LAS PALABRAS
Y LAS COSAS
una arqueología
de las ciencias humanas
por
MICHEL FOUCAULT
traducción de
ELSA CECILIA FROST
Título original: Les mots et les choses, une archéologie des sciences
humaines
© 1966, Gallimard
© 1968, Siglo XXI Editores, S.A. de C.V.
Portada de Carlos Palleiro
ÍNDICE
Prefacio
1
UNO
CAPÍTULO I: LAS MENINAS 13
CAPÍTULO II: LA PROSA DEL MUNDO 26
1. Las cuatro similitudes, 26; 2. Las signaturas, 34; 3. Los límites
del mundo, 38; 4. La escritura de las cosas; 42; 5. El ser del len-
guaje, 49
CAPÍTULO III: REPRESENTAR 53
1. Don Quijote, 53; 2. El orden, 56; 3. La representación del signo,
64; 4. La representación duplicada, 69; 5. La imaginación de la
semejanza, 73; 6. Mathesis y taxinomia, 77
CAPÍTULO IV: HABLAR 83
1. Crítica y comentario, 83; 2. La gramática general, 86; 3. La teoría
del verbo, 97; 4. La articulación, 102; 5. La designación, 109; 6. La
derivación, 115; 7. El cuadrilátero del lenguaje, 120
CAPÍTULO V: CLASIFICAR 126
1. Lo que dicen los historiadores, 126; 2. La historia natural, 128;
3. La estructura, 132; 4. El carácter, 139; 5. Lo continuo y la catás-
trofe, 146; 6. Monstruos y fósiles, 151; 7. El discurso de la natu-
raleza, 158
CAPÍTULO VI: CAMBIAR 164
1. El análisis de las riquezas, 164; 2. Moneda y precio, 166; 3. El
mercantilismo, 171; 4. La prenda y el precio, 178; 5. La formación
del valor, 188; 6. La utilidad, 194; 7. Cuadro general, 199; 8. El
deseo y la representación, 206
DOS
CAPÍTULO VII: LOS LÍMITES DE LA REPRESENTACIÓN 217
1. La edad de la historia, 213; 2. La medida del trabajo, 217; 3. La
[ V I I ]
ÍNDICE
organización de los seres, 222; 4. La flexión de las palabras, 228;
5. Ideología y crítica, 232; 6. Las síntesis objetivas, 238
CAPÍTULO VIII: TRABAJO, VIDA, LENGUAJE 245
1. Las nuevas empiricidades, 245; 2. Ricardo, 248; 3. Cuvier, 258;
4. Bopp, 274; 5. El lenguaje convertido en objeto, 288
CAPÍTULO TU: EL HOMBRE Y SUS DOBLES 295
1. El retorno del lenguaje, 295; 2. El lugar del rey, 299; 3. La analí-
tica de la finitud, 303; 4. Lo empírico y lo trascendental, 310; 5. El
cogito y lo impensado, 313; 6. El retroceso y el retomo al origen, 319;
7. El discurso y el ser del hombre, 326; 8. El sueño antropológi-
co, 331
CAPÍTULO X: LAS CIENCIAS HUMANAS 334
1. El triedro de los saberes, 334; 2. La forma de las ciencias huma-
nas, 338; 3. Los tres modelos, 345; 4. La historia, 356. Psicoanáli-
sis, etnología, 362; 6. 375
PREFACIO
Este libro nació de un texto de Borges. De la risa que sacude, al leerlo, todo lo familiar al pensamiento —al nuestro: al que tiene nuestra edad y nuestra geografía—, trastornando todas las superfi- cies ordenadas y todos los planos que ajustan la abundancia de seres, provocando una larga vacilación e inquietud en nuestra práctica mi- lenaria de lo Mismo y lo Otro. Este texto cita "cierta enciclopedia china" donde está escrito que "los animales se dividen en a] perte- necientes al Emperador, b] embalsamados, c] amaestrados, d] le- chones, e] sirenas, f] fabulosos, g] perros sueltos, h] incluidos en esta clasificación, i] que se agitan como locos, j] innumerables, k] dibu- jados con un pincel finísimo de pelo de camello, l] etcétera, m] que acaban de romper el jarrón, n] que de lejos parecen moscas".* En el asombro de esta taxinomia, lo que se ve de golpe, lo que, por medio del apólogo, se nos muestra como encanto exótico de otro pensamiento, es el límite del nuestro: la imposibilidad de pensar esto.
Así,
pues, ¿qué es imposible pensar y de qué imposibilidad se trata?
Es posible dar un sentido preciso y un contenido asignable a cada una de estas singulares rúbricas; es verdad
que algunas de ellas comprenden seres fantásticos —animales fabulosos o
sirenas—; pero justo al
darles
un lugar aparte, la enciclopedia china localiza sus poderes de contagio;
distingue con todo cuidado entre los ani- males reales (que se agitan
como locos o que acaban de romper el
jarrón) y los que sólo tienen su
sitio en lo imaginario. Se conjuran
las mezclas peligrosas, los blasones y las fábulas vuelven a su alto
lugar; nada de inconcebible anfibia, nada de alas con zarpas, nada de inmunda
piel escamosa, nada de estos rostros polimorfos y de- moniacos, nada de aliento
en flamas. Aquí la monstruosidad no altera ningún cuerpo real, en nada modifica
el bestiario de la imagi- nación; no se esconde en la profundidad de ningún
poder extraño. Ni siquiera estaría presente en esta clasificación si no se
deslizara en todo espacio vacío, en todo intersticio blanco que separa unos
seres de otros. No son los animales "fabulosos" los que son
imposibles, ya que están designados como tales, sino la escasa distancia en que
*
"El idioma analítico de John Wilkins", Otras inquisiciones, Emecé
Edito- res, Buenos Aires, 1960, p. 142. [T.]
[1]
2 PREFACIO están yuxtapuestos a
los perros sueltos o a aquellos que de lejos pa- recen
moscas. Lo que viola cualquier imaginación, cualquier pensa- miento posible, es simplemente la serie alfabética (a,
b, c, d) que liga con todas las demás a cada una de estas categorías.
Por lo demás, no se trata de la extravagancia
de los encuentros insólitos. Sabemos lo que hay de desconcertante en
la proximidad de los extremos o, sencillamente, en la cercanía súbita de
cesas sin relación; ya la enumeración que las hace entrechocar posee
por sí misma un poder de encantamiento: "Ya no estoy en ayuno
—dice Eustenes—. Por ello se encontrarán con toda seguridad hoy en mi saliva: Áspides,
Amfisbenas,
Anerudutes, Abedesimones, Ala
rtraces,
Amobates, Apiñaos, Alatrabanes, Aractes, Asteriones, Alcarates, Ar- ges, Arañas, Ascalabes,
Atelabes, Ascalabotes, Aemorroides, ..." Pero todos estos gusanos y
serpientes, todos estos seres de podredumbre y viscosidad hormigueante, como
las sílabas que los nombran, en la saliva de Eustenes, tienen allí su lugar
común, como sobre la mesa de disección el paraguas y la máquina de coser,
si la extrañeza de su encuentro se hace evidente es sobre el fondo de ese y, de
ese en, de ese sobre, cuya solidez y evidencia garantizan la
posibilidad de una yuxtaposición. Es, desde luego, muy improbable que las
hemorroides, las arañas y los amabates vengan a mezclarse un día bajo los
dientes de Eustenes, pero, después de todo, en esta boca acogedora y voraz
encontrarían buen lugar de habitación y el pala- cio de su coexistencia.
La monstruosidad que Borges hace circular por su
enumeración consiste,
por el contrario, en que el espacio común
del encuentro se halla él mismo en
ruinas. Lo imposible no es la vecindad de las cosas, es el sitio mismo
en el que podrían ser vecinas. Los animales "i] que se agitan como
locos, j] innumerables, fe] dibujados con un pincel finísimo de pelo
de camello" ¿en qué lugar podrían
encon- trarse, a no ser en la voz inmaterial que pronuncia su enumeración, a no
ser en la página que la transcribe? ¿Dónde
podrían yuxtapo- nerse a no ser en el no-lugar del lenguaje? Pero éste,
al desple- garlos, no abre nunca sino un espacio impensable. La categoría
central de los animales "incluidos en esta clasificación" indica lo
suficiente, por la referencia explícita a paradojas conocidas, que ja- más se
logrará definir entre cada uno de estos conjuntos y el que los reúne a todos
una relación estable de contenido a continente: si todos los animales
repartidos se alojan sin excepción en uno de los casos de la distribución, ¿acaso
todos los demás no están en éste? Y éste, a su vez, ¿en qué espacio reside? El
absurdo arruina el y de la enumeración al llenar de imposibilidad el en
en el que se repar- tirían las cosas enumeradas. Borges no añade ninguna
figura al atlas
PREFACIO 3 de lo imposible; no hace brotar en parte
alguna el relámpago del encuentro poético; sólo esquiva la
más discreta y la más imperiosa de las necesidades; sustrae el
emplazamiento, el suelo mu
do
donde los seres pueden yuxtaponerse. Desaparición que queda enmasca- rada o, mejor dicho, irrisoriamente indicada por la
serie alfabética de nuestro alfabeto, que sirve supuestamente de hilo conductor
(el único visible) a la
enumeración de una enciclopedia china... Lo que se ha quitado es, en una palabra,
la célebre "mesa de disec- ción"; y dando a Roussel una mínima parte
de lo que siempre le es debido, empleo esta palabra "Mesa" en dos
sentidos superpuestos: mesa niquelada, ahulada, envuelta en blancura,
resplandeciente bajo el sol de vidrio que devora las sombras —allí, por un
instante, quizá para siempre, el paraguas se encuentra con la máquina de
coser—; y cuadro que permite al pensamiento llevar a cabo un ordenamiento de
los seres, una repartición en clases, un agrupamiento nominal por el cual se designan
sus semejanzas y sus diferencias —allí don- de, desde el fondo de los tiempos,
el lenguaje se entrecruza con el espacio.
Este texto de Borges me ha hecho reír durante
mucho tiempo, no sin un malestar cierto y difícil de vencer. Quizá porque
entre sus surcos nació la sospecha de que hay un desorden peor que el
de lo incongruente
y el acercamiento de lo que no se
conviene; sería el desorden que hace centellear los fragmentos de un gran
número de posibles órdenes en la dimensión, sin ley ni geometría, de lo hete- róclito;
y es necesario entender este término
lo más cerca de su eti- mología: las cosas están ahí "acostadas", "puestas",
"dispuestas" en sitios a tal punto diferentes que es imposible
encontrarles un lugar de acogimiento, definir más allá de
unas y de otras un lugar común. Las utopías consuelan: pues si no
tienen un lugar real, se desarro- llan en un espacio maravilloso y liso;
despliegan
ciudades de am- plias avenidas, jardines bien dispuestos, comarcas fáciles,
aun si su acceso es quimérico. Las heterotopias inquietan, sin duda
porque minan secretamente el lenguaje, porque impiden nombrar esto y aquello,
porque rompen los nombres comunes o los enmarañan, por- que arruinan de
antemano la "sintaxis" y no sólo la que construye las frases —aquella
menos evidente que hace "mantenerse juntas" (unas al otro lado o
frente de otras) a las palabras y a las cosas. Por ello, las utopías permiten
las fábulas y los discursos: se encuentran en el filo recto del lenguaje, en la
dimensión fundamental de la fá- bula; las heterotopias (como las que con
tanta frecuencia se encuen- tran en Borges) secan el propósito, detienen las
palabras en sí mis- mas, desafían, desde su raíz, toda posibilidad de gramática;
desatan los mitos y envuelven en esterilidad el lirismo de las frases.
4
PREFACIO Parece ser que algunos afásicos no logran
clasificar de manera coherente las madejas de lana
multicolores que se les presentan so- bre la superficie de una mesa; como si este rectángulo
uniforme no pudiera servir de
espacio homogéneo y neutro en el cual
las cosas manifestarían a la vez el
orden continuo de sus identidades o
sus diferencias y el campo semántico de su denominación. Forman, en este espacio uniforme en el que por lo común
las
cosas se distribu- yen y se nombran, una multiplicidad
de pequeños dominios grumo- sos y fragmentarios en
la que inumerables semejanzas aglutinan las cosas en islotes
discontinuos; en un extremo, ponen
las madejas más claras, en otro las rojas, por otra parte las que tienen
una consisten- cia más lanosa, en otra las más largas o aquellas que tiran al
violeta o las que están en bola. Sin embargo, apenas esbozados, todos estos
agolpamientos se deshacen, porque la ribera de identidad que los sostiene, por
estrecha que sea, es aún demasiado extensa para no ser inestable; y al infinito
el enfermo junta y separa sin cesar, amontona las diversas semejanzas, arruina
las más evidentes, dispersa las iden- tidades, superpone criterios diferentes,
se agita, empieza de nuevo,
se
inquieta y llega, por último, al borde de la angustia.
La incomodidad que hace reír al leer a
Borges se transparenta
sin duda en
el profundo malestar de aquellos cuyo lenguaje está arruinado:
han perdido lo "común" del lugar y del nombre. Atopía, afasia.
Sin embargo, el texto de Borges lleva otra
dirección; a esta distorsión de l
a clasificación que nos impide pensarla, a esta tabla sin espacio coherente, Borges les da como patria mítica una región
precisa cuyo solo nombre constituye par
a el Occidente una gran
reserva de utopías. ¿Acaso en nuestro sueño no es la China justo el lugar
privilegiado del espacio? Para nuestro sistema imaginario, la cultura china es la más meticulosa, la más jerarquizada,
la más sorda a los sucesos temporales, la más apegada al desarrollo puro de la extensión; la soñamos como
una civilización de diques y barreras bajo la faz eterna del cielo; la
vemos desplegada y congelada sobre toda la superficie de un continente cercado
de murallas. Su misma escritura no reproduce en líneas horizontales el vuelo
fugaz de la voz; alza en columnas la imagen inmóvil y aún reconocible de las
cosas mismas. Tanto que la enciclopedia china citada por Borges y la taxinomia
que propone nos conducen a un pensamiento sin espacio, a palabras y categorías
sin fuego ni lugar, que reposan, empero, en el fondo sobre un espacio solemne,
sobrecargado de figuras complejas, de caminos embrollados, de sitios extraños,
de pasajes secretos y de comunicaciones imprevistas; existiría así, en el otro
extremo de la tierra que habitamos, una cultura dedicada por entero al ordena-
miento de la extensión, pero que no distribuiría la proliferación de
PREFACIO
5
seres en ningún espacio en el que nos es
posible nombrar, hablar, pensar.
Cuando levantamos una clasificación
reflexionada, cuando deci- mos que el
gato y el perro se asemejan menos
que dos galgos, aun si uno y otro están en cautiverio o embalsamados,
aun si ambos corren como locos y aun si acaban de romper el jarrón,
¿cuál es la base a partir de la cual podemos establecerlo con certeza?
¿A partir de qué "tabla", según qué espacio de identidades, de
semejanzas, de analogías, hemos tomado la costumbre
de distribuir tantas cosas dife-
rentes y parecidas? ¿Cuál es esta coherencia —que de inmediato
sabemos no determinada por un encadenamiento a priori y necesa- rio, y no impuesta por contenidos
inmediatamente sensibles? Por- que
no se trata de ligar las consecuencias, sino de relacionar y aislar, de
analizar, de ajustar y de empalmar contenidos concretos; nada hay más vacilante, nada más empírico (cuando menos en apariencia) que la instauración de un orden de las cosas; nada exige
una mirada más alerta, un lenguaje más fiel y mejor modulado; nada exige con
ma- yor insistencia que no nos dejemos llevar por la proliferación de
cualidades y de formas. Y, sin embargo, una mirada que no estu- viera armada
podría muy bien acercar algunas figuras semejantes y distinguir otras por razón
de tal o cual diferencia: de hecho, no exis- te, ni aun para la más ingenua de
las experiencias, ninguna seme- janza, ninguna distinción que no sea resultado
de una operación precisa y de la aplicación de un criterio previo. Un
"sistema de los elementos" —una definición de los segmentos sobre los
cuales po- drán aparecer las semejanzas y las diferencias, los tipos de variación
que podrán afectar tales segmentos, en fin, el umbral por encima del cual habrá
diferencia y por debajo del cual habrá similitud— es in- dispensable para el
establecimiento del orden más sencillo. El orden es, a la vez, lo que se da en
las cosas como su ley interior, la red secreta según la cual se miran en cierta
forma unas a otras, y lo que no existe a no ser a través de la reja de una
mirada, de una atención, de un lenguaje; y sólo en las casillas blancas de esta
tablero se ma- nifiesta en profundidad como ya estando ahí, esperando en
silencio el momento de ser enunciado.
Los códigos fundamentales de una cultura —los
que rigen su len- guaje, sus esquemas perceptivos, sus cambios, sus técnicas,
sus valo- res, la jerarquía de sus prácticas— fijan de antemano para
cada hom- bre los órdenes empíricos con los cuales tendrá algo que ver y dentro
de los que se reconocerá. En el otro extremo del pensamiento, las teorías científicas
o las interpretaciones de los filósofos explican por qué existe un orden en
general, a qué ley general obedece, qué prin- cipio puede dar cuenta de él, por qué razón se establece este
6 PREFACIO orden
y no aquel otro. Pero entre estas dos regiones tan distantes, reina un dominio que, debido a su papel de
intermediario, no es menos fundamental:
es más confuso, más oscuro y, sin duda, menos fácil de analizar.
Es ahí donde una cultura, librándose insensible- mente de los órdenes empíricos que le prescriben sus códigos
prima- rios, instaura una primera
distancia con relación a ellos, les hace perder su transparencia inicial, cesa de dejarse atravesar
pasivamente por ellos, se desprende
de sus poderes inmediatos e
invisibles, se libera lo suficiente
para darse cuenta de que estos órdenes
no son los únicos posibles ni los
mejores; de tal suerte que se encuentra
ante el hecho en bruto de que hay, por debajo de sus órdenes es- pontáneos, cosas que en sí mismas son
ordenables, que pertenecen a cierto
orden mudo, en suma, que hay un
orden. Es como si la cultura, librándose por una parte de sus rejas
lingüísticas, percepti- vas, prácticas, les aplicara una segunda reja que
las neutraliza, que, al duplicarlas, las hace aparecer a la vez que las
excluye, encontrán- dose así ante el ser en bruto del orden. En nombre de este
orden se critican y se invalidan parcialmente los códigos del lenguaje, de la
percepción, de la práctica. En el fondo de este orden, conside- rado como suelo
positivo, lucharán las teorías generales del ordena- miento de las cosas y las
interpretaciones que sugiere. Así, entre la mirada ya codificada y el
conocimiento reflexivo, existe una región media que entrega el orden en su ser
mismo: es allí donde aparece, según las culturas y según las épocas, continuo y
graduado o cortado y discontinuo, ligado al espacio o constituido en cada
momento por el empuje del tiempo, manifiesto en una tabla de variantes o defi-
nido por sistemas separados de coherencias, compuesto de semejanzas que se
siguen más y más cerca o se corresponden especularmente, organizado en torno a
diferencias que se cruzan, etc. Tanto que esta región "media", en la
medida en que manifiesta los modos de ser del orden, puede considerarse como la
más fundamental: anterior a las palabras, a las percepciones y a los gestos
que, según se dice, la traducen con mayor o menor exactitud o felicidad (por
ello, esta experiencia del orden, en su ser macizo y primero, desempeña siem-
pre un papel crítico); más sólida, más arcaica, menos dudosa, siem- pre más
"verdadera" que las teorías que intentan darle una forma explícita,
una aplicación exhaustiva o un fundamento filosófico. Así, existe en toda
cultura, entre el uso de lo que pudiéramos llamar los códigos ordenadores y las
reflexiones sobre orden, una experiencia desnuda del orden y sin modos de ser.
Lo que trata de analizar este estudio es
esta experiencia. Se trata de mostrar en qué ha podido convertirse, a
partir del siglo xvi, en una cultura como la nuestra: de qué manera,
remontando, como
PREFACIO
7
contra la corriente, el lenguaje tal como
era hablado, los seres natu- rales tal como eran percibidos y reunidos, los
cambios tal como eran practicados, ha manifestado nuestra cultura que hay
un orden y que a las modalidades de
este orden deben sus leyes los cambios, su re- gularida
d los seres vivos, su encadenamiento
y su valor representa- tivo las palabras; qué modalidades
del orden han sido reconocidas, puestas, anudadas con el espacio y el tiempo,
para formar el pedestal positivo de los conocimientos, tal como se despliegan en la gramá- tica y
en la filología, en la historia natural y en la biología, en el estudio de
las riquezas y en la economía política. Es evidente que tal análisis no dispensa de la historia de las ideas o
de las ciencias: es más bien un estudio que
se esfuerza por reencontrar aquello
a par- tir de lo cual han sido posibles conocimientos y teorías; según cuál
espacio de orden se ha constituido el
saber; sobre el fondo de qué a
priori histórico y en qué elemento de positividad han podido
apa- recer las ideas, constituirse las ciencias, reflexionarse
las experiencias en las filosofías, formarse las racionalidades para anularse y
desva- necerse quizá pronto. No se tratará de conocimientos descritos en su
progreso hacia una objetividad en la que, al fin, puede recono- cerse nuestra
ciencia actual; lo que se intentará sacar a luz es el campo epistemológico, la episteme
en la que los conocimientos, con- siderados fuera de cualquier criterio que
se refiera a su valor racio- nal o a sus formas objetivas, hunden su
positividad y "manifiestan así una historia que no es la de su perfección
creciente, sino la de sus condiciones de posibilidad; en este texto lo que debe
aparecer son, dentro del espacio del saber, las configuraciones que han dado
lugar a las diversas formas del conocimiento empírico. Más que una historia, en
el sentido tradicional de la palabra, se trata de una "ar- queología".1
Ahora bien, esta investigación arqueológica
muestra dos grandes discontinuidades en la episteme de la
cultura occidental: aquella con la que se inaugura la época clásica (hacia mediados del siglo
xvii) y aquella que, a principios
del xix, señala el umbral de nuestra mo- dernidad. El orden, a partir
del cual pensamos, no tiene el mismo modo de ser que el de los clásicos.
Tenemos la fuerte impresión de un movimiento casi ininterrumpido de la ratio
europea desde el Renacimiento hasta nuestros días, podemos pensar muy bien que
la clasificación de Linneo, más o menos arreglada, puede seguir go- zando en
general de cierta validez, que la teoría del valor de Con- dillac se encuentra
de nuevo por una parte en el marginalismo del siglo xix, que Keynes tenía una
clara conciencia de la afinidad de
1 Los problemas de método que plantea tal "arqueología"
serán examinados en una obra próxima.
8 PREFACIO sus propios análisis
con los de Cantillon, que el propósito de la Grammaire générale (tal
como la encontramos entre los autores de Port
-Royal o en Bauzée) no está tan alejado de
nuestra lingüística actual
—pero
toda esta casi continuidad al nivel de las ideas y de los tem
as
es sólo, sin duda alguna, un efecto superficial; al nivel de
la arqueología se ve que el sistema de
positividades ha cam- biado de manera total al pasar del
siglo xviii al xix. No se trata de que la razón haya hecho progresos, sino de que el modo de ser
de las cosas y el orden que, al repartirlas, las ofrece al saber se ha
alterado profundamente. Si la historia natural de Tournefort, de Linneo y de
Buffon está relacionada con algo que no sea ella misma, no lo está con la
biología, con la anatomía comparada de Cuvier o con el evolucionismo de Darwin,
sino con la gramática general de Bauzée, con el análisis de la moneda y de la
riqueza tal como se encuentra en Law, Veron de Fortbonnais o Turgot. Quizá sea
posible que los conocimientos se engendren, las ideas se transformen y actúen
unas sobre otras (pero ¿cómo? hasta ahora los historiadores no nos lo han
dicho); de cualquier manera, hay algo cierto: que la arqueología, al dirigirse
al espacio general del saber, a sus configuraciones y al modo de ser de las
cosas que allí aparecen, define los sistemas de simulta- neidad, lo mismo que
la serie de las mutaciones necesarias y sufi- cientes para circunscribir el
umbral de una nueva positividad.
De
este modo, el análisis ha podido mostrar la coherencia que ha
existido,
todo a lo largo de la época clásica, entre
la teoría de la representación y las del
lenguaje, de los órdenes naturales,
de la ri- queza y del valor. Es
esta configuración la que cambia por com- pleto a partir del siglo xix; desaparece la teoría de la representación como fundamento
general de todos los órdenes
posibles; se desva- nece el lenguaje en cuanto tabla espontánea
y cuadrícula primera de las cosas, como enlace indispensable
entre la representación y los seres; una historicidad profunda penetra en el corazón de las cosas, las aisla y las define en su coherencia
propia, les impone aque- llas formas del
orden implícitas en la continuidad del tiempo; el análisis de los
cambios y de la moneda cede su lugar al estudio de la producción, el del
organismo se adelanta a la investigación de los caracteres taxinómicos; pero,
sobre todo, el lenguaje pierde su lugar de privilegio y se convierte, a su vez,
en una figura de la historia coherente con la densidad de su pasado. Sin
embargo, a medida que las cosas se enrollan sobre sí mismas, sólo piden a su
devenir el prin- cipio de su inteligibilidad y abandonando el espacio de la
represen- tación, el hombre, a su vez, entra, por vez primera, en el campo del
saber occidental. Por extraño que parezca, el hombre —cuyo cono- cimiento es
considerado por los ingenuos como la más vieja busque-
PREFACIO 9 da desde Sócrates— es indudablemente sólo un
desgarrón en el orden de las cosas, en todo caso
una configuración trazada por la nueva disposición que ha tomado recientemente
en el saber. De ahí nacen todas las quim
eras
de los nuevos humanismos, todas las faci- lidades de una "antropología", entendida como reflexión
general, medio positiva, medio filosófica, sobre el hombre. Sin embargo, re-
conforta y tranquiliza el pensar que el hombre es sólo una inven- ción
reciente, una figura que no tiene ni dos siglos, un simple plie- gue en nuestro
saber y que desaparecerá en cuanto éste encuentre una forma nueva.
Puede verse que esta investigación responde un
poco, como un eco,
al proyecto de escribir una historia de la
locura en la época clásica; tiene las mismas
articulaciones en el tiempo, iniciándose a fines del Renacimiento para encontrar, al principio del siglo xix, el
umbral de una modernidad de la que aún
no hemos salido. En tanto que en una
historia de la locura se preguntaba
de qué manera podía una cultura plantear en forma maciza y general la diferenci
a
que la limita, aquí se trata de observar la manera en que experi- menta la proximidad
de las cosas, cuya tabla de parentescos esta- blece, lo mismo que el orden de
acuerdo con el cual hay que reco- rrerlas. Se trata, en suma, de una historia
de la semejanza: ¿en qué condiciones ha podido reflexionar el pensamiento clásico
las relacio- nes de similaridad o de equivalencia entre las cosas que fundamen-
tan y justifican las palabras, las clasificaciones, los cambios? ¿A par- tir de
qué a priori histórico ha sido posible definir el gran tablero de las
identidades claras y distintas que se establece sobre el fondo revuelto,
indefinido, sin rostro y como indiferente, de las diferencias? La historia de
la locura sería la historia de lo Otro —de lo que, para una cultura, es a la
vez interior y extraño y debe, por ello, excluirse (para conjurar un peligro
interior), pero encerrándolo (para reducir la alteridad); la historia del orden
de las cosas sería la historia de lo Mismo —de aquello que, para una cultura,
es a la vez disperso y apa- rente y debe, por ello, distinguirse mediante señales
y recogerse en las identidades.
Y si soñamos que la enfermedad es, a la vez, el
desorden, la peligrosa alteridad en el
cuerpo humano que llega hasta el
corazón mismo de la vida, pero también
un fenómeno natural que tiene sus regularidades, sus semejanzas y sus tipos,
veremos qué lugar podría ocupar una arqueología de la mirada médica. De la
experiencia lí- mite del Otro a las formas constitutivas del saber médico y de éste
al orden de las cosas y al pensamiento de lo Mismo, lo que se ofrece al análisis
arqueológico es todo el saber clásico o, más bien, ese um- bral que nos separa
del pensamiento clásico y constituye nuestra
10 PREFACIO modernidad. En este umbral apareció por vez
primera esa extraña figura del saber que llamamos el hombre y que ha abierto un
espa- cio propio a las ciencias humanas. Al tratar de sacar a la luz
este profundo desnivel de la cultura occidental, restituimos a nuestro suelo
silencioso e ingenuamente inmóvil sus rupturas, su inestabili- dad, sus fallas;
es él el que se inquieta de nuevo bajo nuestros pies.
UNO
CAPÍTULO
I
LAS MENINAS
I
El pintor está ligeramente alejado del cuadro.
Lanza una mirada sobre el modelo; quizá se trata de añadir un último toque,
pero tam- bién pue
de ser
que
no se haya dado aún la primera pincelada. El brazo que sostiene el pincel está
replegado sobre la izquierda, en dirección de la paleta; está, por un momento,
inmóvil entre la tela y los colores. Esta mano hábil depende de la vista; y la
vista, a su vez, descansa sobre el gesto suspendido. Entre la fina punta del
pincel y el acero de la mirada, el espectáculo va a desplegar su vo- lumen.
Pero no sin un sutil sistema de esquivos.
Tomando un poco de distancia, el pintor está
colocado al lado de la obra en la que tra- baja. Es decir que, para el
espectador que lo contempla ahora,
está a la derecha de su cuadro que, a
su vez, ocupa el extremo izquierdo. Con respecto a este mismo espectador,
el cuadro está vuelto de es- paldas;
sólo puede percibirse el reverso con el inmenso bastidor que lo sostiene. En cambio, el pintor es perfectamente visible
en toda su estatura; en todo caso no queda oculto por la alta tela
que, quizá, va a absorberlo dentro de un
momento, cuando, dando un paso hacia
ella, vuelva a su trabajo; sin duda, en este instante aparece
a los ojos del espectador, surgiendo de esta
especie de enorme caja virtual que proyecta hacia atrás la superficie que está
por pintar. Puede vérsele
ahora, en un momento de detención, en el centro neutro de esta oscilación. Su talle oscuro, su rostro claro
son medieros entre lo visible y lo invisible: surgiendo de esta tela que
se nos escapa, emerge ante nuestros ojos; pero cuando dé un paso hacia la dere-
cha, ocultándose a nuestra mirada, se encontrará colocado justo frente a la
tela que está pintando; entrará en esta región en la que su cuadro, descuidado
por un instante, va a hacerse visible para él sin sombras ni reticencias. Como
si el pintor no pudiera ser visto a la vez sobre el cuadro en el que se le
representa y ver aquel en el que se ocupa de representar algo. Reina en el
umbral de estas dos visibilidades incompatibles.
El pi
ntor
contempla, el rostro ligeramente vuelto y la cabeza in [13]
14 LAS MENINAS diñada hacia
el hombro. Fija un punto invisible, pero que nosotros, los espectadores, nos podemos asignar fácilmente
ya que este punto somos nosotros mismos: nuestro cuerpo, nuestro
rostro, nuestros ojos. Así, pues, el espectáculo que él contempla es dos veces
invisible; porque no está representado en el espacio del cuadro
y porque se sitúa justo en este punto ciego, en este recuadro esencial en
el que nuestra mirada se sustrae a nosotros mismos en el momento
en que la vemos. Y sin embargo, ¿cómo
podríamos evitar ver esta invisibi- lidad que está bajo nuestros ojos, ya que tiene en el cuadro mismo su equivalente sensible, su figura sellada? En efecto, podría
adivi- narse lo que el pintor ve, si fuera posible lanzar una mirada sobre la tela en la que trabaja; pero de ésta
sólo se percibe la trama, los montantes en la línea horizontal y, en la
vertical, el sostén oblicuo del caballete. El alto rectángulo monótono que
ocupa toda la parte izquierda del cuadro real y que figura el revés de la tela
represen- tada, restituye, bajo las especies de una superficie, la
invisibilidad en profundidad de lo que el artista contempla: este espacio en el
que estamos, que somos. Desde los ojos del pintor hasta lo que ve, está trazada
una línea imperiosa que no sabríamos evitar, nos- otros, los que contemplamos:
atraviesa el cuadro real y se reúne, delante de su superficie, en ese lugar
desde el que vemos al pintor que nos observa; este punteado nos alcanza
irremisiblemente y nos liga a la representación del cuadro.
En apariencia, este lugar es simple; es de pura reciprocidad:
ve- mos u
n cuadro desde el cual, a
su vez, nos contempla un pintor. No es sino un cara a cara, ojos que se sorprenden, miradas directas que, al cruzarse,
se superponen. Y, sin embargo, esta sutil línea de visibilidad implica a
su vez toda una compleja red de incertidum- bres, de cambios y de esquivos. El
pintor sólo dirige la mirada hacia nosotros en la medida en que nos encontramos
en el lugar de su objeto. Nosotros, los espectadores, somos una añadidura.
Acogidos bajo esta mirada, somos perseguidos por ella, remplazados por aque-
llo que siempre ha estado ahí delante de nosotros: el modelo mismo. Pero, a la
inversa, la mirada del pintor, dirigida más allá del cuadro al espacio que
tiene enfrente, acepta tantos modelos cuantos espec- tadores surgen; en este
lugar preciso, aunque indiferente, el contem- plador y el contemplado se
intercambian sin cesar. Ninguna mirada es estable o, mejor dicho, en el surco
neutro de la mirada que tras- pasa perpendicularmente la tela, el sujeto y el
objeto, el espectador y el modelo cambian su papel hasta el infinito. La gran
tela vuelta de la extrema izquierda del cuadro cumple aquí su segunda función:
obstinadamente invisible, impide que la relación de las miradas lle- gue nunca
a localizarse ni a establecerse definitivamente. La fijeza
LAS MENINAS 15 opaca que hace reinar en un extremo
convierte en algo siempre inestable el juego de metamorfosis
que se establece en el centro en- tre el espectador y el modelo. Por el hecho de que no vemos más que este revés, no sabemos quiénes somos ni lo que hacemos. ¿Ve-
mos o nos ven? En realidad el pintor fija un lugar que no cesa de cambiar
de un momento a otro: cambia de contenido, de forma, de rostro,
de identidad. Pero la inmovilidad atenta de sus ojos nos hace volver a
otra dirección que ya han seguido con frecuencia y que, muy pronto, sin duda alguna, seguirán de nuevo: la de la tela
inmóvil sobre la cual pinta, o quizá se ha pintado ya hace tiempo y para
siempre, un retrato que jamás se borrará. Tanto que la mi- rada soberana del
pintor impone un triángulo virtual, que define en su recorrido este cuadro de
un cuadro: en la cima —único punto visible— los ojos del artista; en la base, a
un lado, el sitio invisible del modelo, y del otro, la figura probablemente
esbozada sobre la tela vuelta.
En el momento en que colocan al espectador en
el campo de su visión, los
ojos del pintor lo apresan, lo obligan a
entrar en el cua- dro, le asignan un lugar a la vez privilegiado y
obligatorio, le toman su especie luminosa y visible y la proyectan
sobre la superficie inac- cesible de la tela vuelta.
Ve que su invisibilidad se vuelve visible para el pintor y es traspuesta a una imagen
definitivamente invisible para él mismo. Sorpresa que se multiplica y se hace a
la vez más inevitable aún por un
lazo marginal. En la extrema derecha,
el cua- dro recibe su luz de una ventana representada de acuerdo con una
perspectiva muy corta; no se ve más
que el marco; si bien el flujo de luz que derrama baña a la vez, con una misma generosidad, dos espacios vecinos,
entrecruzados, pero irreductibles: la superficie de la tela, con el
volumen que ella representa (es decir, el estudio del pintor o el salón en el
que ha instalado su caballete) y, delante de esta superficie, el volumen real
que ocupa el espectador (o aun el sitio irreal del modelo). Al recorrer la
pieza de derecha a izquierda, la amplia luz dorada lleva a la vez al espectador
hacia el pintor y al modelo hacia la tela; es ella también la que, al iluminar
al pintor, lo hace visible para el espectador, y hace brillar como otras tantas
líneas de oro a los ojos del modelo el marco de la tela enigmática en la que su
imagen, trasladada, va a quedar encerrada. Esta ven- tana extrema, parcial,
apenas indicada, libera una luz completa y mixta que sirve de lugar común a la
representación. Equilibra, al otro extremo del cuadro, la tela invisible: así
como ésta, dando la espalda a los espectadores, se repliega contra el cuadro
que la representa y forma, por la superposición de su revés, visible sobre la
superficie del cuadro portador, el lugar —inaccesible para nos-
16 LAS
MENINAS otros— donde cabrillea la Imagen por excelencia,
así también la ventana, pura abertura, instaura un espacio tan abierto como el
otro cerrado; tan común para el pintor, para los personajes, para los
mo- delos, para el espectador, cuanto el otro es solitario (ya que nadie lo
mira, ni aun el pintor). Por la derecha, se derrama por una ven-
tana invisible el volumen puro de una luz que hace visible toda la representación:
a la izquierda, se extiende, al otro
lado de su muy visible trama, la superficie que esquiva la representación que porta.
La luz, al inundar la escena (quiero
decir, tanto la pieza como la tela, la pieza representada sobre la tela
y la pieza en la que se halla colocada la tela), envuelve a los personajes y a
los espectadores y los lleva, bajo la mirada del pintor, hacia el lugar en el
que los va a representar su pincel. Pero este lugar nos es hurtado. Nos vemos
vistos por el pintor, hechos visibles a sus ojos por la misma luz que nos hace
verlo. Y en el momento en que vamos a apresarnos trans- critos por su mano,
como en un espejo, no podemos ver de éste más que el revés mate. El otro lado
de una psique.
Ahora bien, exactamente enfrente de los
espectadores —de nos- otros mismos—
sobre el muro que constituye el fondo de la pieza, el autor ha representado
una serie de cuadros; y he aquí que entre todas estas telas colgadas hay una que brilla con un resplandor sin-
gular. Su marco es más grande, más oscuro que el de las otras; sin
embargo, una fina línea blanca lo dobla
hacia el interior, difun- diendo
sobre toda su superficie una claridad difícil
de determinar; pues no viene de parte alguna, sino de un espacio que le
sería interior. En esta extraña claridad aparecen dos siluetas y sobre ellas,
un poco más atrás, una pesada cortina púrpura. Los otros cuadros sólo dejan ver
algunas manchas más pálidas en el límite de una oscuridad sin profundidad. Éste,
por el contrario, se abre a un espa- cio en retroceso donde formas reconocibles
se escalonan dentro de una claridad que sólo a ellas pertenece. Entre todos
estos elemen- tos, destinados a ofrecer representaciones, pero que las
impugnan, las hurtan, las esquivan por su posición o su distancia, sólo éste
funciona con toda honradez y deja ver lo que debe mostrar. A pesar de su
alejamiento, a pesar de la sombra que lo rodea. Pero es que no se trata de un
cuadro: es un espejo. En fin, ofrece este encanto del doble que rehusan tanto
las pinturas alejadas cuanto esa luz del pri- mer plano con la tela irónica.
De todas las representaciones que representa
el cuadro, es la única visible; pero nadie la ve. De pie al lado de su tela,
con la atención fija en su modelo, el pintor
no puede ver este espejo que brilla tan dulcemente detrás de él. Los otros personajes del cuadro están, en su
mayor parte, vueltos hacia lo que debe pasar delante —hacia la
LAS MENINAS 17 clara invisibilidad que bordea la tela,
hacia ese balcón de luz donde sus miradas ven a quienes les
ven, y no hacia esa cavidad sombría en la que se cierra la habitación donde están
representados. Es
ver- dad que algunas cabezas se
ofrecen de perfil: pero ninguna de ellas está lo suficientemente
vuelta para ver, al fondo de la pieza, este espejo desolado, pequeño rectángulo reluciente, que sólo
es visibili- dad, pero sin ninguna mirada que pueda apoderarse de ella,
hacerla actual y gozar del fruto, maduro de pronto, de su espectáculo.
Hay que reconocer que esta indiferencia
encuentra su igual en la suya. No refleja nada, en
efecto, de todo lo que se encuentra en el mismo espacio que él: ni al
pintor que le vuelve la espalda, ni a los personajes del centro de la habitación. En su clara profundidad, no ve
lo
visible. En la pintura holandesa,
era tradicional que los espejos representaran un papel de reduplicación:
repetían lo que se daba una primera vez en el cuadro, pero en
el interior de un espacio irreal, modificado, encogido, curvado. Se veía en él lo mismo que, en primera
instancia, en el cuadro, si bien descompuesto y recom- puesto según una ley
diferente. Aquí, el espejo no dice nada de lo que ya se ha dicho. Sin embargo,
su posición es poco más o menos central: su borde superior está exactamente
sobre la línea que parte en dos la altura del cuadro, ocupa sobre el muro del
fondo una posición media (cuando menos en la parte del muro que vemos); así,
pues, debería ser atravesado por las mismas líneas perspectivas que el cuadro
mismo; podría esperarse que en él se dispusieran un mismo estudio, un mismo
pintor, una misma tela según un espacio idéntico; podría ser el doble perfecto.
Ahora bien, no hace ver nada de lo que el
cuadro mismo repre- senta. Su
mirada inmóvil va a apresar lo
que está delante del cua- dro, en esta región necesariamente invisible
que forma la cara exte- rior, los personajes que ahí están dispuestos. En vez de volverse hacia los objetos visibles,
este espejo atraviesa todo el campo de la
repre- sentación, desentendiéndose de lo que ahí pudiera captar, y restituye la
visibilidad a lo que permanece más allá de toda mirada. Sin em- bargo, esta
invisibilidad que supera no es la de lo oculto: no mues- tra el contomo de un
obstáculo, no se desvía de la perspectiva, se dirige a lo que es invisible
tanto por la estructura del cuadro como por su existencia como pintura. Lo que
se refleja en él es lo que todos los personajes de la tela están por ver, si
dirigen la mirada de frente: es, pues, lo que se podría ver si la tela se
prolongara hacia adelante, descendiendo más abajo, hasta encerrar a los perso-
najes que sirven de modelo al pintor. Pero es también, por el hecho de que la
tela se detenga ahí, mostrando al pintor y a su estudio, lo que es exterior al
cuadro, en la medida en que es un cuadro, es
18 LAS MENINAS decir, un fragmento rectangular de líneas y de colores
encargado de representar algo a los ojos de
todo posible espectador. Al fondo de la habitación, ignorado por todos, el espejo inesperado hace res- plandecer
las figuras que mira el pintor (el pintor en su realidad representada, objetiva, de pintor en su trabajo);
pero también a las figuras que ven al pintor (en esta realidad material que
las líneas y los colores han
depositado sobre la tela). Estas dos figuras son igualmente inaccesibles la una que la otra, aunque de manera
dife- rente: la primera por un efecto de composición propio del cuadro; la
segunda por la ley que preside la
existencia misma de todo cua- dro en general. Aquí el juego de la
representación consiste en poner la una en lugar de la otra, en una superposición
inestable, a estas dos formas de invisibilidad —y en restituirlas también al
otro extre- mo del cuadro— a ese polo que es el representado más alto: el de
una profundidad de reflejo en el hueco de una profundidad del cua- dro. El
espejo asegura una metátesis de la visibilidad que hiere a la vez al espacio
representado en el cuadro y a su naturaleza de repre- sentación; permite ver,
en el centro de la tela, lo que por el cuadro es dos veces necesariamente
invisible.
Extraña manera
de aplicar, al pie de la letra, pero dándole vuel- ta, el
consejo que el viejo Pacheco dio, al parecer, a su alumno cuan- do éste
trabajaba en el estudio de Sevilla: "La imagen debe salir del
cuadro".
II
Pero quizá
ya es tiempo de dar nombre a esta imagen que aparece en el fondo
del espejo y que el pintor contempla delante del cua- dro. Quizá
sea mejor fijar de una buena vez la identidad de los personajes presentes o indicados, para no complicarnos al infinito entre estas designaciones flotantes, un poco abstractas,
siempre sus- ceptibles de equívocos y de desdoblamientos: "el
pintor", "los per- sonajes", "los modelos",
"los espectadores", "las imágenes". En vez de seguir sin cesar
un lenguaje fatalmente inadecuado a
lo visible, bastará con decir que Velázquez ha compuesto un cuadro; que en este
cuadro se ha representado a sí mismo,
en su estudio, o en un salón del Escorial, mientras pinta dos personajes
que la infanta Margarita viene a ver, rodeada de dueñas, de meninas, de
cortesanos y de enanos; que a este grupo pueden atribuírsele nombres muy pre-
cisos: la tradición reconoce aquí a doña María Agustina Sarmiento, allá a
Nieto, en el primer plano a Nicolaso Pertusato, el bufón ita- liano. Bastará
con añadir que los dos personajes que sirven de
LAS
MENINAS 19 modelos al pintor no son visibles cuando
menos directamente,
pero se les puede percibir en un espejo; y que
se trata, a no dudar, del rey Felipe IV y
de su esposa Mariana.
Estos nombres
propios serán útiles referencias, evitaran las desig- nacion
es ambiguas; en todo caso,
nos dirán qué es lo que ve el pintor y, con él,
la mayor parte de los personajes del cuadro. Pero la relación del lenguaje
con la pintura es una relación infinita. No
porque la palabra sea imperfecta y, frente a lo visible, tenga un défi- cit
que se empeñe en vano por recuperar. Son irreductibles uno a otra:
por bien que se diga lo que se ha
visto, lo visto no reside jamás en lo que se dice, y por bien que se quiera hacer ver, por medio de imágenes, de metáforas,
de comparaciones,
lo que se está diciendo, el lugar en el que ellas resplandecen no es el que
despliega la vista, sino el que definen las sucesiones de la sintaxis. Ahora
bien, en este juego, el nombre propio no es más que un artificio: permite señalar
con el dedo, es decir, pasar subrepticiamente del espacio del que se habla al
espacio que se contempla, es decir, encerrarlos uno en otro con toda comodidad,
como si fueran mutuamente adecuados. Pero si se quiere mantener abierta la
relación entre el lenguaje y lo visible, si se quiere hablar no en contra de su
incompatibilidad sino a partir de ella, de tal modo que se quede lo más cerca
posible del uno y del otro, es necesario borrar los nombres propios y mantener-
se en lo infinito de la tarea. Quizá por mediación de este lenguaje gris, anónimo,
siempre meticuloso y repetitivo por ser demasiado amplio, encenderá la pintura,
poco a poco, sus luces.
Así, pues,
será necesario pretender que no sabemos quién se re- fleja
en
el fondo del espejo, e
interrogar este reflejo al nivel mismo de su existencia.
Por lo pronto, se trata del revés de la gran
tela representada a la izquierda. El revés o, mejor
dicho, el derecho ya que muestra de frente
lo que ésta oculta por su posición. Además, se opone a la ventana y la refuerza. Al igual que ella, es un
lugar común en el cuadro y en lo que éste tiene de exterior. Pero la ventana
opera por el movimiento continuo de una efusión que, de derecha a iz-
quierda, reúne a los personajes
atentos, al pintor, al cuadro, con el espectáculo que contemplan;
el espejo, por un movimiento violen- to, instantáneo, de pura sorpresa,
va a buscar delante del cuadro lo que se contempla, pero que no es visible,
para hacerlo visible, en el término de la profundidad ficticia, si bien sigue
indiferente a to- das las miradas. El punteado imperioso que se traza entre el
reflejo y lo que refleja, corta perpendicularmente el flujo lateral de luz. Por
último —se trata de la tercera función de este espejo—, está junto a una puerta
que se abre, como él, en el muro del fondo. Recorta
20 LAS MENINAS así un
rectángulo claro cuya luz mate no se expande por el cuarto. No sería sino un aplanamiento dorado si no estuviera ahuecado ha- cía el exterior, por un batiente tallado,
la curva de una cortina y la sombra de varios escalones. Allí
empieza un corredor; pero en vez de perderse en la oscuridad, se
disipa en un estallido amarillo en el que la luz, sin entrar, se arremolina y reposa en sí misma. Sobre este fondo, a la vez cercano y sin límites, un hombre destaca
su alta silueta; está visto de perfil; en una mano sostiene el peso de una
col- gadura; sus pies están colocados en dos escalones diferentes; tiene una rodilla flexionada. Quizá va a
entrar en el cuarto; quizá se li-
mita a observar lo que pasa en el interior, satisfecho de ver sin ser
visto. Lo mismo que el espejo, fija el envés de la escena: y no menos
que al espejo, nadie le presta atención. No se sabe de dónde viene; se puede suponer que, siguiendo los
inciertos corredores, ha llegado
al
cuarto en el que están reunidos los personajes
y donde trabaja el pintor; pudiera ser que él también estuviera, hace un
momento, en la parte delantera de la escena, en la región
invisible que contem- plan todos los ojos del cuadro. Lo mismo que las imágenes
que se perciben en el fondo del espejo, sería posible que él fuera un emisa- rio de este espacio evidente y
oculto. Hay, sin embargo, una dife- rencia: él está allí en carne y
hueso; surge de fuera, en el umbral del aire representado; es indudable —no un
reflejo probable, sino una irrupción. El espejo, al hacer ver, más allá de los
muros del estudio, lo que sucede ante el cuadro, hace oscilar, en su dimensión
sagital, el interior y el exterior. Con un pie sobre el escalón y el cuerpo por
completo de perfil, el visitante ambiguo entra y sale a la vez, en un balanceo
inmóvil. Repite en su lugar, si bien en la realidad som- bría de su cuerpo, el
movimiento instantáneo de las imágenes que atraviesan la habitación, penetran
en el espejo, reflejándose en él y surgen de nuevo como especies visibles,
nuevas e idénticas. Pálidas, minúsculas, las siluetas del espejo son recusadas
por la alta y sólida estatura del hombre que surge en el marco de la puerta.
Pero es
necesario descender de nuevo del fondo del cuadro y pa- sar a
la
parte anterior de
la escena; es necesario abandonar este con- torno cuya voluta
acaba de recorrerse. Si partimos de la mirada del pintor que, a la izquierda, constituye una especie de centro
despla- zado, se percibe en seguida el revés de la tela, después los
cuadros expuestos, con el espejo en el centro, más allá la puerta abierta,
nuevos cuadros, cuya perspectiva, muy aguda, no permite ver sino el espesor de
los marcos, por último, a la extrema derecha, la ven- tana o, mejor dicho, la
abertura por la que se derrama la luz. Esta concha en forma de hélice ofrece
todo el ciclo de la representación: la mirada, la paleta y el pincel, la tela
limpia de señales (son los
LAS MENINAS 21 instrumentos
materiales de la representación), los cuadros, los refle- jos, el hombre real (la representación
acabada, pero libre al parecer de los
contenidos ilusorios o verdaderos que se le yuxtaponen); des- pués la
representación se anula: no se ve más que los cuadros y esta luz que los baña desde el exterior y que éstos, a su vez,
deberían reconstituir en su especie propia como si viniera de otra parte, atra-
vesando sus marcos de madera oscura. Y, en efecto, se ve esta luz sobre el
cuadro que parece surgir en el intersticio del marco; y de ahí alcanza la
frente, las mejillas, los ojos, la mirada del pintor que tiene en una mano la
paleta y en la otra el extremo del pincel... De esta manera se cierra la voluta
o, mejor dicho, por obra de esta luz, se abre.
Esta
abertura no es, como la del fondo, una puerta que se ha abierto;
es el largo mismo del cuadro y las miradas que allí ocurren no son las de un
visitante
lejano. El friso que ocupa el primer y el segundo plano del cuadro representa —si incluimos al pintor— ocho personajes. De ellos, cinco miran la perpendicular del cuadro,
con la cabeza más o menos inclinada, vuelta o ladeada. El centro del grupo es ocupado por la pequeña infanta, con su amplio vestido gris y rosa. La princesa vuelve la
cabeza hacia la derecha del cuadro, en tanto que su torso y el guardainfante
del vestido van ligeramente hacia la izquierda; pero la mirada se dirige rectamente
en dirección del espectador que se encuentra de cara al cuadro. Una línea media
que dividiera al cuadro en dos secciones iguales, pasaría entre los
ojos de la niña. Su rostro está a un tercio de la altura total del cuadro.
Tanto que, a no dudarlo, reside allí el tema principal de la composición;
el objeto mismo de esta pintura. Como para probarlo y subrayarlo aún más, el autor ha recurrido a una
figura tradicional: a un lado del personaje central, ha colocado otro,
de rodillas, que lo contempla. Como un donante en oración, como el Ángel que
saluda a la Virgen, una doncella, de rodillas, tiende las manos hacia la prin-
cesa. Su rostro se recorta en un perfil perfecto. Está a la altura del de la niña.
La dueña mira a la princesa y sólo a ella. Un poco más a la derecha, otra
menina, vuelta también hacia la infanta, ligera- mente inclinada sobre ella,
dirige empero los ojos hacia adelante, al punto al que ya miran el pintor y la
princesa. Por último, dos gru- pos de dos personajes cada uno: el primero,
retirado, el otro, for- mado por enanos, en el primer plano. En cada una de
estas pare- jas, un personaje ve de frente y el otro a la derecha o a la
izquierda. Por su posición y por su talla, estos dos grupos se corresponden y
forman un duplicado: atrás, los cortesanos (la mujer, a la izquierda, ve hacia
la derecha); adelante, los enanos (el niño que está en la extrema derecha ve
hacia el interior del cuadro). Este conjunto de
22 LAS MENINAS personajes, así dispuesto, puede formar, según que se
preste aten- ción al cuadro o al centro de
referencia que se haya elegido, dos figuras.
La primera sería una gran X; en el punto superior izquierdo estaría la mirada del pintor, y a la derecha, la del
cortesano; en la punta inferior, del lado izquierdo, estaría la esquina de la
tela repre- sentada del revés (más
exactamente, el pie del caballete); al lado derecho, el enano
(con el zapato
sobre el lomo del
peno). En el cruce de estas dos líneas, en el centro de la X, estaría
la mirada de la infanta. La otra figura sería más bien una amplia curva: sus
dos limites estarían determinados por el pintor, a la izquierda, y el cortesano
de la derecha —extremidades altas y distantes—; la con- cavidad, mucho más
cercana, coincidiría con el rostro de la princesa y con la mirada que la dueña
le dirige. Esta línea traza un tazón que, a la vez, encierra y separa, en el
centro del cuadro, la coloca- ción del espejo.
Así, pues,
hay dos centros que pueden organizar el cuadro, según que la
atención del espectador revolotee y se detenga aquí o allá.
La princesa está de pie en el
centro de una cruz de San Andrés que
gira en torno a ella, con el
torbellino de los cortesanos, las meninas, los animales y los bufones. Pero este eje está
congelado. Congelado por un espectáculo que sería absolutamente
invisible si sus mismos personajes,
repentinamente inmóviles, no ofrecieran, como en la con- cavidad de una copa, la posibilidad de ver en
el fondo del espejo el imprevisto doble de su contemplación. En el sentido de la
pro- fundidad, la princesa está superpuesta al espejo; en el de la
altura, es el reflejo el que está superpuesto al rostro. Pero la
perspectiva los hace vecinos uno del otro. Así, pues, de cada uno de ellos sale
una línea inevitable; la nacida del espejo atraviesa todo el espesor
representado (y hasta algo más, ya que el espejo horada el muro del fondo y
hace nacer, tras él, otro espacio); la otra es más corta; viene de la mirada de
la niña y sólo atraviesa el primer plano. Es- tas dos líneas sagitales son
convergentes, de acuerdo con un ángulo muy agudo, y su punto de encuentro,
saliendo de la tela, se fija ante el cuadro, más o menos en el lugar en el que
nosotros lo ve- mos. Es un punto dudoso, ya que no lo vemos; punto inevitable y
perfectamente definido, sin embargo, ya que está prescrito por las dos figuras
maestras y confirmado además por otros punteados adya- centes que nacen del
cuadro y escapan también de él.
En última instancia, ¿qué hay en este lugar perfectamente
inac- cesible, ya que está fuera del cuadro, pero exigido por
todas las líneas de su composición? ¿Cuál
es el espectáculo, cuáles son los rostros que se reflejan primero en las
pupilas de la infanta, después en las de los cortesanos y el pintor y, por último,
en la lejana claridad del
LAS
MENINAS 23 espejo? Pero también la pregunta se
desdobla: el rostro que
refleja el espejo y también el que lo contempla; lo que ven todos los perso- najes del cuadro, son también los
personajes a cuyo
s ojos se ofrecen como
una escena que contemplar. El cuadro en su totalidad ve una escena para la cual él es a su vez
una escena. Reciprocidad pura que manifiesta el espejo que ve y es visto
y cuyos dos momen- tos se desatan en los dos ángulos del cuadro: a la
izquierda, la tela vuelta, por la cual el punto exterior se convierte en espectáculo
puro; a la da echa, el perro echado, único elemento del cuadro que no ve ni se
mueve; porque no está hecho, con sus grandes relieves y la luz que juega sobre
su piel sedosa, sino para ser objeto que ver.
Una primera ojeada al cuadro nos ha hecho saber de qué está
hecho este espectáculo a la vista. Son los soberanos. Se les adivina ya
en la mirada respetuosa de la
asistencia, en el asombro de la niña y los enanos. Se les reconoce,
en el extremo del cuadro, en las dos pequeñas siluetas que el espejo refleja. En medio de todos estos rostros
atentos, de todos estos cuerpos
engalanados, son la más pá- lida, la más irreal, la más comprometida
de todas las imágenes: un movimiento, un poco de luz bastaría para hacerlos desvanecerse. De todos estos
personajes representados, son también los más descuida- dos, porque
nadie presta atención a ese reflejo que se desliza detrás de todo el mundo y se
introduce silenciosamente por un espacio insospechado; en la medida en que son
visibles, son la forma más frágil y más alejada de toda realidad. A la inversa,
en la medida en que, residiendo fuera del cuadro, están retirados en una
invisibi- lidad esencial, ordenan en torno suyo toda la representación; es a
ellos a quienes se da la cara, es hacia ellos hacia donde se vuelve, es a sus
ojos a los que se presenta la princesa con su traje de fiesta; de la tela
vuelta a la infanta y de ésta al enano que juega en la extrema derecha, se
traza una curva (o, mejor dicho, se abre la rama inferior de la X) para ordenar
a su vista toda la disposición del cua- dro y hacer aparecer así el verdadero
centro de la composición, al que están sometidos en última instancia la mirada
de la niña y la imagen del espejo.
Este
centro es, en la anécdota, simbólicamente soberano ya que está ocupado por el rey Felipe IV y su esposa. Pero,
sobre todo, lo es por la triple función que ocupa en relación con el
cuadro. En él vienen a superponerse con toda exactitud la mirada del modelo en
el momento en que se la pinta, la del espectador que contempla la escena y la
del pintor en el momento en que compone su cuadro (no el representado, sino el
que está delante de nosotros y del cual hablamos). Estas tres funciones
"de vista" se confunden en un punto exterior al cuadro: es decir,
ideal en relación con lo represen-
24 LAS MENINAS tado, pero perfectamente
real ya que a partir de él se hace posible la representación. En esta
realidad misma, no puede ser en modo alguno invisible. Y, sin embargo, esta realidad es proyectada al in- terior del
cuadro —proyectada y difractada en tres
figuras que co- rresponden a las tres funciones de este punto ideal y
real. Son: a la izquierda, el pintor con su paleta en la mano (autorretrato del
autor del cuadro); a la derecha el visitante, con un pie en el escalón, dis-
puesto a entrar en la habitación; toma al revés toda la escena, pero ve de
frente a la pareja real, que es el espectáculo mismo; por fin, en el centro, el
reflejo del rey y de la reina, engalanados, inmó- viles, en la actitud de
modelos pacientes.
Reflejo que muestra
ingenuamente, y en la sombra, lo que todo el mundo
contempla en el primer plano. Restituye, como por un
encantamiento, lo que falta a esta
vista: a la del pintor, el modelo que recopia
allá abajo sobre el cuadro su doble
representado; a la del rey, su
retrato que se realiza sobre el verso de la tela y que él no puede
percibir desde su lugar; a la del espectador, el centro real de la escena,
cuyo lugar ha tomado como por
fractura. Bien puede ser que esta
generosidad del espejo sea ficticia;
quizá oculta tanto como manifiesta o
más aún. El lugar donde domina el
rey con su esposa es también
el del artista y el espectador: en el fondo del espejo podría aparecer —debería
aparecer—el rostro anónimo del que pasa y el de Velázquez. Porque la función de
este reflejo es atraer al interior del cuadro lo que le es íntimamente extraño:
la mirada que lo ha ordenado y aquella para la cual se despliega. Pero, por
estar presentes en el cuadro, a derecha e izquierda, el artista y el visitante
no pueden alojarse en el espejo: así como el rey aparece en el fondo del espejo
en la medida misma en que no pertenece al cuadro.
En la gran voluta que recorre el perímetro
del estudio, desde la mirada del pintor, con la paleta y la mano detenidas,
hasta los cua- dros terminados, nace la
representación, se cumple para deshacerse de nuevo en la luz; el ciclo es perfecto. Por el contrario, las líneas que
atraviesan la profundidad del cuadro están
incompletas; falta a todas ellas una
parte de su trayecto. Esta laguna se debe a la ausen- cia del rey —ausencia que
es un artificio del pintor. Pero este arti- ficio recubre y señala un vacío inmediato: el del pintor y el
espec- tador cuando miran o componen el cuadro. Quizá, en este cuadro
como en toda representación en la que, por así decirlo, se manifieste una
esencia, la invisibilidad profunda de lo que se ve es solidaria de la
invisibilidad de quien ve —a pesar de los espejos, de los refle- jos, de las
imitaciones, de los retratos. En torno a la escena se han depositado los signos
y las formas sucesivas de la representación;
LAS MENINAS 25 pero la
doble relación de la representación con su modelo y con su soberano, con su autor como aquel a quien se hace la
ofrenda, tal representación se interrumpe necesariamente. Jamás puede estar pre- sente sin
residuos, aunque sea en una representación
que se dará a sí misma como espectáculo. En la profundidad que atraviesa la tela, forma
una concavidad ficticia y la proyecta ante sí misma, no es
posible que la felicidad pura de la
imagen ofrezca jamás a plena luz al maestro que representa y al soberano
al que se representa.
Quizá haya, en este cuadro de Velázquez, una
representación de la representación clásica y la
definición del espacio que ella abre. En efecto, intenta representar todos sus elementos, con sus imáge- nes, las
miradas a las que se ofrece, los
rostros que hace visibles, los gesto
s que la
hacen nacer. Pero allí, en esta dispersión que aquélla recoge y despliega en
conjunto, se señala imperiosamente, por do- quier, un vacío esencial:
la desaparición necesaria de lo que la fun- damenta —de aquel a quien se
asemeja y de aquel a cuyos ojos no es sino semejanza. Este sujeto mismo —que es
el mismo— ha sido suprimido. Y libre al fin de esta relación que la encadenaba,
la re- presentación puede darse como pura representación.
CAPÍTULO
II
LA PROSA DEL MUNDO
1. LAS CUATRO SIMILITUDES
Hasta
fines del siglo xvi, la semejanza ha desempeñado un papel constructivo en el saber de la cultura occidental. En
gran parte, fue ella la que guió la exégesis e interpretación de los
textos; la que organizó el juego de los símbolos, permitió el conocimiento de
las cosas visibles e invisibles,
dirigió el arte de representarlas. El mundo se enrollaba sobre sí
mismo: la tierra repetía el cielo, los rostros se reflejaban en las
estrellas y la hierba ocultaba en sus tallos los secre- tos que servían al
hombre. La pintura imitaba el espacio. Y la re- presentación —ya fuera fiesta o
saber— se daba como repetición: teatro de la vida o espejo del mundo, he ahí el
título de cualquier lenguaje, su manera de anunciarse y de formular su derecho
a hablar.
Es
necesario que nos detengamos un poco en este momento del tiempo
en
el que la semejanza va a desligarse de su pertenencia al saber y desaparecerá,
cuando menos en parte, del horizonte
del cono- cimiento. ¿Cómo se pensaba la similitud a fines del siglo xvi o aun a
principios del xvii? ¿Cómo podía organizar las figuras del saber? Si es
verdad que las cosas que se asemejaban eran infinitas ¿podemos, cuando menos,
establecer las formas según las cuales po- dían llegar a ser semejantes unas a
otras?
La trama
semántica de la semejanza en el siglo xvi es muy rica: Amicitia,
Aequalitas (contractus, consensus,
matrimonium, societas, pax et similia),
Consonantia, Concertus,
Continuum, Paritas, Pro- porfío, Similitudo,
Conjuctio, Copula.1 Existen, desde luego, muchas
otras nociones que se entrecruzan en la superficie del pensamien- to, se
superponen, se refuerzan o se limitan. Por el momento, bas- tará con indicar
las figuras principales que prescriben sus articula- ciones al saber de la
semejanza. Hay cuatro que son, con toda certeza, esenciales.
Por lo
pronto, la convenientia. A decir verdad, la vecindad de los lugares se encuentra designada con más fuerza por esta palabra que la similitud. Son "convenientes" las
cosas que, acercándose una a otra, se unen, sus bordes se tocan, sus franjas se
mezclan, la extre-
1 P. Grégoire, Syntaxeon
artis mirabilis, Colonia, 1610, p. 28. [26]
LAS CUATRO SIMILITUDES 27 midad de una traza el principio de la otra. Así, se comunica el movi-
miento, las influencias y las pasiones, lo mismo que las propiedades.
De manera que aparece una semejanza en esta bisagra de las cosas.
Doble desde que se trata de aclararla: semejanza del lugar, del sitio en el que la naturaleza ha puesto las dos
cosas, por lo tanto, simi- litud de
propiedades; ya que en este continente natural que es el mundo, la vecindad
no es una relación exterior entre las cosas, sino el signo de un parentesco oscuro cuando menos. Además, de este contacto nacen por cambio nuevas semejanzas; se impone
un régi- men común; a la similitud, en cuanto razón sorda de la vecindad,
se superpone una semejanza que es el efecto visible de la proximidad. Por ejemplo, el alma y el cuerpo son
dos veces convenientes: ha sido necesario que el pecado hiciera del alma
algo denso, pesado y terres- tre para que Dios la pusiera en lo más hondo de la
materia. Pero, por esta vecindad, el alma recibe los movimientos del cuerpo y
se asimila a él, en tanto que "el cuerpo se altera y se corrompe por las
pasiones del alma".2 Dentro de la amplia sintaxis del mundo, los
diferentes seres se ajustan unos a otros; la planta se comunica con la bestia,
la tierra con el mar, el hombre con todo lo que lo rodea. La semejanza impone
vecindades que, a su vez, aseguran semejan- zas. El lugar y la similitud se
enmarañan: se ve musgo sobre las conchas, plantas en la cornamenta de los
ciervos, especie de hierba sobre el rostro de los hombres; y el extraño zoófito
yuxtapone, mez- clándolas, las propiedades que lo hacen semejante tanto a la
planta como al animal.3 Otros tantos signos de conveniencia.
La convenientia
es una semejanza ligada al espacio en la forma de
"cerca y más cerca". Pertenece al
orden de la conjunción y del ajuste. Por ello, pertenece menos a las
cosas mismas que al mundo en el que ellas
se encuentran. El mundo es la "conveniencia" uni- versal de las
cosas; en el agua hay tantos peces como en la tierra animales u objetos
producidos por la naturaleza o por los hombres (¿acaso no existen peces
que se llaman Episcopus, otros Catena, otros Priapus?); en
el agua y en la tierra tantos seres como en el cielo, a los cuales responden;
en fin, en todo lo creado hay tantos como los que podríamos encontrar
eminentemente contenidos en Dios. "Sem- brador de la Existencia, del
Poder, del Conocimiento y del Amor." * Así, por el encadenamiento de la
semejanza y del espacio, por la fuerza de esta conveniencia que avecina lo
semejante y asimila lo cer- cano, el mundo forma una cadena consigo mismo. En
cada punto
2 G. Porta, De humana physiognomia, 1583; trad.
francesa, La Physionomie humaine, 1655,
p. 1.
3 U. Aldrovandi,
Monstrorum historia, Bolonia, 1647, p. 663. 4 T. Campanella, Realis philosophia, Frankfurt,
1623, p. 98.
28 LA
PROSA DEL MUNDO de contacto comienza y termina un anillo que
se asemeja al ante- rior y se asemeja al
siguiente; y las similitudes se persiguen de circulo en círculo, reteniendo
los extremos en su distancia (Dios y la Ma- teria), acercándolos
de manera que la voluntad del Todopoderoso penetre hasta los rincones mas adormecidos. En un texto de su Magia natural, Porta
evoca esta cadena inmensa, tensa y vibrante, esta cuerda de la
conveniencia: "Por lo que se
refiere a su vegeta- ción, la planta conviene con la bestia bruta y, por el sentimiento, el
animal brutal con el hombre que se conforma con el resto de los astros por su
inteligencia; este enlace procede con tanta propiedad que parece una cuerda
tendida desde la primera causa hasta las cosas bajas e ínfimas, por un enlace
recíproco y continuo; de tal suerte que la virtud superior al expandir sus
rayos vendrá al punto en que si se toca una extremidad de ella, temblará y hará
mover al resto".5
La segunda forma de similitud es la aemulatio: una
especie de conveniencia que estaría libre de la ley del lugar y
jugaría, inmóvil, en la distancia. Un poco como si la connivencia espacial se hubiera roto y
los eslabones de la cadena, separados, reprodujeran sus círcu- los,
lejos unos de otros, según una semejanza
sin contacto. Hay en la emulación algo del reflejo y del espejo; por
medio de ella se res- ponden las cosas dispersas a través del mundo.
De lejos, el rostro es el émulo del cielo y así como la
mente del hombre
refleja, imper- fectamente, la sabiduría de Dios, así los
dos ojos, con su claridad limitada, reflejan la gran iluminación que hacen
resplandecer, en el cielo, el sol y la luna; la boca es Venus, ya que por ella
pasan los besos y las palabras de amor; la nariz nos entrega una imagen mi- núscula
del cetro de Júpiter y del caduceo de Mercurio.6 Por medio de esta relación de emulación, las
cosas pueden imitarse de un cabo a otro del universo sin encadenamiento ni
proximidad: por su redu- plicación especular, el mundo abóle la distancia que
le es propia; triunfa así sobre el lugar que le es dado a cada cosa. ¿Cuáles
son los primeros de estos reflejos que recorren el espacio? ¿Dónde está la rea-
lidad y dónde la imagen proyectada? Con frecuencia resulta imposi- ble decirlo,
pues la emulación es una especie de gemelidad natural de las cosas; nace de un
pliegue del ser cuyos dos lados, de inme- diato, se enfrentan. Paracelso
compara este desdoblamiento funda- metal del mundo con la imagen de dos gemelos
"que se asemejan
5 G.
Porta, Magiae naturalis, 1589, trad. francesa, Magie naturelle. Ruán,
1650, p. 22.
6 U. Aldrovandi, Monstrorum historia,
p. 3.
LAS CUATRO
SIMILITUDES 29 de modo perfecto, sin que sea posible a persona alguna decir cuál ha dado al
otro su similitud".7
Sin embargo,
la emulación deja inertes, una frente a otra, las dos
figuras reflejadas que opone. Sucede que
una sea la más débil y acoja la fuerte influencia de la que se refleja en su espejo pasivo. ¿Acaso
no imprimen las estrellas sobre las hierbas de la tierra, cuyo modelo sin cambio son, la forma
inalterable, y sobre las cuales les ha sido dado verter secretamente toda la dinastía de sus influencias? La tierra
sombría es el espejo del cielo
sembrado, pero en esta justa los dos rivales no tienen un valor ni una
dignidad iguales. Los claros de la hierba reproducen, sin violencia, la forma
pura del cielo: "Las estrellas —dice Crollius— son la matriz de todas las
hierbas de la tierra y cada estrella del cielo es sólo la prefiguración
espiritual de una hierba, tal como la representa, de tal manera que cada hierba
o planta es una estrella terrestre que mira al cielo, del mismo modo que cada
estrella es una planta celeste en forma espiritual, que sólo es diferente por su
materia de las terrestres... las plantas y las hierbas celestes se vuelven
hacia el lado de la tierra y miran a las hierbas que han procreado, insuflándoles
alguna virtud particular.
Pero
sucede también que la justa permanece abierta y que
el tran- quilo espejo no refleja más que la imagen de "dos soldados
irritados". Ahora, la similitud
se convierte en el combate de una forma contra otra —o, mejor dicho, de
una misma forma separada de sí por el peso de la materia o la distancia de
los lugares. El hombre de Para- cdso está, como el firmamento, "constelado
de astros"; pero no le está ligado como "el ladrón a las galeras, el asesino al potro, el pez al pescador,
el animal a quien le da caza".
Pertenece al firmamento del hombre el ser "libre y poderoso",
"no obedecer orden alguno", "no estar regido por ninguna de las
otras criaturas". Su cielo inte- rior puede ser autónomo y reposar sólo en
sí mismo, a condición de que por su sabiduría, que es también saber, llegue a
ser semejante al orden del mundo, lo retome en sí y equilibre así en su
firmamento interno aquel en el que centellean las estrellas verdaderas. Así,
pues, esta sabiduría del espejo comprenderá a su vez al mundo en el que estaba
colocada; su gran anillo girará hasta el fondo del cielo y más allá; el hombre
descubrirá que él contiene "las estrellas en el inte- rior de sí mismo...
y que lleva así al firmamento con todas sus in- fluencias".9
7 Paracelso,
Liber Paramirum, 1559; trad. francesa de Grillot de Givry, París, 1913.
p. 3.
8 Crollius,
Tractatus novus de signaturis rerum internis, 1608; trad. francesa,
Traité des signatures, Lyon, 1624, p. 18.
9 Paracelso, loc. cit.
30 LA PROSA DEL MUNDO Así,
pues, la emulación se da primero bajo la forma de un simple
reflejo, furtivo y lejano; recorre en
silencio los espacios del mundo. Pero la distancia que atraviesa no queda
anulada por su sutil metá- fora; permanece abierta para la visibilidad. En este duelo,
las dos figuras que se enfrentan se
amparan una a otra. Lo semejante com- prende a lo semejante que, a su
vez, lo rodea y que quizá será de nuevo comprendido por una duplicación que
tiene el poder de pro- seguir al infinito. Los anillos de emulación no forman
una cadena como los elementos de la conveniencia: son más bien círculos con- céntricos,
reflejados y rivales.
La tercera forma de similitud es la analogía.
Viejo concepto fa- miliar ya a la ciencia griega y al pensamiento medieval,
pero cuyo
uso ha llegado a ser probablemente
diferente. En esta analogía se superponen la convenientia y la aemulatio.
Al igual que ésta, ase- gura el maravilloso enfrentamiento de las
semejanzas a través del espacio; pero habla, como aquélla, de ajustes, de ligas y de juntura. Su poder es inmenso,
pues
las similitudes de las que trata no son las visibles y
macizas de las cosas mismas; basta con que sean las semejanzas
más sutiles de las relaciones. Así aligerada, puede ofrecer,
a partir de un mismo punto, un número infinito de parentescos. Por ejemplo, la relación de los astros con el cielo
en el que centellean se encuentra de
nuevo así: de la hierba a la tierra, de los vivientes al globo que habitan, de los minerales y los diamantes
a las rocas en las que están enterrados, de los órganos de los sentidos
al rostro que animan, de las manchas de la piel al cuerpo que marcan en
secreto. Una analogía puede también volverse sobre sí misma sin ser, por ello,
impugnada. La vieja analogía de la planta y el animal (el vegetal es un animal
que está de cabeza, con la boca —o sea las raíces— hundida en la tierra) no es
criticada ni borrada por Cesal- pino; por el contrario la refuerza, la
multiplica por sí misma, al des- cubrir que la planta es un animal erguido,
cuyos principios nutritivos suben del fondo hacia la cima, a lo largo de un
tallo que se extiende como un cuerpo y termina en una cabeza —rama, flores,
hojas: rela- ción inversa, pero no contradictoria, con la primera analogía que
pone "la raíz en la parte inferior de la planta, el tallo en la parte
superior, porque entre los animales, la red venosa empieza también en la parte
inferior del vientre y la vena principal sube hacia el cora- zón y la
cabeza".10
Tanto esta reversibilidad como esta
polivalencia dan a la analo- gía un campo universal de
aplicación. Por medio de ella, pueden relacionarse todas las figuras del
mundo. Sin embargo, existe en este espacio surcado en todas direcciones, un
punto privilegiado: está
10 Cesalpino, De plantis libri xvi,
1583.
LAS CUATRO SIMILITUDES 31 saturado
de analogías (cada una puede encontrar allí su punto de apoyo) y, pasando por él, las relaciones se invierten sin alterarse. Este punto
es el hombre; está en proporción con el cielo, y también con los animales y las plantas, lo mismo que con la
tierra, los meta- les, las estalactitas o las tormentas. Erguido entre las
faces del mun- do, tienen relación
con el firmamento (su rostro es a su cuerpo lo que la faz del cielo al éter; su pulso palpita en sus venas como los astros circulan según sus vías propias; las siete aberturas
forman en su rostro lo que son los siete planetas del cielo); pero equilibra
todas estas relaciones y se las
reencuentra, similares, en la analogía del ani- mal humano con la tierra en que
habita: su carne es gleba; sus
huesos, rocas; sus venas, grandes ríos; su vejiga, el mar y sus siete miembros principales, los siete metales que se ocultan en el fondo
de las minas.11 El cuerpo del hombre es siempre la mitad
posible de un atlas universal. Sabemos que Pierre Belon trazó, hasta el más mí-
nimo detalle, la primera lámina comparativa del esqueleto humano y el de las
aves: se ve ahí "el alón llamado apéndice que está en proporción en el
ala, en lugar del pulgar de la mano; la extremidad del alón que es como los
dedos en nosotros...; los huesos dados por patas a las aves corresponden a
nuestro talón; así como nosotros tene- mos cuatro dedos menores en el pie, las
aves tienen cuatro dedos, de los cuales el de atrás se da en proporción, como
el dedo gordo en nosotros".12 Toda esta precisión sólo
puede ser anatomía com- parada para quien la ve armado con los conocimientos
del siglo xix. Sucede que la reja a través de la cual dejamos llegar hasta
nuestro saber las figuras de la semejanza, corta de nuevo en este punto (y casi
sólo en él) lo que había dispuesto sobre las cosas el saber del siglo xvi.
Pero, a decir verdad, la descripción de
Belon no hace sino des- tacar la positividad que la ha hecho posible en su época.
No es ni más científica ni más racional
que la observación de Aldrovandi cuando compara las partes bajas del hombre con los lugares infectos del mundo,
con el infierno, con sus tinieblas, con los
condenados que son como los excrementos del Universo;13 pertenece a la
misma cosmografía analógica que la comparación, clásica en la época
de Crollius, entre la apoplegía y la tempestad: ésta empieza cuando el aire se
hace pesado y se agita, la crisis en el momento en el que los pensamientos se
hacen pesados, inquietos; después las nubes se haci- nan, el vientre se hincha,
la tormenta estalla y la vejiga se rompe; los rayos fulminan en tanto que los
ojos brillan con un fulgor terrible,
11 Crollius, Tractatus de
signaturis, trad. francesa cit., p. 88.
1 2 P. Belon, Histoire de la nature des oiseaux, París,
1555, p. 37.
13 Aldrovandi, Monstrorum
historia, p. 4.
32 LA
PROSA DEL MUNDO cae la lluvia, la boca espumea, los relámpagos
se desencadenan en tanto que los espíritus hacen
estallar la piel; pero he aquí que el tiempo aclara de nuevo y la razón
se restablece en el enfermo.14 El
es
pacio de
las analogías es,
en el fondo, un espacio de irradiación. Por todas partes, el hombre
se preocupa por sí mismo; pero, a la inversa, este mismo hombre trasmite las
semejanzas que él recibe del mundo. Es el gran foco de las proporciones —el
centro en el que vienen a apoyarse las relaciones y de donde son reflejadas de
nuevo.
Por último, la cuarta forma de semejanza queda
asegurada por el juego de las simpatías. Aquí no existe ningún
camino determina- do de antemano, ninguna distancia está supuesta, ningún
encadena- miento prescrito.
La simpatía juega en estado libre en las profundi-
dades del mundo. Recorre en un instante los más vastos espacios: del planeta al hombre regido por él, cae la simpatía de lejos como un rayo; por el contrarío puede
nacer de un solo contacto —como
"estas rosas de duelo que servirán para las exequias",
que, por su sola cer- canía a la muerte, harán que toda persona que respire su perfume
se sienta "triste y agonizante" 15 Pero su poder es tan
grande que no se contenta con surgir de un
contacto único y con recorrer los espacios;
suscita el movimiento de las cosas en el mundo y provoca los acercamientos más
distantes. Es el principio de la movilidad: atrae lo pesado, hacia la pesantez del suelo y lo ligero
hacia el éter sin peso; lleva las raíces hacia el agua y hace girar, con
la curva del sol, a la gran flor amarilla del girasol. Es más, al atraer unas
cosas hacia las otras por un movimiento exterior y visible, suscita secreta-
mente un movimiento interior —un desplazamiento de cualidades que se relevan
unas a otras; el fuego, por ser cálido y ligero, se eleva en el aire hacia el
cual se enderezan incansablemente sus llamas; pero pierde su propia sequedad (que
lo emparienta con la tierra) y adquiere así una humedad (que lo liga al agua y
al aire); desaparece después en un ligero vapor, en humo blanco, en nube: se ha
con- vertido en aire. La simpatía es un ejemplo de lo Mismo tan fuerte y tan
apremiante que no se contenta con ser una de las formas de lo semejante; tiene
el peligroso poder de asimilar, de hacer las cosas idénticas unas a
otras, de mezclarlas, de hacerlas desaparecer en su individualidad —así, pues,
de hacerlas extrañas a lo que eran. La simpatía transforma. Altera, pero
siguiendo la dirección de lo idén- tico, de tal manera que si no se nivelara su
poder, el mundo se redu- ciría a un punto, a una masa homogénea, a la melancólica
figura de lo Mismo: todas sus partes tenderían unas a otras y se comunicarían
14 Crollius, Tractatus de
signaturis, trad. francesa cit., p. 87. 15 C. Porta, Magiae
naturalis, trad. francesa cit., p. 72.
LAS CUATRO SIMILITUDES 3? entre
sí sin ruptura ni distancia, como las cadenas
de metal, suspen- didas por simpatía del atractivo de un solo imán.19
Por ello, la simpatía es compensada por su
figura gemela, la anti- patía. Ésta mantiene a las cosas en su aislamiento e
impide la asi- milación; encierra cada
especie en su diferencia obstinada y su pro- pensión a perseverar en lo que
es: "Es cosa bien sabida que existe odio entre las plantas... se dice que
el olivo y la vid odian a la col; el pepino huye del olivo... Si se
sobreentiende que se cruzan por el calor del sol y el humor de la tierra, es
necesario que todo árbol opaco y espeso sea pernicioso para los otros, lo mismo que el que tiene mucha raíz".17 Así, hasta el infinito, a través del tiempo, los seres
del mundo se odian y mantienen su feroz apetito en contra de toda simpatía.
"La rata de la India es
perniciosa para el cocodrilo, pues Naturaleza se lo ha dado por enemigo;
de tal modo que cuando el feroz se goza al sol, le tiende una trampa con
sagacidad mortal; dándose cuenta de que el cocodrilo, adormecido en su deleite,
duer- me con el hocico abierto, se mete por allí y se cuela por el largo
gaznate hasta el vientre, cuyas entrañas roe y sale al fin por el vien- tre de
la bestia muerta." Pero, a su vez, todos los enemigos de la rata la
acechan: ya que está en discordia con la araña y "comba- tiendo muchas
veces con el áspid, muere". Por medio de este juego de la antipatía que
las dispersa, a la vez que las atrae al combate, las convierte en asesinas y
las expone a su vez a la muerte, sucede que las cosas, las bestias y todas las
figuras del mundo Siguen siendo lo que son.
La identidad de la cosa, el hecho de que
puedan asemejarse a las otras y aproximarse a ellas, pero sin engullirlas y conservando
su sin- gulari
dad —es el balance continuo de la simpatía y
la antipatía que le corresponde. Explica que las cosas se crucen, se desarrollen, se
mezclen, desaparezcan, mueran y se recobren indefinidamente; en suma, que haya
un espacio (que, sin embargo, no carece de referen- cia ni de repetición, de
puerto de similitud) y un tiempo (que, sin embargo, permite reaparecer
indefinidamente las mismas figuras, las mismas especies, los mismos elementos).
"Por mucho que de suyo los cuatro cuerpos (agua, aire, fuego y tierra)
sean simples y tengan sus cualidades distintas, dado que el Creador ordenó que
los cuerpos elementales estén compuestos de elementos mezclados, tal es la razón
por la que sus conveniencias y discordancias son notables, lo que se conoce por
sus cualidades. El elemento del fuego es cálido y seco; tiene por la tanto antipatía
hacia los del agua que es fría y húmeda.
16 Id., ibid., p. 72.
17 J. Cardano, De subtilitate
rerum, 1552; trad. francesa, De la subtilité,
París, 1656, p. 154.
34 LA PROSA DEL MUNDO El
aire es cálido y húmedo, la tierra fría es seca, es la antipatía.
Para hacerlos concordar, el aire ha sido puesto entre el fuego y el agua, el agua entre la tierra y el
aire. En tanto que el aire es cálido, avecinda bien con el fuego y su humedad
se acomoda a la del agua. De nuevo, dado que su humedad es templada, modera el calor del fuego y recibe ayuda
de él, como por otra parte, por su calor mediocre, entibia la frialdad húmeda
del agua. La humedad del agua es calen- tada por el calor del aire y alivia la
fría sequedad de la tierra." 18 La soberanía de la pareja
simpatía-antipatía, el movimiento y la disper- sión que prescribe, dan lugar a
todas las formas de la semejanza. De este modo, se retoman y explican las tres
primeras similitudes. Todo el volumen del mundo, todas las vecindades de la
conveniencia, to- dos los ecos de la emulación, todos los encadenamientos de la
ana- logía, son sostenidos, mantenidos y duplicados por este espacio de la
simpatía y de la antipatía que no cesa de acercar las cosas y de tenerlas a
distancia. Por medio de este juego, el mundo permanece idéntico; las semejanzas
siguen siendo lo que son y asemejándose.
Lo mismo sigue lo mismo, encerrado en sí
mismo.
2. LAS SIGNATURAS
Sin embargo, el sistema no e
stá cenado. Queda una abertura, por la que
todo el juego de semejanza corre el riesgo de escaparse a sí mismo, o de
permanecer en la noche, si no fuera porque una nueva figura de la similitud
viene a acabar el círculo —a hacerlo, a la vez, perfecto y manifiesto.
Convenientia, aemulatio, analogía y sympathia nos dicen cómo ha de replegarse
el mundo sobre sí mismo, duplicarse, reflejarse o encadenarse,
para que las cosas puedan asemejarse. Nos dicen cuáles son los caminos
de la similitud y por dónde pasan; no dónde está ni cómo se la ve, ni por qué marca se la reconoce. Ahora
bien, podría suceder que atravesáramos
toda esta maravillosa abundancia de semejanzas, sin sospechar
que ha sido preparada desde hace largo tiempo por el orden del mundo y
para nuestro mayor bienestar. Para saber que el acónito cura nuestras
enfermedades de los ojos o que la nuez triturada en espíritu de vino sana
nuestros dolores de cabeza, es necesario una marca que nos lo advierta: sin
ella este secreto se- guiría indefinidamente su sueño. ¿Se hubiera sabido
alguna vez que entre un hombre y su planeta hay una relación de gemelidad o de
combate, si no hubiera en su cuerpo y entre las líneas de su rostro la señal de
que es rival de Marte o está emparentado con Saturno?
18 S. G. S., Annotations au Grand Miroir du
Monde de Duchesne, p. 498.
LAS SIGNATURAS
3
5
Es necesario que las similitudes ocultas se
señalen en la superficie de
las cosas; es
necesaria una marca visible de las analogías invisi- bles. ¿Acaso
no es toda semejanza, a la vez, lo más manifiesto y lo más oculto? En efecto,
no está compuesta de pedazos yuxtapuestos —unos idénticos, otros diferentes: es
de un solo golpe, una similitud que se ve o que no se ve. Carecería pues de
criterio, si no hubiera en ella —o por encima o a un lado— un elemento de
decisión que transforma su centelleo dudoso en clara certidumbre.
No hay semejanza sin signatura. El mundo de lo similar sólo puede ser un mundo marcado. "No es la voluntad de Dios —dice
Paracelso— que permanezca oculto lo
que £1 ha creado para bene- ficio del
hombre y le ha dado... Y aun si
hubiera ocultado ciertas cosas, nada ha dejado sin signos
exteriores y visibles por marcas es-
peciales —del mismo modo que un
hombre que ha enterrado un tesoro señala
el lugar a fin de poder volver a encontrarlo." 19 El co- nocer las
similitudes se basa en el registro cuidadoso de estas signa- turas y en su
desciframiento. Es inútil detenerse
en la corteza de las plantas para conocer su naturaleza; es necesario
ir directamente a sus marcas —"a la sombra e imagen de Dios que ellas portan o a la virtud interna que les ha sido
conferida por el cielo como un don
natural... virtud, afirmo, que se reconoce mejor por la signatura".20 El
sistema de signaturas invierte la relación de lo visible con lo invi- sible. La
semejanza era la forma invisible de lo que, en el fondo del mundo, hacía que
las cosas fueran visibles; sin embargo, para que esta forma salga a su vez a la
luz, es necesaria una figura visible que la saque de su profunda invisibilidad.
Por esto, el rostro del mundo está cubierto de blasones, de caracteres, de
cifras, de pala- bras oscuras —de "jeroglíficos", según decía Turner.
Y el espacio de las semejanzas inmediatas se convierte en un gran libro
abierto; está plagado de grafismos; todo a lo largo de la página se ven figuras
extrañas que se entrecruzan y, a veces, se repiten. Lo único que hay que hacer
es descifrarlas: "¿No es verdad, acaso, que todas las hier- bas, plantas, árboles
y demás que provienen de las entrañas de la tierra son otros tantos libros y
signos mágicos?"21 El gran espejo tranquilo en cuyo fondo se
miran las cosas y se envían, una a otra, sus imágenes, está en realidad
rumoroso de palabras. Los reflejos mudos son duplicados por las palabras que
los indican. Y gracias a una última forma de semejanza que implica todas las
demás y las encierra en un círculo único, el mundo puede compararse a un hom-
19
Paracelso. Die 9 Bücher der Natura Rerum, Oeuvres, ed.
Suhdorff, ... ix p 393.
20 Crollius
Tractatus de signaturis, trad. francesa cit., p. 4.
21 Id., ibid, p.
36 LA PROSA DEL MUNDO bre que habla: "así como los movimientos secretos
de su entendi- miento se manifiestan por la voz, así parece que las hierbas
hablan al médico curioso por medio de su signatura, descubriéndole...
sus virtudes interiores ocultas bajo el velo del silencio de la
naturaleza".22
Pero es
necesario detenernos un poco sobre est
e lenguaje mismo. Sobre los signos de los que
está formado. Sobre la manera en que estos signos remiten a aquello que
indican.
Hay una
simpatía entre el acónito y los ojos. Esta afinidad im- previst
a permanecería en las sombras, si no hubiera sobre la planta una
signatura, una marca, algo así como una palabra que dice que ella es
buena para las enfermedades de los ojos. Este signo es perfec- tamente legible
en sus granos: son pequeños globos oscuros engar- zados en películas blancas
que figuran, poco más o menos, lo que los párpados son respecto a los ojos.23 Lo mismo puede decirse de la afinidad entre la
nuez y la cabeza; lo que cura "los dolores del peri- cráneo"
es la espesa corteza verde que descansa sobre los huesos —sobre la cáscara— de
la fruta: pero los males interiores de la ca- beza son prevenidos por el núcleo
mismo "que muestra enteramente el cerebro".24 El signo de la afinidad, lo que la hace
visible, es sen- cillamente la analogía; la cifra de la simpatía reside en la
proporción.
Pero la
proporción misma, ¿qué signatura llevará para que sea posible reconocerla? ¿Cómo podría saberse que las rayas de la
mano o las líneas de la frente esbozan
sobre el cuerpo humano las inclina- ciones, los accidentes
o los obstáculos de la gran tela de la vida? Sólo porque la simpatía
hace que el cuerpo y el cielo se comuniquen y trasmite los movimientos de los planetas a las aventuras de los
hom- bres. Sólo también porque la
brevedad de una línea refleja la ima- gen simple de una vida corta, el cruce de dos pliegues, el encuentro
de un obstáculo, el movimiento ascendente de una arruga, el ascenso de
un hombre hacia el éxito. La anchura es signo de riqueza e im- portancia; la
continuidad señala la fortuna, la discontinuidad, el in- fortunio.25 La gran analogía entre el cuerpo y el destino
está señalada por todo el sistema de espejos y de atractivos. Son las simpatías
y las emulaciones las que señalan las analogías.
En cuanto a
la emulación, puede reconocérsela en la analogía: los ojos
son estrellas puesto que esparcen luz sobre los rostros como los astros en la
oscuridad y porque los ciegos están en el mundo como los clarividentes en lo más
sombrío de la noche. También pue- de reconocérsela en la conveniencia: se sabe,
a partir de los griegos,
222 Id., ibid., p. 6.
3 Id., i bid., p. 33.
24 Id., ibid., pp. 33-4.
25 J. Cardano, M etoposcopia, ed. de 1658, pp. I I I -V II I.
LAS
SIGNATURAS 37 que los animales fuertes y valientes tienen
la extremidad de los miem- bros ancha y bien
desarrollada, como si su vigor se comunicara a las partes más lejanas de su cuerpo.
De la misma manera, el rostro y la
mano del hombre tienen semejanza con
el alma a la que están unidos. Así,
pues, el reconocimiento de las similitudes más visibles se hace
sobre el fondo de un descubrimiento
que es el de la conve- niencia de las cosas entre sí. Y si se piensa
ahora que la convenien- cia no está definida siempre por una localización
actual, sino que muchos seres que se convienen entre sí están separados (como
sucede entre la enfermedad y su remedio, entre el hombre y sus astros, en- tre
la planta y la tierra de la que necesita), se requiere de nuevo un signo de la
conveniencia. Ahora bien, ¿qué otra señal hay de que dos cosas están
encadenadas entre sí, de no ser que se atraigan recí- procamente, como el sol a
la flor del girasol o como el agua al retoño del pepino,26 sino que hay afinidad y como simpatía entre
ellas?
De este modo
se cierra el círculo. Se advierte, sin embargo, por medio
de qué sistema de duplicaciones. Las semejanzas exigen
una signatura, ya que ninguna de ellas podría ser notada si no estuviera
marcada de manera legibl
e.
Pero ¿cuáles son estos signos? ¿En qué se reconoce, entre
todos los
aspectos
del mundo y tantas figuras que se entrecruzan, que hay un carácter en el que conviene detener- se, porque
indica una semejanza secreta y esencial? ¿Qué forma cons- tituye el signo en su
singular valor de signo? —La semejanza. Sig- nifica algo en la medida en
que tiene semejanza con lo que indica (es decir, una similitud). No
obstante, no señala una homología; pues su ser claro y distinto de
signatura se borraría en el rostro cuyo signo es; es otra semejanza,
una similitud vecina y de otro tipo que sirve para reconocer la primera, pero
que es revelada, a su vez, por una tercera. Toda semejanza recibe una
signatura; pero ésta no es sino una forma medianera de la misma semejanza.
Tanto que el con- junto de marcas hace deslizar, sobre el círculo de las
similitudes, un segundo círculo que duplicaría exactamente y punto por punto al
primero, si no fuera porque este pequeño desplazamiento hace que el signo de la
simpatía resida en la analogía, el de la analogía en la emulación, el de la
emulación en la conveniencia, que requiere a su vez, para ser reconocida, la señal
de la simpatía... La signatura y lo que designa son exactamente de la misma
naturaleza; sólo obedecen a una ley de distribución diferente, el corte es el
mismo.
La forma designante y la forma designada son
semejanzas, pero vecinas. Sin duda por ello la semejanza, en el saber del
siglo xvi, es lo más universal que hay; a la vez que lo más visible,
aunque, sin
28 Bacon, Historia naturalis,
trad. francesa, Histoire naturelle, 1631, p. 221.
38 LA
PROSA DEL MUNDO embargo, hay
que descubrirlo, po
r ser lo más oculto; lo que deter- mina
la forma del conocimiento (ya que sólo se conoce siguiendo los caminos de la
similitud) y lo que garantiza la riqueza de su con- tenido (ya que, desde que
se advierten los signos y se considera lo que indican, se saca a luz y se
permite que la Semejanza misma cen- tellee con su propia luz).
Llamamos hermenéutica
al conjunto de conocimientos y técni- cas que
permiten que los signos hablen y nos descubran sus sentidos;
llamamos semiología al conjunto de conocimientos y técnicas que
permiten saber dónde están los signos, definir lo que los hace ser signos,
conocer sus ligas y las leyes de su encadenamiento: el siglo xvi
superpuso la semiología y la hermenéutica en la forma de la simili- tud. Buscar el
sentido es sacar a luz
lo que se asemeja. Buscar la ley de los signos es descubrir
las cosas semejantes. La gramática de los seres es su exégesis.
Y el lenguaje que hablan no dice nada más que la sintaxis que los liga. La
naturaleza de las cosas, su coexistencia, el encadenamiento que las une
y por el cual se comunican, no es dife- rente a su semejanza. Y ésta sólo
aparece en la red de los signos que, de un cabo a otro, recorre todo el mundo.
La "naturaleza" es tomada en el mínimo espesor que conserva, una
debajo de la otra, a la semiología y la hermenéutica; no es misteriosa ni está
velada, sólo se ofrece al conocimiento, que desvía algunas veces, en la me-
dida en que esta superposición conlleva un ligero desplazamiento de las
semejanzas. De golpe, la reja no es clara; la transparencia está enturbiada
desde el primer carteo. Un espacio sombrío aparece y es necesario aclararlo
progresivamente. Allí está la "naturaleza" y es eso lo que es
necesario emplear para conocerla. Todo sería inmediato y evidente si la hermenéutica
de la semejanza y la semiología de las signaturas coincidieran sin la menor
oscilación. Pero, dado que hay una ranura entre las similitudes que forman
grafismos y las que for- man discursos, el saber y su labor infinita reciben allí
el espacio que les es propio: tienen que surcar esta distancia yendo, por un
zigzagueo indefinido, de lo semejante a lo que le es semejante.
3. LOS LÍMITES DEL MUNDO
Tal es, en un esbozo muy general, la episteme
del siglo xvi. Esta configuración implica un cierto número de consecuencias.
Por de pronto, el carácter a la vez pictórico y absolutamente
po- bre de este saber. Pictórico que ya es ilimitado. La semejanza no
permanece jamás estable en sí misma; sólo se la fija cuando se la remite a otra
similitud que, a su vez, llama otras nuevas; de suerte
LOS
LIMITES DEL MUNDO 39 que cada semejanza no vale sino por la acumulación
de todas las demás y debe recorrerse el mundo entero para qu
e
la menor de las analogías quede justificada y aparezca al
fin como cierta.
Es pues un saber que podrá, que deberá, proceder por acumulación
infinita de confirmaciones que se llaman unas a otras. Y por ello, desde sus fundamentos, este saber
será arenoso. La única forma posible de enlace entre los elementos del saber es
la suma. De aquí, las inmen- sas columnas, de aquí su monotonía. Al poner como
enlace entre el signo y lo que indica la semejanza (a la vez tercera potencia y
poder único, ya que habita de la misma manera la marca y el con- tenido), el
saber del siglo xvi se condenó a no conocer nunca sino la misma cosa y a no
conocerla sino al término, jamás alcanzado, de un recorrido indefinido.
Y aquí funciona la categoría, tan ilustre, del
microcosmos. Esta vieja noción fue reanimada, sin duda, a través de la Edad
Media y desde el principio del Renacimiento, por una cierta tradición neopla- tónica. Pero acabó por desempeñar
un papel fundamental en el saber durante el siglo xvi. Poco impo
rta
que sea o no, como se decía, una visión del mundo o Weltanschauung.
De hecho tiene una o más bien dos funciones
muy precisas en la configuración epistemológica de
esta época. Como categoría del
pensamiento aplica a todos los dominios de la naturaleza
el juego de las semejanzas duplicadas; ga- rantiza a la
investigación que cada cosa encontrará, en una escala mayor, su espejo y
su certidumbre macrocósmica; afirma en cambio que el orden visible
de las esferas más altas vendrá a
reflejarse en la profundidad más oscura de la tierra. Pero, entendida
como configu- ración general de la naturaleza, pone límites reales y,
por así decirlo, tangibles al avance incansable de las similitudes que se
relacionan. Indica que existe un gran mundo y que su perímetro traza el límite
de todas las cosas creadas; que en el otro extremo, existe una criatura
privilegiada que reproduce, dentro de sus restringidas dimensiones, el orden
inmenso del cielo, de los astros, de las montañas, de los ríos y de las
tormentas; y que, entre los límites efectivos de esta analogía constitutiva, se
despliega el juego de las semejanzas. Por este hecho mismo, la distancia del
microcosmos al macrocosmos, a pesar de ser inmensa, no es infinita; los seres
que allí moran pueden ser nume- rosísimos, pero al final podrá contárselos; y,
en consecuencia, las simi- litudes que, por el juego de los signos que exigen,
se apoyan siempre unas en otras, no corren el riesgo de escaparse
indefinidamente. Tie- nen, para apoyarse y reforzarse, un dominio perfectamente
cerrado. La naturaleza, en tanto juego de signos y de semejanzas, se encierra
en sí misma según la figura duplicada del cosmos.
Ahora bien, hay que cuidarse de invertir las
relaciones. Sin duda
40 LA PROSA DEL MUNDO alguna,
la idea del microcosmos es, según se dice, "importante" en el siglo xvi;
entre todas las formulaciones que una encuesta podría recoger, sería probablemente
una de las más frecuentes. Pero no se trata de hacer aquí un estudio
de las opiniones que sólo un análisis estadístico del material escrito
permitiría llevar a cabo. Si, por el contrario, se interroga al saber del siglo xvi en su nivel arqueológico —es decir, en lo que lo ha hecho posible—, aparecen las relaciones entre
el macrocosmos y el microcosmos como
un simple efecto super- ficial. No
se pusieron a investigar todas las analogías del mundo por- que creyeran en
tales relaciones. Sino que en el corazón mismo del saber había una
necesidad: a justar la infinita
riqueza de una seme- janza introducida como tercera entre los signos y
su sentido, y la monotonía impuesta por el corte mismo de la semejanza a lo signi- ficante y a lo que éste
designaba. En una episteme en
la que signos y similitudes se enroscan recíprocamente en una voluta que carece de fin, era necesario que se pensara en la relación entre microcosmos y macrocosmos como
garantía de este saber y término de su efusión. Debido a esta misma necesidad, este saber debía acoger, a la vez,
y en el mismo plan, la magia y la erudición.
Nos parece que los co- nocimientos
del siglo xvi constaban de una mezcla inestable de saber racional, de nociones derivadas de prácticas mágicas
y de toda una herencia cultural cuyo redescubrimiento en los textos
antiguos había multiplicado los poderes de autoridad. Así concebida, la ciencia
de esta época parece dotada de una débil estructura; no sería más que el lugar
liberal de una confrontación entre la fidelidad a los Anti- guos, el gusto por
lo maravilloso y una atención ya despertada sobre esta racionalidad soberana en
la que nos reconocemos. Y esta época trilobada se reflejaría en el espejo de
cada obra y de cada espíritu compartido... De hecho, el saber del siglo xvi no
sufre por una in- suficiencia de estructura. Por el contrario, hemos visto cuan
meticu- losas son las configuraciones que definen su espacio. Este rigor es el
que impone la relación entre la magia y la erudición —no como con- tenidos
aceptados, sino como formas requeridas. El mundo está cu- bierto de signos que
es necesario descifrar y estos signos, que revelan semejanzas y afinidades, sólo
son formas de la similitud. Así, pues, conocer será interpretar: pasar de la
marca visible a lo que se dice a través de día y que, sin ella, permanecería
como palabra muda, adormecida entre las cosas. "Nosotros, los hombres,
descubrimos todo lo que está oculto en las montañas por medio de signos y de
correspondencias exteriores; así, encontramos todas las propiedades de las
hierbas y todo lo que está en las piedras. Nada hay en la pro- fundidad de los
mares, nada en las alturas del firmamento que el hombre no sea capaz de
descubrir. No hay montaña tan vasta que
LOS
LIMITES DEL MUNDO 41 esconda a la mirada del hombre lo que contiene;
esto le es revelado por los signos correspondientes." 27 La adivinación no es una forma concurrente del conocimiento; forma parte de este mismo. Ahora bien, estos signos que se interpretan no designan lo oculto en la me- dida en que se le asemejan; y no se actuará
sobre las marcas sin operar, al mismo tiempo, sobre lo que ellas indican en secreto. Por eso las plantas que
representan la cabeza, los ojo
s, el corazón o el hígado tienen eficacia
sobre un órgano; por eso las bestias mismas son sensibles a las
marcas que las designan. "Dime, pues —pide Pa- racelso— ¿por qué
la serpiente en Helvecia, Algoria, Suecia, comprende las palabras griegas osy, osya, osy? ... ¿en qué academia las han aprendido
para que, apenas oída la palabra, vuelvan de inmediato la cola a
fin de no oírla de nuevo? Tan pronto
como han oído la palabra, a pesar de su naturaleza y de su espíritu, permanecen inmó- viles y
no envenenan a nadie con su picadura ponzoñosa." Y no hay que decir que
esto se debe tan sólo al efecto del ruido de las palabras pronunciadas:
"Si escribes, en tiempo favorable, estas solas palabras sobre vitela,
pergamino, papel y las impones a la serpiente, ésta per- manecerá tan inmóvil
como si las hubieras articulado en voz alta." El propósito de las
"magias naturales" que ocupa una gran parte del fin del siglo xvi y
se encuentra hasta mediados del siglo xvii, no es un efecto residual en la
conciencia europea; ha sido resucitado —como dice expresamente Campanella28— y por motivos
contemporáneos: porque la configuración fundamental del saber remite las marcas
y las similitudes unas a otras. La forma mágica era inherente a la manera de
conocer.
E igualmente sucede con la erudición: ya que, en el
tesoro que nos ha trasmitido la Antigüedad, el lenguaje vale como
signo de las cosas. No existe diferencia alguna entre
estas marcas visibles que Dios ha depositado sobre la superficie de la
tierra, a fin de hacernos conocer sus secretos interiores, y las palabras
legibles que la Escritura o los sabios de la Antigüedad, iluminados por una
luz divina, han depositado en los libros
salvados por la tradición. La relación
con los textos tiene la misma
naturaleza que la relación con las cosas;
aquí como allí, lo que importa son los signos. Pero Dios, a fin de ejercitar
nuestra sabiduría, ha sembrado la naturaleza sólo de figuras que hay que
descifrar (en este sentido, el conocimiento debe ser di- vinatio), en
tanto que los antiguos dieron ya interpretaciones que sólo tenemos que recoger.
Que sólo tendríamos que recoger, si no fuera necesario aprender su idioma, leer
sus textos, comprender lo que han dicho. La herencia de la Antigüedad es, como
la naturaleza
27 Paracelso, Archidoxis magica, 1559;
trad. francesa, 1909, pp. 21-3. 18 T.
Campanella, De sensu rerum el magia, Frankfurt, 1620.
42 LA PROSA DEL MUNDO misma, un amplio
espacio que hay que interpretar; aquí como allí, es necesario destacar
los signos y hacerlos hablar poco a poco. En otras palabras, Divinatio y Eruditio son una misma hermenéutica. Que, sin embargo, se
desarrolla, según figuras semejantes, en dos niveles distintos: la una va de la marca muda a la cosa misma (y hace hablar a la naturaleza); la otra va del grafismo inmóvil a la palabra
clara (devuelve la vida a los lenguajes dormidos). Pero así como los signos naturales están ligados a lo
que indican por la profunda rela- ción de semejanza, así los discursos de los
antiguos son la imagen de lo que enuncian; si tienen para nosotros el valor de
un signo es porque, en el fondo de su ser, y por la luz que no deja de atrave-
sarlos desde su nacimiento, se ajustan a las cosas mismas, en forma de espejo y
de emulación; son con respecto a la verdad eterna lo que estos signos a los
secretos de la naturaleza (son la marca por descifrar de esta palabra); tienen,
con las cosas que develan, una afinidad in- terporal. Así, pues, es inútil
exigirles su título de autoridad; son un tesoro de signos ligados por similitud
a lo que pueden designar. La única diferencia es que se trata de un tesoro de segundo
grado que nos remite a las notas de la naturaleza que indican oscuramente el
oro fino de las cosas mismas. La verdad de todas estas marcas —sea que
traspasen la naturaleza o que se alineen sobre los pergaminos o en las
bibliotecas— es siempre la misma: tan arcaica como la ins- titución de Dios.
Entre las marcas y las palabras no existe la
diferencia de la ob- servación y la autoridad aceptada, o de lo verificable y
la tradición.
Por doquier existe un mismo juego, el del
signo y lo similar y por ello la naturaleza y el verbo pueden
entrecruzarse infinitamente, for- mando, para quien sabe leer, un gran texto único.
4. LA
ESCTUTURA DE LAS COSAS
En el siglo xvi, el lenguaje real no es un
conjunto de signos inde- pendientes, uniforme y liso en el que las cosas vendrían
a reflejarse
como en un espejo a fin de enunciar, una a una, su verdad singular. Es más
bien una cosa opaca, misteriosa, cerrada sobre sí misma, masa fragmentada
y enigmática punto por punto, que se mezcla aquí o allá con las figuras del mundo
y se enreda en ellas: tanto y tan bien que, todas juntas, forman una red de
marcas en la que cada una puede desempeñar, y desempeña en efecto, en relación
con todas las demás, el papel de contenido o de signo, de secreto o de indicio.
En su ser en bruto e histórico del siglo xvi, el lenguaje no es un sistema
arbitrario; está depositado en el mundo y forma, a la vez, parte de
LA ESCRITURA DE LAS COSAS 43 él,
porque las cosas mismas ocultan y manifiestan su enigma como un lenguaje y porque las
palabras se proponen a los hombres como cosas que hay que descifrar. La gran
metáfora del libro que se abre, que se deletrea y que se lee para
conocer la naturaleza, no es sino el envés visible de otra transferencia, mucho
más profunda, que obliga al lenguaje a residir al lado del mundo, entre las
plantas, las hierbas, las piedras y los animales.
El
lenguaje forma parte de la gran distribución de similitudes y signaturas.
En consecuencia, debe ser estudiado, él también, como una cosa natural. Sus elementos tienen, como los animales,
las plan- tas o las estrellas, sus
leyes de afinidad y de conveniencia, sus analo- gías obligadas. Ramus dividió su gramática en dos partes. La
primera estaba consagrada a la etimología, lo que no quiere decir que
se bus- cara el sentido original de
las palabras, sino más bien las "propieda- des" intrínsecas
de las letras, de las sílabas, en fin, de las palabras completas. La segunda
parte trataba la sintaxis: su propósito era enseñar "la construcción
de las palabras entre sí por sus propieda-
des" y consistía "casi exclusivamente de conveniencia y comunión mutua de
las propiedades, como del nombre
con el nombre o con el verbo, del adverbio con todas las palabra
s a las que se adjunta, de la conjunción en
el orden de las cosas conjuntas." 29 El lenguaje no es lo que es porque tiene un
sentido; su
contenido representativo, que tendrá tanta
importancia para los gramáticos de los siglos xvii y xviii que servirá
como hilo conductor de sus análisis, no desempeña aquí papel alguno. Las
palabras agrupan sílabas y las sílabas letras porque hay depositadas en éstas
virtudes que las acercan o separan, justo como en el mundo las marcas se oponen
o se atraen unas a otras. El estudio de la gramática descansa, en el siglo xvi,
sobre la misma disposición epistemológica que la ciencia natural o las
discipli- nas esotéricas. Las únicas diferencias son éstas: hay una naturaleza
y muchos lenguajes; y en el esoterismo las propiedades de las pala- bras, de
las sílabas y de las letras se descubren por medio de otro discurso que, a su
vez, permanece secreto, en tanto que en la gramá- tica son las palabras y las
frases cotidianas las que enuncian de suyo sus propiedades. El lenguaje está a
medio camino entre las figuras visibles de la naturaleza y las conveniencias
secretas de los discursos esotéricos. Es una naturaleza fragmentada, dividida
contra sí misma y alterada, que ha perdido su primera transparencia; es un
secreto que lleva en sí, pero en la superficie, las marcas descifrables de lo
que quiere decir. Es, a la vez, una revelación escondida y una revelación que
poco a poco se restituye una claridad ascendente.
En su forma primera, tal como fue dado por
Dios a los hombres, 29 P. Ramus, Grammaire, París, 1572, p. 3 y pp. 125-6.
44 LA
PROSA DEL MUNDO el lenguaje era un signo absolutamente
cierto y transparente de las cosas, porque se les parecía.
Los nombres estaban depositados sobre aquello que designaban, tal
como la fuerza está escrita sobre el cuer- po del león, la realeza en la mirada del águila y tal como la influen- cia de los planetas está
marcada sobre la frente de los hombres: por la forma de la similitud. Esta transparencia quedó destruida en Babel para castigo de los hombres. Los
idiomas quedaron separados unos de otros, y resultaron incompatibles sólo en
la medida en que se borró de inmediato esta semejanza a las cosas que habían sido
la primera raz
ón
de ser del lenguaje. Todas las lenguas que conoce- mos,
las hablamos actualmente sobre la base de esta similitud per- dida y en el
espacio que ella dejó vacío. Sólo existe una lengua que guarda memoria de ello,
porque se deriva directamente del primer vocabulario, ahora olvidado; porque
Dios no ha querido que el cas- tigo de Babel escapase a la memoria de los
hombres; porque esta lengua ha servido para relatar la Antigua Alianza de Dios
con su pueblo; por último, porque en esta lengua se dirigió Dios a quienes le
escucharon. Así, pues, el hebreo lleva en sí, como restos, las mar- cas de la
primera denominación. Y estas palabras, pronunciadas por Adán al imponérselas a
los animales, siguen conservando en su es- pesor, cuando menos en parte, como
un fragmento de saber silen- cioso, las propiedades inmóviles de los seres:
"Así, la cigüeña, tan alabada por su caridad hacia sus padres y madres, se
llama en hebreo chasida, es decir, 'mansa', 'caritativa', 'piadosa'...
El caballo llamado sus, del verbo hasas, si no es que este verbo se
deriva de él, que sig- nifica elevarse, ya que entre todos los cuadrúpedos éste
es el más orgulloso y valiente, según lo describe Job en el capítulo 39" .30 Pero no hay allí sino ruinas fragmentarias;
las otras lenguas han perdido estas similitudes radicales, que sólo el hebreo
conserva a fin de mos- trar que fue en otro tiempo la lengua común de Dios, de
Adán y de los animales de la primera tierra.
Sin embargo, si el lenguaje no se asemeja de
inmediato a las cosas que nombra, no está por ello separado del mundo; continúa
siendo, en una u otra forma, el
lugar de las revelaciones y sigue siendo parte del espacio en el que la verdad se manifiesta y se enuncia a la
vez. Es verdad que no es la naturaleza en su visibilidad original, pero
tampoco es un instrumento misterioso cuyos poderes sólo sean cono- cidos por
algunos privilegiados. Es más bien la figura de un mundo en vías de rescatarse
y ponerse al fin a escuchar la verdadera palabra. Por ello, Dios ha querido que
el latín, lengua de su iglesia, se extienda por todo el globo terrestre. Por
ello, todas las lenguas del mundo, tal como se las ha podido conocer gracias a
esta conquista, forman
30 Claude Duret, Trésor de
l'histoire des langues, Colonia, 1613, p. 40.
LA
ESCRITURA DE LAS COSAS 45 en conjunto la imagen
de la verdad. El espacio en
el que se desplie- gan y su confusión entregan el signo del mundo salvado, del mismo modo que la disposición de
los primeros nombres s
e asemejaba a
las cosas que Dios había puesto al servicio de Adán. Claude Duret señala que los hebreos, los cananeos, los samaritanos, los caldeos,
los sirios, los egipcios, los fenicios, los cartagineses, los árabes,
los sarra- cenos, los turcos, los
moros, los persas y los tártaros escriben de dere- cha a izquierda, siguiendo así "el curso y
movimiento diario del pri- mer cielo, perfectísimo, en opinión del gran Aristóteles, acercándose a
la unidad"; los griegos, los georgianos, los maronitas, los
jacobitas, los coftitas, los
serbios, los posnanos y, de cierto, los latinos y todos los europeos
escriben de izquierda a derecha, siguiendo "el curso y mo- vimiento del
segundo cielo, conjunto de los siete planetas"; los hin- dúes, los cátenos,
los chinos y los japoneses escriben de arriba a abajo, según "el orden de
la naturaleza, que da a los hombres la cabeza alta y los pies bajos";
"al revés de los anteriores", los mexi- canos escriben o bien de
abajo a arriba o bien "en espirales, como las que el sol hace por su curso
anual sobre el zodiaco". Y así, "por estos cinco diversos modos de
escribir, los secretos y misterios del crucero del mundo y de la forma de la
cruz, conjunto de la rotun- didad del cielo y de la tierra, se denotan y
expresan propiamente".31 Las lenguas tienen con el mundo una relación de analogía más que
de significación; o mejor dicho, su valor de signo y su función de duplicación
se superponen; hablan del cielo y de la tierra de los que son imagen;
reproducen en su arquitectura más material la cruz cuyo advenimiento anuncian
—este advenimiento que, a su vez, se esta- blece por la Escritura y la Palabra.
Hay una función simbólica en el lenguaje: pero desde el desastre de Babel no es
necesario ya buscarla —salvo en raras excepciones32— en las palabras mismas, sino
más bien en la existencia misma del lenguaje, en su relación total con la
totalidad del mundo, en el entrecruzamiento de su espacio con los lugares y las
figuras del cosmos.
De ahí la
forma del proyecto enciclopédico, tal como aparece a fines
del
siglo
xvi y en los primeros años del siglo siguiente: no re- flexionar lo
que se sabe en el elemento neutro del
lenguaje —el uso del alfabeto
como orden enciclopédico arbitrario, pero
eficaz, sólo aparecerá en la segunda mitad del siglo xvii33—,
sino reconstituir por el encadenamiento de las palabras y por su disposición en
el espa-
31 Duret, loc., cit.
32 Gesner,
en Mithridates, cita evidentemente, pero a título de excepción, las
onomatopeyas; 2a ed., Tiguri, 1610, pp. 3-4.
33 Salvo para los lenguajes, ya que
el alfabeto es materia del lenguaje. Cf.
el capítulo II del Mithridates de
Gesner. La primera enciclopedia alfabética es el Grand
Dictionnaire Historique de Moreri, 1674.
46 LA
PROSA DEL MUNDO cio del orden mismo del mundo. Este proyecto
se encuentra en Gré- goire en su Syntaxeon artis
mirabilis (1610), en Alstedius en su En- cyclopaedia
(1630) y aun en Christophe de
Savigny (Tableau de tous les arts libéraux) que llega a
espacializar los conocimientos tanto por la forma cósmica, inmóvil y perfecta
del círculo, como por la forma
sublunar, perecedera, múltiple y dividida
del árbol; se lo encuentra de nuevo
así en La Croix du Maine que imagina un espacio a la vez de Enciclopedia
y de Biblioteca que permitiría disponer los textos escritos según las figuras
de vecindad, de parentesco, de analogía y de subordinación que prescribe el
mundo mismo.34 De cualquier modo, tal entrelazamiento del
lenguaje y las cosas, en un espacio común, supone un privilegio absoluto de la
escritura.
Este
privilegio ha dominado todo el Renacimiento y, sin duda, ha
sido uno de los grandes acontecimientos de
la cultura occidental. La imprenta, la
llegada a Europa de manuscritos
orientales, la apari- ción de una literatura que ya no se
hacía para la voz o para la repre- sentación ni estaba bajo su
dominio, el paso dado hacia la interpre- tación
de los textos religi
osos según la tradición y el magisterio de la Iglesia —todo
esto da testimonio, sin que pueda
separarse la parte de los efectos de la de las causas, del lugar fundamental que tomó, en Occidente, la Escritura. El lenguaje tiene, de ahora en adelante, la naturaleza
de ser escrito. Los sonidos de la voz sólo son su traducción transitoria
y precaria. Lo que Dios ha depositado en el mundo son las palabras escritas; Adán,
al imponer sus primeros nom- bres a los animales, no hizo más que leer estas
marcas visibles y silenciosas; la Ley fue confiada a las Tablas, no a la
memoria de los hombres; y la verdadera Palabra hay que encontrarla en un libro.
Vigenére y Duret35 dijeron —y en términos casi idénticos— que lo
escrito había precedido siempre a lo hablado, con toda certeza en la naturaleza
y quizá también en el saber de los hombres. Pues era muy posible que antes de
Babel, antes del Diluvio, hubiera una es- critura compuesta por las marcas
mismas de la naturaleza, de modo que estos, caracteres tendrían el poder de
actuar directamente sobre las cosas, de atraerlas o rechazarlas, de figurar sus
propiedades, sus virtudes y sus secretos. Escritura primitivamente natural, de
la que ciertos saberes esotéricos y la cabala del primer jefe, conservaron una
memoria dispersa y cuyos poderes, largo tiempo adormecidos, tratan de recoger.
El esoterismo del siglo xvi es un fenómeno de escritura y no palabra. En todo
caso, ésta, despojada de sus poderes, no es,
34 La Croix du Maine, Les cent Buffets
pour dresser une bibliothéque par- faite, 1583.
35
Blaise de Vigenére, Traité des chtffres, París, 1587, pp. 1-2; Claude
Duret, Tresor de l´histoire des longues, pp. 19 y 20.
LA
ESCRITURA DE LAS COSAS 47 de acuerdo con Vigenére y Duret, sino
la parte femenina del len- guaje, algo así como su intelecto pasivo;
la Escritura, en cambio, es el intelecto activo, el "principio masculino" del lenguaje. Sólo ella
detenta la verdad.
Esta primacía de lo escrito explica la
presencia gemela de dos formas indisociables en el saber del siglo xvi, a pesar de
su oposición aparente. Se trata, desde luego, de la no distinción
entre lo que se ve y lo que se lee,
entre lo observado y lo relatado, en consecuen- cia, de l
a constitución de una
capa única y lisa en la que la mirada y el lenguaje se entrecruzan al infinito;
y se trata también, a la in- versa, de la disociación inmediata de todo
lenguaje que desdobla, sin tener jamás un término asignable, la repetición del
comentario.
Un día, Buffon se asombrará de que se pueda
encontrar en un na- turalista como Aldrovandi una mezcla
inextricable de descripciones exactas, de citas, de fábulas sin crítica,
de observaciones que se refie- ren
indiferentemente a la anatomía, los
blasones, el habitat, los valo- res mitológicos de un animal y los
usos
que puede dársele en la medi- cina o en la magia. Y, en efecto, si nos remitimos
a la Historia serpentum et draconum, se ve que el capítulo "De
la serpiente
en general" se despliega según
las rúbricas siguientes: equívoco
(es decir, los diferentes sentidos de la palabra serpiente), sinónimos y
etimo- logías, diferencias, forma y descripción, anatomía, naturaleza y
costumbres, temperamento, coito y generación, voz, movimientos, lugares,
alimentos, fisonomía, antipatía, simpatía,
modos de captura, muerte y heridas
por serpientes, modos y señales de
envenenamiento, remedios, epítetos, denominaciones, prodigios y
presagios, monstruos, mitología,
dioses a los que está consagrada, apólogos, alegorías y misterios, jeroglíficos, emblemas y símbolos,
adagios, monedas, mi- lagros, enigmas, divisas, signos heráldicos, hechos históricos,
sueños, simulacros y estatuas, usos en la alimentación, usos en la medicina, usos diversos. Y dice Buffon:
"juzgúese por esto qué parte de
historia natural podrá encontrarse en todo este fárrago. Todo esto no
es des- cripción, sino leyenda". En efecto, para Aldrovandi
y sus contem- poráneos, todo esto era legenda, cosas que leer. Pero la razón no está en que se prefiera la
autoridad de los hombres a la exactitud de una mirada sin prevención, sino en
que la naturaleza misma es un tejido ininterrumpido de palabras y de
marcas, de relatos y de caracteres, de discursos y de formas. Cuando se hace la
historia de un animal, es inútil e imposible tratar de elegir entre el
oficio del naturalista y el del compilador: es necesario recoger en una única
forma del saber todo lo que ha sido visto y oído, todo lo que ha sido relatado
por la naturaleza o por los hombres, por el lenguaje del mundo, de las
tradiciones o de los poetas. Conocer un animal, una planta o una
48 LA
PROSA DEL MUNDO cosa cualquiera de la tierra equivale a
recoger toda la espesa capa de signos que han podido depositarse en ellos o sobre ellos; es encontrar de nuevo todas las constelaciones de
formas en las que toman valor de blasón. Aldrovandi no era un observador mejor ni
peor que Buffon; no era más crédulo
que él, ni estaba menos ape- gado a la fidelidad de la mirada o a la
racionalidad de las cosas. Sim- ple y sencillamente, su mirada no estaba ligada
a las cosas por el mismo sistema, ni la misma disposición de la episteme. Aldrovandi
contempla meticulosamente una naturaleza que estaba escrita de arriba a abajo.
