verdad, en la crítica de la razón práctica, nosotros hemos derivado  realmente a priori de conceptos morales universales el sentimiento de la  estima (como modificación particular de esta especie de sentimiento que  no se confunde con el placer y la pena que recibimos de los objetos  empíricos). Por esto al menos podemos salir de los límites de la  experiencia e invocar una causalidad que descansa sobre una cualidad  supra-sensible del objeto, a saber, la causalidad de la libertad. Y sin  embargo, esto no es, hablando con propiedad, el sentimiento que  derivamos de la idea de moralidad como de su causa, sino solamente la  determinación de la voluntad. Pero el estado del espíritu, cuya voluntad  es determinada por cualquier motivo, es ya por sí un sentimiento de  placer o algo idéntico con este sentimiento, y por consiguiente, no deriva  de él como efecto, lo que no se podría admitir más que en el caso de que  el concepto de la moralidad, considerada como bien, precediera al acto la  voluntad determinada por la ley; porque sin esto el placer que se hallaría  ligado al concepto, se derivaría inútilmente de este concepto como de un  puro conocimiento.

 

 Por donde sucede lo mismo en el placer, contenido en el juicio  estético: solamente el placer es aquí puramente contemplativo, y no  produce ningún interés por el objeto, mientras que en el juicio moral es  práctico. La conciencia de una finalidad puramente formal en el juego de  las facultades de conocer del sujeto, ejerciéndose sobre una  representación, en cuya virtud un objeto dado, no es otra cosa que el  mismo placer, puesto que conteniendo un principio que determina la  actividad del sujeto, es decir, aquí las facultades de conocer, encierra de  este modo una causalidad interna (final) que se refiere al conocimiento en  general, pero sin ser reducida a un conocimiento determinado, y por  consiguiente, a la simple forma de la finalidad subjetiva de una  representación en un juicio del gusto. Este placer no es de modo alguno

práctico, como los que resultan del principio patológico de lo agradable o  del principio intelectual de la representación del bien; pero, sin embargo,  contiene una causalidad que consiste en conservar, sin ninguno otro  objeto, el estado de la representación misma y el juego de las facultades  de conocer. Nosotros nos quedamos fijos en la contemplación de lo bello,  porque esta contemplación se fortifica y se reproduce por sí misma; lo  que es análogo (mas no semejante) a lo que ocurre cuando algún atractivo  de la representación del objeto, excita la atención de una manera  continua, permaneciendo el espíritu pasivo.

 

 

 

 

§ XIII  El juicio puro del gusto es independiente de todo atractivo y  de toda emoción

 

     Todo interés perjudica al juicio del gusto, y le quita su imparcialidad,  principalmente cuando, en contraposición del interés de la razón, no se  antepone la finalidad al sentimiento del placer, sino que se funda aquella  sobre este como sucede siempre en el juicio estético que formamos sobre  una cosa, en tanto que nos causa placer o pena. Así, los juicios que tienen  este carácter no pueden aspirar, en manera alguna, a una satisfacción  universalmente admisible, o lo pueden tanto menos, cuanto hay más  sensaciones de esta especie entre los principios que determinan el gusto.  El gusto queda en el estado de rusticidad, tanto que necesita de los  auxilios del atractivo y de las emociones para ser satisfecho, y aún busca  en ellos la medida de su asentimiento.

 

 Y sin embargo, ocurre muchas veces que no tanto se limita a  introducir atractivos en la belleza (que no debería consistir, sin embargo,  más que en la forma) como para ayudar a la satisfacción estética  universal, sino que presenta aquellos como bellezas, y de este modo se  pone la materia de la satisfacción en lugar de la forma; pero esto es un  error que se puede evitar determinando cuidadosamente estos conceptos,  como tantos otros errores que están fundados sobre algo verdadero.


 

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 Un juicio del gusto, sobre el cual no tengan influencia ningún  atractivo

 ni emoción (aunque estas sean cosas que se puedan mezclar en  la satisfacción referente a lo bello), y que de este modo no tiene por  motivo más que la finalidad de la forma, es un puro juicio del gusto.

 

 

 

 

§ XIV  Explicación por medio de ejemplos

 

 Los juicios estéticos, como los juicios teóricos (lógicos), se pueden  dividir en dos clases: son empíricos o puros. Los primeros expresan lo  que hay de agradable o de desagradable; los segundos, lo que hay de  bello en un objeto o en la representación del mismo; aquellos son juicios  de los sentidos (juicios estéticos materiales), estos (como formales) son  los únicos verdaderos juicios del gusto.

 

 Un juicio del gusto no es, pues, puro más que a condición de que  ningu

na satisfacción empírica se mezcle en el motivo del mismo; pues es  lo que ocurre siempre cuando el atractivo o la emoción tienen alguna  parte en el juicio, por el que una cosa se declara bella.

 

 Volvemos a encontrar aquí algunas objeciones de los que presentan  falsame

nte el atractivo, no sólo como un elemento necesario de la  belleza, sino como suficiente por sí mismo para llamarlo bello. Un simple  color, por ejemplo, el color verde de la y

erba de la pradera; un simple  sonido musical como el de un violín, he aquí las cosas que los más  declaran bellas, aunque una y otra parece que no tienen por principio más  que la materia de las representaciones, es decir, la sola sensación, y que  no merecen, por tanto, otro nombre que el de agradables. Pero notaremos  al mismo tiempo que las sensaciones del color, así como las del sonido,  no pueden considerarse propiamente como bellas, más que bajo la  condición de que sean puras. Pero esta es una condición que concierne ya  a la forma, y la sola que en sus representaciones se debe ciertamente

considerar domo pudiendo ser universalmente participada. Porque en  cuanto a la cualidad misma de las sensaciones, no puede considerarse  como en concierto con todos los sujetos, y la superioridad del encanto de  un color sobre otro, o del sonido de un instrumento de música sobre el de  otro instrumento, no puede reconocerse por todos.

 

 Si se admite, con Euler26 que los colores son vibraciones (pulsus)  isócronas del éter, del mismo modo que los sonidos musicales son  vibraciones regulares del aire conmovido; y, lo que es más importante,  que el espíritu no percibe solamente por los sentidos el efecto producido  sobre la actividad del órgano, sino que percibe también por la reflexión  (lo que por otra parte yo no dudo) el juego regular de las impresiones (por  consiguiente, la forma de enlace de las diversas representaciones),  entonces, en vez de no considerar el color y el sonido más que como  simples sensaciones, se puede ver en esto una determinación formal de la  unidad de los diversos elementos, y a este título colocarlos también entre  las bellezas.

 

 Hablar de la pureza de una sensación simple, es como decir que la  uniformidad de esta sensación no ha sido turbada ni interrumpida por  ninguna otra sensación extraña; en ella no se trata más que de la forma,  porque no se puede hacer abstracción de su cualidad (olvidar si  representa un color o un sonido, y qué color y qué sonido). Por lo que,  todos los colores simples, en tanto que son puros, son considerados como  bellos; los colores compuestos no tienen esta ventaja, precisamente  porque no siendo simples, no hay medida para juzgar si se les debe  considerar como puros, o no.

 

     Pero creer, como se hace comúnmente, que la belleza que reside en la  forma de los objetos puede aumentarse por el atractivo, es un error muy  perjudicial a la primitiva pureza del gusto. Sin duda se pueden agregar

                                                 

26 Véanse las cartas de Euler a una princesa alemana, edición de M. Emilio Saisset. -J.

B. 

 

 


 

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atractivos a la belleza con el fin de interesar al espíritu por medio de la  representación del objeto, independientemente de la pura satisfacción que  se recibe de ella, y de este modo recomendar la belleza al gusto,  principalmente cuando este es todavía rudo y mal ejercitado; pero se  perjudica realmente al juicio del gusto, cuando llaman la atención sobre  ellos de manera que sean tomados como motivos de nuestro juicio sobre  la belleza. Porque se debe procurar que contribuyan a ella de tal modo,  que no debe admitírseles más que como extraños, cuando el gusto es  todavía débil y mal ejercitado, y a condición de que no altere la pura  fórma de la belleza.

 

 En la pintura, en la escritura, y aun en todas las artes de forma o  plásticas, como la arquitectura, la jardinería, consideradas como bellas  artes, lo esencial es el dibujo, el cual no se acomoda al gusto por medio  de una sensación agradable, sino únicamente agradando por su forma.  Los colores que iluminan el dibujo no son más que atractivos; pueden  muy bien animar el objeto para la sensación, pero no le hacen digno de  ser contemplado y declarado bello; son, por el contrario, las más de las  veces muy limitados por las condiciones mismas que exige la belleza, y  por esto donde es permitido presentar una parte de atractivo, ésta sola es  la que los ennoblece.

 

     Toda forma de los objetos de los sentidos (de los sentidos externos y  mediatamente también de los sentidos internos) es una figura o un juego:  en este último caso, o es un juego de figuras (en el espacio) la mímica y  la danza, o es un simple juego de sensaciones (en el tiempo). El atractivo  de los colores, o el de los sonidos agradables de un instrumento, se puede  muy bien unir a estos; mas el dibujo en el primer caso, y la composición  en el segundo, constituyen el objeto propio del juicio puro del gusto.  Decir que la pureza de los colores o de los sonidos, o que su variedad y  su elección parecen contribuir a la belleza, no significa que estas cosas  ayudan a la satisfacción referente a la forma, precisamente porque sean  agradables en sí mismas y en la misma proporción, sino porque nos  muestran esta forma de una manera más exacta, más determinada y más

perfecta, y principalmente porque avivan la representación por su  atractivo, llamando y sosteniendo la atención sobre el objeto mismo.

 

     Las mismas cosas que se llaman adornos, es decir, las cosas no que  son parte esencial de la representación del objeto sino que únicamente se  refieren a él exteriormente como adiciones, y aumentan la satisfacción  del gusto, no producen este efecto más que por su forma: así sucede en  los cuadros de pinturas, en los ropajes de las estatuas y en los peristilos  de los palacios. Que si el adorno no consiste en una bella forma por sí  misma, está destinado como los cuadros de oro, a recomendar la pintura a  nuestro asentimiento por el atractivo que tiene, y toma entonces el  nombre de ornato y perjudica la verdadera belleza.

 

 La emoción, o sea esta sensación en la que el placer no se produce  más que por medio de una expansión momentánea, y por consiguiente,  por medio de un esparcimiento de las fuerzas vitales, no pertenece a la  belleza. Lo sublime, a lo cual se halla enlazado el sentimiento de la  emoción, exige una medida distinta de la que sirve de fundamento al  gusto. Así un juicio puro del gusto no reconoce por motivo, ni atractivo  ni emoción, o, en una palabra, ninguna sensación como materia del juicio  estético.

 

 

 

 

§ XV  El juicio del gusto es un todo independiente del concepto de la  perfección

 

     No se puede reconocer la finalidad objetiva más que por medio de la  relación de una diversidad de elementos para un fin determinado, y  consiguientemente por un concepto. Por esto es evidente que lo bello,  cuya apreciación tiene por principio una finalidad puramente formal, es  decir, una finalidad sin fin, es del todo independiente de la representación  de lo bueno, puesto que este supone una finalidad objetiva, es decir, la  relación del objeto con un fin determinado.


 

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 La finalidad objetiva es, o bien externa, y entonces constituye la  utilida

d, o interna, y en este caso constituye la perfección del objeto. Se  deduce de los dos precedentes capítulos que la satisfacción que hace que  llamemos bello a un objeto no puede fundarse en la representación de la  utilidad de este objeto, porque esto no sería más que una satisfacción  inmediatamente referente al objeto, lo cual constituye la condición  esencial del juicio sobre la belleza. Mas la finalidad objetiva interna, o la  perfección, se acerca demasiado al predicado de la belleza, y por esto es  por lo que célebres filósofos la han considerado como idéntica con la  belleza, aunque añadiendo como condición que el espíritu no tenga de  ella más que una concepción confusa. Por esto es de la mayor  importancia decidir, en la crítica del gusto, si la belleza puede realmente  resolverse en el concepto de la perfección.

 

 Para apreciar la finalidad objetiva, tenemos siempre necesidad del  concepto de un fin; y si esta finalidad no es externa (la utilidad), sino  interna, la tenemos del concepto de un fin interno que contenga el  principio de la posibilidad interior del objeto. Por donde como esto sólo  es el fin en general, cuyo concepto puede considerarse como el principio  de la posibilidad del objeto mismo, es necesario, para representarse la  finalidad objetiva de una cosa, tener previamente el concepto de la  misma, o de lo que ella debe ser, y el concierto de la diversidad de  elementos de esta cosa con dicho concepto (el cual da la regla de su  u

nión), es la perfección analitativa de la cosa. No se debe confundir esta  especie de perfección con la perfección cuantitativa, o la perfección de  cada cosa en su género; este es un simple concepto de cuantidad (de  totalidad), en el cual, estando determinado de antemano lo que debe ser la  cosa, se busca solamente si todo lo que se requiere se en encuentra en  ella. Lo que hay de formal en la representación de una cosa, es decir, el  concierto de su variedad con su unidad (que queda indeterminado), no  puede revelar por sí mismo una finalidad objetiva. En efecto; como no se  considera esta unidad como fin (pues que se hace abstracción de lo que  debe ser la cosa), no queda más que la finalidad subjetiva de la  representación del espíritu. Éste nos suministra también cierta finalidad

del estado del sujeto en la representación, y en este estado cierta facilidad  para recibir por medio de la imaginación una forma dada, mas no la  perfección de objeto alguno, porque aquí ningún concepto sirve para  concebir el objeto del fin. Así por ejemplo; si hallo en un bosque, una  pradera cercada de árboles y no me represento el fin que pueda tener,  como servir para el baile de los aldeanos, no hallo en la simple forma del  objeto el menor concepto de perfección. Mas representarse una finalidad  formal objetiva sin fin, es decir, la simple forma de una perfección (sin  materia y sin el concepto de aquello con que debe concertarse), es una  verdadera contradicción.

 

     Por lo que el juicio del gusto es un juicio estético, es decir, un juicio  que descansa sobre principios subjetivos, y cuyo motivo no puede ser un  concepto, y por tanto, concepto de un fin determinado. Así la belleza,  siendo una finalidad formal y subjetiva, no nos lleva a concebir la  perfección del objeto o una finalidad, digámoslo así, formal, y sin  embargo, objetiva. Es, pues, un error el creer que entre el concepto de lo  bello y el de lo bueno no hay más que una diferencia lógica; es decir,  creer que uno de ellos es un concepto vago de la perfección, y el otro es  un concepto claro de la misma, pero que los dos en el fondo y en cuanto  al origen son idénticos. Si esto fuera así, no habría entre ellos diferencia  específica, y un juicio del gusto sería un juicio de conocimiento igual al  juicio por el que una cosa se declara como buena. Aquí sucedería como  cuando el vulgo dice que el fraude es injusto; que funda un juicio sobre  principios confusos, mientras que el filósofo funda el suyo sobre  principios claros, pero ambos descansan sobre los mismos principios  racionales. Pero ya hemos notado que el juicio estético es único en su  género, y que no da ninguna especie de conocimiento del objeto (ni aun  un conocimiento confuso). Esta función no pertenece más que al juicio  lógico; el juicio estético, por el contrario, se limita a llevar al sujeto la  representación por medio de la cual es dado el objeto, y no nos hace notar  ninguna cualidad del mismo, sino solo la forma final de las facultades  representativas que se aplican a este objeto. Y este juicio se llama estético  precisamente, porque su motivo no es un concepto, sino el sentimiento  (que nos da el sentido íntimo) de la armonía en el ejercicio de las


 

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facultades del espíritu, que no puede ser más que sentida. Si por el  contrario, se quiere designar con el nombre de estéticos los conceptos  oscuros y el juicio objetivo que los toma como principios, tendremos un  entendimiento que juzgará por medio de la sensibilidad, o una  sensibil

idad que se representará sus objetos por medio de conceptos, lo  que es una contradicción. La facultad de formar conceptos, sean oscuros  o claros, es lo que llamamos el entendimiento; y aunque el entendimiento  tenga su parte en el juicio del gusto, como juicio estético (así como en  todos los juicios), no entra como facultad de conocer un objeto, sino  como facultad que determina un juicio sobre el objeto o sobre su  representación (sin concepto), conforme a la relación de esta  representación con el sujeto y su sentimiento interior, y de tal suerte, que  este juicio sea posible conforme a una regla general.

 

 

 

 

§ XVI  El juicio del gusto, por el que un objeto no es declarado bello  sino con la condición de un concepto determinado, no es puro

 

     Hay dos especies de belleza; la belleza libre (pulchritudo vaga), y la  simple belleza adherente (pulchritudo adherens). La primera no supone  un concepto de lo que debe ser el objeto, pero la segunda supone tal  concepto, y l

a perfección del objeto en su relación con este concepto.  Aquella es la belleza (existente por sí misma) de tal o cual cosa; esta,  suponiendo un concepto (siendo condicional), se atribuye a los objetos  que se hallan sometidos al concepto de un fin particular.

 

 Las flores son las bellezas libres de la naturaleza; no se sabe  perfectamente, a no ser botánicos, lo que es una flor; y el botánico mismo  que reconoce en la flor el órgano de la fecundidad de la planta, no atiende  a este fin de la naturaleza cuando forma sobre la flor un juicio del gusto.  Su juicio no tiene, pues, por principio ninguna especie de perfección,  ninguna finalidad interna a la cual pueda referirse la unión de los diversos  elementos. Muchos pájaros (el papagayo, el colibrí, el ave del paraíso),

un gran número de animales del mar, son bellezas en sí, que no se  refieren a un objeto, cuyo fin haya sido determinado por conceptos, sino a  bellezas libres que agradan por sí mismas. Del mismo modo los dibujos a  la griega, las pinturas de los cuadros o las tapicerías de papel, etc. no  significan nada por sí mismas; no representan nada, ningún objeto que se  pueda reducir a un concepto determinado, y son bellezas libres. Se puede  también reducir a esta especie de belleza lo que se llama en música  fantasías (sin tema), y aun toda la música sin estudio.

 

     En la apreciación de una belleza libre (considerada relativamente a su  sola forma), el juicio del gusto es puro; éste no supone el concepto de fin  alguno, al cual puedan referirse los diversos elementos del objeto dado y  todo lo comprendido en la representación de este objeto, por la que sería  limitada la libertad de la imaginación, que se goza en cierto modo en la  contemplación de la figura.

 

     Mas la belleza de un hombre (y en la misma especie, la de una mujer,  la de un niño), la belleza de un caballo, de un edificio (como una iglesia,  un palacio, un arsenal, una casa de campo), suponen un concepto de fin  que determina lo que debe ser la cosa, y, por consiguiente, un concepto  de su perfección; esta no es más que una belleza adherente.

 

 Por donde del mismo modo que la mezcla de lo agradable (de la  sensación) con la belleza (la cual no concierne propiamente más que a la  forma), alteraría la pureza del juicio del gusto, la mezcla de lo bueno (o  de lo que hace buenos los diversos elementos de la cosa misma  considerada relativamente a su fin) con la belleza, daña también la pureza  de este juicio.

 

 Se podría agregar a un edificio muchas cosas que agradaran  inmediatamente a la vista, si este edificio no debiera ser una iglesia; o  embellecer una figura humana con toda especie de dibujos y rasgos  trazadas a la ligera pero con regularidad (como hacen los habitantes de  Nueva-Zelanda con su picadura), si esta figura no debiera ser la de un


 

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hombre; y tal figura podría tener trazos muy finos y una perspectiva más  graciosa y más dulce, si no debiera representar un hombre de guerra.

 

     Por lo que la satisfacción referente a la contemplación de los diversos  elementos de una cosa, en su relación con el fin interno que determina la  posibilidad de esta cosa, es una satisfacción fundada sobre un concepto;  por el contrario, la que se refiere a la belleza es tal, que no supone  concepto alguno, sino que es inmediatamente ligada a la representación  por la que es dado el objeto (no decimos concebido). Si pues un juicio del  gusto, relativamente a un objeto, depende de un fin contenido en el  concepto del objeto como en un juicio de la razón, y se reduce a esta  condición, no es por esto un libre y puro juicio del gusto.

 

     Es verdad que por medio de esta unión de la satisfacción estética con  la satisfacción

intelectual, obtiene el gusto la ventaja de fijarse, y si no la  de llegar a ser universal, al menos de poder ser sometido a reglas  relativamente a ciertos objetos, cuyos fines son determinados. Mas estas  no son, por lo mismo, reglas del gusto; no son más que reglas de la unión  del gusto con la razón, es decir, de lo bello con lo bueno, que convierten  aquel en instrumento de este, subordinando esta disposición del espíritu  que se sostiene por sí misma y tiene un valor subjetivo universal, a este  estado de pensamiento que no se puede sostener más que por un esfuerzo  muy difícil, pero que es objetivamente universal. Hablando con  propiedad, ni la belleza se une a la perfección, ni la perfección a la  belleza; únicamente así como comparando la representación en que se  nos da un objeto con el concepto del mismo (o de lo que debe ser), no  podríamos evitar aproximarla al mismo tiempo a la sensación que se  produce en nosotros; si estos dos estados del espíritu se hallan de  acuerdo, la facultad representativa no puede por menos de ganar en su  unión.

 

 Un juicio del gusto sobre un objeto que tiene un fin interno  determinado, no podría ser puro, sino en el caso de que aquél que juzgara,  o no tuviera ningún concepto de este fin, o hiciese abstracción de él en su  juicio. Pero aun cuando se formara un juicio exacto del gusto, apreciando

el objeto como una belleza libre, aquel podría ser vituperado y acusado  de tener un falso gusto, por otro que no considerara la belleza de este  objeto más que como una cualidad adherente (que hiciera relación al fin  del objeto). Cada uno de estos, sin embargo, juzgaría bien bajo su punto  de vista; el primero, considerando lo que tiene a su vista; el segundo, lo  que tiene en su pensamiento. Con esta distinción deben terminar las  diferencias que separan a los hombres respecto al sujeto de la belleza,  demostrándoles que los unos hablan de la belleza libre, y los otros de la  belleza adherente; que los primeros forman un juicio puro del gusto, y los  segundos, un juicio del gusto aplicado.

 

 

 

 

§ XVII  Del ideal de la belleza

 

     No puede haber regla objetiva del gusto que determine por medio de  conceptos lo que es bello; porque todo juicio derivado de esta fuente es  estético, es decir, que tiene un principio determinante en el sentimiento  del sujeto, y no en el concepto de un objeto. Buscar un principio del gusto  que suministre en conceptos determinados el criterio universal de lo  bello, es trabajo inútil, puesto que lo que se busca es imposible y  contradictorio en sí. La propiedad que tiene la sensación (la satisfacción)  de ser universalmente comunicada, y esto sin el auxilio de ningún  concepto; el acuerdo tan perfecto como posible de todos los tiempos y de  todos los pueblos sobre el sentimiento ligado a la representación de  ciertos objetos, he aquí el criterio empírico, muy frágil sin duda, y apenas  suficiente para fundar una conjetura, por medio del cual se puede referir  un gusto de este modo probado con ejemplos, al principio común a todos  los hombres, pero profundamente oculto, del acuerdo que debe existir  entre ellos en la manera de juzgar las formas en que los objetos les son  dadas.

 

 Por esto se consideran ciertas producciones del gusto como  ejemplares, lo que no quiere decir que el gusto se pueda adquirir por la


 

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imitación; porque el gusto debe ser una facultad original; el que imita un  modelo muestra, si lo alcanza, habilidad; pero nada prueba del gusto más  que en tanto que puede juzgarlo por sí mismo27. De aquí se sigue que el  modelo supremo, el prototipo del gusto no es más que una pura idea que  cada uno debe sacar de sí mismo, y conforme a la cual se debe juzgar  todo lo que es objeto del gusto, esto es, todo lo que es propuesto como al  juicio del gusto, y aun al gusto de cada uno. Idea significa propiamente  un concepto de la razón; e ideal la representación de una cosa particular,  considerada como adecuada a una idea.

 

     También este prototipo del gusto que descansa seguramente sobre la  idea indeterminada que nos da la razón de un máximum, pero que no  puede ser representado más que por conceptos, no siendo más

 que una  exhibición particular, debe con propiedad llamarse ideal de lo bello. Es  un ideal del cual no estamos en posesión sino que nos esforzamos en  producirlo en nosotros. Pero esto no sería más que un ideal de la  imaginación, puesto que no descansaría sobre conceptos, sino sobre la  exhibición; y la facultad de la exhibición no es más que la imaginación.  Pero ¿cómo obtendremos semejante ideal de la belleza? A priori, o  empíricamente. Y entonces, ¿qué clase de belleza es capaz de un ideal?

 

 Ahora debemos notar bien que la belleza a que se debe buscar un  ideal, no puede ser la belleza vaga sino la que es determinada por el  concepto de una finalidad objetiva; esta no debe ser por consecuencia, la  del objeto de un juicio del gusto enteramente puro, sino de un juicio del  gusto en parte intelectual. En otros términos, la clase de principios del  juicio donde se debe hallar un ideal, tienen necesariamente por

                                                 

27 .       Los modelos del gusto relativamente a las artes de la palabra, no pueden tomarse

más que en una lengua muerta y sabia; en una lengua muerta para no tener que sufrir los  cambios a que se hallan sujetas inevitablemente las lenguas vivas, y que hacen triviales  y antiguas la expresiones que en otro tiempo eran nobles y usadas, y no dejan más que  un corta duración a las expresiones nuevamente creadas; en una lengua sabia, porque en  ellas no hay una gramática que deje de someterse a las variaciones arbitrarias de la  moda, sino una cuyas reglas son inmutables. 

 

 

fundamento una idea de la razón, apoyándose sobre conceptos  determinados, y determinando a priori el fin sobre que descansa la  posibilidad interna del objeto. No se sabría concebir un ideal de bellas  flores, de un bello mueblaje de una perspectiva bella. Pero tampoco nos  podemos representar el ideal de ciertas bellezas determinadas, el ideal de  una bella habitación, el de un bello árbol, de bellos jardines, etc.,  probablemente porque los fines de estas cosas no son suficientemente  determinados y fijos para un concepto, y por consiguiente, la finalidad en  esto es casi tan libre como en la belleza vaga. El que halla en sí mismo el  objeto de su existencia; el que por medio de la razón se puede determinar  sus propios fines, o que cuando debe sacarlos de la percepción exterior,  puede sin embargo, ponerlos de acuerdo con sus fines esenciales y  generales, y juzgar estéticamente esta armonía;

 esto es, el hombre sólo  entre los demás seres del mundo, es capaz de un ideal de la belleza, del  mismo modo que la humanidad en su persona, en tanto que inteligencia,  es capaz del ideal de la perfección. En esto hay dos cosas que distinguir:  primera lo ideal normal estético que es una intuición particular (de la  imaginación), que representa la regla de nuestro juicio sobre el hombre  considerado como perteneciente a una especie particular de animales;  después la idea de la razón que coloca en los fines de la humanidad, en  cuanto no pueden ser representados por los sentidos, el principio de  nuestro juicio sobre una forma por cuyo medio se manifiestan estos fines  como efectos en el mundo fenomenal. La idea normal debe sacar sus  elementos de la experiencia para formar la figura de un animal de una  especie particular; mas la mayor finalidad posible en la construcción de la  figura, la que podríamos tomar por regla general de nuestro juicio estético  sobre cada individuo de esta especie, el tipo que sirve como de principio  intencional a la técnica de la naturaleza, y al que solamente es adecuada  toda la especie entera y no a tal o cual individuo en particular, este tipo  no existe más que en la idea de los que juzgan, y esta idea con sus  proporciones, como idea estética, no puede ser plenamente representada  en concreto en un modelo. Para hacer comprender esto de cualquier modo  (porque ¿quién puede arrancar a la naturaleza un secreto?), ensayaremos  una explicación psicológica.

 


 

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     Hay que notar que de un modo del todo incomprensible para nosotros,  la imaginación, no solo tiene el poder de recordar en un momento dado y  aun después de largo tiempo, los signos de los conceptos, sino también el  de reproducir la imagen y la forma de un objeto en medio de un número  indecible de objetos de especies diferentes, o de la misma especie. Ahora  bien; cuando el espíritu quiere establecer comparaciones, la imaginación,  según toda verosimilitud, aunque la conciencia no se halle  suficientemente advertida de ello, atrae las imágenes unas sobre otras, y  por medio de este conjunto de muchas imágenes de la misma especie,  suministra una, proporcional, que sirve de medida común. Cualquiera ha  visto un millar de hombres; pues cuando se quiere juzgar de la magnitud  regular del hombre, apreciándola por comparación, la imaginación atrae,  según nuestra opinión, un gran número de imágenes unas sobre otras  (quizá todas las de estos mil hombres), y si me fuese permitido aquí  emplear metáforas de cosas de la vista, diría que en el espacio es donde la  mayor parte se reúnen, y en el sitio iluminado por el más vivo color, es  donde se reconoce la magnitud media, la cual por la altura como por la  longitud, es igualmente distinta de las mayores como de las menores

 estaturas; y esta es por lo mismo la estatura de un hombre bello (se podría  llegar al mismo resultado prácticamente, midiendo estos mil hombres, y  añadiendo la altura y longitud de los mismos, y dividiendo la suma por  mil; pues esto es lo que hace precisamente la imaginación por un efecto  dinámico que resulta de la impresión de todas estas imágenes sobre el  organismo del sentido interior). Si entre tanto, se busca de un modo  semejante por este hombre de mediana magnitud, la cabeza de mediana  extensión, y del mismo modo la nariz, etc., esta figura dará una idea  normal de un hombre bello en el país donde se hace la comparación. Por  esto es por lo que un negro tendrá necesariamente, bajo estas condiciones  empíricas, distinta idea normal de la belleza de la forma que un blanco,  un chino distinta que un europeo. Lo mismo sucedería con un modelo de  un caballo bello o de un perro bello (de cierta raza). Esta idea normal no  se deriva de proporciones sacadas de la experiencia, como de reglas  determinadas, sino que las reglas del juicio son posibles por esta misma  idea. Ella es para toda la especie, la imagen que aparece entre todas las  intuiciones particulares y diversamente varias de los individuos, y que la

naturaleza ha tomado por tipo de sus producciones en esta especie, pero  que no parece que toque a ningún individuo. Esto no es todo el prototipo  de la belleza en esta especie, sino solamente la forma que constituye la  condición indispensable de

toda belleza, y por consiguiente, la exactitud  solamente en la manifestación de la especie. Es la regla como se diría del  célebre Doríforo de Policeto (se podría citar también la Vaca de Mirón en  su especie). Esta regla no puede contener nada de específico, ni  característico, porque entonces no sería una idea normal para la especie.  Tampoco agrada como bella la manifestación de esta idea, sino que por  medio de ella no faltan a ninguno condiciones, sin las cuales una cosa de  esta especie no puede ser bella. Es simplemente regular28.

 

     Es necesario distinguir la idea normal de lo bello, del ideal de lo bello,  lo que no se puede conseguir más que en la figura humana por las razones  ya expuestas. Luego el

 ideal aquí consiste en la expresión de la moral; sin  esta expresión, el objeto no agradaría universal y positivamente (ni aun  negativamente en una manifestación regular). La expresión sensible de  las ideas morales que dirigen interiormente al hombre, puede muy bien  sacarse de la sola experiencia; mas para que la presencia de estas ideas en  todas las cosas que nuestra razón refiere al bien moral o a la idea de la  suprema finalidad, para que la bondad del alma, su pureza, su vigor o su  tranquilidad, etc., puedan, por decirlo así, llegar a ser visibles en una  representación corporal (que sea como un efecto de la interior), es

                                                 

28 Se notará que un rostro perfectamente regular, tal y como pudiera desear un pintor

para modelo, no significa ordinariamente nada, porque no contiene nada de  característico; y que de este modo, más bien expresa la idea de la especie que el carácter  específico una persona. Cuando este carácter es exagerado, es decir, cuando él mismo  borra la idea normal (de la finalidad de la especie), entonces tenemos lo que se llama  una caricatura. La experiencia enseña también que estos rostros perfectamente regulares  no retratan más que hombres de mediano talento; porque (si se puede admitir que la  naturaleza expresa en el exterior las proporciones del interior), desde el momento en que  ninguna de las cualidades del alma se eleva sobre la proporción exigida para que un  hombre se halle exento de defectos, no se puede esperar lo que se llama el genio, en el  cual parece que la naturaleza sale de sus proporciones ordinarias en provecho de una  sola facultad. 

 

 


 

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necesario que las ideas puras de la razón y una gran fuerza de  imaginación se unan en el que quiere juzgar acerca de esto, y con mayor  razón en el que quiere manifestarlo. La inexactitud de semejante ideal de  belleza se revela por esta señal: que no permite que en la satisfacción que  nos proporciona, se mezclen los atractivos sensibles, y que, sin embargo,  excita un gran interés; lo que nos dice que el juicio que se rige por esta  medida, no puede nunca ser estético, y que el juicio formado conforme a  un ideal de belleza, no es un juicio puro del gusto.

 

 

DEFINICIÓN DE LO BELLO SACADO DE ESTE TERCER  MOMENTO

 

 La belleza es la forma de la finalidad de un objeto, en tanto que la  percibimos sin representación de fin29.

 

CUARTO MOMENTO DEL JUICIO DEL GUSTO O DE LA  MODALIDAD DE LA SATISFACCIÓN REFERENTE A SUS  OBJETOS

 

§ XVIII  Lo que es la modalidad de un juicio del gusto

 

     Podemos decir de toda representación, que es al menos posible que se  halle ligada (como conocimiento), a un placer. Cuando hablamos de  cualquier cosa agradable entendemos por tal lo que realmente, excita el  placer en nosotros. Mas lo bello lo concebimos como lo que tiene una

                                                 

29 Se podría objetar contra esta definición que hay cosas en las cuales se ve una

finalidad sin reconocer en ellas un fin, y que por esto no se dice, por ejemplo, que son  bellos los utensilios de piedra que se halla en los antiguos sepulcros, que tienen un  agujero a modo de asa. Pero basta que se miren las obras de arte para afirmar que su  figura se refiere a un proyecto, a un fin determinado. Es porque en esto no hay  satisfacción inmediata referente a la intuición de estos objetos. Por el contrario, una flor  como un tulipán se considera como bella desde que se recibe en la percepción de esta  flor una cierta finalidad que en tanto que juzgamos de ella no se refiere a ningún fin.  

 

 

relación necesaria con la satisfacción. Pero esta necesidad es de una  especie

 particular; no es una necesidad teórica objetiva, en donde se  puede reconocer a priori que cada uno reciba la misma satisfacción del  objeto que se llama bello; es mucho menos una necesidad práctica, en  donde por medio de los conceptos de una voluntad racional pura sirva de  regla a los seres libres; la satisfacción es la consecuencia necesaria de una  ley objetiva, y no significa otra cosa, sino que se debe obrar  absolutamente de cierta manera (sin ningún otro designio). Como  necesidad concebida en un juicio estético, no puede ser designada más  que como ejemplar; es decir, es la necesidad del asentimiento de todos a  un juicio considerado como ejemplo de una regla general, que no se  puede dar. Como un juicio estético no es un juicio objetivo y de  conocimiento, esta necesidad no puede ser derivada de conceptos  determinados, y por consecuencia no es apodíctica. Mucho menos se  puede sacar como consecuencia de la universalidad de la experiencia (de  un eterno acuerdo de los juicios sobre la belleza con un objeto  determinado); porque además de que la experiencia difícilmente  suministraría muchos ejemplos de un parecido acuerdo, no se puede  fundar sobre juicios empíricos un concepto de la necesidad de estos  juicios.

 

 

 

 

§ XIX La necesidad objetiva que atribuimos al juicio del gusto es  condicional

 

     El juicio del gusto exige el consentimiento universal; y el que declara  que una cosa es bella, pretende que cada uno debe dar su asentimiento a  esta cosa, y reconocerla también como bella. Esta necesidad contenida en  el juicio estético es, pues, expresada por todos los datos que exige el  juicio, pero solo de una manera condicional. Se busca el consentimiento  de cada uno, porque con esto se tiene un principio que es común a todos.  Se podría siempre afirmar esto, si siempre estuviéramos seguros de que el


 

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caso en cuestión, estuviese exactamente subsumido bajo este principio,  considerado como regla del asentimiento.

 

 

 

 

§ XX  La condición de la necesidad que presenta un juicio del gusto  es la idea de un sentido común

 

 Si los juicios del gusto (como los del conocimiento), tuviesen un  principio objetivo determinado, el que los formara conforme a este  principio, podría atribuirles una necesidad incondicional. Si no tuviesen  principios como los del simple gusto de los sentidos, no se pensaría  siquier

a en reconocerles necesidad alguna. Deben, pues, tener un  principio subjetivo que determine por sólo el sentimiento y no por  conceptos, pero, sin embargo, de una manera universalmente aceptable,  lo que agrada, o desagrada. Pero un principio tal, no podría ser  considerado más que como un sentido común, el cual es esencialmente  distinto de la inteligencia común, que se llama también algunas veces  sentido común (sensus comunis); esta, en efecto, no juzga por  sentimientos, sino siempre conforme a conceptos, aunque ordinariamente  estos conceptos no sean para ella más que oscuros principios.

 

 Sólo, pues, en la hipótesis de un sentido común (por lo que no  entendemos un sentido exterior, sino el efecto que resulta del libre juego  de nuestras facultades de conocer), es como se puede formar un juicio del  gusto.

 

 

 

 

§ XXI  Si con razón se puede suponer un sentido común

 

 Los conocimientos y los juicios, así como la convicción que los  acompaña, deben poder ser universalmente participados; porque de lo

contrario no habría nada de común entre estos conocimientos y su objeto;  no serían todos más que un juego puramente subjetivo de las facultades  representativas, precisamente como quiere el escepticismo. Mas si los  conocimientos deben poderse participar, este estado del espíritu que  consiste en el acuerdo de las facultades de conocer con un conocimiento  en general, y esta proporción que conviene a una representación (por la  cual se nos da un objeto), por lo que viene a ser un conocimiento, deben  también poderse participar universalmente, porque s

in esta proporción,  condición subjetiva del conocer, el conocimiento no podría surgir como  efecto. También tiene lugar cuando un objeto dado por los sentidos excita  la imaginación a reunir en él los diversos elementos, y esta a su vez  excita al entendimiento para darle unidad o formar en él los conceptos.  Mas este concierto de las facultadas del conocer tiene diferentes  proporciones, según sea la diversidad de los objetos dados. Debe ser bello  siempre que la actividad armoniosa de las dos facultades (de las cuales la  una excita a la otra) sea lo más útil a estas dos facultades relativamente al  conocimiento en general, (de objetos dados), y esta armonía no puede ser  determinada más que por el sentimiento (y no conforme a conceptos). Por  lo que, como debe ser universalmente participada, y por tanto, también el  sentimiento que tenemos de ella (en una representación dada), y como la  propiedad que tiene un sentimiento de poder ser universalmente  participado supone un sentido común, habrá razón para admitir este  sentido común sin apoyarse por esto en observaciones psicológicas, sino  como la condición necesaria de esta propiedad que tiene nuestro  conocimiento de poder ser universalmente participado y que debe  suponer toda lógica y todo principio de conocimiento que no es escéptico.

 

 

 

 

§ XXII  La necesidad del consentimiento universal concebida en un  juicio del gusto, es una necesidad subjetiva que es representada como  objetiva bajo la suposición de un sentido común

 


 

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 En todos los juicios por los que declaramos una cosa bella, no  permitimos a nadie ser de otro parecer, aunque no fundamos nuestro  juicio sobre conceptos, sino sólo sobre nuestro sentimiento; mas también  este sentimiento no es para nosotros un sentimiento individual; es un  sentimiento común. Pero este sentido común no puede fundarse sobre la  experiencia, porque pretende pronunciar juicios que encierran una  necesidad, una obligación; en él no se dice que cada uno estará de  acuerdo, sino que deberá estar de acuerdo con nosotros. Así el sentido  común en el juicio del cual nuestro juicio del gusto sirve de ejemplo, y  nos autoriza a atribuir a este un valor ejemplar, es una regla puramente  ideal, bajo cuya suposición un juicio que conformara con ella, así como la  satisfacción referida por este juicio a un objeto, podría muy bien servir de  regla para cada uno; porque el principio de que aquí se trata, no siendo  ciertamente más que subjetivo, pero siendo considerado como  subjetivamente universal (como una idea necesaria para cada uno), podría  exigir como un principio objetivo, el asentimiento universal de los juicios  formados conforme a este principio, con tal de que únicamente estemos  bien seguros de que se hallan exactamente contenidos en el mismo.

 

     Esta regla indeterminada de un sentido común, es realmente supuesta  para nosotros; es lo que prueba el derecho que nos atribuimos de formar  juicios del gusto. ¿Y existe, en efecto, tal sentido común como principio  constitutivo de la posibilidad de la experiencia, o más bien, hay un  principio superior todavía a la razón, que nos dé una regla para referir  este sentido común a fines más elevados? Por tanto, ¿es el gusto una  facultad artificial que debemos adquirir, de suerte que el asentimiento  universal no sea en el hecho más que una necesidad de la razón de  producir este acuerdo del sentimiento, y que la necesidad objetiva del  acuerdo del sentimiento de cada uno con el nuestro no significa más que  la posibilidad de llegar a este acuerdo, y que el juicio del gusto no hace  más que proponer un ejemplo de la aplicación de este principio? Es lo  que nosotros no queremos ni podemos averiguar aquí; nos basta por  ahora descomponer el juicio del gusto en sus elementos y unirlos en  definitiva en la idea de un sentido común.

 

DEFINICIÓN DE LO BELLO SACADO DEL CUARTO MOMENTO

 

 Lo bello es lo que se reconoce sin concepto como el objeto de una  satisfacción necesaria.

 

OBSERVACIÓN GENERAL SOBRE LA PRIMERA SECCIÓN DE LA  ANALÍTICA

 

 Si se atiende al resultado de los análisis precedentes, se hallará que  todo se reduce al concepto del gusto, es decir, al concepto de la facultad  de juzgar un objeto en su relación con el ejercicio libre y legítimo de la  imaginación. Pero cuando en un juicio del gusto se considera la  imaginación en su estado de libertad, no es considerada como  reproductiva, como cuando está sometida a las leyes de la asociación,  sino como productiva y espontánea (como causa de formas arbitrarias de  intuiciones posibles), y aunque en la aprehensión de un objeto sensible  dado se halla ligada a la forma determinada de este objeto, y no tiene un  libre ejercicio como en la poesía, se ve

 bien, sin embargo, que el objeto  puede suministrarle precisamente una forma, un conjunto de diversos  elementos tal, que si hubiera sido abandonada a sí misma, pudiera  haberlo formado conforme a las leyes del entendimiento en general. Mas  ¿no es una contradicción que la imaginación sea libre, y que al mismo  tiempo se conforme a las leyes de ella misma, es decir, que encierre una  autonomía? El entendimiento sólo es el que da la ley. Pero cuando la  imaginación es forzada a proceder según una ley determinada, su  producción en cuanto a la forma, es determinada por conceptos que  indican lo que debe ser, y entonces la satisfacción, como ya lo hemos  demostrado anteriormente, no es la de lo bello, sino la del bien, la de la  perfección, al menos de la perfección formal, y el juicio no es un juicio  del gusto. Una relación de conformidad a las leyes, y que no supone  ninguna ley determinada, un acuerdo subjetivo de la imaginación con el  entendimiento, y no un acuerdo subjetivo como aquel que tiene lugar  cuando la representación se refiere al concepto determinado de un objeto,  he aquí, pues, lo que únicamente puede constituir una libre conformidad  con las leyes del entendimiento (lo cual también se llama finalidad sin


 

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fin) y en lo que consiste la propiedad de un juicio del gusto.      Pero los  críticos del gusto citan ordinariamente como ejemplos de la belleza  (como los más simples y los más verdaderos), las figuras geométricas  regulares, como un círculo, un cuadrado, un cubo, etc. Y sin embargo, no  se les llama regulares más que porque no podemos representarlas más  que considerándolas como simples exhibiciones de un concepto  determinado (que prescribe a la figura su regla). Es necesario, pues, que  una de estas dos maneras de juzgar sea falsa; o la de los críticos que  atribuyen la belleza a esta especie de figuras, o la nuestra, porque halla la  finalidad sin concepto necesario de la belleza.

 

 Nadie afirmará seguramente que sea necesario tener gusto para  alcanzar

más satisfacción con un círculo que con la primera figura que se  encuentra, con un cuadrilátero, cuyos ángulos sean agudos y los lados  irregulares, y que está como cojo, porque esto no mira más que a la  inteligencia común y no al gusto. Por esto, donde hay un fin, por ejemplo,  el de determinar la extensión de un lugar o el de mostrar en un dibujo la  relación de sus partes entre sí, y con el todo, es necesario que las figuras  sean regulares, aun las más simples; y la satisfacción no descansa  inmediatamente sobre la intuición de la forma, sino sobre su utilidad,  relativamente a tal o cual fin posible. Una habitación, cuyos muros  forman ángulos agudos, un parterre de la misma forma, en general, toda  falta de simetría, tanto en la forma de los animales (por ejemplo, la  privación de un ojo), como en la de los edificios o jardines, desagrada;  pues todo esto es contrario a los fines de estas cosas, y no nos ocupamos  sólamente del uso determinado que de ellas se puede hacer  prácticamente, sino de todo lo que en las mismas podemos considerar.  Pero todo esto no se aplica al juicio del gusto, el cual, cuando es puro,  refiere inmediatamente la satisfacción a la simple consideración del  objeto, sin mirar a ningún uso ni a ningún fin.

 

     La regularidad que conduce al concepto de un objeto, es la condición  indispensable (conditio sine qua non), para percibir el objeto en una sola  representación, y determinar los elementos diversos que constituyen su  forma. Esta determinación es un fin relativamente al conocimiento, y bajo

este mismo respecto se halla siempre ligado a la satisfacción (que  siempre acompaña la ejecución de todo proyecto aún problemático). Pero  en esto no hay más que una aprobación dada a la solución de un  problema, y no un libre ejercicio, una finalidad indeterminada de las  facultades del espíritu, que tiene por objeto lo que llamamos bello, y en  donde la inteligencia se halla al servicio de la imaginación, y no ésta al  servicio de aquella.

 

     En una cosa que no sirve más que para un fin, como un edificio, y aun  un animal, la regularidad que consiste en la simetría, debe expresar la  unidad de intuición que acompaña al

 concepto de fin, y pertenece al  conocimiento. Mas por esto, donde n

o debe haber más que un libre  ejercicio de las facultades representativas (bajo la condición siempre de  que el entendimiento no sufra ningún ataque), en los jardines de recreo,  en los adornos de sala, en los muebles elegantes, etc., se evita en lo  posible la regularidad que revela una imposición. También el gusto de los  jardines ingleses, el de los muebles góticos, puede llevar la libertad de  imaginación hasta los límites de lo grotesco, y en la ausencia de toda  imposición, de toda regla, es en lo que el gusto, aplicándose a las  fantasías de la imaginación, puede mostrar toda su perfección.

 

     Todo objeto perfectamente regular (que se aproxima a la regularidad  matemática) tiene algo en sí que repugna al gusto; la contemplación del  mismo no ocupa mucho tiempo el espíritu, y a menos que éste no tenga  expresamente por fin el conocimiento o cualquier objeto práctico  determinado, sufre con él un gran fastidio. Por el contrario, aquello en  que la imaginación se puede ejercitar libre y armoniosamente, es siempre  nuevo para nosotros, y no nos fatiga el contemplarlo. Morsden, en su  descripción de Sumatra, nota que en este país, las bellezas libres de la  naturaleza rodean al espectador por todas partes y tienen para él poco  atractivo, mientras que se hallaría mucho más impresionado cuando en  medio de un bosque hallara un campo de pimienta, en donde los pies en  que se apoya esta planta, formasen paseos paralelos; y concluye diciendo  que la belleza campestre, irregular en apariencia, no agrada más que por  el contraste, al que está cansado de la regular. Pero no había más que


 

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probar a quedarse un día en su campo de pimienta, para apercibirse de  que cuando el entendimiento se pone de acuerdo por medio de la  regularidad, con el orden de que siempre necesita, el objeto no le  entretiene mucho, sino que por el contrario, impone a la imaginación una  violencia desagradable, mientras que la naturaleza rica y variada en este  país hasta la prodigalidad, y no hallándose sometida a la violencia de  ninguna regla del ar

te, puede alimentar su gusto perpetuamente. El  mismo canto de los pájaros, que no podemos reducir a reglas musicales,  parece anunciar más libertad, y convenir mejor por tanto al gusto que el  de los hombres, que está sometido a todas las reglas de la música; nos  hallamos completamente fatigados de este último, cuando se repite  muchas veces y por largo tiempo. Mas aquí tomamos sin duda la simpatía  que en nosotros excita la alegría de un pequeño animal a quien queremos  por la belleza de su canto; porque cuando este canto se imita exactamente  por el hombre (como sucede algunas veces con el canto de la cigarra),  parece monótono por completo a nuestro oído.

 

     Es necesario distinguir todavía las cosas bellas de los bellos aspectos  que atribuimos a los objetos (que su distancia nos impide muchas veces  conocer más perfectamente). En este último caso, el gusto parece menos  referirse a lo que la imaginación recibe en este campo, que a buscar en él  una ocasión de ficción, es decir, estas

 fantasías particulares en que se  entretiene continamente el espíritu excitado por una variedad de cosas  que hieren al oído: tal es el aspecto de las variadas formas del fuego de  una chimenea o de un arroyo que murmura; estas cosas no constituyen  bellezas, sino que tienen un atractivo para la imaginación, entreteniendo  con ellas en libre juego.

 


 

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 Libro segundo

Analítica de lo sublime

 

 

§ XXIII  Tránsito de la facultad de juzgar de lo bello a la de juzgar  de lo sublime

 

     Lo bello y lo sublime convienen en que ambos agradan por sí mismos.  Además, ni el uno ni el otro suponen el juicio sensible ni el juicio  lógicamente determinante, sino un juicio de reflexión; por consiguiente,  la satisfacción que a ambos se refiere no depende de una sensación como  la de lo agradable, ni de un concepto determinado como el del bien, a  pesar de que se refiere a conceptos, pues quedan indeterminados; se halla  ligada a la simple manifestación o a la facultad de exhibición; ella  expresa el acuerdo de esta facultad o de la imaginación en una intuición  dada, con el poder de suministrar conceptos que poseen el entendimiento  y la razón. También lo bello y lo sublime no dan ocasión más que a  juicios particulares, pero que se atribuyen un valor universal, aunque no  aspiran más que un sentimiento de placer, y no a un conocimiento del  objeto.

 

     Pero entre uno y otro existen diferencias considerables. Lo bello de la  naturaleza corresponde a la forma del objeto, la cual consiste en la  limitación; lo sublime, por el contrario, debe buscarse en un objeto sin  forma, en tanto que se represente en este objeto o con ocasión del mismo  la ilimitación30, concibiendo además en esta la totalidad. De donde se  sigue que nosotros miramos lo bello como la manifestación de un  concepto indeterminado del entendimiento, y lo sublime como la  manifestación de un concepto indeterminado de la razón. De un lado, la  satisfacción se llalla ligada a la representación de la cualidad; de otro, a la  de la cuantidad. Esta diferencia entre estas dos especies de satisfacción  es: que la primera contiene el sentimiento de una excitación directa de las

                                                 

30 Unbegrenzedtheit. 

 

 

fuerzas vitales, y por esta razón no es incompatible con los encantos que  atraen la sensibilidad, y con los juegos de la imaginación; la segunda es  un placer que no se produce más que indirectamente, es decir, que no  excita más que por el sentimiento de una suspensión momentánea de las  fuerzas vitales y de la efusión que la sigue, y que viene a ser más fuerte;  esto no es, por tanto, sólo la emoción de un juego, sino algo de más serio,  producido por la ocupación de la imaginación. También el sentimiento de  lo sublime es incompatible con toda especie de encanto; y como el  espíritu en esto no se siente solamente atraído por el objeto, sino también  repelido, esta satisfacción es menos un placer positivo que un sentimiento  de admiración o de respeto, es decir, y para darle el nombre propio, un  placer negativo.

 

     Pero he aquí la diferencia más importante, la diferencia esencial entre  lo sublime y lo bello. Consideramos como es debido lo sublime en los  objetos de la naturaleza (lo sublime en el arte está siempre sometido a la  condición de conformidad con la naturaleza), y colocamos al lado la  belleza natural (la que existe por sí misma): ésta encierra una finalidad de  forma por la cual el objeto parece haber sido predeterminado por nuestra  imaginación, y constituye de este modo en sí un objeto de satisfacción;  pero el objeto que excita en nosotros sin el auxilio de ningún  razonamiento, por la simple aprehensión que de él tenemos, el  sentimiento de lo sublime, puede parecer, en cuanto a la forma, discorde  con nuestra facultad de juzgar y con nuestra facultad de exhibición, y  juzgarle, sin embargo, tanto más sublime cuanto más violencia parece  hacer a la imaginación.

 

 Se ve, por lo dicho, que nos expresamos en general de una manera  inexacta llamando sublime a un objeto de la naturaleza, aunque  pudiésemos propiamente llamar bellos un gran número de estos objetos;  porque, ¿cómo se puede designar con una expresión que marque el  asentimiento, lo que en sí se percibe como discorde? Todo lo que  podemos decir del objeto es, que es propio para servir de exhibición a una  sublimidad que puede hallarse en el espíritu; porque ninguna forma  sensible puede contener lo sublime propiamente dicho; descansa


 

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únicamente sobre ideas de la razón, que aunque no se pueda hallar una  exhibición que les convenga, se retienen y despiertan en el espíritu por  esta misma discordancia que hallamos entre ellas y las cosas sensibles.  Así, el inmenso Océano agitado por la tempestad, no puede llamarse  sublime. Su aspecto es terrible, y es necesario que el espíritu se halle ya  ocupado por diversas ideas para que tal intuición determine en él un  sentimiento que por sí mismo es sublime, puesto que le lleva a despreciar  la sensibilidad, y a ocuparse de ideas que tienen más altos destinos.

 

     La belleza de la naturaleza (la que existe por sí misma), nos descubre  una técnica natural, y nos la representa como un sistema de leyes, cuyo  principio no encontramos en nuestro entendimiento; este principio es el  de una finalidad relativa al uso del juicio en su aplicación a los  fenómenos, y de aquí proviene que nosotros no los refiramos a la  naturaleza como a un mecanismo sin objeto, sino como a un arte. Por esto  es cierto que nuestro conocimiento de los objetos de la naturaleza no es  extensivo, pero nuestro concepto de la naturaleza deja de ser el concepto  de un puro mecanismo, viene a constituir el de un arte, y esto nos invita a  emprender profundas investigaciones sobre la posibilidad de una forma  semejante. Mas, en lo que nosotros acostumbramos a llamar sublime de  la naturaleza, no hay nada que nos conduzca a principios objetivos  particulares, y a formas de la naturaleza conforme a estos principios,  porque la naturaleza despierta principalmente las ideas de lo sublime por  el espectáculo de la confusión, del desorden y la devastación, puesto que  en esto muestra su grandeza y poderío.

 

     Se ve que el concepto de lo sublime de la naturaleza no es, ni mucho  menos, tan importante y tan rico en consecuencias como el de lo bello, y  que no

 revela en general ninguna finalidad en la naturaleza misma, sino  solamente en el uso que podemos hacer de las intuiciones de ella, para  hacernos sensible una finalidad por completo independiente de la misma.  El principio de lo bello de la naturaleza debe buscarse fuera de nosotros;  el de lo sublime en nosotros mismos, en una disposición del espíritu que  da a la representación de la naturaleza un carácter sublime. Esta  observación preliminares muy importante; ella separa enteramente las

ideas de lo sublime de la de una finalidad de la naturaleza, y hace de

la  teoría de lo sublime un simple apéndice del juicio estético de la finalidad  de la naturaleza, pues que estas ideas de lo sublime no representan en la  naturaleza ninguna forma particular, sino que consisten en cierta  aplicación más elevada que la imaginación hace de sus representaciones.

 

 

 

 

§ XXIV  División del examen del sentimiento de lo sublime

 

 La división de los momentos del juicio estético de los objetos  relativamente al sentimiento de lo sublime, debe fundarse sobre el mismo  principio que el de los juicios del gusto; porque el juicio estético  reflexivo debe representar la satisfacción de lo sublime lo mismo que la  de lo bello, como universalmente admisible en cuanto a la cuantidad,  como desinteresada, en cuanto a la cualidad, como el sentimiento de una  finalidad subjetiva, en cuanto a la relación, y el sentimiento de esta  finalidad como necesaria, en cuanto a la modalidad. La analítica no se  descarta aquí del método seguido en el libro precedente, a menos que se  tome en cuenta esta diferencia: que allí, en el juicio estético concerniente  a la forma del objeto, debemos empezar por el examen de su cualidad;  mientras que aquí a causa de esta ausencia de forma que es lo propio de  los objetos llamados sublimes, comenzamos por la cuantidad. Allí es, en  efecto, el primer momento del juicio estético sobre lo sublime; la razón  de esto se puede ver en el precedente párrafo.

 

     Mas el análisis de lo sublime entraña una división de la cual no tiene  necesidad el de lo bello, a saber: la división en sublime matemático y en  sublime dinámico.

 

 En efecto; como el sentimiento de lo sublime tiene por carácter el  producir un movimiento del espíritu enlazado con el juicio del objeto,  mientras que el gusto de lo bello supone y retiene al espíritu en una  tranquila contemplación, y a cuyo movimiento se debe atribuir una


 

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finalidad subjetiva (puesto que lo sublime agrada), la imaginación lo  refiere, o bien a la facultad de conocer, o bien a la facultad de querer. En  uno como en otro caso, la representación dada no debe juzgarse más que  relativamente a estas facultades (sin objeto ni interés); pero en el primer  caso, la finalidad se atribuye al objeto como una determinación  matemática, en el segundo como una determinación dinámica de la  imaginación; y de aquí que haya dos maneras de concebir lo sublime.

 

 

A.

 

DE LO SUBLIME MATEMÁTICO

 

§ XXV Definición de la palabra sublime

 

 Llamamos sublime lo que es absolutamente grande. Pero hablar de  una cosa grande

 y de una magnitud, es expresar dos conceptos en un todo  diferentes (magnitudo et quantitas). Del mismo modo decir simplemente  (simpliciter) que una cosa es grande, no es decir que es absolutamente  grande (absolute, non comparative magnum). En este último caso la cosa  es grande fuera de toda comparación. Pero, ¿qué significa esta expresión  que una cosa es grande, pequeña o mediana? Esto no es un concepto puro  del entendimiento, todavía menos una intuición de los sentidos, y de  ningún modo un concepto racional, porque aquí no hay ningún principio  de conocimiento. Es necesario, pues, que esto sea un concepto del Juicio,  o que se derive de él, y que tenga su principio en una finalidad subjetiva  de la representación por medio de aquel. Para decir que una cosa es una  magnitud (un quantum), no tenemos necesidad de comparar con otras,  nos basta reconocer que la pluralidad de elementos que la componen,  constituye una unidad. Mas para saber cuánto es la cosa de grande, es  necesario siempre otra cosa que sea también una magnitud, y sirva de  medida. Pero como en el juicio de la magnitud no se trata solamente de la  pluralidad (del número), sino también de la magnitud de la unidad (de la  medida), y como la magnitud de esta última tiene siempre necesidad de  alguna otra cosa que la sirva de medida y con la cual pueda aquella

compararse, se ve que toda determinación de la magnitud de los  fenómenos no puede suministrar un concepto absoluto de la magnitud,  sino solamente un concepto de comparación.

 

     Cuando simplemente decimos que una cosa es grande, parece que no  hacemos ninguna comparación, al menos con una medida objetiva,  puesto que con esto no determinamos cuánto es de grande la cosa. Pero  aunque la medida de comparación sea puramente subjetiva, el juicio no  aspira en esto menos que a una aprobación universal. Estos juicios; este  hombre es bello, este hombre es grande, no tienen solamente valor para el  que los forma; como los juicios teóricos, reclaman el asentimiento de  todos.

 

 Como al juzgar simplemente que una cosa es grande, no solamente  queremo

s decir que esta cosa tiene una magnitud, sino que esta magnitud  es superior a la de muchas otras cosas de la misma especie, sin  determinar de antemano esta superioridad, nosotros damos por principio a  nuestro juicio una medida a la cual creemos poder atr

ibuir un valor  universal, y que, sin embargo, no nos sirve para formar un juicio lógico  (matemáticamente determinado) sobre la magnitud, sino solamente un  juicio estético, puesto que dicha magnitud no es más que un principio  subjetivo, para el juicio reflexivo sobre la magnitud misma. Esta medida,  por otra parte, puede ser o una medida empírica, como por ejemplo, la  magnitud mediana de los hombres que conocemos, la de los animales de  cierta especie, la de los árboles, la de las casas, la de las montañas, etc., o  una medida dada a priori, y que la debilidad de nuestro espíritu somete a  las condiciones subjetivas de una manifestación en concreto, como en la  esfera práctica, la magnitud de cualquier virtud, de la libertad pública, de  la justicia en un país, o en la esfera teórica, la extensión de la exactitud o  inexactitud de una observación o de una medida establecida, etc.

 

     Pero es de notar que aunque no tengamos interés en el objeto, es decir,  aunque su existencia nos sea indiferente, su sola magnitud, aunque la  consideremos como informe,

 puede producir en nosotros una satisfacción  universal, y por consecuencia la conciencia de una finalidad subjetiva en


 

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el uso de nuestras facultades de conocer. Mas esta satisfacción no la  referimos al objeto (puesto que este objeto puede ser informe) como  sucede en la de lo bello, en donde el juicio reflexivo se halla determinado  de una manera que concuerda con el conocimiento en general; es referida  o la referimos a la extensión de la imaginación por sí misma.

 

 Cuando decimos simplemente de un objeto que es grande, no  formamos un Juicio matemáticamente determinado, sino un simple Juicio  de reflexión sobre la representación de este objeto, la cual concierta  subjetivamente con un determinado uso de nuestras facultades de conocer  relativo a la estimación de la magnitud; y nosotros referimos siempre a  esta representación una especie de estima, como a lo que llamamos  simplemente pequeño una especie de menosprecio. Por lo demás, los  juicios en virtud de los cuales consideramos las cosas como grandes o  como pequeñas, importan sobre todo, aun sobre todas sus cualidades; por  esto es por lo que llamamos la belleza mayor o menor; la razón de esto  es, que cualquiera que sea la cosa de que hallemos una manifestación en  la intuición (y por tanto, nos la representamos estéticamente), es siempre  un fenómeno, y por consecuencia, un quantum.

 

 Mas cuando decimos que una cosa es, no solamente grande, sino  grande absolutamente y bajo todos respectos (fuera de toda  comparación), es decir, sublime, no permitimos, como se ve fácilmente,  que se busque fuera de ella una medida que le convenga; queremos que  se halle en sí misma; es una magnitud que no es igual más que a sí  misma. De aquí se sigue que no es necesario buscar lo sublime en las  cosas de la naturaleza, sino solamente en nuestras ideas; en cuanto a la  cuestión de saber en qué ideas reside, debemos reservarlo para la  deducción.

 

     La definición que acabamos de dar puede también expresarse de esta  manera: lo sublime es aquello en comparación de lo cual toda otra cosa es  pequeña. Es fácil de ver aquí que no es posible hallar nada en la  naturaleza, tan grande como lo juzguemos, que, considerado bajo otro  punto de vista, no pueda descender a lo infinitamente pequeño; y

recíprocamente, no hay nada tan pequeño, aun en relación a las medidas  más pequeñas, que no pueda elevarse a los ojos de nuestra imaginación  hasta la magnitud del mundo. Los telescopios han suministrado un gran  ejemplo de la primera observación, los microscopios, de la segunda. No  existe, pues, objeto

 de los sentidos que considerado bajo este respecto,  pueda ser llamado sublime. Mas precisamente porque hay en nuestra  imaginación un esfuerzo en su progreso a lo infinito, y en nuestra razón,  una pretensión a la absoluta totalidad como a una idea real, esta  discordancia misma que se manifiesta entre nuestra facultad de estimar la  magnitud de las cosas del mundo sensible y esta idea, despierta en  nosotros el sentimiento de una facultad supra-sensible; es el uso que el  juicio hace naturalmente de ciertos objetos en favor de este sentimiento, y  no el objeto de los sentidos que es absolutamente grande, mientras que  todo otro uso en comparación es pequeño. Por consecuencia, lo que  llamamos sublime, no es el objeto, sino la disposición del espíritu  producida por determinada representación que ocupa el juicio reflexivo.

 

 Podemos, pues, todavía añadir esta fórmula a las precedentes  definiciones de lo sublime: lo sublime es lo que no puede ser concebido  sin revelar una facultad del espíritu que excede toda medida de los  sentidos.

 

 

 

 

§ XXVI De la estimación de la magnitud de las cosas de la  naturaleza que supone la idea de lo sublime

 

 La estimación de la magnitud por conceptos numéricos (o por sus  signos algébricos), es matemática; la que se hace por la sola intuición (a  la simple vista) es estética. Pero nosotros no podemos ciertamente llegar  en la cuestión de saber cuánto es una cosa de grande, a los conceptos  determinados más que por números, cuya medida es la unidad (todo al  menos por aproximaciones formadas por series numéricas hasta el  infinito); y así toda estimación lógica es matemática... Mas como la


 

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magnitud de la medida debe aceptarse como conocida, si no pudiera  apreciarse más que matemáticamente, es decir, por medio de números,  cuya unidad sería otra medida, no podríamos jamás tener una medida  primera

 y fundamental, por consiguiente, un concepto determinado de  una magnitud dada. La estimación de la magnitud de una medida  fundamental tiene, pues, por carácter el poder ser inmediatamente  recibida en una intuición, y aplicada por la imaginación a la  manifestación de conceptos numéricos; es decir, que toda estimación de  la magnitud de los objetos de la naturaleza es en definitiva estética (o  subjetiva y no objetivamente determinada).

 

     Sin embargo, no hay máximum para la estimación matemática de la  magnitud (porque el poder de los números se extiende al infinito); pero  hay ciertamente uno para la estimación estética, y este máximum  considerado como una medida absoluta, fuera de la cual ninguna otra es  subjetivamente posible (para el espíritu que juzga), contiene la idea de lo  sublime, y produce esta emoción que nunca puede producir la estimación  matemática de la magnitud, a menos que esta medida estética no quede  presente (a la imaginación). Esta última, en efecto, no expresa nunca más  que la magnitud relativa o establecida por comparación con otras de la  misma especie, mientras que la primera expresa la magnitud  absolutamente tal y como el espíritu puede recibirla en una intuición.

 

     Para hallar en la intuición un quantum del que la misma pueda servirse  de medida o de unidad en la estimación matemática de la magnitud, la  imaginación tiene necesidad de dos operaciones, la aprehensión  (apprehensio) y la comprensión (comprehensio aesthetica). La  aprehensión no ofrece dificultad, porque se puede continuar hasta el  infinito; pero la comprensión viene a ser tanto más difícil cuanto la  aprehensión es llevada más lejos, y llega muy pronto a su máximum, a  saber, a la mayor medida estética posible de la estimación de la magnitud.  Porque cuando la aprehensión es llevada tan lejos que las primeras  representaciones parciales de la intuición sensible comienzan ya a  extenderse en la imaginación, mientras que esta continúa siempre su

aprehensión ella pierde de un lado lo que gana del otro, y la comprensión  recae siempre sobre un máximum que no puede nunca exceder.

 

 Se puede explicar por esto lo que nota Savary en sus cartas sobre  Egipto, cuando dice que es necesario no aproximarse ni separarse  demasiado de las pirámides para experimentar todo el efecto que causa la  magnitud de ellas. Porque si nos separamos demasiado, las partes  percibidas (las piedras superpuestas) son oscuramente representadas, y  esta representación no produce ningún efecto sobre el juicio estético. Por  el contrario, si nos aproximamos demasiado, el ojo tiene necesidad de  cierto tiempo para continuar su aprehensión de la base a la cúspide, y en  esta operación las primeras representaciones se extinguen siempre en  parte, antes que la imaginación haya recibido las últimas; de suerte, que  la compresión no es nunca completa. Se explica también de la misma  manera la confusión o especie de embarazo que recibe, según cuentan, el  que entra por primera vez en la iglesia de San Pedro de Roma. En esto  encontramos, en efecto, el sentimiento de la incapacidad de nuestra  imaginación para formarse una manifestación de las ideas de un todo;  tiene fijo su máximum, y esforzándose en extenderlo, recae sobre sí  misma, y es lo que nos produce la satisfacción que nos conmueve.

 

     Yo no quiero hablar todavía del principio de esta satisfacción, unida a  una representación de lo que apenas parece se podría esperar, es decir, a  una representación, de la cual recibimos la desconveniencia subjetiva con  la imaginación; yo solamente haré observar, que si se quiere un juicio  estético puro (que no se halle mezclado con un juicio teleológico o un  juicio racional

) para proponerlo como un ejemplo del todo propio a la  crítica del juicio estético, es necesario no buscar lo sublime en las  producciones del arte (por ejemplo, en los edificios, columnas, etc.), en  donde un fin humano determina la forma tan bien como la magnitud, ni  en las cosas de la naturaleza, cuyo concepto contiene ya un fin  determinado (por ejemplo, en los animales de un destino conocido), sino  en la naturaleza salvaje (y todavía a condición de que esta no ofrezca  ningún atractivo y no excite ningún temor por cualquier daño real), y  solamente en tanto que contiene la magnitud. En esta especie de


 

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representación la naturaleza no encierra nada de monstruoso (de  magnífico o de terrible); la magnitud que aquí se recibe puede extenderse  a voluntad, siempre que la imaginación pueda formar su todo de ella. Un  objeto es monstruoso cuando destruye por su magnitud el fin que  constituye su concepto. Se llama colosal la manifestación de un concepto,  cuando aquello es casi demasiado grande para toda exhibición (cuando  toca a lo monstruoso relativo), porque el objeto de la exhibición de un  concepto es notable por esto mismo que la intuición del objeto es casi  demasiado grande para nuestra facultad de aprehensión. Mas un juicio  puro sobre lo sublime no debe fundarse sobre el concepto de un fin del  objeto, so pena de no ser estético y de mezclarse con cualquier juicio del  entendimiento o la razón.

 

 

*   *   *

 

 Puesto que la representación de toda cosa que agrada sin interés al  juicio reflexivo contiene necesariamente una finalidad subjetiva y  universal, pero que aquí el juicio no se funda (como para lo bello) sobre  una finalidad de la forma del objeto, se pregunta, qué es esta finalidad  subjetiva, y de donde viene que ella sea para nosotros una regla que nos  hace referir una satisfacción agradable a un simple juicio en el que  nuestra facultad de la imaginación se halla impotente en el momento de la  exhibición del concepto de una magnitud determinada.

 

     La imaginación en la comprensión que exige la representación de la  magnitud se adelanta por sí misma indefinidamente, sin que nada le sirva  de obstáculo; pero el entendimiento la conduce por medio de los  conceptos numéricos, cuyo esquema debe ella suministrar; y como esta  operación se refiere a la estimación lógica de la magnitud, tiene una  finalidad objetiva, se funda sobre el concepto de un fin (como lo es toda  medida): nada hay en todo esto que se encamine y que agrade al juicio  estético, nada existe que más nos obligue a favorecer la magnitud de la  medida, por consecuencia, la de la comprensión de la pluralidad en una  intuición hasta los límites de la facultad de la imaginación, hasta donde

ésta pueda extender su exhibición. Porque en la estimación intelectual  (aritmética) de las magnitudes en que se extiende la comprensión de las  unidades hasta el número 10 (como en la década), o solamente hasta el 4  (como en la tétrada), esto viene a ser lo mismo; pero en la comprensión o  cuando la intuición suministra el cuanto, la aprehensión no puede  extenderse más que de un modo progresivo (no de una manera  comprensiva), según un principio de progresión dado. En esta estimación  matemática de la magnitud, el entendimiento se halla igualmente  satisfecho, cuando la imaginación escoge por unidad una magnitud que  puede recibirse de un golpe de vista, como un pie o una pértica, como  cuando elige una milla alemana, o el diámetro de la tierra si se quiere, a  cuya aprehensión es posible en una intuición de la imaginación, más no la  comprensión (hablamos de la comprensión estética, no de la comprensión  lógica en concepto de número). En ambos casos, la estimación lógica de  la magnitud se extiende sin obstáculo hasta el infinito. Mas el espíritu  escucha en sí mismo la voz de la razón, la cual para todas las magnitudes  dadas, aun para aquellas que nunca puede la aprehensión percibir, pero  que a pesar de esto se deben juzgar (en la representación sensible) como  enteramente dadas, exige la totalidad, y por consiguiente la comprensión  en una intuición, y para todos estos miembros de una serie creciente de  números, la exhibición, no excluyendo ni aun el infinito (el espacio y el  tiempo transcurrido) de esta exigencia, sino que, por el contrario, nos  obliga a concebirla (en el juicio de la razón común) como dada  enteramente (en su totalidad.)

 

     Pero el infinito es absolutamente grande (no sólo comparativamente);  toda otra cosa (de la misma especie de magnitud), es pequeña en  comparación. Pero lo más importante es que el poder que tenemos de  concebirle al menos como un todo, revela una facultad del espíritu

 que  excede toda medida sensible. Porque no se puede admitir que una  comprensión nos suministre por unidad una medida que tenga una  relación determinada con el infinito, y aquella expresada en números. Si,  pues, es posible al menos el concebir el infinito sin contradicción, es  necesario admitir para esto en el espíritu humano una facultad que por sí  misma sea supra-sensible. A esta facultad y a la idea que ella nos


 

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suministra de un nonmeno que no da por sí mismo lugar a ninguna  intuición, sino que sirve de substratum a la intuición del mundo,  considerada como fenómeno, es a la que nosotros debemos comprender  por completo bajo un concepto, el infinito del mundo sensible, en una  estimación pura e intelectual de la magnitud, aunque no podamos nunca  concebirla matemáticamente por conceptos de número. Esta facultad que  tenemos de concebir como dada (en su substratum inteligible), el infinito  de la intuición supra-sensible, excede toda medida referente a la  sensibilidad, y es aún más grande sin ninguna comparación posible que la  facultad de estimación matemática. Esto no es más que bajo el punto de  vista teórico, como viene en auxilio de la facultad de conocer, pero da  extensión al espíritu que se siente capaz bajo otro punto de vista (bajo el  punto de vista práctico), de exceder los límites de la sensibilidad.

 

 La naturaleza es, pues, sublime en aquellos de sus fenómenos cuya

  intuición entrañan la idea de su infinito, lo que nunca puede ocurrir más  que por defecto, y como consecuencia de un gran esfuerzo de la  imaginación en la estimación de la magnitud de un objeto. Pero en la  estimación matemática de las magnitudes, la imaginación puede dar una  medida suficiente para cada objeto, porque los conceptos numéricos del  entendimiento pueden, por medio de la progresión, adaptar cualquier  medida a toda magnitud. Es, pues, en

 la estimación estética de la  magnitud en lo que el esfuerzo que hacemos para alcanzar la  comprensión, excede del poder de la imaginación; esto consiste en que  con el sentimiento de una aprehensión que tiende progresivamente a una  todo de intuición, nos apercibimos de la ineptitud de la imaginación, cuyo  progreso no tiene límites, para percibir y aplicar una medida que pueda  servir para la estimación de la magnitud, sin dar ningún trabajo al  entendimiento. Por donde la medida verdadera e inmutable de la  naturaleza es su absoluta totalidad, es decir, la comprensión de su  infinidad considerada como fenómeno. Pero como esta medida es un  concepto contradictorio en sí (por lo imposible de la absoluta totalidad de  un progreso sin fin), la magnitud de un objeto de la naturaleza para la  cual la imaginación gasta inútilmente su facultad de comprensión, nos  llevará necesariamente del concepto de la naturaleza a un substratum

supra-sensible (sirviendo a la vez de fundamento a la naturaleza y a  nuestra facultad de pensar), que exceda en magnitud toda medida  sensible, y , por consiguiente, esto será más bien el estado del espíritu en  la estimación de este objeto, que el objeto mismo considerado como  sublime.

 

     Así, del mismo modo que el juicio estético tratándose de lo bello lleva  el libre juego de la imaginación al entendimiento para medirlo conforme  a conceptos intelectuales en general (sin determinarlos), así también,  tratándose de lo sublime, lleva la misma facultad a la razón, para  concertarla subjetivamente con las ideas racionales (indeterminadas), es  decir, para producir un estado del espíritu conforme al que produciría  sobre el sentimiento la influencia de ideas determinadas (prácticas), y  muy conciliable con él mismo.

 

     Se ve también con esto, que la verdadera sublimidad no debe buscarse  más que en el espíritu del que juzga, no en el objeto de la naturaleza,  cuyo juicio ocasiona este estado. ¿Quién llamará sublimes las montañas  informes apiñadas unas sobre otras en un desorden salvaje, con sus  pirámides nevadas, o un mar lóbrego y tempestuoso, u otras cosas de esta  especie? Pero el espíritu se siente elevado en su propia estimación,  cuando contemplado estas cosas sin atender a su forma, se abandona a la  imaginación y a la razón, la que, uniéndose a la primera sin objeto  determinado, da por resultado hacerlo más extensivo, y que sienta cuán  inferior es toda la potencia de su imaginación a las ideas de su razón.

 

     Los ejemplos de lo sublime matemático de la naturaleza, en la simple  intuición que de ellos tenemos, nos presentan todos los casos en que se da  a la imaginación un gran concepto numérico, menos por medida que  como una gran unidad (con el fin de resumir las series numéricas).

 

     Estimamos la magnitud de un árbol conforme a la de un hombre; esta  magnitud sirve, sin duda después, de medida para una montaña, y si esta  tiene una milla de altura, puede servir de unidad para el número que  expresa el diámetro de la tierra, y hacer de este un objeto de intuición; a


 

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su vez, este diámetro puede servir para todo el sistema planetario que  conocemos, este para el de la vía láctea y para la innumerable cantidad de  vías lácteas llamadas estrellas nebulosas, que probablemente constituyen  entre sí un sistema análogo, y en donde no es pasible hallar los límites.  Por lo que lo sublime en el Juicio estético que formamos sobre un todo  tan inmenso, consiste menos en la magnitud del número que en llegar  siempre de una manera progresiva a la más elevada unidad, para lo que  nos auxilia la descripción sistemática del mundo. Así es que toda la  naturaleza nos parece pequeña a su vez, y nuestra imaginación, a pesar de  toda su infinidad, y la naturaleza con ella, se desvanecen ante la ideas de  la razón, cuando se quiere hallar una exhibición que les convenga.

 

 

 

 

§XXVII De la cualidad de la satisfacción referente al juicio de lo  sublime

 

     El sentimiento de nuestra incapacidad para alcanzar una idea, que es  para nosotros una ley, es lo que se llama la estima; por lo que la idea de la  comprensión de todo fenómeno posible en la intuición de un todo, se nos  prescribe por una ley de la razón, que no reconoce otra medida universal  o inmutable que el todo absoluto. Mas nuestra imaginación aun en su  mayor esfuerzo, muestra sus límites y su ineptitud, respecto de esta  comprensión de un objeto dado que se alcanza por ella (por consiguiente,  respecto de la exhibición de la idea de la razón); pero al mismo tiempo  muestra también, que su misión es investigar y apropiarse esta idea como  una ley. Así el sentimiento de lo sublime en la naturaleza, es un  sentimiento de estima para nuestro propio destino; pero por una especie  de sustitución (convirtiendo en estima para el objeto la que  experimentamos para la idea de la humanidad en nosotros), referimos  este sentimiento a un objeto de la naturaleza, que nos hace como visible  la superioridad del destino racional de nuestras facultades de conocer,  sobre el mayor poder de la sensibilidad.

 

     El sentimiento de lo sublime es, pues, a la vez un sentimiento de pena  que nace de la desconveniencia de la imaginación en la estimación  estética de la magnitud, con la estimación racional; y un sentimiento de  placer producido por el acuerdo de este mismo juicio que formamos  sobre la importancia de los mayores esfuerzos de la sensibilidad, con las  ideas de la razón, en tanto que es para nosotros una ley no dejar de  dirigirnos a estas ideas. Es,

 en efecto, para nosotros una ley (de la razón),  y está en nuestro destino considerar como pequeño, en comparación de  las ideas de la razón, todo lo que la naturaleza, en tanto que objeto  sensible, contiene de grande para nosotros; y lo que excita en nosotros el  sentimiento, de este destino supra-sensible, conforme con esta ley. Por lo  que el esfuerzo extremo que hace la imaginación para llegar a la  exhibición de la unidad en la estimación de la magnitud, indica una  relación con algo absolutamente grande, y por consiguiente, también una  relación con esta ley de la razón que no permite otra medida suprema de  las magnitudes. Así, la percepción interior de la desconveniencia de toda  medida sensible con la estimación racional de la magnitud, supone  conformidad con las leyes de la razón; ella encierra una pena producida  en nosotros por el sentimiento de nuestro destino supra-sensible,  conforme al cual se concierta, y por consiguiente, es el placer de hallar  toda medida de sensibilidad inferior a las ideas del entendimiento.

 

 En la representación de lo sublime de la naturaleza, el espíritu se  sie

nte conmovido, mientras que en sus juicios estéticos sobre lo bello en  la naturaleza, permanece en una tranquila contemplación. Esta emoción  (principalmente al principio), es como un sacudimiento, en el cual nos  sentimos alternativa y rápidamente atraídos y repelidos por el mismo  objeto. Lo trascendente es para la imaginación aquí (que es llevada a la  aprehensión de la intuición) como un abismo donde teme perderse; mas  para la idea racional de lo supra-sensible, no existe nada de trascendente,  sino de legítimo para intentar semejante esfuerzo de imaginación; por  consiguiente, hay aquí una atracción precisamente igual a la repulsión  que obra sobre la pura sensibilidad. Pero el juicio mismo no es siempre  más que estético, puesto que sin estar fundado sobre ningún concepto  determinado del objeto, se limita a representar el juego subjetivo de las


 

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facultades del espíritu (la imaginación y la razón) como armonioso en su  mismo contraste. Porque la imaginación y la razón por oposición, como  en el juicio de lo bello, y la imaginación y el entendimiento por su  acuerdo, producen una finalidad subjetiva de las facultades del espíritu,  es decir, el sentimiento de que tenemos una razón pura e independiente, o  una facultad de estimar la magnitud, cuya superioridad no puede hacerse  sensible más que por medio de la insuficiencia de la imaginación, la cual  es ilimitada en la exhibición de las magnitudes (de los objetos sensibles).

 

 La medida de un espacio (en tanto que aprehensión) es al mismo  tiempo una descripción de este espacio, y por consiguiente, un  movimiento objetivo de la imaginación, y una progresión31; la  comprensión de la pluralidad en la unidad, no por el pensamiento, sino  por la icticion, y por consiguiente, la comprensión en un momento de los  elementos sucesivamente percibidos, es, por el contrario, una regresión32  que suprime la condición del tiempo en la progresión de la imaginación,  y nos da la coexistencia.

 

 Es, pues, un movimiento subjetivo de la imaginación (puesto que la  sucesió

n del tiempo es una condición subjetiva de esta facultad), por cuyo  medio ejerce violencia sobre el sentimiento íntimo, y que debe ser tanto  más notable, cuanto el grado de comprensión para la imaginación en una  intuición sea mayor. Así el esfuerzo intentado para percibir en una  intuición única una medida de magnitud cuya aprehensión exige mucho  tiempo, es un modo de representación, que subjetivamente considerado,  se conforma con el objeto que se propone; pero que contiene una  finalidad objetiva, pues que es necesario para la estimación de la  magnitud, y esta misma violencia que la imaginación ejerce sobre el  sujeto es apreciada conforme a todo el destino del espíritu.

 

                                                 

31 Progressus. 

 

32 Regressus. 

 

 

     La cualidad del sentimiento de lo sublime consiste en el sentimiento  de desagrado, que se une a la facultad de juzgar estéticamente de un  objeto, y e

n el cual nos representamos al mismo tiempo una finalidad. Es  que, en efecto, la conciencia de nuestra propia impotencia despierta la de  una facultad ilimitada, y que el espíritu no pueda juzgar estéticamente de  ésta más que por medio de aquella.

