René Descartes Discurso del método

 



Discurso del método  


René Descartes (1596-1650). «Héroe del pen- samiento moderno», en expresión de Hegel,  porque libera a la dama griega del caballero  medieval conduciéndola por el nuevo camino  de la modernidad. 

Pero ¿no le llama Sartre —tras guiño de Kant—

  «sabio dogmático y buen cristiano»? Induda- blemente, sabio. ¿Dogmático? «Descartes se  atrevió al menos a enseñar a las buenas cabezas  a sacudirse el yugo de la escolástica, de la opi- ni

ón, de la autoridad; en una palabra, de los  prejuicios y de la barbarie y, con toda esta rebe- lión cuyos frutos recogemos hoy, ba hecho a la  filosofía un servicio más esencial quizá que  todos los que ésta debe a los ilustres sucesores  de Descartes» (D'Alembert).  


Discurso del método  


Colección 

Clásicos del Pensamiento 

fundada por Antonio Truyol y Serra 

Director:  Eloy García  


René Descartes 

Discurso del método 

Estudio preliminar, traducción y notas de  EDUARDO BELLO REGUERA 

SEXTA EDICIÓN 

t e c n o s  


Diseño de cubierta: 

JV, Diseño gráfico, S. L. 

T Í T U L O O R I G I N A L : 

Discours de la méthode ( 1 6 3 7 ) 

1." edición, 1987 

6." edición, 2 0 0 6  Reimpresión, 2 0 0 8 

R e s e r v a d o s todos los derechos. El c o n t e n i d o de esta  obra está protegido por la L e y , q u e establece penas  de prisión y / o multas, a d e m á s d e las correspondien- tes i n d e m n i z a c i o n e s por d a ñ o s y perjuicios, para  q u i e n e s reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o c o - m u n i c a r e n p ú b l i c a m e n t e , e n t o d o o en parte, una  obra literaria, artística o científica, o su transforma- c i ó n , interpretación o e j e c u c i ó n artística fijada en  cualquier tipo de soporte o c o m u n i c a d a a través d e  c u a l q u i e r m e d i o , sin la p r e c e p t i v a a u t o r i z a c i ó n . 

© E s t u d i o p r e l i m i n a r y n o t a s , E D U A R D O B E L L O R E G U E R A , 1 9 8 7  © E D I T O R I A L T E C N O S ( G R U P O A N A Y A , S . A . ) , 2 0 0 8 

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I S B N : 9 7 8 - 8 4 - 3 0 9 - 4 3 7 1 - 5 

D e p ó s i t o legal: M . 2 9 . 4 4 8 - 2 0 0 8 

Printed in Spain. Impreso en España por Fernández Ciudad, S. L.  


ÍNDICE , 

E S T U DIO PRELIMINAR Pág. I X 

1. A l g o m á s que un problema de m é t o d o X I  2. El papel del m é t o d o en la c o n f i g u r a c i ó n de la 

c i e n c i a m o d e r n a X X I I  3. Descartes, ¿primer pensador m o d e r n o ? X X X I X  N o t a sobre la presente e d i c i ó n X L V  Bibliografía XLVI1 

D I S C U R S O D E L M É T O D O 

P R Í M E R A P A R T E 3  S E G U N D A P A R T E 1 5  T E R C E R A P A R T E 3 1  C U A R T A P A R T E 4 5  Q U I N T A P A R T E 5 9  S E X T A P A R T E 8 3 

[VIII  


ESTUDIO PRELIMINAR 

Por Eduardo Bello Reguera 

A los trescientos cincuenta años de la publjcación  del Discours de la méthode (1637-1987), ¿se ha de con- siderar esta obra sólo como un documento histórico,  particularmente significativo de las tensiones de una  época, o más bien como la expresiva construcción teó- rica que inaugura la razón moderna? La tesis de la rup- tura, según la cual no sólo el Renacimiento sino sobre  todo la Epoca Moderna significan algo nuevo con rela- ción al pasado medieval, subraya una y otra vez la se- gunda alternativa: Descartes ha fundado, definitiva- mente, el pensamiento moderno. Su discurso

 sobre el  método entendido como camino de la razón teórica y  práctica constituye el signo más inequívoco, la piedra  fundamental del edificio del saber y de la cultura mo- derna. Frente a esta tesis, defendida por A. Koyré, E.  Garin, M. Guéroult, S. Turró entre otros, la tesis de la  continuidad se empeña en afirmar que, a pesar de Des- cartes, como a pesar de Copérnico, Kepler, Bruno, Ga- lileo, Bacon, nada nuevo hay bajo el sol: la ciencia de  Galileo y de Descartes perseguía una meta imposible e  incluso falsa (A. C. Croinbie) o se limitaba a recuperar  las investigaciones del siglo xiv (P. Duhem) y, en filo- sofía, Descartes apenas se diferencia de un epígono del  pensamiento medieval (E. Gilson). 

[IX]  


X EDUARDO BELLO 

El riesgo de unilateralidad de ambas tesis es bien pa- tente.

 Por una parte, la afirmación de la originalidad del  autor del Discurso del método hasta el punto de creer que  su pensamiento ha brotado en su totalidad, como Minerva,  de la cabeza de un Júpiter, ha hecho olvidar la presencia  en éste y en otros textos de términos, supuestos y proble- mas de la tradición medieval. Por otra, el rastreo de tal  presencia ha llevado a especialistas de dicha tradición,  como Gilson, a sobrevalorar su papel en la construcción de  la filosofía.cartesiana, para difuminar en ella lo que tiene  de originalidad y novedad, esto es, de modernidad. 

Si este breve ensayo constituye un argumento más en  favor de la tesis de la ruptura, no es porque en él se en- cuentre la simple repetición del enunciado: «Descartes es  el primer pensador moderno», sino porque la validez de  tal enunciado se infiere lógicamente del análisis de aque- llo que significa y especifica al pensador moderno. Aho- ra bien, para evitar el riesgo de unilateralidad señalado,  tendremos en cuenta en este análisis las raíces históricas  del pensamiento cartesiano, pero sin limitarnos a una de  ellas, como hace E. Gilson1, sino remitiéndonos a la plu- ralidad de las tradiciones teóricas en las que se inspira2, 

'• Études sur le rôle de la pensée médiévale dans la formation du  système cartésien, J. Vrin, Paris, 1930. 

2 S. Turró ha señalado el paradigma renacentista, sobre todo el 

mecanicismo y la nueva ciencia (Descartes. Del hermetismo a la nue- va ciencia, Anthropos, Barcelona, 1985); E. Cassirer, el platonismo (El  problema del conocimiento, FCE, México, 1953, vol. I, pp. 447-458)  y el estoicismo (Descartes, Corneille, Christine de Suède, J. Vrin, Pa- ris, 1942, pp. 71 -87); A. Koyré subraya también el platonismo (Étu- des galiléennes, Hermann, Paris, 1966; trad. esp. en Siglo XXI);  D. M. Clarke reivindica el ideal aristotélico de demostración y certeza  (Descartes Philosophy of Science, Manchester University Press, 1982;  trad. esp. en Alianza); P. Rossi vincula el saber moderno a las artes me- cánicas y al nuevo ideal científico (Los filósofos y las máquinas, ¡400- 1700, Labor, Barcelona, 1966), L. Brunschvicg, señala la influencia de  Montaigne (Descartes et Pascal, lecteurs de Montaigne, New York,  1944); y en general véase G. Rodis-Lewis, L'Oeuvre de Descartes,  J. Vrin, Paris, 1971, 2 vols.).  


ESTUDIO PRELIMINARXLI11 

así como a los acontecimientos históricos vividos y tra- ducidos, antes que Hegel, a conceptos. 

Desde esta perspectiva, la respuesta a la pregunta  formulada al comienzo no puede ser dilemática. Si el  Discurso del método aparece hoy día como expresiva  construcción teórica de la razón moderna, no es sino so- bre la base de las investigaciones acerca del momento  histórico en el que ha sido elaborado, y a pesar de dichas  investigaciones, es decir, a posar de los posibles intentos  de desdibujar la originalidad cartesiana en el horizonte de  su época histórica o de otra anterior. 

Así, pues, nos vamos a referir en primer lugar a las  tensiones histórico-culturales de comienzos del siglo xvn,  cuyo eco se percibe claramente en los escritos de Des- cartes concretamente en el Discurso, poniendo de relieve  sobre todo la tensión suscitada en torno a la nueva cien- cia. Nos preguntaremos, en segundo lugar por el funda- mento de la nueva ciencia, tal como aparece formulada en  esta misma obra. Y, en tercer lugar, verificaremos el  enunciado: «Descartes, primer pensador moderno». 

1. ALGO MÁS QUE UN PROBLEMA  DE MÉTODO 

Que el Discurso del método es algo más que un tra- tado de metodología nadie lo pone en duda. En lo que ya  no es tan fácil ponerse de acuerdo es en precisar qué es  ese algo más, aun prescindiendo de los tres ensayos a los  que el Discurso precedía como introducción3. Si nos pa-

3 El 8 de junio de 1637 aparecía en Ley de la primera obra impre-

sa de Descartes, con este título: Discours de la méthode pour bien  conduire sa raison, et chercher la vérité dans les sciences. Plus la  Dioptrie/ne, les Météores et la Géométrie qui sont des essais de cette  méthode (C. Adam y P. Tannery, vol. VI, p. XIII. En adelante se ciia- rá esta ed. mediante las iniciales AT, seguidas del vol. y de la p.  correspondientes).  


XII EDUARDO BELLO 

rece insuficiente afirmar que se trata de una autobiografía  intelectual, porque se corre el riesgo de trivializar y ol- vidar los auténticos problemas, la simple identificación  de cada una de las seis partes de que se compone la obra  tampoco basta para especificar ese algo más, aunque nos  pone en camino. En tal identificación F. Alquié es más  sobrio que el mismo Descartes, cuando escribe que «la  primera es una historia, la segunda una lógica, la tercera  una moral, la cuarta una metafísica, la quinta una expo- sición científica, la sexta una especie de llamamiento al  público»4. 

En la relación de Alquié se nos oculta lo esencial.  No

 se nos dice que lo que Descartes se propone es es- tablecer un nuevo fundamento tanto de la razón teórica  como de la razón práctica5. Desde un nuevo fundamen- to epistemológico y metodológico (Parte II), se ha de  entender la Parte I no tanto como un relato autobio- gráfico, sino más bien como una «consideración [críti- ca] sobre las ciencias»6, como una crítica de los funda- mentos del saber establecido. Desde el nuevo  fundamento metafísico (Parte IV) se entenderá mejor  no sólo el esbozo innovador de otra moral (Parte III)  sino también el resumen de las teorías física y antropo- lógica, el apunte para una teoría lingüística (Parte V),  así como los proyectos de investigación en la ciencia de  la naturaleza y las condiciones necesarias de su reali- zación (Parte VI). 

Si nos atenemos, en cambio, a aquella heterogénea  relación, se nos plantea consecuentemente un problema  de coherencia, que Alquié resuelve en términos de histo- ria intelectual: el Discurso del método —escribe— es, 

4 Descartes, Oeuvres philosophiques, ed. de F. Alquié, Garnier, Pa-

ris, 1963,1. I, p. 550. En la ed. francesa (1637) Descartes pone los seis  epígrafes al comienzo de la obra; en la latina (1644) figuran en el  inargen del comienzo de cada parte. 

5 P a n e l , p. 13; II, p. 22; IV, p. 44 (AT, VI, pp. 10, 17 y 31).  6 AT, VI, p. 3.  


ESTUDIO PRELIMINARXLI11 

ante todo, «la historia de los pensamientos de Descartes.  Y la

 coherencia que podemos descubrir en él es la de un  relato, no la de un sistema7. Y, en efecto, en el Discurso  resuena, como veremos, toda la historia de la evolución  del pensamiento de Descartes: la de sus estudios en La  Flèche (1606-1614), en la universidad de Poitiers (1614- 1616) y los primeros años en el gran libro del mundo  (1617-1619), la de los nueve años practicando el método  (1619-1628) y la historia de ensayos y proyectos (1628- 1637), así como la de las líneas principales de los escritos  y tareas anunciados en el Discurso y realizados en el pe- ríodo 1638-1650". 

Ahora bien, lo que se sigue omitiendo es que en este  prime

r texto impreso resuena con igual fuerza la historia  de la época. Si resolvemos el problema de la coherencia  no en términos de biografía intelectual, sino de funda- mentación del saber y del hacer, la atención del lector no  ha de centrarse tanto en el entretenido y cauteloso relato,  cuanto en las tensiones sociales y culturales —presentes  en él— del primer tercio del siglo xvn, que constituyen  la encrucijada incierta donde comienza y se constituye el  camino de la razón moderna. Los problemas, las tensio- nes, las luchas, las contradicciones de la época son tam- bién ese «algo más» que encontramos en el Discurso  del método. Es imposible comprender el sentido y la his- toria efectiva de éste, la wirkliche Historie del pensa- miento del autor ignorando los problemas de la época y  no teniendo en cuenta las raíces históricas de todo pen- sador. 

La época histórica que Descartes traduce a pensa- miento, época de crisis y de renacimiento, ha sido califi- cada por A. Koyré como tiempo de «incertidumbre y 

7 Op. cit., p. 553. 

* Cf. H. Gouhi

er, Descartes. Essais sur le «Discours de la mé- thode», ta métaphysique et la morale, J. Vrin, Paris, 1973 (3e. ed.),  pp. 23-24.  


XIV EDUARDO BELLO 

desarraigo»9, como consecuencia de la ruptura de la uni- dad religiosa, de la unidad política, de la unidad cultural  y cosmográfica en los siglos xv y xvi. Tales rupturas  —duro y alborozado despertar del hombre renacentista y  de la razón moderna— van precedidas y seguidas de  fuertes tensiones, que designamos mediante los términos  contrapuestos: tradición/renacimiento, reforma/contra- rreforma, nobleza/burguesía, feudalismo/capitalismo,  geocentrismo/heliocentrismo, teocentrismo/antropocen- trismo, fe/razón, etc. Por una parte, la mayor pasión por  el descubrimiento en inventores, geógrafos, viajeros, hu- manistas, artistas, científicos; por otra, la mayor estrate- gia de la censura: la inquisición y la tortura. De un lado,  la libre interpretación defendida por la Reforma, como  una ventana abierta en el claustro medieval a la libertad  de pensamiento; de otro, la persecución para quien pro- yecta la libre discusión de los temas de actualidad (caso  Pico de la Mirandola, 1486), la hoguera para quien se  permite pensar por sí mismo sin atenerse a lo que dicta la  auctoritas (caso Bruno, 1600), o la tortura mental, la  condena y la cárcel para quien se empeña en interpretar  el universo desde la razón científica moderna (caso Ga- lileo, 1616, 1633). 

G. Pico, manifiesto vivo del humanismo renacentista  italiano10, afirmó teóricamente la libertad sin ninguna ba- rrera. Lutero, en cambio, sólo apuntalaba las del hombre  exterior, mientras destruía la barrera espiritual del hombre  interior. En

 ese poder de destrucción de la autoridad de la  Iglesia, de toda mediación del hombre con Dios, se fun- damenta una de las características de la libertad moderna:  la independencia". Independencia para ¡interpretar 

9 «Entretiens sur Descartes», en Introduction à la lecture de Pla-

ton, suivi de..., Gallimard, Paris, 1962, p. I7S. 

10 E. Garin, La revolución cultural del Renacimiento, Crítica, Bar-

celona, 1981, pp. 159-166; Pico de la Mirandola, De ta dignidad del  hombre, ed. de L. Martínez Gómez, Editora Nacional, Madrid, 1984. 

" E. Fromm (1942), El miedo a la libertad, Paidós, Buenos Aires,  


ESTUDIO PRELIMINARXLI11 

—libre interpretación— y para pensar. No cabe duda de

  que, al pensar con independencia, Lutero —como más  tarde Bruno, Galileo, Descartes— liberó a la conciencia  europea de la encorsetada autoridad de la tradición y de la  Iglesia: libertad como liberación, como ruptura de la caja  mágica que produce herejes, heterodoxos, librepensado- res. Frente a los detentadores de la patente de la caja má- gica, que también producía cazadores

 de brujas, tortura- dores y fanáticos luchadores religiosos —recuérdese la  sangrienta noche de San Bartolomé12—, surgieron los artí- fices de la paz, los inventores de la tolerancia, los defen- sores de la libertad de conciencia, por la que lucharon en  la forma de libertad religiosa en primer lugar los grupos  minoritarios —como los calvinistas en Francia— perse- guidos por igual en todos los Estados confesionales y las  Iglesias oficiales. Al sintetizar el significado de la Refor- ma en este contexto, E. Fromm escribe: «Estamos con- vencidos de que la libertad religiosa constituye una de las  victorias definitivas del espíritu de libertad»13. Pero no la  definitiva, dado que a la independencia del pensar le es  indispensable la libertad de la palabra. 

A comienzos del siglo XVII, a los Bruno y a los Gali- leo se les prohibe, con el grave tono inquisitorial, preci- samente la libertad de la palabra14. Por eso Descartes, 

1971, p. 104. Cf. M. Ballesteros, La revolución del espíritu. Tres pen- samientos en libertad, Siglo XXI, Madrid, 1970. 

12 En la noche del 23 al 24 de agosio de 1572, con motivo de la 

boda de Enrique de Navarra con Margarita de Valois, fueron acuchi- llados lo

s hugonotes de París. Bajo esta dura impresión, J. Bodin re- dactó su obra principal, Six livres de la République (1576), trad. esp. en  Tecnos, 1985. El fanatismo religioso está presente en las guerras de re- ligión de la época, como la de los campesinos alemanes (1524): cf.  M. Lulero, Escritos políticos, ed. de J. Abellán, Tecnos, Madrid, 1986;  o en la guerra de los Treinta Años ( 1618-1648) en la que participa Des- cartes. Cf. R. van Dülmen, Los inicios de la Europa moderna, Siglo  XXI, Madrid, 1984, pp. 342- 383. 

IJ Op.cit., p. 138. 

M G. Bruno fue quemado vivo en el Campo di Fiori (Roma), en 

1600, tras ser detenido por la Inquisición de Venecia en 1592.  


X V I EDUARDO BELLO 

habiendo aplazado el ejercicio de ésta en 1633, procede  con suma cautela cuatro años más tarde al decidirse a pu- blicar el Discurso del método. Por una parte, omite ha- blar expresamente de los principios de su teoría física,  con el fin de no perturbar a los «doctos, con los que no  deseo indisponerme»15. Por otra, lo publica no en Fran- cia, sino en Leyde (Holanda) y sin nombre de autor16. 

Francia, brazo ejecutor de la contrarreforma, como  España, no era precisamente el oasis de la libertad de  pensamiento, que en cierto modo comenzaba a brotar en  los Países Bajos. En Francia se alzaba, en cambio, el to- rreón del absolutismo sobre cimientos tan ad hoc como  la intransigencia y la censura. El tolerante rey Enrique  IV, que consigue la permanencia de los hugonotes pro- mulgando el Edicto de Nantes en 159817 es asesinado  en 1610. A pesar de que la sexta ley fundamental exigía  de Francia y de sus reyes la catolicidad 

de forma explí- cita y absoluta, el cardenal Richelieu, que había vincula- do la política a su ética —«el primer deber del Estado es  establecer el dominio de Dios»—, no duda, sin embargo,  en entrar en alianza con la Suecia protestante en 1635, es  decir, con los enemigos de la fe «por razón de Estado»:  combatir al otro enemigo, la casa de Austria. Con todo,  «las tensiones derivadas del cauchemar des rébelions,  observa G. Barudio, urdidas en el interior por las frondas  aristocráticas, los hugonotes y las intrigas de la Corte y  agudizadas una y otra vez por las rebeliones campesinas  y por la oposición parlamentaria, así como la presión  del «cauchemar des coalitions» contra Francia, que Ri-

" Al comienzo de la Parle V; igualmente comienzo de la Parte VI.  16 AT, VI, p. V. Esta cautela la repetirá Spinoza; pero en ambos ca-

sos el electo no buscado va a ser la celebridad y la polémica. 

" Edicto revocado por Luis XIV en 1685, provocando la emigra-

ción masiva de los hu

gonotes. Tal actitud intolerante contrasta con  las llamadas a la tolerancia, a finales de esta década, por pensadores  como J. Locke (Corla sobre la tolerancia, ed. de P. Bravo, Tecnos,  Madrid, 1985).  


ESTUDIO PRELIMINARXLI11 

chelieu veía siempre cercada, no permitían que el país vi- viera en paz, especialmente después de 1635 [...]. Mien- tras hubiera hugonotes y, por tanto, un Estado potencial  dentro del Estado [...], mientras existiera la autonomía  corporativa de la rica Iglesia, los señoríos de la nobleza y  la compraventa de cargos para la burguesía, mientras las  regiones, provincias y ciudades escapasen al centralismo  real y los intelectuales estuviesen enzarzados en una po- lémica continua a pesar de la fundación de la Académie  française en 1634, polémica de la que la lucha de Gas- sendi contra Descartes no es más que un ejemplo entre  muchos, este reino sería difícil de mantener unido»18.  Sobre todo cuando tal unión se pretende bajo el lema:  «Sólo un señor, una fe, un bautismo, un Dios» (Efes.). 

¿Cuál es la posición de Descartes al respecto? En  primer lugar, con relación al Estado y a la religión, no  asume como en el campo de la ciencia el papel del revo- lucionario, ni siquiera el del reformador, tal como lo asu- miera años antes La Boétie en su Discurso de la servi- dumbre voluntaria o Contra el uno19. Descartes, que  mide siempre el margen de lo realmente posible no con- sidera «razonable que un particular intentara reformar  un Estado cambiándolo todo desde sus cimientos [...]. Mi  propósito —precisa— no ha sido nunca otro que tratar de  reformar mis propios pensamientos y construir sobre un  terreno que sea enteramente mío»20. 

En segundo lugar, si paradójicamente Descartes ex- cluye de la exigencia crítica y fundamentadora de la  duda el problema del Estado y el tema de la religión 

La época del absolutismo y la Ilustración: 1648-1779, Siglo  XXI. Madrid, pp. 84-85; cauchemar = pesadilla. 

" La Boétie (1530-1563), amigo de Montaigne, escribe el libro ha- cia 1552, aunque no se publica hasta 1572 en París. Ha sido editado en  Tecnos (Madrid, 1986) por J. M. Hernández-Rubio. 

20 Parte II, pp. 18-20 (AT, VI, pp. 13 y 15). Cf. el comienzo de la 

Parte III, primera máxima. Sobre el problema político, v. A. Negri,  Descartes político, Feltrinelli, Milano.  


X V I I I EDUARDO BELLO 

¿dónde hemos de situar la tarea fundamentadora de la ra- zón práctica? Evidentemente no allí donde él mismo se  ha prohibido el paso, sino en la senda abierta en el terre- no de la moral, como veremos. 

Y, en tercer lugar, no cabe duda de que donde Des- cartes construye sobre un terreno originalmente suyo,  donde lleva a cabo la creativa reforma del pensar, es en  el espacio de la filosofía y de la ciencia, tal como lo ex- presa al final de la Parte II del Discurso del método: «Al  darme cuenta de que todos los principios de las ciencias  debían tomarse de la filosofía, en donde aun no hallaba  ninguno cierto, pensé que era necesario ante todo que me  propusiera investigarlos»21. 

¿Es este proyecto de reforma y fundamentación del  sabe

r y del hacer la salida de aquel tiempo de incerti- dumbre y desarraigo que describe A. Koyré? Si la Re- forma había roto la certeza en Roma, como el descubri- miento de América había quebrado la certeza geográfica  y la pólvora había hecho estallar la certeza y la seguridad  del §eñor feudal, si los

 humanistas habían minado el edi- ficio del saber medieval, derribando la clave de su bóve- da, esto es, el principio de autoridad (Aristóteles, Sto. To- más, la Biblia), recuperando de la antigüedad otros  autores, otros textos, otras formas de vida, y si el helio- centrismo había roto la certeza cosmológica (aristotélica,  ptolemaica y bíblica), el proyecto cartesiano contribuye  indudablemente, en este marco, a la ruptura y destrucción  del viejo mundo medieval y a la configuración de otro  nuevo, el mundo moderno. Es muy importante tener pre- sentes los dos aspectos de la única tarea fundacional. El  primero, el de la crítica demoledora de la cultura recibi- da, está expresado sobre todo en la Parte I del Discurso y  en la actitud de duda que problematiza de raíz todo saber.  El segundo, en las demás partes del mismo y en el resto  de su obra. 

21 Parte II, p. 29 (AT, VI, pp. 21-22).  


ESTUDIO PRELIMINARXLI11 

El lugar primordial que ocupa el trabajo creativo en  Descartes, le distancia precisamente de la actitud es- céptica22, generada por el sentimiento de incertidumbre y  desarraigo tras la ruptura de toda certeza. Si nada es  cierto, no se sabe nada, concluye F. Sánchez. Y Mon- taigne extrae la consecuencia: el hombre no sabe nada,  porque no es sino finitud o nada23. Si Descartes es deu- dor del descubrimiento del yo de Montaigne, ello no  significa que la duda cartesiana sea l

a fiel traducción  del escepticismo que se encierra negativamente en el  castillo del yo, por una parte, y, por otra, que en la afir- mación de la subjetividad que sigue a la difícil senda de  la duda está presente la herencia de los humanistas,  quienes, mirándose con distanciamiento crítico en el es- pejo denominado «clásico», no sólo hacen renacer la  cultura de la antigüedad, sino que, al reflexionar sobre  los propios problemas, diseñan también una nueva ima- gen del hombre. Así, en el Discurso de la dignidad del  hombre, con la fuerza expresivamente hercúlea de una  pintura de Miguel Ángel, Pico «fijaba con mucha preci- sión el alcance subversivo de la nueva imagen del hom- bre»24. 

No menos importante, en la contribución de Descar- tes a la

 construcción de la razón moderna, es la interpre- tación de la naturaleza hecha por los pensadores del Re- nacimiento y muy especialmente la herencia científica de  Copémico, Kepler y Galileo, así como el atomismo que 

22 Pane IV, p. 46 (AT, VI, p. 32); III, p. 41 (AT, VI, p. 29). 

23 F. Sánchez, Quod nihil scitur ( 1576); trad. esp. en Aguilar. Los 

«ensayos» o experiencias de Montaigne datan de 1580 (I y II) y de  1588 (III): Essais, Gallimard, París; trad. esp. en Cátedra, Madrid,  1985-1987. Cf. R. H. Popkin, Historia del escepticismo desde Erasmo  hasta Spinoza, FCE, Madrid, 1983. 

24 E. Garin (1973), Medioevo y Renacimiento, Taurus, Madrid, 

1981, p. 75; E. Garin (1980), El Renacimiento italiano, Ariel, Barce- lona, 1986; A. Heller (1978), El hombre del Renacimiento, Península,  Barcelona, 1980.  


X X EDUARDO BELLO 

conoce a través de Beeckman25 y el proyecto de F. Ba- con. Basta observar la Parte V del Discurso, donde Des- cartes resume su teoría física, o la Parte VI donde se  proclama partidario de una filosofía práctica es decir, de  un desarrollo aplicado del saber, tal como lo propone  Bacon26. Ahora bien, ¿en qué se diferencia la filosofía  de la ciencia de Descartes de la de Galileo, por ejemplo?  ¿Qué es lo específico del proyecto cartesiano de la fun- damentación del saber? ¿Coincide, acaso, con el de Ba- con? ¿Qué lugar ocupa el discurso metodológico en el  marco del proyecto de fundamentación? ¿No habría que  comparar el Novum Organum (1620) de Bacon y el Dia- logo sopra i due massimi sistemi del mondo (1632) de  Galileo con el Discours de la méthode (1637)? 

Responderemos a algunas de estas preguntas al de- sarrollar, en seguida, el problema del fundamento de la  ciencia moderna en Descartes. Pero, antes, sólo una pin- celada más sobre el eco de la historia en el Discurso. Se  trata, esta vez, de asomarse a la historia del pensamiento  de Descartes resonando en el Discurso. 

Es sabido que el texto publicado como introducción  a los ensayos científicos de 1637 no fue escrito como  una descripción coherente del método científico tal y  como se planeó para las Reglas. Entre 1620 y 1636, ob- serva Clarke, Descartes se ve comprometido de uno u 

25 Cf. S. Turró, Descorles. Del hermetismo a la nueva ciencia, 

Anlhropos, Barcelona, 1985; A. Koyré, Etudes galiléennes, Her- mann, Paris, 1966 (trad. esp. en Siglo XXI); D. M. Clarke, Descartes'  Philosophy of Science, Manchester University Press, 1982 (trad. esp.  en Alianza, Madrid, 

1986). De guarnición en Breda (1618), Descartes  ve un anuncio que planteaba a los científicos un problema de mate- máticas: así conoció a Isaac Beeckman, alomista y decidido copemi- cano, con el que mantendrá larga correspondencia y amistad. Cf.  E. Denisoff, Descartes, premier théoricien de la physique mathé- matique, Nauwelaerts, Lou vain, 1970; S. Gankroger (ed.), Descartes:  Philosophy, Mathematics and Physic, Harvester Press, Hassocks,  1980. 

2fi Parte VI, p. 85 (AT, VI, pp. 61-62).  


ESTUDIO PRELIMINARXLI11 

otro modo en la redacción de algo así como una biogra- fía intelectual27, un tratado de metafísica28, las Reglas19,  El Mundo, un trabajo sobre meteorología y otro sobre óp- tica, junto con el ensayo en curso acerca de varios pro- blemas de geometría. El texto de El Mundo, el primero  preparado para su publicación, es abandonado en 1633,  temeroso Descartes de correr la misma suerte que Gali- leo. Dos años más tarde decide publicar los ensayos so- bre Dióptrica y Meteoros, precedidos de una corta intro- ducción que persiste en la sección final de la Parte VI.  Entre noviembre de ese mismo año y marzo de 1636,  Descartes decide incluir en la publicación parte de sus  trabajos de Geometría, lo que le obliga a escribir una  nueva introducción. Pero en lugar de redactar una nueva,  extracta del manuscrito de las Reglas las cuatro que son  aplicables a cualquier disciplina, reordenadas en la Parte  II del Discurso. «El texto final que resulta de tan curioso  proceder —concluye Clarke— no es completamente co- herente. Incluye una sección de la Histoire de mon esprit  en la Parte I, y un resumen de las cuatro reglas principa- les del método cartesiano del Libro I de las Reglas. La  Parte III es una pieza relativamente nueva sobre moral,  mientras que la Parte IV reproduce parte de sus primeros  trabajos sobre metafísica y fue incluida en el texto final  debido a la presión del editor deseoso de completar el  manuscrito30. La Parte V es un resumen de parte de su  trabajo sobre física y meteorología que encontramos en 

27 «Acordaos de la Histoire de votre esprit. Es esperada por todos 

nuestros amigos» (Balzac a Descartes, 30 de marzo de 1628). 

2* La Parte IV sólo es un resumen del pequeño Traité de mé-

taphysique (a Mersenne, 25 de noviembre de 1630), comenzado en  1629, y desarrollado más tarde en Meditationes de prima philosophia,  1641 (AT, Vil, pp. 17 ss.); trad. esp. de V. Peña, Alfaguara, Madrid,  1977. 

29 Redactadas en 1628, son publicadas en 1701 (AT, X, pp. 359 ss.); 

ed. de J. M. Navarro Cordon, Alianza, Madrid, 1984.  M Descartes a Vatier, 22 de febrero de 1638.  


X X I I EDUARDO BELLO 

Le Monde3I. A pesar de que Descartes explica en la Par- te V por qué abandona los planes de publicación de Le  Monde, no obstante repite esta explicación al principio de  la Parte VI y añade entonces el prefacio escrito origi- nalmente para los dos ensayos sobre Meteoros y Diop- trical1. 

A partir de 1637 Descartes desarrollará, sobre todo,  problemas tratados en el Discurso, pero escasamente de- sarrollados: la metafísica, los principios de la filosofía, los  principios de la física omitidos deliberadamente en la Par- te V33 y el tema moral, tanto en las cartas a Isabel y a Cris- tina de Suecia como en Las pasiones del alma ( 1649)34. 

La muerte de Descartes, acaecida en 1650, nos privó  sin duda de

 otros resultados de sus proyectos de investi- gación inacabados. Pero nos queda, al menos, lo que  considero esencial de su aportación: la reflexión sobre el  fundamento de la ciencia y la conciencia moderna. 

2. EL PAPEL DEL MÉTODO  EN LA CONFIGURACIÓN  DE LA CIENCIA MODERNA 

Si hasta aquí nos hemos ocupado de ese «algo más»  que hay en el Discurso del método, es necesario pregun-

31 «Incluyo algunas cosas sobre metafísica, física y medicina en el 

primer Discurso para mostrar que (el método) alcanza a lodo tipo de  materias» (a Mersenne, abril, 1637). 

32 La flosofia de la ciencia de Descartes, Alianza, Madrid, 1986, 

pp. 190-191. Cf. G. Rodis-Lewis, L'oeuvre de Descartes, I, pp. 141- 214; H. Gouhier, Descartes. Essais sur le «Discours de la métho- de»..., cit., pp. 55 ss.; G. Gadoffre, «Réflexions sur la genèse du Dis- cours de la Méthode», Revue de Synthèse, N e w Series, 22, 1958,  pp. 11-27. 

33 Principia philosophiae, 1644 (AT\XI-ii, pp. 21 ss.); trad. esp. de 

G. Quintás, Alianza, Madrid, 1995. 

M Les passions de l'âme, 1649 (AT, XI, pp. 327 ss.); trad. esp. de 

J. A. Martínez Martínez y P. Andrade Boué, Tecnos, Madrid, 1997;  


ESTUDIO PRELIMINARXLI11 

tar ahora: ¿Cuál es el papel del método en la configura- ción de la ciencia moderna? Anticipemos la respuesta  de Heidegger, que es la nuestra: el método no es sino la  «instancia fundamental» de la ciencia moderna33. 

Pero ¿no podría ser referida esta respuesta igualmen- te a la ciencia antigua, a la medieval o a la actual? Y, en  cualquier caso, ¿es válida para la época moderna en ge- neral o solamente se adecúa a la posición teórica de Des- cartes? Aunque la tesis de Heidegger está enmarcada en  un breve comentario al discurso cartesiano del método en  las Regulae, para la comprensión del sentido de éste  como de la tesis de aquél es indispensable preguntarnos  previamente por aquello que caracteriza a la ciencia mo- derna. Sólo entonces aparecerá con mayor nitidez el pa- pel de Descartes en el proceso de su génesis y funda- mentación. 

Dando por supuesto que en los siglos xv se configu- ra el paradigma de la ciencia moderna, que a su vez  constituye uno de los fenómenos característicos de la  época moderna36, es necesario preguntar: ¿qué es lo que  especifica a dicho paradigma? De otro modo ¿cuál es el  rasgo esencial de la ciencia moderna? Caracterizar ésta,  con relación a la ciencia antigua y medieval, diciendo 

Lettres sur la morale, ed. de J. Chévalier, París, 1935; trad. esp. de  E. Goguel, Buenos Aires, 1945. 

35 Die Frage nach Jem Ding, Niemeyer, Tübingen, 1962; trad, 

esp.: La pregunta por la cosa. Alfa, Buenos Aires, 1975, p. 93. 

36 Th. S. Kuhn, The structure of scientific revolutions, University 

of Chicago Press, 1962 (trad. esp. en FCE); A. Koyré, Études galilé- enn

es, cit. en nota I, y Études d'histoire de la pensée scientifique, Ga- llimard, Paris, 1973 (trad. esp. en Siglo XXI), E. A. Burn, The me- taphysical Foundations of modem physical Science, Doubleday, New  York, 1954 (trad. esp. en Ed. Sudamericana); N. W. Gilbert, Renais- sance concepts of method, Columbia University Press, New York/Lon- don, 1960; E. M. Madden (ed.), Theories of scientific method, Univer- sity of W a s h i n g t o n Press, Seattle, I 9 6 0 ; R. S. W e s l f a l l , The  construction of modern science, J. Wiley & Sons, N e w York, 1971;  M. Heidegger, Holzwege, Klostermann, Frankfurt, 1950 (irad. esp.:  Sendas perdidas, Losada, Buenos Aires, I960, p. 68).  


