SECCIÓN PRIMERA
De los prejuicios de los filósofos
1
La voluntad de verdad, que todavía nos seducirá a correr
más de un riesgo, esa famosa veracidad de la que todos los filósofos han
hablado hasta ahora con veneración: ¡qué preguntas nos ha propuesto ya esa
voluntad de verdad! ¡Qué extrañas, perversas, problemáticas preguntas! Es una
historia ya larga, ¿y no parece, sin embargo, que apenas acaba de empezar?
¿Puede extrañar el que nosotros acabemos haciéndonos desconfiados, perdiendo la
paciencia y dándonos la vuelta impacientes? ¿El que también nosotros, por
nuestra parte, aprendamos de esa esfinge a preguntar? ¿Quién es propiamente el
que aquí nos hace preguntas?
¿Qué cosa existente en nosotros es lo que aspira
propiamente a la «verdad»? De hecho hemos estado detenidos durante largo tiempo
ante la pregunta que interroga por la
causa de ese querer,
hasta que hemos acabado deteniéndonos del todo ante una pregunta aún más
radical. Hemos preguntado por el valor de esa voluntad. Suponiendo que nosotros
queramos la verdad: ¿po
r qué no, más bien, la noverdad? ¿Y la incertidumbre? ¿Y
aun la ignorancia? El problema del valor de la verdad se plantó delante de
nosotros, ¿o fuimos nosotros quienes nos plantamos delante del problema? ¿Quién
de nosotros es aquí Edipo? ¿Quién Esfinge? Es éste, a lo que parece, un lugar
donde se dan cita preguntas y signos de interrogación. ¿Y se creería que a
nosotros quiere parecernos, en última instancia, que el problema no ha sido
planteado nunca hasta ahora, que ha sido visto, afrontado, osado por vez
primera por nosotros? Pues en él hay un riesgo, y acaso no exista ninguno
mayor.
2
«¿Cómo podría una cosa surgir de su antítesis? ¿Por
ejemplo, la verdad, del error? ¿O la voluntad de verdad, de la voluntad de
engaño? ¿O la acción desinteresada, del egoísmo? ¿O la pura y solar
contemplación del sabio, de la concupiscencia? Semejante génesis es imposible;
quien con ello sueña, un necio, incluso algo peor; las cosas de valor sumo es
preciso que tengan otro origen, un origen propio, ¡no son derivables de este
mundo pasajero, seductor, engañador, mezquino, de esta confusión de delirio y
deseo! Antes bien, en el seno del ser, en lo no pasajero, en el Dios oculto, en
la "cosa en sí" ¡ahí es donde tiene que estar su fundamento, y en
ninguna otra parte!» Este modo de juzgar constituye el prejuicio típico por el
cual resultan reconocibles los metafísicos de todos los tiempos; esta especie
de valoraciones se encuentra en
el trasfondo de todos sus procedimientos lógicos; partiendo
de este «creer» suyo se esfuerzan por obtener su «saber», algo que al final es
bautizado solemnemente con el nombre de «la verdad». La creencia básica de los
metafísicos es la creencia en las antítesis de los valores. Ni siquiera a los
más previsores entre ellos se les ocurrió dudar ya aquí en el umbral, donde más
necesario era hacerlo, sin embargo: aun cuando se habían jurado de omnibus
dubitandum [dudar de todas las cosas]. Pues, en efecto, es lícito poner en
duda, en primer término, que existan en absoluto antítesis, y, en segundo
término, que esas populares valoraciones y antítesis de valores sobre las
cuales han impreso los metafísicos su sello sean algo más que estimaciones
superficiales, sean algo más que perspectivas provisionales y, además, acaso,
perspectivas tomadas desde un ángulo, de abajo arriba, perspectivas de rana,
por así decirlo, para tomar prestada una expresión corriente entre los
pintores. Pese a todo el valor que acaso corresponda a lo verdadero, a lo
veraz, a lo desinteresado: sería posible que a la apariencia, a la voluntad de
engaño, al egoísmo y a la concupiscencia hubiera que atribuirles un valor más
elevado o más fundamental para toda vida. Sería incluso posible que lo que
constituye el valor de aquellas cosas buenas y veneradas consistiese
precisamente en el hecho de hallarse emparentadas, vinculadas, entreveradas de
manera capciosa con estas cosas malas, aparentemente antitéticas, y quizá en
ser idénticas esencialmente a ellas. ¡Quizá! ¡Mas quién quiere preocuparse de
tales peligrosos «quizás»! Hay que aguardar para ello a la llegada de un nuevo
género de filósofos, de filósofos que tengan gustos e inclinaciones diferentes
y opuestos a los tenidos hasta ahora, filósofos del peligroso «quizá», en todos
los sentidos de esta palabra. Y hablando con toda seriedad: yo veo surgir en el
horizonte a esos nuevos filósofos.
3
Tras haber dedicado suficiente tiempo a leer a los
filósofos entre líneas y a mirarles las manos, yo me digo: tenemos que contar
entre las actividades instintivas la p
arte más grande del pensar consciente, y ello incluso en el
caso del pensar filosófico; tenemos que cambiar aquí de ideas, lo mismo que
hemos cambiado de ideas en lo referente a la herencia y a lo «innato». Así como
el acto del nacimiento no entra en consideración para nada en el curso anterior
y ulterior de la herencia: así tampoco es la «consciencia», en ningún sentido
decisivo, antitética de lo instintivo, la mayor parte del pensar consciente de
un filósofo está guiada de modo secreto por sus instintos y es forzada por
éstos a discurrir por determinados carriles. También detrás de toda lógica y de
su aparente soberanía de movimientos se encuentran valoraciones o, hablando con
mayor claridad, exigencias fisiológicas orientadas a conservar una determinada
especie de vida. Por ejemplo, que lo determinado es más valioso que lo
indeterminado, la apariencia, menos valiosa que la «verdad»: a pesar de toda su
importancia regulativa para nosotros, semejantes estimaciones podrían
ser, sin embargo, nada más que estimaciones superficiales,
una determinada especie de niaiserie [bobería], quizá necesaria precisamente
para conservar seres tales como nosotros. Suponiendo, en efecto, que no sea
precisamente el hombre la «medida de las cosas» ...
4
La falsedad de un juicio no es para nosotros ya una
objeción contra él; acaso sea en esto en lo que más extraño suene nuestro nuevo
lenguaje. La cuestión está en saber hasta qué punto
ese juicio favorece
la vida, conserva la vida, conserva la especie, quizá incluso selecciona la
especie; y nosotros est
arnos inclinados por principio a afirmar que los juicios
más falsos (de ellos forman parte los juicios sintéticos a priori) son los más
imprescindibles para nosotros, que el hombre no podría vivir si no admitiese
las ficciones lógicas, si no midiese la realidad con el metro del mundo
puramente inventado de lo incondicionado, idéntico a sí mismo, si no falsease permanentemente
el mundo mediante el número, que renunciar a los juicios falsos sería renunciar
a la vida, negar la vida. Admitir que la noverdad es condición de la vida: esto
significa, desde luego, enfrentarse de modo peligroso a los sentimientos de
valor habituales; y una filosofía que osa hacer esto se coloca, ya sólo con
ello, más allá del bien y del mal.
5
Lo que nos incita a mirar a todos los filósofos con una
mirada a medias desconfiada y a medias sarcástica no es el hecho de darnos
cuenta una y otra vez de que son muy inocentes de que se equivocan y se
extravían con mucha frecuencia y con gran facilidad, en suma, su infantilismo y
su puerilidad, sino el hecho de que no se comporten con suficiente honestidad:
siendo así que todos ellos levantan un ruido grande y virtuoso tan pronto como
se toca, aunque sólo sea de lejos, el prob
lema de la veracidad. Todos ellos simulan haber descubierto
y alcanzado sus opiniones propias mediante el autodesarrollo de una dialéctica
fría, pura, divinamente despreocupada (a diferencia de los místicos de todo
grado, que son más honestos que ellos y más torpes los místicos hablan de
«inspiración» ): siendo así que, en el fondo, es una tesis adoptada de
antemano, una ocurrencia, una «inspiración», casi siempre un deseo íntimo
vuelto abstracto y pasado por la criba lo que ellos defienden con razones
buscadas posteriormente: todos ellos son abogados que no quieren llamarse así,
y en la mayoría de los casos son incluso pícaros abogados de sus prejuicios, a
los que bautizan con el nombre de «verdades», y están muy lejos de la valentía
de la conciencia que a sí misma se confiesa esto, precisamente esto, muy lejos
del buen gusto de la valentía que da también a entender esto, bien para poner
en guardia a un enemigo o amigo, bien por petulancia y por burlarse de sí
misma. La tan tiesa como morigerada tartufería del viejo Kant, con la cual nos
atrae hacia los tortuosos caminos de la
dialéctica, los cuales encaminan o, más exactamente,
descaminan hacia su «imperativo categórico» esa comedia nos hace sonreír a
nosotros, hombres malacostumbrados que encontramos no parca diversión en
indagar las sutiles malicias de los viejos moralistas y predicadores de moral.
Y no digamos aquel hocuspocus [fórmula mágica] de forma matemática con el que
Spinoza puso una como coraza de bronce a su filosofía y la enmascaró en definitiva,
«el amor a su sabiduría», interpretando esta palabra en su sentido correcto y
justo, a fin de intimidar así de antemano el valor del atacante que osase
lanzar una mirada sobre esa invencible virgen y Palas Atenea: ¡cuánta timidez y
vulnerabilidad propias delata esa mascarada de un enfermo eremítico!
6
Poco a poco se me ha ido manifestando qué es lo que ha sido
hasta ahora toda gran filosofía, a saber: la autoconfesión de su autor y una
especie de memoires [memorias] no queridas y no advertidas; asimismo, que las
intenciones morales
(o inmorales) han
constituido en toda filosofía el auténtico germen vital del que ha
brotado siempre la
planta entera. De hecho, para aclarar de qué modo han tenido lugar propiamente
las afirmaciones metafísicas más remotas de un filósofo es bueno (e inteligente)
comenzar siempre preguntándose: ¿a qué moral quiere esto (quiere él) llegar? Yo
no creo, por lo tanto, que un «instinto de conocimiento» sea el padre de la
filosofía, sino que, aquí como en otras partes, un instinto diferente se ha
servido del conocimiento (¡y del desconocimiento!) nada más que como de un
instrumento. Pero quien examine los instintos fundamentales del hombre con el
propósito de saber hasta qué punto precisamente ellos pueden haber actuado aquí
como genios (o demonios o duendes) inspiradores encontrará que todos ellos han
hecho ya alguna vez filosofía, y que a cada uno de ellos le gustaría mucho
presentarse justo a sí mismo como finalidad última de la existencia y como
legítimo señor de todos los demás instintos. Pues todo instinto ambiciona
dominar: y en cuanto tal intenta filosofar. Desde luego: entre los doctos, entre
los hombres auténticamente científicos acaso las cosas ocurran de otro modo
«mejor», si se quiere, acaso haya allí realmente algo así como un instinto
cognoscitivo, un pequeño reloj independiente que, una vez que se le ha dado
bien la cuerda, se pone a trabajar de firme, sin que ninguno de los demás
instintos del hombre docto participe esencialmente en ello. Por esto los
auténticos «intereses» del docto se encuentran de ordinario en otros lugares
completamente distintos, por ejemplo en la familia, o en el salario, o en la
política; y hasta casi resulta indiferente el que su pequeña máquina se aplique
a este o a aquel sector de la ciencia, y el que el joven y «esperanzador»
trabajador haga de sí mismo un buen filólogo, o un experto en hongos, o un
químico: lo que lo caracteriza no es que él llegue a ser esto o aquello. En el
filósofo, por el contrario, nada, absolutamente nada es impersonal; y es
especialmente su moral la que proporciona un decidido y decisivo testimonio
de quién es él es decir, de en qué orden jerárquico se
encuentran recíprocamente situados los instintos más íntimos de su naturaleza.
7
¡Qué malignos pueden ser los filósofos! Yo no conozco nada
más venenoso que el chiste que Epicuro se permitió contra Platón y los platónicos:
los llamó dionysiokolakes. Esta palabra, según su sentido literal, y en primer
término, significa «aduladores de Dionisio», es decir, agentes del tirano y
gentes serviles; pero, además, quiere decir «todos ellos son comediantes, en
ellos no hay nada auténtico» (pues dionysokola
x era una designación popular del comediante). Y en esto
último consiste propiamente la malicia que Epicuro lanzó contra Platón: a
Epicuro le molestaban los modales grandiosos, el ponerse uno a sí mismo en
escena, cosa de que tanto entendían Platón y todos sus discípulos, ¡y de la que
no entendía Epicuro!, él, el viejo maestro de escuela de Samos que permaneció
escondido en su jardincillo de Atenas y escribió trescientos libros, ¿quién
sabe?, ¿acaso por rabia y por ambición contra Platón? Fueron necesarios cien
años para que Grecia se diese cuenta de quién había sido aquel dios del jardín,
Epicuro. ¿Se dio cuenta?
8
En toda filosofía hay un punto en el que entra en escena la
«convicción» del filósofo: o, para decirlo en el lenguaje de un antiguo
mysterium:
adventavit asínus pulcher et fortissimus [ha llegado un
asno hermoso y muy fuerte].
9
¿Queréis vivir «según la naturaleza»? ¡Oh nobles estoicos,
qué embuste de palabras!
Imaginaos un ser
como la naturaleza, que es derrochadora sin medida, indiferent
e sin medida, que carece de intenciones y miramientos, de
piedad y justicia, que
es feraz y estéril e
incierta al mismo tiempo, imaginaos la indiferencia misma como poder ¿cómo
podríais vivir vosotros según esa indiferencia? Vivir ¿no es cabalmente un
quererserdistinto de esa naturaleza? ¿Vivir no es evaluar, preferir, ser
injusto, ser limitado, quererserdiferente? Y suponiendo que vuestro imperativo
«vivir según la naturaleza» signifique en el fondo lo mismo que «vivir según la
vida» ¿cómo podríais no vivir así? ¿Para qué convertir en un principio aquello
que vosotros mismos sois y tenéis que ser? En verdad, las cosas son
completamente distintas: ¡mientras simuláis leer embelesados el canon de
vuestra ley en la naturaleza, lo que queréis es algo opuesto, vosotros extraños
comediantes y engañadores de vosotros mismos!
Vuestro orgullo quiere prescribir e incorporar a la
naturaleza, incluso a la naturaleza, vuestra moral, vuestro ideal, vosotros
exigís que ella sea naturaleza «según la Estoa» y quisierais hacer que toda
existencia existiese tan sólo a imagen vuestra ¡cual una gigantesca y eterna
glorificación y generalización del estoicismo! Pese a todo vuestro amor a la
verdad, os coaccionáis a vosotros mismos, sin embargo, durante tanto tiempo,
tan obstinadamente, con tal fijeza hipnótica, a ver la naturaleza de un modo
falso, es decir, de un modo estoico, que ya no sois ca
paces de verla de otro modo, y cierta soberbia abismal
acaba infundiéndoos incluso la insensata esperanza de que, porque vosotros
sepáis tiranizaros a vosotros mismos estoicismo es tiranía de sí mismo ,
también la naturaleza se deja tiranizar; ¿no es, en efecto, el estoico un
fragmento de la naturaleza?... Pero ésta es una historia vieja, eterna: lo que
en aquel tiempo ocurrió con los estoicos sigue ocurriendo hoy tan pronto como
una filosofía comienza a creer en sí misma. Siempre crea el mundo a su imagen,
no puede actuar de otro modo; la filosofía es ese instinto tiránico mismo, la
más espiritual voluntad de poder, de «crear el mundo», de ser causa prima
[causa primera].
10
El afán y la sutileza, yo diría incluso la astucia, con que
hoy se afronta por
todas partes en Europa el problema «del mundo real y del
mundo aparente», es algo que da que pensar y que incita a escuchar; y quien
aquí no oiga en el trasfondo más que una «voluntad de verdad», y ninguna otra
cosa, ése no goza ciertamente de oídos muy agudos. Tal vez en casos singulares
y raros intervengan realmente aquí esa voluntad de verdad, cierto valor
desenfrenado y aventurero, una ambición metafísica de conservar el puesto
perdido, ambición que en definitiva continúa prefiriendo siempre un puñado de
«certeza» a toda una carreta de hermosas posibilidades; acaso existan incluso
fanáticos puritanos de la conciencia que prefieren echarse a morir sobre una
nada segura antes que sobre un algo incierto. Pero esto es nihilismo e indicio
de un alma desesperada, mortalmente cansada: y ello aunque los gestos de tal
virtud puedan parecer muy valientes. En los pensadores más fuertes, más llenos
de vida, todavía sedientos de vida, las cosas parecen ocurrir, sin embargo, de
otro modo: al tomar partido contra la apariencia y pronunciar ya con soberbia
la palabra «perspectivista», al conceder a la credibilidad de su propio cuerpo
tan poco aprecio como a la credibilidad de la apariencia visible, la cual dice
que «la tierra está quieta», y al dejar escaparse así de las manos, con buen
humor al parecer, la posesión más segura (pues ¿en qué se cree ahora con más
seguridad que en el cuerpo propio?), ¿quién sabe si en el fondo no quieren
reconquistar algo que en otro tiempo fue poseído con una seguridad mayor, algo
perteneciente al viejo patrimonio de la fe de otro tiempo, acaso «el alma
inmortal», acaso «el viejo dios», en suma, ideas sobre las cuales se podía
vivir mejor, es decir, de un modo más vigoroso y jovial que sobre las
«ideas modernas»? Hay en esto desconfianza frente a estas
ideas modernas, hay falta de fe en todo lo que ha sido construido ayer y hoy;
hay quizá, mezclado con lo anterior, un ligero disgusto y sarcasmo, que ya no
soporta el bricabric [baratillo] de conceptos de la más diversa procedencia, que
es la figura con que hoy se presenta a sí mismo en el mercado el denominado positivismo,
hay una náusea propia del gusto más exigente frente a la policromía de feria y
el aspecto harapiento de todos estos filosofastros de la realidad, en los
cuales no hay nada nuevo y auténtico, excepto esa policromía. En esto se debe
dar razón, a mi parecer, a esos actuales escépticos antirealistas y
microscopistas del conocimiento: su instinto, que los lleva a alejarse de la
realidad moderna, no está refutado, ¡qué nos importan a nosotros sus
retrógrados caminos tortuosos! Lo esencial en ellos no es que quieran volver
«atrás»: sino que quieran alejarse. Un poco más de fuerza, de vuelo, de valor,
de sentido artístico: y querrían ir más allá, ¡y no hacia atrás!
11
Me parece que la gente se esfuerza ahora en todas partes
por apartar la
mirada del auténtico influjo que Kant ha ejercido sobre la
filosofía alemana y, en
particular, por
resbalar prudentemente sobre el valor que él se atribuyó a sí mismo. Kant
estaba orgulloso, ante todo y en primer lugar, de su tabla de las categorías;
con ella en las manos dijo: «Esto es lo más difícil que jamás pudo ser emprendido
con vistas a la metafísica». ¡Entiéndase bien, sin embargo, ese «pudo ser»! él
estaba orgulloso de haber descubierto en el hombre una facultad nueva, la
facultad de los juicios sintéticos a priori. Aun suponiendo que
en esto se haya engañado a sí mismo: sin embargo, el
desarrollo y el rápido florecimiento de la filosofía alemana dependen de ese
orgullo y de la emulación surgida entre todos los más jóvenes por descubrir en
lo posible algo más orgulloso todavía ¡y, en todo caso, «nuevas facultades»!
Pero reflexionemos: ya es hora. ¿Cómo son posibles los juicios sintéticos a
priori?, se preguntó Kant, ¿y qué respondió propiamente? Por la facultad de una
facultad: mas por desgracia él no lo dijo con esas seis palabras, sino de un
modo tan detallado, tan venerable, y con tal derroche de profundidad y
floritura alemanas que la gente pasó por alto la divertida niaiserie allemande
[bobería alemana] que en tal respuesta se esconde. La gente estaba incluso
fuera de sí a causa de esa nueva facultad, y el júbilo llegó a su cumbre cuando
Kant descubrió también, además, una facultad moral en el hombre: pues entonces
los alemanes eran todavía morales, y no, en absoluto, «políticos realistas».
Llegó la luna de miel de la filosofía alemana; todos los jóvenes teólogos del
Seminario (Stift) de Tubinga salieron enseguida a registrar la maleza todos
buscaban «facultades». ¡Y qué cosas se encontraron en aquella época inocente,
rica, todavía juvenil del espíritu alemán, en la cual el romanticismo, hada
maligna, tocaba su música, entonaba sus cantos, en aquella época en la que aún
no se sabía mantener separados el «encontrar» y el
«inventar»! Sobre todo, una facultad para lo
«suprasensible»: Schelling la bautizó con el nombre de intuición intelectual y
con ello satisfizo los deseos más íntimos de sus alemanes, llenos en el fondo
de anhelos piadosos. A todo este petulante y entusiasta movimiento, que era
juventud, por muy audazmente que se disfrazase con conceptos grisáceos y
seniles, la mayor injusticia que se le puede hacer es tomarlo en serio, y, no
digamos, el tratarlo acaso con indignación moral; en suma, la gente se hizo más
vieja, el sueño se disipó. Vino una época en que todo el mundo se restregaba la
frente: todavía hoy continúa haciéndolo. Se había soñado: ante todo y en primer
lugar el viejo Kant. «Por la facultad de una facultad» había dicho o al menos
querido decir él. Pero ¿es esto una respuesta? ¿Una aclaración? ¿O no es más
bien tan sólo una repetición de la pregunta? ¿Cómo hace dormir el opio? «Por la
facultad de una facultad», a saber, por su virtus dormitiva [fuerza dormitiva]
responde aquel médico en Moliere,
quia est in eo virtus dormitiva
cujus est natura sensus assoupire
[porque hay en ello una fuerza dormitiva
cuya naturaleza consiste en adormecer los sentidos].
Pero tales respuestas tienen su lugar en la comedia, y por
fin ya es hora de
sustituir la pregunta kantiana «¿cómo son posibles los
juicios sintéticos
a priori?» por una
pregunta distinta: «¿por qué es necesaria la creencia en tales juicios?» es
decir, ya es hora de comprender que, para la finalidad de conservar seres de
nuestra especie, hay que creer que tales juicios son verdaderos; ¡por lo cual,
naturalmente, podrían ser incluso juicios falsos! O, dicho de modo más claro, y
más rudo, y más radical: los juicios sintéticos a priori no deberían «ser
posibles» en absoluto: nosotros no tenemos ningún derecho a ellos, en nuestra
boca son nada más que juicios falsos. Sólo que, de todos modos, la creencia en
su verdad es necesaria, como una creencia superficial y una apariencia visible
pertenecientes a la óptica perspectivista de la vida. Para volver a referirnos
por última vez a la gigantesca influencia que «la filosofía alemana» ¿se
comprende, como espero, su derecho a las comillas? ha tenido en toda Europa, no
se dude de que ha intervenido aquí una cierta virtus dormitiva [fuerza
dormitiva]: los ociosos nobles, los virtuosos, los místicos, los artistas, los
cristianos en sus tres cuartas partes y los oscurantistas políticos de todas
las naciones estaban encantados de poseer, gracias a la filosofía alemana, un
antídoto contra el todavía prepotente sensualismo que desde el siglo pasado se
desbordaba sobre éste, en suma sensus assoupire [adormecerlos sentidos]...
12
En lo que se refiere al atomismo materialista: es una de
las cosas mejor refutadas que existen; y acaso no haya ya hoy en Europa entre
los doctos nadie tan indocto que continúe atribuyéndole una significación
seria, excepto para el uso manual y doméstico (es decir, como una abreviación
de los medios expresivos) gracias
sobre todo a aquel
polaco Boscovich, que, junto con el polaco Copérnico, ha sido hasta hoy el adversario
más grande y victorioso de la apariencia visible. Pues mientras que Copérnico
nos ha persuadido a creer, contra todos los sentidos, que la tierra no está fija,
Boscovich nos enseñó a abjurar de la creencia en la última cosa de la tierra
que «estaba fij
a», la creencia en lo «corporal», en la «materia», en el
átomo, ese último residuo y partícula terrestre: fue éste el triunfo más grande
sobre los sentidos alcanzado hasta ahora en la tierra. Pero hay que ir más allá
todavía, y declarar la guerra, una despiadada guerra a cuchillo, también a la
«necesidad atomista», la cual continúa sobreviviendo de manera peligrosa en terrenos
donde nadie la barrunta, análogamente a como sobrevive aquella «necesidad
metafísica», aún más famosa: en primer término hay que acabar también con aquel
otro y más funesto atomismo, que es el que mejor y más prolongadamente ha
enseñado el cristianismo, el atomismo psíquico. Permítaseme designar con esta
expresión aquella creencia que concibe el alma corno algo indestructible,
eterno, indivisible, como una mónada, como un átomo: ¿esa creencia debemos
expulsarla de la ciencia! Dicho entre nosotros, no es necesario en modo alguno
desembarazarse por esto de «el alma» misma y renunciar a una de las hipótesis
más antiguas y venerables: cosa que suele ocurrirle a la inhabilidad de los
naturalistas, los cuales, apenas tocan «el alma», la pierden. Pero está abierto
el camino que lleva a nuevas formulaciones y refinamientos de la hipótesis del
alma: y conceptos tales como «alma mortal» y «alma como pluralidad del sujeto»
y «alma como estructura social (Gesellschaftsbau) de los instintos y afectos»
desean tener, de ahora en adelante, derecho de ciudadanía en la ciencia. El
nuevo psicólogo, al poner fin a la superstición que hasta ahora proliferaba con
una frondosidad casi tropical en torno a la noción de alma, se ha desterrado a
sí mismo, desde luego, por así decirlo, a un nuevo desierto y a una nueva desconfianza
es posible que los psicólogos antiguos viviesen de modo más cómodo y divertido:
pero en definitiva aquél se sabe condenado, cabalmente por esto, también a
inventar y, ¿quién sabe?, acaso a encontrar.
13
Los fisiólogos deberían pensárselo bien antes de afirmar
que el instinto de
autoconservación es el instinto cardinal de un ser
orgánico. Algo vivo quiere, antes que nada, dar libre curso a su fuerza la vida
misma es voluntad de poder: la autoconservación es tan sólo una de las
consecuencias indirectas y más frecuentes de esto. En suma, aquí, como en todas
partes, ¡cuidado con los principios teleológicos superfluos! como ese del
instinto de autoconservación (lo debemos a la inconsecuencia de Spinoza). Así
lo ordena, en efecto, el
mét
odo, el cual tiene que ser esencialmente economía de
principios. 14
Acaso sean cinco o seis las cabezas en las cuales va
abriéndose paso ahora la idea de que también la física no es más que una
interpretación y un amaño del mundo (¡según nosotros!, dicho sea con permiso),
y no una explicación del mundo: pero en la medida en que la física se apoya
sobre la fe en los sentidos se la considera como algo más, y durante largo
tiempo todavía tendrá que ser considerada como algo más,
a saber, como
explicación. Tiene a su favor los ojos y los dedos, tiene a su favor la
apariencia visible y la palpable: esto ejerce un influjo fascinante,
persuasivo, convincente sobre una época cuyo gusto básico es plebeyo, semejante
época se guía instintivamente, en efecto, por el canon de verdad del sensualismo
eternamente popular. ¿Qué es claro, qué está «aclarado»? Sólo aquello que se
deja ver y tocar, hasta ese punto hay que llevar cualquier problema. A la
inversa: justo en su oposición a la evidencia de los sentidos residía el
encanto del modo platónico de pensar, que era un modo aristocrático de pensar,
acaso entre hombres que disfrutaban incluso de sentidos más fuertes y más
exigentes que los que poseen nuestros contemporáneos, pero que sabían encontrar
un triunfo más alto en permanecer dueños de esos sentidos: y esto, por medio de
pálidas, frías, grises redes conceptuales que ellos lanzaban sobre el
multicolor torbellino de los sentidos la plebe de los sentidos, como decía
Platón. En esta victoria sobre el mundo y en esta interpretación del mundo a la
manera de Platón había una especie de goce distinto del que nos ofrecen los
físicos de hoy, y asimismo los darwinistas y antiteleólogos entre los
trabajadores de la fisiología, con su principio de la «fuerza mínima» y de la
estupidez máxima. «Allí donde el hombre no tiene ya nada que ver y agarrar,
tampoco tiene nada que buscar» éste es, desde luego, un imperativo distinto del
platónico, un imperativo que, sin embargo, acaso sea cabalmente el apropiado
para una estirpe ruda y trabajadora de maquinistas y de constructores de
puentes del futuro, los cuales no tienen que realizar más que trabajos
groseros.
15
Para cultivar la fisiología con buena conciencia hay que
sostener que los
órganos de los sentidos no son fenómenos en el sentido de
la filosofía idealista: ¡en cuanto tales no podrían ser, en efecto, causas! Por
lo tanto, hay que aceptar el sensualismo, al menos como hipótesis regulativa,
por no decir como principio heurístico. ¿Cómo?, ¿y otros llegan a decir que el
mundo exterior sería obra de nuestros órganos? ¡Pero entonces nuestro cuerpo,
puesto que es un fragmento de ese mundo exterior, sería obra de nuestros
órganos! ¡Pero entonces nuestros órganos mismos serían obra de nuestros
órganos! Ésta es, a mi parecer, una reductio ad absurdum [reducción al absurdo]
radical: suponiendo que el concepto de causa su [causa de sí mismo] sea algo
radicalmente absurdo. ¿En consecuencia el mundo externo no
es obra de nuestros órganos?
16
Sigue habiendo cándidos observadores de sí mismos que creen
que existen
«certezas inmediatas», por ejemplo «yo pienso», o, y ésta
fue la superstición de Schopenhauer, «yo quiero»: como si aquí, por así
decirlo, el conocer lograse captar su objeto de manera pura y desnuda, en
cuanto «cosa en sí», y ni por parte del sujeto ni por parte del objeto tuviese
lugar ningún falseamiento. Pero que «certeza inmediata» y también «conocimiento
absoluto» y «cosa en sí» encierran una contradictio in adjecto [contradicción
en el adjetivo], eso yo lo repetiré cien veces: ¡deberíamos liberarnos por fin
de la seducción de las palabras!
Aunque el pueblo crea que conocer es un
conocerhastaelfinal, el filósofo tiene qu
e decirse: «cuando yo analizo el proceso expresado en la
proposición `yo pienso' obtengo una serie de aseveraciones temerarias cuya
fundamentación resulta difícil, y tal vez imposible, por ejemplo, que yo soy
quien piensa, que tiene que existir en absoluto algo que piensa, que pensar es
una actividad y el efecto causado por un ser que es pensado como causa, que
existe un ‘yo’ y, finalmente, que está establecido qué es lo que hay que
designar con la palabra pensar, que yo sé qué es pensar. Pues si yo no hubiera
tomado ya dentro de mí una decisión sobre esto, ¿de acuerdo con qué apreciaría
yo que lo que acaba de ocurrir no es tal vez ‘querer' o ‘sentir'?
En suma, ese ‘yo pienso' presupone que yo compare mi estado
actual con otros estados que ya conozco en mí, para de ese modo establecer lo
que tal estado es: en razón de ese recurso a un `saber' diferente tal estado no
tiene para mí en todo caso una ‘certeza' inmediata.» En lugar de aquella
«certeza inmediata» en la que, dado el caso, puede creer el pueblo, el filósofo
encuentra así entre sus manos una serie de cuestiones de metafísica, auténticas
cuestiones de conciencia del intelecto, que dicen así: «¿De dónde saco yo el
concepto pensar? ¿Por qué creo en la causa y en el efecto? ¿Qué me da a mí
derecho a hablar de un yo, e incluso de un yo como causa, y, en fin, incluso de
un yo causa de pensamientos?» El que, invocando una especie de intuición del
conocimiento, se atreve a responder enseguida a esas cuestiones metafísicas,
como hace quien dice: «yo pienso, y yo sé que al menos esto es verdadero, real,
cierto» ése encontrará preparados hoy en un filósofo una sonrisa y dos signos
de interrogación. «Señor mío», le dará tal vez a entender el filósofo, «es
inverosímil que usted no se equivoque: mas ¿por qué también la verdad a toda
costa?»
17
En lo que respecta a la superstición de los lógicos: yo no
me cansaré de
subrayar una y otra vez un hecho pequeño y exiguo, que esos
supersticiosos confiesan de mala gana, a saber: que un pensamiento viene cuando
«él» quiere, y no cuando «yo» quiero; de modo que es un falseamiento de los
hechos decir: el sujeto «yo» es la condición del predicado «pienso». Ello
piensa: pero que ese «ello» sea precisamente aquel antiguo y famoso «yo», eso
es, hablando de modo suave, nada más que una hipótesis, una aseveración, y,
sobre todo, no es una «certeza inmediata». En definitiva, decir «ello piensa»
es ya decir demasiado: ya ese «ello» contiene una interpretación del proceso y
no forma parte de él. Se razona aquí según el hábito gramatical que dice
«pensar es una actividad, de toda actividad forma parte alguien que actúe, en
consecuencia». Más o menos de acuerdo con idéntico esquema buscaba el viejo
atomismo, además de la «fuerza» que actúa, aquel pedacito de materia en que la
fuerza reside, desde la que actúa, el átomo; cabezas más rigurosas acabaron
aprendiendo a pasarse sin ese «residuo terrestre», y acaso algún día se
habituará la gente, también los lógicos, a pasarse sin aquel pequeño «ello» (a
que ha quedado reducido, al volatilizarse, el honesto y viejo yo).
18
No es ciertamente el atractivo menor de una teoría el que
resulte refutable:
justo por ello atrae a las cabezas más sutiles. Parece que
la cien veces refutada teoría de la «voluntad libre» debe su perduración tan
sólo a ese atractivo: una y otra vez llega alguien y se siente lo bastante
fuerte para refutarla.
19
Los filósofos suelen hablar de la voluntad como si ésta
fuera la cosa más
conocida del mundo; y Schopenhauer dio a entender que la
voluntad era la única cosa que nos era propiamente conocida, conocida del todo
y por entero, conocida sin sustracción ni añadidura. Pero a mí continúa
pareciéndome que, también en este caso, Schopenhauer no hizo más que lo que
suelen hacer justo los filósofos: tomó un prejuicio popular y lo exageró. A mí
la volición me parece ante todo algo complicado, algo que sólo como palabra
forma una unidad, y justo en la unidad verbal se esconde el prejuicio popular
que se ha adueñado de la siempre exigua cautela de los filósofos. Seamos, pues,
más cautos, seamos «afilosóficos» , digamos: en toda volición hay, en primer
término, una pluralidad de sentimientos, a saber, el sentimiento del estado de
que nos alejamos, el sentimiento del estado a que tendemos, el sentimiento de
esos mismos «alejarse» y «tender», y, además, un sentimiento muscular
concomitante que, por una especie de hábito, entra en juego tan pronto como
«realizamos una volición», aunque no pongamos en movimiento «brazos y piernas».
Y así como hemos de admitir que el sentir, y desde luego un sentir múltiple, es
un ingrediente de la voluntad, así debemos admitir también, en segundo término,
el pensar: en todo acto de voluntad hay un pensamiento que manda; ¡y no se crea
que es posible separar ese pensamiento de la «volición»,
como si entonces ya sólo quedase voluntad!
En tercer término, la voluntad no es sólo un complejo de
sentir y pensar,
sino sobre todo, además, un afecto: y, desde luego, el
mencionado afecto del mando. Lo que se llama «libertad de la voluntad» es
esencialmente el afecto de superioridad con respecto a quien tiene que obedecer:
«yo soy libre, ‘él’ tiene que obedecer» en toda voluntad se esconde esa consciencia,
y asimismo aquella tensión de la atención, aquella mirada derech
a que se fija exclusivamente en una sola cosa, aquella
valoración incondic
ional «ahora se necesita esto y no otra cosa», aquella
interna certidumbre de que se nos obedecerá, y todo lo demás que forma parte
del estado propio del que manda. Un hombre que realiza una volición es alguien
que da una orden a algo que hay en él, lo cual obedece, o él cree que obedece. Pero
obsérvese ahora lo más asombroso en la voluntad, esa cosa tan compleja para designar
la cual no tiene el pueblo más que una sola palabra: en la medida en que, en un
caso dado, nosotros somos a la vez los que mandan y los que obedecen, y,
además, conocemos, en cuanto somos los que obedecen, los sentimientos de
coaccionar, urgir, oprimir, resistir, mover, los cuales suelen comenzar
inmediatamente después del acto de la voluntad; en la medida en que, por otro
lado, nosotros tenemos el hábito de pasar por alto, de olvidar engañosamente
esa dualidad, gracias al concepto sintético «yo», ocurre que de la volición se
ha enganchado, además, toda una cadena de conclusiones erróneas y, por lo
tanto, de valoraciones falsas de la voluntad misma, de modo que el volente cree
de buena fe que la volición basta para la acción. Dado que en la mayoría de los
casos hemos realizado una volición únicamente cuando resultaba lícito aguardar
también el efecto del mandato, es decir, la obediencia, es decir, la acción,
ocurre que la apariencia se ha traducido en el sentimiento de que existe una
necesidad del efecto; en suma, el volente cree, con un elevado grado de
seguridad, que voluntad y acción son de algún modo una sola cosa , atribuye el
buen resultado, la ejecución de la volición, a la voluntad misma, y con ello
disfruta de un aumento de aquel sentimiento de poder que todo buen resultado
lleva consigo. «Libertad de la voluntad» ésta es la expresión para designar
aquel complejo estado placentero del volente, el cual manda y al mismo tiempo
se identifica con el ejecutor, y disfruta también en cuanto tal el triunfo
sobre las resistencias, pero dentro de sí mismo juzga que es su voluntad la que
propiamente vence las resistencias. A su sentimiento placentero de ser el que
manda añade así el volente los sentimientos placenteros de los instrumentos que
ejecutan, que tienen éxito, de las serviciales «subvoluntades» o subalmas
nuestro cuerpo, en efecto, no es más que una estructura social de muchas almas.
L'effet c'est moi [el efecto soyyo): ocurre aquí lo que ocurre en toda
colectividad bien estructurada y feliz, a saber: que la clase gobernante se
identifica con los éxitos de la colectividad. Toda volición consiste
sencillamente en mandar y obedecer, sobre la base, como hemos dicho, de una
estructura social de muchas «almas»: por ello un filósofo
debería arrogarse el derecho de considerar la volición en sí desde el ángulo de
la moral: entendida la moral, desde luego, como doctrina de las relaciones de
dominio en que surge el fenómeno «vida».
20
Que los diversos conceptos filosóficos no son algo
arbitrario, algo que se
desarrolle de por sí, sino que crecen en relación y
parentesco mutuos, que, aunque en apariencia se presenten de manera súbita y
caprichosa en la historia del pensar, forman parte, sin embargo, de un sistema,
como lo forman todos los miembros de la fauna de una parte de la tierra: esto
es algo que, en definitiva, se delata en la seguridad con que los filósofos más
distintos rellenan una y otra vez cierto esquema básico de filosofías posibles.
Sometidos a un hechizo invisible, vuelven a recorrer una vez más la misma
órbita: por muy independientes que se sientan los unos de los otros con su
voluntad crítica o sistemática: algo existente en ellos los guía, algo los
empuja a sucederse en determinado orden, precisamente aquel innato sistematismo
y parentesco de los conceptos.
El pensar de los filósofos no es, de hecho, tanto un
descubrir cuanto un reconocer, un recordar de nuevo, un volver atrás y un
repatriarse a aquella lejana, antiquísima economía global del alma de la cual
habían brotado en otro tiempo aquellos
conceptos: filosofar
es, en este aspecto, una especie de atavismo del más alto rango. El asombroso
parecido de familia de todo filosofar indio, griego, alemán, se explica con
bastante sencillez. Justo allí donde existe un parentesco lingüístico resulta
imposible en absoluto evitar que, en virtud de la común filosofía de la
gramática quiero decir, en virtud del dominio y la dirección inconscientes
ejercidos por funciones gramaticales idénticas, todo se halle predispuesto de
antemano para un desarrollo y sucesión homogéneos de los sistemas filosóficos: lo
mismo que parece estar cerrado el camino para ciertas posibilidades distintas
de interpretación del mundo. Los filósofos del área lingüística uraloaltaica
(en la cual el concepto de sujeto es el peor desarrollado) mirarán con gran
probabilidad «el mundo» de manera diferente que los indogermanos o musulmanes,
y los encontraremos en sendas distintas a las de éstos: el hechizo de
determinadas funciones gramaticales es, en definitiva, el hechizo de juicios de
valor fisiológicos y de condiciones raciales. Todo esto, para refutar la
superficialidad de Locke en lo referente a la procedencia de las ideas.
21
La causa sui [causa de sí mismo] es la mejor
autocontradicción excogitada
hasta ahora, una especie de violación y acto contra natura
lógicos: pero el desenfrenado orgullo del hombre le ha llevado a enredarse de
manera profunda
y horrible justo en ese sinsentido. La aspiración a la
«libertad de la voluntad», entendida en aquel sentido metafísico y superlativo
que por desgracia continúa dominando en las cabezas de los semiinstruidos, la
aspiración a cargar uno mismo con la responsabilidad total y última de sus
acciones, y a descargar de ella a Dios,
al mundo, a los
antepasados, al azar, a la sociedad, equivale, en efecto, nada menos que a ser
precisamente aquella causa su¡ [causa de sí mismo] y a sacarse a sí mismo de la
ciénaga de la nada y a salir a la existencia a base de tirarse de los cabellos,
con una temeridad aún mayor que la de Münchhausen. Suponiendo que alguien
llegue así a darse cuenta de la rústica simpleza de ese famoso concepto de la
«voluntad libre» y se lo borre de la cabeza, yo le ruego entonces que dé un
paso más en su «ilustración» y se borre también de la cabeza lo contrario de
aquel monstruoso concepto de la «voluntad libre»: me refiero a la «voluntad no
libre», que aboca a un uso erróneo de causa y efecto. No debemos cosificar
equivocadamente «causa» y «efecto», como hacen los investigadores de la
naturaleza (y quien, como ellos, naturaliza hoy en el pensar ) en conformidad
con el dominante cretinismo mecanicista, el cual deja que la causa presione y
empuje hasta que «produce el efecto»; debemos servirnos precisamente de la
«causa», del «efecto» nada más que como de conceptos puros, es decir, ficciones
convencionales, con fines de designación, de entendimiento, pero no de
explicación. En lo «ensí» no hay «lazos causales», ni «necesidad», ni
«nolibertad psicológica», allí no sigue «el efecto a la causa», allí no
gobierna «ley» ninguna.
Nosotros somos los únicos que hemos inventado las causas,
la sucesión, la reciprocidad, la relatividad, la coacción, el número, la ley,
la libertad, el motivo, la finalidad; y siempre que a este mundo de signos lo
introducimos ficticiamente y lo entremezclamos, como si fuera un «en sí», en las
cosas, continuamos actuando de igual manera que hemos actuado siempre, a saber,
de manera mitológica. La «voluntad no libre» es mitología: en la vida real no
hay más que voluntad fuerte y voluntad débil. Constituye casi siempre ya un
síntoma de lo que a un pensador le falta el hecho de que, en toda «conexión
causal» y en toda «necesidad psicológica», tenga el sentimiento de algo de
coacción, de necesidad, de sucesión obligada, de presión, de falta de libertad:
el tener precisamente ese sentimiento resulta delator, la persona se delata a
sí misma.
Y en general, si mis observaciones son correctas, la «no
libertad de la voluntad» se concibe como problema desde dos lados completamente
opuestos, pero siempre de una manera hondamente personal: los unos no quieren
renunciar a ningún precio a su «responsabilidad», a la fe en sí mismos, al
derecho personal a su mérito (las razas vanidosas se encuentran en este lado );
los otros, a la inversa, no quieren salir responsables de nada, tener culpa de
nada, y aspiran, desde un autodesprecio íntimo, a poder echar su carga sobre
cualquier cosa. Estos últimos, cuando escriben libros, suelen asumir hoy la
defensa de los crimin
ales; una especie de compasión socialista es su disfraz más
agradable. Y de he cho el fatalismo de los débiles de voluntad se embellece de
modo sorprendente cuando sabe presentarse a sí mismo como la religion de la
souffrance humaine [la religión del sufrimiento humano]: ése es su «buen
gusto».
22
Perdóneseme el que yo, como viejo filólogo que no puede
dejar su malicia,
señale con el dedo las malas artes de interpretación: pero
es que esa «regularidad de la naturaleza» de que vosotros los físicos habláis
con tanto orgullo, como si no existe más que gracias a vuestra interpretación y
a vuestra mala «filología», ¡ella no es un hecho, no es un «texto», antes bien
es tan sólo un amaño y una distorsión ingenuamente humanitarios del sentido,
con los que complacéis bastante a los instintos democráticos del alma moderna!
«En todas partes, igualdad ante la ley, la naturaleza no se encuentra en este
punto en condiciones distintas ni mejores que nosotros»: graciosa reticencia
con la cual se enmascara una vez más la hostilidad de los hombres de la plebe
contra todo lo privilegiado y soberano, y asimismo un segundo y más sutil
ateísmo.
Ni dieu, ni maitre [ni Dios, ni amo] también vosotros
queréis eso: y por ello
«¡viva la ley
natural!» ano es verdad? Pero, como hemos dicho, esto es interpretación, no
texto; y podría venir alguien que con una intención y un arte interpretativo
antitéticos supiese sacar de la lectura
de esa misma
naturaleza, y en relación a los mismos fenómenos, cabalmente el triunfo
tiránico, despiadado e inexorable de pretensiones de poder, un intérprete que
os pusiese de tal modo ante los ojos la universalidad e incondicionalidad
vigentes en toda «voluntad de poder», que casi toda palabra, hasta la propia
palabra «tiranía», acabase pareciendo inutilizable o una metáfora debilitante y
suavizadora algo demasiado humano ; y que, sin embargo, afirmase acerca de este
mundo, en fin de cuentas, lo mismo que vosotros afirmáis, a saber, que tiene un
curso «necesario» y «calculable», pero no porque en él dominen leyes, sino
porque faltan absolutamente las leyes, y todo poder saca en cada instante su
última consecuencia. Suponiendo que también esto sea nada más que
interpretación ¿y no os apresuraréis vosotros a hacer esa objeción? bien, tanto
mejor.
23
La psicología entera ha estado pendiendo hasta ahora de
prejuicios y
temores morales: no ha osado descender a la profundidad.
Concebirla como morfología y corno teoría de la evolución de la voluntad del
poder, tal como yo la concibo eso es algo que nadie ha rozado siquiera en sus
pensamientos: en la medida, en efecto, en que está permitido reconocer en lo
que hasta ahora se ha escrito un síntoma de lo que hasta ahora se ha callado.