 

     En la estimación lógica de la magnitud, la imposibilidad de llegar a la  absoluta totalidad por la progresión de la medida de las cosas del mundo  sensible en el tiempo y en el espacio, es considerada como objetiva, es  decir, como una imposibilidad de concebir lo infinito como dado todo  entero, y no como puramente subjetiv

o, esto es, de la impotencia de  aprenderlo, porque aquí no se trata del grado de la comprensión en una  intuición tomada por medida, sino que todo se refiere a un concepto de  número. Pero en una estimación estética de la magnitud, debe descartarse  o modificarse el concepto de número, y solo la comprensión de la  imaginación como unidad de medida (abstracción hecha, por  consiguiente, de los conceptos de una ley de la generación sucesiva de los  de la magnitud) es conforme a este género de estimación. Por donde  cuando una magnitud, toca casi al límite de nuestra facultad de  comprensión para la intuición, y cuando la imaginación es excitada por  cantidades numéricas (respecto a las cuales sentimos que nuestro poder  no tiene límites) a investigar la comprensión estética de una unidad  mayor, nos sentimos estéticamente encerrados en límites; pero al mismo  tiempo, considerando la extensión que desea alcanzar la imaginación para  acomodarse a lo que hay de ilimitado en nuestra razón, es decir, a la  totalidad absoluta, encontramos cierta finalidad en la pena que  experimentamos, y por consiguiente en la discordancia de la imaginación  con las ideas racionales que esta misma discordancia debe despertar  como efecto. He aquí cómo el juicio estético encierra una finalidad  subjetiva para la razón en tanto que es fuente de ideas, es decir, de una  comprensión intelectual, junto a la cual toda comprensión estética es  pequeña; y así es que al declarar un objeto sublime, experimentamos un  sentimiento de placer que no es posible más que en medio de un  sentimiento de pena.


 

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B.

 

 

DE LO SUBLIME DINÁMICO DE LA NATURALEZA

 

§ XXVIII  De la naturaleza considerada como una potencia

 

 Se llama potencia33 un poder superior a los mayores obstáculos. Se  dice que esta potencia tiene imperio34 cuando es superior a la resistencia  que le opone otra potencia. La naturaleza, considerada en el juicio  estético como una potencia que no tiene ningún imperio sobre nosotros es  dinámicamente sublime.

 

 Para juzgar la naturaleza dinámicamente sublime, es necesario  representársela como excitando el temor (aunque lo recíproco no sea  verdadero, es decir, que todo objeto sublime excita al temor).  Efectiva

mente, en el juicio estético (sin concepto) no se puede juzgar de  la superioridad sobre los obstáculos más que conforme a la magnitud de  la resistencia. Pero toda cosa a la que resistimos con esfuerzo, es un mal;  y si hallamos que nuestras fuerzas están bajo esta cosa, esto es para  nosotros un objeto de temor. Así por el juicio estético, la naturaleza no  puede considerarse como una potencia, ni por consiguiente, como

                                                 

33 Macht. 

 

34 Gewalt. Es difícil establecer en francés la distinción sutil establecida aquí por Kant  entre Macht y Gewalt. -J. B.

dinámicamente sublime, más que en tanto que la consideramos como un  objeto de temor.

 

 Mas se puede considerar un objeto como terrible35 sin tener miedo  ante él; esto sucede cuando le juzgamos, de tal suerte que nos limitamos a  concebir el caso en que quisiéramos oponerle cualquier resistencia, y que  viéramos que todo fuera en vano. Así el hombre virtuoso, teme a Dios,  sin tener miedo ante él; porque no se imagina tener que temer un caso en  el que quisiera resistir a Dios y a sus órdenes. Mas para todos estos casos  que no mira como imposible en sí, declara a Dios temible.

 

 El que tiene miedo no puede juzgar de lo sublime de la naturaleza,  como el que es dominado por la inclinación y el deseo no puede juzgar de  lo bello. Huye de la vista del objeto que le inspira este temor, porque es  imposible hallar satisfacción en él cuando es serio. También el  sentimiento que experimentamos cuando nos sentimos libres de un  peligro es un sentimiento de alegría36. Mas esta alegría supone que no nos  hallaremos expuestos a este peligro, y lejos de buscar la ocasión de  reproducir la sensación que hemos experimentado, la repelemos de  nuestro espíritu.

 

     Elevados peñascos suspendidos en el aire y como amenazando, nubes  tempestuosas reuniéndose en la atmósfera en medio de los relámpagos y  el trueno, volcanes desencadenando todo su poder de destrucción,  huracanes sembrando tras ellos la devastación, el inmenso Océano  agitado por la tormenta, la catarata de un gran río, etc., son cosas que  reducen a una insignificante pequeñez nuestro poder de resistencia,  comparado con el de tales potencias. Mas el aspecto de ellos tiene tanto  más atractivo, cuanto es más terrible, puesto que nos hallamos seguros, y  llamamos voluntariamente estas cosas sublimes, porque elevan las  fuerzas del alma por cima de su medianía ordinaria, y porque nos hacen

                                                 

35 Furchtbar. 

 

36 Frohsegn. 

 


 

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descubrir en nosotros mismos un poder de resistencia de tal especie, que  nos da el valor de medir nuestras fuerzas con la omnipotencia aparente de  la naturaleza.

 

 En efecto; así como la inmensidad de la naturaleza y nuestra  incapacidad

 para hallar una medida propia para la estimación estética de  la magnitud de su dominio, nos han revelado nuestra propia limitación,  pero nos han hecho descubrir al mismo tiempo en nuestra razón otra  medida no sensible, que comprende en ella esta misma infinidad como  una medida, ante la cual todo es pequeño en la naturaleza, y nos ha  mostrado por esto en nuestro espíritu una superioridad sobre la misma  considerada en su inmensidad; del mismo modo la imposibilidad de  resistir a un poder, nos hace reconocer nuestra debilidad como seres de la  naturaleza, aunque al mismo tiempo nos descubre una facultad, por la  cual nos juzgamos independientes de ella, y nos revela de este modo una  nueva superioridad sobre la misma: esta superioridad es el principio de  una especie de conservación de sí mismo, muy diferente de la que puede  ser atacada y puesta en peligro por la naturaleza exterior; porque la  humanidad en nuestra persona queda firme, aunque el hombre ceda a esta  potencia. Así en nuestros juicios estéticos, la naturaleza no es considerada  como sublime en tanto que es terrible, sino porque obliga la fuerza que  somos (que no es la naturaleza) a mirar como nada las cosas, por las  cuales nos inquietamos (los bienes, la salud y la vida) y a considerar esta  potencia de la naturaleza (a la cual ciertamente nos hallamos sometidos  relativamente a estas cosas) como no teniendo ningún imperio sobre  nosotros mismos, sobre nuestra personalidad, desde el momento en que  se trata de nuestros principios supremos, del cumplimiento o la violación  de estos principios. La naturaleza no es, pues, aquí llamada sublime más  que, por la imaginación que la eleva hasta hacer de ella una exhibición de  estos casos en que el espíritu puede hacerse sensible su propia  sublimidad, o la superioridad de su propio destino sobre la naturaleza.

 

     Esta estimación de sí mismo no pierde nada con la condición de exigir  que nos hallemos en seguridad para experimentar esta satisfacción  vivificante, y que, como no debe haber aquí nada de serio en el peligro,

no hay (en apariencia) nada en efecto, en la sublimidad de la facultad de  nuestro espíritu. Es que, en efecto, la satisfacción no se dirige aquí más  que al descubrimiento del destino de esta facultad, en tanto que nuestra  naturaleza es propia en él, mientras que el desenvolvimiento y el ejercicio  de esta facultad se nos han confiado y son obligatorios. Y esto es la  verdad, cualquiera que sea la clara conciencia que el hombre pueda tener  de su impotencia presente y real, cuando lleva su reflexión hasta allí.

 

 Este principio parece sacado de muy lejos, parece muy útil, y por  consiguiente, por cima del alcance de un juicio estético; mas la  observación del hombre prueba lo contrario, y muestra que sirve de base  a los juicios más vulgares, aunque no se tenga siempre conciencia de ello.  ¿Qué es, en efecto, aun para el salvaje, el objeto de la mayor admiración?  Es un hombre inaccesible al temor, y que no retrocede ante el peligro,  pero que al mismo tiempo obra con reflexión. Aun en la mayor  civilización, la más alta estima es para el guerrero, pero con una  condición, y es que muestre también todas las virtudes de la paz, la  dulzura, la piedad y hasta un cuidado conveniente de su propia persona;  porque por esto precisamente es por lo que muestra toda la fuerza de su  alma ante el peligro. También sucede que por más que se dispute cuanto  se quiera sobre la cuestión de saber, cuál entre el hombre de Estado o el  Jefe del Ejército merece la preferencia en nuestra estima, el juicio estético  decide en favor de este último. La guerra misma, cuando se hace con  orden y respetando el derecho de gentes, tiene cierta cosa de sublime, y  vuelve el espíritu del pueblo, que así lo hace tanto más sublime, cuanto  más expuesto se halla a mayores peligros, y cuanto más se sostiene en  ellos con valor; por el contrario, una larga paz da ordinariamente por  resultado el traer la dominación del espíritu mercantil, la de los más  vastos intereses personales, el decaimiento y la molicie, y abate el  espíritu público.

 

 A esta explicación del concepto de lo sublime, que consiste en  atribuirlo al poder, se podría objetar que nos hemos acostumbrado a  representarnos a Dios, mostrando su cólera y revelando su sublimidad en  las tempestades, en las tormentas, en los terremotos, y que en tales casos


 

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sería temeridad y locura imaginar una superioridad de nuestro espíritu  sobre los efectos, y a lo que parece, sobre los fines de tal poder. Esto no  es, dicen, el sentimiento de lo sublime de nuestra propia naturaleza, sino  más bien, el abatimiento, el sentimiento de nuestra completa impotencia  que parece ser el estado conveniente en presencia de tal ser, y que  acompaña ordinariamente la idea que nos hemos formado del mismo en  presencia de esta especie de fenómenos de la naturaleza. En la religión,  en general, la sola manera de estar que conviene en presencia de la  Divinidad, es el prosternarse y adorarle, bajando la cabeza con aspecto  triste y voz suplicante: así que la mayor parte de los pueblos lo han  adoptado y lo observan todavía. Pero esta disposición del espíritu está  lejos de hallarse ligada por sí misma, y necesariamente a la idea de la  sublimidad de la religión y al objeto de esta misma. El hombre que  realmente teme, puesto que halla el sujeto en sí mismo, teniendo  conciencia de pecar por culpables pensamientos contra un poder, cuya  voluntad es irresistible, aunque justa, no está en disposición de espíritu  conveniente para admirar la grandeza divina: es necesario para esto  sentirse dispuesto a una tranquila contemplación y tener el juicio  completamente libre. Mas cuando el hombre tiene conciencia de la  rectitud de sus sentimientos y los hace agradables a Dios, solamente los  efectos del poder divino sirven para despertar en él la idea de la  sublimidad de este ser, porque entonces siente en sí mismo una  sublimidad de ánimo conforme a su voluntad, y por esto se halla libre de  todo temor en presencia de estos efectos de la naturaleza, que no mira  más que como efectos de la cólera divina. La humildad misma, o la  condenación severa de estos defectos, que por otra parte pueden  seguramente hallar su excusa, aun a los ojos de una conciencia pura en la  fragilidad de la conciencia humana, es una sublime disposición del  espíritu, que consiste en someterse voluntariamente al dolor de los  remordimientos para destruir poco a poco la causa. Por esto sólo es por lo  que la religión se distingue esencialmente de la superstición; esta no  inspira al espíritu el sentimiento de respeto para lo sublime, pero le  arroja, lleno de temor y de angustia, a los pies de un ser omnipotente, a  cuya voluntad el hombre asustado se ve sometido, sin que a pesar de esto

se le tribute respeto: así que la lisonja y los homenajes interesad

os ocupan  entonces el puesto de la religión, que conviene a una justa vida.

 

     La sublimidad no reside, pues, en ningún objeto de la naturaleza, sino  solamente en nuestro espíritu, en tanto que podemos tener conciencia de  ser superiores a la naturaleza que hay en nosotros, y por esto también a la  que hay fuera de nosotros (en tanto que tiene influencia sob

re nosotros).  Todas las cosas que excitan este sentimiento, y de este número es el  poder de la naturaleza que provoca o excita nuestras fuerzas, se llaman,  aunque impropiamente, sublimes; esto no es más que suponiendo esta  idea en nosotros, y por lo que a ella se refiere, que somos capaces de  llegar a la idea de la sublimidad de este ser que no nos produce solamente  un respeto interior para el poder que revela en la naturaleza, sino más  bien para el poder que tenemos de mirar esto sin temor y de concebir la  superioridad de nuestro destino.

 

 

 

 

§ XXIX De la modalidad del juicio sobre la sublimidad de la  naturaleza

 

 Hay en la naturaleza una infinidad de cosas bellas, por las cuales  suponemos y aun podemos alcanzar, sin engañarnos, un perfecto acuerdo  entro el juicio de otro y el nuestro; mas en el juicio que formamos de lo  sublime de la naturaleza, no podemos prometernos tan fácilmente el  asentimiento de otro. En efecto; parece necesario una cultura mucho  mayor, no solamente del juicio estético, sino también de las facultades de  conocer, que son el principio del mismo, para que se pueda formar un  juicio sobre la excelencia de los objetos de la naturaleza.

 

     La disposición del espíritu que conviene al sentimiento de lo sublime,  es una disposición particular para las ideas, porque precisamente en la  desconveniencia de la naturaleza con las ideas, y en el esfuerzo intentado  por la imaginación para tratar aquella como un esquema relativamente a


 

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las ideas, es en lo que consiste para la sensibilidad, lo terrible que al  mismo tiempo es lo que atrae. Es para ella lo que atrae al mismo tiempo  que es terrible, porque hay allí una influencia que la razón ejerce sobre la  misma con el fin de extenderla de conformidad con su propio dominio (el  dominio práctico), y hacerle entrever el infinito que es un abismo para  ella. Y en el hecho, lo que un espíritu preparado por cierta cultura llama  sublime, no se presenta al hombre ordinario -e

n el cual las ideas morales  no se hallan desarrolladas-, más que como terrible. En estos desastres en  que la naturaleza muestra tanto poder de devastación, ante los cuales se  halla como anodado su propio poder, no ve más que las miserias, los  peligros, y las penas que habían de cercar al hombre que haya de  exponerse a ellos. Así es que aquel bueno y fino labrador de la Saboya de  quien nos habla M. de Saussure, trataba de locos a los apasionados de las  montañas heladas; y yo no me atrevía a culparle por completo, si este  observador hubiera afrontado los peligros a que se exponía, únicamente  por curiosidad como la mayor parte de los viajeros, o bien para tener el  placer de hacer de ellos patéticas descripciones en su marcha. Pero su  objeto era instruir a los demás, y este hombre excelente tenía e inspiraba,  por cima de su marcha, a los lectores de sus viajes los sentimientos que  elevan el alma.

 

     Pero si el juicio sobre lo sublime de la naturaleza supone cierta cultura  (mucho más que el juicio de lo bello), no es nacido originariamente de  esta cultura, ni ha sido introducido en la sociedad por medio de una  convención, sino que tiene su fundamento en la naturaleza humana, en  una cualidad que se puede exigir de todos con la inteligencia común, o  sea en esta disposición de nuestra naturaleza sobre la cual se funda el  sentimiento de las ideas prácticas, es decir, el sentimiento moral.

 

     Por donde en esto está precisamente el principio de la naturaleza que  atribuimos a nuestro juicio sobre lo sublime al exigir el asentimiento de  otro. Del mismo modo que reprobamos como falto de gusto al que  permanece indiferente en presencia de un objeto de la naturaleza que  hallamos bello, así decimos del que no experimenta ninguna emoción  ante cualquier cosa que juzgamos sublime, que no tiene sentimiento.

Exigimos estas dos cosas en todo hombre; y si tiene alguna cultura, se las  suponemos. No existe aquí más diferencia, que en la primera; el Juicio,  limitándose a referir la imaginación al entendimiento como a la facultad  de los conceptos, lo exigimos directamente de cada uno, mientras que en  la segunda, el Juicio, refiriendo la imaginación a la razón como a la  facultad de las ideas, no lo exigimos más que bajo una condición  subjetiva (pero que nos creemos con derecho de exigir a cada uno), a  saber, la del sentimiento moral, porque por esto es por lo que atribuimos  la necesidad a este juicio estético.

 

 Esta modalidad de los juicios estéticos o esta necesidad que se les  concede, es un momento importante para la critica del juicio. En efecto;  esta cualidad nos descubre en sus juicios un principio a priori, y por esto  los eleva a la psicología empírica, en la cual quedarían sepultados entre  los sentimientos de placer y de pena (no teniendo para distinguirse más  que el insignificante epíteto de sentimientos más delicados) y nos obliga  a referirlos, así como la facultad de juzgar, a la clase de estos juicios que  se apoyan sobre principios a priori, y los coloca como tales, en la  filosofía trascendental.

 

OBSERVACIÓN GENERAL SOBRE LA EXPOSICIÓN DE LOS  JUICIOS ESTÉTICOS REFLEXIVOS

 

     Con relación al sentimiento del placer, un objeto debe referirse o a lo  agradable, o a lo bello, o a lo sublime, o al bien (absoluto); (jucundum,  pulchrum, sublime, honestum).

 

 Lo agradable; en tanto que móvil de los deseos, es siempre de la  misma especie, cualquiera que sea el origen de donde provenga, y  cualquiera que sean las diferencias específicas de las representaciones (de  los sentidos y de la sensación objetivamente considerados). También  cuando se trata de juzgar de la influencia de lo agradable sobre el espíritu,  no se considera más que el número de atractivos (simultáneos y  sucesivos), y por decirlo así, la masa de sensaciones agradables; y es  porque este juicio no es posible más que por medio del concepto de la


 

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cuantidad. No hay aquí cultura a que atender, todo se refiere al placer. Lo  bello exige, por el contrario, cierta cualidad del objeto; la representación  que se puede también hacer inteligible y reducir a conceptos (aunque no  se tenga medios en el juicio estético), y que cultiva el espíritu llamando  su atención sobre la finalidad que se manifiesta en el sentimiento del  placer. Lo sublime consiste únicamente en la relación conforme a la cual  juzgamos lo sensible en la representación de la naturaleza, como propia  de cierto uso supra-sensible y además posible. El bien absoluto,  considerado subjetivamente conforme a

l sentimiento que inspira (o como  objeto del sentimiento moral), en tanto que es capaz de determinar las  facultades del sujeto por la representación de una ley absolutamente  necesaria, tiene principalmente por carácter distintivo la modalidad de  una necesidad que descansa a priori sobre conceptos, que no solamente  reclama el asentimiento de cada uno, sino que lo ordena, que no  pertenece en sí al juicio estético (sino al juicio intelectual puro), y que se  atribuye a la libertad y no a la naturaleza, por un juicio determinante y no  por un juicio reflexivo. Mas la posibilidad de ser determinado37 por  medio de esta idea para un sujeto que pueda hallar obstáculos en sí  mismo, en la sensibilidad, porque al mismo tiempo pueda sentir su  superioridad sobre estos obstáculos, triunfando de ellos, modificando su  estado, el sentimiento moral, en una palabra, se halla ligado al juicio  estético y a sus condiciones formales, en el sentido de que se puede  representar como estética, es decir, como sublime o aun como bella, la  moralidad de la acción hecha por deber, sin alterar en nada su pureza, la  que no tendría lugar sise buscase para unirla por medio de un lazo  natural, al sentimiento de lo agradable.

 

     Si se quiere sacar el resultado de la precedente exposición de las dos  especies de juicios estéticos, he aquí las sucintas definiciones que de ellas  se deducen:

 

                                                 

37 Bestimmbarkeit. 

 

     Lo bello es lo que agrada en el juicio solo (y no, por consiguiente, por  medio de la sensación, ni según un concepto del entendimiento). De aquí  se sigue naturalmente que puede agradar sin ningún interés.

 

     Lo sublime es lo que agrada inmediatamente por oposición al interés  de los sentidos.

 

 Estas dos, como expresiones de los juicios estéticos universales, se

 refieren a principios subjetivos, aunque la sensibilidad se halle satisfecha  al mismo tiempo que el entendimiento contemplativo, o que se halle  contrariada, aunque en provecho de los fines de la razón practica, y los  dos unidos en el mismo sujeto, tienen una relación con el sentido moral.  Lo bello nos prepara para amar cualquier cosa, aun la naturaleza, sin  interés; lo sublime para estimarla, aun contra nuestro interés (sensible).

 

 Se puede definir lo sublime de este modo: es un objeto (de la  naturaleza) cuya representación determina al espíritu a concebir como  una exhibición de ideas, la imposibilidad de atender a la naturaleza.

 

 Hablando literal y lógicamente, no existe para las ideas exhibición  posi

ble. Mas cuando extendemos nuestra facultad empírica de  representación (matemática o dinámicamente) en la intuición de la  naturaleza, la razón, que proclama la independencia de la totalidad  absoluta, interviene infaliblemente, y hace que el espíritu se esfuerce,  aunque inútilmente, para apropiar a las ideas la representación de los  sentidos. Este esfuerzo, y el sentimiento de la impotencia de la  imaginación para atender a las ideas, es en sí mismo una exhibición de la  finalidad subjetiva de nuestro espíritu en el empleo de la imaginación  para su destino supra-sensible, y nos fuerza a concebir subjetivamente la  naturaleza aun en su totalidad, como una exhibición de algo supra- sensible, aunque no podamos llegar objetivamente a esta exhibición.

 

     En efecto, notamos desde luego, que a la naturaleza considerada en el  espacio y en el tiempo, falta por completo lo incondicional, y por  consiguiente, la absoluta magnitud que reclama no obstante la razón más


 

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vulgar. Por esto es por lo que precisamente estamos advertidos de que la  naturaleza no es para nosotros más que un fenómeno, y que no debemos  considerarla más que como la simple exhibición de una naturaleza en sí  (de la que la razón tiene idea). Por lo que esta idea de lo supra-sensible,  que no determinamos más, de suerte que no podemos conocer, sino  solamente concebir la naturaleza como exhibición de ella, esta idea, pues,  se despierta en nosotros por medio de un objeto tal como el juicio estético  que en ella se aplica, lleva imaginación hasta los últimos límites, tanto de  su extensión (matemáticamente), como de su poder sobre el espíritu  (dinámicamente), fundándose sobre el sentimiento de un destino del  espíritu que excede por completo el dominio de la imaginación (sobre el  sentimiento moral), y hallando para la representación del objeto una  finalidad subjetiva por medio de este sentimiento.

 

     En el hecho, es imposible concebir un sentimiento para lo sublime de  la naturaleza, sin tener una disposición de espíritu semejante a la que  conviene al sentimiento moral. El placer inmediatamente unido a lo bello  de la naturaleza, supone y cultiva igualmente cierta liberalidad del  pensamiento, es decir, una satisfacción independiente del puro goce de  los sentidos; pero en esto hay más bien un juego para la libertad, que una  ocupación seria; por lo que aquí sucede al contrario; el carácter propio de  lo sublime, como el de la moralidad humana o la razón, violenta  necesariamente la sensibilidad; solamente en el juicio estético sobre lo  sublime, esta violencia se ejerce por la imaginación misma como por  medio de un instrumento de la razón.

 

 La satisfacción referente a lo sublime de la naturaleza es, pues,  simplemente negativa (mientras que la que se refiere a lo bello es  positiva); es el sentimiento de la imaginación, privándose ella misma de  su libertad y obrando conforme a una ley distinta de la de su ejercicio  empírico. Por esto recibe una extensión y un poder mayores que los que  sacrifica; mas el principio está para ella oculto, mientras que siente el  sacrificio o la privación, y al mismo tiempo la causa a la cual se halla  sometida.

 

     El asombro, próximo al terror, el estremecimiento, el santo horror que  se experimenta al ver las montañas que se elevan a una gran altura,  profundos abismos donde las aguas se precipitan murmurando, una  profunda soledad que dispone a las meditaciones melancólicas etc., este  sentimiento, no es, si nos reconocemos en estado de seguridad, un temor  real, sino solamente un ensayo que intentamos sobre nuestra imaginación  para sentir el poder de esta facultad, para apreciar con la calma del  espíritu el movimiento producido por este espectáculo, y para mostrarnos  por

 ello superiores a la naturaleza interior, y por consiguiente, a la  naturaleza exterior, en tanto que esta pueda tener influencia sobre nuestro  bien estar. En efecto; cuando la imaginación se ejerce conforme a la ley  de la asociación, hace depender nuestra satisfacción de condiciones  físicas; más cuando se conforma con los principios del esquematismo del  juicio (por consiguiente, cuando se somete a ha libertad), es un  instrumento de la razón y de sus ideas, y a este título despierta en  nosotros este poder que proclama nuestra independencia a la vista de las  influencias de la naturaleza, que considera como nada todo lo que es  grande como objeto de la misma, y que no coloca la absoluta magnitud  más que en nuestro propio destino (el destino del sujeto). Esta reflexión  del juicio estético, por la cual buscamos el poner de acuerdo la  imaginación con la razón (mas sin ningún concepto determinado de esta  facultad), nos muestra una finalidad subjetiva para la razón (como  facultad de las ideas) en ciertos objetos, a causa de esta desconveniencia  misma que estos nos hacen descubrir entre la razón y la imaginación  considerada en su mayor extensión.

 

     No olvidemos aquí lo que ya hemos hecho notar, a saber, que en la  estética trascendental del juicio, no debe existir cuestión más que acerca  de los juicios estéticos puros, y que, por consiguiente, los ejemplos no se  pueden tomar de los objetos bellos y sublimes de la naturaleza, que  suponen el concepto de un fin, porque entonces la finalidad sería o  teleológica o fundada sobre simples sensaciones, causadas por un objeto  (el placer o el dolor), y no sería, por tanto, estética en el prime caso, ni  puramente formal en el segundo. Cuando, pues, llamamos sublime la  vista del cielo estrellado, tenemos necesidad, para juzgar de este modo,


 

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de concebir mundos habitados por seres racionales, y considerar los  puntos luminosos de que vemos lleno el espacio sobre nosotros, como los  soles de estos mundos, moviéndose en círculos apropiados a estos  últimos; basta verlo tal y como aparece, como una inmensa bóveda que lo  abraza todo; y solo a condición de esto podemos atribuirle la sublimidad,  que es el objeto de un juicio puro estético. Del mismo modo para hallar  sublime la vista del Océano, no nos lo representamos tal como lo concibe  un espíritu enriquecido con toda especie de conocimientos (que no da la  intuición inmediata), por ejemplo, como un vasto reino poblado de seres  acuáticos, o como un gran depósito destinado a suministrar los vapores  que cargan el aire de las nubes en provecho de la tierra, o si se quiere,  como un elemento que separa las diversas partes de la tierra, pero  permitiéndoles comunicar entre sí; porque estos son aquí verdaderos  juicios teleológicos; es necesario representárselo como hacen los poetas,  conforme a lo que nos muestra la vista; por ejemplo, cuando está en  calma, como un espejo líquido, que no es limitado más que por el cielo, o  cuando está alborotado, como un abismo que amenaza tragarlo todo. Esto  se aplica también a los juicios sobre lo sublime o sobre lo bello en la  forma humana: no debemos buscar los principios en los conceptos de los  fines, a los cuales están destinadas todas las partes que lo componen, ni  permitir a la consideración de la apropiación de estas partes con sus fines,  influir sobre nuestro juicio estético (porque entonces no sería un juicio  estético puro), aunque para la satisfacción sea una condición necesaria,  que no haya desconveniencia entre las unas y las otras. La finalidad  estética, es la legalidad en la libertad del juicio. La satisfacción unida al  objeto, depende de la relación en que queremos colocar la imaginación;  mas es necesario que esta entretenga al espíritu por sí misma en una libre  ocupación. Si por el contrario, el juicio es determinado por alguna otra  cosa, sea por una sensación, sea por un concepto del entendimiento,  puede ser en tal caso legítimo, pero esto no es lo que constituye un juicio  libre.

 

 Cuando se habla, pues, de la belleza o de la sublimidad intelectual,  primero, nos servimos de expresiones que no son del todo exactas,  porque la belleza y la sublimidad son dos modos estéticos de

representación que no concurrirían en nosotros, si fuéramos puras  inteligencias (o si nos supusiéramos tales por el pensamiento); después,  aunque ambos como objetos de una satisfacción intelectual (moral) sean  conciliables con la satisfacción estética, en el sentido de que ambas no  descansan sobre ningun interés, es difícil, sin embargo, conciliarlas con  esta satisfacción, porque deben producir una; y si es necesario, que la  exhibición se conforme aquí con la satisfacción del juicio estético, esto  no podrá tener lugar más que por medio de un interés sensible ligado a  esta satisfacción; más esto hace desmerecer a la finalidad intelectual y lo  quita su pureza.

 

     El objeto de una satisfacción intelectual, pura e incondicional, es la ley  moral, considerada en cuanto al poder que ejerce en nosotros sobre todos  los móviles del espíritu que le preceden; y como, hablando con  propiedad, este poder no se revela estéticamente más que por sacrificios  (lo que supone, una privación, pero en provecho de la libertad interior, lo  que nos descubre al mismo tiempo en nosotros la inmensa profundidad de  esta facultad supra-sensible con sus consecuencias que se extienden al  infinito), la satisfacción bajo el punto de vista estético (relativamente a la  sensibilidad), es negativa, es decir, contraria al interés de los sentidos, y  bajo el punto de vista intelectual, positiva y ligada a un interés. De aquí  se sigue que para juzgar estéticamente, de

bemos representarnos el bien  intelectual, que contiene una finalidad absoluta (el bien moral), menos  como bello que como sublime, y que excite más bien el sentimiento de  respeto (que desprecia el atractivo) que el del amor y una tierna  inclinación, porque la naturaleza humana no se refiere a este bien por sí  mismo, sino por la violencia que la razón hace a la sensibilidad.  Recíprocamente, lo que nosotros llamamos sublime en la naturaleza, sea  en, o fuera de nosotros mismos (por ejemplo, ciertas afecciones), no nos  lo representamos más que como un poder que hay en el espíritu de  elevarse por principios humanos, por cima de ciertos obstáculos de la  sensibilidad, y por esto es por lo que es interesante.

 

     Concretémonos un poco a este punto. La idea del bien, junto a la de  afección, se llama entusiasmo. Este estado del espíritu parece de tal modo


 

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sublime, que se dice ordinariamente que sin él nada grande puede  hacerse.

 Por lo que toda afección38 es ciega o en la elección de su fin, o  cuando este fin es dado por la razón, en su cumplimiento; porque es un  movimiento del espíritu que nos hace incapaces de toda libre reflexión  sobre los principios, conforme a los cuales debemos determinarnos. No  puede, pues, en manera alguna merecer de la razón una satisfacción. Sin  embargo, estéticamente el entusiasmo es sublime, porque es una tensión  de las fuerzas producida por las ideas que dan al espíritu un arrojo mucho  más poderoso y más duradero que el que puede producir el atractivo de  las representaciones sensibles. Mas (lo que parece extraño) la ausencia de  toda afección39 (apathia phleyma in significantu bono), en un espíritu que  sigue rigurosamente sus principios inmutables, es sublime, y de una  especie de sublimidad mucho mayor, porque tiene también para sí la  satisfacción de la razón. Este estado del espíritu se llama noble, y esta  expresión se aplica en consecuencia a las cosas, por ejemplo, a un  edificio, a un vestido, a un cierto género de estilo, a cierta postura del  cuerpo y a otras cosas de este género, cuando excitan menos el asombro40  (la afección producida por la representación de una novedad que exceda  nuestro alcance), que la admiración41 (especie de asombro que no cesa  cuando la novedad desaparece), lo que sucede cuando se ve una  exhibición concertarse sin designio ni arte con la satisfacción estética.

 

                                                 

38 Las afecciones son específicamente diferentes de las pasiones. Las primeras no se

refieren más que al sentimiento; las segundas pertenecen a la facultad de querer, y son  inclinaciones que hacen difícil e imposible toda determinación de la voluntad por  principios. Estas son impetuosas o irreflexivas; aquellas, duraderas y reflexivas. Así el  sentimiento como cólera es una afección; más como aborrecimiento (deseo de  venganza) es una pasión. La pasión no puede nunca, ni bajo ningún respecto, llamarse  sublime; porque si en la afección se halla impedida la libertad del espíritu, en la pasión  está suprimida. 

 

39 Affectlosigkeit. 

 

40 Berwunderung. 

 

41 Berwunderung

 Toda afección de carácter animoso42, a saber, la que excita la  conciencia de nuestras fuerzas a vencer toda resistencia (animi strenui),  es estéticamente sublime, por ejemplo, la cólera, la desesperación misma  (se entiende aquella en que domina el arrebato y no el decaimiento). La  afección de carácter lánguido43 que hace esfuerzos de resistencia a un  objeto de pena (animum languidum reddit), no tiene nada de noble en sí,  mas puede referirse a lo bello del género sensible. Las emociones que  pueden elevarse hasta el rango de afecciones, son, pues, muy diferentes.  Las hay vivas y las hay tiernas. Cuando estas últimas llegan hasta la  afección, no valen nada; la propensión a esta especie de afecciones se  llama sensiblería o sensibilidad afectada. El dolor que proviene de la  compasión por la desdicha de otro, y que no tiene necesidad de consuelo,  o cuando se trata de una desgracia imaginaria, aquella en que nos  entregamos voluntariamente a la ilusión de la fantasía, como si se tratase  de cosas reales, este dolor hace y demuestra un alma tierna, mas débil al  mismo tiempo, que muestra un lado bello, en el cual se puede reconocer  la imaginación, pero no el entusiasmo. Piezas de teatro caballerescas y  lacrimosas, insípidos preceptos de moral, que tratan como un juego lo  que se llama (sin razón) nobles sentimientos, pero que, en realidad,  corrompen el corazón, le hacen insensible a la severa ley del deber,  incapaz de todo respeto para la dignidad de la humanidad en nuestra  persona, y para el derecho de los hombres (lo que es una cosa distinta de  su dicha) y en general, incapaz de todo principio firme; un discurso  religioso, que nos lleva a cautivar el favor divino por medios bajos y  humillantes, y por esto nos hace perder toda confianza en nuestro poder  de resistir al mal, en vez de inspirarnos la firme resolución de emplear  para reprimir nuestras pasiones las fuerzas que nos quedan todavía, a  pesar de nuestra fragilidad; una falsa humildad, que ve en el desprecio de  sí misma, en un arrepentimiento estrepitoso e interesado, en una  disposición del espíritu completamente pasivo, el solo medio de ser  agradable al Ser Supremo; estas cosas apenas van con lo que se puede

                                                 

42 Von der wackern Art. 

 

43 Von der Schmelzenden Art. 

 


 

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mirar como la belleza, y mucho menos todavía con lo que se puede mirar  como la sublimidad del espíritu.

 

 Mas también los movimientos impetuosos del espíritu, sea que,  teniendo por objeto la edificación, se liguen a las ideas religiosas, sea  que, limitándose a la cultura del alma, se liguen a las ideas que encierran  un interés común, estos movimientos, cualquiera que sea la acción que  den a la imaginación, no pueden llegar al rango de lo sublime, si no dejan  tras ellos en el espíritu, una disposición que tenga una incidencia  indirecta sobre la conciencia de sus fuerzas y sobre su resolución  relativamente a lo que encierra una finalidad intelectual pura (lo supra- sensible). Porque si no, todos estos movimientos se refieren al género de  emoción que se ama a causa de la salud. La flojedad o languidez  agradable que sigue a una sacudida, producida por el juego de las  afecciones, es un goce de bienestar del restablecimiento del equilibrio de  nuestras fuerzas encontradas. Es, en último resultado, algo parecido al  goce tan agradable que experimentan los voluptuosos orientales, cuando  se hacen comprimir el cuerpo, cogerse y plegarse dulcemente los  músculos y las articulaciones; solamente allí el principio motor está en  gran parte en nosotros, mientras que aquí, por el contrario, se halla por  completo fuera de nosotros. Uno se cree edificado por un sermón que no  tiene nada de edificante (en donde se buscaría en vano un conjunto de  buenas máximas), o perfeccionado por una pieza de teatro, que es  simplemente chistosa, y haber empleado bien el tiempo. Es necesario  siempre que lo sublime tenga una relación con la manera de pensar, es  decir, con las máximas que aseguran a lo intelectual y a las ideas de la  razón la superioridad sobre la sensibilidad.

 

     No hay que temer que el sentimiento de lo sublime pierda algo en este  modo abstracto de exhibición, que es en un todo negativo, relativamente  a lo sensible; porque aunque la imaginación no halle nada más allá de lo  sensible en que poder fijarse, se siente, sin embargo ilimitada por esto  mismo que se elevan sus límites, y por consiguiente, esta abstracción es  una exhibición que, en verdad, es puramente negativa, pero que ensancha  el alma. Puede que no haya pasaje más sublime en el libro de los judíos

que este mandamiento: «No harás para ti imagen tallada, ni ninguna  figura de lo que hay en el cielo, o de lo que hay sobre la tierra44.» Este  solo precepto puede bastar para explicar el entusiasmo que el pueblo  judío sentía en sus días de prosperidad por su religión, cuando se  comparaba con otros pueblos, o la indignación que le inspira el  mahometismo. Lo mismo sucede en la representación de la ley moral y  de nuestra inclinación a la moralidad. Es completamente absurdo el temer  que si se quita a esta ley todo lo que puede recomendarla a los sentidos,  no exista más que una aprobación fría y desanimada, y venga a hacerse  incapaz de obrar sobre nosotros y de movernos. Sucede todo lo contrario;  porque allí donde los sentidos no ven nada ante ellos, y donde queda  todavía, sin embargo, esta idea de la moralidad que no se puede  desconocer y de la que no nos podemos librar, será mucho más necesario  moderar el vuelo de una imaginación exhaltada, con el fin de impedir que  se eleve hasta el entusiasmo, que temer que una idea como aquella no  tenga bastante poder por sí misma, y buscarle auxiliares en las imágenes  y en un pueril aparato. Así los gobiernos se han tomado el cuidado de  proveer ricamente a la religión, de esta especie de aparato, buscando de  este modo el elevar a los que sufren alguna pena; pero también el  extender sus facultades más allá de ciertos límites puestos arbitrariamente  con el fin de hacer seres pasivos, y tratarlos más fácilmente.

 

     Esta exhibición pura y simplemente negativa de la moralidad, eleva el  alma, mas no expone en manera alguna al peligro decaer en el fanatismo,  o en esta ilusión que cree ver algo más allá de los límites de la  sensibilidad, es decir, que consiste en soñar según principios (en divagar  con la razón). La impenetrabilidad de la idea de la libertad hace, en  efecto, imposible toda exhibición positiva; pero la ley moral es por sí  misma un principio suficiente y originario de determinación de suerte que  no permite tener en cuenta otro motivo que ella misma.

                                                 

44 «Non facies tibi sculptile nequo omnen similitudinim quae est in caelo desuper et

quae interra deorsum, nec eorum quae sunt in aquis sub terra». Liber Eexodi, cap. 20, v.  t. 4. Este precepto se repite muchas veces en la Biblia. Véase lib. 26, I. Deut. 4, 15-20.  Jos. 24-14. Ps. 96-7. -J. B. 

 


 

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 Si el entusiasmo se parece al delirio45, el fanatismo se parece a la  demencia46, y este último estado es el que se conforma menos a lo  sublime, pues que es profundamente ridículo.

 

     El entusiasmo es una afección en que la imaginación ha sacudido el  yugo; el fanatismo una pasión arraigada y continuamente sostenida, en la  que se halla desarreglada. El primero es un accidente pasajero que ataca  algunas veces la más sana inteligencia; el segundo es una enfermedad que  la trastorna.

 

     La simplicidad (la finalidad sin arte) es como el estilo de la naturaleza  en lo sublime, y también, por consiguiente, en la moralidad, que es una  segunda naturaleza (supra-sensible), de la que no conocemos más que la  ley, sin poder percibir en nosotros por la intuición la facultad supra- sensible que contiene el principio de esta ley.

 

     Todavía debemos notar, que aunque la satisfacción que se refiere a lo  bello, tanto como la que se refiere a lo sublime, no encuentra tan solo en  la propiedad que tiene de poderse comunicar universalmente, un carácter  que la distinga de otros juicios estéticos, sino un interés relativamente a la  sociedad (por cuyo medio se comunica); se considera sin embargo, como  algo sublime al separarse de toda sociedad, cuando esta separación se  funda en ideas superiores a todo interés sensible. Bastarse a sí mismo, por  tanto, no necesitar de la sociedad sin ser por esto insociable, es decir, sin  huir de ella, constituye algo que se aproxima a lo sublime, como todo lo  que da por resultado el librarnos de las necesidades. Por el contrario, huir  de los hombres misantropía, porque se les aborrece, o por antropofobia  (temor a los hombres), porque se les teme como a enemigos, he aquí lo  que es en parte odioso y en parte despreciable. Existe, sin embargo, una  misantropía que no excluye la benevolencia, y que, producida por una

                                                 

45 Wahnsinn. 

 

46 Wahnwitz. 

 

larga y triste experiencia, está muy distante de la satisfacción que da la  sociedad con los hombres. La prueba de esto se encuentra en este amor a  la soledad, en estos deseos fantásticos a que nuestra imaginación nos  trasporta en un campo retirado, o bien (entre los jóvenes), en estos sueños  de dicha en que se pasa la vida en una isla desconocida para el resto del  mundo, con una pequeña familia, sueños de los cuales saben sacar un  buen partido los romanceros o los inventores de robinsonadas. La  falsedad, la ingratitud, la injusticia, la puerilidad en las cosas que  miramos como grandes e importantes, y en las cuales los hombres se  causan a sí y entre ellos mismos todos los males imaginables, he aquí  vicios de tal modo contrarios a la idea de lo que los hombres podrían ser,  si quisieran, y al deseo ardiente que tenemos de verlos mejores, que, por  no aborrecerlos cuando no los podemos amar, el abandono de todos los  placeres que puede proporcionar la sociedad parece un ligero sacrificio.  La tristeza que experimentamos a vista del mal, y no hablamos del que la  suerte envía a los demás (la tristeza entonces vendría de la simpatía), sino  del que los hombres se causan entre sí (la tristeza en este caso vendría de  la antipatía de los principios); esta tristeza es sublime, puesto que  descansa sobre ideas; la otra es simplemente bella. El profundo y  espiritual M. de Saussure en la descripción de sus viajes a los Alpes, dice  de una montaña de la Saboya, llamada Buenhombre: «que allí reina cierta  tristeza estúpida.» Reconocía, pues, también una tristeza interesante,  como la que inspiraría la vista de una soledad a donde quisiéramos ser  trasportados para no oír hablar más del mundo y no tener que  experimentarlo más, pero que no fuera salvaje hasta el punto de no  presentar a los hombres más que un miserable desierto. Al hacer esta  observación, quiero solamente indicar que la tristeza (no la  desesperación), puede ser colocada en el rango de las afecciones nobles,  cuando tiene su principio en las ideas morales, pero que cuando se funda  en la simpatía y es amable a este título, pertenece a las afecciones tiernas,  y que el estado del espíritu no es sublime más que en el primer caso.

 

*   *   *

 


 

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     Si se quiere ver a donde conduce una exposición puramente empírica  de lo sublime y de lo bello, que se compare la exposición trascendental de  los juicios estéticos que acabamos de presentar, con una exposición  psicológica como la que Burke, y entre nosotros muy buenos talentos,  han emprendido. Burke47, cuyo tratado merece citarse como el más  importante en este género, llega por el método empírico a este resultado;  que el sentimiento de lo sublime se funda sobre la tendencia a la  conservación de sí mismo y sobre el temor, es decir, sobre cierto dolor  que, no llegando hasta el trastorno real de las partes del cuerpo, produce  movimientos que desembarazan los vasos delicados o groseros de  obstrucciones incómodas y peligrosas, y son capaces de excitar

  sensaciones agradables, no un verdadero placer, sino una especie de  horror delicioso, o una tranquilidad mezclada de terror48. Funda lo bello  sobre el amor (que quiere, sin embargo, distinguir de los deseos), y lo  reduce a un relajamiento de las fibras de los cuerpos, y por consiguiente a  una especie de languidez y desfallecimiento en el placer49. Y para  confirmar esta especie de explicación, no aplica solamente sus ejemplos a  los casos en que la imaginación, junta con el entendimiento, puede  excitar en nosotros el sentimiento de lo bello o de lo sublime, sino  también a aquellos en que se junta con la sensación. Como observaciones  psicológicas, estos análisis de los fenómenos de nuestro espíritu son muy  bellos, y suministran abundante materia a las curiosas investigaciones de  la antropología empírica. No se puede negar que todas nuestras  representaciones, cualquiera que sean, bajo el punto de vista objetivo,  simplemente sensibles o enteramente intelectuales, pueden hallarse  subjetivamente ligadas al placer o a la pena, por poco notables que sean  ambos (puesto que todas afectan al sentimiento de la vida, y que ninguna  de ellas puede ser indiferente, en tanto que son una modificación del

                                                 

47 Investigación filosófica sobre el origen de nuestras ideas de lo sublime y de lo bello,

traducción francesa, París, 1803, -J. B. 

 

48 Véase la traducción francesa, parte IV, sección VIII, página 241. -J. B. 

 

49 Sección XIX, pág. 266. -J. B. 

 

sujeto); que aun como Epicuro pretendía, el placer y el dolor son siempre  corporales en definitiva, que provienen de la imaginación o de las  representaciones del entendimiento, puesto que la vida sin el sentimiento  del organismo corporal no es otra cosa que la conciencia de la existencia,  mas no el sentimiento del bien o

del mal estar, es decir, del ejercicio fácil  o penoso de las fuerzas vitales; porque el espíritu por sí solo es la vida (el  principio de la vida), y los obstáculos o los auxiliares deben buscarse  fuera de él, pero siempre en el hombre, por consiguiente, en su unión con  el cuerpo. Pero si se pretende que la satisfacción que referimos a un  objeto proviene únicamente de lo que este objeto nos agrada por el  atractivo, por la emoción, no es necesario reclamar a nadie que dé su  asentimiento al juicio estético que formamos; porque cada uno no puede  más que consultar su sentimiento particular. Mas entonces desaparece  toda crítica del gusto. El ejemplo que dan los demás con el acuerdo  accidental de sus juicios, he aquí la sola regla que se nos podría proponer;  pero nos rebelaríamos contra esta regla y apelaríamos al derecho que la  naturaleza nos ha dado de someter a nuestro propio sentimiento y no al de  los demás, un juicio que descansa sobre el sentimiento del bienestar.

 

     Si, pues, el juicio del gusto no debe tener un valor individual, sino un  valor universal, fundado sobre su naturaleza misma, y no sobre los  ejemplos que los demás muestran acerca de su gusto; si es cierto que  existe el derecho de exigir el asentimiento de cada uno, es necesario que  descanse sobre algún

 principio a priori (objetivo o subjetivo), al cual es  imposible llegar por la investigación de las leyes empíricas de sus  modificaciones del espíritu; porque estas leyes, solamente nos hacen  conocer cómo se juzga, mas no nos prescriben cómo se debe juzgar, y no  pueden darnos un orden incondicional, como el que encierran los juicios  del gusto, que exigen que la satisfacción se halle inmediatamente ligada a  una representación. Que se empiece, pues, si se quiere por una exposición  empírica de los juicios estéticos para preparar la materia de una más alta  investigación, mas el examen trascendental de la facultad que forma estas  especies de juicios, es posible, y pertenece a la crítica del gusto; porque si  el gusto no tuviera principios a priori, sería incapaz para apreciar los


 

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juicios de los demás y de aprobarlos o vituperarlos con cualquier  apariencia de derecho.

 

     Lo que nos resta que decir, respecto a la analítica del juicio estético,  forma la DEDUCCIÓN DE LOS JUICIOS ESTÉTICOS PUROS50.

 

 

§ XXX  La deducción de los juicios estéticos sobre los objetos de la  naturaleza, no puede aplicarse a lo que llamamos sublime, sino  solamente a lo bello

 

     La pretensión de un juicio estético a la universalidad, necesita de una  deducción que determine el principio a priori, sobre el cual debe  descansar (es decir, que legitime su pretensión), y es necesario añadir esta  deducción a la exposición de este juicio, cuando la satisfacción que  encierra se halla ligada a la forma del objeto. Tales son los juicios del  gusto sobre lo bello de la naturaleza. Entonces, efectivamente, la  finalidad tiene su principio en el objeto, en su figura, aunque no se  determina, conforme a conceptos (para formar un juicio de  conocimiento), la relación de este objeto con los demás, sino que  concierne de una manera general a la expresión de su forma, en tanto que  ésta se muestra conforme en el espíritu a la facultad de los conceptos (o a  la facultad de aprensión, porque es la misma cosa). Se pueden, pues,  relativamente a lo bello de la naturaleza, proponer todavía diversas  cuestiones tocante a la causa de esta finalidad de sus formas: por ejemplo,

                                                 

50 Se ha visto que Kant, divide la analítica del juicio estético en dos libros, titulado el

primero: Analítica de lo bello, y el segundo, Analítica de lo sublime. Por donde en el  seg

undo libro empieza una nueva parte de la analítica, la deducción de los juicios  estéticos, que Kant distingue de la exposición de estos juicios, y de la cual excluye  precisamente los sublime. Todo lo que sigue hasta la dialéctica, aunque comprendido en  el libro de lo sublime, versa sobre cuestiones, o extrañas a lo sublime, o que no  conciernen a esto particularmente (como la del arte). Se puede, pues, reprochar aquí a  Kant, ordinariamente tan metódico, aun en la división material de sus obras, un defecto  de orden, más completamente exterior y que no toca al fondo. Yo no me limito a  señalarla ni corregirla, y conservo el título del segundo libro hasta el fin de la analítica. 

 

cómo explicar ¿por qué la naturaleza ha extendido por todas partes la  belleza con tanta profusión, aun en el fondo del Océano, en donde el ojo  humano (para el que solamente, sin embargo, parece hecha), no penetra  más que raramente? Y otras cuestiones del mismo género.

 

     Mas lo sublime de la naturaleza, cuando es el objeto de un juicio puro  estético, es decir, de un juicio que no encierra conceptos de perfección o  de finalidad objetiva, como un juicio teleológico, puede considerarse  como informe o sin figura, y al mismo tiempo como el objeto de una  satisfacción pura, e indicar cierta finalidad subjetiva en la representación  dada; por lo que, se pregunta si un juicio estético de esta especie, además  de la exposición de lo que en él se concibe, tiene necesidad también de  una deducción que legitime su pretensión a cualquier principio  (subjetivo), a priori.

 

     A lo que yo respondo, que lo sublime de la naturaleza, no se llama así  más que impropiamente, y que, hablando con propiedad, no debe  atribuirse más que a un estado del espíritu, o más bien a los principios  que lo producen en la naturaleza humana. La aprensión de un objeto  además informe y discordante, no es más que la ocasión que produce el  sentimiento de este estado, y por consiguiente, el objeto se emplea para  un fin subjetivo, pero por sí mismo y por su forma, no tiene finalidad  alguna, (es en cierto modo species finalis acepta, non data). Es porque  nuestra exposición de los juicios sobre lo sublime de la naturaleza, es al  mismo tiempo su deducción. En efecto; analizando la reflexión de la  facultad de juzgar en esta especie de juicios, hemos hallado una relación  de las facultades de conocer a una finalidad que debe servir a priori de  principio a la facultad de obrar según los fines (a la voluntad), y por  consiguiente, una relación que por sí misma contiene una finalidad a  priori. Por esto nos ha suministrado inmediatamente la deducción de esta  especie de juicios, justificando su pretensión a un valor universalmente  necesario.

 

     No debemos, pues, ocuparnos más que de la deducción de los juicios  del gusto, es decir, de los juicios sobre la belleza de la naturaleza, y por


 

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esto trataremos por completo la cuestión a que da lugar aquí el juicio  estético.

 

 

 

 

§ XXXI  Del método propio para la deducción de los juicios del gusto

 

 La deducción, es decir, la comprobación de la legitimidad de cierta  especie de juicios, no es obligatoria más que cuando aspiran a la  necesidad; y es en el caso de estos juicios que reclaman una universalidad  subjetiva, es decir, el asentimiento de cada una, aunque no sean juicios de  conocimiento, sino juicios de placer o de pena, tocante a un objeto dado,  es decir, aunque no pretendan más que una finalidad subjetiva, en calidad  de juicios del gusto.

 

 En este último caso, no hay, pues, cuestión de un juicio de  conocimiento; no se trata ni de un juicio teórico fundado sobre el  concepto que el entendimiento nos da de una naturaleza en general, ni de  un juicio práctico (puro), fundado sobre la idea de la libertad, que la  razón nos suministra a priori; y el juicio cuyo valor a priori vamos a  comprobar, no es, ni un juicio que representa lo que es una cosa, ni un  juicio que nos prescribe lo que debemos hacer para producirla: por  consiguiente, el valor universal que se trata aquí de establecer, es  solamente el de un juicio particular que expresa la finalidad subjetiva de  una representación de la forma de un objeto para la facultad de juzgar en  general. Es necesario explicar cómo es posible que una cosa agrade  (independientemente de toda sensación o de todo concepto) en el simple  juicio que formamos de ella, y cómo la satisfacción de cada uno pueda  proponerse como una regla a los demás, del mismo modo que el juicio  formado sobre un objeto para formar de él un conocimiento en general, se  halla sometido a reglas universales.

 

     Por donde, si para establecer este valor universal, no basta recoger los  sufragios e interrogar a los demás sobre su manera de sentir, sino que es

necesario fundarlo sobre la autonomía del sujeto que juzga del  sentimiento del placer (referente a una representación dada), es decir,  sobre el gusto de que está dotado, sin derivarlo de conceptos, un juicio de  este género -tal es en efecto, el juicio del gusto- tiene una doble  pro

piedad lógica: primero, un valor universal a priori, no un valor lógico  fundado sobre conceptos, sino la universalidad de un juicio particular;  después una necesidad (que descasa necesariamente sobre principios a  priori), pero que no depende de prueba alguna a priori, cuya  representación pueda forzar el asentimiento que el juicio del gusto exige  de cada uno.

 

     Es necesario explicar estas propiedades lógicas, por las que un juicio  del gusto se distingue de todos los juicios de conocimiento, y por tanto,  hacer abstracción, por ahora, del contenido de este juicio, es decir, del  sentimiento de placer, y limitarse a comparar la forma estética con la  forma de los juicios objetivos, tales como los prescribe la lógica; he aquí  lo que conviene a la deducción de esta facultad singular. Expondremos  ahora estas propiedades características del gusto, esclareciéndolas por  medio de ejemplos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

§ XXXII  Primera propiedad del juicio del gusto

 

     El juicio del gusto refiriendo una satisfacción a su objeto (considerado  como belleza), aspira al asentimiento universal, como si fuera un juicio  objetivo.

 


 

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     Decir que una flor es bella, es proclamar su derecho a la satisfacción  de cada uno. Lo que hay de agradable en su olor no le da ningún derecho  de este género. Por lo que ¿no parece seguirse de aquí que se debía mirar  la belleza como una propiedad de la misma flor,

que no se regula sobre la  diversidad de individuos y de organizaciones, sino sobre aquella, a la cual  estos deben ajustarse para juzgar de la misma? Y sin embargo, esto no  sucede así. En efecto, el juicio del gusto consiste precisamente en no  llamar una cosa bella más que conforme a la cualidad por cuyo medio se  acomoda a nuestro modo de percibirla.

 

 Además se exige de todo verdadero juicio del gusto, que el que lo  forma juz

gue por sí mismo, sin tener necesidad de tantear para conocer el  juicio de los demás, ni de inquirir previamente acerca de la satisfacción o  el placer que experimentan por el mismo objeto; es necesario que  pronuncie su juicio a priori y no por imitación, porque la cosa agrada, en  efecto, universalmente. Podíamos ser tentados de creer que un juicio a  priori debe contener un concepto del objeto, y suministrar el principio del  conocimiento de este objeto; mas el juicio del gusto no se funda sobre  conceptos, y no es, en general, un conocimiento; es un juicio estético.

 

 Por esto un joven poeta que está convencido de la belleza de su  poema, no se deja fácilmente disuadir por el juicio del público o por el de  sus amigos, y

si permite escucharlos, no significa esto que haya cambiado  de parecer, sino que, acusando a todo el público de mal gusto, es, sin  embargo, para él un motivo de acomodarse a la opinión común, el deseo  de ser bien acogido (aun con desprecio de su propio juicio). Más tarde  solamente, cuando el ejercicio haya dado más penetración a su juicio,  renunciará por sí mismo a su primera manera de juzgar cuanto sea  necesario, en vista de estos juicios que descansan sobre la razón. El gusto  implica autonomía. Tomar juicios extraños por motivos de su propio  juicio, sería la heteronomía.

 

 Se alaban, ciertamente con razón, las obras de los antiguos como  modelos, los autores se llaman clásicos, y forman entre los escritores  como una nobleza, cuyos ejemplos son leyes para los pueblos: y ¿no es

esto por tanto, una prueba de que existen fuentes del gusto a posteriori?  ¿

Y esto no es una contradicción con la autonomía del gusto que es el  derecho de cada uno? Mas se podría decir que los antiguos matemáticos  considerados hasta aquí como útiles modelos de solidez y de elegancia  extrema del método sintético, prueban también que entre nosotros la  razón es imitativa, y que es impotente para producir por sí misma, por  medio de la construcción de los conceptos, argumentos sólidos, y que  testifiquen una intuición penetrante. No habría empleo alguno de nuestras  fuerzas, por libre que éste fuera, ni mucho menos aplicación de la razón  (la cual debe sacar a priori todos sus juicios de

 las fuentes comunes), que  no diera lugar a estos ensayos desgraciados, si cada uno de nosotros  debiéramos partir siempre de los primeros principios, si otros no nos  hubieran precedido en el mismo camino, no para dejar a sus sucesores  únicamente el papel de imitadores, sino para ayudarnos con su  experiencia a investigar los principios en nosotros mismos, y a seguir el  mismo camino, pero con más éxito. En la religión misma en donde todos  deben ciertamente sacar de sí mismos la regla de su conducta, puesto que  cada uno queda de ella responsable y no puede hacerla recaer sobre otros,  como sobre sus maestros y predecesores, la falta de sus pecados, los  preceptos generales que se pueden recibir de los sacerdotes o de los  filósofos, o que se puedan hallar en sí mismo, jamás tienen tanta  influencia como un ejemplo histórico de virtud o santidad, que no impide  la autonomía de la virtud, fundada sobre la verdadera y pura idea (a  priori) de la moralidad, y que no la cambia en una imitación mecánica.  Seguir51 lo que supone algo que precede, y no imitar52, es la palabra que  conviene para expresar la influencia que pueden tener sobre los demás las  producciones de un autor que han llegado a ser modelos; y esto significa  solamente, beber en las mismas fuentes donde él ha bebido, y aprender de  él cómo debemos servirnos de aquellos. Mas por esto mismo que el juicio  del gusto pueda determinarse por conceptos y preceptos, el gusto es  precisamente, entre todas las facultades y talentos, el que con más razón

                                                 

51 Nachfolge. 

 

52 Machahmung. 

 


 

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necesita aprender por medio de ejemplos lo que en el progreso de la  cultura ha obtenido el mayor asentimiento, si no se quiere venir a ser muy  pronto inculto, y recaer en la grosería de los primeros ensayos.

 

 

 

 

§ XXXIII  Segunda propiedad del juicio del gusto

 

     El juicio del gusto no puede determinarse por medio de pruebas, como  si fuera en un todo, puramente subjetivo.

 

     Si cualquiera no encuentra bello un edificio, una vista, o un poema,  mil sufragios que pueden ensalzar la cosa a que él rehúsa su asentimiento  interior, no sabrán arrancarle dicho asentimiento. Tal es la primera  observación que hay que hacer. Este hombre podrá muy bien fingir que le  agrada dicha cosa, por no aparecer sin gusto; aun podrá sospechar, si  tiene bien cultivado el gusto para el conocimiento de un número  suficiente de objetos de cierta especie (como el que tomando de lejos por  un monte lo que todos los demás toman por un pueblo, duda del juicio de  su vista). Mas comprenderá claramente que el asentimiento de los demás  no es una prueba suficiente, tratándose del juicio de la belleza;  comprenderá que si en rigor otros pueden ver y observar por él, por  consiguiente, si de haber visto muchos una cosa de cierta manera que él  puede haber visto de otro modo, se puede creer suficientemente  autorizado para admitir un juicio teórico, y por consiguiente lógico, de  que una cosa haya agradado a los demás, no se sigue que debe ser objeto  de un juicio estético. Que si el juicio de otro es contrario al nuestro, bien  puede hacernos concebir justas dadas sobre este, mas no convencernos de  su inexactitud. No hay, pues, prueba empírica que pueda forzar el juicio  del gusto.

 

 En segundo lugar, no existe mayor prueba a priori que pueda  determinar, conforme a reglas establecidas, el juicio sobre la belleza. Si  cualquiera me lee un poema o me llama a la representación de una pieza

que en definitiva me disgusta, es propio invocar como pruebas de la  belleza de su poema a Batteux o Lering u otros críticos de gusto más  antiguos y más célebres todavía; es bello citarme todas las reglas  establecidas por estos críticos, y hacerme notar que ciertos pasajes que  me desagradan en particular, se conforman perfectamente con las reglas  de la belleza (tales como aquellas que se han dado

 por estos autores como  generalmente reconocidas): yo me tapo los oídos, y no quiero hablar, ni  de principios, ni de razonamientos, y admitiría mucho mejor que estas  reglas de los críticos son falsas, o al menos que no es el caso de  aplicarlas, que dejar determinar mi juicio por pruebas a priori, puesto que  esto debe ser un juicio del gusto, y no un juicio del entendimiento o la  razón.

 

     Parece que esto constituye una de las principales razones que hacen  designar bajo el nombre de gusto esta facultad del juicio estético. En  efecto, se me puede muy bien enumerar todos los ingredientes que entran  en una mezcla, y hacerme ver que cada uno de ellos me es agradable,  asegurándome además con verdad que es muy buena; yo permanezco  sordo a todas estas razones; yo hago el ensayo de esta mezcla sobre mi  lengua y sobre mi paladar, y conforme a él (y no conforme a principios  universales), es como yo formo mi juicio.

 

     En el hecho, el juicio del gusto no toma siempre la forma de un juicio  particular sobre un objeto. El entendimiento puede, al comparar un  objeto, relativamente a la satisfacción que proporciona, con el juicio de  otro sobre los objetos de la misma especie, formar un juicio universal,  como, por ejemplo, esto: todos los tulipanes son bellos. Mas esto no es  entonces un juicio del gusto; es un juicio lógico que hace de la relación  de un objeto con el gusto, el predicado de las cosas de cierta especie en  general. Aquel, por el contrario, en virtud del cual yo declaro bello un  tulipán particular dado, es decir, aquel en que encuentro una satisfacción  universalmente dada, este sólo es un juicio del gusto. Tal es, pues, la  propiedad de este juicio: aunque no tiene más que un valor subjetivo,  reclama el asentimiento de todos, absolutamente como pueden hacer los


 

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juicios objetivos que descansan sobre principios de conocimiento, y  pueden ser arrancados por medio de pruebas.

 

 

 

 

§ XXXIV  No puede haber principio objetivo del gusto

 

 Un principio del gusto sería un principio bajo el cual se podría  subsu

mir el concepto de un objeto, para de esto concluir que este objeto  es bello. Mas esto es absolutamente imposible. Porque el placer debe  referirse inmediatamente a la representación del objeto, y no hay  argumento que pueda persuadirnos a experimentarlo. Aunque los críticos,  como dice Hume, puedan razonar de una manera más especiosa que los  cocineros, la misma suerte les espera. Ellos no deben contar con las  fuerzas de sus pruebas para justificar sus juicios, sino buscar el principio  en la reflexión del sujeto sobre su propio estado (de placer o de pena),  abstracción hecha de todo precepto y de toda regla.

 

 Si, pues, todos los críticos pueden y deben razonar para corregir y  extender nuestros juicios del gusto, esto no es para expresar en una  fórmula universalmente aplicable el motivo de estas especies de juicios  estéticos, porque esto es imposible, sino para estudiar las facultades de  conocer y sus funciones en estos juicios, y para explicar por medio de  ejemplos esta finalidad subjetiva recíproca de la imaginación y el  entendimiento, cuya forma, en una representación dada, constituye (como  lo hemos mostrado) la belleza del objeto de esta representación. Así la  crítica del gusto no es más que subjetiva, relativamente a la  representación, por cuyo medio se nos da un objeto: es decir, que ella es  el arte o la ciencia que reduce a reglas la relación recíproca del  entendimiento, y la imaginación en la representación dada (relación  independiente de toda sensación o de todo concepto anterior), y que, por  consiguiente, determina las condiciones de la conformidad o  desconformidad de estas dos facultades. Es un arte, cuando se limita a  explicar esta relación y estas condiciones por medio de ejemplos; una

ciencia, cuando deriva la posibilidad de esta especie de juicios de la  naturaleza de estas facultades, en tanto que facultades de conocer en  general. Nosotros no vamos a considerarla aquí más que bajo este punto  de vista, como crítica trascendental. Se trata de explicar y justificar el  principio subjetivo del gusto, en tanto que principio a priori del juicio. La  critica, considerada como arte, busca solamente el aplicar a los juicios del  gusto las reglas fisiológicas (aquí psicológicas), por consiguiente  empíricas, conforme a las que el gusto procede realmente (sin pensar en  la posibilidad de estas reglas); critica las producciones de las bellas artes,  del mismo modo que la ciencia critica las facultades de juzgarlas.

 

 

 

 

§ XXXV  El principio del gusto es el principio subjetivo del juicio en  general

 

     Hay cierta diferencia entre el juicio del gusto y el juicio lógico, que  consiste en que este subsume, mientras aquél no, una representación bajo  el concepto de un objeto; si así no fuera, el asentimiento necesario y  universal que reclama un juicio del gusto, podría ser arrancado por medio  de argumentos. Mas hay entre ellos esta semejanza; que los dos implican  universalidad y necesidad; solamente la universalidad y la necesidad del  juicio del gusto, no son determinadas por conceptos de objeto, y por  consiguiente, son simplemente subjetivos. Por lo que, puesto que estos  son los conceptos que constituyen el contenido de un juicio (lo que  pertenece al conocimiento de un objeto), y que el juicio del gusto no  puede ser determinado por conceptos, no se funda más que sobre la  condición formal subjetiva de un juicio en general. La condición  subjetiva de todos los juicios, es la facultad misma de juzgar, o el juicio.  Esta facultad, considerada relativamente a una representación por la cual  un objeto es dado, exige la conformidad de dos facultades  representativas, a saber, la imaginación (para la intuición y el conjunto de  elementos diversos del objeto), y el entendimiento (para el concepto o la  representación de la unidad de este conjunto). Si, pues, el juicio no se


 

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funda sobre un concepto del objeto, no puede consistir más que en la  subsunción de la imaginación misma (en una representación, por lo cual  un objeto es dado), bajo condiciones que permitan al entendimiento en  general, pasar de la intuición a los conceptos. En otros términos, puesto  que la libertad de la imaginación consiste en la facultad que tiene de  esquematizar sin concepto, el juicio del gusto debe descansar únicamente  sobre el sentimiento de la influencia recíproca de la imaginación con su  libertad, y del entendimiento con su conformidad a las leyes, por  consiguiente, sobre un sentimiento que nos hace juzgar el objeto  conforme a la finalidad de la representación (por la cual este objeto es  dado), por el libre juego de la facultad de conocer. El gusto, como juicio  subjetivo, contiene, pues, un principio de subsunción, no de intuiciones  bajo conceptos, sino de la facultad de las intuiciones o de las exhibiciones  (es decir, de la imaginación), bajo la facultad de los conceptos (es decir,  el entendimiento), en tanto que la primera en su libertad, se conforma con  la segunda en su conformidad a las leyes.

 

     Para descubrir la legitimidad de este principio por una deducción de  los juicios del gusto, no podemos tomar por gula más que las propiedades  formales de esta especie de juicios, y por consiguiente, no debemos  considerar aquí más que la forma lógica.

 

 

 

 

§ XXXVI  Del problema de la deducción de los juicios del gusto

 

     A la perfección de un objeto puede hallarse ligado inmediatamente, de  tal modo que forme un juicio de conocimiento, el concepto de un objeto  en general, del que esta perfección contiene los predicados empíricos, y  de este modo se tendrá un juicio de experiencia. Por donde este juicio  tiene su principio en los conceptos a priori, que forma

n la unidad sintética  de los diversos elementos de la intuición, y por medio de los cuales  concebimos estos elementos como determinaciones de un objeto; y estos  conceptos (las categorías), exigen una deducción que hemos sacado en la

crítica de la razón pura, y por la cual hemos podido hallar también la  solución de este problema. ¿Cómo los juicios sintéticos de conocimiento  a priori son posibles? Este problema concierne, pues, a los principios a  priori del entendimiento puro y de sus juicios teóricos.

 

     Mas una percepción puede estar también inmediatamente ligada a un  sentimiento de placer (o de pena); a una satisfacción que acompañe a la  representación del objeto y le tenga en lugar de predicado, y resultara de  esto un juicio estético, que no es un juicio de conocimiento. Cuando este  juicio no es un simple juicio de sensación, sino un juicio formal de  reflexión, que exige de cada uno como necesaria la misma satisfacción,  tiene necesariamente por fundamento algún principio a priori que debe  ser puramente, subjetivo (porque un principio objetivo sería imposible  para esta especie de juicios), pero que necesita, como tal, de una  deducción que explique cómo un juicio estético puede aspirar a la  necesidad. Por donde esto es lo que da lugar a un problema del cual nos  ocuparemos ahora: ¿cómo los juicios del gusto son posibles? Este  problema concierne, pues, a los principios a priori del juicio puro en los  juicios estéticos, es decir, en los juicios en que esta facultad no está  únicamente (como en los juicios teóricos) para subsumir bajo conceptos  objetivos del entendimiento, y en donde, no estando sometida a una ley,  es ella misma, subjetivamente, su objeto y su ley.

 

     Este problema puede ser todavía anunciado de este modo: ¿cómo es  posible un juicio que, conforme al solo sentimiento particular de placer  que refiere a un objeto, e independientemente de los conceptos de este  objeto, pronuncia a priori, es decir, sin necesidad de atender al  asentimiento de otro, que este placer debe hallarse ligado, entre todos los  demás, a la representación del mismo objeto?

 

 Es fácil de ver que los juicios del gusto son sintéticos, puesto que  exceden el concepto y aun la intuición del objeto, y que añaden a esta  intuición como predicado algo que no es del conocimiento, a saber, el  sentimiento de placer (o de pena). Mas aunque este predicado (del placer  particular ligado a la representación) sea empírico, estos juicios son a


 

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priori o aspiran a ser tales, relativamente al asentimiento que exige

n de  cada uno; no hay más que ver las expresiones mismas por las cuales  hacen

 valer su derecho; y así este problema de la crítica del juicio se halla  contenido en el problema general de la filosofía trascendental: cómo los  juicios sintéticos a priori son posibles.

 

 

 

 

§ XXXVII Lo que se afirma propiamente a priori en un juicio del  gusto sobre un objeto

 

     La unión inmediata de la representación de un objeto con un placer, no  puede ser percibida más que interiormente, y si no se quisiera indicar otra  cosa que esto, no se tendría entonces más que un juicio empírico. No  existe, en efecto, representación, a la cual yo pueda ligar a priori un  sentimiento (de placer o de pena), si no es aquella que descansa a priori  sobre un principio racional que determina la voluntad. Aquí el placer (el  sentimiento moral), es una consecuencia del principio, mas no se le puede  comparar al placer del gusto, puesto que aquel supone el concepto  determinado de una ley, mientras que este debe hallarse ligado  inmediatamente con anterioridad a todo concepto, al simple juicio del  gusto. También todos los juicios del gusto son juicios particulares, porque  su predicado, que consiste en la satisfacción, no se halla ligado a un  concepto, sino a una representación empírica particular. No es, pues, el  placer, sino la universalidad de este placer, la que se percibe como ligada  en el espíritu a un simple juicio sobre un objeto, que nos representamos a  priori en un juicio del gusto, como una regla universal para el juicio. Es  por un juicio empírico, como yo percibo y juzgo un objeto con placer.  Mas es por un juicio a priori como yo lo encuentro bello, es decir, como  yo exijo de cada uno como necesaria, la misma satisfacción.

 

 

 

 

§ XXXVIII  Deducción de los juicios del gusto

 

 Si convenimos en que un juicio puro del gusto, la satisfacción  referente al objeto se halla ligada a un simple juicio que hacemos sobre  su forma, no hay en esto otra cosa que la finalidad subjetiva que muestra  esta forma para la facultad de juzgar, y que sentimos ligada en el espíritu  a la representación del objeto. Por donde, como la facultad, considerada  relativamente a las reglas formales del juicio o independientemente de  toda materia (sea sensación, sea concepto), no puede extenderse más que  a las condiciones subjetivas del uso del juicio en general (no aplicándose  a un modo particular de la sensibilidad, ni a un concepto particular del  entendimiento), y por consiguiente, a las condiciones subjetivas que se  pueden suponer en todos los hombres (como necesarias para la  posibilidad del conocimiento en general): la conformidad de una  representación con estas condiciones del juicio, debe poderse admitir a  priori como válida para cada uno. En otros términos, se puede justamente  exigir aquí de cada uno el placer o la finalidad subjetiva de la  representación para las facultades de conocer, en su aplicación a un  objeto sensible en general53.

 

OBSERVACIÓN

 

                                                 

53 Para fundarnos al reclamar el asentimiento universal en favor de una decisión del

juicio estético, que descansa únicamente sobre principios subjetivos, basta que se  conceda: 1.º, que entre todos los hombres, las condiciones subjetivas de la facultad de  juzgar son las mismas, en lo que conviene a la relación de las facultades de conocer, y  que se pongan en actividad con el conocimiento en general, lo que debe ser cierto,  puesto que sin esto los hombres no podrían comunicarse sus representaciones y sus  conocimientos; 2.º, que el juicio en cuestión no mira más que a esta relación (por  consiguiente, a la condición formal de la facultad de juzgar), y que es puro; es decir, que  no se halla mezclado ni con conceptos de objetos, ni con sensaciones. Que si se  desprecia esta segunda condición, se aplicará inexactamente a un caso particular, un  derecho que nos da una ley, mas esto no destruye en manera alguna este derecho en  general. 

 


 

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     Lo que hace esta deducción tan fácil es que no hay que justificar la  realidad objetiva de un concepto; porque la belleza no es concepto de  objeto, ni el juicio del gust

o un juicio de conocimiento. Todo lo que  afirma este juicio, es que estamos

 fundados para suponer universalmente  en todo hombre estas condiciones subjetivas

 de la facultad de juzgar que  hallamos en nosotros, y que hemos subsumido exactamente el objeto  dado bajo estas condiciones. Por lo que, esta subsunción presenta sin  duda inevitables dif

icultades, que no presenta el juicio lógico (porque en  este se subsume bajo conceptos, mientras que en el juicio estético se  subsume bajo una relación que no puede ser más que sentida, es decir,  bajo una relación de la imaginación y del entendimiento, concertándose  entre sí en la representación de la forma de un objeto, y es fácil en esto  hacer una subsunción inexacta); mas esto no quita nada a la legitimidad  del derecho que tiene el juicio de contar con un asentimiento universal, y  que vuelve por sí sólo a declarar el principio universalmente válido. En  cuanto a las dificultades y a las dudas que pueden nacer sobre la exactitud  de la subsunción de un juicio bajo este principio, no hacen más dudosa la  legitimidad misma del derecho que tiene en general el juicio estético de  aspirar a la universalidad, y por consiguiente, el principio mismo de que  una subsunción defectuosa (aunque la cosa sea más rara y más difícil) del  juicio lógico bajo este principio, puede hacer dudoso el mismo, que es  objetivo. Que si se pregunta cómo es posible admitir a priori la naturaleza  como un conjunto de objetos de gusto, este problema se refiere a la  teleología, porque se debía considerar como un fin de la naturaleza,  esencialmente inherente al concepto que tenemos de ella, la producción  de formas finales para nuestro juicio. Mas la exactitud de este aspecto es  todavía muy dudosa, mientras que la realidad de los objetos de la  naturaleza es una cosa de experiencia.

 

 

 

 

§ XXXIX De la propiedad que tiene una sensación de poderse  participar

 

     Cuando la sensación, como elemento real de la percepción, se refiere  al conocimiento, se llama sensación de los sentidos; y no se puede  admitir que su cualidad especifica pueda ser general y uniformemente  participada más que atribuyendo a cada uno un sentido igual al nuestro;  mas es lo que no se puede suponer, respecto de ninguna sensación de los  sentidos. Así, aquel a quien falta el sentido del olfato, no puede participar  la especie de sensación que es propia de este sentido; y aun cuando este  sentido no le faltara, no puedo estar seguro que él recibe de una flor  exactamente la misma sensación que yo. Mas la diferencia entre los  hombres debe ser muy grande todavía, relativamente a lo que puede  haber de agradable o desagradable en la sensación de un mismo objeto de  los sentidos; y yo no puedo exigir que cada uno sienta el placer que yo  recibo de esta especie de objeto. Como el placer de que aquí se trata entra  en el espíritu por los sentidos, y de este modo somos pasivos en él, se  puede llamar placer de posesión.

 

     Por el contrario, la satisfacción que referimos al carácter moral de una  acción, no es un placer de posesión, sino de espontaneidad y de  conformidad con la idea de nuestro destino. Mas este sentimie

nto, que se  llama el sentimiento moral, supone conceptos; no revela una libre  finalidad, sino una finalidad conforme a leyes, y por consiguiente, no  puede ser universalmente participado más que por medio de la razón; y si  el placer puede ser lo mismo para cada uno, es porque los conceptos de la  razón práctica pueden ser perfectamente determinados.

 

 El placer ligado a lo sublime de la naturaleza, como placer de una  contemplación razonante54 aspira también al derecho de ser  universalmente participado; mas él mismo supone ya otro sentimiento, el  de nuestro destino supra-sensible, que, por oscuro que sea, tiene un  fundamento moral. Mas no estamos fundados para suponer que los demás  considerarán este sentimiento, y que hallarán en la contemplación de la  magnitud salvaje de la naturaleza semejante satisfacción (que no tiene  aquí verdaderamente por objeto el aspecto de la naturaleza, porque este

                                                 

54 Vernünftelnden. 

 


 

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aspecto es más bien horroroso). Y sin embargo, considerando que en toda  ocasión favorable se deben tener en cuenta los principios de moralidad,  yo puedo también atribuirá cada uno esta satisfacción, mas solamente por  medio de la ley moral, la cual por su parte se funda en conceptos de la  razón.

 

 Mas el placer de lo bello, ni es un placer de posesión, ni el de una  actividad conforme a leyes, ni el de una contemplación razonante  conforme a ideas, sino un placer de simple reflexión. Sin tener por guía  un fin o un principio, acompaña a la común aprensión de un objeto, tal  como resulta del concurso de la imaginación, en tanto que facultad de  intuición, y del concuso del entendimiento, en tanto que facultad de  conceptos, por medio de cierta aplicación del juicio, que exige la  experiencia más vulgar: solo que mientras que en este último caso el  juicio tiene por objeto llegar a un concepto objetivo empírico, en el  primero (en el juicio estético), no tiene otro objeto que percibir la  concordancia de la representación con la actividad armoniosa de estas dos  facultades de conocer, ejerciéndose con libertad, es decir, sentir con  placer el estado interior ocasionado por la representación. Este placer  debe necesariamente apoyarse en cada uno sobre las mismas condiciones,  puesto que estas son las condiciones subjetivas de la posibilidad de un  conocimiento en general; y el concierto de estas dos facultades de  conocer, que se exige para el gusto, debe exigirse también de una  inteligencia ordinaria y sana, tal que se puede suponer en todos. Por esto  aquel que forma un juicio del gusto (si en todo caso no se engaña  interiormente, y se toma la materia por la forma, el atractivo por la  belleza) puede atribuir a cualquiera otro la finalidad subjetiva, es decir, la  satisfacción que refiere al objeto, y considerar su sentimiento como  debiendo ser universalmente participado, y esto sin el intermedio de los  conceptos.

 

 

 

 

§ XL  Del gusto considerado como una especie de sentido común

 

     Se da muchas veces al juicio, considerando menos su reflexión que su  resultado, el nombre de sentido, y se habla del sentido de la verdad, del  sentido de las conveniencias, del sentido de lo justo, etc. Se sabe muy  bien sin embargo, o al menos se debe saber, que esto no es un sentido en  que estos conceptos pueden tener lugar, que un sentido puede mucho  menos todavía aspirar a reglas universales, y que jamás semejante  representación de la verdal, de la conveniencia, de la belleza o de la  honestidad nos vendría al espíritu

, si no pudiésemos elevarnos por cima  de los sentidos a las facultarles superiores de conocer. La inteligencia  común entendida por la sana inteligencia (que no está todavía cultivada)  es considerada como la menor de las cosas que se pueden esperar de  cualquiera que reivindica el nombre de hombre, tiene también el muy  delicado honor de ser decorada con el nombre de sentido común (sensus  communis), y de tal suerte, que bajo la palabra común, no solamente en el  lenguaje alemán en donde la palabra gemein tiene realmente doble  sentido, sino también en muchos otros, se entiende lo que es vulgar  (vulgare)55, es decir, lo que se encuentra en todas partes, y cuya posesión  no es un mérito o una ventaja.

 

     Mas por sentido común, es necesario entender la idea de un sentido  común a todos56, es decir, una facultad de juzgar, que en su reflexión  considera (a priori) lo que debe ser en los demás el modo de  representación de que se trata, con el fin de comparar en cierto modo su  juicio con toda la razón humana, y de evitar por esto una ilusión que,  haciéndonos tomar por objetivas condiciones particulares y subjetivas,  tendría una funesta influencia sobre el juicio. Luego para esto es  necesario comparar nuestro juicio con el de otros, y más bien todavía con  sus juicios posibles que con sus juicios reales, y suponerse en el puesto de  cada uno de ellos, teniendo cuidado solamente de hacer abstracción de los

                                                 

55 Commun tiene en francés dos sentidos que Kant atribuye aquí a gemein; mas nosotros

tenemos además para espresar uno de estos sentidos, la palabra vulgar cuyo equivalente  falta en la lengua alemana, lo que obliga a Kant a emplear la palabra latina vulgare, de  donde viene la palabra francesa. -J. B.

56 Gemeinsschafetlicheu sinnes.


 

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límites que restringen accidentalmente nuestro propio juicio, es de

cir,  descartando en lo posible lo que constituye la materia o sensación en el  modo de representación, para llevar toda su atención sobre las  propiedades formales de esta representación o de este modo de  representación. Pero esta operación de la reflexión parecerá quizá muy  artificial para que se pueda atribuir alo que se llama el sentido común;  pero no aparece así más que cuando la expresamos con fórmulas  abstractas; nada hay más natural en sí como hacer abstracción de todo  atractivo y de toda emoción, cuando se busca un juicio que pueda servir  de regla universal.

 

     He aquí las máximas de la inteligencia común, que no forman parte  ciertamente de la crítica del gusto, pero que pueden servir de explicación  a sus principios: l.º, pensar por sí mismo; 2.º, pensar en sí, colocándose  en el puesto de otro; 3.º, pensar de manera que se esté siempre de acuerdo  consigo mismo. La primera, es la máxima de un espíritu libre de  prejuicios; la segunda, la de un espíritu extensivo; la tercera, la de un  espíritu consecuente. La tendencia a una razón pasiva, por consiguiente, a  la heteronomía de la razón, se llama prejuicio; y el mayor de todos es  representarse la naturaleza como no hallándose sometida a estas reglas  que el entendimiento le da necesariamente como principio, en virtud de  su propia ley; es decir, la superstición57. La cultura del espíritu58 nos libra  de la superstición como de todos los prejuicios en general; mas la  superstición es el prejuicio por excelencia (en sentido elevado), porque de  la ceguedad en que nos coloca, y que aun nos impone como una ley,

                                                 

57 Es sencillo el ver que la cultura del espíritu es fácil en teris, más lenta y difícil de

obtenerla en hipótesis; porque el no dejar su razón un estado puramente pasivo, y el no

 recibir nada de ninguna ley más que de sí mismo, es completamente fácil para el hombre  que no quiero descartarse de su fin esencial y que no desean saber lo que hay sobre su  entendimiento; mas como es difícil resistir a este deseo, y nunca faltarán hombres que  prometerán con seguridad satisfacerlo, la simple negativa (a la cual se limita la  verdadera cultura del espíritu) debe ser muy difícil el conservarla o establecerla en el  espíritu, principalmente en el espíritu público. 