X X I V EDUARDO BELLO 

que la primera parte de los hechos y la segunda de con- ceptos generales y especulativos, sería olvidar que tanto  en un caso como el otro se trata de hechos y de concep- tos, y que lo decisivo es el modo en que los hechos son  comprendidos y los conceptos aplicados. Tampoco es  totalmente cierto que el experimento constituya lo espe- cífico de la ciencia moderna pues no sería difícil probar  que está presente tanto en la época antigua como en la  medieval; lo que hay que subrayar como importante no  es, pues, el experimento en cuanto tal, sino el modo en  que se proyecta el experimento para determinar concep- tualmenle los hechos. Y cuando se señala que la nueva  ciencia se caracteriza por el cálculo y la medida, se olvi- da una vez inás que la concepción pitagórica de que la  realidad eslá esencialmente constituida por el número  quedó formulada definitivamente en el Tirneo de Platón,  aunque luego fuera marginada; lo que no hay que olvidar  aquí es que el problema radica también en el modo y en  el sentido de los cálculos y mediciones. «Con las tres ca- racterizaciones nombradas de la ciencia moderna —cien- cia de los hechos, ciencia experimental, y de la medi- ción—, observa Heidegger, no hemos tocado el rasgo  fundamental de la nueva posición intelectual [...]. Dare- mos un título a este carácter fundamental de la actitud in- telectual moderna diciendo: la nueva exigencia del saber  es exigencia matemática »yi. 

Ahora bien, ¿en qué sentido se puede afirmar que la  exigencia matemática es el rasgo fundamental de la nue- va ciencia? ¿No cabría pensar más bien que, dado que los  elementos citados ya están presentes en la ciencia griega, 

La pregunta por la cosa, cit., pp. 64-65. Cf. L. Brunsclivicg,  «Mathématique

 el métaphysique chez Descartes», Rv. de Mét. et de  Mor., 34, 1927, pp. 277-324; J. Vuillemin. Mathématiques et mé- taphysique chez Descartes, PUF, Paris, 1960; J. L. Allard, Le nia- tliématisme de Descartes, Editions de l'Université d'Ottawa, Ottawa,  1963; E. Denissoff, Descartes, premier théoricien de la physique ma- thématique, Nauwelaerts, Louvam, 1970.  


ESTUDIO PRELIMINARXLI11 

lo que constituye lo especifico de la ciencia moderna no  es sino su síntesis? «Sobre la base de tal síntesis la cien- cia moderna desarrolla luego esa serie de descubrimien- tos que la cultura antigua ni podría sospechar y que han  transformado el mundo»3®. 

Tal vez el problema que habría que resolver, de  acuerdo con esta tesis, es el problema de cómo se opera  la síntesis. Tal vez la pregunta que encierra este problema  coincide, en el fondo, con la pregunta por el sentido de la  «exigencia matemática». ¿No es, acaso, esta exigencia la  que traduce el enunciado de Galileo «la filosofía está  escrita en este grandioso libro (que yo llamo universo)  [...] en lenguaje matemático»?39. ¿No es esta misma exi- gencia matemática la que Descartes eleva a modelo de  todo saber cierto?"'0. No es extraño pues, que A. Koyré  coincida con Heidegger al preguntarse por «el papel de- sempeñado por las matemáticas en la constitución de la  ciencia de lo real», esto es, la física moderna, evocando  al mismo tiempo que la cuestión del papel y de la natu- raleza de las matemáticas era el principal lema de discu- sión entre Aristóteles y Platón. No es extraño también  que afirme Koyré, en base al mayor interés de Platón  por las matemáticas, que «en la época galileana mate- matismo significa platonismo»41, que el Diálogo de  Galileo es una obra polémica y de batalla, apunta su má- quina de guerra contra la ciencia y la filosofía tradicio- nales y combate la tradición aristotélica en nombre de  otra filosofía, la de Platón42, y que, sin embargo, «no es 

'8 E. Severino (1984), La filosofía moderna, Ariel, Barcelona,  1986, p. 33. 

39 II Saggiatore, Opere, Ed. Nazionale, Firenze, 1929-39, vol. VI, 

p. 232. Cf. Discorsi e dimostrazione maiematiche interno a due move  scienze, a cura di A. Canigo e L. Geymonat, Torino, 1958; trad. esp. en  Editora Nacional. 

40 parte II del Discurso, pp. 26-27 (AT, VI, p. 19). 

41 Estudios galileanos, Siglo XXI, Madrid, 1980, pp. 265 y 271.  42 Ibid., pp. 200-202.  


X X V I EDUARDO BELLO 

Galileo sino Descartes quien asegura la definitiva victo- ria

 del platonismo y desaloja al aristotelismo de las posi- ciones que había ocupado durante tanto tiempo»43. Vol- vamos a la pregunta: ¿en qué sentido se puede afirmar  que la exigencia matemática es el rasgo fundamental de  la nueva ciencia? Distinguiendo con Heidegger entre la  «matemática» y lo «matemático», y asumiendo que aqué- lla sólo es una determinada configuración de lo mate- mático, una aproximación etimológica a la palabra nos  indica que x a | i a 6 f ¡ ( i a t a significa lo que se puede  aprender, y por eso también lo que se puede enseñar44.  Pero ¿cuál es el sentido auténtico de lo «matemático»?  Desde hace mucho estamos habituados a pensar los nú- meros bajo lo matemático. ¿Por qué se consideran preci- samente los números como algo matemático? Si  liâOrjoiç quiere decir el aprender y (laBruiaxa lo apren- dible, esto es, las cosas en cuanto las aprendemos, lo  matemático no es sino aquello «de» las cosas que en  verdad ya conocemos. Citemos el ejemplo que pone Hei- degger. Vemos tres sillas y decimos: son tres. Lo que es  «tres» no nos lo dicen ni las tres sillas, ni las tres manza- nas, ni los tres gatos, ni cualesquiera otras tres cosas.  Más bien podemos contar solamente tres cosas como  tres, si conocemos ya el «tres». Por lo tanto, cuando con- cebimos el número tres como tal, sólo tomamos conoci- miento explícito de algo que de alguna manera ya po- seemos. Este tomar conocimiento es el verdadero apren- der. El número es algo aprendible en sentido real, un  |ia0rí(Lta, es decir, algo matemático. Por lo tanto, «lo  matemático —concluye Heidegger— es aquella posi- ción fundamental en la cual nos proponemos conocer  las cosas en aquel modo en que ya nos son dadas, y 

° Ibid., p. 2 7 7 . Cf. A. Koyré, « G a l i l é e et D e s c a r t e s » , en  IX Congrès international de philosophie, Paris, 1937, p. 41; W. R.  Shea, «Descaries as a critic of Galileo», en New perspectivas on Gali- leo, Reidel, Dordrecht, 1978, pp. 139-159. 

AA La pregunta por la cosa, p. 65.  


ESTUDIO PRELIMINARXLI11 

deben ser dadas. Por eso lo matemático es el presupues- to básico del saber de las cosas»45. 

Tal es el sentido de la leyenda que Platón puso a la 

 entrada de su Academia: «Nadie que no haya compren- dido lo matemático debe entrar aquí». Pero si éste es el  sentido auténtico de lo matemático, aun es preciso mos- trar de qué modo el rasgo fundamental del pensamiento y  el saber modernos es matemático, de qué modo, en base  a este presupuesto, la ciencia moderna parte de hechos,  es experimental y ciencia de la medición. 

Si tenemos en cuenta que en la época moderna la  ciencia se constituye fundamentalmente estudiando el  problema del movimiento —Kepler formula la ley de  las órbitas de los planetas, Galileo la ley de caída de los  cuerpos, Descartes la ley de inercia, Newton la ley de la  gravedad—, esto es, estudiando problemas físicos, habría  que preguntar con Einstein: ¿cómo puede ser que la ma- temática —un producto del pensamiento humano inde- pendiente de la experiencia— se adecúe tan admirable- mente a los objetos de la realidad empírica? En su  opinión, las proposiciones de la matemática en tanto que  se refieren a la realidad no son seguras, y en la medida en  que no se refieren a ella alcanzan seguridad. De ahí que  proponga que, para poder hacer alguna afirmación acer- ca de la realidad, «la geometría debe ser desprovista de  su carácter meramente lógicoformal, mediante la coordi- nación de los objetos reales de la experiencia con los  esquemas conceptuales vacíos de la geometría axiomá- tica»46. 

Ahora bien, teniendo en cuenta la distinción heideg- geriana entre la «matemática» como disciplina particular 

45 Ibid., pp. 70-71. 

46 «Geometría y experiencia», Conferencia pronunciada ante la 

Academia Prusiana de las Ciencias el 27 de enero de I 9 2 L Cf.  J. Echeverría, «Nota sobre la Geometría de 1637 y el Método carte- siano», en Descartes, de V. G ó m e z Pin, Dopesa, Barcelona, 1979,  Apéndice II.  


X X V I I EDUARDO BELLO 

y lo «matemático» como presupuesto básico del saber de  las cosas, se trata de mostrar, no cómo opera la matemá- tica, sino de qué modo lo matemático es lo que constitu- ye y específica a la ciencia moderna como física mate- mática. 

En la investigación y formulación de las leyes antes  señaladas, lo matemático es el proceso que abre un ám- bito o dominio del ente en el que se muestran las cosas,  esto es, los hechos. Las determinaciones y enunciados  prefijados en el proyecto de investigación son los axio- mas —Axiomata sive leges motus, «Principios o leyes  del movimiento», escribe Newton47—, entendidos como  principios o proposiciones fundamentales. Según Hei- degger, en el proceso de investigación que abre un ám- bito o dominio del ente, el proyecto matemático axio- mático, no sólo «profigura en esquema fundamental  (<Grundris) la estructura de cada cosa y de sus relaciones  con toda otra cosa», sino también delimita el ámbito de la  naturaleza de tal modo que los cuerpos sólo pueden ser  cuerpos, los hechos sólo pueden ser hechos, «en tanto es- tán incluidos y entretejidos en ese ámbito»48. 

Que el libro del universo esté escrito en lenguaje  matemático significa, pues, que los cuerpos no tienen  propiedades, ni fuerzas ocultas. Significa que los cuer- pos naturales sólo son tal como se muestran en el ámbi- to del proyecto matemático, es decir, que los caracteres  del lenguaje matemático —precisa Galileo— «son trián- gulos, círculos y otras figuras geométricas, sin los cuales  es imposible entender una sola palabra»49. Pero ¿cómo  acceder a los cuerpos, a los hechos? Todo depende del  modo de cuestionar y determinar la naturaleza cognos- citivamente. Que los caracteres del lenguaje matemático 

" Philosophiae naturalis principia mathe

matica ( 1687), William  y J. Innys, London, 1726 (3d. ed.), (ílulo del cap. II. Trad. esp. de  A. Escohotado, Tecnos, Madrid, 1987. 

48 La pregunta por la cosa, p. 85. 

Il Saggiatore, cil. p. 232.  


ESTUDIO PRELIMINARXLI11 

sean tales significa, en primer lugar, que el mostrarse 

de  los hechos o de los cuerpos está prefigurado en el es- quema fundamental, que el modo de acceso a los cuer- pos o investigación de lo que se muestra en la expe- riencia está predeterminado en el plan del proyecto  matemático. Significa, en segundo lugar, que «el cues- tionar

 sólo puede ser formulado de tal manera que pon- ga de antemano las condiciones a las cuales la naturale- za debe responder de tal o cual manera. Sobre la base de  lo matemático —observó a Heidegger— la experiencia  se transforma en experimento en sentido moderno. La  ciencia es experimental sobre la base del proyecto ma- temático»50. Y, en tercer lugar, sobre la base de este  mismo proyecto, la medición numérica no sólo es una  posibilidad de lectura del universo, sino también una  exigencia tanto de la investigación de las leyes que tra- ducen las relaciones entre los hechos, como de la re- gulación exacta y fiable de las condiciones del experi- mento. 

Pues bien, sobre la base del proyecto matemático se  han de entender, por una parle, la matemática como dis- ciplina particular y, por otra, el método entendido como  instancia fundamental de la ciencia moderna. Sobre lo  primero, hay que tener en cuenta que «la fundamentación  de la geometría analítica por Descartes, la fundamenta- ción del cálculo de fluxiones por Newton, y la simultánea  fundamentación del cálculo diferencial por Leibniz, todo  esto, tan nuevo, matemático en sentido restringido, fue  posible y ante todo necesario sobre la base del rasgo ma- temático fundamental del pensar en general»51. 

50 La pregunta por la cosa, p. 85, el subrayado es mío. Cf. E. De-

nissoff, Descartes, premier théoricien de la physique mathémati- que, Nauwelaerls, Louvain, 1970. Un punto de vista opuesto sostie- ne, en cambio, A. Gewirtz, en «Experience and the non-mathematical  in the cartesian method e». Journal of the History of Ideas, 2, 1941,  pp. 183-210. 

51 La pregunta por la cosa, p. 86.  


X X X EDUARDO BELLO 

En cuanto al papel del método en la configuración de  la ciencia

 moderna, si observamos la producción teórica  de la época —el Novum Organum (1620), el Diálogo  (1632), y el Discurso (1637), así como los Principia  (1687) de Newton52—, podemos inferir al menos dos  conclusiones. Por una parte, en todas estas obras, sobre  todo en las tres primeras, tiene lugar una crítica explícita  de los métodos tradicionales, de modo que el fundamen- to de la verdad ya no tiene que ser referido a la auctori- tas, a la tradición, a la revelación, o a la conclusión del  silogismo aristotélico. La parte destructiva, en la que  Bacon critica y refuta los ídolos o falsas nociones como  causas del error de la filosofía tradicional53, se corres- ponde con la tarea crítica, destructiva, que Salviati —por- tavoz de Galileo en el Diálogo— lleva a cabo de las po- siciones teóricas del aristotélico Simplicio54, y con la  crítica que de la cultura heredada y de sus métodos hace  Descartes en la Parte I del Discurso; tal crítica y rechazo  de un modelo de verdad, de la tradición y de sus méto- dos, sólo es en estos casos la consecuencia negativa de  otro modelo de verdad, de otra instancia metodológica.  Esta otra instancia metodológica, por otra parte, es la  que no sólo ha hecho triunfar el sistema copernicano,  sino que al liberarlo del obstáculo tradicional ha hecho  posible al mismo tiempo la configuración de la ciencia  moderna55. 

52 Cf. J. Marrades Millet, «Descartes, Newton y Hegel sobre el mé-

todo de análisis y síntesis», Pensamiento, 164, 1985, pp. 393-404, so- bre todo; E. M. Madden (ed.), Theories of scientific Method, University  of Washington Press, Seattle, I960; M. Malherbe y J. M. Pousseur  (eds.), F. Bacon. Science et Méthode, J. Vrin, Paris, 1985. 

53 F. Bacon, La gran restauración, ed. de M. A. Granada, Alianza, 

Madrid, 1985, pp. 97-168. 

M Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo, Opere, Ed. 

Nazionale, Firenze, vols. VII y VIII. Cf. L. Geymonat (1957), Galileo  Galilei, Peninsula, Barcelona, 1969, pp. 142-153. 

55 I. Lakatos (1978), La metodología de los programas de investi-

gación científica, Alianza, Madrid, 1983, cap. 4 sobre lodo.  


ESTUDIO PRELIMINARXLI11 

Ahora bien, si convenimos en que lo «matemático»  es la instancia fundamentante del nuevo método, la esti- mación de las posiciones teóricas de los pensadores se- ñalados —Bacon, Galileo, Descartes, Newton— ya no es  la misma. 

El método pensado por Bacon podrá haber influido en  la tradición filosófica denominada empirismo, podrá ser  valioso aún en el ámbito de lo que se llamó historia natu- ral. Pero Bacon, aun siendo antiescolástico, no ha sabido  salirse del marco del pensamiento de Aristóteles, ni me- nos aún incorporar en el suyo el proyecto matemático  moderno. Tal es el límite que se señala a su método

 desde  Hume hasta nuestros días. Hume, por su doble condición  de empirista e inglés, tenía todas las razones para estar  prevenido en favor de Bacon; no obstante, escribe: «Es  muy inferior a Galileo, su contemporáneo, y quizá tam- bién a Kepler. Bacon mostró de lejos la ruta de la verda- dera filosofía; Galileo no sólo la mostró, sino que él mis- mo marchó por ella a grandes pasos. El inglés no tuvo  ningún conocimiento de la geometría; el florentino resu- citó esta ciencia sobresalió en ella y pasa por ser el pri- mero que la aplicó, con los experimentos, a la física»56. 

Al señalar el punto débil del método de Bacon, Hume  subraya dos notas de la innovación de Galileo: fue el  primero que aplicó la geometría a la física por medio  de los experimentos. Pero sólo desde la perspectiva hei- deggeriana, antes expuesta, según la cual la ciencia es ex- perimental sobre la base del proyecto matemático, es po- sible comprender el debate suscitado sobre cuál de los  dos elementos —el matemático o el experimental—es  determinante en la constitución del método practicado  por Galileo57, así como los límites de dicho debate. Por 

5(1 Cil. por R. Blanché (1969), El método experimental y la filosofía 

de la física. FCE, México, 

1972, p. 63. Cf. M. Malherbe y i. M. Poussent  (eds.), op. cit.. p. 115. 

57 Galileo, más que hacer una teoría o discurso del método, lo 

practica. Una pretendida teoría del método en Galileo exige tener en  


X X X I I EDUARDO BELLO 

una parte, A. Koyré y E. Cassirer defienden la preemi- nencia del elemento racional o matemático, relegando  lo empírico a un papel secundario. Por otra, Delia Volpe  llama la atención sobre la función decisoria que Galileo  atribuye a la verificación experimental. L. Geymonat, a  su vez, argumenta en favor de una posición de equilibrio  entre los dos elementos que, sin duda, están presentes en  la práctica metodológica de Galileo entendida como ins- tancia fundamental de la ciencia que desarrolla. 

Según Koyré, lo que se propone Galileo no es tanto  conocer el curso de los hechos cuanto las esencias que  los fundamentan; por lo tanto, carecería de sentido querer  partir de los hechos para llegar a ellas, pues corresponde,  en cambio, a la matemática, y solamente a ella, captarlas  directamente5". Considera Cassirer que Galileo, aun par- tiendo de la experiencia y terminando en ella, se propone  en su método ante todo determinar los datos de la expe- riencia en relaciones generales de carácter no ya empí- rico sino conceptual59. Contra la interpretación de Cassi- rer sobre todo polemiza Delia Volpe, subrayando la  función decisoria que en el método de Galileo tiene la  verificación experimental en tanto que instancia proba- toria o desaprobatoria de determinados hechos de la ex- periencia60. L. Geymonat apoya a Deila Volpe aun sin  coincidir con él exactamente: por una parte, reivindica la  función de la verificación experimental y su decisorio va- lor de prueba de la verdad de la hipótesis; por otra, afir- ma la relevancia de la función lógico-instrumental de la  matemática, función lógica en tanto que expresión del ri- gor del razonamiento deductivo, función instrumental  en tanto que posibilidad de medir cuantitativamente las 

cuenla 110 sólo el Dialogo, sino todas sus obras, sobre lodo Discorsi.  Cf. R. Blanché, op. cit., pp. 77-90; R. E. Butts y J. C. Pitt (eds.), New  perspectivas on Galileo, Reidel, Dordrecht, 1978. 

5" Estudios galileanos, pp. 146-147. 

59 El problema del conocimiento, I, cit., pp. 344 ss. 

60 Lógica conte scienza positiva, Messina, 1956, p. 226.  


ESTUDIO PRELIMINARXLI11 

relaciones entre los hechos, entre las cosas. Para Gey- monat, sin embargo, el problema del método en Galileo  no es un problema fácil de resolver, sino complejo. De  ahí las incertidumbres y las diferentes interpretaciones.  Pero «lo singular es, sin embargo, que a pesar de estas in- certidumbres, Galileo consiguió aportar al desarrollo de  la conciencia metodológica de la ciencia una enorme  contribución, cosa que se ven obligados a reconocer uná- nimemente todos los historiadores, sea cual sea su orien- tación [...]. Y consiguió dibujar —aunque con cierta in- seguridad— el camino a través del cual se desarrollaría a  continuación la ciencia moderna», dejando en sus escri- tos «una cosecha inagotable de observaciones metodoló- gicas de la mayor actualidad»61. 

El límite de este debate es olvidar o ignorar que sólo  sobre la base de lo matemático la experiencia se trans- forma en experimento en sentido moderno, que sólo so- bre la base de lo matemático el proceso fundamental de  investigación determina lo que se muestra, la experien- cia, y al mismo tiempo el método o modo de proceder62. 

Descartes es, sin duda, quien mejor ha captado lo  matemático como rasgo fundamental del pensar de su  época. Cuando juzga la obra de Galileo, Discorsi, escri- be: «Encuentro en general que filosofa mucho mejor que  el vulgo en que abandona cuanto le es posible los errores  de la Escuela, y trata de examinar las materias físicas  por razones matemáticas. En esto estoy enteramente de  acuerdo con él y considero que no hay otro medio de en- contrar la verdad»63. Como se sabe, desarrolla esta posi-

61 Galileo Galilei, cit., pp. 212-213, también: pp. 201-212. 

62 M. Heidegger, «La época de la imagen del mundo», en Sendas 

perdidas, cit., p. 70. 

A Mersenne, 11 de octubre de 1638. La cursiva es mía. En esta 

misma carta rechaza que deba algo a Galileo: «En cuanto a Galileo, le  diré que nunca le he visto ni he mantenido ninguna comunicación con  él, y que por lo tanto no podría haber tomado de él ninguna cosa». La  formación matemática de Descartes proviene de la lectura de Clavius y,  


X X X I V EDUARDO BELLO 

ción teórica tanto en las Regulae como en el Discours: la  primera, redactada enteramente antes de la lectura de  Galileo; la segunda, en su mayor parte, como se ha indi- cado al final del punto 1. 

Como observa Heidegger, en las Regulae ad direc- tionem ingenii encontramos los principios de «una fun- damentaron de lo matemático para que se convierta en  su totalidad en una norma para el espíritu investigador»  y, en general, una «norma de todo pensar»64. Tal norma  está desarrollada en Descartes ya como proyecto de una  mathesis universalis, ya como discurso sobre el método,  ya como problema que plantea otro modelo de verdad.  No se trata de tres direcciones paralelas de su pensa- miento. Las implicaciones recíprocas son constantes. Y,  en cualquier caso, en la reflexión sobre éstos y otros  problemas se fundamenta y acuña el moderno concepto  de ciencia. 

La mathesis universalis no es el método, ni siquiera  es una aplicación particular del método. Es, a lo más, una  propedéutica del método en el sentido de que el proyecto  de la mathosis constituye el horizonte teórico «arcaico»  o principal en el que emerge el discurso sobre el mé-

sobre todo, de su amistad con Beeckman desde 1618 (G. Rodis-Lewis,  L'Oeuvre de Descartes, pp. 21 y 25-28). Beeckman, matemático, ato- mista, resueltamente copcmicano, no sólo pone al comente a Descartes  acerca de la física de su tiempo, sino que, estando convaleciente éste, le  lleva un libro de Galileo en agosto de 1634 (a Mersenne, 14 de agosto  de 1634). Tal libro puede ser el Tratalto di maccaniche, trad, por Mer- senne ese mismo año o, tal vez, el Dialogo (1632), más difícil de lo- calizar porque dio lugar a la condena de su autor; pero la trad, latina de  esta obra se publica en Holanda en 1635. Para un estudio de sus res- pectivas posiciones, véase: F. Enriques, «Descartes et Galilée», Rv.  Mét. et de Mor., 1937, pp. 221-235; W. R. Shea, «Descartes as a critic  of Galileo», en New perspectivas on Galileo, Reidel, Dordrecht, 1978,  pp. 139-159. 

M La pregunta por la cosa, p. 92. Cf. nota 25. E. Denissoff, Des-

cartes, premier théoricien de la physique mathématique, N a u w e  laerts, Louvain, 1970.  


ESTUDIO PRELIMINARXLI11  todo65. La posibilidad de la mathesis está pensada desde 

el supuesto de la unidad de la ciencia {Regla I) y desde la  concepción de que lo matemático determina la realidad  como mensurable. Desde este doble supuesto, la scientia  universalis constituye la «investigación general» desde la  cual se fundamentan las ciencias particulares tales como  la aritmética,

 la geometría, la astronomía, la música, la  óptica, la mecánica 

y otras muchas66. La define Descartes  cómo la ciencia del orden y de la medida: «Debe haber  una cierta ciencia general que explique todo lo que puede  buscarse acerca del orden y la medida no adscrito a una  materia especial, y que es llamada, no con un nombre  adoptado, sino ya antiguo y recibido por el uso, Mathesis  Universalis, ya que en ésta se contiene todo aquello por  lo que las otras ciencias son llamadas partes de la Mate- mática»67. Cuando Descartes escribe que el método es ne- cesario para la investigación de la verdad de las cosas  (título de la Regla IV), está pensando que el proceso de  investigación abierto desde la mathesis en los diferentes  dominios del ente no puede tener lugar al azar, sino si- guiendo al mismo tiempo un determinado modo de pro- ceder y un determinado modelo de verdad. Aunque el  proyecto de una mathesis es abandonado al destino del  manuscrito de las Regulae, la reflexión sobre la funda- mentación del nuevo saber sigue vinculada estrecha-

65 L. P. Weber, La constitution du texte des «Regulae», SEDES, 

Paris, 1964, pp. 7-11. Mayor inierrelación defiende J. L. Murion (Su

r  l'ontologie grise de Descartes, Vrin, Paris, 1975, pp. 55-59). Cf. L. J.  Beck, The method of Descartes: A study of the Regulae, Clarendon  Press, Oxford, 1952. 

66 Reglas para la dirección del espíritu. Alianza, Madrid, 1984, 

p. 86 (AT, X, p. 377). 

67 Ibid., p. 86 (AT, X, p. 378). Diez años más larde llamará 

«Mathemalica pura» a una ciencia que engloba geometría, aritmética,  mecánica, ele. (a Ciermans, 23 de abril de 1638). H. Scholz, Mathe- sis Universalis, Basel/Sluttgari, 1969; J. Vuillemin, Mathématiques  et métaphysique chez Descartes, PUF, Paris, 1960, J. L. Coolidge,  A history of geometrical Method, Clarendon Press, Oxford, 1940.  


X X X V I EDUARDO BELLO 

mente a aquella doble propuesta o exigencia en el Dis- curso del método™. 

Si el rasgo específico de la ciencia moderna es la  fundamentación del proceso de investigación en la refle- xión sobre lo matemático que, a su vez, no sólo deter- mina el objeto como lo mensurable, sino también el  experimento y el modo de aproximación a las cosas  (|ie9oôoç), no es necesario abrir el debate acerca del  elemento predominante en el método cartesiano. Como  en el caso de Galileo, Cassirer y Koyré estiman que es el  factor racional-matemático el que predomina, al incor- porar Descartes la tradición platónica que le llega a tra- vés de Clavius y se observa sobre todo en la física69. Por  su parte, Blanché y Clarke, aun conscientes del papel  que desempeña dicho factor en la filosofía de la ciencia  cartesiana y, concretamente, en el discurso sobre el mé- todo, ponen de relieve la importancia que tiene la expe- riencia y el experimento en dicho discurso. 

Descartes, sostiene Planché, «no dejó de interesarse  en las observaciones y en los experimentos, ni de practi- car él mismo el razonamiento experimental»70. El mérito  de esta tesis consiste en haber mostrado un dato teórica y  operativamente cierto, que la lectura racionalista ha mar- ginado. Pero de ahí. no creo que sea posible concluir,  como hace Clarke, que Descartes sea un aristotélico in- novador71. Tal conclusión, válida para F. Bacon como 

68 Parle 1, p. 5 (AT, VI, p. 3); parte II, p. 22 (AT, VI, p. 17). La re-

cherche de la vérité par la lumière naturelle, AT, X, pp. 495 ss. 

69 E. Cassirer, El problema del conocimiento, /., cit., pp. 459-461, 

A. Koyré, Estudios galileanos, pp. 277-278. 

70 R. Blanché, El método experimental y la filosofía de la física, 

p. 108. Cf. G. Milhaud, «Descartes expérimentateur», en Descartes sa- vant. J. Vrin, París, 1921; D. M. Clarke, La filosofía de la ciencia de  Descaries, cit., cap. 2. Véase la Parle V del Discurso, en la que des- cribe la circulación de la sangre, y la Parte VI, en la que propone con- diciones de la experiencia y de posibles experimentos (pp. 86-87;  AT, VI, pp. 63-64). 

" Op. cit., cap. 8.  


ESTUDIO PRELIMINARXLI11  observa Blanché72, no es defendible en el caso de Des-

cartes, pues la reflexión sobre lo matemático, ausente  en el autor del Novum Organum es determinante en las  Regulae y en el Discurso, como se ha mostrado. Es más:  al argumentar Clarke que la exigencia de certeza, aspec- to dominante de la ciencia cartesiana, está determinada  por «el ideal aristotélico de demostración y de certe- za»73, capta perfectamente el rasgo fundamental de la  ciencia moderna que otros han señalado, pero incurre en  el error de atribuir la exigencia de certeza al ideal aristo- télico, y no al lenguaje (Galileo) o modelo (Descartes)  matemático, que predomina y configura la ciencia mo- derna y al mismo tiempo determina el modo de proceder  de ella. Platón, Euclides, Arquímedes —y no Aristóte- les— son los pensadores antiguos que inspiran los traba- jos científicos de Tartaglia, Torricelli, Clavius, Kepler,  Galileo, el círculo de Mersenne y Descartes, entre otros. 

El ideal y la exigencia de certeza, por otra parte, no  sólo está vinculado en Descartes al modelo matemático,  sino que, además, es este modelo el que determina el  nuevo criterio de verdad formulado en la primera regla  del método, a saber, la evidencia. Tal vinculación apare- ce explícitamente

 enunciada ya en las Regulae: «Aque- llos que buscan el recto camino de la verdad no deben  ocuparse de ningún objeto del que no puedan tener una  certeza igual a la de las demostraciones aritméticas y  geométricas»74. La razón de ello la establece Descartes  inmediatamente después como título de la Regla III:  «[...] pues la ciencia no se adquiere de otra manera»,  sino a través de «lo que podamos intuir clara y evidente- mente o deducir con certeza». 

Ahora bien, lo más importante del nuevo criterio de  verdad no es que constituya la piedra angular del nuevo 

72 Op. cit., p. 62. 

" Op. cit., p. 207. 

74 Reglas..., p. 72 (AT, X, p. 366).  


X X X V I I I EDUARDO BELLO 

método de investigación, establecida ya por Descartes en  1619. Lo más importante es el papel «revolucionario» de  la evidencia75, en tanto que problematiza el modelo tra- dicional de verdad definido en términos de adaequatio,  establece críticamente otro modelo, y abre la discusión  que dominará la filosofía moderna incluso más allá de  Kant. Más aún: el tratamiento crítico que Descartes da al  problema de la verdad, en su discurso sobre el método y  sobre la fundamentación del saber moderno, es uno de  los méritos que le hacen acreedores al título de «primer  pensador moderno». 

Desde esta perspectiva, la pregunta por las reglas del  método, por las operaciones de la mente (intuición, de- ducción) o por el papel del análisis y de la síntesis76, o  por problemas tales como el significado de la duda, la  posible circularidad en la formulación del primer princi- pio, etc., sólo tienen un interés particular, cuyo sentido  último radica en la comprensión de la reflexión sobre lo  matemático, de la tarea fundamentadora de la ciencia y  del discurso sobre el método como modo de investigar la  verdad de las cosas. A esta perspectiva nos conduce la  observación de Heidegger, al comentar el último enun- ciado formulado como título de la Regla IV: «Esta regla  no expresa el lugar común de que una ciencia deba tener  también su método, sino que quiere decir que el proce- dimiento, esto es, el modo como estamos en general tras  las cosas ((lèôoÔoc), decide de antemano sobre lo que  encontramos de verdadero en las cosas. El método no es 

75 J. L. Marion, op. cit., p. 245. Cf. Husserl, Méditations carté-

siennes, pp. 6-10 (trad. esp. en Tecnos). 

76 J. L. Marion, Iras hacer la historia del método cartesiano, ofrece 

un esquema de las reglas metodológicas (op. cit., cap. XIII). J. Marra- des lleva a cabo un estudio clarificador de la función dei análisis y de la  síntesis en el método de Descartes desde la posición de Newton (art.  cit., pp. 393-404). Cf. J. Hintikka y U. Remes, The method of analysis,  Reidel, Dordrecht, 1974; J. Vuillemin, «Trois philosophes intuition- nistes: Epicure, Descartes et Kant», Dialéctica, 35, 1981, pp. 21-41.  


ESTUDIO PRELIMINAR X X X1X 

una indumentaria de la ciencia en

tre otras, sino la ins- tancia fundamental a partir de la cual se determina lo  que puede llegar a ser objeto y cómo llegar a serlo [...].  Lo decisivo es la manera y el modo en que esta reflexión  sobre lo matemático influenció la controversia con la  metafísica tradicional (prima philosophia), y cómo a par- tir de esto se determinó el destino futuro y la figura de la  filosofía moderna»77. • 

3. DESCARTES, ¿PRIMER PENSADOR  MODERNO? 

Si la reflexión sobre lo matemático ha sido determi- nante no sólo en la controversia con la filosofía tradicional,  sino también en el proceso de fundamentación de la cien- cia y del pensamiento modernos, y si Descartes ha desem- peñado, como hemos mostrado, un papel decisivo tanto  en la controversia como en el proyecto de fundamenta- ción, es lógico que los siglos posteriores —D'Alem- bert, Hegel, Husserl, Heidegger, Sartre, por ejemplo—, le  hayan reconocido el título de «primer pensador mo- derno»78. 

Pero ¿no son igualmente filósofos modernos los Bru- no, los Telesio, los Campanella? ¿No se argumenta, por  otra parte, en favor de la tesis: Galileo, filósofo? Los  primeros especulan, es cierto, sobre la naturaleza o el  universo, pero no lo hacen desde la reflexión sobre lo 

77 La pregunta por la cosa, p. 93. 

78 D'Aleinbert, Discurso preliminar de la Enciclopedia, Aguilar, 

Buenos Aires, 1974, pp. 101-103; Hegel, «Vorlesungen über die Ges- chic

hte der Philosophie», eil Werke, Verlag, Frankfurt, 1971, vol. XX,  pp. 120-123 (trad. esp. en FCE, México, 1955, vol. Ill, pp. 252-254);  E. Husserl, Méditations cartésiennes, pp. 1-3 (trad. esp. en Tecnos);  M. Heidegger, Sendas perdidas, p. 78; J.-P. Sartre, «Questions de  Méthode», en Critique de la raison dialectique, Gallimard, Paris, I960,  p. 17 (trad. esp. en Losada).  


X L EDUARDO BELLO 

matemático, que constituye el rasgo fundamental del  pensamie

nto moderno. El argumento de la tesis según la  cual «la filosofía

 de Galileo, dispersa a través de toda su  obra, se encuentra profundamente articulada, aunque no  sistematizada, en torno a la idea clave de la matematiza- ción de lo real»79, si bien tiene a su favor el elemento au- sente en el naturalismo renacentista, olvida que en Gali- leo no están suficientemente tratados —algunos ni  siquiera mencionados— los principios metacientíficos  que constituyen los fundamentos no sólo de la ciencia,  sino también de la filosofía moderna. Es más: si afirma- mos que Descartes es el primer pensador moderno, no es  sobre la base de su aportación científica —en lo que tal  vez no es comparable a Galileo y haya sido superado  por Newton— aunque la aplicación que hizo del álgebra  a la geometría lia sido lo que ha inmortalizado su nom- bre, según D'Alembert*0; tampoco debe ese título sola- mente al hecho de haber sido el filósofo que mejor ha te- matizado los métodos, contenidos e ideales de la nueva  ciencia"1. Si lo decisivo es la manera y el modo en que la  reflexión sobre lo matemático quebró la metafísica tra- dicional y, al mismo tiempo, alzó sobre cimientos nuevos  la figura de la filosofía moderna, Descartes sólo es el  primer pensador moderno en la medida en que tales ci- mientos hayan sido proyecto y realización exclusiva- mente suyas, es decir, en la medida en que lleven el sello  de un modo de reflexión que ha determinado la figura y  el destino del pensamiento moderno. 

