Agradecimientos ........................................................................ 9
Introducción, Jerome K o h n ..................................................... 11
LA PROMESA DE LA POLÍTICA
S ó c ra te s........................................................................................ 43
La tradición de pensamiento p o lítico ................................... 77
La revisión de la tradición por Montesquieu ..................... 99
De Hegel a Marx ........................................................................ 107
El final de la trad ició n .............................................................. 119
Introducción a la política ....................................................... 131
E pílogo.......................................................................................... 225
índice analítico y de n o m b re s................................................ 229
Tengo una gran deuda de gratitud hacia Ursula Ludz por su edición de Was ist Politik?, donde fueron publicados por prime ra vez los textos que aparecen aquí como «Introducción a la política».* Dichos textos fueron escritos por Arendt en alemán, pero su ensamblaje y su datación se deben al trabajo meticuloso de Ludz, el cual podría compararse al de un detective intelec tual. Es preciso señalar que Was ist Politik? engloba algo más que estos textos; el comentario y las anotaciones de Ludz perte necen a la mejor tradición de erudición alemana: fruto de una investigación concienzuda, escrupulosos en el detalle y agudos en sus opiniones. Quiero dar las gracias a John E. Woods por sus excelentes y elocuentes traducciones de todos los escritos de Arendt en alemán contenidos en el presente volumen, los cuales incluyen la mayor parte de «De Hegel a Marx» y todas las selecciones del Diario filosófico, así como «Introducción a la política»; este último trabajo había sido traducido previamente, aunque no publicado, por Robert y Rita Kimber.
Trabajar junto a Daniel Frank, director editorial de Pan- theo
n Books, ha resultado ser, una vez más, una experiencia vi gor
izante e
iluminadora. Sin su dedicación al pensamiento de Hannah Arendt este volumen nunca se hubiese
llevado a tér mino; sin su estímulo y su discernim iento no existiría tal
y como es ahora. Estoy agradecido a la
ayudante de Dan, Rahel Lerner, por su
incansable y amigable ayuda en incontables
cuestiones. Mi antigua estudiante y colega Jessica Reifer, ella misma una estudiosa con un futuro prometedor,
me ha des lum brado frecuentemente al proveerme de modo instantáneo
* Véase Arendt, H., ¿Qué es la política?,
Barcelona, Paidós, 1997, págs. 45-138. Traducción castellana de Rosa Sola
Carbó.
con documentos e
información que me hubiese llevado m u chas horas localizar. Su conocimiento de los buscadores elec trónicos excede
con mucho el mío y ha sido de valor incalculable para hacer frente al vasto archivo
digitalizado de los escritos de Arendt.
Aprovecho
esta oportunidad para expresar públicamente mi
profundo aprecio por Richard J. Bernstein, Keith David,
Ste- phen J. Meringoth y Lawrence Weschler por su interés y su ini
ciativa en la preservación del legado
de H annah Arendt. Es tam bién un placer expresar mi agradecimiento al creciente nú mero de
estudiosos que, debido a la gran diversidad
de sus perspectivas, han dado prueba de la vitalidad
del pensamiento de Arendt a lo largo y
ancho de gran parte del mundo. Creo que Gerard Richard Hoolahan, Lotte Kohler y
Mary y Robert Lazarus son
conscientes de que su apoyo paciente y su benefi ciosa ayuda durante largos años
han significado para mí más de lo que
pueda expresar con palabras. Por último, aunque de ningún modo en m enor grado, doy las gracias
a mis amigos Dore Ashton, Jonathan
Schell y Elisabeth Young-Bruehl, quie nes por caminos distintos han pensado y
escrito siempre a con trapelo de las ideas establecidas, y que han venido
constante mente a mi cabeza durante la preparación de este libro como representantes ejemplares del público al cual
va dirigido.
INTRODUCCIÓN
Hannah Arendt
no escribía libros por encargo, ni siquiera
por el suyo
propio. Como prueba de ello, sólo tenemos que mi rar los contenidos del
presente
volumen, cuyas fuentes princi pales son dos libros que Arendt planificó con todo detalle du rante la década
de 1950, para después abandonarlos.
El primer proyecto entronca de modo inmediato
con Los orígenes del to talitarismo, publicado en 1951, e iba a llevar el
nombre de «Ele mentos totalitarios en el marxismo», apuntando así a un
tema que no había sido tratado en Los
orígenes. A comienzos de la década
de 1950 Arendt elaboró un grandísimo número de m a teriales —conferencias,
ensayos, discursos y notas en su diario
filosófico— que tenían que ver no sólo con Marx, sino tam bién, y de
modo creciente, con su lugar central en la gran tra dición del pensam iento
político y filosófico. Según creo, su
idea principal es que la tradición llegó a su fin y su autoridad quedó hecha añicos cuando volvió a su origen
en el pensa miento de Marx. Ello supuso dos cosas completamente distin tas
para Arendt: constituía, por un lado, la razón de que el marxismo pudiese usarse para conformar una
ideología totali taria; pero, también, liberó el propio pensamiento de Arendt
de la tradición, lo cual se convirtió en
la verdadera raison d ’étre de
este prim er esbozo de libro.1
1. Las fuentes de la primera mitad del
presente volumen incluyen: «Karl Marx and the Tradition of Western Political Thought»,
seis conferencias divididas en dos grupos
y leídas ante los profesorados de la Universidad de Princeton y del
Institute for Advan
ced
Studies en 1953; un discurso en la radio alemana, «Von Hegel zu Marx», retrans
mitido en 1953; «Philosophy and Politics:
The Problem of Action and Thought after
the French
Revolution», tres conferencias leídas en la Universidad de Notre Dame en 1954; y
unas pocas entradas coetáneas del Denktagebuch 1950 bis 1973, dos volúme
nes, U. Ludz e I, Nordmann (comp.), Múnich,
PiperVerlag, 2002 (trad. cast.: Diario fi losófico
1950-1973, Barcelona, Herder, 2006).
La idea para el segundo libro, que Arendt tenía
previsto es cribir en alemán, surgió durante una visita en Basilea a
su amigo y m entor Karl Jaspers,
en 1955. Se iba a llam ar Einfiih-
rung in die Politik, o «Introducción a la política»,2 un título que de ninguna m anera hace referencia a una introducción al estu dio de la ciencia o de la teoría políticas sino, por el contrario, a un llevar al interior* (intro-ducere) de las experiencias políticas genuinas.3 La más im portante de estas experiencias es la de la acción, a la cual Arendt tacha allí de término «trillado», usado a m enudo para oscurecer lo que pretende
revelar. Los análisis de lo que Arendt entiende por acción —aventurarse en el dis
curso y en el actuar en compañía de los que son iguales a uno, com enzar algo nuevo cuyos resultados no
pueden ser conoci dos por adelantado, la fundación de un espacio público (res publica o república), hacer promesas y
perdonar a los otros— desempeñan un
papel im portante en estos escritos. Ninguna
de estas acciones puede emprenderse en soledad, sino siempre y solamente por un grupo de personas en su
pluralidad, por lo cual Arendt entendía
la absoluta distinción de los unos respec to a los otros. Hombres y mujeres
plurales se han asociado en ocasiones,
aunque rara vez, para actuar políticamente, y han logrado cam biar el mundo que se alza entre
ellos. Pero los pen sadores, quienes, en su actividad solitaria están
retirados de ese mundo, tienden a
considerar al hombre en lo singular, o, lo que es lo mismo, a los hombres como
ejemplares de una espe cie única, y a ignorar o, en el caso de Marx, a m
alinterpretar la
2. Éste es el modo en que Arendt se refería en inglés al segundo libro, aunque sin la cursiva, que ha sido añadida aquí
por motivos de claridad. (Jerome Kohn se refiere aquí al título en inglés del
escrito de Arendt, «Introduction into Politics», en el cual se ha querido señalar con cursiva la
preposición «into», por la razón que se señala a con tinuación en el texto. [N.
del í.])
*. En el origin
al leading into, un verbo con el cual el autor pretende expresar el verdadero
sentido de la preposición «into» del título en inglés (véase la nota anterior). (N. del t.)
3. El segundo
libro debía servir de complemento a la famosa obra de Jaspers Ein- führung in
die Philosophie (1950), la cual conducía a
sus lectores al interior de la expe riencia de transmitir el
pensamiento filosófico, un asunto que no se encuentra en lo más alto en la lista de prioridades de los
filósofos modernos, con la excepción de Kant.
experiencia de
la libertad política, que Arendt considera como
el mayor potencial de la acción. De ahí que la acción,
tal y como Arendt llegó a comprenderla,
esté en gran medida ausen te en la tradición del pensamiento político y
filosófico estable cida y legada por estos pensadores. En este sentido, el
segundo libro proyectado es la
continuación del primero.
El origen histórico, el desarrollo y la
culminación de la tra dición son estudiados en la
prim era m itad del presente volu men,
m ientras que nuestros prejuicios
tradicionales contra la política
en general y nuestros juicios previos acerca
de la acción política en particular son tratados al comienzo de la se
gunda parte. Debe hacerse notar que estos prejuicios y
juicios previos, que conectan las dos mitades del libro, son tomados seriamente por Arendt como
algo que se origina en una expe riencia filosófica genuina. Además, en el mundo moderno,4 con sus medios de destrucción sin precedentes, el peligro que siempre acecha en la impredecibilidad
de la acción nunca ha sido tan grande ni más
inminente. ¿No haríam os mejor, por
mor de la paz y de la vida misma, deshaciéndonos por comple to de la
política y de la acción, y reemplazándolas con la mera «administración de las cosas», que es lo que
Marx había pre visto como el resultado final de la revolución proletaria? O,
por el contrario, ¿no estaríam os en
este caso provocando un mal mayor del
que queremos evitar? En las secciones finales de «Introducción a la política» Arendt nos ayuda
a responder a es tas preguntas mediante la clarificación del sentido de
la expe riencia política. Si el coraje, la dignidad y la libertad humanas son parte esencial de ese sentido, entonces
podríamos concluir que no debemos
liberarnos de la política per se, sino de los pre juicios y juicios
previos relacionados con ella. Tras tantos si glos, sin embargo, una libertad
tal probablem ente sólo pueda
conseguirse volviendo otra vez a juzgar cada nueva posibilidad de acción que nos presenta el mundo. Pero ¿según
qué crite
4. Cuyo comienzo político, para Arendt, data
de «las primeras explosiones atómicas». The
Human Condition, Chicago, University of Chicago Press, 1958, pág. 6 (trad.
cast.: La condición
humana, Barcelona, Paidós, 1993, pág. 18).
rios? Esta difícil pregunta acerca al lector al núcleo del pensa miento político
de Arendt.
Imaginemos un momento histórico en el que los criterios tradicionales del juicio,
tales como los m andam ientos morales
enunciados por la voz de Dios,
o los principios éticos derivados de una
ley natural universal, o las máximas prácticas que han pasado la prueba de la razón universal, ya no se corresponden con la realidad. En un momento tal la gente consideraría los criterios tradicionales, incluso aunque no negara su rectitud, como algo inútil para prescribir lo que están llamados a hacer en las circunstancias actuales de sus
vidas.5 Bajo el gobierno totalitario,
como sabemos, los individuos traicionaron a sus fa milias y asesinaron
a sus vecinos, no sólo obedeciendo las ór
denes de sus líderes, sino tam bién las leyes ideológicas que rigen el inevitable «progreso» de la sociedad
hum ana. Podría mos decir con razón que esta gente actuó sin juicio, pero
la idea principal es que a la luz de la
necesidad de esas leyes su periores del movimiento los propios criterios de
devoción fa m iliar y de am or vecinal aparecen como prejuicios y juicios previos. Arendt terminó por pensar que todas
las reglas —bue nas o malas, y con independencia de su origen— que preten dan
gobernar la acción hum ana desde fuera son apolíticas e incluso antipolíticas. La profundidad de su
comprensión de la política puede
vislumbrarse en su opinión de que los únicos
criterios del juicio con algún grado de seriedad no vienen en modo alguno de arriba, sino que emergen de la
pluralidad hu mana, la cual es la condición de la política. El juicio
político no es un asunto de
conocimiento, de pseudoconocim iento, o
de pensam iento especulativo. No elimina el riesgo, sino que afirm a la libertad hum ana y el mundo que
los hom bres libres com parten entre
ellos. O, más bien, establece la realidad de la libertad hum ana en un mundo común. La
actividad mental de
5. Este asunto es discutido en profundidad
en «Some Questions of Moral Philo- sophy», en H. Arendt, Responsibility and Judgment, J. Kohn (comp.), Nueva York, Schocken Books, 2003, págs.
49-146 (trad. cast.: Responsabilidad y juicio, Barcelona, Paidós, 2007).
juzgar políticamente
plasma la respuesta de Arendt a la anti quís
im a división entre dos modos de vida: la vida del pensa miento y la
vida de la acción, la filosofía y la política, con
la cual comenzó nuestra tradición de
pensam iento político y en la cual están aún enraizados nuestros
prejuicios y juicios polí ticos previos. La dicotomía entre pensar y actuar es
caracterís tica de Arendt más que de ningún otro filósofo moderno, y, aunque ninguno de los libros que ella se
propuso escribir en la década de 1950 se
iba a llam ar La promesa de la política, es su énfasis en la habilidad hum ana para juzgar
lo que hace que ese título sea apropiado
para esta selección de los escritos que ella
preparó y que no destruyó cuando los libros mismos fueron dejados de lado.
Al cabo de unos meses desde la publicación
de Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt envió una propuesta a la Fun dación John Simón Guggenheim que vale la pena revisar. Co menzaba por señalar un «importante vacío»
en Los orígenes, una «carencia de
un análisis adecuado, histórico y conceptual» del
«trasfondo» de la ideología bolchevique, y continuaba
diciendo que «esta omisión era
deliberada». No había querido diluir «la
impactante originalidad del totalitarismo, el hecho de
que sus ideologías y métodos de gobierno
carecían totalmente de prece dentes y que sus causas desafiaban una
explicación adecuada en los términos
históricos usuales». Habría corrido el riesgo de ha cerlo si hubiese
tomado en consideración «el único elemento
que tiene tras de sí una tradición respetable, y cuya discusión se ria
requiere la crítica de algunos de los principales principios de la filosofía política occidental: el marxismo».
Entre los elemen tos que Arendt había estudiado en Los orígenes estaban
el anti semitismo, el imperialismo, el racismo y los nacionalismos que rebasaban las fronteras políticas, todos los
cuales eran «corrien tes subterráneas en la historia occidental», y ninguno de
los cua les guardaba en modo alguno «relación con las grandes tradicio nes
políticas y filosóficas de Occidente». Habían emergido «sólo donde y cuando el marco social y político
tradicional de las na ciones europeas se había roto». Pero ahora, en su
consideración del marxismo, ella aportaría
«el vínculo que falta entre [...] las
categorías comúnmente aceptadas de pensamiento político» y nuestra insólita «situación
presente».6
La última
frase representa un desplazamiento increíblemente significativo en
el pensamiento de Arendt, desde los elementos
sin precedentes del totalitarismo al período posterior
a la Se gunda Guerra Mundial. No hay ninguna razón para dudar de
que lo que ella proponía se hallaba ya en su cabeza cuando esta ba escribiendo Los orígenes, ni de que lo había excluido de
esa obra por las razones que aduce. En
efecto, al comienzo del capí tulo
que en su segunda edición, y en todas las subsiguientes, pone fin a Los orígenes7 este
desplazamiento está indicado clara mente: «Los verdaderos aprietos de
nuestra época asum irán su forma auténtica —aunque no necesariamente la
más cruel— so lamente cuando el totalitarismo haya pasado a ser
algo del pasa do». La forma auténtica de los «aprietos» de nuestro
mundo es precisamente aquello hacia lo
que Arendt se encam inaba en su proyecto
sobre el marxismo. Esto no significa, sin embargo, que su modo de aproximación a esta nueva tem ática
fuese menos heterodoxo de lo que lo había
sido en Los orígenes. Allí, al recha zar la causalidad como una categoría
de explicación histórica, y al
reemplazarla con la noción de los elementos «subterráneos» que cristalizan en una nueva forma de
gobierno, y al extraer sus imágenes de
fuentes literarias para ejemplificar esos elementos, Arendt desató la ira de los historiadores,
los sociólogos y los po- litólogos por
igual. Sin embargo, Arendt no tenía otra opción
que pensar al margen de las categorías tradicionales —ohne Gelander («sin barandilla»), como ella
solía decir— si quería
6. La «situación
presente» se refiere, por supuesto, a la Guerra Fría. Es interesan te advertir que exactamente trescientos años antes,
en 1651, otra obra maestra del
pensamiento político, polémica y nada convencional, el Leviatán de
Tilomas Hobbes, también fue
publicada en momentos de agitación política. (La propuesta de Arendt se halla entre sus documentos conservados en
la Biblioteca del Congreso.)
7. Dicho capítulo, «Ideología y terror: una
nueva forma de gobierno», fue escrito en 1953, y en cierto momento Arendt pensó usarlo en su libro sobre el
marxismo (véa se su carta a H. A.
Moe, de la Fundación Guggenheim,
fechada el 29 de enero de 1953, conservada en la
Biblioteca del Congreso). La edición de Los orígenes publicada en 2004 por Schocken Books, que es la más
completa y legible de todas las ediciones exis tentes, incluye los «Comentarios
conclusivos» originales de Arendt, así como el último capítulo. La cita que sigue puede
encontrarse en la página 460.
traer a la luz un mal que era inédito y que
no podría haberse co nocido dentro de la tradición; y no tenía otra opción más que ejercitar su facultad de imaginación si debía
revivir los elemen
tos ocultos que finalmente, y por sorpresa, se habían unido y ha bían precipitado una explosión que, si
no hubiese sido detenida,
habría implicado la destrucción de la pluralidad humana y del mundo humano. A pesar de toda su
novedad, el horror del dominio
totalitario no había «caído del cielo», tal y como ella afirma en más de una ocasión en la década de
1950.8
El tipo de
enfoque de Arendt iba a ser igualmente hetero doxo, aunque
distinto en un aspecto crucial: en el viaje que esta ba a punto de comenzar. Al volverse hacia el marxismo en
tanto que «trasfondo» de la ideología bolchevique, ciertamente
Arendt no pretendía afirmar
que aquél había sido la causa del bolche vismo. Sin embargo,
su noción de cristalización ya no era plau sible, pues de ninguna m anera podía concebirse el marxismo como una corriente «subterránea». En opinión de Arendt, no se puede encontrar en Marx ninguna justificación
de los crímenes que los dictadores
bolcheviques, esto es, Lenin y, especialmente, Stalin, cometieron en su nombre. Por el
contrario, era la posi ción peculiar de
Marx en la corriente dominante del pensamien to político occidental lo que
permitió a Arendt juzgar la tradi ción,
y lo hizo mediante la narración de las
historias relativas a aquellos que la
habían transm itido
y de aquellos que se habían mantenido firmes frente a ella o que lo habían
intentado. A ries go de repetirme, es imposible hacer hincapié en que el argu
mento de Arendt no consiste en afirm ar que el totalitarismo se sigue directamente de la tradición o a partir
de Marx, sino que, como ella dijo (en la
misma carta a H.A. Moe citada más arriba),
la tradición había «encontrado su final» en el pensamiento de Marx, como una serpiente que se enrosca sobre
sí misma y se devora a sí misma. La
ruptura por parte del marxismo de la
autoridad de la tradición constituía a lo sumo una condición
8. H. Arendt, Essays in Understanding, 1930-1954, J. Kohn (comp.), Nueva
York, Schocken Books, 2005, págs. 310 y 404 (trad. cast.: Ensayos de comprensión 1930- 1954, Madrid, Caparrós, 2005).
negativa del totalitarismo bolchevique. Lo
decisivo para Arendt es que ni
la tradición ni su autoridad podían ser restauradas en el mundo postotalitario.
Los
manuscritos que Arendt preparó para su trabajo sobre Marx son voluminosos, y aquí se
reproduce solamente una pe queña parte de los mismos, en versiones
corregidas y a veces yuxtapuestas. En
los cientos y
cientos de páginas con las
que contamos,
Arendt se orienta hacia Marx de m aneras distintas, enfatizando a veces, a pesar de su enorme y a
menudo no reco nocida influencia en las ciencias sociales, el carácter
no científi co de su pensamiento. En otras ocasiones enfatiza lo que ella de nomina ciertas «afirmaciones
apodícticas» que son constantes en toda
su obra y que, más que ningún
sistema, revelan su filo sofía política y explican por qué
abandonó la filosofía a favor de la
economía, la historia y la política. Otras veces Arendt enfatiza los malentendidos más comunes respecto de
Marx, sostenidos especialmente por los
críticos conservadores, y diferencia el
marxismo del propio papel de Marx en la política de su tiempo, así como el efecto que él tuvo en las clases
trabajadoras y los movimientos
proletarios en todo el mundo. Y en ocasiones con cibe su «canonización» en la
Unión Soviética como la encarna ción del filósofo-rey de Platón. Elaborar un
libro coherente a partir de dichos
acercamientos diferentes, cuando no incompa tibles, tal y como yo esperaba e
intenté hacer durante mucho tiempo,
terminó por parecerme cada vez más quimérico. Los manuscritos son incontables, y son pródigos
en las diversas cla ses de penetración intelectual que esperamos de Arendt;
sin em bargo, hasta donde yo sé, no se reúnen para formar un todo. Fue un gran alivio leer que Arendt, cuando estaba
a punto de darse por vencida, escribió a
Heidegger el 8 de mayo de 1954 acerca de
sus afanes con Marx y la tradición: «No puedo reducirlo a lo esencial sin que se convierta en algo
interminable».9
9. Letters, 1925-1975/Hannah Arendt and Martin Heidegger, U. Ludz (comp.),
trad. A. Shields,
Nueva York, Harcourt, 2004,
pág. 121 (trad. cast.: Correspondencia 1925- 1975 y otros documentos de los legados/Hannah Arendt, Martin
Heidegger, Barcelona, Herder, 2000).
Una afirmación un tanto extraña, pues,
normalmente, para Arendt el considerar
un tema desde una variedad de puntos
de vista es lo que hace de éste algo «concreto» y real. En
parte pue de ser que cuanto más conocía a
Marx menos le gustaba. A fi nales de 1950, cuando comenzó por prim era vez a pensar sobre su obra, escribió una carta a
Jaspers (quien nunca había tenido una
opinión elevada de Marx) en la que afirmaba que quería «restaurar
el honor de Marx ante tus ojos». Por aquel entonces Arendt describía a Marx como alguien «movido
por la pasión por la justicia». Dos años
y medio más ta
rde, en 1953,
cuando estaba bien adentrada en el
trabajo, Arendt escribió de nuevo a
Jaspers acerca de Marx, esta vez en los siguientes términos: «Cuanto
más leo a Marx, más me doy cuenta de que tenías ra zón. No está interesado en la libertad o en la justicia. (Y,
por añadidura,
resulta insoportable)».10 Marx había pasado
de ser alguien movido por la justicia a resultar/e insoportable.
En esa época Arendt estaba interesada
menos en Marx que en la tradi ción cuyo hilo él había cortado; ya no
pensaba llamar a su obra «Elementos
totalitarios en el marxismo», sino «Karl Marx y la tradición del pensamiento político occidental»,
el título de las conferencias que im
partió el mismo año en que escribió a Jas pers acerca su desilusión con Marx.
Junto con Kierkegaard y Nietzsche, Marx
se había rebelado contra los patrones tradicio nales de pensamiento, pero ni
aquéllos ni éste, en opinión de Arendt,
se habían liberado de dichos patrones. La liberación de la propia Arendt surgió a raíz de la
llegada del totalitarismo, que era algo
completamente distinto de cualquier cosa que
aquellos hubiesen podido imaginar o prever; y, aunque liberar se de la
tradición no constituye en sí mismo un nuevo modo de pensar la política, es este nuevo modo de
pensar lo que aquella liberación está
reclamando. Ésta me parece la razón funda mental de que dejase de trabajar en
dicho proyecto «sin fin» y se centrara,
entre otras cosas, en su «Introducción a la política».
10.
Hannah Arendt/Karl Jaspers Correspondence, 1926-1969, L. Kohlery H. Saner
(comps.), trads. R. y R. Kimber, Nueva
York, Harcourt Brace Jovanovich, 1992, págs.
160 y 216.
Por
descontado, debe señalarse que la reducción por parte de Marx de todas las actividades
hum anas a la necesidad del trabajo hizo que Arendt distinguiese en La
condición humana entre el mero trabajo y la fabricación en tanto que
actividad constructora de un mundo,
distinguiendo asimismo a ambas de la acción en tanto que capacidad hum ana para com
enzar algo nuevo. La combinación
marxista de trabajo y fabricación, que
conduce hasta su noción de construcción de la historia a partir de una
especie de esquema de reglas dialécticas
—lo cual signi ficaba para Arendt que se hacía a expensas de la acción
y la li bertad— tiene un lugar prominente en la misma obra. Una de las conferencias de 1953 apareció casi
palabra por palabra como «La tradición y
la era moderna», el prim er ensayo de En tre pasado y futuro (1961), y
Arendt reelaboró numerosas líneas
argumentativas formuladas en estos escritos posteriormente, en Sobre la revolución (1963) y en todas
sus otras obras publica das. Pero es también cierto que en su última obra
magna, la in completa La vida del espíritu* publicada postum am ente
en 1978 —su examen filosófico más
profundo sobre la compleji dad de la distinción entre pensamiento y acción, el
problema en el corazón de la tradición—,
Marx apenas hace aparición, y, si lo hace, es casi siempre desde una
perspectiva negativa.
En cualquier
caso, el editor y compilador de este volumen de cidió no intentar
reconstruir a partir de los manuscritos de
Arendt el libro sobre Marx que
hubiese resultado, bajo el título que sea, si ella lo hubiese completado.
En este caso, ello parecía una empresa fútil
por los motivos ya señalados; además,
no pue de conocerse su forma final, ni siquiera hipotéticamente, puesto
que Arendt siempre ejerció su libertad para alterar
cualesquiera esbozos, planes y escritos
preliminares de una obra en proceso
cuando se disponía a organizarlos para su publicación. Se tomó la decisión de obtener a partir de los
manuscritos inéditos aque llos materiales que encarnan las líneas de
pensamiento anterio res cronológica y sustantivamente a la «Introducción a la
políti ca», y dejar que las palabras de Arendt hablen por sí solas.
* Barcelona, Paidós, 2002.
La tarea del compilador se simplificó
considerablemente al tratar
con los materiales incluidos aquí bajo el encabezamiento «Introducción a la política». Estos escritos en alemán fueron publicados en Alemania en 1993, en una m eritoria edición al cuidado de Ursula Ludz," en quien me
he apoyado parcialmen te para lo que sigue. Los primeros fragmentos, sobre
los prejui cios políticos, los juicios previos y el juicio, datan de 1956 a 1957, mientras que los extractos posteriores
sobre el sentido de la política y la
cuestión de la guerra y de la destrucción nuclear son de 1958 a 1959. Aunque el proyecto
en sí mismo fue aban donado debido a una serie de razones contingentes
en 1960, Arendt aún empleó el nombre
para un curso que impartió en la
Universidad de Chicago en 1963. De mayor importancia es que antes de abandonarlo Arendt había terminado
por concebir «Introducción a la política»
como una obra política sistemática y
extensa, que como trabajo aislado no existe en ningún lugar dentro de su oeuvre. Proyectado
originalmente como un libro breve,
Arendt escribió en 1959 a Klaus Pieper, su editor alemán, contándole que podría llegar a ocupar dos volúmenes.
El pri m er volumen se convirtió finalmente en Sobre la revolución, m ientras que el segundo debía contener los
escritos «introduc torios» propiamente dichos. Sin embargo, tan sólo ocho
meses más tarde Arendt escribió a la
Fundación Rockefeller pidiendo apoyo
para una edición en inglés de la obra, la cual incorpora ría ahora aspectos
del proyecto sobre Marx. Ella contrastaba,
para el caso, su nuevo proyecto con La condición humana, que había sido publicado el año anterior. La
condición humana, afirmaba, «es en
realidad una especie de prolegómeno al libro
que ahora pretendo escribir», y añadía que el nuevo libro «con tinuará
donde el otro libro termina», y que «estará relacionado exclusivamente con la acción y el pensamiento».12
«En
prim er lugar», según afirm aba, ofrecería una explica ción crítica
de los «conceptos y marcos conceptuales tradicio
11. H. Arendt, Was ist Politik?, U. Ludz (comp.), Munich, Piper Verlag,
1993, págs. 9-133 (trad. cast.: ¿Qué es la política?,
Barcelona, Paidós, 1997).
12. Ibid., págs. 197-201.
nales del pensam iento
político», en los cuales incluía los «me dios y fines», la «autoridad», el «gobierno», el «poder», la «ley» y la «guerra». Como modelo de lo que
pretendía hacer, ofrecía su ensayo
«¿Qué es la autoridad?», publicado en fecha recien te, en el cual su argumento
no consiste m eram ente en afirm ar que
la autoridad política ha desaparecido del mundo moderno, sino también que es algo completamente
distinto de lo que por ella se entiende
en los denominados regímenes autoritarios,
que surgieron desde el momento en que la autoridad política desapareció, señalando así su pérdida.
«En segundo lugar», decía, examinaría «aquellas esferas del mundo y de la vida hum
ana que propiam ente llamamos políti cas». Al tom ar en consideración la acción y el espacio público,
estaría «interesada en los
diversos modos de pluralidad hum a na y las instituciones que les
corresponden». Arendt plantearía de
nuevo «la vieja cuestión de las formas de gobierno, sus prin cipios y sus
modos de acción». Finalmente, discutiría los «dos modos básicos» en que los seres hum anos
plurales pueden estar juntos, como «iguales
a partir de los cuales surge la ac ción», y «con uno mismo, a lo cual corresponde
la actividad del pensamiento». Así, el
libro concluiría con una considera ción acerca de «la relación entre actuar y
pensar, o entre políti ca y filosofía». Sin embargo, Arendt ya no lo concebía
como una obra en dos volúmenes; por el
contrario, sus dos partes de bían estar «tan estrecham ente conectadas entre sí
que el lector difícilmente se daría
cuenta de su doble propósito».
En su descripción final, «Introducción a la política» aparece como un proyecto inmenso que solamente
sería completado en La vida del espíritu
(o que no sería completado ni siquiera allí, puesto que Arendt murió antes de escribir
la últim a sección so bre el juicio). El proyecto rastrea toda la
trayectoria del pensa miento de Arendt posterior a Los orígenes: el
estudio de la tra dición de pensam iento político desde sus comienzos hasta
su fin, el estudio de lo que la política
era y es al m argen de dicha tradición y
el estudio de la relación, más que m eram ente la se paración, entre la vida
activa y la espiritual. Su trabajo para «Introducción
a la política» se interrum pió no sólo por su de
cisión de incluir varias de sus partes en los
«ejercicios de pen samiento político»
que componen Entre pasado y futuro, así
como en una buena parte de Sobre la revolución, sino
también por el ahogo que experimentó
al enfrentarse con la falta de
pensamiento que halló en el juicio
a Adolf Eichmann en Jeru- salén
en 1961. La abismal falta de sentido del no pensar la desa rrollaría en
su Eichmann en Jerusalén (1963) y en los escritos subsiguientes que están ahora recopilados en Responsabilidad
y juicio,* y ampliaría y
profundizaría sus deliberaciones sobre el
sentido de la pluralidad en las actividades mentales de pensa miento,
voluntad y juicio. Su compromiso apasionado con la política se halla implícito en su plan final
para «Introducción a la política», y los
lectores de La promesa de la política percibi rán esa pasión en la
explicación de Arendt de la tradición del
pensam iento político y de los conceptos y categorías con los cuales intenta aprehender la política, «estrechamente
relacio nados» con su explicación polifacética de la precariedad y la li
bertad de la acción humana.
Se dice a
menudo que Hannah Arendt es una pensadora «di fícil», pero si
ello es acertado no lo es porque su pensamiento
sea oscuro, sino más bien debido a la dificultad inherente
a lo que ella quiso comprender. Fue uno de esos raros individuos que experimentan la comprensión
como una pasión, que en estos es critos va en paralelo con su adhesión
apasionada a la política. Cuando era
poco más que una niña buscó la
comprensión en la filosofía,13pero
siendo ya una joven adulta, una judía desarrai gada de su Alemania
natal, sin Estado y sin derechos, sus ojos se
abrieron a la fragilidad de los asuntos humanos. Tal y como señala frecuentemente, y aquí de m anera enfática,
debido a que los asuntos hum anos
dejados a su suerte parecen descon trolarse, los filósofos desde Platón raram
ente los han tomado en serio. Esto no
significa que Arendt dejase en ningún mo m ento de leer filosofía, o no más de
lo que dejó de leer en
* Barcelona, Paidós, 2007,
13. Essays in Understanding,
1930-1954, op. cit., pág. 8.
absoluto, pero
lo que de entonces en adelante quiso com pren der —la relación que guardan los asuntos hum anos, en su fra gilidad,
con la libertad hum ana— debía descubrirlo por sí mis ma. No se trataba tan sólo de
la cuestión del reparto político
de los derechos en una sociedad libre, y no era en absoluto
un asunto relativo al establecimiento de
las condiciones políticas
de la libertad tal y como los filósofos la habían definido de di versas m aneras. Uno de los
asuntos dif
íciles que ella llegó a
comprender era que los grandes pensadores a los cuales había acudido una y otra vez en busca de inspiración,
desde Platón y Aristóteles hasta
Nietzsche y Heidegger, nunca habían visto
que la prom esa de la libertad hum ana, con independencia de que se ofrezca sincera o hipócritamente
como fin de la polí tica, es realizada por seres humanos plurales sólo
cuando ac túan políticamente. Incluso Kant, a quien Arendt reconoció como la fuente de gran parte de su propia
comprensión de la pluralidad hum ana, no
vio o, cuando menos, no formuló la
ecuación política de dicha pluralidad con la libertad.
Un modo
similar, aunque más sutil, de no ver lo que está en juego en la «dificultad» del pensam iento de Arendt reside, se gún creo, en atribuir dicha dificultad a la complejidad de su mente.
Esto es más que correcto —sus líneas
de pensam iento se desplazan constantem ente según las perspectivas desde las cuales tom a en consideración lo que quiera que esté pensan do—, y
muy a menudo su consecuencia ha sido que el sentido «general» de Arendt, que ella nunca
pretendió explicar en de talle, se pierde. Se requiere una perseverancia
perspicaz para discernir y sondear las líneas
de pensam iento dentro de cada uno de
sus temas de estudio, con objeto de llegar a una teoría política coherente,14 y, además de ese
esfuerzo, la tan cacarea da «controversia» en torno a Arendt tiende a ocupar
el prim er lugar. La afirmación de que
Arendt tenía una teoría de la polí tica, distinta pero comparable a otras teorías
políticas, se basa en ciertas
presuposiciones: en prim er lugar, que existe un sen
14. Margaret Canovan consiguió hacerlo en
Hannah Arendt: A Reinterpretation o f Her Political Thought, Cambridge,
Cambridge University Press, 1992.
tido «general» correlativo a la riqueza de
significados, a la plu ralidad de sentidos, que se
halla en su obra; en segundo lugar, que la
«dificultad» para com prender a Arendt puede ser supe rada, incluso aunque ella estuviese inclinada a dejar intactas
las dificultades de aquello que comprendió; y en tercer lugar, que Arendt estaba interesada
primordialmente en encontrar un sentido al espacio político más para ella misma que para trans mitírselo a los demás. No es éste el lugar
para contender con dichas
presuposiciones punto por punto, excepto para decir que, para hacerlo, se debería com enzar por considerar el
re chazo por parte de Arendt de la teoría según la cual la
verdad descubierta racionalm ente se corresponde con la realidad fe
noménica. Lo que ella denomina como la adequatio intellectus et rei —que la verdad es
realidad, que el concepto de una cosa es
la cosa, que la esencia y la existencia son lo mismo— había sido, en su opinión, refutado por la revelación
de Kant de «la antinom ia inherente a la
estructura de la razón [...] y por su análisis
de las proposiciones sintéticas». Para Arendt, Kant ha bía inutilizado la búsqueda
por parte de la mente de la verdad metafísica
«más allá» de los significados particulares de las apariencias o, como ella lo expresa, «la
unidad del pensamien to y el Ser». Además, Arendt había visto tanto la
consistencia de la verdad como la teoría
de la correspondencia políticamen te pervertidas en el intento totalitario por
fabricar la realidad y su verdad al
precio de la pluralidad hum ana.'5 En esto, Marx no era del todo inocente.
Lo que resulta
crucial para Arendt es que el sentido específi co de un suceso que tuvo lugar
en el pasado permanece poten cialmente vivo en la imaginación
reproductiva. Cuando ese sen tido, por mucho que pueda ofender nuestro sentido
moral, es reproducido en una narración y
experimentado subsidiariamen te, recupera la profundidad del mundo. Compartir
experiencias indirectas de este modo
puede ser la manera más eficaz de re-
15. Essays in Understanding 1930-1954, op. cit., págs. 168 y 354. Véase «The
Con- quest of Space and the Stature of Man», en
H. Arendt, Between Past and Future, Nueva
York, Viking Press, 1968,
págs. 270-277 (trad. cast.: Entre pasado y futuro: ocho ejerci
cios de reflexión política, Barcelona, Península, 1996, págs. 279-293).
concillarse
con la presencia del pasado en el mundo y de preve nir
nuestro
extrañamiento con respecto a la realidad histórica. Que Arendt pretendía
que sus historias sobre el pasado fuesen
escuchadas por
otros se me hizo evidente en su seminario sobre
«Las experiencias políticas en el siglo XX». Aunque impartido en 1968, casi una década después de los últimos
escritos recogidos en este volumen,
su énfasis sobre las experiencias en plural sitúa al seminario en línea con
sus primeros escritos. Las primeras
palabras que dirigió a sus
estudiantes fueron «Ninguna teoría; olviden todas las teorías». Con ello no pretendía,
según añadió inmediatamente, que «dejásemos
de pensar», pues «pensamien to y
teoría no son lo mismo». Nos dijo que pensar sobre un su ceso es
recordarlo, que «de otro modo se olvida», y que dicho olvido pone en peligro la significatividad de
nuestro m undo.16 Ella quería que recordásemos algunos de los sucesos
políticos más importantes —guerras, revoluciones
y los desastres que las acompañaron— del
siglo xx en su orden cronológico. Los estu diantes de Arendt experimentaban
indirectamente estos sucesos políticos
—desde el estallido de la Primera Guerra Mundial, pa sando por las
revoluciones rusa y china, la Segunda Guerra
Mundial, la existencia de campos de exterminio y de trabajo en condiciones de esclavitud, hasta la destrucción
atómica de dos ciudades japonesas— como
acciones y sufrimientos humanos (a veces
escasamente humanos) que interrum pieron procesos en m archa e iniciaron nuevos procesos, los
cuales fueron a su vez interrumpidos por
nuevas acciones y nuevos sufrimientos y los
procesos que éstos originaron.
El cuerpo del
seminario estaba formado por las historias que
Arendt narraba acerca de estos
sucesos con sus propias pala bras y con
la ayuda, como en las páginas de
este volumen, de poetas e historiadores.
Estas historias im portan, afirmaba, no
porque sean verdaderas, sino porque en ellas las rápidas y radi
calmente cambiantes apariencias del siglo xx no se explican sin más como una concatenación de sucesos que
conducen hacia
16. Estoy siguiendo el resumen de Arendt de
este seminario, que se encuentra en la Biblioteca del Congreso, así
como mis propias anotaciones.
«Dios sabe dónde».
Ella nos convenció de que nuestra predilec
ción por considerar el espacio de la política
a través de ideolo gías
—izquierda, derecha o centro— como sustitutos de los principios inspiradores de la
acción, es un medio para abolir
nuestra propia espontaneidad, sin la cual ningún tipo de
acción resulta comprensible, del mismo
modo que la ingenuidad hu mana, al
aplicar el conocimiento científico «puro» a la tecnolo gía, posee ya
los medios para destruir el mundo entero. Dichos procesos mentales van de la mano de la
destructividad de las ac ciones y procesos cuyas historias habíamos estado
escuchando y, según afirmaba, podían
estar más firmemente afianzados hoy de lo
que nunca lo habían estado antes. Por supuesto, Arendt entendía eso, pero también quería que lo
entendiésemos noso tros. Sus historias eran dolorosas, y no se andaba con m
ira mientos al contarlas, ni perm itía que lo hiciésemos nosotros tampoco en nuestras reacciones. No se perm itían
excusas o ra cionalizaciones de ningún tipo para lo que había ocurrido, aunque, curiosamente, el dolor que sus
historias infringía fue suplantado
gradualm ente por un sentido emergente de la sig nificación, a menudo
terrible, de los sucesos mismos.
Mi trabajo en La
promesa de la política me trajo a la memo ria el
seminario de Arendt, pero recordarlo ahora, tras el co lapso del
comunismo en la
Unión
Soviética y la continua diso lución de su imperio desde 1989,
lo cual ciertam ente no ha dado paso
a nada parecido a un «fin de la historia»
de ecos he- gelianos, me hizo darme cuenta de que estos escritos requieren incluso mayor atención hoy que cuando
fueron redactados o que en 1968.
Hablando políticam ente, la Guerra Fría dominó
las décadas de 1950 y 1960, pero nuestra actual «guerra contra el terror» no es en absoluto fría. Aunque
ciertam ente no sea posible contar la
historia completa de lo que está ocurriendo
m ientras está ocurriendo, los lectores del presente volumen tienen la posibilidad de com prender un modo
preciso por el cual perm anecer m
entalmente en el mundo de los hombres y
de las mujeres plurales, con su multiplicidad de sentidos o sus verdades estrictam ente relativas, es al
menos tan im portante como, y quizá
también más urgente, que reexperim entar los
significados de sucesos pasados. Las historias son objetos del pensamiento, y aunque pensemos en la dimensión tem poral del pasado («todo pensam iento es un
pensam iento poste rior»),17 juzgam os en el presente. Como Arendt
afirm a en este libro: «La habilidad
para ver la misma cosa desde diversos
puntos de vista está en el mundo humano; es simplemente el intercam bio del punto de vista que nos ha
dado la naturaleza por el de algún otro
con quien compartimos el mismo mundo,
que redunda en una verdadera libertad de movimientos en nuestro mundo mental que es paralela a
nuestra libertad de movimientos en el
mundo físico».
En otras
palabras, la «verdadera libertad» del juicio, así como la de la acción, no se realiza
en la experiencia indirecta, y en ese
sentido es el juicio más que el pensam iento la facultad mental por excelencia. El juicio caracteriza las historias que Arendt cuenta sobre lo que es la política,
del mismo modo que su opuesto, el
gobierno sobrehumano de la verdad necesaria
sobre la mente, y el gobierno de la mente sobre el cuerpo, ca racteriza las historias que cuenta sobre
lo que la política no es. Dichas
historias tratan sobre el pasado, a veces el pasado re moto, el cual es
efectivamente recordado y pensado. Por un
lado, la reflexión sobre el pasado de Arendt sirve para preparar su propia facultad de juzgar, y, por el otro,
Arendt afirm a bas tante explícitamente que el pensamiento no siempre requirió del juicio para afectar al mundo. Que ahora
lo haga constituye en sí mismo un juicio
de nuestro mundo, y uno de tantas con secuencias que ella nos consideraría
unos tem erarios si lo pa sáramos por alto sin subrayarlo.
La promesa de la
política invita a los lectores a seguir a Arendt y a sus acom pañantes
favoritos en un viaje que se ex tiende a lo largo de numerosas tierras y
siglos. Durante el viaje, los lectores
quizá encontrarán juicios con los que no estén de
17.
H. Arendt, The Life o f the Mind, vol. I,
Thinking, Nueva York, Harcourt Brace Jovanovich, 1978, pág. 87 (trad.
cast.: La vida del espíritu, Barcelona, Paidós, 2002,
pág. 109).
acuerdo, pero
ciertam ente descubrirán muchas cosas que ata ñen a su propio
tiempo y lugar. El viaje comienza en
la antigua Atenas, en el diálogo
pensante de Arendt con Sócrates y Pla tón. Sócrates aparece como
un hom bre de carne y hueso que
se deleita con las muchas opiniones o verdades relativas
y las perspectivas individuales mediante
las cuales la polis atenien se se
abría a la pluralidad de sus ciudadanos. Mediante la deci sión de no expresar
su propia opinión, lo cual distingue a Só crates de los demás, su
pensam iento representa la humanidad de
todos los otros. La acción, para Sócrates, no viene ordenada desde fuera; la ley de no contradicción, que
experimentaba en su interior y cuyo
descubrimiento le es atribuido, es lo que rige su pensam iento y, en la forma de «mala
conciencia», gobierna también sus
acciones. Nadie antes de Arendt, según creo, ha
insistido con tanta firmeza en esa ecuación entre pensar y ac tuar en Sócrates.
Lo que ella quiere decir es que en el pensa miento de Sócrates, esto es, en su
vivir en arm onía consigo mismo, el daño
infringido a otra persona sería equivalente a
un daño infringido contra uno mismo. Sócrates ejerce su in fluencia en
el mundo hum ano sin hacer nada, lo cual constitu ye un pensamiento político-moral
de alto rango, y que reverbe ra en el siglo xx a través del corpus de la obra
de Arendt.
Pero eso no
iba a durar en Atenas. Cuando Sócrates se mues tra incapaz de persuadir a sus no muy reflexivos jueces
acerca de su convicción
de que pensar es bueno para ellos en tanto
que ciudadanos, él dem uestra
la validez de dicha convicción
prefiriendo m orir por el
la antes que alterarla. Ésta era su ver dad.
Arendt cree que la inauguración por parte de Platón de la tradición de pensamiento político fue debida a la tragedia polí-
tico-moral de la condena jurídica de Sócrates por sus conciu dadanos. Por supuesto, Platón no dio comienzo
a una tradi ción intencionadamente, pero eso fue justam ente lo que la fuerza extraordinaria de su pensamiento
provocó cuando cons truyó una «ideocracia», esto es, el gobierno de la
idea del bien, en el cual la persuasión
ya no se hacía necesaria. La verdad
trascendente de dicha idea, contemplada por el filósofo no tan to en
soledad como en un mudo asombro, suplantó a la m ulti
tud de verdades
relativas que Sócrates quiso incansablem ente
sacar a la luz interrogando a sus conciudadanos. Al final, los ciudadanos decidieron, por un margen notablemente pequeño, que responder a las preguntas inacabables
de Sócrates in terrum pía e im pedía su búsqueda de riqueza e influencia, así como de otros intereses materiales. Sin duda, Platón vio que tenían razón, pero comprendió agudam ente —y se opuso ve
hementemente a ello— que dichos intereses cerraban el paso a un ideal ético más convincente. Lo importante
para la tradición es que Platón
introdujo el concepto de mando en el espacio po lítico, a pesar de que dicho
concepto tuviese su origen en el go bierno completamente apolítico sobre los
esclavos del hogar. M andar sobre los
esclavos permitía al señor abandonar su vida
privada; liberado de tener que ocuparse de las necesidades de la vida, podía entrar en el espacio público, el ágora,
donde se de senvolvía entre iguales y hablaba libremente con ellos.
La complejidad de esta historia, como en todas
las historias de Arendt,
radica en su manera de contarla. Pero incluso cuan do se la representa en toda su riqueza, los lectores podrán
pre guntarse qué fue lo que hizo Sócrates, adem ás de pensar y ha cer preguntas, y
qué impulsó a los demás a hacer,
aparte de a acatar veredictos injustos.
Arendt podr
ía replicar que su
histo ria trata sobre lo que el pensamiento de Sócrates previno a éste de hacer, y que su actividad interrogadora,
al buscar verdades relativas en las opiniones de sus
interlocutores, hizo más fruc tíferos el espacio público y la actividad política
que tiene lugar en su interior. Arendt
encuentra la respuesta a la pregunta de
qué es lo que inspira la acción política siglos después, en la re visión
de la tradición realizada por M ontesquieu, en la cual éste hace derivar los principios de la acción
en repúblicas y m onarquías a partir de
la igualdad y la distinción, los dos as pectos esenciales de la pluralidad hum
ana. En palabras de Arendt, justo antes
de la sección sobre M ontesquieu incluida
en este volumen:
Del
mismo modo que no existe un ser hum ano como tal, sino solamente hombres y mujeres que son
lo mismo en su absoluta
distinción,
esto es, humanos, así esta igualdad humana compar tida es la igualdad que, a su vez, se manifiesta solamente en la absoluta distinción de un
igual respecto a otro... Si, por tanto,
la acción y el discurso son las dos
actividades políticas más so bresalientes, la distinción y la igualdad
son los dos elementos constitutivos de
los cuerpos políticos.
En este fragmento
se hace explícita la relevancia política de
la pluralidad humana, y se señala algo más acerca de la filosó
fica «tiranía de la verdad» propuesta por Platón. Este, según nos dice Arendt, al sufrir la recepción
de la verdad pasivamen te —literalmente como una pasión— destruye la
pluralidad que Sócrates experimentaba
dentro de sí mismo cuando pen saba y en los otros cuando dejaba de pensar para
conversar con ellos.18 Platón afirma
frecuentemente que la verdad es ine fable, y si no puede expresarse en
palabras entonces su expe riencia de una única verdad difiere fundam
entalmente de la búsqueda socrática de
las muchas verdades. En este punto, los
lectores podrían preguntarse si todo lo que sabemos de Sócra tes acaso
no procede de Platón, si Sócrates no es, en efecto, nada más que una creación de Platón. Creo que
Arendt estaría de acuerdo en que lo que
a ella le interesa de Sócrates es lo que
Platón dice acerca de él. El transplante platónico del mando desde el ámbito privado al público no es
decisivo solamente para fundar la
tradición de pensamiento político, sino que ade más constituye el intento de
Platón por reparar la injusticia de la
muerte de Sócrates.
Arendt hace una distinción entre la tradición de pensamien to político y la historia. La tradición degrada la
acción política a la categoría
de medios y fines, viendo la acción como el me dio necesario para alcanzar un fin en sí mismo más
elevado. Aunque desempeñen un
papel pequeño, o ninguno en absolu to, dentro de la tradición, Arendt ofrece
ejemplos de poetas e historiadores
antiguos, a los cuales ella concibe como jueces
18. Resulta casi imposible no sospechar que
Arendt percibió una destrucción si milar
de la pluralidad interna en un filósofo mucho
más cercano a ella en el tiempo
que Platón: Martin Heidegger.
en su propio
sentido del término, que hablan de la «gloria» y la «grandeza» de los hechos
humanos, apuntando con ello a la li bertad de la acción
respecto de la necesidad. Jesús y Agustín,
Kant y Nietzsche: también
ellos apuntan aspectos de la libertad de
la acción, todos los cuales fueron olvidados por la tradición, si bien perm anecen vivos en nuestra historia
«espiritual», y Cicerón intenta en vano
restaurar la acción política frente a su
degradación en la tradición. Arendt ve el colapso de la larga y poderosa tradición de pensamiento político
cuando Marx, por así decirlo, engulló
sus comienzos m ediante la idea de que el
mando, en el cual él incluía los gobiernos y las leyes, se deriva de y establece la desigualdad humana. No habrá
división entre los que m andan y los que
obedecen en la sociedad sin clases que
está por llegar, pero tampoco habrá división entre el espa cio público y el
privado, y no habrá nada parecido a lo que
Arendt sugiere cuando habla de libertad política.
Marx puso fin a la
tradición, pero no se apartó de ella: los
criter
ios derivados de
la filosofía resultan inútiles para el pro greso de la hum anidad;
en su lugar, todos los hom bres se ha rán filósofos cuando la
lógica de su propio desarrollo «atrape a las
masas» y les perm ita realizar el fin
preestablecido de su ac ción. Los lectores podrían preguntarse ahora en
qué consiste el pensam iento no
tradicional, y encontrarán la respuesta de
Arendt al final de este volumen, en su triple distinción de las categorías mediante las cuales puede
entenderse la acción po lítica. Su sentido dura sólo m ientras dura la
acción, aunque pueda ser reproducido por
poetas y, en ocasiones, por jueces; su fin
sólo puede conocerse cuando la acción ha concluido; y sus objetivos orientan nuestras
acciones y establecen los crite rios según los cuales pueden ser juzgadas. A
esto ella añade los principios de M
ontesquieu que ponen en m archa a las accio nes. El análisis de Arendt debe
ser leído por sí mismo, pero po dría decirse aquí que si conociésemos los
fines de nuestras ac ciones por adelantado, dichos fines no sólo justificarían,
sino que tam bién «santificarían»
cualquier medio para alcanzarlos. Los
objetivos y los principios de la acción, así como la acción misma, no tendrían entonces ningún sentido, y
la historia sería
un proceso tan necesario y racional como creen los filósofos de la historia, incluyendo a Hegel y a
Marx. La espontaneidad hu mana, hablando en términos políticos, implica que no
conoce mos los fines de nuestras acciones cuando actuamos, y si los conociésemos no seríamos libres. Cuando se
confunden estas categorías, sobre todo
hoy en día, la política deja de tener sen tido.
Para muchos de nosotros, nuestra conciencia,
cuando no nuestra experiencia
inmediata, de la fuerza bruta y coercitiva
crea la sensación de que la
política actúa en el mundo propul
sada por medios violentos, y que, a
pesar de toda la cháchara sobre la paz y la libertad, la política se ha
convertido en algo no muy
distinto a un proceso autom ático fuera de control que echa a
perder todo lo que apreciamos. Los
científicos han fu sionado el hidrógeno
con el helio, trayendo a la tierra
un pro ceso cósmico que antes sólo
tenía lugar en estrellas lejanas. Los
tecnólogos han transform ado ese proceso en arm as capa ces de
aniquilar no sólo a nosotros mismos, sino también a nuestro mundo. Sabemos que la perspectiva de
una guerra ter m onuclear amenaza la inm ortalidad potencial del mundo como nunca había ocurrido con anterioridad.
Ahora, más que nunca, se hace preciso el
juicio político, y es en este contexto
que Arendt juzga la posible destrucción de nuestro mundo re trotrayéndose
a la guerra de Troya, una guerra que no es la
«continuación de la política por otros medios» (según la fór mula de
Clausewitz), sino una guerra de aniquilación. Este pa saje es, en mi opinión,
uno de los más memorables de todos los
escritos de Arendt, y en ningún otro lugar se ejemplifica de m anera más elocuente lo que ella entendía
por juicio político. A través de los
ojos de Homero y de Virgilio, y a través de
su propio juicio, que salta de uno a otro, la guerra de Troya deviene real en su «inmensa multiplicidad»,
no sólo observada sino tam bién «representada»
desde todos los puntos de vista. Tanto
los griegos como los romanos comprendieron que una guerra de aniquilación no tiene lugar en la
política —a pesar, o quizá debido
precisamente a ello, de que los griegos habían lie-
vado a cabo la guerra de Troya y que los ancestros de los ro manos la habían sufrido— e inventaron dos formas de vida po lítica que el mundo
nunca había visto antes, la polis y la repú
blica, y dos conceptos d
e ley. En ambos casos,
lo que está fuera de la ley, entendida ésta bien
como límite bien como organiza ción de alianzas, es un desierto. En ambos
casos la violencia destruye lo que la
ley hace posible, el mundo contenido dentro
de la polis y el mundo en sentido amplio que por prim era vez surgió entre pueblos antes enfrentados y
ahora incorporados a la república.
Dichos mundos son fuertes y difíciles de destruir, pero una vez destruidos desencadenan «procesos
de destruc ción» que son cualquier cosa menos imparables. El juicio de Arendt sobre la guerra de Troya en la Antigüedad
no es un jui cio sobre el pasado, sino sobre nuestra propia época y situa ción,
y sobre aquello que nosotros denominamos nuestra polí tica nacional e
internacional.
Para Arendt, toda fuerza destructiva, incluso cuando es ine vitable,
es en
sí misma antipolítica, no sólo destruye
nuestras vidas sino también
el mundo que hay entre ellas y que las hace
humanas. Un mundo humano y
hum anizador no es un produc to m anufacturado, y ninguna
parte del mismo que haya sido destruida
puede ser reemplaz
ada. Para Arendt, el mundo no es ni un producto natural ni la creación de
Dios; el mundo sólo puede aparecer por
medio de la política, que en su sentido más
amplio ella entiende como el conjunto de condiciones bajo las cuales los hombres y las mujeres en su
pluralidad, en su abso luta distinción los unos respecto de los otros, viven
juntos y se aproximan entre ellos para
hablar con una libertad que sola mente ellos mismos pueden otorgar y
garantizarse m utuam en te. En palabras de Arendt:
Solamente en la libertad de nuestro hablar los unos con los otros emerge el mundo, como eso
sobre lo cual hablamos, en su objetividad
y visibilidad desde todos los ángulos. Vivir en un m undo real y hablar los unos con los otros
sobre él son básica mente una y la misma cosa. [...] La libertad para
independizar se y em prender algo nuevo y nunca visto, o [...] la libertad
para
interactuar por medio del discurso con otros muchos y experi mentar la diversidad
en la que siempre consiste el mundo en su
totalidad: éste era, y ciertam
ente ya no es, el propósito final de la
política [...] algo que puede alcanzarse por medios políticos. Es más bien la sustancia y el significado de
todo lo político. En este sentido, la
política y la libertad son idénticas.
En el epílogo a este volumen, Arendt habla
sobre un mun- do-desierto m etafórico, con oasis vivificantes de
filosofía y de arte, de amor
y de amistad. Dichos oasis están en peligro de
ser arruinados por aquellos que tratan de adaptarse a las
con diciones de la vida en el desierto, así como por aquellos que in
tentan escapar del desierto refugiándose
en los oasis. En am bos casos el mundo-desierto invade y devasta los
oasis de la vida privada. El desierto
es una m etáfora que no debería to marse literalmente como un erial o una tierra baldía, augurada como el producto final d
e la expansión industrial sin freno que
agota los recursos naturales de la
tierra, poluciona sus océa nos,
eleva la tem peratura de su atm ósfera
y destruye su capa cidad para albergar vida. El desierto
es
una metáfora de nues tra creciente enajenación del mundo, entendiendo Arendt
por ello nuestra «doble huida de la
tierra hacia el universo y del mundo
hacia el yo».19 Ella no está pensando, como hace en el resto de estas páginas, en una catástrofe
tras la cual sólo que darían los «vestigios» de una civilización destruida.
Esto po dría ocurrir rápidamente, como el resultado de una guerra ter m
onuclear o de un nuevo movimiento totalitario que surgiese de las condiciones del desierto, las cuales
son, en efecto, las más apropiadas para
ello. El desierto es una metáfora para
algo que ya existe, y en la necesidad constante de renovación, de ser «empezado de nuevo» que le pertenece
al mundo, siem pre existe. Lejos de ser causado por la vida política pública,
el desierto es el resultado de su
ausencia.
La metáfora
de Arendt del desierto fue elegida como epílogo
para esta obra porque el mal que destruye el mundo —la re
19. La condición humana, op. cit., pág. 18.
ducción de
los seres humanos plurales a un solo hombre
masa—,
que apareció
con el bolchevismo y el nazismo y que,
para Arendt,
nunca ha abandonado el m undo desde entonces, constituye el trasfondo frente al cual ella escribe. Aunque el desierto no es ese mal, hoy en día, en la m edida en que nos hemos ido enajenando crecientemente del
mundo público, es tam os bien situados para caer en el mal como quien cae en el
infierno, en un espacio vacío
indeterminado donde nada, ni si quiera el desierto, nos rodea,
y donde no hay nada que nos señale en nuestra individualidad, bien sea
para relacionarnos o para separarnos. Éste es nuestro
aprieto, en el cual tan sólo las raíces
que libremente seamos capaces de encontrar, en el su puesto de que tengamos el
coraje para aguantar las condicio nes del desierto, pueden dar lugar a un
nuevo comienzo. Por analogía con el modo
en que los árboles recuperan en el m un do natural la tierra árida, hundiendo
sus raíces en las profun didades de la tierra, los nuevos comienzos pueden
todavía transform ar el desierto en un
mundo humano. Las posibilida des en contra de que esto suceda son
apabullantes, pero, con todo, el «milagro»
de la acción está ontológicamente enraizado en la hum anidad, no en tanto que especie única
sino como una pluralidad de comienzos únicos.