 

58 Aufklarung. 

 

resulta la necesidad de ser guiados por otros, y por consiguiente, la  pasividad de la razón. En cuanto a la segunda máxima, estamos, además,  acostumbrados a denominar estrecho (limitado, al contrario de  extensivo), a aquel talento que no sirve para cosa alguna grande  (principalmente para algo que exija una gran fuerza de aplicación).

 

     Más aquí no hay cuestión acerca de la facultad del conocimiento; no  se trata más que de la maura de pensar, o de hacer un uso conveniente del  pensamiento; por esto es por lo que un hombre, por débil que sea la  capacid

ad o el grado de desarrollo a que le reduzca la

naturaleza humana,  manifiesta un espíritu extensivo, sabiendo elevarse sobre las condiciones  particulares o subjetivas del juicio (a las cuales tantos otros quedan, por  decirlo así, pegados y complaciéndose en reflexionar sobre su propio  juicio), bajo un punto de vista universal (que no se puede determinar más  que colocando bajo el punto de vista de otro).

 

     La tercera máxima, la que exige que el pensamiento sea consecuente  consigo mismo, es muy difícil de observar, y no se puede llegar a ella  más que por

 medio de la unión de las dos primeras, y en razón del hábito  adquirido por una larga práctica de estas máximas. Se puede decir que la  primera de estas máximas, es la del entendimiento; la segunda, la del  Juicio; la tercera, la de la razón.

 

 Cogiendo la ilación interrumpida por este episodio, diremos que la  expresión del sentido común (sensus communis)59, conviene mejor al  gusto que a la inteligencia común, al juicio estétic

o que al juicio  intelectual, si se quiere entender por la palabra sentido un efecto de la  simple reflexión sobre el espíritu, porque entonces se entiende por  sentido el sentimiento de placer. Aun se podría definir el gusto como la  facultad de juzgar de lo que hace propio para ser universalmente  participado, el sentimiento ligado sin el auxilio de ningún concepto, a una  representación dada.

                                                 

59 Se podría designar el gusto con el nombre de sensus communis aestheticus, y la

inteligencia común con el de sensus communis logicaes. 

 


 

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     La aptitud que tienen los hombres para comunicarse sus pensamientos,  exige también cierta relación de la imaginación y del entendimiento,  conforme a la cual se juntan las intuiciones a los conceptos y estos a las  intuiciones, de manera que formen un conocimiento; mas entonces la  concordancia de estas dos facultades del espíritu tiene un carácter legal;  depende de conceptos determinados. Esto no es más que cuando la  imaginación en libertad despierta al entendimiento, y cuando este, sin el  auxilio de conceptos da la regularidad al juego de la imaginación,  entonces es solamente cuando la representación es participada, no como  pensamiento, sino como sentimiento interior de un estado

de armonía del  espíritu. El gusto es, pues, la facultad de juzgar a priori los sentimientos  ligados a una representación dada, propios para ser participados (sin el  intermedio de un concepto). Si se pudiese admitir que la sola propiedad  que tiene nuestro sentimiento de poder ser universalmente participado,  encierra desde luego un interés para nosotros (que no hay derecho para  deducir de la naturaleza de un juicio puramente reflexivo), se podría  explicar por qué el sentimiento del gusto se atribuye a cada uno, por  decirlo así, como un deber.

 

 

 

 

§ LI  Del interés empírico de lo bello

 

     Hemos demostrado anteriormente, que el juicio del gusto, por el cual  una co

sa se declara bella, no debe tener por motivo ningún interés. Mas  de aquí no se sigue que este juicio una vez formado como juicio estético  puro, no puede llevar ningún interés. En todo caso este enlace no podrá  ser más que indirecto, es decir, que es necesario primero representarse el  gusto como ligado a cualquiera otra cosa, para poder juntar a la  satisfacción que da la simple reflexión sobre un objeto, un placer que se  refiere a la existencia de este objeto (porque en esto consiste todo  interés). En efecto, se puede aplicar aquí al juicio estético lo que se ha  dicho en el juicio de conocimiento (de las cosas en general) a posse ad

esse non valet consequentia. Pero esta otra cosa no puede ser más

 que  alguna cosa empírica, como una

 inclinación propia de la naturaleza  humana, o alguna cosa intelectual, como la propiedad que tiene la  voluntad de poder ser determinada a priori por la razón; dos cosas que  refieren una satisfacción a la existencia de un objeto, y pueden así  comunicar un interés a lo que ha agradado por sí mismo e  independientemente de todo interés.

 

     Empíricamente lo bello no tiene interés más que en la sociedad; y si se  cons

idera como natural en el hombre la inclinación a la sociedad, y la  sociabilidad como una cualidad necesaria del hombre, criatura destinada  a la vida de sociedad, y por consiguiente, como una cualidad inherente a  la humanidad, entonces es imposible no considerar el gusto como una  facultad de juzgar de las cosas cuyo sentimiento se puede ver participado  por los demás, y por consiguiente, como un medio de satisfacer la  inclinación natural de cada uno.

 

 Un hombre relegado en una isla desierta no pensará en adornar su  choza o en adornarse a sí mismo; no se cuidará de buscar flores, todavía  menos de plantarlas para esto; solamente en la sociedad es donde piensa  que es un hombre distinguido en su especie (lo que constituye el principio  de la civilización). Porque así es como juzga el que se muestra inclinado  y apto para comunicar su placer a los demás, y que no recibe contento de  un objeto, si es él solo el que lo experimenta. Además, cada uno espera y  exige de los demás que consideren esta necesidad que pide que el  sentimiento sea universalmente participado, y que parece venir de un  pacto originario dictado por la misma humanidad. De este modo, sin  duda, la sociedad ha dado importancia y un gran interés, primero a las  cosas que no eran más que simples atractivos, como a los colores de que  se componía (el achiote entre los caribes, o el cinabrio entre los  iroqueses), o a las flores, a las conchas, a las plumas de las aves; después  también con el tiempo, a las formas bellas, (por ejemplo, en las canoas,  en los vestidos, etc.), que por sí mismas no procuran ningún goce; hasta  que por último, la civilización llegando a su más alto grado, cultivando la  inclinación a la sociedad, dio a los hombres la ley de no conceder valor a


 

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las sensaciones más que en tanto que puedan ser universalmente  participadas. Desde entonces, aunque el placer que cada uno encuentra en  un objeto sea débil y no tenga por sí mismo un gran interés, sin embargo,  la idea de que puede ser universalmente participado, extiende su valor  hasta lo infinito. Mas este interés indirecto que refiere a lo bello la  inclinación a la sociedad, y que es por consiguiente empírico, no es aquí  de ninguna importancia para nosotros, porque no nos hemos de ocupar  más que de lo que tenga una relación a priori, aunque indirecta, con el  juicio del gusto. En efecto, si pudiéramos descubrir algún interés de esta  naturaleza relacionado con la belleza, el gusto suministraría a nuestra  facultad de juzgar una transición para pasar del goce sensible al  sentimiento moral, y de este modo, no solamente seríamos conducidos a  tratar del gusto, de una manera más conveniente, sino que se obtendría  también un eslabón intermedio en la cadena de las facultades humanas a  priori, de donde debe derivar toda legislación. Todo lo que se puede decir  del interés empírico que se refiere a los objetos del gusto y al gusto  mismo, es que como el gusto sirve a la inclinación, por más cultivada que  sea, este interés se puede confundir con todas las inclinaciones y todas las  pasiones cuyo desenvolvimiento halla en la sociedad toda la variedad de  que son capaces hasta su más alto grado, y que el interés de lo bello,  cuando no tiene otro principio, no puede suministrar más que un paso  dudoso de lo agradable al bien. Mas considerando el gusto en su pureza,  no se puede encontrar en él este paso; es lo que interesa investigar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

§ XLII  Del interés intelectual de lo bello

 

     Es necesario rendir homenaje a las excelentes intenciones de los que,  queriendo referir al fin último de la humanidad, es decir al bien moral,  todas las ocupaciones a que los hombres son llevados por las  disposiciones interiores de su naturaleza

, han considerado como un signo  de un buen carácter moral el mostrar un interés a lo bello en general. Mas  otros les han opuesto, no sin razón, el ejemplo de los talentos del gusto,  que son ordinariamente vanos, fantásticos, entregados a desastrosas  pasiones, y que tendrían quizá menos derecho que nadie a creerse  superiores a los demás, por lo que se refiere a principios morales; y por  consiguiente, parece que el sentimiento de lo bello no es solamente  (como es en efecto), específicamente diferente del sentimiento moral,  sino también que el interés que a él se puede referir, se conforma  difícilmente con el interés moral, y que no existe entre ellos afinidad  interior.

 

     Por lo que, yo concedo voluntariamente que el interés que se refiere a  lo bello del arte (por lo que entiendo también el uso artificial que se  puede hacer de las bellezas de la naturaleza, sirviéndose de ellas como de  adornos, por consiguiente en un objeto de vanidad), no prueba un espíritu  que solamente se refiere o nos lleva al bien moral. Mas yo sostengo  también, que tomarse un interés inmediato por la belleza de la naturaleza  (no solamente tener gusto para juzgar), es siempre el signo de una alma  buena; y que si este interés es habitual y se liga voluntariamente a la  contemplación de la naturaleza, anuncia al menos una disposición de  espíritu, favorable al sentimiento moral. Mas es necesario recordar bien  que yo no hablo propiamente aquí más que de las bellas formas de la  naturaleza, y que coloco accidentalmente los atractivos que ésta junta  ordinariamente con tanta profusión, por la que el interés que a ello se  refiere es ciertamente inmediato, mas sin embargo, empírico.

 

     El que contempla en la soledad (y sin tener por objeto comunicar sus  observaciones a los demás) la belleza de una flor silvestre, de un pájaro,  de un insecto, o de alguna otra cosa semejante, para admirarla y quererla,  y siente no hallar esta cosa en la naturaleza, aunque le proporcionara  algún daño, independientemente de todas las ventajas que de ella pudiera


 

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sacar, aquel refiere a la belleza de la naturaleza, un interés inmediato o  intelectual. No es solamente la producción de la naturaleza lo que le  agrada por su forma, sino también la existencia de esta producción, sin  que ningún atractivo sensible entre en ella o se le refiera fin alguno.

 

 Notemos, que si ocultamente se engañase este amante de lo bello,  plan

tando en la tierra flores artificiales (imitando perfectamente las flores  naturales), o colocando sobre las ramas de los árboles, pájaros  artísticamente formados, y se le descubriese después el artificio, este  interés inmediato que al pronto había tomado por estos objetos,  desaparecería may pronto, y quizá daría el puesto a otro, a un interés de  vanidad, es decir, al deseo de adornar de ellos su cuarto, para presentar  una muestra. Es necesario, que al ver una belleza de la naturaleza,  tengamos el pensamiento de que es la naturaleza misma quien la ha  producido, y solamente sobre este pensamiento es sobre el que se funda  el interés inmediato que nos tomamos. De lo contrario, no habría más que  un simple juicio del gusto despojado de todo interés, o un juicio ligado a  un interés mediato, es decir, a un interés que viene de la sociedad; y esta  última especie de interés no suministra ninguna señal cierta de  disposiciones moralmente buenas.

 

     Esta ventaja que tiene la belleza natural, sobre la belleza artística de  ejercitar sólo un interés inmediato, aunque pueda ser ciertamente  sobrepujada por esta, en cuanto a la forma, esta ventaja concierta con el  espíritu sólido y purificado de todos los hombres que han cultivado su  sentimiento moral. Si un hombre teniendo bastante gusto para apreciar las  producciones de las bellas artes con la mayor exactitud y finura,  abandona sin pesar el cuarto donde brillan estas bellezas que satisfacen la  vanidad, y busca la belleza de la naturaleza para encontrar en ella como  un deleite que sostiene su espíritu en este camino cuyo término jamás se  puede tocar, consideraremos con respeto esta preferencia, y supondremos  a este hombre un alma bella, que no atribuiremos a un inteligente o a un  amante, porque experimente interés por los objetos del arte. ¿Cuál es,  pues, la diferencia de estas apreciaciones tan diversas de las dos especies

de objetos que en el simple juicio del gusto se disputarían a porfía la  superioridad?

 

     Nosotros tenemos una facultad de juzgar puramente estética, es decir,  una facultad de juzgar de las formas sin conceptos, y de hallar en el sólo  juicio que de ellas formamos una satisfacción de la que al mismo tiempo  hacemos una regla para cada uno, sin que este juicio se funde en un  interés ni produzca ninguno. De otro lado, tenemos también una facultad  de juzgar intelectual, que determina por las simples formas, máximas  prácticas (en tanto que son propias para fundar por sí mismas una  legislación univ

ersal), una satisfacción a priori, de la que hacemos una  ley para cada uno, y que no se funde sobre ningun interés, pero produce  uno. El placer es, en el primer juicio, el del gusto; en el segundo, el del  sentimiento moral.

 

     Mas la razón interesa por lo mismo que las ideas (por las cuales ella  produce en el sentimiento moral un interés inmediato) tienen también una  realidad del objeto, es decir, por aquello que la naturaleza revela, al  menos por cualquier traza o cualquier signo, u

n principio que nos  autoriza a admitir una concordancia regular entre sus producciones y la  satisfacción que somos capaces de experimentar independientemente de  todo interés (y que no conocemos a priori como una ley para cada uno,  sin poderlo fundar sobre pruebas). La razón debe, pues, tomarse un  interés en toda manifestación de la naturaleza que realiza semejante  acuerdo; por consiguiente, el espíritu no puede reflexionar sobre la  belleza de la naturaleza, sin hallarse al mismo tiempo interesado en ella.  Pero este interés es moral por asociación; y el que toma interés por la  belleza de la naturaleza, no puede hacerlo más que a condición de haber  sabido unir un gran interés al bien moral. Hay, pues, razón para suponer  al menos buenas disposiciones morales en aquel a quien interesa  inmediatamente la belleza de la naturaleza.

 

     Se dirá que esta interpretación de los juicios estéticos que les supone  una especie de parentesco con el sentimiento moral, parece muy reducida  para que se la pueda considerar como la verdadera explicación del


 

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lenguaje simbólico que la naturaleza nos habla en sus bellas formas. Mas  ahora este interés inmediato que se refiere a lo bello de la naturaleza no  es realmente común; no es propio más que de aquellos, cuyo espíritu ha  sido ya cultivado para lo bello, o es eminentemente propio para recibir  esta cultura; en aquellos, la analogía que existe entre el juicio puro del  gusto (que sin depender de ningún interés, nos hace experimentar una  satisfacción, y la representa al mismo tiempo a priori como conviniendo a  la humanidad en general), y el juic

io moral que llega al mismo resultado  por medio de conceptos, aun sin los auxilios de una reflexión clara, sutil  y premeditada, esta analogía comunica al objeto del primer juicio un  interés inmediato igual al del objeto del segundo: solamente que mientras  aquel es libre, este está fundado sobre leyes objetivas. Añadamos a esto la  admiración de estas bellas producciones de la naturaleza, en donde ésta se  muestra artista, no por efecto de la casualidad, sino como con intención,  siguiendo un orden regular, y nos revelará una finalidad, cuyo objeto no  hallamos en ninguna parte fuera, de suerte que lo buscamos naturalmente  en nosotros mismos, en el objeto final de nuestra existencia, saber, en el  destino moral (la investigación del principio de la posibilidad de esta  finalidad de la naturaleza se presenta en la teleología).

 

     Es fácil mostrar que la satisfacción, referente a las bellas artes, no se  halla ligado a un interés inmediato, como el que se refiere a la bella  naturaleza.

 

     En efecto; o bien una obra de arte es una imitación de la naturaleza,  que llega hasta producir ilusión, y entonces produce el mismo efecto que  una belleza natural (pues que como tal se toma); o bien tiene visiblemente  por objeto el satisfacernos, y entonces la satisfacción que se refiriera a  esta obra, sería en verdad producida inmediatamente por el gusto; mas en  esto no habría otro interés que el que se refiriera inmediatamente a la  causa misma o al principio de esta obra, es decir, a un arte que no puede  interesar más que por su objeto, y nunca por sí mismo. Se dirá quizás que  hay casos en que los objetos de la naturaleza no nos interesan por su  belleza, sino en tanto que les asociamos una idea moral; mas en esto no  son estos objetos mismos los que interesan inmediatamente; es la

cualidad que tiene la naturaleza de ser propia para una asociación de este  género, que le pertenece esencialmente.

 

     Los atractivos que se hallan en la bella naturaleza, y que muchas veces  se hallan, por decirlo así, tan fundidos con las bellas formas, pertenecen o  a las condiciones de la luz (que forman el color) o a las modificaciones  del sonido (que forman los tonos). Estas son allí, en efecto, las solas  sensaciones que no ocasionan únicamente un sentimiento de los sentidos,  sino aun una reflexión sobre la forma de estas modificaciones de los  sentidos, que contiene de este modo como un lenguaje que nos pone en  comunicación con la naturaleza, y parece tener un sentido superior. Así el  color blanco de lis parece disponer al alma a las ideas de inocencia, y si  se sigue el orden de los siete colores desde el rojo al violado, se encuentra  en ellos el símbolo de las ideas: 1.º, de la sublimidad; 2.º, del valor; 3.º,  del candor; 4.º, de la afabilidad; 5.º, de la modestia; 6.º, de la constancia y

7.º, de la ternura. El canto de las aves anuncia la alegría y el contento de  la existencia. Al menos interpretamos así la naturaleza, sea o no este su  fin. Mas este interés que tomamos en efecto por la belleza, no se reduce  más que a la belleza de la naturaleza; desaparece desde que se nota que  somos engañados, y que lo que la excitaba no era más que el arte, hasta  tal punto, que el gusto no puede hallar en esto nada de bello, ni la vista  nada de atractivo. No hay nada que los poetas hayan ensalzado, más que  hayan hallado más delicioso que el canto del ruiseñor que se hace oír en  una selva solitaria durante la calma de una noche de estío, a la dulce  claridad de la luna. Sin embargo, si alguno, queriendo agradar y para  entretener sus convidados los conduce, bajo pretesto de hacerles respirar  el aire de los campos, cerca de un bosque donde no existe ningún cantor  de esta especie, sino donde se ha ocultado un joven revoltoso que sabe  perfectamente imitar el canto de esta ave (con una caña o con un junco),  así que se aperciban el ardid nadie podrá escuchar más este canto que  soñaba momentos antes tan encantador; y lo mismo sucederá con el canto  de las demás aves. No hay más que la naturaleza, o lo que tomamos como  la naturaleza, que pueda hacernos referir a lo bello un interés inmediato;  y esto es verdad con mayor motivo cuando queremos exigir de otros este  interés, como sucede, en efecto, cuando tenemos por groseros y sin


 

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elevación, a estos hombres que no tienen el sentimiento de la bella  naturaleza (porque nombramos así la capacidad que nos hace hallar un  interés en la contemplación de la naturaleza), y que en la mesa no piensan  más que en el goce de los sentidos.

 

 

 

 

§ XLIII  Del arte en general

 

 1. El arte se distingue de la naturaleza como hacer (facere), se  distingue de obrar (agere) y hay entre una producción de la naturaleza, la  diferencia de una obra (opus) a un efecto (effectus).

 

     No se debería aplicar propiamente el nombre de arte más que las cosas  producidas con libertad, es decir, con una voluntad que toma la razón por  principio de sus acciones. En efecto; aunque se quiera llamar obras de  arte las producciones de las abejas (los surcos de cera regularmente  construidos), no se habla así más que por analogía; porque desde que nos  apercibimos que su trabajo no está fundado sobre una reflexión que les  sea propia, se dice que es una producción de su naturaleza (del instinto) y  se aplica el arte a su criador.

 

     Cuando al cavar en un huerto se halla como sucede muchas veces, un  trozo de madera tallada, no se dice que es una producción de la  naturaleza, sino del arte; la causa eficiente de esta producción ha  concebido un fin, al cual debe su forma este objeto. Además, se reconoce  también el arte en todas las cosas que son tales, que su causa, antes de  producirlas, ha debido tener la representación de ellas (como sucede en  las abejas), sin concebirlas sin embargo, como efectos; pero cuando se  nombra simplemente obra de arte, para distinguirla de un efecto de la  naturaleza, se entiende siempre por esto una obra de los hombres.

 

     2. El arte en tanto que habilidad del hombre, se distingue también de  la ciencia como poder, de saber; como la facultad práctica, de la facultad

teórica; como la técnica de la teoría (como por ejemplo, la agricultura de  la geometría). Y así una cosa que se puede hacer, desde que se sabe lo  que se ha de hacer, y se conoce suficientemente el medio que se ha de  emplear para alcanzar el efecto deseado, no es precisamente del arte. No  se debe buscar el arte más que allí donde el conocimiento perfecto de una  cosa no nos da al mismo tiempo la habilidad necesaria para hacerlo.  Camper describe muy exactamente la manera de hacer un buen zapato,  mas seguramente no ha podido hacer un buen zapato, mas seguramente  no ha podido hacer ninguno60.

 

     3. El arte se distingue también del oficio; el primero se llama liberal;  el segundo puede llamarse mercenario. No se considera el arte más que  como un juego, es decir, como una ocupación agradable por sí misma, y  no se le atribuye otro fin; mas el oficio se mira como un trabajo

, es decir,  tomo una ocupación desagradable por sí misma (penosa), que no atrae  más que por el resultado que promete (por ejemplo, por el aliciente de la  ganancia), y que por consiguiente, encierra una especie de violencia. ¿Se  debe colocar en la jerarquía de las profesiones el relojero entre los  artistas, y los herreros, al contrario, entre los artesanos? Para contestar  esta pregunta es necesario otro

 medio de apreciación que el que hemos  tomado aquí; es decir, que es necesario considerar la proporción del  talento que se exige en una y otra profesión. Además, en lo que se llama  las siete artes liberales, ¿no hay algunas que debemos referir a la ciencia,  y otras que debemos acercar al oficio? Es una cuestión, pues, de la que yo  no quiero hablar aquí. Mas lo que hay de cierto, es que en todas las artes  hay algo de fuerza, o como se dice, un mecanismo, sin el cual el espíritu,  que debe hallarse libre en el arte, y que sólo anima la obra, no podría  tomar cuerpo, y se evaporaría todo entero (por ejemplo, en la poesía, la  corrección y la riqueza del lenguaje, así como la prosodia y la medida).

                                                 

60 .       En mi país, un hombre del pueblo a quien se propone un problema como el del

huevo de Colón, dice que esto no es del arte sino de la ciencia: lo que quiere decir que  cuando se sabe la cosa, se puede la misma: y habla de la misma manera del pretendido  arte del prestidigitador. No dudará, por el contrario, en llamar arte la destreza del  bailarín en la cuerda. 

 


 

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Es bueno hacer esta observación en un tiempo en que ciertos pedagogos  creen hacer el mayor servicio a las artes liberales, descartando de estas  toda especie de violencia, y cambiando el trabajo en puro juego.

 

 

§ XLIV  De las bellas artes

 

     No hay ciencia de lo bello, sino solamente una crítica de lo bello; del  mismo modo que no hay bellas ciencias, sino solamente bellas artes. En  efecto; e

n primer lugar; si hubiera una ciencia de lo bello, se decidiría  científicamente, es decir, por medio de argumentos, si una cosa debe ser  o no tenida por bella, y entonces el juicio sobre la belleza, entrando en la  esfera de la ciencia, no sería un juicio del gusto. Y, en segundo lugar, una  ciencia que, como tal, debe ser bella, es un contrasentido. Porque si se le  pregunta a título de ciencia, por principios o por pruebas, se nos  contestaría por medio de buenas palabras61. Lo que ha dado lugar sin  duda a la expresión usada de bellas ciencias, es que se ha observado muy  bien que las bellas artes, para alcanzar toda su perfección, exigen mucha  ciencia, por ejemplo, el conocimiento de lenguas antiguas, la asidua  lectura de autores considerados como clásicos, la historia, el  conocimiento de antigüedades, etc.; y es porque estas ciencias históricas  deben necesariamente servir de preparación o de fundamento a las bellas  artes, y también porque se ha comprendido en ellas el conocimiento  mismo de las bellas artes (de la elocuencia y de la poesía) y por una  especie de trasposición se han llamado a las mismas bellas ciencias.

 

 Cuando el arte, conformándose con el conocimiento de un objeto  posible, se limita a hacer para realizarlo todo lo que es necesario, es  mecánico; pero si se tiene por fin inmediato el sentimiento del placer, es  estético. El arte estético comprende las artes agradables y las bellas artes,  según que tiene por objeto el asociar el placer a las representaciones, en  tanto que simples sensaciones, o en tanto que especies de conocimiento.

 

     Las artes agradables son las que no tienen otro fin que el goce; tales  son todos estos atractivos que pueden encantar a una reunión en la mesa,

como relatar de una manera agradable, empeñar o interesar la reunión en  una conversación llena de abandono y vivacidad, elevarla por el chiste y  la risa a un cierto tono de gracia, en el que en cierto modo se puede decir  todo lo que se quiera, y en donde nadie quiere tener que responder de lo  que ha dicho, puesto que no se piensa más que en alimentar el  entretenimiento del momento, y no en suministrar una materia fija a la  reflexión y a la discusión. (Es necesario referir a esta especie de artes el  del servicio de la mesa, y aun la música que se emplea en las grandes  comidas, que no tiene otro objeto que entretener los espíritus por medio  de sonidos agradables en el tono de la gracia, y que permite a los vecinos  conversar libremente entre sí, sin que nadie ponga la menor atención en  la composición de esta música.) Colocaremos también en la misma clase  todos los juegos que no ofrecen otro interés que un pasatiempo.

 

     Las bellas artes, por el contrario, son especies de representaciones, que  tienen su fin en sí mismas, y que sin otro objeto, favorecen sin embargo,  la cultura de las facultades del espíritu en su relación con la vida social.

 

 La propiedad que tiene un placer de poder ser universalmente  participada, supone que aquél no es un placer del goce, derivado de la  pura sensación, sino de la reflexión; y así las artes estéticas, en tanto que  bellas artes, tienen por regla el juicio reflexivo, y no la sensación.

 

 

 

 

§ XLV  Las bellas artes deben hacer el efecto que la naturaleza

 

     Ante una producción de las bellas artes, es necesario que tengamos la  conciencia de que es una producción del arte, y no de la naturaleza, pero  también es necesario que la finalidad de la forma de esta producción  aparezca tan independientemente de toda violencia de reglas arbitrarias,  como si fuera simplemente una producción de la naturaleza. Sobre este  sentimiento del libre, pero armonioso juego de nuestras facultades de  conocer, es sobre el que descansa este placer, que sólo puede ser


 

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universalmente participado, sin que por esto se apoye sobre conceptos.  Hemos visto que la naturaleza es bella cuando hace el efecto del arte; el  arte a su vez no puede llamarse bello más que cuando, aunque, tengamos  conciencia de que es arte, nos haga el efecto de la naturaleza.

 

     Que se trate de la naturaleza o del arte, podemos decir generalmente  que es bello aquello que agrada únicamente en el juicio que formamos de  ello (no en la sensación, ni por medio de un concepto). Por lo que, el arte  tiene siempre un designio determinado de producir alguna cosa. Mas si  no se tratase más que de una simple sensación (alguna cosa puramente  subjetiva), que debiera estar acompañada de placer, esta producción no  agradaría en el juicio más que por medio de una sensación de los  sentidos. De otro lado, si el designio concierne a un objeto determinado,  el objeto producido por el arte no agradará más que por medio de  conceptos. En los dos casos, el arte no agrada únicamente en el juicio, es  decir, no agradaría como bello, sino como mecánico.

 

     Así una finalidad de una producción en las bellas artes, aunque tenga  un designio, no debe dejarlo aparecer, es decir, que las bellas artes deben  hacer el efecto de la naturaleza, aunque se tenga conciencia de que son  artes. Por lo que una producción del arte hace el efecto de la naturaleza,  cuando se halla que las reglas, conforme a las cuales únicamente esta  producción puede ser lo que debe ser, han sido exactamente observadas,  pero que no deja aparecer el esfuerzo, que no descubre la forma de la  escuela, y no recuerda en cierto modo que la regla estaba en los ojos del  artista, y que encadenaba las facultades de su espíritu.

 

 

 

 

§ XLVI  Las bellas artes son artes del genio

 

     El genio es el talento (don natural) que da al arte su regla. Como el  talento o el poder creador que posee el artista es innato, y pertenece por

tanto a la naturaleza, se podría decir también que el genio es la cualidad  innata del espíritu (ingenium), por la cual la naturaleza da la regla al arte.

 

 Sea lo que fuere de esta definición, ya sea arbitraria, ya sea o no  conforme al concepto que asociamospor costumbre a la palabra genio (lo  que examinaremos en el párrafo siguiente), siempre se puede probar de  antemano, que, conforme al sentido aquí adoptado, las bellas artes deben  ser consideradas necesariamente como artes del genio.

 

 En efecto; todo arte supone reglas, por cuyo medio es representada  como posible una producción artística. Mas el concepto de las bellas artes  no permite que el juicio formado sobre la belleza de sus producciones,  sea derivado de regla alguna que tenga por principio un concepto, y que,  por consiguiente, nos muestre cómo es posible la cosa. Así las bellas artes  no pueden

 hallar por sí mismas la regla que deben seguir en sus  producciones. Por lo que, como sin regla anterior una producción no  puede recibir el nombre de arte, es necesario que la naturaleza de al arte  la regla en el sujeto (y esto por la armonía de sus facultades), es decir que  las bellas artes no son posibles más que como producciones del genio.

 

     Es fácil, sin embargo, comprender lo que sigue:

 

     1.º El genio es el talento de producir aquello de que no se puede dar  una regla determinada, y no la habilidad que se puede mostrar, haciendo  lo que se puede aprender, según una regla; por consiguiente, la  originalidad es su primera cualidad. 2.º Como en esto puede haber  originales extravagantes, sus producciones deben ser modelos, deben ser  ejemplares, y por consiguiente, originales por sí mismas; deben poderse  ofrecer a la imitación, es decir, servir de medida o de regla de  apreciación. 3.º No puede por sí mismo describir a mostrar  científicamente cómo ejecuta sus producciones, pero da la regla para una  inspiración de la naturaleza, y de este modo el autor de una producción,  siendo deudor a su genio, no sabe él mismo cómo se hallan en él las  ideas; no está en su poder formar otras semejantes gradual y  metódicamente, y comunicar a los demás preceptos que les pongan en


 

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condiciones de poder ejecutar semejantes producciones. (Por esto es sin

  duda por lo que la palabra genio se ha sacado de la latina genius, que  significa el espíritu propio particular, que ha sido concedido a un hombre  al nacer, que le protege, le dirige y le inspira ideas originales.)

 

4.º La naturaleza no da por medio del genio reglas a la ciencia, sino al  arte, y aún no se debe aplicar esto más que a las bellas artes.

 

 

 

 

§ XLVII  Explicación y confirmación de la anterior definición del  genio

 

 Todos están conformes en reconocer que el genio es en un todo  opuesto al espíritu de imitación. Por lo que, como aprender, no es otra  cosa que imitar, la mayor capacidad, la mayor facilidad para aprender, no  puede como tal, pasar por propia del genero. Mucho más, para llamarse  genio, no basta pensar y meditar, por sí mismo, y no limitarse a lo que  otros han pensado, ni aun basta hacer descubrimientos en el arte y en la  ciencia, y ser lo

 que se llama una gran cabeza (por oposición a estos  espíritus, que no saben más que aprender o imitar a que se llama  papagayos)62; es que esto que se halla de este modo, se hubiera podido  aprender, lo que se alcanza por medio de reglas, y siguiendo el camino de  la especulación y la reflexión, y esto no se distingue de lo que se puede  aprender por el estudio y la imitación. Así, todo lo que Newton ha  expuesto en su inmortal obra de los principios de la filosofía natural, por  gran talento que haya necesitado para hallar tales cosas, se puede  aprender; pero no se puede aprender a componer bellos versos, por más  detallados que sean los preceptos de la poesía, y por más excelentes que  sean los modelos. La razón de esto es que Newton podía, no solamente  para sí mismo, sino para todos, hacer, por decirlo así, visibles, y marcar  para sus sucesores todos los pasos que él tuvo que dar desde los primeros  elementos de la geometría, hasta los más grandes y profundos  descubrimientos, mientras que un Homero o un Wieland no pueden

mostrar cómo sus ideas tan ricas para la imaginación, y al mismo tiempo  tan llenas para el pensamiento, han podido caer y concertarse en su  cabeza, porque ellos no lo sabían por sí mismos, y no podían hacerlo  aprender a los demás. El mayor inventor, tratándose de la ciencia, no  difiere más que en el grado del más laborioso imitador; mas difiere  específicamente del que la naturaleza ha producido para las bellas artes.  Esto no es que queramos rebajar aquí los grandes hombres, a los cuales,  el genio humano debe tanto reconocimiento, ante los favores de los que la  naturaleza llama artistas. Como los primeros, son destinados por su  talento a concurrir al perfeccionamiento progresivo y creciente de los  conocimientos y de todas las ventajas que de estos dependen; así como a  la instrucción del género humano, tienen en esto una gran superioridad  sobre aquellos. En efecto; el arte no es como la ciencia; se reduce en  cierta parte, porque tiene límites que no puede pasar, y estos límites han  sido sin duda alcanzados después de mucho tiempo, y no pueden evitarse;  además la habilidad que hace el genio del artista no se puede comunicar,  la recibe inmediatamente de mano de la naturaleza, y muere con él, hasta  que la naturaleza produce otra tan felizmente concebida, y que no tiene  necesidad más que de un ejemplo para ejercer a su vez su talento.

 

 Si la regla del arte (de las bellas artes) es un don natural, ¿de qu

é  especie es, pues, esta regla? Ella no puede reducirse a fórmula y servir de  precepto, porque de otro modo el juicio sobre lo bello podría ser  determinado conforme a conceptos; mas es necesario abstraerla del  efecto, es decir, de la producción, sobre que puedan otros ensayar su  propio talento, sirviéndose de ella como de un modelo que imitar, y no  que copiar. ¿Cómo es esto posible? Es difícil de explicar. Las ideas del  artista excitan ideas semejantes en su discípulo, si la naturaleza le ha  dotado de las mismas facultades y en la misma proporción. Los modelos  de las bellas artes son, pues, los solos medios que pueden trasmitir el arte  a la posteridad; simples descripciones no podrían tener el mismo  resultado, principalmente en relación a la palabra, y en esta especie de  artes no se tienen por clásicos más que los modelos tomados de las  lenguas antiguas, y derivados de las lenguas sabias.

 


 

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 Aunque existe una gran diferencia entre las artes mecánicas y las  bellas artes, no exigiendo las primeras otra cosa que aplicación y estudio,  pidiendo las otras genio todas las bellas artes, sin excepción, encierran  algo de mecánico, que se puede comprender y seguir por medio de reglas,  y suponen, por consiguiente, como condición esencial, algo en ellas que  tienen de escuela. Porque nos proponemos un fin o de lo contrario no  habría producción del arte, sino por casualidad. Por lo que, para poner en  ejecución lo que nos proponemos hacer, son necesarias reglas  determinadas, a las cuales no nos podemos sustrae

r. Mas como la  originalidad del talento es uno de los caracteres esenciales (no digo el  único) del genio, se ven pobres espíritus que creen mostrar un genio  distinguido, separándose de la violencia de las reglas, y se imaginan que  se hace mejor figura sobre un caballo fogoso que sobre un caballo  domado. El genio se limita a suministrar una rica materia a las  producciones de las bellas artes; para trabajar esta materia y darle una  forma, es necesario un talento formado por la escuela y capaz de hacer de  aquello un uso que pueda aprobar el Juicio. Mas es algo ridículo que un  hombre hable y resuelva como un genio en las cosas que exigen de parte  de la razón las más laboriosas investigaciones; y yo no sé cual se presta  más a la risa, el charlatán que extiende a su alrededor una gran humareda  en donde no se pueden distinguir claramente los objetos, pero donde se  imagina de ellos tanto más, o el público que cree sencillamente, que si no  se puede discernir y comprender claramente la mejor parte de lo que se le  presenta, es que le ofrecen en abundancia nuevas verdades, mientras que  trata de chapuces todo trabajo, detallado (que establece justas  definiciones y emprende un examen metódico de los principios).

 

 

 

§ XLVIII  De la relación del genio con el gusto

 

     Para juzgar de los objetos bellos como tales, es necesario gusto; pero  en las bellas artes, es decir, para producir cosas bellas, o es necesario  genio.

 

     Si se considera el genio como un talento para las bellas artes (que es la  significación propia de la palabra), y bajo este punto de vista se le  quisiera descomponer en las facultades que en él deben concurrir, es  necesario determinar primeramente de una manera exacta, la diferencia  que existe entre la belleza natural, cuya apreciación no exige más que  gusto, y la belleza artística, cuya posibilidad (que es necesario también  tener en cuenta en la apreciación de un objeto de arte) exige genio.

 

     Una belleza natural es una cosa bella; la belleza artística es una bella  representación de una cosa.

 

     Para juzgar una belleza natural como tal, no tengo necesidad de tener  previamente un concepto de lo que debe ser la cosa, es decir, no tengo  necesidad de conocer su finalidad material (el fin), sino basta que la  forma so

la de esta como independiente de todo conocimiento de su fin,  me agrade por sí misma en el juicio. Mas si el objeto es dado por una  producción del arte y se le ha de declarar bello como tal, el arte  suponiendo siempre un fin en su causa (y en la causalidad de esta), debe  al pronto apoyarse sobre un concepto de lo que debe ser la cosa; y como  la concordancia de los diversos elementos de una cosa con su destino  ulterior o su fin, constituye la perfección de esta cosa, se sigue que en la  apreciación de la belleza artística, la perfección debe también tomarse en  consideración, lo que no tiene lugar en la apreciación de una belleza  natural (en tanto que sea tal). Es verdad, que para juzgar de la belleza de  los objetos de la naturaleza, particularmente de los seres animados, como  por ejemplo, el hombre o el caballo, tomamos generalmente en  consideración la finalidad objetiva de estos seres, mas entonces nuestro  juicio no es un juicio puro, estético, es decir, un simple juicio del gusto;  nosotros no juzgamos la naturaleza como haciendo el efecto del arte, sino  como siendo un arte (aunque sobrehumano), y el juicio teleológico es  aquí para el juicio estético un principio y una condición, que este debe  tener en cuenta. En semejante caso, cuando por ejemplo se dice «es una  bella mujer», no se piensa en el hecho otra cosa, sino que la naturaleza  representa en esta forma los fines que se propone en el cuerpo de la  mujer; porque además de la simple forma es necesario todavía que haya


 

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relación a un concepto, de suerte que el juicio formado sobre el objeto es  un juicio estético y lógico a la vez.

 

     Las bellas artes tienen esta ventaja; que hacen bellas las cosas que en  la naturaleza serían odiosas y desagradables63. Las fiebres, las demás  enfermedades, los reveses en la guerra y todos los desastres de este  género, pueden describirse y aun representarse por la pintura y venir a ser  bellezas. No hay más que una especie de cosas odiosas que no se pueden  representar conforme a la naturaleza, sin destruir toda satisfacción  estética y por consiguiente la belleza artística; estas son las que excitan el  disgusto. En efecto; como en esta singular sensación que no descansa más  que sobre la imaginación, rechazamos con fuerza un objeto que sin  embargo, se nos ofrece como un objeto de placer, no distinguimos en  nuestra sensación la representación artística del objeto de la naturaleza de  este objeto mismo, y entonces nos es imposible hallar bella esta  representación. También la escultura, en donde parece confundirse el arte  con la naturaleza, tiene en entredicho la representación inmediata de los  objetos odiosos, y no permite, por ejemplo, representar la muerte (de la  que hace un bello genio), o el espíritu belicoso (del que hace a Marte),  mas que por medio de una alegoría o de atributos que hacen un buen  efecto, y por consiguiente, de una manera indirecta que llama la reflexión  de la razón, y no se reduce solamente al juicio estético.

 

 He aquí, pues, la bella representación de un objeto, la cual no es  propiamente más que la forma de la exhibición de un concepto que por  esto se comunica universalmente. Mas para dar cierta forma a las  producciones de las bellas artes, no se necesita más que gusto; con el  gusto, con un gusto ejercitado y corregido por numerosos ejemplos  sacados de la naturaleza o del arte, es como el artista aprecia su obra, y  después de muchos ensayos, muchas veces penosos, halla por último una  forma que le satisface. Esta forma no es, pues, como una cosa de  inspiración, o el efecto del libre vuelo de las facultades del espíritu, sino  el resultado de largos y penosos esfuerzos, por los cuales el artista busca  siempre el hacer lo más conforme a un pensamiento, conservando  siempre la libertad del juego de sus facultades. Pero el gusto no es más

que una facultad de juzgar; ésta no es un poder creador; y lo que le  conviene no es por esta razón una obra de bellas artes; esta puede ser una  producción que pertenezca a las artes útiles y mecánicas, y aun a la  ciencia, y ser el efecto de reglas determinadas que se pueden aprender o  que se deben seguir con exactitud. En este caso la forma que da a su obra  no es más que un medio que se emplea para recomendarla y extenderla,  haciéndola capaz de agradar, y aunque ligada a un fin determinado,  permite cierta libertad. Así se quiere que un servicio de mesa, que un  tratado de moral, y aun que un discurso tengan la forma de las bellas  artes, pero sin que aparezca como buscado, y por esto no se dice que son  obras de las bellas artes. Un poema, un trozo música, una galería de  cuadros, etc., he aquí lo que se atribuye a las bellas artes; y en una obra  dada como perteneciente a las bellas artes, se puede muchas veces hallar  el genio sin gusto, o el gusto sin genio.

 

 

 

§ XLIX  De las facultades del espíritu que constituyen el genio

 

 Se dice de ciertas producciones que se deben poder considerar, en  parte al menos, como obras de las bellas artes, que no tienen alma64,  aunque, bajo el respecto del gusto, no haya en ellas nada que reprender.  Un poema puede ser muy claro, muy elegante, más no tener alma. Una  historia es exacta y bien ordenada, mas le falta el alma. Un discurso  solemne es sólido y al mismo tiempo adornado, pero sin alma. Muchas  conversaciones no dejan de tener interés, pero no tienen alma. Se dice de  una mujer que es linda, agradable en la conversación, graciosa, mas sin  alma. ¿Qué es lo que se entiende aquí por alma? El alma en el sentido  estético es el principio vivificante del espíritu. Mas lo que sirve a este  principio para animar el espíritu, la materia que emplea en su fin, es lo  que da un feliz vuelo a las facultades del espíritu, es decir, lo que las pone  en juego, de tal suerte que este juego se entretiene en sí y fortifica aun las  facultades que en él se ejercitan.

 


 

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 Por lo que yo sostengo que este principio no es otra cosa qu

e la  facultad de exhibición de ideas estéticas; y por idea estética entiendo una  representación de la imaginación, que da ocasión a muchos  pensamientos, sin que ninguno sea determinado, es decir, sin que ningún  concepto le pueda ser adecuado, y que por consiguiente, ninguna palabra  puede perfectamente expresarla ni hacerla comprender. Se ve fácilmente  que es la dependiente de una idea racional y que, por el contrario, es un  concepto al cual no se puede hallar intuición (representación de la  imaginación) adecuada.

 

     La imaginación (como facultad de conocer productiva), tiene un gran  poder creador, como otra naturaleza, con la materia que le suministra la  naturaleza real. Ella sabe encantarnos allá donde la experiencia nos  parece muy trivial; transforma esta sintiendo siempre las leyes de  analogía, mas también conforme a principios que tienen un más alto  origen, que tienen su fuente en la razón (y que son tan naturales para  nosotros como aquellos conforme a los que recibe el entendimiento la  naturaleza empírica); y en esto nos sentimos independientes de la ley de  asociación (la cual es inherente al uso empírico de la imaginación),  porque si es en virtud de esta ley como nosotros sacamos de la naturaleza  la materia que necesitamos, la aplicamos a un uso superior y que excede  la naturaleza.

 

 Se puede dar el nombre de ideas a las representaciones de la  imaginación; porque de una parte ellas tienden al menos a algo que se  halla más allá de los límites de la experiencia, y buscan de este modo  aproximarse a la exhibición de los conceptos de la razón (de las ideas  intelectuales), lo que les da una apariencia de realidad objetiva; y de otra  parte, lo que es el principal motivo, no se puede tener concepto adecuado  de estas representaciones, en tanto que

 intuiciones internas. El poeta  ensaya hacer sensibles65 las ideas de seres invisibles, el reino de los  bienaventurados, el infierno, la eternidad, la creación, etc.; o más todavía,  tomando las cosas de que la experiencia les da ejemplo, como la muerte,  la envidia y todos los vicios, el amor, la gloria, etc., y trasportándolos  más allá de la experiencia, su imaginación, que rivaliza con su razón en la

prosecución de un máximun, las representa a los sentidos con una  perfección de que la naturaleza no ofrece ejemplos. Aun en la poesía es  donde la facultad de las ideas estéticas puede revelar todo su poder. Mas  esta facultad, considerada en sí misma, no es propiamente más que un  talento (de la imaginación).

 

     Si se coloca bajo un concepto una representación de la imaginación,  que entre en la exhibición de este concepto, más que por sí mismo  despierta el pensamiento, sin poder reducirse a un concepto determinado,  y extiende de este modo estéticamente el concepto mismo de una manera  indeterminada, la imaginación es entonces creadora y pone en  movimiento la facultad de las ideas intelectuales (la razón), de manera  que se extienda el pensamiento formado con ocasión de una  representación (lo que es ciertamente propio del concepto del objeto),  mucho más allá de lo que se puede percibir y discernir claramente.

 

     Estas formas que no constituyen la exhibición de un concepto dado,  sino que expresan solamente, en tanto que representaciones secundarias  de la imaginación, las consecuencias que a ellas son inherentes, y la  afinidad de este concepto con otro, se llaman atributos (estéticos) de un  objeto, cuyos conceptos, en tanto que idea racional, no pueden hallar  exhibición adecuada. Así el águila que tiene la fuerza en sus u

ñas, es un  atributo del poderoso rey de los cielos, y el pavo real un atributo de su  magnífica esposa. Estos no representan como los atributos lógicos, lo que  contienen nuestros conceptos de la sublimidad y de la majestad de la  creación, sino alguna otra cosa en que la imaginación halla ocasión de  ejercitarse sobre una multitud de representaciones análogas, que hacen  pensar más allá de lo que se puede expresar en un concepto determinado  por palabras, y suministran una idea estética que reemplaza por la idea  racional, la exhibición lógica que anima verdaderamente el espíritu,  abriéndole una perspectiva sobre un campo inmenso de representaciones  análogas. Las bellas artes no proceden de este modo solamente en la  pintura, en la escultura (en donde los atributos son ordinariamente  empleados), sino que la poesía y la elocuencia deben el alma que vivifica  sus obras a los atributos estéticos de los objetos que acompañan los


 

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atributos lógicos, y que dan el vuelo a la imaginación, y nos hacen  pensar, aunque de una manera confusa, mucho más de lo que puede  comprender un concepto, o hacer una expresión determinada. Me limitaré  para ser breve, a un pequeño número de ejemplos.

 

     Cuando el gran Federico, en una de sus poesías, se expresa así66:

 

     Sí, finarán sin turbación y morirán sin pena- Dejando el universo lleno  de nuestros beneficios.- Así el astro del día al fin de su carrera,- Extiende  sobre el horizonte una apacible luz- Y los últimos rayos que lanza sobre  el aire- Son los últimos suspiros que al universo da.

 

     Vivifica esta idea, que la razón le suministra, con un alma cosmopolita  hasta el fin de la vida, por un atributo que asocia a la imaginación  (evocando el recuerdo de todo lo que hay de delicioso en una noche  serena, sucediendo a un día bello de verano), y despierta una multitud

 de  sensaciones y de representaciones secundarias, para las cuales no se  encuentra expresión. Recíprocamente, un concepto intelectual puede  servir de atributo a una representación de los sentidos, y animarlo por  medio de una idea supra-sensible; mas no se aplica a este uso sino un  elemento estético, subjetivamente inherente a la conciencia de lo supra- sensible. Así, por ejemplo, un poeta67 dice en la descripción de una bella  mañana: «La luz del sol resplandecía como resplandece la calma en el  seno de la virtud.» La conciencia de la virtud, cuando uno se pone con el  pensamiento en lugar de un hombre virtuoso, extiende en el espíritu una  multitud de sentimientos sublimes y tranquilos, y nos abre una  perspectiva sin límites sobre un porvenir de dichas, que no puede mostrar  perfectamente ninguna expresión determinada68.

 

 En una palabra, la idea estética es una representación de la  imaginación asociada a un concepto dado, y ligada a una variedad tal de  representaciones parciales, libremente puestas en juego, que no se puede  hallar expresión que las designe en un concepto determinado; una  representación, por consiguiente, que añade muchos inefables

pensamientos cuyo sentimiento anima las facultades de conocer, y  vivifica la letra por medio del alma.

 

     Las facultades del espíritu, cuya unión (en cierto respecto) constituye  el genio, son, pues, la imaginación y el entendimiento. Mas en tanto que  la imaginación, aplicada al conocimiento, quita la violencia del  entendimiento y se halla sometida a la condición de apropiarse al  concepto que suministra, bajo el punto de vista estético, por el contrario,  es libre. Además, su acuerdo con un concepto suministra  espontáneamente al entendimiento materia rica y no desenvuelta, en la  cual éste no soñaba en su concepto, sino que la emplea menos  objetivamente, en vista del conocimiento, que subjetivamente, puesto que  ella anima las facultades de conocer, y por consiguiente, se aplica  también, aunque indirectamente a los conocimientos. De donde se sigue,  que el genio consiste propiamente en una feliz relación de la imaginación  y el entendimiento, que ninguna ciencia nos puede enseñar, ninguna  aplicación nos puede dar, por la cual asociamos las ideas a un concepto  dado, y hallamos de otro lado la expresión propia para comunicar a otros  la disposición del espíritu que de esto resulta, que es como el  acompañamiento de este concepto.

 

     A este último talento es a lo que se da el nombre de alma; porque para  expresar lo que hay de inefable en la disposición del espíritu, en que nos  coloca una representación determinada, y hacerlo propio para ser  universalmente participado, ya la expresión sea por medio del lenguaje,  ya por medio de la pintura, ya por las artes de adorno, se necesita una  facultad que reciba, por decirlo así, de paso, el juego rápido de la  imaginación, y que lo una a un concepto que se pueda participar, sin que  haya en esto violencia por las reglas (un concepto que es por esto mismo  original, y nos descubre una nueva regla que no ha podido ser sacada de  ningún principio ni de ninguna regla anterior.)

 

 

*   *   *

 


 

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 Si a pesar de esto, después de este análisis, volvemos sobre la  definición que anteriormente hemos dado del genio, hallamos: 1.º, que es  un talento para el arte, y no para la ciencia, y que deben presidir en sus  operaciones reglas claramente establecidas; 2.º, que como talento artístico  supone un concepto determinado de su obra como de su objeto, y por  consiguiente, el entendimiento; pero también una representación (aunque  indeterminada) de la materia, es decir, de la intuición propia de la  exhibición de este concepto, y por tanto, una relación de la imaginación  al entendimiento; 3.º, que se revela menos alcanzando su fin en la  exhibición de un concepto determinado, que presentando o expresando  ideas estéticas, que suministran un rico material para este mismo fin, y  por consiguiente, presentando la imaginación libre de la violencia de las  reglas, pero conforme al mismo tiempo con la exhibición del concepto  dado; 4.º, que por último, la finalidad subjetiva, que se revela  espontáneamente en el libre concierto de la imaginación con la legalidad  del entendimiento, supone tal proporción y tal disposición en estas  facultades, que no se puede llegar a ellas por la observancia de las reglas  o de la ciencia, o por una imitación mecánica, sino que solo la naturaleza  del sujeto puede producirla.

 

 De todo esto resulta que el genio es la originalidad ejemplar del  talen

to natural que revela un sujeto en el libre ejercicio de sus facultades  de conocer. De esta manera la obra de un genio (considerada en lo que  pertenece realmente a

l mismo, y no

 en lo del estudio o de la escuela) es  para otro genio un ejemplo, no para imitarlo (porque el genio de una  obra, lo que constituye el alma, desaparece en la imitación) sino para  seguirlo: ella despierta en el último el sentimiento de su propia  originalidad, le excita a ejercer por sí mismo su independencia, y así es  como el talento, llegando a ser un modelo, da al arte una nueva regla.  Pero como este favor de la naturaleza que se llama genio es un raro  fenómeno, su ejemplo produce entre los hombres de mérito una escuela,  en donde se les enseña o donde se siguen metódicamente, las reglas que  se pueden sacar de las obras del mismo, y por esto las bellas artes no son  más que imitación, de la cual la naturaleza ha dado la regla por medio del  genio.

 

     Mas esta imitación viene a ser una monería69, cuando el discípulo lo  imita todo hasta las cosas, que el genio no ha dejado pasar, a pesar de su  defectuosidad, sino porque no podía suprimirlas sin debilitar las ideas. No  se debe ver allí un mérito más que para el genio; cierto atrevimiento en la  expresión, y en general, ciertos extravíos de la regla común, no sentarán  bien, si no son cosas dignas de imitar. Estas son las faltas que se deben  siempre evitar, perdonándolas al genio, cuya excesiva circunspección  comprometería la originalidad. El amaneramiento70 es otra especie de  monería, que consiste en aquella falsa originalidad, por la cual uno se  separa lo posible de los imitadores, sin poseer por esto el talento de ser  por sí mismo un modelo. Hay, en general, dos maneras (modi) de  componer nuestros pensamientos: la una se denomina manera (modus  estheticos), la otra método (modus logicus). Difieren entre sí en que la  primera no tiene otra medida que el sentimiento de la unidad en la  exhibición, mientras que la segunda sigue principios determinados. Solo  la primera, por consiguiente, se aplica a las bellas artes. Mas una obra de  arte se dice amanerada, cuando la exhibición de la idea que encierra, se  acerca ya a la rareza, y no es apropiada a la idea misma. El género  preciso, redondeado, afectado, que pretende distinguirse de lo ordinario  (pero sin alma), se parece a los modos de aquel que, como se dice, se  escucha al hablar, o se detiene y marcha como si estuviese en la escena,  lo que indica siempre un mentecato.

 

 

 

 

§ L  De la unión del gusto con el genio en la producción de las bellas  artes

 

     Preguntar qué hay de más importante en las cosas de las bellas artes, si  el genio o el gusto, es como preguntar, cuál de las dos facultades, la  imaginación o el juicio, desempeña aquí el principal papel. Pero como un  arte relativo a la primera merece más bien el nombre de ingenioso71, y  que casi no es más que relativamente a la segunda como puede colocarse


 

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entre las bellas artes, esta es, al menos como condición indispensable  (conditio sine qua non), la primera cosa que se debe considerar en la  apreciación de las artes, en tanto que bellas artes. La abundancia y la  originalidad de ideas son menos necesarias a la belleza, que la  concordancia de la imaginación, en libertad, pon la legalidad del  entendimiento. En efecto; la imaginación con toda su riqueza, no es más  que extravagancia, desde el momento en que su libertad no tiene leyes; el  juicio es el que la pone en armonía con el entendimiento.

 

 El gusto, como el juicio en general, es la disciplina del genio; él le  corta los vuelos, él le morigera y le pule, pero al mismo tiempo le da una  dirección, mostrándole en qué y hasta dónde puede extenderse, para no  extraviarse, e introduciendo la claridad y el orden en la confusión de los  pensamientos; da fijeza a las ideas, las hace propias de un asentimiento  duradero y universal, propias para servir de modelo a los demás, y para  concurrir a los progresos siempre crecientes de la cultura del gusto. Si,  pues, en la lucha de estas dos facultades hay necesidad de sacrificar algo,  deberá siempre ser más bien de parte del genio; y el Juicio, que en los  casos de las bellas artes, decide por principios que le son propios, sufrirá  menos voluntariamente que se cercene al entendimiento, que a la libertad  y a la riqueza de la imaginación.

 

 Las bellas artes exigen, pues, el concurso de la imaginación, del  entendimiento, del alma y del gusto72.

 

 

 

 

§ LI  De la división de las bellas artes

 

 Se, puede en general llamar belleza (de la naturaleza o del arte), la  expresión de ideas estéticas: solamente hay que hacer la distinción, de  que en las bellas artes, la idea estética debe ser ocasionada por un  concepto del objeto, mientras que en la belleza de la naturaleza, la simple  reflexión que nos hacemos sobre una intuición dada, sin ningún concepto

de lo que debe ser el objeto, basta para excitar y comunicar la idea de la  que este objeto se considera como su expresión.

 

 Si, pues, queremos dividir las bellas artes, no podemos escoger, al  menos como ensayo, un principio más cómodo que la analogía del arte  con la especie de expresión de que los hombres se sirven cuando hablan  para comunicarse tan perfecta como fácilmente, no solo sus conceptos,  sino también sus sensaciones73. Este género de expresión consiste en la  palabra, en el gesto, en el tono (articulación, gesticulación y modulación).  La sola reunión de estas tres especies de expresión, constituye una  perfecta comunicación entre los que hablan. En efecto; el pensamiento, la  intuición y la sensación, son por ellas trasmitidas a los demás, simultánea  y conjuntamente.

 

     Según esto no hay más que tres especies de bellas artes; el arte de la  palabra, el arte figurativo y el arte del juego de las sensaciones (como  impresiones sensibles exteriores). Se podrían también dividir las bellas  artes en dos partes, según que expresen los pensamientos o las  sensaciones; y esta última especie de artes, se dividiría a su vez en otras  dos partes, según que se considerase la forma o la materia (la sensación).  Mas esta división parecería muy abstracta, y menos conforme a las ideas  comunes.

 

     1. Las artes de la palabra, con la elocuencia y la poesía. La elocuencia  es el arte de dar a un ejercicio serio del entendimiento, el carácter de un  libre juego de la imaginación; la poesía, el arte de dar a un libre juego de  la imaginación el carácter de un ejercicio serio del entendimiento.

 

 Así el orador promete algo serio, y para encantar a sus oyentes, lo  h

ace como si no se tratase más que de un juego de las ideas. El poeta no  anuncia más que un juego distraído de las ideas, y produce sobre el  entendimiento el mismo efecto que si no hubiera tenido por objeto más  que ocupar esta facultad. La unión y armonía de estas dos facultades de  conocer, la sensibilidad y el entendimiento, que no pueden confundirse la  una con la otra, sino que a un mismo tiempo no se pueden reunir sin


 

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esfuerzo y sin hacerse recíprocamente algún perjuicio, deben ser  espontáneas y aparecer que se han formado por sí mismas; de otro modo  se falta al fin de las bellas artes. Por esto es por lo que se debe evitar todo  lo que sea refinamiento y trabajo, porque las bellas artes deben ser libres  en un doble sentido: de un lado no se pueden tratar como trabajos  mercenarios, de los que se puede juzgar conforme a una medida  determinada y se pueden mandar y pagar; y de otro el espíritu encuentra  en ellas una ocupación, pero también un placer y una excitación natural,  que no tiene otro objeto que ella misma (que es independiente de todo  salario).

 

     El orador, pues, da algo que no promete, a saber, un juego distraído de  la imaginación; pero quita también algo de lo que promete, o sea el  ejercicio que de él se espera y que tiene por objeto ocupar seriamente el  entendimiento. El poeta, al contrario, promete menos y no anuncia más  que un simple juego de las ideas, pero nos da algo digno de nuestra  ocupación, porque ofrece jugando un alimento al entendimiento, y  vivifica los conceptos por medio de la imaginación. Por consiguiente, el  primero da en realidad menos de lo que promete, y el segundo da más.

 

     2. Las artes figurativas, o las que buscan la expresión de ciertas ideas  en la intuición sensible (y no en las simples representaciones de la  imaginación excitadas por palabras) representan o la realidad sensible, o  la apariencia sensible. De un lado está la plástica y de otro la pintura.  Estas dos forman figuras en el espacio, para expresar las ideas, mas las  figuras de la plástica son perceptibles por dos sentidos, la vista y el tacto  (aunque relativamente a este último, no tiene por objeto más que la  belleza), las de la pintura no lo son más que por la vista. Las dos tienen  por principio en la imaginación una idea estética (un arquetipo, un  modelo), mas la figura que constituye la expresión de esta idea (el ectipo,  la copia), es dada, o bien en su extensión corporal (como es el objeto  mismo), o bien según la imagen que se forme de él en el ojo (según su  apariencia superficial), y en el primer caso se puede tener en cuenta y dar  por condición a la reflexión, o un objeto real, o solamente la apariencia  de un objeto semejante.

 

     La plástica, o la primera especie de bellas artes figurativas, comprende  la escultura y la arquitectura. La primera representa en una exhibición  corporal los conceptos de las cosas que podrían existir en la naturaleza  (mas teniendo en cuenta, como perteneciente a las bellas artes, la  finalidad estética); la segunda, da una exhibición semejante a los  conceptos de las cosas que no son posibles más que por el arte, y cuya  forma no tiene su principio en la naturaleza, sino en algún fin arbitrario, y  no debe perder de vista tampoco la finalidad estética. En esta última  especie de arte, el objeto de arte es destinado a un cierto uso al cual se  hallan subordinadas las ideas estéticas como a su condición principal. Así  las estatuas de hombres, de dioses, de animales, etc., pertenecen a la  primera especie de arte; mas los templos, los edificios destinados a las  reuniones públicas, y aun la habitaciones, los arcos de triunfo, las  columnas, los mausoleos y todos los monumentos elevados en honor de  ciertos hombres, pertenece a la arquitectura. Aun se pueden referir a ella  los muebles (los objetos de carpintería y los utensilios de este género),  porque la apropiación de una obra a cierto uso, es lo propio de una obra  de arquitectura74; al contrario, una obra puramente plástica75 que es hecha  únicamente para la vista y debe agradar por sí misma, no es, en tanto que  exhibición corporal, más que una imitación de la naturaleza, pero que  tiene, siempre en cuenta las ideas estéticas, y la verdad sensible; no debe  jamás llevarse tan lejos que deje de parecer un arte y una producción de  la voluntad.

 

     La pintura o la segunda especie del arte figurativo que representa una  apariencia sensible ligada a las ideas por medio del arte, puede dividirse  en arte de bien pintar la naturaleza, y en arte de bien arreglar sus  producciones. La primera será la pintura propiamente dicha; la segunda,  el arte de

 la jardinería. En efecto, aquella no da más que la apariencia de  la extensión corporal; esta, dando extensión en su verdad, no presenta  más que una apariencia de utilidad, no tiene en realidad otro objeto que  poner en juego la imaginación por medio de las formas que ofrece a  nuestra contemplación76. La última consiste únicamente en adornar el  suelo con las diversas cosas que halla en la naturaleza (como el césped,


 

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las flores, los arbustos y los árboles, y aun las aguas, las colinas y los  valles); mas arreglándolos de otro modo, y conforme a ciertas ideas. Por  lo que un bello arreglo de las cosas corporales, no

 se hace más que para la  vista, como la pintura, y el sentido del tacto no puede darnos ninguna  representación instintiva de semejante forma. Yo referiría todavía a la  pintura, entendiéndola en un sentido lato, lo que sirve para la decoración  de las habitaciones, como los tapetes y las guarniciones de chimenea y de  armario, etc., y todo mueble bello que no es hecho más que para la vista,  así como el arte de vestir con gusto (como todas las cosas que sirven

para  la compostura, como los anillos, las cajas, etc.) En efecto; un jardín de  diversas flores, un cuarto lleno de toda especie de adornos (y  comprendiendo aun las decoraciones de la mujer), forman en un día de  fiesta una especie de pintura, que como las pinturas propiamente dichas  (cuyo objeto no es enseñar historia alguna o algún conocimiento natural),  sirve simplemente para la vista, y no tiene otro objeto que entretener la  imaginación en un libre juego de ideas, y ocupar el juicio estético sin  concepto determinado. Puede haber en todos estos adornos trabajos  mecánicos muy diversos que exigen diferentes artistas; mas el juicio que  forma el gusto sobre lo que es bello en esta especie de arte, es siempre  determinado de la misma manera: no juzga más que las formas, sin  consideración de objeto, tal y como se presentan a la vista aisladas o  reunidas, y conforme al efecto que hacen sobre la imaginación. Se ve por  qué el arte figurativo puede referirse (por analogía) al gesto que hace  parte del lenguaje; es que el alma del artista da por medio de sus formas  una expresión corporal a su pensamiento y al modo de este, y hace hablar  a la cosa misma como un lenguaje mímico. Es este un juego muy  frecuente de nuestra fantasía, que supone en las cosas inanimadas un  alma que nos habla por sus formas.

 

 3. El arte de producir un bello juego de sensaciones (que vienen de  fuera), que debe poderse también participar universalmente, no puede  versar sobre otra cosa que sobre la proporción de los diversos grados de  la disposición (de la tensión), del sentido, a que pertenece la sensación, es  decir, sobre el todo de este sentido; y así entendido con latitud, como el  juego del arte puede poner en movimiento las sensaciones del oído, o las

de la vista, el arte se puede dividir en arte de la música y arte del  colorido. Es notable que estos dos sentidos, además de la capacidad que  tienen de recibir tantas impresiones como sea necesario, para recibir por  medio de estas impresiones, los conceptos de objetos exteriores, son  todavía capaces de una sensación particular que en ellos se mezcla, y  cuyo sujeto no puede decidir si aquella tiene su principio en los sentidos  o en la reflexión;

 y que este poder de afectar puede faltar alguna vez, sin  que por otr

a parte falte nada al sentido, en tanto que sirve al conocimiento  de los objetos, y aunque pueda ser singularmente sutil. Así no se puede  decir con certeza, si un color o un tono (un sonido), debe ser colocado  entre las sensaciones agradables, o es ya en sí un bello juego de  sensaciones, y contiene este título una satisfacción ligada a su forma, en  el juicio estético. Cuando se piensa en la velocidad de

las vibraciones de  la luz o del aire, que excede mucho en apariencia, toda nuestra facultad  del juzgar inmediatamente, en la percepción, las proporciones de la  división del tiempo por estas vibraciones, se creerá que no sentimos más  que el efecto sobre las partes elásticas de nuestro cuerpo, pero nosotros  no notamos y no podemos juzgar la división del tiempo por estas  vibraciones, y que así sólo lo agradable, y no la belleza de la  composición, se halla ligado a los colores y a los tonos. Mas si de otro  lado, en primer lugar, se consideran las relaciones matemáticas, que se  puede demostrar como que constituyen la proporción de las vibraciones  en la música y el juicio que de ellas formamos, y se juzga la distinción de  los colores, como es debido, por analogía con la música; si en segundo  lugar, se refieren los ejemplos, aunque raros, de hombres que no han  podido distinguir los colores, con la mejor vista del mundo, o los tonos,  con el oído más delicado, mientras que otros que tienen esta facultad,  hallan notables77 deferencias en la percepción de un color o de un sonido  que varía (no digo tan sólo en cuanto al grado de la sensación), según los  diversos grados de la escala de los colores o de los tonos, nos podríamos  entonces muy bien ver obligados a no considerar solamente las  sensaciones de los colores y los sonidos como simples impresiones  sensibles, sino como el efecto de un juicio que formamos sobre, una  cierta forma en el juego de muchas sensaciones. Según que se adopte una  u otra opinión en la determinación del principio de la música, se nos


 

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llevará a definirla o según lo hemos hecho como un bello juego de  sensaciones (auditivas), o simplemente un juego de sensaciones  agradables. La primera definición refiere por completo la música a las  bellas artes, la segunda no constituye más que un arte agradable (al  menos en parte).

 

 

 

 

§ LII  La unión de las bellas artes en una sola y misma producción

 

 La elocuencia puede estar unida con la pintura de sus sujetos y sus  objetos en una pieza de teatro; la poesía con la música en el canto; este a  su vez con la pintura (teatral), en una ópera; el juego de las sensaciones  que constituye

 la música con el de las formas, en el baile, etc. La  exhibición misma de lo sublime, en tanto que se refiere a las bellas artes,  puede unirse con la belleza en una tragedia, en un poema didáctico, en un  poema oratorio. Gracias a estas clases de unión, las bellas artes presentan  más arte, pero si vienen a ser más bellas (por esta mezcla de diversas  especies de satisfacción), es lo que no podemos afirmar en algunos de  estos casos. En todas las bellas artes, lo esencial es la forma; una forma  que concierte con la contemplación y el juicio, y produciendo de este  modo un placer, que es al mismo tiempo una cultura que dispone el alma  a las ideas, y por consiguiente, la haga capaz de un placer mayor todavía;  esto no es la materia de la sensación (el atractivo o la emoción), en donde  no se trata más que del goce, el cual nada deja en la idea, hace torpe al  alma, insípido el objeto, y al espíritu que tiene conciencia de un estado de  desacuerdo a los ojos de la razón, descontento de sí mismo y disgustado.

 

     Cuando las bellas artes no están ligadas de cerca o de lejos a las ideas  morales, que por sí solas contienen una satisfacción que basta por sí  misma, ya se sabe la suerte les espera al fin. No sirven entonces más que  como una distracción, de la cual se necesita tanto más, cuanto más  medios se tienen para disipar el descontento del espíritu, de suerte que le  hacen siempre más inútil y más contento de sí mismo. En general, las

bellezas de la naturaleza son las más importantes para este objeto, cuando  estamos habituados desde el principio a contemplarlas, a juzgarlas y a  admirarlas.

 

 

§ LIII  Comparación del valor estético de las bellas artes

 

     El primer rango en todas las artes corresponde a la poesía (que debe  casi por completo su origen al genio, y que apenas se deja dirigir por  reglas o por ejemplos). Ella extiende el espíritu, poniendo en libertad la  imaginación, presentando, con ocasión de un concepto dado, entre la  infinita variedad de formas que pueden conformar con este concepto, la  que liga la exhibición a una abundancia de pensamientos, a la que  ninguna expresión es perfectamente adecuada, y elevándose de este modo  estéticamente a las ideas. Ella le fortifica, haciéndol

e sentir esta facultad  libre, espontánea, independiente de las condicion

es de la naturaleza, por  la cual considera y juzga esta como un fenómeno, conforme a ciertos  aspectos, que la misma no presenta por sí en la experiencia, ni por los  sentidos, ni por el entendimiento, y por la cual, por consiguiente, hace  como un esquema de lo supra-sensible. Ella juega con la apariencia que  produce en su grado, pero sin seducir por esto; porque da el ejercicio a  que se entrega por un simple juego, mas por un juego que debe ser  dirigido por el entendimiento y ser conforme a él. La elocuencia, si se  entiende por ella el arte de persuadir, es decir, de inducir por una bella  apariencia (ars oratoria), y no simplemente el arte de bien decir (la  elocuencia propiamente dicha y el estilo)78, esta elocuencia es una  dialéctica que no se separa de la poesía más que lo necesario para seducir  los espíritus en favor del orador y quitarles la libertad; no se puede, por  consiguiente aconsejar su empleo en el tribunal ni en el púlpito. Porque  cuando se trata de las leyes civiles, o de los derechos de ciertos  individuos; cuando se trata de instruir seriamente los espíritus en el  exacto cumplimiento de sus deberes y de disponerlos a que los observen  concienzudamente, es indigno de tan importante empresa dejar aparecer  la menor traza de este lujo del espíritu y la imaginación, que por otra  parte puede convenir, y con mayor razón, de este arte de persuadir y


 

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seducir los espíritus, que puede sin duda emplearse para un fin legítimo y  bello, pero que es la causa de que se altere la pureza interior de las  máximas y de las disposiciones del espíritu, aunque la acción sea  objetivamente legítima. No basta hacer el bien; es necesario hacerlo por  el solo motivo de que es bien. Además, el concepto de estas especies de  cosas humanas, cuando se expresa claramente por medio de ejemplos, y  se muestra fiel a las reglas de la armonía del lenguaje o de la  conveniencia de la expresión, este solo concepto tiene ya sobre los  espíritus, relativamente a las ideas de la razón (que al mismo tiempo  constituyen la elocuencia), una influencia muy grande por sí mismo para  que no sea necesario agregar a él las tramas de la persuasión, y estas  pudiendo emplearse con tanta ventaja para embellecer y ocultar el vicio y  el error, no pueden impedir que no se sospeche algún ardid del arte. En la  poesía todo es leal y sincero. Ella se da por un simple juego de la  imaginación, que no pretende agradar más que por su forma,  conformando con las leyes del entendimiento; ella no intenta sorprender  ni seducir por una exhibición sensible79.

 

 Después de la poesía, yo colocaría, si se considera el atractivo y la  emoción del espíritu, un arte que se aproxima principalmente a las artes  de la palabra, y que se puede juntar a ellas muy naturalmente, a saber, la  música. En efecto; si este arte no habla más que por medio de sensaciones  sin conceptos, y por consiguiente, no deja, como la poesía, algo a la  reflexión, mueve, sin embargo, el espíritu de una manera más variada y  más íntima, aunque más pasajera; pero es más bien un goce que una  cultura (el juego de pensamientos que excita no es más que el efecto de  una asociación en cierto modo mecánica), y a los ojos de la razón, tiene  menos valor que ninguna de las demás bellas artes. También necesita,  como todo goce, mucha variedad, y no puede repetir muchas veces la  misma cosa sin causar fastidio. He aquí como se puede explicar el  atractivo de este arte, que se comunica tan universalmente. Toda  expresión toma en la palabra un tono apropiado a su significación; este  tono designa más o menos una afección del que habla, y la excita también  en el oyente, y esta afección a su vez despierta en este la idea expresa), de  en la palabra por este tono. La modulación es, pues, para las sensaciones

como una lengua universal, inteligible para todo hombre. Por lo que la  música la emplea en toda su extensión, y así conforme a la ley de la  asociación, comunica universalmente las ideas estéticas que se hallan  ligadas a ella naturalmente. Mas como estas ideas estéticas no son  conceptos ni pensamientos determinados, la forma de la composición de  estas sensaciones (la armonía y la melodía), en lugar de la forma del  lenguaje, la que, sólo por un acuerdo proporcionado de todas las partes  entre sí (acuerdo que descansa sobre la relación del número de las  vibraciones del aire en tiempos iguales, en tanto que los tonos formados  por estas vibraciones se hallan ligados simultánea o sucesivamente, y  que, por consiguiente, pueden ser reducidos matemáticamente a reglas  ciertas), sirve para expresar la idea estética de un todo bien ordenado,  comprendiendo una cantidad inexplicable de pensamientos, conforme a  cierto tema que constituye la afección dominante del trozo. Aunque esta  forma matemática no sea representada por conceptos determinados, ella  sola es el objeto de la satisfacción que la simple reflexión del espíritu  sobre esta cantidad de sensaciones simultáneas o sucesivas, junta al juego  de estas sensaciones, como una condición universalmente admisible de su  belleza; ella sola puede permitir al gusto atribuirse de antemano algún  derecho sobre el juicio de cada uno.

 

     Mas lo que hay de matemático en la música no tiene ciertamente la  menor parte en el atractivo y la emoción que la misma produce, esto no  es allí más que la condición indispensable (conditio sine qua non) de esta  proporción, en el enlace como en la sucesión de las impresiones, que  permite reunirlas, impidiéndoles destruirse recíprocamente, por la cual  aquellas se conciertan para producir, por medios de afecciones  correspondientes, un movimiento, una excitación continua del espíritu, y,  por lo tanto, un goce personal duradero.

 

     Si, por el contrario, se estima el valor de las bellas artes conforme a la  cultura que dan al espíritu y se toma por medida la extensión de las  facultades que en el juicio deben concurrir para el conocimiento, la  música ocupa entonces el último lugar entre las bellas artes, puesto que  no es más que un juego de sensaciones (mientras que por el contrario, a


 

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no considerar más que el placer, es quizá la primera). Las artes  figurativas

 van delante de ella bajo este punto de vista, concediendo a la  imaginación un libre, juego, mas sin embargo apropiado al  entendimiento, contienen también una ocupación, porque producen una  obra, que es para los conceptos del entendimiento como un vehículo  duradero que se recomienda por sí mismo, y que sirve de este modo para  realizar la unión de estos concepto

s con la sensibilidad, y para dar por  tanto un carácter de urbanidad

 a las facultades superiores de conocer.  Estas dos clases de artes, siguen procedimientos diferentes: la primera va  de ciertas sensaciones a las ideas indeterminadas; la segunda de las ideas  determinadas a las sensaciones. Esta produce impresiones duraderas,  aquélla no deja más que impresiones pasajeras. La imaginación puede  reproducir las impresiones de la una y formarse una agradable  distracción, mas las de la segunda, muy pronto desaparecen por  completo, o si la imaginación las renueva involuntariamente, nos sirven  más bien de pena que de placer. Además80, hay en la música como una  falta de urbanidad, porque por la naturaleza misma de los instrumentos,  extiende su acción más lejos que se desea en la vecindad; ella se abre en  cierto modo paso, y viene a turbar la libertad de los que no son de la  reunión musical, inconveniente que no tienen las artes que hablan a la  vista, puesto que no hay más que volver los ojos para evitar su impresión.  Se podría casi comparar la música a los olores que se extienden a lo lejos.  El que saca de su bolsillo un mocador perfumado, no consulta la voluntad  de los que se hallan a su alrededor, y les impone un goce que no pueden  evitar si han de respirar, aunque esto haya pasado por moda81.

 

     Entre las artes figurativas yo daría la preferencia a la pintura, puesto  que ella es, en tanto que arte de dibujo, el fundamento de las demás de  esta clase, y puesto que puede penetrar mucho más adelante en la región  de las ideas, y extender mucho el campo de la intuición, conforme a estas  ideas.

 

OBSERVACIÓN

 

 Hay, como hemos mostrado muchas veces, una diferencia esencial  entre lo que agrada simplemente en el juicio, y lo que agrada en la  sensación. En este último caso,

 no se puede, como en el primero, exigir  de cada uno la misma satisfacción. El goce (aun cuando la causa de él se  halle en las ideas) parece consistir siempre en el sentimiento del  desenvolvimiento fácil de toda la vida del hombre, y por consiguiente,  del bienestar corporal, es decir de la salud; de suerte que Epicuro, que  consideraba todo goce como llevando en el fondo una sensación corporal,  no iba descaminado en esto, sino que solamente no se comprendía al  referir al goce la satisfacción intelectual, y aun la satisfacción práctica.  Cuando se tiene ante los ojos la distinción que acabamos de recordar, se  puede explicar cómo un goce puede desagradar al mismo que lo  experimenta (como la alegría que siente un hombre que está en la  miseria, pero que tiene buenos sentimientos, con la idea de la herencia de  su padre, que le ama, pero que es avaro), o como un profundo pesar  puede agradar al que lo siente (como la tristeza que deja a una viuda la  muerte de su excelente marido), o como un goce puede agradar también  (como el que dan las ciencias que cultivamos), o como un pesar (por  ejemplo, el aborrecimiento, la envidia, la venganza) puede también  desagradarnos. La satisfacción o el desagrado descansa aquí sobre la  razón, y se confunde con la aprobación o la desaprobación; mas el goce y  el pesar, no pueden fundarse más que sobre el sentimiento o la previsión  de un bienestar o de un malestar posibles (cualquiera que sea el  principio).

 

 Todo juego de sensaciones libre y variado (no teniendo objeto),  produce un

 goce, porque excita y desenvuelve el sentimiento de la salud,  ya el juicio de la razón refiera o no una satisfacción al objeto de este goce  y aun al goce mismo, el cual puede elevarse hasta la afección, aunque no  tomemos ningún interés por el objeto, o que no refiramos a él al menos  un interés proporcionado al grado de la afección. Se pueden dividir estas  especies de juegos en juego de suerte, música82 y juego de espíritu83. El  primero supone un interés, sea de vanidad, sea de utilidad, mas este  interés está tan lejos de ser tan grande como el que se refiere a la manera  de que nos valemos para procurárnoslo; el segundo no supone más que el


 

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cambio de sensaciones de que cada uno tiene una relación con la  afección, mas sin tener el grado de una afección, y excita las ideas  estéticas; el tercero resulta simplemente de un cambio de las  representaciones en el juicio, que no produce ciertamente, ningún  pensamiento que contenga algún interés, sin que a pesar de esto anime al  espíritu.

 

 Todas nuestras reuniones muestran cuánto placer hallamos en los  juegos, si

n proponernos, no obstante, ningún fin interesado; porque sin  juego casi n

inguna se podría sostener. Mas las afecciones de la esperanza,  del temor, del goce, de la cólera, de la risa, son un juego en ellas,  sucediéndose alternativamente, y mostrando tanta vivacidad, que parece  excitada toda la vida del cuerpo por un movimiento interior; es lo que  prueba esta vivacidad de espíritu que excita el juego, aunque nada se  gane o nada se aprenda. Mas como lo bello no entra para nada en los  juegos de suerte, debemos dejarlos aquí a un lado. La música y las cosas  que excitan la risa son dos especies de juegos de ideas estéticas, o si se  quiere de representaciones intelectuales, que en definitiva no nos  suministran ningún pensamiento, y que no pueden causarnos un vivo  placer más que por su variedad; por donde vemos claramente que la  animación, en estos dos casos, es puramente corporal, aunque sea  provocada por ideas del espíritu, y que el sentimiento de la salud excitado  por un movimiento de los órganos correspondiente al juego del espíritu,  constituye el placer considerado tan delicado y espiritual, de una reunión  o sociedad, donde reina la alegría.

 

     Este no es el juicio de la armonía en los tonos o en los relieves, el cual  por la belleza que nos descubre, no sirve aquí más que como un vehículo  necesario, aunque como un desenvolvimiento favorable de la vida del  cuerpo, como la afección que reúne las entrañas y el diafragma, en una  palabra, como el sentimiento de la salud (que no se siente sin semejante  ocasión) que constituye el placer que se encuentra, de suerte que se puede  llegar al cuerpo por el alma, y hacer de ésta la medicina de aquel.

 

 En la música, este juego va de la sensación del cuerpo a las ideas  estéticas (de los objetos de nuestras afecciones), y de estas vuelve  después al cuerpo, pero con una doble fuerza. En la bufonería (que como  la música merece más bien ser colocada entre las artes agradables que  entre las bellas artes) el juego empieza por el de los pensamientos que  todos ocupan también al cuerpo, en tanto que son expresados de una  manera sensible, y como el entendimiento se detiene de pronto en esta  exhibición, en donde no halla lo que esperaba, nosotros sentimos el  efecto de esta interrupción, que se manifiesta en el cuerpo por la  oscilación de los órganos, renueva así el equilibrio de estos, y tiene sobre  la salud una influencia favorable.

 

 En todo lo que es capaz de excitar fuertes estrépitos de risa, debe  haber algo de absurdo (en donde, por consiguiente, el entendimiento no  puede hallar por sí mismo la satisfacción). La risa es una afección que se  experimenta cuando se halla perdida de pronto una gran esperanza. Este  cambio, que no tiene ciertamente nada placentero para el entendimiento,  nos regocija, sin embargo, mucho indirectamente, durante un momento.  La causa de esto debe estar, pues, en la influencia de la representación  sobre el cuerpo, y en la relación del cuerpo sobre el espíritu, no que la  representación sea objetivamente un objeto de agrado, como cuando se  recibe la nueva de un gran beneficio (porque como una esperanza perdida  puede causar un goce); pero es que en tanto que simple juego de  representaciones produce un equilibrio en las fuerzas vitales.