Ahora bien, ¿cuál es el modo peculiar de la reflexión  cartesiana, que llega a constituirse en pensamiento de  una época? No es otro sino el modo como establece los 

79 J. J. Ferrero Blanco, Galileo Galilei, el filósofo, Universidad 

de Deuslo, Bilbao, 1986, p. 318. 

"" Op. cit., p. 101. Cf. P. J. Davis y R. Hersh, Descartes Dream. 

The world according to mathematics, the Harvester Press, Hassocks,  1986. 

S. Turró, op. cil., p. 374.  


ESTUDIO PRELIMINARXLI11 

principios axiomáticos sobre los cuales se fundamenta  todo lo demás como consecuencia, esto es, las disciplinas  científicas, pero también las no científicas. Cuando Des- cartes advierte que «todos los principios de las ciencias  debían tomarse de la filosofía, en donde no hallaba nin- guno cierto»"2, se propone ante todo descubrir y formular  tales principios llamados a ser al mismo tiempo los ci- mientos de la ciencia y del pensar modernos. Como; ob- serva Heidegger, la reflexión sobre los primeros princi- pios del ser y del saber, que en Descartes tiene su máxima  expresión en Meditationes de prima philosophia83, no  sólo significa volver a plantear desde su raíz el problema  que dio lugar a la 7ipcotT| <piX.ooo<pía sino diseñar con  nueva figura la metafísica que desde Descartes llega has- ta Nietzsche84. El innovador alcance de este proyecto es  tal que Hegel no duda en afirmar que «René Descartes es  un héroe del pensamiento moderno», porque «reconstru- ye la filosofía sobre los cimientos puestos ahora de nuevo  al descubierto al cabo de mil años»85. 

Pero sería un error creer que el descubrimiento de ta- les cimientos se limita a mostrar una reiteración de lo ya  dicho. Cuando el autor del Discurso del método publica  el esbozo de sus Meditaciones nos invita a juzgar —y, en  consecuencia, a comparar— sobre la solidez de tales ci- mientos o principios del nuevo pensar en los términos si- guientes: «Sin embargo, con el fin de que se pueda apre- ciar si los fundamentos que he establecido son bastante  firmes, me veo en cierto modo obligado a hablar de  ellas»86. 

82 Discurso del método, Parte II, p. 2 9 (AT, VI, 21-22). Cf. 

S. Gankroger (éd.), Descartes: Philosophy, Mathematics and Physic,  Harvester Press, Hassocks, 1980. 

M Cf. nota 28. 

M M. Heidegger, «La época de la imagen del mundo», en Sendas 

perdidas, p. 78. 

"5 Op. cit., p. 123; trad, esp., p. 254. 

"6 Parte IV, p. 4 4 (AT, VI, p. 31).  


X L I I EDUARDO BELLO 

Y, en efecto, se puede pensar que la razón, como prin- cipio

 del saber moderno, no es sino el eco del Áóyoc grie- go, que Aristóteles establece como hilo conductor de las  categorías. Se puede pensar que, cuando Descartes especi- fica lo humano por la razón, considerada ésta ya como fa- cultad de juzgar87, ya como habla, discurso o lenguaje88, re- suena en su propuesta el enunciado del Estagirita según el  cual el hombre es «un ser vivo que tiene lagos». Pero, al  pensar de este modo, se olvida que la preeminencia del  principio racional cartesiano no radica en sí mismo, sino en  otro principio más fundamental, a saber, el yo pienso. Dado  que «el pensar es el acto fundamental de la razón; ésta, la  razón, es puesta ahora, con el «cogito sum» expresamente  y de acuerdo a su propia exigencia, como primer funda- mento de todo saber y como hilo conductor de todas las  determinaciones de las cosas en general»89. 

La originalidad de Descartes al descubrir y formular  este axioma no se menoscaba buscándole un precedente  en San Agustín, ya que éste nunca elevó a primer princi- pio de un sistema de pensamiento su enunciado: si enim  fallor, sum. Como nos recuerda Hegel, «la Edad Media  no tenía como principio el pensamiento libre, que parte  de sí mismo»: sólo éste es la premisa o fundamento  (Grundlage) de «una filosofía propia e independiente,  que sabe que procede sustantivamente de la razón, y que  la conciencia de sí es un momento esencial de la ver- dad»90, el momento en el que la verdad se identifica con 

87 Parte I, p. 4 (AT, VI, p. 2). Cf. A. Álvarez Gómez, «Desearles: 

la razón, única guía del hombre», Cuad. Salm. Filos., 12, 1985, pp. 19- 43; P. A. Schouls, «Descartes and the autonomy of reason», Journal of  the History of Philosophy, X: 3, 1972, pp. 307- 323. 

88 Parte V, pp. 79-80 (AT, VI, pp. 57-58). Cf. N. Chomsky, Lin-

güística cartesiana, Gredos, Madrid, 1978, pp. 15-26; E. Lledó, Filo- sofía y lenguaje, Ariel, Barcelona, 1970-74, pp. 173-207. 

89 M. Heidegger, La pregunta por la cosa, p. 96. El segundo su-

brayado es mío. 

90 Op. cit., pp. 120-121; trad, esp., pp. 252-254. Cf. H. G. Frank- 


ESTUDIO PRELIMINAR X LI 11 

la certeza. Es esta autocerteza del yo lo que constituye el  fundamento axiomático desde el cual se entiende la re- volución cartesiana y el modo de pensar moderno91. 

Más aún: la originalidad de Descartes aparece pa- tente en el doble significado de este fundamento axio- mático: a)

 si epistemológicamente constituye el primer  principio de un sistema deductivo, ello supone el despla- zamiento de otros princi

pios —revelación, autoridad,  tradición— del lugar preeminente del que gozaban en  la época medieval, y la afirmación del pensamiento libre,  esto es, de la razón libre de la teología92; supone, en fin,  una redistribución de la episteme, como diría Foucault; b)  desde una perspectiva metafísica, el fundamento axio- mático significa que, con Descartes, no es Dios sino el  hombre el que se constituye en sujeto, es decir, en aquel  existente en el cual se funda todo lo existente a la mane- ra de su ser y de su verdad. 

Si, como señala Heidegger, «la metafísica funda una  época al darle un fundamento de su figura esencial me- diante una determinada interpretación de lo existente y  mediante una determinada concepción de la verdad»93, la  figura esencial de la época moderna se alza sobre el ci- miento axiomático del yo, del hombre transformado en  sujeto (subjectum es la traducción de t)JiOKeí|xevov), esto  es, en el punto de referencia de la existencia como tal y  de su verdad. Entender este yo elevado a subjectum como  algo «subjetivo» significa olvidar la dimensión ontoló-

lurt, Demons, dreamers and madmen: The defense of reason in Des- cartes' Méditations, Bobbs, Merril, Indianapolis, 1970. 

vl E. Husserl, op. cit., p, 6. Cf. E. A. Burtl, The metaphysical foun-

dations of modern science, Doubleday, N e w York, 1954; Irad. esp.  Ed. Sudamericana. 

92 Hegel, op. cit., 120; irad. esp., p. 252. La ciencia va a ser la gran 

beneficiada de esla liberación. La relación Filosofía/religión en cambio,  va a ser objeto de un incesante debate, que tiene sus momentos fuertes  en la Crítica de la razón pura y en La Religión dentro de los límites de  la mera Razón de Kant. 

,Ji «La época de la imagen del mundo», cit., p. 68.  


X L I V EDUARDO BELLO 

gica de la proposición: yo pienso, luego exist

o. Desde  este yo elevado por Descartes a sujeto preeminente las  cosas mismas se convierten en «objetos»94. 

Desde el «yo pienso» como fundamento axiomático  se configura, pues, otra imagen del mundo, la imagen  moderna del mundo definida por el objetivar, es decir,  por el re-presentar.

 El mundo moderno ya no es ni el  mundo griego, percibido, ni el mundo del pensador me- dieval, creado. El mundo moderno, construido desde la  reflexión sobre lo matemático y el mecanicismo atomis- ta, es un mundo representado. De ahí que Descartes asu- ma la tesis de Galileo según la cual el gran libro del uni- verso está escrito en lenguaje matemático. Pero con tal  de dejar bien claro que dicho lenguaje ha de ser remitido,  en último término, al axiomático principio normativo de  todo saber: el yo pienso. De este modo, el hecho de que  el mundo pase a ser imagen o representación «es exacta- mente el mismo proceso con el que el hombre pasa a  ser subjectum dentro de lo existente»95. 

Pues bien, los principios —el «yo pienso» y el prin- cipio de no contradicción implicado en él—, que sólo  surgen de la razón de acuerdo al rasgo fundamental ma- temático del pensar,.se convierten en los principios del  saber auténtico, es decir, de la filosofía en sentido estric- to, de la metafísica en sentido moderno. Una metafísica  que sólo es la raíz del árbol de la filosofía, cuyo tronco es  la física y cuyas ramas son la mecánica, la medicina, la  moral y las demás ciencias96. 

Con todo, el nacimiento de la filosofía moderna desde  su raíz no se entiende sino como crítica radical —como 

La pregunta por la cosa, pp. 95-96. 

95 M. Heidegger, «La época de la imagen del mundo», cit.. p. 82. 

Cf. M. Foucault, Les mots et les choses, Gallimard, Paris, 1966, cap. III  (trad. esp. en Siglo XXI). 

96 «Lettre-Préface» a la ed. francesa de Les principes de la philo-

sophie, AT, IX- ii, p. 14. Cf. S. Gaukroger (ed.), Descartes: Philo- sophy, Matemathics and Physic. Harvester Press, Hassocks, 1980.  


ESTUDIO PRELIMINARXXX1X 

«duda» de todo— de la tradición y de sus propios  fundamentos. Así, al menos, lo ha comprendido un ilus- trado célebre y al mismo tiempo pensador matemático,  D'Alembert: «Descartes se abrevió al menos a enseñar a  las buenas cabezas a sacudirse el yugo de la escolástica,  de la opinión, de la autoridad, en una palabra, de los  prejuicios y de la barbarie y, con esta rebelión cuyos  frutos recogemos hoy, ha hecho a la filosofía un servicio  más esencial quizá que todos los que ésta debe a los  ilustres sucesores de Descartes [...]. Si acabó por creer  explicarlo todo, al menos comenzó por dudar de todo; y  las armas de que nos servimos para combatirlo no dejan  de pertenecerle porque las volvamos contra él»97. 

NOTA SOBRE LA PRESENTE EDICION 

La traducción se ha hecho a partir de la edición de  Charles Adam y Paul Tannery, Oeuvres de Descartes,  Léopold Cerf, París, 1902, vol. VI. Este volumen contie- ne las dos ediciones del Discours de la méthode hechas  por Descartes: la edición francesa (Leyde, 1637) y la la- tina (Amsterdam, 1644), cuya versión de E. de Cource- lles fue revisada y corregida por el propio autor, como  consta en las páginas 517 y 539. En la edición latina no  se traduce el tercer ensayo, Géometrie. En numerosos  casos hemos comparado ambas ediciones, indicando en  nota los términos y expresiones coincidentes o aquellos  en los que se aprecia un giro o matiz que permite precisar  mejor el sentido en nuestro idioma. Se puede obser- var, en nuestra traducción, una constante fidelidad al  texto —cuyo sentido se pretende aclarar mediante el apa- rato crítico—, sin renunciar por ello a la exigencia de es- tilo de que hace gala Descartes. Una particularidad de la 

97 D'Alembert, Discurso preliminar de la Enciclopedia, cit., 

p. 103.  


X L V I EDUARDO BELLO 

presente edición consiste en facilitar al lector la referen- cia a la original edición francesa, indicando al margen las  páginas de ésta (1-78), y señalando mediante una barra /  el lugar exacto donde empiezan y acaban dichas páginas.  Como herramientas valiosas hemos de mencionar, ade- más, las ediciones de E. Gilson y de F. Alquié, así como  las traducciones de M. García Morente y de G. Quintás  Alonso. Las referencias a las obras de Descartes remiten  a la edición de Ch. Adam y P. Tannery que se citan me- diante las siglas AT, seguidas del volumen y de la página  correspondiente.  


BIBLIOGRAFÍA 

1. EDICIONES PRINCIPALES 

Oeuvres de Descartes, par Ch. Adam et P. Tanner

y, Léopold Cerf  Imprimeur-Editeur, París 1897-1913, 13 vols. Nouvelle présenta- tion mise à jour par B. Rochot, CNRS-J. Vrin, 1964-1974. Reim- presión en Vrin, Paris, 1996, sólo 11 vols. 

Oeuvres philosophiques de Descartes, textes établis, présentés  et annotés par Ferdinand Alquié, Garnier, Paris, 1963 1973, 3 vols.  Discours de la méthode pour bien conduire sa raison, et chercher la  véritée dans les sciences. Plus la Dioplrique, les Météores et la  Géométrie qui sont des essais de celte méthode, Jean Marie, Leyde, 

1637. 

Specimina Philosophiae: seu Dissertatio de Methodo recle regendae 

rationis, et veritatis in scientiis investigandae: Dioptrice, et Me- leora, irad. de E. de Courcelles, L. Elzevier, Amsterdam, 1644. 

Discours de la méthode pour bien conduire sa raison et chercher la vé- rité dans les sciences, par R. D. Nouvelle édition, augmentée des  remarques du P. Poisson, Paris, 1724. 

Discours de la méthode de Descartes. Novum Organum de Bacon.  Tliéodicée de Leibnitz, fragments. Publiés en un seul volume, avec  des notes, par A. Lorquet, Paris, 1840. 

Discours de la méthode, texte et commentaire, R. D., par E. Gilson, Pa- ris, 1925 (4e. éd., J. Vrin, 1966). 

Discours de la méthode, R. D., Oeuvres et lettres, par A. Bridoux,  Gallimard (Pléiade), Paris, 1937. 

Discours de la méthode. Abhandlung über die Methode. Mit einem  Vorwort von K. Jaspers und einem Beitrag über Descartes und die  Freiheit von J. P. Sartre, Mainz, 1948. 

Discours de la méthode. Précédé de Descartes, par G. Rodis-Lewis. Le 

 discours de la méthode par J. Nabelt. Et suivi de Descartes et son  temps par E. Souriau, Paris, 1953. 

Discours de la méthode, R. D., par D. Huisman, Nathan, Paris, 1981.  Entretien avec Burman, manuscrit de Göttingen, texte présenté, traduit 

et annoté par Ch. Adam, Boivin, Paris, 1937.  [XLV1I]  


X L V I I I EDUARDO BELLO 

II. TRADUCCIONES AL CASTELLANO 

Nos limitamos a mencionar las principales traducciones al español  del Discurso del método, las de: J. C. García Borrón, Bruguera, Bar- celona, 1968; R. Frondizi, Revista de Occidente, Madrid, 1974  —reed. en Alianza—; A. Rodríguez Huáscar, Aguilar, Buenos Aires,  1980; F. Alonso, Akal, Madrid, 1982; A. Gual Mir, Edaf, Madrid,  1982; H. Arnau Grass y J. M. Gutiérrez González, Alhambra, Ma- drid, 1983; E. Frutos, Planeta, Barcelona, 1984. 

A continuación señalamos otras fuentes indispensables para cono- cer la posición teórica del autor del D.M. La cronología de las obras,  indicada a la izquierda, expresa en principio la fecha final de su re- dacción, que coincide o no con la de su publicación. 

1618: Compendio de música, introducción de A. Gabilondo, trad, de  P. Flores y C. Gallardo, Tecnos, Madrid, 1992. 

1628: Reglas para la dirección del espíritu, ed. J. M. Navarro Cordón,  Alianza, Madrid, 1984. 

1633: El Mundo. Tratado de la luz, ed. bilingüe de S. Turró, Anthro- pos, Barcelona, 1989. 

1633: Tratado del hombre, ed. de G. Quintás Alonso, Editora Nacional,  Madrid, 1980. 

1633: Du Foetus, ed. bilingüe de P. Pardos, C. Vicén y A. Alonso, pró- logo de J. L. Rodríguez, Prensas Universitarias de Zaragoza, Zara- goza, 1987. 

1637: Discurso de! método. Dióptrica, Meteoros y Geometría, prólogo,  trad, y notas de G. Quintás Alonso, Alfaguara, Madrid, 1981. 

1641-1647: Meditaciones metafísicas, con Objeciones y Respuestas,  ed. de Vidal Peña, Alfaguara, Madrid, 1977. 

1644: Los principios de la filosofía, ed. de G. Quintás Alonso, Ed.  Reus, Madrid, 1995.. 

1643-1650: Correspondencia con Isabel de Bohemia y otras cartas, in- troducción de M. Cabot, traducción de M.a T. Gallego, Alba, Bar- celona, 1999. 

1647: Observaciones sobre el programa de Regius, ed. de G. Quintás  Alonso, Aguilar, Buenos Aires, 1980. 

1649: Las pasiones del alma, ed. de J. A. Martínez Martínez y P. An- drade Boué, Tecnos, Madrid, 1997. 

III. ESTUDIOS SOBRE EL DISCURSO DEL MÉTODO 

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DISCURSO DEL MÉTODO 

PARA DIRIGIR BIEN LA RAZÓN  Y BUSCAR LA VERDAD 

EN LAS CIENCIAS  


AT vi Si este discurso pareciera demasiado extenso  1 para ser leído de una sola vez, podría dividirse en 

seis partes. En la primera se encontrarán diversas  consideraciones relacionadas con las ciencias. En la  segunda, las reglas principales del método que el  autor ha indagado. En la tercera, algunas reglas de  moral que ha extraído de este método. En la cuarta,  las razones mediante

 las cuales prueba la existencia  de Dios y del alma humana, que son los funda- mentos de su metafísica. En la quinta, el orden de  las cuestiones de física que ha investigado y, en  particular, la explicación del movimiento del cora- zón y de algunas otras dificultades que conciernen  a la medicina, y también la diferencia que hay entre  nuestra alma y la de los animales. Y en la última,  las cosas que cree necesarias para llegar, en la in- vestigación de la naturaleza, más allá de donde se  ha llegado, así como las razones que le han impul- sado a escribir1. 

PRIMERA PARTE 

El buen sentido2 es la cosa mejor repartida del 

mundo, pues cada cual cree estar tan bien provisto 

1 Los enunciados de este índice temático, que en la edición fran-

cesa figuran al comienzo del Discurso, aparecen en la traducción lati- na al margen, al comienzo de cada una de las partes. 

2 La expresión francesa bon sens (ed. lat. bona mens) es sinónima 

aquí de razón, entendida como la capacidad de distinguir lo verdadero  [3]  


4 RENÉ DESCARTES 

2 de él, que / incluso los más descontentadizos en  cualquier otra cosa, no suelen apetecer más del  que ya tienen. En lo cual no es verosímil que todos  se equivoquen; más bien esto muestra que la fa- cultad de juzgar bien y de distinguir lo verdadero  de lo falso, que es lo que propiamente se llama  buen sentido o razón, es por naturaleza igual en to- dos los hombres; y, por lo tanto, que la diversidad  de nuestras opiniones no proviene de que unos  sean más racionales que otros, sino tan sólo de  que dirigimos nuestros pensamientos por caminos  diferentes, y no tenemos en cuenta las mismas co- sas. No basta, pues, tener un buen ingenio3, lo  principal es aplicarlo bien. Las almas más emi- nentes son capaces de los mayores vicios, como  también de las mayores virtudes; y los que cami- nan muy lentamente pueden llegar mucho más le-

de lo falso o facultad de juzgar. Al contrario, bona mens (trad, fr.: bon  sens) significa también sabiduría, en sentido estoico. Así la Regla I ha- bla de «de bona mente, sive de bac universali sapientia» (AT, X,  p. 360), que tal vez retoma el tema de un trabajo inacabado, luego per- dido. Studium bonae mentis (Baillet, Vie de M. Des Cartes, 1691, t. II,  p. 406; AT, X, p. 191). Hay un punto de confluencia de los dos sentidos,  dado que en ambos se trata de la razón como luz natural, de la razón  como principio fundante tanto del saber teórico (bon sens) como del  práctico (bona mens o sabiduría), de tal modo que la sabiduría (sages- se) no es sino el «poder de juzgar bien» desarrollado en su mayor gra- do de perfección posible, mediante el método que regula su uso  |E. Gilson, «Commentaire historique» a su ed. del Discours de la mét- hode, J. Vrin, Paris, 1925 (3e. éd. 1947), p. 82, cf. Conversación con  Burman, cit., p. 1751. 

3 La noción esprit (ed. lat.: ingenium), usada sobre todo para mos-

trar la oposición a la sustancia extensa, designa el pensamiento en ge- neral (res cogitans), tal como se encuentra, por ejemplo, en la II Medit.:  «Así pues, hablando con precisión, no soy más que una cosa que  piensa, es decir, un espíritu (esprit), un entendimiento o una razón»  (AT, IX, p. 21). Se ha preferido, en la traducción el término ingenio,  porque con él se obvia la referencia fácil a algo suprahumano que su- giere el término «espíritu», y se designa la disposición natural de la que  todos están dotados en tanto que el hombre es res cogitans.  


DISCURSO DEL MÉTODO 5 

jos, si siguen siempre el camino recto, que los que  corren, pero se alejan de él. 

Por mi parte, nunca he presumido que mi inge- nio fuese en algo más perfecto que el de los de- más; hasta he desead

o con frecuencia tener el pen- samiento tan ágil, o la imaginación tan nítida, o la  memoria tan amplia y viva, como otros lo tienen. Y  no conozco otras cualidades, excepto éstas, que  puedan contribuir a la perfección del ingenio; pues  en lo que concierne a la razón, o al sentido, ya que  es la única cosa que nos hace hombres, y nos dis- tingue de los animales, quiero creer que está entera  en cada uno de nosotros, y seguir en esto la común  opinión de los filósofos'1, que dicen que sólo existen 

3 diferencias de grado entre los / accidentes, y de  ninguna manera entre las formas o naturalezas de  los individuos de una misma especie. 

Pero no me arredra afirmar que creo haber teni- do una gran suerte, al encontrarme desde joven en  ciertos caminos, que me han conducido a conside- raciones y máximas, a partir de las cuales he llega- do a formar un

 método, por medio del cual me pa- rece que es posible aumentar gradualmente mi  conocimiento y elevarlo poco a poco hasta el punto  más alto, al que la mediocridad de mi ingenio y la  brevedad de la vida puedan permitirle llegar. Pues  de ese método he recogido ya tales frutos5 que, si  bien en los juicios que hago sobre mí mismo siem- pre tiendo a inclinarme hacia el lado de la descon- fianza más que al de la presunción, y si bien al ob- servar con mirada de filósofo las diferentes  acciones y empresas de los hombres, 110 encuentro 

4 Según el uso frecuente de Descurtes, se refiere en sentido res-

tringido ¡i los filósofos escolásticos. 

5 Los Ensayos a los que el Discurso sirve de introducción son ya 

resultados concretos de la aplicación del método en dominios particu- lares de la ciencia, sobre todo en geometría y en física.  


6 RENÉ DESCARTES 

casi ningunâ que no me parezca vana e inútil, no 

deja de producirme una gran satisfacción el pro- greso que creo haber realizado ya en la investiga- ción de la verdad, ni dejo de concebir tales espe- ranzas para el futuro que, si entre las ocupaciones  propias de los hombres hay alguna que sea sólida- mente buena e importante, me atrevo a creer que es  la que yo he elegido. 

Puede suceder, no obstante, que esté equivoca- do y apreciar acaso como oro y diamantes lo que no  es sino un trozo de cobre o vidrio. Sé cuán expues- tos estamos a equivocarnos en todo lo que nos afec- ta, y cuán sospechosos deben sernos también los  juicios de los amigos cuando los pronuncian en  nuestro favor. Con todo me gustaría mostrar en este 

4 discurso / los caminos que he seguido, y representar  así mi vida como en un cuadro, a fin de que cada  uno pueda juzgar, y enterándome luego por rumor  público de las opiniones emitidas, tendré un nuevo  medio para instruirme, que añadiré a los que acos- tumbro a emplear. 

No es, pues, mi propósito enseñar aquí el mé- todo que

 cada cual debe seguir para dirigir bien su  razón, s

ino sólo mostrar de qué manera he procura- do conducir la mía. Aquellos que se atreven a dar  preceptos deben esiimarse

 más hábiles que aquéllos  a quienes se los dan, y si faltan en la cosa más mí- nima son censurables por ello. Pero como no pro- pongo este escrito sino a modo de historia o, si se  prefiere, de fábula, en la que junto a algunos ejem- plos imitables se encontrarán tal vez algunos otros  que sería razonable no seguir, espero que será útil  para algunos sin ser nocivo para nadie, y que todos  agradecerán mi franqueza. 

Desde mi niñez fui habituado en el estudio de  las letras, y como me persuadían que por medio de  ellas se podía adquirir un conocimiento claro y se- 


DISC URSO DEL MÉTODO635 

guro de todo cuanto es útil para la vida, sentía yo  un vivísimo deseo de aprenderlas. Pero cambié  por completo de opinión tan pronto como hube  concluido mis estudios6, al término de los cuales se  acostumbra a entrar en el rango de los doctos. Pues  me embargaban tantas dudas y errores que, ha- biendo intentado instruirme, me parecía no haber  alcanzado otro resultado que el de haber descu- bierto progresivamente mi ignorancia. Y, sin, em-

5 bargo, / realizaba mis estudios en una de las es- cuelas más célebres de Europa7, en donde pensaba  yo que debía haber hombres sabios, si es que exis- tían en algún lugar de la tierra. Había conseguido  aprender allí todo lo que los compañeros aprendían;  y no contento aún con las ciencias que nos en- señaban, hojeé cuantos libros pudieran caer en mis  manos referentes a las que se consideran como las  más curiosas y raras". Conocía, además, los juicios  que los otros hacían sobre mí, y no veía que se  me considerase inferior a mis condiscípulos, aun- que entre ellos hubiese ya algunos a quienes se  destinaba a ocupar los puestos de nuestros maes- tros. En fin, nuestra época me parecía tan flore- ciente y fértil en destacados ingenios como haya 

6 El título de licenciado en derecho por la universidad de Poitiers 

cierra el período de «estudios» mencionado, que va de 1606 a 1616.  Pero el «cambio» teórico es más significativo que ese final histórico, si  entendemos por tal el distanciamiento critico de Descartes respecto de  la cultura establecida —la escolástica, la opinión, la autoridad—, como  proceso inicial de una filosofía crítica tematizada en el Discurso en tér- minos de «duda».y de búsqueda de un fundamento cierto del saber. 

7 El colegio de La Flèche fue fundado por los jesuítas en 1604, en 

un edificio donado por Enrique IV, de ahí el nombre de «Collège Ro- yal». Descartes esludió en él de 1606 a 1614. 

" Se trata no sólo de la química incipiente y de una parte de la óp- tica, la que permite ver cosas extraordinarias a través de espejos y  lentes, sino también de la astrología, la quiromancia, la cábala, la  magia, etc.  


8 RENÉ DESCARTES'.i"' 

podido serlo cualquiera de las precedentes. Por  todo esto llegué a tomarme la libertad de juzgar a  los demás por mí mismo y de pensar que no había  doctrina alguna en el mundo tal y como se me ha- bía prometido anteriormente. 

Con todo, no dejaba de valorar los ejercicios  que se

 practican en las escuelas. Sabía que las len- guas que en ellas se aprenden son necesarias para  comprender las obras de la antigüedad; que la gra- ciosa elegancia de l^s fábulas despierta el ingenio;  que las acciones memorables de las historias lo  exaltan, y que leídas con discreción contribuyen a la  formación del juicio; que la lectura de todos los  buenos libros es como una conversación con las  gentes más distinguidas de los siglos pasados, que  han sido sus autores, y hasta una conversación es- tudiada en la que no nos descubren sino lo más se- lecto de sus pensamientos; que la elocuencia posee  una belleza y un poder de seducción incompara-

6 bles; que la poesía encierra/delicadezas y suavida- des que arrebatan; que las matemáticas posibilitan  sutilísimas invenciones que

 pueden contribuir mu- cho, tanto a satisfacer a los curiosos, como a facili- tar todas las artes y a disminuir el trabajo de los  hombres9; que los escritos que tratan de las cos- tumbres contienen muchas enseñanzas y exhorta- ciones a la virtud que son muy útiles; que la teolo- gía enseña a ganar el cielo; que la filosofía pro- porciona el medio para hablar con verosimilitud  de todas las cosas y hacerse admirar de los menos 

'' P. Rossi (Los filósofos y las máquinas 1400-1700, Labor, Barce- lona, 1966) estudia el papel desempeñado por las artes mecánicas en la  constitución del pensamiento moderno (pp. 102-103). Pero no es tanto  la matemática aplicada a la técnica lo que atrae a Descartes en la re- flexión metodológica, cuanto el modelo de certeza de la matemática  pura (véase Discurso, Parte II).  


DISC URSO DEL MÉTODO 9 5  sabios1"; que la jurisprudencia, la medicina y las  demás ciencias dan honores y riquezas a quienes las  cultivan; y, en fin, que es bueno haberlas examina- do todas, incluso las más supersticiosas y falsas,  para conocer su justo valor y no dejarse engañar  por ellas. 

Pero creía también que ya había dedicado sufi- ciente tiempo a las lenguas, e incluso a la lectura de  los libros antiguos y a sus historias y fábulas. Pues  es casi lo mismo conversar con gentes de otros si- glos que viajar. Es conveniente saber algo sobre  las costumbres dejos diversos pueblos, para juzgar  las del propio con mejor acierto, y no creer que  todo lo que sea contrario a nuestras modas es ridí- culo y contra la razón, como suelen hacer los que  nada han conocido. Pero cuando se dedica dema- siado tiempo a viajar llega uno a sentirse extranjero  en su país; y cuando se posee excesiva curiosidad  por lo que se hacía en los siglos pasados se perma- nece generalmente muy ignorante de lo que ocurre  en el presente. Además, las fábulas'ison causa de  imaginemos como posibles acontecimientos / que  no lo son; y hasta las más fieles historias, si bien no  cambian ni aumentan el valor de las cosas para ha- cerlas más dignas de ser leídas, al menos omiten  casi siempre las circunstancias más vulgares y me- nos ilustres; de ahí proviene que lo demás no pa- rezca tal como es, y que los que ajustan sus cos-

10 La enseñanza de la filosofía en los colegios de jesuítas ocupa los 

tres últimos años. Comprendía: lógica, física, metafísica y moral, im- partidas desde un punto de vista aristotélico-tomisia. La escolástica tar- día tuvo su mejor intérprete en el jesuíta F. Suárez, Disputa/iones me- taphysicae, Salamanca, 1597. No obstante esta filosofía especulativa de  la Escuela, la posibilidad de una filosofía práctica, que contribuya al  desarrollo de la técnica, es una consecuencia de la aplicación del mé- todo a determinados dominios del saber (véase Discurso, Parle VI).  Cf. nota 11.  


10 RENÉ DESCARTES'.i"' 

tumbres a los ejemplos qu

e sacan de tales historias  se exponen a caer en las extravagancias de los hé- roes de nuestras novelas y a concebir proyectos que  superan sus fuerzas. 

Estimaba mucho la elocuencia y era un enamo- rado de la poesía; pero pensaba que una y otra eran  dones de la naturaleza más que frutos del estudio.  Los que poseen excelente capacidad para razonar y  con facilidad disponen con orden sus pensamientos,  con el fin de hacerlos claros e inteligibles, siempre  pueden persuadir mejor sobre aquello que propo- nen, aunque hablen la lengua inculta de los godos y  jamás hayan estudiado retórica. Así como los que  son capaces de las más agradables invenciones y sa- ben expresarlas con el mayor ornato y dulzura, no  dejarían de ser los mejores poetas aunque el arte  poético les fuera desconocido. 

Me deleitaba sobre todo en el estudio de las  matemáticas, dada la certeza y evidencia de sus ra- zonamientos; pero no "me daba cuenta todavía de su  verdadero uso" y, pensando que sólo eran aplica- bles a las artes mecánicas, me extrañaba de que,  siendo sus cimientos tan firmes y sólidos, no se hu- biese construido sobre ellos nada más elevado.  Comparaba, en cambio, los escritos de los antiguos 

8 paganos que tratan de las costumbres con palacios /  de soberbia magnificencia, pero construidos sobre  arena y barro. Exaltan en grado máximo las virtudes 

11 Como sostiene Einstein, en la medida en que las proposiciones 

de la matemática son ciertas, esto es, estrictamente axiomáticas, no se  refiere

n a la realidad. Desde este niodèlo de certeza, a Descartes no le  satisface la matemática aplicada, por ejemplo, al arte militar, a la téc- nica de las fortificaciones. Pero como Galileo, y luego Einstein, des- cubrirá que el verdadero uso o función de la matemática consiste en  tratar de «examinar cuestiones de física por medio de razonamientos  matemáticos» (A Mersenne, 11 de octubre de 1638). Cf. Conversación  con Bwman, cit., pp. 177-179.  


DISC URSO DEL MÉTODO 11 5 

y las presentan como lo más estimable de cuantas  cosas hay en el mundo; pero no nos enseñan sufi- cientemente a conocerlas, y a menudo lo que de- signan con tan digno nombre no es sino insensibili- dad, orgullo, desesperación o parricidio. 

Respetaba nuestra teología y, como otro cual- quiera,

 aspiraba a ganar el cielo; pero habiéndome  enseñado, como algo muy seguro, que su camino  no es menos accesible para los

 ignorantes que para  los doctos y que las verdades reveladas, que a él  conducen, están por encima de nuestra inteligen- cia, nunca me hubiera atrevido a someterlas a la  fragilidad de mis razonamientos, pues pensaba que  para emprender su examen y finalizarlo con éxito  era necesario contar con alguna asistencia extraor- dinaria del cielo y ser algo más que hombre. 

Nada diré sobre la filosofía, sino que, viendo  que ha sido cultivada por los ingenios más relevan- tes que han

 existido desde hace siglos y que, sin  embargo, nada hay en ella que no sea aún objeto de  disputa y, por lo tanto, dudoso, no tenía yo la sufi- ciente presunción para esperar alcanzar en ella algo  mejor que los otros. Considerando, además, cuán  diversas opiniones pueden darse referentes a una  misma materia, defendidas por gentes doctas, si  bien sólo una de ellas puede ser verdadera, estima- ba casi como falso todo lo que no era más que ve- rosímil12. 

12 Lo «verosímil» es aquello que no depende de un razonamiento 

demostrativo. La crítica de la Filosofía escolástica es manifiesta, tanto  por el lugar que en ella ocupa la disputa, como por el carácter simple- mente probable (le las conclusiones a las que llega por medio de razo- namientos silogísticos. El modelo matemático de certeza le permite  identificar no sólo lo que es falso y verosímil, sino también la vacía  erudición del relato de las opiniones en disputa; pero no le evita incu- rrir en la actitud escéptica, a lo Montaigne —que llevaba a Descartes a  «abandonar enteramente el estudio de las letras»—, al menos mientras  busca y encuentra, en 1619, otra verdad.  


12 RENÉ DESCARTES'.i"' 

Y en cuanto a las demás ciencias, dado que to- 9 man sus principios de la filosofía, estimaba / que no  se podía haber construido nada sólido sobre cimien- tos tan poco firmes. De ahí que ni el honor ni el pro- vecho que prometen fueran razones suficientes para  determinarme a aprenderlas; pues no me encontraba,  gracias a Dios, en una situación tal que me viese  obligado a hacer de la ciencia un oficio para mejorar  mi fortuna; y aunque no profesara el desprecio de la  gloria a lo cínico, apreciaba muy poco sin embargo  aquélla que sólo se podía adquirir mediante falsos tí- tulos. Y, en fin, en lo que se refiere a las vanas doc- trinas, pensaba que ya conocía bastante bien su va- lor, para no dejarme engañar nunca más ni por las  promesas de un alquimista, ni por las predicciones de  un astrólogo, ni por las imposturas de un mago, ni  por los artificios o la presunción de todos los que 

profesan saber más de jo que saben. 