Así,
pues, saber consiste en referir el lenguaje al lenguaje; en res- tituir la gran planicie
uniforme de las palabras y de las cosas. Hacer hablar a todo. Es
decir, hacer nacer por encima de todas las marcas el discurso segundo del comentario.
Lo propio del saber no es ni ver ni demostrar, sino interpretar. Comentarios de la Escritura, co- mentarios
de los antiguos, comentarios de lo que relatan los viajeros,
comentarios de leyendas y de fábulas: a ninguno de estos discursos se pide
interpretar su derecho a enunciar
una verdad; lo único que se requiere de él es la posibilidad de
hablar sobre él. El lenguaje lleva en sí mismo su
principio interior de proliferación. "Hay más que hacer interpretando
las interpretaciones que interpretando las cosas; y más libros sobre libros que sobre
cualquier otro tema; lo único que hacemos es entreglosarnos." 36 No es esto la comprobación de la quiebra de
una cultura sepultada bajo sus propios monumentos, sino la definición de la
relación inevitable que el lenguaje del siglo xvi mantenía consigo mismo. Por
una parte, esta relación permite un infinito cabrilleo del lenguaje que no cesa
de desarrollarse, de volver sobre sí, de montar sus formas sucesivas. Quizá sea
la primera vez que se descubra en la cultura occidental esta dimensión
absoluta- mente abierta de un lenguaje que no puede detenerse, ya que, al no
estar encerrado jamás en una palabra definitiva, enunciará su verdad sólo en un
discurso futuro, consagrado por entero a decir lo que ha dicho; pero este
discurso mismo no tiene el poder de detenerse sobre sí y lo que dice lo
encierra como una promesa, ligada aun a otro discurso... Por definición, la
tarea del comentario no puede aca- barse nunca. Y sin embargo, el comentario se
vuelve por completo hacia la parte enigmática, murmurada, que se esconde en el
lenguaje comentado: hace nacer, bajo el discurso existente, otro discurso más
fundamental y, por así decirlo, "más primero", que se propone res-
tituir. No existe comentario salvo en el caso de que, bajo el lenguaje que se
lee y se descifra, pase la soberanía de un Texto primitivo. Y es este texto el
que, al fundamentar el comentario, le promete como
36 Montaigne, Essais, libro
III, capitulo XIII.
EL SER DEL LENGUAJE 49 recompensa
su descubrimiento final. Tanto que se mide la prolife- ración
necesaria de la exégesis, se la limita idealmente y, sin em- bargo, se
la anima incesantemente por este reino silencioso. El len- guaje del siglo xvi —entendido no como un episodio en
la historia del idioma, sino como una experiencia cultural global— está sin duda preso en este juego,
en este intersticio entre el primer Texto y el infinito de la Interpretación. Se habla a partir de una escritura que forma parte del mundo;
se habla al infinito de ella y cada uno de sus signos se convierte a
su vez en escritura para nuevos discursos; pero cada discurso se dirige a esta
escritura primigenia cuyo retorno promete y desplaza al mismo tiempo.
Vemos, pues, que la experiencia del lenguaje pertenece a la
mis- ma red arqueológica que el
conocimiento de las cosas de la natura- leza. Conocer las cosas es revelar
el sistema de semejanzas que las hace ser próximas y solidarias unas con
otras; pero no es posible des- tacar las similitudes sino en la medida en que un conjunto de signos forma, en su superficie, el texto de una indicación perentoria. Ahora
bien, estos signos mismos no son sino un juego de semejanzas y remiten a la tarea infinita, necesariamente
inacabada, de conocer lo similar. De la misma manera, aunque casi por inversión,
el lenguaje se propone la tarea de restituir un discurso absolutamente primero, pero no puede enunciarlo sino por
aproximación, tratando de decir al
respecto cosas semejantes a él y
haciendo nacer así al infinito las
fidelidades vecinas y similares de la interpretación. El
comentario se asemeja indefinidamente a lo que comenta y que nunca puede enunciar; de la misma manera
que el saber de la naturaleza encuen- tra siempre nuevos signos de semejanza
porque ésta no puede ser conocida por sí misma y los signos no pueden ser otra
cosa que simi- litudes. Y así como este juego infinito de la naturaleza
encuentra su vínculo, su forma y su limitación en la relación entre microcosmos
y macrocosmos, así la tarea infinita del comentario se reafirma por la promesa
de un texto efectivamente escrito que la interpretación revelará un día por
entero.
5. EL SER DEL LENGUAJE
A partir del estoicismo, el sistema de
signos en el mundo occidental había sido temario, ya que se reconocía en él el
significante, el sig- nificado y la
"coyuntura" (el τΰγχανον). Α partir del siglo xvii, en cambio, la
disposición de los signos se convertirá en binaria, ya que se la definirá,
de acuerdo con Port-Royal, por el enlace de un signi- ficante y un significado.
Durante el Renacimiento, la organización
50 LA
PROSA DEL MUNDO es diferente y mucho más compleja;
es ternaria, puesto que se apoya en el dominio formal de las marcas, en el contenido señalado por ellas y en
las similitudes que ligan las marcas a las cosas designadas; pero como
la semejanza es tanto la forma de los signos como su contenido, los tres
elementos definidos de esta distribución se resuel- ven en una figura única.
Esta disposición, con el juego que autoriza,
se encuentra de nue- vo, aunque invertida, en la
experiencia del lenguaje. En efecto, éste existe desde un principio,
en su ser en bruto y primitivo, bajo la forma simple, material, de una escritura, de un estigma sobre las co-
sas, de una marca extendida por el
mundo que forma parte de sus figuras
más imborrables. En un sentido, esta
capa del lenguaje es única y
absoluta. Pero de inmediato hace nacer
otras dos formas de discurso que la
encuadran: por encima de ella, el
comentario, que retoma los signos dados según un propósito nuevo,
y, por debajo, el texto cuya prioridad oculta bajo las señales visibles para todos, que supone el
comentario. De allí, tres niveles del lenguaje a partir del ser único de
la escritura. Este juego complejo desaparecerá con el fin del Renacimiento. Y
lo hará de dos maneras: porque las figuras que oscilan indefinidamente entre
uno y tres términos van a quedar fijadas en una forma binaria que las hará
estables; y porque el len- guaje, en vez de existir como escritura material de
las cosas, no en- contrará ya su espacio sino en el régimen general de los
signos repre- sentativos.
Esta nueva disposición entraña la aparición de
un nuevo pro- blema, hasta entonces desconocido: en efecto, se había planteado la pregunta de cómo reconocer que un signo designa
lo que significa; a partir del siglo xvii se preguntará cómo un signo puede
estar li- gado a lo que significa. Pregunta a la que
la época clásica dará respuesta por medio del
análisis de la representación; y a la que el pensamiento moderno
responderá por
el análisis del sentido y de la significación. Pero, de hecho, el lenguaje no
será sino un caso particular de la representación (para los clásicos) o de la
significa- ción (para nosotros). Se ha deshecho la profunda pertenencia del
lenguaje y del mundo. Se ha terminado el primado de la escritura. Desaparece,
pues, esta capa uniforme en la que se entrecruzaban indefinidamente lo visto
y lo leído, lo visible y lo enunciable. Las cosas y las palabras van a
separarse. El ojo será destinado a ver y sólo a ver; la oreja sólo a oír. El
discurso tendrá desde luego como tarea el decir lo que es, pero no será más que
lo que dice.
Es una inmensa reorganización de la cultura
cuya primera etapa será la época clásica, y quizá la más importante, ya que es ella
la responsable de la nueva disposición en la cual nos encontramos pre-
EL SER
DEL LENGUAJE 51 sos aún —ya que fue ella la que nos separó
de una cultura en la que no existía la significación de los signos,
pues estaba resorbida en la soberanía de lo Semejante; pero en la cual su ser enigmático, monótono, obstinado, primitivo, centelleaba
en una dispersión in- finita.
Este ser no existe ya en nuestro saber ni en
nuestra reflexión para que podamos
ahora hacer volver su recuerdo. Es imposible salvo quizá para la literatura —y
aun en ella de una manera más alusiva y diagonal que directa. En
cierto sentido puede decirse que la
"lite- ratura", tal como se constituyó y designó
en el umbral de la época moderna, manifiesta la reaparición, allí donde no se la esperaba, del ser vivo del lenguaje.
En los siglos xvii
y
xviii la existencia propia del lenguaje, su
vieja solidez de cosa inscrita en el mundo, se había disuelto en el
funcionamiento de la representación; todo lenguaje valía como discurso. El arte
del lenguaje era una manera de "hacer un signo" —significar, a la
vez, alguna cosa y disponer signos en tomo a ella: así, pues, un arte de
nombrar y después, por una dupli- cación demostrativa y decorativa a la vez, de
captar este nombre, de encerrarlo y de guardarlo, de designarlo a su vez con
otros nombres que eran su presencia diferida, el signo segundo, la figura, el
aparato retórico. Ahora bien, todo a lo largo del siglo xix hasta llegar a nos-
otros —de Hölderlin a Mallarmé, a Antonin Artaud— la literatura no existe en su
autonomía, no se ha separado de cualquier otro len- guaje por un corte profundo
que formara una especie de "contra- discurso" y remontara así la
función representativa o significante del lenguaje hasta ese ser en bruto
olvidado desde el siglo xvi.
Se creyó haber alcanzado la esencia misma de
la literatura y no se la interrogó ya al nivel de
lo que dice, sino en su forma
signifi- cante: al hacerlo así, se
permaneció en el estatuto clásico
del len- guaje. En la época moderna,
la literatura es lo que compensa (y
no lo que confirma) el funcionamiento significativo del lenguaje. A tra- vés
de ella, brilla de nuevo el ser del
lenguaje en los límites de la cultura occidental —y en
su corazón—,
pues es, a partir del siglo xvi, lo que le es lo más
extraño;
pero
desde ese mismo siglo, está en el centro de lo
que ha recubierto. Por ello es por lo que la literatura aparece, cada vez más,
como lo que debe ser pensado; pero también, y por la misma razón, como lo que
en ningún caso podrá ser pen- sado a partir de la teoría de la significación.
Poco importa que se la analice por el lado del significado (de lo que quiere
decir, de sus "ideas", de lo que promete o de aquello con lo que se
compro- mete) o por el del significante (con ayuda de esquemas tomados de la
lingüística o del psicoanálisis): esto no es más que un epi- sodio. Tanto en un
caso como en el otro, se la busca fuera del lugar
52 LA PROSA DEL MUNDO en
el que no ha dejado de surgir y de imprimirse, en nuestra cultura, desde hace siglo y medio. Tales modos de
desciframiento se destacan de una
situación clásica del lenguaje —la que ha reinado durante el siglo xvii, cuando el régimen de los signos se convirtió
en binario y cuando se reflexionó
sobre la significación en la forma de la repre- sentación; entonces la literatura estaba constituida por un
signifi- cante y un significado y merecía ser analizada como t
al. A partir del siglo xix, la
literatura vuelve a sacar a luz el ser del lenguaje: pero no tal como aparecía
a fines del Renacimiento. Pues ahora ya no existe esta palabra primera,
absolutamente inicial, que fundamentaba y limitaba el movimiento infinito del
discurso; de aquí en adelante, el lenguaje va a crecer sin punto de partida,
sin término y sin pro- mesa. El texto de la literatura traza día a día el
recorrido de este espacio vano y fundamental.
CAPITULO III REPRESENTAR
1. DON QUIJOTE
Con todas sus
vueltas y revueltas, las aventuras de Don Quijote tra- zan el
límite: en ellas terminan los juegos
antiguos de la semejanza y de
los signos; allí se anudan nuevas relaciones. Don Quijote no es el hombre
extravagante, sino más bien el peregrino meticuloso que se detiene en todas las
marcas de la similitud. Es el héroe de lo Mismo.
Así como de su estrecha provincia, no logra alejarse de la planicie
familiar que se extiende en torno a lo Análogo. La recorre
indefinidamente, sin traspasar jamás las claras fronteras de la dife- rencia,
ni reunirse con el corazón de la identidad. Ahora bien, él mis- mo es
a semejanza de los signos. Largo grafismo
flaco como una letra, acaba de escapar directamente del bostezo de los libros.
Todo su ser no es otra cosa que lenguaje, texto, hojas impresas, historia ya
transcrita. Está hecho de palabras entrecruzadas; pertenece a la escritura
errante por el mundo entre la semejanza de las cosas. Sin embargo, no del todo:
pues en su realidad de hidalgo pobre, no puede convertirse en caballero sino
escuchando de lejos la epopeya secular que formula la Ley. El libro es menos su
existencia que su deber. Ha de consultarlo sin cesar a fin de saber qué hacer y
qué decir y qué signos darse a sí mismo y a los otros para demostrar que tiene
la misma naturaleza que el texto del que ha surgido. Las novelas de caballería
escribieron de una vez por todas la prescripción de su aventura.
Y cada
episodio, cada decisión, cada hazaña serán signos de que Don
Quijote es, en efecto, semejante a todos esos signos que ha calcado.
Pero si
quiere ser semejante a ellos, tiene que probarlos, porque los signos
(legibles) no se asemejan ya a los seres (visibles). Todos estos textos escritos, todas estas novelas
extravagantes carecen justa- mente
de igual: nada en el mundo se les ha asemejado jamás: su lenguaje infinito queda en suspenso, sin que ninguna
similitud venga nunca a llenarlo; podrían arder por completo, la figura
del mundo no cambiaría. Al asemejarse a los textos de los cuales es testigo, representante,
análogo verdadero, Don Quijote debe proporcionar la
[53]
54 REPRESENTAR demostración
y ofrecer la marca indudable de que dicen verdad, de que son
el
lenguaje del mundo. Es asunto suyo el cumplir la pro-
mesa de los libros. Tiene que rehacer la epopeya, pero en sentido
inverso: ésta relataba (pretendía relatar) hazañas reales, prometidas a
la memoria; Don Quijote, en cambio, debe colmar de realidad los signos sin
contenido del relato
.
Su aventura será un desciframiento del mundo: un recorrido minucioso
para destacar, sobre toda la su- perficie de la tierra, las figuras que muestran que los libros dicen
la verdad. La hazaña tiene que ser comprobada: no consiste en un triunfo real
—y por ello la victoria carece, en el fondo, de importan- cia—, sino en
transformar la realidad en signo. En signo de que los signos del lenguaje se
conforman con las cosas mismas. Don Qui- jote lee el mundo para demostrar los
libros. Y no se da otras prue- bas que el reflejo de las semejanzas.
Todo su camino es una búsqueda de similitudes:
las más míni- mas analogías son solicitadas como signos adormecidos que
deben ser despertados para que empiecen a hablar de nuevo. Los
rebaños, los sirvientes, las posadas
se convierten de nuevo en el lenguaje de los libros en la medida
imperceptible en que se asemejan a los cas- tillos, a las damas, a los
ejércitos. Semejanza siempre frustrada que transforma la prueba buscada en
burla y deja indefinidamente vacía la palabra de los libros. Pero la no similitud
misma tiene un modelo que imita servilmente: lo encuentra en las metamorfosis
de los ma- gos. En tal medida que todos los indicios de la no semejanza, todos
los signos que muestran que los textos escritos no dicen la verdad, se asemejan
a este juego de encantamiento que introduce astuta- mente la diferencia en lo
indudable de la similitud. Y dado que esta magia ha sido prevista y descrita en
los libros, la diferencia ilusoria que introduce será siempre una similitud
encantada. En consecuen- cia, un signo suplementario de que los signos se
asemejan a la verdad.
Don Quijote esboza lo negativo del
mundo renacentista; la es- critura
ha
dejado de ser la prosa del mundo; las semejanzas y los
signos han roto
su viejo compromiso; las similitudes engañan,
llevan a la visión y al delirio; las cosas permanecen obstinadamente en
su identidad irónica: no son más que lo que son; las palabras vagan a la
aventura, sin contenido, sin semejanza que las llene; ya no mar- can las cosas;
duermen entre las hojas de los libros en medio del polvo. La magia, que permitía
el desciframiento del mundo al descu- brir las semejanzas secretas bajo los
signos, sólo sirve ya para explicar de modo delirante por qué las analogías son
siempre frustradas. La erudición que leía como un texto único la naturaleza y
los libros es devuelta a sus quimeras: depositados sobre las páginas
amarillentas de los volúmenes, los signos del lenguaje no tienen ya más valor
DON
QUIJOTE 55 que la mínima ficción de lo que representan. La escritura
y las cosas ya no se asemejan. Entre ellas, Don Quijote vaga a la aventura.
Sin
embargo, el lenguaje no se ha convertido en algo del todo
impotente.
Detenta,
de ahora en adelante, nuevos poderes que le son propios. En la segunda parte de la novela, Don Quijote encuentra
personajes que han leído la primera
parte del texto y que lo reconocen, a él, el hombre real, como el héroe del libro. El texto de Cervantes se
repliega sobre sí mismo, se hunde en su propio espesor y se convierte en objeto
de su propio relato
para
sí mismo. La primera parte de las aventuras desempeña en la
segunda el papel que asumieron al principio las novelas de caballería. Don Quijote debe ser fiel a este libro en el que, de hecho, se ha convertido; debe pro-
tegerlo centra los errores, las falsificaciones, las continuaciones
apó- crifas; debe añadir los detalles omitidos, debe mantener su ver- dad. Pero
el propio Don Quijote no ha leído este libro y no podrá hacerlo, puesto
que es él en carne y hueso. Él, que a fuerza de leer libros, se había
convertido en un signo errante en un mundo que no lo reconoce, se ha convertido
ahora, a pesar de sí mismo y sin saberlo, en un libro que detenta su verdad,
recoge exactamente todo lo que él ha hecho, dicho, visto y pensado y permite,
en última instancia, que se le reconozca en la medida en que se asemeja a todos
estos signos que ha dejado tras sí como un surco imborrable. Entre la primera y
la segunda partes de la novela, en el intersticio de estos dos volúmenes y por
su solo poder, Don Quijote ha to- mado su realidad. Realidad que sólo debe al
lenguaje y que perma- nece por completo en el interior de las palabras. La
verdad de Don Quijote no está en la relación de las palabras con el mundo, sino
en esta tenue y constante relación que las marcas verbales tejen entre ellas
mismas. La ficción frustrada de las epopeyas se ha con- vertido en el poder
representativo del lenguaje. Las palabras se en- cierran de nuevo en su
naturaleza de signos.
Don Quijote es
la primera de las obras modernas, ya que se ve en ella la razón
cruel
de las identidades y de las diferencias jugue- tear al infinit
o
con los signos y las similitudes; porque en ella el lenguaje rompe
su viejo parentesco con las cosas para penetrar en esta soberanía solitaria de la que
ya no saldrá, en su ser abrupto, sino convertido en literatura; porque la
semejanza entra allí en una época que es para ella la de la sinrazón y de la
imaginación. Una vez desatados la similitud y los signos, pueden constituirse
dos experien- cias y dos personajes pueden aparecer frente a frente. El loco,
en- tendido no como enfermo, sino como desviación constituida y sus- tentada,
como función cultural indispensable, se ha convertido, en la cultura
occidental, en el hombre de las semejanzas salvajes. Este
56
REPRESENTAR personaje, tal como es dibujado en las
novelas o en el teatro de la época
barroca y tal como se fue institucionalizando poco a poco hasta llegar a la psiquiatría del siglo xix, es el que se
ha enajenado dentro de la analogía. Es el jugador sin
regla de lo Mismo y de lo Otro. Toma
las cosas por lo que no son y unas personas por otras; ignora a sus amigos, reconoce a los extraños; cree desenmascarar
e impone una máscara. Invierte todos los valores y todas las propor- ciones
porque
en cada momento cree descifrar los signos: para él, los oropeles hacen un
rey. Dentro de la percepción cultural que se ha tenido del loco hasta
fines del siglo xviii, sólo es el Diferente en la medida en que no
conoce la Diferencia; por todas partes ve única- mente semejanzas y signos de
la semejanza; para él todos los signos se asemejan y todas las semejanzas valen
como signos. En el otro extremo del espacio cultural, pero muy cercano por su
simetría, el poeta es el que, por debajo de las diferencias nombradas y
cotidia- namente previstas, reencuentra los parentescos huidizos de las cosas,
sus similitudes dispersas. Bajo los signos establecidos, y a pesar de ellos,
oye otro discurso, más profundo, que recuerda el tiempo en el que las palabras
centelleaban en la semejanza universal de las cosas: la Soberanía de lo Mismo,
tan difícil de enunciar, borra en su len- guaje la distinción de los signos.
De allí proviene, sin duda, en la cultura
occidental moderna, el enfrentamiento de la poesía y la locura. Pero no se
trata ya del viejo tema platónico del delirio inspirado. Es la marca de
una nueva exp
eriencia del lenguaje y de las cosas. En los márgenes de un saber
que separa
los seres, los signos y las similitudes, y como para limitar su poder, el loco
asegura la función del homosemantismo: junta todos los signos y los llena de una semejanza
que no para de proli- ferar. El poeta
asegura la función inversa; tiene el
papel alegórico; bajo el lenguaje de los signos y bajo el juego de sus distinciones bien recortadas, trata
de oír el "otro lenguaje", sin
palabras ni discursos, de la semejanza.
El poeta hace llegar la
similitud hasta los signos que hablan de ella, el loco carga todos los signos
con una semejanza que acaba por borrarlos. Así, los dos —uno en el borde
exterior de nuestra cultura y el otro en lo más cercano a sus partes
esenciales— están en esta "situación límite" —postura marginal y
silueta profun- damente arcaica— en la que sus palabras encuentran incesante-
mente su poder de extrañeza y el recurso de su impugnación. Entre ellos se ha
abierto el espacio de un saber en el que, por una ruptura esencial en el mundo
occidental, no se tratará ya de similitudes, sino de identidades y de
diferencias.
EL ORDEN
57
2. EL ORDEN
No resulta fácil establecer el estatuto de
las discontinuidades con respecto a la historia en general. Menos aún sin duda
con respecto a la historia del pensamiento. ¿Se quiere trazar una partición? Todo
límite no es quizá
sino un corte arbitrario en un conjunto indefini- damente móvil. ¿Se quiere
recortar un período? Pero, ¿se tiene acaso el derecho de establecer,
en dos puntos del tiempo, rupturas simétricas a fin de hacer aparecer entre ellas un sistema continuo y
unitario? ¿De qué provendría entonces su constitución y después su
anulación y oscilación? ¿A qué régimen podrían obedecer a la vez su existencia
y su desaparición? Si lleva en sí su principio de coherencia, ¿de dónde puede
venir el elemento extraño que puede recusarlo? ¿Cómo puede un pensamiento
eludirse ante algo que no sea él mismo? ¿Qué quiere decir, en general, no poder
pensar un pensamiento? ¿E inaugurar un pensamiento nuevo?
La discontinuidad —el hecho de que en unos
cuantos años quizá una
cultura deje de
pensar como lo había hecho hasta entonces y se ponga a pensar en otra cosa y de manera
diferente— se abre sin duda sobre una erosión del exterior, sobre este espacio
que, para el pensamiento, está del otro lado, pero sobre el cual no ha dejado de pensar desde su origen.
Llevado al límite, el problema que se plantea es el de las relaciones entre
el pensamiento y la cultura: ¿cómo
es posible que el pensamiento tenga
un lugar en el espacio del mundo,
que tenga algo así como un origen y que no deje, aquí y allá, de empezar
siempre de nuevo? Pero quizá no sea aún tiempo de plantear el problema; es
probable que sea necesario esperar a que la arqueología del pensamiento se haya
asegurado más, que conozca mejor la medida de lo que puede describir directa y
positi- vamente, que haya definido los sistemas singulares y los encadena-
mientos internos a los que se dirige, para emprender el estudio del pensamiento
e investigar la dirección por la que se escapa a sí mis- mo. Así, bastará por
el momento con acoger estas discontinuidades en el orden empírico, a la vez
evidente y oscuro, en el que se dan.
A principios del siglo xvii, en este período
que equivocada o co- rrectamente
ha sido llamado barroco, el pensamiento deja de moverse dentro del elemento de
la semejanza. La similitud no es ya la for- ma del saber, sino, más bien, la ocasión de error, el peligro al que uno
se expone cuando no se examina el lugar mal
iluminado de las confusiones. "Es un hábito frecuente —dice
Descartes en las prime- ras líneas de las Regulae—, cuando se han
descubierto algunas seme- janzas entre dos cosas, el atribuir a una y a otra,
aun en aquellos puntos en que de hecho son diferentes, lo que se ha reconocido
58 REPRESENTAR como cierto sólo de una de las dos." 1 La época de lo semejante está
en vías de cerrarse sobre sí misma. No
deja, detrás de sí, más que juegos. Juegos
cuyos poderes de encantamiento surgen de este nuevo parentesco entre la semejanza
y la ilusión; por todas partes se dibujan las quimeras de la similitud,
pero se sabe que son quimeras; es el tiempo privilegiado del trompe-l'oeil, de la ilusión cómica, del teatro que se desdobla y representa
un teatro, del quid pro quo, de los sueños y de las visiones; es
el tiempo de los sentidos engañosos; es el tiempo en el que las metáforas, las
comparaciones y las alegorías definen el espacio poético del lenguaje. Y por
ello mismo el saber del siglo xvi deja el recuerdo deformado de un conocimiento
mez- clado y sin reglas en el que todas las cosas del mundo podrían acer- carse
por el azar de las experiencias, tradiciones o credulidades. De ahora en
adelante, se olvidarán las bellas figuras rigurosas y obliga- torias de la
similitud. Y se tendrá a los signos que las marcaban por ensueños y encantos de
un saber que no llegaba aún a ser racional.
Ya en
Bacon, se encuentra una crítica de la semejanza. Crítica empírica
que no concierne a las relaciones de orden e igualdad en- tre las cosas
sino a los tipos de espíritu y a las formas
de ilusión a los que pueden estar sujetas. Se trata de una doctrina de quid
pro quo. Bacon no disipa las
similitudes por la evidencia y sus reglas. Muestra que centellean ante los ojos, se desvanecen cuando uno se acerca y se recomponen en un instante un poco más lejos. Son
ído- los. Los ídolos de la caverna y los del teatro nos hacen creer que las cosas se asemejan a lo que
hemos aprendido y a las teorías en que hemos sido formados; otros ídolos nos hacen
creer que las cosas se asemejan entre sí. "El espíritu humano se inclina naturalmente a suponer en las cosas un
orden y una semejanza mayores de los que en ellas se encuentran; y en
tanto que la naturaleza está llena de excepciones y de diferencias, el espíritu
ve por doquier armonía, acuerdo y similitud. De allí, esa ficción acerca de que
todos los cuer- pos celestes describen, en su movimiento, círculos
perfectos." Tales son los ídolos de la tribu, ficciones espontáneas
del espíritu. A ellos se agregan —efectos y a veces causas— las confusiones del
lenguaje: un mismo y único nombre se aplica indiferentemente a cosas que no son
de la misma naturaleza. Son los ídolos del foro.2 Sólo la prudencia del espíritu
puede disiparlos, si renuncia a su prisa y a su ligereza natural para hacerse
"penetrante" y percibir finalmente las diferencias propias de la
naturaleza.
La crítica cartesiana de la semejanza es de
otro tipo. No se trata
1 Descartes, Oeuvres
philosophiques, París, 1963, t. i, p. 77. 2 F. Bacon, Novum
organum,
1620, trad. francesa, París, 1847, lib. i, pp. 111 y 119, ss 45 y 55.
EL ORDEN 59 ya
del pensamiento del siglo xvi que se inquieta ante sí mismo
y comienza a desprenderse de sus
figuras más familiares; se trata del pensamiento clásico que excluye la semejanza como
experiencia fun- damental y forma primera del saber, denunciando en ella una mix-
tura confusa que es necesario analizar en términos de identidad y de
diferencias, de medida y de orden.
Si Descartes rechaza la seme- janza,
no lo hace excluyendo del pensamiento racional el acto de comparación, ni tratando de
limitarlo, sino por el contrario
unlver- salizándolo y dándole con
ello su forma más pura. En efecto,
por la comparación, encontramos "la
figura, la extensión, el movimiento y otras cosas semejantes" —es decir, las naturalezas simples— en todos los sujetos en los que pueden estar presentes. Y por otra parte, en una deducción del tipo: "toda A es B, toda B es C, en conse- cuencia, toda A es C", queda en
claro que el espíritu "compara entre sí el término buscado
y el término dado, a saber, A y C, en el res- pecto en que ambos son B". En consecuencia, si ponemos
aparte la intuición de una cosa aislada, puede decirse que todo
conocimiento "se obtiene por la comparación de dos o más cosas entre
ellas".3 Ahora
bien, no hay conocimiento verdadero más que por intuición, es decir, por un
acto singular de la inteligencia pura y atenta, y por la deducción que liga
entre sí las evidencias. ¿Cómo puede dar auto- ridad a un pensamiento verdadero
la comparación, requerida para casi todos los conocimientos y que, por definición,
no es una evi- dencia aislada ni una deducción? "Casi todo el trabajo de
la razón humana consiste, sin duda alguna, en hacer posible esta operación."
* Existen dos formas de comparación y sólo dos: la comparación de la
medida y la del orden. Se pueden medir magnitudes o multi- plicidades, es
decir, magnitudes continuas o discontinuas; pero, tanto en un caso como en el
otro, la operación de medida supone que, en la diferencia de cuenta que hay
entre los elementos y la totalidad, se considere primero el todo y se lo divida
en partes. Esta división resulta en unidades, de las cuales unas son de
convención o "ficti- cias" (en el caso de las magnitudes continuas) y
las otras (en el caso de las multiplicidades o magnitudes discontinuas) son las
uni- dades de la aritmética. El comparar dos magnitudes o dos multipli- cidades
exige de cualquier manera que se aplique una unidad común al análisis de la una
o de la otra. Así, la comparación efectuada por la medida remite, en todos los
casos, a las relaciones aritméticas de la igualdad y la desigualdad. La medida
permite analizar lo se- mejante según la forma calculable de la identidad y la
diferencia.5
3 Descartes, Regulae,
xiv, p. 168. 4 Ibid.
5 Ibid., p. 182.
60
REPRESENTAR En cuanto al orden, se establece sin
referencia a una unidad exterior. "Reconozco, en efecto, cuál es el orden entre A y B
sin considerar ninguna otra cosa que
no sean estos dos términos extre- mos"; no se puede
conocer el orden de las cosas "en su aislamiento natural", a no
ser descubriendo la más simple, después la que le está más cerca, para
poder
llegar necesariamente a partir de allí
justo hasta las cosas más complejas.
En tanto que la comparación por medida exigía
de antemano una división, y después la aplicación de una unidad común,
aquí comparar y ordenar no son sino una y la misma cosa: la comparación por
orden es un acto simple que permite pasar de un término a otro y después a un
tercero, etc., por un movimiento "absolutamente ininterrumpido".6 Así, se establecen series en las que el primer
término es de una naturaleza tal que puede tenerse su intuición aparte de
cualquier otra; y en la que los
otros términos
son establecidos según diferencias crecientes.
Tales son los dos tipos de comparación: el
uno analiza en uni-
dades a fin de establecer relaciones de
igualdad y desigualdad; el otro establece elementos, los más simples que puedan
encontrarse, y dis- pone las diferencias según los grados más débiles posibles. Ahora bien, puede remitirse la
medida de las magnitudes y
de las multi- plicidades al establecimiento de un orden; los valores
de la aritmé- tica son siempre ordenables según una serie: la multiplicidad de las unidades puede, por tanto,
"disponerse según un orden tal
que la dificultad que pertenece al conocimiento de la medida termine por depender de la sola consideración del orden".7 Y justo en esto
con- siste el método y su
"progreso": en remitir toda medida (toda de- terminación por igualdad
o desigualdad) a una puesta en serie que, a partir de lo simple, haga aparecer las diferencias como grados de complejidad.
Lo semejante, después de ser analizado según la unidad y las relaciones de igualdad o desigualdad, se
analiza según la evi- dente identidad y las diferencias: diferencias que
pueden ser pen- sadas en el orden de las inferencias. Sin embargo, este
orden o comparación generalizada no se establece sino después del encadena-
miento en el conocimiento; el carácter absoluto que se reconoce a lo simple no
concierne al ser de las cosas sino a la manera en que pue- den ser conocidas.
Tanto que una cosa puede ser absoluta en un cierto aspecto y relativa en otros,8 el orden puede ser a la vez nece- sario y
natural (con relación al pensamiento) y arbitrario (con re- lación a las
cosas), ya que una misma cosa, según la manera en que se la considere, puede
ser colocada en un punto del orden o en otro.
6 Ibid., vi, p. 102; vii, p. 109. 7 Regulae,
xiv, p. 182.
8 Ibid., vi, p. 103.
EL ORDEN
61 Todo esto ha tenido las mayores consecuencias
para el
pensa- miento occidental. Lo semejante, que durante mucho tiempo
había sido una categoría fundamental del saber —a la vez, forma y conte- nido del conocimiento— se ve disociado en un análisis hecho en términos de identidad y de diferencia,
además, ya sea indirectamente por intermedio
de la medida o directamente y al mismo nivel, la comparación se remite al orden; por último, el papel de la compa-
ración no es ya el
revelar el ordenamiento del mundo; se la hace de acuerdo con el
orden del pensamiento y yendo naturalmente de lo simple a lo complejo. Con
esto se modifica en sus
disposiciones fundamentales toda la episteme de la cultura
occidental. Y en par- ticulai el dominio empírico en el que el hombre del siglo
xvi veía aún anudarse los parentescos, las semejanzas y las afinidades y en el
que se entrecruzaban sin fin el lenguaje y las cosas —todo este inmenso campo
va a tomar una nueva configuración. Si se quiere, se lo puede designar con el
nombre de "racionalismo"; se puede decir también, si lo único que se
tiene en la cabeza son conceptos ya hechos, que el siglo xvii señala la
desaparición de las viejas creencias supersticiosas o mágicas y, por fin, la
entrada de la natu- raleza en el orden científico. Pero lo que se necesita
apresar y tratar de restituir son las modificaciones que han alterado el saber
mismo, en este nivel arcaico que hace posible los conocimientos y el modo
de ser
de lo que hay por saber.
Estas modificaciones pueden resumirse de la
manera siguiente.
Por lo pronto, sustitución de la jerarquía
analógica por el análisis: en el siglo xvi se admitía de antemano el sistema
global de correspon- dencia (la tierra y el cielo, los planetas y el
rostro, el microcosmos y el macrocosmos) y cada similitud singular venía a
quedar alojada en el interior de
esta relación de conjunto; de ahora en adelante, toda semejanza será sometida a la prueba de la comparación, es
decir, no será admitida sino una vez que se encuentre, por la
medida, la unidad común o más
radicalmente por el orden, la identidad y la serie de las diferencias.
Por lo demás, el juego de las similitudes era antes infinito; siempre era
posible descubrir nuevas y la única limitación provenía del ordenamiento de las
cosas, de la finitud de un mundo encerrado entre el macrocosmos y el
microcosmos. Ahora va a ser posible una enumeración completa: sea bajo la forma
de un inventario exhaustivo de todos los elementos que constituyen el con-
junto en cuestión; sea bajo la forma de un poner en categorías que articula en
su totalidad el dominio estudiado; sea en fin bajo la forma de un análisis de
un cierto número de puntos, número sufi- ciente, tomado a lo largo de toda la
serie. Así, la comparación puede alcanzar una certeza perfecta: nunca terminado
y siempre abierto
62 REPRESENTAR
a nuevas
eventualidades, el viejo sistema de similitudes habría po- dido
convertirse, por medio de confirmaciones
sucesivas, en más y más probable; nunca fue cierto. La enumeración completa y la
posi- bilidad de asignar en cada
punto el paso necesario al siguiente, per- mite un conocimiento absolutamente cierto de las identidades y de las diferencias:
"la enumeración sola puede permitirnos, sea cual fuere el
asunto al que nos apliquemos, emitir
siempre sobre él un juicio verdadero y cierto".9 La activ
idad del espíritu
—tal es el cuarto punto— no consistirá ya en relacionar las cosas entre sí, a
partir de la búsqueda de todo aquello que puede revelarse en ellas
como un parentesco, una pertenencia y una naturaleza secretamente compar- tida, sino por el contrario en discernir: es decir, en establecer las identidades y después la necesidad
del paso a todos los grados que se alejan. En este sentido, el discernimiento
impone a la compara- ción la búsqueda primera y fundamental d
e la diferencia: darse por intuición una representación
clara y distinta de las cosas y apresar con claridad el paso necesario de un
elemento de la serie al que le sucede inmediatamente. Por último, consecuencia
final, y ya que conocer es discernir, la historia y la ciencia van a quedar
separadas una de otra. Por un lado, estará la erudición, la lectura de los
autores, el juego de sus opiniones; éste puede tener, a veces, el valor de una
indicación, menos por la armonía que allí se forma que por el desacuerdo:
"cuando se trata de una cuestión difícil, es más probable que falte y no
que sobre para descubrir la verdad al respecto". Frente a esta historia, y
sin medida común con ella, se levantan los juicios seguros que podemos hacer
mediante las intuiciones y su encadenamiento. Ellas y sólo ellas constituyen la
ciencia y aun cuando hubiéramos leído "todos los razonamientos de Platón y
Aristóteles... no habríamos apresado, al parecer, nada de ciencia, sino de
historia".10 Desde entonces, el texto deja de formar parte
de los signos y de las formas de la verdad; el lenguaje no es ya una de las
figuras del mundo, ni la signatura impuesta a las cosas desde el fondo de los
tiempos. La verdad encuentra su manifestación y su signo en la percepción
evidente y definida. Pertenece a las palabras el tradu- cirla, si pueden; ya no
tienen derecho a ser su marca. El lenguaje se retira del centro de los seres
para entrar en su época de transpa- rencia y de neutralidad.
Se trata
de un fenómeno general en la cultura del siglo xvii —más
general que la fortuna singular del cartesianismo.
Es necesario distinguir tres cosas. Por una
parte, existe el meca- nismo que, durante un período que en suma resulta muy breve (ape-
9 Regulae,
vii, p. 110. 10 Regulae, iii,
p. 86.
EL ORDEN 63 nas
la segunda mitad del siglo xvii), propuso un modelo teórico
en ciertos dominios del saber como la medicina o la fisiología. Hay también
un esfuerzo, muy diverso en sus formas, de matematiza- ción de lo empírico; constante y continuo por lo que
se refiere a la astronomía y una parte de la física, en los otros dominios fue
espo- rádico —a vec
es se lo intentó realmente (como
en Condorcet), a veces se lo propuso
como ideal universal y horizonte
de la investi- gación (como en Condillac o Destutt), a veces se rechazó su posi- bilidad misma (por
ejemplo, Buffon). Pero ni este
esfuerzo ni los ensayos del mecanismo
deben confundirse con la relación
que todo el saber clásico, en su forma más general, tiene con la mathesis, en-
tendida como ciencia univer
sal de la medida y del orden. Con las
palabras vacías, oscuramente mágicas, de
"influencia cartesiana" o de "modelo newtoniano", los historiadores de las ideas acostumbran mezclar
estas tres cosas y definir el racionalismo clásico por la ten- tación de hacer de
la naturaleza algo mecánico y
calculable. Los otros —los semihábiles—
se esfuerzan por descubrir bajo este
racionalis- mo el juego de
"fuerzas contrarias": las
de una naturaleza y una vida que no se dejan reducir ni al álgebra ni a
la física del movi- miento y que mantienen así, en el fondo del clasicismo, el
recurso de lo no racionalizable. Estas dos formas de análisis son tan insufi-
cientes una como otra. Pues lo fundamental, para la episteme clásica, no
es ni el éxito ni el fracaso del mecanismo, ni el derecho o la imposibilidad de
matematizar la naturaleza, sino más bien una rela- ción con la mathesis que,
hasta fines del siglo xviii, permanece cons- tante e inalterada. Esta relación
presenta dos características esencia- les. La primera es que las relaciones
entre los seres se pensarán bajo la forma del orden y la medida, pero con ese
desequilibrio funda- mental que consiste en que siempre se pueden remitir los
problemas de la medida a los del orden. De manera que la relación de toda mathesis
con el conocimiento se da como posibilidad de establecer entre las cosas,
aun las no mensurables, una sucesión ordenada. En este sentido, el análisis va
a alcanzar muy pronto el valor de método universal; y el proyecto leibniziano
de establecer una matemática de los órdenes cualitativos se encuentra en el
corazón mismo del pensa- miento clásico; todo él gravita en torno a ella. Pero,
por otra parte, esta relación con la mathesis en cuanto ciencia general
del orden no significa una absorción del saber en la matemática, ni que se
funde en ella todo conocimiento posible; por el contrario, en correlación con
la búsqueda de una mathesis, se ve aparecer un cierto número de dominios
empíricos que hasta entonces no habían estado forma- dos ni definidos. En
ninguno de estos dominios, o poco menos, es imposible encontrar rastros de un
mecanismo o una matematización
64 REPRESENTAR y, sin embargo, todos se han construido sobre el fondo
de una posi- ble ciencia del orden. Si
dispensan del Análisis en general, su ins- trumento particular no era el método algebraico,
sino el sistema de signos.
Asi aparecieron la gramática general, la historia natural, el análisis de las
riquezas, ciencias del orden en el
dominio de las pala- bras, de los
seres y de las necesidades; y todas estas
ciencias empí- ricas, nuevas en la época clásica y coextensivas con su duración (tiene como puntos de
referencia cronológica a Lancelot y Bopp, Ray y Cuvier, Petty y Ricardo;
los primeros escriben alrededor de 1660, los segundos alrededor de los años
1800-1810), no pudieron constituirse sin la relación que toda la episteme de
la cultura occidental tenía entonces con una ciencia universal del orden.
Esta relación con el Orden es tan
esencial para la época clásica como
lo fue para el Renacimiento la relación con la Interpretación. Y
así como la interpretación del siglo xvi, superponiendo una semio- logía
a una hermenéutica,
era esencialmente un conocimiento de la similitud, así, la puesta en orden por medio de signos constituye todos
los saberes empíricos como saberes
de la identidad y de la diferencia. El mundo a la vez indefinido
y cerrado, pleno y tautológico de la semejanza se encuentra disociado
y como abierto en su medio; en un extremo se encontrarán los signos convertidos
en instrumentos del análisis, en marcas de la identidad y de la diferencia,
en principios de la puesta en orden, en claves de una
taxinomia; y en el otro, la semejanza empírica y murmurante de las cosas, esta sorda similitud que proporciona,
por debajo del pensamiento, la materia infinita de las
particiones y las distribuciones. Por un lado, la teoría general de los signos,
de las divisiones y de las clasificaciones; por el otro, el problema de las
semejanzas inmediatas, del movimiento espontáneo de la imaginación, de las
repeticiones de la naturaleza. Entre los dos, los nuevos saberes que encuentran
su espacio en esta distancia abierta.
3. LA REPRESENTACIÓN DEL SIGNO
¿Qué es un
signo en la época clásica? Lo que ha cambiado en la primera
mitad del siglo
xvii y por mucho tiempo —quizá hasta nosotros— es todo el régimen de los signos, las condiciones
en las que ejercen su extraña función; es aquello que, en medio de tantas otras
cosas sabidas o vistas, los erige de súbito como signos; es su ser mismo. En el
umbral de la época clásica, el signo deja de ser una figura del mundo; deja de
estar ligado por los lazos sólidos y secretos de la semejanza o de la afinidad
a lo que marca.
LA
REPRESENTACIÓN DEL SIGNO 65 El clasicismo lo define de acuerdo con
tres variables." El origen del enlace: un signo puede ser natu
ral
(como el reflejo en un espejo designa lo que refleja) o de convención
(como una palabra puede significar una idea para un grupo
de hombres). El tipo de enlace: un signo puede pertenecer al conjunto que
designa (como la buena cara forma parte de la
salud que manifiesta) o estar separado de él (como las figuras del Antiguo
Testamento son los signos lejanos de la Encarnación y de la Redención).
La certidumbre del enlace: un signo puede
ser tan constante que se esté seguro de su fidelidad (así, la respiración
señala la vida); pero puede ser también simple- mente probable (como la palidez
del embarazo). Ninguna de estas formas de enlace implica necesariamente la
similitud; el signo natu- ral mismo no la exige: los gritos son signos espontáneos,
pero no análogos, del miedo; o también, como dice Berkeley, las sensaciones
visuales son signos del tacto instaurados por Dios y, sin embargo, no se le
asemejan de manera alguna.12 Estas tres variables susti- tuyen a la
semejanza para definir la eficacia del signo en el dominio
de los conocimientos empíricos.
1. El signo, dado que siempre es cierto o
probable, debe encon-
trar su lugar en el interior del conocimiento.
En el siglo xvi, se consideraba que los signos habían sido depositados
sobre las cosas para que los hombres pudieran sacar a luz sus secretos, su naturaleza o sus virtudes; pero este
descubrimiento no era más que el fin
último de los signos, la justificación de su presencia; era su posible
utiliza- ción y la mejor sin duda alguna; pero no tenían necesidad
de ser conocidos para existir: aun si permanecían silenciosos y si nunca
había una persona que los percibiera, no perdían su consistencia. No era el
conocimiento, sino el lenguaje mismo de las cosas lo que los instauraba en su
función significante. A partir del siglo xvii, todo el dominio del signo se
distribuye entre lo cierto y lo probable: es decir, que no hay ya signo
desconocido, ni marca muda. No se trata de que los hombres estuvieran en posesión
de todos los signos posi- bles, sino de que sólo existen signos a partir del
momento en que se conoce la posibilidad de una relación de sustitución
entre dos elementos ya conocidos. El signo no espera silenciosamente la veni-
da de quien puede reconocerlo: nunca se constituye sino por un acto de
conocimiento.
Aquí es donde el saber rompe su viejo
parentesco con la divinatio. Ésta supone signos que le son anteriores: de modo que el conoci-
11 Logique de Port-Royal, 1a
parte, cap. iv.
12 Berkeley,
Essay towards a New Theory of Vision, 1709; trad. francesa,
Essai d'une nouvelle théorie de la visión,
Oeuvres choistes, traducidas por Leroy, París,
1944, t. i, pp. 163-4.
66 REPRESENTAR miento
entero se alojaba en el hueco de un signo descubierto, afir- mado o secretamente
trasmitido. Su tarea era revelar un lenguaje previo repartido
por Dios en el mundo; en este sentido, y por una implicación esencial, adivinaba y adivinaba lo divino. A
partir de ahora, el signo empezará a significar dentro del interior del
conoci- miento: de él tomará su certidumbre o su probabilidad. Y si Dios
usa todavía signos para hablarnos a
través de la naturaleza, se sirve de nuestros conocimientos y de los enlaces
que se establecen entre las impresiones a fin de instaurar en nuestro espíritu
una relación de significación. Tal es
el papel del sentimiento en Malebranche o de la sensación en
Berkeley: en el juicio natural, en
el sentimiento, en las impresiones visuales, en la percepción
de la tercera dimensión, hay conocimientos apresurados, confusos, pero presentes,
inevitables y apremiantes, que sirven de signos a los conocimientos
discursivos, que nosotros, porque no somos espíritus puros, no tenemos
el ocio o el permiso de alcanzar por nosotros mismos y por la sola fuerza de nuestro espíritu. En Malebranche o
en Berkeley, el signo facilitado por Dios es la superposición astuta y
atractiva de dos conocimientos. Ya no hay allí divinatio —inserción del
conocimiento en el espacio enigmático, abierto y sagrado de los signos; sino un
conocimiento breve y recogido sobre sí mismo: el repliegue de una larga serie
de juicios en la figura rápida del signo. Se ve también así cómo, por un
movimiento de regreso, el conocimiento que ha encerrado a los signos en su
espacio propio, podrá abrirse ahora a la probabilidad: la relación de una
impresión con otra será de signo a significado, es decir, una relación que, a
la manera de la de la sucesión, se des- plegará desde la más débil probabilidad
a la certidumbre mayor. "La conexión de las ideas no implica la relación
de causa a efecto, sino sólo la de un indicio y un signo respecto a la cosa
significada. Lo poco que se ve no es la causa del dolor que sufro si me acerco;
es el indicio que me previene de este dolor."13 El conocimiento que adivinaba, al azar, signos
absolutos y más antiguos que él ha sido sustituido por una red de signos tejida
paso a paso por el conoci- miento de lo probable. Hume se ha hecho posible.
2. Segunda
variable del signo: la forma de su enlace con lo que significa.
Por el juego de la conveniencia, de la emulación y de la simpatía sobre todo,
la similitud triunfó en el siglo xvi sobre el es- pacio y el tiempo: pues
pertenecía al signo la función de devolver y reunir. Con el clasicismo, por el
contrario, el signo se caracteriza por su dispersión esencial. El mundo
circular de los signos conver- gentes es remplazado por un despliegue al
infinito. En este espacio,
13
Berkeley, Treatise on the Principles of Human Knowledge,
1710; trad. francesa, Príncipes de la connaissance
humane, Oeuvres choisies, t. i, p. 267.
LA REPRESENTACIÓN DEL SIGNO 67 el
signo puede tener dos posiciones: o bien forma parte, a título de
elemento, de lo que sirve para designar; o bie
n está real y verdadera- mente
separado de él. A decir verdad, esta alternativa no es radical; pues el signo, para funcionar, debe estar a la vez
insertado en lo que significa y ser distinto de ello. En efecto, para
que el signo sea lo que es ha sido
necesario que se diera al conocimiento al mismo tiempo
que
lo que significa. Como observa Condillac, un sonido no se convertiría
jamás para un niño en el signo verbal de la cosa si no ,1o hubiera oído cuando menos
una vez en el momento
en que per- cibe dicha cosa.14 Sin embargo, para que un elemento de una percep- ción pueda
convertirse en signo, no basta con que forme parte de ella; es necesario que se
lo distinga a título de elemento y se le se- pare de la impresión global a la
que está confusamente ligado; así, pues, es necesario que ésta sea dividida,
que la atención se dirija a una de esas regiones enmarañadas que la componen y
que la aisle. En consecuencia, la constitución del signo es inseparable del análisis.
Es su resultado, ya que, sin él, no aparecería. Es también su ins- trumento, ya
que, una vez definido y aislado, puede ser remitido a nuevas impresiones; y allí,
desempeña con relación a ellas el papel de una reja. El signo aparece porque el
espíritu analiza. El análisis prosigue porque el espíritu dispone de signos. Se
comprende así por qué de Condillac a Destutt de Tracy y a Gerando, la doctrina
general de los signos y la definición del poder de análisis del pensa- miento
se superponen con toda exactitud en una y la misma teoría del conocimiento.
Cuando la Logique de Port-Royal afirmó
que un signo podía ser inherente a lo que designa o
estar separado de ello, mostró que el signo, en la época clásica, no está ya encargado de acercar el mundo
a sí mismo y hacerlo inherente a sus
formas, sino por el contrario, de desplegarlo, de yuxtaponerlo
según una superficie indefinidamen- te abierta y de proseguir, a partir
de él, el despliegue infinito de sustitutos según los cuales se lo piensa. Y
por ello, se ofrece a la vez al análisis y al arte combinatoria y se le hace
ordenable de un cabo a otro. El signo, en el pensamiento clásico, no borraba
las distancias y no abolía el tiempo: por el contrario, permitía desarrollarlos
y re- correrlos paso a paso. Gracias a él, las cosas se hacen claras y dis-
tintas, conservan su identidad, se desatan y se ligan. La razón occi- dental
entra en la edad del juicio.
3. Queda una tercera variable: la que puede
tomar los dos valo- res de la naturaleza y de la convención. Se sabía desde hacía
mucho tiempo —ya mucho antes del Cratilo— que los signos pueden ser
14
Condillac, Essai sur l"origine des connaissances humanes, Oeuvres, París,
1789, t. i, pp. 188-208.
68 REPRESENTAR dados
por la naturaleza o constituidos por el hombre. Tampoco el siglo xvi ignoró esto y reconoció en las lenguas
humanas los signos de la institución.
Pero los signos artificiales deben su poder a su fidelidad a los naturales. Éstos, con mucho, fundamentan todos los demás. A partir del siglo xvii se da un valor inverso a la naturaleza y a la convención: si es
natural, el signo no es más que un elemento descontado de las cosas y
constituido en tanto signo por el conoci-
miento. Así, pues, es algo prescrito, rígido, incómodo y el espíritu
no puede adueñarse de él. Por el
contrario, cuando se establece un signo de convención, siempre se puede (y en efecto se debe) esco-
gerlo de tal modo que sea simple, fácil de recordar, aplicable a un número
indefinido de elementos, susceptible de dividirse él mismo y de recomponerse;
el signo de institución es el signo en la plenitud de su funcionamiento. Es el
signo el que traza la partición entre el hombre y el animal; el que transforma
la imaginación en memoria voluntaria, la atención espontánea en reflexión, el
instinto en cono- cimiento racional.15 Es también el signo cuya
falla ha sido descu- bierta por Itard en el salvaje del Aveyron. Los signos
naturales no son sino el esbozo rudimentario, el dibujo lejano que sólo quedará
terminado por la instauración de lo arbitrario, frente a estos signos de
convención.
Sin
embargo, lo arbitrario es medido por su función y sus
reglas quedan muy exactamente definidas por
ella. Un sistema arbitrario de signos debe permitir el análisis de las cosas en sus elementos más simples; debe descomponer
hasta llegar al origen; pero debe mostrar también cómo son posibles las combinaciones
de estos elementos y permitir la génesis ideal de la complejidad de las cosas. "Arbitrario"
no se opone a "natural" a no ser que se quiera designar la manera en que se establecen los signos. Pero
lo arbitrario es también la reja de análisis y de espacio combinatorio a través
de la cual la natura- leza va a darse en lo que es —al nivel de las impresiones
originarias y en todas las formas posibles de su combinación. En su perfección,
el sistema de signos es este lenguaje simple, absolutamente transpa- rente que
es capaz de nombrar lo elemental; es también este con- junto de operaciones que
define todas las conjunciones posibles. A nuestro respecto, esta búsqueda del
origen y este cálculo de los agru- pamientos parecen ser incompatibles y los
desciframos de buena gana como una ambigüedad en el pensamiento de los siglos
xvii y xviii. Lo mismo puede decirse del juego entre el sistema y la
naturaleza. En efecto, para este pensamiento no hay en ello ninguna contradic-
ción. Más precisamente, existe una disposición necesaria y única que atraviesa
toda la episteme clásica: es la pertenencia de un cálculo
15 Condillac, Essai sur l'origine
des connaissances humaines, p. 75.
LA
REPRESENTACIÓN DUPLICADA 69 universal y de una búsqueda de lo elemental
en un sistema artificial y que por ello mismo puede hacer aparecer
la naturaleza desde sus elementos de origen hasta la simultaneidad de todas sus posibles combinaciones. En la época
clásica, el servirse de estos signos
no es ya, como en los siglos precedentes, un ensayo de encontrar por de- bajo de ellos el texto primitivo de un discurso
tenido, y retenido, para siempre; es el intento de descubrir el lenguaje
arbitrario que autorizará el despliegue de la naturaleza en su espacio, los términos
últimos de su análisis y las leyes de su composición. El saber no tiene ya que
desencallar la vieja Palabra de los lugares desconocidos en que puede
ocultarse; es necesario fabricar una lengua y que esté bien hecha —es decir,
que, siendo analizadora y combinatoria, sea realmente la lengua de los cálculos.
Ahora es posible definir los instrumentos que
prescribe al pensa- mie
nto clásico el sistema de los signos. Es
este sistema el que intro- duce
en el conocimiento la probabilidad,
el análisis y la combina- toria, lo arbitrario que justifica el
sistema. Es él el que da lugar a la vez a la búsqueda del origen y a la
calculabilidad; a la construc- ción de cuadros que fijan las composiciones
posibles y a la restitución de una génesis a partir de los elementos
más simples; es él el que reconcilia todo saber de un lenguaje y trata
de sustituir todas las len- guas por un sistema de símbolos artificiales y de
operaciones de na- turaleza lógica. En el nivel de una historia de las
opiniones, todo esto parecería ser, sin duda alguna, una maraña de influencias
en la que sería necesario destacar la parte individual que corresponde a
Hobbes, Berkeley, Leibniz, Condillac y los Ideólogos. Pero si inte- rrogamos al
pensamiento clásico al nivel de lo que arqueológicamente lo ha hecho posible,
percibiremos que la disociación del signo y de la semejanza a principios del
siglo xvii ha hecho surgir estas figuras nuevas que son la probabilidad, el análisis,
la combinatoria, el siste- ma y la lengua universal, no como temas sucesivos
que se engendren o se expulsen unos a otros, sino como una red única de
necesidades. Es esto lo que ha hecho posible esas individualidades que llamamos
Hobbes, Berkeley, Hume o Condillac.
4. LA REPRESENTACIÓN DUPLICADA
Sin embargo, la propiedad más fundamental de los
signos para la epistem
e clásica no ha sido
enunciada todavía. En efecto, el que el signo pueda ser más o menos probable,
estar más o menos alejado de lo que significa, que pueda ser natural o
arbitrario, sin que resulte afectada su naturaleza o su valor de signo —todo
esto muestra muy
70
REPRESENTAR bien que la relación del signo con su contenido no está
asegurada dentro del orden de las cosas mismas. La relación de lo significante con lo significado se aloja ahora en un espacio
en el que ninguna figura intermediaria va a asegurar su encuentro:
es, dentro del cono- cimiento, el enlace establecido entre la idea de una
cosa y la idea de otra. Así
lo dice la Logique de Port-Royal: "el signo encierra dos ideas, una la de la cosa que
representa, la otra la de la cosa repre- sentada y su naturaleza
consiste en excitar la primera por medio de la segunda".16 Teoría dual del signo que se opone sin equívoco
alguno a la organización, más compleja, del Renacimiento; ahora bien, la teoría
del signo implicaba tres elementos perfectamente dis- tintos: lo marcado, lo
que marcaba y lo que permitía ver en aquello la marca de esto; ahora bien, este
último elemento es la semejanza: el signo marcaba en la medida en que era
"casi la misma cosa" que lo que designaba. Es este sistema unitario y
triple el que desapa- rece al mismo tiempo que el "pensamiento por
semejanza" y que es remplazado por una organización estrictamente binaria.
Pero hay una condición para que el signo sea
esta dualidad pura. En su ser simple de idea, de
imagen o de percepción, asociada o sustituida por otra
,
el elemento significante no es un signo. Sólo llega a serlo a condición de manifestar
además la relación que lo liga con lo que significa. Es necesario
que represente, pero también que esta representación, a su vez, se encuentre
representada en él. Condi- ción indispensable para la organización binaria del signo, que la Lo- gique de Port'
Royal enuncia antes de decir qué
es un signo: "cuando no vemos un
cierto objeto sino como representación
de otro, la idea que de él se tiene es una idea de signo y este primer
objeto es llamado signo".17 La idea significante se desdobla, ya que a la
idea que remplaza a otra se superpone la idea de su poder representa- tivo. ¿Acaso
no se tiene así tres términos: la idea significada, la idea significante y, en
el interior de esta última, la idea de su papel de representación? Sin embargo,
no se trata de una vuelta subrepticia a un sistema ternario, sino más bien de
un desplazamiento inevitable de la figura hacia dos términos, que retrocede con
relación a sí mis- ma y viene a alojarse por entero en el interior del elemento
signi- ficante. En efecto, el significante no tiene más contenido, más fun- ción
y más determinación que lo que representa: le está totalmente ordenado y le es
transparente; pero este contenido sólo se indica en una representación que se
da como tal y lo significado se aloja sin residuo alguno ni opacidad en el
interior de la representación del signo. Es característico que el primer
ejemplo de signo que da la
16 Logique de
Port-Royal, 1a parte, cap. iv. 17 Ibid.
LA REPRESENTACIÓN DUPLICADA 71 Logique
de Port-Royal no sea la palabra,
ni el grito, ni el símbolo, sino la representación espacial y gráfica —el
dibujo: mapa o cuadro. En efecto, el cuadro no tiene otro contenido
que lo que representa y, sin embargo, este contenido sólo aparece representado
por una repre- sentación. La disposición binaria del signo, tal como
aparece en el siglo xvii, sustituye a una organización que, a partir de modos
dife- rentes, fue siempre ternari
a
desde los estoicos y aun desde los prime- ros gramáticos griegos; ahora bien, esta
disposición supone que el signo es una representación desdoblada y duplicada
sobre sí misma. Una idea puede ser signo de otra no sólo porque se puede
establecer entre ellas un lazo de representación, sino porque esta representación
puede representarse siempre en el interior de la idea que representa. Y también
porque, en su esencia propia, la representación es siem- pre perpendicular a sí
misma: es a la vez indicación y aparecer, rela- ción con un objeto y
manifestación de sí. A partir de la época clásica, el signo es la representatividad
de la representación en la medida en que ésta es representable.
Esto tiene consecuencias de gran peso. Por
lo pronto, la impor- tancia de los signos en el pensamiento clásico. En otro
tiempo fue-
ron medios de conocer y claves de un saber; ahora son
coextensivos a la representación, es
decir, al pensamiento entero, se alojan en él, pero lo recorren en toda su extensión: desde el momento en que una representación está ligada con otra y representa
este lazo en sí mis- ma, hay un signo: la idea abstracta significa la percepción concreta de la que ha sido
formada (Condillac); la idea general no es más que una idea singular que sirve
de signo a otras (Berkeley); las imaginaciones son signos de las
percepciones de las que han salido (Hume, Condillac); las sensaciones son signos
unas de otras (Ber- keley,
Condillac) y se puede decir finalmente que las sensaciones son de suyo (como en
Berkeley) los signos de lo que Dios quiere decimos, lo que haría de ellas algo
así como signos de un conjunto de signos. El análisis de la representación y la
teoría de los signos se penetran absolutamente uno a otra: y el día en el que
la Ideo- logía, a fines del siglo xviii, se interrogue por el primado que hay
que dar a la idea o al signo, el día en el que Destutt reprochará a Ge- rando
el haber hecho una teoría de los signos antes de haber defi- nido la idea,18 es el día en el que su pertenencia inmediata
comenzará a enturbiarse y en el que la idea y el signo dejarán de ser
perfectamente transparentes una a otro.
Segunda consecuencia. Esta extensión universal
de! signo en el campo de la representación excluye aun la posibilidad de una teoría
de la significación. En efecto, el interrogarse sobre qué es la signi-
14 Destutt de Tracy, Éléments d'
Idéologie, Paris, año xi, t. ii, p. 1.
72
REPRESENTAR ficación supone que ésta sea una figura
determinada en la conciencia. Pero
si los fenómenos no se dan nunca sino en una representación que, en sí, y por su representabilidad propia, es
por completo signo, la significación no puede ser un problema. Es más,
ni aparece si- quiera. Todas las
representaciones están ligadas entre sí como signos; entre todas forman como una red inmensa; cada una se da, en su transparencia, como signo de lo que representa; y
sin embargo —o más bien por este hecho mismo— ninguna actividad específica de la conciencia puede constituir
alguna vez una significación. Sin duda porque el pensamiento clásico de la
representación excluye el análi- sis de la significación, nos cuesta tanto
esfuerzo —a nosotros que no pensamos los signos sino a partir de esto— el
reconocer, a pesar de la evidencia, que la filosofía clásica, de Malebranche a
la Ideo- logía, fue, de un extremo a otro, una filosofía del signo.
Nada de
sentido exterior o anterior al signo; ninguna presencia implícita
de un discurso
anterior que habría que restituir a fin de sacar a luz el
sentido autóctono de las cosas. Pero tampoco acto constitutivo de la significación ni génesis interior a la conciencia.
Entre el signo y su contenido no hay ningún elemento intermediario,
ni ninguna opacidad. Empero, los signos no tienen otras leyes que las que pueden regir su contenido: todo
análisis de los signos es, al mismo
tiempo, y con pleno derecho, un desciframiento de lo que quiere decir. A la inversa, el sacar a luz lo
significado no será más que la reflexión sobre los signos que lo indican.
Lo mismo que en el siglo xvi,
"semiología" y "hermenéutica" se superponen, pero en for-
ma diferente. En la época clásica,
ya no se reúnen en el tercer elemento de la semejanza; se ligan a este
poder propio de la repre- sentación de representarse a sí misma. Así,
pues, no habrá una teoría de los signos diferente a un análisis del sentido.
Sin embargo, el sistema otorga cierto privilegio a la primera por encima de la
segun- da; puesto que no da a lo que se significa una naturaleza diferente de
la que le otorga el signo, el sentido no podrá ser más que la totalidad de los
signos desplegada en su encadenamiento; se dará en el cuadro completo de
los signos. Pero, por otra parte, la red com- pleta de signos se liga y se
articula según los cortes propios del sen- tido. El cuadro de los signos será
la imagen de las cosas. Si el ser del sentido está por completo del lado del
signo, todo el funciona- miento está del lado de lo significado. Por esto, el
análisis del len- guaje, de Lancelot a Destutt de Tracy, ha sido hecho a partir
de una teoría abstracta de los signos verbales y en la forma de una gramática
general: pero siempre toma como hilo conductor el sentido de las palabras; por
ello también la historia natural se presenta como aná- lisis de los caracteres
de los seres vivos, por más que, a pesar de ser
LA
IMAGINACIÓN DE LA SEMEJANZA 73 artificiales, las taxinomias tienen siempre el proyecto de reunir el orden natural o
de disociarlo lo menos posible; por ello, el análisis de las riquezas se
hace a partir de la moneda y del cambio, aunque el valor se funde
siempre sobre la necesidad.
En la época clásica, la ciencia pura de los signos
tiene el valor del discurso inmediato de lo
significado. Finalmente, última consecuencia que llega, sin duda, hasta
nosotros: la teoría binaria del signo, que fundamenta, a partir del siglo
xvii, toda la ciencia general del signo, está ligada, de acuer- do con una relación fundamental, con una teoría
general de la representación. Si el signo es el puro y simple enlace de un signifi- cante y un significado
(enlace arbitrario o no, impuesto o volunta- rio, individual y colectivo), de
todas maneras la relación sólo puede ser establecida en el elemento general de
la representación: el signi- ficante y el significado no están ligados sino en
la medida en que uno y otro son (han sido o pueden ser) representados y el uno
re- presenta de hecho al otro. Asi, pues, fue necesario que la teoría clá- sica
del signo tuviera como fundamento y justificación filosófica una "ideología",
es decir, un análisis general de todas las formas de re- presentación, desde la
sensación elemental hasta la idea abstracta y compleja. Fue igualmente
necesario que, volviendo al proyecto de una semiología general, Saussure diera
una definición del signo que pudo parecer "psicologista" (enlace de
un concepto y de una ima- gen) : pero es que de hecho redescubrió allí la
condición clásica para pensar la naturaleza binaria del signo.
5. LA IMAGINACIÓN DE LA SEMEJANZA
He allí, pues, a los signos liberados de
toda esa abundancia de
mun- do en el que el Renacimiento los había
repartido. De ahora en adelante se alojan en el interior de la representación,
en el inters- ticio de la idea, en ese pequeño espacio
en el que juega consigo misma, descomponiéndose y recomponiéndose.
Por lo que a la simi- litud se refiere, no tiene ahora sino que recaer fuera del dominio del conocimiento. Es
lo empírico en su forma más gastada;
no se lo puede ya "considerar como parte de la filosofía",19 a menos que se la borre en su inexactitud de
semejanza y
sea transformada por el saber en una relación
de igualdad o de orden. Y, sin embargo, la similitud es un marco
indispensable para el conocimiento. Pues una igualdad o una relación de orden
no puede ser establecida entre dos cosas a no ser que su semejanza haya dado
cuando menos oportu-
19
Hobbes, Compendium of Aristotle's Rhetoric and Rumus" Logic, Londres,
1654 (Logique, trad. francesa de Destutt de Tracy, Eléments
d'Idéologie, Pa- rís, 1805, t. iii, p. 599).
74 REPRESENTAR nidad
de compararlas: Hume colocaba la relación de identidad entre las relaciones
"filosóficas" que presuponen la reflexión; en tanto que la semejanza pertenece, para él, a las relaciones naturales, a las que constriñen nuestro espíritu según una "fuerza
tranquila" pero inevitable.20 "Que el filósofo
pretenda tanta precisión como
quiera... me atrevo, sin embargo, a desafiarlo
a dar un solo paso en su carrera sin ayuda de la semejanza.
Que se lance una mirada sobre el rostro metafísico de las ciencias, aun
las más abstractas, y que se me diga si las inducciones generales que se sacan
de los hechos particulares o, más bien, si los géneros mismos, las especies y
todas las nocio- nes abstractas pueden formarse de otra manera que no sea por
me- dio de la semejanza." 21 En el borde exterior
del saber, la similitud es esta forma apenas dibujada, este rudimento de relación
que el conocimiento debe recubrir en toda su extensión, pero que perma- nece
indefinidamente por debajo de él, a la manera de una nece- sidad muda e
imborrable.
Lo mismo que en el siglo xvi, la semejanza y el
signo se llaman una a ot
ro fatalmente. Pero de acuerdo con un modo
nuevo. En vez de que la similitud tenga necesidad de una marca a fin de ser sa- cada de su secreto, es ahora el
fondo indiferenciado, móvil, inesta- ble sobre el cual puede el conocimiento
establecer sus relaciones, sus medidas y sus identidades. En consecuencia, se
trata de un doble trastrocamiento: ya que el signo y con él todo el conocimiento dis- cursivo exigen un fondo de
similitud y ya que no se trata de mani- festar un contenido anterior al
conocimiento, sino de dar un conte- nido que pueda ofrecer un lugar de aplicación
a las formas del conocimiento. En tanto que, en el siglo xvi, la semejanza era la relación fundamental del ser consigo mismo y el repliegue del mun- do, en la época clásica
es la forma más simple bajo la cual ap
arece
lo que hay por
conocer y que es lo más alejado del conocimiento mismo. Gracias a ella puede
conocerse la representación, es decir, puede comparársela con las formas que
pueden serle similares, ana- lizarla en elementos (elementos que tiene en común
con otras re- presentaciones), combinarla con las que pueden presentar
identida- des parciales y distribuirla finalmente en un cuadro ordenado. En la
filosofía clásica (es decir, en una filosofía del análisis), la similitud
representa un papel simétrico al que afirmará lo diverso en el pen- samiento crítico
y en las filosofías del juicio.
En esta posición de límite y de condición
(aquello sin lo cual y de este lado de lo cual no se puede conocer), la semejanza se sitúa
20 H u me, A T r eatis e of H u m a n Natur e, 1739-4 0 ; trad. f r ances a d e Ler o y, Es s ai s ur la n at ur e hum a ine, P arí s, 1 94 6 , t. i, p p. 7 5 - 8 0.
21 M er ian, Ré flexions phi losophiqu es su r la r ess em b la n c e, 17 6 7, pp. 3 y 4.
LA IMAGINACIÓN DE LA SEMEJANZA 75 al
lado de la imaginación o, más exactamente, no aparece sino por virtud de la imaginación,
y ésta, a su vez, sólo se ejerce
apoyándose en ella. En efecto, si se suponen, en la cadena ininterrumpida de la representación, impresiones, las más simples posibles y que no ten- gan entre ellas el menor grado de semejanza,
no habrá posibilidad alguna de que la segunda haga recordar la
primera, la haga reapa- recer y autorice así su representación en lo
imaginario; las impresio- nes se sucederán en la mayor diferencia
—tan grande que ni si- quiera podrá
ser percibida ya que nunca podrá una
representación tener la oportunidad
de fijarse en un lugar, de resucitar
otra anterior y de yuxtaponerse a ella para dar lugar a una comparación;
no se dará la mínima identidad necesaria para cualquier diferenciación. El
cambio perpetuo se desarrollará sin punto de referencia en la perpetua monotonía.
Pero, si no existiera en la representación el os- curo poder de hacerse
presente de nuevo una impresión pasada, ninguna podría aparecer jamás como
semejante a una precedente o desemejante a ella. Este poder de recordación
implica, cuando menos, la posibilidad de hacer aparecer como casi semejantes
(como vecinas y contemporáneas, como existiendo casi de la misma ma- nera) dos
impresiones de las que, sin embargo, una está presente en tanto que la otra ha
dejado de existir quizá desde hace tiempo. Sin imaginación, no habría semejanza
entre las cosas.
Vemos el requisito doble. Es necesario que
haya, en las cosas representadas, el murmullo insistente de la
semejanza; es necesario que haya, en la representación,
el repliegue siempre posible de la imaginación. Y ni uno ni otro de estos requisitos puede
dispensarse de aquel que lo completa
y se le enfrenta. De allí las dos direccio- nes del análisis que se han mantenido durante toda la época clásica y que no han dejado de acercarse para enunciar finalmente, en la segunda mitad del siglo
xviii, su verdad común en la Ideología.
Por un lado, se encuentra el análisis que da cuenta del trastroca-
miento de la serie de representaciones en un cuadro inactual, pero simultáneo,
de comparaciones: análisis de la impresión, de la remi- niscencia, de la
imaginación, de la memoria, de todo ese fondo in- voluntario que es como la mecánica
de la imagen en el tiempo. Por el otro, está el análisis que da cuenta de la
semejanza de las cosas —de su semejanza antes de ser puestas en orden, su
descomposición en elementos idénticos y diferentes, la repartición en cuadros
de sus similitudes desordenadas: ¿por qué, entonces, se dan las cosas en una
maraña, en una mezcla, en un entrecruzamiento en el que su orden esencial está
embrollado, aunque es aún lo bastante visible para transparentarse bajo la
forma de semejanzas, de vagas similitudes, de ocasiones alusivas para una
memoria alerta? La primera serie de
76
REPRESENTAR problemas corresponde, en grueso, a la analítica de la
imaginación, como poder positivo de transformar el tiempo lineal de la represen- tación en
espacio simultáneo de elementos virtuales; la segunda co- rresponde, en
grueso, al análisis de la naturaleza, con las lagunas y los desórdenes
que embrollan el cuadro de seres y lo desparraman en una sene de
representaciones que se asemejan vagamente y de lejos.
Ahora bien, estos dos momentos opuestos (el
uno, negativo, del desorde
n de la naturaleza en las impresiones,
el otro, positivo, del po- der de reconstituir el orden
a partir de estas impresiones) encuen- tran su unidad en la idea de una
"génesis". Y ello de dos maneras posibles. O bien el momento negativo
(el del desorden, de la seme- janza vaga) se pone en la cuenta de la imaginación
misma, que ejerce ahora ella sola
una doble función: si le es
posible restituir el orden, por la sola
duplicación de la representación, es justo
en la medida en que impediría
percibir directamente y en su verdad ana- lítica las identidades y diferencias de las cosas. El poder de la
ima- ginación no es otro que el revés, o la
otra cara, de su defecto. Está en el
hombre en la costura misma que une el
alma con el cuerpo. Fue allí en
efecto donde la analizaron Descartes, Malebranche,
Spi- noza, a la vez como lugar del error y
poder de llegar a la verdad, aun la matemática; reconocieron en ella el estigma
de la finitud, ya sea el signo de una caída fuera de la extensión
inteligible o la marca de una naturaleza limitada. Por el contrario, el momento
positivo de la imaginación puede ponerse en la cuenta de la semejanza turbia,
del murmullo vago de las similitudes. Es el desorden de la natura- leza que se
debe a su propia historia, a sus catástrofes, o quizá simplemente a su
pluralidad enmarañada, que no es capaz de ofrecer a la representación más que
cosas que se asemejan. Tanto que la representación, encadenada siempre a
contenidos muy cercanos unos a otros, se repite, se recuerda, se repliega
naturalmente sobre sí mis- ma, hace renacer impresiones casi idénticas y engendra
la imagina- ción. En este cabrilleo de naturaleza múltiple, pero recomenzado
oscuramente y sin razón, en el hecho enigmático de una naturaleza que antes de
cualquier orden se asemeja a sí misma, buscaron Condillac y Hume la liga entre
la semejanza y la imaginación. So- luciones estrictamente opuestas, pero que
responden al mismo pro- blema. De cualquier modo se comprende que el segundo
tipo de análisis se haya desplegado fácilmente en la forma mítica del primer
hombre (Rousseau), de la conciencia que despierta (Condillac) o del espectador
extranjero arrojado al mundo (Hume): esta génesis funcionaba exactamente en el
lugar y en vez del Génesis mismo.
Una observación aún. Si las nociones de naturaleza y de natu-
"MATHESIS" Y "TAXINOMIA" 77 raleza
humana tienen, en la época clásica, cierta importancia, esto no se debe a que
se haya descubierto bruscamente, como campo de
investigaciones empíricas, esta potencia sorda, inagotablemente
rica, a la que se da el nombre de naturaleza;
tampoco se debe a que se haya
aislado, en el interior de esta vasta naturaleza, una pequeña región singular y compleja
que sería la naturaleza humana. De
he- cho, estos dos conceptos funcionan a fin de asegurar la pertenencia, el lazo recíproco de la
imaginación y de la semejanza. Sin duda alguna, la imaginación no es,
en apariencia, sino una de las
propie- dades de la naturaleza humana y la semejanza uno de los efectos de la naturaleza. Pero si seguimos la
red arqueológica que da sus leyes al pensamiento clásico, veremos
que la naturaleza humana se aloja en este mínimo
desbordamiento de la representación que le permite representarse (toda la
naturaleza humana está allí: justo lo bastante al exterior de la representación
para que se presente de nuevo, en el espacio en blanco que separa la presencia
de la repre- sentación y el "re" de su repetición); y que la
naturaleza no es sino un inasible embrollamiento de la representación que hace
que la semejanza sea sensible antes de que el orden de las identidades sea
visible. Naturaleza y naturaleza humana permiten, dentro de la con- figuración
general de la episteme, el ajuste de la semejanza y de la imaginación
que fundamenta y hace posible todas las ciencias em- píricas del orden.
En el siglo xvi, la semejanza estaba ligada
a un sistema de sig- nos;
era su interpretación la que abría el campo de
los conocimien- tos concretos. A partir del siglo xvii, la
semejanza es rechazada hasta los confines
del saber, del lado de sus fronteras más bajas y más humildes. Allí, se
liga a la imaginación, a las repeticiones
in- ciertas, a las analogías empañadas. Y en vez de
abrirse sobre una ciencia de la interpretación, implica una génesis que remonta
desde estas formas gastadas de lo Mismo a los grandes cuadros del saber
desarrollados según las formas de la identidad, de la diferencia y del orden.
El proyecto de una ciencia del orden, tal como se lo fundó en el siglo xvii,
implicaba que fuera duplicado de una génesis del conocimiento, como lo fue
efectivamente y sin interrupción de Locke a la Ideología.
6. "MATHESIS"
Y "TAXINOMIA"
Proyecto de una ciencia general del orden,
teoría de los signos que analiza la representación, disposición en cuadros ordenados de las
identidades y de las diferencias: así se constituyó en la época clásica
78 REPRESENTAR un
espacio de empiricidad que no había existido hasta fines del Renacimiento
y que estará destinado a desaparecer a principios del
si- glo xix. Para nosotros resulta ahora muy difícil de restituir, y
está tan profundamente recubierto por el sistema de positividades
al que pertenece nuestro saber, que por mucho tiempo ha pasado
desaper- cibido. Se le deforma, se
le enmascara por medio de categorías o de un recorte que son los nuestros. Se quiere reconstituir, al pare-
cer, lo que durante los siglos xvii y xviii fueron las "ciencias de
la vida", de la "naturaleza" o del "hombre". Olvidando
simplemente que ni el hombre, ni la vida, ni la naturaleza son dominios que se
ofrezcan espontánea y pasivamente a la curiosidad del saber.
Lo que hace posible el conjunto de la episteme
clásica es, desde luego, la
relación con un conocimiento del
orden. En cuanto se trata de ordenar las naturalezas simples, se
recurre a una mathesis cuyo método universal es el álgebra. En cuanto se trata de poner en orden las naturalezas complejas (las
representaciones en general, tal como se dan a la experiencia), es necesario
constituir
una taxi- nomia y, para ello, instaurar un sistema de signos. Los signos son con respecto al orden de
las naturalezas compuestas lo que el álge- bra con respecto al orden de
las naturalezas simples. Pero en la me- dida en que las representaciones empíricas
deben poderse analizar en naturalezas simples, se ve que la taxinomia se
relaciona por en- tero con la mathesis; a la inversa, dado que la
percepción de las evidencias no es más que un caso particular de la
representación en general, se puede decir también que la mathesis no es
más que un caso particular de la taxinomia. Así también, los signos que
el pen- samiento mismo establece constituyen algo así como un álgebra de las
representaciones complejas; y a la inversa, el álgebra es un método para
proporcionar signos a las naturalezas simples y para operar sobre estos signos.
Se tiene, pues, la disposición siguiente:
Pero esto no es todo. La taxinomia implica
por lo demás un cierto continuum de las cosas (una no discontinuidad, una plenitud del ser) y una
cierta potencia de la imaginación que hace aparecer
lo
"MATHESIS" Y "TAXINOMIA" 79 que no es, pero que permite, por ello mismo, sacar a luz el
continuo. La posibilidad de una ciencia de los órdenes empíricos requiere, pues, un análisis del
conocimiento —análisis que deberá mostrar cómo la continuidad oculta (y como
embrollada) del ser puede re- constituirse a través del lazo temporal de
representaciones disconti- nuas. De allí la necesidad, siempre
manifiesta a lo largo de la época
clasica, de preguntarse por el origen de los conocimientos. De he- cho, estos análisis empíricos no se oponen al
proyecto de una ma- thesis universal,
como un escepticismo a un racionalismo; han estado implícitos en los
requisitos de un saber que no se da ya como expe- riencia de lo
Mismo, sino como establecimiento del Orden. En los dos extremos de la episteme
clásica, se tiene pues una mathesis como ciencia del orden calculable y una génesis como análisis de la constitución de los órdenes a partir de series empíricas.
Por un lado, se utilizan los símbolos de las posibles operaciones sobre las
identi- dades y las diferencias; por el otro, se analizan las marcas progresi- vamente depositadas
por la semejanza de las cosas y las
vueltas de la imaginación. Entre la mathesis y la génesis
se extiende la región de los signos —de los signos que atraviesan todo el
dominio de la representación empírica, pero no la desbordan jamás. Limitado por
el cálculo y la génesis, es el espacio del cuadro. En este saber, se trata de
destinar un signo a todo lo que nuestra representación puede ofrecernos:
percepciones, pensamientos, deseos; estos signos deben valer como caracteres,
es decir, deben articular el conjunto de la representación en niveles
distintos, separados unos de otros por ras- gos asignables; autorizan así el
establecimiento de un sistema simul- táneo según el cual las representaciones
enuncian su proximidad o su alejamiento, su vecindad y sus huidas —de allí la
red que, fuera de la cronología, manifiesta su parentesco y restituye en un
espacio permanente sus relaciones de orden. Sobre este modo se puede di- bujar
el cuadro de las identidades y de las diferencias.
Y en esta
región nos encontramos con la historia natural —cien- cia
de los caracteres
que articulan la continuidad de la
naturaleza y su enmarañamiento. En esta región nos encontramos también con la teoría
de la moneda y del valor —ciencia de los signos que auto- rizan el cambio y
permiten establecer
equivalencias entre las nece- sidades y los deseos de los hombres. Allí, por último,
se aloja la gramática general, ciencia de los signos por medio de los cuales los hombres
reagrupan la singularidad de sus percepciones y recortan el movimiento
continuo de sus pensamientos. A pesar de sus diferen- cias, estos tres dominios
han existido en la época clásica sólo en la medida en que el espacio
fundamental del cuadro se ha instaurado entre el cálculo de las igualdades y la
génesis de las representaciones.
80 REPRESENTAR Vemos
que estas tres nociones —mathesis, taxinomia, génesis— no designan
tanto dominios separados, como una red sólida de per- tenencias que define la configuración general del saber en
la época clásica. La taxinomia no se opone a la mathesis; se
aloja en ella y se distingue de ella;
ya que es también una ciencia del orden —una mathesis cualitativa. Sin embargo, entendida en sentido estricto, la mathesis es la ciencia de las igualdades y, por ello, de las atribucio- nes y de los juicios; es la ciencia de la verdad; la taxinomia, a
su vez, trata de las identidades y de las diferencias, es la ciencia de
las articulaciones y de las clases; es el saber
acerca de los seres. De igual modo, la
génesis se aloja en el interior de la taxinomia o, cuando menos,
encuentra en ella su posibilidad primera. Pero la taxinomia establece
el cuadro de las diferencias visibles; la génesis
supone una serie sucesiva; la una trata los signos en su simultaneidad
espacial, como una sintaxis; la otra los reparte en un analogon del
tiempo, como una cronología. Con relación a la mathesis, la taxinomia fun- ciona como una ontología frente a una apofántica; frente a la géne- sis, funciona como una
semiología frente a una historia. Define,
pues, la ley general de los seres y, al mismo tiempo, las condiciones
bajo las cuales se les puede conocer. De allí el hecho de que la teoría de los
signos, en la época clásica, haya podido servir de base a la vez a una ciencia
de sesgo dogmático, que pretendía ser el conocimiento de la naturaleza misma, y
a una filosofía de la repre- sentación que, en el transcurso del tiempo, fue
convirtiéndose cada vez más en nominalista y cada vez más en escéptica. De allí
tam- bién el hecho de que tal disposición haya desaparecido a tal punto que las
épocas posteriores perdieran hasta la memoria de su exis- tencia: pues después
de la crítica kantiana y todo lo que ha pasado en la cultura occidental hasta
fines del siglo xviii, se instauró una partición de tipo nuevo: por un lado la mathesis
se reagrupó cons- tituyendo una apofántica y una ontología; es ella la que,
hasta nues- tros días, ha reinado sobre las disciplinas formales; por el otro
lado, la historia y la semiología (absorbida ésta por lo demás por aquélla) se
han reunido en estas disciplinas de la interpretación que han
desarrollado su poder desde Schleiermacher
hasta Nietzsche y Freud. En todo caso, es posible definir la episteme clásica, en su
dispo-
sición más general, por el sistema articulado de una
mathesis, de una taxinomia. y
de un análisis genético. Las ciencias llevan siempre consigo el proyecto, aun cuando sea lejano, de una
puesta exhaustiva en orden; señalan siempre también hacia el
descubrimiento de los elementos simples y de su composición progresiva;
y en su medio, son un cuadro, presentación de los conocimientos en un sistema
contemporáneo de sí mismo. El centro del saber, en los siglos xvii
"MATHESIS"
Y "TAXINOMIA" 81 y xviii, es el cuadro. Por lo que se
refiere a los grandes
debates que han ocupado la opinión,
se alojan en forma muy natural en los pliegues de esta organización.
Es muy posible escribir una historia del
pensamiento clásico to- mando como puntos de partida o como temas estos debates.
Pero con ello no se hará más que la historia de las opiniones, es decir, de las
elecciones hechas según los
individuos, los medios, los grupos sociales; y va implícito en ello todo un
método de investigación. Si se quiere intentar un análisis arqueológico
del saber mismo, no son pues estos célebres debates los que deben servir como hilo conduc- tor y articular el propósito. Es necesario reconstituir el sistema ge- neral del pensamiento, cuya
red, en su positividad, hace posible
un juego de opiniones simultáneas y aparentemente contradictorias. Es esta red la que define las
condiciones de posibilidad de un debate o de un problema, y es ella la que porta la
historicidad del saber. Si el
mundo occidental ha luchado por saber si la vida no es más que movimiento o si
la naturaleza está ordenada a fin de probar la existencia de Dios, esto no se
debe a que se haya abierto un pro- blema; se debe a que, después de haber
dispersado el círculo inde- finido de los signos y de las semejanzas y antes de
organizar las series de la causalidad y de la historia, la episteme de
la cultura occidental ha abierto un espacio en cuadro que no deja de recorrer
desde las formas calculables del orden hasta el análisis de las repre-
sentaciones más complejas. Y este recorrido se percibe en el surco de la superficie
histórica de los temas, de los debates, de los pro- blemas y de las
preferencias de opinión. Los conocimientos han atravesado de un cabo a otro un
"espacio del saber" que fue dis- puesto de golpe, en el siglo xvii, y
que no debía cerrarse sino ciento cincuenta años más tarde.
Es necesario ahora hacer el análisis de este
espacio en cuadro, allí donde aparece en la forma
más clara, es decir, en la teoría del lenguaje, de la clasificación y de
la moneda.
Quizá se objetará que el hecho mismo de querer
analizar a la vez y de un solo golpe la gramática general, la historia natural y la economía, poniéndolas en relación con
una teoría general de los signos y de la representación, supone una pregunta que sólo puede surgir en nuestro siglo. Es indudable que la época
clásica, más que ninguna otra cultura, no pudo circunscribir o nombrar el
sistema general de su saber. Pero este sistema ha sido lo bastante obliga-
torio para que las formas visibles de los conocimientos esbocen por sí mismas
sus parentescos, como si los métodos, los conceptos, los tipos de análisis, las
experiencias adquiridas, los espíritus y, por últi- mo, los hombres mismos se
hubieran desplazado voluntariamente
82 REPRESENTAR en una
red fundamental que definía la unidad implícita,
pero inevi- table, del saber. La historia
muestra mil ejemplos de estos despla- zamientos. Trayecto tantas veces recorrido entre la teoría del cono- cimiento, la de los signos y
la de la gramática: Port-Royal entregó su Grammaire como complemento
y continuación natural de su Logique, con la que se enlaza por un
análisis
común de los signos; Condillac, Destutt de Tracy, Gerando, articularon
uno sobre otro la descomposición del conocimiento en sus condiciones
o "elemen- tos" y la reflexión sobre estos signos, de la que el lenguaje no es más que la aplicación y el uso
más visibles. Trayecto también entre el análisis de la representación
y de los signos y el de la riqueza;
Quesnay el Fisiócrata escribió un artículo, "Évidence", para
la En- cyclopédie; Condillac y Destutt han colocado en la línea de su
teoría del conocimiento y del lenguaje la del comercio y de la economía que,
para ellos, tenía tanto valor de política como de moral; se dice que Turgot
escribió el artículo "Étymologie" de la Encyclopédie y el
primer paralelo sistemático entre la moneda y las palabras; que Adam Smith
escribió, además de su gran obra económica, un ensayo sobre el origen de las
lenguas. Trayecto entre la teoría de las cla- sificaciones naturales y las del
lenguaje: Adanson no sólo quiso crear una nomenclatura a la vez artificial y
coherente en el dominio de la botánica; intentó (y en parte aplicó) toda una
reorganización de la escritura en función de los datos fonéticos del lenguaje;
Rous- seau dejó entre sus obras postumas elementos de botánica y un tratado
sobre el origen de las lenguas.
De esta
manera se dibuja, como por puntos, la gran red del saber empírico:
la de los órdenes no cuantitativos. Y quizá la uni- dad remota pero insistente de una Taxinomia
universalis aparece con toda
claridad en Linneo, cuando proyecta
volver a encontrar en todos los
dominios concretos de la naturaleza
o de la sociedad, las mismas distribuciones y el mismo orden.22 El límite
del saber será la transparencia perfecta de las representaciones a los signos
que las ordenan.
22 Linneo, Philosophie botanique,
ss 155 y 256.
CAPÍTULO IV HABLAR
1. CRÍTICA Y
COMENTARIO
La existencia del lenguaje en la época clásica
es, a la vez, soberana y discreta.
Soberana
dado que sobre las palabras ha recaído la tarea y el poder
de "representar el pensamiento". Pero representar no quiere decir aquí
traducir, proporcionar una versión visible, fabricar un do- ble material
que sea capaz de reproducir, sobre la vertiente externa del cuerpo el pensamiento
en toda su exactitud. Representar es oír en
el sentido estricto: el lenguaje representa el pensamiento, como éste se
representa a sí mismo. Para
constituir el lenguaje o para animarlo desde el interior, no hay un acto esencial y primitivo de significación,
sino sólo, en el núcleo de la representación, este poder que le
pertenece de representarse a sí misma, es decir, de analizarse, yuxtaponiéndose,
parte a parte, bajo la mirada de la reflexión, y delegándose a sí misma en un
sustituto que la prolonga. En la época clásica no se da nada que no se dé en la
representación; pero por este hecho mismo, no surge ningún signo, no se enuncia
nin- guna palabra, ninguna frase ni ninguna proposición se dirige jamás a ningún
contenido sino por el juego de una representación que se pone a distancia de sí
misma, se desdobla y se refleja en otra repre- sentación que es equivalente a
ella. Las representaciones no se en- raizan en un mundo del que tomarían su
sentido; se abren por sí mismas sobre un espacio propio, cuya nervadura interna
da lugar al sentido. Y el lenguaje está ahí en este rodeo que la representa- ción
establece con respecto a sí misma. Así, pues, las palabras no forman la más mínima
película que duplique el pensamiento por el lado de la fachada; lo recuerdan,
lo indican, pero siempre desde el interior, entre todas esas representaciones
que representan otras. El lenguaje clásico está mucho más cercano de lo que se
cree al pensamiento que está encargado de manifestar; pero no es paralelo a él;
está cogido en su red y entretejido en la trama misma que desarrolla. No es un
efecto exterior del pensamiento, sino pensa- miento en sí mismo.
Y, po
r ello, se hace invisible o casi invisible. En todo
caso, se [83]
84
HABLAR ha hecho tan transparente a la representación
que su ser deja de ser un problema. El Renacimiento se detuvo ante el hecho en bruto de que hay un lenguaje: en el espesor del
mundo, un grafismo mez ciado a las cosas o que corre por debajo de ellas; siglos depositados sobre
los manuscritos o sobre las hojas de
los libros. Y todas estas marcas insistentes apelaban a un segundo
lenguaje —el del comen- tario, de la exégesis, de la erudición— para
hacer hablar y hacer al fin móvil al lenguaje que dormía en ellas; el
ser del lenguaje prece- día, como una muda obstinación, a lo que se podía leer
en él y a las palabras en que se le hacía resonar. A partir del siglo xvii, lo
que se elide es esta existencia maciza e intrigante del lenguaje. No aparece ya
oculta en el enigma de la marca: aparece más bien des- plegada en la teoría de
la significación. En el límite, se podría decir que el lenguaje clásico no
existe, sino que funciona: toda su exis- tencia tiene lugar en su papel
representativo, se limita exactamente a él y acaba por agotarse en él. El
lenguaje no tiene otro lugar que no sea la representación, ni tiene valor a no
ser en ella: en este molde que ha podido arreglarse.
Por ello, el lenguaje clásico descubre una
cierta relación consigo mismo que hasta entonces no
había sido posible ni aun concebible. Con respecto a sí mismo, el
lenguaje del siglo xvi se encontraba en una posición de comentario perpetuo: ahora bien, éste no puede
hacerse a no ser que exista el lenguaje —un lenguaje que preexiste
silenciosamente al discurso por medio del cual se intenta hacerlo hablar; para
comentar, es necesario el
antecedente absoluto del tex- to; y a la inversa, si el mundo es
un entrelazamiento de marcas y de palabras, ¿cómo hablar a no ser en la forma de comentario? A partir de la época
clásica, el lenguaje se despliega en el interior de la
representación y en este desdoblamiento de sí misma que la ahue- ca. De ahora
en adelante, el Texto primero se
borra y, con él, todo el fondo inextinguible de las palabras cuyo ser mudo estaba inscrito en las cosas; lo único
que permanece es la representación que se desarrolla en los signos
verbales que la manifiestan y que se con- vierte, por ello, en discurso. El
enigma de una palabra que debe ser interpretada por un segundo lenguaje es
sustituido por la discur- sividad esencial de la representación: posibilidad
abierta, aun neu- tra e indiferente, pero que el discurso se encargará de
completar y fijar. Ahora bien, cuando este discurso se convierte a su vez en
ob- jeto del lenguaje, no se le interroga como si dijera algo sin decirlo, como
si fuera un lenguaje retenido en sí mismo y una palabra ce- rrada; no se trata
ya de hacer surgir el gran propósito enigmático que se oculta bajo estos
signos; se le pregunta cómo funciona: qué representaciones designa, qué
elementos recorta y descuenta, cómo
CRITICA Y COMENTARIO 85 se analiza y compone, qué juego de sustituciones le
permite asegurar su papel de representación. El comentario deja su lugar a la crítica. Esta nueva relación
que instaura el lenguaje con respecto a sí mismo no es simple ni unilateral. Al parecer, la crítica se opone al comentario
como el análisis de una forma visible al descubrimiento de un contenido oculto. Pero, dado que esta forma es la de una representación, la
crítica sólo puede analizar el lenguaje en
términos de verdad, de exactitud, de propiedad o de valor expresivo. De allí,
el papel mixto de la crítica y la ambigüedad de la que nunca ha podido deshacerse.
Interroga al lenguaje como si fuera función pura, conjunto de mecanismos,
gran juego autón
omo de los
signos; pero no puede a la vez dejar de plantearle la pregunta acerca de su ver- dad o de su mentira,
de su transparencia o de su opacidad, así, pues, del modo de presencia
de lo que dice en las palabras por medio de las cuales lo representa. A
partir de esta doble necesidad fundamen- tal puede ir saliendo, poco a poco, a
luz la oposición entre el fondo y la forma para ocupar el lugar que se sabe.
Pero, sin duda, esta oposición no se consolida sino tardíamente, cuando, en el
siglo xix, la relación crítica se vuelve frágil a su vez. En la época clásica,
la crítica se ejerce, sin disociación y como en bloque, sobre el papel
representativo del lenguaje. Toma, pues, cuatro formas distintas, si bien
solidarias y articuladas la una sobre la otra. Se despliega, des- de luego, en
el orden reflexivo, como una crítica de las palabras: imposibilidad de
construir una ciencia o una filosofía con el voca- bulario recibido; denuncia
de los términos generales que confunden lo que es claro y distinto en la
representación y de los términos abs- tractos que separan lo que debe
permanecer solidario; necesidad de constituir el tesoro de una lengua
perfectamente analítica. Se ma- nifiesta también en el orden gramatical como un
análisis de los va- lores representativos de la sintaxis, del orden de las
palabras, de la construcción de las frases: ¿acaso es más perfecta una lengua
cuando tiene declinaciones o cuando tiene un sistema de proposiciones?, ¿es
preferible que el orden de las palabras sea libre o rigurosamente deter-
minado?, ¿qué régimen de tiempos expresa mejor las relaciones de sucesión? La
crítica se da también su espacio en el examen de las formas de la retórica: análisis
de las figuras, es decir, de los tipos de discurso con el valor
expresivo de cada uno, análisis de los tro- pos, es decir, de las
diferentes relaciones que la palabras pueden tener con un mismo contenido
representativo (designación por la parte o por el todo, lo esencial o lo
accesorio, el suceso o la circuns- tancia, la cosa misma o sus análogos). Por último,
la crítica, frente al lenguaje existente y ya escrito, se pone la tarea de
definir la rela- ción que tiene con lo que representa: de esta manera, la exégesis
86
HABLAR de los textos religiosos se ha cargado, a
partir del siglo xvii, de mé- todos
críticos: en efecto, ya no se trataba de repetir lo que ya se decía en ellos, sino de definir a través de qué
figuras e imágenes, en qué orden,
con qué fines expresivos y para decir qué verdad, tal discurso había
sido dado por Dios o por los Profetas en la forma en que nos ha sido
trasmitido.
Tal es, en su diversidad, la dimensión crítica
que se instaura necesariamente cuando el lenguaje se interroga sobre sí mismo a
partir de su función. Desde la época clásica, el comentario y la
crí- tica se oponen profundamente. Al hablar del lenguaje en términos de
representación y de verdad, la crítica lo juzga y lo profana.
Man- teniendo al lenguaje en la irrupción de su ser y preguntándole por lo que respecta
a su secreto, el comentario se detiene ante el escarpe del texto
anterior y se propone la tarea imposible, siempre reno- vada, de repetir el
nacimiento en sí: lo sacraliza. Estas dos maneras del lenguaje de fundar
una relación consigo mismo van a entrar de ahora en adelante en una rivalidad
de la que aún no hemos salido. Y que quizá se refuerce de día en día. Pues la
literatura, objeto privilegiado de la crítica, no ha dejado de aproximarse,
desde Mal- larmé, a lo que el lenguaje es en su ser mismo y, por ello, pide un
segundo lenguaje que no tenga ya la forma de crítica sino de co- mentario. En
efecto, todos los lenguajes críticos, desde el siglo xix, están cargados de exégesis,
un poco a la manera en que, en la época clásica, las exégesis estaban cargadas
de métodos críticos. Sin em- bargo, en tanto que no se desate la pertenencia
del lenguaje a la representación en nuestra cultura o, cuando menos, se la
delimite, todos los segundos lenguajes seguirán presos en la alternativa de la
crítica o el comentario. Y proliferarán al infinito en su indetermi- nación.
2. LA GRAMÁTICA GENERAL
Una vez elidida la existencia del lenguaje,
sólo subsiste su funcio- namiento
en la representación: su naturaleza y sus virtudes de dis- curso. Esto no es más que la representación misma
representada por medio de signos verbales. Pero ¿cuál es entonces la particula-
ridad de estos signos y este extraño poder que les permite, mejor que a todos
los demás, anotar la representación, analizarla y recom- ponerla? Entre todos
los sistemas de signos, ¿cuál es el propio del lenguaje?
En un
primer examen, es posible definir las palabras por su ar- bitrariedad
o su carácter colectivo. En su raíz
primera, el lenguaje
LA GRAMÁTICA GENERAL 87 está hecho —como dijo Hobbes— de un sistema de notas que los individuos han
elegido de antemano por sí mismos: por medio de estas marcas, pueden recordar las
representaciones, ligarlas,
disociar- las y trabajar con ellas. Son las notas que una convención o una violencia han impuesto a la
colectividad;1 pero
de cualquier manera, el sentido de las palabras sólo pertenece a la
representación de cada uno
y por mucho que sea aceptado por todos, no tiene otra exis- tencia
que la que tiene en el pensamiento de los individuos tomados uno por uno:
"Aquello, pues, de que las
palabras son signos —dice Locke—, son
las ideas del que habla; ni tampoco puede nadie apli- carlas, como señales,
de un modo inmediato a ninguna otra
cosa, salvo a las ideas que él mismo tiene"
.2 Lo que distingue al lenguaje de todos los demás
signos y le permite
desempeñar un papel deci- sivo en la representación no es tanto
que sea individual o colectivo, natural o arbitrario, sino que analice la
representación según un orden necesariamente sucesivo: los sonidos, en efecto,
sólo pueden ser articulados uno a uno; un lenguaje no puede representar al pen-
samiento, de golpe, en su totalidad; es necesario que lo disponga parte a parte
según un orden lineal. Ahora bien, éste es extraño a la representación. Es
verdad que los pensamientos se suceden en el tiempo, pero cada uno forma una
unidad, ya sea que se admita, con Condillac,3 que todos los elementos de
una representación son dados en un instante y que sólo la reflexión puede
desarrollarlos uno a uno, ya sea que se admita con Destutt de Tracy que se
suce- den con una rapidez tan grande que no es prácticamente posible observarla
ni retener su orden.4 Son estas representaciones, así ence- rradas
en sí mismas, las que hay que desarrollar en las proposiciones: para mi mirada,
"el abrirse es interior a la rosa"; pero no puedo evitar que, en mi
discurso, la preceda o la siga.5 Si el espíritu tu- viera el
poder de pronunciar las ideas "tal como las percibe", es indudable
que "las pronunciaría todas a la vez".6 Pero es justo esto lo que no es posible, pues,
si "el pensamiento es una operación simple, su enunciación es una operación
sucesiva".7 Allí reside lo propio del lenguaje, lo que lo
distingue a la vez de la representa-
1 Hobbes, Logic.
2 An Essay conceming Human Understanding, trad.
al español de E. O'Gor-
man, FCE, México, 1956, p. 394.
3 Condillac, Grammaire, Oeuvres,
t. v, pp. 39-40.
4 Destutt de Tracy, Elemente d'Idéologie,
t. I, París, año ix.
5 U. Domergue, Grammaire genérale
andytique, París, año V II, t. I, pp.
10-11.
6 Condillac, Grammaire, Oeuvres, t.
v, p. 336.
7 Abate
Sicard, Éléments de grammaire genérale, 3a ed., París, 1808, t. II,
p. 113.
88 HABLAR ción (de la que no
es a su vez sino representación) y de los signos (a los
que pertenece sin otro privilegio particular). No se opone al pensamiento como el exterior al interior o la expresión a
la refle- xión; no se opone a los
otros signos —gestos, pantomimas,
versiones, pinturas, emblemas—8 como lo arbitrario o lo colectivo a lo natural y a lo singular, sino a todo
esto como lo sucesivo a lo contempo- ráneo. Es, con respecto al
pensamiento y a los signos, lo que el álgebra respecto a la geometría:
sustituye la comparación simultá- nea de las partes (o de las magnitudes) por
un orden cuyos grados han de recorrerse unos tras otros. En este sentido
estricto, el len- guaje es el análisis del pensamiento: no un simple recorte,
sino la profunda instauración del orden en el espacio.
Allí
se sitúa este dominio epistemológico nuevo al que la época clásica dio el
nombre de "gramática general". Sería un contrasen- tido ver en ella sólo la aplicación pura y simple de una lógica a la teoría del lenguaje. Pero también sería un contrasentido
el quererla descifrar como prefiguración de una lingüística. La gramática
gene- ral es el estudio del orden verbal en su relación con la simultaneidad que está encargado de representar. Así, pues,
no tiene como objeto propio ni al pensamiento ni al lenguaje: sino al discurso, entendido
como sucesión de signos verbales.
Esta sucesión es artificial en re- lación con la simultaneidad
de las representaciones y en esta me- dida el lenguaje se opone al
pensamiento como lo reflexionado a lo inmediato. Y, sin embargo, esta
sucesión no es la misma en todas las lenguas: algunas colocan la acción en la mitad de la frase; otras al final; algunas nombran desde el
principio el objeto principal de la
representación, otras las circunstancias accesorias: como lo señala la Encyclopédie,
lo que hace que las lenguas
extrañas sean opacas unas a otras y tan difíciles de traducir, es la
incompatibilidad de su sucesión, más que la diferencia de las palabras.9 Con relación al orden evidente, necesario,
universal, que la ciencia y, en especial, el álgebra, introducen en la
representación, el lenguaje es espon- táneo, irreflexionado; es, por así
decirlo, natural. Es también y según el punto de vista desde el cual se lo
mire, una representación ya analizada, más que una reflexión en estado salvaje.
A decir verdad, es el lazo concreto entre la representación y la reflexión. No
es tanto un instrumento de comunicación de los
hombres entre sí, como el camino por el cual la representación se
comunica necesariamente con la reflexión. Por ello, la gramática general ha
adquirido tanta importancia para la filosofía en el curso del siglo xviii: era,
en un
8 Cf. Destutt de Tracy, Éléments
d'ldéologie, t. I, pp. 261-6. 9 Encyclopédie, art.
"Langue".
LA GRAMÁTICA
GENERAL 89 solo acto, la forma espontánea de la ciencia, como una
lógica incon- trolada del espíritu10 y la primera descomposición reflexionada
del pensamiento: una de las rupturas más primitivas con lo inmediato. Constituía una especie de filosofía
inherente al espíritu —"cuánta metafísica no ha sido indispensable, dijo
Adam Smith, para formar el menor de
los adjetivos" 11— y lo que toda filosofía debía retomar a fin de
reencontrar, a través de tantas diversas elecciones, el orden necesario y
evidente de la representación. Forma inicial de toda reflexión, tema primero de
toda crítica, tal es el lenguaje. Lo que la gramática general toma como
objeto es esta cosa ambigua, tan am- plia como el conocimiento, pero siempre
interior a la representación.
1. Pero es necesario sacar en seguida un cierto
número de con secuencias. La primera es
que se ve bien cómo se dividen, en la época clásica, las ciencias del lenguaje: por un lado, la retórica,
que
trata de las figuras y de los tropos,
es decir, de la manera en que el lenguaje se espacializa en los signos
verbales; por el otro, la gramá tica, que trata de la
articulación y del orden, es decir, de la ma nera en que se dispone el análisis
de la representación según un orden
sucesivo. La retórica define la espacialidad de la representa
ción, tal como nace
con
el lenguaje; la gramática define, respecto de cada lengua, el orden que reparte esta
espacialidad en el tiempo. Por ello, como se verá más adelante, la gramática
supone la natu raleza retórica de los idiomas, aun de los más primitivos y los
más espontáneos.
2. Por otra parte, la gramática, como reflexión
sobre el lenguaje en general, manifiesta la relación que éste tiene con la
universalidad. Esta relación puede recibir dos formas según que se tome en
consi
deración la posibilidad de una lengua universal o
de un discurso universal. En
la época clásica, lo que recibe el nombre de lengua universal no es el idioma primitivo inmaculado y puro, que podría restablecer, si se le
volvía a encontrar más allá de los castigos del olvido, el entendimiento
anterior a Babel. Se trata de una
lengua que sería susceptible de dar a cada representación y a cada elemento de
cada representación el signo que pudiera marcarlos de una ma
nera inequívoca; sería también capaz de
indicar de qué manera se componen los elementos en una representación y
cómo se ligan unos a otros; al estar en posesión de los instrumentos que permiten indi
car todas las relaciones eventuales entre
los segmentos de la repre sentación, tendría por ello mismo la facultad de recorrer todos
los
10 Condillac, Grammaire, Oeuvres, t.
v, pp. 4-5 y 67-73.
11 Adam Smith, Considerations
concerning the first fomation of languages
and the dirferent genius of original and
compound languages, 1795; trad. fran cesa, Considerations
sur l'origine et la formation des langues, 1860, p. 410.
90 HABLAR órdenes
posibles. A la vez característica y combinatoria, la lengua universal no restablece el orden de las épocas
pasadas: inventa sig- nos, una
sintaxis, una gramática en la que
debe encontrar su lugar todo orden
concebible. En cuanto al discurso universal, tampoco es el texto único
que conserva en
la
cifra de su secreto la clave que aclara todo saber; es más bien la posibilidad
de definir la marcha natural y necesaria del espíritu desde las representaciones más sim- ples hasta los
más finos análisis o las combinaciones más complejas: este discurso es el
saber puesto en el orden único que le prescribe su origen. Recorre todo el
campo de los conocimientos, pero de modo subterráneo, en cierta
forma, para hacer surgir la
posibilidad de tales conocimientos a partir de la representación,
para mostrar cómo nacen y poner en vivo el lazo natural, lineal y universal.
Este común denominador, este fundamento de todos los conocimientos, este origen manifestado en un discurso
continuo, es la Ideología, un
lenguaje que duplica en toda su extensión el hilo espontáneo
del conocimiento: "El hombre, por naturaleza, tiende siempre al resul- tado más cercano y más apremiante. Piensa,
en primer lugar, en sus necesidades y después en sus placeres. Se ocupa
de agricultura, de medicina, de guerra, de política práctica, después de poesía
y de arte, antes de soñar con la filosofía; y desde que se vuelve hacia sí
mismo y empieza a reflexionar, prescribe reglas a su juicio, la lógica, a sus
discursos, la gramática, a sus deseos, la moral. Se cree entonces en la cima de
la teoría"; pero se da cuenta de que todas estas opera- ciones tienen
"una fuente común" y que "este centro único de todas las
verdades es el conocimiento de sus facultades intelectuales".12
La
Característica universal y la Ideología se oponen como la uni- versalidad del lenguaje en general (despliega todos los órdenes
posi- bles en la simultaneidad de
un solo cuadro fundamental) y la uni- versalidad de un discurso exhaustivo (reconstituye la génesis única y valedera
para cada uno de todos los conocimientos posibles en su encadenamiento). Pero su proyecto y su posibilidad común
residen en un poder que la época clásica
otorga al lenguaje: el de dar signos adecuados a todas las representaciones,
sean las que fueren, y de establecer
entre ellas todos los lazos posibles. En la medida en que el lenguaje puede
representar todas las representaciones, es con pleno derecho él elemento
de lo universal. Debe haber un lenguaje, posi- ble cuando menos, que recoja la
totalidad del mundo en sus pala- bras y, a la inversa, el mundo, como totalidad
de lo representable, debe poder convertirse, en su conjunto, en una
enciclopedia. El gran sueño de Charles Bonnet reúne aquí lo que el lenguaje es
en su lugar y en su pertenencia a la representación: "Me complazco en
12 Destutt de Tracy, Éléments d´Idéologie,
prefacio, t. i, p. 2.
LA GRAMÁTICA GENERAL 91 contemplar la multitud innumerable de los mundos
como otros tan- tos libros cuya colección forma la inmensa biblio
teca del universo o la verdadera enciclopedia universal.
Concibo que la
gradación ma- ravillosa que hay entre estos mundos diferentes facilita a las inteli- gencias superiores,
a las que les ha sido dado
recorrerlos o más bien leerlos, la adquisición de verdades de todo género
que encierra y pone en su conocimiento este orden y este encadenamiento que son su principal belleza. Pero
estos enciclopedistas celestes no poseen todos en el mismo grado
la enciclopedia del universo; unos no po- seen más que
algunas ramas; otros las poseen en número
mayor, otros a su vez las apresan aún más; pero todos tienen la
eternidad para aumentar
y perfeccionar sus conocimientos y desarrollar
todas sus facultades".13 Sobre el fondo de
una enciclopedia absoluta, las humanas constituyen formas intermedias de
universalidad compuesta y limitada: enciclopedias alfabéticas que alojan la
mayor cantidad posible de conocimientos en el orden arbitrario de las letras;
pasi- grafías que permiten transcribir según un mismo y único sistema de
figuras todas las lenguas del mundo,14 léxicos polivalentes que
establecen las sinonimias entre un número más o menos considerable de idiomas;
por último, las enciclopedias razonadas que pretenden "exponer, en la
medida de lo posible, el orden y encadenamiento de los conocimientos
humanos", examinando "su genealogía y su filia- ción, las causas que
los han hecho nacer y las características que los distinguen".15 Sea cual fuere el carácter parcial de todos
estos proyectos, hayan sido las que fueren las circunstancias empíricas de su
empresa, el fundamento de su posibilidad en la episteme clásica es que,
si el ser del lenguaje estaba ligado a su funcionamiento en la representación, ésta
a su vez no tenía otra relación con lo uni- versal que no fuera por intermedio
del lenguaje.
3. Conocimiento y lenguaje se entrecruzan estrictamente. Tie-
nen el mismo origen y el mismo principio de
funcionamiento en la representación; se apoyan uno en otro, se complementan y se criti- can sin cesar. En su forma más general, conocer y hablar consisten, en
primer lugar, en analizar lo simultáneo de la representación, dis-
tinguir sus elementos, establecer las relaciones que los combinan, las posibles
sucesiones de acuerdo con las cuales se puede desarrollarlos: en el mismo
movimiento, el espíritu habla y conoce, "por los mismos procesos por los
que se aprende a hablar se descubren los principios del sistema del mundo o el
de las operaciones del espíritu humano,
13 C. Bonnet, Contemplations de
la nature, Oeuvres completes, t. iv, p. 136, nota. 14 Cf.
Destutt de Tracy, Mémoires de l'Academie des Sciences Morales et
Politiques, t. III, p. 535.
15 D'Alembert, Discours preliminaire de
l'Encyclopédie.
92 HABLAR es decir, todo aquello que de sublime hay en
nuestros conocimien- tos".16 Pero el lenguaje sólo es conocimiento en una
forma irrefle- xionada; se impone del exterior a los individuos, que guía, de
grado o por fuerza, hacia las
nociones concretas o abstractas, exactas o poco fundadas; el conocimiento,
por el contrario, es como un len- guaje en el que cada palabra habría
sido examinada y cada relación verificada. Saber es hablar como se debe y
como lo prescribe la marcha cierta del espíritu; hablar es saber como se
puede y según el modelo que imponen quienes comparten el nacimiento. Las
ciencias son idiomas bien hechos, en la medida misma en que los idiomas son
ciencias sin cultivo. Así, pues, todo idioma está por rehacer: es decir, por
explicar y juzgar a partir de este orden analí- tico que ninguno de ellos sigue
con exactitud; y por reajustar even- tualmente a fin de que la cadena de los
conocimientos pueda apa- recer con toda claridad, sin sombras ni lagunas. Así,
pertenece a la naturaleza misma de la gramática el ser prescriptiva, no porque
quiera imponer las normas de un lenguaje bello, fiel a las reglas del gusto,
sino porque refiere la posibilidad radical de hablar al ordenamiento de la
representación. Destutt de Tracy dijo un día que los mejores tratados de lógica
del siglo xviii habían sido escritos por gramáticos: porque las prescripciones
de la gramática eran de orden analítico y no estético.
Y esta pertenencia del idioma al saber nos
entrega todo un cam- po histórico que no había
existido en épocas precedentes. Se hace posible algo así como una historia del
conocimiento. Pues si el len- guaje es una ciencia espontánea, oscuro
para sí mismo y torpe —es a su vez perfeccionado por los conocimientos que no pueden depo-
sitarse en sus palabras sin dejar en ellas su huella y como el empla-
zamiento vacío de su contenido. Los
idiomas, saber imperfecto, son la memoria fiel de su perfeccionamiento.
Inducen a error, pero re- gistran lo que se ha aprendido. En su desordenado
orden, hacen surgir ideas falsas; pero las ideas verdaderas depositan en ellos
la marca imborrable de un orden que el solo azar no habría podido disponer. Lo
que nos dejan las civilizaciones y los pueblos como monumentos de su
pensamiento, no son los textos, sino más bien los vocabularios y las sintaxis,
los sonidos de sus idiomas más que las palabras pronunciadas, menos sus
discursos que lo que los hizo posi- bles: la discursividad de su lenguaje.
"El idioma de un pueblo nos da su vocabulario, y su vocabulario es una
biblia bastante fiel de todos los conocimientos de ese pueblo; sólo por la
comparación del vocabulario de una nación en épocas distintas, nos formaremos
una idea de su progreso. Cada ciencia tiene su nombre, cada noción
16 Destutt de Tracy, Eléments
d'Idéologie, t. i, p. 24.
LA GRAMÁTICA
GENERAL 93 de la ciencia tiene el suyo, todo lo que se conoce de la naturaleza ha recibido una
designación, lo mismo que lo que se
ha inventado en las artes, y los fenómenos,
las maniobras y los instrumentos." 17 De allí,
la posibilidad de hacer una historia de la libertad y de la esclavitud a partir de los idiomas,18 o aun una
historia de las opi- niones, de los prejuicios, de
las supersticiones, de las creencias de todos los órdenes, sobre las cuales los escritos dan siempre un
testi- monio menos bueno que las palabras
mismas.19 De allí también el proyecto de hacer una
enciclopedia "de las ciencias y de las artes" que no seguirá el
encadenamiento de los conocimientos mismos, sino que se alojará en la forma del
lenguaje, en el interior del espacio abierto en las palabras; los tiempos
venideros buscarán ahí necesa- riamente lo que nosotros sabemos o pensamos,
pues las palabras, en su corte gastado, se reparten sobre esta línea medianera
por la cual la ciencia se avecina a la percepción y la reflexión a las imágenes.
En ello, lo que uno imagina se convierte en lo que sabe y, a la inversa, lo que
sabe se convierte en lo que se representa todos los días. La vieja relación al texto,
por medio de la cual el Renaci- miento definía la erudición, se transforma
ahora: en la época clásica se convierte en la relación con el puro elemento del
idioma.
Vemos así
aclararse el elemento luminoso en el cual se comuni- can
con pleno derecho el lenguaje y el
conocimiento, discurso bien hecho y saber, idioma universal y análisis del pensamiento,
historia de los hombres y ciencias del lenguaje. Aun cuando estuviera
desti- nado a la publicación, el
saber del Renacimiento se disponía de acuerdo con un espacio
cerrado. La "Academia" era un círculo cerrado que proyectaba a
la superficie de las configuraciones
sociales la forma esencialmente secreta
del saber. Y la primera tarea de este saber era el hacer hablar a los signos mudos: debía reconocer sus
formas, interpretarlas y retranscribirlas
en otros trazos que, a su vez, debían ser descifrados; de suerte que aun
el descubrimiento del se- creto no escapaba a esta disposición sutil que lo había
hecho a la vez tan difícil y tan precioso. En la época clásica, conocer y
hablar se entremezclan en la misma trama: se trata, con respecto al saber y al
lenguaje, de dar a la representación signos por medio de los cuales se la pueda
desarrollar según un orden necesario y visible. Al ser enunciado, el saber del
siglo xvi era un secreto aunque com-
17 Diderot, art. "Encyclopédie"
en la Encyclopédie, t. v, p. 637.
18 Rousseau, Essai sur l'origine
des langues, Oeuvres, París, 1826, t. xiii,
pp.
220-1.
19 Cf. Michaelis, De l 'influence
des opinions sur le Langage (1759; trad.
francesa, París, 1762): sabemos, por la sola
palabra δοχα, que los griegos iden- tificaban la gloria y la opinión;
y por la expresión das liebe Gewitter que los germanos creían en las
virtudes fecundantes de la tormenta.
94 HABLAR partido.
Al estar oculto, el de los siglos xvii y xviii es un discurso sobre el cual se ha corrido un velo. Pues
pertenece a la naturaleza más
original de la ciencia el entrar en el sistema de las comunica- ciones
verbales,20 y a la
del lenguaje el ser conocimiento desde su primera palabra. Hablar,
aclarar y saber son, en el sentido estricto
del término, de un mismo orden. El interés que la época clásica pone en la ciencia, la publicidad de los debates, su carácter fuerte-
mente esotérico, su apertura a lo profano, la astronomía a la ma- nera
de Fontenelle, Newton leído por Voltaire, no son, sin duda, más que un fenómeno
sociológico. No provocó la menor alteración en la historia del pensamiento, no
modificó una sola pulgada el devenir del saber. No explica nada, a no ser,
desde luego, en el nivel doxográfico, donde es necesario situarlo en efecto;
pero su condición de posibilidad está ahí, en esta pertenencia recíproca entre
el saber y el lenguaje. Más tarde, el siglo xix, la desatará y logrará poner
uno frente a otro, un saber cerrado sobre sí mismo y un len- guaje puro
convertido, en su ser y su función, en enigmático —algo que, a partir de esta época,
se llama literatura. Entre ambos se des- pliegan al infinito los idiomas
intermediarios, derivados o, si se quiere, caídos, del saber lo mismo que de
las obras.
4. Dado que
se ha convertido en análisis y orden, el lenguaje anuda relaciones
hasta ahora inéditas con el tiempo. El siglo xvi admitía que los idiomas se sucedían en la historia y podían
engen- drarse unos a otros. Los más antiguos eran las lenguas
madres. La más arcaica de todas, por
ser el idioma del Eterno al dirigirse a los hombres, era el hebreo que se consideraba había dado nacimien- to al sirio y al árabe; después
venía el griego, del que habían surgido el
copto lo mismo que el egipcio; el latín tenía entre su fi- liación al italiano,
al español y al francés; por último, del "teutónico" se derivaban
el alemán, el inglés y el flamenco.21 A partir del siglo xvii, se
invierte la relación del lenguaje con el tiempo: éste ya no deposita por turno
las hablas en la historia del mundo; son los idiomas los que desarrollan las
representaciones y las palabras según una sucesión cuya ley definen ellos
mismos. Por este orden interno y este emplazamiento que reserva a las palabras,
cada idioma define su especificidad, y no por su lugar en una serie histórica.
El tiempo
20 Se considera (cf. por eje mplo, Warburton, Essai
sur l es hyerogl yphes) que el saber de los antiguos y, sobre
todo, de los egipcios, no fue en un
princi pio secreto y despué s pú blico, sino que pri mero
fue construido en comú n y, en seguida, fue confiscado, enmascarado y disfrazado
por los sacerdotes. El esote- rismo,
lej os de ser l a for ma pri mer a del saber, no es má s que su per versió n.
21 E. Guichard, Harmonie é tymohgique (1606).
Cf. las clasificaciones del mismo
tipo en Escalí gero (Diatribe
de Europaerum linguis) o Wilkins, An essay towards real
character, Londres, 1668, pp. 3 ss.
