Hannah Arendt La promesa de la política

 







Agradecimientos ........................................................................ 9

Introducción, Jerome K o h n ..................................................... 11

LA PROMESA DE LA POLÍTICA

S ó c ra te s........................................................................................ 43

La tradición de pensamiento p o lítico ................................... 77

La revisión de la tradición por Montesquieu ..................... 99

De Hegel a Marx ........................................................................ 107

El final de la trad ició n .............................................................. 119

Introducción a la política ....................................................... 131

E pílogo.......................................................................................... 225

índice analítico y de n o m b re s................................................ 229


Tengo una gran deuda de gratitud hacia Ursula Ludz por su  edición de Was ist Politik?, donde fueron publicados por prime­ ra vez los textos que aparecen aquí como «Introducción a la  política».* Dichos textos fueron escritos por Arendt en alemán,  pero su ensamblaje y su datación se deben al trabajo meticuloso  de Ludz, el cual podría compararse al de un detective intelec­ tual. Es preciso señalar que Was ist Politik? engloba algo más  que estos textos; el comentario y las anotaciones de Ludz perte­ necen a la mejor tradición de erudición alemana: fruto de una  investigación concienzuda, escrupulosos en el detalle y agudos  en sus opiniones. Quiero dar las gracias a John E. Woods por  sus excelentes y elocuentes traducciones de todos los escritos  de Arendt en alemán contenidos en el presente volumen, los  cuales incluyen la mayor parte de «De Hegel a Marx» y todas  las selecciones del Diario filosófico, así como «Introducción a la  política»; este último trabajo había sido traducido previamente,  aunque no publicado, por Robert y Rita Kimber.

Trabajar junto a Daniel Frank, director editorial de Pan-  theo

n Books, ha resultado ser, una vez más, una experiencia vi­ gor

izante e iluminadora. Sin su dedicación al pensamiento de  Hannah Arendt este volumen nunca se hubiese llevado a tér­ mino; sin su estímulo y su discernim iento no existiría tal y  como es ahora. Estoy agradecido a la ayudante de Dan, Rahel  Lerner, por su incansable y amigable ayuda en incontables  cuestiones. Mi antigua estudiante y colega Jessica Reifer, ella  misma una estudiosa con un futuro prometedor, me ha des­ lum brado frecuentemente al proveerme de modo instantáneo

* Véase Arendt, H., ¿Qué es la política?, Barcelona, Paidós, 1997, págs. 45-138.  Traducción castellana de Rosa Sola Carbó.


 

con documentos e información que me hubiese llevado m u­ chas horas localizar. Su conocimiento de los buscadores elec­ trónicos excede con mucho el mío y ha sido de valor incalculable  para hacer frente al vasto archivo digitalizado de los escritos  de Arendt.

Aprovecho esta oportunidad para expresar públicamente mi  profundo aprecio por Richard J. Bernstein, Keith David, Ste-  phen J. Meringoth y Lawrence Weschler por su interés y su ini­ ciativa en la preservación del legado de H annah Arendt. Es  tam bién un placer expresar mi agradecimiento al creciente nú­ mero de estudiosos que, debido a la gran diversidad

 de sus  perspectivas, han dado prueba de la vitalidad del pensamiento  de Arendt a lo largo y ancho de gran parte del mundo. Creo  que Gerard Richard Hoolahan, Lotte Kohler y Mary y Robert  Lazarus son conscientes de que su apoyo paciente y su benefi­ ciosa ayuda durante largos años han significado para mí más  de lo que pueda expresar con palabras. Por último, aunque de  ningún modo en m enor grado, doy las gracias a mis amigos  Dore Ashton, Jonathan Schell y Elisabeth Young-Bruehl, quie­ nes por caminos distintos han pensado y escrito siempre a con­ trapelo de las ideas establecidas, y que han venido constante­ mente a mi cabeza durante la preparación de este libro como  representantes ejemplares del público al cual va dirigido.


 

INTRODUCCIÓN

Hannah Arendt no escribía libros por encargo, ni siquiera  por el suyo

 propio. Como prueba de ello, sólo tenemos que mi­ rar los contenidos del presente volumen, cuyas fuentes princi­ pales son dos libros que Arendt planificó con todo detalle du­ rante la década de 1950, para después abandonarlos. El primer  proyecto entronca de modo inmediato con Los orígenes del to­ talitarismo, publicado en 1951, e iba a llevar el nombre de «Ele­ mentos totalitarios en el marxismo», apuntando así a un tema  que no había sido tratado en Los orígenes. A comienzos de la  década de 1950 Arendt elaboró un grandísimo número de m a­ teriales —conferencias, ensayos, discursos y notas en su diario  filosófico— que tenían que ver no sólo con Marx, sino tam ­ bién, y de modo creciente, con su lugar central en la gran tra­ dición del pensam iento político y filosófico. Según creo, su  idea principal es que la tradición llegó a su fin y su autoridad  quedó hecha añicos cuando volvió a su origen en el pensa­ miento de Marx. Ello supuso dos cosas completamente distin­ tas para Arendt: constituía, por un lado, la razón de que el  marxismo pudiese usarse para conformar una ideología totali­ taria; pero, también, liberó el propio pensamiento de Arendt de  la tradición, lo cual se convirtió en la verdadera raison d ’étre  de este prim er esbozo de libro.1

1. Las fuentes de la primera mitad del presente volumen incluyen: «Karl Marx and  the Tradition of Western Political Thought», seis conferencias divididas en dos grupos

y leídas ante los profesorados de la Universidad de Princeton y del Institute for Advan­

ced Studies en 1953; un discurso en la radio alemana, «Von Hegel zu Marx», retrans­ mitido en 1953; «Philosophy and Politics: The Problem of Action and Thought after

the French Revolution», tres conferencias leídas en la Universidad de Notre Dame en  1954; y unas pocas entradas coetáneas del Denktagebuch 1950 bis 1973, dos volúme­

nes, U. Ludz e I, Nordmann (comp.), Múnich, PiperVerlag, 2002 (trad. cast.: Diario fi­ losófico 1950-1973, Barcelona, Herder, 2006).


 

La idea para el segundo libro, que Arendt tenía previsto es­ cribir en alemán, surgió durante una visita en Basilea a su  amigo y m entor Karl Jaspers, en 1955. Se iba a llam ar Einfiih-  rung in die Politik, o «Introducción a la política»,2 un título que  de ninguna m anera hace referencia a una introducción al estu­ dio de la ciencia o de la teoría políticas sino, por el contrario, a  un llevar al interior* (intro-ducere) de las experiencias políticas  genuinas.3 La más im portante de estas experiencias es la de la  acción, a la cual Arendt tacha allí de término «trillado», usado  a m enudo para oscurecer lo que pretende revelar. Los análisis  de lo que Arendt entiende por acción —aventurarse en el dis­ curso y en el actuar en compañía de los que son iguales a uno,  com enzar algo nuevo cuyos resultados no pueden ser conoci­ dos por adelantado, la fundación de un espacio público (res  publica o república), hacer promesas y perdonar a los otros—  desempeñan un papel im portante en estos escritos. Ninguna  de estas acciones puede emprenderse en soledad, sino siempre  y solamente por un grupo de personas en su pluralidad, por lo  cual Arendt entendía la absoluta distinción de los unos respec­ to a los otros. Hombres y mujeres plurales se han asociado en  ocasiones, aunque rara vez, para actuar políticamente, y han  logrado cam biar el mundo que se alza entre ellos. Pero los pen­ sadores, quienes, en su actividad solitaria están retirados de  ese mundo, tienden a considerar al hombre en lo singular, o, lo  que es lo mismo, a los hombres como ejemplares de una espe­ cie única, y a ignorar o, en el caso de Marx, a m alinterpretar la

2. Éste es el modo en que Arendt se refería en inglés al segundo libro, aunque sin  la cursiva, que ha sido añadida aquí por motivos de claridad. (Jerome Kohn se refiere  aquí al título en inglés del escrito de Arendt, «Introduction into Politics», en el cual se  ha querido señalar con cursiva la preposición «into», por la razón que se señala a con­ tinuación en el texto. [N. del í.])

*. En el origin

al leading into, un verbo con el cual el autor pretende expresar el  verdadero sentido de la preposición «into» del título en inglés (véase la nota anterior).  (N. del t.)

3. El segundo libro debía servir de complemento a la famosa obra de Jaspers Ein-  führung in die Philosophie (1950), la cual conducía a sus lectores al interior de la expe­ riencia de transmitir el pensamiento filosófico, un asunto que no se encuentra en lo  más alto en la lista de prioridades de los filósofos modernos, con la excepción de Kant.


 

experiencia de la libertad política, que Arendt considera como  el mayor potencial de la acción. De ahí que la acción, tal y  como Arendt llegó a comprenderla, esté en gran medida ausen­ te en la tradición del pensamiento político y filosófico estable­ cida y legada por estos pensadores. En este sentido, el segundo  libro proyectado es la continuación del primero.

El origen histórico, el desarrollo y la culminación de la tra­ dición son estudiados en la prim era m itad del presente volu­ men, m ientras que nuestros prejuicios tradicionales contra la  política en general y nuestros juicios previos acerca de la  acción política en particular son tratados al comienzo de la se­ gunda parte. Debe hacerse notar que estos prejuicios y juicios  previos, que conectan las dos mitades del libro, son tomados  seriamente por Arendt como algo que se origina en una expe­ riencia filosófica genuina. Además, en el mundo moderno,4  con sus medios de destrucción sin precedentes, el peligro que  siempre acecha en la impredecibilidad de la acción nunca ha  sido tan grande ni más inminente. ¿No haríam os mejor, por  mor de la paz y de la vida misma, deshaciéndonos por comple­ to de la política y de la acción, y reemplazándolas con la mera  «administración de las cosas», que es lo que Marx había pre­ visto como el resultado final de la revolución proletaria? O, por  el contrario, ¿no estaríam os en este caso provocando un mal  mayor del que queremos evitar? En las secciones finales de  «Introducción a la política» Arendt nos ayuda a responder a es­ tas preguntas mediante la clarificación del sentido de la expe­ riencia política. Si el coraje, la dignidad y la libertad humanas  son parte esencial de ese sentido, entonces podríamos concluir  que no debemos liberarnos de la política per se, sino de los pre­ juicios y juicios previos relacionados con ella. Tras tantos si­ glos, sin embargo, una libertad tal probablem ente sólo pueda  conseguirse volviendo otra vez a juzgar cada nueva posibilidad  de acción que nos presenta el mundo. Pero ¿según qué crite­

4. Cuyo comienzo político, para Arendt, data de «las primeras explosiones atómicas».  The Human Condition, Chicago, University of Chicago Press, 1958, pág. 6 (trad. cast.: La  condición humana, Barcelona, Paidós, 1993, pág. 18).


 

rios? Esta difícil pregunta acerca al lector al núcleo del pensa­ miento político de Arendt.

Imaginemos un momento histórico en el que los criterios  tradicionales del juicio, tales como los m andam ientos morales  enunciados por la voz de Dios, o los principios éticos derivados  de una ley natural universal, o las máximas prácticas que han  pasado la prueba de la razón universal, ya no se corresponden  con la realidad. En un momento tal la gente consideraría los  criterios tradicionales, incluso aunque no negara su rectitud,  como algo inútil para prescribir lo que están llamados a hacer  en las circunstancias actuales de sus vidas.5 Bajo el gobierno  totalitario, como sabemos, los individuos traicionaron a sus fa­ milias y asesinaron a sus vecinos, no sólo obedeciendo las ór­ denes de sus líderes, sino tam bién las leyes ideológicas que  rigen el inevitable «progreso» de la sociedad hum ana. Podría­ mos decir con razón que esta gente actuó sin juicio, pero la  idea principal es que a la luz de la necesidad de esas leyes su­ periores del movimiento los propios criterios de devoción fa­ m iliar y de am or vecinal aparecen como prejuicios y juicios  previos. Arendt terminó por pensar que todas las reglas —bue­ nas o malas, y con independencia de su origen— que preten­ dan gobernar la acción hum ana desde fuera son apolíticas e  incluso antipolíticas. La profundidad de su comprensión de la  política puede vislumbrarse en su opinión de que los únicos  criterios del juicio con algún grado de seriedad no vienen en  modo alguno de arriba, sino que emergen de la pluralidad hu­ mana, la cual es la condición de la política. El juicio político  no es un asunto de conocimiento, de pseudoconocim iento, o  de pensam iento especulativo. No elimina el riesgo, sino que  afirm a la libertad hum ana y el mundo que los hom bres libres  com parten entre ellos. O, más bien, establece la realidad de la  libertad hum ana en un mundo común. La actividad mental de

5. Este asunto es discutido en profundidad en «Some Questions of Moral Philo-  sophy», en H. Arendt, Responsibility and Judgment, J. Kohn (comp.), Nueva York,  Schocken Books, 2003, págs. 49-146 (trad. cast.: Responsabilidad y juicio, Barcelona,  Paidós, 2007).


 

juzgar políticamente plasma la respuesta de Arendt a la anti­ quís

im a división entre dos modos de vida: la vida del pensa­ miento y la vida de la acción, la filosofía y la política, con la  cual comenzó nuestra tradición de pensam iento político y en  la cual están aún enraizados nuestros prejuicios y juicios polí­ ticos previos. La dicotomía entre pensar y actuar es caracterís­ tica de Arendt más que de ningún otro filósofo moderno, y,  aunque ninguno de los libros que ella se propuso escribir en la  década de 1950 se iba a llam ar La promesa de la política, es su  énfasis en la habilidad hum ana para juzgar lo que hace que ese  título sea apropiado para esta selección de los escritos que ella  preparó y que no destruyó cuando los libros mismos fueron  dejados de lado.

Al cabo de unos meses desde la publicación de Los orígenes  del totalitarismo, Hannah Arendt envió una propuesta a la Fun­ dación John Simón Guggenheim que vale la pena revisar. Co­ menzaba por señalar un «importante vacío» en Los orígenes, una  «carencia de un análisis adecuado, histórico y conceptual» del  «trasfondo» de la ideología bolchevique, y continuaba diciendo  que «esta omisión era deliberada». No había querido diluir «la  impactante originalidad del totalitarismo, el hecho de que sus  ideologías y métodos de gobierno carecían totalmente de prece­ dentes y que sus causas desafiaban una explicación adecuada en  los términos históricos usuales». Habría corrido el riesgo de ha­ cerlo si hubiese tomado en consideración «el único elemento  que tiene tras de sí una tradición respetable, y cuya discusión se­ ria requiere la crítica de algunos de los principales principios de  la filosofía política occidental: el marxismo». Entre los elemen­ tos que Arendt había estudiado en Los orígenes estaban el anti­ semitismo, el imperialismo, el racismo y los nacionalismos que  rebasaban las fronteras políticas, todos los cuales eran «corrien­ tes subterráneas en la historia occidental», y ninguno de los cua­ les guardaba en modo alguno «relación con las grandes tradicio­ nes políticas y filosóficas de Occidente». Habían emergido «sólo  donde y cuando el marco social y político tradicional de las na­ ciones europeas se había roto». Pero ahora, en su consideración  del marxismo, ella aportaría «el vínculo que falta entre [...] las


 

categorías comúnmente aceptadas de pensamiento político» y  nuestra insólita «situación presente».6

La última frase representa un desplazamiento increíblemente  significativo en el pensamiento de Arendt, desde los elementos  sin precedentes del totalitarismo al período posterior a la Se­ gunda Guerra Mundial. No hay ninguna razón para dudar de  que lo que ella proponía se hallaba ya en su cabeza cuando esta­ ba escribiendo Los orígenes, ni de que lo había excluido de esa  obra por las razones que aduce. En efecto, al comienzo del capí­ tulo que en su segunda edición, y en todas las subsiguientes,  pone fin a Los orígenes7 este desplazamiento está indicado clara­ mente: «Los verdaderos aprietos de nuestra época asum irán su  forma auténtica —aunque no necesariamente la más cruel— so­ lamente cuando el totalitarismo haya pasado a ser algo del pasa­ do». La forma auténtica de los «aprietos» de nuestro mundo es  precisamente aquello hacia lo que Arendt se encam inaba en su  proyecto sobre el marxismo. Esto no significa, sin embargo, que  su modo de aproximación a esta nueva tem ática fuese menos  heterodoxo de lo que lo había sido en Los orígenes. Allí, al recha­ zar la causalidad como una categoría de explicación histórica, y  al reemplazarla con la noción de los elementos «subterráneos»  que cristalizan en una nueva forma de gobierno, y al extraer sus  imágenes de fuentes literarias para ejemplificar esos elementos,  Arendt desató la ira de los historiadores, los sociólogos y los po-  litólogos por igual. Sin embargo, Arendt no tenía otra opción  que pensar al margen de las categorías tradicionales —ohne  Gelander («sin barandilla»), como ella solía decir— si quería

6. La «situación presente» se refiere, por supuesto, a la Guerra Fría. Es interesan­ te advertir que exactamente trescientos años antes, en 1651, otra obra maestra del  pensamiento político, polémica y nada convencional, el Leviatán de Tilomas Hobbes,  también fue publicada en momentos de agitación política. (La propuesta de Arendt se  halla entre sus documentos conservados en la Biblioteca del Congreso.)

7. Dicho capítulo, «Ideología y terror: una nueva forma de gobierno», fue escrito  en 1953, y en cierto momento Arendt pensó usarlo en su libro sobre el marxismo (véa­ se su carta a H. A. Moe, de la Fundación Guggenheim, fechada el 29 de enero de 1953,  conservada en la Biblioteca del Congreso). La edición de Los orígenes publicada en  2004 por Schocken Books, que es la más completa y legible de todas las ediciones exis­ tentes, incluye los «Comentarios conclusivos» originales de Arendt, así como el último  capítulo. La cita que sigue puede encontrarse en la página 460.


 

traer a la luz un mal que era inédito y que no podría haberse co­ nocido dentro de la tradición; y no tenía otra opción más que  ejercitar su facultad de imaginación si debía revivir los elemen­ tos ocultos que finalmente, y por sorpresa, se habían unido y ha­ bían precipitado una explosión que, si no hubiese sido detenida,  habría implicado la destrucción de la pluralidad humana y del  mundo humano. A pesar de toda su novedad, el horror del  dominio totalitario no había «caído del cielo», tal y como ella  afirma en más de una ocasión en la década de 1950.8

El tipo de enfoque de Arendt iba a ser igualmente hetero­ doxo, aunque distinto en un aspecto crucial: en el viaje que esta­ ba a punto de comenzar. Al volverse hacia el marxismo en tanto  que «trasfondo» de la ideología bolchevique, ciertamente Arendt  no pretendía afirmar que aquél había sido la causa del bolche­ vismo. Sin embargo, su noción de cristalización ya no era plau­ sible, pues de ninguna m anera podía concebirse el marxismo  como una corriente «subterránea». En opinión de Arendt, no se  puede encontrar en Marx ninguna justificación de los crímenes  que los dictadores bolcheviques, esto es, Lenin y, especialmente,  Stalin, cometieron en su nombre. Por el contrario, era la posi­ ción peculiar de Marx en la corriente dominante del pensamien­ to político occidental lo que permitió a Arendt juzgar la tradi­ ción, y lo hizo mediante la narración de las historias relativas a  aquellos que la habían transm itido

 y de aquellos que se habían  mantenido firmes frente a ella o que lo habían intentado. A ries­ go de repetirme, es imposible hacer hincapié en que el argu­ mento de Arendt no consiste en afirm ar que el totalitarismo se  sigue directamente de la tradición o a partir de Marx, sino que,  como ella dijo (en la misma carta a H.A. Moe citada más arriba),  la tradición había «encontrado su final» en el pensamiento de  Marx, como una serpiente que se enrosca sobre sí misma y se  devora a sí misma. La ruptura por parte del marxismo de la  autoridad de la tradición constituía a lo sumo una condición

8. H. Arendt, Essays in Understanding, 1930-1954, J. Kohn (comp.), Nueva York,  Schocken Books, 2005, págs. 310 y 404 (trad. cast.: Ensayos de comprensión 1930-  1954, Madrid, Caparrós, 2005).


 

negativa del totalitarismo bolchevique. Lo decisivo para Arendt  es que ni la tradición ni su autoridad podían ser restauradas en  el mundo postotalitario.

Los manuscritos que Arendt preparó para su trabajo sobre  Marx son voluminosos, y aquí se reproduce solamente una pe­ queña parte de los mismos, en versiones corregidas y a veces  yuxtapuestas. En los cientos y

 cientos de páginas con las que  contamos, Arendt se orienta hacia Marx de m aneras distintas,  enfatizando a veces, a pesar de su enorme y a menudo no reco­ nocida influencia en las ciencias sociales, el carácter no científi­ co de su pensamiento. En otras ocasiones enfatiza lo que ella de­ nomina ciertas «afirmaciones apodícticas» que son constantes  en toda su obra y que, más que ningún sistema, revelan su filo­ sofía política y explican por qué abandonó la filosofía a favor de  la economía, la historia y la política. Otras veces Arendt enfatiza  los malentendidos más comunes respecto de Marx, sostenidos  especialmente por los críticos conservadores, y diferencia el  marxismo del propio papel de Marx en la política de su tiempo,  así como el efecto que él tuvo en las clases trabajadoras y los  movimientos proletarios en todo el mundo. Y en ocasiones con­ cibe su «canonización» en la Unión Soviética como la encarna­ ción del filósofo-rey de Platón. Elaborar un libro coherente a  partir de dichos acercamientos diferentes, cuando no incompa­ tibles, tal y como yo esperaba e intenté hacer durante mucho  tiempo, terminó por parecerme cada vez más quimérico. Los  manuscritos son incontables, y son pródigos en las diversas cla­ ses de penetración intelectual que esperamos de Arendt; sin em­ bargo, hasta donde yo sé, no se reúnen para formar un todo. Fue  un gran alivio leer que Arendt, cuando estaba a punto de darse  por vencida, escribió a Heidegger el 8 de mayo de 1954 acerca  de sus afanes con Marx y la tradición: «No puedo reducirlo a lo  esencial sin que se convierta en algo interminable».9

9. Letters, 1925-1975/Hannah Arendt and Martin Heidegger, U. Ludz (comp.), trad.  A. Shields, Nueva York, Harcourt, 2004, pág. 121 (trad. cast.: Correspondencia 1925-  1975 y otros documentos de los legados/Hannah Arendt, Martin Heidegger, Barcelona,  Herder, 2000).


 

Una afirmación un tanto extraña, pues, normalmente, para  Arendt el considerar un tema desde una variedad de puntos de  vista es lo que hace de éste algo «concreto» y real. En parte pue­ de ser que cuanto más conocía a Marx menos le gustaba. A fi­ nales de 1950, cuando comenzó por prim era vez a pensar sobre  su obra, escribió una carta a Jaspers (quien nunca había tenido  una opinión elevada de Marx) en la que afirmaba que quería  «restaurar el honor de Marx ante tus ojos». Por aquel entonces  Arendt describía a Marx como alguien «movido por la pasión  por la justicia». Dos años y medio más ta

rde, en 1953, cuando  estaba bien adentrada en el trabajo, Arendt escribió de nuevo a  Jaspers acerca de Marx, esta vez en los siguientes términos:  «Cuanto más leo a Marx, más me doy cuenta de que tenías ra­ zón. No está interesado en la libertad o en la justicia. (Y, por  añadidura, resulta insoportable)».10 Marx había pasado de ser  alguien movido por la justicia a resultar/e insoportable. En esa  época Arendt estaba interesada menos en Marx que en la tradi­ ción cuyo hilo él había cortado; ya no pensaba llamar a su obra  «Elementos totalitarios en el marxismo», sino «Karl Marx y la  tradición del pensamiento político occidental», el título de las  conferencias que im partió el mismo año en que escribió a Jas­ pers acerca su desilusión con Marx. Junto con Kierkegaard y  Nietzsche, Marx se había rebelado contra los patrones tradicio­ nales de pensamiento, pero ni aquéllos ni éste, en opinión de  Arendt, se habían liberado de dichos patrones. La liberación  de la propia Arendt surgió a raíz de la llegada del totalitarismo,  que era algo completamente distinto de cualquier cosa que  aquellos hubiesen podido imaginar o prever; y, aunque liberar­ se de la tradición no constituye en sí mismo un nuevo modo de  pensar la política, es este nuevo modo de pensar lo que aquella  liberación está reclamando. Ésta me parece la razón funda­ mental de que dejase de trabajar en dicho proyecto «sin fin» y  se centrara, entre otras cosas, en su «Introducción a la política».

10. Hannah Arendt/Karl Jaspers Correspondence, 1926-1969, L. Kohlery H. Saner  (comps.), trads. R. y R. Kimber, Nueva York, Harcourt Brace Jovanovich, 1992, págs.

160 y 216.


 

Por descontado, debe señalarse que la reducción por parte  de Marx de todas las actividades hum anas a la necesidad del  trabajo hizo que Arendt distinguiese en La condición humana  entre el mero trabajo y la fabricación en tanto que actividad  constructora de un mundo, distinguiendo asimismo a ambas de  la acción en tanto que capacidad hum ana para com enzar algo  nuevo. La combinación marxista de trabajo y fabricación, que  conduce hasta su noción de construcción de la historia a partir  de una especie de esquema de reglas dialécticas —lo cual signi­ ficaba para Arendt que se hacía a expensas de la acción y la li­ bertad— tiene un lugar prominente en la misma obra. Una de  las conferencias de 1953 apareció casi palabra por palabra  como «La tradición y la era moderna», el prim er ensayo de En­ tre pasado y futuro (1961), y Arendt reelaboró numerosas líneas  argumentativas formuladas en estos escritos posteriormente, en  Sobre la revolución (1963) y en todas sus otras obras publica­ das. Pero es también cierto que en su última obra magna, la in­ completa La vida del espíritu* publicada postum am ente en  1978 —su examen filosófico más profundo sobre la compleji­ dad de la distinción entre pensamiento y acción, el problema en  el corazón de la tradición—, Marx apenas hace aparición, y, si lo hace, es casi siempre desde una perspectiva negativa.

En cualquier caso, el editor y compilador de este volumen de­ cidió no intentar reconstruir a partir de los manuscritos de  Arendt el libro sobre Marx que hubiese resultado, bajo el título  que sea, si ella lo hubiese completado. En este caso, ello parecía  una empresa fútil por los motivos ya señalados; además, no pue­ de conocerse su forma final, ni siquiera hipotéticamente, puesto  que Arendt siempre ejerció su libertad para alterar cualesquiera  esbozos, planes y escritos preliminares de una obra en proceso  cuando se disponía a organizarlos para su publicación. Se tomó  la decisión de obtener a partir de los manuscritos inéditos aque­ llos materiales que encarnan las líneas de pensamiento anterio­ res cronológica y sustantivamente a la «Introducción a la políti­ ca», y dejar que las palabras de Arendt hablen por sí solas.

* Barcelona, Paidós, 2002.


 

La tarea del compilador se simplificó considerablemente al  tratar

 con los materiales incluidos aquí bajo el encabezamiento  «Introducción a la política». Estos escritos en alemán fueron  publicados en Alemania en 1993, en una m eritoria edición al  cuidado de Ursula Ludz," en quien me he apoyado parcialmen­ te para lo que sigue. Los primeros fragmentos, sobre los prejui­ cios políticos, los juicios previos y el juicio, datan de 1956 a  1957, mientras que los extractos posteriores sobre el sentido de  la política y la cuestión de la guerra y de la destrucción nuclear  son de 1958 a 1959. Aunque el proyecto en sí mismo fue aban­ donado debido a una serie de razones contingentes en 1960,  Arendt aún empleó el nombre para un curso que impartió en la  Universidad de Chicago en 1963. De mayor importancia es que  antes de abandonarlo Arendt había terminado por concebir  «Introducción a la política» como una obra política sistemática  y extensa, que como trabajo aislado no existe en ningún lugar  dentro de su oeuvre. Proyectado originalmente como un libro  breve, Arendt escribió en 1959 a Klaus Pieper, su editor alemán,  contándole que podría llegar a ocupar dos volúmenes. El pri­ m er volumen se convirtió finalmente en Sobre la revolución,  m ientras que el segundo debía contener los escritos «introduc­ torios» propiamente dichos. Sin embargo, tan sólo ocho meses  más tarde Arendt escribió a la Fundación Rockefeller pidiendo  apoyo para una edición en inglés de la obra, la cual incorpora­ ría ahora aspectos del proyecto sobre Marx. Ella contrastaba,  para el caso, su nuevo proyecto con La condición humana, que  había sido publicado el año anterior. La condición humana,  afirmaba, «es en realidad una especie de prolegómeno al libro  que ahora pretendo escribir», y añadía que el nuevo libro «con­ tinuará donde el otro libro termina», y que «estará relacionado  exclusivamente con la acción y el pensamiento».12

«En prim er lugar», según afirm aba, ofrecería una explica­ ción crítica de los «conceptos y marcos conceptuales tradicio­

11. H. Arendt, Was ist Politik?, U. Ludz (comp.), Munich, Piper Verlag, 1993, págs.  9-133 (trad. cast.: ¿Qué es la política?, Barcelona, Paidós, 1997).

12. Ibid., págs. 197-201.


 

nales del pensam iento político», en los cuales incluía los «me­ dios y fines», la «autoridad», el «gobierno», el «poder», la «ley»  y la «guerra». Como modelo de lo que pretendía hacer, ofrecía  su ensayo «¿Qué es la autoridad?», publicado en fecha recien­ te, en el cual su argumento no consiste m eram ente en afirm ar  que la autoridad política ha desaparecido del mundo moderno,  sino también que es algo completamente distinto de lo que por  ella se entiende en los denominados regímenes autoritarios,  que surgieron desde el momento en que la autoridad política  desapareció, señalando así su pérdida.

«En segundo lugar», decía, examinaría «aquellas esferas del  mundo y de la vida hum ana que propiam ente llamamos políti­ cas». Al tom ar en consideración la acción y el espacio público,  estaría «interesada en los diversos modos de pluralidad hum a­ na y las instituciones que les corresponden». Arendt plantearía  de nuevo «la vieja cuestión de las formas de gobierno, sus prin­ cipios y sus modos de acción». Finalmente, discutiría los «dos  modos básicos» en que los seres hum anos plurales pueden  estar juntos, como «iguales a partir de los cuales surge la ac­ ción», y «con uno mismo, a lo cual corresponde la actividad  del pensamiento». Así, el libro concluiría con una considera­ ción acerca de «la relación entre actuar y pensar, o entre políti­ ca y filosofía». Sin embargo, Arendt ya no lo concebía como  una obra en dos volúmenes; por el contrario, sus dos partes de­ bían estar «tan estrecham ente conectadas entre sí que el lector  difícilmente se daría cuenta de su doble propósito».

En su descripción final, «Introducción a la política» aparece  como un proyecto inmenso que solamente sería completado en  La vida del espíritu (o que no sería completado ni siquiera allí,  puesto que Arendt murió antes de escribir la últim a sección so­ bre el juicio). El proyecto rastrea toda la trayectoria del pensa­ miento de Arendt posterior a Los orígenes: el estudio de la tra­ dición de pensam iento político desde sus comienzos hasta su  fin, el estudio de lo que la política era y es al m argen de dicha  tradición y el estudio de la relación, más que m eram ente la se­ paración, entre la vida activa y la espiritual. Su trabajo para  «Introducción a la política» se interrum pió no sólo por su de­


 

cisión de incluir varias de sus partes en los «ejercicios de pen­ samiento político» que componen Entre pasado y futuro, así  como en una buena parte de Sobre la revolución, sino también  por el ahogo que experimentó al enfrentarse con la falta de  pensamiento que halló en el juicio a Adolf Eichmann en Jeru-  salén en 1961. La abismal falta de sentido del no pensar la desa­ rrollaría en su Eichmann en Jerusalén (1963) y en los escritos  subsiguientes que están ahora recopilados en Responsabilidad y  juicio,* y ampliaría y profundizaría sus deliberaciones sobre el  sentido de la pluralidad en las actividades mentales de pensa­ miento, voluntad y juicio. Su compromiso apasionado con la  política se halla implícito en su plan final para «Introducción a  la política», y los lectores de La promesa de la política percibi­ rán esa pasión en la explicación de Arendt de la tradición del  pensam iento político y de los conceptos y categorías con los  cuales intenta aprehender la política, «estrechamente relacio­ nados» con su explicación polifacética de la precariedad y la li­ bertad de la acción humana.

Se dice a menudo que Hannah Arendt es una pensadora «di­ fícil», pero si ello es acertado no lo es porque su pensamiento  sea oscuro, sino más bien debido a la dificultad inherente a lo  que ella quiso comprender. Fue uno de esos raros individuos que  experimentan la comprensión como una pasión, que en estos es­ critos va en paralelo con su adhesión apasionada a la política.  Cuando era poco más que una niña buscó la comprensión en la  filosofía,13pero siendo ya una joven adulta, una judía desarrai­ gada de su Alemania natal, sin Estado y sin derechos, sus ojos se  abrieron a la fragilidad de los asuntos humanos. Tal y como  señala frecuentemente, y aquí de m anera enfática, debido a  que los asuntos hum anos dejados a su suerte parecen descon­ trolarse, los filósofos desde Platón raram ente los han tomado  en serio. Esto no significa que Arendt dejase en ningún mo­ m ento de leer filosofía, o no más de lo que dejó de leer en

* Barcelona, Paidós, 2007,

13. Essays in Understanding, 1930-1954, op. cit., pág. 8.


 

absoluto, pero lo que de entonces en adelante quiso com pren­ der —la relación que guardan los asuntos hum anos, en su fra­ gilidad, con la libertad hum ana— debía descubrirlo por sí mis­ ma. No se trataba tan sólo de la cuestión del reparto político  de los derechos en una sociedad libre, y no era en absoluto un  asunto relativo al establecimiento de las condiciones políticas  de la libertad tal y como los filósofos la habían definido de di­ versas m aneras. Uno de los asuntos dif

íciles que ella llegó a  comprender era que los grandes pensadores a los cuales había  acudido una y otra vez en busca de inspiración, desde Platón y  Aristóteles hasta Nietzsche y Heidegger, nunca habían visto  que la prom esa de la libertad hum ana, con independencia  de que se ofrezca sincera o hipócritamente como fin de la polí­ tica, es realizada por seres humanos plurales sólo cuando ac­ túan políticamente. Incluso Kant, a quien Arendt reconoció  como la fuente de gran parte de su propia comprensión de  la pluralidad hum ana, no vio o, cuando menos, no formuló la  ecuación política de dicha pluralidad con la libertad.

Un modo similar, aunque más sutil, de no ver lo que está en  juego en la «dificultad» del pensam iento de Arendt reside, se­ gún creo, en atribuir dicha dificultad a la complejidad de su  mente. Esto es más que correcto —sus líneas de pensam iento  se desplazan constantem ente según las perspectivas desde las  cuales tom a en consideración lo que quiera que esté pensan­ do—, y muy a menudo su consecuencia ha sido que el sentido  «general» de Arendt, que ella nunca pretendió explicar en de­ talle, se pierde. Se requiere una perseverancia perspicaz para  discernir y sondear las líneas de pensam iento dentro de cada  uno de sus temas de estudio, con objeto de llegar a una teoría  política coherente,14 y, además de ese esfuerzo, la tan cacarea­ da «controversia» en torno a Arendt tiende a ocupar el prim er  lugar. La afirmación de que Arendt tenía una teoría de la polí­ tica, distinta pero comparable a otras teorías políticas, se basa  en ciertas presuposiciones: en prim er lugar, que existe un sen­

14. Margaret Canovan consiguió hacerlo en Hannah Arendt: A Reinterpretation o f  Her Political Thought, Cambridge, Cambridge University Press, 1992.


 

tido «general» correlativo a la riqueza de significados, a la plu­ ralidad de sentidos, que se halla en su obra; en segundo lugar,  que la «dificultad» para com prender a Arendt puede ser supe­ rada, incluso aunque ella estuviese inclinada a dejar intactas  las dificultades de aquello que comprendió; y en tercer lugar,  que Arendt estaba interesada primordialmente en encontrar un  sentido al espacio político más para ella misma que para trans­ mitírselo a los demás. No es éste el lugar para contender con  dichas presuposiciones punto por punto, excepto para decir  que, para hacerlo, se debería com enzar por considerar el re­ chazo por parte de Arendt de la teoría según la cual la verdad  descubierta racionalm ente se corresponde con la realidad fe­ noménica. Lo que ella denomina como la adequatio intellectus  et rei —que la verdad es realidad, que el concepto de una cosa  es la cosa, que la esencia y la existencia son lo mismo— había  sido, en su opinión, refutado por la revelación de Kant de «la  antinom ia inherente a la estructura de la razón [...] y por su  análisis de las proposiciones sintéticas». Para Arendt, Kant ha­ bía inutilizado la búsqueda por parte de la mente de la verdad  metafísica «más allá» de los significados particulares de las  apariencias o, como ella lo expresa, «la unidad del pensamien­ to y el Ser». Además, Arendt había visto tanto la consistencia  de la verdad como la teoría de la correspondencia políticamen­ te pervertidas en el intento totalitario por fabricar la realidad y  su verdad al precio de la pluralidad hum ana.'5 En esto, Marx  no era del todo inocente.

Lo que resulta crucial para Arendt es que el sentido específi­ co de un suceso que tuvo lugar en el pasado permanece poten­ cialmente vivo en la imaginación reproductiva. Cuando ese sen­ tido, por mucho que pueda ofender nuestro sentido moral, es  reproducido en una narración y experimentado subsidiariamen­ te, recupera la profundidad del mundo. Compartir experiencias  indirectas de este modo puede ser la manera más eficaz de re-

15. Essays in Understanding 1930-1954, op. cit., págs. 168 y 354. Véase «The Con-  quest of Space and the Stature of Man», en H. Arendt, Between Past and Future, Nueva  York, Viking Press, 1968, págs. 270-277 (trad. cast.: Entre pasado y futuro: ocho ejerci­

cios de reflexión política, Barcelona, Península, 1996, págs. 279-293).


 

concillarse con la presencia del pasado en el mundo y de preve­ nir

 nuestro extrañamiento con respecto a la realidad histórica.  Que Arendt pretendía que sus historias sobre el pasado fuesen  escuchadas por otros se me hizo evidente en su seminario sobre  «Las experiencias políticas en el siglo XX». Aunque impartido en  1968, casi una década después de los últimos escritos recogidos  en este volumen, su énfasis sobre las experiencias en plural sitúa  al seminario en línea con sus primeros escritos. Las primeras  palabras que dirigió a sus estudiantes fueron «Ninguna teoría;  olviden todas las teorías». Con ello no pretendía, según añadió  inmediatamente, que «dejásemos de pensar», pues «pensamien­ to y teoría no son lo mismo». Nos dijo que pensar sobre un su­ ceso es recordarlo, que «de otro modo se olvida», y que dicho  olvido pone en peligro la significatividad de nuestro m undo.16 Ella quería que recordásemos algunos de los sucesos políticos  más importantes —guerras, revoluciones y los desastres que las  acompañaron— del siglo xx en su orden cronológico. Los estu­ diantes de Arendt experimentaban indirectamente estos sucesos  políticos —desde el estallido de la Primera Guerra Mundial, pa­ sando por las revoluciones rusa y china, la Segunda Guerra  Mundial, la existencia de campos de exterminio y de trabajo en  condiciones de esclavitud, hasta la destrucción atómica de dos  ciudades japonesas— como acciones y sufrimientos humanos (a  veces escasamente humanos) que interrum pieron procesos en  m archa e iniciaron nuevos procesos, los cuales fueron a su vez  interrumpidos por nuevas acciones y nuevos sufrimientos y los  procesos que éstos originaron.

El cuerpo del seminario estaba formado por las historias que  Arendt narraba acerca de estos sucesos con sus propias pala­ bras y con la ayuda, como en las páginas de este volumen, de  poetas e historiadores. Estas historias im portan, afirmaba, no  porque sean verdaderas, sino porque en ellas las rápidas y radi­ calmente cambiantes apariencias del siglo xx no se explican sin  más como una concatenación de sucesos que conducen hacia

16. Estoy siguiendo el resumen de Arendt de este seminario, que se encuentra en  la Biblioteca del Congreso, así como mis propias anotaciones.


 

«Dios sabe dónde». Ella nos convenció de que nuestra predilec

­ ción por considerar el espacio de la política a través de ideolo­ gías —izquierda, derecha o centro— como sustitutos de los  principios inspiradores de la acción, es un medio para abolir  nuestra propia espontaneidad, sin la cual ningún tipo de acción  resulta comprensible, del mismo modo que la ingenuidad hu­ mana, al aplicar el conocimiento científico «puro» a la tecnolo­ gía, posee ya los medios para destruir el mundo entero. Dichos  procesos mentales van de la mano de la destructividad de las ac­ ciones y procesos cuyas historias habíamos estado escuchando  y, según afirmaba, podían estar más firmemente afianzados hoy  de lo que nunca lo habían estado antes. Por supuesto, Arendt  entendía eso, pero también quería que lo entendiésemos noso­ tros. Sus historias eran dolorosas, y no se andaba con m ira­ mientos al contarlas, ni perm itía que lo hiciésemos nosotros  tampoco en nuestras reacciones. No se perm itían excusas o ra­ cionalizaciones de ningún tipo para lo que había ocurrido,  aunque, curiosamente, el dolor que sus historias infringía fue  suplantado gradualm ente por un sentido emergente de la sig­ nificación, a menudo terrible, de los sucesos mismos.

Mi trabajo en La promesa de la política me trajo a la memo­ ria el seminario de Arendt, pero recordarlo ahora, tras el co­ lapso del comunismo en la

 Unión Soviética y la continua diso­ lución de su imperio desde 1989, lo cual ciertam ente no ha  dado paso a nada parecido a un «fin de la historia» de ecos he-  gelianos, me hizo darme cuenta de que estos escritos requieren  incluso mayor atención hoy que cuando fueron redactados o  que en 1968. Hablando políticam ente, la Guerra Fría dominó  las décadas de 1950 y 1960, pero nuestra actual «guerra contra  el terror» no es en absoluto fría. Aunque ciertam ente no sea  posible contar la historia completa de lo que está ocurriendo  m ientras está ocurriendo, los lectores del presente volumen  tienen la posibilidad de com prender un modo preciso por el  cual perm anecer m entalmente en el mundo de los hombres y  de las mujeres plurales, con su multiplicidad de sentidos o sus  verdades estrictam ente relativas, es al menos tan im portante  como, y quizá también más urgente, que reexperim entar los


 

significados de sucesos pasados. Las historias son objetos del  pensamiento, y aunque pensemos en la dimensión tem poral  del pasado («todo pensam iento es un pensam iento poste­ rior»),17 juzgam os en el presente. Como Arendt afirm a en este  libro: «La habilidad para ver la misma cosa desde diversos  puntos de vista está en el mundo humano; es simplemente el  intercam bio del punto de vista que nos ha dado la naturaleza  por el de algún otro con quien compartimos el mismo mundo,  que redunda en una verdadera libertad de movimientos en  nuestro mundo mental que es paralela a nuestra libertad de  movimientos en el mundo físico».

En otras palabras, la «verdadera libertad» del juicio, así  como la de la acción, no se realiza en la experiencia indirecta, y  en ese sentido es el juicio más que el pensam iento la facultad  mental por excelencia. El juicio caracteriza las historias que  Arendt cuenta sobre lo que es la política, del mismo modo  que su opuesto, el gobierno sobrehumano de la verdad necesaria  sobre la mente, y el gobierno de la mente sobre el cuerpo, ca­ racteriza las historias que cuenta sobre lo que la política no es.  Dichas historias tratan sobre el pasado, a veces el pasado re­ moto, el cual es efectivamente recordado y pensado. Por un  lado, la reflexión sobre el pasado de Arendt sirve para preparar  su propia facultad de juzgar, y, por el otro, Arendt afirm a bas­ tante explícitamente que el pensamiento no siempre requirió  del juicio para afectar al mundo. Que ahora lo haga constituye  en sí mismo un juicio de nuestro mundo, y uno de tantas con­ secuencias que ella nos consideraría unos tem erarios si lo pa­ sáramos por alto sin subrayarlo.

La promesa de la política invita a los lectores a seguir a  Arendt y a sus acom pañantes favoritos en un viaje que se ex­ tiende a lo largo de numerosas tierras y siglos. Durante el viaje,  los lectores quizá encontrarán juicios con los que no estén de

17. H. Arendt, The Life o f the Mind, vol. I, Thinking, Nueva York, Harcourt Brace  Jovanovich, 1978, pág. 87 (trad. cast.: La vida del espíritu, Barcelona, Paidós, 2002,

pág. 109).


 

acuerdo, pero ciertam ente descubrirán muchas cosas que ata­ ñen a su propio tiempo y lugar. El viaje comienza en la antigua  Atenas, en el diálogo pensante de Arendt con Sócrates y Pla­ tón. Sócrates aparece como un hom bre de carne y hueso que  se deleita con las muchas opiniones o verdades relativas y las  perspectivas individuales mediante las cuales la polis atenien­ se se abría a la pluralidad de sus ciudadanos. Mediante la deci­ sión de no expresar su propia opinión, lo cual distingue a Só­ crates de los demás, su pensam iento representa la humanidad  de todos los otros. La acción, para Sócrates, no viene ordenada  desde fuera; la ley de no contradicción, que experimentaba en  su interior y cuyo descubrimiento le es atribuido, es lo que rige su  pensam iento y, en la forma de «mala conciencia», gobierna  también sus acciones. Nadie antes de Arendt, según creo, ha  insistido con tanta firmeza en esa ecuación entre pensar y ac­ tuar en Sócrates. Lo que ella quiere decir es que en el pensa­ miento de Sócrates, esto es, en su vivir en arm onía consigo  mismo, el daño infringido a otra persona sería equivalente a  un daño infringido contra uno mismo. Sócrates ejerce su in­ fluencia en el mundo hum ano sin hacer nada, lo cual constitu­ ye un pensamiento político-moral de alto rango, y que reverbe­ ra en el siglo xx a través del corpus de la obra de Arendt.

Pero eso no iba a durar en Atenas. Cuando Sócrates se mues­ tra incapaz de persuadir a sus no muy reflexivos jueces acerca  de su convicción de que pensar es bueno para ellos en tanto  que ciudadanos, él dem uestra la validez de dicha convicción  prefiriendo m orir por el

la antes que alterarla. Ésta era su ver­ dad. Arendt cree que la inauguración por parte de Platón de la  tradición de pensamiento político fue debida a la tragedia polí-  tico-moral de la condena jurídica de Sócrates por sus conciu­ dadanos. Por supuesto, Platón no dio comienzo a una tradi­ ción intencionadamente, pero eso fue justam ente lo que la  fuerza extraordinaria de su pensamiento provocó cuando cons­ truyó una «ideocracia», esto es, el gobierno de la idea del bien,  en el cual la persuasión ya no se hacía necesaria. La verdad  trascendente de dicha idea, contemplada por el filósofo no tan­ to en soledad como en un mudo asombro, suplantó a la m ulti­


 

tud de verdades relativas que Sócrates quiso incansablem ente  sacar a la luz interrogando a sus conciudadanos. Al final, los  ciudadanos decidieron, por un margen notablemente pequeño,  que responder a las preguntas inacabables de Sócrates in­ terrum pía e im pedía su búsqueda de riqueza e influencia, así  como de otros intereses materiales. Sin duda, Platón vio que  tenían razón, pero comprendió agudam ente —y se opuso ve­ hementemente a ello— que dichos intereses cerraban el paso a  un ideal ético más convincente. Lo importante para la tradición  es que Platón introdujo el concepto de mando en el espacio po­ lítico, a pesar de que dicho concepto tuviese su origen en el go­ bierno completamente apolítico sobre los esclavos del hogar.  M andar sobre los esclavos permitía al señor abandonar su vida  privada; liberado de tener que ocuparse de las necesidades de la  vida, podía entrar en el espacio público, el ágora, donde se de­ senvolvía entre iguales y hablaba libremente con ellos.

La complejidad de esta historia, como en todas las historias  de Arendt, radica en su manera de contarla. Pero incluso cuan­ do se la representa en toda su riqueza, los lectores podrán pre­ guntarse qué fue lo que hizo Sócrates, adem ás de pensar y ha­ cer preguntas, y qué impulsó a los demás a hacer, aparte de a  acatar veredictos injustos. Arendt podr

ía replicar que su histo­ ria trata sobre lo que el pensamiento de Sócrates previno a éste  de hacer, y que su actividad interrogadora, al buscar verdades  relativas en las opiniones de sus interlocutores, hizo más fruc­ tíferos el espacio público y la actividad política que tiene lugar  en su interior. Arendt encuentra la respuesta a la pregunta de  qué es lo que inspira la acción política siglos después, en la re­ visión de la tradición realizada por M ontesquieu, en la cual  éste hace derivar los principios de la acción en repúblicas y  m onarquías a partir de la igualdad y la distinción, los dos as­ pectos esenciales de la pluralidad hum ana. En palabras de  Arendt, justo antes de la sección sobre M ontesquieu incluida  en este volumen:

Del mismo modo que no existe un ser hum ano como tal, sino  solamente hombres y mujeres que son lo mismo en su absoluta


 

distinción, esto es, humanos, así esta igualdad humana compar­ tida es la igualdad que, a su vez, se manifiesta solamente en la  absoluta distinción de un igual respecto a otro... Si, por tanto,  la acción y el discurso son las dos actividades políticas más so­ bresalientes, la distinción y la igualdad son los dos elementos  constitutivos de los cuerpos políticos.

En este fragmento se hace explícita la relevancia política de  la pluralidad humana, y se señala algo más acerca de la filosó­ fica «tiranía de la verdad» propuesta por Platón. Este, según  nos dice Arendt, al sufrir la recepción de la verdad pasivamen­ te —literalmente como una pasión— destruye la pluralidad  que Sócrates experimentaba dentro de sí mismo cuando pen­ saba y en los otros cuando dejaba de pensar para conversar  con ellos.18 Platón afirma frecuentemente que la verdad es ine­ fable, y si no puede expresarse en palabras entonces su expe­ riencia de una única verdad difiere fundam entalmente de la  búsqueda socrática de las muchas verdades. En este punto, los  lectores podrían preguntarse si todo lo que sabemos de Sócra­ tes acaso no procede de Platón, si Sócrates no es, en efecto,  nada más que una creación de Platón. Creo que Arendt estaría  de acuerdo en que lo que a ella le interesa de Sócrates es lo que  Platón dice acerca de él. El transplante platónico del mando  desde el ámbito privado al público no es decisivo solamente  para fundar la tradición de pensamiento político, sino que ade­ más constituye el intento de Platón por reparar la injusticia de  la muerte de Sócrates.

Arendt hace una distinción entre la tradición de pensamien­ to político y la historia. La tradición degrada la acción política  a la categoría de medios y fines, viendo la acción como el me­ dio necesario para alcanzar un fin en sí mismo más elevado.  Aunque desempeñen un papel pequeño, o ninguno en absolu­ to, dentro de la tradición, Arendt ofrece ejemplos de poetas e  historiadores antiguos, a los cuales ella concibe como jueces

18. Resulta casi imposible no sospechar que Arendt percibió una destrucción si­ milar

 de la pluralidad interna en un filósofo mucho más cercano a ella en el tiempo

que Platón: Martin Heidegger.


 

en su propio sentido del término, que hablan de la «gloria» y la  «grandeza» de los hechos humanos, apuntando con ello a la li­ bertad de la acción respecto de la necesidad. Jesús y Agustín,  Kant y Nietzsche: también ellos apuntan aspectos de la libertad  de la acción, todos los cuales fueron olvidados por la tradición,  si bien perm anecen vivos en nuestra historia «espiritual», y  Cicerón intenta en vano restaurar la acción política frente a su  degradación en la tradición. Arendt ve el colapso de la larga y  poderosa tradición de pensamiento político cuando Marx, por  así decirlo, engulló sus comienzos m ediante la idea de que el  mando, en el cual él incluía los gobiernos y las leyes, se deriva  de y establece la desigualdad humana. No habrá división entre  los que m andan y los que obedecen en la sociedad sin clases  que está por llegar, pero tampoco habrá división entre el espa­ cio público y el privado, y no habrá nada parecido a lo que  Arendt sugiere cuando habla de libertad política.

Marx puso fin a la tradición, pero no se apartó de ella: los  criter

ios derivados de la filosofía resultan inútiles para el pro­ greso de la hum anidad; en su lugar, todos los hom bres se ha­ rán filósofos cuando la

 lógica de su propio desarrollo «atrape a  las masas» y les perm ita realizar el fin preestablecido de su ac­ ción. Los lectores podrían preguntarse ahora en qué consiste el  pensam iento no tradicional, y encontrarán la respuesta de  Arendt al final de este volumen, en su triple distinción de las  categorías mediante las cuales puede entenderse la acción po­ lítica. Su sentido dura sólo m ientras dura la acción, aunque  pueda ser reproducido por poetas y, en ocasiones, por jueces;  su fin sólo puede conocerse cuando la acción ha concluido; y  sus objetivos orientan nuestras acciones y establecen los crite­ rios según los cuales pueden ser juzgadas. A esto ella añade los  principios de M ontesquieu que ponen en m archa a las accio­ nes. El análisis de Arendt debe ser leído por sí mismo, pero po­ dría decirse aquí que si conociésemos los fines de nuestras ac­ ciones por adelantado, dichos fines no sólo justificarían, sino  que tam bién «santificarían» cualquier medio para alcanzarlos.  Los objetivos y los principios de la acción, así como la acción  misma, no tendrían entonces ningún sentido, y la historia sería


 

un proceso tan necesario y racional como creen los filósofos de  la historia, incluyendo a Hegel y a Marx. La espontaneidad hu­ mana, hablando en términos políticos, implica que no conoce­ mos los fines de nuestras acciones cuando actuamos, y si los  conociésemos no seríamos libres. Cuando se confunden estas  categorías, sobre todo hoy en día, la política deja de tener sen­ tido.

Para muchos de nosotros, nuestra conciencia, cuando no  nuestra experiencia inmediata, de la fuerza bruta y coercitiva  crea la sensación de que la política actúa en el mundo propul­ sada por medios violentos, y que, a pesar de toda la cháchara  sobre la paz y la libertad, la política se ha convertido en algo  no muy distinto a un proceso autom ático fuera de control que  echa a perder todo lo que apreciamos. Los científicos han fu­ sionado el hidrógeno con el helio, trayendo a la tierra un pro­ ceso cósmico que antes sólo tenía lugar en estrellas lejanas.  Los tecnólogos han transform ado ese proceso en arm as capa­ ces de aniquilar no sólo a nosotros mismos, sino también a  nuestro mundo. Sabemos que la perspectiva de una guerra ter­ m onuclear amenaza la inm ortalidad potencial del mundo  como nunca había ocurrido con anterioridad. Ahora, más que  nunca, se hace preciso el juicio político, y es en este contexto  que Arendt juzga la posible destrucción de nuestro mundo re­ trotrayéndose a la guerra de Troya, una guerra que no es la  «continuación de la política por otros medios» (según la fór­ mula de Clausewitz), sino una guerra de aniquilación. Este pa­ saje es, en mi opinión, uno de los más memorables de todos los  escritos de Arendt, y en ningún otro lugar se ejemplifica de  m anera más elocuente lo que ella entendía por juicio político.  A través de los ojos de Homero y de Virgilio, y a través de  su propio juicio, que salta de uno a otro, la guerra de Troya  deviene real en su «inmensa multiplicidad», no sólo observada  sino tam bién «representada» desde todos los puntos de vista.  Tanto los griegos como los romanos comprendieron que una  guerra de aniquilación no tiene lugar en la política —a pesar, o  quizá debido precisamente a ello, de que los griegos habían lie-


 

vado a cabo la guerra de Troya y que los ancestros de los ro­ manos la habían sufrido— e inventaron dos formas de vida po­ lítica que el mundo nunca había visto antes, la polis y la repú­ blica, y dos conceptos d

e ley. En ambos casos, lo que está fuera  de la ley, entendida ésta bien como límite bien como organiza­ ción de alianzas, es un desierto. En ambos casos la violencia  destruye lo que la ley hace posible, el mundo contenido dentro  de la polis y el mundo en sentido amplio que por prim era vez  surgió entre pueblos antes enfrentados y ahora incorporados a  la república. Dichos mundos son fuertes y difíciles de destruir,  pero una vez destruidos desencadenan «procesos de destruc­ ción» que son cualquier cosa menos imparables. El juicio de  Arendt sobre la guerra de Troya en la Antigüedad no es un jui­ cio sobre el pasado, sino sobre nuestra propia época y situa­ ción, y sobre aquello que nosotros denominamos nuestra polí­ tica nacional e internacional.

Para Arendt, toda fuerza destructiva, incluso cuando es ine­ vitable,

 es en sí misma antipolítica, no sólo destruye nuestras  vidas sino también el mundo que hay entre ellas y que las hace  humanas. Un mundo humano y hum anizador no es un produc­ to m anufacturado, y ninguna parte del mismo que haya sido  destruida puede ser reemplaz

ada. Para Arendt, el mundo no es  ni un producto natural ni la creación de Dios; el mundo sólo  puede aparecer por medio de la política, que en su sentido más  amplio ella entiende como el conjunto de condiciones bajo las  cuales los hombres y las mujeres en su pluralidad, en su abso­ luta distinción los unos respecto de los otros, viven juntos y se  aproximan entre ellos para hablar con una libertad que sola­ mente ellos mismos pueden otorgar y garantizarse m utuam en­ te. En palabras de Arendt:

Solamente en la libertad de nuestro hablar los unos con los  otros emerge el mundo, como eso sobre lo cual hablamos, en su  objetividad y visibilidad desde todos los ángulos. Vivir en un  m undo real y hablar los unos con los otros sobre él son básica­ mente una y la misma cosa. [...] La libertad para independizar­ se y em prender algo nuevo y nunca visto, o [...] la libertad para


 

interactuar por medio del discurso con otros muchos y experi­ mentar la diversidad en la que siempre consiste el mundo en su  totalidad: éste era, y ciertam ente ya no es, el propósito final de  la política [...] algo que puede alcanzarse por medios políticos.  Es más bien la sustancia y el significado de todo lo político. En  este sentido, la política y la libertad son idénticas.

En el epílogo a este volumen, Arendt habla sobre un mun-  do-desierto m etafórico, con oasis vivificantes de filosofía y  de arte, de amor y de amistad. Dichos oasis están en peligro de  ser arruinados por aquellos que tratan de adaptarse a las con­ diciones de la vida en el desierto, así como por aquellos que in­ tentan escapar del desierto refugiándose en los oasis. En am ­ bos casos el mundo-desierto invade y devasta los oasis de la  vida privada. El desierto es una m etáfora que no debería to­ marse literalmente como un erial o una tierra baldía, augurada  como el producto final d

e la expansión industrial sin freno que  agota los recursos naturales de la tierra, poluciona sus océa­ nos, eleva la tem peratura de su atm ósfera y destruye su capa­ cidad para albergar vida. El desierto

 es una metáfora de nues­ tra creciente enajenación del mundo, entendiendo Arendt por  ello nuestra «doble huida de la tierra hacia el universo y del  mundo hacia el yo».19 Ella no está pensando, como hace en el  resto de estas páginas, en una catástrofe tras la cual sólo que­ darían los «vestigios» de una civilización destruida. Esto po­ dría ocurrir rápidamente, como el resultado de una guerra ter­ m onuclear o de un nuevo movimiento totalitario que surgiese  de las condiciones del desierto, las cuales son, en efecto, las  más apropiadas para ello. El desierto es una metáfora para  algo que ya existe, y en la necesidad constante de renovación,  de ser «empezado de nuevo» que le pertenece al mundo, siem­ pre existe. Lejos de ser causado por la vida política pública, el  desierto es el resultado de su ausencia.

La metáfora de Arendt del desierto fue elegida como epílogo  para esta obra porque el mal que destruye el mundo —la re­

19. La condición humana, op. cit., pág. 18.


 

ducción de los seres humanos plurales a un solo hombre  masa—,

 que apareció con el bolchevismo y el nazismo y que,  para Arendt,

 nunca ha abandonado el m undo desde entonces,  constituye el trasfondo frente al cual ella escribe. Aunque el  desierto no es ese mal, hoy en día, en la m edida en que nos  hemos ido enajenando crecientemente del mundo público, es­ tam os bien situados para caer en el mal como quien cae en el  infierno, en un espacio vacío indeterminado donde nada, ni si­ quiera el desierto, nos rodea, y donde no hay nada que nos  señale en nuestra individualidad, bien sea para relacionarnos o  para separarnos. Éste es nuestro aprieto, en el cual tan sólo las  raíces que libremente seamos capaces de encontrar, en el su­ puesto de que tengamos el coraje para aguantar las condicio­ nes del desierto, pueden dar lugar a un nuevo comienzo. Por  analogía con el modo en que los árboles recuperan en el m un­ do natural la tierra árida, hundiendo sus raíces en las profun­ didades de la tierra, los nuevos comienzos pueden todavía  transform ar el desierto en un mundo humano. Las posibilida­ des en contra de que esto suceda son apabullantes, pero, con  todo, el «milagro» de la acción está ontológicamente enraizado  en la hum anidad, no en tanto que especie única sino como una  pluralidad de comienzos únicos. La promesa inherente a la plu­ ralidad hum ana proporciona la que, tal vez, sea la única res­ puesta a la escalofriante pregunta de Arendt: «¿Por qué existe  alguien y no más bien nadie?».