Por ello, tan pronto" como la edad me permitió 

salir de la sujeción de mis preceptores, abandoné  completamente el estudio de las letras,. Y, tomando  la decisión de no buscar otra ciencia que la que pu- diera hallar en mí mismo o en el gran libro del  mundo, dediqué el resto de

 mi juventud a viajar,; a  conocer cortes y ejércitos, a tratar con gentes de  diversos temperamentos y condiciones, a recoger  diferentes experiencias, a ponerme a mí mismo a  prueba en las ocasiones que la fortuna me deparaba,  y a hacer siempre tal reflexión sobre las cosas que  se me presentaban, que pudiese obtener algún pro- vecho de ellas. Pues me parecía que podría encon- trar mucha más verdad en los razonamientos que  cada uno hace en los asuntos que le atañen, y cuyo 

•0 resultado / puede serle inmediatamente su castigo si  ha juzgado mal, que los que hace en su despacho un  - . hombre de letras sobre especulaciones que no pro- ducen efecto alguno y que no tienen para él otra  


DISC URSO DEL MÉTODO 13 5 

consecuencia, acaso, que la de inspirarle tanta más  vanidad cuanto más se apartan del sentido común,  ya que habrá tenido que emplear mucho más inge- nio y artificio para intentar hacerlas verosímiles. Y  siempre sentía un deseo inmenso de aprender a dis- tinguir lo verdadero de lo falso, para ver claro en  mis acciones y andar con seguridad en esta vida. 

Es cierto que, mientras me limitaba a considerar  las costumbres de los otros hombres, apenas encon- traba en ellas nada que me convenciera, y observaba  casi tanta diversidad como había advertido antes entre  las opiniones de los filósofos. De tal manera que el  mayor provecho que obtenía de esto era que, al ver  varias cosas ,que si bien

 nos parecen muy extrava- gantes y ridiculas no dejan de ser por ello común- mente aceptadas y aprobadas por otros grandes pue- blos, aprendió a no creer nada con demasiada firmeza  de todo lo que se me había persuadido únicamente  por el ejemplo y la costumbre; .y así me liberaba poco  a poco de muchos errores, que pueden ofuscar nues- tra luz natural y hacernos menos aptos para escuchar  la voz de la razón13. Pero después de haber empleado 

" varios años estudiando de este modo en el libro del  mundo e intentando adquirir alguna experiencia,  tomé un día la resolución de estudiar también en mí  mismo y de emplear todas las fuerzas de mi ingenio  en elegir los caminos que debía seguir. Lo cual me 

11 dio mejor / resultado, me parece, que si no me hubie- ra alejado nunca de mi país ni de mis libros. 

11 «Escuchar la voz de la razón» es, para Heidegger, una de las cla-

ves de la filosofía moderna. Sin embargo, no es la filosofía, eslo es, el  «corresponder que sintoniza con la voz del Ser del ente» (¿Qué es fi- losofía? Narcea, Madrid, 1978, p. 67). Pero, si este corresponder como  decir privilegiado es traducible a lenguaje, ¿no tiene que ver en ello la  vo/. tie la razón? (cf. M. Heidegger, La pregunta por la cosa, pp. 96- 97). Cf. A. Álvarez Gómez, «Descaries: la razón, única guía del hom- bre», Ciuul. Salm. Filos., 12, 1985, pp. 19-43.  


SEGUNDA PARTE 

Me encontraba entonces en Alemania, a donde  había ido

 con motivo de unas guerras que aún no han  terminado1; y cuando volvía al ejército después de  asistir a la coronación del emperador, el comienza  del invierno me retuvo en un acuartelamiento en el  que, no encontrando conversación alguna que me  distrajera y no teniendo tampoco, por fortuna, preo- cupaciones o pasiones que me perturbaran, perma- necía durante todo el día solo y encerrado junto a  una estufa, donde disponía de la tranquilidad nece- saria para entregarme a mis pensamientos2. Entre 

' Se Irala de la guerra de los Treinta Años, que finaliza en 1648 con  la paz de Weslfalia. Descartes ha dejado Holanda el 29 de abril de 1619  para asistir a la coronación de Fernando II como emperador, en Franc- fort, cuyas fiestas duraron del 20 de julio al 9 de septiembre de 1619.  Con el apoyo de la Liga Católica, Femando II lucha contra Federico V,  que lidera la Liga Evangélica. ¿Por qué Descartes está al lado de la po- lítica contrarreformista del primero? ¿Por qué mantiene la extensa co- rrespondencia con Elisabeth, hija del segundo, si además Descartes está  enrolado en el ejército del duque de Baviera, Maximiliano, quien com- bate contra el elector palatino? Pero ¿cuál es la participación de Des- cartes en la guena? ¿Se alista en el ejército por alguna causa concreta, o  más bien para huir de los acontecimientos que tienen lugar en Holanda?  Si tenemos en cuenta que Descartes se dedica, sobre lodo, a sus refle- xiones y que abandona definitivamente el ejército en 1620 para dedi- carse a viajar, cabría concluir que la presencia de Descartes en el ejérci- to lia tenido escasa significación. Para un estudio monográfico de esta  actitud política, véase: A. Negri, Descartes político, Fellrinelli, Milano. 

2 El célebre descubrimiento de este momento, el principio de la 

unidad del saber, es consignado en el escrito Olympica (1620) en los si- guientes términos: «10 de noviembre de 1619, cuando Heno de entu-

[15]  


16 RENÉ DESCARTES'.i"' 

los cuales, uno de los primeros fue el darme cuenta  de que a menudo no existe tanta perfección en obras  compuestas de muchos elementos y realizadas por  diversos maestros como en aquellas ejecutadas por  uno solo. Así vemos que los edificios que un solo ar- quitecto ha comenzado y acabado suelen ser más  bellos y mejor ordenados que aquellos otros que va- rios han tratado de reformar, utilizando antiguos mu- ros que habían sido construidos para otros fines. Así  sucede con esas viejas ciudades que, no habiendo  sido al comienzo sino aldeas, se han convertido con  el transcurso del tiempo en grandes urbes; están ge- neralmente muy mal trazadas si las comparamos con  esas plazas regulares que un ingeniero diseña según  su fantasía sobre un terreno llano; pues, si bien con- siderando cada uno de sus edificios aisladamente se  encuentra a menudo en ellos tanto o más arte que en  los de las ciudades nuevas, sin embargo, al ver cómo  están emplazados —aquí uno grande, allá uno pe- queño— y cómo hacen las calles curvas y desigua-

12 les, / se diría que ha sido más bien el azar, y no la  voluntad de unos hombres que hacen uso de su ra- zón, el que los ha dispuesto así. Y si se considera  que, no obstante, siempre han existido funcionarios  encargados de cuidar de que los edificios de los par- ticulares contribuyan al ornato público, fácilmente se  comprenderá lo difícil que es hacer algo perfecto  cuando se trabaja sobre obras realizadas por otro.  Del mismo modo, me imaginaba que los pueblos  que han evolucionado poco a poco desde un estado  semisalvaje a otro civilizado, elaborando sus leyes  sólo cuando la incomodidad de los crímenes y pe-

siasmo descubrí los fundamentos de una ciencia admirable» (AT, X,  p. 17

9). El entusiasmo va acompañado, en la noche del K) al II, de 1res  sueños, c u y o relato e interpretación puede verse en: Olympica;  G. Milhaud, Descartes savant, Alean, Paris, 1921, cap. II; J. Maritain,  «Le songe de Descartes», Revue universelle, 1920.  


DISC URSO DEL MÉTODO 17 5 

leas les ha obligado, no pueden estar políticamente  tan bien organizados3 como aquellos que, desde el  momento en que se reunieron por primera vez, han  observado las constituciones de algún prudente le- gislador4. Como también es muy cierto que el go- bierno de la verdadera religión, cuyas leyes Dios  solo ha instituido, debe estar incomparablemente  mejor regulado que cualquier otro. Pero hablando  de las cosas humanas, pienso que si Esparta ha sido  en otro tiempo muy floreciente no se debió a la bon- dad de cada una de sus leyes en particular, pues al- gunas eran muy extrañas y hasta contrarias a las  buenas costumbres, sino al hecho de que siendo con- cebidas por un solo legislador, todas tendían a un  mismo fin. De igual modo, pensaba que las ciencias  expuestas en los libros, al menos aquéllas cuyas ra- zones son sólo probables y carecen de toda demos- tración, habiendo sido elaboradas y paulatinamente  engrosadas con las opiniones de muchas y diferentes  personas, no están tan cerca de la verdad como los  simples razonamientos que un hombre de buen sen-

13 tido5 puede hacer, naturalmente, / acerca de las cosas  que se presentan. Y también pensaba que, como he- mos sido todos nosotros niños antes de ser hombres  y hemos tenido que dejarnos regir por nuestros ape- titos y por nuestros preceptores, con frecuencia con- trarios unos a otros y que, tal vez, ni unos ni otros  nos han aconsejado siempre lo mejor, es casi impo-

:t La expresión francesa si bien policés (ed. tal.: lam bene instituía 

república) se refiere al orden y a la organización de un pueblo. Tal sen- tido proviene del término police en el sentido en que lo define el Dic- tionnaire de l'Académie (1694): «el orden, las ordenanzas que se ob- servan en un Estado, en una república, en una ciudad». 

4 Alusión a Licurgo, creador de la legislación espartana. 

5 Un hombre que sólo hace uso de la razón natural (ed. lat.: sola 

ratione naturali utens). Cf. J. Morris, «Desearles' natural light», Jour- nal of the History of Philosophy, XI: 2, 1973, pp. 169-187.  


18 RENÉ DESCARTES'.i"' 

sible que nuestros juicios sean tan puros y sólidos  como lo habrían sido si, desde el momento de nacer,  hubiéramos dispuesto del pleno uso de nuestra razón  y nos hubiéramos guiado exclusivamente por ella. 

Es cierto que no vemos que se derriben todas  las casas de una ciudad con el único propósito de  reconstruirlas de otra manera y de contribuir a un  mayor embellecimiento de sus calles; pero se ve  muchas veces que algunos particulares mandan de- rribar las suyas para edificarlas de nuevo, y hasta al- gunas veces se ven obligados a ello cuando sus vi- viendas amenazan ruina y cuando sus cimientos  son poco firmes. Ante cuyo ejemplo llegué a per- suadirme de que no sería en verdad sensato que un  particular intentara reformar un Estado, cambián- dolo todo desde sus fundamentos y derribándolo  para hacerlo resurgir; como tampoco lo sería refor- mar el cuerpo de las ciencias, o el orden establecido  en las escuelas para su enseñanza6. Pero, con rela- ción a todas aquellas opiniones que hasta entonces  había aceptado, no podía hacer nada mejor que pro- ponerme de una vez abandonarlas, con el fin de  sustituirlas luego bien por otras mejores o bien por 

14 las mismas, pero después que las hubiera / sometido  al juicio de la razón. Creí firmemente que, por este  medio, acertaría a dirigir mi vida mucho mejor que  si me limitase a edificar sobre antiguos cimientos y 

6 El planteamiento de la reforma del saber desde sus cimientos es 

tratado con suma cautela, sobre lodo en lo que afecta al saber 

práctico,  esto es, a las instituciones sociales como el Estado, la Iglesia y las ins- tituciones docentes. Como observa G. Quintás, la suerte corrida por  quienes habían defendido una reforma radical en este campo «desa- consejaba» ahora tal pretensión, como ya lo hiciera Montaigne (Essais,  III, 9). Lo cierto es que el proyecto cartesiano de reconstruir el saber  desde fundamentos nuevos afectará a dichas instituciones, pues la po- sibilidad crítica de someter también estas opiniones al «juicio de la ra- zón» está abierta, como se dice a continuación.  


DISC URSO DEL MÉTODO 19 5 

me apoyase únicamente sobre los principios de los  que me había dejado persuadir durante mi juventud,  sin haber examinado nunca si eran verdaderos.  Pues, si bien advertía en esto diversas dificultades,  ni eran insolubles sin embargo,

 ni comparables a las  que se encuentran en la reforma de las menores co- sas que atañen a lo público. Estos grandes cuerpos  políticos son muy difíciles de reconstruir, una vez  que han sido derribados, e incluso de sostenerlos en  pie cuando han sido fuertemente sacudidos, y sus  caídas son necesariamente muy duras. Además, en  lo que toca a sus imperfecciones, si las tienen, como  la única diferencia que existe entre ellos es sufi- ciente para asegurar que algunos las tienen, el uso  las ha suavizado muchísimo sin duda; y hasta ha  evitado o corregido insensiblemente muchas, que  con la prudencia no hubiesen podido remediarse  tan eficazmente. Y, en fin, tales imperfecciones son  casi siempre más soportables para un pueblo habi- tuado a ellas7 que lo sería su cambio; como los ca- minos reales que serpentean entre montañas que, a  fuerza de ser frecuentados, llegan a ser poco a poco  tan lisos y cómodos que es preferible seguirlos que  intentar un atajo más recto, escalando las rocas y  descendiendo hasta los precipicios. 

Por todo esto, de ningún modo podría estar de  acuerdo con esos hombres de carácter lioso e in- quieto, que no cesan de idear constantemente al- guna nueva reforma, sin haber sido llamados a la  administración de los asuntos públicos ni por su 

15 nacimiento ni por su fortuna8. / Y si estimara que 

7 Desearles sigue aquí a Montaigne (Essais, III, 9) y a Charron (De 

la sagesse, II, 8, an. 7). La ed. lal. añade a «plus supportable»: ab as- suetis populis (AT, VI, p. 547), cf. E. Gilson, op. cit., p. 173. 

8 Lo que se pretende es alejar cualquier posible imagen de «refor-

mador» político o social, con el fin de no ser importunado en su pro- yecto de reforma del saber, como puntualiza a continuación. Hay que  


20 RENÉ DESCARTES'.i"' 

hay en este escrito la menor cosa que pudiera ha- cerme sospechoso de semejante locura, de ningún  modo podría permitir o sufrir que fuera publicado.  Mi propósito no ha sido nunca otro que intentar re- formar mis propios pensamientos y construir sobre  un terreno que sea enteramente mío. Y si, habién- dome complacido bastante mi obr

a, os la propongo  como modelo, no significa esto que quiera aconse- jar a nadie que lo siga. Aquellos a los que Dios ha  distinguido con sus dones tendrán quizá proyectos  más elevados; pero mucho me temo que éste re- suite ya demasiado

 audaz para algunos. La mera  resolución de liberarse <Je todas las opiniones de  las que hemos sidó empapados en otro tiempo, no  es un ejemplo que todos deban seguir; el mundo  casi se compone, en efecto, de dos tipos de personas  a quienes este ejemplo no conviene en modo algu- no. A saber, de los que, creyéndose más hábiles de  lo que son, no pueden contener la precipitación de  sus juicios ni tener bastante paciencia para conducir  ordenadamente sus pensamientos; de ahí se des- prende qu£, si alguna vez se hubieran tomado la li- bertad d^jdudande los principios que han recibido y  de apartarse del camino común, nunca llegarían a  encontrar el sendero que hay que tomar para ir más  recto y permanecerían extraviados toda su vida. Y,  además, de aquellos que, teniendo la suficiente ra- zón o modestia para apreciar que son menos capa- ces de distinguir lo verdadero de lo falso que otros  hombres por los cuales pueden ser instruidos, deben  más bien contentarse con seguir las opiniones de és- tos que buscar por sí mismos otras mejores. 

notar, de paso, que el acce

so a la administración de los asuntos públi- cos sólo era posible a través del «nacimiento» (nobleza) y de la «for- tuna» (riqueza). Esta última era la puerta de acceso de la burguesía a  los espacios de poder.  


DISC URSO DEL MÉTODO 21 5 

16 Y, en cuanto a mí, me hubiera encontrado sin  duda entre estos últimos, si no hubiera tenido más  que un solo maestro o no hubiera conocido las di- ferencias que siempre han existido entre las opi- niones de los más doctos. Pero, habiendo aprendido  desde el colegio que no se puede imaginar nada, por  extraño e increíble que sea, que no haya sido dicho  por alguno de jos filósofos; y habiendo observado  luego, en mis viajes, que todos aquellos cuyo senti- mientos son muy contrarios a los nuestros no son  por ello bárbaros ni salvajes, sino que muchos ha- cen tanto o más uso que nosotros de la razón; ha- biendo considerado también cuán diferente llegaría  a ser un hombre que, con su mismo ingenio, hubie- se sido criado desde su infancia entre franceses o  alemanes en lugar de haber vivido siempre entre  chinos o caníbales; y que hasta en las modas de  nuestros trajes, lo que nos ha gustado hace diez  años, y acaso vuelva a gustarnos dentro de otros  diez, nos parece hoy extravagante y ridículo, de  modo que son más bien }a costumbre y el ejemplo  los que nos persuaden, que conocimiento alguno  cierto; y habiendo considerado, en fin, que la plu- ralidad de votos no es una prueba válida en favor de  las verdades algo difíciles de descubrir, pues es  mucho más verosímil que un hombre solo las des- cubra que todo un pueblo, no podía elegir a nadie  cuyas opiniones me parecieran que debían ser pre- feridas a las de los demás, y me encontraba como  obligado a emprender por mí mismo la tarea de  conducirme. 

Pero, al igual que un hombre que camina solo  y en la oscuridad, tomé la resolución de avanzar  17 tan lentamente y de usar / tal circunspección en  todas las cosas que, aunque adelantara muy poco,  me guardaría muy bien al menos de tropezar y  caer. Ni siquiera quise empezar a rechazar por  


22 RENÉ DESCARTES'.i"' 

completo ninguna de las opiniones que en otro  tiempo

 hubieran podido deslizarse en mi creencia  sin pasar por el tamiz de la razón,^hasta que no  hubiese dedicado el tiempo süficiénte a hacer el  proyecto de la obra que me proponía, y a buscar el  verdadero método para llegar al conocimiento de  todas las cosas de las que mi ingenio fuera ca- paz. 

Había estudiado un poco, cuando era más jo- ven, de entre

 las partes de la filosofía, la lógica, y  de las matemáticas, el análisis de los geómetras y  el álgebra, tres artes o ciencias9 que al parecer de- bían contribuir en algo a mi propósito. Pero, al  examinarlas atentamente, advertí con relación a la  lógica que sus silogismos y la mayor parte de sus  preceptos sirven más para explicar a otro cuestio- nes ya sabidas o incluso, como el arte de Lulio, 

9 Descartes ha estudiado la lógica aristotélica y, como dice más 

adelante, «el análisis de los antiguos» y el «álgebra de los modernos».  En cuanto al análisis geométrico se ha de tener en cuenta: 1 ) que su  descubrimiento por los humanistas del Renacimiento se debe a hele- nistas matemáticos; 2) que el texto más antiguo y extenso es el del ale- jandrino Pappus, cuya traducción de ComiTiandino (Pappi Alexandrini,  Mathematicorum Collectionum, Lib. VII) ha podido leer Descartes; 3)  Descartes considera, a diferencia de Pappus, que el análisis es superior  a la síntesis, tanto como método de exposición c o m o de invención  (Segundas Respuestas, AT, VII, p. 155); 4) que el análisis geométrico  no es lo mismo que el análisis propuesto c o m o tercera regla del méto-

do. En cuanto al álgebra. Descartes la ha estudiado, sin duda, en el  Algebra de Clavios, S. J. (Operum mathematicorum, t. II, Moguntiae, 

1612, pp. 1-181), del que ha tomado la notación, y no de Ramus o de  Vieta; pero

 remonta su descubrimiento, más allá de los árabes, a los  alejandrinos Pappus y Diophanlo (cf. Regla IV; AT, X, p. 376), cf.  E. Gilson, op. cit., pp. 187-191. Si escribe «artes o ciencias», no es sino  para evitar la inútil controversia secular acerca de la naturaleza de estas  disciplinas (J. Sirven, Les années d'apprentisage de Descartes, Paris,  1928). Cf. A. Robert, «Descartes et l'Analyse des anciens», Archives  de philosophie, XIII, 1937, pp. 221- 245; J. L. Coolidge, A history of  geometrical methods. Clarendon, Press, Oxford, 1940; J. Hintikka y  U. Remes, The method of analysis, Reidel, Dordrecht, 1974.  


DISC URSO DEL MÉTODO 23 5  para investigar las que desconocemos10. Y si bien  contiene, en efecto, muchos preceptos que son  muy buenos y verdaderos, hay sin embargo, mez- clados con ellos, tantos otros perjudiciales o bien  superfluos, que es casi tan difícil separarlos como  sacar una Diana o una Minerva de un bloque de  mármol en el que ni siquiera hay algo esbozado.  En lo que concierne, por otra parte, al análisis de  los antiguos y al álgebra de los modernos, además  de que no se refieren sino a materias muy abstrac- tas, que parecen carecer de todo uso, el primero  está siempre tan circunscrito a la consideración de  las figuras, que no permite ejercitar el entendi-

18 miento / sin fatigar excesivamente la imaginación;  y en la segunda, hay que sujetarse tanto a ciertas  reglas y cifras, que se ha convertido en un arte  confuso y oscuro, bueno para enredar el ingenio,  en lugar de una ciencia que lo cultive. Tal fue la  causa por la que pensé que había que buscar algún  otro método que, reuniendo las ventajas de los  otros tres, estuviera exento de sus defectos»". Y 

10 El propósito de Descartes está formulado explícitamente en el sub-

título del Discurso e insistentemente en toda su obra. Aquí nos lo repite:  se trata de investigar, de descubrir lo que no conocemos (ed. lat.: ad ea  quae ignoramus investigando). Desde esta posición, la crítica del silogis- mo, que repite en la conclusión lo que ya está contenido en las premisas,  y del Ars magna de Lulio (cf. a Beeckman, 29 de abril de 1619), porque  son métodos formales que no hacen avanzar la ciencia, es evidente. 

" Un método que no sólo garantice formalmente el rigor lógico,  sino que sea,

 ante todo, un método de invención e investigación; que  conserve del análisis geométrico el apoyo de la imaginación, puesto  que trabaja con líneas, pero sin someter a ella el intelecto, que simbo- lice las cantidades mediante signos c o m o el álgebra, pero simplifi- cándolos, c o m o acaba de hacer Descartes, representando mediante las  letras del alfabeto todas las cantidades conocidas (a, b, c, etc.) y des- conocidas (JC, y), etc. En resumen, un método de investigación, que no  obstaculice la razón, sino que facilite su trabajo mediante la simplifi- cación de su lenguaje. Cf. J. Echeverría, «Nota sobre la Geometría de  1637 y el Método cartesiano», en Descartes (de V. Gómez Pin), Do- pesa, Barcelona, 1979, Apéndice II, pp. 117-127.  


24 RENÉ DESCARTES'.i"' 

como la multiplicidad de leyes a menudo sirve de  excusa para los vicios, de tal forma que un Estado  está mucho mejor regido cuando no existen más  que unas pocas, pero muy estrictamente observadas,  así también, en lugar del gran número de preceptos  de los que la lógica está repleta, estimé que tendría  suficiente con los cuatro siguientes, con tal de que  tomase la firme y constante resolución de no dejar  de observarlos ni una sola vez. 

El primero consistía en no admitir jamás cosa  alguna como verdadera sin haber conocido con  evidencia que así era12; es decir, evitar con sumo  cuidado la precipitación y la prevención, y no  admitir en mis juicios nada más que lo que se  presentase tan clara y distintamente a mi espíritu  que no tuviese motivo alguno para ponerlo en  duda13. 

El segundo, en dividir cada una de las dificulta-

12 El nuevo criterio de verdad, la evidencia, y sus condiciones 

(la claridad y distinción, y la indudabilidad) es decisivo en la episte- mología cartesiana. N o sólo rompe la identidad tradicional expresada  en la «adaequatio intellectus el rei», sino que excluye, junto con la pro- babil

idad aristotélica y la verosimilitud escolástica la conjetura. Al  contrario de ésta, lo evidente es aquello cuya verdad aparece a la men- te de manera inmediata, es decir, en la operación denominada intuición,  según el enunciado de la Regla HI: los que buscan el recto camino de la  verdad no deben ocuparse sino de «lo que podamos intuir clara y evi- dentemente o deducir con certeza». Se añade en este enunciado una  operación complementaria de la intuición, la deducción, y la exigencia  de certeza. 

13 Al remitirnos típicamente a la «claridad y distinción» como 

condiciones de la evidencia, esto es, de la verdad, se olvida que la in- dudabilidad es su condición más radical. La exigencia metodológica de  la duda aplicable a «lodo», incluida la certeza de la matemática, no  sólo funda la verdad del primer principio, sino que somete a prueba la  verdad de cualquier otro axioma. Con ello Descartes abre el debate de  la filosofía moderna en torno al problema de la coincidencia o no de la  certeza (pensainienlo) y la verdad (cosa). La duda misma es la proble- matización de la identidad enlre certeza y verdad (cf. E. Severino,  op. cit., p. 44).  


DISC URSO DEL MÉTODO 25 5 

des a examinar en tantas partes como fuera posible  y necesario para su mejor solución14. 

El tercero, en conducir con orden mis pensa- mientos, empezando por los objetos más simples y  más fáciles de conocer, para ascender poco a poco,  gradualmente, hasta el conocimiento de los más  complejos y suponiendo incluso un orden entre 

19 aquellos / que no se preceden naturalmente unos a  otros15. 

Y el último, en hacer en todo enumeraciones  tan completas y revisiones tan amplias, que llegase  a estar seguro de no haber omitido nada16. 

Las largas cadenas de razones muy simples y 

14 Una «dificultad» (término empleado en el Discurso) no es sino 

una «cuestión» o un conjunto de cuestiones (Regla Xlll). De ahí la ne- cesidad de simplificar la dificultad o dividir las cuestiones (precepto  2.ü), y la consiguiente enumeración (precepto 4."), para «conducir con  orden» el pensamiento desde lo simple a lo complejo (precepto 3.").  E. Gilson (op. cit., pp. 204 ss.) subraya la compleinentariedad de estos  preceptos. Se ha de tener en cuenta, además, la primacía que Descartes  concede al análisis sobre la síntesis, así como las demás observaciones  hechas en las notas 9 y 15. 

15 ¿Complementariedad del análisis y de la síntesis o primacía del 

análisis? Al primar éste Descartes no ha comprendido que el método  sintético es el que mejor corresponde al proceder more geométrico de  los Elementos de Euclides, según Spinoza (Tratado de la reforma del  entendimiento, par. 30-51, 105-107). Leibniz, en cambio, defiende  una posición de equilibrio, si bien critica todo el planteamiento carte- siano (cf. Y. Belaval, Leibniz critique de Descartes, Gallimard, Paris,  I960, cap. III, «La critique des quatre préceptes», pp. 133-198).  J. Marrades Millet («Descartes, Newton y Hegel sobre el método de  análisis y síntesis». Pensamiento, 164, 1985, 393-429) define así la te- sis de la complementariedad: «Aun cuando el análisis, como niélenlo de  descubrimiento, tiene para nosotros una prioridad heurística respecto a  ia síntesis en metafísica y en física, la síntesis posee siempre una pri- macía epistemológica sobre el análisis, pues demuestra deductiva- mente lo que en el análisis sólo vale a título de suposición» (p. 400). 

16 Más importante que las condiciones de la enumeración, es tener 

en cuenta la función que Descartes le asigna en la Regla VII: por una  parte, la de constituir una prueba de la verdad inducida por medio del  análisis entendido como momento inductivo de la investigación; en  


26 RENÉ DESCARTES'.i"' 

fáciles, que los geómetras acostumbran a emplear  para llegar a sus demostraciones más difíciles, me  habían proporcionado la ocasión de imaginar que  todas las cosas que pueden ser objeto de conoci- miento humano se encadenan de la misma manera;  y que, con sólo abstenerse de admitir como verda- dera alguna que no lo sea y guardando siempre el  orden necesario para deducir unas de otras, no pue- de haber algunas tan alejadas de nuestro conoci- miento a las que, finalmente, no podamos llegar ni  tan ocultas que no podamos descubrir. No me ori- ginó excesiva preocupación el buscar por cuáles  era preciso comenzar, pues ya sabía que debía ser  por las más simples y las más fáciles de conocer; y  considerando que, entre todos los que hasta ahora  han investigado la verdad en las ciencias, sólo los  matemáticos han podido encontrar algunas demos- traciones, es decir, algunas razones ciertas y evi- dentes, en modo alguno dudaba que debía comenzar  por las mismas que ellos han examinado, aunque no  esperase de ellas ninguna otra utilidad, sino habituar  mi ingenio a conocer la verdad y a no contentarse  con falsas razones. Mas no por ello he tenido el  propósito de procurar aprender todas esas ciencias  particulares, que comúnmente se llaman matemáti-

20 cas; / viendo también que aunque sus objetos son  diferentes todas coinciden, sin embargo, en que no 

este sentido Descartes habla de «enumeración o inducción» (AT, X,  pp. 388-389); por otra, la de ser garantía del camino del pensamiento,  que a través de todos los pasos deductivos o eslabones de la cadena, va  desde el primer axioma hasta la última conclusión (AT, X, 389-390).  La enumeración, en cualquier caso, pone

 en juego la memoria para «no  omitir nada»: ningún dato informativo, ninguna noción simple, ningún  eslabón de la cadena deductiva. Pero ¿tendrá razón Leibniz al objetar  que sólo se puede sustituir la debilidad de la memoria, no por la ince- sante enumeración y revisión, sino por un lenguaje simbólico univer- sal? ¿No es ésta la tendencia actual de los códigos simplificados?  (Y. Belaval, op. cit., p. 197).  


DISC URSO DEL MÉTODO 27 5 

consideran sino las diversas relaciones o propor- ciones que en ellos se encuentran, pensé que era  más interesante que examinara únicamente esas  proporciones en general, suponiéndolas sólo en  aquellas materias más idóneas para facilitarme su  conocimiento o incluso no vinculándolas a ellas de  ninguna manera para poder aplicarlas tanto mejor  después a todas aquellas a las que pudiera convenir.  Al darme cuenta, luego, de que para conocer tales  proporciones tendría unas veces necesidad de con- siderar cada una en particular, y otras tan sólo com- prender varias conjuntamente y retenerlas en la  memoria, pensé que, para mejor analizarlas en par- ticular, las tenía que suponer con líneas, pues no  encontraba nada más simple ni que pudiera repre- sentar más distintamente ante mi imaginación y mis  sentidos; y que, para retener o comprender varias  conjuntamente, era preciso que las explicara me- diante algunas cifras lo más cortas que fuera posi- ble; de este modo, pensé también, tomaba todo lo  mejor del análisis geométrico y del álgebra, y co- rregía todos los defectos de uno por medio del  otro17. 

Y, en efecto, me atrevo a decir que el cumpli- miento exacto de estos pocos preceptos que había  elegido me dio tal facilidad para resolver todas las 

17 Del análisis geométrico conserva la ayuda de la imaginación, 

dado que trabaja con líneas (ed. lat.: in lineis reclis), y del álgebra la  brevedad que proporciona el simbolismo, tal c o m o Descartes lo acaba  de simpliiicar. La posibilidad de una matemática universal exige re- ducir a lo «más simple» las dos ramas más generales de la matemática:  la geometría, cuyo objeto es la magnitud o cantidad continua, y la  aritmética, cuyo objeto es el número o cantidad discontinua. La reduc- ción se efectúa eligiendo la más simple de las dos cantidades como  símbolo de la otra (cf. E. Gilson, op. cit., pp. 219-222). ¿No es éste el  trabajo llevado a cabo en su ensayo Geometría? Cf. Echeverría, «Nota  sobre la Geometría de 1637 y el Método cartesiano», en Descartes, de  V. Gómez Pin, Dopesa, Barcelona, 1979, Apéndice II, pp. 117-127.  


28 RENÉ DESCARTES'.i"' 

cuestiones tratadas por estas dos ciencias, que en  dos o tres meses que empleé en examinarlas, ha- biendo comenzado por las más simples y generales,  y siendo cada verdad que descubría una regla que 

21 me / servía luego para encontrar otras, no sólo con-

 seguí resolver algunas cuestiones que otras veces 

 había juzgado muy difíciles, sino que me pareció  también, hacia el final, que podía determinar por  qué medios y hasta qué punto era posible resolver  incluso las que yo ignoraba. Lo cual no puede pa- recer acaso muy pretencioso, si se considera que  no habiendo en matemáticas más que una verdad de  cada cosa quien la descubre sabe acerca de ella  todo cuanto se puede saber; así, por ejemplo, un  niño que sabe aritmética, si ha realizado una suma  siguiendo las reglas, puede estar seguro de haber al- canzado con relación a la suma que examinaba todo  cuanto el ingenio humano es capaz de hallar. Pues,  en definitiva, el método que nos enseña a seguir el 

v verdadero ordena y a enumerar exactamente todas  las circunstancias de lo que se busca, contiene todo  lo que confiere certeza a las reglas de la aritmética. 

Pero lo que más me satisfacía de este método  era que, por su medio, estaba seguro de usar en todo  mi razón, si no de modo perfecto, al menos de la  mejor forma que me fuera

 posible; más aún, me daba  cuenta de que la práctica del mismo habituaba poco  a poco mi ingenio a conocer más clara y distinta- mente los objetos, y que, no habiendo limitado este  método a una determinada materia en particular, me  prometía aplicarlo tan útilmente a las dificultades  de otras ciencias como lo había hecho a las del álge- bra. No quiero decir con ello que pretendiera exami- nar todas aquellas dificultades que se presentaran en  un primer momento, pues hasta hubiera sido con- trario al orden que el método prescribe. Pero, al dar- me cuenta de que todos los principios de las Ciencias  


DISC URSO DEL MÉTODO 29 5  22 debían tomarse de / la filosofía, en donde aún no 

hallaba ninguno cierto, pensé que era necesario ante  todo que me propusiera investigarlos18; pero, siendo  esto la cosa más importante del mundo y en la que  son más de temer 

la precipitación y la prevención,  juzgué que no debía intentar llevar a cabo tal pro- yecto hasta no haber alcanzado una madurez mucho  mayor que la que se posee a los veintitrés años, que  yo tenía entonces19, y hasta que no hubiese empleado  antes mucho tiempo en prepararme para él, tanto de- sarraigando de mi espíritu todas las malas opiniones  recibidas con anterioridad a este momento, como  haciendo acopio de varias experiencias destinadas a  ser luego la materia de mis razonamientos y ejerci- tándome siempre en el método que me había pres- crito con el fin de afianzarme cada vez más en él. 

18 Esta consideración constituye una de las claves arquitectónicas 

del Discurso del método. Se acaba de diseñar un proyecto metodoló- gico

 que, en el marco de la reflexión sobre lo matemático, define un  nuevo criterio

 de verdad que exige someter a duda «lodo» saber exis- tente y, al mismo tiempo, levantar el edificio del saber moderno sobre  cimientos o «principios» nuevos.

 De otro modo, simbolizada la filo- sofía en el nu

evo árbol del saber, cuya raíz es la metafísica, el tronco la  física y las ramas de las demás ciencias: medicina, mecánica, moral,  etc. («Lettre-Préface» a la edición francesa de Principes, AT, IX),  Descurtes se encuentra con el problema de que, habiendo «ensayado»  el método en algunas ciencias (geometría, óptica, física), no lia funda- mentado la unidad sistemática de la ciencia desde sus cimientos, no lia  meditado sobre sus principios, esto es, no lia hecho metafísica o Me- ditationes de prima philosophia ( 1641 ). Por eso justifica ahora la ne- cesidad de una meditación sobre los principios, que aparecerá esboza- da en la Parte IV. «Los principios que sólo surgen de la razón de  acuerdo al rasgo fundamental matemático del pensar, se convierten en  los principios del saber auténtico, es decir, de la filosofía en sentido es- tricto, de la metafísica» (Heidegger, La pregunta por la cosa, p. 97).  Cf. S. Gaukroger (ed.), Descartes: Philosophy, Mathematics and Phy- sic, Harvester Press, Hassocks, 1980. 

19 En 1619, cuando descubre el principio de la unidad del saber y 

su conexión con el problema del método.  


TERCERA PARTE 

Así como para empezar a reconstruir la casa en  la que se habita no basta haberla derribado y haber  hecho la reserva de materiales y de arquitectos, o  haberse ejercitado uno mismo en la arquitectura y,  además, haber diseñado cuidadosamente el proyec- to, sino que también hay que proveerse dq alguñá  otra en la que se pueda estar alojado cómodamente  durante el período de su construcción; de igual  modo, con el fin de no permanecer irresoluto en  mis accione^mientras la razón me obligara a serlo  en mis juicios, y no dejar de vivir desde ese mo- mento lo más felizmente que pudiera, elaboré una  moral provisional'/jue constaba solamente de tres o  cuatro máximas, que tengo a bien haceros partí- cipes. 