LA GRAMÁTICA GENERAL 95 es, para el lenguaje, su modo interior de análisis; no es su lugar
de nacimiento. De ahí, el poco interés que la época clásica pone en la filiación cronológica, al grado de negar,
contra toda "evidencia" —se trata de la
nuestra—, el parentesco del
italiano o del francés con el latín.22 Las series que existían en el siglo xvi y que reapare- cerán en el xix son sustituidas por tipologías. Y se trata de tipolo- gías del
orden. Hay un grupo de idiomas que coloca primero el sujeto del que se habla; después la acción ejecutada o sufrida
por él; por último el agente sobre el cual se ejerce: ejemplos, el fran- cés,
el inglés, el español. Frente a él, está el grupo de los idiomas
que hace "preceder ya la acción, ya el objeto, ya la modificación o
la circunstancia": el latín, por
ejemplo, o el "esclavón" en los cuales la función de la palabra no se indica por su lugar
sino por su flexión. Por último, el tercer grupo está formado por
los idiomas mixtos (como el griego o
el teutónico) "que contienen a los otros dos, por tener un artículo y casos".23 Pero es necesario
comprender que no es la presencia o la ausencia de flexiones lo que define, res- pecto de cada idioma, el orden posible
o necesario de sus palabras. Es el orden, en cuanto análisis y
alineamiento sucesivo de las
repre- sentaciones, lo que forma lo previo
y prescribe la utilización de
declinaciones o artículos. Los idiomas que siguen el orden "de la
imaginación y del interés" no determinan un lugar constante para las
palabras: deben marcarlas por flexiones (se trata de los idio- mas
"transpositivos"). Si, a la inversa, siguen el orden uniforme de la
reflexión, les basta con indicar, por medio de un artículo, el número y el género
de los sustantivos; el lugar en el ordenamiento analítico tiene en sí un valor
funcional: se trata de los idiomas "aná- logos".24 Los idiomas están emparentados y se distinguen
sobre el cuadro de los posibles tipos de sucesión. Cuadro que es simultáneo,
pero que sugiere cuáles son las lenguas más antiguas: en efecto, puede
admitirse que el orden más espontáneo (el de las imágenes y las pasiones) ha
debido preceder al más reflexionado (el de la lógica): el fechamiento externo
es fijado por las formas internas del análisis y del orden. El tiempo se ha
convertido en algo interior al lenguaje.
Por lo que respecta a la historia misma de los idiomas,
no es 22 Le Bl a n, Thé ori e n o u v e ll e d e l a p a ro l e , P a rí s, 1 7 5 0 . E l latí n só lo h a brí a
t ras mi t i do al i t al
i an o, al e s p añ ol y al fr an cé s "l a he re nci a de al gun as pal
ab ra s ".
23 Ab a t e Gi r a r d , L e s V ra i s P r i n c i p e s d e l a La n g u e F r a nç a i s e , P a rí s, 1 7 4 7 ,
t . i , p p. 2 2 -2 5 .
24 Ace rca de e ste proble m a y de l as di s cusi ones que ha provoca do, cf. B auzé e,
Gr a m m a i re g e né
ral e , P a rí s, 1 7 6 7; a b at e B at t e u x, No u v e l e x a men d
u p ré jugé de l ' i nv e rsio n, Parí s, 1 767 ; ab at e d'Ol i vet , R e ma rq ue s su r
la la ngu e f r anç aise,
Parí s,
1771.
96 HABLAR más que erosión o accidente, introducción,
reencuentro y mezcla de elementos diversos; no tiene
ni ley, ni movimiento, ni necesidad propios. ¿Cómo
se formó, por ejemplo, la lengua griega? "Son los mercaderes de Fenicia, los aventureros de
Frigia, de Macedonia y de Iliria, los gálatas,
los escitas, los grupos de exilados o de fugitivos, los que cargaron el primer fondo del idioma griego con
tantas es- pecies de partículas
innumerables y tantos dialectos." 25 En cuanto al francés, está formado de
nombres latinos y godos, de giros y de construcciones galos, de artículos
y de cifras árabes, de palabras tomadas de los ingleses y de los italianos, en
el curso de los viajes, de las guerras o de las transacciones comerciales.26 Las lenguas evo- lucionan por el efecto de las
migraciones, de las victorias y de las derrotas, de las modas, de los cambios;
pero no por la fuerza de una historicidad que llevarían en sí mismas. No
obedecen a ningún principio interno de desarrollo; son ellas las que
desarrollan a lo largo de una línea las representaciones y sus elementos. Si
existe, con respecto a los idiomas, un tiempo positivo, no hay que buscarlo en
el exterior, del lado de la historia, sino en el ordenamiento de las palabras,
en el hueco del discurso.
Ahora podemos circunscribir el campo epistemológico
de la gra- mática general, que
apareció en la segunda mitad del siglo xvii y se borró en los últimos
años del siglo siguiente. La gramática gene- ral no es una gramática comparada: su tema no son los paralelos
entre los idiomas, ni los utiliza
como método. Pues su generalidad no consiste en encontrar
leyes gramaticales propiamente dichas que serían comunes a todos los dominios
lingüísticos y que harían apa- iccer, en una unidad ideal y apremiante, la estructura de cualquier idioma
posible; si es general, lo es en la medida en que logra hacer aparecer,
por debajo de las reglas de la gramática, pero al nivel de su fundamento, la
función representativa del discurso —lo que es la función vertical que designa
algo representado o la horizontal que lo liga en el mismo modo que el
pensamiento. Dado que hace aparecer el lenguaje como una representación que
articula otra, es "general" con pleno derecho: lo que trata es el
desdoblamiento interior de la representación. Pero, como esta articulación
puede ha- cerse muy bien de maneras diferentes, habrá, de modo paradójico,
diversas gramáticas generales: la del francés, la del inglés, la del latín, la
del alemán, etc." La gramática general no intenta definir
25 Abate Pluche, La Mécanique des
Langues, reed. de 1811, p. 26.
26 Id., ibid., p. 23.
27 Cf., por ejemplo, Buffier, Grammaire
française, París, 1723, nueva edi-
ción. Por ello, a fines del siglo xviii, se
preferirá la expresión "gramática filo- sófica", en vez de
gramática general, que "sería la de todas las lenguas"; D. Thiébault,
Grammaire philosophique, París, 1802, t. i, pp. 6 y 7.
LA TEORÍA
DEL VERBO 97 las leyes de todas las lenguas, sino tratar,
por turno, cada lengua particular como un modo de articulación del pensamiento
en sí mis- mo. En cualquier lengua tomada en forma aislada, la representación se da
"características". La gramática general
definirá el sistema de identidades y de diferencias que suponen y
utilizan estas caracterís- ticas espontáneas. Establecerá la taxinomia de
cada lengua. Es de- cir, lo que fundamente, en cada una de ellas, la
posibilidad de sos- tener un discurso.
De allí,
las dos direcciones que toma necesariamente. Dado que el discurso liga sus partes como la representación
sus elementos, la gramática general deberá estudiar el funcionamiento
representativo de las palabras, en
relación unas con otras: esto supone, en primer lugar, un análisis
del lazo que anuda las palabras (teoría de la pro- posición y, en especial, del verbo), después un análisis de los
diversos tipos de palabras y de la manera en que recortan la
representación y se distinguen entre sí (teoría de la articulación). Pero dado
que el discurso no es simplemente un
conjunto representativo, sino una re- presentación duplicada que designa
a otra —a la misma que repre- senta—, la gramática general debe estudiar la
manera en que las pa- labras designan lo que dicen, primero en su valor
primitivo (teoría del origen y de la raíz), después en su capacidad permanente
de deslizamiento, de extensión, de reorganización (teoría del espacio re- tórico
y de la derivación).
3. LA TEORÍA DEL VERBO
La proposición es, con respecto al lenguaje,
lo que la representación con respecto al pensamiento: su forma más general y más
elemental, dado que, a partir del
momento en que se la descompone, no
se en- cuentra ya más el discurso
sino sólo sus elementos como otros tantos materiales dispersos. Por
debajo de la proposición se encuentran las palabras, pero el lenguaje no se
cumple en ellas. Es verdad que, originalmente, el hombre sólo producía
simples gritos, pero éstos no empezaron a ser lenguaje sino el día en que
encerraron —aunque sólo fuera en el interior de su monosílabo— una relación que
pertenecía al orden de la proposición. El aullido del hombre primitivo que se
debate no se convierte en verdadera palabra mientras no es más que expresión
lateral de su sufrimiento y si vale por un juicio o una de- claración del tipo:
"me ahogo"28 Lo que erige a la palabra como tal y la
sostiene por encima de los gritos y de los ruidos, es la propo- sición oculta
en ella. El salvaje del Aveyron no llegó a hablar por-
28 Destutt de Tracy, Éléments d'Idéologie,
t. ii, p. 87.
98 HABLAR que, para él, las palabras siguieron siendo marcas
sonoras de las cosas y de las impresiones que
producían en su espíritu; no recibie-
ron el valor de la proposición. Podía pronunciar
muy bien la palabra "leche" ante el tazón que le era ofrecido;
pero esto no era sino "la expresión
confusa de ese líquido alimenticio, del recipiente que lo contenía y del deseo
de que era objeto";29 la oalabra nunca
se con- virtió en signo representativo de la cosa, pues nunca quiso decir que la leche estaba caliente, lista o
era esperada. En efecto, es la propo- sición la que separa el signo sonoro de
sus valores inmediatos de expresión y la instaura, de modo soberano, en su
posibilidad lingüís- tica. Para el pensamiento clásico, el lenguaje comienza
donde no hay ya expresión, sino discurso. Cuando se dice "no", no se traduce
el rechazo por un grito; se encierra en una palabra "toda una pro- posición:
...no oigo eso o no creo eso".30
"Vayamos directamente a la proposición, objeto esencial de
la gramática.
"31 Allí todas
las funciones del lenguaje son remitidas a tres
elementos únicos que son indispensables para formar una pro- posición: el sujeto, el atributo y su
enlace. Además, el sujeto y el atri-
buto son de la misma naturaleza, ya que la proposición afirma que el uno es idéntico
o pertenece al otro: así, pues, les
es posible, en ciertas condiciones,
cambiar sus funciones. La única diferencia, si bien decisiva, es la que
manifiesta la irreductibilidad del verbo:
"en toda proposición —dice Hobbes32— deben considerarse tres cosas: a saber los dos
nombres, sujeto y predicado y el enlace o la cópula. Los dos nombres despiertan en el espíritu la idea de una misma y única cosa, pero la cópula
hace nacer la idea de la causa por la cual estos nombres han sido impuestos a
estas cosas". El verbo es la condición indispensable de todo discurso: y
cuando no existe, cuando menos de manera virtual, no es posible decir que haya
un lenguaje. Las pro- posiciones nominales encubren siempre la presencia
invisible de un verbo y Adam Smith 33 cree que, en su forma
primitiva, el lenguaje no se componía más que de verbos impersonales (del tipo:
"llueve" o "truena") y que, a partir de este núcleo verbal
se fueron separando todas las otras partes del discurso, como otras tantas
precisiones deri- vadas y secundarias. El umbral del lenguaje se encuentra
donde sur- ge el verbo. Es, pues, necesario tratar éste como un ser mixto, que
es, a la vez, palabra entre las palabras, apresado por las mismas reglas
29 J.
Itard, Rapport sur les nouveaux développements de Víctor de l'Aveyron, 1806. Reedición en L. Malson, La Enfants Sauvages, París,
1964, p. 209.
30 Destutt de Tracy, Éléments
d'Idéologie, t. ii, p. 60. 31 U. Domergue, Grammaire générale analytique, p.
34.
22Hobbes, Logic.
23Adam
Smith, Considerations concerning the first formation of languages,
trad. francesa cit., p. 421.
LA TEORÍA
DEL VERBO 99 y que, como ellas, obedece a las leyes de régimen y concordancia; y después, en
alejamiento de todas ellas, en una región que no es la de lo hablado, sino aquella de lo que se habla. Está en el límite del discurso,
en el borde de lo que se dice y lo que es dicho, justo ahí donde los
signos están en vías de convertirse en lenguaje.
Y es justo esta función la que hay que
plantearse como interro- gación
—despojándola de lo que no ha dejado de recargarla y oscu- recerla. No hay que
detenerse, con Aristóteles, en el hecho de que el verbo significa los tiempos (muchas otras palabras, adverbios, adje- tivos, nombres, pueden tener significaciones
temporales). Tampoco hay que detenerse, como lo hizo Escalígero,
en el hecho de que ex- presa acciones o pasiones, en tanto que los nombres
designan las co- sas, y permanentes (ya que existe justo este nombre mismo
de "ac- ción"). No hay que dar importancia, como lo hacía Buxtorf,
a las di- ferentes personas del verbo, pues
ciertos pronombres tienen también la propiedad de designarlas. Sino hacer salir a
la luz plena de inmediato aquello
que lo constituye: el verbo afirma, es decir, indica
"que el discurso en el que se emplea esta palabra es el discurso
de un hombre que no concibe sólo los nombres, sino que los juzga".34 Existe la
proposición —y el discurso— cuando se afirma un enlace de atribu- ción entre dos cosas, cuando se
dice que esto es aquello.35 Toda la especie de los verbos se remite a uno
solo, el que significa ser. Todos
los otros se sirven secretamente de esta función única, pero l
a han recubierto de determinaciones que la ocultan: se le han
agregado atributos y en vez de decir, "yo soy cantante", se dice,
"yo canto"; se le han agregado indicaciones de tiempo y en vez de
decir, "antes, yo soy cantante", se dice "yo cantaba"; por último,
algunas lenguas han integrado el sujeto mismo con el verbo y así los latinos no
de- cían: ego vivit, sino vivo. Todo esto no es más que un depósito y
una sedimentación en torno y por encima de una función verbal absolutamente
pequeña, aunque esencial: "no existe más que el verbo ser ... que
ha permanecido en esta simplicidad".36 Toda la esencia del
lenguaje se recoge en esta palabra singular. Sin ella, todo hubiera permanecido
silencioso y los hombres, como ciertos animales, habrían podido hacer uso de su
voz, pero ninguno de esos gritos lan- zados en la espesura hubiera eslabonado
jamás la gran cadena del lenguaje.
En la época
clásica, el ser en bruto del lenguaje —esta masa de 34
Logique de Port-Royal, pp. 106-7.
35 Condillac, Grammaire, p. 115.
36 Logique de Port-Royal, p. 107. Cf.
Condillac, Grammáire, pp. 132-4.
En L'origine des connaisances, se
analiza la historia del verbo de una manera algo diferente, pero no asi su
función. D. Thiébault, Grammaire philosophique, París, 1802, t.1, p.
216.
100 HABLAR signos
depositada en el mundo para ejercer allí nuestra interroga- ción— se borró, pero el lenguaje anudó nuevas
relaciones con el ser, más difíciles de apresar ya que el lenguaje
lo enuncia y lo reúne por medio de una palabra; lo afirma desde
el interior de sí mismo, y, sin
embargo, no podría existir como lenguaje si esta palabra, por sí sola, no sostuviera de antemano todo
posible discurso. Sin una manera de
designar al ser, no habría lenguaje; pero sin lenguaje, no habría el
verbo ser, que sólo es una parte de aquél. Esta simple palabra es el ser representado
en el lenguaje; pero es también el ser representa- tivo del lenguaje —aquello
que, al permitirle afirmar lo que dice, lo hace susceptible de verdad o de
error. Y por ello es diferente de todos los signos que pueden ser conformes, fíeles,
ajustados o no a lo que designan, pero que no son jamás verdaderos o falsos. El
lenguaje es, de un cabo a otro, discurso, gracias a este poder singular
de una palabra que hace pasar el sistema de signos hacia el ser de lo que se
significa.
Pero, ¿de dónde
procede este poder? ¿Y cuál es el sentido que, desbordando
las palabras, fundamenta la proposición? Los gramá- ticos de Port-Royal
decían que el sentido del verbo era afirmar. Lo que indicaba muy bien en
qué región del lenguaje estaba su privi- legio absoluto, pero no en qué
consistía. No es necesario comprender que el verbo ser contiene
la idea de afirmación, pues esta palabra misma, afirmación, y el vocablo sí la contienen también;37 es más bien la afirmación de la idea lo que queda
asegurado por ella. Pero, afirmar
una idea ¿equivale a enunciar su existencia? Esto es lo que piensa Bauzée
que encuentra en ello una razón para que el verbo haya recibido en su forma las
variaciones del tiempo: pues la esencia de las cosas no cambia, lo único que
aparece y desaparece es su exis- tencia, sólo ella tiene un pasado y un futuro.38 A lo que Condillac pudiera observar que si la
existencia puede ser retirada de las cosas, no es más que un atributo y que el
verbo puede afirmar la muerte tanto como la existencia. Lo único que afirma el
verbo es la coexis- tencia de dos representaciones: por ejemplo, la de verdor y
la de árbol, la del hombre y la de la existencia o la de la muerte; por ello,
los tiempos de los verbos no indican aquel en el cual las cosas han existido en
lo absoluto, sino un sistema relativo de anterioridad o de simultaneidad de las
cosas entre sí.39 En efecto, la coexistencia no es un atributo
de la cosa misma, sino que sólo es una forma de la representación: decir que lo
verde y el árbol coexisten es decir
37 Cf.
Logique de Port-Royal, p. 107 y abate
Girard, Les Vrais Principes de la Langue Française, p. 56.
38 Bauzée, Grammaire générale, t. i,
pp. 426 ss. 39 Condillac, Grammaire, pp. 185-6.
LA TEORÍA
DEL VERBO 101 que están ligados en todas las impresiones que
recibo o, cuando me- nos, en la mayor parte de ellas.
Tanto
que el verbo ser tendría por función esencial el relacionar todo el lenguaje
con la representación que designa. El ser hacia el cual desborda los signos no es, ni más ni menos, que el
ser del pen- samiento. Al comparar
el lenguaje con un cuadro, un gramático de fines del siglo xviii definió los nombres como formas, los adjetivos como colores y el verbo como la tela misma sobre la cual aparecen. Tela invisible, totalmente recubierta por el
colorido y el dibujo de las palabras, pero que da al lenguaje el lugar donde
puede hacer valer su pintura; lo que el verbo designa es, en última instancia,
el carácter representativo del lenguaje, el hecho de que tenga su lugar en el
pensamiento y de que la única palabra que pueda franquear el limite de los
signos y fundamentarlos en verdad, no alcanza nunca más que a la representación
misma. Tanto que la función del verbo está identificada con el modo de
existencia del lenguaje, que recorre en toda su extensión: hablar es, a la vez,
representar por medio de signos y dar a éstos una forma sintética dominada por
d verbo. Como dice Destutt, el verbo es la atribución: el soporte y la forma de
to- dos los atributos: "el verbo ser se encuentra en todas las proposicio-
nes, porque no se puede decir que una cosa sea de tal manera sin decir, en
consecuencia, que es... Pero esta palabra es, que aparece en todas las proposiciones
y siempre forma parte del atributo, es siempre su principio y su base, es el
atributo general y común".40
Vemos cómo, una vez llegada a este punto de
generalidad, la función del verbo no podrá hacer otra cosa que disociarse, ya que
desaparecerá el dominio unitario de
la gramática general. En el mo- mento en que se libere la dimensión
de lo gramatical puro, la pro- posición no será ya más que una unidad
de sintaxis. El verbo figurará allí entre las otras palabras con su
propio sistema de concordancia, de reflexiones y de régimen. Y en el otro
extremo, aparecerá el po- der de manifestación del lenguaje en una cuestión autónoma,
más arcaica que la gramática. Y durante todo el siglo xix, se preguntará al
lenguaje acerca de su naturaleza enigmática de verbo: ahí donde está más
cercano al ser, donde es más capaz de nombrarlo, de tras- mitir o de hacer
centellear su sentido fundamental, de hacerlo abso- lutamente manifiesto. De
Hegel a Mallarmé, este asombró ante las relaciones entre el ser y el lenguaje
balanceará la reintroducción del verbo en el orden homogéneo de las funciones
gramaticales.
40 Destutt de Tracy, Éléments
d'Idéologie, t. ii, p. 64.
102 HABLAR
4. LA ARTICULACIÓN
El verbo ser, mezcla de atribución y
de afirmación, encrucijada del discurso sobre la posibilidad primera y radical
de hablar, define el primer invariable de la proposición, que es el más
fundamental. Al lado de
él, de una parte
y de otra, elementos: partes del discurso o de la "oración". Estos terrenos son indiferentes aún y sólo están determinados por la
figura pequeña, casi
imperceptible y central, que designa el ser; funcionan en torno a este "judicator" como la
cosa que ha de ser juzgada —el judicando y la cosa juzgada— el judica-
do41 ¿Cómo puede transformarse este
dibujo puro de la proposición en frases distintas? ¿Cómo puede el discurso
enunciar todo el con- tenido de una representación?
Porque
está hecho de palabras que nombran, parte por parte, a lo que
se da a la representación.
La palabra designa, es decir, que en su
naturaleza misma es nom- bre. Nombre
propio ya que está dirigido hacia tal representación y hacia
ninguna otra. Tanto que, frente a la
uniformidad del verbo —que nunca es
más que el enunciado universal de la atribución— los nombres
pululan al infinito. Debería haber
tantos como cosas por nombrar. Pero cada nombre estaría así tan
fuertemente enlazado con la única representación que designa, que no se podría formular la más
mínima atribución; y el lenguaje
recaería por debajo de sí mismo: "si no tuviéramos más sustantivos
que los nombres propios, habría que multiplicarlos sin fin. Estas palabras,
cuya multitud so- brecargaría la memoria, no pondrían ningún orden en los
objetos de nuestro conocimiento ni, en consecuencia, en nuestras ideas, y todos
nuestros discursos quedarían en la mayor confusión".42 Los nombres no pueden funcionar en la frase y
permitir la atribución a no ser que uno de los dos (el atributo, por lo menos)
designe cual- quier elemento común a varias representaciones. La generalidad
del nombre es tan necesaria para las partes del discurso como la desig- nación
del ser para !a forma de la proposición.
Esta generalidad puede adquirirse de dos maneras. O bien
por una articulación horizontal, que agrupa a los individuos
que tienen entre sí cierta identidad y
separa a los que son diferentes; forma así una generalización sucesiva de
grupos cada vez más grandes (y cada vez menos numerosos); puede también subdividirlos casi al infinito por
nuevas distinciones y volver así al nombre propio del que forma
41 U. Domergue, Grammaire générale a
analytique, p. 1 1 . 4 2 Condillac, Grammaire. p. 152.
LA
ARTICULACIÓN 103 parte;43 todo el orden de las coordinaciones y de las subordinaciones está recubierto por el
lenguaje y cada uno de estos puntos
figura allí con su nombre: del individuo a la especie, después de ésta al género y a la clase, el lenguaje
se articula exactamente sobre el dominio de las generalidades
crecientes; esta funció
n taxinómica es manifes- tada, en el lenguaje, por los
sustantivos: se dice, u
n animal, un cua- drúpedo, un perro, un perro de
aguas." O bien por una articulación vertical —ligada a la primera, pues son
indispensables una a otra—; esta segunda articulación distingue las cosas que
subsisten por sí mis- mas de aquellas —modificaciones, rasgos, accidentes o
caracteres— que nunca pueden encontrarse en estado independiente: en la pro-
fundidad, las sustancias; en la superficie, las cualidades; este corte —esta
metafísica, como decía Adam Smith45— se manifiesta en el discurso por la presencia de adjetivos que
designan, en la represen- tación, todo aquello que no puede subsistir por sí.
La primera articu- lación del lenguaje (si ponemos aparte el verbo ser que es
condición lo mismo que parte del discurso) se hace, pues, según dos ejes orto-
gonales: uno va del individuo singular al general; el otro va de la sustancia a
la cualidad. En su entrecruzamiento reside el nombre común; en un extremo el
nombre propio y en el otro el adjetivo.
Sin embargo,
estos dos tipos de representación no distinguen las palabras
entre
sí más que en la medida exacta en que la representa- ción es analizada a partir de este mismo modelo. Como
dicen los autores de Port-Royal:
las palabras "que
significan las cosas se llaman nombres sustantivos, como tierra,
sol. Los que significan las mane- ras, señalando al mismo tiempo al sujeto al que convienen, se llaman
nombres adjetivos, como bueno,
justo, redondo".46 Entre la articu- lación del lenguaje y la de la representación hay, no obstante, un juego.
Cuando hablamos de "blancura", designamos desde luego una cualidad, pero
la designamos por medio de un
sustantivo: cuando hablamos de los "humanos", utilizamos un
adjetivo para designar a individuos que subsisten por sí mismos. Este
deslizamiento no indica que el lenguaje obedezca leyes distintas a las de la
representación: sino, por el contrario, que tiene consigo mismo, y en su
espesor pro- pio, relaciones idénticas a las de la representación. ¿Acaso no
es, en efecto, una representación desdoblada y no tiene el poder de com- binar
con los elementos de la representación distinta de la primera, si bien no tiene
otra función y sentido que representarla? Si el dis- curso se apodera del
adjetivo que designa una modificación y le da
43 Id. ibid., p. 155.
44 Id., ibid., p. 153. Cf. también
Adam Smith, Considerations concerning the
first formation of languages, trad. francesa cit., pp. 408-10. 45 A. Smith, loc. cit.,
p. 410. 46 Logique de Port-Royal, p. 101.
104 HABLAR valor
en el interior de la frase como la sustancia misma de la proposición, entonces el adjetivo se convierte en
sustantivo; por el contrarío, el
nombre que se comporta como un
accidente dentro de la frase se
convierte, a su vez, en adjetivo,
aunque designe, como de pasada,
sustancias. "Porque la
sustancia es lo que subaste por sí mismo,
se ha llamado sustantivos a todas las
palabras que sub- sisten por sí mismas en el discurso, aun cuando
signifiquen acciden- tes. Y, por el contrario, se llama
adjetivos a aquellas que significan sustancias, cuando, por su manera
de significar,
deben unirse a otros nombres en el discurso".47 Los elementos
de la proposición tienen entre sí relaciones idénticas a las de la
representación; pero esta iden- tidad no está asegurada punto por punto de
suerte que toda sustan- cia sería designada por un sustantivo y todo accidente
por un adje- tivo. Se trata de una identidad global y de naturaleza: la
proposición es una representación; se articula según los mismos modos
que ella; pero le pertenece el poder de articular de una manera u otra la
representación que ella transforma en discurso. Es, en sí misma, una
representación que articula otra, con una posibilidad de desplaza- miento que
constituye, a la vez, la libertad del discurso y la diferencia de las lenguas.
Tal es la primera capa de articulación: la más
superficial, en todo
caso, la más aparente. A partir de ahora, todo puede conver- tirse
en discurso. Pero en un lenguaje poco diferenciado no se dis- pone
todavía, para destacar los nombres, sino de la monotonía del verbo ser y de su
función atributiva. Ahora bien, los
elementos de la representación se articulan de acuerdo con una red de
rela- ciones complejas (sucesión, subordinación, consecuencia) que es necesario
hacer pasar a través del lenguaje a fin de que éste se haga realmente
representativo. De allí, todas las palabras, sílabas y aun letras que,
circulando entre los nombres y los verbos, deben designar esas ideas que
Port-Royal llamaba "accesorias";48 son necesarias las
preposiciones y las conjunciones; son necesarios los signos de sintaxis que
indican las relaciones de identidad o de concordancia, y los de dependencia o
de régimen:49 marcas de plural o de género, casos de las
declinaciones; hacen falta, por último, palabras que relacionen los nombres
comunes con los individuos que designan —esos artícu- los o esos demostrativos
que Lemercier Ilamaba "concretores" o "des- abstractores".50 Tal multitud de palabras constituye una
articulación inferior a la unidad del nombre (sustantivo o adjetivo) tal como
47 Logique de Port-Royal, pp.
59-60.
48 Ibid., p. 101.
49 Duclos, Commentaire a la Grammaire de
Port-Royd, París, 1754, p. 213. 50 J. B. Lemercier, Lettre
sur la possibilité de faire de la grammaire un
Art-Science, París, 1806, pp. 63-5.
LA ARTICULACIÓN 105 es
requerida por la forma desnuda de la proposición: ninguna de ellas tiene, para sí y en estado de
aislamiento, un contenido representativo que esté fijo y determinado;
no recubren una idea
—ni siquiera acce- soria— sino una vez que se ha ligado a
otras palabras; en
tanto que los nombres y los verbos son "significados absolutos", ellas no tienen significación a no ser
de un modo relativo.51 Sin duda
alguna, se dirigen a la representación; no existen sino en la medida en
que ésta, al analizarse, deja ver la red interior de esas relaciones; pero
ellas mismas no tienen más valor que el que les da el conjunto gramatical del
que forman parte. Establecen una articulación nueva y de natu- raleza mixta en
el lenguaje, articulación que es, a la vez, represen- tativa y gramatical, sin
que ninguno de estos dos órdenes pueda do- minar exactamente al otro.
He aquí
que la frase se puebla de elementos sintácticos que tie- nen un
corte más fino que las grandes figuras de la proposición. Este nuevo corte
pone a la gramática general ante la
necesidad de una elección: o bi
en proseguir el análisis por debajo de la
unidad nomi- nal y hacer aparecer, antes de la significación, los elementos
insigni- ficantes de los que está construida, o bien reducir por una marcha
regresiva esta unidad nominal, reconocerle medidas más restringidas y volver a
encontrar la eficacia representativa por debajo de las pala- bras plenas, en
las partículas, en las sílabas y hasta en las letras mis- mas. Estas posibilidades
se abren —más bien, son prescritas— desde el momento en que la teoría de las
lenguas se da por objeto al dis- curso y al análisis de sus valores
representativos. Definen el punto de herejía que comparte la gramática
del siglo xviii.
"¿Supondremos
—dice Harris— que toda definición es, lo
mismo que el cuerpo, divisible
en una infinidad de significaciones distintas, divisibles ellas mismas al
infinito? Esto sería un absurdo; es com- pletamente necesario admitir
que hay sonidos significativos, ninguna de cuyas partes pued
e tener significación por sí
misma." 52 La
signi- ficación desaparece desde el momento en que los valores represen- tativos de las
palabras son disociados o suspendidos: en su indepen- dencia, aparecen
materiales que no son articulados por el pensamien- to y cuyos lazos no pueden
remitirse a los del discurso. Hay una "mecánica" propia de las
concordancias, de los regímenes, de las flexiones, de las sílabas y de los
sonidos, y ningún valor representativo puede dar cuenta de esta mecánica. Es
necesario tratar el idioma como a esas máquinas que se perfeccionan poco a
poco:53 en su for-
51 Harris, Hermes, pp.
30-1 (cf. también Adam Smith, Considerations
con- ccrning the first formation of languages, trad.
francesa
cit., pp 408-9) 52 Id., ibid, p. 57. 53
Id., ibid., pp. 430-1.
106 HABLAR ma más simple la frase sólo está compuesta por un
sujeto, un verbo y un atributo; y toda adición
de sentido exige una proposición nueva y completa; así las máquinas más
rudimentarias suponen principios de movimiento que son diferentes para cada uno de sus órganos.
Pero al perfeccionarse,
someten a un único y mismo principio todos sus órganos, que no son
ya más que intermediarios, medios de
transfor- mación, puntos de aplicación;
asimismo, al perfeccionarse, las lenguas
hacen pasar el sentido de una proposición por órganos gramaticales que, en sí
mismos, no tienen valor representativo y cuyo papel es precisar, enlazar los
elementos, indicar sus determinaciones actuales. En una frase y de un solo
golpe se pueden marcar las relaciones de tiempo, de consecuencia, de posesión,
de localización que entran en la serie sujeto-verbo-atributo, pero no pueden
ser cercados por una distinción tan vasta. De allí la importancia que tomaron,
con Bauzée,54 las teorías del complemento, de la subordinación.
De allí también el papel cada vez mayor de la sintaxis; en la época de Port-
Royal, ésta era identificada con la construcción y el orden de las pala- bras,
así, pues, con el desarrollo interior de la proposición;55 con Sicard se hizo independiente: es ella la
"que ordena su forma propia a cada palabra".58 Así se esboza la autonomía de lo gramatical,
tal como será definida, al terminar el siglo, por Sylvestre de Saci, que, junto
con Sicard, es el primero en distinguir el análisis lógico de la proposición y
el gramatical de la frase.57
Comprendemos por qué los análisis
de este género quedaron sus- pendidos en tanto que el discurso se convirtió en
el objeto de la gra- mática; desde que
se llegó a una capa de la
articulación en la que los valores representativos se deshacían en polvo, se
pasó al otro lado de la gramática, aquel en el que no tenía presa, en un
dominio que era el del uso y de la historia —la sintaxis, en el siglo xviii,
era consi- derada como el lugar arbitrario en el que desplegaban sus fantasías
los hábitos de cada pueblo.58
En todo caso, en el siglo xviii, no podían ser
más que posibilida- des abstractas y no
prefiguraciones de lo que llegaría a ser la filología, solo eran la rama no privilegiada de una elección. Frente a esto, a partir del mismo punto de herejía, vemos desarrollarse
una reflexión que, para nosotros y para la ciencia del lenguaje que hemos
construido
54 Bauzée
(Grammaire générale) emplea, por primera vez, el término "com plemento".
55 Logique de Port-Royal, pp.
117ss.
56 Abate Sicard, Éléments de la
grammaire générale, t. ii, p. 2.
57 Sylvestre de Saci, Principes
de grammaire générale, 1799. Cf. también
U. Domergue, Grammaire générale
analytique, pp. 29-30.
58 Cf., por ejemplo, al abate
Girard, Les Vraies Principes de la Langue
Française, París, 1747, pp. 82-3.
LA ARTICULACIÓN 107 desde el siglo xix, está desprovista de valor, pero que, sin embargo, permite mantener todo el
análisis de los signos verbales en el interior del discurso. Y que, por este
recubrimiento exacto, formaba parte de las figuras positivas del saber. Se
buscaba la oscura función nominal que se creía investida y oculta en estas
palabras, en estas sílabas, en estas flexiones, en estas letras que el análisis
de la proposición, dema- siado laxo, dejaba pasar a través
de su criba. Después de todo, como
señalaban los autores de Port-Royal, todas las partículas del enlace tienen un cierto contenido ya
que representan la manera en que se en- lazan los objetos y aquella en
que se encadenan en nuestras represen- taciones.59 ¿Acaso no es de
suponerse que tengan nombres lo mismo
que todas las demás? Pero en vez de sustituir objetos, han tomado
el
lugar de los gestos por medio de los cuales los hombres
los indican o simulan sus lazos y su sucesión.60 Son estas palabras las que o bien han perdido poco a
poco su sentido propio (en efecto, éste no siempre era visible, ya que estaba ligado a los
gestos, al cuerpo y a la situación
del locutor) o bien se han incorporado a otras palabras en las que
encuentran un apoyo estable y a las que, en cambio, ellas proporcio- nan todo un sistema de modificaciones.61 Tanto que todas
las pala- bras, sean las que fueren, son nombres adormecidos: los verbos han añadido
nombres adjetivos al verbo ser; las conjunciones y las prepo- siciones son los
nombres de gestos inmóviles de ahí en adelante; las declinaciones y las
conjugaciones no son otra cosa que nombres ab- sorbidos. Ahora, las palabras
pueden abrirse y liberar el vuelo de todos los nombres depositados en ellas.
Como dice Le Bel a título de prin- cipio fundamental del análisis, "no hay
ensamblaje en el que las partes no hayan existido por separado antes de ser
ensambladas",62 lo que le permitía reducir todas las palabras
a elementos silábicos en los que reaparecen al fin. los viejos nombres
olvidados —los únicos vocablos que tuvieron posibilidad de existir al lado del
verbo ser: Romulus, por ejemplo,63 viene de Roma y de moliri
(construir); y Roma viene de Ro, que designaba la fuerza (Robur) y
de Ma, que indicaba gran- deza (magnus). De la misma manera, Thiébault
descubre en "aban- donar" tres significaciones latentes: a, que
"presenta la idea de la tendencia o del destino de una cosa hacia
otra"; ban, que "da la idea de la totalidad del cuerpo
social", y do, que indica "el acto por el cual uno se desliga
de una cosa".64
Y si es
necesario llegar, por debajo de las sílabas, hasta las letras 59 Logique de Port-Royal, p. 59.
60 Batteaux, Nouvel examen du pré jugé de l'inversion, pp. 23-4
61 Id., ibid., pp. 24-8.
62 Le Bel, Anatomie de la langue latine, París,
1764, p 24
63 Id., ibid., p. 8.
64 D. Thiébault, Grammaire philosophique.
París, 1802, pp. 172-3.
108
HABLAR mismas, se recogerán allí los valores de una
denominación rudimen- taria. A esto se entregó maravillosamente Court de Gébelin, para su mayor
y más perecedera
gloria; "el toque labial, el más fácil de poner en juego, el más dulce, el más gracioso, sirve para designar los prime- ros seres que el hombre
conoce, aquellos que lo rodean y a los que debe todo" (papá, mamá, beso).
En cambio, "los dientes son tan duros como móviles y flexibles los labios; las entonaciones que de ellos
proceden son fuertes, sonoras, ruidosas... Gracias al toque dental truena,
retiñe, tiembla; por medio de él
se designan los tambores, los
timbales, las
trompetas". A su vez, las vocales, aisladas, pueden des- plegar el secreto de los nombres milenarios en los
que el uso las ha encerrado: A por la posesión (haber), E por la
existencia, I por el poderío, O por el asombro (los ojos se redondean),
U por la hume- dad y, por ello, el humor.65 Y quizá, en la cavidad más
antigua de nuestra historia, consonantes y vocales, distinguidas únicamente de
acuerdo con dos grupos confusos, formaban algo así como los dos únicos nombres
articulados por el lenguaje humano: las vocales can- tantes hablaban de las
pasiones; las rudas consonantes de las necesi- dades.66 Se puede distinguir aún entre el habla áspera
del norte —bosque de las guturales, del hambre y del frío— y las lenguas me-
ridionales, hechas todas de vocales, nacidas del encuentro matinal de los
pastores, cuando "surgían del puro cristal de las fuentes los pri- meros
fuegos del amor".
En todo su espesor y hasta los sonidos más
arcaicos que por pri- mera vez lo arrancaron del grito, el lenguaje conserva su función
representativa; en cada una de sus articulaciones, desde el principio de
los tiempos, ha nombrado. En
sí mismo no es más que un inmen- so rumor de denominaciones que se cubren, se encierran, se ocultan y, sin embargo,
se mantienen para permitir analizar o componer las representaciones más complejas.
En el interior de las frases, justo allí donde la significación
parece tomar un apoyo mudo sobre sílabas insignificantes, hay siempre
una denominación dormida, una forma que tiene encerrada entre sus paredes
sonoras el reflejo de una repre- sentación invisible y, por ello, imborrable.
Para la filología del si- glo xix, tales análisis son, en el sentido estricto
del término, "letra muerta". Pero no ocurrió lo mismo con respecto a
toda una expe- riencia del lenguaje —primero esotérica y mística, en la época
de Saint-Marc, de Reveroni, de Fabre d'Olivet, de Oegger, más adelante
literaria una vez que resurge el enigma de la palabra en su ser macizo,
65 Court de Gébelin, Histoire
naturelle de la parole, ed. de 1816, pp. 98-
104.
66 Rousseau, Essai sur I'origine
des Zangues, Oeuvres, ed. de 1826, t. xiii, pp.
144-51, y 188-92.
LA DESIGNACIÓN 109 con Mallarmé, Roussel, Leiris o Ponge. La idea de que, al destruir las palabras, éstas no son
ni ruidos ni puros elementos arbitrarios,
sino que lo que se encuentra son
otras palabras que, pulverizadas a
su vez, liberan otras —esta idea es a la vez el negativo de toda la
ciencia moderna de las lenguas y el
mito en el que transcribimos los poderes más oscuros del lenguaje y los más
reales. Se debe, sin duda, a que es arbitrario y a que se puede definir en qué condición es significa- tivo, el que el lenguaje pueda convertirse en objeto de la ciencia. Pero, se debe a que no ha de
jado de hablar más allá de sí
mismo, a que lo penetran valores inagotables tan lejos como pueda llegarse, el
que podamos hablar en él en ese murmullo infinito en el que se anuda la
literatura. Mas en la época clásica, la relación no era la misma; las dos
figuras se recubrían exactamente: a fin de que el len- guaje fuera comprendido
por entero en la forma general de la pro- posición, era necesario que cada
palabra, en la más pequeña de sus partes, fuera una denominación meticulosa.
5. LA DESIGNACIÓN
Y, sin embargo,
la teoría de la "denominación generalizada" descu- bre en
un cabo del lenguaje una cierta relación
con las cosas que tiene una naturaleza del todo distinta a la de la forma
preposicional. Si, en el fondo de si
mismo, el lenguaje tiene por función
el nom- brar, es decir, el hacer surgir
una representación o mostrarla como
con el dedo, es una indicación y no
un juicio. Se liga a las cosas por
una marca, una nota, una figura
asociada, un ges
to que designa: nada que sea
reductible a una relación de predicación. El principio de la denominación
primera y del origen de las palabras se equilibra con la primacía formal del
juicio. Es como si, de una y otra parte, del lenguaje desplegado en todas sus
articulaciones, estuviera el ser en su papel verbal de atribución y el origen
en su papel de primera designación. Ésta permite sustituir por un signo lo que
se indica, aquella ligar un contenido con otro. Y volvemos a encontrar, así, en
su oposición, pero también en su pertenencia mutua, las dos funcio- nes de lazo
y de sustitución que han sido dadas al signo en general con su poder de
analizar la representación.
El
volver a sacar a luz el origen del lenguaje es encontrar el mo- mento primitivo
en que era pura designación. Y, por ello, debe ex- plicarse, a la vez, su
arbitrariedad (ya que lo que designa puede ser tan diferente de lo que muestra, como un gesto del
objeto al que tiende) y su profunda relación con lo que nombra (ya que
tal sílaba o tal palabra se han elegido siempre para designar tal cosa). El aná-
110 HABLAR lisis
del lenguaje de acción responde a la primera exigencia y el estu- dio de las raíces a la segunda. Pero no se oponen
entre sí, como en el Cratilo la explicación por la "naturaleza" y
la explicación por la "ley";
por el contrario,
son absolutamente indispensables una a otra, ya que la primera da
cuenta de la sustitución de lo designado por el signo y la segunda justifica el
poder permanente de designación de este signo.
El lenguaje de la acción es hablado por el cuerpo; y,
sin embargo, no se da desde el principio del juego. Lo único que la naturaleza
permite es
que, en las diversas situaciones en las que se encuentra, el hombre haga
gestos; su rostro es agitado por movimientos, lanza gritos inarticulados
—es decir, que no son "acuñados ni con la len- gua ni con los labios".67 Todo esto no es aún
lenguaje y ni siquiera signo, sino efecto y consecuencia de nuestra
animalidad. Esta agi- tación manifiesta tiene, si
n embargo, a
su favor el ser universal, ya que no depende más que de la
conformación de nuestros órganos. De allí la posibilidad que tiene el hombre de
advertir la identidad entre él mismo y sus compañeros. Puede, así, asociar el
grito de otro que él oye, el gesto que percibe en su rostro con las mismas
repre- sentaciones que, muchas veces, han duplicado sus propios gritos y sus
propios movimientos. Puede recibir esta mímica como la marca y sustituto del
pensamiento del otro. Como un signo. Empieza la com- prehensión. En cambio,
puede utilizar esta mímica, convertida en signo, para suscitar en sus compañeros
la idea que él mismo experi- menta, las sensaciones, las necesidades, las penas
que se asocian, por lo común, a tales gestos y a tales sonidos: grito lanzado
intencional- mente a la cara de otro y en dirección a un objeto, interjección
pura.68 Con este uso concertado del signo (que ya es
expresión) está en vías de nacer algo así como un lenguaje.
Vemos,
por estos análisis comunes tanto a Condillac como a Destutt,
que el
lenguaje de la acción liga, por una génesis, el len- guaje
con la naturaleza. Pero a fin de
separarlo más que de enrai- zarlo. A fin de señalar su diferencia imborrable con el grito y funda- mentar lo que constituye su artificio. En tanto que es una simple
prolongación del cuerpo, la acción no tiene ningún poder de hablar: no
es lenguaje. Se convierte en ello, pero sólo al final de operaciones definidas
y complejas: anotación de una analogía de relaciones (el grito del otro es con
respecto a lo que él experimenta —lo descono- cido— lo que el mío con respecto
a mi apetito o a mi miedo); inver-
67 Condillac, Grammaire, p. 8.
68 Así, pues, todas las
partes del discuno no serían mis que los fragmentos
disociados y combinados de
esta interjección inicial (Destutt de Tracy, Éléments d'Idéologie, t. ii,
p. 75).
LA
DESIGNACIÓN 111 sión del tiempo y uso voluntario del signo
antes de la representación que designa
(antes de experimentar una sensación de hambre lo su- ficientemente fuerte para hacerme gritar, doy el grito
con e
l que está asociada); por último, intención de hacer
surgir en el otro la repre- sentación correspondiente al grito o al gesto (con esta particularidad, sin embargo, que al dar un grito yo no hago surgir, y no creo hacerlo, la sensación del hambre, sino la representación
de la relación entre este signo y mi propio deseo de comer).
El lenguaje sólo es posible sobre el fondo de este entrelazamiento.
No reposa en un movimiento natural de comprehensión o de expresión, sino en las relaciones re- versibles y
analizables de los signos y de las representaciones. No existe el
lenguaje desde que la representación se exterioriza, sino des- de que, de
manera concertada, separa un signo de sí y se hace repre- sentar por él. El
hombre descubre en torno a él signos que serán como otras tantas palabras mudas
por descifrar y por hacer audibles de nuevo, no a título de sujeto parlante ni
en el interior de un len- guaje ya hecho; sino que, debido a que la
representación se da signos, pueden nacer las palabras y, con ellas, todo un
lenguaje que no es más que la organización ulterior de los signos sonoros. A
pesar de su nombre, el "lenguaje de la acción" hace surgir la red
irreductible de los signos que separa al lenguaje de la acción.
Y con ello,
fundamenta su artificio en la naturaleza. Los elemen- tos
de los que se compone
este lenguaje de la acción (sonidos, gestos, muecas)
son propuestos
sucesivamente por la naturaleza y, sin em- bargo, en su mayoría
no tienen ninguna identidad de contenido con lo que designan, sino sobre todo relaciones de simultaneidad o de
sucesión. El grito no se asemeja al miedo, ni la mano extendida al hambre. Una
vez concertados, estos signos quedarán
sin "fantasía y sin capricho",69 dado que han sido instaurados, de una vez por todas, por la naturaleza; pero no expresan
la naturaleza de lo que designan, porque no son a su imagen. Y, a partir de allí,
los hombres podrán establecer un lenguaje convencional: disponen ahora de sufi-
cientes signos que señalan las cosas para fijar otros nuevos que ana- licen y
combinen los primeros. En el Discours sur l'origine de l'inégalité,70 Rousseau da valor a la tesis
de que ninguna lengua puede descansar en un acuerdo entre los hombres, ya que éste
su- pone un lenguaje ya establecido, reconocido y practicado; así, pues, hay
que imaginarlo como algo recibido y no construido por los hom- bres. De hecho,
el lenguaje de la acción confirma esta necesidad y hace inútil esta hipótesis.
El hombre recibe de la naturaleza con
69 Condillac, Grammaire, p.
10.
70 Rousseau, Discours sur l'
origine de l'inégalité; cf. Condillac, Grammaire,
p. 27, ii. 1.
112 HABLAR qué
hacer los signos y estos signos le sirven, en primer lugar, para entenderse con los otros hombres y elegir los que han de retenerse, los valores que les reconocerán, las reglas
de su uso; y después servi- rán para formar nuevos signos según el modelo
de los primeros. La primera forma del acuerdo consiste en eleg
ir los signos sonoros (los más fáciles de reconocer de lejos y los únicos que pueden utilizarse por la noche), la segunda en componer sonidos
cercanos a los que indican representaciones vecinas para designar a las
representaciones aún no marcadas. Así se constituye el lenguaje propiamente
dicho, por una serie de analogías que prolongan lateralmente el lenguaje de la
acción o, cuando menos, su parte sonora: se le asemeja y "es esta
semejanza la que facilitará su inteligencia. Se la llama analo- gía... Veréis
que la analogía que nos da la ley no nos permite elegir los signos al azar o
arbitrariamente".71
La génesis del
lenguaje a partir del lenguaje de la acción escapa por completo a la alternativa entre la imitación
natural y la con- vención arbitraria. Allí donde hay algo natural —en los
signos que nacen espontáneamente a través de nuestro cuerpo— no hay
ninguna semejanza; y allí donde se
utilizan las semejanzas, es una vez
esta- blecido el acuerdo voluntario
entre los hombres. La naturaleza
yux- tapone las diferencias y las liga por fuerz
a; la reflexión descubre las semejanzas, las
analiza y las desarrolla. El primer tiempo permite el artificio, pero con un
material impuesto en forma idéntica a todos los hombres; el segundo excluye lo
arbitrario, pero abre vías al aná- lisis que no serán exactamente superponibles
en todos los hombres y en todos los pueblos. La ley de la naturaleza es la
diferencia de las palabras y las cosas —la partición vertical entre el lenguaje
y aquello que por debajo de él está encargado de designarlo; la regla de las
convenciones es la semejanza de las palabras entre sí, la gran red horizontal
que forma las palabras unas a partir de otras y las propaga hasta el infinito.
Comprendemos ahora por qué la teoría de las raíces no contra- dice
en forma alguna el análisis del lenguaje de
la acción, sino que viene a alojarse en él con toda exactitud. Las raíces son palabras
rudimentarias que podemos encontrar,
idénticas, en muchas lenguas —quizá en todas; han sido impuestas por la
naturaleza como gritos involuntarios y son utilizadas espontáneamente por el
lenguaje de la acción. Allí las fueron a buscar los hombres para hacerlas
figurar en los lenguajes convencionales. Y si todos los pueblos, en todo los
climas, han elegido, de entre el material del lenguaje de la acción, estas
sonoridades elementales es porque descubrieron, aunque de una manera secundaria
y reflexionada, una semejanza con el objeto que
71 Condillac, Grammaire. pp.
11-2.
LA
DESIGNACIÓN 113 designaban o la posibilidad de aplicarlas a
un objeto análogo.
La semejanza de la raíz con lo que nombra no toma su valor del signo verbal, a no ser por la convención
que ha unido a los hombres y
regulado en una lengua su lenguaje de la acción. Así, a partir del
interior de la representación, los signos alcanzan la naturaleza misma de lo
que designan y que se impone, de manera idéntica, en todas las lenguas, el
tesoro primitivo de los vocablos.
Las raíces
pueden formarse de muchos modos. Por onomatopeya que, con certeza,
no es una expresión espontánea, sino la articulación voluntaria
de un signo semejante: "hacer con la voz el mismo ruido que el objeto
que se quiere nombrar".72 Por utilización de una se- mejanza experimentada
en las sensaciones: "la impresión del color rojo, que es viva, rápida, difícil para la vista, se nos
entregará bien por medio del sonido R que
hace una impresión análoga al oído" 73 Al imponer a los órganos de la voz
movimientos análogos a los que se
intenta significar: "de suerte que el sonido que resulta de la forma y del movimiento natural del órgano puesto
en tal estado se convierta en el nombre del objeto": la garganta raspa a fin de desig- nar el frotamiento de un
cuerpo contra otro, se ahueca interiormente para indicar una superficie cóncava.74 Por último,
utilizando para designar un órgano los sonidos que éste produce naturalmente: la articulación ghen ha
dado su nombre a la garganta, de la que proviene, y se usan las dentales
(d y t) para designar los dientes." Con estas articulaciones
convencionales de la semejanza, cada lengua puede darse un juego de raíces primitivas.
Juego restringido, ya que casi todas son monosilábicas y existe sólo un número
pequeño de ellas —doscientas para la lengua hebrea según los cálculos
estimativos de Bergier;76 aún más restringidas si se piensa que son
comunes (a causa de estas relaciones de semejanza que instituyen) a la mayor
parte de las lenguas: De Brosses considera que, por lo que respecta a todos los
dialectos de Europa y del Oriente, no llenan todas juntas "una hoja de
papel de escribir". Pero a partir de ellas se ha formado cada len- gua en
su particularidad: "su desarrollo es prodigioso. Lo mismo que una semilla
de olmo produce un gran árbol que dando nuevos retoños de cada raíz produce a
la larga un verdadero bosque".77
Ahora
puede desplegarse el lenguaje según su genealogía. Es esto 72 De Brosses, Traite de la
formation mécanique des langues, París, 1765
p.9.
73 Abate
Copineau, Essai synthétique sur l'origine et la formation des langues París,
1774, pp. 34-5.
74 De Brosses, Traité sur la formation mécanique
des langues, pp. 16-8. 75 Id.,
ibid., t. i, p. 14.
76 Bergier,
Les Éléments primitifs des langues, París, 1764, pp. 7-8.
77 De
Brosses, Traité de la formation mécanique des langues, t. i, p. 18.
114 HABLAR lo
que De Brosses quería exponer en un espacio de filiaciones conti- nuas al que llamaba el "Arqueólogo universal".78 En lo alto de
este espacio se escribirían las raíces —muy poco numerosas— que utilizan las lenguas de Europa y del
Oriente; debajo de cada una
de
ellas se colocarían
palabras más complicadas derivadas de ellas, pero po- niendo cuidado en colocar primero las más próximas y
en seguir un orden lo bastante cerrado para que
haya entre las palabras sucesivas la
menor distancia posible. Se constituirían así series perfectas y
exhaustivas, cadenas absolutamente continuas en las que las ruptu- ras, en caso
de existir, indicarían incidentalmente el lugar de una palabra, de un dialecto
o de una lengua hoy en día desaparecida.79 Una vez constituida esta gran capa, se tendría
un espacio de dos dimensiones que se podría recorrer en abscisas o en
ordenadas: en la vertical se tendría la filiación completa de cada raíz, en la
horizon- tal, las palabras utilizadas por una lengua dada; mientras más se ale-
jara uno de las raíces primitivas, más complicadas y, sin duda, más recientes
serían las lenguas definidas por una línea transversal, pero al mismo tiempo
las palabras tendrían más eficacia y finura para el análisis de las
representaciones. Así, en el espacio histórico y el cua- driculado del
pensamiento se superpondrían con toda exactitud.
Esta búsqueda
de las raíces bien puede aparecer como una vuelta a la
historia y a la
teoría de las lenguas madre que el clasicismo pareció dejar en suspenso durante un instante. En realidad, el
aná- lisis de las raíces no vuelve
a colocar el lenguaje en una historia que sería como su medio de nacimiento y
de transformación. Hace más bien de
la historia el recorrido, por etapas sucesivas, del corte simultáneo de la representación y de las palabras. En la época
clá- sica, el lenguaje no es fragmento de historia que autorice, en
tal o cual momento, un modo definido de pensamiento y de reflexión;
es un espacio de análisis sobre el cual desarrollan su recorrido el tiempo y el
saber de los hombres. Y se encontrará muy fácilmente la prueba de que el
lenguaje no se convirtió —o reconvirtió— por medio de la teoría de las raíces
en un ser histórico, en la manera en que, du- rante el siglo xviii, se
investigaron las etimologías. El hilo conductor no era el estudio de las
transformaciones materiales de la palabra, sino la constancia de las
significaciones.
Esta investigación tenía dos aspectos:
definición de la raíz, aisla- miento de
las desinencias y de los prefijos. Definir la raíz es hacer una etimología.
Arte que tiene sus reglas codificadas;80 es necesario despojar a la
palabra de todos los rasgos que hayan podido depositar
78 Id., ibid., t. ii, pp. 490-9. 79 Id., ibid., t. i, prefacio,
p. L.
80 Cf., en especial, Turgot, art.
"Etymologie" de la Encyclopédie.
LA DERIVACIÓN 115 en ella
las combinaciones y las flexiones; llegar a un elemento mo- nosilábico; seguir este elemento en todo el
pasado de la lengua, a través de
las antiguas "cartas y glosarios"; remontarse a otras lenguas más
primitivas.
Y todo a lo largo de esta hilera hay que admitir que el monosílabo
se transforma: todas las vocales pueden sustituirse unas
a otras en la historia de una raíz, pues las
vocales son la voz misma, que no tiene discontinuidad ni ruptura; en cambio,
las conso- nantes se modifican de acuerdo con vías privilegiadas: guturales,
lin- guales, palatales, dentales, labiales, nasales, forman familias de con-
sonantes homofónicas en el interior de las cuales se efectúan, de preferencia
pero sin ninguna obligación, los cambios de pronuncia- ción.81 La única constante imborrable que asegura la
continuidad de la raíz a lo largo de su historia es la unidad de sentido: el terreno
representativo que persiste indefinidamente. Porque "nada puede quizá
limitar las inducciones y todo puede servir de fundamento, desde la semejanza
total hasta las más ligeras semejanzas": el sentido de las palabras es
"la luz más segura que pueda consultarse".82
6. LA DERIVACIÓN
¿A qué se
debe que las palabras que, en su esencia primera, son nombres
y designaciones y
que se articulan de acuerdo con el aná- lisis de la representación
misma, puedan alejarse irresistiblemente de su significación original,
adquirir un sentido cercano, más amplio o más limitado? ¿Cambiar no sólo de
forma, sino también de exten- sión? ¿Adquirir nuevas sonoridades y también
nuevos contenidos, tanto que de un equipo probablemente idéntico de raíces, las
diversas lenguas han formado sonoridades diferentes y además palabras cuyo
sentido no se recupera ya?
Las modificaciones
de forma carecen de regla, son más o menos indefinidas y jamás estables. Todas sus causas son externas:
facilidad de pronunciación
,
modos, costumbres, clima —el frío favorece "el silbido labial", el
calor "las aspiraciones guturales".83 En cambio, las alteraciones de sentido, dado
que están limitadas al grado de permitir una ciencia etimológica si no
absolutamente cierta, cuando menos "probable",84 obedecen a principios asignables. Estos
principios, que
81 Éstas son, con algunas
variantes accesorias, las únicas leyes de variaciones fonéticas que reconocen De Brosses (De la formation mécanique des
langues, pp. 108-23), Bergier (Éléments
primitifs des langues, pp.
45-62), Court de Gébelin (Histoire naturelle de la parole, pp.
59-64) y Turgot (art. "Étymologie").
82 Turgot, art. "Étymologie" de la
Encyclopédie. Cf. De Brosses, p. 420. 83 De Brosses, Traité de la
formation mécanique des langues, t. i, pp. 66-7.
84 Turgot, art. "Étymologie"
de la Encyclopédie.
116 HABLAR fomentan la historia
interna de las lenguas, son todos de orden espe- cial. Los unos conciernen a la semejanza
visible o la vecindad de las cosas entre sí; los otros conciernen al lazo con
el que se unen el lenguaje y la forma según la cual se conserva. Las figuras y
la es- critura.
Se
conocen dos grandes tipos de escritura: la que retraza el
sen- tido
de las palabras y la que analiza y
restituye los sonidos. Entre ambas hay una partición rigurosa, ya sea que se admita que la segun- da ha tomado,
entre ciertos pueblos, la primacía sobre la primera a continuación de un verdadero "golpe genial",85 ya sea que se admita que si bien son diferentes una de la otra, aparecieron casi simultá-
neamente, la primera entre los
pueblos
dibujantes y la segunda entre los pueblos cantores.86 Representa
r gráficamente el sentido de las palabras
es, en su origen, dibujar con exactitud la cosa que designa: a decir verdad, apenas es una
escritura, cuando más una reproduc- ción pictórica gracias a la cual sólo se
pueden transcribir los relatos más concretos. Según Warburton, los mexicanos
apenas conocían este procedimiento.87 La verdadera escritura
comienza cuando se trata de representar no la cosa misma, sino uno de los
elementos que la constituyen, una de las circunstancias que la señalan o
cualquier otra cosa a la que se asemeje. De allí que haya tres técnicas: la es-
critura curiológica de los egipcios, la más basta, que utiliza "la cir-
cunstancia principal de un tema para dar cuenta de todo" (un arco por una
batalla, una escala por el sitio de una ciudad); después los jeroglíficos
"trópicos" un poco más perfeccionados, que utilizan una circunstancia
notable (dado que Dios es omnipotente, lo sabe todo y puede vigilar a los
hombres, se le representará por medio de un ojo); por último, la escritura simbólica
que se sirve de semejanzas más o menos escondidas (el sol que se levanta es
figurado por la cabeza de un cocodrilo cuyos redondos ojos afloran justo en la
super- ficie del agua).88 Se reconocen allí las tres grandes figuras de
la retórica: sinécdoque, metonimia y catacresis. Y siguiendo la nerva- tura que
prescriben, han podido evolucionar esos lenguajes duplica- dos por una
escritura simbólica. Poco a poco van cargándose de poderes poéticos; las
primeras denominaciones se convierten en el punto de partida de largas metáforas:
éstas se complican progresiva- mente y muy pronto están tan lejos de su punto
de origen que éste se hace muy difícil de volver a encontrar. Así nacen las
supersticio- nes que hacen creer que el sol es un cocodrilo o Dios un ojo
enorme
85 Duclos, Remarques sur la
grammaire générale, pp. 43-4.
86 Destutt de Tracy, Éléments
d'Idéologie, t. ii, pp. 307-12.
87 Warburton, Essai sur les hiéroglyphes
des Egyptiens (trad francesa París
1744), p. 15.
88 Warburton, ibid., pp.
19-23.
LA
DERIVACIÓN 117 que vigila el mundo; así nacen también los
saberes esotéricos entre quienes (los sacerdotes) se
trasmiten de generación en generación
las metáforas; así nacen las alegorías del discurso (tan frecuentes en
las literaturas más antiguas) y también esta ilusión de que el saber consiste
en conocer las semejanzas.
Sin
embargo, la historia del lenguaje dotado de una escritura figurada se
detiene pronto. Pues apenas le es posible
lograr progre- sos. Los signos no se multiplican con
el análisis meticuloso de las representaciones, sino con las analogías más lejanas: de
suerte que la imaginación de los
pueblos es la que resulta favorecida y no su reflexión. La credulidad y no la ciencia. Además, el conocimiento necesita dos aprendizajes: primero el de las palabras (como en el caso de todos los lenguajes),
después el de las siglas que no
tienen relación con la pronunciación
de las palabras; una vida humana no
resulta demasiado larga para esta
doble educación; y si se ha tenido, por añadidura, el ocio
para
hacer un descubrimiento, no se dispone de signos para
trasmitirlo.
A la inversa, un signo trasmitido, dado que no tiene una relación intrínseca
con
la palabra que figura, per- manece siempre dudoso: de una a otra época nunca se puede estar seguro de que el mismo
sonido habite en la misma figura. Así,
pues, las novedades son imposibles y las tradiciones están comprometidas. Tanto
que el único cuidado de los sabios es guardar "un respeto supersticioso" por las luces recibidas
de los antepasados y por las instituciones que guardan la herencia:
"piensan que todo cambio en las costumbres se refleja en la lengua y que
todo cambio en la lengua confunde y aniquila toda su ciencia".89 Cuando un pueblo no posee más que una
escritura figurada, su política debe excluir la historia o, cuando menos,
cualquier historia que no sea pura y simple con- servación. Allí, en esa relación
del espacio con el lenguaje, se sitúa, según Volney,90 la diferencia esencial entre Oriente y
Occidente. Es como si la disposición espacial del lenguaje prescribiera la ley
del tiempo; como si su lenguaje no llegara a los hombres a través de la
historia, sino que, a la inversa, no llegaran a la historia más que a través
del sistema de sus signos. En este nudo de la representación, de las palabras y
del espacio (las palabras representan el espacio de la representación y se
representan, a su vez, en el tiempo) se forma, silenciosamente, el destino de
los pueblos.
En efecto, con la escritura alfabética la
historia de los hombres cambia por completo. Transcriben en el espacio ya no
sus ideas, sino los sonidos y de éstos extraen los elementos comunes
para for- mar un pequeño número de signos únicos, cuya combinación per-
89 Destutt de Tracy, Éléments
d'Idéologie, t. ii, pp. 284-300. 90 Volney, Les ruines, París,
1791, cap. xiv.
118 HABLAR mitirá
formar todas las sílabas y todas las palabras posibles. En tanto que la escritura simbólica, al querer espacializar
las representaciones mismas, sigue
la confusa ley de las similitudes y hace que el len- guaje se
deslice fuera de las formas del pensamiento
reflexivo, la es- critura alfabética, al renunciar a
dibujar la representación, traspone en el análisis de los sonidos las reglas válidas para la razón misma. Tanto que si bien las letras no pueden representar las
ideas se com- binan entre sí como las ideas y éstas se atan y desatan como las
letras del alfabeto.
91 La ruptura del paralelismo exacto entre representa- ción y grafismo permite alojar la totalidad del lenguaje, aun el es- crito, en el dominio
general del análisis y de apoyar uno
en otro el progreso de la escritura y el del pensamiento.92 Los mismos signos gráficos podrán descomponer todas
las palabras nuevas
y trasmitir,
sin temor a olvido, cada descubrimiento, desde que
se haga; un mismo alfabeto servirá para
transcribir diferentes lenguas
y hacer pasar así las ideas de un pueblo a otro. El aprendizaje de este alfa- beto resulta muy fácil a
causa del pequeño número de sus elementos y así cada uno podrá
consagrar a la reflexión y al análisis
de las ideas el tiempo que los otros pueblos despilfarran en aprender
las letras. De este modo, en el interior del lenguaje, más exactamente en este
pliegue de las palabras en el que se reúnen el análisis y el espacio, nace la
posibilidad primera, aunque indefinida, del progreso. En su raíz, el progreso,
tal como fue definido en el siglo xviii, no es un movimiento interior de la
historia, sino el resultado de una relación fundamental entre el espacio y el
lenguaje: "los signos arbitrarios del lenguaje y de la escritura dan a los
hombres el medio de asegurarse la posesión de sus ideas y de comunicarlas a los
otros, lo mismo que una herencia siempre en aumento de los descubrimientos de
cada siglo; y el género humano considerado según su origen se presenta a los
ojos de un filósofo como un todo inmenso que, lo mismo que cada individuo,
tiene su infancia y su progreso".93 El
lenguaje da a la perpetua ruptura del tiempo la continuidad del espacio y, en
la medida en que analiza, articula y recorta la representación, tiene el poder
de ligar a través del tiempo el conocimiento de las cosas. Con el lenguaje, la
monotonía confusa del espacio se fragmenta, en tanto que se unifica la
diversidad de las sucesiones.
Queda, sin
embargo, un último problema. Pues la escritura es el soporte
y el guardián siempre alerta de estos análisis progresivamente más finos. No es
su principio, ni su primer movimiento. Éste es un
91 Condillac, Grammaire, cap.
2.
92 Adam Smith, Considerations
concerning the first formation of languages,
trad. francesa cit., p. 424.
93 Turgot, Tableau des progrés succesifs
de l'esprit human, 1750,
Oeuvres, ed.
Schelle, p. 215.
LA DERIVACIÓN 119 deslizamiento común de la atención, los signos y las palabras. En una representación, el espíritu puede vincularse y vincular un
signo verbal a un elemento del que forma parte, a una circunstancia
que lo acom- paña, a otra cosa, ausente, que le es semejante y
por ella le viene a la memoria.94 Así se ha
desarrollado el lenguaje y, poco a poco, ha seguido su camino a partir de las primeras designaciones.
En el ori- gen, todo tenía un nombre
—nombre propio o singular. Después el nombre se vinculó a un solo elemento de esta cosa y se aplicó
a todos los otros individuos que también le contenían: ya no es ral
encina la que se nombra árbol, sino todo aquello que tiene, cuando menos, tronco y ramas. El nombre se vinculó también a una circuns- tancia
señalada: la noche designa no el fin de este día, sino el lapso
de oscuridad que separa todas las puestas de sol de todas las auroras. Por último, se vinculó a las analogías: se llamó hoja
a todo aquello que es pequeño y
liso como una hoja de árbol.95 Él análisis progre- sivo y la
articulación más adelantada del lenguaje que permiten dar un solo nombre a
muchas cosas se hacen siguiendo el hilo de estas figuras fundamentales que la
retórica conoce tan bien: sinécdoque, metonimia y catacresis (o metáfora, si la
analogía es menos inme- diatamente sensible). En efecto, no son el resultado de
un refina- miento del estilo; por el contrario, traicionan la movilidad propia
de todo lenguaje cuando es espontáneo: "se hacen más figuras en un día de
mercado en la plaza que en muchos días de asambleas acadé- micas".96 Es muy probable que esta movilidad haya sido
mucho mayor en su origen que ahora: en nuestros días, el análisis es tan fino,
el cuadriculado tan cerrado, las relaciones de coordinación y de subordinación
están tan bien establecidas, que las palabras apenas tienen ocasión de cambiar
su lugar. Pero en los comienzos de la humanidad, cuando las palabras eran
raras, cuando las representa- ciones eran aún confusas y mal analizadas, cuando
las pasiones las modificaban o las fundamentaban, las palabras tenían una gran
ca- pacidad de desplazamiento. Hasta se puede decir que las palabras han sido
figuradas antes de ser propias: es decir, que tenían apenas la categoría de
nombres singulares cuando se extendieron ya sobre las representaciones por la
fuerza de una retórica espontánea. Como dice Rousseau, se habló sin duda de
gigantes antes de designar a los hombres.97 Primero se designó a los
barcos por sus velas y el alma, la psyche, recibió primitivamente la
figura de una mariposa.98
94 Condillac, Essai sur l'origine des connaissances,
Oeuvres, t. i, pp. 75- 87.
95 Du Marsais, Traité des tropes, ed.
de 1811, pp. 150-1.
96 Id., ibid., p. 2.
97 Rousseau, Essai sur l'origine
des langues, pp. 152-3.
98 De Brosses, Traité de la prononciation
mécanique, p. 267.
120 HABLAR Tanto que lo que se descubre en el fondo del lenguaje
hablado,
lo mismo que
de la escritura, es el espacio retórico de las palabras: esta libertad del signo de venir a colocarse, de
acuerdo con el análisis de la representación,
sobre un elemento interno, sobre un punto de su cercanía,
sobre una figura análoga. Y si las lenguas tienen la diversidad que hemos
comprobado, si a partir de las
designaciones primitivas, que sabemos sin duda alguna que son comunes a
causa de la universalidad de la naturaleza humana, no han dejado de des-
plegarse según formas diferentes, si cada una de ellas tiene su his- toria, sus modos, sus hábitos, sus olvidos,
esto se debe a que las pala- bras tienen su
lugar, no en el tiempo, sino en un espacio en el que pueden encontrar su sitio
originario, desplazarse, volverse sobre sí mismas y desplegar lentamente
toda una curva: un espacio tropoló- gico. Volvemos así justo a lo que
había servido de punto de partida a la reflexión sobre el lenguaje. Entre todos
los signos, el lenguaje tenía la propiedad de ser sucesivo: no porque pertenezca
a una cro- nología, sino porque expone en sucesivas sonoridades lo simultáneo
de la representación. Pero esta sucesión que analiza y hace aparecer, unos tras
otros, los elementos discontinuos, recorre el espacio que la representación
ofrece a la mirada del espíritu. Tanto que el lenguaje no hace más que poner en
un orden lineal las dispersiones represen- tadas. La proposición desarrolla y
hace comprender la figura que la retórica hace sensible a la mirada. Sin este
espacio tropológico, el lenguaje no estaría formado por todos esos nombres
comunes que permiten establecer una relación de atribución. Y sin este análisis
de las palabras, las figuras hubieran permanecido mudas, instantá- neas y,
percibidas en la incandescencia del instante, habrían caído muy pronto en una
noche en la que no existe el tiempo.
Desde la
teoría de la proposición hasta la de la derivación, toda la reflexión clásica
sobre el lenguaje —todo lo que se llamó la "gramá- tica
general"— no es más que el comentario riguroso de esta simple frase:
"el lenguaje analiza". En el siglo XVII, oscila en este punto toda la
experiencia occidental del lenguaje —experiencia que había creído siempre,
hasta ese momento, que el lenguaje hablaba.
7. EL CUADRILÁTERO DEL LENGUAJE
Algunas
observaciones para terminar. Las cuatro teorías —de la pro- posición,
de la articulación, de la designación y de la derivación— forman como los
segmentos de un cuadrilátero. Se oponen de dos en dos y se apoyan de dos en
dos. La articulación es lo que da con- tenido a la pura forma verbal, aun vacía,
de la proposición; la llena,
EL CUADRILÁTERO
DEL LENGUAJE 121 pero se opone a ella como una denominación
que diferencia las cosas se opone a la atribución que las une. La teoría de la designación manifiesta el punto de vinculación de todas las formas nominales que
recorta la articulación; pero se opone a ésta, como la designación instantánea, gesticular, perpendicular se opone al
recorte de las gene- ralidades. La
teoría de la derivación muestra el movimiento continuo de las palabras a partir de su origen, pero el
deslizamiento por la superficie de la representación se opone al lazo único
y estable que vincula una raíz con
una representación. Por último, la derivación hace volver a la proposición, ya que sin ell
a
la designación perma- necería replegada sobre sí y no podría adquirir esta generalidad que
autoriza un lazo de atribución; sin embargo, la derivación se efectúa de
acuerdo con una figura espacial, en tanto que la proposición se desarrolla según
un orden sucesivo.
Es necesario hacer notar que entre los vértices
opuestos de este rectángulo existen relaciones diagonales. En primer lugar,
entre la articulación y la derivación:
es posible tener un lenguaje articulado, con palabras que se yuxtaponen, se
empalman o se ordenan unas a otras, en la medida en que, a partir de su
valor de origen y del sim- ple acto de designación que las ha fundamentado, las
palabras no han dejado de derivarse, adquiriendo una extensión variable; de allí,
un eje que atraviesa todo el cuadrilátero del lenguaje; a lo largo de esta línea
se fija el estado de una lengua: sus capacidades de articu- lación
son prescritas por el punto de
derivación al que ha llegado; allí se definen, a la vez, su postura histórica y su poder de discrimi- nación.
La otra diagonal va de la proposición
al origen, es decir, de la afirmación implícita en todo acto de juzgar a
la designación im- plícita en todo acto de nombrar; a lo largo de este eje se
establece la relación de las palabras con lo que representan: aparece así que
las palabras no sólo dicen el ser de la representación, sino que siempre
nombran algo representado. La primera diagonal señala el progreso del lenguaje
en su poder de especificación; la segunda, el embrolla- miento indefinido del
lenguaje y de la representación —el desdobla- miento que hace el signo verbal
representa siempre una representa- ción. Sobre esta última línea, la palabra
funciona como sustituto (con su poder de representar); sobre la primera, como elemento
(con su poder de componer y de descomponer).
En el punto de cruce de estas dos
diagonales, en el centro del cuadrilátero, allí donde el desdoblamiento de la
representación se descubre como análisis y donde el sustituto
tiene el poder de repar- tir, allí donde se alojan, en
consecuencia, la posibilidad y el principio de una taxinomia general de
la representación, allí está el nombre. Nombrar es, todo a un tiempo,
dar la representación verbal de una
122
HABLAR representación y colocarla en un cuadro general. Toda la
teoría clá- sica del lenguaje se organiza en torno a este ser
privilegiado y cen- tral. En él se
cruzan todas las funciones del lenguaje,
ya que se le debe el que las
representaciones puedan figurar en una
proposición. También se le debe el
que el discurso se articule sobre el conoci- miento. Bien entendido, sólo el juicio puede
ser verdadero o falso. Pero si todos
los nombres fueran exactos, si el análisis
en que descansan hubiera sido perfectamente
reflexionado, si la lengua estu- viera "bien hecha", no habría ninguna
dificultad para pronunciar juicios verdaderos y el error, en el caso de que se produjera, sería tan fácil de descubrir
y tan evidente como en un cálculo algebraico. Pero la imperfección del
análisis y todos los deslizamientos de la deriva- ción han impuesto nombres a
los análisis, a las abstracciones o a las combinaciones ilegítimas. Lo que no
tendría inconveniente alguno (por ejemplo, el dar un nombre a los monstruos de
la fábula), si la palabra se diera como representación de una representación:
tanto que no es posible pensar una palabra —por abstracta, general y vacía que
sea— sin afirmar la posibilidad de lo que representa. Por ello, en la mitad del
cuadrilátero del lenguaje, el nombre aparece a la vez como el punto hacia el
cual convergen todas las estructuras de la lengua (es su figura más íntima, la
mejor protegida, el puro resul- tado interior de todas su convenciones, de
todas sus reglas, de toda su historia) y como el punto a partir del cual todo
el lenguaje puede entrar en relación con la verdad por la que será juzgado.
Allí
se anuda toda la experiencia clásica del lenguaje: el carácter reversible del
análisis gramatical que es, de un solo golpe, ciencia y prescripción, estudio
de las palabras y regla para construirlas, uti- lizarlas, reformarlas en su función representativa;
el nominalismo fundamental de la filosofía desde Hobbes hasta la
Ideología, nomi- nalismo que es inseparable de una crítica del lenguaje y de
toda esta desconfianza con respecto a las palabras generales y
abstractas que encontramos
en Malebranche, en Berkeley, en Condillac y en Hume; la gran utopía de un lenguaje perfectamente
transparente en el que las cosas mismas se nombrarían sin turbiedades, sea por
un sistema totalmente arbitrario, pero reflexionado con toda exactitud
(lengua artificial), sea por un lenguaje tan natural que traduciría el pensa-
miento como el rostro cuando expresa una pasión (Rousseau soñó, en el primero
de sus Dialogues, con este lenguaje hecho de signos inmediatos). Puede
decirse que es el Nombre el que organiza todo el discurso clásico; hablar o
escribir no es decir las cosas o expre- sarse, no es jugar con el lenguaje, es
encaminarse hacia el acto sobe- rano de la denominación, ir, a través del
lenguaje, justo hasta el lugar en el que las cosas y las palabras se anudan en
su esencia
EL CUADRILÁTERO DEL LENGUAJE 123 común
y que permite darles un nombre. Pero este nombre, una vez enunciado,
reabsorbe y borra todo el lenguaje que ha conducido
hasta él o que se ha atravesado a fin de llegar a él. De tal suerte que, en su esencia profunda, el discurso clásico
tiende siempre a este límite; pero sólo subsiste al retroceder. Camina en el suspenso, mantenido sin cesar, del Nombre.
Por ello, en su posibilidad misma,
está ligado a ¡a retórica, es decir, a todo ese espacio que
rodea al nombre, lo hace oscilar en tomo a lo que representa, hace surgir los elementos,
la cercanía o las analogías de lo que nombra. Las figuras que atra-
viesa el discurso aseguran el retardo del nombre que viene en el úl- timo momento a llenarlas y a abolirías. El nombre es el término del
discurso. Y quizá toda la
literatura clásica se aloja en este es- pacio, en este movimiento para alcanzar un nombre siempre dudoso ya que
mata, al agotarla, la posibilidad de
hablar. Este movimiento es el que ha arrebatado la experiencia del lenguaje desde el
testimo- nio, tan contenido, de La Princesse de Cléves hasta la violencia
inmediata de Juliette. Aquí, la denominación se da al fin en su
des-
nudez más simple y las figuras de la retórica que, hasta ahora, la tenían en
suspenso, oscilan y se convierten en las
figuras indefinidas del deseo a tal grado que los mismos nombres siempre repetidos se agotan
en el examen sin que les sea dado jamás alcanzar el límite. Toda la literatura
clásica se aloja en el movimiento que va de la figura del nombre al nombre
mismo, pasando de la tarea de nom- brar aún la misma cosa por medio de nuevas
figuras (es el precio- sismo) a la de nombrar por medio de palabras justas al
fin lo que jamás lo ha sido o ha permanecido dormido entre los pliegues de
palabras lejanas: por ejemplo, los secretos del alma, estas impresio- nes
nacidas en el límite del cuerpo y de las cosas y, para las cuales, el lenguaje
de la Cinquiéme Réverie se ha tomado espontáneamente límpido. El
romanticismo creerá haber roto con la época precedente por haber aprendido a
nombrar las cosas por su nombre. A decir verdad, todo el clasicismo tendía a
ello: Hugo cumple la promesa de Voiture. Pero, por este hecho mismo, el nombre
deja de ser la recompensa del lenguaje; se convierte en su materia enigmática.
El único momento —intolerable y oculto hace mucho tiempo en el se- creto— en el
que el nombre fue a la vez logro y sustancia del len- guaje, promesa y materia
en bruto, fue cuando, con Sade, fue atrave- sado en toda su extensión por el
deseo, cuyo lugar de aparición era, la saciedad y el recomienzo indefinido. De
allí, el hecho de que la obra de Sade represente, en nuestra cultura, el papel
de un incesante murmullo primordial. Con esta violencia del nombre pronunciado
al fin por sí mismo, el lenguaje emerge en su brutalidad de cosa; las otras
"partes de la oración" toman a su vez su autonomía, escapan
124 HABLAR al dominio del
nombre y dejan de formar una ronda accesoria de ornamentos en torno a él. Y dado que no hay una
belleza especial en "retener" al lenguaje en tomo y al borde del
nombre, en hacerle mostrar lo que no
dice, habrá un discurso no discursivo cuyo papel será el manifestar el
lenguaje en su ser en bruto. Este ser propio del lenguaje es lo que el siglo
XIX llamará el Verbo (por oposición al "verbo" de los clásicos, cuya
función era prender, discreta pero continuamente, el lenguaje al ser de la
representación). Y el discurso que retiene este ser y lo libera para sí mismo
es la literatura.
En torno a este privilegio clásico del
nombre, los segmentos teó- ricos (proposición, articulación, designación y derivación)
definen el linde de l
o que antes era la experiencia del lenguaje. Al
analizarlos paso a paso,
no
se trataba de hacer una historia de las concepciones gramaticales de
los
siglos XVII y XVIII, ni de establecer el perfil general de lo
que los ho
mbres hayan podido pensar acerca del lenguaje. Se
trataba de determinar
en
qué condiciones puede convertirse el lenguaje
en el objeto de un saber y entre cuáles límites
se despliega este dominio epistemológico. No se trata de
calcular el común denominador de las
opiniones, sino definir a partir de qué era posible que hubiera
opiniones —sean las que fueren— sobre el lenguaje. Por ello, este rectángulo
dibuja una periferia más que una figura interior y muestra cómo el lenguaje se
enreda con lo que le es exterior e indispensable. Hemos visto que sólo hay
lenguaje por virtud de la proposición: sin la presencia, cuando menos implícita,
del verbo ser y de la relación de atribución que autoriza, no se tendría
un lenguaje, sino signos como los demás. La forma proposicional exige como
condición del lenguaje la afirmación de una relación de identidad o de
diferencia: no se habla sino en la medida en que es posible esta relación. Pero
los otros tres segmentos teóricos implican otra exigencia: para que haya
derivación de palabras a partir de su origen, para que haya una pertenencia
originaria de una raíz a su significación, en fin, para que haya un recorte
articulado de las representaciones, es necesario que haya, desde la experiencia
más inmediata, un rumor analógico de las cosas, de las semejanzas que se dan de
entrada. Si todo fuera una diversidad absoluta, el pensamiento estaría
destinado a la singularidad, y, como la estatua de Condillac antes de que
empiece a recordar y a comparar, estaría destinado a la dispersión absoluta y a
la absoluta monotonía. No serían posibles ni la memoria ni la imaginación, ni,
en consecuencia, la reflexión. Sería imposible comparar las cosas entre sí, de
definir sus rasgos idénticos y de fundar un nombre común. No habría lenguaje.
Si el lenguaje existe es porque, debajo de las identidades y las diferencias,
está el fondo de las continuidades, de las semejanzas,
EL CUADRILÁTERO
DEL LENGUAJE 125 de las repeticiones, de los entrecruzamientos
naturales. La semejanza, excluida del saber desde principios del siglo XVII, constituye siempre el límite exterior del
lenguaje:
el anillo que rodea el dominio de lo que se puede analizar, ordenar y
conocer. Es el murmullo que el discurso disipa, pero sin el cual no podría
hablar.
Podemos apresar ahora cuál es la unidad sólida
y cerrada del lenguaje en la experiencia clásica.
Es ella la que, por el juego de una designación articulada, hace entrar la semejanza en
la relación pre- posicional. Es
decir, en un sistema de identidades y de diferencias, ta
l
como es fundamentado por el verbo ser y manifestado por la red de nombres. La
tarea fundamental del "discurso" clásico es atribuir un nombre a
las cosas y nombrar su ser en este nombre. Durante dos siglos, el discurso
occidental fue el lugar de la ontología. Al nombrar el ser de toda representación
en general era filosofía: teoría del conocimiento y análisis de las ideas. Al atribuir
a cada cosa re- presentada el nombre que le convenía y que, por encima de todo
el campo de la representación, disponía la red de una lengua bien hecha, era
ciencia —nomenclatura y taxinomia.
CAPÍTULO QUINTO CLASIFICAR
1. LO QUE DICEN LOS HISTORIADORES
Las historias de las ideas o de las ciencias
—que sólo se designan aquí en su perfil medio— dan crédito al siglo XVII y
sobre todo al XVIII de una nueva curiosidad: la
que les hizo, si no descubrir, cuando menos ampliar y precisar hasta un
grado inconcebible antes las ciencias de la vida. Tradicionalmente se da a este
fenómeno un cierto número de causas y se le adscriben muchas manifestaciones
esenciales.
Del lado de los orígenes o motivos se
colocan los nuevos privile- gios de observación: los poderes que se le atribuirán,
a partir de Bacon, y los perfeccionamientos técnicos que le otorga la invención
del microscopio. También se colocan allí el prestigio entonces
reciente de las ciencias físicas que proporcionaban un modelo de
racionali- dad; ya que se había podido analizar, por medio de la experimen-
tación y de la teoría, las leyes del movimiento o las de la reflexión de un rayo luminoso, ¿acaso no era normal buscar, por medio de las experiencias, de
las observaciones o de los cálculos,
las leyes que permiten organizar el dominio más complejo y más cercano de los seres vivos? El mecanicismo
cartesiano, que después se convirtió
en un obstáculo, fue en un principio como
el instrumento de una trans- ferencia
y habría conducido, un poco a pesar
de sí mismo, de la racionalidad mecánica
al descubrimiento de esa otra racionalidad
que es la de lo vivo. Del lado de las causas, los historiadores ponen tam- bién, un poco revueltos,
diversos puntos de atención: interés
econó- mico por la agricultura, del que los fisiócratas dan testimonio,
pero también los primeros esfuerzos de la agronomía; a medio camino entre la
economía y la teoría, la curiosidad por las plantas y los ani- males exóticos,
a los que se trata de aclimatar y sobre los cuales los grandes viajes de
investigación o de exploración —el de Tournefort al Medio Oriente, el de
Adanson al Senegal— proporcionan descrip- ciones, grabados y especímenes; y
después, sobre todo, la valoración ética de la naturaleza, con todo ese
movimiento, ambiguo en su principio, por el cual se "invierte" —ya se
sea aristócrata o burgués— dinero y sentimiento en una tierra que por largos años
las épocas
[126]
LO QUE DICEN LOS HISTORIADORES 127 precedentes habían abandonado. En el corazón del siglo XVIII, Rous- seau
herboriza.
En el
registro de las manifestaciones, los historiadores señalan en seguida las
formas variadas que tomarán estas nuevas ciencias de la vida y el "espíritu", como se dice, que las
dirigió. Primero fueron mecanicistas, bajo la influencia de Descartes, y justo
hasta fines del siglo XVII; así, pues, los primeros esfuerzos de una química
apenas esbozada las habría marcado, pero todo a lo largo del siglo XVIII, los temas vitalistas
habrían tomado o retomado su privilegio para formu- larse al fin en una teoría unitaria —este "vitalismo"
que profesaron, en formas un tanto diferentes, Bordeu y Barthez en Montpellier,
Blumenbach en Alemania, Diderot y después Bichat en París. Bajo
estos diferentes regímenes teóricos,
se plantean cuestiones, casi siem- pre las mismas, que reciben cada vez soluciones diferentes: posibi- lidad
de clasificar a los seres vivos —unos, como Linneo, sostenien- do que
toda la naturaleza puede entrar en una taxinomia; otros, como Buffon, que es
demasiado diversa y rica para ajustarse a un marco tan rígido; proceso de la
generación, con aquellos, más mecanicistas, que son partidarios de la
preformación, y los otros que creen en un desarrollo específico de los gérmenes;
análisis de los funcionamien- tos (la circulación, según Harvey, la sensación,
la motricidad y, ha- cia fines del siglo, la respiración).
A través de
estos problemas y de las discusiones que hicieron nacer,
resulta un juego para los historiadores el reconstituir los gran- des
debates,
de los que se dice que compartieron la opinión y las pasiones de
los hombres, lo mismo que su razonamiento. Se cree volver a
encontrar así el rastro de un conflicto mayor entre una teo- logía que aloja,
bajo cada forma y en todos los movimientos, la providencia de Dios,
la simplicidad, el misterio y la solicitud de sus vías, y una ciencia
que ya busca definir la autonomía de la natura- leza. Se encuentra también así
de nuevo la contradicción entre una ciencia demasiado apegada a la vieja
precedencia de la astronomía, de la mecánica y de la óptica y otra que supone
ya que debe de haber algo irreductible y específico en los dominios de la vida.
Por último, los historiadores ven dibujarse, como si fuera ante sus ojos, la
oposición entre los que creen en la inmovilidad de la naturaleza —a la manera
de Tournefort y de Linneo sobre todo— y los que, con Bonnet, Benoit de Maillet
y Diderot, presienten ya la gran potencia creadora de la vida, su inagotable
poder de transformación, su plasticidad y esta deriva que envuelve a todos sus
productos, entre ellos nosotros mismos, en un tiempo del que nadie es dueño.
Mucho antes de Darwin y de Lamarck, el gran debate del evolucionismo quedó
abierto por el Telliamed, la Palingénésie y el Rêve de D'Alam-
128 CLASIFICAR bert. El mecanicismo y la teología, apoyándose uno en otra o
com- batiéndose sin cesar, mantendrán
la época clásica lo más cerca de su origen
—por parte de Descartes y de Malebranche; frente a ellos, la irreligiosidad y
algo así como una intuición confusa de la vida, en conflicto a su vez (como en Bonnet) o en
complicidad (como en Diderot), la atraen hacia su porvenir más próximo: hacia
ese si- glo XIX del que se supone que ha dado a las tentativas,
aun oscuras y encadenadas del siglo XVIII, su cumplimiento positivo y
racional en una ciencia de la vida que no ha tenido necesidad de sacrificar la
racionalidad para mantener en lo más vivo de su conciencia la especificidad de
lo viviente y este calor, un poco subterráneo, que circula entre él —objeto de
nuestro conocimiento— y nosotros que estamos allí para conocerlo.
Es inútil volver a los supuestos de tal método.
Bastará con mos- trar aquí las consecuencias: la dificultad para apresar la red
que puede enlazar unas con otras
investigaciones tan diversas como las tentativas de llegar a una taxinomia y
las observaciones microscópi- cas;
la necesidad de registrar como hechos
de observación los con- flictos entre
los "firmes" y los que no lo son, o entre los partidarios del método
y los del sistema; la obligación de
repartir el saber en dos tramos que se embrollan, si bien son extraños uno a
otro: el primero se define
por lo que ya se sabía por demás (la herencia aristotélica
o escolástica, el peso del cartesianismo, el prestigio de Newton), el
segundo por lo que no se sabía aún
(la evolución, la especificidad de la vida, la noción de organismo);
y sobre todo la apli- cación de categorías que son rigurosamente anacrónicas
con respecto a este saber. Entre todas, la más importante es evidentemente la
de la vida. Se quieren hacer historias de la biología en el siglo XVIII, pero
no se advierte que la biología no existía y que su corte del saber, que nos es
familiar desde hace más de ciento cincuenta años, no es válido en un período
anterior. Y si la biología era desconocida, lo era por una razón muy sencilla:
la vida misma no existía. Lo único que existía eran los seres vivientes que
aparecían a través de la reja del saber constituida por la historia natural,
2. LA
HISTORIA NATURAL
¿Cómo pudo
definir la época clásica este dominio de la "historia natural",
cuya evidencia y unidad misma nos parecen ahora tan lejanas y como ya
revueltas? ¿Cuál es el campo en el que la natu- raleza apareció tan próxima a sí
misma que los individuos que com- prende pudieron ser clasificados, y tan
alejada de sí misma que te- nían que serlo por medio del análisis y la reflexión?
LA HISTORIA NATURAL 129 Se
tiene la impresión —y así se Ha dicho con mucha
frecuen- cia— de que la historia de la naturaleza ha debido
aparecer
al caer de nuevo el mecanicismo cartesiano. Cuando quedó finalmente en claro
que era imposible hacer entrar el mundo entero dentro de las leyes del movimiento rectilíneo, cuando
la complejidad del vegetal y del
animal hubieron resistido lo suficiente a las formas
simples de la sustancia extensa, fue necesario que la naturaleza se manifestara
en su extraña riqueza; y la
minuciosa observación de los seres vivien- tes nacería sobre esta playa
de la que el cartesianismo acababa de retirarse. Por desgracia, las cosas no
suceden con esta sencillez. Es muy posible —aunque habría que examinarlo— que
una ciencia nazca de otra; pero una ciencia nunca puede nacer de la ausencia de
otra, ni del fracaso, ni de los obstáculos encontrados por otra. De hecho, la
posibilidad de la historia natural, con Ray, Jonston, Chris- toph Knaut, es
contemporánea del cartesianismo y no de su fracaso. La misma episteme autorizó
la mecánica de Descartes hasta d'Alam-
bert y
la historia natural de Tournefort a Daubenton.
Para que apareciera la historia natural, no
fue necesario que la
naturaleza se espesara, se oscureciera y
multiplicara sus mecanism
os hasta
adquirir el peso opaco de una historia que sólo es
posible retrazar y describir, sin poderla medir, calcular, ni explicar; lo que
ha sido necesario —y es todo lo contrario— es que la Historia se convierta en Natural. Lo que
existía en el siglo XVI y hasta media- dos del XVII eran historias:
Belon había escrito una Histoire de la nature des Oiseaux; Duret,
una Histoire admirable des
Plantes; Al- drovandi, una
Histoire des Serpents et des Dragons. En 1657, Jonston publicó una
Historia naturalis de quadripedidus. Desde luego,
esta fecha de nacimiento no es rigurosa,1 sólo sirve para
simbolizar un punto de referencia y señalar, de lejos, el enigma manifiesto de
un acontecimiento.
Este acontecimiento es la súbita decantación, en el dominio de
la Historia, de dos órdenes, desde entonces diferentes, de conocimiento.
Hasta Aldrovandi, la historia era el tejido inextri- cable y perfectamente unitario, de lo que se ve de las
cosas y de todos los signos descubiertos o depositados en ellas: hacer
la historia de una planta o de un animal era lo mismo que decir cuáles son sus
elementos o sus órganos, qué semejanzas se le pueden encontrar, las virtudes
que se le prestan, las leyendas e historias en las que ha estado mezclado, los
blasones en los que figura, los medicamentos que se fabrican con su sustancia,
los alimentos que proporciona, lo que los antiguos dicen sobre él, lo que los
viajeros pueden decir. La historia de un ser vivo era este mismo ser, en el
interior de toda esa red semántica que lo enlaza con el mundo. La partición,
para
1 J. Ray, en 1686, escribió aún una
Historia plantarum generalis.
130 CLASIFICAR nosotros
evidente, entre lo que nosotros vemos, y lo que los otros han observado
o trasmitido, y lo que otros por último han imagi- nado o creído ingenuamente, esta gran tripartición, tan
sencilla en apariencia y tan inmediata, entre la observación, el documento
y la fábula no existía aún. Y no era que la ciencia vacilara entre
una vocación racional y todo el peso de una tradición ingenua, sino que había
una razón muy precisa y apremiante: los signos formaban parte de las cosas, en
tanto que en el siglo XVII se convierten en modos de representación.
¿Al escribir Jonston su Historia naturdis
de quadripedidus sabía más sobre el tema que Aldrovandi medio siglo antes? No
mucho más, dicen los historiadores. Pero no es ésta la cuestión o,
si se quiere plantearla en estos términos, habría que
responder que Jonston sabía mucho menos que Aldrovandi. Éste despliega, a propósito
de todo animal estudiado, y en el
mismo nivel, la descripción de su ana- tomía y las formas
de capturarlo; su utilización alegórica y su modo de generación; su habitat y los palacios de su leyenda; su
nutrición y la mejor manera de ponerlo en salsa. Jonston subdivide su capítulo
sobre el caballo en doce rúbricas: nombre, partes anatómicas, lugar de
habitación, edades, generación, voz, movimientos, simpatía y an- tipatía, usos,
usos medicinales.2 Nada de esto
falta en Aldrovandi, pero hay mucho más. Y la diferencia esencial está en lo que falta. Se ha hecho a un lado, como una
parte muerta e inútil, toda la semántica
animal. Las palabras que se entrelazaban con el animal han sido
desatadas y sustraídas: y el ser vivo, en su anatomía, en su forma, en sus
costumbres, en su nacimiento y en su muerte, apa- rece como desnudo. La
historia natural encuentra su lugar en esta distancia, ahora abierta, entre las
cosas y las palabras —distancia silenciosa, carente de toda sedimentación
verbal y, sin embargo, ar- ticulada según los elementos de la representación,
justo aquellos que podrán ser nombrados con pleno derecho. Las cosas llegan
hasta las riberas del discurso porque aparecen en el hueco de la representación.
El momento en el que se renuncia a calcular no es aquel en el que al fin se
empieza a observar. La constitución de la historia natural, con el clima empírico
en el que se desarrolla, no es la experiencia que fuerza, de buen o de mal
grado, el acceso a un conocimiento que guardaba antes la verdad de la
naturaleza; la historia natural — que justo por ello aparece en ese momento— es
el espacio abierto en la representación por un análisis que se anticipa a la
posibilidad de nombrar; es la posibilidad de ver lo que se podrá decir,
pero que no se podría decir en consecuencia ni ver a distancia si las cosas
y las palabras, distintas unas de otras, no se comunicaran desde el
2 Jonston, Historia naturalis de
quadripedidus, Amsterdam, 1657, pp. 1-11.
LA HISTORIA NATURAL 131 inicio del juego en
una representación. El orden descriptivo que Linneo, mucho después
de Jonston, propondrá a la historia natural es muy característico.
Según él, todo capítulo concerniente a un animal cualquiera debe seguir el curso siguiente: nombre,
teoría, género, especie, atributos, uso y, para terminar, luterana. Todo
el lenguaje depositado por el tiempo
sobre las cosas es rechazado hasta el último límite, como un suplemento en el que el discurso se con- tara a sí mismo y relatara los descubrimientos, las tradiciones, las creencias, las
figuras poéticas. Ante
s
de este lenguaje del lenguaje lo que aparece es la cosa misma,
con sus características propias pero en el interior de esta realidad que, desde el principio, ha quedado
recortada por el nombre. La instauración que la época clásica hace de
una ciencia natural no es el efecto directo o indirecto de la trans- ferencia
de una racionalidad ya formada (a propósito de la geome- tría o de la mecánica).
Es una formación distinta que tiene su arqueología propia, si bien está ligada
(aunque en el modo de la correlación y de la simultaneidad) con la teoría
general de los signos y el proyecto de la mathesis universal.
Cambia ahora de valor el viejo nombre de
historia y, quizá, re- cobra una de sus significaciones arcaicas. En todo caso,
si es verdad que el historiador era,
para el pensamiento griego, aquel que ve y cuenta lo que ha
visto, no siempre ha sido esto en nuestra cultura. Muy tarde, en el
umbral de la época clásica, tomó o retomó este papel. Hasta mediados del siglo XVII, la tarea del historiador era es- tablecer una gran recopilación
de documentos
y de signos —de todo aquello que, a través de todo el mundo,
podía formar una marca. Era él el encargado
de devolver al lenguaje todas las palabras huidas. Su existencia no se definía tanto por
la mirada sino por la repetición, por una segunda palabra que
pronunciaba de nuevo tantas palabras ensordecidas. La época clásica da a la
historia un sentido comple- tamente distinto: el de poner, por primera vez, una
mirada minu- ciosa sobre las cosas mismas y transcribir, en seguida, lo que
recoge por medio de palabras lisas, neutras y fieles. Se comprende que, en esta
"purificación", la primera forma de historia que se constituyó fue la
historia de la naturaleza. Pues no necesita para construirse más que palabras,
aplicadas sin intermediario alguno, a las cosas mismas. Los documentos de esta
nueva historia no son otras pala- bras, textos o archivos, sino espacios claros
en los que las cosas se yuxtaponen: herbarios, colecciones, jardines; el lugar
de esta historia es un rectángulo intemporal en el que los seres, despojados de
todo comentario, de todo lenguaje circundante, se presentan unos al lado de los
otros, con sus superficies visibles, aproximados de acuerdo con sus rasgos
comunes y, con ello, virtualmente analizados y porta-
132
CLASIFICAR dores de su solo nombre. Se ha dicho con
frecuencia que la consti- tución
de los jardines botánicos y las colecciones zoológicas traducía una nueva curiosidad por las plantas y las bestias
exóticas. De hecho, desde mucho
tiempo atrás, éstas habían llamado la
atención. Lo que ha cambiado es el espacio
en el que se puede verlas y desde el cual se puede describirlas. En el
Renacimiento, la extrañeza animal era un espectáculo; figuraba en las fiestas,
en las justas, en los combates ficticios o reales, en las reconstituciones
legendarias en las que el bestiario desarrollaba sus fábulas sin edad. El
gabinete de historia natural y el jardín, tal como se les ha instalado en la época
clásica, sustituyen el desfile circular del "espécimen" por la
exposición en "cuadro" de las cosas. Lo que se ha deslizado entre
estos teatros y este catálogo no es el deseo de saber, sino una nueva manera de
anudar las cosas a la vez con la mirada y con el discurso. Una nueva manera de
hacer la historia.
Y conocemos
la importancia metodológica que tomaron estos espacios
y estas distribuciones
"naturales" para la clasificación, a fines del siglo XVIII, de las palabras, de las lenguas, de las raíces, de
los documentos, de los archivos, en suma, para la constitución de
todo un medio ambiente de la
historia (en el sentido familiar del térmi- no) en el que el siglo XIX
encontrara de nuevo, siguiendo este cuadro puro de las cosas, la posibilidad
renovada de hablar sobre las pala- bras. Y de hablar no en el estilo del
comentario, sino según un modo que se considerará tan positivo, tan objetivo,
como el de la historia natural.
La
conservación, cada vez más completa, de lo
escrito, la instau- ración de
archivos, su clasificación, la
reorganización de las biblio- tecas, el establecimiento de
catálogos, de registros, de inventarios
representan, a finales de la época clásica,
más que una nueva sensi- bilidad con respecto al tiempo, a su pasado, al
espesor de la historia, una manera de introducir en el lenguaje ya depositado y
en las hue- llas que ha dejado un orden que es del mismo tipo que el que se
estableció entre los vivientes. Y en este tiempo clasificado, en este devenir
cuadriculado y espacializado emprenderán los historiadores del siglo XIX la
tarea de escribir una historia finalmente "verdadera" —es decir,
liberada de la racionalidad clásica, de su ordenamiento y de su teodicea,
restituida a la violencia irruptora del tiempo.
3. LA ESTRUCTURA
Así dispuesta y entendida, la historia
natural tiene como condición de posibilidad la pertenencia común de las
cosas y del lenguaje a la
LA
ESTRUCTURA 133 representación; pero no existe como tarea
sino en la medida en que las cosas y el lenguaje se
encuentran separados. Así,
pues, deberá reducir esta distancia para llevar
al lenguaje lo más cerca posible de la mirada, y a las cosas miradas lo más
cerca de las palabras. La histo- ria
natural no es otra cosa que la denominación de lo visible. De allí su aparente simplicidad y este modo que de
lejos parece inge- nuo, ya que la historia natural resulta simple e impuesta
por la evi- dencia de las cosas. Se tiene la impresión de que con Toumefort,
Linneo o Buffon se ha empezado a decir al fin lo que siempre había sido
visible, pero que había permanecido mudo ante una especie de invencible
distracción de la mirada. De hecho, no es una milenaria desatención lo que se
disipa de pronto, sino que se constituye en todo su espesor un nuevo campo de
visibilidad.
La
historia natural no se hizo posible porque se haya mirado mejor
y más
de cerca. En sentido estricto, puede decirse que la época clásica se ingenió si no para ver lo menos posible, sí para restringir voluntariamente el campo de su experiencia. La observación, a partir del siglo
XVII, es un conocimiento sensible repleto de condiciones sistemáticamente
negativas. Desde luego, se excluye el hablar de oídas; pero se excluye
también el gust
o y el sabor, ya que por
su incertidumbre, por su variabilidad, no permiten hacer un análisis de los elementos distintos que sea umversalmente aceptable. Limi- tación muy estricta del tacto a la designación de algunas oposiciones muy evidentes
(como las de lo liso y lo rugoso); privilegio casi ex- clusivo de la vista, que
es el sentido de la evidencia y de la exten- sión y, en consecuencia, de un análisis
partes extra partes admitido por todo el mundo; en el siglo XVIII, el
ciego puede muy bien ser geómetra, pero no naturalista.3 Sin embargo, no todo lo que se ofrece a la
mirada resulta utilizable: los colores, en particular, ape- nas pueden
fundamentar comparaciones útiles. El campo de visibi- lidad en el que la
observación va a tomar sus poderes no es más que el residuo de estas
exclusiones: una visibilidad librada de cualquier otra carga sensible y pintada
además de gris. Este campo define, mucho más que la recepción atenta a las
cosas mismas, la posibilidad de la historia natural y de la aparición de sus
objetos filtrados: líneas, superficies, formas, relieves.
Se dirá,
quizá, que el uso del microscopio compensa estas restric- ciones; y que si se
restringiera la experiencia sensible por el lado de sus márgenes más dudosos, se extendería hacia
los nuevos objetos de una observación controlada técnicamente. De hecho,
el mismo
3 Diderot,
Lettre sur les aveugles.
Cf. Linneo: "Deben rechazarse.
.. todas las notas accidentales que no existen en la planta ni para el ojo,
ni para el tacto" (Philosophie botanique, p. 258).
134
CLASIFICAR conjunto de condiciones negativas que limita el dominio
de la expe- riencia, hace posible la utilización de los
instrumentos de óptica. A fin de
intentar una mejor observación a
través de un lente, es nece- sario
renunciar a conocer por medio de los otros sentidos o de oídas. Un
cambio de escala al nivel de la mirada debe tener un valor ma- yor que
las correlaciones ent
re los diversos testimonios que pueden
suministrar las impresiones, las lecturas o las lecciones. Si el ajuste indefinido de lo visible en su propia
extensión se ofrece mejor a la mirada por medio del microscopio, no está liberado. Y la mejor prueba de ello es, sin duda, que los instrumentos de óptica son uti-
lizados sobre todo para resolver los
problemas de la generalización: es decir, para descubrir cómo las formas, las disposiciones, las propor-
ciones características de
los individuos adultos y de su especie pueden
trasmitirse a través de las edades, conservando su rigurosa
identi- dad. El microscopio no ha sido llamado para rebasar los límites
del dominio
fundamental de visibilidad, sino para resolver uno de los problemas que plantea
—la conservación de las formas visibles a lo largo de las generaciones. El uso
del microscopio se funda en una relación no instrumental entre las cosas y los
ojos. Relación que define la historia natural. ¿Acaso no decía Linneo que los naturalia,
por oposición a los coelestia y a los elementa, estaban
destinados a ofrecerse directamente a los sentidos?4 Y Tournefort consideraba que para conocer las
plantas, "antes que escrutar cada una de sus variaciones con un escrúpulo
religioso", resulta mejor analizarlas "tal como se presentan ante los
ojos".5
Así, pues, observar es contentarse con ver.
Ver sistemáticamente pocas cosas. Ver aquello que, en la riqueza un tanto
confusa de la representación, puede ser analizado, reconocido
por todos y recibir así un nombre que cualquiera podrá entender: "Todas
las similitudes oscuras —dice Linneo—
sólo son introducidas para vergüenza del arte".6 Las representaciones visuales, desplegadas en sí
mismas, vacías de toda semejanza, limpias hasta de sus colores, van por fin a
dar a la historia natural lo que constituye su objeto propio: mismo que ella
hará pasar a esta lengua bien hecha que cree construir. Ese ob- jeto es la
extensión de la que están constituidos los seres de la natu- raleza —extensión
que puede ser afectada por cuatro variables. Y
4 Linneo,
Systema naturae, p. 214. Acerca de la utilidad limitada del micros copio,
cf. ibid., pp. 220-1.
5 Tournefort, Isagoge in rem
herbariam, 1719, trad. francesa en Becker- Toumefort, París, 1956, p.
295. Buffon reprocha al método de Linneo
el des cansar sobre caracteres tan
tenues que obliga a utilizar el microscopio.
De un naturalista a otro, este reproche de servirse de un
instrumento de óptica tiene el valor de una objeción teórica.
6 Linneo, Philosophie botanique, §
299.
LA
ESTRUCTURA 135 sólo por cuatro: forma de los elementos,
cantidad de esos elementos, manera
en que se distribuyen en el espacio los unos con relación a los
otros, magnitud relativa de cada uno. Como decía Linneo, en un texto
capital, "toda nota debe ser extraída del número, de la figura, de la proporción,
de la situación".7 Por
ejemplo, al estudiar los órganos sexuales de la planta será suficiente, aunque
indispensable, con enumerar los estambres y el pistilo (o, en algún caso, con
verificar su ausencia), con definir
la forma que tienen, de acuerdo con qué figura geométrica están repartidos en
la flor (círculo, hexágono, triángulo), qué tamaño tienen en relación con
los otros órganos. Estas cuatro variables que se pueden aplicar
de la misma manera a las cinco partes de la planta —raíces, tallos, hojas,
flores, frutos— especifican lo bastante la extensión que se ofrece a la
representación como para poder articularla en una descripción que sea aceptable
para todos: ante el mismo individuo, cada quien podrá hacer la mis- ma
descripción; y, a la inversa, a partir de tal descripción cada quien podrá
reconocer los individuos que pertenecen a ella. En esta articu- lación
fundamental de lo visible, el primer enfrentamiento del len- guaje y las cosas
podrá establecerse de una manera que excluye toda incertidumbre.
Cada parte, visiblemente distinta, de una
planta o de un animal es, pues, descriptible en la medida en que puede tomar
cuatro series de valores. Estos cuatro valores que afectan un órgano
o un elemento cualquiera y lo determinan es lo que los botánicos
llaman su estruc- tura. "Por estructura de las partes de las plantas se entiende la com- posición
y disposición de las piezas que forman su cuerpo." 8 También permite
describir lo que se ve de dos maneras que no son contradic- torias ni
exclusivas. El número y la magnitud pueden asignarse siempre por medio
de una cuenta o de una medición; se puede así expresarlas en términos
cuantitativos. En cambio, las formas y las disposiciones deben ser descritas
por otros procedimientos: sea por la identificación con formas geométricas, sea
por analogías que de- ben tener "la mayor evidencia".9 Así, se pueden describir ciertas formas
bastante complejas a partir de su semejanza, muy visible, con el cuerpo humano,
que sirve como una especie de reserva a los mo- delos de la visibilidad y sirve
espontáneamente de articulación entre lo que se puede ver y lo que se puede
decir.10
7 Id., ibid., § 167; cf.
también § 327.
8 Tournefort, Elemente de
botanique, p. 558. 9 Linneo, Philosophie botanique, § 299.
10 Linneo, Philosophie
botanique, § 331, enumera las partes del cuerpo hu mano
que pueden servir de arquetipos ya sea con
respecto a las dimensiones, ya sea sobre todo con respecto a las formas:
cabellos, uñas, pulgares, palmas, ojo. oreja, dedo, ombligo, pene, vulva, mama.
136 CLASIFICAR La
estructura, al limitar y filtrar lo visible, le permite transcri-
birse al
lenguaje. Gracias a ella, la visibilidad del
animal o de la planta pasa entera al discurso
que la recoge. Y, quizá, llegado al límite, pueda restituirse a sí misma a la mirada a través de
las pala- bras, como en los caligramas
botánicos que soñaba Linneo.11 Quería que el
orden de la descripción, su repartición en parágrafos y hasta sus modalidades tipográficas reprodujeran la figura
de la planta mis- ma. Que el texto, en sus formas, disposición y
cantidad variables, tu- viera una
estructura vegetal. "Es hermoso
seguir la naturaleza: pasar de la raíz
a los tallos, a los peciolos, a las hojas, a los pedúnculos,
a las flores." Sería necesario separar la descripción en
tantos apartes como partes existen en la planta, que se imprimiera con tipos
grue- sos lo que se refiera a las
partes principales, y en letra pequeña
el análisis de las "partes de
partes". Se añadirá lo que por lo demás se conoce de la planta a la manera de un dibujante que completa
su esbozo con juegos de luz y de sombra: "el sombreado contendrá exac- tamente toda la historia de la
planta, como sus nombres, su estruc-
tura, su conjunto exterior, su naturaleza, su uso". Traspuesta al
lenguaje, la planta viene a grabarse en él y, bajo los ojos del lector, recompone
su forma pura. El libro se convierte
en el herbario de las estructuras. Y que no se diga que no es más que la
fantasía de un sistemático que no representa la historia natural en toda su
extensión. En Buffon, que fue un adversario constante de Linneo, existe la
misma estructura y desempeña el mismo papel: "El método de ins- pección se
efectuará sobre la forma, la magnitud, las diferentes par- tes, su número, su posición,
sobre la sustancia misma de la cosa."12 Buffon y Linneo ponen la misma rejilla; su mirada ocupa la misma
superficie de contacto sobre las cosas; las mismas casillas negras de- jan un
lugar a lo invisible; se ofrecen a las palabras los mismos terre- nos claros y
distintos.
Por medio
de la estructura, lo que la representación da confusa- mente
y en la forma de la simultaneidad, es
analizado y ofrecido así al desarrollo lineal del lenguaje. En efecto, la
descripción es con respecto al objeto que se ve, lo que la proposición
con respecto a la representación que
expresa: su ponerse en serie, elemento tras ele- mento. Pero recordemos
que el lenguaje, en su forma empírica, im- plicaba una teoría de la proposición
y otra de la articulación. En sí misma, la proposición permanece vacía; en
cuanto a la articula- ción, ésta no formaba en verdad el discurso sino a
condición de estar
11 Id., ibid., §§ 328-9.
12 Buffon, Maniere de traiter
l'Histoire naturelle, Oeuvres completes t. I
p. 21.
LA
ESTRUCTURA 137 ligada por la función evidente o secreta del
verbo ser. La historia natural
es una ciencia, es decir, una lengua, pero fundada y bien hecha: su desarrollo preposicional
es, con todo derecho, una articu-
lación; el poner en serie lineal los elementos recorta la representa- ción
sobre un modo evidente y universal. En tanto que una misma
representación puede dar lugar a un número considerable de propo- siciones, pues los nombres que la llenan la articulan de modos dife- rentes,
un solo y único animal, una sola y única planta, serán des- critos de la misma
manera, en la medida en que la estructura reine de la representación al
lenguaje. La teoría de la estructura que re- corre, en toda su extensión,
la historia natural de la época clásica, sobrepone, en una sola y única función,
los papeles que desempeñan en el lenguaje la proposición y la articulación.
Por ello, liga la posibilidad de una
historia natural a la mathesis. En
efecto, remite todo el campo de lo visible a un
sistema de varia- bles, cuyos valores pueden ser asignados, todos ellos, si no por una
cantidad, sí por lo menos por una
descripción perfectamente clara y
siempre acabada. Así, pues, se puede
establecer, entre los seres natu-
rales, un sistema de identidades y el orden de las diferencias.
Adanson consideraba que algún día se podría
tratar la botánica como una cien-
cia rigurosamente matemática y que
sería factible plantear los pro- blemas como se hace en álgebra o en geometría: "encontrar el punto más sensible que establece la línea de separación o de discusión entre la familia de las escabiosas y la de los caprifolios"; o aun
encontrar un género conocido de plantas (natural o artificial, esto no
impor- ta) que esté en el justo medio entre la familia de las apocináceas y la
de la borraja.13 La gran proliferación de los seres por la
superficie del globo puede entrar, gracias a la estructura, a la vez en la
suce- sión de un lenguaje descriptivo y en el campo de una mathesis que
será ciencia general del orden. Y esta relación constitutiva, tan com- pleja,
se instaura en la aparente simplicidad de un visible descrito.
Todo esto tiene una gran importancia para la
definición de la historia natural según su
objeto. Éste es dado por las superficies y las líneas, no por funcionamientos
o tejidos invisibles. La planta y el animal se ven menos en su unidad
orgánica que por el corte visi- ble de sus órganos. Son patas y cascos, flores
y frutos, antes de ser (espiración o líquidos internos. La historia natural
recorre un espa- cio de variables visibles, simultáneas, concomitantes, sin
relación interna de subordinación o de organización. La anatomía, en los siglos
XVII y XVIII, ha perdido el papel rector que tenía desde el Re- nacimiento y
que volverá a tener en la época de Cuvier; no se trata de que la curiosidad
haya disminuido entretanto, ni de que el saber
13 Adanson, Famille des plantes, t.
I, prefacio, p. CCI.
138
CLASIFICAR haya retrocedido, sino de que la disposición fundamental
de lo visi- ble y lo enunciable no pasa ya por el espesor del cuerpo. De
allí, la precedencia epistemológica de la botánica: el espacio común a
las palabras y a las cosas constituía para las plantas una reja mucho más
acogedora, mucho menos "negra" que para los animales; en la
medida en que muchos órganos constitutivos son
visibles sobre la planta y no lo son entre los animales, el conocimiento taxinómico
a partir de variables inmediatamente perceptibles ha sido mucho más rico y
coherente en el orden botánico que en el orden zoológico. Es necesario, pues,
regresar a lo que se dice por lo común: el que se haya hecho un examen de los métodos
de clasificación no se debe a que durante los siglos XVII y XVIII haya habido
un interés por la botánica. Sino que, dado que no se podía saber y decir a no
ser en un espacio taxinómico de visibilidad, el conocimiento de las plan- tas
debía llevar al de los animales.
Los jardines botánicos y los gabinetes de
historia natural eran, en e
l nivel de las instituciones, los correlativos
necesarios de este corte. Y su importancia, con respecto a la
cultura clásica, no se refiere esencialmente a
lo que permitían ver, sino a lo que guardaban y a lo que, por esta obliteración, dejaban surgir: sustraen la anatomía
y el funcionamiento, ocultan el organismo, para suscitar ante los ojos que
esperan
la verdad el relieve visible de las formas, con
sus elemen- tos, su modo de dispersión y sus medidas. Son el libro ordenado de las
estructuras, el espacio en el que se combinan los caracteres y en el que se despliegan
las clasificaciones. Un día, a fines
del si- glo XVIII, Cuvier meterá mano
a las exquisiteces de museo, las
rom- perá, y disecará toda la conserva clásica de la visibilidad animal. Este gesto
iconoclasta, que Lamarck nunca se
atrevió a hacer, no traduce una nueva curiosidad por un secreto que no
se había tenido ni la preocupación, ni el valor, ni la posibilidad de conocer.
Es, lo que resulta mucho más grave, una mutación en el espacio natural de la
cultura occidental: el fin de la historia, en el sentido de Tournefort,
de Linneo, de Buffon, de Adanson, y también en el sentido en que la entendía
Boissier de Sauvages al oponer el conocimiento histórico de lo visible
al filosófico de lo invisible, de lo oculto y de las causas;14 y será también el
principio de lo que permite, al sustituir la clasifi- cación por la anatomía,
la estructura por el organismo, el carácter visible por la subordinación
interna, el cuadro por la serie, precipitar hacia el viejo mundo plano y
grabado en negro y blanco, los anima- les y las plantas, toda una masa profunda
de tiempo a la cual se le dará el nombre renovado de historia.
14
Boissier de Sauvages, Nosologie méthodique, trad. francesa, I yon, 1772,
t. I, pp. 91-2.
EL CARÁCTER 139
4. EL CARÁCTER
La estructura es esta designación de lo
visible que, por una especie de prelingüística triple, le
permite transcribirse en el lenguaje. Pero la descripción que así se obtiene no es más
que una forma de nom- bre propio: deja a cada ser su individualidad estricta y no
enuncia ni el cuadro al que pertenece, ni la proximidad que lo
rodea, ni el lugar que ocupa. Es
pura y simple designación. Pero, a fin de que la historia natural se convierta en lenguaje, es necesario que la
des- cripción se convierta en "nombre común". Ya se ha visto cómo, en el lenguaje
espontáneo, las primeras designaciones que no concernían sino a representacione
s
singulares, después de originarse en el len- guaje de la acción y en las raíces
primitivas, habían adquirido poco a poco, por la fuerza de la derivación,
valores más generales. Pero la historia natural es una lengua bien hecha: no
debe aceptar ni la constricción de la derivación ni la de su figura; no debe
dar crédito a ninguna etimología.15 Era necesario que reuniera
en una sola y única operación lo que el lenguaje cotidiano mantiene separado:
debe designar a la vez muy precisamente todos los seres naturales y situar- los
al mismo tiempo en el sistema de identidades y de diferencias que los relaciona
y los distingue unos de otros. La historia natural debe asegurar, de un solo
golpe, una designación cierta y una deri- vación dominada. Y como
la teoría de la estructura dobla una sobre la otra la articulación y la
proposición, de la misma manera, la teoría del carácter debe identificar
los valores que designan y el espacio en el que se derivan. "Conocer las
plantas —decía Tournefort— es saber con precisión los nombres que les han sido
dados en relación con la estructura de algunas de sus partes... La idea del carácter
que distingue esencialmente unas plantas de otras, debe ir unida in-
variablemente al nombre de cada planta." 16
El establecimiento del carácter
es, a la vez, fácil y difícil. Fácil, ya que la historia natural no
tiene que establecer un sistema de nombres a partir de representaciones
difíciles de analizar, sino que fundamentarlo en un lenguaje que ya se ha
desarrollado en la des- cripción. Se nombrará no a partir de lo que se ve, sino
a partir de los elementos que la estructura ha dejado pasar ya al interior del
discurso. Se trata de construir un segundo lenguaje a partir de este primer
lenguaje, pero cierto y universal. Sin embargo, pronto apa- rece una dificultad
mayor. Para establecer las identidades y las dife- rencias entre todos los
seres naturales, habría que tener en cuenta
15 Linneo, Philosophie botanique,
§ 258.
16 Toumefort, Elements de
botanique, pp. 1-2.
140
CLASIFICAR cada uno de los rasgos que pudieran ser
mencionados en una descrip- ción.
Tarea infinita que haría retroceder el advenimiento de la his- toria
natural a una inaccesible lejanía, si no existieran técnicas para cambiar
la dificultad y limitar el trabajo de comparación. Es posible verificar, a priori, que estas técnicas son de
dos tipos. O bien hacer comparaciones totales, aunque en el interior de grupos
empíricamente constituidos en los que el número de las semejanzas
es evidentemente tan elevado que la enumeración de las diferencias no tardará en
terminarse; y así podrá asegurarse, cada vez más de cerca, el es-
tablecimiento de las identidades y
de las distinciones. O bien elegir un conjunto acabado y relativamente limitado de rasgos, en los que se
estudiará, en todos los individuos que se presenten, las constantes y
las variaciones. Este último procedimiento es lo que se llamó el Sistema. El
otro, el Método. Se los opone, como se opone Linneo a Buffon, a Adanson, a
Antoine-Laurent de Jussieu. Como se opone una concepción rígida y clara de la
naturaleza a la percepción fina e inmediata de sus parentescos. Como se opone
la idea de una naturaleza inmóvil a la de una continuidad numerosísima de seres
que se comunican entre sí, se confunden y, quizá, se transforman unos en
otros... Sin embargo, lo esencial no estriba en este con- flicto entre las
grandes instituciones de la naturaleza. Está, más bien, en la red de necesidad
que en este punto ha hecho posible e indispensable la elección entre dos
maneras de formar la historia natural como una lengua. Todo lo demás no es sino
una consecuen- cia lógica e inevitable de ello.
El Sistema
delimita tales o cuales de los elementos que su des- cripción
yuxtapone con minuciosidad. Estos elementos definen la estructura privilegiada
y, en verdad, exclusiva a propósito de la
cual se estudiará el conjunto de identidades o de diferencias. Toda dife- rencia que no
remita a uno de estos elementos será considerada como indiferente. Si,
como lo hizo Linneo, se elige como
nota caracterís- tica "todas las partes diferentes de la fructificación",17 deberá descui-
darse sistemáticamente una diferencia de hoja, de tallo, de raíz o de peciolo. De igual
manera, cualquier identidad que no sea la de uno de estos elementos carecerá de
valor para la definición del carác- ter. En cambio, cuando en dos individuos
son semejantes estos ele- mentos, reciben una denominación común. La estructura
elegida para ser el lugar de las identidades y de las diferencias pertinentes
es lo que recibe el nombre de carácter. Según Linneo, el carácter se
compondrá de la "descripción más cuidadosa de la fructificación de la
primera especie. Todas las otras especies del género se com-
17 Linneo, Philosophie botanique,
§ 192.
EL CARÁCTER 141 paran
con la primera, desterrando todas las notas discordantes; por último, después de este trabajo, se
produce el carácter".18
El sistema es arbitrario en su punto de
partida ya que descuida, de manera concertada,
toda diferencia y toda identidad que no se remitan a la estructura privilegiada. Pero nada impide que un día se pueda descubrir, por medio de esta técnica, un sistema natural;
a todas las diferencias en el carácter corresponderían diferencias del mismo valor en la estructura general de la planta; y, a 4a inversa, todos los individuos o todas
las especies reunidas bajo un carácter común tendrían en cada una de sus partes la misma relación de semejanza.