Hombres y mujeres políticamente reunidos en busca de un  objetiv

o común generan poder, el cual, al contrario que la fuer­ za, surge de las profundidades del espacio público y lo sostie­ ne, como dice Arendt, mientras permanezcan unidos en el dis­ curso y la acción. En los momentos en que las instituciones de  gobierno y las estructuras jurídicas han envejecido y se han  erosionado, rem em orar las raras ocasiones en que los seres hu­ manos plurales han llevado a cabo y han completado acciones  políticas, y volver a contar esas ocasiones en forma de histo­ rias, no tiene por qué rejuvenecer las instituciones o restaurar  la autoridad de las leyes; con todo, las historias de Arendt pue­ den inculcar el suficiente am or por el m undo (amor mundi)


 

como para persuadirnos de que vale la pena aprovechar la po­ sibilidad de conjurar la ruina de nuestro mundo. Sus historias  no definen la acción política en térm inos teóricos, lo cual re­ sulta autolimitadora, pero podrían aum entar la conciencia po­ lítica de aquellos que estén atentos a ellas, y hacer de ellos, por  así decirlo, mejores ciudadanos; al igual que Sócrates, quien  tras dos milenios y medio todavía hace a aquellos que le pres­ tan atencións reverentes y hum anam ente más receptivos al  mundo tal y como se despliega ante ellos, sin definir teórica­ mente la reverencia.20 Mi esperanza es que este volumen de los  escritos de Arendt perm ita que sus lectores la tomen tan en se­ rio como ella lo hace con ellos, pues en último término su ne­ cesidad de comprender por sí misma no puede ser escindida  de nuestra necesidad de pensar y de juzgar por nosotros mis­ mos. Sus alumnos pueden testificar que Hannah Arendt acogía  favorablemente la disparidad con sus propios juicios, siempre  que fuesen fruto de la reflexión, como señal de un acuerdo más  general en renovar la promesa que late en el corazón de la vida  política.

Je r o m e K o h n

20. Nadie ha percibido las inacabables ironías de Platón en los diálogos socráticos  con mayor agudeza que Arendt, y en ningún lugar con mayor claridad que en el Euti-  frón. Con la ironía en mente quizás se me pueda excusar por concebir xó óaiou (to ho-  sion) como «reverencia» y «receptividad» más que como «piedad», aunque sólo sea  porque las discusiones de Sócrates que involucran a los dioses —si algo es piadoso por­

que los dioses lo aman, o si los dioses lo aman porque es piadoso, así como la cuestión

de qué deben los hombres piadosos a los dioses— son todas aporéticas.


 

LA PROMESA DE LA POLÍTICA


 

En el momento de la acción, de modo bastante molesto, resul­ ta que, en prim

 er lugar, lo «absoluto», aquello que está «por en­ cima de» los sentidos —lo verdadero, lo bueno, lo bellono es  aprehensible, pues nadie sabe concretamente qué es. Sin duda,  todo el mundo tiene un concepto de ello, pero cada cual se lo re­ presenta en concreto como algo completamente distinto. En tan­ to que la acción depende de la pluralidad de los hombres, la pri­ mera catástrofe de la filosofía occidental, que en sus pensadores  postreros desea en último término hacerse con el control de la ac­ ción, es la exigencia de una unidad que por principio resulta im­ posible salvo bajo una tiranía. En segundo lugar, que para servir  a los fines de la acción cualquier cosa puede hacer las veces de  absoluto, por ejemplo, la raza, la sociedad sin clases, etc. Cual­ quier cosa es igualmente oportuna, «todo vale». La realidad pa­ rece oponer a la acción tan poca resistencia como lo haría la más  extravagante teoría que pudiese ocurrírsele a algún charlatán.  Cualquier cosa es posible. En tercer lugar, que al aplicar lo ab­ soluto —por ejemplo, la justicia, o lo «ideal» en general (como  ocurre en Nietzsche)— a un fin, se hacen posibles ante todo ac­ ciones injustas y bestiales, porque el «ideal», la justicia misma,  ya no existe como criterio, sino que ha devenido un fin alcanza-  ble y producible en el mundo. En otras palabras, la consumación  de la filosofía extingue la filosofía, la realización de lo «absoluto»  efectivamente elimina lo absoluto del mundo. Y así, finalmente,  la aparente realización del hombre simplemente elimina a los  hombres.

De Diario filosófico,  septiembre de 1951


 

SÓCRATES

I

Lo que dice Hegel acerca de la filosofía en general, que «la  lechuza de Minerva levanta su vuelo solamente al caer el cre­ púsculo»,' es lido solamente para una filosofía de la historia,  es decir, es verdadero con respecto a la historia y se correspon­ de con el punto de vista de los historiadores. Por supuesto, He­ gel se animó a adoptar este punto de vista porque pensó que la  filosofía realm ente había comenzado en Grecia tan sólo con  Platón y Aristóteles, quienes escribieron cuando la polis y la  gloria de la historia griega tocaban a su fin. Hoy sabemos que  Platón y Aristóteles fueron más bien el comienzo que la culmi­ nación del pensamiento filosófico griego, el cual había em­ prendido su andadura cuando Grecia hubo alcanzado o casi al­ canzado su clímax. Sin embargo, sigue siendo cierto que tanto  Platón como Aristóteles se convirtieron en el comienzo de la  tradición filosófica occidental, y que este comienzo, en con­ traste con el comienzo del pensam iento filosófico griego, tuvo  lugar cuando la vida política griega estaba efectivamente acer­ cándose a su fin. En toda la tradición de pensamiento filosófi­ co, y, particularm ente, de pensam iento político, no ha habido  quizá un solo factor de una im portancia y con una influencia

1. Vale la pena citar al completo la frase del prefacio de Hegel a su Filosofía del De­ recho,

 en la cual aparece esta famosa imagen: Wenn die Philosophie ihr Grau in Grau  malí, dann ist eine Gestalt des Lebens alt geworden, und mit Grau in Grau lüsst sie sich  nicht verjüngen, sondern nur erkennen; die Eule der Minerva beginnt erst mit der einbre-  chenden Ddmmerung ihren Flug («Cuando la filosofía pinta de gris sus tonos grises,  entonces adquiere la forma de una vida envejecida. El gris sobre gris de la filosofía no  puede ser rejuvenecido, sino solamente comprendido. La lechuza de Minerva levanta

su vuelo solamente al caer el crepúsculo»). (N. del e.)


 

tan abrum adora sobre todo lo que iba a venir después como el  hecho de que Platón y Aristóteles escribieran en el siglo iv,  bajo el impacto de una sociedad políticamente decadente.

De este modo, el problema que surgió es el de cómo el hom ­ bre, teniendo que vivir en una polis, puede vivir al margen de  la política; este

 problema, que guarda a veces un extraño pare­ cido con nuestra propia

 época, se transform ó muy rápidam en­ te en la cuestión de cómo es posible vivir sin pertenecer a for­ ma alguna de gobierno, esto es, bajo las condiciones de la  ausencia de gobierno o, como diríam os hoy, sin Estado. Más  grave incluso fue el abismo que inm ediatam ente se abrió entre  el pensam iento y la acción, y que no ha sido cerrado desde en­ tonces. Toda actividad pensante que no sea m eram ente el  cálculo de los medios para obtener un fin buscado o deseado,  sino que se preocupe por el sentido en su acepción más gene­ ral, desempeña el papel de un «pensamiento tardío», esto es,  posterior a la acción que hubiese decidido y determ inado la  realidad. La acción, por su lado, es relegada al terreno sin sen­ tido de lo accidental y lo aleatorio.

II

El abismo entre filosofía y política se abrió históricam ente  con el juicio y la condena de Sócrates, que en la historia del  pensam iento político representa el mismo papel de punto de  inflexión que el juicio y la condena de Jesús en la historia de la  religión. Nuestra tradición de pensam iento político comenzó  cuando la m uerte de Sócrates hizo que Platón perdiera la fe en  la vida dentro de la polis y, al mismo tiempo, pusiera en duda  ciertas enseñanzas fundamentales de Sócrates. El hecho de  que Sócrates no hubiese sido capaz de persuadir a sus jueces  acerca de su inocencia y sus méritos, los cuales eran bien ob­ vios para el m ejor y más joven de los ciudadanos de Atenas,  hizo que Platón dudara de la validez de la persuasión. A noso­ tros nos resulta difícil com prender la im portancia de esta  duda, porque «persuasión» es una traducción muy débil e ina­


 

decuada del antiguo peithein, cuya im portancia política se ad­ vierte en

 el hecho de que Peithó, la diosa de la persuasión, te­ nía un templo en

 Atenas. Persuadir, peithein, constituía la forma  de discurso específicamente política, y, puesto que los atenien­ ses se enorgullecían de que ellos, al contrario que los bárbaros,  conducían sus asuntos políticos en la forma del discurso y  sin coacción, consideraban la retórica, el arte de la persuasión,  como el arte más elevado y verdaderamente político. El discurso  de Sócrates en la Apología es uno de sus grandes ejemplos, y es  en contra de esta defensa que Platón escribe una «apología  revisada» en el Fedón, a la cual denomina, con ironía, como  «más persuasiva» (pithanoteron, 63b), puesto que concluye con  un mito sobre el «más allá», repleto de castigos físicos y re­ compensas, concebido para atem orizar en vez de para simple­ mente persuadir al público. El argum ento de Sócrates en su  defensa ante los ciudadanos y jueces de Atenas había sido que  su comportamiento estaba encam inado al mayor bien de la  ciudad. En el Critón él había explicado a sus amigos que no le  era posible huir, sino que en vez de ello debía sufrir la pena de  muerte, debido a razones políticas. Parece que no sólo fue in­ capaz de persuadir a sus jueces, sino que tampoco pudo con­ vencer a sus amigos. En otras palabras, la ciudad no tenía ne­ cesidad de un filósofo y los amigos no tenían necesidad de una  argumentación política. Ésta es parte de la tragedia de la que  dan testimonio los diálogos de Platón.

Estrechamente conectada con esta duda acerca de la validez  de la persuasión está la furiosa denuncia por parte de Platón de  la doxa, la opinión, que no solam ente recorre como un hilo  rojo sus obras políticas, sino que además llegó a ser una de las  piedras angulares de su concepto de verdad. La verdad platóni­ ca, incluso cuando no se m enciona la doxa, siempre es enten­ dida como lo contrario de la opinión. El espectáculo de Sócra­ tes sometiendo su propia doxa a las opiniones irresponsables  de los atenienses, y siendo sobrepasado por una mayoría, pro­ vocó que Platón despreciara las opiniones y anhelara criterios  absolutos. Dichos criterios, por medio de los cuales los hechos  humanos pudiesen ser juzgados y el pensamiento humano pu­


 

diese alcanzar cierta medida de confiabilidad, se convirtieron  a partir de ese momento en el impulso prim ario de su filosofía  política e influyeron decisivamente incluso en la doctrina pu­ ram ente filosófica de las ideas. No creo, como se m antiene a  menudo, que el concepto de las ideas fuese prim ariam ente un  concepto de criterios y medidas, ni que su origen fuese políti­ co, pero esta interpretación se hace tanto más comprensible  y justificable sobre la base de que el propio Platón fue el pri­ mero en usar las ideas para propósitos políticos, esto es, para  introducir criterios absolutos en el terreno de los asuntos  humanos, donde, sin tales criterios trascendentes, todo es rela­ tivo. Tal y como el mismo Platón acostum braba a señalar, no  sabemos lo que es la grandeza absoluta, sino que únicam ente  experimentamos algo como más grande o más pequeño en re­ lación con otra cosa.

La oposición entre verdad y opinión ciertam ente fue la con­ clusión más antisocrática que extrajo Platón del juicio de Só­ crates. Sócrates, al fracasar en convencer a la ciudad, había  mostrado que la ciudad no es un lugar seguro para el filósofo,  no solamente en el sentido de que su vida no está a salvo debi­ do a la verdad que él posee, sino tam bién en el sentido mucho  más im portante de que no se puede confiar en que la ciudad  preserve la memoria del filósofo. Si les fue posible a los ciuda­ danos condenar a Sócrates a muerte, también serían tanto más

  propensos a olvidarle cuando hubiese muerto. Su inmortalidad  terrenal estaría a salvo solamente si los filósofos se imbuyesen  de una solidaridad que les fuese propia, opuesta a la solidari­ dad de la polis y de sus conciudadanos. El viejo argumento  en contra de los sophoi u hombres sabios, que aparece tanto en  Aristóteles como en Platón, que afirm a que no son capaces de  saber qué es lo mejor para ellos mismos (el prerrequisito de la  sabiduría política), que resultan ridículos cuando aparecen en  el mercado y que son corrientem ente objeto de mofa —como  Tales, de quien se rió la campesina cuando, m irando al cielo,  se cayó dentro del pozo que estaba a sus pies— fue vuelto por  Platón en contra de la ciudad.


 

Para comprender la enorm idad de la exigencia de Platón  cuando defiende que el filósofo debe ser el gobernante de la  ciudad debemos tener en mente estos «prejuicios» comunes  que la polis tenía con respecto a los filósofos, aunque no con  respecto a los artistas o a los poetas. Solamente el sophos, que  no sabe lo que es bueno para sí mismo, puede saber aún me­ nos qué es bueno para la polis. El sophos, el hombre sabio en  tanto que gobernante, debe entenderse por oposición al ideal  común del phronimos, el hom bre de entendimiento, cuyas in­ tuiciones acerca del mundo de los asuntos humanos le cualifi­ can para el liderazgo, aunque no, por supuesto, para gobernar.  No se consideraba que la filosofía, el am or por el saber, fuese  en absoluto lo mismo que este tipo de penetración, la phro-  nésis. Tan sólo el hom bre sabio se preocupa por asuntos que  están fuera de la polis, y Aristóteles está en completo acuerdo  con la opinión generalizada cuando afirma: «Anaxágoras y Ta­ les eran sabios, pero no hom bres de entendimiento. No esta­ ban interesados por lo que es bueno para los hombres  \anthrópina agatha]».2 Platón nunca negó que el objeto de inte­ rés del filósofo estaba en las cuestiones eternas, inmutables y  no humanas. Pero él no estaba de acuerdo en que esto le hicie­ se inadecuado para desem peñar un papel político. No estaba  de acuerdo con la conclusión m antenida por la polis de que el  filósofo, sin interés por el bien hum ano, estaba en peligro  constante de convertirse en un inútil.* La noción de bien (aga-  thos) no tiene conexión aquí con lo que entendemos por el bien  en sentido absoluto; significa exclusivamente bueno para, be­ neficioso o útil (chrésimon), y resulta, por tanto, inestable y  accidental, puesto que no es lo que es necesariamente, sino  que puede siempre ser diferente. El reproche de que la filosofía  puede privar a los ciudadanos de su aptitud personal está con­

2. Ética a Nicómaco, 1140 a 25-30; 1141b 4-8.

* El vocablo «inútil» es la traducción de la expresión inglesa «good-for-nothing»,

literalmente «bueno para nada». Arendt pretende así establecer un contraste lo más  acusado posible entre la noción del bien o lo bueno como lo útil para los hombres y la  inutilidad de la actividad filosófica en relación con las cosas humanas. (N. del t.)


 

tenido im plícitam ente en la famosa afirm ación de Pericles:  Philokaloumen m et’euteleias kai philosophoumen aneu mala-  kias (Amamos lo bello sin exageración y am am os la sabiduría  sin afectación o falta de virilidad).3 Al contrario de lo que ocu­ rre con nuestros propios prejuicios, según los cuales la afecta­ ción y la falta de virilidad están más bien conectadas con el  am or por lo bello, los griegos veían este peligro en la filosofía.  La filosofía, la preocupación por la verdad desconectada de la  esfera de los asuntos humanos —y no el am or por lo bello, del  que se hacía gala en la polis por toda

s partes, en las esculturas  y en la poesía, en la música y en los juegos olímpicos— expul­ só a sus seguidores de la polis y los convirtió en unos inadap­ tados con respecto a ella. Cuando Platón reclamó el gobierno  para el filósofo porque solamente él podía contem plar la idea  del bien, la más alta de las esencias eternas, se opuso a la polis  desde un doble fundamento: en prim er lugar, afirm aba que  el interés del filósofo por las cosas eternas no le hacía correr el  riesgo de convertirse en algo inútil, y, en segundo lugar, decla­ raba que esas cosas eternas eran aún más «valiosas» que be­ llas. Su respuesta a Protágoras de que no es el hombre, sino un  dios, la medida de todas las cosas hum anas constituye sola­ mente otra versión de la misma afirmación.4

La elevación por parte de Platón de la idea del bien a lo más  alto en

 el reino de las ideas, la idea de las ideas, tiene lugar en  la alegoría de la caverna y debe comprenderse en este contex­ to político. Esto es algo menos evidente de lo que nosotros,  que hemos crecido bajo los efectos de la tradición platónica,  tendem os a pensar. Obviamente, Platón se guiaba por el pro­ verbial ideal griego, el kalon k’agathon (lo bello y lo bueno), y,  por tanto, resulta significativo que se decidiese a favor de lo  bueno en lugar de lo bello. Visto desde el punto de vista de las  ideas mismas, que son definidas como aquello cuya apariencia  ilumina, lo bello, que no puede usarse sino que simplemente  brilla, tiene mucho más derecho a convertirse en la idea de las

3. Tucídides, 2, 40. 4. Las leyes, 716 c.


 

ideas.5La diferencia entre lo bueno y lo bello, no sólo para no­ sotros sino

 incluso en mayor medida para los griegos, es que  lo bueno puede encontrar aplicación y tiene un elemento de  utilidad en sí mismo. Únicamente si el reino de las ideas esta­ ba iluminado por la idea del bien podía Platón hacer uso de  las ideas para fines políticos y, en Las leyes, erigir su ideocra-  cia, en la cual las ideas eternas se transform aron en leyes hu­ manas.

Lo que aparece en La República como un argumento estric­ tamente filosófico había sido suscitado por una experiencia  exclusivamente política —el juicio y la muerte de Sócrates— y  no fue Platón, sino Sócrates, el prim er filósofo en traspasar la  línea trazada por la polis para el sophos, para el hombre que se  interesa por las cosas eternas, no hum anas y no políticas. La  tragedia de la muerte de Sócrates descansa en un malentendi­ do: lo que la polis no comprendió es que Sócrates no afirmaba  ser un sophos, un hombre sabio. Al dudar de que la sabiduría es­ tuviese al alcance de los mortales, Sócrates comprendió la iro­ nía del oráculo délfico que afirm aba que él era el más sabio de  todos los hombres: el hom bre que sabe que los hombres no  pueden ser sabios es el más sabio de todos. La polis no le creyó,  y le exigió que admitiese que él, como todos los sophoi, era  políticamente inútil. Pero en tanto que filósofo realmente él no  tenía nada que enseñar a sus conciudadanos.

El conflicto entre el filósofo y la polis había llegado a un  punto álgido a causa de que Sócrates le había hecho nuevas de­ mandas a la filosofía, precisamente porque afirmaba no ser sa­ bio. Y fue en este contexto en el que Platón diseñó su tiranía de  la verdad, en la cual no es aquello que resulta bueno temporal­ mente y de lo cual puede persuadirse a los hombres lo que debe  regir la ciudad, sino la verdad eterna, con respecto a la cual los  hombres no pueden ser persuadidos. Lo que se hizo evidente en

5. Para un desarrollo de esta cuestión, véase The Human Condition, Chicago, Uni-  versity of Chicago Press, 1970, págs. 225-226 y n. 65 (trad. cast.: La condición humana,  Barcelona, Paidós, 1993, pág. 246). (N. dele.)


 

la experiencia socrática fue que únicamente la posesión del go­ bierno podría asegurar al filósofo esa inmortalidad terrenal que  la polis debía asegurar a todos sus ciudadanos. Pues, mientras  que los pensamientos y las acciones de todos los hombres esta­ ban amenazados por su propia inestabilidad inherente y la fal­ ta de memoria humana, los pensamientos del filósofo se halla­ ban expuestos a un olvido deliberado. Por tanto, la misma polis  que garantizaba a sus habitantes una inm ortalidad y una esta­ bilidad a la cual nunca podrían aspirar por sí mismos, consti­ tuía una amenaza y un peligro para la inmortalidad del filósofo.  Es cierto que el filósofo, en su interacción con las cosas eternas,  sentía en m enor grado que cualquier otro la necesidad de una  inmortalidad terrenal. Con

todo, esta eternidad, que suponía  algo más que la inmortalidad terrenal, entró en conflicto con la  polis desde el mismo momento en que el filósofo pretendió lla­ m ar la atención de sus conciudadanos sobre sus propios asun­ tos. Tan pronto como el filósofo sometió su verdad, la reflexión  sobre lo eterno, a la polis, se convirtió inm ediatam ente en una  opinión entre opiniones. Perdió su cualidad distintiva, pues no  existe una seña de autenticidad que, de modo visible, dem ar­ que los dominios de la verdad y de la opinión. Ocurre aquí  como si lo eterno se convirtiese en algo temporal desde el mis­ mo momento en que se lo pone en el espacio entre los hombres,  de modo que la propia discusión acerca de ello con los demás  ya amenaza la existencia del terreno en el cual se mueven los  amantes de la sabiduría.

En el proceso de elucidación de las implicaciones del juicio  de Sócrates, Platón llegó sim ultáneam ente a su concepto de  verdad como lo contrario de la opinión y a su noción de una  forma de discurso específicamente filosófica, el dialegesthai,  como lo opuesto a la persuasión y a la retórica. Aristóteles  adopta estas distinciones y oposiciones como una cuestión de  hecho cuando comienza su Retórica (la cual pertenece a sus es­ critos políticos con tanto derecho como su Ética) con la afir­ mación: He rhétoriké estin antistrophos te dialektike (El arte de  la persuasión [y, por tanto, el arte político del discurso] es la  contrapartida del arte de la dialéctica [el arte del discurso filo­


 

sófico]).6 La principal diferencia entre persuasión y dialéctica  es que la prim era siempre se dirige a una multitud (peithein ta  pléthé) m ientras que la dialéctica solamente es posible en un  diálogo entre dos. El error de Sócrates fue dirigirse a sus jue­ ces de forma dialéctica, siendo ésta la razón de que no pudiese  persuadirles. Por otro lado, puesto que respetaba las limitacio­ nes inherentes a la persuasión, su verdad se convirtió en una  opinión entre otras opiniones, sin más valor que las no verda­ des de sus jueces. Sócrates insistió en discutir el asunto con  sus jueces del mismo modo en que acostum braba a hablar so­ bre todo género de cosas con este o aquel ciudadano ateniense  o con sus propios discípulos, y creyó que así podría llegar a al­ gún tipo de verdad y persuadir a los demás de ella. Sin em bar­ go, la persuasión no proviene de la verdad, sino de las opinio­ nes,7 y sólo la persuasión tiene en cuenta a la m ultitud y sabe  cómo tratar con ella. Para Platón, persuadir a la m ultitud sig­ nifica imponer la opinión propia a las opiniones de los demás;  de este modo, la persuasión no es lo opuesto al gobierno por  violencia, sino únicamente otra forma del mismo. Los mitos de  un «más allá», con los cuales concluye Platón todos sus diálo­ gos políticos a excepción de Las leyes, no son ni verdad ni mera  opinión; están concebidos como narraciones para infundir  miedo, es decir, en un intento de usar la violencia sólo por me­ dio de las palabras. Pudo prescindir de un mito final en Las le­ yes porque las prescripciones detalladas y el aún más detallado  catálogo de castigos hacen innecesaria la violencia de las me­ ras palabras.

Aunque es más que probable que Sócrates fuese el primero  en hacer uso del dialegesthai (hablar por extenso sobre algo  con alguien) sistem áticam ente, probablem ente él no lo consi­ deraba como lo opuesto o la contrapartida a la persuasión, y es  evidente que no oponía los resultados de esta dialéctica a la  doxa, a la opinión. Para Sócrates, como para sus conciudada­ nos, la doxa era la formulación en el discurso de lo que dokei

6. Retórica, 1354 a l. 7. Fedro, 260 a.


 

moi, esto es, de «lo que me parece a mí». Esta doxa no versaba

 sobre lo que Aristóteles denomina el eikos, lo probable, los  múltiples verisimilia (distintos del unum verum, la verdad úni­ ca, por un lado, y de las falsedades sin límite, las falsa infinita,  por el otro), sino sobre la comprensión del mundo «tal y como  se me m uestra a mí». Por tanto, no era arbitrariedad y fantasía  subjetiva, pero tampoco algo absoluto y válido para todos. Se  asum ía que el mundo se m uestra de modo diferente a cada  hombre en función de la posición que ocupa dentro de él, y  que la «mismidad» del mundo, su rasgo común (koinon, como  dirían los griegos, «común a todos») u «objetividad» (como di­ ríamos nosotros desde el punto de vista subjetivo de la filosofía  moderna), reside en el hecho de que el mismo mundo se mues­ tra a cada cual y que, a pesar de todas las diferencias entre los  hom bres y sus posiciones en el mundo —y, por tanto, de sus  doxai (opiniones)— «tanto tú como yo somos humanos».

La palabra doxa no significa m eram ente opinión, sino tam ­ bién esplendor y fama. Como tal, está en relación con el espa­ cio político, que es la esfera pública en la que cada cual puede  aparecer y m ostrar quién es. Declarar la propia opinión guar­ daba relación con ser capaz de

m ostrarse uno mismo, de ser  visto y oído por los demás. Para los griegos éste era el gran pri­ vilegio ligado a la vida pública y lo que faltaba en la privacidad  del hogar, donde ni se es visto ni se es oído por los demás. (De  hecho, la familia, la mujer y los hijos, además de los esclavos y  los sirvientes, no eran reconocidos como completamente hum a­ nos). En la vida privada se permanece oculto y no se puede ni  aparecer ni brillar, y, consecuentemente, allí no es posible nin­ guna doxa. Sócrates, que rechazaba los cargos públicos y el ho­ nor, nunca se retiró a esta vida privada sino que, al contrario,  se movía por el mercado, en el seno mismo de estas doxai, de  estas opiniones. Lo que Platón llamó más adelante dialegesthai  el propio Sócrates lo denominó mayéutica, el arte de la coma­ drona: él quería ayudar a los demás a dar a luz lo que ellos mis­ mos pensaban a su manera, a encontrar la verdad en sus doxai.

Este método encontraba su significación en una doble con­ vicción: todo hombre posee su propia doxa, su propia apertura


 

al mundo, y, por tanto, Sócrates debe siempre comenzar ha­ ciendo preguntas, no puede saber de antemano qué tipo de do-  kei moi, de «me parece a mí», posee el otro. Debe asegurarse  de la posición del otro en el mundo común. Con todo, de igual  modo que nadie puede conocer de antem ano la doxa del otro,  así tampoco nadie puede conocer por sí mismo y sin un esfuer­ zo adicional la verdad inherente a su propia opinión. Sócrates  quería sacar a la luz esta verdad que cada cual posee en poten­ cia. Si nos adherimos a su propia metáfora de la mayéutica po­ dríamos decir: Sócrates quería hacer a la ciudad más veraz  alumbrando en cada ciudadano su verdad. El método para ha­ cerlo es el dialegesthai, hablar por extenso sobre algo, pero esta  dialéctica pone de relieve la verdad no destruyendo la doxa u  opinión, sino, por el contrario, revelando la veracidad propia  de la doxa. El papel del filósofo, entonces, no es el de gobernar  la ciudad, sino el de ser su «tábano», no es el de decir verdades  filosóficas, sino el de hacer a los ciudadanos más veraces. La  diferencia con Platón es decisiva: Sócrates no deseaba tanto  educar a los ciudadanos como m ejorar sus doxai, que compo­ nían la vida política de la cual tam bién él formaba parte. Para  Sócrates, la mayéutica era una actividad política, un dar y to­ mar, fundamentalmente sobre la base de una estricta igualdad,  cuyos frutos no podían ser valorados en función del resultado,  de llegar a esta o a aquella verdad general. Por tanto, los pri­ meros diálogos de Platón se hallan todavía insertos de modo  obvio en una tradición socrática en la medida en que acaban  sin una conclusión, sin un resultado. Haber examinado algo  mediante el discurso, haber hablado sobre algo, sobre la doxa  de algún ciudadano, parecía ser resultado suficiente.

Resulta obvio que esta clase de diálogo, que no precisa de  una conclusión para ser significativo, es más apropiado y es  más frecuente cuando se com parte entre amigos. En efecto,  la amistad consiste en gran medida en hablar sobre algo que  los amigos tienen en común. Al hablar sobre lo que hay entre  ellos, eso mismo se hace aún más común a ellos. No sólo ob­ tiene su articulación específica, sino que también se desarrolla


 

y expande y, finalmente, en el curso del tiempo y de la vida, co­ mienza a constituir un pequeño mundo en sí mismo que se  com parte en la amistad. En otras palabras, Sócrates había in­ tentado, políticamente hablando, crear lazos de am istad entre  la ciudadanía ateniense, y éste era efectivamente un propósito  bastante comprensible en una polis cuya vida consistía en una  competición intensa y sin descanso de todos contra todos, en  un aei aristeuein, en un andar dem ostrando continuam ente  que se es el mejor de todos. La comunidad estaba bajo cons­ tante am enaza debido a este espíritu agonal, que finalmente  llevaría a las ciudades-Estado griegas a la ruina al hacer casi  imposible las alianzas entre ellas y al envenenar la vida ciuda­ dana dentro de la polis con la envidia y el odio m utuos (la en­ vidia era el vicio nacional de la antigua Grecia). Dado que lo  común del mundo político se constituía únicam ente dentro de  los muros de la ciudad y de los límites de sus leyes, ese rasgo  común no se percibía ni se experimentaba en las relaciones en­ tre los ciudadanos, como tampoco en el mundo que yace entre  ellos, común a todos, si bien se m ostraba de modo distinto a  cada hombre. Si hacemos uso de la terminología de Aristóteles  para com prender mejor a Sócrates —y buena parte de la filo­ sofía política de Aristóteles, especialmente aquella que se en­ cuentra en oposición explícita a Platón, se retrotrae a Sócra­ tes— podríam os citar esa sección de la Ética a Nicómaco  donde Aristóteles afirma que una com unidad no está formada  por seres iguales sino, al contrario, por individuos diferentes y  desiguales. La comunidad nace a través de la igualación, la  isasthénai.8 Esta igualación tiene lugar en todos los intercam ­ bios, por ejemplo entre el médico y el agricultor, y se basa en el  dinero. La igualación política, no económica, es la amistad, la  philia. El hecho de que Aristóteles considere la am istad por  analogía con la necesidad y el intercam bio está relacionado  con el m aterialism o inherente a su filosofía política, esto es,  con su convicción de que la política es necesaria en último tér­ mino debido a las necesidades de la vida de las que los hom-


 

bres luchan por liberarse. Del mismo modo que comer no es  vivir, sino la condición para poder vivir, así tam bién el vivir  juntos en la polis no constituye la vida buena, sino su condi­ ción material. Así pues, en el fondo él considera la amistad  desde el punto de vista del ciudadano individual, no desde el  punto de vista de la polis: la justificación suprem a de la am is­ tad es que «nadie elegiría vivir sin amigos incluso aunque po­ seyese todos los demás bienes».9 Por supuesto, la igualación a  través de la amistad no significa que los amigos se identifiquen  o se hagan iguales el uno al otro, sino más bien que lleguen a  ser compañeros en régimen de igualdad en un mundo común,  que juntos constituyan una comunidad. Lo que la amistad lo­ gra es esta comunidad, y resulta obvio que esta igualación tie­ ne como contrincante a la siem pre creciente diferenciación  entre los ciudadanos que es inherente a una vida agonal. Aris­ tóteles concluye que es la am istad y no la justicia (como m an­ tenía Platón en La República, el gran diálogo sobre la justicia)  lo que parece constituir el vínculo de las comunidades. Para  Aristóteles, la am istad es más im portante que la justicia, por­ que la justicia no se hace ya necesaria entre amigos.10

El elemento político contenido en la amistad es que en el  diálogo veraz cada uno de los amigos puede entender la verdad  inherente a la opinión del otro. Más que como un amigo al nivel  personal, el amigo comprende cómo y bajo qué

 articulación  específica el mundo común se le presenta al otro, quien como  persona permanece siempre desigual o distinto. Este tipo de  comprensión —ver el mundo (tal y como decimos hoy en día,  de modo más bien trillado) desde el punto de vista del otro— es  el tipo de conocimiento político por excelencia. Si quisiésemos  definir en términos tradicionales la virtud prominente del hom­ bre de Estado, podríamos afirm ar que consiste en comprender  el mayor número posible y la mayor variedad de realidades  —no de puntos de vista subjetivos, los cuales desde luego tam ­ bién se dan, aunque aquí no nos conciernan— tal y como dichas

9. Ética a Nicómaco, 1155 a 5.

10. Ética a Nicómaco, 1155 a 20-30.


 

realidades se muestran en las diversas opiniones de los ciudada­ nos; y, al mismo tiempo, en ser capaz de establecer una comu­ nicación entre los ciudadanos y sus opiniones, de tal modo  que lo común de este mundo se haga evidente. Si tal compren­ sión —y la acción inspirada en ella— debiesen tener lugar sin la  ayuda del hombre de Estado, entonces sería un prerrequisito para  cada ciudadano expresarse lo suficientem ente bien como  para m ostrar su opinión en lo que tiene de verdad y, por tanto,  comprender a sus conciudadanos. Sócrates parece haber creído  que la función política del filósofo era ayudar a establecer este  tipo de mundo común, construido sobre el entendimiento en la  amistad, para el cual no se precisa ningún gobierno.

Con este propósito, Sócrates se apoyó en dos ideas, la pri­ mera contenida en la sentencia del Apolo délfico, gnóthi sau-  ton, «conócete a ti mismo», y la segunda expuesta por Platón (y  con ecos en Aristóteles): «Es mejor estar en desacuerdo con el  mundo entero que, siendo uno solo, estar en desacuerdo con­ migo mismo».11Esta última es la afirmación clave de la convic­ ción socrática de que la virtud se puede enseñar y aprender.

A juicio de Sócrates, el «conócete a ti mismo» délfico quería  decir: sólo mediante el conocimiento de lo que me parece a mí  solamente a mí y, por tanto, como algo que perm anece para  siempre relacionado con mi propia existencia concreta— pue­ do de algún modo entender la verdad. La verdad absoluta, que  sería la misma para todos los hombres y, por tanto, desconec­ tada, independiente de la existencia de cada hombre, no puede  existir para los mortales. Para los m ortales lo que im porta es  hacer verídica a la doxa, ver una verdad en cada doxa y hablar  de tal modo que la verdad de la propia opinión se le revele a  uno mismo y a los demás. A este nivel, el socrático «sólo sé  que no sé nada» no significa más que: sé que no tengo la ver­ dad para todos; no puedo conocer la verdad del otro sino pre­ guntándole y, así, familiarizarme con su doxa, que se le revela  de un modo distinto al de todos los demás. En su estilo per­ petuam ente equívoco, el oráculo délfico honraba a Sócrates

11. Gorgias, 482 c.


 

como el más sabio de todos los hombres porque había acepta­ do las limitaciones de la verdad para los mortales, sus lim ita­ ciones a través del dokein, del aparecer, y porque, al mismo  tiempo y en oposición

a los sofistas, había descubierto que la  doxa no es ni ilusión subjetiva ni distorsión arbitraria sino,  por el contrario, aquello a lo cual está adherida invariable­ mente la verdad. Si la quintaesencia de las enseñanzas de los  sofistas consistía en el dyo logoi, en la insistencia en que cada  asunto puede exponerse de dos modos distintos, entonces Só­ crates fue el sofista más grande de todos, pues él pensaba que  hay, o que debería haber, tantos logoi diferentes como hom ­ bres existen, y que todos estos logoi juntos forman el mundo  humano, en tanto que los hombres viven juntos en el modo del  discurso.

Para Sócrates, el principal criterio del hombre que comuni­ ca verazmente su propia doxa es «estar de acuerdo con uno  mismo»: no contradecirse a sí mismo y no decir cosas contra­ dictorias, que es lo que la mayoría de la gente hace y, aun así,  lo que todos nosotros

 tememos hacer. El miedo a la contradic­ ción surge del hecho de que cada uno de nosotros, «siendo uno  solo», puede al mismo tiempo hablar consigo mismo (eme  emautó) como si fuese dos. Puesto que soy ya un dos-en-uno, al  menos cuando intento pensar, puedo experimentar a un amigo,  para emplear la definición de Aristóteles, como «otro sí mis­ mo» (heteros gar autos ho philos estin). Unicamente alguien  que ha pasado por la experiencia de hablar consigo mismo  puede ser un amigo, puede adquirir otro sí mismo. La con­ dición aquí es que sea uno consigo mismo, que esté de acuerdo  consigo mismo (homognómonei heautó), pues alguien que se con­ tradice a sí mismo no es de confianza. La facultad del discurso  y el hecho de la pluralidad hum ana se corresponden el uno con  la otra, no sólo en el sentido de que empleo las palabras para  comunicarme con aquellos con los cuales comparto el mundo,  sino en el sentido aún más im portante de que hablando conmi­ go mismo vivo junto a mí m ism o.12


 

El principio de contradicción, sobre el cual Aristóteles fun­ dó la lógica occidental, se puede retrotraer a este descubri­ miento fundamental de Sócrates. En tanto que soy uno no me  contradeciré a mí mismo, pero puedo contradecirm e a mí mis­ mo porque en el pensamiento soy dos-en-uno; por tanto, no so­ lamente vivo con los otros, en tanto que uno, sino tam bién  conmigo mismo. El miedo a la contradicción es parte inte­ grante del miedo a dividirse, a no perm anecer siendo uno, y  ésta es la razón de que el principio de contradicción pudiese  convertirse en la regla fundamental del pensamiento. Y ésta es  tam bién la razón de que la pluralidad de los hombres nunca  pueda abolirse enteram ente y de que la huida del filósofo del  reino de la pluralidad siempre perm anezca como una ilusión:  incluso si viviese totalmente por mí mismo, en tanto que estoy  vivo viviría en la condición de la pluralidad. Tengo que tolerar­ me a mí mismo, y en ningún lugar se m uestra más claramente  este yo-conmigo-mismo que en el pensam iento puro, el cual es  siempre un diálogo entre los dos del dos-en-uno. El filósofo,  quien, tratando de escapar de la condición hum ana de la plu­ ralidad, emprende esta huida a la soledad absoluta, está abo­ cado más radicalmente que ningún otro a esta pluralidad inhe­ rente a todo ser humano, puesto que es la com pañía con los  otros lo que, al sacarme del diálogo del pensam iento, me hace  uno de nuevo: un ser hum ano singular y único, que habla con  una sola voz y que es reconocible como tal por los demás.

Aquello hacia lo que Sócrates apuntaba (y que la teoría aris­ totélica de la am istad explica mejor que ninguna otra) es que  vivir en com pañía de los demás comienza por vivir en compa­ ñía de uno mismo. La enseñanza de Sócrates tenía este signifi­ cado: sólo aquel que sabe cómo vivir consigo mismo es apto  para vivir con los demás. El sí mismo es la única persona de la  cual no puedo separarme, la única que no puedo abandonar y  a la cual estoy unido sin remisión. Por tanto, «es mucho mejor  estar en desacuerdo con el mundo entero que siendo uno  solo estar en desacuerdo conmigo mismo». La ética, no menos  que la lógica, halla su origen en esta afirmación, pues la concien­


 

cia, en su sentido más general, se basa tam bién en el hecho de  que puedo estar en acuerdo o en desacuerdo conmigo mismo,  y eso significa que no solamente aparezco ante los otros, sino  que tam bién aparezco ante mí mismo. Esta posibilidad tiene  una gran relevancia para la política, si entendemos la polis (del  modo que la entendían los griegos) como el espacio público-  político en el cual los hombres alcanzan su hum anidad plena,  su plena realidad como hombres, no sólo porque

 son (como  ocurre en la privacidad del hogar), sino también porque apare­ cen. Hasta qué punto comprendieron los griegos la plena reali­ dad como la realidad de esta apariencia, y hasta qué punto te­ nía i

m portancia para las cuestiones específicamente morales,  lo podemos calibrar a partir de la pregunta recurrente en los  diálogos políticos de Platón acerca de si un acto bueno o un  acto justo es tal «incluso si permanece desconocido y oculto  ante los hombres y los dioses». En efecto, esta pregunta resul­ ta decisiva con respecto al problem a de la conciencia en un  contexto puram ente secular, en ausencia de fe en un Dios om­ nisciente y om nipresente que em itirá un veredicto final sobre  la vida en la Tierra. Es la pregunta de si la conciencia puede  existir en una sociedad secular y desempeñar algún papel en  una política secular. Y es tam bién la cuestión de si la m orali­ dad como tal posee alguna realidad terrenal. La respuesta de  Sócrates está contenida en su tantas veces repetida recomen­ dación: «Sé tal y como te gustaría aparecer ante los demás», es  decir, aparece ante ti mismo tal y como te gustaría aparecer  ante los demás. Puesto que incluso cuando estás solo no estás  completamente solo, tú por ti mismo puedes y debes testificar  acerca de tu propia realidad. O, para expresarlo de un modo  más socrático —pues, aunque Sócrates descubrió la concien­ cia, no disponía aún de un nombre para ella— la razón por la  cual no deberías matar, incluso en condiciones en las que na­ die te vería, es que no puedes querer bajo ningún concepto vi­ vir junto a un asesino. Al com eter un asesinato estarías en  compañía de un asesino para el resto de tu vida.

Además, mientras estoy inmerso en el diálogo solitario, en el  cual me hallo estrictamente a solas, no estoy del todo separado


 

de esa pluralidad que es el mundo de los hombres y que denomi­ namos, en su sentido más general, humanidad. Esta humanidad  o, más bien, esta pluralidad, está ya indicada en el hecho de que  soy un dos-en-uno. («Uno es uno y solamente uno, y siempre  lo será» es cierto únicamente con respecto a Dios.) Los hombres  no sólo existen de modo plural como todos los seres de la Tierra,  sino que también tienen una indicación de esta pluralidad den­ tro de sí mismos. Con todo, el sí mismo con el cual estoy unido  en la soledad nunca puede adquirir esa misma forma definida y  única o esa distinción que el resto del mundo posee para mí;  más bien, este sí mismo permanece siempre mutable y de alguna  manera equívoco. Es bajo la forma de esta mutabilidad y de esta  equivocidad que este sí mismo me representa, mientras estoy  solo, a todos los hombres, a la humanidad de todos los hombres.  Lo que espero que otras personas hagan —y esta expectativa es  anterior a todas las experiencias y sobrevive a todas ellas— está  en gran medida determinado por las siempre cambiantes poten­ cialidades del sí mismo junto al cual vivo. En otras palabras, un  asesino no está condenado solamente a estar en compañía per­ manente de su sí mismo asesino, sino que verá a todos los demás  a través de la imagen de su propia acción. Vivirá en un mundo  de asesinos potenciales. No es su propio acto aislado lo política­ mente relevante, o incluso el deseo de cometerlo, sino esta doxa  suya, el modo en que el mundo se le aparece y que es parte de la  realidad política en la que vive. En este sentido, y en la medida  en que siempre vivimos con nosotros mismos, todos cambiamos  el mundo humano constantemente, para mejor o para peor, in­ cluso cuando no actuamos en absoluto.

Para Sócrates, que estaba firmemente convencido de que  nadie puede en modo alguno querer vivir con un asesino o en  un mundo d

e asesinos potenciales, aquel que m antenga que  un hombre puede ser feliz y ser un asesino con la única condición  de que nadie lo sepa se halla en un doble desacuerdo consigo  mismo: realiza una afirmación autocontradictoria y se m ues­ tra dispuesto a vivir junto a alguien con el cual no puede estar  de acuerdo. Este doble desacuerdo, la contradicción lógica y la  mala conciencia ética, constituía todavía para Sócrates uno y


 

el mismo fenómeno. Ésa es la razón de que él pensase que la  virtud puede enseñarse o, para decirlo de un modo menos tri­ llado, la conciencia de que el hombre es al mismo tiempo un  ser pensante y actuante —esto es, alguien cuyos pensamientos  acompañan a sus actos de modo invariable e ineluctable— es  lo que hace mejores a los hombres y a los ciudadanos. La asun­ ción subyacente a esta enseñanza es el pensamiento y no la  acción, porque solamente en el pensam iento puede realizarse  el diálogo del dos-en-uno.

Para Sócrates, el hombre no es todavía un «animal racional»,  un ser dotado con la facultad de razón, sino un ser pensante  cuyo pensamiento se

 manifiesta en la forma del discurso. Hasta  cierto punto esta preocupación por el discurso estaba ya presen­ te en la filosofía presocrática, y la identidad de discurso y pen­ samiento, que juntos forman el logos, es quizás una de las carac­ terísticas sobresalientes de la cultura griega. Lo que Sócrates  añadió a esta identidad fue el diálogo del yo consigo mismo  como condición primaria del pensamiento. La relevancia políti­ ca del pensamiento de Sócrates consiste en la afirmación de que  la soledad, que antes y después de Sócrates era considerada la  prerrogativa y el habitus profesional del filósofo en exclusiva, y  que era naturalmente sospechosa para la polis de ser antipolíti­ ca, es, por el contrario, la condición necesaria para el buen fun­ cionamiento de la polis, una mejor garantía que las reglas de  comportamiento forzadas por las leyes y el miedo al castigo.

Aquí también debemos volver a Aristóteles si queremos en­ contra

r un débil eco de Sócrates. Aparentemente en respuesta a  la sentencia de Protágoras anthrópos metron pantón chrématón  («El hombre es la medida de todas las cosas humanas» o, literal­ mente, «de todas las cosas que usan los hombres») y, como he­ mos visto, en respuesta al rechazo de Platón basado en la afirma­ ción de que la medida de todas las cosas es un theos, un dios, lo  divino tal y como aparece en las ideas, Aristóteles afirma: Estin  hekastou metron hé arete kai agathos (La medida para todos es la  virtud y el hombre bueno).13 El criterio es lo que los hombres


 

son en sí mismos cuando actúan, y no algo externo como las le­ yes o sobrehumano como las ideas.

Nadie puede dudar de que una enseñanza tal estuvo y siem­ pre estará en cierto conflicto con la polis, que debe exigir res­ peto a las leyes con independencia de la conciencia personal, y  Sócrates conocía perfectamente bien la naturaleza de este con­ flicto cuando se refería a sí mismo como un tábano. Por otro  lado, nosotros, que hemos pasado por la experiencia de la or­ ganización totalitaria de las masas, cuya principal preocupa­ ción es elim inar toda posibilidad de soledad —excepto en la  forma inhum ana del confinamiento solitario— podemos testi­ m oniar sin dificultad que si no se garantiza una m ínim a posi­ bilidad de estar a solas con uno mismo, serán abolidas no sólo  las formas seculares de conciencia, sino tam bién todas las for­ mas religiosas. El hecho frecuentemente observado de que la  conciencia misma dejó de funcionar bajo las condiciones de  la organización política totalitaria, y ello independientemente del  miedo y el castigo, se explica sobre esta base. Ningún hombre  puede m antener su conciencia intacta si no puede actualizar  este diálogo consigo mismo, es decir, si carece de la soledad re­ querida para cualquier forma de pensamiento.

Sin embargo, Sócrates también entró en conflicto con la po­ lis de otro modo menos obvio, al parecer sin darse cuenta de  este aspecto de la cuestión. La búsqueda de la verdad en la  doxa parece conducir al resultado catastrófico de que la doxa  es destruida por completo, o de que lo que aparecía se presen­ ta como una ilusión. Esto, se recordará, es lo que le pasó al rey  Edipo, cuyo mundo

 entero, la realidad de su reinado, se hizo  añicos cuando comenzó a m irar en su interior. Tras descubrir  la verdad, Edipo se queda sin doxa alguna, en sus múltiples  significados de opinión, esplendor, fama y m undo propio.  La verdad, por tanto, puede destruir la doxa, puede destruir la  verdad específicamente política de los ciudadanos. De modo  similar, por lo que sabemos de la influencia de Sócrates, resul­ ta obvio que muchos de sus oyentes deben de haberse m archa­ do no con una opinión más verdadera, sino con ninguna opi­ nión en absoluto. El carácter no conclusivo de m uchos de los


 

diálogos platónicos, antes mencionado, puede verse también  bajo esta

 luz: todas las opiniones son destruidas, pero no se  aporta ninguna verdad en su lugar. Y, ¿no admitía el propio Só­ crates que él no tenía ninguna doxa propia, que era «estéril»?  Sin embargo, ¿no era quizá esta m ism a esterilidad, esta falta  de opinión, también un prerrequisito de la verdad? Como quie­ ra que sea, Sócrates, a pesar de toda su insistencia en no po­ seer ninguna verdad especial y enseñable, debió de algún modo  aparecer en su momento como un experto en la verdad. El abis­ mo entre la verdad y la opinión, que a partir de aquel momen­ to iba a separar al filósofo de todos los demás hombres, no se  había abierto todavía, pero estaba ya apuntado o, más bien,  presagiado, en la figura de este hom bre que, dondequiera que  fuese, intentaba hacer más veraz a todo el mundo a su alrede­ dor, y a él mismo en prim er lugar.

Para decirlo de otro modo, el conflicto entre la filosofía y la  polí

tica, entre el filósofo y la polis, estalló no porque Sócrates  hubiese deseado desempeñar un papel político, sino porque qui­ so convertir la filosofía en algo relevante para la polis. Este con­ flicto se hizo tanto más agudo en tanto que su intento coinci­ dió (aunque probablemente no fuese mera coincidencia) con el  rápido declive en la vida política ateniense durante los treinta  años que separan la m uerte de Pericles del juicio de Sócrates.  El conflicto terminó con la derrota de la filosofía: sólo a través  de la conocida apolitia, la indiferencia y el desprecio por el  mundo de la ciudad, tan característica de toda la filosofía pos-  platónica, pudo el filósofo protegerse de las sospechas y las  hostilidades del mundo que le rodeaba. Con Aristóteles co­ mienza el tiempo en que los filósofos ya no se sienten respon­ sables de la ciudad, y ello no solamente en el sentido de que la  filosofía no tenga una tarea específica en el terreno político,  sino en el sentido mucho más im portante de que el filósofo tie­ ne menos responsabilidad hacia ella que cualquiera de sus  conciudadanos; el modo de vida del filósofo es distinto. Mien­ tras que Sócrates aún obedeció a las leyes que le habían conde­ nado, por erróneas que fuesen, porque se sentía responsable de  la ciudad, Aristóteles, cuando se halló en peligro de un juicio


 

similar, dejó Atenas inm ediatam ente y sin ningún arrepenti­ miento. Se le atribuye la afirmación de que los atenienses no  pecarían dos veces contra la filosofía. Lo único que los filóso­ fos desearon desde entonces con respecto a la política fue que  se les dejase en paz, y lo único que exigían del gobierno era pro­ tección para su libertad de pensamiento. Si esta huida de los  filósofos de la esfera de los asuntos humanos se debiese exclusi­ vamente a las circunstancias históricas, resultaría más que du­ doso que sus resultados inmediatos —la separación del hombre  de pensamiento y del hombre de acción— hubiesen podido ci­ m entar nuestra tradición de pensam iento político, que ha so­ brevivido durante dos milenios y medio a las más variopintas  experiencias políticas y filosóficas sin que su fundamento fuese  puesto en cuestión. La verdad es, más bien, que tanto en la per­ sona como en el juicio de Sócrates apareció una contradicción  diferente y mucho más honda entre la filosofía y la política de  lo que se pone de manifiesto a través de las propias enseñanzas  de Sócrates tal y como nosotros las conocemos.

Parece demasiado obvio, casi una banalidad, y a pesar de  todo se suele olvidar, que toda filosofía política expresa en pri­ mer lugar la actitud del filósofo hacia los asuntos de los hom­ bres, los pragmata ton anthrópón, a los cuales él tam bién perte­ nece, y que esta misma actitud implica y expresa la relación  entre la experiencia específicamente filosófica y nuestra expe­ riencia cuando nos movemos entre los hombres. Resulta igual­ mente obvio que toda filosofía política parece afrontar a pri­ mera vista la alternativa de o bien interpretar la experiencia  filosófica con categorías que deben su origen al dominio de los  asuntos hum anos o, por el contrario, reclam ar la prioridad de  la experiencia filosófica y juzgar toda política bajo su luz. En  el último caso, la mejor forma de gobierno sería un estado de  cosas en el cual los filósofos tienen la máxima oportunidad  para filosofar, es decir, uno en el que todo el m undo se adapte  a los criterios que con mayor probabilidad van a promover las  mejores condiciones para ello. Sin embargo, el hecho mismo  de que de entre todos los filósofos sólo Platón se atreviese a di­ señar una com unidad exclusivamente desde el punto de vista


 

del filósofo y que, hablando en términos prácticos, este diseño  nunca fuese tomado con demasiada seriedad, ni siquiera por  parte de los filósofos, indica que existe otro aspecto en esta  cuestión. El filósofo, aunque percibe algo que es más que hu­ mano, que es divino (theion ti), sigue siendo un hombre, de  modo que el conflicto entre la filosofía y los asuntos de los  hombres es en último térm ino un conflicto dentro del propio  filósofo. Es este mismo conflicto el que Platón conceptualizó y  generalizó como un conflicto entre el cuerpo y el alma: mien­ tras que el cuerpo habita la ciudad de los hombres, eso divino  que la filosofía percibe es visto por algo en mismo divino  —el alm a— que de algún modo está separado de los asuntos  humanos. Cuanto más se convierte el filósofo en un verdade­ ro filósofo, más se separa de su cuerpo, y, puesto que dicha se­ paración, en tanto que esté vivo, no se puede lograr de un modo  real, intentará hacer lo que todo ciudadano libre en Atenas ha­ cía con objeto de separarse y de liberarse de las necesidades de  la vida: gobernará su cuerpo del mismo modo que un dueño  gobierna a sus esclavos. Si el filósofo alcanz

ara el gobierno de  la ciudad, no le haría a sus habitantes más que lo que él ya le  ha hecho a su cuerpo. Su tiranía estará justificada tanto en el  sentido del mejor gobierno como en el sentido de la legitimi­ dad personal, esto es, por su obediencia previa, en tanto que  hombre mortal, a los m andatos de su alma, en tanto que filó­ sofo. Todas nuestras afirmaciones actuales acerca de que sola­ mente aquellos que saben obedecer están capacitados para  mandar, o que solamente aquellos que saben cómo gobernarse  a sí mismos pueden gobernar legítimamente sobre los demás,  hunden sus raíces en esta relación entre la política y la filoso­ fía. La metáfora platónica de un conflicto entre cuerpo y alma,  construida originalmente para expresar el conflicto entre la fi­ losofía y la política, tuvo un impacto tan grande en nuestra  historia religiosa y espiritual que eclipsó la experiencia de base  de la cual surgió, del mismo modo que la misma división pla­ tónica del hombre en dos ensombreció la experiencia original  del pensamiento como diálogo del dos-en-uno, el eme emautó,  que es la raíz misma de todo ese tipo de divisiones. Esto no


 

quiere decir que el conflicto entre la filosofía y la política pu­ diese ser resuelto sin complicaciones m ediante alguna teoría  acerca de la relación entre cuerpo y alma, sino que nadie des­ pués de Platón había sido tan consciente como lo fue él del ori­ gen político del conflicto, ni intentó expresarlo en unos térm i­ nos tan radicales.

Platón mismo describía la relación entre la filosofía y la polí­ tica en l

os términos de la actitud del filósofo hacia la polis. La  descripción tiene lugar en la parábola de la caverna, que consti­ tuye el centro de su filosofía política, así como el de La Repúbli­ ca. La alegoría, a través de la cual Platón pretende aportar una  especie de biografía resumida del filósofo, se desarrolla en tres  etapas, designando a cada una de ellas un punto de inflexión,  un cambio de rumbo, y formando las tres juntas esa periagóge  holes tés psychés, ese giro radical del ser hum ano en su totali­ dad que para Platón constituye la formación misma del filóso­ fo. El prim er giro tiene lugar en la propia caverna; el futuro fi­ lósofo se libera de los grilletes que encadenan «las piernas y los  cuellos» de los habitantes de la caverna de tal m anera que «so­ lamente pueden ver lo que está ante ellos», con sus ojos pega­ dos a una pared en la cual se proyectan sombras e imágenes de  las cosas. Cuando se gira por prim era vez, ve en la parte trase­ ra de la caverna un fuego artificial que ilum ina los objetos en  el interior de la cueva tal y como son de verdad. Si quisiésemos  hacer una interpretación de la narración diríamos que esta pri­ mera periagógé es la del científico que, no contento con lo que  dice la gente sobre los objetos, «se vuelve» para averiguar cómo  son las cosas en sí mismas, con independencia de las opiniones  mantenidas por la multitud. Para Platón, las sombras de la pa­ red eran las distorsiones de la doxa, y pudo em plear metáforas  extraídas exclusivamente del sentido de la vista y de la percep­ ción visual porque la palabra doxa, de modo distinto a nuestra  palabra «opinión», posee una fuerte connotación sensorial re­ ferida a lo visible. Las imágenes de la pantalla en las cuales los  habitantes de la caverna fijan su m irada son sus doxai, las co­ sas que se les m uestran y cómo se les m uestran. Si quieren mi­


 

rar a las cosas tal y como son de verdad deben girarse, es decir,  cambiar su posición, porque, como vimos antes, toda doxa de­ pende de y se corresponde con la posición de cada cual en el  mundo.

Un punto de inflexión mucho más decisivo en la biografía  del filósofo acontece cuando este aventurero solitario no se  contenta con el fuego en la caverna y con los objetos que ahora  aparecen tal y como son, sino que desea averiguar de dónde  proviene este fuego y cuáles son las causas de las cosas. De  nuevo se gira y encuentra una salida al exterior de la caverna,  una escalera que le conduce al cielo claro, un paisaje sin cosas  u hombres. Aquí aparecen las ideas, las esencias eternas de las  cosas perecederas y de los hombres mortales iluminadas por el  sol, la idea de las ideas, que capacita al observador para ver y a  las ideas para brillar. Éste es ciertam ente el clímax en la bio­ grafía del filósofo, y es aquí donde comienza la tragedia. Sien­ do todavía un hombre mortal, él no pertenece a este lugar y no  puede perm anecer en él, sino que debe retornar a la caverna  como a su hogar terrenal, y, sin embargo, ya no se siente en la  caverna como en su casa.

Cada uno de estos virajes ha estado acompañado de una  pérdida del sentido y la orientación. Los ojos acostumbrados a  las apariencias sombrías proyectadas en la pared se ciegan con  el fuego de la parte trasera de la caverna. Una vez adaptados a  la débil luz del fuego artificial, los ojos son cegados por la luz  del sol. Pero lo peor de todo es la pérdida de orientación que  recae sobre esos ojos una vez acostum brados a la luz brillante  bajo el cielo de las ideas, y que ahora deben encontrar su ca­ mino en la oscuridad de la cueva. Por qué los filósofos no son  capaces de saber qué es bueno para ellos mismos —y cómo es­ tán alienados respecto de los asuntos hum anos— se capta en  esta metáfora: ya no pueden ver en la oscuridad de la cueva,  han perdido su sentido de la orientación, han perdido lo que  nosotros llamaríamos su sentido común. Cuando vuelven e in­ tentan contar a los habitantes de la caverna que han estado  fuera de ella, lo que dicen no tiene ningún sentido; para los ha­ bitantes de la cueva, cualquier cosa que ellos digan les suena


 

como si el mundo estuviese «cabeza abajo» (Hegel). El filósofo  que regresa está en peligro porque ha perdido el sentido co­ mún necesario para orientarse en un mundo común a todos y,  además, porque lo que alberga en sus pensamientos contradice  el sentido común del mundo.

Forma parte de los aspectos desconcertantes en la alegoría  de la caverna que Platón describa a sus ocupantes como para­ lizados y encadenados frente a una pared, sin posibilidad algu­ na de hacer nada o de comunicarse los unos con los otros. En  efecto, las dos palabras políticamente más significativas que  designan la actividad hum ana, el discurso y la acción (lexis y  praxis) llaman la atención por su ausencia en toda esta histo­ ria. La única ocupación de los habitantes de la caverna es m i­ rar la pared; obviamente aman el m irar por sí mismos, con in­ dependencia de toda necesidad práctica.14 En otras palabras,  los habitantes de la caverna son descritos como hombres ordi­ narios, pero tam bién en función de esa cualidad que com par­ ten con los filósofos: Platón los representa como filósofos en  potencia, ocupados en la oscuridad y la ignorancia con lo úni­ co a lo que atiende el filósofo en la claridad y el conocimiento  pleno. Así, la alegoría de la caverna está diseñada no tanto  para describir el aspecto de la filosofía desde el punto de vista  de la política como para describir el aspecto de la política, del  terreno de los asuntos humanos, desde el punto de vista de la  filosofía. Y el propósito es descubrir en el terreno de la filoso­ fía aquellos criterios que son apropiados para una ciudad for­ mada, sin duda, por habitantes de la caverna, pero, al mismo  tiempo, para habitantes que, aunque oscura e ignorantemente,  se han formado sus propias opiniones con respecto a los mis­ mos asuntos que conciernen al filósofo.