1 Si la tarea de fundamentación del saber comprende también el sa-

ber práctico, la justificación de la «provisionalidad» (ed. fr.: par pro- vision; ed. lat. ad tempus) radica en el hecho de que en la vida no se  puede dejarjde tomar decisiones, mientras se lleva a cabo la meditación  sobre los principiósmetafísicos o raíces del árbol de la filosofía antes  de estudiar una de sus ramas; la moral., Pero la idea misma de provi- sionalidad es controvertida: defendida por unos (R. Spaemann, «La  morale provisoire de Descartes», Archives de Philosophie, 35, 1972,  pp. 353-369), es interpretada por otros como un anticipo seguro — p r o - visión en sentido jurídico— que se puede incrementar (M. le Doeuf,  «En torno a la moral de Descartes», en Descartes, de V. Gómez Pin,  Dopesa, Barcelona, 1979, Apéndice 1) y, si nos atenemos a la Con- versación con Barman (cit., p. 179) parece que a Descartes «no le  gusta escribir sobre ética». Ahora bien, al subrayar la provisionalidad  de este esbozo de moral, aun en la forma de anticipo, ¿no se corre el 

[131]  


32 RENÉ DESCARTES'.i"' 

La primera consistía en obedecer las leyes y  23 costumbres / de mi país, conservando constante- mente la religión en la cual Dios me ha concedido  la gracia de ser instruido desde la infancia guiándo- me en cualquier otra cuestión por las opiniones más  moderadas y por las más alejadas de todo extremo,  que fuesen comúnmente aceptadas en la práctica  por los más sensatos de aquéllos con los cuales tu- viera que vivir. Pues, habiendo comenzado desde  ese momento a no contar para nada con las mías  propias, ya que había decidido someterlas todas a  examen, estaba seguro de que lo mejor que podía  hacer era seguir las de los más sensatos. Y aun  cuando tal vez haya hombres tan sensatos entre los  persas y entre los chinos como entre nosotros, me  parecía que lo más útil era tomar como regla las  opiniones de aquellos con quienes tuviera que vivir;  y que para saber cuáles eran verdaderamente sus  opiniones debía prestar más atención a lo que_prac- ticaban que a lo que decían, no sólo porque dada la  corrupción de nuestras costumbres hay pocos que  quieran decir todo lo que piensan, sino también  porque otros lo ignoran; pues siendo distinto el acto  del pensamiento por el que se cree una cosa de  aquél por el que se la conoce, con frecuencia se 

riesgo tanto de infravalorar su significado histórico como de marginar  el desarrollo teórico posterior? En efecto, Descartes ha desarrollado su  teoría moral en Las pasiones del alma (1649) y en las Cartas a Elisa- beth (1643-49) y a Cristina de Suecia. Cf. Lettres sur Ia morale, ed. J.  Chévalier, Paris, 1935 (trad. esp. en Ed. Yerba Buena, Buenos Aires,  1945); M. Néel, Descartes et la princesse Elisabeth, Elzévir, Paris,  1946; E. Cassirer, Descartes, Corneille, Christine de Suède, i. Vrin,  Paris, 1942; E. Boutroux, «Du rapport de la morale a la science dans la  philosophie cartésienne». Rv. Mét. et Mor., 1896; L. Verga, «Ragioni  ed esperienza nelle moral i di Caitesio e de Cartesiani», Rv. Intern, de  Philos., 114, 1975, pp. 453- 475; G. Rodis-Lewis, La morale de Des- cartes, Paris, 1957 (3e. éd., 1970); A. Levi, French moralist. The theory  of the passions 1585 to 1649, Oxford, 1964.  


DISC URSO DEL MÉTODO 33 5 

dan el uno sin el otro. Y, entre varias opiniones  igualmente aceptadas, no elegía sino las más mo- deradas, no sólo porque son siempre las más cómo:  das ën" la práctica y probablemente las mejores,  pues todo exceso es habitualmente pernicioso, sino  también con el fin de alejarme menos del verdadero  camino en caso de equivocación que si, habiendo  elegido una de las opiniones extremas, hubiera sido  la otra la que tendría que haber seguido. Conside-

24 raba, particularmente, / como un exceso toda pro- mesa por la cual uno se cercena algo de la propia li- bertad. No quiero decir que desaprobara las leyes 

"que,"para remediar la inconstancia-dé Tos espíritus  débiles o para consolidar la seguridad del comercio,  permiten que uno haga votos o contratos que obli- gan a perseverar en ellos, tanto cuando se tiene un  buen propósito como cuando éste no es sino indife- rente; pero, como no veía cosa alguna en el mundo  que permaneciera siempre en el mismo estado y  como, en lo que me concierne, me prometía perfec- cionar cada vez más mis juicios y no empeorarlos, 

Tiíibiera pensado que cometía una gran falta contra  el buen sentido si, por el hecho de haber aprobado  entonces alguna opinión, me hubiera obligado tam- bién a tener que aceptarla posteriormente como  buena, cuando tal vez hubiera dejado de serio o yo  hubiera dejado de estimarla como tal2. 

2 El lono literalmente acomodaticio y conformista con el que co-

mienza esta máxima contrasta con el 

sentido crítico con el que está es- crito el parágrafo. Se llama la atención sobre la «corrupción» de las  costumbres, sobre determinadas prácticas que limitan la libertad de  pensar. Comía tales abusos sugiere cautelosamente «someter a exa- men», las opiniones recibidas, rehuir la insensatez de la intolerancia y  guiarse por las opiniones más sensatas que emergen de la vida. El  sentido critico, es cieno, está más explícito en la propuesta moral con- tenida en las máximas 3.a y 4.a. Cf. V. Peña García, «Acerca de la «ra- zón» en Desearles: reglas de la moral y reglas del método», Arbor, 112,  1982, pp. 167-183.  


34 RENÉ DESCARTES' .i"' 

Mi segunda máxima consistía en ser lo más fir- me y lo más decidido que pudiera en mis acciones,  y en seguir con no menos firmeza lás öpiniotles  más dudosas, una vez determin

ado a ello, que si  hubieran sido muy seguras3. Imitaba en esto a los  viajeros que, extraviados en algún bosque, no deben  vagar dando vueltas, de un lado para otro, ni mucho  menos detenerse en un lugar, sino caminar siempre  lo más directamente que puedan hacia el mismo  punto, sin sustituirlo por razones nimias, aunque  en un principio tal vez haya sido el azar solamente  lo que les ha determinado a elegirlo; pues, de este  modo, si no llegan precisamente allí donde desean, 

25 acabarán llegando / al menos a algún lugar en el 

' Al señalar que esla máxima ha sido criticada, porque se puede  llegar a encubrir el error con un gesto de firmeza, se olvida la respues- ta de Descartes en carta de marzo de 1638: «He afirmado algo total- mente diferente, a saber, que es preciso ser decidido en las acciones  aunque se permanezca indeciso en los juicios [...J. Y no debe temerse  que esta firmeza en la acción nos comprometa cada vez más en el  error o en el vicio, puesto que el errar no es propio sino del entendi- miento, del cual supongo que, no obstante, permanece libre y conside- ra como dudoso lo que es dudoso. Además relaciono esta regla con las  ácciónes de la vida que no admiten dilación alguna y, por otra parte,  no nie sirvo de ella sino provisionalmente ^ con el proyecto d

e cambiar  mis opiniones tan pronto como pueda encontrar otras mejores y sin per- der ocasión alguna de cambiar [...]. Por todo ello me parece que no he  podido usar de mayor circunspección para situar la decisión, en tanto  que es una virtud, entre los dos vicios que son contrarios a la misma: la  irresolución y la obstinación» (AT, II, pp. 34-36. La cursiva es mía).  Basta la («seguridad moral»1, según E. Gilson (op. cit., p. 243), cuando  no es posible üñ estado de certeza para guiar nuestra voluntad. Tal se- guridad moral, observa G. Quintás (op. cit., p. 431), es capaz de libe- ramos de la conciencia desdichada que generaba la teología moral tri- dentina; pues en definitiva, para Descartes basta con que «nuestra  conciencia nos testimonie que nunca hemos carecido de decisión [...]  para ejecutar cuantas acciones hemos estimado que eran mejores [...],  siendo esto suficiente para que vivamos alegres» (AT, IV, p. 266).  ¿No es posible leer esta propuesta en el marco de la transformación de  una moral de la contemplación hacia una ética de la acción, que Weber  lia asignado a la ética protestante?  


DISC URSO DEL MÉTODO 91 5 

que probablemente estarán mejor que en medio del  bosque. Así también, dado que las acciones de la  vida frecuentemente no admiten ningún aplaza- miento, es una verdad muy cierta que, cuando no  está a nuestro alcance discernir las opiniones más  verdaderas, debemos seguir las más probables4; asi- mismo, aunque no observemos mayor probabilidad  en unas que en otras, debemos, sin embargo, deci- dirnos por algunas y considerarlas después, en tan- to que referidas a la práctica, no ya como dudosas,  sino como muy verdaderas y ciertas, porque tal es  la razón que nos ha determinado a ello. Y esto fue  suficiente para liberarme desde entonces de todos  los arrepentimientos y remordimientos que suelen  agitar las conciencias de esos espíritus débiles y  vacilantes que, sin constancia, se dejan arrastrar a  practicar como buenas las mismas acciones que  posteriormente juzgan ser malas. 

Mi tercera máxima consistía en intentar siem- pre vencerme a mi mismo antes que a la fortuna y  en cambiar mis deseos antes que el orden del mun- do; y, en general, en acostumbrarme a que nada  excepto nuestros pensamientos está enteramente  en nuestro poder5, de manera que después de haber 

4 Descartes ha e l i m i n a d o la probabilidad del orden teórico 

(cf. Parte II, nota 12), pero no del práctico, por razón de la provisiona- lidad/provisión señalada en la nota 1, y porque con frecuencia «las ac- ciones de la Vida ño admiten ningún aplazamiento», es decir, por razón  del tiempo necesario para liberar al entendimiento de su opinión pro- bable o dudosa (cf. Les Principes de la philosophie, I, pars. 2 y 3; AT,  IX, pp. 25-26). 

5 El sentido crítico, enmascarado en la primera máxima, aparece en 

ésta con toda nitidez: en el silencio de la moral católica en estas pági- nas —teniendo en cuenta la época— es más elocuente la voz estoica.  Ante la ausencia de San Agustín o de Santo Tomás es más significati- va la presencia del estoicismo, que le llega a través de los Essais de  Montaigne y, sobre lodo, de la escuela de filólogos holandeses de fi- nales del xvi y comienzos del xvn, que lleva a cabo la reconstrucción  del estoicismo romano: G. Voss, Heinsius, Scioppius (Elementa phi- 


36 RENÉ DESCARTES'.i"' 

hecho lo que hemos juzgado mejor, con relación a  los asuntos que nos son ajenos, todo aquello que  nos sale mal es absolutamente imposible para no- sotros. Este solo pensamiento me parecía suficien- te para impedirme desear en lo sucesivo nada que  no pudiera adquirir, y para volverme contento.  Pues, dado que nuestra voluntad no tiende natu-

26 raímente a / desear sino las cosas que nuestro en- tendimiento le presenta de algún modo como posi- bles, es cierto que, si consideramos todos los  bienes que están fuera de nosotros como igual- mente alejados de nuestro poder, no sentiremos  mayor disgusto por carecer de aquellos que pare- cen debidos a nuestro nacimiento, cuando nos vea- mos privados de ellos por nuestra culpa, que el  que se siente por no poseer los reinos de China o  de México. Y haciendo, como suele decirse, de la  necesidad virtud, no desearemos mucho más estar  sanos, estando enfermos, o ser libres, hallándonos  encarcelados, como no deseamos ahora poseer  cuerpos de una materia tan poco corruptible como  los diamantes o alas para volar como los pájaros.  Confieso, no obstante, que es preciso un prolonga- do ejercicio y una meditación frecuentemente rei- terada, para acostumbrarse a mirar todas las cosas  desde esta perspectiva; pienso también que en esto  consistía principalmente el secreto de aquellos fi-

losophiae stoicae moralis, 1606) y el más célebre filólogo estoico,  J. Lipsius {De constantia, 1585; Manuductio ad stoicam pliilosop- hiam, 1604; Physiologia stoicorum) (W. Dilthey, Hombre y mundo en  los siglos xvi y xvii, t. II, FCE, México, 1944, pp. 434-441 ). Cf. A. Bri- doux, Le stoïcisme et son influence, Paris, 1966; G. Rodis-Lewis, La  morale de Descaries, Paris, 1970. Descaries desarrolla eslas mismas  ideas en las Cartas a Elisabeth (v. la del 4 de agosto de 1645) y en el  Tratado de las pasiones, arts. 144-146. Cf. J. E. d'Angers, «Senèque,  Epictète et le stoïcisme dans l'œuvre de R. Descartes», Rev. de théol,  et philos., 1954, pp. 169-196.  


DISC URSO DEL MÉTODO 37 5  lósofos6 que en otro tiempo fueron capaces de sus- traerse al imperio de la fortuna y, a pesar de los do- lores y la pobreza, competir en felicidad con sus  dioses7. Pues, ocupándose sin cesar en considerar  los límites que les habían sido prescritos por la na- turaleza, tanto se persuadían de que nada tenían  en su poder sino sus propios pensamientos, que  esto solo era suficiente para impedirles sentir afec-

to alguno hacía otras cosas; y disponían de sus  pensamientos tan absolutamente, que tenían por  ello cierta razón para estimarse más ricos y pode- rosos más libres y más flicKosos que cualquiera de  los demás hombres que, careciendo de esta filoso-

27 fía, / nunca llegan a disponer de todo lo que qui

e- ren, por muy favorecidos de la naturaleza y de la  fortuna que pudieran ser. 

En fin, como conclusión de esta moral, se me  ocurrió

 hacer una revisión de las diferentes ocupa- ciones que los hombres tienen en esta vida, con el  fin de intentar elegir la mejor; y, sin pretender decir  nada de las de los demás, pensé que no podía hacer 

6 Cuando Descartes propone a Elisabeth la moral como lema tie re-

flexión y, en consecuencia, le sugiere «examinar lo que sobre ello han  escrito los antiguos», le señala una primera lectura: Séneca, De vita be- ata (a Elisabeth, 21 de julio de 1645); habrá que dilucidar desde Séne- ca, la oposición que separa las tesis de Zenón y las de Epicuro sobre la  felicidad (A Elisabeth, 4 de agosto de 1645); en la discusión también  interviene Aristóteles (a Elisabeth, 18 de agosto de 1645) y, por su- puesto, Epitecto y Marco Aurelio, autores éstos preferidos por Cristina  de Suecia (Clumui a Mazarin, 12 de octubre de 1648). Cf. el art. de  J. E. d'Angers (nota 5). 

7 Si un determinado concepto de felicidad define una determinada 

moral, el que aquí propone Descames no es el de la moral católica, sino  un concepto terreno de felicidad. Los supuestos: la autonomía del pro- pio pensamiento, es decir, de «todas las operaciones del alma» (AT, II,  p. 36), escuchar y seguir la naturaleza, una nueva definición de bien y  de la norma suprema de moralidad (véase par. sig.: «conclusión») y, en  coherencia con su proyecto teórico el «recto uso de la razón» (a Elisa- beth, 4 de agosto de 1645).  


38 RENÉ DESCARTES'.i"' 

nada mejor que seguir en aquella misma que ya te- nía, es decir, emplear toda mi vida en cultivar mi  razón y avanzar tanto como pudiera en el conoci- miento de la verdad, siguiendo el método que me  había prescrito. Había experimentado tan vivas sa- tisfacciones desde que comencé a poner en práctica  este método, que no creía que se pudieran recibir  más agradables ni más inofensivas en esta vida; y  como lodos los días descubría mediante la práctica  del mismo algunas verdades que me parecían bas- tante importantes y comúnmente ignoradas por  otros hombres, la satisfacción que esto me producía  colmaba de tal manera mi espíritu que todo lo de- más no me afectaba en modo alguno. Además las  tres máximas precedentes no estaban fundadas sino  en el propósito que tenía de continuar instruyén- dome8; pues, habiendo dado Dios a cada uno alguna  luz9 para distinguir lo verdadero de lo falso, no ha- bría creído que debiera contentarme ni por un mo- mento con opiniones ajenas, si no me hubiera pro- puesto emplear mi propio juicio en examinarlas,  cuando haya ocasión; y no habría podido librarme  de escrúpulos, al seguirlas, si no me hubiera pro- metido aprovechar toda ocasión de encontrar otras 

28 mejores, en caso de que / las hubiere. Y, en fin, no  habría podido limitar mis deseos ni sentirme di- choso, si no hubiera seguido un camino por el que  pensaba estar seguro de adquirir todos los conoci- mientos de los que fuera capaz y, al mismo tiempo  y por el mismo medio, todos los verdaderos bienes  a cuya posesión me es posible aspirar10; ya que 

" La relación enire la reflexión moral y el proyecto de investiga

r la  verdad está más explícita en la ed. lat.: ... nisi in veritate per hanc Me- thodum investigando perseverare decrevissem (AT, VI, p. 555). 

' La luz de la razón (ed. lat., talionis lumen). 

in ¿De qué bienes se trata? El soberano bien, según Descartes, 

«consiste en el ejercicio de la virtud o, lo que es lo mismo, en la pose- 


DISC URSO DEL MÉTODO 39 5 

nuestra voluntad no se determina a seguir o a evitar  algo, sino porque nuestro entendimiento se lo re- presenta bueno o malo, basta juzgar bien para obrar  bien, y juzgar lo mejor posible, para hacer también  lo mejor", es decir, para adquirir todas las virtudes  y juntamente con ellas todos los bienes que puedan  conseguirse; y, cuando se está seguro de que ello es  así, no se puede sino estar contento. 

sión de lodos los bienes cuya adquisición depende de nuestro libre ar- bitrio» (a Elisabeth, 6 de octubre de 1645). Cierto, para Descartes — y  en esto se distancia del estoicismo— la libertad es la condición de  toda moralidad. Pero en el Discurso, la consecución de «todos los  verdaderos bienes» no se hace depender de la libertad, sino de la razón,  es decir, del «mismo medio» con el que adquirimos todos nuestros co- nocimientos. Mediante la razón como capacidad de juzgar se conoce la  verdad, pero también es la razón la

 que guía hacia el bien. En esta tesis  no difiere de los estoicos. «Por lo cual, la verdadera función de la razón  consiste en examinar el justo valor de todos los bienes cuya adquisición  parece depender de alguna manera de nuestra conducta, con el ñn de  que nunca dejemos de emplear toda nuestra atención en procuramos  los que, en efecto, son más deseables; de modo que, si la fortuna se  opone a nuestros propósitos y nos impide lograrlos, tendremos al me- nos la satisfacción de que no ha sido debido a nuestro descuido y no  dejaremos de gozar de toda la dicha natural cuya adquisición habrá es- tado en nuestro poder» (a Elisabeth, 1 de noviembre de 1645). He su- brayado «dicha natural» (béatitude naturelle) o satisfacción interior  profunda y durable, porque presupone el soberano bien, esto es, la  posesión de todos los bienes cuya adquisición depende de la libertad y,  en definitiva, de la razón: la felicidad, según Descartes, depende ante  todo del «recto uso de la razón» (a Elisabeth, 4 de agosto de 1645). 

" Esta norma de la moralidad, «basta juzgar bien, para obrar  bien», es válida siempre que el juicio sea evidentemente cierto. De otro  modo, la filosofía cartesiana no admite la determinación de la voluntad  por el entendimiento, sino en el caso en el que el juicio por el que se re- gula la voluntad sea evidente y cierto. Pero en el caso frecuente en el  que a la voluntad se le presentan varias alternativas al mismo tiempo,  Descartes propone la segunda fórmula: «[...] y juzgar lo mejor posible  para hacer también lo mejor,, En estos términos se expresa Descartes al  responder a la objeción de Mersenne (a Mersenne, 27 de abril de  1637). Tal norma moral está cargada de significado crítico de la moral  tradicional, por el silencio elocuente del recurso a la ayuda de la gracia,  para obrar bien.  


4 0 RENÉ DESCARTES'.i"' 

Después de haberme provisto de estas máximas  y de haberlas puesto aparte junto con las verdades  de la fe, que siempre han sido para mí las más im- portantes, pensé que podía intentar libremente des- hacerme de todas las otras opiniones. Y, como es- peraba poder conseguirlo mejor conversando con  los hombres que permaneciendo por más tiempo  encerrado junto a la estufa donde había tenido todos  estos pensamientos, continué mi viaje aunque el  invierno no había terminado todavía. Y en los nue- ve años siguientes12 no hice otra cosa sino andar  por el mundo de acá para allá, intentando ser más  bien espectador que actor en todas las comedias  que en él se representan; y reflexionando, en cada  materia, particularmente sobre aquello que pudiera  hacerla dudosa y dar ocasión a equivocarnos, erra- dicaba entre tanto de mi espíritu cuantos errores se 

29 hubieran podido / deslizar en él anteriormente. No  es que imitara en esto, sin embargo, a los escépti- cos13, que no dudan sino por dudar y fingen ser  siempre indecisos; pues mi único deseo, al contra- rio, sólo consistía en llegar a descubrir algo firme,  apartando la tierra movediza y la arena con el fin de  encontrar l^ rocq, o la arcilla. Lo cual conseguía, a  mi parecer, bastante bien, ya que intentando descu- brir la falsedad o incertidumbre de las proposicio-

12 Del 10 de noviembre de 1619, fecha de su gran descubrimiento, 

hasta el 8 de octubre de 1628, fecha de su segundo encuentro con  BeeckiTian (cf. Journal de I. Beeckman, AT, X, p. 331 ). En el par. si- guiente alude de nuevo a «aquellos nueve años». 

11 Se refiere principalmente a F. Sánchez (Que nada se sabe, 1581 ) 

y a Montaigne (Ensayos I y II, 1580; III, 1588). Cf.

 R. H. Popkin, His- toria del escepticismo desde Er asmo hasta Spinoza, FCE, México,  1983. Descartes, al distanciarse de la tesis escéptica, delimita el alcan- ce de la actitud de duda que practica como exigencia de evidencia y  certeza. Es significativo que reitere este distanciamienio nada más for- mular el primer principio (y. Parte IV), al que ha llegado tras la exi- gencia al limite de la actitud de duda.  


DISC URSO DEL MÉTODO 41 5 

nes que examinaba, no mediante débiles conjeturas  sino siguiendo razonamientos evidentes y seguros,  no hallaba ninguna tan dudosa que no pudiera sacar  de ella alguna conclusión bastante cierta, aunque  sólo fuese la de que no contenía nada cierto. Y así  como cuando se derrib

a una casa vieja se conservan  generalmente los.materiales para aprovecharlos en  la construcción de una nueva, de igual modo cuan- do destruía todas aquellas opiniones propias que  consideraba mal fundadas, hacia diferentes obser- vaciones y adquiría algunas experiencias14, que me  han servido más tarde para establecer otras más  ciertas. Y continuaba, además, ejercitándome en el  método que me había propuesto; pues, además de  preocuparme habitualmente de conducir mis pen- samientos según sus reglas, reservaba en ocasiones  algunas horas que dedicaba especialmente a poner- lo en práctica en dificultades de matemática o, in- cluso también, en algunas otras que podía consi- derar casi semejantes a las de las matemáticas,  separándolas de los principios de otras ciencias que  no estimaba suficientemente firmes, como veréis  que he hecho en algunas cuestiones que han sido  tratadas en el presente volumen. De este modo, no 

30 viviendo / en apariencia sino como los que no tie- nen otr

a ocupación que la de llevar una vida agra- dable e inocente, aplicándose a separar los placeres  de los vicios, y que para disfrutar de su ocio sin  aburrirse no se privan de ninguna diversión honesta,  no dejaba de perseverar en mi propósito y de avan- zar en el conocimiento de la verdad, tal vez más  que si me hubiese limitado a leer libros o a fre- cuentar gentes de letras. 

M Sobre el papel de la experiencia en la ciencia cartesiana, véase: 

D. M. Clarke, La filosofía de la ciencia en Descartes, cap. 2, pp. 30-57.  L. Verga, «Ragione ed esperienza nelle ni oral i di Cartesio e de Carie- siani», Revue Internationale de Philosophie, 114, 1975, pp. 453-475.  


42 RENÉ DESCARTES'.i"' 

Sin embargo, pasaron esos nueve años sin que  hubiera llegado a tomar partido alguno con rela- ción a las dificultades que suelen ser discutidas en- tre los doctos y sin que hubiera comenzado a buscar  los fundamentos de una filosofía más cierta que la  vulgar15. El ejemplo, por otra parte, de algunos in- genios excelentes que habiendo concebido antes el  proyecto me parece que no han llegado a realizarlo,  me hacía imaginar tanta dificultad en ello, que tal  vez aún 110 me hubiera atrevido a emprenderlo tan  pronto, si no me hubiera enterado de que algunos  hacían correr ya el rumor de que lo habían conclui- do. No me es posible decir en qué fundaban tal opi- nión, y si en algo he contribuido a ella a través de  mis conversaciones, debe haber sido por haber con- fesado lo que ignoraba más ingenuamente de lo  que acostumbran a hacer los que han estudiado un  poco o, quizás también, por haber dado a conocer  las razones que tenía para dudar de muchas cosas  que los demás considera^ ciertas, y ño por haberme  vanagloriado de doctrina alguna. Pero, teniendo va- lor suficiente como para no querer que se me tome  por lo que no soy, pensé que era preciso intentar por 

31 todos los medios hacerme digno de la reputación /  que se me daba; y hace precisamente ocho añoslfi  que a causa de este deseo decidí alejarme de lodos  los lugares de donde podía tener amistades y reti- rarme a un país, en el que la larga duración de la  guerra17 ha hecho posible instituir tales ordenan- zas, que los ejércitos que en él se mantienen pare-

" Es decir, más cierta que la filosofía escolástica. 

16 Si terminó de escribir el Discurso en 1636, la referencia nos 

remite a 1628, esto es, al regreso de Descartes a Holanda^(cf. nota 12).  17 Se trata de la guerra, en los Países Bajos, que comienza con la 

rebelión de Gui

llermo de Orange en 1568 contra España, y termina con  el reconocimiento de la independencia holandesa en la Paz de Westfa- lia (1648).  


DISC URSO DEL MÉTODO 43 5 

cen servir únicamente para que sus habitantes gocen  de los frutos de la paz con mucha más seguridad, y  en donde, en medio de la multitud de un pueblo  muy activo, más atento a los propios negocios que  curioso de los ajenos, he podido vivir tan retirado y  solitario como en los desiertos más apartados, sin  carecer de ninguna de las comodidades que se tie- nen en las ciudades más frecuentadas.  


CUARTA PARTE 

No sé si debo entreteneros con las primeras me- ditaciones que allí he hecho, pues son tan metafísi- cas y tan fuera de lo común que tal vez no sean del  gusto de todos1. Sin embargo, con el fin de que se  pueda apreciar si los fundamentos que he estableci- do son bastante firmes, me veo en cierto modo obli- gado a hablar de ellas. Desde hace mucho tiempo  había observado que, en lo que se refiere a las cos-

tumbres, es a veces necesario seguir opiniones que  tenemos por muy inciertas como si fueran induda- bles, según se ha 3ícho anteriormente2; pero, dado  que en ese momento sólo pensaba dedicarme a la 

1 Cuando Hegel llama a Descartes «héroe» del pensamiento, no 

creo que lo haga subrayando el término metafísica en el sentido en el  que lo hacen Gilson y Alquié, esto es, como reflexión abstracta, aun  concediendo que «la metafísica es una ciencia que casi nadie entiende»  (AT, II, 570, 18-20). Más bien lo haría subrayando con Heidegger el  término meditación, es decir, una «determinada interpretación de lo  existente» y una «determinada concepción de la verdad», que no sólo  convierte en «lo más discutible la verdad de los propios axiomas y el  ámbito de los propios fines», sino además «funda una época al darle un  fundamento de su figura esencial» (Sendas perdidas, p. 68). El título  Medita/iones de prima philosophai ( 1641 ) responde a esta versión. Y  aunque evoque la interrogación de la upturn qnA.oao<piu aristotélica,  lo innovador de la meditación cartesiana consiste en que somete a  duda precisamente la tradición que se apoya en Aristóteles —tal vez  por esto no sea «del gusto de lodos»— y funda la filosofía (metafísica)  moderna al establecerla sobre «fundamentos» o principios nuevos.  Cf. J. Vuillemin, Mathématiques et métaphysique chez Descaries,  PUF, Paris, 1960. 

2 Véase Parte 111, nota 4. 

|451  


46 RENÉ DESCARTES'.i"' 

investigación de la verdad3, pensé que era preciso 

que hiciera lo contrario y rechazara como absoluta- mente falso todo aquello en lo que pudiera imaginar  la menor duda, con el fin de comprobar si, hecho  esto, no quedaba en mi creencia algo que fuera en-

32 teramente indudable. Así, / puesto que nuestros sen-

 tidos nos engañan algunas veces, quise suponer que  no había cosa alguna que fuera tal como nos la ha- cen imaginar. Y como existen hombres que se equi- vocan al razonar, incluso en las más sencillas cues- tiones de geometría, y cometen paralogismos,  juzgando que estaba expuesto a equivocarme como  cualquier otro, rechacé como falsos todos los ra- zonamientos que había tomado antes por demos- traciones. Y, en fin, considerando que los mismos  pensamientos que tenemos estando despiertos pue- den venirnos también cuando dormimos, sin que  en tal estado haya alguno que sea verdadero, decidí  fingir que todas las cosas que hasta entonces habían  entrado en mi espíritu no eran más verdaderas que  las ilusiones de mis sueños4. Pero, inmediatamente  después, advertí que mientras quería pensar de ese  modo que todo es falso, era absolutamente necesa- rio que yo, que lo pensaba, fuera alguna cosa. Y ob- servando que esta verdad: pienso, luego soy\ era 

-1 En el momento en el que esbozaba el problema práctico, de una  moral. Descartes se ocupaba preferentemente del problema teórico de  investigar la verdad de las ciencias, sobre la base de un fundamento  metafísico. 

4 El proceso de duda que conduce al descubrimiento y formulamos 

del primer principio está mejor desarrollado en Meditaciones metafísi- cas, Alfaguara, Madrid, 1977, I." y 2.". 

5 La fórmula de la ed. fr. je pense, donc je suis, ha sido traducida al 

latín de este modo: ego cogito, ergo sum, sive existo (AT, VI, p. 558).  Según Gilson,

 la adición existo se explica por la dificultad de usar el  verbo latino sum en el sentido de existir que sugiere el verbo être en  francés (op. cit., p. 292). Esta inatización apoya la interpretación de  Heidegger expuesta en la nota 1. En el comienzo de la tercera medita- 


DISC URSO DEL MÉTODO 4 7 5  tan firme y tan segura6 que todas las más extrava- gantes suposiciones de los escépticos no eran capa- ces de socavarla, juzgué que podía admitirla como 

el primer principio7 de la filosofía que buscaba. 

Al examinar, después, atentamente lo que yo  era, y viendo que podía fingir que no tenía cuerpo y  que no había mundo ni lugar alguno en el que me  encontrase, pero que no podía fingir por ello que yo  no existía, sino que, al contrario, del hecho mismo  de pensar en dudar de la verdad de otras cosas se  seguía muy evidente y ciertamente que yo era; 

33 mientras, que, con sólo haber / dejado de pensar,  aunque todo lo demás que alguna vez había imagi-

ción puede verse, en cambio, el significado de pensar-cogitare. Por  otra parl

e, a la objeción que le hace Gassendi, según la cual el enun- ciado es la conclusión de un silogismo, Descartes niega que se trate de  un razonamiento, porque no es necesario suponer premisa alguna ma- yor. Sobre la posible conexión del enunciado cartesiano con el de S.  Agustín, si enimfallor, sunt (De lib. arbitr., 2, 3, 7), Descartes rechaza  tal conexión (a Mersenne, 25 de mayo de 1637) y, en cualquier caso,  en S. Agustín no tiene la función de primer principio o cimiento del  edificio del saber moderno. Cf. L. Blanchet, Les antécédents histori- ques du «Je pense, donc je suis», Paris, 1920 (reed. J. Vrin, 1985). 

6 En la ed. lat. se hace referencia más explícita al nuevo modelo de 

verdad definido

 en términos de evidencia: adeo certam esse atque  evidentem (AT, VI, p. 558). Fundamentada esta primera verdad, Des- cartes se distancia de nuevo de la posición escéptica (cf. Parte III,  nota 13). 

7 En respuesta a algunas objeciones, Descartes puntualiza lo que 

debe entenderse por primer principio (a Clerselier, jun.-jul. 1646; AT,  IV, pp. 443-445). Este premier principe (ed. fr.) o primum fundamen- tum (ed. lat.) es interpretado por Heidegger en los términos siguientes:  «El principio supremo es el principio-proposición del y o (ilchsatz):  cogito-sum. Es el axioma fundamental de todo saber, pero no el único  axioma fundamental», ya que la razón, en tanto que el pensar es su acto  fundamental, y el principio de no contradicción, en cuanto pertenece a  la esencia misma del pensar, constituyen el orden del fundamento de  todo saber (La pregunta por la cosa, pp. 96-97). Cf. Husserl, Médita- tiones cartésiennes, p. 6. La originalidad de la filosofía cartesiana ra- dica en el modo de reflexión que le lleva a fundamentar el edificio del  saber en este primer principio.  


48 RENÉ DESCARTES'.i"' 

nado existiera realmente, no tenía ninguna razón  para creer que yo existiese, conocí por ello que yo  era una sustancia cuya esencia o naturaleza no es  sino pensar8, y que, para existir, no necesita de lu- gar alguno ni depende de cosa alguna material. De  manera que este yo, es decir, el alma por la cual soy  lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo e in- cluso más fácil de conocer que él y, aunque el cuer- po no existiese, el alma no dejaría de ser todo lo  que es9. 

Después de esto, examiné lo que en general se  requiere para que una proposición sea verdadera y  cierta, pues, ya que acababa de descubrir una que  sabía que lo era, pensé que debía saber también en  qué consiste esa certeza. Y habiendo observado que  no hay absolutamente nada en pienso, luego soy  que me asegure que digo la verdad, a no ser que 

8 En la 2.a de las Meditaciones metafísicas se aclara el término pen-

sar: «¿Qué soy yo, entonces? Una cosa que piensa. ¿Y qué es una cosa  que piensa?

 Es una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega,  que quiere, que no quiere, que imagina también y que siente» (AT, Vil,  p. 28; trad, de V. Peña, p. 26). Ahora bien, al afirmar que esta «cosa  que piensa» (res cogitaos) es una sustancia radicalmente distinta de la  cosa extensa (res extensa). Descartes tiene que plantear los problemas  desde un dualismo ontológico, que será criticado bien por el pluralis- mo, como el de Leibniz, bien por el monismo, como el de Spinoza. Se- gún Heidegger, lo que Descartes «deja indeterminado en este comien- zo "radical" es la forma de ser de la res cogitans, o más exactamente,  el sentido del ser del "sum" » [Ser y tiempo, FCE, México, 1974 (5.a),  pp. 34-351. 

9 El dualismo antropológico aquí esbozado es la consecuencia ló-

gica del dualismo ontológico. Al exponer la naturaleza del «yo pienso»,  Descartes necesita distinguirlo y diferenciarlo del cuerpo y al contrario,  al explicar el cuerpo desde los principios mecanicistas de su teoría fí- sica, necesita igualmente diferenciarlo del yo o del alma (Discurso,  Parte V; Tratado de! hambre, trad, de G. Quintás, p. 117). Sobre el pro- blema de la unión del alma y del cuerpo, véase Las pasiones del alma,  arts. 29-34. J. Broughlon y R. Mattern, «Reinterpreting Descartes on  the notion of the union of mind and body» Journal of the History of  Philosophy, XV1:I, 1978. pp. 23-33.  


DISC URSO DEL MÉTODO 49 5 

veo muy claramente que para pens

ar es preciso ser,  juzgué que podía admitir esta regla general: las co- sas que concebimos muy clara y distintamente son  todas verdaderas1", si bien sólo hay alguna dificul- tad en identificar exactamente cuáles son las que  concebimos distintamente. 