Pero no es posible alcanzar el sistema natural sino des- pués de haber establecido con certeza un sistema artificial,
cuando menos en ciertos dominios del mundo
vegetal o animal. Por ello, Linneo no intenta establecer de inmediato un sistema natural, "antes de que sea
perfectamente conocido todo lo pertinente" 19 con res- pecto a
su sistema. Es verdad que el método natural constituye "el primero y el último voto de los botánicos",
y todos sus "fragmentos deben ser investigados con el mayor cuidado",20 como lo hizo el propio Linneo en sus Classes
Plantarum; sin embargo, a falta de este método natural aún por venir en su
forma cierta y acabada, "los sis- temas artificiales son absolutamente
necesarios".21
Además, el
sistema es relativo: puede funcionar con la precisión que se
desee. Si el carácter elegido está formado
por una estructura grande, con
un número elevado de variables, las diferencias apare-
cerán muy pronto, en cuanto se pase de un
individuo a otro, aun si le está muy próximo: el carácter está, así, muy
cerca de la pura y simple descripción.22 Si, por el contrario, la
estructura privilegiada es estrecha y conlleva pocas variables, las diferencias
serán raras y los individuos se agruparán en masas compactas. El carácter se
eli- girá en función de la finura de la clasificación que se quiera obtener.
Para fundar los géneros, Tournefort ha elegido como carácter la com- binación
de la flor y el fruto. No a la manera de Césalpin, porque fueran las partes más
útiles de la planta, sino porque permitían una combinatoria numéricamente
satisfactoria: los elementos tomados de otras tres partes (raíces, tallos y
hojas) eran en efecto demasiado numerosos para ser tratados en conjunto y
demasiado pocos si se los consideraba por separado.23 Linneo calculó que los 38 órganos de
18 Id., ibid, § 193. 19 Linneo, Systema
naturae, § 12. 20 Linneo, Philosophie
botanique, § 77. 21 Linneo, Systema
naturae, § 12.
22 "El carácter
natural de la especie es la descripción", Linneo, Philosophie
botonique, § 193.
23Tournefort, Elements
de botanique, p. 27.
142 CLASIFICAR la
generación, cada uno de los cuales conlleva las cuatro variables del número, la figura, la situación y la proposición,
autorizarían 5 776 configuraciones que bastarían para definir los géneros.24 Si se quiere obtener grupos más numerosos que los géneros, es
necesario acudir a caracteres más restringidos ("caracteres
facticios convenidos entre los botánicos"), por ejemplo, sólo los
estambres o sólo el pistilo: será así posible distinguir las clases o los órdenes.25
Así, todo el dominio del reino vegetal o
animal podrá cuadricu- larse. Cada grupo podrá recibir un nombre. En tal medida
que una especie, sin
tener que ser descrita, podrá ser designada con la mayor precisión
posible por medio de los nombres de los diferentes con- juntos en los que está encasillada. Su nombre completo
atraviesa toda la red de caracteres
que se han establecido hasta las clases más elevadas. Pero, como observa
Linneo, este nombre, por comodidad, debe seguir siendo "silencioso" en parte (no se nombran la clase y el orden), aunque, por otro lado, debe ser "sonoro": es necesario nombrar el género, la
especie y la variedad.26 La
planta así recono- cida en su carácter
esencial y designada a partir de él,
enunciará al mismo tiempo lo que la designa precisamente, el parentesco
que la liga a las que le son semejantes y pertenecen al mismo género (así,
pues, a la misma familia y al mismo orden). Recibirá a la vez su propio nombre
y toda la serie .(manifiesta u oculta) de los nom- bres comunes en los que se
aloja. "El nombre genérico es, por así decirlo, la moneda de buena ley en
nuestra república botánica." 27 La historia natural habrá cumplido con su tarea fundamental que es
"la disposición y la denominación".28
El Método
es la otra técnica para resolver el mismo problema. En vez d
e recortar, dentro de la totalidad descrita,
los elementos —esca- sos o numerosos—
que servirán como caracteres, el método consiste en deducirlos
progresivamente. Deducir hay que tomarlo aquí en el sentido de sustraer. Se parte —fue esto lo que hizo Adanson en
el examen de las plantas del Senegal—29 de una especie elegida
arbi- trariamente o dada de antemano por el azar del encuentro. Se la describe
por entero de acuerdo con todas sus partes y fijando todos los valores que las
variables han tomado en ella. Trabajo que se recomienza en la especie
siguiente, dada también por lo arbitrario
24 Lin n eo, Pliilos op h ie b ota niq u e, § 167.
25 Lin n eo, S ys té me sexu el d es vé gé taux, p. 2 1.
2 6 Lin n eo, Ph iloso p hie bo tan iqu e, § 212.
2 7 Id., ibid., § 284.
28 Id., ibid., § 151. Estas dos funciones, garantizadas
por el cará cter, corres
ponden exactamente a las
funciones de designación y de derivación que asegura, en el lenguaje, el nombre comú n.
29 Adanson, Histoire naturell du Sénégal, París, 1757.
EL CARÁCTER 14? de la
representación; la descripción debe ser tan total como la pri- mera vez, salvo que nada de lo que ha
sido mencionado en la primera descripción debe repetirse en la
segunda. Sólo se mencionan las diferencias. Lo mismo debe hacerse en
la tercera con respecto a las dos primeras y así indefinidamente. De modo que a
final de cuentas todos los rasgos diferentes hayan sido
mencionados una vez, pero nunca más de una vez. Y, al agrupar en torno de las
primeras descripciones las que se han hecho después y que se aligeran
a me- dida que se va progresando, se ve dibujarse en medio del
caos primi- tivo el cuadro general de los parentescos. El carácter que
distingue cada especie o cada género es el único rasgo mencionado sobre el
fondo de las identidades silenciosas. De hecho, una técnica semejante
sería, sin duda, la más segura, pero
el número de las especies exis- tentes es tal que no podría llegarse al
fin. Sin embargo, el examen de las especies encontradas revela la existencia de
grandes "familias", es decir, de grupos muy grandes en los cuales las
especies y los géne- ros tienen un número considerable de identidades. Tan
considera- ble, que se señalan por rasgos muy numerosos, aun a la mirada menos
analítica; la semejanza entre todas las especies de ranúnculos o entre todas
las especies de acónito cae inmediatamente bajo la vista. En este punto, es
necesario invertir la marcha a fin de que la tarea no sea infinita. Se admiten
las grandes familias, evidentemente reco- nocidas y cuyas primeras
descripciones han definido, como a ciegas, los grandes rasgos. Estos rasgos
comunes son los que ahora se esta- blecen de manera positiva; después, cada vez
que se encuentre un género o una especie que se destaque manifiestamente,
bastará con indicar qué diferencia los distingue de los otros y les sirve como
de ámbito natural. El conocimiento de cada especie podrá adquirirse fácilmente
a partir de esta caracterización general: "Dividiremos cada uno de los
tres reinos en muchas familias que agruparán todos los seres que tienen entre sí
relaciones notables, pasaremos revista a to- dos los caracteres generales y
particulares de los seres contenidos en estas familias"; de esta manera
"se podrá estar seguro de relacionar todos estos seres con sus familias
naturales; así, empezando por la garduña y el lobo, el peno y el oso, se
conocerá lo suficiente al león, id tigre, a la hiena que son animales de la
misma familia".30
En seguida
se ve lo que opone el método al sistema. Sólo puede haber
un método; en cambio, se puede inventar y
aplicar un nú- mero considerable de sistemas: Adanson definió sesenta y
cinco.31 El sistema es arbitrario en todo su
desarrollo, pero una vez que se ha definido, en el punto de partida, el sistema
de variables —el carác-
30 Adanson, Cours d'histoire
naturelle, 1772; ed. de 1845, p. 17. 31 Adanson, Familles des
plantes, París, 1763.
144 CLASIFICAR ter— ya
no es posible modificarlo, añadirle o restarle un solo ele- mento. El método es impuesto desde fuera, por las semejanzas glo- bales que
manifiestan las cosas; transcribe de
inmediato la percepción en el discurso; permanece, en su punto de partida, más
cerca de la descripción; pero siempre le es posible agregar al carácter general que
define empíricamente las modificaciones que se impongan: un rasgo
que se considere como esencial para un grupo de plantas o de animales
puede muy bien no ser más que una particularidad de al- gunos, si se
descubre que, sin poseerla, pertenecen de manera evi- dente a la misma
familia; el método debe estar
siempre dispuesto a rectificarse a sí mismo. Como dice Adanson,
el sistema es como "la regla de la falsa posición en el cálculo":
resulta de una decisión, pero debe ser absolutamente coherente;
el método, por el contrario, es "un arreglo cualquiera de objetos o
de hechos relacionados por las conveniencias o cualesquiera semejanzas, que se expresa por medio de una
noción general y aplicable a todos esos objetos, sin conside- rar, empero, esta
noción fundamental o este principio como absoluto ni invariable, ni tan general
que no pueda admitir excepción... El método no difiere del sistema a no ser por
la idea que el autor una a sus principios, al considerarlos como variables en
el método y como absolutos en el sistema".32
Es más, el
sistema no puede reconocer entre las estructuras del animal
o
del vegetal más que relaciones de coordinación: ya que el carácter
ha sido elegido no por razón de su
importancia funcio- nal, sino por razón de su eficacia combinatoria, y nada
prueba que, en la jerarquía interior del
individuo, tal forma de pistilo, tal dispo- sición de los estambres
entrañe tal estructura: si la semilla de la adoxa está entre el cáliz
y la corola o en el yaro y los estambres están colocados entre los
pistilos, éstos no son ahí ni más ni menos que "estructuras
singulares":33 su poca importancia no proviene de su rareza,
por cuanto una división igual del cáliz y la corola no tiene más valor que el
de su frecuencia.34 En cambio, el método, por ir de las
identidades y las diferencias más generales a las que lo son menos, es
susceptible de hacer surgir relaciones verticales de subor- dinación. En
efecto, permite ver cuáles son los caracteres lo bas- tante importantes para no
ser desmentidos jamás en una familia dada. Con respecto al sistema, lo inverso
es muy importante: los caracteres más esenciales permiten distinguir las
familias mayores y más evidentemente distintas, ya que, para Tournefort o
Linneo, el carácter esencial definía el género; y era suficiente para la
"conven-
32 Ad anson, Fa mil le s de s p lante s, t. I, prefaci o. 33 Linneo, Philosophie
botanique, § 105.
33 Id., ibid., § 94.
EL CARÁCTER
145 ción" de los naturalistas el escoger un carácter facticio
para distin- guir las clases o los órdenes. En el método, la organización general y sus dependencias internas lo
remiten a la traslación lateral de un grupo constante de variables.
A
pesar de estas diferencias, el sistema y el método
descansan en
el mismo
pedestal epistemológico. Se lo puede definir en una palabra, diciendo que, en el saber clásico, el conocimiento
de los individuos empíricos sólo
puede ser adquirido sobre el cuadro con- tinuo, ordenado y universal de todas
las diferencias posibles. En el siglo XVI,
la identidad de las plantas y de los
animales quedaba ase- gurada por la
marca positiva (con frecuencia
visible, a veces oculta) de la que eran portadores: por ejemplo, lo que distinguía las diversas especies de pájaros no era tanto las diferencias entre ellas, sino
el hecho de que ésta ahuyentara la
noche, aquélla viviera en el agua y que la otra se alimentara de carne viva.35 Todo ser era portador de una marca y la especie se medía
según la extensión de un blasón común. Tanto que cada esp
ecie se señalaba por sí misma, enunciaba su
individualidad, independientemente de todas las
otras: éstas bien hubieran podido no existir, los criterios de
definición no se habrían modificado por ello con respecto a las únicas
que hubieran perma- necido visibles. Pero, a partir del siglo XVII,
ya no puede haber más signos que los que se encuentran en el análisis
de las representacio- nes según las identidades y las diferencias. Es decir, que toda desig- nación debe hacerse de
acuerdo con una cierta relación con todas las otras designaciones
posibles. Conocer lo que pertenece como propio a un individuo es tener para sí
la clasificación o la posibilidad de clasificar el conjunto de los otros. La
identidad y lo que la marca se definen por el resto de las diferencias. Un
animal o una planta no es lo que indica —o traiciona— el estigma que se descubre
impreso en él; es lo que no son los otros; no existe en sí mismo sino en la
medida en que se distingue. Método y sistema no son sino dos maneras de definir
las identidades por la red general de las diferen- cias. Más tarde, a partir de
Cuvier, la identidad de las especies se fijará también por un juego de
diferencias, pero éstas aparecerán sobre el fondo de las grandes unidades orgánicas
que tienen sus sis- temas internos de dependencias (esqueleto, respiración,
circulación): los invertebrados no sólo serán definidos por la ausencia de vérte-
bras, sino por un cierto modo de respiración, por la existencia de un cierto
tipo de circulación y por toda una cohesión orgánica que di- buja una unidad
positiva. Las leyes internas del organismo se con- vertirán, ocupando el lugar
de los caracteres diferenciales, en el ob- jeto de las ciencias de la
naturaleza. La clasificación, como problema
35 Cf. P. Belon, Histoire de la
nature des oiseaux.
146
CLASIFICAR fundamental y constitutivo de la historia natural se
aloja histórica- mente y de manera necesaria entre una teoría de la marca y
una teoría del organismo.
5. LO
CONTINUO Y LA CATÁSTROFE
En el corazón mismo de esta lengua
bien hecha en que se ha con- vertido la historia
natural, perdura un problema. Podría muy bien ocurrir que, a pesar de
todo, la transformación de la estructura en carácter no fuera posible
y que el nombre común jamás pudiera nacer del nombre propio. ¿Quién puede
garantizar que las descrip- ciones no hayan de desplegar elementos tan diversos de un indivi- duo al siguiente o de
una especie a otra, que toda tentativa de fundar un nombre común fracasar
ía de antemano? ¿Quién puede asegurar que cada
estructura no está rigurosamente aislada de cualquier otra y que no
funciona como una marca individual? A fin de que
pueda aparecer el carácter más simple, es necesario que, cuando
menos, un elemento de la estructura
observada en primer lugar se
repita en otra. Pues el orden general de
las diferencias que permite establecer la disposición de las especies implica un
cierto juego de similitudes. Problema que resulta isomorfo con respecto al que
ya encontramos a propósito del
lenguaje:36 a fin de que sea
posible un nombre co- mún, es necesario que haya entre las cosas esta semejanza inmediata que
permita a los elementos significantes el correr a lo largo de las
representaciones, el deslizarse por su superficie, el asirse a sus simi-
litudes para formar, por último, designaciones colectivas. Pero para esbozar
este espacio retórico en el que los nombres toman poco a poco su valor general,
no era necesario determinar el estatuto de esta semejanza ni tampoco si en
verdad estaba fundada; bastaba con que diera fuerza suficiente a la imaginación.
Sin embargo, para la histo- ria natural, lengua bien hecha, estas analogías de
la imaginación no pueden tener el valor de garantías; era necesario que la
historia na- tural, amenazada bajo el mismo título que cualquier otro lenguaje,
encontrara el medio de rodear la duda radical que Hume planteaba con respecto a
la necesidad de la repetición en la experiencia. En la naturaleza debe haber
continuidad.
Esta exigencia de una naturaleza continua no
tiene, desde luego, la misma forma en los sistemas
y en los métodos. Para los sistemá- ticos, la continuidad sólo está
hecha por la yuxtaposición sin falla de las diferentes regiones que los
caracteres permiten distinguir cla- ramente; basta con una gradación
ininterrumpida de valores para
36 Cf. supra, p. 131.
LO CONTINUO Y LA CATÁSTROFE 147 tomar, en el dominio entero de las especies, la estructura
elegida como carácter; a partir de este principio, parecerá que
todos estos valores estarán ocupados por seres reales, aun si todavía no se los conoce. "El sistema indica
las plantas, aun aquellas de las que no hace men- ción; lo que no podría
hacer jamás la enumeración de un catá- logo." 37 Y sobre esta
continuidad de yuxtaposición, las categorías no serán simplemente convenciones arbitrarias; podrán
corresponder (si están establecidas de la manera adecuada)
a regiones que existen claramente sobre esta capa ininterrumpida
de
la naturale2a; serán terrenos más vastos, pero
también más reales que
los individuos. Así, el sistema sexual ha permitido descubrir, según Linneo, géneros indu- dablemente fundados: "Sabed que
no es el carácter el que consti- tuye el género, sino el género el que constituye el carácter; que el
carácter procede del género, y no éste de aquél".38 En cambio, en los
métodos, para
los que las semejanzas, en su forma maciza y evi- dente, son dadas de antemano, la continuidad de la naturaleza no será este postulado puramente negativo (nada de
espacios en blanco entre las categorías distintas), sino una exigencia positiva: toda la naturaleza forma una gran trama en la que los seres se asemejan cada vez
más, en la que los individuos vecinos
son infinitamente semejantes entre sí;
tanto que cualquier corte que no indique la diferenc
ia ínfima del individuo, sino de las categorías
mayores, es siempre irreal. Continuidad de fusión en la que toda generalidad es
nominal. Nuestras ideas generales —dice Buffon— "son relativas a una
escala continua de objeto, de la que no nos damos cuenta con claridad sino en
su medio y cuyas extremidades huyen y escapan siempre en mayor medida a
nuestras consideraciones... Mientras más se aumente el número de las divisiones
de las producciones naturales, más se acercará a lo verdadero, ya que no
existen realmente en la naturaleza más que individuos, y los géneros, los órdenes,
las clases, sólo existen en nuestra imaginación".39 Y Bonnet decía, en este mismo sentido, que
"no hay saltos en la naturaleza: todo está graduado, matizado. Si entre
dos seres cualesquiera existiera un va- cío ¿cuál sería la razón del paso de
uno a otro? No hay un punto por encima o por debajo del cual se aproximen por
ciertos caracteres y se alejen por otros". Siempre se puede, pues,
descubrir "produc- ciones medias" como por ejemplo el pólipo entre el
vegetal y el animal, la ardilla voladora entre el pájaro y el cuadrúpedo, el
mono entre el cuadrúpedo y el hombre. En consecuencia, nuestras distri-
37 Linneo, Philosophie botanique,
§ 156. 38
Id., ibid., § 169.
39 Buffon, Discours sur la maniere de
traiter l'histoire naturelle, Oeuvres
completes, t.
I, pp. 36 y 39.
148 CLASIFICAR buciones
en especies y en clases "son puramente nominales"; no representan más que "medios relativos a
nuestras necesidades y nues- tros límites de conocimiento".40
En el siglo XVIII, la continuidad de la
naturaleza es exigida por toda la historia natural, es decir, por todo el esfuerzo
por instaurar en la naturaleza un
orden y descubrir sus categorías
generales, ya sean reales y
prescritas por distinciones
evidentes, o cómodas y sim- plemente
destacadas por nuestra imaginación. Sólo
el continuo pue- de garantizar que
la naturaleza se repite y que, en consecuencia, la estructura puede convertirse
en carácter. Pero pronto esta exigencia se desdobla. Pues si fuera algo dado a la
experiencia, en su movi- miento ininterrumpido, el recorrer
exactamente, paso a paso, el con- tinuo
de los individuos, de las variedades, de las especies, de los géneros, de las clases, no sería necesario constituir una ciencia; las designaciones descriptivas se generalizarían con pleno derecho y el
lenguaje de las cosas, por un movimiento espontáneo, se consti- tuiría en
discurso científico. Las identidades de
la naturaleza se ofrecerían como con todas sus letras a la imaginación y el
desliza- miento espontáneo de las palabras en su espacio retórico reproduci- ría
en líneas plenas la identidad de los seres en su generalidad cre- ciente. La historia natural se haría inútil o, más
bien, estaría ya hecha por el lenguaje cotidiano de los hombres; la gramática
general sería al mismo tiempo la taxinomia. universal de los seres. Pero si una historia natural, perfectamente
distinta del análisis de las pala- bras, resulta indispensable, es porque la
experiencia no nos entrega, tal cual, el continuo de la naturaleza. Lo da a la
vez desmenuzado —ya que hay muchas lagunas en la serie de valores efectivamente
ocupados por las variables (hay seres posibles cuyo lugar puede veri-
ficarse, pero que nunca se ha tenido ocasión
de observar)— y re- vuelto, ya que el espacio real, geográfico y terrestre, en el que nos
encontramos, nos muestra a los seres embrollados unos con otros, en un orden que, con relación a la
gran capa de las taxinomias, no
es más que azar, desorden y perturbación. Linneo hizo observar que al asociar en los
mismos lugares a la lernaea (que es
un animal) y la conferva (que es un alga), o aun la esponja y el coral,
la naturaleza no une, como lo querría el orden de las clasificaciones,
"las plantas más perfectas con los animales llamados muy imper- fectos,
sino que combina los animales imperfectos con las plantas
imperfectas".41 Y Adanson verificó
que la naturaleza "es una mezcla confusa de seres que el azar
parece haber acercado: aquí el oro
40 Cf. Bonnet, Contemplation de la nature, primera
parte, Oeuvres com- pletes, t. iv, pp. 35-6.
41 Linneo, Philosophie botanique.
LO CONTINUO Y LA CATÁSTROFE
149 se mezcla con otro metal, con una piedra, con una tierra; allá la violeta crece al lado del
roble. Entre estas plantas vagan igualmente los cuadrúpedos, los reptiles y los
insectos; los peces se confunden, por así decirlo, con el elemento acuoso en el
que nadan y con las plantas que crecen en el fondo de las aguas... Esta mezcla
es tan general y tan múltiple que parece ser una de las leyes de la natu-
raleza".42
Ahora bien,
este embrollamiento es el resultado de una serie cro- nológica
de acontecimientos. Éstos tienen su punto de partida y su primer lugar
de aplicación, no en las especies vivas mismas, sino en el espacio en el
que se alojan. Se producen en la relación de la Tierra con el Sol, en
el régimen de climas, en los avatares
de la corteza terrestre; lo que logran primero son los mares y los continentes, la superficie del globo;
los vivientes no son tocados sino de
manera secundaria, de rechazo: el
Calor los atrae o los aleja, los volcanes
los destruyen; desaparecen junto con las tierras que se hunden. Por ejem- plo, tal como suponía Buffon,43 es posible que la
tierra haya sido incandescente en su origen,
antes de enfriarse poco a poco; los ani- males habituados a vivir en temperaturas más altas, se han reagru-
pado en la única región tórrida actual, en tanto que las tierras tem-
pladas o frías se poblaron de especies que hasta entonces no habían
tenido ocasión de aparecer. Con las revoluciones en la historia de la
tierra, el espacio taxinómico (en el
que las vecindades son del orden del carácter y no del
modo de vida) se encontró repartido en un espacio concreto que lo
trastornó. Además: es indudable que fue roto y muchas especies, vecinas de las
que conocemos o intermedia- rias entre terrenos taxinómicos que nos son
familiares, han desapare- cido y sólo dejaron tras ellas huellas difíciles de
descifrar. En todo caso, esta serie histórica de acontecimientos se suma a la
capa de los seres: no le pertenece propiamente, se desarrolla en el espacio
real del mundo y no en aquel, analítico, de las clasificaciones; lo que pone en
duda es el mundo como lugar de los seres y no los seres en cuanto tienen la
propiedad de ser vivientes. Una historicidad, que simbolizan los relatos bíblicos,
afecta directamente nuestro sis- tema astronómico e indirectamente la red taxinómica
de las especies; y además del Génesis y el Diluvio, es posible que
"nuestro globo haya sufrido otras revoluciones que no nos han sido
reveladas. Con- viene a todo el sistema astronómico y los enlaces que unen este
globo con los otros cuerpos celestes y, en particular, con el sol y los cometas
pueden haber sido la fuente de muchas revoluciones de las que no queda ninguna
huella perceptible para nosotros y de las que,
42 Adanson, Cours d'histoire
naturelle, 1772, ed. París, 1845, pp. 4-5. 43
Buffon, Histoire de la Terre.
150
CLASIFICAR quizá, los habitantes de los mundos vecinos pueden tener
algún co- nocimiento".44
Así, pues, la historia natural supone, para
poder existir como ciencia,
dos conjuntos: uno de ellos está constituido por
la red con- tinua de los seres; esta
continuidad puede tomar diversas formas espaciales; Charles Bonnet la
piensa o bien bajo la forma de una gran escala lineal cuyas extremidades
son una muy simple y la otra muy complicada, y que tiene en el centro una estrecha región
me- dia, única que nos ha sido develada, o bien bajo la forma de un
tronco central del que partirían de
un lado una rama (la de los maris- cos con los cangrejos de mar y río como
ramificación complementa- ria) y del otro la serie de los insectos que abrace insectos y ranas;45 Buffon
define esta
misma continuidad "como una gran trama
o, más bien, como un haz que de
intervalo en intervalo hace brotar ramas laterales para reunirse con haces de
otro orden";46 Pallas sueña con
una figura poliédrica;47 J. Hermann quería
constituir un modelo de tres dimensiones compuesto
por hilos que, partiendo todos de un punto común, se separaran unos de otros "extendiéndose por un gran
número de ramas laterales", para después reunirse de nuevo,48 De estas configuraciones
espaciales que describen, cada una a su manera, la continuidad taxinómica, se
distingue la serie de los acontecimien- tos; ésta es discontinua y diferente en
cada uno de sus episodios, pero su conjunto no puede esbozar sino una línea
simple que es la del tiempo (y que puede concebirse como recta, quebrada o
circular). En su forma concreta y en el espesor que le es propio, la naturaleza
entera se aloja entre la capa de la taxinomia y la línea de las revolu- ciones.
Los "cuadros" que forma bajo la mirada de los hombres y que el
discurso de la ciencia está encargado de recorrer, son los frag- mentos de la
gran superficie de especies vivas, tal como ha sido re- cortada, revuelta y
congelada entre dos vueltas del tiempo.
Vemos cómo resulta superficial el oponer, como dos
opiniones diferentes
y rivales
en sus opciones fundamentales, un "fijismo" que se contenta con clasificar los seres de la naturaleza en un
cuadro permanente, y una especie de "evolucionismo" que
sostendría una historia inmemorial de la naturaleza y una profunda presión de
seres a través de su continuidad. La solidez sin lagunas de una red de especies
y de géneros y la serie de los acontecimientos que la han roto forman parte, en
un mismo nivel, de la base epistemológica a partir de la cual fue posible en la
época clásica un saber como his-
44 C. Bonnet, Palingénésie
philosophique, Oeuvres, t. vii, p. 122. 45 C . B o n n e t , C o n t e mp l a t i o n d e l a n a t u re , c a p . x x , p p . 1 3 0 -8 .
46 Buffon, Histoire nttturelle des oiseaux, 1770, t. i,
p. 396.
47 Pallas, Elenchus Zoophytorum, 1786.
48 J. Hermann, Tabulae affinitatum animalium, Estrasburgo,
1783, p. 24.
MONSTRUOS Y FÓSILES 151 toria natural. No son
dos maneras distintas de percibir la naturaleza radicalmente
opuestas, ya que están comprometidas en elecciones
fi- losóficas más viejas y más fundamentales que cualquier ciencia; son dos exigencias
simultáneas en la red arqueológica que define
el saber de la naturaleza durante la época clásica
. Pero estas dos exigencias
son complementarias y, por ello, irreductibles. La serie temporal no puede integrarse a la gradación
de los seres. Las épocas de la natu- raleza
no prescriben el tiempo interior de los seres y de su continui- dad;
dictan las intemperies que no han dejado de dispersarlos, de
destruirlos, de mezclarlos, de separarlos, de entrelazarlos. No hay y no puede
haber ni siquiera la sospecha de un evolucionismo o de un transformismo en el
pensamiento clásico; pues el tiempo nunca es concebido como principio de
desarrollo para los seres vivos en su organización interna; sólo se lo percibe
a título de revolución posible en el espacio exterior en el que viven.
6. MONSTRUOS
Y FÓSILES
Se nos objetará que, mucho antes de Lamarck,
hubo todo un pensa- miento de tipo evolucionista. Que su
importancia fue grande a me- diados del siglo XVIII hasta
que Cuvier señala su detención. Que Bonnet,
Maupertuis, Diderot, Robinet y Benoit de Maillet articu- laron muy claramente
la idea de que las formas vivas pueden
pasar de unas a otras, que las especies actuales son sin duda
el resultado de transformaciones antiguas y que todo el mundo vivo se dirige,
quizá, hacia un punto futuro, en tal grado que no puede asegurarse de ninguna
forma viva que haya sido adquirida definitivamente y esté estabilizada para
siempre. De hecho, tales análisis son incom- patibles con lo que actualmente
entendemos como pensamiento evo- lucionista. En efecto, su propósito es el
cuadro de las identidades y de las diferencias en la serie de acontecimientos
sucesivos. Y para pen- sar la unidad de este cuadro y de esta serie sólo tiene
dos medios a su disposición.
El primero consiste en integrar
la serie de las sucesiones con la continuidad de los seres y su
distribución en cuadro. Todos los
seres que la taxinomia ha dispuesto
en una simultaneidad ininterrumpida están, pues, sometidos
al tiempo. No en el sentido de que la serie temporal haya hecho nacer una
multiplicidad de especies que una mirada horizontal podría disponer
luego de acuerdo con un cuadricu- lado clasificador, sino en el sentido de que
todos los puntos de la taxinomia están afectados por un índice temporal, de
suerte que la "evolución" no es más que el desplazamiento solidario y
general
152 CLASIFICAR de la
escala, desde el primero hasta el último de sus elementos. Este sistema es el de Charles Bonnet. Implica, en primer lugar, que la cadena de los seres, tendida a
través de una serie innumerable de anillos hacia la perfección absoluta de Dios, no la alcanza actual- mente;49 que todavía es
infinita la distancia entre Dios y la
menos defectuosa de las criaturas; y
que, en esta distancia quizá infranquea- ble, no deja de avanzar hacia una
perfección mayor toda la trama ininterrumpida de los seres. Implica también
que esta "evolución" mantiene intacta la relación que existe
entre las diferentes especies: si
una de ellas, al perfeccionarse, alcanza el grado de complejidad que posee
de antemano la del grado inmediatamente superior
, ésta sin embargo no se reúne
con aquélla, pues, llevada por el mismo movimiento, ha tenido que perfeccionarse en una proporción equi- valente: "Habrá un progreso
continuo y más o menos lento de todas las especies hacia una perfección superior, de modo que todos los grados
de la escala serán continuamente variables en una relación determinada y
constante... El hombre, trasportado
a una morada más adecuada a la
eminencia de sus facultades, dejará
al mo
no y al
elefante ese primer lugar que ocupaba entre los animales de nuestro
planeta... Habrá Newtons entre los monos y Vaubans entre los cas- tores. Las ostras y los pólipos serán, en relación
con las especies más elevadas, lo que los pájaros y los cuadrúpedos son
con respecto al hombre".50 Este
"evolucionismo" no es una manera de concebir la aparición de los
seres unos a partir de los otros; es, en realidad, una manera de generalizar el
principio de continuidad y la ley que quiere que los seres formen una capa sin
interrupción. Añade, en un estilo leibniziano,51 el continuo del tiempo al continuo del espa-
cio y a la infinita multiplicidad de los seres, el infinito de su perfec-
cionamiento. No se trata de una jerarquización progresiva, sino del desarrollo
constante y global de una jerarquía ya instaurada. Lo que supone, en última
instancia, que el tiempo, lejos de ser un principio de la taxinomia, no
es más que uno de sus factores. Y que está preestablecido lo mismo que todos
los otros valores tomados por todas las otras variables. Así, pues, es
necesario que Bonnet sea pre- formacionista —y esto en un grado mucho mayor que
lo que nosotros comprendemos, a partir del siglo XIX, por
"evolucionismo"; está obli- gado a suponer que los avalares o las catástrofes
del globo han sido dispuestos de antemano como otras tantas ocasiones para que
la ca-
49 C. Bonnet,
Contemplation de la nature, primera parte, Oeuvres completes, t. iv,
pp. 34 ss.
50 C. Bonnet, Palingénésis
philosophique, Oeuvres completes, t. VII, pp. 149-
150.
51 C. Bonnet, Oeuvres completes, t.
III, p. 173, cita una carta de Leibniz a Hermann acerca de la cadena de
los seres.
MONSTRUOS
Y FÓSILES 153 dena infinita de los seres se acabe en el sentido de un
mejoramiento infinito: "Estas evoluciones han estado previstas e inscritas en los gérmenes de los
animales desde el primer día
de la creación. Pues estas evoluciones están ligadas con las revoluciones
en todo el sis- tema solar que Dios ha ordenado de antemano".
El mundo entero ha sido larva; hélo aquí crisálida; un día, sin
duda alguna, se con- vertirá en mariposa.52 Y todas las especies serán
arrastradas de la misma manera por esta gran mudanza. Como vemos, tal sistema
no es un evolucionismo que empiece por trastornar el viejo dogma de la fijeza;
es una taxinomia que implica, además, al tiempo. Una clasificación
generalizada.
La otra
forma de "evolucionismo" consiste en hacer que el tiem- po desempeñe un papel del todo opuesto. Ya no sirve para
desplazar sobre la línea finita o
infinita del perfeccionamiento el conjunto del cuadro clasificador, sino para
hacer aparecer, unos tras otros, todos los casos que, juntos, formarán la red continua de las
especies. Hace tomar sucesivamente a las variables de lo vivo todos los
valores po- sibles : es un ejemplo
de una caracterización que se hace poco
a poco y como elemento tras elemento.
Las semejanzas o las identidades parciales que sostienen la posibilidad de
una taxinomia serían pues las marcas expuestas en el presente de un solo
y mismo ser vivo, que persiste a
través de los avatares de la naturaleza y llena así
todas las posibilidades que el cuadro taxinómico deja abiertas. Por
ejemplo, como observa Benolt de Maillet, si las aves tienen alas como los pe- ces aletas, es
porque fueron, en la época del gran
reflujo de las aguas primigenias, besugos que se quedaron en seco o delfines que pasaron
para siempre a una patria aérea.
"El semen de estos peces, llevado por las salinas, puede haber dado
lugar a la primera transmigración de la especie de su habitación marítima a la
terrestre. Aunque hayan perecido cien millones sin haber podido aclimatarse,
fue suficiente con que dos pudieran hacerlo para que surgiera la especie."
53 Los cambios en las condiciones
de vida de los seres vivos parecen entrañar tanto ahí como en ciertas formas de
evolucionismo, la aparición de especies nuevas. Pero el modo de acción del
aire, del agua, del clima, de la tierra sobre los animales no es el de un medio
sobre una función y sobre los órganos en los que se cumple; los elementos
exteriores sólo intervienen a título de ocasión para hacer aparecer un carácter.
Y esta aparición, siempre y cuando esté cronológica- mente condicionada por
tal acontecimiento del globo, se hace posi- ble a priori por el cuadro
general de las variables que define todas
52 C.
Bonnet, Pdingénésíe phüosophique, Oeuvret completes, t. VII, p. 193. 53 Benott de Maillet, Telliamed
ou les entretiens d'un philosophe chinois avec un missionaire français, Amsterdam,
1748, p. 142.
154
CLASIFICAR las formas eventuales de lo vivo. El semievolucionismo
del siglo XVIII parece presagiar tanto la
variación espontánea del carácter, tal como la encontramos en Darwin, como la acción positiva del medio, tal como la describirá Lamarck.
Pero esto es una ilusión retrospectiva: para esta forma de pensamiento,
en efecto, la sucesión del tiempo no puede dibujar nunca más
que la línea a lo largo de la cual se suceden
todos los valores posibles de las variables preestablecidas. Y, en consecuencia, es
necesario definir un principio de modificación interior del ser vivo que le
permita, al presentarse una peripecia na- tural, el tomar un carácter nuevo.
Así, pues, nos encontramos ante un nuevo punto
de elección: ya sea suponer en lo viviente una aptitud espontánea para
cambiar de f
orma (o, cuando menos, para
adquirir a través de las generaciones un carácter ligeramente diferente del que
se había dado original- mente; tanto que terminará, poco a poco, por hacerse
irreconocible), ya sea también el atribuirle la búsqueda oscura de una especie
termi- nal que poseerá los caracteres de todas aquellas que la han precedido,
pero con un grado más alto de complejidad y de perfección.
El
primer sistema es el de los errores al infinito —tal como lo encontramos en
Maupertuis. El cuadro de las especies que la histo- ria natural puede establecer habría sido adquirido,
pieza por pieza, por el equilibrio
constante en la naturaleza, entre una memoria que asegura
la continuidad (mantiene a las especies en el tiempo y en la semejanza de una a otra) y una tendencia a
la desviación que asegura, a la vez, la historia, las diferencias y la dispersión.
Mauper- tuis supone que las partículas de materia están dotadas
de actividad y de memoria. Atraídas unas por otras, las menos activas
forman sustancias minerales; las más activas dibujan el cuerpo, más
com- plejo, de los animales. Estas
formas, que se deben a la atracción y al azar, desaparecen cuando no pueden subsistir. Las que se con- servan
dan nacimiento a nuevos
individuos, cuya memoria mantiene los caracteres de la pareja progenitora. Y
esto sigue siendo así hasta que una desviación de las partículas —un azar— hace
nacer una nueva especie que la fuerza obstinada del recuerdo mantiene a su vez:
"La diversidad infinita de los animales provendría de repetidos
rodeos".54 Así, cada vez más de cerca, los seres vivos
adquieren por variaciones sucesivas todos los caracteres que conocemos de
ellos, y la capa coherente y sólida que forman no es, cuando se les ve en la
dimensión del tiempo, más que el resultado fragmentario de un con- tinuo mucho
más cerrado, mucho más acabado: un continuo tejido por un número incalculable
de pequeñas diferencias olvidadas o abortadas. Las especies visibles que se
ofrecen a nuestro análisis han
54 Maupertuis, Essai sur la
formation des corps organisés, Berlín, 1754, p. 41.
MONSTRUOS Y FÓSILES 155 sido recortadas sobre
el fondo incesante de monstruosidades que apa- recen, centellean,
caen al abismo, y a veces, se mantienen. Y aquí está el punto
fundamental: la naturaleza sólo tiene una historia en la
medida en que es susceptible de una continuidad. Por tomar, por turno, todos
los caracteres posibles (cada valor de todas las varia- bles) se presenta bajo
la forma de la sucesión.
No
corre distinta suerte el sistema inverso del prototipo y de la especie
terminal.
En este caso, hay que suponer, con J. B. Robinet, que la continuidad
no está asegurada por la memoria, sino por un proyecto. Proyecto de un ser complejo hacia el que se encamina la naturaleza a partir de elementos simples que compone y
arregla poco a poco: "Al principio, los elementos se combinan. Un pequeño
nú- mero de principios simples sirve de base a todos los cuerpos"; son éstos los que presiden exclusivamente la organización de los minera- les; después "la magnificencia de la naturaleza" no deja de aumen- tar "hasta llegar a los seres que pasean sobre la superficie del
globo"; "la variación de los órganos
en cuanto al número, el tamaño, la finura,
la textura interna, la figura externa, da nuevas especies que se dividen
y subdividen hasta el infinito por nuevos arreglos".55 Y así sucesivamente hasta llegar al arreglo más complejo
que conoce- mos. De suerte que toda
la continuidad de la naturaleza se aloja en- tre un prototipo,
absolutamente arcaico, enterrado más profunda- mente que cualquier historia, y
la complicación extrema de este modelo, tal como se puede observar, cuando
menos sobre el globo terrestre, en la persona del ser humano.55 Entre estos dos extremos existen todos los
grados posibles de complejidad y de combinación: como una inmensa serie de
ensayos, algunos de los cuales han persis- tido bajo la forma de especies
constantes y otros de los cuales han sido absorbidos. Los monstruos no
pertenecen a otra "naturaleza" que las especies mismas: "Creemos
que las formas más extrañas en apariencia... pertenecen necesaria y
esencialmente al plan universal del ser; que son metamorfosis del prototipo,
tan naturales como las otras, ya sea que nos ofrezcan fenómenos diferentes o
que sirvan de paso a las formas vecinas; que preparan y ordenan las combina-
ciones que las siguen, del mismo modo que ellas son ordenadas por las que las
preceden; que contribuyen al orden de las cosas, lejos de perturbarlo. Quizá la
naturaleza sólo llega a producir seres más regulares y una organización más simétrica
a fuerza de seres".57 Tanto en Robinet como en Maupertuis, la sucesión
y la historia sólo
55 J. B. Robinet, De la nature, 3a ed., 1766, pp. 25-8.
56 J. B. Robinet, Considérations philosophiques sur la
gradation naturelle
des formes de l'être, París, 1768, pp. 4-5. 57 Id.,
ibid., p. 198.
156 CLASIFICAR son, con respecto a
la naturaleza, medios de recorrer la trama de las variaciones infinitas de las que es susceptible. Así, pues, no es el tiempo ni la duración el que asegura, a través de la diversidad de los medios, la continuidad y la especificación de los seres vivos; sino que, sobre el fondo
continuo de todas las variaciones posibles, el tiempo dibuja un recorrido en el cual los climas y la geografía sólo
toman en cuenta las regiones privilegiadas y destinadas a mantenerse. El
continuo no es el surco visible de una historia fundamental en la que un mismo
principio vivo lucharía como un medio variable. Pues el continuo precede al
tiempo. Es su condición. Y con relación a él, la historia no puede desempeñar más
que un papel negativo: cuenta y hace subsistir o descuida y deja desaparecer.
De
aquí, dos consecuencias. Primero, la necesidad de hacer in- tervenir a los monstruos —que son como el ruido de fundo, el mur-
mullo ininterrumpido de la naturaleza. En efecto, si se necesita que el
tiempo, que es limitado, recorra —quizá
haya recorrido ya— todo el continuo de la naturaleza, debe admitirse
que un número considerable de variaciones posibles se ha tachado, después borra- do; así como la catástrofe
geológica era necesaria para que se pudiera pasar del cuadro taxinómico al
continuo, a través de una experiencia
mezclada, caótica y desgarrada, así
la proliferación de monstruos sin
futuro es necesaria para que se pueda redescender del continuo al cuadro a través
de una serie temporal. Dicho de otra manera, lo que en un sentido
debe leerse como el drama de la tierra y de las aguas, debe leerse, en
otro sentido, como una aberración aparente de las formas. El monstruo asegura,
en el tiempo y con respecto a nuestro saber teórico, una continuidad que los
diluvios, los volcanes y los continentes hundidos mezclan en el espacio para
nuestra experien- cia cotidiana. La otra consecuencia es que a lo largo de una
historia tal, los signos de la continuidad no pertenecen más que al orden de la
semejanza. Dado que ninguna relación entre el medio y el organismo58 define esta historia, las formas vivas sufrirán
todas las metamorfosis posibles y no dejarán tras ellas, como señal del tra-
yecto recorrido, más que referencias de las similitudes. Por ejemplo, ¿en qué
se puede reconocer que la naturaleza no ha dejado de esbo- zar, a partir del
prototipo primitivo, la figura del hombre, provisio- nalmente terminal? En que
ha abandonado en su recorrido mil for- mas que dibujaban el modelo
rudimentario. ¿Cuántos fósiles son, con respecto a la oreja, el cráneo o las
partes sexuales del hombre como otras tantas estatuas de yeso, modeladas un día
y dejadas des-
58 Acerca
de la inexistencia de la noción biológica de "medio" en el si- glo
XVIII, cf. G. Canguilhem, La connaissance de la vie, París, 2a ed.,
1965, pp. 129-54.
MONSTRUOS
Y FÓSILES 157 pués por una forma más perfeccionada?
"La especie que se asemeja al corazón humano
y que por esa causa se llama antropocardita... merece una atención
especial. Su sustancia es un guijarro por den- tro. La forma de un corazón ha
sido imitada lo mejor posible. Se distingue el tronco
de la vena cava, con una porción de sus dos cortes. Se ve también salir del
ventrículo izquierdo el tronco de la gran arteria con su parte inferior
o descendente." 59 El fósil, con su naturaleza mixta de animal y mineral es el lugar
privilegiado de una semejanza que el historiador del continuo exige, en tanto
que el es- pacio de la taxinomia la descompone rigurosamente.
El
monstruo y el fósil desempeñan un papel muy preciso en
esta configuración.
A partir del poder del continuo que posee la natura- leza, el monstruo hace
aparecer la diferencia: ésta, que aún carece de ley, no tiene una estructura bien definida; el monstruo es la cepa
de la especificación, pero ésta no
es más que una subespecie en la
lenta obstinación de la historia. El
fósil es el que permite subsistir las semejanzas a través
de todas las desviaciones recorridas por la naturaleza; funciona como
una forma lejana y aproximativa de iden- tidad; señala un
semicarácter en el cambio del tiempo.
Porque el monstruo y el fósil no son
otra cosa que la proyección hacia atrás
de estas diferencias y de estas identidades que definen, para la taxi-
nomia, la estructura y después el carácter. Forman, entre el cuadro y el
continuo, la región sombría, móvil, temblorosa en la que lo que el análisis
definirá como identidad no es aún sino analogía muda; y lo que definará como
diferencia asignable y constante no es aún sino variación libre y azarosa.
Pero, a decir verdad, la historia de la naturaleza es tan imposible de
pensar para la historia natural, y la dis- posición epistemológica
dibujada por el cuadro y el continuo tan fundamental, que el devenir sólo puede
tener un lugar intermedio y medido por las solas exigencias del conjunto. Por
ello, no inter- viene a no ser en el paso necesario de uno a otro. Es como un
con- junto de intemperies ajenas a los seres vivos y que únicamente llegan a
ellos desde el exterior. Es como un movimiento sin cesar trazado pero detenido
en su esbozo y perceptible sólo en los bordes del cua- dro, en sus márgenes
descuidados: y así, sobre el fondo del continuo, el monstruo cuenta, como en
una caricatura, la génesis de las dife- rencias, y el fósil recuerda, en la
incertidumbre de sus semejanzas, los primeros intentos obstinados de identidad.
59 J. B.
Robinet, Considerátions philosophiques sur la gradation naturelle des formes
de l'être, p. 19.
158 CLASIFICAR
7. EL
DISCURSO DE LA
NATURALEZA
La teoría de la historia natural no puede
disociarse de la del len-
guaje. Y, sin embargo, no se trata de una
transferencia de método de una a otra. Ni de una comunicación de conceptos
o del prestigio de un modelo que, por haber "logrado éxito"
en una parte, fuera ensayado en el terreno vecino. Tampoco
se trata de una raciona- lidad más general que impondría formas idénticas a la reflexión sobre la gramática y a la taxinomia.
Sino de una disposición fundamental, del saber que ordena el
conocimiento de los seres según la posibilidad de representarlos en un sistema
de nombres. Sin duda, hubo en esta
región que ahora llamamos vida muchas otras investigaciones aparte de los esfuerzos de clasificación, muchos otros
análisis aparte del de las identidades y
las diferencias. Pero todos descansaban sobre una especie de a priori histórico
que los autorizaba en su dispersión, en sus proyectos
singulares y divergentes y que hacía igualmente posibles todos los
debates de opiniones a los que daban lugar. Este a priori no está
constituido por un grupo de problemas constantes que los fenómenos
concretos planteen sin cesar como otros
tantos enigmas para la curiosidad de
los hombres; tampoco está formado por un cierto estado de los conocimientos,
sedimentado en el curso de las edades
precedentes y que sirve de suelo a
los progresos más o menos desiguales o rápidos de la racionalidad; tampoco está determinado, sin duda alguna, por lo que llamamos la mentalidad o los "marcos
del pensamiento" de una época dada, si con ello debe entenderse el perfil histórico de los intereses
especulativos, de las credulidades o de las grandes opciones teóricas.
Este a priori es lo que, en una época dada, recorta un campo posible del
saber dentro de la experiencia, define el modo de ser de los objetos que
aparecen en él, otorga poder teórico a la mirada cotidiana y define las
condiciones en las que puede sustentarse un discurso, reconocido como
verdadero, sobre las cosas. El a priori histórico que, en el siglo
XVIII, fundamentó las investigaciones o los debates sobre la exis- tencia de
los géneros, la estabilidad de las especies, la trasmisión de los caracteres a
través de las generaciones, es la existencia de una historia natural: organización
de un cierto visible como dominio del saber, definición de las cuatro variables
de la descripción, consti- tución de un espacio de vecindades en el que
cualquier individuo, sea el que fuere, puede colocarse. La historia natural de
la época clásica no corresponde al puro y simple descubrimiento de un objeto
nuevo de curiosidad; recubre una serie de operaciones complejas que introducen
en un conjunto de representaciones la posibilidad de un
EL
DISCURSO DE LA NATURALEZA 159 orden constante. Constituye, en cuanto
descriptible y ordenable a la vez, todo un dominio de empiricidad.
Lo que la emparienta con las teorías del lenguaje, la distingue
de lo que entendemos, a partir del siglo XIX, por biología y
la hace desempeñar un cierto papel crí- tico en el pensamiento clásico.
La historia natural es contemporánea del
lenguaje: tiene el mis- mo
nivel
que el juego espontáneo que analiza las representaciones
en el recuerdo, fija los elementos comunes
e impone, por último, los nombres. Clasificar y hablar tienen su
lugar
de origen en ese mismo espacio que la representación abre en
el interior de sí misma ya que está destinada al
tiempo, a la memoria, a la reflexión, a la continui- dad. Pero la historia natural no puede ni debe
existir como lengua independiente de todas las demás a no ser que sea una
lengua bien hecha. Y umversalmente valiosa. En el lenguaje espontáneo y
"mal hecho", los cuatro elementos (proposición, articulación, designación y
derivación) dejan entre ellos
intersticios abiertos: las experiencias de cada uno, las necesidades o las
pasiones, los hábitos, los prejui- cios, una atención más o menos
despierta han constituido centenares de lenguajes diferentes, que
no se distinguen sólo por la forma de las
palabras, sino, sobre todo, por la manera en que estas palabras recortan la representación.
La historia natural sólo será una lengua bien hecha si el juego queda
cerrado: si la exactitud descriptiva hace de cada proposición un recorte
constante de lo real (si siempre es posible atribuir a la representación
lo que se articula) y si la desig- nación de cada ser indica con
todo derecho el lugar que ocupa en la disposición general del conjunto.
En el lenguaje, la función del verbo es universal y vacía; prescribe solamente
la forma más general de la proposición; y en el interior de ésta juegan los
nombres su sis- tema de articulación; la historia natural reagrupa estas dos
funciones en la unidad de la estructura que articula unas con otras
todas las variables que pueden atribuirse a un ser. Y en tanto que, en el len-
guaje, la designación está expuesta, en su funcionamiento individual, al azar
de las derivaciones que dan su amplitud y su extensión a los nombres comunes,
el carácter, tal como lo establece la historia natu- ral, permite a la
vez marcar al individuo y situarlo en un espacio de generalidades que se
encajan unas en otras. Tanto que, por en- cima de las palabras de todos los días
(y a través de ellas, ya que puede utilizárselas muy bien para las primeras
descripciones) se cons- truye el edificio de una lengua de segundo grado en la
que reinan, por fin, los Nombres exactos de las cosas: "El método, alma de
la ciencia, designa a primera vista cualquier cuerpo de la naturaleza de tal
manera que este cuerpo enuncie el nombre que le es propio y que este nombre
haga recordar todos los conocimientos que hayan
160
CLASIFICAR podido adquirirse en el curso del tiempo sobre el
cuerpo así denomi- nado: tanto que en la confusión
extrema se descubre el orden sobe- rano de la naturaleza".60
Pero esta denominación
esencial —este paso de la estructura visible al carácter taxinómico—
remite a una exigencia costosa. El lenguaje espontáneo, a fin de cumplir y rizar la figura que va de la función monótona
del verbo ser a la derivación y al
recorrido del espacio retórico, sólo
tenía necesidad del juego de la
imaginación: es decir, de las
semejanzas inmediatas. En cambio, para que la taxi- nomia sea posible es necesario que la naturaleza sea
realmente con- tinua y en su plenitud misma. Allí donde el lenguaje exigía la simi- litud de las impresiones, la clasificación
exige el principio de la menor
diferencia posible entre las cosas. Ahora bien, este continuum, que
aparece así en el fondo de la denominación, en
la abertura que se deja entre la descripción y
la disposición, está supuesto como muy anterior al lenguaje y como su condición. Y no sólo porque pueda fundamentar
un lenguaje bien hecho, sino porque da cuenta de todo lenguaje en
general. Sin duda alguna, es la continuidad
de la natu- raleza la que da a la
memoria la oportunidad de ejercitarse,
dado que una representación, confusa
y mal percibida por cualquier iden-
tidad, hace recordar otra y permite aplicar a ambas el signo arbitra- rio
de un nombre común. Lo que en la imaginación
se daba como una similitud ciega no era más que el rastro irreflexivo y
revuelto de la gran trama ininterrumpida de las identidades y de las diferen-
cias. La imaginación (aquella que autoriza al lenguaje al permitir la comparación)
formaba, sin que se supiera entonces, el lugar ambi- guo en el que la
continuidad rota, pero insistente, de la naturaleza se reunía con la
continuidad vacía, pero atenta, de la conciencia tanto que no habría sido
posible hablar ni habría habido lugar para el menor nombre si, en el fondo de
las cosas, antes de toda repre- sentación, la naturaleza no hubiera sido
continua. Para establecer el gran cuadro
sin falla de las especies, los géneros y las clases ha sido necesario que la
historia natural utilice, critique, clasifique y, por último, reconstituya con
nuevos gastos un lenguaje cuya condi- ción de posibilidad residía justamente en
este continuo. Las cosas y las palabras
se entrecruzan con todo rigor: la naturaleza sólo se ofrece a través de la reja
de las denominaciones y ella que, sin tales nombres, permanecería muda e
invisible, centellea a lo lejos tras ellos, continuamente presente más allá de
esta cuadrícula que la ofrece, sin embargo, al saber y sólo la hace visible
atravesada de una a otra parte por el lenguaje.
Es por ello por lo que, sin duda alguna, la
historia natural, en 60 Linneo, Systema
naturae, 1766, p. 13.
EL DISCURSO DE LA NATURALEZA 161 la época clásica, no pudo constituirse como biología.
En efecto, hasta fines del siglo XVIII, la vida no existía. Sól
o los seres vivos. Éstos forman una clase o, más bien, varias en la serie de todas las cosas del
mundo: y si se puede hablar de vida es sólo
como un carácter —en el sentido
taxinómico de la palabra— en la distribución universal de los seres. Se tiene
la costumbre de repartir las cosas de la naturaleza en tres clases: los minerales,
a los que se reconoce creci- miento, pero no movimiento ni sensibilidad;
los vegetales, que pue- den crecer y son susceptibles de sensación; los animales que se des- plazan espontáneamente.61 En lo que se refiere a la vida y al umbral que instaura, se los
puede hacer deslizarse, según el criterio que se adopte, todo a lo
largo de esta escala. Si, con Maupertuis, se la de- fine por
la movilidad y las relaciones de
afinidad que atraen los elementos unos hacia otros y los mantienen unidos, es necesario
alojar la vida en las partículas más simples de la materia. Se está obligado a
situarla mucho más alto en la serie si se la define por un carácter cargado y
complejo, como lo hacía Linneo, al fijar como criterio el nacimiento (por semen
o brote), la nutrición (por intu-suscepción) el envejecimiento, el movimiento
externo, la propulsión interna de líquidos, las enfermedades, la muerte, la
presencia de vasos, glándulas, epidermis y utrículos.62 La vida no constituye un umbral manifiesto a
partir del cual se requieran formas completamente nuevas del saber. Es una
categoría de clasificación, relativa, lo mismo que todas las demás, al criterio
que uno se fije. Y como todas las demás, sometida a ciertas imprecisiones en
cuanto se trata de fijar sus fronteras. Así como el zoófito está en la franja
ambigua entre los animales y las plantas, así los fósiles y los metales se
alojan en este límite incierto en el que no se sabe si hablar o no de vida.
Pero el corte entre lo vivo y lo no vivo nunca es problema decisivo.63 Como
dice Linneo, el naturalista —aquel al que llama historiens naturalis—
"distingue por la vista las partes de los cuerpos natura- les, los
describe convenientemente según el número, la figura, la posición y la proporción,
y les da nombre".64 El naturalista es el hombre de lo visible
estructurado y de la denominación caracterís- tica. No de la vida.
Así, pues, no es necesario relacionar la
historia natural, t
al como 61 Cf., por ejemplo, Linneo, Systema naturae, 1756,
p. 215.
62 Linneo, Philosophie botanique, §
133. Cf. también, Systéme sexuel des
végétaux, p.
1.
63 Bonnet admitía una división cuatripartita
en la naturaleza: seres brutos
desorganizados, seres organizados inanimados
(vegetales), seres organizados ani- mados (animales) y seres
organizados animados y racionales (hombres). Cf. Contemplation de la nature,
segunda parte, cap. I.
64 Linneo, Systema naturae, p.
215.
162 CLASIFICAR se
desplegó durante la época clásica, con una filosofía, aunque fuera oscura y hasta balbuciente, de la vida. En realidad, se entrecruza con una teoría de las palabras. La historia natural está situada, a la
vez, antes y después del lenguaje; deshace el lenguaje cotidiano, pero con el
fin de rehacerlo y descubrir lo que
lo ha hecho posible a través de las semejanzas ciegas de la imaginación; lo critica, pero para descubrir en él el fundamento. Si lo retoma y quiere cumplirlo a la
perfección es porque también retorna a su origen. Franquea este vocabulario cotidiano que le sirve de
suelo inmediato y, más allá de él,
va en busca de lo que ha podido constituir su razón de ser; pero, a la inversa, se aloja por completo en
un espacio del len- guaje, ya que es esencialmente un uso concertado de
los nombres y su último fin es dar a las cosas su verdadera denominación. Entre
el lenguaje y la teoría de la
naturaleza existe, pues, una relación de tipo crítico; en efecto, conocer la naturaleza es construir, a
partir del lenguaje, un lenguaje verdadero que descubrirá en qué condicio- nes
es posible cualquier lenguaje y dentro de qué límites puede tener un dominio de
validez. La cuestión crítica existió, sin duda, en el siglo XVIII, si bien
ligada a la forma de un saber determinado. Por esta razón no podía adquirir
autonomía y valor de interrogación radical: no ha dejado de rondar en una región
en la que se plan- teaba el problema de la semejanza, de la fuerza de la
imaginación, de la naturaleza y de la naturaleza humana, del valor de las ideas
generales y abstractas, en suma, de las relaciones entre la percepción de la
similitud y la validez del concepto. En la época clásica —Locke y Linneo,
Buffon y Hume dan testimonio de ello— la cuestión crí- tica es la del
fundamento de la semejanza y de la existencia del género.
A fines del
siglo XVIII, aparecerá una nueva configuración que revolverá definitivamente, a los ojos del hombre moderno, el
viejo espacio de la historia natural. Por una parte, la crítica se desplaza y
se separa del suelo en que había
nacido. En tanto que Hume hacía del problema de la causalidad
un caso de interrogación general acerca de las semejanzas,65 Kant, al aislar la causalidad, invierte la cuestión:
allí donde se trataba de establecer
las relaciones de identi- dad y de distinción sobre el fondo continuo de
las similitudes, hace aparecer el problema inverso de la síntesis de lo
diverso. De golpe, la cuestión crítica se remite del concepto al juicio, de la
existencia del género (obtenida por el análisis de las representaciones) a la
posi- bilidad de ligar entre ellas las representaciones, del derecho de nom-
brar al fundamento de la atribución, de la articulación nominal a la
65 Hume,
A Treatise on Human Nature, trad. francesa de Leroy, t. I, pp. 80 v
239 ss.
EL
DISCURSO DE LA NATURALEZA 163 proposición misma y
al verbo ser que la establece. Se
encuentra, pues, completamente generalizada. En vez de tener validez por razón
de las solas relaciones de la naturaleza y de la naturaleza humana, se plantea
la interrogación acerca de la posibilidad misma de todo conocimiento.
Pero, por otro lado, en la misma época, la
vida adquiere su auto- nomía en relación con los conceptos de la clasificación.
Escapa a esta relación crítica que, en el
siglo XVIII, era constitutiva del saber de la naturaleza. Escapa, lo que
quiere decir dos cosas: la vida se convierte en objeto de conocimiento entre los demás y, con este título,
dispensa de toda crítica en general; pero también resiste a esta
jurisdicción crítica, que retoma por su cuenta y que traslada, en su propio
nombre, a todo conocimiento posible. En tal medida, que a lo largo del siglo
XIX, de Kant a Dilthey y a Bergson, los pensamien- tos críticos y las filosofías
de la vida se encontrarán en una posición de recuperación y de disputa recíprocas.
CAPÍTULO
SEXTO CAMBIAR
1.
EL ANÁLISIS DE LAS
RIQUEZAS
En la época clásica, pues, no existía la
vida, ni la ciencia de la vida; ni tampoco la filología. Pero
sí una historia natural y una gramá- tica general. Asimismo, tampoco
existía una economía política, ya que, en el orden del saber, no existe la producción. A la inversa,
en los siglos XVII y XVIII existe
una noción que ha seguido siéndonos
familiar, aunque haya perdido para
nosotros su precisión esencial. Es más, no debería hablarse de "noción"
a este respecto, pues no tiene lugar en el interior de un juego de conceptos
económicos que des- plazaría
ligeramente, confiscándoles poco a poco su sentido o me- noscabando
su extensión. Se trata más bien de un dominio general: de una capa muy coherente
y muy bien estratificada que comprende y aloja, como otros tantos
objetos parciales, las nociones de valor, de
precio, de comercio, de circulación, de renta, de interés. Este do- minio, suelo y
objeto de la "economía" durante la época clásica, es el de la riqueza.
Es inútil plantearle cuestiones que provienen de una economía de tipo
diferente, organizada, por ejemplo, en torno a la producción o al trabajo; inútil
igualmente el analizar sus diver- sos conceptos (aun y sobre todo si su nombre
se ha perpetuado en consecuencia con una cierta analogía de sentido), sin tener
en cuenta el sistema del que toman su positividad. Es tanto como querer analizar
el género linneano fuera del dominio de la historia natural o la teoría de los
tiempos de Bauzée sin tener en cuenta el hecho de que la gramática general era
su condición histórica de posibilidad. Así, pues, hay que evitar una lectura
retrospectiva que sólo prestaría al análisis clásico de las riquezas la unidad
ulterior de una economía política en vías de constituirse a ciegas. Sin
embargo, los historiadores de las ideas tienen la costumbre de restituir de
este modo el nacimiento enigmático de este saber que, en el pensamiento
occidental, habría surgido armado de punta en blanco y ya peligroso en la época
de Ricardo y de J. B. Say. Suponen una economía científica a la que una problemática
puramente moral del provecho y de la renta (teoría del precio justo,
justificación o condenación del interés) había convertido en imposible; situación
que se agravó des-
[164]
EL ANÁLISIS DE LAS RIQUEZAS 165 pués
por una confusión sistemática entre moneda y
riqueza, valor y precio de mercado: de esta asimilación,
el mercantilismo sería uno de los responsables principales, a la vez que la manifestación más evidente.
Pero, poco a poco, el siglo XVIII habría
ido asegurando las distinciones esenciales y habría
discernido algunos de los grandes problemas que la economía positiva no dejaría de tratar desde en- tonces con
unos instrumentos mejor adaptados: así, la moneda des- cubriría su
carácter convencional, aunque no arbitrario (y lo haría a través de la larga discusión
entre los metalistas y los antimetalis- tas: entre los primeros habría que contar a Child, Petty,
Locke, Cantillon, Galiani; entre los segundos a Barbón,
Boisguillebert y, so- bre todo, a Law, y luego más discretamente,
tras el desastre de 1720, a Montesquieu y a Melón); también se
habría
comenzado —es la obra de Cantillon— a separar una de otra la
teoría del
precio de cambio y la del valor intrínseco;
se habría visto la gran "para- doja
del
valor" oponiendo la inútil carestía del diamante al buen mercado de esa agua sin
la cual no podemos vivir (en efecto, es posible encontrar este problema
rigurosamente formulado por Ga- liani); se habría empezado, prefigurando
así a Jevons y a Menger, a referir el valor a una teoría general de la utilidad
(esbozada por Galiani, Graslin, Turgot); se habría comprendido la importancia
de los precios elevados para el desarrollo del comercio (se trata del
"prin- cipio de Becher", retomado en Francia por Boisguillebert y
Quesnay); por último —y henos ya en los fisiócratas— se habría iniciado el análisis
del mecanismo de la producción. Y así, formada por piezas y trozos, la economía
política plantearía silenciosamente sus temas esenciales, hasta el momento en
que, retomando en un sentido dis- tinto el análisis de la producción, Adam
Smith sacara a luz el pro- ceso de la creciente división del trabajo, Ricardo
el papel desem- peñado por el capital, J. B. Say algunas de las leyes
fundamentales de la economía de mercado. Desde entonces, habría empezado a
existir la economía política con su objeto propio y su coherencia interior.
De hecho, los conceptos de moneda, precio,
valor, circulación, mercado, no fueron pensados, en los siglos XVII y
XVIII, a partir de un futuro que los
esperaba en la sombra, sino más bien sobre el suelo de una disposición epistemológica rigurosa y general. Es
esta disposición la que sostiene en su necesidad de conjunto al "análisis
de las riquezas". Éste es, con respecto a la economía política, lo que la
gra- mática general con respecto a la filología y lo que la historia natural
con respecto a la biología. Y así como no puede comprenderse la teoría del
verbo y del nombre, el análisis del lenguaje de acción, el de las raíces y de
su derivación, sin hacer referencia, a través
166 CAMBIAR de
la gramática general, a esa red arqueológica que los hace posi- bles y necesarios, así tampoco puede comprenderse, sin discernir el dominio de la historia natural, lo que fueron la
descripción, la carac- terización y la taxinomia clásicas, ni tampoco
la oposición
entre sistema y método,
o "fijismo" y "evolución", de la misma manera
resultaría imposible reencontrar el eslabón necesario que encadena el análisis
de la moneda, de los precios, del valor, del comercio, si no se sacara a luz
este dominio de las riquezas que es el lugar de su simultaneidad.
Sin duda
alguna, el análisis de las riquezas no se constituyó siguiendo
las mismas líneas ni el mismo ritmo que la gramática general o la historia
natural.
Pues la reflexión sobre la moneda, el comercio y los cambios está ligada a una práctica y a unas
institu- ciones. Pero, si pueden oponerse la práctica y la especulación pura,
de cualquier manera, ambas reposan sobre un único e idéntico saber fundamental.
Es muy posible que una reforma de la moneda, un uso
bancario, una práctica comercial se racionalicen, se desarrollen, se
mantengan o desaparezcan según
formas propias; siempre estarán fundados sobre un cierto saber:
saber oscuro que no se manifiesta por sí mismo en un discurso, sino cuyas
necesidades son idéntica- mente iguales que las de las teorías
abstractas o las especulaciones sin relación aparente con la realidad. En una
cultura y en un mo- mento dados, sólo hay siempre una episteme, que
define las condi- ciones de posibilidad de todo saber, sea que se manifieste en
una teoría o que quede silenciosamente investida en una práctica. La re- forma
monetaria prescrita por los Estados generales de 1575, las me- didas
mercantilistas o la experiencia de Law y su liquidación tienen la misma base
arqueológica que las teorías de Davanzatti, de Bou- teroue, de Petty o de
Cantillon. Y lo que se requiere es hacer hablar a estas necesidades
fundamentales del saber.
2. MONEDA Y PRECIO
En el siglo XVI,
el pensamiento económico está limitado, o casi limi- tado,
al problema de los precios y al de la sustancia monetaria. La cuestión de
los precios concierne al carácter absoluto o relativo del encarecimiento de
las mercancías y al efecto que pueden tener
sobre tos precios las devaluaciones sucesivas o la afluencia de los metales
americanos. El problema de la sustancia monetaria es el de la natu- raleza del
patrón, de la relación de precio entre los diferentes me- tales utilizados, de
la distorsión entre el peso de las monedas y sus valores nominales. Pero estas
dos series de problemas estaban liga-
MONEDA Y
PRECIO 167 das, ya que el metal no aparecería como signo, y
como signo medi- dor de las riquezas, sino por ser él
mismo una
riqueza
.
Si podía significar, es porque era una marca real. Y de la misma manera
que las palabras tenían la misma realidad que lo que decían, así como las
marcas de los seres vivos estaban inscritas en sus cuerpos a la ma- nera de marcas visibles y positivas, así los signos que indicaban las
riquezas y las medían debían llevar en sí
mismos la marca real. Para poder decir el precio, era necesario que
fueran preciosos. Era nece- sario que fueran raros, útiles, deseables. Y también
era necesario que todas estas cualidades fueran estables para que la marca que
ellos imponían fuera una verdadera signatura, umversalmente legible. De allí
esta correlación entre el problema de los precios y la naturaleza de la moneda,
que constituye el objeto privilegiado de toda reflexión sobre las riquezas
desde Copérnico hasta Bodino y Davanzatti.
En la realidad material de la moneda se fundan
sus dos funciones de medida común
de las mercancías y de sustituto en el mecanismo de cambio. Una medida es estable, reconocida
por todos y valiosa en cualquier lugar, si tiene por patrón una realidad asignable que se pueda comparar con la diversidad de las cosas que se quiere medir: así,
dice Copérnico, la toesa y el celemín, cuyo largo y volumen materiales sirven de
unidad.1 En consecuenc
ia,
la moneda sólo mide en verdad si su unidad es una realidad que
existe realmente y a la cual puede referirse cualquier mercancía. En este
sentido, el siglo XVI vuelve a la
teoría admitida cuando menos durante
una parte de la Edad Media y que permitía al príncipe o aun al consenso
popular el derecho de fijar el valor impositus de la moneda, modificar
las tasas, desmonetizar una categoría de piezas o todo el metal que se quiera.
Es necesario que el valor de la moneda esté regulado por la masa metálica que
contiene, es decir, que vuelva a lo que antes fue, cuando los príncipes no habían
impreso aún su imagen ni su sello sobre los fragmentos me- tálicos; en aquel
momento "ni el cobre, ni el oro, ni la plata eran monedas, sino que sólo
se los estimaba según su peso";2 no se daba valor de marcas
reales a los signos arbitrarios; la moneda era una justa medida ya que no
significaba más que su poder de medir las riquezas a partir de su propia
realidad material de riqueza.
Sobre este fondo epistemológico se operan las
reformas en el si- glo XV
I
y toman sus dimensiones propias los debates. Se trata de remi- tir los signos monetarios
a su exactitud de medida: es necesario que los valores nominales que llevan las
piezas estén de acuerdo con la
1 Copérnico,
De arte monetae cudendae, 1526; trad. francesa, Discours sur la frappe
des monnaies (en ). Y. Le Branchu, Écrits notables sur la monnaie, París,
1934, i, p. 15).
2 Anónimo, Compendieux cu bref
examen de quelques plaintes (en J. Y. Le Branchu, op. cit.,
II, p. 117).
168
CAMBIAR cantidad de metal que se ha elegido como
patrón y que se encuentra incorporado en ellas; así, pues, la moneda
no significaría más que su
valor
medidor. En este sentido el anónimo autor del Compendious pide que
"toda la moneda actualmente
corriente deje de serlo a partir de cierta
fecha", ya que los "encarecimientos" del valor nominal han
alterado, desde hace mucho tiempo, las funciones de medida; es nece- sario que
las piezas ya amonedadas no se acepten sino "después de estimar el
metal que contienen"; en cuanto a la nueva moneda tendrá por valor nominal su propio peso: "a partir de ese momento sólo serán corrientes
la antigua y la nueva moneda, según un mismo valor, un mismo peso, una
misma denominación y así se
restablecerá la mo- neda en su
antigua tasa y su antigua
bondad".3 No se
sabe si el texto del Compendious, que no se publicó antes de 1581, pero que en ver- dad
existe y circula en manuscrito una
treintena de años antes, ins- piró la política monetaria del reinado de Isabel. Una cosa es cierta, a saber,
que después de una serie de
"encarecimientos" (de devaluacio- nes) entre 1544 y 1559, la proclamación de marzo de 1561 "abate" el valor nominal
de la moneda y lo remite a la cantidad de metal que contiene. Del mismo modo, en Francia, los Estados generales de
1575 piden y obtienen la supresión de las unidades de cuenta (que introdu- cían
una tercera definición de la moneda, puramente aritmética, que se añadía a la
definición del peso y a la del valor nominal: esta rela- ción complementaria
ocultaba a los ojos de quienes estaban mal ins- truidos al respecto el sentido
de las manipulaciones sobre la moneda); el edicto de septiembre de 1577
establece el escudo de oro a la vez como pieza real y como unidad de cuenta,
decreta la subordinación de todos los otros metales al oro —en particular de la
plata, que guarda su valor liberatorio pero pierde su inmutabilidad de derecho.
Así, las monedas se revalúan a partir de su peso metálico. El signo que llevan
—el valor impositus— no es más que la marca exacta y transparente de la
medida que constituyen.
Pero, al mismo
tiempo que esta vuelta es exigida y a veces lograda salen
a luz cierto número de fenómenos propios de
la moneda-signo y comprometen, quizá definitivamente, su papel de medida.
Primero el hecho de que una moneda
circule tanto más rápidamente cuando menos buena es, en tanto que las
piezas con un alto índice de metal se encuentran escondidas y no figuran en el
comercio: es la ley lla- mada de Gresham,4 que Copérnico5 y el autor del Compendious6 co- nocían ya. Después, y
sobre todo, la relación entre los hechos mone-
3 Id., ibid., p. 155.
4 Gresham, Avis de Sir Th. Gresham (en
J. Y. Le Branchu, op. cit., II,
PP 7 y 11).
5 Copémico, De arte monetae
cudendae, trad. francesa cit., i, p. 12. 6
Compendieux, loc. cit., II, p. 156.
MONEDA Y
PRECIO 169 taños y el movimiento de los precios: por ello,
aparece la moneda como una mercancía entre otras —no como
un patrón absoluto de todas las equivalencias, sino como mercadería cuya capacidad
de cam- bio y, en consecuencia, su valor de sustituto en los
cambios se modi- fican según su frecuencia o
su rareza: la moneda también
tiene su precio. Malestroit7 había señalado que, a pesar de la apariencia,
no había habido aumento
de precios durante el curso del siglo XVI: ya que las mercancías
son siempre lo que son y la moneda, en su natu- raleza propia, es un patrón constante, el encarecimiento de las merca-
derías sólo puede deberse
al aumento de los valores nominales que lleva una misma masa metálica: pero, por una misma cantidad de
trigo, se da siempre el mismo peso de oro y de plata. Así, pues, "nada ha
encarecido": como el escudo de oro valía en moneda de cuenta veinte sueldos
torneses bajo Felipe VI y ahora
vale cincuenta, es necesario que una vara de terciopelo que entonces costaba
cuatro libras valga diez ahora. "El encarecimiento de todas las cosas no
proviene de entregar más, sino de recibir menos en cantidad de oro y de plata
de lo que se había acostumbrado." Pero a partir de esta identificación del
papel de la moneda con la masa de metal que hace circular, se concibe muy bien
que esté sometida a las mismas variaciones que todas las otras mercancías. Y si
Malestroit admite implícitamente que la cantidad y el valor mercantil de los
metales permanecen estables, Bodino, muy pocos años después,8 verifica un aumento de la masa metálica
importada del Nuevo Mundo y, en consecuencia, un encarecimiento real de las
mercancías, ya que los príncipes, que poseen o reciben de los particulares
lingotes en mayor cantidad, han acuñado piezas más numerosas y de mejor aleación;
así, pues, por una misma mercancía se da una cantidad mayor de metal. El
aumento de los precios tiene, pues, una "causa principal, que es casi la única
que nadie ha tocado hasta ahora": "la abun- dancia de oro y
plata", "la abundancia de lo que da estimación y precio a las
cosas".
El patrón mismo de las
equivalencias está preso en el sistema de los cambios y el poder de compra de la moneda no significa
más que el valor mercantil del
metal. La marca que distingue la mo-
neda, la determina, la hace cierta y
aceptable para todos es, pues,
reversible, y se la puede leer en dos sentidos: remilc a una cantidad de
metal que es una medida constante (así la descifra Malestroit); pero remite
también a esas mercancías variables en cantidad y en precio que son los
metales (es la lectura de Bodino). Se tiene allí una disposición análoga a la
que caracteriza el régimen general de
7 Malestroit, Le Paradoxe sur le
fait des monnaies. París, 1566. 8 Bodino,
La Reponse aux paradoxes de M. de Malestroit, 1568.
170 CAMBIAR los signos en el
siglo XVI; los signos, recordémoslo, estaban consti- tuidos por semejanzas que, a su vez, para ser reconocidas, necesi- taban signos. Aquí, el signo monetario no
puede definir su valor de cambio, no puede
fundamentarse como marca sino a partir de una masa metálica que, a
su ve
z,
define su
valor dentro del orden de las otras mercancías. Si se admite que el cambio,
dentro del sistema de necesidades, corresponde a la similitud dentro del de los
conoci- mientos, se ve que una misma e idéntica configuración de la episteme
controló, durante el Renacimiento, el saber de la naturaleza y la reflexión
o las prácticas concernientes a la moneda.
Y así como la relación entre el microcosmos y
el macrocosmos era indispensable para detener la oscilación indefinida de
la seme- janza y el signo, así, ha
sido necesario poner una cierta
relación en- tre el metal y la
mercancía que, en el extremo, permitía fijar el valor mercantil total de los
metales precioso
s y, en consecuencia, valorar de una manera cierta y
definitiva el
precio de todas las mercaderías. Esta
relación es la que ya había sido establecida
por la Providencia cuando
hundió en la tierra las minas de oro y de plata y las hizo crecer lentamente, como sobre la tierra
se desarrollan las plantas y se multiplican
los animales. Entre todas las cosas que el
hombre puede necesitar o desear y las vetas centelleantes, ocultas, en las
que crecen oscuramente los metales, hay una correspondencia absoluta.
"La naturaleza.—dice Davanzatti— ha hecho buenas todas las cosas terrenas;
la suma de éstas en virtud del acuerdo establecido entre los hombres vale todo
el oro que se trabaja; así, pues, todos los hombres desean todo para adquirir
todas las cosas... Para verificar todos los días la regla y las proporciones
matemáticas que las cosas guardan entre sí y con el oro, se requeriría que,
desde lo alto del cielo o de algún observatorio muy elevado, se pudiera
contemplar las cosas que existen y que se hacen en la tierra o, más bien, sus
imágenes reproducidas y reflejadas en el cielo como en un espejo fiel.
Abandonaríamos entonces todos nuestros cálculos y diríamos: hay sobre la tierra
tanto oro, tantas cosas, tantos hombres, tantas necesidades; en la medida en
que cada cosa satisface necesidades, su valor será de tantas cosas o de tanto
oro."9 Este cálculo celeste y exhaustivo no puede hacerlo nadie más que
Dios: corresponde a ese otro cálculo que establece una relación entre cada
elemento del microcosmos y un elemento del macrocosmos —con esta única dife-
rencia, que éste une lo terrestre con lo celeste y va de las cosas, de los
animales y el hombre hasta las estrellas, en tanto que el segundo une la tierra
con las cavernas y las minas; hace corresponder las cosas
9
Davanzatti, Lezione della moneta, trad, francesa, Leçon sur les
monnaies (en J. Y. Le Branchu, op. cit., pp. 230-1).
EL MERCANTILISMO 171 que nacen entre las manos del hombre con los tesoros desaparecidos desde la creación del
mundo. Las marcas de la similitud, por guiar el
conocimiento, se dirigen a la perfección del cielo;
los signos del cambio,
por satisfacer el deseo, se apoyan en el
centelleo negro, peli- groso y maldito del
metal. Centelleo equívoco, ya que reproduce en el fondo de la tierra el que canta en el
extremo de la noche: reside allí como una promesa de felicidad
invertida y, dado que el metal se asemeja a los astros, el saber acerca de todos
estos tesoros peligrosos es, al
mismo tiempo, el saber acerca del mundo. La refle- xión sobre las riquezas oscila así en la gran especulación
sobre el cosmos, tal como, a la inversa, el profundo conocimiento del orden del
mundo debe conducir al secreto de los metales y a la posesión de las
riquezas. Vemos, pues, qué red tan cerrada de necesidad liga, en el siglo XVI,
los elementos del saber: cómo la cosmología
de los signos duplica y fundamenta, en última instancia, la reflexión sobre
los precios y la moneda, cómo
autoriza también una especulación teórica y práctica sobre los metales,
cómo hace que se comuniquen las promesas del deseo y las del conocimiento, de
la misma manera que se responden y se relacionan, por afinidades secretas, los
metales y los astros. En los confines del saber, allí donde llega a ser todo-
poderoso y casi divino, se reúnen tres grandes funciones —las de Basi- leus,
Philosophos y Metallicos. Pero así como este saber no se da sino por
fragmentos y en el relámpago atento de la divinatio, así, por lo que
respecta a las relaciones singulares y parciales entre las cosas y el metal, el
deseo y los precios, el conocimiento divino o el que se puede adquirir
"desde algún observatorio muy elevado" no se da al nombre. A no ser
por momentos y como por azar a los espíritus que saben acechar, es decir, a los
mercaderes. Lo que los adivinos eran en el juego indefinido de las semejanzas y
de los signos, lo son los mercaderes en el juego, siempre abierto también,
de los cam- bios y de las monedas. "Desde aquí abajo descubrimos apenas
las cosas que nos rodean y les damos un precio según que veamos que tienen
mayor o menor demanda en cada lugar y en cada tiempo. Los mercaderes advierten
pronto y bien esto y, por ello, conocen admirablemente el precio de las
cosas."10
3. EL
MERCANTILISMO
A fin de
que el dominio de las riquezas se constituya como objeto de reflexión en el pensamiento clásico ha sido
necesario que la con- figuración
establecida en el siglo XVI se desatase Entre los "econo-
10 id., ibid., p. 231.
172 CAMBIAR mistas" del Renacimiento,
hasta llegar al propio Davanzatti, la capa- cidad de la moneda para medir las mercancías
y su intercambiabilidad reposa en su valor intrínseco: se sabía muy bien
que los metales pre- ciosos tenían poca utilidad fuera de la acuñación;
pero si habían sido elegidos como patrón, si fueron utilizados en el cambio
y, en con- secuencia, alcanzaban un pr
ecio elevado, esto se debe a que en el orden
natural y, en sí mismos, tenían un precio absoluto, funda- mental, más
elevado que cualquier otro al que pudiera referirse el
valor de cada mercancía.11 El metal
precioso era, de suyo, la marca de la riqueza; su resplandor oculto indicaba a
la vez que era presencia oculta y signatura visible de todas las riquezas del
mundo. Por esta razón, tiene un precio; por esta razón también,
mide
todos
los pre- cios; y, por último, por esta razón, se le puede cambiar por cualquier cosa que tenga un
precio. Era lo precioso por excelencia. En el siglo XVII, se atribuyen siempre
estas tres propiedades a la moneda, pero se las hace descansar a las tres no ya
sobre la primera (tener precio), sino sobre la última (sustituir a lo que tiene
precio). En tanto que el Renacimiento fundaba las dos funciones del
metal amo- nedado (medida y sustituto) sobre la reduplicación de su carácter
intrínseco (el hecho de ser precioso), el siglo XVII hace oscilar el aná-
lisis: lo que sirve de fundamento a los otros dos caracteres (la capa- cidad de
medir y la capacidad de recibir un precio aparecen pues como cualidades que
se derivan de esta función) es la función de cambio.
Esta inversión es fruto de un conjunto de
reflexiones y prácticas que
se distribuyen todo a lo largo del siglo XVII
(desde Scipion de Grammont hasta Nicolás Barbón) y que se
agrupan bajo el término, algo aproximativo, de "mercantilismo". Con
cierto apresuramiento, se acostumbra caracterizarlo por un
"monetarismo" absoluto, es decir, por una confusión
sistemática (u obstinada) entre las riquezas y las especies monetarias.
De hecho, lo que el "mercantilismo" instaura no es una identidad más
o menos confusa entre unas y otras, sino una articulación reflexionada que hace
de la moneda el instrumento de representación y análisis de las riquezas y, a
la inversa, de las riquezas el contenido representado por la moneda. Así como
la vieja configuración circular de las similitudes y las marcas se desató para
desplegarse según las dos capas correlativas de la representación y de los
signos, así el círculo de lo "precioso" se deshace en la época del
mercantilismo, las riquezas se despliegan como objetos de las nece- sidades y
de los deseos; se dividen y se sustituyen unas a otras por ei
11 Cf. aún
a principios del siglo XVII esta proposición de Antoine de La
Pierre: "El valor esencial de las especies de
monedas de 0:0 y plata se funda en la materia
preciosa que contienen" (De la nécessité du
pesement).
EL
MERCANTILISMO 173 juego de las especies amonedadas que las significan; y las relaciones
recíprocas entre la moneda y la riqueza se establecen bajo la forma de la
circulación y de los cambios. Si ha sido posibl
e creer que el mercantilismo confundía la riqueza y la moneda, esto se debe sin duda a que la moneda
tiene para él el poder de representar toda riqueza posible, ya que
es el instrumento universal del análisis y de la representación de ella, porque
recubre, sin residuos, el conjunto de su dominio. Toda riqueza es amonedable;
así es como entra en circu- lación. De la misma manera, todo ser
natural era caracterizable y podía entrar en una taxinomia; todo
individuo era nombrable y podía entrar en un lenguaje articulado; toda
representación era significable y podía entrar, para ser conocida, en
un sistema de identidades y de diferencias.
Pero esto
exige un examen más detallado. Entre todas las cosas que existen en el mundo ¿a
cuáles va a
poder llamar "riquezas" el mercantilismo? A todas aquellas que, siendo representables, son ade- más objeto del
deseo. Es decir, aun aquellas que están marcadas por "la necesidad,
la utilidad, el placer o la
rareza".12 Ahora bien, ¿acaso puede decirse que los metales que sirven
para fabricar piezas de moneda (no se trata aquí del vellón que sólo sirve de complemento en ciertas comarcas, sino de
los que son utilizados en el comercio exterior) forman parte de las riquezas? El oro y la
plata tienen escasa utilidad —"aunque puede servirse de ellos
para el uso de la casa"; y si fueron
raros, su abundancia excede aun lo
que se requiere para esta utilización.
Si se los busca, si los hombres consideran que siempre les hacen falta, si explotan las minas y se van a la guerra para apoderarse de ellos, esto se
debe a que la fabricación de monedas
de oro y plata les ha dado una utilidad y una rareza que estos meta- les
no poseen por sí mismos. "La moneda no toma su valor de la materia de la
que se compone, sino más bien de la forma que es la imagen o la marca del Príncipe."
13 El oro es precioso por ser moneda y no a la
inversa. De un solo golpe, la relación tan estrecha- mente fijada en el siglo
XVI se invierte: la moneda (y hasta el metal del que está hecha) recibe su
valor de su pura función de signo. Esto entraña dos consecuencias. Primera, el
valor de las cosas no provendrá ya del metal. Este valor se establece por sí
mismo, sin referencia a la moneda, según los criterios de utilidad, de placer o
de rareza; las cosas toman valor por su relación entre sí; el metal sólo
permite representar este valor, del mismo modo que un nombre representa una
imagen o una idea, pero no la constituye: "El oro
12
Scipion de Grammont, Le Denier royal, traité curieux de l'or
et de l'argent, París, 1620, p. 48.
13 Id., ibid., pp. 13-4.
174 CAMBIAR no
es más que el signo y el instrumento usual para poner en práctica el valor de las cosas; pero la verdadera estimación de éstas tiene su origen en el juicio humano y en la facultad
que llamamos estima- tiva."14 Las riquezas son riquezas porque las
estimamos, así como nuestras ideas son lo que son porque nos las representamos.
Los sig- nos monetarios o verbales se les dan por añadidura.
Pero ¿por
qué el oro y la plata, que en sí mismos apenas son riquezas, han recibido o tomado este poder significante? Sin
duda, se podría haber utilizado otra
mercancía para este efecto "por vil y abyecta que fuera".15 El cobre que, en muchas naciones permanece en estado de
baratura, no se convierte en algo precioso en otros sino en
la medida en que se transforma en moneda.16 Pero, de manera general, el oro y la plata sirven porque contienen en sí mis- mos una "perfección
propia". Perfección que no es
del orden del precio, sino que surge
de su capacidad indefinida de representación. Son duros, imperecederos,
inalterables; pueden dividirse en pedazos minúsculos; pueden juntar un gran peso en un
volumen débil; pue- den ser
transportados con facilidad; son fáciles de horadar. Todo esto
hace del oro y de la plata un
instrumento privilegiado para representar todas las otras riquezas y para hacer por análisis una
comparación rigurosa de ellas. Así se define la relación entre la mo-
neda y las riquezas. Relación arbitraria, ya que no es el valor intrín- seco
del metal lo que da el precio a las cosas; cualquier objeto, aun sin precio,
puede servir de moneda; pero se requiere aun que tenga las cualidades propias
de la representación y las capacidades de ana- lisis que permitan establecer
relaciones de igualdad y de diferencia entre las riquezas. Aparece, así, que la
utilización del oro y de la plata está justamente fundada. Como dice Bouteroue,
la moneda "es una porción de materia a la que la autoridad pública ha dado
un peso y un valor cierto para servir de precio e igualar en el comer- cio la
desigualdad de todas las cosas".17 El
"mercantilismo" liberó a la vez a la moneda del postulado del valor
propio del metal —"la locura de aquellos para quienes la plata es una
mercancía como cual- quier otra" 18— y estableció entre ella y la riqueza una relación rigurosa de
representación y de análisis. "Lo que consideramos en la
14 Id, ibid., pp. 46-7.
15
Id., i bid, p. 14.
16 Schroeder, Fürstliche Schatz und
Rentkammer, p. 111. Montanari,
Della moneta, p. 35.
17 Bouteroue, Recherches curieuses
des monnaies de France, París, 1666,
p. 8.
18 Joshuah Gee, Considérations sur
le commerce, trad. francesa de 1749.
p. 13.
EL MERCANTILISMO 175 moneda
—dice Barbón— no es tanto la cantidad de plata que con- tiene, sino el hecho de que tenga
curso." 19
Por
lo común se es injusto, y de manera doble, con lo que se ha convenido
en llamar el "mercantilismo": sea que se denuncie en él lo que no ha dejado de criticar (el valor intrínseco
del metal como principio de riqueza), sea que se descubra en él una serie de
contra- dicciones inmediatas: ¿acaso
no ha definido la moneda en su pura función de signo, a la vez que pedía su acumulación
como si fuera una mercancía? ¿No ha reconocido la importancia
de las fluctua- ciones cuantitativas
del numerario y desconocido su acción sobre los precios? ¿Acaso no fue
proteccionista, a la vez que fundaba sobre el cambio el mecanismo de aumento
de las riquezas? De hecho, estas contradicciones o estos titubeos no existen a menos que
se plantee al mercantilismo un
dilema que no podía tener sentido para él: el de la moneda como mercancía o signo. Para el pensamiento clásico
que por entonces empezaba a constituirse, la moneda es lo que
permite representar las riquezas. Sin tales signos, las
riquezas per- manecerán inmóviles,
inútiles y como silenciosas; el oro
y la plata son, en este sentido,
creadores de todo aquello que el hombre puede codiciar. Pero a fin de poder desempeñar este papel de representa-
ción, es necesario que la moneda presente propiedades (físicas y no económicas) que la hagan adecuada para
esta tarea y preciosa. Se con- vierte en mercancía rara y desigualmente
repartida a título de signo universal: "El curso y el valor impuestos a
toda moneda son la ver- dadera bondad intrínseca de ésta".20 Así como, en el orden de las representaciones,
los signos que las remplazan y las analizan deben ser ellos también
representaciones, así, la moneda sólo puede signi- ficar riqueza siendo ella
misma riqueza. Pero se convierte en tal por ser un signo; en tanto que una
representación debe ser representada primero para después convertirse en signo.
De allí, las aparentes contradicciones entre
los principios de l
a
acumulación y las reglas de la circulación. En un momento dado del
tiempo, se determinó el número de especies que existían; Colbert era
de la opinión de que, a pesar de la explotación de las minas, a
pesar del metal americano, "la cantidad de plata que corre por
Europa es constante". Ahora bien, se necesita esta plata para
repre- sentar las riquezas, es decir, atraerlas, hacerlas aparecer trayéndolas
del extranjero o fabricándolas en el lugar; también se tiene necesidad de ella
para hacerlas pasar de mano en mano en el proceso de cam-
19 N. Barbón, A discourse concerning coining the new money lighter, Lon dres, 1696, sin paginación.
20 Dumoulin (citado por Gonnard, Histoire des théories
monetaires, I, p- 173).
176 CAMBIAR bio. Por
ello, es necesario importar metal de los Estados vecinos: "Lo único que puede producir este gran efecto es el comercio y todo lo que depende de él".21 Así,
pues, la legislación debe vigilar dos cosas; "prohibir la
salida del metal al extranjero o su utilización para otros fines que no sean la acuñación, y fijar tales derechos
de aduana que permitan a la balanza comercial el ser siempre positiva, favorecer la importación de mercancías
en bruto y
prevenir, en la medida de lo posible, la de objetos fabricados,
exportar productos manufacturados más que las mercaderías mismas cuya desaparición
lleva a la escasez y provoca el aumento de precios".22 Ahora
bien, el metal que se acumula no está destinado a la obstrucción ni
al sueño; no se le atrae a un Estado sino para ser consumido por el
cambio. Como dice Becher, todo aquello que es gasto para uno de los socios es
en- trada para el otro;23 y Thomas Mun identifica la plata contante con la fortuna.24 Pues la plata no se convierte en riqueza real sino en la medida
exacta en que cumple con su función representativa: cuando remplaza a las
mercancías, cuando les permite
desplazarse o espe
rar, cuando da a la materia bruta la oportunidad
de convertirse en bie- nes de consumo, cuando retribuye el trabajo. Así, pues,
no hay por qué temer que la acumulación de plata en un Estado haga au- mentar
los precios; y el principio establecido por Bodino de que la gran carestía del
siglo XVI se debió al aflujo del oro americano no es válida; si bien es verdad
que la multiplicación del numerario hace subir primero los precios, estimula el
comercio y las manufacturas; la cantidad de riqueza crece y el número de
elementos entre los cuales se reparten las especies aumenta también. El alza de
los pre- cios no es de temerse: por el contrario, ahora que los objetos precio-
sos se han multiplicado, ahora que los burgueses, como dice Scipion de
Grammont, pueden "llevar satín y terciopelo", el valor de las cosas,
aun de las más raras, sólo puede bajar en comparación con la totalidad de las
demás; así como cada fragmento de metal pierde su valor frente a los otros a
medida que aumenta la masa de las espe- cies en circulación.25
En
consecuencia, las relaciones entre riqueza y moneda se esta- blecen
sobre la circulación y el cambio y no ya
sobre la "preciosidad" del metal. Cuando los bienes pueden circular (y lo hacen gracias a la moneda),
se multiplican y las riquezas aumentan; cuando las es- pecies se hacen más
numerosas, por el efecto de una buena circula- ción y de una balanza favorable,
es posible atraer nuevas mercancías
21 C lé men t, L ettr es, ins tr u ctio ns et mé moir es d e Co lb er t, t. V II, p, 2 3 9.
22 Id., ib id., p. 28 4. C f. tamb ié n Bouter ou e, Recher ches curieu ses, pp . 10 -1.
23 J. B e ch er, Po
litisch er D iskurs, 1 66 8.
2 4 Th. Mu n, En glan d Tr eas ur e b y foreign tra de, 1 66 4, cap. II.
25 S c ip io n d e G r a m
m o n t, L e D en ier r o ya l, p p . 1 1 6 - 9 ,
EL
MERCANTILISMO 177 y multiplicar los cultivos y las fábricas. Es
necesario
decir, con Hor- neck, que el oro y la plata "son lo más puro de nuestra sangre, la médula de nuestras
fuerzas", "los instrumentos más indispensables de la actividad humana y de nuestra existencia".26 Aquí encontramos
de nuevo la vieja metáfora de una moneda
que seria, con respecto a la sociedad, lo que la sangre es con respecto
al cuerpo." Pero en Davanzatti,
las especies no tenían otro papel que
el de irrigar las diversas partes de la nación. Ahora que la moneda y
la riqueza son tomadas ambas dentro del espacio de los cambios y de la
circulación, el mercantilismo
puede ajustar su análisis al modelo recientemente dado
por Harvey. Según Hobbes,28 el circuito venoso de la moneda es el de los
impuestos y tasas qu
e exigen, sobre las mercancías trans- portadas,
compradas o vendidas, una cierta masa metálica; ésta
es conducida hasta el corazón del Hombre-Leviatán
—es decir, hasta los cofres del Estado. Allí, el metal recibe el "principio vital": en efecto, el Estado puede fundirlo o ponerlo en circulación.
En todo caso, sólo su autoridad le dará curso; y redistribuido entre los
particulares (en la forma de pensiones, de tratos o de retribución por las
provi- siones compradas por el Estado), estimulará, en el segundo circuito,
ahora arterial, los cambios, las fabricas y los cultivos. Así, la circula- ción
se convierte en una de las categorías fundamentales del análisis. Pero la
transferencia de este modelo fisiológico sólo ha sido posible por la apertura más
profunda de un espacio común a la moneda y a los signos, a las riquezas y a las
representaciones. La metáfora, tan frecuente en nuestro Occidente, de la ciudad
y el cuerpo, sólo tomó en el siglo XVII su fuerza imaginaria sobre la base de
necesidades arqueológicas mucho más radicales.
A través de la
experiencia mercantilista, el dominio de las rique- zas se
constituye
del mismo modo que el de las representaciones. Ya se ha visto que éstas tenían el poder de representar a partir de sí mismas: de abrir un espacio en sí en el que ellas se analizaban y for- maban con sus
propios elementos sustitutos que permitían a la vez establecer un
sistema de signos y un cuadro de las
identidades y de las diferencias. De la misma manera, las riquezas tienen el poder de cambiarse; de analizarse en partes
que autorizan las relaciones de igualdad o desigualdad; de significarse unas a
otras por estos elemen- tos de riquezas perfectamente comparables que son los
metales pre- ciosos. Y así como todo el mundo de la representación se cubre de
representaciones de segundo grado que las representan y esto en una
26 Homeck, Oesterreich über
alies, wenn es will, 1684, pp. 8 y 188.
27 Cf. Davanzatti, Lezione della
moneta, trad. francesa Leçon sur les mon-
naies (en). Y.
Le Branchu, op. cit,, t. II, p. 230).
28 Th. Hobbes, Leviathan, 1650; ed.
de 1904, Cambridge, pp. 179-80. [Hay
trad. esp., Leviatán, México, 1940, FCE.]
178 CAMBIAR cadena
ininterrumpida, así todas las riquezas del mundo están en relación unas con otras, en la medida en que
forman parte de un sistema de cambio. De una representación a otra no hay un acto
autónomo de significación,
sino una simple e indefinida posibilidad de cambio. Sean cuales fueren las determinaciones y las consecuen-
cias económicas, el mercantilismo, si se le interroga al nivel de la
episteme, aparece como el lento y largo esfuerzo por poner la refle- xión sobre los precios y la moneda en el estrecho
filo del análisis de las representaciones.
Hizo surgir un dominio de las "riquezas" que está conectado con el que, por la misma época, se abrió ante la historia natural y también con el que se desplegó
ante la gramática genera
l. Pero en tanto que, en estos dos últimos
casos, la mutación se llevó a cabo bruscamente (de pronto en la Grammaire de
Port- Royal surge un cierto modo de ser del lenguaje, casi de golpe se ma-
nifiesta con Jonston y Tournefort un cierto modo de ser de los indi- viduos
naturales), el modo de ser de la moneda y de la riqueza, por estar ligado a
toda una praxis, a todo un conjunto institucional, tenia, en cambio, un índice
de viscosidad histórica mucho más alto. Los seres naturales y el lenguaje no
tuvieron necesidad del equiva- lente de la larga operación mercantilista para entrar
en el dominio de la representación, someterse a sus leyes y recibir de ella sus
signos y sus principios de orden.
4. LA PRENDA Y EL PRECIO
La teoría clásica de la moneda y de los precios se elaboró a través de experiencias históricas muy bien conocidas.
Por lo pronto, se trata de la gran crisis de los signos monetarios
que se inició sobre todo en Europa en el siglo XVII; ¿acaso es necesario
ver una primera crisis de conciencia, todavía marginal y alusiva, en la afirmación de Colbert de que la masa
metálica es estable en Europa y
pueden pasarse por alto los aportes americanos? En todo caso, a fines
del siglo se tiene la experiencia de que el metal amonedado es muy raro:
regresión del comercio, baja de los precios, dificultades para pagar las
deudas, las rentas y los impuestos, desvalorización de la tierra. De allí, la
gran serie de devaluaciones que tienen lugar en Francia durante los quince
primeros años del siglo XVIII a fin de multiplicar el numerario; las once
"disminuciones" (revaluaciones) que se escalonan del primero de
diciembre de 1713 al primero de septiembre de 1715 y que esta- ban destinadas
—aunque fue un fracaso— a volver a poner en circu- lación el metal que se
oculta; toda una serie de medidas que dismi- nuyen la tasa de las rentas al
reducir su capital nominal; la aparición de billetes de moneda en 1701, bien
pronto remplazados por las
LA PRENDA
Y EL PRECIO 179 rentas del Estado. Entre muchas otras consecuencias, la
experiencia de Law permitió la reaparición de los metales, el aumento
de los precios, la revaluación de la tierra, la recuperación del
comercio. Los edictos de enero y de mayo de 1726 instauraron, para todo el
siglo XVIII, una moneda metálica estable: ordenan la fabricación de un luis de
oro que vale y que valdrá hasta la Revolución veinticuatro libras tomesas.
Se acostumbra ver en estas experiencias, en su contexto teórico, en las discusiones a las que dieron lugar, el
enfrentamiento de los partidarios de una
moneda-signo y los partidarios de una moneda- mercancía. De un lado está Law,
desde luego, con Terrasson,29 Dutot,30 Montesquieu,31 el caballero
de Jaucourt;32 frente a ellos se alinean, entre otros,
Paris-Duvemey,33 el canciller d'Aguesseau,34 Con- dillac, Destutt; entre los dos grupos y
siguiendo una línea media, habría que poner a Melón 35 y a Graslin.36 Es verdad que sería inte- resante el hacer el
recuento exacto de las opiniones y determinar cómo se distribuyen en los
diferentes grupos sociales. Pero si se interroga al saber que ha hecho posibles
unas y otras a la vez, nos damos cuenta de que la oposición es superficial; y
de que, si es nece- saria, es a partir de una disposición única que sólo
procura, en un panto determinado, la bifurcación de una elección indispensable.
Esta
disposición única es la que define la moneda como una prenda.
Definición que se
encuentra en Locke y, un poco antes de él, en Vaughan;37 después
en Melón —"el oro y la plata
son, por convención general, la prenda, el equivalente o como la medida
común de todo lo que sirve al uso de los hombres"—,38 en Dutot —"las riquezas de confianza o de
opinión no son más que representa- tivas, como el oro, la plata, el bronce, el
cobre"—,39 en Fortbonnais —"el punto
importante" en las riquezas de convención consiste "en
29 Terrasson, Trois lettres sur
le nouveau systéme des finances, París, 1720.
30 Dutot, Reflexions sur le
commerce et les finances, París, 1738.
31 Montesquieu, L'Esprit des lois,
libro XXII, cap. II.
32 Encyclopédie, artículo
"Monnaie".
33 Paris-Duverney, Examen des reflexions
politiques sur les finances, La Haya,
1740.
34 D'Aguesseau, Considérations sur la
monnaie, 1718; Oeuvres, París, 1777,
t. x.
35 Melon, Essai politíque sur le
commerce, París, 1734.
36 Graslin, Essai analytique sur
les richesses, Londres, 1767.
37 Vaughan, A discourse of coin and
coinage, Londres, 1675, p. 1. Locke,
"Considérations of the lowering of interests", Works,
Londres, 1801, t. v, pp. 21-3.
38 Melon, Essai politique sur le
commerce, en Daire, Economistes et finan- ciers
du XVIIIe siécle, p. 761.
39 Dutot, Reflexións sur le
commerce et les finances, ibid., pp. 905-6.
180 CAMBIAR la
seguridad que tienen los propietarios de la plata y las mercaderías de cambiarlas cuando quieran... sobre la base
establecida por el uso".40 Decir que la
moneda es una prenda es decir que no es más que una ficha que se recibe por consentimiento común
—en conse- cuencia, ficción pura; pero también es decir que vale
exactamente aquello por lo cual se la ha cambiado, ya que a su vez podrá
ser cambiada por esa misma cantidad de mercancía o su equivalente. La moneda puede siempre devolver a las manos de
su propietario lo que acaba
de
cambiarse por ella, así como, en la representación, un signo debe
poder remitir al pensamiento que representa. La mo- neda es una memoria sólida,
una representación que se desdobla, un cambio diferido. Como dice Le Trosne, el
comercio que se sirve de la moneda es un perfeccionamiento en la medida misma en
que es "un comercio imperfecto",41 un acto al que falta,
durante un tiempo, lo que lo compensa, una media operación que promete y espera
el cambio inverso por el cual la prenda se convertirá de nuevo en su contenido
efectivo.
Pero ¿cómo
puede dar esta seguridad la prenda monetaria? ¿Cómo puede escapar
al dilema del signo sin valor o de la mercancía análoga a todas las demás? He
allí el lugar donde radica la herejía para el análisis clásico de la moneda
—la elección que opone a los partida- rios
de Law y a sus adversarios. En efecto, es posible concebir que la operación
que da la moneda en prenda está asegurada por el valor de compra de la materia
de la que está hecha; o, al contrario, por otra mercancía, exterior
a ella pero que le estaría ligada por el con- sentimiento colectivo
o la voluntad del príncipe. Law eligió esta segunda solución a causa de la rareza del metal y de las oscilaciones
de su valor de compra.
Piensa que se puede hacer circular una mo- neda de papel que sería
prenda de la propiedad territorial: no se trata pues más que de emitir
"billetes hipotéticos sobre las tierras y que deben extinguirse por pagos
anuales... estos billetes circularán como la plata amonedada por el valor que
expresen".42 Sabemos que Law fue obligado a renunciar a esta
técnica durante su experiencia fran- cesa y que hizo asegurar la prenda de la
moneda por una compañía de comercio. El fracaso de la empresa no empañó para
nada la teo- ría de la moneda-prenda que había hecho posible y que haría igual-
mente posible toda reflexión sobre la moneda, aun la opuesta a las concepciones
de Law. Y al instaurarse una moneda metálica estable
40 Vé ron de Fortbonnais, Elements
de commerce, t. II , p. 91. Cf. ta mbié n Recherches et considé rations sur les richesses de la
france, II, p. 582.
41 Le Tr osne, De l'interé t social, en Dair e, Les Physiocrates, p. 908.
42 Law, Money and Trade, E di mbur
go, 1705; má s conocida en la tr ad.
francesa, Considé
rations sur le numé raire, en Daire, E conomista du financiers du XVIIIe sié cle, p. 519.
LA PRENDA Y EL PRECIO 181 en
1726, se exigió la prenda a la sustancia misma de la
especie. Lo que asegura la intercambiabilidad de la moneda es el valor de com- pra del metal presente en
ella; y Turgot criticará a Law el haber creído que "la moneda no es
más que una riqueza de signo cuyo crédito
se funda en la marca del príncipe. Esta marca aparece allí para
certificar el peso y el título... Así, pues, la plata es, como mer- cancía y
no como signo, la medida común de las otras mercancí
as... El oro obtiene su precio de su rareza y,
lejos de ser un mal el que sea empleado al mismo tiempo como
mercancía y como medida, estos dos empleos
sostienen su precio".43 Law, con sus partidarios,
no se opone a su siglo como el precursor genial —o imprudente—
de las monedas fiduciarias. Del mismo modo que sus adversarios, define la moneda como prenda. Pero considera
que su fundamento estará más asegurado (a la vez más abundante y estable) por
una mercan- cía exterior a la especie monetaria misma; sus adversarios, en cam-
bio, piensan que estará mejor asegurado (más cierto y menos sometido a las
especulaciones) por la sustancia metálica que constituye la rea- lidad material
de la moneda. Entre Law y quienes lo critican, la oposición sólo concierne a la
distancia entre lo que se da en prenda y lo emprendado. En un caso, la moneda,
aligerada en sí misma de todo valor de compra, pero asegurada por un valor que
le es exte- rior, es aquello "por lo que" se cambian las mercancías;44 en el otro caso, la moneda, que tiene en sí un
precio, es a la vez aquello "por lo que" y aquello "por qué"
se cambian las riquezas. Pero tanto en un caso como en el otro, la moneda
permite fijar el precio de las cosas gracias a una cierta relación de proporción
con las riquezas y un cierto poder de hacerlas circular.
En cuanto prenda, la moneda designa una cierta
riqueza (real o no): establece su precio.
Pero la relación entre la moneda y las mercancías, en consecuencia el
sistema de precios, se modifica desde que, en un cierto punto del tiempo, se alteran la cantidad de moneda o
la cantidad de mercancía. Si la moneda e
s
una cantidad pequeña, en relación con los bienes, tendrá un gran valor y los precios serán bajos;
si su cantidad aumenta a tal punto que sea abundante frente a las riquezas,
tendrá poco valor y los precios serán altos. El poder de representación y de análisis
de la moneda varía con la cantidad de especies, por una parte, y la cantidad de
riquezas, por la otra: sólo sería constante si las dos cantidades fueran
estables o variaran juntas en una misma proporción.
La "ley cuantitativa" no fue
"inventada" por Locke. Ya
Bodino 43 Turgot, Seconde lettre a
l'abbé de Cice, 1749; Oeuvres, ed. Schelle, t. i,
pp. 146-7.
44 Law, Considérations
sur le numeraire, pp. 472 ss.
182 CAMBIAR y Davanzatti sabían muy bien en el siglo XVI que el aumento
de las masas metálicas en circulación
hacía aumentar el precio de las mer- cancías; pero este mecanismo
aparecía ligado a una desvalorización intrínseca del metal. A fines del
siglo XVII, este mismo mecanismo fue
definido a partir de la función representativa de la moneda, "pues la cantidad
de la moneda está en proporción con todo el comercio". Más metal y de
golpe toda mercancía que exista en el mundo podrá disponer de un poco más de
elementos representativos; más mercan- cías y cada unidad metálica
será un poco más emprendada. Basta
con tomar una mercadería cualquiera como punto estable de refe- rencia para que el fenómeno de la
variación aparezca con toda clari-
dad. "Si tomamos —dice Locke— el
trigo como medida fija, encon-
traremos que la plata ha sufrido en su valor las mismas variaciones que las
otras mercancías... La razón es muy clara. Desde el descu-
brimiento de las Indias, hay en el
mundo diez veces más plata que la
que había antes; vale también 9/10
menos, es decir, es necesario dar
diez veces más de lo que se daba hace 200 años para comprar la misma cantidad de mercancías." 45 La baja del valor del metal que aquí se invoca no
concierne a una cierta cualidad preciosa que le per- tenecería
de suyo, sino a su poder general de representación. Es necesario considerar las monedas y las riquezas como dos
masas geme- las que se corresponden necesariamente: "Como el total
de la una es con respecto al total
de la otra, será la parte de una con respecto a la parte de la otra...
Si no hubiera más que una mercancía divi- sible como el oro, la mitad de esta
mercancía correspondería a la mitad del total del otro lado".46 Si suponemos que no hay más que un bien en el
mundo, todo el oro de la tierra serviría para represen- tarlo; y a la inversa,
si todos los hombres no dispusieran más que de una sola pieza monetaria, todas
las riquezas que nacen de la natura- leza o que surgen de sus manos, deberían
participar de sus subdivi- siones. A partir de esta situación-límite, si la
plata empieza a fluir —y las mercaderías permanecen iguales— "el valor de
cada parte de la especie disminuirá otro tanto"; a la inversa, "si la
industria, las artes y la ciencia introducen nuevos objetos en el círculo de
los cam- bios ... será necesario aplicar al nuevo valor de estas nuevas produc-
ciones una porción de los signos representativos de los valores; esta porción,
tomada de la masa de los signos, disminuirá su cantidad relativa y aumentará su
valor representativo otro tanto para enfren- tarse a más valores, pues su función
es representarlos todos, en las proporciones que le convienen".47
45 Locke, Considerations of
lowering of interests, p. 73. 46 Montesquieu, L'Esprít des
lois, libro XXII, cap. VII. 47 Graslin, Essai analytique sur les
rechesses, pp. 54-5.
LA PRENDA
Y EL PRECIO 183 Así, pues, no hay precio justo: no hay
nada en una mercancía cualquiera que indique por algún carácter intrínseco
la cantidad de moneda que habría que retribuir por ella. La baratura no es ni más ni menos exacta que la
carestía. Sin embargo, existen reglas de como- didad que permiten fijar la
cantidad de moneda por la cual
conviene representar las riquezas. En último extremo, t
oda
cosa intercambia- ble debería tener su equivalente —"su designación"—
en especies; lo que no tendría inconveniente en el caso de que la moneda
utilizada hiera de papel (se la fabricaría o destruiría, de acuerdo con la idea de Law, según
las necesidades del cambio); pero todo esto sería estor- boso o aun imposible si la moneda es metálica. Ahora bien,
una sola y la misma unidad monetaria
adquiere, al circular, el poder de repre- sentar muchas cosas; al
cambiar de manos, es tanto el pago de un objeto al empresario, como el de un
salario al obrero, el de una mer- cadería al comerciante, el de un producto al
granjero o aun el de la renta al propietario. Una sola masa metálica puede, con
el correr del tiempo, y según los individuos que la reciben, representar muchas
cosas equivalentes (un objeto, un trabajo, una medida de trigo, una parte de
ganancia), lo mismo que un nombre común tiene el poder de representar muchas
cosas o un carácter taxinómico el de represen- tar muchos individuos, muchas
especies, muchos géneros, etc. Pero, en tanto que el carácter no cubre una
generalidad mayor sino hacién- dose más simple, la moneda no representa más
riquezas sino circu- lando más aprisa. La extensión del carácter se define por
el número de especies que agrupa (así, pues, por el espacio que ocupa en el
cuadro); la rapidez de circulación por el número de manos por el que pasa
durante el tiempo que se toma para volver a su punto de partida (por ello, se
elige como origen el pago por los productos de su cosecha al agricultor, porque
allí se tienen ciclos anuales perfectamente segu- ros). Se ve, pues, que a la
extensión taxinómica del carácter en la especie simultánea del cuadro
corresponde la rapidez del movimiento-
monetario durante un tiempo definido.
Esta rapidez tiene dos límites: una rapidez
infinitamente veloz
que sería la de un cambio inmediato en el
que la moneda no tendría papel alguno que desempeñar, y una
rapidez infinitamente lenta en la que cada elemento de riqueza
tendría su doble monetario. Entre estos dos extremos hay rapideces variables
a las que corresponden las cantidades de monedas que las hacen posibles.
Ahora bien, los ciclos de la circulación son ordenados por la anualidad de las
cosechas: es, pues, posible, a partir de éstas y teniendo en cuenta el número
de individuos que pueblan un Estado, definir la cantidad de moneda necesaria y
suficiente para que pase por todas las manos y represente, cuando menos, la
subsistencia de cada uno. Se comprende así cómo
184
CAMBIAR están ligados, durante el siglo XVIII, los
análisis de la circulación a partir
de las rentas agrícolas, el problema del desarrollo de la pobla- ción y el cálculo de la cantidad óptima de especies
amonedadas. Cuestión triple que se plantea bajo una forma
normativa: pues el problema no consiste en saber por qué mecanismos circula o
se es- tanca el dinero, cómo se gasta o se acumula (tales cuestiones sólo
son posibles en una
economía que se planteara los problemas de la
pro- ducción y del capital), sino cuál es la cantidad necesaria de moneda para
que en un país dado la circulación se haga más rápida al pasar por un número
mayor de manos. Entonces los precios no sólo serán intrínsecamente
"justos", sino exactamente ajustados: las divisiones de la masa
monetaria analizarán las riquezas de acuerdo con una articulación que no será
ni muy floja ni muy cerrada. El "cuadro" estará bien hecho.
Esta
proporción óptima no es la misma si se considera un país aislado o el juego de su comercio exterior. Suponiendo que
hubiera un Estado capaz de vivir por sí solo, la cantidad de
moneda que tendría que poner en
circulación depende de muchas
variables: la cantidad de mercancías
que entra en el sistema de cambios;
la parte de estas mercancías que, al no ser distribuida ni retribuida por el sis- tema de trueque, debe
estar representada, en un momento cualquiera de su curso, por la moneda; la
cantidad de metal que puede ser
susti- tuida por el papel escrito; por último, el ritmo al que deben efec-
tuarse los pagos: no es indiferente, como señaló Cantillon,*8 que los obreros
sean pagados por semana o por jornada, que las rentas se paguen al término de un año o, más bien, según es
costumbre, al fin de cada trimestre. Una vez definidos los valores de estas
cuatro variables con respecto a un país dado, se puede definir la cantidad óptima
de especies metálicas. Para hacer un cálculo de este tipo, Cantillon parte de
la producción de la tierra, de la que surgen directa o indirectamente todas las
riquezas de la tierra. Esta producción se divide en tres rentas en las manos
del campesino: la renta que se paga al propietario; la que se utiliza para el
mantenimiento del campesino, de sus hombres y sus caballos; y por último
"una tercera que debe quedar a fin de hacer productiva su empresa".49 Ahora bien, sólo la primera renta y más o
menos la mitad de la tercera deben pagarse en especies; las otras pueden
pagarse en la forma de cambios direc tos. Si se tiene en cuenta el hecho de que
la mitad de la población reside en ciudades y tiene gastos de mantenimiento más
elevados que los de los campesinos, se ve que la masa monetaria en circulación
48 Cantillon, Essai sur la nature
du commerce en general, edición de 1952,
p. 73.
49 Id., Ibid., pp. 68-9.
LA PRENDA
Y EL PRECIO 185 debería ser casi igual a los 2/3 de la producción. Si, cuando
menos, todos los pagos se hiciesen una vez al año... pero, de hecho, la renta de la tierra se paga cada
trimestre; así pues, basta con una canti- dad de especies que equivalga
a 1/6 de la producción. Por lo demás, muchos pagos se hacen por jornada o por
semana; la cantidad de moneda requerida es pues del orden de la novena parte de
la pro- ducción —es decir, 1/3 de la renta de los propietarios.50
Pero este cálculo
sólo resulta exacto a condición de imaginar una nación
aislada. Ahora bien, la mayor parte de los Estados sostienen unos con otros un comercio cuyos únicos medios
de pago son el true- que, el metal
estimado
de acuerdo con su peso
(y no las especies con su valor nominal) y, en ocasiones, los efectos
bancarios. En este caso, se puede calcular también la cantidad relativa de moneda que se nece- sita poner en circulación; sin embargo, esta estimación no debe tomar como
referencia la producción de la
tierra, sino una cierta relación ¡entre
los salarios y los precios con los usuales en los países extran- jeros. En efecto, en una comarca en la que los precios
son relativa- mente poco elevados (por razón de una débil cantidad de moneda), el dinero extranjero es atraído
por las amplias posibilidades de com- pra: la cantidad de metal crece. El
Estado, según se dice, se hace "rico y poderoso"; puede mantener una
flota y un ejército, lograr conquistas, enriquecerse aún más. La cantidad de
especies en circu- lación hace subir los precios, proporcionando a los
particulares la facultad de comprar en el extranjero en donde los precios son
infe- riores; poco a poco desaparece el metal y el Estado empobrece de nuevo.
Tal es el ciclo descrito por Cantillon, quien lo formula en un principio
general: "La mayor abundancia de dinero que hace, mientras dura, el poderío
de los Estados los rechaza insensible y naturalmente a la indigencia".51
Desde luego, no sería posible evitar estas
oscilaciones si no exis- tiera en el orden de las cosas
una tendencia inversa que agrava sin cesar la miseria de las naciones ya pobres y, por el contrario,
aumenta la prosperidad de los Estados ricos. Se trata de que los
movimientos de la población tienen un sentido opuesto al del numerario. Éste va
de los Estados prósperos a las regiones de precios bajos; los hom- bres, en
cambio, son atraídos por los salarios elevados y, en conse- cuencia, van hacia
los países que disponen de un numerario abun- dante. Así, pues, los países
pobres tienen la tendencia a despoblarse; la agricultura y la industria se
deterioran y la miseria aumenta. Por el contrario, en los países ricos, la
afluencia de mano de obra permite
50 Id., ibid., pp. 69-73. Petty da la
proporción análoga de 1/10 (The Politi-cal Anatomy
of Ireland, 1692; trad. francesa, Anatomie politique de l'Irlande). 51 Cantillon,
loc. cit., p. 76.
186
CAMBIAR explotar nuevas riquezas, cuya venta aumenta en proporción
la can- tidad de metal que circula.52 En consecuencia, la política debe tratar de
armonizar estos dos movimientos inversos de la población y del
numerario. Es necesario que el número de los habitantes crezca poco a poco, pero sin
detención, para que las manufacturas puedan en- contrar siempre una mano de
obra abundante; entonces los
salarios no aumentarán más de prisa que las riquezas, ni los precios con ellos; y la balanza comercial
podrá seguir siendo favorable: se reconoce aquí el fundamento de las tesis populacionistas.53 Pero, por otra parte, se necesita también que
la cantidad
de numerario tenga siem- pre un ligero aumento: es el único medio para que los
productos de la tierra o de la industria sean bien retribuidos, para que los
salarios sean suficientes, para que la población no sea miserable en medio de
las riquezas que hace nacer: de allí todas las medidas para favorecer el
comercio exterior y mantener una balanza positiva.
Lo
que asegura el equilibrio e impide las profundas oscilaciones entre la riqueza
y la pobreza no es, pues, un cierto
estatuto definitiva- mente adquirido,
sino una composición —a la vez natural y concer- tada— de dos movimientos.
Hay prosperidad en un Estado no cuando las especies son numerosas
en él o los precios elevados, sino cuando las especies están en ese estadio de aumento —que es necesario prolongar indefinidamente— que permite sostener los salarios sin aumentar también los precios: entonces la población crece regular- mente, su trabajo produce siempre de sobra y el aumento consecu- tivo de las especies, al repartirse (de acuerdo con la ley de
representa- tividad) entre las
riquezas poco numerosas, hace que los precios no aumenten con relación a los
usuales en el extranjero. Sólo "con el aumento de la cantidad de oro y el alza de los precios resulta favorable a la industria el aumento de la cantidad de
oro y plata. Una nación cuyo numerario
está en vías de disminución es, en el momento de hacer la comparación, más
débil y más miserable que otra que no posee más, pero cuyo numerario está en vías
de crecimiento".54 Así se explica el desastre español: la posesión
de minas había aumen- tado en efecto el numerario en forma tremenda —y, como
conse- cuencia, los precios— sin que la industria, la agricultura y la pobla-
ción hubieran tenido tiempo, entre la causa y el efecto, de desarrollar- se en
proporción: era fatal que el oro americano se derramara por Europa, comprara
mercaderías, hiciese crecer las manufacturas, enri-
52 Dutot, Réflexions sur le commerce et
les finances, pp. 862 y 906.
53 Cf. Véron de Fortbonnais, Éléments
du commerce, t. I, p. 45 y, en espe-
cial, Tucker, The case of going to war
for the sake of trade (Questions importan- tes sur
le commerc, trad. de Turgot, Oeuvres, I, p. 335).
54 Hume,
Of Money, 1742; trad. francesa, De la circulation monétaire, Oeuvres
économiques, pp. 29-30.
LA PRENDA
Y EL PRECIO 187 quédese la agricultura, dejando a España
más miserable de lo que antes fuera. En cambio, Inglaterra, al atraer el metal, lo hizo siem- pre para hacer
progresar el trabajo y no sólo el lujo
de sus habitantes, es decir, para aumentar, antes de cualquier alza de
precios, el número de sus obreros y la cantidad de sus productos."
Tales
análisis son importantes porque introducen la noción de progreso
en el orden de la actividad humana. Pero más aún porque afectan el juego de signos y de representaciones de un índice
temporal que define la
condición
de posibilidad del progreso, índice que no se encuentra en ninguna otra región de la teoría del orden. En
efecto, la moneda, tal como la
concibe el pensamiento clásico, no puede representar la riqueza sin que
este poder no se encuentre modificado, desde el interior, por el tiempo
—sea que un ciclo espontáneo au- mente, después de haberla disminuido,
su capacidad de representar las riquezas, sea que un político mantenga, a base de esfuerzos con- certados, la
constancia de su representatividad. En el orden de la historia natural,
los caracteres (los haces de identidades elegidas para representar y
distinguir muchas especies o muchos géneros) se alojan en el interior del
espacio continuo de la naturaleza que recortan en un cuadro taxinómico; el
tiempo sólo interviene desde el exterior, para trastornar la continuidad de las
diferencias más pequeñas y dis- persarlas de acuerdo con los lugares
desmenuzados de la geografía. Aquí, por el contrario, el tiempo pertenece a la
ley interior de las representaciones, forma un cuerpo con ella; sigue y altera
sin interrup- ción el poder que detentan las riquezas de representarse a sí
mismas y de analizarse en un sistema monetario. Allí donde la historia natu-
ral descubre niveles de identidades separadas por diferencias, el aná- lisis de
las riquezas descubre "diferenciales" —tendencias al creci- miento y
a la disminución.
