Discurso del método
René Descartes (1596-1650). «Héroe del pen- samiento moderno», en expresión de Hegel, porque libera a la dama griega del caballero medieval conduciéndola por el nuevo camino de la modernidad.
Pero ¿no le llama Sartre —tras guiño de Kant—
«sabio dogmático y buen cristiano»? Induda- blemente, sabio. ¿Dogmático? «Descartes se atrevió al menos a enseñar a las buenas cabezas a sacudirse el yugo de la escolástica, de la opi- ni
ón, de la autoridad; en una palabra, de los prejuicios y de la barbarie y, con toda esta rebe- lión cuyos frutos recogemos hoy, ba hecho a la filosofía un servicio más esencial quizá que todos los que ésta debe a los ilustres sucesores de Descartes» (D'Alembert).
Discurso del método
Colección
Clásicos del Pensamiento
fundada por Antonio Truyol y Serra
Director: Eloy García
René Descartes
Discurso del método
Estudio preliminar, traducción y notas de EDUARDO BELLO REGUERA
SEXTA EDICIÓN
t e c n o s
Diseño de cubierta:
JV, Diseño gráfico, S. L.
T Í T U L O O R I G I N A L :
Discours de la méthode ( 1 6 3 7 )
1." edición, 1987
6." edición, 2 0 0 6 Reimpresión, 2 0 0 8
R e s e r v a d o s todos los derechos. El c o n t e n i d o de esta obra está protegido por la L e y , q u e establece penas de prisión y / o multas, a d e m á s d e las correspondien- tes i n d e m n i z a c i o n e s por d a ñ o s y perjuicios, para q u i e n e s reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o c o - m u n i c a r e n p ú b l i c a m e n t e , e n t o d o o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transforma- c i ó n , interpretación o e j e c u c i ó n artística fijada en cualquier tipo de soporte o c o m u n i c a d a a través d e c u a l q u i e r m e d i o , sin la p r e c e p t i v a a u t o r i z a c i ó n .
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Printed in Spain. Impreso en España por Fernández Ciudad, S. L.
ÍNDICE ,
E S T U DIO PRELIMINAR Pág. I X
1. A l g o m á s que un problema de m é t o d o X I 2. El papel del m é t o d o en la c o n f i g u r a c i ó n de la
c i e n c i a m o d e r n a X X I I 3. Descartes, ¿primer pensador m o d e r n o ? X X X I X N o t a sobre la presente e d i c i ó n X L V Bibliografía XLVI1
D I S C U R S O D E L M É T O D O
P R Í M E R A P A R T E 3 S E G U N D A P A R T E 1 5 T E R C E R A P A R T E 3 1 C U A R T A P A R T E 4 5 Q U I N T A P A R T E 5 9 S E X T A P A R T E 8 3
[VIII
ESTUDIO PRELIMINAR
Por Eduardo Bello Reguera
A los trescientos cincuenta años de la publjcación del Discours de la méthode (1637-1987), ¿se ha de con- siderar esta obra sólo como un documento histórico, particularmente significativo de las tensiones de una época, o más bien como la expresiva construcción teó- rica que inaugura la razón moderna? La tesis de la rup- tura, según la cual no sólo el Renacimiento sino sobre todo la Epoca Moderna significan algo nuevo con rela- ción al pasado medieval, subraya una y otra vez la se- gunda alternativa: Descartes ha fundado, definitiva- mente, el pensamiento moderno. Su discurso
sobre el método entendido como camino de la razón teórica y práctica constituye el signo más inequívoco, la piedra fundamental del edificio del saber y de la cultura mo- derna. Frente a esta tesis, defendida por A. Koyré, E. Garin, M. Guéroult, S. Turró entre otros, la tesis de la continuidad se empeña en afirmar que, a pesar de Des- cartes, como a pesar de Copérnico, Kepler, Bruno, Ga- lileo, Bacon, nada nuevo hay bajo el sol: la ciencia de Galileo y de Descartes perseguía una meta imposible e incluso falsa (A. C. Croinbie) o se limitaba a recuperar las investigaciones del siglo xiv (P. Duhem) y, en filo- sofía, Descartes apenas se diferencia de un epígono del pensamiento medieval (E. Gilson).
[IX]
X EDUARDO BELLO
El riesgo de unilateralidad de ambas tesis es bien pa- tente.
Por una parte, la afirmación de la originalidad del autor del Discurso del método hasta el punto de creer que su pensamiento ha brotado en su totalidad, como Minerva, de la cabeza de un Júpiter, ha hecho olvidar la presencia en éste y en otros textos de términos, supuestos y proble- mas de la tradición medieval. Por otra, el rastreo de tal presencia ha llevado a especialistas de dicha tradición, como Gilson, a sobrevalorar su papel en la construcción de la filosofía.cartesiana, para difuminar en ella lo que tiene de originalidad y novedad, esto es, de modernidad.
Si este breve ensayo constituye un argumento más en favor de la tesis de la ruptura, no es porque en él se en- cuentre la simple repetición del enunciado: «Descartes es el primer pensador moderno», sino porque la validez de tal enunciado se infiere lógicamente del análisis de aque- llo que significa y especifica al pensador moderno. Aho- ra bien, para evitar el riesgo de unilateralidad señalado, tendremos en cuenta en este análisis las raíces históricas del pensamiento cartesiano, pero sin limitarnos a una de ellas, como hace E. Gilson1, sino remitiéndonos a la plu- ralidad de las tradiciones teóricas en las que se inspira2,
'• Études sur le rôle de la pensée médiévale dans la formation du système cartésien, J. Vrin, Paris, 1930.
2 S. Turró ha señalado el paradigma renacentista, sobre todo el
mecanicismo y la nueva ciencia (Descartes. Del hermetismo a la nue- va ciencia, Anthropos, Barcelona, 1985); E. Cassirer, el platonismo (El problema del conocimiento, FCE, México, 1953, vol. I, pp. 447-458) y el estoicismo (Descartes, Corneille, Christine de Suède, J. Vrin, Pa- ris, 1942, pp. 71 -87); A. Koyré subraya también el platonismo (Étu- des galiléennes, Hermann, Paris, 1966; trad. esp. en Siglo XXI); D. M. Clarke reivindica el ideal aristotélico de demostración y certeza (Descartes Philosophy of Science, Manchester University Press, 1982; trad. esp. en Alianza); P. Rossi vincula el saber moderno a las artes me- cánicas y al nuevo ideal científico (Los filósofos y las máquinas, ¡400- 1700, Labor, Barcelona, 1966), L. Brunschvicg, señala la influencia de Montaigne (Descartes et Pascal, lecteurs de Montaigne, New York, 1944); y en general véase G. Rodis-Lewis, L'Oeuvre de Descartes, J. Vrin, Paris, 1971, 2 vols.).
ESTUDIO PRELIMINARXLI11
así como a los acontecimientos históricos vividos y tra- ducidos, antes que Hegel, a conceptos.
Desde esta perspectiva, la respuesta a la pregunta formulada al comienzo no puede ser dilemática. Si el Discurso del método aparece hoy día como expresiva construcción teórica de la razón moderna, no es sino so- bre la base de las investigaciones acerca del momento histórico en el que ha sido elaborado, y a pesar de dichas investigaciones, es decir, a posar de los posibles intentos de desdibujar la originalidad cartesiana en el horizonte de su época histórica o de otra anterior.
Así, pues, nos vamos a referir en primer lugar a las tensiones histórico-culturales de comienzos del siglo xvn, cuyo eco se percibe claramente en los escritos de Des- cartes concretamente en el Discurso, poniendo de relieve sobre todo la tensión suscitada en torno a la nueva cien- cia. Nos preguntaremos, en segundo lugar por el funda- mento de la nueva ciencia, tal como aparece formulada en esta misma obra. Y, en tercer lugar, verificaremos el enunciado: «Descartes, primer pensador moderno».
1. ALGO MÁS QUE UN PROBLEMA DE MÉTODO
Que el Discurso del método es algo más que un tra- tado de metodología nadie lo pone en duda. En lo que ya no es tan fácil ponerse de acuerdo es en precisar qué es ese algo más, aun prescindiendo de los tres ensayos a los que el Discurso precedía como introducción3. Si nos pa-
3 El 8 de junio de 1637 aparecía en Ley de la primera obra impre-
sa de Descartes, con este título: Discours de la méthode pour bien conduire sa raison, et chercher la vérité dans les sciences. Plus la Dioptrie/ne, les Météores et la Géométrie qui sont des essais de cette méthode (C. Adam y P. Tannery, vol. VI, p. XIII. En adelante se ciia- rá esta ed. mediante las iniciales AT, seguidas del vol. y de la p. correspondientes).
XII EDUARDO BELLO
rece insuficiente afirmar que se trata de una autobiografía intelectual, porque se corre el riesgo de trivializar y ol- vidar los auténticos problemas, la simple identificación de cada una de las seis partes de que se compone la obra tampoco basta para especificar ese algo más, aunque nos pone en camino. En tal identificación F. Alquié es más sobrio que el mismo Descartes, cuando escribe que «la primera es una historia, la segunda una lógica, la tercera una moral, la cuarta una metafísica, la quinta una expo- sición científica, la sexta una especie de llamamiento al público»4.
En la relación de Alquié se nos oculta lo esencial. No
se nos dice que lo que Descartes se propone es es- tablecer un nuevo fundamento tanto de la razón teórica como de la razón práctica5. Desde un nuevo fundamen- to epistemológico y metodológico (Parte II), se ha de entender la Parte I no tanto como un relato autobio- gráfico, sino más bien como una «consideración [críti- ca] sobre las ciencias»6, como una crítica de los funda- mentos del saber establecido. Desde el nuevo fundamento metafísico (Parte IV) se entenderá mejor no sólo el esbozo innovador de otra moral (Parte III) sino también el resumen de las teorías física y antropo- lógica, el apunte para una teoría lingüística (Parte V), así como los proyectos de investigación en la ciencia de la naturaleza y las condiciones necesarias de su reali- zación (Parte VI).
Si nos atenemos, en cambio, a aquella heterogénea relación, se nos plantea consecuentemente un problema de coherencia, que Alquié resuelve en términos de histo- ria intelectual: el Discurso del método —escribe— es,
4 Descartes, Oeuvres philosophiques, ed. de F. Alquié, Garnier, Pa-
ris, 1963,1. I, p. 550. En la ed. francesa (1637) Descartes pone los seis epígrafes al comienzo de la obra; en la latina (1644) figuran en el inargen del comienzo de cada parte.
5 P a n e l , p. 13; II, p. 22; IV, p. 44 (AT, VI, pp. 10, 17 y 31). 6 AT, VI, p. 3.
ESTUDIO PRELIMINARXLI11
ante todo, «la historia de los pensamientos de Descartes. Y la
coherencia que podemos descubrir en él es la de un relato, no la de un sistema7. Y, en efecto, en el Discurso resuena, como veremos, toda la historia de la evolución del pensamiento de Descartes: la de sus estudios en La Flèche (1606-1614), en la universidad de Poitiers (1614- 1616) y los primeros años en el gran libro del mundo (1617-1619), la de los nueve años practicando el método (1619-1628) y la historia de ensayos y proyectos (1628- 1637), así como la de las líneas principales de los escritos y tareas anunciados en el Discurso y realizados en el pe- ríodo 1638-1650".
Ahora bien, lo que se sigue omitiendo es que en este prime
r texto impreso resuena con igual fuerza la historia de la época. Si resolvemos el problema de la coherencia no en términos de biografía intelectual, sino de funda- mentación del saber y del hacer, la atención del lector no ha de centrarse tanto en el entretenido y cauteloso relato, cuanto en las tensiones sociales y culturales —presentes en él— del primer tercio del siglo xvn, que constituyen la encrucijada incierta donde comienza y se constituye el camino de la razón moderna. Los problemas, las tensio- nes, las luchas, las contradicciones de la época son tam- bién ese «algo más» que encontramos en el Discurso del método. Es imposible comprender el sentido y la his- toria efectiva de éste, la wirkliche Historie del pensa- miento del autor ignorando los problemas de la época y no teniendo en cuenta las raíces históricas de todo pen- sador.
La época histórica que Descartes traduce a pensa- miento, época de crisis y de renacimiento, ha sido califi- cada por A. Koyré como tiempo de «incertidumbre y
7 Op. cit., p. 553.
* Cf. H. Gouhi
er, Descartes. Essais sur le «Discours de la mé- thode», ta métaphysique et la morale, J. Vrin, Paris, 1973 (3e. ed.), pp. 23-24.
XIV EDUARDO BELLO
desarraigo»9, como consecuencia de la ruptura de la uni- dad religiosa, de la unidad política, de la unidad cultural y cosmográfica en los siglos xv y xvi. Tales rupturas —duro y alborozado despertar del hombre renacentista y de la razón moderna— van precedidas y seguidas de fuertes tensiones, que designamos mediante los términos contrapuestos: tradición/renacimiento, reforma/contra- rreforma, nobleza/burguesía, feudalismo/capitalismo, geocentrismo/heliocentrismo, teocentrismo/antropocen- trismo, fe/razón, etc. Por una parte, la mayor pasión por el descubrimiento en inventores, geógrafos, viajeros, hu- manistas, artistas, científicos; por otra, la mayor estrate- gia de la censura: la inquisición y la tortura. De un lado, la libre interpretación defendida por la Reforma, como una ventana abierta en el claustro medieval a la libertad de pensamiento; de otro, la persecución para quien pro- yecta la libre discusión de los temas de actualidad (caso Pico de la Mirandola, 1486), la hoguera para quien se permite pensar por sí mismo sin atenerse a lo que dicta la auctoritas (caso Bruno, 1600), o la tortura mental, la condena y la cárcel para quien se empeña en interpretar el universo desde la razón científica moderna (caso Ga- lileo, 1616, 1633).
G. Pico, manifiesto vivo del humanismo renacentista italiano10, afirmó teóricamente la libertad sin ninguna ba- rrera. Lutero, en cambio, sólo apuntalaba las del hombre exterior, mientras destruía la barrera espiritual del hombre interior. En
ese poder de destrucción de la autoridad de la Iglesia, de toda mediación del hombre con Dios, se fun- damenta una de las características de la libertad moderna: la independencia". Independencia para ¡interpretar
9 «Entretiens sur Descartes», en Introduction à la lecture de Pla-
ton, suivi de..., Gallimard, Paris, 1962, p. I7S.
10 E. Garin, La revolución cultural del Renacimiento, Crítica, Bar-
celona, 1981, pp. 159-166; Pico de la Mirandola, De ta dignidad del hombre, ed. de L. Martínez Gómez, Editora Nacional, Madrid, 1984.
" E. Fromm (1942), El miedo a la libertad, Paidós, Buenos Aires,
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—libre interpretación— y para pensar. No cabe duda de
que, al pensar con independencia, Lutero —como más tarde Bruno, Galileo, Descartes— liberó a la conciencia europea de la encorsetada autoridad de la tradición y de la Iglesia: libertad como liberación, como ruptura de la caja mágica que produce herejes, heterodoxos, librepensado- res. Frente a los detentadores de la patente de la caja má- gica, que también producía cazadores
de brujas, tortura- dores y fanáticos luchadores religiosos —recuérdese la sangrienta noche de San Bartolomé12—, surgieron los artí- fices de la paz, los inventores de la tolerancia, los defen- sores de la libertad de conciencia, por la que lucharon en la forma de libertad religiosa en primer lugar los grupos minoritarios —como los calvinistas en Francia— perse- guidos por igual en todos los Estados confesionales y las Iglesias oficiales. Al sintetizar el significado de la Refor- ma en este contexto, E. Fromm escribe: «Estamos con- vencidos de que la libertad religiosa constituye una de las victorias definitivas del espíritu de libertad»13. Pero no la definitiva, dado que a la independencia del pensar le es indispensable la libertad de la palabra.
A comienzos del siglo XVII, a los Bruno y a los Gali- leo se les prohibe, con el grave tono inquisitorial, preci- samente la libertad de la palabra14. Por eso Descartes,
1971, p. 104. Cf. M. Ballesteros, La revolución del espíritu. Tres pen- samientos en libertad, Siglo XXI, Madrid, 1970.
12 En la noche del 23 al 24 de agosio de 1572, con motivo de la
boda de Enrique de Navarra con Margarita de Valois, fueron acuchi- llados lo
s hugonotes de París. Bajo esta dura impresión, J. Bodin re- dactó su obra principal, Six livres de la République (1576), trad. esp. en Tecnos, 1985. El fanatismo religioso está presente en las guerras de re- ligión de la época, como la de los campesinos alemanes (1524): cf. M. Lulero, Escritos políticos, ed. de J. Abellán, Tecnos, Madrid, 1986; o en la guerra de los Treinta Años ( 1618-1648) en la que participa Des- cartes. Cf. R. van Dülmen, Los inicios de la Europa moderna, Siglo XXI, Madrid, 1984, pp. 342- 383.
IJ Op.cit., p. 138.
M G. Bruno fue quemado vivo en el Campo di Fiori (Roma), en
1600, tras ser detenido por la Inquisición de Venecia en 1592.
X V I EDUARDO BELLO
habiendo aplazado el ejercicio de ésta en 1633, procede con suma cautela cuatro años más tarde al decidirse a pu- blicar el Discurso del método. Por una parte, omite ha- blar expresamente de los principios de su teoría física, con el fin de no perturbar a los «doctos, con los que no deseo indisponerme»15. Por otra, lo publica no en Fran- cia, sino en Leyde (Holanda) y sin nombre de autor16.
Francia, brazo ejecutor de la contrarreforma, como España, no era precisamente el oasis de la libertad de pensamiento, que en cierto modo comenzaba a brotar en los Países Bajos. En Francia se alzaba, en cambio, el to- rreón del absolutismo sobre cimientos tan ad hoc como la intransigencia y la censura. El tolerante rey Enrique IV, que consigue la permanencia de los hugonotes pro- mulgando el Edicto de Nantes en 159817 es asesinado en 1610. A pesar de que la sexta ley fundamental exigía de Francia y de sus reyes la catolicidad
de forma explí- cita y absoluta, el cardenal Richelieu, que había vincula- do la política a su ética —«el primer deber del Estado es establecer el dominio de Dios»—, no duda, sin embargo, en entrar en alianza con la Suecia protestante en 1635, es decir, con los enemigos de la fe «por razón de Estado»: combatir al otro enemigo, la casa de Austria. Con todo, «las tensiones derivadas del cauchemar des rébelions, observa G. Barudio, urdidas en el interior por las frondas aristocráticas, los hugonotes y las intrigas de la Corte y agudizadas una y otra vez por las rebeliones campesinas y por la oposición parlamentaria, así como la presión del «cauchemar des coalitions» contra Francia, que Ri-
" Al comienzo de la Parle V; igualmente comienzo de la Parte VI. 16 AT, VI, p. V. Esta cautela la repetirá Spinoza; pero en ambos ca-
sos el electo no buscado va a ser la celebridad y la polémica.
" Edicto revocado por Luis XIV en 1685, provocando la emigra-
ción masiva de los hu
gonotes. Tal actitud intolerante contrasta con las llamadas a la tolerancia, a finales de esta década, por pensadores como J. Locke (Corla sobre la tolerancia, ed. de P. Bravo, Tecnos, Madrid, 1985).
ESTUDIO PRELIMINARXLI11
chelieu veía siempre cercada, no permitían que el país vi- viera en paz, especialmente después de 1635 [...]. Mien- tras hubiera hugonotes y, por tanto, un Estado potencial dentro del Estado [...], mientras existiera la autonomía corporativa de la rica Iglesia, los señoríos de la nobleza y la compraventa de cargos para la burguesía, mientras las regiones, provincias y ciudades escapasen al centralismo real y los intelectuales estuviesen enzarzados en una po- lémica continua a pesar de la fundación de la Académie française en 1634, polémica de la que la lucha de Gas- sendi contra Descartes no es más que un ejemplo entre muchos, este reino sería difícil de mantener unido»18. Sobre todo cuando tal unión se pretende bajo el lema: «Sólo un señor, una fe, un bautismo, un Dios» (Efes.).
¿Cuál es la posición de Descartes al respecto? En primer lugar, con relación al Estado y a la religión, no asume como en el campo de la ciencia el papel del revo- lucionario, ni siquiera el del reformador, tal como lo asu- miera años antes La Boétie en su Discurso de la servi- dumbre voluntaria o Contra el uno19. Descartes, que mide siempre el margen de lo realmente posible no con- sidera «razonable que un particular intentara reformar un Estado cambiándolo todo desde sus cimientos [...]. Mi propósito —precisa— no ha sido nunca otro que tratar de reformar mis propios pensamientos y construir sobre un terreno que sea enteramente mío»20.
En segundo lugar, si paradójicamente Descartes ex- cluye de la exigencia crítica y fundamentadora de la duda el problema del Estado y el tema de la religión
La época del absolutismo y la Ilustración: 1648-1779, Siglo XXI. Madrid, pp. 84-85; cauchemar = pesadilla.
" La Boétie (1530-1563), amigo de Montaigne, escribe el libro ha- cia 1552, aunque no se publica hasta 1572 en París. Ha sido editado en Tecnos (Madrid, 1986) por J. M. Hernández-Rubio.
20 Parte II, pp. 18-20 (AT, VI, pp. 13 y 15). Cf. el comienzo de la
Parte III, primera máxima. Sobre el problema político, v. A. Negri, Descartes político, Feltrinelli, Milano.
X V I I I EDUARDO BELLO
¿dónde hemos de situar la tarea fundamentadora de la ra- zón práctica? Evidentemente no allí donde él mismo se ha prohibido el paso, sino en la senda abierta en el terre- no de la moral, como veremos.
Y, en tercer lugar, no cabe duda de que donde Des- cartes construye sobre un terreno originalmente suyo, donde lleva a cabo la creativa reforma del pensar, es en el espacio de la filosofía y de la ciencia, tal como lo ex- presa al final de la Parte II del Discurso del método: «Al darme cuenta de que todos los principios de las ciencias debían tomarse de la filosofía, en donde aun no hallaba ninguno cierto, pensé que era necesario ante todo que me propusiera investigarlos»21.
¿Es este proyecto de reforma y fundamentación del sabe
r y del hacer la salida de aquel tiempo de incerti- dumbre y desarraigo que describe A. Koyré? Si la Re- forma había roto la certeza en Roma, como el descubri- miento de América había quebrado la certeza geográfica y la pólvora había hecho estallar la certeza y la seguridad del §eñor feudal, si los
humanistas habían minado el edi- ficio del saber medieval, derribando la clave de su bóve- da, esto es, el principio de autoridad (Aristóteles, Sto. To- más, la Biblia), recuperando de la antigüedad otros autores, otros textos, otras formas de vida, y si el helio- centrismo había roto la certeza cosmológica (aristotélica, ptolemaica y bíblica), el proyecto cartesiano contribuye indudablemente, en este marco, a la ruptura y destrucción del viejo mundo medieval y a la configuración de otro nuevo, el mundo moderno. Es muy importante tener pre- sentes los dos aspectos de la única tarea fundacional. El primero, el de la crítica demoledora de la cultura recibi- da, está expresado sobre todo en la Parte I del Discurso y en la actitud de duda que problematiza de raíz todo saber. El segundo, en las demás partes del mismo y en el resto de su obra.
21 Parte II, p. 29 (AT, VI, pp. 21-22).
ESTUDIO PRELIMINARXLI11
El lugar primordial que ocupa el trabajo creativo en Descartes, le distancia precisamente de la actitud es- céptica22, generada por el sentimiento de incertidumbre y desarraigo tras la ruptura de toda certeza. Si nada es cierto, no se sabe nada, concluye F. Sánchez. Y Mon- taigne extrae la consecuencia: el hombre no sabe nada, porque no es sino finitud o nada23. Si Descartes es deu- dor del descubrimiento del yo de Montaigne, ello no significa que la duda cartesiana sea l
a fiel traducción del escepticismo que se encierra negativamente en el castillo del yo, por una parte, y, por otra, que en la afir- mación de la subjetividad que sigue a la difícil senda de la duda está presente la herencia de los humanistas, quienes, mirándose con distanciamiento crítico en el es- pejo denominado «clásico», no sólo hacen renacer la cultura de la antigüedad, sino que, al reflexionar sobre los propios problemas, diseñan también una nueva ima- gen del hombre. Así, en el Discurso de la dignidad del hombre, con la fuerza expresivamente hercúlea de una pintura de Miguel Ángel, Pico «fijaba con mucha preci- sión el alcance subversivo de la nueva imagen del hom- bre»24.
No menos importante, en la contribución de Descar- tes a la
construcción de la razón moderna, es la interpre- tación de la naturaleza hecha por los pensadores del Re- nacimiento y muy especialmente la herencia científica de Copémico, Kepler y Galileo, así como el atomismo que
22 Pane IV, p. 46 (AT, VI, p. 32); III, p. 41 (AT, VI, p. 29).
23 F. Sánchez, Quod nihil scitur ( 1576); trad. esp. en Aguilar. Los
«ensayos» o experiencias de Montaigne datan de 1580 (I y II) y de 1588 (III): Essais, Gallimard, París; trad. esp. en Cátedra, Madrid, 1985-1987. Cf. R. H. Popkin, Historia del escepticismo desde Erasmo hasta Spinoza, FCE, Madrid, 1983.
24 E. Garin (1973), Medioevo y Renacimiento, Taurus, Madrid,
1981, p. 75; E. Garin (1980), El Renacimiento italiano, Ariel, Barce- lona, 1986; A. Heller (1978), El hombre del Renacimiento, Península, Barcelona, 1980.
X X EDUARDO BELLO
conoce a través de Beeckman25 y el proyecto de F. Ba- con. Basta observar la Parte V del Discurso, donde Des- cartes resume su teoría física, o la Parte VI donde se proclama partidario de una filosofía práctica es decir, de un desarrollo aplicado del saber, tal como lo propone Bacon26. Ahora bien, ¿en qué se diferencia la filosofía de la ciencia de Descartes de la de Galileo, por ejemplo? ¿Qué es lo específico del proyecto cartesiano de la fun- damentación del saber? ¿Coincide, acaso, con el de Ba- con? ¿Qué lugar ocupa el discurso metodológico en el marco del proyecto de fundamentación? ¿No habría que comparar el Novum Organum (1620) de Bacon y el Dia- logo sopra i due massimi sistemi del mondo (1632) de Galileo con el Discours de la méthode (1637)?
Responderemos a algunas de estas preguntas al de- sarrollar, en seguida, el problema del fundamento de la ciencia moderna en Descartes. Pero, antes, sólo una pin- celada más sobre el eco de la historia en el Discurso. Se trata, esta vez, de asomarse a la historia del pensamiento de Descartes resonando en el Discurso.
Es sabido que el texto publicado como introducción a los ensayos científicos de 1637 no fue escrito como una descripción coherente del método científico tal y como se planeó para las Reglas. Entre 1620 y 1636, ob- serva Clarke, Descartes se ve comprometido de uno u
25 Cf. S. Turró, Descorles. Del hermetismo a la nueva ciencia,
Anlhropos, Barcelona, 1985; A. Koyré, Etudes galiléennes, Her- mann, Paris, 1966 (trad. esp. en Siglo XXI); D. M. Clarke, Descartes' Philosophy of Science, Manchester University Press, 1982 (trad. esp. en Alianza, Madrid,
1986). De guarnición en Breda (1618), Descartes ve un anuncio que planteaba a los científicos un problema de mate- máticas: así conoció a Isaac Beeckman, alomista y decidido copemi- cano, con el que mantendrá larga correspondencia y amistad. Cf. E. Denisoff, Descartes, premier théoricien de la physique mathé- matique, Nauwelaerts, Lou vain, 1970; S. Gankroger (ed.), Descartes: Philosophy, Mathematics and Physic, Harvester Press, Hassocks, 1980.
2fi Parte VI, p. 85 (AT, VI, pp. 61-62).
ESTUDIO PRELIMINARXLI11
otro modo en la redacción de algo así como una biogra- fía intelectual27, un tratado de metafísica28, las Reglas19, El Mundo, un trabajo sobre meteorología y otro sobre óp- tica, junto con el ensayo en curso acerca de varios pro- blemas de geometría. El texto de El Mundo, el primero preparado para su publicación, es abandonado en 1633, temeroso Descartes de correr la misma suerte que Gali- leo. Dos años más tarde decide publicar los ensayos so- bre Dióptrica y Meteoros, precedidos de una corta intro- ducción que persiste en la sección final de la Parte VI. Entre noviembre de ese mismo año y marzo de 1636, Descartes decide incluir en la publicación parte de sus trabajos de Geometría, lo que le obliga a escribir una nueva introducción. Pero en lugar de redactar una nueva, extracta del manuscrito de las Reglas las cuatro que son aplicables a cualquier disciplina, reordenadas en la Parte II del Discurso. «El texto final que resulta de tan curioso proceder —concluye Clarke— no es completamente co- herente. Incluye una sección de la Histoire de mon esprit en la Parte I, y un resumen de las cuatro reglas principa- les del método cartesiano del Libro I de las Reglas. La Parte III es una pieza relativamente nueva sobre moral, mientras que la Parte IV reproduce parte de sus primeros trabajos sobre metafísica y fue incluida en el texto final debido a la presión del editor deseoso de completar el manuscrito30. La Parte V es un resumen de parte de su trabajo sobre física y meteorología que encontramos en
27 «Acordaos de la Histoire de votre esprit. Es esperada por todos
nuestros amigos» (Balzac a Descartes, 30 de marzo de 1628).
2* La Parte IV sólo es un resumen del pequeño Traité de mé-
taphysique (a Mersenne, 25 de noviembre de 1630), comenzado en 1629, y desarrollado más tarde en Meditationes de prima philosophia, 1641 (AT, Vil, pp. 17 ss.); trad. esp. de V. Peña, Alfaguara, Madrid, 1977.
29 Redactadas en 1628, son publicadas en 1701 (AT, X, pp. 359 ss.);
ed. de J. M. Navarro Cordon, Alianza, Madrid, 1984. M Descartes a Vatier, 22 de febrero de 1638.
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Le Monde3I. A pesar de que Descartes explica en la Par- te V por qué abandona los planes de publicación de Le Monde, no obstante repite esta explicación al principio de la Parte VI y añade entonces el prefacio escrito origi- nalmente para los dos ensayos sobre Meteoros y Diop- trical1.
A partir de 1637 Descartes desarrollará, sobre todo, problemas tratados en el Discurso, pero escasamente de- sarrollados: la metafísica, los principios de la filosofía, los principios de la física omitidos deliberadamente en la Par- te V33 y el tema moral, tanto en las cartas a Isabel y a Cris- tina de Suecia como en Las pasiones del alma ( 1649)34.
La muerte de Descartes, acaecida en 1650, nos privó sin duda de
otros resultados de sus proyectos de investi- gación inacabados. Pero nos queda, al menos, lo que considero esencial de su aportación: la reflexión sobre el fundamento de la ciencia y la conciencia moderna.
2. EL PAPEL DEL MÉTODO EN LA CONFIGURACIÓN DE LA CIENCIA MODERNA
Si hasta aquí nos hemos ocupado de ese «algo más» que hay en el Discurso del método, es necesario pregun-
31 «Incluyo algunas cosas sobre metafísica, física y medicina en el
primer Discurso para mostrar que (el método) alcanza a lodo tipo de materias» (a Mersenne, abril, 1637).
32 La flosofia de la ciencia de Descartes, Alianza, Madrid, 1986,
pp. 190-191. Cf. G. Rodis-Lewis, L'oeuvre de Descartes, I, pp. 141- 214; H. Gouhier, Descartes. Essais sur le «Discours de la métho- de»..., cit., pp. 55 ss.; G. Gadoffre, «Réflexions sur la genèse du Dis- cours de la Méthode», Revue de Synthèse, N e w Series, 22, 1958, pp. 11-27.
33 Principia philosophiae, 1644 (AT\XI-ii, pp. 21 ss.); trad. esp. de
G. Quintás, Alianza, Madrid, 1995.
M Les passions de l'âme, 1649 (AT, XI, pp. 327 ss.); trad. esp. de
J. A. Martínez Martínez y P. Andrade Boué, Tecnos, Madrid, 1997;
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tar ahora: ¿Cuál es el papel del método en la configura- ción de la ciencia moderna? Anticipemos la respuesta de Heidegger, que es la nuestra: el método no es sino la «instancia fundamental» de la ciencia moderna33.
Pero ¿no podría ser referida esta respuesta igualmen- te a la ciencia antigua, a la medieval o a la actual? Y, en cualquier caso, ¿es válida para la época moderna en ge- neral o solamente se adecúa a la posición teórica de Des- cartes? Aunque la tesis de Heidegger está enmarcada en un breve comentario al discurso cartesiano del método en las Regulae, para la comprensión del sentido de éste como de la tesis de aquél es indispensable preguntarnos previamente por aquello que caracteriza a la ciencia mo- derna. Sólo entonces aparecerá con mayor nitidez el pa- pel de Descartes en el proceso de su génesis y funda- mentación.
Dando por supuesto que en los siglos xv se configu- ra el paradigma de la ciencia moderna, que a su vez constituye uno de los fenómenos característicos de la época moderna36, es necesario preguntar: ¿qué es lo que especifica a dicho paradigma? De otro modo ¿cuál es el rasgo esencial de la ciencia moderna? Caracterizar ésta, con relación a la ciencia antigua y medieval, diciendo
Lettres sur la morale, ed. de J. Chévalier, París, 1935; trad. esp. de E. Goguel, Buenos Aires, 1945.
35 Die Frage nach Jem Ding, Niemeyer, Tübingen, 1962; trad,
esp.: La pregunta por la cosa. Alfa, Buenos Aires, 1975, p. 93.
36 Th. S. Kuhn, The structure of scientific revolutions, University
of Chicago Press, 1962 (trad. esp. en FCE); A. Koyré, Études galilé- enn
es, cit. en nota I, y Études d'histoire de la pensée scientifique, Ga- llimard, Paris, 1973 (trad. esp. en Siglo XXI), E. A. Burn, The me- taphysical Foundations of modem physical Science, Doubleday, New York, 1954 (trad. esp. en Ed. Sudamericana); N. W. Gilbert, Renais- sance concepts of method, Columbia University Press, New York/Lon- don, 1960; E. M. Madden (ed.), Theories of scientific method, Univer- sity of W a s h i n g t o n Press, Seattle, I 9 6 0 ; R. S. W e s l f a l l , The construction of modern science, J. Wiley & Sons, N e w York, 1971; M. Heidegger, Holzwege, Klostermann, Frankfurt, 1950 (irad. esp.: Sendas perdidas, Losada, Buenos Aires, I960, p. 68).