La promesa inherente a la plu ralidad hum ana proporciona la que, tal vez, sea
la única res puesta a la escalofriante pregunta de Arendt: «¿Por qué
existe alguien y no más bien nadie?».
Hombres y
mujeres políticamente reunidos en busca de un
objetiv
o común generan
poder, el cual, al contrario que la fuer za, surge de las profundidades del
espacio público y lo sostie ne, como dice Arendt, mientras permanezcan unidos
en el dis curso y la acción. En los momentos en que las instituciones de gobierno y las estructuras jurídicas han
envejecido y se han erosionado, rem em
orar las raras ocasiones en que los seres hu manos plurales han llevado a cabo
y han completado acciones políticas, y
volver a contar esas ocasiones en forma de histo rias, no tiene por qué
rejuvenecer las instituciones o restaurar
la autoridad de las leyes; con todo, las historias de Arendt pue den
inculcar el suficiente am or por el m undo (amor mundi)
como para
persuadirnos de que vale la pena aprovechar la po sibilidad de conjurar la ruina de nuestro mundo. Sus historias no definen la acción política en térm
inos teóricos, lo cual re sulta autolimitadora, pero podrían aum entar la conciencia
po lítica de aquellos que estén
atentos a ellas, y hacer de ellos, por
así decirlo, mejores ciudadanos; al igual que Sócrates,
quien tras dos milenios
y medio todavía hace a aquellos que le pres tan atención más reverentes y hum anam ente más receptivos
al mundo tal y como se despliega ante
ellos, sin definir teórica mente la reverencia.20 Mi esperanza es que este
volumen de los escritos de Arendt perm
ita que sus lectores la tomen tan en se rio como ella lo hace con ellos, pues
en último término su ne cesidad de comprender por sí misma no puede ser
escindida de nuestra necesidad de pensar
y de juzgar por nosotros mis mos. Sus alumnos pueden testificar que Hannah
Arendt acogía favorablemente la
disparidad con sus propios juicios, siempre
que fuesen fruto de la reflexión, como señal de un acuerdo más general en renovar la promesa que late en el
corazón de la vida política.
Je r o m e K o h n
20. Nadie ha percibido las inacabables ironías
de Platón en los diálogos socráticos con mayor agudeza que Arendt, y en
ningún lugar con mayor claridad que en el Euti- frón. Con la ironía en mente quizás se me
pueda excusar por concebir xó óaiou (to ho-
sion) como «reverencia» y «receptividad» más que como «piedad»,
aunque sólo sea porque las discusiones
de Sócrates que involucran a los dioses —si algo es piadoso por
que los dioses lo aman, o si los dioses lo aman porque es piadoso, así
como la cuestión
de qué deben los hombres piadosos a los dioses— son todas aporéticas.
LA PROMESA DE LA POLÍTICA
En el momento de la acción, de modo bastante molesto,
resul ta que, en prim
er
lugar, lo «absoluto», aquello que
está «por en cima de» los sentidos —lo verdadero, lo bueno, lo
bello— no es aprehensible, pues nadie sabe
concretamente qué es. Sin duda, todo el mundo tiene un concepto de ello,
pero cada cual se lo re presenta en
concreto como algo completamente
distinto. En tan to que la acción
depende de la pluralidad de los hombres, la pri mera catástrofe de la filosofía occidental,
que en sus pensadores postreros desea en último término hacerse
con el control de la ac ción, es la
exigencia de una unidad que por principio resulta im posible salvo
bajo una tiranía. En segundo lugar, que para servir a los fines de la acción cualquier cosa
puede hacer las veces de absoluto,
por ejemplo, la raza, la sociedad sin clases, etc. Cual quier cosa es
igualmente oportuna, «todo vale». La realidad pa rece oponer a la acción tan
poca resistencia como lo haría la más
extravagante teoría que pudiese ocurrírsele a algún charlatán. Cualquier cosa es posible. En tercer
lugar, que al aplicar lo ab soluto —por ejemplo, la justicia, o lo «ideal»
en general (como ocurre en
Nietzsche)— a un fin, se hacen posibles ante todo ac ciones
injustas y bestiales, porque el «ideal», la justicia misma, ya no existe como criterio, sino que ha
devenido un fin alcanza- ble y
producible en el mundo. En otras palabras, la consumación de la filosofía extingue la filosofía, la
realización de lo «absoluto» efectivamente
elimina lo absoluto del mundo. Y así, finalmente, la aparente realización del hombre simplemente
elimina a los hombres.
De Diario
filosófico, septiembre
de 1951
SÓCRATES
I
Lo que dice
Hegel acerca de la filosofía en general, que «la lechuza de Minerva levanta su vuelo
solamente al caer el cre púsculo»,' es válido solamente para una
filosofía de la historia, es decir,
es verdadero con respecto a la historia y se correspon de con el punto de vista de los historiadores. Por supuesto, He gel se animó a adoptar este punto de vista porque pensó que la
filosofía realm ente había comenzado en Grecia tan sólo con Platón y
Aristóteles, quienes escribieron cuando la polis y la gloria de la historia griega tocaban a
su fin. Hoy sabemos que Platón y Aristóteles
fueron más bien el comienzo que la culmi nación del pensamiento filosófico
griego, el cual había em prendido su andadura cuando Grecia hubo alcanzado o
casi al canzado su clímax. Sin embargo, sigue siendo cierto que tanto Platón como Aristóteles se convirtieron en el
comienzo de la tradición filosófica
occidental, y que este comienzo, en con traste con el comienzo del pensam
iento filosófico griego, tuvo lugar
cuando la vida política griega estaba efectivamente acer cándose a su fin. En
toda la tradición de pensamiento filosófi co, y, particularm ente, de pensam
iento político, no ha habido quizá un
solo factor de una im portancia y con una influencia
1. Vale la
pena citar al completo la frase del prefacio de Hegel a su Filosofía del De recho,
en la cual aparece esta famosa imagen: Wenn die Philosophie ihr Grau in Grau malí, dann ist eine Gestalt des Lebens alt geworden, und mit Grau in Grau lüsst sie
sich nicht
verjüngen, sondern nur erkennen; die Eule der Minerva beginnt erst
mit der einbre- chenden Ddmmerung ihren
Flug («Cuando la filosofía pinta de gris sus tonos grises, entonces adquiere la forma de una vida
envejecida. El gris sobre gris de la filosofía no puede ser rejuvenecido, sino solamente
comprendido. La lechuza de Minerva levanta
su vuelo solamente al caer el crepúsculo»). (N. del e.)
tan abrum adora
sobre todo lo que iba a venir después como el
hecho de que Platón y Aristóteles escribieran en el siglo iv, bajo el impacto de una sociedad políticamente
decadente.
De este modo,
el problema que surgió es el de cómo el hom bre, teniendo que vivir en una polis, puede vivir al margen
de la política; este
problema, que guarda a veces un extraño pare cido con nuestra propia
época,
se transform ó muy rápidam en te en la cuestión de cómo es posible vivir sin pertenecer a for ma alguna
de gobierno, esto es, bajo las condiciones de la ausencia de gobierno o, como diríam os hoy,
sin Estado. Más grave incluso fue el
abismo que inm ediatam ente se abrió entre
el pensam iento y la acción, y que no ha sido cerrado desde en tonces.
Toda actividad pensante que no sea m eram ente el cálculo de los medios para obtener un fin
buscado o deseado, sino que se preocupe
por el sentido en su acepción más gene ral, desempeña el papel de un «pensamiento
tardío», esto es, posterior a la acción
que hubiese decidido y determ inado la
realidad. La acción, por su lado, es relegada al terreno sin sen tido
de lo accidental y lo aleatorio.
II
El abismo entre
filosofía y política se abrió históricam ente
con el juicio y la condena de Sócrates, que en la historia
del pensam iento político representa el mismo papel de punto
de inflexión que el juicio y la condena de Jesús en la historia de la religión.
Nuestra tradición de pensam iento político comenzó cuando la m uerte de Sócrates hizo que Platón perdiera
la fe en la vida dentro de la polis y,
al mismo tiempo, pusiera en duda ciertas
enseñanzas fundamentales de Sócrates. El hecho de que Sócrates
no hubiese sido capaz de persuadir a sus jueces
acerca de su inocencia y sus méritos, los cuales eran bien ob
vios para el m ejor y más joven de los ciudadanos de Atenas, hizo que Platón dudara de la validez de la persuasión.
A noso tros nos resulta difícil com prender la im portancia de esta duda, porque «persuasión» es una traducción muy
débil e ina
decuada del
antiguo peithein, cuya im portancia política se ad vierte en
el
hecho de que Peithó, la diosa de la persuasión,
te nía un templo en
Atenas.
Persuadir, peithein, constituía la forma
de discurso específicamente política, y, puesto que los atenien
ses se enorgullecían de que ellos, al contrario que los bárbaros, conducían
sus asuntos políticos en la forma del discurso y sin coacción, consideraban la retórica, el arte de la persuasión, como el arte más elevado y verdaderamente político. El discurso de Sócrates en la Apología es
uno de sus grandes ejemplos, y es en
contra de esta defensa que Platón escribe una «apología revisada» en el Fedón, a la cual
denomina, con ironía, como «más
persuasiva» (pithanoteron, 63b), puesto que concluye con un mito sobre el «más allá», repleto de
castigos físicos y re compensas, concebido para atem orizar en vez de para
simple mente persuadir al público. El argum ento de Sócrates en su defensa ante los ciudadanos y jueces de
Atenas había sido que su comportamiento
estaba encam inado al mayor bien de la
ciudad. En el Critón él había explicado a sus amigos que no
le era posible huir, sino que en vez de
ello debía sufrir la pena de muerte,
debido a razones políticas. Parece que no sólo fue in capaz de persuadir a sus
jueces, sino que tampoco pudo con vencer a sus amigos. En otras palabras, la
ciudad no tenía ne cesidad de un filósofo y los amigos no tenían necesidad de
una argumentación política. Ésta es
parte de la tragedia de la que dan
testimonio los diálogos de Platón.
Estrechamente conectada con esta duda acerca de la
validez de la persuasión
está la furiosa denuncia por parte de Platón de
la doxa, la opinión, que no solam ente recorre como un hilo rojo sus obras políticas, sino que además
llegó a ser una de las piedras angulares
de su concepto de verdad. La verdad platóni ca, incluso cuando no se m enciona la doxa, siempre es
enten dida como lo contrario de la opinión. El espectáculo de Sócra
tes sometiendo su propia doxa a las opiniones irresponsables de los atenienses, y siendo sobrepasado por
una mayoría, pro vocó que Platón despreciara las opiniones y anhelara
criterios absolutos. Dichos criterios,
por medio de los cuales los hechos
humanos pudiesen ser juzgados y el pensamiento humano pu
diese alcanzar
cierta medida de confiabilidad, se convirtieron
a partir de ese momento en el impulso prim ario de su
filosofía política e influyeron decisivamente incluso en la
doctrina pu ram ente filosófica de
las ideas. No creo, como se m antiene a menudo,
que el concepto de las ideas fuese prim ariam ente un concepto de criterios y medidas, ni que su origen
fuese políti co, pero esta interpretación se hace tanto más comprensible y justificable sobre la base de que el propio
Platón fue el pri mero en usar las
ideas para propósitos políticos, esto es,
para introducir criterios absolutos en
el terreno de los asuntos humanos, donde, sin tales criterios
trascendentes, todo es rela tivo. Tal y como el mismo Platón acostum braba a
señalar, no sabemos lo que es la
grandeza absoluta, sino que únicam ente
experimentamos algo como más grande o más pequeño en re lación con otra
cosa.
La oposición
entre verdad y opinión ciertam ente fue la con clusión más antisocrática que extrajo Platón del juicio de
Só crates. Sócrates, al fracasar en convencer a la ciudad, había mostrado que la ciudad no es un lugar seguro para el filósofo, no solamente en el sentido de que
su vida no está a salvo debi do a la verdad que él posee, sino tam bién en el sentido mucho más im portante de que no se puede
confiar en que la ciudad preserve la
memoria del filósofo. Si les fue posible a los ciuda danos condenar a
Sócrates a muerte, también serían tanto más
propensos a olvidarle cuando
hubiese muerto. Su inmortalidad terrenal
estaría a salvo solamente si los filósofos se imbuyesen de una solidaridad que les fuese propia,
opuesta a la solidari dad de la polis y de sus conciudadanos. El viejo
argumento en contra de los sophoi
u hombres sabios, que aparece tanto en
Aristóteles como en Platón, que afirm a que no son capaces de saber qué es lo mejor para ellos mismos (el
prerrequisito de la sabiduría política),
que resultan ridículos cuando aparecen en
el mercado y que son corrientem ente objeto de mofa —como Tales, de quien se rió la campesina cuando, m
irando al cielo, se cayó dentro del pozo
que estaba a sus pies— fue vuelto por
Platón en contra de la ciudad.
Para comprender la enorm idad de la exigencia de Platón cuando defiende que el filósofo debe
ser el gobernante de la ciudad debemos
tener en mente estos «prejuicios» comunes
que la polis tenía con respecto a los filósofos, aunque no con respecto a los artistas o a los
poetas. Solamente el sophos, que
no sabe lo que es bueno para sí mismo, puede saber aún me nos
qué es bueno para la polis. El sophos, el hombre sabio
en tanto que gobernante, debe entenderse
por oposición al ideal común del phronimos,
el hom bre de entendimiento, cuyas in tuiciones acerca del mundo de
los asuntos humanos le cualifi can
para el liderazgo, aunque no, por supuesto, para gobernar. No se consideraba que la filosofía, el am or
por el saber, fuese
en absoluto lo mismo que este tipo de penetración, la phro- nésis. Tan sólo el hom bre sabio se
preocupa por asuntos que están fuera de la polis, y Aristóteles está en
completo acuerdo con la opinión
generalizada cuando afirma: «Anaxágoras y Ta les eran sabios, pero no hom bres
de entendimiento. No esta ban interesados por lo que es bueno para los
hombres \anthrópina agatha]».2
Platón nunca negó que el objeto de inte rés del filósofo estaba en las
cuestiones eternas, inmutables y no
humanas. Pero él no estaba de acuerdo en que esto le hicie se inadecuado para
desem peñar un papel político. No estaba
de acuerdo con la conclusión m antenida por la polis de que el filósofo, sin interés por el bien hum ano,
estaba en peligro constante de
convertirse en un inútil.* La noción de bien (aga- thos) no tiene conexión aquí con lo
que entendemos por el bien en sentido
absoluto; significa exclusivamente bueno para, be neficioso o útil (chrésimon),
y resulta, por tanto, inestable y accidental,
puesto que no es lo que es necesariamente, sino
que puede siempre ser diferente. El reproche de que la filosofía puede privar a los ciudadanos de su aptitud
personal está con
2. Ética a Nicómaco, 1140 a 25-30; 1141b 4-8.
* El vocablo «inútil» es la traducción de la expresión inglesa «good-for-nothing»,
literalmente «bueno para nada». Arendt pretende así establecer un contraste lo más acusado posible
entre la noción del bien o lo bueno como lo útil para los hombres y la inutilidad de la
actividad filosófica en relación con las cosas humanas. (N. del t.)
tenido im plícitam
ente en la famosa afirm ación de Pericles:
Philokaloumen m et’euteleias kai philosophoumen aneu mala- kias (Amamos lo bello sin exageración y am am os la sabiduría sin afectación o falta de virilidad).3 Al contrario de lo que ocu rre con nuestros
propios prejuicios, según los cuales la
afecta ción y la falta de virilidad están más bien conectadas con el am or por lo bello, los griegos veían este peligro en la filosofía. La filosofía, la preocupación
por la verdad desconectada de la esfera
de los asuntos humanos —y no el am or por lo bello, del que se hacía gala en la polis por toda
s partes, en las esculturas y en la poesía, en la música y en los juegos olímpicos— expul só a sus
seguidores de la polis y los
convirtió en unos inadap tados con respecto a ella. Cuando Platón
reclamó el gobierno para el filósofo
porque solamente él podía contem plar la idea
del bien, la más alta de las esencias eternas, se opuso a la polis desde un doble fundamento: en prim er lugar,
afirm aba que el interés del filósofo
por las cosas eternas no le hacía correr el
riesgo de convertirse en algo inútil, y, en segundo lugar, decla raba
que esas cosas eternas eran aún más «valiosas» que be llas. Su respuesta a
Protágoras de que no es el hombre, sino un
dios, la medida de todas las cosas hum anas constituye sola mente otra
versión de la misma afirmación.4
La elevación
por parte de Platón de la idea del bien a lo más alto en
el reino de las ideas, la idea de las ideas, tiene lugar en la alegoría de la caverna y debe
comprenderse en este contex to político. Esto es algo menos evidente de lo que
nosotros, que hemos crecido bajo los efectos de la tradición platónica, tendem os a pensar. Obviamente,
Platón se guiaba por el pro verbial ideal griego, el kalon k’agathon
(lo bello y lo bueno), y, por tanto,
resulta significativo que se decidiese a favor de lo bueno en lugar de lo bello. Visto desde el
punto de vista de las ideas mismas, que
son definidas como aquello cuya apariencia
ilumina, lo bello, que no puede usarse sino que simplemente brilla, tiene mucho más derecho a convertirse
en la idea de las
3. Tucídides, 2, 40. 4. Las leyes, 716 c.
ideas.5La diferencia
entre lo bueno y lo bello, no sólo para no sotros sino
incluso en mayor medida para los griegos, es que lo bueno puede encontrar aplicación y
tiene un elemento de utilidad en sí
mismo. Únicamente si el reino de las ideas esta ba iluminado por la idea del
bien podía Platón hacer uso de las ideas
para fines políticos y, en Las leyes, erigir su ideocra- cia, en la cual las ideas eternas se
transform aron en leyes hu manas.
Lo que aparece en La República como
un argumento estric tamente filosófico había sido
suscitado por una experiencia exclusivamente política —el juicio y la muerte
de Sócrates— y no fue Platón, sino Sócrates, el prim er filósofo en
traspasar la línea trazada por
la polis para el sophos, para el hombre que se interesa por las cosas eternas, no hum anas
y no políticas. La tragedia de la muerte de Sócrates descansa
en un malentendi do: lo que la polis no comprendió es que Sócrates no afirmaba
ser un sophos, un hombre
sabio. Al dudar de que la sabiduría es
tuviese al alcance de los mortales, Sócrates comprendió la iro nía del oráculo
délfico que afirm aba que él era el más sabio de todos los hombres: el hom bre que sabe que
los hombres no pueden ser sabios es el más
sabio de todos. La polis no le creyó, y
le exigió que admitiese que él, como todos los sophoi, era políticamente inútil. Pero en tanto que filósofo
realmente él no tenía nada que enseñar a
sus conciudadanos.
El conflicto entre el filósofo y la polis había
llegado a un punto álgido
a causa de que Sócrates le había hecho nuevas de mandas a la filosofía, precisamente porque afirmaba no ser sa bio. Y fue en este contexto
en el que Platón diseñó su tiranía de la
verdad, en la cual no es aquello que
resulta bueno temporal mente y de lo cual puede persuadirse a los
hombres lo que debe regir la ciudad,
sino la verdad eterna, con respecto a la cual los hombres no pueden ser persuadidos. Lo que se
hizo evidente en
5. Para un desarrollo de esta cuestión, véase
The Human Condition, Chicago, Uni- versity of Chicago Press, 1970, págs. 225-226 y n. 65 (trad. cast.: La
condición humana, Barcelona, Paidós,
1993, pág. 246). (N. dele.)
la experiencia socrática fue que únicamente la
posesión del go bierno podría asegurar al filósofo esa inmortalidad
terrenal que la polis debía asegurar a todos sus ciudadanos. Pues,
mientras que los pensamientos y las acciones de todos los hombres
esta ban amenazados por su propia
inestabilidad inherente y la fal ta de memoria humana, los pensamientos
del filósofo se halla ban expuestos
a un olvido deliberado. Por tanto, la
misma polis que garantizaba a sus
habitantes una inm ortalidad y una esta bilidad a la cual nunca podrían aspirar
por sí mismos, consti tuía una amenaza y un peligro para la
inmortalidad del filósofo. Es cierto que el filósofo, en su interacción
con las cosas eternas, sentía en m enor grado que cualquier otro la
necesidad de una inmortalidad
terrenal. Con
todo, esta eternidad, que suponía algo más que la inmortalidad terrenal, entró
en conflicto con la polis desde el mismo
momento en que el filósofo pretendió lla m ar la atención de sus conciudadanos
sobre sus propios asun tos. Tan pronto como el filósofo sometió su verdad, la
reflexión sobre lo eterno, a la polis,
se convirtió inm ediatam ente en una
opinión entre opiniones. Perdió su cualidad distintiva, pues no existe una seña de autenticidad que, de modo
visible, dem ar que los dominios de la verdad y de la opinión. Ocurre aquí como si lo eterno se convirtiese en algo
temporal desde el mis mo momento en que se lo pone en el espacio entre los
hombres, de modo que la propia discusión
acerca de ello con los demás ya amenaza la
existencia del terreno en el cual se mueven los
amantes de la sabiduría.
En el proceso de
elucidación de las implicaciones del juicio
de Sócrates, Platón llegó sim ultáneam ente a su
concepto de verdad como lo contrario
de la opinión y a su noción de una forma
de discurso específicamente filosófica, el dialegesthai, como lo opuesto a la persuasión y a la
retórica. Aristóteles adopta estas
distinciones y oposiciones como una cuestión de
hecho cuando comienza su Retórica (la cual pertenece a sus es
critos políticos con tanto derecho como su Ética) con la afir mación: He
rhétoriké estin antistrophos te dialektike (El arte de la persuasión [y, por tanto, el arte político
del discurso] es la contrapartida del
arte de la dialéctica [el arte del discurso filo
sófico]).6 La principal diferencia entre
persuasión y dialéctica es que la prim
era siempre se dirige a una multitud (peithein ta pléthé) m
ientras que la dialéctica solamente es posible en un diálogo entre dos. El error de Sócrates fue dirigirse a sus jue ces de forma dialéctica, siendo ésta la razón de que no
pudiese persuadirles. Por otro lado,
puesto que respetaba las limitacio
nes inherentes a la persuasión, su
verdad se convirtió en una opinión entre otras opiniones, sin más valor que las no verda des de sus jueces. Sócrates insistió en discutir el asunto
con sus jueces del mismo
modo en que acostum braba a hablar so bre todo género de cosas con este o aquel
ciudadano ateniense o con sus propios discípulos, y creyó
que así podría llegar a al gún tipo de verdad y persuadir a los demás de ella.
Sin em bar go, la persuasión no proviene de la verdad, sino de las opinio
nes,7 y sólo la persuasión tiene en cuenta a la m ultitud y sabe cómo tratar con ella. Para Platón, persuadir
a la m ultitud sig nifica imponer la opinión propia a las opiniones de los demás; de este modo, la persuasión no es lo opuesto
al gobierno por violencia, sino únicamente
otra forma del mismo. Los mitos de un «más
allá», con los cuales concluye Platón todos sus diálo gos políticos a excepción
de Las leyes, no son ni verdad ni mera
opinión; están concebidos como narraciones para infundir miedo, es decir, en un intento de usar la
violencia sólo por me dio de las palabras. Pudo prescindir de un mito final en
Las le yes porque las prescripciones detalladas y el aún más
detallado catálogo de castigos hacen
innecesaria la violencia de las me ras palabras.
Aunque es más
que probable que Sócrates fuese el primero
en hacer uso del dialegesthai
(hablar por extenso sobre algo con alguien)
sistem áticam ente, probablem ente él no lo consi deraba como lo
opuesto o la contrapartida a la persuasión, y es evidente que no oponía los resultados de esta
dialéctica a la doxa, a la opinión.
Para Sócrates, como para sus conciudada nos, la doxa era la formulación
en el discurso de lo que dokei
6. Retórica, 1354 a l. 7. Fedro, 260 a.
moi, esto es, de «lo
que me parece a mí». Esta doxa no versaba
sobre
lo que Aristóteles denomina el eikos, lo probable,
los múltiples verisimilia
(distintos del unum verum, la verdad úni ca, por un lado, y de las falsedades sin límite,
las falsa infinita, por el otro), sino sobre la comprensión
del mundo «tal y como se me m uestra a mí». Por tanto, no era arbitrariedad
y fantasía subjetiva, pero tampoco algo
absoluto y válido para todos. Se asum ía
que el mundo se m uestra de modo diferente a cada hombre en función de la posición que ocupa
dentro de él, y que la «mismidad» del
mundo, su rasgo común (koinon, como
dirían los griegos, «común a todos») u «objetividad» (como di ríamos
nosotros desde el punto de vista subjetivo de la filosofía moderna), reside en el hecho de que el mismo
mundo se mues tra a cada cual y que, a pesar de todas las diferencias entre
los hom bres y sus posiciones en el
mundo —y, por tanto, de sus doxai
(opiniones)— «tanto tú como yo somos humanos».
La palabra doxa no significa m eram ente opinión, sino tam bién
esplendor y fama. Como tal, está en relación con el espa cio político,
que es la esfera pública en la que cada cual puede aparecer y m ostrar quién es. Declarar
la propia opinión guar daba relación con ser capaz de
m ostrarse uno mismo, de ser visto y oído por los demás. Para los griegos éste
era el gran pri vilegio ligado a la vida pública y lo que faltaba en la
privacidad del hogar, donde ni se es
visto ni se es oído por los demás. (De
hecho, la familia, la mujer y los hijos, además de los esclavos y los sirvientes, no eran reconocidos como
completamente hum a nos). En la vida privada se permanece oculto y no se puede
ni aparecer ni brillar, y,
consecuentemente, allí no es posible nin guna doxa. Sócrates, que
rechazaba los cargos públicos y el ho nor, nunca se retiró a esta vida privada
sino que, al contrario, se movía por el
mercado, en el seno mismo de estas doxai, de estas opiniones. Lo que Platón llamó más
adelante dialegesthai el propio Sócrates
lo denominó mayéutica, el arte de la coma drona: él quería ayudar a los demás
a dar a luz lo que ellos mis mos pensaban a su manera, a encontrar la verdad
en sus doxai.
Este método encontraba su significación en una doble con vicción:
todo hombre posee su propia doxa, su propia apertura
al mundo, y, por
tanto, Sócrates debe siempre comenzar ha ciendo preguntas, no puede saber de
antemano qué tipo de do- kei
moi, de «me parece a mí», posee el otro. Debe asegurarse de la posición del otro en el mundo común. Con todo, de igual modo que
nadie puede conocer de antem ano la doxa del
otro, así tampoco nadie puede conocer
por sí mismo y sin un esfuer zo
adicional la verdad inherente a su propia opinión. Sócrates quería sacar a la luz esta verdad que cada
cual posee en poten cia. Si nos
adherimos a su propia metáfora de la mayéutica po dríamos decir: Sócrates quería hacer a la
ciudad más veraz alumbrando en cada ciudadano su verdad. El método
para ha cerlo es el dialegesthai, hablar por extenso sobre algo, pero
esta dialéctica pone de relieve la
verdad no destruyendo la doxa u
opinión, sino, por el contrario, revelando la veracidad propia de la doxa. El papel del filósofo,
entonces, no es el de gobernar la
ciudad, sino el de ser su «tábano», no es el de decir verdades filosóficas, sino el de hacer a los ciudadanos
más veraces. La diferencia con Platón es
decisiva: Sócrates no deseaba tanto
educar a los ciudadanos como m ejorar sus doxai, que compo nían
la vida política de la cual tam bién él formaba parte. Para Sócrates, la mayéutica era una actividad política,
un dar y to mar, fundamentalmente sobre la base de una estricta igualdad, cuyos frutos no podían ser valorados en función
del resultado, de llegar a esta o a
aquella verdad general. Por tanto, los pri meros diálogos de Platón se hallan
todavía insertos de modo obvio en una
tradición socrática en la medida en que acaban
sin una conclusión, sin un resultado. Haber examinado algo mediante el discurso, haber hablado sobre
algo, sobre la doxa de algún
ciudadano, parecía ser resultado suficiente.
Resulta obvio que esta clase de diálogo, que
no precisa de una conclusión
para ser significativo, es más apropiado y es
más frecuente cuando se com parte entre amigos. En efecto, la amistad consiste en gran medida en hablar
sobre algo que los amigos tienen en común.
Al hablar sobre lo que hay entre ellos,
eso mismo se hace aún más común a ellos. No sólo ob tiene su articulación
específica, sino que también se desarrolla
y expande y, finalmente, en el curso del
tiempo y de la vida, co mienza a constituir un pequeño mundo en sí
mismo que se com parte en la amistad. En otras palabras, Sócrates
había in tentado, políticamente hablando, crear lazos de am
istad entre la ciudadanía
ateniense, y éste era efectivamente un propósito bastante comprensible en una polis
cuya vida consistía en una competición
intensa y sin descanso de todos contra todos, en un aei aristeuein, en un andar dem ostrando continuam ente que se es el mejor de todos. La comunidad estaba bajo cons tante am enaza debido a
este espíritu agonal, que finalmente llevaría a las ciudades-Estado griegas a la ruina al hacer casi imposible las alianzas entre ellas y al envenenar
la vida ciuda dana dentro de la polis con la envidia y el odio m utuos
(la en vidia era el vicio nacional de la antigua Grecia). Dado
que lo común del mundo político se
constituía únicam ente dentro de los
muros de la ciudad y de los límites de sus leyes, ese rasgo común no se percibía ni se experimentaba en
las relaciones en tre los ciudadanos, como tampoco en el mundo que yace
entre ellos, común a todos, si
bien se m ostraba de modo distinto a
cada hombre. Si hacemos uso de la terminología de Aristóteles para com prender mejor a Sócrates —y buena
parte de la filo sofía política de Aristóteles, especialmente aquella que se
en cuentra en oposición explícita a Platón, se retrotrae a Sócra tes— podríam
os citar esa sección de la Ética a Nicómaco donde Aristóteles afirma que una com unidad
no está formada por seres iguales sino,
al contrario, por individuos diferentes y
desiguales. La comunidad nace a través de la igualación, la isasthénai.8 Esta igualación tiene
lugar en todos los intercam bios, por ejemplo entre el médico y el
agricultor, y se basa en el dinero. La
igualación política, no económica, es la amistad, la philia. El hecho de que Aristóteles
considere la am istad por analogía con
la necesidad y el intercam bio está relacionado
con el m aterialism o inherente a su filosofía política, esto es, con su convicción de que la política es
necesaria en último tér mino debido a las necesidades de la vida de las que
los hom-
bres luchan por liberarse. Del mismo modo
que comer no es vivir, sino la
condición para poder vivir, así tam
bién el vivir juntos en la polis no constituye
la vida buena, sino su condi ción material. Así pues, en el fondo
él considera la amistad desde el punto
de vista del ciudadano individual, no desde el punto de vista de la polis: la justificación suprem a de la am is tad es que «nadie
elegiría vivir sin amigos incluso aunque po seyese todos los demás bienes».9 Por supuesto,
la igualación a través de la amistad no
significa que los amigos se identifiquen o
se hagan iguales el uno al otro, sino más bien que lleguen a
ser compañeros en régimen de igualdad en un mundo común, que juntos
constituyan una comunidad. Lo que la amistad lo gra es esta comunidad,
y resulta obvio que esta igualación tie ne como contrincante a la siem pre
creciente diferenciación entre los
ciudadanos que es inherente a una vida agonal. Aris tóteles concluye que es la
am istad y no la justicia (como m an tenía Platón en La República, el
gran diálogo sobre la justicia) lo que
parece constituir el vínculo de las comunidades. Para Aristóteles, la am istad es más im portante
que la justicia, por que la justicia no se hace ya necesaria entre amigos.10
El elemento político contenido en la amistad
es que en el diálogo veraz cada uno de los amigos puede entender la verdad inherente
a la opinión del otro. Más que como
un amigo al nivel personal, el amigo
comprende cómo y bajo qué
articulación
específica el mundo común se le presenta al otro, quien como persona permanece siempre desigual o distinto. Este tipo
de comprensión —ver el mundo
(tal y como decimos hoy en día, de modo
más bien trillado) desde el punto de vista del otro— es el tipo de conocimiento político por
excelencia. Si quisiésemos definir en términos
tradicionales la virtud prominente del hom bre de Estado, podríamos afirm ar
que consiste en comprender el mayor número
posible y la mayor variedad de realidades
—no de puntos de vista subjetivos, los cuales desde luego tam bién se
dan, aunque aquí no nos conciernan— tal y como dichas
9. Ética a Nicómaco, 1155 a 5.
10. Ética a Nicómaco, 1155 a 20-30.
realidades se muestran en las diversas opiniones de los ciudada nos; y, al
mismo tiempo, en ser capaz de establecer una comu nicación entre los
ciudadanos y sus opiniones, de tal modo que lo común de este mundo se haga
evidente. Si tal compren sión —y la acción inspirada en ella— debiesen tener lugar sin la ayuda del hombre de Estado, entonces
sería un prerrequisito para cada
ciudadano expresarse lo suficientem ente bien como para m ostrar su opinión en lo que tiene de
verdad y, por tanto, comprender a sus
conciudadanos. Sócrates parece haber creído
que la función política del filósofo era ayudar a establecer este tipo de mundo común, construido sobre el
entendimiento en la amistad, para el
cual no se precisa ningún gobierno.
Con este propósito, Sócrates se apoyó en dos
ideas, la pri mera contenida en la sentencia
del Apolo délfico, gnóthi sau- ton,
«conócete a ti mismo», y la segunda expuesta por Platón (y con
ecos en Aristóteles): «Es mejor estar en desacuerdo con el mundo
entero que, siendo uno solo, estar en desacuerdo con migo mismo».11Esta
última es la afirmación clave de la convic ción socrática de que la virtud se
puede enseñar y aprender.
A juicio de Sócrates, el «conócete a ti mismo» délfico quería decir: sólo mediante el conocimiento de lo
que me parece a mí —solamente a mí y, por tanto,
como algo que perm anece para siempre
relacionado con mi propia existencia concreta— pue do de algún modo entender la verdad. La verdad absoluta,
que sería la misma para todos
los hombres y, por tanto, desconec tada, independiente de la existencia de cada hombre, no puede existir para los mortales. Para los m
ortales lo que im porta es hacer verídica
a la doxa, ver una verdad en cada doxa y hablar de tal modo que la verdad de la propia opinión
se le revele a uno mismo y a los demás.
A este nivel, el socrático «sólo sé que
no sé nada» no significa más que: sé que no tengo la ver dad para todos; no
puedo conocer la verdad del otro sino pre guntándole y, así, familiarizarme
con su doxa, que se le revela de
un modo distinto al de todos los demás. En su estilo per petuam ente equívoco,
el oráculo délfico honraba a Sócrates
11. Gorgias, 482 c.
como el más sabio de todos los hombres
porque había acepta do las limitaciones de la verdad para los mortales, sus lim ita
ciones a través del dokein,
del aparecer, y porque, al mismo tiempo
y en oposición
a los sofistas, había descubierto que la doxa no es ni ilusión subjetiva ni distorsión arbitraria
sino, por el contrario, aquello a lo
cual está adherida invariable mente la verdad. Si la quintaesencia de las enseñanzas
de los sofistas consistía en el dyo
logoi, en la insistencia en que cada
asunto puede exponerse de dos modos distintos, entonces Só crates fue
el sofista más grande de todos, pues él pensaba que hay, o que debería haber, tantos logoi
diferentes como hom bres existen, y que todos estos logoi juntos
forman el mundo humano, en tanto que los
hombres viven juntos en el modo del
discurso.
Para Sócrates,
el principal criterio del hombre que comuni ca verazmente su propia doxa
es «estar de acuerdo con uno mismo»:
no contradecirse a sí mismo y no decir cosas
contra dictorias, que es lo que la mayoría de la gente hace y, aun así, lo que todos nosotros
tememos
hacer. El miedo a la contradic ción surge del hecho de que cada
uno de nosotros, «siendo uno solo»,
puede al mismo tiempo hablar consigo
mismo (eme emautó) como si
fuese dos. Puesto que soy ya un
dos-en-uno, al menos cuando intento
pensar, puedo experimentar a un
amigo, para emplear la definición
de Aristóteles, como «otro sí mis mo» (heteros gar autos ho philos estin).
Unicamente alguien que ha pasado por la
experiencia de hablar consigo mismo
puede ser un amigo, puede adquirir otro sí mismo. La con dición aquí es
que sea uno consigo mismo, que esté de acuerdo
consigo mismo (homognómonei heautó), pues alguien que se con
tradice a sí mismo no es de confianza. La facultad del discurso y el hecho de la pluralidad hum ana se
corresponden el uno con la otra, no sólo
en el sentido de que empleo las palabras para
comunicarme con aquellos con los cuales comparto el mundo, sino en el sentido aún más im portante de que
hablando conmi go mismo vivo junto a mí m ism o.12
El principio de contradicción, sobre el cual Aristóteles fun dó la lógica
occidental, se puede retrotraer a este
descubri miento fundamental de Sócrates. En tanto que soy uno no me contradeciré a mí mismo,
pero puedo contradecirm e a mí mis mo porque en el pensamiento soy dos-en-uno; por tanto, no so lamente
vivo con los otros, en tanto que uno,
sino tam bién conmigo mismo. El miedo
a la contradicción es parte inte grante del miedo a dividirse, a no perm anecer
siendo uno, y ésta es la razón de que el
principio de contradicción
pudiese convertirse en la regla
fundamental del pensamiento. Y ésta es
tam bién la razón de que la pluralidad de los hombres
nunca pueda abolirse enteram ente y de que la huida
del filósofo del reino de la
pluralidad siempre perm anezca como una ilusión: incluso si viviese totalmente por mí mismo,
en tanto que estoy vivo viviría en la
condición de la pluralidad. Tengo que tolerar me a mí mismo, y en ningún lugar
se m uestra más claramente este
yo-conmigo-mismo que en el pensam iento puro, el cual es siempre un diálogo entre los dos del
dos-en-uno. El filósofo, quien, tratando
de escapar de la condición hum ana de la plu ralidad, emprende esta huida a la
soledad absoluta, está abo cado más radicalmente que ningún otro a esta pluralidad
inhe rente a todo ser humano, puesto que es la com pañía con los otros lo que, al sacarme del diálogo del
pensam iento, me hace uno de nuevo: un
ser hum ano singular y único, que habla con
una sola voz y que es reconocible como tal por los demás.
Aquello hacia
lo que Sócrates apuntaba (y que la teoría aris totélica de la am istad explica
mejor que ninguna otra) es que vivir en com
pañía de los demás comienza por vivir en compa ñía de uno mismo. La enseñanza de Sócrates tenía este signifi cado: sólo aquel que
sabe cómo vivir consigo mismo es apto
para vivir con los demás. El sí mismo es la única persona de la cual no puedo separarme, la única que no
puedo abandonar y a la cual estoy unido
sin remisión. Por tanto, «es mucho mejor
estar en desacuerdo con el mundo entero que siendo uno solo estar en desacuerdo conmigo mismo».
La ética, no menos que la lógica, halla
su origen en esta afirmación, pues la concien
cia, en su sentido más general, se basa tam bién en el hecho de
que puedo estar en acuerdo o en desacuerdo conmigo
mismo, y eso significa que no solamente aparezco ante los otros,
sino que tam bién aparezco ante mí mismo. Esta posibilidad tiene una gran relevancia para la política, si entendemos la polis (del modo que la entendían
los griegos) como el espacio público- político en
el cual los hombres alcanzan su hum
anidad plena, su plena realidad como hombres, no sólo porque
son (como
ocurre en la privacidad del hogar), sino también porque apare
cen. Hasta qué punto
comprendieron los griegos la plena reali dad como la realidad de esta
apariencia, y hasta qué punto te nía i
m portancia para
las cuestiones específicamente morales, lo podemos calibrar a partir de la pregunta recurrente en los diálogos políticos de Platón acerca de si un
acto bueno o un acto justo es tal «incluso si permanece desconocido y oculto ante los hombres y los dioses». En efecto, esta
pregunta resul ta decisiva con respecto al
problem a de la conciencia en un
contexto puram ente secular, en ausencia de fe en un Dios om nisciente
y om nipresente que em itirá un veredicto final sobre la vida en la Tierra. Es la pregunta de si la
conciencia puede existir en una sociedad
secular y desempeñar algún papel en una
política secular. Y es tam bién la cuestión de si la m orali dad como tal
posee alguna realidad terrenal. La respuesta de
Sócrates está contenida en su tantas veces repetida recomen dación: «Sé
tal y como te gustaría aparecer ante los demás», es decir, aparece ante ti mismo tal y como te
gustaría aparecer ante los demás. Puesto
que incluso cuando estás solo no estás
completamente solo, tú por ti mismo puedes y debes testificar acerca de tu propia realidad. O, para
expresarlo de un modo más socrático
—pues, aunque Sócrates descubrió la concien cia, no disponía aún de un nombre
para ella— la razón por la cual no deberías
matar, incluso en condiciones en las que na die te vería, es que no puedes
querer bajo ningún concepto vi vir junto a un asesino. Al com eter un
asesinato estarías en compañía de un
asesino para el resto de tu vida.
Además,
mientras estoy inmerso en el diálogo solitario, en el cual me hallo estrictamente a
solas, no estoy del todo separado
de esa pluralidad que es el mundo de los
hombres y que denomi namos, en su
sentido más general, humanidad. Esta humanidad o, más bien, esta pluralidad, está ya indicada en el
hecho de que soy un
dos-en-uno. («Uno es uno y solamente uno, y siempre lo será» es cierto únicamente con
respecto a Dios.) Los hombres no sólo
existen de modo plural como todos los seres de la Tierra, sino que también tienen una indicación de esta pluralidad den tro de sí
mismos. Con todo, el sí mismo con el cual estoy unido en la soledad nunca puede adquirir esa
misma
forma definida y única o esa distinción que el resto del mundo
posee
para mí; más bien, este sí mismo
permanece siempre mutable y de alguna manera equívoco. Es bajo la forma de esta
mutabilidad y de esta equivocidad
que este sí mismo me representa, mientras estoy
solo, a todos los hombres, a la humanidad de todos los hombres. Lo que espero que otras personas hagan —y
esta expectativa es anterior a todas las
experiencias y sobrevive a todas ellas— está
en gran medida determinado por las siempre cambiantes poten cialidades
del sí mismo junto al cual vivo. En otras palabras, un asesino no está condenado solamente a estar
en compañía per manente de su sí mismo asesino, sino que verá a todos los demás a través de la imagen de su propia acción.
Vivirá en un mundo de asesinos
potenciales. No es su propio acto aislado lo política mente relevante, o
incluso el deseo de cometerlo, sino esta doxa suya, el modo en que el mundo se le aparece y
que es parte de la realidad política en
la que vive. En este sentido, y en la medida
en que siempre vivimos con nosotros mismos, todos cambiamos el mundo humano constantemente, para mejor o
para peor, in cluso cuando no actuamos en absoluto.
Para Sócrates,
que estaba firmemente convencido de que nadie puede en modo alguno querer vivir con un asesino
o en un mundo d
e asesinos potenciales, aquel que m antenga
que un hombre
puede ser feliz y ser un asesino con la única
condición de que nadie lo sepa se halla en un doble desacuerdo
consigo mismo: realiza una
afirmación autocontradictoria y se m ues tra dispuesto a vivir junto a alguien
con el cual no puede estar de acuerdo.
Este doble desacuerdo, la contradicción lógica y la mala conciencia ética, constituía todavía para
Sócrates uno y
el mismo fenómeno.
Ésa es la razón de que él pensase que la
virtud puede enseñarse o, para
decirlo de un modo menos tri llado, la conciencia de que el hombre es
al mismo tiempo un ser pensante y
actuante —esto es, alguien cuyos pensamientos
acompañan a sus actos de modo invariable e ineluctable— es lo que hace mejores a los hombres y a los
ciudadanos. La asun ción subyacente a esta enseñanza es el pensamiento y no
la acción, porque solamente en el pensam
iento puede realizarse el diálogo del
dos-en-uno.
Para Sócrates, el
hombre no es todavía un «animal racional»,
un ser dotado con la facultad de razón, sino un ser pensante cuyo pensamiento se
manifiesta
en la forma del discurso. Hasta cierto
punto esta preocupación
por el discurso estaba ya presen te en la filosofía presocrática, y la identidad de discurso y pen
samiento, que juntos forman el logos, es quizás una de las carac
terísticas sobresalientes de la cultura griega. Lo que Sócrates añadió a esta identidad fue el diálogo del yo
consigo mismo como condición primaria
del pensamiento. La relevancia políti ca del pensamiento de Sócrates consiste
en la afirmación de que la soledad, que
antes y después de Sócrates era considerada la
prerrogativa y el habitus profesional del filósofo en exclusiva,
y que era naturalmente sospechosa para
la polis de ser antipolíti ca, es, por el contrario, la condición necesaria
para el buen fun cionamiento de la polis, una mejor garantía que las reglas
de comportamiento forzadas por las leyes
y el miedo al castigo.
Aquí también debemos volver a Aristóteles si
queremos en contra
r un débil eco de Sócrates.
Aparentemente en respuesta a la sentencia de Protágoras anthrópos metron pantón chrématón («El hombre es la medida de todas las cosas humanas» o, literal mente, «de todas las cosas que usan los
hombres») y, como he mos visto, en respuesta al rechazo de Platón
basado en la afirma ción de que la medida de todas las cosas es un theos,
un dios, lo divino tal y como aparece en
las ideas, Aristóteles afirma: Estin
hekastou metron hé arete kai agathos (La medida para todos es
la virtud y el hombre bueno).13 El
criterio es lo que los hombres
son en sí mismos cuando actúan, y no algo
externo como las le yes o sobrehumano como las ideas.
Nadie puede
dudar de que una enseñanza tal estuvo y siem pre estará en cierto conflicto con la polis, que debe exigir res peto
a las leyes con independencia de la conciencia personal, y Sócrates conocía perfectamente
bien la naturaleza de este con flicto cuando se refería a sí
mismo como un tábano. Por otro lado, nosotros, que hemos pasado por
la experiencia de la or ganización totalitaria de las masas, cuya principal preocupa ción es elim inar toda
posibilidad de soledad —excepto en
la forma inhum ana del confinamiento
solitario— podemos testi m oniar sin dificultad que si no se garantiza
una m ínim a posi bilidad de estar a solas con uno mismo, serán abolidas no sólo las formas seculares de conciencia, sino tam
bién todas las for mas religiosas. El hecho frecuentemente observado de que
la conciencia misma dejó de funcionar
bajo las condiciones de la organización
política totalitaria, y ello independientemente del miedo y el castigo, se explica sobre esta
base. Ningún hombre puede m antener su
conciencia intacta si no puede actualizar
este diálogo consigo mismo, es decir, si carece de la soledad re
querida para cualquier forma de pensamiento.
Sin embargo, Sócrates también entró en conflicto
con la po lis de otro modo menos obvio, al parecer sin darse cuenta
de este aspecto de la cuestión.
La búsqueda de la verdad en la doxa
parece conducir al resultado catastrófico de que la doxa es destruida por completo,
o de que lo que aparecía se presen ta como una ilusión. Esto, se recordará, es lo que le pasó al rey Edipo, cuyo mundo
entero, la realidad de su reinado, se hizo añicos cuando comenzó a m irar en su interior.
Tras descubrir la verdad, Edipo se queda
sin doxa alguna, en sus múltiples
significados de opinión, esplendor, fama y m undo propio. La verdad, por tanto, puede destruir la doxa,
puede destruir la verdad específicamente
política de los ciudadanos. De modo
similar, por lo que sabemos de la influencia de Sócrates, resul ta
obvio que muchos de sus oyentes deben de haberse m archa do no con una opinión
más verdadera, sino con ninguna opi nión en absoluto. El carácter no
conclusivo de m uchos de los
diálogos platónicos, antes mencionado, puede
verse también bajo esta
luz: todas las opiniones son destruidas, pero no se aporta
ninguna verdad en su lugar. Y, ¿no admitía el propio Só crates que él no tenía
ninguna doxa propia, que era «estéril»? Sin embargo, ¿no era quizá esta m ism a esterilidad,
esta falta de opinión, también un
prerrequisito de la verdad? Como quie ra que sea, Sócrates, a pesar
de toda su insistencia en no po seer ninguna verdad especial y enseñable,
debió de algún modo aparecer en su
momento como un experto en la verdad. El abis mo entre la verdad y la opinión,
que a partir de aquel momen to iba a separar al filósofo de todos los demás
hombres, no se había abierto todavía,
pero estaba ya apuntado o, más bien,
presagiado, en la figura de este hom bre que, dondequiera que fuese, intentaba hacer más veraz a todo el
mundo a su alrede dor, y a él mismo en prim er lugar.
Para decirlo de otro modo, el conflicto entre la
filosofía y la polí
tica, entre el filósofo y la polis, estalló
no porque Sócrates hubiese deseado desempeñar
un papel político, sino porque qui so convertir la filosofía
en algo relevante para la polis. Este con flicto se hizo tanto más
agudo en tanto que su intento coinci dió (aunque probablemente no fuese mera coincidencia)
con el rápido declive en la vida política
ateniense durante los treinta años que
separan la m uerte de Pericles del juicio de Sócrates. El conflicto terminó con la derrota de la
filosofía: sólo a través de la conocida apolitia,
la indiferencia y el desprecio por el
mundo de la ciudad, tan característica de toda la filosofía pos- platónica, pudo el filósofo protegerse de las
sospechas y las hostilidades del mundo
que le rodeaba. Con Aristóteles co mienza el tiempo en que los filósofos ya no
se sienten respon sables de la ciudad, y ello no solamente en el sentido de
que la filosofía no tenga una tarea
específica en el terreno político, sino
en el sentido mucho más im portante de que el filósofo tie ne menos
responsabilidad hacia ella que cualquiera de sus conciudadanos; el modo de vida del filósofo
es distinto. Mien tras que Sócrates aún obedeció a las leyes que le habían
conde nado, por erróneas que fuesen, porque se sentía responsable de la ciudad, Aristóteles, cuando se halló en
peligro de un juicio
similar, dejó
Atenas inm ediatam ente y sin ningún arrepenti miento. Se le atribuye la afirmación de que los atenienses no pecarían dos veces contra la filosofía. Lo único
que los filóso fos desearon desde entonces con
respecto a la política fue que se les
dejase en paz, y lo único que exigían del gobierno era pro tección para su
libertad de pensamiento. Si esta huida de los
filósofos de la esfera de los asuntos
humanos se debiese exclusi vamente a las circunstancias históricas,
resultaría más que du doso que sus resultados inmediatos —la separación del
hombre de pensamiento y del hombre de
acción— hubiesen podido ci m entar nuestra tradición de pensam iento político,
que ha so brevivido durante dos milenios y medio a las más variopintas experiencias políticas y filosóficas sin que
su fundamento fuese puesto en cuestión.
La verdad es, más bien, que tanto en la per sona como en el juicio de Sócrates
apareció una contradicción diferente y
mucho más honda entre la filosofía y la política de lo que se pone de manifiesto a través de las
propias enseñanzas de Sócrates tal y
como nosotros las conocemos.
Parece demasiado obvio, casi una banalidad, y
a pesar de todo se suele
olvidar, que toda filosofía política expresa en pri mer lugar la actitud del
filósofo hacia los asuntos de los hom bres, los pragmata ton
anthrópón, a los cuales él tam
bién perte nece, y que esta misma actitud implica y expresa la relación entre la experiencia específicamente
filosófica y nuestra expe riencia cuando nos movemos entre los hombres.
Resulta igual mente obvio que toda filosofía
política parece afrontar a pri mera vista la alternativa de o bien interpretar la experiencia filosófica con categorías que deben
su origen al dominio de los asuntos hum anos o, por el contrario, reclam ar la prioridad de la experiencia filosófica y juzgar
toda política bajo su luz. En el último
caso, la mejor forma de gobierno sería un estado de cosas en el cual los filósofos tienen la máxima
oportunidad para filosofar, es decir,
uno en el que todo el m undo se adapte a
los criterios que con mayor probabilidad van a promover las mejores condiciones para ello. Sin embargo,
el hecho mismo de que de entre todos los
filósofos sólo Platón se atreviese a di señar una com unidad exclusivamente
desde el punto de vista
del filósofo y
que, hablando en términos prácticos, este diseño nunca fuese
tomado con demasiada seriedad, ni
siquiera por parte de los filósofos, indica que existe otro aspecto en esta cuestión. El filósofo, aunque percibe algo
que es más que hu mano, que es divino (theion ti), sigue siendo un hombre, de modo que el conflicto entre la filosofía y los asuntos de los hombres es en último térm ino un conflicto
dentro del propio filósofo. Es este
mismo conflicto el que Platón conceptualizó y
generalizó como un conflicto entre el cuerpo y el alma: mien tras
que el cuerpo habita la ciudad de los hombres, eso divino que la filosofía
percibe es visto por algo en sí mismo divino
—el alm a— que de algún modo está separado de los asuntos humanos. Cuanto más se convierte el filósofo
en un verdade ro filósofo, más se separa de su cuerpo, y, puesto que
dicha se paración,
en tanto que esté vivo, no se puede lograr de un modo real,
intentará hacer lo que todo ciudadano
libre en Atenas ha cía con objeto de
separarse y de liberarse de las
necesidades de la vida: gobernará su
cuerpo del mismo modo que un dueño gobierna a sus esclavos. Si el filósofo
alcanz
ara el gobierno de la ciudad, no le haría
a sus habitantes más que lo que él ya le ha
hecho a su cuerpo. Su tiranía estará justificada tanto en el sentido del mejor gobierno como en el sentido
de la legitimi dad personal, esto es, por su obediencia previa, en tanto
que hombre mortal, a los m andatos de su
alma, en tanto que filó sofo. Todas nuestras afirmaciones actuales acerca de
que sola mente aquellos que saben obedecer están capacitados para mandar, o que solamente aquellos que saben cómo
gobernarse a sí mismos pueden gobernar
legítimamente sobre los demás, hunden
sus raíces en esta relación entre la política y la filoso fía. La metáfora
platónica de un conflicto entre cuerpo y alma,
construida originalmente para expresar el conflicto entre la fi losofía
y la política, tuvo un impacto tan grande en nuestra historia religiosa y espiritual que eclipsó
la experiencia de base de la cual surgió,
del mismo modo que la misma división pla tónica del hombre en dos ensombreció
la experiencia original del pensamiento
como diálogo del dos-en-uno, el eme emautó, que es la raíz misma de todo ese tipo de
divisiones. Esto no
quiere decir que el conflicto entre la
filosofía y la política pu diese ser resuelto sin complicaciones m ediante
alguna teoría acerca de la relación
entre cuerpo y alma, sino que nadie des pués de Platón había sido tan
consciente como lo fue él del ori gen político del conflicto, ni intentó
expresarlo en unos térm i nos tan radicales.
Platón mismo describía
la relación entre la filosofía y la polí tica en l
os términos de la
actitud del filósofo hacia la polis. La
descripción tiene lugar en la parábola de la caverna, que consti
tuye el centro de su filosofía política,
así como el de La Repúbli
ca. La alegoría, a través de la cual Platón pretende aportar
una especie de biografía resumida del
filósofo, se desarrolla en tres etapas, designando a cada una de ellas un punto de inflexión, un cambio de
rumbo, y formando las tres juntas
esa periagóge holes tés psychés,
ese giro radical del ser hum ano en su totali dad que para Platón constituye
la formación misma del filóso fo. El
prim er giro tiene lugar en la
propia caverna; el futuro fi lósofo
se libera de los grilletes que encadenan «las piernas y los cuellos» de los habitantes de la caverna de tal
m anera que «so lamente pueden ver lo que está ante ellos», con sus ojos pega
dos a una pared en la cual se proyectan sombras e imágenes de las cosas. Cuando se gira por prim era vez, ve
en la parte trase ra de la caverna un fuego artificial que ilum ina los
objetos en el interior de la cueva tal y
como son de verdad. Si quisiésemos hacer
una interpretación de la narración diríamos que esta pri mera periagógé
es la del científico que, no contento con lo que dice la gente sobre los objetos, «se vuelve»
para averiguar cómo son las cosas en sí
mismas, con independencia de las opiniones
mantenidas por la multitud. Para Platón, las sombras de la pa red eran
las distorsiones de la doxa, y pudo em plear metáforas extraídas exclusivamente del sentido de la
vista y de la percep ción visual porque la palabra doxa, de modo
distinto a nuestra palabra «opinión»,
posee una fuerte connotación sensorial re ferida a lo visible. Las imágenes de
la pantalla en las cuales los habitantes
de la caverna fijan su m irada son sus doxai, las co sas que se les m
uestran y cómo se les m uestran. Si quieren mi
rar a las cosas tal y como son de verdad deben girarse, es decir, cambiar su posición, porque, como vimos
antes, toda doxa de pende de y se corresponde con la posición de
cada cual en el mundo.
Un punto de
inflexión mucho más decisivo en la biografía
del filósofo acontece cuando este aventurero solitario no
se contenta con el fuego en la
caverna y con los objetos que ahora aparecen
tal y como son, sino que desea averiguar de dónde proviene este fuego y cuáles son las causas
de las cosas. De nuevo se gira y encuentra
una salida al exterior de la caverna,
una escalera que le conduce al
cielo claro, un paisaje sin cosas u
hombres. Aquí aparecen las ideas, las esencias eternas de las cosas perecederas y de los hombres
mortales iluminadas por el sol, la idea
de las ideas, que capacita al
observador para ver y a las ideas para
brillar. Éste es ciertam ente el clímax en la bio grafía del filósofo, y es
aquí donde comienza la tragedia. Sien do todavía un hombre mortal, él no
pertenece a este lugar y no puede perm
anecer en él, sino que debe retornar a la caverna como a su hogar terrenal, y, sin embargo, ya
no se siente en la caverna como en su
casa.
Cada uno de estos virajes ha estado acompañado
de una pérdida del
sentido y la orientación. Los ojos acostumbrados a las apariencias sombrías proyectadas en la pared se ciegan
con el fuego de la parte trasera de la
caverna. Una vez adaptados a la débil
luz del fuego artificial, los ojos son
cegados por la luz del sol. Pero lo peor de todo es la pérdida de orientación
que recae sobre esos ojos una vez acostum brados a la luz brillante
bajo el cielo de las ideas, y
que ahora deben encontrar su ca mino en la oscuridad de la cueva. Por
qué los filósofos no son capaces de
saber qué es bueno para ellos mismos —y cómo es tán alienados respecto de los
asuntos hum anos— se capta en esta metáfora:
ya no pueden ver en la oscuridad de la cueva,
han perdido su sentido de la orientación, han perdido lo que nosotros llamaríamos su sentido común. Cuando
vuelven e in tentan contar a los habitantes de la caverna que han estado fuera de ella, lo que dicen no tiene ningún
sentido; para los ha bitantes de la cueva, cualquier cosa que ellos digan les
suena
como si el mundo estuviese «cabeza abajo» (Hegel).
El filósofo que regresa
está en peligro porque ha perdido el sentido co mún necesario para orientarse
en un mundo común a todos y, además,
porque lo que alberga en sus pensamientos contradice el sentido común del mundo.
Forma parte de los aspectos desconcertantes en
la alegoría de la caverna que
Platón describa a sus ocupantes como para lizados y encadenados
frente a una pared, sin posibilidad algu na de hacer nada o de comunicarse
los unos con los otros. En efecto, las
dos palabras políticamente más
significativas que designan la actividad
hum ana, el discurso y la acción (lexis
y praxis) llaman la atención por
su ausencia en toda esta histo ria.
La única ocupación de los habitantes de la caverna es m i rar la
pared; obviamente aman el m irar por sí mismos, con in dependencia
de toda necesidad práctica.14 En otras palabras, los habitantes de la
caverna son descritos como hombres ordi narios, pero tam bién en función
de esa cualidad que com par ten con los filósofos: Platón los representa como
filósofos en potencia, ocupados en la
oscuridad y la ignorancia con lo úni co a lo que atiende el filósofo en la
claridad y el conocimiento pleno. Así,
la alegoría de la caverna está diseñada no tanto para describir el aspecto de la filosofía
desde el punto de vista de la política
como para describir el aspecto de la política, del terreno de los asuntos humanos, desde el
punto de vista de la filosofía. Y el
propósito es descubrir en el terreno de la filoso fía aquellos criterios que
son apropiados para una ciudad for mada, sin duda, por habitantes de la
caverna, pero, al mismo tiempo, para
habitantes que, aunque oscura e ignorantemente,
se han formado sus propias opiniones con respecto a los mis mos asuntos
que conciernen al filósofo.