Era necesario que esta función del tiempo en
la riqueza apareciese desde el momento (a fines del siglo XVII) en que la
moneda fue defi- nida como
prenda y asimilada al crédito: era muy necesario que la duración del crédito,
la rapidez con la que vencía, el número de manos por las que pasaba
durante un tiempo dado, se convirtieran en variables características
de su poder representativo. Pero todo esto no era más que la
consecuencia de una forma de reflexión que colocaba el signo monetario, con
relación a la riqueza, en una postura de representación en el pleno
sentido del término. Y, en consecuen- cia, la misma red arqueológica sostiene,
en el análisis de las riquezas, la teoría de la moneda-representación, y
en la historia natural, la teoría del carácter-representación. El carácter
designa los seres al si-
55 Véron de Fortbonnais, en Elemento du commerce, t.
I, pp. 51-2, da las ocho reglas fundamentales del comercio inglés.
188
CAMBIAR tuarlos en su vecindad; el precio monetario designa las
riquezas, si bien en el movimiento de su crecimiento o de su disminución.
5. LA
FORMACIÓN DEL VALOR
La teoría de la moneda y del comercio responde
a esta pregunta: ¿Cómo
pueden
caracterizar los precios, en el movimiento de los cam- bios, a las cosas
—cómo
puede la moneda establecer entre las rique- zas un sistema de signos y de designación?
La teoría del valor responde a una pregunta que se cruza con ésta,
al interrogar, como en profundidad y a lo vertical, el nivel
horizontal
en el que se cum- plen indefinidamente los cambios: ¿por qué hay cosas
que los hom- bres tratan de cambiar, por qué unas valen más q
ue otras, por qué ciertas de ellas, que son inútiles,
tienen un alto valor en tanto que otras,
indispensables, tienen un valor nulo? Así, pues, no se trata de saber de acuerdo con qué mecanismo pueden representarse las riquezas entre sí (y por medio de esta riqueza
umversalmente repre- sentativa que es el
metal precioso), sino por qué los objetos del deseo y de la necesidad
tienen que ser representados, cómo se da el valor de una cosa y por qué se
puede afirmar que vale tanto o tanto más. El valor, para el pensamiento clásico,
es primero el valer algo, el ser sustituible por esta cosa en un proceso de
cambio. La moneda ha sido inventada, los precios se fijan y se modifican sólo
en la medida en que existe este cambio. Ahora bien, el cambio no es un fenómeno
simple más que en apariencia. En efecto, sólo se cambia por trueque cuando cada
uno de los participantes reconoce un valor en lo que el otro posee. En cierto
sentido, es necesario que estas cosas intercambiables, con su valor propio,
existan de antemano en posesión de cada uno a fin de que la doble cesión y la
doble adquisi- ción se produzcan al final. Pero, por otro lado, lo que cada uno
come y bebe, aquello que necesita para vivir, no tiene valor ya que no lo cede;
y aquello de lo que necesita está igualmente desprovisto de valor ya que no se
sirve de ello para adquirir algo que necesita. Dicho de otra manera, para que
una cosa pueda representar a otra en un cambio, se requiere que existan ya
cargadas de valor; y, sin embargo, el valor sólo existe en el interior de la
representación (real o posible), es decir, en el interior del cambio o de la
intercambiabilidad. De allí dos posibilidades simultáneas de lectura: la
primera analiza el valor en el acto mismo del cambio, en el punto de cruce
entre lo dado y lo recibido; la otra analiza con anterioridad al cambio y como
condición primera para que éste pueda tener lugar. Estas dos lecturas corres-
ponden, la primera a un análisis que coloca y encierra toda la esencia
LA FORMACIÓN DEL VALOR 189 del lenguaje dentro de la proposición; la otra, a un análisis que des- cubre esta misma
esencia del lenguaje al lado de
designaciones pri- mitivas —lenguaje de acción o raíz—; en el primer caso, en efecto, el lenguaje
encuentra su lugar de posibilidad en una atribución asegu- rada por el verbo
—es decir, por este elemento del lenguaje en retrac- ción de todas las palabras,
pero que las relaciona unas con otras—; el verbo, al hacer
posibles todas las palabras del
lenguaje a partir de su lazo proposicional, corresponde al cambio que
fundamenta, como un acto más primitivo que los otros, el valor de las cosas
cambiadas y el precio por el cual se las cede; en la otra forma de análisis, el
lenguaje está enraizado fuera de sí mismo y como en la naturaleza o las analogías
de las cosas; la raíz, el primer grito que da naci- miento a las palabras antes
aun de que el lenguaje exista, corresponde a la formación inmediata del valor
antes del cambio y de las medidas recíprocas de la necesidad.
Pero, para la gramática, estas dos formas de
análisis —a partir de la proposición o a partir de
las raíces— son perfectamente distintas, ya que tiene que habérselas con el
lenguaje —es decir, con un sistema de representaciones encargado a la vez de designar y de
juzgar o tam- bién que tiene relación
a la vez con un objeto y con una verdad. En el orden de la economía, esta distinción no existe, ya que, para
el deseo, la relación con su objeto
y la afirmación de que es deseable no son sino una y la misma
cosa; designarla es establecer ya el lazo. De suerte que allí donde la
gramática dispone de dos segmentos teó- ricos separados y ajustados uno a otro, formando por lo pronto un análisis de la proposición (o del juicio) y después un análisis de la designación
(del gesto o de la raíz), la economía
sólo conoce un segmento teórico, que sin embargo es susceptible
simultáneamente de dos lecturas hechas
en sentido inverso. La primera analiza el valor a partir del cambio de
objetos de necesidad —de objetos útiles—; la segunda, a partir de la
formación y del nacimiento de objetos cuyo valor definirá después el cambio —a
partir de la prolijidad de la naturaleza. Se reconoce, entre estas dos lecturas
posibles, un punto de herejía que nos es familiar: separa lo que se llama la
"teoría psico- lógica" de Condillac, Galiani, Graslin, de la de los
Fisiócratas, con Quesnay y su escuela. El Fisiocratismo no tiene, sin duda
alguna, la importancia que le atribuyeron los economistas en la primera parte
del siglo XIX, cuando buscaban en él el acta de fundación de la economía política;
pero sería igualmente vano, sin duda alguna, el dar el mismo papel —como lo
hicieron los marginalistas— a la "escuela psicológica". Entre estos
dos modos de análisis, no hay más dife- rencia que el punto de origen y la
dirección elegidos para recorrer una red de necesidad que permanece idéntica.
190 CAMBIAR Para que
haya valores y riquezas se requiere, dicen los Fisiócratas, que
sea posible un cambio: es decir, que se tenga a la disposición un
excedente del
que tenga necesidad el otro. La fruta que me da ham- bre, que recojo y que como, es un bien que la
naturaleza me ofrece; pero sólo habrá riqueza si las frutas de mi árbol
son tan numerosas que excedan mi apetito. Y aún hace falta que algún otro
tenga ham- bre y me las pida.
"El aire que respiramos —dice Quesnay—,
el agua que bebemos en el río y
todos los otros bienes o riquezas superabun- dantes y comunes a todos los hombres no
son negociables: son bie- nes, no
riquezas."56 Antes
del cambio, no hay más que esta realidad, escasa o abundante, que ofrece la naturaleza; sólo la demanda de uno y la renuncia
del otro son capaces de hacer aparecer
los valores. Ahora bien, los cambios tienen precisamente como fin el
repartir los exce- dentes de manera que sean distribuidos a los que les hacen falta. No son, pues,
"riquezas" sino a título
provisional, durante el tiempo en que, presentes unas y ausentes
las otras, comienzan y terminan el trayecto que las lleva a los consumidores y les restituirá su naturaleza primitiva
de bien. "La meta del cambio
—dice Mercier de La Rivié- re— es el disfrute, el consumo, de tal suerte
que el comercio puede ser definido sumariamente así: el cambio de cosas usuales
para lograr su distribución entre las manos de sus consumidores."57 Ahora bien, esta constitución de valor por el
comercio,58 no puede hacerse sin una sustracción de
bienes: en efecto, el comercio transporta las cosas, implica gastos de
transporte, de conservación, de transformación, de venta:59 en breve, cuesta un cierto consumo de bienes
el que los bienes mismos se transformen en riquezas. El único
comercio que no costaría nada sería el trueque puro y simple; en él los bienes
no son riquezas y valores sino lo que dura un relámpago, es decir, durante el
instante del cambio: "Si el cambio pudiera hacerse de inmediato y sin
gastos, tendría que ser más ventajoso para quienes cambian: se equivoca uno
garrafalmente cuando se toman como comercio las operaciones intermedias que
sirven para hacer el comercio".60 Los Fisiócratas no se
plantean más que la realidad material de los bienes: y así la formación del
valor en el cambio se hace costosa y se la ins- cribe en la deducción de los
bienes existentes. El formar el valor no
56 Quesnay, artículo "Hommes", en Daire, Les Physiocrates,
p. 42.
57 Mercier de La Riviére, L'Ordre naturel et essentiel des
sociétés politiques,
en Daire, Les
Physiocrates, p. 709.
58 "Al considerarlas como riquezas negociables, el trigo,
el hierro, el vitriolo,
el diamante son igual
mente riquezas cuyo valor só lo está en el precio." Quesnay, artí c59ulo "Ho mmes", loc cit., p.
138.
Dupont de Nemours, Réponse
demandée, p. 16.
60 Saint-Péravy, Journal
d'agriculture, diciembre de 1765.
LA
FORMACIÓN DEL VALOR 191 es satisfacer necesidades más numerosas; es sacrificar
bienes para cam- biarlos por otros. Los valores forman lo negativo de los
bienes.
Pero ¿de dónde proviene el que el valor pueda
formarse así? ¿Cuál es el origen de este excedente que permite que los bienes se trans- formen en riquezas sin borrarse y desaparecer
a fuerza de cambios sucesivos y de circulación? ¿Cómo se logra
que el costo en esta for- mación incesante de valor no agote los bienes a la disposición del hom- bre? ¿Acaso
el comercio puede hallar por sí solo
este complemento necesario? Desde luego que no, ya que se propone cambiar
valor por valor de acuerdo con la mayor igualdad posible. "Para recibir mucho, es necesario dar mucho; y para
dar mucho, es necesario reci- bir mucho. He ahí todo el arte del
comercio. Por su naturaleza misma,
el comercio no hace más que cambiar
juntas cosas de igual valor." 61 Sin duda alguna, una mercancía, al llegar a un mercado lejano, puede
cambiarse por un precio superior al que obtendría en plaza: pero este
aumento corresponde a los gastos reales del trans- porte; y si nada pierde por
este hecho es porque la mercancía esta- cionaria por la cual se cambia ha
perdido estos gastos de transporte de su propio precio. Bien se puede hacer
pasear las mercancías dé un extremo del mundo al otro, el costo del cambio
siempre se descuenta de los bienes cambiados. No es el comercio el que ha
producido este excedente. Ha sido necesario que existiera esta plétora para que
el comercio fuera posible.
Tampoco la industria es capaz de retribuir el
costo de formación del valor.
En
efecto, los productos de las manufacturas pueden po- nerse a la venta
según dos regímenes. Si los precios son libres, la competencia tiende a hacerlos bajar,
de suerte que además de la ma- teria prima cubren
apenas el trabajo del obrero que la ha transfor-
mado; de acuerdo con la definición de
Cantillon, este salario corres- ponde a la subsistencia del obrero durante el tiempo en que
trabaja; sin duda es necesario agregar la subsistencia y los beneficios del em-
presario; pero de cualquier manera, el aumento del valor debido a la
manufactura representa el consumo de aquellos a los que retribuye, para
fabricar riquezas, se requiere sacrificar bienes: "El artesano des- truye
en subsistencia lo que produce por su trabajo".62 Cuando existe un precio de monopolio, los
precios de venta de los objetos pueden elevarse considerablemente. Pero no se
trata de que el trabajo de los obreros se retribuya mejor: la competencia que
hay entre ellos tiende a mantener sus salarios en el nivel de lo que es justo
indispensable para su subsistencia;63 en cuanto a los beneficios
de los empresarios,
61 Saint-Péravy, Journal
d'agriculture, diciembre de 1765. 62 Máximes de gouvernement,
en Daire, op. cit., p. 289. 63 Turgot, Réflexions sur la
formation des richesses, § 6.
192 CAMBIAR es
verdad que los precios de monopolio los hacen crecer, en la me- dida en que aumenta el valor de los objetos
puestos a la venta; pero este
aumento no es otra cosa que la baja proporcional del valor de cambio de
las otras mercancías: "Todos
estos empresarios hacen for- tunas sólo porque otros hacen gastos".64 En apariencia, la
industria aumenta los valores; de hecho, descuenta del cambio mismo el precio de una o de varias subsistencias.
El valor no se forma ni crece por la
producción, sino por el consumo. Ya sea el del obrero que se asegura su
subsistencia, del empresario que retira beneficios, del ocioso que compra:
"El crecimiento del valor venal que se debe a la clase estéril es el
efecto del gasto del obrero y no del de su trabajo. Pues el hom- bre ocioso que
gasta sin trabajar produce el mismo efecto a este respecto".65 El valor sólo aparece donde los bienes han desaparecido;
y el trabajo funciona como un gasto: forma un precio de la subsis- tencia que él
mismo ha consumido.
Esto es verdad con respecto al trabajo agrícola
mismo. El obrero que siembra no tiene un estatuto diferente que el que teje
o trans- porta; no es más que uno "de los instrumentos del trabajo o del
cultivo" 66 —instrumento
que tiene necesidad de una subsistencia y la descuenta de los productos de
la tierra. Como en todos los otros casos, la retribución del trabajo agrícola tiende
a ajustarse exactamente a esta subsistencia. Sin embargo, tiene un privilegio, no económico —en el sistema de cambios—, sino físico, en el orden de la produc- ción de bienes;
es que la tierra, al ser trabajada, proporciona una cantidad de subsistencia posible muy superior a la que el cultivador necesita. En cuanto trabajo retribuido, la labor del
obrero agrícola es, pues, tan negativa y dispendiosa como la de los obreros de
manu- factura; pero en cuanto "comercio físico" con la naturaleza,67 suscita en ella una fecundidad inmensa. Y si
es verdad que esta prolijidad es retribuida de antemano por los precios de
labor, de siembra, de alimento para los animales, se sabe muy bien que se
encontrará una espiga donde se sembró un grano; y los rebaños "engordan
cada día al tiempo mismo de su reposo, lo que no puede decirse de una pieza de
seda o de lana en los almacenes".68 La agricultura es el único
dominio en el que el crecimiento del valor debido a la producción no equivale
al mantenimiento del productor. A decir verdad, hay un pro- ductor invisible
que no necesita ninguna retribución; con él está asociado el agricultor sin
saberlo; y en el momento en que el trabaja- dor consume tanto como trabaja,
este mismo trabajo, por virtud de
64 Maximes de gouvemement, en
Daire, op. cit., p. 289.
65 Mirabeau, Philosophie rurale, p.
56. 66 Id., ibid., p. 8. 47 Dupont de
Nemour s, Journal
agricole, mayo de 1766.
68 Mirabeau,
Philosophie nade, p. 37
LA FORMACIÓN
DEL VALOR 195 su Coautor, produce todos los bienes de los cuales se descontará la formación de los
valores: "La Agricultura es una manufactura de ins- titución divina, en la que el fabricante tiene como
socio al Autor de la naturaleza, al Productor mismo de todos los bienes y de
todas las riquezas".69
Se comprende
la importancia teórica y práctica que los Fisiócratas acordaron
a
la renta de la
tierra —y no al trabajo agrícola. Ya que éste es retribuido por un consumo, en
tanto que la renta de la tierra representa, o debe
representar, el producto neto: la cantidad de bienes que proporciona la
naturaleza, por encima de la
subsistencia que asegura al
trabajador y de la retribución que exige
para sí misma a fin de continuar produciendo. Es esta renta
la que permite transformar los
bienes en valores o en riquezas. Proporciona con qué retribuir
todos los demás trabajos y todos los consumos que le corresponden. De allí, dos preocupaciones mayores: poner a su disposición una gran cantidad de numerario para que pueda
alimentar el trabajo, el comer- cio y la industria; vigilar que se proteja
absolutamente la parte de adelanto que debe invertirse en la tierra para
permitirle producir más. El programa económico y político de los Fisiócratas
implica, pues, por necesidad, un aumento de los precios agrícolas, pero no de
los salarios de quienes laboran la tierra; el descuento de todos los impuestos
de la renta de la tierra misma; una abolición de los pre- cios de monopolio y
de todos los privilegios comerciales (a fin de que la industria y el comercio,
controlados por la competencia, mantengan por fuerza el precio justo); un
amplio regreso del dinero a la tierra para los adelantos necesarios a las
cosechas futuras.
Todo el
sistema de cambios, toda la costosa formación de los valores
se remiten a este cambio desequilibrado, radical y primitivo que se establece entre los adelantos del propietario y
la generosidad de la naturaleza. Sólo este cambio es absolutamente
beneficioso y en el interior de esta ganancia neta pueden
descontarse los gastos nece- sarios para cada cambio, en consecuencia,
la aparición de cada ele- mento de riqueza.
Sería falso decir que la naturaleza produce espon- táneamente valores;
pero es la fuente inagotable de los bienes que el cambio transforma en valores,
no sin gastos ni consumo. Quesnay y sus discípulos analizan las riquezas a
partir de lo que se da en el cambio —es decir, de ese excedente que existe sin
valor alguno, pero que se convierte en valor al entrar en un circuito de
sustituciones en el que deberá retribuir cada uno de sus desplazamientos, cada
una de sus transformaciones, por salarios, alimentos, subsistencias, en breve,
por una parte de este excedente al que él mismo pertenece. Los Fisió- cratas
inician su análisis por la cosa misma designada en el valor, pero
69 Id., ibid., p. 33.
194 CAMBIAR que
preexiste al sistema de las riquezas. Es lo mismo que hacen los gramáticos cuando analizan las palabras a partir
de la raíz, de la rela- ción inmediata que une un sonido y una cosa, y
de las abstracciones sucesivas por medio de las. cuales esta raíz se convierte
en un nombre dentro de un lenguaje.
6. LA
UTILIDAD
El análisis de Condillac, Galiani, Graslin, Destutt, corresponde a la teoría
gramatical de la proposición. Elige como punto de partida no lo que
se da en un cambio, sino lo que se recibe: la misma cosa, a decir verdad, pero
considerada desde el punto de vista de
quien la necesita, la pide y acepta renunciar
a lo que posee para obtener esta otra cosa que estima más útil y a la que concede un mayor valor. Los Fisiócratas y sus adversarios recorren de hecho el mismo segmento
teórico, pero en sentido opuesto: los unos se preguntan en qué condi-
ciones —y a qué precio— puede un bien convertirse en un valor dentro de un
sistema de cambios; los otros, en qué condiciones puede transformarse un juicio
de apreciación en un precio dentro de este mismo sistema de cambios. Se
comprende por qué los análisis de los Fisiócratas y los de los utilitaristas
están con frecuencia tan próximos unos de otros y a veces se complementan; por
qué Cantillon pudo ser reivindicado por unos —a causa de su teoría de las tres
rentas de la tierra y de la importancia que da a ésta— y por otros —debido a su
análisis de los circuitos y del papel que hace desempeñar a la moneda;70 por qué Turgot pudo ser fiel al Fisiocratismo
en La For- mation et la distribution des richesses y estar tan cerca de
Galiani en Valeur et Monnaie.
Supongamos la más rudimentaria de las situaciones de cambio: un hombre que no tiene más que maíz o trigo y, frente a él, otro que no tiene más que vino
o madera. No hay aún ningún precio fijo, ni
ninguna equivalencia, ni ninguna medida común. Sin embargo, si estos
hombres han recogido esta madera, han sembrado y recolectado el maíz y el
trigo, es porque tienen un cierto juicio sobre estas cosas; sin tener que
comprarlo con lo que fuera, juzgan que este trigo o esta madera podrían
satisfacer una de sus necesidades: que les sería útil. "Decir que
una cosa vale es decir que es o que la consideramos buena para cierto uso. Así,
pues, el valor de las cosas se funda en su utili- dad o, lo que viene a ser lo
mismo, en el uso que podemos hacer de ellas." 71 Este juicio fundamenta lo que Turgot llama
"valor estima-
70 Cantillon, Essai sur le commerce en gé né ral, pp. 68, 69 y 73.
71 Condillac,
Le Commerce et le gouvemement, Oeuvres, t. IV, p. 10.
LA
UTILIDAD 195 tivo" de las cosas.72 Valor absoluto,
dado que concierne a
cada mer- cadería individualmente y sin comparación con ninguna otra; sin embargo, es relativo y
cambiante ya que se modifica según el apetito, los deseos o las
necesidades de los hombres.
No obstante,
el cambio que se opera sobre la base de estas utili- dades primeras
no es la simple reducción de ellas a un común deno- minador.
Es, en sí, creador de utilidad, ya que ofrece a la apreciación
de uno lo que hasta entonces tenía, para otro, poca utilidad. En ese momento, existen tres posibilidades. O bien la
"superabundancia de cada uno",
como dice Condillac78 —lo
que no se ha utilizado o no se piensa utilizar de inmediato—
corresponde en calidad y cantidad a las necesidades del otro; todo excedente del propietario del trigo revela ser, en
la situación del cambio, útil al
propietario del vino y a la inversa; a partir de entonces lo que era inútil se convierte en total- mente útil,
por una creación de valores simultáneos e iguales de cada lado; lo que para la
estimación de uno era nulo, se
convierte en posi- tivo para la del otro; y como la situación es simétrica,
los valores estimativos así creados resultan automáticamente equivalentes;
utili- dad y precio se corresponden sin residuo alguno; la apreciación se
ajusta plenamente a la estimación. O bien el excedente de uno no es suficiente
para las necesidades del otro y éste se guardará muy bien de dar todo lo que
posee; se reservará una parte para obtener de un tercero el complemento
indispensable de sus necesidades; esta parte que se descuenta —y que el compañero
trata de reducir lo más posi- ble ya que tiene necesidad de todo el excedente
del primero— hace aparecer el precio: no se cambia ya la demasía de trigo por
la demasía de vino, sino que, después de un altercado, se dan tantos barriles
de vino por tantas fanegas de trigo. ¿Se dirá, pues, que quien da más pierde en
el cambio parte del valor de lo que posee? No, dado que este excedente carece
de utilidad para él o, en todo caso, ya que aceptó hacer el cambio, es porque
considera que lo que recibe tiene más valor que lo que deja. Por último,
tercera hipótesis, nada es abso- lutamente superfluo para nadie, ya que cada
uno de los dos partici- pantes sabe que puede utilizar, en un plazo más o menos
largo, la totalidad de lo que posee: e! estado de necesidad es general y
cada porción de la propiedad se convierte en riqueza. Por consiguiente, los dos
participantes pueden muy bien no cambiar nada; pero igual- mente cada uno puede
estimar que una parte de la mercancía del otro le sería más útil que una parte
de la propia. Uno y otro esta- blecen —cada uno para sí y, por tanto, según un
cálculo diferente—
72 Turgot, Valeur et monnaie, Oeuvres
completes, ed. Schelle, t. m, pp. 91-2. 74 Condillac, Le Commerce
et le gpuvernement, Oeuvres, t. IV, p. 28.
196
CAMBIAR una desigualdad mínima: tantas medidas de maíz
que me hacen falta, dirá uno, valdrán para
mí un poco más de tantas medidas de mi madera; tal cantidad de madera, dirá el otro, me será más precipsa que tal
otra de maíz. Estas dos desigualdades estimativas definirán para cada uno
el valor relativo que
acuerda a lo que posee y a lo que no tiene. A fin de ajustar estas dos desigualdades no existe otro medio que
establecer entre ellas la igualdad de dos relaciones:
así el cambio se hará cuando la relación entre el maíz y la
madera para uno sea igual a la relación de la madera y el maíz para el
otro. En tanto que el valor estimativo se define por el juego único de una
necesidad y un objeto —así, pues, por un interés único en un indi-
viduo aislado—, en el valor
apreciativo, tal como aparece ahora, "hay dos hombres que
comparan y hay cuatro intereses que se comparan; pero los dos intereses particulares de cada uno de los dos
contrayentes han sido comparados de antemano entre ellos y son los
resultados los que después se comparan juntos, para formar un valor
estimativo medio"; esta igualdad de la relación permite decir, por ejemplo,
que cuatro medidas de maíz y cinco brazadas de madera tienen un valor de cambio
igual." Pero esta igualdad no quiere decir que se cam- bie utilidad por
utilidad en partes iguales; se cambian desigualdades, es decir, que de los dos
lados —si bien cada elemento de mercado tiene una utilidad intrínseca— se
adquiere más valor del que se poseía. En vez de dos utilidades inmediatas, se
tienen otras dos que se considera satisfacen necesidades mayores.
Tales análisis
muestran el entrecruzamiento del valor y del cam- bio;
no
se cambiaría si no existieran valores inmediatos —es decir,
si no existiera en las cosas "un atributo que
les es accidental y que depende únicamente de las necesidades del hombre, como el efecto
depende de su causa".75 Pero el cambio, a
su vez, crea el valor. Y lo hace de dos maneras. Primero convierte en útiles cosas que sin él tendrían poca utilidad
o ninguna: ¿puede tener un brillante valor para hombres que tienen hambre o
necesidad de vestido? Pero basta con que exista en el mundo una mujer que desee
gustar y un comer- cio capaz de llevarlo a sus manos, para que la piedra se
convierta en "riqueza indirecta para su propietario que no tiene necesidad
de ella... el valor de este objeto es, para él, un valor de cambio";76 y podrá
alimentarse vendiendo lo que no sirve sino para brillar: de allí la importancia
del lujo," de allí que no haya diferencia, desde el
74 Turgot, Valeur et monnaie,
Oeuvres, t. III, pp. 91-3. 75
Graslin, Essai analytique sur la
richesse, p. 33. 76 Id,
ibid., p.
45.
77 Hume, Of Money, 1742; trad.
francesa, De la circulation monétaire,
Oeuvres éconamiques, p. 41.
LA UTILIDAD 197 punto de vista de la riqueza, entre necesidad, comodidad y adorno.78 Por otra parte, el cambio hace nacer un nuevo tipo
de valor que es "apreciativo": organiza entre las utilidades una relación
recíproca que duplica la relación
del simple deseo. Y, sobre todo, la modifica:
pues, en el orden de la apreciación y, por ello, de la comparación
de cada valor con todos los demás, la menor creación nueva de utilidad dis- minuye el valor relativo de las que ya existen. El total de las riquezas
no aumenta, a pesar de la aparición de nuevos objetos que pueden satisfacer las necesidades; toda la
producción sólo da nacimiento a "un nuevo orden de valores con
relación a la masa de las riquezas;
los primeros objetos de la necesidad disminuirán de valor para hacer lugar, dentro de esta masa, al nuevo valor de
los objetos de como- didad o de adorno".79 El cambio es,
pues, lo que aumenta los valores (al hacer
aparecer nuevas utilidades que, cuando menos indirecta- mente, satisfacen necesidades);
pero es también lo que disminuye los valores (los unos en relación con los
otros en la apreciación que se otorga a cada uno). Para el cambio, lo inútil se
convierte en útil y, en esta misma proporción, lo más útil se hace menos útil.
Tal es el papel constitutivo del cambio en el juego del valor: da un precio a
cada cosa y baja el precio de cada una.
Vemos que
los elementos teóricos son los mismos en los Fisiócra- tas
y en sus adversarios. El cuerpo de proposiciones fundamentales les es común:
toda riqueza nace de la tierra; el valor de las cosas está ligado al cambio; la moneda vale en
cuanto representación
de las riquezas en circulación: ésta debe ser tan simple y completa como
sea posible. Pero estos segmentos teóricos son dispuestos por los Fisiócratas y por tos "utilitaristas"
en un orden inverso; y, en conse-
cuencia, por este juego de la disposición, lo que para unos tiene un papel positivo lo tiene negativo para los otros.
Condillac, Galiani, Graslin, parten del cambio de utilidades como
fundamento subjetivo y positivo de todos los valores; así, pues, todo
aquello que satisface una necesidad tiene un valor, y toda transformación y
todo trans- porte que permita satisfacer necesidades más numerosas constituye
un aumento de valor: es este aumento el que permite retribuir a los obreros, dándoles
el equivalente de su subsistencia, que se descuenta de este aumento. Pero todos
estos elementos positivos que constitu- yen el valor descansan en un cierto
estado de necesidad entre los hombres y, por ello, en el carácter finito de la
fecundidad de la naturaleza. Para los Fisiócratas, debe recorrerse a la inversa
la misma serie: toda transformación y todo trabajo sobre los productos de la
78 Graslin entiende por necesidad "la
necesidad, la utilidad, el gusto y el adorno", Essai
analytique sur la richesse, p. 24. 79 Graslin, op. cit., p. 36.
198 CAMBIAR tierra
son retribuidos por la subsistencia del obrero; se inscriben, pues, en la disminución del total de bienes; el
valor sólo nace donde hay consumo. Así, pues, para que el valor aparezca es
necesario que la naturale
za esté dotada de una fecundidad
indefinida. Todo lo que se percibe positivamente y como en relieve en una de las dos
lectu- ras, se percibe en hueco, negativamente, en la otra. Los "utilita- ristas" fundan en
la articulación de los cambios
la atribución de un cierto valor a las
cosas; los Fisiócratas explican el recorte progresivo de los
valores por la existencia de las riquezas. Pero
tanto en unos como
en otros, la teoría del valor, como la de la estructura en la his- toria natural, liga el momento que atribuye
al momento que articula. Quizá fuera más sencillo decir que los Fisiócratas representan a los propietarios de la tierra y los
"utilitaristas" a los comerciantes y empresarios. Que éstos, en consecuencia, creen en el
aumento del valor cuando las
producciones naturales se transforman o desplazan; que estaban, por
la
fuerza de las cosas, preocupados por una econo- mía de mercado, en la que las
necesidades y los deseos eran la ley. Que, en cambio, los Fisiócratas no creían más que en la producción
agrícola y reivindicaban para ella una retribución mejor; que, siendo
propietarios, atribuían a la renta de la
tierra un fundamento natural y que,
al reivindicar el poder político,
deseaban ser los únicos subdi- tos sometidos a los impuestos y, así, los
detentadores de los derechos que éstos confieren. Y sin duda alguna, a través
de la coherencia de intereses, se encuentran de nuevo las grandes opciones económicas
de los unos y de los otros. Pero si la pertenencia a un grupo social puede
explicar siempre que Fulano o Zutano haya elegido este sis- tema de pensamiento
y no otro, la condición para que este sistema haya sido pensado no estriba
nunca en la existencia de ese grupo. Hay que distinguir con todo cuidado entre
dos formas y dos niveles de estudios. La primera sería una investigación de las
opiniones para saber quién ha sido Fisiócrata en el siglo XVIII y quién ha sido
Anti- fisiócrata; cuáles eran los intereses en juego; cuáles fueron los puntos
y los argumentos de la polémica; cómo se desarrolló la lucha por el poder. La
otra consiste, sin tomar en cuenta los personajes y su historia, en definir las
condiciones que hicieron posible el pensar en formas coherentes y simultáneas,
el saber "fisiócrata" y el saber "uti- litarista". El
primer análisis revelaría una doxología. La arqueología no puede reconocer ni
practicar más que el segundo.
CUADRO GENERAL 199
7.
CUADRO GENERAL
Ahora puede esbozarse en su conjunto la
organización general de los órdenes empíricos.80
Se comprueba primero que el análisis de las
riquezas obedece a la misma configuración
que la historia natural y la gramática general. En efecto, la
teoría del valor permite explicar (sea por la carencia y la necesidad, sea por la prolijidad de la naturaleza)
cómo ciertos objetos pueden ser introducidos en el sistema de cambios, cómo, por
el gesto primitivo del trueque, una
cosa puede ser dada como equi- valente de otra, cómo la estimación
por la primera puede ser rela- cionada con la estimación de la segunda
por una relación de igualdad (A y B tienen el mismo valor) o de analogía (el valor de A, poseído por mi compañero, es con respecto a mi necesidad lo que para él es el valor de B que yo poseo). Así, pues, el valor corresponde a
la función atributiva que, según la gramática general, está
asegurada por el verbo y que, al hacer aparecer la proposición, constituye el
primer umbral a partir del cual hay lenguaje. Pero en tanto que el valor
apreciativo se convierte en valor de estimación, es decir, en tanto que se
define y se limita en el interior del sistema constituido por todos los cambios
posibles, cada valor se encuentra puesto y recor- tado por todos los demás:
desde ese momento, el valor afirma el papel articulatorio que la gramática
general reconoce a todos los elementos no verbales de la proposición (es
decir, a los sustantivos y a cada una de las palabras que, visible o
secretamente, tienen una función nominal). En el sistema de cambios, en el
juego que per- mite a cada una de las partes de la riqueza el significar las
otras o el ser significada por ellas, el valor es, a la vez, verbo y
sustantivo, poder de ligar y principio de análisis, atribución y recorte.
El valor, en el análisis de las riquezas, ocupa, pues, exactamente la
misma posición que la estructura en la historia natural: como ésta, une
en una sola y misma operación la función que permite atribuir un signo a otro,
una representación a otra y la que permite articular los elementos que componen
el conjunto de las representaciones o de los signos que las descomponen.
Por su parte, la teoría de la moneda y del
comercio explica cómo una materia cualquiera puede asumir una función significativa
al relacionarse con un objeto y servirle de signo permanente;
explica también (por el juego del comercio, del aumento y de la disminu-
ción del numerario) cómo esta relación del signo con lo significado puede
alterarse sin desaparecer jamás, cómo un mismo elemento
80 Cf. el esquema de la p. 200.
CUADRO GENERAL 201 monetario
puede significar más o menos riquezas, cómo puede reali- zarse,
extenderse y restringirse con relación a los valores que está encargado de representar. La teoría del
precio monetario corresponde, pues, a lo que en la gramática
general aparece bajo la forma de
un análisis de las raíces y del lenguaje de acción (función de designa-
ción) y a lo que aparece bajo la
forma de tropos y de deslizamiento del sentido (función de derivación).
La moneda, como las palabras,
tiene el papel de designar, pero no deja de oscilar en torno a este eje vertical: las variaciones de precio son,
con respecto a la primera instauración de la relación entre el metal y
las riquezas, lo que los desplazamientos retóricos son con respecto al
valor primitivo de los signos verbales. Pero hay algo más: al asegurar a
partir de sus propias posibilidades la
designación de las riquezas, el establecimiento
de los precios, la modificación de los valores nominales, el empobre-
cimiento y el enriquecimiento de las naciones, la moneda funciona con relación
a las riquezas como el carácter con relación a los seres naturales:
permite a la vez imponerles una marca particular e indi- carles un lugar,
provisional sin duda, en el espacio realmente defi- nido por el conjunto de las
cosas y de los signos de que se dispone. La teoría de la moneda y de los
precios ocupa en el análisis de las riquezas la misma posición que la teoría
del carácter en la historia natural. Como esta última, junta en una sola y
misma función la posibilidad de dar un signo a las cosas, de hacer representar
una cosa por otra y la posibilidad de hacer deslizar un signo con relación a lo
que designa.
Las cuatro
funciones que definen en sus propiedades singulares el
signo verbal y lo distinguen de todos los otros signos que la repre- sentación
puede darse a sí misma, reaparecen, pues, en la signaliza- ción teórica
de la historia natural y en la utilización práctica de los signos
monetarios. El orden de las riquezas, el orden de los seres naturales se instauran y descubren en la medida en que se establecen entre los objetos de la necesidad, entre los
individuos visibles, siste- mas de signos que permiten la designación
de las representaciones entre sí, la derivación de las representaciones significativas con rela- ción a las
significadas, la articulación de lo
representado, la atribución de ciertas representaciones a ciertas
otras. En este sentido, puede decirse que, para el pensamiento clásico,
los sistemas de la historia natural y las teorías de la moneda y del comercio
tienen las mismas condiciones de posibilidad que el lenguaje mismo. Esto quiere
decir dos cosas: primero, que el orden en la naturaleza y el orden en las
riquezas tienen, para la experiencia clásica, el mismo modo de ser que el orden
de las representaciones tal como es manifestado por las palabras; en seguida,
que las palabras forman un sistema de sig-
200
CAMBIAR SIGLOS XVII-XVIII
SIGLO XIX
202
CAMBIAR nos suficientemente privilegiado, cuando se trata de
hacer aparecer el orden de las cosas, para
que la historia natural, si está bien hecha, y para que la moneda, si
está bien regulada, funcionen a la manera del lenguaje. Lo que el álgebra es
con respecto a la mathesis, lo son los signos y, en particular, las
palabras con respecto a la taxinomia: constitución y manifestación
evidente del orden de las cosas.
Sin embargo, existe una diferencia mayor que
impide que la clasi- ficación sea el lenguaje espontáneo de la naturaleza y que los
precios sean el discurso natural de las riquezas. O, más bien, existen
dos diferencias, una de las cuales permite distinguir los dominios de los
signos verbales de los de las riquezas o de los seres naturales, y la otra
permite distinguir la teoría de la historia natural de la del valor o de los
precios.
Los
cuatro momentos que definen las funciones esenciales del lenguaje
(atribución, articulación, designación y
derivación) están sólidamente ligadas entre sí, ya que son exigidas
unas por otras a partir del momento en que se ha franqueado,
con el verbo, el umbral de existencia del lenguaje. Pero en la génesis
real de las lenguas, el recorrido no se hace en el mismo sentido ni con el mismo rigor: a partir de las designaciones primitivas, la imaginación de los hom- bres (de acuerdo con
los climas en los que viven, las condiciones de su existencia, sus sentimientos y sus pasiones, las experiencias por
las que pasan) suscita derivaciones que son diferentes según los pue- blos y
que explican, sin duda, además de la diversidad de las lenguas, la
relativa inestabilidad de cada una de ellas. En un momento dado de esta
derivación, y en el interior de una lengua particular, los hom- bres tienen a su disposición un conjunto de palabras, de
nombres que se articulan unos en otros y recortan sus representaciones; pero
este análisis es tan imperfecto, permite que subsistan tantas impreci- siones y
tantos entrecruzamientos que, con las mismas representacio- nes, los hombres
utilizan palabras diversas y formulan proposiciones diferentes: su reflexión no
está a salvo del error. Entre la designación y la derivación, los deslizamientos
de la imaginación se multiplican; entre la articulación y la atribución,
prolifera el error de la reflexión. Por ello, en el horizonte quizá
indefinidamente distante del lenguaje, se proyecta la idea de una lengua
universal en la que el valor representativo de las palabras estaría muy
netamente fijado, muy bien fundado, muy evidentemente reconocido para que la
reflexión pudiese decidir con toda claridad acerca de la verdad de una proposi-
ción cualquiera —por medio de este lenguaje "los campesinos podrían
juzgar la verdad de las cosas mejor de lo que lo hacen ahora los filósofos";
81 un lenguaje perfectamente claro y distinto
permitiría
81 Descartes, Lettre a Mersenne,
20 de noviembre de 1629, A. T., I, p. 76.
CUADRO GENERAL 205 un discurso enteramente claro: esta lengua sería,
en sí misma, un Ars combinatoria. Por ello también,
el ejercicio de toda lengua real debe ser duplicado por una Enciclopedia que defina el recorrido de las palabras, prescriba las vías más
naturales, esboce los deslizamien- tos legítimos
del saber, codifique las relaciones de vecindad y de semejanza. El
Diccionario está hecho para controlar el juego de las derivaciones a partir de
la primera designación de las palabras, así como la Lengua universal está hecha
para controlar, a partir de una articulación bien establecida, los errores de
la reflexión cuando formula un juicio. El Ars combinatoria y la
Enciclopedia responden, de una y otra parte, de la imperfección de las lenguas
reales.
La historia natural, dado que es muy necesario
que sea una cien- cia, la circulación de las riquezas, dado que es una institución
creada y controlada por los hombres, deben escapar a estos peligros inheren-
tes a los lenguajes espontáneos.
Nada de posibles errores entre la articulación y la atribución en el orden de
la historia natural, ya que la estructura se da en una visibilidad inmediata; nada de desliza-
mientos imaginarios, nada de falsas
semejanzas, de vecindades incon- gruentes que colocarían a un ser natural
correctamente dibujado en un espacio que no sería el suyo, ya
que el carácter es establecido o por la coherencia del sistema o por la exactitud del método. La es- tructura y el carácter aseguran, en la historia natural, la clausura teórica
de lo que permanece abierto en el lenguaje y da nacimiento, en sus fronteras, a los proyectos de
artes esencialmente inacabadas. Así el valor que de estimativo se
convierte automáticamente en apre- ciativo, la moneda que por su creciente o
decreciente cantidad pro- voca pero limita siempre la oscilación de los
precios, garantizan en el orden de las riquezas el ajuste de la atribución y de
la articula- ción, el de la designación y de la derivación. El valor y los
precios aseguran la clausura práctica de los segmentos que permanecían abier-
tos en el lenguaje. La estructura permite a la historia natural encon- trarse
de pronto en el elemento de un arte combinatoria, y el carácter le permite
establecer, a propósito de los seres y de sus semejanzas, una poética exacta y
definitiva. El valor combina las riquezas entre sí, la moneda permite su cambio
real. Allí donde el orden desorde- nado del lenguaje implica la relación
continua con un arte y con sus tareas infinitas, el orden de la naturaleza y el
de las riquezas se mani- fiestan en la existencia pura y simple de la
estructura y del carácter, del valor y de la moneda.
Sin embargo, es necesario hacer notar que el
orden natural se formula en una teoría que vale como lectura justa de una serie o
de un cuadro real: así como la estructura de los seres es en sí a la vez la
forma inmediata de lo visible y su articulación; así el carácter
204
CAMBIAR designa y localiza con un solo movimiento.
En cambio, el valor esti- mativo no se convierte en apreciativo sino por una transformación;
y la relación inicial entre el metal y la mercancía sólo se convierte poco
a poco en un precio sujeto a variaciones. En el primer caso, se trata de
una superposición exacta de la
atribución y de la articula- ción, de
la designación y de la derivación;
en el otro, de un paso que está ligado a la naturaleza de las cosas y
a la actividad de los hom- bres. Con el lenguaje, el sistema de signos se recibe pasivamente en su imperfección
y sólo un arte puede rectificarlo: la
teoría del len- guaje es inmediatamente prescriptiva. La historia
natural instaura de suyo, para designar a los seres, un sistema de signos y,
por ello, es una teoría. Las riquezas son signos que se producen, multiplican y
modifican gracias a los hombres; la teoría de las riquezas está ligada de un
cabo a otro con una política.
No obstante,
los otros dos lados del cuadrilátero fundamental permanece
n abiertos. ¿Cómo
es posible hacer que la designación (acto singular
y puntual) permita una articulación
de la naturaleza, de las riquezas y de las representaciones? ¿Cómo
puede hacerse, de manera general, que los dos segmentos opuestos (del juicio y de la significación para el lenguaje, de la estructura y del carácter para la historia natural,
del valor y de los precios para la teoría de las rique- zas) se relacionen entre sí y autoricen de este modo un lenguaje, un sistema de la naturaleza
y el movimiento ininterrumpido de las riquezas? Es allí donde hace falta suponer
que las representaciones se asemejan entre sí y se llaman unas a otras en la imaginación; que los seres naturales
tienen una relación de vecindad y de
semejanza, que las necesidades de los hombres se corresponden y
encuentran cómo satisfacerse. El encadenamiento de las representaciones, la
capa ininterrumpida de los seres, la proliferación de la naturaleza son siem-
pre necesarias para que haya un lenguaje, para que haya una historia natural y
para que pueda haber riquezas y práctica de ellas. El con- tinuo de la
representación y del ser, una ontología definida negativa- mente como ausencia
de nada, una representabilidad general del ser y el ser manifestado por la
presencia de la representación —todo esto forma parte de la configuración del
conjunto de la episteme clásica. Se podrá reconocer, en este principio
del continuo, el momento meta- físicamente fuerte del pensamiento de los siglos
XVII y XVIII (lo que permite que la forma de la proposición tenga un sentido
efectivo, que la estructura se ordene en caracteres, que el valor de las cosas
se calcule en precios); mientras que las relaciones entre articulación y
atribución, designación y derivación (lo que por una parte funda el juicio y
por la otra el sentido, la estructura y el carácter, el valor y los precios)
definen para este pensamiento el momento científica-
CUADRO GENERAL 205 mente fuerte (lo que hace posible la gramática,
la historia natural, la ciencia de las riquezas). El
poner en orden la empiricidad se en- cuentra ligado así a la ontología
que caracteriza al pensamiento clásico; en efecto, éste se
encuentra, desde el principio del juego, en el interior de una ontología
a la que hace transparente el hecho
de que el ser se dé sin ruptura a la representación; y en el interior de
una representación iluminada por el hecho que entrega el continuo del ser.
En cuanto a la mutación que se produjo hacia
fines del siglo XVIII en toda la
episteme
occidental, es posible caracterizarla desde ahora de
lejos diciendo
que se constituyó un momento científicamente fuerte allí donde la episteme clásica conocía un tiempo metafísica- mente
fuerte; y que, a la inversa, se recorta un espacio filosófico donde el
clasicismo había establecido
cerraduras epistemológicas soli- dísimas. En efecto, el análisis de la producción, en cuanto proyecto nuevo
de la nueva "economía política'',
tiene como papel esencial el analizar
la relación entre el valor y los
precios; los conceptos de orga- nismos y de organización, los métodos
de la anatomía comparada, e
n
breve, todos los temas de la "biología" naciente explican cómo es- tructuras
observables en los individuos pueden valer a título de carac- teres generales
para los géneros, las familias, las ramificaciones; por último, para unificar
las disposiciones formales de un lenguaje (su capacidad para constituir
proposiciones) y el sentido que pertenece a sus palabras, la "filología"
estudiará no ya las funciones represen- tativas del discurso, sino un conjunto
de constantes morfológicas sometidas a una historia. Filología, biología y
economía política se constituyen no en el lugar de la gramática general, de
la historia natu- ral y del análisis de las riquezas, sino allí
donde estos saberes no existían, sino en el espacio que dejaban en blanco, en
la profundidad del surco que separaba los grandes segmentos teóricos y que
comple- taba el rumor del continuo ontológico. El objeto del saber del si- glo
XVII se forma justo allí donde se acalla la plenitud clásica del ser.
A la inversa, un nuevo espacio filosófico se
abre allí donde se hunden los objetos del saber clásico. El momento
de la atribución (como forma del juicio) y el de la
articulación (como recorte general de los seres) se separan y dan nacimiento al
problema de las relaciones entre una
apofántica y una ontología formales;
el momento de la designación primitiva y el de la derivación a través del tiempo se
separan y abren un espacio en el que
se plantea la cuestión de las relaciones entre el sentido
originario y la historia. Así, se encuentran puestas en su lugar las dos grandes formas de la reflexión filosófica
moderna. La una se interroga por las relaciones entre la lógica y la
Ontología; procede siguiendo los caminos de la formalización y reen- cuentra
bajo un nuevo aspecto el problema de la mathesis. La otra
206 CAMBIAR se
pregunta por las relaciones entre la significación y el tiempo; em- prende un desarrollo que sin duda no se acaba ni
se acabará nunca y vuelve a sacar a luz los temas y los métodos de la interpretación.
Sin duda alguna, la cuestión más fundamental que puede
entonces plantearse a la filosofía
concierne a la relación entre estas dos formas de reflexión. En verdad,
no corresponde a la arqueología el decir si esta relación es posible
ni cómo puede fundarse; pero puede dibujar la región en la
que busca anudarse, en qué lugar de la episteme trata de
encontrar su unidad la filosofía
moderna, en qué punto del saber descubre su dominio más amplio: este lugar es aquel en el que lo formal (de
la apofántica y de la ontología) se
reunirían con lo signi- ficativo tal como se aclara en la interpretación.
El problema esencial del pensamiento clásico se aloja en las relaciones entre
el nombre y el orden: descubrir una nomenclatura que fuese
una taxinomia o aun instaurar un sistema de signos que fuese
transparente para la con- tinuidad del ser. Lo que el pensamiento moderno va a
poner funda- mentalmente en duda es la relación del sentido con la forma de la
verdad y la forma del ser: en el cielo de nuestra reflexión reina un discurso
—discurso quizá inaccesible— que sería de un solo golpe una ontología y una semántica.
El estructuralismo no es un método nuevo; es la conciencia despierta e inquieta
del saber moderno.
8. EL
DESEO Y LA REPRESENTACIÓN
Los hombres
de los siglos XVII y XVIII no pensaban la riqueza, la naturaleza
o las lenguas con lo que les habían dejado las épocas pre- cedentes y siguiendo la línea
de lo que pronto se descubriría; las piensan a partir de una disposición general que no sólo les prescribe los conceptos y los métodos, sino que, más
fundamental aún,
define un cierto modo de ser para la lengua, los individuos de la naturaleza, los objetos de la
necesidad y del deseo; tal modo de
ser es el de la representación. Desde entonces aparece todo un suelo común
en el que la historia de la ciencia figura como un efecto de superficie. Esto
no quiere decir que se la puede dejar de aquí en adelante de lado; sino que una
reflexión sobre lo histórico de un saber no puede contentarse con seguir a través
de la sucesión del tiempo el hilo de los conocimientos; en efecto, éstos no son
fenómenos de herencia y de tradición; y no se dice qué los ha hecho posibles
enunciando lo que ya se conocía antes de ellos y lo que ellos, según se dice,
"han apor- tado de nuevo". La historia del saber no puede hacerse
sino a partir de lo que le fue contemporáneo y, ciertamente, no en términos de
influencia recíproca, sino en términos de condiciones y de a priori
EL DESEO
Y LA REPRESENTACIÓN 207 constituidos en el tiempo. En este sentido,
la arqueología puede dar cuenta de la existencia de una gramática
general, de una historia natural y de un análisis de las riquezas y liberar
así un espacio sin fisuras en el que la historia de las
ciencias, la de las ideas y opinio- nes, podrán, si así lo quieren,
retozar.
Si
los análisis de la representación, del lenguaje, de los órdenes naturales y de
las riquezas son perfectamente coherentes y homogé- neos
entre sí, existe sin embargo un desequilibrio profundo. Pues la representación gobierna el modo de ser del lenguaje, de los indivi- duos,
de la naturaleza y de la necesidad misma. El análisis de la representación tiene, pues, valor determinante
con respecto a todos los dominios
empíricos. Todo el sistema clásico del orden, toda esta gran taxinomia que
permite conocer las cosas por el sistema de sus identidades se despliega en el espacio abierto en el interior de
sí por la representación cuando ésta se representa a sí misma: el ser y lo
mismo tienen allí s
u lugar. El lenguaje no es más
que la represen- tación de las palabras; la naturaleza no es más que
la representación de los seres; la necesidad no es más que la representación
de la nece- sidad. El fin del pensamiento clásico —de esta episteme que
ha hecho posible la gramática general, la historia natural y la ciencia de las
riquezas— coincidirá con la retirada de la representación o, más bien, con la
liberación, por lo que respecta a la representación, del lenguaje, de lo vivo y
de la necesidad. El espíritu oscuro pero obstinado de un pueblo que habla, la
violencia y el esfuerzo incesante de la vida, la fuerza sorda de las
necesidades escapan al modo de ser de la representación. Y ésta será duplicada,
limitada, bordeada, quizá mistificada, y en todo caso regida desde el exterior
por el enor- me empuje de una libertad, de un deseo o de una voluntad que se
dan como envés metafísico de la conciencia. Algo así como un querer o una
fuerza va a surgir en la experiencia moderna —constituyén- dola quizá, señalando
en todo caso que la época clásica se termina y con ella el reinado del discurso
representativo, la dinastía de una representación que se significa a sí misma y
enuncia en la serie de sus palabras el orden dormido de las cosas.
Esta inversión es contemporánea de Sade. O, más
bien, esta obra incansable manifiesta el equilibrio precario
entre la ley sin ley del deseo y el ordenamiento meticuloso de una representación
discursiva. El orden del discurso encuentra allí su Límite y su Ley;
pero tiene aún la fuerza de permanecer coexistensivo a aquello mismo que rige.
Allí se encuentra sin duda el principio de ese "libertinaje" que fue
el último del mundo occidental (después empieza la época de la sexualidad): el
libertino es aquel que, obedeciendo todas las fantasías del deseo y a cada uno
de sus furores, puede y debe también aclarar
208 CAMBIAR el
menor movimiento por una representación lúcida y voluntaria-
mente puesta en
obra. Hay un orden estricto de la vida
libertina: toda representación debe animarse en seguida en el cuerpo
vivo del deseo, todo deseo debe
enunciarse en la luz pura de un discurso repre- sentativo. De allí esta sucesión rígida de "escenas"
(la escena, en Sade, es el desorden
ordenado de la representación) y, en el interior de las escenas, el
equilibrio cuidadoso entre la combinatoria de los cuer- pos y el
encadenamiento de las razones. Quizá Justine y Juliette, en
el nacimiento de la cultura moderna, ocupan la misma posición que Don Quijote
entre el Renacimiento y el clasicismo. El héroe de Cer- vantes, leyendo las
relaciones del mundo y del lenguaje como se lo
hacía en el siglo XVI, descifrando por el
solo juego de la semejanza castillos en las posadas y damas en las mozas del
campo, se aprisionó, sin saberlo, en el modo de
la representación pura; pero dado que esta representación no tenía más ley que
la similitud, no podía dejar de aparecer
bajo la forma irrisoria del delirio. Ahora bien, en la segunda
parte de la novela, Don Quijote recibe de este mundo representado su
verdad y su ley; no tenía ya nada que esperar de este libro del que había
nacido, que no había leído pero cuyo curso debía seguir, un destino
que por lo demás le fuera impuesto por otros.
Le bastaba con dejarse vivir
en un castillo en el que él mismo, que había pe- netrado por su locura en el mundo de la representación
pura, se convertía al final en personaje
puro y simple en el artificio de una
representación. Los personajes de Sade le responden, en el otro ex-
tremo de la época clásica, es decir, en el momento del ocaso. No es ya el
triunfo irónico de la representación sobre la semejanza; es la oscura violencia
repetida del deseo que agita los límites de la repre- sentación. Justine correspondería
a la segunda parte de Don Quijote; es el objeto indefinido del deseo
cuyo origen puro es ella misma, así como Don Quijote es, a pesar suyo, el
objeto de la representación que es él mismo en su ser profundo. En Justine, el
deseo y la repre- sentación sólo se comunican por la presencia de un Otro que
se representa a la heroína como objeto de deseo, en tanto que ella misma sólo
conoce la forma ligera, lejana, exterior y helada de la re- presentación del
deseo. Tal es su desgracia: su inocencia permanece siempre como tercero entre
el deseo y la representación. Juliette no
es más que el sujeto de todos los deseos
posibles; pero estos deseos son retomados sin residuo en la
representación que los funda razona- blemente como discurso y los transforma
voluntariamente en esce-
nas. De manera que el gran relato de la vida de Juliette
despliega, a lo largo de los deseos, de las violencias, de las salvajadas y de
la muerte, el cuadro centelleante de la representación. Pero este cuadro es tan
pequeño, tan transparente para todas las figuras del deseo
EL DESEO
Y LA REPRESENTACIÓN 209 que se acumulan incansablemente en él y se multiplican
por la sola fuerza de su combinatoria que es igualmente irracional que el de Don Quijote, cuando de
similitud en similitud cree avanzar a través de los caminos mixtos del
mundo y de los libros, pero se hunde en el laberinto de sus propias
representaciones. Juliette agota este espesor de lo representado para
que afloren, sin el menor defecto, sin la me- nor reticencia, sin el menor
velo, todas las posibilidades del deseo.
Así, este
relato cierra la época clásica en sí misma, como Don Quijote
la había
abierto. Si es verdad que es el último lenguaje con- temporáneo de Rousseau y de Racine, si es el último discurso que
intenta "representar", es decir, nombrar, sabemos
muy bien que, a la vez, reduce esta
ceremonia a lo más justo (llama las cosas por su nombre estricto, deshaciendo así todo el espacio retórico) y la
alarga al infinito (al nombrarlo
todo, y sin olvidar la menor posibi- lidad, pues todas son recorridas
según la Característica universal del Deseo). Sade llega al extremo del discurso y del pensamiento clá- sico.
Reina exactamente en su límite. A
partir de él, la violencia, la vida y la muerte, el deseo, la sexualidad
van a extender, por debajo de la representación, una inmensa capa de sombra que
ahora trata- mos de retomar, como podemos, en nuestro discurso, en nuestra
liber- tad, en nuestro pensamiento. Pero nuestro pensamiento es tan corto,
nuestra libertad tan sumisa, nuestro discurso tan repetitivo que es muy
necesario que nos demos cuenta de que, en el fondo, esta sombra de abajo es un
mar por beber. Las prosperidades de Juliette son siem- pre más solitarias. Y no
tienen término.
DOS
CAPÍTULO
SÉPTIMO
LOS LIMITES DE LA REPRESENTACIÓN
1. LA EDAD DE LA HISTORIA
Los últimos años del siglo XVIII quedan rotos
por una discontinuidad simétrica de la que había irrumpido, al
principio del XVII, en el pen- samiento del Renacimiento;
entonces las grandes figuras circulares en las que se encerraba la similitud fueron dislocadas y abiertas para que pudiera
desplegarse el cuadro de las identidades; ahora este cua- dro va a deshacerse a su vez y el saber se alojará en un nuevo
espa- cio. Discontinuidad tan enigmática en su principio, en su descifra-
miento primitivo, como la que separa
los círculos de Paracelso del orden cartesiano. ¿De dónde proviene
bruscamente esta movilidad imprevista de las disposiciones epistemológicas, la derivación de las positividades unas con relación a las otras y, más profundamente aún, la alteración de su modo de ser? ¿Cómo sucede que el pensamiento se separe de esos terrenos que habitaba
antes —gramática gener
al,
historia natural, riquezas— y que deje oscilar
en el error, la quimera, el no saber, lo mismo que menos de veinte años
antes era planteado y afirmado en el espacio luminoso del conocimiento? ¿A
qué acon- tecimiento o a qué ley obedecen estas mutaciones que hacen que, de súbito,
las cosas ya no sean percibidas, descritas, enunciadas, ca- racterizadas,
clasificadas y fatigadas de la misma manera y que, en el intersticio de las
palabras o bajo su transparencia, no sean ya las riquezas, los seres vivos, el
discurso, los que se ofrezcan al saber, sino seres radicalmente diferentes?
Para una arqueología del saber, esta abertura profunda en la capa de las
continuidades, si bien debe ser analizada, y debe serlo minuciosamente, no
puede ser "explicada", ni aun recogida en una palabra única. Es un
acontecimiento radical que se reparte sobre toda la superficie visible del
saber y cuyos sig- nos, sacudidas y efectos pueden seguirse paso a paso. Sólo
el pensa- miento recobrándose a sí mismo en la raíz de su historia podría
fundar, sin ninguna duda, lo que ha sido en sí misma la verdad soli- taria de
este acontecimiento.
La arqueología debe recorrer el acontecimiento
según su dispo- sición manifiesta; dirá cómo las configuraciones propias de cada
positividad se modifican (analizará, por ejemplo, con respecto a la
[213]
214 LOS LIMITES DE LA REPRESENTACIÓN gramática,
la desaparición del papel principal concedido al nombre y la nueva
importancia de los sistemas de flexión; y también, la subordinación,
en lo vivo, del carácter a la función);
analizará la al- teración de los seres empíricos que pueblan las positividades (la sus-
titución de las lenguas por el discurso, de la producción por las
riquezas); estudiará el desplazamiento de positividades unas en rela- ción
con otras (por ejemplo, la nueva
relación entre la biología, las ciencias del lenguaje y la economía);
por último y sobre todo mos- trará que el espacio general del saber no es ya el de las identidades y las
diferencias, el de los órdenes no cuantitativos, el de una carac- terización
universal, una taxinomia general,
una mathesis de lo in- conmensurable, sino un espacio hecho de organizaciones, es decir, de relaciones
internas entre los elementos cuyo conjunto asegura una función; mostrará que
estas organizaciones son discontinuas, que no forman, pues,
un cuadro de simultaneidades sin
rupturas, sino que algunas son del mismo nivel en tanto que otras trazan series o suce- siones lineales.
De suerte que se ve surgir, como principios organi- zadores de este espacio de
empiricidades, la Analogía y la Sucesión: de una organización a otra, en
efecto, el lazo no puede ser ya la identidad de uno o de varios elementos, sino
la identidad de la rela- ción entre los elementos (donde la visibilidad no
tiene ya papel alguno) y de la función que aseguran; además, si estas
organizacio- nes llegan a tener que vecindar, por efecto de una densidad singu-
larmente grande de analogías, no es que ellas ocupen emplazamien- tos cercanos
en un espacio de clasificación, sino que se han formado unas al mismo tiempo
que otras, y unas inmediatamente después de otras en el devenir de las
sucesiones. En tanto que, en el pensamiento clásico, la sucesión de las
cronologías no hacía más que recorrer el espacio anterior y más fundamental de
un cuadro que presentaba de antemano todas las posibilidades, de ahora en
adelante las seme- janzas contemporáneas y observables simultáneamente en el
espacio no serán sino las formas depuestas y fijas de una sucesión que pro-
cede de analogía en analogía. £1 orden clásico distribuía en un espa- cio
permanente las identidades y las diferencias no cuantitativas que separaban y
unían las cosas: este orden reinaba soberano, pero cada vez de acuerdo con
formas y leyes ligeramente diferentes, sobre el discurso de los hombres, el
cuadro de los seres naturales y el camino de las riquezas.
A partir del siglo XIX, la Historia va a desplegar en una se- rie temporal
las analogías que relacionan unas con otras a las or- ganizaciones
distintas. Es esta Historia la que, progresivamente, impondrá sus leyes
al análisis de la producción, al de los seres orga- nizados y, por último, al
de los grupos lingüísticos. La Historia da
LA EDAD
DE LA HISTORIA 215 lugar a las
organizaciones analógicas, así como el Orden
abrió el camino de las identidades y de las diferencias sucesivas.
Pero se ve muy bien que la Historia no debe
entenderse aquí como la compilación de las sucesiones de hecho, tal cual
han podido ser constituidas; es el modo fundamental de ser de las
empiricida- des, aquello a partir de
lo cual son afirmadas, puestas, dispuestas y repartidas en el espacio del
saber para conocimientos eventuales y ciencias posibles. Así como el Orden en el pensamiento clásico no era la armonía visible
de las
cosas, su ajuste, su regularidad o su simetría comprobada, sino el espacio
propio de su ser y aquello que, antes de todo conocimiento efectivo, las establecía
en el saber, así la Historia, a partir del siglo XIX, define el lugar de nacimiento de lo em- pírico, aquello en lo cual, más allá de cualquier
cronología estable- cida, toma el ser que
le es propio. Sin duda a ello se debe
que la Historia, tan rápidamente, se haya partido, de acuerdo con un equí- voco que sin duda no se ha podido
dominar, entre una ciencia empí-
rica de los acontecimientos y este modo
de ser radical que prescribe su
destino a todos los seres empíricos y a estos seres singulares que somos
nosotros. Sabemos bien que la
Historia es el dominio más erudito, más informado, más despierto, más
encumbrado quizá de nuestra memoria; pero es también igualmente el fondo del
que se generan todos los seres y llegan a su centelleo precario. Modo de ser de
todo lo que nos es dado en la experiencia, la Historia se convirtió así en lo
inmoldeable de nuestro pensamiento: en lo que, sin duda, no resulta tan
diferente del Orden clásico. También es posible esta- blecer éste en un saber
concertado, pero más fundamentalmente era el espacio en el que todo ser llegaba
al conocimiento; y la metafísica clásica se alojaba precisamente en esta
distancia del orden al Orden, de las clasificaciones a la Identidad, de los
seres naturales a la Natu- raleza; en breve, de la percepción (o de la
imaginación) de los hombres al entendimiento y a la voluntad de Dios. La
filosofía del siglo XIX se alojará en la distancia de la historia con respecto
a la Historia, de los acontecimientos al Origen, de la evolución al primer
desgarramiento de la fuente, del olvido al Retorno. No será, pues, metafísica
sino en la medida en que será Memoria y, necesariamente, volverá a llevar el
pensamiento a la cuestión de saber qué significa para el pensamiento el tener
ya historia. Esta cuestión insoslayable presionará la filosofía de Hegel a
Nietzsche y más allá. No vemos el fin de una reflexión filosófica autónoma,
demasiado temprana y demasiado orgullosa para inclinarse, exclusivamente, ante
lo que se dijo antes de ella por otros; no lo tomemos como pretexto para de-
nunciar un pensamiento impotente para mantenerse de pie por sí solo y obligado
siempre a enrollarse en un pensamiento ya cumplido.
216 LOS LÍMITES DE LA REPRESENTACIÓN Basta con reconocer
allí una filosofía, desprovista de una cierta me- tafísica,
ya que está separada del espacio del orden,
pero consagrada al Tiempo, a su flujo, a sus retornos ya que está presa
en el modo de ser de la Historia.
Sin embargo, es necesario volver con un poco más de detalle a
lo ocurrido entre fines del siglo XVIII y el XIX: a esta mutación
dibujada con demasiada rapidez del Orden a la Historia y a la
alteración fundamental de estas
positividades que, durante casi un
siglo y medio, habían dado lugar a
tantos saberes vecinos —análisis de las representaciones, gramática
general, historia natural,
reflexiones sobre las riquezas y el comercio. ¿Cómo se borraron estas maneras de ordenar la empiricidad que fueron el
discurso, el cuadro, los cambios?
¿En qué otro espacio y según qué figuras tomaron su lugar y se distribuyeron, unos en relación con otros, las
palabras, los seres, los objetos de la necesidad? ¿Qué nuevo modo de ser han
debido recibir para que todos estos cambios hayan sido posibles y para que hayan aparecido, apenas al cabo de algunos
años, estos saberes, ahora familiares, que llamamos, a partir del siglo XIX, filología, biología y
economía política? Nos imaginamos
de buen grado que si estos nuevos dominios fueron definidos en el siglo pasado es porque un poco más de objetividad en
el conocimiento, de exactitud en la
observación, de rigor en el razonamiento, d
e organización en la
investigación y en la información científica —todo esto ayudado, con un poco de suerte o de genio, por
algunos descubrimientos felices—
nos hicieron salir de una edad prehistórica en la que el saber balbucía aún con
la Grammaire de Port-Royal, las clasificaciones de Linneo y las teorías
del comercio o de la agricultura. Pero si bien es posible hablar, desde el
punto de vista de la racionalidad de los conocimientos, de prehistoria, con
respecto a las positividades no puede hablarse más que de historia sin más. Y
ha sido necesario un acontecimiento fundamental —sin duda uno de los más
radicales que se hayan presentado en la cultura occidental— para que se
deshiciera la positividad del saber clásico y se constituyera una positividad
de la que, sin duda, aún no hemos salido del todo.
Este
acontecimiento nos escapa en gran parte, indudablemente porque
aún estamos cogidos en su abertura. Su amplitud, las
capas profundas que ha alcanzado, todas las positividades que ha podido
trastocar y recomponer, la fuerza soberana que le ha permitido atra-
vesar, y tan sólo en unos cuantos años, todo el espacio de nuestra cultura,
todo esto no podría ser estimado ni medido sino al término de una investigación
casi infinita que concerniría ni más ni menos que al ser mismo de nuestra
modernidad. La constitución de tantas ciencias positivas, la aparición de la
literatura, el repliegue de la filo-
LA MEDIDA
DEL TRABAJO 217 sofía sobre su propio devenir, el surgimiento de la historia
como saber y como modo de ser de la empiricidad a la vez, no son sino otros tantos signos de
una ruptura profunda. Signos dispersos en
el espacio del saber ya que se dejan percibir aquí en la formación de una filología, allá en la de una economía
política y más allá en la de una biología.
Dispersión en la cronología también:
ciertamente, el conjunto del fenómeno
se sitúa entre fechas fácilmente asignables (los puntos extremos son los años 1775 y
1825); pero se puede reco- nocer, en cada uno de los dominios
estudiados, dos fases sucesivas que se articulan una sobre otra casi en torno a
los años 1795-1800. En la primera de estas fases, el modo de
ser fundamental de las positividades
no cambia; las riquezas de los
hombres, las especies de la
naturaleza, las palabras que pueblan
las lenguas siguen siendo aún lo que eran en la época clásica: representaciones duplicadas —re- presentaciones cuyo papel
es designar las representaciones, analizar- las, componerlas y descomponerlas
para hacer surgir en ellas, con el sistema de sus identidades y de sus
diferencias, el principio general de un orden. Sólo en la segunda fase
adquieren las palabras, las cla- ses y las riquezas un modo de ser que ya no es
compatible con el de la representación. En cambio, lo que se modifica muy
pronto, desde los análisis de Adam Smith, A. L. de Jussieu o de Vicq d'Azyr,
hasta la época de Jones o de Anquetil-Duperron, es la configuración de las
positividades: la manera en la que, en el interior de cada una, funcionan los
elementos representativos en relación unos con otros, en que aseguran su doble
papel de designación y de articulación, en que alcanzan, por el juego de las
comparaciones, a establecer un orden. Esta primera fase será la estudiada en el
capítulo presente.
2. LA MEDIDA DEL TRABAJO
Aseguramos
de buen grado que Adam Smith es el fundador de la economía política moderna —podría decirse de la economía, sin más—
al introducir el concepto de trabajo en un dominio de la re- flexión que no lo
conocía
aún: de golpe, todos los viejos análisis de la moneda, del comercio
y del cambio habrían sido relegados a una época prehistórica
del saber —con la única excepción, quizá, del Fisiocratismo al que
se concede cuando menos el mérito de haber intentado el análisis de la
producción agrícola. Es verdad que Adam Smith refiere desde un principio la
noción de riqueza a la de trabajo: "El trabajo anual de cada nación es el
fondo que en principio la provee de todas las cosas necesarias y convenientes
para la vida, y que anualmente consume el país. Dicho fondo se integra siempre
o con
218 LOS
LIMITES DE LA REPRESENTACIÓN el producto
inmediato del trabajo, o con lo que mediante dicho pro- ducto se compra de otras naciones";1 también es verdad
que Smith relaciona el "valor de uso" de las cosas con la
necesidad de los hom- bres, y el
"valor de cambio" con la cantidad de trabajo aplicada para producirlas:
"El valor de cualquier bien, para la persona que lo posee y que no piensa usarlo o consumirlo, sino cambiarlo por otros, es igual
a la cantidad de trabajo que pueda adquirir o de que pueda disponer por mediación suya".2 De hecho, la diferencia entre los análisis de Smith y los de Turgot o
de Cantillon es menos
grande de lo que se piensa; o más bien, no estriba en lo que
uno se imagina. Desde Cantillon, y antes de él, ya se distinguía perfectamente
entre el valor de uso y el valor de cambio; después de Cantillon igualmente se usaba la cantidad de trabajo
para medir este último. Pero la
cantidad de trabajo inscrita en el precio de las cosas no era más que un
instrumento de medida, relativo y reducible a la vez. En efecto,, el trabajo de
un hombre valia la cantidad de alimentos que era nece- saria para mantenerlo a él
y a su familia durante el tiempo que durara el trabajo.3 Tanto que, en última instancia, la necesidad
—el alimento, el vestido, la habitación— definía la medida absoluta del precio
de mercado. Todo a lo largo de la época clásica, es la nece- sidad la que mide
las equivalencias, el valor de uso que sirve de referencia absoluta a los
valores de cambio; es el alimento el que valora los precios, dando a la
producción agrícola, al trigo y a la tierra, el privilegio que todos les han
reconocido.
Así, pues, Adam Smith no inventó el trabajo como concepto eco- nómico, desde el momento en que se lo encuentra ya en Cantillon, en
Quesnay, en Condillac;
ni siquiera lo hace desempeñar un nuevo papel, pues también se sirve de él como medida del valor de cam- bio: "Él trabajo, por consiguiente, es la medida real del valor en
cambio de toda clase de bienes".4 Pero lo desplaza: le conserva siempre la función de análisis de las riquezas cambiables; sin embar- go, este análisis no es ya un
puro y simple momento para remitir el cambio a la necesidad (y el
comercio al gesto primitivo del
trueque); descubre una unidad de medida irreductible, insuperable y absoluta. De golpe, las riquezas no
establecerán ya el orden interno de sus equivalencias por medio de la
comparación de los objetos por cam- biar, ni por una estimación del poder
propio de cada uno para repre- sentar un objeto necesario (y, en última
instancia, el más funda- mental de todos, el alimento); se descompondrán de
acuerdo con las
1 A.
Smith, Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones,
trad. esp., México, Fondo de Cultura Económica, 1958, p. 3.
2 Id.,
ibid., p. 31.
3 Cantillon,
Essai sur le commerce en general, pp. 17-8. 4 A. Smith, op. cit., p. 31.
LA MEDIDA
DEL TRABAJO 219 unidades de trabajo que las hayan producido
realmente. Las riquezas son siempre elementos representativos
que funcionan: pero lo que representan finalmente no es ya el objeto del
deseo, sino el trabajo.
Pero,
de inmediato, se presentan dos objeciones: ¿cómo puede ser el trabajo
la medida fija del precio natural de las cosas cuando él mismo
tiene un precio —que es variable? ¿Cómo puede ser el trabajo un
a unidad insuperable, cuando cambia
de forma y el pro- greso de las manufacturas lo hace sin cesar
más productivo dividién- dolo cada vez más? Ahora bien, justo
por estas objeciones
y como por su mediación es posible
sacar a luz la irreductibilidad del trabajo
y su carácter primigenio. En efecto, en el mundo hay comarcas y
en
una misma comarca hay momentos en los que el trabajo es caro: los obreros son poco
numerosos, los salarios elevados; en cambio, en otros momentos la mano de obra
es abundante, se la retribuye mal y el trabajo es barato. Pero lo que se modifica
en estas alternativas es la cantidad de alimento que es posible adquirir con
una jornada de trabajo: si hay pocas mercaderías y muchos consumidores, cada
unidad de trabajo será recompensada tan sólo por una débil can- tidad de
subsistencia; por el contrario estará bien pagada si las mer- cancías son
abundantes. Éstas no son sino las consecuencias de una situación de mercado; el
trabajo mismo, las horas pasadas en él, la pena y la fatiga son de cualquier
modo los mismos; y mientras más haga de estas unidades, más costosos serán los
productos. "Iguales cantidades de trabajo tienen el mismo valor para el
trabajador."5
Y, sin embargo, podría decirse que esta unidad
no es fija, ya que, para
producir un único y mismo objeto, será
necesario, de acuer- do con la perfección de las
manufacturas (es decir, de acuerdo con la división del trabajo que se haya
instituido), un trabajo más o me- nos largo. Pero, a decir verdad, lo que ha cambiado no es el tra- bajo en
sí mismo, es la relación del trabajo con la
producción de que es susceptible.
El trabajo, entendido como jomada, pena y fatiga, es un numerador fijo: lo único capaz de variaciones es
el denominador (el número de objetos producidos). Un obrero que tuviera
que hacer solo las dieciocho operaciones distintas que son necesarias para la
fabricación de un alfiler, sin duda no produciría más de veinte en el curso de
toda una jornada. Pero diez operarios que sólo tu- vieran que realizar una o
dos operaciones cada uno, podrían hacer entre ellos más de cuarenta y ocho mil
alfileres en una jomada; y si consideramos que cada obrero hace una décima
parte de este pro- ducto, puede decirse que hace cuatro mil ochocientos
alfileres por jor- nada.6 La fuerza productora del trabajo se ha
multiplicado; en una
5 Id., ibid., p.
33. 6 Id., ibid., p. 8.
220 LOS
LIMITES DE LA REPRESENTACIÓN misma unidad (la jornada de un asalariado), los objetos
fabricados han aumentado; en consecuencia, su valor de cambio va a
bajar, es decir, que cada uno de ellos no podrá comprar a su vez más que
una cantidad de trabajo proporcionalmente menor. El trabajo no ha dis- minuido
con relación a las cosas; son las cosas las que, por así de- cirlo, se han
reducido con relación a la unidad de trabajo.
Es verdad que se hacen cambios porque se
tienen necesidades; sin ellas, el comercio no existiría, ni tampoco el trabajo
ni, sobre todo, esta división que lo
hace más productivo. A la inversa, las necesidades, una vez
satisfechas, son las que limitan el trabajo y su perfeccionamiento: "Así como la facultad de
cambiar motiva la divi- sión del trabajo,
la amplitud de esta división se halla
limitada por la extensión de
aquella facultad o, dicho en otras palabras, por la extensión del
mercado".7 Las necesidades
y el cambio de los pro- ductos que pueden responder a ellas son
siempre el principio de la economía: son el primer motor de ella y la circunscriben; el trabajo y la división
que lo organiza no son más que efectos. Pero, en el interior del cambio, en el
orden de las equivalencias, la
medida que establece las igualdades y las diferencias tiene una naturaleza distinta a la de la
necesidad. No está ligada al mero
deseo
de los indivi- duos, ni es modificada por él y variable como él. Es
una medida absoluta, si por ello se entiende que no depende del corazón de los
hombres o de su apetito; se les impone desde el exterior: es su tiem- po y es
su pena. En relación con los análisis de sus predecesores, el de Adam Smith
representa un viraje esencial: distingue entre la ra- zón del cambio y la
medida de lo cambiable, entre la naturaleza de lo que se cambia y las unidades
que permiten su descomposición. Se cambia porque se tiene una necesidad y justo
los objetos que se necesitan, pero el orden de los cambios, su jerarquía y las
diferencias que allí se manifiestan son establecidos por las unidades de
trabajo depositadas en los objetos en cuestión. Si, con respecto a la expe-
riencia de los hombres —al nivel de lo que habrá de llamarse la psi- cología—,
lo que cambian es lo que les es "indispensable, conveniente o
agradable", para el economista lo que circula, bajo la forma de cosas, es
el trabajo. No se trata ya de objetos necesarios que se re- presenten unos a
otros, sino del tiempo y de la pena, transformados, ocultos, olvidados.
Este
viraje tiene una gran importancia. Es verdad que Adam Smith analiza
aún, como sus predecesores, este campo de positividad que el siglo XVIII llamó "las riquezas"; y con este término también él entendía los objetos de la necesidad —así, pues, los objetos de una
cierta forma de representación— representándose a sí mismos
7 Id., ibid., p. 20.
LA MEDIDA DEL TRABAJO 221 en los movimientos y procesos del cambio. Pero en el interior
de esta duplicación y para dar la ley, las unidades y las medidas del cambio, formula un principio de orden irreductible
al análisis de la representación: saca a luz el trabajo, es decir, la pena y el tiempo, esta jornada que
recorta y usa a la vez
la vida de un hombre.
La equivalencia de los objetos del deseo no se
establece ya por media- ción de otros objetos y de
otros deseos, sino por un paso a
lo que les es radicalmente heterogéneo; si existe un orden en las riquezas, si esto puede comprar aquello,
si el oro vale dos veces más que la
plata, no es ya porque los hombres tengan deseos comparables;
no es porque a través de sus cuerpos experimentan la misma hambre
o porque el corazón de todos obedezca a los mismos prestigios;
es
porque todos están sometidos al tiempo, a la
pena, a la fatiga y, llegado el límite, a la
muerte misma. Los hombres intercambian porque experimentan necesidades y
deseos; pero pueden cambiar y ordenar estos cambios porque están sometidos al tiempo y a la
gran fatalidad externa. Por lo que
respecta a la fecundidad de este tra- bajo, no se debe tanto a la habilidad personal o
al cálculo de los intereses; se funda en condiciones que también son exteriores a su representación: progreso de la industria, aumento de la división de tareas, acumulación del capital,
partición del trabajo productivo y del improductivo. Vemos así cómo,
con Adam Smith, la reflexión sobre las riquezas empieza a desbordar el
espacio que se le había asignado en la época clásica; se la alojaba entonces en
el interior de la "ideología" —del análisis de la representación—;
desde ahora se refiere como de paso a dos dominios que escapaban, tanto uno
como otro, a las formas y a las leyes de la descomposición de las ideas: por
una parte, apunta ya hacia una antropología que pone en duda la esencia del
hombre (su finitud, su relación con el tiempo, la in- minencia de la muerte) y
el objeto en el que invierte las jomadas de su tiempo y de su pena sin poder
reconocer en él el objeto de su necesidad inmediata; y por la otra, indica aún
en el vacío la posi- bilidad de una economía política que no tendría ya por
objeto el cambio de riquezas (y el juego de representaciones que la funda-
menta), sino su producción real: formas de trabajo y de capital. Se comprende cómo,
entre estas positividades formadas nuevamente —una antropología que habla de un
hombre convertido en extraño para sí mismo y una economía que habla de
mecanismos exteriores a la conciencia humana— la Ideología o el Análisis de las
represen- taciones se reducirá, muy pronto, a no ser más que una psicología, en
tanto que frente a ella y en contra de ella se abre y la domina con toda su
altura la dimensión de una historia posible. A partir de Smith, el tiempo de la
economía no será ya aquel, cíclico, de los
222 LOS LIMITES DE LA REPRESENTACIÓN empobrecimientos y los enriquecimientos; tampoco será el
aumento lineal de políticas hábiles
que, al aumentar de continuo ligeramente
las especies en circulación aceleran
la producción con una rapidez mayor que la elevación de los
precios; será el tiempo interior de una organización que crece de acuerdo con
su propia necesidad y se des- arrolla de acuerdo con leyes autóctonas —el
tiempo del capital y del régimen de producción.
3. LA ORGANIZACIÓN DE LOS SERES
En el dominio de la historia natural, las
modificaciones que pueden
comprobarse entre los años 1775 y 1795 son del mismo tipo. No
se pone en duda lo que está al
principio de las clasificaciones: éstas tienen siempre como fin el determinar
el "carácter" que agrupa los individuos y las especies en unidades más generales, que distingue estas unidades unas de otras y que, por último, les
permite ajustarse de tal manera que formen un cuadro en el que todos los
individuos y todos los grupos, conocidos o desconocidos, puedan
encontrar su lugar. Estos caracteres son tomados de la representación
total de los individuos; son el análisis de ella y permiten,
al representar estas representaciones, constituir un orden; los principios
generales de la taxinomia —los mismos que habían dirigido los sistemas
de Tourne- fort y de Linneo, y el método de Adanson— siguen teniendo
el mismo valor para A. L. de Jussieu, Vicq d'Azyr, Lamarck, Candolle.
Y, sin embargo, la técnica que permite establecer el carácter,
la rela- ción entre la estructura visible y los criterios de identidad
se han modificado del mismo modo en que las relaciones de la necesidad y
el precio fueron modificadas por Adam Smith. Todo a lo largo del
siglo XVIII, los clasificadores
establecieron el carácter por medio de la comparación de estructuras visibles,
es decir, mediante la relación de elementos que eran homogéneos, ya que cada uno de ellos podía
servir, de acuerdo con el principio ordenador que se hubiera elegido,
para representar todos los demás: la única diferencia residía en que, para los
sistematizadores, los elementos representativos estaban fijados de antemano y,
para los metódicos, se desprendían poco a poco a partir de una confrontación
progresiva. Pero el paso de la estructura descrita al carácter clasificador se
hacía por completo en el nivel de las funciones representativas que lo visible
ejercía con respecto a sí mismo. A partir de Jussieu, Lamarck y de Vicq d'Azyr,
el carácter o, más bien, la transformación de la estructura en carácter, va a
fundamentarse en un principio extraño al dominio de lo visible —un principio
interno irreductible al juego recíproco de las representacio-
LA
ORGANIZACIÓN DE LOS SERES 223 nes. Este principio (al que, en el orden
de la economía, corresponde el trabajo) es la organización. En cuanto fundamento de
las taxi- nomias, la organización aparece de cuatro maneras diferentes.
1]
Primero, bajo la forma de una jerarquía de caracteres. En
efec- to,
si no
se
despliegan las especies unas al lado de otras y en su mayor diversidad,
sino que se acepta, a fin de delimitar de golpe el campo de investigación,
los grandes agrupamientos que impone la evi- denc
ia —las gramíneas, las compuestas, las cruciferas, las
legumino- sas, por lo que respecta a las plantas; o, por
lo que respecta a los animales, los insectos, los
peces, las aves, los cuadrúpedos—, se ve que ciertos caracteres son
absolutamente constantes y no faltan en ningún género, en ninguna de las especies que
pueden reconocerse: por ejemplo, la inserción de los estambres, su situación en
relación con el pistilo, la inserción de la corola cuando en ella están
los es- tambres, el número de lóbulos
que acompañan al embrión en la semilla. Otros caracteres son muy frecuentes en una familia, pero no alcanzan el
mismo grado de constancia; esto se debe a que están formados por órganos menos
esenciales
(número de pétalos, presen- cia o ausencia de
corola, situación resp
ectiva del cáliz o del pistilo): son los caracteres "secundarios
subuniformes". Por último, los carac- teres "terciarios
semiuniformes" son unas veces constantes y otras variables (estructura
monofila y polifila del cáliz, número de celdas en el fruto, situación de las
flores y de las hojas, naturaleza del tallo): estos caracteres semiuniformes no
permiten definir las fami- lias o los órdenes —no porque no sean capaces, si se
los aplica a todas las especies, de formar entidades generales, sino porque no
se refieren a lo que hay de esencial en un grupo de seres vivos. Cada una de
las grandes familias naturales tiene requisitos que la definen y los caracteres
que permiten reconocerla son los más cercanos a las condiciones fundamentales:
así, dado que la reproducción es la fun- ción mayor de la planta, el embrión
será su parte más importante, y se podrá dividir a los vegetales en tres
clases: acotiledóneas, mono- cotiledóneas y dicotiledóneas. Los otros
caracteres pueden aparecer e introducir distinciones más finas sobre el fondo
de estos caracteres esenciales y "primarios". Vemos que el carácter
no se destaca ya sobre la estructura visible y sin más criterio que su
presencia o su ausencia; se basa en la existencia de funciones esenciales para
el ser vivo y sobre relaciones de importancia que no surgen sólo de la
descripción.
2] Los caracteres están, pues, ligados a
funciones. En un sentido, se vuelve a la vieja teoría de las signaturas o marcas
que suponía que los seres llevaban, en el punto más visible de su
superficie, el signo de lo que en ellos era lo más esencial. Pero aquí las
relaciones de
224 LOS LIMITES DE LA REPRESENTACIÓN importancia son relaciones de subordinación funcional.
Si el número de los cotiledones es decisivo
para clasificar los vegetales, esto se debe a que desempeñan un papel
determinado en la función de la reproducción y a que están ligados, por ello mismo,
a toda la orga- nización interna de
la planta; indican una función que domina toda la disposición del individuo.8 Así, por lo que
respecta a los animales, Vicq
d'Azyr ha demostrado que las
funciones alimenticias son, sin duda alguna,
las más importantes; ésta es la razón por la que "exis-
ten relaciones constantes entre la estructura de los dientes de los
car- nívoros y la de sus músculos, sus pezuñas, sus uñas, su lengua, su estómago,
sus intestinos".9
Así,
pues, el carácter mismo no es esta- blecido por una relación de lo visible consigo mismo; en sí, no es más
que la punta visible de una organización compleja
y jerarqui- zada en la que la función desempeña un papel esencial de
dominio y de determinación. Un carácter no es importante por ser frecuente en
las estructuras observadas, al contrario, se le encuentra con fre- cuencia por
ser funcionalmente importante. Como lo señalará Cuvier, resumiendo la obra de
los últimos grandes metódicos del siglo, a medida que nos elevamos hacia las
clases más generales, "las pro- piedades que siguen siendo comunes son
también constantes; y dado que las relaciones más constantes son las que
pertenecen a las partes más importantes, los caracteres de las divisiones
superiores se sacan de las partes más importantes... Así, el método será
natural, ya que tiene en cuenta la importancia de los órganos".10
3] Se comprende
cómo, en estas condiciones, la noción de vida pudo
hacerse indispensable
para la ordenación de los seres naturales. Se convirtió en indispensable
por dos razones: primero, era necesario poder apresar, en la profundidad del cuerpo, las relaciones que ligan
los órganos superficiales a aquellos cuya existencia y forma oculta
aseguran las funciones esenciales; de esta manera, Storr propone cla- sificar
los mamíferos de acuerdo con la disposición de sus pezuñas, pues tal disposición
está ligada a sus modos de desplazamiento y a las posibilidades motrices del
animal; ahora bien, estos modos están, a su vez, en correlación con la forma de
alimentación y los diferentes órganos del sistema digestivo.11 Además, es posible que los caracteres más
importantes sean los más ocultos; ya en el orden vegetal ha podido comprobarse
que no son las flores ni los frutos —las par- tes más visibles de la planta—
los elementos significativos, sino el
8 A. L. de Jussieu, Genera Plantarum, p. XVIII.
9 Vicq d'Azyr, Systeme anatomique des quadrupédes, 1792,
"Discours prélimi-
naire", p. LXXXVII.
10 Cuvier, Tableau elementare de
l'historie naturelle. París, año VI, pp. 20-21.
11 Storr, Prodromus methodi
mammalium, Tubinga, 1870, pp. 7-20.
LA ORGANIZACIÓN DE LOS SERES 225 aparato embrionario y órganos como los cotiledones.
Este fenómeno es más frecuente aún entre los animales. Storr consideraba que era necesario
definir las grandes clases por las formas de la circulación; y Lamarck, que no
practicaba la disección, rechaza un
principio de clasificación para los
animales inferiores que no se funda más
que sobre la forma visible: "La consideración de las articulaciones del cuerpo y de los miembros de los
crustáceos ha hecho que todos los
naturalistas los consideren como verdaderos insectos y yo mismo seguí
durante mucho tiempo la opinión común al respecto. Pero como
se reconoce que la organización es la más esencial de todas las
considera- ciones para guiar en una distribución metódica y natural de los ani- males, lo mismo que
para determinar las verdaderas relaciones entre
ellos, resulta que los crustáceos, que respiran sólo por medio de bran- quias a la
manera de los moluscos y que, como éstos,
tienen un corazón muscular, deben
ser colocados inmediatamente después
de ellos y antes de los arácnidos y
de los insectos que no poseen una organización semejante".12 Así, pues,
clasificar no será ya referir lo visible a sí mismo, encargando
a uno de sus elementos la representa- ción de los otros; será relacionar
lo visible con lo invisible, como con su razón profunda, en un movimiento
que hace girar el análisis, y después subir a partir de esta
arquitectura secreta hasta los signos manifiestos de ella que se dan en la superficie
de los cuerpos. Como decía Pinel, en su obra de naturalista, "el atenerse
a los caracteres externos que asignan las nomenclaturas no equivale a cerrarse
la fuen- te más fecunda de instrucciones y a rehusarse, por asi decirlo, a
abrir el gran libro de la naturaleza que, sin embargo, se propone uno cono-
cer".13 De ahora en adelante, el carácter vuelve a
tomar su viejo papel de signo visible que señala hacia una escondida
profundidad; pero lo que indica no es un texto secreto, una palabra velada o una
seme- janza demasiado preciosa para ser expuesta; es el conjunto coherente de
una organización que retoma lo visible, en la trama única de su soberanía,
tanto como lo invisible.
4] El paralelismo entre clasificación y
nomenclatura es desatado por el hecho mismo. En tanto que la clasificación
consistía en un recorte progresivamente ajustado del espacio visible, era muy
bien concebible que la delimitación y la denominación de estos conjuntos pudieran cumplirse
a la vez. El problema del nombre y el problema del género eran
isomorfos. Pero ahora, cuando el carácter sólo puede ser clasificado refiriéndose
de inmediato a la organización de los indi-
12 Lamarck, Systéme des animaux sans
vertebres. París, 1810, pp. 143-4.
13 Ph. Pinel, Nouvelle méthode de
classification des quadrumanes (Actes de
la Société d'Histoire Naturellte, t. I, p. 52), citado por Daudin, Les classes zoolo- giques,
p. 18.
226 LOS LIMITES DE LA REPRESENTACIÓN viduos,
no se "distingue" ya según los mismos criterios y las mismas operaciones con que se "denomina". Para encontrar los conjuntos fundamentales que reagrupan los seres naturales, es necesario recorrer este espacio
en profundidad que
va
de los órganos superficiales a los más secretos, y de éstos
a las grandes funciones que aseguran. En cambio, una buena nomenclatura
continuará desplegándose en el espacio plano del cuadro: será necesario
llegar, a partir de los carac- teres visibles del individuo, al
casillero preciso en el que se encuentra el nombre de este género y de su especie. Existe una distorsión fundamental
entre el espacio de la organización
y el de la nomencla- tura: o, mejor
dicho, en vez de cubrirse exactamente
son ahora per- pendiculares uno a
otro; y, en su punto de unión, se encuentra el carácter manifiesto que indica
una función en profundidad y permite reencontrar un nombre en la superficie.
Esta distinción, que en unos cuantos años va a volver caducas tanto
la historia natural como la pre- eminencia de la taxinomia, se
debe al genio de Lamarck: en el "Dis- curso preliminar" de la Flore française, opone, como radicalmente
distintas, las dos tareas de la botánica: la "determinación" que aplica las reglas del análisis y permite encontrar
un nombre por el simple juego de un método binario (o bien tal carácter
está presente en el individuo que se
examina y es necesario tratar de situarlo
en la parte derecha del cuadro; o bien no está presente y es necesario situarlo en la parte izquierda; y esto
hasta llegar a la última determinación); y el descubrimiento de las
relaciones reales de semejanza, que supone el examen de toda la organización de
las especies.14 El nombre y los géneros, la designación y la
clasificación, el lenguaje y la naturaleza dejan de estar entrecruzados con
pleno derecho. El orden de las pala- bras y el orden de los seres no se
recortan ya sino en una línea artifi- cialmente definida. Su vieja pertenencia,
que fundó la historia natu- ral en la época clásica, y que había llevado, con
un solo movimiento, la estructura hasta el carácter, la representación hasta el
nombre y el individuo visible hasta el género abstracto, empieza a deshacerse.
Se comienza a hablar de cosas que tienen lugar en un espacio distinto al
de las palabras. Al hacer, y muy pronto, tal distinción, Lamarck cierra la época
de la historia natural y entreabre más bien la de la biología, de una manera más
cierta y radical que al retomar, unos veinte años después, el tema ya conocido
de la serie única de las espe- cies y de su transformación progresiva.
El concepto de organización existía ya en la
historia natural del siglo XVIII —de la misma
manera que, en el análisis de las riquezas, la noción de trabajo, que
tampoco fue inventada al salir de la época clásica—; pero entonces servía para
definir un cierto modo de compo-
14 Lamarck, La Flore française, París,
1778, Discours préliminaire, pp. xc-cii.
LA ORGANIZACIÓN DE LOS SERES 227 sición
de los individuos complejos a partir de materiales más elemen-
tales; Linneo, por ejemplo, distinguía la "yuxtaposición" que hacía
crecer al mineral, de la "intususcepción" por medio de la cual se des- arrolla el vegetal al alimentarse.15 Bonnet oponía el "agregado" de
los "sólidos brutos" a la "composición de los sólidos
organizados" que "entrelaza un número
casi infinito de partes, fluidas unas y sólidas las otras".16 Ahora bien, este concepto de organización nunca había
servido antes del fin del siglo para
fundar el orden de la naturaleza,
para definir su espacio ni para limitar
sus figuras. A través de las obras de Jussieu, de Vicq d'Azyr y de Lamarck empieza
a funcionar por primera vez como método de caracterización: subordina los carac- teres unos a otros; los liga
con funciones; los dispone de
acuerdo con una arquitectura tanto interna como externa y no menos
invisible que visible; los reparte en un espacio distinto al de los nombres, el
discurso y el lenguaje. Así, pues, no se contenta ya con designar una categoría
de seres entre las otras; no indica solamente un corte en el espacio taxinómico;
define, con respecto a ciertos seres, la ley inte- rior que permite que la de
sus estructuras tome el valor de un carác- ter. La organización se inserta
entre las estructuras que articulan y los caracteres que designan
—introduciendo entre ellos un espacio profundo, interior, esencial.
Esta importante mutación se realiza aún en el
elemento de la historia natural; modifica los métodos y las técnicas de una taxino-
mia; no rechaza las condiciones
fundamentales de su posibilidad; ni siquiera toca el modo de
ser de un orden natural. Sin embargo, entraña una consecuenci
a mayor: la radicalización de la partición entre
lo orgánico y lo inorgánico. En el cuadro de los seres que des-
plegaba la
historia natural, lo organizado y lo no organizado no defi- nían más que dos categorías; éstas se entrecruzaban,
sin coincidir nece- sariamente, con la oposición entre lo vivo y
lo no vivo. A partir del
momento
en que la organización se convierte en el concepto fundador de la caracterización
natural y permite pasar de la estructura visible a la designación, debe dejar
de ser ella misma sólo un carácter; rodea el espacio taxinómico en el que
estaba alojada y es ella, a su vez, la que da lugar a una clasificación
posible. Por este hecho mismo, la oposición entre lo orgánico y lo inorgánico
se convierte en fundamental. En efecto, a partir de los años 1775-95,
desaparece la vieja articulación de los tres o cuatro reinos; la oposición de
los dos reinos —orgánico e inorgánico— no la sustituye exactamente; más bien la
hace imposible al imponer otra partición, en otro nivel y en
15 Linneo, Systéme sexuel des végétaux,
trad. francesa, París, año vi, p. 1. 16 Bonnet, Contemplation de
la nature, Oeuvres completes, t. iv, p. 40.
228 LOS LIMITES DE LA REPRESENTACIÓN otro espacio. Pallas y Lamarck 17 formulan esta
gran dicotomía, con la que viene a coincidir la oposición de lo vivo y lo no
vivo. "No hay más que dos reinos
en la naturaleza —escribe Vicq d'Azyr en 1786— uno de los cuales goza
de la vida y el otro está privado de
ella."18 Lo orgánico se convierte en lo vivo y lo
vivo es lo que produce, al crecer y
reproducirse; lo inorgánico es lo no vivo, lo que ni se des- arrolla ni se reproduce; está en
los límites de la vida, lo inerte
y lo infecundo —la muerte. Y, si está mezclado con la vida, es como aquello
que, en ella, tiende a destruirla y a matarla. "Existen en todos los seres
vivos dos fuerzas poderosas, muy distintas y siempre en oposición, de tal
suerte que cada una de ellas destruye perpetua- mente los efectos que la otra
ha logrado producir."19 Se ve cómo, al romper en su profundidad el
gran cuadro de la historia natural, va a hacerse posible algo asi como una
biología; y también cómo va a po- der surgir de los análisis de Bichat la
oposición fundamental entre la vida y la muerte. No será el triunfo, más o
menos precario, de un vitalismo sobre un mecanicismo; el vitalismo y su
esfuerzo por definir la especificidad de la vida no son más que los efectos
superficiales de estos acontecimientos arqueológicos.
4. LA FLEXIÓN DE LAS PALABRAS
Por el lado de los análisis del lenguaje se
encuentra la réplica exac
ta de estos
acontecimientos. Pero tienen, sin duda, una forma más dis- creta y una cronología
más lenta. Hay allí una razón fácil de des-
cubrir; durante toda la
época clásica, el lenguaje ha sido planteado y
reflexionado como discurso, es decir, como análisis espontáneo de la representación.
De todas las formas de orden no cuantitativo, era la más inmediata, la más
concertada, la más profundamente ligada al movimiento propio de la representación.
Y, en esta medida, estaba mejor enraizada en sí y en su modo de ser que estos órdenes
reflexio- nados —doctos o interesados— que fundaban la clasificación de los
seres o el cambio de las riquezas. Las modificaciones técnicas como las que han
afectado la medida de los valores de cambio o los procedi- mientos de la
caracterización han bastado para alterar considerable- mente el análisis de las
riquezas o la historia natural. Para que la ciencia del lenguaje sufriese
mutaciones igualmente importantes, se necesitaron acontecimientos más
profundos, capaces de cambiar, en la cultura occidental, hasta el ser mismo de
las representaciones. Así
17 Lamarck, La Flore française, pp.
1-2.
18 Vicq d'Azyr, Premiers discours
anattomiques, 1786, pp. 17-8.
19 Lamarck, Mémoires de physique et d'histoire naturelle, año
1797, p. 248.
LA FLEXIÓN
DE LAS PALABRAS 229 como la teoría del nombre en los siglos XVII y XVIII se
alojaba lo más cerca de la representación y por ello dominaba, hasta cierto punto, el análisis de
las estructuras y del carácter en los seres vivos, la del precio y el
valor en las riquezas, así, al final de la época clásica, es la que subsiste
por más tiempo, deshaciéndose tarde, en el momento en que la representación
misma se modifica en el nivel más profundo de su régimen arqueológico.
Hasta principios del siglo XIX, los análisis del
lenguaje no mani- fiestan aún sino pocos cambios. Las palabras se interrogan
siempre a partir de sus valores
representativos, como elementos
virtuales del discurso que prescribe
a todas un mismo modo de ser. Sin embargo, estos contenidos
representativos no son analizados ya sólo en la di- mensión que se relaciona
con un origen absoluto, sea mítico o no. En la gramática
general, en su forma más pura,
todas las palabras de una lengua eran portadoras de una significación
más o menos oculta, más o menos derivada, pero cuya primitiva razón de ser residía en una designación inicial.
Toda lengua, por compleja que fuera,
es- taba colocada en la abertura procurada, de una vez por todas, por los gritos arcaicos. Las semejanzas
laterales con otras lenguas —sonori- dades vecinas que recubren
significaciones análogas— sólo eran nota- das y recogidas para confirmar
la relación vertical de cada una con
estos valores profundos, encallados, casi mudos. En el último cuarto del siglo
XVIII, la comparación horizontal entre
las lenguas adquiere otra función:
no permite ya saber lo que cada una
puede guardar de la memoria
ancestral, qué marcas anteriores a Babel están depositadas en la
sonoridad de sus palabras; pero debe permitir medir hasta qué punto se
asemejan, cuál es la densidad de sus similitudes, dentro de qué límites son
transparentes una a otra. De allí esas grandes con- frontaciones de diversas
lenguas que vemos aparecer a fines del siglo —y, a veces, por la presión de
motivos políticos, como las tentativas hechas en Rusia 20 para establecer una relación detallada de las
len- guas del Imperio; en 1787, apareció en Petrogrado el primer volumen del Glossarium
comparativum totius orbis; debía hacer referencia a 279 lenguas: 171 del
Asia, 55 de Europa, 30 del África y 23 de Amé- rica.21 Estas comparaciones se hacen exclusivamente a
partir de los contenidos representativos y en función de ellos; se confronta un
mismo núcleo de significación —que sirve de invariable— con las palabras que
pueden designarlo en las diversas lenguas (Adelung22 da 500
versiones del Paternóster en lenguas y dialectos diferentes); o
20 Bachmeister, Idea et desideria de colligendis linguarum specimenibus,
Petrogrado, 1773; Güldenstadt, Voyage dans le Caucase.
21 La segunda edició n, en cuatro volú menes, apareció en 1790-1. 22 F.
Adelung, Mithridates, 4 vols., Berlí n, 1806-17
230 LOS
LIMITES DE LA REPRESENTACIÓN también, eligiendo una raíz como elemento
constante a través de for- mas ligeramente variadas, se determina
el abanico de sentidos que puede tomar (se trata de los primeros ensayos de
lexicografía, como el de Buthet de La Sarthe). Todos estos análisis
remiten siempre a dos principios que eran ya los de la gramática
general: el de una lengua
primitiva y común que habría proporcionado el grupo inicial de raíces y el de una serie de acontecimientos históricos,
extraños al lenguaje, y que, desde el exterior, lo pliegan, lo usan, lo afinan,
lo doman, al multiplicar o mezclar las formas (invasiones, migraciones,
progreso de los conocimientos, libertad o esclavitud política, etc.).
Ahora bien, la confrontación de las lenguas a
fines del siglo XVIII saca a luz una figura intermediaria entre la articulación
de los contenidos y el valor de las raíces: se trata de la flexión. Es
verdad que los gramáticos conocían desde tiempo atrás los fenómenos
flexionales (así como, en la
historia natural, se conocía el concepto de organización antes de Pallas y
de Lamarck; y, en economía, el concepto de trabajo antes de Adam Smith); pero las flexiones sólo eran analizadas por su valor representativo —sea que se las
considerara como representaciones anexas, sea que se las viera como una
manera de ligar las representaciones entre ellas (algo así como otro
orden de las palabras). Pero cuando se hace, como lo hicieron Coeurdoux23 y William Jones,24 la comparación entre las
diferentes formas del verbo ser en sánscrito y en latín o griego, se descubre
una relación de constancia que es inversa a la admitida por lo general:
lo que se altera es la raíz y lo análogo son las flexiones. La serie sánscrita
asmi, asi, asti, smas, stha, santi, corresponde exactamente,
pero por analogía flexional, a la serie latina sum, es, est,
sumus, estis, sunt. Sin duda alguna, Coeurdoux y Anquetil-Duperron
permanecieron en el nivel de los análisis de la gramática general cuando
el primero vio en este paralelismo los restos de una lengua primitiva; y el
segundo el resultado de la mezcla histórica que pudo hacerse entre hindúes y
mediterráneos por la época del reino de Bactriana. Pero lo que estaba en juego
en esta conjugación comparada no era ya el lazo entre la sílaba primitiva y el
primer sentido, sino una relación más compleja entre las modificaciones del
radical y las funciones de la gramática; se descubrió que entre dos lenguas
diferentes había una relación constante entre una serie determinada de
alteraciones formales y una serie, igualmente determinada, de funciones
gramaticales, de valores sintácticos o de modificaciones de sentido.
Por este hecho mismo, la gramática general
empieza a cambiar de 23 R. P.
Coeurdoux, Mémoires de l'Académie des
Inscriptions, t XLIX pp.
647-97.
24 W. Jones, Worfc, Londres, 1807, 13 vols.
LA FLEXIÓN DE LAS PALABRAS 231 configuración: sus diversos segmentos teóricos no se
encadenan ya de hecho de la misma manera unos a otros; y la red que los une dibuja un recorrido ya ligeramente diferente. Por la época de Bauzée o de Condillac, la
relación entre las raíces de forma tan lábil y el sentido recortado en las representaciones
o aun el lazo entre la capa- cidad de designar y la de articular, estaba asegurada por la soberanía del Nombre. Pero ahora interviene un nuevo elemento: por el lado del sentido
o de la representación no indica más que un valor accesorio, necesariamente
secundario (se trata del papel de sujeto o de complemento representado por el
individuo o la cosa designados; se trata del tiempo de la acción); pero por el lado de la forma, cons- tituye
el conjunto sólido, constante, inalterable o casi inalterable, cuya ley
soberana se impone a las raíces
representativas hasta modificarlas a ellas mismas. Es más, este
elemento, secundario por su valor sig- nificativo, primordial por su consistencia formal, no es él mismo una sílaba aislada, como una especie de raíz constante, es un sistema
de modificaciones cuyos diversos segmentos son solidarios unos de otros:
la letra s no significa la segunda persona, como la letra e significaba,
según Court de Gébelin, la respiración, la vida y la existencia; es el conjunto
de las modificaciones m, s, t, lo que da a la raíz verbal los valores de
la primera, la segunda y la tercera personas.
Este nuevo análisis
se aloja, hasta fines del siglo XVIII, en la inves- tigació
n de los valores representativos
del lenguaje. De lo que se trata es aún del
discurso. Pero ya aparece, a través del
sistema de flexiones, la dimensión de lo gramatical puro: el lenguaje
no está ya constituido solamente por representaciones
y sonidos que a su vez los representan y se ordenan entre sí de acuerdo con las exigencias de los lazos
del pensamiento; está constituido además por elementos formales,
agrupados en sistema, y que imponen a los sonidos, a las sílabas, a las raíces,
un régimen que no es el de la representación. Se ha introducido así en el análisis
del lenguaje un elemento que le es irreductible (así como se introduce el
trabajo en el análisis del cambio o la organización en el de los caracteres). A
título de pri- mera consecuencia puede señalarse la aparición, a fines del
siglo XVIII, de una fonética que no es ya una investigación de los primeros
valores expresivos, sino análisis de los sonidos, de sus relaciones y de su
posible transformación de unos en otros; en 1781, Helwag definió el triángulo
vocálico.25 Puede señalarse también la aparición de los
pri- meros esbozos de gramática comparada: no se toma ya, como objeto de
comparación en las diversas lenguas, la pareja formada por un grupo de letras y
un sentido, sino conjuntos de modificaciones con valor gramatical
(conjugaciones, declinaciones y afijaciones). Las
25 Helwag, De formatione
loquelae, 1781.
232 LOS LIMITES DE LA REPRESENTACIÓN lenguas se confrontan no ya por aquello que designan las
palabras, sino por lo que las liga unas
a otras; ahora van a comunicarse directa- mente una con otra —no ya por
la mediación de ese pensamiento anónimo
y general que tienen que representar—, gracias a esos mi- núsculos
instrumentos de apariencia tan frágil,
pero tan constantes, tan irreductibles, que disponen las palabras en relación unas con otras. Como dice
Monboddo: "El mecanismo de las
lenguas es me- nos arbitrario y está
mejor regulado que la pronunciación de las palabras, por ello encontramos en él un criterio excelente para deter- minar la afinidad de las lenguas entre sí.
Es por esto por lo que cuando vemos que dos lenguas emplean de la misma manera
estos grandes procesos del
lenguaje, la derivación, la composición, la in- flexión, podemos concluir
que la una deriva de la otra o que ambas son dialectos de una misma
lengua primitiva".26 Mientras la lengua se definió como discurso,
no podía tener más historia que la de sus representaciones: las ideas, las
cosas, los conocimientos, los senti- mientos cambiaban y entonces, y sólo
entonces, se modificaba la lengua en proporción exacta con estos cambios. Pero
ahora hay un "mecanismo" interior de las lenguas que determina no sólo
la indivi- dualidad de cada una de ellas, sino también sus semejanzas con las
otras: es este mecanismo, portador de identidad y de diferencia, signo de
vecindad, marca de parentesco, el que va a convertirse en soporte de la historia.
Gracias a él, podrá introducirse la historicidad dentro del espesor de la
palabra misma.
5.
IDEOLOGÍA Y CRÍTICA
En la gramática general, en la historia
natural, en el análisis de las riquezas se produjo, pues, hacia
los últimos años del siglo XVIII, un acontecimiento que tiene, por
doquier, el mismo tipo. Los signos cuyas representaciones eran afectadas, el análisis de las identidades y de
las diferencias que podía pues
establecerse, el cuadro a la vez continuo y articulado que se instauraba
en la abundancia de similitu- des, el orden definido entre las multiplicidades
empíricas, no podían fundarse de ahora en adelante sobre el desdoblamiento solo
de la representación en relación consigo misma. A partir de este aconteci-
miento, lo que valora los objetos del deseo no son ya solamente los otros
objetos que el deseo puede representarse, sino un elemento irreductible a esta
representación: el trabajo; lo que permite carac- terizar un ser natural
no son ya los elementos que pueden analizarse sobre las representaciones que
uno se hace sobre él y sobre otros, sino
26 Lord Monboddo, Ancient Metaphysics, vol.
iv, p. 326.
IDEOLOGÍA Y CRITICA 233 una cierta relación
interior de este ser a la que se llama su organiza- ción: lo que permite
definir una lengua no es la manera
en que ella representa las representaciones, sino una cierta arquitectura interna, una cierta manera de
modificar las palabras mismas de
acuerdo
con el lugar gramatical que ocupan unas en relación con otras: su sistema
flexional. En todos los casos, la
relación de la representación consigo misma y las relaciones de orden que permite
determinar más allá de cualquier
medida cuantitativa, pasan ahora por condiciones exteriores a la representación
misma en su actualidad. Para ligar
la represen- tación de un sentido con la de una
palabra, es necesario referirse y recurrir a las leyes puramente gramaticales
de un lenguaje que, fuera de cualquier poder de representar
las representaciones, está sometido al sistema riguroso de sus modificaciones
fonéticas y de sus subordina- ciones sintéticas; en la época clásica,
las lenguas tenían una gramática debido a que tenían la fuerza de representar; ahora representan a partir de esta
gramática que es, para ellas, como
un envés histórico, un volumen
interior y necesario cuyos valores
representativos no son sino la cara extema, centelleante y
visible. Para ligar, en un carácter
definido, una estructura parcial y la visibilidad de conjunto de un ser vivo, es necesario referirse ahora a
las leyes puramente biológicas que, más allá de cualquier marca de filiación
y como en retroceso con relación a ellas, organiza las relaciones
entre funciones y órganos; los seres vivos no definen ya sus
semejanzas, sus afinidades y sus familias
a partir de su desplegada descriptibilidad; tienen caracteres que el
lenguaje puede recorrer y definir, porque son una estructura que es como el envés
sombrío, voluminoso e interior de su visibilidad: en la superficie clara y
discursiva de esta masa secreta pero soberana emergen los caracteres, especie
de depósito exterior a la periferia de organismos que ahora están anudados en sí
mismos. Por último, cuando se trata de ligar la representación de un objeto de
necesidad con todos aquellos que pueden figurar frente a él en el acto de cam-
bio, es necesario recurrir a la forma y a la cantidad de un trabajo que
determina su valor; lo que jerarquiza las cosas en los movimientos continuos
del mercado no son los otros objetos ni las otras necesida- des, sino la
actividad que los ha producido y que, silenciosamente, se ha depositado en
ellos; son las jornadas y las horas necesarias para fabricarlos, para
extraerlos o para transportarlos las que constituyen su pesantez propia, su
solidez mercantil, su ley interior y, por ello, lo que puede llamarse su precio
real; a partir de este núcleo esencial, pueden realizarse los cambios y los
precios del mercado, después de haber oscilado, encuentran su punto fijo.
Este acontecimiento un tanto enigmático, este acontecimiento subterráneo que, hacia
fines del siglo XVIII, se produjo en estos tres
234 LOS LIMITES DE LA REPRESENTACIÓN dominios
al someterlos de un solo golpe a una misma ruptura, se puede pues ahora
asignar a la unidad que fundamenta sus formas diversas. Se ve cuán superficial
sería buscar esta unidad por el lado de un progreso de la racionalidad o del descubrimiento de un tema
cultural nuevo. En los últimos años del siglo XVIII, no se ha hecho entrar
los fenómenos complejos de la biología, de la historia de las lenguas o de la
producción industrial en las formas
de análisis racio- nal a las que hasta entonces habían sido extraños; tampoco se inició un interés repentino —bajo la
"influencia" de cierto
"romanticismo" naciente— por las figuras complejas de la
vida, de la historia y la
sociedad;
no se produjo una separación, bajo la instancia de sus pro- blemas,
de un racionalismo sometido al modelo de la mecánica, a las reglas del análisis y a las leyes del entendimiento. O, por
mejor decir, todo esto se produjo en realidad, pero como un movimiento de la superficie: alteración y deslizamiento de los intereses
culturales, redis- tribución de las opiniones y de los juicios, aparición de
nuevas formas en el discurso científico, olas trazadas por primera vez sobre
la super- ficie ilustrada del saber. De un modo más fundamental,
y en el nivel en el que los conocimientos se enraizan en su positividad, el aconte- cimiento no concierne a
los objetos propuestos, analizados y explica- dos por el conocimiento,
ni tampoco a la manera de conocerlos o racionalizarlos, sino a la relación de
la representación con lo que se da en ella. Lo que se produjo con Adam Smith,
con los primeros filólogos, con Jussieu, Vicq d'Azyr o Lamarck, es un
desplazamiento ínfimo, pero absolutamente esencial y que hizo oscilar todo el
pensa- miento occidental: la representación perdió el poder de fundar, a partir
de sí misma, en su despliegue propio y por el juego que la duplica en sí, los
lazos que pueden unir sus diversos elementos. Nin- guna composición, ninguna
descomposición, ningún análisis de identi- dades y de diferencias puede
justificar ya el lazo de las representacio- nes entre sí; el orden, el cuadro
en el cual se espacializa, las vecindades que define, las sucesiones que
autoriza como otros tantos recorridos posibles entre los puntos de su
superficie, no tiene ya el poder de ligar las representaciones entre sí o los
elementos de cada una de ellas entre sí. La condición de estos lazos reside a
partir de ahora en el exterior de la representación, más allá de su visibilidad
inmediata, en una especie de trasmundo más profundo que ella y más espeso. Para
volver al punto en que se anudan las formas visibles de los seres —la
estructura de los vivientes, el valor de las riquezas, la sintaxis de las
palabras— es necesario dirigirse hacia esta cima, hacia este punto necesario
pero siempre inaccesible que se hunde, fuera de nuestra mirada, hacia el corazón
mismo de las cosas. Retiradas hacia su esen- cia propia, asentadas al fin en la
fuerza que las anima, en la organiza-
IDEOLOGÍA Y
CRITICA 235 ción que las mantiene, en la génesis que no cesa
de producirlas, las cosas escapan, en su verdad fundamental,
al espacio del cuadro; en vez de no ser más que la constancia
que distribuye sus representacio- nes de acuerdo con las mismas
formas, se enrollan sobre sí mismas, se dan un volumen propio, se definen
un espacio interno que, para nuestra representación, está en el exterior. A partir de la arquitectura que ocultan, de la
cohesión que mantiene su régimen
soberano y secreto sobre cada una de sus partes, desde el fondo de esta fuerza
que las hace nacer y permanece en ellas como algo inmóvil pero
aún vibrante, las cosas se dan por fragmentos, perfiles, trozos, escamas,
muy parcialmente, a la representación.
Ésta no separa, de su inaccesi-
ble reserva, sino trozo a trozo de pequeños elementos cuya unidad sigue estando anudada allá abajo. El espacio del orden que servía de lugar común a la representación y a las cosas, a la visibilidad em- pírica
y a las reglas esenciales, que unía las regularidades de la natura- leza y
las semejanzas de la imaginación en el
cuadriculado de las identidades y de las diferencias, que exponía la
sucesión empírica de las representaciones en un cuadro simultáneo y permitía
recorrer, paso a paso, de acuerdo con una sucesión lógica, el conjunto de los
elementos de la naturaleza hechos contemporáneos de sí mismos... este espacio
del orden va a quedar roto desde ahora: habrá cosas, con su organización
propia, sus nervaduras secretas, el espacio que las articula, el tiempo que las
produce; y después la representación, pura sucesión temporal, en la que ellas
se anuncian siempre parcial- mente a una subjetividad, a una conciencia, al
esfuerzo singular de un conocimiento, al individuo "psicológico" que,
desde el fondo de su propia historia, o a partir de la tradición que se le ha
trasmitido, trata de saber. La representación está en vías de no poder definir
ya el modo de ser común a las cosas y al conocimiento. El ser mismo de lo que
va a ser representado va a caer ahora fuera de la represen- tación misma.
Sin embargo, esta proposición es imprudente.
Anticipa, en todo caso, una disposición del saber que no se establece
definitivamente hasta fines del siglo
XVIII. No debe olvidarse que si Smith, Jussieu y W. Jones han utilizado las nociones de trabajo, de organización y
de sistema gramatical, no lo hicieron para salir del espacio tabular
defi- nido por el pensamiento clásico,
ni para rodear la visibilidad de las cosas y escapar al juego de la
representación que se representa a sí misma; lo hicieron sólo por instaurar una
forma de enlace que fuera, a la vez, analizable, constante y fundada. Se trató
siempre de encon- trar el orden general de las identidades y de las
diferencias. El gran rodeo que buscará, del otro lado de la representación, el
ser mismo de lo representado, no se ha realizado aún; sólo ha quedado ya ins-
236 LOS
LIMITES DE LA REPRESENTACIÓN taurado el lugar a
partir del cual será posible. Pero este lugar figura siempre en las disposiciones interiores de la
representación. Sin duda alguna, a
esta configuración epistemológica ambigua corresponde una dualidad filosófica
que indica su próximo desenlace.
La coexistencia,
a fines del siglo XVIII, de la Ideología y de la filosofía crítica —de Destutt de Tracy y de Kant— reparte en la forma
de dos pensamientos externos
uno a otro, pero simultáneos, lo que las reflexiones científicas por su
parte mantienen en una unidad que promete disociarse muy pronto. En Destutt de
Tracy o en Ge-rando, la Ideología se
da a la vez como la única forma
racional y científica que puede revestir la filosofía y como único fundamento filosófico que puede proponerse a las
ciencias en general y a cada dominio singular del conocimiento. La Ideología, ciencia de las ideas,
debe ser un conocimiento del mismo tipo
que los que tienen por objeto los seres de la naturaleza, las palabras
del lenguaje o las leyes de la sociedad. Pero, en la medida misma en que
tiene por objeto las ideas, la manera de expresarlas en las palabras
y de ligarlas en
los razonamientos sirve como Gramática y Lógica de toda ciencia posible. La Ideología no pregunta por el fundamento, los límites o la raíz de la
representación; recorre el dominio de las representa- ciones en general;
fija las sucesiones necesarias que aparecen allí; de- fine los lazos que allí
se anudan; manifiesta las leyes de composición y de descomposición que pueden
reinar allí. Aloja todo saber en el espacio de las representaciones y, al
recorrer este espacio, formula el saber de las leyes que organiza. Es, en
cierto sentido, el saber de todos los saberes. Pero esta duplicación
fundamentadora no la hace salir del campo de la representación; su fin es
plegar todo conoci- miento a una representación a cuya inmediatez uno no escapa
jamás: "¿Os habéis dado cuenta alguna vez, con un poco de precisión, de lo
que es pensar, de lo que se experimenta al pensar, sea lo que fue- re?... Os
decís: pienso esto, cuando tenéis una opinión, cuando formáis un juicio.
En efecto, hacer un juicio, verdadero o falso, es un acto del pensamiento; este
acto consiste en sentir que hay un lazo, una relación... Pensar, como
veis, es siempre sentir y nada más que sentir".27 Sin embargo, hay que advertir
que, al definir el pensamiento de una relación por la sensación de esta relación
o, más brevemente, el pensamiento en general por la sensación, Destutt cubre
muy bien, sin salir de él, todo el dominio de la representación; pero llega a
la frontera en la que la sensación, como forma primera, abso- lutamente simple
de la representación, como contenido mínimo de lo que puede darse al pensamiento,
oscila entre el orden de las con- diciones fisiológicas que pueden dar cuenta
de él. Aquello que, leído
27 Destutt de Tracy, Éléments d'Idéologie,
I, pp. 33-5.
IDEOLOGÍA Y CRITICA 237 en un
sentido, aparece como la generalidad más pequeña del pensa- miento, aparece, descifrado en otra
dirección, como e
l resultado com-
plejo de una singularidad zoológica: "Se tiene tan sólo
un conoci- miento incompleto de un animal,
cuando no se conocen sus facultades intelectuales. La ideología es una parte de
la zoología y, sobre todo, en el hombre, esta parte es importante y merece ser
profundizada".28 El análisis
de la representación, en el momento en que alcanza su mayor extensión, toca con
su borde más externo un dominio que sería poco más o menos —o mejor dicho, que
será, pues no existe aún— el de la ciencia natural del hombre.
Por
diferentes que sean por su forma, su estilo y su intención, la pregunta
kantiana y la de los ideólogos tiene un mismo punto de
aplicación: la relación de las
representaciones entre sí. Pero tal rela- ción —lo que la fundamenta y la justifica— no es planteada por
Kant en el nivel de la representación,
ni siquiera atenuada en su con- tenido hasta no ser ya más,
en los confines de la pasividad y de la conciencia, que pura y simple
sensación; Kant plantea su pregunta en la dirección de lo que la hace posible en su generalidad. En vez de fundamentar el lazo entre las representaciones por una especie de excavación
interna que lo vacia poco a poco hasta llegar a la pura impresión, lo establece
sobre las condiciones que definen su forma umversalmente válida. Al dar esta dirección a su pregunta, Kant
esquiva la representación y lo que se da en ella, para dirigirse a aquello
mismo a partir de lo cual puede darse toda representación, sea la que fuere. No
son pues las representaciones mismas, según las leyes de un juego que les es
propio, las que podrían desplegarse a partir de sí y por un solo movimiento
descomponerse (por el análi- sis) y recomponerse (por la síntesis): sólo los
juicios de la experien- cia o las verificaciones empíricas pueden fundarse
sobre los conte- nidos de la representación. Cualquier otro enlace debe
fundarse, si ha de ser universal, más allá de toda experiencia, en el apriori
que la hace posible. No se trata de otro mundo, sino de las condiciones que
permiten la existencia de toda representación del mundo en general.
Así, pues, hay una correspondencia cierta entre la crítica kantiana y lo que por la misma época se ofrecía como primera forma, más o menos
completa, de análisis ideológico. Pero la Ideología, al exten- der su
reflexión sobre todo el campo del conocimiento —desde las impresiones
originales hasta la economía política, pasando por la lógica, la aritmética,
las ciencias de la naturaleza y la gramática—, intentó recoger en la forma de
la representación aquello mismo que estaba en vías de constituirse y de
reconstituirse fuera de ella. Esta
28 Id., ibid., prefacio, p. 1.
238 LOS
LIMITES DE LA REPRESENTACIÓN nueva toma no podía hacerse sino bajo la forma casi mítica de
una génesis singular y universal a la vez: una conciencia, aislada,
vacía y abstracta, debía desarrollar
poco a poco, a partir de la representación más pequeña, el
gran cuadro de todo lo representable.