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que la primera parte de los hechos y la segunda de con- ceptos generales y especulativos, sería olvidar que tanto en un caso como el otro se trata de hechos y de concep- tos, y que lo decisivo es el modo en que los hechos son comprendidos y los conceptos aplicados. Tampoco es totalmente cierto que el experimento constituya lo espe- cífico de la ciencia moderna pues no sería difícil probar que está presente tanto en la época antigua como en la medieval; lo que hay que subrayar como importante no es, pues, el experimento en cuanto tal, sino el modo en que se proyecta el experimento para determinar concep- tualmenle los hechos. Y cuando se señala que la nueva ciencia se caracteriza por el cálculo y la medida, se olvi- da una vez inás que la concepción pitagórica de que la realidad eslá esencialmente constituida por el número quedó formulada definitivamente en el Tirneo de Platón, aunque luego fuera marginada; lo que no hay que olvidar aquí es que el problema radica también en el modo y en el sentido de los cálculos y mediciones. «Con las tres ca- racterizaciones nombradas de la ciencia moderna —cien- cia de los hechos, ciencia experimental, y de la medi- ción—, observa Heidegger, no hemos tocado el rasgo fundamental de la nueva posición intelectual [...]. Dare- mos un título a este carácter fundamental de la actitud in- telectual moderna diciendo: la nueva exigencia del saber es exigencia matemática »yi.
Ahora bien, ¿en qué sentido se puede afirmar que la exigencia matemática es el rasgo fundamental de la nue- va ciencia? ¿No cabría pensar más bien que, dado que los elementos citados ya están presentes en la ciencia griega,
La pregunta por la cosa, cit., pp. 64-65. Cf. L. Brunsclivicg, «Mathématique
el métaphysique chez Descartes», Rv. de Mét. et de Mor., 34, 1927, pp. 277-324; J. Vuillemin. Mathématiques et mé- taphysique chez Descartes, PUF, Paris, 1960; J. L. Allard, Le nia- tliématisme de Descartes, Editions de l'Université d'Ottawa, Ottawa, 1963; E. Denissoff, Descartes, premier théoricien de la physique ma- thématique, Nauwelaerts, Louvam, 1970.
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lo que constituye lo especifico de la ciencia moderna no es sino su síntesis? «Sobre la base de tal síntesis la cien- cia moderna desarrolla luego esa serie de descubrimien- tos que la cultura antigua ni podría sospechar y que han transformado el mundo»3®.
Tal vez el problema que habría que resolver, de acuerdo con esta tesis, es el problema de cómo se opera la síntesis. Tal vez la pregunta que encierra este problema coincide, en el fondo, con la pregunta por el sentido de la «exigencia matemática». ¿No es, acaso, esta exigencia la que traduce el enunciado de Galileo «la filosofía está escrita en este grandioso libro (que yo llamo universo) [...] en lenguaje matemático»?39. ¿No es esta misma exi- gencia matemática la que Descartes eleva a modelo de todo saber cierto?"'0. No es extraño pues, que A. Koyré coincida con Heidegger al preguntarse por «el papel de- sempeñado por las matemáticas en la constitución de la ciencia de lo real», esto es, la física moderna, evocando al mismo tiempo que la cuestión del papel y de la natu- raleza de las matemáticas era el principal lema de discu- sión entre Aristóteles y Platón. No es extraño también que afirme Koyré, en base al mayor interés de Platón por las matemáticas, que «en la época galileana mate- matismo significa platonismo»41, que el Diálogo de Galileo es una obra polémica y de batalla, apunta su má- quina de guerra contra la ciencia y la filosofía tradicio- nales y combate la tradición aristotélica en nombre de otra filosofía, la de Platón42, y que, sin embargo, «no es
'8 E. Severino (1984), La filosofía moderna, Ariel, Barcelona, 1986, p. 33.
39 II Saggiatore, Opere, Ed. Nazionale, Firenze, 1929-39, vol. VI,
p. 232. Cf. Discorsi e dimostrazione maiematiche interno a due move scienze, a cura di A. Canigo e L. Geymonat, Torino, 1958; trad. esp. en Editora Nacional.
40 parte II del Discurso, pp. 26-27 (AT, VI, p. 19).
41 Estudios galileanos, Siglo XXI, Madrid, 1980, pp. 265 y 271. 42 Ibid., pp. 200-202.
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Galileo sino Descartes quien asegura la definitiva victo- ria
del platonismo y desaloja al aristotelismo de las posi- ciones que había ocupado durante tanto tiempo»43. Vol- vamos a la pregunta: ¿en qué sentido se puede afirmar que la exigencia matemática es el rasgo fundamental de la nueva ciencia? Distinguiendo con Heidegger entre la «matemática» y lo «matemático», y asumiendo que aqué- lla sólo es una determinada configuración de lo mate- mático, una aproximación etimológica a la palabra nos indica que x a | i a 6 f ¡ ( i a t a significa lo que se puede aprender, y por eso también lo que se puede enseñar44. Pero ¿cuál es el sentido auténtico de lo «matemático»? Desde hace mucho estamos habituados a pensar los nú- meros bajo lo matemático. ¿Por qué se consideran preci- samente los números como algo matemático? Si liâOrjoiç quiere decir el aprender y (laBruiaxa lo apren- dible, esto es, las cosas en cuanto las aprendemos, lo matemático no es sino aquello «de» las cosas que en verdad ya conocemos. Citemos el ejemplo que pone Hei- degger. Vemos tres sillas y decimos: son tres. Lo que es «tres» no nos lo dicen ni las tres sillas, ni las tres manza- nas, ni los tres gatos, ni cualesquiera otras tres cosas. Más bien podemos contar solamente tres cosas como tres, si conocemos ya el «tres». Por lo tanto, cuando con- cebimos el número tres como tal, sólo tomamos conoci- miento explícito de algo que de alguna manera ya po- seemos. Este tomar conocimiento es el verdadero apren- der. El número es algo aprendible en sentido real, un |ia0rí(Lta, es decir, algo matemático. Por lo tanto, «lo matemático —concluye Heidegger— es aquella posi- ción fundamental en la cual nos proponemos conocer las cosas en aquel modo en que ya nos son dadas, y
° Ibid., p. 2 7 7 . Cf. A. Koyré, « G a l i l é e et D e s c a r t e s » , en IX Congrès international de philosophie, Paris, 1937, p. 41; W. R. Shea, «Descaries as a critic of Galileo», en New perspectivas on Gali- leo, Reidel, Dordrecht, 1978, pp. 139-159.
AA La pregunta por la cosa, p. 65.
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deben ser dadas. Por eso lo matemático es el presupues- to básico del saber de las cosas»45.
Tal es el sentido de la leyenda que Platón puso a la
entrada de su Academia: «Nadie que no haya compren- dido lo matemático debe entrar aquí». Pero si éste es el sentido auténtico de lo matemático, aun es preciso mos- trar de qué modo el rasgo fundamental del pensamiento y el saber modernos es matemático, de qué modo, en base a este presupuesto, la ciencia moderna parte de hechos, es experimental y ciencia de la medición.
Si tenemos en cuenta que en la época moderna la ciencia se constituye fundamentalmente estudiando el problema del movimiento —Kepler formula la ley de las órbitas de los planetas, Galileo la ley de caída de los cuerpos, Descartes la ley de inercia, Newton la ley de la gravedad—, esto es, estudiando problemas físicos, habría que preguntar con Einstein: ¿cómo puede ser que la ma- temática —un producto del pensamiento humano inde- pendiente de la experiencia— se adecúe tan admirable- mente a los objetos de la realidad empírica? En su opinión, las proposiciones de la matemática en tanto que se refieren a la realidad no son seguras, y en la medida en que no se refieren a ella alcanzan seguridad. De ahí que proponga que, para poder hacer alguna afirmación acer- ca de la realidad, «la geometría debe ser desprovista de su carácter meramente lógicoformal, mediante la coordi- nación de los objetos reales de la experiencia con los esquemas conceptuales vacíos de la geometría axiomá- tica»46.
Ahora bien, teniendo en cuenta la distinción heideg- geriana entre la «matemática» como disciplina particular
45 Ibid., pp. 70-71.
46 «Geometría y experiencia», Conferencia pronunciada ante la
Academia Prusiana de las Ciencias el 27 de enero de I 9 2 L Cf. J. Echeverría, «Nota sobre la Geometría de 1637 y el Método carte- siano», en Descartes, de V. G ó m e z Pin, Dopesa, Barcelona, 1979, Apéndice II.
X X V I I EDUARDO BELLO
y lo «matemático» como presupuesto básico del saber de las cosas, se trata de mostrar, no cómo opera la matemá- tica, sino de qué modo lo matemático es lo que constitu- ye y específica a la ciencia moderna como física mate- mática.
En la investigación y formulación de las leyes antes señaladas, lo matemático es el proceso que abre un ám- bito o dominio del ente en el que se muestran las cosas, esto es, los hechos. Las determinaciones y enunciados prefijados en el proyecto de investigación son los axio- mas —Axiomata sive leges motus, «Principios o leyes del movimiento», escribe Newton47—, entendidos como principios o proposiciones fundamentales. Según Hei- degger, en el proceso de investigación que abre un ám- bito o dominio del ente, el proyecto matemático axio- mático, no sólo «profigura en esquema fundamental (<Grundris) la estructura de cada cosa y de sus relaciones con toda otra cosa», sino también delimita el ámbito de la naturaleza de tal modo que los cuerpos sólo pueden ser cuerpos, los hechos sólo pueden ser hechos, «en tanto es- tán incluidos y entretejidos en ese ámbito»48.
Que el libro del universo esté escrito en lenguaje matemático significa, pues, que los cuerpos no tienen propiedades, ni fuerzas ocultas. Significa que los cuer- pos naturales sólo son tal como se muestran en el ámbi- to del proyecto matemático, es decir, que los caracteres del lenguaje matemático —precisa Galileo— «son trián- gulos, círculos y otras figuras geométricas, sin los cuales es imposible entender una sola palabra»49. Pero ¿cómo acceder a los cuerpos, a los hechos? Todo depende del modo de cuestionar y determinar la naturaleza cognos- citivamente. Que los caracteres del lenguaje matemático
" Philosophiae naturalis principia mathe
matica ( 1687), William y J. Innys, London, 1726 (3d. ed.), (ílulo del cap. II. Trad. esp. de A. Escohotado, Tecnos, Madrid, 1987.
48 La pregunta por la cosa, p. 85.
Il Saggiatore, cil. p. 232.
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sean tales significa, en primer lugar, que el mostrarse
de los hechos o de los cuerpos está prefigurado en el es- quema fundamental, que el modo de acceso a los cuer- pos o investigación de lo que se muestra en la expe- riencia está predeterminado en el plan del proyecto matemático. Significa, en segundo lugar, que «el cues- tionar
sólo puede ser formulado de tal manera que pon- ga de antemano las condiciones a las cuales la naturale- za debe responder de tal o cual manera. Sobre la base de lo matemático —observó a Heidegger— la experiencia se transforma en experimento en sentido moderno. La ciencia es experimental sobre la base del proyecto ma- temático»50. Y, en tercer lugar, sobre la base de este mismo proyecto, la medición numérica no sólo es una posibilidad de lectura del universo, sino también una exigencia tanto de la investigación de las leyes que tra- ducen las relaciones entre los hechos, como de la re- gulación exacta y fiable de las condiciones del experi- mento.
Pues bien, sobre la base del proyecto matemático se han de entender, por una parle, la matemática como dis- ciplina particular y, por otra, el método entendido como instancia fundamental de la ciencia moderna. Sobre lo primero, hay que tener en cuenta que «la fundamentación de la geometría analítica por Descartes, la fundamenta- ción del cálculo de fluxiones por Newton, y la simultánea fundamentación del cálculo diferencial por Leibniz, todo esto, tan nuevo, matemático en sentido restringido, fue posible y ante todo necesario sobre la base del rasgo ma- temático fundamental del pensar en general»51.
50 La pregunta por la cosa, p. 85, el subrayado es mío. Cf. E. De-
nissoff, Descartes, premier théoricien de la physique mathémati- que, Nauwelaerls, Louvain, 1970. Un punto de vista opuesto sostie- ne, en cambio, A. Gewirtz, en «Experience and the non-mathematical in the cartesian method e». Journal of the History of Ideas, 2, 1941, pp. 183-210.
51 La pregunta por la cosa, p. 86.
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En cuanto al papel del método en la configuración de la ciencia
moderna, si observamos la producción teórica de la época —el Novum Organum (1620), el Diálogo (1632), y el Discurso (1637), así como los Principia (1687) de Newton52—, podemos inferir al menos dos conclusiones. Por una parte, en todas estas obras, sobre todo en las tres primeras, tiene lugar una crítica explícita de los métodos tradicionales, de modo que el fundamen- to de la verdad ya no tiene que ser referido a la auctori- tas, a la tradición, a la revelación, o a la conclusión del silogismo aristotélico. La parte destructiva, en la que Bacon critica y refuta los ídolos o falsas nociones como causas del error de la filosofía tradicional53, se corres- ponde con la tarea crítica, destructiva, que Salviati —por- tavoz de Galileo en el Diálogo— lleva a cabo de las po- siciones teóricas del aristotélico Simplicio54, y con la crítica que de la cultura heredada y de sus métodos hace Descartes en la Parte I del Discurso; tal crítica y rechazo de un modelo de verdad, de la tradición y de sus méto- dos, sólo es en estos casos la consecuencia negativa de otro modelo de verdad, de otra instancia metodológica. Esta otra instancia metodológica, por otra parte, es la que no sólo ha hecho triunfar el sistema copernicano, sino que al liberarlo del obstáculo tradicional ha hecho posible al mismo tiempo la configuración de la ciencia moderna55.
52 Cf. J. Marrades Millet, «Descartes, Newton y Hegel sobre el mé-
todo de análisis y síntesis», Pensamiento, 164, 1985, pp. 393-404, so- bre todo; E. M. Madden (ed.), Theories of scientific Method, University of Washington Press, Seattle, I960; M. Malherbe y J. M. Pousseur (eds.), F. Bacon. Science et Méthode, J. Vrin, Paris, 1985.
53 F. Bacon, La gran restauración, ed. de M. A. Granada, Alianza,
Madrid, 1985, pp. 97-168.
M Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo, Opere, Ed.
Nazionale, Firenze, vols. VII y VIII. Cf. L. Geymonat (1957), Galileo Galilei, Peninsula, Barcelona, 1969, pp. 142-153.
55 I. Lakatos (1978), La metodología de los programas de investi-
gación científica, Alianza, Madrid, 1983, cap. 4 sobre lodo.
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Ahora bien, si convenimos en que lo «matemático» es la instancia fundamentante del nuevo método, la esti- mación de las posiciones teóricas de los pensadores se- ñalados —Bacon, Galileo, Descartes, Newton— ya no es la misma.
El método pensado por Bacon podrá haber influido en la tradición filosófica denominada empirismo, podrá ser valioso aún en el ámbito de lo que se llamó historia natu- ral. Pero Bacon, aun siendo antiescolástico, no ha sabido salirse del marco del pensamiento de Aristóteles, ni me- nos aún incorporar en el suyo el proyecto matemático moderno. Tal es el límite que se señala a su método
desde Hume hasta nuestros días. Hume, por su doble condición de empirista e inglés, tenía todas las razones para estar prevenido en favor de Bacon; no obstante, escribe: «Es muy inferior a Galileo, su contemporáneo, y quizá tam- bién a Kepler. Bacon mostró de lejos la ruta de la verda- dera filosofía; Galileo no sólo la mostró, sino que él mis- mo marchó por ella a grandes pasos. El inglés no tuvo ningún conocimiento de la geometría; el florentino resu- citó esta ciencia sobresalió en ella y pasa por ser el pri- mero que la aplicó, con los experimentos, a la física»56.
Al señalar el punto débil del método de Bacon, Hume subraya dos notas de la innovación de Galileo: fue el primero que aplicó la geometría a la física por medio de los experimentos. Pero sólo desde la perspectiva hei- deggeriana, antes expuesta, según la cual la ciencia es ex- perimental sobre la base del proyecto matemático, es po- sible comprender el debate suscitado sobre cuál de los dos elementos —el matemático o el experimental—es determinante en la constitución del método practicado por Galileo57, así como los límites de dicho debate. Por
5(1 Cil. por R. Blanché (1969), El método experimental y la filosofía
de la física. FCE, México,
1972, p. 63. Cf. M. Malherbe y i. M. Poussent (eds.), op. cit.. p. 115.
57 Galileo, más que hacer una teoría o discurso del método, lo
practica. Una pretendida teoría del método en Galileo exige tener en
X X X I I EDUARDO BELLO
una parte, A. Koyré y E. Cassirer defienden la preemi- nencia del elemento racional o matemático, relegando lo empírico a un papel secundario. Por otra, Delia Volpe llama la atención sobre la función decisoria que Galileo atribuye a la verificación experimental. L. Geymonat, a su vez, argumenta en favor de una posición de equilibrio entre los dos elementos que, sin duda, están presentes en la práctica metodológica de Galileo entendida como ins- tancia fundamental de la ciencia que desarrolla.
Según Koyré, lo que se propone Galileo no es tanto conocer el curso de los hechos cuanto las esencias que los fundamentan; por lo tanto, carecería de sentido querer partir de los hechos para llegar a ellas, pues corresponde, en cambio, a la matemática, y solamente a ella, captarlas directamente5". Considera Cassirer que Galileo, aun par- tiendo de la experiencia y terminando en ella, se propone en su método ante todo determinar los datos de la expe- riencia en relaciones generales de carácter no ya empí- rico sino conceptual59. Contra la interpretación de Cassi- rer sobre todo polemiza Delia Volpe, subrayando la función decisoria que en el método de Galileo tiene la verificación experimental en tanto que instancia proba- toria o desaprobatoria de determinados hechos de la ex- periencia60. L. Geymonat apoya a Deila Volpe aun sin coincidir con él exactamente: por una parte, reivindica la función de la verificación experimental y su decisorio va- lor de prueba de la verdad de la hipótesis; por otra, afir- ma la relevancia de la función lógico-instrumental de la matemática, función lógica en tanto que expresión del ri- gor del razonamiento deductivo, función instrumental en tanto que posibilidad de medir cuantitativamente las
cuenla 110 sólo el Dialogo, sino todas sus obras, sobre lodo Discorsi. Cf. R. Blanché, op. cit., pp. 77-90; R. E. Butts y J. C. Pitt (eds.), New perspectivas on Galileo, Reidel, Dordrecht, 1978.
5" Estudios galileanos, pp. 146-147.
59 El problema del conocimiento, I, cit., pp. 344 ss.
60 Lógica conte scienza positiva, Messina, 1956, p. 226.
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relaciones entre los hechos, entre las cosas. Para Gey- monat, sin embargo, el problema del método en Galileo no es un problema fácil de resolver, sino complejo. De ahí las incertidumbres y las diferentes interpretaciones. Pero «lo singular es, sin embargo, que a pesar de estas in- certidumbres, Galileo consiguió aportar al desarrollo de la conciencia metodológica de la ciencia una enorme contribución, cosa que se ven obligados a reconocer uná- nimemente todos los historiadores, sea cual sea su orien- tación [...]. Y consiguió dibujar —aunque con cierta in- seguridad— el camino a través del cual se desarrollaría a continuación la ciencia moderna», dejando en sus escri- tos «una cosecha inagotable de observaciones metodoló- gicas de la mayor actualidad»61.
El límite de este debate es olvidar o ignorar que sólo sobre la base de lo matemático la experiencia se trans- forma en experimento en sentido moderno, que sólo so- bre la base de lo matemático el proceso fundamental de investigación determina lo que se muestra, la experien- cia, y al mismo tiempo el método o modo de proceder62.
Descartes es, sin duda, quien mejor ha captado lo matemático como rasgo fundamental del pensar de su época. Cuando juzga la obra de Galileo, Discorsi, escri- be: «Encuentro en general que filosofa mucho mejor que el vulgo en que abandona cuanto le es posible los errores de la Escuela, y trata de examinar las materias físicas por razones matemáticas. En esto estoy enteramente de acuerdo con él y considero que no hay otro medio de en- contrar la verdad»63. Como se sabe, desarrolla esta posi-
61 Galileo Galilei, cit., pp. 212-213, también: pp. 201-212.
62 M. Heidegger, «La época de la imagen del mundo», en Sendas
perdidas, cit., p. 70.
A Mersenne, 11 de octubre de 1638. La cursiva es mía. En esta
misma carta rechaza que deba algo a Galileo: «En cuanto a Galileo, le diré que nunca le he visto ni he mantenido ninguna comunicación con él, y que por lo tanto no podría haber tomado de él ninguna cosa». La formación matemática de Descartes proviene de la lectura de Clavius y,
X X X I V EDUARDO BELLO
ción teórica tanto en las Regulae como en el Discours: la primera, redactada enteramente antes de la lectura de Galileo; la segunda, en su mayor parte, como se ha indi- cado al final del punto 1.
Como observa Heidegger, en las Regulae ad direc- tionem ingenii encontramos los principios de «una fun- damentaron de lo matemático para que se convierta en su totalidad en una norma para el espíritu investigador» y, en general, una «norma de todo pensar»64. Tal norma está desarrollada en Descartes ya como proyecto de una mathesis universalis, ya como discurso sobre el método, ya como problema que plantea otro modelo de verdad. No se trata de tres direcciones paralelas de su pensa- miento. Las implicaciones recíprocas son constantes. Y, en cualquier caso, en la reflexión sobre éstos y otros problemas se fundamenta y acuña el moderno concepto de ciencia.
La mathesis universalis no es el método, ni siquiera es una aplicación particular del método. Es, a lo más, una propedéutica del método en el sentido de que el proyecto de la mathosis constituye el horizonte teórico «arcaico» o principal en el que emerge el discurso sobre el mé-
sobre todo, de su amistad con Beeckman desde 1618 (G. Rodis-Lewis, L'Oeuvre de Descartes, pp. 21 y 25-28). Beeckman, matemático, ato- mista, resueltamente copcmicano, no sólo pone al comente a Descartes acerca de la física de su tiempo, sino que, estando convaleciente éste, le lleva un libro de Galileo en agosto de 1634 (a Mersenne, 14 de agosto de 1634). Tal libro puede ser el Tratalto di maccaniche, trad, por Mer- senne ese mismo año o, tal vez, el Dialogo (1632), más difícil de lo- calizar porque dio lugar a la condena de su autor; pero la trad, latina de esta obra se publica en Holanda en 1635. Para un estudio de sus res- pectivas posiciones, véase: F. Enriques, «Descartes et Galilée», Rv. Mét. et de Mor., 1937, pp. 221-235; W. R. Shea, «Descartes as a critic of Galileo», en New perspectivas on Galileo, Reidel, Dordrecht, 1978, pp. 139-159.
M La pregunta por la cosa, p. 92. Cf. nota 25. E. Denissoff, Des-
cartes, premier théoricien de la physique mathématique, N a u w e laerts, Louvain, 1970.
ESTUDIO PRELIMINARXLI11 todo65. La posibilidad de la mathesis está pensada desde
el supuesto de la unidad de la ciencia {Regla I) y desde la concepción de que lo matemático determina la realidad como mensurable. Desde este doble supuesto, la scientia universalis constituye la «investigación general» desde la cual se fundamentan las ciencias particulares tales como la aritmética,
la geometría, la astronomía, la música, la óptica, la mecánica
y otras muchas66. La define Descartes cómo la ciencia del orden y de la medida: «Debe haber una cierta ciencia general que explique todo lo que puede buscarse acerca del orden y la medida no adscrito a una materia especial, y que es llamada, no con un nombre adoptado, sino ya antiguo y recibido por el uso, Mathesis Universalis, ya que en ésta se contiene todo aquello por lo que las otras ciencias son llamadas partes de la Mate- mática»67. Cuando Descartes escribe que el método es ne- cesario para la investigación de la verdad de las cosas (título de la Regla IV), está pensando que el proceso de investigación abierto desde la mathesis en los diferentes dominios del ente no puede tener lugar al azar, sino si- guiendo al mismo tiempo un determinado modo de pro- ceder y un determinado modelo de verdad. Aunque el proyecto de una mathesis es abandonado al destino del manuscrito de las Regulae, la reflexión sobre la funda- mentación del nuevo saber sigue vinculada estrecha-
65 L. P. Weber, La constitution du texte des «Regulae», SEDES,
Paris, 1964, pp. 7-11. Mayor inierrelación defiende J. L. Murion (Su
r l'ontologie grise de Descartes, Vrin, Paris, 1975, pp. 55-59). Cf. L. J. Beck, The method of Descartes: A study of the Regulae, Clarendon Press, Oxford, 1952.
66 Reglas para la dirección del espíritu. Alianza, Madrid, 1984,
p. 86 (AT, X, p. 377).
67 Ibid., p. 86 (AT, X, p. 378). Diez años más larde llamará
«Mathemalica pura» a una ciencia que engloba geometría, aritmética, mecánica, ele. (a Ciermans, 23 de abril de 1638). H. Scholz, Mathe- sis Universalis, Basel/Sluttgari, 1969; J. Vuillemin, Mathématiques et métaphysique chez Descartes, PUF, Paris, 1960, J. L. Coolidge, A history of geometrical Method, Clarendon Press, Oxford, 1940.
X X X V I EDUARDO BELLO
mente a aquella doble propuesta o exigencia en el Dis- curso del método™.
Si el rasgo específico de la ciencia moderna es la fundamentación del proceso de investigación en la refle- xión sobre lo matemático que, a su vez, no sólo deter- mina el objeto como lo mensurable, sino también el experimento y el modo de aproximación a las cosas (|ie9oôoç), no es necesario abrir el debate acerca del elemento predominante en el método cartesiano. Como en el caso de Galileo, Cassirer y Koyré estiman que es el factor racional-matemático el que predomina, al incor- porar Descartes la tradición platónica que le llega a tra- vés de Clavius y se observa sobre todo en la física69. Por su parte, Blanché y Clarke, aun conscientes del papel que desempeña dicho factor en la filosofía de la ciencia cartesiana y, concretamente, en el discurso sobre el mé- todo, ponen de relieve la importancia que tiene la expe- riencia y el experimento en dicho discurso.
Descartes, sostiene Planché, «no dejó de interesarse en las observaciones y en los experimentos, ni de practi- car él mismo el razonamiento experimental»70. El mérito de esta tesis consiste en haber mostrado un dato teórica y operativamente cierto, que la lectura racionalista ha mar- ginado. Pero de ahí. no creo que sea posible concluir, como hace Clarke, que Descartes sea un aristotélico in- novador71. Tal conclusión, válida para F. Bacon como
68 Parle 1, p. 5 (AT, VI, p. 3); parte II, p. 22 (AT, VI, p. 17). La re-
cherche de la vérité par la lumière naturelle, AT, X, pp. 495 ss.
69 E. Cassirer, El problema del conocimiento, /., cit., pp. 459-461,
A. Koyré, Estudios galileanos, pp. 277-278.
70 R. Blanché, El método experimental y la filosofía de la física,
p. 108. Cf. G. Milhaud, «Descartes expérimentateur», en Descartes sa- vant. J. Vrin, París, 1921; D. M. Clarke, La filosofía de la ciencia de Descaries, cit., cap. 2. Véase la Parle V del Discurso, en la que des- cribe la circulación de la sangre, y la Parte VI, en la que propone con- diciones de la experiencia y de posibles experimentos (pp. 86-87; AT, VI, pp. 63-64).
" Op. cit., cap. 8.
ESTUDIO PRELIMINARXLI11 observa Blanché72, no es defendible en el caso de Des-
cartes, pues la reflexión sobre lo matemático, ausente en el autor del Novum Organum es determinante en las Regulae y en el Discurso, como se ha mostrado. Es más: al argumentar Clarke que la exigencia de certeza, aspec- to dominante de la ciencia cartesiana, está determinada por «el ideal aristotélico de demostración y de certe- za»73, capta perfectamente el rasgo fundamental de la ciencia moderna que otros han señalado, pero incurre en el error de atribuir la exigencia de certeza al ideal aristo- télico, y no al lenguaje (Galileo) o modelo (Descartes) matemático, que predomina y configura la ciencia mo- derna y al mismo tiempo determina el modo de proceder de ella. Platón, Euclides, Arquímedes —y no Aristóte- les— son los pensadores antiguos que inspiran los traba- jos científicos de Tartaglia, Torricelli, Clavius, Kepler, Galileo, el círculo de Mersenne y Descartes, entre otros.
El ideal y la exigencia de certeza, por otra parte, no sólo está vinculado en Descartes al modelo matemático, sino que, además, es este modelo el que determina el nuevo criterio de verdad formulado en la primera regla del método, a saber, la evidencia. Tal vinculación apare- ce explícitamente
enunciada ya en las Regulae: «Aque- llos que buscan el recto camino de la verdad no deben ocuparse de ningún objeto del que no puedan tener una certeza igual a la de las demostraciones aritméticas y geométricas»74. La razón de ello la establece Descartes inmediatamente después como título de la Regla III: «[...] pues la ciencia no se adquiere de otra manera», sino a través de «lo que podamos intuir clara y evidente- mente o deducir con certeza».
Ahora bien, lo más importante del nuevo criterio de verdad no es que constituya la piedra angular del nuevo
72 Op. cit., p. 62.
" Op. cit., p. 207.
74 Reglas..., p. 72 (AT, X, p. 366).
X X X V I I I EDUARDO BELLO
método de investigación, establecida ya por Descartes en 1619. Lo más importante es el papel «revolucionario» de la evidencia75, en tanto que problematiza el modelo tra- dicional de verdad definido en términos de adaequatio, establece críticamente otro modelo, y abre la discusión que dominará la filosofía moderna incluso más allá de Kant. Más aún: el tratamiento crítico que Descartes da al problema de la verdad, en su discurso sobre el método y sobre la fundamentación del saber moderno, es uno de los méritos que le hacen acreedores al título de «primer pensador moderno».
Desde esta perspectiva, la pregunta por las reglas del método, por las operaciones de la mente (intuición, de- ducción) o por el papel del análisis y de la síntesis76, o por problemas tales como el significado de la duda, la posible circularidad en la formulación del primer princi- pio, etc., sólo tienen un interés particular, cuyo sentido último radica en la comprensión de la reflexión sobre lo matemático, de la tarea fundamentadora de la ciencia y del discurso sobre el método como modo de investigar la verdad de las cosas. A esta perspectiva nos conduce la observación de Heidegger, al comentar el último enun- ciado formulado como título de la Regla IV: «Esta regla no expresa el lugar común de que una ciencia deba tener también su método, sino que quiere decir que el proce- dimiento, esto es, el modo como estamos en general tras las cosas ((lèôoÔoc), decide de antemano sobre lo que encontramos de verdadero en las cosas. El método no es
75 J. L. Marion, op. cit., p. 245. Cf. Husserl, Méditations carté-
siennes, pp. 6-10 (trad. esp. en Tecnos).
76 J. L. Marion, Iras hacer la historia del método cartesiano, ofrece
un esquema de las reglas metodológicas (op. cit., cap. XIII). J. Marra- des lleva a cabo un estudio clarificador de la función dei análisis y de la síntesis en el método de Descartes desde la posición de Newton (art. cit., pp. 393-404). Cf. J. Hintikka y U. Remes, The method of analysis, Reidel, Dordrecht, 1974; J. Vuillemin, «Trois philosophes intuition- nistes: Epicure, Descartes et Kant», Dialéctica, 35, 1981, pp. 21-41.
ESTUDIO PRELIMINAR X X X1X
una indumentaria de la ciencia en
tre otras, sino la ins- tancia fundamental a partir de la cual se determina lo que puede llegar a ser objeto y cómo llegar a serlo [...]. Lo decisivo es la manera y el modo en que esta reflexión sobre lo matemático influenció la controversia con la metafísica tradicional (prima philosophia), y cómo a par- tir de esto se determinó el destino futuro y la figura de la filosofía moderna»77. •
3. DESCARTES, ¿PRIMER PENSADOR MODERNO?
Si la reflexión sobre lo matemático ha sido determi- nante no sólo en la controversia con la filosofía tradicional, sino también en el proceso de fundamentación de la cien- cia y del pensamiento modernos, y si Descartes ha desem- peñado, como hemos mostrado, un papel decisivo tanto en la controversia como en el proyecto de fundamenta- ción, es lógico que los siglos posteriores —D'Alem- bert, Hegel, Husserl, Heidegger, Sartre, por ejemplo—, le hayan reconocido el título de «primer pensador mo- derno»78.
Pero ¿no son igualmente filósofos modernos los Bru- no, los Telesio, los Campanella? ¿No se argumenta, por otra parte, en favor de la tesis: Galileo, filósofo? Los primeros especulan, es cierto, sobre la naturaleza o el universo, pero no lo hacen desde la reflexión sobre lo
77 La pregunta por la cosa, p. 93.
78 D'Aleinbert, Discurso preliminar de la Enciclopedia, Aguilar,
Buenos Aires, 1974, pp. 101-103; Hegel, «Vorlesungen über die Ges- chic
hte der Philosophie», eil Werke, Verlag, Frankfurt, 1971, vol. XX, pp. 120-123 (trad. esp. en FCE, México, 1955, vol. Ill, pp. 252-254); E. Husserl, Méditations cartésiennes, pp. 1-3 (trad. esp. en Tecnos); M. Heidegger, Sendas perdidas, p. 78; J.-P. Sartre, «Questions de Méthode», en Critique de la raison dialectique, Gallimard, Paris, I960, p. 17 (trad. esp. en Losada).
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matemático, que constituye el rasgo fundamental del pensamie
nto moderno. El argumento de la tesis según la cual «la filosofía
de Galileo, dispersa a través de toda su obra, se encuentra profundamente articulada, aunque no sistematizada, en torno a la idea clave de la matematiza- ción de lo real»79, si bien tiene a su favor el elemento au- sente en el naturalismo renacentista, olvida que en Gali- leo no están suficientemente tratados —algunos ni siquiera mencionados— los principios metacientíficos que constituyen los fundamentos no sólo de la ciencia, sino también de la filosofía moderna. Es más: si afirma- mos que Descartes es el primer pensador moderno, no es sobre la base de su aportación científica —en lo que tal vez no es comparable a Galileo y haya sido superado por Newton— aunque la aplicación que hizo del álgebra a la geometría lia sido lo que ha inmortalizado su nom- bre, según D'Alembert*0; tampoco debe ese título sola- mente al hecho de haber sido el filósofo que mejor ha te- matizado los métodos, contenidos e ideales de la nueva ciencia"1. Si lo decisivo es la manera y el modo en que la reflexión sobre lo matemático quebró la metafísica tra- dicional y, al mismo tiempo, alzó sobre cimientos nuevos la figura de la filosofía moderna, Descartes sólo es el primer pensador moderno en la medida en que tales ci- mientos hayan sido proyecto y realización exclusiva- mente suyas, es decir, en la medida en que lleven el sello de un modo de reflexión que ha determinado la figura y el destino del pensamiento moderno.
Ahora bien, ¿cuál es el modo peculiar de la reflexión cartesiana, que llega a constituirse en pensamiento de una época? No es otro sino el modo como establece los
79 J. J. Ferrero Blanco, Galileo Galilei, el filósofo, Universidad
de Deuslo, Bilbao, 1986, p. 318.
"" Op. cit., p. 101. Cf. P. J. Davis y R. Hersh, Descartes Dream.