 

 Yo supongo que se cuenta esta anécdota: un indio de Surate, 

comiendo en casa de un inglés, y viendo destapar una botella de cerveza  y

 escaparse toda con agitación, manifestaba su asombro con  exclamaciones; el inglés le pregunta, qué había en aquello de tanto  asombro; y el indio respondió: ¡yo no me asombro de que esto se escape  de la botella, sitio que me pregunto cómo habéis podido encerrarlo en  ella! Esta anécdota nos hace reír y nos proporciona un verdadero placer, y  este placer no proviene de que nos encontremos más hábiles que este  ignorante, o de cualquier otra causa que pueda agradar al entendimiento,  sino de que se haya despertado nuestra esperanza, y de pronto se halla


 

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destruida. Supongamos todavía que el heredero de un pariente muy rico,  queriendo celebrar en honor del difunto ricos y solemnes funerales, se  queje de no poder conseguirlo, diciendo que cuanto más dinero da a sus  parientes para que aparezcan afligidos, más gozosos se muestran;  romperíamos en reír,

y la causa de esto es todavía que nuestra esperanza  se halla de pronto destruida. Y notamos también que no es necesario que  la cosa que se espera se cambie en su contraria -porque estos sería  todavía alguna cosa, y aquello podría ser muchas veces un objeto de  pesar-; es necesario que el

la sea reducida a nada. En efecto, si alguno  excitase en nosotros alguna gran esperanza por el relato de una historia, y  habiendo llegado al desenlace, reconociésemos la falsedad,  experimentaríamos un desagrado como, por ejemplo, cuando se refiere  que hombres afectados de un fuerte dolor, han encanecido

 en una noche.  Si, por el contrario, otro queriendo agradar por reparar el efecto  producido por esta historia, refiere al por menor el pesar de un mercader,  que habiendo venido de las Indias a Europa con todos sus bienes en  mercaderías, se ve obligado en una tormenta a arrojarlo todo al mar, y se  desconsuela hasta tal punto, de que se arruga y encanece en la misma  noche, nos reiremos y tendremos placer, puesto que nuestro propio  desprecio en una cosa que por otra parte nos es indiferente o más bien la  idea que seguimos es para nosotros como una pelota, con la cual jugamos  por algún tiempo, mientras que pensamos en recibirla y retenerla. El  placer no proviene de que veamos confundirse un embustero o un tonto,  porque esta última historia, referida con seria afectación, excitaría por sí  misma las carcajadas de una reunión, y la otra no sería regularmente  juzgada digna de atención.

 

 Es necesario notar que en esta especie de casos la bufonería debe  contener siempre alguna cosa que pueda producir por un momento la  ilusión; es por lo que cuando la ilusión se disipa, el espíritu se queda atrás  para experimentarla de nuevo, y de este modo, por efecto de una tensión  y de un relajamiento que se suceden rápidamente, es llevado y  balanceado, por decirlo así, de un punto a otro, y como la causa que en  cierto modo tiraba la cuerda, viene a retirarse de un golpe (y no  insensiblemente), resulta de aquí un movimiento del espíritu y un

movimiento interior del cuerpo, correspondiente al primero, que se  prolongan involuntariamente, y fatigándonos por completo, nos distraen  (producen en nosotros efectos favorables a la salud).

 

 En efecto, si se admite que a todos nuestros pensamientos se halla  ligado algún movimiento en los órganos del cuerpo, se comprenderá  fácilmente como en este cambio repentino del espíritu que pasa  alternativaniente de un punto a otro para considerar su objeto, pueden  sentirse en las partes elásticas de nuestras entrañas una tensión y un  relajamiento alternativos, que se comunican al diafragma (como  experimentan las personas cosquillosas); en este estado los pulmones  repelen el aire por intervalos muy próximos, y producen de este modo un  movimiento favorable a la salud; y en esto y no en el estado anterior del  espíritu, es donde es necesario colocar la verdadera causa del placer que  referimos a un pensamiento que en el fondo no representa nada. Voltaire  decía que el cielo nos había dado dos cosas en compensación de todas las  miserias de la vida, la esperanza y el sueño84. Habríase podido excitar la  risa, si pudiésemos disponer de los medios propios para excitarla entre los  hombres sensatos, y si el verdadero talento cómico no fuera tan raro, que  es común lo de imaginar las cosas que quiebran la cabeza, como hacen  los delirantes místicos, o bien las cosas en que se quiebra el cuello, como  hacen los genios, o por último, las cosas que parten el corazón85, como  hacen los romanceros sentimentales (y los moralistas del mismo género).

 

     Se puede, pues, según me parece, conceder a Epicuro que todo placer,  aun cuando sea ocasionado por conceptos que despierten ideas estéticas,  es una sensación animal, es decir, corporal, y no se hará por esto el menor  perjuicio al sentimiento espiritual del respeto por las ideas morales,  porque este sentimiento no es un placer, sino una estima de sí (

de la  humanidad en nosotros) que nos eleva por cima de la necesidad del  placer; yo añado, que aunque menos noble, la satisfacción del gusto no  sufrirá en esto demasiado.

 

 Se encuentra una mezcla de estas dos últimas cualidades, el  sentimiento moral y el gusto en la simpleza, que no es otra cosa que la


 

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sinceridad natural de la humanidad triunfante del arte de fingir, viniendo  a ser una segunda naturaleza. Nos reímos de la simplicidad que atestigua  cierta inexperiencia en este arte, y nos alegramos al ver a la naturaleza  descubrir el artificio.Se espera, a l

o que se observa todos los días, un  exterior formado y compuesto a propósito para seducir por la belleza de  su apariencia, y he aquí en su inocencia y en su pureza primitiva, la  naturaleza que no se esperaba, y que el que la deja aparecer no intentaba  descubrir. A la vista de esta bella, pero falsa apariencia, que  ordinariamente tiene tanta influencia sobre nuestra manera de juzgar, y  que se halla aquí de pronto destruida, y de este engaño de los hombres  puesto en su desnudez, se produce en nuestro espíritu un doble  movimiento en sentidos opuestos, el cual da al cuerpo una sacudida  saludable. Mas viendo que la sinceridad del alma (o al menos su  inclinación a la sinceridad) que es infinitamente superior a toda  simulación, no es destruida por completo en la naturaleza humana,  sentimos algo serio en este juego de la imaginación: el sentimiento de la  estima viene a mezclarse con este. Mas también, como éste no es allí más  que un fenómeno pasajero, y el arte de la simulación cesa bien pronto de  mostrare al descubierto, se mezcla con él al mismo tiempo cierta  compasión o cierto movimiento de ternura, que puede muy bien ligarse, y  en el hecho se halla mueltas veces unido como una especie de juego con  nuestra franca risa, y que diminuye ordinariamente al que la ocasiona el  embarazo de no estar todavía formado para el trato social. Arte y  simpleza son, pues, dos cosas contradictorias; pero es posible a las bellas  artes aunque esto les ocurra rara vez, el representar la simpleza en toda  persona imaginaria. No se debe confundir la simpleza con una  simplicidad franca que no mancha la naturaleza por medio del artificio,  pues que únicamente ignora el arte de vivir en sociedad.

 

 Se puede tanibien referir lo jocoso86, entre las cosas que  complaciéndonos, nos causan el placer de la risa, y pertenecen a la  originalidad del espíritu, mas no al talento de las bellas artes.

 

 Lo jocoso87, en el buen sentido, significa en efecto, el talento de  colocarse voluntariamente en cierta disposición de espíritu en donde se

juzgan todas las cosas de un modo distinto que de ordinario (aun en  sen

tido inverso) y sin embargo, conforme a ciertos principios de la razón.  El que se halla sometido a esta disposición de espíritu involuntariamente,  se llama extravagante88; mas el que la toma voluntariamente y con  intención (por excitar la risa por medio de un contraste chocante, se llama  jocoso89. Pero lo jocoso pertenece mucho más a las artes agradables que a  las bellas artes, puesto que el objeto de estas últimas debe conservar  siempre algo de dignidad, y exige, por consiguiente, cierta seriedad en la  exhibición, como el gusto en el juicio.

 


 

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Segunda sección

 

DIALÉCTICA DEL JUICIO ESTÉTICO

 

§ LIV

     

Para que una facultad de juzgar pueda ser dialécticamente considerada, es  necesario primero que ella por sí sea raciocinante, es decir, que sus  juicios aspiren a priori a la universalidad90, porque en la oposición de  estos juicios entre sí es en lo que consiste la dialéctica. Por esto es por lo  que la oposición que se manifiesta entre los juicios estéticos sensibles  (sobre lo agradable o desagradable), no es dialéctica. De otro lado, la  oposición de los juicios del gusto entre sí, en tanto que cada uno de  nosotros se limita a invocar su propio gusto, no constituye una dialéctica  del gusto, porque nadie piensa hacer de su juicio una regla universal. No  queda, pues, otro concepto posible de una dialéctica del gusto que el de  una dialéctica de la crítica del gusto (no del gusto mismo) considerada en  sus principios: allí, en efecto, se empeña una lucha natural e inevitable en  nuestros conceptos sobre el principio de la posibilidad de los juicios del  gusto en general. La crítica trascendental del gusto no debe abrazar una  parte que lleve el nombre de dialéctica del juicio estético, más que si hay  entre los principios de esta facultad una antinomia que haga dudosa su  legitimidad, y por consiguiente, su posibilidad íntima.

 

 

 

 

§ LV  Exposición de la antinomia del gusto

 

 El primer lugar común del gusto se halla contenido en esta  proposición, después de la cual, cualquiera que no tenga gusto cree  ponerse al abrigo de todo reproche: cada uno tiene su gusto. Lo que  significa que el motivo de esta especie de juicios es puramente subjetivo  (que es un placer o un dolor), y que aquí el juicio no tiene el derecho de  exigir el asentimiento de otro.

 

 El segundo lugar común del gusto, el que invocan los mismos que  atribuyen al gusto el derecho de formar juicios universales, es este: no se  puede disputar sobre gusto. Lo que significa que el motivo de un juicio  del gusto puede muy bien ser objetivo, pero que no se puede referir a  conceptos determinado

s, y que, por consiguiente, en este juicio no se  puede decidir nada por medio de pruebas, aunque se pueda contestar con  razones. Sí hay, en efecto, entre contestar y disputar la semejanza de que  en uno y otro caso se intenta ponerse recíprocamente de acuerdo, hay la  diferencia de que en el último caso se espera llegar a este fin, invocando  por motivos conceptos determinados, y admitiendo de este modo, como  principios del juicio, conceptos objetivos. Mas cuando esto es imposible,  es imposible también disputar.

 

 Fácilmente se ve que entre estos dos lugares comunes falta una  proposición, que no es ciertamente tomada como proverbio, sino que  cada uno admite implícitamente, y es: que se puede contestar en materia  de gusto (no disputar). Mas esta proposición es la contraria de la primera.  Porque allí donde es permitido contestar, se puede esperar el venir a un  acuerdo, y por consiguiente, se puede contar con principios del juicio que  no tendrán sólo un valor particular, y que por tanto, no sean solamente  subjetivos, y esto es precisamente lo que niega esta proposición: cada uno  tiene su gusto.

 

     El principio del gusto da, pues, lugar a la antinomia siguiente:

 

     1.º Tesis. El juicio del gusto no se funda sobre conceptos; porque si no  se podría disputar sobre este juicio (decidir por medio de pruebas).

 

     2.º Antítesis. El juicio del gusto se funda sobre conceptos; porque de  otro modo no se podría en él contestar nada, cualquiera que fuese la  diversidad de esta especie de juicios (es decir, que no se podría atribuir a  este juicio ningún derecho al asentimiento universal).

 

 


 

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§ LVI  Solución de la antinomia del gusto

 

 No hay más que un medio de quitar la contradicción de estos  principios, que supone todo juicio del gusto (y que no son otra cosa que  las dos propiedades del juicio del gusto, expuestas anteriormente en la  analítica), y es mostrar que el concepto a que se refiere el objeto en esta  especie de juicios no tiene el mismo sentido en las dos máximas del  juicio estético trascendental, pero que al mismo tiempo la ilusión que  resulta de la confusión del uno con el otro, es natural e inevitable.

 

 El juicio del gusto se debe referir a algún concepto, porque de otro  modo, no podría en manera alguna aspirar a un valor necesario y  universal. Pero no puede ser probado por un concepto. En efecto; un  concepto puede o ser determinable, o indeterminado en sí y al mismo  tiempo indeterminable. A la primera especie de conceptos pertenece el  concepto del entendimiento determinable por predicados de la intuición  sensible que le pueden corresponder; a la segunda, el concepto  trascendental de lo supra-sensible, por el que da la razón un fundamento a  esta intuición, pero que no puede determinarlo bastante teóricamente.

 

     Luego el juicio del gusto se refiere a objetos sensibles, pero no para  determinar en ellos un concepto por medio del entendimiento; porque  este no es juicio de conocimiento. Este no es, pues, más que un juicio  particular, en tanto que representación particular intuitiva, relativa al  sentimiento de placer, y considerándolo sólo bajo este punto de vista, se  restringiría su valor para el individuo que juzgaría el objeto de este modo:  un objeto de satisfacción para mí, puede no tener el mismo carácter para  otros; cada uno tiene su gusto.

 

     No obstante, sin duda alguna en el juicio del gusto la representación  del objeto (al mismo tiempo que la del sujeto) tiene un carácter que nos  autoriza a mirar esta especie de juicios como extendiéndose  necesariamente a cada uno, y que necesariamente debe tener por

fundamento algún concepto, pero que no pueda ser determinado por la  intuic

ión, que no haga conocer nada, y del cual, por consiguiente, sea  imposible sacar ninguna prueba para el juicio del gusto. Pero un concepto  semejante no es más que el concepto puro que nos da la razón sobre lo  supra-sensible, que sirve de fundamento al objeto (y también al sujeto  que juzga) considerado como objeto de los sentidos, por consiguiente,  como fenómeno. En efecto, si suprimimos toda consideración de este  género, la aspiración del juicio del gusto a un valor universal, sería nula;  o si el concepto sobre el cual se funda, no fuera más que un concepto  confuso del entendimiento, como el de la perfección, al cual se pudiera  hacer corresponder la intuición sensible de lo bello, sería al menos  posible en sí fundar el juicio sobre pruebas, lo que es contrario a la tesis.

 

     Pero toda la contradicción se desvanece, cuando yo digo que el juicio  del gusto se funda sobre un concepto (de cierto principio en general de la  finalidad subjetiva de la naturaleza para el juicio) que, a la verdad, siendo  indeterminable en sí e impropio para el conocimiento, nada puede darnos  a conocer ni probar relativamente al objeto, pero

 que, no obstante, da al  juicio un valor universal (aunque este juicio sea en cada uno un juicio  particular que acompaña inmediatamente la intuición); porque la razón  determinante de este juicio descansa quizá en el concepto de lo que puede  considerarse como el substratum supra-sensible de la humanidad.

 

 Para resolver una antinomia, basta mostrar que es posible que dos  proposiciones contrarias apariencia, no se contradicen en realidad, y  pueden manchar juntas, aunque la explicación de la posibilidad de su  concepto exceda nuestra facultad de conocer. Se puede también  comprender con esto, cómo esta apariencia es natural e inevitable para la  razón humana, y por qué subsiste todavía, aunque no engaña más,  después que se ha explicado.

 

 En efecto; en los dos juicios contrarios damos el mismo sentido al  co

ncepto, sobre el cual debe fundarse el valor universal de un juicio, y sin  embargo, sacamos dos predicados opuestos. Se debería entender en la  tesis que el juicio del gusto no se funda sobre conceptos determinados y


 

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en la antítesis, que está fundado sobre un concepto indeterminado (el del  substratum supra-sensible de los fenómenos), y entonces no habría entre  ellos contradicción.

 

 Todo lo que podemos hacer aquí es quitar la contradicción que se  manifiesta en las pretensiones opuestas del gusto. En cuanto a dar un  principio objetivo y determinado con cuya ayuda nos podemos dirigir,  experimentar y demostrar los juicios del gusto, es absolutamente  imposible, porque estos no serían juicios del gusto. No se puede más que  mostrar el principio subjetivo, o sea la idea indeterminada de lo supra- sensible, como la única clave de que podemos servirnos respecto de esta  facultad, cuyos orígenes son para nosotros mismos desconocidos, porque  no podemos saber nada más.

 

 La antinomia que acabamos de exponer y de resolver, tiene su  principio en el verdadero concepto del gusto, es decir, en el de un juicio  estético reflexivo, y por esto hemos visto que los dos principios, en  apariencia contradictorios, pueden ser conciliados, los dos pueden ser  verdaderos, y esto basta. Si, por el contrario, se coloca la razón  determinante del gusto en lo agradable, como lo hacen algunos (a causa  de la particularidad de la representación que sirve de fundamento al juicio  del gusto), o en el principio de la perfección, como otros quieren (a causa  de la universalidad de este juicio), y se saca del uno o del otro principio la  definición del gusto, resultará una antinomia, que será imposible resolver  de otro modo que mostrando que las proposiciones opuestas son falsas; lo  que probaría que el concepto sobre el cual se funda cada una de ellas se  contradice por sí mismo. Se ve pues, que la crítica aplica a la solución de  la antinomia del juicio estético el mismo método que para las antinomias  de la razón pura teórica; y que las antinomias dan aquí por resultado  como en la crítica de la razón práctica, llevarnos a ver más allá de lo  sensible, y buscar en lo supra-sensible el punto de reunión de todas  nuestras facultades a priori, puesto que no queda otro medio de poner la  razón de acuerdo consigo misma.

 

 

 

PRIMERA OBSERVACIÓN

 

     Como hallamos muchas veces ocasión en la filosofía trascendental de  distinguir las ideas de los conceptos del entendimiento, puede ser útil  tener a nuestro servicio términos técnicos propios para expresar esta  diferencia. Yo creo que no se me llevará a mal el que presente aquí  algunos.

 

     Las ideas en el sentido más general de la palabra, son representaciones  referentes a un objeto según cierto principio (subjetivo u objetivo), en  tanto que ellas no pueden venir a ser nunca un conocimiento de este  objeto. O bien las referimos a una intuición, según el principio puramente  subjetivo de un concierto de las facultades de conocer (la imaginación y  el entendimiento), y se llaman entonces estéticas, o bien las referimos a  un concepto, según un principio objetivo, pero sin que puedan jamás  suministrar un conocimiento del objeto, y las llamamos ideas  racionales91. En este último caso, el concepto es un concepto  trascendente: el concepto del entendimiento, por el contrario, al cual se  puede someter siempre una experiencia correspondiente y adecuada, se  llama por esta, misma razón inmanente.

 

     Una idea estética no puede jamás ser un conocimiento, puesto que es  una intuición (de la imaginación), para la que nunca se puede hallar  concepto adecuado. Una idea racional no puede ser tampoco un  conocimiento, puesto que contiene un concepto (el de lo supra-sensible)  para el cual no se puede dar nunca una intuición apropiada.

 

 Por lo que y creo que se puede denominar la idea estética, una  representación inexponible92 de la imaginación, y la idea racional un  concepto indemostrable93 de la razón. Es condición de una como de otra  no producirse sin razón, sino (según la precedente definición de una idea  en general), conforme a ciertos principios de las facultades de conocer, a  los cuales se refieren (y que son subjetivas para aquella, objetivas para  esta).


 

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 Los conceptos del entendimiento deben, como tales, ser siempre  demostrables (si por demostración se entiende simplemente, como en la  anatomía, la exhibición); es decir, que el objeto que les corresponde, debe  poderse dar siempre en la intuición (pura o empírica); porque por esto  solamente es por lo que pueden venir a ser conocimientos. El concepto de  la cuantidad puede darse en la intuición a priori del espacio, por ejemplo,  en el de la línea recta o de cualquier figura: el concepto de causa en la  impenetrabilidad, el choque de los cuerpos, etc. Por consiguiente, los dos  pueden aplicarse a una intuición empírica, es decir, que el pensamiento  de ellos puede ser mostrado (o demostrado) por un ejemplo; además, uno  no está seguro de que el pensamiento no esté vacío, es decir, sin objeto.

 

 No nos servimos en la lógica ordinariamente de la expresión de  demostrable o indemostrable, más que relativamente a las proposiciones;  mas estas serían designadas con más propiedad, bajo el nombre de  mediata o inmediatamente ciertas; porque la filosofía pura tiene también  proposiciones de estas dos clases, si se entiende por ellas proposiciones  verdaderas, susceptibles o no de prueba. Pero si es cierto que puede  probar, en tanto que filosofía, por medio de principios a priori, no puede

 demostrar, a menos que no se descarte por completo de este sentido  con

forme al cual, demostrar (ostendere exhibire), significa dar a su  concepto una exhibición (sea por medio de una prueba, sea simplemente  por una definición) en una intuición que puede ser a priori o empírica, y  que en el primer caso se llama construcción del concepto, y en el segundo  es una exposición del objeto, por lo cual se afirma la realidad objetiva del  concepto. Así es que se dice de un anatomista que demuestra el ojo  humano cuando comete a la intuición el concepto que había tratado  primero de una manera discursiva por medio del análisis de este órgano.

 

 Conforme a esto, el concepto racional del substratum supra-sensible  de todos los fenómenos en general, o aun de lo que debe ser mirado como  el principio de nuestra voluntad en su relación con las leyes morales, es  decir, de la libertad trascendental, este concepto es ya, en cuanto a la  especie, un concepto indemostrable y una idea racional, mientras que el

de la virtud lo es en cuanto al grado; porque no se puede hallar nada en la  experiencia que corresponda al primero en cuanto a la cualidad; y para el  segundo no hay aquí efecto empírico que alcance al grado que prescribe  la idea racional como una regla de esta cualidad.

 

 Del mismo modo que en una idea racional, la imaginación, con sus  intuiciones, no alcanza al concepto dado, así en una idea estética, el  entendimiento, por medio de sus conceptos, no alcanza jamás toda esta  intuición interior que la imaginación junta a la representación dada.

 

     Pero como reducir una representación de la imaginación a conceptos,  se llama exponerlos, la idea estética puede llamarse una representación  inexponible de la imaginación (en su libre juego). Ya tendré ocasión en lo  sucesivo de decir algo de esta

especie de ideas; yo quiero solamente notar  aquí, que estas dos especies de ideas, las ideas racionales y las ideas  estéticas, deben tener ambas clases sus principios en la razón, las  primeras, en los principios objetivos, las segundas, en los principios  subjetivos del uso de esta facultad.

 

 Podemos, conforme a esto, definir el genio, la facultad de las ideas  estéticas; por donde se muestra al mismo tiempo, porque en las  producciones del genio, es la naturaleza (del sujeto), y no un fin reflexivo  la que da su regla (al arte de la producción de lo bello). En efecto, como  no es necesario juzgar lo bello conforme a conceptos, sino conforme a la  disposición que muestra la imaginación a concertarse cono la facultad de  los conceptos en general, no es necesario buscar aquí ni regla ni precepto;  lo que es simplemente naturaleza en el sujeto, sin poder reducirse a reglas  o a conceptos, es decir, el substratum supra-sensible de todas sus  facultades (que ningún concepto del entendimiento puede alcanzar); por  consiguiente, lo que hace del concierto de todas nuestras facultades de  conocer el último fin dado a nuestra naturaleza para lo inteligible; he aquí  lo que sólo puede servir de medida subjetiva a esta finalidad estética,  pero incondicional de las bellas artes, que debe tener la pretensión  legítima de agradar a todos. Así como no se puede asignar a esta finalidad  ningún principio objetivo, no hay más que una sola cosa posible, y es que


 

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tiene por fundamento a priori, un principio subjetivo, y sin embargo  universal.

 

SEGUNDA OBSERVACIÓN

 

     Una observación importante por sí misma se presenta aquí, y es que  hay tres especies de antinomias de la razón pura, que todas convienen en  que la obligan a abandonar

 esta suposición, por otra parte muy natural,  que los objetos sensibles son cosa en sí, para mirarlos más bien como  simples fenómenos, y suponerles un substratum inteligible (algo supra- sensible, cuyo concepto no es más que una idea, y no puede dar lugar a  un verdadero conocimiento). Sin estas antinomias, la razón no podría  jamás decidirse a aceptar un principio que redujera a este punto el campo  de la especulación, y consentir en sacrificar tantas y tan brillantes  esperanzas; porque en este momento mismo, en el que, en compensación  de semejante pérdida, ve abrirse bajo el punto de vista práctico, una más  vasta perspectiva, parece no renunciar sin dolor a sus esperanzas y a su  antigua adhesión.

 

 Si hay tres especies de antinomias, es que hay tres facultades de  conocer, el entendimiento, el juicio y la razón, de las que cada una (en  tanto que facultad de conocer superior), debe tener sus principios a priori.  En tanto que juzga de estos principios mismos y de su uso, la razón exige  absolutamente, respecto de cada uno de ellos, para lo condicional dado, lo  incondicional; pero nunca se puede hallar lo incondicional, cuando se  considera lo sensible como perteneciente a las cosas en sí, en lugar de no  tener más que un simple fenómeno, y de suponer en él como cosa en sí  algo supra-sensible (el substratum inteligible de la naturaleza, fuera de  nosotros y en nosotros). Hay, pues; 1.º para la facultad de conocer una  antinomia de la razón, relativamente al uso teórico del entendimiento que  lleva a lo incondicional; 2.º para el sentimiento de placer y de pena, una  antinomia de la razón, relativamente al uso estético del juicio; 3.º para la  facultad de querer, una antinomia relativamente al uso práctico de la  razón legislativa por sí misma; porque los principios superiores de todas  estas facultades son a priori, y conforme a la exigencia inevitable de la

razón, es necesario que juzguen y puedan determinar absolutamente94 su  objeto, conforme a estos principios.

 

 En cuanto a las dos antinomias que resultan del uso metódico y del  uso práctico de estas facultades superiores de conocer, hemos demostrado  además que eran inevitables, cuando en esta especie de juicios no se  consideraban los objetos dados como fenómenos, y que no se les suponía  un abstratum supra-sensible, sino también que bastaba hacer esta  suposición para resolverlos. En cuanto a la antinomia a que da lugar el  uso del juicio, conforme a la exigencia de la razón, y en cuanto a la  solución que de esto hemos dado aquí, no hay más que dos medios de  evitarlas: o bien negando que el juicio estético del gusto tenga por  fundamento principio alguno a priori, se pretenderá que toda aspiración  un asentimiento universal y necesario, es vana y sin razón, y que un  juicio del gusto debe tenerse por exacto desde que suceda que muchos  vienen en su acuerdo, no porque este acuerdo nos haga sospechar  principio alguno a priori, sino porque él testifica (como en gusto del  paladar) la conformidad contingente de las organizaciones particulares: o  bien se admitirá que el juicio del gusto es propiamente un juicio oculto de  la razón sobre la perfección que esta descubre en una cosa y en la  relación de sus partes con un fin, y que, por consiguiente, este juicio no  se denomina estético más que a causa de la oscuridad que se refiere aquí,  a nuestra reflexión, pero que en realidad es teleológico. En este caso, se  miraría la solución de la antinomia por ideas trascendentales como inútil  y de ningún valor, y conciliaríamos las leyes del gusto con los objetos  sensibles, no considerándolos como simples fenómenos, sino como cosas  en sí. Mas hemos mostrado en muchos lugares, en la exposición de los  juicios del gusto, cuán pocos satisfactorios son estos dos procedimientos.

 

     Que si se concede al menos a nuestra deducción que ésta se halla en  buen camino, aunque no sea suficientemente clara en todas sus partes,  entonces aparecen tres ideas: primeramente, la idea de lo supra-sensible  en general, sin otra determinación que la del substratum de la naturaleza;  en segundo lugar, la idea de lo supra-sensible como principio de la  finalidad subjetiva de la naturaleza para nuestra facultad de conocer; en


 

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tercer lugar, la idea de lo supra-sensible como principio de los fines de la  libertad, y del acuerdo de esta con sus fines en el mundo moral.

 

 

 

 

§ LVII Del idealismo de la finalidad de la naturaleza considerada  como arte y como principio único del juicio estético

 

     Se puede primero pretender explicar el gusto de dos maneras: o bien  se dirá que se juzga siempre conforme a motivos empíricos, y por  consiguiente, conforme a motivos que no pueden darse más que a  posteriori por medio de los sentidos, o bien se habrá de conceder que se  juzga conforme a un principio a priori. La primera de estas dos opiniones  sería el empirismo de la crítica del gusto, y la segunda su racionalismo.

 

 Conforme a la primera, el objeto de nuestra satisfacción no se  distinguiría

de lo agradable; conforme a la segunda, si el juicio descansa  sobre conceptos determinados, se confundiría con el bien; y así toda 1a  belleza sería desterrada del mundo; no quedaría en su puesto más que un  nombre particular, sirviendo quizá para expresar cierta amalgama de las  dos precedentes especies de satisfacción. Mas hemos mostrado que hay  aquí también a priori principios de satisfacción que no pueden reducirse  ciertamente a conceptos determinados, pero que siendo a priori,  conforman con el principio del racionalismo.

 

     Ahora el racionalismo del principio del gusto, admitirá el realismo o el  idealismo de la finalidad. Pero como un juicio del gusto no es más que un  juicio de conocimiento, y que la belleza no es más que una cualidad del  objeto, considerando en sí mismo, el racionalismo del principio del gusto  no puede admitir como objetiva la finalidad que se manifiesta en el  juicio, es decir, que el juicio formado por el sujeto no se refiere  teóricamente, ni por tanto lógicamente (aunque de una manera confusa) a  la perfección del objeto, sino estéticamente a la conformidad de la  representación del objeto en la imaginación, son los principios esenciales

de la facultad de juzgar en general. Por consiguiente, aun conforme al  principio del racionalismo, no puede haber aquí otra diferencia entre el  realismo y el idealismo del juicio del gusto, sino que en el primer caso se  mira esta finalidad subjetiva como un fin real que se propone la  naturaleza (o el arte), y que consiste en convenir con nuestra facultad de  juzgar, mientras que en el segundo caso no se le mira más que como una  concordancia de sí misma que se establece sin objeto, y de una manera  accidental entre la facultad de juzgar y las formas de que se producen en  la naturaleza conforme a leyes particulares.

 

 Las bellas formas de la naturaleza orgánica hablan en favor del  realismo de la finalidad de la naturaleza, o de la opinión que admite como  principio de la producción de lo bello una idea de lo bello en la causa que  lo produce, es decir,

 un fin relativo a nuestra facultad de juzgar. Las  flores, las figuras de ciertas plantas, la elegancia inútil para nuestro uso,  mas como escogida expresamente para nuestro gusto, que muestran toda  especie de animales en sus formas, principalmente la variedad y la  armonía de colores en el faisán, en los testáceos, en los insectos, y hasta  en las flores más comunes, que agradan tanto a los ojos, y son de tanto  atractivo, y que quedando en la superficie, y no teniendo nada de común  con la figura, la cual podría ser necesaria a los fines interiores de estos  animales, parecen haberse hecho para la intuición externa; todas estas  cosas son de mucho peso en esta aplicación, que admite en la naturaleza  fines reales para nuestro juicio estético.

 

     Pero además de que esta opinión tiene contra sí la razón que no da una  máxima para evitar en lo posible el multiplicar inútilmente los principios,  la naturaleza revela también por todas partes en sus libres formaciones  una tendencia mecánica a la producción de formas, que parecen haber  sido hechas expresamente para el uso estético de nuestro juicio, y no  encontramos; en esto la menor razón para sospechar que obre para esto  algo más que el simple mecanismo de la naturaleza, en tanto que  naturaleza; de suerte que las concordancias de estas formas en nuestro  juicio pueden muy bien derivar de este mecanismo, sin que ninguna idea  sirva de principio a la naturaleza. Yo entiendo por libre formación de la


 

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naturaleza, aquella por cuyo media, una parte de un fluido en reposo,  viniendo, a evaporarse o desaparecer (y alguna vez solamente a perder su  calórico), lo que queda toma, solidificándose, una figura o una textura,  que varía según la diferencia de materias, pero que ella misma siempre  para la misma figura. Es necesario suponer para esto un verdadero fluido,  a saber, un fluido en donde la materia esté enteramente disuelta, es decir,  no una simple amalgama de partes sólidas en suspensión. La formación  se hace entonces por una reunión precipitada95, es decir, por una  modificación repentina, no por un paso sucesivo del estado fluido al  estado sólido, sino como de un sólo golpe, y esta transformación se llama  entonces cristalización. El ejemplo más común de esta especie de  formación, es la congelación del agua, en la cual se forman primero las  pequeñas agujas de hielo que se cruzan en ángulos de sesenta grados,  mientras q

ue, otros vienen a unirse a cada punto de estos ángulos, hasta  que toda la masa se congela, de tal suerte que durante este tiempo, el agua  que se halla entre las agujas de hielo no pasa por el estado pastoso, sino  que queda, por el contrario, tan por completo fluida, como si su  temperatura fuese mucho más alta, y sin embargo, no tiene más que la  temperatura del hielo. La materia que se desprende, y que en el momento  de la solidificación se disipa súbitamente, es una cantidad considerable de  calórico, que no servía más que para mantener el estado fluido, y que  desprendiéndose de él, deja este nuevo hielo a la temperatura del agua  antes fluida.

 

     Muchas sales, muchas piedras de forma cristalina son producidas de la  misma manera por sustancias etéreas que se han puesto en disolución el  agua no se sabe cómo. Aun del mismo modo, según toda apariencia, los  grupos de muchas sustancias minerales, de la galena cúbica, de la mica de  plata, roja, etc., se forman también en el agua por la reunión precipitada  de partes que alguna causa obliga a quitar este vehículo y a coordinarse  de manera que tomen formas exteriores determinadas.

 

     De otro lado, todas las materias que no se habían mantenido en estado  fluido más que por el calor y que se han solidificado por el calor y que se  han solidificado por el enfriamiento, cuando se quiebran, muestran

también en el interior una textura determinada y nos hacen juzgar por  esto, que si su propio peso o el contacto del aire no lo hubiese impedido,  mostrarían al exterior la forma que les es específicamente propia, y es lo  que se ha observado en ciertos metales que se habían endurecido en la  superficie después de la fusión, y de los que se había trasvasado la parte  restante todavía interiormente, pudo cristalizarse libremente. Muchas de  estas cristalizaciones minerales, como los espatos, la piedra hematida,  ofrecen muchas veces formas tan bellas, que el arte podría cuando más  concebir otras parecidas. Las estalacticas que hallamos en la cueva de  Antiparos son producidas simplemente por el agua que pasa gota a gota a  través de las capas de yeso.

 

     El estado fluido, según toda apariencia, es en general anterior al estado  sólido, y las plantas, como los cuerpos de los animales, son formados por  una materia fluida nutritiva, en tanto que esta materia se forma por sí  misma en reposo: sin duda ella es primero sometida a cierta disposición  originaria de medios y de fines (que no se debe juzgar estética, sino  teleológicamente conforme al principio del realismo, como lo  mostraremos en la segunda parte); pero al mismo tiempo también quizá  se componga y se forme en libertad conforme a la ley general de la  afinidad de las materias.

 

 Luego como los vapores esparcidos en la atmósfera, que es una  mezcla de diferentes gases, producen por efecto del enfriamiento cristales  de nieve, que es una mezcla de diferentes gases, producen por efecto del  enfriamiento cristales de

 nieve, que según las diversas circunstancias  atmosféricas en que se forman, aparecen muy artísticamente formados y  son singularmente bellos; así, sin quitar nada al principio teleológico, en  virtud del cual juzgamos la organización, se puede pensar muy bien que  la belleza de las flores, de las plumas de las aves, de las conchas, en la  forma como en el color, pueden atribuirse a la naturaleza y a la propiedad  que tiene de producir libremente, sin ningún objeto particular, y conforme  a las leyes químicas, por el arreglo de la materia necesaria para la  organización, ciertas formas que muestran además una finalidad estética.

 


 

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     Pero lo que prueba directamente que el principio de la idealidad de la  finalidad sirve siempre de fundamento a los juicios que formamos sobre  lo bello de la naturaleza, y lo que no impide admitir como principio de  aplicación un fin real de la naturaleza para nuestra facultad de  representación, es que en general, cuando juzgamos de la belleza,  buscamos en nosotros mismos a priori la medida de nuestro juicio, y que  cuando se trata de juzgar si una cosa es bella o no, el juicio estético es el  mismo legislativo. Esto sería, en efecto, imposible en la hipótesis del  realis

mo de la finalidad de la naturaleza lo que deberíamos encontrar  bello, y el juicio del gusto estaría sometido a principios empíricos. Por lo  que en esta especie de juicios, no se trata de saber lo que es la naturaleza,  ni aun qué fin se propone en relación a nosotros, sino qué efecto produce  sobre nosotros. Decir que la naturaleza

 ha formado sus figuras para  nuestra satisfacción, sería todavía reconocer en ella una finalidad  objetiva, y no admitir solamente una finalidad subjetiva, que descanse  sobre el juego de la imaginación en libertad; según esta última opinión  somos nosotros los que recibimos la naturaleza con favor, sin que ella nos  preste ninguno. La propiedad que tiene la naturaleza de suministrarnos la  ocasión de percibir en la relación de las facultades de conocer,  ejercitándose sobre algunas de sus producciones una finalidad interna,  que, debemos mirar, en virtud de un principio supra-sensible, como  necesaria y universal; esta propiedad no puede ser un fin de la naturaleza,  o más bien no podemos mirarla como tal, porque entonces el juicio que  fuera determinado por ella, sería heterónomo, y no libre y autónomo,  como conviene a un juicio del gusto.

 

     En las bellas artes, el principio del idealismo de la finalidad es todavía  más claro. Tienen de común con la naturaleza que no se puede admitir un  realismo estético fundado sobre sensaciones (porque esto no sería de las  bellas artes, sino de las artes agradables). De otro lado, la satisfacción  producida por ideas estéticas no debe depender de ciertos fines  propuestos al arte (que entonces no tendría más que un objeto mecánico);  por consiguiente, aun en el racionalismo del principio descansa aquella  sobre la idealidad y no sobre la realidad de los fines: de esto resulta  claramente que las bellas artes, como tales, no deben considerarse como

producciones del entendimiento y de la ciencia, sino del genio, y que así  rec

iben su regla de las ideas estéticas, las cuales son esencialmente  diferentes de las ideas racionales de fines determinados. Del mismo modo  que la idealidad de los objetos sensibles, considerados como fenómenos,  es la sola manera de explicar cómo sus formas pueden ser determinadas a  priori, también el idealismo de la finalidad en el juicio de lo bello de la  naturaleza y del arte, es la sola suposición que permite a la crítica  explicar la posibilidad de un juicio del gusto, es decir, de un juicio que  reclama a priori un valor universal (sin fundar sobre conceptos la  finalidad que es representada en el objeto).

 

 

 

 

§ LVIII  De la belleza como símbolo de la moralidad

 

     Para probar la realidad de nuestros conceptos, se necesitan siempre las  intuiciones. Si se trata de conceptos empíricos, estas últimas se llaman  ejemplos. Si se trata de conceptos puros del entendimiento, estas son los  esquemas. En cuanto a la realidad objetiva de los conceptos de la razón,  es decir, de las ideas, pedir la prueba de ellas, bajo el punto de vista del  conocimiento teórico, es pedir algo imposible, pues que en esto no puede  haber intuición que les corresponda.

 

 Toda hipótesis (exhibición, subjectio sub adspectum), en tanto que

  representación sensible96, es doble: es esquemática cuando la intuición  que corresponde a un concepto recibido por el entendimiento es dada a  priori; simbólica cuando corresponde a un concepto que solo la razón  puede concebir, pero al cual ninguna intuición sencilla puede  corresponder; se halla sometida a una intuición con la que concierta un  procedimiento del juicio que no es más que análogo al que se sigue en el  esquematismo, es decir, que no conforma con este más que por la regla y  no por la intuición misma, por consiguiente, por la forma sola de la  reflexión, y no por su contenido.

 


 

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     Es culpable que los nuevos lógicos empleen la palabra simbólica para  designar el modo de representación opuesto al modo intuitivo; porque el  modo simbólico no es más que una especie de modo intuitivo. Este  último (el modo intuitivo), puede, en efecto, dividirse en modo  esquemático y modo simbólico. Los dos son hipótesis, es decir,  exhibiciones (exhibitiones); no se halla en ellos más que simples  caracteres, o signos sensibles destinados a designar los conceptos a que  los asociamos. Estos últimos no contienen nada que pertenezca a la  intuición del objeto, sino que sirven solamente de medio de reproducción  según la ley de asociación a que se halla sometida la imaginación, por  consiguiente a un fin subjetivo. Tales son las palabras o los signos  visibles (algébricos y aun mímicos) en tanto que simples expresiones de  los conceptos97.

 

     Todas las intuiciones que se hallan sometidas a conceptos a priori son,  pues, o esquemas o símbolos: los primeros contienen exhibiciones  directas, los segundos, exhibiciones indirectas del concepto. Los primeros  producen demostrativamente; los segundos, por medio de una analogía  (por cuyo medio nos servimos aún de intuiciones empíricas). En este  último caso, el juicio tiene una doble función; primera, aplicar el  concepto al objeto de una intuición sensible, y después aplicarlo a un  objeto distinto, del que el primero no es más que el símbolo, la regla de la  reflexión que nos hacemos sobre esta intuición. Así es que nos  representamos simbólicamente un estado monárquico por un cuerpo  animado, cuando es dirigido conforme a una constitución y leyes  populares, o por una simple máquina, como por ejemplo, un molino a  brazo, cuando es gobernado por una voluntad única y absoluta. Entre un  estado despótico y un molino a brazo no hay ninguna semejanza, pero la  hay entre las reglas, por cuyo medio reflexionamos sobre estas dos cosas  y sobre su causalidad.

 

     Este punto ha sido, hasta ahora poco esclarecido, aunque merece un  profundo examen; pero no es este el lugar para insistir sobre él. Nuestra  lengua está llena de semejantes exhibiciones indirectas, fundadas sobre  una analogía, en las que la expresión no contiene un esquema propio de

un concepto, sino solamente un símbolo para una reflexión. Tales son las  expresiones, fundamento (apoyo, base), depender (tener alguna cosa por  otra más elevada), dimanar de cualquier cosa (por seguir), sustancia a  sostén de

 los accidentes (como se expresa Locke). Lo mismo se ve en  otra infinidad de hipótesis simbólicas que sirven para designar conceptos,  no por medio de una intuición directa, sino conforme a una analogía con  la intuición, es decir, haciendo pasar la reflexión que hace el espíritu  sobre un objeto de intuición a otro concepto al que una intuición quizá no  pueda corresponder jamás directamente. Si ya podemos llamar  conocimiento a un simple modo de representación (y esto es muy  permitido cuando no se trata más que de un principio que determine el  objeto teóricamente, respecto a lo que él es en sí, pero que lo determine  prácticamente, mostrándonos lo que la idea de este objeto debe ser para  nosotros y para el uso a que se destina), entonces todo nuestro  conocimiento de Dios (es simplemente simbólico, y el que lo mira como  esquemático, así como los atributos del entendimiento, de la voluntad,  etc., que no prueban su realidad objetiva más que en los seres del mundo,  aquel cree que en el antropomorfismo, lo mismo que el que descarta toda  especie de modo intuitivo, cree en el deísmo, o sea aquel sistema, según  el cual no se conoce absolutamente fuera de Dios, ni aun bajo el punto de  vista práctico.

 

     Por lo que yo digo que lo bello es el símbolo de la moralidad, y que  sólo bajo este punto de vista (en virtud de una relación natural para cada  uno, y que cada uno exige de los demás como un deber) es como agrada y  pretende el asentimiento universal, porque el espíritu se siente en esto  como ennoblecido, y se eleva por cima de esta simple capacidad, en  virtud de la cual recibimos con placer las impresiones sensibles, y estima  el valor de los demás conforme a esta misma máxima del juicio. Es lo  inteligible lo que el gusto tiene en cuenta, como he mostrado en el párrafo  precedente: es hacia él, en efecto, hacia donde se dirigen nuestras  facultades superiores de conocer, y sin él habría contradicción entre su  naturaleza y las pretensiones que presenta el gusto. En esta facultad, el  juicio no se ve, como cuando no es más que empírico, sometido a una  heteronomia de las leyes de la experiencia; se da a sí mismo su ley


 

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relativamente a los objetos de una tan pura satisfacción, como hace la  razón relativamente a la facultad de querer; y por esta posibilidad interior  que se manifiesta en el sujeto, como por la posibilidad exterior de una  naturaleza que se conforma con la primera, se ve ligado a alguna cosa que  se revela en el sujeto mismo y fuera de él, y que no es ni la naturaleza ni  la libertad, sino que se halla ligado a un principio de esta misma, es decir,  con lo supra-sensible, en el cual la facultad teórica se confunde con la  facultad práctica de una manera desconocida, pero semejante para todos.  Nosotros indicaremos algunos puntos de esta analogía haciendo notar al  mismo tiempo las diferencias.

 

     1. Lo bello agrada inmediatamente (mas sólo en la intuición reflexiva,  no como la moralidad, en el concepto). 2. Agrada independientemente de  todo interés (el bien moral está, en verdad, ligado a un interés  necesariamente, pero n

o a un interés que precede al juicio de satisfacción,  porque este mismo juicio es lo que le produce). 3. La libertad de la  imaginación (por consiguiente, de nuestra sensibilidad), se representa en  el juicio de lo bello como conformándose con la legalidad del  entendimiento (en el juicio moral, la libertad de la voluntad es concebida  como el acuerdo de esta facultad consigo misma, según las leyes  universales de la razón). 4. El principio subjetivo del juicio de lo bello es  representado como universal, es decir, como aceptable para todos, aunque  no se puede determinar por ningún concepto universal (el principio  objetivo de la moralidad es también representado como universal, es  decir, como admisible para todos los sujetos, así como para todas las  acciones de cada sujeto, mas también como pudiendo ser determinado  por un concepto universal). Esto es porque el juicio moral no es capaz de  principios constitutivos determinados, sino que sólo es posible por  máximas fundadas sobre estos principios y sobre su universalidad.)

 

 La consideración de esta analogía es frecuente aun entre las  inteligencias vulgares, y se designan muchas veces objetos bellos de la  naturaleza o del arte, por medio de nombres que parecen tener por  principio un juicio moral. Se califica de majestuosos y de magníficos  árboles o edificios: se habla de campos graciosos y que ríen: los colores

mismos son llamados inocentes, modestos, tiernos, porque excitan  sensaciones que contienen algo análogo a la conciencia de una  disposición de espíritu producida por juicios morales. El gusto nos  permite de este modo pasar, sin un salto muy brusco, del atractivo de los  sentidos a un interés moral habitual, representando la imaginación en su  libertad como pudiendo ser determinada de acuerdo con el entendimiento,  y aun aprendiendo a hallar en los objetos sensibles una satisfacción libre  e independiente de todo atractivo sensible.

 

 

 

 

Apéndice

 

§ LIXDe la metodología del gusto

 

     La división de la crítica en doctrina elemental y metodología la cual  precede a la ciencia, no puede aplicarse a la crítica del gusto, puesto que  no hay ni puede haber ciencia de lo bello, y porque el juicio del gusto no  puede determinarse por principios.

 

     En efecto, la parte científica de cada arte, y todo lo que mira la verdad  en la exhibición de su objeto, es sin duda una condición indispensable  (condiditio sine qua non) de las bellas artes, pero esto no constituye las  mismas bellas artes. No hay, pues, para las bellas artes más que una  manera98 (modus) y no un método

 (metodus). El maestro debe mostrar lo  que debe hacer el discípulo,

cómo lo debe hacer, y las reglas generales a  las que en definitiva reduce su manera de proceder, pueden servirle de  ocasión para hallar las principales cosas que por aquellas le prescriben.  Se debe, sin embargo, atender a un cierto ideal que el arte debe tener a la  vista, aunque no pueda jamás alcanzarlo por completo. Esto no se  consigue más que excitando la imaginación del discípulo para apropiarse  a un concepto dado, y para esto haciéndole notar lo insuficiente de la  expresión respecto a la idea, que el concepto mismo no alcanza, puesto  que es estético, y por medio de una crítica severa, que le impedirá tomar


 

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los ejemplos que se le propongan como tipos o modelos que imitar, que  no pueden ser sometidos a una regla superior, ni a su propio juicio, y así  es como el genio, y con él la libertad de la imaginación, evitarán el  peligro de ser ahogados por las reglas, sin las cuales no puede haber  bellas artes, ni gusto que las juzgue exactamente.

 

 La propedéntica de todas las bellas artes en tanto que se trata del  último grado de perfección, no parece que consiste en los preceptos, sino  en la cultura de las facultades del espíritu por medio de estos  conocimientos preparatorios que se llaman humanidades, probablemente  porque humanidad significa de un lado el sentimiento de la simpatía  universal, y de otro la facultad de poderse comunicar íntima y  universalmente, dos propiedades que, juntas, componen la sociabilidad  propia de la humanidad, y por las cuales esta salta los límites asignados al  animal.

 El siglo y los pueblos cuya corriente por la sociedad legal, solo  fundamento de un estado duradero luchan contra las grandes dificultades  que presenta el problema de la unión de la libertad (y por consiguiente,  también de la igualdad) con cierta violencia (más bien con la del respeto  y la sumisión al deber que con la del miedo), este siglo y estos pueblos  deberían hallar primero el arte de sostener una comunicación recíproca de  ideas entre la parte más ilustrada y la más inculta, de aproximar el  desenvolvimiento y la cultura de la primera al nivel de la simplicidad  natural y de la originalidad de la segunda, y de establecer de este modo  este intermedio entre la civilización y la simple naturaleza que constituye  para el gusto, en tanto que sentido común para los hombres, una medida  exacta, pero que no pueda determinarse conforme a reglas generales.

 

     Un siglo más avanzado pasará difícilmente sin estos modelos, puesto  que se separa siempre más de la naturaleza, y que, por último, si no tiene  ejemplos permanentes

 de ella, apenas estará en estado de formarse un  concepto de la feliz unión, en un solo y mismo pueblo, de la violencia  legal, que exige la más alta cultura, con la fuerza y la sinceridad de la  libre naturaleza, sintiendo su propio valor.

 

 Mas como el gusto es en realidad una facultad de juzgar de la  representación sensible de las ideas morales (por medio de cierta analogía  de la reflexión sobre estas dos cosas), y como de esta facultad, así como  de una capacidad más alta todavía para el sentimiento derivado de estas  ideas (que se llama sentimiento moral), es de donde se deriva este placer  que el gusto proclama admisible para la humanidad en general, y no para  el sentimiento particular de cada uno, se ve claramente que la verdadera  propedéntica para fundar el gusto es el desenvolvimiento de las ideas  morales y la cultura del sentimiento moral, porque solamente a condición  de que la sensibilidad esté de acuerdo con este sentimiento, es como el  verdadero gusto puede recibir una forma determinada e inmutable.

 

 

FIN DEL TOMO PRIMERO (primera parte)

 

 


 

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TOMO II

 

 

 

 

Segunda parte

 

CRÍTICA DEL JUICIO TELEOLÓGICO

 

 

 

§ LX  De la finalidad objetiva de la naturaleza

 

 Los principios trascendentales del conocimiento nos autorizan a  admi

tir una finalidad, por la cual la naturaleza en sus leyes particulares se  concierta subjetivamente con la facultad de comprensión del juicio  humano, y nos permite juntar las experiencias particulares en un sistema;  porque entre las diversas producciones de la naturaleza, se puede admitir  también la posibilidad de otras que tienen cierta forma específica por  carácter, es decir, que como si fuesen hechas expresamente para nuestra  facultad de juzgar, sirven con su variedad y su unidad, como para  fortificar y sostener las fuerzas del espíritu (que se hallan en juego en el  ejercicio de esta facultad) lo que les ha valido el nombre de bellas formas.

 

     Más que la contingencia de la naturaleza se hallan en la relación de  medios a fines, y que su posibilidad no se pueda comprender  suficientemente más que por medio de esta especie de causalidad, es de  lo que no hallamos la razón en la idea general de la naturaleza,  considerada como el conjunto de los objetos sensibles. En efecto: en el  precedente caso, la representación de las cosas, siendo algo en nosotros,  pudiera muy bien ser concebida a priori como apropiada al destino  interior de nuestras facultades de conocer. Mas ¿cómo fines que no son  los nuestros y que tampoco pertenecen a la naturaleza (que nosotros no  admitimos como un ser inteligente), pueden y deben constituir una

especie de causalidad, o al menos un carácter completamente particular  d

e conformidad con las leyes? Esto es lo que es imposible de presumir a  priori con algún fundamento. Con mayor razón, la experiencia misma no  puede demostrar la realidad de esto, si no se ha introducido ya  ingeniosamente el concepto de fin en la naturaleza de las cosas. No  sacamos, pues, este concepto de los objetos y del conocimiento empírico  que de ellos tenemos; y por consiguiente, nos servimos de él, más bien  para comprender la naturaleza por analogía con un principio subjetivo del  enlace de las representaciones, que para el conocimiento por medio de  principios objetivos.

 

     Además, la finalidad objetiva, como principio de la posibilidad de las  cosas de la naturaleza, está tan lejos de conformarse necesariamente con  el concepto de la misma, que ella es la que se invoca para probar la  contingencia de la naturaleza y de sus formas. En efecto; cuando se habla  de la estructura de un ave, de las células formadas en sus huesos, de la  disposición de sus alas para el movimiento, de la de su cola que le sirve  como de timón, después se dice que todo esto es contingente, si se le  considera relativamente al simple nexus afectivus de la naturaleza, y no  se invoca todavía una especie particular de causalidad, la de los fines  (nexus finalis), es decir, se muestra que la considerada como simple  mecanismo, habría podido tomar otras mil formas, sin quebrantar la  unidad de este principio, y que por consiguiente, no se puede esperar  hallar a priori la razón de esta forma en el concepto mismo de la  naturaleza, sino que es necesario buscarlo fuera de este concepto.

 

 Hay, sin embargo, razón para admitir, al menos de una manera  problemática,

 el juicio teleológico en la investigación de la naturaleza,  pero a condición de que no se haga de él un principio de investigación y  observación más que por analogía con la causalidad determinado por  fines, y que no se pretenda explicar nada por este medio. Pertenece al  juicio reflexivo y no al juicio determinante. El concepto de las relaciones  y formas finales de la naturaleza, es la menos un principio además que  sirve para reducir sus fenómenos a reglas, allí donde no bastan las leyes  en una causalidad puramente mecánica. Recurrimos, en efecto, a un


 

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principio teleológico, siempre que atribuimos la causalidad al concepto  de un objeto, como si este concepto estuviese en la naturaleza (y no en  nosotros mismos), o que, por mejor

 decir, nos representásemos la  posibilidad de un objeto por analogía con este género de causalidad (que  es la nuestra), concibiendo de este modo la naturaleza, como siendo  técnica por su propio poder, en lugar de no tener en su causalidad más  que un simple mecanismo, como sucedería, si no se le atribuyese este  modo de acción. Si, por el contrario, admitimos en la naturaleza causas  que obran con intención, y si, por consiguiente, damos por fundamento a  la teleología no simplemente un principio regulador, que nos sirva para  juzgar los fenómenos de la naturaleza, considerada en sus leyes  particulares, sino un principio constitutivo que determine el origen de sus  producciones, entonces el concepto de un fin de la naturaleza no  pertenecerá al juicio reflexivo, sino al juicio determinante. O más bien,  este concepto no pertenecería propiamente al juicio (como el de la  belleza, en tanto que finalidad formal subjetiva); como concepto racional,  introduciría en la ciencia de la naturaleza una nueva especie de  causalidad. Mas esta especie de causalidad no hacemos más que sacarla  de nosotros mismos para atribuirla a otros seres, sin querer por esto  asimilarlos a nosotros.

 

 

 

 

Primera sección

 

Analítica del juicio teleológico

 

§ LXI De la finalidad objetiva que es simplemente formal a  diferencia de lo que es material.

 

 Todas las figuras geométricas trazadas conforme a un principio,  revelan una finalidad objetiva, muchas veces maravillosa por su variedad,  es decir, que sirven para resolver muchos problemas con un sólo  principio, y cada uno de estos de una manera infinitamente varia. La

finalidad es aquí evidentemente objetiva o intelectual, y no simplemente  subjetiva y estética. Porque ella expresa la propiedad que tiene la figura  de engendrar muchas figuras propuestas, y es además reconocida por la  razón. Mas la finalidad no constituye, sin embargo, la posibilidad del  concepto del objeto mismo, es decir, que no se considera como siendo  posible únicamente en relación a este uso.

 

     Esta figura tan simple que se llama círculo, contiene el principio de la  solución de una multitud de problemas, de los que cada uno exigiría por  sí muchos trabajos preparatorios, mientras que esta solución se ofrece por  sí misma como una de las admirables e infinitamente numerosas  propiedades de esta figura. Si se trata, por ejemplo, de constr

uir un  triángulo con una base dada y el ángulo opuesto, el problema es  indeterminado, es decir, que se puede resolver de una manera  infinitamente varia. Mas el círculo encierra todas estas soluciones del  problema, como el lugar geométrico que suministra todos los triángulos  que satisfacen a las condiciones dadas. O bien, si se quiere que dos líneas  se corten de tal suerte que el rectángulo formado por las dos partes de la  una sea igual al formado por las de la otra, la solución del problema  presenta mucha dificultad. Mas para que dos líneas se dividan en esta  proporción, basta que se corten en el interior del círculo, y terminen en su  circunferencia. Las demás líneas curvas suministrarían también  soluciones de este género, que no habría hecho concebir al pronto la regla  conforme a la cual las construimos. Todas las secciones cónicas,  cualquiera que sea la simplicidad de su definición, sea que se las  considere en sí mismas, sea que se las refiera a sus propiedades, son  fecundas en principios para la solución de una multitud de problemas  posibles.

 

 Causa un verdadero placer el ver el ardor con que los antiguos  geóme

tras investigaban las propiedades de esta especie de líneas, sin  inquietarse por esta cuestión propia de espíritus limitados: ¿qué bien nos  trae este conocimiento? Así es, por ejemplo, que investigaban las  propiedades de la parábola, sin conocer la ley de la gravitación hacia la  superficie de la tierra, que les hubiera suministrado la aplicación de la


 

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parábola a la trayectoria de los cuerpos solicitados por la gravedad (cuya

  dirección puede considerarse como paralela a sí misma en toda la  duración de su movimiento). Así es también que estudiaban las  propiedades de la elipse sin adivinar que en esto había también una  gravitación para los cuerpos celestes, y sin conocer la ley que rige la  gravedad de estos cuerpos en sus diversas distancias al centro de  atracción, y que hace que, aunque estén enteramente libres, se vean  obligados a describir esta curva.

 

     Trabajando así sin saberlo para la posteridad, gozaban al encontrar en  la esencia de las cosas una finalidad, cuya necesidad hubiesen podido  mostrar a priori. Platón, maestro en esta ciencia llega al entusiasmo  tratándose de esta disposición originaria de las cosas, cuyo

 descubrimiento puede exceder toda experiencia, y sobre la facultad que  tiene el espíritu de poder llevar la armonía de los seres a su principio  supra-sensible (comprendiendo las propiedades de los números, con los  que el espíritu juega en la música).

 

     Este entusiasmo lo elevaba sobre los conceptos de la experiencia a la  región de las ideas, que no le parecían explicables más que por un  comercio intelectual con el principio de todos los seres. No es extraño  que excluyera de su escuela los que no sabían geometría; porque lo que  Anaxágoras deducía de los objetos de la experienc

ia y de su enlace final,  pensaba derivarlo de una intuición pura, inherente al espíritu humano. La  necesidad en la finalidad, es decir, la finalidad de las cosas que se hallan  dispuestas como si hubiesen sido hechas a propósito para nuestro uso,  pero que parecen, sin embargo, pertenecer originariamente a la esencia de  las cosas sin tener en cuenta nuestro uso, he aquí el principio de la gran  admiración que nos causa la naturaleza, menos todavía fuera de nosotros,  que en nuestra propia razón. Además es un error muy excusable el pasar  insensiblemente de esta admiración al fanatismo.

 

 Mas aunque esta finalidad intelectual sea objetiva (y no subjetiva  como la finalidad estética), no podemos concebirla, en cuanto a su  posibilidad, más que como formal (no como real), es decir, solo como

una finalidad a la cual no es necesario dar un fin, una teleología por  principio, sino que basta concebirla de una manera general. El círculo es  una intuición que el entendimiento determina conforme a un principio; la  unidad de este principio, que yo admito arbitrariamente y de la cual me  sirvo como de un concepto fundamental, aplicada a una forma de la  intuición (al espacio), que sin embargo no se encuentra en mí más que  como una representación, pero como una representación a priori, esta  unidad hace comprender la de muchas reglas, que derivan de la  construcción de este concepto, y que son conformes a muchos fines  posibles, sin que haya necesidad de suponer para esta finalidad un fin o  algún otro principio. Del mismo modo no le hay cuando hallo el orden y  la regularidad en un conjunto de cosas exteriores, encerrado en ciertos  límites, por ejemplo, en un jardín, el orden y la regularidad de los árboles,  de los parterres, de los paseos; yo no puedo esperar el deducirlos a priori  de una circunscripción arbitraria de un espacio, porque estas son cosas  existentes, que no pueden ser conocidas más que por medio de la  experiencia, y no se trata, como ahora, más que de una simple  representación determinada en mí a priori, conforme a un principio. Es  porque esta última finalidad (la finalidad empírica) en tanto que real  depende del concepto de un fin.

 

     Pero se ve también la razón legítima de nuestra admiración por esta  misma finalidad que percibimos en la esencia de las cosas (en tanto que  sus conceptos pueden ser construidos). Las reglas variadas cuya unidad  (fundada sobre un principio) causa admiración, son todas sintéticas, y no  derivan de un concepto del objeto, por ejemplo, del círculo, sino que  necesitan que este concepto sea dado en la intuición. Mas por lo mismo,  esta unidad tiene trazas de hallarse fundada empíricamente sobre un  principio diferente de nuestra facultad de representación, y se diría  entonces que la concordancia del objeto con la necesidad de las reglas,  inherente al entendimiento, es contingente en sí, y por consiguiente no es  posible más que por un fin establecido expresamente para esto. Por lo que  esta armonía, no siendo, sin embargo de toda esta finalidad, reconocida  empíricamente, sino a priori, debería conducirnos por sí misma a la  conclusión de que el espacio, cuya determinación sólo hace posible el


 

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objeto (por medio de la imaginación y conforme a un concepto), no es  una cualidad de las cosas fuera de nosotros, sino un simple modo de  representación en nosotros, y que de este modo en la figura que yo trazo  conforme a un concepto, es decir, en mi propia manera de representarme  lo que me es dado exteriormente, aunque esto pudiese en sí, soy yo quien  introduce, la fin

alidad, sin estar instruido de ello empíricamente por la  cosa misma, y por consiguiente, sin tener para ello de ningún fin  particular fuera de mí en el objeto. Pero como esta consideración exige ya  un uso crítico de la razón, y por consiguiente no se sobreentiende al  principio en el juicio que formamos del objeto conforme a sus  propiedades, este juicio no me da inmediatamente más que la unión de  reglas heterogéneas (aun en lo que ellas tienen de heterogéneo) en

 un  principio particular que descanse a priori fuera de mis conceptos,

y en  general de mi representación. Por lo que la sorpresa viene de que el  espíritu queda en suspenso por la incompatibilidad de una representación  y de la regla dada por la misma con los principios que le sirven ya de  fundamento, y por esto llega a dudar si ha visto o juzgado bien; mas la  admiración es una sorpresa que no cesa nunca, ni aun después de la  desaparición de esta duda. Por consiguiente, la admiración es un efecto  completamente natural de esta finalidad que observamos en la esencia de  las cosas (consideradas como fenómenos), y no se puede condenar,  porque no solamente nos es imposible explicar por qué la unión de esta  forma de la intuición sensible (que se llama el espacio) con la facultad de  los conceptos (el entendimiento) es precisamente tal y no otra, sino que  esta unión misma extiende el espíritu haciéndole como presentir algo  todavía que descansa sobre estas representaciones sensibles, y que puede  contener el último principio (desconocido para nosotros) de este acuerdo.  No tenemos ciertamente necesidad de conocerlo cuando simplemente se  trata de la finalidad formal de nuestras representaciones a priori; mas la  sola necesidad en que estamos de pensar en él; excita la admiración por el  objeto que nos la impone.

 

     Se acostumbra llamar bellezas las propiedades de que hemos hablado,  las de las figuras geométricas como las de los números, a causa de cierta  finalidad que muestran a priori para diversos usos del conocimiento, y

que la simplicidad de su construcción no hubiera hecho sospechar. Así,  por ejemplo, se habla de tal o cuál bella propiedad del círculo, que se  descubriría de esta o la otra manera; mas esto no es allí un juicio estético  de finalidad; esto no es uno de los juicios sin concepto que no indican  más que una finalidad subjetiva en el libre juego de nuestras facultades de  conocer; esto es un juicio intelectual, fundado sobre conceptos, que da  claramente a conocer una finalidad objetiva, es decir, una conformidad  con los diversos objetos (infinitamente varios). Esta propiedad debería  llamarse con más razón perfección relativa que belleza de una figura  matemática. En general, apenas se puede admitir la

expresión de belleza  intelectual, porque la palabra belleza perdería entonces todo sentido  determinado, o la satisfacción sensible. El nombre de belleza convendría  mejor a la demostración de estas propiedades; porque por esta  demostración, el entendimiento en tanto que facultad de los conceptos, y  la imaginación en tanto que facultad que suministra la exhibición de estos  conceptos, se sienten fortificados a priori (este es el carácter que junto  con la precisión que lleva la razón, llamamos la elegancia de la  demostración): aquí al menos, si la satisfacción tiene su principio en los  conceptos, es subjetiva, mientras que la perfección produce una  satisfacción objetiva.

 

 

 

 

§ LXII  De la finalidad de la naturaleza que no es más que relativa, a  diferencia de la que es interior

 

 La experiencia lleva nuestra facultad de juzgar al concepto de una  finalidad objetiva y material, es decir, al concepto de un fin de la  naturaleza; entonces es solamente cuando tenemos, para juzgar, una  relacion de causa a efecto99 que no somos capaces de comprender sin  suponer en la causalidad de la causa misma la idea del efecto como la  condición de la posibilidad de este efecto o el principio que determina su  causa a producirle. Mas esto puede hacerse de dos modos: se considera el  efecto, o inmediatamente como una producción hecha con arte, o


 

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solamente como una materia destinada al arte de otros seres posibles de la  naturaleza, y por consiguiente, o como un fin, o como un medio para la  finalidad de otras causas. Esta última finalidad se llama utilidad (por lo  que se refiere a los hombres), y aun conveniencia100 (por lo que se refiere  a otros seres), y no es más que relativa, mientras que la primera es una  finalidad interior de la naturaleza.

 

     Los ríos, por ejemplo, llevan consigo tierras útiles a la vegetación, que  depositan alguna vez en los campos por donde pasan, muchas veces  también en su desembocadura. En muchos países las olas arrojan el limo  a

 la costa, o lo depositan en la orilla; y principalmente cuando los  hombres tienen cuidado de que el reflujo no lo vuelva a arrastrar, la tierra  allí viene a ser más fértil, y la vegetación toma el puesto que ocupaban  los peces y los testáceos. Así es, que la naturaleza ha producido por sí  misma la mayor parte de los aumentos de terreno, y continúa todavía,  aunque lentamente. Por lo que la cuestión es saber si estos aluviones  deben ser considerados como fines de la naturaleza, a causa de su utilidad  para los hombres, porque no se puede hablar de la ventaja que de esto  resulta para la misma vegetación, puesto que lo que esta gana, los  animales del mar lo pierden.

 

     O bien, para presentar un ejemplo de la conveniencia de ciertas cosas  de la naturaleza para otros seres, con relación a las cuales pueden  considerarse como medios, decir que no hay mejor terreno para los pinos  que un terreno arenoso, por lo que el Océano, antes de retirarse de la  tierra, ha dejado tantas capas de arena en nuestras comarcas del Norte,  que han podido elevarse sobre suelo extensos bosques de pinos, cuya  tierra, por lo demás, es impropia para toda cultura, y acusamos muchas  veces, a nuestros antepasados de haberlos destruido sin razón. Se puede  preguntar si este antiguo depósito de capas de arena era un fin de la  naturaleza, trabajando en favor de los bosques de pinos que más tarde allí  pudieran formarse. Lo que hay de cierto es que si hay necesidad de ver  allí un fin de la naturaleza, se debe mirar también esta arena como un fin,  pero solamente como un fin relativo que a su vez tenía por medios la  antigua rivera y la retirada del mar; porque en la serie de miembros de

una relación final subordinados entre sí, cada miembro intermedio debe  considerarse como un fin (mas no como fin último), cuya causa más  próxima es el medio. Así, también, si debía haber en el mundo bueyes,  cabras, caballos y otros animales de este género,

 era necesario que  hubiese también yerba sobre la tierra; y si debía haber camellos, era  necesario que hubiese en los desiertos plantas propias para alimentarlos;  y además era necesario que estos animales y otras especies de herbívoros  existiesen en abundancia, para que pudiese haber lobos, tigres y leones.  Por consiguiente, la finalidad objetiva que se funda sobre esta relación,  no es una finalidad objetiva de las cosas en sí, como habría que admitir sí  por ejemplo, no se pudiese concebir la arena en sí misma como un efecto  del mar, que es la causa de ella, sin suponer un fin a esta, y sin considerar  el efecto, a saber la arena, como una cosa hecha con arte. Es una finalidad  que no es más que relativa, y no existe más que accidentalmente en la  cosa a que se atribuye; y aunque entre los ejemplos citados, se debía  mirar la yerba como una producción organizada de la naturaleza, por  consiguiente, como una cosa hecha con arte, en su relación con los  animales que se alimentan de ella, no debe considerarse más que como  una materia bruta.

 

     Pero cuando, en fin, el hombre, gracias a la libertad de su causalidad,  encuentra las cosas de la naturaleza útiles para sus designios, en verdad  muchas veces extravagantes (como cuando se sirve de plumas de aves  para engalanarse y tierras de color y jugos de las plantas para acicalarse),  pero alguna vez también razonables, como cuando se sirve del caballo  para viajar, del buey y aun del asno y del cochino, (así como se hace en la  isla de Menorca), para labrar, no se puede admitir aun en esto un fin  relativo de la naturaleza (para este uso). Porque su razón sabe hacer  concurrir las cosas con las representaciones de la fantasía, a las cuales no  estaban predestinadas por su naturaleza. Solamente si se admite que debe  haber hombres sobre la tierra, los medios al menos, sin los que los  hombres no podrían existir, en tanto que animales, y aun en tanto que  seres racionales (en cualquier grado, por débil que sea), no pueden faltar;  mas entonces las cosas de la naturaleza que son indispensables para este  uso, deben considerarse también como fines de la misma.


 

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     Se ve claramente con esto, que la finalidad exterior (la utilidad de una  cosa por medio de otras), no puede considerarse como un fin exterior de  la naturaleza, más que a condición de que la existencia de la cosa, a la  cual se refiere de cerca o de lejos, sea por sí misma un fin de la misma.  Mas como esto no se puede jamás demostrar por la simple consideración  de la naturaleza, se sigue que la finalidad relativa, aunque nos haga  hipotéticamente pensar en los fines de aquella, sin embargo, no puede  legítimamente dar lugar a ningún juicio teleológico absoluto.

 

     La nieve en los países fríos, defiende los sembrados contra la helada, y  facilita el comercio de los hombres (por medio de los trineos). Los  Lapones se sirven por esto de ciertos animales (los renos), que hallan un  alimento suficiente en un musgo seco, que saben sacar debajo de la nieve,  y que se dejan fácilmente amansar y domar, aunque podrían también vivir  en libertad. Para otros pueblos situados en la misma zona glacial, el mar  contiene una rica provisión de animales que les sirven para alimentarse y  vestirse, y aun les suministran materias inflamables que les sirven para  calentar sus chozas, que construyen con la madera

 que el mar les trae. Por  lo que hay en esto un concurso admirable de relaciones de la naturaleza a  un fin, y este fin es el Groenlandés, el Lapón, el Samoyedo o Samoida, el  Yácula o cualquier otro pueblo. Mas las no se ve por qué, en general,  debe haber hombres con estas comarcas. Es por lo que se formaría un  juicio muy atrevido y arbitrario, diciendo que si los vapores formados por  el aire caen en este país bajo la forma de nieve, que si la mar tiene  corrientes que llevan la madera venida de los países cálidos, y que si  encierra grandes animales llenos de aceite, es porque la causa que  produce todas las cosas de la naturaleza, ha tenido por principio la idea de  venir en ayuda de ciertas pobres criaturas. Porque aun cuando no  existiesen todas estas ventajas de la naturaleza, no tendríamos  fundamento para hallar las causas de la naturaleza insuficientes para  nuestra utilidad, y nos parecería, por el contrario, una temeridad y una  falta de consideración el pedir a la naturaleza una disposición de este  género, y atribuirle un fin semejante (atendiendo a que la discordia

únicamente ha podido arrojar a los hombres a comarcas tan  inhospitalarias).

 

 

 

 

§ LXIII Del carácter propio de las cosas, en tanto que fines de la  naturaleza

 

     Para concebir que una cosa no es posible más que como fin, es decir,  que la causalidad a que debe su origen, no se debe buscar en el  mecanismo de la naturaleza, sino en una causa cuyo poder sea  determinado por conceptos, es necesario que la posibilidad de la forma de  esta cosa no se pueda sacar de simples leyes de la naturaleza, es decir, de  leyes que nuestro sólo entendimiento pueda reconocer en su aplicación a  los fenómenos; es necesario que el conocimiento empírico de esta forma,  considerada en su causa y como efecto, suponga conceptos de la razón.  Esta forma es contingente a los ojos de la razón que la refiere a todas las  leyes

 de la naturaleza, es decir, que la razón que debe también buscar la  necesidad en la forma de toda producción de la naturaleza, en este caso  que no quiere más que percibir las condiciones ligadas a esta producción,  no puede, sin embargo, admitir esta necesidad en la forma dada; esta  misma contingencia es la que nos determina a considerar la casualidad de  esta forma como si no fuese posible más que por la razón. Pero esta es la  facultad de obrar conforme a los fines (la voluntad), y el objeto que no se  representa como posible más que por esta facultad, no será representado  así, como posible, mas que en tanto que sea fin.

 

 Si alguien percibe en un país que parezca inhabitado, una figura  geométrica, como un exágono regular, trazado sobre la arena, su  reflexión, ejercitándose sobre el concepto de esta figura, notará aunque de  una manera confusa, con la ayuda de la razón, la unidad del principio de  la producción de este concepto, y entonces, conforme a la razón, no podrá  buscar el principio de la posibilidad de esta figura en las cosas que  conoce como la arena, la mar vecina, los vientos o aun. las huellas de los


 

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animales, o en otra causa privativa de la razón. Porque la contingencia de

 este acuerdo de una forma con un concepto, que no es posible más que en

 la razón, lo parecería tan infinitamente grande, que sería como si no  hubiera para producir la ley de la naturaleza; y por consiguiente, el  principio de la causalidad de un efecto semejante, no puede buscarse en  el puro mecanismo de la naturaleza, sino en un concepto del objeto, que  solo la razón puede suministrar, y con el cual solo ella puede compararle,  y así es que se puede considerar este efecto como un fin, no ciertamente  como un fin de la naturaleza, sino como un producto del arte (vestigium  hominis video).

 

     Mas para que una cosa, en la cual se reconoce una producción de la  naturaleza, pueda al mismo tiempo ser juzgada como un fin, por  consiguiente, como un fin de la naturaleza, es necesario, si no hay en esto  nada de contradictorio, algo más todavía. Diremos provisionalmente que  una cosa existe como fin de la naturaleza, cuando es la causa y el efecto  de sí misma, porque hay aquí una causalidad que no se puede relacionar  con el simple concepto de la naturaleza, sin suponer un fin a esta; pero  que se puede a esta condición, cuando no comprender, al menos concebir  sin contradicción. Antes de analizar completamente esta idea de un fin de  la naturaleza, expliquémosla ahora por medio de un ejemplo.

 

     En primer lugar, un árbol produce otro, conforme a una ley conocida  de la naturaleza. Mas el árbol que produce es de la misma especie, y así  él se produce por sí mismo en cuanto a la especie; se conserva siempre en  esta misma especie, de un lado como un efecto, del otro como causa,  incesantemente reproducida por sí misma y reproduciéndose siempre.

 

     En segundo lugar, un árbol se produce por sí mismo como individuo.  Esta especie de efecto no es, a la verdad, más que el crecimiento; mas  este crecimiento es enteramente diferente de todo aumento producido por  las leyes mecánicas, que se parece a una producción, bajo otro nombre.  Esta planta elabora la materia que emplea para su crecimiento, de manera  que se la asimila, es decir, de manera que le da la cualidad que le es  específicamente propia, y que fuera de ella no puede suministrar el

mecanismo de la naturaleza, y se desenvuelve de este modo por una  materia, que en virtud de esta asimilación, es su propio producto. Porque,  si relativamente a las partes constitutivas que recibe de la naturaleza  exterior, esta materia no puede considerarse más que como una educción,  se halla, sin embargo, en la elección y en la nueva composición de esta  materia bruta tal originalidad, que todo el arte del mundo no basta cuando  se busca para reconstituir una producción del reino vegetal con los  elementos que ha separado al descomponerla, o con la materia que la  naturaleza suministra para alimentarla.

 

     En tercer lugar, una porción de estos seres se producen por sí mismos,  de tal suerte, que la conservación de lo unos depende de la conservación  de los otros. Un botón, sacado de un rama de un árbol e injerto sobre la  rama de otro, produce sobre una planta extraña una planta de su especie,  y del mismo modo una aguja sobre un tronco extraño. Por esto se puede  considerar en el mismo árbol cada rama o cada hoja, como simplemente  habiendo sido ingertas sobre este árbol, y por consiguiente, como un  árbol que existe por sí mismo que solamente se refiere, a otro y es su  parásito. Además las hojas son, en verdad, productos del árbol, mas a su  vez lo conservan también; porque se le destruiría despojándole con  frecuencia de sus hojas, y su crecimiento depende de un efecto sobre el  tronco. No mencionaremos aquí mas que de paso, aunque se deben  colocar entre las propiedades más sobresalientes de los seres organizados,  estos recursos que la naturaleza les lleva por sí misma para repararlos,  cuando la falta de una parte necesaria para la conservación de las partes  inmediatas, se llena por las demás, y estos defectos de organización o  estas deformidades, en las cuales ciertas partes remedian los vicios de  constitución o los obstáculos, formándose de una manera completamente  nueva, para conservar lo que es, y para producir un ser anormal.

 

 

 

 

 

 


 

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§ LXIV Las cosas, en tanto que fines de la naturaleza, son seres  organizados

 

     Conforme al carácter indicado en el párrafo precedente, para que una  cosa que es una producción de la naturaleza no pueda reconocerse posible  más que como un fin de la misma, es necesario que contenga una relación  recíproca de causa o efecto; mas esta es aquí una expresión algún tanto  impropia e indeterminada, y que necesita reducirse a un concepto  determinado.

 

 La relación causal, en tanto que se la concibe simplemente por el  entendimiento, constituye una serie (de causas y de efectos) que va  siempre en descenso; y las cosas que como efectos, presuponen otras  como causas, no pueden ser recíprocamente causas de estas. Se llama esta  relación causal relación de causas eficientes (nexus effectivus). Mas de  otro lado se puede concebir también una relación causal determinada por  un concepto racional (de fines), que considerada como una serie,  encerraría una dependencia ascendente y descendente, es decir, que la  cosa que se designa como efecto, merece también, ascendiendo, el  nombre de causa de esta misma cosa de la que es ella el efecto. En la  práctica (o en el arte) se halla fácilmente este género de relación: por  ejemplo, la casa es en verdad la causa del alquiler que se recibe; mas  también la representación de esta renta posible ha sido la causa de la  construcción de esta causa. Esta nueva relación causal, se llama relación  de causas finales (nexus finalis). Será quizá mejor nombrar la primera,  relación de causas reales, y la segunda relación de causas ideales, puesto  que esta denominación hace entender, que aquí no puede haber más que  dos especies de causalidad.

 

     En una cosa que debe considerarse como un fin de la naturaleza, es  necesario, en primer lugar, que las partes que comprende (en cuanto a su  existencia y a su forma) no sean posibles más que por su relación con el  todo. Porque la cosa misma, siendo un fin, es comprendida bajo un  concepto o una idea que debe determinar a priori todo lo que debe

hallarse en ella contenido. Mas en tanto que uno se limita a concebir una  cosa como posible de esta manera, es simplemente una obra de arte, es  decir, la producción de una causa racional que es distinta de la materia  (de las partes) de estas cosas, y que (en la unión y combinación de ellas)  ha sido determinada por la idea de un todo posible de esta manera (y no  por la naturaleza exterior).

 

 Por consiguiente, para que una cosa, en tanto que producción de la  naturaleza, contenga en sí misma y en su posibilidad interior una relación  a los fines, es decir, no sea posible más que como fin de la naturaleza, y  no haya necesidad de la causalidad de los conceptos de seres racionales  fuera de ella, se necesitará, en segundo lugar, que las partes de la cosa  concurran a la unidad del todo, mostrándose recíprocamente causa y  efecto de su forma. Porque solo de esta manera es como recíprocamente  la idea del todo puede determinar la forma y relación de todas las partes,  no como causa -porque esto sería entonces una producción del arte- sino  como un principio que determina por el que juzga la cosa el conocimiento  de la unidad sistemática de la forma y la relación de los diversos  elementos contenidos en la materia dada.

 

     Así un cuerpo no puede ser juzgado en sí mismo y en su posibilidad  interior, como un fin de la naturaleza, a menos que las partes de este  cuerpo no se produzcan todas recíprocamente en su forma y en su  relación, y no produzcan de este modo, por su propia causalidad, un todo  cuyo concepto pueda a su vez ser juzgado como siendo la causa o el  principio de esta cosa en un ser que contiene la causalidad necesaria para  producirla conforme a conceptos, de tal suerte que el enlace de las causas  eficientes, puede ser juzgado al mismo tiempo como un efecto producido  por las causas finales.

 

 En una producción de la naturaleza de esta especie, cada parte será  concebida como no existiendo más que por las demás y por el todo, del  mismo modo que cada una no existe más que para las otras, es decir, que  se la concebirá como un órgano. Mas esta condición no basta (porque es  también del arte y de todo fin en general). Es necesario, además, que cada


 

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parte sea un órgano que produzca las demás partes (y recíprocamente).  No hay, en efecto, instrumento del arte que llene esta condición; no hay  más que la naturaleza, la cual suministra a los órganos (aun a los del  arte), toda su materia. Es, pues, en tanto que ser organizado y  organizándose por sí mismo, como una producción podría llamarse un fin  de la naturaleza.

 

     En un reloj, una parte es el instrumento que sirve para el movimiento  de las demás, más ninguna rueda es la causa eficiente de la producción de  las otras; una parte existe a causa de otra, más no por esta; es porque  también la causa productiva de estas partes y de su forma no reside en la  naturaleza (de esta materia) sino fuera de ella, en un ser que puede obrar  conforme a las ideas de un todo posibles por su causalidad. Y como en el  reloj una rueda no produce otra, con más razón, un reloj no produce otros,  empleando para esto otra materia (que él organizaría); además no  reemplaza por sí mismo las partes destruidas, ni repara los vicios de su  construcción primitiva con la ayuda de las demás, ni se reorganiza por sí  mismo cuando se ha desordenado: cosas que podemos esperar, por el  contrario, de la naturaleza organizada. Un ser organizado no es, pues, una  simple máquina, no teniendo más que la fuerza motriz; posee en sí una  virtud creadora y la comunica a las materias que no la tienen  (organizándolas), y esta virtud creadora que se propaga, no puede ser  explicada por la sola fuerza motriz (por el mecanismo).