En este sen- tido, la Ideología es
la última de las filosofías clásicas —un poco a la manera en que Juliette
es el último de los relatos clásicos.
Las esce- nas y los razonamientos de Sade
recogen toda la nueva violencia del
deseo en el despliegue de una representación transparente y sin defecto; los análisis
de la Ideología recogen en el relato de un nacimiento todas las formas,
hasta las más complejas,
de la representación. Frente a la Ideología, la crítica kantiana marca, en cambio, el umbral de nuestra época
moderna; interroga a la representación no sólo de acuerdo con el movimiento
indefinido que va del elemento simple a todas sus posibles combinaciones, sino a
partir de sus límites de
derecho. Sanciona así, por vez primera, este
acontecimiento de la cultura euro- pea que es contemporáneo del fin del siglo XVIII: la
retracción del saber y del pensamiento fuera del espacio de la representación.
Esta última es puesta en cuestión por lo que respecta a su fundamento, su
origen y sus límites: por este hecho mismo, el campo ilimitado de la
representación, que el pensamiento clásico había instaurado, y que la Ideología
había querido recorrer paso a paso discursiva y científica- mente, aparece como
una metafísica. Pero como una metafísica que jamás será evadida ella misma, que
sería planteada en un dogmatismo inadvertido y que jamás haría salir a plena
luz la cuestión de su derecho. En este sentido, la Crítica hace resurgir la
dimensión meta- física que la filosofía del siglo XVIII había querido reducir
por el solo análisis de la representación. Pero, a la vez, abre la posibilidad
de otra metafísica cuyo propósito sería interrogar, más allá de la representa-
ción, todo lo que es la fuente y el origen de ésta; permite así estas filosofías
de la Vida, de la Voluntad, de la Palabra, que el siglo XIX va a desplegar en
el surco de la crítica.
6. LAS SÍNTESIS OBJETIVAS
De allí, una serie casi infinita de
consecuencias. En todo caso, de consecuencias ilimitadas, ya que nuestro
pensamiento de hoy perte- nece todavía a su dinastía. En primera fila debe
colocarse sin duda alguna el surgimiento simultáneo
de un tema trascendental y de cam- pos empíricos nuevos —o cuando menos, distribuidos y
fundados de
manera nueva. Ya
hemos visto cómo, en el siglo XVII, la aparición de la mathesis en
cuanto ciencia general del orden no había desempeñado solamente un papel
fundador en las disciplinas matemáticas,
LAS SÍNTESIS OBJETIVAS 239 sino
que había sido correlativa de la formación de dominios diversos y puramente empíricos,
como la gramática general, la historia natural y
el análisis de las riquezas; éstos no se construyeron de acuerdo con
un "modelo" que les
hubiera prescrito la matematización
o la mecanización de la naturaleza; se constituyeron y dispusieron sobre el
fondo de una posibilidad general: la
que permitía establecer un cuadro ordenado de identidades y de diferencias
entre las representa- ciones. En los últimos años del siglo XVIII, lo que hace aparecer, corre- lativamente, dos formas
nuevas de pensamiento es la disolución de este campo homogéneo de las representaciones ordenables. Una de estas nuevas formas interroga las condiciones de una relación
entre las representaciones por el lado de lo que las hace posibles
en general: pone así al descubierto un campo trascendental en el que el sujeto, que nunca se da a la experiencia (por no ser empírico), sino que es finito (ya que
no tiene intuición intelectual), determina en su rela- ción con un objeto = x todas las condiciones formales de la
expe- riencia en general; el análisis
del sujeto trascendental es lo que libera el fundamento
de una
posible síntesis entre las representaciones. Frente a esta abertura sobre lo trascendental y simétricamente a ella,
otra forma de pensamiento se plantea la pregunta por las
condiciones de una relación entre
las representaciones por el lado del ser mismo que se encuentra representado en ellas: lo que, en el horizonte de
todas las representaciones reales, se indica de suyo como fundamento de
su unidad son estos objetos nunca objetivables, estas representacio- nes jamás
representables del todo, estas visibilidades manifiestas e in- visibles a la
vez, estas realidades que se retiran en la medida misma en que son
fundamentadoras de lo que se da y se adelanta hasta nosotros: el poder del
trabajo, la fuerza de la vida, el poder de hablar. A partir de estas formas que
rondan en los límites exteriores de nuestra experiencia, el valor de las cosas,
la organización de los vivientes, la estructura gramatical y la afinidad histórica
de las lenguas llegan hasta nuestra representación y nos solicitan la tarea,
quizá infinita, del conocimiento. Se buscan así las condiciones de posibilidad
de la experiencia en las condiciones de posibilidad del objeto y de su exis-
tencia, en tanto que, en la reflexión trascendental, se identifican las
condiciones de posibilidad de los objetos de la experiencia con las con-
diciones de posibilidad de la experiencia misma. La nueva positi- vidad de las
ciencias de la vida, del lenguaje y de la economía está en correspondencia con
la instauración de una filosofía trascendental. El trabajo, la vida y el
lenguaje aparecen como otros tantos "tras- cendentales" que hacen
posible el conocimiento objetivo de los seres vivos, de las leyes de la
producción, de las formas del lenguaje. En su ser, están más allá del
conocimiento, pero son, por ello mismo, con-
240 LOS LIMITES DE LA REPRESENTACIÓN diciones de los conocimientos; corresponden al
descubrimiento de Kant de un campo
trascendental y, sin embargo, difieren en dos pun- tos esenciales:
se alojan del lado del objeto y en cierta
forma más allá; como la Idea en la dialéctica trascendental, totalizan los fenó- menos
y hablan de la coherencia a priori de las multiplicidades em-
píricas; pero las
fundamentan en un ser cuya realidad enigmática
constituye, antes de todo conocimiento, el
orden y el lazo de lo que ha de conocerse;
además, conciernen al dominio de las verdades a pos- teriori y los principios de su síntesis —y no la síntesis a priori
de toda experiencia posible. La primera
diferencia (el hecho de que los trascendentales estén alojados del lado del objeto)
explica el naci- miento d
e esas metafísicas que, a pesar de su cronología poskantiana,
aparecen como "precríticas": en efecto, se apartan del análisis de
las condiciones del conocimiento tal
como pueden develarse al nivel de la
subjetividad trascendental; pero estas metafísicas se desarrollan a partir de los
trascendentales objetivos (la
Palabra de Dios, la Volun- tad, la
Vida) que sólo son posibles en la medida en que el dominio de la
representación está limitado de antemano; tienen, pues, el mismo
suelo arqueológico que la Crítica misma. La segunda diferencia
(el hecho de que estos
trascendentales conciernan a las síntesis a pos- teriori) explica la
aparición de un "positivismo": se ofrece a la expe- riencia toda una
capa de fenómenos cuya racionalidad y encadena- miento reposan sobre un
fundamento objetivo que no es posible sacar a luz; no es posible conocer las
sustancias, sólo los fenómenos; no las esencias, sino las leyes; no los seres,
sino sus regularidades. Así, se ins- taura, a partir de la crítica —o más bien,
a partir de este desplaza- miento del ser en relación con la representación
cuyo primer testi- monio filosófico es el kantismo—, una correlación fundamental:
por un lado, las metafísicas del objeto, más exactamente, las metafísicas de
ese fondo, nunca objetivable, de donde llegan los objetos a nuestro
conocimiento superficial; y por el otro, las filosofías que se proponen como
tarea la sola observación de aquello mismo que se ofrece a un conocimiento
positivo. Vemos cómo los dos términos de esta oposi- ción se prestan apoyo y se
refuerzan uno a otro; en el tesoro de los conocimientos positivos (y sobre todo
de los que pueden entregar la biología, la economía y Ja filología) encontrarán
su punto de ataque las metafísicas de los "fondos" o los
"trascendentales" objetivos; y a la inversa, en la partición entre el
fondo incognoscible y la racionalidad de lo cognoscible encontrarán su
justificación los positivismos. El triángulo crítica-positivismo-metafísica del
objeto es constitutivo del pensamiento europeo desde principios del siglo XIX
hasta Bergson.
Una
organización de tal tipo está ligada, en su posibilidad arqueo- lógica,
con el surgimiento de esos campos empíricos de los que el
LAS SÍNTESIS
OBJETIVAS 241 análisis interno puro y simple de la representación no puede
ya dar cuenta a partir de ahora. Es pues correlativa de un cierto número de disposiciones
propias de la episteme moderna.
Primero,
sale a luz un tema que hasta entonces no se había formu- lado y
era,
a decir verdad, inexistente. Puede parecer
extraño que, en la época clásica, no se haya intentado matematizar las ciencias de observación, los
conocimientos gramaticales o la
experiencia econó- mica. Como si la matematización galileana de la naturaleza y el fun- damento de la mecánica
hubieran sido suficientes para
realizar el proyecto de una mathesis.
No hay en ello ninguna paradoja: el aná- lisis de las representaciones según sus identidades y sus diferencias, su ordenación en cuadros
permanentes, ponían, con todo derecho, a
las ciencias de lo cualitativo en el campo de
una mathesis universal. A fines del siglo XVIII, se produjo una separación fundamental y nueva; ahora que el lazo de las
representaciones no se establece
ya en el movimiento mismo que las
descompone, las disciplinas analíticas resultan epistemológicamente distintas de las que deben recurrir a la
síntesis. Se tendrá, pues, un campo de ciencias a priori, de ciencias
formales y puras, de ciencias
deductivas que dependen de la lógica y las matemáticas; por otra parte, se ve
desprenderse un dominio de ciencias a posteriori, de ciencias empíricas
que sólo utilizan las for- mas deductivas fragmentariamente y en regiones
estrechamente locali- zadas. Ahora bien, esta separación tiene como
consecuencia la preocu- pación epistemológica de reencontrar, en otro nivel, la
unidad que se había perdido con la disociación de la mathesis y de la
ciencia universal del orden. De allí, un cierto número de esfuerzos que carac-
terizan la reflexión moderna sobre las ciencias: la clasificación de los
dominios del saber a partir de las matemáticas y la jerarquización que se
instaura para ir progresivamente hacia lo más complejo y menos exacto; la
reflexión sobre los métodos empíricos de la inducción y, a la vez, el esfuerzo
por fundamentarlos filosóficamente y justificarlos desde un punto de vista
formal; la tentativa de purificar, formalizar y, quizá, matematizar, los
dominios de la economía, de la biología y, por último, de la lingüística misma.
Como contrapunto de estas ten- tativas de reconstruir un campo epistemológico
unitario, se encuen- tra, a intervalos regulares, la afirmación de una
imposibilidad: ésta se debería o bien a una especificidad irreductible de la
vida (que se intenta cercar, sobre todo a principios del siglo XIX), o bien al
carác- ter singular de las ciencias humanas que se resistirían a toda reduc- ción
metodológica (se intenta definir y medir esta resistencia, sobre todo en la
segunda mitad del siglo XIX). Sin duda alguna, en esta doble afirmación,
alternada o simultánea, de poder y de no poder formalizar lo empírico, hay que
reconocer la huella de ese profundo
242 LOS LIMITES
DE I A REPRESENTACIÓN acontecimiento que, hacia fines del siglo
XVIII, separó la posibilidad de la síntesis del
espacio de las representaciones. Es este acontecimiento el que coloca
la formalización, o la matematización, en el corazón mismo de todo proyecto
científico moderno; es también lo
que explica por qué toda matematización prematura o toda formalización
ingenua de lo empírico toma el aire de un dogmatismo "pre-crítico" y
resuena en el pensamiento como un retorno a las trivialidades de la Ideología.
Sería necesario evocar aún un segundo carácter
de la episteme moderna. Durante la época clásica, la relación
constante y funda- mental del saber, aun del empírico, con una mathesis universal jus-
tifica el proyecto, retomado
sin cesar bajo formas diversas, de un corpus de los conocimientos unificado
al
fin; este proyecto fue to- mando, paso a paso, pero sin que su fundamento
se hubiera modifi- cado, el aire de una ciencia general del movimiento, de una
caracterís- tica universal, de una lengua reflexionada y reconstituida con todos sus valores de análisis y con todas sus posibilidades
de sintaxis, o de una Enciclopedia alfabética o analítica del saber; importa poco que estas tentativas no hayan
alcanzado la perfección o que no hayan cumplido del todo el designio que las
hizo nacer: todas ellas mani-
fiestan, en la superficie visible de los acontecimientos o de lo
s
textos, la profunda unidad que la época clásica había instaurado
al dar al saber, como pedestal arqueológico, el análisis de las
identidades y de las diferencias y la posibilidad universal de una ordenación. De suerte
que Descartes, Leibniz, Diderot y
D'Alambert, en lo que podemos llamar su fracaso, en su obra detenida o desviada, permanecieron muy cerca de lo que era constitutivo del pensamiento clásico. A partir
del siglo XIX, se rompió la unidad de la mathesis. Se rompió dos veces: primero, según la línea que separa las
formas puras del análisis y las leyes de la síntesis, y por otra parte
según la línea que separa, cuando se trata de fundamentar las síntesis, la
subjetividad trascendental y el modo de ser de los objetos. Estas dos formas de
ruptura dan naci- miento a dos series de intentos que una cierta pretensión de
univer- salidad parece convertir en eco de las empresas cartesianas o leibni-
zianas. Pero visto un poco más de cerca, la unificación del campo del
conocimiento no tuvo ni pudo tener, en el siglo XIX, ni las mis- mas formas, ni
las mismas pretensiones, ni los mismos fundamentos que en la época clásica. En
la época de Descartes ó de Leibniz, la transparencia recíproca del saber y de
la filosofía era total, a tal grado que la universalización del saber en un
pensamiento filosófico no exigía un modo de reflexión específico. A partir de
Kant, el problema es enteramente diferente; el saber no puede ya desplegarse
sobre el fondo unificado y unificador de una mathesis. Por una parte se
plan-
LAS SÍNTESIS OBJETIVAS 243 tea el problema de
las relaciones entre el campo formal y el campo trascendental (y en
este nivel, todos los contenidos empíricos del saber son puestos entre paréntesis
y permanecen en suspenso por lo que se refiere a toda validez); y por la
otra, se plantea el problema de las
relaciones entre el dominio de la empiricidad y el fundamento trascendental del conocimiento (así,
pues, el orden puro de lo formal es hecho a un lado como no pertinente
para dar cuenta de esta región en la que se fundamenta toda experiencia, aun la
de las formas puras del pensamiento). Pero tanto en un caso como en el otro, el
pen- samiento filosófico de la universalidad no tiene el mismo nivel que el
campo del saber real; se constituye como una reflexión pura suscep- tible de fundamentar
o como una nueva toma capaz de develar. La primera forma de filosofía
se manifestó primero en la empresa fich- teana, en la que la totalidad del
dominio trascendental se deduce genéticamente de las leyes puras, universales y
vacías del pensamiento: con ello se abre un campo de investigaciones en el que
se intenta volver toda reflexión trascendental al análisis de los formalismos o
descubrir en la subjetividad trascendental el suelo de posibilidad de todo
formalismo. Por lo que respecta a la otra abertura filosófica, apareció primero
con la fenomenología hegeliana, al devolverse la totalidad del dominio empírico
al interior de una conciencia que se revela a sí misma como espíritu, es decir,
como campo empírico y trascendental a la vez.
Vemos cómo la tarea fenomenológica que
Husserl se fijará más adelante está ligada, en lo más
profundo de sus posibilidades y de sus imposibilidades, al destino de
la filosofía occidental, tal como se esta- bleció desde el siglo XIX. En
efecto, intenta anclar los derechos y los lími
tes
de una lógica formal en una reflexión de tipo trascendental
y, por
otra parte, ligar la subjetividad
trascendental con el horizonte implícito de los contenidos empíricos,
que sólo ella tiene la posibi- lidad de constituir, de mantener y de abrir por
medio de explicaciones infinitas. Pero quizá no escapa al peligro que amenaza,
antes aun de la fenomenología, a toda empresa dialéctica y la hace oscilar
siem- pre de grado o por fuerza en una antropología. Sin duda, no es posible
dar un valor trascendental a los contenidos empíricos ni desplazarlos del lado
de una subjetividad constituyente sin dar lugar, cuando menos silenciosamente,
a una antropología, es decir, a un modo de pensamiento en el que los límites de
derecho del conocimiento (y, en consecuencia, de todo saber empírico) son, a la
vez, las formas con- cretas de la existencia, tal como se dan precisamente en
este mismo saber empírico.
Las consecuencias más lejanas, y para
nosotros más difíciles de rodear, del acontecimiento fundamental que sobrevino a la episteme
244 LOS LIMITES DE LA REPRESENTACIÓN occidental
hacia fines del siglo XVIII, pueden resumirse así: negativa- mente,
el dominio de las formas puras del conocimiento se aisla, tomando a la vez autonomía y soberanía con respecto a
todo saber empírico, haciendo nacer y renacer indef
inidamente el proyecto de formalizar lo concreto y de
constituir, a despecho de todo, ciencias puras; positivamente, los dominios empíricos
se ligan a reflexiones sobre la subjetividad, el ser humano y la finitud,
tomando el valor y la función de la filosofía, lo mismo que de reducción de la
filoso- fía o de antifilosofía.
CAPÍTULO OCTAVO
TRABAJO, VIDA, LENGUAJE
1. LAS
NUEVAS EMPIRICIDADES
He aquí que hemos llegado mucho más allá del
acontecimiento his-
tórico que tratábamos
de situar —mucho más allá de los límites cro- nológicos de esta ruptura que parte en su profundidad a la episteme
del mundo occidental y aisla, para nosotros, el comienzo de una
cierta manera moderna de
conocer las empiricidades. Pues el pensamiento que nos es contemporáneo y con el cual, a querer o no, pensamos, se encuentra
dominado
aún en gran medida por la imposibilidad, que salió a luz a fines del siglo XVIII,
de fundar las síntesis en el espacio de la representación y por la
obligación correlativa, simultánea, pero también dividida contra sí misma, de abrir el campo trascendental
de la subjetividad y de constituir, a la inversa, más allá del objeto, esos "semitrascendentales" que son
para nosotros la Vida, el Trabajo, el Lenguaje. Para hacer surgir esta
obligación y esta imposibilidad en la severidad de su irrupción histórica, es necesaria hacer correr el
análisis todo a lo l
argo del pensamiento que encuentra su fuente en una oquedad
semejante; es necesario que el propósito
redoble apresuradamente el destino o la propensión del pensamiento
moderno para alcanzar por fin su punto de retorno: esta claridad actual, aún pálida
pero quizá decisiva, que nos permite, si no rodear por completo, cuando menos sí
dominar por fragmentos y adueñarnos un poco de lo que, de este pensamiento
formado en el umbral de la época moderna, llega aún hasta nosotros, nos reviste
y sirve de suelo continuo a nuestro discurso. Sin embargo, la otra mitad del
acontecimiento —la más importante, sin duda, pues concierne en su ser mismo, en
su raíz, a las positividades a las que se aferran nuestros conocimientos empíricos—
quedó en suspenso y es la que es necesario analizar ahora. En una primera fase
—la que se extiende cronológicamente de 1775 a 1795 y cuya configuración puede
dibujarse a través de las obras de Smith, Jussieu y Wilkins—, los conceptos de
trabajo, de organismo y de sistema gramatical fueron introducidos —o
reintro-ducidos con un status especial— en el análisis de las representaciones
y en el espacio tabular en el cual se desplegaba éste hasta ahora. Sin duda
alguna, su función no era aún más que la de autorizar este
[245]
246 TRABAJO,
VIDA, LENGUAJE análisis, permitir el establecimiento de las
identidades y las diferen- cias y proporcionar
el útil —como la medida cualitativa— para un ordenamiento. Pero ni el
trabajo, ni el sistema gramatical, ni la orga- nización
viva podían ser definidos o asegurados por el simple juego de la representación
que se descompone, se analiza, se recompone y así se representa a sí misma en una pura duplicación; el
espacio del análisis no podía, pues,
dejar de perder su autonomía. De ahora en adelante, el cuadro, que ha dejado de ser el lugar de todos los órde- nes posibles, la matriz de todas las relaciones,
la forma de distribu- ción de todos los seres en su individualidad singular, no forma ya sino una pequeña película
superficial para el saber; las
vecindades que manifiesta, las identidades elementales que circunscribe
y cuya repetición muestra, las semejanzas que desata al exponerlas, las cons-
tancias que permite recorrer no son sino los efectos de ciertas síntesis,
organizaciones o sistemas que se asientan mucho más allá de todas las
reparticiones que pueden ordenarse a partir de lo visible. El orden que se da a
la mirada, con el cuadriculado permanente de sus distin- ciones, no es más que
un centelleo superficial por encima de una profundidad.
El espacio del saber occidental está ahora
listo para oscilar: la taxinomia cuya gran capa
universal se exponía en correlación con la posibilidad de una mathesis
y que constituía el tiempo fuerte del saber —a la vez su primera
posibilidad y el término de su perfec- ción— va a ordenarse en una verticalidad
oscura: ésta definirá la ley de las semejanzas, prescribirá
las vecindades y las discontinuidades, fundará
las disposiciones perceptibles y hará desplazarse todos los
grandes desarrollos horizontales de la taxinomia hacia la región,
un tanto accesoria, de las consecuencias. Así, la cultura europea se in- venta una
profundidad en la que no se tratará ya de las identidades, de los
caracteres distintivos, de los cuadros permanentes con todos sus caminos y recorridos
posibles, sino de las grandes fuerzas ocultas desarrolladas a partir de su núcleo
primitivo e inaccesible, sino del origen, de la causalidad y de la historia. De
ahora en adelante, las cosas no llegarán ya a la representación a no ser desde
el fondo de este espesor replegado en sí mismo, quizá revueltas y más sombrías
por su oscuridad, pero anudadas con fuerza a sí mismas, reunidas o separadas,
agrupadas sin recurso por el vigor que se oculta allá abajo, en este fondo. Las
figuras visibles —sus lazos, los blancos que las aislan y recortan su perfil— sólo
se ofrecen a nuestra mirada ya compuestas del todo, ya articuladas en esta
noche subterránea que las fomenta con el tiempo.
Así, pues —y se trata de la otra fase del
acontecimiento—, el saber cambia de naturaleza y de forma en su positividad. Sería falso —y,
LAS NUEVAS EMPIRICIDADES 247 sobre
todo, insuficiente— el atribuir esta mutación al descubrimiento de objetos aún
desconocidos, como el sistema gramatical del sánscrito
o la relación, en lo vivo, entre las disposiciones
anatómicas y los planes funcionales o aun el papel económico del capital. Tampoco sería más
exacto el imaginar que la gramática general se ha convertido en filología, la historia natural en biología y el análisis de las
riquezas en economía política, porque todos estos modos de conocimiento
han rectificado sus métodos, se han acercado más a su objeto, han racionalizado
sus conceptos, elegido mejores modelos de formalización —en breve, se han desprendido de su prehistoria por una especie de autoanálisis de la razón misma. Lo que ha
cambiado a fines del siglo y ha
sufrido una alteración irreparable es el saber mismo como modo de ser previo e
indiviso entre el sujeto que conoce y el objeto del conocimiento;
si se ha iniciado el estudio del costo de la producción y si ya no se utiliza
la situación ideal y primitiva del trueque
para analizar la formación del valor, es porque en el nivel arqueológico
el cambio ha sido sustituido como figura fundamental en el espacio del saber por la producción, haciendo aparecer por un lado nuevos objetos cognoscibles (como el capital)
y prescribiendo, por el otro, nuevos conceptos y nuevos métodos
(como el análisis de las formas de producción). De igual modo, si se estudia,
a partir de Cuvier, la organización interna de los seres vivos y
si se utiliza, para hacerlo, los métodos de la anatomía comparada,
es porque la Vida, como forma fundamental del saber, ha hecho aparecer nuevos objetos (como la relación del
carácter con la función) y nuevos métodos (como la investigación de
las analogías). Por último, si Grimm y Bopp tratan de definir las leyes de
alternancia vocálica o de mutación
de las consonantes, es porque el Discurso como modo del saber ha sido remplazado por el Lenguaje que define los
objetos, hasta entonces no aparentes (familias de lenguas en las que los
sistemas gramaticales son análogos), y prescribe métodos que hasta entonces no
se habían empleado (análisis de las reglas de transformación de las consonantes
y de las vocales). La producción, la vida y el lenguaje: no hace falta buscar
objetos que serían impuestos, como por su propio peso y bajo el efecto de una
insistencia autónoma, desde el exterior a un conocimiento que por mucho tiempo
los hubiera des- cuidado; tampoco es necesario ver conceptos construidos poco a
poco, gracias a métodos nuevos, a través del progreso de las ciencias que van
hacia su racionalidad propia. Son modos fundamentales del saber que sostienen
en su unidad sin fisura la correlación secundaria y derivada de las ciencias y
de las técnicas nuevas con objetos inéditos. La constitución de estos modos
fundamentales sin duda ha huido lejos en el espesor de las capas arqueológicas;
sin embargo, se pueden
248 TRABAJO, VIDA, LENGUAJE descubrir algunos
signos de ella a través de las obras de Ricardo, por lo que
respecta a la economía, de Cuvier en la biología y de Bopp en la filología.
2. RICARDO
En el análisis de Adam
Smith, el trabajo debe su privilegio al poder que se le había reconocido
de establecer una medida constante entre los valores de las cosas; permitía
equiparar en el cambio objetos ne- cesarios cuyo peso y medida,
por
otra parte, habían estado expuestos al cambio o sometidos a un
a relatividad esencial. Pero sólo
pudo asu- mir tal papel al precio de una condición: era necesario suponer que la cantidad de
trabajo indispensable para producir una cosa fuera igual a la cantidad de trabajo
que esta cosa, a su vez, podía com- prar en
el proceso del cambio. Ahor
a bien, ¿cómo justificar esta identidad, cómo
fundarla a no ser sobre una cierta asimilación, admi- tida en la sombra más que
aclarada, entre el trabajo como
actividad de producción y el trabajo como mercancía que se puede
comprar y vender? En este segundo caso, no puede ser utilizado como medi- da constante, ya que "está sujeto a
tantas fluctuaciones como expe-
rimenten los bienes que con él se comparen".1 En Adam Smith, esta confusión
se origina en la precedencia que se otorga a la represen- tación : toda
mercancía representa un cierto trabajo y todo trabajo puede representar
una cierta cantidad de mercancía. La actividad de los hombres y
el valor de las cosas se comunican en el elemento transparente de la
representación. Y justo allí encuentra el análisis de Ricardo su lugar y la razón
de su importancia decisiva. No es el primero en otorgar un lugar importante al
trabajo en el juego de la economía; pero hace estallar la unidad de la noción y
distingue, por primera vez y de manera radical, esta fuerza, este esfuerzo,
este tiempo del obrero que se compran y se venden, y esta actividad que está en
el origen del valor de las cosas. Se tendrá pues, por un lado, el trabajo que
ofrecen los obreros, que aceptan o piden los empresarios y que es retribuido
por los salarios; por el otro, se tendrá el trabajo que extrae los metales,
produce los bienes, fabrica los objetos, trans- porta las mercancías y forma así
valores intercambiables que antes de él no existían y que no habrían aparecido
sin él.
Es verdad que, tanto para Ricardo como para
Smith, el trabajo bien puede medir la equivalencia de las mercancías que pasan por
el
1
Ricardo, Principios de economía política y tributación, Obras y correspon- dencia,
editadas por Piero Sraffa, Fondo de Cultura Económica, México 1959
t.1, p. 11.
RICARDO 249 circuito
de cambios: "En las etapas iniciales de la sociedad, el valor de cambio de dichos bienes, o la regla que determina qué cantidad de
uno debe darse en cambio por otro, depende casi exclusivamente de la cantidad comparativa de trabajo empleada
en cada uno".2 Pero
la diferencia entre Smith y Ricardo se encuentra en esto: para el primero, el trabajo, por ser analizable
en días de subsistencia, puede servir de unidad
común a todas las otras mercancías (de las que for- man parte los bienes
necesarios para la subsistencia); para el segun- do, la cantidad de trabajo permite
fijar el valor de una cosa, no sólo porque ésta sea representable en unidades de trabajo, sino en primer lugar
y fundamentalmente porque el
trabajo, como actividad de producción, es "la fuente de todo valor". Éste
no puede ser ya definido, como en la época clásica, a partir
del sistema total de las equivalencias y de la capacidad que pueden tener las
mercancías para representarse unas a otras. El valor ha dejado de
ser un signo y se ha convertido en un producto. Si las cosas valen lo que el trabajo que se les ha consagrado o, cuando
menos, si su valor está en pro- porción con este trabajo, no es porque el
trabajo sea un valor fijo, constante y cambiable en todo tiempo y lugar, sino
porque todo valor, sea el que fuere, tiene su origen en el trabajo. Y la mejor
prueba de ello es que el valor de las cosas aumenta con la cantidad de trabajo
que ha de consagrárseles si se quiere producirlas; pero no cambia con el
aumento o la reducción de los salarios por los que se cambia el trabajo como
cualquier otra mercancía.3 Los valores, circu- lando por los mercados y
cambiándose unos por otros, tienen aún un poder de representación. Pero toman
tal poder, por otra parte, de ese trabajo más primitivo y más radical que
cualquier representa- ción y que, en consecuencia, no puede ser definido por el
cambio. En tanto que, para el pensamiento clásico, el comercio y el cambio sir-
ven de fondo insuperable al análisis de las riquezas (aun en Adam Smith en
quien la división del trabajo es impuesta por los criterios de trueque), a
partir de Ricardo, la posibilidad del cambio se funda en el trabajo; y de ahora
en adelante, la teoría de la producción de- berá preceder siempre a la de la
circulación.
De allí, tres consecuencias que es necesario
retener. La primera es la instauración de una
serie causal que tiene una forma radical- mente nueva. En el siglo XVIII
no se ignoraba —lejos de ello— el juego de las determinaciones económicas:
se explicaba cómo podía la moneda huir o afluir, los precios subir o bajar, la
producción au- mentar, estancarse o disminuir; pero todos estos
movimientos se defi- nían a partir de un espacio en cuadro en el que los
valores podían
2 Ricardo, loc. cit.,
p. 10. 3 Id., ibid., pp. 29 ss.
250 TRABAJO, VIDA, LENGUAJE representarse unos a otros; los precios aumentaban cuando los ele- mentos
representantes crecían con mayor rapidez que los elementos representados; la producción disminuía cuando
los instrumentos de representación disminuían en relación con las cosas por represen- tar, etc. Se trataba siempre de
una causalidad circular y de
superficie, ya que no concernía nunca sino a los poderes recíprocos
del analizante y lo analizado. A partir de Ricardo, el trabajo,
desplazado en relación con la representación e instalándose en una región en
la que ya no tiene lugar, se organiza de acuerdo con una causalidad que le es propia. L?. cantidad de trabajo
necesario para la fabricación de una cosa (para su recolección o para su
transporte) y que deter- mina su valor, depende de las formas de
producción: ésta se modi- ficará de
acuerdo con el grado de división en el trabajo, la cantidad
y naturaleza de los útiles, el capital del que dispone el empresario y la cantidad que haya invertido en la
instalación de su fábrica; en algunos
casos, la producción será costosa; en otros, lo será menos.4 Pero
como, en
todos los casos, este costo (salarios, capital e
ingresos, ganancias) es determinado por el trabajo ya hecho y
aplicado a esta nueva producción, vemos surgir una gran serie lineal y homogénea que
es la de la producción. Todo trabajo tiene un resultado que, en una u
otra forma, se aplica a un nuevo trabajo cuyo costo define; y a su vez este
nuevo trabajo entra en la formación de un valor, etc. Esta acumulación en serie
rompe, por vez primera, con las determi- naciones recíprocas que jugaban solas
en el análisis clásico de las riquezas. Introduce por este hecho mismo la
posibilidad de un tiempo histórico continuo, aun si de hecho, como veremos,
Ricardo no piensa en la evolución futura sino en la forma de una disminución y,
en el caso extremo, de una suspensión total de la historia. En el nivel de las
condiciones de posibilidad del pensamiento, Ricardo, al disociar la formación y
la representatividad del valor, ha permi- tido la articulación de la economía
sobre la historia. Las "riquezas", en vez de distribuirse en un
cuadro y de constituir por ello un sistema de equivalencias, se organizan y se
acumulan en una cadena tempo- ral: todo valor se determina no según los
instrumentos que permiten analizarlo, sino de acuerdo con las condiciones de
producción que lo han hecho nacer; y aún más allá, esas condiciones son
determi- nadas por la cantidad de trabajo aplicada a su producción. Aun antes
de que la reflexión económica se ligue a la historia de los acontecimientos o
de las sociedades en un discurso explícito, la his- toricidad ha penetrado, y
por mucho tiempo sin duda, él modo de ser de la economía. Ésta no está ya
ligada, en su positividad, a un
4 Id., ibid., pp. 17 ss.
RICARDO 251 espacio simultáneo de
diferencias y de identidades, sino al tiempo
de producciones sucesivas.
Por lo que respecta a la segunda consecuencia, no menos
deci- siva, ésta
concierne a la
noción de escasez. Para el análisis clásico, la escasez se definía en relación con la necesidad: se admitía
que la escasez se acentuaba o se
desplazaba a medida que las necesidades aumentaban o tomaban
nuevas formas; para quienes tienen ham- bre, escasez de trigo; pero pa
ra los ricos que frecuentan el gran mun- do, escasez de
brillantes. Los economistas del siglo XVIII —fuesen o no Fisiócratas—
pensaban que esta escasez podía ser superada por la tierra o por el trabajo de
la tierra, cuando menos en parte: pues la tierra tiene la maravillosa propiedad
de poder cubrir necesidades mucho mayores que las de los hombres que la
cultivan. En el pen- samiento clásico, existe la escasez porque los hombres se
representan objetos que no tienen; pero hay riqueza porque la tierra produce
con cierta abundancia objetos que no son consumidos de inmediato y que pueden,
por tanto, representar otros en los cambios y en la circulación. Ricardo
invierte los términos de este análisis: la apa- rente generosidad de la tierra
no se debe más que a su avaricia cre- ciente; y lo primero no es la necesidad y
la representación de la necesidad en el espíritu de los hombres, sino pura y
simplemente una carencia originaria.
En efecto,
el trabajo —es decir, la actividad económica— sólo apareció en la historia del mundo el día que los hombres
fueron demasiado numerosos para poder alimentarse con los frutos espon- táneos de la tierra. Al no tener con qué subsistir, algunos
murieron y muchos otros hubieran muerto de no haberse puesto a
trabajar la tierra. Y, a medida que la población se multiplicaba, nuevas
franjas de bosque tuvieron que ser taladas, desbrozadas y cultivadas. En
cada momento de su historia, la humanidad sólo trabaja bajo la amenaza de la
muerte: toda población, en caso de no encontrar re- cursos
nuevos, está destinada a extinguirse; y, a la inversa, a medida que los hombres
se multiplican emprenden trabajos más
numerosos, más lejanos, más difíciles,
menos fecundos de inmediato. El desplome
de la muerte se hizo más temible en la proporción en que las
subsistencias necesarias se hicieron más inaccesibles; a la inversa, el trabajo
debió de aumentar en intensidad y utilizar todos los medios para ser más prolífico.
Así, pues, lo que hace posible, y necesaria, la economía es una situación perpetua
y fundamental de escasez: frente a una naturaleza que, en sí misma, es inerte
y, a no ser por una parte minúscula, estéril, el hombre arriesga su vida. La
econo- mía no encuentra ya su principio en los juegos de la representación,
sino por el lado de esta región peligrosa en la que la vida se enfrenta
252 TRABAJO,
VIDA, LENGUAJE a la muerte. Remite, pues, a ese orden de consideraciones muy am- biguas a las que puede
darse el nombre de antropológicas: se rela-
ciona en efecto con las propiedades biológicas
de una especie hu- mana, de la que Malthus mostró, por la misma época de Ricardo,
que tiende siempre a crecer si no se pone un remedio o constricción; se
relaciona también con la situación
de estos seres vivos que se arries- gan a no encontrar en la naturaleza que los rodea con qué asegurar su existencia; señala, por último, en el trabajo, y en la duración mis- ma de este trabajo, el único medio de negar la carencia fundamental y de triunfar por un instante sobre la muerte. La positividad de la economía se aloja en este hueco antropológico. El homo oecono- micus no es
aquel que se representa sus propias
necesidades y los objetos capaces de
satisfacerlas; es el que pasa, usa y pierde su vida tratando de escapar a la inminencia de
la muerte. Es un ser finito: y así
como a partir de Kant la cuestión de la finitud se hizo más fundamental que el análisis de las
representaciones (éste sólo podía ser derivado en relación a aquélla), a
partir de Ricardo, la economía descansa, de manera más o menos explícita, en
una antropología que tiende a señalar formas concretas a la finitud. La economía
del siglo XVIII estaba relacionada con una mathesis como ciencia general
de todos los órdenes posibles; la del siglo XIX se remite a una antro- pología
como discurso sobre la finitud natural del hombre. Por este hecho mismo, la
necesidad, el deseo se retiran hacia la esfera sub- jetiva —hacia esa región
que, por esa misma época, está en vías de convertirse en el objeto de la psicología.
Precisamente allí irán los marginalistas a buscar, en la segunda mitad del
siglo XIX, la noción de utilidad. Se creerá entonces que Condillac, Graslin o
Fortbonnais eran "ya" "psicologistas", dado que analizaron
el valor a partir de la necesidad; y se creerá asimismo que los Fisiócratas
fueron los antepasados más remotos de una economía que, desde Ricardo, analiza
el valor a partir de los costos de producción. De hecho, lo que sucede es que
se ha salido de la configuración que hacía simultáneamente posibles a Quesnay y
a Condillac; se ha escapado al reino de esta episteme que fundaba el
conocimiento sobre el orden de las representaciones; y se ha entrado en una
disposición epistemológica distinta, la que distingue —no sin referirlas una a
otra— entre una psicología de las necesidades representadas y una antropología
de la finitud natural.
Finalmente, la última consecuencia concierne a la
evolución de la economía. Ricardo muestra que no hay que interpretar como fe-
cundidad de la naturaleza lo que señala, y de manera cada vez más insistente,
su avaricia esencial. La renta de la tierra en la que todos
RICARDO 253 los
economistas —hasta Adam Smith mismo—5 veían el signo de una fecundidad propia
de la tierra, no existe sino en la medida exacta en la que el trabajo
agrícola se va haciendo más y más duro, menos y menos "redituable".
A medida que se ve uno constreñido por el crecimiento ininterrumpido de la población a desbrozar tierras me- nos
fecundas, la cosecha de estas nuevas
unidades de trigo exige más trabajo:
sea que las labores deban ser más
profundas, sea que la su- perficie sembrada deba ser mayor, sea que haga falta más
abono; el costo de la producción es, pues, mucho más elevado con respecto a
estas últimas cosechas que con respecto a las primeras que se obtu- vieron
originalmente en tierras ricas y fecundas. Ahora bien, estos bienes, tan difíciles de obtener, no son menos indispensables que los otros,
a menos que se quiera que una cierta parte de la humanidad muera de hambre.
Es, pues, el costo de producción del trigo en las tierras más estériles
el que determinará el precio del trigo en gene- ral, aun si ha sido obtenido
con dos o tres veces menos trabajo. De allí surge un beneficio mayor para las
tierras de fácil cultivo, que permite a sus propietarios alquilarlas
descontando un fuerte arriendo. En efecto, la renta de la tierra es el
resultado no de una naturaleza prolífica, sino de una tierra avara. Ahora bien,
esta avaricia no deja de volverse cada día más perceptible: en efecto, la
población se des- arrolla; se empiezan a trabajar tierras más y más pobres; los
costos de producción aumentan, los precios agrícolas aumentan y, con ellos, la
renta de la tierra. Bajo esta presión, es posible —necesario— que el salario
nominal de los obreros empiece también a subir, a fin de cubrir los gastos mínimos
de subsistencia; pero, por esta mis- ma razón, el salario real no podrá
elevarse prácticamente por encima de lo indispensable para que el obrero se
vista, se aloje, se alimente. Y, por último, el beneficio de los empresarios
bajará en la medida misma en que aumente la renta de la tierra y en que la
retribución al obrero quede fija. Aun bajaría indefinidamente al punto de des-
aparecer, si no se dirigiera a un límite; en efecto, a partir de un deter-
minado momento, los beneficios industriales serán demasiado bajos para dar
trabajo a nuevos obreros; falta de salarios complementarios, la mano de obra no
podrá crecer más, la población se estancará; no será ya necesario desbrozar
nuevas tierras aún más infecundas que las precedentes: la renta de la tierra
llegará al máximo y no ejercerá ya su presión acostumbrada sobre los beneficios
industriales que po- drán estabilizarse en consecuencia. Por último, la
Historia se deten- drá. La finitud del hombre se definirá de una
vez por todas, es decir, por un tiempo indefinido.
5 Adam
Smith, Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones,
ed. cit., p. 168.
254 TRABAJO,
VIDA, LENGUAJE Paradójicamente, lo que permite pensar esta
inmovilización de
la Historia es la historicidad introducida
por Ricardo en la economía. El pensamiento clásico, por su parte, concebía un
futuro siempre abierto y
siempre cambiante con respecto a la economía; pero de he- cho se trataba de una modificación de tipo
espacial: el cuadro que, según se suponía, formaban las riquezas al desplegarse,
cambiarse y ordenarse, podía muy bien agrandarse; seguiría siendo el
mismo cua- dro, cada elemento perdería algo de su superficie relativa, pero en- traría
en relación con elementos nuevos. En cambio, el tiempo acumulativo
de la producción y de la población, la historia ininte-
rrumpida de la escasez es lo que
permite pensar, a partir del si- glo XIX, el empobrecimiento de la Historia,
su inercia progresiva, su petrificación y, muy pronto, su inmovilidad de
roca. Vemos el papel que desempeñan la Historia y la antropología,
una en relación con otra. No hay historia (trabajo, producción,
acumulación y aumento de los costos reales) sino en la medida en que el hombre, en cuanto ser natural, es finito:
finitud que se prolonga mucho más allá de los límites primitivos de la
especie y de las necesidades inmediatas del cuerpo, pero que no deja de acompañar,
cuando menos en sor- dina, todo el desarrollo de las civilizaciones. Mientras más
se instale el hombre en el corazón del mundo, mientras más avance en la posesión
de la naturaleza, más fuertemente también lo presiona la finitud, más se acerca
a su propia muerte. La Historia no permite al hombre evadir sus límites
iniciales —a no ser en apariencia, y si se da a "límite" el sentido más
superficial; pero si se considera la finitud fundamental del hombre, se percibe
que su situación antro- pológica nunca deja de dramatizar más aún su Historia,
de hacerla más peligrosa y de acercarla, por así decirlo, a su propia
imposibili- dad. En el momento en que toca tales confines, la Historia sólo
puede detenerse, vibrar un instante sobre su eje e inmovilizarse para siempre.
Pero esto puede producirse de dos modos diversos: sea que alcance
progresivamente y con una lentitud siempre más marcada un estado de estabilidad
que sanciona, en lo indefinido del tiempo, aquello hacia lo cual ha marchado
siempre, aquello que en el fondo no ha dejado de ser desde su inicio; sea, por
el contrario, que llegue a un punto de retorno en el que no se fija sino en la
medida en que suprime lo que había sido continuamente hasta entonces.
En la primera solución (representada por el
"pesimismo" de Ri- cardo), la Historia
funciona, frente a las determinaciones antropo- lógicas, como una especie de gran mecanismo
compensador; es verdad que se aloja
en la finitud humana, pero aparece allí a la manera de una figura positiva
y en relieve; permite al hombre superar la escasez a la que está destinado.
Dado que esta carencia se hace cada día más
RICARDO 255 rigurosa, el trabajo se hace cada vez más intenso; la producción au- menta en
cifras absolutas, pero a la vez y por el mismo movimiento, aumentan los costos de producción —es decir, las cantidades de
tra- bajo necesarias para producir un mismo
objeto. De modo que inevi- tablemente debe llegar un momento en el que el trabajo
no esté ya sustentado por la mercancía que produce (esto sin contar más
que con la alimentación del obrero). La producción no puede ya satis-
facer la carencia. Así, pues, la escasez va a limitarse a sí misma (por una estabilización demográfica) y el trabajo va a ajustarse exacta- mente a las necesidades
(por un reparto determinado de las rique- zas). De ahora en adelante,
la finitud y la producción van a super- ponerse exactamente en una figura única.
Toda labor complementaria será inútil; todo excedente de la población
perecerá. La vida y la muerte quedan así puestas exactamente una frente a otra, superficie contra
superficie, inmovilizadas y como reforzadas ambas por su pre- sión antagonista.
La Historia habrá conducido la finitud humana justo hasta este punto-límite en
que aparecerá por fin en su pureza; no tendrá ya margen que le permita escapar
a sí misma, ni podrá hacer un esfuerzo para lograr un porvenir, más tierras
abiertas para hombres futuros; bajo la gran erosión de la Historia, el hombre
será despojado poco a poco de todo lo que puede ocultarlo a sus propios ojos;
habrá agotado todos estos posibles que enturbian un poco y es- quivan —bajo las
promesas del tiempo— su desnudez antropológica; la Historia, siguiendo largos
pero inevitables y constrictivos caminos, habrá llevado al hombre justo hasta
esta verdad que lo detiene sobre sí mismo.
En la segunda solución (representada por
Marx), la relación entre la Historia y la finitud
antropológica se descifra de acuerdo con la dirección/inversa. Así, pues,
la Historia desempeña un papel negati- vo: en erecto, es ella la que acentúa
las presiones de la necesidad, la que aumenta las carencias, obligando a los hombres a
trabajar y a producir siempre más, sin recibir a cambio más que lo indispensable
para vivir y, en ocasiones, algo menos. Con el tiempo, el producto
del trabajo se acumula y escapa sin descanso a quienes lo realizan: éstos
producen infinitamente más que esa parte del valor que vuelve a ellos en
forma de salario y dan así al capital la posibilidad de comprar trabajo de
nuevo. De este modo crece sin cesar el número de aquellos a quienes la Historia
mantiene en el límite de sus condi- ciones de vida; y por ello mismo estas
condiciones van siendo cada vez más precarias y se acercan sin cesar a lo que
hará que aun la existencia misma sea imposible; la acumulación de capital, el
creci- miento de las empresas y de su capacidad, la presión constante sobre los
salarios, el exceso de producción, reducen el mercado del trabajo,
256 TRABAJO,
VIDA, LENGUAJE disminuyendo su retribución y aumentando la desocupación.
Repe- lida por la miseria hasta los confines de la muerte, toda una clase de hombres tiene la experiencia,
como al desnudo, de lo que son la
necesidad, el hambre y el trabajo. Lo que los otros atribuyen a la na- turaleza
o al orden espontáneo de las cosas, saben reconocerlo ellos como
resultado de una historia y de la enajenación de una finitud que no tiene esta
forma. Por esta razón, pueden volver a asir esta verdad de la esencia humana —y
son los únicos que pueden hacerlo— a fin de restaurarla. Lo que no podrá
obtenerse más que por la su- presión o cuando menos por la inversión de la
Historia tal como se ha desarrollado hasta el presente: sólo entonces se
iniciará un tiempo que no tendrá ya ni la misma forma, ni las mismas leyes, ni
la misma manera de transcurrir.
Pero poco
importa sin duda la alternativa entre el "pesimismo" de Ricardo
y la promesa revolucionaria de Marx. Tal sistema de op- ciones no representa sino las dos maneras posibles de recorrer las relaciones de la antropología y de la Historia, tal como las instaura la economía a través
de las nociones de escasez y de
trabajo. Para Ricardo, la Historia llena el hueco creado por la finitud
antropoló- gica y manifiesto en una carencia perpetua, hasta el momento en que se alcanza el punto de una estabilización definitiva;
de acuerdo con la lectura marxista, la Historia, al despojar al hombre de
su tra- bajo, hace surgir en relieve la forma positiva de su
finitud —su ver- dad material
liberada al fin. Es verdad que se comprende sin difi- cultad cómo, al nivel de la opinión, las elecciones reales
se han dis- tribuido, por qué algunos han optado por el primer tipo
de análisis y otros por el segundo. Pero éstas no son más que
diferencias deri- vadas que dispensan en todo y por todo de una investigación y de
un tratamiento doxológico. En el nivel profundo del saber occidental,
el marxismo no ha introducido ningún
corte real; se aloja sin difi- cultad, como una figura plena, tranquila,
cómoda y ¡a fe mía! satis- factoria por un tiempo (el suyo), en el interior de
una disposición epistemológica que la acogió favorablemente (dado que es justo
la que le dio lugar) y que no tenía a su vez el propósito de dar moles- tias
ni, sobre todo, el poder de alterar en lo más mínimo ya que reposaba
enteramente sobre ella. El marxismo se encuentra en el pensamiento del siglo
XIX como el pez en el agua, es decir, que en cualquier otra parte deja de respirar.
Si se opone a las teorías "bur- guesas" de la economía y si en esta
oposición proyecta contra ellas un viraje radical de la Historia, este
conflicto y este proyecto tienen como condición de posibilidad no la retorna de
toda la Historia, sino un acontecimiento que cualquier arqueología puede situar
con preci- sión y que prescribe simultáneamente, sobre el mismo modo, la eco-
RICARDO 257 nomía burguesa y la economía revolucionaria del siglo XIX. Sus de- bates han producido algunas olas y
ha. dibujado ondas en la super- ficie: son sólo
tempestades en un vaso de agua.
Lo esencial
es que a principios del siglo XIX se haya constituido una disposición del saber en la que figuran a la vez
la historicidad de la economía (en relación con las formas de producción), la
fini- tud de la existencia humana
(en relación con la escasez y el trabajo) y el cumplimiento de un fin de la
Historia —sea disminución inde- finida o viraje radical. Historia, antropología y suspensión del deve- nir se pertenecen
de acuerdo con una figura que define, con respecto al pensamiento del siglo XIX, una de sus redes
mayores. Se sabe, por ejemplo, el papel
que desempeñó esta disposición para reanimar la buena
voluntad, ya fatigada, de los humanismos;
se sabe cómo hizo renacer las utopías de la perfección. En el pensamiento clásico, la utopía
funcionaba más bien como un ensueño sobre el origen: la fres- cura del
mundo debería asegurar el despliegue ideal de un cuadro en el que cada cosa
estaría en su lugar, con sus vecindades, sus dife- rencias propias, sus
equivalencias inmediatas; en esta primera luz, las representaciones no debían
estar aún separadas de 1?. presencia viva, aguda y sensible de lo que
representan. En el siglo XIX, la utopía concierne al ocaso del tiempo más que
al alba: pues el saber no está ya constituido al modo de un cuadro, sino al de
la serie, el encade- namiento y el devenir: cuando llegue, con la noche
prometida, la sombra del desenlace, la erosión lenta o la violencia de la
Historia harán surgir, en su inmovilidad de roca, la verdad antropológica del
hombre; el tiempo calendario) podrá muy bien seguir su marcha; será como vacío,
pues la historicidad se habrá superpuesto exactamente a la esencia humana. El
flujo del devenir, con todos sus recursos de drama, de olvido, de enajenación,
se captará en una finitud antro- pológica, que encuentra allí a su vez su
manifestación iluminada. La finitud con su verdad se da en el tiempo;
y de golpe el tiempo se acaba. El gran sueño de un término de la
Historia es la utopía de los pensamientos causales, así como el sueño de los orígenes
es la utopía de los pensamientos clasificadores.
Durante mucho tiempo esta disposición fue constrictiva; y a fines del siglo XI
X, Nietzsche
la hizo centellear una vez más al incendiarla. Retom
ó el fin de los tiempos para hacer de ello la
muerte de Dios y el errar del último hombre; retomó la finitud antropológica,
pero para dar el salto prodigioso del superhombre; retomó la gran cadena
continua de la Historia, pero para curvarla en el infinito del retorno. La
muerte de Dios, la inminencia del superhombre, la promesa y el terror del gran
año en vano retoman palabra per palabra los elemen- tos que se disponen en el
pensamiento del siglo XIX v forman su red
258 TRABAJO, VIDA, LENGUAJE arqueológica:
de ello sólo queda que prendan
fuego a todas estas formas estables, que dibujen con sus restos calcinados
rostros extra- ños, imposibles quizá; y en una luz de la que no se sabe aún con justicia si reanima el último
incendio o si indica la aurora, vemos abrirse lo que puede ser el
espacio del pensamiento contemporáneo. En cualquier caso, es Nietzsche el que
ha quemado para nosotros, y antes de que hubiéramos nacido, las promesas
mezcladas de la dia- léctica y de la antropología.
3. CUVIER.
En su proyecto
de establecer una clasificación tan fiel como un método y tan rigurosa como un sistema, Jussieu descubrió la regla de subordinación de
los caracteres, del mismo modo que Smith había utilizado el valor constante
del trabajo para establecer el precio natu-
ral de las cosas en el juego de las equivalencias. Y del mismo modo que
Ricardo liberó al trabajo de su papel de medida para hacerlo entrar, más acá de todo
cambio, en las formas generales de la produc- ción, así Cuvier
liberó la subordinación de los caracteres de su fun- ción taxinómica,
para hacerla entrar, más acá de toda clasificación eventual, en los diversos
planes de organización de los seres vivos. El lazo interno que hace depender las estructuras unas de otras no se sitúa ya en el nivel único de las frecuencias, se convierte en el funda-
mento mismo de las correlaciones. Fueron este desplazamiento y esta inversión
lo que Geoffroy Saint-Hilaire debía traducir un día al decir: "La
organización se convierte en un ser abstracto... sus- ceptible de
tomar numerosas formas".6 El espacio de los seres vivos gira en torno a esta noción y todo
lo que había podido aparecer hasta entonces a través de la cuadrícula de la
historia natural (géneros, es- pecies, individuos, estructuras, órganos), todo
lo que se había pre- sentado a la vista toma a partir de entonces un nuevo modo
de ser. Y en el primer rango, estos elementos o estos grupos de elementos
distintos que la mirada puede articular cuando recorre el cuerpo de los
individuos y a los que se llama órganos. En el análisis de los clásicos,
el órgano era definido a la vez por su estructura y por su función; era como un
sistema de doble entrada que, podía leerse exhaustivamente sea a partir del
papel que representaba (por ejem- plo, la reproducción), sea a partir de sus
variables morfológicas (for- ma, tamaño, disposición y número): los dos modos
de descifra- miento se cubrían en lo justo, pero eran independientes uno de
otro
6 Citado por Th. Cahn, La
vie et l'oeuvre d'E. Geoffroy Saint-Hilaire, París, 1962,
p. 138.
CUVIER 259 —el
primero enunciaba lo utilizable, el segundo lo identificable. Lo que Cuvier trastrueca es esta disposición; levantando tanto el
postu- lado del ajuste como el de la independencia, hace desbordar —y con mucho— la función con relación al órgano
y somete la disposición del órgano a
la soberanía de la función. Disuelve, si no la indivi- dualidad, sí cuando menos la independencia del órgano: es un error creer que "todo es importante en un órgano importante"; es necesario dirigir la atención "más bien a las
funcione
s mismas que a los órganos";7 antes de definir éstos
por sus variables, es necesario rela- cionarlos con la función que aseguran.
Ahora bien, estas funciones tienen
un número relativamente poco elevado:
respiración, digestión, circulación,
locomoción... Tan es así que la
diversidad visible de las estructuras no surge ya del fondo de
un cuadro de variables, sino del fondo de grandes unidades
funcionales
susceptibles de realizarse y de cumplir su cometido de diversas maneras: "Lo común a cada género de órganos
considerado en todos los animales se reduce a muy poca cosa y no se asemejan
con frecuencia sino por el efecto que producen.
Esto ha debido sorprender sobre todo con respecto a la respiración
que se efectúa en las diferentes clases por medio de órga- nos tan variados
que su estructura no presenta ningún punto co- mún".8 Al considerar el órgano en su relación con la función, se ve, pues,
aparecer
"semejanzas" donde no hay ningún elemento "idén- tico"; semejanza que se constituye por el paso a la
evidente invisibi- lidad de la función. Importa poco que las branquias y los pulmones
tengan en común algunas variables de forma, de tamaño, de número: se asemejan
porque son dos variedades de este órgano inexistente, abstracto, irreal,
inasignable, ausente en toda especie descriptible y, sin embargo, presente en
el reino animal por entero y que sirve para respirar en general. Se
restauran así en el análisis de lo vivo las ana- logías de tipo aristotélico:
las branquias son con respecto a la respira- ción en el agua, lo que los
pulmones con respecto a la respiración en el aire. Es verdad que relaciones
semejantes eran ya perfecta- mente conocidas en la época clásica; pero sólo
servían para determi- nar las funciones; no se las utilizaba para establecer el
orden de las cosas en el espacio de la naturaleza. A partir de Cuvier, la función,
definida bajo la forma imperceptible del efecto por lograr, va a ser- vir como
término medio constante y permitirá relacionar entre sí conjuntos de elementos
desprovistos de la menor identidad visible. Lo que para la mirada clásica no
eran más que puras y simples dife- rencias yuxtapuestas a las identidades, debe
ordenarse ahora y pen- sarse a partir de una homogeneidad funcional que lo sostiene
en se-
7 G. Cuvier, Leçons d'anatomy-
comparée, t. I, pp. 63-4. 8 Id., ibid., pp. 34-5.
260 TRABAJO,
VIDA, LENGUAJE creto. Hay historia natural porque lo
Mismo y lo Otro sólo pertenecen a un único espacio; algo
así como la biología se hace posible cuando
esta unidad de plan empieza a deshacerse y surgen las
diferencias en un fondo de una identidad más profunda y como más seria que aquélla.
Esta referencia a la función, esta separación
entre el plan de las identidades y el de las diferencias hacen surgir nuevas
relaciones: las de coexistencia, jerarquía
interna, dependencia con respecto a un plan de organización.
La coexistencia designa el
hecho de que un ór- gano o un sistema
de órganos no pueden estar presentes en un vivien- te sin que otro órgano
u otro sistema, de naturaleza y forma deter- minadas, lo estén también: 'Todos los órganos de un mismo animal forman
un sistema único todas cuyas partes se sostienen, accionan y reaccionan
unas sobre o
tras; no puede haber
modificaciones en una de ellas que no produzcan otras análogas en todas las demás".9 En el interior del sistema digestivo, la forma
de los dientes (el hecho de que sean afilados o masticatorios) varia al mismo
tiempo que "el largo, las dilataciones, los repliegues del sistema
alimenticio"; más aún, para dar un ejemplo de coexistencia entre sistemas
diferentes, los órganos digestivos no pueden variar con independencia de la
mor- fología de los miembros (y en particular de la forma de las uñas): según
que haya zarpas o cascos —asi, pues, que el animal pueda o no asir y desgarrar
su alimento—, el canal alimenticio, los "jugos disol- ventes", la
forma de los dientes no serán los mismos.10 Se trata de correlaciones
laterales que establecen relaciones de concomitancia fundadas por necesidades
funcionales entre los elementos de un mis- mo nivel: puesto que es necesario
que el animal se alimente, la natu- raleza de la presa y su modo de captura
no pueden ser extraños a los aparatos de masticación y de digestión (y a la recíproca).
Existen siempre escalonamientos jerárquicos.
Sabemos cómo el análisis clásico se vio llevado a suspender el privilegio de
los órganos más importantes, a fin
de considerar sólo su eficacia taxinómica. Ahora qu
e
ya no se trata de variables independientes, sino de siste-
mas ordenados
unos por otros, se plantea de nuevo el problema de la importancia recíproca. Así,
el canal alimenticio de los mamíferos no tiene simplemente una relación de
covariación eventual con los órganos de la locomoción y de la prehensión:
cuando menos en parte está prescrito por el modo de reproducción. En efecto, ésta,
en su forma vivípara, no implica simplemente la presencia de órganos que le están
ligados de inmediato; exige también la existencia de órga- nos de lactancia, la
presencia de labios e igualmente la de una lengua
9 G. Cuvier, Rapport historique sur l'état
des sciences naturelles, p. 330. 10 G. Cuvier, Leçons
d'anatomie comparée, t. i, p. 55.
CUVIER 261 carnosa;
por otra parte prescribe la circulación de sangre caliente y la bilocularidad del corazón.11 El análisis de los
organismos y
la posi- bilidad de establecer entre ellos semejanzas y distinciones supone, pues, que se haya fijado la tabla, no de los elementos que pueden variar de especie a especie,
sino de las funciones que, en los vivientes en general, se imponen, se arreglan y se
ordenan unas a otras: no se trata ya
del polígono de las modificaciones posibles, sino de la pirámide jerárquica de las importancias. Cuvier pensó primero que las
funciones de existencia eran anteriores a las de relación ("pues el animal es primero, después siente y actúa"): suponía,
pues, que la generación y la
circulación deberían determinar en primera ins- tancia un cierto número
de órganos a los cuales estaba sometida la disposición de los otros; aquéllos
formarían los caracteres primarios, éstos los secundarios.12 Después subordinó la circulación a la diges-
tión, ya que ésta existe en todos los animales (el cuerpo del pólipo es en su
conjunto sólo una especie de aparato digestivo), en tanto que la sangre y los
vasos no se encuentran más "que en los animales superiores y desaparecen
sucesivamente en los de las últimas clases".13 Más tarde, fue el sistema
nervioso (con la existencia o inexistencia de una cuerda espinal) el que le
pareció determinante de todas las dis- posiciones orgánicas: "Es, en el
fondo, todo el animal: los otros sis- temas sólo están allí para servirlo y conservarlo".14
Esta preeminencia de una función sobre las otras implica
que el organismo obedece, en sus disposiciones visibles,
a un plan. Un plan tal que garantiza el reinado
de las funciones esenciales y enlaza
a ellas, pero con un grado mayor de
libertad, los órganos que aseguran
los funcionamientos menos importantes. Como principio jerárquico,
este plan define las funciones preeminentes, distribuye los elementos
anatómicos que le permiten realizarse y los instala en lugares privi- legiados
del cuerpo: así, en el amplio grupo de los Articulados, la clase de los
insectos parece dar una importancia primordial a las funciones locomotrices y a
los órganos del movimiento; en las otras tres, en cambio, son las otras
funciones vitales las que la tienen.15 En el control regional que ejerce sobre los órganos menos
fundamen- tales, el plan de organización no desempeña un papel tan determi-
nante; se liberaliza, en cierta forma, a medida que se aleja del centro,
autorizando modificaciones, alteraciones, cambios en la forma o uti-
11 G. Cuvier, Second mémoire sur
les animaux a sang blanc, 1795, Magasin encyclopédique,
II, p. 441.
12 Id., ibid.
13 G. Cuvier, Leçons d'anatomie
camparée, t. III, pp. 4-5.
14 G.
Cuvier, Sur un nouveau rapprochement á établir, Annales du Muséum, t. XIX, p.
76.
15 Id., ibid.
262 TRABAJO, VIDA, LENGUAJE lización posible. Se le encuentra de nuevo, pero convertido
en algo más flexible y más permeable a otras formas de determinación.
Es fácil de comprobar esto entre los Mamíferos a propósito
del sistema de locomoción. Los cuatro miembros motores forman parte
del plan de organización, pero a título de carácter secundario solamente; así, pues, jamás son suprimidos,
ausentes o sustituidos, pero "algunas
veces están disfrazados como en el
caso de las alas del murciélago y las
aletas posteriores de las focas"; hasta puede darse el caso de
que "se desnaturalicen en el uso común, como las aletas pectorales de los cetáceos... La naturaleza ha hecho una aleta de un brazo. Veis aquí que
siempre existe una especie de constancia en los caracteres secundarios de
acuerdo con su disfraz".16 Se comprende cómo pueden las especies, a la vez, asemejarse (para formar grupos como los géneros, las clases y lo
que Cuvier llama ramificaciones) y distin- guirse unas de otras. Lo que las acerca no es una cierta
cantidad de elementos que pueden superponerse, es una especie de foco de identidad que no puede analizarse en niveles visibles porque define la importancia
recíproca de las funciones; a partir
de este núcleo imperceptible de las identidades, los órganos se disponen
y a medida que se alejan de él ganan en flexibilidad, en posibilidades de
varia- ción, en caracteres distintivos. Las especies animales difieren por la
periferia, se asemejan por el centro; lo inaccesible las enlaza, lo ma-
nifiesto las dispersa. Se generalizan por el lado de lo que es esencial para su
vida; se singularizan por el lado de lo que es más accesorio. Mientras más se
quiera reunir los grupos extensos, más necesario resulta profundizar en lo
oscuro del organismo, hacia lo poco visible, en esta dimensión que escapa a lo
percibido; mientras más se quiere cercar la individualidad, más necesario es
salir a la superficie y dejar centellear, en su visibilidad, las formas que
toca la luz; pues la multi- plicidad se ve y la unidad se oculta. En suma, las
especies vivientes "escapan" a la abundancia de los individuos y de
las especies, no pueden ser clasificadas sino porque viven y a partir de lo que
ocultan. Medimos la inmensa reinversión que todo esto supone en relación con la
taxinomia clásica. Ésta se construyó por entero a partir de cuatro
variables de descripción (formas, número, disposición, tamaño) que eran
recorridas, como por un solo movimiento, por el lenguaje y la mirada; y en esta
exposición de lo visible, la vida aparecía como el efecto de un corte —simple
frontera clasificatoria. A partir de Cuvier, lo que fundamenta la posibilidad
exterior de una clasificación es la vida en lo que tiene de no perceptible, de
puramente funcional. Ya no hay, sobre la gran capa del orden, la clase de lo
que puede vivir; sino que, surgiendo de la profundidad de la vida,
16 G. Cuvier, Second mémoire sur
les animaux á sang blanc, loc. cit.
CUVIER 263 de lo más
lejano para la mirada, la posibilidad de clasificar. El ser vivo era un lugar de la clasificación natural;
el hecho de ser
clasifi- cable es ahora una propiedad de lo vivo. Así desaparece el proyecto de
una taxinomia general;
así desaparece la posibilidad de desarrollar un gran orden natural que iría, sin discontinuidad, de lo más
simple y de lo más inerte a lo más
vivo y a lo más complejo; así desaparece la búsqueda del orden como
suelo y fundamento de una ciencia gene- ral de la naturaleza. Así desaparece la
"naturaleza" —y queda en- tendido que todo a lo largo de la época clásica,
no existió como "tema", como "idea", como recurso
indefinido del saber, sino como espacio homogéneo de las identidades y de las
diferencias ordenables.
Ahora este
espacio se disocia y queda como abierto en su espesor. En lugar de un campo unitario de visibilidad y de
orden, cuyos ele- mentos tienen un valor distintivo unos en relación con los otros,
se tiene una serie de oposiciones,
cuyos dos términos no tienen el mismo nivel: de un lado están los órganos
secundarios, que son visibles en la superficie del cuerpo y se dan sin intervención a la percepción
inme- diata, y los órganos primarios que son esenciales, centrales, ocultos y a
los que sólo puede llegarse por la
disección, es decir, borrando materialmente la envoltura coloreada de los órganos
secundarios. Existe, más profundamente también, la oposición entre los órganos en general que son espaciales, sólidos,
directa o indirectamente visi- bles, y las funciones que no se ofrecen a la
percepción, sino que pres- criben, como por debajo de ella, la disposición de
lo que se percibe. Existe, en último término, la oposición entre las identidades
y las diferencias: no son ya de la misma vena, ya no se establecen unas en
relación con las otras sobre un plan homogéneo; sino que las dife- rencias
proliferan en la superficie, mientras que en la profundidad se borran, se
confunden, se anudan unas a otras y se acercan a la uni- dad focal, grande,
misteriosa e invisible, de la que lo múltiple parece derivarse como por una
dispersión incesante. La vida no es ya lo que puede distinguirse de manera más
o menos segura de lo mecá- nico; es aquello en lo que se fundan todas las
distinciones posibles entre los vivientes. Este paso de la noción taxinómica a
la noción sintética de la vida se señala, en la cronología de las ideas y de
las ciencias, por el resurgimiento, a principios del siglo XIX, de los temas
vitalistas. Desde el punto de vista de la arqueología, lo que se instaura en
ese momento son las condiciones de posibilidad de una biología.
En todo caso, esta serie de oposiciones, al
disociar el espacio de la historia natural, tuvo consecuencias de
gran peso. Por lo que respecta a la práctica, aparecieron dos técnicas
correlativas que se apoyan y se relacionan una a otra. La primera de ellas está
constituida por la anatomía comparada: ésta hace surgir un espacio interior,
limitado
264 TRABAJO, VIDA, LENGUAJE por un lado por la
capa superficial de los tegumentos y de las con- chas y, por el otro,
por la casi invisibilidad de lo infinitamente pe- queño.
Pues la anatomía comparada no es la
profundizatión puta y simple de las técnicas
descriptivas que se usaban en la época clasica; no se
contenta con tratar de ver por
debajo, mejor y de más cerca;
instaura un espacio que no es el de los caracteres visibles ni tampoco
el de los elementos microscópicos.17 Allí, hace aparecer la
disposición recíproca de los órganos, su correlación, la manera en que se
descom- ponen, se espacializan, se ordenan unos a otros los momentos princi-
pales de una función. Y así, por oposición a la simple vista, que al recorrer los
organismos íntegros ve desplegarse ante ella la abundan- cia de las
diferencias, la anatomía, al cortar realmente los cuerpos, al fraccionarlos en
partes distintas, al partirlos en el espacio, hace sur- gir las grandes
semejanzas que habrían permanecido invisibles; recons- tituye las unidades
subyacentes a las grandes dispersiones visibles. La formación de vastas
unidades taxinómicas (clases y órdenes) fue, durante los siglos XVII y XVIII,
un problema de recorte lingüístico: había que encontrar un nombre
general y fundado; ahora dispensa de una desarticulación anatómica; es
necesario aislar el sistema fun- cional mayor; son las particiones reales de la
anatomía las que permi- tirán anudar las grandes familias de lo vivo.
La segunda técnica descansa en la anatomía
(pues es su resul- tado), pero se le opone (ya que permite prescindir de
ella); consiste en establecer relaciones de indicación entre los elementos
superficia- les, visibles por lo
tanto, y otros que están encubiertos en la pro- fundidad del cuerpo. Pues, por la ley de solidaridad del
organismo, puede saberse qu
e
tal órgano periférico y accesorio implica tal estruc- tura en un órgano
más esencial; así, es posible "establecer la
corres- pondencia de las formas
exteriores e interiores, que forman
parte integrante, unas y otras, de
la esencia del animal".18 Entre los insec- tos, por ejemplo, la disposición
de las antenas
no tiene un valor distintivo, porque no está correlacionada con ninguna de las
grandes organizaciones internas; en cambio, la forma de la mandíbula infe- rior
puede desempeñar un papel importante para distribuirlas de acuerdo con sus
semejanzas y sus diferencias; pues está ligada a la aumentación, a la digestión
y, por ello, a las funciones esenciales del animal: 'los órganos de la
masticación deberán estar relacionados con los de la alimentación y, en
consecuencia, con todo el género de vida
17 Sobre
este rechazo del microscopio que es igual en Cuvier y en los ana- tomopatólogos,
cf. Leçons d'anatomie comparés, t. v, p. 180 y Lte régne animal, t.
1, p. XXVIII.
18 G. Cuvier, Le regne animal distribué d'apres son organisation,
t. 1, p. XIV.
CUVIER 265
y, por ello, con toda la organización".19 A decir verdad, esta técnica
de los indicios no va necesariamente de la periferia visible a las for- mas grises de la interioridad
orgánica: puede establecer redes de nece- sidad que vayan de un punto
cualquiera del cuerpo a otro cualquiera: de tal suerte que un solo
elemento puede bastar, en
ciertos casos,
para sugerir la arquitectura general de un organismo; se podrá reco- nocer un animal entero "por un solo hueso, por una
sola cara de un hueso: método que ha dado
tan curiosos resultados con respecto a los animales fósües".20 En tanto que, para el pensamiento del siglo
XVIII, el fósil era una prefiguración de las formas actuales e indicaba así la
gran continuidad del tiempo, de ahora en adelante será la indicación de la figura
a la que realmente perteneció. La anatomía no sólo ha quebrado el espacio
tabular y homogéneo de las iden- tidades; ha roto la supuesta continuidad del
tiempo.
Desde el
punto de vista teórico, los análisis de Cuvier recompo- nen
por completo el régimen de las continuidades y de las disconti- nuidade
s naturales. La anatomía comparada permite, en efecto, esta- blecer dos formas de continuidad perfectamente distintas
en el mundo vivo. La primera concierne a las grandes funciones
que se encuentran en la mayor parte de las especies (la respiración, la digestión, la circu- lación, la
reproducción, el movimiento...); establece en todo lo vivo una amplia
semejanza que se puede distribuir de
acuerdo con una escala de complejidad
decreciente que va desde el hombre
hasta el zoofito; en las especies
superiores están presentes todas las funciones, después se las ve
desaparecer unas tras otras y, por último, en el zoófito ya no hay "centro
de circulación, ni nervios, ni centro de sensación; cada punto parece nutrirse
por succión".21 Pero esta continuidad es débil, relativamente
laxa y forma, por el número restringido de las funciones esenciales, un simple
cuadro de presencias y de ausencias. La otra continuidad es mucho más
cerrada: concierne a la mayor o menor perfección de los órganos. Pero a partir
de allí sólo se pueden establecer series limitadas, continuidades regionales
muy pronto interrumpidas y que, por lo demás, se embrollan unas a otras en
direcciones diferentes; pues en las diversas especies "los órganos no
siguen todos el mismo orden de degradación: éste alcanza su mayor grado de
perfección en su especie; otro lo alcanza en una especie diferente".22 Se tiene, pues, lo que podría llamarse
"microseries" limi- tadas y parciales, que se refieren menos a las
especies que a tal o cual órgano; y en el otro extremo una
"macroserie" discontinua, relajada
19 G. Cuvier, Lettre a Hartmann, citado por Daudin, Les
classes zoologiques, t. II, p. 20, n. 1.
20 C. Cuvier, Rapport historique
sur la sciences naturelles, pp. 329-30. 21 C. Cuvier, Tableau
elementaire, pp. 6 s.
22 G. Cuvier, Leçons d'anatamie comparée,
t. i, p. 59.
266 TRABAJO, VIDA, LENGUAJE y
que se refiere menos a los organismos mismos que al gran registro fundamental de las
funciones.
Entre estas dos continuidades, que no se
superponen ni se ajus- tan, vemos repartirse grandes masas discontinuas.
Obedecen a planes de organización diferentes, las mismas funciones se
encuentran orde- nadas de acuerdo con jerarquías variadas y realizadas por órganos
de tipo diverso. Por ejemplo, es fácil encontrar en el pulpo "todas
las funciones que se realizan en los peces y, sin embargo, no existe nin-
guna semejanza, ninguna analogía en
la disposición".23 Es, pues, necesario analizar cada uno de estos grupos en sí mismo, considerar no el
delgado hilo de las semejanzas
que puede relacionarlo con otro, sino la fuerte cohesión que lo cierra en sí mismo; no se tratará de saber si los animales de sangre roja son de la misma línea que los animales de sangre blanca, sólo
que con perfecciones complementa- rias; se establecerá que todo
animal de sangre roja —y allí se destaca un plan autónomo— posee siempre
una cabeza ósea, una columna vertebral, miembros (con excepción de las
serpientes), arterías y ve- nas, un hígado, un páncreas, un bazo y ríñones.24 Vertebrados e invertebrados forman dominios
perfectamente aislados, entre los cua- les no pueden encontrarse formas
intermedias que aseguraran el paso en un sentido o en otro: "Sea cual
fuere el arreglo que se dé a los animales con vértebras y a los que no las
tienen, nunca se llegará a encontrar al final de una de estas grandes clases ni
al principio de la otra dos animales que se asemejan lo bastante para servir de
enlace entre ellas".25 Vemos, pues, que la teoría de las
ramificaciones no añade un marco taxinómico complementario a las
clasificaciones tra- dicionales; está ligada a la constitución de un nuevo
espacio de las identidades y las diferencias. Espacio sin continuidad esencial,
espa- cio que, por principio de juego, se da en la forma de partición. Espacio
atravesado por líneas que algunas veces divergen y otras se cortan. Para
dibujar su forma general, es necesario sustituir la ima- gen de la escala continua
que fuera tradicional en el siglo XVIII, de Bonnet a Lamarck, por la de una
irradiación o, más bien, de un con- junto de centros a partir de los cuales se
despliega una multiplicidad de rayos; se podría así reponer cada ser "en
esta red inmensa que constituye la naturaleza organizada... pero diez o veinte
rayos no bastarían para expresar esas relaciones innumerables".26
Es, pues, toda la experiencia clásica de la diferencia la que
oscila y con ella la relación del ser y de la naturaleza. En los siglos
XVII
23 G. Cuvier, Mémoire sur les
céphalopodes, 1817, pp. 42-3.
24 G.
Cuvier, Tableau élémentaire d'histoire naturelle, pp. 84-5. 25 G. Cuvier, Leçons
d'anatomie comparée, t.1, p. 60.
26 G. Cuvier, Hittoire des
poissons, París, 1828, t. 1, p. 569.
CUVIER 267 y
XVIII la función de la diferencia era unir las especies
entre sí y llenar de este modo la distancia
entre las extremidades
del ser; desempeña un papel "catenario": era lo más limitada, lo mas pequeña posible; se alojaba en
la cuadrícula más estrecha; era siempre divisible y hasta podía caer por debajo del umbral de la percepción. Por el contrario, a partir de Cuvier, se multiplica a sí misma, suma diversas formas,
difusa y contenida a través del organismo, aislándolo de todos los demás
de diversas maneras simultáneas; porque ya no se aloja en el intersticio de los
seres para ligarlos entre sí; funciona en relación con el organismo, para que
pueda "hacer un cuerpo" con él y mantenerse en vida; no llena ya las
separaciones de los seres por medio de tenuidades sucesivas; lo ahueca
profundizándose a sí misma, para definir en su aislamiento los grandes tipos de
compatibilidad. La naturaleza del siglo XIX es discontinua en la medida misma
en que es viviente.
Midamos la
importancia del cambio; en la época clásica, los seres naturales
formaban un conjunto continuo porque eran seres y no había
razón alguna para la interrupción de su despliegue. No era po- sible
representar lo que separaba al ser de sí mismo; el continuo de la
representación (los signos y los caracteres)
y el continuo de los seres (la proximidad extrema de las estructuras)
eran, pues, correla- tivos. Es esta trama, ontológica y representativa a la vez, la que
se desgarra definitivamente con Cuvier: los seres vivos, por vivir, no
pueden formar ya un tejido de
diferencias progresivas y graduadas;
deben apretarse en torno a núcleos de
coherencia perfectamente dis- tintos unos de otros y que son como otros
tantos planos diferentes para
mantener la vida. El ser clásico no tenía defectos; la vida carecía de franja y no estaba degradada. El ser
se derramaba en un inmenso cuadro: la vida aislada de las formas que se
anudan en sí mismas. El ser se daba en el espacio siempre analizable de
la representación; la vida se retira en el enigma de una fuerza inaccesible en
su esencia, sólo apresable en los esfuerzos que hace por aquí y por allá a fin
de manifestarse y mantenerse. En breve, todo a lo largo de la época clá- sica,
la vida dependía de una ontología que concernía de la misma manera a todos los
seres materiales, sometidos a la extensión, a la pesantez, al movimiento; en
este sentido, todas las ciencias de la natu- raleza y, en particular, la de lo
vivo, tenían una profunda vocación mecanicista; a partir de Cuvier, lo vivo
escapa, cuando menos en pri- mera instancia, a las leyes generales del ser
extenso; el ser biológico se regionaliza y se autonomiza; la vida es, en los
confínes del ser, lo que le es exterior y que, sin embargo, se manifiesta en él.
Y si se plantea la cuestión de sus relaciones con lo no vivo o la de sus deter-
minaciones fisicoquímicas, no es siempre en la línea de un "mecani-
268 TRABAJO, VIDA, LENGUAJE cismo"
que se obstinara en sus modalidades clásicas, es, de manera completamente
nueva, con el fin de articular una
sobre otra las dos naturalezas.
Pero, dado que las discontinuidades deben ser
explicadas por con- servación de la vida y por
sus condiciones, vemos esbozarse una conti- nuidad imprevista —o, cuando
menos, un juego de interacciones aún no analizadas— entre el organismo
y lo que le permite vivir. Si los rumiantes se distinguen de los roedores por todo un sistema de dife- rencias macizas que no se trata de atenuar, se debe a que tienen otra dentadura, otro aparato digestivo, otra disposición
de
los dedos y de las uñas; se debe a que no
pueden capturar el mismo alimento, a que no pueden tratarlo de la misma manera;
se debe a que no tienen que digerir el mismo
tipo de alimentos. Lo vivo no debe ser com- prendido ya sólo como una
cierta combinación de moléculas que llevan
caracteres definidos; dibuja una organización
que mantiene relaciones ininterrumpidas con los elementos exteriores que utiliza (por medio de la respiración, de la
alimentación) para mantener o desarrollar su propia estructura. En tomo
a lo vivo o, más bien, a tra- vés de él
y por el filtro de su superficie, se efectúa una "circulación
continua de afuera adentro, de adentro afuera, mantenida en forma constante y
sin embargo fijada en ciertos límites. Así, los cuerpos vivos deben ser considerados
como especies de centros a los que son llevadas sucesivamente las
sustancias muertas para combinarse entre sí de diversas maneras".27 Lo vivo, por el
juego y la soberanía de esta misma fuerza que lo mantiene en
discontinuidad consigo
mismo, se encuentra sometido a una relación
continua con lo que lo rodea. Para que lo vivo pueda vivir, es
necesario que haya numerosas organizacio- nes irreductibles unas a otras y,
también, un movimiento ininterrum- pido entre cada una y el aire que respira,
el agua que bebe, el ali- mento que absorbe. Al romper la antigua continuidad
clásica entre el ser y la naturaleza, la fuerza dividida de la vida va a hacer
surgir formas dispersas, aunque ligadas todas ellas a las condiciones de exis-
tencia. En algunos años, entre el siglo XVIII y el XIX, la cultura europea
modificó por completo la espacialización fundamental de lo vivo: para la
experiencia clásica, lo vivo era una casilla o una serie de casillas en la taxinomia
universal del ser; y si su localización geográfica desempeñaba un papel
(como en Buffon) era para hacer aparecer las variaciones que ya eran posibles.
A partir de Cuvier, lo vivo se en- vuelve en sí mismo, rompe sus vecindades
taxinómicas, se arranca al vasto plan constrictor de las continuidades y se
constituye un nuevo espacio: espacio doble a decir verdad —ya que es el espacio
interior de las coherencias anatómicas y las compatibilidades fisiológicas, y
el
27 G. Cuvier, Leçons d'anatomie
comparée, t.1, pp. 4-5.
CUVIER 269 exterior
de los elementos en los que reside para hacer de ellos su pro- pio
cuerpo. Pero estos dos espacios tienen un encargo
unitario: no es ya el de las posibilidades del
ser, sino el de las condiciones de vida. Todo el apriori histórico de una ciencia de los vivientes se encuentra así trastrocado y renovado. Vista en su profundidad
arqueológica y no al nivel más manifiesto de los descubrimientos, de las
discusiones, teorías u
opciones filosóficas,
la obra de Cuvier sobrepasa con mucho lo que habría
de ser el porvenir de la biología. Con frecuencia se oponen las intuiciones "transformadoras" de Lamarck que parecen "prefigurar" lo que será el
evolucionismo y el viejo fijismo, impregnado de prejuicios tradicionales y de
postulados teológicos, en el que se obstinaba Cuvier. Y por medio de todo un juego de amalga-
mas, de metáforas, de analogías
mal controladas, se dibuja el perfil de un pensamiento "reaccionario" que tiende con apasionamiento a la
inmovilidad de las cosas para
garantizar el orden precario del hom- bre; tal sería la filosofía de Cuvier, hombre de todos los poderes; frente a ella,
se retraza el destino difícil de un pensamiento progre- sista que cree en la fuerza
del movimiento, en la novedad incesante, en la vivacidad de las adaptaciones: allí estaría Lamarck,
el revolucio- nario. Se da así, con el pretexto de hacer la historia de las ideas
en un sentido rigurosamente histórico, un buen ejemplo de ingenuidad. Pues en
la historicidad del saber lo que cuenta no son las opiniones, ni las semejanzas
que a través del tiempo puedan establecerse entre ellas (en efecto, hay una
semejanza entre Lamarck y un cierto evo- lucionismo, como entre éste y las
ideas de Diderot, de Robinet o de Benoít de Maillet); lo importante, lo que
permite articular la historia del pensamiento en sí misma son sus condiciones
internas de posibi- lidad. Ahora bien, basta con intentar un análisis para
darnos pronto cuenta de que Lamarck sólo pensaba las transformaciones de las
espe- cies a partir de la continuidad ontológica que era la misma de la
historia natural de los clásicos. Suponía una gradación progresiva, un
perfeccionamiento ininterrumpido, una gran capa incesante de seres que podrían
formarse los unos a partir de los otros. Lo que posibilita el pensamiento de
Lamarck no es la aprehensión lejana de un evolu- cionismo por venir, es la
continuidad de los seres, tal como la descu- brirían y la supondrían los
"métodos naturales". Lamarck es contem- poráneo de A. L. de Jussieu,
no de Cuvier. Éste introdujo en la escala clásica de los seres una
discontinuidad radical; y por este hecho mis- mo, hizo surgir nociones como las
de incompatibilidad biológica, de relaciones con los elementos exteriores, de
condiciones de existencia; hizo surgir también una cierta fuerza que debe de
mantener la vida y una cierta amenaza que la condena a muerte; ahí se reúnen
varias de las condiciones que hacen posible algo así como el pensamiento de
270 TRABAJO, VIDA, LENGUAJE la evolución. La discontinuidad de las formas vivas permitió
concebir una gran deriva temporal que no autorizaba, a pesar de las analogías superficiales,
la continuidad de las estructuras y de los caracteres. Se pudo sustituir
la historia natural por una "historia" de la naturaleza
gracias al discontinuo espacial, gracias a
la ruptura del cuadro, gracias al fraccionamiento de esta capa en la que
todos los seres naturales encontraban su lugar ordenadamente. Es verdad que,
como vimos, el espacio clásico no excluía la posibilidad de un devenir, pero
tal de- venir no hacía otra cosa que asegurar un recorrido sobre el cuadro
discretamente anterior de las variaciones posibles. La ruptura de este espacio
permitió descubrir una historicidad propia de la vida: la de su mantenimiento
en sus condiciones de existencia. El "fijismo" de Cuvier, como análisis
de tal mantenimiento, fue la manera ini- cial de reflexionar sobre esta
historicidad, en el momento en que aflo- raba, por vez primera, en el saber
occidental.
Así, pues, ahora se introduce la
historicidad en la naturaleza —o, mejor
dicho, en lo vivo—; pero es ahí mucho más que una forma pro- bable de sucesión; constituye algo así como un
modo del ser funda- mental. Sin duda
alguna, en la época de Cuvier no
existe aún una historia de lo
vivo como la que describirá el evolucionismo; pero se piensa lo vivo desde
un principio con condiciones que le permitirán tener una historia. De la
misma manera que las riquezas recibieron en la época de Ricardo un status de
historicidad que él mismo no se formuló aún como historia económica. La estabilidad próxima de los ingresos industriales, de la población y de la renta, tal como la previo Ricardo, la fijeza de las especies
afirmada por Cuvier pueden ser con- sideradas como un rechazo de la
historia por un examen superficial;
de hecho, Ricardo y Cuvier no recusaban sino las modalidades de la sucesión cronológica, tal como habían sido pensadas en el siglo XVIII; desataban la pertenencia del tiempo al orden jerárquico o clasificador de las
representaciones. En cambio, esta inmovilidad actual o futura que
describían o anunciaban, sólo podían concebirla a partir de la posibilidad de
una historia; y ésta les era dada sea por las condiciones de existencia de lo
vivo, sea por las condiciones de producción del valor. Paradójicamente, el
pesimismo de Ricardo, el fijismo de Cuvier sólo aparecen sobre un fondo histórico:
definen la estabilidad de los seres que, de ahora en adelante, tienen derecho a
tener una historia en el nivel de su modalidad profunda; la idea clásica de que
las rique- zas podían crecer según un progreso continuo o de que las especies
podían transformarse unas en otras con el tiempo, definía, por el con- trario,
la movilidad de los seres que, antes aun de cualquier historia, obedecían ya a
un sistema de variables, de identidades o de equivalen- cias. Fue necesaria la
suspensión y como la puesta en paréntesis de
CUVIER 271
esta historia para que los seres de la
naturaleza y los productos
del trabajo recibieran una historicidad que permite al pensamiento mo- derno
hacer presa de ellos y desplegar después la ciencia discursiva de su sucesión.
Para el pensamiento del siglo XVIII, las sucesiones cronológicas sólo son una propiedad y una manifestación más
o menos embrollada del orden de los
seres; a partir del siglo XIX, expresan, de manera más o menos directa y
justo en su interrupción, el modo de ser profundamente histórico de las cosas y
de los hombres.
En todo caso,
esta constitución de una historicidad viva tuvo gran- des consecuencias
para el pensamiento europeo. Tan grandes, sin duda, como las que
entrañaba la formación de una historicidad eco- nómica. En el nivel superficial de los grandes valores imaginarios, la vida, desde entonces consagrada a la historia, se dibuja
bajo la forma de la animalidad. La bestia, cuya gran amenaza o extrañeza radical quedaron suspendidas y como desarmadas a fines de la Edad Media o cuando menos al terminar
el Renacimiento, encuentra en el si- glo XIX nuevos poderes fantásticos. Entre tanto, la naturaleza clásica
había otorgado privilegios a los
valores vegetales —la planta lleva so- bre su blasón visible la marca sin reticencia de cada orden eventual—; con todas sus figuras desplegadas del tallo al grano, de la raíz a la fruta, el vegetal formaba, para un
pensamiento en cuadro, un objeto
puro trasparente a los secretos generosamente devueltos. A partir
del momento en el que los caracteres y las estructuras se
escalonan en profundidad hacia la vida —este punto de huida
soberano, indefini- damente alejado, pero constituyente—, es el animal
el que se con- vierte en figura privilegiada, con sus osamentas ocultas, sus órganos
cubiertos, tantas funciones invisibles y esta fuerza lejana, en el fondo de
todo, que lo mantiene con vida. Si lo vivo es una clase de seres, la hierba es
la que enuncia mejor su límpida esencia; pero si lo vivo es una manifestación
de la vida, es el animal el que deja percibir mejor lo que es su enigma. Más
que una imagen en calma de los caracteres, muestra el paso incesante de lo
inorgánico a lo orgánico por la respiración o la alimentación y la transformación
inversa, bajo el efecto de la muerte, de las grandes arquitecturas funcionales
en polvo sin vida: "Las sustancias muertas son llevadas hacia los cuerpos
vivos —decía Cuvier—, para ocupar un lugar en ellos y ejercer ahí una acción,
determinados ambos por la naturaleza de las combina- ciones en las que han
entrado, y para escapar de ellas un día a fin de volver a entrar bajo las leyes
de la naturaleza muerta".28 La planta reinaba en los
confines del movimiento y de la inmovilidad, de lo sensible y lo insensible; el
animal, en cambio, se mantiene en los confines entre la vida y la muerte. Ésta
lo asecha por todas partes;
23 G. Cuvier, Cours d'anatomie
pathologique, t. i, p. 5.
272 TRABAJO, VIDA, LENGUAJE es más, lo amenaza también desde el interior, pues sólo
el organismo puede morir y la muerte sorprende a los vivientes desde el fondo de su vida. De ahí, sin duda, los
valores ambiguos que tom
ó la anima-
lidad hacia fines del siglo XVIII: la bestia aparece como portadora
de esta muerte a la cual está, a la vez, sometida; hay en ella un devorar perpetuo
de la vida por ella misma. Sólo pertenece a la naturaleza por encerrar en sí un núcleo de contranaturaleza.
Al devolver su esen- cia más profunda del vegetal al animal, la vida borra el
espacio del orden y vuelve a ser
salvaje. Se revela como mortífera en el movi- miento mismo que la
consagra a la muerte. Mata porque vive. La naturaleza no sabe ya ser buena.
Sade anunciaba al siglo XVIII, cuyo lenguaje agotó, y a la época moderna que por mucho tiempo quiso condenarlo
al mutismo, que la vida no puede
separarse de la muerte, la naturaleza del mal, ni los deseos de la contranaturaleza. Discúl- pese la insolencia (¿para
quién?): Les 120 Journées son el envés ater- ciopelado,
maravilloso de las Leçons d'anatomie comparée. En todo caso, en el
calendario de nuestra arqueología, tienen la misma edad. Pero este status imaginario
de la animalidad cargada de poderes inquietantes y nocturnos nos remite más
profundamente a las fun- ciones múltiples y simultáneas de la vida en el
pensamiento del si- glo XIX. Quizá por primera vez en la cultura occidental, la
vida se escapa a las leyes generales del ser, tal como se da y se analiza en la
representación. Del otro lado de las cosas que están en este lado mismo de las
que podrían ser, sosteniéndolas para hacerlas aparecer y destruyéndolas sin
cesar por la violencia de la muerte, la vida se convierte en una fuerza
fundamental que se opone al ser como el movimiento a la inmovilidad, el tiempo
al espacio, el querer secreto a la manifestación visible. La vida es la raíz de
toda existencia y lo no vivo, la naturaleza inerte, no son más que vida recaída;
el ser puro y simple es el no ser de la vida. Pues ésta, y por ello tiene un
valor radical en el pensamiento del siglo XIX, es a la vez el núcleo del ser y
del no ser: sólo hay ser porque hay vida y en este movi- miento fundamental que
los consagra a la muerte, los seres dispersos y estables en un instante se
forman, se detienen, la congelan —y, en cierto sentido, la matan—, pero
son destruidos a su vez por esta fuerza inextinguible. La experiencia de la
vida se da, pues, como la ley más general de los seres, la aparición de esta
fuerza primitiva a partir de la cual son; funciona como una ontología salvaje
que trataría de decir el ser y el no ser indisociables de todos los seres. Pero
esta ontología devela menos lo que fundamenta los seres que lo que los lleva
por un instante a una forma precaria y los mina ya secretamente desde el
interior para destruirlos. En relación con la vida, los seres no son más que
figuras transitorias y el ser que ellos mantienen, durante
CUVIER 273
el episodio de su existencia, no es más que
su presunción, su
voluntad de subsistir. A tal grado que, para el conocimiento, el ser de las cosas es ilusión, velo que hay que
rasgar para volver a encontrar la violen- cia muda e invisible que las
devora en la noche. La ontología del
anonadamiento de los seres vale pues como critica del conocimiento; pero
no se trata tanto de fundamentar el fenómeno, de decir a la vez su límite y su
ley, de relacionarlo con la finitud que lo hace posible, cuanto de disiparlo y
de destruirlo como la vida misma destruye los seres: porque todo su ser no es más
que apariencia.
Vemos constituirse así un pensamiento que se
opone, casi en cada uno de sus términos, al que
estaba ligado a la formación de una histo- ricidad económica.
Esta última tomó apoyo, según vimos, sobre una triple teoría de las necesidades irreductibles, la objetividad del trabajo y el fin de la historia. Aquí, por el contrario, vemos
desarrollarse un pensamiento en el que la individualidad, con sus
formas, sus límites y sus necesidades, no es más que
un momento precario, destinado a la destrucción, que forma en
todo y por todo un simple obstáculo
que se trata de descartar en el camino de este anonadamiento; un pensa-
miento en el que la objetividad de las cosas no es más que
apariencia, quimera de la percepción, ilusión que es menester disipar y restituir a la pura voluntad sin fenómeno
que los ha hecho nacer y que los sustenta por un instante; en fin, un
pensamiento para el cual el reco- mienzo de la vida, sus repeticiones
incesantes, su obstinación exclu- yen el que se le ponga un límite en la duración,
tanto más cuanto que el tiempo mismo, con sus divisiones cronológicas y su
calendario casi espacial, no es, sin duda, más que una ilusión del
conocimiento. Cuando un pensamiento prevé el fin de la historia, otro anuncia
el infinito de la vida; cuando uno reconoce la producción real de las cosas por
el trabajo, el otro disipa las quimeras de la conciencia; cuando uno afirma las
exigencias de la vida del individuo junto con sus límites, otro las borra en el
murmullo de la muerte. ¿Acaso esta oposición es en sí misma el signo de que a
partir del siglo XIX el campo del saber no puede ya dar lugar a una reflexión
homogénea y uniforme en todos sus puntos? ¿Será necesario admitir que, a partir
de ahora, cada forma de la positividad tiene la "filosofía" que le
conviene: la economía la de un trabajo marcado por el signo de la necesidad,
pero prometido finalmente a la gran recompensa del tiem- po; la biología, la de
una vida marcada por esa continuidad que sólo forma los seres para desatarlos y
que se encuentra liberada por ello mismo de todos los límites de la Historia; y
las ciencias del lenguaje, una filosofía de las culturas, de su relatividad y
de su poder singular de manifestación?
274 TRABAJO. VIDA, LENGUAJE
4. BOPP
"Sin embargo, el punto
decisivo que aclarará todo es la estructura interna
de
las lenguas o la gramática comparada, la cual nos dará las soluciones
completamente nuevas sobre la genealogía de las lenguas, de la misma manera que la
anatomía comparada ha esparcido una gran luz sobre la historia natural." 29 Schlegel lo sabía muy bien: la constitución de la historicidad en el orden de la gramática se hizo de acuerdo con el mismo modelo que en la ciencia de lo vivo. Y, a decir verdad, no hay en ello nada de
sorprendente ya que, todo a lo largo
de la época clásica, las palabras de las que se pensaba que
esta-
ban compuestas las lenguas y los caracteres por medio de los
cuales se trataba
de constituir un orden natural recibieron exactamente el mismo status: sólo
existían por el valor representativo que
sustenta- ban y el poder de análisis, de duplicación, de composición y de orde-
namiento que se les reconocía con respecto a las cosas representadas.
Con Jussieu y Lamarck primero y, después, con Cuvier, el carácter
perdió su función representativa o, mejor dicho, si podía aún
"repre- sentar" y permitir
el establecimiento de relaciones de vecindad o de parente
sco, no se debía a la virtud propia de su estructura visible ni a los
elementos descriptibles de los que estaba compuesto, sino a que desde el
principio se le había relacionado con una organización de conjunto y con una
función a la que asegura de manera directa o indirecta, mayor o colateral,
"primaria" o "secundaria". En el do- minio del lenguaje la
palabra sufrió, más o menos por la misma época, una transformación análoga: con
certeza, no deja de tener un sen- tido y de "representar" algo en el
espíritu de quien la utiliza o la oye; pero este papel no es ya constitutivo de
la palabra en su ser mis- mo, en su arquitectura esencial, en aquello que le
permite tomar un lugar en el interior de una frase y ligarse allí con palabras
más o menos diferentes. Si la palabra puede figurar en un discurso en el que
quiere decir algo no será en virtud de una discursividad inmediata que detentaría
de suyo y por derecho de nacimiento, sino porque en su forma misma, en las
sonoridades que la componen, en los cambios que sufre de acuerdo con la función
gramatical que cumple, de las modificaciones en fin a las que se encuentra
sometida a través del tiempo, obedece a un cierto número de leyes estrictas que
rigen de manera semejante todos los demás elementos de la misma lengua; tanto
que la palabra no está ya vinculada a una representación sino en la medida en
que forma parte de antemano de la organización
29 F.
Schlegel, Von der Sprache und Weisheit der Indier (La langue et la philosophie
des Indiens, trad. francesa, París, 1837, p. 35).
BOPP 275 gramatical por medio de la cual define y asegura su coherencia propia
la lengua. Para que la palabra pueda decir lo que dice, es necesario que pertenezca a una totalidad
gramatical que, en relación con ella,
es primera, fundamental y determinante.
Este desplazamiento de la palabra, esta
especie de salto atrás fuera
de las funciones representativas, fue sin
duda alguna uno de los aco
n- tecimientos
importantes de la cultura occidental a fines
del siglo XVIII. Y también uno de aquellos que pasaron más
desapercibidos. Se presta de buen grado atención a los primeros
momentos de la economía política, al análisis de Ricardo sobre la r
enta de la tierra y el
costo de producción: se reconoce aquí que
el acontecimiento ha tenido grandes dimensiones ya
que no sólo permitió cada vez más el desarrollo de una ciencia,
sino que también entrañó un cierto número de mutaciones económicas y
políticas. Tampoco se descuidan las formas nuevas tomadas por
las ciencias de la naturaleza; y si es verdad que por una ilusión
retrospectiva se valora a Lamarck a expensas de Cuvier, si es verdad que no se da
uno plena cuenta de que la "vida" alcanza por primera vez su
umbral de positividad con las Leçons
d'anatomie comparée, se tiene cuando menos la conciencia
difusa de que la cultura occidental lanzó, en este momento, una nueva mirada sobre el mundo de lo vivo.
En cambio, el aislamiento de las
lenguas indoeuropeas, la constitución de una gramática comparada, el estudio de las flexiones, la formulación
de leyes de alternancia vocálica y de mutación consonantica, en breve,
toda la obra filológica de Grimm, Schlegel, Rask y Bopp, permanece en las márgenes
de nuestra conciencia histórica, como si sólo hubiera fundado una disciplina un
tanto lateral y esotérica —como si, de hecho, no hubiera sido todo el modo de
ser del lenguaje (y del nuestro) el que se modificó a través de ellos. Sin duda
alguna, no es necesario tratar de justificar tal olvido a despecho de la
importancia del cambio, sino por el contrario, partir de él y de la ciega
proximidad que este acontecimiento ha conservado siempre para nuestros ojos,
mal separados aún de sus luces acostumbradas. Por la época misma en que se
produjo, este acontecimiento está ya envuelto si no en un secreto, sí cuando
menos en una cierta discreción. Puede ser que los cambios en el modo de ser del
lenguaje sean como las alteraciones que afectan la pronunciación, la gramática
y la semántica: que sean tan rápidos que no son nunca claramente apresados por
aquellos que hablan y cuyo lenguaje sin embargo lleva ya estas mutaciones; sólo
se toma conciencia de ellos de manera oblicua, por momentos; y después la
decisión no se indica finalmente sino de modo negativo: por el desuso radical e
inmediatamente perceptible del lenguaje que se empleaba hasta entonces. Sin
duda no es posible que una cultura tome conciencia de manera tema-
276 TRABAJO, VJDA, LENGUAJE tica
y positiva de que su lenguaje deja de ser transparente con respecto a sus representaciones para
espesarse y recibir una pesantez propia. Cuando se sigue discurriendo, ¿cómo
saber —de no ser a través de
algunos indicios oscuros que apenas se interpretan y mal— que el lenguaje (justo aquel del que uno
se sirve) está en vía
s de
adquirir una dimensión irreductible a la discursividad pura? Sin duda alguna,
por todas estas razones el nacimiento de la filología quedó dentro de la
conciencia occidental de manera más discreta que el de la bio- logía y el de la
economía política. Si bien formaba parte del mismo trastorno arqueológico. Si
bien sus consecuencias se han extendido quizá mucho más lejos dentro de nuestra
cultura, cuando menos hasta las capas subterráneas que la recorren y la
sostienen.
¿Cómo se formó esta positividad filológica? Cuatro
segmentos teóricos nos señalan su
constitución a principios del siglo XIX — por la época del ensayo de Schlegel
Von der Sprache und Weisheit der Indier (1808), de la Deutsche
Grammatik de Grimm (1818) y del libro de Bopp Über das
Konjugationssystem der Sanskritsprache (1816).
1. El primero de estos segmentos concierne a
la manera en que una lengua puede caracterizarse
desde el interior y distinguirse de las otras. En la
época clásica se podía definir la individualidad de una lengua a partir de
varios criterios: proporción entre los diferentes soni- dos utilizados para formar las palabras
(hay lenguas con una mayoría vocálica
y otras con una mayoría consonantica), el privilegio conce- dido a ciertas categorías de palabras (lenguas
de sustantivos concre- tos, lenguas de sustantivos abstractos, etc.), manera de
representar las relaciones (por medio de proposiciones o
por declinaciones), dis- posición elegida para ordenar las palabras (sea
que coloque delante, como
lo hacen los franceses, el sujeto lógico o que se dé precedencia a las palabras más importantes como en latín); así se distinguía entre las lenguas del Norte y las del Mediodía, las del sentimiento y las de la
necesidad, las de la libertad y las de la esclavitud, las de la bar-
barie y las de la civilización, las del razonamiento lógico y las de la
argumentación retórica: todas estas distinciones entre las lenguas no concernían
jamás sino a la manera en que podían analizar la repre- sentación y después
componer los elementos. Pero, a partir de Schle- gel, las lenguas se definen,
cuando menos en su tipología más general, por la manera en que enlazan unos con
otros los elementos propia- mente verbales que la componen; entre estos
elementos hay algunos, con toda certeza, que son representativos; poseen en
todo caso un valor de representación que es visible, pero otros no tienen ningún
sentido y sólo sirven por una cierta composición para determinar el sentido de
otro elemento en la unidad del discurso. Es este ma-
BOPP 277 terial —hecho de
nombres, de verbos, de palabras en general, pero también de silabas, de sonidos— el que las
lenguas unen entre sí para formar las proposiciones y las frases. Pero la unidad material consti- tuida por el arreglo de
los sonidos, las sílabas y las palabras no está regido por la pura
y simple arte combinatoria de los elementos de la
representación. Tiene
sus principios propios, que difieren en las dis- tintas lenguas:
la composición gramatical tiene regularidades que no son transparentes a la
significación del discurso. Ahora bien, como la significación puede pasar, casi
integramente, de una lengua a otra, son estas regularidades las que permitirán
definir la individualidad de una lengua. Cada una tiene un espacio gramatical
autónomo; se puede comparar lateralmente estos espacios, es decir, de una lengua
a otra, sin tener que pasar por un "medio" común que sería el campo
de la representación con todas sus posibles subdivisiones.
Es fácil
distinguir en seguida dos grandes modos de combinación entre los elementos gramaticales. Uno consiste en
yuxtaponerlos de manera que se determinan los unos a los otros; en este caso, la
lengua está hecha de una multiplicidad de elementos —en general brevísi-
mos— que pueden combinarse de diferentes maneras, pero guardando cada
una de estas unidades su autonomía y, con ello, la posibilidad de
romper el lazo transitorio que, en el interior de una frase o de una proposición,
acaba de instaurar con otro. Así, pues, la
lengua se define por el número de sus unidades y por todas las combinaciones posibles
que pueden establecerse entre ellas en el discurso; se trata, pues,
de un "ensamblaje de átomos", de un "agregado mecánico
operado por un acercamiento exterior".30 Existe otro modo
de enlace entre los elementos de una lengua: el sistema de flexiones que altera desde el interior las sílabas o las palabras
esenciales —las formas radicales. Cada una de
estas formas lleva consigo un cierto número de variacio- nes posibles,
determinadas de antemano; y se usará esta variable o aquella otra de acuerdo
con las otras palabras de la frase, de acuerdo con las relaciones de
dependencia o de correlación entre estas pala- bras, de acuerdo con las
vecindades y las asociaciones. En apariencia, este modo de enlace es menos rico
que el primero, ya que el número de posibilidades combinatorias es mucho más
restringido; pero, en rea- lidad, el sistema de la flexión no existe nunca en
su forma pura y más descarnada; la modificación interna de la radical le
permite reci- bir, por adición, elementos modificables por sí mismos desde el
in- terior, a tal grado que "cada raíz es en verdad una especie de germen
vivo; ya que las relaciones se indican por una modificación interna y
30 F.
Schlegel, Von der Sprache tmd Weisheit der Indier (trad.
francesa, P. 57).
278 TRABAJO, VIDA, LENGUAJE se
da un campo libre al desarrollo de la palabra, ésta puede extenderse de manera
ilimitada".31
A estos dos grandes tipos de organización lingüística
correspon- den, por una parte el chino,
en el que "las partículas que designan las ideas sucesivas son monosílabos que tienen existencia aparte" y, por la otra,
el sánscrito, cuya "estructura
es por completo orgánica y se
ramifica, por así decirlo, con ayuda
de las flexiones, de las modi- ficaciones interiores y de los
entrelazamientos variados de l
a radical".32 Entre
estos dos modelos mayores y extremos pueden
repartirse todas las demás lenguas, sean las que fueren; cada una tendrá necesaria- mente una
organización que la acercará a cualquiera de los modelos o que la mantendrá a igual
distancia de ellos, a la mitad del campo así definido. Muy cerca del chino
encontramos el vascuence, el copto, las lenguas americanas; ligan
entre sí elementos separables; pero éstos, en vez de permanecer
siempre en estado
libre y como otros
tantos átomos verbales irreductibles, "comienzan a fundirse ya en la palabra"; el árabe se define
por una mezcla entre el sistema de
afijos y el de flexiones; el celta es casi exclusivament
e una lengua de flexión, pero se encuentran en él "vestigios
de lenguas de
afijos". Se dirá quizá que esta oposición era conocida ya en el siglo
XVIII y que se sabía distinguir desde hacía mucho tiempo la combinatoria de las
palabras chinas de las declinaciones y conjugaciones de lenguas como el latín y
el griego. Se objetará también que la oposición absoluta establecida por
Schlegel fue muy pronto criticada por Bopp: donde Schlegel veía dos tipos de
lenguas radicalmente inasimilables una a otra, Bopp buscó un origen común; trató
de establecer33 que las flexiones no son una especie de
desarrollo interior y espontáneo del elemento primitivo, sino partículas que se
aglomeraron a la sílaba radical: la m de la primera persona en sánscrito
(bhavami) o la t de la tercera (bhavati) son el efecto de la
adjunción de la radical del verbo al pronombre mam (yo) y tam (él).
Pero lo importante para la constitución de la filología no es saber si los
elementos de la conjugación han tenido el beneficio, en un pasado más o menos
lejano, de una existencia aislada con un valor autónomo. Lo esencial y lo que
distingue los análisis de Schlegel y de Bopp de los del siglo XVIII, que
aparentemente los anticipan,34 es que las sílabas primitivas no crecen (por adjunción o
proliferación internas) sin un cierto número de modificaciones reguladas en la
radical. En una lengua como el chino no hay más que leyes de
31 Id., íbid., p. 56. 32
Id., ibid., p. 47.
33 Bopp, Uber das Konjugationssystem der
Sanskritsprache, p. 147. 34 J. Home Tooke, Epea Pteroenta, or
the diversions of Purley, Londres,
1798.
BOPP 279 yuxtaposición; pero en las lenguas en las que las
radicales están some-
tidas al crecimiento (sean monosilábicas como en el
sánscrito o poli- silábicas como en el hebreo), se
encuentran
siempre formas regulares de variaciones internas. Se comprende que la nueva filología que tiene ahora para
caracterizar las lenguas criterios de organización
interna, haya abandonado las clasificaciones jerárquicas que se usaban
en el siglo XVIII: se admitía, entonces, que había lenguas más importantes que
otras, porque el análisis de las representaciones era en ellas más preciso o más
fino. De ahora en adelante, las lenguas se equivalen: sólo tienen
organizaciones internas diferentes. De allí esa curiosidad por las lenguas
raras, poco habladas, mal "civilizadas", de la que da testimonio Rask
en su gran investigación a través de Escandinava, Rusia, el Caucaso, Persia y
la India.
2. El
estudio de estas variaciones internas constituye el segundo segmento
teórico importante. En sus investigaciones etimológicas, la gramática general estudiaba ya las transformaciones
de las palabras y las sílabas a través
del tiempo. Pero este estudio era limitado por tres causas. Trataba más bien de la metamorfosis
de las letras del alfabeto que de la
manera en
que los sonidos efectivamente pronun- ciados podían
modificarse. Es más, estas transformaciones eran con- sideradas como
efecto, siempre posible, en
cualquier tiempo y en todas las condiciones, de una cierta afinidad
de las letras entre sí; se admitía que la p y la b, la m y
la n estaban tan cercanas que la una podía sustituir a la
otra; tales cambios no eran provocados o determi- nados sino por la dudosa
proximidad y la confusión que podía produ- cirse en la pronunciación o en la
audición Por último, las vocales eran tratadas como el elemento más fluido y más
inestable del len- guaje, en tanto que las consonantes pasaban por ser su sólida
arqui- tectura (¿acaso no omite el hebreo, por ejemplo, la escritura de las
vocales?).
Por
primera vez, con Rask, Grimm y Bopp, el lenguaje (aunque no se
trate ya de remitirlo a sus gritos originales) es tratado como un conjunto de elementos fonéticos. En tanto que, para la gramática
general, el lenguaje nació cuando el ruido de la boca o de los labios se convirtió
en letra, ahora s
e admite que hubo
lenguaje desde el momento en que estos ruidos se articularon
y dividieron en una serie de sonidos distintos. Ahora todo el ser del lenguaje
es sonoro. Lo que explica el nuevo interés manifestado por los hermanos Grimm y
por Raynouard con respecto a la literatura no escrita, los relatos populares y
los dialectos hablados. Se busca la lengua lo más cerca de lo que ella es: en
la palabra —esta palabra que la escritura deseca y congela en un lugar. Está a
punto de nacer toda una mística: la del verbo, del puro estallido poético que
pasa sin huella y no deja tras de sí sino
280 TRABAJO,
VIDA, LENGUAJE una vibración suspendida por un instante. En su sonoridad pasajera y profunda, la palabra se
convierte en soberana. Y sus
poderes secre- tos, reanimados por el soplo de los profetas, se oponen fundamental- mente (aun si
toleran algunos entrecruzamientos) al esoterismo de la escritura que supone la permanencia
retorcida de un secreto en el cen-
tro de visibles laberintos. El lenguaje no es sólo este signo —más o menos lejano, parecido y arbitrario— al que la Logique de Port
-Royal proponía
como modelo inmediato y evidente el retrato de un
hombre o un mapa geográfico. Ha adquirido una naturaleza vibratoria que lo
separa del signo visible para acercarlo a la nota musical. Y ha sido menester
justo que Saussure dé la vuelta a ese momento de la pala- bra que fue el mayor
para toda la filología del siglo XIX, a fin de restaurar, más allá de las
formas históricas, la dimensión de la lengua en general, y reabrir por encima
de tanto olvido el viejo problema del signo que había animado sin interrupción
todo el pensamiento desde Port-Royal hasta los últimos Ideólogos.
En el
siglo XIX comienza, pues, un análisis del lenguaje tratado como un
conjunto de sonidos liberados de las
letras que pueden trans- cribirlos.35 Este análisis
siguió tres direcciones. Primero la tipología de las diversas sonoridades
utilizadas en una lengua: con respecto a las vocales, por ejemplo, oposición entre las simples y las dobles
(alar- gadas como en â, ô; o diptongadas
como en ae, ai); entre las
vocales simples, oposición entre las puras (a, i, o, u) y las dobles (e,
ö, ü); entre las puras hay algunas que pueden tener varias pronunciaciones (como la o) y las que no tienen más que una (a, i, u); por último, entre éstas, unas están sujetas al cambio y pueden
recibir el Umlaut (a y u); la i permanece siempre fija.36 La segunda forma de análisis recae sobre las
condiciones que pueden determinar un cambio en una sonoridad: su lugar en la
palabra es por sí mismo un factor impor- tante: una sílaba, cuando es terminal,
protege menos fácilmente su permanencia que si constituye la raíz; las letras
de la radical, dice Grimm, tienen una larga vida; las sonoridades de la
desinencia tienen una vida más breve. Pero hay además determinaciones
positivas, ya que "el mantenimiento o el cambio" de una sonoridad
cualquiera "nunca es arbitrario".37 Esta ausencia de
arbitrariedad era para Crimm la determinación de un sentido (en la radical de
un gran número de verbos alemanes la a se opone a la i como el
pretérito al presente). Para Bopp, es el efecto de un cierto número de leyes.
35 Con
frecuencia se ha reprochado a Grimm el haber confundido letras y sonidos
(analiza
Schrift en ocho elementos ya que divide f en p y h). ¡Tan
difí- cil era tratar el lenguaje como elemento sonoro puro!
36 J.
Grimm, Deutsche Grammatík, 2a. ed., 1822, t. i, p. 5. Estos análisis no se
encuentran en la primera edición (1818).
37 Id., ibid., p.
5.
BOPP 281 Las unas definirían las reglas de cambio cuando dos consonantes se encuentran
en contacto: "Así, cuando se dice en sánscrito at-ti (él come) en vez de ad-ti (de la
raíz ad, comer), el cambio de la d y la t se debe a una ley física".
Otros definen el modo de acción de una terminación sobre las sonoridades de la
radical: "Por leyes mecánicas, que yo considero principalmente las leyes
de la pesantez y en particu- lar la
influencia que el peso de las desinencias personales ejerce sobre la sílaba precedente".38 Por último, la
forma de análisis trata de la constancia de las transferencias a través de la historia. Así, Grimm estableció un cuadro de correspondencias para las labiales, las dentales y las guturales, entre el griego, el "gótico" y el
alto alemán: la p, la b y la f de los griegos se
convierten respectivamente en f, p, b, en gótico, en b o v, f y p en alto
alemán; t, d, th, en griego se convier ten en gótico en th, t, d, y en alto alemán en d, z,
t. Los caminos de la histeria están
prescritos por este conjunto de relaciones; y en vez de que las lenguas
estén sometidas a esta medida extema, a estas cosas de la historia humana que
deberían explicar sus cambios de acuerdo con el pensamiento clásico, llevan en
sí mismas un principio de evolución. Allí como en lo demás, lo que fija el
destino es la "anatomía".39
3. Esta definición de una ley de las
modificaciones consonánticas o vocálicas permite establecer una teoría nueva
de la radical. En la época clásica, las raíces se
localizaban por un doble sistema de cons- tantes: las constantes alfabéticas
que descansaban sobre un número arbitrario
de letras (llegado el caso, podía ser sólo una) y las cons- tantes significativas que reagrupaban bajo un tema
general una can- tidad indefinidamente extensible de sentidos vecinos; en el
entrecru- zamiento de estas dos constantes, allí donde salía a luz un
mismo sentido por una misma letra o
una misma sílaba, se individualizaba una raíz. La raíz era un
núcleo expresivo
transformable al infinito a partir de una sonoridad primera. Pero si vocales y consonantes no se
transforman más que de acuerdo con ciertas leyes y bajo ciertas
condiciones, entonces la radical debe ser una individualidad lingüís- tica
estable (dentro de ciertos límites), que puede ser aislada con sus variaciones
eventuales y que constituye, con sus diversas formas posi- bles, un elemento de
lenguaje. Para determinar cuáles son los ele- mentos primeros y absolutamente
simples de una lengua, la gramá- tica general debía remontarse hasta el punto
de contacto imaginario en el que el sonido, aún no verbal, tocaba de alguna
manera la viva- cidad misma de la representación. De ahora en adelante los
elemen-
33 Bopp, Vergleichende Grammatik, trad.
francesa, París, 1866, p. 1, nota. 39 J. Grimm, Über den
Unpntng der Sprache, trad. francesa, Parfa, 1859, p.
7.
282 TRABAJO, VIDA, LENGUAJE tos
de una lengua le son interiores (aun cuando pertenezcan también a otras); existen medios
puramente lingüísticos de establecer su com- posición constante y la tabla de
sus posibles modificaciones. La eti- mología va a dejar de ser, pues, un
paso indefinidamente regresivo hacia
una lengua primitiva poblada por los primeros gritos de la naturaleza; se convierte en un método de análisis cierto y limitado para reencontrar en una palabra
la radical a partir de la cual se ha formado: "Las raíces de las
palabras sólo surgieron a la evidencia tras el éxito del análisis de las
flexiones y las derivaciones".40
Es posible establecer así que, en ciertas lenguas como
las semíticas, las raíces son bisilábicas (en general, de tres letras);
que en otras (las indogermánicas)
son regularmente monosilábicas; algunas están constituidas de una sola y única
vocal (i es la radical de los verbos que quieren decir ir, u la de
los que significan sonar); pero la mayor parte del tiempo la
raíz, en estas lenguas, admite cuando menos una consonante y una vocal: la consonante puede ser terminal o
inicial; en el primer caso, la vocal
es necesariamente inicial; en el otro, puede suceder que vaya seguida
de
una segunda consonante
que le sirva de apoyo (como en la raíz ma, mad, que da en latín metiri,
en ale- mán, messen).41 Puede suceder también que estas raíces
monosilá- bicas sean duplicadas, como do se duplica en el sánscrito
dadami y el griego didómi, o sta en tishtami
e istémi.42 Por último
y sobre todo, la naturaleza de la raíz y su papel constitutivo en el
lenguaje son concebidos de un modo absolutamente nuevo: en el siglo XVIII, la
raíz era un nombre rudimentario que designaba, en su origen, una cosa concreta,
una representación inmediata, un objeto que se daba a la vista o a cualquiera
de los sentidos. El lenguaje se construía a partir del juego de esas
caracterizaciones nominales: la derivación extendía su alcance; la abstracción
daba nacimiento a los adjetivos; y bastaba entonces con añadir a éstos el otro
elemento irreductible, la gran fun- ción monótona del verbo ser, para que se
constituyese la categoría de palabras conjugables —especie de reducción en una
forma verbal del ser y del epíteto. Bopp admite también que los verbos son
mixtos ob- tenidos por la coagulación del verbo con una raíz. Pero su análisis
difiere en muchos puntos esenciales del esquema clásico: no se trata de la
adición virtual, subyacente e invisible, de la función atributiva y del sentido
preposicional que se presta al verbo ser; se trata primero de una unión
material entre una radical y las formas del verbo ser: el as sánscrito
se encuentra de nuevo en la sigma del aoristo griego,
40 J. Grimm, Uber den Ursprung der Sprache, trad.
cit., p. 37. Cf. también Deutsche Grammatik, i, p. 588.
41 J. Grimm, Uber den Ursprung
der Sprache, trad. cit., p. 41. 42 Bopp, Uber das
Konjugationssystem der Sarukritsprache.
BOPP
28
3
en el er del pluscuamperfecto o del futuro anterior latino; el bhv sánscrito se encuentra de nuevo en la b del futuro y del imperfecto
latinos. Además, esta adjunción del verbo ser permite esencialmente el atribuir a
la radical un tiempo y una persona (la desinencia consti- tuida por la radical del
verbo ser aporta por lo demás la del pronom- bre personal, como en script-s-i).43 En consecuencia,
no es la adjun- ción de ser la que
transforma un epíteto en verbo; la radical
misma tiene una significación verbal
a la que agregan las desinencias deriva- das de la conjugación de ser sólo
las modificaciones de persona y de tiempo. Las raíces de los verbos no designan pues
en su origen "co- sas", sino
acciones, procesos, deseos, voluntades; y son ellas las que, al recibir ciertas desinencias surgidas del verbo ser y de
los pronom- bres personales, se hacen susceptibles de conjugación, en
tanto que, al recibir otros sufijos, ellos mismos modificables, se convertirían
en nom- bres susceptibles de declinación. Es necesario sustituir la bipolaridad
nombres-verbo ser que caracterizaba al análisis clásico por una dispo- sición más
compleja: raíces de significación verbal que pueden recibir desinencias de
tipos diferentes y dar nacimiento así a verbos conjuga- bles o a sustantivos.
Los verbos (y los pronombres personales) se convierten así en el elemento
primordial del lenguaje —el elemento a partir del cual se ha podido desarrollar
aquél. "El verbo y los pro- nombres personales parecen ser las verdaderas
palancas del lenguaje."44 Los análisis de Bopp deberían tener una importancia capital no sólo
para la descomposición interna de una lengua, sino también para definir lo que
el lenguaje puede ser en su esencia. Ya no es un sis- tema de representaciones
que tiene el poder de recortar y recompensar otras representaciones; designa en
sus raíces las acciones, los estados, las voluntades más constantes; más que lo
que se ve, originalmente quiere decir lo que se hace o se padece; y si termina
por mostrar las cosas con el dedo es en la medida en que son el resultado, el
objeto o el instrumento de esta acción; los nombres no recortan así el cuadro
complejo de una representación; recortan, detienen y congelan el pro- ceso de
una acción. El lenguaje "se enraiza" no por el lado de las cosas
percibidas, sino por el lado del sujeto en su actividad. Y es posible,
entonces, que haya surgido del querer y de la fuerza, más que de esta memoria
que duplica la representación. Se habla porque se actúa, no porque al reconocer
se conozca. Al igual que la acción, el lenguaje expresa una voluntad profunda.
Lo que tiene dos conse- cuencias. La primera resulta paradójica para una mirada
apresurada: se trata de que, en el momento en que se constituye la filología
por el descubrimiento de una dimensión de la gramática pura, se pasa a
43 Bopp,
loc. cit., pp. 147 ss.
44 J.
Grimm, Über den Unprung der Sprache, trad. cit., p. 39.