The world according to mathematics, the Harvester Press, Hassocks, 1986.
S. Turró, op. cil., p. 374.
ESTUDIO PRELIMINARXLI11
principios axiomáticos sobre los cuales se fundamenta todo lo demás como consecuencia, esto es, las disciplinas científicas, pero también las no científicas. Cuando Des- cartes advierte que «todos los principios de las ciencias debían tomarse de la filosofía, en donde no hallaba nin- guno cierto»"2, se propone ante todo descubrir y formular tales principios llamados a ser al mismo tiempo los ci- mientos de la ciencia y del pensar modernos. Como; ob- serva Heidegger, la reflexión sobre los primeros princi- pios del ser y del saber, que en Descartes tiene su máxima expresión en Meditationes de prima philosophia83, no sólo significa volver a plantear desde su raíz el problema que dio lugar a la 7ipcotT| <piX.ooo<pía sino diseñar con nueva figura la metafísica que desde Descartes llega has- ta Nietzsche84. El innovador alcance de este proyecto es tal que Hegel no duda en afirmar que «René Descartes es un héroe del pensamiento moderno», porque «reconstru- ye la filosofía sobre los cimientos puestos ahora de nuevo al descubierto al cabo de mil años»85.
Pero sería un error creer que el descubrimiento de ta- les cimientos se limita a mostrar una reiteración de lo ya dicho. Cuando el autor del Discurso del método publica el esbozo de sus Meditaciones nos invita a juzgar —y, en consecuencia, a comparar— sobre la solidez de tales ci- mientos o principios del nuevo pensar en los términos si- guientes: «Sin embargo, con el fin de que se pueda apre- ciar si los fundamentos que he establecido son bastante firmes, me veo en cierto modo obligado a hablar de ellas»86.
82 Discurso del método, Parte II, p. 2 9 (AT, VI, 21-22). Cf.
S. Gankroger (éd.), Descartes: Philosophy, Mathematics and Physic, Harvester Press, Hassocks, 1980.
M Cf. nota 28.
M M. Heidegger, «La época de la imagen del mundo», en Sendas
perdidas, p. 78.
"5 Op. cit., p. 123; trad, esp., p. 254.
"6 Parte IV, p. 4 4 (AT, VI, p. 31).
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Y, en efecto, se puede pensar que la razón, como prin- cipio
del saber moderno, no es sino el eco del Áóyoc grie- go, que Aristóteles establece como hilo conductor de las categorías. Se puede pensar que, cuando Descartes especi- fica lo humano por la razón, considerada ésta ya como fa- cultad de juzgar87, ya como habla, discurso o lenguaje88, re- suena en su propuesta el enunciado del Estagirita según el cual el hombre es «un ser vivo que tiene lagos». Pero, al pensar de este modo, se olvida que la preeminencia del principio racional cartesiano no radica en sí mismo, sino en otro principio más fundamental, a saber, el yo pienso. Dado que «el pensar es el acto fundamental de la razón; ésta, la razón, es puesta ahora, con el «cogito sum» expresamente y de acuerdo a su propia exigencia, como primer funda- mento de todo saber y como hilo conductor de todas las determinaciones de las cosas en general»89.
La originalidad de Descartes al descubrir y formular este axioma no se menoscaba buscándole un precedente en San Agustín, ya que éste nunca elevó a primer princi- pio de un sistema de pensamiento su enunciado: si enim fallor, sum. Como nos recuerda Hegel, «la Edad Media no tenía como principio el pensamiento libre, que parte de sí mismo»: sólo éste es la premisa o fundamento (Grundlage) de «una filosofía propia e independiente, que sabe que procede sustantivamente de la razón, y que la conciencia de sí es un momento esencial de la ver- dad»90, el momento en el que la verdad se identifica con
87 Parte I, p. 4 (AT, VI, p. 2). Cf. A. Álvarez Gómez, «Desearles:
la razón, única guía del hombre», Cuad. Salm. Filos., 12, 1985, pp. 19- 43; P. A. Schouls, «Descartes and the autonomy of reason», Journal of the History of Philosophy, X: 3, 1972, pp. 307- 323.
88 Parte V, pp. 79-80 (AT, VI, pp. 57-58). Cf. N. Chomsky, Lin-
güística cartesiana, Gredos, Madrid, 1978, pp. 15-26; E. Lledó, Filo- sofía y lenguaje, Ariel, Barcelona, 1970-74, pp. 173-207.
89 M. Heidegger, La pregunta por la cosa, p. 96. El segundo su-
brayado es mío.
90 Op. cit., pp. 120-121; trad, esp., pp. 252-254. Cf. H. G. Frank-
ESTUDIO PRELIMINAR X LI 11
la certeza. Es esta autocerteza del yo lo que constituye el fundamento axiomático desde el cual se entiende la re- volución cartesiana y el modo de pensar moderno91.
Más aún: la originalidad de Descartes aparece pa- tente en el doble significado de este fundamento axio- mático: a)
si epistemológicamente constituye el primer principio de un sistema deductivo, ello supone el despla- zamiento de otros princi
pios —revelación, autoridad, tradición— del lugar preeminente del que gozaban en la época medieval, y la afirmación del pensamiento libre, esto es, de la razón libre de la teología92; supone, en fin, una redistribución de la episteme, como diría Foucault; b) desde una perspectiva metafísica, el fundamento axio- mático significa que, con Descartes, no es Dios sino el hombre el que se constituye en sujeto, es decir, en aquel existente en el cual se funda todo lo existente a la mane- ra de su ser y de su verdad.
Si, como señala Heidegger, «la metafísica funda una época al darle un fundamento de su figura esencial me- diante una determinada interpretación de lo existente y mediante una determinada concepción de la verdad»93, la figura esencial de la época moderna se alza sobre el ci- miento axiomático del yo, del hombre transformado en sujeto (subjectum es la traducción de t)JiOKeí|xevov), esto es, en el punto de referencia de la existencia como tal y de su verdad. Entender este yo elevado a subjectum como algo «subjetivo» significa olvidar la dimensión ontoló-
lurt, Demons, dreamers and madmen: The defense of reason in Des- cartes' Méditations, Bobbs, Merril, Indianapolis, 1970.
vl E. Husserl, op. cit., p, 6. Cf. E. A. Burtl, The metaphysical foun-
dations of modern science, Doubleday, N e w York, 1954; Irad. esp. Ed. Sudamericana.
92 Hegel, op. cit., 120; irad. esp., p. 252. La ciencia va a ser la gran
beneficiada de esla liberación. La relación Filosofía/religión en cambio, va a ser objeto de un incesante debate, que tiene sus momentos fuertes en la Crítica de la razón pura y en La Religión dentro de los límites de la mera Razón de Kant.
,Ji «La época de la imagen del mundo», cit., p. 68.
X L I V EDUARDO BELLO
gica de la proposición: yo pienso, luego exist
o. Desde este yo elevado por Descartes a sujeto preeminente las cosas mismas se convierten en «objetos»94.
Desde el «yo pienso» como fundamento axiomático se configura, pues, otra imagen del mundo, la imagen moderna del mundo definida por el objetivar, es decir, por el re-presentar.
El mundo moderno ya no es ni el mundo griego, percibido, ni el mundo del pensador me- dieval, creado. El mundo moderno, construido desde la reflexión sobre lo matemático y el mecanicismo atomis- ta, es un mundo representado. De ahí que Descartes asu- ma la tesis de Galileo según la cual el gran libro del uni- verso está escrito en lenguaje matemático. Pero con tal de dejar bien claro que dicho lenguaje ha de ser remitido, en último término, al axiomático principio normativo de todo saber: el yo pienso. De este modo, el hecho de que el mundo pase a ser imagen o representación «es exacta- mente el mismo proceso con el que el hombre pasa a ser subjectum dentro de lo existente»95.
Pues bien, los principios —el «yo pienso» y el prin- cipio de no contradicción implicado en él—, que sólo surgen de la razón de acuerdo al rasgo fundamental ma- temático del pensar,.se convierten en los principios del saber auténtico, es decir, de la filosofía en sentido estric- to, de la metafísica en sentido moderno. Una metafísica que sólo es la raíz del árbol de la filosofía, cuyo tronco es la física y cuyas ramas son la mecánica, la medicina, la moral y las demás ciencias96.
Con todo, el nacimiento de la filosofía moderna desde su raíz no se entiende sino como crítica radical —como
La pregunta por la cosa, pp. 95-96.
95 M. Heidegger, «La época de la imagen del mundo», cit.. p. 82.
Cf. M. Foucault, Les mots et les choses, Gallimard, Paris, 1966, cap. III (trad. esp. en Siglo XXI).
96 «Lettre-Préface» a la ed. francesa de Les principes de la philo-
sophie, AT, IX- ii, p. 14. Cf. S. Gaukroger (ed.), Descartes: Philo- sophy, Matemathics and Physic. Harvester Press, Hassocks, 1980.
ESTUDIO PRELIMINARXXX1X
«duda» de todo— de la tradición y de sus propios fundamentos. Así, al menos, lo ha comprendido un ilus- trado célebre y al mismo tiempo pensador matemático, D'Alembert: «Descartes se abrevió al menos a enseñar a las buenas cabezas a sacudirse el yugo de la escolástica, de la opinión, de la autoridad, en una palabra, de los prejuicios y de la barbarie y, con esta rebelión cuyos frutos recogemos hoy, ha hecho a la filosofía un servicio más esencial quizá que todos los que ésta debe a los ilustres sucesores de Descartes [...]. Si acabó por creer explicarlo todo, al menos comenzó por dudar de todo; y las armas de que nos servimos para combatirlo no dejan de pertenecerle porque las volvamos contra él»97.
NOTA SOBRE LA PRESENTE EDICION
La traducción se ha hecho a partir de la edición de Charles Adam y Paul Tannery, Oeuvres de Descartes, Léopold Cerf, París, 1902, vol. VI. Este volumen contie- ne las dos ediciones del Discours de la méthode hechas por Descartes: la edición francesa (Leyde, 1637) y la la- tina (Amsterdam, 1644), cuya versión de E. de Cource- lles fue revisada y corregida por el propio autor, como consta en las páginas 517 y 539. En la edición latina no se traduce el tercer ensayo, Géometrie. En numerosos casos hemos comparado ambas ediciones, indicando en nota los términos y expresiones coincidentes o aquellos en los que se aprecia un giro o matiz que permite precisar mejor el sentido en nuestro idioma. Se puede obser- var, en nuestra traducción, una constante fidelidad al texto —cuyo sentido se pretende aclarar mediante el apa- rato crítico—, sin renunciar por ello a la exigencia de es- tilo de que hace gala Descartes. Una particularidad de la
97 D'Alembert, Discurso preliminar de la Enciclopedia, cit.,
p. 103.
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presente edición consiste en facilitar al lector la referen- cia a la original edición francesa, indicando al margen las páginas de ésta (1-78), y señalando mediante una barra / el lugar exacto donde empiezan y acaban dichas páginas. Como herramientas valiosas hemos de mencionar, ade- más, las ediciones de E. Gilson y de F. Alquié, así como las traducciones de M. García Morente y de G. Quintás Alonso. Las referencias a las obras de Descartes remiten a la edición de Ch. Adam y P. Tannery que se citan me- diante las siglas AT, seguidas del volumen y de la página correspondiente.
BIBLIOGRAFÍA
1. EDICIONES PRINCIPALES
Oeuvres de Descartes, par Ch. Adam et P. Tanner
y, Léopold Cerf Imprimeur-Editeur, París 1897-1913, 13 vols. Nouvelle présenta- tion mise à jour par B. Rochot, CNRS-J. Vrin, 1964-1974. Reim- presión en Vrin, Paris, 1996, sólo 11 vols.
Oeuvres philosophiques de Descartes, textes établis, présentés et annotés par Ferdinand Alquié, Garnier, Paris, 1963 1973, 3 vols. Discours de la méthode pour bien conduire sa raison, et chercher la véritée dans les sciences. Plus la Dioplrique, les Météores et la Géométrie qui sont des essais de celte méthode, Jean Marie, Leyde,
1637.
Specimina Philosophiae: seu Dissertatio de Methodo recle regendae
rationis, et veritatis in scientiis investigandae: Dioptrice, et Me- leora, irad. de E. de Courcelles, L. Elzevier, Amsterdam, 1644.
Discours de la méthode pour bien conduire sa raison et chercher la vé- rité dans les sciences, par R. D. Nouvelle édition, augmentée des remarques du P. Poisson, Paris, 1724.
Discours de la méthode de Descartes. Novum Organum de Bacon. Tliéodicée de Leibnitz, fragments. Publiés en un seul volume, avec des notes, par A. Lorquet, Paris, 1840.
Discours de la méthode, texte et commentaire, R. D., par E. Gilson, Pa- ris, 1925 (4e. éd., J. Vrin, 1966).
Discours de la méthode, R. D., Oeuvres et lettres, par A. Bridoux, Gallimard (Pléiade), Paris, 1937.
Discours de la méthode. Abhandlung über die Methode. Mit einem Vorwort von K. Jaspers und einem Beitrag über Descartes und die Freiheit von J. P. Sartre, Mainz, 1948.
Discours de la méthode. Précédé de Descartes, par G. Rodis-Lewis. Le
discours de la méthode par J. Nabelt. Et suivi de Descartes et son temps par E. Souriau, Paris, 1953.
Discours de la méthode, R. D., par D. Huisman, Nathan, Paris, 1981. Entretien avec Burman, manuscrit de Göttingen, texte présenté, traduit
et annoté par Ch. Adam, Boivin, Paris, 1937. [XLV1I]
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II. TRADUCCIONES AL CASTELLANO
Nos limitamos a mencionar las principales traducciones al español del Discurso del método, las de: J. C. García Borrón, Bruguera, Bar- celona, 1968; R. Frondizi, Revista de Occidente, Madrid, 1974 —reed. en Alianza—; A. Rodríguez Huáscar, Aguilar, Buenos Aires, 1980; F. Alonso, Akal, Madrid, 1982; A. Gual Mir, Edaf, Madrid, 1982; H. Arnau Grass y J. M. Gutiérrez González, Alhambra, Ma- drid, 1983; E. Frutos, Planeta, Barcelona, 1984.
A continuación señalamos otras fuentes indispensables para cono- cer la posición teórica del autor del D.M. La cronología de las obras, indicada a la izquierda, expresa en principio la fecha final de su re- dacción, que coincide o no con la de su publicación.
1618: Compendio de música, introducción de A. Gabilondo, trad, de P. Flores y C. Gallardo, Tecnos, Madrid, 1992.
1628: Reglas para la dirección del espíritu, ed. J. M. Navarro Cordón, Alianza, Madrid, 1984.
1633: El Mundo. Tratado de la luz, ed. bilingüe de S. Turró, Anthro- pos, Barcelona, 1989.
1633: Tratado del hombre, ed. de G. Quintás Alonso, Editora Nacional, Madrid, 1980.
1633: Du Foetus, ed. bilingüe de P. Pardos, C. Vicén y A. Alonso, pró- logo de J. L. Rodríguez, Prensas Universitarias de Zaragoza, Zara- goza, 1987.
1637: Discurso de! método. Dióptrica, Meteoros y Geometría, prólogo, trad, y notas de G. Quintás Alonso, Alfaguara, Madrid, 1981.
1641-1647: Meditaciones metafísicas, con Objeciones y Respuestas, ed. de Vidal Peña, Alfaguara, Madrid, 1977.
1644: Los principios de la filosofía, ed. de G. Quintás Alonso, Ed. Reus, Madrid, 1995..
1643-1650: Correspondencia con Isabel de Bohemia y otras cartas, in- troducción de M. Cabot, traducción de M.a T. Gallego, Alba, Bar- celona, 1999.
1647: Observaciones sobre el programa de Regius, ed. de G. Quintás Alonso, Aguilar, Buenos Aires, 1980.
1649: Las pasiones del alma, ed. de J. A. Martínez Martínez y P. An- drade Boué, Tecnos, Madrid, 1997.
III. ESTUDIOS SOBRE EL DISCURSO DEL MÉTODO
ALVAREZ GÓMEZ, A.: «Para leer el Discurso del Método», en Estudios sobre filosofa moderna y contemporánea. Universidad: Centro de Estudios Metodológicos Interdisciplinares, León,
BECK, J. L.: The Method of Descartes: A Study of the Regulae, Cla- rendon Press, Oxford, i 952.
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DISCURSO DEL MÉTODO
PARA DIRIGIR BIEN LA RAZÓN Y BUSCAR LA VERDAD
EN LAS CIENCIAS
AT vi Si este discurso pareciera demasiado extenso 1 para ser leído de una sola vez, podría dividirse en
seis partes. En la primera se encontrarán diversas consideraciones relacionadas con las ciencias. En la segunda, las reglas principales del método que el autor ha indagado. En la tercera, algunas reglas de moral que ha extraído de este método. En la cuarta, las razones mediante
las cuales prueba la existencia de Dios y del alma humana, que son los funda- mentos de su metafísica. En la quinta, el orden de las cuestiones de física que ha investigado y, en particular, la explicación del movimiento del cora- zón y de algunas otras dificultades que conciernen a la medicina, y también la diferencia que hay entre nuestra alma y la de los animales. Y en la última, las cosas que cree necesarias para llegar, en la in- vestigación de la naturaleza, más allá de donde se ha llegado, así como las razones que le han impul- sado a escribir1.
PRIMERA PARTE
El buen sentido2 es la cosa mejor repartida del
mundo, pues cada cual cree estar tan bien provisto
1 Los enunciados de este índice temático, que en la edición fran-
cesa figuran al comienzo del Discurso, aparecen en la traducción lati- na al margen, al comienzo de cada una de las partes.
2 La expresión francesa bon sens (ed. lat. bona mens) es sinónima
aquí de razón, entendida como la capacidad de distinguir lo verdadero [3]
4 RENÉ DESCARTES
2 de él, que / incluso los más descontentadizos en cualquier otra cosa, no suelen apetecer más del que ya tienen. En lo cual no es verosímil que todos se equivoquen; más bien esto muestra que la fa- cultad de juzgar bien y de distinguir lo verdadero de lo falso, que es lo que propiamente se llama buen sentido o razón, es por naturaleza igual en to- dos los hombres; y, por lo tanto, que la diversidad de nuestras opiniones no proviene de que unos sean más racionales que otros, sino tan sólo de que dirigimos nuestros pensamientos por caminos diferentes, y no tenemos en cuenta las mismas co- sas. No basta, pues, tener un buen ingenio3, lo principal es aplicarlo bien. Las almas más emi- nentes son capaces de los mayores vicios, como también de las mayores virtudes; y los que cami- nan muy lentamente pueden llegar mucho más le-
de lo falso o facultad de juzgar. Al contrario, bona mens (trad, fr.: bon sens) significa también sabiduría, en sentido estoico. Así la Regla I ha- bla de «de bona mente, sive de bac universali sapientia» (AT, X, p. 360), que tal vez retoma el tema de un trabajo inacabado, luego per- dido. Studium bonae mentis (Baillet, Vie de M. Des Cartes, 1691, t. II, p. 406; AT, X, p. 191). Hay un punto de confluencia de los dos sentidos, dado que en ambos se trata de la razón como luz natural, de la razón como principio fundante tanto del saber teórico (bon sens) como del práctico (bona mens o sabiduría), de tal modo que la sabiduría (sages- se) no es sino el «poder de juzgar bien» desarrollado en su mayor gra- do de perfección posible, mediante el método que regula su uso |E. Gilson, «Commentaire historique» a su ed. del Discours de la mét- hode, J. Vrin, Paris, 1925 (3e. éd. 1947), p. 82, cf. Conversación con Burman, cit., p. 1751.
3 La noción esprit (ed. lat.: ingenium), usada sobre todo para mos-
trar la oposición a la sustancia extensa, designa el pensamiento en ge- neral (res cogitans), tal como se encuentra, por ejemplo, en la II Medit.: «Así pues, hablando con precisión, no soy más que una cosa que piensa, es decir, un espíritu (esprit), un entendimiento o una razón» (AT, IX, p. 21). Se ha preferido, en la traducción el término ingenio, porque con él se obvia la referencia fácil a algo suprahumano que su- giere el término «espíritu», y se designa la disposición natural de la que todos están dotados en tanto que el hombre es res cogitans.
DISCURSO DEL MÉTODO 5
jos, si siguen siempre el camino recto, que los que corren, pero se alejan de él.
Por mi parte, nunca he presumido que mi inge- nio fuese en algo más perfecto que el de los de- más; hasta he desead
o con frecuencia tener el pen- samiento tan ágil, o la imaginación tan nítida, o la memoria tan amplia y viva, como otros lo tienen. Y no conozco otras cualidades, excepto éstas, que puedan contribuir a la perfección del ingenio; pues en lo que concierne a la razón, o al sentido, ya que es la única cosa que nos hace hombres, y nos dis- tingue de los animales, quiero creer que está entera en cada uno de nosotros, y seguir en esto la común opinión de los filósofos'1, que dicen que sólo existen
3 diferencias de grado entre los / accidentes, y de ninguna manera entre las formas o naturalezas de los individuos de una misma especie.
Pero no me arredra afirmar que creo haber teni- do una gran suerte, al encontrarme desde joven en ciertos caminos, que me han conducido a conside- raciones y máximas, a partir de las cuales he llega- do a formar un
método, por medio del cual me pa- rece que es posible aumentar gradualmente mi conocimiento y elevarlo poco a poco hasta el punto más alto, al que la mediocridad de mi ingenio y la brevedad de la vida puedan permitirle llegar. Pues de ese método he recogido ya tales frutos5 que, si bien en los juicios que hago sobre mí mismo siem- pre tiendo a inclinarme hacia el lado de la descon- fianza más que al de la presunción, y si bien al ob- servar con mirada de filósofo las diferentes acciones y empresas de los hombres, 110 encuentro
4 Según el uso frecuente de Descurtes, se refiere en sentido res-
tringido ¡i los filósofos escolásticos.
5 Los Ensayos a los que el Discurso sirve de introducción son ya
resultados concretos de la aplicación del método en dominios particu- lares de la ciencia, sobre todo en geometría y en física.
6 RENÉ DESCARTES
casi ningunâ que no me parezca vana e inútil, no
deja de producirme una gran satisfacción el pro- greso que creo haber realizado ya en la investiga- ción de la verdad, ni dejo de concebir tales espe- ranzas para el futuro que, si entre las ocupaciones propias de los hombres hay alguna que sea sólida- mente buena e importante, me atrevo a creer que es la que yo he elegido.
Puede suceder, no obstante, que esté equivoca- do y apreciar acaso como oro y diamantes lo que no es sino un trozo de cobre o vidrio. Sé cuán expues- tos estamos a equivocarnos en todo lo que nos afec- ta, y cuán sospechosos deben sernos también los juicios de los amigos cuando los pronuncian en nuestro favor. Con todo me gustaría mostrar en este
4 discurso / los caminos que he seguido, y representar así mi vida como en un cuadro, a fin de que cada uno pueda juzgar, y enterándome luego por rumor público de las opiniones emitidas, tendré un nuevo medio para instruirme, que añadiré a los que acos- tumbro a emplear.
No es, pues, mi propósito enseñar aquí el mé- todo que
cada cual debe seguir para dirigir bien su razón, s
ino sólo mostrar de qué manera he procura- do conducir la mía. Aquellos que se atreven a dar preceptos deben esiimarse
más hábiles que aquéllos a quienes se los dan, y si faltan en la cosa más mí- nima son censurables por ello. Pero como no pro- pongo este escrito sino a modo de historia o, si se prefiere, de fábula, en la que junto a algunos ejem- plos imitables se encontrarán tal vez algunos otros que sería razonable no seguir, espero que será útil para algunos sin ser nocivo para nadie, y que todos agradecerán mi franqueza.
Desde mi niñez fui habituado en el estudio de las letras, y como me persuadían que por medio de ellas se podía adquirir un conocimiento claro y se-
DISC URSO DEL MÉTODO635
guro de todo cuanto es útil para la vida, sentía yo un vivísimo deseo de aprenderlas. Pero cambié por completo de opinión tan pronto como hube concluido mis estudios6, al término de los cuales se acostumbra a entrar en el rango de los doctos. Pues me embargaban tantas dudas y errores que, ha- biendo intentado instruirme, me parecía no haber alcanzado otro resultado que el de haber descu- bierto progresivamente mi ignorancia. Y, sin, em-
5 bargo, / realizaba mis estudios en una de las es- cuelas más célebres de Europa7, en donde pensaba yo que debía haber hombres sabios, si es que exis- tían en algún lugar de la tierra. Había conseguido aprender allí todo lo que los compañeros aprendían; y no contento aún con las ciencias que nos en- señaban, hojeé cuantos libros pudieran caer en mis manos referentes a las que se consideran como las más curiosas y raras". Conocía, además, los juicios que los otros hacían sobre mí, y no veía que se me considerase inferior a mis condiscípulos, aun- que entre ellos hubiese ya algunos a quienes se destinaba a ocupar los puestos de nuestros maes- tros. En fin, nuestra época me parecía tan flore- ciente y fértil en destacados ingenios como haya
6 El título de licenciado en derecho por la universidad de Poitiers
cierra el período de «estudios» mencionado, que va de 1606 a 1616. Pero el «cambio» teórico es más significativo que ese final histórico, si entendemos por tal el distanciamiento critico de Descartes respecto de la cultura establecida —la escolástica, la opinión, la autoridad—, como proceso inicial de una filosofía crítica tematizada en el Discurso en tér- minos de «duda».y de búsqueda de un fundamento cierto del saber.
7 El colegio de La Flèche fue fundado por los jesuítas en 1604, en
un edificio donado por Enrique IV, de ahí el nombre de «Collège Ro- yal». Descartes esludió en él de 1606 a 1614.
" Se trata no sólo de la química incipiente y de una parte de la óp- tica, la que permite ver cosas extraordinarias a través de espejos y lentes, sino también de la astrología, la quiromancia, la cábala, la magia, etc.
8 RENÉ DESCARTES'.i"'
podido serlo cualquiera de las precedentes. Por todo esto llegué a tomarme la libertad de juzgar a los demás por mí mismo y de pensar que no había doctrina alguna en el mundo tal y como se me ha- bía prometido anteriormente.
Con todo, no dejaba de valorar los ejercicios que se
practican en las escuelas. Sabía que las len- guas que en ellas se aprenden son necesarias para comprender las obras de la antigüedad; que la gra- ciosa elegancia de l^s fábulas despierta el ingenio; que las acciones memorables de las historias lo exaltan, y que leídas con discreción contribuyen a la formación del juicio; que la lectura de todos los buenos libros es como una conversación con las gentes más distinguidas de los siglos pasados, que han sido sus autores, y hasta una conversación es- tudiada en la que no nos descubren sino lo más se- lecto de sus pensamientos; que la elocuencia posee una belleza y un poder de seducción incompara-
6 bles; que la poesía encierra/delicadezas y suavida- des que arrebatan; que las matemáticas posibilitan sutilísimas invenciones que
pueden contribuir mu- cho, tanto a satisfacer a los curiosos, como a facili- tar todas las artes y a disminuir el trabajo de los hombres9; que los escritos que tratan de las cos- tumbres contienen muchas enseñanzas y exhorta- ciones a la virtud que son muy útiles; que la teolo- gía enseña a ganar el cielo; que la filosofía pro- porciona el medio para hablar con verosimilitud de todas las cosas y hacerse admirar de los menos
'' P. Rossi (Los filósofos y las máquinas 1400-1700, Labor, Barce- lona, 1966) estudia el papel desempeñado por las artes mecánicas en la constitución del pensamiento moderno (pp. 102-103). Pero no es tanto la matemática aplicada a la técnica lo que atrae a Descartes en la re- flexión metodológica, cuanto el modelo de certeza de la matemática pura (véase Discurso, Parte II).
DISC URSO DEL MÉTODO 9 5 sabios1"; que la jurisprudencia, la medicina y las demás ciencias dan honores y riquezas a quienes las cultivan; y, en fin, que es bueno haberlas examina- do todas, incluso las más supersticiosas y falsas, para conocer su justo valor y no dejarse engañar por ellas.
Pero creía también que ya había dedicado sufi- ciente tiempo a las lenguas, e incluso a la lectura de los libros antiguos y a sus historias y fábulas. Pues es casi lo mismo conversar con gentes de otros si- glos que viajar. Es conveniente saber algo sobre las costumbres dejos diversos pueblos, para juzgar las del propio con mejor acierto, y no creer que todo lo que sea contrario a nuestras modas es ridí- culo y contra la razón, como suelen hacer los que nada han conocido. Pero cuando se dedica dema- siado tiempo a viajar llega uno a sentirse extranjero en su país; y cuando se posee excesiva curiosidad por lo que se hacía en los siglos pasados se perma- nece generalmente muy ignorante de lo que ocurre en el presente. Además, las fábulas'ison causa de imaginemos como posibles acontecimientos / que no lo son; y hasta las más fieles historias, si bien no cambian ni aumentan el valor de las cosas para ha- cerlas más dignas de ser leídas, al menos omiten casi siempre las circunstancias más vulgares y me- nos ilustres; de ahí proviene que lo demás no pa- rezca tal como es, y que los que ajustan sus cos-
10 La enseñanza de la filosofía en los colegios de jesuítas ocupa los
tres últimos años. Comprendía: lógica, física, metafísica y moral, im- partidas desde un punto de vista aristotélico-tomisia. La escolástica tar- día tuvo su mejor intérprete en el jesuíta F. Suárez, Disputa/iones me- taphysicae, Salamanca, 1597. No obstante esta filosofía especulativa de la Escuela, la posibilidad de una filosofía práctica, que contribuya al desarrollo de la técnica, es una consecuencia de la aplicación del mé- todo a determinados dominios del saber (véase Discurso, Parle VI). Cf. nota 11.
10 RENÉ DESCARTES'.i"'
tumbres a los ejemplos qu
e sacan de tales historias se exponen a caer en las extravagancias de los hé- roes de nuestras novelas y a concebir proyectos que superan sus fuerzas.
Estimaba mucho la elocuencia y era un enamo- rado de la poesía; pero pensaba que una y otra eran dones de la naturaleza más que frutos del estudio. Los que poseen excelente capacidad para razonar y con facilidad disponen con orden sus pensamientos, con el fin de hacerlos claros e inteligibles, siempre pueden persuadir mejor sobre aquello que propo- nen, aunque hablen la lengua inculta de los godos y jamás hayan estudiado retórica. Así como los que son capaces de las más agradables invenciones y sa- ben expresarlas con el mayor ornato y dulzura, no dejarían de ser los mejores poetas aunque el arte poético les fuera desconocido.
Me deleitaba sobre todo en el estudio de las matemáticas, dada la certeza y evidencia de sus ra- zonamientos; pero no "me daba cuenta todavía de su verdadero uso" y, pensando que sólo eran aplica- bles a las artes mecánicas, me extrañaba de que, siendo sus cimientos tan firmes y sólidos, no se hu- biese construido sobre ellos nada más elevado. Comparaba, en cambio, los escritos de los antiguos
8 paganos que tratan de las costumbres con palacios / de soberbia magnificencia, pero construidos sobre arena y barro. Exaltan en grado máximo las virtudes
11 Como sostiene Einstein, en la medida en que las proposiciones
de la matemática son ciertas, esto es, estrictamente axiomáticas, no se refiere
n a la realidad. Desde este niodèlo de certeza, a Descartes no le satisface la matemática aplicada, por ejemplo, al arte militar, a la téc- nica de las fortificaciones. Pero como Galileo, y luego Einstein, des- cubrirá que el verdadero uso o función de la matemática consiste en tratar de «examinar cuestiones de física por medio de razonamientos matemáticos» (A Mersenne, 11 de octubre de 1638). Cf. Conversación con Bwman, cit., pp. 177-179.
DISC URSO DEL MÉTODO 11 5
y las presentan como lo más estimable de cuantas cosas hay en el mundo; pero no nos enseñan sufi- cientemente a conocerlas, y a menudo lo que de- signan con tan digno nombre no es sino insensibili- dad, orgullo, desesperación o parricidio.
Respetaba nuestra teología y, como otro cual- quiera,
aspiraba a ganar el cielo; pero habiéndome enseñado, como algo muy seguro, que su camino no es menos accesible para los
ignorantes que para los doctos y que las verdades reveladas, que a él conducen, están por encima de nuestra inteligen- cia, nunca me hubiera atrevido a someterlas a la fragilidad de mis razonamientos, pues pensaba que para emprender su examen y finalizarlo con éxito era necesario contar con alguna asistencia extraor- dinaria del cielo y ser algo más que hombre.
Nada diré sobre la filosofía, sino que, viendo que ha sido cultivada por los ingenios más relevan- tes que han
existido desde hace siglos y que, sin embargo, nada hay en ella que no sea aún objeto de disputa y, por lo tanto, dudoso, no tenía yo la sufi- ciente presunción para esperar alcanzar en ella algo mejor que los otros. Considerando, además, cuán diversas opiniones pueden darse referentes a una misma materia, defendidas por gentes doctas, si bien sólo una de ellas puede ser verdadera, estima- ba casi como falso todo lo que no era más que ve- rosímil12.
12 Lo «verosímil» es aquello que no depende de un razonamiento
demostrativo. La crítica de la Filosofía escolástica es manifiesta, tanto por el lugar que en ella ocupa la disputa, como por el carácter simple- mente probable (le las conclusiones a las que llega por medio de razo- namientos silogísticos. El modelo matemático de certeza le permite identificar no sólo lo que es falso y verosímil, sino también la vacía erudición del relato de las opiniones en disputa; pero no le evita incu- rrir en la actitud escéptica, a lo Montaigne —que llevaba a Descartes a «abandonar enteramente el estudio de las letras»—, al menos mientras busca y encuentra, en 1619, otra verdad.
12 RENÉ DESCARTES'.i"'
Y en cuanto a las demás ciencias, dado que to- 9 man sus principios de la filosofía, estimaba / que no se podía haber construido nada sólido sobre cimien- tos tan poco firmes. De ahí que ni el honor ni el pro- vecho que prometen fueran razones suficientes para determinarme a aprenderlas; pues no me encontraba, gracias a Dios, en una situación tal que me viese obligado a hacer de la ciencia un oficio para mejorar mi fortuna; y aunque no profesara el desprecio de la gloria a lo cínico, apreciaba muy poco sin embargo aquélla que sólo se podía adquirir mediante falsos tí- tulos. Y, en fin, en lo que se refiere a las vanas doc- trinas, pensaba que ya conocía bastante bien su va- lor, para no dejarme engañar nunca más ni por las promesas de un alquimista, ni por las predicciones de un astrólogo, ni por las imposturas de un mago, ni por los artificios o la presunción de todos los que
profesan saber más de jo que saben.