 

 Cuando se llama a la naturaleza y a la virtud que revela en sus  p

roducciones organizadas un análogo del arte, se dice muy poco, porque  entones el artista (un ser racional), se concibe fuera de ella. La naturaleza  se organiza por sí misma, y en cada especie de sus producciones  organizadas, sigue en general el mismo ejemplar, pero también con las  diferencias que exige la conservación de sí misma según las  circunstancias. Quizá estemos más cerca de esta impenetrable cualidad  cuando se le llama un análogo de la conducta; pero entonces es necesario  conceder a la materia en tanto que simple materia una propiedad (el  hilozoísmo) que repugna a su esencia, o bien asociarla a un principio  extraño (el alma) que está con ella en una comunidad; y en este último

caso, para que se pueda mirar una producción de la naturaleza, o bien es  necesario suponer ya la materia organizada como instrumento de este  alma, y por este medio no se explica esta materia misma, o bien es  necesario hacer del alma la obrera de esta obra y elevar así la producción  a la naturaleza (corporal). Hablando con propiedad, la organización de la  naturaleza no tiene nada de análogo con ninguna de las cualidades que  conocemos101. La belleza de la naturaleza, no atribuyéndose a los objetos  más que relativamente a nuestra propia reflexión sobre la intuición  exterior de estos objetos, y por consiguiente, no refiriéndose más que a la  forma de su superficie, se puede llamar con razón un análogo del arte.  Mas la perfección natural interna que poseen estas cosas que no son  posibles más que como fines de la naturaleza, y que por esta razón son  llamados seres organizados, no tiene nada de análogo con ninguna  propiedad física o natural que conocemos, y aunque en el sentido más  lato, nosotros pertenecemos a la naturaleza, no se puede concebirla y  explicarla exactamente por analogía con el arte humano.

 

     El concepto de una cosa como fin de la naturaleza en sí, no es, pues,  un concepto constitutivo del entendimiento o la razón, pero puede ser un  concepto regulador para el juicio reflexivo es decir que puede dirigirnos  en la investigación de esta especie de objetos y en la averiguación de su  principio supremo, con la ayuda de una analogía separada de nuestra  propia causalidad, obrando conforme a los fines. Esto ciertamente no  sirve al conocimiento de la naturaleza o de su origen, sino más bien a esta  facultad práctica de la razón que nos hace concebir por anagogía la causa  de esta finalidad.

 

 Los seres organizados, son, pues, los únicos en la naturaleza, que  considerados en sí mismos e independientemente de toda relación con  otras cosas, no se pueden concebir como posibles más que, en tanto que  fines de la naturaleza, y que dan de este modo al concepto de un fin, no  práctico sino natural, realidad objetiva, y por tanto, a la ciencia de la  naturaleza el fundamento de una teología. Por donde es necesario  entender un cierto modo de juzgar los objetos de la naturaleza conforme,  a un principio particular, que no habría sin esto el derecho de introducir


 

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en la naturaleza (puesto que no se puede percibir a priori la posibilidad de  esta especie de causalidad.

 

 

 

 

§ LXV  Del principio del juicio de la finalidad interior en los seres  organizados

 

 Este principio puede definirse o anunciarse de este modo: una  producción organizada de la naturaleza es aquella en la cual todo es  recíprocamente fin y medio. Nada hay en ella inútil, sin objeto, esto es,  que no deba referirse a un mecanismo ciego de la naturaleza.

 

     Este principio, considerado en su origen, debe, ciertamente derivarse  de la experiencia, de esta experiencia que se establece metódicamente y  que se llama observación; mas la universalidad y la necesidad que se  afirma de esta especie de finalidad prueban que no descansa únicamente  sobre principios empíricos, sino que tiene por fundamento algún principio  a priori, aun cuando este no sea más que un principio regulador, y estos  fines no residan más que en la idea de los que juzgan y no en una causa  eficiente. Se puede, pues, llamar este principio una máxima del juicio de  la finalidad interna de los seres organizados.

 

     Se sabe que los que disecan las plantas y los animales, para estudiar en  ellos la estructura, y poder reconocer por qué y con qué fin les han sido  concedidas ciertas partes, por qué tal disposición y tal colocación de las  mismas, y precisamente esta forma interior, admiten como  indispensablemente necesaria la máxima de que nada existe en vano en  estas creaciones, y le conceden un valor igual al de este principio de la  física general, de que nada sucede por casualidad. Y, en efecto, ellos no  pueden rechazar este principio teleológico con más motivo que el  principio universal de la física; porque del mismo modo que en la  ausencia de este último no habría experiencia posible en general, así  también sin el primero, no habría guía para la observación de una especie

de cosas de la naturaleza que hemos conc

ebido una vez teleológicamente  bajo el concepto de fines de la misma.

 

 En efecto, este concepto introduce la razón en un orden distinto de  cosas que el del puro mecanismo de la naturaleza, que no puede aquí  satisfacernos. Es necesario que una idea sirva de principio a la posibilidad  de la producción de la naturaleza. Mas como una idea es una unidad  absoluta de representación, mientras que la materia es una pluralidad de  cosas que por sí misma no puede suministrar ninguna unidad determinada  de composición, si esta unidad de la idea debe servir como principio a  priori para determinar una ley natural para la producción de la forma de  este género, es necesario que el fin de la naturaleza se extienda a todo lo  que se halle contenido en su producción. En efecto, desde que para  explicar un cierto efecto buscamos por cima del ciego mecanismo de la  naturaleza, un principio supra-sensible y lo referimos a aquel en general,  debemos juzgarle en absoluto conforme a este principio y no hay razón  para mirar la forma de esta cosa como dependiente todavía en parte del  otro principio, porque entonces, en la mezcla de principios heterogéneos,  no habría regla segura para el juicio.

 

 Se puede, sin duda, concebir, por ejemplo, en el cuerpo del animal,  ciertas partes como concreciones formadas según leyes puramente  mecánicas (como la piel, los huesos, los cabellos). Mas es necesario  siempre juzgar teleológicamente la causa que suministra la materia  necesaria, que la modifica así y la deja en los sitios convenientes, es  decir, que todo en este cuerpo debe considerarse como organizado, y que  todo también, en cierta relación con la misma cosa, es órgano a su vez.

 

 

 

§ LXVI Del principio del juicio teleológico sobre la naturaleza,  considerada en general como un sistema de fines

 

     Hemos dicho anteriormente que la finalidad exterior de las cosas de la  naturaleza no nos autorizaba para mirarlas como fines de la naturaleza,


 

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para explicar por esto su existencia, y que no se debían tomar los efectos  que

 hallamos accidentalmente conforme a los fines, por aplicaciones  reales del principio de las causas finales. Así, porque los ríos faciliten el  comercio de los pueblos en el interior de las tierras; porque las montañas  contengan fuentes que formen estos ríos, y provisiones de nieve que los  alimenten en el tiempo en que no hay lluvia; porque los terrenos estén  inclinados de tal modo que conduzcan las aguas sin inundar el país, no se  pueden tomar estas cosas, sin embargo, por fines de 1a naturaleza, porque  aunque esta forma de la superficie de la tierra sea muy necesaria para la  producción y conservación del reino vegetal y del reino animal, no tiene,  sin embargo, nada en sí cuya posibilidad nos obligue a admitir una  causalidad determinada por fines. Esto se aplica también a las plantas que  el hombre emplea para su necesidad o su placer, a los animales, como el  camello, el buey, el caballo, el perro, etc., de los que el hombre hace uso  de las diversas maneras, sea para su alimento, sea para sus servicios, y de  los que en su mayor parte no puede prescindir. En las cosas que no  tenemos razón para considerar por sí mismas como fines, no se puede  atribuir una finalidad a su relación exterior más que de una manera  hipotética.

 

     Hay una gran diferencia entre juzgar una cosa, por razón de su forma  interior, como un fin de la naturaleza, y tomar por un fin de la naturaleza  la existencia de esta cosa. En este último caso no tenemos solamente  necesidad del concepto de un fin posible, sino del conocimiento del  objeto final (scopus) de la naturaleza, el cual implica una relación de la  naturaleza con algo supra-sensible, que excede en mucho todo nuestro  conocimiento teleológico de la naturaleza, porque el objeto de l

a  existencia de esta misma debe buscarse fuera de ella. La forma interior de  un simple tallo de yerba prueba suficientemente para nuestra humana  facultad de juzgar, que no ha podido producirse más que conforme a la  regla de los fines. Pero si se le descarta de esto, si no se ve más que el uso  que hacen de él otros seres de la naturaleza, y si abandonando de este  modo la consideración de la organización interior, no se considera más  que las relaciones exteriores de finalidad, como la necesidad de las yerbas  para las bestias, la de las bestias para el hombre, y no se ve por qué es

necesario que haya hombres (cuestión que, principalmente cuando se  piensa en los habitantes de la nueva Holanda o en los del trópico, no sería  fácil de resolver),

 no se llega entonces a un fin categórico, sino toda esta  relación de finalidad descansa sobre una condición que siempre se aleja,  y que en tanto que incondicional (existencia de una cosa como objeto  final), descansa por completo fuera de la consideración físico-teleológica  del mundo. Pero entonces tal cosa no es un fin de la naturaleza, porque no  se la puede considerar (o considerar su especie) como una producción de  aquella.

 

 No, hay, pues, más que la materia organizada que implique  necesariamente

 el concepto de un fin de la naturaleza, puesto que esta  forma específica es al mismo tiempo una producción de ella. Por lo que  este concepto conduce necesariamente a concebir el conjunto de la  naturaleza, como un sistema fundado sobre la regla de los fines; y se deb

e  subordinar a esta idea, conforme a los principios de la razón, todo el  mecanismo de la naturaleza (al menos para servirse de él como de un  medio en el estudio de los fenómenos). Todo en el mundo es bueno para  algo, nada existe en vano; es por esto un principio de la razón que no  existe en ella más que subjetivamente, es decir, como una máxima, y el  ejemplo que la naturaleza nos da en sus producciones organizadas, nos  autoriza y aun nos invita a no esperar nada de ella y de sus leyes que no  sea en general conforme a fines.

 

 Se comprende que esto no es allí un principio para el juicio  determinante, sin

o para el juicio reflexivo, que es regulador y no  constitutivo, y que no nos da más que una dirección que conduce a  considerar las cosas de la naturaleza, en su relación con un principio ya  dado, conforme a un nuevo orden de leyes, y la ciencia de la naturaleza  conforme a otro principio, a saber, el principio de las causas finales sin  perjuicio, no obstante, del propio del mecanismo de su causalidad.  Además, no se decide en manera alguna por esto, si una cosa que  juzgamos conforme a este principio es realmente un fin en la intención de  la naturaleza, si la yerba existe para el buey o las cabras, o si estos  animales y las otras cosas de la naturaleza existen para los hombres. Es


 

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bueno también considerar por este lado las cosas que nos son  desagradables y aun contrarias bajo ciertos respectos. Así, por ejemplo,  se podría decir qu

e los insectos que infestan nuestros vestidos, nuestros  cabellos y nuestra cama, son, conforme a una sabia disposición de la  naturaleza, un estímulo para la limpieza, que es ya por sí misma una  condición importante para la conservación de la salud. Así todavía se dirá  que los mosquitos y otros insectos que pican, en tanto que incomodan a  los salvajes en los desiertos de América, son otros tantos estímulos que  excitan a los hombres sin experiencia a separarse de los pantanos, a  aclarar los bosques espesos que impiden el paso del aire, y volver con  esto, como con la cultura del suelo, su morada más sana. Las mismas  cosas que parecen contrarias al hombre en su organización interior,  consideradas de esta manera, nos descubren una vista agradable y algunas  veces también instructiva, sobre una organización teleológica, que sin tal  principio no nos hubiera hecho sospechar un estudio puramente físico de  la naturaleza. Del mismo modo que, según algunos, la lombriz solitaria se  ha concedido al hombre o al animal en que se encuentra, como para  remediar cierto defecto de sus órganos vitales, yo preguntaría a mi vez, si  los sueños (que acompañan siempre al sueño, aunque no se recuerda de  ellos más que rara vez), no serán también efecto de una sabia disposición  de la naturaleza. ¿No sirven, en efecto, en la relajación de todas las  fuerzas motrices, para mover interiormente los órganos de la vida por  medio de la imaginación, a la que dan una gran actividad (que en este  estado se eleva casi siempre hasta la afección)? Y la imaginación en el  sueño, ¿no muestra ordinariamente tanta más vivacidad cuanto es más  necesario su movimiento, como por ejemplo, cuando el estómago está  demasiado cargado? Por consiguiente, sin esta fuerza que nos mueve  interiormente y sin esta inquietud fatigosa, de que acusamos los sueños  (que sin embargo, son en realidad remedios), el sueño, aun en el estado  de salud, ¿no sería una completa extinción de la vida?

 

 La belleza misma de la naturaleza, es decir, su acuerdo con el libre  juego de nuestras facultades de conocer en la aprehensión y el juicio de  su apariencia, puede tomarse también por una finalidad objetiva de la  naturaleza, considerada en su conjunto, como un sistema, del cual el

hombre es un miembro, desde que el juicio teleológico que formamos de  él, merced a los fines que en él nos descubren y que nos suministran los  seres organizados, nos ha autorizado a elevarnos a la idea de un gran  sistema de los fines de la naturaleza. Podemos mirar como un favor102 de  la naturaleza el no haberse limitado a lo útil, sino haber extendido la  belleza y los atractivos con tanta profusión, y amarla por esto del mismo  modo que la consideramos con respeto por su inmensidad, y nos sentimos  ennoblecidos por esta consideración, precisamente como si la naturaleza  hubiera establecido y adornado en este objeto su magnífico teatro.

 

 No queremos decir otra cosa en este párrafo, sino que, desde que  hemos descubierto

 en la naturaleza un poder de formar producciones que  no podíamos concebir más que por medio del concepto de las causas  finales, vamos má

s lejos y nos referimos además a un sistema de fines los  objetos que (por sí mismo o por su concierto con otros seres), no exigen  para explicar su posibilidad, sino que vengamos a buscar otro principio  más allá de las causas ciegas. Porque la primera idea nos conduce ya por  principio, más allá del mundo sensible, puesto que la unidad del principio  supra-sensible, no debe considerarse, como aplicándose de esta manera  solamente a cierta especie de seres de la naturaleza, sino al mismo  conjunto de la naturaleza, en tanto que sistema.

 

 

 

 

§ LXVII  Del principio de la teleología como principio interno de la  ciencia de la naturaleza

 

 Los principios de una ciencia, o son inherentes a ella (principios  domésticos), o bien, estando fundados sobre conceptos que no pueden  tener lugar más que fuera de la misma, son extraños (peregrina). Las  ciencias que contienen esta última especie de principios, toman por  fundamento de sus doctrinas, lemas (lemmata), es decir, que reciben de  otra ciencia cualquier concepto, y por este el principio de toda su  organización.


 

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 Cada ciencia es por sí misma un sistema, y no basta formarla  conforme a

 principios, y por consiguiente, proceder en ella técnicamente,  es necesario tratarla de una manera arquitectónica, es decir, como un  edificio existente por sí mismo, como algo formando por sí un todo, y no  como una parte de otro edificio, aun cuando se pueda abrir después paso  de esta ciencia a otra y recíprocamente.

 

 Si, pues, se introduce en la ciencia de la naturaleza el concepto de  Dios, para explicarse la finalidad en la naturaleza, y después nos  servimos de esta finalidad para probar que hay Dios, cada una de estas  dos ciencias pierde su consistencia, y las dos vienen a ser inciertas por  haber confundido sus límites.

 

     La expresión de fin de la naturaleza, previene ya suficientemente esta  confusión, para impedirnos el mezclar la ciencia de la naturaleza y la  ocasión que nos da esta ciencia de juzgar teleológicamente los

 objetos de  la misma, con la contemplación de Dios, y por consiguiente, con una  deducción teológica. Se debe, pues, mirar como cosa insignificante, el  sustituir a esta expresión la de fin divino o de objeto providencial, como  conviniendo mejor a un alma piadosa, y por esta razón se deberá siempre  venir en definitiva a derivar de un sabio autor del mundo estas formas  finales que hallamos en la naturaleza. Es necesario, por el contrario, tener  el cuidado y la modestia de limitarse a la expresión que no designe más  que lo que sabemos, es decir, a la expresión de fin de la naturaleza. En  efecto, antes de inquirir acerca de la causa de la naturaleza misma,  hallamos en ella y en el curso de su desenvolvimiento, producciones de  este género que la misma forma, según leyes conocidas de la experiencia,  y conforme a las cuales la ciencia de la naturaleza debe juzgar estas  cosas, y por consiguiente, también buscar la causalidad de ellas en la  naturaleza misma, considerándola sometida a la regla de los fines. Ella no  debe, pues, salir de sus límites, para introducir en sí misma, como un  principio que le sea propio, un concepto cuya confirmación no podemos  hallar jamás en la experiencia, y que no hay necesidad de aventurar más  que cuando la ciencia de la naturaleza se ha perfeccionado.

 

 Las cualidades de la naturaleza que se demuestran a priori, y cuya  posibilidad, por consiguiente, puede deducirse de principios a priori, sin  el auxilio de la experiencia, contienen ciertamente una finalidad técnica;  mas como son absolutamente necesarias, no podemos referirlas, a la  tecnología de la naturaleza, o al método que es particular de la física, en  el estudio de las cuestiones que suscita la naturaleza. Sus relaciones  aritméticas o geométricas, así como las leyes generales del movimiento,  no pueden ser en física legítimos principios de explicación teleológica,  por más extraña y asombrosa que pueda parecer la unión de diversas  reglas, completamente independientes en apariencia las unas de las otras,  en un solo principio; y si en la teoría general de la finalidad de las cosas  de la naturaleza, merecen tomarse en consideración, es allí una  consideración venida de fuera, perteneciente a la metafísica, y no  constituyendo un principio inherente a la ciencia de la naturaleza. Mas  desde que se trata de las leyes empíricas, de los fines de la naturaleza en  los seres organizados, es, no solamente permitido, sino que es inevitable  buscar en un juicio teleológico el principio de la ciencia de la naturaleza,  considerada en esta clase particular de objetos.

 

     Y sin embargo, conforme a lo que hemos dicho hace poco, si la física  quiere encerrarse exactamente en sus límites, es necesario que haga  enteramente abstracción de la cuestión de saber si los fines de la  naturaleza son o no intencionales; porque esto sería mezclarse en una  cuestión extraña (es decir, en una cuestión metafísica). Basta que haya  objetos que no se puedan explicar, y cuya forma interior no se puede  conocer más que por medio de las leyes de la naturaleza que nosotros no  podemos concebir más que tomando la idea de fin por principio. Con el  fin de que no se incurra en la sospecha de que pretendemos mezclar la  menor cosa del mundo a nuestros principios de conocimiento, alguna  cosa que no pertenezca a la física, como una causa sobrenatural, hablando  de la naturaleza, en la teleología, como si la finalidad en ella fuera  intencional, se habla de esta como si se atribuyera esta intención a la  naturaleza, es decir, a la materia. Por donde se quiere mostrar con esto  (porque después de lo dicho, no puede haber mala inteligencia, puesto


 

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que es imposible en sí atribuir intención en el sentido propio de la  palabra, a una materia inanimada), que esta palabra no expresa aquí más  que un princ

ipio del juicio reflexivo, y no del juicio determinante, y que  por consiguiente, no designa un principio particular de causalidad aun  cuando añada al uso de la razón otra especie de investigación, que la que  se funda sobre las leyes mecánicas, a fin de suplir la insuficiencia de esas  leyes en la investigación empírica de todas las leyes particulares de la  naturaleza. Se habla, pues, con razón en la teleología en tanto que se  refiere a la física, de la prudencia, la economía, la previsión, la  beneficencia de la naturaleza, sin hacer por esto un ser inteligente (lo que  sería absurdo), sino también sin aventurarse a colocar sobre ella, como el  autor de la naturaleza, otro ser inteligente, porque esto sería temerario103.  No se hace más que designar una especie de causalidad de la naturaleza,  que concebimos por analogía con nuestra propia causalidad en el uso  técnico de la razón, y colocar ante los ojos la regla, conforme a la cual  debemos estudiar ciertas producciones de la naturaleza.

 

 ¿Mas por qué la teleología no constituye ordinariamente una parte  especial

 de la ciencia teórica de la naturaleza, y no es mirada como una  propedéntica o un paso a la teología? Es con el fin de mantener  firmemente el estudio de la naturaleza mecánica en la esfera de nuestra  observación y de nuestras experiencias, de tal suerte, que no podamos  nosotros mismos producir de una manera semejante a la naturaleza, o a  semejanza de sus leyes. Porque no se ve perfectamente una cosa, más que  en tanto que se puede hacer por sí, y realizarla conforme a conceptos.  Pero la organización como fin interior de la naturaleza, excede  infinitamente todo poder que intentara producir por medio del arte  semejante exhibición; y en cuanto a estas disposiciones de la naturaleza, a  las cuales se ha atribuido finalidad (por ejemplo, los vientos, la lluvia,  etc.), la física considera de ellos muy bien el mecanismo, mas no puede  mostrar su relación con los fines, y tener en esto una condición que  pertenezca necesariamente a la causa, porque la necesidad de la conexión  que aquí hallamos, no designa más que el enlace de nuestros conceptos, y  no la naturaleza de las cosas.

 

 

 


 

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 Segunda sección

 

Dialéctica del juicio teleológico

 

 

 

§ LXVIII  ¿Qué es una antinomia del juicio?

 

     El juicio determinante no tiene por sí mismo principios que funden los  conceptos de los objetos. No es autónomo porque no hace más que  subsumir bajo leyes o conceptos dados como principios. He aquí  precisamente por qué no está expuesto al peligro de hallar una antinomia  en sí mismo y una contradicción en sus principios. Nosotros hemos visto,  en efecto, que el juicio trascendental, que contiene las condiciones de  toda subsunción bajo categorías, no es por sí mismo legislativo104; se  limita a indicar las condiciones de la intuición sensible, que permiten dar  una realidad (una aplicación) a un concepto dado, como ley del  entendimiento, y en esto no puede jamás caer en desacuerdo consigo  mismo (al menos en cuanto a sus principios).

 

     Mas el juicio reflexivo debe subsumir bajo una ley que todavía no es  dada, y que por consiguiente, no es en realidad más que un principio de  reflexión, sobre objetos, para los cuales carecemos por completo,  objetivamente, de una ley o de un concepto propio para servir de  principio en los casos dados. Por lo que, como no hay uso posible de las  facultades de conocer sin principios, el juicio reflexivo en este caso se  servirá a si mismo de principio, y este, no siendo objetivo y no pudiendo  añadir nada al conocimiento del objeto, no podrá ser más que un  principio subjetivo, sirviéndonos para dirigir de una manera armoniosa  nuestras facultades de conocer, es decir, para reflexionar sobre una clase  de objetos. Así para esta especie de casos, el juicio reflexivo tiene sus  máximas, y máximas necesarias que aplica al conocimiento de las leyes  empíricas de la naturaleza, a fin de llegar con sus auxilios a los  conceptos, y aun a conceptos de la razón, cuando absolutamente hay  necesidad de ellos para aprender a conocer la naturaleza en sus leyes

empíricas. Pero puede haber contradicción, por consiguiente, antinomia,  entre estas máximas necesarias del juicio reflexivo. De aquí una  dialéctica, que si cada una de las dos máximas contradictorias tiene su  principio en la naturaleza de las facultades de conocer, puede llamarse  natural, y considerarse como un ilusión inevitable, que la crítica debe  descubrir y explicar con el fin de que no extravíe.

 

 

 

 

§ LXIX  Exposición de esta antinomia

 

     En tanto que la razón se aplica a la naturaleza, considerada como el  conjunto de objetos de los sentidos exteriores, puede fundarse sobre leyes  que en parte el entendimiento prescribe por sí mismo a priori a la  naturaleza, y que en parte puede extender al infinito por medio de las  determinaciones empíricas que presenta la experiencia. En la aplicación  de la primera especie de leyes, a saber, de las leyes universales de la  naturaleza material en general, el Juicio no emplea ningún principio  particular de reflexión, porque entonces es determinante, pues le es dado  por el entendimiento un conocimiento empírico coherente fundado sobre  un verdadero sistema de leyes naturales, y por consiguiente, la unidad de  la naturaleza en sus leyes empíricas. Por lo que en esta unidad  contingente de las leyes particulares, el Juicio puede fundar su reflexión  sobre dos máximas, de las que una es suministrada a priori por el  entendimiento, pero la otra es ocasionada por experiencias particulares,  que ponen en juego la razón y nos llevan a juzgar conforme a un  principio particular la naturaleza corporal y sus leyes. Como se halla que  estas dos máximas no parece que puedan marchar juntas, resulta una  dialéctica que extravía el Juicio en el principio de su reflexión.

 

 La primera máxima del Juicio es esta tesis: toda producción de las  cosas materiales y de sus formas debe juzgarse posible conforme a leyes  puramente mecánicas.

 


 

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 La segunda máxima es la antítesis: algunas producciones de la  naturaleza material no se pueden juzgar posibles conforme a las leyes  puramente mecánicas (el juicio que formamos exige otra ley de la  causalidad, a saber, la de las causas finales).

 

     Si se convirtiesen estos principios reguladores de la investigación de  la naturaleza en principios constitutivos de la posibilidad de las cosas  mismas, deberían enunciarse así:

 

 Tesis: Toda producción de cosas materiales es posible conforme a  leyes mecánicas.

 

     Antítesis: Ciertas producciones naturales no son posibles conforme a  leyes puramente mecánicas.

 

 Bajo este último punto de vista, como principios objetivos para el  juicio determinante, estas proposiciones se contradecirían, y por  consiguiente, una de las dos sería necesariamente falsa; habría entonces  una antinomia, que no sería una antinomia del juicio, sino una  contradicción en las leyes de la razón. Mas la razón no puede probar ni  uno ni otro principio, porque no podemos tener a priori sobre la  posibilidad de las cosas, en tanto que se hallan sometidas a leyes  empíricas, ningún principio determinante.

 

     En cuanto a la máxima del juicio reflexivo que acabamos de citar, no  contiene en realidad contradicción. Porque cuando digo: yo debo juzgar  posibles conforme a leyes puramente mecánicas todos los sucesos de la  naturaleza material, por consiguiente, también todas las formas que son  producciones de ella, yo no quiero que estas cosas no sean posibles más  que de esta manera (con exclusión de toda especie de causalidad); yo  solamente quiero indicar que yo debo siempre reflexionar sobre estas  cosas según el principio del puro mecanismo de la naturaleza, y por  consiguiente, estudiar este mecanismo tan profundamente como sea  posible, pues que si de él no se hace el principio de sus investigaciones,  no puede haber verdadero conocimiento de la naturaleza. Esto no impide

emplear la segunda máxima, cuando la ocasión se presente, es decir,  buscar por algunas formas de la naturaleza (y con ocasión de estas  formas, en toda la naturaleza) un principio de reflexión enteramente  diferente de la explicación por el mecanismo de la misma, a saber, el  principio de las causas finales. En efecto, esta última máxima no obliga a  la reflexión a abandonar la primera: se le ordena, por el contrario,  perseguirla tan lejos como se pueda. No se q

uiere aun decir con esto que  estas formas no serían posibles por el mecanismo de la naturaleza. Se  afirma solamente que la razón humana, limitándose a este principio,  podrá muy bien adquirir otros conocimientos de las leyes físicas, pero no  llegará jamás a formarse la menor idea de lo que constituye  específicamente un fin de la naturaleza; y se deja a un lado la cuestión de  saber si el principio interior, para nosotros desconocido, de la naturaleza,  el mecanismo físico y la finalidad, no pueden concertarse de manera que  no formen más que uno. Solamente nuestra razón es incapaz de producir  por sí misma este acuerdo; y por consiguiente, el juicio se ve obligado,  como juicio reflexivo (por medio de un principio subjetivo), y no como  juicio determinante (conforme a un principio de la posibilidad de las  cosas en sí), a concebir, para explicar la posibilidad de ciertas formas de  la naturaleza, otro principio que el del mecanismo de la naturaleza.

 

 

 

 

§ LXX  Preparación para la solución de la precedente antinomia

 

     No podemos demostrar la imposibilidad de la producción de los seres  organizados por un simple mecanismo de la naturaleza porque no  podemos percibir en su primer principio interno, la infinita variedad de  las leyes de la naturaleza, y por consiguiente, somos absolutamente  incapaces de alcanzar el principio interno, y suficiente para todo, de la  posibilidad de una naturaleza (el cual reside en lo supra-sensible). Que no  se pregunte, pues, si el poder productor de la naturaleza no basta para las  cosas cuya forma o enlace juzgamos conforme a la idea de fines, así  como en aquellas para las cuales creemos podernos contentar con un


 

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simple mecanismo, y si en realidad, las cosas que consideramos como  verdaderos

 fines de la naturaleza (que debemos necesariamente juzgar  así), tienen por principio una especie original de causalidad, enteramente  particular, que no puede hallarse contenida en la naturaleza material o en  su substratum inteligible, a saber, un entendimiento arquitectónico;  porque estas son las dos cuestiones sobre las cuales no podemos hallar  ningún esclarecimiento en nuestra razón, que hallamos muy limitada al  lado del concepto de causalidad, cuando se trata de especificarlo a priori.  Mas lo que hay de cierto indudablemente, es que a los ojos de nuestra  facultad de conocer, el simple mecanismo de la naturaleza no puede  bastar para explicar la producción de seres organizados. Es, pues, un  verdadero principio para el juicio reflexivo el concebir, para explicarse  esta relación de las causas finales, que está tan manifiesta en ciertas  cosas, una causalidad diferente del mecanismo, a saber, la de una causa  del mundo que obra conforme a fines (inteligente), por temerario e  indemostrable que sea este principio para el juicio determinante. Este  principio, no es, pues, más que una máxima del juicio, en la cual el  concepto de esta causalidad es una pura idea, a la cual no se pretende en  manera alguna atribuir la realidad, sino de la que nos servimos como de  una guía para la reflexión, que queda siempre abierta a toda explicación  mecánica, y no sale del mundo sensible; en el caso contrario, este sería un  principio objetivo que la razón prescribiría, y al cual se sometería el  juicio determinante, y en este caso este pasaría del mundo sensible al  trascendente, quizá para perderse en él.

 

     La apariencia de una antinomia entre las máximas de una explicación  propiamente física (mecánica), y la explicación teleológica (técnica),  descansa, pues, por completo, sobre la confusión de un principio del  juicio reflexivo con un principio del juicio determinante, y de la  autonomía del primero (que no tiene más que un valor subjetivo, o que no  tiene valor más que para el uso de nuestra razón relativamente a las leyes  particulares de la experiencia), con la heteronomia del segundo, que debe  regularse por leyes (generales o particulares) dadas por el entendimiento.

 

 

 

 

§ LXXI  De los diversos sistemas sobre la finalidad de la naturaleza

 

 Nadie ha puesto jamás en duda la verdad del principio de que se  deberían

 juzgar ciertas cosas de la naturaleza (los seres organizados), y su  posibilidad, conforme al concepto de las causas finales, en el momento  mismo en que no quisiéramos más que una guía para aprender a conocer  su manera de ser por la observación, sin elevarnos hasta la investigación  de su primer origen. Toda la cuestión, es, pues, saber si este principio no  tiene más que un valor subjetivo, es decir, si no es más que una simple  máxima de nuestro juicio, o si es un principio objetivo de la naturaleza,  conforme al cual esta contendría, además de su mecanismo (determinado  por las solas leyes del movimiento), otra especie de causalidad, a saber, la  de las causas finales, relativamente a las cuales, estas leyes (de las fuerzas  motrices) no serían más que causas intermedias.

 

 Pero se podría dejar sin resolver este problema de la especulación,  porque si nos contentamos con permanecer en los límites de un simple  conocimiento de la naturaleza, estas máximas nos bastan para estudiarla y  sondear sus secretos más ocultos, hasta donde lo permitan las fuerzas  humanas. Hay, pues, un cierto presentimiento de nuestra razón, o como  un aviso de la naturaleza, que nos indica, que por medio del concepto de  las causas finales, podríamos elevarnos sobre la naturaleza, y referirla por  sí misma al último punto de la serie de las causas, si abandonásemos la  investigación de ella (aunque no fuéramos en esto muy fijos), o al menos  la suspendiésemos por algún tiempo, para buscar primero a dónde nos  conduce este principio extraño al a ciencia de la naturaleza, el concepto  de las causas finales.

 

 Mas esta máxima indisputable, omitiría entonces una cuestión que  abre un vasto campo a las contestaciones; la cuestión de saber si la  relación final en la naturaleza, prueba una especie particular de finalidad  en la naturaleza misma, o si considerada en sí misma y conforme a  principios objetivos, no se confunde más bien con el mecanismo de la


 

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naturaleza, y no descansa sobre el mismo principio. Solamente en esta  última suposición, como este principio está muchas veces demasiado  oculto a nuestras investigaciones en ciertas producciones de la naturaleza,  ensayamos un principio subjetivo, el princ

ipio del arte, es decir, una  causalidad determinada por ideas, y la atribuimos a la naturaleza por  analogía. Pero si este procedimiento nos ha dado buen resultado en  muchos casos, en algunos parece no lo ha dado tan bueno, por  consiguiente, en todos no nos autoriza a introducir en la ciencia de la  naturaleza una especie de operación distinta de la causalidad que  determinen las leyes puramente mecánicas de la naturaleza misma.  Puesto que llamamos técnica la operación (la causalidad) de la  naturaleza, a causa de esta apariencia de finalidad que hallamos en sus  producciones, la dividiremos en técnica intencional (technica  intentionalis), y técnica natural105 (technica naturalis). La primera  significa que el poder productor de la naturaleza, conforme a las causas  finales, debe ser tenido por una especie particular de esa causalidad; la  segunda, que es en realidad enteramente idéntica al mecanismo de la  naturaleza, y que el acuerdo contingente de la naturaleza con nuestros  conceptos de arte y con sus reglas, no debe mirarse más que como una  condición subjetiva del juicio, y no puede tomarse legítimamente por un  modo particular de producción de la naturaleza.

 

     Si a pesar de esto hablamos de los sistemas que se han intentado para  explicar la naturaleza relativamente a las causas finales, es necesario  notar bien que todos estos sistemas disputan entre sí dogmáticamente, es  decir, sobre principios objetivos de la posibilidad de las cosas, sea que  admitan causas puramente naturales. No disputan sobre las máximas  subjetivas por medio de las cuales juzgamos estas producciones en donde  hallamos la finalidad. En este último caso se podría muy bien conciliar  principios desemejantes, mientras que en el primero, principios  contradictorios opuestos, no pueden elevarse y subsistir juntos.

 

     Los sistemas relativos a la técnica de la naturaleza, es decir, al poder  productor, conforme a la regla de los fines, son de dos especies:  representan o el idealismo o el realismo de los fines de la naturaleza. El

primero cree que toda finalidad de la naturaleza, es natural; el segundo,  que alguna finalidad (la de los seres organizados), es intencional; de  donde se podría justamente sacar como hipótesis la consecuencia de que  la técnica de la naturaleza, y aun la que concierne a todas sus demás  producciones en su relación al conjunto de la misma, es intencional, es  decir, es un fin.

 

 El idealismo de la finalidad (entiendo siempre aquí la finalidad  objetiva), admite, o bien la casualidad106, o bien la fatalidad de las  determinaciones de la naturaleza, de donde resulta la forma final de sus  producciones. El primer principio concierne a la relación de la materia  con la causa física de su forma, a saber, las leyes del movimiento; el  segundo, a la relación de la materia con la causa super-física de la materia  misma y de toda la naturaleza. El sistema de la casualidad, que se  atribuye a Epicuro o a Demócrito, tomado a la letra, es tan evidentemente  absurdo, que no nos debe ocupar; al contrario, el sistema de la fatalidad  (del cual se considera a Spinosa como autor, aunque según toda  apariencia sea mucho más antiguo), que invoca algo de supra-sensible, a  donde por consiguiente, no puede alcanzar nuestra, vista, no es tan fácil  de refutar, precisamente porque su concepto del ser primero no puede  comprenderse.

 

     Mas lo que hay de cierto es que en este sistema la relación de los fines  del mundo no puede considerarse como intencional (puesto que si deriva  de un ser primero, no es de su entendimiento, y por consiguiente, de un  designio de este ser, sino de la necesidad de su naturaleza y de la unidad  del mundo que de él emana), y que, por consiguiente, el fatalismo de la  finalidad es el mismo tiempo un idealismo.

 

 2. El realismo de la finalidad de la naturaleza: es o físico o super- físico. El primero funda los fines que halla en la naturaleza, sobre un  poder natural, análogo a una facultad que obra conforme a un objeto, la  vida de la materia (perteneciente a la materia misma, o que deriva de un  principio interior viviente, de un alma del mundo), y se llama el  hilozoísmo. El segundo las deriva de la causa primera del universo, como


 

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de un ser inteligente (originariamente vivo, obrando con intención, y es el  teísmo107.

 

 

 

 

§ LXXII  Ninguno de los sistemas precedentes da lo que promete

 

     ¿Qué quieren todos estos sistemas? Ellos pretenden explicar nuestros  juicios teleológicos sobre la naturaleza, y se toman en tal sentido, que los  unos niegan la verdad de estos juicios, y los resuelven, por consiguiente,  en un idealismo de la naturaleza, y los otros los reconocen como  verdaderos, y prometen demostrar la posibilidad de una naturaleza  conforme a la idea de las causas finales.

 

     1. Entre los sistemas que defienden el idealismo de las causas finales  en la naturaleza, los unos admiten en su principio una causalidad  determinada por las leyes del movimiento (por las cuales existen las  cosas de la naturaleza, donde hallamos la finalidad); mas rehúsan a esta  causalidad la intencionalidad, es decir, niegan que aquéll

a se determine  con intención a la producción de esta finalidad, o en otros términos, que  la causa sea un fin. Tal es la explicación de Epicuro; en esta explicación,  la técnica de la naturaleza no se distingue mucho del puro mecanismo; la  ciega casualidad sirve para explicar no solamente el acuerdo de las  producciones de la naturaleza con nuestros conceptos de fin, por  consiguiente, la técnica, sino aun la determinación de las causas de estas  producciones por las leyes del movimiento, por consiguiente, su  mecanismo. Es decir, que nada hay que no esté explicado, ni aun la  apariencia que es necesario al menos reconocer en nuestro juicio  teleológico, y que así el pretendido idealismo de este juicio no es de  modo alguno probado.

 

     De otro lado Spinosa quiere dispensarnos de toda investigación sobre  el principio de la posibilidad de los fines de la naturaleza, y quitar a esta  idea toda realidad, mirándolos en general, no como producciones, sino

como accidentes inherentes a un ser primero, y atribuyendo a este ser,  concebido como sustancia de las cosas de la naturaleza, no la causalidad  por relación a estas cosas, sino solamente la sustancialidad. (Por la  necesidad incondicional de este ser, así como de todas las cosas de la  naturaleza, en tanto que accidentes inherentes a este ser), asegura  ciertamente a las formas de la naturaleza, la unidad de principio necesaria  a toda finalidad, pero al mismo tiempo les quita la contingencia, sin la  cual no se puede concebir ninguna unidad de fines, y por esto descarta  toda intencionalidad, lo mismo que rehúsa todo entendimiento al  principio de las cosas de la naturaleza. Mas el spinosismo no da lo que  promete. Quiere dar una explicación del enlace de los fines (que no  niega) en las cosas de la naturaleza, y no invoca más que la unidad del  sujeto, al cual son inherentes. Pero aun cuando se concediera que los  seres del mundo existen de esta manera, esta unidad ontológica no sería  por esto una unidad de fines, y no nos la haría comprender en manera  alguna. Esta última es, en efecto, una especie de unidad, completamente  particular, que no resulta del enlace de las cosas (de los seres del mundo)  en una sola sustancia (el Ser supremo), sino que implica una relación con  una causa inteligente, de suerte que, aunque se uniesen todas estas cosas  en una sustancia simple, no se tendría por esto una relación final, a menos  de concebir primero estas cosas como efectus interiores de esta sustancia,  en tanto que causa, y después esta causa misma como una causa  inteligente. Sin estas condiciones formales, toda unidad no es más que  una simple necesidad natural; y atribuida a las cosas que nos  representamos como interiores las unas a las otras, una ciega necesidad.  Que si se quiere llamar finalidad de la naturaleza esta perfección  trascendental de las cosas (consideradas en su esencia propia) de la que  habla la escuela, y por la cual se designa que cada cosa tiene en sí misma  todo lo que le es necesario para ser tal cosa, y no para ser otra, es tomar  puerilmente palabras por ideas. Porque si es necesario concebir todas las  cosas como fines, y si por consiguiente, ser una cosa y ser fin son  idénticos, no hay nada en realidad que merezca particularmente ser  representado como un fin.

 


 

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 Se ve por esto que Spinossa, reduciendo nuestros conceptos de la  finalidad de la naturaleza a la conciencia que tenemos de existir en un ser  que lo comprende todo (y que al mismo tiempo es simple) y buscando  esta forma únicamente en la unidad de la naturaleza, no podía soñar en  sostener el realismo, sino simplemente el idealismo de la finalidad de la  naturaleza, y que además aún no podía establecer este último sistema,  puesto que la simple representación de la unidad de sustancia no puede  producir la idea de una finalidad, ni aun intencional.

 

 2. Los que sostienen, no solamente el realismo de los fines de la  naturaleza, sino que piensan también poder explicarlo, se creen capaces  de descubrir al menos la posibilidad de una especie particular de  causalidad, a saber, la de las causas intencionales; de lo contrario, no  intentarían esta explicación. En efecto, la hipótesis más atrevida quiere al  menos que la posibilidad de lo que se admite como principio sea cierta, y  que se pueda asegurar al concepto de este principio su realidad objetiva.

 

 Mas la posibilidad de una materia viviente (cuyo concepto encierra  una contradicción, puesto que la inercia (inertia) es el carácter esencial de  la materia) no se puede concebir; la de una materia animada y de toda la  naturaleza, concebida como un animal, no podría ser cuando más  admitida (en favor de la hipótesis de una finalidad, en el conjunto de la  naturaleza), más que como si la experiencia nos la mostrase en pequeño  en su organización, porque no se puede percibirla a priori. La explicación  cae, pues, en un círculo vicioso, si se quiere derivar la finalidad de la  naturaleza en los seres organizados, y por consiguiente, sin una  experiencia de esta especie, no nos podemos formar ninguna idea de la  posibilidad de esta vida. El hilozoísmo no tiene, pues, lo que promete.

 

 Por último, el teísmo no puede establecer mejor dogmáticamente la  posibilidad de los fines de la naturaleza como una clave para la  teleología, aunque tiene sobre todas las otras explicaciones la ventaja de  arrancar al idealismo la finalidad de la naturaleza, atribuyendo un  entendimiento al Ser supremo, o invocando una causalidad intencional  para explicar la producción de esta finalidad.

 

     En efecto, se debería primero probar de una manera suficiente para el  juicio determinante, que la unidad de fines en la materia no puede ser  producida por el simple mecanismo de la materia misma, para estar  autorizado a colocar en ella el principio de una m

anera determinada fuera  de la naturaleza. Mas todo lo que no podemos avanzar es, que conforme a  la naturaleza y los límites de nuestras facultades de conocer (puesto que  no percibimos el primer principio interior de este mecanismo), no  debemos buscar en la materia un principio de relaciones finales  determinadas, y que no hay para nosotros otra manera de juzgar la  producción de sus efectos, como fines de la naturaleza, que explicarlos  por una inteligencia suprema, concebida como causa del mundo. Mas  esto es un principio para el juicio reflexivo, no para el juicio  determinante, y no puede autorizar ninguna afirmación objetiva.

 

 

 

 

§ LXXIII  La imposibilidad de tratar dogmáticamente el concepto de  una técnica de la naturaleza viene de la imposibilidad misma de  explicar un fin de la naturaleza

 

 Se trata un concepto dogmáticamente (aun cuando esté sometido a  condiciones empíricas), cuando se le considera contenido bajo otro  concepto del objeto, constituyendo un principio de la razón, y cuando se  le determina conforme a este concepto. Se trata críticamente, cuando no  se le considera más que relativamente a nuestra facultad de conocer, por  consiguiente, a las condiciones subjetivas; que nos lo hacen concebir sin  pretender decidir nada sobre su objeto. El método dogmático es, pues, el  que conviene al juicio determinante, y el método crítico el que conviene  al juicio reflexivo.

 

     El concepto de una cosa, en tanto que fin de la naturaleza, subsume la  naturaleza bajo una causalidad que no es concebible más que por medio  de la razón, a fin de hacernos juzgar, conforme a este principio, lo que es


 

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dado del objeto en la experiencia. Mas para aplicar dogmáticamente este  concepto al juicio determinante, se necesitaría que estuviésemos seguros  primero de su realidad objetiva, puesto que sin esto no podríamos  subsumir en él ninguna cosa de la naturaleza. Luego este concepto está  sin duda sometido a condiciones empíricas, es decir, que no es posible  más que bajo ciertas condiciones dadas en la experiencia; mas no se  puede aislar y no es posible más que por medio de un principio de la  razón aplicada al juicio del objeto. Siendo esto así, no podemos percibir  ni establecer dogmáticamente la realidad objetiva (es decir, mostrar que  un objeto es posible conforme a este concepto), y no sabemos si es  simplemente un concepto raciocinante, objetivamente vacío (conceptus  ratiocinans), o un concepto raciocinado, fundando un conocimiento y  confirmado por la razón (conceptus raciocinatus). No se puede, pues,  tratarlo dogmáticamente, y referirlo al juicio determinante, es decir, que  no solamente es imposible decidir, si la producción de las cosas de la  naturaleza, consideradas como fines de la misma, exige o no una  causalidad de una especie particular (la causalidad intencional) sino que  ni aún puede ponerse la cuestión, puesto que el concepto de un fin de la  naturaleza no es un concepto, cuya realidad objetiva sea demostrable por  la razón (es decir, que éste no es un concepto constitutivo para el juicio  determinante, sino solamente un concepto regulador para el juicio  reflexivo).

 

 El carácter que le atribuimos aquí resulta de que como concepto de  una producción de la naturaleza implica a la vez para el mismo objeto  considerado como fin, la necesidad de aquella y la contingencia de la  forma de este objeto (relativamente a las simples leyes de la naturaleza),  y de lo que, por consiguiente, si no hay en esto contradicción, debe  suministrar un principio de la posibilidad de esta naturaleza misma y de  su relación con algo (supra-sensible) que no alcanza la experiencia, y por  consiguiente, con nuestro conocimiento, a fin de que podamos juzgarle  conforme a una especie de causalidad diferente de la del mecanismo de la  naturaleza, cuando queremos considerar su posibilidad. Es porque como  el concepto de una cosa, en tanto que fin de la naturaleza, es  trascendental para el juicio determinante, cuando se considera el objeto

por la razón (aunque pueda ser inmanente para el juicio reflexivo en su  aplicación a los objetos de la experiencia), y como, por consiguiente, no  se le puede atribuir esta realidad objetiva, que es el carácter de los juicios  determinantes, se comprende de qué modo, cuando se trata  dogmáticamente el concepto de los fines de la naturaleza y el de la  naturaleza misma, considerada como un conjunto de causas finales, todos  los sistemas objetivos posibles no pueden decidir nada ni afirmativa ni  negativamente. En efecto, cuando se subsumen ciertas cosas bajo un  concepto que es simplemente problemático, los predicados sintéticos de  este concepto (aquí, por ejemplo, la cuestión de saber, si el fin de la  naturaleza que concebimos para explicar la producción de las cosas es o  no intencional), debe también suministrar juicios problemáticos que les  de una forma afirmativa o una forma negativa, porque no se sabe si se  juzga sobre algo o sobre nada. El concepto

 de una causalidad  determinada por fines (de una técnica de la naturaleza), tiene sin duda  realidad objetiva, lo mismo que el de una causalidad determinada por el  mecanismo de la naturaleza. Mas el concepto de una causalidad de la  naturaleza, obrando conforme a la regla de los fines, y con mayor motivo,  conforme a la regla de un ser o de una causa primera de la naturaleza, que  excede toda experiencia, este concepto no puede determinar nada  dogmáticamente, aunque no encierre contradicción. Porque como no se le  puede derivar de la experiencia, y aun no es necesario a la posibilidad de  esta, no se puede, en manera alguna, asegurar su realidad objetiva. Mas,  aunque se pudiera, ¿cómo las cosas que son dadas de una manera  determinada por las producciones de un arte divino, pueden ser colocadas  entre las producciones de la naturaleza, cuya aptitud para producir tales  cosas por sus propias leyes, nos obligue a invocar una causa  completamente diferente?

 

 

 

 

 

 

 


 

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§ LXXIV  El concepto de una finalidad objetiva de la naturaleza es  un principio crítico de la razón para el juicio reflexivo

 

     Hay una gran diferencia entre decir que la producción de ciertas cosas  de la naturaleza o aun de toda la naturaleza, no es posible más que por  medio de una causa que se determina a obrar en vista de ciertos fines, es  decir, que conforme a la naturaleza particular de nuestras facultades de  conocer, yo no puedo juzgar de la posibilidad de estas cosas y de su  producción más que concibiendo una causa que obra conforme a fines,  por consiguiente, un ser que produce de una manera análoga a la  causalidad de un entendimiento. En el primer caso, yo pretendo afirmar  algo sobre el objeto mismo, y estoy obligado a probar la realidad objetiva  del concepto que yo admito; en el segundo, la razón no hace más que  determinar cierto uso de nuestras facultades de conocer, conforme a su  naturaleza y a sus condiciones esenciales, de donde se deriva su alcance y  su límite. El primer principio es, pues, un principio objetivo para el juicio  determinante; el segundo, no es más que un principio subjetivo para el  juicio reflexivo, por consiguiente, un máxima de este juicio prescrita por  la razón.

 

 Luego es absolutamente indispensable el suponer a la naturaleza un  concepto de fin cuando se quieren estudiar sus producciones organizadas  por una observación continuada, y, por consiguiente, este concepto es ya  para el u

so empírico de nuestra razón una máxima absolutamente  necesaria. Es claro también que cuando una vez hemos admitido y  probado esta gula que nos sirve para estudiar la naturaleza, debemos  ensayar al menos el aplicar esta misma máxima del juicio al conjunto de  la naturaleza, porque esta puede todavía hacernos descubrir muchas leyes  que para nosotros quedarían ocultas, a causa de nuestra incapacidad para  penetrar por completo en el interior del mecanismo de la naturaleza. Mas  si, bajo este último respecto, esta máxima del juicio es todavía útil, ella  no es indispensable, puesto que la naturaleza en su conjunto, no se nos da  como organizada (en este sentido estricto de la palabra, que hemos  indicado anteriormente). Ella es, al contrario, esencialmente necesaria,

relativamente a ciertas producciones organizadas de la naturaleza, porque  para llegar a conocer por medio de la experiencia su constitución interior,  debemos juzgarlas como habiendo sido formadas únicamente conforme a  fines, y no podemos concebirlas como cosas organizadas, sin relacionarse  con ellas la idea de una producción intencional.

 

 Luego el concepto de una cosa, cuya existencia o forma nos  representamos como posible bajo la condición de un fin, es inseparable  del concepto de la contingencia de esta cosa (relativamente a las leyes de  la naturaleza). Es porque las cosas de la naturaleza que no hallamos  posibles más que como fines, forman la principal prueba de la  contingencia del universo, y el sólo argumento que conduce al sentido  común y a los filósofos a relacionar el mundo con un ser existente fuera  de él e inteligente (a causa de esta finalidad); y la teleología no halla  explicación última de sus investigaciones mas que en una teología.

 

 Pero ¿qué prueba en definitiva la teleología perfecta? ¿Prueba la  existencia de este ser inteligente? No. No prueba nada más sino que,  conforme a la naturaleza de nuestras facultades de conocer, por  consiguiente, en la unión de la experiencia con los principios superiores  de la razón, no podemos formarnos ninguna idea de la posibilidad de este  mundo, más que concibiendo una causa suprema, obrando con intención.  Objetivamente, no podemos demostrar esta proposición, de que hay un  Ser supremo inteligente; no podemos más que aplicarla subjetivamente al  uso de nuestro juicio en su reflexión sobre los fines de la naturaleza, que  no podemos concebir con la ayuda de otro principio que el de una  causalidad intencional de una causa suprema.

 

     Que si nosotros queremos demostrar esta proposición dogmáticamente  por razones teleológicas, caeríamos en inextricables dificultades. Ella  serviría entonces de principio a esta conclusión, de que los seres  organizados en el mundo no son posibles más que por una causa  intencional, y deberíamos inevitablemente afirmar, que como no  podemos considerar estas cosas en su relación causal y reconocer las  leyes a que se hallan sometidas, más que por medio de la idea de fin,


 

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tenemos también el derecho de suponer que esto es igualmente necesario  para todo ser pensante y consciente, y que, por consiguiente, es una  condición inherente al objeto, y no tan sólo al sujeto. Luego hay en esto

 una aserción que somos incapaces de sostener. Porque como la  observación no nos muestra verdaderamente la intencionalidad en los  fines de la naturaleza, sino que solamente en nuestra reflexión sobre sus  producciones, nosotros añadimos este concepto por el pensamiento como  bello conductor del juicio, ellas no nos son dadas por el objeto. No es del  todo imposible probar a priori el valor objetivo de este concepto. No  queda absolutamente más que una proposición que descansa sobre  condiciones subjetivas, es decir, sobre las condiciones del juicio,  conformado su reflexión con nuestras facultades de conocer. Decir que  hay un Dios, sería atribuir a esta proposición un valor objetivamente  dogmático; mas la sola cosa que no es permitido a nosotros, hombres,  decir, es simplemente que nos es imposible concebir y comprender la  finalidad, que debe por sí misma servir de principio a nuestro  conocimiento de la posibilidad interior de muchas cosas de la naturaleza,  más que representándonoslas, así como el mundo en general, como una  producción de una causa inteligente (de un Dios).

 

     Luego si esta proposición, fundada sobre una máxima absolutamente  necesaria de nuestro juicio y es perfectamente satisfactoria para el uso  especulativo y práctico de nuestra razón, bajo un punto de vista humano,  yo querría saber bien lo que perdemos al no poder demostrar su validez

 para seres superiores, es decir, para principios, puros objetivos (que  desgraciadamente exceden el alcance de nuestras facultades). Es, en  efecto, absolutamente cierto que no podemos aprender a conocer de una  manera suficiente, y con mayor motivo, a explicar los seres organizados y  su posibilidad interior por principios puramente mecánicos de la  naturaleza; y se puede sostener sin temor con igual certeza, que es  absurdo para los hombres intentar semejante cosa, y esperar que algún  nuevo Newton vendrá un día a explicar la producción de un tallo de yerba  por leyes naturales, a las que no presida designio alguno; porque este es  un procedimiento que se debe rehusar a los hombres en absoluto. Mas en  compensación se podrá muy bien tener la presunción de juzgar, que aun

cuando pudiésemos penetrar hasta el principio de la naturaleza en la  especificación de las leyes universales que conocemos, no podríamos  hallar un principio de la posibilidad de los seres organizados que nos  dispensará de referir la producción a un designio; porque ¿cómo podemos  saber esto? La verosimilitud no basta allí donde se trata de juicios de la  razón pura. No podemos decidir, pues, objetivamente, sea de una manera  afirmativa, sea de una manera negativa, la cuestión de saber si hay un ser  que obra conforme a fines, que como causa (por consiguiente, como autor  del mundo) sirve de principio, a lo que llamamos con razón fines de la  naturaleza. Todo lo que hay de cierto es, que si juzgamos, según lo que  nuestra propia naturaleza nos permite percibir (conforme a las  condiciones y a los límites de nuestra razón), no podemos dar por  principio a la posibilidad de estos fines de la naturaleza más que un ser  inteligente. Esto sólo en efecto es conforme a la máxima de nuestro juicio  reflexivo, por consiguiente, a un principio subjetivo pero necesariamente  inherente a la especie humana.

 

 

 

 

§ LXXV  Observación

 

     Esta observación que merece desenvolverse con toda extensión en la  filosofía trascendental, no debe servir aquí de esclarecimiento (y no de  prueba) más que de una manera episódica.

 

 La razón es una facultad que suministra los principios, y, en último  término,

 es lo incondicional que debe darse. Mas sin los conceptos del  encendimiento, a los cuales es necesario atribuir una realidad objetiva, la  razón no puede juzgar objetivamente (sintéticamente), y en tanto que  razón teórica, no contiene por sí misma principios constitutivos, sino  solamente principios reguladores. Se ve claramente que allí donde el  entendimiento no puede seguirla, la razón es trascendente, y se manifiesta  por ideas, que tienen sin duda su fundamento (en tanto que principios  reguladores), pero que no tiene ningún valor objetivo; y el entendimiento


 

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que no puede acompañarla, y que sólo puede tener este valor, encierra el  de estas ideas racionales en los límites del sujeto, extendiéndolo  solamente a todos los sujetos de la misma especie. De este modo se nos  da el derecho de afirmar una sola cosa, y es que conforme a la naturaleza  (humana) de nuestra facultad de conocer, o aun en general conforme al  concepto que podemos formar de la razón de un ser finito, no podemos ni  debemos concebir ninguna otra cosa, pero no nos es permitido afirmar  que el principio de un juicio semejante esté en el objeto. Los ejemplos  que acabamos de citar tienen demasiada importancia, y ofrecen también  demasiada dificultad para que queramos imponerlos inmediatamente al  lector como proposiciones demostrables, pero darán ocasión ellos a  reflexionar, y podría servir para esclarecer lo que aquí particularmente  nos proponemos.

 

 Es de todo punto necesario al entendimiento humano distinguir la  posibilidad y la realidad de las cosas. El principio de esta distinción está  en el sujeto y en la naturaleza de sus facultades de conocer. En efecto, si  el ejercicio de estas facultades no supusiera dos elementos del todo  heterogéneos, el entendimiento para los conceptos, y la intuición sensible  para los objetos que corresponden a estos conceptos, esta distinción  (entre lo posible y lo real)

no existiría. Si nuestro entendimiento fuera  intuitivo, no habría otros objetos más que lo real. Los conceptos (que no  miran más que a la posibilidad de un objeto) y las intuiciones sensibles  (que nos dan algo, sin que, a pesar, nos lo hagan conocer como objeto) se  desvanecerían juntamente. Luego toda la distinción de lo puramente  posible y de lo real descansa solo sobre esto: que el primero significa la  posición de la representación de una cosa relativamente a nuestro  concepto, y en general, a la facultad de pensar, mientras que el segundo  significa la posición de la cosa en sí misma (fuera de este concepto). Por  consiguiente, la distinción de las cosas posibles y de las cosas reales, no  tiene más que un valor subjetivo para el entendimiento humano, porque  no podemos siempre concebir algo que no exista, o representarnos,  alguna cosa como dada, sin tener todavía ningún concepto de ella. La  proposición de que las cosas pueden ser posibles sin ser reales, y que por  consiguiente, no se puede concluir de la simple posibilidad a la realidad,

no tiene, pues, valor real más que para la razón humana, y nada prueba

 mejor que esta distinción tiene su principio en las cosas mismas. En  efecto, que no se tiene el derecho de sacar esta consecuencia, y que, por  consiguiente, esta proposición se aplica simplemente a los objetos, en  tanto que nuestra facultad de conocer los considera bajo sus condiciones  sensibles, como objetos sensibles, y que no tienen ningún valor  relativamente a las cosas en general, es lo que resulta claramente de la  orden imperiosa que nos da la razón de admitir como existente de una  manera absolutamente necesaria, algo (el principio primero), en que la  posibilidad y la realidad se confunden, y cuya idea ningún concepto del  entendimiento, puede seguir; lo que quiere decir, que el entendimiento no  puede, bajo ningún respecto, representarse una cosa semejante y su modo  de existencia. Porque si la concibe (concíbala como quiera), no se la  representa más que como posible. Que si se tiene conciencia como de  algo, que es dado en la intuición, es real, pero no se concibe nada tocante  a su posibilidad. Es porque el concepto de un ser absolutamente  necesario, es, en verdad, una idea indispensable de la razón, pero es un  concepto problemático e inaccesible para el entendimiento humano. Hay  un valor para el uso de nuestras facultades de conocer, consideradas en su  naturaleza particular; no lo hay relativamente al objeto, y para todo ser  que conoce; porque yo no puedo suponer que el pensamiento y la  intuición, son en todo ser que conoce dos condiciones distintas del  ejercicio de sus facultades de conocer. Un entendimiento, para que esta  distinción no existiera, juzgaría que todos los objetos que conocemos son  (existen); y la posibilidad de algunos objetos, que sin embargo, no  existen, es decir, la contingencia de estos objetos, cuando existen, y por  consiguiente, también la necesidad, que es necesario distinguir de esta  contingencia, no caerían bajo su representación. Mas la dificultad que  halla nuestro entendimiento para tratar aquí sus conceptos a ejemplo de la  razón, viene únicamente de que aquello de que la razón hace un principio  que emplea como perteneciente al objeto, es trascendente para el  entendimiento, considerado como entendimiento humano (es, decir,  imposible en las condiciones subjetivas de su conocimiento). Luego  queda siempre esta máxima, que todos los objetos, cuyo conocimiento  excede la facultad del entendimiento, no los concebimos más que


 

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conforme a las condiciones subjetivas necesariamente inherentes a  nuestra naturaleza (es decir, a la naturaleza humana), del ejercicio de  nuestras facultades; y si los juicios que formamos de este modo (y no  puede ser de otra manera relativamente a los conceptos trascendentes), no  pueden ser principios constitutivos que determinen el objeto tal como es,  quedan, sin embargo, como principios reguladores, inmanentes y seguros  en el uso que de ellos se hace, y propios para las necesidades de nuestro  espíritu.

 

 Del mismo modo que la razón, en la contemplación teórica de la  naturaleza debe admitir

 la idea de la necesidad incondicional de un  primer principio, así, bajo el punto de vista práctico, presupone en sí  misma una causalidad incondicional (relativamente a la naturaleza), es  decir, a la libertad, por esto mismo que tiene conciencia de su ley moral.  Luego aquí, puesto que la necesidad objetiva de la acción, como deber, se  halla opuesta a aquella a que esta acción quedaría somet

ida como suceso,  si su principio estuviera en la naturaleza y no en la libertad,

es decir, en la  causalidad de la razón, y que la acción absolutamente necesaria  moralmente, es considerada físicamente como del todo contingente (es  decir, que debería necesariamente tener lugar pero que muchas veces no  lo tiene), es claro que es necesario buscar únicamente en la naturaleza de  nuestra facultad práctica, la causa porque las leyes morales deben  representarse como órdenes (y las acciones conformes a estas leyes,  como deberes) y porque la razón no expresa esta necesidad para ser  (llegar), sino para deber ser. No sucedería así si se considerase la razón  sin la sensibilidad (como condición subjetiva de su aplicación a los  objetos de la naturaleza), por consiguiente, como causa en un mundo  inteligible que estuviera siempre completamente de acuerdo con la ley  moral, y en el cual no hubiera distinción entre deber y hacer, entre lo  posible y lo real, es decir, entre la ley práctica, que prescribe lo primero y  la ley teórica que determina lo segundo. Luego, aunque un mundo  inteligible, en donde todo lo que es posible (en tanto que bien) sea real  por esto sólo, aunque la libertad misma, como condición formal de este  mundo, sea para nosotros un concepto transcendente, que no pueda  suministrarnos ningún principio constitutivo para determinar un objeto y

su realidad objetiva, sin embargo, conforme a la constitución de nuestra  naturaleza (en parte sensible), la libertad es para nosotros, y para todos  los seres racionales, en relación con el mundo sensible, en tanto que  podemos representárnoslos conforme a la naturaleza de nuestra razón, un  principio regulador universal, que no determina objetivamente la  naturaleza de la libertad, como forma de la causalidad, pero que no  prescribe menos imperiosamente a cada uno conforme a esta idea, la  regla de sus acciones. Del mismo modo, también, en cuanto a la cuestión  que nos ocupa, se puede asegurar que no encontraríamos distinción entre  el mecanismo y la técnica de la naturaleza, es decir, en el enlace de los  fines de la naturaleza, si nuestro entendimiento no estuviera formado de  tal suerte que debe ir de lo general a lo particular, y que la facultad de  juzgar no puede, relativamente a lo particular, reconocer finalidad, y, por  consiguiente, formar juicios determinantes, sin tener una ley general bajo  la cual pueda subsumirlo. Luego, como lo particular; como tal, contiene  relativamente a lo general, algo de contingente, pero que, sin embargo, la  razon exige también unidad en el enlace de las leyes particulares de la  naturaleza, y por consiguiente, conformidad a leyes (la cual aplicada a lo  contingente se llama finalidad) y como es imposible derivar a priori, por  la determinación del concepto del objeto, las leyes particulares de las  leyes generales, relativamente a lo que ellas tienen de contingente, el  concepto de la finalidad de la naturaleza en sus producciones es un  concepto necesario al juicio humano, relativamente a la naturaleza, pero  no concierne a la determinación de los objetos mismos. Es, por  consiguiente, un principio subjetivo de la razón para el juicio, y este  principio, en tanto que regulador (y no en tanto que constitutivo), es tan  necesario a nuestro juicio humano, como si fuera un principio objetivo.

 

 

 

 

 

 

 

 


 

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§ LXXVI  De la propiedad del entendimiento humano por la cual el  concepto de un fin de la naturaleza es posible para nosotros

 

 Hemos indicado en la precedente observación las propiedades de  nuest

ra facultad de conocer (superior), que somos inclinados a transportar  a las cosas mismas como predicados objetivos; mas ellas no conciernen  más que a ideas a las cuales no se puede llegar en la experiencia del  objeto correspondiente, y no pueden servir más que de principios  reguladores en las investigaciones empíricas. Es al concepto de un fin de  la naturaleza como a lo que concierne la causa de la posibilidad de esta  suerte de predicados, la cual no puede descansar más que en la idea; pero  el efecto, conforme a esta idea (la producción misma), es, sin embargo,  dada en la naturaleza, y el concepto de una causalidad de la naturaleza,  considerado como un ser que obra conforme a fines, parece hacer de la  idea de un fin de la naturaleza un principio constitutivo de este fin, y por  esto esta idea se distingue de todas las demás.

 

 Este carácter distintivo consiste en que la idela concebida no es un  principio racional para el entendimiento, sino para el juicio, y no es, por  consiguiente, más que la aplicación de un entendimiento en general a los  objetos empíricos posibles, en los casos en que el juicio no puede ser  determinante, sino simplemente reflexivo, y en donde, por consiguiente,  aunque el objeto sea dado en la apariencia, no se puede juzgar de él,  conforme a la idea, de una manera determinada (todavía menos de una  manera perfectamente adecuada a esta idea), sino solamente reflexionar  acerca de él. Se trata, pues, de una propiedad de nuestro (humano)  entendimiento, relativa a la facultad de juzgar en su reflexión sobre las  cosas de la naturaleza. Si es así, debemos tomar aquí por principio la idea  de un entendimiento posible, otro que el entendimiento humano (del  mismo modo que en la crítica de la razon pura), deberíamos concebir otra  intuición posible para poder mirar la nuestra como una especie particular  de intuición, es decir, como una intuición (por la cual los objetos no  tuvieran valor más que en tanto que fenómenos), a fin de poder decir que,

conforme a la naturaleza particular de nuestro entendimiento, debemos,

  para explicar la posibilidad de ciertas producciones de la naturaleza,

 considerar estas producciones como intencionales, y como habiendo sido  producidas, conforme a fines, sin exigir por esto que haya una causa  particular, determinada por la representación misma de un fin y por  consiguiente, sin negar que un entendimiento, otro más elevado que el  entendimiento humano, pueda hallar también el principio de la  posibilidad de estas producciones (de la naturaleza) en el mecanismo de  la misma, es decir, en una relación causal, cuya causa no se busca  exclusivamente en un entendimiento.

 

 No se trata, pues, aquí más que de la relación de nuestro  entendimiento con el juicio: buscamos en su naturaleza una cierta  contingencia que podríamos considerar como algo que le es particular y  le distingue de otros elementos posibles.

 

 Esta contingencia se halla naturalmente en lo que el juicio debe  

reducir a lo general, suministrado por los conceptos del entendimiento;  porque, por lo general de nuestro (humano) entendimiento, no se  determina lo particular. ¿De cuántos modos diversos cosas que, sin  embargo, convienen en un carácter común, se pueden presentar a nuestra  percepción? Es cosa contingente. Nuestro entendimiento es una facultad  de conceptos, es decir, un entendimiento discursivo, por el cual la especie  y la diferencia de los elementos particulares que halla en la naturaleza, y  que puede reducir a sus conceptos son contingentes. Mas como la  intuición pertenece también al conocimiento, y como una facultad que  consistiera en una intuición enteramente espontánea108, sería una facultad  de conocer distinta y del todo independiente de la sensibilidad, y por  consiguiente, un entendimiento en el sentido más general de la palabra, se  puede también concebir (de una manera negativa, es decir, como un  entendimiento que no es discursivo), un entendimiento intuitivo que no  vaya de lo general a lo particular y a lo individual (por medio de  conceptos), y para el cual no exista la contingencia del acuerdo de la  naturaleza con el entendimiento en las cosas que produce conforme a  leyes particulares, y cuya variedad es tan difícil a nuestro entendimiento


 

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reducir a la unidad del conocimiento. Esto n

o es posible para nosotros  más que por medio del concierto de los caracteres de la naturaleza con  nuestra facultad de los conceptos, y este concierto es contingente, mas un  entendimiento intuitivo no lo necesita.

 

 Nuestro entendimiento tiene, pues, esto de particular en su relación  con

 el juicio; que en el conocimiento que nos suministra, lo particular no  es determinado por lo general, y que, por consiguiente, lo primero no  puede derivarse de lo segundo, aunque debía haber entre los elementos  particulares que componen la variedad de la naturaleza y lo general  (suministrado por conceptos y leyes), una concordancia que permitiera  subsumir, aquellos bajo este, y que, en tales circunstancias, debe ser  enteramente contingente, y no supone principio determinado para el  juicio.

 

     Luego para poder al menos concebir la posibilidad de este concierto  de las cosas de la naturaleza con el juicio (que nos representamos como  contingente, por consiguiente, como no siendo posible más que para un  fin), es necesario que concibamos al mismo tiempo otro entendimiento,  por cuya relación podamos, aun antes de atribuirle ningún fin,  representarnos como necesario este concierto de las leyes de la naturaleza  con nuestro juicio, que no es concebible para nuestro entendimiento más  que por medio de la relación de los fines.

 

 Nuestro entendimiento tiene, pues, esta propiedad, que en su  conocimiento, por ejemplo, de la causa de una producción, debe ir de lo  general analítico (de los conceptos) a lo particular (o la intuición empírica  dada), mas sin determinar nada por esto relativamente a la variedad que  se puede encontrar en lo particular, porque esta determinación, de la que  necesita el juicio, no puede buscarla más que en la subsunción de la  intuición empírica (cuando el objeto es una producción de la naturaleza),  bajo el concepto. Luego podemos también concebir un entendimiento  que, no siendo discursivo como el nuestro, sino intuitivo, vaya de lo  general sintético (de la intuición de un todo como tal) a lo particular, es  decir, del todo a las partes, y que, por consiguiente, no se represente la

contingencia del enlace de las partes para concebir la posibilidad de una  forma determinada del todo, a diferencia de nuestro entendimiento que va  de las partes, como de los principios universalmente concebidos, a las  diversas formas posibles que pueden subsumirse como consecuencias.  Conforme a la constitución de nuestro entendimiento, no podemos  considerar un todo real de la naturaleza más que como un efecto del  concurso de las fuerzas motrices de las partes. Si, pues, queremos  representarnos no en la posibilidad del todo como dependiente de la  parte, así como lo exige nuestro entendimiento discursivo, sino, por el  contrario, conforme al modelo del entendimiento intuitivo, la posibilidad  de las partes (consideradas en su naturaleza y en su relación) como  dependientes del todo, no podemos concebir en virtud de la misma  propiedad de nuestro entendimiento, que el todo contenga el principio de  la posibilidad de la relación de las partes (lo que sería una contradicción  en el conocimiento discursivo), sino en la representación del todo en que  colocamos el principio de la posibilidad de la forma de este todo y de la  relación de las partes que lo constituyen. Luego como el todo sería  entonces un efecto (una producción) del que se considera como causa la  representación de la posibilidad misma, y como se llama fin el producto  de una causa, cuya razón determinante es la representación misma de un  efecto, se sigue de aquí, que si no nos representamos la posibilidad de  ciertas producciones de la naturaleza más que a favor de otra especie de  causalidad que la de las leyes naturales de la materia, es decir, a favor de  las causas finales, es únicamente en virtud de la naturaleza particular de  nuestro entendimiento, y que este principio no concierne a la posibilidad  de estas cosas (aun consideradas como fenómenos), para este modo de  producción, sino a aquella solamente del juicio que nuestro  entendimiento puede formar sobre estas cosas. Por esto veremos también  por qué en la ciencia de la naturaleza no nos contentamos por mucho  tiempo con esta explicación de las producciones de la naturaleza por  medio de las causas finales. Es que, en efecto, en esta explicación no  pretendemos juzgar la producción de la naturaleza más que conforme a  nuestra facultad de juzgar, es decir, al juicio reflexivo, y no conforme a  las cosas mismas, por el juicio determinante. Por lo demás no es  necesario probar la posibilidad de semejante intellectus archetypus; basta


 

 144

mostrar que la consideración de nuestro entendimiento discursivo, que  tiene necesidad de imágenes (intellectus typus) y de su naturaleza  contingente, nos conduce a esta idea (de un intellectus archetypus), y que  esta idea no encierra contradicción.

 

     Que si consideramos en su forma un todo material, como un producto  de las partes o de las propiedades que estas tienen de unirse por sí mismas  (y aun de agregarse a otras materias) nos representamos un modo  mecánico de producciones. Mas entonces desaparece todo concepto de un  todo concebido como fin, es decir, de un todo, cuya posibilidad interna  supone una idea de este todo, de donde depende la naturaleza y la acción  de las partes, de un todo, en fin, tal y como debemos representarnos los  cuerpos organizados. Mas de aquí no se sigue, como hemos mostrado  anteriormente, que la producción mecánica de un cuerpo semejante sea  imposible, porque esto significaría que es imposible (es decir,  contradictorio) a todo entendimiento representarse tal unidad en la  relación de las partes, sin darle por causa productora la idea de esta  misma unidad, es decir, sin admitir una producción intencional. Es, sin  embargo, lo que sucedería, si tuviésemos el derecho de mirar los seres  materiales como las cosas en sí. Porque entonces la unidad, que  constituye el principio de la posibilidad de las formaciones de la  naturaleza, sería simplemente la unidad del espacio, el cual no es un  principio real de las producciones, aunque tenga con el principio real que  buscamos alguna semejanza, puesto que en él ninguna parte puede ser  determinada sin relación al todo (cuya representación sirve, por  consiguiente, de principio a la posibilidad de las partes).

 

     Mas como es al menos posible considerar el mundo material como un  simple fenómeno, y concebir algo, en tanto que cosa en sí (que no sea  fenómeno) como un substratum al cual correspondiera una intuición  intelectual (diferente de la nuestra), se podría concebir un principio  supra-sensible, real, aunque inaccesible a nuestra inteligencia, de donde  derivaría la naturaleza de que nosotros mismos formamos parte, de suerte  que consideraríamos conforme a leyes mecánicas lo que en la naturaleza  es necesario como objeto de los sentidos, pero también conforme a leyes

teleológicas, considerándola como objeto de la razón, la concordancia y  la unidad de las leyes particulares y de las formas que debemos mirar  como contingentes (y aun el conjunto de la naturaleza en tanto que  sistema), y la juzgaríamos también según dos especies de principios, sin  destruir la explicación mecánica por la explicación teleológica, como si  fuesen contradictorias.

 

 Se ve por esto, lo que era por otra parte fácil de suponer, pero que  sería difícil de afirmar y de probar con certeza, que en las producciones  de la naturaleza donde hallamos cierta finalidad, el principio mecánico  puede subsistir sin duda al lado del principio teleológico, pero que sería  imposible hacer este último enteramente inútil. Se puede, en efecto, en el  estudio de una cosa que debemos juzgar como un fin de la naturaleza (en  el estudio de un ser organizado), buscar todas las leyes, ya conocidas o  todavía por descubrir, de la producción mecánica, y conseguirlo en este  sentido; mas para explicar la posibilidad de una producción semejante, no  se nos puede jamás dispensar de invocar un principio de producción  enteramente diferente del principio mecánico, a saber, el de una  causalidad determinada por fines, y no hay razón humana (una razón  finita y semejante a la nuestra por la cualidad, por más superior que fuese  en el grado) que pueda prometerse explicar la producción de un simple  tallo de yerba por causas puramente mecánicas. En efecto; si el juicio  necesita indispensablemente de la relación teleológica de las causas y los  efectos, para explicar la posibilidad de semejante objeto, y aun para  estudiarlo con el guía de la experiencia; si no se puede hallar para los  objetos exteriores, considerados como fenómenos, un principio que se  refiera a los fines, y si este principio, que reside también en la naturaleza,  debe buscarse únicamente en su substratum supra-sensible que no nos es  permitido penetrar, nos es absolutamente imposible explicar las  relaciones de fines por principios llevados a la naturaleza misma, y  nuestra humana facultad de conocer nos da una ley necesaria para buscar  el supremo principio en un entendimiento originario como causa del  mundo.

 

 


 

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§ LXXVII  De la unión del principio del mecanismo universal de la  materia con el principio teleológico en la técnica de la naturaleza

 

 Es de la mayor importancia para la razón no perder de vista el  principio del mecanismo en la explicación de las producciones de la  naturaleza, porque es imposible sin este principio adquirir el menor  conocimiento de l

a naturaleza de las cosas. Aun cuando se nos concediera  que un arquitecto supremo ha creado inmediatamente las formas de la  naturaleza tal y como existen desde entonces, o que ha

 predeterminado  aquellas que en el curso de la naturaleza se forman continuamente sobre  el mismo modelo, nuestro conocimiento de la naturaleza no sería nada  ilustrado, porque no conocemos la manera de obrar de este ser y sus  ideas, que deben contener los principios de la posibilidad de las cosas de  la naturaleza, y no podemos explicar la naturaleza por este ser, yendo, por  decirlo así, de alto a bajo (a priori). Que si queremos, partiendo de las  formas de los objetos de la experiencia y yendo así de abajo a arriba (a  posteriori), invocar, para explicar la finalidad que creemos encontrar en  ellos, una causa que obre conforme a fines, no daremos más que una  explicación tantológica, y equivocaremos la razón con palabras, para no  decir más, desde que nos dejamos extraviar por este género de  explicación en lo trascendental a donde no puede seguirnos el  conocimiento natural, que la razón cae en estas poéticas extravagancias  que su principal deber es evitar.

 

 De otro lado, es una máxima igualmente necesaria de la razón no  omitir

 el principio de los fines en el estudio de las producciones de la  naturaleza, porque si este principio no nos hace comprender mejor el  modo de existencia de estas producciones, es un principio de descubierta  en la investigación de las leyes particulares de la naturaleza, para suponer  que no se ha querido hacer ningún uso de él para explicar la naturaleza  misma, y que se ha continuado sirviéndose de la expresión fines de la  naturaleza, aunque la naturaleza revela manifiestamente una unidad  intencional, es decir, aunque no se busque más allá de la naturaleza el

principio de la posibilidad de sus fines. Mas como es necesario venir en  definitiva a averiguar esta posibilidad, es también necesario concebir,  para explicarla, una especie particular de causalidad que no se presenta en  la naturaleza, como la mecánica de las causas naturales tiene la suya,  puesto que la receptividad que muestra la materia para muchas formas,  distintas de aquellas de las cua

les ella es capaz en virtud de esta última,  supone la espontaneidad de

 una causa (que por consiguiente no puede ser  materia), sin la cual no se podría hallar el principio de estas formas. La  razón, en verdad, antes de dar este paso, debe mostrar mucha prudencia, y  no pretender explicar como teleológica toda técnica de la naturaleza;  hablo de cierto poder que tiene la naturaleza de producir figuras que  muestran la finalidad para nuestra simple aprehensión (como los cuerpos  regulares); es necesario que se limite siempre a mirarla como  mecánicamente posible. Mas querer además excluir absolutamente el  principio teleológico y allí dónde la razón, buscando la posibilidad de las  formas de la naturaleza, halla una posibilidad que se muestra  manifiestamente ligada a otra especie de causalidad, pretender seguir  siempre el simple mecanismo, sería llevar la razón a divagaciones tan  quiméricas sobre las impenetrables potencias de la naturaleza, como  aquellas que pudiesen entrañar una explicación puramente teleológica y  no teniendo en cuenta el mecanismo de la naturaleza.

 

 En una sola y misma cosa no se pueden admitir juntamente los do

s  principios, explicando el uno por el otro (deduciendo el uno del otro), es  decir, que no se pueden asociar como principios dogmáticos y  constitutivos del conocimiento de la naturaleza para el juicio  determinante. Si por ejemplo, yo digo que un gusano debe considerarse  como una producción del simple mecanismo de la materia (un resultado  de esta nueva formación que se produce por sí misma, cuando los  elementos de la materia han sido puestos en libertad por la corrupción),  no podemos derivar entonces esta producción de la misma materia como  de una causalidad que obra conforme a fines. Recíprocamente, si  miramos esta producción como un fin de la naturaleza, no podemos  invocar un modo mecánico de explicación, y tomar este por un principio  constitutivo en el juicio que debemos formar sobre la posibilidad de esta


 

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producción, de modo que se asocien los dos principios. En efecto, un  modo de explicación excluye el otro, aun cuando objetivamente estos dos  principios descansaran sobre uno solo, en el cual no pensaríamos. El  principio que debe hacer posible la unión de los dos en nuestro juicio  sobre la naturaleza, debe colocarse en algo que resida fuera de ellos (por  consiguiente también fuera de toda representación empírica posible de la  naturaleza), pero que sea su fundamento, es decir, en lo supra-sensible, y  a esto es a lo que se debe reducir

 los dos modos de explicación. Luego  como no podemos obtener nada relativamente a lo supra-sensible más  que el concepto indeterminado de un principio que permite juzgar la  naturaleza, conforme a leyes empíricas, y como por

otra parte no  podemos determinarlo de antemano por ningún predicado, se sigue que la  unión de los dos principios no puede descansar sobre otro que contenga la  explicación de la posibilidad de una producción por leyes dadas para el  juicio determinante, sino solamente sobre un principio que contenga la  exposición para el juicio reflexivo. En efecto, explicar significa derivar  de un principio que se debe, por consiguiente, poder conocer y mostrar  claramente. Luego si se considera una sola y misma producción, el  principio del mecanismo y el de la técnica de la naturaleza, deben, en  verdad, unirse en un solo principio superior, su origen común; de otro  modo no podrían subsistir el uno al lado del otra en la consideración de la  naturaleza. Mas si este principio, que es objetivamente común a los dos, y  que por consiguiente permite conciliar las máximas que dependen de  ellos, en la investigación de la naturaleza, si este principio es tal que se  puede muy bien indicar, pero no conocer de una manera determinada y  mostrarlo bien claramente para que se pueda hacer uso de él en todos los  casos dados, es imposible sacar ninguna explicación de tal principio, es  decir, derivar de él de una manera clara y determinada la posibilidad de  una producción de la naturaleza por medio de estos dos principios  heterogéneos. Luego el principio común de donde derivan, de una parte  el principio mecánico y de la otra el principio teleológico, es lo supra- sensible, que debemos colocar bajo la naturaleza considerada como  fenómeno. Mas es imposible tener bajo el punto de vista teórico el menor  concepto determinado y afirmativo. No podemos, pues, explicar en  manera alguna cómo en virtud de este principio, la naturaleza

(considerada en sus leyes particulares), constituye para nosotros un  sistema, que podemos mirar como posible, tanto por el principio de las  causas físicas como por el de las causas finales; pero solamente cuando  hallamos en la naturaleza de los objetos, cuya posibilidad no podemos  concebir a favor del principio del mecanismo (que reivindica siempre las  cosas de la naturaleza), y sin apoyarnos sobre principios teleológicos,  creemos

 poder estudiar con confianza las leyes de la naturaleza conforme  a estos dos principios (cuando nuestro entendimiento ha reconocido la  posibilidad de sus producciones por uno u otro principio), y no nos  dejamos llevar por la aparente contradicción de los principios de nuestro  juicio sobre estos objetos, porque es cierto que pueden unirse al menos  objetivamente en un solo principio (pues que se forman sobre fenómenos  que suponen un principio supra-sensible).