Reflexionando, a continuación, sobre el hecho  de que yo dudaba y que, por lo tanto, mi ser no era  enteramente perfecto, pues veía con claridad que  había mayor perfección en conocer que en dudar, se  me ocurrió indagar de qué modo había llegado a  pensar en algo más perfecto que yo; y conocí con 

34 evidencia que debía ser / a partir de alguna natura- leza que, efectivamente, fuese más perfecta. Por lo  que se refiere a los pensamientos que tenía de algu- nas otras cosas exteriores a mí como el cielo, la  tierra, la luz, el calor, y otras mil, no me preocupaba  tanto por saber de dónde procedían, porque, no ob-

10 Esla regla de verdad o, mejor, la que formula en los misinos tér-

minos al comienzo de la 3." Meditación, ha suscitado algunas objecio- nes por ejemplo, las de Gassendi (Disquisitio... adversus Renati Car- tesii Metaphysicam et Responso, Amsterdam, 1644) y las de Huel  (Censura philosophiae cartesianae). En respuesta a Gassendi, esto es,  a las Quintas Objeciones, Descartes escribe: «Y, por último, hay mucha  verdad en lo que añadís: que no deberíamos trabajar tanto por confir- mar la verdad de dicha regla c o m o por conseguir un buen método  para saber si nos engañamos o no cuando pensamos concebir clara- mente una cosa; pero yo mantengo que eso es lo que he hecho en su lu- gar» (ed. de Vidal Peña, Alfaguara, p. 287). Ahora bien, si en las Re- gulae (III, IV) y en la primera regla del método ha establecido ya las  condiciones de un nuevo modelo de verdad, ¿qué significa esta reite- ración ahora de la regla de verdad? Cabe pensar que, si la interpreta- ción de la verdad que propone está vinculada a una determinada con- cepción de lo existente, al hacer explícita esta vinculación del pensar al  ser («no hay absolutamente nada en pienso, luego existo que me ase- gure que digo la verdad, a no ser que veo muy claramente que para  pensar es preciso ser»), Descartes no hace sino matizar su meditación  sobre la verdad. Obsérvese, además, que esta formulación es incom- pleta con relación a la de la primera regla (Pane II), dado que sólo en  ésta aparece la condición más radical de la verdad: la indudabilidad.  


5 0 RENÉ DESCARTES'.i"' 

servando en tales pensamientos nada que me pare- ciera hacerlos superiores a mí, podía pensar que, si  eran verdaderos era por ser dependientes de mi na- turaleza en tanto que dotada de cierta perfección; y  si no lo era. que procedían de la nada, es decir, que  los tenía pt que había en mi imperfección. Pero no  podía suceder lo mismo con la

 idea11 de un ser más  perfecto que el mío; pues, que procediese de la nada  era algo manifiestamente imposible; y puesto que  no es menos contradictorio pensar que lo más per- fecto sea consecuencia y esté en dependencia de lo  menos perfecto, que pensar que de la nada proven- ga algo, tampoco tal idea podía proceder de mí mis- mo. De manera que sólo quedaba la posibilidad de  que hubiera sido puesta en mí por una naturaleza  que fuera realmente más perfecta que la mía y que  poseyera, incluso, todas las perfecciones de las que  yo pudiera tener alguna idea, esto es, para decirlo  en una palabra, que fuera Dios12. Añadí a esto que, 

" La ed. lat. identifica idea y pensamiento («de cogitatione sive  

idea», AT, VI, p. 559). En las Definiciones previas a las «Razones que  prueban la existencia de Dios» leemos: «Con el nombre de pensa- miento comprendo todo lo que eslá en nosotros de modo tal que somos  inmediataiTienie

 conscientes de ello» (def. I). «Con la palabra idea, en- tiendo aquella forma de todos nuestros pensamientos, por cuya per- cepción inmediata tenemos consciencia de ellos» (def. II). Al definir la  idea c o m o forma del pensamiento, con el término forma — d e herencia  aristotélica— no se designa el aspecto sensible de una cosa, sino lo que  ésta tiene de representativa. En efecto, al ser de la cosa representada  por la idea denomina Descartes «realidad objetiva de una idea»; el  ser de la cosa representada puede ser también una «perfección objeti- va» (def. III), como sucede en el texto (Resp. II Objec., Meditaciones,  pp. 129-130: AT, VII, pp. 160-161). 

12 Para Descartes probar la existencia de un ser perfecto y probar la 

existencia de Dios es lo mismo. Cf. Meditaciones, 3.", p. 44; AT, VII,  p. 51. También: «Llamamos Dios a la substancia que entendemos su- premamente perfecta, y en la cual nada concebimos que incluya de- fecto alguno, o limitación de la perfección» (def. VIII, Resp. II Obj., p.  130: AT. VII, p. 162).  


DISC URSO DEL MÉTODO 51 5 

puesto que conocía algunas perfecciones que en  modo alguno tenía, no era yo el único ser que exis- tiese (usaré aquí libremente, si me lo permitís, tér- minos de la

 escuela), sino que era absolutamente  necesario que existiera otro ser más perfecto, de  quien yo dependiese y del que hubiese adquirido  todo lo que tenía. Pues, si yo hubiera existido solo e  independientemente de todo otro, de tal manera que 

35 de mí mismo / procediese todo lo poco que partici- paba del ser perfecto, por idéntica razón hubiera  podido tener por mí mismo todo lo demás que sabía  que me faltaba y, de este modo, ser yo mismo infi- nito, eterno, inmutable, omnisciente, omnipotente y,  en fin, tener todas las perfecciones que según podía  comprender existen en Dios. Siguiendo,

 pues, los  razonamientos que acabo de hacer, para conocer la  naturaleza de Dios hasta donde sea posible a la mía,  sólo tenía que considerar si era perfección o no po- seer todas las cosas de las cuales hallaba en mí al- guna idea, y estaba seguro de que ninguna de las  que indicaban alguna imperfección estaba en él,  pero si todas las demás. Veía de este modo que la  duda, la inconstancia, la tristeza, y cosas semejantes  no podían convenir a Dios, dado que yo mismo hu- biera sido muy dichoso si estuviera libre de ellas.  Además de esto, tenía ideas de algunas cosas sensi- bles y corporales; pues, aunque supusiese que so- ñaba y que era falso todo lo que veía o imaginaba,  no podía negar, sin embargo, que tales ideas estu- vieran verdaderamente en mi pensamiento. Pero  como había conocido en mí muy claramente que la  naturaleza inteligente es distinta de la corporal, con- siderando que toda composición expresa depen- dencia y que la dependencia es manifiestamente un  defecto, juzgaba por ello que en Dios no podía ser  una perfección el estar compuesto de estas dos na- turalezas y que, por consiguiente, no lo estaba; en  


52 RENÉ DESCARTES'.i"' 

cambio, si en el mundo existían algunos cuerpos, o  bien algunas inteligencias, u otras naturalezas que 

36 no fueran totalmente / perfectas, su ser debía de- pender del poder divino de tal forma que éstas no  podrían subsistir sin él ni un solo momento13. 

Quise buscar, después, otras verdades y, ha- biéndome propuesto el objeto de los geómetras,  que concebía como un cuerpo continuo o un espa- cio indefinidamente extenso14 en longitud anchura y  altura o profundidad, divisible en diversas partes,  que podían tener diferentes figuras y tamaños, y  ser movidas o trasladadas de todas las maneras po- sibles, pues los geómetras suponen todo esto en su  objeto, repasé algunas de sus más simples demos- traciones. Y habiendo advertido que la gran certeza  que todo el mundo les atribuye sólo está fundada en  que se las concibe con evidencia, siguiendo la regla  antes formulada15, advertí también que no había en  ellas absolutamente nada que me asegurase la exis-

11 Alusión a la teoría de la creación continua: el acto creador de 

Dios no sólo ha tenido lugar en el origen del mundo, sino también en  cada instante. Dos supuestos de esta teoría: I) la relación de depen- dencia del ens creatum respecto del ens increatum, 2) la noción de  tiempo discontinuo, tal como la expone en Principios, 1, par. 21 (AT,  IX, p. 34) y en el Axioma II de Resp. II Objec., cit., p. 133 (AT, IX,  p. 164). Cf. J. Wahl, Du rôle Je l'idée d'instant dans la philosophie de  Descartes, Paris, 1920. 

N La expresión francesa indéfiniment étendu no puede traducirse 

por «infinitamente extenso», pues Descartes mismo precisa: «Hago  aquí distinción entre indefinido e infinito. Sólo llamo infinito, hablan- do con propiedad, a aquello en que en modo alguno encuentro límites,  y, en este sentido, sólo Dios es infinito. Pero aquellas cosas en las  que sólo bajo cierto respecto no veo límite — c o m o la extensión de los  espacios imaginarios, la multitud de los números, la divisibilidad de las  partes de la cantidad, y cosas por el estilo— las llamo indefinidas, y no  infinitas, pues no en cualquier sentido carecen de límites» (Resp. I  Objec., cit., p. 95; AT, VII, p. 113). Cf. A. Koyré (1957), Du monde  clos à l'univers infini, Gallimard, Paris, 1973; Th. S. Kuhn (1957), La  revolución copernicana, Ariel, Barcelona, 1978 pp. 298 ss. 

15 Cf. Parte 11, primera regia, y nota 12; Parte IV, nota 10.  


DISC URSO DEL MÉTODO 53 5 

tencia de su objeto. Porque, por ejemplo, veía bien  que, si suponemos un triángulo, sus tres ángulos  tienen que ser necesariamente iguales a dos rectos,  pero en tal evidencia no apreciaba nada que me  asegurase que haya existido triángulo alguno en el  mundo. Al contrario, volviendo a examinar la idea  que tenía de un ser perfecto, encontraba que la exis- tencia estaba comprendida en ella del mismo modo  que en la de un triángulo está comprendido el que  sus tres ángulos son iguales a dos rectos, o en la de  una esfera, el que todas sus partes equidistan de su  centro, e incluso con mayor evidencia; y, en conse- cuencia, es al menos tan cierto que Dios, que es  ese ser perfecto, es o existe, como puede serlo cual- quier demostración de la geometría16. 

37 Pero si hay algunos que están persuadidos de  que es difícil conocerle y aun de conocer la natura- leza del alma, es porque no elevan nunca su pensa- miento más allá de las cosas "sensibles y porque es- tán tan,habituados, a no considerar nada si no es  mediante la imaginación —que es su peculiar modo  de pensar las cosas materiales— que todo lo que no  es imaginable les parece ininteligible. Lo cual está  suficientemente patente en lo que hasta los filósofos  admiten como máxima en las escuelas: nada hay en  el entendimiento que no haya estado previamente  en los sentidos,, en donde, no obstante, es cierto  que las ideas de Dios y del alma nunca han estado.  Y me parece que los que quieren hacer uso de la  imaginación para comprenderlas, obran del mismo 

16 Sobre el significado de esta prueba, v. E. Gilson, op. ch., 

pp. 347-353. Después de la demostración a posteriori, de tradición  tomista, Descartes reproduce la prueba a priori de S. Anselmo (Pros- log, cap. II), esto es, el argumento ontológico, que será criticado  por Kant (A 592 y B 6 2 0 a A 6 0 2 y B 630). F. Duque, «Sentido del  argumento ontológico en Descartes y Leibniz», Pensamiento, 42.  1986, pp. 159-180.  


54 RENÉ DESCARTES'.i"' 

modo que si para oír los sonidos o sentir los olores  quisieran servirse de sus ojos; pero aún hay otra  diferencia: que el sentido de la vista no nos asegura  menos de la verdad de sus objetos que el olfato y el  oído de los suyos, mientras que ni nuestra imagina- ción ni nuestros sentidos podrían aseguramos nunca  de cosa alguna si no interviene en ello nuestro en- tendimiento. 

En fin, si aún hay hombres a quienes las razo- nes que he presentado 110 han convencido suficien- temente de la existencia de Dios y del alma, quiero  que sepan que todas las demás cosas, de las que  tal vez piensan estar más seguros, como tener un  cuerpo, que hay astros y una tierra, y cosas seme- jantes, son menos ciertas. 

Pues, aunque se tenga una seguridad moral17 de  38 estas cosas tal que parece. / que,, a menos de ser un  extravagante, no se puede dudar de ellas, sin em- bargo, cuando se trata de una certeza metafísica,  tampoco se puede negar, a menos que uno sea poco  razonable, que sea motivo suficiente para no estar  totalmente seguros de haber advertido que uno pue- de imaginar de la misma manera, estando dormido,  que se tiene otro cuerpo, que se ven otros astros y  otra tierra, sin que ninguna de estas cosas existan.  Porque ¿cómo es posible saber que los pensamien- tos que se nos ocurren en sueños son más falsos  que los demás, si frecuentemente no son menos vi- vos ni menos precisos? Y, por mucho que lo estu- dien los mejores ingenios, no creo que puedan dar  razón alguna que sea suficiente para disipar esa  duda, si no presuponen la existencia de Dios. Pues,  en primer lugar, incluso lo que anteriormente he 

17 «Seguridad moral» es la certeza suficiente para regular la vida 

práctica, aunque no sea teóricamente cierta (cf. Principios, IV,  par. 205-206; AT, IX, pp. 323-325).  


DISC URSO DEL MÉTODO 5 5 

adoptado como una regla, a saber, que las cosas  que concebimos muy clara y distintamente son to- das verdaderas, no es cierto sino porque Dios es o  existe, porque es un ser perfecto, y porque todo lo  que hay en nosotros procede de él18. De donde se  sigue que nuestras ideas o nociones, en tanto que  son claras y distintas, siendo cosas reales, y proce- diendo de Dios, no pueden ser por ello sino verda- deras. De modo que, si con bastante frecuencia te- nemos ideas que encierran falsedad, es tal vez  porque hay en ellas algo confuso y oscuro, ya que  en esto participan de la nada, es decir, que no se dan  tan confusas en nosotros, sino porque no somos en- teramente perfectos. Y es evidente que no hay me- nor contradicción en pensar que la falsedad o la 

39 imperfección, / en tanto que tal, procede de Dios,  que en pensar que la verdad o la perfección procede  de la nada. Pero si no supiéramos que todo cuanto 

18 En la cuarta serie de Objeciones Arnauld acusa a Descartes de 

«haber cometido círculo vicioso, cuando dice que sólo estamos seguros  de que son

 verdaderas las cosas que concebimos clara y distintamen- te, en virtud de que Dios existe. Pues no podemos estar seguros de que  existe Dios, si no concebimos eso con toda claridad y distinción»  (Resp. IV Objec., cit., p. 174; AT, Vil, p. 214). La respuesta de Des- cartes en la que puntualiza que la certeza de que Dios existe garantiza  el recuerdo de lo que ha sido probado con claridad y distinción no con- vence (Resp. Objec., cit., II, p. 115, IV, p. 197; AT, VII, pp. 140 y  246). No convence al mismo Descartes, quien en la Conversación con  Barman propone, para activar la memoria, «hacer uso de notas escritas  o algo» similar; pues lo que garantiza la veracidad divina, no es el re- cuerdo conecto, sino el de no engañarme al pensar que son verdaderas  aquellas proposiciones que recuerdo haber percibido clara y distinta- mente (Entretien avec Burman, ed. Ch. Adam, Paris, 1937, pp. 8-9;  trad. esp. cit., pp. 128-129). Sin embargo, coincidimos con la interpre- tación no teológica de este pasaje hecha por Vidal Peña: «Postular a  Dios significa postular las condiciones que hacen posible la racionali- dad» (Introducción a Meditaciones metafísicas, p. XXXVI). Sobre el  problema del posible círculo vicioso, véase el debate en los trabajos  reseñados por G. Rodis-Lewis, L'Oeuvre de Descartes, t. II, p. 528,  n. 59.  


56 RENÉ DESCARTES'.i"' 

en nosotros es real y verdadero proviene de un ser  perfecto e infinito, por claras y distintas que fuesen  nuestras ideas, no tendríamos razón alguna que nos  asegurase que tienen la perfección de ser verda- deras. 

Ahora bien, después de que el conocimiento de  Dios y del alma nos ha probado así la certeza de  aquella regla, es muy fácil conocer que los sueños  que imaginamos cuando dormimos, no deben ha- cernos dudar de la verdad de los pensamientos que  tenemos cuando estamos despiertos. Pues, si ocu- rriera que, incluso mientras dormimos, tuviéramos  alguna idea muy distinta como, por ejemplo, que un  geómetra inventase alguna nueva demostración, su  sueño no impediría que fuese verdadera. Y en cuan- to al error más común de nuestros sueños, que con- siste en representarnos diversos objetos del mismo  modo que lo hacemos mediante los sentidos exter- nos, importa poco que nos dé ocasión para descon- fiar de la verdad de tales ideas, ya que éstas también  pueden engañarnos con bastante frecuencia aunque  no estemos dormidos: como cuando los que tienen  la ictericia lo ven todo de color amarillo, o cuando  los astros u otros cuerpos muy alejados nos parecen  mucho más pequeños de los que son. Pues, en fin,  ya estemos despiertos o ya estemos dormidos, no  debemos dejarnos persuadir nunca si no es por la  evidencia de nuestra razón19. Y se ha de subrayar  que digo por nuestra razón, y no por nuestra imagi-

19 En la ed. lal.: solam evidentiam rationis judicia nostra sequi 

debent (AT, VI, p. 562). Cf. W. Thayer, «Descartes, la vigilancia del  sueño», Revista de Filosofía (Chile), 22-24, 1984, pp. 99-108; H. G.  Frankfurt, Demons, dreamers and madmen: The defense of reason in  Descartes' Meditations, Bobbs, Merril, Indianapolis, 1970; G. Bache- lard, La formation de l'esprit scientifique. Contribution a une psycha- nalyse de la connaissance objective, J. Vrin, Paris, 1972 (8e. éd.);  trad. esp. en Siglo XXI.  


DISC URSO DEL MÉTODO 57 5 

nación ni por nuestros sentidos. Del mismo modo,  40 aunque veamos el sol / muy claramente, no debe- mos por ello juzgar que no sea sino del tamaño que  lo vemos; como podemos muy bien imaginar dis- tintamente una cabeza de león pegada al cuerpo de  una cabra, sin que por ello haya que concluir que  exista en el mundo una quimera; pues la razón no  nos impone que lo que vemos o imaginamos de  este modo sea verdadero. Pues nos ordena que to- das nuestras ideas o nociones deben tener algún  fundamento de verdad; pues no sería posible que  Dios, que es sumamente perfecto y veraz, las hu- biera puesto en nosotros sin tal fundamento. Y  puesto que nuestros razonamientos no son nunca  tan evidentes ni completos cuando soñamos como  cuando estamos despiertos, si bien a veces nues- tras imaginaciones son en aquel caso tanto o más  vivas y precisas, la razón nos ordena también que  no pudiendo ser verdaderos todos nuestros pensa- mientos porque no somos totalmente perfectos debe  encontrarse infaliblemente la verdad que haya en  ellos más bien en los que tenemos cuando estamos  despiertos que en los que tenemos mientras soña-

mos.  


QUINTA PARTE 

Me gustaría mucho proseguir y mostrar aquí  toda la cadena de las otras verdades que he deduci- do de estas primeras. Pero, como sería necesario  para ello que hablase ahora de algunos problemas  actualmente en discusión entre los doctos1, con  quienes no deseo indisponerme, pienso que será  mejor que me abstenga y que me limite únicamente  a decir de modo general cuáles son, con el fin de  permitir juzgar a los más sabios si sería útil que el 

4 1 público estuviera mejor informado. He / permane- cido siempre firme en la decisión que había tomado  de no suponer ningún otro principio2 que el que  acabo de aplicar en la demostración de la existencia  de Dios y del alma, y de no admitir como verdade-

1 El Mundo o tratado de la luz (1633), que Desearles presenta 

aquí en síntesis, constituye una aportación decisiva a la nueva física  —al menos hasta la de Newton—, basada no en las tesis aristotélicas  de los «doctos» escolásticos que han promovido la condena de Gali- leo (1633) — d e ahí la extrema cautela que se observa en este preám- bulo—, sino en la hipótesis heliocéntrica y en el

 mecanicismo. Cf.  P. Tannery, «Descartes physicien», Rev. Mét. et Mor., 4, 1896,  pp. 478-488; S. Gaukroger (ed.), Descartes: Philosophy, Mathematics  and Physic, Harvester Press, Hassocks, 1980; R. S. Westfall, The  construction of modern science: Mechanism and Mechanics, J. Wiley  & Sons, N e w York, 1971. Una de las grandes aportaciones de El  Mundo y de la síntesis aquí expuesta es la explicación mecanicista del  cuerpo, derivada de la teoría física, equiparando el organismo a una  máquina. 

2 Con el término «principio» se refiere esta vez al cogito, califica-

do en la Parte IV de primer principio. Su mención muestra la cohe- [59]  


6 0 RENÉ DESCARTES'.i"' 

ra cosa alguna que no me pareciera más clara y  cierta de lo que antes me habían parecido las de- mostraciones de los geómetras. Y, sin embargo, me  atrevo a decir que no sólo he encontrado un medio,  que en poco tiempo me ha satisfecho, con relación a  las principales dificultades que suelen tratarse en fi- losofía, sino que además he observado ciertas leyes,3  que Dios ha establecido de tal modo en la naturale- za y de las que ha impreso en nuestras almas tales  nociones4, que después de haber reflexionado sufi- cientemente sobre ello, no nos fuera posible dudar  de que se cumplen exactamente en todo lo que exis- te o acontece en el mundo. Al considerar luego el  conjunto de estas leyes, me parece haber descu- bierto ajgunas verdades más útiles y más impor- tantes que cuanto había aprendido anteriormente o  incluso esperaba aprender. 

Pero como he intentado explicar las principales  en un tratado que determinadas razones me impiden  publicar5, no podría hacer nada mejor para darlas a 

rene i a del proyecto cartesiano, hecho explícito al final de la Parte II  (cf. nota 18), de fundar en la filosofía «todos los principios de las  ciencias», incluida la física. Sobre la relación Metafísica/Física, véase  el excelente estudio de D. M. Clarke, La filosofía de la ciencia de  Descartes, pp. 90-117. 

1 «Leyes de la naturaleza» llama Descartes a «las reglas siguiendo 

las cuales tienen lugar los cambios» (Le Monde, AT, XI, p. 37). Entre  otros, «el logro más brillante del Descartes físico es, sin dada, haber  proporcionado una fórmula «clara y distinta» del principio de inercia»  (À. Koyré, Estudios galileanos, p. 149), principio o ley de suma im- portancia para comprender las demás leyes del movimiento. 

4 ¿Innatismo platónico-agustiniano? G. Quintás, en desacuerdo 

con E. Gilson, estima que «expresiones como ésta no deben utilizarse  para construir explicación alguna del innatismo cartesiano» dada su im- precisión (op. cit., p. 442, n. 7). Con esta interpretación coincide la de  D. M. Clarke (op. cit., pp. 196 ss.). 

5 Las razones por las cuales Descartes decide no publicar Le Mon-

de se reducen a una: ja condena de Galileo 6s el síntoma evidente que  desaconseja iniciar al menos la discusión, polémica, con los «doctos»  


DISC URSO DEL MÉTODO 61 5 

conocer que indicar aquí sumariamente lo que con- tiene. Mi propósito, antes de redactarlo, era incluir  en él todo lo que creía saber sobre la naturaleza de  las cosas materiale^. Ahora bien, así como los pin- tores, nó püdíendó representar con igual detalle so- bre una tabla lisa las diferentes caras de un cuerpo  sólido, eligen una de las principales y la iluminan, 

42 mientras que sombreando las / demás no las hacen  aparecer sino tal como se las puede ver al mirar la  principal: así también, temiendo no poder expresar  en mi discurso todo lo que tenía en mi pensamiento,  me propuse sólo exponer en él muy ampliamente lo  que pensaba sobre la luz; Juego, con este motivo,  añadí algo acerca del sol y de las estrellas fijas,  dado que casi toda la luz procede de estos cuerpos;  de los cielos, ya que la transmiten; de los planetas,  de los cometas y de la tierra, que la reflejan; y en  particular de todos los cuerpos que hay sobre la tie- rra, porque son o coloreados o transparentes o lu- minosos; y, finalmente, de| hombre, porque es el es- pectador. Más aún, para sombrear un poco todo  esto y poder expresar con mayor libertad lo que yo  pienso al respecto, sin verme obligado a seguir ni a  refutar las opiniones admitidas entre los doctos, de- cidí abandonar todo este mundo a sus disputas y  hablar solamente de lo que sucedería en uno nue-

de la tesis copernicana tlel movimiento de la tierra. Además de éste,  otros principios de la física mecanicista sistematizada en Le Monde  son: la reducción de la materia a la extensión, su expresión cuantitativa  a través del número y la figura, y la conceplualización del movimiento  a partir del principio de inercia. Si, según R. Taton, la física de Des- cartes domina todo el siglo hasta la aparición de los Principia (1687)  de Newton, ello no se debe, claro está, a la síntesis de esta V Parte.  Aunque Le Monde no es editado sino en 1664, Descartes publica los  fundamentos de su física en la segunda parle de Principia philosophiae  (1644). J. W. Lynes, «Descartes theory of elements: From "Le Mon- de", to the "Principies", Journal of the History of Ideas, 43, 1982,  pp. 55-72.  


62 RENÉ DESCARTES'.i"' 

vo6, si Dios crease ahora en alguna parte, en los 

espacios imaginarios, bastante materia para com- ponerlo, y agitase de forma diversa y sin orden las  diferentes partes de esta materia de manera tal que  formase un caos tan confuso como pudieran re- presentarlo los poetas7, y que no hiciese otra cosa,  luego, sino prestar su concurso ordinario a la natu- raleza y dejarla obrar según las leyes por él esta- blecidas8. De este modo describí, en primer lugar,  esta materia y traté de representarla de tal forma  que, a mi parecer, 110 hay nada en el mundo más  claro ni más inteligible, excepto lo que se ha dicho  antes acerca de Dios y del alma; pues hasta supuse 

43 expresamente que / no había en ella ninguna de  esas foimas 

o cualidades de las que se discute en las  escuelas, ni generalmente cosa alguna cuyo cono- cimiento no fuera tan natural a nuestras almas, que  ni siquiera se pudiera fingir que se ignora. Ade- más, hice ver cuáles eran las leyes de la naturaleza;  y, sin fundar mis razones sobre ningún otro princi- pio que en las infinitas perfecciones de Dios, traté  de demostrar todas aquéllas sobre las que pudiera  haber alguna duda y de probar que son tales que,  aunque Dios hubiera creado 'varios mundoàf no po- dría haber ni siquiera uno en e¡ que ño se cumplie- ran. Mostré, después, cómo la mayor parte de la  materia de ese caos debía disponerse y ordenarse,  de acuerdo con estas leyes, de una forma tal que lle-

6 Habiendo roto en la Parte I del Discurso con los doctos escolás-

ticos, lo importante es poder hablar de una concepción nueva dej mun- do. Aunque sea retóricamente, con el fin de rehuir la discusión polé- mica, Descartes menciona el mundo nuevo del que trata en el cap. VI  de El Mundo. 

7 Alusión a la fábula poética del caos originario y, concretamente, 

a la obra de Lucrecio, De rerum natura. 

8 Se trata de las leyes según las cuales acontecen los cambios. 

Véase su enumeración y definición en el cap. VII de El Mundo.  


DISC URSO DEL MÉTODO 63 5 

gaba a ser semejante a nuestros cielos; cómo, mien- tras tanto, algunas de sus partes debían componer  una tierra, otras, planetas y cometas, y algunas otras  Uñ sol y estrellas fijas. Y, en este punto, extendién- dome en el estudio de la luz, expliqué detenida- mente cuál era la que se debía hallar en el sol y las  estrellas, y cómo desde allí atravesaba en un ins- tante los espacios inmensos9 de los cielos, y cómo  se reflejaba desde los planetas y los cometas hacia  la tierra. Añadí también algunas observaciones  acerca de la sustancia, la situación, los movimientos  y otras diversas cualidades de estos cielos y de estos  astros; de tal modo que pensaba haber dicho bas- tante para hacer comprender que nada se observa en  los de este mundo que no deba, o al menos no pue-

44 da, parecer totalmente similar a los del mundo /

  que describía. De ahí pasé a tratar de j a tierra en  particular: expliqué cómo, aun habiendo supuesto  expresamente que Dios no había concedido peso  alguno a la materia de la que estaba compuesta, to- das sus partes tendían exactamente hacia su centro;  cómo, habiendo agua y aire sobre su superficie, la  disposición de los cielos y de los astros, de la luna  principalmente, debía producir en ella un flujo y  reflujo que fuera semejante en todas sus circuns- tancias al que se observa en nuestros mares; y, ade- más, cierta corriente tanto de agua como de aire,  que va de levante a poniente tal como se la observa  también entre los trópicos; cómo pueden formarse  naturalmente las montañas, los mares, las fuentes y  los ríos, y cómo pueden aparecer los metales en las  minas, las plantas crecer en los campos y, en gene-

9 El espacio infinito es una de las consecuencias más innovadoras 

de la tesis copemicana, tal como ya lo intuyó G. Bruno. Véase el ex- celente estudio de A. Koyré, Du monde clos à l'univers infini, Galli- mard, Paris, 1973.  


64 RENÉ DESCARTES'.i"' 

ral, producirse todos los cuerpos llamados mezclas  o compuestos. Y entre otras cosas, dado que, ade- más de los astros, no conozco nada en el mundo  que produzca luz sino el fuego^me esforcé en hacer  comprender conmucha claridad todo lo que atañé a  su naturaleza, cómo se produce, cómo se alimenta y  cómo a veces da calor sin luz y otras luz sin calor;  cómo puede dar lugar en diversos cuerpos a dife- rentes colores y a otras varias cualidades; cómo  funde unos cuerpos y endurece otros; cómo puede  consumir casi todos o convertirlos en humo y ceni- zas; y, en fin, cómo de esas cenizas forma vidrio  sólo por la fuerza de su acción; y pareciéndome 

45 esta transformación / de cenizas en vidrio tan ad- mirable como ninguna otra que tenga lugar en la  naturaleza, tuve especial agrado en describirla. 

' Sin embargo, de todo ello no quería inferir que  este mundo haya sido creado de la manera que yo  exponía; pues es mucho más verosímil10 que desde  el principio Dios lo ha hecho tal como debía ser.  Pero es cierto, y esta opinión es comúnmente ad- mitida entre los teólogos, que la acción por la cual  lo conserva ahora es exactamente la misma que  aquélla por la cual lo ha creado; de manera que,  aunque no le hubiese dado al principio otra forma  que la del caos, con tal que le prestara su concurso,  habiendo establecido las leyes de la naturaleza, para  obrar tal como ella acostumbra, es posible pensar, 

10 Consciente Descartes de que su teoría difiere del relato del Gé-

nesis, prefiere dejar la exégesis de éste a los teólogos sin entrar en  abierta discusión con ellos. Así, el lérmino verosímil fonna parle de la  retórica en la que envuelve su teoría, pero esta vez necesita aclararla en  los siguientes términos: «[...] al decir que es verosímil (a saber, según  la razón humana), que el mundo ha sido creado tal como debía ser, no  pretendo en modo alguno negar que sea cierto para la fe que es per- fecto» (a Mersenne, 27 de abril de 1637). Cf. Conversación con Bur- man, cit., p. 164.  


DISC URSO DEL MÉTODO 65 5 

sin menoscabo del milagro de la creación, que de  este único modo todas las cosas que son puramente  materiales habrían podido llegar a ser, con el tiem- po, tal y como ahora las vemos. Y su naturaleza es  mucho más fácil de comprender, cuando se ven na- cer poco a poco de ese modo, que cuando se las  considera ya hechas del todo. 

De la descripción de los cuerpos inanimados y  de las

 plantas pasé a la de los animales y particu- larmente a la de los hombres. Pero como aún no te- nía conocimiento suficiente para tratar este tema  de la misma manera que los demás, es decir, de- mostrando los efectos por las causas y haciendo  ver de qué semillas y de qué modo debe producirlos  la naturaleza, me contenté con suponer que Dios  formó el cuerpo de un hombre enteramente seme-

46 jante a / uno de los nuestros tanto en la figura exte- rior de sus miembros como en la conformación  interior de sus órganos, sin componerlo de otra ma- teria que aquella que ya había descrito y sin darle al  principio alma racional alguna ni siquiera otra cosa  que le sirviera de alma vegetativa o sensitiva", sino  que hizo nacer en su corazón uno de esos fuegos sin  luz, que ya había explicado, y que concebía de una  naturaleza igual a la del que calienta el heno, cuan- do se lo encierra antes de que esté seco, o como el  que lleva a ebullición los vinos nuevos cuando se  los deja fermentar con su hollejo. Así pues, exa-

11 En síntesis, ésta es la conclusión a la que llega el Tratado del 

hombre: «No debemos concebir en esta máquina alma vegetativa o  sensitiva alguna, ni otro principio de movimiento y de vida» (ed. de  G. Quintás, Ed. Nacional, p. 177; AT, XI, p. 202). Como explicación  del cuerpo-máquina, es decir, de las funciones vegetativas, locomotrices,  sensitivas, Descartes no sigue los términos aristotélico-lomistas, sino  los principios mecanicislas de la física. Si recordamos que el Tratado  del hombre constituye el cap. XVIII de El Mundo, comprenderemos  también el orden temático de esta Parte V del Discurso.  


66 RENÉ DESCARTES'.i"' 

minando las funciones que como consecuencia de  todo esto

 podían darse en ese cuerpo, encontraba  exactamente las mismas que las que puede haber en  nosotros sin que pensemos en ellas y, por consi- guiente, sin que en nada contribuya nuestra alma, es  decir, aquella parte distinta del cuerpo de la que se  ha dicho anteriormente que su naturaleza consiste  sólo en pensar; y que son aquellas mismas funcio- nes en virtud de las cuales se puede decir que los  animales irracionales se parecen a nosotros; pero, 

' efl cambio, no pude efícontrar en ese cuerpo función  alguna de las que, siendo dependientes del pensa- miento, son las únicas que nos pertenecen en tanto  que

 hombres; mientras que enseguida encontraba  todas éstas, si suponía que Dios creó un alma ra- cional y la unió a ese cuerpo en la forma concreta  que describía12. 

Pero, con el fin de que se pueda ver de qué  modo trataba esta materia11, deseo dar aquí la ex- plicación del movimiento del corazón y de las arte-

12 Este fragmento constituye una modificación con relación al pro-

yecto abandonado en 1633. Al comienzo del Tratado del hambre lee- mos: «Es necesario que, en primer lugar, describa su cuerpo y, en se- gundo lugar, su alma; finalmente, debo mostrar c ó m o estas dos  naturalezas deben estar unidas para dar lugar a la formación de hom- bres que seaii semejantes á iiosotros» (p. 49; AT, XI, p. 119). Sólo la  primera parte del proyecto se convirtió en realidad. ¿A qué conclusión  hubiera llegado Descartes en su reexamen de la noción de «alma»? Cf.  G. Ryle, El concepto de lo mental, Paidós, Buenos Aires, 1967; J.  Searle, Mentes, cerebros y ciencia, trad, de L. Valdés, Cátedra, Madrid,  1985. 

" Como muestra de la explicación mecanicista del ciierpo elige la  función de la circulación de la sangre. Cf. Introducción de G. Quintás  al Tratado del hombre, pp. 35- 45; B. de Saint-Germain, Descartes  consideré comme physiologiste et comme médecin, Paris, 1869; A. C.  Crombie, «Descaries oil method and physiology», Cambridge Journal,  5, 1951, pp. 178-186; T. S. Hall. «Descartes' physiological method: po- sition, principles, exemples», Journal of the History of Biology, 3,  1970, pp. 53-79; L. Chan vois, Descartes. Sa méthode et ses erreures en  physiologie, Les Ed. du Cèdre, Paris, 1966.  