Dado que la narración está diseñada en función de dichos  propósitos políticos, Platón no nos dice qué es lo que distingue  al filósofo de aquellos que también am an el m irar por sí mis­ mos, o qué es lo que le hace comenzar su aventura solitaria y

14. Véase Aristóteles, Metafísica, 980 a 22-25.


 

rom per los grilletes que le encadenan a la pared de la ilusión. 

De nuevo, al final de la historia, Platón menciona de pasada  los peligros que aguardan al filósofo en su regreso, y concluye  a partir de dichos peligros que el filósofo —aunque no esté in­ teresado en los asuntos hum anos— debe asum ir el gobierno,  aunque sólo sea por miedo a ser gobernado por los ignorantes.  Pero no nos cuenta por qué no puede persuadir a sus conciu­ dadanos, quienes de todos modos están ya pegados a la pared  y, con ello, preparados en cierta manera para recibir «cosas más  elevadas», como Hegel las llamaba, para que sigan su ejemplo y  eligan el camino al exterior de la caverna.

Con objeto de responder a estas preguntas debemos re­ cordar dos afirmaciones de Platón que no tienen lugar en la  alegoría de la caverna, pero sin las cuales dicha alegoría perm a­ nece obscura y que ella misma, por así decirlo, da por senta­ das. La prim era tiene lugar en el Teeteto —un diálogo sobre la  diferencia entre epistémé (conocimiento) y doxa (opinión)—  donde Platón define el origen de la filosofía: Mala gar philosop-  hou tonto to pathos, to thaumadzein; ou gar alie arché philosop-  hias hé hauté (Pues el asom bro es lo que el filósofo soporta en  mayor grado; pues no hay otro comienzo para la filosofía que  el asom bro [...]).15 Y la segunda tiene lugar en la Carta sépti­ ma, cuando Platón habla sobre aquellas cosas que para él son  las más serias (peri hón egó spoudadzó), es decir, no tanto la fi­ losofía tal y como nosotros la entendem os sino su tem a y su  fin eternos. A propósito de ello afirma: Rhéton gar oudamós  estin hós alia mathémata, all’ek pollés synousias gignomenés  [...] hoion apó pyros pédésantos exaphthen phós (Es completa­ mente imposible hablar sobre esto del mismo modo que sobre  las otras cosas que aprendemos; más bien, después de una lar­ ga convivencia con ello [...] se enciende una luz como de un  chispazo).16 En estas dos afirm aciones tenemos el comienzo y  el final de la vida del filósofo, que la historia de la caverna  omite.

15. 155 d. 16. 341 c.


 

Thaumadzein, el asombro ante aquello que es tal y como es,  constituye, según Platón, un pathos, algo que se soporta, y  como tal bastante distinto del doxadzein, del form ar una opi­ nión sobre algo.

 El asombro que el hom bre soporta o que le  acaece no puede ser relatado en

 palabras porque es demasiado  general para las palabras. Platón debe haberlo encontrado pri­ meramente en aquellos estados traumáticos en los cuales,

 según  se afirm a con frecuencia, Sócrates caía en una inmovilid

ad  total, como atrapado por un rapto, con la m irada perdida, sin

  ver ni oír nada. La idea de que este asom bro mudo es el co­ mienzo de la filosofía se convirtió en un axioma tanto para  Platón como para Aristóteles, y es esta relación con una expe­ riencia concreta y única lo que distinguía a la escuela socrática  de todas las filosofías anteriores. Para Aristóteles, no menos  que para Platón, la verdad última está más allá de las palabras.  En la terminología aristotélica, el recipiente hum ano de la ver­ dad es el nous, el espíritu, cuyo contenido no posee logos (hón  ouk esti logos). Del mismo modo que Platón oponía la doxa a la  verdad, así Aristóteles opone la phronésis (la intuición política)  al nous (el espíritu filosófico).17 Este asom bro ante todo lo que  es tal y como es nunca se relaciona con una cosa particular y,  por consiguiente, Kierkegaard lo interpretó como la experien­ cia de la no-cosa, de la nada. La generalidad específica de las  afirmaciones filosóficas, que las distingue de las afirmaciones  científicas, surge de esta experiencia. La filosofía como disci­ plina especial, en la medida en que siga siéndolo, se basa en  ella. Y tan pronto como el estado de asom bro mudo se traduce  en palabras no empezará haciendo afirmaciones, sino que for­ m ulará bajo infinitas variaciones lo que denominamos las pre­ guntas últimas: ¿Qué es el ser? ¿Quién es el hombre? ¿Cuál es  el sentido de la vida? ¿Qué es la muerte?, etc. que tienen en co­ mún que no pueden ser contestadas científicamente. La afir­ mación de Sócrates «sólo sé que no sé nada» expresa en térm i­ nos cognoscitivos esta carencia de respuestas científicas. Pero  en un estado de asombro esta declaración pierde su árida ne-

17. Ética a Nicómaco, 1142 a 25.


 

gatividad, pues el resultado que queda en la mente de la perso­ na que ha soportado el pathos del asom bro solamente puede  ser expresado así: «Ahora sé lo que significa no saber; ahora  que no sé». Es a partir de la experiencia efectiva del no saber,  en la cual se revela uno de los aspectos básicos de la condición  humana en la Tierra, cuando surgen las preguntas últimas, no  a partir del hecho racional y demostrable de que existen cosas  que el hombre no conoce y que los que creen en el progreso es­ per

an que sea enmendado por completo algún día, o que los  positivistas descartarían como irrelevante. Al formular las pre­ guntas últimas y sin contestación posible el hombre se define  como un ser que hace preguntas. Ésta es la razón de que la  ciencia, que formula preguntas que sí se pueden contestar,  deba su origen a la filosofía, un origen que permanece como su  fuente siempre presente a través de las generaciones. Si alguna  vez el hombre perdiese la facultad de hacerse las preguntas úl­ timas perdería, por esa misma razón, la facultad de hacerse  preguntas que sí tienen respuesta. Dejaría de ser un ser que  hace preguntas, lo cual supondría no sólo el fin de la filosofía,  sino tam bién el de la ciencia. Con respecto a la filosofía, si es  cierto que comienza con el thaumadzein y que concluye en la  mudez, entonces term ina exactamente donde comenzó. Co­ mienzo y final son lo mismo en este caso, lo cual constituye el  más fundamental de los llamados círculos viciosos que se pue­ den encontrar en tantos argumentos estrictamente filosóficos.

Es esta conmoción filosófica de la cual habla Platón la que  impregna todas las grandes filosofías y lo que separa al filósofo  que se mantiene en ella de todos aquellos con los que convive. Y la diferencia entre los filósofos, que son pocos, y la multitud  no es bajo ningún concepto —como ya indicara Platón—  que la mayoría no sepa nada del pathos

 del asombro, sino más  bien que rehúsan mantenerse en él. Este rechazo se expresa en  el doxadzein, en el form ar opiniones acerca de asuntos sobre  los cuales el hombre no puede tener opiniones porque los cri­ terios comunes y com únm ente aceptados del sentido común  no son aplicables aquí. La doxa, en otras palabras, puede con­ vertirse en lo opuesto a la verdad porque el doxadzein es, en


 

efecto, lo opuesto del thaumadzein. Tener opiniones constituye  un error en lo concerniente a aquellos asuntos que solamente  conocemos en el asombro mudo ante lo que hay.

El filósofo, quien, por así decirlo, es un experto en asombro

  y en hacerse esas preguntas que surgen cuando nos sentimos  maravillados ante algo —y cuando Nietzsche dice que el filóso­ fo es el hom bre al cual le pasan continuam ente cosas extraor­ dinarias alude al mismo asunto— se encuentra en un doble  conflicto con la polis. Puesto que su experiencia más profunda  carece de palabras, se ha situado fuera del terreno potico, en  el cual la facultad más elevada del hombre es, precisamente, la  del discurso: el logon echón es lo que hace del hombre un dzóon  politikon, un ser político. Además, la conmoción filosófica gol­ pea al hom bre en su singularidad, esto es, ni en su igualdad  con los demás ni en su absoluta distinción respecto de ellos.  En esta conmoción el hombre en singular está, por así decirlo,  enfrentado por un instante pasajero con todo el universo, tal y  como lo estará de nuevo en el momento de su muerte. Está en  cierta m edida alienado de la ciudad de los hom bres, quienes  únicamente pueden ver con suspicacia lo que atañe al hombre  en singular.

Con todo, incluso más grave en sus consecuencias es el otro  conflicto que amenaza a la vida del filósofo. Puesto que el pat-  hos del asombro no es ajeno a los hombres sino que, por el con­ trario, e

s una de las características más generales de la condi­ ción hum ana, y puesto que el modo de salir de él es, para la  multitud, form ar opiniones allí donde no son de recibo, el filó­ sofo entrará en conflicto inevitablemente con dichas opiniones,  que él encuentra intolerables. Y, dado que su propia experiencia  de enmudecimiento se expresa solamente en la formulación de  preguntas sin respuesta, efectivamente está en una desventaja  decisiva en el momento en que regresa al terreno político. Él es  el único que no sabe, el único que no tiene una doxa distintiva y  claramente definida para competir con las demás opiniones, so­ bre cuya verdad o falsedad desea decidir el sentido común, esto  es, ese sexto sentido que no solamente tenemos todos en común  sino que también nos inserta en un mundo común, haciéndolo


 

así posible. Si el filósofo comienza a hablar en este mundo del

 sentido común, al cual pertenecen también nuestros prejuicios  y juicios comúnmente aceptados, siempre estará tentado de ha­ blar en términos sin sentido o -—por usar una vez más la frase  de Hegel— a poner el sentido común «cabeza abajo».

Este peligro surgió con el comienzo de nuestra gran tradi­ ción filosófica, con Platón y, en m enor medida, con Aristóte­ les. El filósofo, excesivamente consciente a raíz del juicio de  Sócrates de la incom patibilidad inherente que se da entre las  experiencias filosóficas fundam entales y las experiencias polí­ ticas fundamentales, generalizó la conmoción inicial e inicia­ dora del thaumacLzein. En este proceso se perdió la posición  socrática, no porque Sócrates no dejase nada escrito o porque  Platón voluntariam ente lo distorsionase, sino porque se per­ dieron las intuiciones socráticas, nacidas de una relación to­ davía intacta entre la política y la experiencia específicamente  filosófica. Pues lo que es cierto para este asombro, en

 el cual  comienza toda filosofía, no es cierto para el subsiguiente diá­ logo solitario en sí mismo. La soledad, o el diálogo pensante  del dos-en-uno, es una parte integral del ser y el vivir con los  demás,

 y en esta soledad tampoco el filósofo puede evitar for­ marse opiniones: tam bién él llega a su propia doxa. Su distin­ ción respecto de sus conciudadanos no consiste en que posea  alguna verdad especial de la cual esté excluida la multitud,  sino en que permanece siempre dispuesto a m antenerse en el  pathos del asombro y, con ello, evitar el dogmatismo de los que  meramente tienen opiniones. Al objeto de ser capaz de compe­ tir con este dogmatismo del doxadzein, Platón proponía pro­ longar indefinidamente el asom bro mudo que está en el co­ mienzo y el fin de la filosofía. Platón intentó convertir en un  modo de vida (el bios theórétikos) lo que solamente puede ser  un momento pasajero o, para usar la propia m etáfora de Pla­ tón, el chispazo volátil del fuego entre dos guijarros. Mediante  dicho intento, el filósofo se sitúa y basa toda su existencia en  esa singularidad que experimentó cuando soportó el pathos  del thaumadzein, y con ello destruye la pluralidad de la condi­ ción hum ana dentro de sí.


 

Resulta obvio que este desarrollo, cuya causa original era  política, se convirtió en algo de gran im portancia para la filo­ sofía de Platón. Se manifiesta en las curiosas desviaciones de  su concepto original, que se encuentran en su doctrina de las  ideas, desviaciones debidas exclusivamente, en mi opinión, a  su deseo de convertir la filosofía en algo útil para la política.  Pero ha sido

, por supuesto, de mucha mayor relevancia para la  filosofía política propiam ente dicha. Para el filósofo, la políti­ ca —cuando no consideraba este espacio en su totalidad como  algo inferior a su dignidad— devino el campo en el cual se  atienden las necesidades elementales de la vida hum ana y, así,  se la juzgó en buena medida como un negocio sin ética, no  sólo por parte de los filósofos, sino tam bién por muchos otros  en siglos posteriores cuando las conclusiones filosóficas, for­ m uladas originalm ente por oposición al sentido común, ha­ bían sido finalmente absorbidas por la opinión pública de los  instruidos. Se identificó la política con el gobierno o el domi­ nio, y ambos fueron considerados como un reflejo de la debili­ dad de la naturaleza humana, del mismo modo que el historial  de los hechos y los sufrimientos de los hombres se vieron como  un reflejo de la pecaminosidad humana. Sin embargo, m ien­ tras que el inhum ano Estado ideal de Platón nunca se hizo rea­ lidad y la utilidad de la filosofía tuvo que ser defendida a tra­ vés de los siglos —dado que en la acción política real demostró  ser completamente inútil— la filosofía cumplió un insigne ser­ vicio para el hombre occidental. Dado que Platón deformó en  cierto sentido la filosofía con propósitos políticos, ésta conti­ nuó aportando criterios y reglas, patrones y medidas con los  cuales la mente hum ana pudiese intentar al menos com pren­ der lo que estaba ocurriendo en el terreno de los asuntos hu­ manos. Es esta utilidad para la com prensión lo que se agotó  con la llegada de la era moderna. Los escritos de Maquiavelo  son la prim era señal de este agotamiento, y en Hobbes encon­ tramos por prim era vez una filosofía que no tiene ninguna uti­ lidad para la filosofía, sino que pretende desarrollarse a partir  de aquello que el sentido común da por sentado. Y Marx, el úl­ timo filósofo político de Occidente y el último que se mantiene


 

aún en la tradición iniciada por Platón, intentó finalmente po­ nerla cabeza abajo junto con sus categorías fundamentales y  su jerarquía de valores. Con dicha inversión la tradición había  llegado a su fin.

El comentario de Tocqueville de que «en la medida en que  el pasado

 ha dejado de arrojar luz sobre el futuro, la mente del  hombre vaga en la oscuridad» fue escrito a raíz de una situa­ ción en la cual las categorías filosóficas del pasado ya no bas­ taban para comprender. Hoy vivimos en un mundo en el que ni  siquiera el sentido común conserva algún sentido. La quiebra  del sentido común en el mundo presente señala que la filosofía  y la política, a pesar de su viejo conflicto, han sufrido el mismo  destino. Y ello significa que el problema de la filosofía y la po­ lítica, o de la necesidad de una nueva filosofía política de la  cual pudiese surgir una nueva ciencia de la política, se halla  una vez más en el orden del día.

La filosofía, y la filosofía política como cualquiera de sus  otras ramas, nunca podrá negar su origen en el thaumadzein,  en el asombro ante lo que es tal y como es. Si los filósofos, a  pesar de su necesario extrañam iento respecto de la vida diaria  de los asuntos hum anos, llegasen alguna vez a una verdadera  filosofía política, tendrían que hacer de la pluralidad del hom ­ bre, de la cual surge todo el espacio de los asuntos humanos  —en su grandeza y en su miseria— el objeto de su thaumad­ zein. Hablando en térm inos bíblicos, tendrían que aceptar  —tal y como aceptan en mudo asom bro el milagro del univer­ so, del hombre y del ser— el milagro de que Dios no creó al  Hombre, sino que «los creó macho y hembra». Tendrían que  aceptar con algo más que resignación ante la debilidad hum a­ na el hecho de que «no es bueno para el hombre estar solo».


 

Cuando hablamos del final de una tradición no pretende­ mos negar, como es obvio, que mucha gente, incluso tal vez la  mayoría (aunque esto lo dudo), todavía viva según criterios  tradicionales. Lo que im porta es que desde el siglo xix la tradi­ ción ha permanecido en un silencio impenetrable cada vez que  le han salido al paso cuestiones específicamente modernas, y  que la vida política, allí donde se ha modernizado y ha sufrido  los cambios de la industrialización y la igualdad universal,  ha invalidado sus criterios constantemente. Dicha situación ha  sido percibida por los grandes pesim istas de la historia y en­ contró su mayor expresión, si bien la menos dramática, en la  obra de Jacob Burckhardt. Más sorprendente resulta encontrar  el primer presentimiento de una catástrofe inminente, no en el  sentido físico o estrictam ente político, sino como una ruptura  inminente de la continuidad tradicional, en pleno siglo xvm,  en Montesquieu y, un poco más tarde, en Goethe. Montesquieu  y Goethe, ninguno de los cuales ha sido nunca acusado de ser  un profeta del desastre, se expresaron sobre el tema con bas­ tante claridad.

Montesquieu escribe en L’Esprit des lois: «La mayoría de las  naciones de Europa están aún regidas por las costumbres.  Pero, si por medio d

e un prolongado abuso de poder, si por  medio de alguna enorme conquista, el despotismo se consoli­ dase en algún momento, no habría costumbres ni clima inte­ lectual que pudiesen resistírsele». El tem or de Montesquieu es  que en la sociedad del siglo xvm solamente quedaban las cos­ tumbres como factores de estabilidad y, de acuerdo con él, las  leyes que «rigen las acciones de los ciudadanos», estabilizando  así el cuerpo político del mismo modo que las costumbres es­ tabilizan la sociedad, habían perdido su validez. Menos de


 

treinta años después Goethe escribe a Lavater en un tono pare­ cido: «Como en una gran ciudad, nuestro mundo moral y polí­ tico está socavado por caminos subterráneos, sótanos y alcan­ tarillas, sobre cuya conexión y condiciones de habitabilidad  nadie parece pensar o reflexionar; pero aquellos que saben  algo de todo esto encontrarán mucho más comprensible si  aquí o allá, de vez en cuando, la tierra se resquebraja, el humo  sale por la grieta y se oyen extrañas voces». Ambos pasajes fue­ ron escritos antes de la Revolución Francesa, y pasaron más de  150 años hasta que las costumbres de la sociedad europea fi­ nalmente cediesen, el mundo subterráneo surgiese a la superfi­ cie y se escuchase su extraña voz en el concierto político del  mundo civilizado. Sólo entonces, en mi opinión, podemos de­ cir que la edad moderna, que comenzó en el siglo xvii, sacó  realmente a la luz el mundo moderno en el que vivimos hoy en

día.

Está en la propia naturaleza de una tradición ser aceptada  y absorbida, por así decirlo, por el sentido común, el cual  ajusta los datos particulares e idiosincrásicos de los otros sen­ tidos a un m undo que habitam os en com ún y que com parti­ mos con los demás. En esta concepción general, el sentido  común indica que bajo la condición hum ana de la pluralidad  los hom bres com prueban y contrastan sus datos sensoriales  particulares con los datos comunes de los demás (del mismo  modo que la vista, el oído y otras percepciones singulares  pertenecen a la condición hum ana del hom bre en su singula­ ridad y garantizan que pueda aprehender algo por sí mismo:  para la percepción per se no necesita a sus congéneres). Tan­ to si decimos que su esfera específica de com petencia es la  pluralidad de los hom bres, o que lo es el rasgo com ún del  m undo hum ano, el sentido común opera, como es obvio, en  el espacio público de la política y de la moral, y es este espa­ cio el que necesariam ente se resiente cuando el sentido co­ m ún y sus juicios com únm ente aceptados ya no se sostienen,  ya no tienen sentido.

H istóricam ente, el sentido común es tan rom ano en sus  orígenes como lo es la tradición. No es que los griegos y los


 

judíos careciesen de sentido común, pero sólo los rom anos lo  desarrollaron hasta que se convirtió en el criterio más eleva­ do para la organización de los asuntos público-políticos. Para  los rom anos recordar el pasado llegó a ser una cuestión de  tradición, y es en este sentido tradicional que el desarrollo  del sentido común encontró su expresión políticam ente más  im portante. Desde entonces, el sentido común ha estado liga­ do a la tradición y ha sido alim entado por ésta, de modo que  cuando los criterios tradicionales dejan de tener sentido y ya  no valen como reglas generales bajo las cuales puedan subsu-  mirse todos o la mayoría de los casos particulares, el sentido  común se atrofia inevitablemente. Por la misma razón, el pa­ sado, el recuerdo de lo que tenem os en común en calidad de  origen común para nosotros, se ve am enazado por el olvido.  Los juicios del sentido com ún ligados a la tradición extraían  y rescataban del pasado todo aquello que fue conceptualizado  por la tradición y que aún era aplicable bajo las condiciones  actuales. Este método «práctico» de recuerdo por parte del  sentido común no requería ningún esfuerzo, sino que nos era  conferido, en un mundo común, como nuestra herencia com ­ partida. Por tanto, su atrofia ha causado inm ediatam ente una  atrofia en la dimensión tem poral del pasado y ha iniciado el  movimiento progresivo e im parable de superficialidad que  cubre con un velo de sinsentido todas las esferas de la vida  moderna.

Por tanto, la misma existencia de la tradición ha dado en  gran medida como resultado su peligrosa identificación con el  pasado. Est

a identificación, enraizada en el sentido común, ha  quedado dem ostrada en la extraordinaria consistencia y ex-  haustividad de las categorías tradicionales frente a multitud de  cambios, a veces muy radicales. ¿Qué podría ser más im pre­ sionante que su supervivencia a la decadencia de Grecia y al  surgimiento de Roma, a la caída del Imperio Romano y a su  completa absorción (en lo que concierne a la tradición del pen­ samiento político) por la doctrina cristiana? Los cambios radi­ cales en nuestro pasado histórico —aunque posiblemente no­ sotros seamos los peores jueces en esta m ateria— son mayores


 

que nada de lo que haya pasado desde el comienzo de la era  moderna,

 a pesar del hecho de que las revoluciones políticas e  industriales de los siglos xvm y xix pusieron a prueba todos los  patrones morales y políticos tradicionales. La m agnitud del  cambio revolucionario moderno es mucho más profunda úni­ camente si la medimos según los términos de la tradición, pero  no si la comparamos con las agitaciones políticas de nuestra  historia.

El final de nuestra tradición obviamente no es ni el fin de la  historia ni el del pasado, hablando en térm inos generales. His­ toria y tradición no son lo mismo. La historia tiene muchos fi­ nales y muchos comienzos, siendo cada uno de sus finales un  nuevo comienzo, y poniendo cada uno de sus comienzos un fi­ nal a lo que había antes. Además, podemos fechar nuestra tra­ dición con mayor o menor certeza, pero ya no podemos fechar  nuestra historia. La consciencia histórica m oderna —y resulta  harto dudoso que ningún período del pasado conociese nada  que se le parezca— comenzó y encontró su expresión decisiva  cuando, hace apenas doscientos años, se abandonó la vieja  práctica de contar los siglos a partir de un punto de partida de­ finido, la fundación de Roma, por ejemplo, o el año del naci­ miento de Cristo, a favor de la práctica de contar hacia delante  y hacia atrás a partir del año uno (véase Cullmann, Cristo y el  Tiempo). Lo decisivo de esta práctica no es que el nacimiento  de Cristo aparezca como el punto de inflexión en la historia  universal (había aparecido como tal con mayor vigor y signifi­ cación durante muchos siglos anteriores sin conducir a esta  cronología moderna), sino que tanto el pasado como el futuro  conducen ahora a una infinitud temporal, en la cual podemos  sum ar al pasado del mismo modo que podemos sum ar al futu­ ro. Esta doble apertura a la infinitud, que se corresponde es­ trecham ente con nuestra nueva consciencia histórica, no sólo  contradice en cierto modo el mito bíblico de la creación, sino que  también elimina la cuestión mucho más antigua y más general  de si el tiempo histórico mismo puede tener un comienzo. En  su m ism a cronología, la edad m oderna ha establecido una  suerte de inm ortalidad terrenal potencial para la hum anidad.


 

Sólo una parte relativamente pequeña de dicha historia está  conceptualizada en nuestra tradición, cuya relevancia descansa  en el hecho de que cualquier experiencia, pensamiento o hecho  que no se ajustase a sus categorías y criterios prescriptivos, que  fueron desarrollados desde su comienzo, estaba en peligro  constante de ser olvidado. O bien, si

este peligro era conjurado  por medio de la poesía y de la religión, lo que no se conceptua-  lizaba estaba condenado a permanecer inarticulado en la tradi­ ción filosófica y, por tanto, sin la influencia directa y formativa  que sólo la tradición, y no el poder persuasivo de la belleza o la  fuerza penetrante de la piedad, puede conllevar y transm itir  a través de los siglos, con independe

ncia de cuán gloriosamen­ te o cuán piadosamente pudiese ser recordado de otro modo.  El carácter defectuoso de nuestra tradición con respecto a  nuestra historia es aún más pronunciado en la tradición de  pensamiento político que en la de la filosofía en general. Se po­ drían fácilmente enumerar, con todo detalle y del modo más  provechoso, aquellas experiencias políticas de la humanidad  occidental que quedaron sin sitio, podríamos decir que sin un  hogar, en el pensamiento político tradicional. Entre ellas se  puede encontrar la primigenia experiencia pre-polis de los grie­ gos, tal y como existe en el mundo homérico, con su compren­ sión de la grandeza de los hechos y las empresas humanas, y  que encuentra su eco en la historiografía griega. Tucídides, al  comienzo de su obra, dice que está narrando la historia de la  guerra del Peloponeso porque, en su opinión, era «el más gran­ de acontecimiento conocido en la historia». Heródoto escribe  no solamente para salvar del olvido todo lo que los hombres  han traído a la existencia, sino también para evitar que hechos  grandes y maravillosos queden sin alabanza. Dicha alabanza  es necesaria debido a la fragilidad de la acción humana, que,  de entre todas las clases de logros humanos, es el único más fu­ gaz aún que la vida misma, profundamente dependiente del  recuerdo en la alabanza de los poetas o en el registro de los his­ toriadores, cuyas obras, aunque no fuesen consideradas más  grandes que las hazañas mismas, siempre fueron reconocidas  como poseedoras de una permanencia mayor.


 

El héroe, el «hacedor de grandes hechos y orador de gran­ des palabras», como se llamaba a Aquiles, necesitaba al poeta  —no al profeta, sino al vidente— cuyo don divino ve en el pa­ sado lo que vale la pena contar en el presente y en el futuro.  Este pasado prepolis de Grecia es la fuente del vocabulario  político griego que aún pervive en todas las lenguas europeas;  sin embargo, la tradición de filosofía política, comenzando  como comenzó en el momento de decadencia incipiente en la  vida de la polis griega, no pudo más que formular y categorizar  estas experiencias tem pranas en los términos de la polis, con el  resultado de que nuestra misma palabra «política» se deriva de  y señala hacia esa forma específica de vida política, confirién­ dole una especie de validez universal. Tan sólo se preservaron  vestigios rudim entarios del significado original de palabras  como archein y prattein, de modo que, lo sepamos o no, cuan­ do hablamos y pensamos acerca de la acción, que después de  todo es uno de los conceptos más importantes, quizá el central,  de la ciencia política, tenemos en mente un sistema categorial de  medios y fines, de gobernar y ser gobernado, de intereses y  criterios morales. Este sistema debe su existencia al comienzo  de la filosofía política tradicional, pero en ella no queda ape­ nas espacio para el espíritu de comenzar una empresa y, junto  con otros, seguirla hasta su conclusión, que anim ó en un tiem ­ po las palabras archein y prattein. En la Grecia clásica, arcke  tenía simplemente dos significados, «comienzo» y «gobierno»,  pero anteriorm ente indicaba que aquel que comienza es el lí­ der natural de una empresa que necesariam ente necesita del  prattein de sus seguidores para ser completada.

El quid de la cuestión es que se suponía que solamente los  hechos humanos poseían y hacían evidente una grandeza espe­ cífica que les era propia, de modo que no se necesitaba ni po­ día siquiera hacerse uso de ningún «fin», de ningún telos últi­ mo, para su justificación. Nada podía ser más ajeno a la  experiencia prepolis de los hechos hum anos que la definición  aristotélica de la praxis, que alcanzó un rango de autoridad  a lo largo de la tradición: «Las acciones difieren con respecto a  lo bello y a lo no bello no tanto por ellas mismas como en fun­


 

ción del fin por el cual son emprendidas» (Política, vii 1333 a  9-10). La diferencia entre las cosas que se dan por naturaleza  como parte del universo, así como el universo mismo, y los  asuntos hum anos que deben su existencia al hombre, no radi­ caba en que los últimos fuesen de m enor importancia, sino en  que no eran inmortales. Ni la m ortalidad del hombre ni la fra­ gilidad de los asuntos hum anos constituían en ese momento  argumentos contra la grandeza del hombre y la grandeza po­ tencial de sus empresas. La gloria, la posibilidad específica­ mente hum ana de inmortalidad, era debida a todo aquello que  revelaba grandeza. Con su sentido para la grandeza de los he­ chos y los acontecimientos humanos, los historiadores griegos,  Tucídides tanto como Heródoto, fueron los descendientes de  Homero y de Píndaro. Cuando ellos dictaminaban lo que debía  salvarse del olvido para la posterioridad porque poseía grande­ za no estaban interesados en el cuidado del historiador moder­ no por explicar y presentar un flujo continuo de acontecimien­ tos. Como los poetas, contaban sus historias para beneficio de  la gloria humana; a este respecto la poesía y la historia todavía  tienen esencialmente el mismo tema, a saber: las acciones de  los hombres, que determinan sus vidas y en las cuales reside su  buena o mala fortuna (véase Aristóteles, Poética, vi 1450 a 12-  13). La percepción de que la grandeza hum ana no puede reve­ larse en ninguna otra parte más que en el hacer y en el sufrir  se hace todavía evidente en la noción de «grandeza histórica»  empleada por Burckhardt, y ha estado siempre presente en la  poesía y en el drama. Jamás fue ni siquiera tenida en cuenta  por nuestra tradición de pensam iento político, la cual comen­ zó después de que el ideal del héroe, el «hacedor de grandes  hechos y orador de grandes palabras», hubo cedido el paso al  del hombre de Estado en cuanto legislador, cuya función no  era actuar sino im poner reglas perm anentes a las circunstan­ cias cambiantes y a los asuntos inestables de los hombres que  actúan.

Esta cerrazón que nuestra tradición ha mostrado desde su  comienzo contra todas las experiencias políticas que no entra­ ban en sus esquemas —incluso si éstas eran las experiencias de


 

su propio pasado directo, de tal modo que su vocabulario tenía  q

ue ser reinterpretado y las palabras dotadas de un nuevo sig­ nificado— ha sido una de sus características sobresalientes. La  mera tendencia a excluir todo lo que no era coherente se trans­ formó en un gran poder de exclusión, que mantuvo la tradi­ ción intacta frente a todas las experiencias nuevas, contradic­ torias y conflictivas. Sin duda, la tradición no pudo evitar que  estas experiencias tuviesen lugar ni que ejerciesen su influen­ cia form ativa sobre la vida espiritual efectiva de la hum ani­ dad occidental. En ocasiones, esta influencia fue tanto mayor  debido a que no existía un pensam iento articulado corres­ pondiente que sirviese como base para una discusión o recon­ sideración, con el resultado de que su contenido se daba por  sentado. Éste es de modo notable el caso de nuestra propia  comprensión de la tradición, que es rom ana en su origen y que  descansa sobre una experiencia política rom ana que, en sí  misma, apenas desempeña ningún papel en la historia del pen­ samiento político.

En claro contraste con la experiencia griega prepolis, así  como con la experiencia de la polis en la historia griega, está la  experiencia rom ana según la cual la acción política consiste en  la fundación y preservación de una civitas. En cierto sentido, la  convicción del carácter sagrado de la fundación como fuerza  aglutinante para todas las generaciones futuras se corresponde  con esa experiencia política específicamente griega de la cual  sabemos, únicam ente a partir de unas pocas fuentes en la  literatura griega, el gran papel que debe de haber desempe­ ñado en la vida de las ciudades-Estado griegas: la experiencia  de la colonización, la partida de los ciudadanos de sus casas en  busca de nuevas tierras y la eventual fundación de una nueva  polis. Ése es el sentido permanente de los sufrimientos y de las  andanzas narradas en la Eneida, cuyo único objetivo y fin  es la fundación de Roma —dum conderet urbem— que Virgilio  resume al comienzo de su relato épico en una sola línea:  Tantae molis erat Romanam condere gentem (i, 35). Tan grande  fue el esfuerzo y el sufrimiento para fundar el pueblo de Roma,  repetido tanto por los poetas como por los historiadores


 

romanos al comienzo de su historia que, a través de la leyenda  fundacional de la Eneida, el pueblo rom ano se adhirió a la  historia griega, del mismo modo que aprendió su propio alfa­ beto en la colonia griega de Cumae. Esta adhesión se realizó  con una precisi

ón a la cual debemos siempre estar agrade­ cidos, y maravillarnos por una historia que nunca perdió de  vista, olvidó ni perm itió que no quedase registrada cualquier  cosa que se juzgaba como verdaderam ente extraordinaria. Al  mismo tiempo que retomó la experiencia griega de la coloniza­ ción, que el pensamiento griego había olvidado, la historia ro­ mana incorporó la experiencia política no griega del carácter  sagrado del hogar y la familia, que les salió al paso a los grie­ gos en Troya. Se preserva en la alabanza de Homero a Héctor,  en su separación de Andrómaca y en su muerte, la cual, de  modo bien distinto a la m uerte de Aquiles, no sirvió para su  propia gloria inmortal, sino como sacrificio por la ciudad y sus  familias congregadas junto al hogar o la chimenea, en definiti­ va, por todo lo que más tarde circunscribirá el término pietas,  la piedad reverente hacia los dioses del núcleo familiar (los pe­ nates) y de la ciudad, el verdadero contenido de la religión ro­ mana. La Eneida se desarrolla como si fuese Héctor quien ha  sido destinado a sufrir el sino de Ulises, en el sentido de que el  resultado de los viajes no es un retorno, sino la fundación de  un nuevo hogar, con lo cual tanto la fundación como el hogar  surgen con un nuevo poder enfático.

Debido a que para los romanos la experiencia griega de la  colonización se convirtió en el suceso político central, Roma  fue incapaz de repetir su propia fundación mediante el esta­ blecimiento de colonias, en lo cual se distingue de las poleis.  La fundación de Roma siguió siendo única e irrepetible: las  ramificaciones de Roma en Italia permanecieron bajo juris­ dicción romana, m ientras que ninguna colonia griega perm a­ neció bajo la jurisdicción de su metrópolis. Toda la historia ro­ mana se basa en esta fundación como en un comienzo para la  eternidad. Fundada para la eternidad, incluso para nosotros  Roma ha seguido siendo la única ciudad eterna. La santifica­ ción del gigantesco, casi sobrehum ano y, por tanto, legendario


 

esfuerzo de fundación, el establecimiento de un nuevo hogar, se  convirtió en la piedra angular de la religión romana, en la cual  se consideraban como idénticas la actividad política y la reli­ giosa. En palabras de Cicerón, «no existe nada a través de lo  cual la virtud hum ana se aproxime más a las formas sagradas  {numen) de los dioses que por medio de la fundación de una  nueva civitas o la preservación de una ya establecida» (De res  publica, vii, 12). La religión era el poder que otorgaba seguri­ dad a la fundación al proporcionar un lugar donde los dioses  pudiesen habitar entre los hombres. Los dioses de los romanos  habitaban en los templos de Roma, no como los de los griegos  que, aunque protegían las ciudades construidas por los hom­ bres y podían m orar temporalmente en ellas, siempre tenían su  propio hogar en el Olimpo, lejos de los hogares de los mortales.

Dicha religión romana, basada en la fundación, convirtió en  un deber sagrado conservar todo lo transm itido por los ances­ tros, los maiores o más grandes. Así pues, la tradición se volvió  sagrada y no sólo impregnó la República rom ana, sino que  tam bién sobrevivió a su transform ación en Imperio romano.  Preservaba y transm itía la autoridad, que se basaba en el testi­ monio de los ancestros, que habían visto con sus propios ojos  la fundación sagrada. De este modo, la religión, la autoridad  y la tradición se hicieron inseparables, expresando la sagrada  fuerza vinculante de un comienzo revestido de autoridad al  cual se permanece unido por medio de la fuerza de la tradi­ ción. Dondequiera que la Pax Romana del Imperio extendió lo  que iba a emerger en último término como la civilización occi­ dental, esta trinidad rom ana echó raíces junto con la noción,  tam bién romana, de la comunidad hum ana como una societas,  el vivir juntos de los socii, de los hombres aliados sobre la base  de la buena fe. Pero toda la fuerza del espíritu romano, o la  fuerza de una fundación suficientemente fiable para la form a­ ción de comunidades políticas, sólo se m anifestó tras la caída  del Imperio, cuando la nueva Iglesia católica se hizo tan pro­ fundamente rom ana que reinterpretó la resurrección de Cristo  como la piedra angular sobre la cual iba a ser fundada otra ins­ titución permanente. Con la repetición de la fundación de Roma


 

a través de la fundación de la Iglesia católica la gran trinidad  política rom ana de religión, tradición y autoridad pudo ser  transportada a la era cristiana, donde dio lugar a un milagro  de longevidad para una institución concreta, en lo cual sólo  puede compararse con el milagro de la historia milenaria de  R om a en la Antigüedad.

La Iglesia cristiana, como institución pública que heredó la  concepción política romana de la religión, pudo superar la fuer­ te tendencia antiinstitucional del credo cristiano que resulta  tan evidente en el Nuevo Testamento. Invocada por Constanti­ no, incluso antes de la caída de Roma, con el fin de ganar para  el Imperio decadente la protección del «más poderoso Dios» y  para rejuvene

cer la religión romana, cuyos dioses ya no eran lo  suficientemente poderosos, la Iglesia ya tenía su propia tradi­ ción, basada en la vida y los hechos de Jesús tal y como se  cuentan en los Evangelios. Su piedra fundacional fue, y lo ha  seguido siendo desde entonces, no la mera fe cristiana o la obe­ diencia judía a la ley divina, sino más bien el testimonio otor­ gado por los autores, del cual deriva su propia autoridad en la  medida en que se lo transm ite {tradere) en cuanto tradición de  generación en generación. Puesto que la Iglesia, en su papel  como nuevo protector del Imperio romano, había mantenido  intacta la trinidad esencialmente rom ana de religión, autoridad  y tradición, pudo convertirse finalmente en la heredera de  Roma y ofrecer a los hombres «en cuanto miembros de la Igle­ sia cristiana el sentido de ciudadanía que ni Roma ni otras ciu­ dades podían ya ofrecerles» (R. H. Barrow, The Romans, 1949,  pág. 194).* Quizá el mayor triunfo del espíritu romano es que la  fórmula romana pudiese permanecer intacta en la Edad Media  cristiana, simplemente intercam biando la fundación de Roma  por la fundación de la Iglesia católica. La ruptura de esta tradi­ ción por la Reforma no fue conclusiva, puesto que sólo ponía a  prueba la autoridad de la Iglesia católica, pero no la trinidad de  religión, autoridad y tradición. Dicha ruptura tuvo como resul­

* Trad. cast.: Los romanos, México, Fondo de Cultura Económica, 1950. (N. del t.)


 

tado la aparición de numerosas «iglesias» en lugar de una sola  Iglesia católica, pero nunca abolió, ni pretendió hacerlo, una  religión que descansa en la autoridad de aquellos que presen­ ciaron su fundación como suceso histórico único y cuyo testi­ monio se mantiene con vida por medio de la tradición. Sin em­ bargo, desde ese momento la quiebra de cualquiera de las tres  —religión, autoridad o tradición— inevitablemente ha traído  consigo la caída de las otras dos. Sin la sanción de la creencia  religiosa, ni la autoridad ni la tradición están seguras. Sin el  apoyo de las herram ientas tradicionales de comprensión y de  juicio, tanto la religión como la autoridad están abocadas al  desmoronamiento. Y es un error de la tendencia autoritaria en  el pensamiento político creer que la autoridad puede sobrevivir  al declive de la religión i

nstitucional y a la ruptura en la conti­ nuidad de la tradición. Las tres juntas quedaron condenadas  cuando, con el comienzo de la edad moderna, la vieja creencia  en el carácter sagrado de la fundación acaecida en un pasado  distante dio paso a la nueva creencia en el progreso y en el fu­ turo como un progreso sin fin, cuyas posibilidades ilimitadas  no sólo no pueden estar atadas a ninguna fundación pasada,  sino que tampoco ninguna nueva fundación podría detenerles o  frustrarlas en su potencialidad infinita.

La transformación antes mencionada de la acción en gober­ nar y ser gobernado —esto es, en la división entre aquellos que  dan órdenes y aquellos que las ejecutan— es el resultado inevi­ table cuando el modelo para comprender la acción se tom a del  espacio privado de la vida en el hogar y se traslada al espacio  público-político donde la acción, hablando propiam ente, tiene  lugar como una actividad que se desarrolla sólo entre perso­ nas.’ Ha permanecido como algo inherente al concepto de go-

1. Véase H. Arendt, Responsibility and Judgment, Nueva York, Schocken Books,  2003, J. Kohn (comp.), «Prólogo», págs. 12-14 (trad. cast.: Responsabilidad y juicio,  Barcelona, Paidós, 2007), donde «persona» se deriva de per-sonare, una voz que «sue­

na a través de una máscara pública. Aquí «personas» se utiliza en el sentido romano  para referirse a los poseedores de derechos y obligaciones civiles. (N. del e.)


 

bierno considerar la acción como la ejecución de órdenes y,  por tanto, distinguir en el espacio político entre aquellos que  saben y aquellos que hacen, precisam ente porque dicho con­ cepto encontró su acceso a la teoría política a través de las  muy especiales experiencias del filósofo, mucho antes de que  se lo pudiese justificar por medio de la experiencia política ge­ neral. El deseo de mandar, antes de que coincidiese con las ne­ cesidades políticas durante el declive y la ruina de los cuerpos  políticos de la Antigüedad, o bien había consistido en la volun­ tad tiránica de dom inar o bien había sido el resultado de la in­ capacidad del filósofo para ajustar su propio estilo de vida y  sus propios intereses al espacio público-político donde para él,  en no menor medida que para los demás griegos, las posibili­ dades específicamente hum anas podían m ostrarse del modo  más apropiado. El concepto de gobierno, tal y como lo encon­ tram os en Platón y tal y como se hizo determ inante para la  tradición de pensam iento político, posee dos fuentes incon­ fundibles en la experiencia privada. Una es la experiencia que  Platón compartió con los demás griegos, según la cual el go­ bierno era prim ordialm ente el gobierno sobre los esclavos y se  expresaba en la relación amo-esclavo, basada en el m andato y  la obediencia. La otra era la necesidad «utópica» del filósofo  por convertirse en el gobernante de la ciudad, es decir, por ha­ cer valer en la ciudad esas «ideas» que sólo pueden percibirse  en soledad. Las ideas no pueden transm itirse a la multitud a la  manera convencional de la persuasión, el modo específicamen­ te griego de ganar prominencia y predominancia, pues su reve­ lación y su percepción no son comunicables de ningún modo  mediante el discurso, y aún menos en el tipo de discurso que  caracteriza a la persuasión.

De este modo, m ientras que las consecuencias de la expe­ riencia de la fundación ejercieron la más profunda influencia  no sólo sobre nuestro sistema legal, sino prim ordialm ente so­ bre el curso de nuestra historia religiosa y espiritual, su signi­ ficación política se habría perdido si no fuese por las revolu­ ciones dieciochescas en Francia y América, las cuales no sólo  fueron representadas, como dijo Marx, con atuendo romano,


 

sino que tam bién revivieron realm ente la contribución funda­ mental de Roma a la historia occidental. Cualquiera que fue­ se el entusiasm o que en su momento la propia palabra «revo­ lución» encendía en los corazones de los hom bres, éste  derivaba del orgullo y del sentim iento de adm iración ante  la grandeza de la fundación, mientras que la razón por la cual la  experiencia de la fundación, a pesar de la inm ensa influencia  de Roma sobre nuestros conceptos de tradición y autoridad,  apenas tuvo ninguna influencia sobre nuestra tradición de  pensam iento político, descansa paradójicam ente en el respeto  rom ano por la fundación dondequiera que se la encontrase.  La filosofía griega, aunque nunca fue aceptada totalm ente e  incluso encontró en ocasiones, especialmente por parte de Ci­ cerón, una oposición vehemente, impuso pese a todo sus cate­ gorías sobre el pensam iento político, debido a que los rom a­ nos la reconocían como la única fundación verdadera y, por  tanto, eterna de la filosofía, del mismo modo en que exigían  que el mundo entero reconociese la fundación de Roma como  la única fundación política verdadera y eterna en el mundo.  Es un error creer que lo que nosotros llam am os tradición en  la civilización occidental —y cuya quiebra hemos estado con­ tem plando y sufriendo a lo largo del surgim iento de la era  m oderna— es equiparable a las sociedades tradicionales de  los denom inados pueblos primitivos o a la m onotonía intem ­ poral de las antiguas civilizaciones asiáticas, aunque es cierto  que la quiebra de nuestra tradición ha acarreado y ha expan­ dido la caída de las sociedades tradiciones por todo el plane­ ta. Sin la santificación rom ana de la tradición como evento  único, la civilización griega, incluyendo la filosofía griega,  nunca se habría convertido en el m om ento fundacional de  una tradición, aunque pudiera haberse preservado m ediante  los esfuerzos de los eruditos de Alejandría de un modo no vin­ culante y no obligante. Propiam ente hablando, nuestra tradi­ ción comienza con la aceptación rom ana de la filosofía griega  como la fundación vinculante, incuestionable e incontestable  del pensam iento, lo que hizo imposible que Roma desarrolla­ se una filosofía, ni siquiera una filosofía política y, por tanto,


 

dejase su propia experiencia específicam ente política sin una  interpretación adecuada.

Aunque no sea de nuestra directa incum bencia, podemos  mencionar de pasada que las consecuencias de la noción ro­ mana de tradición no fueron menos decisivas para la historia  de la filosofía de lo que lo fueron para el pensam iento político.  Al contrario que en la política, donde la trinidad de tradición,  autoridad y religión cuenta con una base auténtica en la expe­ riencia de la fundación y preservación de la civitas, la filosofía  es, por así decirlo, antitradicional por naturaleza. Así lo enten­ dió el propio Platón, si hacemos caso de su afirmación según  la cual el origen de la filosofía está en el thaumadzein, en el  m aravillarse y ser em bargado por el asom bro de modo du­ radero, lo cual constituye el negocio del filósofo (mala gar phi-  losophou touto to pathos, to thaumadzein; ou gar alie arché phi-  losophias he haute [Teeteto, 155 d]), una afirm ación que fue  recogida más tarde por Aristóteles casi palabra por palabra,  aunque con una interpretación distinta (Metafísica, I, 989 b 9).  Sin duda, cuando Platón observaba que el origen de la filosofía  es el pathos del asombro ante todo lo que es, no era consciente  de que la tradición, cuya función principal consiste en propor­ cionar respuestas a todas las preguntas encauzándolas según  categorías predeterminadas, pudiese en ningún momento ame­ nazar la existencia de la filosofía. Pero esta am enaza está im ­ plícita en los filósofos modernos Leibniz y Schelling, y es  explícita en Heidegger, cuando afirm an que el origen de la filo­ sofía reside en la pregunta sin respuesta: ¿por qué existe algo y  no más bien la nada? El trato violento por parte de Platón  hacia Homero, quien en ese momento había sido considerado  durante siglos como el «educador de toda la Hélade», consti­ tuye todavía para nosotros el símbolo más insigne de una cul­ tura que es consciente de su pasado sin ningún sentido de  la autoridad vinculante de la tradición. Nada parecido a esto,  ni siquiera rem otam ente, resulta concebible en la literatura  romana. Pero es posible darnos cuenta de lo que le hubiese  ocurrido a la filosofía si el sentido rom ano de la tradición  no hubiese estado constantem ente controlado por la filosofía


 

griega, en un com entario de Cicerón, perteneciente a una de  sus así llamadas obras filosóficas, donde exclama —en un con­ texto que carece de relevancia—: «¿No es una desgracia para  los filósofos dudar de lo que ni siquiera los campesinos encon­ trarían dudoso?» (De officiis, iii, 77); como si no hubiese sido  siempre la ocupación desagradable del filósofo dudar de lo que  cada uno de nosotros da por sentado en la vida cotidiana, y  como si cualquier cosa que no perteneciese, en palabras de  Kant, a las plausibilidades (Selbstverstandlichkeiten) de la vida  y del mundo pudiese ser merecedora de la duda y la reflexión  filosófica. La filosofía, sea cual sea el lugar y el momento en  que alcanzó su verdadera grandeza, tuvo que rom per incluso  con su propia tradición, pero no se puede decir lo mismo del  pensam iento político, con el resultado de que la filosofía polí­ tica quedó más atada a la tradición que ninguna otra ram a de  la metafísica occidental.

En ningún lugar se hace más m anifiesto el carácter defec­ tuoso de nuestra tradición con respecto a la variedad de las  experiencias políticas reales del hombre occidental que, tal  vez, en el silencioso abandono por parte de la escolástica de las  experiencias políticas fundamentales del prim er cristianismo.  Puesto que Agustín se convirtió en un neoplatónico y Tomás de  Aquino en un neoaristotélico, sus filosofías políticas extraen  de los Evangelios solamente aquellos aspectos que, como la civi­ tas terrena y la civitas Dei, se corresponden con la dicotomía  platónica entre la vida vivida en la «caverna» de los asuntos  hum anos y la vida vivida en la deslum brante luz de la verdad  de las «ideas»; o entre la vita activa y la vita contemplativa, de­ rivada de la jerarquía aristotélica en la cual el bios politikos es  inferior al bios theóretikos tan sólo porque el theórein, esto es,  el «ver» que conduce al conocimiento, posee una dignidad por  sí mismo, m ientras que la acción tiene siempre lugar en bene­ ficio de alguna otra cosa. Con ello no pretendo negar que di­ chas dicotomías recibieran un significado completamente dis­ tinto en la filosofía cristiana, o que el contenido de la civitas  Dei y de la vita contemplativa se parecieran poco a sus prede­ cesores en la filosofía antigua. Lo esencial es, más bien, que


 

cualquier experiencia que no se ajustase a estas dicotomías  simplemente no entraba bajo ningún concepto en el campo de  la teoría política, sino que permanecía ligado a una esfera reli­ giosa, donde perdieron gradualm ente toda significación para  la acción, hasta que, tras el surgimiento de la secularización,  acabaron por ser banalidades piadosas.

De modo notable éste fue el caso de la única y audaz con­ clusión que Jesús de Nazaret extrajo de esa perplejidad de la  acción hum ana que ha infestado por igual las consideraciones  políticas antiguas y las consideraciones históricas modernas.  La incertidum bre de la acción hum ana, en el sentido de que  nunca sabemos del todo qué es lo que estamos haciendo cuan­ do comenzamos a actuar dentro de la red de interrelaciones y  de dependencias mutuas que conforman el campo de la acción,  fue tomada por la filosofía antigua como el argumento supre­ mo contra la seriedad de los asuntos humanos. Más adelante  esta incertidumbre provocó la aparición de todas esas afirm a­ ciones de sobra conocidas según las cuales los hombres que  actúan se mueven en una red de errores y de culpabilidad ine­ vitable. Ya la filosofía medieval, y aún más la filosofía cristiana  en la era moderna, veía el dedo de la providencia en el hecho  de que, en palabras de Bossuet, no existe «un poder humano  que no promueva, contra su propia voluntad, otros planes que  no son los suyos» (Discurso sobre la historia universal, III, 8),  mientras que con Kant y Hegel se hacía precisa una fuerza se­ creta, la «estrategia de la naturaleza» o la «astucia de la ra­ zón», que funcionaba a espaldas del hombre, para explicar, a  modo de deus ex machina, cómo la historia, que es hecha por  hombres que nunca saben lo que están haciendo y que siempre  acaban por desencadenar, por así decirlo, algo distinto de lo  que pretendían y querían que sucediese, puede todavía tener  sentido, puede constituir una narración que transm ite un sig­ nificado. Contra esta preocupación tradicional por un «poder  superior», al cual los que actúan saben que están sometidos y  comparado con el cual los hechos hum anos aparecen tan sólo  como los movimientos juguetones de un dios que maneja los  hilos de las marionetas (Platón, Las leyes, VII, 803) o los movi­


 

mientos prem editados de la divina providencia, se sitúa el in­ terés inmediatamente político por encontrar un remedio, en la  propia naturaleza de la acción humana, que ponga la vida en  común de los hombres a salvo de su incertidum bre de base y  de sus errores y culpas inevitables. Jesús encontró este reme­ dio en la capacidad hum ana para perdonar, que se basa asi­ mismo en la comprensión de que en la acción nunca sabemos  lo que estam os haciendo (Lucas 23,34), de modo que, no pu-  diendo dejar de actuar m ientras vivamos, no debemos tam po­ co dejar nunca de perdonar (Lucas 17,3-4). Incluso llegó tan  lejos como para negar explícitamente que el perdón sea pre­ rrogativa exclusiva de Dios (Lucas 5,21-24) y se atrevió a pen­ sar que la misericordia de Dios por los pecados de los hombres  podría depender en último término de la disposición del hom­ bre a perdonar las faltas de los demás (Mateo 6,14-1 5).

La gran audacia y el mérito incom parable de este concepto  del perdón como relación fundamental entre los seres hum a­ nos no descansa en

 la transform ación aparente de la calami­ dad de la culpa y del error en las virtudes positivas de la mag­ nanim idad y la solidaridad. Consiste, más bien, en que el  perdón pretende hacer lo que parece imposible, deshacer lo  que ha sido hecho, y que consigue establecer un nuevo co­ mienzo allí donde los comienzos parecían haberse hecho im ­ posibles. Que los hombres no saben lo que están haciendo con  respecto a los otros, que pueden querer el bien y hacer el mal,  y viceversa, y que, con todo, aspiran por medio de la acción a  ese mismo cumplimiento de un propósito que constituye el sig­ no de la m aestría en su trato con las cosas naturales, m ateria­ les, ha sido el gran tema de la tragedia desde la Antigüedad  griega. La tradición nunca perdió de vista este elemento trági­ co en toda acción, ni dejó de comprender, aunque norm alm en­ te en un contexto no político, que perdonar se cuenta entre la  mayor de las virtudes humanas. Únicamente con la repentina y  desconcertante avalancha de gigantescos desarrollos técnicos  tras la Revolución Industrial alcanzó la experiencia de la fabri­ cación una predominancia tan insuperable que las incertidum-  bres de la acción pudieron ser olvidadas por completo; enton­


 

ces se pudo comenzar a hablar acerca de «hacer el futuro» y de  «construir y mejorar la sociedad», como si se estuviese hablan­ do de hacer sillas y de construir y m ejorar las casas.

Lo que se perdió por parte de la tradición de pensamiento  político

 y sobrevivió únicam ente en la tradición religiosa, don­ de era válido para los homines religiosi, fue la relación entre  hacer y perdonar como un

 elemento constitutivo del trato en­ tre los hombres, lo cual era la novedad específicamente políti­ ca, y no religiosa, de las enseñanzas de Jesús. (La única expre­ sión política que encontró el perdón es el derecho puram ente  negativo del indulto, prerrogativa de los jefes de Estado en to­ dos los países civilizados.) La acción, que es de modo prim or­ dial el comienzo de algo nuevo, posee la cualidad contraprodu­ cente de causar la formación de una cadena de consecuencias  impredecibles que tienden a atar para siempre al actor. Todos  nosotros sabemos que somos al mismo tiempo el actor y la víc­ tima en esta cadena de consecuencias, que los antiguos llama­ ban «destino», los cristianos «providencia» y que nosotros los  modernos hemos degradado arrogantem ente a mero azar. Per­ donar es la única acción estrictam ente hum ana que nos libera  a nosotros mismos y a los demás del encadenamiento y la pau­ ta de consecuencias que toda acción engendra; como tal, per­ donar es una acción que garantiza la continuidad de la capaci­ dad de actuar, de comenzar de nuevo, en todo ser humano, el  cual, si no perdonara ni fuera perdonado, se parecería al hom­ bre de la fábula a quien se le concede un deseo y es castigado  para siempre con la satisfacción de ese deseo.

Nuestra com prensión de la tradición y de la autoridad tie­ ne su origen en el acto político de la fundación, que, como se  ha señalado previamente, sobrevivió tan sólo en las grandes  revoluciones del siglo xvm. Las pocas definiciones filosóficas  del hombre que tom an en consideración no sólo, siguiendo el  modelo aristotélico, a los hom bres que viven juntos en m utua  dependencia, sino tam bién al hom bre como un ser que actúa,  tienen lugar fuera del contexto de la filosofía política, incluso  cuando sus autores se han ocupado específicamente de la po­


 

lítica. Éste es de modo notable el caso de la gran frase de  Agustín: Initium ut esset homo creatus est ante quem nemo fuit  (Para que hubiese un comienzo fue creado el hombre, antes  del cual no había nadie), que vincularía la acción, la capaci­ dad para comenzar, al hecho de que cada ser hum ano es ya  por naturaleza un nuevo comienzo que nunca antes había  aparecido ni había sido visto en el mundo. Pero este concepto  del hom bre como un comienzo no tuvo consecuencias para la  filosofía política de Agustín o para su com prensión de la civi-  tas terrena. Y Kant nunca pensó que su concepción de la acti­ vidad m ental como espontaneidad, con lo cual quería decir  tanto la capacidad para com enzar una nueva línea de pensa­ m iento como la capacidad para form ar juicios sintéticos —a  saber: juicios que no se deducen ni de hechos dados ni de re­ glas im puestas—, pudiese tener ninguna influencia en su filo­ sofía política, que él, como Agustín, estableció como si este  otro pensam iento nunca se le hubiese ocurrido. Este tipo de  incom patibilidad resulta quizás más chocante en Nietzsche,  quien, al hablar sobre la voluntad de poder, definió en una  ocasión al hom bre como «el anim al que hace promesas», sin  llegar nunca a ser consciente de que esta definición alberga  una «transvaloración de todos los valores» más verdadera  que prácticam ente cualquier otro elem ento positivo de su fi­ losofía.2

Existen, por supuesto, razones por las cuales la tradición de  pensam iento político, desde su comienzo, perdió de vista al  hom bre como un ser que actúa. Las dos definiciones filosófi­ cas prevalecientes del hombre como animal rationale y como  homo faber se caracterizan por esta omisión. En ambas se ve al  hom bre como si existiese en lo singular, pues podemos conce­ bir la razón y la fabricación bajo las condiciones de la unidad  de la hum anidad. El interés de la tradición de pensamiento po­ lítico por la pluralidad hum ana parece no referirse más que a

2. La genealogía de la moral, II, 1-2. Véase H. Arendt, The Human Condition, Chica­ go, University of Chicago Press, 1997, pág. 245 y n. 83 (trad. cast.: La condición huma­

na, Barcelona, Paidós, 1993, pág. 264). (N. del comp.)


 

la suma total de seres racionales, quienes, debido a algún de­ fecto decisivo, son forzados a vivir juntos y a formar un cuerpo  político. Pero las tres experiencias políticas que se sitúan fuera  de la tradición, la experiencia de la acción como el comienzo de  una nueva empresa en la Grecia prepolis, la experiencia de la  fundación en Roma y la experiencia cristiana del actuar y el  perdonar como algo que está relacionado, esto es, el conoci­ miento de que quien actúa debe e

star dispuesto a perdonar y  que quien perdona en realidad actúa, poseen una significación  especial porque han continuado siendo relevantes para nuestra  historia incluso aunque hayan sido ignoradas por el pensa­ miento político. De modo fundam ental todas ellas conciernen  a la faceta de la condición hum ana sin la cual la política no se­ ría ni posible ni necesaria: el hecho de la pluralidad de los  hombres en contraste con la unidad de Dios, tanto si se entien­ de a este último como una «idea» filosófica o como el Dios per­ sonal de las religiones monoteístas.