284 TRABAJO, VIDA, LENGUAJE atribuir al lenguaje profundos poderes de expresión (Humboldt no es solamente un
contemporáneo de Bopp; conocía su
obra con todo de- talle) : en tanto que en la época clásica, la función
expresiva del len- guaje sólo se requería en el punto de partida y únicamente
para explicar que un sonido hubiera podido representar una cosa, en el siglo XIX, el lenguaje va a tener,
todo a lo largo de su curso y de sus formas más complejas, un valor expresivo irreductible; ninguna arbi- trariedad, ninguna
convención gramatical pueden borrarlo,
pues, si el lenguaje expresa algo no
es en la medida en que imite o duplique las cosas, sino en la medida en
que manifiesta y traduce el querer
fundamental de los que hablan. La segunda consecuencia es que el lenguaje no
está ya ligado a las civilizaciones por
el nivel
de conoci-
mientos que hayan alcanzado (la finura de la red representativa, la multiplicidad de lazos que pueden establecerse
entre los elementos), sino por el
espíritu del pueblo que las ha hecho nacer, las anima y puede reconocerse
en ellas. Así como el organismo vivo manifie
sta por su coherencia las funciones que lo mantienen en vida, el lenguaje, y
en toda la arquitectura de su gramática, hace visible la voluntad fundamental
que mantiene vivo a un pueblo y le da el poder de hablar un lenguaje que sólo
le pertenece a él. De golpe, las condicio- nes de la historicidad del lenguaje
han cambiado; las mutaciones ya no vienen de lo alto (del grupo escogido de
sabios, del pequeño grupo de mercaderes y viajeros, de los ejércitos
victoriosos, de la aris- tocracia de invasión), sino que nacen oscuramente
abajo, pues el len- guaje no es un instrumento o un producto —un ergon, como
decía Humboldt—, sino una actividad incesante —una energeia. Lo que
habla en una lengua y no cesa de hablar en un murmullo que no se entiende pero
del cual proviene, sin embargo, todo el fulgor, es el pueblo. Grimm creía
sorprender tal murmullo al escuchar el alt- deutsches Meistergesang y Raynouard
al transcribir las Poésies origi- nales des troubadours. El lenguaje no
está ya ligado al conocimiento de las cosas, sino a la libertad de los hombres:
"El lenguaje es hu- mano: debe su origen y sus progresos a nuestra
libertad plena; es nuestra historia, nuestra herencia".45 En el momento en que se de- finen las leyes
internas de la gramática, se anuda un parentesco pro- fundo entre el lenguaje y
el libre destino de los hombres. Todo a lo largo del siglo XIX, la filología
tendrá profundas resonancias po- líticas.
4. El análisis
de las raíces ha hecho posible una nueva definición de los sistemas de parentesco entre las lenguas. Es éste el cuarto gran
segmento teórico que caracteriza la aparición de la filología. Esta definición
supone de antemano que las lenguas se agrupan en
45 J. Grimm, Über den Ursprung der
Sprache, trad. cit., p. 50.
BOPP 285 conjuntos
discontinuos los unos en relación con los otros. La gramá- tica
general excluía la comparación en la medida en que admitía
en todas las lenguas, fueran las que
fueran, dos órdenes de continuidad:
el primero, vertical, le permitía
disponer todo el grupo de raíces más
primitivas que, mediante algunas transformaciones, conectaba cada
lenguaje con las articulaciones iniciales; el segundo, horizontal, po- nía
en comunicación todas las lenguas en
la universalidad de la repre-
sentación: todas tenían que analizar, descomponer y recomponer re- presentaciones que,
dentro de unos límites bastante amplios, eran las mismas para todo el género
humano. De manera que no era posible comparar las lenguas a no
ser de manera indirecta y como por un camino triangular; se podía analizar la
forma en que tal o cual lengua había tratado y modificado el equipo común
de raíces primitivas; también podía
compararse la manera en que dos
lenguas recortaban y religaban las
mismas representaciones. Ahora bien, lo que se hizo posible a partir de Grimm y
de Bopp es la comparación directa y lateral de dos o más lenguas. Comparación
directa dado que no es ya necesario pasar por las representaciones puras o la
raíz absolutamente primitiva: basta con estudiar las modificaciones de la
radical, el sistema de las flexiones, la serie de las desinencias; pero
comparación lateral que no se remonta a los elementos comunes a todas las
lenguas ni al fondo representativo del que abrevan: no es, pues, posible
remitir una lengua a la forma o a los principios que hacen posibles todas las
otras; es necesario agruparlas de acuerdo con su proximidad formal: "La
semejanza se encuentra no sólo en el gran número de raíces comunes, sino que
también se extiende hasta la estructura interior de las lenguas y hasta la gramática".46
Ahora
bien, estas estructuras gramaticales que es posible comparar directamente entre sí ofrecen dos caracteres
particulares. Primero, el no existir más que en
sistemas: es posible un cierto número
de flexio- nes con las radicales
monosilábicas; el peso de las desinencias puede tener efectos cuyo número y naturaleza
son determinables; los modos de afijación responden a algunos modelos
perfectamente fijos; en tanto que en las lenguas de radicales polisilábicas
todas las modifica- ciones y composiciones obedecen a otras leyes. Entre
dos sistemas como éstos (el uno característico de las lenguas indoeuropeas, el
otro de las lenguas semíticas) no se encuentra ni tipo intermedio ni for- mas
de transición. De una a otra familia hay discontinuidad. Pero, por otra parte,
los sistemas gramaticales al prescribir un cierto número de leyes de evolución
y de mutación permiten fijar, hasta cierto punto, el índice de envejecimiento
de una lengua; para que tal forma aparezca a partir de una cierta
radical, han sido necesarias tales y
46 F. Schlegel, Von der Sprache und Wewheit
der Indier, trad. cit., p. 11.
286 TRABAJO,
VIDA, LENGUAJE cuales transformaciones. En la época clásica, cuando dos lenguas se asemejaban era
necesario o bien remitir a ambas a la lengua abso-
lutamente primitiva o bien admitir que la una provenía de la otra (pero el criterio era externo, la lengua más derivada
era simplemente la que había aparecido en fecha más reciente en la historia) o bien admitir aún cambios (debidos
a acontecimientos extralingüísticos: invasión, comercio, migración).
Ahora, cuando dos lenguas presen- tan sistemas análogos debe poderse
decidir si la una se deriva de la otra o si las dos han surgido de una tercera, a partir de la cual han desarrollado cada
una de ellas sistemas
diferentes por una parte, pero por la otra también análogos. Así, a propósito
del
sánscrito y del griego, se abandonaron sucesivamente la hipótesis
de Coeurdoux que creía encontrar huellas de la lengua primitiva y la de
Anquetil que su- ponía una mezcla en la época del reino de Bactriana; y
Bopp pudo refutar también a Schlegel para quien "la lengua india era la más
antigua y las otras [latín, griego, lenguas germánicas y persas] eran más
modernas y se derivaban de la primera".47 Mostró que entre el sánscrito,
el latín y el griego, y las lenguas germánicas había una rela- ción
"fraternal", pues el sánscrito no era la lengua madre de las otras,
sino más bien su hermana mayor, la más cercana a una lengua que habría sido el
origen de toda esta familia.
Vemos que la
historicidad se ha introducido en el dominio de las lenguas
como
en el de los seres vivos. Para que pueda pensarse en una evolución —que
no sea sólo un recorrido de continuidades
onto- lógicas—, ha sido necesario que se rompiera el plano ininterrumpido y
liso de la historia natural, que la
discontinuidad de las ramificaciones
hiciera aparecer los planes de
organización en su diversidad sin inter- mediario, que los organismos se
ordenaran según las disposiciones funcionales que debían asegurar y que se anudaran
así las relacio- nes de lo vivo con aquello que le permite existir. De la misma
manera, ha sido necesario, para que
la historia de las lenguas pudiera ser pensada, que se las separara de
esta gran continuidad cronológica que las comunicaba sin ruptura hasta llegar
al origen; ha sido nece- sario también liberarlas de la capa común de las
representaciones en la que estaban presas; gracias a esta doble ruptura,
apareció la hetero- geneidad de los sistemas gramaticales con sus recortes
propios, las leyes que prescriben el cambio en cada uno de ellos y los caminos
que fijan las posibilidades de la evolución. Una vez suspendida la historia de
las especies como sucesión cronológica de todas las formas posibles, lo vivo
pudo, y sólo entonces pudo hacerlo, recibir una histo- ricidad; de la misma
manera, si en el orden del lenguaje no se hubiera suspendido el análisis de
estas derivaciones indefinidas y de estas
47 F
. Schlegel, Von der Sprache tmd Weisheit der Indier, trad.
cit., p. 12.
BOPP 287 mezclas sin limites que la gramática general presuponía
siempre, el
lenguaje no hubiera quedado jamás afectado por una historicidad
interna. Fue necesario tratar el sánscrito,
el griego, el latín y el ale-
mán en una simultaneidad sistemática; se debió instalarlos, en rup- tura
con toda cronología, en un tiempo fraternal, para que
sus es- tructuras se hicieran trasparentes y pudiera leerse allí una historia
de las lenguas. Aquí, lo mismo que en cualquier otra parte, tuvieron que
borrarse las señalizaciones cronológicas, redistribuirse sus elemen- tos y así
se constituyó una historia nueva que no enuncia sólo el modo de sucesión de los
seres y su encadenamiento en el tiempo, sino también las modalidades de su
formación. La empiricidad —se trata tanto de los individuos naturales cuanto de
las palabras por medio de las cuales se los puede nombrar— está atravesada
ahora por la Historia y en todo el espesor de su ser. Comienza el orden del
tiempo.
Hay, sin
embargo, una diferencia mayor entre las lenguas y los seres vivos. Éstos
no tienen una historia verdadera a no ser por una cierta relación entre
sus funciones y sus condiciones de existencia. Es verdad que
su composición interna de individuos organizados hace posible su historicidad, pero ésta no se
convierte en historia real a no ser por ese mundo exterior en el que viven. Así, pues, ha sido nece-
sario que esta historia apareciese en plena luz y fuera descrita en un
discurso, que a la anatomía comparada de Cuvier se añadiera el análi- sis del
medio y de las condiciones que actúan sobre lo vivo. La "ana-
tomía" del lenguaje, para usar la expresión de Grimm, funciona en
cambio en el elemento de la Historia: pues es una anatomía de los cambios
posibles, que enuncia no la coexistencia real de los órga- nos o su exclusión
mutua, sino el sentido en el cual las mutaciones pueden o no pueden hacerse. La
nueva gramática es inmediatamente diacrónica. ¿Cómo podría no ser así ya que su
positividad sólo pudo ser instaurada por una ruptura entre el lenguaje y la
representación? La organización interior de las lenguas, lo que ellas autorizan
y lo que excluyen para poder funcionar no podía ser ya recobrado sino en la
forma de las palabras; pero, en sí misma, esta forma no puede enun- ciar su
propia ley sino remitiéndose a sus estados anteriores, a los cambios de que es
susceptible, a las modificaciones que nunca se pro- ducen. Al cortar el
lenguaje de lo que éste representa, se le hizo aparecer ciertamente por primera
vez en su legalidad propia y a la vez se renunció a recobrarlo como no fuera en
la historia. Se sabe que Saussure no pudo escapar a esta vocación diacrónica de
la filo- logía sino restaurando la relación del lenguaje con la representación,
renuncia a reconstituir una "semiología" que, a la manera de la gramática
general, define el signo por el enlace entre dos ideas. El
288 TRABAJO, VIDA, LENGUAJE mismo acontecimiento arqueológico se ha manifestado, pues, de ma- nera parcialmente
diferente con respecto a la historia natural y al
lenguaje. Al separar los caracteres de lo vivo o las reglas de la gra- mática de las leyes de una
representación que se analiza, se ha hecho posible la historicidad de la
vida y del lenguaje. Pero esta
historicidad, en el orden de la biología, ha tenido necesidad de una historia
com- plementaria que debería enunciar
las relaciones del individuo y el
medio; en un sentido, la historia de la vida es exterior a la
historici- dad de lo vivo; por ello, el evolucionismo constituye una
teoría bio- lógica, cuya condición
de posibilidad fue una biología sin evolución —la de Cuvier.
Por el contrario, la historicidad del lenguaje descu- bre en seguida, y
sin intermediario, su historia; ambas se comunican entre sí desde el interior.
En tanto que la biología del siglo XIX avan- zará cada vez más hacia el
exterior de lo vivo, hacia su otro lado, haciendo cada vez más permeable esta
superficie del cuerpo en la que se detenía antes la mirada del naturalista, la
filología destacara las relaciones que el gramático había establecido entre el
lenguaje y la historia externa para definir una historia interior. Y ésta, una
vez asegurada en su objetividad, podrá servir como hilo conductor para
reconstituir, en provecho de la Historia propiamente dicha, los acon-
tecimientos caídos más allá de toda memoria.
5. EL LENGUAJE CONVERTIDO EN OBJETO
Puede señalarse
que los cuatro segmentos teóricos que acaban de ser analizados, por constituir sin duda alguna el suelo
arqueológico de la filología, corresponden término
por término y se oponen a Tos que permitieron definir la gramática general.48 Al remontarnos
del último al primero de estos cuatro segmentos, vemos que la teoría
del paren- tesco entre
las lenguas (discontinuidad entre las grandes familias y analogías internas en el régimen de cambios) se enfrenta a
la teoría de la derivación que
suponía incesantes factores de usura y de mez- cla, actuando de la misma manera sobre todas las lenguas,
sean las que fueren, a partir de un
principio externo y con efectos
ilimitados. La teoría de la radical
se opone a la de la designación:
pues la radical es una individualidad lingüística aislable, interior
con respecto a un grupo de lenguas y que sirve antes que nada de núcleo a las
formas verbales; en tanto que la raíz, franqueando el lenguaje por el lado de
la naturaleza y del grito, se agotaba hasta no ser más que una sonoridad
indefinidamente transformable, cuya función era un pri- mer recorte nominal de
las cosas. El estudio de las variaciones inte-
48 Cf. supra, p. 120.
EL LENGUAJE CONVERTIDO EN OBJETO 289 riores de la
lengua se opone también a
la teoría de la articulación representativa: ésta definía las palabras y las individualizaba unas frente a otras
al relacionarlas con el contenido
que podían significar; la articulación del lenguaje era el análisis visible de la representación; ahora las
palabras se caracterizan primero por su morfología y el con- junto de
las mutaciones que cada una de sus
sonoridades puede sufrir eventualmente. Por último y sobre todo,
el análisis interior de la lengua se enfrenta al primado que el
pensamiento
clásico acordó al verbo ser: éste reinaba en los límites del
lenguaje, por ser a la vez el primer lazo de las palabras y porque detentaba el
poder fundamental de la afirmación; marcaba el umbral del lenguaje, indicaba su
especi- ficidad y lo remitía, de una forma que no podía ser borrada, a las for-
mas del pensamiento. El análisis independiente de las estructuras gramaticales,
tal como se lo practica a partir del siglo XIX, aisla por el contrario el
lenguaje, lo trata como una organización autónoma, rompe sus ligas con los
juicios, la atribución y la afirmación. El paso ontológico que el verbo ser aseguraba
entre el hablar y el pensar se ha roto; de golpe, el lenguaje adquiere un ser
propio. Y es este ser el que detenta las leyes que lo rigen.
El orden clásico del lenguaje se ha cerrado
ahora sobre sí mismo. Ha perdido su transparencia y su función mayor en el
dominio del saber. En los siglos XVII y XVIII era el desarrollo inmediato y espontáneo de las representaciones; en él recibían
éstas de inmediato sus primeros signos, donde recortaban y reagrupaban sus trazos comunes, donde instauraban las relaciones de identidad o de atribución;
el lenguaje era un conocimiento y el conocimiento era, con pleno derecho, un
discurso. Con respecto a todo conocimiento,
se encontraba pues en una situación fundamental:
sólo se podía conocer las cosas del
mundo pasando por él. No porque
formara parte del mundo en un enmarañamiento ontológico (como en el Renacimiento), sino porque era el primer
esbozo de un orden en las representaciones del mundo; porque era la manera inicial, inevitable, de representar las representaciones.
En él se formaba cualquier generalidad. El conocimiento clásico era
profundamente nominalista. A partir del siglo XIX, el lenguaje se repliega sobre sí mismo,
adquiere su espesor propio, despliega una historia, leyes y una objetividad que
sólo a él le pertenecen. Se ha convertido en un objeto de conocimiento entre
otros muchos: al lado de los seres vivos, al lado de las riquezas y del valor,
al lado de la historia de los acontecimientos y de los hombres. Muestra, quizá,
conceptos propios, pero los análisis que tratan de él están enraizados en el
mismo nivel de todos aquellos que conciernen a los conocimientos empíricos.
Este alzamiento que permite a la gramática general ser al mismo tiempo Lógica
y entrecruzarse con
290 TRABAJO,
VIDA, LENGUAJE ella, queda ahora nivelado. Conocer el lenguaje no es ya acercarse lo más posible al
conocimiento mismo, es sólo aplicar los métodos del
saber en general a un dominio particular de la objetividad.
Este nivelamiento
del lenguaje que lo devuelve al status puro de objeto
se encuentra compensado, sin embargo, de tres maneras. Pri- mero, por el
hecho
de que es una mediación necesaria para todo cono- cimiento científico que quiere
manifestarse como discurso. Fue en vano que se le dispusiera, desplegara
y analizara bajo la mirada de la ciencia, siempre resurgió del lado del
sujeto cognoscente —puesto que se trata, para él, de enunciar lo que sabe.
De allí, dos preocupa- ciones que fueron constantes en el siglo XIX. Una consiste
en querer neutralizar y como pulir el lenguaje científico, a tal punto
que, des- pojado de toda singularidad propia, purificado de sus accidentes y de sus impropiedades —como si no pertenecieran a su esencia—, pudiera convertirse en el reflejo
exacto, el doble meticuloso, el espejo límpido de un conocimiento
que no es verbal. Es el sueño positivista de un lenguaje que sería
mantenido al ras de lo que se sabe: un len-
guaje-cuadro, como aquel que sin duda soñaba Cuvier, cuando pro- puso a la
ciencia el proyecto de ser una
"copia" de la naturaleza; frente a las cosas, el discurso científico
sería el "cuadro"; pero cuadro tiene aquí un sentido fundamentalmente
diferente al que tenía en el siglo XVIII; entonces se trataba de repartir la
naturaleza en un cuadro constante de identidades y de diferencias, para el cual
el lenguaje proporcionaba una reja primera, aproximativa y rectificable;
ahora el lenguaje es un cuadro, pero en el sentido de que, separado de esa in-
trincación que le da un papel inmediatamente clasificador, se man- tiene a una
cierta distancia de la naturaleza para encantarla por su propia docilidad y
recoger finalmente su retrato fiel.49 La otra preocu- pación
—enteramente diferente de la primera, si bien le es correla- tiva— consistió en
buscar una lógica independiente de las gramáticas, de los vocabularios, de las
formas sintéticas, de las palabras: una lógica que pudiera sacar a luz y
utilizar las implicaciones universales del pensamiento manteniéndolas al abrigo
de las singularidades de un lenguaje constituido que podría enmascararlas. Era
necesario que na- ciera una lógica simbólica, con Boole, en la época misma en
que los lenguajes se convertían en objetos de la filología: a pesar de las
seme- janzas superficiales y de algunas analogías técnicas, no se trataba de
constituir un lenguaje universal como en la época clásica, sino de re-
presentar las formas y los encadenamientos del pensamiento fuera de todo
lenguaje; dado que éste se convertía en objeto de las cien- cias, era necesario
inventar una lengua que fuera más bien simbolismo
49 Cf G. Cuvier, Rapport
historique sur les progrés des sciences naturelles
p. 4.
EL LENGUAJE CONVERTIDO EN OBJETO 291 que lenguaje y que, por ello mismo, fuera transparente
al pensamiento en el movimiento mismo que le permite conocer. Se podría decir que en un sentido el álgebra lógica y
las lenguas indoeuropeas son dos
productos de la disociación de la gramática general: éstas muestran el deslizamiento del lenguaje por
el lado del objeto conocido, aqué-
lla, el movimiento que lo hace oscilar del lado del acto cognoscitivo, al despojarlo, pues, de toda forma ya constituida.
Pero sería insufi- ciente el enunciar el hecho bajo esta forma puramente
negativa: en el nivel arqueológico, las condiciones de posibilidad de una lógica
no verbal y la de una gramática histórica son las mismas. Su suelo de
positividad es idéntico.
La segunda
compensación al nivelamiento del lenguaje es
el valor crítico que se ha prestado
a su estudio. Convertido en realidad histó- rica espesa y consistente, el
lenguaje forma el lugar de las tradiciones, de las costumbres
mudas del pensamiento, del espíritu oscuro de los pueblos; acumula
una memoria fatal que ni siquiera se conoce como memoria.
Los hombres que creen,
al
expresar sus pensamientos en palabras de las que no son
dueños, alojándolos en formas verbales cuyas dimensiones
históricas se les escapan, que su proposito les
obe- dece, no
saben que se someten a sus exigencias. Las disposiciones
gramaticales de una lengua son el apriori de lo que puede
enunciarse en ella. La verdad del discurso está atrapada por la filología. De allí,
esta necesidad de remontar
las opiniones, las filosofías y, quizá, aun las ciencias, hasta las palabras que las han hecho posibles y, por ello,
hasta un pensamiento cuya
vivacidad no estaría apresada aún por la red de las gramáticas.
Se comprende así también la renovación, muy marcada en
el siglo XIX, de todas las técnicas
de la exégesis. Esta re- aparición se debe al hecho de que el lenguaje
ha retomado la densidad enigmática que fue suya durante el Renacimiento. Pero
ahora no se tratará de reencontrar una palabra primera que se hubiera escapado,
sino de inquietar las palabras que decimos, de denunciar el pliegue gramatical
de nuestras ideas, de disipar los mitos que animan nuestras palabras, de volver
a hacer brillante y audible la parte de silencio que todo discurso lleva
consigo al enunciarse. El primer libro de El capi- tal es una "exégesis"
del valor; todo Nietzsche, una exégesis de algu- nas palabras griegas; Freud,
la exégesis de todas esas frases mudas que sostienen y cruzan a la vez nuestro
discurso evidente, nuestros fan- tasmas, nuestros sueños, nuestro cuerpo. La
filología como análisis de lo que se dice en la profundidad del discurso se ha
convertido en la forma moderna de la crítica. Allí donde, a fines del siglo
XVIII, se trataba de fijar los límites del conocimiento, se tratará ahora de devolver
las palabras al lado de todo aquello que se dice a tra- vés de ellas y a pesar
de ellas. Dios es quizá menos un más allá del
292 TRABAJO,
VIDA, LENGUAJE saber que un cierto más acá de nuestras frases;
y si el hombre occi- dental es inseparable de él, no es por una propensión
invencible a traspasar las fronteras de la experiencia, sino porque su lenguaje
lo fomenta sin cesar en la sombra de sus leyes: "Temo que no n
os
des- embarazaremos de Dios nunca, pues aún creemos
en la gramática".50 La interpretación, en el siglo XVI, iba del mundo
(cosas y textos a la vez) a la Palabra divina que se descifraba en él; la
nuestra, en todo caso la que se formó en el siglo XIX, va de los hombres, de
Dios, de los conocimientos o de las quimeras a las palabras que los hacen
posibles; y lo que descubre no es la soberanía de un discurso primero, es el
hecho de que nosotros estamos, antes aun de la menor palabra nuestra, dominados
y transidos ya por el lenguaje. Extraño comen- tario aquel al que se consagra
la critica moderna: pues no va de la comprobación de que hay un lenguaje al
descubrimiento de lo que quiere decir, sino del despliegue del discurso
manifiesto a la puesta al día del lenguaje en su ser en bruto.
Los métodos de interpretación se enfrentan,
pues, en el pensa- miento moderno, a las técnicas de formalización: los
primeros con la pretensión de hacer
hablar al lenguaje por debajo de él
mismo y lo más cerca posible de lo que
se dice en él, sin él; las segundas,
con la pretensión de controlar todo lenguaje eventual y de dominarlo por la ley de lo que
es posible decir. Interpretar y
formalizar se han convertido en las dos grandes formas de análisis de nuestra época:
a decir verdad, no conocemos otras. Pero ¿conocemos las relaciones de
la exégesis y de la fonnalización, somos capaces de controlarlas y de
dominarlas? Pues si la exégesis nos lleva menos a un discurso primero que a la
existencia desnuda de algo así como un lenguaje, ¿no va a quedar acaso constreñida
a decir solamente las formas puras del lenguaje antes aun de que haya tomado un
sentido? Pero para for- malizar lo que se supone que es un lenguaje, ¿acaso no
es necesario haber practicado un mínimo de exégesis e interpretado cuando menos
todas estas figuras mudas como queriendo decir alguna cosa? La se- paración
entre la interpretación y la fonnalización, la verdad es que nos presiona
actualmente y nos domina. Pero no es tan rigurosa, la horquilla que dibuja no
se hunde demasiado lejos en nuestra cultura, sus dos brazos son demasiado
contemporáneos para que podamos de- cir solamente que prescribe una elección
simple o que nos invita a optar entre el pasado que creía en el sentido y el
presente (el futuro) que ha descubierto el significante. Se trata, de hecho, de
dos técnicas correlativas cuyo suelo común de posibilidad está formado por el
ser del lenguaje, tal como se constituyó en el umbral de la época mo-
50
Nietzsche, Die Götzendämmerung, Nietzsches Gesammelte Werke, Musa-non
Verlag, Munich, 1926, t. XVII, p. 73.
EL LENGUAJE CONVERTIDO EN OBJETO 293 cierna. La elevación crítica del lenguaje,
que compensaba su nivela- ción en el
objeto, implicaba que éste fuera cercado
a la vez por un acto de conocimiento puro de toda palabra y de aquello
que no se conoce en ninguno de nuestros discursos. Era necesario o hacerlo transparente a las formas del
conocimiento o hundirlo en los
conte- nidos del inconsciente. Lo que explica muy bien el doble camino del siglo XIX hacia el formalismo del
pensamiento y hacia el descubri- miento del inconsciente —hacia Russell
y hacia Freud. Y lo que explica también las tentaciones de doblar una hacia
otra a las dos direcciones y por entrecruzarlas: tentativa de poner al día, por
ejem- plo, las formas puras que se imponen, antes de todo contenido, a nuestro
inconsciente; o aun esfuerzo por hacer llegar hasta nuestro discurso el suelo
de la experiencia, el sentido de ser, el horizonte vi- vido de todos nuestros
conocimientos. El estructuralismo y la feno- menología encuentran aquí, con su
disposición propia, el espacio general que define su lugar común.
Por último,
la compensación final a la nivelación del lenguaje, la más importante,
la más desatendida también, es la aparición de la lite- ratura. De la literatura como tal, pues desde
Dante, desde Hornero, había existido
en el mundo occidental una forma de
lenguaje que ahora llamamos
"literatura". Pero la
palabra es de fecha reciente, como también es reciente en nuestra cultur
a el aislamiento de un len- guaje particular cuya
modalidad propia es ser 'literario". A principios del siglo XIX, en la época
en la que el lenguaje se hundía en su espe- sor de objeto y se
dejaba, de un cabo a otro, atravesar
por un saber, se reconstituyó por lo demás, bajo una forma
independiente, de difícil acceso, replegada sobre el enigma de su nacimiento
y referida por completo al acto puro de escribir. La literatura es la impugnación de la filología (de la cual es, sin embargo, la figura gemela): remite el lenguaje de la gramática al poder
desnudo de hablar y ahí encuen- tra
el ser salvaje e imperioso de las palabras. Desde la rebelión román-
tica contra un discurso inmovilizado en su ceremonia, hasta el descu- brimiento
de Mallarmé de la palabra en su poder impotente, puede verse muy bien cuál fue
la función de la literatura, en el siglo XIX, en relación con el modo de ser
moderno del lenguaje. Sobre el fondo de este juego esencial, el resto es
efecto: la literatura se distingue cada vez más del discurso de ideas y se
encierra en una intransitividad radical; se separa de todos los valores que
pudieron hacerla circular en la época clásica (el gusto, el placer, lo natural,
lo verdadero) y hace nacer en su propio espacio todo aquello que puede
asegurarle la denegación lúdica (lo escandaloso, lo feo, lo imposible); rompe
con toda definición de "géneros" como formas ajustadas a un orden de
representaciones y se convierte en pura y simple manifestación de
294 TRABAJO, VIDA, LENGUAJE un lenguaje que no tiene otra ley que afirmar —en contra de los otros discursos— su existencia
escarpada; ahora no tien
e otra
cosa que hacer que recurvarse en un perpetuo
regreso sobre sí misma, como si su dis- curso no pudiera tener como contenido más que
decir su propia forma: se dirige a sí misma como
subjetividad escribiente donde trata de
recoger, en el movimiento que la hace
nacer, la esencia de toda literatura; y así todos sus hilos convergen
hacia el extremo más fino —particular, instantáneo y, sin embargo,
absolutamente universal—, hacia el simple acto de escribir. En el momento en el
que el lenguaje, como palabra esparcida, se convierte en objeto de
conocimiento, he aquí que reaparece bajo una modalidad estrictamente opuesta:
silen- ciosa, cauta deposición de la palabra sobre la blancura de un papel en
el que no puede tener ni sonoridad ni interlocutor, donde no hay otra cosa qué
decir que no sea ella misma, no hay otra cosa qué hacer que centellear en el
fulgor de su ser.
CAPÍTULO
NOVENO
EL HOMBRE Y SUS DOBLES
1. EL
RETORNO DEL LENGUAJE
Con la literatura, con el retorno de la exégesis
y la preocupación po
r la
formalización, con la constitución de una filología, en breve, con la reaparición
del lenguaje en un aumento múltiple, puede borrarse de ahora en adelante el orden del pensamiento clásico.
En esta fecha entra, con respecto a cualquier mirada
ulterior, en una región de som-
bras. Es más, acaso no debiera hablarse de oscuridad, sino de u
na luz un
poco turbia, falsamente evidente y que oculta más de lo que manifiesta: en efecto, nos parece que del saber clásico lo
sabemos todo si comprendemos
que es racionalista, que otorga, desde Galileo y Descartes, un privilegio
absoluto a la Mecánica, que supone un ordenamiento general de la naturaleza, que admite una posibilidad de análisis
muy radical para descubrir el
elemento o el origen, pero que presiente ya, a través de todos estos conceptos
del entendimiento y a pesar de ellos, el movimiento de la vida, el espesor de la historia y el desorden,
tan difícil de dominar
, de la naturaleza. Pero el no reco- nocer el
pensamiento clásico sino en tales signos es equivocar la dis- posición
fundamental; es descuidar por completo la relación entre tales
manifestaciones y lo que las hizo posibles. Pero ¿cómo reencon- trar después de
todo (de no ser por una técnica laboriosa y lenta) la compleja relación de las
representaciones, las identidades, los órde- nes, las palabras, los seres
naturales, los deseos y los intereses, a partir del momento en que se deshizo
toda esta gran red en la que las nece- sidades organizaron por sí mismas su
producción, en la que los vivien- tes se replegaron sobre las funciones
esenciales de la vida, en la que las palabras se fatigan con su historia
material —en breve, a partir del momento en el que las identidades de la
representación han dejado de manifestar sin reticencias ni residuos el orden de
los seres? Ahora queda abolido todo el sistema de las rejas que analizaba la
sucesión de las representaciones (pequeña serie temporal que se desarrolla en
el espíritu de los hombres) para hacerla oscilar, para detenerla, des- plegarla
y repartirla en un cuadro permanente, así como todas las sutilezas constituidas
por las palabras y el discurso, por los caracteres y la clasificación, por las
equivalencias y el cambio, a tal grado que
[295]
296 EL HOMBRE Y SUS DOBLES es difícil
reencontrar la manera en que pudo funcionar este conjunto. La última "pieza" que saltó
—y cuya desaparición
ha alejado para siempre de nosotros al pensamiento clásico— es justo la primera
de estas rejas: el discurso que aseguraba el despliegue inicial, espontáneo,
ingenuo de la representación en un cuadro. Desde el día en que dejó de existir y de funcionar en el interior de la representación
como su primera puesta en orden, el
pensamiento clásico dejó de sernos direc- tamente accesible a la vez.
El umbral del clasicismo a la modernidad (pero poco importan
las palabras
mismas —digamos, de nuestra prehistoria a lo que nos es aún
contemporáneo) quedó definitivamente franqueado cuando las palabras
dejaron de entrecruzarse con las representaciones y de cuadricular espontáneamente
el conocimiento
de
las cosas. A princi- pios del siglo XIX, encontraron su viejo y enigmático
espesor; pero esto no basta para reintegrar la curva del mundo
que las alojaba en el Renacimiento,
ni para mezclarse con las cosas en un
sistema circular de signos. Separado de la representación, el lenguaje no existe
de ahora en adelante y hasta llegar a nosotros más que de un modo dis- perso: para los filólogos las palabras son como otros tantos objetos constituidos y depositados por la historia;
para quienes quieren forma- lizar, el
lenguaje debe despojarse de su contenido concreto y no dejar aparecer más
que las formas umversalmente válidas del discurso; si se quiere interpretar,
entonces las palabras se convierten en un texto que hay que cortar para poder
ver aparecer a plena luz ese otro sen- tido que ocultan; por último, el
lenguaje llega a surgir para sí mismo en un acto de escribir que no designa más
que a sí mismo. Este desparramamiento impone al lenguaje si no un privilegio, sí
cuando menos un destino que nos parece singular cuando se le compara con el del
trabajo o el de la vida. Al disociarse el cuadro de la historia natural, los
seres vivos no quedaron dispersos, sino agrupados, por el contrario, en tomo al
enigma de la vida; al desaparecer el análisis de las riquezas, todos los
procesos económicos se reagruparon en tomo a la producción y a lo que la hada
posible; en cambio, al disiparse la unidad de la gramática general —el
discurso—, apareció el lenguaje según múltiples modos de ser cuya unidad no
puede ser restaurada sin duda alguna. Quizá por esta razón se mantuvo alejada
del len- guaje durante mucho tiempo la reflexión filosófica. Mientras buscaba
incansablemente por el lado de la vida o del trabajo alguna cosa que fuera su
objeto, sus mójelos conceptuales o su suelo real y funda- mental, no prestó
sino una atención marginal al lenguaje; para ella se trataba sobre todo de
alejar los obstáculos que podía oponer a su tarea; por ejemplo, era necesario
liberar a las palabras de los conteni- dos silenciosos que las enajenaban o
también de ablandar el lenguaje
EL RETORNO DEL LENGUAJE 297 y hacerlo desde el interior como fluido a fin de que,
libre de las espacializaciones del entendimiento, pudiera entregar
el movimiento de la vida y su duración propia. El lenguaje no entró de nuevo
di- rectamente y por sí mismo en el campo del pensamiento sino a fines del siglo XIX. Se podría decir aún que en
el xx, si el filólogo Nietzsche —y aun allí era tan sabio, sabía tanto y
escribía tan buenos libros— no hubiera sido el primero en acercar la tarea
filosófica a una reflexión radical sobre el lenguaje.
Y he aquí que
en este espacio filosófico-filológico que Nietzsch'e abrió
para nosotros, surgió el lenguaje de
acuerdo con una multipli- cidad enigmática
que había que dominar. Aparecieron ahora, como otros tantos
proyectos (quimeras ¿quién puede saberlo en ese ins- tante?),
los temas de una formalización
universal de todo discurso o los de una exégesis integral del mundo que sería, a la vez, la demi- tificación
perfecta, o los de una teoría general
de los signos; o aun el tema (sin duda históricamente el primero)
de una transformación sin residuo, de una reabsorción integr
al de todos los discursos en una sola palabra, de todos los libros en una sola página, de todo el mundo en un solo libro. La gran tarea a la que se dedicó
Mallarmé, hasta el fin de su vida,
es la que nos domina ahora; en su balbuceo encierra todos nuestros
esfuerzos actuales por devolver a la constricción de una unidad quizá imposible
el ser dividido del lenguaje. La empresa de Mallarmé por encerrar todo discurso
posible en el frágil espesor de la palabra, en esta minúscula y material línea
negra trazada por la tinta sobre el papel, responde en el fondo a la cuestión
que Nietzsche le prescribía a la filosofía. Para Nietzsche no se trataba de
saber qué eran en sí mismos el bien y el mal, sino qué era designado o, más
bien, quién hablaba, ya que para designarse a sí mismo se decía aga-
thos y deilos para designar a los otros.1 Pues aquí, en aquel que tiene
el discurso y, más profundamente, detenta la palabra, se reúne todo
el lenguaje. A esta pregunta nietzscheana: ¿quién habla? responde Mallarmé y no
deja de retomar su respuesta al decir que quien habla, en su soledad, en su frágil
vibración, en su nada, es la palabra misma —no el sentido de la palabra, sino
su ser enigmático y precario. En tanto que Nietzsche mantenía hasta el extremo
la interrogación sobre aquel que habla, y a fin de cuentas se libra de irrumpir
en el interior de esta pregunta para fundarla en sí mismo, sujeto parlante e
interrogante: Ecce homo, Mallarmé no cesa de borrarse a sí mis- mo de su
propio lenguaje, a tal punto de no querer figurar en él sino a título de
ejecutor en una pura ceremonia del Libro en el que el dis- curso se compondría
de sí mismo. Es muy posible que todas estas cuestiones que atraviesan
actualmente nuestra curiosidad (¿Qué es
1 Nietzsche, Zur Genealogie der
Moral, I, § 5.
298 EL HOMBRE Y SUS DOBLES el
lenguaje? ¿Qué es un signo? Lo mudo en el mundo, en nuestros gestos, en todo el blasón enigmático de nuestras conductas,
en nues- tros sueños y en nuestras enfermedades, todo esto ¿habla,
cuál es su lenguaje, según cuál gramática? ¿Es todo significativo o qué y para quién y de acuerdo con qué reglas? ¿Qué
relación hay entre el len- guaje y el
ser y se dirige siempre al ser el lenguaje, cuando menos aquel que habla
verdaderamente? ¿Qué es pues este lenguaje que no dice nada, que no se calla
jamás y que se llama "literatura"?), es muy posible que todas estas
interrogantes se planteen actualmente en la distancia nunca salvada entre la
pregunta de Nietzsche y la res- puesta que le dio Mallarmé.
Actualmente sabemos de dónde provienen estas
preguntas. Se hi- cieron posibles por el hecho de que a principios del siglo
XIX, habién- dose separado la ley del discurso de la representación,
el ser del len- guaje se encontró como fragmentado; pero se hicieron necesarias después de que, con Nietzsche, con Mallarmé, el
pensamiento fue conducido de nuevo, y en forma violenta, hacia el lenguaje mismo, hacia su ser único
y difícil. Toda la curiosidad de
nuestro pensa- miento se aloja ahora en la pregunta: ¿Qué es el lenguaje, cómo rodearlo para hacerlo aparecer en sí mismo y en su plenitud? En cierto sentido, esta pregunta
releva a aquellas que, en el siglo XIX, se referían a la vida o al trabajo. Pero el status de esta
investigación y de todas las
preguntas que la diversifican no está perfectamente claro. ¿Acaso
es necesario presentir allí el nacimiento o, menos aún, el primer fulgor bajo el cielo de un día que apenas se
anuncia, pero del cual adivinamos ya que el pensamiento —este pensamiento que
habla desde hace miles
de años sin saber lo que es hablar y ni siquiera que
habla— va a recoger por entero y a iluminar de nuevo en la luz del ser? ¿Acaso no era esto lo que preparaba Nietzsche cuando, en el interior de su lenguaje,
mataba a Dios y,al hombre a la vez, y pro-
metía con ello, junto con el Retorno, el centelleo múltiple y reini-
ciado de los dioses? ¿O es necesario admitir, simplemente, que todas estas
preguntas sobre el lenguaje no hacen más que perseguir, que consumar, cuando más,
ese acontecimiento cuya existencia y primeros efectos nos señala la arqueología
desde fines del siglo XVIII? La divi- sión del lenguaje, contemporánea de su
paso a la objetividad filoló- gica, no sería, pues, más que la consecuencia más
recientemente visible (por ser la más secreta y la más fundamental) de la
ruptura del orden clásico; al esforzarnos por dominar esta fisura y por hacer
aparecer por entero al lenguaje, llevaríamos a su término lo que pasó antes de
nosotros y sin nosotros, hacía fines del siglo XVIII. Pero, ¿qué sería, pues,
este logro? Al querer reconstituir la unidad perdida del lenguaje, ¿se va acaso
hasta el término de un pensamiento que es
EL LUGAR DEL REY 299 el del
siglo XIX o acaso se dirige uno a formas que son ya incompa- tibles con él? La dispersión del lenguaje está ligada,
en efecto, de un modo fundamental, a este acontecimiento arqueológico que puede
designarse por la desaparición del Discurso. El reencontrar en un espacio único
el gran juego del lenguaje, podría formar muy bien a la vez un lazo decisivo
hacia una forma de pensamiento del todo nueva o encerrar en sí mismo un modo de
saber constituido en el siglo precedente.
Es verdad
que no sé responder a estas preguntas, ni tampoco decir qué término convendría elegir en estas alternativas.
Ni siquiera puedo adivinar si alguna vez podré responder a ellas o si algún día
tendré razones para determinarme. De
cualquier modo, sé ahora por qué, como
todo el mundo, puedo planteármelas —y no puedo dejar de planteármelas
ahora. Sólo quienes no saben leer se asombrarán de que lo haya apresado más
claramente en Cuvier, en Bopp y en Ricardo que en Kant o en Hegel.
2.
EL LUGAR DEL REY
Sería necesario sin duda alguna detenernos
en tanta ignorancia, en tantas interrogaciones que quedan en suspenso: allí se
fija el fin del discurso y, quizá, la
reiniciación del trabajo. Sin embargo, quedan aún algunas palabras por decir. Palabras cuyo status
es sin duda difí- cil de justificar,
pues se trata de introducir en el último instante y como por un golpe de teatro artificial, un personaje que
hasta ahora no había figurado en el gran juego clásico de las representaciones.
Nos gustaría reconocer la ley previa de este juego en el cuadro de Las
meninas, en el que la representación está representada en cada uno de sus momentos: pintor, paleta, gran superficie oscura de
la tela vuelta, cuadros colgados en el muro, espectadores que miran y
que, a su vez, son encuadrados por los que los miran; por último, en el centro,
en el corazón de la representación, lo más cerca posible de lo esencial, el
espejo que muestra lo que es representado, pero como un reflejo tan lejano, tan
hundido en el espacio irreal, tan extraño a todas las miradas que se vuelven
hacia otra parte, que no es más que la duplicación más débil de la representación.
Todas las líneas inte- riores del cuadro y, sobre todo, las que vienen del reflejo
central, apuntan hacia aquello mismo que es representado, pero que está au-
sente. Es a la vez objeto —ya que es lo que el artista representado está en vías
de recopiar sobre su tela— y sujeto —ya que lo que el pintor tenía ante los
ojos, al representarse en su trabajo, era a él mismo, dado que las miradas
figuradas sobre el cuadro se dirigen hacia este empla-
300 EL HOMBRE Y
SUS DOBLES zamiento ficticio del personaje regio que es
el lugar real
del pintor, por cuanto, en última instancia, el huésped de este lugar ambiguo
en el que alternan como en un parpadeo sin límite el pintor y el soberano,
es el espectador, cuya mirada transforma el cuadro en un objeto, representación pura de esta carencia
esencial. Además esta carencia no es una laguna, a no ser para el
discurso que laboriosa- mente
descompone el cuadro, pues no deja nunca de estar habitada y de manera real como lo prueban la atención del
pintor representado, el respeto de los personajes que figuran en el cuadro, la
presencia de la gran tela vista del revés y nuestra mirada, la de nosotros para
quienes existe este cuadro y para la cual fue dispuesto desde el fondo de los
tiempos.
En el pensamiento clásico,
aquello para lo cual existe la represen- tación y que
se representa a sí mismo en ella, reconociéndose
allí como imagen
o reflejo, aquello que anuda todos los hilos entrecru- zados de la "representación en cuadro", jamás se encuentra presente él
mismo. Antes del fin del siglo XVIII, el hombre no existía.
Como tampoco el poder de la vida, la fecundidad del trabajo o el espesor histórico del lenguaje. Es una
criatura muy reciente que la demiurgia del saber ha fabricado con sus manos hace
menos de dos-
cientos años: pero ha envejecido con tanta rapidez que puede imagi- narse fácilmente
que había esperado en la sombra durante milenios el momento de iluminación
en el que al fin sería conocido. Con toda certeza podrá decirse que la gramática
general, la historia natural y el análisis de las riquezas eran, en cierto
sentido, otras tantas ma- neras de reconocer al hombre, pero es necesario hacer
una distinción. Las ciencias naturales han tratado, sin duda alguna, al hombre
como una especie o un género: la discusión sobre el problema de las razas en el
siglo XVIII es testimonio de ello. La gramática y la economía, por su parte,
utilizaban nociones como las de necesidad, deseo o memoria e imaginación. Pero
no había una conciencia epistemológica del hombre como tal. La episteme clásica
se articula siguiendo líneas que no aislan, de modo alguno, un dominio propio y
específico del hombre. Y si se insiste aún, si se objeta que sin embargo
ninguna época ha acordado más a la naturaleza humana, no le ha dado un status
más estable, más definitivo, mejor abierto al discurso, se po- drá
responder diciendo que el concepto mismo de la naturaleza humana y la manera en
la que funcionaba excluían la existencia de una ciencia clásica del hombre.
Es necesario
hacer notar que, en la episteme clásica, las funciones de la
"naturaleza" y de la
"naturaleza humana" se oponían de un cabo a otro: la
naturaleza hacía surgir, por el juego de una yuxtaposi- ción real y
desordenada, la diferencia en el continuo ordenado de los
EL LUGAR DEL REY 301 seres; la naturaleza humana hacía aparecer lo idéntico en la cadena desordenada de las representaciones y lo hacía por medio de un juego de exposición de las imágenes. La
una implica el enturbiamiento de una
historia por la constitución de
paisajes actuales; la otra implica la comparación de elementos inactuales que deshacen la
trama de una sucesión cronológica. A pesar de esta oposición o, más
bien, a través de ella, vemos dibujarse la relación positiva entre la naturaleza y
la naturaleza humana.
Juegan, en efecto, con elementos idénticos (lo
mismo, lo continuo, la diferencia inperceptible, la sucesión sin ruptura);
ambas hacen aparecer sobre una trama ininterrumpida la posibilidad de un análisis
general que permite repartir identidades aislables y
diferencias visibles según un espacio
en cuadro y una suce- sión ordenada. Pero ellas no llegan a esto la una sin la otra y es por ello por lo que se
comunican. En efecto, por el poder
que detenta de duplicarse (en la imaginación y el recuerdo, y la atención múlti- ple que compara), la cadena de
las representacion
es puede reencon- trar, por
debajo del desorden de la tierra, la capa sin ruptura de los seres; la memoria,
en principio azarosa y entregada a los caprichos de las representaciones tal
como éstas se ofrecen, se fija poco a poco en un cuadro general de todo lo que
existe; entonces, el hombre puede hacer entrar al mundo en la soberanía de un
discurso que tiene el poder de representar su representación. En el acto de
hablar o, más bien (manteniéndose lo más cerca posible de lo que hay de
esencial para la experiencia clásica del lenguaje), en el acto de nombrar, la
naturaleza humana, como pliegue de la representación sobre sí misma, transforma
la sucesión lineal de los pensamientos en un cuadro cons- tante de seres
parcialmente diferentes: el discurso en el que duplica sus representaciones y
las manifiesta la liga a la naturaleza. A la in- versa, la cadena de los seres
está ligada a la naturaleza humana por el juego de la naturaleza: dado que el
mundo real, tal como se da a las miradas, no es el desarrollo puro y simple de
la cadena fundamental de los seres, sino que ofrece los fragmentos enmarañados
de él —repe- tidos y discontinuos—, la serie de las representaciones en el espíritu
no está constreñida a seguir el camino continuo de las diferencias
imperceptibles; los extremos se tocan allí, las mismas cosas se dan allí varias
veces; los rasgos idénticos se superponen en la memoria; las diferencias
estallan. Así, la gran capa indefinida y continua se imprime en caracteres
distintos, en rasgos más o menos generales, en marcas de identificación. Y,
como consecuencia, en palabras. La ca- dena de los seres se convierte en
discurso, ligándose por ello a la naturaleza humana y a la serie de las
representaciones.
Esta puesta en •comunicación de la naturaleza y la
naturaleza humana, a partir de dos funciones opuestas pero complementarias,
302 EL HOMBRE Y SUS DOBLES ya que no
se puede ejercer la una sin la otra, lleva consigo grandes consecuencias teóricas. Para el
pensamiento clásico, el hombre no se aloja en
la naturaleza por intermedio de esta "naturaleza" regional, limitada
y específica que le ha sido acordada como derecho de naci- miento al igual que a todos los demás seres. Si la naturaleza
humana se enreda con la naturaleza, ello ocurre por los mecanismos del saber y por su funcionamiento; o más
bien, en la gran disposición de la episteme
clásica, la naturaleza, la naturaleza humana y sus relaciones son momentos funcionales,
definidos y previstos. Y el hombre,
como realid
ad espesa y primera,
como objeto difícil y sujeto soberano de cualquier conocimiento
posible, no tiene lugar alguno en ella. Los temas modernos de
un individuo que vive, habla y
trabaja de acuerdo con las leyes de una economía, de una filología y de una
biología, pero que, por una especie de torsión interna y de recubrimiento, ha-
bría recibido, por el juego de estas leyes mismas, el derecho de cono- cerlas y
de sacarlas por completo a luz, todos estos temas familiares para nosotros y
ligados a la existencia de las "ciencias humanas" están excluidos del
pensamiento clásico: en aquel tiempo no era posible que se alzara, en el límite
del mundo, esta estatura extraña de un ser cuya naturaleza (la que lo
determina, lo sostiene y lo atraviesa desde el fondo de los tiempos) sería el
conocer la naturaleza y a sí mismo en cuanto ser natural.
En cambio,
en el punto de encuentro entre la representación y el ser,
allí
donde se entrecruzan la naturaleza y la naturaleza humana
—en este luga
r en el que en nuestros días creemos reconocer la exis- tencia primera, irrecusable y enigmática del hombre—, lo que el pen- samiento clásico hace
surgir es el poder del discurso. Es decir, del lenguaje en cuanto
representa —el lenguaje que nombra, que recorta, que combina, que ata y
desata las cosas al hacerlas ver en la trans- parencia de las palabras. En este
papel, el lenguaje transforma la sucesión de las percepciones en cuadro y, en
cambio, recorta el con- tinuo de los seres en caracteres. Allí donde hay
discurso, las repre- sentaciones se despliegan y se yuxtaponen, las cosas se
asemejan y se articulan. La vocación profunda del lenguaje clásico ha sido
siem- pre la de hacer un "cuadro": sea como discurso natural,
compilación de la verdad, descripción de las cosas, corpus de
conocimientos exac- tos o diccionario enciclopédico. No existe, pues, sino para
ser trans- parente; ha perdido esta consistencia secreta que, en el siglo XVI,
lo espesaba en una palabra por descifrar y lo enmarañaba con las cosas del
mundo; no había adquirido aún esta existencia múltiple sobre la cual nos
interrogamos hoy en día: en la época clásica, el discurso es esta necesidad
traslúcida a través de la cual pasan la representa- ción y los seros —cuando
los seres son representados en relación con
LA ANALÍTICA DE LA FINITUD 303 el espíritu, cuando la representación hace visibles a los seres en su verdad. La
posibilidad de conocer las cosas y
su orden pasa, en la experiencia clásica, por la soberanía
de las palabras: éstas no son justamente ni marcas por descifrar (como en la época del Renaci- miento), ni instrumentos
más o menos fieles y manejables (como en la época del positivismo); forman,
más bien, la red incolora a partir de la cual se manifiestan los seres y se
ordenan las representaciones. De allí, sin duda, el hecho de que la reflexión
clásica sobre el len- guaje, si bien forma parte de una disposición general en
la que entra con el mismo título que el análisis de las riquezas y la historia
natural, ejerza, en relación con ellos, un papel rector.
Pero la
consecuencia esencial es que el lenguaje clásico como dis- curso común de
la representación y de las cosas, como lugar en el interior del cual se entrecruzan la naturaleza y la naturaleza
humana, excluye en absoluto algo que sería "la ciencia del
hombre". En tanto que este lenguaje
habló en la cultura occidental, no era posible que se
planteara el problema de la existencia humana en sí, pues lo
que se anudaba en él era la representación y el ser. El discurso que, en el siglo
XVII, enlazó entre sí el
"pienso" y el "soy" de quien trataba con él —este discurso permanece,
bajo una forma visible, como esencia misma del lenguaje clásico, pues lo que se anudaba en él, con
pleno derecho, eran la representación y el ser. El paso del "pienso"
al "soy" se realizaba bajo la luz de la evidencia, en el interior de
un discurso cuyo dominio completo y cuyo funcionamiento completo consistían en
articular una en otro lo que uno se representa y lo que es. Así, pues, no puede
objetarse a este paso ni que el ser en general no está contenido en el
pensamiento ni que el ser particular tal como es designado por el
"soy" no ha sido interrogado ni analizado por sí mis- mo. O, por
mejor decir, estas objeciones bien pueden nacer y hacer valer sus derechos,
pero sólo a partir de un discurso que es profunda- mente otro y cuya razón de
ser no es el enlace de la representación y del ser; sólo una problemática que
deforma la representación podrá formular tales objeciones. Pero mientras duró
el discurso clásico, no podía articularse una interrogación sobre el modo de
ser implícito en el Cogito.
3. LA ANALÍTICA DE LA FINITUD
Cuando la historia natural se convierte en
biología, cuando el análisis de la riqueza se convierte en economía,
cuando, sobre todo, la refle- xión sobre el lenguaje se hace filología y se
borra este discurso clásico en el que el ser y la representación encontraban
su lugar común, en-
504 EL HOMBRE Y SUS DOBLES tonces, en el movimiento profundo de tal mutación arqueológica, aparece el hombre con su
posición ambigua de objeto de un saber y de
sujeto que conoce: soberano sumiso,
espectador contemplado, surge allí,
en este lugar del Rey, que le señalaba de antemano Las meninas, pero
del cual quedó excluida durante mucho tiempo su presencia real. Como si, en
este espacio vacío hacia el cual se
vuelve todo el cuadro de Velázquez,
pero que no refleja sino por el azar
de un espejo y como por fractura,
todas las figuras cuya alternancia, exclusión recíproca, rasgos y deslumbramiento suponemos (el modelo, el pintor, el rey, el espectador), cesan de pronto
su imperceptible danza, se cuajan en una figura plena y exige
n que,
por fin, se rela- cione con una verdadera mirada todo el e
spacio de la representación. El motivo de esta presencia nueva, la
modalidad que le es propia, la disposición singular de la episteme
que la autoriza, la nueva relación
que a través de ella se establece entre las palabras, las cosas y su orden
—todo esto puede sacarse ahora a
luz. Cuvier y sus con- temporáneos habían pedido que la vida se definiera a sí misma y, en la profundidad de su
ser, definiera también
las
condiciones de posibilidad de lo vivo; de la misma manera, Ricardo exigió
del tra- bajo las condiciones de posibilidad del cambio, de la ganancia y
de la producción; los primeros filólogos buscaron también en la profun-
didad histórica de las lenguas la posibilidad del discurso y de la gramática.
Por este hecho mismo, la representación dejó de tener valor, con respecto a los
seres vivos, las necesidades y las palabras, como su lugar de origen y sede
primera de su verdad; con relación a ellos, la representación no era ahora más
que un efecto que les respondía de modo más o menos revuelto en una conciencia
que los aprehendía v los restituía. La representación que uno se hace de las
cosas no tiene ya que desplegar, en un espacio soberano, el cuadro de su ordenamiento;
es, por parte de este individuo empí- rico que es el hombre, el fenómeno —menos
aún quizá, la aparien- cia— de un orden que pertenece ahora a las cosas mismas
y su ley interior. En la representación, los seres no manifiestan ya su iden-
tidad, sino la relación exterior que establecen con el ser humano. Éste, con su
ser propio, con su poder de darse representaciones, surge en un hueco creado
por los seres vivos, los objetos de cambio y las palabras cuando, al abandonar
la representación que había sido hasta ahora su lugar natural, se retiran a la
profundidad de las cosas y se vuelven sobre sí mismos de acuerdo con las leyes
de la vida, de la producción y del lenguaje. En medio de todos ellos, encerrado
por el círculo que forman, el hombre es designado —mejor dicho, reque- rido—
por ellos, ya que es él el que habla, ya que se le ve vivir entre los animales
(y en lugar que no es sólo privilegiado, sino or-
LA ANALÍTICA DE LA FINITUD 305 denador del conjunto que forman: aun si no es concebido como término de la evolución,
se reconoce en
él el extremo de una larga serie), ya que finalmente la relación entre las necesidades y los me- dios
que tiene para satisfacerlas es tal que necesariamente es el prin-
cipio y el medio de toda producción. Pero esta designación impe- riosa es
ambigua. En un sentido, el hombre está dominado por el trabajo, la
vida y el lenguaje: su existencia concreta encuentra en ellos sus
determinaciones; no es posible tener acceso a él sino a tra- vés de sus palabras, de su organismo, de los objetos que
fabrica —como si primero ellos (y
quizá sólo ellos) detentaran la verdad—;
y él mismo, puesto que piensa, no se revela a sus propios ojos sino bajo la
forma de un ser que es ya, en un espesor
necesariamente subyacente, en una irreductible anterioridad, un ser
vivo, un instru- mento de producción, un vehículo para palabras que existen
previa- mente a él. Todos estos contenidos que su saber le revela como ex-
teriores a él y más viejos que su nacimiento, lo anticipan, desplo- man sobre él
toda su solidez y lo atraviesan como si no fuera más que un objeto natural o un
rostro que ha de borrarse en la historia. La finitud del hombre se anuncia —y
de manera imperiosa— en la positividad del saber; se sabe que el hombre es
finito, del mismo modo que se conoce la anatomía del cerebro, el mecanismo de
los costos de producción o el sistema de conjugación indoeuropeo; o mejor
dicho, en la filigrana de todas estas figuras sólidas, positivas y plenas, se
percibe la finitud y los límites que imponen, se adivina como en blanco todo lo
que hacen imposible.
Pero, a decir verdad, este primer descubrimiento de la finitud es inestable; no hay nada que permita detenerlo en ella; y ¿acaso no podría suponerse que
promete a la vez este mismo infinito que rehusa, de acuerdo con el
sistema de la actualidad? La evolución
de la especie quizá no está aún terminada; las formas de la producción y del trabajo no dejan de modificarse y quizá llegará el día en el que el hombre no encontrará
ya en su trabajo el principio de su enajenación, ni en sus necesidades el
recuerdo constante de sus lí- mites; y nada ha probado tampoco que no descubrirá
aún sistemas simbólicos lo suficientemente puros para disolver la vieja
opacidad de las lenguas históricas. La finitud del hombre, anunciada en la
positividad, se perfila en la forma paradójica de lo indefinido; indica, más
que el rigor del límite, la monotonía de un camino que, sin duda, no tiene
frontera pero que quizá no tiene esperanza. Sin em- bargo, todos estos
contenidos, con todo lo que sustraen y todo lo que dejan también señalar hacia
los confines del tiempo, no tienen positividad en el espacio del saber, no se
ofrecen a la tarea de un conocimiento posible a no ser ligados por completo a
la finitud. Pues
306 EL HOMBRE Y SUS DOBLES no estarían
allí, en esta luz que los ilumina por una
cierta parte, si el hombre que se descubre a través de ellos estuviera preso en
la apertura muda, nocturna, inmediata y
feliz de la vida animal; pero tampoco se darían en el ángulo agudo que los
disimula a partir de sí mismos, si el hombre pudiera
recorrerlos
por entero en el
relám- pago de un entendimiento infinito. Pero, para la experiencia del hombre, se da un cuerpo que es su cuerpo —fragmento de espacio ambiguo, cuya espacialidad propia e irreductible se articula, sin em- bargo, sobre el espacio de las
cosas; para esta misma experiencia,
el deseo se da como apetito primordial a partir del cual toman valor todas las cosas y un valor
relativo; para esta misma experiencia, se da un lenguaje al filo del cual
pueden darse todos los discursos de
todos los tiempos, todas las sucesiones y todas las simultaneidades. Es decir
que cada una de estas formas positivas en las que el hombre puede aprender que es finito sólo se le da sobre el
fondo de su pro- pia finitud. Ahora
bien, ésta no es la esencia más purificada de la positividad, pero es aquello a partir de lo cual es posible que
apa- rezca. El modo de ser de la vida y aquello mismo que hace que
la vida no exista sin prescribirme
sus formas, me son dados, funda- mentalmente, por mi cuerpo; el modo de
ser de la producción, la pesantez de sus determinaciones sobre mi existencia,
me son dados por mi deseo; y el modo de ser del lenguaje, todo el surco de his-
toria que las palabras hacen brillar en el instante en que se las pro- nuncia y
quizá en un tiempo aún más imperceptible, sólo me son dados a lo largo de la
tenue cadena de mi pensamiento parlante. En el fondo de todas las positividades
empíricas y de aquello que puede señalarse como limitaciones concretas en la
existencia del hombre, se descubre una finitud —que en cierto sentido es la
mis- ma: está marcada por la espacialidad del cuerpo, por el hueco del deseo y
el tiempo del lenguaje; y, sin embargo, es radicalmente dis- tinta: allá, el límite
no se manifiesta como determinación impuesta ai hombre desde el exterior
(porque tiene una naturaleza o una his- toria), sino como finitud fundamental
que no reposa más que en su propio hecho y se abre a la positividad de todo límite
concreto.
Así, desde el corazón mismo de la empiricidad, se indica la obli- gación de remontar o, a voluntad, descender justo
hasta una analí- tica de la finitud en la que el ser del hombre podra
fundar en su positividad todas las formas que le indican que él no es infinito.
Y el primer carácter cuyo modo de ser del hombre señalará esta analí- tica o, más
bien, el espacio en el que se desplegará por entero, es el de la repetición —de
la identidad y de la diferencia entre lo posi- tivo y lo fundamental—; la
muerte que roe anónimamente la existen- cia cotidiana de lo vivo es la misma
que aquella, fundamental, a par-
LA ANALÍTICA DE LA FINITUD 307 tir de la cual se me da a mí mismo mi vida empírica;
el deseo, que liga y separa a los hombres en la neutralidad
del
proceso económico, es el mismo a
partir del cual cualquier cosa es deseable para mí; el tiempo que sostiene
a los lenguajes, se aloja en ellos y termina por usarlos, es el tiempo que
estira mi discurso aun antes de que yo lo haya pronunciado en una
sucesión que nadie puede dominar. De un cabo a otro de la experiencia, la finitud se responde a sí misma; es en
la figura de lo Mismo la identidad y la diferencia de las
positivi- dades y su fundamento. Vemos cómo la reflexión moderna, desde el
primer inicio de esta analítica,
lleva, por un rodeo, hacia un cierto pensamiento sobre lo Mismo —donde la Diferencia es lo mismo que la
Identidad— a la exposición de la representación, con su dilatación en cuadro,
tal como lo ordenaba el saber clásico. En este espacio minúsculo e inmenso,
abierto por la repetición de lo positivo en lo fundamental que toda esta analítica
de la finitud —tan ligada al destino del pensamiento moderno— va a desplegarse:
allí va a verse sucesivamente repetir lo trascendental a lo empírico, al Cogito
repe- tir lo impensado, el retorno al origen repetir su retroceso; es allí don-
de va a afirmarse a partir de sí mismo un pensamiento de lo Mismo irreductible
a la filosofía clásica.
Se dirá
tal vez que no era necesario esperar el siglo XIX para que la
idea de la finitud fuera sacada a luz. Es
verdad que quizá sólo la desplazó en el espacio del pensamiento, haciéndola
desempeñar un papel más complejo, más ambiguo, menos fácil de rodear:
para el pensamiento de los siglos XVII y XVIII, era su finitud la que constreñía al hombre a vivir una existencia animal, a trabajar con el sudor de su frente, a pensar con palabras
opacas; era esta misma finitud la que le impedía conocer en forma
absoluta los mecanismos de su cuerpo, los medios de satisfacer sus necesidades, el método para pensar sin el
peligroso auxilio de un lenguaje
tramado de hábitos y de imaginaciones. Como
inadecuación al infinito, el límite
del hombre daba cuenta también de la existencia de esos contenidos empíricos,
lo mismo que de la imposibilidad de
conocerlos inmediatamente. Y así la relación negativa con el infinito
—ya sea que se lo concibiera como creación, caída, enlace del alma con el
cuerpo, determinación en el interior del ser infinito, punto de vista singular
sobre la tota- lidad o enlace de la representación con la impresión— se daba
como anterior a la empiricidad del hombre y al conocimiento que pudiera tomar
de ella. Con un solo movimiento, fundaba la existencia del cuerpo, pero sin
referencia recíproca ni circularidad, de las necesida- des y de las palabras y
la imposibilidad de dominarlos por medio de un conocimiento absoluto. La
experiencia que se forma a principios del siglo XIX aloja el descubrimiento de
la finitud, no ya en el inte-
308 EL HOMBRE Y SUS DOBLES rior
del pensamiento de lo infinito, sino en el corazón mismo de estos contenidos que son dados por un
conocimiento finito como formas concretas de la existencia finita. De
allí, el juego intermi- nable de una referencia duplicada: si el saber del
hombre es finito, esto se debe a que está preso, sin posible liberación, en los
conte- nidos positivos del lenguaje, del trabajo y de la vida; y a la inversa, si la vida, el trabajo y el lenguaje se dan en su
positividad, esto se debe a que el conocimiento tiene formas finitas. En otros términos, para el pensamiento clásico, la
finitud (como determinación
positivamente constituida a partir de lo infinito) da cuenta de esas formas negativas que son el cuerpo,
la necesidad, el lenguaje y el conocimiento limitado que de ellas puede
tenerse; para el pensamiento
moderno, la positividad de la vida, de la producción y del trabajo (que
tienen su existencia, su historicidad y sus leyes propias) fundamenta
como su co- rrelación negativa el carácter limitado del conocimiento; y a la inversa, los límites del conocimiento
fundamentan positivamente la posibili- dad de saber, pero siempre en una
experiencia limitada, lo que son la
vida, el trabajo y el lenguaje. En tanto que estos contenidos empí- ricos estuvieron alojados en el espacio de
la representación
, no sólo era posible una
metafísica del infinito, sino necesaria: en efecto, se exigía que
fueran las formas manifiestas de la finitud humana y, sin
embargo, que pudiesen tener
su lugar y su verdad en el
interior de la representación; la idea de lo infinito y la de su determinación
en la finitud permitían una y otra. Pero, desde que los contenidos empíricos se
separaron de la representación e implicaron en sí mis- mos el principio de su
existencia, la metafísica del infinito se hizo inútil; la finitud no dejaba de
referirse a sí misma (de la positividad de los contenidos a las limitaciones
del conocimiento, y de la posi- tividad limitada de éste al saber limitado de
los contenidos). Así, pues, todo el campo del pensamiento occidental se invirtió.
Allí donde en otro tiempo había una correlación entre una metafísica de
la representación y de lo infinito y un análisis de los seres vivos, de
los deseos del hombre y de las palabras de su lengua, vemos consti- tuirse una analítica
de la finitud y de la existencia humana y, en oposición a ella (pero en una
oposición correlativa), una tentación perpetua de constituir una metafísica de
la vida, del trabajo y del lenguaje. Pero éstas no son nunca más que
tentaciones, disputadas de inmediato y como minadas desde el interior, ya que
no puede tra- tarse más que de metafísicas medidas por las finitudes humanas:
metafísica de una vida que converge hacia el hombre aun cuando no se detenga en
él; metafísica de un trabajo que libera al hombre de tal suerte que él, a su
vez, puede librarse del trabajo; metafí- sica de un lenguaje que el hombre
puede apropiarse de nuevo en la
LA ANALÍTICA
DE LA FINITUD 309 conciencia de su propia cultura. De tal suerte que el pensamiento moderno disputará consigo mismo en sus propios avances metafísicos y mostrará
que las reflexiones sobre la vida, el trabajo y el lenguaje, en la medida en que valen como analíticas de la
finitud, manifiestan el fin de la metafísica: la filosofía de la vida
denuncia la metafísica como velo de ilusión, la del trabajo la denuncia como
pensamiento enajenado e ideología, y la del lenguaje como episodio cultural.
Pero el fin de la metafísica no es más que
el aspecto negativo de un acontecimiento mucho más complejo que se produjo en el pensamiento occidental. Este acontecimiento
es la aparición del hombre. No hay que creer, sin embargo,
que ha surgido de súbito en nuestro horizonte, imponiéndose de una manera
abrupta y absolu- tamente desconcertante para nuestra reflexión, el
hecho
brutal de su cuerpo, de su labor, de su lenguaje, no es la miseri
a positiva del hombre la que ha reducido
violentamente la metafísica. Sin duda alguna, en el nivel de las apariencias, la
modernidad empieza desde
que el ser humano se puso a existir dentro de
su organismo, en la concha de su cabeza, en la armadura de sus miembros y
entre toda la nervadura de su
fisiología; desde que se puso a existir en el cora- zón de un trabajo cuyo principio lo domina y cuyo producto se le es- capa; desde
que alojó su pensamiento en los pliegues de un lenguaje de tal modo más viejo que él que no puede dominar las significacio- nes reanimadas, a pesar de ello, por la insistencia de su palabra. Pero más fundamentalmente, nuestra cultura ha franqueado el umbral a partir del cual reconocemos nuestra modernidad, el día
en que la finitud fue pensada en una referencia interminable consigo misma. Si
es verdad, en el nivel de los diferentes saberes, que la finitud es designada
siempre a partir del hombre concreto y de las formas em- píricas que pueden
asignarse a su existencia, en el nivel arqueológico que descubre el apriori histórico
y general de cada uno de sus sabe- res, el hombre moderno —este hombre
asignable en su existencia corporal, laboriosa y parlante— sólo es posible a título
de figura de la finitud. La cultura moderna puede pensar al hombre porque
piensa lo finito a partir de él mismo. Se comprende, en estas condiciones, que
el pensamiento clásico y todos aquellos que lo precedieron hayan podido hablar
del espíritu y del cuerpo, del ser humano, de su lugar tan limitado en el
universo, de todos los límites que miden su conocimiento o su libertad, pero
que ninguno de ellos haya conocido jamás al hombre tal como se da al saber
moderno. El "humanismo" del Renacimiento, el "racionalismo"
de los clásicos han podido dar muy bien un lugar de privilegio a los humanos en
el orden del mundo, pero no han podido pensar al hombre.
310 EL HOMBRE Y SUS DOBLES
4. LO
EMPÍRICO Y LO TRASCENDENTAL
El hombre, en la analítica de la finitud, es un
extraño duplicado empírico-trascendental, ya que es un ser tal que en
él se tomará conocimiento de aquello que hace posible todo conocimiento. Pero ¿acaso
no desempeñaba la
naturaleza humana de los
empiristas el mismo papel en el siglo XVIII? De hecho lo que
se analizaba enton- ces eran las propiedades y las formas de l
a
representación que permitían el conocimiento en general (así,
Condillac definía las operaciones necesarias y suficientes para que la
representación se des- pliegue en conocimiento: reminiscencia, conciencia de sí,
imagina- ción, memoria); ahora que
el lugar del análisis no es ya el de la representación, sino el hombre
en su finitud, se trata de sacar a luz las condiciones del conocimiento a
partir de los contenidos empí- ricos que son dados en él. Para el
movimiento general del pensa- miento moderno,
importa poco dónde se localicen estos
contenidos: el punto no es saber si
se los ha buscado en la introspección o en otras formas de análisis.
Pues el umbral de nuestra modernidad no está situado en el momento en que se ha
querido aplicar al estudio del hombre métodos objetivos, sino más bien en el día
en que se constituyó un duplicado empírico-trascendental al que se dio el nom-
bre de hombre. Se vio nacer entonces dos tipos de análisis: los que se
alojan en el espacio del cuerpo y que han funcionado, por el estudio de la
percepción, de los mecanismos sensoriales, de los esquemas neuromotores, de la
articulación común a las cosas y al organismo, como una especie de estética
trascendental: se descubrió allí que el conocimiento tenía condiciones
anatomofisiológicas, que se formaba poco a poco en la nervadura del cuerpo, que
tenía quizá una sede privilegiada, que en todo caso sus formas no podían ser
disociadas de las singularidades de su funcionamiento; en breve, que había una naturaleza
del conocimiento humano que determinaba las formas de éste y que, al propio
tiempo, podía serle manifestada en sus propios contenidos empíricos. Ha habido
también análisis que, por el estu- dio de las ilusiones, más o menos antiguas,
más o menos difíciles de vencer, de la humanidad, han funcionado como una
especie de dia- léctica trascendental: se mostró así que el conocimiento tenía
con- diciones históricas, sociales o económicas, que se formaba en el inte-
rior de las relaciones que se tejen entre los hombres y que no era
independiente de la figura particular que podían tomar aquí o allá, en suma,
que había una historia del conocimiento humano que podía ser dada a la
vez al saber empírico y prescribirle sus formas.
Ahora bien, estos análisis tienen esto de
particular: que no tie-
LO EMPÍRICO Y LO TRASCENDENTAL 311 nen, al parecer, ninguna necesidad unos de otros; más bien, que pueden prescindir de
cualquier recurso a una analítica (o a una
teoría del sujeto); pretenden reposar sólo en sí mismos, ya que son los contenidos
mismos los que funcionan como
una reflexión trascen- dental. Pero, de hecho, la búsqueda de una
naturaleza
o de una historia del conocimiento, en el movimiento en que rebaja la dimen- sión propia de la crítica hacia los contenidos de un
conocimiento empírico, supone el uso de una cierta crítica. Crítica que no
es el ejercicio de una reflexión pura, sino el resultado de una
serie de par- ticiones más o
menos
oscuras. Y, en primer lugar, de particiones relativamente dilucidadas, aun en caso de que sean arbitrarias: la que
distingue el conocimiento
rudimentario, imperfecto, mal equili- brado, naciente, de aquel que pudiera llamarse, si no acabado, cuan- do
menos constituido en sus formas estables y definitivas (esta partición hace
posible el estudi
o de las condiciones naturales del co-
nocimiento); la que distingue la ilusión de la verdad, la quimera ideológica de la teoría científica
(esta partición hace posible el estu- dio de las condiciones históricas del
conocimiento); pero hay una partición más oscura, y más fundamental:
es la de la verdad misma; en efecto, debe existir una verdad que es del orden del objeto —aque- lla que se esboza poco a poco, se forma, se equilibra y se manifiesta a través del
cuerpo y los rudimentos de la percepción, aquella igual- mente que se dibuja a
medida que las ilusiones se disipan y que la historia se instaura en un status desenajenado—; pero debe existir también una verdad que es del orden del discurso —una verdad que permite tener sobre la
naturaleza o la historia del conocimiento un lenguaje que sea verdadero.
Es el status de este discurso verdadero el que sigue siendo ambiguo. Una de
dos: o bien este discuso ver- dadero encuentra su fundamento y su modelo en
esta verdad empí- rica cuya génesis rastrea en la naturaleza y en la historia y
se tiene entonces un análisis de tipo positivista (la verdad del objeto
prescribe la verdad del discurso que describe su formación), o bien el discurso
verdadero anticipa esta verdad cuya naturaleza e historia define, la esboza de
antemano y la fomenta de lejos y entonces se tiene un discurso de tipo escatológico
(la verdad del discurso filosófico cons- tituye la verdad en formación). A
decir verdad, se trata aquí menos de una alternativa que de la oscilación
inherente a todo análisis que hace valer lo empírico al nivel de lo
trascendental. Comte y Marx dan buen testimonio del hecho de que la escatología
(como verdad obje- jetiva por venir del discurso sobre el hombre) y el
positivismo (como verdad del discurso definida a partir de la del objeto) son
arqueoló- gicamente indisociables: un discurso que se quiera a la vez empírico
y crítico no puede ser sino, de un solo golpe, positivista y escatoló-
312 EL HOMBRE Y
SUS DOBLES gico; el hombre aparece en él como una
verdad a la vez reducida y prometida.
La ingenuidad precrítica reina allí sin partición.
Por ello
es por lo que el pensamiento moderno no ha podido evitar
—y justo a partir de este discurso ingenuo— el buscar el lugar de un
discurso que no sería ni del orden de la reducción ni del orden de la
promesa: un discurso cuya tensión mantendría separados lo empírico y
lo trascendental, y permitiría, sin
embargo, señalar uno y otro a la vez; un discurso que permitiría
analizar al hombre como sujeto, es decir, como lugar de conocimientos empíricos pero remi- tidos muy de
cerca a lo que los hace posibles y como forma pura inmediatamente presente a
estos contenidos; en suma, un discurso que desempeñaría, en relación con
la casi estética y la casi dialéctica,
el papel de una analítica que las fundamentaría a la vez en
una teoría del sujeto y les permitiría quizá articularse en este tercer tér- mino, intermediario, en el que se enraizan
a la vez la experiencia del cuerpo y la de la cultura. Un papel
tan complejo, tan sobre- determinado y tan necesario le fue otorgado en
el pensamiento mo- derno al análisis
de lo vivido. En efecto, lo vivido es a la vez el espacio
en el que se dan todos los contenidos empíricos a la expe- riencia y también la
forma originaria que los hace posibles en ge- neral y designa su enraizamiento
primero; permite comunicar el es- pacio del cuerpo con el tiempo de la cultura, las determinaciones de la
naturaleza con la pesantez de la historia, a condición, em- pero, de que
el cuerpo y, a través de él, la naturaleza, sean dados primero en la
experiencia de una espacialidad irreductible y de que la cultura, portadora de
la historia, sea experimentada primero en lo inmediato de las significaciones
sedimentadas. Puede comprenderse muy bien que el análisis de lo vivido se haya
instaurado, en la refle- xión moderna, como una disputa radical entre el
positivismo y la escatología; que haya intentado restaurar la dimensión
olvidada de lo trascendental; que haya querido conjurar el discurso ingenuo de
una verdad reducida a lo empírico y el discurso profético que al fin pro- mete
ingenuamente la venida a la experiencia de un hombre. Ello no quita que el análisis
de lo vivido sea un discurso de naturaleza mixta: se dirige a una capa específica
pero ambigua, demasiado con- creta para que pueda aplicársele un lenguaje
meticuloso y descriptivo, demasiado retirada sin embargo Sobre la positividad
de las cosas para que se pueda escapar, a partir de allí, de esta ingenuidad,
discutirla y buscar sus fundamentos. Trata de articular la objetividad posible
de un conocimiento de la naturaleza sobre la experiencia originaria que se
esboza a través del cuerpo; y de articular la historia posible de una cultura
sobre el espesor semántico que a la vez se oculta y se mues- tra en la
experiencia vivida. No hace, pues, más que satisfacer, con
EL COGITO Y LO IMPENSADO 313 mucho cuidado, las exigencias prematuras que se
plantearon desde que se quiso hacer valer, en el hombre, lo empírico por lo
trascen- dental. Vemos qué red apretada liga, a pesar de las apariencias, los pensamientos de tipo positivista o escatológico
(el marxismo está en el primer rango) y las reflexiones inspiradas
de la fenomenología. El acercamiento reciente no pertenece al orden de la conciliación tardía: en el nivel de las
configuraciones arqueológicas, eran necesarios unos y otros —y los unos
a los otros— a partir de la constitución del postu- lado antropológico, es
decir, desde el momento en que el hombre apareció como duplicado empírico-trascendental.
La verdadera impugnación
del positivismo y de la escatología no está,
pues, en un retorno a
lo vivido (que, a decir verdad, los con- firma antes bien al enraizados);
pero si pudiera llevarse a cabo, sería a partir de una cuestión que, sin duda, parece aberrante, por lo muy en discordia que está con lo que ha hecho históricamente posible nuestro pensamiento.
Esta cuestión consistiría en preguntarse ver- daderamente si el hombre existe. Se cree que es un juego de
parado- jas el suponer, aunque sea
por un solo instante, lo que podrían ser el mundo, el
pensamiento y la verdad si el hombre no existier
a. Es porque estamos tan cegados por la
reciente evidencia del hombre que ya ni siquiera guardamos el recuerdo del
tiempo, poco lejano sin embargo, en que existían el mundo, su orden y los seres
humanos, pero no el hombre. Se comprende el poder de sacudida que pudo tener, y
que tiene aún para nosotros, el pensamiento de Nietzsche, cuando anunció, bajo
la forma de un acontecimiento inmediato, de Promesa-Amenaza, que el hombre
dejaría de ser muy pronto —y ha- bría un superhombre—; esto en una filosofía
del Retomo quería decir que el hombre, desde hacía mucho, había desaparecido y
no cesaba de desaparecer y que nuestro pensamiento moderno del hombre, nues-
tra solicitud por él, nuestro humanismo dormían serenamente sobre su refunfuñona
inexistencia. ¿Acaso no es necesario recordarnos, a nosotros, que nos creemos
ligados a una finitud que sólo a nosotros pertenece y que nos abre, por el
conocer, la verdad del mundo, que estamos atados a las espaldas de un tigre?
5. EL
COGITO Y LO IMPENSADO
Si el hombre
es, en el mundo, el lugar de una duplicación empírico- trascendental,
si ha de ser esta figura paradójica en la que los con- tenidos empíricos del conocimiento entregan, si bien a
partir de sí, las condiciones que los han hecho posibles, el hombre no
puede darse en la transparencia inmediata y soberana de un cogito; pero
tampoco
314 EL HOMBRE Y S.US DOBLES
puede residir en la inercia objetiva de lo
que, rectamente,
no llega, y no llegará nunca, a la conciencia de sí. El hombre es un modo de ser tal que en él se funda esta dimensión siempre abierta,
jamás deli- mitada de una vez por todas, sino indefinidamente recorrida,
que va desde una parte de sí mismo que no reflexiona en un cogito al acto de pensar por medio del cual la recobra; y que, a la
inversa, va de esta pura aprehensión a la obstrucción empírica, al
amontonamiento des- ordenado de los contenidos, al desplome de las experiencias que esca- pan a ellas
mismas, a todo el horizonte
silencioso de lo que se da en la extensión arenosa de lo no pensado. Por
ser un duplicado empírico- trascendental, el hombre es también el
lugar del desconocimiento —de este desconocimiento que expone siempre
a su pensamiento a ser desbordado por su ser propio y que le permite, al
mismo tiempo, recordar a partir de aquello que se le escapa. Ésta es la
razón por la que la reflexión trascendental, en su forma moderna, no encuentra
su punto de necesidad, como en Kant, en la existencia de una cien- cia de la
naturaleza (a la cual se oponen el combate perpetuo y la incertidumbre de los
filósofos), sino en la existencia muda, dispuesta sin embargo a hablar y como
todo atravesada secretamente por un discurso virtual, de ese no-conocido a
partir del cual el hombre es llamado sin cesar al conocimiento de sí. La
pregunta no es ya ¿cómo hacer que la experiencia de la naturaleza dé lugar a
juicios necesarios? Sino: ¿cómo hacer que el hombre piense lo que no piensa,
habite aquello que se le escapa en el modo de una ocupación muda, anime, por
una especie de movimiento congelado, esta figura de sí mismo que se le presenta
bajo la forma de una exterioridad testaruda? ¿Cómo puede ser el hombre esta
vida cuya red, cuyas pulsaciones, cuya fuerza entenada desbordan infinitamente
la experiencia que de ellas le es dada de inmediato? ¿Cómo puede ser este
trabajo cuyas exigencias y leyes se le imponen como un rigor extraño? ¿Cómo
puede ser el sujeto de un lenguaje que desde hace millares de años se ha
formado sin él, cuyo sistema se le escapa, cuyo sentido duerme un sueño casi
invencible en las palabras que hace centellear un instante por su dis- curso y
en el interior del cual está constreñido, desde el principio del juego, a
alojar su palabra y su pensamiento, como si éstos no hicieran más que animar
por algún tiempo un segmento sobre esta trama de posibilidades innumerables?
Desplazamiento cuádruple en relación con la pregunta kantiana, ya que se trata
no de la verdad sino del ser; no de la naturaleza, sino del hombre; no de la
posibilidad de un conocimiento, sino de un primer desconocimiento; no del carácter
no fundado de las teorías filosóficas frente a la ciencia, sino de la retoma en
una conciencia filosófica clara de todo ese dominio de ex- periencias no
fundadas en el que el hombre no se reconoce.
EL COGITO Y LO IMPENSADO 315 A partir de este desplazamiento de la cuestión trascendental, el pensamiento
contemporáneo no pudo evitar el reanimar el tema del cogito. ¿Acaso Descartes
no descubrió la
imposibilidad de que no fueran pensadas a
partir del error, de la ilusión, del sueño y de la locura, de todas las experiencias del pensamiento no fundadas —tanto que el pensamiento de lo mal pensado, de lo no verdadero, de
lo qui- mérico, de lo puramente imaginario aparecían como lugar de posibi-
lidad
de todas estas experiencias y primera evidencia irrecusable? Pero el cogito moderno es tan diferente del
de Descartes como nuestra reflexión trascendental está alejada del análisis kantiano. Para
Des- cartes se trataba de sacar a
luz al pensamiento como forma más general de todos estos pensamientos
que son el error o la ilusión, de manera que se conjurara su peligro, con el riesgo de volverlos a encon-
trar, al fin de su camino, de explicarlos y dar, pues, el método para
prevenirse de ellos. En el cogito
moderno, se trata, por el contrario, de dejar valer, según su
dimensión mayor, la distancia que a la vez separa y liga el pensamiento
presente a sí mismo y aquello que, perteneciente al pensamiento, está enraizado
en el no-pensado; le es necesario (y esto se debe a que es menos una evidencia
descubierta que una tarea incesante que debe ser siempre retomada) recorrer,
du- plicar y reactivar en una forma explícita la articulación del pensa- miento
sobre aquello que, en torno a él y por debajo de él, no es pensado, pero no le
es a pesar de todo extraño, según una exterioridad irreductible e
infranqueable. En esta forma el cogito no será pues el súbito
descubrimiento iluminador de que todo pensamiento es pen- sado, sino la
interrogación siempre replanteada para saber cómo habita el pensamiento fuera
de aquí y, sin embargo, muy cerca de sí mismo, cómo puede ser bajo las
especies de lo no-pensante. Pero no remite todo el ser de las cosas al
pensamiento sin ramificar el ser del pensamiento justo hasta la nervadura inerte
de aquello que no se
piensa.
Este doble movimiento propio del cogito moderno
explica por qué
el "pienso" no conduce a la evidencia del "soy"; en efecto, tan
luego como se muestra el
"pienso" comprometido en todo un espesor en el que está casi presente,
que anima, si bien en el modo ambiguo de una duermevela, no es posible hacerlo seguir por la afirmación de que
"soy": ¿acaso puede decir, en efecto, que soy este lenguaje que
hablo y en el queimi pensamiento se
desliza al grado de encontrar en él el sistema de todas sus
posibilidades propias, pero que, sin embargo, no existe más que en la pesantez
de sedimentaciones que no será capaz de actualizar por completo? ¿Puedo decir
que soy este trabajo que hago con mis manos, pero que se me escapa no sólo cuando
lo he terminado, sino aun antes mismo de que lo haya iniciado? ¿Puedo
316 EL HOMBRE Y
SUS DOBLES decir que soy esta vida que siento en el
fondo de mí, pero que me en- vuelve a
la vez por el tiempo formidable que desarrolla consigo y que me levanta por un instante en
su cumbre, pero también por el tiempo inminente que me prescribe mi
muerte? Puedo decir con igual jus-
teza que soy y que no soy todo esto; el cogito no conduce a u
na afir- mación del ser, sino que se abre justamente
a toda una serie de
interro- gaciones en las que se pregunta por el ser: ¿qué debo ser, yo que pienso y que soy mi pensamiento, para que sea aquello que no pienso, para que mi pensamiento sea aquello que
no soy? ¿Qué es, pues, ese ser que
centellea y, por así decirlo, parpadea
en la abertura del cogito pero que ni está dado soberanamente en él y por él? ¿Cuál es, pues, la relación y la difícil pertenencia entre el ser y el pensamiento? ¿Qué
es este ser del hombre y cómo puede hacerse que este ser, que podría
caracterizarse tan fácilmente por el hecho de que "posee pensamien-
to" y que quizá sea el único que lo tenga, tenga una relación imborra- ble
y fundamental con lo impensado? Se instaura una forma de reflexión muy alejada
del cartesianismo y del análisis kantiano, en la que se plantea por primera vez
la interrogación acerca del ser del hom- bre en esta dimensión de acuerdo con
la cual el pensamiento se dirige a lo impensado y se articula en él.
Esto tiene dos consecuencias. La primera es
negativa y de orden puramente
histórico. Puede parecemos que la fenomenología ha jun- tado el tema
cartesiano del cogito y el motivo trascendental que Kant desprendió de la crítica de Hume; Husserl habría reanimado
así la vocación más profunda de la
ratio occidental, curvándola sobre sí misma en una reflexión que sería una radicalización de la filosofía pura y fundamento
de la posibilidad de su propia historia. A decir verdad, Husserl no pudo efectuar esta conjunción sino en la
medida en que el análisis
trascendental había cambiado su punto
de aplica- ción (éste fue
transportado de la posibilidad de una ciencia de la naturaleza a la
posibilidad de que el hombre se
piense) y en que el cogito había modificado su función (ésta n
o es ya el conducir a una existencia apodíctica a partir
de un pensamiento que se afirma por todo lo que piensa, sino el mostrar cómo
el pensamiento puede escaparse a sí mismo y conducir de este modo a una
interrogación múltiple y proliferadora sobre el ser). La fenomenología es,
pues, mucho menos la retoma de un viejo destino racional del Occidente, cuanto
la verificación, muy sensible y ajustada, de la gran ruptura que se produjo en
la episteme moderna a fines del siglo XVIII y prin- cipios del XIX. Si
tiene alguna liga es con el descubrimiento de la vida, del trabajo y del
lenguaje; es también con esta figura nueva que, bajo el viejo nombre de hombre,
surgió hace menos aún de dos siglos; es con la interrogación sobre el modo de
ser del hombre y
EL COGITO Y LO IMPENSADO 317 sobre
su relación con lo impensado. Por ello, la fenomenología —aun si se esbozó primero a través del antipsicologismo o, más bien,
en la medida misma en que hizo resurgir, frente
a él, el problema del apriori y el motivo trascendental— no pudo conjurar jamás
el insi- dioso parentesco, la vecindad a la vez prometedora y amenazante, con
los análisis empíricos del hombre; y por ello también, al inaugurarse por una
reducción al cogito, condujo siempre a cuestiones, a la cues- tión ontológica.
Bajo nuestra mirada, el proyecto fenomenología) no cesa de desanudarse en una
descripción de lo vivido, empírica a pesar suyo, y una ontología de lo
impensado que pone fuera de juego la primacía del "pienso".
La otra consecuencia es positiva. Concierne a la
relación entre el hombre y lo impensado o, más exactamente, a su aparición
gemela en la cultura occidental. Se tiene fácilmente la impresión de
que, a partir del momento en que el hombre se constituyó como una fi-
gura positiva en el campo del saber, el viejo privilegio del conoci-
miento reflexivo, del pensamiento que se piensa a sí mismo, no podía menos
que desaparecer; pero que por ese
hecho mismo era dado a un pensamiento
objetivo el recorrer al hombre por
entero —a riesgo de descubrir allí precisamente aquello que jamás puede darse a su refle- xión y ni aun a su
conciencia: mecanismos oscuros, determinaciones
sin figura, todo un paisaje de sombras que directa o indirectamente
ha sido llamado el inconsciente. ¿Acaso no es el inconsciente aquello que se da necesariamente al
pensamiento científico que el hombre
se aplica a sí mismo cuando deja de pensar en la forma de la reflexión?
De hecho, lo inconsciente y, de una manera general, las formas de lo impensado no han sido la recompensa
ofrecida a un saber positivo del hombre. El hombre y lo impensado son, en
el nivel arqueológico, contemporáneos. El hombre no se pudo dibujar a sí
mismo como una configuración en la episteme, sin que el pensamiento
descubriera, al mismo tiempo, a la vez en sí y fuera de sí, en sus márgenes,
pero también entrecruzados con su propia trama, una parte de noche, un espesor
aparentemente inerte en el que está comprometido, un im- pensado contenido en él
de un cabo a otro, pero en el cual se encuentra también preso. Lo impensado
(sea cual fuere el nombre que se le dé) no está alojado en el hombre como una
naturaleza retorcida o una historia que se hubiera estratificado allí; es, en
relación con el hombre, lo Otro: lo Otro fraternal y gemelo, nacido no de él ni
en él, sino a su lado y al mismo tiempo, en una novedad idéntica, en una
dualidad sin recurso. Esta playa oscura que se interpreta de buen grado como
una región abismal en la naturaleza del hombre, o como una fortaleza
singularmente encerrada de su historia, le está ligada de otro modo; le es, a
la vez, exterior e indispensable: un poco la sombra
318 EL HOMBRE Y SUS DOBLES contenida
del hombre surgiendo en el saber; un poco la tarea ciega a partir de la cual es posible conocerlo. En todo caso, lo impensado ha servido al hombre de acompañamiento sordo e ininterrumpido desde el siglo XIX. Dado que en suma no era
más que un insistente doble, jamás había sido reflexionado por
sí mismo de modo autó- nomo; de
aquello de lo que era lo Otro y la sombra recibió
la forma complementaria y el nombre invertido; fue el An sich frente al Für sich, de la fenomenología
hegeliana; fue el Unbewusstes para Scho- penhauer; fue el hombre enajenado para Marx; en los análisis de Husserl, lo implícito, lo inactual, el sedimento, lo no efectuado: de
cualquier manera, la inagotable compañía que se ofrece al saber reflexivo
como la proyección mezclada de lo
que el hombre es en su verdad, pero que desempeña también el papel de
fondo anterior a partir del cual el hombre debe recogerse y remontarse hasta su
ver- dad. En vano trató de aproximarse este doble: es extraño y el papel del
pensamiento, su iniciativa propia, será acercarlo más a sí mismo; todo el
pensamiento moderno está atravesado por la ley de pensar lo impensado —de
reflexionar en la forma del Para sí los contenidos del En sí, de desenajenar al
hombre reconciliándolo con su propia esencia, de explicitar el horizonte que da
su trasfondo de evidencia inmediata y moderada a las experiencias, de levantar
el velo de lo Inconsciente, de absorberse en su silencio o de prestar oído a su
mur- mullo indefinido.
En la experiencia moderna, la posibilidad de instaurar al hombre en un saber, la simple aparición de esta nueva figura en el campo de la episteme,
implicaron un imperativo que obsesiona al pensa- miento desde su interior;
poco importa que esté amonedado bajo las formas de una moral, de una política, de un humanismo, de un deber de tomar por su cuenta el destino occidental o de la pura y simple conciencia de cumplir una tarea de funcionario en la historia;
lo esen- cial es que el pensamiento es para sí mismo y en el espesor de su trabajo a la vez saber y modificación
de aquello que sabe, reflexión y transformación del modo de ser de aquello
sobre lo cual reflexiona. Hace también moverse lo que toca: no puede
descubrir lo impensado
o, cuando menos, ir en su dirección, sin aproximarlo en seguida de suyo —o quizá también sin alejárselo, sin que el ser del hombre, en todo caso, ya que se despliega
en esta distancia, no se altere por ese hecho mismo. Hay allí algo
profundamente ligado a nuestra moder- nidad: fuera de las morales religiosas,
el Occidente no ha conocido, sin duda alguna, más que dos formas de ética: la
antigua (en la forma del estoicismo o del epicureismo) se articulaba en el
orden del mundo y, al descubrir la ley de éste, podía deducir de allí el prin-
cipio de una sabiduría o una concepción de la ciudad; aun el pensa-
EL RETROCESO Y EL RETORNO AL ORIGEN 319 miento político del siglo XVIII pertenece todavía a esta forma general; en
cambio, la moderna no formula ninguna moral en la medida en que
todo imperativo
está alojado en el interior del pensamiento y
de su movimiento para retomar lo impensado;2 es la reflexión, es la toma de conciencia, es la elucidación de lo silencioso, la
palabra restituida a lo mudo, el surgimiento a luz de aquella parte de
sombra que retira al hombre de sí mismo, es la reanimación de lo inerte,
es todo lo que constituye por sí solo el contenido y la forma de la ética.
A decir verdad, el pensamiento
moderno no ha podido nunca proponer una moral: pero la razón de ello no es que sea pura especulación; todo lo contrario, es desde su inicio y en su propio espesor
un cierto modo de acción. Dejemos hablar a aquellos que incitan al pensamiento a salir de su retiro y a hacer su
elección; dejemos obrar a los
que
quieren, más allá de toda promesa y en la ausencia de virtud, constituir
una moral. Para el pensamiento moderno no hay moral posible; pues, a partir del siglo XIX, el
pensamiento "salió" ya de sí mismo en su propio ser, ya no
es teoría; desde el momento en que piensa,
bendice o reconcilia, acerca o aleja, rompe,
disocia, anuda o reanuda, no
puede abstenerse de liberar y de sojuzgar. Antes aun de prescribir,
de esbozar un futuro, de decir lo que hay que hacer, antes aun de exhortar o sólo
de dar la alerta, el pensamiento, al ras de su existencia, de su forma más
matinal, es en sí mismo una acción —un acto peligroso. Sade, Nietzsche, Artaud
y Bataille lo han sabido por todos aquellos que han querido ignorarlo; pero
también es cierto que Hegel, Marx y Freud lo sabían. ¿Puede decirse que lo
ignoraban, en su profunda simpleza, aquellos que afirmaron que no hay filosofía
sin elección política, que todo pensamiento es "progresista" o
"reaccionario"? Su necedad es creer que todo pensamiento
"expresa" la ideología de una clase; su involuntaria profundidad es
mostrar con el dedo el moderno modo de ser del pensamiento. Superficialmente,
podría decirse que el conocimiento del hombre, a diferencia de las ciencias de
la naturaleza, está simpre ligado, aun en su forma más indecisa, a la ética o a
la política; más fundamentalmente, el pensamiento moderno avanza en esta
dirección en la que lo Otro del hombre debe convertirse en lo Mismo que él.
6. EL RETROCESO Y EL RETORNO AL ORIGEN
El último rasgo que caracteriza a la vez al
modo de ser del hombre
2 Entre
ambos, forma una bisagra el momento kantiano: es el descubrimiento de que
el sujeto, en cuanto es racional, se
da a sí mismo su propia ley que es la ley universal.
320 EL HOMBRE Y SUS DOBLES y la reflexión que
se dirige a él, es la relación con el origen. Relación muy diferente a la que el pensamiento clásico
trató de establecer en sus génesis ideales. En el siglo XVIII,
reencontrar el origen era volverse a
colocar lo más cerca posible de la pura y simple duplicación de la
representación: se pensaba la economía a partir del trueque, porque
en él las dos representaciones que cada uno de los participantes se hacia de su propiedad y de aquella del
otro eran equivalentes; al ofrecer la satisfacción de dos deseos
casi idénticos, eran, en suma,
"parejas". Se pensaba el orden de la naturaleza, antes de cualquier
catástrofe, como un cuadro en el que los seres se seguían en un orden tan
estrecho y sobre una trama tan continua que, de un punto a
otro de esta sucesión, se desplazaría uno en el interior de una
casi identidad, y de un extremo
al otro habría sido conducido uno por la capa lisa de lo "parejo". Se pensaba
el origen del lenguaje como la transparencia entre la representación de
una cosa y la representación del grito, del sonido, de la mímica (del lenguaje
de acción) que la acompañaba. Por último, el origen del conocimiento se buscaba
por el lado de una serie pura de representaciones —serie tan perfecta y lineal
que la segunda había remplazado a la primera sin que se tomara conciencia de
ello, ya que no le era simultánea, no era posible establecer una diferencia
entre ellas y no podía experimentarse la siguiente sino como "pareja"
de la primera; sólo cuando aparecía una sensación más "pareja" a una
precedente que todas las demás, podía jugar la reminiscencia, podía la
imaginación representarse de nuevo una representación y afianzarse el
conocimiento en esta duplicación. Poco importaba que este nacimiento fuera
considerado como ficticio o real, que tuviera valor de hipótesis explicativa o
de acontecimiento histórico: a decir verdad, estas distinciones sólo existen
para nosotros; en un pensamiento para el cual el desarrollo cronológico se
aloja en el interior de un cuadro, sobre el cual no constituye más que un
recorrido, el punto de partida está a la vez fuera del tiempo real y en él: es
este primer pliegue por el cual pueden tener lugar todos los acontecimientos
históricos.
En el pensamiento moderno no es ya concebible tal
origen: se ha visto cómo el trabajo, la vida y el lenguaje adquirieron su propia
historicidad, en la cual están hundidos: así, pues, no podían enunciar jamás
verdaderamente su origen, si bien
toda su historia como que apunta, desde el interior, hacia él. Ya no es
el origen el que da lugar a la historicidad; es la historicidad la que deja
perfilarse, en su trama misma, la necesidad de un origen que le sería a la vez
interno y ex- traño: como la cima virtual de un cono en la cual todas las
diferen- cias, todas las dispersiones, todas las discontinuidades estarían
reduci- das para no formar más que un punto de identidad, la impalpable
EL
RETROCESO Y EL RETORNO AL ORIGEN 321 figura
de lo Mismo, con poder de estallar, sin embargo, y convertirse
en otro.
El hombre
se constituyó a principios del siglo XIX en correlación co
n estas historicidades, con todas estas cosas implicadas en sí mis- mas y
que indican, a través de su exposición, pero por sus propias leyes, la identidad inaccesible de su
origen. Sin embargo, el hombre no tiene relación con su origen
del mismo modo. En efecto, el hombre sólo se descubre ligado a una
historicidad ya hecha: nunca es contemporáneo
de este origen que se esboza a través del tiempo de las cosas sustrayéndose
a él; cuando trata de definirse como ser vivo, sólo descubre su propio comienzo
sobre el fondo de una vida que se inició mucho antes que él
cuando trata de retomarse como ser que trabaja, sólo saca a
luz lar, formas más rudimentarias en
el interior de un tiempo y de un espacio humanos ya institucionalizados,
ya do- minados por la sociedad; y cuando trata de definir su esencia de
sujeto parlante, más acá de cualquier lengua efectivamente constituida, no
encuentra jamás sino la posibilidad ya desplegada del lenguaje y no el
balbuceo, la primera palabra a partir de la cual se hicieron posibles todas las
lenguas y el lenguaje mismo. El hombre siempre puede pen- sar lo que para él es
válido como origen sólo sobre un fondo de algo ya iniciado. Éste no es para él
el comienzo —una especie de primera mañana de la historia a partir de la cual
se habrían acumulado las adquisiciones ulteriores. El origen es más bien la
manera en la que el hombre en general, todo hombre sea el que fuere, se
articula sobre lo ya iniciado del trabajo, de la vida y del lenguaje; debe buscarse
en este pliegue en el que el hombre trabaja con toda ingenuidad un mun- do
laborado desde hace milenios, vive en la frescura de su existencia única,
reciente y precaria, una vida que se hunde hasta las primeras formaciones orgánicas,
compone en frases todavía no dichas (aun si las generaciones las han repetido)
palabras más viejas que cualquier memoria. En este sentido, el nivel original
es para el hombre, sin duda, aquello que le está más cercano: esta superficie
que recorre inocentemente, siempre por primera vez y sobre la cual sus ojos,
apenas abiertos, descubren figuras tan jóvenes como su mirada —figu- ras que no
pueden tener edad, como no la tiene él, pero por una razón inversa: no se debe
a que siempre sean tan jóvenes, sino a que pertenecen a un tiempo que no tiene
ni las mismas medidas ni los mismos fundamentos que él. Pero esta pequeña
superficie de lo origi- nario que aloja toda nuestra existencia y nunca le hace
falta (ni si- quiera en el instante de la muerte en el que se descubre por el
con- trario como desnuda) no es lo inmediato de un nacimiento; está poblada de
estas meditaciones complejas que han formado y deposi- tado en su propia
historia el trabajo, la vida y el lenguaje; de tal
322 EL HOMBRE Y
SUS DOBLES suerte que en este simple contacto, desde el
primer
objeto manipu- lado, desde la manifestación de la necesidad más simple,
desde el vuelo de la palabra más neutra, son todos los intermediarios
de un tiempo que lo domina casi hasta el infinito, que el hombre reanima sin saberlo. Sin saberlo, si bien
es necesario saberlo de cierta manera, pues es por ello por lo que los hombres
entran en comunicación y se
encuentran en la red ya anudada de la comprensión. Y, sin embargo, este
saber es limitado, diagonal, parcial, ya que está rodeado por todas partes por
una inmensa región de sombras en la que el trabajo, la vida y el lenguaje
esconden su verdad (y su propio origen) a aque- llos mismos que hablan, que
existen y que hacen la obra.
Lo originario, tal como no ha dejado de
describirlo el pensamiento moderno a partir de la Fenomenología del Espíritu, es
pues algo muy diferente de esta génesis
ideal que había intentado reconstituir la época clásica; pero también es
diferente (aunque esté ligado a él por una
correlación
fundamental)
al origen que se dibuja, en una especie de más allá
retrospectivo, a través de la
historicidad de los seres. Lo originario en el hombre, no ha jugado aún;
lejos de recon- ducir o aun solamente de señalar hacia una cima, real o virtual, de identidad, lejos de
indicar el momento de lo Mismo o la dispersión de lo Otro, es aquello que
desde el principio del juego lo
articula sobre otra cosa que no es él mismo; es aquello que introduce
en su experien- cia contenidos y formas más antiguas que él y que no domina; es aquello que, al ligarlo a múltiples
cronologías, entrecruzadas,
irreduc- tibles con frecuencia unas a otras, lo dispersa a través del tiempo
y lo llena de estrellas en medio de la duración de las cosas. Paradójica-
mente, lo originario, en el hombre, no anuncia el tiempo de su naci- miento, ni
el núcleo más antiguo de su experiencia: lo liga a aquello que no tiene el
mismo tiempo que él; y libera en él todo aquello que no le es contemporáneo;
indica sin cesar y en una proliferación siem- pre renovada que las cosas
comenzaron mucho antes que él y que, por esta misma razón, nadie sabría, pues
toda su experiencia está consti- tuida y limitada por estas cosas, asignarle un
origen. Ahora bien, esta imposibilidad misma tiene dos aspectos: por una parte,
significa que el origen de las cosas retrocede siempre, ya que se remonta a un
calen- dario en el que el hombre no figura; pero, por otra parte, significa que
el hombre, en oposición a estas cosas cuyo tiempo permite perci- bir el
nacimiento centelleante en su espesor, es el ser sin origen, aquel "que no
tiene patria ni fecha", aquel cuyo nacimiento jamás es accesi- ble porque
nunca ha tenido "lugar". Lo que se anuncia en lo inme- diato de lo
originario es, pues, que el hombre está separado del origen que lo haría
contemporáneo de su propia existencia: entre todas las cosas que nacen en el
tiempo y mueren sin duda en él, el hombre,
EL
RETROCESO Y EL RETORNO AL ORIGEN 323 separado
de cualquier origen, está
más allá. Tanto que es en él donde las cosas (aun aquellas que lo
sobrepasan) encuentran su co- mienzo: más que cicatriz señalada en un instante cualquiera de la duración,
es la apertura a partir de la cual puede reconstituirse el tiem- po en
general, deformarse la duración y hacer su aparición las cosas en el momento
que les es propio. Si en el orden empírico las cosas re- troceden siempre para él,
son inasibles en su punto cero, el hombre se encuentra fundamentalmente en
retroceso en relación con este retroceso de las cosas y a ello se debe que
ellas puedan hacer pesar su sólida anterioridad sobre lo inmediato de la
experiencia originaria.
Se ofrece así una tarea al pensamiento: la
de impugnar el origen de las cosas, pero impugnarlo
para fundamentarlo, reencontrando el
modo de acuerdo con el cual se constituye
la posibilidad del tiempo —este origen sin origen ni comienzo a partir del cual todo puede nacer. Tal tarea implica el poner en duda todo aquello que pertenece al tiempo, todo
aquello que se forma en él, todo aquello que se aloja en su elemento móvil, de manera que aparezca
el desgarrón sin cro- nología y sin historia del cual proviene el
tiempo. Así, éste quedaría suspendido en este pensamiento que sin embargo no se íe
escapa, ya que nunca
es contemporáneo del origen; pero esta suspensión ten- dría el
poder de hacer oscilar esta relación recíproca entre el origen y el
pensamiento; giraría en torno a sí mismo y el origen, convirtién- dose en
aquello que el pensamiento tiene aún que pensar y siempre de nuevo, le estaría
prometido en una inminencia siempre más cer- cana, nunca cumplida. El origen
es, pues, aquello que está en vías de volver, la repetición hacia la cual va el
pensamiento, el retorno de aquello que siempre ha comenzado ya, la proximidad
de una luz que ha iluminado desde siempre. Así, por tercera vez, el origen se
perfila a través del tiempo; pero esta vez es el retroceso en el por- venir, la
prescripción que recibe el pensamiento y que se da a sí mismo de avanzar a paso
de paloma hacia aquello que no ha cesado de hacerlo posible, de acechar ante sí,
sobre la línea, siempre en reti- rada, de su horizonte, el día del que vino y
del que viene en profusión.
En el momento
mismo en que le fue posible el denunciar como quimeras las génesis descritas en el siglo XVIII, el
pensamiento moderno instauró una
problemática del origen muy compleja y muy enmarañada; esta problemática ha
servido de fundamento a nuestra experiencia del tiempo y, desde el siglo XIX, han
nacido a partir de ella todas las
tentativas de reaprehender aquello
que en el orden humano podía ser el
comienzo y el recomienzo, el
alejamiento y la presencia del inicio, el retorno y el fin. El pensamiento
moderno ha establecido, en efecto, una relación con el origen que es la in-
versa para el hombre y para las cosas: autoriza así —pero frustra de
324 EL HOMBRE Y SUS DOBLES antemano
y mantiene frente a ellos todo su poder de impugnación—
los esfuerzos positivistas por insertar la cronología
del hombre en el interior de la de las
cosas, de manera que la unidad del tiempo
se res- taure y que el origen del hombre no sea más que una fecha, un
pliegue, en la serie sucesiva de los seres (colocar este origen y con
él la aparición de la cultura, la aurora de
las civilizaciones en el movi- miento de la evolución biológica); autoriza
también el esfuerzo in- verso y complementario por alinear de acuerdo con la cronología
del hombre la experiencia
que él tiene de las cosas, el conocimiento que ha tomado de ellas, las
ciencias que ha podido constituir (de tal suerte que si todos los comienzos del
hombre tienen su lugar en el tiempo de las cosas, el tiempo individual o
cultural del hombre per- mite, en una génesis psicológica o histórica, definir
el momento en
el que
las cosas reencontraron por primera vez el rostro de su verdad); en cada uno de estos dos alineamientos, el origen de
las cosas y el del hombre se
subordinan uno a otro; pero el hecho
mismo de que haya dos alineamientos
posibles e irreconciliables indica la asimetría fundamental que
caracteriza al pensamiento moderno sobre el origen. Es más, este pensamiento
hace llegar en una última luz y como en un día esencialmente reticente, una cierta capa de lo originario en la que, a decir verdad, ningún origen está presente, pero en la que el tiempo, sin comienzo, del hombre manifestaría para una
memoria posible el tiempo sin recuerdo de las cosas; de allí una doble
tenta- ción: psicologizar todo conocimiento, sea el que fuere, y hacer de la psicología
una especie de ciencia general de
todas las ciencias; o a la inversa,
describir esta capa originaria en un estilo
que escapa a todo positivismo, de manera que a partir de allí se pueda
inquietar la posi- tividad de cualquier ciencia y reivindicar contra ella el
carácter fun- damental, inasible de esta experiencia. Pero, al darse como tarea
el restituir el dominio de lo originario, el pensamiento moderno descu- bre allí
al instante el retroceso del origen; y se propone en forma paradójica avanzar
en la dirección en la que se realiza este retroceso y no cesa de profundizarse;
trata de hacer aparecer del otro lado de la experiencia, como aquello que la
sostiene por su retirada misma, como aquello que está más cerca de su
posibilidad más visible, como aquello que es inminente en él; y si el retroceso
del origen se da así en su mayor claridad ¿acaso no es el origen mismo el que
se libera y se remonta hasta sí mismo en la dinastía de su arcaísmo? Por ello el
pen- samiento moderno está consagrado, de un cabo a otro, a la gran preocupación
del retorno, al cuidado de recomenzar, a esta extraña inquietud que lo hace
sentirse obligado a repetir la repetición. Así, desde Hegel a Marx y a Spengler
se ha desplegado el tema de un pensamiento que, por el movimiento en que se
realiza —totalidad
EL
RETROCESO Y EL RETORNO AL ORIGEN 325 reunida,
reaprehensión violenta en
el extremo del desenlace, ocaso solar— se curva sobre sí mismo, ilumina su propia plenitud, cierra su círculo,
se reencuentra en todas las figuras
extrañas de su odisea y acepta desaparecer en este mismo océano
del que había surgido; al contrario de este retorno que aun si no es feliz sí es perfecto, se dibuja la experiencia
de Hölderlin, de Nietzsche y de Heidegger, en la que el retorno sólo
se da en el retroceso extremo del
origen —allí donde los dioses se devuelven, donde crece el desierto, donde la τεχνή ha instalado el
dominio de su voluntad; de tal suerte que no se trata de un acabamiento
ni de una curva, sino más bien de este desgarrón incesante que
libera el origen en la medida misma
de su retirada; el extremo es, pues, lo más próximo. Pero el que esta capa de lo origi- nario, descubierta por el
pensamiento moderno en el movimiento
mismo por el que inventó al hombre, prometa el vencimiento
del acabamiento y de las plenitudes logradas, o restituya lo varío del ori- gen —el procurado por su retroceso y el que profundiza su
acerca- miento— de cualquier manera, lo que prescribe pensar es algo así como
lo "Mismo": a través del dominio de lo originario que articula la
experiencia humana, sobre el tiempo de la naturaleza y de la vida, sobre la
historia, sobre el pasado sedimentado de las culturas, el pensamiento moderno
se esfuerza por reencontrar al hombre en su identidad —en esta plenitud o en
esta nada que es él mismo—, la his- toria y el tiempo en esta repetición que
hacen imposible pero que fuerzan a pensar y serla en aquello mismo que es.
Y por ello, en esta tarea infinita de pensar
el origen lo más cerca y lo más lejos de sí, el pensamiento descubre que el
hombre no es contemporáneo de aquello que lo hace ser —o de aquello a partir de lo
cual es— sino qu
e está preso en
el interior de un poder que lo dispersa, lo retira lejos
de su propio origen, pero allí le promete en una inminencia que quizá siempre
sea hurtada;
ahora bien, este poder no le es extraño; no se asienta
lejos de él en la serenidad de los orígenes eternos y recomenzados sin cesar,
pues entonces el origen sería efectivamente dado; este poder es aquel de su
propio ser. El tiempo —pero ese tiempo que es él mismo— lo aleja también de la
mañana de la que ha surgido y de aquella que le ha sido anunciada. Se ve cuán
diferente es ese tiempo fundamental —ese tiempo a par- tir del cual podrá darse
el tiempo a la experiencia— de aquel que desempeñaba un papel en la filosofía
de la representación: entonces el tiempo dispersaba la representación dado que
le imponía la forma de una sucesión lineal; pero pertenecía a la representación
el resti- tuirse a sí misma en la imaginación; duplicarse así perfectamente y
dominar el tiempo; la imagen permitía retomar íntegramente el tiem- po,
reaprehender lo que había sido concedido a la sucesión y cons-
326 EL HOMBRE Y
SUS DOBLES truir asi un saber tan verdadero como el de
un entendimiento
eterno. Por el contrarío, en la experiencia moderna el retiro del origen es más fundamental que cualquier
experiencia, pues es en él donde centellea la experiencia y manifiesta su
positividad; dado que el hom- bre no
es contemporáneo de su ser, las
cosas se dan con un tiempo que les
es propio. Y volvemos a encontrar aquí el tema inicial de
la finitud. Pero esta finitud que primero fue anunciada por el
des- plome de las cosas sobre el hombre —por el hecho de que está dominado por
la vida, por la historia, por el lenguaje— aparece ahora en un nivel más
fundamental: es la relación insuperable del ser del hombre con el tiempo.
Así, al redescubrir la fínitud en la
interrogación sobre el orige
n, el pensamiento
moderno cierra el gran cuadrilátero que empezó a dibujar cuando toda la episteme occidental osciló
a fines del si- glo XVIII: el
enlace de las positividades con la finitud,
la duplicación de lo empírico en lo
trascendental, la relación perpetua
entre el cogito y lo impensado, el retiro y el retorno del
origen definieron para nosotros el modo de ser del hombre. Desde el
siglo XIX, la reflexión intenta fundamentar filosóficamente la posibilidad del
saber sobre el análisis de este modo de ser y no sobre el de la representación.
7. EL DISCURSO Y EL SER DEL HOMBRE
Puede señalarse que estos cuatro segmentos
teóricos (análisis de la finitud, de la repetición empírico-trascendental, de
lo impensado y del origen) tienen una
cierta relación con los cuatro dominios subor- dinados que, en conjunto, constituían en la época clásica la teoría general del lenguaje.3 Relación que es,
a primera vista, de semejanza y de simetría. Recordemos
que la teoría del verbo explicaba cómo podía desbordarse el lenguaje más allá de sí mismo y afirmar el ser —y lo
hacía en un movimiento que aseguraba, a la inversa, el ser mismo del lenguaje,
porque no podía instaurarse ni abrir su espacio sino allí donde había
ya, cuando menos en una forma secreta, el verbo "ser"; el análisis de
la finitud explica de la misma manera cómo el ser del hombre está
determinado por positividades que le son exteriores y que lo ligan al espesor
de las cosas, pero cómo, a la in- versa, el ser finito es el que da a toda
determinación la posibilidad de aparecer en su verdad positiva. En tanto que la
teoría de la articu- lación mostraba de qué manera podía hacerse de un
solo golpe el recorte de las palabras y de las cosas que representan, el análisis
de
3 Cf. supra, p. 120.
EL
DISCURSO Y EL SER DEL HOMBRE 327 la duplicación
empírico-trascendental
muestra cómo se corresponden en una oscilación
indefinida lo que se da en la
experiencia y aquello que hace
posible la experiencia. La búsqueda
de las primeras desig- naciones del lenguaje hizo surgir, en el corazón más silencioso de las palabras,
de las sílabas, de los sonidos mismos, una representación dormida
que formaba algo así como el alma olvidada (y que era necesario
hacer salir a luz, hacer hablar y cantar de nuevo, para una mayor justeza del pensamiento, para un poder más
maravilloso de la poesía); de modo análogo, para la reflexión moderna
el espesor inerte de lo impensado está siempre habitado de una cierta
manera por un cogito, y este
pensamiento, adormecido en aquello
que no ha sido pensado, debe ser
animado de nuevo y ofrecido en la
soberanía del "yo pienso". Por último, había en la reflexión clásica
sobre el len- guaje una teoría de la derivación: mostraba cómo el lenguaje, desde el principio de
su historia y quizá en el instante mismo de su origen, en el punto mismo
en que empezó a hablar, se deslizó en su propio espacio, se volvió sobre sí
mismo al desviarse de su primera repre- sentación y no poseía palabras, ni aun
las más antiguas, a no ser desplegadas ya a lo largo de las figuras de la retórica;
a este análisis corresponde el esfuerzo por pensar un origen que está
siempre sus- traído, para avanzar en esta dirección en la que el ser del hombre
está siempre en relación consigo mismo, en un alejamiento y en una distancia
que lo constituyen.
Pero este juego de correspondencias no debe
crear una ilusión. No debe
imaginarse que
el análisis clásico del discurso se prosiguió sin modificación a
través de las edades aplicándose solamente a un nuevo
objeto; que la fuerza de cualquier peso
histórico lo mantuvo en su identidad a pesar de tantas mutaciones
vecinas. De hecho, los cuatro segmentos teóricos que dibujaban el espacio de la gramática general no se
conservaron, sino que se disociaron,
cambiaron de fun- ción y de nivel,
modificaron todo su dominio de
validez desde que desapareció, a fines del siglo XVIII, la
teoría de la representación. Durante la época clásica, la gramática
general tenía por función el mostrar cómo en el interior de la cadena sucesiva
de las representa- ciones podía introducirse un lenguaje que, manifestándose
en la línea simple y absolutamente tensa del discurso, suponía formas de simul-
taneidad (afirmación de las existencias y de las coexistencias; recorte de las
cosas representadas y formación de las generalidades; relación originaria e
imborrable de las palabras y de las cosas; desplazamien- to de las palabras en
su espacio retórico). Por el contrario, el análisis del modo de ser del hombre
tal como se ha desarrollado a partir del siglo XIX no se aloja en el interior de
una teoría de la representación; su tarea es, por el contrario, mostrar cómo es
posible que las cosas en
328 EL HOMBRE Y SUS DOBLES general
se den a la representación, en qué condiciones, sobre cuál suelo, dentro de qué límites
pueden aparecer en una positividad más profunda que los diversos modos de
la percepción; y lo que
se
descu- bre entonces, en esta coexistencia del hombre y de las cosas, a través del gran despliegue espacial que abre la representación, es la fínitud
radical del hombre, la dispersión que, a la vez, aparta del origen y lo promete, la distancia inabarcable del tiempo. La analítica del hombre no retoma,
tal como ha sido constituida por otra parte y tal como la ofrece la
tradición, el análisis del discurso. La
presencia o ausencia de una
teoría
de la representación, más exactamente el carácter primero o la
posición derivada de esta teoría, modifica de un cabo a otro el equilibrio
del sistema. A tal grado, que la representación va de suyo, como
elemento general del pensamiento, la teoría del
discurso vale a la vez, y en un solo movimiento, como fundamento
de cualquier gramática posible y como teoría del conocimiento. Pero,
desde
que desapareció el primado de la representación, la teoría del discurso
se disocia y es posible encontrar de nuevo su forma desencarnada
y metamorfoseada en dos niveles. En el nivel empírico, los cuatro seg- mentos constitutivos se encuentran de nuevo, pero
la función que ejercían está completamente invertida:4 allí donde se analizaba el privilegio del
verbo, su poder de hacer salir el discurso de sí mismo y de enraizado en el ser
de la representación ha quedado sustituido por el análisis de una estructura
gramatical interna que es inmanente a cualquier lengua y la constituye como un
ser autónomo, así, pues, sobre sí mismo; de igual manera, la teoría de las
flexiones, la bús- queda de las leyes de mutación propias de las palabras
remplaza el análisis de la articulación común a las palabras y a las cosas; la
teoría de la radical ha sido sustituida por el análisis de la raíz
representativa; por último, se ha descubierto el parentesco lateral de las
lenguas allí donde se buscaba la continuidad sin fronteras de las derivaciones.
En otros términos, todo aquello que había funcionado en la dimensión de la
relación entre las cosas (tal como son representadas) y las pala- bras (con su
valor representativo) se retoma en el interior del len- guaje y está encargado
de asegurar su legalidad interna. En el nivel de los fundamentos, los cuatro
segmentos de la teoría del discurso se reencuentran una vez más: lo mismo que
en la época clásica, sirven muy bien para manifestar, en esta nueva analítica
del ser humano, la relación con las cosas; pero esta vez la modificación es
inversa a la pre- cedente; no se trata ya de remplazarías en un espacio
interior al lenguaje, sino de liberarlas del dominio de la representación en el
in- terior del cual habían estado presas y de hacerlas representar un papel en
esta dimensión de la exterioridad donde el hombre aparece como
4 Cf. supra, p. 288.
EL
DISCURSO Y EL SER DEL HOMBRE 329 finito,
determinado, comprometido en el
espesor de aquello que no piensa y sometido, en su ser mismo, a la
dispersión del tiempo.
El análisis clásico del discurso, a partir
del momento en que no era ya la continuidad de una teoría de la representación,
está como hendido
en dos: por una parte, está investido en un conocimiento empírico de las formas
gramaticales; y por otra parte, se ha conver- tido en una analít
ica de la finitud; pero ninguna de estas dos trasla- ciones ha podido efectuarse sin una inversión total del funciona- miento. Ahora es posible
comprender, y hasta su fondo mismo, la incompatibilidad que reina entre la
existencia del discurso clásico
(apoyado sobre la evidencia indudable de la representación) y la exis-
tencia del hombre, tal como se da al pensamiento moderno (y con la reflexión antropológica que
autoriza): algo así como una analítica del modo de ser del hombre sólo se ha
hecho posible una vez que el análisis
del discurso representativo fue disociado,
transferido e inver- tido. Se adivina
así también, por ello, qué amenaza hacía pesar sobre el ser del
hombre, así definido y puesto, la reaparición contemporánea del lenguaje en el
enigma de su unidad y de su ser. ¿Es acaso nuestra tarea futura el
avanzar hacia un modo de pensamiento, desconocido hasta el presente en
nuestra cultura, que permitiría reflexionar a la vez, sin discontinuidad
ni contradicción, el ser del hombre y el ser del lenguaje? —y en este caso, es
necesario conjurar, con las mayores precauciones, todo aquello que puede significar
un retorno ingenuo a la teoría clásica del discurso (retorno cuya tentación,
hay que de- cirlo, es tanto más grande cuanto más desarmados estamos para
pensar el ser centelleante pero abrupto del lenguaje, en tanto que la vieja
teoría de la representación está allí, constituida del todo, y nos ofrece un
lugar en el que este ser podrá alojarse y disolverse en un puro
funcionamiento). Pero también es posible que se excluya para siempre el derecho
de pensar a la vez el ser del lenguaje y el ser del hombre; es posible que haya
allí una especie de hueco imborrable (justo aquel en el que existimos y
hablamos), y sería necesario remitir hacia el reino de las quimeras cualquier
antropología en la que se planteara la cuestión del ser del lenguaje, toda
concepción del len- guaje o de la significación que intentara reunir,
manifestar y liberar el ser propio del hombre. Quizá es allí donde está
enraizada la elec- ción filosófica más importante de nuestra época. Elección
que sólo puede hacerse en la prueba misma de una reflexión futura. Pues nada
puede decirnos de antemano de qué lado está abierta la vía. La única cosa que
sabemos por el momento con toda certeza es que en la cul- tura occidental jamás
han podido coexistir y articularse uno en otro el ser del hombre y el ser del
lenguaje. Su incompatibilidad ha sido uno de los rasgos fundamentales de
nuestro pensamiento.