La fuerza de los prejuicios morales ha penetrado a fondo en el mundo más
espiritual, en un
mundo aparentemente más frío y más libre de presupuestos y,
como ya se enti
ende, ha tenido efectos nocivos, paralizantes, ofuscadores,
distorsivos. Una fisiopsicología auténtica se ve obligada a luchar con
resistencias inconscientes que habitan en el corazón del investigador, ella
tiene contra sí «el corazón»: ya una doctrina que hable del condicionamiento
recíproco de los instintos
«buenos» y los
«malos» causa, cual si fuera una inmoralidad más sutil, pena y disgusto a una conciencia
todavía fuerte y animosa, y más todavía causa pena y disgusto una doctrina que
hable de la derivabilidad de todos los instintos buenos de los instintos
perversos. Pero suponiendo que alguien considere que incluso los afectos odio,
envidia, avaricia, ansia de dominio son afectos condicionantes de la vida, algo
que tiene que estar presente, por principio y de un modo fundamental y
esencial, en la economía global de la vida, y que en consecuencia tiene que ser
acrecentado en el caso de que la vida deba ser acrecentada, ese alguien
padecerá semejante orientación de su juicio como un mareo. Sin embargo, tampoco
esta hipótesis es, ni de lejos, la más penosa y extraña que cabe hacer en este
reino enorme, casi nuevo todavía, de conocimientos peligrosos: ¡y de hecho hay
cien buenos motivos para que de él permanezca alejado todo el que pueda! Por
otro lado: una vez que nuestro barco ha desviado su rumbo hasta aquí, ¡bien!,
¡adelante!, ¡ahora apretad bien los dientes!, ¡abrid los ojos!, ¡firme la mano
en el timón! estamos dejando atrás, navegando derechamente sobre ella, sobre la
moral, con ello tal vez aplastemos, machaquemos nuestro propio residuo de
moralidad, mientras hacemos y osamos hacer nuestro viaje hacia allá, ¡pero qué
importamos nosotros! Nunca antes se ha abierto un mundo más profundo de
conocimiento a viajeros y aventureros temerarios: y al psicólogo que de este
modo «realiza sacrificios» no es el sacrifizio delf intelletto [sacrificio del
entendimiento], ¡al contrario!, le será lícito aspirar al menos a que la
psicología vuelva a ser reconocida como señora de las ciencias, para cuyo
servicio y preparación existen todas las otras ciencias. Pues a partir de ahora
vuelve a ser la psicología el camino que conduce a los problemas fundamentales.
SECCIÓN SEGUNDA El espíritu libre
24
O sancta simplicitas! [¡Oh santa simplicidad!] ¡Dentro de
qué
simplificación y falseamiento tan extraños vive el hombre!
¡Imposible resulta
dejar de
maravillarse una vez que hemos acomodado nuestros ojos para ver tal prodigio!
¡Cómo hemos vuelto luminoso y libre y fácil y simple todo lo que
nos rodea!, ¡cómo hemos sabido dar a nuestros sentidos un
pase libre para todo lo superficial, y a nuestro pensar, un divino deseo de
saltos y paralogismos traviesos!, ¡cómo hemos sabido desde el principio
mantener nuestra ignorancia, a fin de disfrutar una libertad, una despreocupación,
una imprevisión, una intrepidez, una jovialidad apenas comprensibles de la
vida, a fin de disfrutar la vida! A la ciencia, hasta ahora, le ha sido lícito
levantarse únicamente sobre este fundamento de ignorancia, que ahora ya es
firme y granítico; a la voluntad de saber sólo le ha sido lícito levantarse
sobre el fundamento de una voluntad mucho más fuerte, ¡la voluntad de nosaber,
de incertidumbre, de noverdad! No como su antítesis, sino ¡como su
refinamiento! Aunque el lenguaje, aquí como en otras partes, sea incapaz de ir
más allá de su propia torpeza y continúe hablando de antítesis allí donde
únicamente existen grados y una compleja sutileza de gradaciones; aunque, asimismo,
la inveterada tartufería de la moral, que ahora forma parte, de modo
insuperable, de nuestra «carne y sangre», distorsione las palabras en la boca
de nosotros mismos los que sabemos: sin embargo, acá y allá nos damos cuenta y
nos reímos del hecho de que la mejor ciencia sea precisamente la que más quiere
retenernos dentro de este mundo simplificado, completamente artificial,
fingido, falseado, porque ella ama, queriéndolo sin quererlo, el error, porque
ella, la viviente, ¡ama la vida!
25
Después de tan jovial preámbulo no quisiera que no se oyese
una palabra
seria: se dirige a los más serios.
¡Tened cuidado, vosotros los filósofos y amigos del
conocimiento, y
guardaos del martirio! ¡De sufrir «por amor a la verdad»!
¡Incluso de defenderos a vosotros mismos! Corrompe toda la inocencia y toda la
sutil neutralidad de vuestra conciencia, os vuelve testarudos en enfrentaros a
objeciones y trapos rojos, os entontece, os animaliza, os convierte en toros el
hecho de que vosotros, al luchar con el peligro, la difamación, la sospecha, la
repulsa y otras consecuencias aún más toscas de la enemistad, tengáis que
acabar presentándoos como defensores de la verdad en la tierra: ¡como si «la
verdad» fuese una persona tan indefensa y torpe que necesitase defensores!, ¡y
precisamente vosotros, caballeros de la tristísima figura, señores míos mozos
de esquina y tejedores de telarañas del espíritu! ¡En última .instancia, bien
sabéis que no debe importar nada el hecho de que seáis precisamente vosotros
quienes tengáis razón, y asimismo sabéis que hasta ahora ningún filósofo ha
tenido todavía razón, y que sin duda hay una veracidad más laudable en cada uno
de los pequeños signos de interrogación que colocáis detrás de vuestras palabras
favoritas y de vuestras doctrinas preferidas (y, en ocasiones, detrás de
vosotros mismos), que en todos los solemnes gestos y argumentos invencibles
presentados ante los acusadores y los tribunales! ¡Es preferible que os
retiréis!
¡Huid a lo oculto! ¡Y tened vuestra máscara y sutileza para
que os confund
an con otros! ¡U os teman un poco! ¡Y no me olvidéis el
jardín, el jardín con verjas de oro! Y tened a vuestro alrededor hombres que
sean como un jardín, o como música sobre aguas, a la hora del atardecer, cuando
ya el día se convierte en recuerdo: ¡elegid la soledad buena, la soledad libre,
traviesa y ligera, la cual os otorga también derecho a continuar siendo buenos
en algún sentido! ¡Qué venenosos, qué arteros, qué malos hace a los hombres
toda guerra prolongada que no se puede llevar a cabo utilizando abiertamente la
fuerza! ¡Qué personales hace a los hombres un temor prolongado, un tener fijos
los ojos largo tiempo en enemigos, en posibles enemigos!
Estos expulsados de la sociedad, estos perseguidos durante
mucho tiempo, hostigados de manera perversa, también los eremitas a la fuerza,
los Spinoza o los Giordano Bruno acaban siempre convirtiéndose, aunque sea bajo
la mascarada más espiritual, y tal vez sin que ellos mismos lo sepan, en
refinados rencorosos y envenenadores (¡exhúmese alguna vez el fundamento de la
ética y de la teología de Spinoza!), para no hablar de esa majadería que es la
indignación moral, la cual, en un filósofo, es el signo infalible de que ha perdido
el humor filosófico. El martirio del filósofo, su «sacrificarse por la verdad»,
saca a luz por fuerza la parte de agitador y de comediante que se hallaba
escondida dentro de él; y suponiendo que hasta ahora sólo se haya contemplado
al filósofo con una curiosidad artística, puede resultar ciertamente
comprensible, con respecto a más de uno de ellos, el peligroso deseo de verlo
también alguna vez en su degeneración (degenerado en «mártir», en vocinglero
del escenario y de la tribuna). Sólo que quien abrigue ese deseo tiene que
saber con claridad qué es lo que, en todo caso, logrará ver aquí: únicamente
una comedia satírica, únicamente una farsa epilogal, únicamente la permanente
demostración de que la tragedia prolongada y auténtica ha terminado:
presuponiendo que toda filosofía naciente haya sido una tragedia prolongada.
26
Todo hombre selecto aspira instintivamente a tener un
castillo y un
escondite propios donde quedar redimido de la multitud, de
los muchos, de la mayoría, donde tener derecho a olvidar, puesto que él es una
excepción de ella, la regla «hombre»: a excepción únicamente del caso en que un
instinto aún más fuerte lo empuje derechamente hacia esa regla, como hombre de
conocimiento en el sentido grande y excepcional de la expresión. Quien en el
trato con los hombres no aparezca revestido, según las ocasiones, con todos los
cambiantes colores de la necesidad, quien no se ponga verde y gris de náusea,
de fastidio, de compasión, de melancolía, de aislamiento, ése no es ciertamente
un hombre de gusto superior; mas suponiendo que no cargue voluntariamente con
todo ese peso y displacer, que lo esquive constantemente
y, como hemos dicho, permanezca escondido, silencioso y
orgulloso, en su castillo, entonces una cosa es cierta: no está hecho, no está
predestinado para el conocimiento. Pues si lo estuviera, algún día tendría que
decirse «¡que el diablo se llene mi buen gusto!, ¡pero la regla es más
interesante que la excepción, que yo, que soy la excepción!» y se pondría en
camino hacia abajo, sobre todo «hacia dentro». El estudio del hombre medio, un
estudio prolongado, serio, y, para esta finalidad, mucho disfraz, mucha
superación de sí mismo, mucha familiaridad, mucha mala compañía toda compañía
es mala, excepto la de nuestros iguales: esto constituye una parte necesaria de
la biografía de todo filósofo, tal vez la parte más desagradable, la más
maloliente, la más abundante en desilusiones. Mas si el filósofo tiene suerte,
cual corresponde a un favorito del conocimiento, encontrará auténticos
abreviadores y facilitadores de su tarea, me refiero a los llamados cínicos, es
decir, a aquellos que reconocen sencillamente en sí el animal, la vulgaridad,
la «regla», y, al hacerlo, tienen todavía el grado necesario de espiritualidad
y prurito como para tener que hablar sobre sí y sobre sus iguales ante
testigos: a veces se revuelcan inclus
o en libros como en su propio excremento. El cinismo es la
única forma en que las almas vulgares rozan lo que es honestidad; y el hombre
superior tiene que abrir los oídos siempre que tropiece con un cinismo bastante
grosero y sutil, y felicitarse todas las veces que, justo delante de él, alcen su
voz el bufón carente de pudor o el sátiro científico. Se dan incluso casos en
que a la náusea se mezcla la fascinación: a saber, allí donde, por un capricho
de la naturaleza, el genio va ligado a uno de esos machos cabríos y monos
indiscretos, como ocurre con el Abbé [abate] Galiani, el hombre más profundo,
más perspicaz y, tal vez, también el más sucio de su siglo era mucho más
profundo que Voltaire y, en consecuencia, también bastante menos locuaz. Con
mayor frecuencia ocurre, como ya se ha insinuado, que la cabeza científica está
asentada sobre un cuerpo de mono, y un sutil entendimiento de excepción, sobre
un alma vulgar, entre médicos y fisiólogos de la moral sobre todo, un caso nada
raro. Y allí donde sin amargura, sino más bien despreocupadamente, hable
alguien del hombre como de un vientre con dos necesidades y una cabeza con una
sola; en todos los sitios donde alguien no vea, busque ni quiera ver nunca más
que hambre, apetito sexual y vanidad, como si éstos fuesen los auténticos y
únicos resortes de las acciones humanas; en suma, allí donde se hable «mal»
(schlecht) y no sólo «perversamente» (schlimm) del hombre , el amante del
conocimiento debe escuchar sutil y diligentemente, debe tener sus oídos en
todos aquellos lugares en que se hable sin indignación. Pues el hombre
indignado, y todo aquel que con sus propios dientes se despedaza y desgarra a
sí mismo (o, en sustitución de sí mismo, al mundo, o a Dios, o a la sociedad),
ése quizá sea superior, según el cálculo de la moral, al sátiro reidor y
autosatisfecho, pero en todos los demás sentidos es el caso más habitual, más
indiferente, menos
instructivo. Y nadie miente tanto como el indignado. 27
Es difícil ser comprendido: en especial si uno piensa y
vive gangasrotoga
ti [al ritmo del Ganges] entre hombres que piensan y viven
de otro modo, a saber, kurmagati [al ritmo de la tortuga] o, en el mejor de los
casos, mandeikagati, «según el modo de caminar de la rana» ¿acabo de hacer todo
lo posible para que resulte difícil comprenderme también a mí?, y debemos estar
cordialmente reconocidos por la buena voluntad de poner cierta sutileza en la
interpretación. Mas en lo que se refiere a «los buenos amigos», los cuales son
siempre demasiado cómodos y creen tener, justamente por ser amigos, derecho a
la comodidad: hacemos bien en concederles de antemano un espacio libre y una palestra
de incomprensión: así tenemos algo más de qué reír; o en eliminarlos del todo,
a esos buenos amigos, ¡y también reír!
28
Lo que peor se deja traducir de una lengua a otra es el
tempo [ritmo] de su
estilo: el cual tiene su fundamento en el carácter de la
raza, o, hablando fisiológicamente, en el tempo medio de su «metabolismo». Hay
traducciones hechas honestamente que casi son falsificaciones, pues constituyen
vulgarizamientos involuntarios del original, y ello simplemente porque no se
supo traducir el tempo valiente y alegre de éste, el tempo que salta por encima
de todo lo que de peligroso hay en cosas y palabras y ayuda a dejarlo de lado.
El alemán es casi incapaz de usar el presto [rápido] en su lengua: por lo tanto,
es lícito inferir legítimamente, también es incapaz de muchas de las más divertidas
y temerarias nuances [matices] del pensamiento libre, propio de espíritus
libres. Así como el buffo [bufón] y el sátiro son ajenos a su cuerpo y a su
conciencia, así Aristófanes y Petronio le resultan intraducibles. Todo lo
serio, pesado, solemnemente torpe, todos los géneros fastidiosos y aburridos
del estilo están desarrollados entre los alemanes con abundantísima
multiformidad, perdóneseme que diga, pues es un hecho, que ni siquiera la prosa
de Goethe, con su mezcolanza de tiesura y gracia, constituye una excepción, ya
que es reflejo de los «buenos tiempos antiguos», de los cuales forma parte, y
expresión del gusto alemán en la época en que todavía existía un «gusto
alemán»: el cual era un gusto rococó in moribus et artibus [en las costumbres y
en las artes]. Lessing es una excepción, gracias a su naturaleza de comediante,
que entendía muchas cosas y era entendido en multitud de ellas: él, que no en
vano fue el traductor de Bayle y que gustaba de refugiarse en la cercanía de
Diderot y Voltaire y, aún más, entre los autores de la comedia romana: también
en el tempo [ritmo] amaba Lessing el librepensamiento, la huida de Alemania.
Mas cómo sería capaz la lengua alemana de imitar, ni siquiera en la prosa de un
Lessing, el tempo de Maquiavelo, quien en su Príncipe nos hace respirar el aire
seco y fino de Florencia y no puede evitar el
exponer el asunto más serio en un allegrissimo impetuoso:
acaso no sin un
malicioso sentimiento de artista por la antítesis que osaba
llevar a cabo, los pensamientos eran largos, pesados, duros, peligrosos, y el
tempo, de galope y de óptimo y traviesísimo humor. A quién, en fin, le sería
lícito atreverse a realizar una traducción alemana de Petronio, el cual ha
sido, más que cualquier gran músico hasta ahora, el maestro del presto, por sus
invenciones, ocurrencias, palabras: ¡qué importan, a fin de cuentas, todas las
ciénagas del mundo enfermo, perverso, incluso del «mundo antiguo», cuando se
tiene, como él, los pies, el soplo y el aliento, la liberadora burla de un
viento que pone sanas todas las cosas haciéndolas correr! Y en lo que se
refiere a Aristófanes, aquel espíritu transfigurador, complementario, en razón
del cual se le perdona a Grecia entera el haber existido, suponiendo que
hayamos comprendido a fondo qué es todo lo que en ella precisa de perdón, de
transfiguración: no sabría yo indicar cosa alguna que me haya hecho soñar más
sobre el secreto de Platón y su naturaleza de esfinge que este petit fait
[pequeño hecho], afortunadamente conservado: que entre las almohadas de su
lecho de muerte no se encontró ninguna «biblia», nada egipcio, pitagórico,
platónico, sino a Aristófanes. ¡Cómo habría soportado incluso un Platón la vida
una vida griega, a la que dijo no, sin un Aristófanes!
29
Es cosa de muy pocos ser independiente: es un privilegio de
los fuertes. Y
quien intenta serlo sin tener necesidad, aunque tenga todo
el derecho a ello, demuestra que, probablemente, es no sólo fuerte, sino
temerario hasta el exceso. Se introduce en un laberinto, multiplica por mil los
peligros que ya la vida comporta en sí; de éstos no es el menor el que nadie
vea con sus ojos cómo y en dónde él mismo se extravía, se aísla y es despedazado
trozo a trozo por un Minotauro cualquiera de las cavernas de la conciencia.
Suponiendo que ese hombre perezca, esto ocurre tan lejos de la comprensión de
los hombres que éstos no lo sienten ni compadecen: ¡y él no puede ya volver
atrás!, ¡no puede retroceder ya tampoco a la compasión de los hombres!
30
Nuestras intelecciones supremas parecen necesariamente ¡y
deben parecer!
tonterías y, en determinadas circunstancias, crímenes,
cuando llegan indebidamente a oídos de quienes no están hechos ni predestinados
para ellas. Lo exotérico y lo esotérico, distinción ésta que se hacía
antiguamente entre los filósofos, tanto entre los indios como entre los
griegos, persas y musulmanes, en suma, en todos los sitios donde se creía en un
orden jerárquico y no en la igualdad y en los derechos iguales, no se
diferencian entre sí tanto porque el exotérico se encuentre fuera y sea desde
fuera, no desde dentro, desde donde él ve, aprecia, mide y juzga las cosas: lo
más esencial es que él ve las cosas de abajo arriba, ¡el esotérico, en cambio,
de arriba abajo!
Hay alturas del alma que hacen que, vista desde ellas,
hasta la tragedia deje de producir un efecto trágico; y si se concentrase en
unidad todo el dolor del mundo, ¿a quién le sería lícito atreverse a decidir si
su aspecto induciría y forzaría necesariamente a la compasión y, de este modo,
a una duplicación del dolor?... Lo que sirve de alimento o de tónico a una
especie superior de hombres tiene que ser casi un veneno para una especie muy
diferente de aquélla e inferior. Las virtudes del hombre vulgar significarían
tal vez vicios y debilidades en un filósofo; sería posible que un hombre de
alto linaje, sólo en el supuesto de que llegase a degenerar y sucumbir, adquiriese
propiedades por razón de las cuales fuese necesario venerarlo desde ese momento
como santo en el mundo inferior a que había descendido. Hay libros que tienen
un valor inverso para el alma y para la salud, según que de ellos se sirvan el
alma inferior, la fuerza vital inferior, o el alma superior y más poderosa: en
el primer caso son libros peligrosos, corrosivos, disolventes, en el segundo,
llamadas de heraldo que invitan a los más valientes a mostrar su valentía. Los
libros para todos son siempre libros que huelen mal: el olor de las gentes
pequeñas se adhiere a ellos. En los lugares donde el pueblo come y bebe, e
incluso donde rinde veneración, suele heder. No debemos entrar en iglesias si
queremos respirar aire puro.
31
En nuestros años jóvenes venerarnos y despreciamos
careciendo aún de
aquel arte de la nuance [matiz] que constituye el mejor
beneficio de la vida, y, como es justo, tenemos que expiar duramente el haber
asaltado de ese modo con un sí y un no a personas y a cosas. Todo está
dispuesto para que el peor de todos los gustos, el gusto
por lo
incondicional, quede (; cruelmente burlado y profanado, hasta que el hombre
aprende a poner algo de arte en sus sentimientos y, aún mejor, a atreverse a
ensayar lo artificial: como hacen los verdaderos artistas de la vida. La cólera
y la veneración, que son cosas propias de la juventud, parecen
no reposar hasta haber falseado tan a fondo las personas y
las cosas que les resulte i posible desahogarse en ellas: la juventud es ya de
por sí una cosa inclinada a falsear y a engañar. Más tarde, cuando el alma
joven, torturada por puras desilusiones, se vuelve por fin contra sí misma con
suspicacia, siendo todavía ardiente y salvaje incluso en su suspicacia y en sus
remordimientos de conciencia: ¡cómo se enoja consigo misma, cómo se despedaza
impacientemente a sí misma, cómo toma venganza de su prolongada autoobcecación,
cual si ésta hubiera sido una ceguera voluntaria! En este período de transición
nos castigamos a nosotros mismos por desconfianza contra nuestro propio
sentimiento; sometemos nuestro entusiasmo al tormento de la duda, incluso
sentimos la buena conciencia como un peligro, como autodisimulo y fatiga de la
honestidad más sutil, por así decirlo; y, sobre todo, tomamos partido, por
principio, contra «la juventud». Un decenio más tarde: y comprendemos que
también todo eso ¡continuaba
siendo juventud! 32
Durante el período más largo de la historia humana se lo
llama la época prehistórica el valor o el no valor de una acción fueron
derivados de sus consecuencias: ni la acción en sí ni tampoco su procedencia
eran tomadas en consideración, sino que, de manera parecida a como todavía hoy
en China un honor o un oprobio rebotan desde el hijo a sus padres, así entonces
era la fuerza retroactiva del éxito o del fracaso lo que inducía a los hombres
a pensar bien o mal de una acción. Denominemos a este período el período
premoral de la humanidad: el imperativo «¡conócete a ti mismo!» era entonces
todavía desconocido. En los últimos diez milenios, por el contrario, se ha
llegado paso a paso tan lejos en algunas grandes superficies de la tierra que
ya no son las consecuencias, sino la procedencia de la acción, lo que dejamos
que decida sobre el valor de ésta: esto representa, en conjunto, un gran
acontecimiento, un considerable refinamiento de la visión y del criterio de
medida, la repercusión inconsciente del dominio de valores aristocráticos y de
la fe en la «procedencia», el signo distintivo de un período al que es lícito
denominar, en sentido estricto, período moral: la primera tentativa de
conocerse a sí mismo queda así hecha. En lugar de las consecuencias, la
procedencia: ¡qué inversión de la perspectiva! ¡Y, con toda seguridad, una
inversión conquistada tras prolongadas luchas y vacilaciones! Desde luego: una
funesta superstición nueva, una peculiar estrechez de la interpretación lograron
justo por esto conquistar el dominio: se interpretó la procedencia de una acción,
en el sentido más preciso del término, como procedencia derivada de una intención;
se acordó creer que el valor de una acción reside en el valor de su intención.
La intención, considerada como procedencia y prehistoria enteras de una acción:
bajo este prejuicio se ha venido alabando, censurando, juzgando, también
filosofando, casi hasta nuestros días. ¿No habríamos arribado nosotros hoy a la
necesidad de resolvernos a realizar, una vez más, una inversión y un
desplazamiento radical de los valores, gracias a una autognosis y
profundización renovadas del hombre, no nos hallaríamos nosotros en el umbral
de un período que, negativamente, habría que calificar por lo pronto de
extramoral hoy, cuando al menos entre nosotros los inmoralistas alienta la
sospecha de que el valor decisivo de una acción reside justo en aquello que en
ella es nointencionado, y de que toda su intencionalidad, todo lo que puede ser
visto, sabido, conocido «conscientemente» por la acción, pertenece todavía a su
superficie y a su piel, la cual, como toda piel, delata algunas cosas, pero
oculta más cosas todavía? En suma, nosotros creemos que la intención es sólo un
signo y un síntoma que precisan de interpretación, y, además, un signo que
significa demasiadas cosas y que, en consecuencia, por sí solo no significa
casi nada, creemos que la moral, en el sentido que ha tenido hasta ahora, es
decir, la moral de las intenciones, ha sido un prejuicio, una precipitación,
una
provisionalidad acaso, una cosa de rango parecido al de la
astrología y la alquimia, pero en todo caso algo que tiene que ser superado.
La superación de la moral, y en cierto sentido incluso la
autosuperación de la moral: acaso sea éste el nombre para designar esa labor
prolongada y secreta que ha quedado reservada a las más sutiles y honestas,
también a las más maliciosas de las conciencias de hoy, por ser éstas vivientes
piedras de toque del alma.
33
No queda remedio: es necesario exigir cuentas y someter a
juicio
despiadadamente a los sentimientos de abnegación, de
sacrificio por el prójimo,
a la entera moral de la renuncia a sí: y hacer lo mismo con
la estética de la «contemplación desinteresada», bajo la cual un arte castrado
intenta crearse hoy, de manera bastante seductora, una buena conciencia. Hay
demasiado encanto y azúcar en esos sentimientos de «por los otros», de «no por
mí», como para que no fuera necesario volvernos aquí doblemente desconfiados y
preguntar: «¿No se trata quizá de seducciones?» El hecho de que esos
sentimientos agraden a quien los tiene, y a quien saborea sus frutos, también
al mero espectador, no constituye aún un argumento a favor de ellos, sino que
incita cabalmente a la cautela. ¡Seamos, pues, cautos!
34
Cualquiera que sea la posición filosófica que adoptemos
hoy: mirando
desde cualquier lugar, la erroneidad del mundo en que
creemos vivir es lo más seguro
y firme de todo aquello
de que nuestros ojos pueden todavía adueñarse: a favor de esto encontramos
razones y más razones que querrían inducirnos a conjeturar que existe un principio
engañador en la «esencia de las cosas». Mas quien hace responsable a nuestro pensar
mismo, es decir, a «el espíritu», de la falsedad del mundo honorable escapatoria
a que recurre todo
consciente o inconsciente advocatus dei [abogado de Dios] : quien considera que
este mundo, así como el espacio, el tiempo, la figura, el movimiento, son
inferencias falsas: ése tendría al menos un buen motivo para aprender por fin a
desconfiar de todo pensar: ¿no nos habría venido jugando el pensar hasta ahora
la peor pasada de todas?, ¿y qué garantía habría de que no continuará haciendo
lo que siempre ha hecho? Con toda seriedad: la inocencia de los pensadores
tiene algo que resulta conmovedor y que inspira respeto, y esa inocencia les
permite continuar encarándose aún hoy a la consciencia con el ruego de que les
dé respuestas honestas: por ejemplo, si ella, la consciencia, es «real», y por
qué en realidad está tan decidida a no saber nada del mundo exterior, y otras
preguntas del mismo género. La creencia en «certezas inmediatas» es una
ingenuidad moral que nos honra a nosotros los filósofos: pero ¡nosotros no
debemos ser hombres «sólo morales»! ¡Prescindiendo de la
moral, esa creencia es una estupidez que nos honra poco!
Aunque en la vida burguesa se considere que la desconfianza siempre a punto es
signo de «mal carácter» y, en consecuencia, una falta de inteligencia: aquí
entre nosotros, más allá del mundo burgués, y de su sí y su no, qué nos
impediría ser poco inteligentes y decir: el filósofo tiene derecho al «mal
carácter», pues es el ser que hasta ahora ha sido más burlado siempre en la
tierra, el filósofo tiene hoy el deber de desconfiar, de mirar maliciosamente
de reojo desde todos los abismos de la sospecha. Perdóneseme la broma de esta
caricatura y este giro sombríos: pues precisamente yo mismo he aprendido hace
ya mucho tiempo a pensar de otro modo, a juzgar dé otro modo sobre el engañar y
el ser engañado, y tengo preparados al menos un par de empellones para la ciega
rabia con que los filósofos se resisten a ser engañados. ¿Por qué no? Que la
verdad sea más valiosa que la apariencia, eso no es más que un prejuicio moral;
es incluso la hipótesis peor demostrada que hay en el mundo. Confesémonos al
menos una cosa: no existiría vida alguna a no ser sobre la base de
apreciaciones y de apariencias perspectivistas; y si alguien, movido por la
virtuosa exaltación y majadería de más de un filósofo, quisiera eliminar del
todo el «mundo aparente», entonces, suponiendo que vosotros pudierais hacerlo,
¡tampoco quedaría ya nada de vuestra «verdad»! Sí, ¿qué es lo que nos fuerza a
suponer que existe una antítesis esencial entre «verdadero» y «falso»? ¿No
basta con suponer grados de apariencia y, por así decirlo, sombras y tonos
generales, más claros y más oscuros, de la apariencia, valeurs [valores]
diferentes, para decirlo en el lenguaje de los pintores? ¿Por qué el mundo que
nos concierne en algo no iba a ser una ficción? Y a quien aquí pregunte: «¿es
que de la ficción no forma parte un autor?», ¿no sería lícito responderle
francamente: por qué? ¿Acaso ese «forma parte» no forma parte de la ficción?
¿Es que no está permitido ser ya un poco irónico con el sujeto, así corno con
el predicado y el complemento? ¿No le sería lícito al filósofo elevarse por
encima de la credulidad en la gramática? Todo nuestro respeto por las
gobernantas: ¿mas no sería hora de que la filosofía apostatase de la fe en las
gobernantas?
35
¡Oh Voltaire! ¡Oh humanitarismo! ¡Oh imbecilidad! La
«verdad», la
búsqueda de la verdad, son cosas difíciles; y si el hombre
se comporta aquí de un modo demasiado humano il ne cherche le vrai que pour
faire de bien [no busca la verdad más que para hacer el bien], ¡apuesto a que
no encuentra nada!
36
Suponiendo que lo único que esté «dado» realmente sea
nuestro mundo de
apetitos y pasiones, suponiendo que nosotros no podamos
descender o ascender a ninguna otra «realidad» más que justo a la realidad de
nuestros instintos, pues pensar es tan sólo un relacionarse esos instintos
entre sí : ¿no
está permitido realizar el intento y hacer la pregunta de
si eso dado no basta pa
ra comprender también, partiendo de lo idéntico a ello, el
denominado mundo
mecánico (o «material»)? Quiero decir, concebir este mundo
no como una ilusión, una «apariencia», una «representación» (en el sentido de
Berkeley y Schopenhaue
r), sino como algo dotado de idéntico grado de realidad que
el poseído por nuestros afectos, como una forma más tosca del mundo de los
afectos, en la cual está aún englobado en una poderosa unidad todo aquello que
luego, en el proceso orgánico, se ramifica y se configura (y también, como es
obvio, se atenúa y debilita ), como una especie de vida instintiva en la que
todas las funciones orgánicas, la autorregulación, la asimilación, la alimentación,
la secreción, el metabolismo, permanecen aún sintéticamente ligadas entre sí,
como una forma previa de la vida? En última instancia, no es sólo que esté
permitido hacer ese intento: es que, visto desde la conciencia del método, está
mandado. No aceptar varias especies de causalidad mientras no se haya llevado
hasta su límite extremo (hasta el absurdo, dicho sea con permiso) el intento de
bastarnos con una sola: he ahí una moral del método a la que hoy no es lícito
sustraerse; es algo que se sigue «de su definición», como diría un matemático.
En último término, la cuestión consiste en si nosotros reconocemos que la voluntad
es realmente algo que actúa, en si nosotros creemos en la causalidad de la
voluntad: si lo creemos y en el fondo la creencia en esto es cabalmente nuestra
creencia en la causalidad misma, entonces tenemos que hacer el intento de
considerar hipotéticamente que la causalidad de la voluntad es la única. La
«voluntad», naturalmente, no puede actuar más que sobre la «voluntad» y no
sobre «materias» (no sobre «nervios», por ejemplo ): en suma, hay que atreverse
a hacer la hipótesis de que, en todos aquellos lugares donde reconocemos que
hay «efectos», una voluntad actúa sobre otra voluntad, de que todo acontecer
mecánico, en la medida en que en él actúa una fuerza, es precisamente una
fuerza de la voluntad, un efecto de la voluntad. Suponiendo, finalmente, que se
consiguiese explicar nuestra vida instintiva entera como la ampliación y
ramificación de una única forma básica de voluntad, a saber, de la voluntad de
poder, como dice mi tesis ; suponiendo que fuera posible reducir todas las
funciones orgánicas a esa voluntad de poder, y que se encontrase en ella
también la solución del problema de la procreación y nutrición es un único
problema , entonces habríamos adquirido el derecho a definir inequívocamente
toda fuerza agente como: voluntad de poder. El mundo visto desde dentro, el
mundo definido y designado en su «carácter inteligible», sería cabalmente
«voluntad de poder» y nada más.
37
«¿Cómo? ¿No significa esto, para hablar de manera popular:
está refutado
Dios, pero no el diablo?» ¡Al contrario! ¡Al contrario,
amigos mío
s! Y, ¡qué diablos!, ¡quién os obliga a vosotros a hablar
de manera popular!
38
Lo mismo que ha ocurrido todavía últimamente, a plena luz
de los tiempos
modernos, con la Revolución francesa, esa farsa horrible y,
vista desde cerca, superflua, dentro de la cual, sin embargo, los espectadores
nobles y exaltados de toda Europa que la veían desde lejos han venido
proyectando durante mucho tiempo y de manera muy apasionada la interpretación
de sus propias indignaciones y entusiasmos, hasta que el texto desapareció bajo
la interpretación: también podría ocurrir que una posteridad noble
malentendiese alguna vez el pasado entero y acaso de ese modo hiciese tolerable
por vez primera su aspecto. O más bien: ¿no ha ocurrido ya eso?, ¿no hemos sido
nosotros mismos esa «posteridad noble»? ¿Y cabalmente ahora, en la medida en
que nosotros nos damos cuenta de ello, no es eso ya cosa pasada?
39
Nadie tendrá fácilmente por verdadera una doctrina tan sólo
porque ésta
haga felices o haga virtuosos a los hombres: exceptuados,
acaso, los queridos «idealistas», que se entusiasman con lo bueno, lo
verdadero, lo bello, y que hacen nadar mezcladas en su estanque todas las
diversas especies de multicolores, burdas y bonachonas idealidades. La
felicidad y la virtud no son argumentos. Pero a la gente, también a los
espíritus reflexivos, le gusta olvidar que el hecho de que algo haga infelices
y haga malvados a los hombres no es tampoco un argumento en contra. Algo podría
ser verdadero: aunque resultase perjudicial y peligroso en grado sumo; podría
incluso ocurrir que el que nosotros perezcamos a causa de nuest
ro conocimiento total formarse parte de la constitución
básica de la existencia, de tal modo que la fortaleza de un espíritu se mediría
justamente por la cantidad de «verdad» que soportase o, dicho con más claridad,
por el grado en que necesitase que la verdad quedase diluida, encubierta,
edulcorada, amortiguada, falseada. Pero no cabe ninguna duda de que, para
descubrir ciertas partes de la verdad, los malvados y los infelices están mejor
dotados y tienen mayor probabilidad de obtener éxito; para no hablar de los
malvados que son felices, species que los moralistas pasan en silencio. Para la
génesis del espíritu y filósofo fuerte, independiente, acaso la dureza y la
astucia proporcionen condiciones más favorables que no aquella bonachonería
suave, fina, complaciente, y aquel arte de tomar todo a la ligera, cosas ambas
que la gente aprecia, y aprecia con razón, en un docto. Presuponiendo, y esto
es algo previo, que no se restrinja el concepto de «filósofo» al filósofo que
escribe libros ¡o que incluso lleva su filosofía a los libros! A la imagen del
filósofo de espíritu libre Stendhal agrega un último rasgo que yo no quiero
dejar de subrayar en razón del gusto alemán: pues ese rasgo va contra el gusto
alemán. Pour étre bon philosophe dice este último psicólogo grande il faut étre
sec, clarr, sans illusion. Un banqueer, qui a fait fortune, a une partie du
caractere requis pour faire des découvertes en
philosophie, c'estiádire pour voir clarr dans ce qui est [
Para ser un buen filósofo hace falta ser seco, claro, sin
ilusiones. Un banquero que haya hecho fortuna posee una parte del carácter requerido
para hacer descubrimientos en filosofía, es decir, para ver claro en lo que
es].
40
Todo lo que es profundo ama la máscara; las cosas más
profundas de todas
sienten incluso odio por la imagen y el símil. ¿No sería la
antítesis tal vez el disfraz adecuado con que caminaría el pudor de un dios? Es
ésta una pregunta digna de ser hecha: sería extraño que ningún místico se
hubiera atrevido aún a hacer algo así consigo mismo. Hay acontecimientos de
especie tan delicada que se obra bien al recubrirlos y volverlos irreconocibles
con una grosería; hay acciones realizadas por amor y por una magnanimidad tan
desbordante que después de ellas nada resulta más aconsejable
que tomar un bastón y apalear de firme al testigo de vista:
a fin de ofuscar su memoria. Más de uno es experto en ofuscar y maltratar a su
propia memoria, para vengarse al menos de ese único enterado: el pudor es rico
en invenciones. No son las cosas peores aquellas de que más nos avergonzamos:
no es sólo perfidia lo que se oculta detrás de una máscara, hay mucha bondad en
la astucia. Yo podría imaginarme que Un hombre que tuviera que ocultar algo
precioso y frágil rodase por la vida grueso y redondo como un verde y viejo
tonel de vino, de pesados aros: así lo quiere la sutileza de su pudor. A un
hombre que posea profundidad en el pudor también sus destinos, así como sus
decisiones delicadas, le salen al encuentro en caminos a los cuales pocos
llegan alguna vez y cuya existencia no les es lícito conocer ni a sus más próximos
e íntimos: a los ojos de éstos queda oculto el peligro que corre su vida, así
como también su reconquistada seguridad vital. Semejante escondido, que por
instinto emplea el hablar para callar y silenciar, y que es inagotable en
escapar a la comunicación, quiere y procura que sea una máscara suya lo que
circule en lugar de él por los corazones y cabezas de sus amigos; y suponiendo
que no lo quiera, algún día se le abrirán los ojos y verá que, a pesar de todo,
hay allí una máscara suya, y que es bueno que así sea. Todo espíritu profundo
necesita una máscara: aún más, en torno a todo espíritu profundo va creciendo
continuamente una máscara, gracias a la interpretación constantemente falsa, es
decir, superficial, de toda palabra, de todo paso, de toda señal de vida que él
da.
41
Tenemos que darnos a nosotros mismos nuestras pruebas de
que estamos
destinados a la independencia y al mando; y hacer esto a
tiempo. No debernos eludir nuestras pruebas, a pesar de que acaso sean ellas el
juego más peligroso que quepa jugar y sean, en última instancia, sólo pruebas
que exhibimos ante nosotros mismos como testigos, y ante ningún otro juez. No
quedar adheridos a ninguna persona: aunque sea la más amada, toda persona es
una cárcel, y
también un rincón. No quedar adheridos a ninguna patria:
aunque sea la que más sufra y la más necesitada de ayuda, menos difícil resulta
desvincular nuestro corazón de una patria victoriosa. No quedar adheridos a ninguna
compasión: aunque se dirigiese a hombres superiores, en cuyo raro martirio y
desamparo un azar ha hecho que fijemos nosotros la mirada. No quedar adheridos
a ninguna ciencia: aunque nos atraiga hacia sí con los descubrimientos más
preciosos, al parecer reservados precisamente a nosotros. No quedar adheridos a
nuestro propio desasimiento, a aquella voluptuosa lejanía y extranjería del
pájaro que huye cada vez más lejos hacia la altura, a fin de ver cada vez más
cosas por debajo de sí: peligro del que vuela. No quedar adheridos a nuestras
virtudes ni convertirnos, en cuanto totalidad, en víctima de cualquiera de
nuestras singularidades, por ejemplo de nuestra «hospitalidad»: ése es el
peligro de los peligros para las almas de elevado linaje y ricas, las cuales se
tratan a sí mismas con prodigalidad, casi con indiferencia, y llevan tan lejos
la virtud de la liberalidad que la convierten en un vicio. Hay que saber
reservarse: ésta es la más fuerte prueba de independencia.
42
Un nuevo género de filósofos está apareciendo en el
horizonte: yo me
atrevo a bautizarlos con un nombre no exento de peligros.
Tal como yo los adivino, tal como ellos se dejan adivinar pues forma parte de
su naturaleza el querer seguir siendo enigmas en algún punto, esos filósofos
del futuro podrían ser llamados con razón, acaso también sin razón, tentadores.
Este nombre mismo es, en última instancia, sólo una tentativa y, si se quiere,
una tentación.
43
¿Son, esos filósofos venideros, nuevos amigos de la
«verdad»? Es bastante
probable: pues todos los filósofos han amado hasta ahora
sus verdades. Mas con toda seguridad no serán dogmáticos. A su orgullo, también
a su gusto, tiene que repugnarles el que su verdad deba seguir siendo una
verdad para cualquiera: cosa que ha constituido hasta ahora ~el oculto deseo y
el sentido recóndito de todas las aspiraciones dogmáticas.
«Mi juicio es mi juicio: no es fácil que también otro tenga
derecho a él»
dice. tal vez ese filósofo del futuro. Hay que apartar de
nosotros el mal gusto de querer coincidir con muchos. «Bueno» no es ya bueno
cuando el veneno toma esa palabra en su boca. ¡Y cómo podría existir un «bien
común»! La expresión se contradice así misma: lo que puede ser común tiene
siempre poco valor`. En última instancia, las cosas tienen que ser tal como son
y tal como han sido siempre: las grandes cosas están reservadas a los grandes,
los abismos, a los profundos, las delicadezas y estremecimientos, a los
sutiles, y, en general, y dicho brevemente, todo lo raro, a los raros.
44
¿Necesito decir expresamente, después de todo esto, que
esos filósofos del
futuro serán también espíritus libres, muy libres, con la
misma seguridad con que no serán tampoco meros espíritus libres, sino algo más,
algo más elevado, más grande y más radicalmente distinto, que no quiere que se
lo malentienda ni confunda con otras cosas? Pero al decir esto siento para con
ellos, casi con igual fuerza con que lo siento para con nosotros, ¡nosotros que
somos sus heraldos y precursores, nosotros los espíritus libres! el deber de
disipar y alejar conjuntamente de nosotros un viejo y estúpido prejuicio y
malentendido que, cual una niebla, ha vuelto impenetrable durante demasiado
tiempo el concepto de «espíritu libre». En todos los países de Europa, y
asimismo en América, hay ahora gente que abusa de ese nombre, una especie de
espíritus muy estrecha, muy prisionera, muy encadenada, que quieren
aproximadamente lo contrario de lo que está en nuestras intenciones e
instintos, para no hablar de que, por lo que respecta
a esos filósofos nuevos
que están emergiendo en el horizonte, ellos tienen que ser ventanas cerradas y
puertas con el cerrojo corrido. Para decirlo pronto y mal, niveladores es lo
que son esos falsamente llamados «espíritus libres» como esclavos elocuentes y
plumíferos que son del gusto democrático y de sus «ideas modernas»: todos ellos
son hombres carentes de soledad, de soledad propia, torpes y bravos mozos a los
que no se les debe negar ni valor ni costumbres respetables, sólo que son,
cabalmente, gente no libre y ridículamente superficial, sobre todo en su
tendencia básica a considerar que las formas de la vieja sociedad existente
hasta hoy son más o menos la causa de toda miseria y fracaso humanos: ¡con lo
cual la verdad viene a quedar felizmente cabeza abajo! A lo que ellos querrían
aspirar con todas sus fuerzas es a la universal y verde felicidad prado del
rebaño, llena de seguridad, libre de peligro, repleta de bienestar y de
facilidad de vivir para todo el mundo: sus dos canciones y doctrinas más repetidamente
canturreadas se llaman «, igualdad de derechos» y «compasión con todo lo que
sufre» y el sufrimiento mismo es considerado por ellos como algo que hay que
eliminar. Nosotros los opuestos a ellos, que hemos abierto nuestros ojos y
nuestra conciencia al problema de en qué lugar y de qué modo ha venido hasta
hoy la planta «hombre» creciendo de la manera más vigorosa hacia la altura,
opinamos que esto ha ocurrido siempre en condiciones opuestas, opinamos que,
para que esto se realizase, la peligrosidad de su situación tuvo que aumentar
antes de manera gigantesca, que su energía de invención y de simulación (su
«espíritu» ) tuvo que desarrollarse, bajo una presión y una coacción
prolongadas, hasta convertirse en algo sutil y temerario, que su voluntad de
vivir tuvo que intensificarse hasta llegar a la voluntad incondicional de
poder: nosotros opinamos que dureza, violencia, esclavitud, peligro en la calle
y en los corazones, ocultación, estoicismo, arte de tentador y diabluras de
toda especie, que todo lo malvado, terrible, tiránico, todo lo que
de animal rapaz y de serpiente hay en el hombre sirve a la
elevación de la espe
cie «hombre» tanto como su contrario: y cuando decimos tan
sólo eso no decimos s
iquiera bastante, y, en todo caso, con nuestro hablar y
nuestro callar en este lugar nos encontramos en el otro extremo de toda
ideología moderna y de todos los deseos gregarios: ¿siendo sus antípodas acaso?
¿Cómo puede extrañar que nosotros los «espíritus libres» no seamos precisamente
los espíritus más comunicativos?, ¿que no deseemos delatar en todos los
aspectos de qué es de lo que un espíritu puede liberarse y cuál es el lugar
hacia el que quizá se vea empujado entonces? Y en lo que se refiere a la
peligrosa fórmula «más allá del bien y del mal», con la cual evitamos al menos
ser confundidos con otros: nosotros somos algo distinto de los librespenseurs,
liberi pensatori, Freidenker [librepensadores], o como les guste denominarse a
todos esos bravos abogados de las «ideas modernas». Hemos tenido nuestra casa,
o al menos nuestra hospedería, en muchos países del espíritu; hemos escapado
una y otra vez de los enmohecidos y agradables rincones en que el amor y el
odio preconcebidos, la juventud, la ascendencia, el azar de hombres y libros, e
incluso las fatigas de la peregrinación parecían confinarnos; estamos llenos de
malicia frente a los halagos de la dependencia que yacen escondidos en los
honores, o en el dinero, o en los cargos, o en los arrebatos de los sentidos;
incluso estamos agradecidos a la pobreza y a la variable enfermedad, porque
siempre nos desasieron de una regla cualquiera y de su «prejuicio», agradecidos
a Dios, al diablo, a la oveja y gusano que hay en nosotros, curiosos hasta el
vicio, investigadores hasta la crueldad, dotados de dedos sin escrúpulos para
asir lo inasible, de dientes y estómagos para digerir lo indigerible,
dispuestos a todo oficio que exija perspicacia y sentidos agudos, prontos a
toda osadía, gracias a una sobreabundancia de «voluntad libre», dotados de
prealmas y postalmas en cuyas intenciones últimas no le es fácil penetrar a
nadie con su mirada, cargados de prerazones y postrazones que a ningún pie le
es lícito recorrer hasta el final, ocultos bajo los mantos de la luz, conquistadores
aunque parezcamos herederos y derrochadores, clasificadores y coleccionadores
desde la mañana a la tarde, avaros de nuestras riquezas y de nuestros cajones
completamente llenos, parcos en el aprender y olvidar, hábiles en inventar
esquemas, orgullosos a veces de tablas de categorías, a veces pedantes, a veces
búhos del trabajo, incluso en pleno día; y, si es preciso, incluso
espantapájaros, y hoy es preciso, a saber: en la medida en que nosotros somos
los amigos natos, jurados y celosos de la soledad, de nuestra propia soledad,
la más honda, la más de media noche, la más de medio día: ¡esa especie de
hombres somos nosotros, nosotros los espíritus libres!, ¿y tal vez también
vosotros sois algo de eso, vosotros los que estáis viniendo?, ¿vosotros los
nuevos filósofos?