DISC URSO DEL MÉTODO 67 5 

rias, pues siendo el primero y el que más común- mente se observa en los animales, a partir de él 

47 será más fácil juzgar lo que se debe / pensar de los

  demás. Y con el fin de que sea menos difícil de  comprender lo que voy a exponer, desearía que los  que están menos versados en ânatomià se tomasen  el trabajo, antes de leer estas pàgînâs, dé hacer cor- tar en su presencia14 el corazón de algún animal  grande, que tenga pulmones, pues es muy seme- jante en todo al del hombre, con el fin de que les  hagan ver las dos cámaras o cavidades que hay en  él15. En primer lugar, la que está en el lado derecho,  a la que van a parar dos tubos muy anchos, a saber:  la vena cava, que es el principal receptáculo de la  sangre, y como el tronco del árbol cuyas ramas son  las restantes venas del cuerpo, y la vena arteriosa,  mal llamada así porque es en realidad una arteria16  que, teniendo su origen en el corazón, se ramifica a  la salida del mismo en varias ramas que van a ex- tenderse por todas partes en los pulmones. Des- pués, la que está en el lado izquierdo, a la que co- rresponden igualmente dos tubos, que son tanto o  más anchos que los anteriores, a saber: la arteria ve- nosa, que también ha sido impropiamente denomi-

" El inélotlo de observación directa^ue Descartes practicó no sólo  en su estudio anatómico del cuerpo en general, constituye uno de los he- chos que exige un estudio más atento de la función de la experiencia .en  la filosofía

 cartesiana. Por lo que se refiere a la práctica anatómica,  L. Belloni escribe: «Esta nueva anatomía, inspirada en la iatromecánica  pretende descomponer en sus partes más diminutas a la máquina de  nuestro organismo, es una anatomía destinada a conseguir su plena rea- lización mediante el acoplamiento del artificio anatómico con el empleo  del microscopio» (cit. por Lain Entralgo, Historia universal de la me- dicina, IV, Barcelona, 1973, p. 220). Cf. Cf. P. Gallois, «La méthode de  Descaries et la médecine». Hippocrate, 6, 1938, pp. 65-77. 

Los dos ventrículos. 

La arteria pulmonar, que lleva la sangre venosa del ventrículo 

derecho al pulmón. En la época de Harvey, las opiniones acerca del pa- pel de esta arteria no siempre eran compartidas.  


68 RENÉ DESCARTES'.i"' 

nada porque no es sino una vena17 que viene de los 

pulmones, donde está dividida en múltiples ramifi- cacio

nes entrelazadas con las de la vena arteriosa y  con las del conducto llamado silbato18, por donde  penetra el aire de la respiración; y la gran arteria19  que, al salir del corazón, se ramifica por todo el  cuerpo. Desearía también que se les mostrara con  todo cuidado las once películas20 que, como otras  tantas puertecillas, abren y cierran los cuatro orifi-

48 cios que hay en estas dos cavidades, a saber: / tres a  la entrada de la vena cava21, en donde están de tal  forma dispuestas que en modo alguno pueden im- pedir que la sangre que contiene entre en la conca- vidad derecha del corazón, pero evitando con pre- cisión, sin embargo, que pueda salir; tres a la  entrada de la vena arteriosa22 que, dispuestas de  forma totalmente contraria, permiten que la sangre  que hay en esta cavidad pase con facilidad a los  pulmones, pero no que la sangre alojada en los pul- mones retorne al mismo lugar; y otras dos a la en- trada de la arteria venosa23, que dejan que la sangre  de los pulmones pase a la concavidad izquierda del  corazón, pero obstruyen su retorno; y tres a la en- trada de la gran arteria24 que, si bien permiten que 

17 Las venas pulmonares, que llevan al corazón la sangre oxigena-

da en los pulmones. 

111 Sifflet en la ed. Ir. Es obvio que «silbato» no es sino el sentido fi-

gurado de lo que se conoce como tráquea.  19 La arteria aorta. 

20 En el sentido de piel fina o delicada (ed. fr.: petites peaux). Se 

trata de las válvulas. 

21 La válvula tricúspide, que es en realidad una válvula aurículo-

ventricular. 

22 Las tres válvulas sigmoideas, situadas en el orificio de la arteria 

pulmonar. 

23 La válvula mitral o bicúspide, que es, como la tricúspide, una 

válvula aurículo-ventricular. 

24 Las tres válvulas sigmoideas situadas en el orificio de la arteria 

aorta.  


DISC URSO DEL MÉTODO 69 5 

la sangre salga del corazón, le impiden volver a  él. Y no hay que buscar más razón del número de  estas películas que la siguiente: siendo ovalado el  orificio de la arteria venosa a causa de su ubica- ción, puede cerrarse cómodamente con dos, mien- tras que al ser circulares los otros, pueden cerrarse  mejor con tres. Desearía, además, que se les hi- ciera considerar que la gran arteria y la vena arte- riosa son de una composición mucho más dura y  consistente que la arteria venosa y la vena cava;  que estas dos últimas se ensanchan antes de entrar  en el corazón y que allí forman como dos bolsas,  llamadas orejas del corazón, que están compuestas  de una carne muy parecida a la de éste; que hay  siempre más calor en el corazón que en ninguna  otra parte del cuerpo; y, en fin, que la acción del  calor es tal que, si alguna gota de sangre entra en  sus concavidades, ésta se infla inmediatamente y se 

49 / dilata, como ocurre generalmente con todos los lí- quidos cuando se los deja caer gota a gota en un  vaso muy caliente. 

Dicho esto, basta añadir, para explicar el movi- miento del corazón, que, cuando sus concavidades  no están llenas de sangre, ésta corre necesariamen- te de la vena cava a la concavidad derecha y de la  arteria venosa a la izquierda; tanto más cuanto que  estos dos vasos están siempre llenos, y sus orificios,  que miran hacia el corazón, no pueden en tal caso  estar cerrados; pero tan pronto como han entrado de  este modo dos gotas de sangre, una en cada conca- vidad, estas gotas, que no pueden ser sino muy  gruesas ya que los orificios de entrada son muy an- chos y los vasos por donde circulan están muy lle- nos de sangre, se rarifican y se dilatan a causa del  calor que allí encuentran, por medio del cual, ha- ciendo dilatar todo el corazón, empujan y cierran  las cinco puertecillas que están en las entradas de  


70 RENÉ DESCARTES'.i"' 

los dos vasos de donde provienen, impidiendo así  que se vierta más sangre en el corazón; y, al conti- nuar dilatándose cada vez más, presionan y abren  las otras seis puertecillas que están en las entradas  de los otros dos vasos por donde salen, haciendo di- latar de este modo todas las ramificaciones de la  vena arteriosa y de la gran arteria casi al mismo  tiempo que el corazón; éste se contrae inmediata- mente después, como hacen también las arterias,  porque se enfria la sangre que en ellos ha entrado, y  se cierran sus seis puertecillas, mientras se abren de  nuevo las cinco de la vena cava y de la arteria ve-

50 nosa dando paso a / otras dos gotas de sangre, que  hacen que se dilate nuevamente el corazón y las  arterias de igual manera que las precedentes. Y  como la sangre que así entra en el corazón pasa  por las dos bolsas que se llaman sus orejas, de ahí  viene que el movimiento de éstas sea contrario al de  aquél, contrayéndose éstas cuando aquél se dilata.  Por lo demás, con el fin de que los que no conocen  la fuerza de las demostraciones matemáticas, y no  están habituados a distinguir las verdaderas razones  de las verosímiles, no se aventuren a negar todo  esto sin examinarlo, deseo advertirles que este mo- vimiento, que acabo de explicar, se sigue también  necesariamente de la sola disposición de los órga- nos que se puede ver a simple vista en el corazón,  del calor que en él se puede sentir con los dedos y  de la naturaleza de la sangre que se puede conócex  por experiencia,'así como el movimiento de uri reloj  es consecuencia de la fuerza, de la situación y dé la  figura de sus contrapesos y de sus ruedas25. 

i r 

" Al comparar el movimiento de la circulación de la sangre al  movimiento de un reloj, esto es, a la mayor o menor fuerza, a la dis- posición y figura de sus órganos (y contrapesos), etc., el principio de  explicación mecanicista se hace patente. Con todo, a diferencia de  


DISC URSO DEL MÉTODO 71 5 

Pero si se pregunta por qué la sangre de las ve- nas no se agota, circulando de modo continuo a tra- vés del corazón, y por qué las arterias no están ex- cesivamente repletas de sangre, ya que toda la que  pasa por el corazón a ellas se dirige, no necesito  contestar otra cosa que lo que ha escrito un médico  inglés [Heruaeus,

 de motu cordis]26, al cual hay que  conceder el honor de haber,roto el hielo en esta  materia y de ser el primero/que ha defendido la  existencia de pequeñas comunicaciones en las ex- tremidades de las arterias, por donde pasa la sangre  que reciben del corazón a las pequeñas ramifica- ciones de las venas, desde donde se dirige de nuevo  al corazón, de manera que su curso no es sino una 

51 circulación / incesante. Y esto lo prueba muy bien  por medio de la experiencia ordinaria )de los ciruja- nos, quienes habiendo atado el Birazó con mediana  fuerza por la parte superior del punto en donde  abren la vena, hacen que la sangre salga más abun- dantemente que si no lo hubiesen atado; y sucedería  todo lo contrario si lo atasen por la parte inferior,  entre la mano y la abertura, o si lo atasen con mu- cha fuerza por la parte superior. Pues es evidente 

Harvey, Descartes considera que la razón última de los movimientos  del corazón no es de carácter muscular (AT, XI, pp. 169-170), es decir,  no se debe a contracciones. 

26 Obra citada por Descartes al margen. Se trata de Exercilalio 

anatómica de motil cordis et sanguinis in animalibus, Frankfurt, 1628,  de W

. Harvey (1578-1657), profesor de anatomía y cirugía en el Co- legio de Medicina de Londres. Tras sugerirle Mersenne la conveniencia  de leer esta obra. Descartes le manifiesta, a finales de 1632, que tiene el  propósito de leerla (AT, I, p. 263). La pregunta con la que comienza  este parágrafo es la misma que condujo a Harvey al descubrimiento de  la circulación de la sangre. Un excelente estudio de De matar cordis ha  sido realizado por Woodger. Biología y lenguaje, trad, de M. Garrido,  Madrid, 1978. Sobre la relación Descartes/Harvey, véase el de E. Gil- son, «Descartes, Harvey et la scolastique», en Études de philosophie  médiévale, 1921, pp. 220-222. G. Witteridge, W. Harvey and the cir- culation of the blood, MacDonald, London; Elsevier, New York, 1971.  


72 RENÉ DESCARTES'.i"' 

que ¡a atadura hecha con mediana fuerza, si bien  puede impedir que la sangre que ya está en el brazo  vuelva al corazón por las venas, no por eso impide  que nueva sangre venga sin cesar por las arterias,  porque éstas van por debajo de las venas y porque,  siendo sus pieles más

 duras, son más difíciles de  apretar y, además, porque la sangre

 que procede  del corazón tiende con más fuerza a pasar por las  arterias hacia la mano que a volver al corazón por  las venas. Y puesto que la sangre sale del brazo  por la abertura hecha en una de sus venas, debe ha- ber necesariamente algunos pasos por debajo de la  atadura, es decir, hacia las extremidades del brazo,  por donde la sangre pueda venir de las arterias.  Prueba asimismo muy bien lo que afirma sobre el  curso de la sangre, por la existencia de ciertas pelí- culas27 que de tal modo están dispuestas en diversos  lugares, a lo largo de las venas, que no permiten  que la sangre vaya desde el centro del cuerpo a las  extremidades, pero si que retorne de las extremida- des al corazón; y, además, sostiene que la expe- riencia demuestra que toda la sangre que hay en el  cuerpo puede salir en poco tiempo por una sola ar- teria que se haya seccionado, incluso aunque se  atase fuertemente muy cerca del corazón y se cor-

52 tase entre éste y la atadura, de tal manera que / no  haya motivo para imaginar que la sangre vertida  pueda venir de otra parte. 

Pero hay muchas otras razones que prueban que  la verdadera causa de este movimiento de la sangre  es la que he indicado28. En primer lugar, la diferen- cia que se advierte entre la sangre de las venas y la  que sale de las arterias no puede proceder sino de 

27 Véase la nota 2 0 de esta Parte. 

2" Hasta aquí Descartes ha elogiado a Harvey por el descubri-

miento de la circulación de la sangre. Pero ahora procede a su crítica.  El texto muestra los argumentos que pretenden probar que la verdade- 


DISC URSO DEL MÉTODO 73 5 

que, habiéndose rarificado y como destilado al pa- sar por el corazón, es más sutil, más viva y más  caliente nada más haber salido de él, es decir, cuan- do está en las arterias, que poco antes de entrar,  esto es, cuando está en las venas; y si se observa  atentamente, se verá que esta diferencia sólo apare- ce claramente cerca del corazón, pero no tanto en  los lugares más alejados de él29. Además, la dureza  de la piel de que están hechas la vena arteriosa y la  gran arteria demuestra suficientemente que la san- gre golpea contra ellas con mayor fuerza que contra  las venas30, y ¿por qué la concavidad izquierda del  corazón y la gran arteria han de ser más amplias y  más anchas que la concavidad derecha y la vena  arteriosa, sino porque la sangre de la arteria venosa,  que ha estado solamente en los pulmones desde  que ha pasado por el corazón, es más sutil y se ex- pande con mayor fuerza y más fácilmente que la  que viene inmediatamente de la vena cava?31. ¿Y  qué es lo que los médicos pueden averiguar al to- mar el pulso, si no saben que, cuando la sangre  cambia de naturaleza, puede rarificarse por el calor  del corazón con mayor o menor intensidad y con 

ra causa del movimiento de la sangre no es la contracción del corazón,  como sostiene Harvey, sino la dilatación de la sangre provocada por el  calor del corazón. 

w En el primer argumento Descartes señala un error de la explica-

ción de Harvey. Pero incurre, a su vez, en otro error al 

ignorar  —como ignoraban lodos hasta Lavoisier, 1777—que la transformación  de la sangre venosa en arterial es el resultado de la respiración pulmo- nar, y que constituye una verdadera combustión. 

30 El segundo argumento no es válido, porque no es cierta la hipó-

tesis de Descartes, según la cual la sangre que corre por la arteria pul- monar es sangre venosa. 

31 El tercer argumento refuerza la teoría cartesiana contra la opi-

nión de Harvey. Si la misma cantidad de sangre pasa por los dos ven- trículos y el izquierdo es más grande que el derecho, es preciso, para  llenarlo, que la sangre se dilate. Tal dilatación sólo proviene del calor  del corazón.  


74 RENÉ DESCARTES'.i"' 

mayor o menor velocidad que anteriormente?12. Y 

si se examina cómo se comunica este calor a los de- 53 más miembros, habrá que admitir que es / por me- dio de la sangre, la cual al pasar por el corazón  vuelve a calentarse y a extenderse desde él a todo el  cuerpo; por ello acontece que si se extrae sangre de  alguna parte, se priva a ésta por el mismo hecho del  calor; y aun cuando el corazón estuviera ardiendo  como un hierro candente no bastaría para mantener  el calor en los pies y en las manos como lo hace, si  no les enviase continuamente sangre nueva. Por  otra parle, también se llega a conocer a partir de  ahí13 que la verdadera función de la respiración con- siste en aportar suficiente aire fresco al pulmón,  para hacer que la sangre que a él llega desde la  concavidad derecha del corazón, donde se ha rarifi- cado y como vaporizado, se espese y se convierta  de nuevo en sangre antes de retornar a la concavi- dad izquierda, sin lo cual no estaría en condición de  alimentar el fuego que allí hay. Lo cual se confirma  al observar que los animales que carecen de pul- mones sólo tienen una concavidad en el corazón, y  que los niños, que no pueden utilizarlos mientras  están en el seno materno, tienen un orificio por  donde pasa sangre de la vena cava a la concavidad  izquierda del corazón y un conducto por donde va  de la vena arteriosa a la gran arteria sin pasar por el  pulmón. Además, ¿cómo se hará la digestión en el 

" Cuarto argumento: las fiebres serían alteraciones de la sangre,  que provocarían las variaciones en el pulso. 

Una nueva serie de argumentos muestran la diferencia de puntos  de vista

 entre Harvey y Descartes. El primero se interesa por el pro- blema de la circulación de la sangre y su causa. El segundo pretende  encontrar en el problema de la circulación el principio fundamental de  toda la fisiología. Cf. Tratado del hombre, Editora Nacional, Madrid,  1980. T. S. Hall, «Descartes' physiological method: position, princi- ples, exemples», Journal of the History of Biology, 3, 1970, pp. 53-79.  


DISC URSO DEL MÉTODO 75 5 

estómago, si el corazón no le enviase calor por las  arterias

 y, con él, algunas de las partes más fluidas  de la sangre que ayudan a disolver los alimentos  que allí se han introducido? Y la acción que con- vierte en sangre el jugo de tales alimentos, ¿no es  fácil de conocer si se considera que, al pasar una y  otra vez por el corazón, se destila quizá más de 

54 cien o doscientas veces al día? / Y para explicar la  nutrición y la producción de los diversos humores  que hay en el cuerpo, ¿qué necesidad hay de otro  supuesto que no sea la afirmación de que la fuerza  con que la sangre, al dilatarse, pasa del corazón a  las extremidades de las arterias, hace que algunas  de sus partes se detengan entre las de los miem- bros donde se hallan y tomen allí el lugar de otras a  las qu

e expulsan, y que, según la situación o la fi- gura o la pequeñez de los poros que encuentran,  unas afluyen a ciertos lugares y otras a otros, de la  misma manera que, como todos han podido ver,  las diferentes cribas, por estar agujereadas de dis- tinto modo, sirven para clasificar los granos según  su tamaño? Y, en fin, lo más relevante en todo esto  es la generación de los espiritas animales, que son  como un viento muy sutil o más bien como una  llama muy pura y muy viva que, ascendiendo ince- sante y profusamente desde el corazón al cerebro,  de ahí se comunica a través de los nervios con los  músculos y produce el movimiento de todos los  miembros; de tal manera que no es preciso imaginar  otra causa, para explicar que las partes de la sangre  más agitadas y más penetrantes son, a su vez, las  más adecuadas para formar estos espíritus que se  dirigen al cerebro antes que a otras partes, sino la  siguiente: las arterias que allí las llevan son las que,  saliendo del corazón, van más en linea recta que to- das las demás y, según las reglas de la mecánica,  que son las mismas que las de la naturaleza, cuando  


7 6 RENÉ DESCARTES'.i"' 

varias cosas tienden conjuntamente a moverse hacia  el mismo lado, en donde no hay espacio suficiente  para todas, como sucede con las partes de la sangre  que salen de la concavidad izquierda del corazón y 

55 tienden hacia el cerebro, / las más débiles y menos  agitadas deben ser apartadas por las más fuertes,  que por estas razones sólo ellas llegan. 

Había explicado detalladamente todas estas co- sas en el tratado que hace algún tiempo tuve el pro- pósito de publicar. Y en él había mostrado, a conti- nuación34, cuál

 debe ser la contextura de los nervios  y de los músculos del cuerpo humano, para que los  espíritus animales, alojados en su interior, tengan la  fuerza necesaria para mover sus miembros, como se  observa en las cabezas que, poco después de ser  cortadas, aún se mueven y muerden la tierra, aun- que ya no estén animadas; qué cambios deben darse  en el cerebro, para que se produzca la vigilia, el  sueño y los sueños; cómo la luz, los sonidos, los  olores, los sabores, el calor y demás cualidades de  los objetos exteriores pueden imprimir en el cerebro  distintas ideas por medio de los sentidos; cómo pue- den también suscitar allí las suyas el hambre, la  sed y demás pasiones interiores; qué debe enten- derse por el sentido común, donde tales ideas son  recibidas, qué por la memoria, que las conserva, y  qué por la fantasía, que puede combinarlas de dife- rentes modos y componer otras nuevas, y del mis- mo modo también puede, al distribuir los espíritus  animales en los músculos, hacer que se muevan los  miembros del cuerpo de tan diversas maneras y tan  de acuerdo con los objetos que se presentan a los  sentidos externos y con las pasiones internas, como  puedan moverse sin que la voluntad los guíe. Lo 

34 Se refiere a El Mundo, y al cap. XVIII de esla obra, es decir, el 

Tratado del hombre (AT, XI, pp. 119-202).  


DISC URSO DEL MÉTODO1335 

cual no parecerá en modo alguno extraño a quienes,  sabiendo cuántos diferentes autómatas o máquinas 

56 que se mueven puede hacer lajridustriá humana, /  empleando en ello muy pocas piezas en compara- ción con el gran numero de huesos músculos, ner- vios, arterias, venas y todas las demás partes que  hay en el cuerpo de cada animal, consideren este  cuerpo como una máquina que, habiendo sido he- cha por la mano de Dios está incomparablemente  mejor ordenada y es capaz de movimientos más  admirables que ninguna de las que pueden ser in- ventadas por los hombres35. 

Y en este punto me detuve particularmente para  mostrar que, si hubiera máquinas (ales que tuvieran  los órganos y la figura de un mono o de cualquier  otro animal irracional, no tendríamos medio alguno  para reconocer que las máquinas no eran exacta- mente de la misma naturaleza que estos animales;  mientras que, si las hubiese semejantes a nuestros  cuerpos e imitasen nuestras acciones tanto como  moralmente fuese posible tendríamos siempre dos 

JS La tesis del cuerpo-máquina con la que Descartes sintetiza la ex-

plicación mecanicista del cuerpo tiene, al menos, dos consecuencias  importantes: I) explica las funciones fisiológicas y sensibles del cuer- po sin recurrir a la terminología aristotélico- tomista (cf. nota 11 de esta  parte); 2) sienta las bases no sólo para un estudio científico del cuerpo  humano, sino también para un reexamen del papel del cuerpo en la  constitución del hombre. Todavía no sabemos lo que puede el cuerpo  —dirá Spinoza— (Ética, III, prop. 2, Esc.). Que la tesis del animal-má- quina haya sido enunciada casi un siglo antes (E. Gilson cita el libro  del médico español, Gómez Pereira, Antoniana Margarita, Medina  del Campo, 1554) tiene sin duda un interés histórico. Pero la impor- tancia teórica antes señalada sólo se mide por el eco despertado por una  teoría que se divulga en el Discurso (1637) y en el Tratado del hombre  (1662, 1664, 1667). La polémica se aprecia en las conferencias, luego  editadas, de Darmanson, La bête transformée en machina (Amsterdam,  1684). de las que P. Bayle toma nota en su République des Lettres  (D, 889). Pero el e c o resuena sobre todo en pensadores del xviu  como Helvetius o La Meilrie (El hombre máquina, 1748).  


78 RENÉ DESCARTES'.i"' 

medios muy seguros para reconocer que no por eso  eran verdaderos hombres36. El primero es que no  podrían hacer uso de palabras ni de otros signos  compuestos de ellas, como hacemos nosotros para  manifestar a los demás nuestros pensamientos. Pues  es posible concebir que una máquina esté hecha de  lal forma que profiera palabras, e incluso que pro- fiera algunas a propósito de acciones corporales  que causaran cierto cambio en sus órganos: como  si, tocándole en una parte, preguntase lo que se le  quiere decir, y si, en otra, gritase que se le hace 

16 La teoría del animal-máquina, válida para la explicación meca-

nicista del cuerpo, ¿permite explicar otros fenómenos de la conducta  humana como el lenguaje o el pensamiento? Descartes cree que estos  fenómenos muestran el límite del principio mecanicista. Por eso pos- tula otro principio explicativo, un «principio creador» —opina N.  Chomsky (Lingüística cartesiana, Gredos, Madrid, 1978, p. 25)—,  para estos fenómenos. Es importante anotar esta linea de investigación,  que ni siquiera inició en el Tratado del hombre, y que aquí aparece  apenas esbozada. Me refiero a los «dos medios muy seguros» que,  según Descartes, distinguen al hombre del animal (y la máquina), esto  es, que son específicos de lo humano: el lenguaje y la co/iticrtc/a. Sin  duda alguna, al plantear lo específicamente húifiaño en términos de lo  que diferencia al hombre de la máquina, el autor controvertido en la  época de la contrarreforma abrió una de las polémicas más vivas de la  actualidad, es decir, del momento presente en el que el cerebro pro- gramador y la inteligencia artificial suscita preguntas sin fácil res- puesta. ¿Puede la máquina pensar? ¿Se logrará una máquina que pue- da hablar como el hombre? A pesar de teorías funcionalistas que no  dudarían en responder positivamente, J. Searle contestarla con un «no»  rotundo, en base al nivel semántico del lenguaje —una máquina no su- pera el nivel sintáctico por muchas combinaciones que haga— y a la  conciencia (otro nombre cartesiano de la razón) que sólo el hombre tie- ne de lo que hace, incluso cuando piensa y habla (Mentes, cerebros y  ciencia, trad, de M. L. Valdés, Cátedra, Madrid, 1985). Más aún,  M. Garrido no duda en calificar de «provocativa» la tesis del modelo  computacional de la mente, de A. M. Turing, según la cual un compu- tador puede hacer todo lo que hace el hombre, incluso la función de  pensar (Mentas y máquinas, de A. M. Turing, H. Putnam, D. Davidson,  Tecnos, Madrid, 1985, p. 10). No cabe duda de que la inspiración car- tesiana al plantear el problema proporciona a la vez el principio de so- lución, subrayado tanto por Chomsky como por Searle.  


DISC URSO DEL MÉTODO 79 5 

daño, y cosas semejantes; pero no que sea capaz de 

 ordenar de forma diversa las palabras, para / res- ponder con sentido a todo lo que se diga en su pre- sencia, como pueden hacerlo los hombres más es- túpidos. Y el segu

ndo consiste en que, aun cuando  estas máquinas pudieran hacer algunas cosas tan  bien o quizá mejor que cualquiera de nosotros, fa- llarían infaliblemente en otras, a través de las cuales  se descubriría que no actuaban por conocimiento,  sino sólo por la disposición de sus órganos. Pues,  mientras que la razón es un instrumento universal,  capaz de servir en cualquier circunstancia, estos ór- ganos necesitan una determinada disposición parti- cular para cada acción concreta; de donde resulta  que es moralmente imposible que haya en una má- quina los suficientes resortes como para hacerla ac- tuar en todas las circunstancias de la vida, tal y  como nos hace actuar nuestra razón. \ 

Ahora bien, por estos dos 

medios también es  posible conocer la diferencia que hay entre los  hombres y los animales. 

Pues es algo bien patente que no hay hombres  tan embrutecidos ni tan estúpidos, sin exceptuar si- quiera a los locos, que no sean capaces de coordinar  diversas, palabras^ de componer un discurso me- diante el cual den a conocer sus pensamientos^ y, al  contrario, no hay animal alguno,' por pèrfecto y  afortunadamente dotado que sea, que pueda hacer  algo semejante. Y esto no sucede por carecer de  órganos, ya que es posible observar que las urracas  y los loros pueden emitir palabras como nosotros y,  sin embargo, no pueden hablar como nosotros, es  decir, mostrar que piensan lo que dicen, en cambio,  los hombres que, habiendo nacido sordos y mudos,  están tan privados o más que los animales de los ór- ganos que a los otros sirven / para hablar, suelen in- ventar por sí mismos algunos signos, mediante los  


80 RENÉ DESCARTES'.i"' 

cuales se hacen entender por aquellos que, viviendo  habitualmente con ellos, tienen ocasión de aprender  su lenguaje. Y esto no sólo prueba que los animales  tiene

n menos razón que los hombres, sino que ca- recen totalmente de ella, pues se puede ver que bas- ta muy poca para sabçr hablar; y aunque se observe  tanta desigualdad entre los animales de una misma  especie como entre los hombres, y que unos son  más fáciles de adiestrar que otros, no es creíble que  un loro o un papagayo, aun siendo los más perfec- tos de su especie, igualen en esto a un niño de los  más estúpidos o, al menos, a un niño que tuviera  perturbado el cerebro, a no ser que su alma fuera de  naturaleza totalmente distinta a la nuestra. Y no de- ben confundirse las palabras con los movimientos  naturales, que manifiestan las pasiones y pueden  ser imitados por las máquinas tan bien como por los  animales; ni debe pensarse, como algunos antiguos,  que los animales hablan, aunque no entendamos su  lenguaje; pues si fuera verdad, dado que tienen al- gunos órganos que se parecen a los nuestros, podrían  hacerse entender por nosotros tan bien como por  sus semejantes. Es asimismo algo muy destacable  que, aunque haya algunos animales que dan mues- tras de mayor habilidad que nosotros en algunas de  sus acciones, se observa, sin embargo, que estos  mismos no muestran ninguna en muchas otras; de  manera que lo que hacen mejor que nosotros no  prueba que tengan ingenio, porque, en ese caso, 

59 tendrían más que ninguno de nosotros y / lo harían  mejor en todo; por el contrario, carecen totalmente  de él, y no es sino la naturaleza quien obra en ellos,  según la disposición de sus órganos, tal como se ob- serva que qn reloj, compuesto únicamente de ruedas  y resortes, puede marcar las horas y medir el tiempo  con mayor precisión que nosotros a pesar de nuestra  prudencia.  


DISC URSO DEL MÉTODO 81 5 

Traté, a continuación, el problema del alma ra- cional37. Mostraba que en modo alguno puede ser  sacada de la potencia de la materia, como las otras  cosas de las que había hablado, sino que debe ser  expresamente creada; y no basta que esté alojada en  el cuerpo humano, como un piloto en su navio38, a  no ser, ta

l vez, para mover sus miembros, sino que  es necesario que esté junta y unida más estrecha- mente con él para tener, además, sentimientos y  apetencias semejantes a los nuestros, y constituir  así un verdadero hombre. Por lo demás, m

e he ex- tendido aquí un poco sobre el tema del alma, por- que es de los más importantes; ya que, dejando  aparte el error de los que niegan a Dios, que pienso  haber refutado anteriormente de modo conveniente,  no hay nada que aleje más a los espíritus débiles del  recto camino de la virtud que el imaginar que el  alma de los animales sea de la misma naturaleza  que la nuestra, y que, en consecuencia, no tenemos  nada que temer ni que esperar después de esta vida  como nada tienen las moscas y las hormigas mien- tras que, cuando se conoce la diferencia que existe  entre el alma de los animales y la nuestra se com- prenden mucho mejor las razones que prueban que  la nuestra es de una naturaleza enteramente inde- pendiente del cuerpo y, por lo tanto, que no está 

60 condicionada a morir con él; y, en fin, dado que /  no se ven otras causas que puedan destruirla, es na- tural inclinarse a pensar que es inmortal. 

37 N o poseemos la parle del Tratado del hambre, que Descartes 

anuncia en su comienzo (cf. nota 12 de esta Parle) y menciona aquí. 

38 Se atribuye a Platón la opinión según la cual la relación cutre el 

alma y el cuerpo se concibe como la que existe entre el piloto y su na- vio (Aristóteles, De anima. II, 1,413a).  


SEXTA PARTE 

Hace ya tres años1 que había llegado a concluir 

el tratado que contiene todas estas cuestiones y co- menzaba a revisarlo con el Fin de entregarlo a un  impresor, cuando tuve noticia de que determinadas  personas, a quienes profeso deferencia y cuya auto- ridad sobre mis acciones no es mucho menor que la  de mi razón sobre mis pensamientos, habían con- denado una opinión de física publicada poco antes  por otro2; no quiero decir que yo la compartiera,  pero sí que no había observado en ella, antes de su  censura, nada que pudiera imaginar como perjudi- cial para la religión ni para el estado ni, por consi- guiente, que me hubiese impedido escribir sobre  ella si la razón me hubiera persuadido. Esto me  hizo temer que se pudiera encontrar, del mismo  modo, alguna opinión entre las mías en la cual me 

1 Se refiere a 1633, fecha en la que decide no publicar El Mundo. 

Esta parte VI se divide en tres secciones que reflejan las oscilaciones  de Descartes a partir de ese momento. Sección A (AT, VI, 60-65): es  esencialmente un resumen del trabajo preparatorio del manuscrito de El  Mundo, para su publicación. Sección B (AT, VI, 65-74): exposición de  

las causas que le llevan a aplazar la publicación e, incluso, a decidir no  publicar nada en toda su vida; empieza así: «Pero desde entonces me  han asaltado otras razones que me han hecho cambiar de opinión [...]».  Sección C (AT, VI, 74-78): muestra un nuevo cambio de opinión, hacia  1635, por el que decide publicar los ensayos Dióptrica y Meteoros: la  referencia a ellos es más explícita, sobre todo porque la redacción de  esta sección fue pensada como introducción a los dos ensayos científi- cos, a los que luego añade un tercero, la Geometría. 

2 Galileo. 

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84 RENÉ DESCARTES' .i"' 

hubiera equivocado, a pesar del gran cuidado que  he tenido siempre de no aceptar novedades en mis  creencias de las cuales no tuviera demostraciones  muy ciertas y de no escribir sobre algo que pudiera  volverse en perjuicio

 de alguien. Estas circunstan- cias han sido suficientes para obligarme a cambiar  la resolución que había tomado de publicar dicho  tratado. Pues, aunque las razones en virtud de las  cuales había tomado anteriormente tal decisión hie- ran muy fuertes, mi inclinación, que me había lle- vado siempre a aborrecer el oficio de hacer libros,  me ha facilitado inmediatamente bastantes otras  para excusarme. Y tales son esas razones, de una y 

61 otra parte, que no / sólo tengo cierto interés en ex- ponerlas aquí, sino también quizá el público lo ten- ga a su vez en conocerlas. 

Nunca he atribuido excesiva importancia a  aquellas cosas que procedían de mi ingenio y, mien- tras no he recogido del método que uso otros frutos  sino la solución de algunas dificultades pertene-

* ' cientes a las ciencias especulativas, o mientras he  intentado regular mis cóstumbresqe acuerdo con  las razones que ese método me proporcionaba, no  me he creído obligado a escribir sobre tales cosas.  Pues, por lo que atañe a las costumbres, cada uno  abunda tanto en su sentido que podrían encontrarse  tantos reformadores como cabezas, si se permitiera  emprender la tarea de realizar algún cambio a per- sonas distintas de las que Dios ha establecido como  soberanos de sus pueblos o bien ha dado suficiente  gracia y celo para ser profetas; y en cuanto a mis es- peculaciones, si bien me complacían en alto grado,  pensé que también los demás tendrían otras que les  gustarían acaso más. Pero, tan pronto como hube 

¿~i) adquirido algunas nociones generales relacionadas  con la física^y, comenzando a ponerlas a prueba en  diversas dificultades concretas, me di cuenta hasta  


DISC URSO DEL MÉTODO 85 5 

dónde pueden conducir y cuánto difieren de los  principios comúnmente admitidos hasta el presente,  pensé que no podía tenerlas ocultas sin infringir  gravemente la ley que nos obliga a procurar el bien  general de todos los hombres en tanto nos sea fac- tible. Pues tales nociones me han hecho ver que es  posible lograr conocimientos muy útiles para la  vida y que, en lugar de la filosofía especulativa que 

62 se enseña en las escuelas, se pueda encontrar / una  filosofía práctica en virtud de la cual, conociendo la  fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire,  de los astros, de los cielos y de todos los demás  cuerpos que nos rodean con tanta precisión como  conocemos los diferentes oficios de nuestros arte- sanos, podríamos aprovecharlos de la misma ma- nera en todos los usos para los cuales son apropia- dos y convertirnos, de este modo, en dueños y  poseedores de la naturaleza3. Lo cual no sólo es  deseable con vistas a la invención de una infinidad  de artificios, que nos permitirían disfrutar sin es- fuerzo alguno de los frutos de la tierra y de todas las  comodidades que hay en ella, sino principalmente  también para la conservación de la salud, que es  sin duda el primer bien y el fundamento de todos  los demás bienes de esta vida; pues hasta el ingenio  depende tanto del temperamento y de la disposi- ción de los órganos del cuerpo que, si es posible en- contrar algún medio que haga a los hombres más  sabios y más hábiles de lo que hasta aquí lo han  sido, pienso que hay que buscarlo en la medicina^. 

1 Descurtes retama el ideal de la ciencia que tema F. Bacon: «La 

ciencia y el poder humanos vienen a ser lo m ismo » ( N o v u m Orga- num, 1620, Lib. I, alor. III). 

J La medicina es, juntamente con la moral y la mecánica, una de 

las ires ramas del árbol de la ciencia («Lettre-Préface», a la ed. fr. de  Principes tie philosophie, AT, IX-11, p. 14): Cf. P. Gallois, «La mé- thode de Descartes et la médicine», Hippocrate, 6, 1938, pp. 65-77.  