Dado que la narración está diseñada en función de dichos propósitos políticos, Platón no nos
dice qué es lo que distingue al filósofo
de aquellos que también am an el m irar por sí mis mos, o qué es lo que le
hace comenzar su aventura solitaria y
14. Véase Aristóteles, Metafísica, 980 a 22-25.
rom per los grilletes que le encadenan a la
pared de la ilusión.
De nuevo, al final de la historia, Platón
menciona de pasada los peligros
que aguardan al filósofo en su regreso, y concluye a partir de dichos peligros que el filósofo
—aunque no esté in teresado en los asuntos hum anos— debe asum ir el
gobierno, aunque sólo sea por miedo a
ser gobernado por los ignorantes. Pero
no nos cuenta por qué no puede persuadir a sus conciu dadanos, quienes de
todos modos están ya pegados a la pared
y, con ello, preparados en cierta manera para recibir «cosas más elevadas», como Hegel las llamaba, para que
sigan su ejemplo y eligan el camino al
exterior de la caverna.
Con objeto de
responder a estas preguntas debemos re cordar dos afirmaciones de Platón que no
tienen lugar en la alegoría de la
caverna, pero sin las cuales dicha alegoría
perm a nece obscura y que ella misma,
por así decirlo, da por senta das. La prim era tiene lugar en el Teeteto —un diálogo sobre la diferencia entre epistémé (conocimiento) y doxa (opinión)— donde Platón define el origen de la filosofía: Mala gar philosop- hou tonto to pathos, to thaumadzein;
ou gar alie arché philosop- hias hé
hauté (Pues el asom bro es lo que el filósofo soporta en mayor grado; pues no hay otro comienzo para la filosofía que el
asom bro [...]).15 Y la segunda tiene lugar en la Carta sépti ma,
cuando Platón habla sobre aquellas
cosas que para él son las más serias (peri
hón egó spoudadzó), es decir, no tanto la fi losofía
tal y como nosotros la entendem os sino su tem a y su fin eternos. A propósito de ello afirma: Rhéton
gar oudamós estin hós alia mathémata,
all’ek pollés synousias gignomenés
[...] hoion apó pyros pédésantos exaphthen phós (Es completa
mente imposible hablar sobre esto del mismo modo que sobre las otras cosas que aprendemos; más bien,
después de una lar ga convivencia con ello [...] se enciende una luz como de
un chispazo).16 En estas dos afirm
aciones tenemos el comienzo y el final
de la vida del filósofo, que la historia de la caverna omite.
15. 155 d. 16. 341 c.
Thaumadzein, el asombro ante aquello que es tal y como
es, constituye,
según Platón, un pathos, algo que se soporta, y como tal bastante distinto del doxadzein,
del form ar una opi nión sobre algo.
El asombro que
el hom bre soporta o que le acaece no
puede ser relatado en
palabras porque es
demasiado general para las palabras.
Platón debe haberlo encontrado pri meramente en aquellos estados traumáticos
en los cuales,
según se afirm a con frecuencia, Sócrates caía en
una inmovilid
ad total, como
atrapado por un rapto, con la m irada perdida, sin
ver
ni oír nada. La idea de que este asom bro mudo es el co mienzo de
la filosofía se convirtió en un axioma tanto para Platón como para Aristóteles, y es esta
relación con una expe riencia concreta y única lo que distinguía a la escuela
socrática de todas las filosofías
anteriores. Para Aristóteles, no menos
que para Platón, la verdad última está más allá de las palabras. En la terminología aristotélica, el
recipiente hum ano de la ver dad es el nous, el espíritu, cuyo
contenido no posee logos (hón
ouk esti logos). Del mismo modo que Platón oponía la doxa
a la verdad, así Aristóteles opone la phronésis
(la intuición política) al nous
(el espíritu filosófico).17 Este asom bro ante todo lo que es tal y como es nunca se relaciona con una
cosa particular y, por consiguiente,
Kierkegaard lo interpretó como la experien cia de la no-cosa, de la nada. La
generalidad específica de las
afirmaciones filosóficas, que las distingue de las afirmaciones científicas, surge de esta experiencia. La
filosofía como disci plina especial, en la medida en que siga siéndolo, se
basa en ella. Y tan pronto como el
estado de asom bro mudo se traduce en
palabras no empezará haciendo afirmaciones, sino que for m ulará bajo
infinitas variaciones lo que denominamos las pre guntas últimas: ¿Qué es el
ser? ¿Quién es el hombre? ¿Cuál es el
sentido de la vida? ¿Qué es la muerte?, etc. que tienen en co mún que no
pueden ser contestadas científicamente. La afir mación de Sócrates «sólo sé
que no sé nada» expresa en térm i nos cognoscitivos esta carencia de
respuestas científicas. Pero en un
estado de asombro esta declaración pierde su árida ne-
17. Ética a Nicómaco, 1142 a 25.
gatividad, pues el
resultado que queda en la mente de la perso na que ha soportado el pathos del asom bro solamente puede
ser expresado así: «Ahora sé
lo que significa no saber; ahora sé que no sé». Es a partir de la experiencia
efectiva del no saber, en la cual se
revela uno de los aspectos básicos de
la condición humana en la Tierra, cuando surgen las preguntas últimas, no a partir
del hecho racional y demostrable de que existen cosas que
el hombre no conoce y que los que
creen en el progreso es per
an que sea enmendado por
completo algún día, o que los positivistas descartarían
como irrelevante. Al formular las pre guntas últimas y sin contestación
posible el hombre se define como un ser
que hace preguntas. Ésta es la razón de que la
ciencia, que formula preguntas que sí se pueden contestar, deba su origen a la filosofía, un origen que
permanece como su fuente siempre presente
a través de las generaciones. Si alguna
vez el hombre perdiese la facultad de hacerse las preguntas úl timas
perdería, por esa misma razón, la facultad de hacerse preguntas que sí tienen respuesta. Dejaría de
ser un ser que hace preguntas, lo cual
supondría no sólo el fin de la filosofía,
sino tam bién el de la ciencia. Con respecto a la filosofía, si es cierto que comienza con el thaumadzein
y que concluye en la mudez, entonces
term ina exactamente donde comenzó. Co mienzo y final son lo mismo en este
caso, lo cual constituye el más
fundamental de los llamados círculos viciosos que se pue den encontrar en
tantos argumentos estrictamente filosóficos.
Es esta conmoción filosófica de la cual habla Platón la que impregna todas las
grandes filosofías y lo que separa al filósofo
que se mantiene en ella de todos aquellos con los que convive.
Y la diferencia entre los filósofos,
que son pocos, y la multitud no es
bajo ningún concepto —como ya indicara Platón— que la mayoría no sepa nada del pathos
del asombro, sino más bien que rehúsan mantenerse en él. Este
rechazo se expresa en el doxadzein,
en el form ar opiniones acerca de asuntos sobre
los cuales el hombre no puede tener opiniones porque los cri terios
comunes y com únm ente aceptados del sentido común no son aplicables aquí. La doxa, en
otras palabras, puede con vertirse en lo opuesto a la verdad porque el doxadzein
es, en
efecto, lo opuesto del thaumadzein. Tener opiniones constituye un error en lo concerniente a
aquellos asuntos que solamente conocemos
en el asombro mudo ante lo que hay.
El filósofo, quien, por así decirlo, es un
experto en asombro
y en
hacerse esas preguntas que surgen cuando nos sentimos maravillados ante algo —y cuando Nietzsche dice
que el filóso fo es el hom bre al cual le pasan continuam ente cosas extraor dinarias alude al mismo asunto— se
encuentra en un doble
conflicto con la polis. Puesto que su experiencia más profunda carece de palabras, se ha situado fuera del
terreno político, en el
cual la facultad más elevada del hombre es, precisamente, la del discurso: el logon
echón es lo que hace del hombre un dzóon politikon, un ser político. Además, la
conmoción filosófica gol pea al hom bre en su singularidad, esto es, ni en su
igualdad con los demás ni en su absoluta
distinción respecto de ellos. En esta
conmoción el hombre en singular está, por así decirlo, enfrentado por un instante pasajero con todo
el universo, tal y como lo estará de
nuevo en el momento de su muerte. Está en
cierta m edida alienado de la ciudad de los hom bres, quienes únicamente pueden ver con suspicacia lo que
atañe al hombre en singular.
Con todo,
incluso más grave en sus consecuencias es el otro conflicto que
amenaza a la vida del filósofo. Puesto que el pat- hos del
asombro no es ajeno a los hombres
sino que, por el con trario, e
s una de las
características más generales de la condi ción hum ana, y
puesto que el modo de salir de él es, para la
multitud, form ar opiniones
allí donde no son de recibo, el filó sofo entrará en conflicto
inevitablemente con dichas opiniones,
que él encuentra intolerables. Y, dado que su propia experiencia de enmudecimiento se expresa solamente en la
formulación de preguntas sin respuesta,
efectivamente está en una desventaja
decisiva en el momento en que regresa al terreno político. Él es el único que no sabe, el único que no tiene
una doxa distintiva y claramente
definida para competir con las demás opiniones, so bre cuya verdad o falsedad
desea decidir el sentido común, esto es,
ese sexto sentido que no solamente tenemos todos en común sino que también nos inserta en un mundo común,
haciéndolo
así posible. Si el filósofo comienza a hablar
en este mundo del
sentido
común, al cual pertenecen también nuestros prejuicios y juicios comúnmente
aceptados, siempre estará tentado de ha blar en términos sin sentido o
-—por usar una vez más la frase de
Hegel— a poner el sentido común «cabeza abajo».
Este peligro
surgió con el comienzo de nuestra gran tradi ción filosófica, con Platón y, en m enor
medida, con Aristóte les. El filósofo,
excesivamente consciente a raíz del juicio de Sócrates de la incom patibilidad inherente que se da entre las experiencias filosóficas fundam entales y las experiencias polí ticas
fundamentales, generalizó la conmoción inicial e inicia dora del thaumacLzein.
En este proceso se perdió la posición socrática, no porque Sócrates no dejase nada
escrito o porque Platón voluntariam ente
lo distorsionase, sino porque se per
dieron las intuiciones socráticas, nacidas de una relación
to davía intacta entre la política y la experiencia específicamente filosófica. Pues lo que es cierto para este
asombro, en
el cual comienza toda filosofía, no es cierto para el subsiguiente
diá logo solitario en sí mismo. La soledad,
o el diálogo pensante del dos-en-uno,
es una parte integral del ser y el vivir con los demás,
y en esta soledad tampoco el filósofo puede evitar for marse opiniones:
tam bién él llega a su propia doxa. Su distin ción respecto de sus
conciudadanos no consiste en que posea
alguna verdad especial de la cual esté excluida la multitud, sino en que permanece siempre dispuesto a m
antenerse en el pathos del
asombro y, con ello, evitar el dogmatismo de los que meramente tienen opiniones. Al objeto de ser
capaz de compe tir con este dogmatismo del doxadzein, Platón proponía
pro longar indefinidamente el asom bro mudo que está en el co mienzo y el fin
de la filosofía. Platón intentó convertir en un
modo de vida (el bios theórétikos) lo que solamente puede
ser un momento pasajero o, para usar la
propia m etáfora de Pla tón, el chispazo volátil del fuego entre dos
guijarros. Mediante dicho intento, el
filósofo se sitúa y basa toda su existencia en
esa singularidad que experimentó cuando soportó el pathos del thaumadzein, y con ello destruye
la pluralidad de la condi ción hum ana dentro de sí.
Resulta obvio que este desarrollo, cuya causa
original era política, se convirtió en algo de gran im portancia para la filo sofía de Platón. Se manifiesta en las curiosas
desviaciones de su concepto original,
que se encuentran en su doctrina de las
ideas, desviaciones
debidas exclusivamente, en mi opinión, a
su deseo de convertir la
filosofía en algo útil para la política.
Pero ha sido
, por supuesto, de
mucha mayor relevancia para la filosofía
política propiam ente dicha. Para el filósofo, la políti ca
—cuando no consideraba este espacio en su totalidad como algo inferior a su dignidad— devino el campo en el cual se atienden las necesidades elementales de la vida hum ana y, así, se la juzgó en buena medida como un
negocio sin ética, no sólo por parte de
los filósofos, sino tam bién por muchos otros en siglos posteriores cuando las conclusiones
filosóficas, for m uladas originalm ente por oposición al sentido común, ha bían
sido finalmente absorbidas por la opinión pública de los instruidos. Se identificó la política con el
gobierno o el domi nio, y ambos fueron considerados como un reflejo de la
debili dad de la naturaleza humana, del mismo modo que el historial de los hechos y los sufrimientos de los
hombres se vieron como un reflejo de la
pecaminosidad humana. Sin embargo, m ien tras que el inhum ano Estado ideal de
Platón nunca se hizo rea lidad y la utilidad de la filosofía tuvo que ser
defendida a tra vés de los siglos —dado que en la acción política real demostró ser completamente inútil— la filosofía cumplió
un insigne ser vicio para el hombre occidental. Dado que Platón deformó
en cierto sentido la filosofía con propósitos
políticos, ésta conti nuó aportando criterios y reglas, patrones y medidas con
los cuales la mente hum ana pudiese
intentar al menos com pren der lo que estaba ocurriendo en el terreno de los
asuntos hu manos. Es esta utilidad para la com prensión lo que se agotó con la llegada de la era moderna. Los escritos
de Maquiavelo son la prim era señal de
este agotamiento, y en Hobbes encon tramos por prim era vez una filosofía que
no tiene ninguna uti lidad para la filosofía, sino que pretende desarrollarse
a partir de aquello que el sentido común
da por sentado. Y Marx, el úl timo filósofo político de Occidente y el último
que se mantiene
aún en la tradición iniciada por Platón,
intentó finalmente po nerla cabeza abajo junto con sus categorías fundamentales y su jerarquía de valores. Con dicha inversión
la tradición había llegado a su fin.
El comentario de
Tocqueville de que «en la medida en que el pasado
ha dejado
de arrojar luz sobre el futuro, la mente del
hombre vaga en la oscuridad» fue
escrito a raíz de una situa ción en la cual las categorías filosóficas
del pasado ya no bas taban para comprender. Hoy vivimos en un mundo en el que
ni siquiera el sentido común conserva
algún sentido. La quiebra del sentido
común en el mundo presente señala que la filosofía y la política, a pesar de su viejo conflicto,
han sufrido el mismo destino. Y ello
significa que el problema de la filosofía y la po lítica, o de la necesidad de
una nueva filosofía política de la cual
pudiese surgir una nueva ciencia de la política, se halla una vez más en el orden del día.
La filosofía, y la filosofía política como
cualquiera de sus otras ramas, nunca
podrá negar su origen en el thaumadzein,
en el asombro ante lo que es tal y
como es. Si los filósofos, a pesar de
su necesario extrañam iento respecto de la
vida diaria de los asuntos hum anos, llegasen alguna vez a una
verdadera filosofía política,
tendrían que hacer de la pluralidad del hom bre, de la cual surge todo el
espacio de los asuntos humanos —en su
grandeza y en su miseria— el objeto de su thaumad zein. Hablando en térm
inos bíblicos, tendrían que aceptar —tal
y como aceptan en mudo asom bro el milagro del univer so, del hombre y del
ser— el milagro de que Dios no creó al
Hombre, sino que «los creó macho y hembra». Tendrían que aceptar con algo más que resignación ante la
debilidad hum a na el hecho de que «no es bueno para el hombre estar solo».
Cuando hablamos del final de una tradición no pretende mos negar,
como
es obvio, que mucha gente, incluso tal vez la
mayoría (aunque esto lo dudo), todavía viva según criterios tradicionales. Lo que im porta
es que desde el siglo xix la tradi ción ha permanecido en un silencio impenetrable cada vez que le han
salido al paso cuestiones específicamente
modernas, y que la vida política, allí
donde se ha modernizado y ha sufrido
los cambios de la industrialización y la igualdad universal, ha invalidado sus criterios constantemente.
Dicha situación ha sido percibida por
los grandes pesim istas de la historia y en contró su mayor expresión, si bien
la menos dramática, en la obra de Jacob
Burckhardt. Más sorprendente resulta encontrar
el primer presentimiento de una catástrofe inminente, no en el sentido físico o estrictam ente político, sino
como una ruptura inminente de la
continuidad tradicional, en pleno siglo xvm,
en Montesquieu y, un poco más tarde, en Goethe. Montesquieu y Goethe, ninguno de los cuales ha sido nunca
acusado de ser un profeta del desastre,
se expresaron sobre el tema con bas tante claridad.
Montesquieu escribe
en L’Esprit des lois: «La mayoría de las
naciones de Europa están aún regidas por las costumbres. Pero, si por medio d
e un prolongado abuso de poder, si por medio de alguna enorme
conquista, el despotismo se consoli dase en algún momento, no habría
costumbres ni clima inte lectual que pudiesen resistírsele». El tem or de
Montesquieu es que en la sociedad del
siglo xvm solamente quedaban las cos tumbres como factores de estabilidad y,
de acuerdo con él, las leyes que «rigen
las acciones de los ciudadanos», estabilizando
así el cuerpo político del mismo modo que las costumbres es tabilizan
la sociedad, habían perdido su validez. Menos de
treinta años después
Goethe escribe a Lavater en un tono pare cido: «Como en una gran ciudad,
nuestro mundo moral y polí tico está socavado por caminos subterráneos,
sótanos y alcan tarillas, sobre cuya conexión y condiciones de
habitabilidad nadie parece pensar o
reflexionar; pero aquellos que saben algo
de todo esto encontrarán mucho más comprensible si
aquí o allá, de vez en cuando, la tierra se resquebraja, el humo
sale por la grieta y se oyen extrañas voces». Ambos pasajes fue
ron escritos antes de la Revolución Francesa, y pasaron más de 150 años hasta que las costumbres de la
sociedad europea fi nalmente cediesen, el mundo subterráneo surgiese a la
superfi cie y se escuchase su extraña voz en el concierto político del mundo civilizado. Sólo entonces, en mi opinión,
podemos de cir que la edad moderna, que comenzó en el siglo xvii, sacó realmente a la luz el mundo moderno en el que
vivimos hoy en
día.
Está en la propia naturaleza de una tradición
ser aceptada y absorbida, por así decirlo, por el sentido común,
el cual ajusta los datos particulares e
idiosincrásicos de los otros sen tidos
a un m undo que habitam os en com ún y que com parti mos con los demás.
En esta concepción general, el sentido
común indica que bajo la condición hum ana de la pluralidad los hom bres com prueban
y contrastan sus datos sensoriales
particulares con los datos comunes de los demás (del mismo modo que la vista, el oído y otras
percepciones singulares pertenecen a la
condición hum ana del hom bre en su singula ridad y garantizan que pueda
aprehender algo por sí mismo: para la
percepción per se no necesita a sus congéneres). Tan to si decimos que
su esfera específica de com petencia es la
pluralidad de los hom bres, o que lo es el rasgo com ún del m undo hum ano, el sentido común opera, como
es obvio, en el espacio público de la
política y de la moral, y es este espa cio el que necesariam ente se resiente
cuando el sentido co m ún y sus juicios com únm ente aceptados ya no se
sostienen, ya no tienen sentido.
H istóricam ente, el sentido común es tan rom ano en sus orígenes como lo es la tradición.
No es que los griegos y los
judíos careciesen
de sentido común, pero sólo los rom anos lo
desarrollaron hasta que se convirtió en el
criterio más eleva do para la organización de los
asuntos público-políticos. Para los rom anos
recordar el pasado llegó a ser una cuestión de
tradición, y es en este
sentido tradicional que el desarrollo
del sentido común encontró su expresión políticam ente más im portante. Desde entonces,
el sentido común ha estado liga do a la tradición y ha sido alim entado por ésta, de modo que cuando
los criterios tradicionales dejan de
tener sentido y ya no valen como
reglas generales bajo las cuales puedan subsu-
mirse todos o la mayoría
de los casos particulares, el sentido
común se atrofia inevitablemente. Por la misma razón, el pa sado, el
recuerdo de lo que tenem os en común en calidad de origen común para nosotros, se ve am enazado
por el olvido. Los juicios del sentido
com ún ligados a la tradición extraían y
rescataban del pasado todo aquello que fue conceptualizado por la tradición y que aún era
aplicable bajo las condiciones actuales.
Este método «práctico» de recuerdo por parte del sentido común no requería ningún esfuerzo,
sino que nos era conferido, en un mundo
común, como nuestra herencia com partida. Por tanto, su atrofia ha causado
inm ediatam ente una atrofia en la
dimensión tem poral del pasado y ha iniciado el
movimiento progresivo e im parable de superficialidad que cubre con un velo de sinsentido todas las
esferas de la vida moderna.
Por tanto, la misma existencia de la tradición ha dado en gran medida como resultado su
peligrosa identificación con el pasado.
Est
a identificación, enraizada en el sentido común,
ha quedado dem ostrada
en la extraordinaria consistencia y ex-
haustividad de las categorías tradicionales frente a multitud de cambios, a veces muy radicales. ¿Qué podría
ser más im pre sionante que su supervivencia a la decadencia de Grecia y
al surgimiento de Roma, a la caída del
Imperio Romano y a su completa absorción
(en lo que concierne a la tradición del pen samiento político) por la doctrina
cristiana? Los cambios radi cales en nuestro pasado histórico —aunque
posiblemente no sotros seamos los peores jueces en esta m ateria— son mayores
que nada de lo
que haya pasado desde el comienzo de la era
moderna,
a pesar del hecho de que las revoluciones políticas e industriales de los siglos xvm y xix pusieron a prueba todos los patrones morales y políticos
tradicionales. La m agnitud del cambio
revolucionario moderno es mucho más profunda úni camente si la medimos según
los términos de la tradición, pero no si
la comparamos con las agitaciones políticas de nuestra historia.
El final de nuestra tradición obviamente no es ni el fin de la historia ni el del pasado, hablando en térm inos generales. His toria y tradición no son lo mismo. La
historia tiene muchos fi nales y muchos comienzos, siendo cada uno de sus finales un nuevo comienzo, y poniendo cada uno de
sus comienzos un fi nal a lo que había antes. Además, podemos fechar
nuestra tra dición con mayor o menor certeza, pero ya no podemos
fechar nuestra historia. La consciencia
histórica m oderna —y resulta harto dudoso que ningún período del pasado conociese
nada que se le parezca— comenzó y
encontró su expresión decisiva
cuando, hace apenas doscientos años, se abandonó la vieja
práctica de contar los siglos a partir de un punto de partida
de finido, la fundación de Roma, por ejemplo, o el año del naci miento de
Cristo, a favor de la práctica de contar hacia delante y hacia atrás a partir del año uno (véase
Cullmann, Cristo y el Tiempo).
Lo decisivo de esta práctica no es que el nacimiento de Cristo aparezca como el punto de inflexión
en la historia universal (había
aparecido como tal con mayor vigor y signifi cación durante muchos siglos
anteriores sin conducir a esta cronología
moderna), sino que tanto el pasado como el futuro conducen ahora a una infinitud temporal, en
la cual podemos sum ar al pasado del
mismo modo que podemos sum ar al futu ro. Esta doble apertura a la infinitud,
que se corresponde es trecham ente con nuestra nueva consciencia histórica, no
sólo contradice en cierto modo el mito bíblico
de la creación, sino que también elimina
la cuestión mucho más antigua y más general
de si el tiempo histórico mismo puede tener un comienzo. En su m ism a cronología, la edad m oderna ha
establecido una suerte de inm ortalidad
terrenal potencial para la hum anidad.
Sólo una parte relativamente pequeña de dicha
historia está conceptualizada
en nuestra tradición, cuya relevancia descansa
en el hecho de que cualquier
experiencia, pensamiento o hecho que no
se ajustase a sus categorías y criterios prescriptivos, que fueron desarrollados desde su comienzo,
estaba en peligro constante de ser
olvidado. O bien, si
este peligro era conjurado por medio de la poesía y de la religión, lo que no se conceptua- lizaba estaba condenado a permanecer inarticulado en la tradi ción filosófica
y, por tanto, sin la influencia directa y
formativa que sólo la tradición, y
no el poder persuasivo de la belleza o la fuerza
penetrante de la piedad, puede conllevar y transm itir a través de los siglos, con independe
ncia de cuán gloriosamen te o cuán
piadosamente pudiese ser recordado de
otro modo. El carácter defectuoso de
nuestra tradición con respecto a nuestra historia es aún más pronunciado en
la tradición de pensamiento político que en la de la filosofía
en general. Se po drían fácilmente enumerar, con todo detalle y del modo más provechoso, aquellas experiencias políticas
de la humanidad occidental que quedaron
sin sitio, podríamos decir que sin un
hogar, en el pensamiento político tradicional. Entre ellas se puede encontrar la primigenia experiencia
pre-polis de los grie gos, tal y como existe en el mundo homérico, con su
compren sión de la grandeza de los hechos y las empresas humanas, y que encuentra su eco en la historiografía
griega. Tucídides, al comienzo de su
obra, dice que está narrando la historia de la
guerra del Peloponeso porque, en su opinión, era «el más gran de
acontecimiento conocido en la historia». Heródoto escribe no solamente para salvar del olvido todo lo
que los hombres han traído a la
existencia, sino también para evitar que hechos
grandes y maravillosos queden sin alabanza. Dicha alabanza es necesaria debido a la fragilidad de la
acción humana, que, de entre todas las
clases de logros humanos, es el único más fu gaz aún que la vida misma,
profundamente dependiente del recuerdo
en la alabanza de los poetas o en el registro de los his toriadores, cuyas
obras, aunque no fuesen consideradas más
grandes que las hazañas mismas, siempre fueron reconocidas como poseedoras de una permanencia mayor.
El héroe, el «hacedor de grandes hechos y
orador de gran des palabras», como se llamaba a Aquiles, necesitaba al
poeta —no al profeta, sino al vidente— cuyo don divino ve en el pa sado lo que vale la pena contar en el presente
y en el futuro. Este pasado prepolis de
Grecia es la fuente del
vocabulario político griego que aún
pervive en todas las lenguas europeas;
sin embargo, la tradición de
filosofía política, comenzando como comenzó en el momento de decadencia incipiente en la vida de la polis griega, no pudo
más que formular y categorizar estas
experiencias tem pranas en los términos de la polis, con el resultado de que nuestra misma palabra
«política» se deriva de y señala hacia esa forma específica de vida política, confirién dole una especie de
validez universal. Tan sólo se preservaron
vestigios rudim entarios del significado original de
palabras como archein y prattein,
de modo que, lo sepamos o no, cuan do hablamos y pensamos acerca de la acción,
que después de todo es uno de los
conceptos más importantes, quizá el central,
de la ciencia política, tenemos en mente un sistema categorial de medios y fines, de gobernar y ser gobernado,
de intereses y criterios morales. Este
sistema debe su existencia al comienzo
de la filosofía política tradicional, pero en ella no queda ape nas
espacio para el espíritu de comenzar una empresa y, junto con otros, seguirla hasta su conclusión, que
anim ó en un tiem po las palabras archein y prattein. En la
Grecia clásica, arcke tenía
simplemente dos significados, «comienzo» y «gobierno», pero anteriorm ente indicaba que aquel que
comienza es el lí der natural de una empresa que necesariam ente necesita
del prattein de sus seguidores
para ser completada.
El quid de la
cuestión es que se suponía que solamente los
hechos humanos poseían y
hacían evidente una grandeza espe cífica que les era propia, de modo que no se necesitaba ni po día siquiera
hacerse uso de ningún «fin», de ningún telos últi mo, para su
justificación. Nada podía ser más ajeno a la
experiencia prepolis de los hechos hum anos que la definición aristotélica de la praxis, que alcanzó
un rango de autoridad a lo largo de la
tradición: «Las acciones difieren con respecto a lo bello y a lo no bello no tanto por ellas
mismas como en fun
ción del fin por el cual son emprendidas» (Política,
vii 1333 a 9-10). La diferencia entre las cosas que se dan por
naturaleza como
parte del universo, así como el universo mismo, y los asuntos
hum anos que deben su existencia al
hombre, no radi caba en que los últimos
fuesen de m enor importancia, sino en
que no eran inmortales. Ni la m ortalidad del hombre ni la fra gilidad de los asuntos
hum anos constituían en ese
momento argumentos contra la grandeza
del hombre y la grandeza po tencial de sus empresas. La gloria, la
posibilidad específica mente hum ana de inmortalidad, era debida a
todo aquello que revelaba
grandeza. Con su sentido para la grandeza de los he chos y los acontecimientos humanos, los historiadores
griegos, Tucídides tanto como Heródoto,
fueron los descendientes de Homero y de
Píndaro. Cuando ellos dictaminaban lo que debía
salvarse del olvido para la posterioridad porque poseía grande za no
estaban interesados en el cuidado del historiador moder no por explicar y
presentar un flujo continuo de acontecimien tos. Como los poetas, contaban sus
historias para beneficio de la gloria
humana; a este respecto la poesía y la historia todavía tienen esencialmente el mismo tema, a saber:
las acciones de los hombres, que
determinan sus vidas y en las cuales reside su
buena o mala fortuna (véase Aristóteles, Poética, vi 1450 a
12- 13). La percepción de que la
grandeza hum ana no puede reve larse en ninguna otra parte más que en el hacer
y en el sufrir se hace todavía evidente
en la noción de «grandeza histórica»
empleada por Burckhardt, y ha estado siempre presente en la poesía y en el drama. Jamás fue ni siquiera
tenida en cuenta por nuestra tradición
de pensam iento político, la cual comen zó después de que el ideal del héroe,
el «hacedor de grandes hechos y orador
de grandes palabras», hubo cedido el paso al
del hombre de Estado en cuanto legislador, cuya función no era actuar sino im poner reglas perm anentes
a las circunstan cias cambiantes y a los asuntos inestables de los hombres
que actúan.
Esta cerrazón
que nuestra tradición ha mostrado desde su
comienzo contra todas las experiencias políticas
que no entra ban en sus esquemas —incluso si éstas eran las experiencias de
su propio pasado directo, de tal modo que su vocabulario tenía q
ue ser reinterpretado y las palabras dotadas de un nuevo sig nificado— ha sido una de sus características
sobresalientes. La mera tendencia a excluir todo
lo que no era coherente se trans formó en un gran poder de exclusión,
que mantuvo la tradi ción intacta frente a todas las experiencias nuevas, contradic torias y conflictivas.
Sin duda, la tradición no pudo evitar que
estas experiencias tuviesen lugar ni que ejerciesen su influen cia form
ativa sobre la vida espiritual efectiva de la hum ani dad occidental. En
ocasiones, esta influencia fue tanto mayor
debido a que no existía un pensam iento articulado corres pondiente que
sirviese como base para una discusión o recon sideración, con el resultado de
que su contenido se daba por sentado. Éste
es de modo notable el caso de nuestra propia
comprensión de la tradición, que es rom ana en su origen y que descansa sobre una experiencia política rom
ana que, en sí misma, apenas desempeña
ningún papel en la historia del pen samiento político.
En claro
contraste con la experiencia griega prepolis, así como con la experiencia de la polis en
la historia griega, está la experiencia
rom ana según la cual la acción política consiste en la fundación y preservación
de una civitas. En cierto sentido, la
convicción del carácter
sagrado de la fundación como
fuerza aglutinante para todas las generaciones futuras se
corresponde con esa experiencia política
específicamente griega de la cual sabemos, únicam ente a partir de unas pocas fuentes en la literatura griega, el gran papel que
debe de haber desempe ñado en la vida de las ciudades-Estado griegas: la
experiencia de la colonización, la
partida de los ciudadanos de sus casas en
busca de nuevas tierras y la eventual fundación de una nueva polis. Ése es el sentido permanente de los
sufrimientos y de las andanzas narradas
en la Eneida, cuyo único objetivo y fin
es la fundación de Roma —dum conderet urbem— que Virgilio resume al comienzo de su relato épico en una
sola línea: Tantae molis erat Romanam
condere gentem (i, 35). Tan grande
fue el esfuerzo y el sufrimiento para fundar el pueblo de Roma, repetido tanto por los poetas como por los
historiadores
romanos al comienzo de su historia que, a través de la leyenda fundacional de la Eneida,
el pueblo rom ano se adhirió a la historia griega, del mismo modo que aprendió su
propio alfa beto en la colonia griega de Cumae. Esta adhesión se realizó con una precisi
ón a la cual debemos siempre estar agrade
cidos, y maravillarnos por una
historia que nunca perdió de vista,
olvidó ni perm itió que no quedase
registrada cualquier cosa que se juzgaba
como verdaderam ente extraordinaria. Al mismo tiempo que retomó la experiencia
griega de la coloniza ción, que el
pensamiento griego había olvidado, la historia ro mana incorporó la
experiencia política no griega del carácter
sagrado del hogar y la familia, que les salió al paso a los grie gos en
Troya. Se preserva en la alabanza de Homero a Héctor, en su separación de Andrómaca y en su muerte,
la cual, de modo bien distinto a la m
uerte de Aquiles, no sirvió para su
propia gloria inmortal, sino como sacrificio por la ciudad y sus familias congregadas junto al hogar o la
chimenea, en definiti va, por todo lo que más tarde circunscribirá el término pietas, la piedad reverente hacia los dioses del núcleo
familiar (los pe nates) y de la ciudad, el verdadero contenido de la
religión ro mana. La Eneida se desarrolla como si fuese Héctor quien
ha sido destinado a sufrir el sino de
Ulises, en el sentido de que el
resultado de los viajes no es un retorno, sino la fundación de un nuevo hogar, con lo cual tanto la fundación
como el hogar surgen con un nuevo poder
enfático.
Debido a que
para los romanos la experiencia griega de la
colonización se convirtió en el suceso político central,
Roma fue incapaz de repetir su propia fundación mediante el
esta blecimiento de colonias, en lo cual se distingue de las poleis. La fundación
de Roma siguió siendo única e irrepetible: las
ramificaciones de Roma en Italia permanecieron bajo juris dicción
romana, m ientras que ninguna colonia griega perm a neció bajo la jurisdicción
de su metrópolis. Toda la historia ro mana se basa en esta fundación como en
un comienzo para la eternidad. Fundada
para la eternidad, incluso para nosotros
Roma ha seguido siendo la única ciudad eterna. La santifica ción del
gigantesco, casi sobrehum ano y, por tanto, legendario
esfuerzo de fundación, el establecimiento de un nuevo hogar, se convirtió en la piedra angular de la religión romana,
en la cual se consideraban
como idénticas la actividad política y la reli giosa. En palabras
de Cicerón, «no existe nada a través de lo
cual la virtud hum ana se
aproxime más a las formas sagradas {numen)
de los dioses que por medio de la fundación de una nueva civitas o la preservación de una
ya establecida» (De res publica,
vii, 12). La religión era el poder que otorgaba seguri dad a la fundación al
proporcionar un lugar donde los dioses
pudiesen habitar entre los hombres. Los dioses de los romanos habitaban en los templos de Roma, no como los
de los griegos que, aunque protegían las
ciudades construidas por los hom bres y podían m orar temporalmente en ellas,
siempre tenían su propio hogar en el
Olimpo, lejos de los hogares de los mortales.
Dicha religión
romana, basada en la fundación, convirtió en
un deber sagrado conservar todo lo transm itido por los ances
tros, los maiores o
más grandes. Así pues, la tradición se volvió
sagrada y no sólo impregnó la República rom ana, sino que tam bién sobrevivió a su transform
ación en Imperio romano. Preservaba y
transm itía la autoridad, que se basaba en el testi monio de los
ancestros, que habían visto con sus
propios ojos la fundación sagrada. De
este modo, la religión, la autoridad
y la tradición se hicieron inseparables, expresando la sagrada
fuerza vinculante de un comienzo revestido de autoridad
al cual se permanece unido por medio de
la fuerza de la tradi ción. Dondequiera que la Pax Romana del
Imperio extendió lo que iba a emerger en
último término como la civilización occi dental, esta trinidad rom ana echó raíces
junto con la noción, tam bién romana, de
la comunidad hum ana como una societas,
el vivir juntos de los socii, de los hombres aliados sobre la
base de la buena fe. Pero toda la fuerza
del espíritu romano, o la fuerza de una
fundación suficientemente fiable para la form a ción de comunidades políticas,
sólo se m anifestó tras la caída del
Imperio, cuando la nueva Iglesia católica se hizo tan pro fundamente rom ana
que reinterpretó la resurrección de Cristo
como la piedra angular sobre la cual iba a ser fundada otra ins titución
permanente. Con la repetición de la fundación de Roma
a través de la fundación
de la Iglesia católica la gran trinidad política rom ana
de religión, tradición y autoridad pudo ser
transportada a la era cristiana, donde dio lugar a
un milagro de longevidad para una
institución concreta, en lo cual sólo
puede compararse con el milagro de la historia milenaria de R om a en la Antigüedad.
La Iglesia cristiana, como institución pública
que heredó la concepción política romana
de la religión, pudo superar la fuer te tendencia antiinstitucional
del credo cristiano que resulta tan
evidente
en el Nuevo Testamento. Invocada por Constanti no, incluso antes de la caída
de Roma, con el fin de ganar para el Imperio
decadente
la protección del «más poderoso Dios» y
para rejuvene
cer la religión romana, cuyos dioses ya no eran
lo suficientemente poderosos, la Iglesia ya tenía su propia tradi ción, basada en la vida y los hechos de
Jesús tal y como se cuentan en
los Evangelios. Su piedra fundacional fue, y lo ha seguido siendo desde entonces, no la
mera fe cristiana o la obe diencia judía
a la ley divina, sino más bien el testimonio otor gado por los autores,
del cual deriva su propia autoridad en la
medida en que se lo transm ite {tradere) en cuanto tradición
de generación en generación. Puesto que
la Iglesia, en su papel como nuevo
protector del Imperio romano, había mantenido
intacta la trinidad esencialmente rom ana de religión, autoridad y tradición, pudo convertirse finalmente en
la heredera de Roma y ofrecer a los
hombres «en cuanto miembros de la Igle sia cristiana el sentido de ciudadanía
que ni Roma ni otras ciu dades podían ya ofrecerles» (R. H. Barrow, The
Romans, 1949, pág. 194).* Quizá el
mayor triunfo del espíritu romano es que la
fórmula romana pudiese permanecer intacta en la Edad Media cristiana, simplemente intercam biando la
fundación de Roma por la fundación de la
Iglesia católica. La ruptura de esta tradi ción por la Reforma no fue
conclusiva, puesto que sólo ponía a
prueba la autoridad de la Iglesia católica, pero no la trinidad de religión, autoridad y tradición. Dicha
ruptura tuvo como resul
* Trad. cast.: Los romanos, México, Fondo de Cultura Económica, 1950.
(N. del t.)
tado la aparición de numerosas «iglesias» en lugar de una sola Iglesia católica,
pero nunca abolió, ni pretendió hacerlo,
una religión que descansa
en la autoridad de aquellos que presen ciaron su fundación
como suceso histórico único y cuyo testi monio se mantiene con vida por medio de la tradición. Sin em
bargo, desde ese momento la quiebra
de cualquiera de las tres —religión,
autoridad o tradición— inevitablemente ha traído consigo la caída de las otras dos. Sin la sanción de la creencia religiosa, ni la autoridad ni la tradición
están seguras. Sin el apoyo de las
herram ientas tradicionales de
comprensión y de juicio, tanto la religión
como la autoridad están abocadas al desmoronamiento. Y es un error de la tendencia autoritaria en el pensamiento político creer que la autoridad puede sobrevivir al declive de la
religión i
nstitucional y a la ruptura en la conti nuidad de la tradición. Las tres
juntas quedaron condenadas cuando, con
el comienzo de la edad moderna, la vieja creencia en el carácter sagrado de la fundación
acaecida en un pasado distante dio paso
a la nueva creencia en el progreso y en el fu turo como un progreso sin fin,
cuyas posibilidades ilimitadas no sólo
no pueden estar atadas a ninguna fundación pasada, sino que tampoco ninguna nueva fundación podría
detenerles o frustrarlas en su
potencialidad infinita.
La transformación antes mencionada de la acción en gober nar y ser
gobernado —esto es, en la división
entre aquellos que dan órdenes y aquellos
que las ejecutan— es el resultado inevi table cuando el modelo para comprender la acción se tom a del espacio privado de la vida en el hogar y se traslada al espacio público-político donde la acción,
hablando propiam ente, tiene lugar como
una actividad que se desarrolla sólo entre perso nas.’ Ha permanecido
como algo inherente al concepto de go-
1. Véase H. Arendt, Responsibility and Judgment, Nueva York, Schocken Books, 2003, J.
Kohn (comp.), «Prólogo», págs. 12-14 (trad. cast.: Responsabilidad y juicio, Barcelona, Paidós,
2007), donde «persona» se deriva de per-sonare, una voz que «sue
na a través de una máscara pública. Aquí «personas»
se utiliza en el sentido romano para referirse a los poseedores de
derechos y obligaciones civiles. (N. del e.)
bierno considerar la acción como la ejecución de órdenes y, por tanto, distinguir en el espacio político entre aquellos que saben
y aquellos que hacen, precisam ente porque dicho con cepto encontró su acceso a la teoría política a través
de las muy especiales
experiencias del filósofo, mucho antes de que
se lo pudiese justificar por medio de la experiencia política ge neral. El
deseo de mandar, antes de que coincidiese con las ne cesidades políticas
durante el declive y la ruina de los cuerpos políticos
de la Antigüedad, o bien había
consistido en la volun tad tiránica de dom inar o bien había sido
el resultado de la in capacidad del
filósofo para ajustar su propio estilo de vida y sus propios intereses al espacio público-político
donde para él, en no menor medida
que para los demás griegos, las
posibili dades específicamente hum anas podían m ostrarse del modo más apropiado. El concepto de gobierno, tal y
como lo encon tram os en Platón y tal y como se hizo determ inante para
la tradición de pensam iento político,
posee dos fuentes incon fundibles en la experiencia privada. Una es la
experiencia que Platón compartió con los
demás griegos, según la cual el go bierno era prim ordialm ente el gobierno
sobre los esclavos y se expresaba en la
relación amo-esclavo, basada en el m andato y
la obediencia. La otra era la necesidad «utópica» del filósofo por convertirse en el gobernante de la ciudad,
es decir, por ha cer valer en la ciudad esas «ideas» que sólo pueden
percibirse en soledad. Las ideas no
pueden transm itirse a la multitud a la
manera convencional de la persuasión, el modo específicamen te griego
de ganar prominencia y predominancia, pues su reve lación y su percepción no
son comunicables de ningún modo mediante
el discurso, y aún menos en el tipo de discurso que caracteriza a la persuasión.
De este modo,
m ientras que las consecuencias de la expe riencia de la fundación ejercieron la más profunda
influencia no sólo sobre nuestro
sistema legal, sino prim ordialm ente so bre el curso de nuestra historia
religiosa y espiritual, su signi ficación política se habría perdido si no
fuese por las revolu ciones dieciochescas en Francia y América, las cuales no
sólo fueron representadas, como dijo
Marx, con atuendo romano,
sino que tam bién
revivieron realm ente la contribución funda mental de Roma a
la historia occidental. Cualquiera que fue se el entusiasm o que en
su momento la propia palabra «revo
lución» encendía en los corazones de los hom bres, éste derivaba del orgullo y del sentim iento de adm iración ante la grandeza de la fundación, mientras
que la razón por la cual la experiencia
de la fundación, a pesar de la inm
ensa influencia de Roma sobre nuestros
conceptos de tradición y autoridad,
apenas tuvo ninguna influencia sobre nuestra tradición de pensam iento político, descansa paradójicam
ente en el respeto rom ano por
la fundación dondequiera que se la
encontrase. La filosofía griega, aunque nunca fue aceptada
totalm ente e incluso encontró en
ocasiones, especialmente por parte de Ci cerón, una oposición
vehemente, impuso pese a todo sus cate gorías sobre el pensam iento político,
debido a que los rom a nos la reconocían como la única fundación verdadera y,
por tanto, eterna de la filosofía, del
mismo modo en que exigían que el mundo
entero reconociese la fundación de Roma como
la única fundación política verdadera y eterna en el mundo. Es un error creer que lo que nosotros llam am
os tradición en la civilización
occidental —y cuya quiebra hemos estado con tem plando y sufriendo a lo largo
del surgim iento de la era m oderna— es
equiparable a las sociedades tradicionales de
los denom inados pueblos primitivos o a la m onotonía intem poral de
las antiguas civilizaciones asiáticas, aunque es cierto que la quiebra de nuestra tradición ha
acarreado y ha expan dido la caída de las sociedades tradiciones por todo el
plane ta. Sin la santificación rom ana de la tradición como evento único, la civilización griega, incluyendo la
filosofía griega, nunca se habría
convertido en el m om ento fundacional de
una tradición, aunque pudiera haberse preservado m ediante los esfuerzos de los eruditos de Alejandría
de un modo no vin culante y no obligante. Propiam ente hablando, nuestra tradi
ción comienza con la aceptación rom ana de la filosofía griega como la fundación vinculante, incuestionable
e incontestable del pensam iento, lo que
hizo imposible que Roma desarrolla se una filosofía, ni siquiera una filosofía
política y, por tanto,
dejase su propia experiencia específicam ente política sin una interpretación adecuada.
Aunque no sea de nuestra directa incum bencia,
podemos mencionar de pasada
que las consecuencias de la noción ro mana de tradición no fueron menos
decisivas para la historia de la filosofía
de lo que lo fueron para el pensam iento político. Al contrario que en la política, donde
la trinidad de tradición, autoridad y religión cuenta con una base auténtica
en la expe riencia de la fundación y preservación de la civitas, la filosofía es, por así
decirlo, antitradicional por naturaleza. Así lo enten dió el propio Platón,
si hacemos caso de su afirmación según la cual
el origen de la filosofía está en el
thaumadzein, en el m aravillarse y ser em bargado por el asom bro de modo du radero, lo cual constituye el negocio del filósofo (mala gar phi- losophou
touto to pathos, to thaumadzein; ou gar alie arché
phi- losophias he haute [Teeteto,
155 d]), una afirm ación que fue recogida más tarde por Aristóteles casi palabra por palabra, aunque con
una interpretación distinta (Metafísica,
I, 989 b 9). Sin duda, cuando Platón observaba que el origen de la filosofía
es el pathos
del asombro ante todo lo que es, no era consciente de que la tradición, cuya función principal
consiste en propor cionar respuestas a todas las preguntas encauzándolas según categorías predeterminadas, pudiese en ningún
momento ame nazar la existencia de la filosofía. Pero esta am enaza está im
plícita en los filósofos modernos Leibniz y Schelling, y es explícita en Heidegger, cuando afirm an que
el origen de la filo sofía reside en la pregunta sin respuesta: ¿por qué
existe algo y no más bien la nada? El
trato violento por parte de Platón hacia
Homero, quien en ese momento había sido considerado durante siglos como el «educador de toda la Hélade»,
consti tuye todavía para nosotros el símbolo más insigne de una cul tura que
es consciente de su pasado sin ningún sentido de la autoridad vinculante de la tradición. Nada
parecido a esto, ni siquiera rem otam
ente, resulta concebible en la literatura
romana. Pero es posible darnos cuenta de lo que le hubiese ocurrido a la filosofía si el sentido rom ano
de la tradición no hubiese estado
constantem ente controlado por la filosofía
griega, en un com
entario de Cicerón, perteneciente a una de
sus así llamadas obras filosóficas, donde exclama —en un con
texto que carece de relevancia—: «¿No
es una desgracia para los filósofos dudar
de lo que ni siquiera los campesinos encon trarían dudoso?» (De officiis,
iii, 77); como si no hubiese sido siempre la ocupación desagradable
del filósofo dudar de lo que cada uno de
nosotros da por sentado en la vida cotidiana, y como si cualquier cosa que no perteneciese, en palabras de Kant, a las plausibilidades (Selbstverstandlichkeiten)
de la vida y del mundo pudiese ser
merecedora de la duda y la reflexión
filosófica. La filosofía, sea cual sea el lugar y el momento en que alcanzó su verdadera grandeza, tuvo que
rom per incluso con su propia tradición,
pero no se puede decir lo mismo del
pensam iento político, con el resultado de que la filosofía polí tica
quedó más atada a la tradición que ninguna otra ram a de la metafísica occidental.
En ningún lugar se hace más m anifiesto el
carácter defec tuoso de nuestra tradición con respecto a la variedad de
las experiencias políticas reales del hombre occidental que, tal vez, en el silencioso abandono por parte de la escolástica de
las experiencias políticas fundamentales
del prim er cristianismo. Puesto que
Agustín se convirtió en un neoplatónico y Tomás de Aquino en un neoaristotélico, sus filosofías políticas extraen de los Evangelios solamente aquellos aspectos que, como la civi tas terrena y la civitas
Dei, se corresponden con la
dicotomía platónica entre la vida
vivida en la «caverna» de los asuntos hum
anos y la vida vivida en la deslum brante luz de la verdad de las «ideas»; o entre la vita activa
y la vita contemplativa, de rivada de la jerarquía aristotélica en
la cual el bios politikos es
inferior al bios theóretikos tan sólo porque el theórein,
esto es, el «ver» que conduce al
conocimiento, posee una dignidad por sí
mismo, m ientras que la acción tiene siempre lugar en bene ficio de alguna
otra cosa. Con ello no pretendo negar que di chas dicotomías recibieran un
significado completamente dis tinto en la filosofía cristiana, o que el
contenido de la civitas Dei
y de la vita contemplativa se parecieran poco a sus prede cesores en la
filosofía antigua. Lo esencial es, más bien, que
cualquier
experiencia que no se ajustase a estas dicotomías simplemente no
entraba bajo ningún concepto en el campo de
la teoría política, sino que
permanecía ligado a una esfera reli giosa, donde perdieron gradualm
ente toda significación para la acción,
hasta que, tras el surgimiento de la secularización, acabaron por ser banalidades piadosas.
De modo notable éste fue el caso de la única
y audaz con clusión que Jesús de Nazaret
extrajo de esa perplejidad de la acción hum ana
que ha infestado por igual las consideraciones
políticas antiguas y las consideraciones históricas modernas. La incertidum bre de la acción hum ana, en el
sentido de que nunca sabemos del todo qué es lo que estamos haciendo cuan
do comenzamos a actuar dentro de la
red de interrelaciones y de dependencias
mutuas que conforman el campo de la acción, fue tomada
por la filosofía antigua como el argumento
supre mo contra la seriedad de los asuntos humanos. Más adelante
esta incertidumbre provocó la aparición de todas esas afirm a
ciones de sobra conocidas según las cuales los hombres que actúan se mueven en una red de errores y de
culpabilidad ine vitable. Ya la filosofía medieval, y aún más la
filosofía cristiana en la era moderna,
veía el dedo de la providencia en el hecho
de que, en palabras de Bossuet, no existe «un poder humano que no promueva, contra su propia voluntad,
otros planes que no son los suyos» (Discurso
sobre la historia universal, III, 8),
mientras que con Kant y Hegel se hacía precisa una fuerza se creta, la «estrategia
de la naturaleza» o la «astucia de la ra zón», que funcionaba a espaldas del
hombre, para explicar, a modo de deus
ex machina, cómo la historia, que es hecha por hombres que nunca saben lo que están haciendo
y que siempre acaban por desencadenar,
por así decirlo, algo distinto de lo que
pretendían y querían que sucediese, puede todavía tener sentido, puede constituir una narración que
transm ite un sig nificado. Contra esta preocupación tradicional por un «poder superior», al cual los que actúan saben que
están sometidos y comparado con el cual
los hechos hum anos aparecen tan sólo
como los movimientos juguetones de un dios que maneja los hilos de las marionetas (Platón, Las
leyes, VII, 803) o los movi
mientos prem
editados de la divina providencia, se sitúa el in terés inmediatamente
político por encontrar un remedio, en la
propia naturaleza de la acción
humana, que ponga la vida en común de los
hombres a salvo de su incertidum bre de base
y de sus errores y culpas
inevitables. Jesús encontró este reme dio en la capacidad hum ana para
perdonar, que se basa asi mismo en la comprensión de que en la acción nunca
sabemos lo que estam os haciendo (Lucas
23,34), de modo que, no pu- diendo dejar
de actuar m ientras vivamos, no debemos tam po co dejar nunca de perdonar
(Lucas 17,3-4). Incluso llegó tan lejos
como para negar explícitamente que el perdón sea pre rrogativa exclusiva de
Dios (Lucas 5,21-24) y se atrevió a pen sar que la misericordia de Dios por
los pecados de los hombres podría
depender en último término de la disposición del hom bre a perdonar las faltas
de los demás (Mateo 6,14-1 5).
La gran audacia y el mérito incom parable de
este concepto del perdón como
relación fundamental entre los seres hum a nos no descansa en
la transform ación aparente de la calami dad de la culpa y del error en las virtudes positivas de la mag nanim idad y la solidaridad. Consiste, más bien, en
que el perdón pretende hacer lo que
parece imposible, deshacer lo
que ha sido hecho, y que consigue establecer un nuevo co mienzo allí
donde los comienzos parecían haberse hecho im posibles. Que los hombres no saben lo que están haciendo con respecto a los otros, que pueden
querer el bien y hacer el mal, y
viceversa, y que, con todo, aspiran por medio de la acción a ese mismo cumplimiento de un propósito que
constituye el sig no de la m aestría en su trato con las cosas naturales, m
ateria les, ha sido el gran tema de la tragedia desde la Antigüedad griega. La tradición nunca perdió de vista
este elemento trági co en toda acción, ni dejó de comprender, aunque norm alm
en te en un contexto no político, que perdonar se cuenta entre la mayor de las virtudes humanas. Únicamente con
la repentina y desconcertante avalancha
de gigantescos desarrollos técnicos tras
la Revolución Industrial alcanzó la experiencia de la fabri cación una
predominancia tan insuperable que las incertidum- bres de la acción pudieron ser olvidadas por
completo; enton
ces se pudo
comenzar a hablar acerca de «hacer el futuro» y de «construir y mejorar la sociedad»,
como si se estuviese hablan do de hacer sillas y de construir y m ejorar las
casas.
Lo que se
perdió por parte de la tradición de pensamiento
político
y
sobrevivió únicam ente en la tradición religiosa,
don de era válido para los homines religiosi, fue la relación entre hacer y
perdonar como un
elemento constitutivo del trato en tre los hombres, lo cual era la novedad
específicamente políti ca, y no religiosa, de las enseñanzas
de Jesús. (La única expre sión política que encontró el perdón es el derecho puram ente negativo del indulto, prerrogativa de
los jefes de Estado en to dos los países civilizados.) La acción, que es de
modo prim or dial el comienzo de algo nuevo, posee la cualidad contraprodu
cente de causar la formación de una cadena de consecuencias impredecibles que tienden a atar para siempre
al actor. Todos nosotros sabemos que somos
al mismo tiempo el actor y la víc tima en esta cadena de consecuencias, que
los antiguos llama ban «destino», los cristianos «providencia» y que nosotros
los modernos hemos degradado arrogantem
ente a mero azar. Per donar es la única acción estrictam ente hum ana que nos
libera a nosotros mismos y a los demás
del encadenamiento y la pau ta de consecuencias que toda acción engendra; como
tal, per donar es una acción que garantiza la continuidad de la capaci dad de
actuar, de comenzar de nuevo, en todo ser humano, el cual, si no perdonara ni fuera perdonado, se
parecería al hom bre de la fábula a quien se le concede un deseo y es
castigado para siempre con la satisfacción
de ese deseo.
Nuestra com prensión de la tradición y de la autoridad tie ne su origen en
el acto político de la fundación, que, como se
ha señalado previamente, sobrevivió tan sólo en las grandes revoluciones del siglo xvm. Las pocas
definiciones filosóficas del hombre que
tom an en consideración no sólo, siguiendo el
modelo aristotélico, a los hom bres que viven juntos en m utua dependencia, sino tam bién al hom bre como un
ser que actúa, tienen lugar fuera del
contexto de la filosofía política, incluso
cuando sus autores se han ocupado específicamente de la po
lítica. Éste es de modo notable el caso de la gran frase de
Agustín: Initium ut esset homo creatus est ante quem nemo fuit (Para que hubiese un comienzo
fue creado el hombre, antes del cual no
había nadie), que vincularía la acción, la capaci dad para comenzar, al
hecho de que cada ser hum ano es
ya por naturaleza un nuevo comienzo que nunca
antes había aparecido ni había sido
visto en el mundo. Pero este
concepto del hom bre como un comienzo no tuvo consecuencias para la
filosofía política de Agustín
o para su com prensión de la civi-
tas terrena. Y Kant nunca
pensó que su concepción de la acti
vidad m ental como espontaneidad, con lo cual quería decir tanto la capacidad para com enzar una nueva línea
de pensa m iento como la capacidad para form ar juicios sintéticos —a saber: juicios que no se deducen ni de hechos
dados ni de re glas im puestas—, pudiese tener ninguna influencia en su filo
sofía política, que él, como Agustín, estableció como si este otro pensam iento nunca se le hubiese
ocurrido. Este tipo de incom patibilidad
resulta quizás más chocante en Nietzsche,
quien, al hablar sobre la voluntad de poder, definió en una ocasión al hom bre como «el anim al que hace
promesas», sin llegar nunca a ser
consciente de que esta definición alberga
una «transvaloración de todos los valores» más verdadera que prácticam ente cualquier otro elem ento
positivo de su fi losofía.2
Existen, por
supuesto, razones por las cuales la tradición de pensam iento político,
desde su comienzo, perdió de vista al
hom bre como un ser que actúa. Las
dos definiciones filosófi cas prevalecientes
del hombre como animal rationale y como
homo faber se caracterizan por esta omisión. En ambas se ve
al hom bre como si existiese en
lo singular, pues podemos conce bir la razón y la fabricación bajo las
condiciones de la unidad de la hum
anidad. El interés de la tradición de pensamiento po lítico por la pluralidad
hum ana parece no referirse más que a
2. La genealogía de la moral, II, 1-2. Véase
H. Arendt, The Human Condition, Chica go, University of Chicago
Press, 1997, pág. 245 y n. 83 (trad. cast.: La condición huma
na, Barcelona, Paidós, 1993, pág. 264). (N. del comp.)
la suma total de
seres racionales, quienes, debido a algún de fecto decisivo, son forzados a vivir juntos y a formar
un cuerpo político.
Pero las tres experiencias políticas que se sitúan fuera de la
tradición, la experiencia de la acción como el comienzo de una nueva empresa en la Grecia prepolis, la experiencia
de la fundación en Roma y la experiencia
cristiana del actuar y el
perdonar como algo que está relacionado, esto es, el conoci miento de que quien actúa debe e
star dispuesto a perdonar y
que quien perdona en realidad actúa, poseen una significación especial porque han continuado siendo
relevantes para nuestra historia incluso
aunque hayan sido ignoradas por el pensa miento político. De modo fundam ental
todas ellas conciernen a la faceta de la
condición hum ana sin la cual la política no se ría ni posible ni necesaria:
el hecho de la pluralidad de los hombres
en contraste con la unidad de Dios, tanto si se entien de a este último como
una «idea» filosófica o como el Dios per sonal de las religiones monoteístas.
La pluralidad de los hombres, señalada en las
palabras del Génesis que nos dicen no que Dios creó al hombre, sino que dos creo macho y hembra», conform
a el espacio político. Lo hace, en prim er lugar, en el sentido de que ningún
ser humano existe nunca en lo
singular, lo que otorga a la acción y al
dis curso su significación específicamente política, puesto que
son las únicas actividades que no sólo
se ven afectadas por el he cho de la pluralidad, como el resto de las actividades
humanas, sino que resultan completamente
inimaginables sin ella. Es po sible concebir un mundo hum ano en el sentido de
un artificio creado por el hombre y
erigido en la Tierra bajo las condicio nes de la unidad del hombre, y, en
efecto, Platón deplora el he cho de que existan muchos hombres en lugar de uno
solo vi viendo sobre la Tierra. Deplora el hecho de que ciertas «cosas son privadas por naturaleza, tales como los
ojos, los oídos y las manos», porque
evitan que la m ultitud sea incorporada a un
cuerpo político donde todos vivirían y se com portarían como «uno solo» (Las leyes, V, 739). Platón
concebía este «uno solo» a través del
fin sin discurso y sin acción del pensamiento, con sistente en la percepción
de la verdad como la posibilidad su
prema de estar a la altura, por así decirlo,
de la unidad de la «i
dea» o de Dios. Pero un ser que actúa y que habla no puede ser concebido como existiendo en
lo singular. En segundo lu gar, la condición
hum ana de la pluralidad no equivale ni a la
pluralidad de los objetos fabricados de acuerdo con un modelo (o eidos, como diría Platón), ni a la pluralidad de las variacio nes
dentro de una especie. Del mismo modo que no existe un ser hum ano como tal, sino solamente
hom bres y mujeres que son lo mismo en
su absoluta distinción, esto es, humanos, así esta igualdad hum ana compartida es la igualdad
que, a su vez, sólo se manifiesta en la
absoluta distinción de un igual respec to a otro. Éste es hasta tal punto el
caso que el fenómeno de los gemelos, que
parecen completamente idénticos, siempre nos
causa una cierta sorpresa. Si, por tanto, la acción y el discurso son las dos actividades políticas más
sobresalientes, la distin ción y la igualdad son los dos elementos constitutivos
de los cuerpos políticos.