SECCIÓN TERCERA El ser religioso
45
El alma humana y sus confines, el ámbito de las
experiencias humanas
internas alcanzado en general hasta ahora, las alturas,
profundidades y lejanías de esas experiencias, la historia entera del alma
hasta este momento y sus posibilidades no apuradas aún: ése es, para un
psicólogo nato y amigo de la «caza mayor», el terreno de caza predestinado. Mas
con cuánta frecuencia tiene que decirse desesperado: «¡uno solo!, ¡ay, nada más
que uno!, ¡y este gran bosque, esta selva virgen!» Y por ello desea tener unos
centenares de monteros y sabuesos finos y doctos que poder lanzar tras la
historia del alma humana y cobrar en ella su pieza.
En vano: una y otra vez hace la comprobación radical y
amarga de que es difícil encontrar auxiliares y perros para todas las cosas que
precisamente excitan su curiosidad. El inconveniente con que se tropieza al
enviar doctos a terrenos de caza nuevos y peligrosos, en los cuales se precisan
valor, inteligencia,
sutileza en todos
los sentidos, consiste en que aquéllos dejan de ser utilizables precisamente
allí donde comienza la «caza mayor», pero también el peligro mayor: cabalmente
allí pierden ellos sus ojos y su
hocico de sabuesos.
Para adivinar y averiguar, por ejemplo, cuál es la historia que el problema de
la ciencia y de la conciencia ha tenido hasta ahora en el alma de los homines
religiosi [hombres religiosos] sería necesario tal vez ser uno mismo tan
profundo, estar tan herido, ser tan inmenso como lo fue y estuvo la conciencia
intelectual de Pascal: y luego continuaría haciendo falta siempre aquel cielo
desplegado de espiritualidad luminosa, maliciosa, capaz de dominar, ordenar,
reducir a fórmulas desde arriba ese hervidero de vivencias peligrosas y
dolorosas. ¡Pero quién me prestaría a mí ese servicio! ¡Y quién tendría tiempo
de aguardar a tales servidores! ¡Es evidente que brotan demasiado raramente,
son muy improbables en todas las épocas!
En última instancia, uno tiene que hacerlo todo por sí
mismo para saber algunas cosas: es decir, ¡uno tiene mucho que hacer! Pero una
curiosidad como la mía (no deja de ser el más agradable de todos los vicios,
¡perdón!, he querido decir: el amor a la verdad tiene su recompensa en el cielo
y ya en la tierra.
46
Esa fe que el primer cristianismo exigió y no raras veces
alcanzó, en medio
de un mundo de escépticos y librepensadores meridionales
que tenía detrás de sí y dentro de sí una lucha secular de escuelas filosóficas,
a lo que hay que
añadir la educación para la tolerancia que daba el Imperium
Romam [Imperio Romano], esa fe no es aquella cándida y ceñuda fe de súbditos
con la cual se apegaron a su Dios y a su cristianismo, por ejemplo, un Lutero o
un Cromwell o cual otro nórdico bárbaro del espíritu; antes bien, era ya
aquella fe de Pascal, que se parece de manera horrible a un continuo suicidio
de la razón, de una razón tenaz, longeva, parecida a un gusano, que no se deja
matar de una sola vez y con un solo golpe. La fe cristiana es, desde el
principio, sacrificio: sacrificio de toda libertad, de todo orgullo, de toda
autocerteza del espíritu; a la vez, sometimiento y escarnio de sí mismo,
mutilación de sí mismo. Hay crueldad y hay fenicismo religioso en esa fe,
exigida a una conciencia reblandecida, compleja y muy mimada: su presupuesto es
que la sumisión del espíritu causa un dolor indescriptible, que el pasado
entero y los hábitos todos de semejante espíritu se oponen a ese absurdissimum
[cosa totalmente absurda] que se le presenta como «fe». Los hombres modernos,
con su embotamiento para toda la nomenclatura cristiana, no sienten ya la
horrorosa superlatividad que había para un gusto antiguo en la paradoja de la fórmula
«Dios en la cruz». Nunca ni en ningún lugar había existido hasta ese momento
una audacia igual en invertir las cosas, nunca ni en ningún lugar se había dado
algo tan terrible, interrogativo y problemático como esa fórmula: ella prometía
una transvaloración de todos los valores antiguos. El Oriente, el Oriente
profundo, el esclavo oriental fueron los que de esa manera se vengaron de Roma
y de su aristocrática y frívola tolerancia, del «catolicismo» romano de la fe:
y no fue nunca la fe, sino la libertad frente a la fe, aquella semiestoica y
sonriente despreocupación frente a la seriedad de la fe lo que sublevaba a los
esclavos en sus señores, contra sus señores. La «ilustración» subleva: en
efecto, el esclavo quiere lo incondicional, comprende sólo lo tiránico, también
en la moral, ama igual que odia, sin nuance [matiz], a fondo, hasta el dolor,
hasta la enfermedad, su mucho y escondido sufrimiento se subleva contra el
gusto aristocrático, que parece negar el sufrimiento. El escepticismo con
respecto al sufrimiento, que en el fondo es tan sólo un rasgo afectado de la
moral aristocrática, ha contribuido no poco a la génesis de la última gran
rebelión de esclavos, comenzada con la Revolución francesa.
47
Dondequiera que ha aparecido hasta ahora en la tierra la
neurosis religiosa,
la encontramos ligada a tres peligrosas prescripciones
dietéticas: soledad, ayuno y abstinencia sexual, pero sin que aquí sea posible
decidir con seguridad cuál es la causa y cuál es el efecto, y si en absoluto
hay aquí una relación de causa y efecto. Lo que autoriza esta última duda es el
hecho de que cabalmente uno de los síntomas más regulares de esa neurosis,
tanto en los pueblos salvajes como en los domesticados, es también la lascivia
más súbita y desenfrenada, la cual se transforma luego, de modo igualmente
súbito, en convulsiones de penitencia y en una negación del mundo y de la
voluntad:
¿ambas cosas serían interpretables acaso como epilepsia
enmascarada? Pero en ningún otro lugar deberíamos abstenernos tanto de las
interpretaciones como aquí: no hay ningún tipo en torno al cual haya
proliferado hasta ahora tal multitud de absu
rdos y supersticiones, ningún otro tipo parece haber
interesado más, hasta este momento, a los hombres, incluso a los filósofos,
sería hora de mostrarse un poco frío precisamente aquí, de aprender cautela o,
mejor todavía, de apartar los ojos, de alejarse de aquí. En el trasfondo de la
última filosofía que ha aparecido, la schopenhaueriana, encuéntrase aún,
constituyendo casi el problema en sí, ese espantoso signo de interrogación que
son la crisis y el despertar religiosos. ¿Cómo es posible la negación de la
voluntad?, ¿cómo es posible el santo? ésta parece haber sido realmente la
pregunta gracias a la cual se hizo filósofo Schopenhauer y por la que comenzó.
Y de este modo fue una consecuencia genuinamente schopenhaueriana que su secuaz
más convencido (acaso también el último, en lo que a Alemania se refiere ), es
decir, Richard Wagner, finalizase justamente ahí la obra de toda su vida y
acabase sacando a escena, en la figura de Kundry, ese tipo terrible y eterno,
tipe vécu [tipo vivido], en carne y hueso; en la misma época en que los médicos
alienistas de casi todos los países de Europa tenían ocasión de estudiarlo de
cerca, en todos los lugares en que la neurosis religiosa o, según lo llamo yo,
«el ser religioso» tuvo en el «Ejército de Salvación» su última irrupción y
aparición epidémicas.
Si se pregunta, sin embargo, qué es en realidad lo que en
el fenómeno entero del santo ha resultado tan irresistiblemente interesante a
los hombres de toda índole
y de todo tiempo,
también a los filósofos: eso es, sin ninguna duda, la apariencia de milagro que
lleva consigo, es decir, la apariencia de una inmediata sucesión de antítesis,
de estados psíquicos de valoración moral antitética: se creía aferrar aquí con
las manos el hecho de que de un «hombre malo» surgía de repente un «santo», un
hombre bueno. La psicología habida hasta ahora ha naufragado en este punto: ¿y
no habrá ocurrido esto principalmente porque ella se había colocado bajo el
dominio de la moral, porque ella misma creía en las antítesis morales de los
valores, y proyectaba tales antítesis sobre la visión, sobre la lectura, sobre
la interpretación del texto y del hecho?
¿Cómo? ¿Sería el «milagro» tan sólo un error de
interpretación? ¿Una carencia de filología?
48
Parece que a las razas latinas su catolicismo les es más
íntimo y propio que
el cristianismo entero en general a nosotros los hombres
del Norte: y que, en consecuencia, la incredulidad en los países católicos ha
de significar algo totalmente distinto que en los países protestantes a saber,
una especie de sublevación contra el espíritu de la raza, mientras que en
nosotros es más bien
un retorno al espíritu (o falta de espíritu) de la raza.
Nosotros los hombres del Norte provenimos indudablemente de razas bárbaras,
también en lo que se refiere a nuestras dotes para la religión: nosotros
estamos mal dotados para la religión. Es lícito hacer una excepción con los
celtas, los cuales han proporcionado por ello también el mejor terreno para la
recepción de la infección cristiana en el Norte: en Francia es donde el ideal
cristiano ha llegado a su pleno florecimiento, en la medida en que el pálido sol
del Norte lo ha permitido. ¡Cuán extrañamente piadosos continúan siendo para
nuestro gusto incluso esos últimos escépticos franceses, en la medida en que
hay en su ascendencia algo de sangre celta! ¡Qué olor tan católi
co, tan noalemán tiene para nosotros la sociología de
Auguste Comte, con su lógica romana de los instintos! ¡Qué olor jesuítico
desprende aquel amable e inteligente cicerone de PortRoyal, SainteBeuve, a
pesar de toda su hostilidad contra los jesuitas! Y el propio Ernest Renan:
¡cuán inaccesible nos resulta a nosotros los hombres del Norte el lenguaje de
ese Renan, en el que, a cada instante, una pizca cualquiera de tensión
religiosa hace perder el equilibrio a su alma, alma voluptuosa en el sentido
refinado y amante de la comodidad! Basta con repetir tras él estas bellas
frases suyas, ¡y cuánta malicia y petulancia se agitan enseguida, como
respuesta, en nuestra alma, probablemente menos bella y más dura, es decir, más
alemana! disons donc hardiment que la religion est un produit de l'homme
normal, que l'homme est le plus dans le vrai quand il est le plus religieux et
le plus assuré d'une destinée infinie... C'est quand il est bon qu'il veut que
la vertu corresponde á un ordre éternel, c'est quand il contemple les choses
d'unemaniere désintéressée qu'il trouve la mort révoltante et absurde. Comment
ne pas supposer que c'est dans ces momentslá, que l'homme voit le mieux?...
[digamos, pues, resueltamente que la religión es un producto del hombre normal,
que el hombre está tanto más en lo verdadero cuanto más religioso es y cuanto
más seguro está de un destino infinito... Cuando es bueno, quiere que la virtud
corresponda a un orden eterno; cuando contempla las cosas de una manera
desinteresada, encuentra que la muerte es indignante y absurda. ¿Cómo no
suponer que es en estos momentos cuando el hombre ve mejor?]. Estas frases son
tan antipódicas de mis oídos y de mis hábitos que, cuando las encontré, mi
primer movimiento de cólera escribió al margen: la niaiserie religieuse par
excellence! [ ¡la bobería religiosa por excelencia!] ¡hasta que mi último
movimiento de rabia terminó por hacérmelas gratas, esas frases, con su verdad
puesta cabeza abajo! ¡Resulta tan exquisito, tan distinguido, tener antípodas
propios!
49
Lo que nos deja asombrados en la religiosidad de los
antiguos griegos es la
indómita plenitud de agradecimiento que de ella brota: ¡es
una especie muy aristocrática de hombre la que adopta esa actitud ante la
naturaleza y ante la vida! Más tarde, cuando la plebe alcanza la preponderancia
en Grecia,
prolifera el temor también en la religión; y el
cristianismo se estaba preparando.
50
La pasión por Dios: de ella hay especies rústicas, cándidas
e importunas,
así la de Lutero, el protestantismo entero carece de la
delicatezza [delicadeza] meridional. En ella hay ese oriental estarfueradesí
que se presenta en un esclavo inmerecidamente agraciado o elevado, por ejemplo
en San Agustín, el cual carece, de una manera ofensiva, de toda aristocracia de
gestos y de deseos.
En ella hay una delicadeza y concupiscencia femeninas que aspiran de manera
púdica e ignorante a una unio mystica et physica [unión mística y física], como
ocurre en Madame de Guyon 5°. En muchos casos la citada pasión aparece,
bastante curiosamente, como disfraz de la pubertad de una muchacha o de un
joven; a veces incluso como histeria de una solterona, y también como la última
ambición de ésta: ya varias veces la Iglesia ha canonizado a la mujer en un
caso así.
51
Hasta ahora los hombres más poderosos han venido
inclinándose siempre
con respeto ante el santo como ante el enigma del
vencimiento de sí y de la
renuncia deliberada
y suprema: ¿por qué se inclinaban? Atisbaban en él y, por así decirlo, detrás
del signo de interrogación de su apariencia frágil y miserable la fuerza
superior que
quería ponerse a
prueba a sí misma en ese vencimiento, la fortaleza de la voluntad, en la que
ellos reconocían y sabían venerar su propia fortaleza y su propio placer de
señores: honraban algo de sí mismos cuando honraban al santo. A esto se añadía
que el espectáculo de un santo los volvía suspicaces: tal monstruosidad de
negación, de antinaturaleza, no será deseada en Vano, así se decían, haciéndose
preguntas. ¿Acaso hay un motivo para hacer eso, un peligro muy grande, que el
asceta conoce más de cerca, gracias a sus secretos consoladores y visitantes?
En suma, los poderosos del mundo aprendían un nuevo temor en presencia del
santo, atisbaban un nuevo poder, un enemigo extraño, todavía no sojuzgado: la
«voluntad de poder» era la que los obligaba a detenerse delante del santo.
Tenían que hacerle preguntas
52
En el «Antiguo Testamento» judío, que es el libro de la
justicia divina,
hombres, cosas y discursos poseen un estilo tan grandioso
que las escrituras griegas e indias no tienen nada que poner a su lado. Con
terror y respeto nos detenemos ante ese inmenso residuo de lo que el hombre fue
en otro tiempo, y al hacerlo nos asaltarán tristes pensamientos sobre la vieja
Asia y sobre Europa, su pequeña península avanzada, la cual significaría,
frente a Asia, el «progreso del hombre». Ciertamente: quien no es, por su
parte, más que un
flaco y manso animal doméstico y no conoce más que
necesidades de animal doméstico (como nuestros hombres cultos de hoy, incluidos
los cristianos del cristianismo «culto» )
, ése no ha de asombrarse ni menos todavía afligirse bajo
aquellas ruinas el gusto por el Antiguo Testamento es una piedra de toque en lo
referente a lo «grande» y lo «pequeño» : tal vez ese hombre seguirá pensando
que el Nuevo Testamento, el libro de la gracia, es más conforme a su corazón
(hay en él mucho del genuino olor tierno y sofocante que exhalan los rezadores
y las almas pequeñas). El haber encuadernado este Nuevo Testamento, que es una
especie de rococó del gusto en todos los sentidos, con el Antiguo Testamento,
formando un solo libro llamado la «Biblia», el «Libro en sí»: quizá sea ésa la
máxima temeridad y el máximo «pecado contra el espíritu» que la Europa
literaria tenga sobre su conciencia.
53
¿Por qué el ateísmo hoy? «El padre» en Dios está refutado a
fondo;
también «el juez», «el remunerador». Asimismo, su «voluntad
libre»: no oye, y si
oyese, no sabría, a
pesar de todo, prestar ayuda. Lo peor es: parece incapaz de comunicarse con
claridad: ¿es que es oscuro? Esto es lo que yo he averiguado como causas de la
decadencia del teísmo europeo, sacándolo de múltiples conversaciones,
interrogando, escuchando; a mí me parece ciertamente que el instinto religioso
está en un momento de poderoso crecimiento, pero que ese instinto rechaza, con
profunda desconfianza, justo la satisfacción teísta.
54
¿Qué es, pues, lo que la filosofía moderna entera hace en
el fondo? Desde
Descartes y, ciertamente, más a pesar de él que sobre la
base de su precedente todos los filósofos, con ¡la apariencia de realizar una
crítica del concepto de sujeto y de predicado, cometen un atentado contra el
viejo concepto del alma es decir: un atentado contra el presupuesto fundamental
de la doctrina cristiana. La filosofía moderna, por ser un escepticismo
gnoseológico, es, de manera oculta o declarada, anticristiana: aunque en modo alguno
sea antirreligiosa, quede dicho esto para oídos más sutiles. En otro tiempo,
(en efecto, se creía en «el alma» como se creía en la gramática y en el
sujeto gramatical:
se decía: «yo» es condición, «pienso» en predicado y condicionado pensar es una
actividad para lo cual hay que pensar como causa un sujeto. Después, con una
tenacidad y una astucia admirables, se hizo la tentativa de ver si no sería
posible salir de esa red, de si acaso lo contrario era lo verdadero: «pienso»,
la condición, «yo», lo condicionado; «yo», pues, sólo una síntesis hecha por el
pensar mismo. En el fondo Kant quiso demostrar que, partiendo del sujeto, no se
puede demostrar el sujeto, y tampoco el complemento: sin duda no le fue siempre
extraña la posibilidad de una existencia aparente del sujeto, esto es, «del
alma», pensamiento éste que,
como filosofía del Vedanta, había existido ya una vez, y
con inmenso poder, en la tierra.
55
Existe una larga escalera de la crueldad religiosa que
consta de numerosos
peldaños; pero tres de éstos son los más importantes. En
otro tiempo la gente sacrificaba a su dios seres humanos, acaso precisamente
aquellos a quienes más amaba, a esta categoría pertenecen los sacrificios de
los primogénitos, característicos de tod
as las religiones prehistóricas, y también el sacrificio
del emperador Tiberio en la gruta de Mitra, de la isla de Capri, el más
horrible de todos los anacronismos romanos. Después, en la época moral de la
humanidad, la gente sacrificaba a su dios los instintos más fuertes que poseía,
la «naturaleza» propia; esta alegría festiva brilla en la cruel mirada del
asceta, del hombre entusiásticamente «antinatural». Finalmente, ¿qué quedaba
todavía por sacrificar? ¿No tenía la gente que acabar sacrificando alguna vez
todo lo consolador, lo santo, lo saludable, toda esperanza, toda fe en una
armonía oculta, en bienaventuranzas y justicias futuras?, ¿no tenía que
sacrificar a Dios mismo y, por crueldad contra sí, adorar la piedra, la
estupidez, la fuerza de la gravedad, el destino, la nada? Sacrificar a Dios por
la nada este misterio paradójico de la crueldad suprema ha quedado reservado a
la generación que precisamente ahora surge en el horizonte: todos nosotros
conocemos ya algo de esto.
56
Quien, como yo, se ha esforzado durante largo tiempo, con
cierto afán
enigmático, por pensar a fondo el pesimismo y por redimirlo
de la estrechez
y simpleza mitad cristianas mitad alemanas con que ha
acabado presentándose a este siglo, a saber, en la figura de la filosofía schopenhaueriana;
quien ha escrutado realmente, con ojos asiáticos y superasiáticos, el interior
y la hondura del modo de pensar más negador del mundo entre todos los modos
posibles de pensar y ha hecho esto desde más allá del bien y del mal, y ya no, como
Buda y Schopenhauer, bajo el hechizo y la ilusión de la moral, quizá ése, justo
por ello, sin que él lo quisiera propiamente, ha abierto sus ojos
para ver el ideal
opuesto: el ideal del hombre totalmente petulante, totalmente lleno de vida y
totalmente afirmador del mundo, hombre que no sólo ha aprendido a resignarse y
a soportar todo aquello que ha sido y es, sino que quiere volver a tenerlo tal
como ha sido y como es, por toda la eternidad, gritando insaciablemente da
chpol54 [¡que se repita!] no sólo a sí mismo, sino a la obra y al espectáculo
entero, y no sólo a un espectáculo, sino, en el fondo, a aquel que tiene
necesidad precisamente de ese espectáculo y lo hace necesario: porque una y
otra vez tiene necesidad de sí mismo y lo hace necesario ¿Cómo? ¿Y esto no
sería circulus vitiosus deus [dioses un círculo vicioso]?
57
La lejanía y, por así decirlo, el espacio en torno al
hombre crecen a medida
que crece la fuerza de su mirada y penetración
espirituales: su mundo se vuelve más profundo, hacen le visibles estrellas siempre
nuevas, enigmas e imágenes siempre nuevos. Quizá todo aquello sobre lo que los
ojos del espíritu ejercitaron su perspicacia y su penetración no fuera más que
precisamente un pretexto para ejercitarse, una cosa de juego, algo para niños y
para cabezas infantiles. Acaso un día los conceptos más solemnes, por los
cuales más se ha luchado y sufrido, los conceptos de «Dios» y de «pecado», no
nos parezcan más importantes que le parecen al hombre viejo un juego infantil y
un dolor infantil, y acaso «el hombre viejo» vuelva a tener entonces necesidad
de otro juguete y de otro dolor, ¡siempre todavía bastante niño, niño eterno!
58
¿Se ha observado bien hasta qué punto resulta necesaria
para una vida
auténticamente religiosa (y tanto para nuestro predilecto
trabajo microscópico de análisis de nosotros mismos como para aquella delicada
dejadez que se llama «oración» y que es una preparación constante para la
«venida de Dios») la ociosidad o semiociosidad exterior, quiero decirla
ociosidad con buena conciencia, desde antiguo, de sangre, a la cual no le es
totalmente extraño el sentimiento aristocrático de que el trabajo deshonra, es
decir, que nos vuelve vulgares de alma y de cuerpo? ¡Y que, en consecuencia, la
laboriosidad moderna, ruidosa, avara de su tiempo, orgullosa de sí,
estúpidamente orgullosa, es algo que educa y prepara, más
que todo lo demás,
precisamente para la «incredulidad»? Entre aquéllos que, por ejemplo ahora en Alemania,
viven apartados de la religión encuentro hombres cuyo «librepensamiento» es de
especie y ascendencia muy diversas, pero, sobre todo una mayoría de hombres a
quienes la laboriosidad les ha ido extinguiendo, generación tras generación,
sus instintos religiosos: de modo que ya no saben para qué si ven las
religiones, y, por así decirlo, registran su presencia en el mundo con una
especie de obtuso asombro. Esas buenas gentes se sienten ya muy ocupadas, bien
por sus negocios, bien por sus diversiones, para no hablar de la «patria» y de
los periódicos y de los «deberes de familia»: parece que no les queda tiempo
alguno para la religión, tanto más cuanto que para ellos continúa estando
oscura la cuestión de si aquí se trata de un nuevo negocio o de una nueva
diversión, pues es imposible, se dicen, que la gente vaya a la iglesia meramente
para echarse a perder el buen humor. No son enemigos de los usos religiosos; si
en ciertos casos alguien, por ejemplo el Estado, les exige su participación en
ellos, hacen lo que se les exige del mismo modo que hacen tantas otras cosas,
con una paciente y modesta seriedad y sin mucha curiosidad ni malestar: justo
ellos viven demasiado al margen y demasiado fuera de eso como para pensar que
precisen tener siquiera un pro y un contra en tales cosas.
De estos indiferentes forma parte hoy la gran mayoría de
los protestantes alemanes de las clases medias, sobre todo en los grandes y
laboriosos centros del comercio y del tráfico; asimismo la gran mayoría de los
doctos laboriosos y tod
o el personal de las universidades (excluidos los teólogos,
cuya abstencia y posibilidad en ellas ofrece al psicólogo, para que los
descifre, enigmas cada vez más numerosos y cada vez más sutiles). Raras veces
los hombres piadosos o simplemente de iglesia se hacen una idea de cuánta buena
voluntad, también podría decirse voluntad arbitraria, se requiere ahora para
que un docto alemán tome en serio el problema de la religión; su oficio entero
(y, como hemos dicho, su laboriosidad profesional, a la que le obliga su
conciencia moderna) inclina a ese docto hacia una jovialidad superior, casi
bondadosa, con respecto a la religión, jovialidad a la cual se mezcla a veces
un ligero menosprecio dirigido contra la «suciedad» de espíritu que él
presupone en todos aquellos lugares donde la gente continúa adscribiéndose a la
Iglesia. Sólo con ayuda de la historia (es decir, no sobre la base de su experiencia
personal) logra el docto alcanzar, en lo que se refiere a las religiones, una
seriedad respetuosa y una cierta deferencia tímida; pero aunque haya elevado su
sentimiento incluso hasta llegar a sentir gratitud frente a ella, con su
persona, sin embargo, no se ha aproximado un solo paso a aquello que continúa
subsistiendo como Iglesia o como piedad: tal vez lo contrario. La indiferencia
práctica frente a las cosas religiosas dentro de las cuales nació y fue educado
suele sublimarse en él, convirtiéndose en una circunspección y limpieza que
rehúyen el contacto con personas y cosas religiosas; y puede ser cabalmente la
hondura de su tolerancia y humanidad la que le ordene evitar aquella sutil
tortura que el tolerar trae consigo. Cada época tiene su propia especie divina
de ingenuidad, cuya invención le envidiarán otras épocas: y cuánta ingenuidad,
cuánta respetable, infantil, ilimitadamente torpe ingenuidad hay en esta creencia
que el docto tiene de su superioridad, en la buena conciencia de su tolerancia,
en la candorosa y simplista seguridad con que su instinto trata al hombre
religioso como un tipo inferior y menos valioso, más allá del cual, lejos del
cual, por encima del cual él ha crecido, ¡él, el pequeño y presuntuoso enano y
hombre de la plebe, el diligente y ágil trabajador intelectual y manual de las
«ideas», de las «ideas modernas»!
59
Quien ha mirado hondo dentro del mundo adivina sin duda
cuál es la
sabiduría que hay en el hecho de que los hombres sean
superficiales. Su instinto de conservación es el que los enseña a ser volubles,
ligeros y falsos. Acá y allá encontramos una adoración apasionada y excesiva de
las «formas puras», tanto entre filósofos como entre artistas: que nadie dude
de que quien de ese modo necesita el culto de la superficie ha hecho alguna vez
un intento desdichado por debajo de ella. Acaso continúe habiendo un orden
jerárquico incluso entre esos niños chamuscados que son los artistas natos, los
cuales no
encuentran ya el goce de la vida más que en el propósito de
falsear la image
n de ésta (por así decirlo, en una duradera venganza contra
la vida ): el grado en que la vida se les ha hecho odiosa podría averiguarse
por el grado en que desean ver falseada, diluida, allendizada, divinizada la
imagen de la vida, a los homines religiosi [hombres religiosos] se los podría contar
entre los artistas, como su categoría suprema. El miedo profundo y suspicaz a
un pesimismo incurable es lo que constriñe a milenios enteros a aferrarse con
los dientes a una interpretación religiosa de la existencia: el miedo propio de
aquel instinto que atisba que cabría apoderarse de la verdad demasiado
prematuramente, antes de que el hombre hubiera llegado a ser bastante fuerte,
bastante duro, bastante artista... Consideradas desde esa perspectiva, la
piedad, la «vida en Dios» aparecerían entonces como el engendro más sutil y
extremado del miedo a la verdad, como adoración y embriaguez de artista ante la
más consecuente de todas las falsificaciones, como voluntad de invertir la
verdad, de noverdad a cualquier precio. Quizá no haya habido hasta ahora ningún
medio más enérgico para embellecer al hombre mismo que precisamente la piedad:
mediante ella puede el hombre llegar hasta tal punto a convertirse en arte,
superficie, juego de colores, bondad, que su aspecto ya no haga sufrir.
60
Amar al hombre por amor a Dios ése ha sido hasta ahora el
sentimiento
más aristocrático y remoto a que han llegado los hombres.
Que amar al hombre sin ninguna oculta intención santificadora es una estupidez
y una brutalidad más, que la inclinación a ese amor al hombre ha de recibir su
medida, su finura, su grano de sal y su partícula de ámbar de una inclinación
superior: quienquiera que haya sido el hombre que por vez primera tuvo ese sentimiento
y esa «vivencia», y aunque acaso su lengua balbuciese al intentar expresar
semejante delicadeza, ¡continúe siendo para nosotros por todos los tiempos
santo y digno de veneración, pues es el hombre que más alto ha volado hasta
ahora y que se ha extraviado del modo más bello!
61
El filósofo, entendido en el sentido en que lo entendemos
nosotros,
nosotros los espíritus libres, como el hombre que tiene la
responsabilidad
más amplia de todas,
que considera asunto de su conciencia el desarrollo integral del hombre: ese
filósofo se servirá de las religiones para su obra de selección y educación, de
igual modo que se servirá de las situaciones políticas y económicas existentes
en cada caso. El influjo selectivo, seleccionador, es decir, tanto destructor
como creador y plasmador que es posible ejercer con ayuda de las religiones, es
un influjo múltiple y diverso según sea la especie de hombres que queden
puestos bajo el anatema y la protección de aquéllas. Para los fuertes, los
independientes, los preparados y predestinados al mando, en los cuales se
encarnan la razón y el arte de una raza dominadora, la religión
es un medio más para vencer resistencias, para poder
dominar: un lazo que vincula a señores y súbditos y que denuncia y pone en
manos de los primeros las conciencias de los segundos, lo más oculto e íntimo
de éstos, que con gusto se sustraería a la obediencia; y en el caso de que
algunas naturalezas de esa procedencia aristocrática se inclinen, en razón de
una espiritualidad elevada, hacia una vida más aristocrática y contemplativa y
se reserven para sí únicamente la especie más refinada de dominio (la ejercida
sobre discípulos escogidos o hermanos de Orden), entonces la religión puede ser
utilizada incluso como medio de procurarse calma frente al ruido y las
dificultades que el modo más grosero de gobernar entraña, así como limpieza
frente a la necesaria suciedad de todo hacer política. Así lo entendieron, por
ejemplo, los bramanes: con ayuda de una organización religiosa se atribuyeron a
sí mismos el poder de designarle al pueblo sus reyes, mientras que ellos mismos
se mantenían y se sentían aparte y fuera, como hombres destinados a tareas
superiores y más elevadas que las del rey. Entretanto la religión proporciona
también a una parte de los dominados una guía y una ocasión de prepararse a dominar
y a mandar alguna vez ellos, se las proporciona, en efecto, a aquellas clases y
estamentos que van ascendiendo lentamente, en los cuales se hallan en continuo
aumento, merced a costumbres matrimoniales afortunadas, la fuerza y el placer
de la voluntad, la voluntad de autodominio: a ellos ofréceles la religión
suficientes impulsos y tentaciones para recorrer los caminos que llevan hacia
una espiritualidad más elevada, a saborear los sentimientos de la gran
autosuperación, del silencio y de la soledad: ascetismo y puritanismo son
medios casi ineludibles de educación y ennoblecimiento cuando una raza quiere
triunfar de su procedencia plebeya y trabaja por elevarse hacia el futuro
dominio. A los hombres ordinarios, en fin, a los más, que existen para servir y
para el provecho general, y a los cuales sólo en ese sentido les es lícito existir,
proporciónales viales la religión el don inestimable de sentirse contentos con
su situación y su modo de ser, una múltiple paz del corazón, un ennoblecimiento
de la obediencia, una felicidad y un sufrimiento más, compartidos con sus
iguales, y algo de transfiguración y embellecimiento, algo de justificación de
la vida cotidiana entera, de toda la bajeza, de toda la pobreza semianimal de
su alma. La religión y el significado religioso de la vida lanzan un rayo de
sol sobre tales hombres siempre atormentados y les hacen soportable incluso su
propio aspecto, actúan como suele actuar una filosofía epicúrea sobre personas
dolientes de rango superior, produciendo un influjo reconfortante, refinador,
que, por así decirlo, saca provecho del sufrimiento y acaba incluso por
santificarlo y justificarlo. Quizá no exista ni en el cristianismo ni en el
budismo cosa más digna de respeto que su arte de enseñar aun a los más bajos a
integrarse por piedad en un aparente orden superior de las cosas y, con ello, a
seguir estando contentos con el orden real, dentro del cual llevan ellos una
vida bastante dura ¡y precisamente esa dureza
resulta necesaria! 62
Por último, ciertamente, para mostrar también la
contrapartida mala de tales religiones y sacar a luz su inquietante
peligrosidad: es caro y terrible el precio que se paga siempre que las
religiones no están en manos del filósofo, como medios de selección y de
educación, sino que son ellas las que gobiernan por sí mismas y de manera soberana,
siempre que ellas mismas quieren ser fines últimos y no med
ios junto a otros medios. Hay en el ser humano, como en
toda otra especie animal, un excedente de tarados, enfermos, degenera+ dos,
decrépitos, dolientes por necesidad; los casos logrados son siempre, también en
el ser humano, la excepción, y dado que el hombre es el animal aún no fijado,
son incluso una excepción escasa. Pero hay algo peor todavía: cuanto más
elevado es el tipo de un hombre que representa a aquél, tanto más aumenta la
improbabilidad de que se logre: lo azarosos, la ley del absurdo en la economía
global de la humanidad muéstrase de la manera más terrible en el efecto
destructor que ejerce sobre los hombres superiore
s, cuyas condiciones de vida son delicadas, complejas y
difícilmente calculables. Ahora bien, ¿cómo se comportan esas dos religiones
mencionadas, las más grandes de todas, frente a ese excedente de los casos
malogrados? Intentan conservar, mantener con vida cualquier cosa que se pueda
mantener, e incluso, por principio, toman partido a favor de los malogrados,
como religiones para dolientes que son, ellas otorgan la razón a todos aquellos
que sufren de la vida como de una enfermedad y quisieran lograr que todo otro
modo de sentir la vida fuera considerado falso y se volviera imposible. Aunque
se tenga una alta estima de esa indulgente y sustentadora solicitud, en la
medida en que se aplica y se ha aplicado, junto a todos los demás, también al
tipo más elevado de hombre, el cual hasta ahora ha sido casi siempre también el
más doliente: en el balance total, sin embargo, las religiones habidas hasta
ahora, es decir, las religiones soberanas cuéntanse entre las causas
principales que han mantenido al tipo «hombre» en un nivel bastante bajo, han
conservado demasiado de aquello que debía perecer. Hay que agradecerles algo
inestimable: ¡y quién será tan rico de gratitud que no se vuelva pobre frente a
todo lo que los «hombres de Iglesia» del cristianismo, por ejemplo, han hecho
hasta ahora por Europa! Sin embargo, cuando proporcionaban consuelo a los
dolientes, ánimo a los oprimidos y desesperados, sostén y apoyo a los faltos de
independencia, y cuando atraían hacia los monasterios y penitenciarías
psíquicos, alejándolos así de la sociedad, a los interiormente destruidos y a
los que se volvían salvajes: ¿qué tenían que hacer, además, para trabajar con
una conciencia tan radicalmente tranquila en la conservación de do lo enfermo y
doliente, es decir, trabajar real y verdaderamente en el empeoramiento de la
raza europea? Poner cabeza abajo todas las valoraciones ¡eso es lo que tenían
que hacer! Y quebrantar a
los fuertes, debilitar las grandes esperanzas, hacer
sospechosa la felicidad inherente a la belleza, pervertir todo lo soberano,
varonil, conquistador, ávido de poder, todos los instintos que son propios del
tipo supremo y mejor logrado de «hombre», transformando esas cosas en
inseguridad, tormento de conciencia, autodestrucción, incluso invertir todo el
amor a lo terreno y al dominio de la tierra convirtiéndolo en odio contra la
tierra y lo terreno tal fue la tarea que la Iglesia se impuso, y que tuvo que
imponerse, hasta que, a su parecer, «desmundanización», «desensualización» y
«hombre superior» acabaron fundiéndose en un único sentimiento. Suponiendo que
alguien pudiera abarcar con los ojos irónicos e independientes de un dios
epicúreo la comedia prodigiosamente dolorosa y tan grosera como sutil del cristianismo
europeo, yo creo que no acabaría nunca de asombrarse y de reírse: ¿no parece,
en efecto, que durante dieciocho siglos ha dominado sobre Europa una sola voluntad,
la de convertir al hombre en un engendro sublime? Mas quien a esa degeneración
y a esa atrofia casi voluntarias del hombre que es el europeo cristiano (Pascal,
por ejemplo) se acercase con necesidades opuestas, es decir, no ya de manera
epicúrea, sino con un martillo divino en la mano, ¿no tendría ése ciertamente
que gritar con rabia, con compasión, con espanto?: «¡Oh vosotros majaderos,
vosotros majaderos presuntuosos y compasivos, ¡qué habéis hecho! ¡No era ése un
trabajo para vuestras manos! ¡Cómo me habéis deteriorado y mancillado mi piedra
más hermosa! ¡Qué cosas os d habéis permitido vosotros!»? Yo he querido decir:
el cristianismo ha sido hasta ahora la especie más funesta de autopresunción.
Hombres no lo bastante elevados ni duros como para que les fuera lícito dar, en
su calidad de artistas, una forma al hombre, hombres no lo bastante fuertes ni
dotados de mirada lo bastante larga como para dejar dominar, con un sublime sojuzgamiento
de sí, esa ley previa de los miles de fracasos y ruinas; hombres no lo bastante
aristocráticos como para ver la jerarquía abismalmente distinta y la diferencia
de rango existentes entre hombre y hombre: tales son los hombres que han
dominado hasta ahora, con su «igualdad ante Dios», el destino de Europa, hasta
que acabó formándose une especie empequeñecida, casi ridícula, un animal de
rebaño, un ser dócil, enfermizo y mediocre, el europeo de hoy...
SECCIÓN CUARTA Sentencias e interludios
63
Quien es radicalmente maestro no toma ninguna cosa en serio
más que en
relación a sus discípulos, ni siquiera a sí mismo.
64
«El conocimiento por el conocimiento» ésa es la última
trampa que la
moral tiende: de ese modo volvemos a enredarnos
completamente en ella. 65
El atractivo del conocimiento sería muy pequeño si en el
camino que lleva a él no hubiera que superar tanto pudor.
65a
Con nuestro propio Dios es con quien más deshonestos somos:
¡a él no le
es
lícito pecar! 66
La inclinación a rebajarse, a dejarse robar, mentir y
expoliar podría ser el pudor de un dios entre los hombres.
67
El amor a uno solo es una barbarie, pues se practica a
costa de todos los
demás. También el amor a Dios. 68
«Yo he hecho eso», dice mi memoria. «Yo no puedo haber
hecho eso» dice mi orgullo y permanece inflexible. Al final la memoria cede.
69
Se ha contemplado mal la vida cuando no se ha visto también
la mano que
de manera indulgente mata. 70
Si uno tiene carácter, también tiene una vivencia típica y
propia, que retorna siempre.
71
El sabio como astrónomo. Mientras continúes sintiendo las
estrellas como
un «porencimadeti» sigue faltándote la mirada del hombre de
conocimiento. 72
No es la intensidad, sino la duración del sentimiento
elevado lo que constituye a los hombres elevados.
73
Quien alcanza su ideal, justo por ello va más allá de él. 73a
Más de un
pavo real oculta su
cola a los ojos de todos y a esto lo llama su orgullo.
74
Un hombre de genio resulta insoportable si no posee,
además, otras dos
cosas cuando menos: gratitud y limpieza. 75
Grado y especie de la sexualidad de un ser humano ascienden
hasta la última cumbre de su espíritu.
76
En situaciones de paz el hombre belicoso se abalanza sobre
sí mismo.
77
Con nuestros principios queremos tiranizar o justificar u
honrar o injuriar u
ocultar nuestros hábitos: dos hombres con principios
idénticos probablemente quieren, por esto, algo radicalmente distinto.
78
Quien a sí mismo se desprecia continúa apreciándose, sin
embargo, a sí
mismo en cuanto despreciador. 79
Un alma que se sabe amada, pero que por su parte no ama,
delata lo que está en su fondo: lo más bajo de ella sube a la superficie.
80
Una cosa que queda explicada deja de interesarnos. ¿Qué
quería decir
aquel dios que aconsejaba: «¡Conócete a ti mismo!»? ¿Acaso
esto significaba: «¡Deja de interesarte a ti mismo! ¡Vuélvete objetivo!»? ¿Y
Sócrates? ¿Y el «hombre científico»?
81
Es terrible morir de sed en el mar. ¿Tenéis vosotros que
echar enseguida
tanta sal a vuestra verdad que luego ni siquiera apague ya
la sed? 82
¡Compasión con todos» sería dureza y tiranía contigo, señor
vecino!
83
El instinto. Cuando la casa arde, olvidamos incluso el
almuerzo. Sí: pero
luego lo recuperamos sobre la ceniza.
84
La mujer aprende a odiar en la medida en que desaprende a
hechizar.
85
Afectos idénticos tienen, sin embargo, un tempo [ritmo]
distinto en el
varón y en la mujer: por ello varón y mujer no cesan de
malentenderse. 86
Las propias mujeres continúan teniendo siempre, en el
trasfondo de toda su vanidad personal, un desprecio impersonal por «la mujer».
87
Corazón sujeto, espíritu libre. Cuando sujetamos con dureza
nuestro
corazón y lo encarcelamos, podemos dar muchas libertades a
nuestro espíritu: ya lo he dicho una vez. Pero no se me cree, suponiendo que no
se lo sepa ya...
88
De las personas muy inteligentes comenzamos a desconfiar
cuando se
quedan perplejas. 89
Las vivencias horrorosas nos hacen pensar si quien las
tiene no es, él, algo horroroso.
90
Precisamente con aquello que a otros los pone graves, con
el odio y el
amor, los hombres graves, melancólicos, se vuelven más
ligeros y se elevan por una temporada hasta su superficie.
91
¡Es tan frío, tan gélido, que al tocarlo nos quemamos los
dedos! ¡Toda
mano que lo agarra se espanta! Y justo por ello más de uno
lo tiene por ardiente.
92
¿Quién, por salvar su buena reputación, no se ha sacrificado
ya alguna vez
a sí mismo? 93
En la afabilidad no hay nada de odio a los hombres, pero
justo por ello hay demasiado desprecio por los hombres.
94
Madurez del hombre adulto: significa haber reencontrado la
seriedad que de niño tenía al jugar.
95
Avergonzarnos de nuestra inmoralidad: un peldaño en la
escalera a cuyo
final nos avergonzamos también de nuestra moralidad. 96
Debemos separarnos de la vida como Ulises se separó de
Náusica, bendiciéndola más bien que enamorado.
97
¿Cómo? ¿Un gran hombre? Yo veo siempre tan sólo al
comediante de su
propio ideal. 98
Si amaestramos a nuestra conciencia, nos besa a la vez que
nos muerde.
99
Habla el desilusionado. «Esperaba oír un eco, y no oí más
que alabanzas». 100
Ante nosotros mismos todos fingimos ser más simples de lo
que somos: así
descansamos de nuestros semejantes. 101
Hoy un hombre de conocimiento fácilmente se sentiría a sí
mismo como animalización de Dios.
102
En realidad el descubrir que alguien le corresponde con su
amor debería
desilusionar al amante acerca del ser amado. «¿Cómo?, Les
él lo bastante modesto para amarte incluso a ti? ¿O lo bastante estúpido?».
103
El peligro en la felicidad. «Ahora todo me sale bien, desde
ahora amo todo
destino: ¿quién se complace en ser mi destino?» 104
No su amor a los hombres, sino la impotencia de su amor a
los hombres es lo que a los cristianos de hoy les impide quemarnos a nosotros.
105
Para el espíritu libre, para el «devoto del conocimiento»
la pía fraus
[mentira piadosa]
repugna a su gusto
(a su «devoción») más todavía que la impía fraus [mentira impía]. De ahí
procede su profunda incomprensión frente a la Iglesia, a la que considera, pues
él pertenece al tipo «espíritu libre», como su nolibertad.
106
Merced a la música gozan de sí mismas las pasiones.
107
Una vez tomada la decisión, cerrar los oídos incluso al
mejor de los
argumentos en contra: señal de carácter enérgico. También,
voluntad ocasional de estupidez.
108
No existen fenómenos morales, sino sólo una interpretación
moral de
fenómenos... 109
Con bastante frecuencia el criminal no está a la altura de
su acto: lo empequeñece y calumnia.
110
Los abogados de un criminal raras veces son lo bastante
artistas como para
volver en favor del reo lo que de hermosamente horrible hay
en su acto. 111
Cuando más difícil resulta ofender a nuestra vanidad es
cuando nuestro orgullo acaba de ser ofendido.
112
A quien se siente predestinado a la contemplación y no a la
fe, todos los
creyentes le resultan demasiado ruidosos e importunos: se
defiende de ellos. 113
«Quieres predisponer a alguien en favor de ti? Fíngete
desconcertado ante
él».
114
La inmensa expectación respecto al amor sexual y el pudor
inherente a esa
expectación échanles a perder de antemano a las mujeres
todas las perspectivas.
115
Cuando en el juego no intervienen el amor o el odio la
mujer juega de
manera mediocre. 116
Las grandes épocas de nuestra vida son aquellas en que nos
armamos de valor y rebautizamos el mal que hay en nosotros llamándolo nuestro
mejor bien.
117
La voluntad de superar un afecto no es, a fin de cuentas,
más que la
voluntad de tener uno o varios afectos diferentes. 118
Existe una inocencia de la admiración: la tiene aquel a
quien todavía no se le ha ocurrido que también él podría ser admirado alguna
vez.
119
La náusea frente a la suciedad puede ser tan grande que nos
impida
limpiarnos, «justificarnos». 120
A menudo la sensualidad apresura el crecimiento del amor,
de modo que la raíz queda débil y es fácil de arrancar.
121
Constituye una fineza el que Dios aprendiese griego cuando
quiso hacerse
escritor y el que no lo aprendiese mejor. 122
Alegrarse de una alabanza es, en más de uno, sólo una
cortesía del corazón y cabalmente lo contrario de una vanidad del espíritu.
123
También el concubinato ha sido corrompido: por el
matrimonio.
124
Quien, hallándose en la hoguera, continúa regocijándose, no
triunfa sobre
el dolor, sino sobre el hecho de no sentir dolor allí donde
lo aguardaba. Parábola.
125
Cuando tenemos que cambiar de opinión sobre alguien le
hacemos pagar
caro
la incomodidad que
con ello nos produce. 126
Un pueblo es el rodeo que da la naturaleza para llegar a
seis, a siete grandes hombres. Sí: y para eludirlos luego.
127
Para todas las mujeres auténticas la ciencia va contra el
pudor. Les parece
como si de ese modo se quisiera mirarlas bajo la piel,
¡peor todavía!, bajo sus vestidos y adornos.
128
Cuanto más abstracta sea la verdad que quieres enseñar,
tanto más tienes
que atraer hacia ella incluso a los sentidos. 129
El diablo posee perspectivas amplísimas sobre Dios, por
ello se mantiene tan lejos de él: el diablo, es decir, el más antiguo amigo del
conocimiento.
130
Lo que alguien es comienza a delatarse cuando su talento
declina, cuando
deja de mostrar lo que él es capaz de hacer. El talento es
también un adorno; y un adorno es también un escondite.
131
Cada uno de los sexos se engaña acerca del otro: esto hace
que, en el
fondo, se honren y se amen sólo a sí mismos (o a su propio
ideal,
para expresarlo de
manera más grata). Así, el varón quiere pacífica a la mujer, pero cabalmente la
mujer es, por esencia, nopacífica, lo mismo que el gato, aunque se haya
ejercitado muy bien en ofrecer una apariencia de paz.