Por ello, tan pronto" como la edad me permitió
salir de la sujeción de mis preceptores, abandoné completamente el estudio de las letras,. Y, tomando la decisión de no buscar otra ciencia que la que pu- diera hallar en mí mismo o en el gran libro del mundo, dediqué el resto de
mi juventud a viajar,; a conocer cortes y ejércitos, a tratar con gentes de diversos temperamentos y condiciones, a recoger diferentes experiencias, a ponerme a mí mismo a prueba en las ocasiones que la fortuna me deparaba, y a hacer siempre tal reflexión sobre las cosas que se me presentaban, que pudiese obtener algún pro- vecho de ellas. Pues me parecía que podría encon- trar mucha más verdad en los razonamientos que cada uno hace en los asuntos que le atañen, y cuyo
•0 resultado / puede serle inmediatamente su castigo si ha juzgado mal, que los que hace en su despacho un - . hombre de letras sobre especulaciones que no pro- ducen efecto alguno y que no tienen para él otra
DISC URSO DEL MÉTODO 13 5
consecuencia, acaso, que la de inspirarle tanta más vanidad cuanto más se apartan del sentido común, ya que habrá tenido que emplear mucho más inge- nio y artificio para intentar hacerlas verosímiles. Y siempre sentía un deseo inmenso de aprender a dis- tinguir lo verdadero de lo falso, para ver claro en mis acciones y andar con seguridad en esta vida.
Es cierto que, mientras me limitaba a considerar las costumbres de los otros hombres, apenas encon- traba en ellas nada que me convenciera, y observaba casi tanta diversidad como había advertido antes entre las opiniones de los filósofos. De tal manera que el mayor provecho que obtenía de esto era que, al ver varias cosas ,que si bien
nos parecen muy extrava- gantes y ridiculas no dejan de ser por ello común- mente aceptadas y aprobadas por otros grandes pue- blos, aprendió a no creer nada con demasiada firmeza de todo lo que se me había persuadido únicamente por el ejemplo y la costumbre; .y así me liberaba poco a poco de muchos errores, que pueden ofuscar nues- tra luz natural y hacernos menos aptos para escuchar la voz de la razón13. Pero después de haber empleado
" varios años estudiando de este modo en el libro del mundo e intentando adquirir alguna experiencia, tomé un día la resolución de estudiar también en mí mismo y de emplear todas las fuerzas de mi ingenio en elegir los caminos que debía seguir. Lo cual me
11 dio mejor / resultado, me parece, que si no me hubie- ra alejado nunca de mi país ni de mis libros.
11 «Escuchar la voz de la razón» es, para Heidegger, una de las cla-
ves de la filosofía moderna. Sin embargo, no es la filosofía, eslo es, el «corresponder que sintoniza con la voz del Ser del ente» (¿Qué es fi- losofía? Narcea, Madrid, 1978, p. 67). Pero, si este corresponder como decir privilegiado es traducible a lenguaje, ¿no tiene que ver en ello la vo/. tie la razón? (cf. M. Heidegger, La pregunta por la cosa, pp. 96- 97). Cf. A. Álvarez Gómez, «Descaries: la razón, única guía del hom- bre», Ciuul. Salm. Filos., 12, 1985, pp. 19-43.
SEGUNDA PARTE
Me encontraba entonces en Alemania, a donde había ido
con motivo de unas guerras que aún no han terminado1; y cuando volvía al ejército después de asistir a la coronación del emperador, el comienza del invierno me retuvo en un acuartelamiento en el que, no encontrando conversación alguna que me distrajera y no teniendo tampoco, por fortuna, preo- cupaciones o pasiones que me perturbaran, perma- necía durante todo el día solo y encerrado junto a una estufa, donde disponía de la tranquilidad nece- saria para entregarme a mis pensamientos2. Entre
' Se Irala de la guerra de los Treinta Años, que finaliza en 1648 con la paz de Weslfalia. Descartes ha dejado Holanda el 29 de abril de 1619 para asistir a la coronación de Fernando II como emperador, en Franc- fort, cuyas fiestas duraron del 20 de julio al 9 de septiembre de 1619. Con el apoyo de la Liga Católica, Femando II lucha contra Federico V, que lidera la Liga Evangélica. ¿Por qué Descartes está al lado de la po- lítica contrarreformista del primero? ¿Por qué mantiene la extensa co- rrespondencia con Elisabeth, hija del segundo, si además Descartes está enrolado en el ejército del duque de Baviera, Maximiliano, quien com- bate contra el elector palatino? Pero ¿cuál es la participación de Des- cartes en la guena? ¿Se alista en el ejército por alguna causa concreta, o más bien para huir de los acontecimientos que tienen lugar en Holanda? Si tenemos en cuenta que Descartes se dedica, sobre lodo, a sus refle- xiones y que abandona definitivamente el ejército en 1620 para dedi- carse a viajar, cabría concluir que la presencia de Descartes en el ejérci- to lia tenido escasa significación. Para un estudio monográfico de esta actitud política, véase: A. Negri, Descartes político, Fellrinelli, Milano.
2 El célebre descubrimiento de este momento, el principio de la
unidad del saber, es consignado en el escrito Olympica (1620) en los si- guientes términos: «10 de noviembre de 1619, cuando Heno de entu-
[15]
16 RENÉ DESCARTES'.i"'
los cuales, uno de los primeros fue el darme cuenta de que a menudo no existe tanta perfección en obras compuestas de muchos elementos y realizadas por diversos maestros como en aquellas ejecutadas por uno solo. Así vemos que los edificios que un solo ar- quitecto ha comenzado y acabado suelen ser más bellos y mejor ordenados que aquellos otros que va- rios han tratado de reformar, utilizando antiguos mu- ros que habían sido construidos para otros fines. Así sucede con esas viejas ciudades que, no habiendo sido al comienzo sino aldeas, se han convertido con el transcurso del tiempo en grandes urbes; están ge- neralmente muy mal trazadas si las comparamos con esas plazas regulares que un ingeniero diseña según su fantasía sobre un terreno llano; pues, si bien con- siderando cada uno de sus edificios aisladamente se encuentra a menudo en ellos tanto o más arte que en los de las ciudades nuevas, sin embargo, al ver cómo están emplazados —aquí uno grande, allá uno pe- queño— y cómo hacen las calles curvas y desigua-
12 les, / se diría que ha sido más bien el azar, y no la voluntad de unos hombres que hacen uso de su ra- zón, el que los ha dispuesto así. Y si se considera que, no obstante, siempre han existido funcionarios encargados de cuidar de que los edificios de los par- ticulares contribuyan al ornato público, fácilmente se comprenderá lo difícil que es hacer algo perfecto cuando se trabaja sobre obras realizadas por otro. Del mismo modo, me imaginaba que los pueblos que han evolucionado poco a poco desde un estado semisalvaje a otro civilizado, elaborando sus leyes sólo cuando la incomodidad de los crímenes y pe-
siasmo descubrí los fundamentos de una ciencia admirable» (AT, X, p. 17
9). El entusiasmo va acompañado, en la noche del K) al II, de 1res sueños, c u y o relato e interpretación puede verse en: Olympica; G. Milhaud, Descartes savant, Alean, Paris, 1921, cap. II; J. Maritain, «Le songe de Descartes», Revue universelle, 1920.
DISC URSO DEL MÉTODO 17 5
leas les ha obligado, no pueden estar políticamente tan bien organizados3 como aquellos que, desde el momento en que se reunieron por primera vez, han observado las constituciones de algún prudente le- gislador4. Como también es muy cierto que el go- bierno de la verdadera religión, cuyas leyes Dios solo ha instituido, debe estar incomparablemente mejor regulado que cualquier otro. Pero hablando de las cosas humanas, pienso que si Esparta ha sido en otro tiempo muy floreciente no se debió a la bon- dad de cada una de sus leyes en particular, pues al- gunas eran muy extrañas y hasta contrarias a las buenas costumbres, sino al hecho de que siendo con- cebidas por un solo legislador, todas tendían a un mismo fin. De igual modo, pensaba que las ciencias expuestas en los libros, al menos aquéllas cuyas ra- zones son sólo probables y carecen de toda demos- tración, habiendo sido elaboradas y paulatinamente engrosadas con las opiniones de muchas y diferentes personas, no están tan cerca de la verdad como los simples razonamientos que un hombre de buen sen-
13 tido5 puede hacer, naturalmente, / acerca de las cosas que se presentan. Y también pensaba que, como he- mos sido todos nosotros niños antes de ser hombres y hemos tenido que dejarnos regir por nuestros ape- titos y por nuestros preceptores, con frecuencia con- trarios unos a otros y que, tal vez, ni unos ni otros nos han aconsejado siempre lo mejor, es casi impo-
:t La expresión francesa si bien policés (ed. tal.: lam bene instituía
república) se refiere al orden y a la organización de un pueblo. Tal sen- tido proviene del término police en el sentido en que lo define el Dic- tionnaire de l'Académie (1694): «el orden, las ordenanzas que se ob- servan en un Estado, en una república, en una ciudad».
4 Alusión a Licurgo, creador de la legislación espartana.
5 Un hombre que sólo hace uso de la razón natural (ed. lat.: sola
ratione naturali utens). Cf. J. Morris, «Desearles' natural light», Jour- nal of the History of Philosophy, XI: 2, 1973, pp. 169-187.
18 RENÉ DESCARTES'.i"'
sible que nuestros juicios sean tan puros y sólidos como lo habrían sido si, desde el momento de nacer, hubiéramos dispuesto del pleno uso de nuestra razón y nos hubiéramos guiado exclusivamente por ella.
Es cierto que no vemos que se derriben todas las casas de una ciudad con el único propósito de reconstruirlas de otra manera y de contribuir a un mayor embellecimiento de sus calles; pero se ve muchas veces que algunos particulares mandan de- rribar las suyas para edificarlas de nuevo, y hasta al- gunas veces se ven obligados a ello cuando sus vi- viendas amenazan ruina y cuando sus cimientos son poco firmes. Ante cuyo ejemplo llegué a per- suadirme de que no sería en verdad sensato que un particular intentara reformar un Estado, cambián- dolo todo desde sus fundamentos y derribándolo para hacerlo resurgir; como tampoco lo sería refor- mar el cuerpo de las ciencias, o el orden establecido en las escuelas para su enseñanza6. Pero, con rela- ción a todas aquellas opiniones que hasta entonces había aceptado, no podía hacer nada mejor que pro- ponerme de una vez abandonarlas, con el fin de sustituirlas luego bien por otras mejores o bien por
14 las mismas, pero después que las hubiera / sometido al juicio de la razón. Creí firmemente que, por este medio, acertaría a dirigir mi vida mucho mejor que si me limitase a edificar sobre antiguos cimientos y
6 El planteamiento de la reforma del saber desde sus cimientos es
tratado con suma cautela, sobre lodo en lo que afecta al saber
práctico, esto es, a las instituciones sociales como el Estado, la Iglesia y las ins- tituciones docentes. Como observa G. Quintás, la suerte corrida por quienes habían defendido una reforma radical en este campo «desa- consejaba» ahora tal pretensión, como ya lo hiciera Montaigne (Essais, III, 9). Lo cierto es que el proyecto cartesiano de reconstruir el saber desde fundamentos nuevos afectará a dichas instituciones, pues la po- sibilidad crítica de someter también estas opiniones al «juicio de la ra- zón» está abierta, como se dice a continuación.
DISC URSO DEL MÉTODO 19 5
me apoyase únicamente sobre los principios de los que me había dejado persuadir durante mi juventud, sin haber examinado nunca si eran verdaderos. Pues, si bien advertía en esto diversas dificultades, ni eran insolubles sin embargo,
ni comparables a las que se encuentran en la reforma de las menores co- sas que atañen a lo público. Estos grandes cuerpos políticos son muy difíciles de reconstruir, una vez que han sido derribados, e incluso de sostenerlos en pie cuando han sido fuertemente sacudidos, y sus caídas son necesariamente muy duras. Además, en lo que toca a sus imperfecciones, si las tienen, como la única diferencia que existe entre ellos es sufi- ciente para asegurar que algunos las tienen, el uso las ha suavizado muchísimo sin duda; y hasta ha evitado o corregido insensiblemente muchas, que con la prudencia no hubiesen podido remediarse tan eficazmente. Y, en fin, tales imperfecciones son casi siempre más soportables para un pueblo habi- tuado a ellas7 que lo sería su cambio; como los ca- minos reales que serpentean entre montañas que, a fuerza de ser frecuentados, llegan a ser poco a poco tan lisos y cómodos que es preferible seguirlos que intentar un atajo más recto, escalando las rocas y descendiendo hasta los precipicios.
Por todo esto, de ningún modo podría estar de acuerdo con esos hombres de carácter lioso e in- quieto, que no cesan de idear constantemente al- guna nueva reforma, sin haber sido llamados a la administración de los asuntos públicos ni por su
15 nacimiento ni por su fortuna8. / Y si estimara que
7 Desearles sigue aquí a Montaigne (Essais, III, 9) y a Charron (De
la sagesse, II, 8, an. 7). La ed. lal. añade a «plus supportable»: ab as- suetis populis (AT, VI, p. 547), cf. E. Gilson, op. cit., p. 173.
8 Lo que se pretende es alejar cualquier posible imagen de «refor-
mador» político o social, con el fin de no ser importunado en su pro- yecto de reforma del saber, como puntualiza a continuación. Hay que
20 RENÉ DESCARTES'.i"'
hay en este escrito la menor cosa que pudiera ha- cerme sospechoso de semejante locura, de ningún modo podría permitir o sufrir que fuera publicado. Mi propósito no ha sido nunca otro que intentar re- formar mis propios pensamientos y construir sobre un terreno que sea enteramente mío. Y si, habién- dome complacido bastante mi obr
a, os la propongo como modelo, no significa esto que quiera aconse- jar a nadie que lo siga. Aquellos a los que Dios ha distinguido con sus dones tendrán quizá proyectos más elevados; pero mucho me temo que éste re- suite ya demasiado
audaz para algunos. La mera resolución de liberarse <Je todas las opiniones de las que hemos sidó empapados en otro tiempo, no es un ejemplo que todos deban seguir; el mundo casi se compone, en efecto, de dos tipos de personas a quienes este ejemplo no conviene en modo algu- no. A saber, de los que, creyéndose más hábiles de lo que son, no pueden contener la precipitación de sus juicios ni tener bastante paciencia para conducir ordenadamente sus pensamientos; de ahí se des- prende qu£, si alguna vez se hubieran tomado la li- bertad d^jdudande los principios que han recibido y de apartarse del camino común, nunca llegarían a encontrar el sendero que hay que tomar para ir más recto y permanecerían extraviados toda su vida. Y, además, de aquellos que, teniendo la suficiente ra- zón o modestia para apreciar que son menos capa- ces de distinguir lo verdadero de lo falso que otros hombres por los cuales pueden ser instruidos, deben más bien contentarse con seguir las opiniones de és- tos que buscar por sí mismos otras mejores.
notar, de paso, que el acce
so a la administración de los asuntos públi- cos sólo era posible a través del «nacimiento» (nobleza) y de la «for- tuna» (riqueza). Esta última era la puerta de acceso de la burguesía a los espacios de poder.
DISC URSO DEL MÉTODO 21 5
16 Y, en cuanto a mí, me hubiera encontrado sin duda entre estos últimos, si no hubiera tenido más que un solo maestro o no hubiera conocido las di- ferencias que siempre han existido entre las opi- niones de los más doctos. Pero, habiendo aprendido desde el colegio que no se puede imaginar nada, por extraño e increíble que sea, que no haya sido dicho por alguno de jos filósofos; y habiendo observado luego, en mis viajes, que todos aquellos cuyo senti- mientos son muy contrarios a los nuestros no son por ello bárbaros ni salvajes, sino que muchos ha- cen tanto o más uso que nosotros de la razón; ha- biendo considerado también cuán diferente llegaría a ser un hombre que, con su mismo ingenio, hubie- se sido criado desde su infancia entre franceses o alemanes en lugar de haber vivido siempre entre chinos o caníbales; y que hasta en las modas de nuestros trajes, lo que nos ha gustado hace diez años, y acaso vuelva a gustarnos dentro de otros diez, nos parece hoy extravagante y ridículo, de modo que son más bien }a costumbre y el ejemplo los que nos persuaden, que conocimiento alguno cierto; y habiendo considerado, en fin, que la plu- ralidad de votos no es una prueba válida en favor de las verdades algo difíciles de descubrir, pues es mucho más verosímil que un hombre solo las des- cubra que todo un pueblo, no podía elegir a nadie cuyas opiniones me parecieran que debían ser pre- feridas a las de los demás, y me encontraba como obligado a emprender por mí mismo la tarea de conducirme.
Pero, al igual que un hombre que camina solo y en la oscuridad, tomé la resolución de avanzar 17 tan lentamente y de usar / tal circunspección en todas las cosas que, aunque adelantara muy poco, me guardaría muy bien al menos de tropezar y caer. Ni siquiera quise empezar a rechazar por
22 RENÉ DESCARTES'.i"'
completo ninguna de las opiniones que en otro tiempo
hubieran podido deslizarse en mi creencia sin pasar por el tamiz de la razón,^hasta que no hubiese dedicado el tiempo süficiénte a hacer el proyecto de la obra que me proponía, y a buscar el verdadero método para llegar al conocimiento de todas las cosas de las que mi ingenio fuera ca- paz.
Había estudiado un poco, cuando era más jo- ven, de entre
las partes de la filosofía, la lógica, y de las matemáticas, el análisis de los geómetras y el álgebra, tres artes o ciencias9 que al parecer de- bían contribuir en algo a mi propósito. Pero, al examinarlas atentamente, advertí con relación a la lógica que sus silogismos y la mayor parte de sus preceptos sirven más para explicar a otro cuestio- nes ya sabidas o incluso, como el arte de Lulio,
9 Descartes ha estudiado la lógica aristotélica y, como dice más
adelante, «el análisis de los antiguos» y el «álgebra de los modernos». En cuanto al análisis geométrico se ha de tener en cuenta: 1 ) que su descubrimiento por los humanistas del Renacimiento se debe a hele- nistas matemáticos; 2) que el texto más antiguo y extenso es el del ale- jandrino Pappus, cuya traducción de ComiTiandino (Pappi Alexandrini, Mathematicorum Collectionum, Lib. VII) ha podido leer Descartes; 3) Descartes considera, a diferencia de Pappus, que el análisis es superior a la síntesis, tanto como método de exposición c o m o de invención (Segundas Respuestas, AT, VII, p. 155); 4) que el análisis geométrico no es lo mismo que el análisis propuesto c o m o tercera regla del méto-
do. En cuanto al álgebra. Descartes la ha estudiado, sin duda, en el Algebra de Clavios, S. J. (Operum mathematicorum, t. II, Moguntiae,
1612, pp. 1-181), del que ha tomado la notación, y no de Ramus o de Vieta; pero
remonta su descubrimiento, más allá de los árabes, a los alejandrinos Pappus y Diophanlo (cf. Regla IV; AT, X, p. 376), cf. E. Gilson, op. cit., pp. 187-191. Si escribe «artes o ciencias», no es sino para evitar la inútil controversia secular acerca de la naturaleza de estas disciplinas (J. Sirven, Les années d'apprentisage de Descartes, Paris, 1928). Cf. A. Robert, «Descartes et l'Analyse des anciens», Archives de philosophie, XIII, 1937, pp. 221- 245; J. L. Coolidge, A history of geometrical methods. Clarendon, Press, Oxford, 1940; J. Hintikka y U. Remes, The method of analysis, Reidel, Dordrecht, 1974.
DISC URSO DEL MÉTODO 23 5 para investigar las que desconocemos10. Y si bien contiene, en efecto, muchos preceptos que son muy buenos y verdaderos, hay sin embargo, mez- clados con ellos, tantos otros perjudiciales o bien superfluos, que es casi tan difícil separarlos como sacar una Diana o una Minerva de un bloque de mármol en el que ni siquiera hay algo esbozado. En lo que concierne, por otra parte, al análisis de los antiguos y al álgebra de los modernos, además de que no se refieren sino a materias muy abstrac- tas, que parecen carecer de todo uso, el primero está siempre tan circunscrito a la consideración de las figuras, que no permite ejercitar el entendi-
18 miento / sin fatigar excesivamente la imaginación; y en la segunda, hay que sujetarse tanto a ciertas reglas y cifras, que se ha convertido en un arte confuso y oscuro, bueno para enredar el ingenio, en lugar de una ciencia que lo cultive. Tal fue la causa por la que pensé que había que buscar algún otro método que, reuniendo las ventajas de los otros tres, estuviera exento de sus defectos»". Y
10 El propósito de Descartes está formulado explícitamente en el sub-
título del Discurso e insistentemente en toda su obra. Aquí nos lo repite: se trata de investigar, de descubrir lo que no conocemos (ed. lat.: ad ea quae ignoramus investigando). Desde esta posición, la crítica del silogis- mo, que repite en la conclusión lo que ya está contenido en las premisas, y del Ars magna de Lulio (cf. a Beeckman, 29 de abril de 1619), porque son métodos formales que no hacen avanzar la ciencia, es evidente.
" Un método que no sólo garantice formalmente el rigor lógico, sino que sea,
ante todo, un método de invención e investigación; que conserve del análisis geométrico el apoyo de la imaginación, puesto que trabaja con líneas, pero sin someter a ella el intelecto, que simbo- lice las cantidades mediante signos c o m o el álgebra, pero simplifi- cándolos, c o m o acaba de hacer Descartes, representando mediante las letras del alfabeto todas las cantidades conocidas (a, b, c, etc.) y des- conocidas (JC, y), etc. En resumen, un método de investigación, que no obstaculice la razón, sino que facilite su trabajo mediante la simplifi- cación de su lenguaje. Cf. J. Echeverría, «Nota sobre la Geometría de 1637 y el Método cartesiano», en Descartes (de V. Gómez Pin), Do- pesa, Barcelona, 1979, Apéndice II, pp. 117-127.
24 RENÉ DESCARTES'.i"'
como la multiplicidad de leyes a menudo sirve de excusa para los vicios, de tal forma que un Estado está mucho mejor regido cuando no existen más que unas pocas, pero muy estrictamente observadas, así también, en lugar del gran número de preceptos de los que la lógica está repleta, estimé que tendría suficiente con los cuatro siguientes, con tal de que tomase la firme y constante resolución de no dejar de observarlos ni una sola vez.
El primero consistía en no admitir jamás cosa alguna como verdadera sin haber conocido con evidencia que así era12; es decir, evitar con sumo cuidado la precipitación y la prevención, y no admitir en mis juicios nada más que lo que se presentase tan clara y distintamente a mi espíritu que no tuviese motivo alguno para ponerlo en duda13.
El segundo, en dividir cada una de las dificulta-
12 El nuevo criterio de verdad, la evidencia, y sus condiciones
(la claridad y distinción, y la indudabilidad) es decisivo en la episte- mología cartesiana. N o sólo rompe la identidad tradicional expresada en la «adaequatio intellectus el rei», sino que excluye, junto con la pro- babil
idad aristotélica y la verosimilitud escolástica la conjetura. Al contrario de ésta, lo evidente es aquello cuya verdad aparece a la men- te de manera inmediata, es decir, en la operación denominada intuición, según el enunciado de la Regla HI: los que buscan el recto camino de la verdad no deben ocuparse sino de «lo que podamos intuir clara y evi- dentemente o deducir con certeza». Se añade en este enunciado una operación complementaria de la intuición, la deducción, y la exigencia de certeza.
13 Al remitirnos típicamente a la «claridad y distinción» como
condiciones de la evidencia, esto es, de la verdad, se olvida que la in- dudabilidad es su condición más radical. La exigencia metodológica de la duda aplicable a «lodo», incluida la certeza de la matemática, no sólo funda la verdad del primer principio, sino que somete a prueba la verdad de cualquier otro axioma. Con ello Descartes abre el debate de la filosofía moderna en torno al problema de la coincidencia o no de la certeza (pensainienlo) y la verdad (cosa). La duda misma es la proble- matización de la identidad enlre certeza y verdad (cf. E. Severino, op. cit., p. 44).
DISC URSO DEL MÉTODO 25 5
des a examinar en tantas partes como fuera posible y necesario para su mejor solución14.
El tercero, en conducir con orden mis pensa- mientos, empezando por los objetos más simples y más fáciles de conocer, para ascender poco a poco, gradualmente, hasta el conocimiento de los más complejos y suponiendo incluso un orden entre
19 aquellos / que no se preceden naturalmente unos a otros15.
Y el último, en hacer en todo enumeraciones tan completas y revisiones tan amplias, que llegase a estar seguro de no haber omitido nada16.
Las largas cadenas de razones muy simples y
14 Una «dificultad» (término empleado en el Discurso) no es sino
una «cuestión» o un conjunto de cuestiones (Regla Xlll). De ahí la ne- cesidad de simplificar la dificultad o dividir las cuestiones (precepto 2.ü), y la consiguiente enumeración (precepto 4."), para «conducir con orden» el pensamiento desde lo simple a lo complejo (precepto 3."). E. Gilson (op. cit., pp. 204 ss.) subraya la compleinentariedad de estos preceptos. Se ha de tener en cuenta, además, la primacía que Descartes concede al análisis sobre la síntesis, así como las demás observaciones hechas en las notas 9 y 15.
15 ¿Complementariedad del análisis y de la síntesis o primacía del
análisis? Al primar éste Descartes no ha comprendido que el método sintético es el que mejor corresponde al proceder more geométrico de los Elementos de Euclides, según Spinoza (Tratado de la reforma del entendimiento, par. 30-51, 105-107). Leibniz, en cambio, defiende una posición de equilibrio, si bien critica todo el planteamiento carte- siano (cf. Y. Belaval, Leibniz critique de Descartes, Gallimard, Paris, I960, cap. III, «La critique des quatre préceptes», pp. 133-198). J. Marrades Millet («Descartes, Newton y Hegel sobre el método de análisis y síntesis». Pensamiento, 164, 1985, 393-429) define así la te- sis de la complementariedad: «Aun cuando el análisis, como niélenlo de descubrimiento, tiene para nosotros una prioridad heurística respecto a ia síntesis en metafísica y en física, la síntesis posee siempre una pri- macía epistemológica sobre el análisis, pues demuestra deductiva- mente lo que en el análisis sólo vale a título de suposición» (p. 400).
16 Más importante que las condiciones de la enumeración, es tener
en cuenta la función que Descartes le asigna en la Regla VII: por una parte, la de constituir una prueba de la verdad inducida por medio del análisis entendido como momento inductivo de la investigación; en
26 RENÉ DESCARTES'.i"'
fáciles, que los geómetras acostumbran a emplear para llegar a sus demostraciones más difíciles, me habían proporcionado la ocasión de imaginar que todas las cosas que pueden ser objeto de conoci- miento humano se encadenan de la misma manera; y que, con sólo abstenerse de admitir como verda- dera alguna que no lo sea y guardando siempre el orden necesario para deducir unas de otras, no pue- de haber algunas tan alejadas de nuestro conoci- miento a las que, finalmente, no podamos llegar ni tan ocultas que no podamos descubrir. No me ori- ginó excesiva preocupación el buscar por cuáles era preciso comenzar, pues ya sabía que debía ser por las más simples y las más fáciles de conocer; y considerando que, entre todos los que hasta ahora han investigado la verdad en las ciencias, sólo los matemáticos han podido encontrar algunas demos- traciones, es decir, algunas razones ciertas y evi- dentes, en modo alguno dudaba que debía comenzar por las mismas que ellos han examinado, aunque no esperase de ellas ninguna otra utilidad, sino habituar mi ingenio a conocer la verdad y a no contentarse con falsas razones. Mas no por ello he tenido el propósito de procurar aprender todas esas ciencias particulares, que comúnmente se llaman matemáti-
20 cas; / viendo también que aunque sus objetos son diferentes todas coinciden, sin embargo, en que no
este sentido Descartes habla de «enumeración o inducción» (AT, X, pp. 388-389); por otra, la de ser garantía del camino del pensamiento, que a través de todos los pasos deductivos o eslabones de la cadena, va desde el primer axioma hasta la última conclusión (AT, X, 389-390). La enumeración, en cualquier caso, pone
en juego la memoria para «no omitir nada»: ningún dato informativo, ninguna noción simple, ningún eslabón de la cadena deductiva. Pero ¿tendrá razón Leibniz al objetar que sólo se puede sustituir la debilidad de la memoria, no por la ince- sante enumeración y revisión, sino por un lenguaje simbólico univer- sal? ¿No es ésta la tendencia actual de los códigos simplificados? (Y. Belaval, op. cit., p. 197).
DISC URSO DEL MÉTODO 27 5
consideran sino las diversas relaciones o propor- ciones que en ellos se encuentran, pensé que era más interesante que examinara únicamente esas proporciones en general, suponiéndolas sólo en aquellas materias más idóneas para facilitarme su conocimiento o incluso no vinculándolas a ellas de ninguna manera para poder aplicarlas tanto mejor después a todas aquellas a las que pudiera convenir. Al darme cuenta, luego, de que para conocer tales proporciones tendría unas veces necesidad de con- siderar cada una en particular, y otras tan sólo com- prender varias conjuntamente y retenerlas en la memoria, pensé que, para mejor analizarlas en par- ticular, las tenía que suponer con líneas, pues no encontraba nada más simple ni que pudiera repre- sentar más distintamente ante mi imaginación y mis sentidos; y que, para retener o comprender varias conjuntamente, era preciso que las explicara me- diante algunas cifras lo más cortas que fuera posi- ble; de este modo, pensé también, tomaba todo lo mejor del análisis geométrico y del álgebra, y co- rregía todos los defectos de uno por medio del otro17.
Y, en efecto, me atrevo a decir que el cumpli- miento exacto de estos pocos preceptos que había elegido me dio tal facilidad para resolver todas las
17 Del análisis geométrico conserva la ayuda de la imaginación,
dado que trabaja con líneas (ed. lat.: in lineis reclis), y del álgebra la brevedad que proporciona el simbolismo, tal c o m o Descartes lo acaba de simpliiicar. La posibilidad de una matemática universal exige re- ducir a lo «más simple» las dos ramas más generales de la matemática: la geometría, cuyo objeto es la magnitud o cantidad continua, y la aritmética, cuyo objeto es el número o cantidad discontinua. La reduc- ción se efectúa eligiendo la más simple de las dos cantidades como símbolo de la otra (cf. E. Gilson, op. cit., pp. 219-222). ¿No es éste el trabajo llevado a cabo en su ensayo Geometría? Cf. Echeverría, «Nota sobre la Geometría de 1637 y el Método cartesiano», en Descartes, de V. Gómez Pin, Dopesa, Barcelona, 1979, Apéndice II, pp. 117-127.
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cuestiones tratadas por estas dos ciencias, que en dos o tres meses que empleé en examinarlas, ha- biendo comenzado por las más simples y generales, y siendo cada verdad que descubría una regla que
21 me / servía luego para encontrar otras, no sólo con-
seguí resolver algunas cuestiones que otras veces
había juzgado muy difíciles, sino que me pareció también, hacia el final, que podía determinar por qué medios y hasta qué punto era posible resolver incluso las que yo ignoraba. Lo cual no puede pa- recer acaso muy pretencioso, si se considera que no habiendo en matemáticas más que una verdad de cada cosa quien la descubre sabe acerca de ella todo cuanto se puede saber; así, por ejemplo, un niño que sabe aritmética, si ha realizado una suma siguiendo las reglas, puede estar seguro de haber al- canzado con relación a la suma que examinaba todo cuanto el ingenio humano es capaz de hallar. Pues, en definitiva, el método que nos enseña a seguir el
v verdadero ordena y a enumerar exactamente todas las circunstancias de lo que se busca, contiene todo lo que confiere certeza a las reglas de la aritmética.
Pero lo que más me satisfacía de este método era que, por su medio, estaba seguro de usar en todo mi razón, si no de modo perfecto, al menos de la mejor forma que me fuera
posible; más aún, me daba cuenta de que la práctica del mismo habituaba poco a poco mi ingenio a conocer más clara y distinta- mente los objetos, y que, no habiendo limitado este método a una determinada materia en particular, me prometía aplicarlo tan útilmente a las dificultades de otras ciencias como lo había hecho a las del álge- bra. No quiero decir con ello que pretendiera exami- nar todas aquellas dificultades que se presentaran en un primer momento, pues hasta hubiera sido con- trario al orden que el método prescribe. Pero, al dar- me cuenta de que todos los principios de las Ciencias
DISC URSO DEL MÉTODO 29 5 22 debían tomarse de / la filosofía, en donde aún no
hallaba ninguno cierto, pensé que era necesario ante todo que me propusiera investigarlos18; pero, siendo esto la cosa más importante del mundo y en la que son más de temer
la precipitación y la prevención, juzgué que no debía intentar llevar a cabo tal pro- yecto hasta no haber alcanzado una madurez mucho mayor que la que se posee a los veintitrés años, que yo tenía entonces19, y hasta que no hubiese empleado antes mucho tiempo en prepararme para él, tanto de- sarraigando de mi espíritu todas las malas opiniones recibidas con anterioridad a este momento, como haciendo acopio de varias experiencias destinadas a ser luego la materia de mis razonamientos y ejerci- tándome siempre en el método que me había pres- crito con el fin de afianzarme cada vez más en él.
18 Esta consideración constituye una de las claves arquitectónicas
del Discurso del método. Se acaba de diseñar un proyecto metodoló- gico
que, en el marco de la reflexión sobre lo matemático, define un nuevo criterio
de verdad que exige someter a duda «lodo» saber exis- tente y, al mismo tiempo, levantar el edificio del saber moderno sobre cimientos o «principios» nuevos.
De otro modo, simbolizada la filo- sofía en el nu
evo árbol del saber, cuya raíz es la metafísica, el tronco la física y las ramas de las demás ciencias: medicina, mecánica, moral, etc. («Lettre-Préface» a la edición francesa de Principes, AT, IX), Descurtes se encuentra con el problema de que, habiendo «ensayado» el método en algunas ciencias (geometría, óptica, física), no lia funda- mentado la unidad sistemática de la ciencia desde sus cimientos, no lia meditado sobre sus principios, esto es, no lia hecho metafísica o Me- ditationes de prima philosophia ( 1641 ). Por eso justifica ahora la ne- cesidad de una meditación sobre los principios, que aparecerá esboza- da en la Parte IV. «Los principios que sólo surgen de la razón de acuerdo al rasgo fundamental matemático del pensar, se convierten en los principios del saber auténtico, es decir, de la filosofía en sentido es- tricto, de la metafísica» (Heidegger, La pregunta por la cosa, p. 97). Cf. S. Gaukroger (ed.), Descartes: Philosophy, Mathematics and Phy- sic, Harvester Press, Hassocks, 1980.
19 En 1619, cuando descubre el principio de la unidad del saber y
su conexión con el problema del método.
TERCERA PARTE
Así como para empezar a reconstruir la casa en la que se habita no basta haberla derribado y haber hecho la reserva de materiales y de arquitectos, o haberse ejercitado uno mismo en la arquitectura y, además, haber diseñado cuidadosamente el proyec- to, sino que también hay que proveerse dq alguñá otra en la que se pueda estar alojado cómodamente durante el período de su construcción; de igual modo, con el fin de no permanecer irresoluto en mis accione^mientras la razón me obligara a serlo en mis juicios, y no dejar de vivir desde ese mo- mento lo más felizmente que pudiera, elaboré una moral provisional'/jue constaba solamente de tres o cuatro máximas, que tengo a bien haceros partí- cipes.