La pluralidad de los hombres, señalada en las palabras del  Génesis que nos dicen no que Dios creó al hombre, sino que  dos creo macho y hembra», conform

a el espacio político. Lo  hace, en prim er lugar, en el sentido de que ningún ser humano  existe nunca en lo singular, lo que otorga a la acción y al dis­ curso su significación específicamente política, puesto que son  las únicas actividades que no sólo se ven afectadas por el he­ cho de la pluralidad, como el resto de las actividades humanas,  sino que resultan completamente inimaginables sin ella. Es po­ sible concebir un mundo hum ano en el sentido de un artificio  creado por el hombre y erigido en la Tierra bajo las condicio­ nes de la unidad del hombre, y, en efecto, Platón deplora el he­ cho de que existan muchos hombres en lugar de uno solo vi­ viendo sobre la Tierra. Deplora el hecho de que ciertas «cosas  son privadas por naturaleza, tales como los ojos, los oídos y las  manos», porque evitan que la m ultitud sea incorporada a un  cuerpo político donde todos vivirían y se com portarían como  «uno solo» (Las leyes, V, 739). Platón concebía este «uno solo»  a través del fin sin discurso y sin acción del pensamiento, con­ sistente en la percepción de la verdad como la posibilidad su­


 

prema de estar a la altura, por así decirlo, de la unidad de la  «i

dea» o de Dios. Pero un ser que actúa y que habla no puede  ser concebido como existiendo en lo singular. En segundo lu­ gar, la condición hum ana de la pluralidad no equivale ni a la  pluralidad de los objetos fabricados de acuerdo con un modelo  (o eidos, como diría Platón), ni a la pluralidad de las variacio­ nes dentro de una especie. Del mismo modo que no existe un  ser hum ano como tal, sino solamente hom bres y mujeres que  son lo mismo en su absoluta distinción, esto es, humanos, así  esta igualdad hum ana compartida es la igualdad que, a su vez,  sólo se manifiesta en la absoluta distinción de un igual respec­ to a otro. Éste es hasta tal punto el caso que el fenómeno de los  gemelos, que parecen completamente idénticos, siempre nos  causa una cierta sorpresa. Si, por tanto, la acción y el discurso  son las dos actividades políticas más sobresalientes, la distin­ ción y la igualdad son los dos elementos constitutivos de los  cuerpos políticos.


 

LA REVISIÓN DE LA TRADICIÓN  POR MONTESQUIEU

En su libro L’Esprit des lois M ontesquieu reduce a tres las  formas de gobierno —m onarquía, república y tiranía— e in­ mediatamente introduce una distinción totalm ente nueva: II y  a cette différence entre la nature du gouvernement et son princi­ pe que sa nature est ce qui le fait étre tel, et son principe ce qui  le fait agir (III, 1); es decir, que la naturaleza del gobierno es lo  que le hace ser lo que es y su principio es lo que le hace actuar  y ponerse en movimiento. Montesquieu explica que por «natu­ raleza» se refiere a «la estructura particular de gobierno»,  mientras que por «principio», como veremos en seguida, a aque­ llo que lo inspira. En su descripción de la naturaleza, la esen­ cia o la estructura particular del gobierno, M ontesquieu no  tiene nada nuevo que decir, pero observa que esta estructura  tomada en sí misma sería completamente incapaz de acción o  de actividad.1 Las acciones concretas de cada gobierno y de  los ciudadanos que viven bajo las diversas formas de gobierno  no pueden explicarse de acuerdo con los dos pilares concep­ tuales de las definiciones tradicionales del poder: la distinción  entre gobernar y ser gobernado y la ley como limitación de di­ cho poder.

1. Por supuesto, Arendt es consciente, como deja claro en el resto de estos mismos  manuscritos, de que «la fama de Montesquieu está firmemente asentada en su descu­ brimiento de las ramas de gobierno, la legislativa, la ejecutiva y la judicial, es decir, en  el gran descubrimiento de que

 el poder no es indivisible [y que] está completamente  separado de toda connotación violenta». Sin embargo, su argumento es que las «tres  ramas de gobierno representan para Montesquieu las tres actividades políticas princi­ pales de los hombres: la creación de leyes, la ejecución de decisiones y los juicios que  acompañan a ambas». «Los orígenes [del poder] se apoyan en las múltiples capacida­ des del hombre para la acción, y estas acciones no tienen fin en tanto que subsista el  cuerpo político.» (TV. del e.)


 

La razón de esta curiosa inmovilidad que, hasta donde yo  sé, M ontesquieu fue el prim ero en descubrir, es que los térm i­ nos «naturaleza» o «esencia» del gobierno, tomados en su sen­ tido platónico original, indican una perm anencia por defini­ ción, una perm anencia que se hizo, por así decirlo, aún más  perm anente cuando Platón buscó el mejor de los gobiernos. Él  consideró como algo obvio que el mejor de los gobiernos sería  tam bién el más inmutable e inconmovible a través de las cir­ cunstancias siempre cambiantes de los hombres. Para Montes­ quieu, la prueba suprema de que la tiran

ía es la peor forma de  gobierno se basa aún en el hecho de que es susceptible de des­ trucción desde dentro —de declinar por su propia naturaleza—  mientras que las otras formas de gobierno son destruidas prin­ cipalmente por las circunstancias externas. Solamente en Las  leyes, y no en La República ni en El Político, pensó Platón que  la legalidad por sí m ism a, las leyes de la ciudad, podrían  diseñarse de un modo tal que prevendrían cualquier posible  perversión del gobierno, el único cambio que él tomó en consi­ deración. Pero la legalidad, tal y como Montesquieu la entendía,  sólo puede poner limitaciones a las acciones, nunca inspirar­ las. La grandeza de las leyes en una sociedad libre consiste en  que nunca nos dicen lo que debemos hacer, sino únicam ente lo que no debemos hacer. En otras palabras, Montesquieu, pre­ cisamente porque tomó la legalidad de los gobiernos como  punto de partida, percibió que debe haber algo más en los go­ biernos que la ley y el poder para dar cuenta de las acciones  reales y constantes de los ciudadanos que viven dentro de  los límites de la ley, así como de las actuaciones de los cuerpos  políticos mismos, cuyo «espíritu» difiere de un modo tan obvio  de un caso a otro.

En consonancia, Montesquieu introdujo tres principios para  la acción: la virtud que inspira las acciones en una república, el  honor que las inspira en una monarquía y el miedo que guía to­ das las acciones en una tiranía, es decir, el miedo de los súbdi­ tos respecto del tirano y de los súbditos entre ellos mismos, así  como el miedo del tirano respecto de sus súbditos. Así como el  mérito del súbdito en una m onarquía es alcanzar distinción y


 

LA REVISIÓN DE LA TRADICIÓN POR MONTESQUIEU 101 recibir honores

 públicos, del mismo modo el mérito del ciuda­ dano en una república consiste en no ser más notorio en los  asuntos públicos que sus conciudadanos, lo cual constituye su  virtud. Estos principios de la acción

 no deben confundirse con  motivos psicológicos. Son, en mayor medida, los criterios-guía  en función de los cuales se juzgan todas las acciones en el es­ pacio público más allá del criterio puram ente negativo de la le­ galidad y que inspiran las acciones tanto de los que mandan  como de los que obedecen. Que la virtud sea el principio de la  acción en una república no significa que los súbditos de una  m onarquía no sepan qué es la virtud, o que los ciudadanos de  una república no sepan qué es el honor. Significa que el espa­ cio público-político está inspirado por uno o por otro, de modo  que el honor en una república, o la virtud en una monarquía,  se convierten más o menos en un asunto privado. Significa  también que si estos principios ya no son válidos, si pierden su  autoridad de tal modo que ya no se cree en la virtud dentro de  la república o en el honor dentro de la monarquía, o si en una  tiranía el tirano deja de tem er a sus súbditos o los súbditos de­ jan de temerse los unos a los otros y a su opresor, entonces  cada una de estas formas de gobierno toca a su fin.

Bajo las observaciones asistem áticas y a veces incluso ca­ suales de M ontesquieu sobre las relaciones entre la naturale­ za de los gobiernos y sus principios de acción subyace una  profunda intuición de la unidad de las civilizaciones históri­ cas. Su esprit général, que une la estructura del gobierno con  su correspondiente principio de acción, se convirtió en el si­ glo xix en la idea que está detrás de las ciencias históricas, así  como de la filosofía de la historia. El Volksgeist, o «espíritu del  pueblo», de Herder, así como el «espíritu del mundo» o Welt-  geist de Hegel, m uestran signos evidentes de esta filiación.  Pero el descubrim iento original de M ontesquieu de los princi­ pios de la acción es menos metafísico y más fructífero para el  estudio de la política. De él surge la cuestión de cuáles son los  orígenes de la virtud y del honor, y M ontesquieu, al responder  a esta pregunta, resuelve sin saberlo el problem a de por qué  tan sólo unas pocas form as de gobierno recibieron aproba­


 

ción a través de una historia tan larga plagada de tantos cam ­ bios radicales.

La virtud, afirm a Montesquieu, surge del am or por la igual­ dad, y el honor del amor por la distinción, es decir, del «amor»  por una u otra de las dos características fundam entales y mu­ tuam ente conectadas de la condición hum ana de la pluralidad.  Por desgracia, M ontesquieu no nos dice de qué aspecto de la  condición hum ana surge el miedo,

 el principio inspirador de  la acción en las tiranías. En cualquier caso, este «amor» o, como  diremos, la experiencia fundamental de la cual surgen los prin­ cipios de la acción, constituye para Montesquieu el lazo vincu­ lante entre la estructura de un gobierno, representada en el es­ píritu de sus leyes, y las acciones de su cuerpo político. La  experiencia fundam ental de la igualdad encuentra una expre­ sión política adecuada en las leyes republicanas, m ientras que  el am or hacia ella, llamado virtud, inspira las acciones dentro  de las repúblicas. La experiencia fundam ental de las m onar­ quías, así como de las aristocracias y otras formas de gobierno  jerárquico, es que somos por nacimiento diferentes los unos de  los otros y que, por tanto, luchamos por destacarnos, por hacer  m anifiesta nuestra distinción natural o social; el honor es la  distinción por la cual una m onarquía reconoce públicam ente  la diferencia entre sus súbditos. En ambos casos nos enfrenta­ mos con aquello que somos por nacimiento: que nacemos igua­ les en la absoluta diferencia y distinción los unos respecto de  los otros.

La igualdad republicana no es lo mismo que la igualdad de  todos los hom bres ante Dios o que la igualdad de todos los  hombres ante la m uerte como destino (ninguna de las cuales  tiene una relación o una relevancia inm ediata con respecto al  espacio político). En cierto tiempo la ciudadanía se basaba en  la igualdad bajo las condiciones

 de la esclavitud y en la antigua  convicción de que no todos los hombres son igualmente hum a­ nos. A la inversa, durante muchos siglos las Iglesias cristianas  perm anecieron indiferentes a la cuestión de la esclavitud, al  tiempo que se aferraban firmemente a la doctrina de la igual­ dad de todos los hombres ante Dios. Nacer igual quiere decir,


 

LA REVISIÓN DE LA TRADICIÓN POR MONTESQUIEU 103 en términos políticos, igualdad en la fuerza con independencia  de todas las demás diferencias. Así, Hobbes pudo definir la  igualdad como una capacidad igual para matar, y una concep­ ción sim ilar es inherente a la noción de M ontesquieu de un  estado de naturaleza que él define como «miedo de todos los  demás», en oposición a la idea de Hobbes de una «guerra de

  todos contra todos» originaria. La experiencia sobre la cual  descansa el cuerpo político de una república es el estar-juntos  de aquellos que son iguales en fuerza, y su virtud, que domina  su vida pública, es la alegría de no estar solo en el mundo. Es­ tar solo significa no tener iguales: «Uno es uno y solamente  uno y siempre lo será», como señalaba osadamente una can­ ción infantil de la Edad Media respecto de lo que, desde la  perspectiva humana, puede concebirse como la tragedia de un  único Dios. Solamente en tanto que estoy entre iguales no es­ toy solo y, en este sentido, el amor por la igualdad que Montes­ quieu denomina virtud es tam bién gratitud por ser humano y  no ser como Dios.

Asimismo, la distinción m onárquica o aristocrática es posi­ ble únicam ente debido a la igualdad, sin la cual no se podrían  ni siquiera m edir las distinciones. Pero la experiencia funda­ mental sobre la que se apoya es la experiencia de lo que hay de  único en cada ser humano, que en el espacio político puede  m ostrarse solamente al com pararse con los demás. Cuando el  honor es el principio de la acción, entonces la máxima que ins­ pira las acciones de un cuerpo político es la de proporcionar a  cada sujeto la posibilidad de dar lo mejor de sí, de llegar a ser  un individuo único que ni antes ni después se repetirá, y obte­ ner el reconocimiento como tal en el transcurso de su vida. La  ventaja específica de los gobiernos monárquicos es que los in­ dividuos nunca se enfrentan con la masa indistinta e indistin­ guible de «todos los demás», frente a la cual el individuo nun­ ca puede invocar nada más que una desesperada minoría de a  uno. El peligro específico de los gobiernos basados en la igual­ dad es que la estructura de la legalidad, en cuyo contexto la  igualdad de poder recibe su significado, su dirección y su res­ tricción, pueda llegar a agotarse.


 

Tanto si el cuerpo político se apoya en la experiencia de la  igualdad como si lo hace en la de la distinción, en ambos casos  el vivir y el actuar juntos aparece como la única posibilidad  hum ana en la cual la fuerza, dada por naturaleza, puede con­ vertirse en poder. Es por ello que los hombres, quienes, a pesar  de su fuerza permanecen esencialmente impotentes en el aisla­ miento, incapaces siquiera de desarrollar su fuerza, establecen  el espacio de existencia en el cual pueden ellos mismos, y no  la naturaleza, ni Dios, ni la muerte, tener poder. La razón por la  cual M ontesquieu no se cuidó de proporcionarnos la experien­ cia fundam ental de la cual surge el miedo en los gobiernos ti­ ránicos es que él, como toda la tradición, no pensaba que la  tiranía fuese en absoluto un auténtico cuerpo político. Pues el  miedo como principio de la acción público-política posee una  íntim a conexión con la experiencia fundam ental de la impo­ tencia, que todos conocemos a raíz de situaciones en las cua­ les, por la razón que sea, somos incapaces de actuar. La razón  por la que esta experiencia es fundamenta] —y, en este sentido,  la tiranía pertenece a las formas elementales de gobierno— es  que todas las acciones hum anas y, por la misma razón, todas  las posibilidades del poder humano, tienen límites. Política­ mente hablando, el miedo (y no me refiero a la ansiedad) es la  desesperación debida a mi im potencia cuando he alcanzado  los límites dentro de los cuales es posible la acción. Más tarde o más tem prano toda vida hum ana experimenta dichos límites.

Por tanto, el miedo no es, hablando propiam ente, un princi­ pio de acción, sino un principio antipolítico dentro del mundo  común. Es el miedo de las tiranías, que, de acuerdo con la teo­ ría tradicional

, provienen o bien de una democracia pervertida  cuando las leyes, cuya función es lim itar la fuerza de los que  son considerados iguales, se resquebrajan hasta el punto de  que la fuerza de uno anula la fuerza del otro, o bien se deben a  la usurpación de los medios de violencia por un tirano para,  acto seguido, arram plar con los límites establecidos por las le­ yes. La falta de legalidad significa, en cada caso, no sólo que el  poder, generado por hombres que actúan juntos, ya no es posi­ ble, sino tam bién que la impotencia se puede crear artificial-


 

LA REVISIÓN DE LA TRADICIÓN POR MONTESQUIEU 105 mente. El miedo surge de esta impotencia general, y de este  miedo provienen tanto la voluntad del tirano por someter a to­ dos los demás como la predisposición de sus súbditos a sopor­ tar la dominación. Si la virtud es el am or por la igualdad en el  reparto del poder, entonces el miedo es la voluntad de poder  surgida de la impotencia, la voluntad de dom inar como alter­ nativa a ser dominado. Pero esta sed de poder nacida del mie­ do nunca puede ser aplacada, pues el miedo y la desconfianza  mutua hacen imposible «actuar en concierto», según la expre­ sión de Burke, de modo que las tiranías, en tanto persisten, se  hacen cada vez menos poderosas. Las tiranías están condena­ das al desastre porque destruyen el estar juntos de los hom­ bres: al aislarlos entre sí buscan destruir la pluralidad hum a­ na. Las tiranías se basan en la experiencia fundam ental en la  cual estoy completamente solo, que es la de estar indefenso  (tal y como definió Epicteto en una ocasión la soledad), inca­ paz de recabar la ayuda de mis congéneres.


 

I

Existe tan sólo una diferencia esencial entre Hegel y Marx,  aunque, sin duda, sea de una im portancia considerable, y es  que Hegel proyectó su visión histórica del mundo sólo hacia el  pasado, dejando que se extinga en el presente como su consu­ mación, mientras que Marx la proyectó «profóticamente» en la  dirección contraria, hac

ia el futuro, y entendió el presente tan  sólo como un trampolín. Por muy escandalosa que pudiese pa­ recer la satisfacción de Hegel con respecto a las circunstancias  actuales y efectivas, su instinto político estaba en lo cierto al  restringir su método a lo que resultaba aprehensible en térm i­ nos puram ente contemplativos y al no usarlo para establecer  objetivos a la voluntad política o para introducir mejoras apa­ rentes en el futuro. Sin embargo, en tanto que Hegel tenía ne­ cesariamente que entender el presente como el final de la his­ toria, con ello él ya había desacreditado y refutado en términos  políticos su enfoque histórico-universal, en el momento en que  Marx lo empleó con objeto de servirle de ayuda para introducir  el principio real y funestamente antipolítico en la política. [...]'

La objeción de Marx a Hegel dice así: la dialéctica del espí­ ritu del mundo no actúa astutam ente a espaldas de los hom­ bres, utilizando los actos voluntarios que aparentem ente se  originan en los hombres para su propio provecho, sino que, en  su lugar, constituye el estilo y el método de la acción humana.  En tanto que el espíritu del mundo era «inconsciente», es de-

1. Denktagebuch, abril de 1951 (trad. cast.: Diario filosófico 1950-1973, Barcelona,  Herder, 2006).


 

cir, en tanto que las leyes de la dialéctica permanecían ignora­ das, la acción se presentaba como un acontecim iento en el  cual se revelaba lo «absoluto». Una vez que hayamos abando­ nado nuestro prejuicio de que cierto «absoluto» se revela a tra­ vés de nosotros y a nuestras espaldas, y una vez que conozca­ mos las leyes de la dialéctica, podremos realizar lo absoluto.2

II

Las obras de Marx y Hegel aparecen juntas al final de la  gran tradición de la filosofía occidental, pero tam bién se ha­ llan en una extraña contradicción y en una extraña correspon­ dencia m utua. Marx describe su ruptura con Hegel —y Hegel  constituía para él la encarnación de toda la filosofía anterior—  como una inversión, como un ponerlo todo del revés, del m is­ mo modo que Nietzsche define su «transvaloración de los valo­ res» como una reversión del platonismo. Lo sorprendente de  estas autointerpretaciones es que la inversión y la reversión  tan sólo pueden tener lugar dentro de un conjunto de hechos  reconocidos que deben ser prim eram ente aceptados como ta­ les. La «transvaloración de los valores» pone cabeza abajo la  jerarquía platónica, pero en ningún m omento se sale de los  confines de esos valores. Algo similar ocurre cuando Marx, al  adoptar la dialéctica hegeliana, hace com enzar el proceso his­ tórico con la m ateria en lugar de con el espíritu. Una rápida  comparación de las presentaciones de la historia por parte de  Marx y de Hegel nos basta para reconocer que en ambos casos  el concepto de historia es fundam entalmente parecido.

La reversión y la inversión tienen, sin embargo, su propia  significación extraordinaria. Implican que la jerarquía tradi­ cional de los valores, si no así necesariamente su contenido, se  establece arbitrariam ente o, como diría Nietzsche, prem edita­ damente. El final de la tradición, según parece, comienza con  el colapso de la autoridad de la tradición, y no con el cuestio-

2. Denktagebuch, septiembre de 1951.


 

namiento de su contenido substancial como tal. Nietzsche, con  su concisión sin igual, denominó al resultado de este colapso  de la autoridad «pensamiento perspectivista», es decir, un pen­ samiento capaz de desplazarse a voluntad (esto es, únicamente  bajo el dictado de la voluntad individual) dentro del contexto  de la tradición, y de tal m anera que todo lo que previamente  era tenido por cierto asume ahora el aspecto de una perspecti­ va, frente a la cual debe existir la posibilidad de una multitud  de perspectivas igualmente legítimas e igualmente fructíferas.

Y es este pensamiento perspectivista el que de hecho el m ar­ xismo ha introducido en todos los campos de estudio hum a­ nístico. Lo que nosotros llamamos marxismo en un sentido es­ pecíficamente político apenas hace justicia a la extraordinaria  influencia de Marx en las hum anidades. Dicha influencia no  tiene nada que ver con el método del marxismo vulgar —jamás  usado por el propio Marx— que explica todos los fenómenos  políticos y culturales a partir de las circunstancias materiales  del proceso de producción. Lo novedoso y extraordinariam en­

te efectivo de la concepción de Marx fue el modo en que él  consideró la cultura, la política, la sociedad y la economía den­

tro de un único contexto funcional que, como se vio enseguida,  puede desplazarse arbitrariam ente de una perspectiva a otra.

El estudio de Max Weber acerca de cómo el capitalismo surgió

a partir de la mentalidad de la ética protestante es tan deudor de

la historiografía marxista —haciendo un uso más productivo

de sus resultados— como cualquier otra investigación históri­

ca estrictam ente m aterialista. Con independencia de cuál sea

el punto de partida que elija el pensam iento histórico-perspec-  tivo —sea éste la denominada historia de las ideas, o la historia  política, o las ciencias sociales y la economía— el resultado es

un sistema de relaciones que se deriva de cada uno de dichos  desplazamientos en la perspectiva y en función del cual, para  decirlo toscamente, se puede explicar todo sin generar nunca  una verdad vinculante análoga a la autoridad de la tradición.

Lo que ha ocurrido en el pensam iento moderno, a través de  Marx por un lado y de Nietzsche por otro, es la adopción del  marco de la tradición junto con un rechazo simultáneo de su


 

autoridad. Ésta es la verdadera significación histórica de la in­ versión de Hegel en Marx y de la reversión de Platón en Nietzs-  che. Sin embargo, todas las operaciones de este tipo, en las  cuales el pensam iento procede dentro de los conceptos tradi­ cionales al tiempo que «meramente» rechaza la autoridad sus­ tancial de la tradición, contienen la misma contradicción de­ vastadora que se halla inevitablemente en todas las variadas  discusiones sobre la secularización de las ideas religiosas. Tra­ dición, autoridad y religión son conceptos cuyos orígenes es­ tán en la Roma cristiana y precristiana; se copertenecen entre  sí tanto como «la guerra, el comercio y la piratería, esa trini­ dad indivisible» (Goethe, Fausto, II, 11187-88). El pasado, en  la medida en que es transm itido como tradición, posee autori­ dad; la autoridad, en la medida en que se presenta como histo­ ria, se convierte en una tradición; y si la autoridad no procla­ mase, según el espíritu de Platón, que «Dios [y no el hombre]  es la medida de todas las cosas», sería más una tiranía arbi­ traria que autoridad. La aceptación de una tradición sin una  autoridad basada en la religión resulta siempre no vinculante,  pues cualquier cosa aceptada bajo tales condiciones ha perdi­ do tanto su verdadero contenido como su ascendiente m ani­ fiesto sobre los hombres en forma de autoridad. En buena me­ dida fue por m antenerse dentro de dicha formalización —que  no forma parte menos del pensamiento conservador que del  pensamiento en abierta rebelión contra la autoridad de la tra­ dición— que Marx pudo afirm ar que él había tomado el méto­ do de la dialéctica de la tradición (que para él había llegado a  su conclusión en Hegel). En otras palabras, lo que él tomo de  la tradición fue un elemento en apariencia puram ente formal  para ser usado del modo que él escogiese.

Obviamente, no hay necesidad de exam inar el argumento  según el cu

al los métodos no implican ninguna diferencia,  pues el modo en que abordamos cualquier m ateria define no  sólo el cómo de nuestra investigación, sino tam bién el qué de  nuestros descubrim ientos. Más im portante aquí es el hecho  de que la dialéctica pudo desarrollarse como método por pri­ mera vez sólo cuando Marx la hubo despojado de su contenido


 

sustancial real. En ningún otro lugar demostró ser más onero­ sa la aceptación de la tradición unida a una pérdida concomi­ tante de su autoridad substancial que en la adopción por parte  de Marx de la dialéctica hegeliana. Al convertir la dialéctica en 

un método, Marx la liberó de aquellos contenidos que la ha­ bían retenido dentro de unos límites y que la habían ligado a  una realidad sustancial. Y, al obrar así, hizo posible el tipo de  pensamiento procesual tan característico de las ideologías de­ cimonónicas y que desemboca en la lógica devastadora de esos  regímenes totalitarios cuyo aparato de violencia no se sujeta a  las constricciones de la realidad.

La metodología formal que Marx tomó de Hegel es el cono­ cido proceso en tres pasos por el cual la tesis conduce, por me­ dio de la antítesis, a la ntesis, al tiempo que la síntesis, por su  lado, se convierte entonces en el prim er paso de la siguiente  tríada, esto es, se convierte ella misma en una nueva tesis, a  partir de la cual se puede decir que surgen automáticamente la  antítesis y la síntesis en un proceso sin fin. Lo que im porta  aquí es que este pensam iento puede arrancar, por así decirlo,  de un solo punto, que un proceso, que esencialmente ya no  puede detenerse, comienza con esa prim era proposición, con  esa pr

im era tesis. Este pensamiento, en el cual toda la realidad  queda reducida a fases de un único proceso gigantesco de de­ sarrollo —algo todavía bastante desconocido para Hegel— des­ broza el camino para el pensamiento verdaderamente ideológi­ co, el cual, por su parte, era también aún bastante desconocido  para Marx. Este paso de la dialéctica como método a la dialéc­ tica como ideología se completa una vez que la primera propo­ sición del proceso dialéctico se convierte en una premisa  lógica de la cual puede deducirse todo lo demás con una con-  secutividad totalm ente independiente de toda experiencia. La  filosofía hegeliana presenta lo absoluto —esto es, el espíritu  del mundo o la divinidad— en su movimiento dialéctico, ahora  revelado como conciencia hum ana. En las ideologías totalita­ rias, la lógica se fija en ciertas «ideas» y las pervierte convir­ tiéndolas en premisas. En medio de ambas se halla el m ateria­ lismo dialéctico, en el cual los factores verificables por medio


 

de la experiencia, esto es, las condiciones m ateriales de la pro­ ducción, se desarrollan dialécticamente a partir de ellos mis­ mos. Marx formaliza la dialéctica hegeliana de lo absoluto en  la historia como un

 desarrollo, como un proceso autopropul­ sado, y, en conexión con esto, es im portante recordar que tan­ to Marx como Engels eran seguidores de la teoría de Darwin  sobre la evolución. Esta formalización substrae a la tradición  la sustancia de su autoridad, incluso en tanto que permanece  dentro del marco de la tradición. De hecho, falta solamente  un paso para que el concepto m arxista de desarrollo se con­ vierta en un pensam iento procesual ideológico, el paso que  conduce en últim o térm ino a la coercitiva deducción totalita­ ria sustentada sobre una sola premisa. Es aquí donde se rompe  realmente por prim era vez el hilo de la tradición, y esta ruptura  constituye un acontecim iento que nunca puede «explicarse»  en base a tendencias intelectuales o a influencias dem ostra­ bles en la historia de las ideas. Si consideram os esta ruptura  desde la perspectiva del camino que conduce de Hegel a Marx,  podemos decir que tuvo lugar en el m om ento en que no ya la  idea, sino la lógica desencadenada por la idea, atrapó a las  masas.

El propio Marx explicó la esencia de su relación con Hegel  y su alejam iento del mismo en una afirm ación extraída de la  conocida como la tesis

 undécim a sobre Feuerbach: «Los filó­ sofos se han limitado a interpretar el mundo de diversas m ane­ ras; de lo que se trata es de transformarlo». Dentro del contex­ to de su obra entera y de su propósito global, este comentario  hecho por el joven Marx en 1845 podría reform ularse de la si­ guiente manera: Hegel interpretó el pasado como historia y, al  obrar de ese modo, descubrió la dialéctica como la ley funda­ mental de todo cambio histórico. Este descubrim iento nos  permite conform ar el futuro como historia. Para Marx, la polí­ tica revolucionaria es una acción que hace a la historia coinci­ dir con la ley fundam ental de todo cambio histórico. Ello hace  superflua la «astucia de la razón» hegeliana (el término de Kant  era la «estrategia de la naturaleza»), cuyo papel había consis­ tido en conferir a la acción política un fundam ento político re­


 

trospectivo, es decir, hacerla comprensible. Hegel y Kant te­ nían que recurrir a este com portam iento extrañam ente sutil  de la Providencia porque, por un lado, asum ían junto con la  tradición que la acción política como tal tiene menos relación  con la verdad que cualquier otra actividad humana, y porque,  por otro lado, estaban enfrentados con el problema moderno  de una historia que —a pesar de las acciones contradictorias de  los hombres, que en su totalidad siempre tienen como resul­ tado algo distinto de lo que pretendía cada individuo— es  comprensible de modo uniforme y, de este modo, aparente­ mente «racional». Puesto que los hom bres nunca tienen un  control fiable sobre las acciones que han comenzado y nunca  pueden ser plenamente conscientes de sus intenciones origina­ les, la historia necesita una «astucia», que es diferente de cual­ quier tipo de «tramposidad» y que, de acuerdo con Hegel, con­ siste en el «gran mecanismo que fuerza a los demás a ser lo  que son en sí mismos y por sí mismos» (Jenenser Realphiloso-  phie, edición Meiner, vol. XX, pág. 199). Marx, al tiempo que  aún creyéndose en gran medida dentro del movimiento de la  filosofía hegeliana, rechaza la idea de que la acción en y por sí  misma, y en ausencia de la astucia de la Providencia, no pueda  revelar la verdad o, mejor, producirla. Por ello rompe con to­ das las valoraciones tradicionales dentro de la filosofía políti­ ca, de acuerdo con las cuales el pensam iento está por encima  de la acción y la política existe únicam ente para hacer posible  y salvaguardar al bios theórétikos, la vida contemplativa de los  filósofos o la contemplación de Dios por los cristianos, sus­ traídos al mundo.

Pero de todos modos esta ruptura de la tradición por parte  de Marx tiene lugar dentro del esquema de la tradición. Lo que  Marx nunca puso en duda fue la relación entre pensar y actuar  en cuanto tal. La tesis sobre Feuerbach afirma claramente que  sólo después de que los filósofos hayan interpretado el mundo,  y justamente por ello, puede llegar el momento del cambio.  Ésa es también la razón de que Marx pudiese dejar que su po­ lítica revolucionaria o, más bien, su concepción revolucionaria  de la política, acabase en la imagen de una «sociedad sin cía-


 

ses», una imagen que se orienta llamativamente hacia los idea­ les del ocio y del tiempo libre, tal y como eran concebidos en la  polis griega. Sin embargo, el resultado fue, por supuesto, no  esta fugaz m irada retrospectiva hacia una utopía pasada, sino  más bien una reevaluación de la política como tal.

Con la anticipada desaparición del gobierno y de la domina­ ción en la sociedad sin clases de Marx, la «libertad» se convir­ tió en una palabra sin significado, a menos que fuese concebi­ da de un modo completamente novedoso. Dado que Marx, aquí  como en otros lugares, no se molestó en redefinir sus términos  sino que permaneció dentro del marco conceptual de la tradi­ ción, Lenin no estaba demasiado equivocado cuan

do llegó a la  conclusión de que si nadie que mande sobre los demás puede  ser libre, entonces la libertad es un prejuicio o una ideología,  aunque con ello sustrajo a la obra de Marx uno de sus i

m pul­ sos más im portantes. La adherencia a la tradición es también  la causa de un error aún más decisivo en Marx y en Lenin:  que la mera administración, en contraste con el gobierno, es la  forma adecuada para los hom bres que viven en com ún bajo  la condición de la igualdad radical y universal. Se suponía  que la adm inistración era el no gobierno, cuando en realidad  sólo puede ser el gobierno de nadie, es decir, la burocracia, una  forma de gobierno en la cual nadie se hace responsable. La bu­ rocracia es una forma de gobierno en la que ha desaparecido el  elemento personal del mando, y asimismo es cierto que un go­ bierno tal puede gobernar sin estar movido por el interés hacia  una clase específica. Pero este gobierno de nadie, el hecho de  que en una burocracia auténtica nadie ocupe el sillón vacío del  gobernante, no implica que las condiciones del gobierno ha­ yan desaparecido. Ese nadie gobierna de modo muy efectivo  cuando se lo considera desde el lado de los gobernados y, lo  que es peor, tiene una característica im portante en común con  el tirano.

El poder tiránico es definido por la tradición como un poder  arbitrario, y esto quería decir prim ordialm ente un gobierno en  el cual no es preciso rendir cuentas, un gobierno que no se res­ ponsabiliza ante nadie. Lo mismo ocurre con el gobierno buró-


 

orático de nadie, aunque por una razón totalm ente distinta.  Hay muchas personas en una burocracia que podrían pedir  una explicación, pero no hay nadie para darla, porque ese «na­ die» no puede ser hecho responsable. En lugar de las decisio­ nes arbitrarias del tirano encontram os los arreglos aleatorios  de procedimientos universales, procedimientos que no poseen  malicia ni arbitrariedad, porque no hay nadie detrás de ellos,  pero contra los cuales tampo

co se puede apelar. En cuanto a  los gobernados, la red de esquemas diseñados, en la cual están  atrapados, es mucho más peligrosa y más letal que la mera tira­ nía arbitraria. Pero no debiera confundirse la burocracia con  la dominación totalitaria. Si la Revolución de Octubre hubiese  permitido seguir las líneas prescritas por Marx y Lenin, lo cual  no fue el caso, probablemente habría dado como resultado un  gobierno burocrático. El gobierno de nadie —no la anarquía, o  la desaparición del gobierno, o la opresión— es el peligro siem­ pre presente en cualquier sociedad basada en la igualdad uni­ versal. El concepto de igualdad universal significa dentro de la  tradición tan sólo que ningún hom bre es libre.

Lo que reemplaza en Marx a la «astucia de la razón» es,  como sabemos, el interés, en el sentido de interés de clase. Lo  que hace a la historia comprensible es el choque de intereses;  lo que le da sentido es la

 asunción de que el interés de la clase  trabajadora es idéntico al interés de la humanidad, y para  Marx esto quiere decir que es idéntico al interés no de la m a­ yoría de los hombres, sino de la hum anidad esencial de la es­ pecie hum ana. Postular el interés como el m otor de la acción  política no es nada nuevo. Rohan es famoso por haber afirm a­ do que los reyes gobiernan sobre las naciones y los intereses  gobiernan sobre los reyes. Para Marx esta proposición era el  simple resultado de sus estudios económicos, así como de su  dependencia respecto de la filosofía aristotélica. Lo que es nue­ vo, si no decisivo, es su vinculación del interés, esto es, de algo  material, con la hum anidad esencial del hombre. Lo que es de­ cisivo es la vinculación adicional del interés no tanto con la  clase trabajadora como con el trabajo en sí mismo en tanto  que actividad hum ana preeminente.


 

Tras la base de la teoría marxista de los intereses se halla la  convicción de que la única satisfacción legítima de un interés  descansa en el trabajo. En apoyo de esta convicción y como  algo fundam ental en todos sus escritos lo que hay es una nue­ va definición del hombre, la cual ve la hum anidad esencial del  hombre no en su racionalidad (animal rationale), o en su pro­ ducción de objetos (homo faher) o en el haber sido hecho a  imagen y semejanza de Dios (creatura Dei), sino más bien en el  trabajo, que la tradición había rechazado unánimemente como  algo incompatible con una existencia hum ana plena y libre.  Marx fue el prim ero en definir al hombre como un animal la-  borans, como una criatura que trabaja. Él subsum e bajo esta  definición todo lo que la tradición había transm itido como sig­ nos distintivos de la humanidad: el trabajo es el principio de la  racionalidad y sus leyes, que en el desarrollo de las fuerzas  productivas determ inan la historia, hacen a la historia com ­ prensible para la razón. El trabajo es el principio de la pro­ ductividad; produce el mundo verdaderam ente hum ano en la  Tierra. Y el trabajo es, como afirma Engels en su epigrama de­ liberadamente blasfemo, «el Creador de la humanidad», con lo  cual simplemente reduce muchas de las afirmaciones de Marx  a una única fórmula.

No podemos investigar aquí qué es lo que esta nueva auto-  comprensión del hombre como animal laborans afirm a e im­ plica realmente. Baste con sugerir que, por un lado, se corres­ ponde de modo preciso con el suceso sociológico crucial de la  historia reciente, la cual, al otorgar en un prim er momento  iguales derechos civiles a la clase trabajadora, pasó a conti­ nuación a definir toda la actividad hum ana como trabajo y a  interpretarla como productividad. La economía clásica nunca  distinguió entre el simple trabajo, que produce para un consu­ mo inmediato, y la producción de objetos en el sentido del  homo faber. El factor crucial aquí es que en su teoría de las  fuerzas productivas basadas en el trabajo hum ano Marx resol­ vió esta confusión a favor del trabajo, atribuyendo así al traba­ jo una productividad que nunca tiene. Pero aunque dicha glo­ rificación e incomprensión del trabajo cerró los ojos ante las


 

realidades más elementales de la vida humana, se correspon­ día perfectamente

 con las necesidades de su tiempo. Esta co­ rrespondencia es, desde

 luego, la razón real del impacto que el  marxismo tuvo en todas las partes del globo. Cuando se consi­ deran las verdaderas interconexiones de toda la cuestión, no  sorprende que dentro del marco de la tradición, en el que Marx  siempre trabajó, difícilmente pudiese haber otro resultado que  no fuese un nuevo enfoque en la filosofía determinista, la cual,  según su vieja y conocida costumbre, «necesariamente» ve a la  libertad emergiendo

 de algún modo a partir de la necesidad,  pues la glorificación del trabajo de Marx no eliminó ninguna  de las razones propuestas por la tradición para negar igualdad  política y plena libertad hum ana al hombre en tanto que traba­ jador. Ni Marx ni la introducción de la m aquinaria fueron ca­ paces de elim inar el hecho de que el hombre se ve obligado a  trabajar para vivir, de que el trabajo es, por tanto, no una acti­ vidad libre y productiva, sino que está ligado inextricablemen­ te a lo que nos compele: las necesidades que acarrea el simple  hecho de estar vivo. El gran logro de Marx fue hacer del trabajo  el centro de su teoría, pues el trabajo era exactamente aquello  respecto de lo cual había desviado su m irada toda la filosofía  política una vez que ya no osaba justificar la esclavitud. Pero,  a pesar de todo, todavía no tenemos respuesta para la pregunta  política planteada por la necesidad del trabajo en la vida hu­ m ana y por el papel prim ordial que desempeña en el mundo  moderno.


 

I

Inevitablemente, la tradición de pensam iento político con­ tiene prim era y primordialmente la actitud tradicional del filó­ sofo hacia la política. El pensam iento político mismo es más  antiguo que nuestra tradición filosófica, que comienza con  Platón y Aristóteles, del mismo modo que la filosofía misma es  más antigua y abarca más de lo que la tradición occidental fi­ nalmente aceptó y desarrolló. Así, al comienzo no de nuestra  historia política o filosófica sino de nuestra tradición de filoso­ fía política, encontramos el desprecio de Platón hacia la políti­ ca, su convicción de que «los asuntos y las acciones de los hom­ bres (ta ton anthrópón pragmata) no merecen que se los tome  muy en serio», y que la única razón por la que el filósofo ne­ cesita inmiscuirse en ellos es el hecho desafortunado de que la  filosofía —o, como diría Aristóteles algo después, una vida de­ dicada a ella, el bios theóretikos— resulta materialmente impo­ sible sin una ordenación m ínimamente razonable de todos los  asuntos que incumben a los hombres en tanto que viven jun­ tos. Al comienzo de la tradición, la política existe porque los  hombres están vivos y son mortales, m ientras que la filosofía  se interesa por aquellos asuntos que son eternos, como el uni­ verso. El filósofo tiene un interés en la política en tanto que  tam bién él es un hombre mortal, pero este interés se halla tan  sólo en una relación negativa con su ser filósofo: tal y como  Platón dejó claro en num erosas ocasiones, el filósofo tiene  miedo de que por culpa de una mala gestión de los asuntos po­ líticos no sea capaz de dedicarse a la filosofía. La schole, como  la latina otium, no significa tiempo libre como tal, sino sola­ mente tiempo libre del quehacer político, no participación en


 

política y, por tanto, libertad del espíritu para dedicarse a lo  eterno (lo aei on), lo cual es posible sólo si se han resuelto las  carencias y las necesidades de la vida mortal. La política, por  tanto, vista desde la perspectiva específicamente filosófica, co­ mienza ya en Platón a abarcar más que el politeuesthai, más  que esas actividades que son características de la antigua polis  griega, para la cual la mera satisfacción de las necesidades y de  las carencias de la vida era una condición prepolítica. La polí­ tica comienza, por así decirlo, a ensanchar su espacio en direc­ ción descendente, hacia las propias necesidades de la vida, de  modo que al desprecio de los filósofos por los asuntos pere­ cederos de los mortales se añadió el desdén específicamente  griego hacia todo lo que es necesario para la m era vida y la su­ pervivencia. Así Cicerón, en su fútil intento por abjurar de la  filosofía griega en este punto —su actitud hacia la política—,  señalaba irónicam ente que tan sólo con que «todo lo que es  esencial para nuestras necesidades y comodidades fuese pro­ porcionado por alguna varita mágica, como en las leyendas,  entonces todo hombre de excelentes capacidades podría aban­ donar cualquier otra responsabilidad y dedicarse exclusiva­ mente al conocimiento y a la ciencia».1En resumen, cuando los  filósofos comenzaron a preocuparse por la política de modo sis­ temático, la política se convirtió para ellos al mismo tiempo en  un mal necesario.

Así, nuestra tradición de filosofía política, desgraciada y fa­ tídicamente, y desde sus inicios, ha privado a los asuntos polí­ ticos, esto es, a aquellas actividades que incum ben al espacio  público común que aparece dondequiera que los hom bres vi­ ven juntos, de toda dignidad que les sea propia. En térm inos  aristotélicos, la política es un medio para conseguir un fin; no  tiene un fin en y por sí misma. Aún más, el fin apropiado de la  política es en cierto sentido su opuesto, a saber, la no partici­ pación en los asuntos hum anos, la scholé, la condición de la  filosofía o, más bien, la condición de una vida dedicada a ella.  En otras palabras, ninguna otra actividad se m uestra tan anti-

1. De offlciis, I, xliv. (N. del e.)


 

EL FINAL DE LA TRADICIÓN 121 filosófica, tan hostil a la filosofía, como la actividad política  en general y la acción en particular, con la excepción, claro  está, de lo que nunca y bajo ningún concepto se ha considera­ do como una actividad estrictam ente hum ana: el mero traba­ jo, por ejemplo. Spinoza, puliendo lentes, pudo llegar a con­ vertirse con el tiem po en la figura simbólica del filósofo, del  mismo modo que innum erables ejemplos tom ados de las ex­ periencias del trabajo, la artesanía y las artes liberales desde  los tiempos de Platón pudieron servir por analogía para con­ ducir al conocimiento más elevado de las verdades filosóficas.  Pero, desde Sócrates, ningún hombre de acción, esto es, nadie  cuya experiencia original fuese política, como lo era, por ejem­ plo, la de Cicerón, podía aspirar a ser tomado en serio alguna  vez por los filósofos, y ninguna acción específicamente políti­ ca ni ninguna grandeza hum ana tal y como se expresa en la  acción podría aspirar a servir de ejemplo para la filosofía,  a pesar de la nunca olvidada gloria de la alabanza homérica  del héroe. La filosofía está aún más alejada de la praxis que de  la poiesis.

Tal vez tenga aún mayores consecuencias para la degrada­ ción de la política el hecho de que, a la luz de la filosofía —para  la cual origen y principio, el arche, son una y la misma cosa—•,  la política no tenga ni siquiera un origen propio: surgió única­ mente debido al hecho elemental y prepolítico de la necesidad  biológica, que hace que los hombres se necesiten los unos a los  otros en la ardua tarea de m antenerse con vida. En otras pala­ bras, la política es un derivado en doble sentido: tiene su ori­ gen en el dato prepolítico de la vida biológica, y tiene su fin en  la posibil

idad más elevada, postpolítica, del destino humano.  Y, puesto que el azote de las necesidades prepolíticas es que re­ quieren del trabajo, podríamos ahora decir que la política está  lim itada desde abajo por el trabajo, y desde arriba por la filo­ sofía. Ambas están excluidas de la política en términos estric­ tos, una como su origen humilde y la otra como su encum ­ brado objetivo y fin. Como ocurre en buena medida con la  actividad de la clase de los guardianes en La República de Pla­ tón, se supone que la política debe por un lado m irar por el


 

sustento y organizar las bajas necesidades del trabajo, y, por el  otro lado, acatar las órdenes de la theória apolítica pertene­ ciente a la filosofía. La propuesta platónica de un filósofo-rey  no quiere decir que la filosofía misma deba, o incluso pueda,  ser realizada en un Estado ideal, sino más bien que los gober­ nantes que valoran la filosofía por encima de cualquier otra ac­ tividad deberían estar autorizados a gobernar de tal modo que  pueda haber filosofía, que los filósofos puedan tener schole y  no sean perturbados por aquellos asuntos que surgen de nues­ tro vivir juntos, los cuales, por su parte, tienen su origen últi­ mo en las imperfecciones de la vida humana.

La filosofía política nunca se recuperó de este golpe propi­ nado por la filosofía a la política en el mismo comienzo de  nuestra tradición. El desprecio hacia la política, la convicción  de

 que la actividad política es un mal necesario, debido en par­ te

 a las necesidades de la vida que fuerzan a los hom bres a vi­ vir como trabajadores o a m andar sobre los esclavos que se las  resuelven, y en parte a los males que surgen del propio vivir  juntos, esto es, al hecho de que la multitud, que los griegos de­ nom inaron hoi polloi, amenaza la seguridad e incluso la exis­ tencia de cada persona individual, recorre como un hilo rojo  todos los siglos que separan a Platón de la era moderna. En  este contexto resulta irrelevante si esta actitud se expresa en  térm inos seculares, como en Platón y Aristóteles, o si lo hace  en los términos del cristianismo. Fue Tertuliano el primero que  sostuvo que, en tanto que somos cristianos, nulla res nobis ma-  gis aliena quam res publica (Nada nos es más ajeno que los  asuntos públicos) y, sin embargo, insistía con todo en la nece­ sidad de la civitas terrena, o gobierno secular, debido a la peca-  m inosidad del hombre y también porque, como diría Lutero  mucho más tarde, los verdaderos cristianos wohnen fern vonei-  nander, esto es, m oran lejos los unos de los otros y se sienten  tan desesperados en medio de la m ultitud como se sentían los  antiguos filósofos. Lo im portante es que la misma noción fue  retomada, otra vez en términos seculares, por la filosofía post-  cristiana, como si estuviese sobreviviendo a todos los demás  cambios y virajes radicales, expresándose en la melancólica re­


 

flexión de James Madison de que el gobierno no es, sin duda,  nada más que un reflejo de la naturaleza hum ana y que no se­ ría necesario si los hombres fuesen ángeles; y, ahora según las  furiosas palabras de Nietzsche, que ningún gobierno respecto  del cual los sujetos tengan que preocuparse en absoluto puede  ser bueno. En el respecto, y solamente en éste, de la valoración  de la política resulta irrelevante si la civitas Dei da sentido y  orden a la civitas terrena, o si el bios theórétikos prescribe sus  reglas y su fin último al bios politikos.

Lo que importa, además de la degradación inherente de  todo este espacio de la vida por parte de la filosofía, es la sepa­ ración radical de aquellos asuntos que los hombres pueden al­ canzar y conseguir solamente viviendo y actuando juntos de  aquellos otros que se perciben y son atendidos por el hombre  en su singularidad y su soledad. Y aquí, de nuevo, no importa  si el hombre en su soledad busca la verdad, que finalmente ob­ tendrá en la contemplación muda de la idea de las ideas, o si se  preocupa por la salvación de su alma. Lo que im porta es el  abismo infranqueable que se abrió y que nunca ha sido cerra­ do, no entre lo que se denomina individuo y lo que se denomi­ na comunidad (que constituye un modo de formulación tardío  y falso de un auténtico problema antiguo), sino entre ser en so­ ledad y vivir juntos. Comparado con esta perplejidad, incluso  el igualmente antiguo y fastidioso problema de la relación o,  más bien, la no relación entre acción y pensamiento resulta de  una im portancia secundaria. Ni la separación radical entre la  política y la contemplación, entre el vivir juntos y el vivir en  soledad como dos modos distintos de vida, ni su estructura je­ rárquica, fue puesta nunca en duda después de que Platón las  estableciese. Aquí, de nuevo, la única excepción es Cicerón,  quien, a partir de su inmensa experiencia política romana,  dudó de la validez de la superioridad del bios theórétikos sobre  el bios politikos, de la validez de la soledad sobre la communi-  tas. De modo correcto, aunque fútil, Cicerón objetaba que  aquel que estuviese dedicado al «conocimiento y la ciencia» es­ caparía a su «soledad y buscaría un compañero para su estu­ dio, bien con objeto de enseñar o aprender, bien para escuchar


 

o para hablar.»2 Aquí, como siempre, los rom anos pagaron un  alto precio por su desprecio de la filosofía, que ellos tenían por  «inútil». El resultado final fue la victoria indiscutible de la filo­ sofía griega y la pérdida de la experiencia rom ana para el pen­ samiento político occidental. Cicerón, debido a que no era un  filósofo, fue incapaz de poner contra las cuerdas a la filosofía.

La cuestión de si Marx, quien, al final de la tradición desafió  su

 formidable unanimidad acerca de la relación adecuada entre  la filosofía y la política, fue un filósofo en el sentido tradicional o incluso en cualquier sentido auténtico. Las dos afirmaciones  decisivas que de m anera abrupta y casi torpe resumen su pen­ samiento sobre el asunto —«Los filósofos se han limitado a in­ terpretar el mundo [...] sin embargo, de lo que se trata es de  transformarlo» y «No se puede superar [aufheben, en el triple  sentido hegeliano de conservar, elevar a un nivel más alto y  abolir] la filosofía sin realizarla»— están formuladas de un  modo tan cercano a la terminología y al pensamiento de Hegel,  tan en la línea de éste que, tomadas por sí mismas, a pesar de  su contenido explosivo, casi pueden ser consideradas como una  continuación informal y natural de la filosofía de Hegel, pues  nadie antes que él pudo haber concebido la filosofía como una  mera interpretación del mundo o de cualquier otra cosa, o que  la filosofía pudiese realizarse salvo en el bios theórétikos, la vida  del propio filósofo. Además, esto que debe realizarse no es una  filosofía nueva o específica, no es, por ejemplo, la filosofía del  propio Marx, sino el más elevado destino del hom bre tal y  como lo definió la filosofía tradicional que culmina en Hegel.

II

Siguiendo a Montesquieu comprobamos que uno de los pi­ lares conceptuales sobre los que se asientan las definiciones de  nuestras formas de gobierno, el concepto de mando, es cues­ tionable en el sentido de que fue introducido mucho antes de

2. De Officiis, I, xliv; ibid., xliii. (N. delcom p.)


 

que las experiencias reales del espacio político pudieran haber  justificado el lugar central que mantuvo desde el comienzo de  nuestra tradición. Hemos visto cómo dichas definiciones trans­ formaron y deform aron las experiencias reales, y podemos  sospechar que dibujaron, por medio de su fuerza conceptual,  las líneas sobre las cuales iban a ser entendidas y transm iti­ das las experiencias posteriores que, en efecto, fueron expe­ riencias de mandato y obediencia.

Pero si nos centramos ahora en la teoría del Estado de Marx,  es como si tomásemos en consideración la alternativa diame­ tralm ente opuesta para la definición de gobierno. El concepto  de ley no pasa meramente a un segundo plano, como le ocurría  al concepto de gobierno en la descripción de Montesquieu; es  totalmente eliminado, porque todos los sistemas legales positi­ vos, de acuerdo con Marx, son ideologías, pretextos para el  ejercicio del gobierno de una clase sobre las demás. No ocurre  lo mismo, sin embargo, con el Estado, incluso aunque Marx lo  considere también frecuentemente un instrum ento del dom i­ nio de clase y, por tanto, un fenómeno secundario. El dominio  de clase se realiza directam ente en el gobierno político

y, por  tanto, el Estado conserva una realidad que sobrepasa con mu­ cho la función meramente ideológica de las leyes. El poder del  Estado es la expresión del antagonismo de clase, y sin esta car­ ga de poder físico efectivo, expresado en la posesión de los me­ dios de violencia y representado para Marx principalmente por  el ejército y la policía, su reivindicación de una dictadura del  proletariado como últim a fase del gobierno y la opresión no  tendría sentido. Para Marx, el espacio político ha estado com­ pletam ente dominado por la división entre gobernantes y go­ bernados, entre opresores y oprimidos, que, a su vez, se basa  en la división entre explotadores y explotados. La única ley que  Marx reconoce como una fuerza positiva, no ideológica, es la  ley de la historia, cuyo papel dentro del espacio político, sin  embargo, es prim ordialm ente antijurídico; hace sentir su fuer­ za haciendo saltar por los aires los sistemas legales, aboliendo  el viejo orden, y sale a plena luz del día solamente cuando en  las guerras y las revoluciones «desempeña el papel de una par­


 

tera en [una] vieja sociedad que está preñada con el nuevo» or­ den.3 Lo que resulta significativo en nuestro contexto es que  esta ley nunca puede usarse con objeto de establecer

 el espacio  político. La ley de la historia —y lo mismo resulta cierto para  todas las leyes del desarrollo en el siglo xix— es una ley del  movimiento y, por tanto, está en contradicción flagrante con  todos los demás conceptos de ley que conocemos en nuestra  tradición. Tradicionalmente, las leyes son factores de estabili­ dad en una sociedad, m ientras que aquí la ley indica el movi­ miento predecible y científicament

e observable de la historia  en su desenvolvimiento. De este nuevo concepto

 de ley no se  puede deducir nunca un código de prescripciones jurídicas o, lo que es lo mismo, de leyes positivas y establecidas como prin­ cipios, porque carece necesariamente de estabilidad y, en sí mis­ ma, no es nada más que el índice y el exponente del movimien­ to. Así, Marx equipara al legislador con un «científico natural  que no hace o inventa las leyes, sino que sólo las formula».  Aunque pueda ser igualmente posible, si bien no muy acerta­ do, ver en esta ley del movimiento progresivo de la historia res­ tos de la vieja ley universal, del nomos griego que gobierna so­ bre todas las cosas, o de la ley natural que inform a toda  legislación, resulta obvio que la función política de las leyes ha  sido abolida hasta el punto de que —y esto es decisivo para la  filosofía política de Marx— ni siquiera se anticipan ya las nue­ vas leyes del mejor gobierno o de la mejor sociedad del futuro.  La solución de Lenin al problema resultante es característica;  en Estado y revolución Lenin escribe: «Nosotros [...] no [...]  negamos la posibilidad [...] de excesos por parte de personas  individuales [...]. Pero no [...] se hace necesaria [...] una ma­ quinaria represiva especial; se hará [...] tan simple y tan espon­ táneam ente como ocurre cuando cualquier grupo de gente  civilizada, incluso en la sociedad moderna, separa a dos perso­ nas que se están peleando o se interpone para evitar que una  m ujer sea atacada». Cuando ya no exista la pobreza, dicho ex­

3. Capital, Nueva York, Modern Library, 1959, pág. 824 (trad. cast.: El Capital: crí­ tica de la economía política, Madrid, Akal, 2000). (N. del e.)


 

cesos se «desvanecerán» de modo inevitable. Lo que nos im ­ porta aquí no es la convicción un tanto ingenua de que los cri­ terios morales existen tan sólo con el hecho de perm itir a las  personas conservarlos, sino que dichos criterios (como afirma  Lenin en la misma obra) fueron descubiertos en su simplicidad  fundamental hace miles de años y resultan autoevidentes, in­ cluso si en cierto sentido esta ingenuidad separa a Marx y a Le­ nin de sus sucesores, convirtiendo en buena medida a ambos  en figuras de un mundo decimonónico en el cual nosotros ya  no habitamos. Lo que im porta es que el concepto de ley de  Marx no puede ser empleado bajo ninguna circunstancia con­ cebible con el propósito de establecer un cuerpo político, o de  garantizar al espacio público su relativa perm anencia cuando  se lo compara con la futilidad de la vida hum ana y de los he­ chos humanos. Por el contrario, en la teoría del Estado de  Marx la permanencia proviene directam ente del hecho del go­ bierno. Esta permanencia es vista como un obstáculo por cuya  culpa la fuerza del desarrollo que, en su forma más elemental,  constituye el desarrollo de las capacidades productivas del  hombre, es constantem ente estorbada y detenida. Por medio  del gobierno, la clase dom inante intenta evitar, y efectivamen­ te consigue retrasar, la llegada y la toma del poder por parte de  la nueva clase que aquélla oprime y explota. La permanencia  se ha convertido en un obstáculo, pero, en tanto que existe, re­ side en el gobierno y no en la ley.

En la medida en que el concepto de Estado en Marx ha eli­ minado completamente el elemento jurídico no podemos ha­ blar propiam ente de formas marxistas de gobierno. Todas las  formas tradicionales de gobierno serían tiranías, y Engels lo  admite implícitamente cuando afirm a (en una carta a Bebel de  1875) que «es un puro sinsentido hablar del Estado de un pue­ blo libre; si el proletariado aún hace uso del Estado no es por  causa de la libertad, sino con objeto de m antener a raya a sus  adversarios, y, tan pronto como sea posible hablar de libertad,  el Estado como tal dejará de existir». Lo que conoce Marx son  cuatro formas de gobierno que, en interpretaciones y contextos  diversos, aparecen desde sus prim eros escritos hasta sus últi­


 

mas obras: la historia comienza con el gobierno sobre los es­ clavos, que conformó el cuerpo político de la Antigüedad; pasa  al gobierno de la nobleza sobre los siervos, que conformó el  cuerpo político del feudalismo; culm ina en su propio tiempo  en el gobierno de la burguesía sobre la clase obrera, y hallará  su conclusión en la dictadura del proletariado, en la cual el go­ bierno del Estado se «desvanecerá», porque los que detentan el  poder no encontrarán una nueva clase que oprim ir o frente la  cual deban defenderse.

La grandeza de la comprensión de Marx del poder es que  ilumina uno de los orígenes a partir del cual la noción de go­ bierno se abrió camino por prim era vez en las definiciones de  los cuerpos políticos bien establecidos, los cuales, tomados en  sí mismos, no parecían corresponderse con otra cosa que no  fuera la división de los ciudadanos en gobernantes y goberna­ dos. Las cuatro formas de gobierno de Marx son solamente va­ riaciones de la primera, el antiguo gobierno sobre los esclavos,  en el cual él vio con acierto una dominación que subyace a to­ das las formas antiguas de gobierno. El punto im portante es  que de cara a la tradición esta dominación era una parte tan  pequeña del espacio político que sólo constituía la condición  privada sine qua non para ser admitido dentro de él. Aristóte­ les distingue tres clases (para usar la terminología de Marx) de  hombres: aquellos que trabajan para otros y son esclavos;  aquellos que trabajan para sí mismos con objeto de ganarse su  sustento y no son ciudadanos libres; y aquellos que, porque po­ seen esclavos y no trabajan para sí mismos ni para otros, son  admitidos en el espacio político. Que la verdadera experiencia  vital del mando no estaba localizada en el espacio público,  sino en la esfera privada del hogar, cuya cabeza visible gober­ naba sobre su familia y sus esclavos, se hace todavía patente  en los muchos ejemplos de gobierno que se han dado desde el  comienzo de nuestra tradición y que casi siempre son extraídos  de esta institución de la vida privada. Ya en Platón se indican  claramente las implicaciones para la acción de esta imagen del  hogar: «Pues la verdadera ciencia rectora [del político] no debe  actuar [prattein] ella misma, sino m andar [archein] sobre aque-


 

líos que pueden y deben actuar». Les hace actuar, «pues ve el  comienzo y el principio [arche] de lo que es necesario para la  polis, m ientras que los demás se limitan a hacer lo que se les  dice que hagan» (El político, 305 d). Aquí, la vieja relación en­ tre archein y prattein, entre com enzar algo y, junto con otros  que son necesarios y se enrolan voluntariamente, llevarlo hasta  su fin, es reemplazada por una relación que resulta caracterís­ tica de la función supervisora del amo que dice a sus sirvientes  cómo completar y ejecutar una tarea dada. En otras palabras,  la acción deviene mera ejecución, la cual es determ inada por  alguien que sabe y que, por tanto, no actúa él mismo.

Al reinterpretar la tradición de pensam iento político y lle­ varla a su final, resulta crucial que Marx desafíe no a la filoso­ fía, sino a su supuesta falta de practicidad. Marx desafía la re­ signación de los filósofos, que no hacen más que encontrar un  lugar para ellos mismos en el mundo en lugar de cam biar el  mundo y hacerlo, por así decirlo, filosófico. Y esto no sólo es  algo más, sino también algo decisivamente distinto, del ideal  platónico de los filósofos que gobiernan como reyes, porque  implica no el gobierno de la filosofía sobre los hombres, sino  que todos los hombres pueden llegar a ser, por así decirlo, filó­ sofos. La consecuencia que Marx extrajo de la filosofía de la  historia de Hegel (y de toda la obra filosófica de Hegel, inclu­ yendo la Lógica, tiene solamente un tema, a saber, la historia)  fue que la acción o praxis, contrariam ente a toda la tradición,  estaba tan lejos de ser lo opuesto al pensamiento que, más  bien, era el vehículo verdadero y real del pensamiento, y que la  política, lejos de estar infinitam ente por debajo de la dignidad  de la filosofía, era la única actividad inherentemente filosófica.