132
Por lo que más se nos castiga es por nuestras virtudes.
133
Quien no sabe encontrar el camino que lleva a su ideal
lleva una vida más
frívola y descarada que el hombre sin ideal. 134
De los sentidos es de donde procede toda credibilidad, toda
buena conciencia, toda evidencia de la verdad.
135
El fariseísmo no es una degeneración que aparezca en el
hombre bueno:
una buena porción de fariseísmo es, antes bien, la
condición de todo ser bueno. 136
Uno busca a alguien que le ayude a dar a luz sus
pensamientos, otro, a alguien a quien poder ayudar: así es como surge una buena
conversación.
137
En el trato con personas doctas y con artistas nos
equivocamos fácilmente
en dirección opuesta: detrás de un docto notable
encontramos no pocas veces un hombre mediocre, y detrás de un artista mediocre
encontramos incluso a menudo un hombre muy notable.
138
También en la vigilia actuamos igual que cuando soñamos:
primero
inventamos y fingimos al hombre con quien tratamos y
enseguida lo olvidamos.
139
En la venganza y en el amor la mujer es más bárbara que el
varón.
140
Consejo en forma de enigma. «Para que el lazo no se rompa
es necesario
que primero lo muerdas.» 141
El bajo v
ientre es el motivo de que al hombre no le resulte fácil
tenerse por un dios.
142
La frase más púdica que yo he oído: Dans le véritable amour
c'est 1'áme
qui enveloppe le corps [En el amor verdadero el alma
envuelve al cuerpo]. 143
Aquello que nosotros mejor hacemos, a nuestra vanidad le
gustaría que la gente lo considerase precisamente como lo que más difícil de
hacer nos resulta. Para explicar el origen de más de una moral.
144
Cuando una mujer tiene inclinaciones doctas hay de
ordinario en su
sexualidad algo que no marcha bien.
La esterilidad predispone ya para una cierta masculinidad
del gusto; el
varón es, en efecto, dicho sea con permiso, «el animal
estéril». 145
Comparando en conjunto el varón y la mujer, es lícito
decir: la mujer no poseería el genio del adorno si no tuviera el instinto
propio del segundo papel.
146
Quien con monstruos lucha cuide de no convertirse a su vez
en monstruo.
Cuando miras largo tiempo a un abismo, también éste mira
dentro de ti. 147
Sacado de viejas novelas florentinas, y además de la vida:
buona femmina e mala femmina vuol bastone [tanto la mujer buena como la mala
quieren palo].
148
Inducir al prójimo a que se forme una buena opinión de
nosotros y, a
continuación, creer crédulamente en esa opinión: ¿quién
iguala a las mujeres en esa obra de arte?
149
Lo que una época siente como malvado es de ordinario una
reacuñación
intempestiva de lo que en otro tiempo fue sentido como
bueno, el atavismo de un ideal más antiguo.
150
En torno al héroe todo se convierte en tragedia, en torno
al semidiós, en
drama satírico; y en torno a Dios ¿cómo?, ¿acaso en
«mundo»? – 151
Tener un talento no es suficiente: hay que tener también
permiso vuestro para tenerlo, ¿no es así, amigos míos?
152
«Donde se alza el árbol del conocimiento, allí está siempre
el paraíso»:
esto
es lo que dicen las
serpientes más viejas y las más jóvenes. 153
Lo que se hace por amor acontece siempre más allá del bien
y del mal.
154
La objeción, la travesura, la desconfianza jovial, el gusto
por la burla son
indic
ios de salud: todo lo incondicional pertenece a la
patología. 155
El sentido de lo trágico aumenta y disminuye con la
sensualidad.
156
La demencia es algo raro en los individuos, pero en los
grupos, los
partidos, los pueblos, las épocas constituye la regla. 157
El pensamiento del suicidio es un poderoso medio de
consuelo: con él se logra soportar más de una mala noche.
158
A nuestro instinto más fuerte, al tirano que hay dentro de
nosotros, se
somete no sólo nuestra razón, sino también nuestra
conciencia. 159
Es preciso retribuir tanto lo bueno como lo malo: mas ¿po
r qué hacerlo precisamente con la persona que nos ha hecho
bien o mal?
160
No amamos ya bastante nuestro conocimiento tan pronto como
lo
comunicamos. 161
Los poetas carecen de pudor con respecto a sus vivencias:
las explotan.
162
«Nuestro prójimo no es nuestro vecino, sino el vecino de
nuestro vecino»
así
piensa todo pueblo. 163
El amor saca a la luz las propiedades elevadas y ocultas de
un amante, sus cosas raras, excepcionales: en ese aspecto fácilmente engaña a
propósito de lo que en él constituye la regla.
164
Jesús dijo a sus judíos: «La ley era para esclavos, ¡amad a
Dios como lo
amo yo, como hijo suyo! ¡Qué nos importa la moral a
nosotros los hijos de Dios!»
165
A la vista de todos los partidos. Un pastor siempre
necesita, además, un
carneroguía, o él mismo tiene que ser ocasionalmente
carnero. 166
Sin duda mentimos con la boca; pero con la jeta que ponemos
al mentir continuamos diciendo la verdad.
167
En los hombres duros la intimidad es una cuestión de pudor
– y algo precioso.
168
El cristianismo dio de beber veneno a Eros: éste,
ciertamente, no murió,
pero
degeneró
convirtiéndose en vicio. 169
Hablar mucho de sí mismo es también un medio de ocultarse.
170
En el elogio hay más entrometimiento que en la censura.
171
En un hombre de conocimiento la compasión casi produce
risa, como en
un cíclope las manos delicadas. 172
Por filantropía abrazamos a veces a un cualquiera (ya que
no podemos abrazar a todos): pero precisamente eso no es lícito revelárselo a
ese cualquiera...
173
No odiamos mientras nuestra estima es aún pequeña, sino
sólo cuando es
igual o mayor a la que tenemos por nosotros mismos.
174
Utilitaristas, ¿Es que también vosotros amáis todo utile
[cosa útil] tan sólo
como un vehículo de nuestras inclinaciones, es que también
vosotros encontráis propiamente insoportable el ruido de sus ruedas?
175
En última instancia lo que amamos es nuestro deseo, no lo
deseado.
176
La vanidad de los demás repugna a nuestro gusto tan sólo
cuando repugna
a nuestra vanidad. 177
Quizá nadie haya sido aún suficientemente veraz acerca de
lo que es la «veracidad».
178
A los homb
res listos no les creemos sus tonterías: ¡qué pérdida de
derechos humanos!
179
Las consecuencias de nuestros actos nos agarran por los
cabellos, harto
indif
erentes a que entretanto nosotros nos hayamos «mejorado». 180
Hay una inocencia en la mentira que es señal de que se cree
con buena fe en una cosa.
181
Es inhumano bendecir cuando nos han maldecido.
182
La familiaridad del superior resulta amarga porque no es
lícito
corresponder a ella. – 183
«No el que tú me hayas mentido, sino el que yo ya no te
crea a ti, eso es lo que me ha hecho estremecer.»
184
Hay una petulancia de la bondad que se presenta como
maldad. «Me
desagrada.» ¿Por qué? «No estoy a su altura.» ¿Ha
respondido así alguna vez alguien?
SECCIÓN QUINTA
Para la historia natural de la moral
186
El sentimiento moral es ahora en Europa tan sutil, tardío,
multiforme,
excitable, refinado, como todavía joven, incipiente, torpe
y groseramente desmañada es la «ciencia de la moral» que a él corresponde:
atractiva antítesis que a veces se encarna y hace visible en la propia persona
de un moralista. Ya l
a expresión «ciencia de la moral» resulta, con respecto a
lo designado por ella, demasiado presuntuosa y contraria al buen gusto: el cual
suele ser siempre un gusto previo por las palabras más modestas. Deberíamos
confesarnos, con todo rigor, qué es lo que aquí necesitamos todavía por mucho
tiempo, qué es lo único que provisionalmente está justificado, a saber:
recogida de material, formulación y clasificación conceptuales
de un inmenso reino de delicados sentimientos y diferenciaciones de valor, que
viven, crecen, engendran y perecen, y, acaso, ensayos de mostrar con claridad
las configuraciones más frecuentes y que más se repiten de esa viviente
cristalización, como preparación de una tipología de la moral. Desde luego:
hasta ahora no hemos sido tan modestos. Con una envarada seriedad que hace
reír, los filósofos en su totalidad han exigido de sí mismos, desde el momento
en que se ocuparon de la moral como ciencia, algo mucho más elevado, más
pretencioso, más solemne: han querido la fundamentación de la moral, y todo
filósofo ha creído hasta ahora haber fundamentado la moral; la moral misma, sin
embargo, era considerada como «dada». ¡Qué lejos quedaba del torpe orgullo de
tales filósofos la tarea aparentemente insignificante, y abandonada en el polvo
y en el moho, de una descripción, aunque para realizarla es difícil que
pudieran resultar bastante finos ni siquiera las manos y los sentidos más finos
de todos! Justo porque los filósofos de la moral no conocían los facta [hechos]
morales más que de un modo grosero, en forma de un extracto arbitrario o de un
compendio fortuito, por ejemplo como moralidad de su ambiente, de su estamento,
de su Iglesia, de su espíritu de época, de su clima y de su región, justo
porque estaban mal informados e incluso sentían poca
curiosidad por conocer
pueblos, épocas, tiempos pretéritos, no llegaron a ver en absoluto los auténticos
problemas de la moral: los cuales no emergen más que cuando se realiza una comparación
de muchas morales. Aunque esto suene muy extraño, en toda «ciencia de la moral»
ha venido faltando el problema mismo de la moral: ha faltado suspicacia para
percibir que ahí hay algo problemático. Lo que los filósofos llamaban
«fundamentación de la moral», exigiéndose a sí mismos realizarla, era tan sólo,
si se lo mira a su verdadera luz, una forma docta de la candorosa creencia en
la moral dominante, un nuevo medio de expresión de ésta, y, por lo tanto, una
realidad de hecho dentro de una moralidad determinada, incluso, en última
instancia, una especie de negación de que fuera lícito concebir esa moral como
problema: y en todo caso lo contrario de un examen, análisis, cuestionamiento,
vivisección precisamente de esa creencia. Escúchese, por ejemplo, con qué
inocencia casi venerable plantea Schopenhauer mismo su tarea propia, y sáquense
conclusiones sobre la cientificidad de una «ciencia» cuyos últimos maestros continúan
hablando como los niños y las viejecillas: «el principio, dice Schopenhauer
(pág. 136 de los Problemas fundamentales de la moral), la tesis fundamental,
sobre cuyo contenido todos los éticos están propiamente de acuerdo: neminem
laede, immo omnes, quantum potes, juva [no dañes a nadie, antes bien ayuda a
todos en lo que puedas] ésta es propiamente la tesis que todos los maestros de
la ética se esfuerzan en fundamentar..., el auténtico fundamento de la ética,
que desde hace milenios se viene buscando como la piedra filosofal». La
dificultad de fundamentar la mencionada tesis es, desde
luego, grande como es sabido, tampoco Schopenhauer lo
consiguió; y quien alguna vez haya percibido a fondo la falta de gusto, la
falsedad y el sentimentalismo de
esa tesis en un mundo
cuya esencia es voluntad de poder, permítanos recordarle que Schopenhauer, aunque
pesimista, propiamente tocaba la flauta... Cada día, después de la comida: léase
sobre este punto a su biógrafo. Y una pregunta de pasada: un pesimista, un
negador de Dios y del mundo, que se detiene ante la moral, que dice sí a la
moral y toca la flauta, a la moral del laede neminem [no dañes a nadie]:
¿cómo?, ¿es propiamente un pesimista?
187
Incluso prescindiendo del valor de afirmaciones tales como
«dentro de
nosotros hay un imperativo categórico», siempre es posible
preguntar todavía: una afirmación así, ¿qué dice acerca de quien la hace? Hay
morales que deben justificar a su autor delante de otros; otras morales deben
tranquilizarlo y ponerlo en paz consigo mismo; con otras su autor qui
ere crucificarse y humillarse a sí mismo; con otras quiere
vengarse, con otras, esconderse, con otras, transfigurarse y colocarse más
allá, en la altura y en la lejanía; esta moral le sirve a su autor para
olvidar, aquélla, para hacer que se lo olvide a él o que se olvide alguna cosa;
más de un moralista quisiera ejercer sobre la humanidad su poder y su capricho
de creador; otros, acaso precisamente también Kant, dan a entender con su
moral: «lo que en mí es respetable es el hecho de que yo puedo obedecer, ¡y en
vosotros las cosas no deben ser diferentes que en mí!» en una palabra, las
morales no son más que una semiótica de los afectos.
188
En contraposición al laisser aller [dejar ir], toda moral
es una tiranía contra
la «naturaleza», también contra la «razón»: esto no
constituye todavía, sin embargo, una objeción contra ella, pues para esto
habría que volver a decretar, sobre la base de alguna moral, que no está
permitida ninguna especie de tiranía ni de sinrazón. Lo esencial e inestimable
en toda moral consiste en que es una coacción prolongada: para comprender el
estoicismo o PortRoyal o el puritanismo recuérdese bajo qué coacción ha
adquirido toda lengua hasta ahora vigor y libertad, bajo la coacción métrica,
bajo la tiranía de la rima y del ritmo. ¡Cuántos esfuerzos han realizado en
cada pueblo los poetas y los oradores! sin exceptuar a algunos prosistas de
hoy, en cuyo oído mora una conciencia implacable «por amor a una tontería»,
como dicen los cretinos utilitaristas, que así se imaginan ser inteligentes,
«por sumisión a leyes arbitrarias», como dicen los anarquistas, que así creen
ser «libres», incluso espíritus libres. Pero la asombrosa realidad de hecho es
que toda la libertad, sutileza, audacia, baile y seguridad magistral que en la
tierra hay o ha habido, bien en el pensar mismo, bien en el gobernar o en el
hablar y persuadir, en las
artes como en las buenas costumbres, se han desarrollado
gracias tan sólo a la «tira
nía de tales leyes arbitrarias»; y hablando con toda
seriedad, no es poca la probabilidad de que precisamente esto sea «naturaleza»
y «natural» ¡y no aquel laisser aller [dejar ir]! Todo artista sabe que su
estado «más natural», e
sto es, su libertad para ordenar, establecer, disponer,
configurar en los instantes de «inspiración», está muy lejos del sentimiento
del dejarse ir, y que justo en tales instantes él obedece de modo muy riguroso
y sutil a mil leyes diferentes, las cuales se burlan de toda formulación realizada
mediante conceptos, basándose para ello cabalmente en su dureza y en su precisión
(comparado con éstas, incluso el concepto más estable tiene algo de fluctuante,
multiforme, equívoco ). Lo esencial «en el cielo y en la tierra» es, según parece,
repitámoslo, el obedecer'' durante mucho tiempo y en una única dirección: co
n esto se obtiene y se ha obtenido siempre, a la larga,
algo por lo cual merece la pena vivir en la tierra, por ejemplo virtud, arte,
música, baile, razón, espiritualidad, algo transfigurador, refinado, loco y
divino. La prolongada falta de libertad del espíritu, la desconfiada coacción
en la comunicabilidad de los pensamientos, la disciplina que el pensador se imponía
de pensar dentro de una regla eclesiástica o cortesana o bajo presupuestos
aristotélicos, la prolongada voluntad espiritual de interpretar todo
acontecimiento de acuerdo con un esquema cristiano y de volver a descubrir y
justificar al Dios cristiano incluso en todo azar, todo ese esfuerzo violento,
arbitrario, duro, horrible, antirracional ha mostrado ser el medio a través del
cual fueron desarrollándose en el espíritu europeo su fortaleza, su despiadada
curiosidad y su sutil movilidad: aunque admitimos que aquí tuvo asimismo que
quedar oprimida, ahogada y corrompida una cantidad grande e irreemplazable de
fuerza y de espíritu (pues aquí, como en todas partes, «la naturaleza» se
muestra tal cual es, con toda su magnificencia pródiga e indiferente, la cual
nos subleva, pero es aristocrática). El que durante milenios los pensadores
europeos pensasen únicamente para demostrar algo hoy resulta sospechoso, por el
contrario, todo pensador que «quiere demostrar algo» , el que para ellos
estuviera fijo desde siempre aquello que debía salir como resultado de su
reflexión más rigurosa, de modo parecido a como ocurría antiguamente, por
ejemplo, en la astrología asiática, o a como sigue ocurriendo hoy en la
candorosa interpretación moralcristiana de los acontecimientos más próximos y
personales, «para gloria de Dios» y «para la salvación del alma»: esta tiranía,
esta arbitrariedad, esta rigurosa y grandiosa estupidez son las que han educado
el espíritu; al parecer, es la esclavitud, entendida en sentido bastante
grosero y asimismo en sentido bastante sutil, el medio indispensable también de
la disciplina y la selección espirituales. Examínese toda moral en este
aspecto: la «naturaleza» que hay en ella es lo que enseña a odiar el laisser
aller, la libertad excesiva, y lo que implanta la necesidad de horizontes
limitados, de tareas próximas, lo que enseña el
estrechamiento de la perspectiva y por lo tanto, en cierto
sentido, la estupidez como condición de vida y de crecimiento. «Tú debes
obedecer, a quien sea, y durante largo tiempo: de lo contrario perecerás y
perderás tu última estima de ti mismo» éste me parece ser el imperativo moral
de la naturaleza, el cual, desde luego, ni es «categórico», como exigía de él
el viejo Kant (de ahí el «de lo contrario» ), ni se dirige al individuo (¡qué
le importa a ella el individuo!), sino a pueblos, razas, épocas, estamentos y,
ante todo, al entero animal «hombre», al hombre.
189
Las razas laboriosas encuentran una gran molestia en
soportar la ociosidad:
fue una obra maestra del instinto inglés el santificar y
volver aburrido el domingo hasta tal punto que el inglés vuelve a anhelar, sin
darse cuenta, sus días de semana y de
trabajo: como una
especie de ayuno inteligentemente inventado, inteligentemente intercalado, del
cual pueden verse numerosos ejemplos también en el mundo antiguo (si bien no
precisamente con vistas al trabajo, como es obvio en pueblos meridionales ). Es
necesario que haya ayunos de múltiples especies; y en todas partes donde
dominan instintos y hábitos poderosos, los legisladores deben procurar intercalar
días en los que tal instinto quede encadenado y aprenda a sentir hambre de
nuevo. Vistas las cosas desde un lugar superior, generaciones y épocas enteras,
cuando se presentan afectadas de algún fanatismo moral, parecen ser esos
tiempos intercalados de coacción y de ayuno durante los cuales un instinto
aprende a agacharse y someterse, pero asimismo a purificarse y aguzarse;
también algunas sectas filosóficas (por ejemplo, la Estoa en medio de la
cultura helenística y de su atmósfera, una atmósfera que estaba sobrecargada de
perfumes afrodisíacos y que se había vuelto voluptuosa) permiten semejante
interpretación. Esto nos proporciona asimismo una indicación para explicar la
paradoja de por qué precisamente en el período más cristiano de Europa, y, en
general, sólo bajo la presión de juicios de valor cristianos, el instinto
sexual se ha sublimado hasta convertirse en amor (amourpassion [amorpasión]).
190
Hay en la moral de Platón algo que en propiedad no
pertenece a Platón,
sino que simplemente se encuentra en su filosofía, a pesar
de Platón, podríamos decir, a saber: el socratismo, para el cual Platón era en
realidad demasiado aristocrátic
o. «Nadie quiere causarse daño a sí mismo, de ahí que todo
lo malo (schlecht) acontezca de manera involuntaria. Pues el hombre malo se
causa daño a sí mismo: no lo haría si supiese que lo malo es malo. Según esto,
el hombre malo es malo sólo por error; si alguien le quita su error,
necesariamente lo vuelve bueno.» Este modo de razonar huele a plebe, la cual no
ve en el obrarmal más que las consecuencias penosas, y propiamente juzga que
«es estúpido obrar mal»; mientras que considera sin más que las palabras
«bueno» y «útil y agradable» tienen un significado
idéntico. En todo utilitarismo
de la moral es licito
conjeturar de antemano ese mismo origen y hacer caso a nuestra nariz: rara vez
nos equivocaremos. Platón hizo todo lo posible por introducir algo sutil y
aristocrático en la interpretación de la tesis de su maestro, introducirse
sobre todo a sí mismo, él, el más temerario de todos los intérpretes, que tomó
de la calle a Sócrates entero tan sólo como un tema popular y una canción del
pueblo, con el fin de hacer sobre él variaciones infinitas e imposibles, a
saber: prestándole todas sus máscaras y complejidades propias. Hablando en
broma, y, además, a la manera homérica: ¿qué otra cosa es el Sócrates platónico
sino πρόσνε Πλάτων όπινέν τε Пλάτων µέσση τε Χίµαιρα [Platón por delante,
Platón por detrás, y en medio la Quimera]?
191
El viejo problema teológico de «creer» y «saber» o, dicho
más claramente,
de instinto y razón es decir, la cuestión de si, en lo que
respecta a la apreciación del valor de las cosas, el instinto merece más
autoridad que la racionalidad, la cual quiere que se valore y se actúe por unas
razones, por un «porqué», o sea por una conveniencia y utilidad, continúa
siendo aquel mismo viejo problema moral que apareció por vez primera en la
persona de Sócrates y que ya mucho antes del cristianismo escindió los
espíritus. Sócrates mismo, ciertamente, había comenzado poniéndose, con el
gusto de su talento, el gusto de un dialéctico superior de parte de la razón; y
en verdad, ¿qué otra cosa hizo durante toda su vida más que reírse de la torpe
incapacidad de sus aristocráticos atenienses, los cuales
eran hombres de
instinto, como todos los aristócratas, y nunca podían dar suficiente cuenta de
las razones de su obrar? Sin embargo, en definitiva Sócrates se reía también,
en silencio y en secreto, de sí mismo: ante su conciencia más sutil y ante su fuero
interno encontraba en sí idéntica dificultad e idéntica incapacidad. ¡Para qué,
decíase, liberarse, por lo tanto, de los instintos! Hay que ayudarles a ellos y
también a la razón a ejercer sus derechos, hay que seguir a los instintos, pero
hay que persuadir a la razón a que acuda luego en su ayuda con buenos
argumentos. Ésta fue la auténtica falsedad de aquel grande y misterioso
ironista; logró que su conciencia se diese por satisfecha con una especie de
autoengaño: en el fondo se había percatado del elemento irracional existente en
el juicio moral. Platón, más inocente en tales asuntos y desprovisto de la
picardía del plebeyo, quiso demostrarse a sí mismo, empleando toda su fuerza
¡la fuerza más grande que hasta ahora hubo de emplear un filósofo! que razón e
instinto tienden de por sí a una única meta, al bien, a «Dios»; y desde Platón
todos los teólogos y filósofos siguen la misma senda, es decir, en cosas de
moral ha vencido hasta ahora el instinto, o «la fe», como la llaman los
cristianos, o «el rebaño», como lo llamo yo. Habría que excluir a Descartes,
padre del racionalismo (y en consecuencia abuelo de la Revolución), que
reconoció autoridad únicamente a la razón: pero ésta no es más que un
instrumento, y Descartes era superficial.
192
Quien ha seguido la historia de una ciencia particular
encuentra en su
desarrollo un hilo conductor para comprender los procesos
más antiguos y más comunes de todo «saber y conocer»: en uno y otro caso lo
primero que se ha desarrollado han sido las hipótesis precipitadas, las
fabulaciones, la buena y estúpida voluntad de «creer», la falta de desconfianza
y de paciencia, nuestros sentidos aprenden muy tarde, y nunca del todo, a ser
órganos de conocimiento sutiles, fieles, cautelosos. A nuestros ojos les
resulta más cómodo volver a producir, en una ocasión dada, una imagen producida
ya a menudo que retener dentro de sí los elementos divergentes y nuevos de una
impresión: esto último exige más fuerza, más «moralidad». Al oído le resulta
penoso y difícil oír algo nuevo; una música extraña la oímos mal. Al oír otro
idioma intentamos involuntariamente dar a los sonidos escuchados la forma de
palabras que tienen para nosotros un sonido más familiar y doméstico: así, por
ejemplo, el alemán se formó en otro tiempo, del arcubalista oído por él, la
palabra Armbrust [ballesta]. Lo nuevo encuentra hostiles y mal dispuestos
también a nuestros sentidos; y, en general, ya en los procesos «más simples» de
la sensualidad dominan afectos tales como temor, amor, odio, incluidos los
afectos pasivos de la pereza. Así como hoy un lector no lee en su totalidad
cada una de las palabras (y mucho menos cada una de las sílabas) de una página
antes bien, de veinte palabras extrae al azar unas cinco y «adivina» el sentido
que presumiblemente corresponde a esas cinco palabras , así tampoco nosotros
vemos un árbol de manera rigurosa y total en lo que respecta a sus hojas,
ramas, color, figura; nos resulta mucho más fácil fantasear una aproximación de
árbol. Continuamos actuando así aun en medio de las vivencias más extrañas: la
parte mayor de la vivencia nos la imaginamos con la fantasía, y resulta difícil
forzarnos a no contemplar cualquier proceso como «inventores». Todo esto quiere
decir: de raíz, desde antiguo, estamos habituados a mentir. O para expresarlo
de modo más virtuoso e hipócrita, en suma, más agradable: somos mucho más
artistas de lo que sabemos. En el curso de una conversación animada yo veo a
menudo ante mí de un modo tan claro y preciso el rostro de la persona con quien
hablo, según el pensamiento que ella expresa, o que yo creo haber suscitado en
ella, que ese grado de claridad supera con mucho la fuerza de mi capacidad
visual: la finura del juego muscular y de la expresión de los ojos tiene que
haber sido añadida, por lo tanto, por mi imaginación. Probablemente la persona
tenía un rostro completamente distinto o, incluso, no tenía ninguno.
193
Quidquid luce fuit, tenebris agit [lo que estuvo en la luz
actúa en las
tinieblas]: pero también a la inversa.
Las vivencias que tenemos mientras soñamos, suponiendo que
las
tengamos a menudo, acaban por formar parte de la economía
global de nuestra alma lo mismo que cualquier otra vivencia «realmente»
experimentada: merced a esto somos más ricos o más pobres, sentimos una
necesidad más o menos, y, por fin,
en pleno día, e
incluso en los instantes más joviales de nuestro espíritu despierto,
somos llevados un
poco en andaderas por los hábitos contraídos en nuestros sueños. Suponiendo que
alguien haya volado a menudo en sus sueños y, al final, tan pronto como se pone
a soñar cobra consciencia de que la fuerza y el arte de volar son privilegios
suyos y constituyen asimismo su felicidad más propia y envidiable: ese alguien,
que cree poder realizar toda especie de curvas y de ángulos con un impulso
ligerísimo, que conoce el sentimiento de cierta ligereza divina, un «hacia
arriba» sin tensión ni coacción, un «hacia abajo» sin rebajamiento ni
humillación ¡sin pesadez! ¡cómo un hombre que ha tenido tales experiencias y
contraído tales hábitos en sus sueños no va a terminar encontrando que la
palabra «felicidad» tiene un color y un significado distintos, incluso para su
día despierto!, ¿cómo no va a aspirar a la felicidad de modo distinto? En
comparación con aquel «volar», el «vuelo» que los poetas describen tiene que
parecerle demasiado terrestre, muscular, violento, demasiado «pesado».
194
La diversidad de los seres humanos se muestra no sólo en la
diversidad de
sus tablas de bienes, es decir, en el hecho de que
consideren deseables bien
es distintos y estén en desacuerdo entre sí también sobre
el valor mayor o menor, sobre la jerarquía de los bienes reconocidos por todos:
esa diversidad se muestra más todavía en lo que consideran qué es tener y
poseer realmente un bie
n. En lo que se refiere a una mujer, por ejemplo, el más
modesto considera ya q
ue disponer de su cuerpo y gozar sexualmente de él
constituyen indicio suficiente y satisfactorio del tener, del poseer; otro,
acuciado por una sed más suspicaz y más exigente de posesión, ve «el signo de
interrogación», el carácter meramente aparente de tal tener, y quiere pruebas
más sutiles, ante todo para saber si la mujer no sólo se entrega a él, sino que
también deja por él lo que tiene o le gustaría tener : sólo así la considera
«poseída». Pero un tercero tampoco ha llegado aún con eso al final de su
desconfianza y de su voluntad de tener, éste se pregunta si la mujer, cuando
deja todo por él, no lo hace por un fantasma de él: quiere primero ser bien
conocido a fondo, conocido incluso en sus abismos, para poder ser en absoluto
amado, él se atreve a dejarse adivinar. Siente que la amada está completamente
en posesión suya tan sólo cuando la amada ya no se engaña sobre él, cuando lo
ama por su condición diabólica y su oculta insaciabilidad tanto como por su
bondad, paciencia y espiritualidad. Hay quien querría poseer un pueblo: y para
esa finalidad le parecen bien todas las artes superiores de Cagliostro y de
Catilina. Otro, con una sed más sutil de posesión, se dice: «no es lícito
engañar cuando se quiere poseer», se siente irritado e impaciente al pensar que
es una máscara
de él la que manda sobre el corazón del pueblo: «¡por lo
tanto, tengo que dejarme conocer y, primero, conocerme a mí mismo!» Entre
hombres serviciales y benéficos encontramos de modo casi regular aquel torpe
ardid consistente en formarse una idea corregida de la persona a que se trata
de ayudar: pensando, por ejemplo, que ésta «merece» ayud
a, que anhela precisamente su ayuda, y que se mostrará profundamente
agradecida, adicta y sumisa a ellos por toda su ayuda, con estas fantasías disponen
de los necesitados como de una propiedad suya, al igual que son hombres
benéficos y serviciales por un anhelo de propiedad. Los encontramos celosos
cuando nos cruzamos con ellos o nos adelantamos a ellos en el prestar ayuda.
Los padres hacen involuntariamente del hijo algo semejante a ellos a esto lo
llaman «educación», ninguna madre duda, en el fondo de su corazón, de que al
dar a luz al hijo ha dado a luz una propiedad suya, ningún padre discute el
derecho de que le sea lícito someterlo a sus conceptos y valoraciones. Incluso
en otros tiempos a los padres parecíales justo el disponer a su antojo de la
vida y la muerte del recién nacido (como ocurría entre los antiguos alemanes).
Y al igual que el padre, también ahora el maestro, el estamento, el sacerdote,
el príncipe continúan viendo en cada nuevo ser humano una ocasión cómoda de
adquirir una nueva posesión. De lo cual se sigue...
195
Los judíos un pueblo «nacido para la esclavitud», como
dicen Tácito y
todo el mundo antiguo, «el pueblo elegido entre los
pueblos», como dicen y creen ellos mismos los judíos han llevado a efecto aquel
prodigio de inversión de los valores gracias al cual la vida en la tierra ha
adquirido, para unos cuantos milenios, un nuevo y peligroso atractivo: sus
profetas han fundido, reduciéndolas a una sola, las palabras «rico», «ateo»,
«malvado», «violento», «sensual», y han transformado por vez primera la palabra
«mundo» en una palabra infamante. En esa inversión de los valores (de la que
forma parte el emplear la palabra «pobre» como sinónimo de «santo» y «amigo»)
reside la importancia del pueblo judío: con él comienza la rebelión de los
esclavos en la moral.
196
Hay al lado del sol innumerables cuerpos oscuros que hemos
de inferir,
aquellos que no veremos nunca.
Esto es, dicho entre nosotros, un símil; y un psicólogo de
la moral lee la
escritura entera de las estrellas tan sólo como un lenguaje
de símiles y de signos que permite silenciar muchas cosas.
197
Se malentiende de modo radical al animal de presa y al
hombre de presa
(por ejemplo, a César Borgia), se malentiende la «naturaleza»
mientras se continúe buscando una «morbosidad» en el fondo de esos monstruos y
plantas tropicales, los más sanos de todos, o hasta un «infierno» congénito a
ellos: cosa que han hecho hasta ahora casi todos los moralistas. ¿No parece
como que hay en éstos un odio contra la selva virgen y contra los trópicos? ¿Y
que el «hombre tropical» tiene que ser desacreditado a cualquier precio,
presentándolo, bien como enfermedad y degeneración del hombre, bien como
infierno y autosuplicio propios? ¿Por qué? ¿A favor de las «zonas templadas»?
¿A favor de los hombres templados? ¿De los «morales»? ¿De los mediocres? Esto,
para el capítulo «moral como forma de miedo».
198
Todas esas morales que se dirigen a la persona individual
para procurarle
su «felicidad», según se dice, qué otra cosa son que
propuestas de comportamiento en relación con el grado de peligrosidad en que la
persona individual vive a causa de sí misma; recetas contra sus pasiones, sus
inclinaciones buenas y malas, dado que éstas tienen voluntad de poder y quisieran
desempeñar el papel de señor; ardides y artificios pequeños y grandes que desprenden
el rancio olor propio de viejos remedios caseros y de una sabiduría de viejas;
todas ellas barrocas e irracionales en la forma porque se dirigen a «todos»,
porque generalizan donde no es lícito generalizar , todas ellas hablando en un
tono incondicional, tomándose a sí mismas como algo incondicional, todas ellas
condimentadas no sólo con un único grano de sal, antes bien tolerables y a veces
hasta seductoras sólo cuando aprenden a oler a algo exageradamente condimentado
y peligroso, a oler principalmente «al otro mundo»: intelectualmente
considerado, todo esto es poco valioso, y no es aún, ni de lejos, «ciencia», y
mucho menos «sabiduría», sino, dicho por segunda y por tercera vez, listeza,
listeza, listeza, mezclada con estupidez, estupidez, estupidez, ya se trate de
aquella indiferencia y aquella frialdad de estatuas frente a la ardorosa necedad
de los afectos que los estoicos aconsejaban y prescribían como medicina; ya de
aquel dejardereír y dejardellorar de Spinoza, su tan ingenuamente preconizada
destrucción de los afectos mediante su análisis y vivisección; ya de aquel
abatimiento de los afectos que los reduce a una inocua mediocridad, en la cual
es licito satisfacerlos, el aristotelismo de la moral; ya, incluso, de la moral
entendida como goce de los afectos, pero intencionadamente atenuados y
espiritualizados por medio del simbolismo del arte, entendida, por ejemplo,
como música, o como amor a Dios, o como amor a los hombres por amor a Dios pues
en la religión las pasiones vuelven a tener derecho de ciudadanía, suponiendo
que...; ya se trate, finalmente, incluso de aquella condescendiente y traviesa entrega
a los afectos enseñada por Hafis y por Goethe, de aquel audaz dejar sueltas las
riendas, de aquella corporalespiritual licencia morum [licencia de las
costumbres] en el caso excepcional de estrafalarios y borrachos viejos y
sabios, en los cuales
«representa ya poco peligro». También esto, para el
capítulo «moral como forma de miedo».
199
Dado que, desde que hay hombres ha habido también en todos
los tiempos
rebaños humanos (agrupaciones familiares, comunidades,
estirpe
s, pueblos, Estados, Iglesias), y que siempre los que han
obedecido han sido muchísimos en relación con el pequeño número de los que han
mandado, teniendo en cuenta, por lo tanto, que la obediencia ha sido hasta
ahora la cosa mejor y más prolongadamente ensayada y cultivada entre los
hombres, es lícito presuponer en justicia que, hablando en general, cada uno
lleva ahora innata en sí la necesidad de obedecer, cual una especie de
conciencia formal que ordena: «se trate de lo que se trate, debes hacerlo
incondicionalmente, o abstenerte de ello incondicionalmente», en pocas
palabras, «tú debes».
Esta necesidad sentida por el hombre intenta saturarse y
llenar su forma con un contenido; en esto, de acuerdo con su fortaleza, su
impaciencia y su tensión, esta necesidad actúa de manera poco selectiva, como
un apetito grosero, y acepta lo que le grita al oído cualquiera de los que
mandan padres, maestros, leyes, prejuicios estamentales, opiniones públicas. La
extraña limitación del desarrollo humano, el carácter indeciso, lento, a menudo
regresivo y tortuoso de ese desarrollo descansa en el hecho de que el instinto
gregario de obediencia es lo que mejor se hereda, a costa del arte de mandar.
Si imaginamos ese instinto llevado hasta sus últimas aberraciones, al foral
faltarán hombres que manden y que sean independientes, o éstos sufrirán
interiormente de mala conciencia y tendrán necesidad, para poder mandar, de
simularse a sí mismos un engaño, a saber: el de que también ellos se limitan a
obedecer. Ésta es la situación que hoy se da de hecho en Europa: yo la llamo la
hipocresía moral de los que mandan. No saben protegerse contra su mala
conciencia más que adoptando el aire de ser ejecutores de órdenes más antiguas
o más elevadas (de los antepasados, de la Constitución, del derecho, de las
leyes o hasta de Dios), o incluso tomando en préstamo máximas gregarias al modo
de pensar gregario, presentándose, por ejemplo, como los «primeros servidores
de su pueblo» o como «instrumentos del bien común». Por otro lado, hoy en Europa
el hombre gregario presume de ser la única especie permitida de hombre y
ensalza sus cualidades, que lo hacen dócil, conciliador y útil al rebaño, como
las virtudes auténticamente humanas, es decir: espíritu comunitario,
benevolencia, deferencia, diligencia, moderación, modestia, indulgencia,
compasión. Y en aquellos casos en que se cree que no es posible prescindir de
jefes y carneros guías, hácense hoy ensayos tras ensayos de reemplazar a los
hombres de mando por la suma acumulativa de listos hombres de rebaño: tal es el
origen, por ejemplo, de todas las Constituciones representativas. Qué alivio
tan grande, qué liberación de una
presión que se volvía insoportable constituye, a pesar de
todo, para estos europeos animales de rebaño la aparición de un hombre que
mande incondicionalmente, eso es cosa de la cual nos ha dado el último gran
testimonio la influencia producida por la aparición de Napoleón: la historia de
la influencia de Napoleón es casi la historia de la felicidad superior
alcanzada por todo este siglo en sus hombres y en sus instantes más valiosos.
200
El hombre perteneciente a una época de disolución, la cual
mezcla unas
razas con otras, el hombre que, por ser tal, lleva en su
cuerpo la herencia de una ascendencia multiforme, es decir, instintos y
criterios de valor antitéticos y, a menudo, ni siquiera sólo antitéticos, que
se combaten recíprocamente y raras veces se dan descanso, tal hombre de las
culturas tardías y de las luces refractadas será de ordinario un hombre
bastante débil: su aspiración más radical consiste en que la guerra que él es
finalice alguna vez; la felicidad se le presenta ante todo, de acuerdo con una
medicina y una mentalidad tranquilizantes (por ejemplo, epicúreas o
cristianas), como la felicidad del reposo, de la tranquilidad, de la saciedad,
de la unidad final, como «sábado de los sábados», para decirlo con el santo
retórico Agustín, que era, él mismo, uno de esos hombres.
Si, en cambio, la antítesis y la guerra actúan en una
naturaleza de ese género como un atractivo y un estimulante más de la vida, y
si, por otro lado, una auténtica maestría y sutileza en el guerrear consigo
mismo, es decir, en el dominarse a sí mismo, en el engañarse a sí mismo, se
añaden, por herencia y por crianza, a sus instintos poderosos e inconciliables:
entonces surgen aquellos seres mágicamente inaprehensibles e inimaginables,
aquellos hombres enigmáticos predestinados a vencer y a seducir, cuya expresión
más bella son Alcibíades y César ( a quienes me gustaría añadir aquel que fue,
para mi gusto, el primer europeo, Federico II Hohenstaufen), y, entre artistas,
tal vez Leonardo da Vinci. Ellos aparecen cabalmente en las mismas épocas en
que ocupa el primer plano aquel tipo más débil, con su deseo de reposo: ambos tipos
se hallan relacionados entre sí y surgen de causas idénticas.
201
Mientras la utilidad que domine en los juicios morales de
valor sea sólo la
utilidad del rebaño, mientras la mirada esté dirigida
exclusivamente a la conservación de la comunidad, y se busque lo inmoral
precisa y exclusivamente en lo que parece peligroso para la subsistencia de la
comunidad: mientras esto ocurra, no puede haber todavía una «moral del amor al
prójimo». Aun suponiendo que aquí exista también ya un pequeño y constante
ejercicio del respeto, de la compasión, de la equidad, de la dulzura, de la
reciprocidad en el prestar auxilio, aun suponiendo que en ese estado de la
sociedad actúen ya todos aquellos instintos a los que más
tarde se les da el honr
oso nombre de «virtudes» y que, al final, casi coinciden
con el concepto de «moralidad»: en esa época tales cosas no forman aún parte,
en modo alguno, del reino de las valoraciones morales todavía son extramorales.
En la mejor época romana, a una acción compasiva, por ejemplo, no se la
califica ni de buena ni de malvada, ni de moral ni de inmoral: e incluso cuando
se la alaba, con tal alabanza continúa siendo perfectamente compatible una
especie de involuntario menosprecio, a saber, tan pronto como se la compara con
cualquier acción que sirva al fomento del todo, de la r
es publica [cosa pública]. En definitiva, el «amor al
prójimo» es
siempre, con relación al temor al prójimo, algo secundario,
algo parcialmente convencional y aparente arbitrario. Cuando la estructura de
la sociedad en su conjunto ha quedado consolidada y parece asegurada contra peligros
exteriores, es este temor al prójimo el que vuelve a crear nuevas perspectivas
de valoración moral. Ciertos instintos fuertes y peligrosos, como el placer de
acometer empresas, la audacia loca, el ansia de venganza, la astucia, la
rapacidad, la sed de poder, que hasta ahora tenían que ser no sólo honrados
bajo nombres distintos, como es obvio, a los que acabamos de escoger , sino
desarrollados y cultivados en un sentido de utilidad colectiva (porque cuando
el todo estaba en peligro se tenía constante necesidad de ellos para defenderse
contra los enemigos del todo), son sentidos a partir de ahora, con reduplicada
fuerza, como peligrosos ahora, cuando faltan los canales de derivación para
ellos y paso a paso son tachados de inmorales y entregados a la difamación. Los
instintos e inclinaciones antitéticos de ellos alcanzan ahora honores morales;
el instinto de rebaño saca paso a paso su consecuencia. El grado mayor o menor
de peligro que para la comunidad, que para la igualdad hay en una opinión, en
un estado de ánimo y un afecto, en una voluntad, en un don, eso es lo que ahora
constituye la perspectiva moral: también aquí el miedo vuelve a ser el padre de
la moral. Cuando los instintos más elevados y más fuertes, irrumpiendo
apasionadamente, arrastran al individuo más allá y por encima del término medio
y de la hondonada de la conciencia gregaria, entonces el sentimiento de la
propia dignidad de la comunidad se derrumba, y su fe en sí misma, su espina
dorsal, por así decirlo, se hace pedazos: en consecuencia, a lo que más se
estigmatizará y se calumniará será cabalmente a tales instintos. La
espiritualidad elevada e independiente, la voluntad de estar solo, la gran
razón son ya sentidas como peligro; todo lo que eleva al individuo por encima
del rebaño e infunde temor al prójimo es calificado, a partir de este momento,
de malvado (böse); los sentimientos equitativos, modestos, sumisos,
igualitaristas, la mediocridad de los apetitos alcanzan ahora nombres y honores
morales. Finalmente, en situaciones de mucha paz faltan cada vez más la ocasión
y la necesidad de educar nuestro propio sentimiento para el rigor y la dureza;
y ahora todo rigor, incluso en la justicia, comienza a molestar a la
conciencia; una aristocracia y una autorresponsabilidad
elevadas y duras son cosas que casi ofenden y que despiertan desconfianza, «el
cordero» y, más todavía, «la oveja» ganan en consideración. Hay un punto en la
historia de la sociedad en el que el reblandecimiento y el languidecimiento
enfermizos son tales que ellos mismos comienzan a tomar partido a favor de
quien los perjudica, a favor del criminal, y lo hacen, desde luego, de manera
seria y honesta. Castigar: eso les parece inicuo en cierto sentido, la verdad
es que la idea del «castigo» y del «debercastigar» les causa daño, les produce
miedo. «¿No basta con volver no peligroso al criminal? ¿Para qué castigarlo
además? ¡El castigar es cosa terrible!» la moral del rebaño, la moral del
temor, saca su última consecuencia con esa interrogación. Suponiendo que fuera
posible llegar a eliminar el peligro, el motivo de temor, entonces se habría
eliminado también esa moral: ¡ya no sería necesaria, ya no se consideraría a sí
misma necesaria! Quien examine la conciencia del europeo actual habrá de
extraer siempre, de mil pliegues y escondites morales, idéntico imperativo, el
imperativo del temor gregario: «¡queremos que alguna vez no haya ya nada que
temer!» Alguna vez la voluntad y el camino que conduce hacia allá llámanse hoy,
en todas partes de Europa, «progreso».
202
Apresurémonos a repetir algo que hemos dicho ya cien veces:
pues hoy los
oídos no escuchan de buen grado tales verdades nuestras
verdades. Sabemos ya suficientemente cuán ofensivo resulta oír que alguien
incluya al hombre, de manera franca y sin metáforas, entre los animales; pero a
nosotros se nos achaca casi como una culpa el que empleemos constantemente,
justo con relación a los hombres de las «ideas modernas», las expresiones
«rebaño», «instintos gregarios» y otras semejantes. ¡Qué importa! No podemos
obrar de otro modo $$: pues precisamente en esto consiste nuestro nuevo modo de
ver las cosas. Hemos encontrado que Europa, incluidos aquellos países en que el
influjo de Europa es dominante, se ha vuelto unánime en todos los juicios
morales capitales: en Europa se sabe evidentemente aquello que Sócrates decía
no saber y que la vieja y famosa serpiente prometió un día enseñar, se «sabe»
hoy qué es el bien y qué es el mal. Por ello tiene que sonar duro y llegar mal
a los oí dos el que nosotros insistamos una y otra vez en esto: es el instinto
del animal gregario hombre el que aquí cree saber, el que aquí, con sus
alabanzas y sus censuras, se glorifica a sí mismo, se califica de bueno a sí
mismo: ese instinto ha logrado irrumpir, preponderar, predominar sobre todos
los demás instintos, y continúa lográndolo cada vez más, a medida que crecen la
aproximación y el asemejamiento fisiológicos, de los cuáles él es síntoma. La
moral es hoy en Europa moral de animal de rebaño: por lo tanto, según
entendemos nosotros las cosas, no es más que una especie de moral humana, al
lado de la cual, delante de la cual, detrás de la cual son o deberían ser
posibles otras muchas morales, sobre todo morales superiores. Contra tal
«posibilidad», contra tal «deberían», se defiende esa
moral, sin embargo, c
on todas sus fuerzas: ella dice con obstinación e
inflexibilidad: «¡yo soy la moral misma, y no hay ninguna otra moral!» incluso
se ha llegado, con ayuda de una religión que ha estado a favor de los deseos
más sublimes del animal de rebaño y los ha adulado, se ha llegado a que
nosotros mismos encontremos una expresión cada vez más visible de esa moral en
las instituciones políticas y sociales: el movimiento democrático constituye la
herencia del movimiento cristiano. Ahora bien, que el tempo [ritmo] de aquel movimiento
les resulta todavía demasiado lento y somnoliento a los más impacientes, a los
enfermos e intoxicados del mencionado instinto, atestíguanlo los aullidos cada
vez más furiosos, los rechinamientos de dientes cada vez menos disimulados de
los perros anarquistas que ahora rondan por las calles de la cultura europea:
en antítesis aparentemente a los tranquilos y laboriosos demócratas e ideólogos
de la Revolución, y más todavía a
los filosofastros
cretinos y los ilusos de la fraternidad que se llaman a sí mismos socialistas y
quieren la «sociedad libre», pero que en verdad coinciden con todos aquéllos en
su hostilidad radical e instintiva a toda forma de sociedad diferente de la del
rebaño autónomo (hasta llegar a rechazar incluso l
os conceptos de «señor» y de «siervo» ni dieu ni maitre [ni
Dios, ni amo], dice una fórmula socialista ); coinciden en la tenaz resistencia
contra toda pretensión especial, contra todo derecho especial y todo privilegio
(y esto significa, en última instancia, contra todo derecho: pues cuando todos
son iguales, ya nadie necesita «derechos» ); coinciden en la desconfianza
contra la justicia punitiva (como si ésta fuera una violencia ejercida sobre el
más débil, una injusticia frente a la necesaria consecuencia de toda sociedad
anterior ); pero también coinciden en la religión de la compasión, en la
simpatía, con tal de que se sienta, se viva, se sufra (hasta descender al
animal, hasta elevarse a «Dios»: la aberración de una «compasión para con Dios»
es propia de una época democrática ); coinciden todos ellos en el clamor y en
la impaciencia de la compasión, en el odio mortal al sufrimiento en cuanto tal,
en la incapacidad casi femenina para poder presenciarlo como espectador, para
poder hacer sufrir; coinciden en el ensombrecimiento y reblandecimiento
involuntarios bajo cuyo hechizo parece amenazada Europa por un nuevo budismo;
coinciden en la creencia en la moral de la compasión comunitaria, como si ésta
fuera la moral en sí, la cima, la alcanzada cima del hombre, la única esperanza
del futuro, el consuelo de los hombres de hoy, la gran redención de toda culpa
de otro tiempo: coinciden todos ellos en la creencia de que la comunidad es la
redentora, por lo tanto, en la fe en el rebaño, en la fe en «sí mismos»...