LA REVISIÓN DE LA TRADICIÓN POR MONTESQUIEU
En su libro L’Esprit
des lois M ontesquieu reduce a tres las
formas de gobierno —m onarquía,
república y tiranía— e in mediatamente introduce una distinción totalm ente nueva: II y a cette différence entre la
nature
du gouvernement et son princi pe que
sa nature est ce qui le fait étre tel,
et son principe ce qui le fait agir (III, 1); es decir, que
la naturaleza del gobierno es lo que le
hace ser lo que es y su principio es lo que le hace actuar y ponerse en movimiento. Montesquieu explica
que por «natu raleza» se refiere a «la estructura particular de gobierno», mientras que por «principio», como veremos en
seguida, a aque llo que lo inspira. En su descripción de la naturaleza, la
esen cia o la estructura particular del gobierno, M ontesquieu no tiene nada nuevo que decir, pero observa que
esta estructura tomada en sí misma sería
completamente incapaz de acción o de
actividad.1 Las acciones concretas de cada gobierno y de los ciudadanos que viven bajo las diversas
formas de gobierno no pueden explicarse
de acuerdo con los dos pilares concep tuales de las definiciones tradicionales
del poder: la distinción entre gobernar
y ser gobernado y la ley como limitación de di cho poder.
1. Por supuesto, Arendt es consciente, como deja claro en el resto de estos
mismos manuscritos,
de que «la fama de Montesquieu está firmemente asentada en su descu
brimiento de las ramas de gobierno, la
legislativa, la ejecutiva y la judicial, es decir, en el gran descubrimiento de que
el poder no es indivisible [y
que] está completamente separado de toda connotación violenta». Sin
embargo, su argumento es que las «tres ramas de gobierno representan para Montesquieu las tres
actividades políticas princi pales de los hombres: la creación de leyes, la ejecución de decisiones y los
juicios que acompañan a ambas». «Los
orígenes [del poder] se apoyan en las múltiples capacida des del hombre para
la acción, y estas acciones no tienen fin en tanto que subsista el cuerpo político.» (TV. del e.)
La razón de esta curiosa inmovilidad que, hasta donde yo sé, M ontesquieu fue el prim ero en
descubrir, es que los térm i nos «naturaleza» o «esencia» del gobierno, tomados en su
sen tido platónico original, indican
una perm anencia por defini ción, una perm anencia que se hizo, por
así decirlo, aún más perm anente cuando
Platón buscó el mejor de los gobiernos. Él
consideró como algo obvio que
el mejor de los gobiernos sería tam bién el más inmutable e inconmovible a través de las cir cunstancias siempre
cambiantes de los hombres. Para Montes quieu, la prueba suprema de
que la tiran
ía es la peor forma de gobierno se basa aún en el hecho de que es
susceptible de des trucción desde dentro —de declinar por su propia naturaleza— mientras que las otras formas de gobierno son
destruidas prin cipalmente por las circunstancias externas. Solamente en Las leyes, y no en La República ni
en El Político, pensó Platón que
la legalidad por sí m ism a, las leyes de la ciudad, podrían diseñarse de un modo tal que prevendrían
cualquier posible perversión del
gobierno, el único cambio que él tomó en consi deración. Pero la legalidad,
tal y como Montesquieu la entendía, sólo
puede poner limitaciones a las acciones, nunca inspirar las. La grandeza de
las leyes en una sociedad libre consiste en
que nunca nos dicen lo que debemos hacer, sino únicam ente lo que no
debemos hacer. En otras palabras, Montesquieu, pre cisamente porque tomó la
legalidad de los gobiernos como punto de
partida, percibió que debe haber algo más en los go biernos que la ley y el
poder para dar cuenta de las acciones
reales y constantes de los ciudadanos que viven dentro de los límites de la ley, así como de las
actuaciones de los cuerpos políticos
mismos, cuyo «espíritu» difiere de un modo tan obvio de un caso a otro.
En consonancia, Montesquieu introdujo tres principios para la acción: la virtud que inspira
las acciones en una república, el
honor que las inspira en una monarquía
y el miedo que guía to das las acciones
en una tiranía, es decir, el miedo de los súbdi tos respecto del tirano
y de los súbditos entre ellos mismos, así
como el miedo del tirano respecto de sus súbditos. Así como el mérito del súbdito en una m onarquía es
alcanzar distinción y
LA REVISIÓN DE
LA TRADICIÓN POR MONTESQUIEU 101 recibir honores
públicos, del mismo modo el mérito del ciuda dano en una república consiste
en no ser más notorio en los asuntos públicos que sus conciudadanos,
lo cual constituye su virtud. Estos principios de la acción
no deben confundirse con motivos psicológicos. Son, en mayor medida, los
criterios-guía en función de los cuales
se juzgan todas las acciones en el es pacio público más allá del criterio
puram ente negativo de la le galidad y que inspiran las acciones tanto de los
que mandan como de los que obedecen. Que
la virtud sea el principio de la acción
en una república no significa que los súbditos de una m onarquía no sepan qué es la virtud, o que
los ciudadanos de una república no sepan
qué es el honor. Significa que el espa cio público-político está inspirado por
uno o por otro, de modo que el honor en
una república, o la virtud en una monarquía,
se convierten más o menos en un asunto privado. Significa también que si estos principios ya no son válidos,
si pierden su autoridad de tal modo que
ya no se cree en la virtud dentro de la
república o en el honor dentro de la monarquía, o si en una tiranía el tirano deja de tem er a sus súbditos
o los súbditos de jan de temerse los unos a los otros y a su opresor,
entonces cada una de estas formas de
gobierno toca a su fin.
Bajo las observaciones asistem áticas y a
veces incluso ca suales de M ontesquieu sobre las relaciones entre la naturale za de los gobiernos y sus principios de acción
subyace una profunda
intuición de la unidad de las civilizaciones históri cas. Su esprit
général, que une la estructura del gobierno con su correspondiente principio de acción, se convirtió
en el si glo xix en la idea que está detrás de las ciencias históricas, así como de la filosofía de la historia.
El Volksgeist, o «espíritu del
pueblo», de Herder, así como el «espíritu del mundo» o Welt- geist de Hegel, m uestran signos
evidentes de esta filiación. Pero el
descubrim iento original de M ontesquieu de los princi pios de la acción es
menos metafísico y más fructífero para el
estudio de la política. De él surge la cuestión de cuáles son los orígenes de la virtud y del honor, y M
ontesquieu, al responder a esta
pregunta, resuelve sin saberlo el problem a de por qué tan sólo unas pocas form as de gobierno
recibieron aproba
ción a través de una historia tan larga plagada de tantos cam bios
radicales.
La virtud, afirm a Montesquieu, surge del am
or por la igual dad, y el honor del amor por la distinción, es decir, del «amor» por una u otra de las dos características fundam entales y mu tuam ente conectadas de la condición hum ana de la
pluralidad. Por desgracia, M
ontesquieu no nos dice de qué aspecto de la
condición hum ana surge el miedo,
el
principio inspirador de la acción en las tiranías. En cualquier
caso, este «amor» o, como diremos, la
experiencia fundamental de la cual surgen los prin cipios de la acción, constituye para Montesquieu el lazo vincu
lante entre la estructura de un gobierno, representada en el es píritu de sus
leyes, y las acciones de su cuerpo político. La
experiencia fundam ental de la igualdad encuentra una expre sión política
adecuada en las leyes republicanas, m ientras que el am or hacia ella, llamado virtud, inspira
las acciones dentro de las repúblicas.
La experiencia fundam ental de las m onar quías, así como de las aristocracias
y otras formas de gobierno jerárquico,
es que somos por nacimiento diferentes los unos de los otros y que, por tanto, luchamos por
destacarnos, por hacer m anifiesta
nuestra distinción natural o social; el honor es la distinción por la cual una m onarquía
reconoce públicam ente la diferencia
entre sus súbditos. En ambos casos nos enfrenta mos con aquello que somos por
nacimiento: que nacemos igua les en la absoluta diferencia y distinción los
unos respecto de los otros.
La igualdad
republicana no es lo mismo que la igualdad de
todos los hom bres ante Dios o que la
igualdad de todos los hombres ante la m uerte como destino (ninguna de
las cuales tiene una relación o una relevancia inm ediata con respecto al
espacio político). En cierto tiempo la ciudadanía se basaba en la igualdad bajo las condiciones
de la
esclavitud y en la antigua convicción de
que no todos los hombres son igualmente hum a nos. A la inversa, durante
muchos siglos las Iglesias cristianas
perm anecieron indiferentes a la cuestión de la esclavitud, al tiempo que se aferraban firmemente a la
doctrina de la igual dad de todos los hombres ante Dios. Nacer igual quiere
decir,
LA REVISIÓN DE LA TRADICIÓN POR MONTESQUIEU 103 en términos
políticos, igualdad en la fuerza con independencia de todas las demás diferencias. Así, Hobbes
pudo definir la igualdad como una
capacidad igual para matar, y una concep ción sim ilar es inherente a la noción de M ontesquieu de un
estado de naturaleza que él
define como «miedo de todos los demás»,
en oposición a la idea de Hobbes de una «guerra de
todos contra todos» originaria. La experiencia sobre la cual descansa el cuerpo político de una república es el
estar-juntos de aquellos
que son iguales en fuerza, y su virtud, que domina su vida pública, es la alegría de no estar solo
en el mundo. Es tar solo significa no tener iguales: «Uno es uno y
solamente uno y siempre lo será», como
señalaba osadamente una can ción infantil de la Edad Media respecto de lo que,
desde la perspectiva humana, puede
concebirse como la tragedia de un
único Dios. Solamente en tanto que estoy entre iguales no es toy solo
y, en este sentido, el amor por la igualdad que Montes quieu denomina virtud
es tam bién gratitud por ser humano y no
ser como Dios.
Asimismo, la
distinción m onárquica o aristocrática es posi ble únicam ente debido a la
igualdad, sin la cual no se podrían ni siquiera m edir las distinciones. Pero la
experiencia funda mental sobre la
que se apoya es la experiencia de lo que hay de
único en cada ser humano, que en el espacio político puede m ostrarse solamente al com pararse con los demás. Cuando el honor es el principio de la acción,
entonces la máxima que ins pira las acciones de un cuerpo político es la de
proporcionar a cada sujeto la
posibilidad de dar lo mejor de sí, de llegar a ser un individuo único que ni antes ni después se
repetirá, y obte ner el reconocimiento como tal en el transcurso de su vida.
La ventaja específica de los gobiernos
monárquicos es que los in dividuos nunca se enfrentan con la masa indistinta e
indistin guible de «todos los demás», frente a la cual el individuo nun ca
puede invocar nada más que una desesperada minoría de a uno. El peligro específico de los gobiernos
basados en la igual dad es que la estructura de la legalidad, en cuyo contexto
la igualdad de poder recibe su
significado, su dirección y su res tricción, pueda llegar a agotarse.
Tanto si el cuerpo político se apoya en la
experiencia de la igualdad como si lo
hace en la de la distinción, en ambos casos
el vivir y el actuar juntos
aparece como la única posibilidad hum
ana en la cual la fuerza, dada por naturaleza, puede con vertirse en
poder.
Es por ello que los hombres, quienes, a pesar
de su fuerza permanecen esencialmente impotentes en el
aisla miento, incapaces siquiera de
desarrollar su fuerza, establecen el espacio de
existencia en el cual pueden ellos mismos, y no
la naturaleza, ni Dios, ni la muerte, tener poder. La razón por la cual M ontesquieu no se cuidó de
proporcionarnos la experien cia fundam ental de la cual surge el miedo en los gobiernos ti ránicos es que
él, como toda la tradición, no pensaba que la
tiranía fuese en absoluto un
auténtico cuerpo político. Pues el miedo
como principio de la acción público-política
posee una íntim a conexión con la experiencia
fundam ental de la impo tencia, que todos conocemos a raíz de situaciones en
las cua les, por la razón que sea, somos incapaces de actuar. La razón por la que esta experiencia es fundamenta]
—y, en este sentido, la tiranía
pertenece a las formas elementales de gobierno— es que todas las acciones hum anas y, por la
misma razón, todas las posibilidades del
poder humano, tienen límites. Política mente hablando, el miedo (y no me
refiero a la ansiedad) es la desesperación
debida a mi im potencia cuando he alcanzado los límites dentro de los cuales es posible la
acción. Más tarde o más tem prano toda vida hum ana experimenta dichos límites.
Por tanto, el miedo no es, hablando propiam
ente, un princi pio de acción, sino un principio antipolítico dentro del
mundo común. Es el miedo
de las tiranías, que, de acuerdo con la teo ría tradicional
, provienen o
bien de una democracia pervertida cuando las leyes, cuya función es lim itar la fuerza
de los que son considerados iguales, se
resquebrajan hasta el punto de
que la fuerza de uno anula la fuerza del otro, o bien se deben a la usurpación de los medios de violencia por
un tirano para, acto seguido, arram plar
con los límites establecidos por las le yes. La falta de legalidad significa,
en cada caso, no sólo que el poder,
generado por hombres que actúan juntos, ya no es posi ble, sino tam bién que
la impotencia se puede crear artificial-
LA REVISIÓN DE LA TRADICIÓN POR MONTESQUIEU 105 mente. El miedo surge de esta impotencia general, y de este miedo provienen tanto la
voluntad del tirano por someter a to dos los demás como la predisposición
de sus súbditos a sopor tar la dominación. Si la virtud es el am or por la igualdad en el reparto del poder, entonces
el miedo es la voluntad de poder surgida
de la impotencia, la voluntad de dom inar como alter nativa
a ser dominado. Pero esta sed de poder nacida del mie do
nunca puede ser aplacada, pues el
miedo y la desconfianza mutua hacen
imposible «actuar en concierto», según la expre sión de Burke, de modo
que las tiranías, en tanto persisten, se
hacen cada vez menos poderosas. Las tiranías están condena das al
desastre porque destruyen el estar juntos de los hom bres: al aislarlos entre
sí buscan destruir la pluralidad hum a na. Las tiranías se basan en la
experiencia fundam ental en la cual
estoy completamente solo, que es la de estar indefenso (tal y como definió Epicteto en una ocasión
la soledad), inca paz de recabar la ayuda de mis congéneres.
I
Existe tan sólo una diferencia esencial entre
Hegel y Marx, aunque, sin duda, sea de
una im portancia considerable, y es que Hegel
proyectó su visión histórica del mundo sólo hacia el pasado, dejando que se extinga en el
presente como su consu mación, mientras
que Marx la proyectó «profóticamente»
en la dirección contraria, hac
ia el futuro, y entendió el presente tan sólo como un trampolín. Por muy escandalosa que pudiese pa recer la satisfacción de Hegel con respecto a las circunstancias actuales y efectivas, su instinto político estaba en lo cierto al restringir su método a lo que resultaba aprehensible en térm i nos puram ente contemplativos
y al no usarlo para establecer objetivos
a la voluntad política o para introducir mejoras apa rentes en el futuro. Sin
embargo, en tanto que Hegel tenía ne cesariamente que entender el presente
como el final de la his toria, con ello él ya había desacreditado y refutado
en términos políticos su enfoque histórico-universal,
en el momento en que Marx lo empleó con
objeto de servirle de ayuda para introducir
el principio real y funestamente antipolítico en la política. [...]'
La objeción de Marx
a Hegel dice así: la dialéctica del espí ritu del mundo no actúa astutam
ente a espaldas de los hom bres, utilizando los actos voluntarios que
aparentem ente se originan en los
hombres para su propio provecho, sino que, en
su lugar, constituye el estilo y el método de la acción humana. En tanto que el espíritu del mundo era «inconsciente»,
es de-
1. Denktagebuch,
abril de 1951 (trad. cast.: Diario filosófico
1950-1973, Barcelona, Herder,
2006).
cir, en tanto que las leyes de la dialéctica permanecían ignora das, la acción se
presentaba como un acontecim iento
en el cual se revelaba lo «absoluto».
Una vez que hayamos abando nado
nuestro prejuicio de que cierto «absoluto» se revela a tra vés de
nosotros y a nuestras espaldas, y una vez que conozca mos las leyes de
la dialéctica, podremos realizar lo absoluto.2
II
Las obras de
Marx y Hegel aparecen juntas al final de la
gran tradición de la filosofía
occidental, pero tam bién se ha llan en una extraña contradicción y en una extraña
correspon dencia m utua. Marx describe su ruptura con Hegel —y Hegel
constituía para él la encarnación de toda la filosofía anterior—
como una inversión, como un ponerlo todo del revés, del m is mo modo que Nietzsche define su «transvaloración
de los valo res» como una reversión
del platonismo. Lo sorprendente de
estas autointerpretaciones es que la inversión y la reversión tan sólo pueden tener lugar dentro de un
conjunto de hechos reconocidos que deben ser prim eram ente aceptados
como ta les. La «transvaloración de los valores» pone cabeza abajo
la jerarquía platónica, pero en
ningún m omento se sale de los confines
de esos valores. Algo similar ocurre cuando Marx, al adoptar la dialéctica hegeliana, hace com
enzar el proceso his tórico con la m ateria en lugar de con el espíritu. Una rápida comparación de las presentaciones de la
historia por parte de Marx y de Hegel
nos basta para reconocer que en ambos casos
el concepto de historia es fundam entalmente parecido.
La reversión y la inversión tienen, sin
embargo, su propia significación
extraordinaria. Implican que la jerarquía tradi cional de los valores, si no así necesariamente su contenido, se establece arbitrariam ente o, como
diría Nietzsche, prem edita damente. El final de la tradición, según
parece, comienza con el colapso de la
autoridad de la tradición, y no con el cuestio-
2. Denktagebuch, septiembre de 1951.
namiento de su
contenido substancial como tal. Nietzsche, con
su concisión sin igual, denominó al resultado de este colapso de la
autoridad «pensamiento perspectivista», es decir, un pen samiento
capaz de desplazarse a voluntad (esto
es, únicamente bajo el dictado de la voluntad individual) dentro del contexto de la tradición, y de tal m anera que
todo lo que previamente era tenido por
cierto asume ahora el aspecto de una perspecti va, frente a la cual debe
existir la posibilidad de una multitud
de perspectivas igualmente legítimas e igualmente fructíferas.
Y es este pensamiento
perspectivista el que de hecho el m ar xismo ha introducido en todos los
campos de estudio hum a nístico. Lo que nosotros llamamos marxismo en
un sentido es pecíficamente político apenas hace justicia a la extraordinaria
influencia de Marx en las hum anidades. Dicha influencia no tiene nada que ver con el método del marxismo
vulgar —jamás usado por el propio Marx—
que explica todos los fenómenos políticos
y culturales a partir de las circunstancias materiales del proceso de producción. Lo novedoso y
extraordinariam en
te efectivo de la concepción de Marx fue el modo en que él consideró la cultura, la política, la sociedad y la economía den
tro de un único contexto funcional que, como se vio enseguida, puede desplazarse arbitrariam ente
de una perspectiva a otra.
El estudio de Max Weber acerca de cómo el capitalismo surgió
a partir de la mentalidad de la ética protestante es tan deudor de
la historiografía marxista —haciendo un uso más productivo
de sus resultados— como cualquier otra investigación históri
ca estrictam ente m aterialista. Con independencia de cuál sea
el punto de partida que elija el pensam iento
histórico-perspec- tivo —sea éste
la denominada historia de las ideas, o la historia política, o las ciencias sociales y la economía—
el resultado es
un sistema de relaciones que se deriva de cada uno de dichos desplazamientos en la perspectiva y en función del
cual, para decirlo toscamente, se
puede explicar todo sin generar nunca
una verdad vinculante análoga a la autoridad de la tradición.
Lo que ha ocurrido en el pensam iento moderno, a través de Marx por un lado y de Nietzsche por
otro, es la adopción del marco de la
tradición junto con un rechazo simultáneo de su
autoridad. Ésta es la verdadera significación histórica
de la in versión de Hegel en Marx y de la reversión de Platón en
Nietzs- che. Sin embargo, todas las operaciones de este tipo, en las cuales el pensam iento
procede dentro de los conceptos tradi cionales al tiempo que «meramente»
rechaza la autoridad sus tancial de la tradición, contienen
la misma contradicción de vastadora que se halla inevitablemente en todas las variadas discusiones sobre la secularización
de las ideas religiosas. Tra dición, autoridad y religión son conceptos cuyos orígenes es tán en la Roma cristiana y precristiana;
se copertenecen entre sí tanto como «la
guerra, el comercio y la piratería,
esa trini dad indivisible» (Goethe, Fausto, II, 11187-88). El
pasado, en la medida en que es transm
itido como tradición, posee autori dad; la autoridad, en la medida en que se
presenta como histo ria, se convierte en una tradición; y si la autoridad no
procla mase, según el espíritu de Platón, que «Dios [y no el hombre] es la medida de todas las cosas», sería más
una tiranía arbi traria que autoridad. La aceptación de una tradición sin
una autoridad basada en la religión
resulta siempre no vinculante, pues
cualquier cosa aceptada bajo tales condiciones ha perdi do tanto su verdadero
contenido como su ascendiente m ani fiesto sobre los hombres en forma de
autoridad. En buena me dida fue por m antenerse dentro de dicha formalización
—que no forma parte menos del
pensamiento conservador que del
pensamiento en abierta rebelión contra la autoridad de la tra dición—
que Marx pudo afirm ar que él había tomado el méto do de la dialéctica de la
tradición (que para él había llegado a
su conclusión en Hegel). En otras palabras, lo que él tomo de la tradición fue un elemento en apariencia
puram ente formal para ser usado del
modo que él escogiese.
Obviamente, no hay necesidad de exam inar el argumento según el cu
al los métodos no implican ninguna diferencia, pues
el modo en que abordamos cualquier
m ateria define no sólo el cómo
de nuestra investigación, sino tam bién el qué de nuestros descubrim ientos. Más im portante
aquí es el hecho de que la dialéctica
pudo desarrollarse como método por pri mera vez sólo cuando Marx la hubo
despojado de su contenido
sustancial real. En ningún otro lugar demostró
ser más onero sa la aceptación de la tradición
unida a una pérdida concomi tante de su autoridad substancial que en la adopción
por parte
de Marx de la dialéctica
hegeliana. Al convertir la dialéctica en
un método, Marx
la liberó de aquellos contenidos que la ha bían retenido dentro de unos límites
y que la habían ligado a una realidad
sustancial. Y, al obrar así, hizo posible el tipo de pensamiento procesual tan característico de
las ideologías de cimonónicas y que desemboca en la lógica devastadora de
esos regímenes totalitarios cuyo aparato
de violencia no se sujeta a las constricciones
de la realidad.
La metodología formal que Marx tomó de Hegel es
el cono cido proceso en tres pasos por el cual la tesis conduce, por me dio de la antítesis,
a la síntesis, al tiempo que la síntesis, por su lado, se convierte entonces en el prim er paso de la siguiente
tríada, esto es, se convierte
ella misma en una nueva tesis, a
partir de la cual se puede decir que surgen automáticamente
la antítesis y la síntesis en un proceso
sin fin. Lo que im porta aquí
es que este pensam iento puede arrancar, por así decirlo, de un solo punto, que un proceso, que
esencialmente ya no puede
detenerse, comienza con esa prim era proposición, con esa pr
im era tesis.
Este pensamiento, en el cual toda la realidad
queda reducida a fases de un único proceso gigantesco de de sarrollo
—algo todavía bastante desconocido para Hegel— des broza el camino para el
pensamiento verdaderamente ideológi co, el cual, por su parte, era también aún
bastante desconocido para Marx. Este
paso de la dialéctica como método a la dialéc tica como ideología se completa
una vez que la primera propo sición del proceso dialéctico se convierte en una
premisa lógica de la cual puede
deducirse todo lo demás con una con-
secutividad totalm ente independiente de toda experiencia. La filosofía hegeliana presenta lo absoluto
—esto es, el espíritu del mundo o la
divinidad— en su movimiento dialéctico, ahora
revelado como conciencia hum ana. En las ideologías totalita rias, la lógica
se fija en ciertas «ideas» y las pervierte convir tiéndolas en premisas. En
medio de ambas se halla el m ateria lismo dialéctico, en el cual los factores
verificables por medio
de la
experiencia, esto es, las condiciones m ateriales de la pro ducción, se
desarrollan dialécticamente a partir de ellos mis mos. Marx formaliza
la dialéctica hegeliana de lo absoluto en
la historia como un
desarrollo, como un proceso autopropul sado, y, en
conexión con esto, es im portante
recordar que tan to Marx como Engels
eran seguidores de la teoría de
Darwin sobre la evolución.
Esta formalización substrae a la tradición
la sustancia de su autoridad, incluso en tanto que
permanece dentro del marco de la tradición.
De hecho, falta solamente un paso para que
el concepto m arxista de desarrollo se con vierta en un pensam iento procesual
ideológico, el paso que conduce en últim
o térm ino a la coercitiva deducción totalita ria sustentada sobre una sola
premisa. Es aquí donde se rompe
realmente por prim era vez el hilo de la tradición, y esta ruptura constituye un acontecim iento que nunca puede
«explicarse» en base a tendencias
intelectuales o a influencias dem ostra bles en la historia de las ideas. Si
consideram os esta ruptura desde la
perspectiva del camino que conduce de Hegel a Marx, podemos decir que tuvo lugar en el m om ento
en que no ya la idea, sino la lógica
desencadenada por la idea, atrapó a las
masas.
El propio Marx
explicó la esencia de su relación con Hegel
y su alejam iento del mismo en
una afirm ación extraída de la conocida
como la tesis
undécim a sobre Feuerbach: «Los filó sofos se
han limitado a interpretar el mundo de diversas m ane
ras; de lo que se trata es de transformarlo». Dentro del contex to de
su obra entera y de su propósito global, este comentario hecho por el joven Marx en 1845 podría reform
ularse de la si guiente manera: Hegel interpretó el pasado como historia y,
al obrar de ese modo, descubrió la dialéctica
como la ley funda mental de todo cambio histórico. Este descubrim iento
nos permite conform ar el futuro como
historia. Para Marx, la polí tica revolucionaria es una acción que hace a la
historia coinci dir con la ley fundam ental de todo cambio histórico. Ello
hace superflua la «astucia de la razón»
hegeliana (el término de Kant era la «estrategia
de la naturaleza»), cuyo papel había consis tido en conferir a la acción política
un fundam ento político re
trospectivo, es
decir, hacerla comprensible. Hegel y Kant te nían que recurrir a este com portam iento extrañam ente sutil de la Providencia porque, por un lado, asum ían
junto con la tradición que la acción política
como tal tiene menos relación
con la verdad que cualquier otra actividad humana, y porque,
por otro lado, estaban enfrentados con el problema moderno de una historia que —a pesar de las acciones
contradictorias de los hombres, que en
su totalidad siempre tienen como
resul tado algo distinto de lo que pretendía cada individuo— es comprensible
de modo uniforme y, de este modo, aparente mente «racional».
Puesto que los hom bres nunca tienen un
control fiable sobre las
acciones que han comenzado y nunca
pueden ser plenamente conscientes de sus intenciones origina les,
la historia necesita una «astucia»,
que es diferente de cual quier tipo de «tramposidad» y que, de acuerdo con Hegel, con siste en el «gran mecanismo
que fuerza a los demás a ser lo
que son en sí mismos y por sí mismos» (Jenenser Realphiloso- phie, edición Meiner, vol. XX, pág.
199). Marx, al tiempo que aún creyéndose
en gran medida dentro del movimiento de la
filosofía hegeliana, rechaza la idea de que la acción en y por sí misma, y en ausencia de la astucia de la
Providencia, no pueda revelar la verdad
o, mejor, producirla. Por ello rompe con to das las valoraciones tradicionales
dentro de la filosofía políti ca, de acuerdo con las cuales el pensam iento
está por encima de la acción y la política
existe únicam ente para hacer posible y
salvaguardar al bios theórétikos, la vida contemplativa de los filósofos o la contemplación de Dios por los
cristianos, sus traídos al mundo.
Pero de todos modos esta ruptura de la tradición por parte de Marx tiene lugar
dentro del esquema de la tradición. Lo que
Marx nunca puso en duda fue la
relación entre pensar y actuar en cuanto
tal. La tesis sobre Feuerbach afirma
claramente que sólo después de que los
filósofos hayan interpretado el mundo, y
justamente por ello, puede llegar el momento del cambio. Ésa es también la razón de que Marx pudiese
dejar que su po lítica revolucionaria o, más bien, su concepción
revolucionaria de la política, acabase
en la imagen de una «sociedad sin cía-
ses», una
imagen que se orienta llamativamente hacia los idea les del ocio y
del tiempo libre, tal y como eran concebidos en la polis griega. Sin embargo, el resultado fue,
por supuesto, no esta fugaz m irada
retrospectiva hacia una utopía pasada, sino
más bien una reevaluación de la política como tal.
Con la
anticipada desaparición del gobierno y de la domina ción en la sociedad sin clases de Marx, la «libertad» se convir tió en una palabra sin significado,
a menos que fuese concebi da de un modo completamente novedoso. Dado que Marx, aquí como en otros lugares, no se molestó
en redefinir sus términos sino que
permaneció dentro del marco conceptual de la tradi ción, Lenin no estaba demasiado
equivocado cuan
do llegó a
la conclusión de que si nadie que mande sobre los demás puede
ser libre, entonces la libertad es un prejuicio o una ideología, aunque
con ello sustrajo a la obra de Marx uno de sus i
m pul sos más im portantes. La adherencia a la tradición
es también la causa de un error aún más
decisivo en Marx y en Lenin: que la mera
administración, en contraste con el gobierno, es la forma adecuada para los hom bres que viven en
com ún bajo la condición de la igualdad
radical y universal. Se suponía que la
adm inistración era el no gobierno, cuando en realidad sólo puede ser el gobierno de nadie, es
decir, la burocracia, una forma de
gobierno en la cual nadie se hace responsable. La bu rocracia es una forma de
gobierno en la que ha desaparecido el
elemento personal del mando, y asimismo es cierto que un go bierno tal
puede gobernar sin estar movido por el interés hacia una clase específica. Pero este gobierno de
nadie, el hecho de que en una burocracia
auténtica nadie ocupe el sillón vacío del
gobernante, no implica que las condiciones del gobierno ha yan
desaparecido. Ese nadie gobierna de modo muy efectivo cuando se lo considera desde el lado de los
gobernados y, lo que es peor, tiene una
característica im portante en común con
el tirano.
El poder tiránico
es definido por la tradición como un poder
arbitrario, y esto quería decir prim ordialm
ente un gobierno en el cual no es preciso rendir cuentas, un gobierno que no se res ponsabiliza
ante nadie. Lo mismo ocurre con el gobierno buró-
orático de nadie,
aunque por una razón totalm ente distinta.
Hay muchas personas en una
burocracia que podrían pedir una explicación, pero no hay nadie para darla, porque ese
«na die» no puede ser hecho responsable. En lugar de las decisio nes arbitrarias del tirano encontram os los arreglos aleatorios de
procedimientos universales, procedimientos que no poseen malicia ni arbitrariedad, porque no
hay nadie detrás de ellos, pero contra
los cuales tampo
co se puede apelar. En cuanto a
los gobernados, la red de esquemas diseñados, en la cual están
atrapados, es mucho más peligrosa y
más letal que la mera tira nía arbitraria. Pero no debiera confundirse la burocracia con la dominación totalitaria. Si la
Revolución de Octubre hubiese permitido
seguir las líneas prescritas por Marx y Lenin, lo cual no fue el caso, probablemente habría dado
como resultado un gobierno burocrático.
El gobierno de nadie —no la anarquía, o
la desaparición del gobierno, o la opresión— es el peligro siem pre
presente en cualquier sociedad basada en la igualdad uni versal. El concepto
de igualdad universal significa dentro de la
tradición tan sólo que ningún hom bre es libre.
Lo que
reemplaza en Marx a la «astucia de la razón» es, como sabemos, el interés, en el
sentido de interés de clase. Lo que hace
a la historia comprensible es el choque de intereses;
lo que le da sentido es la
asunción
de que el interés de la clase
trabajadora es idéntico al interés de la humanidad, y para Marx esto quiere decir que es idéntico al interés no de la m a yoría de los
hombres, sino de la hum anidad
esencial de la es pecie hum ana. Postular el interés como el m otor de
la acción política no es nada nuevo.
Rohan es famoso por haber afirm a do que los reyes gobiernan sobre las
naciones y los intereses gobiernan sobre
los reyes. Para Marx esta proposición era el
simple resultado de sus estudios económicos, así como de su dependencia respecto de la filosofía aristotélica.
Lo que es nue vo, si no decisivo, es su vinculación del interés, esto es, de
algo material, con la hum anidad
esencial del hombre. Lo que es de cisivo es la vinculación adicional
del interés no tanto con la clase
trabajadora como con el trabajo en sí mismo en tanto que actividad hum ana preeminente.
Tras la base de la
teoría marxista de los intereses se halla la
convicción de que la única
satisfacción legítima de un interés
descansa en el trabajo. En apoyo de esta convicción y como algo fundam ental en todos sus escritos lo
que hay es una nue va definición del hombre, la cual ve la hum anidad esencial
del hombre no en su racionalidad (animal
rationale), o en su pro ducción de objetos (homo faher) o en
el haber sido hecho a imagen y semejanza de Dios (creatura Dei), sino más
bien en el trabajo, que la tradición había rechazado
unánimemente como algo incompatible con
una existencia hum ana plena y libre.
Marx fue el prim ero en definir al hombre como un animal la- borans, como una criatura que trabaja.
Él subsum e bajo esta definición todo lo
que la tradición había transm itido como sig nos distintivos de la humanidad:
el trabajo es el principio de la
racionalidad y sus leyes, que en el desarrollo de las fuerzas productivas determ inan la historia, hacen a
la historia com prensible para la razón. El trabajo es el principio de la pro
ductividad; produce el mundo verdaderam ente hum ano en la Tierra. Y el trabajo es, como afirma Engels
en su epigrama de liberadamente blasfemo, «el Creador de la humanidad», con
lo cual simplemente reduce muchas de las
afirmaciones de Marx a una única fórmula.
No podemos investigar aquí qué es lo que esta
nueva auto- comprensión del hombre como animal laborans afirm a e im plica realmente.
Baste
con sugerir que, por un lado, se corres ponde de modo preciso con el suceso sociológico crucial de
la historia reciente,
la cual, al otorgar en un prim er momento
iguales derechos civiles a la
clase trabajadora, pasó a conti nuación a definir toda la actividad hum
ana como trabajo y a interpretarla como
productividad. La economía clásica nunca
distinguió entre el simple trabajo, que produce para un consu mo
inmediato, y la producción de objetos en el sentido del homo faber. El factor crucial aquí es
que en su teoría de las fuerzas
productivas basadas en el trabajo hum ano Marx resol vió esta confusión a
favor del trabajo, atribuyendo así al traba jo una productividad que nunca
tiene. Pero aunque dicha glo rificación e incomprensión del trabajo cerró los
ojos ante las
realidades más elementales de la vida humana, se
correspon día perfectamente
con las
necesidades de su tiempo. Esta co rrespondencia es, desde
luego, la razón real del impacto que el marxismo tuvo en todas las partes del globo. Cuando se consi deran las verdaderas interconexiones de toda la cuestión, no
sorprende que dentro del marco de la tradición, en el que Marx siempre trabajó, difícilmente pudiese haber
otro resultado que no fuese un nuevo enfoque en la filosofía
determinista, la cual, según su vieja y
conocida costumbre, «necesariamente» ve a la libertad emergiendo
de
algún modo a partir de la necesidad,
pues la glorificación del trabajo de Marx no eliminó ninguna de las razones propuestas por la tradición
para negar igualdad política y plena
libertad hum ana al hombre en tanto que traba jador. Ni Marx ni la introducción
de la m aquinaria fueron ca paces de elim inar el hecho de que el hombre se ve
obligado a trabajar para vivir, de que
el trabajo es, por tanto, no una acti vidad libre y productiva, sino que está
ligado inextricablemen te a lo que nos compele: las necesidades que acarrea el
simple hecho de estar vivo. El gran
logro de Marx fue hacer del trabajo el
centro de su teoría, pues el trabajo era exactamente aquello respecto de lo cual había desviado su m irada
toda la filosofía política una vez que
ya no osaba justificar la esclavitud. Pero,
a pesar de todo, todavía no tenemos respuesta para la pregunta política planteada por la necesidad del
trabajo en la vida hu m ana y por el papel prim ordial que desempeña en el
mundo moderno.
I
Inevitablemente,
la tradición de pensam iento político con tiene prim era y primordialmente
la actitud tradicional del filó sofo hacia la política. El pensam iento político mismo es más antiguo que nuestra tradición filosófica,
que comienza con Platón y Aristóteles,
del mismo modo que la filosofía misma
es más antigua y abarca más de lo que la tradición occidental fi nalmente aceptó y desarrolló.
Así, al comienzo no de nuestra historia
política o filosófica sino de nuestra
tradición de filoso fía política, encontramos el desprecio de Platón hacia la políti
ca, su convicción de que «los asuntos y las acciones de los hom bres (ta
ton anthrópón pragmata) no merecen que se los tome muy en serio», y que la única razón por la
que el filósofo ne cesita inmiscuirse en ellos es el hecho desafortunado de
que la filosofía —o, como diría Aristóteles
algo después, una vida de dicada a ella, el bios theóretikos— resulta
materialmente impo sible sin una ordenación m ínimamente razonable de todos
los asuntos que incumben a los hombres
en tanto que viven jun tos. Al comienzo de la tradición, la política existe
porque los hombres están vivos y son
mortales, m ientras que la filosofía se
interesa por aquellos asuntos que son eternos, como el uni verso. El filósofo
tiene un interés en la política en tanto que
tam bién él es un hombre mortal, pero este interés se halla tan sólo en una relación negativa con su ser filósofo:
tal y como Platón dejó claro en num
erosas ocasiones, el filósofo tiene
miedo de que por culpa de una mala gestión de los asuntos po líticos no
sea capaz de dedicarse a la filosofía. La schole, como la latina otium, no significa tiempo
libre como tal, sino sola mente tiempo libre del quehacer político, no
participación en
política y, por tanto, libertad del espíritu
para dedicarse a lo eterno (lo aei on),
lo cual es posible sólo si se han resuelto las carencias
y las necesidades de la vida mortal.
La política, por tanto, vista desde la perspectiva específicamente
filosófica, co mienza ya en Platón a abarcar más que el politeuesthai, más que
esas actividades que son características de la antigua polis griega, para la cual la mera satisfacción de
las necesidades y de las carencias de
la vida era una condición prepolítica. La polí tica comienza, por así
decirlo, a ensanchar su espacio en direc ción descendente, hacia las propias
necesidades de la vida, de modo
que al desprecio de los filósofos por los asuntos pere cederos
de los mortales se añadió el desdén específicamente griego hacia todo lo que es necesario para la m era vida y la su
pervivencia. Así Cicerón, en su fútil intento por abjurar de la filosofía griega en este punto —su actitud
hacia la política—, señalaba irónicam
ente que tan sólo con que «todo lo que es
esencial para nuestras necesidades y comodidades fuese pro porcionado
por alguna varita mágica, como en las leyendas,
entonces todo hombre de excelentes capacidades podría aban donar
cualquier otra responsabilidad y dedicarse exclusiva mente al conocimiento y a
la ciencia».1En resumen, cuando los filósofos
comenzaron a preocuparse por la política de modo sis temático, la política se
convirtió para ellos al mismo tiempo en
un mal necesario.
Así, nuestra tradición de filosofía política, desgraciada y fa tídicamente,
y desde sus inicios, ha privado a los asuntos polí ticos, esto es, a aquellas actividades que incum
ben al espacio público
común que aparece dondequiera que los hom bres vi ven juntos, de toda dignidad que les sea propia. En térm
inos aristotélicos, la política es
un medio para conseguir un fin; no tiene un fin en y por sí misma. Aún más, el fin
apropiado de la política es en
cierto sentido su opuesto, a saber, la no partici pación en los asuntos hum
anos, la scholé, la condición de la
filosofía o, más bien, la condición de una vida dedicada a ella. En otras palabras, ninguna otra actividad se
m uestra tan anti-
1. De offlciis, I, xliv. (N. del e.)
EL FINAL DE LA TRADICIÓN 121 filosófica, tan hostil a la filosofía, como la actividad política en general y la acción en particular,
con la excepción, claro
está, de lo que nunca y bajo ningún concepto se ha considera do como una actividad estrictam ente hum
ana: el mero traba jo, por ejemplo.
Spinoza, puliendo lentes, pudo llegar a con vertirse con el tiem po en la
figura simbólica del filósofo, del mismo
modo que innum erables ejemplos tom ados de las ex periencias del
trabajo, la artesanía y las artes liberales desde los tiempos de Platón pudieron servir por
analogía para con ducir al conocimiento más elevado de las verdades filosóficas. Pero, desde Sócrates, ningún hombre de acción,
esto es, nadie cuya experiencia original
fuese política, como lo era, por ejem plo, la de Cicerón, podía aspirar a ser
tomado en serio alguna vez por los filósofos,
y ninguna acción específicamente políti ca ni ninguna grandeza hum ana tal y
como se expresa en la acción podría
aspirar a servir de ejemplo para la filosofía,
a pesar de la nunca olvidada gloria de la alabanza homérica del héroe. La filosofía está aún más alejada
de la praxis que de la poiesis.
Tal vez tenga aún mayores consecuencias para
la degrada ción de la política el hecho de que, a la luz de la filosofía
—para la cual origen y principio, el arche, son una y la
misma cosa—•, la política no tenga ni siquiera un origen propio: surgió única mente
debido al hecho elemental y prepolítico de la necesidad biológica, que hace que los hombres se necesiten los
unos a los otros en la ardua
tarea de m antenerse con vida. En otras pala bras, la política es un derivado en doble sentido: tiene su
ori gen en el dato prepolítico de la
vida biológica, y tiene su fin en la
posibil
idad más elevada,
postpolítica, del destino humano. Y,
puesto que el azote de
las necesidades prepolíticas es que re quieren del trabajo, podríamos
ahora decir que la política está lim
itada desde abajo por el trabajo, y desde arriba por la filo sofía. Ambas están
excluidas de la política en términos estric tos, una como su origen humilde y
la otra como su encum brado objetivo y fin. Como ocurre en buena medida con
la actividad de la clase de los
guardianes en La República de Pla tón, se supone que la política debe
por un lado m irar por el
sustento y organizar
las bajas necesidades del trabajo, y, por el
otro lado, acatar las órdenes
de la theória apolítica pertene ciente a la filosofía. La
propuesta platónica de un filósofo-rey
no quiere decir que la filosofía misma deba, o incluso pueda, ser realizada en un Estado ideal, sino más
bien que los gober nantes que valoran la filosofía por encima de cualquier
otra ac tividad deberían estar autorizados a gobernar de tal modo que pueda haber filosofía, que los filósofos
puedan tener schole y no sean
perturbados por aquellos asuntos que surgen de nues tro vivir juntos, los
cuales, por su parte, tienen su origen últi mo en las imperfecciones de la
vida humana.
La filosofía política nunca se recuperó de este golpe propi nado por la filosofía a la política en el
mismo comienzo de nuestra tradición. El desprecio hacia la política, la convicción de
que la actividad política es un mal necesario,
debido en par te
a las
necesidades de la vida que fuerzan a los hom bres a vi vir como trabajadores o a m andar sobre los esclavos que se las resuelven, y en parte a los males que
surgen del propio vivir juntos, esto es,
al hecho de que la multitud, que los griegos de nom inaron hoi
polloi, amenaza la seguridad e
incluso la exis tencia de cada persona individual, recorre como un hilo rojo todos los siglos
que separan a Platón de la era moderna. En este contexto resulta irrelevante si esta
actitud se expresa en térm inos
seculares, como en Platón y Aristóteles, o si lo hace en los términos del cristianismo. Fue
Tertuliano el primero que sostuvo que,
en tanto que somos cristianos, nulla res nobis ma- gis aliena quam res publica (Nada nos
es más ajeno que los asuntos públicos)
y, sin embargo, insistía con todo en la nece sidad de la civitas terrena,
o gobierno secular, debido a la peca- m
inosidad del hombre y también porque, como diría Lutero mucho más tarde, los verdaderos cristianos wohnen
fern vonei- nander, esto es,
m oran lejos los unos de los otros y se sienten
tan desesperados en medio de la m ultitud como se sentían los antiguos filósofos. Lo im portante es que la
misma noción fue retomada, otra vez en términos
seculares, por la filosofía post-
cristiana, como si estuviese sobreviviendo a todos los demás cambios y virajes radicales, expresándose en
la melancólica re
flexión de James
Madison de que el gobierno no es, sin duda,
nada más que un reflejo de la naturaleza hum ana y que no se
ría necesario si los hombres fuesen ángeles; y, ahora según las furiosas palabras de Nietzsche,
que ningún gobierno respecto del
cual los sujetos tengan que preocuparse en absoluto puede ser bueno. En el respecto, y solamente en éste,
de la valoración de la política resulta
irrelevante si la civitas Dei da sentido y orden a la civitas terrena, o si el bios
theórétikos prescribe sus reglas y
su fin último al bios politikos.
Lo que importa, además de la degradación
inherente de todo este espacio
de la vida por parte de la filosofía, es la sepa ración radical
de aquellos asuntos que los hombres pueden al canzar y conseguir
solamente viviendo y actuando juntos de
aquellos otros que se perciben y son atendidos por el hombre en su singularidad y su soledad. Y aquí,
de nuevo, no importa si el hombre
en su soledad busca la verdad, que finalmente ob tendrá en la contemplación muda de la idea de las ideas, o
si se preocupa por la salvación de
su alma. Lo que im porta es el abismo
infranqueable que se abrió y que nunca ha sido cerra do, no entre lo que
se denomina individuo y lo que se denomi na comunidad (que constituye un
modo de formulación tardío y falso de un auténtico problema antiguo),
sino entre ser en so ledad y vivir juntos. Comparado con esta perplejidad,
incluso el igualmente antiguo y
fastidioso problema de la relación o, más
bien, la no relación entre acción y pensamiento resulta de una im portancia secundaria. Ni la separación
radical entre la política y la
contemplación, entre el vivir juntos y el vivir en soledad como dos modos distintos de vida, ni
su estructura je rárquica, fue puesta nunca en duda después de que Platón
las estableciese. Aquí, de nuevo, la única
excepción es Cicerón, quien, a partir de
su inmensa experiencia política romana,
dudó de la validez de la superioridad del bios theórétikos
sobre el bios politikos, de la
validez de la soledad sobre la communi-
tas. De modo correcto, aunque fútil, Cicerón objetaba que aquel que estuviese dedicado al «conocimiento
y la ciencia» es caparía a su «soledad y buscaría un compañero para su estu
dio, bien con objeto de enseñar o aprender, bien para escuchar
o para
hablar.»2 Aquí, como siempre, los rom anos pagaron un alto precio por su desprecio de la
filosofía, que ellos tenían por «inútil».
El resultado final fue la victoria
indiscutible de la filo sofía griega y la pérdida de la experiencia rom
ana para el pen samiento político occidental. Cicerón, debido a que no era
un filósofo, fue incapaz de poner contra
las cuerdas a la filosofía.
La cuestión de
si Marx, quien, al final de la tradición desafió su
formidable unanimidad acerca de la relación adecuada
entre la filosofía y la política, fue un filósofo en el sentido
tradicional o incluso en cualquier sentido auténtico. Las dos afirmaciones decisivas que de m anera
abrupta y casi torpe resumen su pen samiento sobre el asunto —«Los
filósofos se han limitado a in terpretar el mundo [...] sin embargo, de lo que se trata es de transformarlo» y «No se puede
superar [aufheben, en el triple
sentido hegeliano de conservar, elevar a un nivel más alto y abolir] la filosofía sin realizarla»— están
formuladas de un modo tan cercano a la
terminología y al pensamiento de Hegel,
tan en la línea de éste que, tomadas por sí mismas, a pesar de su contenido explosivo, casi pueden ser
consideradas como una continuación
informal y natural de la filosofía de Hegel, pues nadie antes que él pudo haber concebido la
filosofía como una mera interpretación
del mundo o de cualquier otra cosa, o que
la filosofía pudiese realizarse salvo en el bios theórétikos, la
vida del propio filósofo. Además, esto
que debe realizarse no es una filosofía
nueva o específica, no es, por ejemplo, la filosofía del propio Marx, sino el más elevado destino del
hom bre tal y como lo definió la filosofía
tradicional que culmina en Hegel.
II
Siguiendo a Montesquieu comprobamos que uno de los pi lares conceptuales
sobre los que se asientan las definiciones de
nuestras formas de gobierno,
el concepto de mando, es cues tionable en el sentido de que fue
introducido mucho antes de
2. De Officiis, I, xliv; ibid., xliii. (N. delcom p.)
que las experiencias reales del espacio político pudieran haber justificado el lugar central que mantuvo
desde el comienzo de nuestra tradición. Hemos visto
cómo dichas definiciones trans formaron y deform aron las experiencias reales, y
podemos sospechar que dibujaron, por
medio de su fuerza conceptual,
las líneas sobre las cuales iban a ser entendidas y transm iti das las
experiencias posteriores que, en efecto, fueron expe riencias de mandato y
obediencia.
Pero si nos centramos ahora en la teoría del
Estado de Marx, es como si
tomásemos en consideración la
alternativa diame tralm ente opuesta para la definición de gobierno. El
concepto de ley no pasa meramente
a un segundo plano, como le ocurría al
concepto de gobierno en la descripción de Montesquieu; es totalmente eliminado, porque todos los
sistemas legales positi vos, de acuerdo con Marx, son ideologías, pretextos para el
ejercicio del gobierno de una
clase sobre las demás. No ocurre lo
mismo, sin embargo, con el Estado, incluso aunque Marx lo considere también frecuentemente un instrum
ento del dom i nio de clase y, por tanto, un fenómeno secundario. El dominio de clase se realiza directam ente en el
gobierno político
y, por
tanto, el Estado conserva una realidad que sobrepasa con mu cho
la función meramente ideológica de las leyes. El poder del Estado es la expresión del antagonismo de
clase, y sin esta car ga de poder físico efectivo, expresado en la posesión de
los me dios de violencia y representado para Marx principalmente por el ejército y la policía, su reivindicación
de una dictadura del proletariado como últim
a fase del gobierno y la opresión no
tendría sentido. Para Marx, el espacio político ha estado com pletam
ente dominado por la división entre gobernantes y go bernados, entre opresores
y oprimidos, que, a su vez, se basa en
la división entre explotadores y explotados. La única ley que Marx reconoce como una fuerza positiva, no
ideológica, es la ley de la historia,
cuyo papel dentro del espacio político, sin
embargo, es prim ordialm ente antijurídico; hace sentir su fuer za
haciendo saltar por los aires los sistemas legales, aboliendo el viejo orden, y sale a plena luz del día
solamente cuando en las guerras y las
revoluciones «desempeña el papel de una par
tera en [una] vieja sociedad que está preñada
con el nuevo» or den.3 Lo que
resulta significativo en nuestro contexto es que
esta ley nunca puede usarse con objeto de establecer
el
espacio político. La ley de la historia
—y lo mismo resulta cierto
para todas las leyes del desarrollo en
el siglo xix— es una ley del movimiento y,
por tanto, está en contradicción flagrante con todos los demás
conceptos de ley que conocemos en nuestra tradición. Tradicionalmente, las leyes son
factores de estabili dad en una sociedad, m ientras que aquí
la ley indica el movi miento predecible y científicament
e observable de la historia en su
desenvolvimiento. De este nuevo concepto
de ley no se puede deducir nunca
un código de prescripciones jurídicas o, lo que es lo mismo,
de leyes positivas y establecidas como prin cipios, porque carece
necesariamente de estabilidad y, en sí mis ma, no es nada más que el índice y
el exponente del movimien to. Así, Marx equipara al legislador con un «científico
natural que no hace o inventa las leyes,
sino que sólo las formula». Aunque pueda
ser igualmente posible, si bien no muy acerta do, ver en esta ley del
movimiento progresivo de la historia res tos de la vieja ley universal, del nomos
griego que gobierna so bre todas las cosas, o de la ley natural que inform a
toda legislación, resulta obvio que la
función política de las leyes ha sido
abolida hasta el punto de que —y esto es decisivo para la filosofía política de Marx— ni siquiera se
anticipan ya las nue vas leyes del mejor gobierno o de la mejor sociedad del
futuro. La solución de Lenin al problema
resultante es característica; en Estado
y revolución Lenin escribe: «Nosotros [...] no [...] negamos la posibilidad [...] de excesos por
parte de personas individuales [...].
Pero no [...] se hace necesaria [...] una ma quinaria represiva especial; se
hará [...] tan simple y tan espon táneam ente como ocurre cuando cualquier
grupo de gente civilizada, incluso en la
sociedad moderna, separa a dos perso nas que se están peleando o se interpone
para evitar que una m ujer sea atacada».
Cuando ya no exista la pobreza, dicho ex
3. Capital,
Nueva York, Modern Library, 1959, pág. 824 (trad. cast.: El Capital: crí tica de la economía política,
Madrid, Akal, 2000). (N. del e.)
cesos se «desvanecerán»
de modo inevitable. Lo que nos im porta aquí no es la convicción un tanto ingenua de que los cri terios
morales existen tan sólo con el hecho
de perm itir a las personas conservarlos, sino que dichos
criterios (como afirma Lenin en la misma
obra) fueron descubiertos en su simplicidad fundamental
hace miles de años y resultan autoevidentes, in cluso si en cierto sentido esta ingenuidad separa a
Marx y a Le nin de sus sucesores,
convirtiendo en buena medida a ambos en figuras
de un mundo decimonónico en el cual
nosotros ya no habitamos. Lo que im
porta es que el concepto de ley de Marx
no puede ser empleado bajo ninguna circunstancia con cebible con el propósito
de establecer un cuerpo político, o de
garantizar al espacio público su relativa perm anencia cuando se lo compara con la futilidad de la vida hum
ana y de los he chos humanos. Por el contrario, en la teoría del Estado
de Marx la permanencia proviene directam
ente del hecho del go bierno. Esta permanencia es vista como un obstáculo por
cuya culpa la fuerza del desarrollo que,
en su forma más elemental, constituye el
desarrollo de las capacidades productivas del
hombre, es constantem ente estorbada y detenida. Por medio del gobierno, la clase dom inante intenta
evitar, y efectivamen te consigue retrasar, la llegada y la toma del poder por
parte de la nueva clase que aquélla
oprime y explota. La permanencia se ha
convertido en un obstáculo, pero, en tanto que existe, re side en el gobierno
y no en la ley.
En la medida en que
el concepto de Estado en Marx ha eli minado completamente el elemento jurídico
no podemos ha blar propiam ente de formas marxistas de gobierno. Todas las formas tradicionales de gobierno
serían tiranías, y Engels lo admite implícitamente
cuando afirm a (en una carta a Bebel
de 1875) que «es un puro sinsentido
hablar del Estado de un pue blo libre; si el proletariado aún hace uso del
Estado no es por causa de la libertad,
sino con objeto de m antener a raya a sus
adversarios, y, tan pronto como sea posible hablar de libertad, el Estado como tal dejará de existir». Lo que
conoce Marx son cuatro formas de
gobierno que, en interpretaciones y contextos
diversos, aparecen desde sus prim eros escritos hasta sus últi
mas obras: la historia comienza con el gobierno
sobre los es clavos, que conformó el cuerpo
político de la Antigüedad; pasa al
gobierno de la nobleza sobre los siervos, que conformó el cuerpo político del feudalismo; culm ina en
su propio tiempo en el gobierno de la
burguesía sobre la clase obrera, y hallará
su conclusión en la dictadura del proletariado, en la cual el go bierno
del Estado se «desvanecerá», porque los que detentan el poder no encontrarán una nueva clase que
oprim ir o frente la cual deban
defenderse.
La grandeza de la comprensión de Marx del
poder es que ilumina uno de los orígenes a partir del cual la noción de go bierno se abrió
camino por prim era vez en las definiciones de
los cuerpos políticos bien establecidos, los cuales, tomados en sí mismos, no parecían corresponderse con otra cosa que no fuera la división de los ciudadanos en gobernantes y goberna dos. Las cuatro
formas de gobierno de Marx son solamente
va riaciones de la primera, el antiguo
gobierno sobre los esclavos,
en el cual él vio con acierto una dominación que subyace a
to das las formas antiguas de gobierno. El punto im portante es
que de cara a la tradición esta dominación era una parte tan pequeña del espacio político que sólo constituía
la condición privada sine
qua non para ser admitido dentro de él. Aristóte les
distingue tres clases (para usar la
terminología de Marx) de hombres:
aquellos que trabajan para otros y son esclavos; aquellos que trabajan para sí mismos con
objeto de ganarse su sustento y no son
ciudadanos libres; y aquellos que, porque po seen esclavos y no trabajan para
sí mismos ni para otros, son admitidos
en el espacio político. Que la verdadera experiencia vital del mando no estaba localizada en el
espacio público, sino en la esfera
privada del hogar, cuya cabeza visible gober naba sobre su familia y sus
esclavos, se hace todavía patente en los
muchos ejemplos de gobierno que se han dado desde el comienzo de nuestra tradición y que casi
siempre son extraídos de esta institución
de la vida privada. Ya en Platón se indican
claramente las implicaciones para la acción de esta imagen del hogar: «Pues la verdadera ciencia rectora
[del político] no debe actuar [prattein]
ella misma, sino m andar [archein] sobre aque-
líos que pueden y
deben actuar». Les hace actuar, «pues ve el
comienzo y el principio [arche] de lo que es necesario para
la polis, m ientras que los demás se limitan a hacer lo que se les dice que hagan» (El político,
305 d). Aquí, la vieja relación en tre archein
y prattein, entre com enzar algo y, junto con otros que son necesarios y se enrolan
voluntariamente, llevarlo hasta su fin,
es reemplazada por una relación que resulta caracterís tica de la función
supervisora del amo que dice a sus sirvientes
cómo completar y ejecutar una tarea dada. En otras palabras, la acción deviene mera ejecución, la cual es
determ inada por alguien que sabe y que,
por tanto, no actúa él mismo.
Al reinterpretar la tradición de pensam iento
político y lle varla a su final, resulta
crucial que Marx desafíe no a la filoso fía, sino a su supuesta falta de practicidad. Marx desafía la re signación de
los filósofos, que no hacen más que encontrar un lugar
para ellos mismos en el mundo en lugar de cam biar el mundo y hacerlo, por así decirlo, filosófico. Y esto no sólo es algo más,
sino también algo decisivamente
distinto, del ideal platónico
de los filósofos que gobiernan como reyes, porque implica no el gobierno de la filosofía sobre los
hombres, sino que todos los hombres
pueden llegar a ser, por así decirlo, filó sofos. La consecuencia que
Marx extrajo de la filosofía de la
historia de Hegel (y de toda la obra filosófica de Hegel, inclu yendo
la Lógica, tiene solamente un tema, a saber, la historia) fue que la acción o praxis, contrariam
ente a toda la tradición, estaba tan
lejos de ser lo opuesto al pensamiento que, más
bien, era el vehículo verdadero y real del pensamiento, y que la política, lejos de estar infinitam ente por
debajo de la dignidad de la filosofía,
era la única actividad inherentemente filosófica.
I
¿ Q u é e s l a p o l ít ic a ?