 

I

¿ Q u é e s l a p o l ít ic a ?

La política se basa en el hecho de la pluralidad de los hom­

bres. Dios ha creado al hombre [Mensch], los hombres son un  producto humano, terrenal, el producto de la naturaleza hu­ mana. Puesto que la filosofía y la teología se ocupan siempre  del hombre, puesto que todos sus enunciados

 serían correctos  incluso si sólo hubiera un hombre, o dos hombres, o únicamen­ te hombres idénticos, no han encontrado ninguna respuesta fi­ losóficamente válida a la pregunta: ¿Qué es la política? Peor to­ davía: para todo pensamiento científico sólo hay el hombre  (tanto en la biología y la psicología como en la filosofía y la teo­ logía; así como para la zoología sólo hay el león). Los leones se­ rían una cuestión que sólo concerniría a los leones.

En todos los grandes pensadores —incluido Platón— es lla­ mativa la diferencia de rango

entre sus filosofías políticas y el  resto de su obra. La política nunca alcanza la misma profundi­ dad. La ausencia de profundidad de sentido no es otra cosa  que la falta de sentido para la profundidad en la que la política  está anclada.

La política trata del estar juntos y los unos con los otros de  los diversos. Los hombres se organizan políticamente según  determinadas comunidades esenciales en un caos absoluto, o a  partir de un caos absoluto de las diferencias. En tanto que se  construyen cuerpos políticos sobre la familia y se los entiende

* Publicado anteriormente en Hannah Arendt, ¿Qué es la política?, Barcelona, Pai-  dós, 1997, págs. 45-138. Traducción de Fina Birulés.


 

a imagen de ésta, se considera que los parentescos pueden, por  un lado, unir a los más diversos y, por otro, perm itir que figu­ ras similares a individuos se distingan unas de otras.

En esta forma de organización, efectivamente, tanto se disuel­ ve la variedad originaria como se destruye la igualdad esencial  de todos los hombres. En ambos casos, la ruina de la política re­ sulta del desarrollo de cuerpos políticos a partir de la familia.  Con esto ya se da a entender lo que en la imagen de la Sagrada  Familia es simbólico, la opinión de que Dios ha creado no tan­ to al hombre como a la familia.*

Cuando se ve en la familia más que la participación, esto es,  la participación activa, en la pluralidad, se empieza a jugar a  ser Dios, es decir, a hacer como si naturaliter se pudiera esca­ par del principio de la diversidad. En vez de engendrar a un  hombre se intenta, a imagen fiel de sí mismo, crear al hombre.

Desde un punto de vista práctico-político, sin embargo, la  familia adquiere su arraigado significado por el hecho de que  el mundo está organizado de tal modo que en él no hay ningún  refugio para el individuo, para el más diverso. Las familias se  fundan como albergue y fortificación en un mundo inhóspito y  extraño en el que uno desea establecer parentescos. Este deseo  conduce a la perversión fundam ental de lo político, porque, a  través de la introducción del concepto de parentesco, suprime,  o más bien pierde, la cualidad fundamental de la pluralidad.

El hombre, tal como la filosofía y la teolog

ía lo entienden,  sólo existe —o se realiza— en la política, con los mismos dere­ chos que los más diversos se garantizan. En esta garantía vo­ luntaria y en la concesión de una exigencia de igualdad jurídi­ ca se reconoce que la pluralidad de los hombres, que deben su  pluralidad únicam ente a sí mismos, tiene que agradecer su  existencia a la creación del hombre.

La filosofía tiene dos buenos motivos para no encontrar  nunca el lugar donde surge la política. El prim ero es la creen­ cia de que hay en el hombre algo político que pertenece a su

* Arcaísmo por: Dios habría creado no al hombre sino más bien a la familia. (¿V. de

la t.)


 

esencia. Pero esto no es así; el homb

re es apolítico. La política  nace en el entre-los-hombres, por lo tanto completamente fuera  del hombre. De ahí que no haya ninguna substancia propia­ mente política. La política surge en el entre y se establece como  relación. Así lo entendió Hobbes.

El segundo es la representación monoteísta de Dios, a cuya  imagen y semejanza debe haber sido creado el hombre. A par­ tir de aquí, ciertamente, sólo pueda haber el hombre, los hom­ bres son una repetición más o menos afortunada del mismo. El  hombre creado a semejanza de la soledad de Dios es la base  del hobbesiano State o f nature as a war o f all against all. Es la  guerra de uno contra todos los otros, que son odiados porque  existen sin sentido (sin sentido para el hombre creado a im a­ gen de la soledad de Dios).

La solución de Occidente a esta imposibilidad de la política  dentro del mito occidental de la creación es la transformación  de la política en historia o su sustitución por ésta. A través de  la representación de una historia universal la pluralidad de los  hombres se diluye en un individuo hum ano que también se de­ nomina hum anidad. De ahí lo m onstruoso e inhum ano de la  historia, que al fin se impone plena y brutalm ente a la política.

Es extremadamente difícil darse cuenta* de que debemos ser  realmente libres en un territorio delimitado, es decir, ni empu­ jados por nosotros mismos ni dependientes de material dado  alguno. Sólo hay libertad en el ámbito particular del entre de la  política. Ante esta libertad nos refugiamos en la «necesidad»  de la historia. Una absurdidad espantosa.

La misión de la política podría ser elaborar un mundo tan  transparente para la verdad como la creación de Dios. En el  sentido del mito judeocristiano esto significaría: el hombre,  creado a imagen de Dios, ha recibido una fuerza generadora  para organizar al hombre a semejanza de la creación divina.  Esto probablemente es un disparate. Pero sería la única de­ mostración y justificación posible de la idea de una ley natural.

* En el original: realizar [Realisieren]. Seguramente se refiere a: darse cuenta (in­ glés: to realize). (N. de la t.)


 

En la absoluta diversidad de todos los hombres entre sí, que  es mayor que la diversidad relativa de pueblos, naciones o ra­ zas; en la pluralidad, está contenida la creación del hombre por  Dios. Ahí, sin embargo, la política no tiene nada que hacer.  Pues la política organiza de antemano a los absolutam ente di­ versos en consideración a una igualdad relativa y para diferen­ ciarlos de los relativamente diversos.

II

E l PREJUICIO CONTRA LA POLÍTICA Y LO QUE LA POLÍTICA  ES HOY DE HECHO

En nuestro tiempo, si se quiere hablar sobre política, debe  empezarse

 por los prejuicios que todos nosotros, si no somos  políticos de profesión, albergamos contra ella. Estos prejui­ cios, que nos son comunes a todos, representan por sí mismos  algo político en el sentido más amplio de la palabra: no tienen  su origen en la arrogancia de los intelectuales ni son debidos al  cinismo de aquellos que han vivido demasiado y han compren­ dido demasiado poco. No podemos ignorarlos porque forman  parte de nosotros mismos y no podemos acallarlos porque ape­ lan a realidades innegables y reflejan fielmente la situación  efectiva en la actualidad y sus aspectos políticos. Pero estos  prejuicios no son juicios. M uestran que hemos ido a parar a  una situación en que políticamente no sabemos —o todavía no  sabemos— cómo movernos. El peligro es que lo político desa­ parezca absolutamente. Pero los prejuicios se anticipan, van  demasiado lejos, confunden con política aquello que acabaría  con la política y presentan lo que sería una catástrofe como si  perteneciera a la naturaleza del asunto y fuera, por lo tanto,  inevitable.

Tras los prejuicios contra la política se encuentran hoy día,  es

 decir, desde la invención de la bomba atómica, el tem or de  que la hum anidad provoque su desaparición a causa de la polí­ tica y de los medios de violencia puestos a su disposición, y


 

la esperanza —unida estrechamente a dicho temor— de que la  humanidad será razonable y se deshará de la política antes que  de sí misma (mediante un gobierno mundial que disuelva el Es­ tado en una m aquinaria adm inistrativa, que resuelva los con­ flictos políticos burocráticam ente y que sustituya los ejércitos  por cuerpos policiales). Ahora bien, esta esperanza es utópica  si por política se entiende —cosa que generalmente ocurre—  una relación entre dominadores y dominados. Bajo este punto  de vista, en lugar de una abolición de lo político obtendríamos  una forma despótica de dominación ampliada hasta lo m ons­ truoso, en la cual el abismo entre dom inadores y dominados  tom aría unas proporciones tan gigantescas que ni siquiera  serían posibles las rebeliones, ni mucho menos que los dom i­ nados controlasen de alguna m anera a los dominadores. Tal  carácter despótico no se altera por el hecho de que en este régi­ men mundial no pueda señalarse a ninguna persona, a ningún  déspota, ya que la dom inación burocrática, la dominación a  través del anonimato de las oficinas, no es menos despótica  porque «nadie» la ejerza. Al contrario, es todavía más temible,  pues no hay nadie que pueda hablar con este «nadie» ni protes­ tar ante él.

Pero si entendemos por político un ám bito del mundo en  que los hombres son prim ariam ente activos y dan a los asun­ tos hum anos una durabilidad que de otro modo no tendrían,  entonces la esperanza no es en absoluto utópica. Elim inar a  los hombres en tanto que activos es algo que ha ocurrido con  frecuencia en la historia, sólo que no a escala mundial, bien  sea en la forma (para nosotros extraña y pasada de moda) de la  tiranía, en la que la voluntad de un solo hombre exigía vía li­ bre, bien sea en la forma del totalitarism o moderno, en el que  se pretende liberar «fuerzas históricas» y procesos im persona­ les y presuntam ente superiores con el fin de esclavizar a los  hombres. Lo propiam ente apolítico [unpolitisch\ —en sentido  fuerte— de esta forma de dom inación es la dinámica que ha  desencadenado y que le es peculiar: todo y todos los que hasta  ayer pasaban por «grandes» hoy pueden —e incluso deben—  ser relegados al olvido si el movimiento quiere conservar su


 

ímpetu. En este sentido, no contribuye precisam ente a tran­ quilizarnos constatar que en las democracias de masas tanto la  impotencia de la gente como el proceso del consumo y el olvi­ do se han impuesto subrepticiamente, sin terror e incluso es­ pontáneam ente, si bien dichos fenómenos se lim itan en el  mundo libre, donde no impera el terror, estrictam ente a lo po­ lítico y lo económico.

Sin embargo, los prejuicios contra la política, la idea de que  la política interior es una sarta fraudulenta y engañosa de inte­ reses e ideologías mezquinos, m ientras que la exterior fluctúa  entre la propaganda vacía y la cruda violencia, son considera­ blemente más antiguos que la invención de instrum entos con  los que poder destruir toda la vida orgánica sobre la Tierra. En  cuanto a la política interior, estos prejuicios son al menos tan  antiguos —algo más de un centenar de años— como la demo­ cracia parlam entaria, la cual pretendía representar, por prime­ ra vez en la histor

ia moderna, al pueblo (aunque éste nunca se  lo haya creído). En cuanto a la política exterior, su nacimiento  se dio en las prim eras décadas de la expansión im perialista a  fines del siglo pasado, cuando los Estados nacionales, no en  nombre de la nación sino a causa de sus intereses económicos  nacionales, empezaron a extender la dom inación europea por  toda la Tierra. Pero lo que hoy da su tono peculiar al prejuicio  contra la política —la huida hacia la impotencia, el deseo de­ sesperado de no tener que actuar— era entonces el prejuicio  y la prerrogativa de una clase social restringida que opinaba  como lord Acton que el poder corrom pe y la posesión del po­ der absoluto corrom pe absolutamente. Que esta condena del  poder se correspondía completamente con los deseos todavía  inarticulados de las masas no lo vio nadie tan claramente como  Nietzsche en su intento de rehabilitarlo, aunque él, de acuerdo  con el sentir de la época, también confundió, o identificó, el po­ der \Macht], que un único individuo nunca puede detentar  porque surge de la actuación conjunta de muchos, con la vio­ lencia [Gewalt], de la que sí puede apoderarse uno solo.


 

P r e ju ic io y j u ic io

Los prejuicios, que todos compartimos, que son obvios para

nosotros, que podemos intercam biarnos en la conversación sin  tener que explicarlos detalladamente, representan algo político  en el sentido más amplio de la palabra, es decir, algo que cons­ tituye un componente integral de los asuntos humanos entre  los que nos movemos todos los días. Que los prejuicios tengan  un papel tan extraordinariam ente grande en la vida cotidiana y  por lo tanto en la política es algo de lo que en sí no cabe la­ mentarse y que, en ningún caso, se debería intentar cambiar.  Pues el hombre no puede vivir sin prejuicios y no sólo porque  su buen sentido o su discernimiento no serían suficientes para  juzgar de nuevo

todo aquello sobre lo que se le pidiera algún  juicio a lo largo de su vida, sino porque una ausencia tal de pre­ juicios exigiría una alerta sobrehum ana. Por eso la política  siempre ha tenido que ver con la aclaración y disipación de  los prejuicios, lo que no quiere decir que consista en educar­ nos para eliminarlos, ni que los que se esfuerzan en dilucidar­ los estén en sí mismos libres de ellos. La pretensión de estar  atento y abierto al mundo determ ina el nivel político y la fisio­ nomía general de una época pero no puede pensarse ninguna  en la que los hombres, en amplias esferas de juicio y decisión,  no pudieran confiar y reincidir en sus prejuicios.

Evidentemente esta justificación del prejuicio como crite­ rio para juzgar en la vida cotidiana tiene sus fronteras, vale  sólo para auténticos prejuicios, esto es, para los que no afir­ man ser juicios. Uno puede reconocer los prejuicios auténticos  en el hecho de que apelan con total naturalidad a un «se dice»,  «se opina», sin que por supuesto dicha apelación deba constar  explícitamente. Los prejuicios no son idiosincrasias persona­ les, las cuales, si bien nunca pueden probarse, siempre remiten  a una experiencia personal en la que tienen la evidencia de per­ cepciones sensibles. Los prejuicios no tienen una evidencia tal,  tampoco para aquel que está sometido a ellos, ya que no son  fruto de la experiencia. Por eso, porque no dependen de un  vínculo personal, cuentan fácilmente con el asentim iento de


 

los demás, sin que haya que tomarse el esfuerzo de persuadir­ les. Ahí

es donde se diferencia el prejuicio del juicio, con el que  por otra

 parte tiene en común que a través de él la gente se re­ conoce y se siente afín, de m anera que quien esté preso en los  prejuicios siempre puede estar seguro de tener algún efecto so­ bre los demás, m ientras que lo idiosincrásico apenas puede  imponerse en el espacio público-político y sólo tiene validez en  lo privado e íntimo. Consiguientemente el prejuicio representa  un gran papel en lo puramente social: no hay propiam ente nin­ guna forma de sociedad que no se base más o menos en los  prejuicios, m ediante los cuales admite a unos determinados  tipos hum anos y excluye a otros. Cuanto más libre está un  hom bre de prejuicios menos apropiado es para lo puram ente  social. Pero si en sociedad no pretendemos juzgar en absoluto,  esta renuncia, esta sustitución del juicio por el prejuicio, resulta  peligrosa cuando afecta al ámbito político, donde no podemos  movernos sin juicios porque, como veremos más adelante, el  pensamiento político se basa esencialmente en la capacidad de  juzgar [Urteilskraft].

Uno de los motivos de la eficacia y peligrosidad de los pre­ juicios es que siempre ocultan un pedazo del pasado. Bien mi­ rado, un prejuicio auténtico se reconoce además en que encie­ rra un juicio que en su día tuvo un fundam ento legítimo en la  experiencia; sólo se convirtió en prejuicio al ser arrastrado sin  el m enor reparo ni revisión a través de los tiempos. En este  sentido se diferencia de la charlatanería, la cual no sobrevive  al día o la hora en que se da y en la cual las opiniones y juicios  más heterogéneos se confunden caleidoscópicamente. El peli­ gro del prejuicio reside precisamente en que siempre está bien  anclado en el pasado y por eso se avanza al juicio y lo impide,  im posibilitando con ello tener una verdadera experiencia del  presente. Si queremos disolver los prejuicios prim ero debemos  redescubrir los juicios pretéritos que contienen, es decir, mos­ trar su contenido de verdad. Si esto se pasa por alto, ni bata­ llones enteros de ilustrados oradores ni bibliotecas completas  de folletos pueden conseguir nada, como m uestran claramente  los casi infinitos —e infinitam ente infructuosos— esfuerzos


 

dedicados a problemas tales como el de los negros en los Esta­ dos Unidos o el de los judíos, cuestiones sobrecargadas de pre­ juicios antiquísimos.

Puesto que el prejuicio, al recurrir a lo pasado, se avanza al  juicio, ve limitada su legitimidad temporal a épocas históricas  —cuantitativamente la gran mayoría— en que lo nuevo es rela­ tivamente raro en las estructuras políticas y sociales y lo viejo  predomina. La palabra «juzgar» tiene en nuestra lengua dos  significados totalmente diferenciados que siempre se mezclan  cuando hablamos. Por una parte alude al subsum ir clasificato-  rio de lo singular y particular bajo algo general y universal, al  medir, acreditar y decidir lo concreto mediante criterios regu­ lativos. En tales juicios hay un prejuicio; se juzga sólo lo indi­ vidual pero no el criterio ni su adecuación a lo que mide. Tam­ bién sobre dicho criterio se juzgó una vez y, aunque ahora este  juicio se omite, se ha convertido en un medio para poder se­ guir juzgando. Pero por otra parte juzgar puede aludir a algo  completamente distinto: cuando nos enfrentam os a algo que  no hemos visto nunca y para lo que no disponemos de ningún  criterio. Este juzgar sin criterios no puede apelar a nada más  que a la evidencia de lo juzgado mismo y no tiene otros presu­ puestos que la capacidad hum ana del juicio, que tiene mucho  más que ver con la capacidad para diferenciar que con la capa­ cidad para ordenar y subsumir. Este juzgar sin criterios nos es  bien conocido por lo que respecta al juicio estético o de gusto  [Geschmacksurteil], sobre el que, como dijo Kant, precisamen­ te no se puede «disputar» pero sí discutir y llegar a un acuerdo;  y tam bién lo vemos en la vida cotidiana cuando, ante una si­ tuación todavía no conocida, opinamos si esto o aquello la hu­ biera juzgado correcta o incorrectamente.

En toda crisis histórica los prejuicios se tambalean, ya no se  confía en ellos y justam ente porque ya no pueden contar con el  reconocimiento en esos «se dice» o «se piensa» no vinculantes,  en ese terreno delimitado en que se justificaban y usaban, se  solidifican y se convierten en algo que en origen no eran, a  saber, en aquellas pseudoteorías que, como cosmovisiones  [Weltanschauungen\ homogéneas o ideologías ilum inadoras,


 

pretenden abarcar toda la realidad histórica y política. Si la  función del prejuicio es preservar a quien juzga de exponerse  abiertam ente a lo real y de tener que afrontarlo pensando, las  cosmovisiones e ideologías cumplen tan bien esta misión que  protegen de toda experiencia, ya que en ellas todo lo real está  al parecer previsto de algún modo. Justam ente esta universali­ dad que las distingue tan claramente de los prejuicios, los cua­ les siempre son sólo de naturaleza parcial, m uestra claramente  que ya no se confía no sólo en los prejuicios sino tam poco en  los criterios del juicio ni en lo que han prejuzgado, m uestran  que todo ello es literalmente inadecuado. Este rechazo de los  criterios en el mundo moderno —la imposibilidad de juzgar lo  que ha sucedido y sucede cada día según unos criterios firmes  y reconocidos por todos, de subsumirlo como caso de un uni­ versal bien conocido, unida estrecham ente a la dificultad de  ofrecer principios de acción para lo que deba suceder— se des­ cribe con frecuencia como un nihilismo inherente a la época,  como una desvaloración de todos los valores, una especie de  ocaso de los dioses y catástrofe del orden m oral del mundo.  Todas estas interpretaciones presuponen tácitam ente que a los  hom bres sólo se les puede exigir juzgar cuando poseen crite­ rios, que la capacidad de juicio no es más que la aptitud para  clasificar correcta y adecuadamente lo particular según lo ge­ neral que por común acuerdo le corresponde.

Si bien es verdad que se admite que la capacidad de juicio  consiste y debe consistir en juzgar directam ente y sin criterios,  los ámbitos en que esto ocurre, en decisiones de toda clase,  sean de naturaleza personal o pública, y en el llamado juicio de  gusto, no se tom an en serio porque, de hecho, lo así juzgado  no tiene nunca carácter concluyente, nunca obliga a los demás  en el sentido en que una conclusión lógicamente irrefutable  obliga al asentim iento, sino que sólo puede persuadirles. Que  al juzgar en general le sea propio algo irrefutable es ello mis­ mo un prejuicio; los criterios, m ientras tienen validez, no son  nunca demostrables irrefutablemente; a ellos sólo les es apro­ piada la limitada evidencia del juicio, sobre la que todos están  de acuerdo y sobre la que no se debe ni disputar ni discutir.


 

Demostrables irrefutablemente son sólo el clasificar, el medir y

  el aplicar criterios, la regulación de lo individual y concreto,  todo lo cual presupone la validez del criterio para la naturale­ za del asunto. Este clasificar y regular, en el que ya no se deci­ de otra cosa que si, de un modo comprobable, se ha operado  errónea o acertadam ente, tienen mucho más que ver con un  concluir deductivo

que con un pensam iento juzgante. La pér­ dida de los criterios, que de hecho determ ina al mundo moder­ no en su facticidad y que no es reversible mediante ningún re­ torno a los buenos Antiguos, o el establecimiento arbitrario de  nuevos valores y criterios, sólo es una catástrofe para el m un­ do moral si se acepta que los hombres no están en condiciones  de juzgar las cosas en sí mismas, que su capacidad de juicio no  basta para juzgar originariam ente, que sólo puede exigírseles  aplicar correctam ente reglas conocidas y servirse adecuada­ mente de criterios ya existentes.

Si esto fuera así, si fuera esencial al pensam iento humano  que los hombres únicamente pudieran juzgar cuando tuvieran  a mano criterios fijos y dispuestos, entonces sería cierto lo que  hoy se supone en general, que en la crisis del mundo moderno  más que éste es el hombre mismo quien está fuera de quicio.*  En la enseñanza académica se ha difundido ampliamente este  supuesto, lo cual se percibe claram ente en el hecho de que las  disciplinas históricas, que tienen que ver con la historia del  mundo y lo que aconteció en él, se han diluido en las ciencias  sociales y la psicología. Esto no significa sino que se abandona  el estudio del mundo histórico en sus pretendidas etapas cro­ nológicas en favor del estudio de modos de conducta primero  sociales y después hum anos, los cuales, a su vez, sólo pueden  ser objeto de una investigación sistem ática si se excluye al  hombre que actúa, que es el artífice de los acontecimientos  constatables en el mundo, y se le rebaja a la condición de ser  que meramente tiene una conducta, ser al que se puede some­

* Arendt usa aquí la frase de Hamlet (Act. I, esc. V): «The time is ont of joint», se­ gún Valverde: «Los tiempos están desquiciados», Barcelona, Planeta, 1995. Según M.

A. Conejero: «El mundo está fuera de juicio», Madrid, Cátedra, 1996. (N. de la t.)


 

ter a experimentos y al que incluso cabe esperar poner definiti­ vamente bajo control. Más significativo quizá que esta acadé­ mica disputa de facultades, en que como mucho se revelan am­ biciones de poder totalm ente antiacadém icas, es que tal  desplazamiento del interés —del mundo al hom bre— se m ani­ fieste en el resultado de una encuesta realizada recientemente  y en la que a la pregunta por el tema de preocupación canden­ te hoy día la respuesta casi unánime fue: el hombre. Se res­ pondía esto no en el sentido de la amenaza concreta que repre­ senta la bomba atómica para el género hum ano (una inquietud  semejante ya estaría de hecho muy justificada); a lo que evi­ dentemente se aludía era a la esencia del hombre, la entendie­ ra cada individuo como la entendiera. De todos modos —y es­ tas m uestras podrían multiplicarse a voluntad— no se duda ni  un instante de que el hombre o se ha salido de quicio o se en­ cuentra en peligro y que, en cualquier caso, es lo que hay que  cambiar.

Sea cual sea la postura que uno adopte frente a la cuestión  de si es el hombre o el mundo lo que está en juego en la crisis  actual, una cosa es segura: la respuesta que sitúa al hombre en  el punto central de la preocupación presente y cree deber cam­ biarlo para poner remedio es profundam ente apolítica; pues  el punto central de la política es siempre la preocupación por el  mundo y no por el hombre (por un mundo acondicionado de al­ guna manera, sin el cual aquellos que se preocupan y son polí­ ticos no consideran que la vida merezca ser vivida). Pero de la  misma m anera que no se cambia un mundo cambiando a los  hombres —prescindiendo de la práctica imposibilidad de tal  empresa— tampoco se cambia una organización o una asocia­ ción empezando a influir sobre sus miembros. Si se quiere  cambiar una institución, una organización o cualquier corpora­ ción pública m undana, sólo es posible hacerlo renovando su  constitución, sus leyes, sus estatutos y esperar que todo lo de­ más se dé por sí mismo. Que esto sea así tiene relación con el  hecho de que siempre que se juntan hombres —sea privada, so­ cial o público-políticamente— surge entre ellos un espacio que  los reúne y a la vez los separa. Cada uno de estos espacios tiene


 

su propia estructura, que varía con el cambio de los tiempos y  que

 se da a conocer en lo privado en los usos, en lo social en las  convenciones y en lo público en las leyes, las constituciones,  los estatutos y similares. Dondequiera que los hombres coinci­ dan se abre paso entre ellos un mundo y es en este «espacio  entre» [Zwischen-Raum\ donde tienen lugar todos los asuntos  humanos.

El espacio entre los hombres, que es el mundo, no puede  existir sin ellos, por lo que un mundo sin hombres, a diferencia  de un universo sin hombres o una naturaleza sin hombres, se­ ría en sí mismo una contradicción. Pero esto no significa que  el mundo y las castrofes que tienen lugar en él sean diluibles  en puros sucesos humanos, ni mucho menos que se deban a  algo que sucede a «-el hombre» o a la esencia de los hombres.  Pues el mundo y las cosas del mundo, en cuyo centro suceden  los asuntos humanos, no son la expresión o, como quien dice,  la reproducci

ón im puesta al exterior de la esencia hum ana  sino, al contrario, el resultado de que los hombres son capaces  de producir [herstellen] algo que no son ellos mismos, a saber,  cosas, e incluso los ámbitos denom inados anímicos o espiri­ tuales son para ellos realidades duraderas, en las qu

e poder  moverse, sólo en la medida en que dichos ámbitos están cosifi-  cados, en que se presentan como un mundo de cosas. Este  mundo de cosas en que los hom bres actúan les condiciona y  por este motivo toda catástrofe que sufre repercute sobre ellos  y les afecta. Podría pensarse en alguna catástrofe tan mons­ truosa que aniquilara, además del mundo, incluso las capaci­ dades del hombre para configurarlo, para producir cosas, de  manera que se quedara sin mundo, como un animal. Hasta po­ dríamos imaginarnos que tales catástrofes tuvieron lugar en el  pasado, en tiempos prehistóricos y que ciertas tribus, llamadas  primitivas, desprovistas de mundo, son sus residuos. También  podríamos imaginarnos que una guerra atómica, suponiendo  que dejara vida hum ana tras de sí, podría provocar una catás­ trofe semejante al destruir el mundo en su totalidad. Pero  siempre será el mundo, o mejor el curso del mundo —del que  los hombres ya no son dueños, del que están tan alienados


 

que el autom atismo inherente a todo proceso puede imponerse  s

in trabas— el que causará la destrucción de los hom bres y no  ellos mismos. Sin embargo, en la preocupación por el hombre  citada más arriba no se trata de tales posibilidades. Más bien  lo grave y angustiante de ella es que se desentiende por com­ pleto de estos peligros «exteriores» [«au/fere»], sumamente rea­ les, y los elude desde una interioridad donde como máximo se  puede reflexionar pero no actuar ni cam biar nada.

N aturalm ente podría objetarse con facilidad que el mundo  del que aquí se habla es el mundo humano, o sea el resultado del  producir

 y actuar hum anos entendidos com únm ente. Dichas  capacidades pertenecen sin ninguna duda a la esencia del hom­ bre; si fracasan, ¿no debería cam biarse la esencia del hombre  antes de pensar en cam biar el mundo? Esta objeción es en  el fondo muy antigua y puede apelar a los m ejores testim o­ nios, por ejemplo a Platón, quien ya reprochó a Pericles que  tras la m uerte de éste los atenienses no fueran mejores  que antes.

¿ T i e n e l a p o l ít ic a t o d a v ía a l g ú n s e n t i d o ?

A la pregunta por el sentido de la política hay una respuesta

tan sencilla y tan concluyente en sí m ism a que se diría que  otras

 respuestas están totalm ente de más. La respuesta es: el  sentido de la política es la libertad. Su simplicidad y contun­ dencia no reside en el hecho de que es tan antigua como la  pregunta —que naturalm ente ya surge de una sospecha y está  inspirada por la desconfianza— sino en la existencia de lo po­ lítico. Pero hoy día esta respuesta no es ni obvia ni inm ediata­ mente convincente, cosa que se aprecia con claridad en el he­ cho de que nuestra pregunta actual ya no cuestiona el sentido  de la política tal y como antes se hacía: a partir de experiencias  que eran de naturaleza no-política [nicht-politisch\ o incluso  antipolítica \anti-politisch~\. Nuestra pregunta actual surge de  experiencias políticas muy reales: de la desgracia que la políti­ ca ya ha ocasionado en nuestro siglo y de la mucho mayor que


 

todavía amenaza con ocasionar. De aquí que nuestra pregunta  suene mucho más radical, mucho más agresiva y mucho más  desesperada: ¿tiene, pues, la política todavía algún sentido?

En la pregunta planteada de este modo —y así es ya como  se plantea a cualquiera— resuenan dos ecos: primero, la expe­ riencia de los totalitarismos, en los que presuntam ente la vida  entera de los hombres está politizada —con la consecuencia de  que no hay libert

ad ninguna. A partir de dicha experiencia, y  esto significa a partir de condiciones específicamente moder­ nas, nace la cuestión de si la política y la libertad son concilia­ bles en absoluto, de si la libertad no comienza sólo allí donde  acaba la política, de m anera que simplemente ya no hay liber­ tad donde lo político no tiene final ni límites. Quizá las cosas  han cambiado tanto desde los Antiguos, para los que la políti­ ca y la libertad eran idénticas, que ahora, en las condiciones  modernas, una y otra han debido separarse por completo.

En segundo lugar, la pregunta se plantea inevitablemente a  la vista del inmenso desarrollo de las m odernas posibilidades  de aniquilación, las cuales, al ser monopolio de los Estados  nunca se hubieran desplegado sin ellos, por lo que sólo pueden  aplicarse en el ámbito político. Aquí ya no se trata únicamente  de la libertad sino de la vid

a, de la existencia de la humanidad  y tal vez de toda la vida orgánica sobre la Tierra. La pregunta  que aquí surge convierte todo lo político en cuestionable; hace  dudar de si bajo las condiciones modernas la política y la con­ servación de la vida son compatibles, y secretamente expresa  la esperanza de que los hom bres serán razonables y abolirán  de alguna manera la política antes de que ésta los elimine a to­ dos. Ciertamente puede objetarse que la esperanza de que los  Estados m ueran o de que al menos la política desaparezca por  una vía u otra es utópica, y es de suponer que la mayoría esta­ ría de acuerdo con tal objeción. Pero esto no modifica en nada  ni la esperanza ni la pregunta. Si la política trae la desgracia y  no puede abolirse, sólo quedan la desesperación o la esperanza  de que el diablo no será tan malo como lo pintan —una espe­ ranza bastante tonta en nuestro siglo, en que desde la Primera  Guerra Mundial hemos tenido que ver cómo cada diablo que la


 

política nos presentaba era

 mucho peor de lo que a nadie se le  hubiera ocurrido pintarlo.

Estas dos experiencias, que provocan la pregunta por el sen­ tido de

 la política, son las experiencias políticas fundamentales  de nuestra época. Si uno las pasa por alto es como si no hubie­ ra vivido en este mundo, que es el nuestro. No obstante, hay  entre ellas todavía una diferencia. Por lo que respecta a la ex­ periencia de la politización total en los Estados totalitarios

 y a  la cuestionabilidad de lo político que surgía de ella, es un he­ cho que desde la Antigüedad ya nadie creía que el sentido de la  política fuera la libertad; así como también es un hecho que en  la Edad Moderna, tanto teórica como prácticam ente, lo políti­ co únicam ente vale como medio para proteger la subsistencia  de la sociedad y la productividad del libre desarrollo social. Así  pues, ante el cuestionamiento de lo político tal como se da en  la experiencia totalitaria sería posible, en teoría, un retroceso a  un punto de vista históricamente anterior —como si las formas  totalitarias de dominación no hubieran hecho más que demos­ trar aquello que el pensam iento liberal del siglo xix ya había  mostrado—. En cambio, lo desconcertante que la posibilidad  de una aniquilación física absoluta tiene para lo político es que  precisam ente no perm ite ese retroceso. Pues lo político ame­ naza precisam ente aquello que, según la Edad Moderna, justi­ fica su existencia, a saber, la pura posibilidad de vivir de la hu­ m anidad en su conjunto. Si es verdad que la política es algo  necesario para la subsistencia de la humanidad, entonces ha em­ pezado de hecho a autoliquidarse, ya que su sentido se ha vuel­ to bruscam ente falto de sentido.

Esta falta de sentido no es ninguna aporía ficticia; es un es­ tado de cosas absolutam ente real del que podemos darnos  cuenta cada día si nos tomamos la molestia no solamente de  leer los periódicos sino tam bién de preguntarnos, en nuestro  disgusto por el desarrollo de todos los problem as políticos im­ portantes, cómo podríamos hacerlo m ejor dadas las circuns­ tancias. La falta de sentido en que ha caído la política en gene­ ral se aprecia en que todos los problemas políticos particulares  se precipitan a un callejón sin salida. Como sea que considere­


 

mos la situación e intentemos calcular los factores particulare

s  que la doble am enaza de los Estados totalitarios y las armas  atómicas —y, sobre todo, la coincidencia de ambos— nos plan­ tea, no podemos ni siquiera im aginarnos una solución satis­ factoria, aun cuando presupusiéramos la mejor voluntad de to­ das las partes (lo que como es sabido no podemos hacer en  política porque la buena voluntad de hoy no garantiza la buena  voluntad de mañana). Si partim os de la lógica inherente a es­ tos factores y suponemos que nada que no nos sea hoy ya co­ nocido determina ni determ inará el curso del mundo, entonces  sólo podremos decir que un cambio decisivo para nuestra sal­ vación sólo sucederá por una especie de milagro.

Ahora bien, para considerar con toda seriedad qué significa­ ría este milagro y eliminar la sospecha de que esperar milagros  o contar con ellos es una mera frivolidad o una ligereza necia  debemos olvidar en prim er lugar el rol que el milagro ha re­ presentado desde siempre en la fe y en la superstición, es decir,  en la religión y en la pseudorreligión. Para liberarnos del pre­ juicio de que el milagro es un fenómeno genuina y exclusiva­ mente religioso, en el que algo ultraterrenal y sobrehumano  irrumpe en la marcha de los asuntos humanos o de los cursos  naturales, quizá convenga tener presente que

 el marco comple­ to de nuestra existencia real, la existencia de la Tierra, de la  vida orgánica sobre ella, del género humano, se basa en una  especie de milagro. Pues desde el punto de vista de los proce­ sos universales y de la probabilidad que los rige, la cual puede  reflejarse estadísticamente, ya el solo nacimiento de la Tierra  es una «improbabilidad infinita». Lo mismo ocurre con el na­ cimiento de la vida orgánica a partir del desarrollo de la natu­ raleza inorgánica o con el nacim iento de la especie hum ana a  partir de la evolución de la vida orgánica. En estos ejemplos se  ve claram ente que siempre que ocurre algo nuevo se da algo  inesperado, imprevisible y, en últim o término, inexplicable  causalmente, es decir, algo así como un milagro en el nexo de  las secuencias calculables. Con otras palabras, cada nuevo co­ mienzo [Anfang] es por naturaleza un milagro —contemplado  y experimentado desde el punto de vista de los procesos que


 

necesariamente interrumpe. En este sentido, a la transcenden­ cia religiosa de la fe en los milagros corresponde la transcen­ dencia comprobable en la realidad de todo comienzo con rela­ ción a la conexión interna de los procesos en que irrumpe.

Naturalm ente éste es sólo un ejemplo para aclarar que lo  que llamamos efectivamente real ya es un plexo de realidad  mundanal, orgánica y humana,

 que precisamente como tal rea­ lidad nace con la m arca de las «improbabilidades infinitas».  Pero si tomamos este ejemplo como una m etáfora de lo que  pasa realmente en el terreno de los asuntos humanos, entonces  empieza a fallar. Pues por lo que respecta a éstos, de lo que se  trata, como decimos, es de procesos de naturaleza histórica,  esto es, de procesos que no transcurren en form a de desarro­ llos naturales, sino en la de cadenas de acontecim ientos en  cuyos engarces este milagro de «improbabilidades infinitas»  acontece con tanta frecuencia que nos parece extraño hablar  de milagros (debido a que consideramos que el proceso de la  historia resulta de las iniciativas hum anas y está continuam en­ te atravesado por nuevas iniciativas). En cambio, si este proce­ so se contempla en su puro carácter procesal —y naturalm ente  esto es lo que ocurre en todas las filosofías de la historia para  las que el proceso histórico no es el resultado de la acción con­ junta de los hombres, sino del desarrollo y confluencia de fuer­ zas extra, sobre o infrahumanas, esto es, en las que el hombre  que actúa es excluido de la historia— cualquier nuevo inicio en  él, sea para bien o para mal, es tan im probable que todos los  grandes acontecimientos se toman como milagros. Visto obje­ tivamente y desde fuera, las posibilidades de que m añana el  día transcurra exactamente como hoy son aplastantes —segu­ ram ente esto no es del todo así, pero para las dimensiones hu­ manas son tan aplastantes como las posibilidades de que a par­ tir de los acontecimientos cósmicos, los procesos inorgánicos y  la evolución de los géneros animales surgieran la Tierra, la  vida o la hum anidad no animal.

La diferencia decisiva entre las «improbabilidades infinitas»  en

 que consiste la vida hum ana terrena y los acontecimientos-  milagro [Ereignis-Wunder] en el ámbito de los asuntos hum a­


 

nos mismos es naturalm ente que en éste hay un taumaturgo y  que es

el propio hombre quien, de un modo maravilloso y mis­ terioso, está dotado para hacer milagros. Este don es lo que en  el habla habitual llamamos la acción [das Handeln], A la ac­ ción le es peculiar poner en m archa procesos cuyo automatis­ mo parece muy similar al de los procesos naturales, y le es pe­ culiar sentar un nuevo comienzo, empezar algo nuevo, tomar  la iniciativa o, hablando kantianam ente, comenzar por sí mis­ mo una cadena. El milagro de la libertad yace en este poder-  comenzar [Anfangen-Kónnen] que a su vez estriba en el factum  de que todo hombre, en cuanto que por nacimiento viene al  mundo —que ya estaba antes y continuará después—, es él  mismo un nuevo comienzo.

Esta idea de que la libertad es idéntica a comienzo o, ha­ blando otra vez kantianam ente, a espontaneidad nos resulta  muy extraña porque es un rasgo característico de nuestra tra­ dición de pensamiento conceptual y sus categorías identificar  libertad con libre albedrío y entender por libre albedrío la li­ bertad de elección entre dos alternativas ya dadas —dicho tos­ camente: entre el bien y el mal— y no simplemente la libertad  de querer que esto o aquello sea así o asá. Esta tradición tiene  naturalm ente sus buenos motivos, en los que aquí no podemos  entrar, y fue extraordinariam ente fortalecida por la convicción,  extendida ya desde la Antigüedad, de que la libertad no sólo no  reside en la acción y en lo político, sino que, al contrario, úni­ camente es posible si el hombre renuncia a actuar, se retrae  sobre sí mismo retirándose del mundo y evita lo político. Fren­ te a esta tradición conceptual y categorial se levanta no sólo la  experiencia, sea de tipo privado o público, de todo hombre;  frente a ella tam bién se alza sobre todo el testimonio nunca  completamente olvidado de las lenguas antiguas, en que el  griego archein significa comenzar y dominar, es decir, ser libre,  y el latino agere poner algo en m archa, es decir, desencadenar  un proceso.

Por lo tanto, si esperar milagros es un rasgo del callejón sin  salida al que ha ido a parar nuestro mundo, de ninguna mane­ ra esta esperanza nos saca del ámbito político originario. Si el


 

sentido de la política es la libertad, es en este espacio —y no en  nin

gún otro— donde tenemos el derecho a esperar milagros.  No porque creamos en ellos sino porque los hom bres, en la  medida en que pueden actuar, son capaces de llevar a cabo lo  improbable e imprevisible y de llevarlo a cabo continuamente,  lo sepan o no. La pregunta de si la política tiene todavía algún  sentido, aun cuando acabe en la fe en los milagros —y ¿dónde  debería acabar, si no?—, nos conduce inevitablemente de nue­ vo a la pregunta por el sentido de la política.

E l SENTIDO DE LA POLÍTICA

La pregunta por el sentido de la política y la desconfianza

frente a ella son muy antiguas, tanto como la tradición de la  filosofía política. Se rem ontan a Platón y quizá incluso a Par-  ménides, y se originan en experiencias sum am ente reales vivi­ das por los filósofos en la polis, esto es, en la forma de organi­ zación de la convivencia hum ana que ha determ inado tan  ejemplar y modélicamente lo que todavía hoy entendemos por  política, que incluso de ahí proceden nuestras palabras para  designarlo en todas las lenguas europeas.

Tan antiguas como la pregunta por el sentido de la política  son las respuestas que justifican la política, y casi todas las de­ term inaciones o definiciones de lo político que hallamos en  nuestra tradición son, por su auténtico contenido, justificacio­ nes. Hablando en general, todas estas justificaciones y defini­ ciones vienen a designar la política como un medio para un  fin más elevado, fin último, por cierto, cuya determ inación ha  sido muy diversa a través de los siglos. Aun así, toda esta di­ versidad se puede resum ir en unos pocos térm inos fundam en­ tales y este hecho habla por sí solo de la elemental sencillez de  las cosas que aquí tratamos.

La política, se dice, es una necesidad ineludible para la vida  hum ana, tanto individual como social. Puesto que el hombre  no es autárquico, sino que depende en su existencia de otros,  el cuidado de ésta debe concernir a todos, sin lo cual la convi-


 

vencía sería imposible. La misión y el fin de la política es ase­ gurar la vida en el sentido más amplio. Es ella quien hace posi

­ ble al individuo perseguir en paz y tranquilidad sus fines no  im portunándole (es completamente indiferente en qué esfera  de la vida se sitúen dichos fines: puede tratarse, en el sentido  antiguo, de posibilitar que unos pocos se ocupen de la filosofía  o, en el sentido moderno, de asegurar a muchos el sustento y  un mínimo de felicidad). Dado que, como Madison observó  una vez, en esta convivencia se trata de hombres y no de ánge­ les, el cuidado de la existencia sólo puede tener lugar median­ te un estado que posea el monopolio de la violencia y evite la  guerra de todos contra todos.

A estas respuestas les es común tener por obvio que allí don­ de los hombres conviven, en un sentido histórico-civilizatorio,  hay y ha habido siempre política. Para abonar tal obviedad se  acostum bra a apelar a la definición aristotélica del hombre  como un ser vivo político, y esta apelación no es irrelevante  porque la polis ba determinado decisivamente tanto la concep­ ción europea de lo que es verdaderamente la política y su sen­ tido como la forma lingüística de referirse a ello. Por eso tam ­ poco es irrelevante que la apelación a Aristóteles se base en un  malentendido igualmente muy antiguo aunque ya postclásico.  Aristóteles, para el que la palabra politikon era un adjetivo  para la organización de la polis y no una caracterización arbi­ traria de la convivencia humana, no se refería de ninguna ma­ nera a que todos los hombres fueran políticos o a que en cual­ quier parte donde viviesen hom bres hubiera política, o sea,  polis. De su definición quedaban excluidos no sólo los esclavos  sino tam bién los bárbaros de reinos asiáticos regidos despóti­ camente, bárbaros de cuya hum anidad no dudaba en absoluto.  A lo que se refería era simplemente a que es una particularidad  del hombre que pueda vivir en una polis y que la organización  de ésta representa la suprema forma hum ana de convivencia y  es, por lo tanto, hum ana en un sentido específico, igualmente  alejado de lo divino, que puede m antenerse por sí solo en ple­ na libertad y autonomía, y de lo animal, en que la convivencia  —si se da— es una forma de vida marcada por la necesidad. La


 

política, por lo tanto, en el sentido de Aristóteles —y Aristóte­ les como en muchos otros puntos de sus escritos políticos no  reproduce aquí tanto su propio parecer como la opinión com­ partida, si bien m ayoritariam ente no articulada, por todos los  griegos de la época—, no es en absoluto una obviedad ni se en­ cuentra dondequiera que los hom bres convivan. Según los  griegos, sólo hubo política en Grecia, e incluso allí por un es­ pacio de tiempo relativamente corto.

Lo que distinguía la convivencia hum ana en la polis de otras  formas de convivencia hum ana que los griegos conocían muy  bien era la libertad. Pero esto no significa que lo político o la  política se entendiera como un medio para posibilitar la liber­ tad hum ana, una vida libre. Ser libre y vivir en una polis eran  en cierto sentido uno y lo mismo. Pero sólo en cierto sentido;  pues para poder vivir en una polis, el hombre ya debía ser libre  en otro aspecto: como esclavo, no podía estar sometido a la  coacción de ningún otro ni, como laborante, a la necesidad de  ganarse el pan diario. Para ser libre, el hom bre debía ser libe­ rado o liberarse él mismo, y este estar libre de las obligaciones  necesarias para vivir era el sentido propio del griego scholé o  del romano otium, el ocio, como decimos hoy. Esta liberación,  a diferencia de la libertad, era un fin que podía y debía conse­ guirse a través de determ inados medios. El decisivo era el es-  clavismo, la violencia con que se obligaba a que otros asum ie­ ran la penuria de la vida diaria. A diferencia de toda forma de  explotación capitalista, que persigue prim eram ente fines eco­ nómicos y sirve al enriquecimiento, los Antiguos explotaban a  los esclavos para liberar completamente a los señores de la la­ bor [Arbeit], de m anera que éstos pudieran entregarse a la li­ bertad de lo político. Esta liberación se conseguía por medio  de la coacción y la violencia, y se basaba en la dominación ab­ soluta que cada amo ejercía en su casa. Pero esta dominación  no era ella misma política, aun cuando representaba una con­ dición indispensable para todo lo político. Si se quiere en­ tender lo político en el sentido de la categoría medios-fines,  entonces ello era, tanto en el sentido griego como en el de Aris­ tóteles, ante todo un fin y no un medio. Y el fin no era la liber­


 

tad tal como se hacía realidad en la polis, sino la liberación  prepolítica para la libertad en la polis. En ésta, el sentido de lo  político, pero no su fin, era que los hombres se relacionaran  entre ellos en libertad, más allá de la violencia, la coacción y el  dominio, iguales con iguales, que m andaran y obedecieran  sólo en momentos necesarios —en la guerra— y, si no, que re­ gularan todos sus asuntos hablando y persuadiéndose entre sí.

Lo político en este sentido griego se centra, por lo tanto, en  la libertad, comprendida negativamente como no ser dom ina­ do y no dominar, y positivamente como un espacio sólo esta-  blecible por muchos, en el que cada cual se mueva entre igua­ les. Sin los demás, que son mis iguales, no hay libertad. Por  eso quien domina sobre los demás y es, pues, por principio dis­ tinto de ellos, puede que sea más feliz y digno de envidia que  aquellos a los que domina, pero no más libre. También él se  mueve en un espacio en que no hay libertad en absoluto. Para  nosotros esto es difícil de com prender porque con el de igual­ dad unimos el concepto de justicia y no el de libertad, malen-  tendiendo así, en nuestro sentido de igualdad ante la ley, la ex­ presión griega para una constitución libre, la isonomia. Pero

 isonomia no significa que todos sean iguales ante la ley ni tam ­ poco que la ley sea la misma para todos, sino simplemente que  todos tienen el mismo derecho a la actividad política y esta ac­ tividad era en la polis preferentem ente la de hablar los unos  con los otros. Isonomia es por lo tanto libertad de palabra y,  como tal, es lo mismo que iségoria; más tarde Polibio las lla­ mará a ambas simplemente isologia.' Hablar en la forma de or­ denar, y escuchar en la forma de obedecer no tenían el valor de  los verdaderos hablar y escuchar; no eran libertad de palabra  porque estaban vinculados a un proceso determinado no por el  hablar sino por el hacer [tun] o el laborar. Las palabras en este  sentido eran sólo el sustituto de un hacer que presuponía la  coacción y el ser coaccionado. Cuando los griegos decían que  los esclavos y los bárbaros eran aneu logou, que no poseían la  palabra, se referían a que se hallaban en una situación en que el

1. Iségoria e isologia se refieren explícitamente a la libertad de expresión. (N. del e.)


 

habla libre era imposible. En la misma situación se halla el  déspota, que sólo sabe ordenar; para poder hablar necesita de  otros de igual condición. Por consiguiente, para la libertad no  es necesaria una democracia igualitaria en el sentido moderno  sino una esfera restringida, delimitada oligárquica o aristocrá­ ticamente, en la que al menos unos pocos o los mejores se re­ lacionen los unos con los otros como iguales entre iguales. Na­ turalmente, esta igualdad no tiene nada que ver con la justicia.

Lo decisivo de esta libertad política es su vínculo a un espa­ cio. Quien abandona su polis o es desterrado pierde no sólo su  hogar o su patria sino tam bién el único espacio en que podía  ser libre; pierde la compañía de los que eran sus iguales. Pero  para su vida y el cuidado de su existencia este espacio de la li­ bertad era tan poco necesario o indispensable que constituía  más bien un impedimento. Los griegos sabían por propia expe­ riencia que un tirano razonable (lo que nosotros llamamos un  déspota ilustrado) era una gran ventaja para la prosperidad de  la ciudad y el florecimiento de las artes tanto materiales como  intelectuales. Sólo que así se acababa con la libertad. Se expul­ saba a los ciudadanos a sus hogares y el espacio en que se daba  el trato libre entre iguales, el agora, quedaba desierto. La liber­ tad ya no tenía espacio y esto significaba que ya no había li­ bertad política.

Aquí todavía no podemos referirnos a lo que verdaderamen­ te ha significado esta pérdida de lo político, que en el sentido  de la Edad Antigua coincide con la pérdida de la libertad. Aquí  se trata sólo de que una breve retrospectiva sobre aquello que  en origen se vinculaba al concepto de lo político nos proteja  del prejuicio moderno de que la política es una necesidad ine­ ludible y de que la ha habido siempre y por doquier. Precisa­ mente necesario —sea en el sentido de una exigencia ineludi­ ble de la naturaleza hum ana como el hambre o el amor, sea en  el sentido de una organización indispensable de la convivencia  hum ana— lo político no lo es, puesto que sólo empieza donde  acaba el reino de las necesidades materiales y la violencia físi­ ca. Tan poco ha existido siempre y por doquier lo político  como tal que, desde un punto de vista histórico, solamente


 

unas pocas grandes épocas lo han conocido y hecho realidad.  Sin embargo estos pocos grandes casos afortunados de la his­ toria son decisivos; únicam ente en ellos se pone de manifiesto  el sentido de la política, tanto en lo que ésta tiene de salvación  como de desgracia. Por este motivo son modélicos, no porque  puedan copiarse sino porque ciertas ideas y conceptos que du­ rante un breve período fueron plena realidad son determ inan­ tes también para las épocas a las que una plena experiencia de  lo político les es negada.

La más im portante de estas ideas, que también para noso­ tros pertenece todavía irrecusablem ente al concepto de políti­ ca en general, y que por eso ha sobrevivido a todos los virajes  de la historia y a todas las transform aciones teóricas, es sin  duda la idea de la libertad. Que política y libertad van unidas, y  que la tiranía es la peor de

 todas las formas de Estado, la más  propiam ente antipolítica, recorre como un hilo rojo el pensa­ miento y la acción de la hum anidad europea hasta la época  más reciente. Sólo los Estados totalitarios y sus correspondien­ tes ideologías —pero no el marxismo, que proclamaba el reino  de la libertad y entendía la dictadura del proletariado en el  sentido romano, como una institución pasajera de la revolu­ ción— han osado cortar este hilo, de m anera que lo propia­ mente nuevo y espantoso de ellos no es la negación de la liber­ tad o la afirmación de que la libertad no es buena ni necesaria  para el hombre; es más bien la convicción de que la libertad  del hombre debe ser sacrificada al desarrollo histórico cuyo  proceso puede ser obstaculizado por el hombre, únicamente si  éste actúa y se mueve en libertad. Esta concepción es común a  todos los movimientos políticos específicamente ideológicos.  Desde una perspectiva teórica lo decisivo es que la libertad no  se localice ni en el hombre que actúa y se mueve libremente ni  en el espacio que surge entre los hombres, sino que se transfie­ ra a un proceso que se realiza a espaldas del hombre que ac­ túa, y que opere ocultamente, más allá del espacio visible de  los asuntos públicos. El modelo de este concepto de libertad es  el de un río que fluye libremente, y para el que cualquier inter­ posición representa una arbitrariedad que frena su fluir. La


 

identificación m oderna de la antiquísima contraposición entre  libertad y necesidad y la antítesis entre libertad y arbitrariedad,  que ha aparecido en su lugar, tienen su secreta justificación en  este modelo. En todos estos casos el concepto m oderno de his­ toria ha reemplazado al de política vigente desde siempre; los  acontecimient

os políticos y la acción política se disuelven en el  devenir histórico y la historia se entiende en sentido literal  como un río. La diferencia entre este am pliam ente difundido  pensam iento ideológico y los Estados totalitarios es que estos  últimos han descubierto los medios políticos para sumergir al  hombre

 en la corriente de la historia, de modo que quedara  atrapado tan exclusivamente por la «libertad» de ésta que ya  no pudiera frenar su «libre» fluir sino, al contrario, convertirse  él mismo en un momento de su aceleración. Los medios por  los que esto sucede son la coacción del terror, recibida del ex­ terior, y la coacción, ejercida desde el interior, del pensamiento  ideológico, esto es, de un pensam iento que en cierta medida  tam bién internam ente sigue la corriente en el sentido del río  de la historia. Sin duda, este desarrollo del totalitarism o es  realm ente el paso decisivo en el camino de la supresión de la  libertad, lo que no niega que desde un punto de vista teórico el  concepto de libertad haya desaparecido allí donde el concepto  de la historia ha reemplazado en el pensamiento moderno al de  la política.

Que la idea de que la política tiene inevitablemente algo que  ver con la libertad, idea nacida por vez prim era en la polis grie­ ga, se haya podido m antener a través de los siglos es tanto más  notable y consolador si tenemos en cuenta que en el transcur­ so de tal espacio de tiempo apenas hay un concepto del pen­ sam iento y de la experiencia occidentales que se haya trans­ formado, y tam bién enriquecido, más. Ser libre significaba  originariam ente poder ir adonde se quisiera, pero este signifi­ cado tenía un contenido mayor que lo que hoy entendemos por  libertad de movimiento. No sólo se refería a que no se estaba  sometido a la coacción de ningún hombre sino tam bién a que  uno podía alejarse del hogar y de su «familia» (concepto rom a­ no que Mommsen tradujo sin más por servitud). Esta libertad


 

la tenía únicamente el señor de la casa y no consistía en que él  dominara sobre los restantes miembros de ésta, sino en que  gracias a este dominio podía dejar su hogar, su familia en el  sentido antiguo. Es evidente que esta libertad conllevaba el ele­ mento del riesgo, del atrevimiento; quedaba a la voluntad del  hombre libre abandonar el hogar, que era no sólo el lugar en  que los hombres estaban dominados por la necesidad y la  coacción, sino también, y en estrecha conexión con ello, el lu­ gar donde la vida era garantizada, donde todo estaba listo para  rendir satisfacción a las necesidades vitales. Por lo tanto sólo  era libre quien estaba dispuesto a arriesgar la vida; no lo era y  tenía un alma esclava quien se aferraba a la vida con un amor  demasiado grande (un vicio para el que la lengua griega tenía  una palabra específica: philopsychia).2

Esta convicción de que sólo puede ser libre quien esté dis­ puesto a arriesgar su vida jam ás ha desaparecido del todo de  nuestra conciencia; y lo mismo hay que decir del vínculo de lo  político con el peligro y el atrevimiento en general. La valentía  es la prim era de todas las virtudes políticas y todavía hoy for­ ma parte de las pocas virtudes cardinales de la política, ya que  únicamente podemos acceder al mundo público común a to­ dos nosotros, que es el espacio propiam ente político, si nos  alejamos de nuestra existencia privada y de la pertenencia a la  familia a la que está unida nuestra vida. De todos modos, el es­ pacio que penetraban los que se atrevían a cruzar el dintel de  su casa dejó de ser ya en un tiempo muy tem prano un ámbito  de grandes empresas y aventuras, de las que alguien sólo podía  esperar salir victorioso si se aliaba con otros iguales a él. Ade­ más, si bien en el mundo que se abre a los valientes, los aven­ tureros y los emprendedores, surge ciertamente una especie de  espacio público, éste no es todavía político en sentido propio.  Evidentemente, este ámbito en que irrum pen los emprendedo­ res surge porque están entre iguales y cada uno de ellos puede  ver y oír y admirar las gestas de todo el resto, gestas con cuyas  leyendas el poeta y el narrador de historias podrán después

2. Literalmente «amor a la vida», con la connotación de la pusilanimidad. (N. del e.)


 

asegurarles la gloria para la posteridad. Contrariam ente a lo  que sucede en la privacidad y en la familia, en el recogimiento  de las propias cuatro paredes, aquí todo aparece a aquella luz  que únicam ente puede generar la publicidad, es decir, la pre­ sencia de los demás. Pero esta luz, que es la condición previa  de todo aparecer efectivo, es engañosa m ientras es sólo públi­ ca y no política. El espacio público de la aventura y la gran em­ presa desaparece tan pronto todo ha acabado, el cam pamento  se levanta y los «héroes» —que en Homero no son otros que los  hombres libres— regresan a casa. Este espacio público sólo lle­ ga a ser político cuando se establece en una ciudad, cuando se  vincula a un sitio concreto que sobreviva tanto a las gestas me­ morables como a los nombres de sus autores, y los transm ita a  la posteridad en la sucesión de las generaciones. Esta ciudad,  que ofrece un lugar perm anente a los m ortales y a sus actos y  palabras fugaces, es la polis, políticam ente distinta de otros  asentamientos (para los que los griegos tam bién tenían una pa­ labra: asté), en que sólo ella se construye en torno al espacio  público, la plaza del mercado, donde en adelante los mortales  libres e iguales pueden siempre encontrarse.

Para com prender nuestro concepto político de libertad tal  como originalm

 ente aparece en la polis griega es de gran im ­ portancia este estrecho vínculo de lo político con lo homérico. Y no sólo porque Homero fuera el educador de esta polis, sino  también porque, según la comprensión que de sí mismos tenían  los griegos, la organización y fundación de la polis estaban ín­ tim am ente ligadas a aquellas experiencias ya presentes en él.  Así, el concepto central de la polis libre, no dom inada por nin­ gún tirano, y los conceptos de isonomia e isegoria se remitían sin  dificultad a los tiempos homéricos ya que, de hecho, la grandio­ sa experiencia de las potencialidades de una vida entre iguales  ya se encontraba modélicamente en las epopeyas homéricas; y,  lo que quizá es más importante, el nacimiento de la polis podía  entenderse como una respuesta a estas experiencias, bien ne­ gativamente —en el sentido en que Pericles en su discurso fu­ nerario se refiere a Homero: la polis debía fundarse para ase­ gurar a la grandeza de los hechos y palabras humanos una


 

permanencia más fiable que la memoria que el poeta conserva­ ba y perpetuaba en el poema (Tucídides, II, 41)—, bien positi­ vamente, en el sentido en que Platón decía (en la Carta XI,  359 b) que la polis había nacido de la confluencia de grandes  acontecimientos ocurridos en la guerra o en otras gestas, es  decir, de actividades políticas en sí mismas y de su peculiar  grandeza. En ambos casos es como si el cam pamento m ilitar  homérico no se levantara, sino que se instalara de nuevo tras el  regreso a la patria, se fundara la polis y se encontrara con ello  un espacio donde aquél pudiera permanecer prolongadamente. Y por mucho que en esta perm anencia prolongada haya podi­ do transformarse, el contenido del espacio de la polis sigue li­ gado a lo homérico, que le da origen.