203
Nosotros los que somos de otra fe, nosotros los que
consideramos el
movimiento democrático no meramente como una forma de
decadencia de la organización política, sino como forma de decadencia, esto es,
de
empequeñecimiento, del hombre, como su mediocrización y
como su rebajamiento de valor, ¿adónde tendremos que acudir nosotros con
nuestras esperanzas? A nuevos filósofos, no queda otra elección; a espíritus suficientemente
fuertes y originarios como para empujar hacia valoraciones contrapuestas y para
transvalorar, para invertir «valores eternos»; a precursores, a hombres del
futuro, que aten en el presente la coacción y el nudo, que coaccionen a la
voluntad de milenios a seguir nuevas vías. Para enseñar al hombre que el futuro
del hombre es voluntad suya, que depende de una voluntad humana, y para
preparar grandes riesgos y ensayos globales de disciplina y selección
destinados a acabar con aquel horrible dominio del absurdo y del azar que hasta
ahora se ha llamado «historia» el absurdo del «número máximo» es tan sólo su
última forma
: para esto será necesaria en cierto momento una nueva
especie de filósofos y de hombres de mando, cuya imagen hará que todos los
espíritus ocultos, terribles y benévolos que en la tierra han existido
aparezcan sin duda pálidos y enanos. La imagen de tales jefes es la que se
cierne ante nuestros ojos: ¿me es lícito decirlo en voz alta, espíritus libres?
Las
circunstancias que
en parte habría que crear y en parte habría que aprovechar para que aquéllos
surjan; las sendas y pruebas presumibles mediante las cuales un alma ascendería
hasta una altura y poder tales que sintiese la coacción de realizar tales
tareas; una transvaloración de los valores bajo cuya presión y martillo nuevos
se templaría una conciencia, se transformaría en bronce un corazón, de modo que
soportase el peso de semejante responsabilidad; por otro lado, la necesidad de
tales jefes, el espantoso peligro de que puedan faltar o malograrse o degenerar
éstas son nuestras auténticas preocupaciones y ensombrecimientos, ¿lo sabéis,
espíritus libres?, éstos son los pensamientos y borrascas pesados y lejanos que
atraviesan el cielo de nuestra vida. Existen pocos dolores tan agudos como el
haber visto, el haber adivinado, el haber sentido alguna vez cómo un hombre
extraordinario se apartaba de su senda y degeneraba: pero quien posee los raros
ojos que permiten ver el peligro global de que «el hombre» mismo degenere,
quien, como nosotros, ha conocido la monstruosa azarosidad que hasta ahora ha
jugado su juego en lo que respecta al futuro del hombre ¡un juego en el que no
intervenía ninguna mano y ni siquiera un «dedo de Dios»! , quien adivina la fatalidad
que se oculta en la idiota inocuidad y credulidad de las «ideas modernas», y
más todavía en toda la moral europeocristiana: ése padece una ansiedad con la
que ninguna otra es comparable, él abarca, en efecto, de una sola mirada todo
aquello que, con una favorable concentración e incremento de fuerzas y de
tareas, podría sacarse del hombre mediante su selección, él sabe, con todo el
saber de su conciencia, cómo el hombre no está aún agotado para las
posibilidades máximas, y con cuánta frecuencia el tipo hombre se ha encontrado
ya frente a decisiones misteriosas y frente a nuevos caminos: y sabe más
todavía, por su dolorosísimo recuerdo, contra qué cosas
miserables ha chocado hasta ahora de ordinario un ser de
rango supremo en su evolución, naufragando, rompiéndose, deshaciéndose,
hundiéndose, volviéndose miserable. La degeneración global del hombre, hasta
rebajarse a aquello que hoy les parece a
los cretinos y majaderos socialistas su «hombre del
futuro», ¡su ideal! esa degeneración y empequeñecimiento del hombre en completo
animal de rebaño (o, como ellos dicen, en hombre de la «sociedad libre», esa
animalización del hombre hasta convertirse en animal enano dotado de igualdad
de derechos y exigencias son posibles, ¡no hay duda! Quien ha pensado alguna
vez hasta el final esa posibilidad conoce una náusea más que los demás hombres,
¡y tal vez también una nueva tarea!
SECCIÓN SEXTA Nosotros los doctos
204
A riesgo de que el moralizar manifieste ser también aquí lo
que siempre ha
sido a saber, un intrépido montrerses plaies [mostrar las
propias llagas], según Balzac, yo me atrevería a oponerme a un indebido y
pernicioso desplazamiento de rango que hoy, de manera completamente inadvertida
y como con la mejor conciencia, amenaza con establecerse entre la ciencia y la
filosofía. Quiero decir que, partiendo de nuestra experiencia, ¿experiencia
significa siempre, según me
parece a mí, mala
experiencia? hemos de tener derecho a intervenir en la discusión sobre esa
elevada cuestión de rango: para no hablar como hablan del color los ciegos o
como hablan contra la ciencia las mujeres y los artistas («¡ay, esa perversa ciencia!»,
suspiran el instinto y el pudor de las mujeres y de los artistas, «¡ella
averigua siempre lo que hay detrás de las cosas!» ). La declaración de
independencia del hombre científico, su emancipación de la filosofía,
constituye una de las repercusiones más sutiles del orden y desorden
democráticos: por todas partes la autoglorificación y autoexaltación del docto
encuéntranse hoy en pleno florecimiento y en su mejor primavera, con lo cual no
queremos decir que en este caso la alabanza de sí mismo huela de modo
agradable. «¡Nada de dueños!» eso es lo que quiere también aquí el instinto del
hombre plebeyo; y después de que la ciencia se ha liberado, con el más feliz
éxito, de la teología, de la cual fue «sierva» durante mucho tiempo, aspira
ahora con completa altanería e insensatez a dictar leyes a la filosofía y a
representar ella por su parte el papel de «señor» ¡qué digo!, de filósofo. Mi
memoria ¡memoria de un hombre científico, permítaseme decirlo! rebosa de las
ingenuidades, basadas en la soberbia, que sobre la filosofía y los filósofos he
oído decir a los jóvenes
investigadores de la naturaleza y a los viejos médicos
(para no hablar de lo
s más cultos y más engreídos de todos los doctos, los
filólogos y pedagogos, que son ambas cosas por profesión). Unas veces era el
especialista y mozo de esquina el que instintivamente se ponía en guardia contra
las tareas y capacidades sintéticas; otras, el trabajador diligente el que
había percibido un olor de otium [ocio] y de aristocrática exuberancia en la
economía psíquica del filósofo, y que por ello se sentía menoscabado y
empequeñecido. Otras veces era ese daltonismo del hombre utilitario que no ve en
la filosofía más que una serie de sistemas refutados y un lujo derrochador que
a nadie «aprovecha». Otras, lo que resaltaba era el miedo a una mística disfrazada
y a una rectificación de las fronteras del conocer; a veces era la desestimaci
ón de algunas filosofías la que se había generalizado
arbitrariamente, convirtiéndose en desestimación de la filosofía misma. Con
muchísima frecuencia, en fin, encontré en jóvenes doctos, detrás del soberbio
menosprecio de la filosofía, la perversa repercusión de un filósofo, al cual se
le había negado ciertamente obediencia en conjunto, pero sin haber escapado al
hechizo de sus despreciativas valoraciones de otros filósofos: lo que tenía
como resultado una disposición global de ánimo opuesta a toda filosofía. (Tal
me parece ser, por ejemplo, la repercusión de Schopenhauer sobre la Alemania
más reciente: con su poco inteligente furia contra Hegel ha conseguido que la última
generación entera de alemanes se separe de la conexión con la cultura alemana, cultura
que, bien sopesadas todas las cosas, ha representado una cima y una sutileza
adivinatoria del sentido histórico: pero Schopenhauer mismo era, justo en este
punto, tan pobre, tan poco receptivo, tan poco alemán, que llegaba a la
genialidad.) Hablando en general, acaso haya sido principalmente lo humano,
demasiado humano, en suma, la miseria misma de los filósofos recientes lo que
de modo más radical haya dañado al respeto a la filosofía y haya abierto las
puertas al instinto del hombre de la plebe. Confesémonos, pues, hasta qué punto
le falta a nuestro mundo moderno la especie entera de los Heráclitos, Platones,
Empédocles y como se hayan llamado todos esos regios y magníficos eremitas del
espíritu; y con cuánta razón, a la vista de los representantes de la filosofía
que hoy, gracias a la moda, están tanto por encima como por debajo en Alemania,
por ejemplo, los dos leones de Berlín, el anarquista Eugen Dühring y el
amalgamista Eduard von Hartmann , le es lícito a un honesto hombre de ciencia
sentirse de una especie y una ascendencia mejores. Es en especial el
espectáculo de esos filósofos del revoltijo que a sí mismos se denominan
«filósofos de la realidad» o «positivistas» lo que consigue introducir una
peligrosa desconfianza en el alma de un docto joven, ambicioso: éstos son, en
efecto, en el mejor de los casos, doctos y especialistas, ¡eso se palpa! éstos
son, en efecto, todos ellos, hombres vencidos y sometidos de nuevo al dominio
de la ciencia, que alguna vez han querido de sí algo más, sin tener derecho a
ese «más» y a la
responsabilidad de ese «más» y que ahora, honorables,
furiosos, vengativos, representan con sus palabras y sus hechos la falta de fe
en la tarea señorial y en la soberanía de la filosofía. En fin: ¡cómo podría
ser de otro modo! Hoy la ciencia florece y muestra en su rostro con abundancia
la buena conciencia, mientras que aquello a lo que ha venido a parar poco a
poco toda la filosofía alemana reciente, ese residuo de filosofía de hoy
suscita contra sí desconfianza y fastidio, cuando no burla y compasión. La
filosofía reducida a «teoría del conocimiento», y que ya no es de hecho más que
una tímida epojística y doctrina de la abstinencia: una filosofía que no llega
más que hasta el umbral y que se prohíbe escrupulosamente el derecho a entrar
ésa es una filosofía que está en las últimas, un final, una agonía, algo que
produce compasión. ¡Cómo podría semejante filosofía dominar!
205
Los peligros que amenazan al desarrollo del filósofo son
hoy en verdad tan
múltiples que se dudaría de que ese fruto pueda llegar aún
en absoluto a madurar. La extensión de las ciencias, la torre construida por
ellas han crecido de modo gigantesco, con lo cual ha aumentado también la
probabilidad de que el filósofo se canse ya mientras aprende o se deje retener
en un lugar cualquiera y «especializarse»: de modo que no llegue ya en absoluto
hasta su altura, es decir, que no tenga una mirada desde arriba, a la redonda,
hacia abajo. O que llegue arriba demasiado tarde, cuando ya su mejor época y su
mejor fuerza han pasado; o que llegue dañado, embrutecido, degenerado, de modo
que su mirada, su juicio global de valor signifiquen ya poco. Acaso sea
precisamente la finura de su conciencia intelectual lo que le haga dudar en el
camino y retrasarse; tiene miedo de la seducción que lo incita a convertirse en
diletante, en ciempiés y en cien tentáculos, sabe demasiado bien que quien se
ha perdido el respeto a sí mismo no es ya, tampoco en cuanto hombre de
conocimiento, el que manda, el que guía: tendría, pues, que querer convertirse
en el gran comediante, en el Cagliostro y cazarratas filosófico de los
espíritus, en suma, en seductor. Ésta es, en última instancia, una cuestión de
conciencia. A lo cual se añade, para redoblar todavía más la dificultad del
filósofo, que éste se exige a sí mismo dar un juicio, un sí o un no, no sobre
las ciencias, sino sobre la vida y el valor de la vida, que le cuesta aprender
a creer que él tenga derecho o incluso deber de pronunciar ese juicio, y que
sólo partiendo de las vivencias más extensas acaso las más perturbadoras, las
más destructoras y a menudo vacilando, dudando, enmudeciendo, es como él tiene
que buscar su camino hacia ese juicio y esa creencia. De hecho durante largo
tiempo la multitud no ha comprendido al filósofo y lo ha confundido con otros,
bien con el hombre científico y con el docto ideal, bien con el iluso y ebrio
de Dios, religiosamente elevado, desensualizado, «desmundanizado»; y cuando hoy
oímos que se alaba a alguien diciendo que vive «sabiamente» o «como un
filósofo», eso no significa casi nada más que vive «de modo inteligente y
apartado». Sabiduría: a la ple
be le parece la sabiduría una especie de huida, un medio y
artificio para escapar bien a un mal juego; pero el filósofo verdadero ¿no nos
parece así a nosotros, amigos míos? vive de manera «no filosófica» y «no
sabia», sobre todo de manera no inteligente, y siente el peso y deber de cien
tentativas y tentaciones de la vida: se arriesga a sí mismo constantemente,
juega el juego malo...
206
En relación con un genio, es decir, con un ser que o bien
fecunda a otro, o
bien da a luz él, tomadas ambas expresiones en su máxima
extensión, el docto, el hombre de ciencia medio, tiene siempre algo de
solterona: pues, como ésta, no entiende nada de las dos funciones más valiosas
del ser humano. De hecho a ambos, a doctos y a solteronas, a modo de indemnización,
por así decirlo, se les reconoce respetabilidad se subraya en estos casos la
respetabilidad, y la forzosidad de ese reconocimiento proporciona idéntica
dosis de fastidio. Miremos las cosas con más detalle: ¿qué es el hombre científico?
Por lo pronto, una especie no aristocrática de hombre, con las virtudes de una
especie no aristocrática de hombre, es decir, no dominante, no autoritaria y tampoco
contenta de sí misma: el hombre científico tiene laboriosidad, paciencia para
ocupar su sitio en la fila, regularidad y mesura en sus capacidades y necesidades,
tiene el instinto para reconocer cuáles son sus iguales y qué es lo que sus
iguales necesitan, por ejemplo aquella dosis de independencia y de prado verde
sin la cual no hay tranquilidad en el trabajo, aquella pretensión de que se lo
honre y reconozca (la cual presupone primero y ante todo conocimiento, cognoscibilidad
), aquel rayo de sol de un buen nombre, aquella constante insistencia en su
valor y en su utilidad, con la que es necesario superar una y otra vez la
desconfianza íntima que hay en el fondo del corazón de todos los hombres
dependientes y animales de rebaño. El docto tiene también, como es obvio, las
enfermedades y defectos de una especie no aristocrática: tiene mucha envidia
pequeña y posee un ojo de lince para ver cuanto de bajo hay en las naturalezas
a cuyas alturas él no puede ascender, Es confiado, mas sólo como uno que se
deja ir paso a paso, pero no fluir como una corriente; y justo frente al hombre
de la gran corriente adopta el docto una actitud tanto más fría y cerrada, su
ojo es entonces como un lago liso y disgustado en el cual ya no aparece la onda
de ningún embeleso, de ninguna simpatía. Las cosas peores y más peligrosas que
un docto es capaz de hacer le vienen del instinto de mediocridad de su especie:
de aquel jesuitismo de la mediocridad que trabaja instintivamente para
aniquilar al hombre no habitual y que intenta romper o ¡mejor todavía! aflojar
todo arco tenso. Aflojarlo, claro está, con consideración, con mano indulgente,
aflojarlo con cariñosa compasión: éste es el auténtico arte del jesuitismo, que
ha sabido siempre presentarse como religión de la compasión.
207
Por grande que sea el agradecimiento con que acojamos el
espíritu objetivo
¡y quién no habría estado ya alguna vez mortalmente harto
de todo lo subjetivo y de su maldita ipsissimosidad!, al final tenemos que
aprender a tener cautela también con nuestro agradecimiento y poner freno a la
exageración
con que la renuncia
del espíritu a sí mismo y su despersonalización vienen sie
ndo ensalzadas últimamente cual si fueran, por así decirlo,
una meta en sí, una redención y transfiguración: cosa que suele ocurrir sobre
todo en el interior de la escuela de los pesimistas, escuela que, por su parte,
tiene también buenas razones para otorgar los máximos honores al «conocer
desinteresado». El hombre objetivo, que ya no lanza maldiciones e injurias como
el pesimista, el docto ideal, en el cual consigue el instinto científico
florecer y prosperar tras miles de fracasos completos y de fracasos a medias,
es con toda seguridad uno de los instrumentos más preciosos que existen: pero
debe ser manejado por alguien más poderoso. Él es tan sólo un instrumento,
digamos: un espejo, no una «finalidad por sí misma». El hombre objetivo es de
hecho un espejo: habituado a someterse a todo lo que quiere ser conocido, sin ningún
otro placer que el que le proporciona el conocer, el «reflejar», ese hombre
aguarda hasta que algo llega, y entonces se extiende con delicadeza para que sobre
su superficie y piel no se pierdan tampoco las huellas ligeras y el fugaz deslizarse
de seres fantasmales. El resto de «persona» que todavía le queda parécele algo
casual, algo con frecuencia arbitrario y, con más frecuencia todavía,
perturbador: hasta tal punto se ha convertido a sí mismo en lugar de paso y en
reflejo de figuras y acontecimientos ajenos. Le cuesta reflexionar sobre «sí
mismo» y no raras veces yerra al hacerlo; fácilmente se confunde a sí mismo con
otros, se equivoca en lo referente a sus propias necesidades, y esto es lo
único en que se muestra burdo y negligente. Tal vez lo atormenten la salud, o
la mezquindad y el aire enrarecido de mujeres y amigos, o la falta de
compañeros y compañía, incluso se fuerza a sí mismo a reflexionar sobre su
tormento: ¡en vano! Ya su pensamiento divaga lejos, yendo hacia el caso más
general, y mañana sabe tan poco como sabía ayer de qué modo se le ha de ayudar.
Ha perdido la seriedad para consigo mismo, también el tiempo: es jovial, y no
por falta de penas, sino por falta de dedos y de manos para tocar sus penas. La
condescendencia habitual con toda cosa y acontecimiento, la alegre e imparcial
hospitalidad con que acoge todo lo que choca con él, su especie de
inconsiderada benevolencia, de peligrosa despreocupación por el sí y el no:
¡ay, se dan bastantes casos en que tiene que expiar esas virtudes suyas! y en
cuanto ser humano conviértese con demasiada facilidad en el caput mortuum
[residuo inútil] de esas virtudes. Si se quiere de él amor y odio, quiero decir
amor y odio tal como los entienden Dios, la mujer y el animal: él hará lo que
pueda, y dará lo que pueda. Pero no debemos extrañarnos de que no sea mucho, de
que justo en esto se muestre
inauténtico, frágil, equívoco y podrido. Su amor es
querido, su odio es artificial
y más bien un tour
de force [exhibición], una pequeña vanidad y exageración. En efecto, él es
auténtico nada más que en la medida en que le es lícito ser objetivo: únicamente
en su jovial totalismo continúa siendo «naturaleza» y «natural». Su alma
reflectante y que eternamente está alisándose no sabe ya afirmar, no sabe ya
negar; no da órdenes; tampoco destruye. Je ne méprise presque rien [yo no
desprecio casi nada] dice con Leibniz: ¡no se pase por alto ni se infravalore
el presque [casi]! Tampoco es un hombre modelo; no va delante de nadie, ni
detrás de nadie; se sitúa en general demasiado lejos como para tener motivo de
tomar partido entre el bien y el mal. Al confundirlo durante tanto tiempo con
el filósofo, con el cesáreo disciplinador y violentador de la cultura: se le
han otorgado honores demasiado elevados y se ha dejado de ver lo más esencial
que hay en él, él es un instrumento, un ejemplar de esclavo, aunque también,
ciertamente, la especie más sublime de esclavo, pero, en sí mismo, nada,
presque rien! [¡casi nada!]. El hombre objetivo es un instrumento, un
instrumento de medida y una obra maestra de espejo, precioso, fácil de romper y
de empañar, al que se debe tratar con cuidado y honrar; pero no es una meta, un
resultado y elevación, un hombre complementario en el cual se justifique la
restante existencia, no es una conclusión y menos todavía es un comienzo, una
procreación y causa primera, no es algo rudo, poderoso, plantado en sí mismo,
que quiere ser señor: antes bien, es sólo un delicado, hinchado, fino, móvil
recipiente formal, que tiene que aguardar a un contenido y a una sustancia
cualesquiera para «configurarse» a sí mismo de acuerdo con ellos, de ordinario
es un hombre sin contenido ni sustancia, un hombre «sin sí mismo». En
consecuencia, tampoco es una cosa para mujeres, in parenthesi [dicho sea entre
paréntesis].
208
Cuando un filósofo da a entender hoy que él no es un
escéptico, yo espero
que se haya percibido eso en la descripción que acabo de
hacer del espíritu objetivo todo el mundo oye eso con disgusto; se lo examina
con cierto recelo, se querría preguntarle y preguntarle muchas cosas...,
incluso, entre los oyente
s medrosos, que ahora existen en gran cantidad, se le
califica, desde ese momento, de peligroso. Les parece como si, en el repudio
del escepticismo por parte de aquél, ellos escuchasen desde lejos un ruido
malvado y amenazador, como si en alguna parte se estuviera ensayando una nueva
sustancia explosiva, una dinamita del espíritu, quizá una nihilina rusa recién
descubierta, un pesimismo bonae voluntatís [de buena voluntad] que no se limita
a decir no, a querer no, sino ¡cosa horrible de pensar! a hacer no. Contra esa
especie de «buena voluntad» una voluntad de negación real y efectiva de la vida
no hay hoy, según es reconocido por todos, mejor somnífero y calmante que el
escepticismo, que la suave, amable, tranquilizante adormidera del escepticismo;
y el propio Hamlet es recetado hoy, por los médicos de la época,
como un medicamento contra el «espíritu» y sus rumores
subterráneos. «¿Es que no tenemos ya enteramente llenos los oídos de rumores
perversos? dice el escéptico, presentándose como amigo de la tranquilidad y
casi como una especie de policía de seguridad: ¡ese no subterráneo es horrible!
¡Callaos por fin, topos pesimistas!»
En efecto, el escéptico, esa criatura delicada, se
horroriza con demasiada facilidad; su conciencia está amaestrada para
sobresaltarse y sentir algo así como una mordedura cuando oye cualquier no, e
incluso cuando oye un sí duro y decidido.
¡Sí! y ¡no! esto
repugna a su moral; por el contrario, le gusta agasajar a su virtud con la
noble abstención, diciendo acaso con Montaigne: «¿Qué sé yo?» O con Sócrates:
«Yo sé que no sé nada». O: «Aquí no me fío de mí, aquí no está abierta ninguna
puerta para mí». O: «Suponiendo que estuviera abierta, ¡para qué entrar
enseguida!» O: «¿De qué sirven todas las hipótesis apresuradas? No hacer
hipótesis podría fácilmente formar parte del buen gusto. ¿Es que tenéis que
enderezar inmediatamente lo torcido? ¿Que tapar todo agujero con una estopa
cualquiera? ¿No tiene esto su tiempo? ¿No
tiene tiempo el
tiempo? Oh muchachos del diablo, ¿no podéis aguardar en modo alguno? También lo
incierto tiene sus atractivos, también la Esfinge es una Circe, también la
Circe fue una filósofa.» Así se consuela a sí mismo un escéptico; y es cierto
que tiene necesidad de algún consuelo. En efecto, el escepticismo es la
expresión más espiritual de una cierta constitución psicológica compleja a la
que, en el lenguaje vulgar, se le da el nombre de debilidad nerviosa y
constitución enfermiza; el escepticismo surge siempre que razas o estamentos
largo tiempo separados entre sí se entrecruzan de manera decidida y súbita. En
la nueva estirpe, la cual, por así decirlo, acoge en su sangre por herencia
medidas y valores diferentes, todo es inquietud, turbación, duda, ensayo; las
fuerzas mejores producen un efecto inhibitorio, las virtudes mismas no se dejan
unas a otras crecer ni fortalecerse, en el cuerpo y en el alma faltan el
equilibrio, el centro de gravedad, la seguridad perpendicular. Pero lo que más
hondamente enferma y degenera en esos mestizos es la voluntad. ellos ya no
conocen en absoluto la independencia en la resolución, el valiente sentimiento
de placer en el querer, incluso en sus sueños dudan de la «libertad de la
voluntad». Nuestra Europa de hoy, escenario de un ensayo absurdo y repentino de
mezclar radicalmente entre sí los estamentos y, en consecuencia, las razas, es
por ello escéptica tanto arriba como abajo, exhibiendo unas veces ese móvil
escepticismo que salta, impaciente y ávido, de una rama a otra, y presentándose
otras torva cual una nube cargada de signos de interrogación, ¡y a menudo
mortalmente harta de su voluntad! Parálisis de la voluntad: ¡en qué lugar no
encontramos hoy sentado a ese tullido! ¡Y a menudo, incluso, muy ataviado! ¡Qué
seductoramente engalanado! Para esta enfermedad existen los más hermosos
vestidos de gala y de mentira; y que, por ejemplo, la mayor parte de lo que hoy
se exhibe a sí
mismo en los escaparates como «objetividad»,
«cientificismo», l'art pour l'art, «conocer puro, independiente de la
voluntad», no es otra cosa que escepticismo y parálisis de la voluntad
engalanados, ése es un diagnóstico de la enfermedad europea del que yo quiero
salir responsable. La enfermedad de la voluntad se ha extendido sobre Europa de
una manera no uniforme: donde más amplia y compleja se muestra es allí donde
más tiempo hace que la cultura está aposentada, y desaparece en la medida en
que «el bárbaro» hace valer todavía o de nuevo su derecho bajo la desaliñada
vestimenta de la cultura occidental. En la Francia actual es, por lo tanto, y
esto es cosa tan fácil de deducir como de palpar con la mano, donde más enferma
se encuentra la voluntad; y Francia, que siempre ha tenido una habilidad magistral
para transformar en algo atractivo y seductor incluso los giros más fatales de
su espíritu, muestra hoy propiamente su preponderancia cultural sobre Europa en
su calidad de escuela y escaparate de todas las magias del escepticismo. La
fuerza de querer, y, en concreto, de querer largamente, es ya un poco más
fuerte en Alemania, y en el norte alemán es, a su vez, más fuerte que en el
centro; considerablemente más fuerte es en Inglaterra, en España y Córcega,
ligada en el primer caso a la flema, y en el segundo a los cráneos duros, para
no hablar de Italia, la cual es demasiado joven como para saber lo que quiere y
que tiene que demostrar primero si es capaz de querer , pero donde más fuerte y
más asombrosa se muestra es en aquel imperio intermedio en el que Europa, por
así decirlo, refluye hacia Asia, en Rusia.
Allí la fuerza de querer ha venido siendo reservada y
acumulada desd
e hace mucho tiempo, allí la voluntad quién sabe si como
voluntad de afirmación o de negación aguarda amenazadoramente el momento en que
se la accione, para tomar prestado a los físicos de hoy su palabra preferida.
Para que Europa quede libre de su máximo peligro acaso sean necesarias no sólo
guerras en India y complicaciones en Asia, sino revoluciones internas, la
desmembración del Reich en pequeños cuerpos y, sobre todo, la introducción de
la imbecilidad parlamentaria, además de la obligación para todo el mundo de
leer su periódico durante el desayuno. Yo no digo esto porque lo desee: antes
bien, yo desearía lo contrario, quiero decir, un aumento tal de la amenaza
representada por Rusia que Europa tuviera que decidirse a volverse amenazadora
en esa misma medida, esto es, a adquirir una voluntad única mediante el
instrumento de una nueva casta que dominase sobre Europa, a adquirir una
voluntad propia prolongada, terrible, que pudiera proponerse metas para
milenios: para que por fin acabasen tanto la comedia, que ha durado demasiado,
de su división en pequeños Estados como sus veleidades dinásticas y democráticas.
El tiempo de la política pequeña ha pasado: ya el próximo siglo trae consigo la
lucha por el dominio de la tierra, la coacción a hacer una política grande.
209
Hasta qué punto la nueva edad bélica en que nosotros los
europeos hemos manifiestamente entrado va a favorecer quizá también el
desarrollo de una especie distinta y más fuerte de escepticismo es cosa sobre
la cual yo quisiera expresarme por el momento nada más que mediante una imagen
que los amigos de la historia alemana comprenderán. Aquel irreflexivo
entusiasta de los granaderos guapos y altos que, como rey de Prusia, dio vida a
un genio militar y escéptico y con ello, en el fondo, a ese nuevo tipo de
alemán que justo ahora aparece victoriosamente en el horizonte , el ambiguo y
loco padre de Federico el Grande, tuvo también en un único punto la zarpa y la
garra afortunada del genio: supo qué era lo que faltaba entonces en Alemania y
cuál era la falta que resultaba cien veces más angustiosa y urgente que, por
ejemplo, la falta de cultura y de forma social, su aversión por el joven Federico
provenía de la angustia de un instinto profundo. Faltaban varones; y él
recelaba, para amarguísimo
fastidio suyo, que su propio hijo no era suficientemente varón. En esto se engañó:
mas ¿quién no se habría engañado en su lugar? Veía a su hijo víctima del ateísmo,
del esprit [espíritu], de la deleitosa frivolidad propia de franceses lleno
s de ingenio: veía en el trasfondo la gran chupadora de
sangre, la araña del escepticismo, sospechaba la incurable miseria de un
corazón que ya no es bastante fuerte ni para el bien ni para el mal, de una
voluntad rota que ya no da órdenes, que ya no puede dar órdenes. Pero
entretanto se desarrolló en su hijo aquella especie nueva, más peligrosa y más
dura, de escepticismo, ¿quién sabe hasta qué punto favorecida precisamente por
el odio del padre y por la gélida melancolía de una voluntad que se había hecho
solitaria? el escepticismo de la virilidad temeraria, que está estrechamente
emparentado con el genio para la guerra y para la conquista y que hizo su
primera entrada en Alemania bajo la figura del gran Federico. Este escepticismo
desprecia y, sin embargo, atrae hacia sí; socava y se posesiona; no cree, pero
no se pierde en eso; otorga al espíritu una libertad peligrosa, pero al corazón
lo sujeta con rigor; es la forma alemana del escepticismo, que, en forma de un
fredericianismo prolongado y elevado hasta lo más espiritual, ha tenido
sometida durante largo tiempo a Europa bajo el dominio del espíritu alemán y de
su desconfianza crítica e histórica. Gracias al indomable, fuerte y tenaz
carácter viril de los grandes filólogos y críticos de la historia alemanes (los
cuales, si se los mira bien, fueron todos ellos también artistas de la
destrucción y de la disgregación) se estableció poco a poco, pese a todo el
romanticismo en música y en filosofía, un nuevo concepto del espíritu alemán,
en el que destacaba decisivamente la tendencia al escepticismo viril: bien, por
ejemplo, como intrepidez de la mirada, bien como valentía y dureza de la mano
al descomponer cosas, bien como tenaz voluntad de emprender peligrosos viajes
de descubrimiento, espiritualizadas expediciones al polo norte bajo cielos
desolados y peligrosos. Sin duda está bien justificado el que hombres
humanitarios, de sangre fría, superficiales, se santigüen precisamente
ante ese espíritu: cet esprit fataliste, ironique,
méphistophélique [ese espíritu fatalista, irónico, mefistofélico] lo denomina,
no sin estremecimientos, Michelet. Pero si alguien quiere percibir qué
distinción tan grande representa ese miedo al «varón» existente en el espíritu
alemán, que despertó a Europa de su «somnolencia dogmática», recuerde el
antiguo concepto que fue necesario superar con él, y cómo no hace tanto tiempo
que a una mujer masculinizada"' le fue lícito, con una desbocada
presunción, osar recomendar los alemanes a la simpatía de Europa, como cretinos
suaves y poéticos, buenos de corazón y débiles de voluntad. Entiéndase por fin
con suficiente profundidad el asombro de Napoleón cuando vio a Goethe: ese
asombro delata lo que durante siglos se había entendido por «espíritu alemán».
«Voilá un homme!» quería decir: «¡Eso es un varón! ¡Y yo había esperado únicamente
un alemán!»
210
Suponiendo, pues, que en la imagen de los filósofos del
futuro haya algún
rasgo que permita adivinar que acaso ellos tengan que ser
escépticos en el sentido recién insinuado, con esto no habríamos designado más
que algo en ellos y no a ellos mismos. Idéntico derecho tienen a hacerse llamar
críticos; y sin ninguna duda serán hombres de experimentos. Mediante el nombre
con que he osado bautizarlos he subrayado ya de modo expreso el experimentar y
el placer de experimentar: ¿lo he hecho porque a ellos, en cuanto críticos de
los pies a la cabeza, les gusta servirse del experimento en un sentido nuevo,
quizá más amplio, quizá más peligroso? En su pasión de conocimiento, ¿tienen
ellos que llegar, con sus temerarios y dolorosos experimentos, más allá de lo
que puede aprobar el reblandecido y debilitado gusto de un siglo democrático?
No hay duda: a esos venideros es a los que menos les será
lícito abstenerse de aquellas propiedades serias y no exentas de peligro que
diferencian al crítico del escéptico, quiero decir, la seguridad de los
criterios valorativos, el manejo consciente de una unidad de método, el coraje
alertado, el estar solos y el poder responder de sí mismos; incluso admiten la
existencia en ellos de un placer en el decir no y en el desmembrar las cosas, y
de una cierta crueldad juiciosa que sabe manejar el cuchillo con seguridad y
finura, aun cuando el corazón sangre. Serán más duros (y quizá no sólo siempre
consigo mismos) de lo que las personas humanitarias desearían, no establecerán
relaciones con la «verdad» para que ésta les «agrade» o los «eleve» o los
«entusiasme»: antes bien, será parca su fe en que precisamente la verdad
comporta tales placeres para el sentimiento. Sonreirán, estos espíritus rigurosos,
cuando alguien diga ante ellos: «Ese pensamiento me levanta: ¿cómo no iba a ser
él verdadero?» O: «Esa obra me encanta: ¿cómo no iba a ser ella hermosa?»
O: «Ese artista me engrandece: ¿cómo no iba a ser él
grande?» acaso tengan preparada no sólo una sonrisa, sino una auténtica náusea
frente a todo
lo que de ese modo sea iluso, idealista, femenino,
hermafrodita, y quien supiera seguirlos hasta las cámaras ocultas de su corazón
difícilmente encontraría allí el propósito de conciliar los «sentimientos
cristianos» con el «gusto antiguo» y no digamos con el «parlamentarismo
moderno» (propósito conciliador que en nuestro muy inseguro y, por
consiguiente, muy conciliador siglo se encontrará incluso entre los filósofos).
Esos filósofos del futuro se exigirán a sí mismos no sólo una disciplina
crítica y todos los hábitos que conducen a la limpieza y al rigor en los
asuntos del espíritu: les será lícito exhibirse a sí mismos como su especie de
ornamento, a pesar de ello, no por esto quieren llamarse todavía críticos.
Paréceles una afrenta no pequeña que se hace a la filosofía el que se decrete,
como hoy se gusta de hacer: «la filosofía misma es crítica y ciencia crítica ¡y
nada más!» Aunque esta valoración de la filosofía goce del aplauso de todos los
positivistas de Francia y de Alemania (y sería posible que hubiese halagado
incluso al corazón y al gusto de Kant: recuérdese el título de sus obras
capitales): nuestros nuevos filósofos dirán a pesar de eso: ¡los críticos son
instrumentos del filósofo, y precisamente por eso, porque son instrumentos, no
son aún, ni de lejos, filósofos! También el gran chino de Kónigsberg era
únicamente un gran crítico.
211
Insisto en que se deje por fin de confundir a los trabajadores
filosóficos y,
en general, a los hombres científicos con los filósofos, en
que justo aquí se dé rigurosamente «a cada uno lo suyo», a los primeros no
demasiado, y a los segundos no demasiado poco. Acaso para la educación del
verdadero filósofo se necesite que él mismo haya estado alguna vez también en
todos esos niveles en los que permanecen, en los que tienen que permanecer sus
servidores, los trabajadores científicos de la filosofía; él mismo tiene que
haber sido tal vez crítico y escéptico y dogmático e historiador y, además,
poeta y coleccionista y viajero y adivinador de enigmas y moralista y vidente y
«espíritu libre» y casi todas las cosas, a fin de recorrer el círculo entero de
los valores y de los sentimientos valorativos del hombre y a fin de poder mirar
con muchos ojos y conciencias, desde la altura hacia toda lejanía, desde la
profundidad hacia toda altura, desde el rincón hacia toda amplitud. Pero todas
estas cosas son únicamente condiciones previas de su tarea: la tarea misma
quiere algo distinto, exige que él cree valores. Aquellos trabajadores
filosóficos modelados según el noble patrón de Kant y de Hegel tienen que
establecer y que reducir a fórmulas cualquier gran hecho efectivo de
valoraciones es decir, de anteriores posiciones de valor, creaciones de valor
que llegaron a ser dominantes y que durante algún tiempo fueron llamadas
«verdades» bien en el reino de lo lógico, bien en el de lo político (moral),
bien en el de lo artístico. A estos investigadores les incumbe el volver
aprehensible, manejable, dominable con la mirada, dominable con el pensamiento
todo lo que hasta ahora ha ocurrido y ha sido objeto de aprecio, el acortar
todo lo largo, el acortar incluso
«el tiempo» mismo, y el sojuzgar el pasado entero: inmensa
y maravillosa tarea en servir a la cual pueden sentirse satisfechos con
seguridad todo orgullo sutil, toda voluntad tenaz. Pero los auténticos
filósofos son hombres que dan órdenes y legislan: dicen: «¡así debe ser!», son
ellos los que determinan el «hacia dónde» y el «para qué» del ser humano,
disponiendo aquí del trabajo previo de todos los trabajadores filosóficos, de
todos los sojuzgadores del pasado, ellos extienden su mano creadora hacia el
futuro, y todo lo que es y ha sido conviértese para ellos en medio, en
instrumento, en martillo. Su «conocer» es crear, su crear es legislar, su
voluntad de verdad es voluntad de poder. ¿Existen hoy tales filósofos? ¿Han
existido ya tales filósofos? ¿No tienen que existir tales filósofos?...
212
Va pareciéndome cada vez más que el filósofo, en cuanto es
un hombre
necesario del mañana y del pasado mañana, se ha encontrado
y ha tenido que encontrarse siempre en contradicción con su hoy: su enemigo ha
sido siempre el ideal de hoy. Hasta ahora todos esos extraordinarios promotores
del hombre a los que se da el nombre de filósofos y que raras veces se han sentido
a sí mismos como amigos de la sabiduría, sino más bien como necios
desagradables y como peligrosos signos de interrogación, han encontrado su
tarea, su dura, involuntaria, inevitable tarea, pero finalmente la grandeza de
su tarea, en ser la conciencia malvada de su tiempo. Al poner su cuchillo, para
viviseccionarlo, precisamente sobre el pecho de las virtudes de su tiempo,
delataban cuál era su secreto: conocer una nueva grandeza del hombre, un nuevo
y no recorrido camino hacia su engrandecimiento. Siempre han puesto al
descubierto cuánta hipocresía, espíritu de comodidad, dejarse ir y dejarse
caer, cuánta mentira yace oculta bajo los tipos
más venerados de la
moralidad contemporánea, cuánta virtud estaba anticuada; siempre dijeron:
«Nosotros tenemos que ir allá, allá fuera, donde hoy vosotros menos os sentís
como en vuestra casa». A la vista de un mundo de «ideas modernas», el cual
confinaría a cada uno a un rincón y «especialidad», un filósofo, en el caso de
que hoy pueda haber filósofos, se vería forzado a situar la grandeza del
hombre, el concepto «grandeza», precisamente en su amplitud y multiplicidad, en
su totalidad en muchos cosas: incluso determinaría el valor y el rango por el
número y diversidad de cosas que uno solo pudiera soportar y tomar sobre sí,
por la amplitud que uno solo pudiera dar a su responsabilidad. Hoy el gusto de
la época y la virtud de la época debilitan y enflaquecen la voluntad, nada está
tan en armonía con la época como la debilidad de la voluntad: por lo tanto, en
el ideal del filósofo tienen que formar parte del concepto de «grandeza» justo
la fortaleza de la voluntad, justo la dureza y capacidad para adoptar
resoluciones largas; con el mismo derecho con que la doctrina opuesta y el
ideal de una humanidad idiota, abnegada, humilde, desinteresada serían
adecuados a una época opuesta, a una época que, como el siglo XVI, sufriese a
causa de su acumulada energía de voluntad y a causa de las
aguas y mareas totalmente salvajes del egoísmo. En la época de Sócrates, entre
hombres de instinto fatigado, entre viejos atenienses conservadores que se
dejaban ir «hacia la felicidad», según ellos decían, hacia el placer, según
ellos obraban y que, al hacerlo, continuaban empleando las antiguas y
espléndidas palabras a las cuales no les daba derecho alguno su vida desde
hacía mucho tiempo, quizá fuese necesaria, para la grandeza del alma, la
ironía, aquella maliciosa ironía socrática del viejo médico y plebeyo que
sajaba sin misericordia tanto su propia carne como la carne y el corazón del
«aristócrata», con una mirada que decía bastante inteligiblemente: «¡No os
disfracéis delante de mí! ¡Aquí somos iguales!» Hoy, a la inversa, cuando en
Europa es el animal de rebaño el único que recibe y que reparte honores, cuando
la «igualdad de derechos» podría transformarse con demasiada facilidad en la
igualdad en la injusticia: yo quiero decir, combatiendo conjuntamente todo lo
raro, extraño, privilegiado del hombre superior, del deber superior, de la
responsabilidad superior, de la plenitud de poder y el dominio superiores, que
hoy el ser aristócrata, el querer ser para sí, el poder ser distinto, el estar
solo y el tener que vivir por sí mismo forman parte del concepto de «grandeza»;
y el filósofo delatará algo de su propio ideal cuando establezca: «El más
grande será el que pueda ser el más solitario, el más oculto, el más
divergente, el hombre más allá del bien y del mal, el señor de sus virtudes, el
sobrado de voluntad; grandeza debe llamarse precisamente el poder ser tan
múltiple como entero, tan amplio como pleno». Y hagamos una vez más la
pregunta: ¿es hoy posible la grandeza?
213
Lo que un filósofo es, eso resulta difícil de aprender,
pues no se puede
enseñar: hay que «saberlo», por experiencia, o se debe
tener el orgullo de no saberlo. Pero que hoy todo el mundo habla de cosas con
respecto a las cuales no puede tener experiencia alguna, eso es algo que se aplica
ante todo y de la peor manera a los filósofos y a los estados de ánimo
filosóficos: poquísimos son los que los conocen, poquísimos son aquellos a los
que les es lícito conocerlos, y todas las opiniones populares sobre ellos son
falsas. Así, por ejemplo, la mayor parte de los pensadores y doctos no conocen
por experiencia propia esa coexistencia genuinamente filosófica entre una
espiritualidad audaz y traviesa, que corre presto, y un rigor y necesidad
dialécticos que no dan ningún paso en falso, y por ello, en el caso de que
alguien quisiera hablar de esto delante de ellos, no merecería crédito. Ellos
se representan toda necesidad como una tortura, como un torturante
tenerqueseguir y serforzado; y el pensar mismo lo conciben como algo lento,
vacilante, casi como una fatiga, y, con bastante frecuencia, como «digno del
sudor de los nobles» ¡pero no, en modo alguno, como algo ligero, divino,
estrechamente afín al baile, a la petulancia! «Pensar» y «tomar en serio»,
«tomar con gravedad» una cosa en ellos esto va junto: únicamente así lo han
«vivido» ellos. Acaso los artistas tengan en esto un olfato
más sutil: ellos, que saben demasiado bien que justo cuando no hacen ya nada
«voluntariamente», sino todo necesariamente, es cuando llega a su cumbre su
sentimiento de libertad, de finura, de omnipotencia, de establecer, disponer,
configurar creadoramente, en suma, que entonces es cuando la necesidad y la
«libertad de la voluntad» son en ellos una sola cosa. Hay, finalmente, una
jerarquía de estados psíquicos a la cual corresponde la jerarquía de los
problemas; y los problemas supremos rechazan sin piedad a todo aquel que se
atreve a acercarse a ellos sin estar predestinado por la altura y poder de su
espiritualidad a darles solución. ¡De qué sirve el que flexibles cabezas
universales o mecánicos y empíricos desmañados y bravos se esfuercen, como hoy
sucede de tantos modos, por acercarse a esos problemas con su ambición de
plebeyos y por penetrar, si cabe la expresión, en esa «corte de las cortes»!
Pero a los pies groseros nunca les es lícito pisar tales alfombras: de eso ha
cuidado ya la ley primordial de las cosas; ¡las puertas permanecen cerradas
para estos intrusos, aunque se den de cabeza contra ellas y se la rompan! Para
entrar en un mundo elevado hay que haber nacido, o dicho con más claridad, hay
que haber sido criado para él: derecho a la filosofía tomando esta palabra en
el sentido grande sólo se tiene gracias a la ascendencia, también aquí son los
antecesores, la «sangre», los que deciden. Muchas generaciones tienen que haber
trabajado anticipadamente para que surja el filósofo; cada una de sus virtudes
tiene que haber sido adquirida, cultivada, heredada, apropiada individualmente,
y no sólo el paso y carrera audaces, ligeros, delicados de los pensamientos,
sino sobre todo la prontitud para las grandes responsabilidades, la soberanía
de las miradas dominadoras, de las miradas hacia abajo, el sentirse a sí mismo
separado de la multitud y de sus deberes y virtudes, el afable proteger y
defender aquello que es malentendido y calumniado, ya sea dios, ya sea el
diablo, el placer y la ejercitación en la gran justicia, el arte de mandar, la
amplitud de la voluntad, los ojos lentos, que raras veces admiran, raras veces
miran hacia arriba, que raras veces aman...