La política se basa en el hecho de la pluralidad de los hom
bres. Dios ha creado al hombre [Mensch], los hombres son un producto
humano, terrenal, el producto de la
naturaleza hu mana. Puesto que la filosofía y la teología se ocupan siempre del hombre, puesto que todos sus enunciados
serían correctos incluso si sólo hubiera un hombre, o dos hombres, o únicamen te hombres idénticos, no han encontrado ninguna respuesta
fi losóficamente válida a la pregunta: ¿Qué es la política? Peor to davía:
para todo pensamiento científico sólo hay el hombre (tanto en la biología y la psicología como en
la filosofía y la teo logía; así como para la zoología sólo hay el león).
Los leones se rían una cuestión que sólo concerniría a los leones.
En todos los grandes pensadores —incluido
Platón— es lla mativa la diferencia de rango
entre sus filosofías políticas y el
resto de su obra. La política nunca alcanza la misma profundi dad. La
ausencia de profundidad de sentido no es otra cosa que la falta de sentido para la profundidad
en la que la política está anclada.
La política
trata del estar juntos y los unos con los otros de los diversos. Los hombres se
organizan políticamente según determinadas
comunidades esenciales en un caos absoluto, o a
partir de un caos absoluto de las diferencias. En tanto que se construyen cuerpos políticos sobre la familia
y se los entiende
* Publicado anteriormente en Hannah Arendt, ¿Qué
es la política?, Barcelona, Pai- dós, 1997, págs. 45-138. Traducción
de Fina Birulés.
a imagen de ésta, se considera que los parentescos pueden, por un lado, unir a los más diversos y,
por otro, perm itir que figu ras similares a individuos se distingan unas de
otras.
En esta forma de organización, efectivamente, tanto se disuel ve la variedad
originaria como se destruye la igualdad esencial de todos los hombres. En ambos casos, la ruina de la política re sulta del desarrollo
de cuerpos políticos a partir de la familia.
Con esto ya se da a entender lo que en la imagen de la Sagrada Familia es simbólico, la opinión de que Dios
ha creado no tan to al hombre como a la familia.*
Cuando se ve
en la familia más que la participación, esto es, la participación activa, en la
pluralidad, se empieza a jugar a ser
Dios, es decir, a hacer como si naturaliter se pudiera esca par del
principio de la diversidad. En vez de engendrar a un hombre se intenta, a imagen fiel de sí mismo,
crear al hombre.
Desde un punto
de vista práctico-político, sin embargo, la
familia adquiere su arraigado significado por el hecho de
que el mundo está organizado de tal
modo que en él no hay ningún refugio
para el individuo, para el más diverso. Las familias se
fundan como albergue y
fortificación en un mundo inhóspito y
extraño en el que uno desea establecer parentescos. Este
deseo conduce a la perversión fundam
ental de lo político, porque, a través
de la introducción del concepto de parentesco, suprime, o más bien pierde, la cualidad fundamental de
la pluralidad.
El hombre, tal como la filosofía y la teolog
ía lo entienden, sólo existe
—o se realiza— en la política, con los mismos dere chos que los más diversos
se garantizan. En esta garantía vo luntaria y en la concesión de una exigencia
de igualdad jurídi ca se reconoce que la pluralidad de los hombres, que deben
su pluralidad únicam ente a sí mismos,
tiene que agradecer su existencia a la
creación del hombre.
La filosofía tiene dos buenos motivos para no encontrar nunca el lugar donde surge la política. El prim ero es la creen cia de
que hay en el hombre algo político que pertenece a su
* Arcaísmo por: Dios habría creado no al hombre sino más bien a la
familia. (¿V. de
la t.)
esencia. Pero esto no es así; el homb
re es apolítico. La política nace en el entre-los-hombres,
por lo tanto completamente fuera
del hombre. De ahí que no haya ninguna substancia propia mente política.
La política surge en el entre y se establece como relación. Así lo entendió Hobbes.
El segundo es la representación monoteísta de Dios, a cuya imagen y semejanza debe haber sido
creado el hombre. A par tir de aquí, ciertamente, sólo pueda haber el hombre, los hom bres son
una repetición más o menos afortunada
del mismo. El hombre creado a semejanza
de la soledad de Dios es la base del
hobbesiano State o f nature as a war o f all against all. Es la guerra de uno contra todos los otros, que son
odiados porque existen sin sentido (sin
sentido para el hombre creado a im a gen de la soledad de Dios).
La solución de Occidente
a esta imposibilidad de la política dentro del mito occidental de la creación es la transformación de la política en historia o su sustitución por ésta. A través de la representación de una historia
universal la pluralidad de los hombres se diluye en un individuo hum
ano que también se de nomina hum anidad. De ahí lo m onstruoso e
inhum ano de la historia, que al fin se
impone plena y brutalm ente a la política.
Es
extremadamente difícil darse cuenta* de que debemos ser realmente libres en un territorio delimitado, es decir, ni empu jados por nosotros
mismos ni dependientes de material dado
alguno. Sólo hay libertad en el ámbito particular del entre de la política. Ante esta libertad nos refugiamos
en la «necesidad» de la historia. Una
absurdidad espantosa.
La misión de la
política podría ser elaborar un mundo tan
transparente para la verdad como la creación de
Dios. En el sentido del mito
judeocristiano esto significaría: el hombre,
creado a imagen de Dios, ha recibido una fuerza generadora para organizar al hombre a
semejanza de la creación divina. Esto
probablemente es un disparate. Pero sería la única de mostración y justificación
posible de la idea de una ley natural.
* En el original: realizar [Realisieren].
Seguramente se refiere a: darse cuenta (in glés: to
realize). (N. de la t.)
En la absoluta
diversidad de todos los hombres entre sí, que es mayor que
la diversidad relativa de pueblos, naciones o ra zas; en la pluralidad, está contenida la creación del hombre por Dios. Ahí, sin embargo, la política no tiene
nada que hacer. Pues la política
organiza de antemano a los absolutam ente di versos en consideración a una
igualdad relativa y para diferen ciarlos de los relativamente
diversos.
II
E l PREJUICIO CONTRA LA POLÍTICA Y LO QUE LA POLÍTICA ES HOY DE HECHO
En nuestro
tiempo, si se quiere hablar sobre política, debe empezarse
por los prejuicios que todos nosotros, si no somos políticos
de profesión, albergamos contra ella. Estos prejui cios, que nos son
comunes a todos, representan por sí
mismos algo político en el sentido más
amplio de la palabra: no tienen
su origen en la arrogancia de los intelectuales ni son debidos
al cinismo de aquellos que han vivido
demasiado y han compren dido demasiado
poco. No podemos ignorarlos porque forman parte de nosotros mismos y no podemos
acallarlos porque ape lan a realidades innegables y reflejan fielmente la
situación efectiva en la actualidad y
sus aspectos políticos. Pero estos
prejuicios no son juicios. M uestran que hemos ido a parar a una situación en que políticamente no sabemos
—o todavía no sabemos— cómo movernos. El
peligro es que lo político desa parezca absolutamente. Pero los prejuicios se
anticipan, van demasiado lejos,
confunden con política aquello que acabaría
con la política y presentan lo que sería una catástrofe como si perteneciera a la naturaleza del asunto y
fuera, por lo tanto, inevitable.
Tras los
prejuicios contra la política se encuentran hoy día, es
decir, desde la invención de la
bomba atómica, el tem or de que la hum
anidad provoque su desaparición a causa de la polí tica y de los medios de
violencia puestos a su disposición, y
la esperanza —unida
estrechamente a dicho temor— de que la humanidad será razonable y se
deshará de la política antes que de sí
misma (mediante un
gobierno mundial que disuelva el Es tado en una m aquinaria adm inistrativa, que resuelva los con
flictos políticos burocráticam ente y que sustituya los ejércitos por cuerpos policiales). Ahora bien, esta esperanza es utópica si por política se entiende
—cosa que generalmente ocurre— una
relación entre dominadores y dominados. Bajo este punto de vista, en lugar de una abolición de lo político obtendríamos una forma despótica de dominación
ampliada hasta lo m ons truoso, en la cual el abismo entre dom inadores y
dominados tom aría unas proporciones tan gigantescas que ni siquiera serían posibles las rebeliones, ni
mucho menos que los dom i nados controlasen de alguna m anera a los
dominadores. Tal carácter despótico no
se altera por el hecho de que en este régi men mundial no pueda señalarse a
ninguna persona, a ningún déspota, ya
que la dom inación burocrática, la dominación a
través del anonimato de las oficinas, no es menos despótica porque «nadie» la ejerza. Al contrario, es
todavía más temible, pues no hay nadie
que pueda hablar con este «nadie» ni protes tar ante él.
Pero si entendemos por político un ám bito del mundo en que los hombres son prim ariam ente activos y dan a los asun tos hum anos una durabilidad que de
otro modo no tendrían, entonces la
esperanza no es en absoluto utópica. Elim inar a
los hombres en tanto que activos es algo que ha ocurrido con frecuencia en la historia, sólo que no a
escala mundial, bien sea en
la forma (para nosotros extraña y pasada de moda) de la tiranía,
en la que la voluntad de un solo hombre
exigía vía li bre, bien sea en la
forma del totalitarism o moderno, en el que se pretende liberar «fuerzas históricas»
y procesos im persona les y presuntam ente superiores con el fin de esclavizar
a los hombres. Lo propiam ente apolítico
[unpolitisch\ —en sentido fuerte—
de esta forma de dom inación es la dinámica que ha desencadenado y que le es peculiar: todo y
todos los que hasta ayer pasaban por «grandes»
hoy pueden —e incluso deben— ser
relegados al olvido si el movimiento quiere conservar su
ímpetu. En
este sentido, no contribuye precisam ente a tran quilizarnos constatar que en las democracias de masas tanto la impotencia
de la gente como el proceso del consumo y el olvi do se han impuesto subrepticiamente, sin terror e
incluso es pontáneam ente, si bien dichos fenómenos se lim itan en el mundo libre, donde no impera el terror,
estrictam ente a lo po lítico y lo económico.
Sin embargo, los prejuicios contra la política, la
idea de que la política
interior
es una sarta fraudulenta y engañosa de inte reses e ideologías
mezquinos, m ientras que la exterior fluctúa
entre la propaganda vacía y la cruda violencia, son considera
blemente más antiguos
que la invención de instrum entos con
los que poder destruir toda la vida orgánica sobre la Tierra. En cuanto a la política interior, estos prejuicios son al menos tan antiguos —algo más de un centenar de años— como la demo cracia parlam entaria,
la cual pretendía representar, por prime ra
vez en la histor
ia moderna, al pueblo (aunque éste nunca se lo haya creído). En cuanto a la política
exterior, su nacimiento se dio en las
prim eras décadas de la expansión im perialista a fines del siglo pasado, cuando los Estados nacionales,
no en nombre de la nación sino a causa
de sus intereses económicos nacionales,
empezaron a extender la dom inación europea por
toda la Tierra. Pero lo que hoy da su tono peculiar al prejuicio contra la política —la huida hacia la
impotencia, el deseo de sesperado de no tener que actuar— era entonces el
prejuicio y la prerrogativa de una clase
social restringida que opinaba como lord
Acton que el poder corrom pe y la posesión del po der absoluto corrom pe
absolutamente. Que esta condena del
poder se correspondía completamente con los deseos todavía inarticulados de las masas no lo vio nadie
tan claramente como Nietzsche en su
intento de rehabilitarlo, aunque él, de acuerdo
con el sentir de la época, también confundió, o identificó, el po der \Macht],
que un único individuo nunca puede detentar
porque surge de la actuación conjunta de muchos, con la vio lencia [Gewalt],
de la que sí puede apoderarse uno solo.
P r e ju ic io y j u ic io
Los prejuicios, que todos compartimos, que son obvios para
nosotros, que podemos intercam biarnos en la conversación sin tener que explicarlos detalladamente,
representan algo político en el sentido
más amplio de la palabra, es decir, algo que
cons tituye un componente integral de los asuntos humanos entre los que nos movemos todos los días. Que los
prejuicios tengan un papel tan
extraordinariam ente grande en la vida cotidiana y por lo tanto en la política es algo de lo que en sí no cabe la mentarse
y que, en ningún caso, se debería intentar cambiar. Pues el hombre no puede
vivir sin prejuicios y no sólo porque su
buen sentido o su discernimiento no serían suficientes para juzgar de nuevo
todo aquello sobre lo que se le pidiera algún juicio a lo largo de su vida, sino porque una
ausencia tal de pre juicios exigiría una alerta sobrehum ana. Por eso la política siempre ha tenido que ver con la aclaración y
disipación de los prejuicios, lo que no
quiere decir que consista en educar nos para eliminarlos, ni que los que se
esfuerzan en dilucidar los estén en sí mismos libres de ellos. La pretensión
de estar atento y abierto al mundo
determ ina el nivel político y la fisio nomía general de una época pero no
puede pensarse ninguna en la que los
hombres, en amplias esferas de juicio y decisión, no pudieran confiar y reincidir en sus
prejuicios.
Evidentemente esta justificación del prejuicio como crite rio para juzgar en la vida cotidiana tiene sus fronteras,
vale sólo para auténticos prejuicios, esto es, para los que no
afir man ser juicios. Uno puede reconocer los prejuicios auténticos en el hecho de que apelan con total naturalidad a un «se dice», «se opina», sin que por supuesto dicha
apelación deba constar explícitamente.
Los prejuicios no son idiosincrasias persona les, las cuales, si bien nunca
pueden probarse, siempre remiten a una
experiencia personal en la que tienen la evidencia de per cepciones sensibles.
Los prejuicios no tienen una evidencia tal,
tampoco para aquel que está sometido a ellos, ya que no son fruto de la experiencia. Por eso, porque no
dependen de un vínculo personal, cuentan
fácilmente con el asentim iento de
los demás, sin
que haya que tomarse el esfuerzo de persuadir les. Ahí
es donde se diferencia el prejuicio del juicio, con el que por otra
parte
tiene en común que a través de él la gente se re conoce y se
siente afín, de m anera que quien esté preso
en los prejuicios siempre puede estar seguro de tener algún efecto so bre los
demás, m ientras que lo idiosincrásico
apenas puede imponerse en el
espacio público-político y sólo tiene validez en lo privado e íntimo. Consiguientemente el
prejuicio representa un gran papel en lo
puramente social: no hay propiam ente nin guna forma de sociedad que no se
base más o menos en los prejuicios, m
ediante los cuales admite a unos determinados
tipos hum anos y excluye a otros. Cuanto más libre está un hom bre de prejuicios menos apropiado es para
lo puram ente social. Pero si en
sociedad no pretendemos juzgar en absoluto,
esta renuncia, esta sustitución del juicio por el prejuicio,
resulta peligrosa cuando afecta al ámbito
político, donde no podemos movernos sin
juicios porque, como veremos más adelante, el
pensamiento político se basa esencialmente en la capacidad de juzgar [Urteilskraft].
Uno de los
motivos de la eficacia y peligrosidad de los pre juicios es que
siempre ocultan un pedazo del pasado. Bien mi rado, un prejuicio auténtico
se reconoce además en que encie rra un juicio que en su día tuvo
un fundam ento legítimo en la experiencia; sólo se convirtió en prejuicio
al ser arrastrado sin el m enor reparo
ni revisión a través de los tiempos. En este
sentido se diferencia de la charlatanería, la cual no
sobrevive al día o la hora en que se da
y en la cual las opiniones y juicios más
heterogéneos se confunden caleidoscópicamente. El peli gro del prejuicio
reside precisamente en que siempre está bien
anclado en el pasado y por eso se avanza al juicio y lo impide, im posibilitando con ello tener una verdadera
experiencia del presente. Si queremos
disolver los prejuicios prim ero debemos
redescubrir los juicios pretéritos que contienen, es decir, mos trar su
contenido de verdad. Si esto se pasa por alto, ni bata llones enteros de
ilustrados oradores ni bibliotecas completas
de folletos pueden conseguir nada, como m uestran claramente los casi infinitos —e infinitam ente
infructuosos— esfuerzos
dedicados a problemas tales como el de los
negros en los Esta dos Unidos o el de los judíos, cuestiones sobrecargadas de pre
juicios antiquísimos.
Puesto que el prejuicio, al recurrir a lo pasado, se
avanza al juicio, ve limitada
su legitimidad temporal a épocas históricas
—cuantitativamente la gran mayoría— en que lo nuevo es rela tivamente
raro en las estructuras políticas y sociales y lo viejo predomina.
La palabra «juzgar» tiene en nuestra lengua dos
significados totalmente
diferenciados que siempre se mezclan
cuando hablamos. Por una parte
alude al subsum ir clasificato- rio de lo
singular y particular bajo algo general y
universal, al medir, acreditar y decidir lo concreto mediante criterios regu lativos. En tales juicios hay un prejuicio;
se juzga sólo lo indi vidual pero no el criterio ni su adecuación
a lo que mide. Tam bién sobre dicho criterio se juzgó una vez y, aunque
ahora este juicio se omite, se ha
convertido en un medio para poder se guir juzgando. Pero por otra parte
juzgar puede aludir a algo completamente
distinto: cuando nos enfrentam os a algo que
no hemos visto nunca y para lo que no disponemos de ningún criterio. Este juzgar sin criterios no puede
apelar a nada más que a la evidencia de
lo juzgado mismo y no tiene otros presu puestos que la capacidad hum ana del
juicio, que tiene mucho más que ver con
la capacidad para diferenciar que con la capa cidad para ordenar y subsumir.
Este juzgar sin criterios nos es bien
conocido por lo que respecta al juicio estético o de gusto [Geschmacksurteil], sobre el que, como
dijo Kant, precisamen te no se puede «disputar» pero sí discutir y llegar a un
acuerdo; y tam bién lo vemos en la vida
cotidiana cuando, ante una si tuación todavía no conocida, opinamos si esto o
aquello la hu biera juzgado correcta o incorrectamente.
En toda crisis histórica los prejuicios se
tambalean, ya no se confía en ellos y justam ente porque ya no
pueden contar con el reconocimiento en esos «se dice» o «se piensa»
no vinculantes, en ese terreno
delimitado en que se justificaban y usaban, se
solidifican y se convierten en algo que en origen no eran, a saber, en aquellas pseudoteorías que, como
cosmovisiones [Weltanschauungen\
homogéneas o ideologías ilum inadoras,
pretenden abarcar
toda la realidad histórica y política. Si la
función del prejuicio es
preservar a quien juzga de exponerse
abiertam ente a lo real y de tener que afrontarlo pensando, las cosmovisiones e ideologías cumplen tan bien esta misión
que protegen de toda experiencia, ya
que en ellas todo lo real está al
parecer previsto de algún modo. Justam ente esta universali dad que las distingue tan claramente de los prejuicios, los cua les siempre
son sólo de naturaleza parcial, m uestra claramente que ya no se confía no sólo en los prejuicios sino tam poco en los criterios del juicio ni en lo que han prejuzgado, m uestran que todo
ello es literalmente inadecuado. Este rechazo de los criterios en el mundo moderno —la
imposibilidad de juzgar lo que ha
sucedido y sucede cada día según unos criterios firmes y reconocidos por todos, de subsumirlo como
caso de un uni versal bien conocido, unida estrecham ente a la dificultad
de ofrecer principios de acción para lo
que deba suceder— se des cribe con frecuencia como un nihilismo inherente a la
época, como una desvaloración de todos
los valores, una especie de ocaso de los
dioses y catástrofe del orden m oral del mundo.
Todas estas interpretaciones presuponen tácitam ente que a los hom bres sólo se les puede exigir juzgar cuando
poseen crite rios, que la capacidad de juicio no es más que la aptitud
para clasificar correcta y adecuadamente
lo particular según lo ge neral que por común acuerdo le corresponde.
Si bien es verdad que se admite que la capacidad de juicio consiste y debe consistir en juzgar
directam ente y sin criterios, los ámbitos
en que esto ocurre, en decisiones de toda
clase, sean de naturaleza
personal o pública, y en el llamado juicio de
gusto, no se tom an en serio
porque, de hecho, lo así juzgado no
tiene nunca carácter concluyente, nunca obliga a los demás en el sentido en que una conclusión lógicamente
irrefutable obliga al asentim iento,
sino que sólo puede persuadirles. Que al
juzgar en general le sea propio algo irrefutable es ello mis mo un prejuicio;
los criterios, m ientras tienen validez, no son
nunca demostrables irrefutablemente; a ellos sólo les es apro piada la
limitada evidencia del juicio, sobre la que todos están de acuerdo y sobre la que no se debe ni
disputar ni discutir.
Demostrables
irrefutablemente son sólo el clasificar, el medir y
el aplicar criterios, la regulación de lo individual y concreto,
todo lo cual presupone la validez del criterio
para la naturale za del asunto. Este
clasificar y regular, en el que ya no se deci de otra cosa que si,
de un modo comprobable, se ha operado errónea o acertadam ente, tienen mucho
más que
ver con un concluir deductivo
que con un pensam iento juzgante. La pér dida de los
criterios, que de hecho determ ina al mundo moder no en su facticidad y que no
es reversible mediante ningún re torno a los buenos Antiguos, o el
establecimiento arbitrario de nuevos
valores y criterios, sólo es una catástrofe para el m un do moral si se acepta
que los hombres no están en condiciones
de juzgar las cosas en sí mismas, que su capacidad de juicio no basta para juzgar originariam ente, que sólo
puede exigírseles aplicar correctam ente
reglas conocidas y servirse adecuada mente de criterios ya existentes.
Si esto fuera así, si fuera esencial al
pensam iento humano que los hombres únicamente pudieran juzgar cuando tuvieran a mano criterios
fijos y dispuestos, entonces sería cierto lo que hoy se supone en general, que en la
crisis del mundo moderno más que éste
es el hombre mismo quien está fuera de quicio.*
En la enseñanza académica se ha
difundido ampliamente este supuesto, lo
cual se percibe claram ente en el hecho de que las disciplinas históricas, que tienen que ver
con la historia del mundo y lo que
aconteció en él, se han diluido en las ciencias
sociales y la psicología. Esto no significa sino que se abandona el estudio del mundo histórico en sus
pretendidas etapas cro nológicas en favor del estudio de modos de conducta
primero sociales y después hum anos, los
cuales, a su vez, sólo pueden ser objeto
de una investigación sistem ática si se excluye al hombre que actúa, que es el artífice de los
acontecimientos constatables en el
mundo, y se le rebaja a la condición de ser
que meramente tiene una conducta, ser al que se puede some
* Arendt usa aquí la frase de Hamlet (Act. I,
esc. V): «The time is ont of joint», se gún Valverde: «Los tiempos
están desquiciados», Barcelona, Planeta, 1995. Según M.
A. Conejero: «El mundo está fuera de juicio»,
Madrid, Cátedra, 1996. (N. de la t.)
ter a experimentos
y al que incluso cabe esperar poner definiti vamente bajo control.
Más significativo quizá que esta acadé mica disputa de facultades,
en que como mucho se revelan am biciones de poder totalm ente
antiacadém icas, es que tal
desplazamiento del interés —del mundo al hom bre— se m ani
fieste en el resultado de una encuesta realizada recientemente y en la que a la pregunta por el tema de
preocupación canden te hoy día la respuesta casi unánime fue: el hombre. Se
res pondía esto no en el sentido de la amenaza concreta que repre senta la
bomba atómica para el género hum ano (una inquietud semejante ya estaría de hecho muy
justificada); a lo que evi dentemente se aludía era a la esencia del hombre,
la entendie ra cada individuo como la entendiera. De todos modos —y es tas m
uestras podrían multiplicarse a voluntad— no se duda ni un instante de que el hombre o se ha salido
de quicio o se en cuentra en peligro y que, en cualquier caso, es lo que hay
que cambiar.
Sea cual sea la
postura que uno adopte frente a la cuestión
de si es el hombre o el mundo lo que está en juego en la
crisis actual, una cosa es
segura: la respuesta que sitúa al hombre en
el punto central de la preocupación presente y cree deber cam biarlo para poner remedio es profundam ente apolítica;
pues el punto
central de la política es siempre la preocupación por el mundo y
no por el hombre (por un mundo acondicionado de al guna manera, sin el cual aquellos que se preocupan y son polí ticos no consideran que la vida merezca ser vivida). Pero de la misma m anera que no se cambia un mundo cambiando
a los hombres —prescindiendo de la práctica
imposibilidad de tal empresa— tampoco se
cambia una organización o una asocia ción empezando a influir sobre sus
miembros. Si se quiere cambiar una
institución, una organización o cualquier corpora ción pública m undana, sólo
es posible hacerlo renovando su
constitución, sus leyes, sus estatutos y esperar que todo lo de más se
dé por sí mismo. Que esto sea así tiene relación con el hecho de que siempre que se juntan hombres
—sea privada, so cial o público-políticamente— surge entre ellos un espacio
que los reúne y a la vez los separa.
Cada uno de estos espacios tiene
su propia
estructura, que varía con el cambio de los tiempos y que
se da a conocer en lo privado en los usos, en lo social en las convenciones y en lo público en las leyes,
las constituciones, los estatutos y
similares. Dondequiera que los hombres coinci dan se abre paso entre ellos un
mundo y es en este «espacio entre» [Zwischen-Raum\
donde tienen lugar todos los asuntos
humanos.
El espacio
entre los hombres, que es el mundo, no puede
existir sin ellos, por lo que un mundo sin hombres, a
diferencia de un universo sin hombres o una naturaleza sin hombres, se ría en sí mismo una contradicción. Pero esto no
significa que el mundo y las catástrofes que tienen lugar en él sean diluibles en puros sucesos humanos, ni mucho menos que se deban a algo que
sucede a «-el hombre» o a la esencia
de los hombres. Pues el mundo y las cosas del mundo, en cuyo centro suceden
los asuntos humanos, no son la expresión o, como quien dice, la reproducci
ón im puesta al exterior de la esencia hum ana sino, al contrario, el resultado
de que los hombres son capaces de producir [herstellen]
algo que no son ellos mismos, a saber,
cosas, e incluso los ámbitos denom inados anímicos o espiri tuales son para ellos realidades duraderas,
en las qu
e poder
moverse, sólo en la medida en que dichos ámbitos
están cosifi-
cados, en que se presentan como un mundo de cosas. Este mundo de cosas
en que los hom bres actúan les condiciona y
por este motivo toda catástrofe que sufre repercute sobre ellos y les afecta. Podría pensarse en alguna catástrofe
tan mons truosa que aniquilara, además del mundo, incluso las capaci dades
del hombre para configurarlo, para producir cosas, de manera que se quedara sin mundo, como un
animal. Hasta po dríamos imaginarnos que tales catástrofes tuvieron lugar en
el pasado, en tiempos prehistóricos y
que ciertas tribus, llamadas primitivas,
desprovistas de mundo, son sus residuos. También podríamos imaginarnos que una guerra atómica,
suponiendo que dejara vida hum ana tras
de sí, podría provocar una catás trofe semejante al destruir el mundo en su
totalidad. Pero siempre será el mundo, o
mejor el curso del mundo —del que los
hombres ya no son dueños, del que están tan alienados
que el autom atismo inherente a todo proceso
puede imponerse s
in trabas— el que causará la destrucción de los hom
bres y no ellos mismos. Sin embargo, en la preocupación por el
hombre citada más arriba no se
trata de tales posibilidades. Más bien
lo grave y angustiante de ella es que se desentiende por com pleto de
estos peligros «exteriores» [«au/fere»], sumamente rea les, y los elude desde
una interioridad donde como máximo se puede
reflexionar pero no actuar ni cam biar nada.
N aturalm ente
podría objetarse con facilidad que el mundo
del que aquí se habla es el mundo humano, o sea el
resultado del producir
y actuar hum anos entendidos com únm ente. Dichas capacidades pertenecen sin ninguna duda a la esencia del hom bre; si fracasan, ¿no debería cam biarse la
esencia del hombre antes de pensar en
cam biar el mundo? Esta objeción es en
el fondo muy antigua y puede apelar a los m ejores testim o nios, por
ejemplo a Platón, quien ya reprochó a Pericles que tras la m uerte de éste los atenienses no
fueran mejores que antes.
¿ T i e n e l a p o l ít ic a t o d a v ía a l g ú n s e n t
i d o ?
A la pregunta por el sentido de la política hay una respuesta
tan sencilla y
tan concluyente en sí m ism a que se diría que
otras
respuestas están totalm ente de más.
La respuesta es: el sentido de la política es la libertad. Su simplicidad y
contun dencia no reside en el hecho de que es tan antigua como la pregunta —que naturalm ente ya surge de una sospecha y está inspirada por la desconfianza— sino en la existencia de lo po lítico.
Pero hoy día esta respuesta no es ni obvia ni inm ediata mente
convincente, cosa que se aprecia con claridad en el he cho de que nuestra
pregunta actual ya no cuestiona el sentido
de la política tal y como antes se hacía: a partir de experiencias que eran de naturaleza no-política [nicht-politisch\
o incluso antipolítica \anti-politisch~\.
Nuestra pregunta actual surge de experiencias
políticas muy reales: de la desgracia que la políti ca ya ha ocasionado en
nuestro siglo y de la mucho mayor que
todavía amenaza con ocasionar. De aquí que
nuestra pregunta suene mucho
más radical, mucho más agresiva y mucho más
desesperada: ¿tiene, pues, la política todavía algún sentido?
En la pregunta planteada de este modo —y así
es ya como se plantea
a cualquiera— resuenan dos ecos: primero, la expe riencia de los totalitarismos, en los que presuntam ente la
vida entera de los hombres
está politizada —con la consecuencia de
que no hay libert
ad ninguna. A partir de dicha experiencia,
y esto significa a partir de
condiciones específicamente moder nas, nace la cuestión de si la política y la
libertad son concilia bles en absoluto, de si la libertad no comienza sólo allí
donde acaba la política, de m anera que
simplemente ya no hay liber tad donde lo político no tiene final ni límites.
Quizá las cosas han cambiado tanto desde
los Antiguos, para los que la políti ca y la libertad eran idénticas, que
ahora, en las condiciones modernas, una
y otra han debido separarse por completo.
En segundo
lugar, la pregunta se plantea inevitablemente a
la vista del inmenso desarrollo de las m odernas
posibilidades de aniquilación, las
cuales, al ser monopolio de los Estados
nunca se hubieran desplegado
sin ellos, por lo que sólo pueden
aplicarse en el ámbito político.
Aquí ya no se trata únicamente de la libertad sino de la vid
a, de la
existencia de la humanidad y tal vez de
toda la vida orgánica sobre la Tierra. La pregunta que aquí surge convierte todo lo político en
cuestionable; hace dudar de si bajo las
condiciones modernas la política y la con servación de la vida son compatibles,
y secretamente expresa la esperanza de
que los hom bres serán razonables y abolirán
de alguna manera la política antes de que ésta los elimine a to dos.
Ciertamente puede objetarse que la esperanza de que los Estados m ueran o de que al menos la política
desaparezca por una vía u otra es utópica,
y es de suponer que la mayoría esta ría de acuerdo con tal objeción. Pero esto
no modifica en nada ni la esperanza ni
la pregunta. Si la política trae la desgracia y
no puede abolirse, sólo quedan la desesperación o la esperanza de que el diablo no será tan malo como lo
pintan —una espe ranza bastante tonta en nuestro siglo, en que desde la
Primera Guerra Mundial hemos tenido que
ver cómo cada diablo que la
política nos presentaba era
mucho peor de lo que a nadie se le hubiera ocurrido pintarlo.
Estas dos
experiencias, que provocan la pregunta por el sen tido de
la política,
son las experiencias políticas fundamentales de nuestra época.
Si uno las pasa por alto es como si no hubie ra vivido
en este mundo, que es el nuestro. No obstante,
hay entre ellas todavía una diferencia.
Por lo que respecta a la ex
periencia de la politización total en los Estados totalitarios
y a la cuestionabilidad
de lo político que surgía de ella, es un he cho que desde la Antigüedad ya nadie creía que el sentido de la política
fuera la libertad; así como también
es un hecho que en la Edad Moderna, tanto teórica como prácticam
ente, lo políti co únicam ente vale como medio para proteger la subsistencia de la
sociedad y la productividad del libre desarrollo social. Así
pues, ante el cuestionamiento de lo político tal como se da
en la experiencia totalitaria sería posible,
en teoría, un retroceso a un punto de
vista históricamente anterior —como si las formas totalitarias de dominación no hubieran hecho más que demos trar aquello que
el pensam iento liberal del siglo xix ya había
mostrado—. En cambio, lo desconcertante que la posibilidad de una aniquilación física absoluta tiene
para lo político es que precisam ente no
perm ite ese retroceso. Pues lo político ame naza precisam ente aquello que,
según la Edad Moderna, justi fica su existencia, a saber, la pura posibilidad
de vivir de la hu m anidad en su conjunto. Si es verdad que la política es
algo necesario para la subsistencia de
la humanidad, entonces ha em pezado de hecho a autoliquidarse, ya que su
sentido se ha vuel to bruscam ente falto de sentido.
Esta falta de sentido no es ninguna aporía ficticia; es un es tado de cosas
absolutam ente real del que podemos darnos cuenta cada día si nos tomamos la molestia
no solamente de leer los periódicos sino
tam bién de preguntarnos, en nuestro disgusto por el desarrollo de todos los problem as políticos im portantes, cómo podríamos
hacerlo m ejor dadas las circuns tancias. La falta de sentido en que ha
caído la política en gene ral se aprecia en que todos los problemas políticos
particulares se precipitan a un callejón
sin salida. Como sea que considere
mos la situación e intentemos calcular los
factores particulare
s que la
doble am enaza de los Estados totalitarios y las armas atómicas —y, sobre todo, la coincidencia
de ambos— nos plan tea, no podemos
ni siquiera im aginarnos una
solución satis factoria, aun cuando
presupusiéramos la mejor voluntad de
to das las partes (lo que como es sabido no podemos hacer en política porque la buena voluntad de hoy no
garantiza la buena voluntad de mañana).
Si partim os de la lógica inherente a es tos factores y suponemos que nada que
no nos sea hoy ya co nocido determina ni determ inará el curso del mundo,
entonces sólo podremos decir que un
cambio decisivo para nuestra sal vación sólo sucederá por una especie de
milagro.
Ahora bien, para considerar con toda seriedad qué significa ría este milagro y eliminar la sospecha de que esperar
milagros o contar
con ellos es una mera frivolidad o una ligereza necia debemos olvidar en prim er lugar el rol que el milagro
ha re presentado desde siempre en la fe y en la superstición,
es decir, en la religión
y en la pseudorreligión. Para liberarnos del pre juicio de que el milagro es un fenómeno genuina y exclusiva mente religioso, en el que algo ultraterrenal
y sobrehumano irrumpe en la marcha de
los asuntos humanos o de los
cursos naturales, quizá convenga tener
presente que
el
marco comple to de nuestra existencia real, la existencia de la
Tierra, de la vida orgánica sobre ella,
del género humano, se basa en una
especie de milagro. Pues desde el punto de vista de los proce sos
universales y de la probabilidad que los rige, la cual puede reflejarse estadísticamente, ya el solo
nacimiento de la Tierra es una «improbabilidad
infinita». Lo mismo ocurre con el na cimiento de la vida orgánica a partir del
desarrollo de la natu raleza inorgánica o con el nacim iento de la especie hum
ana a partir de la evolución de la vida
orgánica. En estos ejemplos se ve claram
ente que siempre que ocurre algo nuevo se da algo inesperado, imprevisible y, en últim o término,
inexplicable causalmente, es decir, algo
así como un milagro en el nexo de las
secuencias calculables. Con otras palabras, cada nuevo co mienzo [Anfang]
es por naturaleza un milagro —contemplado
y experimentado desde el punto de vista de los procesos que
necesariamente interrumpe. En este sentido, a
la transcenden cia religiosa de la fe en los milagros corresponde la transcen
dencia comprobable en la realidad de todo comienzo con rela ción a la conexión
interna de los procesos en que irrumpe.
Naturalm ente éste es sólo un ejemplo para aclarar
que lo que llamamos efectivamente real ya es un plexo de realidad mundanal, orgánica y humana,
que precisamente como tal rea lidad nace con la m arca
de las «improbabilidades infinitas».
Pero si tomamos este ejemplo como una m etáfora de lo que pasa realmente en el terreno de los asuntos
humanos, entonces empieza a fallar. Pues por lo que respecta a éstos,
de lo que se trata, como decimos, es de procesos de naturaleza
histórica, esto es, de procesos que no transcurren en form a de desarro llos naturales,
sino en la de cadenas de acontecim ientos en
cuyos engarces este milagro de «improbabilidades infinitas»
acontece con tanta frecuencia que nos parece extraño hablar de milagros (debido a que consideramos que el
proceso de la historia resulta de las
iniciativas hum anas y está continuam en te atravesado por nuevas
iniciativas). En cambio, si este proce so se contempla en su puro carácter
procesal —y naturalm ente esto es lo que
ocurre en todas las filosofías de la historia para las que el proceso histórico no es el
resultado de la acción con junta de los hombres, sino del desarrollo y
confluencia de fuer zas extra, sobre o infrahumanas, esto es, en las que el
hombre que actúa es excluido de la
historia— cualquier nuevo inicio en él,
sea para bien o para mal, es tan im probable que todos los grandes acontecimientos se toman como
milagros. Visto obje tivamente y desde fuera, las posibilidades de que m añana
el día transcurra exactamente como hoy
son aplastantes —segu ram ente esto no es del todo así, pero para las
dimensiones hu manas son tan aplastantes como las posibilidades de que a par
tir de los acontecimientos cósmicos, los procesos inorgánicos y la evolución de los géneros animales
surgieran la Tierra, la vida o la hum
anidad no animal.
La diferencia decisiva entre las «improbabilidades
infinitas» en
que consiste la vida hum ana
terrena y los acontecimientos- milagro
[Ereignis-Wunder] en el ámbito de los asuntos hum a
nos mismos es naturalm ente que en éste hay
un taumaturgo y que es
el propio hombre quien,
de un modo maravilloso y mis terioso, está dotado para hacer milagros.
Este don es lo que en el habla habitual
llamamos la acción [das Handeln], A la ac ción le es peculiar poner en
m archa procesos cuyo automatis mo parece muy similar al de los procesos
naturales, y le es pe culiar sentar un nuevo comienzo, empezar algo nuevo,
tomar la iniciativa o, hablando
kantianam ente, comenzar por sí mis mo una cadena. El milagro de la libertad
yace en este poder- comenzar [Anfangen-Kónnen]
que a su vez estriba en el factum
de que todo hombre, en cuanto que por nacimiento viene al mundo —que ya estaba antes y continuará después—,
es él mismo un nuevo comienzo.
Esta idea de que la libertad es idéntica a
comienzo o, ha blando otra vez kantianam ente, a espontaneidad nos
resulta muy extraña porque es un rasgo
característico de nuestra tra dición de pensamiento conceptual y sus
categorías identificar libertad con
libre albedrío y entender por libre albedrío la li bertad de elección
entre dos alternativas ya dadas —dicho tos camente: entre el bien
y el mal— y no simplemente la
libertad de querer que esto o aquello
sea así o asá. Esta tradición tiene
naturalm ente sus buenos motivos,
en los que aquí no podemos entrar, y fue extraordinariam ente fortalecida por la convicción,
extendida ya desde la Antigüedad,
de que la libertad no sólo no reside en
la acción y en lo político, sino que, al contrario, úni camente es
posible si el hombre renuncia a actuar, se retrae sobre sí mismo retirándose del mundo y evita
lo político. Fren te a esta tradición conceptual y categorial se levanta no sólo
la experiencia, sea de tipo privado o público,
de todo hombre; frente a ella tam bién
se alza sobre todo el testimonio nunca
completamente olvidado de las lenguas antiguas, en que el griego archein significa comenzar y
dominar, es decir, ser libre, y el
latino agere poner algo en m archa, es decir, desencadenar un proceso.
Por lo tanto, si esperar milagros es un rasgo
del callejón sin salida al
que ha ido a parar nuestro mundo, de ninguna mane ra esta esperanza nos saca
del ámbito político originario. Si el
sentido de la política
es la libertad, es en este espacio —y no en
nin
gún otro— donde tenemos el derecho a esperar milagros. No porque creamos en ellos sino porque
los hom bres, en la medida en que pueden
actuar, son capaces de llevar a cabo lo
improbable e imprevisible y de llevarlo a cabo continuamente, lo sepan o no. La pregunta de si la política
tiene todavía algún sentido, aun cuando
acabe en la fe en los milagros —y ¿dónde
debería acabar, si no?—, nos conduce inevitablemente de nue vo a la
pregunta por el sentido de la política.
E l SENTIDO DE
LA POLÍTICA
La pregunta por el sentido de la política y la desconfianza
frente a ella
son muy antiguas, tanto como la tradición de la
filosofía política. Se rem ontan a Platón y
quizá incluso a Par- ménides, y se originan en experiencias sum am ente reales vivi das por los filósofos en la polis, esto es, en la forma
de organi zación de la convivencia hum ana que ha determ
inado tan ejemplar y modélicamente lo que todavía hoy
entendemos por política, que
incluso de ahí proceden nuestras palabras para
designarlo en todas las lenguas europeas.
Tan antiguas como la pregunta por el sentido de la política son las respuestas que justifican la política, y casi todas las de
term inaciones o definiciones de lo
político que hallamos en nuestra tradición
son, por su auténtico contenido, justificacio nes. Hablando en general,
todas estas justificaciones y defini ciones vienen a
designar la política como un medio para un
fin más elevado, fin último, por cierto, cuya determ inación ha sido muy diversa a través de los siglos. Aun
así, toda esta di versidad se puede resum ir en unos pocos térm inos fundam en
tales y este hecho habla por sí solo de la elemental sencillez de las cosas que aquí tratamos.
La política, se dice, es una necesidad
ineludible para la vida hum ana,
tanto individual como social. Puesto que el hombre no es autárquico, sino que depende en su
existencia de otros, el cuidado de ésta
debe concernir a todos, sin lo cual la convi-
vencía sería imposible. La misión y el fin de la política es ase gurar
la vida en el sentido más amplio. Es
ella quien hace posi
ble al individuo perseguir en paz y tranquilidad sus fines
no im portunándole (es completamente
indiferente en qué esfera de la vida se
sitúen dichos fines: puede tratarse, en el sentido antiguo, de posibilitar que unos pocos se
ocupen de la filosofía o, en el sentido
moderno, de asegurar a muchos el sustento y
un mínimo de felicidad). Dado que, como Madison observó una vez, en esta convivencia se trata de
hombres y no de ánge les, el cuidado de la existencia sólo puede tener lugar
median te un estado que posea el monopolio de la violencia y evite la guerra de todos contra todos.
A estas
respuestas les es común tener por obvio que allí don de los hombres conviven, en un sentido histórico-civilizatorio, hay y ha habido siempre política. Para
abonar tal obviedad se acostum bra
a apelar a la definición aristotélica del
hombre como un ser vivo político, y esta
apelación no es irrelevante porque la
polis ba determinado decisivamente
tanto la concep ción europea de lo que es verdaderamente la política y su
sen tido como la forma lingüística de referirse
a ello. Por eso tam poco es irrelevante que la apelación a Aristóteles
se base en un malentendido igualmente
muy antiguo aunque ya postclásico. Aristóteles, para el que la palabra politikon era un adjetivo
para la organización de la polis y no una caracterización arbi traria de la convivencia humana, no se refería
de ninguna ma nera a que todos los hombres fueran políticos o a que en cual
quier parte donde viviesen hom bres hubiera política, o sea, polis. De su definición quedaban excluidos no
sólo los esclavos sino tam bién los bárbaros
de reinos asiáticos regidos despóti camente, bárbaros de cuya hum anidad no
dudaba en absoluto. A lo que se refería
era simplemente a que es una particularidad
del hombre que pueda vivir en una polis y que la organización de ésta representa la suprema forma hum ana
de convivencia y es, por lo tanto, hum
ana en un sentido específico, igualmente
alejado de lo divino, que puede m antenerse por sí solo en ple na
libertad y autonomía, y de lo animal, en que la convivencia —si se da— es una forma de vida marcada por
la necesidad. La
política, por lo tanto, en el sentido de
Aristóteles —y Aristóte les
como en muchos otros puntos de sus escritos políticos no reproduce aquí tanto su
propio parecer como la opinión com
partida, si bien m ayoritariam ente no articulada, por todos los griegos de la época—, no es en absoluto una obviedad ni
se en cuentra dondequiera que los hom bres convivan. Según los griegos, sólo hubo política en Grecia, e
incluso allí por un es pacio de tiempo relativamente corto.
Lo que distinguía
la convivencia hum ana en la polis de otras
formas de convivencia hum ana que los griegos conocían muy
bien era la libertad. Pero esto
no significa que lo político o la política
se entendiera como un medio para posibilitar la liber tad hum ana,
una vida libre. Ser libre y vivir en
una polis eran en cierto sentido uno y
lo mismo. Pero sólo en cierto sentido; pues para poder vivir en una polis, el
hombre
ya debía ser libre en otro aspecto: como
esclavo, no podía estar sometido a
la coacción de ningún otro ni, como
laborante, a la necesidad de
ganarse el pan diario. Para ser libre, el hom bre debía ser libe rado o liberarse él mismo, y este estar
libre de las obligaciones
necesarias para vivir era el sentido propio del griego scholé o del romano otium, el ocio, como
decimos hoy. Esta liberación, a
diferencia de la libertad, era un fin que podía y debía conse guirse a través
de determ inados medios. El decisivo era el es-
clavismo, la violencia con que se obligaba a que otros asum ie ran la
penuria de la vida diaria. A diferencia de toda forma de explotación capitalista, que persigue prim
eram ente fines eco nómicos y sirve al enriquecimiento, los Antiguos
explotaban a los esclavos para liberar
completamente a los señores de la la bor [Arbeit], de m anera que éstos
pudieran entregarse a la li bertad de lo político. Esta liberación se conseguía
por medio de la coacción y la violencia,
y se basaba en la dominación ab soluta que cada amo ejercía en su casa. Pero
esta dominación no era ella misma política,
aun cuando representaba una con dición indispensable para todo lo político. Si
se quiere en tender lo político en el sentido de la categoría
medios-fines, entonces ello era, tanto
en el sentido griego como en el de Aris tóteles, ante todo un fin y no un
medio. Y el fin no era la liber
tad tal como se hacía realidad en la polis, sino la liberación prepolítica para la libertad en la polis. En ésta, el sentido de
lo político, pero no su fin, era que los
hombres se relacionaran entre ellos en libertad, más allá de la violencia, la
coacción y el dominio, iguales
con iguales, que m andaran y obedecieran
sólo en momentos necesarios —en la guerra— y, si no, que re gularan
todos sus asuntos hablando y persuadiéndose entre sí.
Lo político en este sentido griego se centra,
por lo tanto, en la libertad, comprendida negativamente como no ser dom ina do y no dominar, y positivamente como un espacio sólo
esta- blecible por muchos, en el
que cada cual se mueva entre igua les. Sin los demás, que son mis iguales,
no hay libertad. Por eso quien domina
sobre los demás y es, pues, por
principio dis tinto de ellos, puede que sea más feliz y digno de envidia
que aquellos a los que domina, pero no más
libre. También él se mueve en un espacio
en que no hay libertad en absoluto. Para
nosotros esto es difícil de com prender porque con el de
igual dad unimos el concepto de justicia y no el de libertad, malen- tendiendo así, en nuestro sentido de igualdad
ante la ley, la ex presión griega para una constitución libre, la
isonomia. Pero
isonomia no significa que todos sean
iguales ante la ley ni tam poco que la ley sea la misma para todos, sino
simplemente que todos tienen el mismo
derecho a la actividad política y esta ac tividad era en la polis preferentem
ente la de hablar los unos con los
otros. Isonomia es por lo tanto libertad de palabra y, como tal, es lo mismo que iségoria; más
tarde Polibio las lla mará a ambas simplemente isologia.' Hablar en la
forma de or denar, y escuchar en la forma de obedecer no tenían el valor
de los verdaderos hablar y escuchar; no
eran libertad de palabra porque estaban
vinculados a un proceso determinado no por el
hablar sino por el hacer [tun] o el laborar. Las palabras en
este sentido eran sólo el sustituto de
un hacer que presuponía la coacción y el
ser coaccionado. Cuando los griegos decían que
los esclavos y los bárbaros eran aneu logou, que no poseían
la palabra, se referían a que se
hallaban en una situación en que el
1. Iségoria e isologia se refieren explícitamente a la libertad de
expresión. (N. del e.)
habla libre era
imposible. En la misma situación se halla el
déspota, que sólo sabe ordenar; para poder hablar
necesita de otros de igual condición. Por consiguiente, para la
libertad no es necesaria una
democracia igualitaria en el sentido moderno
sino una esfera restringida, delimitada oligárquica o aristocrá
ticamente, en la que al menos unos pocos o los mejores se re lacionen los unos
con los otros como iguales entre iguales. Na turalmente, esta igualdad no
tiene nada que ver con la justicia.
Lo decisivo de
esta libertad política es su vínculo a un espa cio. Quien abandona su polis o es
desterrado pierde no sólo su hogar
o su patria sino tam bién el único espacio en que podía ser libre; pierde la compañía de los que
eran sus iguales. Pero para su vida
y el cuidado de su existencia este espacio
de la li bertad era tan poco necesario o indispensable que constituía más bien un impedimento. Los griegos sabían
por propia expe riencia que un tirano razonable (lo que nosotros llamamos
un déspota ilustrado) era una gran
ventaja para la prosperidad de la ciudad
y el florecimiento de las artes tanto materiales como intelectuales. Sólo que así se acababa con la
libertad. Se expul saba a los ciudadanos a sus hogares y el espacio en que se
daba el trato libre entre iguales, el agora,
quedaba desierto. La liber tad ya no tenía espacio y esto significaba que ya
no había li bertad política.
Aquí todavía no podemos referirnos a lo que
verdaderamen te ha significado esta pérdida
de lo político, que en el sentido de la
Edad Antigua coincide con la pérdida de la libertad. Aquí se trata sólo de que una
breve retrospectiva sobre aquello que en
origen se vinculaba al concepto de lo político nos proteja del prejuicio moderno de que la política es una necesidad ine ludible y de que
la ha habido siempre y por doquier. Precisa mente necesario —sea en el sentido
de una exigencia ineludi ble de la naturaleza hum ana como el hambre o el
amor, sea en el sentido de una
organización indispensable de la convivencia
hum ana— lo político no lo es, puesto que sólo empieza donde acaba el reino de las necesidades materiales
y la violencia físi ca. Tan poco ha existido siempre y por doquier lo político como tal que, desde un punto de vista histórico,
solamente
unas pocas
grandes épocas lo han conocido y hecho realidad. Sin embargo estos pocos grandes
casos afortunados de la his toria son decisivos; únicam ente en ellos se pone
de manifiesto el sentido
de la política, tanto en lo que ésta tiene de salvación como de desgracia. Por este motivo son modélicos, no
porque puedan copiarse sino porque ciertas ideas y
conceptos que du rante un breve período fueron plena realidad son determ inan
tes también para las épocas a las que una plena experiencia de lo político les es negada.
La más im portante de estas ideas, que también
para noso tros pertenece todavía irrecusablem ente al concepto de
políti ca en general, y que por eso
ha sobrevivido a todos los
virajes de la historia y a todas
las transform aciones teóricas, es sin duda la idea de la libertad. Que política y libertad van unidas, y
que la tiranía es la peor de
todas las formas de Estado, la más propiam ente antipolítica, recorre como un hilo rojo el pensa miento y la acción de la hum anidad europea hasta la época más reciente. Sólo los Estados totalitarios y
sus correspondien tes ideologías —pero no el marxismo, que
proclamaba el reino de la libertad y entendía la dictadura del
proletariado en el sentido romano,
como una institución pasajera de la revolu ción— han osado cortar este hilo, de m anera que lo propia mente
nuevo y espantoso de ellos no es la negación de la liber tad o la
afirmación de que la libertad no es buena ni necesaria para el hombre; es más bien la convicción de
que la libertad del hombre debe ser
sacrificada al desarrollo histórico cuyo
proceso puede ser obstaculizado por el hombre, únicamente si éste actúa y se mueve en libertad. Esta
concepción es común a todos los
movimientos políticos específicamente ideológicos. Desde una perspectiva teórica lo decisivo es
que la libertad no se localice ni en el
hombre que actúa y se mueve libremente ni
en el espacio que surge entre los hombres, sino que se transfie ra a un
proceso que se realiza a espaldas del hombre que ac túa, y que opere
ocultamente, más allá del espacio visible de
los asuntos públicos. El modelo de este concepto de libertad es el de un río que fluye libremente, y para el
que cualquier inter posición representa una arbitrariedad que frena su fluir.
La
identificación
m oderna de la antiquísima contraposición entre
libertad y necesidad y la antítesis entre
libertad y arbitrariedad, que ha aparecido
en su lugar, tienen su secreta justificación en
este modelo. En todos estos casos el concepto m oderno de
his toria ha reemplazado al de política vigente desde siempre;
los acontecimient
os políticos y la acción política se disuelven en el devenir histórico y la historia se entiende en sentido literal como un río. La diferencia entre este am pliam ente difundido pensam
iento ideológico y los Estados
totalitarios es que estos últimos
han descubierto los medios políticos para sumergir al hombre
en la corriente de la
historia, de modo que quedara atrapado
tan exclusivamente por la «libertad» de ésta que ya no pudiera frenar su «libre» fluir sino, al
contrario, convertirse él mismo en un
momento de su aceleración. Los medios por
los que esto sucede son la coacción del terror, recibida del ex terior,
y la coacción, ejercida desde el interior, del pensamiento ideológico, esto es, de un pensam iento que
en cierta medida tam bién internam ente
sigue la corriente en el sentido del río
de la historia. Sin duda, este desarrollo del totalitarism o es realm ente el paso decisivo en el camino de
la supresión de la libertad, lo que no
niega que desde un punto de vista teórico el
concepto de libertad haya desaparecido allí donde el concepto de la historia ha reemplazado en el
pensamiento moderno al de la política.
Que la idea de
que la política tiene inevitablemente algo que
ver con la libertad, idea
nacida por vez prim era en la polis grie ga, se haya podido m antener a
través de los siglos es tanto más
notable y consolador si tenemos en cuenta que en el transcur
so de tal espacio de tiempo apenas hay un concepto del pen sam iento y de la experiencia occidentales que se haya trans
formado, y tam bién enriquecido, más. Ser libre significaba originariam ente poder ir adonde se quisiera,
pero este signifi cado tenía un contenido mayor que lo que hoy entendemos
por libertad de movimiento. No sólo se
refería a que no se estaba sometido a la
coacción de ningún hombre sino tam bién a que
uno podía alejarse del hogar y de su «familia» (concepto rom a no que
Mommsen tradujo sin más por servitud). Esta libertad
la tenía únicamente el
señor de la casa y no consistía en que él
dominara sobre los restantes miembros
de ésta, sino en que gracias a este
dominio podía dejar su hogar, su
familia en el sentido antiguo. Es
evidente que esta libertad conllevaba el ele mento del riesgo, del
atrevimiento; quedaba a la voluntad del
hombre libre abandonar el hogar, que era no sólo el lugar en que los hombres estaban dominados por la
necesidad y la coacción, sino también, y
en estrecha conexión con ello, el lu gar donde la vida era garantizada, donde
todo estaba listo para rendir satisfacción
a las necesidades vitales. Por lo tanto sólo
era libre quien estaba dispuesto a arriesgar la vida; no lo era y tenía un alma esclava quien se aferraba a la
vida con un amor demasiado grande (un
vicio para el que la lengua griega tenía
una palabra específica: philopsychia).2
Esta convicción
de que sólo puede ser libre quien esté dis puesto a arriesgar su vida jam ás
ha desaparecido del todo de nuestra
conciencia; y lo mismo hay que decir del vínculo de lo político con el peligro y el atrevimiento en general. La valentía es la prim era de todas las virtudes políticas y todavía hoy for ma parte de las
pocas virtudes cardinales de la política, ya que únicamente
podemos acceder al mundo público común
a to dos nosotros, que es el espacio
propiam ente político, si nos alejamos de nuestra existencia privada
y de la pertenencia a la familia a la
que está unida nuestra vida. De todos modos, el es pacio que penetraban los
que se atrevían a cruzar el dintel de su
casa dejó de ser ya en un tiempo muy tem prano un ámbito de grandes empresas y aventuras, de las que
alguien sólo podía esperar salir
victorioso si se aliaba con otros iguales a él. Ade más, si bien en el mundo
que se abre a los valientes, los aven tureros y los emprendedores, surge
ciertamente una especie de espacio público,
éste no es todavía político en sentido propio.
Evidentemente, este ámbito en que irrum pen los emprendedo res surge
porque están entre iguales y cada uno de ellos puede ver y oír y admirar las gestas de todo el
resto, gestas con cuyas leyendas el
poeta y el narrador de historias podrán después
2. Literalmente «amor a la vida», con la connotación de la
pusilanimidad. (N. del e.)
asegurarles la gloria para la posteridad.
Contrariam ente a lo que sucede en la privacidad y en la familia, en el
recogimiento de las propias cuatro paredes, aquí todo aparece a
aquella luz que únicam
ente puede generar la publicidad, es
decir, la pre sencia de los demás. Pero esta luz, que es la condición previa de todo aparecer efectivo, es engañosa m ientras es sólo públi ca y no política. El espacio público de la
aventura y la gran em presa desaparece tan pronto todo ha acabado,
el cam pamento se
levanta y los «héroes» —que en Homero no son otros que los hombres
libres— regresan a casa. Este espacio público sólo lle ga a ser político
cuando se establece en una ciudad, cuando se
vincula a un sitio concreto que sobreviva tanto a las gestas me
morables como a los nombres de sus autores, y los transm ita a la posteridad en la sucesión de las
generaciones. Esta ciudad, que ofrece un
lugar perm anente a los m ortales y a sus actos y palabras fugaces, es la polis, políticam ente
distinta de otros asentamientos (para
los que los griegos tam bién tenían una pa labra: asté), en que sólo
ella se construye en torno al espacio público,
la plaza del mercado, donde en adelante los mortales libres e iguales pueden siempre encontrarse.
Para com prender nuestro concepto político de libertad tal como originalm
ente aparece en la polis griega es de gran im portancia este estrecho vínculo de lo político con lo homérico. Y no sólo porque Homero fuera el educador de esta polis, sino también porque, según la comprensión que de sí mismos tenían los griegos, la organización y fundación
de la polis estaban ín tim am ente ligadas a aquellas experiencias ya
presentes en él. Así, el concepto
central de la polis libre, no dom inada por nin gún tirano, y los conceptos de
isonomia e isegoria se remitían sin dificultad a los tiempos homéricos ya que, de
hecho, la grandio sa experiencia de las potencialidades de una vida entre
iguales ya se encontraba modélicamente
en las epopeyas homéricas; y, lo que
quizá es más importante, el nacimiento de la polis podía entenderse como una respuesta a estas
experiencias, bien ne gativamente —en el sentido en que Pericles en su
discurso fu nerario se refiere a Homero: la polis debía fundarse para ase
gurar a la grandeza de los hechos y palabras humanos una
permanencia más fiable que la memoria que el
poeta conserva ba y perpetuaba en el poema (Tucídides, II, 41)—, bien positi
vamente, en el sentido en que Platón decía (en la Carta XI, 359 b) que la polis había nacido de la confluencia de grandes acontecimientos ocurridos en la guerra
o en otras gestas, es decir, de
actividades políticas en sí mismas y de su peculiar grandeza. En ambos casos es como si el cam
pamento m ilitar homérico no se
levantara, sino que se instalara de nuevo tras el regreso a la patria, se fundara la polis y se
encontrara con ello un espacio donde aquél
pudiera permanecer prolongadamente. Y por mucho que en esta perm anencia
prolongada haya podi do transformarse, el contenido del espacio de la polis
sigue li gado a lo homérico, que le da origen.
Es por lo
tanto natural que ahora, en este espacio propia mente político, lo que se entendía por libertad se
desviase; el sentido
de la empresa y la aventura se debilitó más y más y aquello que en estas aventuras había sido en cierta manera el ac cesorio indispensable, la constante presencia de los otros,
el tra to con iguales en la publicidad del ágora, la iségoria, como
dice Heródoto, pasara a ser el auténtico
contenido del ser-libre. Sim ultáneam
ente, la actividad más im portante para el ser-
libre se desplazó del actuar al hablar, del acto libre a la pala bra
libre.