Es por lo tanto natural que ahora, en este espacio propia­ mente político, lo que se entendía por libertad se desviase; el  sentido de la empresa y la aventura se debilitó más y más y  aquello que en estas aventuras había sido en cierta manera el ac­ cesorio indispensable, la constante presencia de los otros, el tra­ to con iguales en la publicidad del ágora, la iségoria, como dice  Heródoto, pasara a ser el auténtico contenido del ser-libre.  Sim ultáneam ente, la actividad más im portante para el ser-  libre se desplazó del actuar al hablar, del acto libre a la pala­ bra libre.

Este desplazamiento es de gran im portancia y se ha ido pro­ duciendo en la tradición de nuestro concepto de libertad, en la  cual la convicción de que actuar y hablar están escindidos y les  corresponden capacidades hum anas completamente distintas  es incluso más decisiva que en la historia de Grecia misma,  pues uno de los elementos más notables y estimulantes del  pensam iento griego era precisam ente que desde el principio,  esto es, desde Homero, no existía una escisión tal entre hablar  y actuar, y que el autor de grandes gestas tam bién debía ser  orador de grandes palabras, no sólo porque las grandes pala­ bras fueran las que debían explicar las grandes gestas, que, si  no, caerían, mudas, en el olvido sino porque el habla misma se  concebía de antemano como una especie de acción. Contra los  golpes del destino, contra las malas pasadas de los dioses, el


 

hombre no podía defenderse, pero sí enfrentárseles y replicar­ les hablando, y, aunque esta réplica no vence al infortunio ni  atrae a la fortuna, es un suceso como tal; si las palabras son de  igual condición que los sucesos, si (como se dice al final de An-  tígona) «grandes palabras responden y reparan los grandes gol­ pes de los elevados hombros», entonces lo que acontece es algo  grande y digno de un recuerdo glorioso. En este sentido hablar  es una especie de acción, y la propia ruina puede llegar a ser  una hazaña si en pleno hundim iento se le enfrentan palabras.  Ésta es la convicción fundam ental en que se basa la tragedia  griega y su drama, aquello de lo que trata.

Es precisam ente esta concepción del hablar, que sirve de  base al descubrim iento que la filosofía griega hizo del logos  como poder en sí mismo, la que pasa a segundo térm ino en la  experiencia de la polis y desaparece completamente de la tra­ dición del pensam iento político. La libertad de expresar las  opiniones, el derecho a escuchar las opiniones de los demás y  ser asimismo escuchado, que todavía constituye para nosotros  un componente inalienable de la libertad política, desbancó  muy pronto a una libertad que, sin ser contradictoria con ésta,  es completamente de otra índole, a saber, la que es propia de la  acción y del hablar en tanto que acción. Esta libertad consiste  en lo que nosotros llamamos espontaneidad, que desde Kant se  basa en que cualquiera es capaz de comenzar por sí mismo una  nueva serie. Que la libertad de acción signifique lo mismo  que establecer un comienzo y empezar algo, nada lo ilustra me­ jor en el ámbito político griego que el hecho de que la palabra  archein se refiera tanto a comenzar como a dominar. Este

 doble significado pone de manifiesto que se denom inaba diri­ gente [Führer] a quien comenzaba algo y buscaba los com pa­ ñeros para poder realizarlo; y este realizar y llevar a fin lo em­ pezado era el significado originario de la palabra «actuar»  prattein. El mismo emparejam iento entre ser-libre y empezar  lo hallamos en la convicción romana de que la grandeza de sus  antepasados culminó en la fundación de Roma y de que la li­ bertad de los romanos siempre debe rem ontarse —ab urbe con­ dita— a esta fundación en que se sentó un comienzo. San


 

Agustín fundam entó ontológicamente esta libertad romana al  afirm ar

 que el hombre mismo es un comienzo, un inicio, ya  que no existe desde siempre sino que viene al mundo al nacer.  A pesar de la filosofía política de Kant —que, a partir de la ex­ periencia de la Revolución Francesa, se

 ha convertido en una  filosofía de la libertad porque se centra esencialmente en el  concepto de espontaneidad— sólo nos hemos dado cuenta del  extraordinario significado político de esta libertad —que reside  en el podercomenzar— hoy, cuando los totalitarismos, lejos  de contentarse con poner fin a la libertad de expresión, han  querido tam bién aniquilar fundam entalm ente la espontanei­ dad del hombre en todos los terrenos. Cosa que por otra parte  es inevitable si el proceso histórico-político se define de un  modo determ inista como algo en que todo es reconocible por­ que está decidido a priori, siguiendo sus propias leyes. Pues  frente a la fijación y cognoscibilidad del futuro es un hecho  que el mundo se renueva a diario m ediante el nacimiento  y que a través de la espontaneidad del recién llegado se ve  arrastrado a algo imprevisiblemente nuevo. Únicamente cuando  se le hurta su espontaneidad al neonato, su derecho a empezar  algo nuevo, puede decidirse el curso del mundo de un modo  determ inista y predecirse. La libertad de expresión, que fue de­ term inante para la organización de la polis, se diferencia de la  libertad de sentar un nuevo comienzo, propia de la acción, en  que aquélla necesita en mucho mayor medida de la presencia  de otros. Ciertamente tampoco la acción puede jam ás tener lu­ gar en el aislamiento, ya que aquel que empieza algo sólo pue­ de acabarlo cuando consigue que otros le ayuden. En este sen­ tido, toda acción es una acción in concert, como Burke solía  decir; «es imposible actuar sin amigos y cam aradas de con­ fianza» (Platón, Carta VII, 325 d), es decir, imposible en el sen­ tido del griego prattein, a saber, realizar, completar. Pero incluso  éste es sólo un estadio de la acción misma, si bien el política­ mente más importante, o sea, el que determina en última ins­ tancia qué será de los asuntos humanos y cuál será su aspecto. A  este estadio le precede el comienzo, el archein, y la iniciativa que  decide quién será el dirigente o archon, el primus inter pares,


 

queda en manos del individuo y su valor de aventurarse en una  nueva empresa. Finalmente, alguien completamente solo, si los  dioses le ayudan, puede realizar grandes gestas, como Hera­ cles, que únicam ente necesitó a los hom bres para que conser­ varan su recuerdo. Por mucho que sin ella toda libertad políti­ ca perdería su mejor y más profundo sentido, la libertad de la  espontaneidad es todavía prepolítica; únicam ente depende de  las formas de organización de la convivencia en la m edida en  que también ella, al fin y al cabo, sólo puede darse en un m un­ do. Pero puesto que em ana de los individuos, puede salvarse  bajo circunstancias muy desfavorables incluso del alcance de,  por ejemplo, una tiranía; en la productividad del artista así  como en general de todos los que producen cualquier cosa m un­ dana aislados de los demás, se presenta tam bién la esponta­ neidad y puede decirse que todo producir es imposible si no  procede prim eram ente de la capacidad de actuar en la vida.  Pero muchas actividades hum anas pueden tener lugar lejos de  la esfera política y esta lejanía es incluso, como veremos más  adelante, una condición esencial para determ inadas producti­ vidades humanas.

Algo bien distinto ocurre con la libertad de hablar los unos  con los otros, que en definitiva sólo es posible en el trato con  los demás. Su significado ha sido siempre múltiple y equívoco,  y ya en la Edad Antigua encerraba aquella dudosa ambigüedad  que tiene todavía para nosotros. Sin embargo, lo decisivo en­ tonces como

 hoy no es de ninguna m anera que cada cual pue­ da decir lo que quiera, o que cada hombre tenga el derecho in­ herente a expresarse tal como sea. Aquí de lo que se trata más  bien es de darse cuenta de que nadie com prende adecuada­ mente por sí mismo y sin sus iguales lo que es objetivo en su  plena realidad porque se le m uestra y m anifiesta siempre en  una perspectiva que se ajusta a su posición en el mundo y le es  inherente. Sólo puede ver y experim entar el mundo tal como  éste es «realmente» al entenderlo como algo que es común a  muchos, que yace entre ellos, que los separa y los une, que se  m uestra distinto a cada uno de ellos y que, por este motivo,  únicam ente es comprensible en la medida en que muchos, ha­


 

blando entre sí sobre él, intercam bian sus perspectivas. Sola­ mente en la libertad del conversar surge en su objetividad visi­ ble desde todos lados el mundo del que se habla. Vivir en un  mundo real y hablar sobre él con otros son en el fondo lo mis­ mo, y a los griegos la vida privada les parecía «idiota» porque  le faltaba esta diversidad del hablar sobre algo y, consiguiente­ mente, la experiencia de cómo van verdaderam ente las cosas  en el mundo.3

Ahora bien, esta libertad de movimiento, sea la de ejercer la  libertad y comenzar algo nuevo e inaudito sea la libertad de  hablar con muchos y así darse cuenta de que el mundo es la to­ talidad de estos

 muchos, no era ni es de ninguna m anera el fin  de la política (aquello que podría conseguirse por medios polí­ ticos); es más bien el contenido auténtico y el sentido de lo po­ lítico mismo. En este sentido política y libertad son idénticas y  donde no hay esta últim a tampoco hay espacio propiam ente  político. Por otro lado los medios con que se funda este espa­ cio político y se protege su existencia no son siempre ni nece­ sariam ente medios políticos. Así, los griegos, por ejemplo, no  consideran a estos medios que conform an y m antienen el es­ pacio político actividades políticas legítimas ni admiten que  sean ningún tipo de acción que pertenezca esencialmente a la  polis. Pensaban que para la fundación de una polis es necesa­ rio en prim er lugar un acto legislativo, pero el legislador en  cuestión no era ningún miembro de la polis y lo que hacía no  era de ningún modo «político». Además, pensaban que en el  trato con otros Estados la polis ya no debía comportarse políti­ camente sino que podía utilizar la violencia (fuera porque su  subsistencia estuviera amenazada por el poder de otras comu­ nidades, fuera porque ella misma quisiese someter a otros). En  otras palabras, lo que hoy llamamos política exterior no era  para los griegos política en sentido propio. Más tarde volvere­ mos sobre ello. Aquí lo im portante para nosotros es que enten­ damos la libertad misma como algo político y no como el fin  supremo de los medios políticos y que comprendamos que

3. En griego, idion significa «privado», «propio de uno», «peculiar». (TV. del e.)


 

coacción y violencia eran ciertam ente medios para proteger,  fundar o am pliar el espacio político pero como tales no eran  precisam ente políticos ellos mismos. Se trata de fenómenos  que pertenecen sólo marginalmente a lo político.

Este espacio de lo político, que como tal realizaba y garan­ tizaba tanto la realidad hablada y testim oniada por muchos  como la libertad de todos, sólo puede cuestionarse —en un  sentido que yace más allá de la esfera p

olítica— en el caso de  que, como los filósofos en la polis, se prefiera el trato con po­ cos al trato con muchos y se tenga la convicción de que el libre  conversar sobre algo no engendra realidad sino engaño, no  verdad sino m entira.

Parménides parece haber sido el prim ero en ser de esta opi­ nión, y

a que no sólo diferenció a los muchos malos de los pocos  mejores —como hizo Heráclito y como correspondía en el fon­ do al espíritu agonal de la vida política griega, en que todos de­ bían esforzarse constantemente por ser el mejor— sino que dis­ tinguió más bien un camino de la verdad, que únicam ente se  abría al individuo qua individuo, de los caminos del engaño, en  que se mueven todos aquellos que, en el modo que sea, siempre  van en compañía. Platón siguió a Parménides hasta un cierto  grado, ya que lo políticamente significativo en dicho sucesor es  que, al fundar la academia, no insistió en el individuo sino que  hizo realidad una concepción fundamental de los pocos, que,  otra vez, filosofaban hablando libremente entre ellos.

Platón, el padre de la filosofía política de Occidente, intentó  de diversas m aneras oponerse a la polis y a lo que en ella se en­ tendía por libertad. Lo intentó mediante una teoría política en  la que los criterios políticos no se extraían de lo político mismo  sino de la filosofía, m ediante la elaboración de una constitu­ ción dirigida a lo individual, constitución cuyas leyes corres­ pondieran a las ideas, sólo accesibles a los filósofos, y final­ mente incluso m ediante la influencia que quiso ejercer sobre  un gobernante del que esperaba haría realidad dicha legisla­ ción (un intento que casi le costó la vida y la libertad). A estos  intentos pertenece tam bién la fundación de la Academia, que,  si bien se enfrentó a la polis al autodelim itarse frente al terri­


 

torio propiamente político, también siguió precisamente el sen­ tido de este espacio político específicamente greco-ateniense  (es decir, en la medida en que el hablar los unos con los otros  fue su contenido auténtico). Con ello surgió junto al territorio  libre de lo político un espacio nuevo de la libertad máxima­ mente real que ha llegado hasta nuestros días como la libertad  de las universidades y la libertad académica de cátedra. Pero  esta libertad, aunque formada a imagen y semejanza de otra  cuya experiencia había sido originariam ente política, aunque  Platón todavía la entendiera seguramente como el posible nú­ cleo o punto de partida de lo que en el futuro debía ser el estar  juntos de muchos, trajo al mundo un nuevo concepto de liber­ tad. A diferencia de una libertad puram ente filosófica y sólo  válida para el individuo —tan alejada de lo político que única­ mente el cuerpo del filósofo habitaba aún la polis— esta liber­ tad de los pocos es de naturaleza completamente política. El  espacio libre de la academia debía ser un sustituto plenamente  válido de la plaza del mercado, el ágora, el espacio libre central  de la polis. Los pocos, si querían seguir siéndolo, debían exigir  para su actividad, su hablar entre ellos, desligarse de las acti­ vidades de la polis y del ágora, de la misma m anera que los  ciudadanos de Atenas estaban desligados de todas las activida­ des dirigidas al mero ganarse el pan. Debían quedar liberados de  la política en el sentido griego exactamente como los ciuda­ danos debían quedar liberados de las necesidades de la vida  para dedicarse a la política. Y debían abandonar el espacio de  lo propiam ente político para poder entrar en el espacio de lo  «académico» como los ciudadanos debían abandonar la esfe­ ra privada de su hogar para entregarse a la plaza del mercado.  Del mismo modo que la liberación de la labor y de la preocupa­ ción por la vida eran presupuesto necesario para la libertad de  lo político, la liberación de la política lo era para la libertad  de lo académico.

Es en este contexto que se afirma por primera vez que la po­ lítica

 es algo necesario, que lo político en su conjunto es sólo  un medio para un fin más elevado, situado más allá de lo polí­ tico mismo, que, consiguientemente, debe justificarse en el


 

sentido de tal fin. Sin embargo, llama la atención que el para­ lelismo que establecíamos, según el cual parecería que la liber­ tad académica ocupara el

 lugar de la libertad política y que po­ lis y academia se relacionaran entre sí como hogar y polis, ya  no sea válido. Pues el hogar (y el cuidado de la vida que se da  en su esfera) no se justifica jamás como un medio para un fin,  como si, dicho aristotélicamente, la mera vida fuera un medio  para la «buena vida», sólo posible en la polis. Esto no es así  porque dentro del ámbito de la mera vida no puede aplicarse  en absoluto la categoría medios-fines: el fin de la vida y de to­ das las tareas relacionadas con ella no es sino el m antenim ien­ to de la vida, y el impulso por m antenerse laborando en vida  no es externo a ésta sino que está incluido en el proceso vital  que nos fuerza a laborar como nos obliga a comer. Si aun así  se quiere entender esta relación entre hogar y polis desde la ca­ tegoría medios-fines, la vida que se garantiza en el hogar no es  el medio para el fin superior de la libertad política, sino que el  control de las necesidades vitales y el dominio doméstico sobre  la labor esclava son el medio de liberación para lo político.

De hecho, una tal liberación mediante el dominio, la libera­ ción de unos pocos para la libertad del filosofar m ediante el  dominio sobre los muchos, la propuso Platón en la figura del  filósofo-rey, pero esta propuesta no fue recogida por ningún fi­ lósofo después de él y políticamente quedó sin ningún efecto.  Al contrario, la fundación de la Academia, precisam ente por­ que no pretendía educar para la política como sí las escuelas  de los sofistas y oradores, fue extraordinariam ente significati­ va para lo que todavía hoy entendemos por libertad. El mismo  Platón todavía podría haber creído que la Academia conquista­ ría y dom inaría un día la polis. Para sus sucesores, para los fi­ lósofos de la posteridad, lo que quedó fue sólo que la academia  garantizaba a los pocos un espacio institucional de libertad, y  que esta libertad se entendió ya desde el principio como con­ trapuesta a la libertad de la plaza del mercado; al mundo de las  opiniones engañosas y al hablar mentiroso debía oponerse un  contram undo de la verdad y del hablar adecuado a ella; al arte  de la retórica, la ciencia de la dialéctica. Lo que se impuso y ha


 

determ inado hasta hoy nuestra idea de la libertad académica  no fue la esperanza de Platón de decidir sobre la polis y la po­ lítica desde la academia y la filosofía, sino el alejamiento de la  polis, la apolitia, la indiferencia respecto a la política.

Lo decisivo en esta relación no es tanto el conflicto entre la  polis y los filósofos, sobre el que volveremos después detalla­ damente, como el

 simple hecho de que esta indiferencia m u­ tua, en que por un momento parecía haberse disuelto dicho  conflicto, no pudo durar, ya que era imposible que el espacio  de los pocos y su libertad, aunque tam bién era un ámbito pú­ blico, no privado, pudiera desem peñar las mismas funciones  que el político, el cual incluía a todos los ap

tos para la libertad.  Es evidente que siempre que los pocos se han separado de los  muchos —sea en la forma de una indiferencia académica, sea  en la forma de un dominio oligárquico— han dependido de los  muchos en todas las cuestiones del con-vivir en las

 que real­ mente hay que actuar. Esta dependencia puede interpretarse  en el sentido de una oligarquía platónica como si los muchos  existieran para ejecutar las órdenes de los pocos, es decir, para  asum ir la verdadera acción; en este caso la dependencia de los  pocos se superaría mediante el dominio, igual como la depen­ dencia de los libres de las necesidades de la vida se superaba  mediante el dominio sobre los esclavos: la libertad se basaría,  pues, en la violencia. O bien la libertad de los pocos es de na­ turaleza puram ente académica y entonces depende claramente  de la benevolencia del cuerpo político que la garantice. En am ­ bos casos, sin embargo, la política ya no tiene nada que ver  con la libertad, no es propiamente política en el sentido griego;  se encarga más bien de todo aquello que asegura a esta liber­ tad la existencia, es decir, de la adm inistración y el cuidado de  la vida en la paz y de la defensa en la guerra. Con lo que el ám ­ bito de libertad de los pocos no solamente tiene que afirmarse  ante al ámbito de lo político, definido por los muchos; además  depende, en su simple existencia, de éstos; la existencia simul­ tánea de la polis es para la existencia de la academia —la pla­ tónica o la posterior universidad— una necesidad vital. Pero,  entonces es evidente que lo político en su conjunto desciende


 

al nivel que en la [polis-] política corresponde al m antenim ien­ to de la vida; se convierte en una necesidad que, por un lado,  se opone a

la libertad y, por otro, constituye su presupuesto. Al  mismo tiempo aparecen ineludiblemente aquellos aspectos de  lo político que en origen, según la autocomprensión de la polis,  representaban fenómenos marginales. Para la polis, el cuidado  de la vida y la defensa no eran el punto central de la vida política  y eran políticas en un sentido auténtico sólo en cuanto las reso­ luciones sobre ellas no se decretaran desde arriba sino que se  tomaran en un común hablar y persuadirse entre todos. Sin em­ bargo, en la justificación de la política desde el punto de vista  de la libertad de los pocos esto resultaba com pletam ente irre­ levante. Lo decisivo era únicam ente que todas las cuestiones  referentes a la existencia que los pocos no dom inaban se entre­ gaban al ámbito de lo político. Por lo tanto, se m antiene cierta­ mente una relación entre política y libertad, pero únicamente  una relación, no una identidad. La libertad en tanto que fin úl­ timo de la política estable los límites de ésta; pero el criterio de  la acción dentro del ámbito político mismo no es la libertad  sino la competencia y la eficacia en asegurar la vida.

Esta degradación de la política a partir de la filosofía, tal  como la vemos desde Platón y Aristóteles, depende completa­ mente de la diferenciación entre muchos y pocos, que ha teni­ do un efecto extraordinario, duradero hasta nuestros días, so­ bre todas las respuestas teóricas a la pregunta por el sentido de  la política. Pero políticamente no ha tenido mayor efecto que la  apolitia de las antiguas escuelas filosóficas y la libertad de cá­ tedra de las universidades. Dicho en otras palabras, su efecto  político siempre se ha extendido sólo a los pocos, para los que  la auténtica experiencia filosófica ha sido determ inante por su  arrolladora absorbencia (una experiencia que, según su propio  sentido, conduce fuera del ámbito político del vivir y hablar  unos con otros).

La causa de que no quedara nada de esta repercusión teóri­ ca, de que más bien por lo que respecta a lo político y los polí­ ticos se haya hecho sentir hasta nuestros días la convicción de  que lo político se justifica y debe justificarse por fines superio­


 

res y externos —aunque dichos fines m ientras tanto se hayan  desgastado considerablem ente— reside en el rechazo y la ter­ giversación de lo político, aparentem ente similares pero real­ mente mucho más radicales, operado por el cristianismo. A  prim era vista podría parecer que éste originariam ente habría  exigido para todos aquella misma libertad de la política, hasta  cierto punto académica, que reivindicaban las antiguas escue­ las filosóficas para sí. Y esta impresión se refuerza si pensa­ mos que el rechazo de lo público se emparejó con la fundación  de un espacio yuxtapuesto al político en

 que los creyentes se  reunieron primero en comunidad y se convirtieron después en  iglesia. Este paralelismo se ha confirmado plenamente con el  surgimiento del Estado secular, en el cual la libertad académica  y la religiosa están estrecham ente vinculadas, ya que el cuerpo  político garantiza pública y legalmente a ambas la libertad de  la política. Si entendemos por política todo aquello necesario  para la convivencia de los hombres y para posibilitarles —como  individuos o como comunidad— una libertad situada más allá  de lo político y lo necesario, estaremos justificados para medir  el grado de libertad de un organismo político según la libertad  religiosa y académica que tolere, esto es, según la extensión del  espacio no político de libertad que contiene y sostiene.

Este efecto político, ahora ya inmediato, de la libertad polí­ tica, de la cual tanto se ha aprovechado la libertad académica,  remite a otras, y políticam ente hablando más radicales, expe­ riencias que las de los filósofos. Para los cristianos no se trata  de establecer un espacio de los pocos junto al espacio de los  muchos, ni tampoco de fundar un contraespacio para todos  frente al espacio oficial, sino del hecho de que un espacio pú­ blico en general, sea para pocos o para muchos, es, por su ca­ rácter público, intolerable. Cuando Tertuliano dice que «a no­ sotros, cristianos, nada nos es más extraño que los asuntos  públicos» (Apologeticus, 38) el acento se pone precisam ente  sobre lo público. El tem prano rechazo cristiano a la participa­ ción en los asuntos públicos se suele entender, y con razón, o  bien desde la perspectiva rom ana de una deidad rival de los  dioses de Roma, o bien desde la visión protocristiana de una


 

esperanza escatológica ajena a toda preocupación por el m un­ do. Pero de este modo se pasan por alto las verdaderas tenden­ cias antipolíticas del mensaje cristiano y la experiencia de lo  que es esencial para el estar juntos de los hom bres en que se  fundam enta. Es indudable que en la predicación de Jesús el  ideal de la bondad representa el mismo rol que el de la sabidu­ ría en la enseñanza socrática: Jesús rechaza que se le llame  bueno en el mismo sentido en que Sócrates rechaza que sus  alumnos le declaren sabio. Lo propio de la bondad es que debe  ocultarse; que no puede aparecer como lo que es. Una comuni­ dad de hombres que crea seriamente que todos los asuntos hu­ manos deben regularse en el sentido de la bondad, que no va­ cile al menos en intentar am ar a sus enemigos y en pagar el  mal con el bien, que, dicho con otras palabras, tenga el ideal  de la santidad por modelo —no sólo para la salvación de la  propia alm a en el alejamiento de los hom bres sino para la re­ gulación m ism a de los asuntos hum anos— no puede sino  m antenerse alejada de lo público y de su luz. Debe operar  ocultam ente porque ser visto y escuchado genera inevitable­ mente aquel brillo y esplendor por el que toda santidad —se  presente como se presente— se convierte enseguida en apa­ riencia.

Así pues, a diferencia de lo que ocurría en el caso de los filó­ sofos, en la renuncia a la política de los prim eros cristianos no  había ningún abandono del ámbito de los asuntos humanos en  general. Tal alejamiento, que en la forma extrema de la vida er-  m itaña fue usual en los primeros siglos después de Cristo, ha­ bría entrado en flagrante contradicción con la prédica de Je­ sús, y la Iglesia lo consideró muy pronto una herejía. De lo que  se trataba más bien era de qu

e el mensaje cristiano proponía  un modo de vida en que los asuntos hum anos en general de­ bían rem itirse no al ámbito de lo público sino a un ámbito in­ terpersonal entre hombres. Que se haya identificado, y quizá  confundido, este ámbito del «entre» con la esfera privada por­ que se contrapone al ámbito público-político se debe a las  circunstancias históricas. La esfera privada fue a lo largo de  toda la antigüedad grecorrom ana la única alternativa al espa­


 

ció público, y para la interpretación de ambos espacios fue de­ cisiva la contraposición entre, por una parte, qué quería uno  m ostrar al mundo y cómo quería aparecer ante él, y, por otra,  qué debía únicamente existir en el aislamiento permaneciendo  oculto. Lo determ inante desde un punto de vista político fue  que el cristianism o buscó el aislamiento, en el cual exigió in­ cluir también lo que siempre había sido público (Mateo, 6,1 y  sigs.).

En este contexto no consideraremos cómo este consciente y  radical carácter antipolítico del cristianismo consiguió a través  de la historia transformarse de m anera que hiciera posible una  especie de política cristiana: aparte de la necesidad histórica  generada por la caída del Imperio romano, fue obra de un solo  hombre, san Agustín, en el que permanecía extraordinariamen­ te viva la tradición del pensam iento romano. La reinterpreta­ ción de lo político surgida de él ha tenido un significado deci­ sivo para la tradición occidental, no sólo para la tradición  teórica y del pensam iento sino para el marco en que ha acon­ tecido la historia política real. Es ahora cuando el cuerpo polí­ tico tam bién acepta que la política es un medio para un fin su­ perior y que en ella sólo se trata de libertad en la medida en  que ha dejado libres determ inados ámbitos. Sólo que ahora la  libertad ya no es una cuestión de pocos sino, al contrario, de  muchos, los cuales ni deben ni necesitan preocuparse ya de los  temas de gobierno porque la carga del orden político necesario  para los asuntos humanos se deposita sobre unos pocos. Ahora  bien, a diferencia de lo que ocurría con Platón y los filósofos,  el origen de esta carga no es la fundam ental pluralidad hum a­ na, la cual ataría los pocos a los muchos, el uno al todos. Dicha  pluralidad más bien se afirma, y el motivo que decide a los po­ cos a asum ir sobre sí la carga del gobierno no es el temor a ser  dominados por los peores. San Agustín exige explícitamente  que la vida de los santos tam bién se desarrolle en una «socie­ dad» [Sozietat], y supone, al hablar de una civitas Dei, un Estado  de Dios, que incluso en circunstancias no terrenales, la vida de  los hombres también se determ ina políticam ente (dejando  abierto si la política es tam bién una carga en el más allá). En


 

cualquier caso, el motivo de asum ir el peso de lo político terre­ nal es el am or al prójimo y no el temor frente a él.

Es esta transform ación del cristianismo, que culm ina en el  pensamiento y la acción de san Agustín, la que puso finalmen­ te a la Iglesia en condiciones de abrir al mundo la primitiva re­ clusión cristiana en el aislamiento, de modo que los creyentes  constituyeron en el mundo un espacio público totalm ente nue­ vo, determ inado religiosamente, que, si bien público, no era  político. Lo público de este espacio de los creyentes —el único  en que a lo largo de toda la Edad Media se tuvieron en cuenta  las necesidades específicamente políticas de los hombres— fue  siempre ambiguo; prim ero fue un espacio de reunión, pero no  simplemente un edificio donde la gente se reunía sino un espa­ cio que se había construido expresamente como lugar de reu­ nión. Como tal, pues, no podía ser un espacio de apariencia,  debía albergar el contenido auténtico del mensaje cristiano.  Pero esto se reveló casi imposible, ya que, por naturaleza, lo  público, constituido mediante la reunión de muchos, se esta­ blece como lugar de apariencia. La política cristiana ha tenido  siempre dos misiones: por un lado asegurarse m ediante la in­ tervención en la política secular que el lugar de reunión de los  creyentes, no político en sí mismo, fuera guarecido del exte­ rior; y por otro lado evitar que tal lugar de reunión se convir­ tiera en uno de apariencia, que la iglesia se convirtiera en un  poder secular y m undano más. Lo que dem uestra que el víncu­ lo con el mundo, que corresponde a todo lo espacial y le per­ mite aparecer y parecer, es considerablem ente más difícil de  deshacer que el poder de lo secular, que se presenta desde fue­ ra. Pues cuando la Reforma consiguió finalmente alejar de las  iglesias todo lo que tenía que ver con parecer y aparecer y con­ vertirlas otra vez en lugares de reunión para los que vivían ais­ lados en el sentido evangélico, desapareció tam bién el carácter  público de estas iglesias. Aun cuando la secularización total de  la vida pública no hubiera sido consecuencia de la Reforma,  considerada frecuentemente como precursora de este proceso;  aun cuando en la estela de esta secularización la religión no se  hubiera convertido en un asunto privado, aun así, difícilmente


 

habría podido la Reforma asum ir la tarea de ofrecer al hombre  un sustitutivo del antiguo ser-ciudadano [Bürger-Sein], una  tarea que, sin duda, la Iglesia católica sí había llevado a cabo  durante siglos tras el hundim iento del Imperio romano.

Como quiera que se planteen tales posibilidades y alternati­ vas hipotéticas, lo decisivo es que, con el fin de la Antigüedad y  el surgimiento de un espacio público eclesiástico, la política se­ cular siguió vinculada a las necesidades vitales resultantes de la  convivencia de los hombres y a la protección de una esfera su­ perior que hasta el fin de la Edad Media se concretó espacial­ mente en la existencia de la Iglesia. Esta necesita de la política,  tanto de la mundana de los poderes seculares como de la reli­ giosa dentro del ámbito eclesiástico mismo, con el fin de poder  mantenerse y afirmarse sobre la tierra y en este mundo como  Iglesia visible —es decir, a diferencia de la invisible, cuya exis­ tencia (cuestión sólo de fe) no es discutida en absoluto por la  política. Y ésta necesita de la Iglesia —no sólo de la religión sino  de la existencia tangible espacialmente de las instituciones reli­ giosas— para demostrar su justificación superior y su legitimi­ dad. Lo que ocurrió al iniciarse la Edad Moderna no fue que la  función de la política cambiase, ni tampoco que se le otorgara  de repente una nueva dignidad exclusiva. Lo que cambió más  bien fueron los ámbitos que hacían parecer necesaria la política.  El ámbito de lo religioso se sumergió en el espacio de lo privado  mientras que el ámbito de la vida y sus necesidades —para anti­ guos y medievales el privado par excellence— recibió una nueva  dignidad e irrumpió en forma de sociedad en lo público.

A este respecto debemos diferenciar políticamente entre la  democracia igualitaria del siglo xix, para la cual la participa­ ción de todos en el gobierno siempre es una señal imprescindi­ ble de la libertad del pueblo, y el despotismo ilustrado de co­ mienzos de la Edad Moderna, para el que «liberty and freedom  consist in having the government of those laws by which their  life and their goods may be most their own: ‘tis not for having  share in Government, that is nothing pertaining to them».* En

* Como Carlos I dijo antes de ser decapitado. (N. del e.)


 

ambos casos, el gobierno, en cuya área de acción se sitúa en  adela

nte lo político, está para proteger la libre productividad  de la sociedad y la seguridad del individuo en su ám bito priva­ do. Sea cual sea la relación entre los ciudadanos y el Estado, la  libertad y la política permanecen separadas en lo decisivo, y  ser libre en el sentido de una actividad positiva, que se desplie­ ga libremente, queda ubicado en el ámbito de la vida y

 la pro­ piedad, donde de lo que se trata no es de nada com ún

 sino de  cosas en su mayoría muy particulares. Que esta esfera de lo  particular, de lo idion, permanecer en la cual se consideraba en  la Edad Antigua una limitación idiota, se haya ampliado tan  enormem ente a causa del nuevo fenómeno de un espacio pú­ blico social y unas fuerzas productivas sociales, no individua­ les, no modifica en nada el hecho de que las actividades exigi­ das para la conservación de la vida y la propiedad o para la  mejora de la vida y el engrandecimiento de la propiedad, estén  subordinadas a la necesidad y no a la libertad. Lo que la Edad  Moderna esperaba de su estado y lo que éste ha cumplido so­ bradam ente ha sido que los hombres se entregaran libremente  al desarrollo de las fuerzas productivas sociales, a la produc­ ción común de los bienes exigidos para una vida «feliz».

Esta concepción moderna de la política, para la que el esta­ do es una función de la sociedad o un mal necesario para la li­ bertad social, se ha impuesto práctica y teóricam ente sobre  otras que, inspiradas por la Antigüedad y referidas a la sobera­ nía del pueblo o la nación, siempre reaparecen en todas las re­ voluciones de la Edad Moderna. Para éstas, desde las america­ na y francesa del siglo xvm hasta la húngara del pasado más  reciente, tener participación en el gobierno coincidía directa­ mente con ser-libre [Frei-Sem]. Pero estas revoluciones y las  experiencias directas que en ellas se dieron de las posibilidades  de la acción política no han sido capaces, al menos hasta hoy, de  traducirse en ninguna forma de gobierno. Desde el surgimien­ to del Estado nacional la opinión corriente es que el deber del  gobierno es tutelar la libertad de la sociedad hacia dentro y  hacia fuera, si es necesario usando la violencia. La participa­ ción de los ciudadanos en el gobierno, en cualquiera de sus


 

formas, es necesaria para la libertad sólo porque el gobierno,  puesto que necesariamente es quien dispone de medios para  ejercer la violencia, debe ser controlado en dicho ejercicio por  los gobernados. Se comprende pues que con el establecimiento  de una esfera —como siempre lim itada— de acción política  aparece un poder que debe ser vigilado constantemente para  proteger la libertad. Lo que hoy día entendemos por gobierno  constitucional, sea monárquico o republicano, es esencialmen­ te un gobierno limitado y controlado en cuanto a sus poderes y  al uso que haga de la violencia por sus gobernados. Es eviden­ te que las limitaciones y los controles se efectúan en nombre  de la libertad, tanto la de la sociedad como la del individuo; se  trata, pues, en la medida de lo posible, y si es necesario, de po­ ner fronteras al espacio estatal del gobierno para posibilitar la  libertad fuera de él. Por lo tanto, no se trata, al menos en pri­ mer lugar, de hacer posible la libertad para actuar y dedicarse  a la política, puesto que esto son prerrogativas del gobierno y  de los políticos profesionales que, por la vía indirecta del siste­ ma de partidos, se ofrecen al pueblo para representarle dentro  del Estado o eventualmente contra éste. Dicho con otras pala­ bras, en la relación entre la política y la libertad, la Edad Mo­ derna tam bién entiende que la política es un medio y la liber­ tad su fin supremo; la relación misma, pues, no ha cambiado,  si bien el contenido y la dimensión de la libertad sí lo han he­ cho en extremo. De ahí que hoy día la pregunta por el sentido  de la política sea generalmente contestada en términos de  categorías y conceptos que son extraordinariam ente antiguos y  quizá por eso extraordinariam ente respetables. Pero en el  aspecto político la Edad M oderna se diferencia al menos tan  decisivamente de épocas anteriores como en el espiritual o ma­ terial. Ya el solo hecho de la emancipación de las mujeres y de  la clase obrera, es decir, de grupos hum anos a los que jam ás  antes se había permitido mostrarse en público, dan a todas las  preguntas políticas un semblante radicalmente nuevo.

Ahora bien, esta definición de la política como medio para  una libertad situada fuera de su ámbito, aunque de aparición  frecuente en la Edad Moderna, es válida para ésta en una medi­


 

da muy limitada. De todas las respuestas modernas a la pregun­ ta por

el sentido de la política ésta es la que está más estrecha­ mente adherida a la tradición de la filosofía política occidental,  lo que, dentro del pensamiento sobre el Estado nacional, se ve  con la máxima claridad en el principio del primado de la políti­ ca exterior, que, formulado por Ranke, es la base de todos los  estados nacionales. Mucho más característico del carácter igua­ litario de las formas m odernas de gobierno y de la m oderna  emancipación de obreros y mujeres, emancipación que, desde  un punto de vista político, expresa los aspectos más revolucio­ narios de la Edad Moderna, es una definición de Estado dirigi­ da al prim ado de la política interior, según la cual, «el Estado  como poseedor de la violencia [es] una forma de organización  de la vida indispensable para la sociedad» (Theodor Eschen-  burg, Staat und Gesellschaft in Deutschland, pág. 19). Entre es­ tas dos concepciones —aquella para la que el Estado y lo políti­ co son instituciones imprescindibles para la libertad y aquella  que ve en él una institución imprescindible para la vida— hay  una oposición infranqueable, de la que los representantes de di­ chas tesis apenas son conscientes. Por lo que respecta a sentar  un criterio por el que la acción política se rija y juzgue hay una  gran diferencia en considerar como el más elevado de los bienes  la libertad o la vida. Si entendemos por política algo que esen­ cialmente y a pesar de todas sus transformaciones ha nacido en  la polis y continúa unido a ella, se da en la unión entre política  y vida una contradicción interna que suprime y arruina lo espe­ cíficamente político.

Esta contradicción es palm aria en el privilegio que siempre  ha tenido la política para, en determinadas circunstancias, exi­ gir a los implicados en ella el sacrificio de sus vidas. Ahora  bien, naturalm ente esta exigencia puede entenderse también  en el sentido de que el individuo sacrifica su vida al proceso vi­ tal de la sociedad y, en efecto, se da aquí una interrelación que,  al menos, pone alguna frontera al riesgo de la vida: a nadie le  está perm itido arriesgar la suya cuando, al hacerlo, arriesga a  un tiempo la de la humanidad. Sobre esta interrelación de la  que sólo ahora somos conscientes porque tenemos a nuestro


 

alcance la posibilidad de poner fin a la vida humana y a toda la 

vida orgánica en general volveremos todavía; de hecho, apenas  se nos ha transm itido ni una sola categoría política ni un solo  concepto político que, referidos a esta recientísima posibili­ dad, no se revelen como teóricam ente superados y práctica­ mente inaplicables, ya que en cierto sentido de lo que hoy se  trata por primera vez también en política exterior es de la vida,  es decir, de la supervivencia de la humanidad.

Pero esta rem isión de la libertad misma a la supervivencia  de la hum anidad no elimina la oposición entre la libertad y la  vida, oposición que ha inspirado todo lo político y continúa de­ terminando todas las virtudes específicamente políticas. Incluso  podría decirse de forma legítima que precisamente el hecho de  que en la actualidad en política no se trate ya más que de la  mera existencia de todos es la señal más clara de la desgracia a  la que ha ido a parar nuestro mundo (una desgracia que, entre  otras cosas, amenaza con liquidar a la política). Pues el riesgo  que se le exige a aquel que se dedica a la esfera de la política,  donde puede someterlo todo a discusión menos precisamente  su vida, no concierne norm alm ente a la vida ni de la sociedad  ni de la nación ni del pueblo. Más bien concierne sólo a la li­ bertad, tanto a la propia como a la del grupo al que el indivi­ duo pertenece, y, con ella, a la segura continuidad del mundo  en que este grupo o pueblo viven, mundo que han construido a  lo largo de las generaciones con el fin de encontrar una perm a­ nencia digna de confianza para el actuar y el hablar, o sea,  para las actividades propiamente políticas. Bajo circunstancias  normales, esto es, bajo las circunstancias dominantes en Euro­ pa desde la antigüedad rom ana, la guerra sólo ha sido la pro­ longación de la política con otros medios, lo que significa que  podía evitarse si uno de los adversarios aceptaba las exigencias  del otro. Hacerlo podía costarle la libertad pero no la vida.

Estas circunstancias, como todos sabemos, ya no son las ac­ tuales; cuando las miramos retrospectivamente nos parecen  una especie de paraíso perdido. Pero aun cuando el mundo en  que hoy vivimos no se puede explicar ni deducir —causalmen­ te o en el sentido de un proceso autom ático— desde la Edad


 

Moderna, lo cierto es que ha brotado en el suelo de ésta. Por lo  qu

e respecta a lo político, esto significa que tanto la política  interior,

 cuyo fin suprem o era la vida, como la exterior, que  se orientaba a la libertad como bien suprem o, descubrieron  en la violencia y la acción violenta su auténtico contenido. Fi­ nalm ente el Estado se organizó como fáctico «poseedor de la  violencia», dejando de lado si el fin perseguido era la vida o  la libertad. En cualquier caso, la pregunta por el sentido de la  política se refiere hoy día a si estos medios públicos de violen­ cia tienen un fin o no; y el interrogante surge del simple hecho  de que la violencia, que debería proteger la vida o la libertad,  ha llegado a ser tan poderosa que amenaza no únicam ente a la  libertad sino tam bién a la vida. Dado que se ha puesto de ma­ nifiesto que lo que cuestiona la vida de la hum anidad entera es  precisamente el crecimiento de los medios de violencia estata­ les, la respuesta, en sí misma ya muy discutible, que la Edad  Moderna ha ofrecido a la cuestión del sentido de la política re­ sulta ahora doblemente dudosa.

Que este colosal crecimiento de los medios de violencia y  aniquilación haya sido posible no es debido sólo a las inven­ ciones técnicas sino al hecho de que el espacio público-político  se ha convertido tanto en la autointerpretación teórica de la  Edad M oderna como en la brutal realidad en un lugar de vio­ lencia. Unicamente así el progreso técnico ha podido derivar  desde el principio en un progreso de las posibilidades de ani­ quilación recíproca. Puesto que allí donde los hom bres actúan  conjuntamente se genera poder y puesto que el actuar conjun­ tam ente sucede esencialmente en el espacio político, el poder  potencial inherente a todos los asuntos hum anos se ha traduci­ do en un espacio dominado por la violencia. De ahí que parez­ ca que poder y violencia son lo mismo, y en las condiciones  modernas éste es efectivamente el caso. Pero por su origen y su  sentido auténtico poder y violencia no sólo no son lo mismo  sino que en cierto modo son opuestos. Ahora bien, allí donde  la violencia, que es propiam ente un fenómeno individual o  concerniente a pocos, se une con el poder, que sólo es posible  entre muchos, se da un incremento inmenso del potencial de


 

violencia, potencial que, si bien impulsado por el poder de un  espacio organizado, crece y se despliega siempre a costa de di­ cho poder.

La pregunta acerca del papel que le corresponde a la violen­ cia en las

 relaciones interestatales de los pueblos o acerca de  cómo podría excluirse su uso en dichas relaciones está actual­ mente, desde la invención de las arm as atómicas, en el primer  plano de toda política. Pero el fenómeno de la progresiva pre­ ponderancia de la violencia a expensas de todos los demás fac­ tores políticos es más antiguo; ya en la Primera Guerra Mundial  apareció en las grandes batallas mecanizadas del frente occi­ dental. En este sentido, es remarcable que esta violencia, en su  nuevo y desastroso papel de una violencia que se despliega au­ tom áticam ente y aum enta sin cesar, resultara tan absoluta­ mente imprevista

 y sorprendente a todos los implicados, tanto  a los respectivos pueblos como a los estadistas como a la opi­ nión pública. De hecho, el incremento de la violencia en el es­ pacio público-estatal se realizó a espaldas de los que actuaban  (en un siglo que se contaba entre los más dispuestos a la paz y  menos violentos de la historia). La Era Moderna, que consideró  con una mayor decisión que nunca anteriorm ente la política  sólo un medio para el m antenim iento y el fomento de la vida  de la sociedad, y que consiguientem ente limitó las competen­ cias de lo político a lo más necesario, pudo creer, no sin funda­ mento, que acabaría con el problem a de la violencia mucho  mejor que todos los siglos precedentes. Lo que ha conseguido  ha sido excluir la violencia y el dominio directo del hombre so­ bre el hombre de la esfera, siempre en constante ampliación,  de la vida social. La emancipación de la clase obrera y de las  mujeres, es decir, de las dos categorías de personas sometidas a  la violencia en toda la historia premoderna, señala con la m a­ yor claridad el punto álgido de esta evolución.

Pero ahora consideremos si esta disminución de la violencia  en la vida de la sociedad es realm ente equiparable con un in­ cremento de libertad. En el sentido de la tradición política no-  ser-libre \Nicht-frei-Seiri] tiene una doble definición . Por un  lado, estar sometido a la violencia de otro, pero también, e in­


 

cluso más originariam ente, estar sometido a la cruda necesi­ dad de la vida. La actividad que corresponde a la obligación  con que la vida nos fuerza a procurarnos lo necesario para  conservarla es la labor. En todas las sociedades premodernas  uno podía liberarse de ésta obligando a otros a hacerlo me­ diante la violencia y la dominación. En la sociedad moderna, el  laborante no está sometido a ninguna violencia ni a ninguna  dominación, está obligado por la necesidad inmediata inheren­ te a la vida misma. Por lo tanto, la necesidad ocupa el lugar de  la violencia y la pregunta es cuál de las dos coerciones pode­ mos resistir mejor, la de la violencia o la de la necesidad. Pero  además toda la evolución de la sociedad se dirige ante todo, al  menos hasta el momento en que la autom atización elimine  realmente la labor, a convertir indistintam ente a cualquiera de  sus miembros en laborantes cuya actividad, sea la que sea, se  dedique en prim er lugar a procurar lo necesario para la vida.  También en este sentido el alejamiento de la violencia de la  vida de la sociedad ha tenido como sola consecuencia conce­ der a la necesidad con que la vida lo fuerza todo un espacio  desproporcionadamente mayor que nunca. La vida de la socie­ dad está fácticamente dom inada no por la libertad sino por la  necesidad; y no es casual que el concepto de necesidad haya  sido tan dom inante en todas las filosofías m odernas de la his­ toria, en las que el pensamiento se orientaba filosóficamente y  buscaba llegar a la autocomprensión.

La expulsión de la violencia del ámbito privado del hogar y  de la esfera semipública de la sociedad fue completamente  consciente; precisam ente para poder vivir cotidianam ente sin  violencia se fortaleció la violencia del poder público, del Esta­ do, de la que se creyó seguir siendo dueño porque se la había  definido explícitamente como mero medio para el fin de la vida  social, del libre desarrollo de las fuerzas productivas. Que los  medios de violencia pudieran resultar ellos mismos «producti­ vos», es decir, que pudieran crecer exactamente igual (o inclu­ so más) que las demás fuerzas productivas de la sociedad, no  se tuvo en cuenta en la Edad Moderna porque para los moder­ nos la esfera de lo productivo coincidía en general con la so­


 

ciedad y no con el Estado. Precisamente éste era tenido por es­ pecíficamente improductivo y en caso extremo por un fenóme­ no parasitario. Puesto que se había limitado la violencia al  ámbito estatal, el cual estaba sometido en los gobiernos consti­ tucionales al control de la sociedad mediante el sistema de par­ tidos, se creyó tener a la violencia reducida a un mínimo que  como tal debía permanecer constante.

Bien sabemos que lo contrario ha sido el caso. La época  considerada históricam ente la más pacífica y menos violenta  ha provocado directamente

 el desarrollo más grande y terrible  de los instrum entos de violencia. Y esto es una paradoja sólo  aparentemente. Con lo que no se contó fue con la combinación  específica de violencia y poder, combinación que sólo podía te­ ner lugar en la esfera público-estatal porque sólo en ella los  hombres actúan conjuntam ente y generan poder; no im porta  cuán estrictam ente se señalen las competencias de este ám bi­ to, cuán exactamente se le tracen límites a través de constitu­ ciones y otros controles: por el simple hecho de continuar sien­ do un ámbito público-político engendra poder. Y este poder  tiene que resultar ciertam ente una desgracia cuando, como  ocurre en la Edad Moderna, se concentra casi exclusivamente  en la violencia, ya que ésta se ha trasladado simplemente de la  esfera privada de lo individual a la esfera pública de los m u­ chos. Por muy absoluta que fuera la violencia del señor de la  casa sobre su familia en la época prem oderna —y seguro que  era suficientemente grande como para tildar al gobierno del  hogar de despótico— esta violencia estaba limitada siempre al  individuo que la ejercía, era una violencia completamente im ­ potente y estéril económica y políticamente. Por muy desastro­ sa que fuera la violencia casera para los sometidos a ella, los  instrum entos mismos para ejercerla no podían proliferar bajo  tales circunstancias, no podían resultar un peligro para todos  porque no había ningún monopolio de la violencia.

Veíamos que concebir lo político como un reino de los me­ dios cuyo fin y criterio hay que buscar fuera de él es extraordi­ nariam ente antiguo y también extraordinariam ente respetable.  Pero en la actualidad más reciente lo que se ha discutido de tal


 

concepción es que, aunque originariam ente se basa en fenó­ menos lindantes con lo político o tangenciales a ello (la violencia,  necesaria a veces para protegerlo, y el cuidado por la vida, que  debe ser asegurada antes de que sea posible la libertad política),  ahora aparece en el centro de toda acción política y establece  la violenc

ia como medio cuyo fin supremo debe ser el m ante­ nimiento y la organización de la vida. La crisis consiste en que  el ámbito político amenaza aquello único que parecía justificar­ lo. En esta situación la pregunta por el sentido de la política  varía. Hoy apenas si suena ya: ¿cuál es el sentido de la política?  Pues está mucho más próximo al sentir de los pueblos, que se  consideran amenazados en todas partes por la política, y don­ de precisam ente los mejores se apartan conscientem ente de  ella, preguntar a sí mismos y a los demás si tiene la política  todavía algún sentido.

Estas preguntas se basan en las opiniones que hemos esbo­ zado brevemente concernientes a qué es realm ente la política.  Dichas opiniones apenas han variado en el transcurso de m u­ chos siglos. Lo que ha cambiado es sólo que aquello que era  contenido de juicios procedentes de determinadas experiencias  inm ediatas y legítimas —el juicio y condena de lo político a  partir de la experiencia de los filósofos o los cristianos, así  como la corrección de tales juicios y la consiguiente justifica­ ción lim itada de lo político— se ha convertido desde hace ya  mucho en prejuicio. Los prejuicios desempeñan siempre en el  espacio público-político fundadamente un gran papel. Se refie­ ren a lo que sin darnos cuenta compartimos todos y sobre lo  que ya no juzgamos porque casi ya no tenemos la ocasión de  experimentarlo directamente. Todos estos prejuicios, cuando  son legítimos y no m era charlatanería, son juicios pretéritos.  Sin ellos ningún hom bre puede vivir porque una vida despro­ vista de prejuicios exigiría una atención sobrehum ana, una  constante disposición, imposible de conseguir, a dejarse afec­ tar en cada momento por toda la realidad, como si cada día  fuera el prim ero o el del Juicio Final. Por lo tanto, prejuicio y  tontería no son lo mismo. Precisamente porque los prejuicios  siempre tienen una legitimidad inherente sólo podemos atre­


 

vernos a manejarlos cuando ya no cumplen su función, es de­ cir, cuando ya no son apropiados para que quien juzgue com­ pruebe una parte de la realidad. Pero justo cuando los prejui­ cios entran en abierto conflicto con la realidad empiezan a ser  peligrosos y la gente, que ya no se siente am parada por ellos al  pensar, empieza a tram arlos y a convertirlos en fundamento de  esa especie de teorías perversas que comúnmente llamamos  ideologías o también cosmovisiones [Weltanschauungen]. Contra  estas figuraciones ideológicas de moda, surgidas de prejuicios,  nunca ayuda enfrentar la cosmovisión directam ente opuesta  sino sólo el intento de sustituir los prejuicios por juicios. Para  ello es imprescindible rem itir los prejuicios a los juicios conte­ nidos en ellos y los juicios, a su vez, a las experiencias que los  originaron.

Los prejuicios, que en la crisis actual se oponen a la compren­ sión

 teórica de lo que es propiamente la política, conciernen a  casi todas las categorías políticas en que estamos acostumbrados  a pensar, sobre todo a la categoría medios-fines, que entiende lo  político según un fin último extrínseco a lo político mismo; tam­ bién a la presunción de que el contenido de lo político es la vio­ lencia y, finalmente, al convencimiento de que la dominación es  el concepto central de la teoría política. Todos estos juicios y pre­ juicios se originan en una desconfianza frente a la política en sí  misma no ilegítima. Pero en el actual prejuicio contra la política  esta antiquísima desconfianza

 se ha transformado. Tras él se ha­ lla, desde la invención de la bomba atómica, el temor completa­ mente justificado de que la humanidad pueda liquidarse a causa  de la política y los instrumentos de violencia de que dispone. De  este temor surge la esperanza de que la humanidad será razona­ ble y eliminará a la política antes que a sí misma. Dicha esperan­ za no está menos justificada que tal temor. Pues la idea de que  siempre y en todas partes donde haya hombres hay política es  ella misma un prejuicio, y el ideal socialista de una condición hu­ mana final sin Estado, lo que en Marx significa sin política, no es  de ninguna manera utópico; es sólo escalofriante.

Es connatural a nuestro objeto, el cual siempre tiene que  ver con los muchos y con el mundo que surge entre ellos, que al


 

respecto nunca pueda ignorarse la opinión pública. Ahora  bien, de acuerdo con ésta, la pregunta por el senti

do de la polí­ tica se refiere actualmente a la amenaza que la guerra y las ar­ mas atóm icas representan para el hombre. Por lo tanto, es  esencial al asunto que empecemos nuestras consideraciones  por la cuestión de la guerra.

La c u e s t ió n d e l a g u e r r a

Cuando las prim eras bombas atómicas cayeron sobre Hiro­

shima, poniendo un fin rápido e inesperado a la Segunda Gue­ rra Mundial, un escalofrío cruzó el mundo. Cuán justificado es­ taba dicho escalofrío todavía no se podía saber entonces. Pues  una sola bom ba atóm ica había conseguido sólo en pocos m i­ nutos lo que hubiera requerido la acción sistem ática y masiva  de ataques aéreos durante semanas o meses: arrasar una ciu­ dad. Que la estrategia bélica podía otra vez, como en la Edad  Antigua, no solamente diezm ar a los pueblos sino tam bién  transform ar en un desierto el mundo habitado por ellos era  algo conocido por los especialistas desde el bom bardeo de Co-  ventry y por todos desde los ataques aéreos masivos sobre las  ciudades alemanas. Alemania ya era un campo de ruinas, la ca­ pital del país un m ontón de cascotes y la bom ba atómica, tal  como la conocemos desde la Segunda Guerra Mundial, si bien  representaba en la historia de la ciencia algo absolutam ente  nuevo, no era sin embargo en el marco de la estrategia bélica  m oderna —y, por lo tanto, en el ámbito de los asuntos hum a­ nos o, mejor, interhumanos, de que trata la política— más que  el punto culm inante, alcanzado, por así decirlo, en un salto o  cortocircuito, a que impulsaban los acontecim ientos a un rit­ mo cada vez más vertiginoso.

Es más, la destrucción del mundo y la aniquilación de la  vida hum ana mediante los instrum entos de violencia no son ni  nuevas ni espantosas, y aquellos que desde siempre han pensa­ do que una condena incondicional de la violencia conduce a  una condena de lo político en general han dejado sólo desde


 

hace pocos años, más exactamente desde la invención de la  bom ba de hidrógeno, de tener razón. Al destruir el mundo no  se destruye más que una creación hum ana y la violencia nece­ saria para ello se corresponde exactamente con la inevitable  violencia inherente a todos los procesos humanos de produc­ ción [Herstellung]. Los instrum entos de violencia requeridos  para la destrucción se crean a imagen de las herram ientas de  la producción y el instrum ental técnico siempre los abarca  igualmente a ambos. Lo que los hombres producen pueden  destruirlo, y lo que destruyen pueden construirlo de nuevo.  El poder destruir y el poder producir equilibran la balanza. La  fuerza que destruye al mundo y ejerce violencia sobre él es to­ davía la misma fuerza de nuestras manos, que violentan la na­ turaleza y destruyen algo natural —acaso un árbol para obte­ ner m adera y producir alguna cosa con ella— para formar  mundo.

Que poder destruir y poder producir equilibren la balanza  no tiene, sin embargo, una validez absoluta. Sólo la tiene para  lo producido por el hombre, no para el poco tangible, pero no  por ello menos real, ámbito de las relaciones humanas, surgi­ das de la acción en sentido amplio. Sobre esto volveremos más  tarde. Lo decisivo para nosotros en la situación actual es que  tam bién en el mundo propiam ente de las cosas el equilibrio  entre destruir y reconstruir sólo puede mantenerse mientras la  técnica se circunscriba únicam ente con el procedimiento de  producción, y éste ya no es el caso desde el descubrimiento de la  energía atómica, si bien todavía hoy vivimos en general en un  mundo determinado por la Revolución Industrial. Tampoco en  éste nos encontramos sólo con cosas naturales, que más o me­ nos transform adas, reaparecen en el mundo creado por los  hombres, sino con procesos naturales generados por el hombre  mismo mediante la imitación e introducidos directam ente en  el mundo humano. Es característico de estos procesos que, al  igual que un motor de explosión, transcurran esencialmente  entre explosiones, es decir, hablando históricamente, entre ca­ tástrofes que a su vez impulsan el proceso mismo hacia adelan­ te. Hoy nos encontramos en casi todos los ámbitos de nuestra


 

vida en un proceso de este tipo, en que las explosiones y catás­ trofes, lejos de significar el hundimiento, provocan un progre­ so incesante cuya problematicidad no podemos por tanto con­ siderar en nuestro contexto. De todas maneras, desde un punto  de vista político puede constatarse en el hecho de que el desas­ tre catastrófico de Alemania ha contribuido esencialmente a  hacer hoy de ella uno de los países más modernos y avanzados  de Europa, m ientras que atrás quedan los países que o bien no  están tan exclusivamente determ inados por la técnica que el  ritmo del proceso de producción y consumo hace provisional­ mente superfluas las catástrofes como América, o bien no han  pasado por una catástrofe definitivamente destructiva, como  Francia. El equilibrio entre producir y destruir no es alterado  por la técnica m oderna ni por el proceso al que ésta ha arras­ trado al mundo humano. Al contrario, parece como si en el  curso de dicho proceso ambas capacidades, estrechamente em­ parentadas, se potenciaran m utua e indisolublemente, de m a­ nera que producir y destruir se revelan, incluso llevados a su  medida más extrema, como dos fases apenas diferenciables del  mismo, en el que —para poner un ejemplo cotidiano— la de­ molición de una casa es sólo la prim era fase de su construc­ ción, y la edificación de la casa misma, puesto que a ésta se le  calcula una duración determinada, ya puede incluirse en un  proceso incesante de demolición y reconstrucción.

Con frecuencia se ha dudado, no sin razón, de que los hom ­

 bres en medio de esta progresión necesariam ente catastrófica  que ellos mismos han desencadenado puedan seguir siendo  dueños y señores de su mundo y de los asuntos hum anos. Es  desconcertante sobre todo la aparición de las ideologías totali­ tarias, en las cuales el hombre se entiende como un exponente  de dicho progreso catastrófico desencadenado por él mismo,  exponente cuya función esencial consiste en hacer avanzar el  proceso cada vez más rápidamente. Respecto a esta inquietan­ te adecuación no debería olvidarse, sin embargo, que se trata  únicam ente de ideologías, y que las fuerzas naturales que el  hombre emplea a su servicio pueden todavía contarse en caba­ llos de vapor, es decir, en unidades dadas en la naturaleza, to­


 

madas del entorno inmediato del hombre. Que éste consiga  duplicar o centuplicar su propia fuerza mediante el aprovecha­ miento de la naturaleza puede considerarse una violación de  ésta si, con la Biblia en la mano, se cree que el hombre fue  creado para protegerla y servirla y no al revés. Pero aquí da  igual quién sirva o esté predestinado a servir por decisión divi­ na a quién. Lo que es innegable es que la fuerza de los hom­ bres, tanto la productiva como

 la de la labor, es un fenómeno  natural, que la violencia es una posibilidad inherente a dicha  fuer

za y, por lo tanto, tam bién natural y, finalmente, que el  hombre, m ientras sólo tenga que habérselas con fuerzas natu­ rales, permanece en un ám bito terreno-natural al que él mis­ mo y sus fuerzas, en cuanto ser vivo orgánico, pertenece. Esto  no varía por el hecho de que utilice su fuerza y la extraída de  la naturaleza para producir algo completamente no-natural, a  saber, un mundo (algo que sin el hombre, de modo únicam en­ te «natural» no existiría). O, dicho de otro modo, m ientras el  poder producir y el poder destruir equilibran la balanza todo  es en cierta m anera todavía normal, y lo que las ideologías to­ talitarias dicen sobre la esclavización del hom bre por el pro­ ceso que él mismo ha puesto en m archa es sólo un fantasma,  ya que los hombres continúan siendo dueños del mundo que  han construido y señores del potencial destructivo que han  creado.