1 Si la tarea de fundamentación del saber comprende también el sa-
ber práctico, la justificación de la «provisionalidad» (ed. fr.: par pro- vision; ed. lat. ad tempus) radica en el hecho de que en la vida no se puede dejarjde tomar decisiones, mientras se lleva a cabo la meditación sobre los principiósmetafísicos o raíces del árbol de la filosofía antes de estudiar una de sus ramas; la moral., Pero la idea misma de provi- sionalidad es controvertida: defendida por unos (R. Spaemann, «La morale provisoire de Descartes», Archives de Philosophie, 35, 1972, pp. 353-369), es interpretada por otros como un anticipo seguro — p r o - visión en sentido jurídico— que se puede incrementar (M. le Doeuf, «En torno a la moral de Descartes», en Descartes, de V. Gómez Pin, Dopesa, Barcelona, 1979, Apéndice 1) y, si nos atenemos a la Con- versación con Barman (cit., p. 179) parece que a Descartes «no le gusta escribir sobre ética». Ahora bien, al subrayar la provisionalidad de este esbozo de moral, aun en la forma de anticipo, ¿no se corre el
[131]
32 RENÉ DESCARTES'.i"'
La primera consistía en obedecer las leyes y 23 costumbres / de mi país, conservando constante- mente la religión en la cual Dios me ha concedido la gracia de ser instruido desde la infancia guiándo- me en cualquier otra cuestión por las opiniones más moderadas y por las más alejadas de todo extremo, que fuesen comúnmente aceptadas en la práctica por los más sensatos de aquéllos con los cuales tu- viera que vivir. Pues, habiendo comenzado desde ese momento a no contar para nada con las mías propias, ya que había decidido someterlas todas a examen, estaba seguro de que lo mejor que podía hacer era seguir las de los más sensatos. Y aun cuando tal vez haya hombres tan sensatos entre los persas y entre los chinos como entre nosotros, me parecía que lo más útil era tomar como regla las opiniones de aquellos con quienes tuviera que vivir; y que para saber cuáles eran verdaderamente sus opiniones debía prestar más atención a lo que_prac- ticaban que a lo que decían, no sólo porque dada la corrupción de nuestras costumbres hay pocos que quieran decir todo lo que piensan, sino también porque otros lo ignoran; pues siendo distinto el acto del pensamiento por el que se cree una cosa de aquél por el que se la conoce, con frecuencia se
riesgo tanto de infravalorar su significado histórico como de marginar el desarrollo teórico posterior? En efecto, Descartes ha desarrollado su teoría moral en Las pasiones del alma (1649) y en las Cartas a Elisa- beth (1643-49) y a Cristina de Suecia. Cf. Lettres sur Ia morale, ed. J. Chévalier, Paris, 1935 (trad. esp. en Ed. Yerba Buena, Buenos Aires, 1945); M. Néel, Descartes et la princesse Elisabeth, Elzévir, Paris, 1946; E. Cassirer, Descartes, Corneille, Christine de Suède, i. Vrin, Paris, 1942; E. Boutroux, «Du rapport de la morale a la science dans la philosophie cartésienne». Rv. Mét. et Mor., 1896; L. Verga, «Ragioni ed esperienza nelle moral i di Caitesio e de Cartesiani», Rv. Intern, de Philos., 114, 1975, pp. 453- 475; G. Rodis-Lewis, La morale de Des- cartes, Paris, 1957 (3e. éd., 1970); A. Levi, French moralist. The theory of the passions 1585 to 1649, Oxford, 1964.
DISC URSO DEL MÉTODO 33 5
dan el uno sin el otro. Y, entre varias opiniones igualmente aceptadas, no elegía sino las más mo- deradas, no sólo porque son siempre las más cómo: das ën" la práctica y probablemente las mejores, pues todo exceso es habitualmente pernicioso, sino también con el fin de alejarme menos del verdadero camino en caso de equivocación que si, habiendo elegido una de las opiniones extremas, hubiera sido la otra la que tendría que haber seguido. Conside-
24 raba, particularmente, / como un exceso toda pro- mesa por la cual uno se cercena algo de la propia li- bertad. No quiero decir que desaprobara las leyes
"que,"para remediar la inconstancia-dé Tos espíritus débiles o para consolidar la seguridad del comercio, permiten que uno haga votos o contratos que obli- gan a perseverar en ellos, tanto cuando se tiene un buen propósito como cuando éste no es sino indife- rente; pero, como no veía cosa alguna en el mundo que permaneciera siempre en el mismo estado y como, en lo que me concierne, me prometía perfec- cionar cada vez más mis juicios y no empeorarlos,
Tiíibiera pensado que cometía una gran falta contra el buen sentido si, por el hecho de haber aprobado entonces alguna opinión, me hubiera obligado tam- bién a tener que aceptarla posteriormente como buena, cuando tal vez hubiera dejado de serio o yo hubiera dejado de estimarla como tal2.
2 El lono literalmente acomodaticio y conformista con el que co-
mienza esta máxima contrasta con el
sentido crítico con el que está es- crito el parágrafo. Se llama la atención sobre la «corrupción» de las costumbres, sobre determinadas prácticas que limitan la libertad de pensar. Comía tales abusos sugiere cautelosamente «someter a exa- men», las opiniones recibidas, rehuir la insensatez de la intolerancia y guiarse por las opiniones más sensatas que emergen de la vida. El sentido critico, es cieno, está más explícito en la propuesta moral con- tenida en las máximas 3.a y 4.a. Cf. V. Peña García, «Acerca de la «ra- zón» en Desearles: reglas de la moral y reglas del método», Arbor, 112, 1982, pp. 167-183.
34 RENÉ DESCARTES' .i"'
Mi segunda máxima consistía en ser lo más fir- me y lo más decidido que pudiera en mis acciones, y en seguir con no menos firmeza lás öpiniotles más dudosas, una vez determin
ado a ello, que si hubieran sido muy seguras3. Imitaba en esto a los viajeros que, extraviados en algún bosque, no deben vagar dando vueltas, de un lado para otro, ni mucho menos detenerse en un lugar, sino caminar siempre lo más directamente que puedan hacia el mismo punto, sin sustituirlo por razones nimias, aunque en un principio tal vez haya sido el azar solamente lo que les ha determinado a elegirlo; pues, de este modo, si no llegan precisamente allí donde desean,
25 acabarán llegando / al menos a algún lugar en el
' Al señalar que esla máxima ha sido criticada, porque se puede llegar a encubrir el error con un gesto de firmeza, se olvida la respues- ta de Descartes en carta de marzo de 1638: «He afirmado algo total- mente diferente, a saber, que es preciso ser decidido en las acciones aunque se permanezca indeciso en los juicios [...J. Y no debe temerse que esta firmeza en la acción nos comprometa cada vez más en el error o en el vicio, puesto que el errar no es propio sino del entendi- miento, del cual supongo que, no obstante, permanece libre y conside- ra como dudoso lo que es dudoso. Además relaciono esta regla con las ácciónes de la vida que no admiten dilación alguna y, por otra parte, no nie sirvo de ella sino provisionalmente ^ con el proyecto d
e cambiar mis opiniones tan pronto como pueda encontrar otras mejores y sin per- der ocasión alguna de cambiar [...]. Por todo ello me parece que no he podido usar de mayor circunspección para situar la decisión, en tanto que es una virtud, entre los dos vicios que son contrarios a la misma: la irresolución y la obstinación» (AT, II, pp. 34-36. La cursiva es mía). Basta la («seguridad moral»1, según E. Gilson (op. cit., p. 243), cuando no es posible üñ estado de certeza para guiar nuestra voluntad. Tal se- guridad moral, observa G. Quintás (op. cit., p. 431), es capaz de libe- ramos de la conciencia desdichada que generaba la teología moral tri- dentina; pues en definitiva, para Descartes basta con que «nuestra conciencia nos testimonie que nunca hemos carecido de decisión [...] para ejecutar cuantas acciones hemos estimado que eran mejores [...], siendo esto suficiente para que vivamos alegres» (AT, IV, p. 266). ¿No es posible leer esta propuesta en el marco de la transformación de una moral de la contemplación hacia una ética de la acción, que Weber lia asignado a la ética protestante?
DISC URSO DEL MÉTODO 91 5
que probablemente estarán mejor que en medio del bosque. Así también, dado que las acciones de la vida frecuentemente no admiten ningún aplaza- miento, es una verdad muy cierta que, cuando no está a nuestro alcance discernir las opiniones más verdaderas, debemos seguir las más probables4; asi- mismo, aunque no observemos mayor probabilidad en unas que en otras, debemos, sin embargo, deci- dirnos por algunas y considerarlas después, en tan- to que referidas a la práctica, no ya como dudosas, sino como muy verdaderas y ciertas, porque tal es la razón que nos ha determinado a ello. Y esto fue suficiente para liberarme desde entonces de todos los arrepentimientos y remordimientos que suelen agitar las conciencias de esos espíritus débiles y vacilantes que, sin constancia, se dejan arrastrar a practicar como buenas las mismas acciones que posteriormente juzgan ser malas.
Mi tercera máxima consistía en intentar siem- pre vencerme a mi mismo antes que a la fortuna y en cambiar mis deseos antes que el orden del mun- do; y, en general, en acostumbrarme a que nada excepto nuestros pensamientos está enteramente en nuestro poder5, de manera que después de haber
4 Descartes ha e l i m i n a d o la probabilidad del orden teórico
(cf. Parte II, nota 12), pero no del práctico, por razón de la provisiona- lidad/provisión señalada en la nota 1, y porque con frecuencia «las ac- ciones de la Vida ño admiten ningún aplazamiento», es decir, por razón del tiempo necesario para liberar al entendimiento de su opinión pro- bable o dudosa (cf. Les Principes de la philosophie, I, pars. 2 y 3; AT, IX, pp. 25-26).
5 El sentido crítico, enmascarado en la primera máxima, aparece en
ésta con toda nitidez: en el silencio de la moral católica en estas pági- nas —teniendo en cuenta la época— es más elocuente la voz estoica. Ante la ausencia de San Agustín o de Santo Tomás es más significati- va la presencia del estoicismo, que le llega a través de los Essais de Montaigne y, sobre lodo, de la escuela de filólogos holandeses de fi- nales del xvi y comienzos del xvn, que lleva a cabo la reconstrucción del estoicismo romano: G. Voss, Heinsius, Scioppius (Elementa phi-
36 RENÉ DESCARTES'.i"'
hecho lo que hemos juzgado mejor, con relación a los asuntos que nos son ajenos, todo aquello que nos sale mal es absolutamente imposible para no- sotros. Este solo pensamiento me parecía suficien- te para impedirme desear en lo sucesivo nada que no pudiera adquirir, y para volverme contento. Pues, dado que nuestra voluntad no tiende natu-
26 raímente a / desear sino las cosas que nuestro en- tendimiento le presenta de algún modo como posi- bles, es cierto que, si consideramos todos los bienes que están fuera de nosotros como igual- mente alejados de nuestro poder, no sentiremos mayor disgusto por carecer de aquellos que pare- cen debidos a nuestro nacimiento, cuando nos vea- mos privados de ellos por nuestra culpa, que el que se siente por no poseer los reinos de China o de México. Y haciendo, como suele decirse, de la necesidad virtud, no desearemos mucho más estar sanos, estando enfermos, o ser libres, hallándonos encarcelados, como no deseamos ahora poseer cuerpos de una materia tan poco corruptible como los diamantes o alas para volar como los pájaros. Confieso, no obstante, que es preciso un prolonga- do ejercicio y una meditación frecuentemente rei- terada, para acostumbrarse a mirar todas las cosas desde esta perspectiva; pienso también que en esto consistía principalmente el secreto de aquellos fi-
losophiae stoicae moralis, 1606) y el más célebre filólogo estoico, J. Lipsius {De constantia, 1585; Manuductio ad stoicam pliilosop- hiam, 1604; Physiologia stoicorum) (W. Dilthey, Hombre y mundo en los siglos xvi y xvii, t. II, FCE, México, 1944, pp. 434-441 ). Cf. A. Bri- doux, Le stoïcisme et son influence, Paris, 1966; G. Rodis-Lewis, La morale de Descaries, Paris, 1970. Descaries desarrolla eslas mismas ideas en las Cartas a Elisabeth (v. la del 4 de agosto de 1645) y en el Tratado de las pasiones, arts. 144-146. Cf. J. E. d'Angers, «Senèque, Epictète et le stoïcisme dans l'œuvre de R. Descartes», Rev. de théol, et philos., 1954, pp. 169-196.
DISC URSO DEL MÉTODO 37 5 lósofos6 que en otro tiempo fueron capaces de sus- traerse al imperio de la fortuna y, a pesar de los do- lores y la pobreza, competir en felicidad con sus dioses7. Pues, ocupándose sin cesar en considerar los límites que les habían sido prescritos por la na- turaleza, tanto se persuadían de que nada tenían en su poder sino sus propios pensamientos, que esto solo era suficiente para impedirles sentir afec-
to alguno hacía otras cosas; y disponían de sus pensamientos tan absolutamente, que tenían por ello cierta razón para estimarse más ricos y pode- rosos más libres y más flicKosos que cualquiera de los demás hombres que, careciendo de esta filoso-
27 fía, / nunca llegan a disponer de todo lo que qui
e- ren, por muy favorecidos de la naturaleza y de la fortuna que pudieran ser.
En fin, como conclusión de esta moral, se me ocurrió
hacer una revisión de las diferentes ocupa- ciones que los hombres tienen en esta vida, con el fin de intentar elegir la mejor; y, sin pretender decir nada de las de los demás, pensé que no podía hacer
6 Cuando Descartes propone a Elisabeth la moral como lema tie re-
flexión y, en consecuencia, le sugiere «examinar lo que sobre ello han escrito los antiguos», le señala una primera lectura: Séneca, De vita be- ata (a Elisabeth, 21 de julio de 1645); habrá que dilucidar desde Séne- ca, la oposición que separa las tesis de Zenón y las de Epicuro sobre la felicidad (A Elisabeth, 4 de agosto de 1645); en la discusión también interviene Aristóteles (a Elisabeth, 18 de agosto de 1645) y, por su- puesto, Epitecto y Marco Aurelio, autores éstos preferidos por Cristina de Suecia (Clumui a Mazarin, 12 de octubre de 1648). Cf. el art. de J. E. d'Angers (nota 5).
7 Si un determinado concepto de felicidad define una determinada
moral, el que aquí propone Descames no es el de la moral católica, sino un concepto terreno de felicidad. Los supuestos: la autonomía del pro- pio pensamiento, es decir, de «todas las operaciones del alma» (AT, II, p. 36), escuchar y seguir la naturaleza, una nueva definición de bien y de la norma suprema de moralidad (véase par. sig.: «conclusión») y, en coherencia con su proyecto teórico el «recto uso de la razón» (a Elisa- beth, 4 de agosto de 1645).
38 RENÉ DESCARTES'.i"'
nada mejor que seguir en aquella misma que ya te- nía, es decir, emplear toda mi vida en cultivar mi razón y avanzar tanto como pudiera en el conoci- miento de la verdad, siguiendo el método que me había prescrito. Había experimentado tan vivas sa- tisfacciones desde que comencé a poner en práctica este método, que no creía que se pudieran recibir más agradables ni más inofensivas en esta vida; y como lodos los días descubría mediante la práctica del mismo algunas verdades que me parecían bas- tante importantes y comúnmente ignoradas por otros hombres, la satisfacción que esto me producía colmaba de tal manera mi espíritu que todo lo de- más no me afectaba en modo alguno. Además las tres máximas precedentes no estaban fundadas sino en el propósito que tenía de continuar instruyén- dome8; pues, habiendo dado Dios a cada uno alguna luz9 para distinguir lo verdadero de lo falso, no ha- bría creído que debiera contentarme ni por un mo- mento con opiniones ajenas, si no me hubiera pro- puesto emplear mi propio juicio en examinarlas, cuando haya ocasión; y no habría podido librarme de escrúpulos, al seguirlas, si no me hubiera pro- metido aprovechar toda ocasión de encontrar otras
28 mejores, en caso de que / las hubiere. Y, en fin, no habría podido limitar mis deseos ni sentirme di- choso, si no hubiera seguido un camino por el que pensaba estar seguro de adquirir todos los conoci- mientos de los que fuera capaz y, al mismo tiempo y por el mismo medio, todos los verdaderos bienes a cuya posesión me es posible aspirar10; ya que
" La relación enire la reflexión moral y el proyecto de investiga
r la verdad está más explícita en la ed. lat.: ... nisi in veritate per hanc Me- thodum investigando perseverare decrevissem (AT, VI, p. 555).
' La luz de la razón (ed. lat., talionis lumen).
in ¿De qué bienes se trata? El soberano bien, según Descartes,
«consiste en el ejercicio de la virtud o, lo que es lo mismo, en la pose-
DISC URSO DEL MÉTODO 39 5
nuestra voluntad no se determina a seguir o a evitar algo, sino porque nuestro entendimiento se lo re- presenta bueno o malo, basta juzgar bien para obrar bien, y juzgar lo mejor posible, para hacer también lo mejor", es decir, para adquirir todas las virtudes y juntamente con ellas todos los bienes que puedan conseguirse; y, cuando se está seguro de que ello es así, no se puede sino estar contento.
sión de lodos los bienes cuya adquisición depende de nuestro libre ar- bitrio» (a Elisabeth, 6 de octubre de 1645). Cierto, para Descartes — y en esto se distancia del estoicismo— la libertad es la condición de toda moralidad. Pero en el Discurso, la consecución de «todos los verdaderos bienes» no se hace depender de la libertad, sino de la razón, es decir, del «mismo medio» con el que adquirimos todos nuestros co- nocimientos. Mediante la razón como capacidad de juzgar se conoce la verdad, pero también es la razón la
que guía hacia el bien. En esta tesis no difiere de los estoicos. «Por lo cual, la verdadera función de la razón consiste en examinar el justo valor de todos los bienes cuya adquisición parece depender de alguna manera de nuestra conducta, con el ñn de que nunca dejemos de emplear toda nuestra atención en procuramos los que, en efecto, son más deseables; de modo que, si la fortuna se opone a nuestros propósitos y nos impide lograrlos, tendremos al me- nos la satisfacción de que no ha sido debido a nuestro descuido y no dejaremos de gozar de toda la dicha natural cuya adquisición habrá es- tado en nuestro poder» (a Elisabeth, 1 de noviembre de 1645). He su- brayado «dicha natural» (béatitude naturelle) o satisfacción interior profunda y durable, porque presupone el soberano bien, esto es, la posesión de todos los bienes cuya adquisición depende de la libertad y, en definitiva, de la razón: la felicidad, según Descartes, depende ante todo del «recto uso de la razón» (a Elisabeth, 4 de agosto de 1645).
" Esta norma de la moralidad, «basta juzgar bien, para obrar bien», es válida siempre que el juicio sea evidentemente cierto. De otro modo, la filosofía cartesiana no admite la determinación de la voluntad por el entendimiento, sino en el caso en el que el juicio por el que se re- gula la voluntad sea evidente y cierto. Pero en el caso frecuente en el que a la voluntad se le presentan varias alternativas al mismo tiempo, Descartes propone la segunda fórmula: «[...] y juzgar lo mejor posible para hacer también lo mejor,, En estos términos se expresa Descartes al responder a la objeción de Mersenne (a Mersenne, 27 de abril de 1637). Tal norma moral está cargada de significado crítico de la moral tradicional, por el silencio elocuente del recurso a la ayuda de la gracia, para obrar bien.
4 0 RENÉ DESCARTES'.i"'
Después de haberme provisto de estas máximas y de haberlas puesto aparte junto con las verdades de la fe, que siempre han sido para mí las más im- portantes, pensé que podía intentar libremente des- hacerme de todas las otras opiniones. Y, como es- peraba poder conseguirlo mejor conversando con los hombres que permaneciendo por más tiempo encerrado junto a la estufa donde había tenido todos estos pensamientos, continué mi viaje aunque el invierno no había terminado todavía. Y en los nue- ve años siguientes12 no hice otra cosa sino andar por el mundo de acá para allá, intentando ser más bien espectador que actor en todas las comedias que en él se representan; y reflexionando, en cada materia, particularmente sobre aquello que pudiera hacerla dudosa y dar ocasión a equivocarnos, erra- dicaba entre tanto de mi espíritu cuantos errores se
29 hubieran podido / deslizar en él anteriormente. No es que imitara en esto, sin embargo, a los escépti- cos13, que no dudan sino por dudar y fingen ser siempre indecisos; pues mi único deseo, al contra- rio, sólo consistía en llegar a descubrir algo firme, apartando la tierra movediza y la arena con el fin de encontrar l^ rocq, o la arcilla. Lo cual conseguía, a mi parecer, bastante bien, ya que intentando descu- brir la falsedad o incertidumbre de las proposicio-
12 Del 10 de noviembre de 1619, fecha de su gran descubrimiento,
hasta el 8 de octubre de 1628, fecha de su segundo encuentro con BeeckiTian (cf. Journal de I. Beeckman, AT, X, p. 331 ). En el par. si- guiente alude de nuevo a «aquellos nueve años».
11 Se refiere principalmente a F. Sánchez (Que nada se sabe, 1581 )
y a Montaigne (Ensayos I y II, 1580; III, 1588). Cf.
R. H. Popkin, His- toria del escepticismo desde Er asmo hasta Spinoza, FCE, México, 1983. Descartes, al distanciarse de la tesis escéptica, delimita el alcan- ce de la actitud de duda que practica como exigencia de evidencia y certeza. Es significativo que reitere este distanciamienio nada más for- mular el primer principio (y. Parte IV), al que ha llegado tras la exi- gencia al limite de la actitud de duda.
DISC URSO DEL MÉTODO 41 5
nes que examinaba, no mediante débiles conjeturas sino siguiendo razonamientos evidentes y seguros, no hallaba ninguna tan dudosa que no pudiera sacar de ella alguna conclusión bastante cierta, aunque sólo fuese la de que no contenía nada cierto. Y así como cuando se derrib
a una casa vieja se conservan generalmente los.materiales para aprovecharlos en la construcción de una nueva, de igual modo cuan- do destruía todas aquellas opiniones propias que consideraba mal fundadas, hacia diferentes obser- vaciones y adquiría algunas experiencias14, que me han servido más tarde para establecer otras más ciertas. Y continuaba, además, ejercitándome en el método que me había propuesto; pues, además de preocuparme habitualmente de conducir mis pen- samientos según sus reglas, reservaba en ocasiones algunas horas que dedicaba especialmente a poner- lo en práctica en dificultades de matemática o, in- cluso también, en algunas otras que podía consi- derar casi semejantes a las de las matemáticas, separándolas de los principios de otras ciencias que no estimaba suficientemente firmes, como veréis que he hecho en algunas cuestiones que han sido tratadas en el presente volumen. De este modo, no
30 viviendo / en apariencia sino como los que no tie- nen otr
a ocupación que la de llevar una vida agra- dable e inocente, aplicándose a separar los placeres de los vicios, y que para disfrutar de su ocio sin aburrirse no se privan de ninguna diversión honesta, no dejaba de perseverar en mi propósito y de avan- zar en el conocimiento de la verdad, tal vez más que si me hubiese limitado a leer libros o a fre- cuentar gentes de letras.
M Sobre el papel de la experiencia en la ciencia cartesiana, véase:
D. M. Clarke, La filosofía de la ciencia en Descartes, cap. 2, pp. 30-57. L. Verga, «Ragione ed esperienza nelle ni oral i di Cartesio e de Carie- siani», Revue Internationale de Philosophie, 114, 1975, pp. 453-475.
42 RENÉ DESCARTES'.i"'
Sin embargo, pasaron esos nueve años sin que hubiera llegado a tomar partido alguno con rela- ción a las dificultades que suelen ser discutidas en- tre los doctos y sin que hubiera comenzado a buscar los fundamentos de una filosofía más cierta que la vulgar15. El ejemplo, por otra parte, de algunos in- genios excelentes que habiendo concebido antes el proyecto me parece que no han llegado a realizarlo, me hacía imaginar tanta dificultad en ello, que tal vez aún 110 me hubiera atrevido a emprenderlo tan pronto, si no me hubiera enterado de que algunos hacían correr ya el rumor de que lo habían conclui- do. No me es posible decir en qué fundaban tal opi- nión, y si en algo he contribuido a ella a través de mis conversaciones, debe haber sido por haber con- fesado lo que ignoraba más ingenuamente de lo que acostumbran a hacer los que han estudiado un poco o, quizás también, por haber dado a conocer las razones que tenía para dudar de muchas cosas que los demás considera^ ciertas, y ño por haberme vanagloriado de doctrina alguna. Pero, teniendo va- lor suficiente como para no querer que se me tome por lo que no soy, pensé que era preciso intentar por
31 todos los medios hacerme digno de la reputación / que se me daba; y hace precisamente ocho añoslfi que a causa de este deseo decidí alejarme de lodos los lugares de donde podía tener amistades y reti- rarme a un país, en el que la larga duración de la guerra17 ha hecho posible instituir tales ordenan- zas, que los ejércitos que en él se mantienen pare-
" Es decir, más cierta que la filosofía escolástica.
16 Si terminó de escribir el Discurso en 1636, la referencia nos
remite a 1628, esto es, al regreso de Descartes a Holanda^(cf. nota 12). 17 Se trata de la guerra, en los Países Bajos, que comienza con la
rebelión de Gui
llermo de Orange en 1568 contra España, y termina con el reconocimiento de la independencia holandesa en la Paz de Westfa- lia (1648).
DISC URSO DEL MÉTODO 43 5
cen servir únicamente para que sus habitantes gocen de los frutos de la paz con mucha más seguridad, y en donde, en medio de la multitud de un pueblo muy activo, más atento a los propios negocios que curioso de los ajenos, he podido vivir tan retirado y solitario como en los desiertos más apartados, sin carecer de ninguna de las comodidades que se tie- nen en las ciudades más frecuentadas.
CUARTA PARTE
No sé si debo entreteneros con las primeras me- ditaciones que allí he hecho, pues son tan metafísi- cas y tan fuera de lo común que tal vez no sean del gusto de todos1. Sin embargo, con el fin de que se pueda apreciar si los fundamentos que he estableci- do son bastante firmes, me veo en cierto modo obli- gado a hablar de ellas. Desde hace mucho tiempo había observado que, en lo que se refiere a las cos-
tumbres, es a veces necesario seguir opiniones que tenemos por muy inciertas como si fueran induda- bles, según se ha 3ícho anteriormente2; pero, dado que en ese momento sólo pensaba dedicarme a la
1 Cuando Hegel llama a Descartes «héroe» del pensamiento, no
creo que lo haga subrayando el término metafísica en el sentido en el que lo hacen Gilson y Alquié, esto es, como reflexión abstracta, aun concediendo que «la metafísica es una ciencia que casi nadie entiende» (AT, II, 570, 18-20). Más bien lo haría subrayando con Heidegger el término meditación, es decir, una «determinada interpretación de lo existente» y una «determinada concepción de la verdad», que no sólo convierte en «lo más discutible la verdad de los propios axiomas y el ámbito de los propios fines», sino además «funda una época al darle un fundamento de su figura esencial» (Sendas perdidas, p. 68). El título Medita/iones de prima philosophai ( 1641 ) responde a esta versión. Y aunque evoque la interrogación de la upturn qnA.oao<piu aristotélica, lo innovador de la meditación cartesiana consiste en que somete a duda precisamente la tradición que se apoya en Aristóteles —tal vez por esto no sea «del gusto de lodos»— y funda la filosofía (metafísica) moderna al establecerla sobre «fundamentos» o principios nuevos. Cf. J. Vuillemin, Mathématiques et métaphysique chez Descaries, PUF, Paris, 1960.
2 Véase Parte 111, nota 4.
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investigación de la verdad3, pensé que era preciso
que hiciera lo contrario y rechazara como absoluta- mente falso todo aquello en lo que pudiera imaginar la menor duda, con el fin de comprobar si, hecho esto, no quedaba en mi creencia algo que fuera en-
32 teramente indudable. Así, / puesto que nuestros sen-
tidos nos engañan algunas veces, quise suponer que no había cosa alguna que fuera tal como nos la ha- cen imaginar. Y como existen hombres que se equi- vocan al razonar, incluso en las más sencillas cues- tiones de geometría, y cometen paralogismos, juzgando que estaba expuesto a equivocarme como cualquier otro, rechacé como falsos todos los ra- zonamientos que había tomado antes por demos- traciones. Y, en fin, considerando que los mismos pensamientos que tenemos estando despiertos pue- den venirnos también cuando dormimos, sin que en tal estado haya alguno que sea verdadero, decidí fingir que todas las cosas que hasta entonces habían entrado en mi espíritu no eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños4. Pero, inmediatamente después, advertí que mientras quería pensar de ese modo que todo es falso, era absolutamente necesa- rio que yo, que lo pensaba, fuera alguna cosa. Y ob- servando que esta verdad: pienso, luego soy\ era
-1 En el momento en el que esbozaba el problema práctico, de una moral. Descartes se ocupaba preferentemente del problema teórico de investigar la verdad de las ciencias, sobre la base de un fundamento metafísico.
4 El proceso de duda que conduce al descubrimiento y formulamos
del primer principio está mejor desarrollado en Meditaciones metafísi- cas, Alfaguara, Madrid, 1977, I." y 2.".
5 La fórmula de la ed. fr. je pense, donc je suis, ha sido traducida al
latín de este modo: ego cogito, ergo sum, sive existo (AT, VI, p. 558). Según Gilson,
la adición existo se explica por la dificultad de usar el verbo latino sum en el sentido de existir que sugiere el verbo être en francés (op. cit., p. 292). Esta inatización apoya la interpretación de Heidegger expuesta en la nota 1. En el comienzo de la tercera medita-
DISC URSO DEL MÉTODO 4 7 5 tan firme y tan segura6 que todas las más extrava- gantes suposiciones de los escépticos no eran capa- ces de socavarla, juzgué que podía admitirla como
el primer principio7 de la filosofía que buscaba.
Al examinar, después, atentamente lo que yo era, y viendo que podía fingir que no tenía cuerpo y que no había mundo ni lugar alguno en el que me encontrase, pero que no podía fingir por ello que yo no existía, sino que, al contrario, del hecho mismo de pensar en dudar de la verdad de otras cosas se seguía muy evidente y ciertamente que yo era;
33 mientras, que, con sólo haber / dejado de pensar, aunque todo lo demás que alguna vez había imagi-
ción puede verse, en cambio, el significado de pensar-cogitare. Por otra parl
e, a la objeción que le hace Gassendi, según la cual el enun- ciado es la conclusión de un silogismo, Descartes niega que se trate de un razonamiento, porque no es necesario suponer premisa alguna ma- yor. Sobre la posible conexión del enunciado cartesiano con el de S. Agustín, si enimfallor, sunt (De lib. arbitr., 2, 3, 7), Descartes rechaza tal conexión (a Mersenne, 25 de mayo de 1637) y, en cualquier caso, en S. Agustín no tiene la función de primer principio o cimiento del edificio del saber moderno. Cf. L. Blanchet, Les antécédents histori- ques du «Je pense, donc je suis», Paris, 1920 (reed. J. Vrin, 1985).
6 En la ed. lat. se hace referencia más explícita al nuevo modelo de
verdad definido
en términos de evidencia: adeo certam esse atque evidentem (AT, VI, p. 558). Fundamentada esta primera verdad, Des- cartes se distancia de nuevo de la posición escéptica (cf. Parte III, nota 13).
7 En respuesta a algunas objeciones, Descartes puntualiza lo que
debe entenderse por primer principio (a Clerselier, jun.-jul. 1646; AT, IV, pp. 443-445). Este premier principe (ed. fr.) o primum fundamen- tum (ed. lat.) es interpretado por Heidegger en los términos siguientes: «El principio supremo es el principio-proposición del y o (ilchsatz): cogito-sum. Es el axioma fundamental de todo saber, pero no el único axioma fundamental», ya que la razón, en tanto que el pensar es su acto fundamental, y el principio de no contradicción, en cuanto pertenece a la esencia misma del pensar, constituyen el orden del fundamento de todo saber (La pregunta por la cosa, pp. 96-97). Cf. Husserl, Médita- tiones cartésiennes, p. 6. La originalidad de la filosofía cartesiana ra- dica en el modo de reflexión que le lleva a fundamentar el edificio del saber en este primer principio.
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nado existiera realmente, no tenía ninguna razón para creer que yo existiese, conocí por ello que yo era una sustancia cuya esencia o naturaleza no es sino pensar8, y que, para existir, no necesita de lu- gar alguno ni depende de cosa alguna material. De manera que este yo, es decir, el alma por la cual soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo e in- cluso más fácil de conocer que él y, aunque el cuer- po no existiese, el alma no dejaría de ser todo lo que es9.
Después de esto, examiné lo que en general se requiere para que una proposición sea verdadera y cierta, pues, ya que acababa de descubrir una que sabía que lo era, pensé que debía saber también en qué consiste esa certeza. Y habiendo observado que no hay absolutamente nada en pienso, luego soy que me asegure que digo la verdad, a no ser que
8 En la 2.a de las Meditaciones metafísicas se aclara el término pen-
sar: «¿Qué soy yo, entonces? Una cosa que piensa. ¿Y qué es una cosa que piensa?
Es una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina también y que siente» (AT, Vil, p. 28; trad, de V. Peña, p. 26). Ahora bien, al afirmar que esta «cosa que piensa» (res cogitaos) es una sustancia radicalmente distinta de la cosa extensa (res extensa). Descartes tiene que plantear los problemas desde un dualismo ontológico, que será criticado bien por el pluralis- mo, como el de Leibniz, bien por el monismo, como el de Spinoza. Se- gún Heidegger, lo que Descartes «deja indeterminado en este comien- zo "radical" es la forma de ser de la res cogitans, o más exactamente, el sentido del ser del "sum" » [Ser y tiempo, FCE, México, 1974 (5.a), pp. 34-351.
9 El dualismo antropológico aquí esbozado es la consecuencia ló-
gica del dualismo ontológico. Al exponer la naturaleza del «yo pienso», Descartes necesita distinguirlo y diferenciarlo del cuerpo y al contrario, al explicar el cuerpo desde los principios mecanicistas de su teoría fí- sica, necesita igualmente diferenciarlo del yo o del alma (Discurso, Parte V; Tratado de! hambre, trad, de G. Quintás, p. 117). Sobre el pro- blema de la unión del alma y del cuerpo, véase Las pasiones del alma, arts. 29-34. J. Broughlon y R. Mattern, «Reinterpreting Descartes on the notion of the union of mind and body» Journal of the History of Philosophy, XV1:I, 1978. pp. 23-33.
DISC URSO DEL MÉTODO 49 5
veo muy claramente que para pens
ar es preciso ser, juzgué que podía admitir esta regla general: las co- sas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas1", si bien sólo hay alguna dificul- tad en identificar exactamente cuáles son las que concebimos distintamente.