Este
desplazamiento es de gran im portancia y se ha ido pro duciendo en la tradición de nuestro concepto de libertad, en la cual
la convicción de que actuar y hablar
están escindidos y les corresponden
capacidades hum anas completamente distintas es incluso más decisiva que en la historia de Grecia misma, pues
uno de los elementos más notables y
estimulantes del pensam iento griego era precisam ente que
desde el principio, esto es, desde Homero, no existía una escisión tal entre hablar y
actuar, y que el autor de grandes gestas tam bién debía ser orador de grandes palabras, no sólo
porque las grandes pala bras fueran las que debían explicar las grandes
gestas, que, si no, caerían, mudas, en
el olvido sino porque el habla misma se
concebía de antemano como una especie de acción. Contra los golpes del destino, contra las malas pasadas
de los dioses, el
hombre no podía
defenderse, pero sí enfrentárseles y replicar les hablando, y, aunque esta réplica
no vence al infortunio ni atrae a
la fortuna, es un suceso como tal; si las
palabras son de igual condición
que los sucesos, si (como se dice al final de An- tígona) «grandes palabras responden y
reparan los grandes gol pes de los elevados hombros», entonces lo que acontece
es algo grande y digno de un recuerdo
glorioso. En este sentido hablar es una
especie de acción, y la propia ruina puede llegar a ser una hazaña si en pleno hundim iento se le
enfrentan palabras. Ésta es la convicción
fundam ental en que se basa la tragedia
griega y su drama, aquello de lo que trata.
Es precisam
ente esta concepción del hablar, que sirve de
base al descubrim iento que la filosofía griega hizo del
logos como
poder en sí mismo, la que pasa a segundo térm ino en la experiencia
de la polis y desaparece completamente
de la tra dición del pensam iento
político. La libertad de expresar las opiniones, el derecho a escuchar las opiniones de los demás y ser asimismo escuchado, que todavía constituye
para nosotros un componente inalienable
de la libertad política, desbancó muy pronto a una libertad que, sin ser contradictoria
con ésta, es completamente de otra índole,
a saber, la que es propia de la
acción y del hablar en tanto que acción. Esta libertad consiste
en lo que nosotros llamamos espontaneidad, que desde Kant se
basa en que cualquiera es capaz de comenzar por sí mismo
una nueva serie. Que la libertad de acción
signifique lo mismo que
establecer un comienzo y empezar algo, nada lo ilustra me jor en el ámbito político griego que el
hecho de que la palabra archein se refiera tanto a comenzar
como a dominar. Este
doble significado pone de
manifiesto que se denom inaba diri gente [Führer] a quien comenzaba
algo y buscaba los com pa ñeros para poder realizarlo; y este realizar y
llevar a fin lo em pezado era el significado originario de la palabra «actuar» prattein. El mismo emparejam iento
entre ser-libre y empezar lo hallamos en
la convicción romana de que la grandeza de sus
antepasados culminó en la fundación de Roma y de que la li bertad de
los romanos siempre debe rem ontarse —ab urbe con dita— a esta fundación
en que se sentó un comienzo. San
Agustín fundam entó ontológicamente esta
libertad romana al afirm ar
que el hombre mismo es un comienzo, un inicio, ya que no existe desde siempre sino que viene al
mundo al nacer. A pesar de la filosofía
política de Kant —que, a partir de la ex periencia de la Revolución Francesa, se
ha convertido en una filosofía de la
libertad porque se centra esencialmente en el concepto de espontaneidad— sólo nos hemos dado
cuenta del
extraordinario significado político de esta libertad —que reside
en el podercomenzar— hoy,
cuando los totalitarismos, lejos
de contentarse con poner fin a la libertad de expresión,
han querido tam bién
aniquilar fundam entalm ente la espontanei dad del hombre en todos los terrenos. Cosa que por otra parte es inevitable si el proceso histórico-político
se define de un modo determ inista como
algo en que todo es reconocible por que está decidido a priori,
siguiendo sus propias leyes. Pues frente
a la fijación y cognoscibilidad del futuro es un hecho que el mundo se renueva a diario m ediante el
nacimiento y que a través de la
espontaneidad del recién llegado se ve
arrastrado a algo imprevisiblemente nuevo. Únicamente cuando se le hurta su espontaneidad al neonato, su
derecho a empezar algo nuevo, puede
decidirse el curso del mundo de un modo
determ inista y predecirse. La libertad de expresión, que fue de term
inante para la organización de la polis, se diferencia de la libertad de sentar un nuevo comienzo, propia
de la acción, en que aquélla necesita en
mucho mayor medida de la presencia de
otros. Ciertamente tampoco la acción puede jam ás tener lu gar en el
aislamiento, ya que aquel que empieza algo sólo pue de acabarlo cuando
consigue que otros le ayuden. En este sen tido, toda acción es una acción in
concert, como Burke solía decir; «es
imposible actuar sin amigos y cam aradas de con fianza» (Platón, Carta VII,
325 d), es decir, imposible en el sen tido del griego prattein, a
saber, realizar, completar. Pero incluso
éste es sólo un estadio de la acción misma, si bien el política mente más
importante, o sea, el que determina en última ins tancia qué será de los
asuntos humanos y cuál será su aspecto. A
este estadio le precede el comienzo, el archein, y la iniciativa
que decide quién será el dirigente o archon,
el primus inter pares,
queda en manos
del individuo y su valor de aventurarse en una
nueva empresa. Finalmente, alguien completamente solo, si
los dioses le ayudan,
puede realizar grandes gestas, como Hera cles, que únicam ente necesitó a los hom bres para que conser varan su
recuerdo. Por mucho que sin ella toda libertad políti ca perdería su mejor y
más profundo sentido, la libertad de la espontaneidad es todavía prepolítica; únicam
ente depende de las formas de organización
de la convivencia en la m edida en que
también ella, al fin y al cabo, sólo puede darse en un m un do. Pero puesto
que em ana de los individuos, puede salvarse
bajo circunstancias muy desfavorables incluso del alcance de, por ejemplo, una tiranía; en la productividad
del artista así como en general de todos
los que producen cualquier cosa m un dana aislados de los demás, se presenta
tam bién la esponta neidad y puede decirse que todo producir es imposible si
no procede prim eram ente de la
capacidad de actuar en la vida. Pero
muchas actividades hum anas pueden tener lugar lejos de la esfera política y esta lejanía es incluso,
como veremos más adelante, una condición
esencial para determ inadas producti vidades humanas.
Algo bien distinto
ocurre con la libertad de hablar los unos
con los otros, que en
definitiva sólo es posible en el trato con
los demás. Su significado ha sido siempre múltiple y equívoco, y ya en la Edad Antigua encerraba aquella dudosa ambigüedad que tiene todavía para nosotros.
Sin embargo, lo decisivo en tonces como
hoy no
es de ninguna m anera que cada cual pue da decir lo que quiera,
o que cada hombre tenga el derecho in herente a expresarse tal como sea. Aquí
de lo que se trata más bien es de darse
cuenta de que nadie com prende adecuada mente por sí mismo y sin sus iguales
lo que es objetivo en su plena realidad
porque se le m uestra y m anifiesta siempre en
una perspectiva que se ajusta a su posición en el mundo y le es inherente. Sólo puede ver y experim entar el
mundo tal como éste es «realmente» al
entenderlo como algo que es común a
muchos, que yace entre ellos, que los separa y los une, que se m uestra distinto a cada uno de ellos y que,
por este motivo, únicam ente es
comprensible en la medida en que muchos, ha
blando entre sí sobre
él, intercam bian sus perspectivas. Sola mente en la libertad del conversar surge en su objetividad visi ble desde
todos lados el mundo del que se habla. Vivir en un mundo real y hablar sobre él con otros son en
el fondo lo mis mo, y a los griegos la vida privada les parecía «idiota»
porque le faltaba esta diversidad del
hablar sobre algo y, consiguiente mente, la experiencia de cómo van verdaderam
ente las cosas en el mundo.3
Ahora bien, esta libertad de movimiento, sea
la de ejercer la libertad y comenzar
algo nuevo e inaudito sea la libertad de
hablar con muchos y así darse cuenta de que el mundo es la to
talidad de estos
muchos, no era ni es de ninguna m anera el fin de la política (aquello que podría
conseguirse por medios polí ticos); es más bien el contenido auténtico y el sentido de lo po lítico mismo. En
este sentido política y libertad son idénticas y
donde no hay esta últim a tampoco
hay espacio propiam ente político. Por
otro lado los medios con que se funda este espa cio político y se
protege su existencia no son siempre ni nece sariam ente medios políticos. Así,
los griegos, por ejemplo, no consideran
a estos medios que conform an y m antienen el es pacio político actividades
políticas legítimas ni admiten que sean
ningún tipo de acción que pertenezca esencialmente a la polis. Pensaban que para la fundación de una
polis es necesa rio en prim er lugar un acto legislativo, pero el legislador
en cuestión no era ningún miembro de la
polis y lo que hacía no era de ningún
modo «político». Además, pensaban que en el
trato con otros Estados la polis ya no debía comportarse políti camente
sino que podía utilizar la violencia (fuera porque su subsistencia estuviera amenazada por el poder
de otras comu nidades, fuera porque ella misma quisiese someter a otros).
En otras palabras, lo que hoy llamamos política
exterior no era para los griegos política
en sentido propio. Más tarde volvere mos sobre ello. Aquí lo im portante para
nosotros es que enten damos la libertad misma como algo político y no como el
fin supremo de los medios políticos y
que comprendamos que
3. En griego, idion significa «privado», «propio de uno», «peculiar».
(TV. del e.)
coacción y violencia eran ciertam ente medios
para proteger, fundar o am
pliar el espacio político pero como tales no eran precisam ente políticos ellos mismos. Se
trata de fenómenos que pertenecen sólo
marginalmente a lo político.
Este espacio de lo
político, que como tal realizaba y garan tizaba tanto la realidad hablada y testim oniada por muchos como la
libertad de todos, sólo puede cuestionarse
—en un sentido que yace más allá de la
esfera p
olítica— en el caso de que,
como los filósofos en la polis, se prefiera el trato con po cos al trato con
muchos y se tenga la convicción de que el libre
conversar sobre algo no engendra realidad sino engaño, no verdad sino m entira.
Parménides
parece haber sido el prim ero en ser de esta opi nión, y
a que no sólo diferenció a los muchos malos de los pocos mejores —como hizo Heráclito y como
correspondía en el fon do al espíritu agonal de la vida política griega, en que todos de bían esforzarse
constantemente por ser el mejor— sino que dis tinguió más bien un camino de la
verdad, que únicam ente se abría al
individuo qua individuo, de los caminos del engaño, en que se mueven todos aquellos que, en el modo
que sea, siempre van en compañía. Platón
siguió a Parménides hasta un cierto
grado, ya que lo políticamente significativo en dicho sucesor es que, al fundar la academia, no insistió en el
individuo sino que hizo realidad una
concepción fundamental de los pocos, que,
otra vez, filosofaban hablando libremente entre ellos.
Platón, el padre de la filosofía política de
Occidente, intentó de diversas m aneras oponerse a la polis y a lo que en ella se en tendía por libertad.
Lo intentó mediante una teoría política en
la que los criterios políticos
no se extraían de lo político mismo sino
de la filosofía, m ediante la
elaboración de una constitu ción dirigida a lo individual,
constitución cuyas leyes corres pondieran a las ideas, sólo accesibles a los filósofos, y final mente incluso
m ediante la influencia que quiso ejercer sobre un gobernante del que esperaba haría realidad
dicha legisla ción (un intento que casi le costó la vida y la libertad). A
estos intentos pertenece tam bién la
fundación de la Academia, que, si bien
se enfrentó a la polis al autodelim itarse frente al terri
torio propiamente político, también siguió precisamente el sen tido de este espacio político específicamente greco-ateniense (es decir, en la medida en que el hablar
los unos con los otros fue su contenido auténtico). Con ello
surgió junto al territorio libre de lo político un espacio nuevo de la
libertad máxima mente real que ha llegado hasta nuestros días como la libertad
de las universidades y la libertad académica de cátedra. Pero
esta libertad, aunque formada a imagen y semejanza de otra cuya experiencia había sido originariam ente
política, aunque Platón todavía la entendiera seguramente como
el posible nú cleo o punto de partida de lo que en el futuro debía ser el
estar
juntos de muchos, trajo al
mundo un nuevo concepto de liber tad. A diferencia de una libertad
puram ente filosófica y sólo válida para el individuo —tan alejada de lo político que única
mente el cuerpo del filósofo habitaba
aún la polis— esta liber tad de los pocos es de naturaleza completamente
política. El espacio libre de la
academia debía ser un sustituto plenamente válido
de la plaza del mercado, el ágora, el espacio libre central de la polis. Los pocos, si querían seguir siéndolo,
debían exigir para su actividad, su hablar entre ellos,
desligarse de las acti vidades de la polis y del ágora, de la misma m
anera que los ciudadanos de Atenas
estaban desligados de todas las activida des dirigidas al mero ganarse el pan.
Debían quedar liberados de la política
en el sentido griego exactamente como los ciuda danos debían quedar liberados
de las necesidades de la vida para
dedicarse a la política. Y debían abandonar el espacio de lo propiam ente político para poder entrar en
el espacio de lo «académico» como los
ciudadanos debían abandonar la esfe ra privada de su hogar para entregarse a
la plaza del mercado. Del mismo modo que
la liberación de la labor y de la preocupa ción por la vida eran presupuesto
necesario para la libertad de lo político,
la liberación de la política lo era para la libertad de lo académico.
Es en este contexto que se afirma por primera vez que la po lítica
es algo necesario, que lo político en su conjunto es sólo un medio para un fin más elevado,
situado más allá de lo polí tico mismo, que, consiguientemente, debe
justificarse en el
sentido de tal fin. Sin embargo, llama la atención que el para lelismo que establecíamos, según el cual parecería que la liber tad académica ocupara
el
lugar de la libertad política y que po lis y academia se relacionaran
entre sí como hogar y polis, ya no sea válido.
Pues el hogar (y el cuidado de la
vida que se da en su esfera) no se
justifica jamás como un medio para un fin, como si, dicho aristotélicamente, la mera
vida fuera un medio para la «buena vida»,
sólo posible en la polis. Esto no es así
porque dentro del ámbito de la mera vida no puede aplicarse en absoluto la categoría medios-fines: el fin
de la vida y de to das las tareas relacionadas con ella no es sino el m
antenim ien to de la vida, y el impulso por m antenerse laborando en vida no es externo a ésta sino que está incluido
en el proceso vital que nos fuerza a
laborar como nos obliga a comer. Si aun así
se quiere entender esta relación entre hogar y polis desde la ca tegoría
medios-fines, la vida que se garantiza en el hogar no es el medio para el fin superior de la libertad
política, sino que el control de las
necesidades vitales y el dominio doméstico sobre la labor esclava son el medio de liberación
para lo político.
De hecho, una tal
liberación mediante el dominio, la libera ción de unos pocos para la libertad
del filosofar m ediante el dominio sobre
los muchos, la propuso Platón en la figura
del filósofo-rey, pero esta propuesta
no fue recogida por ningún fi lósofo después de él y políticamente quedó sin
ningún efecto. Al contrario, la fundación
de la Academia, precisam ente por que no pretendía educar para la política
como sí las escuelas de los sofistas y
oradores, fue extraordinariam ente significati va para lo que todavía hoy
entendemos por libertad. El mismo Platón
todavía podría haber creído que la Academia conquista ría y dom inaría un día
la polis. Para sus sucesores, para los fi lósofos de la posteridad, lo que
quedó fue sólo que la academia
garantizaba a los pocos un espacio institucional de libertad, y que esta libertad se entendió ya desde el
principio como con trapuesta a la libertad de la plaza del mercado; al mundo
de las opiniones engañosas y al hablar
mentiroso debía oponerse un contram undo
de la verdad y del hablar adecuado a ella; al arte de la retórica, la ciencia de la dialéctica.
Lo que se impuso y ha
determ inado
hasta hoy nuestra idea de la libertad académica
no fue la esperanza de Platón
de decidir sobre la polis y la po lítica desde la academia y la filosofía,
sino el alejamiento de la polis, la apolitia,
la indiferencia respecto a la política.
Lo decisivo en esta relación no es tanto el conflicto
entre la polis y los filósofos,
sobre el que volveremos después detalla damente, como el
simple hecho de
que esta indiferencia m u tua, en que por un momento parecía haberse
disuelto dicho conflicto, no pudo durar,
ya que
era imposible que el espacio de los
pocos y su libertad, aunque tam bién era un ámbito pú blico, no privado,
pudiera desem peñar las mismas funciones
que el político, el cual incluía a todos los ap
tos para la libertad. Es evidente
que siempre que los pocos se han
separado de los muchos —sea en la forma
de una indiferencia académica, sea en la forma de un dominio oligárquico— han dependido
de los muchos en todas las cuestiones
del con-vivir en las
que
real mente hay que actuar. Esta dependencia puede interpretarse en el sentido de una oligarquía platónica
como si los muchos existieran para
ejecutar las órdenes de los pocos, es decir, para asum ir la verdadera acción; en este caso la
dependencia de los pocos se superaría mediante
el dominio, igual como la depen dencia de los libres de las necesidades de la
vida se superaba mediante el dominio
sobre los esclavos: la libertad se basaría,
pues, en la violencia. O bien la libertad de los pocos es de na
turaleza puram ente académica y entonces depende claramente de la benevolencia del cuerpo político que la
garantice. En am bos casos, sin embargo, la política ya no tiene nada que
ver con la libertad, no es propiamente
política en el sentido griego; se
encarga más bien de todo aquello que asegura a esta liber tad la existencia,
es decir, de la adm inistración y el cuidado de
la vida en la paz y de la defensa en la guerra. Con lo que el ám bito
de libertad de los pocos no solamente tiene que afirmarse ante al ámbito de lo político, definido por
los muchos; además depende, en su simple
existencia, de éstos; la existencia simul tánea de la polis es para la
existencia de la academia —la pla tónica o la posterior universidad— una
necesidad vital. Pero, entonces es
evidente que lo político en su conjunto desciende
al nivel que en la
[polis-] política corresponde al m antenim ien to de la vida; se convierte en una necesidad que, por un
lado, se opone a
la libertad y, por otro, constituye su presupuesto. Al mismo tiempo aparecen ineludiblemente aquellos aspectos de lo político que en origen, según la
autocomprensión de la polis, representaban
fenómenos marginales. Para la polis, el
cuidado de la vida y la defensa no eran
el punto central de la vida política y
eran políticas en un sentido auténtico sólo en cuanto las reso luciones sobre ellas no
se decretaran desde arriba sino que
se tomaran en un común hablar y
persuadirse entre todos. Sin em bargo, en la justificación de la política
desde el punto de vista de la libertad
de los pocos esto resultaba com pletam ente irre levante. Lo decisivo era únicam
ente que todas las cuestiones referentes
a la existencia que los pocos no dom inaban se entre gaban al ámbito de lo político.
Por lo tanto, se m antiene cierta mente una relación entre política y
libertad, pero únicamente una relación,
no una identidad. La libertad en tanto que fin úl timo de la política estable
los límites de ésta; pero el criterio de
la acción dentro del ámbito político mismo no es la libertad sino la competencia y la eficacia en asegurar
la vida.
Esta degradación de
la política a partir de la filosofía, tal
como la vemos desde Platón y
Aristóteles, depende completa mente de la diferenciación entre muchos y
pocos, que ha teni do un efecto extraordinario, duradero hasta nuestros días,
so bre todas las respuestas teóricas a la pregunta por el sentido de la política. Pero políticamente no ha tenido
mayor efecto que la apolitia de
las antiguas escuelas filosóficas y la libertad de cá tedra de las
universidades. Dicho en otras palabras, su efecto político siempre se ha extendido sólo a los
pocos, para los que la auténtica
experiencia filosófica ha sido determ inante por su arrolladora absorbencia (una experiencia que,
según su propio sentido, conduce fuera
del ámbito político del vivir y hablar
unos con otros).
La causa de que no quedara nada de esta repercusión teóri ca, de que más
bien por lo que respecta a lo político y los polí ticos se haya hecho
sentir hasta nuestros días la convicción de
que lo político se justifica y debe justificarse por fines superio
res y externos
—aunque dichos fines m ientras tanto se hayan desgastado considerablem ente— reside en el rechazo y la ter
giversación de lo político, aparentem ente similares pero real
mente mucho más radicales, operado
por el cristianismo. A prim era vista
podría parecer que éste originariam
ente habría exigido para todos aquella
misma libertad de la política, hasta
cierto punto académica, que reivindicaban las antiguas escue las
filosóficas para sí. Y esta impresión se refuerza si pensa mos que el
rechazo de lo público se emparejó con
la fundación de un espacio yuxtapuesto
al político en
que los creyentes se reunieron
primero en comunidad y se convirtieron después en iglesia. Este
paralelismo se ha confirmado plenamente
con el surgimiento del Estado secular,
en el cual la libertad académica
y la religiosa están estrecham ente vinculadas, ya que el cuerpo político garantiza pública y legalmente a
ambas la libertad de la política. Si
entendemos por política todo aquello necesario
para la convivencia de los hombres y para posibilitarles —como individuos o como comunidad— una libertad
situada más allá de lo político y lo
necesario, estaremos justificados para medir
el grado de libertad de un organismo político según la libertad religiosa y académica que tolere, esto es,
según la extensión del espacio no político
de libertad que contiene y sostiene.
Este efecto político,
ahora ya inmediato, de la libertad polí tica, de la cual tanto se ha aprovechado la libertad académica,
remite a otras, y políticam ente hablando más radicales, expe riencias
que las de los filósofos. Para los cristianos no se trata de establecer un espacio de los pocos junto al espacio de los muchos, ni tampoco de fundar un
contraespacio para todos frente al
espacio oficial, sino del hecho de que un espacio pú blico en general, sea
para pocos o para muchos, es, por su ca rácter público, intolerable. Cuando
Tertuliano dice que «a no sotros, cristianos, nada nos es más extraño que los
asuntos públicos» (Apologeticus,
38) el acento se pone precisam ente
sobre lo público. El tem prano rechazo cristiano a la participa ción en
los asuntos públicos se suele entender, y con razón, o bien desde la perspectiva rom ana de una
deidad rival de los dioses de Roma, o
bien desde la visión protocristiana de una
esperanza
escatológica ajena a toda preocupación por el m un do. Pero de este modo se pasan por alto las verdaderas
tenden cias antipolíticas del
mensaje cristiano y la experiencia de lo
que es esencial para el estar juntos de los hom bres en
que se fundam enta.
Es indudable que en la predicación de
Jesús el ideal de la bondad representa el mismo rol que el de
la sabidu ría en la enseñanza socrática:
Jesús rechaza que se le llame bueno en el mismo sentido en que Sócrates
rechaza que sus alumnos
le declaren sabio. Lo propio de la
bondad es que debe ocultarse; que
no puede aparecer como lo que es. Una comuni dad de hombres que crea
seriamente que todos los asuntos hu manos deben regularse en el sentido de la
bondad, que no va cile al menos en intentar am ar a sus enemigos y en pagar
el mal con el bien, que, dicho con otras
palabras, tenga el ideal de la santidad
por modelo —no sólo para la salvación de la
propia alm a en el alejamiento de los hom bres sino para la re gulación
m ism a de los asuntos hum anos— no puede sino
m antenerse alejada de lo público y de su luz. Debe operar ocultam ente porque ser visto y escuchado
genera inevitable mente aquel brillo y esplendor por el que toda santidad
—se presente como se presente— se
convierte enseguida en apa riencia.
Así pues, a
diferencia de lo que ocurría en el caso de los filó sofos, en la renuncia a la
política de los prim eros cristianos no había ningún abandono del ámbito de los asuntos humanos en general. Tal alejamiento, que en la forma
extrema de la vida er- m itaña fue
usual en los primeros siglos después de
Cristo, ha bría entrado en flagrante
contradicción con la prédica de Je sús, y la Iglesia lo consideró muy
pronto una herejía. De lo que se trataba
más bien era de qu
e el
mensaje cristiano proponía un modo de
vida en que los asuntos hum anos en general de bían rem itirse no al ámbito de
lo público sino a un ámbito in terpersonal entre hombres. Que se haya
identificado, y quizá confundido, este ámbito
del «entre» con la esfera privada por que se contrapone al ámbito público-político
se debe a las circunstancias históricas.
La esfera privada fue a lo largo de toda
la antigüedad grecorrom ana la única alternativa al espa
ció público, y para
la interpretación de ambos espacios fue de cisiva
la contraposición entre, por una parte, qué quería uno m ostrar
al mundo y cómo quería aparecer ante él, y, por otra, qué debía únicamente existir en el aislamiento permaneciendo oculto. Lo determ inante desde un punto de
vista político fue que el cristianism o
buscó el aislamiento, en el cual exigió in cluir también lo que siempre había
sido público (Mateo, 6,1 y sigs.).
En este contexto no consideraremos cómo este consciente y radical carácter antipolítico del
cristianismo consiguió a través de la historia transformarse de m anera que hiciera
posible una especie de política cristiana: aparte de la necesidad histórica generada por la caída del Imperio romano, fue obra de un solo hombre, san Agustín, en el que permanecía
extraordinariamen te viva la tradición
del pensam iento romano. La reinterpreta ción de lo político
surgida de él ha tenido un
significado deci sivo para la tradición occidental, no sólo para la tradición
teórica y del pensam iento sino para el marco en que ha acon tecido
la historia política real. Es ahora cuando el cuerpo polí tico tam bién acepta
que la política es un medio para un fin su perior y que en ella sólo se trata
de libertad en la medida en
que ha dejado libres determ inados ámbitos. Sólo que ahora
la libertad ya no es una cuestión de
pocos sino, al contrario, de muchos, los cuales ni deben ni necesitan
preocuparse ya de los temas de
gobierno porque la carga del orden político necesario para los asuntos humanos se deposita sobre
unos pocos. Ahora bien, a diferencia de
lo que ocurría con Platón y los filósofos,
el origen de esta carga no es la fundam ental pluralidad hum a na, la
cual ataría los pocos a los muchos, el uno al todos. Dicha pluralidad más bien se afirma, y el motivo
que decide a los po cos a asum ir sobre sí la carga del gobierno no es el
temor a ser dominados por los peores.
San Agustín exige explícitamente que la
vida de los santos tam bién se desarrolle en una «socie dad» [Sozietat],
y supone, al hablar de una civitas Dei, un Estado de Dios, que incluso en circunstancias no
terrenales, la vida de los hombres también
se determ ina políticam ente (dejando
abierto si la política es tam bién una carga en el más allá). En
cualquier caso, el motivo de asum ir el peso de lo político terre nal es el
am or al prójimo y no el temor frente a él.
Es esta transform ación del cristianismo, que culm ina en el pensamiento y la acción de san Agustín, la que puso finalmen te a la Iglesia en condiciones de
abrir al mundo la primitiva re clusión
cristiana en el aislamiento, de modo que los creyentes constituyeron en el mundo un espacio público
totalm ente nue vo, determ inado
religiosamente, que, si bien público, no era político. Lo público de este
espacio de los creyentes —el único en que
a lo largo de toda la Edad Media se tuvieron en cuenta las necesidades específicamente políticas de
los hombres— fue siempre
ambiguo; prim ero fue un espacio de
reunión, pero no simplemente un edificio donde la gente se
reunía sino un espa cio que se había construido expresamente como lugar de reu nión.
Como tal, pues, no podía ser un espacio de apariencia, debía albergar el contenido auténtico del mensaje cristiano. Pero esto se reveló casi imposible,
ya que, por naturaleza, lo público,
constituido mediante la reunión de muchos, se esta blece como
lugar de apariencia. La política cristiana ha tenido siempre dos misiones: por un lado asegurarse m
ediante la in tervención en la política secular que el lugar de reunión
de los creyentes, no político en sí
mismo, fuera guarecido del exte rior; y por otro lado evitar que tal lugar de
reunión se convir tiera en uno de apariencia, que la iglesia se convirtiera en
un poder secular y m undano más. Lo que
dem uestra que el víncu lo con el mundo, que corresponde a todo lo espacial y
le per mite aparecer y parecer, es considerablem ente más difícil de deshacer que el poder de lo secular, que se
presenta desde fue ra. Pues cuando la Reforma consiguió finalmente alejar de
las iglesias todo lo que tenía que ver
con parecer y aparecer y con vertirlas otra vez en lugares de reunión para los
que vivían ais lados en el sentido evangélico, desapareció tam bién el carácter público de estas iglesias. Aun cuando la
secularización total de la vida pública
no hubiera sido consecuencia de la Reforma,
considerada frecuentemente como precursora de este proceso; aun cuando en la estela de esta secularización
la religión no se hubiera convertido en
un asunto privado, aun así, difícilmente
habría podido la Reforma asum ir la tarea de
ofrecer al hombre un
sustitutivo del antiguo ser-ciudadano [Bürger-Sein], una tarea que, sin duda, la Iglesia católica sí
había llevado a cabo durante siglos tras
el hundim iento del Imperio romano.
Como quiera
que se planteen tales posibilidades y alternati vas hipotéticas, lo decisivo es
que, con el fin de la Antigüedad y el surgimiento
de un espacio público eclesiástico, la política se cular siguió vinculada a las necesidades vitales
resultantes de la convivencia de los
hombres y a la protección de una
esfera su perior que hasta el fin de la Edad
Media se concretó espacial mente en la existencia de la Iglesia. Esta necesita
de la política, tanto de la mundana de
los poderes seculares como de la reli
giosa dentro del ámbito eclesiástico mismo, con el fin de poder mantenerse y afirmarse sobre la tierra y en
este mundo como Iglesia visible —es
decir, a diferencia de la invisible, cuya exis tencia (cuestión sólo de fe) no
es discutida en absoluto por la política.
Y ésta necesita de la Iglesia —no sólo de la religión sino de la existencia tangible espacialmente de
las instituciones reli giosas— para demostrar su justificación superior y su
legitimi dad. Lo que ocurrió al iniciarse la Edad Moderna no fue que la función de la política cambiase, ni tampoco
que se le otorgara de repente una nueva
dignidad exclusiva. Lo que cambió más
bien fueron los ámbitos que hacían parecer necesaria la política. El ámbito de lo religioso se sumergió en el
espacio de lo privado mientras que el ámbito
de la vida y sus necesidades —para anti guos y medievales el privado par
excellence— recibió una nueva
dignidad e irrumpió en forma de sociedad en lo público.
A este respecto
debemos diferenciar políticamente entre la
democracia igualitaria del siglo xix, para la cual
la participa ción de todos en el gobierno
siempre es una señal imprescindi ble de la libertad del pueblo, y el
despotismo ilustrado de co mienzos de la Edad Moderna, para el que «liberty
and freedom consist in having the
government of those laws by which their
life and their goods may be most their own: ‘tis not for having share in Government, that is nothing
pertaining to them».* En
* Como Carlos I dijo antes de ser decapitado. (N. del e.)
ambos casos,
el gobierno, en cuya área de acción se sitúa en
adela
nte lo político, está para proteger la libre
productividad de la sociedad y la seguridad del individuo en su ám
bito priva do. Sea cual sea la relación entre los
ciudadanos y el Estado, la libertad
y la política permanecen separadas en lo decisivo, y ser libre en el sentido
de una actividad positiva, que se desplie
ga libremente, queda ubicado en el ámbito de la vida y
la pro
piedad, donde de lo que se trata no es de nada com ún
sino de cosas en su mayoría
muy particulares. Que esta esfera de lo particular, de lo idion, permanecer en
la cual se consideraba en la Edad
Antigua una limitación idiota, se haya ampliado tan enormem ente a causa del nuevo fenómeno de un
espacio pú blico social y unas fuerzas productivas sociales, no individua
les, no modifica en nada el hecho de que las actividades exigi das para la
conservación de la vida y la propiedad o para la mejora de la vida y el engrandecimiento de la
propiedad, estén subordinadas a la
necesidad y no a la libertad. Lo que la Edad
Moderna esperaba de su estado y lo que éste ha cumplido so bradam ente
ha sido que los hombres se entregaran libremente al desarrollo de las fuerzas productivas
sociales, a la produc ción común de los bienes exigidos para una vida «feliz».
Esta concepción moderna de la política, para la que el esta do es una función de la sociedad o un mal necesario para la li bertad social,
se ha impuesto práctica y teóricam ente sobre otras que, inspiradas por la Antigüedad
y referidas a la sobera nía del pueblo o la nación, siempre reaparecen en todas las re voluciones de la
Edad Moderna. Para éstas, desde las america na y francesa del siglo xvm
hasta la húngara del pasado más reciente, tener participación en el gobierno
coincidía directa mente con ser-libre [Frei-Sem]. Pero estas
revoluciones y las experiencias directas
que en ellas se dieron de las posibilidades
de la acción política no han sido capaces, al menos hasta hoy, de traducirse en ninguna forma de gobierno.
Desde el surgimien to del Estado nacional la opinión corriente es que el deber
del gobierno es tutelar la libertad de
la sociedad hacia dentro y hacia fuera,
si es necesario usando la violencia. La participa ción de los ciudadanos en el
gobierno, en cualquiera de sus
formas, es
necesaria para la libertad sólo porque el gobierno, puesto que necesariamente es quien dispone de medios para ejercer la violencia, debe ser
controlado en dicho ejercicio por los
gobernados. Se comprende pues que con
el establecimiento de una esfera
—como siempre lim itada— de acción política aparece un poder que debe ser vigilado
constantemente para proteger la
libertad. Lo que hoy día entendemos
por gobierno constitucional, sea monárquico
o republicano, es esencialmen te un
gobierno limitado y controlado en cuanto a sus poderes y al uso que haga de la violencia por sus gobernados.
Es eviden te que las limitaciones y los controles se efectúan en nombre
de la libertad, tanto la de la sociedad como la del individuo;
se trata, pues, en la medida de lo
posible, y si es necesario, de po ner fronteras al espacio estatal del
gobierno para posibilitar la libertad
fuera de él. Por lo tanto, no se trata, al menos en pri mer lugar, de hacer
posible la libertad para actuar y dedicarse
a la política, puesto que esto son prerrogativas del gobierno y de los políticos profesionales que, por la vía
indirecta del siste ma de partidos, se ofrecen al pueblo para representarle
dentro del Estado o eventualmente contra
éste. Dicho con otras pala bras, en la relación entre la política y la
libertad, la Edad Mo derna tam bién entiende que la política es un medio y la
liber tad su fin supremo; la relación misma, pues, no ha cambiado, si bien el contenido y la dimensión de la
libertad sí lo han he cho en extremo. De ahí que hoy día la pregunta por el
sentido de la política sea generalmente
contestada en términos de categorías y
conceptos que son extraordinariam ente antiguos y quizá por eso extraordinariam ente
respetables. Pero en el aspecto político
la Edad M oderna se diferencia al menos tan
decisivamente de épocas anteriores como en el espiritual o ma terial.
Ya el solo hecho de la emancipación de las mujeres y de la clase obrera, es decir, de grupos hum anos
a los que jam ás antes se había
permitido mostrarse en público, dan a todas las
preguntas políticas un semblante radicalmente nuevo.
Ahora bien,
esta definición de la política como medio para
una libertad situada fuera de su ámbito, aunque de aparición frecuente en la Edad Moderna, es válida para ésta
en una medi
da muy limitada. De todas las respuestas
modernas a la pregun ta por
el sentido de la política ésta es la que está
más estrecha mente adherida a la tradición de la
filosofía política occidental, lo
que, dentro del pensamiento sobre el Estado nacional, se ve con la máxima claridad en el principio del
primado de la políti ca exterior, que, formulado por Ranke, es la base
de todos los estados nacionales. Mucho
más característico del carácter igua
litario de las formas m odernas de gobierno
y de la m oderna emancipación de obreros
y mujeres, emancipación que, desde un punto de vista político, expresa los
aspectos más revolucio narios de la Edad Moderna, es una definición de Estado
dirigi da al prim ado de la política interior, según la cual, «el Estado como poseedor de la violencia [es] una forma
de organización de la vida indispensable
para la sociedad» (Theodor Eschen- burg,
Staat und Gesellschaft in Deutschland, pág. 19). Entre es tas dos
concepciones —aquella para la que el Estado y lo políti co son instituciones
imprescindibles para la libertad y aquella
que ve en él una institución imprescindible para la vida— hay una oposición infranqueable, de la que los
representantes de di chas tesis apenas son conscientes. Por lo que respecta a
sentar un criterio por el que la acción
política se rija y juzgue hay una gran
diferencia en considerar como el más elevado de los bienes la libertad o la vida. Si entendemos por política
algo que esen cialmente y a pesar de todas sus transformaciones ha nacido
en la polis y continúa unido a ella, se
da en la unión entre política y vida una
contradicción interna que suprime y arruina lo espe cíficamente político.
Esta
contradicción es palm aria en el privilegio que siempre ha tenido la política para, en determinadas
circunstancias, exi gir a los
implicados en ella el sacrificio de
sus vidas. Ahora bien, naturalm ente
esta exigencia puede entenderse también
en el sentido de que el individuo sacrifica su vida al proceso
vi tal de la sociedad y, en efecto, se da aquí una interrelación que, al
menos, pone alguna frontera al riesgo de la vida: a nadie le está perm itido arriesgar la suya cuando, al
hacerlo, arriesga a un tiempo la de la
humanidad. Sobre esta interrelación de la
que sólo ahora somos conscientes porque tenemos a nuestro
alcance la posibilidad de poner fin a la vida
humana y a toda la
vida orgánica en
general volveremos todavía; de hecho, apenas
se nos ha transm itido ni una
sola categoría política ni un solo
concepto político que, referidos a esta recientísima posibili dad, no
se revelen como teóricam ente superados y práctica mente inaplicables, ya que
en cierto sentido de lo que hoy se trata
por primera vez también en política exterior es de la vida, es decir, de la supervivencia de la
humanidad.
Pero esta rem
isión de la libertad misma a la supervivencia
de la hum anidad no elimina la oposición entre la libertad y
la vida, oposición que ha inspirado todo lo político y continúa de
terminando todas las virtudes específicamente políticas. Incluso podría decirse de forma legítima
que precisamente el hecho de que en la
actualidad en política no se trate ya
más que de la mera existencia de todos
es la señal más clara de la desgracia a la que ha ido a parar nuestro mundo (una desgracia que, entre otras cosas, amenaza con liquidar a la
política). Pues el riesgo que se le
exige a aquel que se dedica a la esfera de la política, donde puede someterlo todo a discusión menos
precisamente su vida, no concierne norm
alm ente a la vida ni de la sociedad ni
de la nación ni del pueblo. Más bien concierne sólo a la li bertad, tanto a la
propia como a la del grupo al que el indivi duo pertenece, y, con ella, a la
segura continuidad del mundo en que este
grupo o pueblo viven, mundo que han construido a lo largo de las generaciones con el fin de
encontrar una perm a nencia digna de confianza para el actuar y el hablar, o
sea, para las actividades propiamente
políticas. Bajo circunstancias normales,
esto es, bajo las circunstancias dominantes en Euro pa desde la antigüedad rom
ana, la guerra sólo ha sido la pro longación de la política con otros medios,
lo que significa que podía evitarse si
uno de los adversarios aceptaba las exigencias
del otro. Hacerlo podía costarle la libertad pero no la vida.
Estas circunstancias, como todos sabemos, ya no son las ac tuales; cuando
las miramos retrospectivamente
nos parecen una especie de paraíso
perdido. Pero aun cuando el mundo
en que hoy vivimos no se puede explicar
ni deducir —causalmen te o en el sentido de un proceso autom ático— desde la
Edad
Moderna, lo cierto es que ha brotado en el
suelo de ésta. Por lo qu
e respecta a lo político, esto significa que
tanto la política interior,
cuyo
fin suprem o era la vida, como la exterior, que
se orientaba a la libertad como bien
suprem o, descubrieron en la
violencia y la acción violenta su auténtico contenido. Fi nalm ente el Estado se
organizó como fáctico «poseedor de la
violencia», dejando de lado si el fin perseguido era la vida o la libertad. En cualquier caso, la pregunta
por el sentido de la política se refiere
hoy día a si estos medios públicos de violen cia tienen un fin o no; y el
interrogante surge del simple hecho de
que la violencia, que debería proteger la vida o la libertad, ha llegado a ser tan poderosa que amenaza no únicam
ente a la libertad sino tam bién a la
vida. Dado que se ha puesto de ma nifiesto que lo que cuestiona la vida de la
hum anidad entera es precisamente el
crecimiento de los medios de violencia estata les, la respuesta, en sí misma
ya muy discutible, que la Edad Moderna
ha ofrecido a la cuestión del sentido de la política re sulta ahora doblemente
dudosa.
Que este
colosal crecimiento de los medios de violencia y aniquilación haya
sido posible no es debido sólo a las inven ciones técnicas sino al hecho de que el espacio público-político se ha convertido tanto en la
autointerpretación teórica de la Edad M oderna como en la brutal realidad en un lugar de
vio lencia. Unicamente así el
progreso técnico ha podido derivar desde
el principio en un progreso de las posibilidades de ani quilación recíproca. Puesto que allí donde los hom bres actúan conjuntamente se genera poder y puesto que el actuar conjun
tam ente sucede esencialmente en el
espacio político, el poder potencial inherente
a todos los asuntos hum anos se ha traduci do en un espacio dominado por la
violencia. De ahí que parez ca que poder y violencia son lo mismo, y en las
condiciones modernas éste es
efectivamente el caso. Pero por su origen y su
sentido auténtico poder y violencia no sólo no son lo mismo sino que en cierto modo son opuestos. Ahora
bien, allí donde la violencia, que es
propiam ente un fenómeno individual o
concerniente a pocos, se une con el poder, que sólo es posible entre muchos, se da un incremento inmenso del
potencial de
violencia, potencial que, si bien impulsado
por el poder de un espacio
organizado, crece y se despliega siempre a costa de di cho poder.
La pregunta acerca del papel que le
corresponde a la violen cia en las
relaciones interestatales de los pueblos o
acerca de cómo podría excluirse su uso en dichas relaciones está
actual mente, desde la
invención de las arm as atómicas, en el primer
plano de toda política. Pero el fenómeno de la
progresiva pre ponderancia de la violencia a expensas de todos los demás fac tores políticos
es más antiguo; ya en la Primera Guerra Mundial apareció en las grandes batallas mecanizadas
del frente occi dental. En este sentido, es remarcable que esta violencia,
en su
nuevo y desastroso papel de
una violencia que se despliega au tom áticam
ente y aum enta sin cesar, resultara
tan absoluta mente imprevista
y
sorprendente a todos los implicados, tanto
a los respectivos pueblos como a los estadistas como a la opi nión pública. De
hecho, el incremento de la violencia en el es pacio público-estatal se realizó
a espaldas de los que actuaban (en un
siglo que se contaba entre los más dispuestos a la paz y menos violentos de la historia). La Era
Moderna, que consideró con una mayor
decisión que nunca anteriorm ente la política
sólo un medio para el m antenim iento y el fomento de la vida de la sociedad, y que consiguientem ente
limitó las competen cias de lo político a lo más necesario, pudo creer, no sin
funda mento, que acabaría con el problem a de la violencia mucho mejor que todos los siglos precedentes. Lo
que ha conseguido ha sido excluir la
violencia y el dominio directo del hombre so bre el hombre de la esfera,
siempre en constante ampliación, de la
vida social. La emancipación de la clase obrera y de las mujeres, es decir, de las dos categorías de
personas sometidas a la violencia en
toda la historia premoderna, señala con la m a yor claridad el punto álgido de
esta evolución.
Pero ahora consideremos si esta disminución de la violencia en la vida de la sociedad es realm
ente equiparable con un in cremento de libertad. En el sentido de la tradición política no- ser-libre \Nicht-frei-Seiri]
tiene una doble definición . Por un
lado, estar sometido a la violencia de otro, pero también, e in
cluso más
originariam ente, estar sometido a la cruda necesi dad de la vida.
La actividad que corresponde a la obligación
con que la vida nos fuerza a procurarnos lo necesario para
conservarla es la labor. En todas las sociedades premodernas uno
podía liberarse de ésta obligando a
otros a hacerlo me diante la
violencia y la dominación. En la sociedad moderna, el laborante no está sometido a ninguna
violencia ni a ninguna dominación, está obligado por la necesidad
inmediata inheren te a la vida misma. Por lo tanto, la necesidad ocupa
el lugar de la violencia y la pregunta
es cuál de las dos coerciones pode mos resistir mejor, la de la violencia o la
de la necesidad. Pero además toda la
evolución de la sociedad se dirige ante todo, al menos hasta el momento en que la autom
atización elimine realmente la labor, a
convertir indistintam ente a cualquiera de
sus miembros en laborantes cuya actividad, sea la que sea, se dedique en prim er lugar a procurar lo
necesario para la vida. También en este sentido
el alejamiento de la violencia de la
vida de la sociedad ha tenido como sola consecuencia conce der a la
necesidad con que la vida lo fuerza todo un espacio desproporcionadamente mayor que nunca. La
vida de la socie dad está fácticamente dom inada no por la libertad sino por
la necesidad; y no es casual que el
concepto de necesidad haya sido tan dom
inante en todas las filosofías m odernas de la his toria, en las que el
pensamiento se orientaba filosóficamente y
buscaba llegar a la autocomprensión.
La expulsión de
la violencia del ámbito privado del hogar y
de la esfera semipública de la sociedad fue
completamente consciente; precisam ente
para poder vivir cotidianam ente sin
violencia se fortaleció la
violencia del poder público, del Esta
do, de la que se creyó seguir siendo
dueño porque se la había definido explícitamente
como mero medio para el fin de la
vida social, del libre desarrollo de
las fuerzas productivas. Que los medios
de violencia pudieran resultar ellos mismos «producti vos», es decir, que
pudieran crecer exactamente igual (o inclu so más) que las demás fuerzas
productivas de la sociedad, no se tuvo
en cuenta en la Edad Moderna porque para los moder nos la esfera de lo
productivo coincidía en general con la so
ciedad y no con el Estado. Precisamente éste era tenido por es pecíficamente
improductivo y en caso extremo por un fenóme no parasitario. Puesto que se había limitado la
violencia al ámbito estatal, el cual estaba sometido en los gobiernos
consti tucionales al control de la sociedad mediante el sistema de par tidos,
se creyó tener a la violencia reducida a un mínimo que como tal debía permanecer constante.
Bien sabemos
que lo contrario ha sido el caso. La época
considerada históricam ente la más pacífica y menos violenta ha provocado directamente
el desarrollo más grande y terrible de los
instrum entos de violencia. Y esto es una paradoja sólo
aparentemente. Con lo que no se contó fue con la combinación específica de violencia y poder, combinación
que sólo podía te ner lugar en la
esfera público-estatal porque sólo en ella
los hombres actúan conjuntam ente y
generan poder; no im porta cuán estrictam ente se señalen las competencias de este ám bi to, cuán exactamente se le tracen límites a través de constitu ciones y otros
controles: por el simple hecho de continuar sien do un ámbito público-político
engendra poder. Y este poder tiene que resultar ciertam ente una desgracia
cuando, como ocurre en la Edad Moderna,
se concentra casi exclusivamente en la
violencia, ya que ésta se ha trasladado simplemente de la esfera privada de lo individual a la esfera pública
de los m u chos. Por muy absoluta que fuera la violencia del señor de la casa sobre su familia en la época prem oderna
—y seguro que era suficientemente grande
como para tildar al gobierno del hogar
de despótico— esta violencia estaba limitada siempre al individuo que la ejercía, era una violencia
completamente im potente y estéril económica y políticamente. Por muy
desastro sa que fuera la violencia casera para los sometidos a ella, los instrum entos mismos para ejercerla no podían
proliferar bajo tales circunstancias, no
podían resultar un peligro para todos
porque no había ningún monopolio de la violencia.
Veíamos que concebir lo político como un reino de los me dios cuyo
fin y criterio hay que buscar fuera de él es extraordi nariam ente antiguo y
también extraordinariam ente respetable.
Pero en la actualidad más reciente lo que se ha discutido de tal
concepción es
que, aunque originariam ente se basa en fenó menos lindantes
con lo político o tangenciales a ello (la violencia, necesaria a veces para protegerlo, y el cuidado por la
vida, que debe ser asegurada
antes de que sea posible la libertad política),
ahora aparece en el centro de toda acción política y
establece la violenc
ia como medio cuyo fin supremo debe ser el m ante nimiento y la
organización de la vida. La crisis consiste en que el ámbito político amenaza aquello único que
parecía justificar lo. En esta situación la pregunta por el sentido de la política varía. Hoy apenas si suena ya: ¿cuál es el
sentido de la política? Pues está mucho
más próximo al sentir de los pueblos, que se
consideran amenazados en todas partes por la política, y don de
precisam ente los mejores se apartan conscientem ente de ella, preguntar a sí mismos y a los demás si
tiene la política todavía algún sentido.
Estas
preguntas se basan en las opiniones que hemos esbo zado brevemente
concernientes a qué es realm ente la
política. Dichas opiniones
apenas han variado en el transcurso de m u chos siglos. Lo que ha
cambiado es sólo que aquello que era
contenido de juicios procedentes
de determinadas experiencias inm ediatas
y legítimas —el juicio y condena de lo político a partir de la experiencia de los filósofos
o los cristianos, así como la corrección
de tales juicios y la consiguiente
justifica ción lim itada de lo político— se ha convertido desde hace ya mucho en prejuicio. Los prejuicios desempeñan siempre en el espacio público-político fundadamente
un gran papel. Se refie ren a lo que sin darnos cuenta compartimos todos y sobre lo que ya no juzgamos porque casi ya no
tenemos la ocasión de experimentarlo
directamente. Todos estos prejuicios, cuando
son legítimos y no m era charlatanería, son juicios pretéritos. Sin ellos ningún hom bre puede vivir porque
una vida despro vista de prejuicios exigiría una atención sobrehum ana,
una constante disposición, imposible de
conseguir, a dejarse afec tar en cada momento por toda la realidad, como si
cada día fuera el prim ero o el del
Juicio Final. Por lo tanto, prejuicio y
tontería no son lo mismo. Precisamente porque los prejuicios siempre tienen una legitimidad inherente sólo
podemos atre
vernos a
manejarlos cuando ya no cumplen su función, es de cir, cuando ya no son apropiados para que quien juzgue
com pruebe una parte de la realidad.
Pero justo cuando los prejui cios
entran en abierto conflicto con la realidad empiezan a ser peligrosos y la gente, que ya no se siente am parada por ellos al pensar, empieza a tram arlos y a
convertirlos en fundamento de esa
especie de teorías perversas que comúnmente
llamamos ideologías o también
cosmovisiones [Weltanschauungen]. Contra
estas figuraciones ideológicas de moda, surgidas de prejuicios,
nunca ayuda enfrentar la cosmovisión directam ente opuesta sino sólo el intento de sustituir los
prejuicios por juicios. Para ello es
imprescindible rem itir los prejuicios a los juicios conte nidos en ellos y
los juicios, a su vez, a las experiencias que los originaron.
Los prejuicios, que en la crisis actual se
oponen a la compren sión
teórica
de lo que es propiamente la política, conciernen
a casi todas las categorías
políticas en que estamos acostumbrados a
pensar, sobre todo a la categoría medios-fines, que entiende lo político según un fin último extrínseco
a lo político mismo; tam bién a la presunción de que el contenido
de lo político es la vio lencia y, finalmente, al convencimiento
de que la dominación es el concepto
central de la teoría política. Todos
estos juicios y pre juicios se originan en una desconfianza frente a la política
en sí misma no ilegítima. Pero en
el actual prejuicio contra la política esta antiquísima desconfianza
se ha transformado. Tras él se ha lla, desde la invención de la bomba atómica,
el temor completa mente justificado de que la humanidad pueda
liquidarse a causa de la política y los
instrumentos de violencia de que dispone. De
este temor surge la esperanza de que la humanidad será razona ble y
eliminará a la política antes que a sí misma. Dicha esperan za no está menos
justificada que tal temor. Pues la idea de que
siempre y en todas partes donde haya hombres hay política es ella misma un prejuicio, y el ideal
socialista de una condición hu mana final sin Estado, lo que en Marx significa
sin política, no es de ninguna manera utópico;
es sólo escalofriante.
Es connatural a nuestro objeto, el cual siempre tiene que ver con los muchos y con el mundo
que surge entre ellos, que al
respecto nunca
pueda ignorarse la opinión pública. Ahora
bien, de acuerdo con ésta, la pregunta por el senti
do de la polí tica se refiere actualmente a la amenaza que la guerra y
las ar mas atóm icas representan para el hombre. Por lo tanto, es esencial al asunto que empecemos nuestras
consideraciones por la cuestión de la
guerra.
La c u e s t ió
n d e l a g u e r r a
Cuando las prim eras bombas atómicas cayeron sobre Hiro
shima,
poniendo un fin rápido e inesperado a la Segunda Gue rra Mundial,
un escalofrío cruzó el mundo. Cuán justificado es taba dicho escalofrío todavía no se podía saber
entonces. Pues una sola bom
ba atóm ica había conseguido sólo en pocos m i nutos lo que hubiera
requerido la acción sistem ática y masiva
de ataques aéreos durante semanas o meses: arrasar una ciu
dad. Que la estrategia bélica podía
otra vez, como en la Edad Antigua, no solamente
diezm ar a los pueblos sino tam bién
transform ar en un desierto el mundo habitado por ellos era algo conocido por los especialistas desde el
bom bardeo de Co- ventry y por todos
desde los ataques aéreos masivos sobre las
ciudades alemanas. Alemania ya era un campo de ruinas, la ca pital del
país un m ontón de cascotes y la bom ba atómica, tal como la conocemos desde la Segunda Guerra
Mundial, si bien representaba en la
historia de la ciencia algo absolutam ente
nuevo, no era sin embargo en el marco de la estrategia bélica m oderna —y, por lo tanto, en el ámbito de
los asuntos hum a nos o, mejor, interhumanos, de que trata la política— más
que el punto culm inante, alcanzado, por
así decirlo, en un salto o
cortocircuito, a que impulsaban los acontecim ientos a un rit mo cada
vez más vertiginoso.
Es más, la destrucción del mundo y la aniquilación de la vida hum ana mediante los instrum
entos de violencia no son ni nuevas
ni espantosas, y aquellos que desde siempre han pensa do que una condena
incondicional de la violencia conduce a
una condena de lo político en general han dejado sólo desde
hace pocos años, más exactamente desde la invención de la bom ba de hidrógeno, de tener razón.
Al destruir el mundo no se destruye
más que una creación hum ana y la violencia nece saria para ello se corresponde
exactamente con la inevitable violencia inherente a todos los procesos humanos de produc ción [Herstellung].
Los instrum entos de violencia requeridos para la destrucción se crean a imagen de las
herram ientas de la producción y el
instrum ental técnico siempre los abarca
igualmente a ambos. Lo que los hombres producen pueden destruirlo, y lo que destruyen pueden
construirlo de nuevo. El poder destruir
y el poder producir equilibran la balanza. La
fuerza que destruye al mundo y ejerce violencia sobre él es to davía la
misma fuerza de nuestras manos, que violentan la na turaleza y destruyen algo
natural —acaso un árbol para obte ner m adera y producir alguna cosa con ella—
para formar mundo.
Que poder
destruir y poder producir equilibren la balanza
no tiene, sin embargo, una validez absoluta. Sólo la tiene
para lo producido por el hombre,
no para el poco tangible, pero no por
ello menos real, ámbito de las relaciones humanas, surgi das de
la acción en sentido amplio. Sobre esto volveremos más tarde. Lo decisivo para nosotros en la situación actual es que tam bién en el mundo propiam ente de
las cosas el equilibrio entre destruir y
reconstruir sólo puede mantenerse mientras la
técnica se circunscriba únicam ente con el procedimiento de producción, y éste ya no es el caso desde el
descubrimiento de la energía atómica, si
bien todavía hoy vivimos en general en un
mundo determinado por la Revolución Industrial. Tampoco en éste nos encontramos sólo con cosas
naturales, que más o me nos transform adas, reaparecen en el mundo creado por
los hombres, sino con procesos naturales
generados por el hombre mismo mediante
la imitación e introducidos directam ente en
el mundo humano. Es característico de estos procesos que, al igual que un motor de explosión, transcurran
esencialmente entre explosiones, es
decir, hablando históricamente, entre ca tástrofes que a su vez impulsan el
proceso mismo hacia adelan te. Hoy nos encontramos en casi todos los ámbitos
de nuestra
vida en un proceso
de este tipo, en que las explosiones y catás trofes, lejos de significar el hundimiento, provocan un
progre so incesante cuya problematicidad no podemos por tanto con siderar en nuestro contexto. De todas maneras, desde un punto de vista político puede constatarse en el
hecho de que el desas tre catastrófico de
Alemania ha contribuido esencialmente a
hacer hoy de ella uno de los países más modernos y avanzados de Europa, m ientras que atrás quedan los países
que o bien no están tan
exclusivamente determ inados por la técnica que el ritmo del proceso de producción y consumo
hace provisional mente superfluas las catástrofes como América, o bien no
han pasado por una catástrofe
definitivamente destructiva, como
Francia. El equilibrio entre producir y destruir no es alterado por la técnica m oderna ni por el proceso al
que ésta ha arras trado al mundo humano. Al contrario, parece como si en
el curso de dicho proceso ambas
capacidades, estrechamente em parentadas, se potenciaran m utua e
indisolublemente, de m a nera que producir y destruir se revelan, incluso
llevados a su medida más extrema, como
dos fases apenas diferenciables del
mismo, en el que —para poner un ejemplo cotidiano— la de molición de
una casa es sólo la prim era fase de su construc ción, y la edificación de la
casa misma, puesto que a ésta se le
calcula una duración determinada, ya puede incluirse en un proceso incesante de demolición y
reconstrucción.
Con frecuencia
se ha dudado, no sin razón, de que los hom
bres en
medio de esta progresión necesariam ente catastrófica que ellos mismos han
desencadenado puedan seguir siendo
dueños y señores de su mundo y de los asuntos hum
anos. Es desconcertante sobre todo la
aparición de las ideologías totali tarias, en las cuales el hombre se
entiende como un exponente de dicho
progreso catastrófico desencadenado por él mismo, exponente cuya función esencial consiste en
hacer avanzar el proceso cada vez más rápidamente.
Respecto a esta inquietan te adecuación no debería olvidarse, sin embargo, que
se trata únicam ente de ideologías, y
que las fuerzas naturales que el hombre
emplea a su servicio pueden todavía contarse en caba llos de vapor, es decir,
en unidades dadas en la naturaleza, to
madas del entorno inmediato del hombre. Que éste
consiga duplicar o centuplicar su propia fuerza mediante el aprovecha miento de la naturaleza puede considerarse una violación de
ésta si, con la Biblia en la
mano, se cree que el hombre fue creado
para protegerla y servirla y no al
revés. Pero aquí da igual quién sirva o esté
predestinado a servir por decisión divi na a quién. Lo que es innegable
es que la fuerza de los hom bres, tanto la productiva como
la de
la labor, es un fenómeno
natural, que la violencia es una posibilidad
inherente a dicha fuer
za y, por lo tanto, tam bién natural y, finalmente, que
el hombre, m ientras sólo tenga que habérselas
con fuerzas natu rales, permanece en un ám bito terreno-natural al que él mis
mo y sus fuerzas, en cuanto ser vivo orgánico, pertenece. Esto no varía por el hecho de que utilice su
fuerza y la extraída de la naturaleza
para producir algo completamente no-natural, a
saber, un mundo (algo que sin el hombre, de modo únicam en te «natural»
no existiría). O, dicho de otro modo, m ientras el poder producir y el poder destruir equilibran
la balanza todo es en cierta m anera
todavía normal, y lo que las ideologías to talitarias dicen sobre la
esclavización del hom bre por el pro ceso que él mismo ha puesto en m archa es
sólo un fantasma, ya que los hombres
continúan siendo dueños del mundo que
han construido y señores del potencial destructivo que han creado.