 

 Aunque el principio del mecanismo y el de la técnica teleológica  (intencional)

 de la naturaleza relativamente a la misma producción y a su  posibilidad pudiesen subordinarse a un principio común de la naturaleza,  considerada en sus leyes particulares, sin embargo, siendo transcendente  este principio, los límites de nuestro entendimiento no nos permiten  conciliar los dos principios en la explicación de la misma producción de  la naturaleza, aun cuando no podamos concebir la posibilidad interior de  esta producción más que por medio de una causalidad que obre conforme  a fines (como sucede para las materias organizadas). Debemos siempre  llegar a esta máxima del juicio teleológico, que conforme a la naturaleza  del entendimiento humano, no podemos admitir otra causa para explicar  la posibilidad de los seres organizados que una causa que obra según  fines, y que el simple mecanismo de la naturaleza no nos da aquí una  explicación suficiente, sin querer decidir nada por esto relativamente a la  posibilidad de las cosas mismas.

 

 Pero como este principio no es más que una máxima del juicio  reflexivo y no del juicio determinante, y como, por consiguiente, no tiene  para nosotros más que un valor subjetivo y no un valor objetivo,  relativamente a la posibilidad misma de esta especie de cosas (en la cual  los dos modos de producción podrían muy bien concertarse en un sólo y


 

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mismo principio), como además, si a este modo de producción que se  mira como teleológico, no se juntara algún concepto de un mecanismo de  la naturaleza que debe hallarse también en él, no se podría juzgar esta  producción como una producción de la naturaleza, esta máxima implica  al mismo tiempo la necesidad de una unión de los dos principios en el  juicio por el cual concebimos las cosas como fines de la naturaleza en sí,  pero sin tener por objeto sustituir enteramente o en parte el uno al otro.  En efecto, a lo que no se concibe (al menos por nosotros) como posible  más que por un fin, no se puede sustituir el mecanismo, y a lo que es  reconocido como necesario en virtud del mecanismo, no se puede  sustituir una contingencia que necesitaría de un fin como razón  determinante, sino que se debe solamente subordinar uno de estos  principios (el mecanismo) al otro (el de la técnica intencional), lo que  puede hacerse en virtud del principio transcendental de la finalidad de la  naturaleza.

 

 En efecto; allí donde se conciben fines como principios de la  posibilidad de ciertas cosas, es necesario también admitir medios, cuya  ley de acción no necesita por sí misma de nada que suponga un fin, y  puede, por consiguiente, ser mecánica, estando en un todo subordinada a  efectos intencionales.

 

     Es por lo que, cuando consideramos las producciones organizadas de  la naturaleza, y principalmente cuando, observando el número infinito de  estas producciones, admitimos (al menos como una hipótesis permitida)  algo intencional en la relación de las causas naturales, que obran según  leyes particulares, y de las que formamos el principio universal del juicio  reflexivo, aplicado al conjunto de la naturaleza (al mundo), concebimos  una grande y aun universal combinación de las leyes mecánicas con las  leyes teleológicas, sin confundir los principios en cuya virtud juzgamos  estas producciones, y sin sustituir el uno al otro. Porque en un juicio  teleológico, si la forma que recibe una materia no puede juzgarse posible  más que por medio de un fin, esta materia, considerada en su naturaleza  conforme a leyes mecánicas, puede subordinarse como medio a este fin  propuesto. Mas como el principio de esta unión reside en algo que no es

ni el mecanismo, ni la relación de los fines, sino el substratum supra- sensible de la naturaleza, del que nada conocemos, nuestra humana razón  no puede reunir juntamente las dos maneras de representarse la  posibilidad de estos objetos, y no podemos juzgarlos, fundados sobre un  entendimiento supremo más que por medio de la relación de las causas  finales, lo que, por consiguiente, no quita nada al modo de explicación  teleológica.

 

 Luego como es cosa completamente indeterminada, y aun siempre  indeterminable para nuestra razón, hasta qué punto el mecanismo de la  naturaleza obra como medio para cada fin de la misma, y como el  principio inteligible, al cual hemos referido la posibilidad de una  naturaleza en general, nos permite admitir que esto es enteramente  posible por un acuerdo universal de las dos especies de leyes (las leyes  físicas y las de las causas finales), aunque no podamos concebir el cómo  de este acuerdo, no sabemos mejor hasta dónde se extiende el modo de  explicación mecánico para nosotros; sino que solamente es cierto que,  lejos de que pudiésemos marchar por este camino, él debe ser siempre  insuficiente para las cosas que una vez hemos reconocido como fines de  la naturaleza, y que así, conforme a la constitución de nuestro  entendimiento, debemos subordinar todos estos principios juntamente a  un principio teleológico.

 

     De aquí el derecho, y también, a causa de la importancia del estudio  mecánico de la naturaleza para la razón teórica, el deber de explicar  mecánicamente, en tanto que esté en nosotros (y es imposible aquí trazar  límites), todas las producciones y todos los hechos naturales, aun las  cosas que revelan la mayor finalidad; mas también lo es no perder jamás  de vista que las cosas que no podemos someter a la investigación de la  razón más que bajo el concepto de fines, deben ser conformes a la  naturaleza esencial de nuestra razón, sometidas en definitiva, a pesar de  las causas mecánicas, a una causalidad que obra conforme a fines.

 

 

 


 

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Apéndice

 

Metodología del juicio teleológico

 

 

 

§ LXXVIII La teleología debe ser tratada como una parte de la  física109

 

 Cada ciencia debe tener su lugar determinado en la enciclopedia de  todas

 ellas. Si se trata de una ciencia filosófica, su lugar debe señalarse en  la parte teórica o en la parte práctica de la filosofía; y si entra en la  primera, debe tener su puesto, o bien en la física, si estudia algo que  pueda ser un objeto de experiencia (por consiguiente, o en la física  propiamente dicha, o en la psicología, o en la cosmología general), o bien  en la teología (ciencia de la causa primera del mundo, considerada como  el conjunto de todos los objetos de experiencia).

 

     Pero se pregunta en dónde tiene su puesto la teleología; ¿es en la física  o en la teología? Es necesario que sea en la una o en la otra, porque no  existe ciencia intermedia entre estas que pueda establecer el tránsito de la  una a la otra, pues que este tránsito no indica más que una organización  del sistema y no un puesto en el mismo.

 

     Es evidente que no es una parte de la teología, aunque se pueda hacer  de ella un uso muy importante. Porque tiene por objeto las producciones  de la naturaleza y la causa de estas producciones; y aunque se dirige a un  principio colocado fuera o más allá de la naturaleza (a una causa divina),  no obra así por el juicio determinante, sino por el juicio reflexivo que  quiere dirigir por esta idea como por un principio regulador, en el estudio  de la naturaleza, conforme al entendimiento humano.

 

     No parece que pertenezca tampoco a la física, que necesita principios  determinados, y no simplemente principios reflexivos, para dar las

razones objetivas de los efectos naturales. También la teoría de la  naturaleza, o la producción mecánica de sus fenómenos por sus causas  eficientes, no gana nada con que se les cons

idera conforme a la relación  de los fines. La exposición de los fines de la naturaleza en sus  producciones, en tanto que constituyen un sistema según conceptos  teleológicos, no es propiamente más que una descripción de la naturaleza  emprendida con la ayuda de un guía particular, y en donde la razón  cumple una obra noble, instructiva y prácticamente útil bajo muchos  respectos, más sin que aprendamos nada del origen y de la posibilidad  interna de estas formas, lo que, sin embargo, es el objeto de la ciencia  teórica de la naturaleza.

 

 La teleología como ciencia no pertenece, pues, a ninguna doctrina,  sino solamente a la crítica, a la de una facultad particular de conocer que  es el juicio. Mas en tanto que contiene principios a priori,

 puede y debe  suministrar el método con el cual se debe juzgar la naturaleza según el  principio de las causas finales, y así su metodología tiene al menos una  influencia negativa sobre la marcha de la ciencia teórica de la naturaleza,  y también sobre la relación que ésta pueda tener en la metafísica con la  teología, como propedéntica de esta ciencia.

 

 

 

 

§ LXXIX  De la subordinación necesaria del principio del mecanismo  al principio teleológico en la explicación de una cosa como fin de la  naturaleza

 

 Nada limita el derecho que tenemos de buscar una explicación  puramente mecánica de todas las producciones de la naturaleza; pero la  facultad de contentarnos con este género de explicación no es solo muy  limitada por la naturaleza de nuestro entendimiento, en tanto que  considera las cosas como fines de la misma naturaleza; sino que lo es  también muy claramente en el sentido de que conforme a un principio del  juicio, el primer aspecto por sí solo no puede conducirnos en nada a la


 

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explicación de e

stas cosas, y que por consiguiente, debemos siempre  subordinar a un principio teleológico nuestro juicio sobre esta clase de  producciones.

 

 Por esto es por lo que es razonable y aun meritorio perseguir el  mecanismo de la naturaleza para explicar sus producciones, tan lejos  como se pueda llevar con verosimilitud, y si renunciamos a esta tentativa,  no es que sea imposible en sí hallar en este camino la finalidad de la  naturaleza, sino que esto es imposible para nosotros como hombres.  Porque sería necesario para esto una intuición distinta de la intuición  sensible, y un conocimiento determinado del substratum inteligible de la  naturaleza, de donde se pudiera sacar el principio del mecanismo de los  fenómenos de la naturaleza, considerada en sus leyes particulares, lo que  excede en mucho el alcance de nuestras facultades.

 

 Es necesario, pues, que el observador de la naturaleza, so pena de  trabajar en su puro daño, tome por principio en el estudio de las cosas,  cuyo concepto es indudablemente un concepto de fines de la naturaleza  (de seres organizados), alguna organización primitiva que emplee este  mismo mecanismo para producir otras formas organizadas, o para  desarrollar aquellas que contienen ya nuevas formas (que derivan siempre  de este fin y le son conformes).

 

 Es bello el recorrer por medio de la anatomía comparada la gran  creación de seres organizados con el fin de ver si en ellos no se encuentra  algo parecido a un sistema, que derive de un principio generador, de  suerte que no estemos obligados a atenernos a un simple principio del  juicio (que nada nos enseña sobre la producción de estos seres), y  renunciar sin esperanza a la pretensión de que penetre la naturaleza en  este campo. El concierto de tantas especies de animales en un cierto  esquema común, que no parece solamente servirles de principio en la  estructura de sus huesos, sino también en la disposición de las demás  partes, y esta admirable simplicidad de forma, que reduciendo ciertas  partes y alargando otras, encubriendo éstas y desenvolviendo aquellas, ha  podido producir tan gran variedad de especies, hacen nacer en nosotros la

esperanza, muy débil por cierto, de poder llegar a algo con el principio  del mecanis

mo de la naturaleza, sin el cual en general no puede haber  ciencia de la naturaleza. Esta analogía de formas, que a pesar de su  diversidad, parecen haber sido producidas conforme a un tipo común,  fortifica la hipótesis de que dichas formas tienen una afinidad real y que  salen de una madre común, y nos muestra cada especie acercándose  gradualmente a otra, desde aquella dónde parece mejor establecido el  principio de los fines, a saber, el hombre, hasta el pólipo, y desde el  pólipo hasta los musgos y las algas, y por último, hasta el grado más  inferior de la naturaleza que podemos conocer; hasta la materia bruta, de  dónde parece derivar, conforme a leyes mecánicas (semejantes a las que  ella sigue en sus cristalizaciones), toda esta técnica de la naturaleza, tan  incomprensible para nosotros en los seres organizados, que nos creemos  obligados a concebir otro principio.

 

 Es permitido al arqueólogo de la naturaleza servirse de vestigios  todavía subsistentes de sus antiguas producciones, para buscar en todo el  mecanismo que se conoce o que se supone, el principio de esta gran  familia de seres creados (porque así es como debemos representárnosla,  si esta pretendida afinidad general tiene al

gún fundamento). Se puede  hacer salir del seno de la tierra, que ha salido del caos (como un gran  animal), seres creados donde no se encuentra todavía más que un poco de  finalidad, pero que producen otros a su vez, mejor apropiados al lugar de  su nacimiento y a sus relaciones recíprocas, hasta el momento en que esta  matriz se osifica y limita sus partes a especies que no deben degenerar  más, y donde subsiste la variedad de aquellas que ha producido, como si  este poder creador y fecundo fuera, por último, satisfecho. Mas es  necesario, siempre en definitiva, atribuir a esta madre universal una  organización que tenga por objeto todos estos seres creados; de lo  contrario sería imposible concebir la posibilidad de las producciones del  reino animal y del reino vegetal110. Hay, pues, que retrotraer la  explicación, y no se puede pretender que se hayan producido estos dos  reinos independientemente de la condición de las causas finales.

 


 

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 Los mismos cambios, a que se hallan sometidos, sin influencia de  causas contingentes, ciertos seres organizados, cuyo carácter así  modificado viene a ser hereditario y pasa así en el principio generador;  estos cambios no pueden casi ser modificados más que como el  desenvolvimiento, ocasionalmente producido, de una disposición  originariamente contenida en la especie y destinada a conservarla; porque  admitir en un ser organizado, como una condición de la perpetuidad de su  finalidad interior, la facultad de producir seres de la misma especie, es  empeñarse en no admitir nada en el principio generador que no entre en  este sistema de fines, y que no pertenezca a una disposición primitiva no  desenvuelta. Desde que nos descartamos de este principio, no se puede  saber con certeza si muchas partes de la forma que se halla actualmente  en una especie, han tenido un origen accidental o independiente de todo  fin; y este principio de la teleología, que en un ser organizado nada de lo  que se conserva en la propagación debe juzgarse inútil, vendría a ser por  esto incierto en su aplicación, y no tendría valor más que para la matriz  (que nosotros no conocemos).

 

     Hume objeta a los que se creen obligados a admitir, para todos estos  fines de la naturaleza, un principio teleológico del juicio, es decir, un  entendimiento arquitectónico, que con razón se les podría preguntar,  cómo es posible tal entendimiento, es decir, cómo pueden hallarse así  reunidas en un ser las diversas facultades y propiedades que constituyen  la posibilidad de un entendimiento, capaz también de ejecutar lo que ha  concebido. Mas esta objeción no tiene valor; porque la dificultad de  concebir la primera producción de una cosa que encierra fines en sí  misma, y que no se puede concebir más que por medio de estos fines,  descansa por completo sobre la cuestión de saber, cuál es en esta  producción el principio de la unidad del enlace de sus elementos diversos  y exteriores los (para nuestra razón) resolverla, si no nos representamos  este principio de las cosas como una sustancia simple, el atributo de esta  sustancia sobre la cual se funda la cualidad específica de las formas de la  naturaleza, a saber la unidad de fines, como una inteligencia, y por último  la relación de estas formas con esta inteligencia (a causa de la

contingencia que concebimos en todo lo que no podemos representarnos  más que como fines) como una relación de causalidad.

 

 

 

 

§ LXXX De la unión del mecanismo al principio teleológico en la  explicación de un fin de la naturaleza en tanto que producción de la  misma

 

     Hemos visto en el párrafo anterior que el mecanismo de la naturaleza  no basta para hacernos concebir la posibilidad de un ser organizado, sino  que debe ser (al menos según nuestra facultad de conocer) subordinado  originariamente a una causa intencional; del mismo modo el principio  teleológico no basta para hacernos considerar y juzgar este ser como una  producción de la naturaleza, si no agregamos a este principio el del  mecanismo, como instrumento de una causa intencional, a cuyos fines la  naturaleza se halla subordinada en sus leyes mecánicas. Nuestra razón no  comprende la posibilidad de esta unión de las dos especies de causalidad  completamente diferentes, es decir, la unión de la causalidad de la  naturaleza, considerada en sus leyes generales, con una idea que las  restringe a una forma particular cuyo principio no contienen ellas por sí  mismas. Esta posibilidad reside en el substratum supra-sensible de la  naturaleza, del cual nada podemos determinar afirmativamente, sino que  es el ser en sí, del cual no conocemos más que la apariencia. Mas este  principio de que todo lo consideramos como perteneciente a la naturaleza  (phoenomenon) y como su producto debe concebirse también como  ligado a la naturaleza por leyes mecánicas, este principio no conserva al  menos toda su fuerza, puesto que sin esta especie de causalidad, los casos  organizados que concebimos como fines de la naturaleza, no serían  producciones.

 

 Luego, cuando se da a la producción de estos seres un principio  teleológico (y ¿cómo puede ser de otro modo?), se puede admitir para  explicar la causa de su finalidad interior, el ocasionalismo o el


 

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prestabilismo. En la primera hipótesis, la causa suprema del mundo  produciría inmediatamente el ser organizado, conforme a su idea, con  ocasión de cada perfección material; en la segunda, habría puesto en las  producciones

 primitivas de su sabiduría estas disposic

iones que hacen  que un ser organizado produzca su semejante, que la especie se conserve  siempre, y que la naturaleza esté continuamente ocupada en reparar la  pérdida de los individuos, al mismo tiempo que trabaja en su destrucción.  Si se admite el ocasionalismo para explicar la producción de los seres  organizados, se destruye con esto toda la naturaleza, y con ella todo uso  de la razón en el juicio de la posibilidad de esta especie de producciones.  No se puede, pues, suponer que este sistema pueda aceptarse por ninguno  de los que un cultivan la filosofía.

 

 En cuanto al prestabilismo, se puede entender de dos maneras. En  efecto, se puede considerar cada ser organizado, engendrado por su  semejante, o como la deducción, o como la producción111 del primero. El  primer sistema es el de la preformación individual, o si se quiere, la teoría  de la evolución; el segundo, es el sistema de la epigénesis. Este último  puede llamarse todavía el de la prefomación genérica, porque en él se  considera el poder productor de los seres que engendran, y por  consiguiente su forma específica, como virtualmente preformados,  conforme a las disposiciones interiores, formando parte de la especie  misma. Conforme a esto, la teoría opuesta de la preformación individual,  debería llamarse con más propiedad teoría de la involución.

 

 Los partidarios de la teoría de la evolución, que quitan tod

os los  individuos a la potencia creadora de la naturaleza para hacerlos

 inmediatamente salir de la mano del creador, no se atreven hasta recurrir  aquí a la hipótesis del ocasionalismo que no vería en su  perfeccionamiento más que una simple formalidad, a propósito de la cual  una causa suprema o inteligente del mundo habría resuelto formar  inmediatamente un fruto, no dejando a la madre más que el cuidado de  desarrollarlo y nutrirlo. Se han declarado por la preformación, como si  desde que se explican estas formas de una manera sobrenatural, no  hubiera también sabiduría para hacerlas aparecer en el curso del mundo

más que desde el principio. Al contrario, el ocasionalismo, excusaría un  gran número de disposiciones sobrenaturales, necesarias para salvar las  fuerzas destructivas de la naturaleza, y conservar intacto hasta el  momento de su desarrollo el embrión formado al principio del mundo, y  una cantidad de seres de este modo preformados, infinitamente más  considerable que la de los seres destinados a ser un día desenvueltos, y al  mismo tiempo otras tantas creaciones, vendrían a ser de este modo  inútiles y sin objeto. Mas quisieron dejar al menos algo a la naturaleza  para no caer en completa superfísica, en donde se pasa de toda  explicación natural. Es cierto que se han mostrado todavía tan  firmemente adheridos a su superfísica, que han hallado, a un en los  monstruos (que es imposible tomar por fines de la naturaleza), una  admirable finalidad, aunque no les reconozcan otro objeto que el de  sorprender al anatomista por este espectáculo de una finalidad irregular o  inspirarle un triste asombro. Mas no han podido acomodar la producción  de los bastardos con el sistema de la preformación, y les ha sido  indispensable atribuir a la esperma de los seres masculinos, al que no han  concedido por otra parte más que la propiedad mecánica de suministrar al  embrión su primer alimento, una virtud creadora que no han querido, sin  embargo, relativamente al producto del perfeccionamiento de los seres de  la misma especie, atribuir a ninguno de los dos.

 

     Al contrario, aun cuando los partidarios de la, epigénesis no tuvieran  sobre los anteriores la ventaja de poder invocar la experiencia en favor de  su teoría, la razón se pronunciaría todavía por ellos, porque atribuyen a la  naturaleza, en las cosas en que no se puede concebir la posibilidad  originaria más que por medio de la causalidad de los fines, cierto poder  creador en cuanto a la propagación al menos, y no solamente un poder de  desarrollo, y de este modo, sirviéndose lo menos posible del sobrenatural,  abandonan a la naturaleza todo lo que sigue al primer principio, sin  determinar nada sobre este primer principio contra el cual choca la física,  cualquiera que sea el encadenamiento de causas que esta quiera ensayar.

 

     Nadie ha hecho más que M. Blumenbach, tanto para probar esta teoría  de la epigénesis, como para establecer los verdaderos principios y


 

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prevenir el abuso. Ha colocado en la materia organizada el punto de  partida

 de toda explicación física de las formaciones de que se ocupa.  Porque, que la materia bruta se haya originariamente formado por sí  misma según leyes mecánicas, que la vida haya podido salir de la  naturaleza muerta, y que la materia haya podido tomar espontáneamente  la forma de una finalidad que se conserve por sí misma, es lo que se mira  justamente como absurdo; pero al mismo tiempo, bajo este principio  impenetrable de una organización primitiva, se deja al mecanismo de la  naturaleza una parte que no se puede determinar, porque tampoco se  puede menospreciar, y es por lo que se llama tendencia a la formación112,  el poder de la materia en un cuerpo organizado (para distinguirlo, del  poder creador113, mecánico que ella posee generalmente, y que da a la  primera su dirección y su aplicación).

 

 

 

 

§ LXXXI  Del sistema teleológico en las relaciones exteriores de los  seres organizados

 

 Yo entiendo por finalidad exterior aquella en que una cosa de la  natur

aleza se halla con otra en la relación de medio o fin. Por lo que las  cosas que no tienen ninguna finalidad interior o cuya posibilidad no  supone ninguna, por ejemplo, la tierra, el aire, el agua, etc., tienen, sin  embargo, una finalidad exterior, es decir, relativa a otros seres; mas es  necesario que estos últimos, sean seres organizados, es decir, fines de la  naturaleza, porque si no, los primeros no podrían considerarse como  medios. Así no se puede considerar el agua, el aire y la tierra, como  medios relativamente a la formación de las montañas, porque no hay nada  en las montabas que exija que se explique su posibilidad por medio de  fines, y no se puede representar la causa bajo el predicado de un medio  (sirviendo a estos fines).

 

 El concepto de la finalidad exterior es muy diferente del de la  finalidad interior; nosotros enlazamos esta a la posibilidad de un objeto,

sin considerar si la existencia misma de este objeto es o no un fin. Se  puede preguntar además por qué tal ser organizado existe, mientras que  no se presenta ciertamente la misma cuestión respecto al motivo de las  cosas en las cuales no se reconoce más que el efecto del mecanismo de la  naturaleza. Es que nos representamos ya, para explicar la posibilidad de  los seres organizados, una causalidad determinada por fines, una  inteligencia creadora, y referimos este poder activo a su principio de  determinación, es decir, a su fin. Luego no hay más que una finalidad  exterior que tenga conexión con la finalidad interior de la organización, y  que contenga la relación exterior de medio a fin, sin que haya necesidad  de preguntar en qué objeto deberían existir los seres así organizados. Es  la organización de los dos sexos en las relaciones que existen entre ellos  para la propagación de su especie; porque aquí se puede siempre  preguntar, cómo un individuo, por qué una pareja semejante debe existir.  La respuesta es que no constituye un todo organizante, sino un todo  organizado, en un solo cuerpo.

 

     Mas si se pregunta por qué, existe una cosa, la respuesta es, o bien que  su existencia y su producción no tienen ninguna relación con ninguna  causa intencional, y entonces se

 refiere siempre el origen de esta cosa al  mecanismo de la naturaleza, o bien que tienen (como existencia y  producción de una cosa contingente de la naturaleza) un principio  intencional, y es difícil separar este pensamiento del concepto de un ser  organizado; porque como estamos obligados a explicar la posibilidad  interior de semejante ser por una causalidad de causas finales y por la  idea que la determina, no podemos también concebir la existencia de esta  producción más que como un fin. En efecto, se llama fin el efecto  representado, cuya representación es al mismo tiempo el principio que  determina la causa inteligente y eficiente para producirle. En este caso se  puede decir, o bien que el fin de la existencia de un ser semejante de la  naturaleza está en sí mismo, es decir, que este ser no es solamente un fin,  sino un objeto final114, o bien que este objeto existe fuera de sí en otros  seres de la naturaleza, es decir, que este ser no existe como objeto final,  sino solamente como medio necesario.

 


 

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     Mas si recorremos toda la naturaleza como tal no hallaremos en ella  ser que pueda aspirar a rango de fin último de la creación; y aun se puede  probar a priori que aquel que se pudiera dar por fin último a la naturaleza,  adornándole de todas las cualidades y propiedades concebibles, no se  debería nunca considerar como objeto final en tanto que cosa de la  naturaleza.

 

     Cuando se considera el reino vegetal y se ve la inmensa fecundidad  con la cual se derrama por casi todo el suelo, estamos tentados al pronto  de tomarlo por un simple producto de este mecanismo que la naturaleza  revela en sus formaciones del reino mineral. Mas un conocimiento más  profundo de la sabiduría inefable de la organización de este reino no nos  permite llegar a este pensamiento, pero suscita esta cuestión: ¿por qué  existen estos seres? Sí se contesta que existen para el reino animal, que se  alimenta de aquel y puede por este medio extenderse sobre la tierra en  especies tan variadas, entonces se presenta esta nueva cuestión: ¿por qué,  pues, existen estos animales que se alimentan de estas plantas? Quizá se  conteste que existen para los animales carnívoros, que no pueden  alimentarse más que de seres vivientes. Por último, viene esta cuestión:  ¿para qué existen estos animales así como los precedentes reinos de la  naturaleza? Para el hombre, para los diversos usos que su inteligencia le  muestra que debe hacer de todos estos seres, y es acá en la tierra el fin  último de la creación, puesto que es el solo ser que puede formarse por  medio de su razón un concepto de fin, y ver en un conjunto de cosas  formadas según fines un sistema de estos.

 

 Todavía se podría con el caballero Linneo seguir la vía opuesta en  apariencia, y decir que los animales herbívoros existen para moderar la  vegetación lujuriosa de las plantas, que podría ahogar muchas especies;  los animales carnívoros para poner límites a la voracidad de los primeros,  y últimamente, el hombre para establecer, persiguiendo estos últimos y  disminuyendo su número, cierto equilibrio entre los poderes creadores y  los poderes destructores de la naturaleza. Y así el hombre, tan digno  como pueda ser bajo cierta relación de ser considerado como un fin, no  tendría, sin embargo, bajo otro respecto, más que el rango de medio.

 

 Si se admite en principio una finalidad objetiva en la variedad de  especies terrestres y en las relaciones exteriores de estas especies entre sí,  en tanto que cosas trazadas conforme a fines, es conforme a la razón  concebir cierta organización en estas relaciones, y un sistema de todos los  reinos de la naturaleza fundado sobre causas finales. Mas aquí la  experiencia parece contradecir altamente la máxima de la razón,  principalmente en lo que concierne al fin último de la naturaleza, fin que  sin embargo es necesario para la posibilidad de semejante sistema y que  no podemos colocar, además, más que en el hombre. Porque al considerar  al hombre como una de las numerosas especies del reino animal, la  naturaleza no ha hecho la menor excepción en su favor en la acción de las  fuerzas destructoras como de las productoras, sino que lo ha sometido  todo objeto alguno a su mecanismo.

 

 Lo primero que debiera haberse establecido expresamente sobre la  tierra en un orden en que las cosas de la naturaleza formasen un todo  constituido conforme a fines, es su habitación, el suelo y el elemento  sobre el cual o en el cual debe desenvolverse. Pero un conocimiento más  exacto de la naturaleza de las cosas que llenasen esta condición de toda  producción de seres organizados, no revelaría más que causas que obran  del todo ciegamente, y más bien todavía causas destructoras, que causas  favorables a esta producción, a un orden y a fines.

 

 La tierra y el mar no contienen solamente monumentos de antiguas  revoluciones

 que los trastornaron, a ellos y a todos los seres que  encerraban, sino toda su estructura; las cuevas de la una y los límites del  otro hacen por completo ser el aire el producto de las fuerzas salvajes y  omnipotentes de una naturaleza que trabaja en el seno del caos. Por bien  ordenadas que nos parezcan sin embargo la figura, la estructura y la  inclinación de las tierras para recibir las aguas del cielo, para las fuentes  que brotan a través de subterráneos de diversas especies (que sirven por sí  mismas para diversas producciones), y para el curso de los torrentes, un  examen más detenido de estas cosas prueba que no son más que los  efectos de erupciones volcánicas y de inundaciones, o aun de


 

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desbordamientos del Océano, y así se explican la primera producción de  esta figura de la tierra, y principalmente su transformación sucesiva,  como la desaparición de sus primeras producciones orgánicas115. Luego si  la habitació

n de todos los seres organizados, si el suelo de la tierra o el  seno del mar, no nos muestran más que un mecanismo completamente  ciego, ¿cómo y con qué derecho podemos reclamar y afirmar otro origen  para estas otras producciones? Aunque el hombre, como parece probarlo  (según Camper) el examen detenido de los restos de estas devastaciones  de la naturaleza, no se hallase comprendido en estas revoluciones,  depende de tal modo de los demás seres terrestres, que sería imposible  admitir para todos estos seres un mecanismo general de la naturaleza, sin  comprender a aquél también en él, aunque su inteligencia (en gran parte  al menos) le haya podido salvar de estas devastaciones.

 

 Mas este argumento parece exceder el fin que nos proponemos,  prob

ando, no solamente que el hombre no puede ser el último fin de la  naturaleza, y que por la misma razón la agregación de las cosas  organizadas de ésta no puede constituir un sistema de fines, sino aunque  estas producciones, que se han mirado hasta aquí como fines de la  naturaleza, no tienen otro origen que el mecanismo de la misma. 

 

 Pero, conforme a la solución que anteriormente hemos dado de la  antinomia de los principios del modo mecánico y del modo teleológico de  la producción de los seres organizados, estos principios tienen su origen  en el juicio reflexivo aplicado a las formas que produce la naturaleza,  conforme a sus leyes particulares (cuyo sistema no podemos penetrar), es  decir que no determinan el origen de estas cosas en sí, sino que significan  solamente que, conforme a la naturaleza de nuestro entendimiento y de  nuestra razón, no podemos concebir esta especie de seres más que por  medio de causas finales; por consiguiente, nuestra razón no solamente  nos autoriza, sino que nos empeña a intentar por medio de los mayores  esfuerzos, y con el mayor atrevimiento, y el explicarlos mecánicamente  aunque nos creamos incapaces de obtenerlos a causa de la naturaleza  particular y los límites de nuestro entendimiento (y no porque hubiese  contradicción entre el principios del mecanismo y el de la finalidad); y

por último, estos dos principios con cuya ayuda nos explicamos la  posibilidad de la naturaleza, pueden conciliarse con el principio  suprasensible de la misma (tanto fuera de nosotros como en nosotros),  porque la explicación por medio de causas finales no es más que una  condición subjetiva del uso de nuestra razón, cuando, no solamente tiene  por objeto juzgar los objetos como fenómenos, sino referir estos  fenómenos, así como sus principios, a su substratum suprasensible, para  comprender la posibilidad de ciertas leyes, a las cuales refiere su unidad,  y no puede representarse más que por medio de fines (y ella los halla en  sí misma supra-sensibles.)

 

 

 

 

§ LXXXII  Del fin último de la naturaleza, considerado como sistema  teleológico

 

     Hemos demostrado anteriormente que hallamos en los principios de la  razón motivos suficientes, sino por el juicio determinante, al menos por el  juicio reflexivo, para mirar al hombre, no solamente como un fin de la  naturaleza, como todos los seres organizados, sino también como su fin  último acá en la tierra, como el fin en relación al cual todas las demás  cosas de la naturaleza constituyen un sistema de fines. Luego si es  necesario buscar en el hombre mismo el fin que supone su relación con la  naturaleza, o bien este fin será tal que la naturaleza pueda cumplirlo para  su beneficio, o será la aptitud y habilidad que muestre para toda clase de  fines, a los cuales pueda someterse la naturaleza (interior y  exteriormente). El primer fin de la naturaleza sería la dicha, y el segundo,  la cultura del hombre.

 

     El concepto de la dicha no es un concepto que el hombre pueda sacar  de sus instintos y llevar en sí mismo en la animalidad, sino que es la  simple idea de un estado que se quiere hacer adecuado a esta idea, bajo  condiciones puramente empíricas (lo que es imposible). Se forma, pues,  esta idea por sí mismo de tan diversos modos con la ayuda de su


 

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entendimiento unido a su imaginación y a sus sentidos, y la cambia tan  frecuentemente, que si la naturaleza estuviese sometida a su voluntad, no  podría concertarse con este concepto que cambia y con los fines  arbitrarios de cada uno, y quedar al mismo tiempo sometida a leyes  determinadas, fijas y universales. Mas aun cuando quisiéramos, o bien  reducir este concepto a las verdaderas necesidades de nuestra naturaleza,  a aquellas en que nuestra especie se muestra enteramente de acuerdo  consigo misma, o bien hacernos tan hábiles como posible fuera para  procurarnos todas las cosas que podemos imaginarnos y proponernos, no  alcanzaríamos jamás lo que entendemos por dicha, que es, en efecto, el  verdadero fin último de nuestra naturaleza (no hablo de la libertad). Es  que nuestra naturaleza no se ha hecho para reducirse y contenerse en el  goce y el placer. Por otra parte, tan no es que la naturaleza haya tratado al  hombre con favor y le haya concedido mayor bienestar que a todos los  animales, que en sus malos efectos, como la peste, el hambre, las  inundaciones, el frío, la hostilidad de los demás animales grandes y  pequeños, no le distingue de cualquier otro animal. Y además, la lucha de  los pensamientos de su naturaleza le arroja en los tormentos que él mismo  se forja, y por el espíritu de dominación, por la barbarie de las guerras y  otras cosas de este género, agobia a sus semejantes de males y trabajos  cuanto puede, para la ruina de su propia especie; de suerte, que, si la  naturaleza tuviera por objeto la dicha de nuestra especie, aunque en el  exterior fuese tan benéfica como posible fuera, no la alcanzaría acá en la  tierra, puesto que nuestra naturaleza no es capaz de ello para nosotros. El  hombre no es, pues, siempre, más que un eslabón en la cadena de los  fines de la naturaleza; principio, ciertamente, en relación a ciertos fines,  para los cuales parece haber sido destinado por la misma, colocándose  por sí mismo como un fin, pero también medio para la conservación de la  finalidad en el mecanismo de los demás miembros. El que sólo posee en  la tierra la inteligencia, y por consiguiente, la facultad de proponerse  fines a su arbitrio, es, en verdad, el señor de la naturaleza por su título; y  si se considera ésta como un sistema teleológico, es, por su destino, el fin  último de la misma, mas con la condición de saber y de querer dar a ella  y a sí mismo un fin que se pueda bastar a sí propio independientemente,

y, por consiguiente, ser un objeto final, y este objeto final no debe  buscarse en la naturaleza.

 

 Luego para hallar dónde debe colocarse este último fin de la  naturaleza, relativamente al hombre al menos, es necesario averiguar lo  que puede hacer aquella para prepararlo a lo que debe hacer por si mismo  para ser objeto final, y separar de él todos los fines cuya posibilidad  descanse sobre condiciones que dependan de la naturaleza solamente,  como la dicha terrestre, que no es otra cosa que el conjunto de todos los  fines, a los cuales el hombre puede ser conducido por la naturaleza  exterior y su propia naturaleza. Es la materia de todos sus fines sobre la  tierra, y si se ha constituido como todo su fin, no puede ponerse de  acuerdo con su destino, y hele aquí incapaz de dar un objeto final a su  propia existencia. No queda, pues, más de todos los fines que el hombre  puede proponerse en la naturaleza, que la condición formal, subjetiva, o  la facultad de proponerse fines en general y (mostrándose independiente  de la naturaleza en la determinación de sus fines) servirse de la misma  como de un medio, conforme a las máximas de sus libres fines en  general. Tal debe ser, en efecto, el círculo de la naturaleza, relativamente  al objeto final que se halla colocado fuera de ella, y tal puede ser, por  consiguiente, su último fin. La producción en un ser racional, de una  facultad que le hace capaz de proponerse fines a su arbitrio, en general  (por consiguiente, de la libertad), es lo que se llama la cultura. Es, pues,  solo la cultura lo que debe mirarse como el último fin de la naturaleza,  relativamente a la especie humana (y no nuestra dicha personal sobre la  tierra, o solamente el privilegio que tenemos de ser el principal  instrumento del orden y la armonía en la naturaleza irracional).

 

     Mas toda cultura no constituye este último fin de la naturaleza. La de  la habilidad116, es sin duda la principal condición subjetiva de nuestra  aptitud para perseguir fines en general, pero no basta para constituir la  libertad en la determinación y elección de nuestros fines, la cual, sin  embargo, forma parte esencial de la facultad que tenemos de  proponérnoslos. La última condición de esta aptitud, podría llamarse la  cultura de la disciplina; es negativa, y consiste en despojar a la voluntad


 

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del despotismo de las pasiones, que relacionándonos con ciertas cosas de  la naturaleza, nos hacen incapaces de elegir por nosotros mismos, porque  nosotros nos formamos una cadena de inclinaciones que la naturaleza no  nos ha dado más que para advertirnos que no se debe despreciar ni dañar  el destino de la animalidad en nosotros, dejándonos completamente libres  de retenerlos o dejarlos, de aumentarlos o disminuirlos, según lo que  exijan los fines de la razón.

 

     La habilidad no puede ser bien desenvuelta en la especie humana más  que por medio de la desigualdad entre los hombres, porque la mayor  parte de estos están encargados de proveer, por decirlo así  mecánicamente, y sin tener necesidad de ningún arte, a las necesidades de  la vida, y mientras que aquellos a quien

es proporcionan una vida cómoda  y de ocio, se entregan a la parte menos importante de la ciencia y del arte,  ellos viven en el sufrimiento, trabajando mucho y gozando poco, aunque  insensiblemente se aprovechan de la cultura de la clase superior. Pero si  por ambas partes crecen los males igualmente con los progresos de esta  cultura (que vienen a parar en lujo, cuando la necesidad de lo superfluo  empieza ya a dañar la de lo necesario), puesto que los unos se hallan con  esto más oprimidos y los otros más insaciables, en todo caso la miseria  brillante se halla ligada al desenvolvimiento de las disposiciones  naturales de la especie humana, y el fin de la misma naturaleza, si no  nuestro propio fin, se alcanza por este medio. La condición formal sin la  cual la naturaleza no puede alcanzar este fin último, es una constitución  de las relaciones de los hombres entre sí, que en un todo que se llama la  sociedad civil, opone un poder legal al abuso de la libertad, porque sólo  en una constitución semejante es como las disposiciones de la naturaleza  pueden recibir su mayor desenvolvimiento. Además, suponiendo que los  hombres fuesen bastante entendidos para hallar esta constitución y  bastante prudentes para someterse voluntariamente a su fuerza, se  necesitaría todavía un todo cosmopolita, es decir, un sistema de todos los  Estados expuestos para unirse los unos con los otros. En ausencia de este  sistema, y con los obstáculos que la ambición, el deseo de la dominación  y la avaricia, principalmente entre los que tienen el poder, oponen a la  realización de semejante idea, no se puede evitar la guerra (en la cual se

ven ya los Estados dividirse o resolverse en muchos Estados pequeños, ya  un Estado unirse a otros más pequeños y tender a formar un todo mayor);  mas si la guerra es de parte de los hombres una empresa inconsiderada  (nacida del desarreglo de sus pasiones), quizás oculte también un  designio de la suprema sabiduría, si no el de establecer, al menos prepara

r  la unión de la legalidad y la libertad de los Estados, y con estas la unidad  de un sistema de todos ellos, establecida sobre un fundamento moral; y  no obstante las terribles desgracias de que agobia al género humano, y las  desdichas quizá mayores todavía que trae en tiempo de paz la necesidad  de hallarse siempre dispuestos para ella, es un móvil que conduce a los  hombres a impulsar al más alto grado todos los talentos (alejando siempre  la esperanza del reposo y la dicha pública).

 

     En cuanto a la disciplina de las inclinaciones que hemos recibido de la  naturaleza para llenar la parte animal de nuestro destino, pero que hacen  muy difícil el desenvolvimiento de la humanidad, se halla en esta  segunda condición de la cultura una feliz tendencia de la naturaleza hacia  un perfeccionamiento que nos hace capaces de fines más elevados que los  que puede suministrar la naturaleza. No se pueden evitar los males que se  extienden sobre nosotros desenvolviendo una multitud de insaciables  pasiones, el perfeccionamiento del gusto llevado hasta la idealización, el  lujo en las ciencias, este alimento de la vanidad; pero no se puede  desatender el objeto de la naturaleza, que tiende siempre a separarnos  más de la rudeza y de la violencia de las inclinaciones (las inclinaciones  al placer) que pertenecen en nosotros la animalidad y nos desvían de un  más alto destino, a fin de dar lugar al desenvolvimiento de la humanidad.  Las bellas artes y las ciencias, que hacen los hombres, si no moralmente  mejores, al menos civilizados, y dándoles placeres que todos pueden  participar y comunicando, a la sociedad la urbanidad y la elegancia,  disminuyen mucho la tiranía de las inclinaciones físicas, y con esto  preparan al hombre al ejercicio del dominio absoluto de la razón,  mientras que al mismo tiempo en parte los males de que nos aflige la  naturaleza, en parte el intratable egoísmo de los hombres, someten o  ensayan las fuerzas del alma, los acrecientan y afirman, y nos hacen  sentir esta aptitud para fines superiores que está oculta en nosotros117.


 

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§ LXXXIII  Del objeto final de la existencia del mundo, es decir, de la  creación misma

 

     El objeto final es aquel que no supone ningún otro como condición de  su posibilidad.

 

 Si para explicar la finalidad de la naturaleza, no se admite otro  principio que su mecanismo, no se puede preguntar por qué existen las  cosas que hay en el mundo; porque en este sistema idealista no se trata  más que de la posibilidad física de las cosas (que no se podrían concebir  como fines sin disparatar), y sea que se atribuya esta forma de las cosas a  la casualidad, sea que se atribuya a una pura necesidad, en los dos casos  esta cuestión sería inútil. Mas si admitimos el enlace de los fines en el  mundo como real y como suponiendo una especie particular de  causalidad, a saber, la de una causa intencional, no podemos reducirnos a  esta cuestión: ¿por qué ciertos seres del mundo (los seres organizados)  tienen tal o cual forma, y se hallan en tales o cuales relaciones con los  demás seres de la naturaleza? Desde que una vez se ha concebido un  entendimiento como la causa de la posibilidad de esta formas, como las  hallamos realmente en las cosas, es imposible no investigar el principio  objetivo que ha podido determinar esta causa inteligente a producir un  efecto de esta especie, y este principio es el objeto final por el que estas  cosas existen.

 

 He dicho más arriba que el objeto final no era un objeto que la  naturaleza

 basta a determinar y alcanzar, puesto que es incondicional. En  efecto, nada hay en la naturaleza (considerada como cosa sensible), cuyo  principio determinante no sea a su vez condicional, si se busca este  principio en la naturaleza misma, y esto no es cierto solamente en la  naturaleza exterior (material) sino también en la naturaleza interior  (pensante), a no considerar en mí, bien entendido, más que lo que es  naturaleza. Mas una cosa que debe ser necesariamente, en virtud de su  naturaleza objetiva, el objeto final de una causa inteligente, debe ser tal,

que en el orden de los fines no dependa de ninguna otra condición más  que de su idea.

 

 Luego no hay más que una especie de seres en el mundo cuya  causalidad sea teleológica, es decir, dirigida hacia los fines, y que al  mismo tiempo se representen la ley, conforme a la cual han de  determinarse aquellos, como incondicional e independiente de las  condiciones de la naturaleza, como necesaria en sí. Esta especie de seres  la constituye el hombre, mas el hombre considerado como fenómeno; es  el solo ser de la naturaleza en quien podemos reconocer, como su carácter  propio, una facultad supra-sensible (la libertad), y aun la ley y el objeto  que esta facultad puede proponerse como fin supremo (el soberano bien  en el mundo).

 

 Considerando el hombre (así como todo ser racional en el mundo)  como ser

 moral, no se puede preguntar, por qué (quem in finem) existe.  Su existencia tiene en sí misma un fin supremo, y se puede someter a ella  toda la naturaleza, en tanto que se halla en él, a menos que no pueda  ceder a la influencia de la naturaleza, sin despojarse de ella. Si, pues,  todas las cosas del mundo, en tanto que seres condicionales, en cuanto a  su existencia, exigen una causa suprema que obre conforme a fines, el  hombre es el objeto final de la creación, de lo contrario, la cadena de los  fines subordinados unos a otros, no tendría principio; y es solamente en el  hombre, pero en el hombre considerado como sujeto de la moralidad, en  quien se halla esta legislación incondicional, relativamente a los fines que  le hacen sólo capaz de ser el objeto final, al cual toda la naturaleza debe  hallarse teleológicamente subordinada118.

 

 

 

 

 

 

 

 


 

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§ LXXXIV  De la teología física

 

 La teología física119 es la tentativa, por la cual la razón, pretende  deducir de los fines de la naturaleza (los cuales no pueden ser conocidos  más que empíricamente) la causa suprema de la misma y los atributos de  esta causa. La tentativa, por la cual la razón pretendiera el deducir del fin  moral de los seres racionales de la naturaleza (fin que puede conocerse a  priori) esta causa y sus atributos, constituiría la teología moral120.

 

 La primera precede naturalmente a la segunda. Porque cuando  queremos deducir teleológicamente de las cosas que hay en el mundo una  causa del mismo, es necesario que la naturaleza nos haya presentado

  primero fines que nos conduzcan a buscar un fin último, y de este modo  al principio de la causalidad de esta causa suprema.

 

 El principio teleológico nos permite y nos ordena someter la  naturaleza a nuestra investigación, sin inquietarnos por el principio de  esta finalidad q

ue encontramos en ciertas producciones de aquella. Mas si  de esto se quiere sacar un concepto, no se obtiene otra luz que esta simple  máxima del juicio reflexivo, a saber: que aun cuando no hallásemos en la  naturaleza más que una sola producción organizada, nos sería imposible,  conforme a la constitución de nuestra facultad de conocer, el suponer otro  principio que el de una causa inteligente de la naturaleza misma (sea de  toda la naturaleza, sea solamente de esta producción). Luego este  principio del juicio no nos hace dar un paso más en la explicación de las  cosas y su origen, pero nos abre, sin embargo sobre la naturaleza una  perspectiva que nos conducirá quizás a determinar mejor el concepto, tan  estéril por otra parte, de un Ser supremo.

 

     Yo pretendo que la teleología física, tan lejos como se quiere llevar,  no puede enseñarnos nada del objeto final de la creación, porque no toca  esta cuestión. Puede muy bien justificar el concepto de una causa  inteligente del mundo, si no se trata más que de un concepto puramente  subjetivo o relativo a nuestra facultad de conocer, sobre la posibilidad de

las cosas que podemos comprender por medio de ciertos fines, pero no  determina bastante este concepto, ni bajo el punto de vista teórico, ni bajo  el punto de vista práctico, y no llega al término de sus esfuerzos, que es el  fundar una teología; sino que ella no es más que una teleología física. En  efecto, ella no considera y no debe considerar la relación de los fines más  que como condicional o dependiente de la naturaleza, y por consiguiente,  no puede haber cuestión acerca del fin por el cual la naturaleza misma  existe (cuyo principio debe buscarse fuera de ella), y sin embargo es  sobre la idea determinada, de este fin sobre la que descansa el concepto  determinado de la causa suprema o inteligente del mundo, y por  consiguiente, la posibilidad de una teología.

 

     Cuál es la utilidad recíproca de una cosa en el mundo; en qué sirven a  esta cosa los diversos elementos de ella; cómo estamos fundados para  admitir que no hay nada inútil en el mundo, sino que todo es bue

no para  algo en la naturaleza, desde que se supone que ciertas cosas deben

 existir  (como fines); todas estas cuestiones, en que nuestra facultad de pensar no  halla en la razón otro principio, para explicar la posibilidad del objeto de  sus juicios teleológicos necesarios, que el que consiste en subordinar el  mecanismo de la naturaleza a la arquitectónica de una causa inteligente  del mundo, las resuelve excelentemente el estudio teleológico del mundo  con gran admiración nuestra. Mas como los datos, y por consiguiente los  principios que sirven para determinar este concepto de una causa  inteligente del mundo (como artista supremo son) puramente empíricos,  no se pueden deducir otros atributos que los que la experiencia nos revela  para los mismos efectos de esta causa. Luego la experiencia, no pudiendo  jamás abrazar el sistema entero de la naturaleza, debe muchas veces (al  menos en apariencia) contrariar este concepto y suministrar argumentos  contradictorios; y si, por otra parte, estuviésemos en estado de abrazar  empíricamente todo el sistema de la naturaleza, no podríamos nunca  elevarnos por medio de la misma hasta el fin de su misma existencia, y  por aquí, hasta el concepto determinado de la suprema inteligencia.

 

     Si se aminora la cuestión, cuya solución se busca en la teología física  esta solución parece fácil. En efecto; si se rebaja el concepto de la


 

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Divinidad hasta concebirle como cualquiera ser inteligente, como un ser  que puede indiferentemente ser o no único, que tiene muchos y muy  grandes atributos, pero que no tiene los que exige en general una  naturaleza con el fin más grande posible, o si no se tiene escrúpulos en  llenar, en una teoría por medio de adiciones arbitrarias, los vacíos que  han dejado los argumentos, y que allí donde no hay el derecho de  reconocer más que mucha perfección (y ¿qué es lo mucho para  nosotros?), nos creemos autorizados para suponer toda la perfección  posible, entonces la teleología física puede aspirar al honor de fundar una  teología. Mas si se nos pide el que mostremos lo que nos obliga y nos  autoriza a hacer estas adiciones, buscaremos en vano nuestra justificación  en los principios del uso teórico de la razón, porque exigen absolutamente  que al explicar un objeto de la experiencia, no se le atribuyan más  cualidades que las que se hallen como datos empíricos de su posibilidad.  Un examen más detenido nos mostraría que no existe en nosotros a priori  una idea de un Ser supremo que descanse sobre un procedimiento distinto  de la razón (el procedimiento práctico), y que nos lleve a completar y  elevar al rango de un concepto de la Divinidad la representación  imperfecta que nos da del principio de los fines de la naturaleza la  teleología física, y entonces no caeríamos más en el error de creer que  hemos obtenido esta idea, y con ella la teología, y todavía menos, que con  esto hemos probado la realidad por medio del uso teórico de la razón,  aplicado al conocimiento físico del mundo.

 

     No se debe hacer tan gran reproche a los antiguos por haber concebido  dioses muy diferentes entre sí por sus atributos y por sus designios, y  haberlos encerrado todos en los límites de nuestra condición, sin siquiera  exceptuar el primero de ellos. En efecto; al considerar la disposición y la  marcha de las cosas de la naturaleza, se creerían suficientemente  autorizados para admitir como causa de la naturaleza algo más que un  puro mecanismo, y a sospechar, tras de las causas mecánicas de este  mundo, designios de ciertas causas superiores, que no podían concebir  más que como sobre humanas. Mas como veían que en el mundo, a los  ojos de los hombres al menos, el mal se halla mezclado con el bien, el  desorden con la armonía, y que no podían permitirse el invocar en favor

de la idea arbitraria de una causa única y soberanamente perfecta, fines  sagrados y benéficos cuya prueba no encontraban, casi no podían formar  otro juicio sobre la causa suprema del mundo, y seguían en esto con  mucha consecuencia, las máximas del uso

teórico de la razón. Otros  queriendo ser teólogos, porque eran físicos, pensaron que satisfacerían a  la razón, proponiendo, para llenar la condición que esta exige, a saber, la  absoluta unidad del principio de la naturaleza de las cosas, la idea de un  ser o de una sustancia única, de la cual todas las cosas en conjunto no  fueran más que determinaciones. Según estos, este ser no sería la causa  del mundo por su inteligencia, sino que contendría, en tanto que  sustancia, toda la inteligencia de los seres del mundo. Por consiguiente,  nada produciría según fines, sino todas las co

sas, en virtud de la unidad  de la sustancia de que ellas serían puras modificaciones, deberían  necesariamente concertarse entre sí en esta sustancia, aunque en ella no  hubiese ni fin ni designio. Así es que introdujeron el idealismo de las  causas finales: en lugar de esta unidad, tan difícil de explicar, de multitud  de sustancias ligadas entre sí, conforme a fines y dependientes de la  causalidad de una sustancia, admitieron una simple inherencia en una  sustancia. Este sistema, que muy pronto considerado respecto de los seres  del mundo inherentes a esta sustancia, vino a constituir el panteísmo, y  (más tarde) respecto de la materia única, el spinosismo, destruía, más  bien que resolverla, la cuestión del primer principio de la finalidad de la  naturaleza, no viendo en este último concepto, al que quitaba toda su  realidad, más que una falsa interpretación del concepto ontológico  universal de un ser en general.

 

     Si, pues, nos limitamos a los principios teóricos de la razón (sobre los  cuales solo se apoya la teología física), no llegaremos nunca a un  concepto de la Divinidad, que baste para todas las cuestiones teleológicas  que suscite la naturaleza. O bien, en efecto, tomaremos toda teleología  por una pura ilusión de nuestra facultad de juzgar en los juicios que  forma sobre la relación causal de las cosas, y nos limitarernos al principio  del puro mecanismo de la naturaleza, explicando por medio de la unidad  de la sustancia, cuya naturaleza no es más que la manifestación variada,  esta apariencia de finalidad universal que en ella hallamos. O bien, si no


 

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nos contentamos con este idealismo de causas finales, y queremos dejar  relacionados con el realismo de esta especie de causalidad, podremos  admitir indiferentemente para explicar los fines de la naturaleza muchos  seres inteligentes o uno solo. En tanto que no podamos fundar el  concepto de este ser más que sobre principios empíricos, sacados de la  finalidad real de las cosas del mundo, nos será imposible de una parte  hallar un remedio al desorden que nos muestra la naturaleza en muchos  ejemplos, y por el cual parece violar la unidad de fines, y de otra parte,  sacar de los principios un concepto de una causa inteligente y única,  suficientemente determinada por una teología útil, de cualquier especie  que sea (teórica o práctica).

 

     La teleología física nos lleva ciertamente a buscar una teología, pero  no puede producir ninguna, por lejos que vayamos en la investigación  empírica de la naturaleza, aun cuando apeláramos a los medios de la  relación final que en ella hallamos, ideas de la razón (las cuales en las  cuestiones físicas deben ser teóricas). Pero ¿a qué, se preguntará con  razón, dar por principio a todas estas disposiciones un entendimiento que  no podemos medir, y que arregla este mundo, según fines, si la naturaleza  no nos dice, ni puede decirnos, nada d

e su objeto final? Porque si no  conocemos este objeto, no podemos referir todos estos fines de la  naturaleza a un punto común, y formar un principio teleológico que nos  baste, sea para servir todos estos fines juntamente en un sistema, sea para  hacernos de la inteligencia suprema, considerada como causa de una  naturaleza semejante, un concepto que pueda servir de medida al juicio  en su reflexión teleológica sobre esta naturaleza. Yo tendría entonces  ciertamente una inteligencia artista121 para fines dispersos, pero no una  sabiduría para un objeto final, y es, sin embargo, en este objeto final  donde se debe buscar la razón determinante de esta inteligencia. Luego  sin este objeto final que la razón pura puede solo indicar (puesto que  todos los fines en el mundo se hallan sometidos a condiciones empíricas,  y no pueden contener nada que sea absolutamente bueno, sino algo bueno  para tal o cual objeto, por sí mismo contingente, y que me enseñara los  atributos y el grado que debería concebir en la causa suprema, la relación  que deba establecer entre ella y la naturaleza, para juzgar esta como un

sistema teleológico, cómo y con qué derecho puedo yo extenderla a mi  arbitri

o y completarla hasta el punto de hacer de ella la idea de un ser  infini

to y todo sabio, este concepto tan limitado de una inteligencia  primera, del poder y la voluntad que han de realizar sus ideas, etc., yo  puedo fundarlo sobre mi déb

il conocimiento del mundo. Para que esto  fuese teóricamente posible, sería necesario poseer la omnisciencia, a fin  de satisfacer en su conjunto los fines de la naturaleza, y ser capaz además  de concebir todos los demás planes posibles, en comparación de los  cuales el plan actual debería juzgarse el mejor. Porque sin este  conocimiento completo del efecto, no se puede llegar a un concepto  determinado de la causa suprema, la cual no debe buscarse más que en el  de una inteligencia finita bajo todos respectos, es decir, en el de la  Divinidad, y no puede dar un fundamento a la teología.

 

     Así, conforme al principio indicado anteriormente, cualquier extensión  que tome la teleología física, debemos limitarnos a decir que en virtud d

e  la constitución y de los principios de nuestra facultad de conocer, no  podemos concebir la naturaleza en sus combinaciones, en donde no  hallamos finalidad más que como la obra de una inteligencia, a la cual se  halla subordinada. Mas en cuanto a saber si esta inteligencia ha  concebido y producido el todo por un objeto final (que no residiría en la  naturaleza del mundo sensible), es lo que la investigación teórica de la  naturaleza no puede enseñarnos. Cualquiera que sea el conocimiento que  tengamos de la naturaleza, es imposible decidir si esta causa suprema la  ha producido en vista de un objeto final, o si su inteligencia no ha sido  determinada para la producción de ciertas formas por la sola necesidad de  su naturaleza (de una manera análoga a la que llamamos en los animales  un arte instintivo), sin que se le deba atribuir por esto la sabiduría, y con  menor razón una sabiduría suprema y ligada a todos los otros atributos  necesarios a la perfección de su obra.

 

 La teología física, que no es más que una mala aplicación de la  teleologí

a física, no es, pues, útil a la teología más que como preparación  (como propedéntica), y no es propia para este fin más que con el auxilio


 

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de un principio extraño, sobre el cual ella se apoya, y no por sí misma  como su nombre parece indicar.

 

 

 

 

§ LXXXV  De la teología moral

 

     La interferencia más ordinaria, al pensar en la existencia de las cosas  del mundo y en la del mundo mismo, no puede por menos de juzgar que  todos los diversos seres creados de los que se halla el mundo lleno,  cualquiera que sea el arte que se halle en su constitución, cualquiera que  sea su variedad, y cualquiera la finalidad que se descubra en su  constitución general, y el conjunto mismo de tantos sistemas existiría en  vano, si en él no hubiera hombres (seres racionales en general), es decir,  que sin los hombres, toda la creación estaría de más, sería inútil y no  tendría un objeto final. Luego no es en el hombre la facultad de conocer  (la razón teórica) la que da un valor a todo lo que existe en el mundo, es  decir, que el hombre no existe para que haya alguien que pueda  contemplarlo. En efecto, si esta contemplación no nos representa más que  cosas sin objeto final, el sólo hecho de ser conocida no puede dar al  mundo ningún valor, y es necesario ya suponerle un objeto final que, por  sí mismo se lo de a la consideración del mundo. Tampoco buscaremos en  el sentimiento del placer ni en la suma de placeres el objeto final de la  creación: el bienestar, el placer (sea corporal o espiritual), la dicha, en  una palabra, no contienen la medida de este valor absoluto. En efecto, de  que el hombre, desde que existe, haga de la dicha su fin último, no se  sigue, que sepamos, por qué existe en general, ni qué derecho tiene a  hacer su existencia agradable. Es necesario que se considere ya como el  fin último de la creación para tener una razón que necesite la armonía de  la naturaleza con su dicha, cuando la consideración teleológicamente  como un todo absoluto. Así la facultad de querer, no la que hace al  hombre dependiente de la naturaleza (por los móviles de la sensibilidad),  y que no da a su existencia otro valor que el que resulta de su capacidad  para el placer, sino aquella por la cual puede darse un valor que proviene

de sí mismo, y que consiste en lo que hace, en su manera de obrar y en  los principios que le dirigen, no como miembro de la naturaleza, sino  como agente libre, una buena voluntad, en una palabra: he aquí la sola  cosa que puede dar a la existencia del hombre un valor absoluto, y a la  del mundo un fin último.

 

     Los espíritus más vulgares, por poco que se llame su atención sobre  esta cuestión, están contestes en afirmar que el hombre no puede ser el fin  último de la creación, más que como ser moral. ¿De qué sirve, se dirá,  que este hombre tenga tanto talento y actividad a la vez, que ejerza por  este medio una influencia tan útil sobre la república, y que relativamente  a sus propios intereses como a los de otro, tenga tan gran valor, si carece  de una buena voluntad? Es un objeto de desprecio, si se considera en su  interior; y a menos que la creación no tenga absolutamente fin último, es  necesa

rio que este hombre, que como tal también pertenece a ella, pero  que en tanto que hombre malo es el sujeto de un mundo sometido a leyes  morales, haga abstracción conforme a estas leyes, de su fin subjetivo (de  su dicha), para que su existencia pueda conformarse con el fin último de  la creación.

 

 Cuando, pues, descubrimos en el mundo un orden de fines, y que  como la razón lo exige necesariamente, subordinamos los fines  condicionales a uno último incondicional, es decir, a un objeto final, es  evidente desde luego que no se trata entonces de un objeto interior de la  naturaleza, dado como existente, sino del objeto de su existencia misma,  así como de todas sus disposiciones, por consiguiente, del último objeto  de la creación, y en este, de la condición suprema que solo puede  determinar un objeto final (es decir, del motivo que determina una  inteligencia suprema a producir las cosas del mundo).

 

 Luego colocando en el hombre, considerado solamente como ser  moral, el objeto de la creación, tenemos desde luego una razón, o al  menos la principal condición para estar autorizados a mirar el mundo  como un conjunto de fines, como un sistema de causas finales; pero  tenemos principalmente, respecto a la relación, necesaria para nosotros,


 

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conforme a la constitución misma de nuestra razón, de los fines de la 

naturaleza a una causa inteligente d

el mundo, un principio que nos  permite concebir la naturaleza y los atributos de esta causa primera,  considerada como el principio supremo de un reino de fines, y que  determina en ella el concepto de este modo, lo que la teleología física era  incapaz de hacer, puesto que no podía darnos más que conceptos  indeterminados, y por consiguiente inútiles, bajo el punto de vista teórico  y bajo el punto de vista práctico.

 

 Apoyados sobre este principio así determinado de la causalidad del  Ser supremo, no miramos solamente este ser como la inteligencia  legisladora de la naturaleza, sino también como el supremo legislador del  mundo moral. En su relación con el Soberano bien, que no es posible más  que bajo su imperio, o con la existencia de seres racionales bajo leyes  morales, le atribuiremos la omnisciencia, a fin de que pueda penetrar en  lo más profundo de nuestros corazones (porque allí es verdaderamente  donde se debe buscar el valor moral de las acciones de los seres  racionales); la oninipotencia, a fin de que pueda apropiar la naturaleza  entera a este fin supremo; la suma bondad y la suma justicia, para que  estos atributos (en unión de la sabiduría) constituyan las condiciones de  la causalidad de una causa suprema del mundo, considerada como  produciendo el soberano bien, conforme a las leyes morales; y  concebiremos también en este ser todos los atributos trascendentales,  como la eternidad, la omnipresencia, etc. (porque el bien y la justicia son  atributos morales), puesto que este mismo objeto final los supone. De  esta manera, la teleología moral llena los vacíos de la teleología física, y  funda, por último, una teología; porque si la teleología física nada da a la  otra sin saberlo, y obra consecuentemente, no podrá fundar por sí misma  más que una demonología incapaz de todo concepto determinado.

 

 Mas el principio de relación del mundo a una causa suprema,  concebid

a como Dios, en tanto que se considera en el mundo el destino  moral de ciertos seres, este principio no funda sólo una teología,  completando la prueba física teleológica, y por consiguiente, tomando  esta por base, sino que se basta también a sí mismo, y él mismo llama la

atención sobre los fines de la naturaleza, y nos provoca al estudio de este  arte maravilloso que se oculta detrás de sus formas, empeñándonos en  buscar incidentalmente en los fines de la naturaleza una confirmación de  las ideas suministradas por la razón pura práctica. En efecto, el concepto  de seres del mundo sometidos a leyes morales, es un principio a priori,  conforme al cual el hombre debe juzgarse necesariamente, y la razón  reconoce también a priori como un principio que le es necesario para  juzgar teleológicamente la existencia del mundo, que si hay realmente  una causa que obra con intención y en vista de un fin, esta relación moral  debe contener la condición de la posibilidad de una creación tan  necesariamente, como la que se funda sobre las leyes físicas (si esta causa  inteligente tiene su objeto final). Toda la cuestión está en saber si  tenemos un motivo suficiente por la razón (especulativa o práctica) para  atribuir un objeto final a la causa suprema que obra conforme a fines.  Porque que este objeto, conforme a la constitución subjetiva de nuestra  razón, y aun conforme a lo que podemos concebir de la razón de otros  seres, no puede ser más que el hombre sometido a leyes morales, es lo  que podemos tener por cierto a priori; mientras que, por el contrario, es  imposible a priori conocer los fines de la naturaleza en el orden físico, y  principalmente comprender que una naturaleza no pueda existir sin ellos.

 

OBSERVACIÓN

 

     Supongamos un hombre en un momento en que su espíritu es llevado  al sentimiento moral. Aunque halle en medio de una bella naturaleza un  placer tranquilo y sereno en el sentimiento de su existencia, siente  también en sí la necesidad de dar gracias por ello a cualquier ser, o bien si  en otra ocasión halla el mismo placer en el sentimiento de sus deberes,  que no puede ni quiere cumplir más que por un voluntario sacrificio,  siente la necesidad de pensar que ha cumplido por esto mismo con una  orden, y ha obedecido al señor soberano; o bien todavía, si ha obrado sin  reflexión contra su deber, pero sin tener que responder a los hombres,  siente que los remordimientos interiores levantan en él la voz severa,  como si fuera la palabra de un juez, ante el cual hubiese de comparecer;  en una palabra, tiene necesidad de una inteligencia moral, puesto que el


 

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objeto mismo para que existe, exige un ser que sea su causa y ella del  mundo, conforme a este objeto. Sería inútil suponer móviles ocultos  detrás de estos sentimientos, porque se hallan inmediatamente ligados a  las más puras disposiciones morales, puesto que el reconocimiento, la  obediencia y la humildad (la sumisión a un castigo merecido), dicen  disposiciones de espíritu favorables al deber, y que el que intente  desenvolver sus disposiciones morales, coloca voluntariamente ante sí  por el pensamiento un ser que no existe en el mundo, a fin de llenar  también sus deberes para con él, si hay lugar. Es, pues, al menos una cosa  posible, cuyo principio se halla en nuestros sentimientos morales, y es la  necesidad puramente moral de admitir la existencia de un ser, que de a  nuestra moralidad más fuerza y aun extensión (al menos según nuestro  modo de representación), proponiéndose un nuevo objeto, es decir, el  admitir fuera del mundo un legislador moral sin pensar en la prueba  teórica, y todavía menos en nuestro interés personal, sino por un motivo  puramente moral y libre de toda influencia extraña, (pero completamente  subjetiva), bajo la sola autoridad de una razón puramente práctica que  saca sus leyes de sí misma. Y aunque semejante disposición de espíritu se  produzca rara vez o no se prolongue, aunque sea fugitiva y sin efecto  duradero, a menos que no se aplique a discernir el objeto representado en  esta sombra, y que se esfuerce en reducirla a conceptos claros, no se  puede, sin embargo, negar que no hay en nosotros una disposición moral  que nos lleve, como principio subjetivo, a no contentarnos, en la  consideración de la naturaleza, con una finalidad establecida por medio  de causas naturales, sino a suponerle una causa suprema que gobierna la  naturaleza conforme a principios morales. Añadamos a esto que nos  sentimos obligados por la ley moral a inclinarnos a un objeto supremo  universal, pero incapaces al mismo tiempo, así como toda la naturaleza,  para alcanzar este objeto, y que esto no es, sin embargo, más que  inclinándonos en cuanto podemos a ponernos en armonía con el objeto  final de una causa inteligente del mundo (si existe semejante causa), de  suerte que hallamos en la razón práctica un motivo puramente moral para  admitir esta causa (puesto que se puede sin contradicción), para no  hallarnos expuestos a mirar nuestros esfuerzos como completamente  perdidos y dejarnos desalentar por esto.

 

 De todo esto, es necesario, pues, aquí deducir únicamente, que si el  temor ha podido producir los dioses, la razón es la que por medio de sus  principios morales, ha podido producir el concepto de Dios (aun cuando  seamos muy ignorantes, como sucede comúnmente en la teleología de la  naturaleza, o quizá embarazados por la dificultad de explicar, con la  ayuda de un principio suficientemente establecido fenómenos  contradictorios), y que el destino moral de nuestra existencia, añadido a  lo que falta al conocimiento de la naturaleza, enseñándonos a concebir  por objeto final, al cual es necesario referir la existencia de todas las  cosas, y que no puede satisfacer la razón en tanto que es moral, una causa  suprema dotada de atributos que la hacen capaz de someter toda la  naturaleza a este sólo objeto (de la cual no es más que instrumento), es  decir, un verdadero Dios.

 

 

 

 

§ LXXXVI  De la prueba moral de la existencia de Dios

 

 Hay una teleología física que suministra a nuestro juicio teórico  reflexivo una prueba suficiente para admitir la existencia de una causa  inteligente del mundo. Mas hallamos también en nosotros mismos, y  principalmente en el concepto de un ser racional en general dotado de  libertad, una teleología moral. En verdad, como aquí se trata de fines o de  leyes que pueden ser determinadas a priori como necesarias, esta  teleología no tiene necesidad, para establecer esta legislación interior de  una causa inteligente existente fuera de nosotros; lo mismo que cuando  hallamos en las propiedades geométricas alguna finalidad (para toda clase  de aplicaciones en el arte), no tenemos necesidad de haber recurrido a un  entendimiento supremo que se las haya asignado. Mas esta teleología  moral se aplica a nosotros, en tanto que seres del mundo, y por  consiguiente, en tanto que seres ligados en el mundo con las otras cosas,  y estas mismas leyes morales nos imponen la necesidad de juzgar estas  cosas, sea como fines, sea como objetos, relativamente a los cuales


 

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nosotros mismos somos el objeto final. Luego una teleología moral, que  implica una relación de nuestra propia causalidad a los fines y aun a un  objeto final, que debemos tener en cuenta en el mundo, y recíprocamente  una relación del mundo a este fin moral y a las condiciones exteriores que  hacen posible su realización (lo que no puede enseñarnos ninguna  teología física), esta teleología reduce necesariamente la cuestión a saber  si nuestra razón nos obliga a salir del mundo para da

r a esta relación de la  naturaleza con nuestra moralidad interior una causa suprema inteligente,  y poder de este modo representarnos la naturaleza como conforme a la  legislación moral interior y a la ejecución posible de esta legislación.  Hay, pues, ciertamente una teleología moral, y esta teleología se halla  ligada de una parte a la nomotética de la libertad, y de otra a la de la  naturaleza, tan necesariamente como la legislación civil a la cuestión de  saber en dónde se debe colocar el poder ejecutivo; y en general, ella sirve  de lazo en todas partes en donde la razón suministra un principio de  realidad de cierto orden de cosas legal, que no es posible más que por  medio de ideas. Mostremos a continuación cómo esta teleología moral y  su relación a la teleología física conducen la razón a la teología, y  examinaremos después la posibilidad y la solidez de esta manera de  razonar.

 

     Cuando se mira la existencia de ciertas cosas (o solamente de ciertas  formas de las cosas) como contingente, y por consiguiente, como no  siendo posible más que por alguna otra cosa que sirve de causa, se puede  buscar el principio supremo de esta causalidad, y por consiguiente, el  principio incondicional de lo condicional, o bien en el orden físico, o bien  en el orden teleológico (según el nexus effectivus o el nexus finalis). Es  decir, que se puede preguntar cuál es la causa suprema que ha producido  estas cosas, o bien cuál es el fin supremo (absolutamente incondicional),  que ha determinado esta causa a producirlos, o en general a producir todo  lo que existe. En este último caso, se supone evidentemente que esta  causa es capaz de representarse fines, que por consiguiente es un ser  inteligente, o al menos que debemos concebirla como obrando conforme  a las leyes de un ser inteligente.

 

     Luego, si existe cuestión acerca del orden teleológico, es un principio  al cual la razón más vulgar se halla obligada a conceder inmediatamente  su adhesión, que si debe haber necesariamente un objeto final que la  razón suministre a priori, este objeto final no puede ser más que el  hombre (o todo ser racional del mundo) en tanto que existiendo bajo  leyes morales122.

 

     En efecto (según el juicio de cada uno), si el mundo no se compusiera  más que de seres inanimados, o aun de seres animados, pero privados de  razón, su existencia no tendría ningún valor puesto que no se hallaría en  él ser que tuviese el menor concepto de valor. Por otra parte, si en él se  hallasen seres racionales, pero cuya razón se limitara a colocar el valor de  la existencia de las cosas en la relación de la naturaleza con ellos mismos  (con el bienestar), sin ser capaces de procurarse un valor propio (por la  libertad), serían muy bien fines (relativos) en el mundo, pero no un objeto  final (absoluto), puesto que la existencia de estos seres racionales estaría  ella misma sin objeto. Mas es carácter propio de las leyes morales  prescribir a la razón un fin incondicional, y tal, por consiguiente, como lo  exige el concepto de un objeto final; y la existencia de una razón que, en  el orden de los fines, pueda ser para sí su ley suprema, o en otros  términos, la existencia de seres racionales bajo leyes morales, he aquí lo  que sólo puede ser mirado como el objeto final de la existencia del  mundo. Si así no fuese, o bien la existencia de este mundo no tendría  objeto para su causa, o bien tendría por principio, fines sin objeto final.

 

     La ley moral como condición formal impuesta por la razón al uso de  nuestra libertad, nos obliga por sí misma, sin depender de fin alguno  como una condición material; pero al mismo tiempo determina a priori un  objeto final, al cual nos obliga a inclinarnos, y este objeto final es el  soberano bien, posible en el mundo para la libertad.

 

     La condición subjetiva que, sin la ley moral, constituye para el hombre  (y según nuestros conceptos para todo ser racional finito) el objeto final  de su existencia es la dicha. Por consiguiente, el soberano bien físico que  es posible en el mundo, y que es el objeto final que el hombre debe


 

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perseguir en tanto que se halla en él, es la dicha, bajo la condición  objetiva de que el hombre se conforme con la ley de la moralidad, es  decir, que sea digno de ser dichoso.

 

     Mas estas dos condiciones del objeto final que se nos ha asignado por  la ley moral, no podemos con toda nuestra razón, representárnoslas  reunidas conforme a la idea de este objeto final, por causas puramente  naturales. El concepto de la necesidad práctica del fin propuesto a  nuestras facultades, no se conforma con el concepto teórico de la  posibilidad física de su realización, si no ligamos a nuestra libertad otra  causalidad (intermediaria) más que la de la naturaleza.

 

 Es necesario, pues, que admitamos una causa moral del mundo (un  autor del mundo), para podernos proponer un objeto final, conforme a la  ley moral; y en tanto este objeto es necesario en cuanto (en el mismo  grado y por la misma razón), es necesario admitir que hay un Dios123.

 

     Esta prueba, a la cual es muy fácil dar una forma lógica y precisa, no  significa que es tan necesarlo admitir la existencia de Dios, como  reconocerel valor de la ley moral, de suerte que el que no pudiese  convencerse de la primera pudiera creerse desligado de las obligaciones  de la segunda. No. Solamente no habría para aquel objeto final que  perseguir en el mundo para el cumplimiento de las leyes morales (o  armonía posible en los seres racionales entre la dicha y el cumplimiento  de las leyes morales, es decir, del soberano bien). Todo ser racional en  este caso, no se debería reconocer menos estrechamente ligado a la regla  de las costumbres, porque las leyes morales son formales, y ordenan sin  condición, e independientemente de todo fin (como materia de la  voluntad). En cuanto a la otra condición exigida por el objeto final, que la  razón práctica propone a los seres del mundo, es un fin que les impone  irresistiblemente su naturaleza (ser finitos), pero que la razón somete a la  ley moral como a su condición inviolable, o aunque no quiera ver  universalmente derivar más que de esta ley, dándonos así por objeto final  la armonía de la dicha con la moralidad. Tender a este objeto en tanto que  podamos, he aquí lo que ordena la ley moral, cualquiera que deba ser por

otra parte el resultado de nuestros esfuerzos. La práctica del deber  consiste en una voluntad que la cumple seriamente, y no por medio del  acaso.

 

     Supongamos que un hombre impresionado en parte por la debilidad de  todas las pruebas especulativas tan vanas y en parte por las  irregularidades que nota en la naturaleza y en el mundo moral, se  persuade de que no hay Dios; sería todavía a sus propios ojos un ser  despreciable, si quisiera deducir que las leyes del deber son imaginarias,  sin valor, sin que obliguen, y si tomase en consecuencia la resolución de  violarlas con atrevimiento. Supongamos también que este mismo hombre  viene a convencerse en seguida de aquello que al principio había puesto  en duda; será bello el cumplir sus deberes tan puntualmente como se  pudiera desear; en cuanto a los efectos exteriores de su conducta, no se  compadecería menos por un miserable si no obrase así más que por el  temor o en la esperanza de una recompensa, sin ningún sentimiento de  respeto por el mismo deber. Si, por el contrario, creyendo absolutamente  en Dios, llenase sus deberes según el testimonio de su conciencia, de una  manera sincera y desinteresada, pero que viniendo a suponer que pudiera  muy bien un día ser convencido de que no hay Dios, se creyese en esta  hipótesis desligado de toda obligación moral, esta conclusión se  conformaría mal con su sentimiento moral interior.

 

 Que se suponga, pues, un hombre honrado (como Spinosa, por  ejemplo),124 firmemente convencido de que no hay Dios y que no hay  tampoco vida futura (puesto que el objeto de la moralidad se halla  envuelto en la misma consecuencia), ¿cómo juzgará el destino interior  que le asigna la ley moral que reverencia en sus acciones? Él no alcanza  del cumplimiento de esta ley ninguna ventaja personal, ni en este mundo  ni en el otro; quiere, por el contrario, cumplir de una manera  desinteresada el bien que esta santa ley propone a su actividad. Mas su  esfuerzo es limitado, y si puede hallar acá y allá en la naturaleza un  concurso accidental, no puede alcanzar jamás un concierto regular y  constante (como son y deben ser sus máximas interiores) con el fin que,  sin embargo, se siente obligado y arrastrado a perseguir. El fraude, la


 

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violencia y la envidia no cesan de cercarle, aunque sea honrado, paciente  y benévolo; y los hombres honrados que encuentran bello el merecer ser  dichosos, la naturaleza, que no tiene ningún respeto a esta consideración,  los expone, como los otros animales de la tierra a todos los males, a la  miseria, a las enfermedades, a una muerte prematura, hasta

que una vasta  destrucción los absorbe todos en junto (honrados o malvados, no  importa), y los arroja a los que podían creerse el objeto final de la  creación en el abismo de la ciega materia de donde han salido. Así este  hombre honrado debería abandonar como absolutamente imposible este  objeto que tenía y debía tener en consideración en el cumplimiento de  leyes morales; o si se quiere, permanecerá la voz interior de su destino  moral, y no debilitar el respeto que inmediatamente le inspira la ley  moral; y teniendo por imposible el objeto final ideal que esta ley exige (lo  que no puede dejar de llevar algún detrimento al sentimiento moral), será  necesario, lo que es posible puesto que no hay menos contradicción que  bajo el punto de vista práctico, para formar un concepto al menos de la  posibilidad del objeto final que moralmente se le ha prescrito que  reconozca la existencia de una causa moral del mundo, es decir, de Dios.

 

 

 

 

§ LXXXVII  Limitación del valor de la prueba moral

 

     La razón mira, en tanto que facultad práctica, es decir, en tanto que es  capaz de

 determinar por medio de ideas (de conceptos puros de la razón)  el libre uso de nuestra causalidad, no da solamente en la ley moral un  principio regulador a nuestras acciones, sino que nos suministra al mismo  tiempo un principio subjetivamente constitutivo en el concepto de un  objeto que sólo la razón puede concebir, y que debe ser realizado en el  mundo por nuestras acciones, conforme a esta ley. Esta idea de un objeto  final de la libertad, en su conformidad con las leyes morales, tiene, pues,  realidad subjetivamente práctica. Somos determinados a priori por la  razón a concurrir, según nuestras fuerzas, al bien del mundo125, el cual  consiste en la unión del mayor bien físico de los seres racionales, con la

suprema condición del bien moral126, es decir, de la dicha general con la  mayor moralidad. La posibilidad de una parte de este objeto final, a saber  de la dicha, está sometida a condiciones empíricas, es decir, depende de  la constitución de la naturaleza (se trata de saber si ésta se conforma o no  con su objeto), y es problemático, bajo el punto de vista teórico; la de la  otra al contrario, a saber, la de la moralidad que excede toda cooperación  de la naturaleza, es firmemente establecida a priori, y es dogmáticamente  cierta. La realidad objetiva y teórica del concepto de un objeto final,  asignado en el mundo a los seres racionales, exige, pues, no solamente  que un objeto final nos sea propuesto a priori, sino también que la  existencia de la creación, es decir, del mundo mismo, tenga uno también,  de tal suerte, que si este último pudiera ser demostrado a priori, añadiría  la realidad objetiva a la realidad subjetiva del objeto final de los seres  racionales. En efecto, si la creación tiene un objeto final, no podemos  concebirlo de otro modo que conformándose con la moralidad (que solo  hace posible el concepto de un fin). Encontramos sin duda fines en el  mundo, y la teleología física nos descubre tanto de ellos, que nos  hallamos autorizados para dar por fundamento a nuestra investigación de  la naturaleza el principio de la razón, de que en la naturaleza no existe  nada sin objeto; pero buscamos en vano el objeto final de la naturaleza en  la naturaleza misma. No se puede ni se debe, por consiguiente, buscar la  posibilidad de este objeto, cuya idea descansa únicamente sobre la razón,  más que en los seres racionales. Mas la razón práctica de estos seres no  da solamente este objeto final; determina también el concepto, en el  sentido que determina las condiciones que solo nos permiten concebir un  objeto final de la creación.

 

     Luego la cuestión está en saber si la realidad objetiva del concepto de  un objeto final de la creación no puede ser también demostrada de una  manera propia para satisfacer las exigencias teóricas de la razón pura,  sino apodícticamente por el juicio determinante, al menos  suficientemente por las máximas del juicio teórico reflexivo. Es lo menos  que se puede pedir a la filosofía especulativa, que tiene la pretensión de  relacionar el fin moral con los fines de la naturaleza por medio de la idea


 

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de un fin único; más también esto es todavía mucho más que lo que ella  puede dar.

 

     He aquí solamente lo que el principio del juicio teórico reflexivo nos  autorizaría a decir: si tenemos razón en admitir para explicar la finalidad  de las producciones de la naturaleza una causa suprema de la misma,  cuya causalidad, en tanto que principio de la realidad de esta última (de la  creación), debe ser concebida como siendo de otra especie que la que  exige al mecanismo de la naturaleza, es decir, como la cualidad de una  inteligencia, tenemos razón en concebir en este ser primero no solamente  fines para todo lo que existe en la naturaleza, sino también un objeto  final, no sin duda, de manera que demuestre la existencia de un ser  semejante, sino de manera al menos (como sucede en la teleología física)  que nos convenza de que, no solamente no podemos concebir la  posibilidad de un mundo semejante más que suponiéndole creado  conforme a fines, sino que todavía es necesario suponer un objeto final a  su existencia.