330 EL HOMBRE Y
SUS DOBLES La mutación del análisis del Discurso en una
analítica de la fini-
tud
tiene, sin embargo, otra consecuencia. La teoría clásica
del signo y de la palabra debería mostrar cómo las representaciones,
que se seguían en una cadena tan
estrecha y tan cerrada que las distincio- nes no aparecían
en ella y eran en suma todas parejas, podían alejarse en un cuadro permanente
de diferencias estables y de identidades limitadas; se trataba de una génesis de la Diferencia a partir de la
monotonía secretamente variada de lo Parejo. La analítica de la fi-
nitud tiene un papel exactamente inverso: al mostrar que el hombre está
determinado, trata de manifestar que el fundamento de estas determinaciones es el ser mismo del hombre en sus límites radicales; debe manifestar también que los contenidos de l
a experiencia
son ya sus propias condiciones, que el pensamiento obsesiona de ante- mano
lo impensado que se le escapa y que está siempre encargado de reaprehender; muestra cómo este origen,
del cual el hombre jamás es contemporáneo, le está a la vez retirado y
dado en el modo de la inminencia; en suma, se trata siempre para ella de
mostrar cómo lo Otro, lo Lejano es también lo más Próximo y lo Mismo. Se ha
pasado así de una reflexión en el
orden de las Diferencias (con el aná- lisis que supone y esta ontología de lo continuo, esta exigencia de
un ser pleno, sin ruptura, desplegado en su perfección que suponen una
metafísica) a un pensamiento de lo Mismo, siempre por conquistar en su
contradictorio: esto implica (además de la ética de la que se ha hablado) una
dialéctica y esta forma de ontología que, por no tener necesidad de lo
continuo, por no tener que reflexionar el ser más que en sus formas limitadas o
en el alejamiento de su distancia, puede y debe pasarse de la metafísica. Un
juego dialéctico y una ontología sin metafísica se llaman y se responden uno a
otra a través del pensa- miento moderno y todo a lo largo de su historia, pues
es un pen- samiento que no va ya hacia la formación jamás lograda de la Dife-
rencia, sino hacia el develamiento siempre por realizar de lo Mismo. Ahora
bien, tal develamiento no se hace sin la aparición simultánea del Doble y este
rodeo, ínfimo pero invencible, que reside en el "y" del retroceso y
del retorno, del pensamiento y de lo impensado, de lo empírico y de lo
trascendental, de aquello que pertenece al orden de la positividad y de aquello
que es del orden de los fundamentos. La identidad separada de sí misma en una
distancia que, en cierto sentido, le es interior, pero en otro la constituye,
la repetición que da lo idéntico pero en la forma del alejamiento están, sin
duda, en el corazón de este pensamiento moderno al cual se presta prematura-
mente el descubrimiento del tiempo. De hecho, si se observa con un poco más de
atención se percibe que el pensamiento clásico remitía la posibilidad de
espacializar las cosas en un cuadro a esta propiedad
EL SUEÑO ANTROPOLÓGICO 331 de
la pura sucesión representativa de recordar a partir de sí, de dupli- carse y de constituir una simultaneidad a partir
de un tiempo con- tinuo: el tiempo fundamentaba el espacio. En el pensamiento mo- derno, lo que se revela en el
fundamento de la historia de las cosas y de la historicidad propia del
hombre es la distancia que ahueca lo Mismo, es el rodeo que lo dispersa y lo
recoge en los dos extremos de sí mismo. Es esta profunda espacialidad la que
permite al pensa- miento moderno pensar siempre el tiempo —conocerlo como suce-
sión, prometérselo como acabamiento, origen o retorno.
8. EL
SUEÑO ANTROPOLÓGICO
La antropología
como analítica del hombre ha tenido, con
certeza, un papel constitutivo en el pensamiento
moderno, ya que en buena parte no nos hemos separado aún de ella. Se
convirtió en necesaria a partir del momento en que la representación
perdió el poder de determinar por sí sola y en un movimiento
único el juego de sus sín- tesis y de sus análisis. Era necesario que las síntesis empíricas que-
daran aseguradas fuera de la soberanía del "pienso". Debían ser
requeridas justo allí donde esta soberanía encuentra su límite, es decir, en la
finitud del hombre —finitud que es también la de la concien- cia y la del
individuo que vive, habla y trabaja. Esto había sido formulado ya por Kant en
la Lógica al agregar una última interroga- ción a su trilogía tradicional: las
tres preguntas críticas (¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me es
permitido esperar?) están rela- cionadas, pues, con una cuarta y, en cierta
forma, "dependen" de ella: Was ¿sí der Mensch?5
Hemos
visto ya que esta pregunta recorre el pensamiento desde principi
os del siglo XIX: es
ella la que efectúa, bajo cuerda y de ante- mano, la confusión de lo empírico y
lo trascendental cuya partición había mostrado, sin embargo, Kant.
Por ella, se ha constituido una reflexión de nivel mixto que
caracteriza la filosofía moderna. La preocupación que tiene por el hombre y que reivindica no sólo en sus discursos
sino en su pathos, el cuidado con el que trata de definirlo como
ser vivo, individuo que trabaja o sujeto parlante, señalan sólo para las almas
buenas el año, al fin llegado, de un reino humano; de hecho, se trata —lo que
es más prosaico y menos moral— de una duplicación empírico-crítica por la cual
se trata de hacer valer al hombre de la naturaleza, del cambio o del discurso
como funda- mento de su propia finitud. En este Pliegue, la función
trascendental viene a recubrir con su red imperiosa el espacio inerte y gris de
la
5 Kant, Logik, Werke, ed. Cassirer,
t. VIII, p.
343.
332 EL HOMBRE Y
SUS DOBLES empiricidad; a la inversa, los contenidos empíricos se animan, se levantan poco a poco, se
ponen de pie y son subsumidos de inme- diato en un discurso que lleva lejos
su supuesto trascendental.
Y he aquí que en este Pliegue se adormece de nuevo la filosofía en un sueño nuevo; no ya el del
Dogmatismo, sino el de la Antropología.
Todo conocimiento empírico, siempre y cuando concierna al hom- bre, vale como posible campo filosófico, en el que
debe descubrirse el fundamento del conocimiento, la definición de sus límites
y, por último, la verdad de toda verdad. La configuración antropológica de la
filosofía moderna consiste en desdoblar el dogmatismo, repar- tirlo en dos
niveles diferentes que se apoyan uno en otro y se limitan uno a otro: el análisis
precrítico de lo que el hombre es en su esencia se convierte en la analítica de
todo aquello que puede darse en general a la experiencia del hombre.
Para
despertar al pensamiento de un sueño tal —tan profundo que lo
experimenta,
paradójicamente, como vigilia, a tal
grado con- funde la circularidad de
un dogmatismo que se duplica para encontrar en sí mismo su
propio apoyo con la agilidad e
inquietud de un pen- samiento radicalmente
filosófico—, para llamarlo a sus
posibilidades más tempranas, no hay otro medio que destruir hasta sus
funda- mentos mismos el
"cuadrilátero" antropológico. En todo caso, es bien sabido que todos
los esfuerzos para pensar de nuevo se toman precisamente de él: sea que se trate de atravesar el campo antropo- lógico
y, arrancando de él a partir de lo
que enuncia, reencontrar una ontología purificada o un pensamiento
radical del ser; sea también que, poniendo fuera del circuito, además
del psicologismo y del his- toricismo, todas las formas concretas del prejuicio
antropológico, se trate de volver a interrogar
a los límites del pensamiento y de reanu- dar así el proyecto de una crítica general de la razón. Quizá habría que ver
el primer esfuerzo por lograr este desarraigo de la antropo- logía, al
que sin duda está consagrado el pensamiento contemporáneo, en la experiencia de
Nietzsche: a través de una crítica filológica, a través de cierta forma de
biologismo, Nietzsche encontró de nuevo el punto en el que Dios y el hombre se
pertenecen uno a otro, en el que la muerte del segundo es sinónimo de la
desaparición del pri- mero y en el que la promesa del superhombre significa
primero y antes que nada la inminencia de la muerte del hombre.. Con lo
cual Nietzsche, al proponernos este futuro a la vez como vencimiento y como
tarea, señala el umbral a partir del cual la filosofía contem- poránea pudo
empezar de nuevo a pensar; continuará sin duda por mucho tiempo dominando su
camino. Si el descubrimiento del Retorno es muy bien el fin de la filosofía, el
fin del hombre es el re- torno al comienzo de la filosofía. Actualmente sólo se
puede pensar
EL SUEÑO
ANTROPOLÓGICO 333 en el vacío del hombre desaparecido. Pues este vacío no profundiza una carencia; no
prescribe una laguna que haya que llenar. No es
nada más, ni nada menos, que el despliegue de un espacio en el que por
fin es posible pensar de nuevo.
Es posible que la Antropología constituya la
disposición funda- mental que ha ordenado y conducido al
pensamiento filosófico desde Kant hasta
nosotros. Esta disposición es esencial ya que forma parte de nuestra
historia; pero está en vías de disociarse ante nuestros ojos puesto que comenzamos a reconocer, a denunciar de un modo crítico,
a la vez el olvido d
e la apertura que la hizo posible y el obstáculo
testarudo que se opone
obstinadamente a un pensamiento próximo. A todos aquellos que quieren hablar aún
del hombre, de su reino o de su liberación, a todos aquellos que
plantean aún preguntas sobre lo que es el hombre en su esencia, a todos
aquellos que quieren partir de él para tener acceso a la verdad, a todos
aquellos que en cambio conducen de nuevo todo conocimiento a las verdades del
hombre mismo, a todos aquellos que no quieren formalizar sin antropologizar,
que no quieren mitologizar sin desmistificar, que no quieren pensar sin pensar
también que es el hombre el que piensa, a todas estas for- mas de reflexión
torpes y desviadas no se puede oponer otra cosa que una risa filosófica —es
decir, en cierta forma, silenciosa.
CAPÍTULO DÉCIMO
LAS CIENCIAS HUMANAS
1. EL
TRIEDRO DE LOS SABERES
El modo de
ser del hombre tal como se ha constituido en el pen- samiento
moderno le permite representar dos papeles;
está a la vez en el fundamento de todas las positividades y presente, de una
ma- nera que no puede llamarse
privilegiada, en el elemento de las cosas empíricas. Este hecho —no se
trata para nada allí de la esencia ge- neral del hombre, sino pura y
simplemente de este apriorí histórico que, desde el siglo XIX, sirve de
suelo casi evidente a nuestro pensa- miento—, este hecho es sin duda decisivo
para la posición que debe darse a las "ciencias humanas", a este
cuerpo de conocimientos (pero quizá esta palabra misma sea demasiado fuerte:
digamos, para ser aún más neutros, a este conjunto de discursos) que toma por
objeto al hombre en lo que tiene de empírico.
La primera cosa que ha de comprobarse es que las ciencias
hu- manas no han recibido como herencia un cierto dominio ya
dibu- jado, medido quizá en su conjunto, pero que se ha dejado sin cultivo, y que
tendrían la tarea de
trabajar con conceptos científicos al fin y con métodos positivos; el siglo XVIII no les ha trasmitido bajo el nombre de hombre o de naturaleza humana un
espacio circunscrito desde el exterior pero aún vacío, que tendrían
el deber de cubrir y analizar en seguida. El campo epistemológico
que recorren las cien- cias humanas no ha sido prescrito de antemano: ninguna filosofía, ninguna opción política
o moral, ninguna ciencia empírica sea la que fuere, ninguna observación
del cuerpo humano, ningún análisis de la sensación, de la imaginación o de las
pasiones ha encontrado jamás, en los siglos XVII y XVIII, algo así como el
hombre, pues el hombre no existía (como tampoco la vida, el lenguaje y el
trabajo); y las ciencias humanas no aparecieron hasta que, bajo el efecto de
algún racionalismo presionante, de algún problema científico no re- suelto, de
algún interés práctico, se decidió hacer pasar al hombre (a querer o no y con
un éxito mayor o menor) al lado de los objetos científicos —en cuyo número no
se ha probado aún de manera abso- luta que pueda incluírsele; aparecieron el día
en que el hombre se constituyó en la cultura occidental a la vez como aquello
que hay
[334]
EL TRIEDRO DE LOS SABERES 335 que pensar y aquello que hay que saber. No hay duda
alguna, cier- tamente, de que el surgimiento histórico de cada una de las ciencias humanas aconteció
en ocasión de un problema, de una exigencia, de un obstáculo teórico o práctico;
ciertamente
han sido necesarias las nuevas normas que la sociedad
industrial impuso a los individuos para que, lentamente,
en el curso del siglo XIX, se constituyera
la psicología como ciencia; también fueron necesarias sin duda las ame-
nazas que después de la Revolución han pesado sobre los equilibrios sociales y sobre aquello mismo que había
instaurado la burguesía, para que apareciera una reflexión de tipo sociológico.
Pero si bien estas referencias pueden explicar perfectamente por qué en tal
cir- cunstancia determinada y para responder a cuál cuestión precisa se han
articulado estas ciencias, su posibilidad intrínseca, el hecho des- nudo de
que, por primera vez desde que existen seres humanos y viven en sociedad, el
hombre aislado o en grupo se haya convertido en objeto de la ciencia —esto no
puede ser considerado ni tratado como un fenómeno de opinión: es un
acontecimiento en el orden del saber.
Y este
acontecimiento se produjo él mismo en una redistribución general
de la episteme: cuando, al dejar el espacio de la representa- ción,
los seres vivos se alojaron en la profundidad específica de la vida, las riquezas en la presión progresiva de las formas de la produc- ción, las palabras en el devenir de
los lenguajes. Era muy necesario en estas condiciones que el conocimiento del hombre apareciera, en su dirección científica,
como contemporáneo y del mismo género que la biología, la economía y la
filología, a tal grado que se vio en él, muy naturalmente, uno de los
progresos decisivos hechos, en la historia de la cultura europea, por la
racionalidad empírica. Pero, dado que al mismo tiempo la teoría general de la representación desapareció y se impuso la necesidad, en cambio,
de interrogar al ser del hombre como fundamento de todas las
positividades, no po- día faltar un desequilibrio: el hombre se convirtió en
aquello a partir de lo cual todo conocimiento podía constituirse en su
evidencia inmediata y no problemática; a fortiori, se convirtió en
aquello que autoriza el poner en duda todo el conocimiento del hombre. De allí
esa doble e inevitable disputa: la que forma el perpetuo debate entre las
ciencias del hombre y las ciencias sin más, teniendo las primeras la pretensión
invencible de fundamentar a las segundas que, sin cesar, se ven obligadas a
buscar su propio fundamento, la justificación de su método y la purificación de
su historia, contra el "psicologismo", contra el
"sociologismo", contra el "historicismo"; y aquella que
forma el perpetuo debate entre la filosofía que objeta a las ciencias humanas
la ingenuidad con la que intentan fundamentarse a sí mis*
336 LAS CIENCIAS HUMANAS mas, y esas ciencias humanas que reivindican como su
objeto propio lo que en otro tiempo constituyó el dominio de la filosofía.
Pero el
que todas estas comprobaciones sean necesarias no quiere decir
que se
desarrollen en el elemento de la pura contradicción; su existencia, su
incansable repetición desde hace más de un siglo no indican la permanencia de un problema indefinidamente abierto;
remiten a una disposición
epistemológica precisa y muy bien determi- nada en la historia. En la época clásica, desde el proyecto de un análisis
de la representación hasta el tema
de la mathesis universalis, el campo del saber era perfectamente
homogéneo: todo conocimien- to, fuera el que fuera, procedía
al ordenamiento por el estableci- miento de las diferencias y definía las diferencias por la instauración de un
orden: esto era verdad tanto para
las matemáticas, para las taxinomias (en el sentido amplio del término) y las ciencias de la na- turaleza, como
también para todos esos conocimientos aproximati- vos, imperfectos y
en gran parte espontáneos que trabajan en la construcción del menor discurso o
en esos procesos cotidianos del cambio; por último, era verdad con respecto al
pensamiento filosó- fico y a esas largas cadenas ordenadas que los Ideólogos,
no menos que Descartes o Spinoza, pero de modo distinto, quisieron establecer a
fin de llevar necesariamente las ideas más simples y más evidentes hasta las
verdades más complejas. Pero, a partir del siglo XIX, el campo epistemológico
se fracciona, o más bien estalla en direcciones diferentes. Sólo difícilmente
se escapa al prestigio de las clasifica- ciones y de las jerarquías lineales a
la manera de Comte; pero el tratar de alinear todos los saberes modernos a
partir de las matemáticas es someter al único punto de vista de la objetividad
del conocimiento la cuestión de la positividad de los saberes, de su modo de
ser, de su enraizamiento en esas condiciones de posibilidad que les dan, en la
historia, a la vez su objeto y su forma.
Interrogado
en este nivel arqueológico, el campo de la episteme moderna
no se ordena según el ideal de una matematización perfecta y no desarrolla
a partir de la pureza formal una larga serie de conocimientos descendientes
más y más cargados de empiricidad. Es necesario representarse más bien
el dominio de la episteme moderna como un espacio voluminoso y abierto
de acuerdo con tres dimensio- nes. Sobre una de ellas se colocarían las
ciencias matemáticas y fí- sicas, para las cuales el orden es siempre un
encadenamiento deductivo y lineal de proposiciones evidentes o comprobadas; en
otra dimen- sión, estarían las ciencias (como las del lenguaje, de la vida, de
la producción y de la distribución de las riquezas) que proceden a po- ner en
relación elementos discontinuos pero análogos, de tal modo que pueden
establecer entre ellos relaciones causales y constantes
EL
TRIEDRO DE LOS SABERES 337 de estructura. Estas
dos primeras dimensiones
definen entre sí un plan común: aquel que puede aparecer, según el sentido
en el que se le recorra, como campo de aplicación de las matemáticas a esas ciencias empíricas o como dominio de
lo matematizable en la lin- güística,
la biología y la economía. En cuanto
a la tercera dimen- sión, se trataría de la reflexión
filosófica que se desarrolla como
pensamiento de lo Mismo; con la
dimensión de la lingüística, de la biología
y de la economía dibuja un plan común: allí pueden apa- recer y, de hecho, aparecieron las diversas
filosofías de la vida, del hombre
enajenado, de las formas simbólicas (cuando se trasponen a la filosofía los conceptos y los problemas nacidos en
diferentes do- minios empíricos);
pero allí aparecieron también, si se interroga desde un
punto de vista radicalmente filosófico
el fundamento de estas empiricidades, las ontologías regionales que trataron de
definir lo que son, en su ser propio, la vida, el trabajo y el lenguaje; por últi-
mo, la dimensión filosófica definió con la de las disciplinas matemá- ticas un
plan común: el de la formalización del pensamiento.
Las
ciencias humanas están excluidas de este triedro
epistemoló- gico, cuando menos en el sentido de que no se las puede
encontrar en ninguna de las dimensiones
ni en la superficie de ninguno de los planes así dibujados. Pero de igual manera puede decirse que están incluidas en él, ya que es en el intersticio de esos saberes, más exac- tamente en el volumen definido por sus tres dimensiones donde encuentran su lugar. Esta
situación (en un sentido menor, en otro, privilegiada) las pone en relación con
todas las otras formas de
sa- ber: tienen el proyecto, más o menos diferido pero constante, de darse o en todo caso de utilizar, en uno u otro nivel, una formaliza-
ción matemática; proceden según los modelos o los conceptos toma- dos de la biología, de la economía y de las
ciencias del lenguaje; se dirigen en
última instancia a ese modo de ser del hombre que la filo- sofía trata
de pensar en el nivel de la finitud radical, en tanto que ellas mismas quieren
recorrer sus manifestaciones empíricas. Quizá es esta repartición nebulosa en
un espacio de tres dimensiones lo que hace que las ciencias humanas sean tan
difíciles de situar, lo que da su irreductible precariedad a su localización en
el dominio epistemo- lógico y lo que las hace aparecer a la vez como peligrosas
y en peligro. Peligrosas ya que representan algo así como una amenaza
permanente para todos los otros saberes; ciertamente, ni las ciencias
deductivas, ni las ciencias empíricas, ni la reflexión filosófica se arries-
gan, siempre y cuando permanezcan en su dimensión propia, a "pa- sar"
a las ciencias humanas o a contagiarse de sus impurezas; pero se sabe con cuántas
dificultades tropieza, a veces, el establecimiento de esos planes intermedios
que unen unas con otras las tres dimen-
3?8 LAS CIENCIAS HUMANAS siones del espacio epistemológico; la menor desviación
en relación con esos planes rigurosos hace
caer al pensamiento en el dominio investido
por las ciencias humanas: de ahí el peligro del "psicologis- mo",
del "sociologismo" —de eso que en una palabra podría llamarse el "antropologismo"— que se convierte
en una amenaza desde el momento en que, por ejemplo, no se reflexionan correctamente las relaciones del
pensamiento y de la formalización o desde que no se analiza como es
debido los modos de ser de la vida,
del trabajo y del lenguaje. La "antropologización"
es en nuestros días el gran peligro
interior del saber. Se cree con facilidad que el hombre se ha
libe- rado de sí mismo desde que descubrió que no estaba ni en el centro de la
creación, ni en el punto medio del
espacio, ni aun quizá en la cima y el fin último de la vida; pero si
el hombre no es ya soberano en el reino del mundo, si no reina ya en el
centro del ser, las "cien- cias humanas" son intermediarios
peligrosos en el espacio del saber. Pero a decir verdad, esta postura misma las
entrega a una inestabi- lidad esencial. Lo que explica la dificultad de las
"ciencias huma- nas", su precariedad, su incertidumbre como ciencias,
su peligrosa familiaridad con la filosofía, su mal definido apoyo en otros
domi- nios del saber, su carácter siempre secundario y derivado, pero tam- bién
su pretensión a lo universal, no es, como se dice con frecuen- cia, la extrema
densidad de su objeto; no es el estatuto metafísico o la imborrable
trascendencia del hombre del que hablan, sino más bien la complejidad de la
configuración epistemológica en la que se encuentran colocadas, su relación
constante a las tres dimensio- nes, que les da su espacio.
2. LA
FORMA DE LAS CIENCIAS HUMANAS
Es necesario
esbozar la forma de esta positividad. Por lo común, se trata
de definirla en función de las matemáticas: sea que se trate de acercarla lo más posible a ellas, haciendo el
inventario de todo lo ma- tematizable en las ciencias del
hombre y suponiendo que todo lo que no es susceptible de
semejante formalización no ha recibido
aún su positividad científica; sea que, por el contrario, se intente
distinguir con cuidado el dominio de lo matematizable y aquello que le sería
irreductible, porque sería el lugar de la interpretación, porque allí se
aplicarían sobre todo los métodos de la comprensión, porque se encon- traría
reducido en torno al polo clínico del saber. Semejantes análisis no son sólo
aburridos por ser usados, sino ante todo porque les falta pertinencia.
Ciertamente, no hay duda alguna de que esta forma de saber empírico que se
aplica al hombre (y que, por obedecer a la con-
LA FORMA DE LAS CIENCIAS HUMANAS 339 vención, puede llamarse aún "ciencias humanas"
antes de saber en qué sentido y dentro de cuáles límites se les puede
llamar "ciencias") tiene relación con las matemáticas: como cualquier otro dominio del saber, pueden servirse,
en ciertas condiciones, del instrumento matemático; algunos de
sus adelantos, muchos de sus
resultados han podido ser formalizados.
Con certeza tiene una importancia básica
el conocer estos instrumentos, el
poder practicar estas formalizacio-nes, el definir los nivel
es en
los que pueden realizarse; resulta sin duda
interesante para la historia el saber cómo
Condorcet pudo aplicar el cálculo de
las probabilidades a la política, cómo
Fechner definió la relación logarítmica
entre el aumento de la sensación y
el de
la excitación, cómo se han servido los psicólogos contemporáneos de la teoría de
la información para comprender los fenómenos del apren- dizaje. Sin embargo, a pesar de la
especificidad de los problemas planteados, es poco probable que la relación
con las matemáticas (las
posibilidades de matematización o la resistencia a todo esfuerzo
de formalización) sea constitutivo de las ciencias humanas en su singu-
lar positividad. Y esto se debe a dos razones: ya que, en cuanto a lo esencial,
estos problemas le son comunes con muchas otras discipli- nas (como la biología,
la genética), aun cuando no sean aquí y allá idénticamente los mismos; y sobre
todo porque el análisis arqueoló- gico ao ha descubierto en el apriori histórico
de las ciencias del hom- bre una forma nueva de las matemáticas o una brusca
irrupción de éstas en el dominio de lo humano, sino más bien una especie de re-
tiro de la mathesis, una disociación de su campo unitario y la libera-
ción, en relación con el orden lineal de las menores diferencias posibles, de
organizaciones empíricas como la vida, el lenguaje y el trabajo. En este
sentido, la aparición del hombre y la constitución de las ciencias humanas
(aunque no fuera más que bajo la forma de un proyecto) serían correlativas de
una especie de "desmatematiza- ción". Se dirá, sin duda, que esta
disociación de un saber concebido en su integridad como mathesis no fue
un retroceso de las matemá- ticas, por la convincente razón de que este saber
jamás llevó (a no ser en la astronomía y en ciertos puntos de la física) a una
matema- tización efectiva; al desaparecer, más bien liberó la naturaleza y todo
el campo de las empiricidades para una aplicación, siempre limitada y
controlada, de las matemáticas; ¿acaso no datan los primeros gran- des
progresos de la física matemática, las primeras utilizaciones en gran escala
del cálculo de las probabilidades, del momento en que se renunció a constituir
de inmediato una ciencia general de los órde- nes no cuantificables? En efecto,
es imposible negar que la renuncia a una mathesis (cuando menos
provisionalmente) permitió, en cier- tos dominios del saber, salvar el obstáculo
de la cualidad y aplicar
340 LAS CIENCIAS HUMANAS el
instrumento matemático en lugares a los que no había penetrado todavía. Sin embargo, si, en el nivel de la física, la disociación del proyecto de la mathesis no forma sino una y la misma cosa con el
descubrimiento de nuevas
aplicaciones de las matemáticas, no
su- cedió así en todos los dominios:
la biología, por ejemplo, se consti-
tuyó, más allá de una ciencia de los órdenes cualitativos, como un análisis
de las relaciones entre los órganos y
las funciones, estudio de las
estructuras y de los equilibrios, investigaciones sobre su forma- ción
y su desarrollo en la historia de los individuos o de las especies; todo esto no impidió que la biología utilizara las matemáticas
y que éstas pudieran
aplicarse de modo mucho más amplio que en el pasado a la biología. Pero ésta no alcanzó su autonomía ni
definió su posi- tividad en su relación
con las matemáticas. Lo mismo sucedió
con las ciencias humanas: es el
retiro de la mathesis y
no el avance de las matemáticas lo que permitió al hombre constituirse
como objeto del saber; es el enrollamiento sobre sí mismos del trabajo, de la vida y del lenguaje lo que prescribió,
desde el exterior, la aparición de este nuevo dominio; y es la aparición de
este ser empírico-trascendental, de este ser cuyo pensamiento está
indefinidamente tramado con lo impensado, de este ser siempre separado de un
origen que le ha sido prometido en lo inmediato del retorno —es esta aparición
la que da a las ciencias humanas su sesgo peculiar. Allí, lo mismo que en otras
disciplinas, es muy probable que la aplicación de las matemáticas haya sido
facilitada (y lo sea siempre por lo demás) por todas las mo- dificaciones que
se produjeron, a principios del siglo XIX, en el saber occidental. Pero
imaginar que las ciencias humanas definieron su proyecto más radical e
inauguraron su historia positiva el día en que se quiso aplicar el cálculo de
las probabilidades a los fenómenos de la opinión política y utilizar los
logaritmos para medir la intensidad creciente de las sensaciones, equivale a
tomar un contraefecto super- ficial por el acontecimiento fundamental.
En otros términos,
entre las tres dimensiones que abren a las ciencias humanas su espacio
propio y les procuran el volumen del que forman parte, la de las matemáticas es quizá la menos proble- mática; en
todo caso, las ciencias humanas mantienen
con ellas sus relaciones más claras, más serenas y, en cierta forma, más
transpa- rentes; tanto que el recurrir
a las matemáticas, en una u otra forma, ha sido siempre la manera más
simple de prestar al saber positivo acerca del hombre un estilo, una forma, una
justificación científica. En cambio, las dificultades más fundamentales,
aquellas que permi- ten definir mejor lo que son, en su esencia, las ciencias
humanas, se alojan por el lado de las otras dos dimensiones del saber: aquella
en que se despliega la analítica de la finitud y aquella a lo largo de la
LA FORMA
DE LAS CIENCIAS HUMANAS 541 cual se reparten las
ciencias empíricas
que tienen por objeto al len- guaje, a la vida y al trabajo.
En efecto, las ciencias humanas se dirigen
al hombre en la me- dida en que vive, en que habla y en que produce. En cuanto
ser vivo crece,
tiene funciones y necesidades, ve abrirse un espacio en el que anuda en sí mismo las coordenadas móviles; de manera general, su existencia corporal
lo entrecruza de un cabo a otro con lo vivo; al producir los objetos y los útiles, al cambiar aquello de lo que
nece- sita, al organizar toda una red de circulación a lo largo de la cual
corre aquello que puede consumir y en la que él mismo está definido como un
relevo, aparece en su existencia
inmediatamente enmara- ñada con otras; por último, dado que tien
e un lenguaje, puede cons- tituirse todo un
universo simbólico en el interior del cual tiene rela-
ción con su pasado, con las cosas, con otro, a partir del cual puede construir también algo así como un saber (en forma singular, ese saber que tiene de sí mismo y del cual las ciencias humanas dibujan una de las formas posibles). Así, pues, es posible fijar el sitio de las ciencias del hombre en la vecindad, en las fronteras inmediatas y todo a lo largo de esas ciencias en
las que se trata de la vida, del tra- bajo y del lenguaje. ¿Acaso éstas no se formaron precisamente en la época
en que, por vez primera, se ofrece
el hombre a la posibilidad de un saber positivo? Sin embargo, ni la
biología, ni la economía, ni la filología debían ser consideradas como
las primeras ciencias huma- nas ni como las mas fundamentales. Se lo
reconoce sin más en el caso de la biología que trata de muchos otros vivientes además del hombre; se
tienen más dificultades para
admitirlo en el caso de la economía y de la
filología cuyo dominio propio y exclusivo es una actividad específica del
hombre. Pero no se pregunta por qué la bio- logía o la fisiología
humanas, por qué la anatomía de los centros corticales del lenguaje no pueden
ser consideradas, en modo alguno, como ciencias del hombre. Es porque el objeto
de éstas no se da nunca según el modo de ser de un funcionamiento biológico (ni
aun de su forma singular y como de su prolongación en el hombre); es más bien
su envés, la marca en hueco; comienza allí donde se detie- ne, no la acción o
los efectos, sino el ser propio de este funciona- miento —allí donde se liberan
las representaciones, verdaderas o fal- sas, claras u oscuras, perfectamente
conscientes o comprometidas en la profundidad de alguna somnolencia, directa o
indirectamente ob- servables, ofrecidas en aquello que el hombre enuncia sobre
sí mismo o referibles sólo desde el exterior; la investigación de los lazos
intra- corticales entre los diferentes centros de integración del lenguaje
(auditivos, visuales, motores) no dispensa de las ciencias humanas; pero éstas
encontrarán su espacio de juego desde el momento en que
342 LAS
CIENCIAS HUMANAS alguien se interrogue acerca de este espacio
de palabras, esta presen- cia o este olvido de su sentido, este
rodeo entre lo que se quiere
decir y la articulación de la que se inviste
esta finalidad, de la q
ue quizá no tiene conciencia el
sujeto, pero que no tendrían ningún modo asignable de ser si este mismo sujeto
no tuviera representa- ciones.
De modo más general, el hombre no es, para las ciencias huma-
nas, este ser vivo que tiene una forma muy particular (una fisiología muy especial y
una autonomía casi única); es ese ser vivo que, desde el interior de la
vida a la cual pertenece por completo y por la cual está atravesado todo su ser, constituye representaciones gracias a las cuales vive y a partir de las cuales posee esta
extraña
capacidad de poder representarse precisamente la vida. De igual modo, el hom-
bre es quizá en el mundo si no la única especie que trabaja, sí cuan- do menos
aquella en la que la producción, la distribución y el consu- mo de
los bienes han tomado tanta importancia y han recibido tantas formas y tan diferenciadas, pero la economía no es por ello una ciencia humana. Se
dirá, quizá, que tiene recurso para definir las leyes que son, sin embargo,
interiores a los mecanismos de la pro- ducción (como la acumulación del capital
o las relaciones entre la tasa de salarios y el precio de costo), a los
comportamientos huma- nos y una representación que los funda (el interés, la búsqueda
de la ganancia máxima, la tendencia al ahorro); pero al hacerlo, uti- liza las
representaciones como requisito de un funcionamiento (que pasa, en efecto, por
una actividad humana explícita); en cambio, sólo habrá una ciencia del hombre
si nos dirigimos a la manera en que los individuos o los grupos se representan
a sus compañeros, en la producción o en el cambio, el modo en que se aclaran,
ignoran o dis- frazan este funcionamiento y la posición que ocupan en él, la
forma en que se representan a la sociedad en que se lleva a cabo, la ma- nera
en que se sienten integrados en ella o aislados, dependientes, sometidos o
libres; el objeto de las ciencias humanas no es este hombre que, desde la
aurora del mundo o el primer grito de su edad de oro, estaba consagrado al
trabajo; es ese ser que, desde el inte- rior de las formas de producción que dirigen
toda su existencia, forma la representación de esas necesidades, de la sociedad
por la cual, con la cual o contra la cual las satisface en tal medida que, a
partir de allí, puede finalmente darse la representación de la economía misma.
En cuanto al lenguaje es lo mismo: aunque el hombre sea en el mundo el único
ser que habla no por ello es una ciencia humana el conocer las mutaciones fonéticas,
el parentesco de las lenguas, la ley de los deslizamientos semánticos; en
cambio, se podrá hablar de ciencia humana una vez que se intente definir la
manera en que
LA FORMA
DE LAS CIENCIAS HUMANAS 343 los individuos o los grupos se representan
las palabras, utilizan su forma y su sentido, componen sus discursos reales,
muestran y ocul- tan en ellos lo que piensan, dicen,
quizá sin saberlo, más o menos lo que no quieren, y en todo
caso dejan una gran cantidad de huellas verbales de estos pensamientos, huellas
que hay que descifrar y
resti- tuir en la medida de lo posible a su
vivacidad representativa. El objeto de las ciencias humanas no es,
pues, el lenguaje (hablado sin embargo por ellos solos), es ese
ser que, desde el interior del lenguaje por el que está rodeado, se representa,
al hablar, el sentido de las palabras o de las proposiciones que enuncia y se
da, por último, la re- presentación del lenguaje mismo.
Vemos que las ciencias humanas no son un análisis
de lo que el hombre es por naturaleza; sino
más bien un análisis que se extiende entre aquello que el hombre
es en su positividad (ser vivo, trabaja- dor, parlante) y aquello
que permite a este mismo ser saber (o tratar de saber) lo que es la vida, en
qué consisten la esencia del trabajo y sus leyes y de qué manera
puede hablar. Las ciencias humanas ocupan,
pues, esta distancia que separa (no sin unirlas) la
biología, la economía, la filología de aquello que les da posibilidad en el ser
mismo del hombre. Así sería una equivocación
el hacer de las cien- cias humanas la prolongación, interiorizada en la especie humana, en su complejo
organismo, en su conducta y en su conciencia, de los mecanismos biológicos;
y no sería una equivocación menor el colocar en el interior de las ciencias humanas a la ciencia de la economía y del lenguaje (cuya irreductibilidad a las ciencias
humanas se mani- fiesta en el esfuerzo por constituir una economía y una lingüística
puras). De hecho, las ciencias humanas no están ya en el interior de esas
ciencias que no interiorizan al doblarlas hacia la subjetivi- dad del hombre;
si las toman de nuevo en la dimensión de la repre- sentación es más bien al
reaprehenderlas sobre su vertiente exterior, dejándolas en su opacidad
recibiendo como cosas los mecanismos y las funciones que aislan, interrogando éstos
no en cuanto a lo que son, sino en cuanto a lo que dejan de ser al abrirse el
espacio de la representación; y a partir de allí muestran cómo puede nacer y
des- plegarse una representación de lo que son. Reconducen subrepticia- mente a
las ciencias de la vida, del trabajo y del lenguaje al lado de esta analítica
de la finitud que muestra cómo puede el hombre ha- bérselas en su ser con esas
cosas que conoce y conocer esas cosas que determinan, en la positividad, su
modo de ser. Pero lo que la ana- lítica requiere en la interioridad o, cuando
menos en la pertenencia profunda de un ser que no debe su finitud más que a sí
mismo, lo desarrollan las ciencias humanas en la exterioridad del conocimien-
to. Por ello, lo propio de las ciencias humanas no es la dirección
344
LAS
CIENCIAS HUMANAS hacia un cierto contenido (ese objeto
singular que
es el ser humano);
es más bien un carácter puramente formal: el
simple hecho de que están en relación con las
ciencias a las que el ser humano se da como objeto (exclusivo en el caso de la
economía y de la filología, parcial en el de la biología), en una posición
de duplicación y que esta du- plicación puede valer a fortiori para
ellas mismas.
Esta posición se hace sensible en dos
niveles: las ciencias humanas no tratan la vida, el trabajo y el lenguaje del
hombre en la mayor transparencia en que pueden darse, sino en esta capa de las
conduc- tas de
los comportamientos, de las actitudes, de los gestos ya hechos, de las frases
y
a
pronunciadas o escritas, en el interior de la cual han
sido dados
de antemano una primera vez a
aquellos que actúan, se conducen, cambian, trabajan y hablan; en otro nivel (es siempre la mima propiedad formal, pero desarrollada hasta su punto extremo y más raro) es siempre posible tratar al estilo de las ciencias humanas (de la psicología,
de la sociología, de la historia de las culturas, de las deas o de las ciencias) el hecho de que, para ciertos individuos
o ciertas sociedades, hay algo así como un saber especulativo de la vida, de la producción y del lenguaje -en el límite, una biología, una economía y una filología. Sin
duda alguna, esto no es mas que la indicación de una posibilidad que
rara vez se realiza y que quizá no es susceptible, en el nivel de las
empiricidades, de ofrecer una gran riqueza; pero el hecho de que exista como
distancia eventual, como espacio de retroceso dado a las ciencias humanas en
relación a aque- llo mismo de lo que provienen, el hecho también de que este
juego pueda aplicarse a ellas mismas (siempre es posible hacer de las cien-
cias humanas, la psicología de la psicología, la sociología de la socio- logía
etc ) bastan para mostrar su configuración singular. En relación con ía biología,
la economía y las ciencias del lenguaje no carecen, pues, de exactitud o de
rigor; están más bien como ciencias de la duplicación en una posición
"metaepistemológica . Y quizá el pre- fijo no esté muy bien elegido: ya
que no se habla de metalenguaje más que cuando se trata de definir las reglas
de interpretador, de un primer lenguaje. Aquí las ciencias humanas, al duplicar
las ciencias del lenguaje, del trabajo y de la vida, al duplicarse a sí mismas
en su punto más fino, no intentan establecer un discurso formalizado: por el
contrario, hunden al hombre que toman por objeto al lado de la finitud, de la relatividad, de la perspectiva —al lado
de la erosión indefinida del tiempo.
Quizá sería necesario hablar más bien aquí en relación con su posición
de "ana" o "hipoepistemológica ; si libe- ramos este último
prefijo de lo que pueda tener de peyorativo, dará muy bien cuenta de las cosas:
hará comprender que la invencible impresión de vaguedad, de inexactitud, de
imprecisión que dejan
LOS TRES MODELOS 345 casi
todas la ciencias humanas no es más que el efecto superficial de aquello que permite definirlas en
su positividad.
3. LOS
TRES MODELOS
En un primer acercamiento, puede decirse que
el dominio de las
ciencias del
hombre está cubierto por tres "ciencias" —o más bien por tres regiones epistemológicas, subdivididas todas
en el interior de sí mismas y
entrecruzadas todas unas con otras; esas regiones se definen po
r la triple relación de las ciencias humanas
en general con la biología, la economía y la filología. Así, podría admitirse que la "región
psicológica" ha encontrado su lugar allí donde el ser vivo, en la prolongación de sus
funciones, de sus esquemas neuromotores,
de sus regulaciones fisiológicas, pero también en la susp
ensión que los
interrumpe y los limita, se abre a la posibilidad de la representación; de la misma manera, la "región sociológica" habría encontrado su lugar allí donde
el
individuo que trabaja, produce y consume,
se da la representación de la sociedad en la que ejerce esta actividad, de los grupos y de los
individuos entre los cuales se reparte, de los
impera- tivos, de las sanciones, de los ritos, de las fiestas y de las creencias que la sostienen o
escanden; por último
en esta región en la que rei- nan las leyes y las formas
de un lenguaje, pero
donde a pesar de todo permanecen al borde de sí mismas, permitiendo al hombre
hacer pasar por allí el juego de sus representaciones,
allí nacen el estudio de las
literaturas y de los mitos, el análisis de todas las manifestacio- nes orales y
de todos los documentos escritos, en suma, el análisis de las huellas verbales
que una cultura o un individuo puede dejar de sí mismo. Esta repartición,
aunque muy somera, no es sin duda demasiado inexacta. Sin embargo, deja a un
lado dos problemas fun- damentales: el uno concierne a la forma de positividad
propia de las ciencias humanas (los conceptos en torno a los cuales se
organizan, el tipo de racionalidad al que se refieren y por medio del cual
tratan de constituirse como un saber); el otro, su relación con la represen-
tación (y ese hecho paradójico de que tomando su lugar sólo allí donde hay
representación, se dirijan a los mecanismos, las formas, los procesos
inconscientes o, en todo caso, a los límites exteriores de la conciencia).
Son bien conocidos los debates a los que ha dado lugar la búsque-
da de una positividad específica en el campo de las
ciencias huma- nas: ¿análisis genético o estructural?, ¿explicación o
comprehensión?, ¿recurso a lo "inferior" o mantenimiento del
desciframiento al nivel de la lectura? A decir verdad, todas esas discusiones
teóricas no na-
346 LAS
CIENCIAS HUMANAS cieron ni se siguieron todo a lo largo de la
historia de las ciencias humanas porque éstas tuvieran que habérselas, en el
hombre, con un objeto tan complejo que no habría sido posible
encontrar un modo de acceso único en
dirección de él o se hubiera estado constre- ñido a usar
muchos una y otra vez. De hecho, esas discusiones sólo han podido existir
en la medida misma en que la positividad de las ciencias humanas se apoya
simultáneamente sobre la transferencia de tres modelos distintos. Esta
transferencia no es un fenómeno marginal para las ciencias humanas (una especie
de estructura de apoyo, de desviación por una inteligibilidad exterior, de
confirmación
del lado de las ciencias ya constituidas);
tampoco se trata de un episodio limitado de su historia (una crisis de formación
en una épo- ca en que eran aún tan jóvenes que no podían fijarse sus
propios conceptos y leyes). Se trata
de un hecho imborrable, ligado, por siempre, a su disposición propia en el espacio epistemológico.
En efecto, deben distinguirse dos
tipos de modelo usados por las cien- cias humanas (poniendo aparte los modelos
de formalización). Por una parte hay —y con frecuencia— conceptos que son transportados a partir de otro
dominio del conocimiento y que, perdiendo en con- secuencia toda
eficacia operatoria, no desempeñan más que un papel de imagen
(las metáforas organicistas en la sociología del siglo XIX; las metáforas
energéticas de Janet; las metáforas
geométricas y diná- micas de Lewin). Pero hay también modelos
constitutivos que no son con respecto a las ciencias humanas técnicas de
formalización ni simples medios para imaginar, con el menor costo, los
procesos; permiten formar conjuntos de fenómenos como otros tantos "obje-
tos" para un saber posible; aseguran su enlace en la empiricidad, pero los
ofrecen a la experiencia ya ligados en conjunto. Desempeñan el papel de
"categorías" en el saber singular de las ciencias humanas.
Estos modelos constitutivos se toman a los tres dominios de la
biología, la economía y el estudio del lenguaje. El hombre
aparece sobre la superficie de proyección de la biología como un ser
que tiene funciones —que
recibe estímulos (fisiológicos, pero también socia- les, intrahumanos, culturales) y responde, se adapta, evoluciona, se somete a las exigencias del medio, compone con las modificaciones que impone, trata de borrar los desequilibrios,
actúa según regulari- dades y tiene, en suma, las condiciones de existencia y
la posibilidad de encontrar normas medias de ajuste que le permitan
ejercer sus funciones. Sobre la superficie de proyección de la economía, el
hombre aparece como un ser que tiene necesidades y deseos, que trata de
satisfacerlos teniendo pues intereses, pensando en las ganancias, oponiéndose a
otros hombres; en breve, aparece en una irreductible situación de conflicto;
esquiva estos conflictos, huye de ellos o
LOS TRES MODELOS 347 logra dominarlos,
encontrar una solución que calme, cuando menos en un nivel y por un tiempo, la contradicción; instaura un conjunto de reglas que
son, a la vez, limitaciones y vueltas del conflicto. Por último, sobre la superficie de proyección del
lenguaje, las conductas del hombre aparecen como queriendo decir algo;
sus menores gestos, hasta sus mecanismos involuntarios y sus fracasos, tienen
un sentido; y todo aquello que coloca en torno a él hecho de objetos, ritos, há-
bitos, discursos, todo el surco de huellas que deja tras de sí constituye un
conjunto coherente y un sistema de signos. Así, estas tres parejas de la
función y de la norma, del conflicto y de la regla, de
la sig- nificación y del sistema, cubren sin residuos todo el
dominio del conocimiento del hombre.
Sin embargo, no hay que creer que cada una de
estas parejas de conceptos permanece localizada en la superficie de proyección
en la que pudo aparecer: la función
y la norma no son conceptos psicoló-
gicos ni exclusivamente tales; el
conflicto y la regla no tienen una
aplicación limitada al solo dominio sociológico; la significación
y el sistema no valen únicamente para los fenómenos más o menos
apa- rentes del lenguaje. Todos estos conceptos son tomados de
nuevo en el volumen común de las ciencias
humanas, valen en cada una de las regiones que comprende: de allí que, con frecuencia, sea difícil
fijar los límites no solamente entre
los objetos, sino también entre los métodos propios de la psicología, la sociología y el análisis de la literatura
y de los mitos. Sin embargo, puede decirse, de manera global, que la
psicología es fundamentalmente un estudio del hom- bre en términos de funciones
y de normas (funciones y normas que pueden interpretarse, de modo secundario, a
partir de los conflictos y las significaciones, las reglas y los sistemas); la
sociología es fun- damentalmente un estudio del hombre en términos de reglas y
con- flictos (pero éstos pueden ser interpretados y sin cesar han sido
interpretados secundariamente sea a partir de las funciones, como si fueran
individuos orgánicamente ligados a sí mismos, sea a partir de sistemas de
significaciones, como si fueran textos escritos o ha- blados); por último, el
estudio de las literaturas y de los mitos remite esencialmente a un análisis de
las significaciones y de los sistemas significativos, pero se sabe muy bien que
se puede retomar éstos en términos de coherencia funcional o de conflictos y de
reglas. Así, todas las ciencias humanas se entrecruzan y pueden interpretarse
siempre unas a otras, sus fronteras se borran, las disciplinas interme- diarias
y mixtas se multiplican indefinidamente y su objeto propio acaba por
disolverse. Pero sea la que fuere la naturaleza del análisis y el dominio al
que se aplica, se tiene un criterio formal para saber qué es lo que pertenece
al nivel de la psicología, de la sociología o del
348 LAS CIENCIAS HUMANAS análisis de los lenguajes: es la elección del modelo
fundamental y la posición de los modelos
secundarios lo que permite saber en qué momento se "psicologiza" o se "sociologiza" en el
estudio de las literaturas y de los mitos, en qué momento se hace,
en psicología, un desciframiento de textos o un análisis sociológico.
Pero esta super- posición de varios
modelos no es una falta de método. Existe tal falta cuando los modelos
no se ordenan y articulan explícitamente unos sobre otros. Se sabe con qué
admirable precisión se ha podido llevar el estudio de las mitologías
indoeuropeas utilizando, sobre la base de un análisis de los significantes y de
las significaciones, el mo- delo sociológico. En cambio, se sabe a qué
trivialidades sincréticas ha llevado siempre la mediocre tentativa de fundar
una psicología llamada "clínica".
Ya sea que
esté fundado y dominado o que se realice en la con- fusión,
este
entrecruzamiento de los modelos
constitutivos explica las discusiones
acerca de los métodos que se evocaron hace un momen- to. Tales discusiones no tienen su origen y su justificación en una complejidad
a veces contradictoria que sería el carácter propio del hom
bre, sino en el juego de
oposiciones que permite definir cada uno de los tres modelos en relación con los otros dos.
El oponer la gé- nesis a la estructura es oponer la función (en su desarrollo, en sus operaciones progresivamente diversificadas, en sus adaptaciones
ad- quiridas y equilibradas en el tiempo) al sincronismo del
conflicto y de la regla, de la
significación y del sistema; el oponer el análisis por lo "inferior"
al que se mantiene al nivel de su objeto es oponer el conflicto (como dato primero,
arcaico, inscrito desde las necesidades fundamentales del hombre) a la
función y a la significación tal como se despliegan en su realización propia;
el oponer la comprehensión a la explicación es oponer la técnica que permite
descifrar un sen- tido, a partir del sistema significante, a aquellos que
permiten dar cuenta de un conflicto con sus consecuencias o de las formas y
defor- maciones que puede sufrir una función con sus órganos. Pero es ne-
cesario ir más lejos. Se sabe que en las ciencias humanas el punto de vista de
la discontinuidad (umbral entre la naturaleza y la cultura, irreductibilidad de
unos a otros de los equilibrios o las soluciones encontrados por cada sociedad
o cada individuo, ausencia de formas intermedias, inexistencia de un continuum
dado en el espacio o en el tiempo) se opone al punto de vista de la
continuidad. La existencia de esta oposición se explica por el carácter bipolar
de los modelos: el análisis en el estilo de la continuidad se apoya sobre la
permanencia de las funciones (se reencuentra después el fondo de la vida en una
identidad que autoriza y enraiza las adaptaciones sucesivas), sobre un
encadenamiento de los conflictos (en vano tomarán formas diver-
LOS TRES MODELOS 349 sas, su ruido básico no cesa jamás), sobre la trama de las significa- ciones (que se retoman
unas a otras y constituyen
como la capa de un discurso); por el contrario, el análisis de las
discontinuidades busca más bien hacer surgir la coherencia interna de los sistemas significantes, la especificidad de
los conjuntos de reglas y el carácter
de decisión que toman en relación con lo que han de reglamentar,
la emergencia de la norma por debajo de las oscilaciones funcionales.
Quizá podría rastrearse toda la historia de las ciencias humanas,
desde el siglo XIX, a partir de estos tres modelos. En efecto, han cubierto todo el devenir ya que puede
seguirse desde hace más de un siglo
la dinastía de sus privilegios: primero el reinado
del
modelo biológico (el hombre, su psique, su
grupo, su sociedad,
el lenguaje que habla existían en la época romántica como seres vivos y en la medida en que viven en efecto;
su modo de ser es orgánico y se lo analiza en términos de función);
después viene el reinado del modelo económico (el hombre y toda su
actividad son el lugar de los
conflictos de los que son, a la vez, la expresión más o menos mani- fiesta y la solución más o menos lograda); por último, así como Freud viene después de Comte y de Marx, comienza
el reinado del modelo filológico (cuando se trata de interpretar y de descubrir el sentido oculto) y lingüístico (cuando
se trata de estructurar y de sa- car
a luz el sistema significante). Una gran deriva ha llevado, pues, a las ciencias humanas de una forma más
densa en modelos vivos a otra más saturada de modelos tomados en préstamo
al lenguaje. Pero este deslizamiento ha sido duplicado por
otro: aquel que hizo recular el
primer término de cada una de las
parejas constitutivas (función,
conflicto, significación) e hizo surgir con tanta más intensidad
la importancia del segundo (norma, regla, sistema): Goldstein, Mauss,
Dumezil pueden representar, poco más o menos, el momento en el que se realizó
la inversión de cada uno de los modelos. Tal inversión tiene dos series de
consecuencias notables: en tanto que el punto de vista de la función lo llevaba
por encima del de la norma (en la medida en que no se trataba de comprender la
realización de la función a partir de la norma y en el interior de la actividad
que la plantea), era necesario separar de facto los funcionamientos
normales de los que no lo eran; se admite así una psicología patológica al lado
de la normal pero por conocerla por una especie de imagen in- versa (de ahí la
importancia del esquema jacksoniano de la desinte- gración en Ribot o Janet);
se admite también una patología de las sociedades (Durkheim), formas
irracionales y casi morbosas de creen- cias (Lévy-Bruhl, Blondel); a la vez que
el punto de vista del con- flicto lo elevaba por encima del de la regla, se
suponía que ciertos conflictos no podían ser superados, que los individuos y
las socieda-
350 LAS
CIENCIAS HUMANAS des corrían el riesgo de hundirse en ellos;
por último, durante todo el tiempo que el punto de vista de la significación
estuvo por encima del de
el
sistema se separó lo significante y lo insignificante, se admi- tió que en
ciertos dominios del comportamiento humano
o del es- pacio social había un
sentido y que por lo demás en otros
no lo había. Tanto que las ciencias humanas
ejercían en su propio campo una
partición esencial, que se extendían
siempre entre un polo posi- tivo y
un polo negativo, que designaban siempre
una alteridad (y ésta a partir de la continuidad que analizaban). Por el contrario,
cuando el análisis se hizo desde el punto de vista de la norma, de
la regla y del sistema, cada conjunto recibió de sí mismo su propia coherencia
y su propia validez, no fue ya posible hablar ni siquiera a propósito de los enfermos de "conciencia mórbida", ni a propósito de las
sociedades abandonadas por la historia de "mentalidades pri- mitivas", ni aun
a propósito de relatos absurdos, de
leyendas apa- rentemente incoherentes de "discursos
insignificantes". Todo puede ser pensado dentro del orden del sistema, de
la regla y de la norma. Al pluralizarse —ya que los sistemas son aislados, ya
que las reglas forman conjuntos cerrados, ya que las normas se plantean en su
au- tonomía— el campo de las ciencias humanas se encontró unificado: de golpe
dejó de estar escindido de acuerdo con una dicotomía de valores. Y si se piensa
que Freud, más que ningún otro, acercó el co- nocimiento del hombre a su modelo
filológico y lingüístico, pero que fue también el primero en haber tratado de
borrar radicalmente la separación entre lo positivo y lo negativo (de lo normal
y lo pato- lógico, de lo comprensible y lo incomunicable, de lo significante y
lo insignificante), se comprende cómo anuncia el paso de un análisis en términos
de funciones, de conflictos y de significaciones a un análisis en términos de
normas, de reglas y de sistemas; y así todo ese saber en el interior del cual
se dio la cultura occidental en un siglo una cierta imagen del hombre gira en
torno a la obra de Freud, sin salir empero de su disposición fundamental. Pero
todavía no se encuentra allí —como se verá de inmediato— la importancia más
decisiva del psicoanálisis.
En todo caso, este paso al punto de vista de la
norma, de la regla y del sistema nos acerca a un
problema que se había dejado en sus- penso: el del papel de la representación en las ciencias humanas. Desde luego podía
parecer muy cuestionable el incluir a
éstas (para oponerlas a la biología, a la economía y a la filología) en
el espacio de la representación; ¿acaso no era menester ya el hacer valer el
que una función puede ejercerse, un conflicto desarrollar sus consecuen- cias,
una significación imponer su inteligibilidad sin pasar por el momento de una
conciencia explícita? Y ¿acaso no es necesario re-
LOS TRES MODELOS 351 conocer
ahora que lo propio de la norma, en relación con la función que determina, de la
regla en relación con el conflicto que rige, del sistema
en relación con la significación que hac
e posible, es precisa- mente el no ser dado a
la conciencia? ¿Acaso no es necesario añadir, a los dos gradientes históricos ya
aislados, un tercero y decir que desde el siglo XIX las ciencias humanas no han
cesado de aproximarse a esta región de lo inconsciente en la que
la instancia de la representación se
mantiene en suspenso? De hecho, la
representación no es la conciencia
y nada nos prueba que este sacar a luz los elementos o la organización
que jamás son dados como tales a la conciencia haga escapar
a las ciencias humanas a la ley de la representación. En efecto, el papel del
concepto de significación es mostrar cómo algo así como un lenguaje, aun
cuando no se trate de un discurso explícito y aun cuando
no se despliegue ante una conciencia, puede darse en general a la representación; el papel del concepto complementario de sistema es mostrar cómo
la significación no es nunca primera y contemporánea de sí misma, sino
siempre
secundaria y como derivada en relación con un sistema que la precede,
que constituye su origen positivo y que se da, poco a poco, por fragmentos y perfiles a través de ella; en relación
con la conciencia de una significación, el sistema es siempre más bien inconsciente, ya que estaba allí
antes
de ella, ya que es en él donde ésta se aloja y a partir de él se efectúa;
pero por estar siempre prometido a una conciencia futura que quizá no lo totalizará jamás. Dicho de otra manera, la
pareja significación-sis-tema es lo que asegura a la vez la representabilidad
del lenguaje (como texto o estructura analizados por la filología y la
lingüística) y la presencia cercana pero retirada del origen (tal como se
manifiesta como modo de ser del hombre por la analítica de la finitud). De la
misma manera, la noción de conflicto muestra cómo la necesidad, el deseo o el
interés mismo, si no se dan a la conciencia que los experimenta, pueden tomar
forma en la representación; y el papel del concepto inverso de regla es mostrar
cómo la violencia del conflicto, la insistencia aparentemente salvaje de la
necesidad, el infinito sin ley del deseo, de hecho están ya organizados por un
impensado que no sólo les prescribe su regla, sino que los hace posibles a
partir de una regla. La pareja conflicto-regla asegura la representabilidad de
la necesidad (de esa necesidad que estudia la economía como proceso objetivo en
el trabajo y la producción) y la representabilidad de este impensado que devela
la analítica de la finitud. Por último, el concepto de función tiene por papel
el mostrar cómo las estructuras de la vida pueden dar lugar a la representación
(aun cuando no sean conscientes) y el concepto de norma cómo se da la función a
sí misma sus propias condiciones de posibilidad y los límites de su ejercicio.
352 LAS CIENCIAS HUMANAS Así se comprende cómo estas
grandes categorías pueden organizar todo el
campo de las ciencias humanas: lo atraviesan de un cabo a otro, lo
mantienen a distancia, pero añaden
también las positividades empíricas de la vida, del trabajo y del
lenguaje (a partir de las cuales se ha separado históricamente el hombre como
figura de un saber posible) a las formas de la finitud que caracterizan el modo
de ser del hombre (tal como se constituyó el día en que la representación dejó
de definir el espacio general del conocimiento). Estas catego- rías no son,
pues, simples conceptos empíricos de una generalidad bastante grande; son más
bien aquello a partir de lo cual el hombre puede ofrecerse a un saber posible;
recorren todo el campo de su posi- bilidad y lo articulan fuertemente sobre las
dos dimensiones que lo
limitan.
Pero esto no es todo: permiten la disociación,
característica de
todc el
saber contemporáneo sobre el hombre, entre la conciencia
y la representación. Definen la manera en que las empiricidades
pueden darse a la representación pero en una forma que no está presente a la conciencia (la función, el conflicto,
la significación son muy bien la manera en que la vida, la necesidad y el
lenguaje son duplicados por la representación, pero en una forma que puede
ser perfectamente inconsciente); por
otra parte, definen la manera en que la finitud fundamental puede darse a la
representación bajo una forma positiva y empírica, pero no transparente par
a la conciencia ingenua (ni la norma, ni
la regla, ni el sistema se dan a la experiencia cotidiana: la atraviesan, dan
lugar a conciencias parciales, pero no pueden ser aclarados enteramente por un
saber reflexivo). De suerte que las ciencias humanas no hablan más que en el
elemento de lo representable, pero de acuerdo con una dimensión
consciente-incons-ciente, tanto más marcada cuanto que se trata de sacar a luz
el orden de los sistemas, de las regks y de las normas. Todo sucede como si la
dicotomía entre lo normal y lo patológico tendiera a borrarse en beneficio de
la bipolaridad de la conciencia y de lo inconsciente.
No hay que olvidar que la importancia cada
vez más marcada de lo inconsciente para nada compromete al primado de la representa- ción. Esta primacía plantea, sin embargo,
un importante problema. Ahora que los saberes empíricos como los de la vida, el trabajo y el lenguaje escapan a su ley,
ahora que se trata de definir fuera de su campo el modo de ser del
hombre, ¿qué es la representación si no un fenómeno de orden empírico que se
produce en el hombre y que se podría analizar como tal? Y si la representación
se produce en el hombre, ¿qué diferencia hay entre ella y la conciencia? Pero
la representación no es simplemente un objeto para las ciencias hu- manas; es,
como acabamos de ver, el campo mismo de las ciencias
LOS TRES MODELOS 353 humanas
y en toda su extensión; es la base general de esta forma
de saber, aquello a partir de lo cual es posible. De allí se desprenden
dos consecuencias. La primera es de
orden histórico: se trata del
hecho de que las ciencias humanas, a
diferencia de las ciencias em- píricas
desde el siglo XIX y a diferencia del pensamiento moderno, no han podido
delinear el primado de la representación; como
todo el saber clásico, se alojan en ellas pero no son del todo sus
herederas o su continuación, porque toda la configuración del saber se ha modi-
ficado y nacieron en la medida misma en que apareció, con el hom- bre, un ser
que no existía antes en el campo de la episteme. Sin
embargo, puede comprenderse por qué
cada vez que se quiere uno servir de
las ciencias humanas para filosofar,
para transferir al espa- cio del
pensamiento lo
que
se ha podido aprehender allí donde el hombre estaba en cuestión,
se imita a la filosofía del siglo XVIII, en la que,
sin embargo, el hombre no tenía
cabida; al extender más allá de sus límites el dominio del saber del
hombre se extiende por ello mismo más allá de él el reino de la representación
y se instala uno de nuevo en una filosofía de tipo clásico. La otra
consecuencia es que las ciencias humanas, al tratar de lo que es representación
(bajo una forma consciente o inconsciente), tratan como objeto pro- pio aquello
que es su condición de posibilidad. Así, pues, están animadas siempre por una
especie de movilidad trascendental. No dejan de ejercer, con respecto a sí
mismas, una reanudación crítica. Van de aquello que se da a la representación a
aquello que la hace posible, pero que todavía es una representación. A tal
grado que tratan menos, como las otras ciencias, de generalizarse o precisarse,
que de desmitificarse sin cesar: pasar de una evidencia inmediata y no
controlada a formas menos transparentes, pero más fundamenta- les. Esta marcha
casi transcendental se da siempre bajo la forma de un develamiento. De rechazo,
al develarse, siempre pueden genera- lizarse o afinarse hasta pensar los fenómenos
individuales. En el horizonte de toda ciencia humana existe el proyecto de
remitir la conciencia del hombre a sus condiciones reales, de restituirla a los
contenidos y a las formas que la han hecho nacer y que se eluden en ella; por
ello, el problema del inconsciente —su posibilidad, su situa- ción, su modo de
existencia, los medios de conocerlo y de sacarlo a luz— no es simplemente un
problema, interior de las ciencias huma- nas que éstas se encontrarían por azar
en su marcha; es un proble- ma que es finalmente coextensivo a su existencia
misma. Un eleva- miento trascendental devuelto en un develamiento de lo no
consciente es constitutivo de todas las ciencias del hombre.
Quizá se encuentre allí el medio de
discernirlas en lo que tienen de esencial. En todo caso, lo que manifiesta lo propio de las
ciencias
354 LAS CIENCIAS HUMANAS humanas no es, como puede verse muy bien, este
objeto privilegiado y singularmente embrollado que es el hombre. Por la
buena razón de que no es el hombre
el que las constituye y les ofrece un dominio específico, sino que es la
disposición general de la episteme la que les hace un lugar, las llama y las instaura —permitiéndoles
así cons- tituir al hombre como su objeto. Se dirá, pues, que hay
"ciencia humana" no por todas aquellas partes en que se trata del hombre, sino siempre que se analiza,
en la dimensión propia de
lo incons- ciente,
las normas, las reglas, los conjuntos significativos que develan a
la conciencia las condiciones de sus formas y de sus contenidos. Hablar de
"ciencias del hombre" en cualquier otro caso es un puro y simple
abuso de lenguaje. Se mide por ello cuán vanas y ociosas son todas las molestas
discusiones para saber si tales conocimientos pueden ser llamados científicos
en realidad y a qué condiciones debe- rán sujetarse para convertirse en tales.
Las "ciencias del hombre" forman parte de la episteme moderna
como la química, la medicina o cualquier otra ciencia; o también como la gramática
y la historia na- tural formaban parte de la episteme clásica. Pero
decir que forman parte del campo epistemológico significa tan sólo que su positividad
está enraizada en él, que allí encuentran su condición de existencia, que, por
tanto, no son únicamente ilusiones, quimeras seudocientí- ficas, motivadas en
el nivel de las opiniones, de los intereses, de las creencias, que no son lo
que otros llaman, usando un nombre capri- choso, "ideología". Pero, a
pesar de todo, esto no quiere decir que sean ciencias.
Si es verdad que
toda ciencia, sea la que fuere, al ser interrogada en el
nivel arqueológico y cuando se trata de desencallar el suelo de su positividad,
revela
siempre la configuración epistemológica que la ha hecho
posible, en cambio toda configuración epistemológica, aun cuando
sea perfectamente asignable en su positividad, puede muy bien no ser una
ciencia: pero no por este hecho se
reduce a una impostura. Hay que distinguir con cuidado tres cosas: hay
temas con pretensiones científicas que pueden encontrarse en el nivel de las
opiniones y que no forman parte (o ya no la forman) de la red epistemológica de
una cultura: a partir del siglo XVII, por ejemplo, la magia natural dejó de
pertenecer a la episteme occidental, pero se prolongó durante largo
tiempo en el juego de las creencias y las valo- raciones afectivas. En seguida
encontramos las figuras epistemológi- cas cuyo dibujo, posición y funcionamiento
pueden ser restituidos en su positividad por un análisis de tipo arqueológico;
y a su vez, pueden obedecer a dos grandes organizaciones diferentes: las unas
presentan los caracteres de objetividad y de sistematización que permiten defi-
nirlas como ciencias; las otras no responden a estos criterios, es de-
LOS TRES MODELOS 355 cir, su forma de coherencia y su relación con su objeto
están deter- minadas por su positividad sola. Éstas bien pueden no poseer los criterios formales de un conocimiento
científico: pertenecen, sin em- bargo, al dominio positivo del saber. Sería,
pues, igualmente vano e injusto el analizarlas como fenómenos de opinión o el confron- tarlas por medio de la historia o de la crítica con las formaciones propiamente científicas; sería aún más absurdo el tratarlas como una combinación
que mezclaría de acuerdo con proporciones variables "elementos racionales"
y otros que no lo serían. Es necesario rem- plazarías al nivel de la positividad que las hace posibles y
determina necesariamente su forma. Así, pues, la arqueología tiene dos tareas
con respecto a ellas: determinar la manera en que se disponen en la episteme
en la que están enraizadas; mostrar también en qué se dife- rencia radicalmente
su configuración de la de las ciencias en sentido estricto. Esta configuración
que les es particular no debe ser tratada como un fenómeno negativo: no es la
presencia de un obstáculo, no es una deficiencia interna lo que las hace
fracasar en el umbral de las formas científicas. Constituyen en su figura
propia, al lado de las cien- cias y sobre el mismo suelo arqueológico, otras
configuraciones del saber.
Hemos
encontrado ejemplos de las configuraciones en la gramá- tica g
eneral o en la teoría clásica del valor; tenían el mismo suelo de positividad
que la matemática cartesiana, pero no eran ciencias, cuan- do menos para la mayor parte de quienes eran
sus contemporáneos. Es también el mismo caso de lo que hoy se llama las
ciencias humanas; dibujan
, cuando se les hace el análisis arqueológico, confi- guraciones
perfectamente
positivas; pero desde el momento en que se determinan
estas configuraciones y la manera en que están dis- puestas en la episteme moderna, se comprende por qué no pueden ser ciencias:
en efecto, lo que las hace posibles es una cierta situación de
"vecindad" con respecto a la biología, a la economía y a la filolo- gía
(o a la lingüística); no existen sino en la medida en que se alojan al lado de éstas
—o más bien debajo, en su espacio de proyección. Sin embargo, mantienen con
ellas una relación que es radicalmente dife- rente de la que puede establecerse
entre dos ciencias "conexas" o "afines": en efecto, esa
relación supone la transferencia de modelos exteriores en la dimensión de lo
inconsciente y de la conciencia y el reflujo de la reflexión crítica hacia el
lugar mismo del que provienen esos modelos. Así, pues, es inútil decir que las
"ciencias humanas" son falsas ciencias; no son ciencias en modo
alguno; la configuración que define su positividad y las enraiza en la episteme
moderna las pone, al mismo tiempo, fuera del estado de ser de las ciencias;
y si se pregunta entonces por qué han tomado este título, bastará con recor-
356 LAS CIENCIAS HUMANAS dar que pertenece a la definición arqueológica de su
enraizamiento, que llaman y acogen la
transferencia de modelos tomados de
las ciencias. Por lo tanto, no es la
irreductibilidad del hombre lo que se
designa como su invencible trascendencia, ni aun su gran
compleji- dad lo que les impide convertirse en objeto de la ciencia. La
cultura occidental ha constituido, con frecuencia, bajo el nombre de hom- bre,
un ser que, por un solo y único juego de razones, debe ser domi- nio positivo
del saber y no puede ser objeto de ciencia.
4. LA HISTORIA
Se ha
hablado de las ciencias humanas; se ha hablado de esas gran- des regiones que delimitan, poco más o menos, la psicología, la socio- logía, el análisis
de las literaturas y de las mitologías. Pero no se ha hablado de la Historia, si bien es la primera y como la madre de to- das las ciencias del hombre, si bien es quizá tan vieja como la memo- ria humana. O mejor dicho, por
esta misma razón se la ha pasado
hasta ahora en silencio. En efecto, quizá no tiene un lugar entre las ciencias humanas ni al lado de ellas: es
probable que mantenga con todas
ellas una relación extraña, indefinida, imborrable y más funda-
mental de lo que sería una relación de vecindad en un espacio común.
Es verdad que la Historia ha existido mucho antes de la constitución
de las ciencias humanas; desde el fondo de la época griega, ha ejercido un cierto número de funciones mayores en la cultura occidental: memoria,
mito, trasmisión de la Palabra y del Ejemplo, vehículo de la tradición,
conciencia crítica del presente, desciframiento del destino de la humanidad,
anticipación del futuro o promesa de un retomo. Lo que caracterizaba a esta
historia —cuando menos lo que puede definirla, en sus rasgos generales, por
oposición a la nuestra— es que, al ordenar el tiempo de los humanos según el
devenir del mundo (en una especie de gran cronología cósmica como en los
estoicos) o, a la inversa, al extender justo hasta las menores parcelas de la
naturaleza el principio y el movimiento de un destino humano (un poco a la
manera de la Providencia cristiana) se concebía una gran historia lisa,
uniforme en cada uno de sus puntos que entrañarían en una misma deriva, una
misma caída o una misma ascensión, un mismo ciclo, a todos los hombres y con
ellos a las cosas, los animales, todo ser vivo o inerte, y hasta los rostros más
calmados de la tierra. Ahora bien, esta unidad es la que se fracturó a
principios del siglo XIX en el gran trastorno de la episteme occidental:
se descubrió una historicidad propia de la naturaleza; se llegó a definir aun,
para cada gran tipo de lo vivo, formas de ajuste al medio
LA HISTORIA 357 que
permitirían definir en consecuencia su perfil de evolución; ade- más se pudo mostrar que
actividades tan singularmente humanas
como el trabajo o el lenguaje detentaban, en si mismas, una histori- cidad
que no podía encontrar su lugar en el gran relato común de las cosas y de los
hombres: la producción tiene modos de desarrollo, el capital modos de acumulación, el precio leyes de oscilación y cam- bios que no pueden ni rebajarse a las leyes naturales ni reducirse a
la marcha general de la humanidad; así también, el lenguaje no se modifica con
las migraciones, el comercio y las guerras, según lo que le ocurre al hombre o
la fantasía de lo que puede inventar, sino bajo condiciones que pertenecen
propiamente a las formas fonéticas y gramaticales de las que está constituido;
y si se ha podido decir que los diversos lenguajes nacen, viven, pierden su
fuerza al envejecer y acaban por morir, esta metáfora biológica no se creó para
disolver su historia en un tiempo que sería el de la vida, sino más bien para
subrayar que tienen también leyes internas de funcionamiento y que su cronología
se desarrolla de acuerdo con un tiempo que destaca desde luego su coherencia
singular.
De ordinario, se inclina uno a creer que el
siglo XIX prestó, por razones en su mayor parte políticas y sociales, una
atención más agu- da a la historia humana,
que se abandonó la idea de un orden o
un plan continuo del tiempo y también
la de un progreso ininterrum- pido,
y que, al querer relatar su propia ascensión, la burguesía volvió a encontrar, en el calendario de su
victoria, el espesor histórico de las
instituciones, la pesantez de los hábitos y de las creencias, la violen-
cia de las luchas, la alternancia de los éxitos y de los fracasos.
Y se supone que a partir de allí se extendió la historicidad
descubierta en el hombre hasta los objetos que había fabricado, al
lenguaje que hablaba y, más lejos aún, hasta la vida. El estudio de las economías,
la historia de las literaturas y de las gramáticas, a fin de cuentas la evolución
de lo vivo no serían más que el efecto de la difusión, sobre playas del
conocimiento cada vez más lejanas, de una historicidad descubierta primero en
el hombre. Lo que pasó fue en realidad lo contrario. Las cosas recibieron
primero una historicidad propia que las liberó de este espacio continuo que les
imponía la misma crono- logía que a los hombres. Tanto que el hombre se encontró
como despojado de lo que constituía los contenidos más manifiestos de su
Historia: la naturaleza no le habla ya de la creación o del fin del mundo, de
su dependencia o de su juicio próximo; no habla más que de un tiempo natural;
sus riquezas no le indican ya la antigüedad o el próximo retorno de una edad de
oro; no hablan más que de las condiciones de la producción que se modifican en
la Historia; el len- guaje no lleva ya las marcas de antes de Babel o de los
primeros gri-
358 LAS CIENCIAS HUMANAS tos
que pudieron resonar en el bosque; lleva las armas de su propia filiación. El ser humano no tiene ya historia o más
bien, dado que habla, trabaja y
vive, se encuentra, en su ser propio, enmarañado
en historias que no le están
subordinadas ni le son homogéneas. Por la fragmentación del espacio en el
que se extendía en forma conti- nua
el saber clásico, por el enrollamiento de cada dominio así libe- rado sobre su propio devenir, el
hombre que aparece a principios del siglo XIX está "deshistorizado".
Y
los valores imaginarios que tomó entonces el pasado, todo el halo lírico
que rodeó, por esta época, a la conciencia de la historia, la viva curiosidad por los documentos o las huellas que el tiempo haya podido dejar tras de sí —todo esto manifiesta superficialmente
el hecho desnudo de que el hombre se encontró vacío de historia, pero que trabajaba ya
por reencontrar en el fondo de sí
mismo, y entre todas las cosas que podían aún remitirle su imagen
(las otras se ha- bían callado y replegado sobre sí mismas), una historicidad que le estaba ligada esencialmente.
Pero esta historicidad es ambigua
de inmediato. Dado que el hombre no se da al saber positivo sino en la medida en que habla, trabaja o
vive, ¿podrá ser su historia otra cosa
que el nudo inextricable de tiempos diferentes, que le son extranjeros y son
heterogéneos unos a otros? ¿No será más
bien la historia del hombre una
especie de modulación común a los cambios en las con- diciones de vida (clima, fecundidad del suelo, modos de cultura, ex- plotación de las riquezas), a las transformaciones de la economía (y a título de consecuencia de la sociedad y de las instituciones)
y a la sucesión de las formas y los usos de la lengua? Pero entonces el hom-
bre mismo no es histórico: el tiempo le viene de fuera de sí mismo,
no se constituye como sujeto de Historia sino por la superposición de la
historia de los seres, de la historia de las cosas, de la historia de las
palabras. Está sometido a sus acontecimientos puros. Pero pronto se invierte
esta relación de pasividad pura: pues quien habla en el lenguaje, quien trabaja
y consume en la economía, quien vive en la vida humana, es el hombre mismo; y
con este título, tiene dere- cho él también a un devenir tan positivo como el
de los seres y las cosas, no menos autónomo —y quizá aún más fundamental: no es
una historicidad propia del hombre e inscrita profundamente en su ser, que le
permite adaptarse como todo ser vivo y evolucionar también él (pero gracias a
los útiles, a las técnicas, a las organizacio- nes que no pertenecen a ningún
otro ser vivo), que le permite in- ventar formas de producción, estabilizar,
prolongar o abreviar la va- lidez de las leyes económicas por medio de la
conciencia que toma de ellas y por medio de las instituciones que distribuye a
partir de ellas, o alrededor de ellas, que le permite en fin ejercer sobre el
len-
LA HISTORIA 359 guaje,
en cada una de las palabras que pronuncia, una especie
de pre- sión interior constante que lo hace deslizarse insensiblemente sobre sí mismo en cada instante del tiempo. Así aparece detrás de la histo- ria de las
positividades aquella, más radical, del hombre mismo. His- toria que concierne ahora al ser mismo
del hombre, ya que él com-
prueba que no sólo "tiene" en tomo a sí mismo "Historia",
sino que es en su historicidad
propia aquello por lo que se dibuja una historia de la vida humana, una historia de la
economía, una historia de los lenguajes.
Habría, pues, en un nivel muy profundo, una historicidad del hombre que sería con respecto a sí misma su propia
historia, pero también la dispersión
radical que fundamenta todas las demás.
Es esta primera erosión la que el
siglo XIX buscó en su preocupación de historizarlo todo, de escribir a propósito de cualquier cosa
una historia general, de remontar el tiempo sin cesar y de recolocar las cosas
más estables en la liberación del tiempo. Aun allí es necesario sin duda alguna
revisar la manera en que se ha escrito tradicional- mente la historia de la
Historia; se tiene la costumbre de decir que, con el siglo XIX, cesó la pura crónica
de los acontecimientos, la simple memoria de un pasado poblado tan sólo por
individuos y accidentes, y que se buscaron las leyes generales del devenir. De
hecho, ninguna historia fue más "explicativa", ninguna estuvo más
preocupada por las leyes generales y constantes que las de la época clásica
—cuando el mundo y el hombre, de un solo golpe, se hicieron cuerpo en una
historia única. A partir del siglo XIX, lo que sale a luz es una forma desnuda
de la historicidad humana —el hecho de que el hombre en cuanto tal está
expuesto al acontecimiento. De allí, la preocupación por encontrar leyes a esta
forma pura (y son las filosofías del tipo de la de Spengler), o por definirla a
partir del hecho de que el hombre vive, el hombre trabaja, el hombre habla y
piensa: y son las interpre- taciones de la Historia a partir del hombre
considerado como especie viviente, a partir de las leyes de la economía o a
partir de los con- juntos culturales.
En todo caso,
esta disposición de la Historia en el espacio episte- mológico
tiene una gran importancia para su relación
con las cien- cias humanas. Puesto que el hombre histórico es el hombre
vivo, que trabaja y habla, todo contenido de la Historia sea cual fuere
depende de la psicología, de la sociología o de las ciencias del
lenguaje. Pero, a la inversa, puesto
que el ser humano se ha convertido en histórico de un cabo a otro,
ninguno de los contenidos analizados por las cien- cias humanas puede
permanecer estable en sí mismo ni escapar al movimiento de la Historia. Esto se
debe a dos razones: porque la psi- cología, la sociología, la filosofía, aun
cuando se las aplica a objetos —es decir, a hombres— que les son contemporáneos,
no consideran,
360 LAS CIENCIAS HUMANAS jamás
sino recortes sincrónicos en el interior de una historicidad que los constituye y los atraviesa; porque las formas
tomadas sucesiva- mente por las
ciencias humanas, la elección que
hacen de su objeto, los métodos que
le aplican son dados por la Historia, sostenidos sin cesar por
ella y modificados a su gusto. Mientras más intenta la Historia rebasar
su propio enraizamiento histórico, más esfuerzos hace para alcanzar, por encima
de la relatividad histórica de su ori- gen y sus opciones, la esfera de la
universalidad, más evidentemente lleva los estigmas de su nacimiento histórico,
más evidentemente apa- rece a través de ella la historia de la que forma parte
(y allí también
Spengler y todos los filósofos de la
historia dan testimonio de ello); a la inversa, mientras mejor acepta su relatividad, más se hunde
en el movimiento que le es común con lo que relata, más tiende enton- ces a la
nimiedad del relato y todo el contenido positivo que se dio a través de las
ciencias humanas se disipa.
Así,
pues, la Historia forma, con respecto a las ciencias humanas, un medio
de acogida que es, a la vez, privilegiado y peligroso. Da a cada ciencia
del hombre un trasfondo que la establece, que le fija un suelo y como una patria: determina la playa cultural —el
episodio cronológico, la inserción geográfica— en que puede reconocerse su validez a
este saber; pero las discierne de una frontera que las limita y arruina desde el
principio su pretensión de tener
validez en el ele- mento de la universalidad. Revela, de esta manera,
que si el hombre —aun antes mismo de saberlo— ha estado sometido siempre a deter- minaciones que pueden manifestar
la psicología, la sociología y el análisis
de las lenguas no es, sin embargo, el objeto intemporal de un saber que, cuando menos en el nivel de sus derechos,
carecería él mismo de edad. Aun si evitan toda referencia a la historia, las
cien- cias humanas (y bajo este título puede colocarse a la historia entre
ellas) no hacen nunca otra cosa que poner un episodio cultural en relación con
otro (aquel al que se aplican como su objeto y aquel en el que se enraizan en
cuanto a su existencia, su modo de ser, sus mé- todos y sus conceptos); y si
ellas se aplican a su propia sincronía, re- lacionan consigo mismo el episodio
cultural del que han surgido. Tanto que el hombre no aparece nunca en su
positividad sin que ésta esté de inmediato limitada por lo ilimitado de la
Historia.
Vemos reconstituirse aquí un movimiento análogo
al que anima- ba desde el
interior a todo el dominio de las ciencias del
hombre: tal como se lo analizó más arriba, este movimiento remitía perpetua-
mente las positividades que determinan el ser del hombre a la finitud que hace
aparecer a estas positividades; de suerte que aun las ciencias mismas estarían
presas en esta gran oscilación, pero a su vez la reto- marían en la forma de su
propia positividad al tratar de pasar sin
LA
HISTORIA 361 cesar de lo consciente a lo inconsciente.
Ahora bien, he aquí que, con la Historia, recomienza una
oscilación semejante; pero esta vez no juega
entre la positividad del hombre tomado como objeto (y mani- festado empíricamente por el
trabajo, la vida y el lenguaje) y los lí- mites radicales de su ser; juega
entre los límites temporales que defi- nen las formas singulares del trabajo,
de la vida y del lenguaje y la positividad histórica del sujeto que, por
el conocimiento; encuentra acceso
hasta ellas. Aun aquí, el sujeto y el objeto están ligados en un recíproco poner en duda; pero en
tanto que allá este poner en duda se
hacía en el interior mismo del conocimiento
positivo
y por el
pro- gresivo develamiento de lo inconsciente por la conciencia, aquí se hace en
los confines exteriores del objeto y del sujeto; designa la ero- sión a la que
están sometidos ambos, la dispersión que los separa uno de otro, arrancándolos
a una positividad calmada, enraizada y definitiva. Al develar lo inconsciente
como su objeto más funda- mental, las ciencias humanas mostraron que había
siempre aún que pensar en aquello que estaba ya pensado en el nivel manifiesto;
al descubrir la ley del tiempo como límite externo de las ciencias hu- manas,
la Historia muestra que todo lo que se ha pensado será pen- sado aún por un
pensamiento que todavía no ha salido a luz. Pero quizá no tenemos allí, bajo
las formas concretas de lo inconsciente y de la Historia, más que las dos caras
de esta finitud que, al descu- brir que es su propio fundamento con respecto a
sí misma, hizo apa- recer en el siglo XIX la figura del hombre: una finitud sin
infinito y, sin duda, una finitud que nunca ha terminado, que siempre está en
retirada con relación a sí misma, a la que queda aún algo qué pensar en el
instante mismo en que piensa, a la que queda siempre tiempo para pensar de
nuevo lo que ya ha pensado.
En el pensamiento moderno, el historicismo y la
analítica de la finitud se enfrentan uno a otra. El historicismo es una manera
de hacer valer por sí misma la
perpetua relación crítica que existe entre la Historia y las ciencias
humanas. Pero la instaura en el solo nivel de las positividades:
el conocimiento positivo del hombre está limi- tado por la positividad histórica del sujeto que conoce, de
suerte que el momento de la finitud se disuelve en el juego de una
relatividad a la que no es posible escapar y que vale ella misma como un
abso- luto. Ser finito será sencillamente estar preso por las leyes de
una perspectiva que permite a la vez una cierta aprehensión —del tipo de la
percepción o de la comprensión— e impide que ésta sea alguna vez intelección
universal y definitiva. Todo conocimiento se enrai- za en una vida, una
sociedad, un lenguaje que tienen una historia; y en esta historia misma
encuentra el elemento que le permite comu- nicarse con las otras formas de
vida, los otros tipos de sociedad, las
362 LAS CIENCIAS HUMANAS otras
significaciones: por ello, el historicismo implica siempre una cierta filosofía o, cuando menos, una cierta
metodología de la com- prensión viva (en el elemento de la Lebenswelt), de
la comunicación infrahumana (sobre
el fondo de las organizaciones sociales) y de la hermenéutica (como reaprehensión,
a través del sentido manifiesto de un discurso, de un sentido a la vez secundario y primero, es decir, más escondido, pero más fundamental). Por ello, las diferentes posi- tividades formadas por la Historia y depositadas en ella pueden entrar en contacto unas con
otras, envolverse en el modo del
cono- cimiento, liberar el contenido que dormita en ellas; no son pues los límites
mismos los que aparecen en su rigor imperioso,
sino totalida- des parciales, totalidades que se encuentran limitadas
de hecho, tota- lidades cuyas fronteras pueden cambiarse hasta cierto punto, pero que no se extenderán jamás en el
espacio de un análisis definitivo y no se elevarán nunca hasta la
totalidad absoluta. Por ello, el análisis de la finitud no cesa de reivindicar
contra el historicismo la parte que éste descuidó: su proyecto es hacer surgir,
en el fundamento de todas las positividades y antes de ellas, la finitud que
las hace posibles; allí donde el historicismo buscó la posibilidad y la
justificación de las relaciones concretas entre totalidades limitadas, cuyo
modo de ser era dado de antemano por la vida o las formas sociales o las
signifi- caciones del lenguaje, la analítica de la finitud quiere interrogar
esta relación del ser humano con el ser que al designar su finitud hace
posibles las positividades en su modo concreto de ser.
5.
PSICOANÁLISIS, ETNOLOGÍA
El psicoanálisis y la etnología ocupan un
lugar privilegiado en nues- tro saber.
Sin duda no se debe a que hubieran aprehendido, mejor que cualquier
otra ciencia humana, su positividad y realizado por fin el viejo proyecto de ser realmente científicos; sino más bien porque en los confínes de todos los conocimientos sobre el hombre, forman con
certeza un tesoro inextinguible de experiencias y de conceptos, pero
sobre todo un perpetuo principio de inquietud, de poner en duda, de crítica y
de discusión de aquello que por otra parte pudo parecer ya adquirido. Ahora
bien, hay una razón que tiende al obje- to que se dan respectivamente una a
otra, pero que tiende más aún a la posición que ocupan y a la función que
ejercen en el espacio general de la episteme.
En efecto, el psicoanálisis se mantiene lo más cerca posible
de esta función crítica de la que se ha visto que era interior
a todas las ciencias humanas. Al darse como tarea el hacer hablar a través
de
PSICOANÁLISIS, ETNOLOGÍA 363 la conciencia al discurso del inconsciente, el psicoanálisis
avanza en la dirección de esta región fundamental en la que se establecen las relaciones entre la representación y
la finitud. En tanto que todas las ciencias humanas sólo van hacia el
inconsciente en la medida en que le vuelven la espalda, esperando que se devele a
medida en que se hace, como a
reculones, el análisis de la conciencia, el psicoanálisis señala directamente hacia él, con un propósito
deliberado —no hacia aquello que debe explicitarse poco a poco en el
aclaramiento progre- sivo de lo implícito, sino hacia aquello que está allí y que
se hurta, que existe con la misma solidez muda de una cosa, de un texto
cerra- do sobre sí mismo o de una laguna blanca en un texto visible y
que se defiende por ello. No hay que suponer que la gestión freudiana es la
componente de una interpretac
ión del sentido y de una dinámica de la resistencia o de la barrera; al seguir el mismo camino que las ciencias
humanas, pero con la mirada vuelta a contrasentido, el psico- análisis va hacia el momento —inaccesible
por definición a todo cono-
cimiento teórico del hombre, a toda aprehensión continua en
términos de significación, de conflicto o de función— donde
los contenidos de la conciencia se articulan o más bien
permanecen abiertos sobre la fi- nitud del hombre. Es decir que, a
diferencia de las ciencias humanas que, a la vez que desandan el camino de lo
inconsciente, permanecen siempre en el espacio de lo representable, el psicoanálisis
avanza para franquear de un solo paso la representación, desbordarla por un
lado de la finitud y hacer surgir así, allí donde se esperaban las funciones
portadoras de sus normas, los conflictos cargados de reglas y las signi-
ficaciones que forman sistema, el hecho desnudo de que pudiera haber un sistema
(así, pues, significación), regla (en consecuencia, oposi- ción), norma (por
tanto, función). Y en esta región en la que la re- presentación permanece en
suspenso, al borde de sí misma, abierta en cierta forma sobre la cerradura de
la finitud, dibujándose las tres figu- ras por las que la vida, con sus
funciones y sus normas, viene a fun- darse en la repetición muda de la Muerte,
los conflictos y las reglas, en la apertura desatada del Deseo, las
significaciones y los sistemas en un lenguaje que es, al mismo tiempo, Ley. Se
sabe cómo han lla- mado los psicólogos y los filósofos a todo esto: mitología
freudiana. Era muy necesario que esta gestión de Freud les pareciese tal; para
un saber que se aloja en la representación, lo que limita y define, hacia el
exterior, la posibilidad misma de la representación no puede ser más que
mitología. Pero cuando se sigue, en su paso, el movi- miento del psicoanálisis,
o cuando se recorre el espacio epistemoló- gico en su conjunto, se ve bien que
esas figuras —imaginarias sin duda para una mirada miope— son las formas mismas
de la finitud, tal como es analizada en el pensamiento moderno: ¿no es la
muerte
364 LAS CIENCIAS HUMANAS aquello
a partir de lo cual es posible el saber general —a tal grado que sería, por el lado del psicoanálisis, la
figura de esa duplicación empírico-trascendental que caracteriza en la fínitud el
modo de ser del hombre? ¿Acaso no es
el deseo lo que permanece siempre impen- sado en el corazón
del pensamiento? Y esta Ley-Lenguaje
(a la vez palabra y sistema de la palabra) que el psicoanálisis se esfuerza por hacer
hablar ¿no es aquello en lo que toda
significación toma un origen más lejano que él mismo, pero también
aquello cuyo retomo ha sido prometido en el acto mismo del análisis? Es muy
cierto que nunca ni esta Muerte, ni este Deseo, ni esta Ley pueden encontrarse
en el interior del saber que recorre en su positividad el dominio em- pírico
del hombre; pero la razón de ello es que designan las condicio- nes de
posibilidad de todo saber sobre el hombre.
Y justo cuando este lenguaje se muestra en
estado desnudo, pero se hurta al mismo tiempo más allá de toda significación
como si fue- ra un gran sistema despótico
y vacío, cuando el Deseo reina en el
estado salvaje, como si el rigor de su
regla hubiera nivelado toda oposición,
cuando la Muerte domina toda función psicológica y se mantiene por encima
de ella como su norma única y devastadora —entonces
reconocemos la locura bajo su forma presente, la locura tal como se da a la
experiencia moderna, como su verdad
y su alte- ridad. En esta figura empírica y, sin embargo, extraña a todo aquello (y en todo aquello) que
podemos experimentar, nuestra conciencia no encuentra ya, como en el siglo XVI,
la huella de otro mundo; no comprueba ya la rutina de la razón
desencaminada; ve surgir lo que nos está, peligrosamente, más próximo —como si, de
pronto, se perfi- lara en relieve el
hueco mismo de nuestra existencia;
la finitud, a partir de la cual
somos, pensamos y sabemos está, con
frecuencia, ante nosotros, existencia a la vez real e imposible,
pensamiento que no podemos pensar, objeto de nuestro saber pero que se le
escapa siempre. Por ello, el psicoanálisis encuentra en esta locura por
excelencia —que los psiquiatras llaman esquizofrenia— su tormento íntimo y más
in- vencible: ya que en esta locura se dan, bajo la forma absolutamente
manifiesta y absolutamente retirada, las formas de la finitud hacia las cuales
avanza de ordinario indefinidamente (y en lo intermina- ble), a partir
de aquello que le es ofrecido voluntaria e involuntaria- mente en el lenguaje
del paciente. De manera que el psicoanálisis "se reconoce allí",
cuando está colocado ante esas mismas psicosis a las que, sin embargo (o mejor
dicho por esta misma razón) no tiene ningún acceso: como si la psicosis
expusiera en una iluminación cruel y diera de un modo no demasiado lejano, sino
justo demasiado cer- cano, aquello hacia lo cual debería caminar el análisis
lentamente.
Pero esta relación del psicoanálisis con lo
que hace posible cual-
PSICOANÁLISIS, ETNOLOGÍA 365 quier saber en
general en el orden de las ciencias humanas tiene una
consecuencia más. Se trata de que no puede desplegarse como puro conocimiento especulativo o teoría
general del hombre. No puede
atravesar el campo completo de la representación, intentar dibujar los
contornos de sus fronteras, señalar hacia lo más
fundamental, en la forma de una ciencia empírica
construida a partir de observaciones cuidadosas; esta apertura no puede
ser hecha sino en el interior de una práctica en la que no es sólo el
conocimiento que se tiene del hombre lo que está comprometido, sino el hombre
mismo —el hombre con esta Muerte que trabaja en su sufrimiento, este Deseo que
ha perdido su objeto y este lenguaje por el cual y a través del cual se
articula silenciosamente su Ley. Todo saber analítico está, pues,
invenciblemente ligado a una práctica, a esta estrangulación de la relación
entre dos individuos, en la que uno escucha el lenguaje del otro, liberando así
su deseo del objeto que ha perdido (haciéndole entender que lo ha perdido) y
liberándolo de la vecindad siempre re- petida de la muerte (haciéndole entender
que un día morirá). Por ello, nada es más extraño al psicoanálisis que algo así
como una teo- ría general del hombre o una antropología.
Así como el psicoanálisis se coloca en la dimensión
de lo incons- ciente (de esta animación crítica que inquieta desde el interior
todo el dominio de las ciencias del
hombre), la etnología se coloca en la
de la historicidad (de esta perp
etua oscilación que hace que las cien- cias
humanas sean simpre disputadas, hacia el
exterior, por su propia historia). Sin duda alguna, es difícil
sostener que la etnología tiene una relación fundamental
con la historicidad ya que es tradicional-
mente el conocimiento de los pueblos sin historia; en todo caso, estu- dia en las culturas (a
la vez por elección sistemática y por falta de documentos) más bien las invariables
de estructura que la sucesión de los acontecimientos. Suspende el largo
discurso "cronológico" por el cual intentamos reflejar en el interior
de ella misma nuestra pro- pia cultura, para hacer surgir correlaciones sincrónicas
en otras formas culturales. Y, sin embargo, la etnología misma no es posible
sino a partir de una cierta situación, de un acontecimiento absolutamente
singular en el que se encuentran comprometidas a la vez nuestra his- toricidad
y la de todos los hombres que pueden constituir el objeto de una etnología
(bien entendido que nosotros podemos hacer per- fectamente la etnología de
nuestra propia sociedad): la etnología se enraiza, en efecto, en una
posibilidad que pertenece como algo propio a la historia de nuestra cultura, más
aún a su relación funda- mental con toda historia, y que le permite ligarse a
otras culturas en el modo de la teoría pura. Existe una cierta posición de la ratio
occi- dental que se ha constituido en su historia y que fundamenta la
366 LAS CIENCIAS HUMANAS relación que puede tener con todas las demás sociedades,
aun con esta sociedad en la que ha
aparecido históricamente. Es evidente que esto no equivale a decir
que la situación colonizadora sea indis- pensable para la etnología: ni la hipnosis, ni la enajenación
del en- fermo en el personaje fantasmagórico del médico son
constitutivas del psicoanálisis; pero así como éste no puede desplegarse
sino en la calmada violencia de una relación singular y de la transferencia que
provoca, así
también la etnología no toma sus dimensiones propias sino
en la soberanía histórica —siempre retenida, pero siempre ac- tual— del
pensamiento europeo y de la relación que puede afrontar con todas las otras
culturas lo mismo que consigo mismo.
Pero esta
relación (en la medida en que la etnología no intenta borrarla,
sino
que la profundiza por el contrario al
instalarse definiti- vamente en ella) no la encierra en los juegos circulares del histori- cismo; más bien la
pone en posición de dibujar los contornos
de su peligro al invertir el movimiento que las hace nacer: en efecto, en vez de
relacionar los contenidos empíricos, tal como pueden hacerlos aparecer
la psicología, la sociología o el análisis
de las literaturas y de los mitos, con la positividad histórica del sujeto que los percibe, la
etnología coloca las formas singulares de cada cultura, las diferen- cias que la
oponen a las otras, los límites por los que se define y se encierra en su
propia coherencia, en la dimensión
en que se anudan sus relaciones con cada una de las tres grandes positividades (la vida, la necesidad y el trabajo, el
lenguaje): así, la etnología muestra cómo
se efectúa en una cultura la normalización
de las grandes fun- ciones biológicas, las reglas que hacen posibles u obligatorias
todas las formas de cambio, de producción y de consumo, los
sistemas que se
organizan en torno al modelo de Las estructuras lingüísticas o so- bre él. Así,
pues, la etnología avanza hacia la región en la que las ciencias humanas se articulan sobre esta biología, sobre esta
econo- mía, sobre esta filología y esta lingüística, de las que se ha visto
desde qué altura se desploman sobre ella: por ello, el problema general de toda
etnología no es otro que el de las relaciones (de continuidad o de discontinuidad)
entre la naturaleza y la cultura. Pero en ese modo de interrogación, reaparece
el problema de la historia: ya que se trata entonces de determinar, de acuerdo
con los sistemas simbó- licos utilizados, de acuerdo con las reglas prescritas,
de acuerdo con las normas funcionales elegidas y planteadas, de qué tipo de
devenir histórico es susceptible cada cultura; trata de reaprehender, desde la
raíz, el modo de historicidad que puede aparecer allí y las razones por las que
la historia será allí necesariamente acumulativa o circu- lar, progresiva o
sometida a oscilaciones reguladoras, capaz de ajustes espontáneos o sometida a
crisis. Y así sale a luz el fundamento de
PSICOANÁLISIS, ETNOLOGÍA 367 esta
deriva histórica en el interior de la cual
toman su validez las diferentes ciencias humanas y pueden ser
aplicadas a una cultura dada y sobre una playa sincrónica dada.
La etnología, como el psicoanálisis,
interroga no al hombre mis- mo,
tal como puede aparecer en las ciencias humanas, sino a la
re- gión que hace posible en general
un saber sobre el hombre; lo mismo que el psicoanálisis, atraviesa todo el
campo de ese saber en un mo- vimiento que tiende a alcanzar sus limites. Pero el psicoanálisis se sirve de la relación
singular de la transferencia para descubrir
en los confines exteriores de la representación al Deseo, la Ley y la Muerte, que dibujan en el
extremo límite del lenguaje y de la práctica analí- tica, las fíguras
concretas de la f
initud; la etnología, a
su vez, se aloja en el interior de la relación singular que la ratio occidental establece con
todas las otras culturas; y a partir de allí dibuja los contornos de las representaciones que
los hombres pueden darse de sí mismos en una civilización, de su vida, de sus necesidades, de las
significacio- nes depositadas en el lenguaje,
y ve surgir detrás de estas represen- taciones las normas a partir de las
cuales los hombres realizan las funciones de la vida, pero rechazando su
presión inmediata, las reglas a través de las cuales experimentan y mantienen
sus necesidades, los sistemas sobre el fondo de los cuales les es dada
cualquier significa- ción. El privilegio de la etnología y del psicoanálisis,
la razón de su profundo parentesco y de su simetría, no deben buscarse en una
cierta preocupación que tendrían ambas por penetrar en el profundo enigma, en
la parte más secreta de la naturaleza humana; de hecho, lo que se refleja en el
espacio de sus discursos es antes bien el apriorí histórico de todas las
ciencias del hombre —las grandes cesuras, los surcos, las particiones que, en
la episteme occidental, han dibu- jado el perfil del hombre y lo han
dispuesto para un posible saber. Así, pues, era muy necesario que ambas fueran
ciencias del incons- ciente: no porque alcancen en el hombre lo que está por
debajo de su conciencia, sino porque se dirigen hacia aquello que, fuera del
hom- bre, permite que se sepa, con un saber positivo, lo que se da o se es-
capa a su conciencia.
A partir de
allí puede comprenderse un cierto número de hechos decisivos
. Y en primer
lugar, éste: que el psicoanálisis y la etnología no son
tales ciencias humanas al lado de otras, sino que recorren el
dominio entero, que animan
sobre toda su superficie, que expanden sus conceptos por todas partes, que
pueden proponer por doquier sus métodos de desciframiento y sus
interpretaciones. Ninguna ciencia humana puede asegurar haber terminado con
ellas, ni ser del todo independiente de lo que hayan podido descubrir, ni
tampoco remi- tirse a ellas de una u otra manera. Pero su desarrollo tiene esto
de
368 LAS CIENCIAS HUMANAS particular: tienen un cierto "aire" casi
universal, a pesar de lo cual no se
acercan a un concepto general del hombre: en ningún momento tienden a discernir lo que podría haber de específico,
de irreductible en él, de
uniformemente valioso siempre que se da a la experiencia. La idea de una
"antropología psicoanalítica", la idea de una "naturaleza humana"
restituida por la etnología no son más que
votos piadosos. No sólo pueden prescindir del concepto del hombre, sino que
no pueden pasar por él, ya que se
dirigen siempre a lo que constituye sus límites exteriores. De ambas
puede decirse lo que Lévi- Strauss dijo de la etnología: que disuelven
al hombre. No porque se trate de volverlo a
encontrar mejor, más puro y como liberado, sino porque se remontan hacia
aquello que fomenta su positividad. En relación con las "ciencias
humanas", el psicoanálisis y la etnología son más bien
"contraciencias"; lo que no quiere decir que sean me- nos
"racionales" u "objetivas" que las otras, sino que las
toman a contracorriente, las remiten a su base epistemológica y no cesan de
"deshacer" a ese hombre que, en las ciencias humanas, hace y rehace
su positividad. Se comprende al fin que el psicoanálisis y la etnolo- gía estén
establecidos frente a frente en una correlación fundamental: desde Tótem y
tabú, la instauración de un campo que les sería co- mún, la posibilidad de
un discurso que podría ir de uno a otra sin discontinuidad, la doble articulación
de la historia de los individuos sobre el inconsciente de las culturas y de la
historicidad de éstas sobre el inconsciente de los individuos, abren, sin duda,
los problemas más generales que podrían plantearse con respecto al hombre.
Se adivina el prestigio y la importancia de
una etnología que, en vez
de
definirse de antemano, como lo había hecho hasta ahora,
como el estudio de las sociedades sin historia, tratara deliberadamente su objeto
desde el lado de los procesos inconscientes que caracterizan el sistema de
una cultura dada; haría
surgir así la relación de histori- cidad, constitutiva
de toda etnología en general, en el interior de la dimensión en que siempre se
ha desplegado el psicoanálisis. Al ha- cerlo así, no asimilaría los mecanismos
y las formas de una sociedad a la presión y a la represión de fantasmas
colectivos, volviendo a en- contrar de este modo, pero en una escala mayor, lo
que el análisis puede descubrir en el nivel de los individuos; definiría como
sistema de los inconscientes culturales el conjunto de estructuras formales que
harían significativos los discursos míticos, darían su coherencia y su
necesidad a las reglas que rigen las necesidades, fundamentarían no en la
naturaleza, fuera de las puras funciones biológicas, las nor- mas de vida. Se
adivina la importancia simétrica de un psicoanálisis que, por su parte, añadiría
la dimensión de una etnología, no por la instauración de una "psicología
cultural", no por la explicación socio-
PSICOANÁLISIS, ETNOLOGÍA 369 lógica de los fenómenos manifiestos en el nivel de los individuos, sino por el descubrimiento de que también el inconsciente posee —o más bien es— una cierta estructura formal.
Por ello, el psicoanálisis y la etnología vendrán no a superponerse uno a otra ni tampoco a reu- nirse, sino a
cruzarse como dos líneas diferentemente orientadas: una que va de la elisión
aparente de lo significado en la neurosis a la lagu- na en el sistema
significante por el cual viene ésta
a manifestarse; la otra que va de la
analogía de los significados múltiples
(en las mito- logías, por ejemplo) a la unidad de una estructura cuyas transforma- ciones formales entregarían
la diversidad de los relatos. No seria, pues, en el nivel de las relaciones
entre individuo y sociedad, como se ha creído con frecuencia, donde el psicoanálisis y la etnología
podrían articularse uno sobre otra; el que estas dos formas
de saber sean vecinas no se debe a
que el individuo forme parte de su
grupo, no se debe a que una cultura
se refleje y se exprese de una manera
más o menos desviada en el individuo. A decir verdad no tienen más que
un punto en común, si bien es esencial e inevitable: es aquel en que se cortan
en ángulo recto: ya que la cadena significante por la que se constituye la
experiencia única del individuo es perpendicular al sistema formal a partir del
cual se constituyen las significaciones de una cultura: en cada instante la
estructura propia de la experiencia individual encuentra en los sistemas de la
sociedad un cierto número de posibles elecciones (y de posibilidades
excluidas); a la inversa, las estructuras sociales encuentran en cada uno de
sus puntos de elección un cierto número de individuos posibles (y de otros que
no lo son) —así como en el lenguaje la estructura lineal hace siempre posible
en un momento dado la elección entre varias palabras o varios fonemas (pero
excluye todos los demás).
Entonces se forma el tema de una teoría pura del lenguaje
que daría a la etnología y al psicoanálisis así concebidos su
modelo for- mal. Existiría así una disciplina que podría cubrir en su
solo recorrido tanto esta dimensión de la
etnología que relaciona las ciencias hu- manas con las positividades que las
limitan, como esta dimensión del
psicoanálisis que relaciona el saber del hombre con la finitud que lo fundamenta. Con la lingüística se tendría
una ciencia perfectamente fundada en el orden de las positividades
exteriores al hombre (ya que se trata del lenguaje puro) y que, atravesando
todo el espacio de las ciencias
humanas, llegaría a la cuestión de la finitud (ya que es a tra- vés del
lenguaje y en él mismo donde el pensamiento puede pensar: de suerte que en sí
mismo es una positividad que vale como funda- mental). Por encima de la etnología
y del psicoanálisis, más exacta- mente, intricada con ellos, una tercera
"contraciencia" vendría a re- correr, animar e inquietar todo el
campo constituido de las ciencias
370 LAS
CIENCIAS HUMANAS humanas y,
desbordándolo tanto por el lado de las positividades como
por el de la fínitud, formaría su impugnación más general. Al igual que las otras dos contraciencias, haría aparecer, de modo discur- sivo, las formas-límites de las ciencias humanas; al igual que estas dos, alojaría su experiencia en esas regiones claras y
peligrosas en las que el saber del hombre establece, por debajo de las
especies del in- consciente y de la historicidad,
su relación con aquello que las hace posibles. Las tres se arriesgan, al
"exponerlo", a aquello mismo que ha permitido que el hombre sea
conocido. Así se hila, bajo nuestra mirada, el destino del hombre, pero se hila
por el revés; estos extraños husos lo reconducen a las formas de su nacimiento,
a la patria que lo ha hecho posible. Pero, ¿acaso no es ésta una manera de
condu- cirlo a su fin?, pues la lingüística no habla ya del hombre mismo, como
tampoco el psicoanálisis o la etnología.
Quizá se podría decir que al desempeñar este
papel, la lingüística no hace más que retomar las
funciones que en otra época fueron las de la biología o la economía, cuando
a fines del siglo XIX y princi- pios del
xx se quiso unificar a las ciencias humanas bajo conceptos tomados de la biología o de la economía. Pero la
lingüística se arriesga a tener un papel más fundamental. Y por muchas razones. Por lo pronto, porque permite —en todo caso
se esfuerza por hacerla posible— la estructuración de los contenidos mismos; no es pues una reaprehensión teórica
de los conocimientos adquiridos fuera, in- terpretación de una
lectura ya hecha de los fenómenos;
no propone una "versión lingüística" de los hechos observados en las ciencias humanas, es el
principio de desciframiento primero; bajo una mirada armada por ella, las
cosas no llegan a la existencia sino
en la medida en que pueden formar los
elementos de un sistema significante.
El análisis lingüístico es más una
percepción que una explicación, es decir, es constitutivo de su objeto
mismo. Además, por esta emer- gencia de la estructura (como relación invariable
en un conjunto de elementos), se abre de nuevo la relación de las ciencias
humanas con las matemáticas de acuerdo con una dimensión del todo nueva; ya no
se trata de saber si se pueden cuantificar los resultados o si los
comportamientos humanos son susceptibles de entrar en el campo de una
probabilidad mensurable; la cuestión que se plantea es la de saber si se puede
utilizar, sin un juego de palabras, la noción de es- tructura o, cuando menos,
si en las matemáticas y en las ciencias humanas se habla de la misma
estructura: cuestión que resulta cen- tral si se quieren conocer las
posibilidades y los derechos, las condi- ciones y los límites de una
formalización justificada; se ve que la relación de las ciencias humanas con el
eje de las disciplinas forma- les y a priori —relación que hasta
entonces no había sido esencial,
PSICOANÁLISIS,
ETNOLOGÍA 371 tanto así que se la quiso identificar con el derecho a medir— se reanima y se hace más
fundamental ahora que en el espacio de las
ciencias humanas surge igualmente su rekción con la positividad em- pírica del lenguaje y la analítica de la
finitud; los tres ejes que definen el volumen propio de las ciencias del
hombre se convierten así en visibles
y casi simultáneamente en las
cuestiones que plantean. Por último,
la importancia de la lingüística y de su aplicación al conoci- miento del
hombre hace reaparecer, en su enigmática
insistencia, la cuestión del ser del
lenguaje, de la
que ya hemos visto cuán ligada estaba a los problemas fundamentales de
nuestra cultura. Cuestión entorpecida todavía más por la utilización, cada vez
más extendida, de las categorías lingüísticas, ya que ahora es necesario
preguntarse qué debe ser el lenguaje para estructurar así aquello que, por sí
mismo, no es a pesar de todo ni palabra ni discurso y para articularse sobre
las formas puras del conocimiento. Por un camino mucho más largo y mucho más
imprevisto nos hemos visto reconducidos a ese lugar que Nietzsche y Mallarmé
indicaron cuando el uno preguntó: ¿Quién habla?, y el otro vio centellear la
respuesta en la Palabra misma. La interrogación acerca de lo que es el lenguaje
en su ser vuelve a tomar una vez más su tono imperativo.
En este punto en el que la cuestión del
lenguaje resurge con una sobredeterminación tan fuerte y en el que parece
investir por todas partes la figura del hombre (esta figura que justo por entonces había
tomado el lugar del Discurso clásico), la cultura contemporánea está en
obra por lo que respecta a una parte importante de su presente y quizá
de su porvenir. Por una parte
aparecen de pronto como muy próximas
a todos esos •dominios empíricos,
cuestiones que hasta en- tonces
parecían estar muy alejadas de ellos: esas cuestiones son las de una formalización
general del pensamiento y del conocimiento; y en el momento
en
que aún se las creía dedicadas a la sola rela- ción de la lógica y las
matemáticas, se abren a la posibilidad y también a la tarea de purificar la
vieja razón empírica por la constitución de lenguas formales y de ejercer una
segunda crítica de la razón pura a partir de nuevas formas del apriori matemático.
Sin embargo, en el otro extremo de nuestra cultura, la cuestión del lenguaje
está confia- da a esta forma de palabra que sin duda no ha dejado de
plantearla, pero que por primera vez se la plantea a sí misma. El que la
litera- tura de nuestros días esté fascinada por el ser del lenguaje esto no es
ni el signo de un fin ni la prueba de una radicalización: es un fe- nómeno que
enraiza su necesidad en una configuración muy vasta en la que se dibuja toda la
nervadura de nuestro pensamiento y de nuestro saber. Pero si la cuestión de los
lenguajes formales hace valer la posibilidad o imposibilidad de estructurar los
contenidos positivos,
372 LAS
CIENCIAS HUMANAS una literatura consagrada al lenguaje hace
valer, en su vivacidad em- pírica,
a las formas fundamentales de la
finitud. Desde el interior del
lenguaje probado y recorrido como lenguaje, en el juego de sus posibilidades
tensas hasta el extre
mo, lo que se anuncia es que el hombre está
"terminado" y que, al llegar
a la cima de toda palabra posible,
no llega al corazón de sí mismo,
sino al borde de lo que lo limita: en esta región en la que ronda la muerte, en
la que el pensa- miento se extingue,
en la que la promesa del origen retrocede indefi- nidamente.
Este nuevo modo de ser de la
literatura fue necesaria- mente
revelado en obras como las de Artaud
o Roussel —y por hombres como ellos;
en Artaud, el lenguaje recusado como
discurso y reaprehendido en la vio
lencia plástica del hurto, es remitido al grito,
al cuerpo torturado, a la materialidad del pensamiento, a la car- ne; en
Roussel, el lenguaje, reducido a polvo por un azar sistemática- mente manejado,
relata indefinidamente la repetición de la muerte y el enigma de los orígenes
desdoblados. Y como si esta prueba de las formas de la finitud en el lenguaje
no pudiera ser soportada o como si fuera insuficiente (quizá su insuficiencia
misma fuera inso- portable), se ha manifestado en el interior de la locura —la
figura de la finitud se da así al lenguaje (como aquello que se devela en él),
pero también antes de él, más acá, como esta región informe, muda,
insignificante en la que el lenguaje puede liberarse. Y en realidad es en este
espacio así puesto al descubierto, donde la literatura, pri- mero con el
surrealismo (pero bajo una forma aún muy disfrazada), después, cada vez de modo
más puro, con Kafka, Bataüle, Blanchot, se da como experiencia: como
experiencia de la muerte (y en el elemento de la muerte), del pensamiento
impensable (y en su pre- sencia inaccesible), de la repetición (de la inocencia
original, siempre en el término más cercano del lenguaje y siempre más
alejado); como experiencia de la finitud (tomada en la apertura y constricción
de esta finitud).
Vemos, pues, que este "retorno"
del lenguaje no tiene, en nuestra cultura, el valor de una interrupción súbita;
no es en modo alguno el descubrimiento
irruptivo de una evidencia desaparecida desde hace tiempo; no es la marca de un repliegue del
pensamiento sobre sí mis- mo en el
movimiento por el cual se libera de todo contenido, ni de un narcisismo
de la literatura que se liberara al fin de lo que tendría que decir, para no
hablar más que del hecho de que es lenguaje puesto al desnudo. En realidad, se
trata del despliegue riguroso de la cultura occidental de acuerdo con la
necesidad que se dio a sí misma a principios del siglo XIX. Sería falso ver en
este índice general de nuestra experiencia, al que podemos llamar
"formalismo", el signo de un desecamiento, de una rarefacción del
pensamiento incapaz
PSICOANÁLISIS,
ETNOLOGÍA 373 de reprehender la plenitud de los contenidos; no sería menos
falso el colocarlo de golpe sobre el horizonte de un nuevo pensamiento y de un nuevo
saber. En el interior del dibujo muy cerrado, muy cohe- rente de la episteme moderna encuentra su posibilidad esta experien- cia contemporánea; es ella misma
la que, por su lógica, la ha suscita- do, la ha constituido de un cabo a
otro y ha hecho imposible que no
exista. Lo que pasó en la época de
Ricardo, de Cuvier y de Bopp, esta forma de saber que se instauró con la
economía, con la biología y con la filología, el pensamiento de la finitud que
la crítica kantiana prescribiera como tarea de la filosofía, todo esto forma aún
el espacio inmediato de nuestra reflexión. Pensamos en ese lugar.
Y,
sin embargo, la impresión de acabamiento y de fin, el sordo sentimiento
que implica,
anima nuestro pensamiento, lo adormece quizá con la facilidad de sus
promesas y nos hace creer que algo nue- vo está en vías de empezar, algo de lo que no vemos más que un ligero
trazo de luz en el bajo horizonte —este sentimiento y esta im- presión no
están quizá mal fundados. Se dirá que existen, que no han dejado de
formularse siempre de nuevo desde principios del siglo XIX; se dirá que Hölderlin, Hegel, Feuerbach
y Marx tenían ya esta certeza de que en ellos terminaba un pensamiento y, quizá,
una cultura y que, desde el fondo de una distancia que quizá no fuera invencible, se aproximaba otra —en la reserva del alba, en el estallido del mediodía o en la disensión del día que termina. Pero esta inmi-
nencia cercana, peligrosa, de cuya
promesa dudamos hoy en día, cuyo
peligro acogemos, no es sin duda de
l mismo orden. Entonces, lo que este anuncio
prescribía al pensamiento era el establecer una morada estable para el hombre sobre esta
tierra de la que los dioses se habían ido o borrado. En nuestros días —y
Nietzsche señala aquí también el punto de inflexión—, lo que se afirma no es
tanto la ausencia o la muerte de Dios, sino el fin del hombre (este
desplazamiento mínimo, imperceptible, este retroceso hacia la forma de la
identidad que hacen que la finitud del hombre se haya convertido en su fin); se
descubre entonces que la muerte de Dios y el último hombre han partido unidos: ¿acaso
no es el último hombre el que anuncia que ha matado a Dios, colocando así su
lenguaje, su pensamiento, su risa en el espa- cio del Dios ya muerto, pero dándose
también como aquel que ha matado a Dios y cuya existencia implica la libertad y
la decisión de este asesinato? Así, el último hombre es a la vez más viejo y más
joven que la muerte de Dios; dado que ha matado a Dios, es él mismo quien debe
responder de su propia finitud; pero dado que habla, piensa y existe en la
muerte de Dios, su asesino está avocado él mis- mo a morir; dioses nuevos, los
mismos, hinchan ya el Océano fu- turo; el hombre va a desaparecer. Más que la
muerte de Dios —o
374 LAS
CIENCIAS HUMANAS más bien, en el surco de esta muerte y de
acuerdo con una profunda correlación con ella—, lo que
anuncia el pensamiento de Nietzsche es el fin de su asesino; es el estallido del rostro del hombre en la risa y el retorno
de las máscaras; es la dispersión de la profunda corriente del tiempo por
la que se sentía llevado y cuya presión
presuponía en el ser mismo de las cosas; es la identidad del Retorno de
lo Mismo y de la dispersión absoluta del hombre. Durante todo el siglo XIX, el
fin de la filosofía y la promesa de una próxima cultura no fueron sin duda sino
una sola y única cosa con el pensamiento de la finitud y la aparición del
hombre en el saber; en nuestros días, el hecho de que la filosofía esté siempre
y todavía en vías de terminar y el hecho de que en ella, pero más aún fuera de
ella y contra ella, tanto en la literatura como en la reflexión formal, se
plantee la cuestión del len- guaje, prueban sin duda que el hombre está en vías
de desaparecer.
La razón es que toda la episteme moderna
—la que se formó ha- cia fines del siglo XVIII y sirve aún de suelo positivo a
nuestro saber, la que constituyó el modo de ser singular
del hombre y la posibilidad de conocerlo empíricamente—, toda esta episteme
estaba ligada a la desaparición
del Discurso y de su monótono
reinado, al deslizamiento del
lenguaje hacia el lado de la
objetividad y a su reaparición múltiple.
Si ahora este mismo lenguaje surge
con una insistencia cada vez mayor en una unidad que debemos pero que aún no
podemos pensar, ¿rio es esto el
signo de que toda esta configuración va a oscilar ahora y que el hombre
está en peligro de perecer a medida que brilla más fuertemente el ser del
lenguaje en nuestro horizonte? El hombre, constituido cuando
el lenguaje estaba avocado a la dispersión, ¿no se dispersará acaso cuando el lenguaje se recomponga? Y si esto
fuera cierto, ¿no sería un error —un error profundo ya que nos ocultaría
lo que se necesita pensar ahora— el interpretar la experiencia actual como una
aplicación de las formas del lenguaje al orden de lo humano? ¿No sería
necesario más bien el renunciar a pensar el hombre o, para ser más rigurosos,
pensar lo más de cerca esta desaparición del hombre —y el suelo de posibilidad
de todas las ciencias del hombre— en su correlación con nuestra preocupación
por el lenguaje? ¿No sería necesario admitir que, dado que el lenguaje está de
nuevo allí, el hombre ha de volver a esta inexistencia serena en la que lo
mantuvo en otro tiempo la unidad imperiosa del Discurso? El hombre había sido
una figura entre dos modos de ser del lenguaje; o por mejor decir, no se
constituyó sino por el tiempo en que el lenguaje, después de haber estado
alojado en el interior de la representación y como disuelto en ella, se liberó
fragmentándose: el hombre ha compuesto su propia figura en los intersticios de
un lenguaje fragmentado. Con certeza, no son éstas afirmaciones, cuando
LAS
CIENCIAS HUMANAS 375 más son cuestiones a las que no es posible responder; es necesario dejarlas en suspenso allí donde se
plantean, sabiendo tan sólo que la posibilidad de plantearlas se abre
sin duda a un pensamiento futuro.
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En todo caso, una cosa es cierta: que el
hombre no es el problema más antiguo ni el más constante que se haya planteado el saber
hu- mano. Al tomar una cronología
relativamente breve y un corte geo- gráfico restringido —la cultura europea a partir del siglo XVI—
puede estarse seguro de que el hombre es una invención reciente. El saber no ha
rondado durante l
argo tiempo y oscuramente en torno a él y a sus secretos. De
hecho, entre todas las mutaciones que han afec- tado al saber de las cosas y
de su orden, el saber de las identidades, las diferencias, los caracteres, los
equivalentes, las palabras —en breve, en medio de todos los episodios de esta
profunda historia de lo Mismo— una sola, la que se inició hace un siglo y medio
y que quizá está en vías de cerrarse, dejó aparecer la figura del hombre. Y no
se trató de la liberación de una vieja inquietud, del paso a la conciencia
luminosa de una preocupación milenaria, del acceso a la objetividad de lo que
desde hacía mucho tiempo permanecía preso en las creencias o en las filosofías:
fue el efecto de un cambio en las disposiciones fundamentales del saber. El
hombre es una in- vención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la
arqueología de nuestro pensamiento. Y quizá también su próximo fin.
Si esas disposiciones desaparecieran tal como aparecieron, si, por cualquier
acontecimiento cuya posibilidad podemos
cuando mucho presentir, pero cuya forma y promesa no conocemos por ahora,
osci- laran, como lo hizo, a fines del siglo XVIII el suelo del pensamiento clásico,
entonces podría apostarse a que el hombre se borraría, como en los límites del
mar un rostro de arena.