SECCIÓN SÉPTIMA Nuestras virtudes
214
¿Nuestras virtudes? Es probable que también nosotros
sigamos teniendo
nuestras virtudes, aunque, como es obvio, no serán aquellas
candorosas
y macizas virtudes en razón de las cuales honramos a
nuestros abuelos, pero también los mantenemos un poco distanciados de nosotros.
Nosotros los
europeos de pasado mañana, nosotros primicias del siglo XX,
con toda nuestra peligrosa curiosidad, con nuestra complejidad y nuestro arte
del disfraz, con nuestra reblandecida y, por así decirlo, endulzada crueldad de
espíritu y de sentidos, nosotros, si es que debiéramos tener virtudes,
tendremos presumiblemente sólo aquellas que hayan aprendido a armonizarse de
manera óptima con nuestras inclinaciones más secretas e íntimas, con nuestras
necesidades más ardientes: ¡bien, busquémoslas de una vez en nuestros
laberintos! en los cuales, como es sabido, son muchas las cosas que se
extravían, muchas las cosas que se pierden del todo. ¿Y hay algo más hermoso
que buscar nuestras virtudes? ¿No significa esto ya casi: creer en nuestra
virtud? Pero este «creer en nuestra virtud» ¿no es en el fondo lo mismo que en
otro tiempo se llamaba nuestra «buena conciencia», aquella venerable trenza
conceptual de larga cola que nuestros abuelos se colgaban detrás de su cabeza
y, con bastante frecuencia, también detrás de su entendimiento? Parece, pues,
que, aunque nosotros nos consideremos muy poco pasados de moda y muy poco
respetables a la manera de nuestros abuelos, hay una cosa en la que, sin
embargo, somos los dignos nietos de tales abuelos, nosotros los últimos
europeos con buena conciencia: también nosotros seguimos llevando la trenza de
ellos. ¡Ay! ¡Si supieseis qué pronto, qué pronto ya las cosas serán
distintas!...
215
Así como en el reino de los astros son a veces dos los
soles que determinan
la órbita de un único planeta, así como en determinados
casos soles de color distinto iluminan un único planeta, unas veces con luz
roja, otras con luz verde, y luego lo iluminan de nuevo los dos a la vez y lo
inundan de una luz multicolor: así nosotros los hombres modernos, gracias a la
complicada mecánica de nuestro «cielo estrellado», estamos determinados por
morales diferentes; nuestros actos brillan alternativamente con colores
distintos, raras veces son unívocos, y hay bastantes casos en que realizamos
actos multicolores.
216
¿Amar a nuestros enemigos? Yo creo que eso se ha aprendido
bien: hoy
eso ocurre de mil maneras, en lo grande y en lo pequeño;
incluso a veces ocurre ya algo más elevado y más sublime nosotros aprendemos a
despreciar cuando amamos, y precisamente cuando mejor amamos: pero todo esto
ocurre de manera inconsciente, sin ruido, sin pompa, con aquel pudor y aquel
ocultamiento propios de la bondad que prohíben a la boca decir la palabra
solemne y la fórmula de la virtud. La moral como afectación repugna hoy a
nuestro gusto. Esto es también un progreso: como el progreso de nuestros padres
fue el que a su gusto acabase por repugnarle la religión como afectación,
incluidas la hostilidad y la acritud volteriana contra la religión (y
todo lo que en aquel tiempo formaba parte de la mímica de
los librepensadores). Con la música que hay en nuestra conciencia, con el baile
que hay en nuestro espíritu es con lo que no quieren armonizar ninguna letanía
puritana, ningún sermón moral y ninguna probidad.
217
¡Ponerse en guardia contra quienes dan mucho valor a que se
confíe en su
tacto y sutileza morales en materia de distinciones
morales! Jamás nos perdonan el haberse equivocado alguna vez en presencia
nuestra (y, no digamos, a propósito de nosotros), inevitablemente se convierten
en nuestros calumniadores y detractores instintivos, aun cuando continúen
siendo «amigos» nuestros. Bienaventurados los olvidadizos: pues «digerirán»
incluso sus estupideces.
218
Los psicólogos de Francia ¿en qué otro lugar existen hoy
psicólogos? no
han acabado aún de saborear el amargo y multiforme placer
que encuentran en
la bétise bourgeoise [estupidez burguesa], como si, por así
decirlo..., basta, con esto ellos delatan una cosa. Flaubert, por ejemplo, el
honrado burgués de Ruán, no vio, ni oyó, ni saboreó en última instancia más que
esto: constituía su especie propia de autotortura y de sutil crueldad. Ahora
bien, yo recomiendo, para variar pues la cosa se vuelve aburrida, algo maravillosamente
distinto: la astucia inconsciente con que todos los buenos, gordos y honrados
espíritus de la mediocridad se comportan respecto de los espíritus superiores y
las tareas de éstos, aquella astucia sutil, ganchuda, jesuítica, que resulta
mil veces más sutil que el entendimiento y el gusto de esa clase media en sus
mejores instantes más sutil incluso que el entendimiento de sus víctimas : para
que quede reiteradamente demostrado que el «instinto» es la más inteligente de
todas las especies de inteligencia descubiertas hasta ahora. En suma, estudiad,
psicólogos, la filosofía de la «regla» en lucha con la «excepción»: ¡ahí tenéis
un espectáculo que resulta bastante bueno para los dioses y para la malicia
divina! O, dicho de modo más actual: ¡viviseccionad al «hombre bueno», al homo
bonae voluntatis [hombre de buena voluntad]..., a vosotros!
219
El juicio y la condena morales constituyen la venganza
favorita de los
hombres espiritualmente limitados contra quienes no lo son
tanto, y también
una especie de compensación por el hecho de haber sido mal
dotados por la naturaleza, y, en fin, una ocasión de adquirir espíritu y
volverse sutiles: la maldad espiritualiza. En el fondo de su corazón les agrada
que exista un criterio frente al cual incluso los hombres colmados de bienes y
privilegios del espíritu se equiparan a ellos: luchan por la «igualdad de todos
ante Dios», y para esto casi necesitan ya la fe en Dios. Entre ellos se
encuentran los
adversarios más vigorosos del ateísmo. Quien les dijera:
«una espiritualidad elevada no tiene comparación con ninguna probidad ni
respetabilidad de un hombre que sea precisamente sólo moral», ése los pondría
furiosos: yo me guardaré de hacerlo. Quisiera, antes bien, halagarlos con mi
tesis de que una espiritualidad elevada subsiste tan sólo como último engendro
de cualidades morales; que ella constituye una síntesis de todos aquellos
estados atribuidos a los hombres «sólo morales», una vez que se los ha
conquistado, uno a uno, mediante una disciplina y un ejercicio prolongados, tal
vez en cadenas enteras de generaciones; que la espiritualidad elevada es
precisamente la espiritualización de la justicia y de aquel rigor bonachón que
se sabe encargado de mantener en el mundo el orden del rango, entre las cosas
mismas y no sólo entre los hombres.
220
Dado que la alabanza de lo «desinteresado» es tan popular
ahora, tenemos
que cobrar consciencia, tal vez no sin algún peligro, de
qué es aquello por lo que el
pueblo se interesa
propiamente y de cuáles son en general las cosas de que el hombre vulgar se
preocupa por principio y a fondo: incluidos los hombres cultos, incluso los
doctos, y, si no me equivoco del todo, casi también los filósofos. El hecho que
aquí sale a luz es que la mayor parte de las cosas que interesan y atraen a
gustos más sutiles y exigentes, a toda naturaleza superior, ésas le parecen
completamente «no interesantes» al hombre medio: y si éste, a pesar de todo,
observa una dedicación a ellas, la califica de désintéressé [desinteresada] y
se asombra de que sea posible actuar «desinteresadamente». Ha habido filósofos
que han sabido dar una expresión seductora y místicamente ultraterrenal a ese
asombro popular (¿acaso porque no conocían por experiencia la naturaleza
superior?) en lugar de establecer la verdad desnuda e íntimamente justa de que
la acción «desinteresada» es una acción muy interesante e interesada,
presuponiendo que... «¿Y el amor?» ¡Cómo! ¿También una acción realizada por
amor será «no egoísta»? ¡Pero cretinos! «¿Y la alabanza del que se sacrifica?»
Mas quien ha realizado verdaderamente sacrificios sabe que él quería algo a
cambio de ellos, y que lo consiguió, tal vez algo de sí a cambio de algo de sí
que dio algo en un sitio para tener más en otro, acaso para ser más o para
sentirse a sí mismo como «más». Es éste, sin embargo, un reino de preguntas y
respuestas en el que a un espíritu exigente no le gusta detenerse: hasta tal
punto necesita aquí la verdad reprimir el bostezo cuando tiene que dar
respuesta. En última instancia es la verdad una mujer: no se le debe hacer
violencia.
221
Ocurre, decía un pedante y doctrinario moralista, que yo
honro y trato con
distinción a un hombre desinteresado: pero no porque él sea
desinteresado, sino porque me parece que tiene derecho a ser, a costa suya,
útil a otro
hombre. Bien, la cuestión está siempre en saber quién es
aquél y quién es éste. E
n un hombre destinado y hecho para mandar, por ejemplo, el
negarse a sí mismo y
el posponerse modestamente no sería una virtud, sino la
disipación de una virtud: así me parece a mí. Toda moral no egoísta que se
considere a sí misma incondicional y que se dirija a todo el mundo no peca
solamente contra el gusto: es una incitación a cometer pecados de omisión, es
una seducción más, bajo máscara de filantropía y cabalmente una seducción y un
daño de los hombres superiores, más raros, más privilegiados. A las morales hay
que forzarlas a que se inclinen sobre todo ante la jerarquía, hay que meterles
en la conciencia su presunción, hasta que todas acaben viendo con claridad que
es inmoral decir: «Lo que es justo para uno es justo para otro». Así dice mi
pedante y bonhomme [buen hombre] moralista: ¿merecería sin duda que nos
riésemos de él cuando así predicaba moralidad a las morales? Mas si queremos
tener de nuestro lado a los que ríen no debemos tener demasiada razón; una
pizca de falta de razón forma parte incluso del buen gusto.
222
En los lugares en que hoy se predica compasión y, si se
escucha bien,
ahora no se predica ya ninguna otra religión, abra el
psicólogo sus oídos: a través de toda la vanidad, a través de todo el ruido que
son propios de esos predicadores (como de todos los predicadores), oirá un
ronco, quejoso, genuino acento de autodesprecio. Éste forma parte de aquel
ensombrecimiento y afeamiento de Europa que desde hace un siglo no hace más que
aumentar (y cuyos primeros síntomas están consignados ya en una pensativa carta
de Galiani a madame D'Epinay): ¡si es que no es la causa de ellos! El hombre de
las «ideas modernas», ese mono orgulloso, está inmensamente descontento consigo
mismo: esto es seguro. Padece: y su vanidad quiere que él sólo «compadezca» ...
223
El mestizo hombre europeo un plebeyo bastante feo, en
conjunto necesita
desde luego un disfraz: necesita la ciencia histórica como
guardarropa de disfraces. Es cierto que se da cuenta de que ninguno de éstos
cae bien a su cuerpo, cambia y vuelve a cambiar. Examínese el siglo XIX en lo
que respecta a esas rápidas predilecciones y variaciones de las mascaradas
estilísticas; también en lo que se refiere a los instantes de desesperación
porque «nada nos cae bien». Inútil resulta exhibirse con traje romántico, o
clásico, o cristiano, o florentino, o barroco, o «nacional» in moribus et
artibus [en las costumbres y en las artes]: ¡nada «viste»! Pero el «espíritu»,
en especial el «espíritu histórico», descubre su ventaja incluso en esa
desesperación: una y otra vez un nuevo fragmento de prehistoria y de extranjero
es ensayado, adaptado, desechado, empaquetado y, sobre todo, estudiado:
nosotros somos la primera época estudiada in puncto [en asunto] de «disfraces»,
quiero decir, de morales,
de artículos de fe, de gustos artísticos y de religiones,
nosotros estamos preparados, como ningún otro tiempo lo estuvo, para el
carnaval de gran estilo, para la más espiritual petulancia y risotada de
carnaval, para la altura trascendental
de la estupidez suprema y de la irrisión aristofanesca del
mundo. Acaso nosotros hayamos descubierto justo aquí el reino de nuestra
invención, aquel reino donde también nosotros podemos ser todavía originales,
como parodistas, por ejemplo, de la historia universal y como bufones de Dios,
¡tal vez, aunque ninguna otra cosa de hoy tenga futuro, téngalo, sin embargo,
precisamente nuestra risa!
224
El sentido histórico (o la capacidad de adivinar con
rapidez la jerarquía de
las valoraciones según las cuales han vivido un pueblo, una
sociedad, un ser humano, el «instinto adivinatorio» de las relaciones
existentes entre esas valoraciones, de la relación entre la autoridad de los
valores y la autoridad de las fuerzas efectivas): ese sentido histórico que
nosotros los europeos reivindicamos como nuestra peculiaridad lo ha traído a
nosotros la encantadora y loca semibarbarie en que la mezcolanza democrática de
estamentos y razas ha precipitado a Europa, el siglo XIX ha sido el primero en
conocer ese sentido como su sexto sentido. El pasado de cada forma y de cada
modo de vivir, de culturas que antes se hallaban duramente yuxtapuestas,
superpuestas, desemboca gracias a esa mezcolanza en nosotros las «almas
modernas», a partir de ahora nuestros instintos corren por todas partes hacia
atrás, nosotros mismos somos una especie de caos: finalmente, como hemos dicho,
«el espíritu» descubre en esto su ventaja. Gracias a nuestra semibarbarie de
cuerpo y de deseos tenemos accesos secretos a todas partes, accesos no poseídos
nunca por ninguna época aristocrática, sobre todo los accesos al laberinto de
las culturas incompletas y a toda semibarbarie que alguna vez haya existido en
la tierra; y en la medida en que la parte más considerable de la cultura humana
ha sido hasta ahora precisamente semibarbarie, el «sentido histórico» significa
casi el sentido y el instinto para percibir todas las cosas, el gusto y la
lengua para saborear todas las cosas: con lo que inmediatamente revela ser un
sentido no aristocrático. Volvemos a gozar, por ejemplo, a Homero: quizá
nuestro avance más afortunado sea el que sepamos saborear a Homero, al que los
hombres de una cultura aristocrática (por ejemplo, los franceses del siglo
XVII, como Saint Evremond, que le reprocha el esprit vaste [espíritu vasto], e
incluso todavía Voltaire, acorde final de aquélla) no saben ni han sabido
apropiárselo con tanta facilidad. El sí y el no, muy precisos, de su paladar,
su náusea fácil de aparecer, su vacilante reserva con relación a todo lo
heterogéneo, su miedo a la falta de gusto que puede haber incluso en la
curiosidad más viva, y, en general, aquella mala voluntad de toda cultura
aristocrática y autosatisfecha para confesarse un nuevo deseo, una
insatisfacción en lo propio, una admiración de lo extraño:
todo eso predispone y previene desfavorablemente a estos
aristócratas aun frente a
las mejores cosas
del mundo que no sean propiedad suya o que no puedan convertirse en presa suya,
y ningún sentido resulta más ininteligible a tales hombres que justo el sentido
histórico y su curiosidad sumisa, propia de plebeyos. Lo mismo ocurre con Shakespeare,
esa asombrosa síntesis hispanomorosajona del gusto, del cual se habría reído o
con el cual se habría enojado casi hasta morir un ateniense antiguo amigo de
Esquilo; pero nosotros aceptamos precisamente, con una familiaridad y
cordialidad secretas, esa salvaje policromía, esa mezcla de lo más delicado,
grosero y artificial, nosotros gozamos a Shakespeare considerándolo como el
refinamiento del arte reservado precisamente a nosotros, y al hacerlo dejamos
que las exhalaciones repugnantes y la cercanía de la plebe inglesa, en medio de
las cuales viven el arte y el gusto de Shakespeare, nos incomoden tan poco como
nos incomodan, por ejemplo, en la Chiaja de Nápoles: donde nosotros seguimos
nuestro camino llevando todos los sentidos abiertos, fascinados y dóciles,
aunque el olor de las cloacas de los barrios plebeyos llene el aire.
Nosotros los hombres del «sentido histórico»: en cuanto
tales, poseemos nuestras virtudes, no puede negarse, carecemos de pretensiones,
somos desinteresados, modestos, valerosos, llenos de autosuperación, llenos de
abnegación, muy agradecidos, muy pacientes, muy acogedores: con todo esto, quizá
no tengamos mucho «buen gusto». Confesémonoslo por fin: lo que a nosotros los
hombres del «sentido histórico» más difícil nos resulta captar, sentir,
saborear, amar, lo que en el fondo nos encuentra prevenidos y casi hostiles, es
justo lo perfecto y lo definitivamente maduro en toda cultura y en todo arte,
lo auténticamente aristocrático en obras y en seres humanos, su instante de mar
liso y de autosatisfacción alciónica, la condición áurea y fría que muestran
todas las cosas que han alcanzado su perfección. Tal vez nuestra gran virtud
del sentido histórico consista en una necesaria antítesis del buen gusto, al
menos del óptimo gusto, y sólo de mala manera, sólo con vacilaciones, sólo por
coacción somos capaces de reproducir en nosotros precisamente aquellas
pequeñas, breves y supremas jugadas de suerte y transfiguraciones de la vida
humana que acá y allá resplandecen: aquellos instantes y prodigios en que una
gran fuerza se ha detenido voluntariamente ante lo desmedido e ilimitado , en
que gozamos de una sobreabundancia de sutil placer en el repentino domeñarnos y
quedarnos petrificados, en el establecernos y fijarnos sobre un terreno que todavía
tiembla. La moderación se nos ha vuelto extraña, confesémoslo; nuestro prurito
es cabalmente el prurito de lo infinito, desmesurado. Semejantes al jinete que,
montado sobre un corcel, se lanza hacia delante, así nosotros dejamos sueltas
las riendas ante lo infinito, nosotros los hombres modernos, nosotros los
semibárbaros y no tenemos nuestra bienaventuranza más que allí donde más
peligro corremos.
225
Lo mismo el hedonismo que el pesimismo, lo mismo el
utilitarismo que el eudemonismo: todos esos modos de pensar que miden el valor
de las cosas por el placer y el sufrimie
nto que éstas producen, es decir, por estados concomitantes
y cosas accesorias, son ingenuidades y modos superficiales de pensar, a los
cuales no dejará de mirar con burla, y también con compasión, todo aquel que se
sepa poseedor de fuerzas configuradoras y de una conciencia de artista.
¡Compasión para con vosotros! no es, desde luego, la compasión tal como
vosotros la entendéis: no es compasión para con la «miseria» social, para con
la «sociedad» y sus enfermos y lisiados, para con los viciosos y arruinados de
antemano, que yacen por tierra a nuestro alrededor; y menos todavía es compasión
para con esas murmurantes, oprimidas, levantiscas capas de esclavos que aspiran
al dominio ellas lo llaman libertad. Nuestra compasión es una compasión más
elevada, de visión más larga: ¡nosotros vemos cómo el hombre se empequeñece,
¡cómo vosotros lo empequeñecéis! y hay instantes en los que contemplamos
precisamente vuestra compasión con una ansiedad indescriptible, en los que nos
defendemos de esa compasión, en los que encontramos que vuestra seriedad es más
peligrosa que cualquier ligereza. Vosotros queréis, en lo posible, eliminar el
sufrimiento y no hay ningún «en lo posible» más loco que ése; ¿y nosotros?
¡parece cabalmente que nosotros preferimos que el sufrimiento sea más grande y
peor que lo ha sido nunca! El bienestar, tal como vosotros lo entendéis ¡eso no
es, desde luego, una meta, eso a nosotros nos parece un final! Un estado que
enseguida vuelve ridículo y despreciable al hombre, ¡que hace desear el ocaso
de éste! La disciplina del sufrimiento, del gran sufrimiento ¿no sabéis que
únicamente esa disciplina es la que ha creado hasta ahora todas las elevaciones
del hombre?
Aquella tensión del alma en la infelicidad, que es la que
le inculca su fortaleza,
los estremecimientos
del alma ante el espectáculo de la gran ruina, su inventiva y valentía en el
soportar, perseverar, interpretar, aprovechar la desgracia, así como toda la
profundidad, misterio, máscara, espíritu, argucia, grandeza que le han sido
donados al alma: ¿no le han sido donados bajo sufrimientos, bajo la disciplina
del gran sufrimiento? Criatura y creador están unidos en el hombre: en el
hombre hay materia, fragmento, exceso, fango, basura, sinsentido, caos; pero en
el hombre hay también un creador, un escultor, dureza de martillo, dioses
espectadores y séptimo día: ¿entendéis esa antítesis? ¿Y que vuestra compasión
se dirige a la «criatura en el hombre», a aquello que tiene que ser
configurado, quebrado, forjado, arrancado, quemado, abrasado, purificado, a
aquello que necesariamente tiene que sufrir y que debe sufrir? Y nuestra compasión
¿no os dais cuenta de a qué se dirige nuestra opuesta compasión cuando se
vuelve contra vuestra compasión considerándola como el más perverso de todos
los reblandecimientos y debilidades? ¡Así, pues, compasión contra compasión!
Pero, dicho una vez más, hay problemas más altos que todos los problemas del
placer, del sufrimiento y de la
compasión; y toda filosofía que no aboque a ellos es una
ingenuidad. 226
¡Nosotros los inmoralistas! Ese mundo que nos concierne a
nosotros, en el cual nosotros hemos de sentir miedo y sentir amor, ese mundo
casi invisible e inaudible del mandato sutil, de la obediencia sutil, un mundo
del «casi» en todos los sentidos de la palabra, ganchudo, capcioso, agudo,
delicado: ¡sí, ese mundo está bien defendido contra los espectadores obtusos y
contra la curiosidad confianzuda! Nosotros
nos hallamos encarcelados
en una rigurosa red y camisa de deberes, y no podemos salir de ella, ¡en eso
precisamente somos, también nosotros, «hombres del deber»! A veces, es verdad,
bailamos en nuestras «cadenas» y entre nuestras «espadas»; y con más
frecuencia, no es menos verdad, rechinamos los dientes bajo ellas y estamos
impacientes a causa de la secreta dureza de nuestro destino. Pero hagamos lo
que hagamos: los cretinos y la apariencia visible dicen contra nosotros «ésos
son hombres sin deber» ¡nosotros tenemos siempre contra nosotros a los cretinos
y a la apariencia visible!
227
La honestidad, suponiendo que ella sea nuestra virtud, de
la cual no
podemos desprendernos nosotros los espíritus libres bien,
nosotros queremos labora
r en ella con toda malicia y con todo amor y no cansarnos
de «perfeccionarnos» en nuestra virtud, que es la única que nos ha quedado:
¡que alguna vez su brillo se extienda, cual una dorada, azul, sarcástica luz de
atardecer, sobre esta cultura envejecida y sobre su obtusa y sombría seriedad! Y
si, a pesar de todo, algún día nuestra honestidad se cansase y suspirase y estirase
los miembros y nos considerase demasiado duros y quisiera ser tratada mejor, de
un modo más ligero, más delicado, cual un vicio agradable: ¡permanezcamos
duros, nosotros los últimos estoicos!, y enviemos en su ayuda todas las
diabluras que aún nos quedan nuestra náusea frente a lo burdo e impreciso,
nuestro nitimur in vetitum [nos lanzamos a lo prohibido], nuestro valor de
aventureros, nuestra curiosidad aleccionada y exigente, nuestra más sutil, más
enmascarada, más espiritual voluntad de poder y de superación del mundo, la
cual merodea y yerra ansiosa en torno a todos los reinos del futuro, ¡acudamos
en ayuda de nuestro «dios» con todos nuestros «diablos»! Es probable que a
causa de esto no nos reconozcan y nos confundan con otros: ¡qué importa! Dirán:
«Su honestidad ¡es su diablura, y nada más!» ¡Qué importa! ¡Aun cuando tuviesen
razón! ¿No han sido todos los dioses hasta ahora diablos rebautizados y
declarados santos? ¿Y qué sabemos nosotros, en última instancia, de nosotros?
¿Y cómo quiere llamarse el espíritu que nos guía? (es una cuestión de nombres).
¿Y cuántos espíritus albergamos nosotros? Nuestra honestidad, nosotros los
espíritus libres, ¡cuidemos de que no se convierta en nuestra vanidad, en
nuestro adorno y vestido de gala, en nuestra
limitación, en nuestra estupidez! Toda virtud se inclina a
la estupidez,
toda estupidez, a la
virtud; «estúpido hasta la santidad», dícese en Rusia, ¡tengamos cuidado de no
acabar nosotros volviéndonos, por honestidad, santos y aburridos! ¿No es la
vida cien veces demasiado corta para aburrirse en ella? En la vida eterna
tendríamos que creer para...
228
Perdóneseme el descubrimiento de que toda la filosofía
moral ha sido hasta
ahora aburrida y ha constituido un somnífero y de que, a mi
ver, ninguna otra cosa ha perjudicado más a «la virtud» que ese aburrimiento de
sus abogados; con lo cual no quisiera yo haber dejado de reconocer la utilidad
general de éstos. Importa mucho que sean los menos posibles los hombres que
reflexionen sobre moral, ¡importa muy mucho, por tanto, que la moral no llegue
un día a hacerse interesante!
¡Pero no se tenga
cuidado! Las cosas continúan estando también hoy como han estado siempre: no
veo a nadie en Europa que tenga (o que dé) una idea de que la reflexión sobre
la moral podría ser cultivada de un modo peligroso, capcioso, seductor, ¡de que
en ello podría haber una «fatalidad»! Contémplese, por ejemplo, a los
incansables, inevitables utilitaristas ingleses, de qué modo tan burdo y
venerable caminan y marchan tras las huellas de Bentham (una comparación
homérica lo dice con más claridad), de igual modo que éste caminó ya tras las
huellas del venerable Helvetius (¡no, un hombre peligroso no lo fue ese
Helvetius!). Ni un pensamiento nuevo, ni un giro y un pliegue más sutiles dados
a un pensamiento antiguo, ni siquiera una verdadera historia de lo pensado con
anterioridad: u
na literatura imposible en conjunto, suponiendo que no se
sea experto en sazonarla con un poco de malicia. También en estos moralistas,
en efecto (a los que hay que leer con todas las reservas mentales, en el caso
de que haya que leerlos ), se ha introducido furtivamente aquel viejo vicio
inglés que se llama cant [guardar las apariencias] y que es tartufería moral,
oculta esta vez bajo la nueva forma del cientificismo; tampoco falta un rechazo
secreto de los remordimientos de conciencia, que padecerá obviamente una raza
de antiguos puritanos, no obstante ocuparse de modo científico de la moral.
(¿No es un moralista lo contrario de un puritano? ¿A saber, en cuanto es un
pensador que considera la moral como algo problemático, cuestionable, en suma,
como problema? ¿Moralizar no sería inmoral?) En última instancia todos ellos
quieren que se dé la razón a la moralidad inglesa: en la medida en que
justamente de ese modo es como mejor se sirve a la humanidad, o al «provecho
general», o a la «felicidad de los más», ¡no!, a la felicidad de Inglaterra;
querrían demostrarse a sí mismos con todas sus fuerzas que el aspirar a la
felicidad inglesa, quiero decir al comfort [comodidad] y a la fashion
[elegancia] (y, en supremo lugar, a un puesto en el Parlamento), es a la vez
también el justo sendero de la virtud, incluso que toda la virtud que ha habido
hasta ahora en el mundo ha consistido cabalmente en tal aspiración.
Ninguno de esos animales de rebaño, torpes, inquietos en su
conciencia (que pretenden defender la causa del egoísmo como causa del
bienestar general ), quiere saber ni oler nada de que el «bienestar general» no
es un ideal, ni una meta, ni un concepto aprehensible de algún modo, sino
únicamente un vomitivo, de que lo que es justo para uno no puede ser de ningún
modo justo para otro, de que exigir una misma moral para todos equivale a
lesionar cabalmente a los hombres superiores, en suma, de que existe un orden
jerárquico entre un hombre y otro hombre y, en consecuencia, también entre una
moral y otra moral. Constituyen una especie de hombres modesta,
fundamentalmente mediocre, esos ingleses utilitaristas, y, como queda dicho: de
su utilidad, por el hecho de ser aburridos, nunca podrá ser suficientemente
elevada la idea que tengamos. Incluso se los debería alentar, como se ha
intentado hacerlo en parte con los versos siguientes:
¡Salud a vosotros, bravos carreteros,
Siempre «cuanto más largo, tanto mejor»,
Tiesos siempre de cabeza y rodilla,
Carentes de entusiasmo, carentes de bromas,
Indestructiblemente mediocres,
Sans genie et sans esprit!
[¡sin genio y sin espíritu!].
229
En esas épocas tardías que tienen derecho a estar
orgullosas de su
humanitarismo subsisten, sin embargo, tanto miedo, tanta
superstición del miedo al «animal salvaje y cruel», cuyo sometimiento
constituye cabalmente el orgullo de esas épocas más humanas, que incluso las
verdades palpables permanecen inexpresadas durante siglos, como si hubiera un
acuerdo sobre ello, debido a que aparentan ayudar a que aquel animal salvaje,
muerto por fin, vuelva a la vida. Quizá yo corra algún riesgo por dejarme escapar
esa verdad: que otros la capturen de nuevo y le den a beber la necesaria cantidad
de «leche del modo piadoso de pensar» para que quede quieta y olvidada en su antiguo
rincón. Tenemos que cambiar de ideas acerca de la crueldad y abrir los ojos;
tenemos que aprender por fin a ser impacientes, para que no continúen
paseándose por ahí, con aire de virtud y de impertinencia, errores inmodestos y
gordos, tales como los que, por ejemplo, han sido alimentados con respecto a la
tragedia por filósofos viejos y nuevos. Casi todo lo que nosotros denominamos
«cultura superior» se basa en la espiritualización y profundización de la
crueldad ésa es mi tesis; aquel «animal salvaje» no ha sido muerto en absoluto,
vive, prospera, únicamente se ha divinizado.
Lo que constituye la dolorosa voluptuosidad de la tragedia
es crueldad; lo que produce un efecto agradable en la llamada compasión trágica
y, en el fondo, incluso en todo lo sublime, hasta llegar a los más altos y
delicados estremecimientos de la metafísica, eso recibe su dulzura únicamente
del ingrediente de crueldad que lleva mezclado. Lo que disfrutaba el romano en
el circo, el cristiano en los éxtasis de la cruz, el español ante las hogueras
o en las corridas de toros, el japonés de hoy que se aglomera para ver la tragedia,
el trabajador del suburbio de París que tiene nostalgia de revoluciones sangrientas,,
la wagneriana que «aguanta», con la voluntad en vilo, Tristán e Isolda, lo que
todos ésos disfrutan y aspiran a beber con un ardor misterioso son los brebajes
aromáticos de la gran Circe llamada «Crueldad». En esto, desde luego, tenemos
que ahuyentar de aquí a la psicología cretina de otro tiempo, que lo único que
sabía enseñar acerca de la crueldad era que ésta surge ante el espectáculo del
sufrimiento ajeno: también en el sufrimiento propio, en el hacerse sufrir a sí
mismo se da un goce amplio, amplísimo, y en todos los lugares en que el hombre
se deja persuadir a la autonegación en el sentido religioso, o a la
automutilación, como ocurre entre los fenicios y ascetas, o, en general, a la
desensualización, desencarnación, contrición, al espasmo puritano de
penitencia, a la vivisección de la conciencia y al pascaliano sacrificio
dell'intelletto [sacrificio del entendimiento], allí es secretamente atraído y
empujado hacia adelante por su crueldad, por aquellos peligrosos
estremecimientos de la crueldad vuelta contra nosotros mismos. Finalmente,
considérese que incluso el hombre de conocimiento, al coaccionar a su espíritu
a conocer, en contra de la inclinación del espíritu y también, con bastante
frecuencia, en contra de los deseos del corazón, es decir, al coaccionarle a
decir no allí donde él querría decir sí, amar, adorar , actúa como artista y
glorificador de la crueldad; el tomar las cosas de un modo profundo y radical
constituye ya una violación, un querer hacer daño a la voluntad fundamental del
espíritu, la cual quiere ir incesantemente hacia la apariencia y hacia las superficies,
en todo querer conocer hay ya una gota de crueldad.
230
Quizá no se entienda sin más lo que acabo de decir acerca
de una
«voluntad fundamental del espíritu»: permítaseme una
aclaración. Ese algo imperioso
a lo que el pueblo
llama «el espíritu» quiere ser señor y sentirse señor dentro de sí mismo y a su
alrededor: tiene voluntad de ir de la pluralidad a la simplicidad, una voluntad
opresora, domeñadora, ávida de dominio y realmente dominadora. Sus necesidades
y capacidades son en esto las mismas que los fisiólogos atribuyen a todo lo que
vive, crece y se multiplica. La fuerza del espíritu para apropiarse de cosas
ajenas se revela en una tendencia enérgica a asemejar lo nuevo a lo antiguo, a
simplificar lo complejo, a pasar por alto o eliminar lo totalmente
contradictorio: de igual manera, el espíritu subraya, destaca de modo
arbitrario y más fuerte, rectifica, falseándolos, determinados
rasgos y líneas de lo extraño, de todo fragmento de «mundo
externo». Su propósito se orienta a incorporar a sí nuevas «experiencias», a
ordenar cosas nuevas bajo órdenes antiguos, es decir, al crecimiento, o dicho
de modo aún más preciso, al sentimiento de la fuerza multiplicada. Al servicio
de esa misma voluntad hállase también un instinto aparentemente contrario del
espíritu, una súbita resolución de ignorar, de aislarse voluntariamente, un
cerrar sus ventanas, un decir interiormente no a esta o a aquell
a cosa, un no dejar que nada se nos acerque, una especie de
estado de defensa contra muchas cosas de las que cabe tener un saber, un
contentarse con la oscuridad, con el horizonte que nos aísla, un decir sí a la
ignorancia y un darla por buena: todo lo cual es necesario, de acuerdo con el
grado de nuestra propia fuerza de asimilación, de nuestra «fuerza digestiva»,
para hablar en imágenes y en realidad a lo que más se asemeja «el espíritu» es
a un estómago'`. Asimismo forma parte de lo dicho la ocasional voluntad del
espíritu de dejarse engañar, acaso porque barrunte pícaramente que las cosas no
son de este y el otro modo, que únicamente nosotros las consideramos de ese y
el otro modo, un plac
er en toda inseguridad y equivocidad, un exultante
autodisfrute de la estrechez y clandestinidad voluntarias de un rincón, de lo demasiado
cerca, de la fachada, de lo agrandado, empequeñecido, desplazado, embellecido,
un autodisfrute de la arbitrariedad de todas esas exteriorizaciones de poder.
Forman, en fin, parte de lo dicho aquella prontitud del espíritu, que no deja
de dar que pensar, para engañar a otros espíritus y disfrazarse ante ellos,
aquella presión y empuje permanentes de un espíritu creador, configurador,
transmutador: el espíritu goza aquí de su pluralidad de máscaras y de su
astucia, goza también del sentimiento de su seguridad en ello, ¡son cabalmente
sus artes proteicas, en efecto, las que mejor lo defienden y esconden! En
contra de esa voluntad de apariencia, de simplificación, de máscara, de manto,
en suma, de superficie pues toda superficie es un manto actúa aquella sublime
tendencia del hombre de conocimiento a tomar y querer tomar las cosas de un
modo profundo, complejo, radical: especie de crueldad de la conciencia y el
gusto intelectuales que todo pensador valiente reconocerá en sí mismo,
suponiendo que, como es debido, haya endurecido y afilado durante suficiente
tiempo sus ojos para verse a sí mismo y esté habituado a la disciplina
rigurosa, también a las palabras rigurosas. Ese pensador dirá: «hay algo cruel
en la inclinación de mi espíritu»: ¡que los virtuosos y amables intenten
disuadirlo de ella! De hecho, más agradable de oír sería el que de nosotros de
nosotros los espíritus libres, muy libres se dijese, se murmurase, se alabase
que poseemos, por ejemplo, en lugar de crueldad, una «desenfrenada honestidad»:
¿y acaso será eso lo que diga en realidad nuestra fama póstuma? Entretanto pues
hay tiempo hasta entonces a lo que menos nos inclinaríamos nosotros sin duda es
a adornarnos con tales brillos y guirnaldas morales de palabras: todo nuestro
trabajo realizado hasta ahora nos quita las ganas cabalmente de ese gusto y de
su
alegre exuberancia. Palabras hermosas, resplandecientes,
tintineantes, solemnes
son: honestidad,
amor a la verdad, amor a la sabiduría, inmolación por el conocimiento, heroísmo
del hombre veraz, hay en ellas algo que hace hincharse a nuestro orgullo. Pero
nosotros los eremitas y marmotas, nosotros hace ya mucho tiempo que nos hemos
persuadido, en el secreto de una conciencia de eremita, de que también ese
digno adorno de palabras forma parte de los viejos y mentidos adornos, cachivaches
y purpurinas de la inconsciente vanidad humana, y de que también bajo ese color
y esa capa de pintura halagadores tenemos que reconocer de nuevo el terrible
texto básico homo natura [el hombre naturaleza]. Retraducir, en efecto, el
hombre a la naturaleza; adueñarse de las numerosas, vanidosas e ilusas
interpretaciones y significaciones secundarias que han sido garabateadas y
pintadas hasta ahora sobre aquel eterno texto básico homo natura; hacer que en
lo sucesivo el hombre se enfrente al hombre de igual manera que hoy, endurecido
en la disciplina de la ciencia, se enfrenta ya a la otra naturaleza con
impertérritos ojos de Edipo y con tapados oídos de Ulises, sordo a las
atrayentes melodías de todos los viejos cazapájaros metafísicos que durante
demasiado tiempo le han estado soplando con su flauta: «¡Tú eres más! ¡Tú eres
superior! ¡Tú eres de otra procedencia!» quizá sea ésta una tarea rara y loca,
pero es una tarea ¡quién lo negaría! ¿Por qué hemos elegido nosotros esa tarea
loca? O hecha la pregunta de otro modo: «¿Por qué, en absoluto, el
conocimiento?» Todo el mundo nos preguntará por esto. Y nosotros, apremiados de
ese modo, nosotros, que ya cien veces nos hemos preguntado a nosotros mismos
precisamente eso, no hemos encontrado ni encontramos respuesta mejor que...
231
El aprender nos transforma, hace lo que hace todo alimento,
el cual no se
limita tampoco a «mantener»: como sabe el fisiólogo. Pero
en el fondo de nosotros, totalmente «allá abajo», hay en verdad algo rebelde a
todo aleccionamiento, una roca granítica de fatum [hado] espiritual, de
decisión y respuesta predeterminadas a preguntas predeterminadas y elegidas. En
todo proble
ma radical habla un inmodificable «esto soy yo»; acerca del
varón y de la mujer, por ejemplo, un pensador no puede aprender nada nuevo,
sino sólo aprender hasta el final, sólo descubrir hasta el final lo que acerca de
esto «está fijo». Muy pronto encontramos ciertas soluciones de problemas que
constituyen cabalmente para nosotros una fe sólida; quizá las llamemos en lo
sucesivo nuestras «convicciones». Más tarde vemos en ellas únicamente huellas
que nos conducen al conocimiento de nosotros mismos, indicadores que nos
señalan el problema que nosotros somos, o más exactamente, la gran estupidez
que nosotros somos, nuestro fatum [hado] espiritual, aquel algo rebelde a todo
aleccionamiento que está totalmente «allá abajo». Teniendo en cuenta estas
abundantes delicadezas que acabo de tener conmigo mismo, acaso me estará
permitido enunciar algunas verdades acerca de la «mujer en sí»:
suponiendo que se sepa de antemano, a partir de ahora,
hasta qué punto son cabalmente nada más que mis verdades.
232
La mujer quiere llegar a ser independiente: y para ello
comienza ilustrando
a los varones acerca de la «mujer en sí» éste es uno de los
peores progresos del afeamiento general de Europa. ¡Pues qué habrán de sacar a
luz esas burdas tentativas del cientificismo y autodesnudamiento femeninos! Son
muchos los motivos de pudor que la mujer tiene; son muchas las cosas pedantes,
superficiales, doctrinarias, mezquinamente presuntuosas, mezquinamente
desenfrenadas e inmodestas que en la mujer hay escondidas ¡basta estudiar su
trato con los niños!, cosas que, en el fondo, por lo que mejor han estado
reprimidas y domeñadas hasta ahora ha sido por el miedo al varón. ¡Ay si alguna
vez a lo «eternamente aburrido que hay en la mujer» ¡tiene abundancia de ello!
le es lícito atreverse a manifestarse!, ¡si ella comienza a olvidar
radicalmente y por principio su inteligencia y su arte, la inteligencia y el
arte de la gracia, del jugar, del disipar las preocupaciones, de volver ligeras
las cosas y tomárselas a la ligera, su sutil destreza para los deseos
agradables!
Ya ahora se alzan voces femeninas que, ¡por San
Aristófanes!, hacen temblar, se nos amenaza con decirnos con claridad médica
qué es lo que la mujer quiere ante todo y sobre todo del varón. ¿No es de
pésimo gusto que la mujer se disponga así a volverse científica? Hasta ahora,
por fortuna, el explicar las cosas era asunto de varones, don de varones con
ello éstos permanecían «por debajo de sí mismos»; y, en última instancia, con
respecto a todo lo que las mujeres escriban sobre «la mujer» es lícito
reservarse una gran desconfianza acerca de si la mujer quiere propiamente
aclaración sobre sí misma y puede quererla... Si con esto una mujer no busca un
nuevo adorno para sí yo pienso, en efecto, que el adornarse forma parte de lo
eternamente femenino, bien, entonces lo que quiere es despertar miedo de ella:
con esto quizá quiera dominio.
Pero no quiere la verdad: ¡qué le importa la verdad a la
mujer! Desde el comienzo, nada resulta más extraño, repugnante, hostil en la
mujer que la verdad, su gran arte es la mentira, su máxima preocupación son la
apariencia y la belleza. Confesémoslo nosotros los varones: nosotros honramos y
amamos en la mujer cabalmente ese arte y ese instinto: nosotros, a quienes las
cosas nos resultan más difíciles y que con gusto nos juntamos, para nuestro
alivio, con seres bajo cuyas manos, miradas y delicadas tonterías parécennos
casi una tontería nuestra seriedad, nuestra gravedad y profundidad. Finalmente
yo planteo esta pregunta: ¿alguna vez una mujer ha concedido profundidad a una
cabeza de mujer, justicia a un corazón de mujer?
¿Y no es verdad que, a grandes rasgos, «la mujer» ha sido
hasta ahora lo
más desestimado por la mujer y no, en modo alguno, por
nosotros? Nosotros los varones deseamos que la mujer no continúe
desacreditándose mediante la ilustración: así como fue preocupación y solicitud
del varón por la mujer el hecho de que la Iglesia decretase: mulier taceat in
ecclesia! [¡calle la mujer en la iglesia!] Fue en provecho de la mujer por lo
que Napoleón dio a entender a la demasiado locuaz Madame de Staél: mulier
taceat in politicis! [¡calle la mujer en los asuntos políticos!] y yo pienso
que es un auténtico amigo de la mujer el que hoy les grite a las mujeres:
mulier taceat de muliere! [¡calle la mujer acerca de la mujer!]
233
Delata una corrupción de los instintos aun prescindiendo de
que delata un
mal gusto el que una mujer invoque cabalmente a Madame
Roland o a Madame de Staél o a Monsieur George Sand, como si con esto se
demostrase algo a favor de la «mujer en sí». Las mencionadas son, entre
nosotros los varones, las tres mujeres ridículas en sí ¡nada más! y,
cabalmente, los mejores e involuntarios contraargumentos en contra de la
emancipación y en contra de la soberanía femenina.
234
La estupidez en la cocina; la mujer como cocinera; ¡el
horroroso descuido
con que se prepara el alimento de la familia y del dueño de
la casa! La mujer no comprende qué significa la comida: ¡y quiere ser cocinera!
¡Si la mujer fuese una criatura pensante habría tenido que encontrar desde hace
milenios, en efecto, como cocinera, los más grandes hechos fisiológicos, y
asimismo habría tenido que apoderarse de la medicina!
Las malas cocineras la complet
a falta de razón en la cocina, eso es lo que más ha
retardado, lo que más ha perjudicado el desarrollo del ser humano: hoy mismo
las cosas están únicamente un poco mejor. Un discurso para alumnas de los
cursos superiores.
235
Hay giros y ocurrencias del espíritu, hay sentencias, un
pequeño puñado de
palabras, en que una cultura entera, una sociedad entera
quedan cristalizadas de repente. De ellos forma parte aquella frase incidental
de Madame de Lambert a su hijo: mon ami, ne vous permettez jamais que defolies
qui vous feront grand plaisir [amigo mío, no os permitáis nunca más que locuras
que os produzcan un gran placer]: dicho sea de paso, la frase más maternal y
más inteligente que se ha dirigido nunca a un hijo.
236
Lo que Dante y Goethe creyeron de la mujer el primero, al
cantar ella
guardaba suso, ed io in le [ella miraba hacia arriba, y yo
hacia ella], el segundo, al traducir lo anterior por «lo eterno femenino nos
arrastra hacia arriba»: yo no dudo de que toda mujer un poco noble se opondrá a
esa creencia, pues ella cree cabalmente eso de lo eterno masculino...
237
Siete refranillos sobre las mujeres
¡Cómo vuela el aburrimiento más prolongado cuando un varón
se arrastra
hacia nosotras!
La vejez, ¡ay!, y la ciencia dan fuerza incluso a la virtud
débil. El traje
negro y el mutismo visten de inteligencia a cualquier
mujer.
¿A quién estoy agradecida en mi felicidad? ¡A Dios! y a mi
costurera.
Joven: caverna florida. Vieja: de ella sale un dragón.
Nombre noble, pierna bonita y, además, un varón: ¡oh si
éste fuera mío! Discurso corto, sentido largo ¡hielo resbaladizo para la burra!
Las mujeres han sido tratadas hasta ahora por los varones
como pájaros
que, desde una altura cualquiera, han caído desorientados
hasta ellos: como algo más fino, más frágil, más salvaje, más prodigioso, más
dulce, más lleno de alma, como algo que hay que encerrar para que no se escape
volando.