86 RENÉ DESCARTES'.i"' 

Sin duda es cierto que la que se practica en nuestros  días ofrece pocas cosas cuya utilidad sea muy des- lacable; pero, aun sin propósito alguno de despre- ciarla, estoy convencido de que no hay nadie, in- cluso entre aquéllos que la ejercen como profesión,  que no reconozca que lo que en ella se sabe es casi  nada si se compara con lo que todavía queda por sa- ber y que podríamos vernos libres de una infinidad  de enfermedades, tanto del cuerpo como de la men- te5 y quizá también hasta de la debilidad que acom- paña a la vejez,v si se tuviera conocimiento sufi- ciente de sus causas y de todos los remedios de los  cuales nos ha provisto la.naturaleza6. Ahora bien, 

63 teniendo el propósito / de empleär toda mi vida en  la búsqueda de una ciencia tan necesaria y habiendo  encontrado un camino que, si alguien lo sigue, me  parece tal que infaliblemente debe encontrarla, a  no ser que se lo impida la brevedad de la vida o la  falta de experiencias, estimaba que no había mejor  remedio contra estos dos obstáculos que comunicar  fielmente al público todo lo poco que hubiera en- contrado e invitar a los ingenios capaces a intentar  avanzar más allá, contribuyendo cada uno según  su inclinación y poder a realizar las experiencias 

! que fueran necesarias, y comunicando también al  público cuanto hayan aprendido, con el fin de que  comenzando los últimos por donde sus predeceso- res hubieran acabado y uniendo, de este modo, las 

; vidas y los trabajos de muchos, lleguemos median- te el trabajo conjuntó mucho más lejos de lo que  cada uno eri particular podría conseguir. 

5 Esprit (ed. fr.), aiiimi (ed. lat.: AT, V], p. 575). 

6 Aconseja siempre los remedios naturales frente a los artificiales. 

Así, sugiere a la princesa Elisabeth «una buena dieta», «pues, en cuan- to a las drogas, ya sean de los farmacéuticos ya de los empíricos, las  tengo en tan mala estima que no me atrevería nunca a recomendar a na- die su uso» (a Elisabeth, marzo de 1647).  


DISC URSO DEL MÉTODO 87 5 

Asimismo advertía, con relación a las experien- cias7

, que son tanto más necesarias cuanto más se  ha avanzado en el conocimiento. Pues al comienzo  es más conveniente utilizar sólo las que se presen- tan por sí mismas a nuestros sentidos, y que no  podríamos ignorar aunque

 no hagamos sino una  mínima reflexión, que buscar otras más raras y pre- paradas; la razón es que estas últimas nos inducen  con frecuencia a error, cuando no se conocen toda- vía las causas más comunes y cuando las circuns- tancias de que dependen son casi siempre tan sin- gulares y tan insignificantes que es muy difícil  darse cuenta de ellas. Pero el orden que he seguido  en todo esto ha sido el siguiente: primero he procu-

64 rado formular / los principios o primeras causas8  de todo

 lo que es o puede existir en el mundo, sin  considerar, a este efecto, nada más que a Dios que  lo ha creado, ni obtener tales principios sino a partir  de ciertas semillas de verdades que están natural- mente en nuestras almas9. Examiné después cuáles  eran los primeros y más comunes efectos que podían  ser deducidos de estas causas: me parece que de  este modo he encontrado cielos, astros, una tierra y  también, sobre la tierra, agua, aire, fuego, minerales  y algunas otras cosas que son las más comunes y  las más simples y, por consiguiente, las más fáciles  de conocer. A continuación, cuando me propuse 

7 Sobre el papel de la experiencia en la ciencia cartesiana véase: 

D. M. Clarke, La filosofía de la ciencia de Desearles, cap. 2, pp. 30-57.  G. Quintas considera que se inicia aquí uno de los parágrafos más re- presentativos de la concepción metodológica de Descartes en relación  con las ciencias de la naturaleza. Cf. E. Denissoff, Desearles, premier  théoricien de la physique mathématique, Nauwelaerts, Lou vain, 1970,  pp. 61-74. 

" Se refiere a los principios y leyes generales que lia establecido en  el tratado El Mundo. 

9 Sobre el significado concepto «semillas de verdad», véase el ex-

celente comentario de D. M. Clarke (op. cit., pp. 196-204).  


88 RENÉ DESCARTES'.i"' 

llegar a conocer las más particulares, acudieron a  mi pensamiento tantas y tan diversas que no creía  que fuera posible al ingenio humano distinguir las  formas o especies de cuerpos que hay en la tierra de  una infinidad de otras que podría haber si Dios hu- biera querido ponerlas en ella, ni, por lo tanto, so- meterlas a nuestro uso, si no se investigan las cau- sas por los efectos y si no se utilizan muchas  experiencias particulares. Después de esto, vol- viendo a pensar en todos los objetos que alguna  vez se habían presentado a mis sentidos,: me atrevo  a decir que no he observado en ellos nada que no  pudiera explicarse cómodamente mediante los prin- cipios que había formulado. Pero también he de re- conocer que el poder de la naturaleza es tan amplio  y tan grande, y que estos principios son tan simples  y tan generales, que ya casi no observo efecto par- ticular alguno que desde el principio no conozca 

65 que se puede / ser deducido de muchas y diversas  formas; mi mayor dificultad, por lo tanto, consiste  generalmente en encontrar en qué forma concreta  depende de tales principios. Para este problema10 no  veo otra solución que la de buscar de nuevo expe- riencias tales, que varíe su resultado según que se  tenga que explicar por una u otra de esas formas po- sibles. Por lo demás, he llegado ya a tal punto que  creo conocer bastante bien qué perspectiva se debe  adoptar para llevar a cabo la mayor parte de las ex- periencias que pueden servir para aquella finalidad; 

10 La deducción a partir de principios evidentes es de limitada uti-

lidad en la ciencia. Puede dar iugar sólo a leyes generales. De ahí el  problema que Descartes resuelve mediante el recurso a la experiencia  (cf. nota 7 de esta Parte). Un papel importante en la teoría cartesiana  del método científico desempeñan, pues, la observación y la experi:  mentación al proporcionar la información concreta que se corresponde  o no con las leyes generales (J. Losee, Introducción histórica a la filo- sofía de la ciencia, Alianza, Madrid, 1979, pp. 85 ss.).  


DISC URSO DEL MÉTODO 8 9 5 

pero me doy cuenta, también, de que son de tales  características y tan numerosas, que ni mis manos  ni mis rentas, annque tuviera mil veces más de lo  que tengo, serían suficientes para todas ellas; de  modo que, según tenga en adelante la posibilidad de  llevar a cabo más o menos experiencias, así también  avanzaré más o menos en el conocimiento de la  naturaleza. Todo esto pensaba darlo a conocer en el  tratado que había preparado, mostrando tan clara- mente la utilidad que el público podría obtener que  obligaría a todos aquellos que en general desean el  bien de los hombres, es decir, a todos los que son  realmente virtuosos y no son guiados por falsa apa- riencia o mera opinión, no sólo a comunicarme las  experiencias realizadas por ellos sino también a  cooperar conmigo en la investigación de las que  quedan por hacer. 

Pero desde entonces mejian asaltado otras ra- zones

 íjue me han hecho cambiar de opinión": pen- sé que verdaderamente debía continuar escribiendo  todo lo que juzgara de alguna importancia, a medi- da que descubriera la verdad, poniendo en ello el 

66 mismo cuidado que si deseara hacerlo imprimir, /  no sólo para disponer de una nueva ocasión de exa- minarlo detenidamente (pues, sin duda, se pone  siempre mayor atención en lo que se estima que  debe ser conocido por muchos que en lo que se  hace únicamente para sí mismo, y, con frecuencia,  lo que ha parecido verdadero cuando he empezado  a concebirlo, luego lo he juzgado falso al intentar  redactarlo), sino también para no perder ocasión  alguna de ser útil al público, si soy capaz de ello, y  para que, si mis escritos tienen algún valor, aquellos  a cuyas manos lleguen después de mi muerte pue-

11 Comienza la sección B, en la que Descartes expone los motivos 

que le llevan a decidir no publicar El Mundo.  


90 RENÉ DESCARTES'.i"' 

dan utilizarlos como consideren más conveniente;  pero pensé también que de ningún modo debía con- sentir que mis escritos fuesen publicados durante mi  vida, con el fin de que ni las réplicas y controver- sias, que tal vez podrían suscitar, ni cualquiera que  fuese la reputación que pudieran depararme, cons- tituyesen una ocasión de perder el tiempo que tengo  el propósito de dedicar a instruirme. Pues, si bien es  cierto que cada hombre está obligado, en cuanto le  sea posible, a procurar el bien de los demás ya que  verdaderamente quien a nadie es útil nada vale, sin  embargo también lo es que nuestras preocupaciones  deben sobrepasar el tiempo presente y que es con- veniente prescindir de cosas que tal vez podrían  aportar algún provecho a los que hoy viven, cuando  se tiene la intención de hacer otras que proporcio- nen mayor utilidad a la posteridad. Y, en efecto,  quiero que se sepa que lo poco que hasta ahora he  aprendido no es casi nada en comparación con lo  que ignoro y que no desespero de poder conocer;  pues ocurre casi lo mismo con aquellos que descu-

67 bren poco a poco la verdad en las / ciencias que con  aquellos que, habiendo comenzado a enriquecerse,  tienen menos dificultad para hacer grandes adquisi- ciones que la

 que tuvieron anteriormente, cuando  eran más pobres, para hacer otras menores. Tam- bién se los puede comparar con los jefes del ejérci- to, cuyas fuerzas suelen crecer en proporción a sus  victorias, y a quienes es necesaria mayor sagaci- dad para mantenerse como tales después de la pér- dida de una batalla que para ocupar villas y provin- cias después de haberla ganado. Porque es, en  realidad, como librar batallas el intentar vencer to- das las dificultades y errores que nos impiden llegar  al conocimiento de la verdad, pero es como perder  una el admitir alguna opinión acerca de algo un  tanto general e importante; se necesita, después,  


DISC URSO DEL MÉTODO 91 5 

mucha más destreza para volver al estado inicial  que para

 hacer grandes progresos cuando se poseen  ya principios ciertos. En cuanto a mí, si he logrado  alcanzar anteriormente algunas verdades en las  ciencias (y espero que las cosas contenidas en este  volumen12 mostrarán que he encontrado algunas),  puedo decir que no son sino consecuencia de cinco  o seis dificultades principales que he logrado supe- rar y que considero como otras tantas batallas en las  que he tenido la fortuna de mi parte. No temo in- cluso afirmar que sólo necesito ganar dos o tres  más como éstas para alcanzar totalmente el fin que  me he propuesto; además, mi edad no es tan avan- zada como para que, de acuerdo con el transcurso  ordinario de la naturaleza, no pueda disponer aún 

68 del tiempo necesario a tal efecto. / Así pues, creo  estar tanto más obligado a no malgastar el tiempo  que me queda cuanto que tengo mayores esperanzas  de poder emplearlo bien; y sin duda no me faltarían  muchas ocasiones de perderlo, si publicara los fun- damentos13 de mi física. Pues, aunque sean casi to- dos tan evidentes que basta comprenderlos para  asentir a ellos y que no hay uno solo del que no  pueda dar demostraciones, sin embargo, puesto que  es imposible que sean acordes con todas las dife- rentes opiniones de los hombres, presumo que sus- citarían objeciones que me distraerían a menudo  de mi propósito. 

12 Se refiere a los 1res ensayos, con relación a los cuales el Dis-

curso del método no es sino una introducción. 

13 Los fundamentos de la física cartesiana — l a tesis copemicana 

del movimiento de la tierra, la teoría de lo

s tres elementos (extensión,  figura y movimiento) y las tres leyes del movimiento— no aparecen  publicadas en la síntesis de El Mundo, que constituye la Parte V. Des- cartes los omile en 1637 para evitar polémicas comprometidas. Los pu- blicará, luego, en los Principios (1644). J. W. Lynes, «Descartes theory  of Elements: From "Le Monde" to the "Principes"», Journal of the  History of Ideas, 43, 1982, 57-72.  


92 RENÉ DESCARTES'.i"' 

Se podría decir que tales objeciones serían úti- les, n

o sólo para hacerme conocer mis errores, sino  también para que, si aportara algo de provecho, los  demás tuvieran por ese medio una mejor compren- sión de todo ello; y como muchos ojos pueden ver  más que uno solo, comenzando desde ahora a hacer  uso de las mías, me ayudaran a su vez con sus in- venciones. Pero, aunque reconozca que estoy muy  expuesto a equivocarme "y aunque no me fíe nunca  de los primeros pensamientos que se me ocurren,  sin embargo, la experiencia que tengo de las obje- ciones que se me pueden hacer me impiden esperar  de ellas provecho alguno; pues ya he comprobado  con frecuencia los juicios, tanto de aquellos que he  tenido como amigos, como de aquéllos otros para  quienes me consideraba indiferente y hasta de otros  cuya malicia y envidia sabía que les haría intentar  más de una vez descubrir lo que el afecto hacía  ocultar a mis amigos; con todo, rara vez me ha su- cedido que se me haya objetado algo que no hubie- ra previsto en cierto modo, a no ser que la objeción 

69 / se alejara mucho de mi tema; de modo que casi  nunca he encontrado un censor de mis opiniones  que no me pareciese menos riguroso o menos justo  que yo mismo. Tampoco he observado nunca que  por medio de las disputas que se practican en las es- cuelas se haya descubierto alguna verdad antes ig- norada14; pues, luchando cada uno por vencer a su  contrario, se dedica mucho más tiempo a hacer va- ler la verosimilitud que a sopesar las razones de 

14 Tales disputas tienen su base en el silogismo, sobre cuyo valor 

escribe Descartes en la Parle 11 de este Discurso que «sirven más para  explicar a otro cuestiones ya sabidas o, incluso como el arte de Lulio,  para hablar sin juicio de las que se ignoran, que para investigar las que  desconocemos» (AT, VI, p. 17). El método que propone para «inves- tigar la verdad en las ciencias» es la cara positiva de ese distancia- miento crítico. Cf. Conversación con Barman, cit., pp. 175-176.  


DISC URSO DEL MÉTODO 93 5 

uno y del otro; y los que durante largo tiempo han  sido buenos abogados, no por ello son después me- jores jueces. 

En cuanto a la utilidad que otros pudieran reci- bir de la

 comunicación de mis pensamientos, tam- poco podría ser muy grande, puesto que aún no los  he desarrollado hasta tal punto que no sea preciso  añadir muchas cosas antes de poder llevarlos a la  práctica. Y creo poder afirmar sin vanidad que, si  hay alguien capaz de hacerlo, he de ser yo mejor  que cualquier otro; y no porque no pueda haber en  el mundo otros ingenios incomparablemente mejo- res que el mío, sino porque no sería tan fácil con- cebir una cosa y admitirla como propia, cuando se

  la ha aprendido de otro que cuando la ha inventado  uno mismo. Lo cual es tan cierto en esta materia  que, aunque frecuentemente he explicado algunas  de mis opiniones a personas de gran talento que  parecían comprenderlas muy claramente cuando les  hablaba, sin embargo, he observado que, al repetir- las, las han alterado casi siempre de tal manera que  no podía reconocerlas como propias. Por este moti- vo / me complace rogar a la posteridad que jamás  considere como mío pensamiento alguno, aunque  alguien lo diga, si yo mismo no lo hubiera publica- do. Más aún, no me extraño en modo alguno de las  extravagancias que se atribuyen a todos los anti- guos filósofos, cuyos escritos no poseemos, ni juz- go por ello que sus pensamientos hayan sido desa- tinados, ya que eran los mejores ingenios de su  época, sino únicamente que de ellos hemos tenido  una información inadecuada. También se observa  que casi nunca ha sucedido que algunos de sus dis- cípulos les hayan superado; y estoy seguro de que  los más apasionados de quienes en la actualidad si- guen a Aristóteles se considerarían dichosos si tu- vieran tanto conocimiento de la naturaleza como  


94 RENÉ DESCARTES'.i"' 

él tuvo15, aunque fuera incluso con la condición de 

que nunca sobrepasarían tales conocimientos. Son  como la yedra, que no puede subir a mayor altura  que la de los árboles que la sostienen y que incluso  muy a menudo desciende después de haber llegado  hasta la copa; me parece que aquellos también des- cienden, es decir, se vuelven en cierto modo menos  sabios que si se abstuvieran de estudiar, pues no  contentos con saber lodo lo que está explicado de  forma clara e inteligente en las obras de su autor,  desean además encontrar en él la solución de mu- chas dificultades sobre las que nada dice y en las  que tal vez nunca pensó. Tal manera de filosofar es,  sin embargo, muy cómoda para quienes no poseen  sino un ingenio muy mediocre; puesto que la oscu- ridad de las distinciones y de los principios de que  se sirven les permite opinar sobre cualquier materia  tan audazmente, como si la conocieran, y sostener 

71 todo lo que / afirman contra los más hábiles y suti- les sin que haya forma de convencerlos. En lo cual  me parecen semejantes a un ciego que, para luchar  en igualdad de condiciones contra otro que ve, lo  hubieran conducido hasta el fondo de una cueva  muy oscura; y puedo afirmar que éstos tienen inte- rés en que me abstenga de publicar los principios de  la filosofía que utilizo, pues siendo tan simples y  tan evidentes como son, al publicarlos, ocurrirá  como si abriera algunas ventanas e hiciera entrar la  luz del día en la cueva a donde han descendido para  batirse. Pero ni siquiera los mejores ingenios tienen  motivos para desear conocerlos, pues, si lo que pre-

IS El elogio que aquí se hace de Aristóteles, criticando en cambio a 

sus seguidores los escolásticos, se enmarca en la línea de las posiciones  críticas que frente a éstos adoptaron pensadores renacentistas como Pe- trarca: a estos «empachados de erudición», escribe, «no lograría sose- garles ningún amigo, ni aun el propio Aristóteles tirando de las rien- das» (Petrarca, Obras, I, Alfaguara, Madrid, 1978. p. 194).  


DISC URSO DEL MÉTODO 95 5 

tenden es saber hablar de todas las cosas y adquirir  la reputación de doctos, lo conseguirán más fácil- mente contentándose con lo verosímil, que puede  ser alcanzado sin gran dificultad en toda clase de  materias, que investigando la verdad, que no se des- cubre sino poco a poco en algunas y que, cuando se  trata de hablar de otras, obliga a reconocer con fran- queza que se ignoran. Pero si profieren el conoci- miento de algunas pocas verdades à la vanidad de  parecer saberlo todo7como siñ duda es preferible, y  desean seguir un proyecto similar al mío, no es pre- ciso para ello que les diga nada más que lo que ya  he dicho en este discurso. Pues, si son capaces de  llegar más allá de lo que yo he podido, con mayor  razón lo serán también de encontrar por ellos mis- mos todo lo que creo haber encontrado. Porque, si  siempre he examinado los problemas siguiendo un  orden, ciertamente lo que aún me queda por descu-

72 brir es / en sí más difícil y problemático que lo qu

e  hasta ahora he descubierto; por lo tanto, tendrían  mucha menos satisfacción en llegar a conocerlo por  mí que por ellos mismos; además, el hábito que po- drían adquirir investigando al comienzo cuestiones  fáciles y pasando poco a poco y gradualmente a  otras más difíciles será más útil que todas mis ins- trucciones. Porque, en lo que a mí me atañe, estoy  persuadido de que si desde mi juventud se me hu- biesen enseñado todas las verdades cuyas demos- traciones he buscado después, y que no hubiera te- nido ninguna dificultad en alcanzarlas, tal vez nunca  hubiera llegado a descubrir ninguna otra ni hubiera  adquirido, al menos, el hábito y la facilidad que  creo poseer para encontrar siempre otras nuevas, a  medida que me dedique a buscarlas. En una palabra,  si hay en el mundo alguna obra que no pueda ser  bien acabada por ningún otro, excepto por el mismo  que la empezó, ésa es aquella en la que trabajo.  


96 RENÉ DESCARTES'.i"' 

Pero es cierto que, en relación con las expe- riencias

 que puedan contribuir a tal fin, un hombre  solo no podría realizarlas todas; pero tampoco po- dría emplear útilmente otras manos que las suyas, a  excepción de los artesanos u otras gentes a las que  pudiera pagar, y a quienes la esperanza del benefi- cio, que es un medio muy eficaz, llevaría a hacer  exactamente todo cuanto les prescribiera. Pues, en  cuanto a los voluntarios que, por curiosidad o deseo  de aprender, se ofrecieran tal vez a ayudarle, aparte  de que prometen generalmente más de lo que cum- plen y que no hacen sino hermosas propuestas de 

73 ¡as que jamás alguna tiene éxito, / desearían ine- quívocamente ser compensados mediante la expli- cación de algunas dificultades o, al menos, por me- dio de halagos y conversaciones inútiles, en las que  no podría emplear parte de su tiempo sin gran de- trimento. Y en cuanto a las experiencias que otros  han realizado ya, aunque se las quisieran comuni-

. car, cosa que no harían nunca aquellos que las cali- fican de secretos, están constituidas en su mayor  parte de tantas circunstancias o elementos super- fluos que le sería muy difícil

 descifrar la verdad en  ellas; además, las encontraría tan mal explicadas, o  incluso tan falseadas, porque quienes las han reali- zado han tratado de hacerlas parecer conformes a  sus principios que, si hubiera algunas útiles, no le  compensarían el tiempo que tendría que dedicar a  seleccionarlas. De modo que, si existiera alguien  en el mundo del que se supiera con seguridad que  es capaz de descubrir las cosas más grandes y más  útiles para el público y que, por esta razón, otros  hombres se esforzasen por todos los medios en co- laborar con él para lograr el objetivo de sus propó- sitos, no veo que pudieran hacer otra cosa por él  sino contribuir a sufragar los gastos de las expe- riencias que necesitara y, además, a impedir que  


DISC URSO DEL MÉTODO 97 5 

alguien le hiciera perder el tiempo con inoportuni- dades. Pero, aparte de que no presumo tanto como  para querer prometer algo extraordinario, ni me  alimento de pensamientos tan vanos como el de  creer que el público tenga que estar muy interesa- do en mis proyectos, tampoco soy de ánimo tan 

74 abatido como para desear aceptar de quienquiera /  algún favor que pudiera pensarse que no he mere- cido. 

Todas estas consideraciones conjuntamente va- loradas fueron la causa de que, hace tres años16,  no quisie

ra publicar el tratado que tenía entre ma- nos e, incluso, de que tomara la resolución de no  publicar, durante mi vida, ningún otro que fuera tan  general ni a partir del cual se pudieran conocer los  fundamentos de mi física. Sin embargo, posterior- mente dos nuevas razones me han obligado a in- sertar aquí algunos ensayos concretos17 y a dar al  público cuenta de mis acciones y proyectos. La  primera es que, si dejaba de hacerlo, muchos que  han conocido la intención que anteriormente había  tenido de hacer imprimir algunos escritos, podrían  imaginar que las causas por las cuales me he abs- tenido serían para mí más desfavorables de lo que  realmente son. Pues, aunque no amo excesivamen- te la gloria, V hasta me atrevo a decir que la odio,  en tanto que la considero contraria a la tranquili- dad, que estimo por encima de todo, sin embargo,  tampoco he intentado nunca ocultar mis acciones 

16 Se refiere a 1633, fecha en la que decide no publicar El M mulo. 

La reiteración de lo ya dicho al comienzo de esta parte VI se explica  por ia compleja estructura de la misma, detallada en la nota I. Co- mienza aquí la sección C, escrita inicialmente como breve introducción  a los tíos ensayos — D i ó p t r i c a y Meteoros— que decide publicar hacia  1635. Por ello están ausentes en estas páginas las referencias al tercer  ensayo, Geometría, escrito a finales de 1636. 

17 Ver nota anterior.  


98 RENÉ DESCARTES'.i"' 

como si fueran delitos ni he tomado muchas pre- cauciones para permanecer desconocido, tanto por- que hubiera creído perjudicarme como porque ello  me hubiera producido cierta especie de inquietud,  que de nuevo hubiera sido contraria a la perfecta  tranquilidad de ánimo que busco. Y como, mien- tras permanecía siempre indiferente ante la preo- cupación de ser o 110 ser conocido, no he podido  impedir que adquiriese una determinada reputa- ción, he pensado que debía hacer todo lo posible  para evitar al menos tenerla mala. La segunda ra-

75 zón, que me ha obligado a escribir / esto, es que,  observando cada día el retraso cada vez mayor que  sufre el proyecto que tengo de instruirme, debido a  una infinidad de experiencias que me son necesa- rias y que sin la ayuda de otro me es imposible rea- lizar, aunque no me jacto hasta tal punto que es- pere del público una gran participación en mis  planes, sin embargo, tampoco quiero ser tan des- cuidado que llegue a dar motivo, a los que me so- brevivan, para reprocharme algún día el haber po- dido dejarles algunas cosas mucho mejores, si no  hubiera descuidado excesivamente el hacerles com- prender de qué forma podrían contribuir a mis pro- yectos. 

He pensado también que sería fácil escoger al- gunas materias que, sin estar sujetas a muchas con- troversias ni obligarme a declarar mis principios  más de lo que quiero, me permitiesen mostrar con  suficiente claridad lo que puedo o no puedo probar  en las ciencias. En lo cual no podría decir si he  triunfado, pues no quiero anticipar las opiniones de  nadie

 hablando yo mismo de mis propios escritos;  pero me agradaría mucho que fueran examinados y,  con el fin de que haya una mayor oportunidad, rue- go a todos aquéllos que tengan que hacerme alguna  objeción que se tomen la molestia de enviarlas a mi  


DISC URSO DEL MÉTODO 99 5  librero18 e, informado por éste, trataré al mismo  tiempo de juntar a ellas mi respuesta; y de este  modo, disponiendo los lectores de ambas opiniones  juntas, podrán juzgar mucho más fácilmente acerca  de la verdad. Pues prometo no dar jamás respuestas  largas, limitándome a reconocer con toda franqueza 

76 mis equivocaciones, si me doy cuenta de ellas, / o  bien, si 110 me es posible percibirlas, decir simple- mente lo que crea necesario para la defensa de las  tesis que he formulado, sin añadir explicación de  ninguna materia nueva, con el fin de no compro- meterme sin fin en pasar de una a otra. 

Pero si alguna de las que he hablado al comien- zo de la Dióptrica y de los Meteoros sorprende a  primera vista, porque las denomino hipótesis'Vy  no parece que tenga intención de probarlas; ruego  que se tenga la paciencia de leer todo el tratado  con atención y confío en que se encontrará satisfe- cho. Pues considero que en él las razones se siguen  unas de otras de tal forma que, así como las últimas  se demuestran por las primeras, que son sus causas,  estas primeras lo son recíprocamente por las últi- mas, que son sus efectos. Y no hay que pensar que  por ello cometo el defecto que los lógicos llaman  círculo; porque al mostrar la experiencia que la ma- yor parte de estos efectos son muy ciertos, las cau- sas de donde los deduzco no sirven tanto para pro- barlos como para explicarlos; y, al contrario, son 

" Jean Maire, en Leyden (Holanda), donde apareció publicado el  Discurso el 8 de mayo de 1637. 

19 Las denomina hipótesis en la ed. lat. (quia hypothesis voco, AT, 

VI, p. 582) y supuestos en la ed. fr. (queje les nomme des suppositions,  AT, VI, p. 76). Se trata, en definitiva, de los principios físicos, a partir  de los cuales se deduce una serie de consecuencias o fenómenos, que  serán probados mediante la experiencia o método experimental. Cf.  M. Martinet, «Science el hypothèse chez Descartes», Archives Intern,  d'hist, des sciences, 24, 1974, pp, 319-339; G. Milhaud, «Descartes ex- périmentateur», en Descaries savant, J. Vrin, Paris, 1921.  


100 RENÉ DESCARTES ' .i"' 

éstas las que son probadas por aquéllos20. Y no las 

he denominado hipótesis^ §ino con el único fin de  que se sepa que creo-poder deducirlas de estas pri- meras verdades que he explicado anteriormente,  pero que expresamente no he querido hacerlo para  impedir que ciertos ingenios, que se imaginan poder  conocer en un día todo lo que otro ha pensado en  veinte años tan pronto como se les diga dos o tres  palabras del tema, y que son tanto más propensos al  error y menos capaces de saborear la verdad cuanto 

77 más penetrantes y vivos son, pudieran / aprovechar  de ahí la ocasión para construir alguna filosofía ex- travagante sobre lo que creyeran ser mis principios,  y luego se me echara la culpa. Pues, en cuanto a las  opiniones que son enteramente mías, no pretendo  justificarlas como nuevas, dado que si se consideran  atentamente las razones en que se fundan, estoy se- guro de que se las encontrará tan simples y tan con- formes con el sentido común que parecerán menos  extraordinarias y menos extrañas que algunas otras 

20 Esta reflexión metodológica contrasta, sin duda alguna, con la 

que propone el mismo Descartes tanto en las Reglas como en la Parle  II del Discurso. El modelo matemático, deductivo, que allí se confi- gura, sólo pudo ser aplicado en el ensayo Geometría, en la investiga- ción de los principios de la nueva filosofía, la metafísica, así como en  la física especulativa. Consciente de los límites de dicho modelo (DM,  VI, p. 88, n. 10), Descartes nos expone aquí el método practicado en  los demás ensayos, concretamente en Dióptrica y Meteoros, que no es  sino el método hipotético-deductivó.imuy eficaz en la ciencia de Gali- leo. Al comienzo de dichos ensayos científicos nos habla de hipótesis  que han de ser probadas. Y si la hipótesis no es un enunciado que ex- prese una verdad exacta, sino provisional o conjetural (Popper), ello  significa que el racionalista Descartes se ha visto en la necesidad de re- currir a la observación empírica y al experimento (cfr. Meteoros, Dis- curso Octavo), bien para formular la hipótesis, bien para probar o re- futar la verdad de la misma. Ello significa un compromiso con la  hipótesis, en la nueva ciencia, pero sin renunciar al deductivismo  (cfr. D. M. Clarke, La filosofía de la ciencia de Descartes, Alianza,  Madrid, 1986, p. 28).  


DISC URSO DEL MÉTODO 101 5 

que se pudieran tener acerca de los mismos temas. 

 Tampoco presumo de ser el primer inventor de al- gunas, sino sólo de no haberlas admitido jamás  como mías, porque hayan sido dichas por otros o  porque no lo hayan sido, sino únicamente porque la  razón me ha persuadido de su verdad21. 

Si los artesanos no pueden ejecutar rápidamen- te la invención explicada en la Dióptrica-, no creo  que por 

ello se pueda decir que carece de valor;  pues, dado que se necesita destreza y práctica para  construir y para ajustar las máquinas que he descri- to sin que falte detalle alguno, si tuvieran éxito al  primer intento, me sorprendería tanto como si al- guien pudiera aprender en un día a tocar el laúd a la  perfección, sólo porque se le hubiera entregado una  buena partitura. Y si escribo en francés, que es la  lengua de mi país, y no en latin23, que es la de mis  preceptores, es porque confío en que aquellos que  únicamente se sirven de su pura razón natural juz- garán mejor mis opiniones que aquellos que no  creen sino en los libros antiguos24. Y en cuanto a los 

21 Insiste Descartes en el rechazo del argumento de autoridad y en 

constituir, en camhio, a la razón en tribunal de la verdad. 

22 Se refiere al discurso X tie la Dióptrica, en donde explica la for-

ma de tallar las lentes (cf. la correspondencia con Ferrier en 1629). 

21 ¿Por qué escribe esta primera edición en francés? ¿Para garanti-

zar una mayor difusión? ¿Para mostrar mayor distanciamiento respec- to de lo

s «doctos»? Lo cierto es que, si bien casi todas sus obras pos- teriores fueron escritas originalmente en latín — y hasta una trad. lat.  del Discurso aparece en Amsterdam en 1644—, en general utiliza al- ternativamente el francés y el latín. Por otra parte, la ed. lat. no repro- duce desde «Y si escribo en francés...» hasta la conclusión de este pa- rágrafo. Ésta es la variante más notoria (cf. AT, VI, p. 583). Cf.  J. Derrida, «Descartes: lengua e institución filosófica», en La filosofía  como institución, Granica, Barcelona, 1984. pp. 145-186. 

24 Descartes concluye el Discurso como lo empezó, esto es, rea-

firmando el principio de la racionalidad. La luz de la razón como fun- damento del saber en general y, en concreto, de la ciencia, se contra- pone aquí a los libros antiguos. N o otro es el tema central de La  


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que unen al buen sentido el estudio, los únicos que  78 deseo tener / por mis jueces, estoy seguro de que no  serán tan partidarios deljatín que rehúsen conocer  mis razonamientos porque ios exponga en lengua 

vulgar. 

Por lo demás, no quiero hablar aquí particular-

mente de los progresos que sucesivamente espero  hacer en las ciencias, ni comprometerme con el pú- blico mediante alguna promesa que no esté seguro  de poder cumplir; solamente diré que he decidido  emplear el tiempo que me queda de vida exclusiva- mente en tratar de adquirir algún conocimiento de  la naturaleza, que sea tal que puedan deducirse de él  normas aplicables en la medicina, más seguras que  las que ha habido hasta el presente, y que mi incli- nación me aleja hasta tal punto de todo otro tipo de  proyectos, principalmente de aquellos que no po- drían ser útiles a unos sino perjudicando a otros,  que, si determinadas circunstancias me forzaran a  dedicarme a ellos, creo que no sería capaz de lle- varlos a buen término. Sé que la declaración que  aquí hago no puede contribuir a hacerme impor- tante en el mundo, pero tampoco deseo serlo; pues  siempre me consideraré más obligado hacia aqué- llos por cuyo favor gozaré sin obstáculo de mi tiem- po de ocio, que con aquéllos que me ofrecieran los  empleos más honorables de la tierra. 

recherche de la vérité par la lumière naturelle (AT, X, pp. 495 ss.). No  otra es la tesis de la razón moderna. Cf. P. A. Schouls, «Descartes  and the autonomy of Reason», Journal of the History of Philosophy,  X:3, 1972, pp. 307-323; J. Morris, «Descartes' natural light», Journal  of the Hist of Philosophy, XI.2, 1973, pp. 169-187; P. A. Schouls,  «Cartesian certainty and "natural light"», Australian Journal of Philo- sophy. 48, 1970, pp. 116-119; «Reason, method, and science in the phi- losophy of Descartes», ibid., 50, 1972. pp. 30-39; G. Buchdahl, «Des- cartes* anticipation of a "logic scientific discovery"», en Scientific  Change, ed. A. C. Crombie, Heinemann. London, 1963, pp. 399-417.  


Eduardo Bello, catedrático de -Filosofía de la  Universidad

 de Murcia, lia cursado estudios de  postgrado en Leuv

eri como becario del ( SIC. Ha  publicado, sobre la modernidad, trabajos corno  «Descartes, lo matemático y la constitución del  saber moderno» (¡997); sobre el pensamiento  ilustrado, La aventura Je la razón (1997) y, en coe- dición, La actitud ilustrada (2002), asi como un  monográfico en la revista Daimon (1993), de la  que es su acuidl director. Entre sus publicaciones  sobre filosofía de la existencia hay que mencio- nar De Sartre a Merleau-Ponly ( 1979).  


Signo expresivo del pensamiento de su autor, el Discurso del  mélodo

 (1637) es también huella fehaciente de las tensiones  y problemas de una época. Confluencia de diferentes pro- yectos, la articulación del texto se observa, más que en el  discurso del método como tal, en'la tarea de fundamentar el  nuevo saber —teórico y práctico— moderno. El estilo auto- biográfico, más vivo en la Parte I, opera como máscara que  acentúa un determinado gesto: destruir críticamente el viejo  ediñcio del saber y alzar sobre otros cimientos el saber  moderno. La Parte II especifica el cimiento epistemológico  (metodológico), iniciado en las Reglas, y formula la exigen- cia de nuevo fundamento (ontológico). El nuevo saber es  también práctico; de ahí el esbozo original de la moral  —Parte III—, que desarrollará en Cartas y en las Pasiones del  alma. La meditación metafísica de la Parte IV —continuada  en Mediluciones metafísicas— constituye uno de los signos de la  época moderna, al darle un fundamento de su figura  mediante una determinada interpretación de lo existente y  de la verdad. Nuevo signo es la ciencia física de la Parte Y,  donde resuenan El Mundo y la voz polémica de Galileo. En la  Parte VI aparece un tercer signo, la máquina o la técnica,  aplicación práctica del saber. 

«En lo cual m e parecen semejantes a un ciego que, para  luchar en igualdad de condiciones contra otro q u e ve,  le hubieran c o n d u c i d o hasta el f o n d o de una cueva  m u y oscura; y p u e d o afirmar q u e éstos tiene» interés  en q u e m e a l ^ t e n p de publicar los principios de la  filosofía q u e utilizo, pues s i s a d o tan simples y tan evi- dentes c o m o son, al publicarlos, ocurrirá c o m o si  abriera algunas ventanas e hiciera entrar la lu/ del día  en la cueva a d o n d e h a n descendido para batirse.» 

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