Pero el
descubrim iento de la energía atómica, la invención de una técnica propulsada por
energía nuclear podría alterar esta
situación, ya que lo que se pone en marcha no son proce sos naturales sino
procesos que, no siendo terrenales, actúan sobre la Tierra con el fin de producir
y destruir el mundo. Es tos procesos
provienen del universo que rodea a la Tierra, y el hombre, al violentarla, ya no se com porta
como un ser vivo, sino como un ser capaz
de orientarse en el universo, aunque únicamente
pueda vivir bajo las condiciones dadas en la Tierra y por la naturaleza. Estas fuerzas
universales ya no pueden medirse en
caballos de vapor o en cualquier otra m edida na tural, y, puesto que no son
de naturaleza terrena, podrían des truir la Tierra del mismo modo que los
procesos naturales que
el hombre maneja pueden destruir el mundo
construido por él mismo. El
horror
que se apoderó de la hum anidad cuando
supo de la prim era bomba atómica fue el horror
ante esta fuer za (en el sentido más verdadero de la palabra
sobrenatural) procedente del universo, y
el número de casas y calles destrui das, así como la cifra de vidas hum anas
aniquiladas fueron de im portancia sólo
porque era de una fuerza simbólica inquie tante e imborrable que la recién
descubierta fuente de energía ya hubiera
causado, sólo al nacer, m uerte y destrucción a tan gran escala.
Este horror
pronto se mezcló con una indignación no me nos justificada y en el momento
mucho más palpitante, ya que el poderío
de la nueva arma, entonces todavía absoluto, se ha bía comprobado
en ciudades habitadas, cuando se hubiera po dido ensayar igual
de bien y de un modo políticam ente no me nos efectivo en un desierto
o en una isla deshabitada. En esta
indignación tam bién se percibía anticipadam ente algo cuya m onstruosa realidad sólo hoy sabemos, es
decir, el hecho, que ninguno de
los Estados mayores de las grandes potencias nie ga ya, de que en una
guerra,
una vez puesta en m archa,
los contendientes utilizan inevitablemente
las arm as de que dispo nen en cada momento. Esto, evidentemente, sólo cuando
la guerra ya no tiene una meta y su
finalidad ya no es un tratado de paz
entre los gobiernos combatientes sino una victoria que comporte la aniquilación como Estado —o
incluso física— del adversario. Esta
posibilidad ya se significó en la Segunda Gue rra Mundial al exigirse a
Alemania y Japón una capitulación
incondicional, pero su plena atrocidad sólo se reveló cuando las bombas atómicas sobre Japón demostraron
que las am ena zas de una aniquilación total no eran charlatanería vacía y
que los medios necesarios para ella
estaban realm ente a mano. Hoy,
consecuentemente con el desarrollo de dicha posibilidad, ya nadie duda de que una tercera guerra m
undial difícilmente acabará de otro modo
que con la aniquilación del vencido. Es tam os todos tan fascinados por la
guerra total que apenas po demos im aginarnos que la Constitución am ericana o
el actual régimen ruso sobrevivieran a
la derrota tras una eventual gue
rra entre Rusia y Norteamérica.4 Pero esto significa que en una futura
guerra ya no se trataría del logro o la pérdida
de po der, de fronteras, de mercados y espacios vitales, de cuestiones, en fin, que tam bién podrían obtenerse sin
violencia por la vía de la negociación política. Así, la guerra ha
dejado de ser la ultima ratio de conferencias y
negociaciones cuya ruptura cau saba el inicio de unas acciones m ilitares
que no eran más que la
continuación de la política con otros medios. Ahora de lo que se
trata más bien es de algo que naturalm
ente no podría ser nunca objeto de negociaciones: la simple
existencia de un país o un pueblo. En
este estadio en que ya no se
presupone como algo dado la coexistencia
de las partes enemigas y sólo se
quiere zanjar de modo violento los conflictos surgidos entre ellas la guerra deja de ser un medio de la
política y empieza, en tanto que guerra
de aniquilación, a traspasar los límites im puestos a lo político y con ello
a destruirlo.
Sabido es que
esta hoy denom inada «guerra total» tiene su
origen en los totalitarismos,
con los que está indefectiblemen te
unida; la de aniquilación es la única
guerra adecuada al sis tema totalitario. Fueron países gobernados totalitariamente
los que proclamaron la guerra total y,
al hacerlo, impusieron nece sariam
ente su ley al mundo no totalitario. Cuando un princi pio de tal alcance hace su aparición en
el mundo es casi impo
sible limitarlo a un conflicto entre países totalitarios y países no totalitarios. El lanzamiento de la bomba
atómica contra Ja pón y no contra la Alemania de Hitler para la que
originalmen te había sido construida es una m uestra clara de ello. Lo indig
nante del caso es, entre otras cosas, que Japón era ciertamente una potencia imperialista pero no
totalitaria.
Este horror que trascendía todas las consideraciones políti co-morales y la indignación que suscitaba política y m oral mente tenían en común la comprensión de lo que
significaba en realidad la guerra total
y la constatación de que ésta era un
hecho que atañía no sólo a los países dominados por los totali
4. Cuando Arendt escribió esto, la amenaza
de guerra entre los Estados Unidos y la Unión Soviética era seria. (N.
del e.)
tarismos y los
conflictos generados por ellos sino a todo el
mundo. Lo que en principio ya para los romanos y de facto
en los tres o cuat
ro siglos que llamamos de Edad Moderna parecía imposible
en el corazón del mundo civilizado, a saber, el exter minio de pueblos
completos y el arrasamiento de
civilizaciones enteras de golpe, se había
deslizado am enazadoram ente otra
vez en el terreno de lo posible. Y esta posibilidad, si bien surgi da
como respuesta a una amenaza totalitaria —en la medida en que ninguno de los científicos habría pensado
en construir la bomba atómica si no
hubiera temido que la Alemania de Hitler
lo hiciera y la utilizara—, se convirtió en una realidad que apenas si tenía nada que ver con el motivo que le
había dado vida.
Se sobrepasó pues, quizá por primera vez en
la Edad Moder na pero no en la historia en general, una limitación inherente a la acción violenta, limitación según la cual la destrucción gene rada por los medios de violencia
siempre debía ser parcial, afectar sólo
a algunas zonas del mundo y a un núm ero deter m inado de vidas hum anas
pero nunca a todo un país o a un
pueblo entero. Pero que el mundo de todo un pueblo
fuera arrasado, los muros de la ciudad derruidos,
los hom bres asesi
nados y el resto de la población vendida como esclava ha suce dido con frecuencia en la historia y sólo en los
siglos de la Era Moderna no ha
querido creerse que esto pudiera suceder. Siempre se ha sabido más o menos explícitamente
que éste es uno de los pocos pecados mortales de lo político. El pecado mortal o,
para no ser patéticos, el cruce de la
frontera inheren te a la acción violenta, es de dos tipos: por un lado
la muerte ya no concierne sólo a
cantidades más o menos grandes de perso nas que deberían m orir de todos
modos, sino a un pueblo y a su
constitución política, los cuales son posiblemente inm orta les e incluso en
el caso de la constitución intencionadam ente.
Lo que aquí se m ata no es algo mortal sino algo posiblemente inmortal. Además, y en estrecha conexión con
esto, la violencia alcanza en este caso
no sólo a cosas producidas, surgidas a su
vez mediante la violencia y por tanto mediante ella nuevamen te
reconstruibles, sino a una realidad asentada histórico-políti- camente en este mundo de cosas producidas,
realidad que,
puesto que no
fue ella misma producida, tampoco puede ser
nuevamente restaurada. Cuando un pueblo pierde su libertad como Estado, pierde su realidad política aun
cuando consiga sobrevivir físicamente.
De lo que se
trata aquí, pues, es de un mundo de relaciones
hum anas que no nace del producir sino del actuar y el
hablar, un mundo que en sí
no tiene un final y que posee una firmeza
tan resistente —a pesar de
consistir en lo más efímero que hay: la
palabra fugaz y
el acto
rápidam ente olvidado— que a veces, como en el caso del pueblo judío, puede sobrevivir
siglos ente ros a la pérdida del mundo producido tangible. Esta es,
sin embargo, una excepción, ya que por
lo general este sistema de relaciones
surgido de la acción, en el que el pasado continúa vivo en la forma de una historia que habla y
de la que siempre se habla, sólo puede
existir dentro del mundo producido, ani dando entre sus piedras hasta que éstas
también hablan y, al hacerlo, dan
testimonio (aunque se las arranque del seno de la tierra). Este ámbito tan propiam ente humano,
que da forma a lo político en sentido
estricto, puede ciertam ente irse a pique,
pero no ha surgido de la violencia y su designio no es desapa recer por
causa de ella.
Este mundo de
relaciones no ha nacido por la fuerza o la po tencia de un individuo
sino por la de muchos que, al estar jun tos, generan un poder ante el cual incluso la fuerza más
grande del individuo es
impotente. Este poder puede ser
debilitado por todos los factores
posibles, del mismo modo que puede reno varse otra vez a causa de todos los
factores posibles; sólo puede liquidarlo
definitivamente la violencia cuando es total y, literal mente, no deja piedra
sobre piedra ni hombre junto a hombre.
Ambas cosas son esenciales al totalitarismo, que, por lo que res pecta
a la política interior, no se conforma con amedrentar a los individuos sino que aniquila mediante el
terror sistemático to das las relaciones interhum anas. A él corresponde la
guerra total, que no se contenta con la
destrucción de unos cuantos puntos
concretos militarmente im portantes sino que persigue —y la técnica ahora ya le permite
perseguirlo— aniquilar el mundo surgido
entre los humanos.
Sería relativamente
fácil comprobar que las teorías políticas
y los códigos morales de Occidente han intentado siempre ex
cluir del arsenal de los medios políticos
la auténtica guerra de aniquilación;
y seguramente sería todavía más fácil dem ostrar la ineficacia de esas teorías y
exigencias. Curiosamente todo aquello
que concierne en un amplio sentido al nivel de m orali dad que el hombre se
impone
a sí mismo confirma por natura leza
las palabras de Platón: es la poesía con las imágenes y mo delos que crea lo que «embelleciendo
los miles de gestas de los primeros padres
forma a la descendencia» (Fed.ro, 245 a). En la Edad Antigua el gran ob
jeto de estos embellecimientos que te nían, al menos en cuanto a lo político,
un valor formativo era la guerra de
Troya, en cuyos vencedores los griegos veían a sus antepasados y en cuyos vencidos veían los
romanos a los suyos. De este modo unos y
otros se convirtieron, como Mommsen so lía decir, en los «pueblos gemelos» de
la Antigüedad porque la misma gesta les
valió a ambos como comienzo de su existencia
histórica. Esta guerra de los griegos contra Troya, que finalizó con una aniquilación tan completa de la
ciudad que su existen cia se ha dudado hasta hace poco, es considerada todavía
hoy el ejemplo más primigenio de guerra
de aniquilación.
Por lo tanto, para una reflexión sobre el
significado de la guerra de aniquilación, que vuelve a am enazarnos, podemos evocar estos sucesos de la Antigüedad, sobre todo porque, me diante la estilización de la guerra de Troya, griegos y romanos definieron, de un modo a la vez coincidente y
contrapuesto, lo que para sí mismos y en cierta medida tam bién
para nosotros significa propiam ente la política, así como
el espacio que
ésta debe ocupar
en la historia. En este sentido, es de decisiva im portancia
que el canto homérico no guarde silencio sobre el hombre
vencido, que dé testimonio tanto de Héctor como de Aquiles y que, aunque los dioses hayan
decidido de antem ano la victoria griega
y la derrota troyana, éstas no conviertan a
Aquiles en más grande que Héctor ni a la causa de los griegos en más legítima que la defensa de Troya. Así
pues, Homero canta esta guerra, datada
tantos siglos atrás, de modo que, en
cierto sentido, o sea en el sentido de la m em oria poética e his
tórica, la
aniquilación pueda ser reversible. Esta gran im par cialidad de Homero, que no es objetividad en el
sentido de la moderna libertad valorativa, sino en el sentido
de la total liber tad de intereses y de la completa independencia del juicio de la historia
—contra la cual consiste en el juicio del hombre que actúa y su concepto de la grandeza—, yace en el comienzo de toda historiografía y no sólo de la occidental;
pues algo así como lo que entendemos por
historia no lo ha habido nunca ni en ningún sitio donde el ejemplo homérico no
haya sido, al menos indirectam ente,
efectivo. Se trata del mismo pensa miento que reencontram os en la introducción
de Heródoto, cuando dice que quisiera
evitar que «las grandes y maravillo sas gestas tanto de los helenos como de
los bárbaros cayeran en el olvido» (I,
i), es decir, un pensam iento que, como Burck-
hardt observó con razón una vez, «no hubiera podido ocurrír- sele a ningún egipcio o judío» (Griechische
Kulturgeschichte, III, pág. 406).
Es bien
conocido que los esfuerzos griegos por transform ar la guerra de aniquilación en una guerra política no fueron más allá de esta salvación
retrospectiva de los aniquilados y abati dos que Homero
poetizó, y fue esta incapacidad lo que llevó fi nalm ente al derrum bam
iento de las ciudades-Estado griegas. En
cuanto a la guerra, la polis griega
siguió otros caminos en la definición de
lo político. La polis se formó alrededor del
ágora homérica, el lugar de
reunión y discusión de los hom
bres libres, donde lo propiam ente «político»
—es decir, lo que caracterizaba sólo a la polis y que
los griegos
denegaban a bárba ros y a
hombres no libres— se centraba en el hablar sobre algo a los demás y con los demás. A esta esfera se
la consideraba bajo el signo de la peitho
divina, una fuerza de convicción y
persuasión que rige sin violencia ni coacción entre iguales y que lo decide todo. Contrariam ente, la
guerra y la violencia asociada a ella
fueron excluidas por completo de lo propia mente político, surgido y válido
entre los miembros de una po lis; violentamente, se com portaba la polis como
un todo frente a otros Estados o
ciudades-Estado pero precisamente entonces
se comportaba, según los mismos griegos, «apolíticamente».
De ahí que en estos casos se suprim iera
necesariam ente la igualdad de los ciudadanos, que impedía que nadie m andara ni nadie obedeciera. Precisamente porque una guerra no
puede hacerse sin órdenes ni ob
ediencia ni dejando las decisiones al
criterio de la convicción, los griegos pensaban que pertenecía a un ámbito no-político [nicht-politisch].
Ahora bien, al ámbi to político pertenecía fundam entalm ente todo aquello que
no sotros entendem os por extrapolítico. Para nosotros la guerra no es la continuación por otros medios de la
política sino, a la inversa, la
negociación y los tratados son siem pre una conti nuación de la guerra por
otros medios: los de la astucia y el
engaño.
El efecto de Homero sobre el desarrollo de la polis griega no se agotó sin embargo
en esta exclusión, sólo negativa, de la
violencia del ámbito político,
cosa que únicam ente tuvo como consecuencia que las guerras como siempre se realizaran
bajo el principio de que el fuerte hace
lo que puede y el débil sufre lo que debe (véase Tucídides, V, «Melierdialog»). Lo propia mente homérico en el relato de la guerra de
Troya tuvo su ple na repercusión en la m anera en que la polis incorporó
a su for ma de organización el concepto de la lucha como el
modo no sólo legítimo sino en cierto
sentido superior de la convivencia hum ana. Lo que comúnmente se denom ina espíritu
agonal de los griegos, que sin duda ayuda a explicar (si es
que algo así puede explicarse)
que en los pocos siglos de su florecimiento
encontremos condensada en todos los terrenos del espíritu una genialidad más grande y significativa que en
ninguna otra par te, no es solamente el empeño de ser siempre y en todas
partes el mejor, afán del que Homero ya
habla y que poseía en efecto tanto
significado para los griegos que hasta se encuentra en su lengua un verbo para ello: aristeuein
(ser el mejor), que se en tendía no sólo como una aspiración sino como una
actividad que colmaba la vida. Esta
competencia todavía tenía su mode lo en la lucha, completamente independiente
de la victoria o la derrota, que dio a Héctor
y a Aquiles la oportunidad de m ostrar se tal como eran, de manifestarse
realmente, o sea, de ser ple namente reales. Lo mismo ocurre con la guerra
entre griegos y
troyanos, que
concede a unos y a otros la oportunidad de ma nifestarse totalmente y a la que corresponde una disputa entre los dioses que otorga su pleno significado al enfurecido
com bate y que dem uestra claram ente que hay algo divino en am
bos bandos, aun cuando a uno de ellos
le esté consagrado la ruina. La guerra
contra Troya tiene dos contendientes, y Ho mero la ve con los ojos de
los troyanos no menos que con los de los
griegos. Este modo homérico de m ostrar en todas las co sas dos aspectos que sólo
aparecen en la lucha es también el de
Heráclito cuando dice que la guerra es «el padre de todas las cosas» (fragmento B53). Aquí, la violencia de
la guerra en todo su espanto todavía
proviene directamente de la energía y la po tencia del hombre, que únicam ente
puede m ostrar su fuerza cuando la pone
a prueba frente a algo o alguien.
Lo que en Homero
aparece todavía casi indiferenciado, la potencia
violenta de las grandes gestas y la fuerza arrebatado ra de las
grandes palabras que las acom pañan
persuadiendo así a la asamblea de los
que m iran y escuchan, a nosotros se nos
presenta ya claramente dividido en la
polis misma entre las competiciones —las
únicas ocasiones en que toda Grecia
se juntaba para adm irar la fuerza
desplegada sin violencia— y los debates y discusiones inacabables. En este último caso, las dos
caras de todas las cosas, que todavía en Homero se daban en la lucha, caen exclusivamente en el ámbito del hablar, donde toda victoria es ambigua como la victoria
de Aquiles y una derrota puede ser tan célebre
como la de Héctor. Pero en los debates ya
no se trata de dos bandos en que los respectivos oradores se manifiesten como personas, si bien es
inherente a todo hablar, por muy «objetivo»
que se pretenda, que el hablante aparezca
(de un modo difícilmente aprehensible pero no por ello menos insistente y esencial). De la ambivalencia
con que Homero ver sificaba la guerra troyana resulta ahora una multiplicidad
in finita de objetos aludidos, los cuales, al ser tratados por tantos en la presencia de otros muchos, son sacados
a la luz de lo público, donde están
obligados a m ostrar todos sus lados. Únicamente
en tal com pletitud puede un asunto aparecer en
su plena realidad, con lo que debe tenerse presente que toda
circunstancia puede m ostrarse en tantas facetas y perspectivas como seres hum anos implique. Puesto que para los griegos el espacio político-público
es lo común (koinon) en que todos se
reúnen, sólo él es el
territorio en que todas las cosas, en su
completitud, adquieren validez. Esta capacidad, basada en úl timo término en aquella imparcialidad homérica que
solamen te veía un asunto desde el contraste de todas sus
partes, es pe culiar de la Antigüedad, y hasta nuestros días todavía no
ha sido igualada en toda su apasionada intensidad. En tal capaci
dad también se basan los trucos de los sofistas, cuyo significado para la liberación del pensam iento hum ano de las ataduras dogmáticas se subestim a cuando se
los juzga, siguiendo el ejemplo platónico,
moralmente. Pero este talento para la argu m entación es de im
portancia secundaria para la constitución de lo político acaecida por prim era vez en la polis. Lo decisivo no es que se pudiera dar la vuelta a los argumentos
y volver las afirmaciones del revés, sino que se obtuviera
realm ente la fa cultad de ver los temas desde distintos lados, lo que
política mente significa que cada uno percibiera los muchos puntos de vista posibles dados en el mundo real a
partir de los cuales algo puede ser
contemplado y mostrar, a pesar de su mismi-
dad, los aspectos más variados. Esto significa bastante más que la exclusión del propio interés, del que
sólo se obtiene algo negativo y comporta
el riesgo de perder el vínculo con el m un do y la inclinación por sus objetos
y asuntos. La facultad de m irar el
mismo tema desde los más diversos ángulos reside en el mundo humano, capacita para intercam biar
el propio y na tural punto de vista con el de los demás junto a los que se está en el mundo y consigue, así, una verdadera
libertad de movi miento en el mundo de lo espiritual, paralela a la que se da
en el de lo físico. Este recíproco
convencer y persuadir, que era el auténtico
comportamiento político de los ciudadanos libres de la polis, presuponía un tipo de libertad que
no estaba inm uta blemente vinculada, ni espiritual ni físicamente, al propio
pun to de vista o posición.
Su peculiar ideal, su modelo para la aptitud específicamen te política
está en la phronesis, aquel discernim iento del hom
bre político (del
politikos, no del hombre de Estado, que aquí no existe),5 que tiene tan poco que ver
con la sabiduría que Aristóteles incluso la rem arcó como opuesta
a la sabiduría de los filósofos.
Discernimiento en un contexto político no signi fica sino obtener y tener
presente la mayor panorám ica posi ble sobre las posiciones y puntos
de vista desde los que se con sidera y juzga un estado de cosas.
De esta phronesis,
la virtud política cardinal para Aristóteles,
apenas se ha hablado duran te siglos. Es en Kant en quien la
reencontram os en prim er lu gar, en su alusión al sano entendimiento
humano como una fa cultad de la
capacidad de juicio. La llama «el modo de pensar más extendido» y la define explícitamente
como la capacidad «de
pensar desde la posición de cualquier otro» (Crítica del jui cio). Pero desgraciadam ente esta
capacidad política kantiana par
excellence no desempeña ningún papel en el desarrollo del imperativo categórico; pues la validez del
imperativo categóri co se deriva del «pensamiento coincidente consigo mismo»,
y la razón legisladora no presupone a
los demás sino únicam en te a un yo-mismo [Selbst] no contradictorio.
La verdad es que, en la filosofía
kantiana, la facultad política auténtica no es la razón legisladora sino la capacidad de
juzgar, a la cual es pro pio poder prescindir de «las condiciones privadas y
subjetivas del juicio».6 En el sentido
de la polis el hombre político era en su
particular distinción al mismo tiem po el más libre porque tenía en virtud de su discernim iento, de su
aptitud para con siderar todos los puntos de vista, la máxima libertad de movi
miento.
Ahora bien, es tam bién im portante tener
presente que esta libertad de
lo político depende por completo de la presencia e igualdad de derechos de los muchos. Un asunto
sólo puede m ostrarse bajo múltiples
aspectos cuando hay muchos a los
5. En griego, al hombre de Estado se le llama Politikos (N. del e.)
6. En 1970, Arendt dio unas conferencias acerca de lo que llamó los «no
escritos»
de filosofía política de Kant. Véase H. Arendt, Lecture’s on Kant’s Polítical Philosophy, R. Beiner (comp.), Chicago, University of Chicago Press,
1982 (trad. cast.: Conferencias
sobre la filosofía política de Kant, Barcelona, Paidós, 2003). (N.
del e.)
que
respectivamente aparece desde perspectivas diversas. Don de estos otros e iguales, así como sus opiniones, son
suprim i dos, por ejemplo en las
tiranías, en las que todo se sacrifica al
único punto de vista del tirano, nadie es libre y
nadie es apto para el discernimiento,
ni siquiera el tirano. Además, esta li bertad política, que en su figura más
elevada coincide con el discernimiento,
no tiene que ver lo más mínimo con nuestro li bre albedrío ni con la libertas rom ana ni con el liberum
arbi- trium cristiano, hasta el punto de que incluso falta en la
lengua griega la palabra
para esto. El individuo en su aislam iento
nunca es libre; sólo puede serlo cuando pisa y actúa sobre el suelo de la polis. Antes de que la
libertad sea una especie de distinción
para un hombre o un tipo de hom bre —por ejemplo para el griego frente al bárbaro—, es un
atributo para una forma determ inada de
organización de los hom bres entre sí y
nada más. Su lugar de nacimiento no es nunca el interior de ningún hombre, ni su voluntad, ni su pensam
iento o senti mientos, sino el espacio entre, que sólo surge allí donde
algu nos se juntan y que sólo subsiste mientras permanecen juntos. Hay un espacio de la libertad: es libre quien
tiene acceso a él y no quien queda
excluido del mismo. El derecho a ser admitido,
o sea la libertad, era un bien para el individuo, bien no menos decisivo para su destino en la vida que la
riqueza o la salud.
Por lo tanto, para el pensam iento griego, la
libertad estaba enraizada en un lugar,
unida a él, delimitada espacialmente, y
las fronteras del espacio de la libertad coincidían con los m u ros
de la ciudad, de la polis o, más exactamente, del ágora que ésta rodeaba. Fuera
de estas fronteras estaba por un lado el ex
tranjero, en el que no se podía ser libre porque no
se era un ciudadano o, mejor, un hombre político, y por otro el hogar privado, en
el que tampoco se podía ser libre, porque no había nadie poseedor de los mismos derechos con
quien constituir conjuntamente el
espacio de la libertad. El significado de esto
último era todavía determ inante para el concepto romano —por lo demás tan distinto— de lo que es lo
político, la cosa pública, la res
publica o república. Tanto pertenecía la familia según los romanos al ámbito de lo no-libre
que Mommsen tra
dujo la palabra «familia» como «servidumbre».
La causa de esta servidumbre
era doble; por un lado el pater familias, el pa dre de familia m andaba él solo como un verdadero
monarca o déspota sobr
e su hogar, el cual, junto con la mujer, los
hijos y los esclavos, formaba la
«familia». Por lo tanto le faltaban
iguales ante los que aparecer en libertad. Por otro lado, en este hogar dirigido por uno solo no
se adm itía la lucha ni la com petencia, porque debía constituir
una unidad no perturbada por intereses,
posturas o puntos de vista contrapuestos. En ese caso, esa variedad de aspectos —moverse
entre los cuales era el auténtico
contenido del ser-libre [Frei-Sew], del actuar y ha blar en libertad— se suprimía. En suma, la falta de
libertad era el presupuesto de una unidad
compacta, que era tan constitu tiva de la convivencia en la familia como
la libertad y la lucha lo eran para la
convivencia en la polis. El espacio libre de lo político aparece, pues, como una isla, el único
lugar en que el principio de la
violencia y la coacción es excluido de las rela ciones entre los hombres. Lo
que está fuera de este pequeño espacio,
la familia de un lado y las relaciones de la polis con otras unidades políticas de otro, sigue
sometido al principio de la coacción y
al derecho del más fuerte. Por eso, según la con cepción de la Edad Antigua,
el estatus del individuo depende tanto
del espacio en que se mueve en cada momento que el mismo hombre, que, como hijo adulto de un
romano, «estaba subordinado al padre
[...], podía ser que, como ciudadano, fue ra su señor» (Mommsen, pág. 71).
Pero volvamos
a nuestro punto de partida. Intentábamos re capacitar acerca de
la guerra de aniquilación troyana y el trata miento que le dio Homero para comprender cómo acabaron los griegos con el elemento
aniquilador de la violencia que
destruye el mundo y lo político. Es como
si hubieran separado la lucha, sin la
que ni Aquiles ni Héctor hubieran podido hacer realmen te acto de presencia y
dem ostrar quiénes eran, de lo guerrero-
m ilitar en que anida originariamente la violencia, haciendo así de la lucha una parte integrante de la polis;
y como si hubieran asignado a sus poetas
e historiadores la preocupación por la
suerte de los vencidos y sometidos en las furiosas guerras. Res
pecto a esto último
hay que considerar sin embargo que eran sus obras,
no la actividad de la que éstas surgieron, lo que for maba parte a su vez
de la polis y lo político (igual que las esta tuas de Fidias y otros artistas pertenecían necesariamente al contenido, tangible e
n el mundo, de lo
político y público, mien tras que sus autores mismos a
causa de su profesión no eran
considerados ciudadanos libres e iguales). De ahí que para la ti pificación del hombre griego en la
polis fuera determ inante la figura de
Aquiles, el constante impulso por distinguirse, por ser
siempre el mejor de todos y conseguir gloria inmortal.
La pre sencia necesaria de muchos en general y de muchos de igual
condición en particular, el lugar homérico de reunión, el
ágora —que en el caso de la cam paña contra Troya sólo
pudo surgir porque muchos «reyes»
que vivían dispersos en sus haciendas y
que eran hombres libres se juntaron para una gran empresa (cada uno con el fin de obtener una gloria sólo
posible conjun tamente, lejos del hogar patrio y de su estrechez)—, esta homé
rica conjunción de los héroes; todo esto quedó posteriorm ente desprovisto de su carácter transitorio y
aventurero. La polis si gue completamente ligada al ágora homérica pero este
lugar de reunión es ahora permanente, no
el campamento de un ejército que tras
acabar su cometido se dispersa otra vez y debe esperar siglos hasta que un poeta le conceda aquello
a lo que ante los dioses y los hombres
tenía derecho por la grandeza de sus ges tas y palabras: la gloria inmortal.
La polis ahora, en la época de su
florecimiento, esperaba (como sabemos por el discurso de Pericles, transm itido por Tucídides) ser
quien se encargara por sí misma de hacer
posible la lucha sin violencia y de garantizar
la gloria, que hace inmortales a los mortales, sin poetas ni can tores.
Los romanos eran el
pueblo gemelo de los griegos porque atribuyeron
su origen al mismo acontecimiento, la guerra de
Troya; porque no se tenían por hijos de Rómulo sino de
Eneas, por descendientes de los troyanos
(como los griegos sostenían serlo de los
aqueos). Por lo tanto, derivaban su existencia polí tica conscientemente de
una derrota a la que siguió una refun dación sobre tierra extranjera, pero no
la refundación de algo
insólitamente nuevo, sino la renovada fundación de
algo anti guo, la fundación de una nueva patria y una nueva casa
para los penates, los dioses del hogar regio en Troya, que Eneas ha bía
salvado al huir con su padre y su hijo cruzando el mar hacia el Lacio. De lo que se trataba,
como nos dice Virgilio en la elaboración definitiva de las estilizaciones
griega, siciliana y rom ana del ciclo de
leyendas troyano, era de anular la derrota
de Héctor y la aniquilación de Troya: «Otro Paris
atizará de nuevo el fuego que arruinó
los pináculos de Pérgamo» (Enei
da, VII, 321 y sigs.). Ésta es la misión de Eneas, desde
cuyo punto de vista Héctor, que durante
diez largos años impidió la victoria de los Dañaos, es el auténtico héroe
de la leyenda, y no Aquiles. Pero lo decisivo no es esto sino que
en la repetición de la guerra troyana
sobre suelo italiano las relaciones del poema
homérico se invierten. Si bien Eneas, sucesor a la vez de Paris y de Héctor, atiza de nuevo el fuego por
una
mujer, no es por Helena ni por una adúltera,
sino por Lavinia, su
prometida, y
si bien, igual que a Héctor, se le enfrenta la furia
despiadada y la ira invencible de un
Aquiles, es decir Turnus, el cual se
identifica explícitamente —«anúnciale a Príamo que también aquí has encontrado a Aquiles» (Eneida,
IX, 742)—, cuando se retan, Turnus, o
sea, Aquiles, huye y Eneas, o sea, Héctor, le
persigue. Y así como Héctor ya en la descripción homérica no sitúa la gloria por encima de todo sino que «cayó
un defensor luchando por sus
progenitores», tam poco a Eneas puede sepa rarlo de Dido pensar en la magna
gloria de las grandes gestas, ya que «el
propio encomio no le parece merecedor de fatigas y tormentos» (Eneida, IX, 232 y sigs.),
sino sólo el recuerdo del hijo y los
descendientes, la preocupación por la pervivencia de la estirpe y su gloria, que para los rom anos
significaba la ga rantía de la inmortalidad terrenal.
Este origen,
transm itido primero míticamente y después es tilizado más conscientemente, de la existencia política romana a partir de Troya y de la guerra que la rodeó, es sin duda uno de los
sucesos más rem arcables y
emocionantes de la historia occidental.
Es como si a la ambivalencia e imparcialidad poé tica y espiritual del poema
homérico le secundara una realidad
plena y completa
que realizara algo que, de otro modo, jam ás se
hubiera realizado en la
historia y que, aparentem ente, tam po co puede realizarse en absoluto, a saber, la plena justicia para los vencidos, no por parte del juicio de la posteridad, que des de y con
Catón siempre puede decir: «Victrix causa diis placuit sed victa Catoni» (Lucano, Pharsalia,
I, 128), sino por parte del transcurso
histórico mismo. Ya es bastante inaudito que Ho mero cante la
gloria de los vencidos y que incluso
m uestre en un poema elogioso cómo un mismo
suceso
puede tener dos ca ras y cómo el poeta, al contrario de lo que ocurre
en la reali dad, no tiene con la victoria de los unos el derecho a derrotar
y dar m uerte en cierta m anera por
segunda vez a los otros. Pero que esto
tam bién ocurriera en la realidad —y no es difícil ex plicarse hasta qué punto
la autointerpretación de los pueblos
forma parte de la realidad si se tiene en cuenta que los rom a nos, en
tanto descendientes de los troyanos, en su prim er con tacto comprobable con
los griegos se presentaron como los
descendientes de Ilion—, parece todavía más inaudito; pues es como si en el comienzo de la historia
occidental hubiera real mente tenido lugar una guerra que, en el sentido de
Heráclito, hubiera sido «el padre de
todas las cosas», ya que forzó la apa rición de un único proceso en sus dos
caras originariam ente reversas. Desde
entonces ya no hay para nosotros, ni en el
mundo sensible ni en el histórico-político, cosa o suceso, a no ser que los hayamos descubierto y contem
plado en toda su ri queza de aspectos, que nos hayan m ostrado todos sus
lados, y los hayamos conocido y
articulado desde todos los puntos de
vista posibles en el mundo humano.
Sólo desde esta óptica
romana, en que el fuego es atizado de nuevo para
superar la total destrucción, podemos quizá enten der la guerra de aniquilación y por qué ésta, independiente
mente de todas las consideraciones morales, no puede tener ningún lugar en la política. Si es verdad que
una cosa tanto en el mundo de lo histórico-político
como en el de lo sensible sólo es
real cuando se muestra y se percibe desde todas sus facetas, entonces siempre es necesaria una pluralidad
de personas o pueblos y una pluralidad
de puntos de vista para hacer posible
la realidad y garantizar su persistencia. Dicho con otras
pal bras, el mundo sólo surge cuando hay
diversas perspectiva únicam ente es
en cada caso esta o aquella disposición de
1; cosas del mundo. Si es aniquilado un pueblo o un Estado o ú
cluso un determ inado grupo
de gente, que —por el hecho c ocupar una
posición cualquiera en el mundo que
nadie puec duplicar sin más— presentan una visión del mismo que só ellos pueden hacer realidad, no muere únicamente un pueblo un Estado o m ucha gente, sino una
parte del mundo (un a pecto de él que habiéndose m ostrado antes ahora
no podi mostrarse de nuevo). Por eso la
aniquilación no lo es solamei te del
mundo sino que afecta tam bién al aniquilador. La polít ca, en sentido estricto, no tiene tanto que
ver con los hom bn como con el mundo que
surge entre ellos; en la medida que í convierte en destructiva y ocasiona
la ruina de éste, se destn ye y aniquila
a sí misma. Dicho de otro modo: cuantos mé pueblos haya en el mundo, vinculados entre
ellos de una u oti m anera, más mundo se
form ará entre ellos y más rico será <
mundo. Cuantos más puntos de vista haya en
un pueblo, desd los que m
irar un mundo que alberga y subyace a todos pe
igual, más importante y abierta será la nación. Si por el contr; rio aconteciera que a causa de una enorme
catástrofe restara u solo pueblo sobre
la Tierra en el que todos vieran y comprendi<
ran todo desde la misma perspectiva
y vivieran en complet
unanimidad, entonces el mundo en el sentido histórico-polít co llegaría a su fin y los supervivientes,
que permanecerían si mundo sobre la
Tierra, no tendrían más en común con nosotre
que aquellas tribus faltas de mundo y de relaciones que le europeos encontraron al descubrir nuevos
continentes y que rí cuperaron o
descartaron para el mundo humano, sin ser cons
cientes en definitiva de que eran también hombres. Dicho d otra forma, sólo puede haber hombres en el
sentido auténtic del término donde hay
mundo y sólo hay mundo en el sentid auténtico
del término donde la pluralidad del género humano e algo más que la multiplicación de ejemplares
de una especie.
Por eso
es tan im portante que la guerra de Troya, repetid sobre suelo italiano, a la que el
pueblo romano rem ontaba si
existencia política
e histórica, no finalizara a su vez con una
aniquilación de los vencidos sino con una alianza y un tratado. No se
trataba en absoluto de atizar otra vez las llam as para in vertir el desenlace, sino de concebir un nuevo
desenlace para esas llamas. Tratado y
alianza, según su origen y su concepto, definido
con tanta riqueza por los romanos, están íntim am en te ligados
con la guerra entre pueblos y representan, siguiendo la concepción romana, la continuación por así decir natural
de toda guerra. También hay aquí algo homérico o quizá algo con lo que el propio Homero ya tropezó cuando dio a la leyenda troyana su elaboración definitiva:
el reconocim iento de que tam bién el
encuentro más hostil entre hom bres hace surgir algo en adelante común entre ellos
simplemente porque, como dijo Platón,
«lo que el agente hace, lo sufre tam bién el pacien
te» (Gorgias, 476 d), de m anera que cuando hacer y sufrir han
pasado pueden después convertirse en las dos caras de un m is mo
suceso. Pero entonces este mismo a causa de la lucha se transform a en algo distinto que se revela sólo
a la m irada evo cadora y elogiosa del poeta o a la retrospectiva del
historiador. Desde un punto de vista político,
sin embargo, el encuentro implícito en
la lucha sólo puede m antenerse si ésta es inte rrum pida y de ella resulta un
estar juntos distinto. Todo trata do de paz, incluso cuando no es propiam ente
tratado sino dic tado, sirve para regular nuevamente no sólo el estado de
cosas previo al inicio de las
hostilidades sino tam bién algo nuevo que
surge en el transcurso de las mismas y se convierte en común tanto para los que hacen como para los que
padecen. Una transform ación tal de la
simple aniquilación en algo distinto y
perm anente está ya en la im parcialidad hom érica, que por lo menos no malogra la gloria y el honor de los
vencidos y vincu la para siempre el nombre de Aquiles al de Héctor. Pero por
lo que respecta a los griegos, dicha
transform ación del hostil es tar juntos se limitó por completo a lo poético y
evocador y no fue políticamente
efectiva.
Así pues, el
tratado y la alianza como concepciones centra les de
lo político no sólo son históricamente
de origen rom ano sino
esencialmente extraños al ser griego y a su idea de lo que
pertenece al ámbito
de lo político, es decir, de la polis. Lo que
aconteció cuando los descendientes de Troya llegaron a suelo italiano fue, ni más ni menos, que la política surgió precisa mente allí
donde ésta tenía para los griegos sus
límites y aca baba, esto es, en el ámbito no entre ciudadanos de igual
condi ción de una ciudad sino entre pueblos extranjeros y
desiguales entre sí que sólo la lucha
había hecho coincidir. Es cierto que ésta,
y con ella la guerra, fue tam bién, como hemos visto, el inicio de la existencia política de los
griegos pero únicam ente en la m edida
en que éstos, al luchar, permanecían ellos mis mos y se unían para asegurar la
conservación definitiva y eter na de la propia esencia. En el caso de los
romanos era esta misma lucha la que les
perm itía conocerse a sí mismos y al an tagonista; una vez finalizada no se
retraían otra vez sobre sí mismos y su
gloria dentro de los m uros de su ciudad sino que habían obtenido algo nuevo, un nuevo ámbito
político, garanti zado por el tratado, en el que los enemigos de ayer se
convertían en los aliados del mañana.
Dicho políticamente, el tratado que
vincula a dos pueblos hace surgir entre ellos un nuevo mundo o, para ser más exactos, garantiza la
pervivencia de un mundo nuevo, común
ahora a ambos, que surgió cuando entraron en
lucha y que crearon al hacer y padecer algo igual.
Esta solución de la cuestión de la guerra,
sea propiamente rom ana o bien surgida
posteriorm ente de la rememoración y estilización de la guerra de aniquilación de
Troya, es el origen tanto del concepto de ley como
de la extraordinaria im portan cia que ésta y su elaboración tuvieron en el pensamiento polí tico de Roma.
Pues la lex romana, a diferencia e incluso en opo sición a lo
que los griegos entendían por nomos, significa propiam
ente «vínculo duradero» y, a partir de ahí, tratado tan to en el
derecho público como en el privado. Por lo tanto, una ley es algo que une a los hombres entre sí y
que tiene lugar no mediante una acción
violenta o un dictado sino a través de un
acuerdo y un convenio mutuos. Hacer la ley, este vínculo dura dero que
sigue a la guerra violenta, está ligado a su vez al ha blar y replicar, es
decir, a algo que, según griegos y romanos,
estaba en el centro de todo lo político.
Lo decisivo es, sin embargo, que sólo para
los romanos la actividad legisladora y con ella las leyes mismas correspondían al ámbito
de lo propiam ente político, m ientras que, conforme a la noción griega, la actividad del legislador estaba tan radi calmente
diferenciada de las actividades y ocupaciones autén ticamente políticas de los
ciudadanos de la polis que ni siquie ra necesitaba ser miembro de la
ciudad sino alguien de fuera a quien se
le hiciera un encargo (como a un escultor o a un ar quitecto se
les puede encargar algo
que
la ciudad necesita). En Roma, al
contrario, la ley de las doce tablas, por muy influida que pueda estar en los detalles por los modelos
griegos, ya no es obra de un hombre
individual sino el tratado entre dos
par tidos en lucha, el patriciado y los plebeyos, lucha que requería
el consentimiento de todo el pueblo, aquel consensus omnium al que la historia rom ana siempre atribuía en
la redacción de las
leyes «un rol incomparable».7 Para este carácter contrac tual de la ley es
significativo que esta ley fundam ental, a la cual se rem onta en realidad
la fundación del pueblo romano,
del populus Romanas, no unió a los partidos contendientes en el sentido de que suprimiera la diferencia
entre patricios y ple beyos. Justo al contrario la prohibición term inante de
los ma trim onios mixtos —más tarde abolida— acentuó la separación más explícitamente que antes, sólo que se
eludió la enemistad. Pero lo específicamente
legal de la norm ativa en el sentido ro mano era que en adelante un tratado,
un vínculo eterno, ligaba a patricios y
plebeyos. La res publica, la cosa pública que sur gió de este tratado y
se convirtió en la república rom ana, se lo calizaba en el espacio intermedio
entre los rivales de antaño. La ley es
aquí, por lo tanto, algo que instaura relaciones entre los hombres, unas relaciones que no son ni
las del derecho na tural, en que todos los humanos reconocen por naturaleza
como quien dice por una voz de la
conciencia lo que es bueno y malo, ni
las de los mandamientos, que se imponen desde fuera a todos los hom bres por igual, sino las del
acuerdo entre con trayentes. Y así como un acuerdo tal sólo puede tener lugar
si
7. Franz Altheim, Rómische Geschichte II, pág. 232. (N. del e.)
el interés de ambas
partes está asegurado, así se trataba en el
caso de la originaria ley rom ana de «erigir una ley común
que tuviera en cuenta a ambos partidos»
(Altheim, pág. 214).
Para valorar correctam ente —más allá de
todo moralismo, que debe
ser secundario en nuestro examen— la
extraordinaria fecundidad política del concepto rom ano de ley, debemos re cordar sumariam ente la noción griega, tan distinta, de
lo
que en origen es una ley. Ésta, tal como
la entendían los griegos, no es
ni acuerdo ni tratado, no es en absoluto nada que surja en el
hablar y actuar entre hombres,
nada, por lo tanto, que corres ponda
propiamente al ámbito político, sino esencialmente algo pensado por un legislador, algo que
ya debe existir antes de en trar a formar parte de lo político propiam ente dicho. Como tal es
prepolítica pero en el sentido de
que es constitutiva para toda
posterior acción política y todo ulterior contacto político de
unos con otros. Así como los muros de la ciudad, con los que Heráclito compara alguna vez la ley, deben
ser construidos an tes de que pueda
haber una ciudad identificable en su figura
y sus fronteras, del mismo
modo la ley determina la fisonomía
de sus habitantes, mediante la cual se destacan y distinguen de otras ciudades y sus habitantes. La ley es la
muralla levantada y producida por un
hombre, dentro de la cual se abre el espacio
de lo propiamente político, en que los muchos se mueven libre mente.
Por eso Platón invoca tam bién a Zeus, el protector de las fronteras y jalones, antes de promulgar
sus leyes para la fun dación de una nueva ciudad. Esencialmente se trata de
trazar fronteras y no de lazos y vínculos.
La ley es aquello según lo cual la polis
inicia su vida sucesiva, aquello que no puede abo- lirse sin renunciar a la propia identidad;
infringirla es como so brepasar una frontera impuesta a la existencia, es decir,
hybris. La ley no tiene ninguna
validez fuera de la polis, su capacidad
de vínculo sólo se extiende al espacio que contiene y delimita. Exceder la ley y salir de las fronteras de la
polis son todavía para Sócrates
literalmente uno y lo mismo.
La ley —aunque abarca el espacio en que los
hombres viven cuando
renuncian a la violencia— tiene en sí misma algo vio lento, tanto por lo que
respecta a su surgimiento como a su
esencia. Ha
surgido de la producción, no de la acción; el legis lado
r es igual que
el urbanista y el arquitecto, no que el hom bre
de
Estado y el ciudadano. La ley produce el espacio de lo político y contiene por lo tanto lo que de violento y violentador tiene todo producir. En tanto que algo
hecho, está en oposición a lo natural, lo
cual no ha necesitado de ninguna ayuda, ni di vina ni hum ana, para
ser.
A todo lo que no
es naturaleza y no ha surgido por sí
mismo, le es propia una ley que lo una
cosa tras otra, y entre estas leyes
no hay ninguna relación, como tampoco
la hay entre lo sentado por ellas. «Una
ley», como afir ma Píndaro en un
fragmento célebre (n. 48, Boeckh), tam bién citado por Platón en el Gorgias,
«es el rey de todos, m ortales e
inmortales, y, al hacer justicia, descarga con m ano poderosa lo más violento». Para los hombres subordinados
a él, esta vio lencia se m anifiesta
en el hecho de que las leyes ordenan, de que
son los señores y comandantes de la polis, donde, si no, nadie más tiene el derecho de ordenar a sus iguales.
Por eso las le
yes son padre y déspota a la vez, como Sócrates
expone al amigo en el Critón
(50-51 b), no sólo porque en los hogares de
la Antigüedad im peraba lo despótico, que determ inaba tam bién la
relación entre padre e hijo —de modo que era natural decir «padre y déspota»—, sino también porque
la ley, igual que el padre al hijo,
engendraba a los ciudadanos (en todo caso era
la condición para la existencia de éstos como lo es el padre para la del hijo) y por eso le correspondía,
según el parecer de la polis —aunque Sócrates
y Platón ya no opinaran igual—, la
educación de los ciudadanos. Pero puesto que esta relación de obediencia a la ley no tiene ningún fin
natural, como sí la del hijo al padre,
se puede com parar otra vez a la relación entre
señor y esclavos, de m anera que el ciudadano libre de la polis era frente a la ley, esto es, frente a las
fronteras en cuyo inte rior era libre y que encerraban el espacio de la
libertad, un «hijo y esclavo» para toda
la vida. Por eso los griegos, que den tro de la polis no estaban sometidos al
mando de ningún hom bre, advirtieron a los persas que no menospreciaran su
comba tividad, pues no temían menos la ley de su polis que los persas al gran rey.
Como quiera
que se interprete el concepto griego de ley,
para lo
que ésta en ningún caso sirve es
para tender un puente de un pueblo a otro o, dentro de un mismo pueblo, de
una co m unidad política a otra. Tampoco en el caso de la fundación de una nueva colonia era suficiente la ley de la metrópoli. Los que se iban a fundar otra polis, necesitaban otra vez un legisla dor, un nomothetes, alguien que sentara las leyes antes de que
el nuevo ámbito político pudiera darse por seguro. Es
evidente que bajo estas condiciones
fundacionales estaba absolutamen te excluida la formación de un imperio,
incluso siendo cierto que a causa de la
guerra con los persas se había despertado
una especie de conciencia nacional helénica, la conciencia de la misma lengua y el mismo carácter político
para toda la Hélade. Aun en el caso de
que la unión de toda la Hélade hu biera podido salvar al pueblo griego de la
ruina, la auténtica esencia griega se
hubiera malogrado.
Tal vez se
aprecie más fácilmente la distancia que separa
esta concepción de la ley como
el único mando ilimitado en la polis de la
de los romanos si se tiene en cuenta que Virgilio til da a los latinos, a cuya
tierra llega Eneas, de pueblo que «sin
cadenas ni leyes [...] por impulso propio se acoge a los usos de los dioses más antiguos» (Eneida, VII,
203-204).
En definitiva, la ley surge allí sólo porque
ahora se trata de establecer un tratado
entre los oriundos y los recién llegados.
Roma está fundada sobre él, y
que la misión de Roma sea «so meter a leyes a todo el orbe» (Eneida,
IV, 231) no significa sino fijar todo el
orbe a un sistema de tratados del cual únicamente este pueblo, que derivaba su propia
existencia histórica de un tratado, era
capaz.
Si se quiere
expresar esto en categorías modernas, hay que
decir que la política de los rom anos empezó
como política ex terior, esto es, exactamente
con aquello que conforme al pen samiento
griego era absolutam ente extrínseco a la política. También para los romanos el ámbito político sólo
podía surgir y m antenerse dentro de lo legal, pero este ámbito nacía y
cre cía solamente allí donde distintos pueblos coincidían. Esta coincidencia es de por sí guerrera, y la
palabra latina populus
significa originariam ente «llamamiento a
filas» (Altheim, ii, pág. 71). Pero esta guerra no es el fin sino el comienzo de
la política, de un nuevo espacio político
surgido en un tratado de paz y alianza. Éste es tam bién el sentido de
la «clemencia» ro mana, tan célebre
en la Antigüedad, del parcere subiectis, del buen
trato a los vencidos, con los que Roma organizó primero las
comarcas y pueblos de Italia y después
las posesiones ex- traitálicas.
Tampoco la destrucción de Cartago es ninguna ob jeción a este principio vigente asimismo
en la realidad política efectiva, a
saber, el de no aniquilar
jam ás
sino siempre ampliar y extender nuevos
tratados. Lo aniquilado en el caso cartaginés
no fue el poder militar, al cual Escipión ofreció unas condicio nes tan
incomparablemente favorables tras la victoria rom ana que el historiador moderno se pregunta si
actuó más en su in terés que en el de Roma (Mommsen, i, pág. 663), ni tampoco
el competidor comercial en el M editerráneo
sino sobre todo «un gobierno que nunca
cumplía su palabra y nunca perdonaba».
De este modo encarnaba el auténtico principio político antirro- mano, principio frente al que la política rom
ana era impotente y que Roma hubiera
destruido si no hubiese sido destruido por
Roma. En cualquier caso, así o de m anera parecida podría ha ber
pensado Catón y con él los historiadores modernos que justifican la destrucción de la ciudad, la única
rival de Roma existente entonces a
escala mundial.
Como quiera
que fuere esta justificación, lo decisivo en
nuestro contexto es que precisam ente la justificación no for maba parte
del modo de pensar romano y no puede haberse impuesto entre sus historiadores. Lo
rom ano hubiera sido de jar subsistir a la
ciudad enemiga como contrincante, cosa que
intentó el viejo Escipión, que venció a Aníbal; lo rom ano era recordar el destino de los antepasados
y al igual que Emilio Escipión, el
destructor de la ciudad, rom per en lágrimas sobre las ruinas de ésta y, presagiando la propia
desgracia, citar a Homero: «Llegará el día
en que perecerá la Sagrada Troya, / El
mismo Príamo y el pueblo del rey que blande la lanza. [Ho mero, litada,
IV, 164 y sigs.; VI, 448 y sigs.]»; finalmente, lo romano era ver esta victoria, culminada en
una aniquilación
que convirtió
a Roma en la potencia mundial, como el inicio
del declive, como casi todos los historiadores romanos
hasta Tácito solían hacer.
En otras palabras, romano era saber que la
existencia del adversario, precisamente porque se ha manifes tado
como tal en la guerra, debe ser
tratada con benevolencia y su vida
perdonada, no por compasión para con los demás, sino por mor del crecimiento de la ciudad, que en el futuro debía también abarcar en una alianza a los más
extraños. Este modo de ver las cosas
determinó a los romanos a decidirse, a pesar de
todos sus intereses particulares inmediatos, a conceder la li bertad y
la independencia a los griegos (aunque con frecuencia tal comportamiento, a la vista de la situación
fácticamente existente en las poleis
griegas, pareció una tontería sin sentido).
No porque se quisiera reparar en Grecia el pecado cometido en Cartago sino porque se tenía el sentimiento
de que la esencia griega era el
verdadero reverso de los romanos. Para éstos era todavía como si Héctor se enfrentara a
Aquiles y le ofreciera después de la
guerra la alianza. Sólo que mientras, lamentable mente, Aquiles se había hecho
viejo y pendenciero.
También aquí sería
erróneo aplicar criterios morales y pen sar en un sentimiento moral que se
extendiera a lo político. Cartago fue la
prim era ciudad con la que Roma se enfrentó,
que la igualaba en poder y que al mismo tiempo encarnaba un principio enfrentado al romano.
En el caso de Cartago se de mostró que el principio político romano del tratado y la alianza no era universalmente válido, que tenía
sus límites. Para com prenderlo mejor debemos tener presente que las leyes con
que Roma organizó prim ero las comarcas
italianas y después los países del mundo
eran tratados no en nuestro sentido sino que
aspiraban a un vínculo duradero que implicara por lo tanto una alianza en lo esencial. De esta
confederación de Roma, de los socii,
que integraban casi todos los enemigos vencidos an taño, surgió la societas
romana, que no tenía nada que ver con
sociedad pero sí algo con asociación y la relación entre socios que ésta comporta. A lo que los romanos
aspiraban no era a aquel lmperium
romanum, a aquel dominio romano sobre pue blos y países, que, como sabemos
por Mommsen, les sobrevino
y se les impuso más
bien contra su voluntad, sino a una Socie- tas romana, un sistema de alianzas instaurado por Roma e in
finitam ente ampliable, en el cual los pueblos y los países ade más de vincularse a Roma mediante tratados transitorios y
renovables se convirtieran en eternos aliados. En lo que Roma fracasó en el caso de Cartago fue precisam ente en el hecho de que lo único posible entre ambas
hubiera sido como máximo un tratado
entre iguales, una especie de coexistencia hablando en términos modernos, lo que quedaba fuera de
las posibilida des del pensam iento romano.
No es ninguna
casualidad ni nada atribuible a la estrechez
mental de Roma. Lo que los
romanos no conocían ni podían conocer en
absoluto debido a la experiencia fundam ental que determinó su existencia política desde el
principio eran preci samente aquellas características inherentes a la acción que ha
bían llevado a los griegos a contenerla en el nomos y a entender por ley no un vínculo o una relación sino
una frontera inclu yente que no podía excederse. A la acción, precisam ente por que por
su esencia establece siempre
relaciones y vínculos, le es propia allí
donde se extiende una desm esura y, como decía Esquilo, «insaciabilidad»
tales que sólo desde fuera mediante
un nomos, una ley en sentido griego, puede m antenerse
dentro de unos límites. La desmesura,
como decían los griegos, no re side
en el hombre que actúa y su hybris sino en que las relacio nes surgidas de la acción son y deben ser
de tal especie que tiendan a lo
ilimitado. Toda relación establecida por la acción, al involucrar a hombres que a su vez actúan
en una red de rela ciones y referencias, desencadena nuevas relaciones,
transfor ma decisivamente la constelación de referencias ya existentes y siempre llega más lejos y pone en relación y
movimiento más de lo que el agente en
cuestión había podido prever. A esta ten dencia a lo ilimitado se enfrenta el nomos
griego circunscri biendo la acción a lo que pasa entre hombres dentro de una
po lis y sujetando a ésta todo lo externo con que en su actividad deba establecer vínculos. Sólo así, conforme
al pensar griego, la acción es política,
es decir, vinculada a la polis y, por lo tan to, a la forma más elevada de
convivencia humana. Gracias a la
ley que la limita
e impide que se disperse en un inabarcable y
siempre
creciente sistema de relaciones,
la acción recibe la fi gura perm anente
que la convierte en un hecho cuya grandeza,
esto es, cuya excelencia, pueda ser conservada y recordada. De este modo, la ley se enfrenta a la fugacidad de todo lo mortal, tan peculiar y manifiestamente sentida por los griegos, tanto a la fugacidad de la palabra dicha como a la volatilización
de la acción realizada. Los
griegos pagaron esta fuerza productora de
figuras de su nomos con la incapacidad de formar un impe rio y no hay
duda de que finalmente toda la Hélade sucumbió
por este nomos de las poleis, de las ciudades-Estado,
que se multiplicaban con la colonización
pero no podían unirse y con
federarse en una alianza permanente.
Pero con igual razón po dría
decirse que los romanos fueron víctimas de su ley, de su lex, merced a la cual establecieron
ciertam ente alianzas y con federaciones duraderas allí adonde fueron, pero éstas,
al ser en sí mismas ilimitables, les
obligaron, contra su voluntad y sin que
sintieran ningún tipo de afán de poder, a dom inar sobre el globo terráqueo, dominio que, una vez
conseguido, únicamen te podía volver a desmoronarse. Por eso es natural pensar
que con la caída de Roma se destruyó
para siempre el punto central de un
mundo y con ello tal vez la posibilidad específicamente rom ana de centrar el mundo entero alrededor
de él, mientras que cuando todavía hoy
pensamos en Atenas, presuponemos que su
decadencia significó la desaparición para siempre no de un punto central del mundo pero sí, sin duda, de
uno culminante de posibilidades
humano-mundanas.
Pero los romanos pagaron su inacabable
capacidad de con federación y alianza extensiva y
duradera no sólo con un creci miento tan
desmesurado de su imperio que arruinó la ciudad y la Italia
dominada por ella, sino que también —desde el punto de vista político menos catastróficam
ente pero desde el espiri tual no menos
decisivamente— con la pérdida de la imparciali
dad greco-homérica; con el sentido por lo grande y excelente en todas sus figuras, allí donde se hallara;
y con la voluntad de inmortalizarlo
mediante su glorificación. La historia y la poesía de Roma, en un sentido exclusivamente romano,
nunca entró
en decadencia, al igual que la historia y la poesía de Grecia, en un sentido exclusivamente
griego, tampoco; en el caso de aqué llos se trata siempre de exaltar la historia de la ciudad y todo lo que le concierne directam ente, o sea, esencialmente su
creci miento y propagación desde su fundación: ab urbe
condita, o bien, como en Virgilio, de relatar lo que lleva a su
fundación, los hechos y travesías
de Eneas: dum conderet
urbem (Eneida, i, 5). En cierto sentido podría decirse que
los griegos, que ani quilaban a sus enemigos, fueron históricamente más justos y nos
transmitieron mucho más sobre ellos que los romanos, que los hicieron sus aliados. Pero también este juicio es falso si se entiende moralmente. Pues precisamente lo
específicamente moral en la derrota lo
comprendieron magníficamente los ven cedores romanos, que incluso se preguntaron
en boca de los enemigos vencidos si no
serían «rapiñadores del mundo,
cuyo impulso destructivo no encontraría ya nuevas tierras», si
su afán de establecer relaciones por doquier y de someter a
los demás a la eterna alianza de la ley
no indicaría que eran el «único de todos
los pueblos que desea con la misma pasión la
abundancia y el vacío» de manera que, en todo caso, desde el punto de vista del sometido, podía parecer
muy bien que lo que los romanos llamaban
«dominio» significara lo mismo que hur tar, m atar y robar, y que la pax
romana, la célebre paz romana, fuera
sólo el nombre para el desierto que dejaban atrás (Tácito, Agrícola, 30). Pero por impresionantes
que puedan parecer tales y parecidas
observaciones, si se comparan con la patriótica y na cionalista historia
moderna, el adversario al que alude sólo es el
humano y común reverso de toda victoria, la cara de los venci dos qua
vencidos. La idea de que pudiera haber algún otro que igualara a Roma en grandeza y fuera por eso
igualmente digno de una historia
rememorativa —una idea con la que Heródoto
introduce la guerra de los persas— es ajena a los romanos.
Consideremos
esta peculiar limitación rom ana como quera mos: es indudable que el concepto de una política exterior y, por tanto, la noción de un orden político fuera de las fronteras del propio pueblo o Estado, es de origen
exclusivamente rom a no. Esta politización rom ana del espacio entre los
pueblos da
inicio al mundo
occidental, es más, sólo ella genera el mundo
occidental qua mundo.