238
No acertar en el problema básico «varón y mujer», negar que
ahí se dan el
antagonismo más abismal y la necesidad de una tensión
eternamente hostil, soñar aquí tal vez
con derechos
iguales, educación igual, exigencias y obligaciones iguales: esto constituye un
signo típico de superficialidad, y a un pensador que en este peligroso lugar
haya demostrado ser superficial ¡superficial de instinto! es lícito
considerarlo sospechoso, más todavía, traicionado, descubierto: probablemente
será demasiado «corto» para todas las cuestiones básicas de la vida, también de
la vida futura, y no podrá descender a ninguna profundidad. Por el contrario,
un varón que tenga profundidad, tanto en su espíritu como en sus apetitos, que
tenga también aquella profundidad de la benevolencia que es capaz de rigor y
dureza, y que es fácil de confundir con éstos, no puede pensar nunca sobre la
mujer más que de manera oriental: tiene que concebir a la mujer como posesión,
como propiedad encerrable bajo llave, como algo predestinado a servir y que
alcanza su perfección en la servidumbre, tiene que apoyarse aquí en la inmensa
razón de Asia, en la superioridad de instintos de Asia: como lo hicieron
antiguamente los griegos, los mejores herederos y discípulos de Asia, quienes,
como es sabido, desde Homero hasta los tiempos de Pericles, conforme iba
aumentando su cultura y extendiéndose su fuerza, se fueron haciendo también,
paso a paso, más
rigurosos con la mujer, en suma, más orientales. Qué
necesario, qué lógico, qué humanamente deseable fue esto: ¡reflexionemos sobre
ello en nuestro interior!
239
El sexo débil en ninguna otra época ha sido tratado por los
varones con
tanta estima como en la nuestra esto forma parte de la
tendencia y del gusto básico democráticos, lo mismo que la irrespetuosidad para
con la vejez: ¿qué de extraño tiene el que muy pronto se vuelva a abusar de esa
estima? Se quiere más, se aprende a exigir, se acaba considerando que aquel
tributo de estima es casi ofensivo, se preferiría la rivalidad por los
derechos, incluso propiamente
la lucha: en suma, la mujer pierde pudor. Añadamos
enseguida que pierde también gusto. Desaprende a temer al varón: pero la mujer
que «desaprende el temor» abandona sus instintos más femeninos. Que la mujer se
vuelve osada cuando ya no se quiere ni se cultiva aquello que en el varón
infunde temor o, digamos de manera más precisa, el varón existente en el varón,
eso es bastante obvio, también bastante comprensible; lo que resulta más
difícil de comprender es que cabalmente con eso la mujer degenera. Esto es lo
que hoy ocurre: ¡no nos engañemos sobre ello! En todos los lugares en que el
espíritu industrial obtiene la victoria sobre el espíritu militar y
aristocrático la mujer aspira ahora a la independencia económica y jurídica de
un dependiente de comercio: «la mujer como dependiente de comercio» se halla a
la puerta de la moderna sociedad que está formándose. En la medida en que de
ese modo se posesiona de nuevos derechos e intenta convertirse en «señor» e
inscribe el «progreso» de la mujer en sus banderas y banderitas, en esa misma
medida acontece, con terrible claridad, lo contrario: la mujer retrocede. Desde
la Revolución francesa el influjo de la mujer ha disminuido en Europa en la
medida en que ha crecido en derechos y exigencias; y la «emancipación de la
mujer», en la medida en que es pedida y promovida por las propias mujeres (y no
sólo por cretinos masculinos), resulta ser de ese modo un síntoma notabilísimo
de la debilitación y el embotamiento crecientes de los más femeninos de todos
los instintos.
Hay estupidez en ese movimiento, una estupidez casi
masculina, de la cual una mujer bien constituida que es siempre una mujer
inteligente tendría que avergonzarse de raíz. Perder el olfato para percibir
cuál es el terreno en que con más seguridad se obtiene la victoria; desatender
la ejercitación en nuestro auténtico arte de las armas; dejarse ir ante el
varón, tal vez incluso «hasta el libro», en lugar de observar, como antes, una
disciplina y una sutil y astuta humildad; trabajar, con virtuoso atrevimiento,
contra la fe del varón en un ideal radicalmente distinto encubierto en la
mujer, en lo eterna y necesariamente femenino; disuadir al varón, de manera
expresa y locuaz, de que la mujer tiene que ser mantenida, cuidada, protegida,
tratada con
indulgencia, cual un animal doméstico bastante delicado,
extrañamente salvaje y, a menudo, agradable; el torpe e indignado rebuscar todo
lo que de esclavo y servil ha tenido y aún tiene la posición de la mujer en el
orden social vigente hasta el momento (como si la esclavitud fuese un
contraargumento y no, más bien, una condición de
toda cultura
superior, de toda elevación de la cultura): ¿qué significa todo eso más que una
disgregación de los instintos femeninos, una desfeminización? Desde luego, hay
bastantes amigos idiotas de la mujer y bastantes pervertidores idiotas de la
mujer entre los asnos doctos de sexo masculino que aconsejan a la mujer
desfeminizarse de ese modo e imitar todas las estupideces de que en Europa está
enfermo el «varón», la «masculinidad» europea, ellos quisieran rebajar a
la mujer hasta la
«cultura general», incluso hasta a leer periódicos e intervenir en la política.
Acá y allá se quiere hacer de las mujeres librepensadores y literatos: como si
una mujer sin piedad no fuera para un hombre profundo y ateo algo completamente
repugnante o ridículo ; casi en todas partes se echa a perder los nervios de
las mujeres con la más enferm
iza y peligrosa de todas las especies de música (nuestra
música alemana más reciente) y se las vuelve cada día más histéricas y más
incapaces de atender a su primera y última profesión, la de dar a luz hijos
vigorosos. Se las quiere «cultivar» aún más y, según se dice, se quiere,
mediante la cultura, hacer fuerte al «sexo débil»: como si la historia no
enseñase del modo más insistente posible que el «cultivo» del ser humano y el
debilitamiento es decir, el debilitamiento, la disgregación, el enfermar de la
fuerza de la voluntad, han marchado siempre juntos, y que las mujeres más
poderosas e influyentes del mundo (últimamente, la madre de Napoleón) han
debido su poder y su preponderancia sobre los varones precisamente a su fuerza de
voluntad ¡y no a los maestros de escuela! . Lo que en la mujer infunde respeto
y, con bastante frecuencia, temor es su naturaleza, la cual es «más natural»
que la del varón, su elasticidad genuina y astuta, como de animal de presa, su
garra de tigre bajo el guante, su ingenuidad en el egoísmo, su ineducabilidad y
su interno salvajismo, el carácter inaprensible, amplio, errabundo de sus
apetitos y virtudes... Lo que, pese a todo el miedo, hace tener compasión de
ese peligroso y bello gato que es la «mujer» es el hecho de que aparezca más
doliente, más vulnerable, más necesitada de amor y más condenada al desengaño
que ningún otro animal. Miedo y compasión: con estos sentimientos se ha
enfrentado hasta ahora el varón a la mujer, siempre con un pie ya en la tragedia,
la cual desgarra en la medida en que embelesa. ¿Cómo? ¿Y estará acabando esto
ahora? ¿Y se trabaja para desencantar a la mujer? ¿Aparece lentamente en el
horizonte la aburridificación de la mujer? ¡Oh Europa! ¡Europa! ¡Es conocido el
animal con cuernos que más atractivo ha sido siempre para ti, del cual te viene
siempre el peligro! Tu vieja fábula podría volver a convertirse en «historia»,
¡la estupidez podría volver a adueñarse de ti y a arrebatarte! Y bajo ella no
se escondería un dios, ¡no!, ¡sino únicamente una «idea», una «idea
moderna»!...
SECCIÓN OCTAVA Pueblos y patrias
240
He vuelto a oír por vez primera la obertura de Richard
Wagner para Los
maestros cantores: es éste un arte suntuoso, sobrecargado,
grave y tardío, el
cual tiene el
orgullo de presuponer que, para comprenderlo, continúan estando vivos dos
siglos de música: ¡honra a los alemanes el que semejante orgullo no se haya
equivocado en el cálculo! ¡Qué savias y fuerzas, qué estaciones y climas están
aquí mezclados! Unas veces nos parece anticuado, otras, extranjero, áspero y
superjoven, es tan caprichoso como pomposamente tradicional, no raras veces es
pícaro y, con más frecuencia todavía, rudo y grosero, tiene fuego y coraje y, a
la vez, la reblandecida y amarillenta piel de los frutos que han madurado
demasiado tarde. Corre ancho y lleno: y de repente surge un instante de vacilación
inexplicable, como un vacío que se abre entre causa y efecto, una opresión que
nos hace soñar, casi una pesadilla , pero ya vuelve a fluir, ancha y extensa,
la vieja corriente de bienestar, de un bienestar sumamente complejo, de una
felicidad vieja y nueva, en cuya cuenta se incluye, y mucho, la felicidad que
el artista siente en sí mismo, de la cual no quiere él hacer un secreto, su
asombrada y feliz consciencia de la maestría de los medios empleados aquí por
él, medios artísticos nuevos, recién adquiridos y no probados antes, como
parece darnos a entender. Vistas las cosas en conjunto, no hay aquí belleza, ni
sur, ni la meridional y fina luminosidad del cielo, ni gracia, ni baile, ni
apenas voluntad de lógica; incluso hay cierta torpeza, que además es subrayada,
como si el artista quisiera decirnos: «ella forma parte de mi intención»; un
aderezo pesado, una cosa voluntariamente bárbara y solemne, un centelleo de
preciosidades y recamados doctos y venerables; una cosa alemana en el mejor y
en el peor sentido de la palabra, una cosa compleja, informe e inagotable a la
manera alemana; una cierta potencialidad y sobreplenitud alemanas del alma, que
no tienen miedo de esconderse bajo los refinamientos de la decadencia, que
acaso sea allí donde más a gusto se encuentren; un exacto y auténtico signo
característico del alma alemana, que es a la vez joven y senil,
extraordinariamente madura y extraordinariamente rica todavía de futuro. Esta
especie de música es la que mejor expresa lo que yo pienso de los alemanes: son
de anteayer y de pasado mañana, aún no tienen hoy.
241
Nosotros «los buenos europeos»: también nosotros tenemos
horas en las que n
os permitimos una patriotería decidida, un batacazo y
recaída en viejos amores y estrecheces acabo de dar una prueba de ello, horas
de hervores nacionales, de ahogos patrióticos y de todos los demás anticuados
desbordamientos sentimentales.
Espíritus más tardos que nosotros tardarán acaso amplios
espacios de tiempo en desembarazarse de eso que en nosotros se limita a unas
horas y en unas horas concluye, unos tardarán medio año, otros, media vida,
según la rapidez y fuerza de su digestión y de su «metabolismo». Sí, yo podría
imaginarme razas torpes, vacilantes, que incluso en nuestra presurosa Europa
necesitarían medio siglo para superar tales atávicos ataques de patriotería y
de apegamiento al terruño
y para volver a retornar a la razón, quiero decir, al «buen
europeísmo». Y mientras estoy divagando sobre esa posibilidad me acontece que
asisto como testigo de oído a una conversación entre dos viejos «patriotas»,
evidentemente ambos oían mal y por ello hablaban tanto más alto. «Ése entiende
y sabe de filosofía tanto como un labrador o un estudiante afiliado a una
corporación decía uno: todavía es inocente. ¡Mas qué importa eso hoy! Estamos
en la época de las masas: éstas se prosternan ante todo
lo masivo. Y eso
ocurre también in politicis [en los asuntos políticos]. Un estadista que a las
masas les levante una nueva torre de Babel, un monstruo cualquiera de Imperio y
poder, ése es `grande' para ellas: qué importa que nosotros los que somos más
previsores y más reservados continuemos sin abandonar por el momento la vieja
fe, según la cual únicamente el pensamiento grande es el que da grandeza a una
acción o a una causa. Suponiendo que un estadista pusiese a su pueblo en
condiciones de tener que hacer en lo sucesivo ‘gran política', para la cual
hállase aquél mal dotado y preparado por naturaleza: de modo que, por amor a
una nueva y problemática mediocridad, se viese obligado a sacrificar sus
virtudes viejas y seguras, suponiendo que un estadista condenase a su pueblo a
'hacer política' sin más, siendo así que hasta ahora ese mismo pueblo tuvo algo
mejor que hacer y que pensar, y que en el fondo de su alma no se ha liberado de
una previsora náusea frente a la inquietud, vaciedad y ruidosa pendenciosidad
de los pueblos que propiamente hacen política: suponiendo que ese estadista
aguijonease las adormecidas pasiones y apetitos de su pueblo, le reprochase su
anterior timidez y su anterior gusto en permanecer al margen, le culpase de su
extranjerismo y de su secreta infinitud, desvalorase sus más decididas
inclinaciones, diese la vuelta a su conciencia, hiciese estrecho su espíritu,
racional su gusto, ¡cómo!, Les que un estadista que hiciera todo eso, y al que
su pueblo tendría que expiar por todo el futuro, en el caso de que tenga futuro,
es que semejante estadista sería grande?» «¡Indudablemente! le respondió con
vehemencia el otro viejo patriota: ¡de lo contrario, no habría sido capaz de
hacer lo que ha hecho! ¡Quizás haya sido una locura querer algo así! ¡Mas tal
vez todo lo grande no haya sido en sus comienzos más que
una locura!» «¡Abuso de las palabras! replicó a gritos su interlocutor:
¡fuerte! ¡fuerte!, ¡fuerte y loco! ¡No grande!» Los viejos se habían
evidentemente acalorado cuando de ese modo se gritaban a la cara sus
«verdades»; pero yo, en mi felicidad y mi más allá, consideraba cuán pronto
dominaría al fuerte otro más fuerte; y también, que existe una compensación
para la superficialización espiritual de un pueblo, a saber, la que se realiza
mediante la profundización de otro.
242
Bien se denomine «civilización» o «humanización» o
«progreso» a aquello
en lo que ahora se busca el rasgo que distingue a los
europeos; o bien se lo denomine sencillamente, sin alabar ni censurar, con una
fórmula política, el movimiento democrático de Europa: detrás de todas las
fachadas morales y políticas a que con tales fórmulas se hace referencia está
realizándose un ingente proceso fisiológico, que fluye cada vez más, el proceso
de un asemejamiento de los europeos, su creciente desvinculación de las
condiciones en que se generan razas ligadas a un clima y a un estamento, su
progresiva independencia de todo milieu [medio] determinado, que a lo largo de
siglos se inscribiría seguramente en el alma y en el cuerpo con exigencias
idénticas, es decir, la lenta aparición en el horizonte de una especie
esencialmente supranacional y nómada de ser humano, la cual, hablando
fisiológicamente, posee como típico rasgo distintivo suyo un máximo de arte y
de fuerza de adaptación. Este proceso del europeo que está deviniendo, proceso
que puede ser retardado en su tempo [ritmo] por grandes recaídas, pero que tal
vez justo por ello gane y crezca en vehemencia y profundidad de él forma parte
el todavía furioso Sturm and Drang [borrasca e ímpetu] del «sentimiento
nacional», y asimismo el anarquismo que acaba de aparecer en el horizonte : ese
proceso está abocado probablemente a resultados con los cuales acaso sea con
los que menos cuenten sus ingenuos promotores y panegiristas, los apóstoles de
las «ideas modernas». Las mismas condiciones nuevas bajo las cuales surgirán,
hablando en términos generales, una nivelación y una mediocrización del hombre
un hombre animal de rebaño útil, laborioso, utilizable y diestro en muchas cosas,
son idóneas en grado sumo para dar origen a hombres excepción de una cualidad
peligrosísima y muy atrayente. En efecto, mientras que aquella fuerza de
adaptación que ensaya minuciosamente condiciones siempre cambiantes y que
comienza un nuevo trabajo con cada generación, casi con cada decenio, no hace
posible en modo alguno la potencialidad del tipo: mientras que la impresión
global producida por tales europeos futuros será probablemente la de
trabajadores aptos para muchas tareas, charlatanes, pobres de voluntad y
extraordinariamente adaptables, que necesitan del señor, del que manda, como
del pan de cada día; mientras que la democratización de Europa está abocada,
por lo tanto, a
engendrar un tipo preparado para la esclavitud
en el sentido más
sutil: en el caso singular y excepcional el hombre fuerte tendrá que resultar
más fuerte y más rico que acaso nunca hasta ahora, gracias a la falta de
prejuicios de su educación, gracias a la ingente multiplicidad de su
ejercitación, su arte y su máscara. He querido decir: la democratización de
Europa es a la vez un organismo involuntario para criar tiranos, entendida esta
palabra en todos los sentidos, también en el más espiritual.
243
Con placer oigo decir que nuestro sol se desplaza con
rápido movimiento
hacia la co
nstelación de Hércules: y yo espero que el hombre que vive
en esta tierra actúe igual que el sol. ¡Y en vanguardia nosotros, nosotros los
buenos europeos!
244
Hubo un tiempo en que la gente estaba habituada a otorgar a
los alemanes
la distinción de llamarlos «profundos»: ahora, cuando el
tipo de mayor éxito del nuevo germanismo está ansioso de honores completamente
distintos y en todo lo que tiene profundidad echa de menos tal vez el «arrojo»,
casi resulta tempestiva y patriótica la duda de si en otro tiempo la gente no
se engañaba con aquella alabanza: en suma, de si la profundidad alemana no era
en el fondo algo distinto y peor y algo de que, gracias a Dios, se está en trance
de desprenderse con éxito. Hagamos, pues, el intento de modificar nuestras ideas
sobre la profundidad alemana: para esto no se necesita más que una pequeña
vivisección del alma alemana. El alma alemana es, ante todo, compleja, tiene
orígenes dispares, se compone más bien de elementos yuxtapuestos y
superpuestos, en lugar de estar realmente estructurada: esto depende de su
procedencia. Un alemán que quisiera atreverse a afirmar: «dos almas habitan,
¡ay!, en mi pecho», faltaría gravemente a la verdad o, mejor dicho, quedaría
muchas almas por detrás de la verdad. Por ser un pueblo en que ha habido la más
gigantesca mezcolanza y rozamiento de razas, tal vez incluso con una
preponderancia del elemento preario, por ser un «pueblo del medio» en todos los
sentidos, los alemanes son más inasibles, más amplios, más contradictorios, más
desconocidos, más incalculables, más sorprendentes, incluso más terribles que
lo son otros pueblos para sí mismos: escapan a la definición y ya por eso son
la desesperación de los franceses. A los alemanes los caracteriza el hecho de
que entre ellos la pregunta «¿qué es alemán?» no se extingue nunca.
Kotzebue conocía ciertamente bastante bien a sus alemanes:
«Nos han reconocido», decíanle éstos, jubilosos, pero también Sand creía conocerlos.
Jean Paul sabía lo que hacía cuando protestó furiosamente contra las mentirosas
pero patrióticas adulaciones y exageraciones de Fichte, mas es
probable que Goethe pensase sobre los alemanes de modo distinto
que Jean Paul, a pesar de que dio la razón a éste en lo referente a Fichte.
¿Qué ha pensado Goethe propiamente sobre los alemanes? Sobre muchas de las
cosas que lo rodeaban él nunca habló claro, y durante toda su vida fue experto
en callar sutilmente: probablemente tenía buenas razones para hacerlo. Es
cierto que no fueron las «guerras de liberación» las que le hicieron alzar los
ojos con mayor alegría, así como tampoco lo fue la Revolución francesa, el
acontecimiento que le hizo cambiar de pensamiento sobre su Fausto e incluso
sobre el entero problema «hombre» fue la aparición de Napoleón. Hay frases de
Goethe en las cuales enjuicia con una impaciente dureza, como desde un país
extranjero, aquello que los alemanes cuentan entre sus motivos de orgullo: el
famoso Gemüth [talante] alemán lo define una vez como «indulgencia para con las
debilidades ajenas y propias». ¿No tiene razón al decir esto? a los alemanes
los caracteriza el hecho de que raras veces se carece totalmente de razón al
hablar sobre ellos. El alma alemana tiene dentro de sí galerías y pasillos, hay
en ella cavernas, escondrijos, calabozos; su desorden tiene mucho del atractivo
de lo misterioso; el alemán es experto en los caminos tortuosos que conducen al
caos. Y como toda cosa ama su símbolo, así el alemán ama las nubes y todo lo
que es poco claro, lo que se halla en devenir, lo crepuscular, lo húmedo y
velado: lo incierto, lo no configurado, lo que se desplaza, lo que crece,
cualquiera que sea su índole, eso él lo siente como «profundo». El alemán mismo
no es, sino que deviene, «se desarrolla». El «desarrollo» es, por eso, el
auténtico hallazgo y acierto alemán en el gran imperio de las fórmulas
filosóficas: un concepto soberano que, en alianza con la cerveza alemana y con
la música alemana, trabaja en germanizar a Europa entera. Los extranjeros se
detienen, asombrados y atraídos, ante los enigmas que les plantea la naturaleza
contradictoria que hay en el fondo del alma alemana (naturaleza contradictoria
que Hegel redujo a sistema y Richard Wagner, últimamente, todavía a música).
«Bonachones y pérfidos» esa yuxtaposición, absurda con respecto a cualquier
otro pueblo, se justifica por desgracia con demasiada frecuencia en Alemania:
¡basta con vivir un poco de tiempo entre suabos!. La torpeza del docto alemán,
su insulsez social se compadecen honrosamente bien con una volatinería íntima y
con una desenvuelta audacia, de las cuales todos los dioses han aprendido ya a
tener miedo. Si se quiere el «alma alemana» mostrada ad oculos [ante la vista]
basta con mirar en el interior del gusto alemán, de las artes y costumbres
alemanas: ¡qué rústica indiferencia frente al gusto! ¡Cómo se hallan juntos
allí lo más noble y lo más vulgar! ¡Qué desordenada y rica es toda esa economía
psíquica! El alemán lleva a rastras su alma, lleva a rastras todas las
vivencias que tiene. Digiere mal sus acontecimientos, no se «desembaraza» nunca
de ellos; la profundidad alemana es a menudo tan sólo una mala y retardada
«digestión». Y así como todos los enfermos crónicos, todos los dispépticos,
tienen inclinación a la comodidad, así el alemán ama la
«franqueza» y la «probidad»: ¡qué cómodo es ser franco y probo! Acaso hoy el
disfraz más peligroso y más afortunado en que el alemán es experto consista en
ese carácter familiar, complaciente, de cartas boca arriba, que tiene la
honestidad alemana: ése es su auténtico arte mefistofélico, ¡con él puede
«llegar todavía lejos»! El alemán se deja ir y contempla eso con sus fieles, azules,
vacíos ojos alemanes ¡y enseguida el extranjer
o lo confunde con su camisa de dormir! He querido decir:
sea lo que sea la «profundidad alemana», ¿acaso no nos permitimos, muy entre
nosotros, reírnos de ella? hacemos bien en continuar honrando su apariencia y
su buen nombre y en no cambiar a un precio demasiado barato nuestra vieja
reputación de pueblo de la profundidad por el «arrojo» prusiano y por el
ingenio y la arena de Berlín. Para un pueblo es cosa inteligente hacerse pasar
por profundo, inhábil, bonachón, honesto, nointeligente: esto podría incluso
¡ser profundo! En última instancia: debemos honrar nuestro propio nombre no en
vano nos llamamos das «tiusche» Volk, el pueblo engañoso...
245
Los «viejos y buenos tiempos» han acabado, con Mozart
entonaron su
última canción: ¡qué felices somos nosotros por el hecho de
que su rococó nos continúe hablando, por el hecho de que a su «buena sociedad»,
a su delicado entusiasmo y a su gusto infantil por lo chinesco y florido, a su
cortesía del corazón, a su anhelo de cosas graciosas, enamoradas, bailarinas, bienaventuradas
hasta el llanto, a su fe en el sur les continúe siendo lícito apelar a u
n cierto residuo existente en nosotros! ¡Ay, alguna vez
esto habrá pasado! ¡mas quién dudaría de que antes habrá desaparecido la
capacidad de entender y saborear a Beethoven! el cual no fue, en efecto, más
que el acorde final de una transición estilística y de una ruptura de estilo, y
no, como Mozart, el acorde final de un gran gusto europeo que había durado
siglos. Beethoven es el acontecimiento intermedio entre un alma vieja y
reblandecida, que constantemente se resquebraja, y un alma futura y superjoven
que está llegando constantemente; sobre su música se extiende esa crepuscular
luz propia del eterno perder y del eterno y errabundo abrigar esperanzas, la
misma luz en que Europa estaba bañada cuando, con Rousseau, había soñado,
cuando bailó alrededor del árbol de la libertad de la Revolución y, por fin,
casi adoró a Napoleón. Mas con qué rapidez se desvanece ahora precisamente ese
sentimiento, qué difícil resulta hoy saber algo de ese sentimiento, ¡qué
extraña suena a nuestros oídos la lengua de aquellos Rousseau, Schiller,
Shelley, Byron, en los cuales, juntos, encontró su camino hacia la palabra el
mismo destino de Europa que en Beethoven había sabido cantar! La música alemana
que vino después forma parte del romanticismo, es decir, de un movimiento que,
en un cálculo histórico, es todavía más corto, todavía más fugaz, todavía más
superficial que aquel gran entreacto, que aquella transición de Europa que
se extiende desde Rousseau hasta Napoleón y hasta la
aparición de la democracia en el horizonte. Weber: ¡qué son para nosotros hoy
Der Freischütz [El cazador furtivo] y Oberón! ¡O Hans Heiling y El vampiro, de
Marschner! ¡E incluso el Tannháuser, de Wagner! Es ésta una música que ha ido
dejando de sonar, si bien todavía no está olvidada. Toda esta música del
romanticismo, además, no era suficientemente aristocrática, no era
suficientemente música como para lograr imponerse también en otros lugares
distintos, además de en el teatro y ante la multitud; era de antemano música de
segundo rango, que entre músicos verdaderos es tenida poco en cuenta. Cosa
distinta ocurrió con Félix Mendelssohn, ese maestro alciónico que, por tener un
alma más ligera, más pura, más afortunada, fue rápidamente honrado y asimismo
rápidamente olvidado: como el bello intermedio de la música alemana. En lo que
se refiere a Robert Schumann, que tomaba todo en serio y a quien desde el
principio se lo tomó también en serio es el último que ha fundado una escuela:
¿no se considera hoy entre nosotros como una felicidad, como un respiro de
alivio, como una liberación el hecho de que precisamente ese romanticismo
schumanniano esté superado? Schumann, refugiado en la «Suiza sajona» de su
alma, hecho a medias a la manera de Werther y a medias a la manera de Jean
Paul, ¡ciertamente, no a la de Beethoven!, ¡ciertamente, no a la de Byron! su
música sobre el Manfredo es un desacierto y un malentendido que llegan hasta la
injusticia , Schumann, con su gusto, que en el fondo era un gusto pequeño (es
decir, una tendencia peligrosa, doblemente peligrosa entre alemanes, hacia el
tranquilo lirismo y la borrachera del sentimiento), un hombre que
constantemente se hace a un lado, que se encoge y se retrae tímidamente, un
noble alfeñique que se regodeaba en una felicidad y un dolor meramente
anónimos, una especie de muchacha y de poli me tangere [no me toques] desde el
comienzo: este Schumann no fue ya en música más que un acontecimiento alemán, y
no un acontecimiento europeo, como lo fue Beethoven, como lo había sido, en
medida aún más amplia, Mozart, con él la música alemana corrió su máximo
peligro de perder la voz para expresar el alma de Europa y de rebajarse a ser
mera patriotería.
246
¡Qué tortura son los libros escritos en alemán para el
hombre que dispone
de un tercer oído! ¡Con qué repugnancia se detiene ese
hombre junto a ese pantano, que lentamente va dándose la vuelta, de acordes
carentes de armonía, de ritmos sin baile, que entre alemanes se llama un
«libro»! ¡Y nada digamos del alemán que lee libros! ¡De qué manera tan
perezosa, tan a regañadientes, tan mala lee! Qué pocos alemanes saben y se
exigen a sí mismos saber que en toda buena frase se esconde arte, ¡arte que
quiere ser adivinado en la medida en que la frase quiere ser entendida! Un
malentendido acerca de su tempo [ritmo], por ejemplo: ¡y la frase misma es
malentendida! No permitirse tener dudas acerca de cuáles son las sílabas
decisivas para el ritmo, sentir como algo
querido y como un atractivo la ruptura de la simetría
demasiado rigurosa, prestar oídos finos y pacientes a todo staccato
[despegado], a todo rubato [ritmo libre], adivinar el sentido que hay en la
sucesión de las vocales y diptongos y el modo tan delicado y vario como pueden
adoptar un color y cambiar de color en su sucesión: ¿quién, entre los alemanes lectores
de libros, está bien dispuesto a reconocer tales deberes y exigencias y a
prestar atención a tanto arte e intención encerrados en el lenguaje? La gente
no tiene, en última instancia, precisamente «oídos para esto»: por lo cual no
se oyen las antítesis más enérgicas del estilo y se derrocha inútilmente, como
ante sordos, la maestría artística más sutil. Éstos fueron mis pensamientos
cuando noté de qué modo tan torpe y obtuso confundía la gente a dos maestros en
el arte de la prosa, uno al que las palabras le gotean lentas y frías, como
desde el techo de una húmeda caverna él cuenta con su sonido y su eco sofocados
y otro que maneja su lengua como una espada flexible y que desde el brazo hasta
los dedos del pie siente la peligrosa felicidad de la hoja vibrante,
extraordinariamente afilada, que quiere morder, silbar, cortar.
247
Que el estilo alemán tiene que ver muy poco con la armonía
y con los
oídos muéstralo el hecho de que justo nuestros buenos
músicos escriben mal. El alemán
no lee en voz alta,
no lee para los oídos, sino simplemente con los ojos: al leer ha encerrado sus
oídos en el cajón. El hombre antiguo, cuando leía esto ocurría bastante raramente
lo que hacía era recitarse algo a sí mismo, y desde luego en voz alta
; la gente se admiraba cuando alguien leía en voz baja,
preguntándose a escondidas por las razones de ello. En voz alta: esto quiere
decir, con todas las hinchazones, inflexiones, cambios de tono y variaciones de
tempo [ritmo] en que se complacía el mundo público de la Antigüedad. Entonces
las leyes del estilo escrito eran aún las mismas que las del estilo hablado; y
las leyes de éste dependían, en parte, del asombroso desarrollo, de las
refinadas necesidades de los oídos y de la laringe y, en parte, de la fuerza,
duración y potencia de los pulmones antiguos. Tal como lo entendían los
antiguos, un período es en primer término un todo fisiológico, en la medida en
que está contenido en una sola respiración. Períodos tales como los que
aparecen en Demóstenes, en Cicerón, que se hinchan dos veces y otras dos veces
se deshinchan, y todo ello dentro de una sola respiración: ésos son goces para
hombres antiguos, los cuales sabían, por su propia instrucción escolar,
apreciar la virtud que hay en ello, lo raro y difícil que es declamar tal
período: ¡nosotros no tenemos propiamente ningún derecho al gran período,
nosotros los modernos, nosotros los hombres de aliento corto en todos los
sentidos! Aquellos antiguos, en efecto, eran todos ellos diletantes de la
oratoria, y en consecuencia expertos, y en consecuencia críticos, de este modo
empujaban a sus oradores a llegar hasta el extremo; de igual manera que en el
siglo pasado, cuando todos los italianos e italianas eran expertos en cantar,
el virtuosismo
del canto (y con esto también el arte de la melodía) llegó
entre ellos a la cumbre. Pero en Alemania (hasta la época más reciente, en que
una especie de elocuencia de tribunos agita sus jóvenes alas con bastante
timidez y torpeza) no ha habido propiamente más que un único género de oratoria
pública y más o menos conforme a las reglas del arte: la que se hacía desde el
púlpito. Sólo el predicador sabía en Alemania cuál es el peso de una sílaba,
cuál el de una palabra, hasta qué punto una frase golpea, salta, se precipita,
corre, fluye, él era el único que en los oídos tenía conciencia, con bastante
frecuencia una conciencia malvada: pues no faltan motivos para pensar que
precisamente el alemán alcanza habilidad en la oratoria raras veces, casi
siempre demasiado tarde. La obra maestra de la prosa alemana es por ello,
obviamente, la obra maestra de su máximo predicador: la Biblia ha sido hasta
ahora el mejor libro alemán. Comparado con la Biblia de Lutero, casi todo lo
demás es sólo «literatura» cosa ésta que no es en Alemania donde ha crecido, y
que por ello tampoco ha arraigado ni arraiga en los corazones alemanes: como lo
ha hecho la Biblia.
248
Hay dos especies de genio: uno que ante todo fecunda y
quiere fecundar a
otros, y otro al que le gusta dejarse fecundar y dar a luz.
Y, de igual modo, hay entre los pueblos geniales unos a los que les ha
correspondido el problema femenino del embarazo y la secreta tarea de plasmar,
de madurar, de consumar los griegos, por ejemplo, fueron un pueblo de esa
especie, asimismo los franceses ; y otros que tienen que fecundar y que se
convierten en la causa de nuevos órdenes de vida, como los judíos, los romanos,
¿y, hecha la pregunta con toda modestia, los alemanes? pueblos atormentados y
embelesados por fiebres desconocidas, pueblos irresistiblemente arrastrados
fuera de sí mismos, enamorados y ávidos de razas extrañas (de razas que se
«dejen fecundar» ) y, en esto, ansiosos de dominio, como todo lo que se sabe
lleno de fuerzas fecundantes, y, en consecuencia, «por la gracia de Dios».
Estas dos especies de genio búscanse como el varón y la mujer; pero también se
malentienden uno al otro, como el varón y la mujer.
249
Cada pueblo tiene su tartufería propia, y la denomina sus
virtudes. Lo
mejo
r que uno es, eso él no lo conoce, no puede conocerlo. 250
¿Qué debe Europa a los judíos? Muchas cosas, buenas y
malas, y ante todo una que es a la vez de las mejores y de las peores: el gran
estilo en la moral, la terribilidad y la majestad de exigencias infinitas, de
significados infinitos, todo el romanticismo y sublimidad de las problemáticas
morales y, en consecuencia, justo la parte más atractiva, más capciosa y más
selecta de
aquellos juegos de colores y de aquellas seducciones que
nos incitan a vivi
r, en cuyo resplandor final brilla tal vez está dejando de
brillar hoy el cielo de nuestra cultura europea, su cielo de atardecer.
Nosotros los artistas entre los espectadores y filósofos sentimos por ello
frente a los judíos gratitud.
251
Es preciso resignarse a que sobre el espíritu de un pueblo
que padece, que
quiere padecer de la fiebre nerviosa nacional y de la
ambición política pasen múltiples nubes y perturbaciones o, dicho brevemente,
pequeños ataques de estupidizamiento: por ejemplo, entre los alemanes de hoy,
unas veces la estupidez antifrancesa, otras la antijudía, otras la antipolaca,
otras la cristianoromántica, otras la wagneriana, otras la teutónica, otras la
prusiana (contémplese a esos pobres historiadores, a esos Sybel y Treitzschke y
sus cabezas reciamente vendadas ), y como quieran llamarse todas esas pequeñas
obnubilaciones del espíritu y la conciencia alemanes. Perdóneseme el que
tampoco yo, durante una breve y osada estancia en terrenos muy infectados, haya
permanecido completamente inmune a la enfermedad, y el que a mí, como a todo el
mundo, hayan empezado ya a ocurrírseme pensamientos sobre cosas que en nada me
atañen: primera señal de la infección política. Por ejemplo, sobre los judíos:
óigaseme. Todavía no me he encontrado con ningún alemán que haya sentido
simpatía por los judíos; y por muy incondicional que sea la repulsa del
auténtico antisemitismo por parte de todos los hombres previsores y políticos,
tampoco esa previsión y esa política se dirigen, sin embargo, contra el género
mismo del sentimiento, sino sólo contra su peligrosa inmoderación, en especial
contra la expresión insulsa y deshonrosa de ese inmoderado sentimiento, sobre
esto no es lícito engañarse. Que Alemania tiene judíos en abundancia
suficiente, que el estómago alemán, la sangre alemana tienen dificultad (y
seguirán teniendo dificultad durante largo tiempo) aun sólo para digerir y
asimilar ese quantum [cantidad] de «judío» de igual manera que lo han digerido
y asimilado el italiano, el francés, el inglés, merced a una digestión más
robusta : eso es lo que dice y expresa claramente un instinto general al cual
hay que prestar oídos, de acuerdo con el cual hay que actuar. «¡No dejar entrar
nuevos judíos! ¡Y, ante todo, cerrar las puertas por el Este (también por el
Imperio del Este)!», eso es lo que ordena el instinto de un pueblo cuya
naturaleza es todavía débil e indeterminada, de modo que con facilidad se la
podría hacer desaparecer, con facilidad podría ser borrada por una raza más
fuerte. Pero los judíos son, sin ninguna duda, la raza más fuerte, más tenaz y
más pura que vive ahora en Europa; son diestros en triunfar aun en las peores
condiciones (mejor incluso que en condiciones favorables), merced a ciertas
virtudes que hoy a la gente le gusta tildar de vicios, gracias sobre todo a una
fe decidida, la cual no necesita avergonzarse frente a las «ideas modernas»;
los judíos se modifican siempre, cuando se modifican, de la misma manera que el
Imperio ruso hace sus conquistas, como
un Imperio que tiene tiempo y que no es de ayer : es decir,
de acuerdo con la máxima «¡lo más lentamente posible!» Un pensador que tenga
sobre su conciencia el futuro de Europa contará, en todos los proyectos que
trace en su interior sobre ese futuro, con los judíos y asimismo con los rusos,
considerándolos como los factores por lo pronto más seguros y más probables en
el gran juego y en la gran lucha de las fuerzas. Lo que hoy en
Europa se denomina
«nación», y que en realidad es más una res facta [cosa hecha] que nata [cosa
nacida] (incluso se asemeja a veces, hasta confundirse con ella, a una res
ficta et picta [cosa fingida y pintada] ), es en todo caso algo que está en
devenir, una cosa joven, fácil de desplazar, no es todavía una raza y mucho menos
es algo aere peren nius [más perenne que el bronce], como lo es la raza judía:
¡esas naciones deberían, pues, evitar con mucho cuidado toda concurrencia y
toda hostilidad nacidas de un calentamiento de la cabeza! Que los judíos, si
quisieran o si se los coaccionase a ello, como parecen querer los antisemitas,
podrían tener ya ahora la preponderancia e incluso, hablando de modo
completamente literal, el dominio de Europa, eso es una cosa segura; y también
lo es que no trabajan ni hacen planes en ese sentido. Antes bien, por el
momento lo que quieren y desean, incluso con cierta insistencia, es ser
absorbidos y succionados en Europa, por Europa, anhelan estar fijos por fin en
algún sitio, ser permitidos, respetados, y dar una meta a la vida nómada, al
«judío eterno» ; y se debería tener muy en cuenta y complacer esa tendencia y
ese impulso (los cuales acaso manifiesten una atenuación de los instintos
judíos): para lo cual tal vez fuera útil y oportuno desterrar a todos los
voceadores antisemitas del país. Se debería acoger a los judíos con toda
cautela, haciendo una selección; más o menos, como actúa la nobleza inglesa.
Resulta manifiesto que quienes podrían entrar en relaciones con ellos sin el
menor escrúpulo son los tipos más fuertes y más firmemente troquelados ya de la
nueva germanidad, por ejemplo el oficial noble de la Marca: tendría múltiple
interés ver si no se podría hacer un injerto, un cruce entre el arte heredado
de mandar y obedecer en ambas cosas resulta hoy clásico el mencionado país y el
genio del dinero y de la paciencia (y sobre todo, algo de espíritu y de
espiritualidad, que tanto faltan en el mencionado lugar ). Sin embargo, lo que
aquí procede es interrumpir mi jovial alemanería y mi solemne discurso: pues
estoy llegando ya a lo que para mí es serio, al «problema europeo» tal como yo
lo entiendo, a la selección de una nueva casta que gobierne a Europa.
252
Esos ingleses no son una raza filosófica: Bacon significa
un atentado
contra el espíritu filosófico en cuanto tal, Hobbes, Hume y
Locke, un envilecimiento y devaluación del concepto «filosófico» por más de un
siglo. Contra Hume se levantó y alzó Kant; de Locke le fue lícito a Schelling
decir: je me prise Locke [yo desprecio a Locke]; en la lucha contra la
cretinización
anglomecanicista del mundo estuvieron acordes Hegel y
Schopenhauer (con Goethe), esos dos hostiles genios hermanos en filosofía, que
tendían hacia los polos opuestos del espíritu alemán y que por ello se hacían
injusticia como sólo se la hacen cabalmente los hermanos. Qué es lo que falta y
qué es lo que ha faltado siempre en Inglaterra sabíalo bastante bien aquel
semicomediante y retor, aquella insulsa cabeza revuelta que era Carlyle, el
cual trataba de ocultar bajo muecas apasionadas lo que él sabía de sí mismo: a
saber, qué era lo que le faltaba a Carlyle auténtica potencia en la
espiritualidad, auténtica profundidad en la mirada espiritual, en suma,
filosofía. A esa nofilosófica raza caracterízala el hecho de atenerse rigurosamente
al cristianismo: necesita la disciplina «moralizadora» y humanizadora del
cristianismo. El inglés, que es más sombrío, más sensual, más fuerte de
voluntad y más brutal que el alemán es justo por ello, por ser el más vulgar de
los dos, más piadoso también que el alemán: tiene más necesidad cabalmente del
cristianismo. Para olfatos más sutiles ese cristianismo inglés desprende
incluso un efluvio genuinamente inglés de spleen [desgana] y de desenfreno
alcohólico, contra los cuales se lo usa, por buenas razones, como medicina, es
decir, se usa un veneno más fino contra otro más grosero: un envenenamiento más
fino representa ya de hecho, entre pueblos torpes, un progreso, un paso hacia
la espiritualización. La torpeza y la rústica seriedad de los ingleses
encuentran su disfraz más soportable, o dicho con más exactitud: su
interpretación y reinterpretación más soportables en la mímica cristiana y en
el orar y cantar salmos; y para ese rebaño de borrachos y disolutos que aprende
a gruñir moralmente, en otro tiempo bajo la violencia del metodismo, y de
nuevo, recientemente, en forma de «Ejército de Salvación», una convulsión de
penitencia puede ser en verdad la realización relativamente más alta de
«humanidad» a la que se lo puede elevar: admitir esto es lícito y justo. Pero
lo que resulta ofensivo incluso en el inglés más humano es su falta de música,
o, hablando con metáfora (y sin metáfora): el inglés no tiene ritmo ni baile en
los movimientos de su alma y de su cuerpo y ni siquiera tiene el deseo de ritmo
y baile, de «música». Óigasele hablar; véase caminar a las inglesas más bellas
no existen en ningún país de la tierra palomas y cisnes más bellos, en fin:
¡óigaselas cantar! Pero estoy exigiendo demasiado...
253
Hay verdades tales que son las cabezas mediocres las que
mejor las
conocen, ya que son las más conformes a ellas, hay verdades
tales que sólo p
oseen atractivos y fuerzas de seducción para espíritus
mediocres: a esta tesis, tal vez desagradable, vémonos empujados precisamente
ahora, desde que el espíritu de unos ingleses estimables pero mediocres doy los
nombres de Darwin, John Stuart Mill y Herbert Spencer comienza a adquirir
preponderancia en la región media del gusto europeo. De hecho, ¿quién pondría
en duda la utilidad de que dominen temporalmente tales espíritus?
Sería un error considerar que cabalmente los espíritus de
elevado linaje y de vuelo separado son especialmente hábiles para detectar muchos
pequeños hechos vulgares, para coleccionarlos y reducirlos a fórmulas: antes
bien, en cuanto son excepciones, de antemano carecen de una actitud favorable
para con las «reglas». En última instancia, tienen algo más que hacer que sólo
conocer a saber, ¡ser algo nuevo, significar algo nuevo, representar valores
nuevos! El abismo entre tener conocimientos y tener capacidad de obrar quizá
sea más grande, también más inquietante de lo que se piensa: el hombre capaz de
realizar algo en gran estilo, el creador, tendrá que ser posiblemente un
ignorante, mientras que, por otro lado, para hacer descubrimientos científicos
del género de los de Darwin no constituyen una mala disposición indudablemente
una cierta estrechez, una cierta avidez y una cierta solicitud diligente, en
suma, un carácter inglés. No se olvide, en fin, que los ingleses han causado ya
una vez, con su bajo nivel medio, una depresión global del espíritu europeo: lo
que se llama «las ideas modernas» o «las ideas del siglo dieciocho» o también «las
ideas francesas» es decir, aquello contra lo que el espíritu alemán se levantó
con profunda náusea, eso era de origen inglés, de ello no cabe duda.
Los franceses fueron tan sólo los monos y comediantes de
esas ideas, también sus mejores soldados, asimismo, por desgracia, sus primeras
y más completas víctimas: pues a causa de la condenada anglomanía de las «ideas
modernas» el áme franfaise [alma francesa] ha acabado volviéndose tan flaca y
macilenta que hoy nos acordamos, casi sin creerlo, de sus siglos XVI y XVII, de
su profunda y apasionada fuerza, de su inventiva aristocracia. Pero es preciso
retener con los dientes esta tesis de equidad histórica y defenderla contra el
instante y la apariencia visible: la noblesse [nobleza] europea del
sentimiento, del gusto, de la costumbre, en suma, entendida esa palabra en todo
sentido elevado es obra e invención de Francia, la vulgaridad europea, el
plebeyismo de las ideas modernas de Inglaterra
254
También ahora continúa siendo Francia la sede de la cultura
más espiritual
y refinada de Europa y la alta escuela del gusto: pero hay
que saber encontrar esa «Francia del gusto». Quien forma parte de ella se
mantiene bien oculto: sin duda constituyen un número pequeño los hombres en los
que esa Francia se encarna y vive, y son, además, hombres que no están
asentados sobre piernas muy robustas, hombres en parte fatalistas, de ceño
sombrío, enfermos, y en parte enervados y artificiosos, que tienen la ambición
de ocultarse.
Algo es común a todos ellos: cierran sus oídos a la
furibunda estupidez y a la ruidosa locuacidad del bourgeois [burgués]
democrático. De hecho lo que hoy se agita en el primer plano es una Francia que
se ha vuelto estúpida y grosera, recientemente ha celebrado, en el entierro de
Víctor Hugo, una
verdadera orgía de falta de gusto y, a la vez, de
admiración de sí misma. También otra cosa les es común a esos hombres: una
buena voluntad de oponerse a la germanización espiritual ¡y una incapacidad
todavía mejor de lograrlo! En esta Francia del espíritu, que es también una
Francia del pesimismo, tal vez haya llegado ahora Schopenhauer a estar más en
su casa, en su patria, que lo estuvo nunca en Alemania; para no hablar de
Heinrich Heine, el cual hace ya mucho tiempo que ha pasado a formar parte de la
carne y la sangre de los más sutiles y exigentes líricos de París, o de Hegel,
que hoy, en la figura de Taine es decir, del primer historiador vivo , ejerce
un influjo casi tiránico. En lo que se refiere a Richard Wagner: cuanto más
aprenda la música francesa a configurarse de acuerdo con las verdaderas
necesidades del áme moderne [alma moderna], tanto más «wagnerizará», eso es
lícito predecirlo, ¡ya ahora está haciéndolo bastante! Tres son, sin embargo,
las cosas que los franceses pueden hoy mostrar con orgullo como herencia y
patrimonio suyos y como indeleble señal de una vieja superioridad de cultura
sobre Europa, a pesar de toda la voluntaria o involuntaria germanización y
aplebeyamiento del gusto: en primer lugar, la capacidad de sentir pasiones
artísticas, de entregarse a la «forma», capacidad para designar la cual se ha
inventado, junto a otras mil, la frase l'art pour l'art [el arte por el arte] :
esto es algo que no ha faltado en Francia desde hace tres siglos y que ha
posibilitado una y otra vez, gracias al respeto al «número pequeño», una
especie de música de cámara de la literatura, que en vano se busca en el resto
de Europa . Lo segundo sobre lo que los franceses pueden fundar una
superioridad sobre Europa es su antigua y compleja cultura moralista, la cual
hace que, hablando en general, incluso en pequeños romanciers [novelistas] de
periódicos y en ocasionales boulevardiers de Paris [escritores de boulevard de
París] se encuentren una excitabilidad y una curiosidad psicológicas de que en
Alemania, por ejemplo, no se tiene la menor idea (¡y mucho menos la cosa!).