Pero el descubrim iento de la energía atómica, la invención  de una técnica propulsada por energía nuclear podría alterar  esta situación, ya que lo que se pone en marcha no son proce­ sos naturales sino procesos que, no siendo terrenales, actúan  sobre la Tierra con el fin de producir y destruir el mundo. Es­ tos procesos provienen del universo que rodea a la Tierra, y el  hombre, al violentarla, ya no se com porta como un ser vivo,  sino como un ser capaz de orientarse en el universo, aunque  únicamente pueda vivir bajo las condiciones dadas en la Tierra  y por la naturaleza. Estas fuerzas universales ya no pueden  medirse en caballos de vapor o en cualquier otra m edida na­ tural, y, puesto que no son de naturaleza terrena, podrían des­ truir la Tierra del mismo modo que los procesos naturales que


 

el hombre maneja pueden destruir el mundo construido por él  mismo. El

 horror que se apoderó de la hum anidad cuando  supo de la prim era bomba atómica fue el horror ante esta fuer­ za (en el sentido más verdadero de la palabra sobrenatural)  procedente del universo, y el número de casas y calles destrui­ das, así como la cifra de vidas hum anas aniquiladas fueron de  im portancia sólo porque era de una fuerza simbólica inquie­ tante e imborrable que la recién descubierta fuente de energía  ya hubiera causado, sólo al nacer, m uerte y destrucción a tan  gran escala.

Este horror pronto se mezcló con una indignación no me­ nos justificada y en el momento mucho más palpitante, ya que  el poderío de la nueva arma, entonces todavía absoluto, se ha­ bía comprobado en ciudades habitadas, cuando se hubiera po­ dido ensayar igual de bien y de un modo políticam ente no me­ nos efectivo en un desierto o en una isla deshabitada. En esta  indignación tam bién se percibía anticipadam ente algo cuya  m onstruosa realidad sólo hoy sabemos, es decir, el hecho, que  ninguno de los Estados mayores de las grandes potencias nie­ ga ya, de que en una guerra,

 una vez puesta en m archa, los  contendientes utilizan inevitablemente las arm as de que dispo­ nen en cada momento. Esto, evidentemente, sólo cuando la  guerra ya no tiene una meta y su finalidad ya no es un tratado  de paz entre los gobiernos combatientes sino una victoria que  comporte la aniquilación como Estado —o incluso física— del  adversario. Esta posibilidad ya se significó en la Segunda Gue­ rra Mundial al exigirse a Alemania y Japón una capitulación  incondicional, pero su plena atrocidad sólo se reveló cuando  las bombas atómicas sobre Japón demostraron que las am ena­ zas de una aniquilación total no eran charlatanería vacía y que  los medios necesarios para ella estaban realm ente a mano.  Hoy, consecuentemente con el desarrollo de dicha posibilidad,  ya nadie duda de que una tercera guerra m undial difícilmente  acabará de otro modo que con la aniquilación del vencido. Es­ tam os todos tan fascinados por la guerra total que apenas po­ demos im aginarnos que la Constitución am ericana o el actual  régimen ruso sobrevivieran a la derrota tras una eventual gue­


 

rra entre Rusia y Norteamérica.4 Pero esto significa que en  una futura guerra ya no se trataría del logro o la pérdida de po­ der, de fronteras, de mercados y espacios vitales, de cuestiones,  en fin, que tam bién podrían obtenerse sin violencia por la vía  de la negociación política. Así, la guerra ha dejado de ser la  ultima ratio de conferencias y negociaciones cuya ruptura cau­ saba el inicio de unas acciones m ilitares que no eran más que  la continuación de la política con otros medios. Ahora de lo  que se trata más bien es de algo que naturalm ente no podría  ser nunca objeto de negociaciones: la simple existencia de un  país o un pueblo. En este estadio en que ya no se presupone  como algo dado la coexistencia de las partes enemigas y sólo se  quiere zanjar de modo violento los conflictos surgidos entre  ellas la guerra deja de ser un medio de la política y empieza, en  tanto que guerra de aniquilación, a traspasar los límites im ­ puestos a lo político y con ello a destruirlo.

Sabido es que esta hoy denom inada «guerra total» tiene su  origen en los totalitarismos, con los que está indefectiblemen­ te unida; la de aniquilación es la única guerra adecuada al sis­ tema totalitario. Fueron países gobernados totalitariamente los  que proclamaron la guerra total y, al hacerlo, impusieron nece­ sariam ente su ley al mundo no totalitario. Cuando un princi­ pio de tal alcance hace su aparición en

 el mundo es casi impo­ sible limitarlo a un conflicto entre países totalitarios y países  no totalitarios. El lanzamiento de la bomba atómica contra Ja­ pón y no contra la Alemania de Hitler para la que originalmen­ te había sido construida es una m uestra clara de ello. Lo indig­ nante del caso es, entre otras cosas, que Japón era ciertamente  una potencia imperialista pero no totalitaria.

Este horror que trascendía todas las consideraciones políti­ co-morales y la indignación que suscitaba política y m oral­ mente tenían en común la comprensión de lo que significaba  en realidad la guerra total y la constatación de que ésta era un  hecho que atañía no sólo a los países dominados por los totali­

4. Cuando Arendt escribió esto, la amenaza de guerra entre los Estados Unidos y  la Unión Soviética era seria. (N. del e.)


 

tarismos y los conflictos generados por ellos sino a todo el  mundo. Lo que en principio ya para los romanos y de facto en  los tres o cuat

ro siglos que llamamos de Edad Moderna parecía  imposible en el corazón del mundo civilizado, a saber, el exter­ minio de pueblos completos y el arrasamiento de civilizaciones  enteras de golpe, se había deslizado am enazadoram ente otra  vez en el terreno de lo posible. Y esta posibilidad, si bien surgi­ da como respuesta a una amenaza totalitaria —en la medida en  que ninguno de los científicos habría pensado en construir la  bomba atómica si no hubiera temido que la Alemania de Hitler  lo hiciera y la utilizara—, se convirtió en una realidad que apenas  si tenía nada que ver con el motivo que le había dado vida.

Se sobrepasó pues, quizá por primera vez en la Edad Moder­ na pero no en la historia en general, una limitación inherente a  la acción violenta, limitación según la cual la destrucción gene­ rada por los medios de violencia siempre debía ser parcial,  afectar sólo a algunas zonas del mundo y a un núm ero deter­ m inado de vidas hum anas pero nunca a todo un país o a un  pueblo entero. Pero que el mundo de todo un pueblo

 fuera  arrasado, los muros de la ciudad derruidos, los hom bres asesi­ nados y el resto de la población vendida como esclava ha suce­ dido con frecuencia en la historia y sólo en los siglos de la Era  Moderna no ha querido creerse que esto pudiera suceder.  Siempre se ha sabido más o menos explícitamente que éste es  uno de los pocos pecados mortales de lo político. El pecado  mortal o, para no ser patéticos, el cruce de la frontera inheren­ te a la acción violenta, es de dos tipos: por un lado la muerte ya  no concierne sólo a cantidades más o menos grandes de perso­ nas que deberían m orir de todos modos, sino a un pueblo y a  su constitución política, los cuales son posiblemente inm orta­ les e incluso en el caso de la constitución intencionadam ente.  Lo que aquí se m ata no es algo mortal sino algo posiblemente  inmortal. Además, y en estrecha conexión con esto, la violencia  alcanza en este caso no sólo a cosas producidas, surgidas a su  vez mediante la violencia y por tanto mediante ella nuevamen­ te reconstruibles, sino a una realidad asentada histórico-políti-  camente en este mundo de cosas producidas, realidad que,


 

puesto que no fue ella misma producida, tampoco puede ser  nuevamente restaurada. Cuando un pueblo pierde su libertad  como Estado, pierde su realidad política aun cuando consiga  sobrevivir físicamente.

De lo que se trata aquí, pues, es de un mundo de relaciones  hum anas que no nace del producir sino del actuar y el hablar,  un mundo que en sí no tiene un final y que posee una firmeza  tan resistente —a pesar de consistir en lo más efímero que hay:  la palabra fugaz y

 el acto rápidam ente olvidado— que a veces,  como en el caso del pueblo judío, puede sobrevivir siglos ente­ ros a la pérdida del mundo producido tangible. Esta es, sin  embargo, una excepción, ya que por lo general este sistema de  relaciones surgido de la acción, en el que el pasado continúa  vivo en la forma de una historia que habla y de la que siempre  se habla, sólo puede existir dentro del mundo producido, ani­ dando entre sus piedras hasta que éstas también hablan y, al  hacerlo, dan testimonio (aunque se las arranque del seno de la  tierra). Este ámbito tan propiam ente humano, que da forma a  lo político en sentido estricto, puede ciertam ente irse a pique,  pero no ha surgido de la violencia y su designio no es desapa­ recer por causa de ella.

Este mundo de relaciones no ha nacido por la fuerza o la po­ tencia de un individuo sino por la de muchos que, al estar jun­ tos, generan un poder ante el cual incluso la fuerza más grande  del individuo es

 impotente. Este poder puede ser debilitado por  todos los factores posibles, del mismo modo que puede reno­ varse otra vez a causa de todos los factores posibles; sólo puede  liquidarlo definitivamente la violencia cuando es total y, literal­ mente, no deja piedra sobre piedra ni hombre junto a hombre.  Ambas cosas son esenciales al totalitarismo, que, por lo que res­ pecta a la política interior, no se conforma con amedrentar a los  individuos sino que aniquila mediante el terror sistemático to­ das las relaciones interhum anas. A él corresponde la guerra  total, que no se contenta con la destrucción de unos cuantos  puntos concretos militarmente im portantes sino que persigue  —y la técnica ahora ya le permite perseguirlo— aniquilar el  mundo surgido entre los humanos.


 

Sería relativamente fácil comprobar que las teorías políticas  y los códigos morales de Occidente han intentado siempre ex­ cluir del arsenal de los medios políticos la auténtica guerra de  aniquilación; y seguramente sería todavía más fácil dem ostrar  la ineficacia de esas teorías y exigencias. Curiosamente todo  aquello que concierne en un amplio sentido al nivel de m orali­ dad que el hombre se impone a sí mismo confirma por natura­ leza las palabras de Platón: es la poea con las imágenes y mo­ delos que crea lo que «embelleciendo los miles de gestas de los  primeros padres forma a la descendencia» (Fed.ro, 245 a). En la  Edad Antigua el gran ob

jeto de estos embellecimientos que te­ nían, al menos en cuanto a lo político, un valor formativo era la  guerra de Troya, en cuyos vencedores los griegos veían a sus  antepasados y en cuyos vencidos veían los romanos a los suyos.  De este modo unos y otros se convirtieron, como Mommsen so­ lía decir, en los «pueblos gemelos» de la Antigüedad porque la  misma gesta les valió a ambos como comienzo de su existencia  histórica. Esta guerra de los griegos contra Troya, que finalizó  con una aniquilación tan completa de la ciudad que su existen­ cia se ha dudado hasta hace poco, es considerada todavía hoy  el ejemplo más primigenio de guerra de aniquilación.

Por lo tanto, para una reflexión sobre el significado de la  guerra de aniquilación, que vuelve a am enazarnos, podemos  evocar estos sucesos de la Antigüedad, sobre todo porque, me­ diante la estilización de la guerra de Troya, griegos y romanos  definieron, de un modo a la vez coincidente y contrapuesto, lo  que para sí mismos y en cierta medida tam bién para nosotros  significa propiam ente la política, así como el espacio que

 ésta  debe ocupar en la historia. En este sentido, es de decisiva im ­ portancia que el canto homérico no guarde silencio sobre el  hombre vencido, que dé testimonio tanto de Héctor como de  Aquiles y que, aunque los dioses hayan decidido de antem ano  la victoria griega y la derrota troyana, éstas no conviertan a  Aquiles en más grande que Héctor ni a la causa de los griegos  en más legítima que la defensa de Troya. Así pues, Homero  canta esta guerra, datada tantos siglos atrás, de modo que, en  cierto sentido, o sea en el sentido de la m em oria poética e his­


 

tórica, la aniquilación pueda ser reversible. Esta gran im par­ cialidad de Homero, que no es objetividad en el sentido de la  moderna libertad valorativa, sino en el sentido de la total liber­ tad de intereses y de la completa independencia del juicio de la  historia —contra la cual consiste en el juicio del hombre que  actúa y su concepto de la grandeza—, yace en el comienzo de  toda historiografía y no sólo de la occidental; pues algo así  como lo que entendemos por historia no lo ha habido nunca ni  en ningún sitio donde el ejemplo homérico no haya sido, al  menos indirectam ente, efectivo. Se trata del mismo pensa­ miento que reencontram os en la introducción de Heródoto,  cuando dice que quisiera evitar que «las grandes y maravillo­ sas gestas tanto de los helenos como de los bárbaros cayeran  en el olvido» (I, i), es decir, un pensam iento que, como Burck-  hardt observó con razón una vez, «no hubiera podido ocurrír-  sele a ningún egipcio o judío» (Griechische Kulturgeschichte,  III, pág. 406).

Es bien conocido que los esfuerzos griegos por transform ar  la guerra de aniquilación en una guerra política no fueron más  allá de esta salvación retrospectiva de los aniquilados y abati­ dos que Homero poetizó, y fue esta incapacidad lo que llevó fi­ nalm ente al derrum bam iento de las ciudades-Estado griegas.  En cuanto a la guerra, la polis griega siguió otros caminos en  la definición de lo político. La polis se formó alrededor del  ágora homérica, el lugar de reunión y discusión de los hom ­ bres libres, donde lo propiam ente «político» —es decir, lo que  caracterizaba sólo a la polis y que los griegos

 denegaban a bárba­ ros y a hombres no libres— se centraba en el hablar sobre algo  a los demás y con los demás. A esta esfera se la consideraba  bajo el signo de la peitho divina, una fuerza de convicción  y persuasión que rige sin violencia ni coacción entre iguales y  que lo decide todo. Contrariam ente, la guerra y la violencia  asociada a ella fueron excluidas por completo de lo propia­ mente político, surgido y válido entre los miembros de una po­ lis; violentamente, se com portaba la polis como un todo frente  a otros Estados o ciudades-Estado pero precisamente entonces  se comportaba, según los mismos griegos, «apolíticamente».


 

De ahí que en estos casos se suprim iera necesariam ente la  igualdad de los ciudadanos, que impedía que nadie m andara ni  nadie obedeciera. Precisamente porque una guerra no puede  hacerse sin órdenes ni ob

ediencia ni dejando las decisiones al  criterio de la convicción, los griegos pensaban que pertenecía  a un ámbito no-político [nicht-politisch]. Ahora bien, al ámbi­ to político pertenecía fundam entalm ente todo aquello que no­ sotros entendem os por extrapolítico. Para nosotros la guerra  no es la continuación por otros medios de la política sino, a la  inversa, la negociación y los tratados son siem pre una conti­ nuación de la guerra por otros medios: los de la astucia y el  engaño.

El efecto de Homero sobre el desarrollo de la polis griega no  se agotó sin embargo en esta exclusión, sólo negativa, de la  violencia del ámbito político, cosa que únicam ente tuvo como  consecuencia que las guerras como siempre se realizaran bajo  el principio de que el fuerte hace lo que puede y el débil sufre  lo que debe (véase Tucídides, V, «Melierdialog»). Lo propia­ mente homérico en el relato de la guerra de Troya tuvo su ple­ na repercusión en la m anera en que la polis incorporó a su for­ ma de organización el concepto de la lucha como el modo no  sólo legítimo sino en cierto sentido superior de la convivencia  hum ana. Lo que comúnmente se denom ina espíritu agonal de  los griegos, que sin duda ayuda a explicar (si es que algo así  puede explicarse) que en los pocos siglos de su florecimiento  encontremos condensada en todos los terrenos del espíritu una  genialidad más grande y significativa que en ninguna otra par­ te, no es solamente el empeño de ser siempre y en todas partes  el mejor, afán del que Homero ya habla y que poseía en efecto  tanto significado para los griegos que hasta se encuentra en su  lengua un verbo para ello: aristeuein (ser el mejor), que se en­ tendía no sólo como una aspiración sino como una actividad  que colmaba la vida. Esta competencia todavía tenía su mode­ lo en la lucha, completamente independiente de la victoria o la  derrota, que dio a Héctor y a Aquiles la oportunidad de m ostrar­ se tal como eran, de manifestarse realmente, o sea, de ser ple­ namente reales. Lo mismo ocurre con la guerra entre griegos y


 

troyanos, que concede a unos y a otros la oportunidad de ma­ nifestarse totalmente y a la que corresponde una disputa entre  los dioses que otorga su pleno significado al enfurecido com­ bate y que dem uestra claram ente que hay algo divino en am ­ bos bandos, aun cuando a uno de ellos le esté consagrado la  ruina. La guerra contra Troya tiene dos contendientes, y Ho­ mero la ve con los ojos de los troyanos no menos que con los  de los griegos. Este modo homérico de m ostrar en todas las co­ sas dos aspectos que sólo aparecen en la lucha es también el de  Heráclito cuando dice que la guerra es «el padre de todas las  cosas» (fragmento B53). Aquí, la violencia de la guerra en todo  su espanto todavía proviene directamente de la energía y la po­ tencia del hombre, que únicam ente puede m ostrar su fuerza  cuando la pone a prueba frente a algo o alguien.

Lo que en Homero aparece todavía casi indiferenciado, la  potencia violenta de las grandes gestas y la fuerza arrebatado­ ra de las grandes palabras que las acom pañan persuadiendo  así a la asamblea de los que m iran y escuchan, a nosotros se  nos presenta ya claramente dividido en la polis misma entre  las competiciones —las únicas ocasiones en que toda Grecia se  juntaba para adm irar la fuerza desplegada sin violencia— y los  debates y discusiones inacabables. En este último caso, las dos  caras de todas las cosas, que todavía en Homero se daban en la  lucha, caen exclusivamente en el ámbito del hablar, donde toda  victoria es ambigua como la victoria de Aquiles y una derrota  puede ser tan célebre como la de Héctor. Pero en los debates ya  no se trata de dos bandos en que los respectivos oradores se  manifiesten como personas, si bien es inherente a todo hablar,  por muy «objetivo» que se pretenda, que el hablante aparezca  (de un modo difícilmente aprehensible pero no por ello menos  insistente y esencial). De la ambivalencia con que Homero ver­ sificaba la guerra troyana resulta ahora una multiplicidad in­ finita de objetos aludidos, los cuales, al ser tratados por tantos  en la presencia de otros muchos, son sacados a la luz de lo  público, donde están obligados a m ostrar todos sus lados.  Únicamente en tal com pletitud puede un asunto aparecer en  su plena realidad, con lo que debe tenerse presente que toda


 

circunstancia puede m ostrarse en tantas facetas y perspectivas  como seres hum anos implique. Puesto que para los griegos el  espacio político-público es lo común (koinon) en que todos se  reúnen, sólo él es el territorio en que todas las cosas, en su  completitud, adquieren validez. Esta capacidad, basada en úl­ timo término en aquella imparcialidad homérica que solamen­ te veía un asunto desde el contraste de todas sus partes, es pculiar de la Antigüedad, y hasta nuestros días todavía no ha  sido igualada en toda su apasionada intensidad. En tal capaci­ dad también se basan los trucos de los sofistas, cuyo significado  para la liberación del pensam iento hum ano de las ataduras  dogmáticas se subestim a cuando se los juzga, siguiendo el  ejemplo platónico, moralmente. Pero este talento para la argu­ m entación es de im portancia secundaria para la constitución  de lo político acaecida por prim era vez en la polis. Lo decisivo  no es que se pudiera dar la vuelta a los argumentos y volver las  afirmaciones del revés, sino que se obtuviera realm ente la fa­ cultad de ver los temas desde distintos lados, lo que política­ mente significa que cada uno percibiera los muchos puntos de  vista posibles dados en el mundo real a partir de los cuales  algo puede ser contemplado y mostrar, a pesar de su mismi-  dad, los aspectos más variados. Esto significa bastante más  que la exclusión del propio interés, del que sólo se obtiene algo  negativo y comporta el riesgo de perder el vínculo con el m un­ do y la inclinación por sus objetos y asuntos. La facultad de  m irar el mismo tema desde los más diversos ángulos reside en  el mundo humano, capacita para intercam biar el propio y na­ tural punto de vista con el de los demás junto a los que se está  en el mundo y consigue, así, una verdadera libertad de movi­ miento en el mundo de lo espiritual, paralela a la que se da en  el de lo físico. Este recíproco convencer y persuadir, que era el  auténtico comportamiento político de los ciudadanos libres de  la polis, presuponía un tipo de libertad que no estaba inm uta­ blemente vinculada, ni espiritual ni físicamente, al propio pun­ to de vista o posición.

Su peculiar ideal, su modelo para la aptitud específicamen­ te política está en la phronesis, aquel discernim iento del hom­


 

bre político (del politikos, no del hombre de Estado, que aquí  no existe),5 que tiene tan poco que ver con la sabiduría que  Aristóteles incluso la rem arcó como opuesta a la sabiduría de  los filósofos. Discernimiento en un contexto político no signi­ fica sino obtener y tener presente la mayor panorám ica posi­ ble sobre las posiciones y puntos de vista desde los que se con­ sidera y juzga un estado de cosas. De esta phronesis, la virtud  política cardinal para Aristóteles, apenas se ha hablado duran­ te siglos. Es en Kant en quien la reencontram os en prim er lu­ gar, en su alusión al sano entendimiento humano como una fa­ cultad de la capacidad de juicio. La llama «el modo de pensar  más extendido» y la define explícitamente como la capacidad  «de pensar desde la posición de cualquier otro» (Crítica del jui­ cio). Pero desgraciadam ente esta capacidad política kantiana  par excellence no desempeña ningún papel en el desarrollo del  imperativo categórico; pues la validez del imperativo categóri­ co se deriva del «pensamiento coincidente consigo mismo», y  la razón legisladora no presupone a los demás sino únicam en­ te a un yo-mismo [Selbst] no contradictorio. La verdad es que,  en la filosofía kantiana, la facultad política auténtica no es la  razón legisladora sino la capacidad de juzgar, a la cual es pro­ pio poder prescindir de «las condiciones privadas y subjetivas  del juicio».6 En el sentido de la polis el hombre político era en  su particular distinción al mismo tiem po el más libre porque  tenía en virtud de su discernim iento, de su aptitud para con­ siderar todos los puntos de vista, la máxima libertad de movi­ miento.

Ahora bien, es tam bién im portante tener presente que esta  libertad de lo político depende por completo de la presencia e  igualdad de derechos de los muchos. Un asunto sólo puede  m ostrarse bajo múltiples aspectos cuando hay muchos a los

5. En griego, al hombre de Estado se le llama Politikos (N. del e.)

6. En 1970, Arendt dio unas conferencias acerca de lo que llamó los «no escritos»

de filosofía política de Kant. Véase H. Arendt, Lecture’s on Kant’s Polítical Philosophy,  R. Beiner (comp.), Chicago, University of Chicago Press, 1982 (trad. cast.: Conferencias  sobre la filosofía política de Kant, Barcelona, Paidós, 2003). (N. del e.)


 

que respectivamente aparece desde perspectivas diversas. Don­ de estos otros e iguales, así como sus opiniones, son suprim i­ dos, por ejemplo en las tiranías, en las que todo se sacrifica al  único punto de vista del tirano, nadie es libre y nadie es apto  para el discernimiento, ni siquiera el tirano. Además, esta li­ bertad política, que en su figura más elevada coincide con el  discernimiento, no tiene que ver lo más mínimo con nuestro li­ bre albedrío ni con la libertas rom ana ni con el liberum arbi-  trium cristiano, hasta el punto de que incluso falta en la lengua  griega la palabra para esto. El individuo en su aislam iento  nunca es libre; sólo puede serlo cuando pisa y actúa sobre el  suelo de la polis. Antes de que la libertad sea una especie de  distinción para un hombre o un tipo de hom bre —por ejemplo  para el griego frente al bárbaro—, es un atributo para una  forma determ inada de organización de los hom bres entre sí y  nada más. Su lugar de nacimiento no es nunca el interior de  ningún hombre, ni su voluntad, ni su pensam iento o senti­ mientos, sino el espacio entre, que sólo surge allí donde algu­ nos se juntan y que sólo subsiste mientras permanecen juntos.  Hay un espacio de la libertad: es libre quien tiene acceso a él y  no quien queda excluido del mismo. El derecho a ser admitido,  o sea la libertad, era un bien para el individuo, bien no menos  decisivo para su destino en la vida que la riqueza o la salud.

Por lo tanto, para el pensam iento griego, la libertad estaba  enraizada en un lugar, unida a él, delimitada espacialmente, y  las fronteras del espacio de la libertad coincidían con los m u­ ros de la ciudad, de la polis o, más exactamente, del ágora que  ésta rodeaba. Fuera

de estas fronteras estaba por un lado el ex­ tranjero, en el que no se podía ser libre porque no se era un  ciudadano o, mejor, un hombre político, y por otro el hogar  privado, en el que tampoco se podía ser libre, porque no había  nadie poseedor de los mismos derechos con quien constituir  conjuntamente el espacio de la libertad. El significado de esto  último era todavía determ inante para el concepto romano  —por lo demás tan distinto— de lo que es lo político, la cosa  pública, la res publica o república. Tanto pertenecía la familia  según los romanos al ámbito de lo no-libre que Mommsen tra­


 

dujo la palabra «familia» como «servidumbre». La causa de  esta servidumbre era doble; por un lado el pater familias, el pa­ dre de familia m andaba él solo como un verdadero monarca o  déspota sobr

e su hogar, el cual, junto con la mujer, los hijos y  los esclavos, formaba la «familia». Por lo tanto le faltaban  iguales ante los que aparecer en libertad. Por otro lado, en este  hogar dirigido por uno solo no se adm itía la lucha ni la com­ petencia, porque debía constituir una unidad no perturbada  por intereses, posturas o puntos de vista contrapuestos. En ese  caso, esa variedad de aspectos —moverse entre los cuales era  el auténtico contenido del ser-libre [Frei-Sew], del actuar y ha­ blar en libertad— se suprimía. En suma, la falta de libertad era  el presupuesto de una unidad compacta, que era tan constitu­ tiva de la convivencia en la familia como la libertad y la lucha  lo eran para la convivencia en la polis. El espacio libre de lo  político aparece, pues, como una isla, el único lugar en que el  principio de la violencia y la coacción es excluido de las rela­ ciones entre los hombres. Lo que está fuera de este pequeño  espacio, la familia de un lado y las relaciones de la polis con  otras unidades políticas de otro, sigue sometido al principio de  la coacción y al derecho del más fuerte. Por eso, según la con­ cepción de la Edad Antigua, el estatus del individuo depende  tanto del espacio en que se mueve en cada momento que el  mismo hombre, que, como hijo adulto de un romano, «estaba  subordinado al padre [...], podía ser que, como ciudadano, fue­ ra su señor» (Mommsen, pág. 71).

Pero volvamos a nuestro punto de partida. Intentábamos re­ capacitar acerca de la guerra de aniquilación troyana y el trata­ miento que le dio Homero para comprender cómo acabaron los  griegos con el elemento

 aniquilador de la violencia que destruye  el mundo y lo político. Es como si hubieran separado la lucha,  sin la que ni Aquiles ni Héctor hubieran podido hacer realmen­ te acto de presencia y dem ostrar quiénes eran, de lo guerrero-  m ilitar en que anida originariamente la violencia, haciendo así  de la lucha una parte integrante de la polis; y como si hubieran  asignado a sus poetas e historiadores la preocupación por la  suerte de los vencidos y sometidos en las furiosas guerras. Res­


 

pecto a esto último hay que considerar sin embargo que eran  sus obras, no la actividad de la que éstas surgieron, lo que for­ maba parte a su vez de la polis y lo político (igual que las esta­ tuas de Fidias y otros artistas pertenecían necesariamente al  contenido, tangible e

n el mundo, de lo político y público, mien­ tras que sus autores mismos a

 causa de su profesión no eran  considerados ciudadanos libres e iguales). De ahí que para la ti­ pificación del hombre griego en la polis fuera determ inante la  figura de Aquiles, el constante impulso por distinguirse, por ser  siempre el mejor de todos y conseguir gloria inmortal. La pre­ sencia necesaria de muchos en general y de muchos de igual  condición en particular, el lugar homérico de reunión, el

 ágora  —que en el caso de la cam paña contra Troya sólo pudo surgir  porque muchos «reyes» que vivían dispersos en sus haciendas y  que eran hombres libres se juntaron para una gran empresa  (cada uno con el fin de obtener una gloria sólo posible conjun­ tamente, lejos del hogar patrio y de su estrechez)—, esta homé­ rica conjunción de los héroes; todo esto quedó posteriorm ente  desprovisto de su carácter transitorio y aventurero. La polis si­ gue completamente ligada al ágora homérica pero este lugar de  reunión es ahora permanente, no el campamento de un ejército  que tras acabar su cometido se dispersa otra vez y debe esperar  siglos hasta que un poeta le conceda aquello a lo que ante los  dioses y los hombres tenía derecho por la grandeza de sus ges­ tas y palabras: la gloria inmortal. La polis ahora, en la época  de su florecimiento, esperaba (como sabemos por el discurso de  Pericles, transm itido por Tucídides) ser quien se encargara por  sí misma de hacer posible la lucha sin violencia y de garantizar  la gloria, que hace inmortales a los mortales, sin poetas ni can­ tores.

Los romanos eran el pueblo gemelo de los griegos porque  atribuyeron su origen al mismo acontecimiento, la guerra de  Troya; porque no se tenían por hijos de Rómulo sino de Eneas,  por descendientes de los troyanos (como los griegos sostenían  serlo de los aqueos). Por lo tanto, derivaban su existencia polí­ tica conscientemente de una derrota a la que siguió una refun­ dación sobre tierra extranjera, pero no la refundación de algo


 

insólitamente nuevo, sino la renovada fundación de algo anti­ guo, la fundación de una nueva patria y una nueva casa para  los penates, los dioses del hogar regio en Troya, que Eneas ha­ bía salvado al huir con su padre y su hijo cruzando el mar  hacia el Lacio. De lo que se trataba, como nos dice Virgilio en  la elaboración definitiva de las estilizaciones griega, siciliana y  rom ana del ciclo de leyendas troyano, era de anular la derrota  de Héctor y la aniquilación de Troya: «Otro Paris atizará de  nuevo el fuego que arruinó los pináculos de Pérgamo» (Enei­ da, VII, 321 y sigs.). Ésta es la misión de Eneas, desde cuyo  punto de vista Héctor, que durante diez largos años impidió la  victoria de los Dañaos, es el auténtico héroe de la leyenda, y no  Aquiles. Pero lo decisivo no es esto sino que en la repetición de  la guerra troyana sobre suelo italiano las relaciones del poema  homérico se invierten. Si bien Eneas, sucesor a la vez de Paris  y de Héctor, atiza de nuevo el fuego por una mujer, no es por  Helena ni por una adúltera, sino por Lavinia, su

 prometida, y  si bien, igual que a Héctor, se le enfrenta la furia despiadada  y la ira invencible de un Aquiles, es decir Turnus, el cual se  identifica explícitamente —«anúnciale a Príamo que también  aquí has encontrado a Aquiles» (Eneida, IX, 742)—, cuando  se retan, Turnus, o sea, Aquiles, huye y Eneas, o sea, Héctor, le  persigue. Y así como Héctor ya en la descripción homérica no  sitúa la gloria por encima de todo sino que «cayó un defensor  luchando por sus progenitores», tam poco a Eneas puede sepa­ rarlo de Dido pensar en la magna gloria de las grandes gestas,  ya que «el propio encomio no le parece merecedor de fatigas y  tormentos» (Eneida, IX, 232 y sigs.), sino sólo el recuerdo del  hijo y los descendientes, la preocupación por la pervivencia de  la estirpe y su gloria, que para los rom anos significaba la ga­ rantía de la inmortalidad terrenal.

Este origen, transm itido primero míticamente y después es­ tilizado más conscientemente, de la existencia política romana  a partir de Troya y de la guerra que la rodeó, es sin duda uno  de los sucesos más rem arcables y emocionantes de la historia  occidental. Es como si a la ambivalencia e imparcialidad poé­ tica y espiritual del poema homérico le secundara una realidad


 

plena y completa que realizara algo que, de otro modo, jam ás se  hubiera realizado en la historia y que, aparentem ente, tam po­ co puede realizarse en absoluto, a saber, la plena justicia para  los vencidos, no por parte del juicio de la posteridad, que des­ de y con Catón siempre puede decir: «Victrix causa diis placuit  sed victa Catoni» (Lucano, Pharsalia, I, 128), sino por parte del  transcurso histórico mismo. Ya es bastante inaudito que Ho­ mero cante la gloria de los vencidos y que incluso m uestre en  un poema elogioso cómo un mismo suceso puede tener dos ca­ ras y cómo el poeta, al contrario de lo que ocurre en la reali­ dad, no tiene con la victoria de los unos el derecho a derrotar y  dar m uerte en cierta m anera por segunda vez a los otros. Pero  que esto tam bién ocurriera en la realidad —y no es difícil ex­ plicarse hasta qué punto la autointerpretación de los pueblos  forma parte de la realidad si se tiene en cuenta que los rom a­ nos, en tanto descendientes de los troyanos, en su prim er con­ tacto comprobable con los griegos se presentaron como los  descendientes de Ilion—, parece todavía más inaudito; pues es  como si en el comienzo de la historia occidental hubiera real­ mente tenido lugar una guerra que, en el sentido de Heráclito,  hubiera sido «el padre de todas las cosas», ya que forzó la apa­ rición de un único proceso en sus dos caras originariam ente  reversas. Desde entonces ya no hay para nosotros, ni en el  mundo sensible ni en el histórico-político, cosa o suceso, a no  ser que los hayamos descubierto y contem plado en toda su ri­ queza de aspectos, que nos hayan m ostrado todos sus lados, y  los hayamos conocido y articulado desde todos los puntos de  vista posibles en el mundo humano.

Sólo desde esta óptica romana, en que el fuego es atizado de  nuevo para superar la total destrucción, podemos quizá enten­ der la guerra de aniquilación y por qué ésta, independiente­ mente de todas las consideraciones morales, no puede tener  ningún lugar en la política. Si es verdad que una cosa tanto en  el mundo de lo histórico-político como en el de lo sensible sólo  es real cuando se muestra y se percibe desde todas sus facetas,  entonces siempre es necesaria una pluralidad de personas o  pueblos y una pluralidad de puntos de vista para hacer posible


 

la realidad y garantizar su persistencia. Dicho con otras pal  bras, el mundo sólo surge cuando hay diversas perspectiva  únicam ente es en cada caso esta o aquella disposición de 1;  cosas del mundo. Si es aniquilado un pueblo o un Estado o ú  cluso un determ inado grupo de gente, que —por el hecho c  ocupar una posición cualquiera en el mundo que nadie puec  duplicar sin más— presentan una visión del mismo que só  ellos pueden hacer realidad, no muere únicamente un pueblo  un Estado o m ucha gente, sino una parte del mundo (un a  pecto de él que habiéndose m ostrado antes ahora no podi  mostrarse de nuevo). Por eso la aniquilación no lo es solamei  te del mundo sino que afecta tam bién al aniquilador. La polít  ca, en sentido estricto, no tiene tanto que ver con los hom bn  como con el mundo que surge entre ellos; en la medida que í  convierte en destructiva y ocasiona la ruina de éste, se destn  ye y aniquila a sí misma. Dicho de otro modo: cuantos   pueblos haya en el mundo, vinculados entre ellos de una u oti  m anera, más mundo se form ará entre ellos y más rico será <

mundo. Cuantos más puntos de vista haya en un pueblo, desd  los que m

 irar un mundo que alberga y subyace a todos pe  igual, más importante y abierta será la nación. Si por el contr;  rio aconteciera que a causa de una enorme catástrofe restara u  solo pueblo sobre la Tierra en el que todos vieran y comprendi<  ran todo desde la misma perspectiva y vivieran en complet  unanimidad, entonces el mundo en el sentido histórico-polít  co llegaría a su fin y los supervivientes, que permanecerían si  mundo sobre la Tierra, no tendrían más en común con nosotre  que aquellas tribus faltas de mundo y de relaciones que le  europeos encontraron al descubrir nuevos continentes y que rí  cuperaron o descartaron para el mundo humano, sin ser cons  cientes en definitiva de que eran también hombres. Dicho d  otra forma, sólo puede haber hombres en el sentido auténtic  del término donde hay mundo y sólo hay mundo en el sentid  auténtico del término donde la pluralidad del género humano e  algo más que la multiplicación de ejemplares de una especie.

Por eso es tan im portante que la guerra de Troya, repetid  sobre suelo italiano, a la que el pueblo romano rem ontaba si


 

existencia política e histórica, no finalizara a su vez con una  aniquilación de los vencidos sino con una alianza y un tratado.  No se trataba en absoluto de atizar otra vez las llam as para in­ vertir el desenlace, sino de concebir un nuevo desenlace para  esas llamas. Tratado y alianza, según su origen y su concepto,  definido con tanta riqueza por los romanos, están íntim am en­ te ligados con la guerra entre pueblos y representan, siguiendo  la concepción romana, la continuación por así decir natural de  toda guerra. También hay aquí algo homérico o quizá algo con  lo que el propio Homero ya tropezó cuando dio a la leyenda  troyana su elaboración definitiva: el reconocim iento de que  tam bién el encuentro más hostil entre hom bres hace surgir  algo en adelante común entre ellos

 simplemente porque, como  dijo Platón, «lo que el agente hace, lo sufre tam bién el pacien­ te» (Gorgias, 476 d), de m anera que cuando hacer y sufrir han  pasado pueden después convertirse en las dos caras de un m is­ mo suceso. Pero entonces este mismo a causa de la lucha se  transform a en algo distinto que se revela sólo a la m irada evo­ cadora y elogiosa del poeta o a la retrospectiva del historiador.  Desde un punto de vista político, sin embargo, el encuentro  implícito en la lucha sólo puede m antenerse si ésta es inte­ rrum pida y de ella resulta un estar juntos distinto. Todo trata­ do de paz, incluso cuando no es propiam ente tratado sino dic­ tado, sirve para regular nuevamente no sólo el estado de cosas  previo al inicio de las hostilidades sino tam bién algo nuevo que  surge en el transcurso de las mismas y se convierte en común  tanto para los que hacen como para los que padecen. Una  transform ación tal de la simple aniquilación en algo distinto y  perm anente está ya en la im parcialidad hom érica, que por lo  menos no malogra la gloria y el honor de los vencidos y vincu­ la para siempre el nombre de Aquiles al de Héctor. Pero por lo  que respecta a los griegos, dicha transform ación del hostil es­ tar juntos se limitó por completo a lo poético y evocador y no  fue políticamente efectiva.

Así pues, el tratado y la alianza como concepciones centra­ les de

 lo político no sólo son históricamente de origen rom ano  sino esencialmente extraños al ser griego y a su idea de lo que


 

pertenece al ámbito de lo político, es decir, de la polis. Lo que  aconteció cuando los descendientes de Troya llegaron a suelo  italiano fue, ni más ni menos, que la política surgió precisa­ mente allí donde ésta tenía para los griegos sus límites y aca­ baba, esto es, en el ámbito no entre ciudadanos de igual condi­ ción de una ciudad sino entre pueblos extranjeros y desiguales  entre sí que sólo la lucha había hecho coincidir. Es cierto que  ésta, y con ella la guerra, fue tam bién, como hemos visto, el  inicio de la existencia política de los griegos pero únicam ente  en la m edida en que éstos, al luchar, permanecían ellos mis­ mos y se unían para asegurar la conservación definitiva y eter­ na de la propia esencia. En el caso de los romanos era esta  misma lucha la que les perm itía conocerse a sí mismos y al an­ tagonista; una vez finalizada no se retraían otra vez sobre sí  mismos y su gloria dentro de los m uros de su ciudad sino que  habían obtenido algo nuevo, un nuevo ámbito político, garanti­ zado por el tratado, en el que los enemigos de ayer se convertían  en los aliados del mañana. Dicho políticamente, el tratado que  vincula a dos pueblos hace surgir entre ellos un nuevo mundo o,  para ser más exactos, garantiza la pervivencia de un mundo  nuevo, común ahora a ambos, que surgió cuando entraron en  lucha y que crearon al hacer y padecer algo igual.

Esta solución de la cuestión de la guerra, sea propiamente  rom ana o bien surgida posteriorm ente de la rememoración y  estilización de la guerra de aniquilación de Troya, es el origen  tanto del concepto de ley como de la extraordinaria im portan­ cia que ésta y su elaboración tuvieron en el pensamiento polí­ tico de Roma. Pues la lex romana, a diferencia e incluso en opo­ sición a lo que los griegos entendían por nomos, significa  propiam ente «vínculo duradero» y, a partir de ahí, tratado tan­ to en el derecho público como en el privado. Por lo tanto, una  ley es algo que une a los hombres entre sí y que tiene lugar no  mediante una acción violenta o un dictado sino a través de un  acuerdo y un convenio mutuos. Hacer la ley, este vínculo dura­ dero que sigue a la guerra violenta, está ligado a su vez al ha­ blar y replicar, es decir, a algo que, según griegos y romanos,  estaba en el centro de todo lo político.


 

Lo decisivo es, sin embargo, que sólo para los romanos la  actividad legisladora y con ella las leyes mismas correspondían  al ámbito de lo propiam ente político, m ientras que, conforme  a la noción griega, la actividad del legislador estaba tan radi­ calmente diferenciada de las actividades y ocupaciones autén­ ticamente políticas de los ciudadanos de la polis que ni siquie­ ra necesitaba ser miembro de la ciudad sino alguien de fuera a  quien se le hiciera un encargo (como a un escultor o a un ar­ quitecto se les puede encargar algo

 que la ciudad necesita). En  Roma, al contrario, la ley de las doce tablas, por muy influida  que pueda estar en los detalles por los modelos griegos, ya no  es obra de un hombre individual sino el tratado entre dos par­ tidos en lucha, el patriciado y los plebeyos, lucha que requería  el consentimiento de todo el pueblo, aquel consensus omnium  al que la historia rom ana siempre atribuía en la redacción de  las leyes «un rol incomparable».7 Para este carácter contrac­ tual de la ley es significativo que esta ley fundam ental, a la  cual se rem onta en realidad la fundación del pueblo romano,  del populus Romanas, no unió a los partidos contendientes en  el sentido de que suprimiera la diferencia entre patricios y ple­ beyos. Justo al contrario la prohibición term inante de los ma­ trim onios mixtos —más tarde abolida— acentuó la separación  más explícitamente que antes, sólo que se eludió la enemistad.  Pero lo específicamente legal de la norm ativa en el sentido ro­ mano era que en adelante un tratado, un vínculo eterno, ligaba  a patricios y plebeyos. La res publica, la cosa pública que sur­ gió de este tratado y se convirtió en la república rom ana, se lo­ calizaba en el espacio intermedio entre los rivales de antaño.  La ley es aquí, por lo tanto, algo que instaura relaciones entre  los hombres, unas relaciones que no son ni las del derecho na­ tural, en que todos los humanos reconocen por naturaleza como  quien dice por una voz de la conciencia lo que es bueno y  malo, ni las de los mandamientos, que se imponen desde fuera  a todos los hom bres por igual, sino las del acuerdo entre con­ trayentes. Y así como un acuerdo tal sólo puede tener lugar si

7. Franz Altheim, Rómische Geschichte II, pág. 232. (N. del e.)


 

el interés de ambas partes está asegurado, así se trataba en el  caso de la originaria ley rom ana de «erigir una ley común que  tuviera en cuenta a ambos partidos» (Altheim, pág. 214).

Para valorar correctam ente —más allá de todo moralismo,  que debe ser secundario en nuestro examen— la extraordinaria  fecundidad política del concepto rom ano de ley, debemos re­ cordar sumariam ente la noción griega, tan distinta, de lo que  en origen es una ley. Ésta, tal como la entendían los griegos, no  es ni acuerdo ni tratado, no es en absoluto nada que surja en el  hablar y actuar entre hombres, nada, por lo tanto, que corres­ ponda propiamente al ámbito político, sino esencialmente algo  pensado por un legislador, algo que ya debe existir antes de en­ trar a formar parte de lo político propiam ente dicho. Como tal  es prepolítica pero en el sentido de que es constitutiva para  toda posterior acción política y todo ulterior contacto político  de unos con otros. Así como los muros de la ciudad, con los que  Heráclito compara alguna vez la ley, deben ser construidos an­ tes de que pueda haber una ciudad identificable en su figura  y sus fronteras, del mismo modo la ley determina la fisonomía  de sus habitantes, mediante la cual se destacan y distinguen de  otras ciudades y sus habitantes. La ley es la muralla levantada y  producida por un hombre, dentro de la cual se abre el espacio  de lo propiamente político, en que los muchos se mueven libre­ mente. Por eso Platón invoca tam bién a Zeus, el protector de  las fronteras y jalones, antes de promulgar sus leyes para la fun­ dación de una nueva ciudad. Esencialmente se trata de trazar  fronteras y no de lazos y vínculos. La ley es aquello según lo  cual la polis inicia su vida sucesiva, aquello que no puede abo-  lirse sin renunciar a la propia identidad; infringirla es como so­ brepasar una frontera impuesta a la existencia, es decir, hybris.  La ley no tiene ninguna validez fuera de la polis, su capacidad  de vínculo sólo se extiende al espacio que contiene y delimita.  Exceder la ley y salir de las fronteras de la polis son todavía  para Sócrates literalmente uno y lo mismo.

La ley —aunque abarca el espacio en que los hombres viven  cuando renuncian a la violencia— tiene en sí misma algo vio­ lento, tanto por lo que respecta a su surgimiento como a su


 

esencia. Ha surgido de la producción, no de la acción; el legis­ lado

r es igual que el urbanista y el arquitecto, no que el hom­ bre de Estado y el ciudadano. La ley produce el espacio de lo  político y contiene por lo tanto lo que de violento y violentador  tiene todo producir. En tanto que algo hecho, está en oposición  a lo natural, lo cual no ha necesitado de ninguna ayuda, ni di­ vina ni hum ana, para ser.

 A todo lo que no es naturaleza y no  ha surgido por sí mismo, le es propia una ley que lo una cosa  tras otra, y entre estas leyes no hay ninguna relación, como  tampoco la hay entre lo sentado por ellas. «Una ley», como afir­ ma Píndaro en un fragmento célebre (n. 48, Boeckh), tam bién  citado por Platón en el Gorgias, «es el rey de todos, m ortales e  inmortales, y, al hacer justicia, descarga con m ano poderosa lo  más violento». Para los hombres subordinados a él, esta vio­ lencia se m anifiesta en el hecho de que las leyes ordenan, de  que son los señores y comandantes de la polis, donde, si no,  nadie más tiene el derecho de ordenar a sus iguales. Por eso las  le

yes son padre y déspota a la vez, como Sócrates expone al  amigo en el Critón (50-51 b), no sólo porque en los hogares de  la Antigüedad im peraba lo despótico, que determ inaba tam ­ bién la relación entre padre e hijo —de modo que era natural  decir «padre y déspota»—, sino también porque la ley, igual que  el padre al hijo, engendraba a los ciudadanos (en todo caso era  la condición para la existencia de éstos como lo es el padre  para la del hijo) y por eso le correspondía, según el parecer de  la polis —aunque Sócrates y Platón ya no opinaran igual—, la  educación de los ciudadanos. Pero puesto que esta relación de  obediencia a la ley no tiene ningún fin natural, como sí la del  hijo al padre, se puede com parar otra vez a la relación entre  señor y esclavos, de m anera que el ciudadano libre de la polis  era frente a la ley, esto es, frente a las fronteras en cuyo inte­ rior era libre y que encerraban el espacio de la libertad, un  «hijo y esclavo» para toda la vida. Por eso los griegos, que den­ tro de la polis no estaban sometidos al mando de ningún hom­ bre, advirtieron a los persas que no menospreciaran su comba­ tividad, pues no temían menos la ley de su polis que los persas  al gran rey.


 

Como quiera que se interprete el concepto griego de ley,  para lo

 que ésta en ningún caso sirve es para tender un puente  de un pueblo a otro o, dentro de un mismo pueblo, de una co­ m unidad política a otra. Tampoco en el caso de la fundación  de una nueva colonia era suficiente la ley de la metrópoli. Los  que se iban a fundar otra polis, necesitaban otra vez un legisla­ dor, un nomothetes, alguien que sentara las leyes antes de que  el nuevo ámbito político pudiera darse por seguro. Es evidente  que bajo estas condiciones fundacionales estaba absolutamen­ te excluida la formación de un imperio, incluso siendo cierto  que a causa de la guerra con los persas se había despertado  una especie de conciencia nacional helénica, la conciencia de  la misma lengua y el mismo carácter político para toda la  Hélade. Aun en el caso de que la unión de toda la Hélade hu­ biera podido salvar al pueblo griego de la ruina, la auténtica  esencia griega se hubiera malogrado.

Tal vez se aprecie más fácilmente la distancia que separa  esta concepción de la ley como el único mando ilimitado en la  polis de la de los romanos si se tiene en cuenta que Virgilio til­ da a los latinos, a cuya tierra llega Eneas, de pueblo que «sin  cadenas ni leyes [...] por impulso propio se acoge a los usos de  los dioses más antiguos» (Eneida, VII, 203-204).

En definitiva, la ley surge allí sólo porque ahora se trata de  establecer un tratado entre los oriundos y los recién llegados.  Roma está fundada sobre él, y que la misión de Roma sea «so­ meter a leyes a todo el orbe» (Eneida, IV, 231) no significa sino  fijar todo el orbe a un sistema de tratados del cual únicamente  este pueblo, que derivaba su propia existencia histórica de un  tratado, era capaz.

Si se quiere expresar esto en categorías modernas, hay que  decir que la política de los rom anos empezó como política ex­ terior, esto es, exactamente con aquello que conforme al pen­ samiento griego era absolutam ente extrínseco a la política.  También para los romanos el ámbito político sólo podía surgir  y m antenerse dentro de lo legal, pero este ámbito nacía y cre­ cía solamente allí donde distintos pueblos coincidían. Esta  coincidencia es de por sí guerrera, y la palabra latina populus


 

significa originariam ente «llamamiento a filas» (Altheim, ii,  pág. 71). Pero esta guerra no es el fin sino el comienzo de la  política, de un nuevo espacio político surgido en un tratado de  paz y alianza. Éste es tam bién el sentido de la «clemencia» ro­ mana, tan célebre en la Antigüedad, del parcere subiectis, del  buen trato a los vencidos, con los que Roma organizó primero  las comarcas y pueblos de Italia y después las posesiones ex-  traitálicas. Tampoco la destrucción de Cartago es ninguna ob­ jeción a este principio vigente asimismo en la realidad política  efectiva, a saber, el de no aniquilar

 jam ás sino siempre ampliar  y extender nuevos tratados. Lo aniquilado en el caso cartaginés  no fue el poder militar, al cual Escipión ofreció unas condicio­ nes tan incomparablemente favorables tras la victoria rom ana  que el historiador moderno se pregunta si actuó más en su in­ terés que en el de Roma (Mommsen, i, pág. 663), ni tampoco el  competidor comercial en el M editerráneo sino sobre todo «un  gobierno que nunca cumplía su palabra y nunca perdonaba».  De este modo encarnaba el auténtico principio político antirro-  mano, principio frente al que la política rom ana era impotente  y que Roma hubiera destruido si no hubiese sido destruido por  Roma. En cualquier caso, así o de m anera parecida podría ha­ ber pensado Catón y con él los historiadores modernos que  justifican la destrucción de la ciudad, la única rival de Roma  existente entonces a escala mundial.

Como quiera que fuere esta justificación, lo decisivo en  nuestro contexto es que precisam ente la justificación no for­ maba parte del modo de pensar romano y no puede haberse  impuesto entre sus historiadores. Lo rom ano hubiera sido de­ jar subsistir a la ciudad enemiga como contrincante, cosa que  intentó el viejo Escipión, que venció a Aníbal; lo rom ano era  recordar el destino de los antepasados y al igual que Emilio  Escipión, el destructor de la ciudad, rom per en lágrimas sobre  las ruinas de ésta y, presagiando la propia desgracia, citar a  Homero: «Llegará el día en que perecerá la Sagrada Troya, /  El mismo Príamo y el pueblo del rey que blande la lanza. [Ho­ mero, litada, IV, 164 y sigs.; VI, 448 y sigs.]»; finalmente, lo  romano era ver esta victoria, culminada en una aniquilación


 

que convirtió a Roma en la potencia mundial, como el inicio  del declive, como casi todos los historiadores romanos hasta  Tácito solían hacer. En otras palabras, romano era saber que la  existencia del adversario, precisamente porque se ha manifes­ tado como tal en la guerra, debe ser tratada con benevolencia y  su vida perdonada, no por compasión para con los demás, sino  por mor del crecimiento de la ciudad, que en el futuro debía  también abarcar en una alianza a los más extraños. Este modo  de ver las cosas determinó a los romanos a decidirse, a pesar de  todos sus intereses particulares inmediatos, a conceder la li­ bertad y la independencia a los griegos (aunque con frecuencia  tal comportamiento, a la vista de la situación fácticamente  existente en las poleis griegas, pareció una tontería sin sentido).  No porque se quisiera reparar en Grecia el pecado cometido en  Cartago sino porque se tenía el sentimiento de que la esencia  griega era el verdadero reverso de los romanos. Para éstos era  todavía como si Héctor se enfrentara a Aquiles y le ofreciera  después de la guerra la alianza. Sólo que mientras, lamentable­ mente, Aquiles se había hecho viejo y pendenciero.

También aquí sería erróneo aplicar criterios morales y pen­ sar en un sentimiento moral que se extendiera a lo político.  Cartago fue la prim era ciudad con la que Roma se enfrentó,  que la igualaba en poder y que al mismo tiempo encarnaba un  principio enfrentado al romano. En el caso de Cartago se de­ mostró que el principio político romano del tratado y la alianza  no era universalmente válido, que tenía sus límites. Para com­ prenderlo mejor debemos tener presente que las leyes con que  Roma organizó prim ero las comarcas italianas y después los  países del mundo eran tratados no en nuestro sentido sino que  aspiraban a un vínculo duradero que implicara por lo tanto  una alianza en lo esencial. De esta confederación de Roma, de  los socii, que integraban casi todos los enemigos vencidos an­ taño, surgió la societas romana, que no tenía nada que ver con  sociedad pero sí algo con asociación y la relación entre socios  que ésta comporta. A lo que los romanos aspiraban no era a  aquel lmperium romanum, a aquel dominio romano sobre pue­ blos y países, que, como sabemos por Mommsen, les sobrevino


 

y se les impuso más bien contra su voluntad, sino a una Socie-  tas romana, un sistema de alianzas instaurado por Roma e in­ finitam ente ampliable, en el cual los pueblos y los países ade­ más de vincularse a Roma mediante tratados transitorios y  renovables se convirtieran en eternos aliados. En lo que Roma  fracasó en el caso de Cartago fue precisam ente en el hecho de  que lo único posible entre ambas hubiera sido como máximo  un tratado entre iguales, una especie de coexistencia hablando  en términos modernos, lo que quedaba fuera de las posibilida­ des del pensam iento romano.

No es ninguna casualidad ni nada atribuible a la estrechez  mental de Roma. Lo que los romanos no conocían ni podían  conocer en absoluto debido a la experiencia fundam ental que  determinó su existencia política desde el principio eran preci­ samente aquellas características inherentes a la acción que ha­ bían llevado a los griegos a contenerla en el nomos y a entender  por ley no un vínculo o una relación sino una frontera inclu­ yente que no podía excederse. A la acción, precisam ente por­ que por su esencia establece siempre relaciones y vínculos, le  es propia allí donde se extiende una desm esura y, como decía  Esquilo, «insaciabilidad» tales que sólo desde fuera mediante  un nomos, una ley en sentido griego, puede m antenerse dentro  de unos límites. La desmesura, como decían los griegos, no re­ side en el hombre que actúa y su hybris sino en que las relacio­ nes surgidas de la acción son y deben ser de tal especie que  tiendan a lo ilimitado. Toda relación establecida por la acción,  al involucrar a hombres que a su vez actúan en una red de rela­ ciones y referencias, desencadena nuevas relaciones, transfor­ ma decisivamente la constelación de referencias ya existentes y  siempre llega más lejos y pone en relación y movimiento más  de lo que el agente en cuestión había podido prever. A esta ten­ dencia a lo ilimitado se enfrenta el nomos griego circunscri­ biendo la acción a lo que pasa entre hombres dentro de una po­ lis y sujetando a ésta todo lo externo con que en su actividad  deba establecer vínculos. Sólo así, conforme al pensar griego,  la acción es política, es decir, vinculada a la polis y, por lo tan­ to, a la forma más elevada de convivencia humana. Gracias a la


 

ley que la limita e impide que se disperse en un inabarcable y  siempre

 creciente sistema de relaciones, la acción recibe la fi­ gura perm anente que la convierte en un hecho cuya grandeza,  esto es, cuya excelencia, pueda ser conservada y recordada. De  este modo, la ley se enfrenta a la fugacidad de todo lo mortal,  tan peculiar y manifiestamente sentida por los griegos, tanto a  la fugacidad de la palabra dicha como a la volatilización de la  acción realizada. Los griegos pagaron esta fuerza productora  de figuras de su nomos con la incapacidad de formar un impe­ rio y no hay duda de que finalmente toda la Hélade sucumbió  por este nomos de las poleis, de las ciudades-Estado, que se  multiplicaban con la colonización pero no podían unirse y con­ federarse en una alianza permanente. Pero con igual razón po­ dría decirse que los romanos fueron víctimas de su ley, de su  lex, merced a la cual establecieron ciertam ente alianzas y con­ federaciones duraderas allí adonde fueron, pero éstas, al ser en  sí mismas ilimitables, les obligaron, contra su voluntad y sin  que sintieran ningún tipo de afán de poder, a dom inar sobre el  globo terráqueo, dominio que, una vez conseguido, únicamen­ te podía volver a desmoronarse. Por eso es natural pensar que  con la caída de Roma se destruyó para siempre el punto central  de un mundo y con ello tal vez la posibilidad específicamente  rom ana de centrar el mundo entero alrededor de él, mientras  que cuando todavía hoy pensamos en Atenas, presuponemos que  su decadencia significó la desaparición para siempre no de un  punto central del mundo pero sí, sin duda, de uno culminante  de posibilidades humano-mundanas.

Pero los romanos pagaron su inacabable capacidad de con­ federación y alianza extensiva y duradera no sólo con un creci­ miento tan desmesurado de su imperio que arruinó la ciudad y  la Italia dominada por ella, sino que también —desde el punto  de vista político menos catastróficam ente pero desde el espiri­ tual no menos

 decisivamente— con la pérdida de la imparciali­ dad greco-homérica; con el sentido por lo grande y excelente  en todas sus figuras, allí donde se hallara; y con la voluntad de  inmortalizarlo mediante su glorificación. La historia y la poesía  de Roma, en un sentido exclusivamente romano, nunca entró


 

en decadencia, al igual que la historia y la poesía de Grecia, en  un sentido exclusivamente griego, tampoco; en el caso de aqué­ llos se trata siempre de exaltar la historia de la ciudad y todo lo  que le concierne directam ente, o sea, esencialmente su creci­ miento y propagación desde su fundación: ab urbe condita, o  bien, como en Virgilio, de relatar lo que lleva a su fundación,  los hechos y travesías de Eneas: dum conderet urbem (Eneida, i,  5). En cierto sentido podría decirse que los griegos, que ani­ quilaban a sus enemigos, fueron históricamente más justos y  nos transmitieron mucho más sobre ellos que los romanos, que  los hicieron sus aliados. Pero también este juicio es falso si se  entiende moralmente. Pues precisamente lo específicamente  moral en la derrota lo comprendieron magníficamente los ven­ cedores romanos, que incluso se preguntaron en boca de  los enemigos vencidos si no serían «rapiñadores del mundo,  cuyo impulso destructivo no encontraría ya nuevas tierras», si  su afán de establecer relaciones por doquier y de someter a los  demás a la eterna alianza de la ley no indicaría que eran el  «único de todos los pueblos que desea con la misma pasión la  abundancia y el vacío» de manera que, en todo caso, desde el  punto de vista del sometido, podía parecer muy bien que lo que  los romanos llamaban «dominio» significara lo mismo que hur­ tar, m atar y robar, y que la pax romana, la célebre paz romana,  fuera sólo el nombre para el desierto que dejaban atrás (Tácito,  Agrícola, 30). Pero por impresionantes que puedan parecer tales  y parecidas observaciones, si se comparan con la patriótica y na­ cionalista historia moderna, el adversario al que alude sólo es el  humano y común reverso de toda victoria, la cara de los venci­ dos qua vencidos. La idea de que pudiera haber algún otro que  igualara a Roma en grandeza y fuera por eso igualmente digno  de una historia rememorativa —una idea con la que Heródoto  introduce la guerra de los persas— es ajena a los romanos.