Reflexionando, a continuación, sobre el hecho de que yo dudaba y que, por lo tanto, mi ser no era enteramente perfecto, pues veía con claridad que había mayor perfección en conocer que en dudar, se me ocurrió indagar de qué modo había llegado a pensar en algo más perfecto que yo; y conocí con
34 evidencia que debía ser / a partir de alguna natura- leza que, efectivamente, fuese más perfecta. Por lo que se refiere a los pensamientos que tenía de algu- nas otras cosas exteriores a mí como el cielo, la tierra, la luz, el calor, y otras mil, no me preocupaba tanto por saber de dónde procedían, porque, no ob-
10 Esla regla de verdad o, mejor, la que formula en los misinos tér-
minos al comienzo de la 3." Meditación, ha suscitado algunas objecio- nes por ejemplo, las de Gassendi (Disquisitio... adversus Renati Car- tesii Metaphysicam et Responso, Amsterdam, 1644) y las de Huel (Censura philosophiae cartesianae). En respuesta a Gassendi, esto es, a las Quintas Objeciones, Descartes escribe: «Y, por último, hay mucha verdad en lo que añadís: que no deberíamos trabajar tanto por confir- mar la verdad de dicha regla c o m o por conseguir un buen método para saber si nos engañamos o no cuando pensamos concebir clara- mente una cosa; pero yo mantengo que eso es lo que he hecho en su lu- gar» (ed. de Vidal Peña, Alfaguara, p. 287). Ahora bien, si en las Re- gulae (III, IV) y en la primera regla del método ha establecido ya las condiciones de un nuevo modelo de verdad, ¿qué significa esta reite- ración ahora de la regla de verdad? Cabe pensar que, si la interpreta- ción de la verdad que propone está vinculada a una determinada con- cepción de lo existente, al hacer explícita esta vinculación del pensar al ser («no hay absolutamente nada en pienso, luego existo que me ase- gure que digo la verdad, a no ser que veo muy claramente que para pensar es preciso ser»), Descartes no hace sino matizar su meditación sobre la verdad. Obsérvese, además, que esta formulación es incom- pleta con relación a la de la primera regla (Pane II), dado que sólo en ésta aparece la condición más radical de la verdad: la indudabilidad.
5 0 RENÉ DESCARTES'.i"'
servando en tales pensamientos nada que me pare- ciera hacerlos superiores a mí, podía pensar que, si eran verdaderos era por ser dependientes de mi na- turaleza en tanto que dotada de cierta perfección; y si no lo era. que procedían de la nada, es decir, que los tenía pt que había en mi imperfección. Pero no podía suceder lo mismo con la
idea11 de un ser más perfecto que el mío; pues, que procediese de la nada era algo manifiestamente imposible; y puesto que no es menos contradictorio pensar que lo más per- fecto sea consecuencia y esté en dependencia de lo menos perfecto, que pensar que de la nada proven- ga algo, tampoco tal idea podía proceder de mí mis- mo. De manera que sólo quedaba la posibilidad de que hubiera sido puesta en mí por una naturaleza que fuera realmente más perfecta que la mía y que poseyera, incluso, todas las perfecciones de las que yo pudiera tener alguna idea, esto es, para decirlo en una palabra, que fuera Dios12. Añadí a esto que,
" La ed. lat. identifica idea y pensamiento («de cogitatione sive
idea», AT, VI, p. 559). En las Definiciones previas a las «Razones que prueban la existencia de Dios» leemos: «Con el nombre de pensa- miento comprendo todo lo que eslá en nosotros de modo tal que somos inmediataiTienie
conscientes de ello» (def. I). «Con la palabra idea, en- tiendo aquella forma de todos nuestros pensamientos, por cuya per- cepción inmediata tenemos consciencia de ellos» (def. II). Al definir la idea c o m o forma del pensamiento, con el término forma — d e herencia aristotélica— no se designa el aspecto sensible de una cosa, sino lo que ésta tiene de representativa. En efecto, al ser de la cosa representada por la idea denomina Descartes «realidad objetiva de una idea»; el ser de la cosa representada puede ser también una «perfección objeti- va» (def. III), como sucede en el texto (Resp. II Objec., Meditaciones, pp. 129-130: AT, VII, pp. 160-161).
12 Para Descartes probar la existencia de un ser perfecto y probar la
existencia de Dios es lo mismo. Cf. Meditaciones, 3.", p. 44; AT, VII, p. 51. También: «Llamamos Dios a la substancia que entendemos su- premamente perfecta, y en la cual nada concebimos que incluya de- fecto alguno, o limitación de la perfección» (def. VIII, Resp. II Obj., p. 130: AT. VII, p. 162).
DISC URSO DEL MÉTODO 51 5
puesto que conocía algunas perfecciones que en modo alguno tenía, no era yo el único ser que exis- tiese (usaré aquí libremente, si me lo permitís, tér- minos de la
escuela), sino que era absolutamente necesario que existiera otro ser más perfecto, de quien yo dependiese y del que hubiese adquirido todo lo que tenía. Pues, si yo hubiera existido solo e independientemente de todo otro, de tal manera que
35 de mí mismo / procediese todo lo poco que partici- paba del ser perfecto, por idéntica razón hubiera podido tener por mí mismo todo lo demás que sabía que me faltaba y, de este modo, ser yo mismo infi- nito, eterno, inmutable, omnisciente, omnipotente y, en fin, tener todas las perfecciones que según podía comprender existen en Dios. Siguiendo,
pues, los razonamientos que acabo de hacer, para conocer la naturaleza de Dios hasta donde sea posible a la mía, sólo tenía que considerar si era perfección o no po- seer todas las cosas de las cuales hallaba en mí al- guna idea, y estaba seguro de que ninguna de las que indicaban alguna imperfección estaba en él, pero si todas las demás. Veía de este modo que la duda, la inconstancia, la tristeza, y cosas semejantes no podían convenir a Dios, dado que yo mismo hu- biera sido muy dichoso si estuviera libre de ellas. Además de esto, tenía ideas de algunas cosas sensi- bles y corporales; pues, aunque supusiese que so- ñaba y que era falso todo lo que veía o imaginaba, no podía negar, sin embargo, que tales ideas estu- vieran verdaderamente en mi pensamiento. Pero como había conocido en mí muy claramente que la naturaleza inteligente es distinta de la corporal, con- siderando que toda composición expresa depen- dencia y que la dependencia es manifiestamente un defecto, juzgaba por ello que en Dios no podía ser una perfección el estar compuesto de estas dos na- turalezas y que, por consiguiente, no lo estaba; en
52 RENÉ DESCARTES'.i"'
cambio, si en el mundo existían algunos cuerpos, o bien algunas inteligencias, u otras naturalezas que
36 no fueran totalmente / perfectas, su ser debía de- pender del poder divino de tal forma que éstas no podrían subsistir sin él ni un solo momento13.
Quise buscar, después, otras verdades y, ha- biéndome propuesto el objeto de los geómetras, que concebía como un cuerpo continuo o un espa- cio indefinidamente extenso14 en longitud anchura y altura o profundidad, divisible en diversas partes, que podían tener diferentes figuras y tamaños, y ser movidas o trasladadas de todas las maneras po- sibles, pues los geómetras suponen todo esto en su objeto, repasé algunas de sus más simples demos- traciones. Y habiendo advertido que la gran certeza que todo el mundo les atribuye sólo está fundada en que se las concibe con evidencia, siguiendo la regla antes formulada15, advertí también que no había en ellas absolutamente nada que me asegurase la exis-
11 Alusión a la teoría de la creación continua: el acto creador de
Dios no sólo ha tenido lugar en el origen del mundo, sino también en cada instante. Dos supuestos de esta teoría: I) la relación de depen- dencia del ens creatum respecto del ens increatum, 2) la noción de tiempo discontinuo, tal como la expone en Principios, 1, par. 21 (AT, IX, p. 34) y en el Axioma II de Resp. II Objec., cit., p. 133 (AT, IX, p. 164). Cf. J. Wahl, Du rôle Je l'idée d'instant dans la philosophie de Descartes, Paris, 1920.
N La expresión francesa indéfiniment étendu no puede traducirse
por «infinitamente extenso», pues Descartes mismo precisa: «Hago aquí distinción entre indefinido e infinito. Sólo llamo infinito, hablan- do con propiedad, a aquello en que en modo alguno encuentro límites, y, en este sentido, sólo Dios es infinito. Pero aquellas cosas en las que sólo bajo cierto respecto no veo límite — c o m o la extensión de los espacios imaginarios, la multitud de los números, la divisibilidad de las partes de la cantidad, y cosas por el estilo— las llamo indefinidas, y no infinitas, pues no en cualquier sentido carecen de límites» (Resp. I Objec., cit., p. 95; AT, VII, p. 113). Cf. A. Koyré (1957), Du monde clos à l'univers infini, Gallimard, Paris, 1973; Th. S. Kuhn (1957), La revolución copernicana, Ariel, Barcelona, 1978 pp. 298 ss.
15 Cf. Parte 11, primera regia, y nota 12; Parte IV, nota 10.
DISC URSO DEL MÉTODO 53 5
tencia de su objeto. Porque, por ejemplo, veía bien que, si suponemos un triángulo, sus tres ángulos tienen que ser necesariamente iguales a dos rectos, pero en tal evidencia no apreciaba nada que me asegurase que haya existido triángulo alguno en el mundo. Al contrario, volviendo a examinar la idea que tenía de un ser perfecto, encontraba que la exis- tencia estaba comprendida en ella del mismo modo que en la de un triángulo está comprendido el que sus tres ángulos son iguales a dos rectos, o en la de una esfera, el que todas sus partes equidistan de su centro, e incluso con mayor evidencia; y, en conse- cuencia, es al menos tan cierto que Dios, que es ese ser perfecto, es o existe, como puede serlo cual- quier demostración de la geometría16.
37 Pero si hay algunos que están persuadidos de que es difícil conocerle y aun de conocer la natura- leza del alma, es porque no elevan nunca su pensa- miento más allá de las cosas "sensibles y porque es- tán tan,habituados, a no considerar nada si no es mediante la imaginación —que es su peculiar modo de pensar las cosas materiales— que todo lo que no es imaginable les parece ininteligible. Lo cual está suficientemente patente en lo que hasta los filósofos admiten como máxima en las escuelas: nada hay en el entendimiento que no haya estado previamente en los sentidos,, en donde, no obstante, es cierto que las ideas de Dios y del alma nunca han estado. Y me parece que los que quieren hacer uso de la imaginación para comprenderlas, obran del mismo
16 Sobre el significado de esta prueba, v. E. Gilson, op. ch.,
pp. 347-353. Después de la demostración a posteriori, de tradición tomista, Descartes reproduce la prueba a priori de S. Anselmo (Pros- log, cap. II), esto es, el argumento ontológico, que será criticado por Kant (A 592 y B 6 2 0 a A 6 0 2 y B 630). F. Duque, «Sentido del argumento ontológico en Descartes y Leibniz», Pensamiento, 42. 1986, pp. 159-180.
54 RENÉ DESCARTES'.i"'
modo que si para oír los sonidos o sentir los olores quisieran servirse de sus ojos; pero aún hay otra diferencia: que el sentido de la vista no nos asegura menos de la verdad de sus objetos que el olfato y el oído de los suyos, mientras que ni nuestra imagina- ción ni nuestros sentidos podrían aseguramos nunca de cosa alguna si no interviene en ello nuestro en- tendimiento.
En fin, si aún hay hombres a quienes las razo- nes que he presentado 110 han convencido suficien- temente de la existencia de Dios y del alma, quiero que sepan que todas las demás cosas, de las que tal vez piensan estar más seguros, como tener un cuerpo, que hay astros y una tierra, y cosas seme- jantes, son menos ciertas.
Pues, aunque se tenga una seguridad moral17 de 38 estas cosas tal que parece. / que,, a menos de ser un extravagante, no se puede dudar de ellas, sin em- bargo, cuando se trata de una certeza metafísica, tampoco se puede negar, a menos que uno sea poco razonable, que sea motivo suficiente para no estar totalmente seguros de haber advertido que uno pue- de imaginar de la misma manera, estando dormido, que se tiene otro cuerpo, que se ven otros astros y otra tierra, sin que ninguna de estas cosas existan. Porque ¿cómo es posible saber que los pensamien- tos que se nos ocurren en sueños son más falsos que los demás, si frecuentemente no son menos vi- vos ni menos precisos? Y, por mucho que lo estu- dien los mejores ingenios, no creo que puedan dar razón alguna que sea suficiente para disipar esa duda, si no presuponen la existencia de Dios. Pues, en primer lugar, incluso lo que anteriormente he
17 «Seguridad moral» es la certeza suficiente para regular la vida
práctica, aunque no sea teóricamente cierta (cf. Principios, IV, par. 205-206; AT, IX, pp. 323-325).
DISC URSO DEL MÉTODO 5 5
adoptado como una regla, a saber, que las cosas que concebimos muy clara y distintamente son to- das verdaderas, no es cierto sino porque Dios es o existe, porque es un ser perfecto, y porque todo lo que hay en nosotros procede de él18. De donde se sigue que nuestras ideas o nociones, en tanto que son claras y distintas, siendo cosas reales, y proce- diendo de Dios, no pueden ser por ello sino verda- deras. De modo que, si con bastante frecuencia te- nemos ideas que encierran falsedad, es tal vez porque hay en ellas algo confuso y oscuro, ya que en esto participan de la nada, es decir, que no se dan tan confusas en nosotros, sino porque no somos en- teramente perfectos. Y es evidente que no hay me- nor contradicción en pensar que la falsedad o la
39 imperfección, / en tanto que tal, procede de Dios, que en pensar que la verdad o la perfección procede de la nada. Pero si no supiéramos que todo cuanto
18 En la cuarta serie de Objeciones Arnauld acusa a Descartes de
«haber cometido círculo vicioso, cuando dice que sólo estamos seguros de que son
verdaderas las cosas que concebimos clara y distintamen- te, en virtud de que Dios existe. Pues no podemos estar seguros de que existe Dios, si no concebimos eso con toda claridad y distinción» (Resp. IV Objec., cit., p. 174; AT, Vil, p. 214). La respuesta de Des- cartes en la que puntualiza que la certeza de que Dios existe garantiza el recuerdo de lo que ha sido probado con claridad y distinción no con- vence (Resp. Objec., cit., II, p. 115, IV, p. 197; AT, VII, pp. 140 y 246). No convence al mismo Descartes, quien en la Conversación con Barman propone, para activar la memoria, «hacer uso de notas escritas o algo» similar; pues lo que garantiza la veracidad divina, no es el re- cuerdo conecto, sino el de no engañarme al pensar que son verdaderas aquellas proposiciones que recuerdo haber percibido clara y distinta- mente (Entretien avec Burman, ed. Ch. Adam, Paris, 1937, pp. 8-9; trad. esp. cit., pp. 128-129). Sin embargo, coincidimos con la interpre- tación no teológica de este pasaje hecha por Vidal Peña: «Postular a Dios significa postular las condiciones que hacen posible la racionali- dad» (Introducción a Meditaciones metafísicas, p. XXXVI). Sobre el problema del posible círculo vicioso, véase el debate en los trabajos reseñados por G. Rodis-Lewis, L'Oeuvre de Descartes, t. II, p. 528, n. 59.
56 RENÉ DESCARTES'.i"'
en nosotros es real y verdadero proviene de un ser perfecto e infinito, por claras y distintas que fuesen nuestras ideas, no tendríamos razón alguna que nos asegurase que tienen la perfección de ser verda- deras.
Ahora bien, después de que el conocimiento de Dios y del alma nos ha probado así la certeza de aquella regla, es muy fácil conocer que los sueños que imaginamos cuando dormimos, no deben ha- cernos dudar de la verdad de los pensamientos que tenemos cuando estamos despiertos. Pues, si ocu- rriera que, incluso mientras dormimos, tuviéramos alguna idea muy distinta como, por ejemplo, que un geómetra inventase alguna nueva demostración, su sueño no impediría que fuese verdadera. Y en cuan- to al error más común de nuestros sueños, que con- siste en representarnos diversos objetos del mismo modo que lo hacemos mediante los sentidos exter- nos, importa poco que nos dé ocasión para descon- fiar de la verdad de tales ideas, ya que éstas también pueden engañarnos con bastante frecuencia aunque no estemos dormidos: como cuando los que tienen la ictericia lo ven todo de color amarillo, o cuando los astros u otros cuerpos muy alejados nos parecen mucho más pequeños de los que son. Pues, en fin, ya estemos despiertos o ya estemos dormidos, no debemos dejarnos persuadir nunca si no es por la evidencia de nuestra razón19. Y se ha de subrayar que digo por nuestra razón, y no por nuestra imagi-
19 En la ed. lal.: solam evidentiam rationis judicia nostra sequi
debent (AT, VI, p. 562). Cf. W. Thayer, «Descartes, la vigilancia del sueño», Revista de Filosofía (Chile), 22-24, 1984, pp. 99-108; H. G. Frankfurt, Demons, dreamers and madmen: The defense of reason in Descartes' Meditations, Bobbs, Merril, Indianapolis, 1970; G. Bache- lard, La formation de l'esprit scientifique. Contribution a une psycha- nalyse de la connaissance objective, J. Vrin, Paris, 1972 (8e. éd.); trad. esp. en Siglo XXI.
DISC URSO DEL MÉTODO 57 5
nación ni por nuestros sentidos. Del mismo modo, 40 aunque veamos el sol / muy claramente, no debe- mos por ello juzgar que no sea sino del tamaño que lo vemos; como podemos muy bien imaginar dis- tintamente una cabeza de león pegada al cuerpo de una cabra, sin que por ello haya que concluir que exista en el mundo una quimera; pues la razón no nos impone que lo que vemos o imaginamos de este modo sea verdadero. Pues nos ordena que to- das nuestras ideas o nociones deben tener algún fundamento de verdad; pues no sería posible que Dios, que es sumamente perfecto y veraz, las hu- biera puesto en nosotros sin tal fundamento. Y puesto que nuestros razonamientos no son nunca tan evidentes ni completos cuando soñamos como cuando estamos despiertos, si bien a veces nues- tras imaginaciones son en aquel caso tanto o más vivas y precisas, la razón nos ordena también que no pudiendo ser verdaderos todos nuestros pensa- mientos porque no somos totalmente perfectos debe encontrarse infaliblemente la verdad que haya en ellos más bien en los que tenemos cuando estamos despiertos que en los que tenemos mientras soña-
mos.
QUINTA PARTE
Me gustaría mucho proseguir y mostrar aquí toda la cadena de las otras verdades que he deduci- do de estas primeras. Pero, como sería necesario para ello que hablase ahora de algunos problemas actualmente en discusión entre los doctos1, con quienes no deseo indisponerme, pienso que será mejor que me abstenga y que me limite únicamente a decir de modo general cuáles son, con el fin de permitir juzgar a los más sabios si sería útil que el
4 1 público estuviera mejor informado. He / permane- cido siempre firme en la decisión que había tomado de no suponer ningún otro principio2 que el que acabo de aplicar en la demostración de la existencia de Dios y del alma, y de no admitir como verdade-
1 El Mundo o tratado de la luz (1633), que Desearles presenta
aquí en síntesis, constituye una aportación decisiva a la nueva física —al menos hasta la de Newton—, basada no en las tesis aristotélicas de los «doctos» escolásticos que han promovido la condena de Gali- leo (1633) — d e ahí la extrema cautela que se observa en este preám- bulo—, sino en la hipótesis heliocéntrica y en el
mecanicismo. Cf. P. Tannery, «Descartes physicien», Rev. Mét. et Mor., 4, 1896, pp. 478-488; S. Gaukroger (ed.), Descartes: Philosophy, Mathematics and Physic, Harvester Press, Hassocks, 1980; R. S. Westfall, The construction of modern science: Mechanism and Mechanics, J. Wiley & Sons, N e w York, 1971. Una de las grandes aportaciones de El Mundo y de la síntesis aquí expuesta es la explicación mecanicista del cuerpo, derivada de la teoría física, equiparando el organismo a una máquina.
2 Con el término «principio» se refiere esta vez al cogito, califica-
do en la Parte IV de primer principio. Su mención muestra la cohe- [59]
6 0 RENÉ DESCARTES'.i"'
ra cosa alguna que no me pareciera más clara y cierta de lo que antes me habían parecido las de- mostraciones de los geómetras. Y, sin embargo, me atrevo a decir que no sólo he encontrado un medio, que en poco tiempo me ha satisfecho, con relación a las principales dificultades que suelen tratarse en fi- losofía, sino que además he observado ciertas leyes,3 que Dios ha establecido de tal modo en la naturale- za y de las que ha impreso en nuestras almas tales nociones4, que después de haber reflexionado sufi- cientemente sobre ello, no nos fuera posible dudar de que se cumplen exactamente en todo lo que exis- te o acontece en el mundo. Al considerar luego el conjunto de estas leyes, me parece haber descu- bierto ajgunas verdades más útiles y más impor- tantes que cuanto había aprendido anteriormente o incluso esperaba aprender.
Pero como he intentado explicar las principales en un tratado que determinadas razones me impiden publicar5, no podría hacer nada mejor para darlas a
rene i a del proyecto cartesiano, hecho explícito al final de la Parte II (cf. nota 18), de fundar en la filosofía «todos los principios de las ciencias», incluida la física. Sobre la relación Metafísica/Física, véase el excelente estudio de D. M. Clarke, La filosofía de la ciencia de Descartes, pp. 90-117.
1 «Leyes de la naturaleza» llama Descartes a «las reglas siguiendo
las cuales tienen lugar los cambios» (Le Monde, AT, XI, p. 37). Entre otros, «el logro más brillante del Descartes físico es, sin dada, haber proporcionado una fórmula «clara y distinta» del principio de inercia» (À. Koyré, Estudios galileanos, p. 149), principio o ley de suma im- portancia para comprender las demás leyes del movimiento.
4 ¿Innatismo platónico-agustiniano? G. Quintás, en desacuerdo
con E. Gilson, estima que «expresiones como ésta no deben utilizarse para construir explicación alguna del innatismo cartesiano» dada su im- precisión (op. cit., p. 442, n. 7). Con esta interpretación coincide la de D. M. Clarke (op. cit., pp. 196 ss.).
5 Las razones por las cuales Descartes decide no publicar Le Mon-
de se reducen a una: ja condena de Galileo 6s el síntoma evidente que desaconseja iniciar al menos la discusión, polémica, con los «doctos»
DISC URSO DEL MÉTODO 61 5
conocer que indicar aquí sumariamente lo que con- tiene. Mi propósito, antes de redactarlo, era incluir en él todo lo que creía saber sobre la naturaleza de las cosas materiale^. Ahora bien, así como los pin- tores, nó püdíendó representar con igual detalle so- bre una tabla lisa las diferentes caras de un cuerpo sólido, eligen una de las principales y la iluminan,
42 mientras que sombreando las / demás no las hacen aparecer sino tal como se las puede ver al mirar la principal: así también, temiendo no poder expresar en mi discurso todo lo que tenía en mi pensamiento, me propuse sólo exponer en él muy ampliamente lo que pensaba sobre la luz; Juego, con este motivo, añadí algo acerca del sol y de las estrellas fijas, dado que casi toda la luz procede de estos cuerpos; de los cielos, ya que la transmiten; de los planetas, de los cometas y de la tierra, que la reflejan; y en particular de todos los cuerpos que hay sobre la tie- rra, porque son o coloreados o transparentes o lu- minosos; y, finalmente, de| hombre, porque es el es- pectador. Más aún, para sombrear un poco todo esto y poder expresar con mayor libertad lo que yo pienso al respecto, sin verme obligado a seguir ni a refutar las opiniones admitidas entre los doctos, de- cidí abandonar todo este mundo a sus disputas y hablar solamente de lo que sucedería en uno nue-
de la tesis copernicana tlel movimiento de la tierra. Además de éste, otros principios de la física mecanicista sistematizada en Le Monde son: la reducción de la materia a la extensión, su expresión cuantitativa a través del número y la figura, y la conceplualización del movimiento a partir del principio de inercia. Si, según R. Taton, la física de Des- cartes domina todo el siglo hasta la aparición de los Principia (1687) de Newton, ello no se debe, claro está, a la síntesis de esta V Parte. Aunque Le Monde no es editado sino en 1664, Descartes publica los fundamentos de su física en la segunda parle de Principia philosophiae (1644). J. W. Lynes, «Descartes theory of elements: From "Le Mon- de", to the "Principies", Journal of the History of Ideas, 43, 1982, pp. 55-72.
62 RENÉ DESCARTES'.i"'
vo6, si Dios crease ahora en alguna parte, en los
espacios imaginarios, bastante materia para com- ponerlo, y agitase de forma diversa y sin orden las diferentes partes de esta materia de manera tal que formase un caos tan confuso como pudieran re- presentarlo los poetas7, y que no hiciese otra cosa, luego, sino prestar su concurso ordinario a la natu- raleza y dejarla obrar según las leyes por él esta- blecidas8. De este modo describí, en primer lugar, esta materia y traté de representarla de tal forma que, a mi parecer, 110 hay nada en el mundo más claro ni más inteligible, excepto lo que se ha dicho antes acerca de Dios y del alma; pues hasta supuse
43 expresamente que / no había en ella ninguna de esas foimas
o cualidades de las que se discute en las escuelas, ni generalmente cosa alguna cuyo cono- cimiento no fuera tan natural a nuestras almas, que ni siquiera se pudiera fingir que se ignora. Ade- más, hice ver cuáles eran las leyes de la naturaleza; y, sin fundar mis razones sobre ningún otro princi- pio que en las infinitas perfecciones de Dios, traté de demostrar todas aquéllas sobre las que pudiera haber alguna duda y de probar que son tales que, aunque Dios hubiera creado 'varios mundoàf no po- dría haber ni siquiera uno en e¡ que ño se cumplie- ran. Mostré, después, cómo la mayor parte de la materia de ese caos debía disponerse y ordenarse, de acuerdo con estas leyes, de una forma tal que lle-
6 Habiendo roto en la Parte I del Discurso con los doctos escolás-
ticos, lo importante es poder hablar de una concepción nueva dej mun- do. Aunque sea retóricamente, con el fin de rehuir la discusión polé- mica, Descartes menciona el mundo nuevo del que trata en el cap. VI de El Mundo.
7 Alusión a la fábula poética del caos originario y, concretamente,
a la obra de Lucrecio, De rerum natura.
8 Se trata de las leyes según las cuales acontecen los cambios.
Véase su enumeración y definición en el cap. VII de El Mundo.
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gaba a ser semejante a nuestros cielos; cómo, mien- tras tanto, algunas de sus partes debían componer una tierra, otras, planetas y cometas, y algunas otras Uñ sol y estrellas fijas. Y, en este punto, extendién- dome en el estudio de la luz, expliqué detenida- mente cuál era la que se debía hallar en el sol y las estrellas, y cómo desde allí atravesaba en un ins- tante los espacios inmensos9 de los cielos, y cómo se reflejaba desde los planetas y los cometas hacia la tierra. Añadí también algunas observaciones acerca de la sustancia, la situación, los movimientos y otras diversas cualidades de estos cielos y de estos astros; de tal modo que pensaba haber dicho bas- tante para hacer comprender que nada se observa en los de este mundo que no deba, o al menos no pue-
44 da, parecer totalmente similar a los del mundo /
que describía. De ahí pasé a tratar de j a tierra en particular: expliqué cómo, aun habiendo supuesto expresamente que Dios no había concedido peso alguno a la materia de la que estaba compuesta, to- das sus partes tendían exactamente hacia su centro; cómo, habiendo agua y aire sobre su superficie, la disposición de los cielos y de los astros, de la luna principalmente, debía producir en ella un flujo y reflujo que fuera semejante en todas sus circuns- tancias al que se observa en nuestros mares; y, ade- más, cierta corriente tanto de agua como de aire, que va de levante a poniente tal como se la observa también entre los trópicos; cómo pueden formarse naturalmente las montañas, los mares, las fuentes y los ríos, y cómo pueden aparecer los metales en las minas, las plantas crecer en los campos y, en gene-
9 El espacio infinito es una de las consecuencias más innovadoras
de la tesis copemicana, tal como ya lo intuyó G. Bruno. Véase el ex- celente estudio de A. Koyré, Du monde clos à l'univers infini, Galli- mard, Paris, 1973.
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ral, producirse todos los cuerpos llamados mezclas o compuestos. Y entre otras cosas, dado que, ade- más de los astros, no conozco nada en el mundo que produzca luz sino el fuego^me esforcé en hacer comprender conmucha claridad todo lo que atañé a su naturaleza, cómo se produce, cómo se alimenta y cómo a veces da calor sin luz y otras luz sin calor; cómo puede dar lugar en diversos cuerpos a dife- rentes colores y a otras varias cualidades; cómo funde unos cuerpos y endurece otros; cómo puede consumir casi todos o convertirlos en humo y ceni- zas; y, en fin, cómo de esas cenizas forma vidrio sólo por la fuerza de su acción; y pareciéndome
45 esta transformación / de cenizas en vidrio tan ad- mirable como ninguna otra que tenga lugar en la naturaleza, tuve especial agrado en describirla.
' Sin embargo, de todo ello no quería inferir que este mundo haya sido creado de la manera que yo exponía; pues es mucho más verosímil10 que desde el principio Dios lo ha hecho tal como debía ser. Pero es cierto, y esta opinión es comúnmente ad- mitida entre los teólogos, que la acción por la cual lo conserva ahora es exactamente la misma que aquélla por la cual lo ha creado; de manera que, aunque no le hubiese dado al principio otra forma que la del caos, con tal que le prestara su concurso, habiendo establecido las leyes de la naturaleza, para obrar tal como ella acostumbra, es posible pensar,
10 Consciente Descartes de que su teoría difiere del relato del Gé-
nesis, prefiere dejar la exégesis de éste a los teólogos sin entrar en abierta discusión con ellos. Así, el lérmino verosímil fonna parle de la retórica en la que envuelve su teoría, pero esta vez necesita aclararla en los siguientes términos: «[...] al decir que es verosímil (a saber, según la razón humana), que el mundo ha sido creado tal como debía ser, no pretendo en modo alguno negar que sea cierto para la fe que es per- fecto» (a Mersenne, 27 de abril de 1637). Cf. Conversación con Bur- man, cit., p. 164.
DISC URSO DEL MÉTODO 65 5
sin menoscabo del milagro de la creación, que de este único modo todas las cosas que son puramente materiales habrían podido llegar a ser, con el tiem- po, tal y como ahora las vemos. Y su naturaleza es mucho más fácil de comprender, cuando se ven na- cer poco a poco de ese modo, que cuando se las considera ya hechas del todo.
De la descripción de los cuerpos inanimados y de las
plantas pasé a la de los animales y particu- larmente a la de los hombres. Pero como aún no te- nía conocimiento suficiente para tratar este tema de la misma manera que los demás, es decir, de- mostrando los efectos por las causas y haciendo ver de qué semillas y de qué modo debe producirlos la naturaleza, me contenté con suponer que Dios formó el cuerpo de un hombre enteramente seme-
46 jante a / uno de los nuestros tanto en la figura exte- rior de sus miembros como en la conformación interior de sus órganos, sin componerlo de otra ma- teria que aquella que ya había descrito y sin darle al principio alma racional alguna ni siquiera otra cosa que le sirviera de alma vegetativa o sensitiva", sino que hizo nacer en su corazón uno de esos fuegos sin luz, que ya había explicado, y que concebía de una naturaleza igual a la del que calienta el heno, cuan- do se lo encierra antes de que esté seco, o como el que lleva a ebullición los vinos nuevos cuando se los deja fermentar con su hollejo. Así pues, exa-
11 En síntesis, ésta es la conclusión a la que llega el Tratado del
hombre: «No debemos concebir en esta máquina alma vegetativa o sensitiva alguna, ni otro principio de movimiento y de vida» (ed. de G. Quintás, Ed. Nacional, p. 177; AT, XI, p. 202). Como explicación del cuerpo-máquina, es decir, de las funciones vegetativas, locomotrices, sensitivas, Descartes no sigue los términos aristotélico-lomistas, sino los principios mecanicislas de la física. Si recordamos que el Tratado del hombre constituye el cap. XVIII de El Mundo, comprenderemos también el orden temático de esta Parte V del Discurso.
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minando las funciones que como consecuencia de todo esto
podían darse en ese cuerpo, encontraba exactamente las mismas que las que puede haber en nosotros sin que pensemos en ellas y, por consi- guiente, sin que en nada contribuya nuestra alma, es decir, aquella parte distinta del cuerpo de la que se ha dicho anteriormente que su naturaleza consiste sólo en pensar; y que son aquellas mismas funcio- nes en virtud de las cuales se puede decir que los animales irracionales se parecen a nosotros; pero,
' efl cambio, no pude efícontrar en ese cuerpo función alguna de las que, siendo dependientes del pensa- miento, son las únicas que nos pertenecen en tanto que
hombres; mientras que enseguida encontraba todas éstas, si suponía que Dios creó un alma ra- cional y la unió a ese cuerpo en la forma concreta que describía12.
Pero, con el fin de que se pueda ver de qué modo trataba esta materia11, deseo dar aquí la ex- plicación del movimiento del corazón y de las arte-
12 Este fragmento constituye una modificación con relación al pro-
yecto abandonado en 1633. Al comienzo del Tratado del hambre lee- mos: «Es necesario que, en primer lugar, describa su cuerpo y, en se- gundo lugar, su alma; finalmente, debo mostrar c ó m o estas dos naturalezas deben estar unidas para dar lugar a la formación de hom- bres que seaii semejantes á iiosotros» (p. 49; AT, XI, p. 119). Sólo la primera parte del proyecto se convirtió en realidad. ¿A qué conclusión hubiera llegado Descartes en su reexamen de la noción de «alma»? Cf. G. Ryle, El concepto de lo mental, Paidós, Buenos Aires, 1967; J. Searle, Mentes, cerebros y ciencia, trad, de L. Valdés, Cátedra, Madrid, 1985.
" Como muestra de la explicación mecanicista del ciierpo elige la función de la circulación de la sangre. Cf. Introducción de G. Quintás al Tratado del hombre, pp. 35- 45; B. de Saint-Germain, Descartes consideré comme physiologiste et comme médecin, Paris, 1869; A. C. Crombie, «Descaries oil method and physiology», Cambridge Journal, 5, 1951, pp. 178-186; T. S. Hall. «Descartes' physiological method: po- sition, principles, exemples», Journal of the History of Biology, 3, 1970, pp. 53-79; L. Chan vois, Descartes. Sa méthode et ses erreures en physiologie, Les Ed. du Cèdre, Paris, 1966.