Hasta los tiempos romanos fueron mu chas las civilizaciones extraordinariam ente ricas y grandes, pero nunca hubo entre ellas un mundo sino
un desierto a tra vés del cual, si todo iba bien, se tendían
comunicaciones como finos hilos y sendas
que cruzaban la tierra yerma, pero a través
del cual, si las cosas iban mal,
proliferaban las guerras y se arruinaba
el mundo existente. Estamos tan habituados a en tender la ley y el derecho en el sentido de los diez mandam ien tos y prohibiciones, cuyo único sentido consiste en exigir la
obediencia, que fácilmente
dejamos caer en el olvido el origi nario carácter espacial de la ley.
Cada ley crea antes que nada un espacio
en el que entra en vigor y este espacio es el mundo en que podemos movernos en libertad. Lo que
queda fuera de él no tiene ley y,
hablando con exactitud, no tiene mundo; en el
sentido de la convivencia hum ana es un desierto.
Es esencial a las
amenazas de la política interior y exterior,
con la
s que nos enfrentamos desde el advenimiento de
los tota litarismos, que hagan desaparecer de ella a lo propiamente po lítico.
Si las guerras son otra vez de aniquilación entonces ha desaparecido lo específicamente político de
la política exterior desde los romanos,
y las relaciones entre los pueblos han ido
nuevamente a parar a aquel espacio desprovisto de ley y de po lítica
que destruye el mundo y engendra el desierto. Pues lo aniquilado en una guerra de este tipo es
mucho más que el mundo del rival
vencido; es, sobre todo, el espacio entre los
combatientes y entre los pueblos, espacio que en su totalidad forma el mundo sobre la Tierra. Y para este
mundo entre \Zwis- chenwelt\,
que debe su surgimiento no al producir sino al ac tuar de los hombres, no es válido
lo que decíamos al principio de que así
como ha sido aniquilado por mano hum ana puede
ser producido otra vez por ella. Pues el mundo de relaciones que surge de la acción, de la auténtica
actividad política del hombre, es en
verdad mucho más difícil de destruir que el
mundo producido de las cosas, en que el productor y creador es el único señor y dueño. Pero si este mundo
de relaciones se convierte en un
desierto, la ley del desierto ocupa el lugar de
las leyes de la acción política, cuyos procesos dentro de lo po lítico
son reversibles sólo muy difícilmente,
y este desierto en tre hombres desencadena procesos desertizadores,
fruto de la misma desm esura inherente
a la libre acción hum ana que es tablece relaciones. Conocemos procesos tales en la historia y que sepamos apenas ninguno pudo detenerse
antes de arras trar a la ruina a un mundo entero con toda su riqueza de re
laciones.
¿ T ie n e la p o l ít ic
a t o d a v ía a l g ú n s e n t i d o ?
La época de guerras y revoluciones que Lenin presagió para
nuestro siglo y
que ahora realm ente vivimos ha convertido en
una medida apenas reconocida hasta la fecha los aconteci mientos políticos en un factor básico del destino personal de todos
los hombres sobre la tierra. Pero
este destino, allí donde
ha hecho completo efecto arrastrando realmente a los hombres al
torbellino de los acontecimientos, ha sido una desgracia. Y para esta desgracia que la política ha traído
y para la todavía más grande que am enaza a la hum anidad
entera no hay nin gún consuelo, ya que es evidente que las guerras en
nuestro si glo no son «tempestades de acero» (Jünger) que purifiquen
el aire político ni una «continuación de la política con otros me dios»
(Clausewitz) sino enormes catástrofes que pueden trans formar el mundo
en un desierto y la Tierra en m ateria sin vida. Por otra parte, todas estas revoluciones si
las consideramos, como Marx, «locomotoras
de la historia» («Die Klassenkámpfe in
Frankreich»), han demostrado con claridad que tal tren de la historia se precipita a un abismo, y que
las revoluciones —lejos de acabar con la
desgracia— sólo aceleran tem iblem en te el ritm o de su despliegue.
Las guerras y las revoluciones, no el funcionam iento de los regímenes parlam entarios y los partidos democráticos,
consti tuyen las experiencias políticas fundam entales de nuestro si
glo. Si se las pasa por alto es como si no se hubiera vivido en absoluto en un mundo que es el nuestro.
Comparados con ellas,
comparados con los verdaderos retrocesos que
provocaron en nuestro mundo y que todavía
podemos constatar diariamente, aquellos que resuelven tan bien como pueden los
asuntos coti dianos del gobierno y se encargan entre las catástrofes de
po ner orden en los asuntos hum anos
nos recuerdan a aquel ofi cial de caballería junto al lago de
Constanza; y podemos muy bien llegar a
pensar que sólo los que por cualquier motivo no
están particularm ente enterados de las experiencias funda mentales de
la época son todavía capaces de cargar con el las tre de un riesgo del cual
saben tan poco como el oficial de ca ballería del lago helado sobre el que
cabalga.8
Las guerras y
las revoluciones tienen en común estar bajo el
signo de la violencia. Si ellas
son las experiencias políticas fun
damentales de nuestro tiempo, entonces nos movemos esen cialmente en el
campo de la violencia y por este motivo
estamos inclinados a equiparar acción política con
acción violenta.
Esta equiparación puede ser
funesta porque en las circunstan cias actuales lo único que puede
derivarse de ella es que la acción política
acabe por no tener sentido, pero a la vez es muy comprensible, ya que a la violencia le ha
correspondido en efecto un rol im portantísim
o en la historia de todos los pue blos de la hum anidad. Es como si en nuestro
horizonte expe- riencial hubiéram os
hecho balance de todas las experiencias
del hombre con la política.
Una de las
características principales de la acción violenta es
que necesita de medios m ateriales e incorpora
al contacto entre los
hombres instrum entos que sirven para coaccionar o matar. El arsenal de estos instrum entos son
los medios de vio lencia, que como todos los medios sirven para conseguir
un fin, sea la autoafirmación en el caso
de la defensa sean la con quista y el dominio en el caso del ataque. En cuanto
a una re volución, el fin puede ser la destrucción de un cuerpo político,
8. Arendt alude a una historia popular sobre
un jinete que, en su fogoso avance, no se da cuenta de que cabalga
sobre el lago helado y cubierto de nieve de Constanza. Cuando llega a la otra orilla y se da
cuenta, al ser consciente del peligro que ha corri
do, se muere. (N. del e.)
el restablecimiento
de uno pretérito o, por último, la construc ción de uno nuevo.
Estos fines no son lo mismo que las metas,
que es lo que en la acción política
siempre se persigue; las me tas de
una política nunca son sino líneas de
orientación y di rectrices que, como tales, no se dan por fijas sino que más bien varían constantem ente
su configuración al entrar en
contacto con las de los otros, que
también tienen las suyas. Sólo cuando la
violencia se interpone con su arsenal de instrum entos en el
espacio entre los hombres, recorrido hasta entonces por la
mera habla desprovista de todo medio
tangible, las metas de una po lítica se convierten en fines tan inmutables
como el modelo se gún el cual un objeto cualquiera es producido, y que igual
que él determ inan la elección de los
medios, los justifican e incluso los
santifican. Aunque una acción política, que no está bajo el signo de la violencia, no alcance sus metas
—y propiam ente no las alcanza nunca— no
puede decirse que no tenga ningún fin o
ningún sentido. En cuanto a los fines no era lo que perseguía, sino que se atenía con más o menos éxito a
metas; y sí tiene un sentido, ya que sólo
mediante el hablar y el replicar —entre
hombres, pueblos, Estados y naciones— surge y se m antiene en la realidad el espacio en el que todo lo demás
ocurre. Lo que en lenguaje político se
denomina la ruptura de relaciones
sacrifica este espacio, y toda acción con medios de violencia destruye prim ero este espacio entre
antes de aniquilar a aque llos que viven más allá de él.
Por lo tanto en política debemos diferenciar
entre fin, meta y sentido. El sentido de una cosa, a diferencia del fin, está siempre
encerrado en ella misma y el sentido de una actividad sólo puede m antenerse m ientras
dure esta actividad. Esto es válido para
todas las actividades, tam bién para la acción, per sigan o
no un fin. Con el fin de algo ocurre
precisam ente lo contrario; sólo hace su
aparición en la realidad cuando la acti vidad que la creó ha llegado a
su térm ino (exactamente igual como la
existencia de cualquier objeto producido comienza en el momento en el que el productor le da el último
retoque). Fi nalmente, las metas a las que nos orientam os establecen los criterios conforme a los que debe juzgarse
todo lo que se hace;
sobrepasan o transcienden el acto en el mismo sentido en que toda medida transciende aquello que
tiene que medir.
A estos tres
elementos de toda acción política —el fin que
persigue, la meta vagamente conocida a la que se
orienta y el sentido que se manifiesta en ella al ejecutarse— se añade un cuarto
que, aun sin ser nunca el impulso inmediato de la ac ción, es lo que
propiam ente la pone en marcha. A este cuarto
elemento quiero llamarle el principio de la acción siguiendo a Montesquieu, quien lo descubrió
por prim era vez en su discu sión de las formas de estado en L’Esprit des lois. Si se quiere entender este pri
ncipio psicológicamente, puede decirse que se
trata de una convicción fundamental que divide a los grupos de hombres entre sí. Tales convicciones
fundamentales, que han tenido un rol en
el curso de la acción política, se nos han
transm itido en gran número, aunque Montesquieu sólo reco noce tres: el
honor en las monarquías, la virtud en las repúbli cas y el temor en la tiranía.
Entre estos principios pueden tam bién fácilmente contarse la gloria tal como
la conocemos en el mundo homérico o la
libertad tal como la encontramos en la
Atenas de la época clásica o la justicia, pero tam bién la igual dad si
la entendemos como la convicción de la originaria dig nidad de todos los que
tienen aspecto humano.
Tendremos que
hablar más tarde del extraordinario signifi cado de estos principios que mueven al hombre a la acción
y de los que ésta se nutre constantemente. Pero aquí, para
evitar malentendidos,
ya debemos señalar una dificultad. Los princi pios que inspiran la acción no sólo no son los mismos en las
diversas formas de gobierno y
épocas de la historia sino que más
bien lo que era principio de la acción en un período puede convertirse en meta a que orientarse en otro
o tam bién en fin que perseguir. Así,
por ejemplo, la gloria inmortal fue el princi pio de la acción sólo en el
mundo homérico pero permaneció durante
toda la Antigüedad como una meta a la que orientarse y de acuerdo con la cual juzgar las acciones.
Así, la libertad, para poner otro
ejemplo, puede ser un principio, como en la
polis ateniense, pero puede tam bién ser un criterio para valo rar, en
una m onarquía, si el rey ha sobrepasado los límites de
su poder, y en
tiempos de revolución puede convertirse muy fá cilmente en
un fin que los revolucionarios crean poder perse guir directamente.
Para nosotros es
suficiente hacer constar que, cuando a la
vista de la penuria que los acontecimientos políticos han oca
sionado al hombre preguntam os si la
política tiene todavía al gún sentido, im precisam ente y sin darnos cuenta de los diver sos significados
posibles de este interrogante, siempre estamos
preguntando a la vez toda una
serie de cuestiones de otro tipo. Las
preguntas que vibran en la que marcó nuestro punto de partida son: Primero. ¿Tiene la política todavía algún fin? Lo que quiere decir: ¿son los fines que la acción política persigue merecedores de los
medios que puedan emplearse en determ
i nadas circunstancias para su
consecución? Segundo. ¿Hay to davía en el campo de lo político metas
en virtud de las cuales podamos
orientarnos confiadamente? Y si las hubiere, ¿no son sus criterios completamente impotentes y utópicos,
de m anera que toda empresa política,
una vez puesta en m archa, no se
preocupa más de metas y criterios sino que sigue un curso in herente a
ella que nada externo puede detener? Tercero. ¿No es la acción política, al menos en nuestro
tiempo, precisam ente una m uestra del
fallo de todos los principios, de m anera que,
en vez de proceder de uno de los muchos orígenes posibles de la convivencia hum ana y alim entarse de sus
profundidades, más bien se adhiere de m
anera oportuna a la superficie de los
acontecimientos cotidianos y se deja llevar por ellos en m últi ples
direcciones, elogiando hoy siempre lo contrario de lo que ayer sucedió? ¿No ha conducido la acción
misma al absurdo sacudiendo con ello
también los principios u orígenes que qui zá previamente la pusieron en
marcha?
Estas son las
preguntas que se plantean inevitablemente a
cualquiera que empiece a reflexionar sobre la política
en nues tro tiempo. Formuladas así
no pueden responderse; son pre
guntas en cierta m anera retóricas o
exclamativas, que necesa riam ente permanecen atrapadas en el marco de
experiencia
que las origina, el cual está determ inado y
delimitado por las
:ategorías
y representaciones de la violencia. Es
esencial al fin que justifique
los medios necesarios para conseguirlo. Pero,
¡qué fin podría justificar los
medios que tal vez aniquilarían a a hum
anidad y a la vida orgánica sobre la Tierra? Es esencial que las metas delimiten tanto los
fines como los medios, prote giendo de
esta m anera a la acción del peligro de la desmesura inherente a ella. Pero si esto es así, entonces
las metas ya han Fallado antes de que fuera
evidente que la acción sujeta a fines
trabía resultado no tener ningún fin; pues, de ser así, no hubie ra
podido suceder nunca que los medios de violencia de que disponen hoy las grandes potencias, y que en
un futuro no le jano pueden estar en poder de todos los Estados soberanos,
se pusieran al servicio de la acción política.
Donde la extraordinaria limitación del
horizonte experien- rial en que la política nos es accesible según las
experiencias de nuestro siglo se m uestra más claram ente es en el hecho de que, involuntariamente,
tan pronto nos persuadimos
de la falta de fines y metas de la acción,
estamos dispuestos a cuestionar nos el sentido de la política en general.
La pregunta por
los principios de la acción ya no
alienta nuestro pensam iento so bre la política desde que la cuestión por las
formas de gobierno y por la mejor
forma de convivencia hum ana ha caído en el si lencio, esto es, desde las décadas
de la revolución americana a principios
del siglo xvm, durante las cuales se discutieron vi vamente las posibles
ventajas y desventajas de la monarquía,
de la aristocracia y de la democracia, o de cualquier forma de gobierno que como república pudiera unificar
elementos mo nárquicos, aristocráticos y democráticos. Y la pregunta por
el sentido de la política, es decir, por
los contenidos permanentes y dignos de
recuerdo que sólo pueden m anifestarse en la con vivencia política y en la
acción conjunta, no se ha tomado ape nas en serio desde la antigüedad clásica.
Preguntamos por el sentido de la política
pero aludimos a sus fines y metas y sólo
los llamamos su sentido porque literalm ente ya no creemos en un sentido. Por eso tendemos a hacer que los
diferentes ele mentos posibles de la acción coincidan y a creer que una dife
renciación entre fin y meta, principio y sentido no sería sino rizar el rizo.
Nuestra falta de disposición a hacer diferenciaciones no im pide
naturalm ente que
las diferencias existentes fácticamente
se impongan e
n la realidad;
sólo nos impide concebir adecua dam ente lo que realm ente sucede. Fines, metas y sentido de las
acciones son tan poco idénticos entre ellos que, en una
misma acción, podrían caer en unas contradicciones
tales que precipi
tarían a los propios agentes a dificilísimos
conflictos y en volverían a
los futuros historiadores, encargados de
explicar fielmente lo acontecido, en infinitas disputas interpretativas. Por lo tanto, el único sentido que una acción con los
medios de violencia puede manifestar y hacer visible en el mundo es el
in menso poder que tiene la coacción en el trato de los hombres entre ellos, y esto completamente al margen
de los fines para los que la violencia
fue empleada. Aunque el fin sea la libertad,
el sentido encerrado en la acción misma es la coacción violen ta; de
este conflicto real al máximo surgen entonces aquellas paradojas que nos son tan familiares a través
de la historia de las revoluciones: que
deba obligarse al hombre a la libertad o
que se trate —en palabras de Robespierre— de oponer al des potismo de
la m onarquía la tiranía de la libertad. La m eta es lo único que puede elim inar o al menos suavizar
este conflicto mortal entre sentido y
fin inherente tanto a las guerras como a
las revoluciones. Pues la meta de toda violencia es la paz; la meta pero no el fin, esto es, aquello según
lo cual todas las ac ciones violentas particulares, en el sentido de las célebres
pala bras de Kant en Sobre la paz perpetua (no puede permitirse
que en una guerra suceda lo que haría
imposible la subsiguiente paz), deben
juzgarse. La meta no está encerrada en la acción misma pero tampoco yace en el futuro como el
fin. Si debe ser realizable debe perm
anecer siempre presente (precisam ente
porque no se ha realizado). En el caso de la guerra, la función de la meta es sin duda poner coto a la
violencia; pero entonces entra en
conflicto con los fines, cuya consecución movilizó a los medios de violencia; pues estos fines se
podrían alcanzar mejor y más rápidamente
si se diera libre curso a los medios, o
sea, si los medios se organizaran
correspondiendo a los fines. El conflicto entre meta y fin surge porque es esencial al fin de gradar a medio
todo lo que le sirve y rechazar como inútil todo lo que no le sirve. Pero, ya que toda
acción violenta se da en el sentido de
la categoría medios-fines, no es ningún problema que una acción que no reconoce la meta de la
paz —y las gue rras desencadenadas por los totalitarism os han situado en
el lugar de la paz la conquista o el
dominio del mundo— se ma nifieste en el campo de la violencia siempre como
superior.
Puesto que nuestras experiencias con la política
se han dado sobre
todo en el campo de
la violencia, nos parece natural en tender la acción política según las
categorías del coaccionar y ser coaccionado,
del dom inar y ser dominado, pues en ellas se
hace patente el auténtico sentido de todo acto violento. Tende
mos a considerar la
paz, que como meta debía m ostrar los lí mites de la violencia y poner coto a
su m archa aniquiladora, como algo que
procede de un ámbito transpolítico y
debe m an tener a la política misma dentro de sus fronteras (igual que ten demos a saludar los períodos
de paz que tam bién en nuestro
siglo se han abierto entre las catástrofes como
aquellos lustros o décadas en que la política
nos ha concedido un respiro).
Ranke acuñó una vez la expresión del prim ado de la política exterior y no puede haber pensado en otra
cosa que en la prio ridad que ante todas las demás preocupaciones debe dar el
es tadista a la seguridad de las fronteras y a la relación de las na ciones
entre sí porque de éstas depende la mera existencia del Estado y la nación. Sólo la Guerra Fría, se
está tentado de decir, nos ha enseñado
lo que significa en realidad el primado de la
política exterior. Ya que si ésta, o, mejor, el peligro que siempre acecha en las relaciones internacionales, son
los únicos objetos relevantes de la política,
entonces se ha vuelto del revés ni más
ni menos que lo que decía Clausewitz de que la guerra es la con tinuación
de la política con otros medios, de modo que la po lítica se convierte ahora
en una continuación de la guerra y los
medios de la astucia sustituyen transitoriam ente a los de la violencia. Y quién podría negar que las
condiciones de la ca rrera arm am entista en que vivimos y estamos obligados a
vivir,
sugieren al
menos que lo que dijo Kant, respecto a no permitir que ocurriera nada durante la
guerra que hiciera imposible más tarde
la paz, se ha invertido y vivimos en una paz que no permite que suceda nada que haga imposible
una guerra.
El crecimiento moderno de la desm undanización,
el desva necimiento de todo lo que hay entre
nosotros, también puede ser descrito como la expansión del desierto. Nietzsche fue el
primero en reconocer que
vivimos
y nos movemos en un m un
do-desierto, y tam bién fue Nietzsche quien cometió el prim er error decisivo en su diagnóstico. Como casi
todos los que le su cedieron, creyó que el
desierto está en nosotros mismos, reve lándose con ello no sólo como uno de los
primeros habitantes conscientes del desierto sino también como la
víctima de su es pejismo más
terrible. La psicología m oderna es psicología del desierto: cuando perdemos la facultad de
juzgar —de sufrir y condenar— empezamos
a pensar que algo falla en nosotros si
no somos capaces de vivir bajo las condiciones de la vida en el desierto. En tanto que la psicología trata de
«ayudarnos», nos ayuda a «ajustarnos» a
esas condiciones, sustrayendo nuestra única
esperanza, esto es, que nosotros, que no pertenecemos al desierto aunque vivamos en él, somos capaces
de transform ar lo en un mundo humano. La psicología pone todo del revés: precisamente porque sufrimos bajo las
condiciones del desier to todavía somos humanos y aún seguimos intactos; el
peligro está en llegar a ser verdaderos
habitantes del desierto y en sen tirse en él como en nuestra casa.
El peligro
mayor es que hay torm entas de arena en el de sierto, que el desierto no está siempre tan tranquilo como un cementerio
donde, después de todo, cualquier cosa es aún po sible, sino que
puede espolear un avance por sí mismo. Dichas
torm entas son los
movimientos totalitarios, cuya característica
principal es que están extrem adamente bien adaptados a las condiciones del desierto. De hecho, no toman
nada más en consideración y, por tanto,
parecen ser la forma política más
adecuada para la vida en el desierto. Tanto la psicología, la disciplina
de
ajustar la vida hum ana al desierto, como los mo vimientos totalitarios,
las torm entas de arena en las cuales la
acción falsa o la pseudoacción estalla de pronto en medio de una calma total, representan un
peligro inm inente para las dos
facultades hum anas que, pacientemente, nos capacitan para transform ar el desierto antes que a
nosotros mismos: las facultades
conjugadas de la pasión y la acción. Es cierto que su frimos menos cuando
quedamos atrapados en los movimien tos totalitarios o en los ajustes de la
psicología moderna; per demos la facultad de sufrir y, con ella, la virtud de
la resistencia. Sólo aquellos que son
capaces de mantener la pasión de vivir
bajo las condiciones del desierto pueden arm arse con el valor que descansa en la raíz de la acción y
convertirse en seres activos.
Por añadidura,
las torm entas de arena amenazan incluso
aquellos oasis en el desierto sin los cuales ninguno de
nosotros podría resistir, al tiempo que la psicología trata tan sólo
de acostum brarnos hasta tal punto a la
vida del desierto que ya no sintamos
necesidad de dichos oasis. Los oasis son aquellas par celas de la vida
que existen independientemente, o casi, de las
condiciones políticas. Lo que ha fallado ha sido la política, nuestra existencia plural, y no lo que
podemos
hacer y crear en tanto que existimos en
lo singular: en el aislamiento del artista, en la soledad del filósofo, en la relación
inherentemente no m undana entre los seres humanos como se da
en el am or y, en ocasiones, en
la amistad (cuando un corazón alcanza directa mente al otro, como en la
amistad, o cuando el en-medio, el mundo,
se deshace en llamas, como en el amor). Sin estos oasis no sabríamos cómo respirar, y los politólogos
deberían saberlo. Si aquellos que están
obligados a pasar sus vidas en el desierto,
intentando hacer esto o aquello, preocupándose constantem en te por sus
condiciones, no saben cómo usar los oasis, se con vertirán en habitantes del
desierto incluso sin la ayuda de la
psicología. En otras palabras, los oasis, que no son lugares de «relajación», sino fuentes de vida que nos
permiten vivir en el desierto sin
reconciliarnos con él, se secarán.
El peligro opuesto es mucho más común. Su
nombre usual es escapismo: escapar del mundo del desierto, de la política, hacia lo que quiera que sea; es una
forma menos peligrosa y más sutil de arruinar los oasis de lo que lo son las torm
entas de arena que amenazan
su existencia, por así decirlo, desde
fuera. Al tratar de escapar,
llevamos la arena del desierto a los
oasis, del mismo modo que Kierkegaard, tratando de escapar de la duda, llevó su misma duda a la religión cuando se apoyó en la fe. La
falta de resistencia, el fracaso en reconocer y soportar la duda, como una de las condiciones
fundamentales de la vida moderna,
introduce la duda en la única esfera donde
nunca debería entrar: la religiosa, o, hablando con propiedad, la esfera de la fe. Éste es sólo un ejemplo
para m ostrar lo que hacemos cuando
intentamos escapar del desierto. Dado que
arruinam os los oasis vivificantes cuando nos dirigimos a ellos con el propósito de escapar, a veces parece
como si todo cons pirase m utuam ente para generalizar las condiciones
del desierto.
Esto también es un espejismo. En último término,
el mundo hum ano es siempre el producto del amor mundi
del hombre, un artificio hum ano cuya inmortalidad potencial
está siempre sujeta a la m ortalidad de
aquellos que lo construyen y a la na talidad de aquellos que vienen para
vivir en él. Siempre será
verdad lo que dijo Hamlet: «El mundo está fuera de juicio; ¡Suerte
maldita! / ¡Que haya tenido que nacer yo para endere zarlo!».* En este
sentido, en su dependencia respecto de los
que comienzan para poder com enzar de nuevo él mismo, el mundo es siempre un desierto. Sin embargo, a
partir de las condiciones de
desmundanización que aparecieron por prime ra vez en la Edad Moderna —que no
deberían confundirse con el otro
mundo cristiano— surgió la pregunta de Leibniz, Sche- lling y Heidegger: ¿Por qué existe algo y no
más bien la nada? Y, a partir de las
condiciones específicas de nuestro mundo
contemporáneo, que nos amenazan no sólo con la situación de
* Hamlet (Act. I, escena V). El
texto original dice así: «The time is out of
joint. O, cursed spite, / that ever I was
born to set it right!» (N. del t.)
nada, sino tam
bién con la situación del nadie, puede surgir
la pregunta: ¿Por qué hay alguien y no más bien nadie?
Estas preguntas pueden sonar nihilistas, pero no lo son. Por
el con trario, son las preguntas antinihilistas que se formulan en la si
tuación objetiva del nihilismo, en el cual la nada y el nadie amenazan con destruir el mundo.
N o ta : Este
texto es la conclusión de un program a de conferencias titulado «La historia de la teoría política»,
que Arendt im partió en la Universidad
de California-Berkeley en la primavera de 1955.
Academia, 164-167 Acción:
arbitraria, 151
colectiva, 12, 161, 167, 170,212,221 discurso versus, 36, 159,
177, 191, 207 principio de la, 22, 95,
101, 103-104,
219
y sentido, 32-33
Acton, lord, 136
Aei on (lo eterno), 120
Aequatio intellectus et reí, 25 «Afirmaciones
apodícticas», 18 Afroamericanos, 139
Agathos (lo bueno),
47-49
Agón, 164
Agora (lugar de mercado), 30, 154, 159,
165, 193,
198,200 Agrícola (Tácito), 214 Agustín, San, 32, 92, 96, 171 Aislamiento, 198
Alabanza, 81,85, 121, Alejandría, 90
Alemania:
bombardeos contra, 184 desarrollo económico de, 186
Altheim, Franz, 206n, 207, 210 Ámbito eclesiástico, 173 Amistad, 34-35, 54, 226
concepción aristotélica de la, 57-58
elemento político en la, 54-55
Amor, 14,35-36, 47-48, 102-103, 105 Amor mundi (amor por
el mundo), 36,
227
Anaxágoras, 47 Ancestros,
86-87
Andrómaca, 85
Aneu logou
(without words), 153
Aníbal, 210
Animal laborans
(criatura que trabaja),
116
«Animal racional», 61
Animal rationale, 96, 116
Aniquilación, 33, 145, 146, 178, 184,
215 Antagonismo de clase, 125
Antígona, 160
Antinihilismo, 228
Antisemitismo, 15
Antítesis, 111
Apolitia
(indiferencia), 63
Apologeticus
(Tertuliano), 169
Apología (Platón), 45
Aquiles, 82, 85, 192, 194-195, 201-204,
211
Arché (gobierno),
82, 128-129, 149 Arendt,
Hannah:
como pensadora «difícil», 23-25 desengaño creciente respecto a
Marx,
18-19
distinción entre tradición e historia
realizada por, 31-33
el sentido de las experiencias políticas
aclarado por, 13-15
la acción entendida por, 12-13, 20, 21,
31-32
la metáfora del desierto de, 34-36
materiales de
trabaj
o sobre Marx pre parados por, 11-18
seminarios
sobre «Experiencia políti ca» impartidos por, 26-27
sobre el «vacío» en Los
orígenes, 15
temprano interés en la filosofía, 23-24
Véanse también obras específicas
Aristeuein (ser el mejor
),
194-195 Aristocracia, 102, 221
Aristóteles:
la historia vista por, 83
como filósofo, 43, 46, 91-92, 116, 119 comparado con Platón, 73, 93-94,
119,
122, 168
concepto de virtud de, 61
distinción entre clases por, 128
la amistad vista por, 54-55, 57, 58
la filosofía política de, 24, 43-44, 54,
63-64, 119, 120-121, 12,
151, 165- 166, 168
Artistas, 35, 4
7, 162,
226 Asesinato, 59
«Astucia de
la razón»,
112 Atenas, 29, 22-29, 64, 65 Autoridad:
y política, 21, 21, 85 - 89
y religión, 110
y responsabilidad, 114-115
y tradición, 11, 85-89, 90-91, 109-110,
112
Bárbaros, 151-152, 153, 193, 198
Barrow, R. H., 87
Biblia, 75,80, 87,93,215
Biología, 131
Bios políticos, 92, 123
Bios théorétikos (modo de vida), 73, 92,
113, 119,
123-124 Bolchevismo, 15,
17-18, 26
Bomba atómica, 13n. 26, 34, 142, 143,
146, 147, 179, 184-189
Bomba de hidróg
eno,
185 Bombardeo de Coventry, 184 Bombardeo de Hiroshima, 184 Bondad, 170
Bossuet, Wilhelm, 93
Buena
voluntad, 177 Burckhardt, Jacob, 77, 83, 193 Burguesía, 128
Burke, Edmund, 105, 161 Canovan, Margaret, 24n
Capital (Marx), 126n
Capitalismo,
109, 152 Capitulación incondicional, 188
Caridad, 171
Carlos I, Rey de Inglate
rra,
173n Carta XI (Platón),
159
Carta séptima (Platón), 69 Cartago,
211
Castigo, 45, 51, 61-62
Catón el Viejo, 202, 210 Chrésimón (beneficioso), 47 Cicerón, 32,86, 120, 121, 124 Ciencia:
filosofía y, 71, 131 nuclear, 26,
33, 184
Ciencias sociales, 18, 109, 141
Cinismo, 134-135
Ciudadanía, 29-30, 87-88, 102, 154, 165,
173,206,
207,208 Ciudades,
murallas
de, 207
Civilización occidental:
declive de la, 77-78
emergencia de la, 86-87, 90, 202
Civilización romana, 79-80, 83-87, 110,
124, 155, 156, 157
caída de, 213-216
como potencia mundial, 210-217 cristiandad
y, 170-172
familia en, 198-199, 200-202
fundación de, 160-161, 192, 200-204,
210-211
guerra por, 189-190
leyes de la, 33-34, 85-86, 205-207,
213-215
patricios versus plebeyos en,
206 período republicano de la, 33-34,
206-
207
tratados y alianzas de la, 34-35, 202-
207,212-217
vida privada versus pública en, 165- 166, 167,
170-171, 198-199
Civitas, 84-86
Civitas Dei, 92,
123, 171
Civitas terrena, 92,
96, 121-123
Clase trabajadora, 115, 116, 121-122,
166, 176,
180 Clausewitz,
Cari von, 33, 216, 223
Clemencia, 210
Coerción, 112, 156-157, 165, 180, 199,
217
Colonización, 86, 203-204, 209
Combate entre dos combatientes, 194-
195
Communitas (comunidad), 123-124 Competición,
199
Competiciones deportivas, 195 Comportamiento, formas de,
141-142 Compulsión, 140-141, 152
Comunidad, 64
Condición humana, La (Arendt), 20, 21,
35n.
Conflicto entre cuerpo y alma, 65
Conciencia, 58-62
Consensus omnium, 206 Conservadurismo, 18, 110, 146 Constantino,
87
Constitución, 164
Constitución de Estados Unidos, 188 Contradicción, 29, 177
Contratos, 206
Creatura Dei
(semejanza a Dios), 116 Cristianismo,
80, 87-89, 92-98, 102-103,
109, 110, 113
asamblea pública de, 171-173
creación humana en, 133
en el mundo secular,122-123, 172
influencia política, 168-173, 182
y el otro mundo, 227
Cristo y Tiempo (Cullman), 80
Crítica del juicio (Kant), 197
Critón (Platón),
208
Cuerpo político, 103-104, 126-127, 171
Cullmann, Oscar, 80
Culpa, 93-94,
Cumae, 85
Dáñaos, 201
Darwin, Charles, 112
De officiis (Cicerón),
92
De res publica
(Cicerón), 86
Decepción, 164
Deducción coercitiva, 112
Democracia, 104, 136, 154,221 Denktagebuch (Arendt),
133
Desarrollo económico de Europa Occi
dental, 185-186
Desierto, ley del, 34-36, 214, 215-216,
225-228
Déspotas ilustrados, 154
Despotismo, 77, 222
hogar, 181, 198-199,208
ilustrado, 154
ley de burocracia, 135
Destino, 95, 159-160
Determinismo, 117, 161
Dialéctica, 20, 50-51, 107-108, 110, 112
Dialegesthai (hablar
por extenso sobre
algo), 50-53
«Diálogo de Melos, El» (Tucídides), 194
Dictados, 205
Diez Mandamientos, 14, 206, 215 Dios, 59,
74-75,87,93
como «medida de todas las cosas»,
110
contemplación de, 113
estado de, 171
familia creada por, 132
hombre creado por, 34, 132, 133-134
igualdad ante, 102
mandamientos de, 14
poder de, 104
unidad de, 97-98
Dioses, 162, 192
del hogar, 85, 201
en Homero, 85,
192 querellas entre, 195 romanos, 86-87, 169-170
Discurso:
acción versus, 36, 159, 177, 191, 207
libertad de, 154, 162-163, 164
Discurso sobre la historia universal (Bos- suet), 93
Doce Tablas, 206
Dominio de clase, a través del gobierno,
125-128, 135,153
Dominio global, 135,
Doxa (opinión), 45, 51-53, 56-58, 63, 66-
67,70
Dzóon politikon (ser
político), 72
Economía, 109, 116, 136, 181 Edad Media, 87, 103, 172-173 Edipo, 62
Educación, 208
Egipto, 193
Eichmann en Jerusalén (Arendt), 23 Eichmann,
Adolf, 23
Eidos (modelo), 98
Eikos (probable), 52
Ejércitos, 135
«Elementos totalitarios en el marxismo»
(Arendt), 11,
19 Eneas, 200-201,209,214
Eneida (Virgilio),
33, 84-85, 201, 214 Energía atómica,
185, 186-188
Engels, Friedrich, 112, 116, 127
Entre el
pasado y el futuro (Arendt), 20,
23
Epicteto, 105
Epistémé (conocimiento), 69
Era moderna, 77-78, 90-91, 122, 140,
141-142, 145-146, 173
guerra en, 177-184
la política en la, 13, 174-176, 225-228
Ermitaños, 170
Escapismo, 226-228
Escatología, 170 Eschenburg, Theodor, 176 Escipión
el Viejo, 210 Escipión Emiliano,
210 Esclavitud, 26, 102, 117 Escolástica, 92
ispacio:
fuerza y, 178-181
legal, 214-215 social, 174
Espacios vitales, 189
Especies, 12, 36, 98, 11
5,
147, 203, 212 Esperanza,
134-135, 183-184 Espontaneidad, 27, 33,
96, 149, 160-162 Esprit des Lois, L’ (Montesquieu), 77, 219 Esprit
general, 101
Esquilo, 212
Estado y revolución (Lenin), 126 Estados-nación,
36, 145, 174
historiografía de, 214 Estados Unidos:
desarrollo tecnológico, 185-186 prejuicio en, 139
relaciones con la Unión Soviética, 188-
189, 223-224 Estética, 139, 140 «Estrategia de la naturaleza»,
93, 112
Ética (Aristóteles),
50
Ética a Nicómaco (Aristóteles), 54
Ética, 58-59
Europa occidental, 77, 136, 150, 155,
178, 203 colonización por, 203
desarrollo económico de, 186 desarrollo
histórico de, 25
Eutifrón (Platón),
37n.
Evangelios, 87, 92
Evolución, 112, 148
«Experiencias políticas en el siglo veinte,
Las» (Arendt), 26 Exploración, 203 Explotación, 152 «Exteriores», 144
Falsa infinita
(falsedades sin límite), 52 Fama,
193,201
Familia, 199
Familia, 52, 85, 128, 131-132, 156-158,
182
en la civilización rom
ana,
198-199 Fausto (Goethe),
110
Fe, 147, 227
Fedón (Platón),
45 Fedro (Platón),
192 Felicidad, 174
Fenómenos parasitarios, 181 Fidias, 200
Filosofía:
análisis en la, 24-25
análisis marxista de la, 112-113 causalidad
en la, 93
ciencia y, 71, 131
desarrollo en Grecia de la, 43, 79, 88-
93,123-124
duda y, 92
influencia política de la, 14-15, 33, 47-
48, 64-69 medieval, 91-93
origen de la, 69-75, 91
posplatónica, 63-64
romana, 90-91
sentido común versus, 68, 72-73,
74-75 teología y, 131
tradición occidental de la, 43-44, 74-
75,83-84,92-93, 124, 133, 171 Véase también Filosofía
política
Filosofía del Derecho (Hegel), 43n. Filosofía griega, desarrollo de la,
43, 79,
88-93,
123-124 Filosofía política:
cambio efectuado por la, 11-117 criterios
absolutos en la, 46
de Aristóteles, 24, 44, 53-55, 63, 119,
120-121, 151, 165-166, 168
de Hegel, 67-68, 73, 93, 101, 124, 129
de Platón, 18,
24, 29-31, 44, 46, 49, 65-68,
74-75, 93-94, 100, 110, 119- 120, 122,
128-129, 131, 144-145, 150, 164-169
de Sócrates, 49, 55-56, 60
desarrollo de la, 43-44f
historia déla, 107-117
naturaleza del hombre en, 141-145
«no escrita» de Kant, 197
tradición de la, 13, 16-17, 28-29, 63-
65,77-78, 119-129, 175-176
fundaciones de la, 82-91 Filosofía
posplatónica, 63-64
Filósofos:
autoexamen de los, 55-59
como «tábanos», 53
como amantes de la sabiduría, 47
como gobernantes, 48, 122
como miembros de comunidades, 46-
47,54,56-58,63, 120-123
evitación de la política por parte de
los, 64, 74, 119-122, 133, 166-167,
182
la verdad como objetivo
de los, 62-64, 71-75
presocráticos, 60
vida contemplativa de los, 113, 120-
124, 128-129,226
Véanse también filósofos específicos
Filósofos-reyes, 18, 12
2, 129,
166 «Forma auténtica», 16
Fortuna, 150-160
Francia, 186
Fronteras, 34-35, 207
Fuerza:
bruta, 177-184, 185, 191, 193, 194,
199-200,216,218, 223
poder comparado con, 177-184 Fuerzas policiales, 135
Fundación John Simón Guggenheim, 15
Fundación Rockefeller, 21
Gemelos, idénticos,
98 Gloria,
32,82,83,201 Gnóthi sauton (conócete a ti mismo), 56-
59
Gobierno:
análisis marxista del, 125-129
burocracia del, 114-115, 135 constitucional, 164-165, 180-181,
189,
190
dominio de clase en
el, 124-128, 135, 152-153
en la vida pública, 88, 171, 17
4-175 filósofos en el, 64, 68-69, 89
igualdad en el, 103 legislativo, 205-207 libertad y, 153, 173-175
mundial, 135
naturaleza del,
99-100 poder de, 177-184
regulación por, 217
Goethe, Johann Wolfgang von, 77, 78,
110
Gorgias, 204, 208
«Grandeza histórica», 83 Grandeza,
83, 201
Grecia:
ciudades-Estado de, 54, 84, 193, 213
colonias de, 209, 213
destrucción de, 209, 213
historia de, 81-82, 83-86, 88-93, 96-97,
159-160, 191-197
Roma influida por, 33-34, 91, 92, 192,
200-206,
209-210,213-214 tradiciones
de, 88-93, 94, 191-197
vida política de, 33-34, 153-154, 158-
164
vida pública versus vida privada en, 52, 89, 128,
161-163, 165, 171, 196,200 Griechische Kulturgeschichte (Burckhardt),
193
Guerra:
aniquilación en, 32, 184-192, 193,
199-205,216 bombardeos, 184, 188-190
capitulación incondicional, 188
como «padre de todas las cosas»195,
202
«como política con otros medios» 32, 177, 194, 209-210, 216-217, 223-224
necesidad de, 184-216
negociaciones en, 187-190, 203-206,
223-224
objetivos de, 189-190
política, 193-194
total, 32, 177-184, 191, 192
«Guerra de todos contra todos», 103,
151
Guerra de Troya, 33-34, 192, 194, 200,
203
Guerra del Peloponeso, 81
Guerra fría, 16n, 223
Guerra nuclear, 13n, 26, 34, 142, 143,
145-146, 147,
18
4-189 Guerras persas, 208, 213 Gusto, 139-140
Hamlet, 227
Hannah Arendt: A Reinterpretation of
Her Political Thought (Canovan),
24n
Héctor, 85, 192, 194-195, 199, 201, 204,
211
Hegel, Georg Wilhelm Friedrich: comparado con Marx, 9, 33, 107-108,
110-112
concepto de la «lechuza de Minerva»,
43
filosofía política de, 15, 46, 54, 64, 74- 75,82,92, 113, 117
Heidegger, Martin, 18, 24, 3ln., 91, 119,
227
Hélade, 91, 209, 213
Heleno, 193,201,209
Heracles, 162
Heráclito, 164, 195, 202, 207,
Herder, Johann Gottfried von, 101 Heródoto, 81, 83, 159, 193,
214 Heroísmo, 81-82, 83, 158, 162,
191-197,
201-202 Hipocresía, 170
Historia:
antigua, 32, 149, 172-173, 191-199,
221
cambio radical y la, 79-80
catástrofes en, 141-142, 143, 144
-145, 146, 177, 185-186, 203, 216-217
consciencia de la, 79-82
corrientes subterráneas de la, 16, 77-
78
crisis en, 139-140
de las ideas, 109, 112
desarrollo déla, 20, 155-156, 201-203 espiritual, 32, 80
estudio de, 141, 200
evidencia de, 191
final de la, 107
fuerzas de, 135
imparcialidad en, 193, 204-205
juicio de la, 27, 192-193
ley de la, 125
lo absoluto en la, 107-117 «locomotoras» de la, 216
milagros en, 147-149, 150
necesidad de, 133, 155-156
pesimismo y la, 77
política, 133, 154-155,2
02-203 prejuicios en, 138-140
principios de, 147
y tradición, 31-33, 79-80, 86-88, 129
«Historia de la teoría política, La»
(Arendt), 228n
Hitler, Adolf, 189-190
Hobbes, Thomas, 16n, 74, 103, 133
Hogar, 85, 88, 152, 156-157, 166, 167,
180, 198-199
Hoipolloi {la multitud),
122
Hombre:
como «animal político», 151, 197
creativo versus naturaleza destructiva del, 178,
184-188
exterminación del, 184-191
naturaleza del, 140-144
relaciones del, 185, 191, 203-207, 216,
225-228
Homero, 33, 83, 91, 158-159, 192-193,
194-195, 199,202,204,210 Homines
religiosi, 95
Homo faber, 95,
116
Honor, 100-101
Hybris, 207
«Ideocracia», 29
Ideologías, 27, 140, 183
Idion, 163n, 174
Iglesia católica, 87-88, 171-173
Igualdad 31, 98, 102-104, 113-114, 131-
132
ante Dios,
102 ante la ley,
153 en el gobierno, 103
política y, 152-155, 157-158,
199 Igualitarismo,
153-154, 176
lliada (Homero),
210
Imperativo categórico, 197-198 Imperialismo,
136, 189
Imperio persa, 208, 209
Imperium Romanum, 211 «Improbabilidades infinitas», 147-149 Individualismo, 123, 137, 157, 162,
164,
173, 197-198,202-203 Infinitud, 80
Inmortalidad, 33, 46, 50, 80, 83, 201,
210 Intelectualismo, 141, 143-144 «Introducción a la política» (Arendt), 9,
12-13, 19,21,22-23
Ironía, 35-36
Isasthenai (igualación),
54
Iségoria, 158
Isonomia (constitución
libre), 153, 158
Japón, 188-189
Jaspers, Karl, 12, 19
Jenenser
Realphilosophie (Hegel), 113 Jesús, 32, 44, 87, 93-94, 95, 170
Sócrates comparado con, 170
Jinete del lago Constanza, 217
Judíos, Judaismo, 15, 23, 78-79, 87, 139,
191, 193
Juicio:
criterios del, 13-15 facultad del, 125-128 imparcial, 192-193, 208 libertad
y, 13-15,27,225 prejuicio y,
137-144
razón y, 197
Juicios previos, 13-14, 21, 134, 136-140
Jünger, Ernst, 216
Justicia, práctica de la, 171
Kalon (lo bello),
48
Kant, Immanuel, 24, 25, 32, 92-93, 96,
112-113, 139,
160, 197,222,224 «filosofía
política no escrita» de, 197n
«Karl Marx and the Tradition of Western
Thought» (Arendt), lln
Kierkegaard, Soren Aabye, 19, 70, 227
Kohn,Jerome, 11-37
Koinon (lo común),
52, 196
Latinos, 209
Lavater, Johann Kaspar, 78
Lavinia, 201
Leibniz, Gottfried Wilhelm, 91, 227 Lengua griega, 157, 194, 198
Lenin, V. I., 114-115, 126, 127
Marx comparado con, 17, 115 Leviatán (Hobbes),
16n.
Lexis (discurso), 68
Ley, 61, 63
constitucional, 164
divina, 87
griega, 33-34, 126, 205,209
igualdad ante, 153
internacional, 205
límites establecidos por, 207
natural, 14
obediencia a, 208
poder y, 99-101, 104-105, 206
romana, 33-34, 86, 205-207, 211, 213,
215 universal, 126
Leyes (Platón), 49,
51, 93, 97, 100 Liberación,
152-153, 165 Liberalismo, 146
Libertad, 117, 133
académica, 165, 169
aislamiento comparado con, 198
como liberación (libertinaje), 152, 166,
173
constitucional, 164-165
de movimientos,
162-163 espacio para, 198-199,
208 física, 196
gobierno y, 152-153
independencia y, 191-193
juicio y, 13-14,26-27,225
mental, 195-198
milagro de, 148-149
necesidad y, 155-156, 174
opinión y, 29, 160, 166-167
peligro y, 32-33, 177
política, 144-147, 152
protección de, 178
religiosa, 169-170
restricción de, 167, 169, 171, 198-199
Libertas, 198
Liberum arbitrium, 198
Lógica (Hegel), 129
Logos (discurso),
61, 70, 160,
Los orígenes del totalitarismo (Arendt),
11, 15
Lucas, Evangelio de, 94
«Lucha de clases en Francia, 1848-50,
La» (Marx), 216
Ludz, Ursula, 9, 21 Lutero, Martín, 122
Madiso
n,
James, 123, 151 Maiores (ancestros), 86 Mal:
banalidad del, 22 destructividad del, 34
Maquiavelo, Nicolás, 74 Marx, Karl:
análisis de Arendt de, 11, 15-20, 25 análisis histórico de, 125-126,
183-184 como filósofo político, 12-13,
33, 74-
75, 89-90, 124, 125-129
Hegel comparado con, 33, 107-117,
124, 125, 129
Lenin comparado con, 126
Platón comparado
con,128-129 Marxismo, 11, 15-16, 17-18, 19, 74, 109,
117, 155
Más Allá, el, 45, 51
Mateo, Evangelio de, 94, 171 Materialismo,
54, 111
Matrimonio, 206
Mayéutica (arte de la comadrona), 52-
53
Metafísica (Aristóteles),
91
Metafísica, 92
Metáforas, 66
Miedo, 62, 100, 103, 104, 135, 172, 183
Misericordia, 94
Moe, H. A., 16n. 17
Mommsen, Theodor, 156, 192, 198-199,
210-211
Monarquía, 30, 99, 100-101, 102, 219,
221-222
Montesquieu, Cbarles-Louis de Secon-
dat, Barón de, 99-100,
101-102, 103-104, 124-125, 219
Moralidad:
criterios de la, 14
política y, 82
sentido común y, 78
Mortalidad, 83,227
Motor de explosión, 185
Muerte, 104
Mujeres, emancipación de, 17
5-176 Mundo, destrucción del, 184
Nacionalismo,
15 Naturaleza, 133, 147
energía en, 186-188 explotación
de, 184-188
Nazismo, 36
Neoaristotelismo, 92
Neoplatonismo, 92
Nietzsche, Friedrich Wilhelm, 19, 72, 96,
108, 109-110, 123, 136, 225 Platón comparado con, 24
Nihilismo, 140, 228
No contradicción, 29
Nomos (ley
universal) 126, 205, 212-113 Nomothetés (el legislador), 209
Nous (espíritu filosófico), 70
Nuevo Testamento, 87, 94, 171
Numen (formas sagradas), 86
Obediencia, 65, 87, 89, 125, 194, 208,
215
Oligarquía, 154, 167
Olimpo, 87
Olvido, 26, 50, 79, 81, 83, 85, 135-136,
159, 193,2
15 Ontología, 36 Opinión:
libertad y, 29, 160, 166-167
verdad versus, 45, 50-54, 63, 70, 71-75 Véase también doxa
Oportunidad, 94-95
Oráculo délfico, 49, 56
Oratoria, oradores, 166-167, 195. Véase
también Discurso Organización
política, 131-132
Otium (tiempo
libre), 119, 157
Padres, 198-199, 208
Parcere subiectis (perdonar a los venci
dos), 210
Paris, 201
Parmenides, 150, 164
Partidos, políticos, 136
Pater familias, 199
Pathos (algo que se
soporta), 71-71. 72-
73,91 Patricios, 206
Patriotismo, 214-215 Pax Romana, 86, 214 Pecado, 94,
190,211 Pecados mortales, 190
Pedagogía, 192
Peithein (persuadir),
45, 51
Peithó, 45, 193
Peligro, 157
Pena de muerte, 45, 46
Penates (dioses del hogar), 85, 201 Pensamiento:
acción versus, 15, 43-44, 119-123, 140 complejidad
del, 24
criterios fijos, 141
especulativo, 14unidad del, 25 prejuicios en, 134, 140-141
«Pensamiento extendido», 197 Pensamiento «perspectivista»,
109 «Pensamiento tardío», 44
Perdón, 94
Pérgamo, 201,
Pericles, 48, 63, 144, 158, 200
Persuasión, 45-46, 50-54, 168, 193
Philia (amistad),
54. Véase también Amis
tad
Philopsychia (amor a la vida), 157 Phronésis (intuición
política), 46, 70,
196-197
Phronimos (hombre de
entendimiento),
47
Pieper, Kla
us, 21 Píndaro,
83, 208 Platón:
Academia de, 164-167
Aristóteles comparado con, 73, 92,
119, 122,
168 «caverna» de, 66-69,
92
como filósofo, 23-24, 43, 45-46, 73, 93-94, 119, 128-129, 163-166, 167
concepción de la
esclavitud por, 89 concepción
de la poesía por, 192 concepción del
alma por, 64-65 diálogos de, 35n, 51,
53, 58-59, 62-63 filosofía política de,
18, 24, 28-31, 44,
46, 49, 65-69,
74, 93-94, 100, 110, 119-120,
121-122, 128-129, 131, 144-145, 150,
163-169
juicio de Sócrates visto por, 44-46, 73 las ideas como conceptos de, 29,
45-
46, 47-50, 61, 74,
89, 123, 164-165 Marx comparado con, 128-129 Nietzsche comparado con, 109-110 relación de Sócrates con, 29-30, 70 Sócrates comparado con, 53
valores jerárquicos de, 108
Plebeyos, 206
Pluralidad, 2
2,
29-30, 36, 58 Pobreza, 126
Poder:
absoluto, 136, 179-181, 191-192
abuso de, 77-78
arbitrario, 114-115
corrupción por el, 136
dominación y, 180
estatal, 125, 145, 151, 175, 177
-184 fuerza
comparada con, 177-183 manipulación
de, 142
militar, 177-184, 191-197
naturaleza del, 63 n
no violento, 195
uso del, 136,
174-175,220-224 violencia
como base del, 125, 152-153,
164, 177-184, 190-191, 194
Poesía, 48, 81,83, 192,213
Poética (Aristóteles),
83
Polibio, 153
Polis, 29, 34, 43-44, 46-50, 55, 59, 61-63,
72, 81-82
, 84,
114, 120, 129, 150- 153,193
Política (Aristóteles), 83 Política:
abolición de, 135
acción en la, 28-33, 149, 217-219 análisis marxista de la, 107-127
autoridad y, 85-89
capacidad de destrucción de, 202
como término, 82
concepción aristotélica de, 150-152
concepción platónica de, 150
contemporánea, 220-224
costumbres y, 77-78
definición de, 131-134, 1
50,
152-153 degradación de, 166-168
en la naturaleza humana, 131-132
esfera
privada versus pública
en, 150-
151, 157-158, 161-163, 168-173, 174,
180-182
espacio para, 140-145, 154-155, 165,
198-199,218
evitar la, 142, 166-167, 168, 183, 225-
228
fines déla, 120-121, 217-218
fines versus medios en, 181-183, 222-
223
fragilidad de la, 23-24
igualdad y, 152-155, 157-158, 198-199 importancia actual de, 216-224 influencia cristiana en, 168-173, 182 instinto en la, 107
instituciones de la, 36, 175-177
juicio y, 136-144
libertad y, 144-147, 152
miedo y, 104-105
modelos de, 164
moderna, 174-184,225-228
necesidad de, 150, 153, 165-168, 175-
177
oposición a, 144-145, 149-150 pluralidad y, 11-23, 133-134 prejuicios y, 13, 134-145
progreso en, 185-186
refutación de, 167, 168, 170-171 relaciones
familiares y, 131-132 religión y,
168-173
revolucionaria, 89-90, 112, 113 sentido común y, 78
sentido de la, 22-25, 144-184
sin sentido y, 146-147
tiempo libre y, 119, 120, 122, 152
Política exterior,
135, 136, 163, 176, 194, 206-207, 223-224
Político, El (Platón), 100, 129, 197n. Politikos (hombre político),
92, 123, 197, Populus Romanus (nación romana), 206
Poseedor de la violencia», 178
Pragmatismo, 123-124
Praxis (acción), 68, 81, 121, 129 Predeterminación,
161
Príamo, 201
Primera Guerra Mundial, 26, 145, 179
Procesos inorgánicos, 148
Producción, 109, 112, 116, 143, 174
Productividad, 116, 146, 162, 174
Proletariado, 125, 127-128, 155
Protágoras, 48, 61
Protestantismo, 109
Providencia divina, 93, 95, 113 Pseudorreligión,
147
Pseudoteorías, 140
Psicología, 131, 141,22
5-226 «Pueblos gemelos», 192
Racionalismo, 61, 113 Racismo, 15
Ranke, Leopold von, 176, 223, Razón, razonamiento: deductivo, 141
juicio y, 197
Razonamiento deductivo, 140 Realidad:
común, 14-15
histórica, 26
multiplicidad de la, 33, 195-197 perspectiva de la, 26-27,
162-163 relaciones en, 148-185
Reconstrucción, 186 Recuerdo,
192
Reforma, 87, 172-173 Religión, 44, 59, 168-173
autoridad de la, 110
duda y, 227
historia y, 25, 79-81, 141, 200, 216 libertad y, 169-170
milagros en, 147
monoteísta, 97-98, 133-134
tradición y, 85-89, 90-91, 110
Véanse también
Cristianismo; Judíos,
Judaismo
República (Platón), 49,
55, 66, 100
República, 12, 30, 34, 86, 99, 121, 198,
206,219, 221
Res publica (república),
12, 86, 198, 206 Responsabilidad y Juicio (Arendt), 14n. Responsabilidad, 63, 120
Retórica (Aristóteles),
50
Revolución, 13, 26, 80, 90, 112-113, 155,
174, 185
Revolución americana, 174, 221
Revolución de Octubre (1917), 115 Revolución francesa, 78, 89-90, 161, 174 Revolución
húngara, 174
Revolución industrial, 194, 185
Revolución rusa, 17, 26
Reyes, 115, 129,200,219,222
Riesgo, 14-15, 157, 176,217
Riqueza, acumulación de, 30 Robespierre, Maximilien, 222
Romans, The
(Barrow), 87
Rómische Geschichte (Mommsen), 206n Rómulo, 200
Sabiduría, 46,48-50, 170, 197
Sagrada Familia, 132
Santidad, 170
Santo Tomás de Aquino, 92
Santos, 171
Schelling, Friedrich Wilhelm Joseph von,
91,227
Schóle (tiempo libre), 119, 120, 122, 152
Segunda Guerra Mundial, 16, 26, 184,
188
Selbstverstandlichkeiten (plausibilidades),
92
Servitud, 156 Sí mismo:
acuerdo con,
197 conocimiento de, 55-59
Sinsentido, 79, 127
Síntesis, 111
Soberanía, 174
Sobre la Paz
Perpetua (Kant), 222
Sobre la revolución (Arendt), 20, 21, 23 Sobrenatural,
188
Sociedad:
costumbres y, 77-78 desarrollo de, 180-181 individuos
versus, 174 prejuicios en, 138 progreso de la, 14 recursos de, 146 religión y, 171-172
«sin clases», 113-114
’ocietas (comunidad
humana), 86, 211-
212
ocii (aliados),
86,
211 ócrates, 43, 75
el mercado como foro de, 52e
escuela de, 70
«estados traumáticos» de, 70
examen de las opiniones por, 45-46,
51-53,56-61
filosofía política de, 49-50, 55-56, 60
Jesús comparado con, 170
juicio de, 29, 44-49, 63-65, 73
leyes observadas por, 207-208
método filosófico de, 29-30, 35-37, 49-
50,51-53,57-59, 62-63
pena de muerte para, 45, 46
Platón comparado con, 52-53
Sofistas, 57, 166, 196
Soledad, 12, 29, 58, 60-62, 73, 89, 105,
123, 133,226
Sophoi (hombres
sabios), 46, 49
Spinoza, Baruch, 121
Staat und Gesellschaft in Deutschland (Es-
chenburg),
176 Stalin, Joseph, 17 Superstición, 147
Tácito, Cornelio, 211, 214
Tales de Mileto, 46, 47
Tecnología, 26, 36, 185-187, 191-192 desarrollo de la, 186
Teeteto (Platón), 69,
91
Tendencia a lo ilimitado, 212
Teoría de la correspondencia, 25 Tertuliano, 122, 169
Tesis sobre Feuerbach, 113
Tesis, 111-113, 156, 176
Thaumadzein
(asombro), 69-73, 75, 91 Theórein (ver), 92
Tiranía, 99, 100, 101, 104-105
gobierno de la, 114-115, 127, 134, 158
Véase también Despotismo
Tocqueville, Alexis de, 75 Totalitarismo,
155
abolición de la soledad por
el, 62 abuso de
poder por parte del, 77-78 aniquilación
de, 188-190
desarrollo histórico del, 15-16
dominación global de, 134-135 ideología
del, 110-117
libertad negada por, 144-147, 155-156
marxismo y, 11, 15-18
orígenes del, 16, 110-117
psicología del, 225-228
violencia como base del, 14, 104-105
Trabajo, 20, 184-187 Tradición:
autoridad y, 11, 85-89, 90, 95, 110,
112
de la filosofía occidental, 43, 44, 74-75
de la filosofía política,
13, 16-17, 28-
29,64,92-93,
124, 133, 171 en Grecia, 88-93,94, 191-197 historia y, 31-33,79, 85-89, 129
judeocristiana, 133-134, 214-216
religión y, 85-89, 91, 95-96, 110
Tradición filosófica occidental, 43 Tradición judeocristiana, 133,
215 «Tradición y la era moderna, La»
(Arendt), 20
Tragedia, 29, 45, 49, 67, 94, 103, 160
«Transvaloración de los valores», 108
Troyanos, 195, 200, 202
Tucídides, 81, 83, 159, 194, 200 Turnus, 201
Ulises, 85
Unión Soviética, 18, 27 Universalidad,
140
Unum verum (verdad única), 52 Utopías,
89, 153, 145, 183, 220
Valentía, 157
Valores, jerarquía de los, 75, 108. Véanse
también Logos;
Oratoria, oradores
Verdad:
absoluta, 46, 52, 56, 108
eterna, 51