Consideremos esta peculiar limitación rom ana como quera­ mos: es indudable que el concepto de una política exterior y,  por tanto, la noción de un orden político fuera de las fronteras  del propio pueblo o Estado, es de origen exclusivamente rom a­ no. Esta politización rom ana del espacio entre los pueblos da


 

inicio al mundo occidental, es más, sólo ella genera el mundo  occidental qua mundo. Hasta los tiempos romanos fueron mu­ chas las civilizaciones extraordinariam ente ricas y grandes,  pero nunca hubo entre ellas un mundo sino un desierto a tra­ vés del cual, si todo iba bien, se tendían comunicaciones como  finos hilos y sendas que cruzaban la tierra yerma, pero a través  del cual, si las cosas iban mal, proliferaban las guerras y se  arruinaba el mundo existente. Estamos tan habituados a en­ tender la ley y el derecho en el sentido de los diez mandam ien­ tos y prohibiciones, cuyo único sentido consiste en exigir la  obediencia, que fácilmente dejamos caer en el olvido el origi­ nario carácter espacial de la ley. Cada ley crea antes que nada  un espacio en el que entra en vigor y este espacio es el mundo  en que podemos movernos en libertad. Lo que queda fuera de  él no tiene ley y, hablando con exactitud, no tiene mundo; en el  sentido de la convivencia hum ana es un desierto.

Es esencial a las amenazas de la política interior y exterior,  con la

s que nos enfrentamos desde el advenimiento de los tota­ litarismos, que hagan desaparecer de ella a lo propiamente po­ lítico. Si las guerras son otra vez de aniquilación entonces ha  desaparecido lo específicamente político de la política exterior  desde los romanos, y las relaciones entre los pueblos han ido  nuevamente a parar a aquel espacio desprovisto de ley y de po­ lítica que destruye el mundo y engendra el desierto. Pues lo  aniquilado en una guerra de este tipo es mucho más que el  mundo del rival vencido; es, sobre todo, el espacio entre los  combatientes y entre los pueblos, espacio que en su totalidad  forma el mundo sobre la Tierra. Y para este mundo entre \Zwis-  chenwelt\, que debe su surgimiento no al producir sino al ac­ tuar de los hombres, no es válido lo que decíamos al principio  de que así como ha sido aniquilado por mano hum ana puede  ser producido otra vez por ella. Pues el mundo de relaciones  que surge de la acción, de la auténtica actividad política del  hombre, es en verdad mucho más difícil de destruir que el  mundo producido de las cosas, en que el productor y creador  es el único señor y dueño. Pero si este mundo de relaciones se  convierte en un desierto, la ley del desierto ocupa el lugar de


 

las leyes de la acción política, cuyos procesos dentro de lo po­ lítico son reversibles sólo muy difícilmente, y este desierto en­ tre hombres desencadena procesos desertizadores, fruto de la  misma desm esura inherente a la libre acción hum ana que es­ tablece relaciones. Conocemos procesos tales en la historia y  que sepamos apenas ninguno pudo detenerse antes de arras­ trar a la ruina a un mundo entero con toda su riqueza de re­ laciones.

¿ T ie n e la p o l ít ic a t o d a v ía a l g ú n s e n t i d o ?

La época de guerras y revoluciones que Lenin presagió para

nuestro siglo y que ahora realm ente vivimos ha convertido en  una medida apenas reconocida hasta la fecha los aconteci­ mientos políticos en un factor básico del destino personal de  todos los hombres sobre la tierra. Pero este destino, allí donde  ha hecho completo efecto arrastrando realmente a los hombres  al torbellino de los acontecimientos, ha sido una desgracia. Y  para esta desgracia que la política ha traído y para la todavía  más grande que am enaza a la hum anidad entera no hay nin­ gún consuelo, ya que es evidente que las guerras en nuestro si­ glo no son «tempestades de acero» (Jünger) que purifiquen el  aire político ni una «continuación de la política con otros me­ dios» (Clausewitz) sino enormes catástrofes que pueden trans­ formar el mundo en un desierto y la Tierra en m ateria sin vida.  Por otra parte, todas estas revoluciones si las consideramos,  como Marx, «locomotoras de la historia» («Die Klassenkámpfe  in Frankreich»), han demostrado con claridad que tal tren de  la historia se precipita a un abismo, y que las revoluciones  —lejos de acabar con la desgracia— sólo aceleran tem iblem en­ te el ritm o de su despliegue.

Las guerras y las revoluciones, no el funcionam iento de los  regímenes parlam entarios y los partidos democráticos, consti­ tuyen las experiencias políticas fundam entales de nuestro si­ glo. Si se las pasa por alto es como si no se hubiera vivido en  absoluto en un mundo que es el nuestro. Comparados con ellas,


 

comparados con los verdaderos retrocesos que provocaron en  nuestro mundo y que todavía podemos constatar diariamente,  aquellos que resuelven tan bien como pueden los asuntos coti­ dianos del gobierno y se encargan entre las catástrofes de po­ ner orden en los asuntos hum anos nos recuerdan a aquel ofi­ cial de caballería junto al lago de Constanza; y podemos muy  bien llegar a pensar que sólo los que por cualquier motivo no  están particularm ente enterados de las experiencias funda­ mentales de la época son todavía capaces de cargar con el las­ tre de un riesgo del cual saben tan poco como el oficial de ca­ ballería del lago helado sobre el que cabalga.8

Las guerras y las revoluciones tienen en común estar bajo el  signo de la violencia. Si ellas son las experiencias políticas fun­ damentales de nuestro tiempo, entonces nos movemos esen­ cialmente en el campo de la violencia y por este motivo estamos  inclinados a equiparar acción política con acción violenta.

 Esta equiparación puede ser funesta porque en las circunstan­ cias actuales lo único que puede derivarse de ella es que la  acción política acabe por no tener sentido, pero a la vez es muy  comprensible, ya que a la violencia le ha correspondido en  efecto un rol im portantísim o en la historia de todos los pue­ blos de la hum anidad. Es como si en nuestro horizonte expe-  riencial hubiéram os hecho balance de todas las experiencias  del hombre con la política.

Una de las características principales de la acción violenta  es

que necesita de medios m ateriales e incorpora al contacto  entre los hombres instrum entos que sirven para coaccionar o  matar. El arsenal de estos instrum entos son los medios de vio­ lencia, que como todos los medios sirven para conseguir un  fin, sea la autoafirmación en el caso de la defensa sean la con­ quista y el dominio en el caso del ataque. En cuanto a una re­ volución, el fin puede ser la destrucción de un cuerpo político,

8. Arendt alude a una historia popular sobre un jinete que, en su fogoso avance,  no se da cuenta de que cabalga sobre el lago helado y cubierto de nieve de Constanza.  Cuando llega a la otra orilla y se da cuenta, al ser consciente del peligro que ha corri­

do, se muere. (N. del e.)


 

el restablecimiento de uno pretérito o, por último, la construc­ ción de uno nuevo. Estos fines no son lo mismo que las metas,  que es lo que en la acción política siempre se persigue; las me­ tas de una política nunca son sino líneas de orientación y di­ rectrices que, como tales, no se dan por fijas sino que más bien  varían constantem ente su configuración al entrar en

 contacto  con las de los otros, que también tienen las suyas. Sólo cuando  la violencia se interpone con su arsenal de instrum entos en el  espacio entre los hombres, recorrido hasta entonces por la mera  habla desprovista de todo medio tangible, las metas de una po­ lítica se convierten en fines tan inmutables como el modelo se­ gún el cual un objeto cualquiera es producido, y que igual que  él determ inan la elección de los medios, los justifican e incluso  los santifican. Aunque una acción política, que no está bajo el  signo de la violencia, no alcance sus metas —y propiam ente no  las alcanza nunca— no puede decirse que no tenga ningún fin  o ningún sentido. En cuanto a los fines no era lo que perseguía,  sino que se atenía con más o menos éxito a metas; y sí tiene un  sentido, ya que sólo mediante el hablar y el replicar —entre  hombres, pueblos, Estados y naciones— surge y se m antiene en  la realidad el espacio en el que todo lo demás ocurre. Lo que  en lenguaje político se denomina la ruptura de relaciones  sacrifica este espacio, y toda acción con medios de violencia  destruye prim ero este espacio entre antes de aniquilar a aque­ llos que viven más allá de él.

Por lo tanto en política debemos diferenciar entre fin, meta  y sentido. El sentido de una cosa, a diferencia del fin, está  siempre encerrado en ella misma y el sentido de una actividad  sólo puede m antenerse m ientras dure esta actividad. Esto es  válido para todas las actividades, tam bién para la acción, per­ sigan o no un fin. Con el fin de algo ocurre precisam ente lo  contrario; sólo hace su aparición en la realidad cuando la acti­ vidad que la creó ha llegado a su térm ino (exactamente igual  como la existencia de cualquier objeto producido comienza en  el momento en el que el productor le da el último retoque). Fi­ nalmente, las metas a las que nos orientam os establecen los  criterios conforme a los que debe juzgarse todo lo que se hace;


 

sobrepasan o transcienden el acto en el mismo sentido en que  toda medida transciende aquello que tiene que medir.

A estos tres elementos de toda acción política —el fin que  persigue, la meta vagamente conocida a la que se orienta y el  sentido que se manifiesta en ella al ejecutarse— se añade un  cuarto que, aun sin ser nunca el impulso inmediato de la ac­ ción, es lo que propiam ente la pone en marcha. A este cuarto  elemento quiero llamarle el principio de la acción siguiendo a  Montesquieu, quien lo descubrió por prim era vez en su discu­ sión de las formas de estado en L’Esprit des lois. Si se quiere  entender este pri

ncipio psicológicamente, puede decirse que se  trata de una convicción fundamental que divide a los grupos  de hombres entre sí. Tales convicciones fundamentales, que  han tenido un rol en el curso de la acción política, se nos han  transm itido en gran número, aunque Montesquieu sólo reco­ noce tres: el honor en las monarquías, la virtud en las repúbli­ cas y el temor en la tiranía. Entre estos principios pueden tam ­ bién fácilmente contarse la gloria tal como la conocemos en el  mundo homérico o la libertad tal como la encontramos en la  Atenas de la época clásica o la justicia, pero tam bién la igual­ dad si la entendemos como la convicción de la originaria dig­ nidad de todos los que tienen aspecto humano.

Tendremos que hablar más tarde del extraordinario signifi­ cado de estos principios que mueven al hombre a la acción y  de los que ésta se nutre constantemente. Pero aquí, para evitar  malentendidos, ya debemos señalar una dificultad. Los princi­ pios que inspiran la acción no sólo no son los mismos en las  diversas formas de gobierno y épocas de la historia sino que  más bien lo que era principio de la acción en un período puede  convertirse en meta a que orientarse en otro o tam bién en fin  que perseguir. Así, por ejemplo, la gloria inmortal fue el princi­ pio de la acción sólo en el mundo homérico pero permaneció  durante toda la Antigüedad como una meta a la que orientarse  y de acuerdo con la cual juzgar las acciones. Así, la libertad,  para poner otro ejemplo, puede ser un principio, como en la  polis ateniense, pero puede tam bién ser un criterio para valo­ rar, en una m onarquía, si el rey ha sobrepasado los límites de


 

su poder, y en tiempos de revolución puede convertirse muy fá­ cilmente en un fin que los revolucionarios crean poder perse­ guir directamente.

Para nosotros es suficiente hacer constar que, cuando a la  vista de la penuria que los acontecimientos políticos han oca­ sionado al hombre preguntam os si la política tiene todavía al­ gún sentido, im precisam ente y sin darnos cuenta de los diver­ sos significados posibles de este interrogante, siempre estamos  preguntando a la vez toda una serie de cuestiones de otro tipo.  Las preguntas que vibran en la que marcó nuestro punto de  partida son: Primero. ¿Tiene la política todavía algún fin? Lo  que quiere decir: ¿son los fines que la acción política persigue  merecedores de los medios que puedan emplearse en determ i­ nadas circunstancias para su consecución? Segundo. ¿Hay to­ davía en el campo de lo político metas en virtud de las cuales  podamos orientarnos confiadamente? Y si las hubiere, ¿no son  sus criterios completamente impotentes y utópicos, de m anera  que toda empresa política, una vez puesta en m archa, no se  preocupa más de metas y criterios sino que sigue un curso in­ herente a ella que nada externo puede detener? Tercero. ¿No es  la acción política, al menos en nuestro tiempo, precisam ente  una m uestra del fallo de todos los principios, de m anera que,  en vez de proceder de uno de los muchos orígenes posibles de  la convivencia hum ana y alim entarse de sus profundidades,  más bien se adhiere de m anera oportuna a la superficie de los  acontecimientos cotidianos y se deja llevar por ellos en m últi­ ples direcciones, elogiando hoy siempre lo contrario de lo que  ayer sucedió? ¿No ha conducido la acción misma al absurdo  sacudiendo con ello también los principios u orígenes que qui­ zá previamente la pusieron en marcha?

Estas son las preguntas que se plantean inevitablemente a  cualquiera que empiece a reflexionar sobre la política en nues­ tro tiempo. Formuladas así no pueden responderse; son pre­ guntas en cierta m anera retóricas o exclamativas, que necesa­ riam ente permanecen atrapadas en el marco de experiencia


 

que las origina, el cual está determ inado y delimitado por las

 :ategorías y representaciones de la violencia. Es esencial al fin  que justifique los medios necesarios para conseguirlo. Pero,  ¡qué fin podría justificar los medios que tal vez aniquilarían a  a hum anidad y a la vida orgánica sobre la Tierra? Es esencial  que las metas delimiten tanto los fines como los medios, prote­ giendo de esta m anera a la acción del peligro de la desmesura  inherente a ella. Pero si esto es así, entonces las metas ya han  Fallado antes de que fuera evidente que la acción sujeta a fines  trabía resultado no tener ningún fin; pues, de ser así, no hubie­ ra podido suceder nunca que los medios de violencia de que  disponen hoy las grandes potencias, y que en un futuro no le­ jano pueden estar en poder de todos los Estados soberanos, se  pusieran al servicio de la acción política.

Donde la extraordinaria limitación del horizonte experien-  rial en que la política nos es accesible según las experiencias  de nuestro siglo se m uestra más claram ente es en el hecho de  que, involuntariamente,

 tan pronto nos persuadimos de la falta  de fines y metas de la acción, estamos dispuestos a cuestionar­ nos el sentido de la política en general.

La pregunta por los  principios de la acción ya no alienta nuestro pensam iento so­ bre la política desde que la cuestión por las formas de gobierno  y por la mejor forma de convivencia hum ana ha caído en el si­ lencio, esto es, desde las décadas de la revolución americana a  principios del siglo xvm, durante las cuales se discutieron vi­ vamente las posibles ventajas y desventajas de la monarquía,  de la aristocracia y de la democracia, o de cualquier forma de  gobierno que como república pudiera unificar elementos mo­ nárquicos, aristocráticos y democráticos. Y la pregunta por el  sentido de la política, es decir, por los contenidos permanentes  y dignos de recuerdo que sólo pueden m anifestarse en la con­ vivencia política y en la acción conjunta, no se ha tomado ape­ nas en serio desde la antigüedad clásica. Preguntamos por el  sentido de la política pero aludimos a sus fines y metas y sólo  los llamamos su sentido porque literalm ente ya no creemos en  un sentido. Por eso tendemos a hacer que los diferentes ele­ mentos posibles de la acción coincidan y a creer que una dife­


 

renciación entre fin y meta, principio y sentido no sería sino  rizar el rizo.

Nuestra falta de disposición a hacer diferenciaciones no im­ pide

 naturalm ente que las diferencias existentes fácticamente  se impongan e

n la realidad; sólo nos impide concebir adecua­ dam ente lo que realm ente sucede. Fines, metas y sentido de  las acciones son tan poco idénticos entre ellos que, en una

 misma  acción, podrían caer en unas contradicciones tales que precipi

­ tarían a los propios agentes a dificilísimos conflictos y en­ volverían a los futuros historiadores, encargados de explicar  fielmente lo acontecido, en infinitas disputas interpretativas.  Por lo tanto, el único sentido que una acción con los medios de  violencia puede manifestar y hacer visible en el mundo es el in­ menso poder que tiene la coacción en el trato de los hombres  entre ellos, y esto completamente al margen de los fines para  los que la violencia fue empleada. Aunque el fin sea la libertad,  el sentido encerrado en la acción misma es la coacción violen­ ta; de este conflicto real al máximo surgen entonces aquellas  paradojas que nos son tan familiares a través de la historia de  las revoluciones: que deba obligarse al hombre a la libertad o  que se trate —en palabras de Robespierre— de oponer al des­ potismo de la m onarquía la tiranía de la libertad. La m eta es lo  único que puede elim inar o al menos suavizar este conflicto  mortal entre sentido y fin inherente tanto a las guerras como a  las revoluciones. Pues la meta de toda violencia es la paz; la  meta pero no el fin, esto es, aquello según lo cual todas las ac­ ciones violentas particulares, en el sentido de las célebres pala­ bras de Kant en Sobre la paz perpetua (no puede permitirse que  en una guerra suceda lo que haría imposible la subsiguiente  paz), deben juzgarse. La meta no está encerrada en la acción  misma pero tampoco yace en el futuro como el fin. Si debe ser  realizable debe perm anecer siempre presente (precisam ente  porque no se ha realizado). En el caso de la guerra, la función  de la meta es sin duda poner coto a la violencia; pero entonces  entra en conflicto con los fines, cuya consecución movilizó a  los medios de violencia; pues estos fines se podrían alcanzar  mejor y más rápidamente si se diera libre curso a los medios, o


 

sea, si los medios se organizaran correspondiendo a los fines.  El conflicto entre meta y fin surge porque es esencial al fin de­ gradar a medio todo lo que le sirve y rechazar como inútil todo  lo que no le sirve. Pero, ya que toda acción violenta se da en el  sentido de la categoría medios-fines, no es ningún problema  que una acción que no reconoce la meta de la paz —y las gue­ rras desencadenadas por los totalitarism os han situado en el  lugar de la paz la conquista o el dominio del mundo— se ma­ nifieste en el campo de la violencia siempre como superior.

Puesto que nuestras experiencias con la política se han dado  sobre

 todo en el campo de la violencia, nos parece natural en­ tender la acción política según las categorías del coaccionar y  ser coaccionado, del dom inar y ser dominado, pues en ellas se  hace patente el auténtico sentido de todo acto violento. Tende­ mos a considerar la

 paz, que como meta debía m ostrar los lí­ mites de la violencia y poner coto a su m archa aniquiladora,  como algo que procede de un ámbito transpolítico y debe m an­ tener a la política misma dentro de sus fronteras (igual que ten­ demos a saludar los períodos de paz que tam bién en nuestro  siglo se han abierto entre las catástrofes como aquellos lustros  o décadas en que la política nos ha concedido un respiro).  Ranke acuñó una vez la expresión del prim ado de la política  exterior y no puede haber pensado en otra cosa que en la prio­ ridad que ante todas las demás preocupaciones debe dar el es­ tadista a la seguridad de las fronteras y a la relación de las na­ ciones entre sí porque de éstas depende la mera existencia del  Estado y la nación. Sólo la Guerra Fría, se está tentado de decir,  nos ha enseñado lo que significa en realidad el primado de la  política exterior. Ya que si ésta, o, mejor, el peligro que siempre  acecha en las relaciones internacionales, son los únicos objetos  relevantes de la política, entonces se ha vuelto del revés ni más  ni menos que lo que decía Clausewitz de que la guerra es la con­ tinuación de la política con otros medios, de modo que la po­ lítica se convierte ahora en una continuación de la guerra y  los medios de la astucia sustituyen transitoriam ente a los de la  violencia. Y quién podría negar que las condiciones de la ca­ rrera arm am entista en que vivimos y estamos obligados a vivir,


 

sugieren al menos que lo que dijo Kant, respecto a no permitir  que ocurriera nada durante la guerra que hiciera imposible  más tarde la paz, se ha invertido y vivimos en una paz que no  permite que suceda nada que haga imposible una guerra.


 

El crecimiento moderno de la desm undanización, el desva­ necimiento de todo lo que hay entre nosotros, también puede  ser descrito como la expansión del desierto. Nietzsche fue el  primero en reconocer que vivimos y nos movemos en un m un­ do-desierto, y tam bién fue Nietzsche quien cometió el prim er  error decisivo en su diagnóstico. Como casi todos los que le su­ cedieron, creyó que el desierto está en nosotros mismos, reve­ lándose con ello no sólo como uno de los primeros habitantes  conscientes del desierto sino también como la víctima de su es­ pejismo más terrible. La psicología m oderna es psicología del  desierto: cuando perdemos la facultad de juzgar —de sufrir y  condenar— empezamos a pensar que algo falla en nosotros si  no somos capaces de vivir bajo las condiciones de la vida en el  desierto. En tanto que la psicología trata de «ayudarnos», nos  ayuda a «ajustarnos» a esas condiciones, sustrayendo nuestra  única esperanza, esto es, que nosotros, que no pertenecemos al  desierto aunque vivamos en él, somos capaces de transform ar­ lo en un mundo humano. La psicología pone todo del revés:  precisamente porque sufrimos bajo las condiciones del desier­ to todavía somos humanos y aún seguimos intactos; el peligro  está en llegar a ser verdaderos habitantes del desierto y en sen­ tirse en él como en nuestra casa.

El peligro mayor es que hay torm entas de arena en el de­ sierto, que el desierto no está siempre tan tranquilo como un  cementerio donde, después de todo, cualquier cosa es aún po­ sible, sino que puede espolear un avance por sí mismo. Dichas  torm entas son los movimientos totalitarios, cuya característica  principal es que están extrem adamente bien adaptados a las  condiciones del desierto. De hecho, no toman nada más en  consideración y, por tanto, parecen ser la forma política más


 

adecuada para la vida en el desierto. Tanto la psicología, la  disciplina

 de ajustar la vida hum ana al desierto, como los mo­ vimientos totalitarios, las torm entas de arena en las cuales la  acción falsa o la pseudoacción estalla de pronto en medio de  una calma total, representan un peligro inm inente para las  dos facultades hum anas que, pacientemente, nos capacitan  para transform ar el desierto antes que a nosotros mismos: las  facultades conjugadas de la pasión y la acción. Es cierto que su­ frimos menos cuando quedamos atrapados en los movimien­ tos totalitarios o en los ajustes de la psicología moderna; per­ demos la facultad de sufrir y, con ella, la virtud de la resistencia.  Sólo aquellos que son capaces de mantener la pasión de vivir  bajo las condiciones del desierto pueden arm arse con el valor  que descansa en la raíz de la acción y convertirse en seres  activos.

Por añadidura, las torm entas de arena amenazan incluso  aquellos oasis en el desierto sin los cuales ninguno de nosotros  podría resistir, al tiempo que la psicología trata tan sólo de  acostum brarnos hasta tal punto a la vida del desierto que ya no  sintamos necesidad de dichos oasis. Los oasis son aquellas par­ celas de la vida que existen independientemente, o casi, de las  condiciones políticas. Lo que ha fallado ha sido la política,  nuestra existencia plural, y no lo que podemos hacer y crear en  tanto que existimos en lo singular: en el aislamiento del artista,  en la soledad del filósofo, en la relación inherentemente no  m undana entre los seres humanos como se da en el am or y, en  ocasiones, en la amistad (cuando un corazón alcanza directa­ mente al otro, como en la amistad, o cuando el en-medio, el  mundo, se deshace en llamas, como en el amor). Sin estos oasis  no sabríamos cómo respirar, y los politólogos deberían saberlo.  Si aquellos que están obligados a pasar sus vidas en el desierto,  intentando hacer esto o aquello, preocupándose constantem en­ te por sus condiciones, no saben cómo usar los oasis, se con­ vertirán en habitantes del desierto incluso sin la ayuda de la  psicología. En otras palabras, los oasis, que no son lugares de  «relajación», sino fuentes de vida que nos permiten vivir en el  desierto sin reconciliarnos con él, se secarán.


 

El peligro opuesto es mucho más común. Su nombre usual  es escapismo: escapar del mundo del desierto, de la política,  hacia lo que quiera que sea; es una forma menos peligrosa y  más sutil de arruinar los oasis de lo que lo son las torm entas  de arena que amenazan su existencia, por así decirlo, desde  fuera. Al tratar de escapar, llevamos la arena del desierto a los  oasis, del mismo modo que Kierkegaard, tratando de escapar  de la duda, llevó su misma duda a la religión cuando se apoyó  en la fe. La falta de resistencia, el fracaso en reconocer y  soportar la duda, como una de las condiciones fundamentales  de la vida moderna, introduce la duda en la única esfera donde  nunca debería entrar: la religiosa, o, hablando con propiedad,  la esfera de la fe. Éste es sólo un ejemplo para m ostrar lo  que hacemos cuando intentamos escapar del desierto. Dado que  arruinam os los oasis vivificantes cuando nos dirigimos a ellos  con el propósito de escapar, a veces parece como si todo cons­ pirase m utuam ente para generalizar las condiciones del  desierto.

Esto también es un espejismo. En último término, el mundo  hum ano es siempre el producto del amor mundi del hombre,  un artificio hum ano cuya inmortalidad potencial está siempre  sujeta a la m ortalidad de aquellos que lo construyen y a la na­ talidad de aquellos que vienen para vivir en él. Siempre será  verdad lo que dijo Hamlet: «El mundo está fuera de juicio;  ¡Suerte maldita! / ¡Que haya tenido que nacer yo para endere­ zarlo!».* En este sentido, en su dependencia respecto de los  que comienzan para poder com enzar de nuevo él mismo, el  mundo es siempre un desierto. Sin embargo, a partir de las  condiciones de desmundanización que aparecieron por prime­ ra vez en la Edad Moderna —que no deberían confundirse con  el otro mundo cristiano— surgió la pregunta de Leibniz, Sche-  lling y Heidegger: ¿Por qué existe algo y no más bien la nada?  Y, a partir de las condiciones específicas de nuestro mundo  contemporáneo, que nos amenazan no sólo con la situación de

* Hamlet (Act. I, escena V). El texto original dice así: «The time is out of joint. O,  cursed spite, / that ever I was born to set it right!» (N. del t.)


 

nada, sino tam bién con la situación del nadie, puede surgir  la pregunta: ¿Por qué hay alguien y no más bien nadie? Estas  preguntas pueden sonar nihilistas, pero no lo son. Por el con­ trario, son las preguntas antinihilistas que se formulan en la si­ tuación objetiva del nihilismo, en el cual la nada y el nadie  amenazan con destruir el mundo.

N o ta : Este texto es la conclusión de un program a de conferencias  titulado «La historia de la teoría política», que Arendt im partió en la  Universidad de California-Berkeley en la primavera de 1955.


 

Academia, 164-167  Acción:

arbitraria, 151

colectiva, 12, 161, 167, 170,212,221  discurso versus, 36, 159, 177, 191, 207  principio de la, 22, 95, 101, 103-104,

219

y sentido, 32-33

Acton, lord, 136

Aei on (lo eterno), 120

Aequatio intellectus et reí, 25  «Afirmaciones apodícticas», 18  Afroamericanos, 139

Agathos (lo bueno), 47-49

Agón, 164

Agora (lugar de mercado), 30, 154, 159,

165, 193, 198,200  Agrícola (Tácito), 214  Agustín, San, 32, 92, 96, 171  Aislamiento, 198

Alabanza, 81,85, 121, Alejandría, 90

Alemania:

bombardeos contra, 184  desarrollo económico de, 186

Altheim, Franz, 206n, 207, 210  Ámbito eclesiástico, 173  Amistad, 34-35, 54, 226

concepción aristotélica de la, 57-58  elemento político en la, 54-55

Amor, 14,35-36, 47-48, 102-103, 105  Amor mundi (amor por el mundo), 36,

227

Anaxágoras, 47  Ancestros, 86-87

Andrómaca, 85

Aneu logou (without words), 153

Aníbal, 210

Animal laborans (criatura que trabaja),

116

«Animal racional», 61

Animal rationale, 96, 116

Aniquilación, 33, 145, 146, 178, 184, 215  Antagonismo de clase, 125

Antígona, 160

Antinihilismo, 228

Antisemitismo, 15

Antítesis, 111

Apolitia (indiferencia), 63

Apologeticus (Tertuliano), 169

Apología (Platón), 45

Aquiles, 82, 85, 192, 194-195, 201-204,

211

Arché (gobierno), 82, 128-129, 149  Arendt, Hannah:

como pensadora «difícil», 23-25  desengaño creciente respecto a Marx,

18-19

distinción entre tradición e historia

realizada por, 31-33

el sentido de las experiencias políticas

aclarado por, 13-15

la acción entendida por, 12-13, 20, 21,

31-32

la metáfora del desierto de, 34-36

materiales de trabaj

o sobre Marx pre­ parados por, 11-18

seminarios sobre «Experiencia políti­ ca» impartidos por, 26-27

sobre el «vacío» en Los orígenes, 15


 

temprano interés en la filosofía, 23-24  Véanse también obras específicas

Aristeuein (ser el mejor

), 194-195  Aristocracia, 102, 221

Aristóteles:

la historia vista por, 83

como filósofo, 43, 46, 91-92, 116, 119  comparado con Platón, 73, 93-94, 119,

122, 168

concepto de virtud de, 61

distinción entre clases por, 128

la amistad vista por, 54-55, 57, 58

la filosofía política de, 24, 43-44, 54,

63-64, 119, 120-121, 12, 151, 165-  166, 168

Artistas, 35, 4

7, 162, 226  Asesinato, 59

«Astucia de

la razón», 112  Atenas, 29, 22-29, 64, 65  Autoridad:

y política, 21, 21, 85 - 89

y religión, 110

y responsabilidad, 114-115

y tradición, 11, 85-89, 90-91, 109-110,

112

Bárbaros, 151-152, 153, 193, 198

Barrow, R. H., 87

Biblia, 75,80, 87,93,215

Biología, 131

Bios políticos, 92, 123

Bios théorétikos (modo de vida), 73, 92,

113, 119, 123-124  Bolchevismo, 15, 17-18, 26

Bomba atómica, 13n. 26, 34, 142, 143,  146, 147, 179, 184-189

Bomba de hidróg

eno, 185  Bombardeo de Coventry, 184  Bombardeo de Hiroshima, 184  Bondad, 170

Bossuet, Wilhelm, 93

Buena voluntad, 177  Burckhardt, Jacob, 77, 83, 193  Burguesía, 128

Burke, Edmund, 105, 161 Canovan, Margaret, 24n

Capital (Marx), 126n

Capitalismo, 109, 152  Capitulación incondicional, 188  Caridad, 171

Carlos I, Rey de Inglate

rra, 173n  Carta XI (Platón), 159

Carta séptima (Platón), 69  Cartago, 211

Castigo, 45, 51, 61-62

Catón el Viejo, 202, 210  Chrésimón (beneficioso), 47  Cicerón, 32,86, 120, 121, 124  Ciencia:

filosofía y, 71, 131  nuclear, 26, 33, 184

Ciencias sociales, 18, 109, 141

Cinismo, 134-135

Ciudadanía, 29-30, 87-88, 102, 154, 165,

173,206, 207,208  Ciudades, murallas de, 207

Civilización occidental:

declive de la, 77-78

emergencia de la, 86-87, 90, 202

Civilización romana, 79-80, 83-87, 110,  124, 155, 156, 157

caída de, 213-216

como potencia mundial, 210-217  cristiandad y, 170-172

familia en, 198-199, 200-202

fundación de, 160-161, 192, 200-204,

210-211

guerra por, 189-190

leyes de la, 33-34, 85-86, 205-207,  213-215

patricios versus plebeyos en, 206  período republicano de la, 33-34, 206-

207

tratados y alianzas de la, 34-35, 202-  207,212-217

vida privada versus pública en, 165-  166, 167, 170-171, 198-199


 

Civitas, 84-86

Civitas Dei, 92, 123, 171

Civitas terrena, 92, 96, 121-123

Clase trabajadora, 115, 116, 121-122,

166, 176, 180  Clausewitz, Cari von, 33, 216, 223

Clemencia, 210

Coerción, 112, 156-157, 165, 180, 199,

217

Colonización, 86, 203-204, 209

Combate entre dos combatientes, 194-

195

Communitas (comunidad), 123-124  Competición, 199

Competiciones deportivas, 195  Comportamiento, formas de, 141-142  Compulsión, 140-141, 152

Comunidad, 64

Condición humana, La (Arendt), 20, 21,

35n.

Conflicto entre cuerpo y alma, 65

Conciencia, 58-62

Consensus omnium, 206  Conservadurismo, 18, 110, 146  Constantino, 87

Constitución, 164

Constitución de Estados Unidos, 188  Contradicción, 29, 177

Contratos, 206

Creatura Dei (semejanza a Dios), 116  Cristianismo, 80, 87-89, 92-98, 102-103,

109, 110, 113

asamblea pública de, 171-173

creación humana en, 133

en el mundo secular,122-123, 172  influencia política, 168-173, 182

y el otro mundo, 227

Cristo y Tiempo (Cullman), 80

Crítica del juicio (Kant), 197

Critón (Platón), 208

Cuerpo político, 103-104, 126-127, 171  Cullmann, Oscar, 80

Culpa, 93-94,

Cumae, 85

Dáñaos, 201

Darwin, Charles, 112

De officiis (Cicerón), 92

De res publica (Cicerón), 86

Decepción, 164

Deducción coercitiva, 112

Democracia, 104, 136, 154,221  Denktagebuch (Arendt), 133

Desarrollo económico de Europa Occi­

dental, 185-186

Desierto, ley del, 34-36, 214, 215-216,

225-228

Déspotas ilustrados, 154

Despotismo, 77, 222

hogar, 181, 198-199,208

ilustrado, 154

ley de burocracia, 135

Destino, 95, 159-160

Determinismo, 117, 161

Dialéctica, 20, 50-51, 107-108, 110, 112

  Dialegesthai (hablar por extenso sobre

algo), 50-53

«Diálogo de Melos, El» (Tucídides), 194

Dictados, 205

Diez Mandamientos, 14, 206, 215  Dios, 59, 74-75,87,93

como «medida de todas las cosas»,

110

contemplación de, 113

estado de, 171

familia creada por, 132

hombre creado por, 34, 132, 133-134  igualdad ante, 102

mandamientos de, 14

poder de, 104

unidad de, 97-98

Dioses, 162, 192

del hogar, 85, 201

en Homero, 85, 192  querellas entre, 195  romanos, 86-87, 169-170

Discurso:

acción versus, 36, 159, 177, 191, 207

libertad de, 154, 162-163, 164


 

Discurso sobre la historia universal (Bos-  suet), 93

Doce Tablas, 206

Dominio de clase, a través del gobierno,

125-128, 135,153

Dominio global, 135,

Doxa (opinión), 45, 51-53, 56-58, 63, 66-

67,70

Dzóon politikon (ser político), 72

Economía, 109, 116, 136, 181  Edad Media, 87, 103, 172-173  Edipo, 62

Educación, 208

Egipto, 193

Eichmann en Jerusalén (Arendt), 23  Eichmann, Adolf, 23

Eidos (modelo), 98

Eikos (probable), 52

Ejércitos, 135

«Elementos totalitarios en el marxismo»

(Arendt), 11, 19  Eneas, 200-201,209,214

Eneida (Virgilio), 33, 84-85, 201, 214  Energía atómica, 185, 186-188

Engels, Friedrich, 112, 116, 127

Entre el pasado y el futuro (Arendt), 20,

23

Epicteto, 105

Epistémé (conocimiento), 69

Era moderna, 77-78, 90-91, 122, 140,

141-142, 145-146, 173

guerra en, 177-184

la política en la, 13, 174-176, 225-228

Ermitaños, 170

Escapismo, 226-228  Escatología, 170  Eschenburg, Theodor, 176  Escipión el Viejo, 210  Escipión Emiliano, 210  Esclavitud, 26, 102, 117  Escolástica, 92

ispacio:

fuerza y, 178-181

legal, 214-215  social, 174

Espacios vitales, 189

Especies, 12, 36, 98, 11

5, 147, 203, 212  Esperanza, 134-135, 183-184  Espontaneidad, 27, 33, 96, 149, 160-162  Esprit des Lois, L’ (Montesquieu), 77, 219  Esprit general, 101

Esquilo, 212

Estado y revolución (Lenin), 126  Estados-nación, 36, 145, 174

historiografía de, 214  Estados Unidos:

desarrollo tecnológico, 185-186  prejuicio en, 139

relaciones con la Unión Soviética, 188-

189, 223-224  Estética, 139, 140 «Estrategia de la naturaleza», 93, 112

Ética (Aristóteles), 50

Ética a Nicómaco (Aristóteles), 54

Ética, 58-59

Europa occidental, 77, 136, 150, 155,

178, 203  colonización por, 203

desarrollo económico de, 186  desarrollo histórico de, 25

Eutifrón (Platón), 37n.

Evangelios, 87, 92

Evolución, 112, 148

«Experiencias políticas en el siglo veinte,

Las» (Arendt), 26  Exploración, 203  Explotación, 152  «Exteriores», 144

Falsa infinita (falsedades sin límite), 52  Fama, 193,201

Familia, 199

Familia, 52, 85, 128, 131-132, 156-158,

182

en la civilización rom

ana, 198-199  Fausto (Goethe), 110

Fe, 147, 227


 

Fedón (Platón), 45  Fedro (Platón), 192  Felicidad, 174

Fenómenos parasitarios, 181 Fidias, 200

Filosofía:

análisis en la, 24-25

análisis marxista de la, 112-113  causalidad en la, 93

ciencia y, 71, 131

desarrollo en Grecia de la, 43, 79, 88-

93,123-124

duda y, 92

influencia política de la, 14-15, 33, 47-

48, 64-69  medieval, 91-93

origen de la, 69-75, 91

posplatónica, 63-64

romana, 90-91

sentido común versus, 68, 72-73, 74-75  teología y, 131

tradición occidental de la, 43-44, 74-

75,83-84,92-93, 124, 133, 171  Véase también Filosofía política

Filosofía del Derecho (Hegel), 43n.  Filosofía griega, desarrollo de la, 43, 79,

88-93, 123-124  Filosofía política:

cambio efectuado por la, 11-117  criterios absolutos en la, 46

de Aristóteles, 24, 44, 53-55, 63, 119,

120-121, 151, 165-166, 168

de Hegel, 67-68, 73, 93, 101, 124, 129

de Platón, 18, 24, 29-31, 44, 46, 49,  65-68, 74-75, 93-94, 100, 110, 119-  120, 122, 128-129, 131, 144-145,  150, 164-169

de Sócrates, 49, 55-56, 60

desarrollo de la, 43-44f

historia déla, 107-117

naturaleza del hombre en, 141-145

«no escrita» de Kant, 197

tradición de la, 13, 16-17, 28-29, 63-

65,77-78, 119-129, 175-176

fundaciones de la, 82-91  Filosofía posplatónica, 63-64

Filósofos:

autoexamen de los, 55-59

como «tábanos», 53

como amantes de la sabiduría, 47

como gobernantes, 48, 122

como miembros de comunidades, 46-

47,54,56-58,63, 120-123

evitación de la política por parte de

los, 64, 74, 119-122, 133, 166-167,

182

la verdad como objetivo de los, 62-64,  71-75

presocráticos, 60

vida contemplativa de los, 113, 120-

124, 128-129,226

Véanse también filósofos específicos

Filósofos-reyes, 18, 12

2, 129, 166  «Forma auténtica», 16

Fortuna, 150-160

Francia, 186

Fronteras, 34-35, 207

Fuerza:

bruta, 177-184, 185, 191, 193, 194,  199-200,216,218, 223

poder comparado con, 177-184  Fuerzas policiales, 135

Fundación John Simón Guggenheim, 15  Fundación Rockefeller, 21

Gemelos, idénticos, 98  Gloria, 32,82,83,201  Gnóthi sauton (conócete a ti mismo), 56-

59

Gobierno:

análisis marxista del, 125-129

burocracia del, 114-115, 135  constitucional, 164-165, 180-181, 189,

190

dominio de clase en el, 124-128, 135,  152-153

en la vida pública, 88, 171, 17

4-175  filósofos en el, 64, 68-69, 89


 

igualdad en el, 103  legislativo, 205-207  libertad y, 153, 173-175

mundial, 135  naturaleza del, 99-100  poder de, 177-184  regulación por, 217

Goethe, Johann Wolfgang von, 77, 78,

110

Gorgias, 204, 208

«Grandeza histórica», 83  Grandeza, 83, 201

Grecia:

ciudades-Estado de, 54, 84, 193, 213  colonias de, 209, 213

destrucción de, 209, 213

historia de, 81-82, 83-86, 88-93, 96-97,

159-160, 191-197

Roma influida por, 33-34, 91, 92, 192,

200-206, 209-210,213-214  tradiciones de, 88-93, 94, 191-197

vida política de, 33-34, 153-154, 158-

164

vida pública versus vida privada en, 52,  89, 128, 161-163, 165, 171, 196,200  Griechische Kulturgeschichte (Burckhardt),

193

Guerra:

aniquilación en, 32, 184-192, 193,

199-205,216  bombardeos, 184, 188-190

capitulación incondicional, 188

como «padre de todas las cosas»195,

202

«como política con otros medios» 32,  177, 194, 209-210, 216-217, 223-224

necesidad de, 184-216

negociaciones en, 187-190, 203-206,

223-224

objetivos de, 189-190

política, 193-194

total, 32, 177-184, 191, 192

«Guerra de todos contra todos», 103,

151

Guerra de Troya, 33-34, 192, 194, 200,

203

Guerra del Peloponeso, 81

Guerra fría, 16n, 223

Guerra nuclear, 13n, 26, 34, 142, 143,

145-146, 147, 18

4-189  Guerras persas, 208, 213  Gusto, 139-140

Hamlet, 227

Hannah Arendt: A Reinterpretation of

Her Political Thought (Canovan),

24n

Héctor, 85, 192, 194-195, 199, 201, 204,

211

Hegel, Georg Wilhelm Friedrich: comparado con Marx, 9, 33, 107-108,

110-112

concepto de la «lechuza de Minerva»,

43

filosofía política de, 15, 46, 54, 64, 74-  75,82,92, 113, 117

Heidegger, Martin, 18, 24, 3ln., 91, 119,

227

Hélade, 91, 209, 213

Heleno, 193,201,209

Heracles, 162

Heráclito, 164, 195, 202, 207,

Herder, Johann Gottfried von, 101  Heródoto, 81, 83, 159, 193, 214  Heroísmo, 81-82, 83, 158, 162, 191-197,

201-202  Hipocresía, 170

Historia:

antigua, 32, 149, 172-173, 191-199,

221

cambio radical y la, 79-80

catástrofes en, 141-142, 143, 144

-145,  146, 177, 185-186, 203, 216-217

consciencia de la, 79-82

corrientes subterráneas de la, 16, 77-

78

crisis en, 139-140

de las ideas, 109, 112


 

desarrollo déla, 20, 155-156, 201-203 espiritual, 32, 80

estudio de, 141, 200

evidencia de, 191

final de la, 107

fuerzas de, 135

imparcialidad en, 193, 204-205

juicio de la, 27, 192-193

ley de la, 125

lo absoluto en la, 107-117  «locomotoras» de la, 216

milagros en, 147-149, 150

necesidad de, 133, 155-156

pesimismo y la, 77

política, 133, 154-155,2

02-203  prejuicios en, 138-140

principios de, 147

y tradición, 31-33, 79-80, 86-88, 129

«Historia de la teoría política, La»  (Arendt), 228n

Hitler, Adolf, 189-190

Hobbes, Thomas, 16n, 74, 103, 133  Hogar, 85, 88, 152, 156-157, 166, 167,

180, 198-199

Hoipolloi {la multitud), 122

Hombre:

como «animal político», 151, 197

creativo versus naturaleza destructiva  del, 178, 184-188

exterminación del, 184-191

naturaleza del, 140-144

relaciones del, 185, 191, 203-207, 216,

225-228

Homero, 33, 83, 91, 158-159, 192-193,

194-195, 199,202,204,210  Homines religiosi, 95

Homo faber, 95, 116

Honor, 100-101

Hybris, 207

«Ideocracia», 29

Ideologías, 27, 140, 183

Idion, 163n, 174

Iglesia católica, 87-88, 171-173

Igualdad 31, 98, 102-104, 113-114, 131-

132

ante Dios, 102  ante la ley, 153  en el gobierno, 103

política y, 152-155, 157-158,

 199  Igualitarismo, 153-154, 176

lliada (Homero), 210

Imperativo categórico, 197-198  Imperialismo, 136, 189

Imperio persa, 208, 209

Imperium Romanum, 211  «Improbabilidades infinitas», 147-149  Individualismo, 123, 137, 157, 162, 164,

173, 197-198,202-203  Infinitud, 80

Inmortalidad, 33, 46, 50, 80, 83, 201, 210  Intelectualismo, 141, 143-144  «Introducción a la política» (Arendt), 9,

12-13, 19,21,22-23

Ironía, 35-36

Isasthenai (igualación), 54

Iségoria, 158

Isonomia (constitución libre), 153, 158

Japón, 188-189

Jaspers, Karl, 12, 19

Jenenser Realphilosophie (Hegel), 113  Jesús, 32, 44, 87, 93-94, 95, 170

Sócrates comparado con, 170

Jinete del lago Constanza, 217

Judíos, Judaismo, 15, 23, 78-79, 87, 139,

191, 193

Juicio:

criterios del, 13-15  facultad del, 125-128  imparcial, 192-193, 208  libertad y, 13-15,27,225  prejuicio y, 137-144

razón y, 197

Juicios previos, 13-14, 21, 134, 136-140  Jünger, Ernst, 216

Justicia, práctica de la, 171


 

Kalon (lo bello), 48

Kant, Immanuel, 24, 25, 32, 92-93, 96,

112-113, 139, 160, 197,222,224  «filosofía

 política no escrita» de, 197n

«Karl Marx and the Tradition of Western  Thought» (Arendt), lln

Kierkegaard, Soren Aabye, 19, 70, 227  Kohn,Jerome, 11-37

Koinon (lo común), 52, 196

Latinos, 209

Lavater, Johann Kaspar, 78

Lavinia, 201

Leibniz, Gottfried Wilhelm, 91, 227  Lengua griega, 157, 194, 198

Lenin, V. I., 114-115, 126, 127

Marx comparado con, 17, 115  Leviatán (Hobbes), 16n.

Lexis (discurso), 68

Ley, 61, 63

constitucional, 164

divina, 87

griega, 33-34, 126, 205,209

igualdad ante, 153

internacional, 205

límites establecidos por, 207

natural, 14

obediencia a, 208

poder y, 99-101, 104-105, 206

romana, 33-34, 86, 205-207, 211, 213,

215  universal, 126

Leyes (Platón), 49, 51, 93, 97, 100  Liberación, 152-153, 165  Liberalismo, 146

Libertad, 117, 133

académica, 165, 169

aislamiento comparado con, 198

como liberación (libertinaje), 152, 166,

173

constitucional, 164-165

de movimientos, 162-163  espacio para, 198-199, 208  física, 196

gobierno y, 152-153

independencia y, 191-193

juicio y, 13-14,26-27,225

mental, 195-198

milagro de, 148-149

necesidad y, 155-156, 174

opinión y, 29, 160, 166-167

peligro y, 32-33, 177

política, 144-147, 152

protección de, 178

religiosa, 169-170

restricción de, 167, 169, 171, 198-199

Libertas, 198

Liberum arbitrium, 198

Lógica (Hegel), 129

Logos (discurso), 61, 70, 160,

Los orígenes del totalitarismo (Arendt),

11, 15

Lucas, Evangelio de, 94

«Lucha de clases en Francia, 1848-50,  La» (Marx), 216

Ludz, Ursula, 9, 21  Lutero, Martín, 122

Madiso

n, James, 123, 151  Maiores (ancestros), 86  Mal:

banalidad del, 22  destructividad del, 34

Maquiavelo, Nicolás, 74  Marx, Karl:

análisis de Arendt de, 11, 15-20, 25  análisis histórico de, 125-126, 183-184  como filósofo político, 12-13, 33, 74-

75, 89-90, 124, 125-129

Hegel comparado con, 33, 107-117,

124, 125, 129

Lenin comparado con, 126

Platón comparado con,128-129  Marxismo, 11, 15-16, 17-18, 19, 74, 109,

117, 155

Más Allá, el, 45, 51

Mateo, Evangelio de, 94, 171  Materialismo, 54, 111


 

Matrimonio, 206

Mayéutica (arte de la comadrona), 52-

53

Metafísica (Aristóteles), 91

Metafísica, 92

Metáforas, 66

Miedo, 62, 100, 103, 104, 135, 172, 183  Misericordia, 94

Moe, H. A., 16n. 17

Mommsen, Theodor, 156, 192, 198-199,

210-211

Monarquía, 30, 99, 100-101, 102, 219,

221-222

Montesquieu, Cbarles-Louis de Secon-

dat, Barón de, 99-100,

101-102,  103-104, 124-125, 219

Moralidad:

criterios de la, 14

política y, 82

sentido común y, 78

Mortalidad, 83,227

Motor de explosión, 185

Muerte, 104

Mujeres, emancipación de, 17

5-176  Mundo, destrucción del, 184

Nacionalismo, 15  Naturaleza, 133, 147

energía en, 186-188  explotación de, 184-188

Nazismo, 36

Neoaristotelismo, 92

Neoplatonismo, 92

Nietzsche, Friedrich Wilhelm, 19, 72, 96,

108, 109-110, 123, 136, 225  Platón comparado con, 24

Nihilismo, 140, 228

No contradicción, 29

Nomos (ley universal) 126, 205, 212-113  Nomothetés (el legislador), 209

Nous (espíritu filosófico), 70

Nuevo Testamento, 87, 94, 171

Numen (formas sagradas), 86

Obediencia, 65, 87, 89, 125, 194, 208,

215

Oligarquía, 154, 167

Olimpo, 87

Olvido, 26, 50, 79, 81, 83, 85, 135-136,

159, 193,2

15  Ontología, 36  Opinión:

libertad y, 29, 160, 166-167

verdad versus, 45, 50-54, 63, 70, 71-75  Véase también doxa

Oportunidad, 94-95

Oráculo délfico, 49, 56

Oratoria, oradores, 166-167, 195. Véase

también Discurso  Organización política, 131-132

Otium (tiempo libre), 119, 157

Padres, 198-199, 208

Parcere subiectis (perdonar a los venci­

dos), 210

Paris, 201

Parmenides, 150, 164

Partidos, políticos, 136

Pater familias, 199

Pathos (algo que se soporta), 71-71. 72-

73,91  Patricios, 206

Patriotismo, 214-215  Pax Romana, 86, 214  Pecado, 94, 190,211  Pecados mortales, 190

Pedagogía, 192

Peithein (persuadir), 45, 51

Peithó, 45, 193

Peligro, 157

Pena de muerte, 45, 46

Penates (dioses del hogar), 85, 201  Pensamiento:

acción versus, 15, 43-44, 119-123, 140  complejidad del, 24

criterios fijos, 141

especulativo, 14unidad del, 25  prejuicios en, 134, 140-141


 

«Pensamiento extendido», 197  Pensamiento «perspectivista», 109  «Pensamiento tardío», 44

Perdón, 94

Pérgamo, 201,

Pericles, 48, 63, 144, 158, 200

Persuasión, 45-46, 50-54, 168, 193

Philia (amistad), 54. Véase también Amis­

tad

Philopsychia (amor a la vida), 157  Phronésis (intuición política), 46, 70,

196-197

Phronimos (hombre de entendimiento),

47

Pieper, Kla

us, 21  Píndaro, 83, 208  Platón:

Academia de, 164-167

Aristóteles comparado con, 73, 92,

119, 122, 168  «caverna» de, 66-69, 92

como filósofo, 23-24, 43, 45-46, 73,  93-94, 119, 128-129, 163-166, 167

concepción de la esclavitud por, 89  concepción de la poesía por, 192  concepción del alma por, 64-65  diálogos de, 35n, 51, 53, 58-59, 62-63  filosofía política de, 18, 24, 28-31, 44,

46, 49, 65-69, 74, 93-94, 100, 110,  119-120, 121-122, 128-129, 131,  144-145, 150, 163-169

juicio de Sócrates visto por, 44-46, 73  las ideas como conceptos de, 29, 45-

46, 47-50, 61, 74, 89, 123, 164-165  Marx comparado con, 128-129  Nietzsche comparado con, 109-110  relación de Sócrates con, 29-30, 70  Sócrates comparado con, 53

valores jerárquicos de, 108

Plebeyos, 206

Pluralidad, 2

2, 29-30, 36, 58 Pobreza, 126

Poder:

absoluto, 136, 179-181, 191-192

abuso de, 77-78

arbitrario, 114-115

corrupción por el, 136

dominación y, 180

estatal, 125, 145, 151, 175, 177

-184  fuerza comparada con, 177-183  manipulación de, 142

militar, 177-184, 191-197

naturaleza del, 63 n

no violento, 195

uso del, 136, 174-175,220-224  violencia como base del, 125, 152-153,

164, 177-184, 190-191, 194

Poesía, 48, 81,83, 192,213

Poética (Aristóteles), 83

Polibio, 153

Polis, 29, 34, 43-44, 46-50, 55, 59, 61-63,

72, 81-82

, 84, 114, 120, 129, 150-  153,193

Política (Aristóteles), 83  Política:

abolición de, 135

acción en la, 28-33, 149, 217-219 análisis marxista de la, 107-127 autoridad y, 85-89

capacidad de destrucción de, 202

como término, 82

concepción aristotélica de, 150-152  concepción platónica de, 150  contemporánea, 220-224

costumbres y, 77-78

definición de, 131-134, 1

50, 152-153  degradación de, 166-168

en la naturaleza humana, 131-132  esfera

 privada versus pública en, 150-

151, 157-158, 161-163, 168-173,  174, 180-182

espacio para, 140-145, 154-155, 165,  198-199,218

evitar la, 142, 166-167, 168, 183, 225-

228

fines déla, 120-121, 217-218

fines versus medios en, 181-183, 222-

223


 

fragilidad de la, 23-24

igualdad y, 152-155, 157-158, 198-199  importancia actual de, 216-224  influencia cristiana en, 168-173, 182  instinto en la, 107

instituciones de la, 36, 175-177

juicio y, 136-144

libertad y, 144-147, 152

miedo y, 104-105

modelos de, 164

moderna, 174-184,225-228

necesidad de, 150, 153, 165-168, 175-

177

oposición a, 144-145, 149-150  pluralidad y, 11-23, 133-134  prejuicios y, 13, 134-145

progreso en, 185-186

refutación de, 167, 168, 170-171  relaciones familiares y, 131-132  religión y, 168-173

revolucionaria, 89-90, 112, 113  sentido común y, 78

sentido de la, 22-25, 144-184

sin sentido y, 146-147

tiempo libre y, 119, 120, 122, 152

Política exterior,

 135, 136, 163, 176, 194,  206-207, 223-224

Político, El (Platón), 100, 129, 197n.  Politikos (hombre político), 92, 123, 197,  Populus Romanus (nación romana), 206  Poseedor de la violencia», 178  Pragmatismo, 123-124

Praxis (acción), 68, 81, 121, 129  Predeterminación, 161

Príamo, 201

Primera Guerra Mundial, 26, 145, 179  Procesos inorgánicos, 148

Producción, 109, 112, 116, 143, 174  Productividad, 116, 146, 162, 174  Proletariado, 125, 127-128, 155  Protágoras, 48, 61

Protestantismo, 109

Providencia divina, 93, 95, 113  Pseudorreligión, 147

Pseudoteorías, 140

Psicología, 131, 141,22

5-226  «Pueblos gemelos», 192

Racionalismo, 61, 113  Racismo, 15

Ranke, Leopold von, 176, 223, Razón, razonamiento:  deductivo, 141

juicio y, 197

Razonamiento deductivo, 140  Realidad:

común, 14-15

histórica, 26

multiplicidad de la, 33, 195-197  perspectiva de la, 26-27, 162-163  relaciones en, 148-185

Reconstrucción, 186  Recuerdo, 192

Reforma, 87, 172-173  Religión, 44, 59, 168-173

autoridad de la, 110

duda y, 227

historia y, 25, 79-81, 141, 200, 216  libertad y, 169-170

milagros en, 147

monoteísta, 97-98, 133-134

tradición y, 85-89, 90-91, 110

Véanse también Cristianismo; Judíos,

Judaismo

República (Platón), 49, 55, 66, 100

República, 12, 30, 34, 86, 99, 121, 198,  206,219, 221

Res publica (república), 12, 86, 198, 206  Responsabilidad y Juicio (Arendt), 14n.  Responsabilidad, 63, 120

Retórica (Aristóteles), 50

Revolución, 13, 26, 80, 90, 112-113, 155,

174, 185

Revolución americana, 174, 221

Revolución de Octubre (1917), 115  Revolución francesa, 78, 89-90, 161, 174  Revolución húngara, 174

Revolución industrial, 194, 185


 

Revolución rusa, 17, 26

Reyes, 115, 129,200,219,222

Riesgo, 14-15, 157, 176,217

Riqueza, acumulación de, 30  Robespierre, Maximilien, 222

Romans, The (Barrow), 87

Rómische Geschichte (Mommsen), 206n  Rómulo, 200

Sabiduría, 46,48-50, 170, 197

Sagrada Familia, 132

Santidad, 170

Santo Tomás de Aquino, 92

Santos, 171

Schelling, Friedrich Wilhelm Joseph von,

91,227

Schóle (tiempo libre), 119, 120, 122, 152

Segunda Guerra Mundial, 16, 26, 184,

188

Selbstverstandlichkeiten (plausibilidades),

92

Servitud, 156  Sí mismo:

acuerdo con, 197  conocimiento de, 55-59

Sinsentido, 79, 127

Síntesis, 111

Soberanía, 174

Sobre la Paz Perpetua (Kant), 222

Sobre la revolución (Arendt), 20, 21, 23  Sobrenatural, 188

Sociedad:

costumbres y, 77-78  desarrollo de, 180-181  individuos versus, 174  prejuicios en, 138  progreso de la, 14  recursos de, 146  religión y, 171-172

«sin clases», 113-114

’ocietas (comunidad humana), 86, 211-

212

ocii (aliados),

86, 211  ócrates, 43, 75

el mercado como foro de, 52e

escuela de, 70

«estados traumáticos» de, 70

examen de las opiniones por, 45-46,

51-53,56-61

filosofía política de, 49-50, 55-56, 60

Jesús comparado con, 170

juicio de, 29, 44-49, 63-65, 73

leyes observadas por, 207-208

método filosófico de, 29-30, 35-37, 49-

50,51-53,57-59, 62-63

pena de muerte para, 45, 46

Platón comparado con, 52-53

Sofistas, 57, 166, 196

Soledad, 12, 29, 58, 60-62, 73, 89, 105,

123, 133,226

Sophoi (hombres sabios), 46, 49

Spinoza, Baruch, 121

Staat und Gesellschaft in Deutschland (Es-

chenburg), 176  Stalin, Joseph, 17  Superstición, 147

Tácito, Cornelio, 211, 214

Tales de Mileto, 46, 47

Tecnología, 26, 36, 185-187, 191-192 desarrollo de la, 186

Teeteto (Platón), 69, 91

Tendencia a lo ilimitado, 212

Teoría de la correspondencia, 25 Tertuliano, 122, 169

Tesis sobre Feuerbach, 113

Tesis, 111-113, 156, 176

Thaumadzein (asombro), 69-73, 75, 91 Theórein (ver), 92

Tiranía, 99, 100, 101, 104-105

gobierno de la, 114-115, 127, 134, 158  Véase también Despotismo

Tocqueville, Alexis de, 75  Totalitarismo, 155

abolición de la soledad por

 el, 62  abuso de poder por parte del, 77-78  aniquilación de, 188-190

desarrollo histórico del, 15-16


 

dominación global de, 134-135  ideología del, 110-117

libertad negada por, 144-147, 155-156  marxismo y, 11, 15-18

orígenes del, 16, 110-117

psicología del, 225-228

violencia como base del, 14, 104-105

Trabajo, 20, 184-187  Tradición:

autoridad y, 11, 85-89, 90, 95, 110,

112

de la filosofía occidental, 43, 44, 74-75

 de la filosofía política, 13, 16-17, 28-

29,64,92-93, 124, 133, 171  en Grecia, 88-93,94, 191-197  historia y, 31-33,79, 85-89, 129

judeocristiana, 133-134, 214-216  religión y, 85-89, 91, 95-96, 110

Tradición filosófica occidental, 43  Tradición judeocristiana, 133, 215  «Tradición y la era moderna, La»

(Arendt), 20

Tragedia, 29, 45, 49, 67, 94, 103, 160

«Transvaloración de los valores», 108  Troyanos, 195, 200, 202

Tucídides, 81, 83, 159, 194, 200  Turnus, 201

Ulises, 85

Unión Soviética, 18, 27  Universalidad, 140

Unum verum (verdad única), 52  Utopías, 89, 153, 145, 183, 220

Valentía, 157

Valores, jerarquía de los, 75, 108. Véanse

también Logos; Oratoria, oradores

Verdad:

absoluta, 46, 52, 56, 108

eterna, 51