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rias, pues siendo el primero y el que más común- mente se observa en los animales, a partir de él
47 será más fácil juzgar lo que se debe / pensar de los
demás. Y con el fin de que sea menos difícil de comprender lo que voy a exponer, desearía que los que están menos versados en ânatomià se tomasen el trabajo, antes de leer estas pàgînâs, dé hacer cor- tar en su presencia14 el corazón de algún animal grande, que tenga pulmones, pues es muy seme- jante en todo al del hombre, con el fin de que les hagan ver las dos cámaras o cavidades que hay en él15. En primer lugar, la que está en el lado derecho, a la que van a parar dos tubos muy anchos, a saber: la vena cava, que es el principal receptáculo de la sangre, y como el tronco del árbol cuyas ramas son las restantes venas del cuerpo, y la vena arteriosa, mal llamada así porque es en realidad una arteria16 que, teniendo su origen en el corazón, se ramifica a la salida del mismo en varias ramas que van a ex- tenderse por todas partes en los pulmones. Des- pués, la que está en el lado izquierdo, a la que co- rresponden igualmente dos tubos, que son tanto o más anchos que los anteriores, a saber: la arteria ve- nosa, que también ha sido impropiamente denomi-
" El inélotlo de observación directa^ue Descartes practicó no sólo en su estudio anatómico del cuerpo en general, constituye uno de los he- chos que exige un estudio más atento de la función de la experiencia .en la filosofía
cartesiana. Por lo que se refiere a la práctica anatómica, L. Belloni escribe: «Esta nueva anatomía, inspirada en la iatromecánica pretende descomponer en sus partes más diminutas a la máquina de nuestro organismo, es una anatomía destinada a conseguir su plena rea- lización mediante el acoplamiento del artificio anatómico con el empleo del microscopio» (cit. por Lain Entralgo, Historia universal de la me- dicina, IV, Barcelona, 1973, p. 220). Cf. Cf. P. Gallois, «La méthode de Descaries et la médecine». Hippocrate, 6, 1938, pp. 65-77.
Los dos ventrículos.
La arteria pulmonar, que lleva la sangre venosa del ventrículo
derecho al pulmón. En la época de Harvey, las opiniones acerca del pa- pel de esta arteria no siempre eran compartidas.
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nada porque no es sino una vena17 que viene de los
pulmones, donde está dividida en múltiples ramifi- cacio
nes entrelazadas con las de la vena arteriosa y con las del conducto llamado silbato18, por donde penetra el aire de la respiración; y la gran arteria19 que, al salir del corazón, se ramifica por todo el cuerpo. Desearía también que se les mostrara con todo cuidado las once películas20 que, como otras tantas puertecillas, abren y cierran los cuatro orifi-
48 cios que hay en estas dos cavidades, a saber: / tres a la entrada de la vena cava21, en donde están de tal forma dispuestas que en modo alguno pueden im- pedir que la sangre que contiene entre en la conca- vidad derecha del corazón, pero evitando con pre- cisión, sin embargo, que pueda salir; tres a la entrada de la vena arteriosa22 que, dispuestas de forma totalmente contraria, permiten que la sangre que hay en esta cavidad pase con facilidad a los pulmones, pero no que la sangre alojada en los pul- mones retorne al mismo lugar; y otras dos a la en- trada de la arteria venosa23, que dejan que la sangre de los pulmones pase a la concavidad izquierda del corazón, pero obstruyen su retorno; y tres a la en- trada de la gran arteria24 que, si bien permiten que
17 Las venas pulmonares, que llevan al corazón la sangre oxigena-
da en los pulmones.
111 Sifflet en la ed. Ir. Es obvio que «silbato» no es sino el sentido fi-
gurado de lo que se conoce como tráquea. 19 La arteria aorta.
20 En el sentido de piel fina o delicada (ed. fr.: petites peaux). Se
trata de las válvulas.
21 La válvula tricúspide, que es en realidad una válvula aurículo-
ventricular.
22 Las tres válvulas sigmoideas, situadas en el orificio de la arteria
pulmonar.
23 La válvula mitral o bicúspide, que es, como la tricúspide, una
válvula aurículo-ventricular.
24 Las tres válvulas sigmoideas situadas en el orificio de la arteria
aorta.
DISC URSO DEL MÉTODO 69 5
la sangre salga del corazón, le impiden volver a él. Y no hay que buscar más razón del número de estas películas que la siguiente: siendo ovalado el orificio de la arteria venosa a causa de su ubica- ción, puede cerrarse cómodamente con dos, mien- tras que al ser circulares los otros, pueden cerrarse mejor con tres. Desearía, además, que se les hi- ciera considerar que la gran arteria y la vena arte- riosa son de una composición mucho más dura y consistente que la arteria venosa y la vena cava; que estas dos últimas se ensanchan antes de entrar en el corazón y que allí forman como dos bolsas, llamadas orejas del corazón, que están compuestas de una carne muy parecida a la de éste; que hay siempre más calor en el corazón que en ninguna otra parte del cuerpo; y, en fin, que la acción del calor es tal que, si alguna gota de sangre entra en sus concavidades, ésta se infla inmediatamente y se
49 / dilata, como ocurre generalmente con todos los lí- quidos cuando se los deja caer gota a gota en un vaso muy caliente.
Dicho esto, basta añadir, para explicar el movi- miento del corazón, que, cuando sus concavidades no están llenas de sangre, ésta corre necesariamen- te de la vena cava a la concavidad derecha y de la arteria venosa a la izquierda; tanto más cuanto que estos dos vasos están siempre llenos, y sus orificios, que miran hacia el corazón, no pueden en tal caso estar cerrados; pero tan pronto como han entrado de este modo dos gotas de sangre, una en cada conca- vidad, estas gotas, que no pueden ser sino muy gruesas ya que los orificios de entrada son muy an- chos y los vasos por donde circulan están muy lle- nos de sangre, se rarifican y se dilatan a causa del calor que allí encuentran, por medio del cual, ha- ciendo dilatar todo el corazón, empujan y cierran las cinco puertecillas que están en las entradas de
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los dos vasos de donde provienen, impidiendo así que se vierta más sangre en el corazón; y, al conti- nuar dilatándose cada vez más, presionan y abren las otras seis puertecillas que están en las entradas de los otros dos vasos por donde salen, haciendo di- latar de este modo todas las ramificaciones de la vena arteriosa y de la gran arteria casi al mismo tiempo que el corazón; éste se contrae inmediata- mente después, como hacen también las arterias, porque se enfria la sangre que en ellos ha entrado, y se cierran sus seis puertecillas, mientras se abren de nuevo las cinco de la vena cava y de la arteria ve-
50 nosa dando paso a / otras dos gotas de sangre, que hacen que se dilate nuevamente el corazón y las arterias de igual manera que las precedentes. Y como la sangre que así entra en el corazón pasa por las dos bolsas que se llaman sus orejas, de ahí viene que el movimiento de éstas sea contrario al de aquél, contrayéndose éstas cuando aquél se dilata. Por lo demás, con el fin de que los que no conocen la fuerza de las demostraciones matemáticas, y no están habituados a distinguir las verdaderas razones de las verosímiles, no se aventuren a negar todo esto sin examinarlo, deseo advertirles que este mo- vimiento, que acabo de explicar, se sigue también necesariamente de la sola disposición de los órga- nos que se puede ver a simple vista en el corazón, del calor que en él se puede sentir con los dedos y de la naturaleza de la sangre que se puede conócex por experiencia,'así como el movimiento de uri reloj es consecuencia de la fuerza, de la situación y dé la figura de sus contrapesos y de sus ruedas25.
i r
" Al comparar el movimiento de la circulación de la sangre al movimiento de un reloj, esto es, a la mayor o menor fuerza, a la dis- posición y figura de sus órganos (y contrapesos), etc., el principio de explicación mecanicista se hace patente. Con todo, a diferencia de
DISC URSO DEL MÉTODO 71 5
Pero si se pregunta por qué la sangre de las ve- nas no se agota, circulando de modo continuo a tra- vés del corazón, y por qué las arterias no están ex- cesivamente repletas de sangre, ya que toda la que pasa por el corazón a ellas se dirige, no necesito contestar otra cosa que lo que ha escrito un médico inglés [Heruaeus,
de motu cordis]26, al cual hay que conceder el honor de haber,roto el hielo en esta materia y de ser el primero/que ha defendido la existencia de pequeñas comunicaciones en las ex- tremidades de las arterias, por donde pasa la sangre que reciben del corazón a las pequeñas ramifica- ciones de las venas, desde donde se dirige de nuevo al corazón, de manera que su curso no es sino una
51 circulación / incesante. Y esto lo prueba muy bien por medio de la experiencia ordinaria )de los ciruja- nos, quienes habiendo atado el Birazó con mediana fuerza por la parte superior del punto en donde abren la vena, hacen que la sangre salga más abun- dantemente que si no lo hubiesen atado; y sucedería todo lo contrario si lo atasen por la parte inferior, entre la mano y la abertura, o si lo atasen con mu- cha fuerza por la parte superior. Pues es evidente
Harvey, Descartes considera que la razón última de los movimientos del corazón no es de carácter muscular (AT, XI, pp. 169-170), es decir, no se debe a contracciones.
26 Obra citada por Descartes al margen. Se trata de Exercilalio
anatómica de motil cordis et sanguinis in animalibus, Frankfurt, 1628, de W
. Harvey (1578-1657), profesor de anatomía y cirugía en el Co- legio de Medicina de Londres. Tras sugerirle Mersenne la conveniencia de leer esta obra. Descartes le manifiesta, a finales de 1632, que tiene el propósito de leerla (AT, I, p. 263). La pregunta con la que comienza este parágrafo es la misma que condujo a Harvey al descubrimiento de la circulación de la sangre. Un excelente estudio de De matar cordis ha sido realizado por Woodger. Biología y lenguaje, trad, de M. Garrido, Madrid, 1978. Sobre la relación Descartes/Harvey, véase el de E. Gil- son, «Descartes, Harvey et la scolastique», en Études de philosophie médiévale, 1921, pp. 220-222. G. Witteridge, W. Harvey and the cir- culation of the blood, MacDonald, London; Elsevier, New York, 1971.
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que ¡a atadura hecha con mediana fuerza, si bien puede impedir que la sangre que ya está en el brazo vuelva al corazón por las venas, no por eso impide que nueva sangre venga sin cesar por las arterias, porque éstas van por debajo de las venas y porque, siendo sus pieles más
duras, son más difíciles de apretar y, además, porque la sangre
que procede del corazón tiende con más fuerza a pasar por las arterias hacia la mano que a volver al corazón por las venas. Y puesto que la sangre sale del brazo por la abertura hecha en una de sus venas, debe ha- ber necesariamente algunos pasos por debajo de la atadura, es decir, hacia las extremidades del brazo, por donde la sangre pueda venir de las arterias. Prueba asimismo muy bien lo que afirma sobre el curso de la sangre, por la existencia de ciertas pelí- culas27 que de tal modo están dispuestas en diversos lugares, a lo largo de las venas, que no permiten que la sangre vaya desde el centro del cuerpo a las extremidades, pero si que retorne de las extremida- des al corazón; y, además, sostiene que la expe- riencia demuestra que toda la sangre que hay en el cuerpo puede salir en poco tiempo por una sola ar- teria que se haya seccionado, incluso aunque se atase fuertemente muy cerca del corazón y se cor-
52 tase entre éste y la atadura, de tal manera que / no haya motivo para imaginar que la sangre vertida pueda venir de otra parte.
Pero hay muchas otras razones que prueban que la verdadera causa de este movimiento de la sangre es la que he indicado28. En primer lugar, la diferen- cia que se advierte entre la sangre de las venas y la que sale de las arterias no puede proceder sino de
27 Véase la nota 2 0 de esta Parte.
2" Hasta aquí Descartes ha elogiado a Harvey por el descubri-
miento de la circulación de la sangre. Pero ahora procede a su crítica. El texto muestra los argumentos que pretenden probar que la verdade-
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que, habiéndose rarificado y como destilado al pa- sar por el corazón, es más sutil, más viva y más caliente nada más haber salido de él, es decir, cuan- do está en las arterias, que poco antes de entrar, esto es, cuando está en las venas; y si se observa atentamente, se verá que esta diferencia sólo apare- ce claramente cerca del corazón, pero no tanto en los lugares más alejados de él29. Además, la dureza de la piel de que están hechas la vena arteriosa y la gran arteria demuestra suficientemente que la san- gre golpea contra ellas con mayor fuerza que contra las venas30, y ¿por qué la concavidad izquierda del corazón y la gran arteria han de ser más amplias y más anchas que la concavidad derecha y la vena arteriosa, sino porque la sangre de la arteria venosa, que ha estado solamente en los pulmones desde que ha pasado por el corazón, es más sutil y se ex- pande con mayor fuerza y más fácilmente que la que viene inmediatamente de la vena cava?31. ¿Y qué es lo que los médicos pueden averiguar al to- mar el pulso, si no saben que, cuando la sangre cambia de naturaleza, puede rarificarse por el calor del corazón con mayor o menor intensidad y con
ra causa del movimiento de la sangre no es la contracción del corazón, como sostiene Harvey, sino la dilatación de la sangre provocada por el calor del corazón.
w En el primer argumento Descartes señala un error de la explica-
ción de Harvey. Pero incurre, a su vez, en otro error al
ignorar —como ignoraban lodos hasta Lavoisier, 1777—que la transformación de la sangre venosa en arterial es el resultado de la respiración pulmo- nar, y que constituye una verdadera combustión.
30 El segundo argumento no es válido, porque no es cierta la hipó-
tesis de Descartes, según la cual la sangre que corre por la arteria pul- monar es sangre venosa.
31 El tercer argumento refuerza la teoría cartesiana contra la opi-
nión de Harvey. Si la misma cantidad de sangre pasa por los dos ven- trículos y el izquierdo es más grande que el derecho, es preciso, para llenarlo, que la sangre se dilate. Tal dilatación sólo proviene del calor del corazón.
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mayor o menor velocidad que anteriormente?12. Y
si se examina cómo se comunica este calor a los de- 53 más miembros, habrá que admitir que es / por me- dio de la sangre, la cual al pasar por el corazón vuelve a calentarse y a extenderse desde él a todo el cuerpo; por ello acontece que si se extrae sangre de alguna parte, se priva a ésta por el mismo hecho del calor; y aun cuando el corazón estuviera ardiendo como un hierro candente no bastaría para mantener el calor en los pies y en las manos como lo hace, si no les enviase continuamente sangre nueva. Por otra parle, también se llega a conocer a partir de ahí13 que la verdadera función de la respiración con- siste en aportar suficiente aire fresco al pulmón, para hacer que la sangre que a él llega desde la concavidad derecha del corazón, donde se ha rarifi- cado y como vaporizado, se espese y se convierta de nuevo en sangre antes de retornar a la concavi- dad izquierda, sin lo cual no estaría en condición de alimentar el fuego que allí hay. Lo cual se confirma al observar que los animales que carecen de pul- mones sólo tienen una concavidad en el corazón, y que los niños, que no pueden utilizarlos mientras están en el seno materno, tienen un orificio por donde pasa sangre de la vena cava a la concavidad izquierda del corazón y un conducto por donde va de la vena arteriosa a la gran arteria sin pasar por el pulmón. Además, ¿cómo se hará la digestión en el
" Cuarto argumento: las fiebres serían alteraciones de la sangre, que provocarían las variaciones en el pulso.
Una nueva serie de argumentos muestran la diferencia de puntos de vista
entre Harvey y Descartes. El primero se interesa por el pro- blema de la circulación de la sangre y su causa. El segundo pretende encontrar en el problema de la circulación el principio fundamental de toda la fisiología. Cf. Tratado del hombre, Editora Nacional, Madrid, 1980. T. S. Hall, «Descartes' physiological method: position, princi- ples, exemples», Journal of the History of Biology, 3, 1970, pp. 53-79.
DISC URSO DEL MÉTODO 75 5
estómago, si el corazón no le enviase calor por las arterias
y, con él, algunas de las partes más fluidas de la sangre que ayudan a disolver los alimentos que allí se han introducido? Y la acción que con- vierte en sangre el jugo de tales alimentos, ¿no es fácil de conocer si se considera que, al pasar una y otra vez por el corazón, se destila quizá más de
54 cien o doscientas veces al día? / Y para explicar la nutrición y la producción de los diversos humores que hay en el cuerpo, ¿qué necesidad hay de otro supuesto que no sea la afirmación de que la fuerza con que la sangre, al dilatarse, pasa del corazón a las extremidades de las arterias, hace que algunas de sus partes se detengan entre las de los miem- bros donde se hallan y tomen allí el lugar de otras a las qu
e expulsan, y que, según la situación o la fi- gura o la pequeñez de los poros que encuentran, unas afluyen a ciertos lugares y otras a otros, de la misma manera que, como todos han podido ver, las diferentes cribas, por estar agujereadas de dis- tinto modo, sirven para clasificar los granos según su tamaño? Y, en fin, lo más relevante en todo esto es la generación de los espiritas animales, que son como un viento muy sutil o más bien como una llama muy pura y muy viva que, ascendiendo ince- sante y profusamente desde el corazón al cerebro, de ahí se comunica a través de los nervios con los músculos y produce el movimiento de todos los miembros; de tal manera que no es preciso imaginar otra causa, para explicar que las partes de la sangre más agitadas y más penetrantes son, a su vez, las más adecuadas para formar estos espíritus que se dirigen al cerebro antes que a otras partes, sino la siguiente: las arterias que allí las llevan son las que, saliendo del corazón, van más en linea recta que to- das las demás y, según las reglas de la mecánica, que son las mismas que las de la naturaleza, cuando
7 6 RENÉ DESCARTES'.i"'
varias cosas tienden conjuntamente a moverse hacia el mismo lado, en donde no hay espacio suficiente para todas, como sucede con las partes de la sangre que salen de la concavidad izquierda del corazón y
55 tienden hacia el cerebro, / las más débiles y menos agitadas deben ser apartadas por las más fuertes, que por estas razones sólo ellas llegan.
Había explicado detalladamente todas estas co- sas en el tratado que hace algún tiempo tuve el pro- pósito de publicar. Y en él había mostrado, a conti- nuación34, cuál
debe ser la contextura de los nervios y de los músculos del cuerpo humano, para que los espíritus animales, alojados en su interior, tengan la fuerza necesaria para mover sus miembros, como se observa en las cabezas que, poco después de ser cortadas, aún se mueven y muerden la tierra, aun- que ya no estén animadas; qué cambios deben darse en el cerebro, para que se produzca la vigilia, el sueño y los sueños; cómo la luz, los sonidos, los olores, los sabores, el calor y demás cualidades de los objetos exteriores pueden imprimir en el cerebro distintas ideas por medio de los sentidos; cómo pue- den también suscitar allí las suyas el hambre, la sed y demás pasiones interiores; qué debe enten- derse por el sentido común, donde tales ideas son recibidas, qué por la memoria, que las conserva, y qué por la fantasía, que puede combinarlas de dife- rentes modos y componer otras nuevas, y del mis- mo modo también puede, al distribuir los espíritus animales en los músculos, hacer que se muevan los miembros del cuerpo de tan diversas maneras y tan de acuerdo con los objetos que se presentan a los sentidos externos y con las pasiones internas, como puedan moverse sin que la voluntad los guíe. Lo
34 Se refiere a El Mundo, y al cap. XVIII de esla obra, es decir, el
Tratado del hombre (AT, XI, pp. 119-202).
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cual no parecerá en modo alguno extraño a quienes, sabiendo cuántos diferentes autómatas o máquinas
56 que se mueven puede hacer lajridustriá humana, / empleando en ello muy pocas piezas en compara- ción con el gran numero de huesos músculos, ner- vios, arterias, venas y todas las demás partes que hay en el cuerpo de cada animal, consideren este cuerpo como una máquina que, habiendo sido he- cha por la mano de Dios está incomparablemente mejor ordenada y es capaz de movimientos más admirables que ninguna de las que pueden ser in- ventadas por los hombres35.
Y en este punto me detuve particularmente para mostrar que, si hubiera máquinas (ales que tuvieran los órganos y la figura de un mono o de cualquier otro animal irracional, no tendríamos medio alguno para reconocer que las máquinas no eran exacta- mente de la misma naturaleza que estos animales; mientras que, si las hubiese semejantes a nuestros cuerpos e imitasen nuestras acciones tanto como moralmente fuese posible tendríamos siempre dos
JS La tesis del cuerpo-máquina con la que Descartes sintetiza la ex-
plicación mecanicista del cuerpo tiene, al menos, dos consecuencias importantes: I) explica las funciones fisiológicas y sensibles del cuer- po sin recurrir a la terminología aristotélico- tomista (cf. nota 11 de esta parte); 2) sienta las bases no sólo para un estudio científico del cuerpo humano, sino también para un reexamen del papel del cuerpo en la constitución del hombre. Todavía no sabemos lo que puede el cuerpo —dirá Spinoza— (Ética, III, prop. 2, Esc.). Que la tesis del animal-má- quina haya sido enunciada casi un siglo antes (E. Gilson cita el libro del médico español, Gómez Pereira, Antoniana Margarita, Medina del Campo, 1554) tiene sin duda un interés histórico. Pero la impor- tancia teórica antes señalada sólo se mide por el eco despertado por una teoría que se divulga en el Discurso (1637) y en el Tratado del hombre (1662, 1664, 1667). La polémica se aprecia en las conferencias, luego editadas, de Darmanson, La bête transformée en machina (Amsterdam, 1684). de las que P. Bayle toma nota en su République des Lettres (D, 889). Pero el e c o resuena sobre todo en pensadores del xviu como Helvetius o La Meilrie (El hombre máquina, 1748).
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medios muy seguros para reconocer que no por eso eran verdaderos hombres36. El primero es que no podrían hacer uso de palabras ni de otros signos compuestos de ellas, como hacemos nosotros para manifestar a los demás nuestros pensamientos. Pues es posible concebir que una máquina esté hecha de lal forma que profiera palabras, e incluso que pro- fiera algunas a propósito de acciones corporales que causaran cierto cambio en sus órganos: como si, tocándole en una parte, preguntase lo que se le quiere decir, y si, en otra, gritase que se le hace
16 La teoría del animal-máquina, válida para la explicación meca-
nicista del cuerpo, ¿permite explicar otros fenómenos de la conducta humana como el lenguaje o el pensamiento? Descartes cree que estos fenómenos muestran el límite del principio mecanicista. Por eso pos- tula otro principio explicativo, un «principio creador» —opina N. Chomsky (Lingüística cartesiana, Gredos, Madrid, 1978, p. 25)—, para estos fenómenos. Es importante anotar esta linea de investigación, que ni siquiera inició en el Tratado del hombre, y que aquí aparece apenas esbozada. Me refiero a los «dos medios muy seguros» que, según Descartes, distinguen al hombre del animal (y la máquina), esto es, que son específicos de lo humano: el lenguaje y la co/iticrtc/a. Sin duda alguna, al plantear lo específicamente húifiaño en términos de lo que diferencia al hombre de la máquina, el autor controvertido en la época de la contrarreforma abrió una de las polémicas más vivas de la actualidad, es decir, del momento presente en el que el cerebro pro- gramador y la inteligencia artificial suscita preguntas sin fácil res- puesta. ¿Puede la máquina pensar? ¿Se logrará una máquina que pue- da hablar como el hombre? A pesar de teorías funcionalistas que no dudarían en responder positivamente, J. Searle contestarla con un «no» rotundo, en base al nivel semántico del lenguaje —una máquina no su- pera el nivel sintáctico por muchas combinaciones que haga— y a la conciencia (otro nombre cartesiano de la razón) que sólo el hombre tie- ne de lo que hace, incluso cuando piensa y habla (Mentes, cerebros y ciencia, trad, de M. L. Valdés, Cátedra, Madrid, 1985). Más aún, M. Garrido no duda en calificar de «provocativa» la tesis del modelo computacional de la mente, de A. M. Turing, según la cual un compu- tador puede hacer todo lo que hace el hombre, incluso la función de pensar (Mentas y máquinas, de A. M. Turing, H. Putnam, D. Davidson, Tecnos, Madrid, 1985, p. 10). No cabe duda de que la inspiración car- tesiana al plantear el problema proporciona a la vez el principio de so- lución, subrayado tanto por Chomsky como por Searle.
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daño, y cosas semejantes; pero no que sea capaz de
ordenar de forma diversa las palabras, para / res- ponder con sentido a todo lo que se diga en su pre- sencia, como pueden hacerlo los hombres más es- túpidos. Y el segu
ndo consiste en que, aun cuando estas máquinas pudieran hacer algunas cosas tan bien o quizá mejor que cualquiera de nosotros, fa- llarían infaliblemente en otras, a través de las cuales se descubriría que no actuaban por conocimiento, sino sólo por la disposición de sus órganos. Pues, mientras que la razón es un instrumento universal, capaz de servir en cualquier circunstancia, estos ór- ganos necesitan una determinada disposición parti- cular para cada acción concreta; de donde resulta que es moralmente imposible que haya en una má- quina los suficientes resortes como para hacerla ac- tuar en todas las circunstancias de la vida, tal y como nos hace actuar nuestra razón. \
Ahora bien, por estos dos
medios también es posible conocer la diferencia que hay entre los hombres y los animales.
Pues es algo bien patente que no hay hombres tan embrutecidos ni tan estúpidos, sin exceptuar si- quiera a los locos, que no sean capaces de coordinar diversas, palabras^ de componer un discurso me- diante el cual den a conocer sus pensamientos^ y, al contrario, no hay animal alguno,' por pèrfecto y afortunadamente dotado que sea, que pueda hacer algo semejante. Y esto no sucede por carecer de órganos, ya que es posible observar que las urracas y los loros pueden emitir palabras como nosotros y, sin embargo, no pueden hablar como nosotros, es decir, mostrar que piensan lo que dicen, en cambio, los hombres que, habiendo nacido sordos y mudos, están tan privados o más que los animales de los ór- ganos que a los otros sirven / para hablar, suelen in- ventar por sí mismos algunos signos, mediante los
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cuales se hacen entender por aquellos que, viviendo habitualmente con ellos, tienen ocasión de aprender su lenguaje. Y esto no sólo prueba que los animales tiene
n menos razón que los hombres, sino que ca- recen totalmente de ella, pues se puede ver que bas- ta muy poca para sabçr hablar; y aunque se observe tanta desigualdad entre los animales de una misma especie como entre los hombres, y que unos son más fáciles de adiestrar que otros, no es creíble que un loro o un papagayo, aun siendo los más perfec- tos de su especie, igualen en esto a un niño de los más estúpidos o, al menos, a un niño que tuviera perturbado el cerebro, a no ser que su alma fuera de naturaleza totalmente distinta a la nuestra. Y no de- ben confundirse las palabras con los movimientos naturales, que manifiestan las pasiones y pueden ser imitados por las máquinas tan bien como por los animales; ni debe pensarse, como algunos antiguos, que los animales hablan, aunque no entendamos su lenguaje; pues si fuera verdad, dado que tienen al- gunos órganos que se parecen a los nuestros, podrían hacerse entender por nosotros tan bien como por sus semejantes. Es asimismo algo muy destacable que, aunque haya algunos animales que dan mues- tras de mayor habilidad que nosotros en algunas de sus acciones, se observa, sin embargo, que estos mismos no muestran ninguna en muchas otras; de manera que lo que hacen mejor que nosotros no prueba que tengan ingenio, porque, en ese caso,
59 tendrían más que ninguno de nosotros y / lo harían mejor en todo; por el contrario, carecen totalmente de él, y no es sino la naturaleza quien obra en ellos, según la disposición de sus órganos, tal como se ob- serva que qn reloj, compuesto únicamente de ruedas y resortes, puede marcar las horas y medir el tiempo con mayor precisión que nosotros a pesar de nuestra prudencia.
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Traté, a continuación, el problema del alma ra- cional37. Mostraba que en modo alguno puede ser sacada de la potencia de la materia, como las otras cosas de las que había hablado, sino que debe ser expresamente creada; y no basta que esté alojada en el cuerpo humano, como un piloto en su navio38, a no ser, ta
l vez, para mover sus miembros, sino que es necesario que esté junta y unida más estrecha- mente con él para tener, además, sentimientos y apetencias semejantes a los nuestros, y constituir así un verdadero hombre. Por lo demás, m
e he ex- tendido aquí un poco sobre el tema del alma, por- que es de los más importantes; ya que, dejando aparte el error de los que niegan a Dios, que pienso haber refutado anteriormente de modo conveniente, no hay nada que aleje más a los espíritus débiles del recto camino de la virtud que el imaginar que el alma de los animales sea de la misma naturaleza que la nuestra, y que, en consecuencia, no tenemos nada que temer ni que esperar después de esta vida como nada tienen las moscas y las hormigas mien- tras que, cuando se conoce la diferencia que existe entre el alma de los animales y la nuestra se com- prenden mucho mejor las razones que prueban que la nuestra es de una naturaleza enteramente inde- pendiente del cuerpo y, por lo tanto, que no está
60 condicionada a morir con él; y, en fin, dado que / no se ven otras causas que puedan destruirla, es na- tural inclinarse a pensar que es inmortal.
37 N o poseemos la parle del Tratado del hambre, que Descartes
anuncia en su comienzo (cf. nota 12 de esta Parle) y menciona aquí.
38 Se atribuye a Platón la opinión según la cual la relación cutre el
alma y el cuerpo se concibe como la que existe entre el piloto y su na- vio (Aristóteles, De anima. II, 1,413a).
SEXTA PARTE
Hace ya tres años1 que había llegado a concluir
el tratado que contiene todas estas cuestiones y co- menzaba a revisarlo con el Fin de entregarlo a un impresor, cuando tuve noticia de que determinadas personas, a quienes profeso deferencia y cuya auto- ridad sobre mis acciones no es mucho menor que la de mi razón sobre mis pensamientos, habían con- denado una opinión de física publicada poco antes por otro2; no quiero decir que yo la compartiera, pero sí que no había observado en ella, antes de su censura, nada que pudiera imaginar como perjudi- cial para la religión ni para el estado ni, por consi- guiente, que me hubiese impedido escribir sobre ella si la razón me hubiera persuadido. Esto me hizo temer que se pudiera encontrar, del mismo modo, alguna opinión entre las mías en la cual me
1 Se refiere a 1633, fecha en la que decide no publicar El Mundo.
Esta parte VI se divide en tres secciones que reflejan las oscilaciones de Descartes a partir de ese momento. Sección A (AT, VI, 60-65): es esencialmente un resumen del trabajo preparatorio del manuscrito de El Mundo, para su publicación. Sección B (AT, VI, 65-74): exposición de
las causas que le llevan a aplazar la publicación e, incluso, a decidir no publicar nada en toda su vida; empieza así: «Pero desde entonces me han asaltado otras razones que me han hecho cambiar de opinión [...]». Sección C (AT, VI, 74-78): muestra un nuevo cambio de opinión, hacia 1635, por el que decide publicar los ensayos Dióptrica y Meteoros: la referencia a ellos es más explícita, sobre todo porque la redacción de esta sección fue pensada como introducción a los dos ensayos científi- cos, a los que luego añade un tercero, la Geometría.
2 Galileo.
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hubiera equivocado, a pesar del gran cuidado que he tenido siempre de no aceptar novedades en mis creencias de las cuales no tuviera demostraciones muy ciertas y de no escribir sobre algo que pudiera volverse en perjuicio
de alguien. Estas circunstan- cias han sido suficientes para obligarme a cambiar la resolución que había tomado de publicar dicho tratado. Pues, aunque las razones en virtud de las cuales había tomado anteriormente tal decisión hie- ran muy fuertes, mi inclinación, que me había lle- vado siempre a aborrecer el oficio de hacer libros, me ha facilitado inmediatamente bastantes otras para excusarme. Y tales son esas razones, de una y
61 otra parte, que no / sólo tengo cierto interés en ex- ponerlas aquí, sino también quizá el público lo ten- ga a su vez en conocerlas.
Nunca he atribuido excesiva importancia a aquellas cosas que procedían de mi ingenio y, mien- tras no he recogido del método que uso otros frutos sino la solución de algunas dificultades pertene-
* ' cientes a las ciencias especulativas, o mientras he intentado regular mis cóstumbresqe acuerdo con las razones que ese método me proporcionaba, no me he creído obligado a escribir sobre tales cosas. Pues, por lo que atañe a las costumbres, cada uno abunda tanto en su sentido que podrían encontrarse tantos reformadores como cabezas, si se permitiera emprender la tarea de realizar algún cambio a per- sonas distintas de las que Dios ha establecido como soberanos de sus pueblos o bien ha dado suficiente gracia y celo para ser profetas; y en cuanto a mis es- peculaciones, si bien me complacían en alto grado, pensé que también los demás tendrían otras que les gustarían acaso más. Pero, tan pronto como hube
¿~i) adquirido algunas nociones generales relacionadas con la física^y, comenzando a ponerlas a prueba en diversas dificultades concretas, me di cuenta hasta
DISC URSO DEL MÉTODO 85 5
dónde pueden conducir y cuánto difieren de los principios comúnmente admitidos hasta el presente, pensé que no podía tenerlas ocultas sin infringir gravemente la ley que nos obliga a procurar el bien general de todos los hombres en tanto nos sea fac- tible. Pues tales nociones me han hecho ver que es posible lograr conocimientos muy útiles para la vida y que, en lugar de la filosofía especulativa que
62 se enseña en las escuelas, se pueda encontrar / una filosofía práctica en virtud de la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros, de los cielos y de todos los demás cuerpos que nos rodean con tanta precisión como conocemos los diferentes oficios de nuestros arte- sanos, podríamos aprovecharlos de la misma ma- nera en todos los usos para los cuales son apropia- dos y convertirnos, de este modo, en dueños y poseedores de la naturaleza3. Lo cual no sólo es deseable con vistas a la invención de una infinidad de artificios, que nos permitirían disfrutar sin es- fuerzo alguno de los frutos de la tierra y de todas las comodidades que hay en ella, sino principalmente también para la conservación de la salud, que es sin duda el primer bien y el fundamento de todos los demás bienes de esta vida; pues hasta el ingenio depende tanto del temperamento y de la disposi- ción de los órganos del cuerpo que, si es posible en- contrar algún medio que haga a los hombres más sabios y más hábiles de lo que hasta aquí lo han sido, pienso que hay que buscarlo en la medicina^.
1 Descurtes retama el ideal de la ciencia que tema F. Bacon: «La
ciencia y el poder humanos vienen a ser lo m ismo » ( N o v u m Orga- num, 1620, Lib. I, alor. III).
J La medicina es, juntamente con la moral y la mecánica, una de
las ires ramas del árbol de la ciencia («Lettre-Préface», a la ed. fr. de Principes tie philosophie, AT, IX-11, p. 14): Cf. P. Gallois, «La mé- thode de Descartes et la médicine», Hippocrate, 6, 1938, pp. 65-77.