 

 Mas este objeto final no es más que un concepto de nuestra razón  práct

ica, y no puede sacarse de los datos de la experiencia por servir para  formar un juicio teórico sobre la naturaleza o un conocimiento de la  misma. No hay uso posible de este concepto más que por medio de la  razón práctica, considerada en sus leyes morales; y el objeto final de la  creación es esta constitución del mundo que conforma con lo que no  podemos determin

ar más que en virtud de ciertas leyes, es decir, con el  objeto final de nuestra razón pura práctica, en tanto que práctica. Luego  la ley moral, que nos asigna este objeto final, nos autoriza bajo el punto  de vista práctico, es decir, por la necesidad misma en que nos hallamos  de dirigir nuestras fuerzas hacia este objeto, a admitir la posibilidad, y por  consiguiente también a admitir una naturaleza que conforme con ella  (porque si la naturaleza no llenase por medio de su concurso la condición  de este objeto final que no está en nuestro poder, sería imposible).  Tenemos, pues, una razón moral para concebir un objeto final de la  creación.

 

 No deducimos todavía aquí de la teleología moral una teología, es  decir, la existencia de una causa moral del mundo, sino solamente un  objeto final de la creación que determinamos de esta manera. Que al  presente esta creación, es decir, una existencia de las cosas subordinadas  a un objeto final, exige que admitamos un ser inteligente, y no solamente  un ser inteligente (para explicar la posibilidad de las cosas que debemos  mirar como fines), sino un ser moral, en tanto que autor del mundo, es  decir, un Dios, esta es una segunda conclusión que, como se ve, se funda  sobre conceptos de la razón práctica, y por consiguiente, se dirige al  juicio reflexivo, y no al juicio determinante. En efecto, no podemos  lisonjearnos de comprender, que puesto que en nosotros la razón  moralmente práctica es esencialmente diferente, en cuanto a sus  principios, de la razón técnicamente práctica, debe ser también del mismo  modo admitida como inteligencia en la causa suprema del mundo, y que  una especie de causalidad particular y distinta de la que exigen los fines  de la naturaleza, sea necesaria a esta causa para el objeto final; por  consiguiente, no podemos lisonjearnos de comprender cómo nuestro  objeto final nos produce una necesidad moral, no solamente de admitir un  objeto final de la creación (en tanto que efecto), sino también de admitir  un ser moral como principio de la creación. Mas podemos muy bien decir  que conforme a la naturaleza de nuestra razón, nos es imposible concebir  la posibilidad de una finalidad fundada sobre la ley moral y su objeto, tal  como la supone este objeto final sin un autor y un soberano del mundo,  que sea al mismo tiempo un legislador moral.

 

     La realidad de un supremo autor y legislador moral del mundo no está  suficientemente probada más que por el uso práctico de nuestra razón, y  nada se halla teóricamente determinado relativamente a la existencia de  este ser. En efecto, la razón para establecer la posibilidad de su fin, que  nos asigna además por su propia legislación, tiene necesidad de una idea  que separe (de una manera suficiente por el juicio reflexivo) el obstáculo  opuesto a este fin por el mundo, considerado según el concepto de la  naturaleza, y esta idea recibe por sí misma una realidad práctica; mas esta  realidad no puede establecerse bajo el punto de vista teórico, por el  conocimiento especulativo, de manera que sirva a la explicación de la


 

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naturaleza y a la determinación de la causa suprema. La teleología físic

a  ha probado suficientemente por medio del juicio teórico reflexivo una  causa inteligente del mundo para los fines de la naturaleza; la teleología  moral la establece por medio del juicio práctico reflexivo para el  concepto de un objeto final, que está obligada a atribuir a la creación bajo  el punto de vista práctico. La realidad objetiva de la idea de Dios,  considerado como autor moral del mundo, no puede ser ciertamente  probada únicamente por medio de fines físicos; pero como el  conocimiento de estos fines se halla ligado al del fin moral, en virtud de  esta máxima de la razón pura de que es necesario perseguir la unidad de  los principios en tanto que se pueda, son de una gran importancia para  confirmar la realidad práctica de esta idea con la ayuda de lo que la  razón, bajo el punto de vista teórico suministra al juicio.

 

     Y aquí, para evitar una mala inteligencia en la cual sería fácil caer, es  absolutamente necesario notar dos cosas. Primero, no podemos concebir  estos atributos del Ser supremo más que por analogía. En efecto, ¿cómo  querríamos sondar su naturaleza, cuando la experiencia no puede  mostrarnos nada semejante? Después, estos atributos nos le hacen  solamente concebir y no conocer, y no podemos referirlos, a él  teóricamente, porque esto miraría al juicio determinante bajo el punto de  vista especulativo de la razón; esto sería para él mostrarnos lo que es en sí  la causa suprema del mundo. Mas como no se trata aquí más que de  saber, qué concepto debemos formarnos de es

te ser conforme a la  naturaleza de nuestras facultades de conocer, es necesario admitir su  existencia para poder atribuir una realidad práctica a un objeto que la  razón práctica nos propone anteriormente a toda suposición de este  género, como el objeto de todos nuestros esfuerzos, es decir, para poder  concebir como posible un efecto propuesto a nuestra actividad. Aunque  este concepto sea transcendente para la razón especulativa; aunque los  atributos que referimos al ser que ellos nos hacen concebir, empleados  objetivamente, encubran el antropomorfismo, no deben servir más para  determinarla naturaleza de este ser inaccesible para nosotros, sino  nosotros mismos y nuestra voluntad. Del mismo modo que designamos  una causa conforme al concepto que tenemos del efecto (pero en su

relación, sólo con este efecto) sin querer determinar la naturaleza íntima  de esta causa, por las propiedades que la experiencia descubre, la sola  cosa que podemos conocer en esta causa, del mismo modo, por ejemplo,  que atribuimos al alma, entre otras propiedades, una fuerza locomotiva,  puesto que la vemos nacer realmente de los movimbentos corporales,  cuya causa reside en sus representaciones, pero sin pretender atribuirle el  único medio que conocemos en las fuerzas motrices (es decir, la  atracción, la presión, la impulsión, y por consiguiente, el movimiento que  suponen siempre un ser extenso), así también debemos admitir algo que  contenga el principio de la posibilidad y de la realidad práctica de un  objeto final, moralmente necesario; pero si concebimos este algo  conforme a la naturaleza del efecto que se espera como un ser sabio, que  gobierna el mundo según leyes morales, y si conforme a la constitución  de nuestras facultades de conocer debemos concebirle como una causa  distinta de la naturaleza, esto no es más que para expresar la relación de  este ser, que excede todas nuestras facultades de conocer, con el objeto de  nuestra razón práctica. No pretendemos aquí atribuirle teóricamente la  sola causalidad de esta especie que nos sea conocida, a saber, una  inteligencia y una voluntad: no pretendemos aún distinguir objetivamente  la causalidad que concebimos en él, relativamente a lo que es para  nosotros un objeto final, de lo que es relativo a la naturaleza (y a su  finalidad en general), como si fuesen distintos en sí mismos: no podemos  admitir esta distinción más que como subjetivamente necesaria, bajo el  punto de vista de nuestra facultad de conocer y como válida para el juicio  reflexivo, y no para el juicio objetivamente determinante. Mas si se trata  de la práctica, un principio regulador (por la prudencia de la sabiduría)  como el que nos ordena tomar por fin aquello cuya posibilidad no  podemos concebir, conforme a la naturaleza de nuestra facultad de  conocer, más que de una cierta manera, un tal principio es al mismo  tiempo constitutivo, es decir, prácticamente determinante, mientras que  este mismo principio, considerado como sirviendo para juzgar la  posibilidad objetiva de las cosas, no es bajo ningún aspecto teóricamente  determinante (no nos dice que no hay para el objeto otra posibilidad que  la que concibe nuestra facultad de pensar), sino que es un principio  puramente regulador por el juicio reflexivo.


 

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OBSERVACIÓN

 

 Esta prueba moral no es un argumento de nueva fecha, aunque la  exposición de él lo sea, porque es anterior al primer desenvolvimiento de  la razón humana, y ha seguido sus progresos. Desde que los hombres  comenzaron a reflexionar sobre lo justo y lo injusto, en un tiempo en que  permanecían todavía indiferentes a la finalidad de la naturaleza, y se  servían de esto sin ver en ella otra cosa que el curso ordinario de la  misma, debieron inevitablemente ser conducidos a juzgar que no se  puede en definitiva llegar a esto mismo por un hombre, al conducirse  honesta o deshonestamente, con equidad o con violencia, aunque no haya  recogido antes de su muerte, al menos de una manera visible, ninguna  recompensa para sus virtudes, ningún castigo para sus faltas. ¿No oían  como una voz interior que les decía que no podía suceder así? Y por  consiguiente, ¿no deberían representarse, aunque oscuramente algo hacia  lo que se sentían obligados a inclinarse y en que descansase tal desenlace,  o que no podían conformar con su destino interior, cuando miraban el  curso de la naturaleza como el solo orden de las cosas? Podrían sin duda  representarse groseramente la manera en que podía repararse una  irregularidad de este género (que debe mucho más revelar el espíritu  humano que la ciega casualidad de la que se querría hacer un principio  para juzgar la naturaleza); mas no podrían sin embargo, concebir como  principio de la posibilidad de la unión de la naturaleza con su ley moral  interior, más que una causa suprema que gobierna el mundo conforme a  las leyes morales, puesto que hay contradicción en asignar al hombre un  objeto final como deber, y en no reconocer fuera de él objeto final a una  naturaleza en la cual debe alcanzar este objeto. Podían todavía nacer  muchos absurdos sobre la naturaleza interior de esta causa del mundo;  mas la relación moral de esta causa con el mundo queda siempre lo que  debe ser y es fácil de comprender por la razón más vulgar, en tanto que se  considera como práctica, pero inaccesible a la razón especulativa.

 

 Además, según toda verosimilitud, este interés moral atraerá la  atención sobre la belleza y la finalidad de la naturaleza, que sirve

entonces excelentemente para confirmar esta idea, sin todavía poderla  fundar, cuanto menos todavía exceder de este medio, puesto que la  investigación de los fines de la naturaleza no recibe más que de su  relación con el objeto final este interés inmediato que se muestra tan  altamente en la admiración que experimentamos por ella, sin pensar en  las ventajas que de esto podemos sacar.

 

 

 

 

§ LXXXVIII  De la utilidad del argumento moral

 

     La condición impuesta a la razón relativamente a nuestras ideas de lo  supra-sensible, de encerrarse en los límites de su ejercicio práctico, esta  condición tiene, en lo que concierne a la idea de Dios, la incontestable  ventaja de evitar a la teología de caer en la teosofía, (es decir, en los  conceptos trascendentales en que se extravía la razón) o en la  demonología (es decir, en una representación antropomórfica del Ser  Supremo), y a la religión de cambiar en teúrgia, (la opinión mística  conforme a la cual tendríamos el sentimiento de otros seres supra- sensibles y una influencia sobre estos seres) o en la idolatría (opinión  superticiosa conforme a la cual podríamos hacernos agradables al Ser  Supremo por otros medios que por nuestras disposiciones morales)127.

 

 En efecto, si se concede a la vanidad o a la presunción de los que  intentan razonar sobre lo que excede de los límites del mundo sensible el  poder de determinar la menor cosa en este campo bajo el punto de vista  teórico (y de una

 manera que extiende el conocimiento), si se les permite  ensalzar sus conocimientos sobre la existencia y la naturaleza de Dios,  sobre su entendimiento y su voluntad, sobre las leyes de estos dos  atributos y las cualidades que de ellos derivan en el mundo, yo desearía  saber en dónde se limitarán las pretensiones de la razón. Porque desde  que admiten estos conocimientos se pueden alcanzar muy bien otros (por  poco que se aplique su reflexión, como se cree poder hacerlo). Decimos,  sin embargo, que no se puede poner límites a estas pretensiones, más que


 

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a nombre de cierto principio, y no por la sola razón de que hasta aquí  todas las tentativas en este sentido han sido inútiles, porque esto no  prueba nada contra la posibilidad de un éxito mejor. Luego no hay aquí  otro partido posible que admitir, o bien que relativamente a lo  suprasensible no se puede absolutamente determinar nada teóricamente  (sino de una manera puramente negativa), o bien que nuestra razón  encierra una mina, inútil hasta aquí de no sé qué vastos conocimientos  reservados para nosotros y para nuestra posteridad. -Mas por lo que toca  a la religión, es decir, a la moral en su relación con Dios considerado  como legislador, si el conocimiento teórico de Dios debiera preceder,  sería necesario que la moral se acomodase a la teología; y no solamente  la legislación exterior y arbitraria de un Ser Supremo ocuparía entonces  el lugar de la legislación interior y necesaria de la razón, sino también  todo lo que nuestro conocimiento de la naturaleza de este ser tuviera de  defectuoso influiría sobre las prescripciones de la moral, y haría la  religión contraria a la moralidad.

 

     En cuanto a la esperanza de una vida futura, si en lugar del objeto final  que debemos perseguir, conforme a la prescripción de la ley moral,  pedimos a nuestra facultad teórica de conocer el principio del juicio que  debe formar la razón sobre nuestro destino (juicio que no debe considerar  como necesario o como admisible más que bajo el punto de vista  práctico), la psicología, aquí como la teología en todos los tiempos, no  nos da más que un concepto negativo de nuestro ser pensante. Lo que  quiere decir solamente que ninguno de los actos de este ser o de los  fenómenos del sentido íntimo pueden recibir una explicación materialista  pero que sobre su naturaleza separada, sobre la duración o el  aniquilamiento de su personalidad después de la muerte, toda nuestra  facultad de conocer no puede obtener por principios especulativos ningún  juicio determinante y extensivo. Es necesario, pues, aquí remitirse  enteramente al juicio teleológico que considera nuestra existencia bajo un  punto de vista práctico necesario, y que admite nuestra duración como la  condición exigida por el objeto que la razón nos impone de una manera  absoluta. Mas al mismo tiempo vemos aparecer (en lugar de lo que nos  parecía un perjuicio) esta ventaja; que como la teología no puede jamás

degenerar para nosotros en teosofía, la psicología racional no puede  jamá

s venir a ser una pneumatología a título de ciencia extensiva, del  mismo modo que, de otro lado, ella está segura de no caer en el  materialismo. La psicología viene a ser así una antropología del sentido  íntimo, es decir, un conocimiento de nuestro yo pensante en vida, y a  título de conocimiento teórico, un conocimiento puramente empírico,  porque relativamente a la cuestión de nuestra existencia eterna, la  psicología racional no es una ciencia teórica, sino que descansa sobre una  conclusión única de la teología moral; tanto que ella no es necesaria más  que relativamente a esta teleología, es decir, a nuestro destino práctico.

 

 

 

 

§ LXXXIX  De la especie de adhesión que reclama una prueba moral  de la existencia de Dios

 

 Desde luego, toda prueba ya esté fundada sobra una exhibición  empírica inmediata de lo que debe ser probado (como la prueba por la  observación del objeto o por la experiencia), o bien que se saque a priori  de ciertos principios por medio de la razón, está sometida a la condición  de no persuadir solamente, sino de convencer, o al menos de tender a la  convicción; es decir, que el principio o la conclusión, no debe solamente  ser un motivo subjetivo (estético), de adhesión128 (una simple apariencia),  sino tener un valor objetivo o ser un principio lógico de conocimiento; si  no el entendimiento sería sorprendido, pero no convencido. Es a esta  especie de prueba ilusoria a la que pertenece la que se da en la teología  natural, sin duda por consecuencia de una buena intención, pero  ocultando exprofesa su debilidad cuando se invoca la gran cantidad de  argumentos, que hablan en favor de una causa intencional de cosas de la  naturaleza, y que se pone en práctica este principio puramente subjetivo  de la razón humana, o esta inclinación que le lleva naturalmente a no  admitir más que un solo principio en lugar de muchos, cuando esto puede  hacerse sin contradicción, y para completar arbitrariamente el concepto  de una cosa, juntando algunas condiciones que se hallan para determinar


 

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este concepto todas las que le faltan. Porque en verdad, cuando  encontramos en la naturaleza tantas producciones, que son para nosotros  signos de una causa inteligente, ¿por qué en lugar de muchas causas de  esta especie, no concebimos una sola, y por qué en esta causa, en lugar de  una gran inteligencia, de un gran poder, y así sucesivamente, no  concebimos la omnisciencia, la omnipotencia, etc.? En una palabra, ¿por  qué no la concebimos tal como posee estos atributos, de manera que  basten a todas las cosas posibles? Y además, ¿por qué no atribuimos a  este ser único y omnipotente, no solamente una inteligencia para las leyes  y las producciones de la naturaleza, sino una suprema razón moralmente  práctica, como a una causa moral del mundo? Este concepto, así  completado, ¿no suministra un principio suficiente para el conocimiento  de la

 naturaleza, tanto como la sabiduría moral, y acaso se puede aducir  una sola objeción fundada de alguna manera contra la posibilidad de  semejante idea? Si además se ponen en acción los móviles del alma, y se  realza su interés vivo por el poder de la elocuencia (de que son muy  dignos), resultará una persuasión del valor objetivo de la prueba, y aun  (en la mayor parte de los casos), cierta ilusión saludable, que no nos  permitirá examinar el valor lógico, y que aun nos hará rechazar con  indignación toda tentativa semejante, como fundada sobre una duda  impía. No hay nada que decir si no se piensa más que en la utilidad  pública. Mas como no se puede ni se debe olvidar que esta prueba  contiene dos partes diferentes, la una, que se refiere a la teleología física,  la otra, a la teleología moral, puesto que la confusión de estas dos partes  no permite reconocer dónde reside la fuerza particular de la prueba, en  qué parte y cómo se puede elaborar, a fin de poner el valor al abrigo del  examen más severo (si se debe ver obligado a reconocer en parte la  debilidad de nuestra razón), es un deber para el filósofo (aun cuando no  contara para nada el de la sinceridad), de descubrir la ilusión, tan  saludable como pueda ser, que pueda producir tal confusión, y distinguir  lo que tiene relación con la persuasión de lo que conduce a la convicción  (dos modos de adhesión que no difieren solamente en el grado, sino en la  naturaleza), a fin de mostrar en toda su verdad el estado del espíritu en  esta prueba, y de poderla someter libremente al examen más severo. Una  prueba destinada a producir la convicción, puede ser de dos especies: o

bien sirve para mostrar lo que el objeto es en sí, o bien lo que es para  nosotros (para los hombres en general), conforme a los principios  racionales que dirigen necesariamente el juicio que de él formamos (ella  versa sobre la verdad o sobre el hombre; esta última expresión  aplicándose en su acepción más lata a los hombres). El el primer caso se  halla fundada sobre principios propios del juicio determinante; en el  segundo, sobre principios propios del juicio reflexivo. En este segundo  caso cuando descansa sobre principios puramente teóricos, no puede  jamás tender a la convicción; mas si tiene por fundamento un principio  racional práctico (que por consiguiente tiene un valor universal y  necesario), puede muy bien entonces aspirar a una convicción suficiente,  bajo el punto de vista puramente práctico, es decir, a una convicción  moral. Una prueba tiende a la convicción, sin convencer todavía cuando  es colocada bajo este aspecto, es decir, cuando no contiene más que  razones objetivas, que aunque no bastan para dar la certeza, no son  solamente principios subjetivos del juicio, propios para producir la  persuasión.

 

     Todas las pruebas teóricas se comprenden, o 1.º, en la prueba por un  razonamiento lógicamente rigoroso, o 2.º, cuando este género de prueba  no es posible, en la conclusión por analogía, o 3.º, si esto aún no puede  tener lugar, en la opinión verosímil, o 4.º, en fin, lo que es el último  grado, en la suposición de un principio puramente posible de explicación  admitida a titulo de hipótesis. Por lo que yo digo que, desde el primero  hasta el último grado, todas las pruebas en general, que tienden a la  convicción teórica, no pueden producir ninguna adhesión de este género,  cuando se trata de probar la proposición de la existencia de un primer ser,  considerado como Dios en el sentido más lato que puede entenderse este  concepto, es decir, como una causa moral del mundo, y por consiguiente,  como un ser capaz de dar al mundo su objeto final.

 

     1.º En cuanto a la prueba lógicamente rigurosa que va de lo general a  lo particular, se ha demostrado suficientemente en la crítica, que como no  hay intuición posible correspondiente al concepto de un ser que es  necesario buscar más allá de la naturaleza, y que así este concepto


 

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mismo, en tanto que debe determinarse teóricamente por predicados  sintéticos, queda siempre problemático para nosotros, no se puede tener  de él ningún conocimiento (un conocimiento que ensanche nada la esfera  de nuestro saber teórico), y no se puede subsumir el concepto de un ser  supra-sensible, bajo los principios generales de la naturaleza de las cosas,  para deducir aquel de estos, porque estos principios no tienen valor más  que relativamente a la naturaleza, como objeto de los sentidos.

 

     2.º Se puede muy bien de dos cosas heterogéneas, en el punto mismo  de su heterogencidad, concebir la una por analogía129 con la otra; mas no  se puede, apoyándose sobre este punto deducir la una de la otra por  analogía, es decir, transportar de la una a la otra este signo de la  diferencia específica. Así yo puedo concebir la sociedad de los miembros  de una república fundada sobre las reglas del derecho, sirviéndome por  analogía de la ley de la igualdad de la acción, o de la reacción en la  atracción y en la repulsión recíproca de los cuerpos, mas yo no puedo  transportar estas determinaciones específicas (la atracción y repulsión  materiales) a esta sociedad, y atribuirlas a los ciudadanos para constituir  un sistema que se llama Estado. Del mismo modo podemos muy bien  concebir la causalidad del Ser Supremo, relativamente a las cosas del  mundo, consideradas como fines de la naturaleza, por

 analogía con la  inteligencia que sirve de principio a las formas de ciertas producciones,  que llamamos obras de arte (porque no se trata en esto más que del uso  teórico o práctico que nuestra facultad de conocer puede hacer de este  concepto, conforme a cierto principio relativamente a las cosas de la  naturaleza): mas de que entre los seres del mundo es necesario atribuir  inteligencia a la causa de un efecto que juzgamos como una obra de arte,  no podemos en manera alguna deducir por analogía que el ser que es  enteramente distinto de la naturaleza posee en su relación con ella esta  misma causalidad que percibimos en el hombre; porque tocamos aquí  justamente al punto de la diferencia que concebimos entre una causa  sometida a condiciones sensibles, relativamente a sus efectos, y un ser  supra-sensible, conforme al concepto mismo que tenemos de este ser; y  no podemos, por consiguiente, transportarle esta cualidad. Precisamente  porque no podemos concebir la causalidad divina más que por analogía

con un entendimiento (facultad que no conocemos más que en

 un ser  sometido a condiciones sensibles, en el hombre), somos advertidos de  que no debemos atribuirle este entendimiento propio130.

 

     3. La opinión verosímil no tiene cabida en los juicios a priori, que nos  hacen conocer algo como completamente cierto, o no nos hacen ponocer  nada del todo. Mas cuando las pruebas dadas que nos sirven de punto de  partida (como aquí

 los fines de la naturaleza) son empíricas, no se puede  por su medio concebir nada más allá del mundo sensible, ni conceder a  juicios que intentasen algo semejante el menor derecho a la verosimilitud.  En efecto, la verosimilitud es una parte de una certeza posible en cierta  serie de razones (razones que se hallan con la suficiente en la relación de  las partes al todo) a las cuales se deben poder agregar de manera que  completen la prueba insuficiente. Mas si estas razones deben ser  homogéneas, como principios de la certeza de un solo y mismo juicio,  puesto que sin esto no formarían juntamente un todo (tal como la  certeza), no se puede que una parte de estas razones sea encerrada en los  límites del mundo sensible, y otra más allá de toda experiencia posible.  Por consiguiente, como pruebas puramente empíricas no conducen a nada  supra-sensible, y nada puede llenar lo que falta bajo este respecto a la  serie de este orden de pruebas, es bello intentar llegar por este medio a lo  supra-sensible y a un conocimiento de esto, a lo que no nos aproximamos  en nada, y por consiguiente, no puede haber verosimilitud en un juicio  sobre lo supra-sensible, fundado sobre argumentos sacados de la  experiencia.

 

     4. Para que una cosa pueda servir como hipótesis a la explicación de  un fenómeno dado, es necesario al menos que su posibilidad sea  completamente cierta. Todo lo que yo puedo hacer en una hipótesis es  renunciar al conocimiento de la realidad (la cual todavía se afirma en una  opinión presentada como verosímil); yo no puedo ir más lejos. La  posibilidad de lo que yo tomo por principio de explicación debe al menos  hallarse fuera de duda, porque de otro modo no habría término para las  vanas fantasías del espíritu. Por lo que sería una suposición destituida de  todo fundamento el admitir la posibilidad de un ser supra-sensible


 

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determinado conforme a ciertos conceptos, porque ninguna de las  condi

ciones necesarias al conocimiento, en lo que concierne a la  intuición, es dada, y no queda otro criterio de esta posibilidad, que el  principio de contradicción (el cual no puede probar más que la  posibilidad del pensamiento y no la del objeto mismo pensado).

 

     De todo esto resulta que, relativamente a la existencia del ser primero,  concebido como Dios, o del alma concebida como espíritu inmortal, no  hay para la razón humana, bajo el punto de vista teórico, prueba que  merezca obtener nuestra adhesión aún en el menor grado; y esto por la  simple razón de que carecemos de todo fundamento para determinar las  ideas de lo supra-sensible, puesto que deberíamos tomarlo de las cosas  del mundo sensible, lo que no conviene de modo alguno a semejante  objeto: y que así, en la determinación de toda ausencia de este objeto, no  nos queda más que el concepto de algo que no es sensible, que contiene  el último principio del mundo sensible, pero que no nos da ningún  conocimiento (que extienda nuestro concepto) de su naturaleza interior.

 

 

 

 

§ XC  De la especie de adhesión producida por una fe práctica

 

     Cuando no se considera más que la manera en que una cosa puede ser  para nosotros (conforme a la constitución subjetiva de nuestras facultades  de representacion) objeto de conocimiento (res cognoscibilis) se  aproxima entonces a los conceptos, no de los objetos, sino de nuestras  facultades de conocer y del uso que estas pueden hacer de la  representación dada (bajo el punto de vista teórico o práctico); y la  cuestión de saber si alguna cosa es o no objeto de conocimiento, no es  una cuestión que concierne a la posibilidad de las cosas mismas, sino a  nuestro conocimiento de estas cosas.

 

 Hay tres especies d

e objetos de conocimiento131: las cosas de  opinión132 (opinabile), las cosas de hecho133 (scibile) y las cosas de fe134  (mere credibile).

 

 1. Los objetos de puras ideas de la razón no son objetos de  conocimiento, porque no hay experiencia que pueda suministrar de ellos  la exhibición para el conocimiento teórico, y por consiguiente,  relativamente a estos objetos, no hay opinión posible. Así, hablar de  opinión a priori, es decir un absurdo, y abrir la puerta a las puras  ficciones. O bien nuestra proposición

 a priori es cierta, o bien no contiene  nada que reclame nuestra adhesión. Las cosas de opinión son, pues,  siempre objetos de un conocimiento, empírico al menos pasible en sí (de  los objetos del mundo sensible), pero imposible para nosotros con el  grado de penetración de nuestras facultades intelectuales. Así el éter de  los nuevos físicos, fluido elástico que penetra todas las demás materias  (que se halla íntimamente mezclado con ellas), no es más que una cosa de  opinión; mas es tal que si la penetración de los sentidos exteriores fuese  llevada al más alto grado, podría ser percibido aunque ninguna  observación o ninguna experiencia lo pudiese percibir. Admitir habitantes  racionales en los demás planetas, es una cosa de opinión; porque si  pudiésemos aproximarnos a ellos, lo que es posible en sí, decidiríamos  por la experiencia si los hay o no; mas no nos aproximamos nunca  bastante para esto, y la cosa queda en el estado de opinión. Mas tener la  opinión135 que hay en el universo material espíritus puros, pensantes sin  cuerpo, es la que se llama una ficción136. No es una cosa de opinión, sino  una pura idea, la que subsiste cuando se abstrae de un ser pensante todo  lo que tiene de material y se le deja el pensamiento. No podemos decidir  si el pensamiento subsiste entonces (porque no lo conocemos más que en  el hombre, es decir, unido con su cuerpo). Una cosa semejante es un ens  rationis ratiocinantis137 y no un ens rationis ratiocinatoe138. En cuanto al  concepto de esta última especie de ser, es posible establecer  suficientemente, al menos para el uso práctico de la razón, la realidad  objetiva, puesto que este uso, que tiene sus principios a priori particulares  y apodícticamente ciertos, pide este concepto.

 


 

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     2. Los objetos de los conceptos cuya realidad objetiva puede probarse  (sea por la razón pura, sea por la experiencia, y en el primer caso por  medio de datos teóricos o prácticos, mas en todos los casos por medio de  una intuición correspondiente) son cosas de hecho (res facti)139. Tales son  las propiedades matemáticas de las magnitudes (en la geometría), puesto  que son capaces de una exhibición a priori, por el uso teórico de la razón.  Tales son también las cosas o las cualidades de las cosas que pueden ser  probadas por la experiencia (nuestra propia experiencia o la de otro, por  medio del testimonio). Mas lo que hay de notable es que entre las cosas  de hecho se halla también una idea de la razón (a la cual ninguna  exhibición puede corresponder en la intuición, y cuya posibilidad por  consiguiente, no puede probarse por ninguna prueba teórica): es la idea  de la libertad, cuya realidad, como realidad de una especie particular de  causalidad (cuyo concepto sería trascendente bajo el punto de vista  teórico), tiene su prueba en las leyes prácticas de la razón pura, y  conforme a estas leyes, en las acciones reales, por consiguiente, en la  experiencia. Es de todas las ideas de la razón la sola cuyo objeto es una  cosa de hecho, y debe colocarse entre las scibilia.

 

 3. Los objetos que relativamente al uso obligatorio de la razón  puramente práctica, deben concebirse a priori (sea como consecuencias,  sea como principios), pero que son trascendentes para el uso teórico de  esta facultad, son simplemente cosas de fe, tal es, el soberano bien para  realizar en el mundo por la

 libertad. La realidad objetiva del concepto del  soberano bien no puede demostrarse en ninguna experiencia posible para  nosotros, y por consiguiente, de una manera suficiente para el uso teórico  de la razón; pero la razón pura práctica nos ordena perseguir este objeto,  y por consiguiente, es necesario admitir su posibilidad. Este efecto  ordenado así como las solas condiciones de su posibilidad que  pudiésemos concebir, a saber, la existencia de Dios y la inmortalidad del  alma, son cosas de fe (res fidei), y de todas las cosas, las únicas que  pueden ser designadas de este modo140. En efecto, aunque las cosas que  no podemos aprender más que por la experiencia de otro, por medio del  testimonio, sean creídas, estas no son, sin embargo, cosas de fe, porque  estas cosas han sido, para uno al menos, testimonio de objetos de

experiencia propia, y cosas de hecho o que, al menos se suponen tales. 

Además debe ser posible llegar por este camino (de la creencia histórica)  a la ciencia; y los objetos de la historia y la geografía, como en general  todo lo que es al menos posible de saber en condiciones de nuestras  facultades de conocer, no entran en las cosas de fe, sino en las cosas de  hecho. No hay más que los objetos de la razón pura que pueden ser cosas  de fe, pero no en tanto que objetos de la razón pura especulativa, porque  es imposible en este caso colocarlos con certeza entre las cosas, es decir,  entre los objetos de este conocimiento posible para nosotros. Estas son  ideas, es decir, conceptos, de los cuales no se puede asegurar  teóricamente la realidad objetiva. Al contrario, el objeto final supremo  que debemos perseguir y que sólo puede hacernos dignos de ser nosotros  mismos el objeto final de la creación, es una idea que tiene para nosotros  realidad objetiva bajo el punto de vista práctico, y es una cosa; mas como  no podemos atribuir esta realidad a este concepto bajo el punto de vista  teórico, esto no es más que una cosa de fe para la razón pura. Sucede lo  mismo con Dios o con la inmortalidad, o con las condiciones que nos  permiten, conforme a la naturaleza de nuestra (humana) razón, concebir  la posibilidad de este efecto del uso legítimo de nuestra libertad. Mas la  adhesión en las cosas de fe es una adhesión bajo el punto de vista práctico  puro, es decir, una fe moral, que no prueba nada por el conocimiento de  la razón pura especulativa, sino que no se reduce más que a la razón pura  práctica, relativamente al cumplimiento de sus deberes y que no extiende  la especulación o las reglas prácticas de la prudencia, fundadas sobre el  principio del amor de sí mismo. Si el principio supremo de todas las leyes  morales es un postulado, la posibilidad de un objeto supremo, y por  consiguiente también las condiciones que por sí solas nos permiten  concebir esta posibilidad se hallan pedidas por sí misma. Luego el  conocimiento de esta posibilidad no nos da, en tanto que conocimiento  teórico, ni saber ni opinión relativamente a la existencia y a la naturaleza  de estas condiciones; esto no es más que una suposición141 admitida bajo  el punto de vista práctico y necesario de nuestra razón considerada en su  uso moral.

 


 

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 Aun cuando pudiésemos fundar, con alguna verosimilitud, sobre los  fines de la naturaleza que nos suministran tan abundantemente la  teleología física, un concepto determinado de una causa inteligente del  mundo, la existencia de este ser no sería todavía una cosa de fe. Porque  como no la admitiríamos en favor del cumplimiento de nuestro deber,  sino solamente para explicar la naturaleza, est

o sería simplemente la  opinión o la hipótesis más conforme a nuestra razón. Mas esta teleología  no nos conduce en manera alguna a un concepto determinado de Dios; al  contrario no se puede hallar este concepto más que en el de una causa  moral del mundo, porque sólo este nos suministra el objeto final, al cual  no podemos

 ligarnos más que conduciéndonos conforme a lo que nos  prescribe la ley moral como objeto final, por consiguiente a los deberes  que ella nos impone. Así no es más que de su relación con el objeto de  nuestros deberes como el concepto de Dios, concebido como la condición  de la posibilidad de alcanzar el objeto final de estos deberes, saca la  ventaja de obtener nuestra adhesión, como cosa de fe; mas este mismo  concepto no puede dar a su objeto el valor de una cosa de fe; porque si la  necesidad del deber es bien clara para la razón práctica, sin embargo, la  existencia del objeto final de este deber, en tanto que no se halla por  completo en nuestro poder, no puede admitirse más que relativamente al  uso práctico de la razón, y por consiguiente, no es prácticamente  necesaria como el deber mismo142.

 

     La fe (como hábito, no como acto) es un estado moral de la razón en  la adhesión que concede a las cosas inaccesibles al conocimiento teórico.  Es, pues, este principio constante del

 espíritu, de tener por verdadero lo  que es necesario suponer como condición de la posibilidad del objeto  final que la moral143 nos obliga a perseguir, aunque no pueda percibir ni  la posibilidad ni la imposibilidad de este objeto final. La fe (en el sentido  natural de la palabra) es la confianza que tenemos de conseguir un objeto,  que es obligatorio el perseguir, pero cuya posibilidad no podemos  percibir (así como la de las solas condiciones que podríamos concebir).  Así la fe que se refiere a objetos particulares que no son objetos de  ciencia o de opinión posible (en este último caso, principalmente en  materia de historia, sería necesario llamarla credulidad y no fe), es por

completo moral. Es una libre adhesión, no a cosas de las que se puede  hallar pruebas dogmáticas para el juicio teórico determinante, ni a cosas a  las cuales nos creemos obligados, sino a cosas que admitimos en favor de  un objeto que nos proponemos conforme a las leyes de la libertad, y no  las admitimos como cosas de opinión, sin principio suficiente, sino como  teniendo su fundamento en la razón (pero solamente con respecto a su  uso práctico) de un modo suficiente para el objeto de esta facultad.  Porque sin esto, nuestras ideas; m

orales, no pudiendo satisfacer las  exigencias de la razón especulativa que exige una prueba (de la  posibilidad del objeto de la moralidad), no tienen nada de fijas, sino que  vacilan entre las órdenes prácticas y la duda teórica. Ser incrédulo144  significa adherirse a la máxima de que no se debe creer en general en el  testimonio; pero falto de fe145 es, el que, porque no encuentra fundamento  teórico para la realidad de estas ideas racionales, les niega todo valor;  juzga así dogmáticamente. Mas una falta de fe146 dogmática no se puede  hallar en un espíritu en que dominan las máximas morales (porque la  razón no puede ordenar el inclinarse a un objeto mirado como  quimérico); no se puede suponer más que una fe dudosa147, que no ve en  la ausencia de una convicción fundada sobre pruebas de la razón más que  un obstáculo, al cual una mirada crítica de los límites de esta facultad  puede quitar toda influencia sobre la conducta, concediendo en  compensación el predominio a una adhesión práctica.

 

 

*   *   *

 

     Cuando para poner fin a ciertas tentativas inútiles, se quiere introducir  en la filosofía otro principio y darle influencia, se halla una gran  satisfacción al ver cómo y por qué estas tentativas debían fracasar.

 

 Dios, la libertad y la inmortalidad del alma son problemas a cuya  solución tienden, como a su único y último fin, todos los trabajos de la  metafísica. Por lo que se ha creído que el dogma de la libertad no era  necesario más que como condición negativa para la filosofía práctica;  pero que, por el contrario, los de la existencia de Dios y de la naturaleza


 

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del alma, perteneciendo a la filosofía teórica, deben demostrarse por sí  mismos y por hallarse después ligados a lo que exige la ley moral (la cual  no es posible más que bajo la condición de la libertad) y constituir así una  religión. Mas es fácil comprender que estas tentativas debían fracasar. En  efecto, de simples conceptos ontológicos de cosas en general, o de la  existencia de un ser necesario, no se puede sacar un concepto de un  primer ser determinado por predicados que puedan ser dados en la  experiencia y servir de este modo para el conocimiento; y aquel que se  apoyara sobre la experiencia de la finalidad física de la naturaleza, no  podría administrar una prueba suficiente para la moral, y por  consiguiente, para el conocimiento de Dios. Del mismo modo, el  conocimiento obtenemos del alma por la experiencia (a la cual nos  hallamos limitados en esta vida) no puede darnos un concepto de una  naturaleza espiritual, inmortal, y, por consiguiente, un concepto que baste  a la moral. La teología y la pneumatología, como problemas de la razón  especulativa, no pueden resaltar de datos y de predicados empíricos,  puesto que su concepto es trascendente para toda nuestra facultad de  conocer. Los dos conceptos de Dios y del alma (relativamente a su  inmortalidad) no se pueden determinar más que por predicados, que  aunque no sean posibles más que por un principio supra-sensible, deben,  sin embargo, probar su realidad en la experiencia, porque así es  solamente como es posible el conocimiento de un ser todo supra-sensible.  Luego el solo concepto de esta especie que le puede hallar en la razón  humana es el de la libertad del hombre sometida a leyes morales, así  como al objeto final que la razón le prescribe por medio de estas leyes; y  estas leyes y este objeto final sirven para atribuir las primeras a Dios, y el  segundo al hombre, atributos que contienen la posibilidad de estas dos  cosas, de suerte que de esta idea no se puede deducir la existencia y la  naturaleza de estos seres, por otra parte, ocultos para nosotros.

 

 Así la causa de la inutilidad de los ensayos intentados por el  procedimiento teórico para demostración de Dios y la inmortalidad,  vienen de que ningún conocimiento de lo supra-sensible es posible por  este camino (de los conceptos de la naturaleza). Si, por el contrario,  somos más felices por la vía moral (la de concepto de la libertad), es que

aquí lo supra-sensible que sirve de principio (la libertad), no suministra  solamente por medio de la ley determinada de la causalidad que deriva de  él la ocasión del conocimiento de un otro supra-sensible (el objeto final  moral y las condiciones de su posibilidad), sino que prueba también,  como cosa de hecho, su realidad en acciones, aunque no pueda  suministrar más que una prueba admisible únicamente bajo el punto de  vista práctico (la sola de que la religión necesita).

 

     Hay aquí algo muy notable. Entre las tres ideas de la razón pura, Dios,  la libertad y

 la inmortalidad, la de la libertad es el solo concepto de lo  supra-sensible que prueba su realidad objetiva en la naturaleza (por  medio de la causalidad que en él se concibe) por el efecto que puede  haber sen ella, y es precisamente por esto como viene a ser posible el  enlace de las otras dos con la

 naturaleza, y de todas tres juntas con una  religión. Nosotros hallamos de este modo un principio capaz de  determinar la idea de lo supra-sensible fuera de nosotros, de manera que  nos dé un conocimiento, aunque este conocimiento no sea posible más  que bajo el punto de vista práctico, y que este mismo principio pueda  ponerse en duda por la filosofía puramente especulativa (que también  podría dar de la libertad un concepto puramente negativo). Por  consiguiente, el concepto de la libertad (como concepto fundamental de  las leyes prácticas incondicionales) puede extender la razón más allá de  los límites en los cuales el concepto (teórico) de la naturaleza la tendría  siempre encerrada sin esperanza.

 

 

*   *   *

 

OBSERVACIÓN GENERAL SOBRE LA TELEOLOGÍA

 

     Si se pregunta qué puesto debe concederse, entre las demás pruebas de  la filosofía, al argumento moral que no prueba la existencia de Dios más  que como una cosa de fe por la razón pura práctica, se reconocerá  ciertamente el alcance de estas pruebas, y se verá que no hay aquí que


 

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elegir, sino que la filosofía en presencia de una crítica imparcial, debe  desechar todas sus pretensiones teóricas.

 

     Toda adhesión del espíritu, si no carece por completo de fundamento,  debe fundarse desde luego sobre una cosa de hecho, y no puede existir  otra diferencia en la prueba, sino que la adhesión a la consecuencia que  deriva de la cosa de hecho, pueda fundarse sobre esta cosa a título de  saber148, por el conocimiento teórico, o solamente a título de fe por la  razón práctica. Todas las cosas de hecho se refieren, o bien al concepto  de la naturaleza, el cual prueba su realidad en los objetos sensibles, dados  (o pudiendo ser dados) antes de todos los conceptos de la naturaleza, o  bien al concepto de la libertad, que prueba suficientemente su realidad  por la causalidad de la razón con referencia a ciertos efectos que esta  facultad hace posibles en el mundo sensible y que pide de una manera  indispensable en la ley moral. Por lo que, o bien el concepto de la  naturaleza (que no pertenece más que al conocimiento teórico), es  metafísico y completamente a priori, o bien es físico, es decir, a  posteriori, y no puede absolutamente ser concebido más que por medio de  una experiencia determinada. El concepto metafísico de la naturaleza  (que no supone ninguna experiencia determinada) es, pues, ontológico.

 

     El argumento ontológico de la existencia de Dios por el concepto de  un ser primero es doble: él deriva o bien de predicados ontológicos, que  por sí solos nos permiten concebir este ser como completamente  determinado, la existencia absolutamente necesaria, o bien de la  necesidad absoluta de la existencia de alguna cosa, cualquiera que sea,  los predicados del primer ser. En efecto, al concepto de un primer ser  pertenecen, para que este ser no sea por sí mismo derivado, la absoluta  necesidad de su existencia, y (para que se pueda concebirla) la  determinación absoluta de este ser por un concepto, Dos condiciones que  no se creía hallar más que en el concepto de la idea ontológica de un ser  soberanamente real149, y así se formaron dos pruebas metafísicas.

 

     La prueba que se apoya sobre un concepto puramente metafísico de la  naturaleza (y que se llama particularmente prueba ontológica) deriva del

concepto del ser soberanamente real su existencia absolutamente  necesaria; porque (se dice), si no existiera, le faltaría una realidad, a  saber, la existencia. La otra prueba (que se llama también prueba  metafísica-cosmológica) deriva de la necesidad de la existencia de alguna  cosa (como lo que debe ser necesariamente concebido, cuando una  existencia no es dada en la conciencia de mí mismo), la determinación  absoluta de este ser, como ser soberanamente real; porque todo lo que  existe debe ser enteramente determinado, mas lo que es absolutament

e  necesario (es decir, lo que debemos reconocer como tal, por consiguiente,  a priori) debe ser enteramente determinado por un concepto, condición  que puede llevar sólo el concepto de un ser soberanamente real. No es  necesario descubrir aquí lo que hay de sofístico en estas conclusiones; ya  lo hemos hecho en otra parte; notaremos solamente que si se puede  defender esta especie de pruebas a fuerza de sutileza dialéctica, no se  puede jamás hacerlas pasar de la escuela al mundo, y darles la menor  influencia sobre el sentido común.

 

     La prueba fundada sobre un concepto de la naturaleza, que no puede  ser más que empírica, pero que, sin embargo, debe conducir más allá de  los límites de la naturaleza, o del conjunto de objetos de los sentidos, no  puede ser más que la de los fines de la naturaleza. El concepto de estos  fines no puede ser dado a priori, sino solamente por la experiencia, y sin  embargo, promete un concepto de la causa primera de la naturaleza, que  entre todos los que podemos concebir conviene sólo a lo supra-sensible, a  saber, el concepto de una profunda inteligencia como causa del mundo; y  tiene en efecto su promesa, siguiendo los principios del juicio reflexivo,  es decir, en virtud de la constitución de nuestra (humana) facultad de  conocer. Mas si este argumento puede sacar de los mismos datos este  concepto de una inteligencia suprema, es decir, independiente, que es el  de Dios, es decir, del autor de un mundo sometido a leyes morales, y por  consiguiente un concepto suficientemente determinado por la idea de un  objeto final de la existencia del mundo, es esta una cuestión de la que  depende todo, sea que deseemos tener un concepto del ser primero que  baste teóricamente, al uso de todo el conocimiento de la naturaleza, sea  que busquemos un concepto práctico para la religión.


 

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     El argumento que se saca de la teleología física es digno de respeto.  Convence al sentido común como al pensador más sutil, y Reimar ha  adquirido un honor inmortal por e

sta obra, que no se ha presentado  todavía otra mejor, en donde desenvuelve abundantemente esta prueba,  con la solidez y la claridad que le son propias. Mas ¿de dónde saca este  argumento una tan poderosa influencia sobre el espíritu, y se trata aquí de  una adhesión tranquila, libre, y que no funda sus juicios más que sobre la  fría razón (porque se podría referir a la persuasión la emoción y la

  elevación que dan al espíritu las maravillas de la naturaleza)? Estos no  son fines físicos, que todos indican en la causa del mundo una  inteligencia impenetrable; son insuficientes, porque no responden a las  imperiosas cuestiones de la razón. En efecto (pregunta la razón), ¿por qué  estas cosas de la naturaleza hechas con tanto arte; por qué el hombre  mismo en el cual debemos detenernos como en el último fin de la  naturaleza que podríamos concebir; por qué la naturaleza toda entera, y  cuál es el objeto final de un arte tan grande y tan vario? Si se responde  que todo esto existe para nuestro placer o para ser contemplado y  admirado por nosotros (la admiración cuando uno se detiene, no es otra  cosa que un goce de una especie particular), y que en esto consiste el  objeto final para el cual el mundo y el hombre mismo han sido creados, la  razón no sabría contentarse con esta respuesta; porque por ella el valor  personal que el hombre puede darse a sí mismo es una condición sin la  cual su existencia no puede ser objeto final. Sin este valor (que sólo  puede suministrar un concepto determinado), los fines de la naturaleza no  podrían responder a nuestras cuestiones, principalmente porque ellas no  pueden darnos un concepto determinado de un Ser Supremo que baste a  todo (y que por consiguiente sea único y merezca por esto el nombre de  supremo) y de las leyes conforme a los cuales su inteligencia es la causa  del mundo.

 

 Si, pues, la prueba físico-teleológica convence el espíritu como si  fuese realmente teológica, esto no es más que para que las ideas de los  fines de la naturaleza puedan servir como otras tantas pruebas empíricas  para probar una suprema inteligencia; mas es que la prueba moral oculta

en el hombre y el ejerciendo sobre él una influencia secreta, se mezcla  imperceptiblemente en la conclusión por la cual atribuye un objeto final,  encaminándose a la sabiduría, al ser que se manifiesta por un arte, tan  impenetrable en los fines de la naturaleza (aunque la percepción de la  naturaleza no lo autorice), y llena de este modo arbitrariamente los vacíos  de esta prueba. No hay, pues, en realidad, más que la prueba moral que  produzca la convicción, y aún no la produce más que bajo el aspecto  moral, al cual cada uno se adhiere interiormente. En cuanto al argumento  físico-teleológico, tiene otro mérito que el de dirigir el espíritu en la  contemplación del mundo de parte de los fines, y por tanto, hacia una  causa inteligente del mundo; más la relación moral de esta causa con los  fines y la idea de un legislador y de un autor moral del mundo, como  concepto teológico, parecen salir naturalmente de esta prueba, aunque  esto sea una pura adición.

 

     Se puede obtener esto también por medio de una exposición ordinaria.  En efecto, el sentido común tiene muchas veces gran trabajo para  distinguir y separar los diversos principios que confunde más, de los que  uno solo le suministra legítimamente su conclusión, porque esta  separación reclama mucha reflexión. Mas la prueba moral de la  existencia de Dios no se limita a completar la prueba físico-teleológica  para hacerla perfecta; ella es por sí misma una prueba particular que  restituye la convicción que la otra no da. Esta no puede tener, en efecto,  otra misión que elevar la razón, en su juicio sobre el principio de la  naturaleza

 y sobre el orden contingente, pero admirable, que la  experiencia sola puede mostrarnos, hacia una causa cuya causalidad tiene  su principio en los fines (causa que debemos concebir como inteligente  conforme a la naturaleza de nuestra facultad de conocer), y llamando su  atención sobre esta causa, hacerla por esto mismo más capaz de la prueba  moral. Porque lo que exige este último concepto es tan esencialmente  diferente de todo lo que pueden contener y aprender los conceptos de la  naturaleza, que se necesita una prueba particular y completamente  independiente de la otra, para dar a la teología un concepto  suficientemente establecido del Ser supremo y derivar su existencia. La  prueba moral (que ciertamente no prueba la existencia de Dios más que


 

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bajo el aspecto práctico, pero necesario, de la razón) conservaría todavía  toda su fuerza, aun cuando no se hallara en el mundo o que no se hallara  más que de una manera equívoca la materia de una teleología física. Se  pueden concebir seres racionales rodeados de una naturaleza que no  ofrecería ninguna verdad evidente de organización, y que no presentaría,  no obstante, más que los efectos de un puro mecanismo de la materia;  estos efectos y ciertas formas o ciertas relaciones en las cuales podrían  hallar una finalidad puramente accidental, no los conducirían a una causa  inteligente, y no hallarían ocasión de fundar una teleología física; mas la  razón, que no podría recibir aquí ninguna dirección de los conceptos de la  naturaleza, hallaría todavía, en el concepto de la libertad y en las ideas  morales que en él se fundan, un motivo prácticamente suficiente de pedir,  mas solamente por lo que se refiere al orden irrecusable de la razón  práctica, el concepto del Ser Supremo, conforme a este concepto y a estas  ideas, es decir, como un verdadero concepto de Dios, y de pedir también  la naturaleza (aun nuestra propia existencia) como un objeto final  fundado sobre las leyes morales. Mas como el mundo real ofrece a los  seres racionales que encierra, una abundante materia para la teleología  física (lo que no sería por otra parte necesario), el argumento moral halla  aquí la confirmación que puede desear, en el sentido de que la naturaleza  puede presentar algo análogo a las ideas (morales) de la razón. El  concepto de una causa suprema inteligente (concepto que está muy lejos  de bastar a la teología) recibe efectivamente por esto una realidad  suficiente para el juicio reflexivo; mas no es necesario para fundar la  prueba moral, y esta prueba no sirve para completar y elevar al rango de  una prueba el concepto que por sí mismo no contiene nada tocante a la  moralidad, desenvolviéndolo conforme al mismo principio. Dos  principios también heterogéneos, que la naturaleza y la libertad no  pueden dar más que dos pruebas diferentes, y toda tentativa para sacar  este de aquella es insuficiente relativamente a lo que debe probar.

 

 Sería muy satisfactorio para la razón especulativa que la teleología  física pudiese dar la prueba que se pide, porque tendríamos la esperanza  de fundar una teosofía (se llamaría así este conocimiento teórico de la  naturaleza divina o de su existencia que bastara para la explicación de la

constitución del mundo, y al mismo tiempo para la determinación de las  leyes morales). Del mismo modo si la psicología pudiera suministrarnos  el conocimiento de la inmortalidad del alma, daría lugar a la  pneumatología, que sería muy agradable a la razón especulativa. Mas por  vano que esto pueda ser para nuestra presuntuosa curiosidad, ni la una ni  la otra llenan el deseo que experimenta la razón de poseer una teoría  fundada sobre la naturaleza de las cosas. Mas la primera en tanto que  teología, y la segunda en tanto que antropología, no alcanzan mejor su  objeto, tomando por fundamento el principio moral, es decir, el principio  de la libertad, y, por consiguiente, conformándose al uso práctico de la  razón; es una cuestión que no es necesario perseguir aquí por más tiempo.

 

     La prueba físico-teleológica no basta a la teología, porque ella no le da  ni puede darle un concepto suficientemente determinado del Ser  Supremo; porque es necesario llevar este concepto a otro origen, o suplir  lo que falta a esta prueba con una adición arbitraria. Vosotros deduciréis  de la gran finalidad de las formas de la naturaleza y de sus relaciones  recíprocas a una causa inteligente del mundo; mas ¿cuál es el grado de  esta inteligencia? Sin ninguna duda vosotros no os podréis lisonjear de  llegar por aquí a la inteligencia más alta posible, porque deberíais  reconocer entonces que no se puede concebir una inteligencia mayor que  aquella de que halláis pruebas en el mundo, y sería atribuiros la  omnisciencia. Del mismo modo deduciríais de la magnitud del mundo un  grande poder en su autor; mas convendréis que esto no tiene sentido más  que relativamente a vuestra facultad de comprender, y como no conocéis  lo posible para compararlo con la magnitud del mundo que conocéis, no  podréis con tan pequeña medida llegar a la omnipotencia de la causa  primera. No obtenéis, pues, por esto un concepto del Ser Supremo que  sea determinado y baste a la teología, porque no podéis hallar este  concepto más que en el de la totalidad de perfecciones compatibles con  una inteligencia en que los datos puramente empíricos no pueden serviros  de ningún auxilio. Por lo que, sin este concepto determinado, no podéis  deducir una causa inteligente única, sino solamente suponerla (para  cualquier uso que esto sea). Se puede sin duda (como la razón no tiene  nada que pueda oponer con justo título) permitiros añadir arbitrariamente


 

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que cuando se halla tanta perfección, se puede muy bien admitir toda  perfección reunida a una causa del mundo, puesto que la razón se  acomoda mejor teórica y prácticamente a un principio tan determinado.  Mas no podéis, sin embargo, dar este concepto del Ser supremo como  probado para vosotros, puesto que no lo habéis admitido más que para  que esto sea más cómodo para vuestra razón. No os lamentéis, pues; no  vayáis inútilmente contra la pretensión audaz de los que ponen en duda la  solidez de vuestros razonamientos; esto sería una vana jactancia, que  haría creer que pretendéis disimular la debilidad de vuestro argumento,  queriendo convertir una duda libremente expresada sobre el valor de este  argumento en una duda impía sobre la santa verdad.

 

 La teleología moral, por el contrario, que no tiene un fundamento  menos sólido que la teleología física, pero que tiene la ventaja de  descansar a priori sobre principios inseparables de nuestra razón,  suministra lo que es necesario al establecimiento de una teología, es  decir, un concepto determinado de la causa suprema, concebida como  causa del mundo según leyes morales, y, por consiguiente, como una  causa que satisface a nuestro objeto final moral, lo que no supone nada  menos que la omnisciencia, la omnipotencia, la omnipresencia, etc., todos  atributos que debemos concebir ligados y adecuados al objeto final moral  que es infinito; y así es solamente como se puede obtener el concepto de  una causa única del mundo, tal como lo exige toda teología.

 

 De esta manera, también la teología conduce inmediatamente a la  religión,

 es, decir, al conocimiento de nuestros deberes como órdenes  divinas, puesto que el conocimiento de nuestro deber y del objeto final  que la razón nos propone para ello, puede producir un concepto  determinado de Dios, y puesto que este concepto se halla así por su  mismo origen inseparable de la obligación para con este ser. Al contrario,  aun cuando se pudiera llegar por un procedimiento puramente teórico a  un concepto determinado del Ser Supremo (es decir, del Ser Supremo  concebido simplemente como causa de la naturaleza), sería todavía muy  difícil, aun quizá imposible, sin tener medios para una adición arbitraria,  el atribuir a este Ser, por medio de pruebas sólidas, una causalidad

regulada sobre leyes morales; y sin esto, no obstante, este pretendido  concepto teológico no puede dar un concepto a la religión. Y aun cuando  se pudiera llegar a una religión por esta vía teórica, sería por el  sentimiento que ella inspiraría (y que es en esto lo esencial), bien  diferente de aquella en la cual el concepto de Dios y la convicción  (práctica) de su existencia derivan de las ideas fundamentales de la  moralidad. En efecto, si supusiéramos primero la omnipotencia, la  omnisciencia y los demás atributos del Autor del mundo, como conceptos  sacados de otra parte, para aplicar después nuestros conceptos de los  deberes a nuestra relación con este ser, estos conceptos tomarían el color  de la inocencia o de una sumisión forzada; al contrario, si la ley moral,  por el libre respeto que nos inspira y conforme al precepto de nuestra  propia razón, nos propone el objeto final de nuestro destino, admitiríamos  entre nuestras ideas morales una causa que se conformara con este objeto  y pudiese hacerlo posible, y llenos de un verdadero respeto por esta  causa, sentimiento que es necesario distinguir bien del temor físico, nos  someteríamos a ella voluntariamente150.

 

     Si se pregunta qué nos importa tener una teología en general, es claro  que no es necesaria para la extensión o a la rectificación de nuestro  conocimiento de la naturaleza, y en general para cualquiera teoría, sino  solamente para la religión, es decir, para el uso práctico, especialmente  para el uso moral de la razón, bajo el punto de vista subjetivo. Si, pues, se  halla que el solo argumento capaz de conducir a un concepto determinado  del objeto de la teología es

el argumento moral, y si se concede que este  argumento no demuestra suficientemente la existencia de Dios más que  relativamente a nuestro destino moral, es decir, bajo el punto de vista  práctico, y que la especulación queda aquí por completo extraña y no  aumenta la menor cosa del mundo la extensión de su dominio, no  solamente no nos deberá admirar, sino que no se podrá hallar la adhesión  que reclama este género de prueba insuficiente. En cuanto a la pretendida  contradicción que se podría hallar entre lo que afirmamos aquí de la  posibilidad de una teología, y lo que diría de las categorías la crítica de la  razón especulativa, a saber, que ellas no pueden producir un  conocimiento más que aplicándose a los objetos sensibles y no a lo supra-


 

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sensible, basta para disiparla notar, que las categorías aplicadas aquí a un  conocimiento de Dios, no lo son bajo el punto de vista teórico (de manera  que determinen lo que es en sí su impenetrable naturaleza), sino  solamente bajo el punto de vista práctico. Puesto que yo hallo la ocasión  para poner fin a toda falsa interpretación de esta doctrina de la crítica, que  es tan necesaria, y que con gran disgusto de los ciegos dogmáticos reduce  la razón a sus límites, añadiré aquí la aclaración siguiente:

 

     Cuando yo atribuyo a un cuerpo la fuerza motriz, y por consiguiente,  lo concibo por medio de la categoría de la causalidad, yo lo conozco por  esto mismo, es decir, determino el concepto de este cuerpo como objeto  en general, por lo que en sí (como condición de la posibilidad de esta  relación) conviene a este cuerpo como objeto de los sentidos. En efecto,  como la fuerza motriz que yo le atribuyo es una fuerza de repulsión, le es  necesario (aunque yo no coloque al lado d

e él otro cuerpo sobre el cual se  ejerza esta fuerza) un lugar en el espacio, y una extensión, es decir, que  ocupe cierta porción en aquel; además ocupa esta porción del espacio por  las fuerzas repulsivas de sus partes; y, en fin, él no tiene ley según la cual  lo ocupe (es decir, que la fuerza repulsiva de las partes debe decrecer en  la misma proporción en que crece la extensión del cuerpo, y el espacio  que llena con estas partes por medio de esta fuerza). Al contrario, cuando  yo concibo un ser supra-sensible como el primer motor, y por  consiguiente, por medio de la categoría de la causalidad aplicada a esta  determinación del mundo (el movimiento de la materia), yo no lo he de  concebir en cualquier lugar del espacio ni como extenso; yo no he de  concebirlo ni aun como existente en el tiempo, ni como existente con  otro. Yo no poseo, pues, ninguna de las determinaciones que podrían  hacerme comprender la condición de la posibilidad de la producción del  movimiento para este ser como principio. Por consiguiente, yo no lo  conozco, en manera alguna en sí por el predicado de la causa (como  primer motor), sino que yo no tengo más que la representación de una  cierta cosa que contiene el principio de los movimientos en el mundo, y  la relación de estos movimientos a este ser, como a su causa, no  suministrándome por otra parte nada que sea propio para la naturaleza de  la cosa que es causa, deja por completo vacío el concepto de esta causa.

La razón de esto es, que con predicados que no hallan su objeto más que  en el

 mundo, puedo muy bien llegar hasta la existencia de algo que  contenga el principio de este mundo, mas no basta la determinación del  concepto de este ser, en tanto que ser supra-sensible, porque este  concepto rechaza todos estos predicados. Así pues, la categoría de la  causalidad, determinada por el concepto de un primer motor, no me  enseña en manera alguna lo que es

 Dios; mas quizá sería yo más  afortunado, si buscase en el orden del mundo un medio, no solamente de  concebir su causalidad como la de una inteligencia suprema, sino el  conocerla por la determinación de este concepto, puesto que la  embarazosa condición del espacio y el tiempo aquí ya desaparece. Sin  duda la gran finalidad que hallamos en el mundo nos obliga a concebir  una causa suprema para esta finalidad, y su causalidad como la de una  inteligencia; mas no tenemos el derecho por esto de atribuirle esta  inteligencia (como, por ejemplo, podemos concebir la eternidad de Dios o  su existencia en todos los tiempos, puesto que no podemos, por otra  parte, formamos ningún concepto de la pura existencia en tanto que  magnitud, es decir, en tanto que duración, o como podemos concebir la  omnipresencia divina o la existencia de Dios en todas partes, para  explicarnos su presencia inmediata en cosas exteriores las unas a las  otras, sin que, no obstante, podamos atribuir ninguna de estas  determinaciones a Dios como algo que nos sea conocido en sí). Cuando  yo determino la causalidad del hombre, relativamente a ciertas  producciones que no son explicables más que por una finalidad  intencional, y concibiéndola como una inteligencia de este ser, no hay  razón para que yo me reduzca a esto, pues que yo puedo atribuirle este  predicado como una propiedad muy conocida, y conocerle de este modo.  Porque yo sé que las intuiciones son dadas a los sentidos del hombre, y  son subsumidas por su entendimiento bajo un concepto, y por esto bajo  una regla; que este concepto no contiene más que un signo general  (abstracción hecha de lo particular) y así es discursivo; que las reglas de  que se sirve para subsumir intuiciones dadas bajo una conciencia en  general, son suministradas por este entendimiento anteriormente a estas  intuiciones, etc.; yo atribuyo, pues, la inteligencia al hombre, como una  propiedad por la cual le conozco. Mas si es permitido, y aun inevitable,


 

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relativamente a cierto uso de la razón, concebir un ser supra-sensible  (Dios) c

omo inteligencia, no es permitido atribuírle esta inteligencia, y  lisonjearse de poderle conocer por esto como por uno de sus atributos;  porque es necesario descartar aquí todas estas condiciones, bajo las  cuales solamente yo conozco un entendimiento. Yo no puedo transportar  a un objeto supra-sensible el predicado que no sirve más que para la  determinación del hombre, y por consiguiente, yo no puedo conocer por  una causalidad así determinada lo que es Dios. Lo mismo sucede con  todas las categorías que no tienen sentido para el conocimiento, bajo el  punto de vista teórico, cuando no son aplicadas a objetos de experiencia  posible. Mas, bajo otro punto de vista, yo puedo y debo concebir aun un  ser suprasensible por analogía con un entendimiento, sin pretender  conocerlo teóricamente por esto; es cuando esta determinación de su  causalidad concierne a un efecto en el mundo que contiene un objeto  moralmente necesario, pero imposible para seres sensibles. Porque  entonces se puede fundar sobre propiedades y determinaciones de su  causalidad concebidas en él simplemente por analogía, un conocimiento  de Dios y de su existencia (una teología) que bajo el punto de vista  práctico, pero solo bajo este punto de vista (moral) tiene toda la realidad  necesaria. Hay, pues, una teología moral posible, porque si la moral  puede exceder a la teología en cuanto a sus reglas, no puede en cuanto al  objeto final que proponen estas mismas reglas, a menos que no se  renuncie a toda aplicación de la razón a la teología. Mas una moral  teológica (de la razón pura) es imposible, porque las leyes que la razón no  da por sí misma originariamente, y cuya ejecución no ordena en tanto que  facultad pura práctica, no pueden ser morales. Del mismo modo, una  física teológica no sería nada, porque no propondría leyes físicas, sino  mandatos de una suprema voluntad, mientras que una teología física  (propiamente físico-teleológica) puede al menos servir de propedéntica a  la verdadera teología, sin poderla fundar sobre sus propias pruebas,  despertando por la consideración de los fines de la naturaleza, de que  ofrece una rica materia, la idea de un objeto final que la naturaleza no  puede establecer, y por consiguiente, excitando la necesidad de una  teología que determine el concepto de Dios de una manera suficiente para  el uso práctico supremo de la razón.

 

 

FIN DE LA CRÍTICA DEL JUICIO

 

 


 

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Observaciones sobre el sentimiento de lo bello  y lo sublime

 

1764

 

Primera sección

 

De los diferentes objetos del sentimiento de lo sublime y de lo bello

 

     Los diversos sentimientos de placer o de pena, dependen menos de la  naturaleza de las cosas exteriores que los excitan, que de la sensibilidad  particular de cada hombre. De aquí proviene que los unos hallan placer  donde otros no experimentan más que disgusto, y que la pasión del amor  es muchas veces un enigma para todos, o que este es vivamente  contrariado por una cosa que es completamente indiferente a aquel. El  campo de las observaciones de estas

 particularidades de la naturaleza  humana se extiende muy lejos, y aun oculta una rica provisión de  descubrimientos tan agradables como instructivos. Yo no dirigiré mi  atención por el momento más que sobre algunos puntos notables de este  campo, y emplearé má

s bien el ojo de un observador que el de un  filósofo. Como el hombre no se encuentra feliz más que en tanto que  satisface una inclinación, el sentimiento que le hace capaz de  experimentar grandes goces, sin tener necesidad por esto de talentos  extraordinarios, no es ciertamente, poca cosa. Personas muy importantes  que no conocen autor más espiritual que su cocinero, ni obras de mejor  gusto que las que hay en su bodega, hallarán en propósitos cínicos y en  pesadas burlas, un placer tan vivo como el de que se jactan personas  dotadas de una sensibilidad muy delicada. El rico que ama la lectura de  los libros porque le distrae extraordinariamente; el mercader que no  estima otro placer que el de que goza el hombre prudente que calcula las  ventajas de su comercio; el voluptuoso que no ama las mujeres más que  por el goce físico; el aficionado a la caza que se complace en la de las  moscas, como Domiciano, o en la de las bestias salvajes, como A..., todos

tienen una sensibilidad que los hace capaces de gozar a su manera, sin  tener necesidad de envidiar otros placeres, o aun sin poder formarse una  idea de ellos; mas esto no es, sin embargo, lo que debe fijar mi atención.  Hay además un sentimiento más delicado, al cual se da este epíteto, sea  porque de él se puede gozar mucho

 más tiempo sin hastío ni fatiga; sea  porque suponga, por decirlo así, cierta irritabilidad del alma, que la hace  propia al mismo tiempo, para las buenas inclinaciones; sea, en fin, porque  anuncie talentos y cualidades superiores de espíritu mientras que, por el  contrario, los demás sentimientos pueden hallarse en el hombre más  desprovisto de ideas. Este es el sentimiento que quiero considerar bajo  uno de sus aspectos. Yo descarto de él esta inclinación para los altos  conocimientos, y este atractivo al cual un Keplero era tan sensible,  cuando decía, como Bayle refiere, que no daría uno de sus  descubrimientos por un reino. Este sentimiento es muy delicado para  entrar en esta investigación, que no tocará más que a este otro  sentimiento de los sentidos, del cual son capaces también las almas más  comunes.

 

     El sentimiento delicado que queremos examinar aquí, comprende dos  especies: el sentimiento de lo sublime y el de lo bello. Los dos nos  conmueven agradablemente, mas de diversa manera. El aspecto de una  cadena de montañas cuyas cimas cubiertas de nieve se elevan sobre las  nubes; la descripción de un violento huracán, o la pintura que nos hace  Milton del reino infernal, excitan en todos una satisfacción mezclada de  horror. Al contrario, la vista de praderas esmaltadas de flores, valles  donde revolotean ruiseñores y por donde pasan numerosos rebaños; la  descripción del Elíseo, o la pintura que hace Homero de la cintura de  Venus, nos causan también un sentimiento de placer, pero que no tiene  nada de divertido y alegre. Para ser capaz de recibir la primera impresión  en toda su fuerza, es necesario estar dotado del sentimiento de lo sublime,  y para gozar bien de la segunda, del sentimiento de lo bello. Robles  elevados y umbrías solitarias en un bosque sagrado son sublimes; tallos  de flores, pequeños zarzales y árboles dispuestos en figuras, son bellos.  La noche es sublime, el día es bello. Los espíritus que poseen el  sentimiento de lo sublime son inclinados insensiblemente hacia los


 

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sentimientos elevados de la amistad, del desprecio del mundo, de la  eternidad, por la calma y el silencio de una soirée de verano, cuando la  luz brillante de las estrellas disipa las sombras de la noche, y cuando la  luna solitaria aparece en el horizonte. El día brillante inspira el ardor del  trabajo y el sentimiento de la alegría. Lo sublime conmueve, lo bello  encanta. La figura del hombre absorbida por el sentimiento de lo sublime,  es seria y alguna vez fija y elevada. Al contrario, el vivo sentimiento de  lo bello se manifiesta por cierto esplendor brillante en los ojos, por la  sonrisa, y muchas veces por una alegría estrepitosa. Alguna vez el  sentimiento de lo sublime se halla acompañado de horror o de tristeza; en  algunos casos de una tranquila admiración, y en otros se halla ligado al de  una belleza extendida sobre un vasto plano. Yo llamaría la primera  especie de sublime, lo sublime terrible, la segunda, sublime noble, y la  tercera, sublime magnífico. Una profunda soledad es sublime, mas  sublime terrible151. De aquí viene que las soledades de una inmensa  extensión, como los pavorosos desiertos de Chamo en la Tartaria, han  llevado siempre a la imaginación a colocar en ellos sombras terribles,  duendes y fantasmas. Lo sublime debe siempre ser grande; lo bello puede  también ser pequeño. Lo sublime debe ser simple, lo bello puede ser  arreglado y adornado. Una gran altura es tan sublime como una gran  profundidad; mas esta hace estremecerse, y aquella excita la admiración.  De un lado, el sentimiento de lo sublime es terrible; de otro, es noble. El  aspecto de una pirámide de Egipto, según refiere Hasselquist, conmueve  mucho más que puede uno figurarse por una descripción escrita; mas la  arquitectura de ella es simple y noble. La iglesia de San Pedro de Roma  es magnífica. Como en este vasto y simple edificio, la belleza, por  ejemplo, el oro, los mosaicos, etc., están de tal modo repartidos que el  sentimiento que prevale es el de lo sublime, se llama este objeto  magnífico. Un arsenal debe ser noble y simple; un palacio de residencia  magnífico; un palacio de recreo, bello y adornado.

 

     Una larga duración es sublime. Si pertenece al pasado, es noble; si se  coloca en un porvenir indefinido, tiene algo de imponente. Un edificio  que se remonta a la más grande antigüedad, es respetable. La descripción

que hace Haller de la eternidad futura inspira un dulce temor, y la que  hace de la eternidad pasada, una admiración fija.

 

 

 

 

Segunda sección

 

De las cualidades de lo sublime y de lo bello en el hombre en general

 

 La inteligencia es sublime, el espíritu es bello. El atrevimiento es  sublime y grande; la astucia, pequeña, pero bella. La circunspección,  decía Cromwell, es la virtud de un burgomaestre. La veracidad y la  rectitud son simples y nobles; la burla y la adulación amable, son  delicadas y bellas. La gracia es la belleza de la virtud. La actividad  desinteresada para prestar servicios es noble; la urbanidad y la honradez,  son bellas. Las cualidades sublimes inspiran respeto; las bellas, amor. Las  personas que están principalmente dispuestas al sentimiento de lo bello,  no buscan amigos sinceros, constantes y verdaderos, más que en las  circunstancias difíciles; escogen para su sociedad amigos alegres,  amables y graciosos. Hay un hombre de tal naturaleza que se estima  mucho, demasiado para poderle amar. Inspira admiración, pero está muy  por cima de nosotros para que nos atrevamos a acercarnos a él con la  familiaridad del amor.

 

     Los que reunieran en sí las dos clases de sentimientos hallarían que la  emoción de lo sublime es más poderosa que la de lo bello, pero que fatiga  y no se puede experimentar mucho tiempo, si no alterna con esta última o  no se halla acompañada de ella152. Es necesario que los grandes  sentimientos a que se eleva algunas veces la conversación en una  sociedad escogida, se cambien de tiempo en tiempo con ligeras bromas, y  que las figuras que agradan hagan, con las figuras serias que conmueven,  un bello contraste que introduzca alternativamente y sin esfuerzo las dos  especies de sentimiento. La amistad tiene principalmente el carácter de lo  sublime, el del amor, el de lo bello. Sin embargo, la ternura y el profundo


 

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respeto que entran en el amor, le comunican cierta dignidad y cierta  elevación, mientras que la broma y la familiaridad le dan el color de lo  bello. La tragedia, según yo, se distingue principalmente de la comedia,  en que aquella excita el sentimiento de lo sublime, mientras que esta  excita el de lo bello.

 

     La primera, en efecto, nos muestra generosos sacrificios por el bien de  otros, resoluciones atrevidas, en el peligro, y una fidelidad probada. El  amor en ella es melancólico, tierno y lleno de respeto. La desgracia de  otro en ella excita en el alma del espectador sentimientos simpáticos, y  hace latir su generoso corazón; entonces somos dulcemente conmovidos,  y sentimos la dignidad de nuestra propia naturaleza. Al contrario, la  comedia pone en escena ingeniosas tramas, intrigas sorprendentes,  personas de espíritu que saben sacar partido del asunto, tontos que se  dejan engañar, bufonerías, y ridículos caracteres. El amor no tiene en ella  el aire de pena; es alegre y familiar. Aquí, sin embargo, como en otras  cosas, lo noble puede juntarse a lo bello en cierta medida.

 

     Los mismos vicios y las faltas morales toman algunas veces algunos  de los rasgos de lo sublime o de lo bello; al menos hieren así nuestros  sentidos, cuando la razón no los ha juzgado todavía. La cólera de un  hombre formidable es sublime, como la de Aquiles en la Iliada. En  general, los héroes

 de Homero son sublimes en el género terrible; los de  Virgilio, lo son en el género noble. Hay algo de noble en la venganza  abierta y atrevida que persigue un violento ultraje, y por ilegítima que  pueda ser, el relato que se nos hace de ella, nos causa una emoción  mezclada de placer y de terror. Cuando Schah Nadir fue atacado en su  tienda por algunos conjurados, Hanway refiere que exclamaba después de  haber recibido ya algunas heridas y de haberse defendido con  desesperación: Piedad, y os perdono a todos. Uno de ellos le respondía,  levantando un sable sobre él: Tú no has mostrado nunca piedad para  nadie, y no mereces ninguna. La audacia y la resolución en un malvado  son muy dañosas, pero no podemos comprender que se hable de ellas sin  estar poseído de las mismas, y entonces, aun cuando se le lleve al  suplicio, ennoblece en cierto modo, el que marche con fiereza y desdén.

Por otra parte, un proyecto de astucia bien concebido, aun cuando tenga  por objeto una picardía, encierra algo que se refiere a un fin y hace reír.  La coquetería en el buen sentido, es decir, el deseo de seducir y encantar  en una persona, por lo demás graciosa, es quizá reprensible, pero no deja  de ser bello, y se prefiere ordinariamente a una continencia reservada y  seria. El exterior que agrada en las personas, se refiere tanto al uno como  al otro sentimiento. Una alta estatura inspira la consideración y el respeto;  una pequeña, inspira más bien la confianza. Los caballos castaños y las  yeguas negras nos acercan al de lo sublime; las yeguas cardosas y los  caballos blondos

 se aproximan más al de lo bello. Una edad avanzada se  asocia bien con las cualidades de lo sublime, y la juventud con las de lo  bello. La misma distinción se aplica también a la diferencia de estados, y  hasta en los sentidos debe conservarse esta distinción. Las personas  grandes deben vestirse con sencillez cuando más con magnificencia; la  compostura y el adorno hacen mejor a las personas pequeñas. Colores  sombríos y una disposición uniforme convienen a la vejez; vestidos más  claros y de un color vivo y chillón, hacen brillar la juventud. En los  diversos estados, en igualdad de fortuna y de rango, el eclesiástico debe  mostrar la mayor sencillez, el hombre de Estado, la mayor magnificencia.  El chichisbén puede hacer la toilette que le agrade.

 

 Aun en los accidentes exteriores de la fortuna, se halla algo que, al  menos conforme a la opinión de los hombres, se refiere a estos  sentimientos. El nacimiento y los títulos hallan ordinariamente los  hombres dispuestos al respeto. La riqueza sin el mérito recibe homenajes  desinteresados, sin duda porque la idea que de ella formamos se junta a la  de las grandes cosas que ella permite realizar. Esta estima recae  ocasionalmente sobre muchos pícaros ricos, que no emprenderán jamás  nada semejante, y que no tienen la menor idea de los nobles sentimientos,  únicos que pueden hacer las riquezas estimables. Lo que agrava la  desgracia de la pobreza, es el desprecio que lleva consigo, y que el mérito  no podrá enteramente destruir, al menos a los ojos del vulgo, cuando el  rango y los títulos no engañan este sentimiento grosero de cualquier  modo para su ventaja.

 


 

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     No hay en la naturaleza humana cualidades loables en que no se pueda  ver descender por transiciones infinitas hasta el último grado de la  imperfección. La cualidad de lo sublime terrible, desde que cesa de ser  natural, viene a dar en lo raro153. Las cosas exageradas, en las que se  supone sublimidad, aunque no presenten de ella casi nada; son  necedades154; el que ama lo extravagante y cree en ello, es caprichoso155;  el gusto de las cosas exageradas hace lo extravagante156. Por otra parte, el  sentimiento de lo bello degenera; cuando está enteramente dotado de  nobleza, viene a ser insípido157. Un hombre que cae en este defecto,  cuando es joven, es un bobalicón158; en una edad mediana es un fatuo159.

 

     Y como es principalmente a la vejez a la que es necesario lo sublime,  un viejo fatuo, es la criatura más despreciable del mundo, lo mismo que  un joven extravagante es lo más insoportable. La broma y el chiste se  refieren al sentimiento de lo bello. Sin embargo, se puede mostrar en esto  mucha razón , y por ello referirlos más o menos a lo sublime. Aquel cuya  gracia no anuncia esta marcha, bromea160, el que bromea sin cesar, es un  simple161. Se ven algunas veces personas prudentes bromear, y no es  necesario poco espíritu para hacer descender la razón de su puesto sin  causar ningún daño. Aquel cuyos discursos y acciones no distraen ni  entretienen, es fastidioso162. El fastidioso que busca, sin embargo, hacer  lo uno o lo otro, es insípido163. El insípido orgulloso, es un necio164 y 165.

 

 Yo quiero hacer un poco más clara, por medio de ejemplos, esta  singular investigación de las debilidades humanas, porque cuando no se  tiene el buril de Hogarth, es necesario suplir con descripciones lo que  falta a la expresión del dibujo. Afrontar resueltamente los peligros para  defender los derechos de su patria o de sus amigos, es sublime. Las  cruzadas y la antigua caballería, eran raras; los duelos, miserables restos  de las falsas ideas que ésta se había formado del honor, son necedades.  Retirarse tristemente del ruido del mundo porque nos hallamos  justamente fatigados, es noble. La piedad solitaria de los antiguos  anacoretas, era rara. Refrenar sus pasiones por principios, es sublime. Las  maceraciones, los votos y las demás virtudes monacales, son necedades.  Huesos santos, madera santa y otras bagatelas de este género,

comprendiendo entre ellos los santos escrementos del gran Lama del  Thibet, son necedades. Entre las obras del espíritu y del sentimiento, los  poemas épicos de Virgilio y de Klopstok, entran en el género noble, los  de Homero y de Milton, en lo gigantesco166. Las Metamorfosis de Ovidio,  son necedades, y todas las necedades de este género, los cuentos de hadas  nacidos de la chochez francesa, son los más miserables que se puede  imaginar. Las poesías de Anacreonte se hallan muy cerca de las que se  dicen tonterías.

 

     Las obras de inteligencia, en tanto que los objetos a que se consagran  tienen también alguna relación con el sentimiento, se distinguen por los  mismos caracteres. La idea matemática de la magnitud inmensa del  universo, las meditaciones de la metafísica sobre la eternidad, la  Providencia, la inmortalidad del alma, tienen cierta dignidad y contienen  algo de sublime. En desquite la filosofía se deshonra muchas veces con  vanas sutilezas, y sea cualquiera la profundidad que parezcan anunciar,  las cuatro figuras silogísticas, no merecen menos ser colocadas entre las  necedades de la escuela.

 

 En las cualidades morales, la virtud solo es sublime. Hay, sin  embargo, buenas cualidades morales que son amables y bellas, y que  conformándose con la virtud, pueden considerarse como nobles, sin tener  precisamente el derecho de ser colocadas en el número de los  sentimientos virtuosos. Este juicio puede parecer, sutil y embrollado;  expliquémonos. No se puede ciertamente llamar virtuosa esta disposición  de espíritu, que es el origen de ciertas acciones, a las cuales podría la  virtud inclinarse también, pero que derivando de un principio que no se  conforma más que accidentalmente con la virtud, puede también por su  naturaleza misma, hallarse en contradicción con las reglas universales de  la misma. Cierta ternura del corazón, que se cambia fácilmente en un  vivo sentimiento de compasión, es bella y amable, porque ella anuncia  esta benevolente simpatía por la suerte de otros hombres, a la cual,  tienden igualmente los principios de la virtud. Mas esta pasión  benevolente, es débil, y siempre ciega. Suponed, en efecto, que os obliga  a socorrer con vuestro dinero a un desgraciado, pero que hayáis contraído


 

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una deuda para con nosotros, y que os habéis colocado por ella fuera de  poder

 cumplir el estrecho deber de la honradez; evidentemente vuestra  acción no ha podido provenir de una disposición verdaderamente  virtuosa, porque una disposición tal no os habría llevado a sacrificar al  entrañamiento de la emoción, una obligación más sagrada. Si, por el  contrario, la benevolencia universal proviene en vosotros de un principio,  al cual subordináis todas vuestras acciones, la piedad por los  desgraciados, subsiste siempre, pero considerándola bajo un punto de  vista más elevado, le conserváis su verdadero puesto en el conjunto de  nuestros deberes; porque si la benevolencia general es un principio de  simpatía por los males de nuestros semejantes, es también un principio de  justicia, que os ordena no practicar esta acción. Desde que este  sentimiento ha tomado el carácter de universalidad que le conviene, es  sublime, pero más frío. Porque no es posible que nuestro corazón esté  lleno de ternura por todo hombre, y que cada nueva desgracia extraña le  sumerja en la pena; además, el hombre virtuoso no cesaría de derretirse  en lágrimas como Heráclito, y toda esta bondad de corazón , no serviría  más que para hacer un tierno perezoso167.