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Sin duda es cierto que la que se practica en nuestros días ofrece pocas cosas cuya utilidad sea muy des- lacable; pero, aun sin propósito alguno de despre- ciarla, estoy convencido de que no hay nadie, in- cluso entre aquéllos que la ejercen como profesión, que no reconozca que lo que en ella se sabe es casi nada si se compara con lo que todavía queda por sa- ber y que podríamos vernos libres de una infinidad de enfermedades, tanto del cuerpo como de la men- te5 y quizá también hasta de la debilidad que acom- paña a la vejez,v si se tuviera conocimiento sufi- ciente de sus causas y de todos los remedios de los cuales nos ha provisto la.naturaleza6. Ahora bien,
63 teniendo el propósito / de empleär toda mi vida en la búsqueda de una ciencia tan necesaria y habiendo encontrado un camino que, si alguien lo sigue, me parece tal que infaliblemente debe encontrarla, a no ser que se lo impida la brevedad de la vida o la falta de experiencias, estimaba que no había mejor remedio contra estos dos obstáculos que comunicar fielmente al público todo lo poco que hubiera en- contrado e invitar a los ingenios capaces a intentar avanzar más allá, contribuyendo cada uno según su inclinación y poder a realizar las experiencias
! que fueran necesarias, y comunicando también al público cuanto hayan aprendido, con el fin de que comenzando los últimos por donde sus predeceso- res hubieran acabado y uniendo, de este modo, las
; vidas y los trabajos de muchos, lleguemos median- te el trabajo conjuntó mucho más lejos de lo que cada uno eri particular podría conseguir.
5 Esprit (ed. fr.), aiiimi (ed. lat.: AT, V], p. 575).
6 Aconseja siempre los remedios naturales frente a los artificiales.
Así, sugiere a la princesa Elisabeth «una buena dieta», «pues, en cuan- to a las drogas, ya sean de los farmacéuticos ya de los empíricos, las tengo en tan mala estima que no me atrevería nunca a recomendar a na- die su uso» (a Elisabeth, marzo de 1647).
DISC URSO DEL MÉTODO 87 5
Asimismo advertía, con relación a las experien- cias7
, que son tanto más necesarias cuanto más se ha avanzado en el conocimiento. Pues al comienzo es más conveniente utilizar sólo las que se presen- tan por sí mismas a nuestros sentidos, y que no podríamos ignorar aunque
no hagamos sino una mínima reflexión, que buscar otras más raras y pre- paradas; la razón es que estas últimas nos inducen con frecuencia a error, cuando no se conocen toda- vía las causas más comunes y cuando las circuns- tancias de que dependen son casi siempre tan sin- gulares y tan insignificantes que es muy difícil darse cuenta de ellas. Pero el orden que he seguido en todo esto ha sido el siguiente: primero he procu-
64 rado formular / los principios o primeras causas8 de todo
lo que es o puede existir en el mundo, sin considerar, a este efecto, nada más que a Dios que lo ha creado, ni obtener tales principios sino a partir de ciertas semillas de verdades que están natural- mente en nuestras almas9. Examiné después cuáles eran los primeros y más comunes efectos que podían ser deducidos de estas causas: me parece que de este modo he encontrado cielos, astros, una tierra y también, sobre la tierra, agua, aire, fuego, minerales y algunas otras cosas que son las más comunes y las más simples y, por consiguiente, las más fáciles de conocer. A continuación, cuando me propuse
7 Sobre el papel de la experiencia en la ciencia cartesiana véase:
D. M. Clarke, La filosofía de la ciencia de Desearles, cap. 2, pp. 30-57. G. Quintas considera que se inicia aquí uno de los parágrafos más re- presentativos de la concepción metodológica de Descartes en relación con las ciencias de la naturaleza. Cf. E. Denissoff, Desearles, premier théoricien de la physique mathématique, Nauwelaerts, Lou vain, 1970, pp. 61-74.
" Se refiere a los principios y leyes generales que lia establecido en el tratado El Mundo.
9 Sobre el significado concepto «semillas de verdad», véase el ex-
celente comentario de D. M. Clarke (op. cit., pp. 196-204).
88 RENÉ DESCARTES'.i"'
llegar a conocer las más particulares, acudieron a mi pensamiento tantas y tan diversas que no creía que fuera posible al ingenio humano distinguir las formas o especies de cuerpos que hay en la tierra de una infinidad de otras que podría haber si Dios hu- biera querido ponerlas en ella, ni, por lo tanto, so- meterlas a nuestro uso, si no se investigan las cau- sas por los efectos y si no se utilizan muchas experiencias particulares. Después de esto, vol- viendo a pensar en todos los objetos que alguna vez se habían presentado a mis sentidos,: me atrevo a decir que no he observado en ellos nada que no pudiera explicarse cómodamente mediante los prin- cipios que había formulado. Pero también he de re- conocer que el poder de la naturaleza es tan amplio y tan grande, y que estos principios son tan simples y tan generales, que ya casi no observo efecto par- ticular alguno que desde el principio no conozca
65 que se puede / ser deducido de muchas y diversas formas; mi mayor dificultad, por lo tanto, consiste generalmente en encontrar en qué forma concreta depende de tales principios. Para este problema10 no veo otra solución que la de buscar de nuevo expe- riencias tales, que varíe su resultado según que se tenga que explicar por una u otra de esas formas po- sibles. Por lo demás, he llegado ya a tal punto que creo conocer bastante bien qué perspectiva se debe adoptar para llevar a cabo la mayor parte de las ex- periencias que pueden servir para aquella finalidad;
10 La deducción a partir de principios evidentes es de limitada uti-
lidad en la ciencia. Puede dar iugar sólo a leyes generales. De ahí el problema que Descartes resuelve mediante el recurso a la experiencia (cf. nota 7 de esta Parte). Un papel importante en la teoría cartesiana del método científico desempeñan, pues, la observación y la experi: mentación al proporcionar la información concreta que se corresponde o no con las leyes generales (J. Losee, Introducción histórica a la filo- sofía de la ciencia, Alianza, Madrid, 1979, pp. 85 ss.).
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pero me doy cuenta, también, de que son de tales características y tan numerosas, que ni mis manos ni mis rentas, annque tuviera mil veces más de lo que tengo, serían suficientes para todas ellas; de modo que, según tenga en adelante la posibilidad de llevar a cabo más o menos experiencias, así también avanzaré más o menos en el conocimiento de la naturaleza. Todo esto pensaba darlo a conocer en el tratado que había preparado, mostrando tan clara- mente la utilidad que el público podría obtener que obligaría a todos aquellos que en general desean el bien de los hombres, es decir, a todos los que son realmente virtuosos y no son guiados por falsa apa- riencia o mera opinión, no sólo a comunicarme las experiencias realizadas por ellos sino también a cooperar conmigo en la investigación de las que quedan por hacer.
Pero desde entonces mejian asaltado otras ra- zones
íjue me han hecho cambiar de opinión": pen- sé que verdaderamente debía continuar escribiendo todo lo que juzgara de alguna importancia, a medi- da que descubriera la verdad, poniendo en ello el
66 mismo cuidado que si deseara hacerlo imprimir, / no sólo para disponer de una nueva ocasión de exa- minarlo detenidamente (pues, sin duda, se pone siempre mayor atención en lo que se estima que debe ser conocido por muchos que en lo que se hace únicamente para sí mismo, y, con frecuencia, lo que ha parecido verdadero cuando he empezado a concebirlo, luego lo he juzgado falso al intentar redactarlo), sino también para no perder ocasión alguna de ser útil al público, si soy capaz de ello, y para que, si mis escritos tienen algún valor, aquellos a cuyas manos lleguen después de mi muerte pue-
11 Comienza la sección B, en la que Descartes expone los motivos
que le llevan a decidir no publicar El Mundo.
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dan utilizarlos como consideren más conveniente; pero pensé también que de ningún modo debía con- sentir que mis escritos fuesen publicados durante mi vida, con el fin de que ni las réplicas y controver- sias, que tal vez podrían suscitar, ni cualquiera que fuese la reputación que pudieran depararme, cons- tituyesen una ocasión de perder el tiempo que tengo el propósito de dedicar a instruirme. Pues, si bien es cierto que cada hombre está obligado, en cuanto le sea posible, a procurar el bien de los demás ya que verdaderamente quien a nadie es útil nada vale, sin embargo también lo es que nuestras preocupaciones deben sobrepasar el tiempo presente y que es con- veniente prescindir de cosas que tal vez podrían aportar algún provecho a los que hoy viven, cuando se tiene la intención de hacer otras que proporcio- nen mayor utilidad a la posteridad. Y, en efecto, quiero que se sepa que lo poco que hasta ahora he aprendido no es casi nada en comparación con lo que ignoro y que no desespero de poder conocer; pues ocurre casi lo mismo con aquellos que descu-
67 bren poco a poco la verdad en las / ciencias que con aquellos que, habiendo comenzado a enriquecerse, tienen menos dificultad para hacer grandes adquisi- ciones que la
que tuvieron anteriormente, cuando eran más pobres, para hacer otras menores. Tam- bién se los puede comparar con los jefes del ejérci- to, cuyas fuerzas suelen crecer en proporción a sus victorias, y a quienes es necesaria mayor sagaci- dad para mantenerse como tales después de la pér- dida de una batalla que para ocupar villas y provin- cias después de haberla ganado. Porque es, en realidad, como librar batallas el intentar vencer to- das las dificultades y errores que nos impiden llegar al conocimiento de la verdad, pero es como perder una el admitir alguna opinión acerca de algo un tanto general e importante; se necesita, después,
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mucha más destreza para volver al estado inicial que para
hacer grandes progresos cuando se poseen ya principios ciertos. En cuanto a mí, si he logrado alcanzar anteriormente algunas verdades en las ciencias (y espero que las cosas contenidas en este volumen12 mostrarán que he encontrado algunas), puedo decir que no son sino consecuencia de cinco o seis dificultades principales que he logrado supe- rar y que considero como otras tantas batallas en las que he tenido la fortuna de mi parte. No temo in- cluso afirmar que sólo necesito ganar dos o tres más como éstas para alcanzar totalmente el fin que me he propuesto; además, mi edad no es tan avan- zada como para que, de acuerdo con el transcurso ordinario de la naturaleza, no pueda disponer aún
68 del tiempo necesario a tal efecto. / Así pues, creo estar tanto más obligado a no malgastar el tiempo que me queda cuanto que tengo mayores esperanzas de poder emplearlo bien; y sin duda no me faltarían muchas ocasiones de perderlo, si publicara los fun- damentos13 de mi física. Pues, aunque sean casi to- dos tan evidentes que basta comprenderlos para asentir a ellos y que no hay uno solo del que no pueda dar demostraciones, sin embargo, puesto que es imposible que sean acordes con todas las dife- rentes opiniones de los hombres, presumo que sus- citarían objeciones que me distraerían a menudo de mi propósito.
12 Se refiere a los 1res ensayos, con relación a los cuales el Dis-
curso del método no es sino una introducción.
13 Los fundamentos de la física cartesiana — l a tesis copemicana
del movimiento de la tierra, la teoría de lo
s tres elementos (extensión, figura y movimiento) y las tres leyes del movimiento— no aparecen publicadas en la síntesis de El Mundo, que constituye la Parte V. Des- cartes los omile en 1637 para evitar polémicas comprometidas. Los pu- blicará, luego, en los Principios (1644). J. W. Lynes, «Descartes theory of Elements: From "Le Monde" to the "Principes"», Journal of the History of Ideas, 43, 1982, 57-72.
92 RENÉ DESCARTES'.i"'
Se podría decir que tales objeciones serían úti- les, n
o sólo para hacerme conocer mis errores, sino también para que, si aportara algo de provecho, los demás tuvieran por ese medio una mejor compren- sión de todo ello; y como muchos ojos pueden ver más que uno solo, comenzando desde ahora a hacer uso de las mías, me ayudaran a su vez con sus in- venciones. Pero, aunque reconozca que estoy muy expuesto a equivocarme "y aunque no me fíe nunca de los primeros pensamientos que se me ocurren, sin embargo, la experiencia que tengo de las obje- ciones que se me pueden hacer me impiden esperar de ellas provecho alguno; pues ya he comprobado con frecuencia los juicios, tanto de aquellos que he tenido como amigos, como de aquéllos otros para quienes me consideraba indiferente y hasta de otros cuya malicia y envidia sabía que les haría intentar más de una vez descubrir lo que el afecto hacía ocultar a mis amigos; con todo, rara vez me ha su- cedido que se me haya objetado algo que no hubie- ra previsto en cierto modo, a no ser que la objeción
69 / se alejara mucho de mi tema; de modo que casi nunca he encontrado un censor de mis opiniones que no me pareciese menos riguroso o menos justo que yo mismo. Tampoco he observado nunca que por medio de las disputas que se practican en las es- cuelas se haya descubierto alguna verdad antes ig- norada14; pues, luchando cada uno por vencer a su contrario, se dedica mucho más tiempo a hacer va- ler la verosimilitud que a sopesar las razones de
14 Tales disputas tienen su base en el silogismo, sobre cuyo valor
escribe Descartes en la Parle 11 de este Discurso que «sirven más para explicar a otro cuestiones ya sabidas o, incluso como el arte de Lulio, para hablar sin juicio de las que se ignoran, que para investigar las que desconocemos» (AT, VI, p. 17). El método que propone para «inves- tigar la verdad en las ciencias» es la cara positiva de ese distancia- miento crítico. Cf. Conversación con Barman, cit., pp. 175-176.
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uno y del otro; y los que durante largo tiempo han sido buenos abogados, no por ello son después me- jores jueces.
En cuanto a la utilidad que otros pudieran reci- bir de la
comunicación de mis pensamientos, tam- poco podría ser muy grande, puesto que aún no los he desarrollado hasta tal punto que no sea preciso añadir muchas cosas antes de poder llevarlos a la práctica. Y creo poder afirmar sin vanidad que, si hay alguien capaz de hacerlo, he de ser yo mejor que cualquier otro; y no porque no pueda haber en el mundo otros ingenios incomparablemente mejo- res que el mío, sino porque no sería tan fácil con- cebir una cosa y admitirla como propia, cuando se
la ha aprendido de otro que cuando la ha inventado uno mismo. Lo cual es tan cierto en esta materia que, aunque frecuentemente he explicado algunas de mis opiniones a personas de gran talento que parecían comprenderlas muy claramente cuando les hablaba, sin embargo, he observado que, al repetir- las, las han alterado casi siempre de tal manera que no podía reconocerlas como propias. Por este moti- vo / me complace rogar a la posteridad que jamás considere como mío pensamiento alguno, aunque alguien lo diga, si yo mismo no lo hubiera publica- do. Más aún, no me extraño en modo alguno de las extravagancias que se atribuyen a todos los anti- guos filósofos, cuyos escritos no poseemos, ni juz- go por ello que sus pensamientos hayan sido desa- tinados, ya que eran los mejores ingenios de su época, sino únicamente que de ellos hemos tenido una información inadecuada. También se observa que casi nunca ha sucedido que algunos de sus dis- cípulos les hayan superado; y estoy seguro de que los más apasionados de quienes en la actualidad si- guen a Aristóteles se considerarían dichosos si tu- vieran tanto conocimiento de la naturaleza como
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él tuvo15, aunque fuera incluso con la condición de
que nunca sobrepasarían tales conocimientos. Son como la yedra, que no puede subir a mayor altura que la de los árboles que la sostienen y que incluso muy a menudo desciende después de haber llegado hasta la copa; me parece que aquellos también des- cienden, es decir, se vuelven en cierto modo menos sabios que si se abstuvieran de estudiar, pues no contentos con saber lodo lo que está explicado de forma clara e inteligente en las obras de su autor, desean además encontrar en él la solución de mu- chas dificultades sobre las que nada dice y en las que tal vez nunca pensó. Tal manera de filosofar es, sin embargo, muy cómoda para quienes no poseen sino un ingenio muy mediocre; puesto que la oscu- ridad de las distinciones y de los principios de que se sirven les permite opinar sobre cualquier materia tan audazmente, como si la conocieran, y sostener
71 todo lo que / afirman contra los más hábiles y suti- les sin que haya forma de convencerlos. En lo cual me parecen semejantes a un ciego que, para luchar en igualdad de condiciones contra otro que ve, lo hubieran conducido hasta el fondo de una cueva muy oscura; y puedo afirmar que éstos tienen inte- rés en que me abstenga de publicar los principios de la filosofía que utilizo, pues siendo tan simples y tan evidentes como son, al publicarlos, ocurrirá como si abriera algunas ventanas e hiciera entrar la luz del día en la cueva a donde han descendido para batirse. Pero ni siquiera los mejores ingenios tienen motivos para desear conocerlos, pues, si lo que pre-
IS El elogio que aquí se hace de Aristóteles, criticando en cambio a
sus seguidores los escolásticos, se enmarca en la línea de las posiciones críticas que frente a éstos adoptaron pensadores renacentistas como Pe- trarca: a estos «empachados de erudición», escribe, «no lograría sose- garles ningún amigo, ni aun el propio Aristóteles tirando de las rien- das» (Petrarca, Obras, I, Alfaguara, Madrid, 1978. p. 194).
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tenden es saber hablar de todas las cosas y adquirir la reputación de doctos, lo conseguirán más fácil- mente contentándose con lo verosímil, que puede ser alcanzado sin gran dificultad en toda clase de materias, que investigando la verdad, que no se des- cubre sino poco a poco en algunas y que, cuando se trata de hablar de otras, obliga a reconocer con fran- queza que se ignoran. Pero si profieren el conoci- miento de algunas pocas verdades à la vanidad de parecer saberlo todo7como siñ duda es preferible, y desean seguir un proyecto similar al mío, no es pre- ciso para ello que les diga nada más que lo que ya he dicho en este discurso. Pues, si son capaces de llegar más allá de lo que yo he podido, con mayor razón lo serán también de encontrar por ellos mis- mos todo lo que creo haber encontrado. Porque, si siempre he examinado los problemas siguiendo un orden, ciertamente lo que aún me queda por descu-
72 brir es / en sí más difícil y problemático que lo qu
e hasta ahora he descubierto; por lo tanto, tendrían mucha menos satisfacción en llegar a conocerlo por mí que por ellos mismos; además, el hábito que po- drían adquirir investigando al comienzo cuestiones fáciles y pasando poco a poco y gradualmente a otras más difíciles será más útil que todas mis ins- trucciones. Porque, en lo que a mí me atañe, estoy persuadido de que si desde mi juventud se me hu- biesen enseñado todas las verdades cuyas demos- traciones he buscado después, y que no hubiera te- nido ninguna dificultad en alcanzarlas, tal vez nunca hubiera llegado a descubrir ninguna otra ni hubiera adquirido, al menos, el hábito y la facilidad que creo poseer para encontrar siempre otras nuevas, a medida que me dedique a buscarlas. En una palabra, si hay en el mundo alguna obra que no pueda ser bien acabada por ningún otro, excepto por el mismo que la empezó, ésa es aquella en la que trabajo.
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Pero es cierto que, en relación con las expe- riencias
que puedan contribuir a tal fin, un hombre solo no podría realizarlas todas; pero tampoco po- dría emplear útilmente otras manos que las suyas, a excepción de los artesanos u otras gentes a las que pudiera pagar, y a quienes la esperanza del benefi- cio, que es un medio muy eficaz, llevaría a hacer exactamente todo cuanto les prescribiera. Pues, en cuanto a los voluntarios que, por curiosidad o deseo de aprender, se ofrecieran tal vez a ayudarle, aparte de que prometen generalmente más de lo que cum- plen y que no hacen sino hermosas propuestas de
73 ¡as que jamás alguna tiene éxito, / desearían ine- quívocamente ser compensados mediante la expli- cación de algunas dificultades o, al menos, por me- dio de halagos y conversaciones inútiles, en las que no podría emplear parte de su tiempo sin gran de- trimento. Y en cuanto a las experiencias que otros han realizado ya, aunque se las quisieran comuni-
. car, cosa que no harían nunca aquellos que las cali- fican de secretos, están constituidas en su mayor parte de tantas circunstancias o elementos super- fluos que le sería muy difícil
descifrar la verdad en ellas; además, las encontraría tan mal explicadas, o incluso tan falseadas, porque quienes las han reali- zado han tratado de hacerlas parecer conformes a sus principios que, si hubiera algunas útiles, no le compensarían el tiempo que tendría que dedicar a seleccionarlas. De modo que, si existiera alguien en el mundo del que se supiera con seguridad que es capaz de descubrir las cosas más grandes y más útiles para el público y que, por esta razón, otros hombres se esforzasen por todos los medios en co- laborar con él para lograr el objetivo de sus propó- sitos, no veo que pudieran hacer otra cosa por él sino contribuir a sufragar los gastos de las expe- riencias que necesitara y, además, a impedir que
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alguien le hiciera perder el tiempo con inoportuni- dades. Pero, aparte de que no presumo tanto como para querer prometer algo extraordinario, ni me alimento de pensamientos tan vanos como el de creer que el público tenga que estar muy interesa- do en mis proyectos, tampoco soy de ánimo tan
74 abatido como para desear aceptar de quienquiera / algún favor que pudiera pensarse que no he mere- cido.
Todas estas consideraciones conjuntamente va- loradas fueron la causa de que, hace tres años16, no quisie
ra publicar el tratado que tenía entre ma- nos e, incluso, de que tomara la resolución de no publicar, durante mi vida, ningún otro que fuera tan general ni a partir del cual se pudieran conocer los fundamentos de mi física. Sin embargo, posterior- mente dos nuevas razones me han obligado a in- sertar aquí algunos ensayos concretos17 y a dar al público cuenta de mis acciones y proyectos. La primera es que, si dejaba de hacerlo, muchos que han conocido la intención que anteriormente había tenido de hacer imprimir algunos escritos, podrían imaginar que las causas por las cuales me he abs- tenido serían para mí más desfavorables de lo que realmente son. Pues, aunque no amo excesivamen- te la gloria, V hasta me atrevo a decir que la odio, en tanto que la considero contraria a la tranquili- dad, que estimo por encima de todo, sin embargo, tampoco he intentado nunca ocultar mis acciones
16 Se refiere a 1633, fecha en la que decide no publicar El M mulo.
La reiteración de lo ya dicho al comienzo de esta parte VI se explica por ia compleja estructura de la misma, detallada en la nota I. Co- mienza aquí la sección C, escrita inicialmente como breve introducción a los tíos ensayos — D i ó p t r i c a y Meteoros— que decide publicar hacia 1635. Por ello están ausentes en estas páginas las referencias al tercer ensayo, Geometría, escrito a finales de 1636.
17 Ver nota anterior.
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como si fueran delitos ni he tomado muchas pre- cauciones para permanecer desconocido, tanto por- que hubiera creído perjudicarme como porque ello me hubiera producido cierta especie de inquietud, que de nuevo hubiera sido contraria a la perfecta tranquilidad de ánimo que busco. Y como, mien- tras permanecía siempre indiferente ante la preo- cupación de ser o 110 ser conocido, no he podido impedir que adquiriese una determinada reputa- ción, he pensado que debía hacer todo lo posible para evitar al menos tenerla mala. La segunda ra-
75 zón, que me ha obligado a escribir / esto, es que, observando cada día el retraso cada vez mayor que sufre el proyecto que tengo de instruirme, debido a una infinidad de experiencias que me son necesa- rias y que sin la ayuda de otro me es imposible rea- lizar, aunque no me jacto hasta tal punto que es- pere del público una gran participación en mis planes, sin embargo, tampoco quiero ser tan des- cuidado que llegue a dar motivo, a los que me so- brevivan, para reprocharme algún día el haber po- dido dejarles algunas cosas mucho mejores, si no hubiera descuidado excesivamente el hacerles com- prender de qué forma podrían contribuir a mis pro- yectos.
He pensado también que sería fácil escoger al- gunas materias que, sin estar sujetas a muchas con- troversias ni obligarme a declarar mis principios más de lo que quiero, me permitiesen mostrar con suficiente claridad lo que puedo o no puedo probar en las ciencias. En lo cual no podría decir si he triunfado, pues no quiero anticipar las opiniones de nadie
hablando yo mismo de mis propios escritos; pero me agradaría mucho que fueran examinados y, con el fin de que haya una mayor oportunidad, rue- go a todos aquéllos que tengan que hacerme alguna objeción que se tomen la molestia de enviarlas a mi
DISC URSO DEL MÉTODO 99 5 librero18 e, informado por éste, trataré al mismo tiempo de juntar a ellas mi respuesta; y de este modo, disponiendo los lectores de ambas opiniones juntas, podrán juzgar mucho más fácilmente acerca de la verdad. Pues prometo no dar jamás respuestas largas, limitándome a reconocer con toda franqueza
76 mis equivocaciones, si me doy cuenta de ellas, / o bien, si 110 me es posible percibirlas, decir simple- mente lo que crea necesario para la defensa de las tesis que he formulado, sin añadir explicación de ninguna materia nueva, con el fin de no compro- meterme sin fin en pasar de una a otra.
Pero si alguna de las que he hablado al comien- zo de la Dióptrica y de los Meteoros sorprende a primera vista, porque las denomino hipótesis'Vy no parece que tenga intención de probarlas; ruego que se tenga la paciencia de leer todo el tratado con atención y confío en que se encontrará satisfe- cho. Pues considero que en él las razones se siguen unas de otras de tal forma que, así como las últimas se demuestran por las primeras, que son sus causas, estas primeras lo son recíprocamente por las últi- mas, que son sus efectos. Y no hay que pensar que por ello cometo el defecto que los lógicos llaman círculo; porque al mostrar la experiencia que la ma- yor parte de estos efectos son muy ciertos, las cau- sas de donde los deduzco no sirven tanto para pro- barlos como para explicarlos; y, al contrario, son
" Jean Maire, en Leyden (Holanda), donde apareció publicado el Discurso el 8 de mayo de 1637.
19 Las denomina hipótesis en la ed. lat. (quia hypothesis voco, AT,
VI, p. 582) y supuestos en la ed. fr. (queje les nomme des suppositions, AT, VI, p. 76). Se trata, en definitiva, de los principios físicos, a partir de los cuales se deduce una serie de consecuencias o fenómenos, que serán probados mediante la experiencia o método experimental. Cf. M. Martinet, «Science el hypothèse chez Descartes», Archives Intern, d'hist, des sciences, 24, 1974, pp, 319-339; G. Milhaud, «Descartes ex- périmentateur», en Descaries savant, J. Vrin, Paris, 1921.
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éstas las que son probadas por aquéllos20. Y no las
he denominado hipótesis^ §ino con el único fin de que se sepa que creo-poder deducirlas de estas pri- meras verdades que he explicado anteriormente, pero que expresamente no he querido hacerlo para impedir que ciertos ingenios, que se imaginan poder conocer en un día todo lo que otro ha pensado en veinte años tan pronto como se les diga dos o tres palabras del tema, y que son tanto más propensos al error y menos capaces de saborear la verdad cuanto
77 más penetrantes y vivos son, pudieran / aprovechar de ahí la ocasión para construir alguna filosofía ex- travagante sobre lo que creyeran ser mis principios, y luego se me echara la culpa. Pues, en cuanto a las opiniones que son enteramente mías, no pretendo justificarlas como nuevas, dado que si se consideran atentamente las razones en que se fundan, estoy se- guro de que se las encontrará tan simples y tan con- formes con el sentido común que parecerán menos extraordinarias y menos extrañas que algunas otras
20 Esta reflexión metodológica contrasta, sin duda alguna, con la
que propone el mismo Descartes tanto en las Reglas como en la Parle II del Discurso. El modelo matemático, deductivo, que allí se confi- gura, sólo pudo ser aplicado en el ensayo Geometría, en la investiga- ción de los principios de la nueva filosofía, la metafísica, así como en la física especulativa. Consciente de los límites de dicho modelo (DM, VI, p. 88, n. 10), Descartes nos expone aquí el método practicado en los demás ensayos, concretamente en Dióptrica y Meteoros, que no es sino el método hipotético-deductivó.imuy eficaz en la ciencia de Gali- leo. Al comienzo de dichos ensayos científicos nos habla de hipótesis que han de ser probadas. Y si la hipótesis no es un enunciado que ex- prese una verdad exacta, sino provisional o conjetural (Popper), ello significa que el racionalista Descartes se ha visto en la necesidad de re- currir a la observación empírica y al experimento (cfr. Meteoros, Dis- curso Octavo), bien para formular la hipótesis, bien para probar o re- futar la verdad de la misma. Ello significa un compromiso con la hipótesis, en la nueva ciencia, pero sin renunciar al deductivismo (cfr. D. M. Clarke, La filosofía de la ciencia de Descartes, Alianza, Madrid, 1986, p. 28).
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que se pudieran tener acerca de los mismos temas.
Tampoco presumo de ser el primer inventor de al- gunas, sino sólo de no haberlas admitido jamás como mías, porque hayan sido dichas por otros o porque no lo hayan sido, sino únicamente porque la razón me ha persuadido de su verdad21.
Si los artesanos no pueden ejecutar rápidamen- te la invención explicada en la Dióptrica-, no creo que por
ello se pueda decir que carece de valor; pues, dado que se necesita destreza y práctica para construir y para ajustar las máquinas que he descri- to sin que falte detalle alguno, si tuvieran éxito al primer intento, me sorprendería tanto como si al- guien pudiera aprender en un día a tocar el laúd a la perfección, sólo porque se le hubiera entregado una buena partitura. Y si escribo en francés, que es la lengua de mi país, y no en latin23, que es la de mis preceptores, es porque confío en que aquellos que únicamente se sirven de su pura razón natural juz- garán mejor mis opiniones que aquellos que no creen sino en los libros antiguos24. Y en cuanto a los
21 Insiste Descartes en el rechazo del argumento de autoridad y en
constituir, en camhio, a la razón en tribunal de la verdad.
22 Se refiere al discurso X tie la Dióptrica, en donde explica la for-
ma de tallar las lentes (cf. la correspondencia con Ferrier en 1629).
21 ¿Por qué escribe esta primera edición en francés? ¿Para garanti-
zar una mayor difusión? ¿Para mostrar mayor distanciamiento respec- to de lo
s «doctos»? Lo cierto es que, si bien casi todas sus obras pos- teriores fueron escritas originalmente en latín — y hasta una trad. lat. del Discurso aparece en Amsterdam en 1644—, en general utiliza al- ternativamente el francés y el latín. Por otra parte, la ed. lat. no repro- duce desde «Y si escribo en francés...» hasta la conclusión de este pa- rágrafo. Ésta es la variante más notoria (cf. AT, VI, p. 583). Cf. J. Derrida, «Descartes: lengua e institución filosófica», en La filosofía como institución, Granica, Barcelona, 1984. pp. 145-186.
24 Descartes concluye el Discurso como lo empezó, esto es, rea-
firmando el principio de la racionalidad. La luz de la razón como fun- damento del saber en general y, en concreto, de la ciencia, se contra- pone aquí a los libros antiguos. N o otro es el tema central de La
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que unen al buen sentido el estudio, los únicos que 78 deseo tener / por mis jueces, estoy seguro de que no serán tan partidarios deljatín que rehúsen conocer mis razonamientos porque ios exponga en lengua
vulgar.
Por lo demás, no quiero hablar aquí particular-
mente de los progresos que sucesivamente espero hacer en las ciencias, ni comprometerme con el pú- blico mediante alguna promesa que no esté seguro de poder cumplir; solamente diré que he decidido emplear el tiempo que me queda de vida exclusiva- mente en tratar de adquirir algún conocimiento de la naturaleza, que sea tal que puedan deducirse de él normas aplicables en la medicina, más seguras que las que ha habido hasta el presente, y que mi incli- nación me aleja hasta tal punto de todo otro tipo de proyectos, principalmente de aquellos que no po- drían ser útiles a unos sino perjudicando a otros, que, si determinadas circunstancias me forzaran a dedicarme a ellos, creo que no sería capaz de lle- varlos a buen término. Sé que la declaración que aquí hago no puede contribuir a hacerme impor- tante en el mundo, pero tampoco deseo serlo; pues siempre me consideraré más obligado hacia aqué- llos por cuyo favor gozaré sin obstáculo de mi tiem- po de ocio, que con aquéllos que me ofrecieran los empleos más honorables de la tierra.
recherche de la vérité par la lumière naturelle (AT, X, pp. 495 ss.). No otra es la tesis de la razón moderna. Cf. P. A. Schouls, «Descartes and the autonomy of Reason», Journal of the History of Philosophy, X:3, 1972, pp. 307-323; J. Morris, «Descartes' natural light», Journal of the Hist of Philosophy, XI.2, 1973, pp. 169-187; P. A. Schouls, «Cartesian certainty and "natural light"», Australian Journal of Philo- sophy. 48, 1970, pp. 116-119; «Reason, method, and science in the phi- losophy of Descartes», ibid., 50, 1972. pp. 30-39; G. Buchdahl, «Des- cartes* anticipation of a "logic scientific discovery"», en Scientific Change, ed. A. C. Crombie, Heinemann. London, 1963, pp. 399-417.
Eduardo Bello, catedrático de -Filosofía de la Universidad
de Murcia, lia cursado estudios de postgrado en Leuv
eri como becario del ( SIC. Ha publicado, sobre la modernidad, trabajos corno «Descartes, lo matemático y la constitución del saber moderno» (¡997); sobre el pensamiento ilustrado, La aventura Je la razón (1997) y, en coe- dición, La actitud ilustrada (2002), asi como un monográfico en la revista Daimon (1993), de la que es su acuidl director. Entre sus publicaciones sobre filosofía de la existencia hay que mencio- nar De Sartre a Merleau-Ponly ( 1979).
Signo expresivo del pensamiento de su autor, el Discurso del mélodo
(1637) es también huella fehaciente de las tensiones y problemas de una época. Confluencia de diferentes pro- yectos, la articulación del texto se observa, más que en el discurso del método como tal, en'la tarea de fundamentar el nuevo saber —teórico y práctico— moderno. El estilo auto- biográfico, más vivo en la Parte I, opera como máscara que acentúa un determinado gesto: destruir críticamente el viejo ediñcio del saber y alzar sobre otros cimientos el saber moderno. La Parte II especifica el cimiento epistemológico (metodológico), iniciado en las Reglas, y formula la exigen- cia de nuevo fundamento (ontológico). El nuevo saber es también práctico; de ahí el esbozo original de la moral —Parte III—, que desarrollará en Cartas y en las Pasiones del alma. La meditación metafísica de la Parte IV —continuada en Mediluciones metafísicas— constituye uno de los signos de la época moderna, al darle un fundamento de su figura mediante una determinada interpretación de lo existente y de la verdad. Nuevo signo es la ciencia física de la Parte Y, donde resuenan El Mundo y la voz polémica de Galileo. En la Parte VI aparece un tercer signo, la máquina o la técnica, aplicación práctica del saber.
«En lo cual m e parecen semejantes a un ciego que, para luchar en igualdad de condiciones contra otro q u e ve, le hubieran c o n d u c i d o hasta el f o n d o de una cueva m u y oscura; y p u e d o afirmar q u e éstos tiene» interés en q u e m e a l ^ t e n p de publicar los principios de la filosofía q u e utilizo, pues s i s a d o tan simples y tan evi- dentes c o m o son, al publicarlos, ocurrirá c o m o si abriera algunas ventanas e hiciera entrar la lu/ del día en la cueva a d o n d e h a n descendido para batirse.»
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