 

     En el número de los buenos sentimientos que son bellos y amables sin  ser el fundamento de una verdadera virtud, es necesario contar también la  complacencia, o esta inclinación que nos lleva a hacernos agradables a  los demás, mostrándoles amistad, accediendo a sus deseos, y  conformando nuestra manera de ser con sus sentimientos. Esta afabilidad  seductora es bella, y la flexibilidad de un corazón donde reina denota la  bondad. Mas está tan lejos de ser una virtud, que si principios superiores  no le fijan límites y no le debilitan, puede engendrar todos los vicios.  Porque sin considerar que esta complacencia, por las personas que  tratamos viene a ser muchas veces injusticia, para aquellas que viven  fuera de este pequeño círculo, un hombre que se entregase por completo a  esta inclinación, podría tomar todos los vicios sin estar naturalmente  dispuesto a ello sino por el deseo de agradar. Así es que, por efecto de  una muy amable complacencia, vendría a ser embustero, holgazán,  borracho, etc., porque no obra conforme a reglas de buena conducta, sino

conforme a una inclinación que es bella en sí, pero que viene a ser  insípida cuando no tiene sostén ni principios.

 

     La virtud no puede, pues, ser ingerida más que sobre principios que la  hagan tanto más sublime y tanto más noble cuanto son más generosos.  Estos principios no son reglas especulativas, sino la conciencia de un  sentimiento que existe en el corazón de todo hombre, y que se extiende  mucho más lejos que los principios particulares de la piedad y de la  complacencia. Yo creo abrazarlo todo, llamando este sentimiento el  sentimiento de la belleza y de la dignidad de la naturaleza humana. El  sentimiento de la belleza de la naturaleza humana es el principio de la  benevolencia universal, el de su dignidad, el de la estima universal; y si  este sentimiento toca a su más alta perfección en el corazón de alguno,  este hombre se amará y se estimará, pero solamente, como uno de  aquellos a los cuales se extiende su vasto y noble sentimiento.

 

 Esto no es que, subordinado a una inclinación tan general nuestras  inclinaciones particulares, podamos asignar ciertas proporciones a  nuestras inclinaciones benevolentes y adquirir esta noble creencia que es  la belleza de la virtud.

 

 Considerando la debilidad de la naturaleza humana y la poca  influencia que

 el sentimiento moral universal habla de ejercer sobre la  mayor parte de los corazone

s, la Providencia ha puesto en nosotros, como  suplementos a la virtud, estas inclinaciones auxiliares que, llevando a  bellas acciones ciertos hombres poco capaces de dirigirse conforme a  principios, pueden servir también para estimular a los demás. La piedad y  la complacencia son principios de bellas acciones, que serían quizá  ahogadas sin esto por el interés personal; pero estos no son, como hemos  visto, principios inmediatos de virtud, aunque sean ennoblecidos por su  parentesco con la virtud y aunque tomen su nombre. Yo puedo, pues,  llamarlas virtudes adoptivas, para distinguirlas de aquella que se funda  sobre principios, y que es la verdadera virtud. Aquellas son bellas y de  atractivo, ésta sola es sublime y respetable. Se llama buen corazón el  natural en que reinan los buenos sentimientos, y bueno, el hombre que


 

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posee este natural; mientras que se atribuye con razón un noble corazón a  aquel que es virtuoso por principios, y se le da el título de hombre de  bien. Estas virtudes adoptivas tienen al menos una gran semejanza con la  verdadera, en que contienen el sentimiento de un placer inmediatamente  ligado a las acciones buenas y benévolas. El hombre bueno sin ninguna  mira ulterior, y por un efecto inmediato de su complacencia, os mostrará  la dulzura y la honradez y experimentará una piedad sincera por la  desgracia de otro.

 

     Mas como esta simpatía moral no basta todavía para llenar la pereza  natural del

 hombre para obrar por razón del interés general, la  Providencia ha puesto todavía en nosotros cierto sentimiento delicado  destinado a excitarnos o a servir de contrapeso al grosero egoísmo y a las  voluptuosidades vulgares. Quiero decir el sentimiento del honor y de su  consecuencia, la vergüenza. La opinión que los demás pueden tener de  nuestro mérito y el juicio que pueden formar sobre nuestra conducta, son  motivos muy poderosos y que obtienen de nosotros muchos sacrificios, y  lo que la mayor parte de los hombres no hubiera hecho, ni por un  movimiento inmediato de bondad, ni por respeto a los principios, sucede  muchas veces por efecto de una simple deferencia a la opinión, muy útil,  pero también muy superficial de los demás hombres, como si el juicio de  otro determinara nuestro mérito y el de nuestras acciones. Lo que sucede  por este impulso no es en manera alguna virtuoso; así el que quiere pasar  por tal, oculta cuidadosamente el motivo que lo determina. Este impulso  no está tan cerca de la verdadera virtud como la bondad, porque no es  inmediatamente determinado por la belleza de las acciones, sino por el  estado que produce en otro. Yo puedo, pues, como el sentimiento del  honor es un sentimiento delicado, llamar todo lo que este sentimiento  produce semejante a la virtud, una brillante apariencia de virtud168.

 

     Si comparamos los diferentes naturales de los hombres, en tanto que  una de estas tres especies de sentimiento domina y determina su carácter  moral, hallaremos que cada una de ellas se halla estrechamente ligada con  uno de los temperamentos que se distinguen ordinariamente, y que  además, el defecto del sentimiento moral es principalmente el propio del

flemático. Esto no es que el signo característico de estos diversos  naturales descanse sobre los rasgos que consideramos aquí, porque en la  distinción que se hace ordinariamente, se piense principalmente en los  sentimientos más groseros, como en el interés personal, la voluptuosidad  vulgar, etc., que no debemos examinar en este tratado. Mas los  sentimientos morales más delicados que estudiamos, pueden muy bien ir  con tal o cuál de estos temperamentos, y se hallan ligados a ellos la  mayor parte del tiempo.

 

     Un sentimiento íntimo de la belleza y de la dignidad de la naturaleza  humana, la resolución y la fuerza de referir a ella todas sus acciones  como a un principio universal, son cosas serias y que no conforman ni  con un carácter jovial y ligero, ni con la movilidad de un aturdido. Se  aproximan aun a la melancolía, en tanto que este sentimiento dulce y  noble nace del temor que experimenta un alma en presencia de ciertos  obstáculos, cuando llena de una gran resolución, ve los peligros a que  debe sobreponerse, y que tiene ante sus ojos una difícil, pero grande  victoria que obtener sobre sí misma. La verdadera virtud, la que se funda  sobre principios, lleva en sí algo que parece conformar con el carácter  melancólico, en el sentido templado de la palabra.

 

     La bondad, esta belleza y esta sensibilidad delicada del corazón que  viene a ser en los casos particulares piedad o benevolencia, según la  ocasión,

 está sometida al cambio de las circunstancias, y como el  movimiento del alma no depende en esto de un principio general, toma  fácilmente diversas formas, según que los objetos se presenten bajo tal o  cuál aspecto. Cuando esta inclinación tiende a lo bello, parece unirse más  naturalmente al temperamento que se llama sanguíneo, el cual es ligero y  entregado a los placeres. En este temperamento es en donde habríamos de  buscar las cualidades amables que hemos llamado virtudes adoptivas.

 

     El sentimiento del honor es ordinariamente mirado como un signo de  complexión colérica, y podemos hallar aquí ocasión de investigar, para  retratar tal carácter, las consecuencias morales de este sentimiento


 

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delicado, que la mayo

r parte del tiempo no tiene por objeto más que la  envidia de brillar.

 

 No hay hombre en el cual no se halle algún rasgo de sentimiento  delicado, pero el carácter más desprovisto de esta especie de sentimiento,  aquel en que se nota principalmente lo que se llama relativamente  insensibilidad, es el carácter flemático, que se mira aun como privado de  los móviles más groseros, tales como el amor al dinero, etc., móviles que  podemos, en todo caso, dejar, porque no entran en este plan.

 

     Consideremos, sin embargo, más de cerca los sentimientos de lo bello  y lo sublime, principalmente en tanto que son morales, en sus relaciones  con la división establecida de los temperamentos.

 

     Aquel cuya sensibilidad se inclina a lo melancólico, no se llama así  porque se prive de los goces de la vida y se abandone a una sombría  tristeza, sino porque sus sentimientos le llevarán más bien hacia este  estado que a ningún otro, si se elevan a cierto grado, o si reciben por  cualquiera causa una falsa disección. Hay, principalmente, el sentimiento  de lo sublime. La misma belleza, a la cual nos mostramos muy sensibles,  no debe solamente encantarle, es necesario que le conmueva,  inspirándole la admiración. El goce de los placeres es más serio en él, sin  que por esto sea menor. Las emociones de lo sublime tienen algo de más  seductor para él que los frívolos atractivos de lo bello. Su bienestar tendrá  más contento que viveza. Es constante; así subordina sus sentimientos a  los principios. Aquellos se hallan tanto menos sujetos a la inconstancia y  al cambio, cuanto estos son más generosos, y cuanto el sentimiento que  debe dominar los demás es más extenso. Todos los principios particulares  de las inclinaciones se hallan sometidos a muchas excepciones y  vicisitudes, cuando no derivan de este modo, de un principio superior. El  vivo y amable Alcesto dice: «Yo amo y estimo a mi mujer, porque es  bella, halagüeña y sensata.» Mas si una enfermedad la desfigura, o la  edad la vuelve adusta, o si cuando se haya disipado el primer encanto no  os parece más sensata que otra, ¿qué sucederá? ¿Qué vendrá a ser vuestra  inclinación cuando no tenga pretexto? Ved, al contrario al sabio y

benévolo Adrasto que se dice a sí mismo: «Yo mostraré a esta persona  afección

y estima, porque es mi mujer.» Esta manera de pensar es noble y  generosa. Los atractivos efímeros tienen bella desaparición; ella no es  menos su mujer. El noble principio subsiste, y no está sometido a las  circunstancias exteriores. Tal es el carácter de los principios comparados  con los movimientos que hacen nacer las circunstancias exteriores; y tal  es el hombre que obra conforme a principios, comparado con el que  sorprende la ocasión de un buen y generoso movimiento. ¿Qué será, pues,  si la voz de su corazón habla así? Yo debo socorrer este hombre, porque  sufre; esto no es que sea mi amigo o compañero; esto no es que yo lo crea  capaz de pagar un día mi beneficio con su reconocimiento; no se trata en  este momento de razonar o de concretarse a cuestiones; es un hombre, y  todo lo que toca a los hombres me toca también. Su conducta se apoya  entonces sobre el más alto principio de benevolencia que puede haber en  la naturaleza humana, y es por completo sublime, tanto por la  invariabilidad de este principio como por la universalidad de su  aplicación.

 

     Continúo mis observaciones. El hombre de un humor melancólico, se  inquieta poco por el juicio de los demás, y de lo que ellos puedan tener  por bueno o verdadero; no se fía más que de sus propias luces; como da a  sus motivos el carácter de principios, no es fácil reducirle o llevarle a  otras ideas; su constancia degenera en obstinación alguna vez. Ve con  indiferencia el cambio de las modas, y desprecia su efecto. La amistad es  un sentimiento que le conviene, porque es sublime. Puede muy bien  perder un amigo inconstante; mas éste no lo perderá tan pronto; el  recuerdo mismo de una amistad extinguida es todavía respetable a sus  ojos. Para él la afabilidad es bella, pero un silencio elocuente es sublime.  Guarda fielmente sus secretos y los de los demás. Halla la veracidad  sublime, y odia la mentira y la disimulación. Tiene un elevado  sentimiento de la dignidad de la naturaleza humana. Se estima a sí  mismo, y tiene a cada hombre por una criatura que merece la estima. No  soporta ninguna baja servidumbre, y su noble corazón no respira más que  por la libertad. Todas las cadenas le son odiosas, desde las cadenas  doradas que se llevan al cuello, hasta las de pesado hierro que se llevan


 

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en los presidios. Es un juez severo para sí mismo y los demás, y le  hallaréis de una vez descontento de sí mismo y disgustado del mundo.

 

 Cuando este carácter viene a degenerar, la gravedad inclina a la  tristeza, la piedad al fanatismo, el amor de la libertad al entusiasmo. La  ofensa y la injusticia encienden en él el deseo de la venganza; entonces es  muy formidable, porque desafía el peligro y desprecia la muerte. Si su  sensibilidad se halla turbada, y su razón no está suficientemente  esclarecida, cae en lo raro. Inspiraciones, apariciones, tentaciones, todas  estas cosas le asaltan. Su inteligencia es todavía más débil, cae todavía  más bajo, en las necedades. Sueños proféticos, presentimientos y  milagros, he aquí lo que hay para él. Corre el riesgo de llegar a lo  caprichoso o extravagante.

 

     En el hombre cuyo temperamento es sanguíneo, el sentimiento de lo  bello domina. Así sus amigos son alegres y vivos. Si no se manifiesta  alegre, es que está descontento; porque no sabe casi encerrar en sí mismo  su satisfacción. Halla la variedad bella, y ama el cambio. Busca la alegría  en sí mismo y alrededor de sí; alegra a los demás, y se muestra buen  compañero. Tiene mucha simpatía moral. Goza con la alegría de los  demás, y padece con sus pesares. Su sentimiento moral es bello; mas no  descansa sobre principios; al contrario, depende siempre inmediatamente  de la impresión del momento. Es amigo de todos los hombres, o lo que  viene a ser lo mismo, no es propiamente amigo de nadie, aunque sea  bueno y benévolo. No disimula. Hoy tendrá para nosotros maneras  afables y amistosas, y mañana, si estamos enfermos o en la desgracia, se  hallará verdadera y sinceramente enternecido, pero se separará de  nosotros dulcemente, hasta que las circunstancias hayan cambiado. No  hagáis jamás de él un juez; las leyes son ordinariamente muy severas para  él, y se deja seducir por las lágrimas. Es un santo malvado, porque no es  ni absolutamente bueno, ni absolutamente malo. Se extravía muchas  veces, y viene a ser vicioso, más por complacencia que por inclinación.  Es generoso y bienhechor, mas paga mal a sus acreedores, porque tiene  más bien bondad que sentimiento de la justicia. Nadie tiene tan buena  opinión de su corazón , como él mismo. Aun cuando no tiene mucha

estima para sí, no se deja de amar. Cuando su carácter declina, cae en lo  insípido, es decir, en las bagatelas y en las puerilidades. Si la edad no  disminuye su vivacidad o no le da más inteligencia, corre el riesgo de  venir a ser un viejo fatuo.

 

     Aquel a quien se atribuye una naturaleza colérica, tiene un sentimiento  dominante por esta especie de sublime, que se puede llamar lo magnífico.  Lo

 magnífico es propiamente como la aparencia de lo sublime, o como  un color muy

 chillón que nos oculta el interior de la cosa o de la persona,  el cual es quizás ordinario y malo, y nos engaña y atrae por el aparato  exterior. Del mismo modo que un edificio recubierto de una materia que  representa piedras talladas, produce una impresión tan grande como si  fuera construido de esta manera, y las cornisas y las pilastras despiertan  en nosotros la idea de la solidez, aunque no tengan sostén, y ellas no  sostengan nada; del propio modo brillan las virtudes ficticias, oropel de  sabiduría y mérito en pintura.

 

     El colérico juzga su propio mérito y el valor de sus acciones conforme  a la apariencia que pueden tener a la vista de los demás. Es indiferente a  la, cualidad interior de las cosas y a los motivos de las acciones; no se  halla animado de ninguna verdadera benevolencia, ni atraído por la  estima169. Su conducta es artificial. Es necesario que sepa colocarse en  diferentes puntos de vista, a fin de juzgar el efecto que producirá según  las diversas posiciones del espectador, porque no se inquieta de lo que es,  sino de lo que aparece. Es necesario que conozca bien el efecto que su  conducta debe producir fuera, sobre el gusto en general, y las diversas  impresiones que hará nacer. Como esta atención y esta prudencia exigen  mucha sangre fría y no dejarse cegar por el amor, la piedad ni la simpatía,  se evitará también muchas locuras y disgustos en los cuales cae el  hombre de temperamento sanguíneo que se entrega al entrañamiento del  primer sentimiento. Así parece ordinariamente más razonable que lo es  en efecto. Su benevolencia no es más que urbanidad; su estima,  ceremonia; su amor, lisonja estudiada. Está siempre satisfecho de sí  mismo, cuando toma el aire de un amante o de un amigo, y no es jamás ni  lo uno ni lo otro. Busca el brillar por todos modos; mas como todo en él


 

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es artificial y ficticio, es ruin y pequeño. Obra conforme a princi

pios más  que el de temperamento sanguíneo, que no se conmueve más que por  impresiones accidentales; pero sus principios no son los de la virtud;  estos son los del honor. No tiene el sentimiento de la belleza o el del  valor de sus acciones, sino que no piensa más que en el juicio que de él  formará el mundo. Como su conducta, cuando no se ven sus motivos; es  por lo demás casi tan generalmente útil como la virtud misma, obtiene del  vulgo la misma estima que el hombre virtuoso, mas él se oculta  cuidadosamente a los ojos más penetrantes, porque sabe que el  descubrimiento de los motivos que le determinan secretamente, le  quitarían la estima. Así está muy sujeto a la disimulación; hipócrita en  religión, adulador en el trato social, cambiando según las circunstancias  en los partidos políticos. Se hace voluntariamente esclav

o de los grandes,  para venir a ser por este medio el tirano de los pequeños. La ingenuidad,  esta bella y noble simplicidad que lleva el sello de la naturaleza y no del  arte, le es completamente extraña. Es por lo que cuando sa gusto  degenera, el estrépito que produce viene a dar en gritos, es decir, brilla de  una manera desagradable. Su estilo y su compostura caen entonces en un  galimatías y en la exageración, especie de necedad que es para lo  magnífico lo que lo bizarro o lo fantástico, es a lo sublime serio. Cuando  está ofendido, recurre a los duelos o a los procesos, y en sus relaciones  civiles no se ocupa más que de sus antepasados, de su rango y de sus  títulos. En tanto que no es más que vano, es decir, en tanto que no busca  más que el honor y no piensa más que en agradar a la vista, es ya  insoportable; mas si falto de toda superioridad real y de todo talento, está  lleno de orgullo, viene a ser precisamente, como él más temería aparecer,  un loco.

 

     Como en el carácter flemático no entra ningún elemento de lo sublime  o de lo bello, al menos en un grado que merezca llamar la atención, este  carácter no pertenece al conjunto de nuestras observaciones.

 

     De cualquier especie que sean los sentimientos delicados de los que  nos hemos ocupado hasta aquí, que sean sublimes o bellos, es su suerte  común de aparecer siempre falsos y absurdos a aquel que no es

decididamente llevado a ellos por la naturaleza. Un hombre que no ama  más que las ocupaciones tranquilas y útiles, falto, por decirlo así, de  órganos para sentir lo que hay de noble en un poema o en una virtud  heroica, prefiere Robinson a Grandisson, y Catón no es para él más que  un loco obstinado. Del mismo modo, personas de un natural más serio  hallan insípido lo que es un atractivo para los demás, y la simplicidad  ingenua de una pastoral o égloga les parece insípida y pueril. Y aun los  que no están enteramente privados de estos sentimientos delicados son  afectados por ellos de muy diversas maneras, y se ve que este halla noble  y lleno de confianza lo que aquel halla grande, pero bizarro. Las  ocasiones que hemos tenido de observar el gusto en cosas que no tienen  carácter moral, nos suministran el medio de deducir con bastante  verosimilitud el carácter de las facultades superiores de su espíritu, y aun  de los sentimientos de su corazón. Yo supondría muy bien que aquel que  hallara el fastidio en una bella música, no es muy sensible a las bellezas  del arte de escribir, o a las delicadas seducciones del amor.

 

 Hay cierto espíritu de bagatelas170 que anuncia una especie de  sentimiento delicado directamente opuesto a lo sublime. Es el gusto de  las cosas que suponen mucho arte y piden mucho trabajo, como los  versos que se pueden leer al revés, enigmas, sortilegios, logogrifos, etc.  Este es el gusto de todo lo que es compuesto y arreglado con mucho  ingenio, mas sin ningún objeto de utilidad, por ejemplo, libros  cuidadosamente arreglados sobre las largas tablas de una biblioteca,  donde se pasea una cabeza vacía que se concreta a mirarlos;  departamentos adornados como los gabinetes de óptica, sostenidos con la  mayor propiedad, más habitados por un huésped duro y díscolo. Es el  gusto, en fin, de todo lo que es raro, por mediano que pueda ser por otra  parte su valor intrínseco, como la lámpara de Epicteto, un guante del rey  Carlos XII, y bajo cierto respecto las medallas. Se puede suponer que los  que tienen estos gustos son quisquillosos y raros en la ciencia, y que no  tienen en sus costumbres el sentimiento de lo que es bello y noble en sí.

 

 Nosotros tenemos muchas veces la culpa de acusar a los que no  perciben el valor o la belleza de lo que nos inspira o nos encanta, por no


 

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comprenderlo. No se trata tanto aquí de lo que comprende nuestra  inteligencia, como de lo que experimenta nuestra sensibilidad. Sin  embargo, las facultades del alma se hallan tan íntimamente ligadas, que  se puede las más veces juzgar de los dones del espíritu por la manera en  que el sentimiento se manifiesta. Porque es en vano que estos dones  hubieran sido prodigados a aquel que no tuviera al mismo tiempo un vivo  sentimiento de lo que es verdaderamente noble o bello, y que no hallara  en esto un móvil para hacer de estos dones un uso bueno y legítimo171.

 

     Se llama ordinariamente útil, lo que puede satisfacer las necesidades  más groseras, como lo que puede procurarnos lo superfluo en la comida y  la bebida, o el lujo en nuestro vestido, en nuestros muebles, y la  prodigalidad en los festines. Yo no veo, sin embargo, por qué no se pone  entre las cosas útiles igualmente todo lo que nos hacen desear nuestros  más vivos sentimientos. Si se estima todo sobre esta base, el que no tiene  otra guía que el interés personal, no será jamás un hombre con quien se  pueda razonar sobre las cosas que exigen un gusto delicado. Para este  hombre una gallina valdrá ciertamente más que un papagayo, una holla  de hierro más que un vaso de porcelana, un labrador más que todas las  cabezas sabias del mundo, y tendrá como una gran falta el darse tanto  trabajo para descubrir la distancia de las estrellas fijas, como por no haber  hallado el mejor medio de servirse de la carne. ¡Mas qué locura discutir  aquí, puesto que nuestros sentimientos no se conforman, y es imposible  ponerlos de acuerdo! Sin embargo, no es el hombre, por groseros y  vulgares que sean sus sentimientos, el que no puede apercibirse de que  los encantos y goces de la vida; los menos indispensables en apariencia,  atraen casi todos nuestros cuidados, y que si queremos excluirlos, casi  todos nuestros esfuerzos serían sin motivo y sin objeto. Del mismo modo  no hay nadie bastante grosero para no presentir que una acción moral, al  menos en otro, nos atraerá tanto más cuanto sea desinteresada, y cuanto  sus motivos sean más nobles.

 

 Cuando yo observo alternativamente la parte noble y la débil del  hombre, me repruebo a mí mismo de no poderme colocar bajo el punto de  vista en que se ven armonizarse estos contrastes, de manera que den un

carácter imponente al gran cuadro de la naturaleza humana. Porque yo no  ignoro que las posiciones más grotescas, referidas al gran plan de la  naturaleza, no pueden causar más que una noble impresión, aunque  tengamos la vista muy corta para recibirlas bajo este respecto. Sin  embargo, para tirar un golpe de vista rápido sobre este plan, yo creo  poder agregar las observaciones siguientes. Aquellos de entre los  hombres que obran conforme a principios, son poco numerosos, y esto es  un bien en definitiva, porque es fácil extraviarse en estos principios, y el  daño que de esto resulta, es tanto mayor, cuanto los principios son más  generosos, y la persona que somete a ellos su conducta es más constante.  Los que obedecen a buenas inclinaciones, son más numerosos, y esto es  excelente, aunque no se pueda casi hacer de ello un mérito para los  individuos; porque si estos instintos virtuosos engañan alguna vez,  atestiguan el uno en el otro, el gran objeto de la naturaleza, como los  otros instintos que dirigen tan regularmente el mundo animal. Los que  tienen siempre ante los ojos su querido yo, y refieren a él todos sus  esfuerzos, y para el que el interés personal es un gran eje alrededor del  cual quisieran hacer girar todo, son los más numerosos; y no se puede en  esto tener nada más ventajoso, porque estos son los más activos, los más  arreglados y los más prudentes. Dan a todo la consistencia y la solidez,  concurriendo, sin quererlo, a la utilidad general, y suministrando los  materiales y los fundamentos sobre los cuales almas más delicadas  pueden esparcir la belleza y la armonía. En fin, el amor del honor está en  todos los corazones, aunque diversamente distribuido, lo que debe dar al  conjunto una belleza arrebatadora. Porque aunque la ambición sea una  locura, cuando se hace de ella la regla única a la cual se refieren todas sus  demás inclinaciones, ello es, sin embargo, excelente como móvil auxiliar.  En efecto, obrando en este gran teatro conforme a sus inclinaciones  dominantes, cada uno obedece al mismo tiempo a un móvil secreto que le  lleva a colocarse en un punto de vista extraño, para poder juzgar la  impresión que su conducta debe producir sobre los demás. Así es, que los  diversos grupos se reunirán en un cuadro de un magnífico efecto, en  donde la unidad reine en medio de la variedad, y en cuyo conjunto  sobresalgan la belleza y la unidad de la naturaleza humana.

 


 

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Tercera sección

 

De la diferencia de lo sublime y de lo bello en la relación de los sexos

 

     El primero que comprendió todas las mujeres bajo la denominación de  bello sexo, quiso quizá decirles algo lisonjero, mas sin duda lo encontró  más justo que lo creía él mismo. Porque sin considerar que su figura es en  general más fina, sus rasgos

 más delicados y más dulces, su fisonomía  más significativa y de más atractivo en la expresión de la amistad, de la  broma y de la afabilidad que entre los hombres, y sin hablar de esta virtud  mágica y secreta por la cual nos disponen y nos apasionan para juzgarlas  de una manera favorable, se nota principalmente en el carácter de este  sexo rasgos particulares que lo distinguen claramente del nuestro, y que  son principalmente notados con el sello de la belleza. De otro lado,  nosotros podríamos reivindicar la denominación de sexo noble, si no  fuera deber de un noble carácter el rechazar los títulos de honor, y querer  mejor darlos que recibirlos. Esto no significa que se deba entender por  esto que a la mujer falten cualidades nobles, o que el hombre no pueda  tener ninguna especie de belleza; al contrario, se quiere que cada sexo  reúna estos dos géneros de cualidades, mas de tal suerte, que en la mujer  todas las otras ventajas concurran a revelar el carácter de la belleza, al  cual debe referir todo lo demás; mientras que por el contrario, lo sublime  debe ser el signo característico del hombre, y dominar visiblemente todas  sus cualidades. Tal es el principio que debe dirigir todos nuestros juicios,  sean de censura o de elogio, sobre los dos sexos; el mismo que hay que  tener en cuenta en toda educación, en todo esfuerzo emprendido para  conducir el uno al otro a su perfección moral, si no se quiere borrar  enteramente esta diferencia halagüeña que la naturaleza ha puesto entre  ellos. Porque no basta representarse que hay criaturas humanas ante  nuestra vista; no se debe olvidar que estas criaturas no son todas del  mismo género.

 

     Las mujeres tienen un sentimiento innato y poderoso por todo lo que  es bello, elegante y adornado. Ya en la infancia aman ellas la compostura.  Son propias y muy sensibles para todo lo que puede causar gu

stos. La  lisonja les agrada, y se les puede entretener con bagatelas, con tal de que  estén alegres y contentas. Tienen, desde muy temprano, maneras  modestas; saben darse un aire fino, y poseerse por sí mismas en una edad  en que la juventud más elevada del otro sexo es todavía intratable, torpe y  embarazada. Tienen mucha simpatía, bondad y compasión. Prefieren lo  bello a lo útil: así son voluntariamente económicas para lo superfluo de  sus gastos de manutención, con el fin de poder gastar más en su toilette y  compostura. Son muy sensibles a la más pequeña ofensa, y muy hábiles  para notar la más ligera falta de atención y de estima. En una palabra,  representan en la naturaleza humana el predominio de las bellas  cualidades sobre las nobles, y sirven aun para civilizar al sexo masculino.

 

     Se me dispensará, así lo espero, de la enumeración de las cualidades  de los hombres análogas a las de que he hablado, y nos contentaremos  con considerarlas, refiriendo las unas a las otras. «El bello sexo tiene  tant

o espíritu como el sexo masculino, pero es del bello espíritu, mientras  que el nuestro es un espíritu profundo, expresión idéntica a la de lo  sublime.»

 

     Es propio de las acciones bellas indicar una gran facilidad, y parecer  que se han ejecutado sin ningún trabajo; al contrario, grandes esfuerzos,  dificultades enormes, excitan la admiración y pertenecen a lo sublime.  Profundas reflexiones, una contemplación larga y sostenida son nobles,  pero difíciles, y no convienen casi a una persona cuyos encantos naturales  no nos deban dar otra idea que la de la belleza. Estudios fastidiosos,  penosas investigaciones, por lejos que una mujer las lleve, borran las  ventajas propias de su sexo; podrá muy bien llegar a ser, a causa de la  rareza del hecho, el objeto de una fría admiración, mas también  comprometerá en esto sus encantos, que le dan tan gran poder sobre el  otro sexo. Una mujer que tiene la cabeza llena de griego, como madama  Dacier, o que emprende sabias disertaciones sobre la mecánica, como la  marquesa del Chatelet, haría muy bien en llevar barba, porque esto


 

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expresaría quizá todavía más bien el profundo saber que la ambición. El  bello espíritu escoge por objeto todo lo que toca a los sentimientos más  delicados; abandona las especulaciones abstractas y los conocimientos  útiles pero áridos para el espíritu laborioso, sólido y profundo. Así las  mujeres no aprenderán la geometría; ellas no sabrán del principio de la  razón suficiente o de las mónadas más que lo que les sea necesario para  sentir el chiste esparcido en las sátiras de los pequeños críticos de nuestro  sexo. Las bellas pueden dejar turnar los torbellinos de Descartes, si  inquietarse, cuando aun la amable Fontanelle querría acompañarlos en  medio de los planetas. Ellas no perderán nada del poder de sus encantos,  por ignorar todo lo que Algarotti se ha tomado el trabajo de escribir para  las mismas sobre las fuerzas atractivas de la materia conforme al sistema  de Newton. En la historia, ellas no se llenarán la cabeza de batallas, y en  la geografía de plazas fuertes; porque les conviene tan poco sentir el  viento del cañón, como a nosotros sentir el almizcle.

 

     Se dirá que por una astucia maliciosa, los hombres quieren inspirar al  bello sexo este mal gusto. Porque sintiendo bien su debilidad para con los  encantos naturales de este sexo, y sabiendo que una

 sola mirada maligna  les turba mucho más que la cuestión más difícil, saben también

 que,  desde que las mujeres siguen este gusto, encuentran su superioridad y  adquieren una ventaja que muy difícilmente habrían obtenido sin eso, la  de halagar con una generosa indulgencia la sensibilidad de su vanidad. El  objeto de la ciencia de las mujeres es principalmente la especie humana,  y en ella el hombre en particular. Su filosofía no es razonar, sino sentir.  Es necesario no perder de vista esta verdad, si se quiere darles ocasión a  mostrar su bella naturaleza. No se debe pretender desenvolver su  memoria, sino sus sentimientos morales, y esto, no por medio de reglas  generales, sino por el resultado de acciones particulares, sobre las cuales  se apelará a su juicio. Los ejemplos sacados de la antigüedad y que  muestran la influencia que el bello sexo ha ejercido en los negocios del  mundo, las diversas condiciones que le han dado los hombres en otros  siglos y en países extranjeros, el carácter de los dos sexos cuando se  traduce en estos ejemplos, el gato variado de los placeres, he aquí su  historia y su geografía. Es bello hacer agradable a una mujer la vista de

un mapa que represente el globo terrestre o las principales partes de la  tierr

a. Se consigue esto, poniéndolo ante sus ojos, describiéndole los  diversos caracteres de los pueblos, la variedad de sus gustos y de sus  sentimientos morales, principalmente si se muestra la influencia sobre las  relaciones de los sexos entre sí, y si se agrega a esto algunas simples  explicaciones sacadas de la diferencia de los climas, y de la libertad o de  la esclavitud de estos pueblos. Importa poco que sepan o ignoren las  divisiones particulares de este país, su industria, su poder o su soberano.  Del mismo modo, del sistema del mundo no se cuidan de saber más que  lo que les es necesario para ser atraídas por el espectáculo del cielo en  una bella soirée, es decir, para comprender de alguna manera que existen  todavía otros mundos y otras bellas criaturas. Los sentimientos de las  pinturas expresivas, el de la música, no de aquella que muestra el arte,  sino de la que atrae, todo esto depura y eleva el gusto de este sexo, y se  halla siempre ligado a emociones morales. Nunca para las mujeres  instrucción fría y especulativa; siempre sentimientos, según comprendo  de los que más convengan lo posible al bello sexo. Mas una instrucción  de esta naturaleza es rara, porque exige talento, experiencia y un corazón  lleno de sentimiento, y las mujeres pueden excederse en toda esta  instrucción, porque saben muy bien formarse por sí mismas sin estos  auxilios.

 

 La virtud de las mujeres debe ser bella172; la de los hombres noble.  Las mujeres evitan el mal, no porque es injusto, sino porque es fastidioso,  y las acciones virtuosas son para ellas acciones moralmente bellas. No les  hablemos de necesidad, de deber, de obligación. Soportan difícilmente las  órdenes y toda violencia brutal. No hacen más que lo que les agrada, y el  arte consiste en hacer el bien agradable. Yo casi no creo que el bello sexo  se conduzca por principios y no quiero ofenderle con esto, porque los  principios son extremadamente raros aun en los hombres. Así, la  Providencia puesto en su corazón sentimientos buenos y benévolos, un  sentimiento delicado de buena educación y un alma complaciente. Mas  no les pidáis sacrificios y grandes esfuerzos sobre sí mismas. Un esposo  no debe decir jamás a su mujer que expone una parte de su fortuna por un  amigo. ¿Por qué ha de encadenar su humor amable y gracioso, cargando


 

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su espíritu con el peso de un secreto importante, del que debe ser el  guardador? Muchas debilidades de las mujeres son, por decirlo así, bellos  defectos. La ofensa o la desgracia llena su alma tierna de pena. El hombre  no debe jamás derramar más que lágrimas generosas; las que le hacen  esparcir el sufrimiento o los reveses de la fortuna le hacen despreciable.  La vanidad que se refiere de tan diversas maneras al bello sexo, es, si se  quiere, un defecto, mas es al menos un bello defecto. Porque sin hablar de  la contrariedad que experimentarían los hombres que quisieran adular  tanto a las mujeres, si no estuviesen dispuestas a recibir bien sus  propósitos, esta inclinación anima todavía sus encantos. Ella las lleva a  concederse gracias y una buena subsistencia, a dejar obrar libremente la  vivacidad de su espíritu, a brillar y realzar su belleza con todo lo que la  moda inventa continamente. No hay nada en esto de ofensa para los  demás; se halla aquí, por el contrario, cuando en ella preside el buen  gusto, tanto placer, que es estar mal aconsejado censurarlas con aspereza.  Una mujer que sobre este punto es demasiado ligera y demasiado frívola,  se llama una loca, y este epíteto no encierra un reproche tan duro como  cuando se aplica al hombre, cambiando la desinencia, hasta tal punto que  entre dos personas que se entienden bien, expresa alguna vez una  adulación familiar. Si la vanidad es un defecto, que entre los hombres  merece que se le excuse, el orgullo, no es solamente vituperable, como  entre los hombres en general, sino que desfigura enteramente el carácter  de su sexo; porque este vicio estúpido y fastidioso es completamente  opuesto a los modestos y seductores encantos. Una persona que tiene este  defecto está n una posición difícil; es necesario que consienta en ser  juzgada severamente y sin indulgencia; porque cualquiera que pretende  gozar de una gran consideración, dispone al vituperio a todos los que le  rodean. El descubrimiento del menor defecto da a todos una verdadera  alegría, y el epíteto de loca pierde aquí su significación dulce. Es  necesario distinguir bien la vanidad del orgullo. La vanidad busca los  sufragios, y honra en cierto modo a estos junto a los que se toma este  trabajo; el orgullo se cree ya en plena posesión, y como no se esfuerza en  obtenerlos, no obtiene ninguno. Si una sola parte de vanidad no daña en  nada a una mujer a los ojos de los hombres, al contrario, cuando es más  visible, lleva la división al bello sexo. Las mujeres se juzgan entonces

entre sí muy severamente, porque los encantos de la una parecen  oscurecer los de la otra, y las que tienen grandes pretensiones de hacer  conquistas son rara vez amigas, en el verdadero sentido de la palabra.

 

 No hay nada más opuesto a lo bello que lo que inspira el disgusto,  como no hay nada más distante de lo sublime que lo ridículo. Así no se  puede hacer un ultraje más sensible a un hombre que tratarle de loco, y a  una mujer que hallarla repugnante. El Espectador inglés sostiene que no  hay reproche más fastidioso para un hombre que el de embustero, y para  una mujer que el de impúdica. Yo no discuto el valor de esta opinión,  para juzgarla según la severidad de la moral. La cuestión aquí no es saber  lo que merece en sí el mayor vituperio, sino lo que resiente en el hecho  con mayor fuerza. Por lo que yo pregunto a cada uno de mis lectores, si  colocándose con el pensamiento en un caso semejante, no percibe mi  advertencia. Ninon de Lenclos no tenía la menor pretensión acerca de la  castidad, y sin embargo, se hubiera ofendido altamente si uno de sus  amantes hubiese mostrado la menor repugnancia a su persona. Se sabe la  suerte cruel que experimentó Monadelschi por una expresión ofensiva de  este género sobre una princesa que no quería, sin embargo, pasar por una  Lucrecia. Es insoportable no poder hacer el mal aun cuando se quisiera,  puesto que renunciando a él no se practica más que una virtud muy  dudosa.

 

     Una cosa sirve para apartar las mujeres cuanto sea posible de todo lo  que pueda inspirar disgusto, es el amor de la limpieza, que conviene por  otra parte a todos los hombres, pero que debe ser mirada como una de las  primeras virtudes del bello s

exo; las mujeres no pueden casi llevarla muy  lejos, mientras que entre los hombres excede alguna vez la medida, y  viene a ser entonces algo insípido.

 

     El pudor es un secreto del cual se sirve la naturaleza para poner límites  a una inclinación indomable, que provocada por el grito de la naturaleza,  parece conformarse con las buenas cualidades morales, aun cuando se  descarte de ellas. Es, pues, muy necesario como suplemento de los  principios, porque no hay inclinación que haga sofistas más hábiles para


 

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inventar complacientes principios. Ella sirve aun para correr un velo  misterioso sobre los designios más legítimos y más importantes de la  naturaleza, por temor de que un conocimiento demasiado grande de estos,  no nos inspire el disgusto o al menos la indiferencia por el objeto final de  una inclinación sobre la cual descansan las más delicadas y vivas de la  naturaleza humana. Esta cualidad es principalmente propia del bello sexo  y le sienta perfectamente. Así es una despreciable grosería el que se  intente embarazar o fastidiar la tierna modestia de las mujeres con esta  especie de lisonjas de mal tono que se llama obscenidad. Como a pesar de  que se den vueltas cuanto se quiera al rededor del secreto de la  naturaleza, la inclinación que nos arrastra hacia el otro sexo es, en  definitiva, la causa de los encantos que en él hallamos, y como la mujer  es siempre, como mujer, el agradable sujeto de un entretenimiento, en  donde respiran dulces costumbres, he aquí por qué sin duda hombres, por  lo demás amables, toman de tiempo en tiempo la libertad de hacer  entrever a través de sus maliciosas lisonjas, finas alusiones que les  merecen el título de malignos, y puesto que no ofenden con miradas  demasiado curiosas y no piensan en herir la estima, creen tener el derecho  de tratar de mojigata a la persona que las recibe con aire frío y de  desprecio. Yo no hablo de esta malicia más que porque se la considera  como un sello determinado de buena sociedad, y que en el hecho se ha  gastado en ella hasta aquí mucho espíritu; en cuanto al juicio que debe  llevar una moral severa, no es el lugar a propósito de esta cuestión,  puesto que hablando del sentimiento de lo bello, yo no tengo que  considerar ni explicar más que apariencias.

 

     Las cualidades nobles de este sexo, que sin embargo, como lo hemos  hecho notar, no deben jamás hacer despreciable el sentimiento de lo  bello, no se anuncian nunca más clara y seguramente que por la modestia,  especie de simplicidad y de ingenuidad noble. Se ve brillar una tranquila  benevolencia y una estima para los demás, acompañadas de una noble  confianza en sí y de una justa apreciación de su persona, que se halla  siempre en un carácter sublime. Como este feliz acuerdo seduce por su  encanto, inspirando y ordenando la estima, pone todas las demás  cualidades brillantes al abrigo de la malignidad del vituperio y la burla.

Las personas dotadas de tal carácter, tienen también un corazón formado  para la amistad, disposición que no se sabría estimar demasiado entre las  mujeres, porque es muy rara, aunque tenga en esto un gran encanto.

 

 Cuando nuestro objeto es juzgar sentimientos, no podemos saber, a  pesar de explicar tanto como sea posible la diferencia de las impresiones  que hacen sobre los hombres, la figura y los rasgos del bello sexo. Todo  este encanto descansa en el fondo sobre la inclinación que nos lleva hacia  él. La naturaleza prosigue su gran designio, y todas las delicadezas que a  ella se juntan y que parecen separarse tanto como ellas quieren, no son  más que accesorios de ella, y derivan en definitiva todo su encanto del  mismo origen. Un gusto bueno y verdadero, que está siempre  determinado por esta inclinación, no será más que débilmente atraído por  los encantos de la conversación, señas del semblante, los ojos, etc., en  una mujer, y como no ve en ella más que el sexo, trata ordinariamente la  delicadeza de los dernás de pura burla.

 

 Aunque este gusto no sea delicado, no es, sin embargo, para  despreciarlo.

 Porque, gracias a él, es como la mayor parte de los hombres  obedece de una manera sencilla y segura a la gran ley de la naturaleza173.  Por esto es por lo que se forman la mayor parte de los matrimonios, al  menos en la clas

e más laboriosa de la sociedad, y cuando un hombre no  tiene la cabeza llena de aires encantadores y lisonjeros, de miradas  apasionadas, de noble talante, etc., y cuando no comprende nada de todo  esto, no atiende más que a las virtudes domésticas, la economía, etc., y  aun a la dote. En cuanto al gusto delicado, que exige que se haga una  distinción entre los encantos exteriores de las mujeres, se refiere a lo que  hay de moral o de inmoral en la figura y en la expresión del aspecto.  Considerando los encantos de una mujer bajo este último punto de vista,  se la podrá llamar linda. Formas bien proporcionadas, rasgos regulares,  una feliz armonía del color de la tez y el de los ojos, estas son bellezas  que agradan también en un ramillete de flores y obtienen una fría  admiración. El aspecto mismo no dice nada, tiene bello el ser, lindo, y no  habla al corazón. Mas cuando la expresión de los rasgos, de los ojos o de  la figura, es moral, se reduce al sentimiento de lo sublime o al de lo bello.


 

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Una mujer en la que los atractivos de su sexo hacen aparecer  principalmente la

 expresión moral de lo sublime, se llama bella en el  verdadero sentido de la palabra; aquella cuya fisonomía o los rasgos del  semblante tienen un carácter

 moral que anuncia las cualidades de lo bello,  es agradable; y si lo es en alto grado

, encantadora. La primera, bajo un  aire tranquilo, en una doble apostura, y en miradas modestas, deja  traslucir el esplendor de un alma bella; una sensibilidad tierna, un  corazón benevolente, se juntan sobre su rostro y se amparan a la vez de la  inclinación y el respeto de nuestros corazones. En los ojos alegres de la  segunda, resplandecen la gracia, el espíritu, una fina molicie, una ligera  mofa y una frialdad simulada. Yo no quiero dejarme arrastrar demasiado  lejos en el análisis de este género, porque en semejante materia, el autor  tiene siempre el aire de seguir su propia inclinación. Sin embargo, yo  añadiría todavía que el gusto que tienen muchas damas por una tez  pálida, pero sana, se explica muy fácilmente. Es que en efecto, esta  especie de tez, acompaña comúnmente a un carácter dotado de una  sensibilidad más profunda y más tierna, lo que se comprende en lo  sublime, mientras que un color encarnado y floreciente anuncia más bien  un carácter vivo y alegre; por lo que es más lisonjero para la vanidad  inspirar y encadenar, que encantar y seducir. Puede haber en esto  personas lindas, pero sin ningún sentimiento moral y sin ninguna  expresión; ellas no sabrán ni inspirar ni encantar, si no es este el gusto  sólido de que hemos hablado, y al que ocurre alguna vez refinar y hacer  una elección a su manera. Es una desgracia que estas bellas criaturas  caigan fácilmente en el defecto del orgullo, cuando consultan a su espejo  que les muestra su belleza, y que carezcan de sentimientos delicados,  porque entonces consideran a todo el mundo indiferente a su vista,  excepto la lisonja que tiene sus aspectos y usa de artificio. Uno se  explicará quizá conforme a estas ideas, los diversos efectos que la figura  de una mujer produce sobre el gusto de los hombres. Yo no hablo de lo  que en estos efectos toca demasiado cerca al apetito del sexo, ni de lo que  es susceptible de conformar con esta idea particular, de voluptuosidad de  que se envuelve el sentimiento de cada uno, porque esto sale de la esfera  de su gusto delicado. Quizá Mr. de Buffon, tenga razón al suponer que la  figura que hace sobre nosotros la primera impresion, en el tiempo en que

la inclinación por el sexo es todavía nueva y empieza a desenvolverse,  venga a ser como el tipo, al cual, en lo sucesivo, deberán referirse más o  menos todas las demás figuras de las mujeres, para excitar en nosotros  estos caprichosos deseos que nos fuerzan, a pesar de la grosería de esta  inclinación, a escoger entre diversos objetos. En cuanto al gusto más  delicado, yo sostengo que todos los hombres juzgan poco más o menos  de una manera uniforme esta especie de belleza que hemos llamado linda  figura, y que más allá no sean las opiniones tan opuesta

s como  comúnmente se cree. Las circasianas y las georgianas han parecido  siempre muy lindas a los europeos que han viajado por su país. Los  turcos, los árabes y los persas, deben tener el mismo gusto, puesto que  ellos están muy deseosos de embellecer su población con la mezcla de tan  bella raza, y se nota que esto ha salido bien realmente a la raza persa. Los  mercaderes del Indostán, no dejan de sacar un gran provecho del  detestable comercio que hacen de estas bellas criaturas, llevándolas a las  personas ricas y regaladas de su país; y se ve que cualquiera que sea la  diferencia que presenten los caprichos del gusto en estas deferentes  comarcas, la que ha sido una vez reconocida en la una como  superiormente linda, lo será también en todas las demás. Mas si en el  juicio que se forma sobre la delicadeza de una figura, se hace entrar la  expresión moral de los atractivos, entonces el gusto variará entre los  hombres, según sus sentimientos morales, o según las diferentes  significaciones que puedan hallar para la figura. Se ven muchas veces  figuras, que al primer aspecto no hacen un gran efecto, porque no son  completamente lindas, pero que desde que comienzan a agradar, gracias a  un más íntimo conocimiento, parecen cautivar mucho más y embellecerse  continuamente, mientras que por el contrario, una linda figura que se  ofrece al primer golpe de vista, se mira en lo sucesivo con más frialdad.  Esto viene sin duda de que los atractivos morales, desde que son  sensibles, encadenan más, y como los sentimientos morales necesitan una  ocasión para producirse y mostrarse, cada descubrimiento de un nuevo  encanto de este género, nos hace sospechar bien de otros todavía,  mientras que los placeres que no se ocultan, cuando han producido una  vez todo su efecto, no pueden en lo sucesivo impedir la curiosidad  amorosa de enfriarse y de cambiarse insensiblemente en indiferencia.


 

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     He aquí una nota que se presenta muy naturalmente en medio de estas  observaciones. El sentimiento completamente simple y grosero del  apetito del sexo, conduce ciertamente, de la manera más directa, a algún  objeto de la naturaleza, y ejecutando su orden, es propio para hacer los  individuos dichosos sin rodeo; mas a causa de su universalidad, degenera  fácilmente en libertinaje y desorden. De otro lado, un gusto mucho más  delicado sirve ciertamente para quitar su grosería a una inclinación  impetuosa, y restringiéndolo a un número muy pequeño de objetos, a  darle un carácter de moralidad y de urbanidad, mas falta ordinariamente  el gran objeto final de naturaleza, y como exige y atiende mucho más que  tiene por costumbre dar, hace raramente dichosas las personas que lo  poseen. El primero de estos gustos es grosero, porque se reduce a todos  los individuos de un sexo; el segundo, es refinado, porque no se reduce  propiamente a ninguno: no se ocupa más que de un objeto que se crea la  imaginación, y que adorna de todas las nobles y bellas cualidades que la  naturaleza reúne rara vez en una sola persona, y que más raramente  todavía ofrece a aquél que podría apreciarlas y fuera digno de tal  posesión. He aquí por qué se aplaza el matrimonio; por qué se renuncia a  él por completo, o lo que es quizá peor todavía, por qué se arrepiente  amargamente cuando se ha hecho una elección que no llena el objeto,  porque ocurre algunas veces como al cojo de Esopo que encuentra una  perla, cuando un grano de arena hubiera llenado mejor su objeto.

 

 Podemos notar aquí, en general, que por muy atractivas que quedan  ser las impresiones de un gusto delicado no se debe emprender, sin  embargo, el refinarlo más que con precaución, si no se quiere,  atribuyéndole un encanto excesivo, prepararse un origen de pesares y de  males. Por poco que la cosa me parezca practicable, yo propondría  voluntariamente a las almas nobles depurar este gusto en lo posible, en  todo lo que toca a sus propias cualidades o sus propias acciones, pero  dejarle en su simplicidad relativamente a sus goces, o a lo que expresan  de otros. Si pudiera ser así, ellas se harían dichosas, y los demás con  ellas. No se debe jamás olvidar que en cualquier cosa que esto sea, no se  debe jamás fundar muy grandes esperanzas sobre la dicha de la vida y la

perfección de los hombres, porque el que no cuenta más que sobre lo  mediano, tiene la ventaja de ser rara vez defraudada su esperanza por los  acontecimientos, mientras que es alguna vez sorprendido por  perfecciones inesperadas. La edad, este gran enemigo de la belleza,  amenaza todos estos atractivos, y cuando el orden natural se sigue, es  necesario que las cualidades sublimes y nobles tomen poco a poco el  puesto de las bellas cualidades, con el fin de que, a medida que la persona  cese de ser amable, adquiera siempre nuevos derechos al respeto. Es a mi  entender, en una bella simplicidad relevada por un sentimiento delicado  por todo lo que es de atractivo y noble, en lo que debería consistir toda la  perfección del bello sexo en la flor de la edad. Cuando la pretensión a los  atractivos viene a debilitarse insensiblemente, la lectura de los libros, el  desenvolvimiento del espíritu podría poco a poco dejar a las musas la  plaza poco ha ocupada por las gracias, y el marido debería ser el primer  señor. Sin embargo, aun cuando llegue esta época de la vejez, tan terrible  para todas las mujeres, pertenecen todavía al bello sexo, y se  descomponen por sí mismas, cuando, desesperando de poder sostener por  más tiempo este carácter, se entregan a un humor fastidioso y adusto. Una  persona de cierta edad, que muestra en sociedad un aire dulce y amistoso,  cuya afabilidad es mezclada de gracia y de razón que favorece con  urbanidad las diversiones de la juventud en las que no toma parte, y que  llamando su atención principalmente, muestra el contento que  experimenta con la alegría que la rodea, tal persona es todavía algo más  fina y más delicada que un hombre de la misma edad, y quizá sea más  amable que una joven, aunque en otro sentido. Se podría muy bien  reprochar de un poco, de demasiada misticidad a este amor platónico que  preconizaba un antiguo filósofo, cuando decía del objeto de su  inclinación. Las gracias residen en sus arrugas, y mi alma parece procurar  sobre mis labios cuando bajo su boca marchite; mas tales pretensiones  son impropias de esta edad. Un viejo que hace de amador es un viejo  fatuo, y en el otro sexo estas especies de pretensiones excitan el disgusto.  Si nosotros no nos comportamos con urbanidad no debe tomarse esto de  la naturaleza, sino del desarreglo de nuestra voluntad.

 


 

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 Con el fin de no perder de vista mi texto, quiero presentar todavía  algunas

 consideraciones sobre la influencia que los dos sexos pueden  ejercer el uno sobre el otro, embelleciendo o ennobleciendo sus  sentimientos. Las mujeres tienen un sentimiento particular por lo bello,  por relación a lo que se refiere a ellas mismas, y por lo noble, en lo que  debe esperarse de los hombres. Los hombres, por el contrario, tienen un  sentimiento decidido por lo noble,

que conviene a sus cualidades, y por lo  bello, en lo que se debe esperar de las mujeres. De aquí debe resultar que  el objeto de la naturaleza es dar al hombre más nobleza todavía, y a la  mujer más belleza por la inclinación más recíproca de l

os dos sexos. Una  mujer no se inquieta casi por no poseer ciertos conocimientos elevados,  por ser tímida y poco propia para los asuntos importantes, etc., etc., es  bella y seductora, y esto basta. Al contrario, ella exige todas estas  cualidades del hombre, y la sublimidad de su alma no se revela más que  por la estima que sabe hacer de sus nobles cualidades, cuando las halla en  él. ¿Cómo, sin esto, tantos hombres tan feos, a pesar de su mérito,  vendrían a enlazarse a mujeres tan lindas y tan seductoras? El hombre, al  contrario, es mucho más exigente en la parte de atractivos o de la belleza  de la mujer. La delicadeza de sus rasgos, su ingenuidad graciosa y su  seductora amabilidad la indemnizan de la falta de lectura y otros defectos  que él mismo debe reparar por sus propios talentos. La vanidad y la moda  pueden muy bien dar a estas inclinaciones naturales una falsa dirección, y  hacer de un hombre un pequeño señor, y de una mujer una pedante o una  amazona; mas la naturaleza busca siempre el reducirnos a ella. Se puede  juzgar, conforme a esto, cuánto podría contribuir la inclinación que  tenemos por las mujeres a ennoblecernos, si en lugar de una instrucción  árida, se desenvolviese en ellas desde muy temprano el sentimiento  moral, a fin de hacerlas capaces de sentir lo que conviene a la dignidad y  a las cualidades sublimes del otro sexo, y prepararlas con esto a mirar con  desprecio los raros melindres, y a no dirigirse a ninguna otra cualidad que  el mérito. Es cierto también que el poder de los encantos ganaría con esto  en general; porque vemos que el embellecimiento que producen no obra  más que sobre almas nobles; las demás no son bastante delicadas para  experimentarlo. De una insensibilidad de este género es de la que se  lamentaba el poeta Simónides cuando invitado a mostrar sus bellos cantos

a los de Tesalia, respondió: Estas gentes son demasiado tontos para  dejarse engañar por un hombre como yo. Por otra parte, se ha observado  ya que uno de los efectos de la sociedad, es hacer las costumbres de los  hombres más dulces, sus maneras más elegantes y más corteses, su  sustentación más esmerada; pero esto no es más que una ventaja  accesoria174. Lo esencial es que el hombre como hombre, y la mujer  como mujer, vengan a ser más perfectos, es decir, que la inclinación que  tienen los dos sexos obre conforme al voto de la naturaleza, de manera  que haga más nobles todavía las cualidades del uno, y más bellas las  cualidades del otro. Si los dos llegan de este modo al mayor grado de  perfección, el hombre entonces, confiado en su mérito, podrá decir a la  mujer: aunque no me ames, yo te obligaré a estimarme; y la mujer, segura  del poder de sus encantos, podrá decir al hombre: aunque no me estimes  interiormente, yo te obligaré sin embargo a amarme. A falta de  semejantes principios, vemos hombres, para agradar, tomar aires  afeminados, y alguna vez también (aunque es menos frecuente), mujeres  afectar un aire varonil para inspirar la estima; pero se hace siempre muy  mal lo que se hace contra el orden de la naturaleza.

 

     En la vida conyugal, un enlace íntimo no debe formar en cierto modo  más que una sola persona moral, animada y dirigida por la inteligencia  del hombre y por el gusto de la mujer. Porque no solamente se puede  atribuir a aquel más de esta penetración que de la experiencia, y a esta  más finura y precisión en el sentimiento, sino que también es lo propio de  un noble carácter colocar en la complacencia de un objeto amado el fin  de sus esfuerzos; y de otro lado, es propio de una bella alma buscar el  contestar a tales intenciones con una amable complacencia. Bajo este  respecto, no tiene lugar ninguna lucha de superioridad, y allí donde se  levanta, es el signo seguro de un gusto grosero y de una unión mal hecha.  Desde que se trata del derecho de mandar, todo el encanto de la unión  está ya perdido; porque como es la inclinación lo que debe formarla, está  ya a medio romper, cuando el deber comienza a hacerse entender. Toda  pretensión de la mujer a tomar un tono duro e imperioso, es odiosa; una  pretensión semejante en el hombre, es baja y despreciable. Sin embargo,  la sabia disposición de las cosas quiere que toda esta delicadeza, toda esta


 

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ternura de sentimiento, no tenga toda su fuerza más que al principio; en lo  sucesivo, la costumbre y los asuntos domésticos la quitan  insensiblemente y la cambian en esta amistad familiar, en donde el gran  arte consiste en entretener todavía algún resto del primer sentimiento, a  fin de que la indiferencia y la saciedad, no quiten todo el placer que se  hubiera prometido al formar tal unión.

 

 

 

 

Cuarta sección

 

De los caracteres nacionales en sus relaciones con los diversos  sentimientos de lo sublime y de lo bello

 

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     Los italianos y los franceses, se distinguen principalmente, según yo,  entre todos los demás pueblos de Europa, por el sentimiento de lo bello;  los alemanes, los ingleses y los españoles, por el de lo sublime. En cuanto  a la Holanda, es un país en donde estos sentimientos delicados se hacen  notar poco. Lo bello por sí solo es arrebatador, y nos atrae; o bien es  alegre, y nos encanta. La primera especie, tiene algo de sublime, y el  espíritu, en el sentimiento que en él hay, es pensativo y extasiado; en el  sentimiento de la segunda, es alegre y gracioso. Por lo que la primera  especie, parece particularmente convenir a los italianos, y la segunda, a  los franceses. En el carácter nacional que expresa lo sublime, este es del  género terrible y se inclina un poco a lo extraordinario, o bien se tiene el  sentimiento de lo noble, o bien todavía el de lo magnífico. Por lo que yo  creo atribuir el sentimiento de la primera especie a los españoles; el de la  segunda, a los ingleses, y el de la tercera, a los alemanes. El sentimiento  de lo magnífico no es original de su naturaleza, como las otras especies  de gusto, y aunque el espíritu de imitación se acomoda a todo otro  sentimiento, es, sin embargo, más llevado a lo sublime de efecto, porque  el sentimiento de este género de sublime no es propiamente más que un  sentimiento mixto, en donde entran a la vez el de lo bello y el de lo noble,

pero en donde cada uno de estos, considerado por sí mismo, siendo más  frío,

 el espíritu está más libre para seguir ciertos ejemplos, y necesita  también de su impulso. Entre los alemanes, el sentimiento de lo bello es,  pues, menos vivo que en los franceses, y el sentimiento de lo sublime  menos vivo que en los ingleses; pero les convienen mejor los casos en  que estos dos sentimientos deben mezclarse; así evitarán las faltas a que  pueden conducir la exageración de cada una de estas dos especies de  sentimientos.

 

 Yo no haré más que tocar ligeramente las artes y las ciencias, cuya  elección puede confirmar el gusto que hemos atribuido a cada nación. El  genio italiano se distingue principalmente en la música, en la pintura, en  la escultura y en la arquitectura. Todas estas bellas artes son cultivadas en  Francia con un gusto muy delicado, aunque la belleza sea de menos  atractivo. El sentimiento de la perfección poética u oratoria inclina más  hacia lo bello en Francia y hacia lo sublim

e en Inglaterra. El chiste  delicado, la comedia, la alegre sátira, la jocosidad del amor, un estilo fácil  y flexible, todo esto son cosas originales en Francia. Inglaterra, al  contrario, es el país de los pensamientos profundos, de la tragedia, del  poema épico, de los lingotes de oro que bajo el laminador francés se  transforman en hojas delgadas y ligeras. En Alemania, el espíritu brilla  aun a través de la locura. Era en otro tiempo chocante, pero gracias a los  buenos ejemplos y al buen sentido de la nación, ha adquirido más gracia  y nobleza, aunque la primera cualidad sea allí menos ingenua, y la  segunda menos atrevida que en los dos pueblos de que acabamos de  hablar. El gusto de la nación holandesa por un orden minucioso y por una  elegancia que da mucho desasosiego y mucho embarazo, indica poca  disposición para estos movimientos naturales del genio, cuya belleza  sería sofocada por los cuidados de una tímida presunción. Nada puede ser  más opuesto a las artes y a las ciencias que un gusto extravagante, porque  este pervierte la naturaleza, que es el tipo de todo lo que es bello y noble:  así la nación española muestra poco gusto por las artes y las ciencias.

 

 Las caracteres de las naciones se reconocen principalmente en sus  cualidades morales; es por lo que nosotros vamos a examinar, bajo este


 

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punto de vista, sus diversos sentimientos, relativamente a lo sublime y a  lo bello176.

 

 El Español es serio, discreto y verídico. Hay en el mundo pocos  comerciantes más honrados que los de España. Tiene un espíritu  arrogante, y prefiere las bellas acciones a las grandes. Como en la  composición de su carácter se halla poca dulzura y benevolencia, es  muchas veces duro y aun cruel. El auto de fe no se ha sostenido tanto por  la superstición como por el gusto extravagante de la nación, que sellaba  con el respeto y el temor el espectáculo de los desgraciados cubiertos de  figuras diabólicas del Sambenito, y llevados a la hoguera que alimentaba  una bárbara piedad. No se puede decir que los españoles sean  magnánimos o más amorosos que ningún otro pueblo, pero son lo uno y  lo otro de una manera bizarra e inusitada. Abandonar el arado y pasearse  a lo largo de un campo con una gran espada y una capa hasta que pase un  extranjero, a bien en una lidia de toros, a donde asisten sin velo en este  acto las bellas del país; indicar la soberana de su corazón por medio de un  saludo particular, y después, exponer su vida y su honor, luchando contra  un animal feroz, estas son sus acciones extraordinarias, raras y que se  separan mucho de la naturaleza.

 

     El italiano parece unir el sentimiento del español al del francés; tiene  más sentimiento de lo bello que el primero, y más sentimiento de lo  sublime que el segundo. Se puede, según pienso, determinar fácilmente  de esta manera los demás rasgos de su carácter moral.

 

     El Francés tiene un gusto dominante por lo bello moral. Es gracioso,  cortés y cumplido. Concede muy pronto su confianza, desea agradar,  muestra mucha desenvoltura en sociedad, y la expresión de hombre o de  dama de buen tono no se aplica propiamente más que aquel que posee el  sentimiento de la urbanidad francesa. Sus sentimientos sublimes mismos,  que son numerosos, se hallan subordinados en él al sentimiento de lo  bello, y no sacan su fuerza más que de su acuerdo con este último. Desea  mostrar su espíritu, y no tiene escrúpulo en sacrificar parte de la verdad a  una agudeza u originalidad. Mas en los casos en que no puede emplear

ingenio177, por ejemplo, en las matemáticas y en las demás artes o en las  otras ciencias abstractas y profundas, muestra tanta penetración y solidez  como ningún otro pueblo. Una buena palabra no tiene para él un valor  pasajero, como en otra parte; se empeña en extenderla y aun en  conservarla en libros como un acontecimiento importante. Es ciudadano  tranquilo, y se venga de la opresión del gobierno por medio de la sátira, o  de discursos en el Parlamento, y cuando los padres del pueblo han  mostrado por este medio, según su deseo, una bella apariencia de  patriotismo, todo concluye por un glorioso destierro o por canciones en  su alabanza. El objeto a que se refieren principalmente los méritos y las  cualidades de los franceses, es la mujer178. Esto no es que entre ellos sea  más amada o más estimada que en otras partes, pero ella les da una  excelente ocasión de mostrar en todo su claridad, su espíritu, su  amabilidad y sus buenas maneras; por otra parte, las personas vanas de  uno u otro sexo, no aman nunca más que a sí mismas; las demás no son  más que un juguete para ellas. Sin embargo, como los franceses no  carecen de cualidades sino que estas cualidades no pueden ser excitadas  en ellos más que por el sentimiento de lo bello, el bello sexo podría tener  en Francia una influencia más poderosa que en otras partes sobre la  conducta de los hombres, llevándoles a las nobles acciones, si se piensa  en levantar un poco esta dirección del espíritu nacional. Es enfadoso que  no puedan reinar.

 

 El defecto a que se acerca más el carácter de esta nación, es la  frivolidad, o para emplear una expresión más culta, la ligereza. Trata  como un juego cosas importantes, y bagatelas como cosas serias. El  francés en su vejez canta todavía canciones jocosas, y se muestra en  cuanto puede galante cerca de las damas. Yo puedo invocar aquí en mi  apoyo grandes autoridades en la nación misma de que hablo, y para  colocarme al abrigo de toda recriminación, me puedo poner detrás de un  Montesquieu y de un d'Alembert.

 

     El Inglés es frío al primer paso en sus resoluciones, e indiferente a la  vista de un extranjero. Es poco llevado a las pequeñas complacencias;  mas desde que viene a ser vuestro amigo, está dispuesto a haceros los


 

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mayores servicios. Se inquieta poco por parecer espiritual en sociedad, o

 de mostrar en ella bellas maneras, pero es sensato y reposado. Es un mal  imitador; no se inquieta del juicio de otro, y no sigue más que su propio  gusto. En sus relaciones con las mujeres, no tiene la galantería francesa,  pero les manifiesta mucha más estima, y la lleva aún quizá demasiado  lejos, concediéndolas en el matrimonio una autoridad ilimitada. Es  constante, alguna vez hasta la obstinación, atrevido y resuelto, muchas  veces hasta la temeridad, y fiel a los principios que le dirigen, casi  siempre hasta la terquedad. Cae fácilmente en la originalidad, no por  vanidad, sino porque se inquieta poco por otros, y no hace  voluntariamente violencia a su gusto por complacencia o por imitación.  Es por lo que se lo ama raramente tanto como al francés, mas cuando se  le conoce, se le estima ordinariamente bastante.

 

     El Alemán tiene un sentimiento que tiene a la vez del de el inglés, y  del

 de el francés, pero parece referirse más al primero, y la gran  semejanza que tiene con el segundo, es artificial y proviene de la  imitación. Él enlaza felizmente el sentimiento de lo sublime al de lo  bello, y aunque no se iguale al inglés en el primero y al francés en el  segundo, excede a los dos en lo que de ambos toma. Muestra en el  comercio de los hombres más complacencia que el inglés, y no se  conduce en sociedad con una vivacidad tan agradable y con tanto espíritu  como el francés, muestra más modestia y juicio. En amor, como en toda  otra cosa, es bastante metódico, y como para él lo bello no va sin lo  noble, es bastante frío para poder tener en cuenta consideraciones de  urbanidad, de punto y de dignidad. Así la familia, el título y el rango, son  para él en el amor, como las relaciones civiles, cosas de grande  importancia. Se inquieta mucho más que los precedentes del qué se dirá,  y si siente en sí mismo el deseo de algún gran perfeccionamiento, esta  debilidad que le impide atreverse a ser original, aunque tenga todo lo que  debe para ello, y este cuidado exagerado de la opinión de otro, quitan  toda consistencia a sus cualidades morales, haciéndolos variables y  dándoles un aire prestado.

 

     El Holandés es nauralmente amigo del orden y del trabajo, y como no  piensa más que en lo útil, tiene poco gusto por lo que es bello o sublime  en un sentido más elevado. Un gran hombre, para él, no significa otra  cosa que un hombre rico; por amigos, entiende sus corresponsales, y  encuentra muy enojosa una visita que no le reporta nada. Contrasta con el  francés y con el inglés, y es en cierto modo un alemán muy flemático.

 

     Si ensayamos aplicar estas notas a algún caso particular, por ejemplo,  al sentimiento del honor, hallaremos las diferencias siguientes en los  caracteres de las naciones. El sentimiento del honor es en el francés,  vanidad179, en el español, arrogancia180, en el inglés, soberbia181, en el  alemán, orgullo182, y en el holandés, presunción183. Estas expresiones  parecen sinónimas al primer aspecto, mas designan diferencias muy  notables. La vanidad busca la aprobación, es veleidosa y variable, pero un  exterior cortés. La arrogancia se atribuye toda especie de méritos  imaginarios, se cuida poco del voto de otro; sus maneras son duras e  insolente. La soberbia no es verdaderamente más que la conciencia de su  propio mérito, el cual puede muchas veces ser real (y es porque se habla  algunas veces de una noble soberbia, mientras que no se puede atribuir a  nadie una noble arrogancia, porque la arrogancia indica siempre una  estima de sí mismo exagerada o falsa); el hombre soberbio se muestra a  la vista de los demás indiferente y frío. El orgullo es un compuesto de  soberbia y vanidad184. Necesita homenajes; así los títulos, la genealogía y  el fausto le convienen. El alemán tiene principalmente esta debilidad. Las  expresiones muy gracioso185, muy favorable186, muy bien nacido187, todas  las expresiones enfáticas de este género hacen su lengua dura y  embarazada, y destierran esta bella simplicidad que otros pueblos pueden  dar a su estilo. Las maneras del orgulloso en sociedad son ceremoniosas.  El hombre presuntuoso es un orgulloso que muestra claramente en su  conducta el poco caso que hace de los demás. Sus maneras son groseras.  Este miserable defecto es completamente opuesto a un gusto delicado,  por lo que es evidentemente estúpido; porque el medio de satisfacer el  sentimiento del honor, no es seguramente excitar en derredor de sí el odio  y la mordiente sátira, anunciando el desprecio de todo el mundo.

 


 

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 En amor, el alemán y el inglés tienen poco reparo, y su gusto no  carece de delicadeza, pero es principalmente bueno y verdadero. El  italiano es en esto refinado, el español fantástico y el francés curioso.

 

     La religión de la parte del mundo que habitamos no viene de ningún  gusto particular, sino que tiene un origen respetable. Así es, que  solamente en los extravíos en que caen los hombres en materia de  religión y en todo lo que verdaderamente le pertenece, es en donde  podemos hallar indicios de las diversas cualidades nacionales. Yo  reduzco estos extravíos a las ideas generales siguientes: credulidad,  superstición, fanatismo e indiferencia188. La credulidad es casi siempre la  herencia de la porción ignorante de cada

nación, de todos aquellos en que  se nota apenas sentimiento delicado. La persuasión nace en ellos de la  tradición y del efecto exterior, sin que ningún sentimiento delicado  contribuya a determinarla. Se hallan en el Norte pueblos enteros de esta  especie. La credulidad, cuando se junta a un gusto raro, viene a ser la  superstición. Este gusto es, por lo mismo, un principio que nos lleva a  creer fácilmente189, y de dos hombres de los que el uno estuviera poseído  de est

e espíritu, mientras que el otro tuviera un carácter más frío y más  mesurado, el primero, aunque fuese superior al segundo por su  inteligencia, estaría, sin embargo, mucho más dispuesto por su  inclinación dominante a creer algo sobrenatural, que este último, a quien  no su naturaleza vulgar y flemática, sino su penetración, evita esta  especie de extravío. El supersticioso se complace en colocar entre él y el  supremo objeto de nuestra veneración ciertos hombres poderosos y  maravillosos, gigantes de santidad, por decirlo así, a los que la naturaleza  obedece, cuyas conjuraciones abren o cierran las puertas del Tártaro, y  que tocando el cielo con su cabeza, tienen, sin embargo, los pies en este  bajo mundo. Es por lo que las lumbreras de la sana razón hallan en  España grandes obstáculos, no porque ellas hayan de disipar la  ignorancia, sino porque hayan un gusto singular, para el que lo natural es  cosa vulgar, y que no creería en el sentimiento de lo sublime, si el objeto  no fuera raro. El fanatismo es, por decirlo así, una piadosa presunción;  nace de cierta soberbia y de una confianza exagerada en sí mismo, que  hace que nos creamos acercarnos a la naturaleza celeste y elevarnos por

un vuelo maravilloso sobre el orden ordinario y prescrito. El fanático no  habla más que de inspiración inmediata y de vida contemplativa, mientras  que el supersticioso hace votos ante las imágenes de los santos, grandes  artífices de milagros, y pone su confianza en ciertas ventajas imaginarias  o inimitables de otras personas de su propia naturaleza. Los extravíos del  sentinitento religioso, como hemos notado más arriba, son indicios del  sentimiento nacional, y así es que el fanatismo190, al menos en el tiempo  anterior, se ha encontrado principalmente en Alemania y en Inglaterra,  como en desenvolvimiento exagerado de los nobles sentimientos que  pertenecen al carácter de estos pueblos. En general, cualquier  impetuosidad que muestre al pronto no es mucho menos dañosa que la  inclinación a la superstición, porque un espíritu exaltado por el fanatismo  se enfría poco a poco y concluye por recaer en su moderación ordinaria y  natural, mientras que la superstición echa insensiblemente profundas  raíces en un natural apacible y pasivo, y quita al hombre encadenado toda  vuelta a ideas menos peligrosas. Por último, un hombre vano y frívolo no  tiene un vivo sentimiento de lo sublime, y su religión, falta de toda  emoción, no es, las más veces sino un asunto de moda, del cual se ocupa  con la mayor gracia posible, pero que le deja frío. Allí está la  indiferencia, a la cual el espíritu francés parece principalmente inclinado.  De esta indiferencia a la broma no hay más que un paso, y bien  examinado en el fondo, se separa muy poco de un completo  desistimiento.

 

 Si echamos una rápida ojeada sobre las demás partes del mundo,  hallaremos que el Arahe es el más noble de los Orientales, aunque su  gusto degenere en rareza. Es hospitalario, generoso y sincero, pero sus  relatos, su historia y en general sus sentimientos se hallan mezclados  siempre con lo maravilloso. Su exaltada imaginación le representa las  cosas bajo formas exageradas y raras, y la manera misma con que su  religión se propagó fue una maravilla. Si los árabes son en cierto modo  los españoles del Oriente, los Persas son los franceses del Asia. Son  buenos poetas, corteses y de un gusto muy delicado. No se muestran muy  rigurosos observadores del Islamismo, y su carácter inclinado a la alegría  les permite una interpretación bastante mitigada del Korán. Se podrían


 

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mirar los Japoneses como los ingleses de esta parte del mundo, pero no se  les parecen más que por su constancia, que llevan hasta la mayor  obcecación y por su valor y su desprecio de la muerte. Por lo demás, se  hallan en ellos pocas señales de un sentimiento muy delicado. Los Indios  tienen un gusto dominante por esta especie de necedades que tocan en lo  raro. Su religión consiste en necedades de este género. Ídolos de una  figura monstruosa, el inestimable diente del poderoso mono Hanumau,  las penitencias que contra la naturaleza imponen los faquirs (especie de  monjes mendicantes), etc., son de su gusto. El sacrificio voluntario que  las mujeres hacen de sí mismas sobre la misma hoguera que devora los  restos de sus maridos, es una horrible extravagancia. Nada hay más tonto  ni más fastidioso que los cumplimientos prolijos y estudiados de los  Chinos. Sus pinturas mismas son raras y representan figuras  extraordinarias y fuera de la nataraleza, tales, como no se reconocen en el  mundo. Tienen también necedades respetables, porque son de un uso191  muy antiguo, y ningún pueblo del mundo les aventaja en esto.

 

 Los Negros de África no han recibido de la naturaleza ningún  sentimiento que se eleve por cima de lo insignificante. Hume desconfía  que se le pueda citar un solo ejemplo de un negro que haya mostrado  talento, y sostiene que entre los miles de negros que se transportan lejos  de su país, y de los que un gran número han sido puestos en libertad, no  se ha encontrado jamás uno solo que haya producido algo grande en el  arte, o en la ciencia, o en alguna otra noble ocupación, mientras que se ve  a cada instante blancos elevarse desde las últimas clases del pueblo y  adquirir consideración en el mundo por talentos eminentes. Tan grande es  la diferencia que separa estas dos razas de hombres, tan distintas la una  de la otra por las cualidades morales como por el color. La religión de los  fetiches, tan extendida entre ellos, es una especie de idolatría tan  miserable y tan necia como no se creería posible en la naturaleza humana.  Una pluma de ave, un cuerno de vaca, una concha, o toda otra cosa de  este género, desde que ha sido consagrada por algunas palabras, viene a  ser un objeto de veneración y se invoca en los juramentos. Las negras son  muy vanas, pero a su manera, y tan habladoras, que es necesario  separarlas a bastonazos.

 

 Entre todos los salvajes, no hay pueblo que muestre un carácter tan  sublime como los de América del Norte. Tienen un vivo sentimiento del  honor, y buscando

 para adquirirle, difíciles aventuras a cien millas de su  país, tienen el mayor

 cuidado de no aparecer que lo borran, cuando sus  enemigos, tan crueles como ellos, buscan después de haberlos preso,  arrancarles imperceptibles suspiros con los más crueles tormentos. El  salvaje del Canadá es por otra parte sincero y recto. Sus amistades son tan  extraordinarias y tan entusiastas como nunca se ha referido desde los  tiempos fabulosos. Es extremadamente fiero, siente todo el valor de la  libertad, y no sufre aun cuando se trate de su educación, los  procedimientos que le hacen sufrir una baja sujeción. Probablemente es a  los salvajes de este género a los que Licurgo dio leyes, y si se hallara un  legislador entre estas seis naciones, se vería formarse una república  espantosa en el Nuevo Mundo. La empresa de los Argonautas difiere  poco de las expediciones guerreras de estos pueblos, y Jasón no tiene  sobre Attaka-Kulla-Kulla más que la ventaja de llevar un nombre griego.  Todos estos salvajes apenas tienen el sentimiento de lo bello en el sentido  moral, y el perdón generoso de una ofensa, esta noble y bella virtud, es  una cosa enteramente desconocida entre ellos; la miran, por el contrario,  como una miserable flojedad. La bravura es el mayor mérito del salvaje,  y la venganza su más dulce goce. Se halla entre los demás naturales de  esta parte del mundo pocas señales de un carácter inclinado a  sentimientos más delicados, y una apatía extraordinaria es el carácter  distintivo de esta especie de hombres.

 

 Si consideramos las relaciones de los sexos entre sí, en las diversas  partes del mun

do, hallaremos que sólo el europeo ha hallado el secreto de  adornar el amor con tantas flores y dar a esta poderosa inclinación tal  carácter, que no solamente ha mostrado los encantos sino que a esto ha  juntado la mayor decencia. Los Orientales tienen sobre este punto el  gusto más falso. No teniendo ninguna idea sobre lo bello moral que  puede juntarse con esta inclinación, pierden por esto hasta el precio que  pueda tener el placer de los sentidos, y sus harems son para ellos fuentes  de intranquilidades continuas. El amor les hace cometer toda especie de


 

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necedades; la principal es el cuidado que toman de asegurar la primera  posesión de esta alhaja imaginaria, que no tiene precio más que en tanto  que se la destroza, y cuya existencia da lugar en Europa a tan malas  sospechas; emplean para conservarla los medios más inicuos, y muchas  veces los más vergonzosos. Así las mujeres están condenadas en este país  a una eterna cautividad: esclavas cuando son hijas, vienen a serlo después  de un marido muy inepto y siempre sospechoso. En el país de los Negros,  se puede buscar otra cosa, que lo que se halla en efecto en todas partes, es  decir, el sexo femenino en la más rigurosa esclavitud. Un infame es  siempre un señor duro para los que son más débiles que él; así es que  entre nosotros, tal hombre es un tirano en su casa el que fuera de ella  apenas se atreve a mirar a alguno, cara a cara. El padre Labat refiere, que  un carpintero negro, a quien había reprendido la dureza de su conducta  para con su mujer, le contestó: «Vosotros, sabios, sois verdaderos locos  porque comenzáis por conceder mucho a vuestras mujeres, y en seguida  os quejáis de que os hagan rodar la cabeza.» Se podría creer que hay en  esta respuesta algo que merezca reflexión, mas el gracioso era negro de la  cabeza a los pies, prueba evidente de que no sabía lo que decía. Entre  todos los salvajes no hay ninguno entre los que las mujeres gocen de  mayor consideración que los del Canadá; quizás excedan en esto a  nuestro mundo civilizado. Esto no es que les hagan humildes visitas,  estas son allí cumplimientos. No. Ellas realmente mandan, se reúnen y  deliberan para los negocios más importantes de la nación, sobre la paz y  la guerra; envían después sus diputados al consejo de los hombres, y  ordinariamente su voz es la que decide; ellas tienen todos los negocios  domésticos sobre los brazos, y participan todavía de las fatigas de sus  maridos.

 

     Si echamos, por último, una ojeada sobre la historia, veremos el gusto  de los hombres, semejante a Proteo, cambiar constantemente de forma.  La antigüedad griega y romana, da señales ciertas de un verdadero  sentimiento de lo bello y lo sublime, en la poesía, en la escultura, en la  arquitectura, en la legislación y aun en las costumbres. El gobierno de los  emperadores remanos, sustituye a la noble y bella sencillez de los  antiguos tiempos, la magnificencia y un fausto deslumbrador, como lo

atestiguan los restos de la elocuencia y la poesía, y aun la historia de las  costumbres de esta época. Insensiblemente aun este resto de un gusto  delicado, se extinguía bajo las ruinas del Estado. Los bárbaros, después  de haber afirmado su poderío, introdujeron cierto gusto depravado, que se  llama gótico, y que cae en toda especie de necedades. Se ve, no  solamente en arquitectura, sino también en las ciencias y en todas las  cosas. Este sentimiento degenerado, una vez introducido por un falso  arte, prefirió toda forma a la antigua sencillez de la naturaleza, y cayó o  en la exageración o en la rareza. El vuelo más alto que tomó el genio  humano para elevarse a lo sublime, no tendió más que a lo extraordinario.  Se ven rarezas sorprendentes en religión y en el mundo, y muchas veces  una mezcla bastarda y monstruosa de estas dos especies de rarezas. Se  ven monjes, un libro

de misa en una mano y un estandarte guerrero en la  otra, dirigiendo tropas de víctimas seducidas hacia lejanas comarcas y  una tierra más santa de donde no deberían volver; guerreros consagrados  santificando con notas solemnes sus violencias y sus crímenes; y más  tarde una especie singular de héroes fantásticos que se llamaban  caballeros, corriendo después las aventuras, los torneos, los duelos y las  acciones romancescas. Durante este tiempo, la religión así como las  ciencias fueron puros semilleros de miserables necedades, porque se nota  que el gusto no degenera ordinariamente en un punto, sin que todo lo que  es del resorte de nuestros sentimientos delicados muestre señales  evidentes de esta decadencia. Los votos de los claustros transformaron  una reunión de hombres útiles en numerosas sociedades de ociosos  trabajadores, que su género de vida hacia propios para inventar estas mil  necedades escolásticas que de allí se repartieron y acreditaron en todo el  mundo. Por último, sin embargo de que por una especie de polingenesia  el género humano se ha librado felizmente de una ruina casi completa,  vemos florecer en nuestros días el gusto de lo bello y de lo noble, así en  las artes como en las ciencias y en las costumbres, y no hay más que  desear, sino que el falso aparato, que engaña tan fácilmente, no nos  separe ignorándolo, de la noble simplicidad, y principalmente que los  antiguos prejuicios no excedan siempre el secreto desconocido de esta  educación, que consistiría en excitar desde muy temprano el sentimiento  moral en el seno de todo joven ciudadano del mundo, a fin de que toda


 

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delicadeza de su espíritu no se limite al placer ocioso y fugitivo de juzgar  con más o menos gusto lo que pasa al rededor de nosotros.

 

FIN