Fáltales a los alemanes para ello un par de siglos de carácter moralista, que,
como hemos dicho, Francia no se ha ahorrado; quien llame por ello «ingenuos» a
los alemanes cambia un defecto suyo en una alabanza. (Como antítesis de la
inexperiencia y la inocencia alemanas in voluptate psychologica [en la
voluptuosidad psicológica], las cuales están emparentadas, y no de lejos, con
el aburrimiento de la vida social alemana, y como expresión logradísima de una
curiosidad y un talento inventivo auténticamente franceses para este reino de
estremecimientos delicados, podemos considerar a Henri Beyle, ese notable
hombre anticipador y precursor, que, con un tempo [ritmo] napoleónico, atravesó
a la carrera su Europa, muchos siglos de alma europea, como un rastreador y
descubridor de esa alma: dos generaciones han sido precisas para darle alcance
en cierto modo, para adivinar tardíamente algunos de los enigmas que lo
atormentaban y embelesaban a él, a ese prodigioso epicúreo y hombre
interrogación, que ha sido el último psicólogo grande de
Francia .) Hay todavía un tercer título de superioridad: en
la esencia de los franceses se da una síntesis, lograda a medias, entre el
norte y el sur, la cual les permite comprender muchas cosas y les ordena hacer
otras que un inglés no comprenderá jamás; su temperamento, que periódicamente
se vuelve hacia el sur y se aleja de él, en el cual la sangre provenzal y ligur
rebosa de cuando en cuando, presérvalos del horrible claroscuro del norte y de
los espectros conceptuales y la anemia debidos a la falta de sol, nuestra
enfermedad alemana del gusto, contra cuyo exceso se ha recetado por el momento,
con gran decisión, sangre y hierro, quiero decir: la «gran política» (de
acuerdo con una terapéutica peligrosa, que a mí me enseña a aguardar y a
aguardar, pero, hasta ahora, todavía no a tener esperanzas ). También ahora
continúa habiendo en Francia un comprender anticipado y un adelantarse hacia
aquellos hombres más raros, y raras veces satisfechos, que son demasiado
abarcadores como para encontrar su satisfacción en una patriotería cualquiera y
que saben amar en el norte el sur, en el sur el norte, hacia los mediterráneos
natos, hacia los «buenos europeos». Para ellos ha escrito su música Bizet, ese
último genio que ha visto una belleza y una seducción nuevas, que ha
descubierto un fragmento de sur de la música.
255
Frente a la música alemana considero que se imponen algunas
cautelas.
Suponiendo que alguien ame el sur igual que yo lo amo, como
una gran escuela de curación en las cosas más espirituales y en las más
sensuales, como una plenitud solar y una transfiguración solar incontenibles,
desplegadas sobre una existencia que es dueña de sí misma, que cree en sí
misma: bien, ése aprenderá a ponerse un poco en guardia frente a la música
alemana, pues ésta, en la medida en que vuelve a echar a perder su gusto,
vuelve a echar a perder también su salud. Ese hombre meridional, meridional no
por ascendencia, sino por fe, tiene que soñar, en el caso de que sueñe con el
futuro de la música, también con que la música se redima del norte, y tiene que
sentir en sus oídos el preludio de una música más honda, más poderosa, acaso
más malvada y misteriosa, de una música sobrealemana que no se desvanezca, que
no se vuelva amarillenta y pálida ante el espectác
ulo del mar azul y voluptuoso y de la claridad mediterránea
del cielo, como le ocurre a toda la música alemana, sentir en sus oídos el
preludio de una música sobreeuropea que se afirme incluso frente a las grises
puestas de sol del desierto, cuya alma esté emparentada con la palmera y sepa
vagar y sentirse como en su casa entre los grandes, hermosos, solitarios
animales de presa... Yo podría imaginarme una música cuyo más raro encanto
consistiría en que no supiese yo nada del bien y del mal y sobre la cual tal
vez sólo acá y allá se deslizasen una cierta nostalgia de navegante, algunas
sombras doradas y algunas blandas debilidades: un arte que, desde una gran
lejanía, viese cómo corren a refugiarse en él los colores de un mundo moral que
está hundiéndose en su ocaso y que se ha vuelto casi
incomprensible, y que fuese lo bastante hospitalario y
profundo como para recibir a esos fugitivos rezagados. –
256
Gracias al morboso extrañamiento que la insania de las
nacionalidades ha
introducido y continúa introduciendo entre los pueblos de
Europa, gracias asimismo a los políticos de mirada corta y de mano rápida que
hoy están arriba con la ayuda de esa insania y que no atisban en absoluto hasta
qué punto la política disgregacionista que practican no puede ser
necesariamente más que una política de entreacto, gracias a todo eso
y a otras muchas cosas, totalmente inexpresables hoy, ahora
son pasados por alto o reinterpretados de manera arbitraria y mendaz los
indicios más inequívocos en los cuales se expresa que Europa quiere llegar a
ser una. En todos los hombres más profundos y más amplios de este siglo su
verdadera orientación global en el misterioso trabajo de su alma tendía a
preparar el camino a esta nueva síntesis y a anticipar a modo de ensayo el europeo
del futuro: sólo en sus aspectos superficiales o en horas de debilidad, por
ejemplo en la vejez, pertenecían a las «patrias», no hacían ot
ra cosa que descansar de sí mismos cuando se volvían
«patriotas». Pienso en hombres como Napoleón, Goethe, Beethoven, Stendhal,
Heinrich Heine, Schopenhauer: no se me tome a mal el que también cuente entre
ellos a Richard Wagner, respecto del
cual no es lícito
dejarse seducir por sus propios malentendidos, los genios de su especie tienen
raras veces el derecho a entenderse a sí mismos. Menos todavía, desde luego,
por el incivilizado ruido con que ahora la gente en Francia se opone y se
defiende contra Richard Wagner: sigue siendo un hecho, a pesar de todo, que el
tardío romanticismo francés de los años cuarenta y Richard Wagner se hallan
emparentados de manera muy estrecha e íntima. Se hallan emparentados,
radicalmente emparentados, en todas las alturas y profundidades de sus
necesidades: es Europa, la única Europa, cuya alma, a través de su arte
multiforme y tumultuoso, aspira a ir más allá, más arriba, y tiende ¿hacia
dónde?, ¿hacia una nueva luz?, ¿hacia un nuevo sol? ¿Mas quién expresaría
exactamente lo que todos esos maestros de nuevos medios lingüísticos no supieron
expresar con claridad? Lo que es cierto es que a ellos los atormentaba un mismo
Sturm und Drang` [borrasca e impulso], que ellos buscaban del mismo modo, ¡esos
últimos grandes buscadores! Todos ellos dominados por la literatura hasta en
sus ojos y sus oídos los primeros artistas dotados de una cultura literaria
mundial , la mayoría de las veces, incluso, también escritores, poetas,
intermediarios y amalgamadores de las artes y de los sentidos (Wagner, en
cuanto músico, es un pintor, en cuanto poeta, un músico, en cuanto artista sin
más, un comediante); todos ellos fanáticos de la expresión «a cualquier precio»
destaco a Delacroix, el más afín de todos a Wagner , todos ellos grandes
descubridores en el reino de lo sublime, también de lo feo y horrible, y
descubridores aún más grandes en el producir efecto, en la puesta en escena,
en el arte de los escaparates, todos ellos talentos que
superaban en mucho a su genio , virtuosistas de pies a cabeza, dotados de
inquietantes accesos a todo lo que seduce, atrae, coacciona, subyuga, enemigos
natos de la lógica y de las líneas rectas, ávidos de lo extraño, exótico, monstruoso,
curvo, de lo que se contradice a sí mismo; como hombres, Tántalos de la voluntad,
plebeyos llegados a la cumbre, que se sabían incapaces, en la vida y en la
creación, de un tempo [ritmo] aristocrático, de un lento, piénsese, por ejemplo,
en Balzac trabajadores desenfrenados, casi destructores de sí mismos mediante
el trabajo; antinomistas y rebeldes en las costumbres, ambiciosos e
insaciables, carentes de equilibrio y de goce; todos ellos, en fin,
prosternados y arrodillados ante la cruz cristiana (y esto, con toda razón:
pues ¿quién de ellos habría sido suficientemente profundo y originario para una
filosofía del Anticristo?), en conjunto una especie temerariamente audaz,
espléndidamente violenta de hombres superiores, que volaba alto y arrastraba
hacia la altura, especie que hubo de empezar por enseñar a su siglo ¡y es el
siglo de la masa! el concepto de «hombre superior»...
Que los amigos alemanes de Richard Wagner decidan por sí
mismos si en el arte wagneriano hay algo alemán de verdad, o si no ocurre que
lo que cabalmente distingue a ese arte es el pr
ovenir de fuentes e impulsos supraalemanes: y en esto no se
infravalore el hecho de que, para que se formase del todo el tipo de Wagner,
resultó indispensable justamente París, hacia el cual le mandó aspirar en la
época más decisiva la profundidad de sus instintos,
y que toda su manera
de presentarse, de hacer apostolado de sí mismo, sólo pudo alcanzar su perfección
a la vista del modelo de los socialistas franceses. Tal vez se encontrará, en una
comparación más sutil, para honra de la naturaleza alemana de Richard Wagner,
que éste fue en todo más fuerte, más audaz, más duro, superior a cuanto podría
serlo un francés del siglo XIX, gracias a la circunstancia de que nosotros los
alemanes estamos más próximos a la barbarie que los franceses ; tal vez,
incluso, resulte inaccesible, inexperimentable, inimitable siempre, y no sólo
hoy, a la raza latina entera, tan tardía, lo más notable que Richard Wagner ha
creado: la figura de Sigfrido, aquel hombre muy libre, el cual acaso sea de
hecho demasiado libre, demasiado duro, demasiado jovial, demasiado sano, demasiado
anticatólico para el gusto de viejos y marchitos pueblos civilizados. Tal vez
ese Sigfrido antilatino haya sido incluso un pecado contra el romanticismo:
ahora bien, ese pecado lo ha expiado Wagner abundantemente, en los días
confusos de su vejez, cuando anticipando un gusto que entretanto se ha
convertido en política comenzó, si no a recorrer, sí al menos a predicar, con
la vehemencia religiosa que le era peculiar, el camino hacia Roma. A fin de que
no se me malentienda por estas últimas palabras, voy a recurrir a la ayuda de
ciertos vigorosos versos que revelarán también a oídos menos sutiles qué es lo
que yo quiero, lo que yo quiero contra el «último Wagner» y la
música de su Parsifal. ¿Es esto aún alemán?
¿De un corazón alemán ha salido este sofocante vocear?
¿Y propio de un cuerpo alemán es este desencarnarse a sí
mismo? ¿Es alemán este sacerdotal abrir las manos?
¿Esta excitación de los sentidos olorosa a incienso?
¿Y es alemán este chocar, caer, tambalearse,
este incierto bimbambolearse?
¿Esas miradas de monja, ese repiqueteo de campanas del ave,
todo ese falsamente extasiado mirar al cielo y al supercielo?
¿Es esto aún alemán?
¡Reflexionad! Todavía estáis a la puerta:
Pues lo que oís es Roma, ¡la fe de Roma sin palabras!
SECCIÓN NOVENA ¿Qué es aristocrático?
257
Toda elevación del tipo «hombre» ha sido hasta ahora obra
de una
sociedad aristocrática y así lo seguirá siendo siempre: es
ésa una sociedad que cree en una larga escala de jerarquía y de diferencia de
valor entre un hombre y otro hombre y que, en cierto sentido, necesita de la
esclavitud. Sin ese pathos de
la distancia que surge de la inveterada diferencia entre
los estamentos, de la permanente mirada a lo lejos y hacia abajo dirigida por
la clase dominante sobre los súbditos e instrumentos, y de su ejercitación,
asimismo permanente, en el obedecer y el mandar, en el mantener a los otros
subyugados y distanciados, no podría surgir tampoco en modo alguno aquel otro
pathos misterioso, aquel deseo de ampliar constantemente la distancia dentro
del alma misma, la elaboración de estados siempre más elevados, más raros, más
lejanos, más amplios, más abarcadores, en una palabra, justamente la elevación
del tipo «hombre», la continua «autosuperación del hombre», para emplear en
sentido sobremoral una fórmula moral. Ciertamente: no es lícito entregarse a
embustes humanitarios en lo referente a la historia de la génesis de una
sociedad aristocrática (es decir, del presupuesto de aquella elevación
del tipo «hombre»): la verdad es dura. ¡Digámonos sin
miramientos de qué modo ha comenzado hasta ahora en la tierra toda cultura
superior! Hombres dotados de una naturaleza todavía natural, bárbaros en todos
los sentidos terribles de esta palabra, hombres de presa poseedores todavía de
fuerzas de voluntad y de apetitos de poder intactos, lanzáronse sobre razas más
débiles, más civilizadas, más pacíficas, tal vez dedicadas a
l comercio o al pastoreo, o sobre viejas culturas marchitas,
en las cuales cabalmente se extinguía la última fuerza vital en brillantes
fuegos artificiales de espíritu y de corrupción. La casta aristocrática ha sido
siempre al comienzo la casta de los bárbaros: su preponderancia no residía ante
todo en la fuerza física, sino en la fuerza psíquica eran hombres más enteros
(lo cual significa también, en todos los niveles, «bestias más enteras»).
258
La corrupción, como expresión del hecho de que dentro de
los instintos
amenaza la anarquía y de que está quebrantado el cimiento
de los afectos, el cual se llama «vida»: la corrupción es algo radicalmente
distinto según sea la realidad vital en que se muestre. Cuando, por ejemplo,
una aristocracia como la de Francia al comienzo de la Revolución arroja lejos de
sí sus privilegios con una náusea sublime y se sacrifica a sí misma a un
desenfreno de su sentimiento moral, eso es corrupción: propiamente fu
e tan sólo el acto conclusivo de una corrupción que duraba
siglos, en virtud de la cual aquella aristocracia había abandonado paso a paso
sus prerrogativas señoriales y se había rebajado hasta convertirse en una
función de la realeza (últimamente, incluso, en un adorno y vestido de gala de
ésta). Lo esencial en una aristocracia buena y sana es, sin embargo, que no se
sienta a sí misma como función (ya de la realeza, ya de la comunidad), sino
como sentido y como suprema justificación de éstas, que acepte, por lo tanto,
con buena conciencia el sacrificio de un sinnúmero de hombres, los cuales, por
causa de ella, tienen que ser rebajados y disminuidos hasta convertirse en
hombres incompletos, en esclavos, en instrumentos. Su creencia fundamental
tiene que ser cabalmente la de que a la sociedad no le es lícito existir para
sí misma, sino sólo como infraestructura y andamiaje, apoyándose sobre los
cuales sea capaz una especie selecta de seres de elevarse hacia su tarea
superior y, en general, hacia un ser superior: a semejanza de esas plantas
trepadoras de Java, ávidas de sol se las llama sipó matador , las cuales estrechan
con sus brazos una encina todo el tiempo necesario y todas las veces necesarias
hasta que, finalmente, muy por encima de ella, pero apoyadas en ella, pueden
desplegar su corona a plena luz y exhibir su felicidad.
259
Abstenerse mutuamente de la ofensa, de la violencia, de la
explotación:
equiparar la voluntad de uno a la voluntad del otro: en un
cierto sentido
grosero esto puede llegar a ser una buena costumbre entre
los individuos, cuando están dadas las condiciones para ello (a saber, la
semejanza efectiva entre sus cantidades de fuerza y entre sus criterios de
valor, y su homogeneidad dentro de un solo cuerpo). Mas tan pronto como se
quisiera exten
der ese principio e incluso considerarlo, en lo posible,
como principio fundamental de la sociedad, tal principio se mostraría enseguida
como lo que es: como voluntad de negación de la vida, como principio de
disolución y de decadencia. Aquí resulta necesario pensar a fondo y con
radicalidad y defenderse contra toda debilidad sentimental: la vida misma es
esencialmente apropiación, ofensa, avasallamiento de lo que es extraño y más
débil, opresión, dureza, imposición de formas propias, anexión y al menos, en
el caso más suave, explotación, ¿mas para qué emplear siempre esas palabras
precisamente, a las cuales se les ha impreso desde antiguo una intención
calumniosa? También aquel cuerpo dentro del cual, como hemos supuesto antes,
trátanse los individuos como iguales esto sucede en toda aristocracia sana debe
realizar, al enfrentarse a otros cuerpos, todo eso de lo cual se abstienen entre
sí los individuos que están dentro de él, en el caso de que sea un cuerpo vivo
y no un cuerpo moribundo: tendrá que ser la encarnada voluntad de poder, querrá
crecer, extenderse, atraer a sí, obtener preponderancia, no partiendo de una
moralidad o inmoralidad cualquiera, sino porque vive, y porque la vida es
cabalmente voluntad de poder. En ningún otro punto, sin embargo, se resiste más
que aquí a ser enseñada la consciencia común de los europeos: hoy se fantasea
en todas partes, incluso bajo disfraces científicos, con estados venideros de
la sociedad en los cuales desaparecerá «el carácter explotador»: a mis oídos
esto suena como si alguien prometiese inventar una vida que se abstuviese de
todas las funciones orgánicas. La «explotación» no forma parte de una sociedad
corrompida o imperfecta y primitiva: forma parte de la esencia de lo vivo, como
función orgánica fundamental, es una consecuencia de la auténtica voluntad de
poder, la cual es cabalmente la voluntad propia de la vida. Suponiendo que como
teoría esto sea una innovación, como realidad es el hecho primordial de toda
historia: ¡seamos, pues, honestos con nosotros mismos hasta este punto!
260
En mi peregrinación a través de las numerosas morales, más
delicadas y
más groseras, que hasta ahora han dominado o continúan
dominando en la tierra, he encontrado ciertos rasgos que se repiten juntos y
que van asociados con regularidad: hasta que por fin se me han revelado dos
tipos básicos y se ha puesto de relieve una diferencia fundamental. Hay una
moral de señores y hay una moral de esclavos; me apresuro a añadir que en todas
las culturas más altas y
más mezcladas
aparecen también intentos de mediación entre ambas morales, y que con más
frecuencia todavía aparecen la confusión de esas morales y su recíproco
malentendido, y hasta a veces una ruda yuxtaposición
entre ellas incluso en el mismo hombre, dentro de una sola
alma. Las diferenciaciones morales de los valores han surgido, o bien entre una
especie dominante, la cual adquirió consciencia, con un sentimiento de
bienestar, de su diferencia frente a la especie dominada o bien entre los
dominados, los esclavos y los subordinados de todo grado. En el primer caso,
cuando los dominadores son quienes definen el concepto de «bueno», son los
estados psíquicos elevados y orgullosos los que son sentidos c
omo aquello que distingue y que determina la jerarquía. El
hombre aristocrático sep
ara de sí a aquellos seres en los que se expresa lo
contrario de tales estados elevados y orgullosos: desprecia a esos seres.
Obsérvese enseguida que en esta primera especie de moral la antítesis «bueno» y
«malo» es sinónima de «aristocrático» y «despreciable»: la antítesis «bueno» y
«malvado» es de otra procedencia. Es despreciado el cobarde, el miedoso, el
mezquino, el que pie
nsa en la estrecha utilidad; también el desconfiado de mirada
servil, el que se rebaja a sí mismo, la especie canina de hombre que se deja
maltratar, el adulador que pordiosea, ante todo el mentiroso: creencia
fundamental de todos los aristócratas es que el pueblo vulgar es mentiroso.
«Nosotros los veraces» éste es el nombre que se daban a sí mismos los nobles en
la antigua Grecia. Es evidente que las calificaciones morales de los valores se
aplicaron en todas partes primero a seres humanos y sólo de manera derivada y
tardía a acciones: por lo cual constituye un craso desacierto el que los
historiadores de la moral partan de preguntas como: «¿por qué ha sido alabada
la acción compasiva?» La especie aristocrática de hombre se siente a sí misma
como determinadora de los valores, no tiene necesidad de dejarse autorizar, su
juicio es: «lo que me es perjudicial a mí, es perjudicial en sí», sabe que ella
es la que otorga dignidad en absoluto a las cosas, ella es creadora de valores.
Todo lo que conoce que hay en ella misma lo honra: semejante moral es
autoglorificación. En primer plano se encuentran el sentimiento de la plenitud,
del poder que quiere desbordarse, la felicidad de la tensión elevada, la
consciencia de una riqueza que quisiera regalar y repartir: también el hombre
aristocrático socorre al desgraciado, pero no, o casi no, por compasión, sino
más bien por un impulso engendrado por el exceso de poder. El hombre
aristocrático honra en sí mismo al poderoso, también al poderoso que tiene
poder sobre él, que es diestro en hablar y en callar, que se complace en ser
riguroso y duro consigo mismo y siente veneración por todo lo riguroso y duro.
«Wotan me ha puesto un corazón duro en el pecho», se dice en una antigua saga
escandinava: ésta es la poesía que brotaba, con todo derecho, del alma de un
vikingo orgulloso. Esa especie de hombre se siente orgullosa cabalmente de no
estar hecha para la compasión: por ello el héroe de la saga añade, con tono de
admonición, «el que ya de joven no tiene un corazón duro, no lo tendrá nunca».
Los aristócratas y valientes que así piensan están lo más lejos que quepa
imaginar de aquella moral que ve el indicio de lo moral cabalmente en la
compasión, o
en el obrar por los demás, o en el désintéressement
[desinterés]; la fe en sí mismo, el orgullo de sí mismo, una radical hostilidad
y una ironía frente al «desinterés» forman parte de la moral aristocrática,
exactamente del mismo modo que un ligero menosprecio y cautela frente a los
sentimientos de simpatía y el «corazón cálido». Los poderosos son los que
entienden de honrar, esto constituye su arte peculiar, su reino de la invención.
El profundo respeto por la vejez y por la tradición el derecho entero se apoya
en ese doble respeto la fe y el prejuicio favorables para con los antepasados y
desfavorables para con los venideros son típicos en la moral de los poderosos; y
cuando, a la inversa, los hombres de las «ideas modernas» creen de modo casi instintivo
en el «progreso» y en «el futuro» y tienen cada vez menos respeto a la vejez,
esto delata ya suficientemente la procedencia no aristocrática de esas «ideas».
Pero lo que más hace que al gusto actual le resulte extraña y penosa una moral
de dominadores es la tesis básica de ésta de que sólo frente a los iguales se
tienen deberes; de que, frente a los seres de rango inferior, frente a todo lo
extraño, es lícito actuar como mejor parezca, o «como quiera el corazón», y, en
todo caso, «más allá del bien y del mal» : acaso aquí tengan su sitio la
compasión y otras cosas del mismo género. La capacidad y el deber de sentir un
agradecimiento prolongado y una venganza prolongada ambas cosas, sólo entre
iguales , la sutileza en la represalia, el refinamiento conceptual en la
amistad, una cierta necesidad de tener enemigos (como canales de desagüe, por
así decirlo, para los afectos denominados envidia, belicosidad, altivez en el
fondo, para poder ser buen amigo): todos ésos son caracteres típicos de la
moral aristocrática, la cual, como ya hemos insinuado, no es la moral de las
«ideas modernas», por lo cual hoy resulta difícil sentirla y también es difícil
desenterrarla y descubrirla. Las cosas ocurren de modo distinto en el segundo
tipo de moral, la moral de esclavos. Suponiendo que los atropellados, los
oprimidos, los dolientes, los serviles, los inseguros y cansados de sí mismos
moralicen: ¿cuál será el carácter común de sus valoraciones morales? Probablemente
se expresará aquí una suspicacia pesimista frente a la entera situación del
hombre, tal vez una condena del hombre, así como de la situación en que se
encuentra. La mirada del esclavo no ve con buenos ojos las virtudes del
poderoso: esa mirada posee escepticismo y desconfianza, es sutil en su
desconfianza frente a todo lo «bueno» que allí es honrado, quisiera convencerse
de que la felicidad misma no es allí auténtica. A la inversa, las propiedades
que sirven para aliviar la existencia de quienes sufren son puestas de relieve
e inundadas de luz: es la compasión, la mano afable y socorredora, el corazón
cálido, la paciencia, la diligencia, la humildad, la amabilidad lo que aquí se
honra, pues estas propiedades son aquí las más útiles y casi los únicos medios
para soportar la presión de la existencia.
La moral de esclavos es, en lo esencial, una moral de la
utilidad. Aquí reside el hogar donde tuvo su génesis aquella famosa antítesis
«bueno» y
«malvado»: se considera que del mal forman parte el poder y
la peligrosidad, así como una cierta terribilidad y una sutilidad y fortaleza
que no permiten que aparezca el desprecio. Así, pues, según la moral de
esclavos, el «malvado» inspira temor; según la moral de señores, es cabalmente
el «bueno» el que inspira y quiere inspirar temor, mientras que el hombre
«malo» es sentido como despreciable. La antítesis llega a su cumbre cuando, de
acuerdo con la consecuencia propia de la moral de esclavos, un soplo de
menosprecio acaba por adherirse también al «bueno» de esa moral menosprecio que
puede ser ligero y benévolo, porque, dentro del modo de pensar de los esclavos,
el bueno tiene que ser en todo caso el hombre no peli groso: el bueno es
bonachón, fácil de engañar, acaso un poco estúpido, un bonhomme [un buen
hombre]. En todos los lugares en que la moral de esclavos consigue la preponderancia
el idioma muestra una tendencia a aproximar entre sí las palabras «bueno» y
«estúpido». Una última diferencia fundamental: el anhelo de libertad, el
instinto de la felicidad y de las sutilezas del sentimiento de libertad forman
parte de la moral y de la moralidad de esclavos con la misma necesidad con que
el arte y el entusiasmo en la veneración, en la entrega, son el síntoma normal
de un modo aristocrático de pensar y valorar. Ya esto nos hace entender por qué
el amor como pasión es nuestra especialidad europea tiene que tener
sencillamente una procedencia aristocrática: como es sabido, su invención es
obra de los poetas caballeros provenzales, de aquellos magníficos e ingeniosos
hombres del «gai saber», a los cuales debe Europa tantas cosas y casi su propia
existencia.
261
Entre las cosas que tal vez le resulten más difíciles de
comprender a un
hombre aristocrático está la vanidad: se sentirá tentado a
negarla incluso all
í donde otra especie de hombre cree asirla con ambas manos.
El problema para el hombre aristocrático consiste en representarse unos seres
que buscan despertar acerca de sí mismos una buena opinión que ellos mismos no
tienen de sí y, por lo tanto, tampoco «merecen», y que posteriormente creen, sin
embargo, en esa buena opinión. Esto le parece al hombre aristocrático, por un
lado, algo tan falto de gusto y de respeto para consigo mismo, y, por otro,
algo tan barrocamente irracional que le gustaría concebir la vanidad como una
excepción, y en la mayoría de los casos en que se habla de ella, la pone en
duda. Dirá, por ejemplo: «Yo puedo equivocarme sobre mi valor y, por otro lado,
exigir, sin embargo, que mi valor sea reconocido también por otros exactamente
tal como yo lo establezco, pero eso no es vanidad (sino presunción o, en los
casos más frecuentes, eso que se llama ‘humildad' o también `modestia')». O
también: «Yo puedo alegrarme, por muchas razones, de la buena opinión de los demás
sobre mí, acaso porque los honro y amo y me alegro de cada una de sus alegrías,
acaso también porque su buena opinión confirma y refuerza en mí la fe en mi
propia buena opinión, acaso porque la
buena opinión de los otros, incluso en los casos en que yo
no la comparta, me es útil o promete serlo, pero nada de esto es vanidad». De
manera forzada, especialmente con ayuda de la ciencia histórica, es como el
hombre aristocrático tiene que formarse la idea de que, desde tiempos
inmemoriales, en todas las capas populares
dependientes de
alguna manera el hombre vulgar era sólo aquello que valía: no estando habituado
de ningún modo a establecer valores por sí mismo, el hombre vulgar ni siquiera
a sí mismo se atribuía un valor distinto del que sus señores le atribuían (el
auténtico derecho señorial es el de crear valo
res). Sin duda habrá que considerar como consecuencia de un
atavismo enorme
el hecho de que,
todavía ahora, el hombre ordinario continúe aguardando siempre una opinión
acerca de sí, y luego se someta instintivamente a ella: pero no tan sólo, en
modo alguno, a una «buena» opinión, sino también a una opinión mala e injusta
(piénsese, por ejemplo, en la mayor parte de las autoapreciaciones y
autodepreciaciones que las mujeres crédulas aprenden de sus confesores, y que
en general el cristiano crédulo aprende de su Iglesia). De hecho ahora, merced
a la lenta aparición en el horizonte del orden democrático de las cosas (y de
su causa, la mezcla de sangre entre señores y esclavos), el impulso
originariamente aristocrático y raro a atribuirse un valor a sí mismo desde sí
mismo y a «pensar bien» de sí se verá alentado y se extenderá cada vez más:
pero ese impulso tiene en todo momento contra sí una tendencia más antigua, más
amplia, arraigada más básicamente, y en el fenómeno de la «vanidad» esa
tendencia más antigua predomina sobre la más reciente. El vanidoso se alegra de
toda buena opinión que oye acerca de sí mismo (totalmente al margen de todos
los puntos de vista de la utilidad de esa opinión, y prescindiendo asimismo de
que sea verdadera o falsa), de igual modo que sufre por toda opinión mala: pues
se somete a ambas, se siente sometido a ellas, merced a aquel antiquísimo
instinto de sumisión que en él se abre paso. «El esclavo» que hay en la sangre
del vanidoso, residuo de la picardía del esclavo ¡y cuánto «esclavo» perdura
aún ahora, por ejemplo, en la mujer!, ése es el que intenta llevarnos
engañosamente a tener buenas opiniones sobre él; es asimismo el esclavo el que
luego se prosterna enseguida ante esas opiniones, como si no las hubiera
producido. Y, dicho una vez más: la vanidad es un atavismo.
262
Una especie surge, un tipo se fija y se hace fuerte en una
larga lucha con
condiciones desfavorables esencialmente idénticas. A la
inversa, sabemos por las
experiencias de los
ganaderos que las especies a las que se les asigna una alimentación
sobreabundante y, en general, un exceso de protección y de cuidado propenden en
seguida, de manera muy intensa, a la variación del tipo y son abundantes en
prodigios y monstruosidades (también en vicios monstruosos). Considérese ahora
una comunidad aristocrática, una antigua polis griega o Venecia por ejemplo,
como una institución, ya voluntaria, ya
involuntaria, destinada a la selección: hay allí hombres
que conviven juntos y que dependen de sí mismos, los cuales quieren imponer su
especie, la mayor parte de las veces porque tienen que imponerla o de lo
contrario corren un peligro horroroso de ser exterminados. Faltan aquí aquellos
cuidados, aquella sobreabundancia, aquella protección bajo los cuales se
encuentra favorecida la variación; la especie tiene necesidad de sí misma como
especie, como algo que, justamente en virtud de su dureza, de su uniformidad,
de su simplicidad de forma, puede en absoluto imponerse y hacerse duradera, en
la continua lucha con los vecinos o con los oprimidos ya rebelados o que
amenazan con rebelarse. La experiencia más variada
le enseña a esa
especie cuáles son las propiedades a las que ante todo debe ella el seguir
existiendo, el continuar triunfando, pese a todos los dioses y hombr
es: a esas propiedades llámalas virtudes, sólo ésas son las
virtudes que ella cultiva. Hace esto con dureza, incluso quiere la dureza; toda
moral aristocrática es intolerante, lo es en la educación de la juventud, en la
legislación sobre las mujeres, en las costumbres matrimoniales, en la relación
entre viejos y jóvenes, en las leyes penales (las cuales sólo tienen en cuenta
a los que degeneran): coloca la intolerancia misma entre las virtudes, bajo el
nombre de «justicia». Un tipo dotado de unos rasgos escasos, pero muy fuertes,
una especie de hombres rigurosos, belicosos, inteligentemente callados,
cerrados y reservados (y, en cuanto tales, dotados de un sentimiento sutilísimo
para percibir los encantos y nuances [matices] de la sociedad), queda así
fijada por encima del cambio de las generaciones; la continua lucha con condiciones
desfavorables siempre idénticas, como hemos dicho, es la causa de que un tipo
se fije y se endurezca. Pero finalmente surge alguna vez una situación
afortunada, la inmensa tensión se relaja; acaso no haya ya enemigos entre los
vecinos, y los medios para vivir, incluso para gozar de la vida, se den con
sobreabundancia. De un golpe desgárranse el lazo y la coacción de la antigua
disciplina: ya no se la siente como necesaria, como condicionante de la
existencia si quisiera seguir subsistiendo, sólo podría hacerlo como una forma
de lujo, como un gusto arcaizante. La variación, bien como desviación de la
especie (hacia algo superior, más fino, más raro), bien como degeneración y
monstruosidad, sale inmediatamente a escena con su plenitud y su magnificencia
máximas, el individuo se atreve a ser único y a separarse del resto. En estos
virajes de la historia muéstranse juntos y a menudo enmarañados y
entremezclados un magnífico, multiforme, selvático crecer y tender hacia lo
alto, una especie de tempo [ritmo] tropical en la emulación del crecimiento, y,
por otro lado, un inmenso perecer y arruinarse, merced a los egoísmos que se
oponen salvajemente entre sí y que, por así decirlo, estallan, egoísmos que
luchan unos con otros «por el sol y la luz» y no saben ya extraer de la moral
vigente hasta ese momento ni límite ni freno ni consideración alguna. Fue esta
misma moral la que acumuló de manera ingente la fuerza que ahora ha tensado el
arco
tan amenazadoramente: ahora esa moral ha vivido demasiado,
se ha «anticuado». Se ha alcanzado el punto peligroso e inquietante en que una
vida más grande, más compleja, más amplia, vive por encima de la antigua moral;
ahora el «individuo» está forzado a darse su propia legislación, sus propias
artes y astucias de autoconservación, autoelevación, autoredención. Todos los
fines son nuevos, todos los medios son nuevos, no hay ya ninguna fórmula común,
el malentendido y el menosprecio aparecen aliados entre sí, la decadencia, la
corrupción y los más alt
os deseos aparecen horriblemente anudados, el genio de la
raza desborda de todos los cuernos de la abundancia de lo bueno y lo perverso,
surge una funesta simultaneidad de primavera y otoño, llena de nuevos
atractivos y velos que son propios de la corrupción reciente, aún no agotada,
aún no fatigada. De nuevo está allí el peligro, padre de la moral, el gran
peligro, esta vez trasladado al individuo, al prójimo y amigo, a la calle, al
propio hijo, al propio corazón, a todo lo más íntimo y secreto del deseo y de
la voluntad: ¿qué habrán de predicar ahora los filósofos de la moral que por
este tiempo aparecen en el horizonte? Descubren, estos agudos observadores y
mozos de esquina, que ahora se camina rápidamente hacia el final, que todo lo que
los rodea se corrompe a sí mismo y corrompe a otros, que nada se mantiene en
pie hasta pasado mañana, excepto una sola especie de hombres, los
incurablemente mediocres. Sólo los mediocres tienen perspectivas de continuar,
de propagarse, ellos son los hombres del futuro, los únicos que sobreviven;
«¡sed como ellos!, ¡haceos mediocres!», dice a partir de ese momento la única
moral que todavía tiene sentido, que todavía encuentra oídos. ¡Pero es difícil
de predicar esa moral de la mediocridad! ¡no le es lícito, en efecto, confesar
nunca lo que es y lo que quiere! Tiene que hablar de moderación y de dignidad y
de deber y de amor al prójimo, ¡tendrá necesidad de ocultar la ironía!
263
Hay un instinto para percibir el rango que es ya, más que
cualquier otra
cosa, indicio de un rango elevado; hay un placer en las
nuances [matices] del respeto que permite adivinar una procedencia y unos
hábitos aristocráticos. La sutileza, bondad y altura de un alma son puestas
peligrosamente a prueba cuando a su lado pasa algo que es de primer rango, pero
que todavía no está protegido, por los espantos de la autoridad, contra asaltos
y torpezas importunos: algo que recorre su camino como una viviente piedra de
toque, sin haber sido aún catalogado ni descubierto, algo lleno de tentaciones,
acaso velado y disfrazado voluntariamente. El hombre de cuya tarea y
ejercitación forma parte el escrutar almas utilizará de múltiples formas
cabalmente ese arte, para establecer cuál es el valor último de un alma, cuál
es la jerarquía innata e irreversible a que pertenece: la pondrá a prueba en su
instinto de respeto. Différence engendre haine [la diferencia engendra odio]:
la vulgaridad de más de una naturaleza arroja de repente una salpicadura, cual
si fuese agua
sucia, cuando a su lado pasan un recipiente sagrado
cualquiera, una preciosidad cualquiera sacada de armarios cerrados, un libro
cualquiera que lleva las señales del gran destino; y, por otra parte, existen
un enmudecimiento involuntario, una vacilación de la mirada, una inmovilización
de todos los gestos, en los cuales se expresa que un alma siente la cercanía de
lo más digno de veneración. La manera como en conjunto se ha mantenido hasta
ahora en Europa el respeto a la B
iblia es tal vez el mejor elemento de disciplina y de
refinamiento de las costumbres que Europa debe al cristianismo: tales libros
profundos y sumamente significativos necesitan para su protección una tiranía
de autoridad venida de fuera a fin de conquistar esos milenios de duración que
se precisan para agotarlos y descifrarlos. Mucho se ha conseguido cuando a la
gran masa (a los superficiales, a los intestinos veloces de toda especie) se le
ha infundido por fin el sentimiento de que a ella no le es lícito tocar todo;
de que hay vivencias sagradas ante las cuales tiene que quitarse los zapatos y
mantener alejada sus sucias manos, esto constituye casi su suprema elevación en
humanidad. A la inversa, en los denominados hombres cultos, en los creyentes de
las «ideas modernas», acaso ninguna otra cosa produzca tanta náusea como su
falta de pudor, su cómoda insolencia de ojos y de manos, con la que tocan,
lamen; palpan todo; y es posible que hoy en el pueblo, en el pueblo bajo, ante
todo entre los campesinos continúe habiendo más relativa aristocracia del gusto
y más tacto del respeto que entre el semimundo del espíritu, que lee
periódicos, entre los cultos.
264
No es posible borrar del alma de un hombre aquello que sus
antepasados
hicieron de manera más gustosa y más constante: bien
fueran, por ejemplo, asiduos ahorradores y, por así decirlo, simples piezas de
una escribanía o de una caja de caudales, modestos y burgueses en sus apetitos,
modestos también en sus virtudes; o bien viviesen habituados a dar órdenes
desde la mañana hasta la tarde, propensos a las distracciones toscas y, junto a
eso, propensos tal vez a unos deberes y unas responsabilidades aún más toscos;
o bien, finalmente, hayan sacrificado en algún momento viejos privilegios de
nacimiento y de posesión a fin de vivir íntegramente para su fe su «Dios» ,
como hombres de conciencia implacable y delicada, la cual se ruboriza de toda
mediación. No es posible en modo alguno que un hombre no tenga en su cuerpo las
propiedades y predilecciones de sus padres y antepasados: y ello, digan lo que
digan las apariencias. Éste es el problema de la raza. Suponiendo que sepamos
algo de los padres, está permitido sacar una conclusión acerca del hijo: cierta
incontinencia repugnante, cierta envidia mezquina, un torpe darse a sí mismo la
razón y estas tres cosas juntas han constituido en todas las épocas el
auténtico tipo plebeyo tienen que pasar al hijo con la misma seguridad con que
pasa la sangre corrompida; y con ayuda de la mejor educación y de la mejor
cultura lo único que se conseguirá cabalmente es
disimular esa herencia.. ¡Y qué otra cosa quieren hoy la
educación y la cultura: en nuestra época tan popular, quiero decir tan plebeya,
«educación» y «cultura» tienen que ser esencialmente el arte de disimular de
disimular la procedencia, la plebe heredada en el cuerpo y en el alma. Un
educador que hoy predicase ante todo veracidad y que exhortase constantemente a
sus discípulos de este modo: «¡Sed verdaderos!, ¡sed naturales!, mostraos tal
cual sois!» incluso semejante asno virtuoso y cándido aprendería en poco tiempo
a recurrir a aquella furca [horcón] de Horacio, para naturam expellere
[expulsar la naturaleza]: ¿con qué resultado? La «plebe» usque recurret [vuelve
siempre].
265
A riesgo de descontentar a oídos inocentes yo afirmo esto:
de la esencia del
alma aristocrática forma parte el egoísmo, quiero decir,
aquella creencia inamovible de que a un ser como «nosotros lo somos» tienen que
estarle sometidos por naturaleza otros seres y tienen que sacrificarse a él. El
alma aristocrática acepta este hecho de su egoísmo sin ningún signo de
interrogación y sin sentimiento alguno de dureza, coacción, arbitrariedad,
antes bien como algo que seguramente está fundado en la ley primordial de las
cosas: si buscase un nombre para designarlo diría: «es la justicia misma». En
determinadas circunstancias, que al comienzo la hacen vacilar, ese alma se
confiesa que hay quienes tienen idénticos derechos que ella; tan pronto como ha
aclarado esta cuestión de rango, se mueve entre esos iguales, dotados de
derechos idénticos, con la misma seguridad en el pudor y en el respeto delicado
que tiene en el trato consigo misma, de acuerdo con un innato mecanismo celeste
que todos los astros conocen. Esa sutileza y autolimitación en el trato con sus
iguales es una parte más de su egoísmo todo astro es un egoísta de ese género:
se honra a sí misma en ellos y en los derechos que ella les concede, no duda de
que el intercambio de honores y derechos, esencia de todo trato, forma parte
asimismo del estado natural de las cosas. El alma aristocrática da del mismo
modo que toma, partiendo del apasionado y excitable instinto de corresponder a
todo que reside en el fondo de ella. Inter pares [entre iguales] el concepto de
«gracia» no tiene sentido ni buen olor; acaso haya una manera sublime de dejar
descender sobre sí los regalos desde arriba, por así decirlo, y de beberlos
ávidamente cual si fueran gotas: mas el alma aristocrática carece de habilidad
para ese arte y ese gesto. Su egoísmo se lo impide: en general mira a disgusto
hacia «arriba», mira, o bien ante sí, de manera horizontal y lenta, o bien
hacia abajo: ella se sabe en la altura.
266
«Sólo es posible estimar verdaderamente a quien no se busca
a sí mismo.»
Goethe al consejero Schlosser.
267
Hay entre los chinos un proverbio que las madres enseñan ya
a sus hijos:
siaosin «¡haz pequeño tu corazón!» Ésta es la auténtica
tendencia fundamental en las civilizaciones tardías: yo no dudo de que lo
primero que un griego antiguo reconocería también en nosotros los europeos de
hoy sería el autoempequeñecimiento con sólo esto «repugnaríamos ya a su gusto».
268
¿Qué es, en última instancia, la vulgaridad? Las palabras
son signos
sonidos de conceptos; pero los conceptos son signos
imágenes, más o menos
determinados, de
sensaciones que se repiten con frecuencia y aparecen juntas, de grupos de
sensaciones. Para entenderse unos a otros no basta ya con emplear las mismas
palabras: hay que emplear las mismas palabras también para referirse al mismo
género de vivencias internas, hay que tener, en fin, una experiencia común con
el otro. Por ello los hombres de un mismo pueblo se entienden entre sí mejor
que los pertenecientes a pueblos distintos, aunque éstos se sirvan de la misma
lengua; o, más bien, cuando los hombres han vivido juntos durante mucho tiempo
en condiciones similares (de clima, de suelo, de peligro, de necesidades, de
trabajo), surge de ahí algo que «se entiende», un pueblo.
En todas las almas ocurre que un mismo número de vivencias
que se repiten a menudo obtiene la primacía sobre las que se dan más raramente:
acerca de ellas
la gente se entiende
con rapidez, de un modo cada vez más rápido la historia de la lengua es la
historia de un proceso de abreviación; sobre la base de ese rápido
entendimiento la gente se vincula de un modo estrecho, cada vez más estrecho.
Cuanto mayor es el peligro, tanto mayor es la necesidad de ponerse de acuerdo
con rapidez y facilidad sobre lo que hace falta; el no malentenderse en el peligro
es algo de que los hombres no pueden prescindir en modo alguno para el trato
mutuo. También en toda amistad o relación amorosa se hace esa misma prueba:
nada de ello tiene duración desde el momento en que se averigua que uno de los
dos, usando las mismas palabras, siente, piensa, barrunta, desea, teme de modo
distinto que el otro. (El miedo al «eterno malentendido»: ése es el genius
benévolo que, con tanta frecuencia, a personas de sexo distinto las aparta de
uniones demasiado precipitadas, aconsejadas por los sentidos y el corazón ¡y no
un schopenhaueriano «genius de la especie» cualquiera!) Cuáles son los grupos
de sensaciones que se despiertan más rápidamente dentro de un alma, que toman
la palabra, que dan órdenes: eso es lo que decide sobre la jerarquía entera de
sus valores, eso es lo que en última instancia determina su tabla de bienes.
Las valoraciones de un hombre delatan algo de la estructura de su alma y nos
dicen en qué ve ésta sus condiciones de vida, sus auténticas necesidades.
Suponiendo que desde siempre las necesidades hayan aproximado entre sí
únicamente a hombres que podían aludir con signos similares
a necesidades similares, a vivencias similares, resulta de aquí, en conjunto,
que una comunicabilidad fácil de las necesidades, es decir, en su último fondo,
el experimentar vivencias sólo ordinarias y vulgares tiene que haber sido la
más poderosa de todas las fuerzas que han dominado a los hombres hasta ahora.
Los hombres más similares, más habituales, han tenido y tienen siempre ventaja;
los más selectos, más sutiles, más raros, más difíciles de comprender, ésos
fácilmente permanecen solos en su aislamiento, sucumben a los accidentes y se
propagan raras veces. Es preciso apelar a ingentes fuerzas contrarias para
poder oponerse a este natural, demasiado natural, progressus ín simile
[progreso hacia lo semejante], al avance del hombre hacia lo semejante,
habitual, ordinario, gregario ¡hacia lo vulgar!
269
Cuanto más se vuelve un psicólogo un psicólogo y adivinador
de almas
nato, inevitable hacia los casos y los hombres más
selectos, tanto más aumenta su peligro de asfixiarse de compasión: más que
ningún otro hombre necesita él dureza y jovialidad. La corrupción, la ruina de
los hombres superiores, de las almas de constitución más extraña, representan
en erecto la regla es terrible tener siempre ante los ojos semejante regla. La
multiforme tortura del psicólogo que ha descubierto esa ruina, que ha
descubierto primero una vez, y luego casi siempre, toda esa «incurabilidad
interna» del hombre superior, ese eterno «demasiado tarde» en todos los
sentidos, a lo largo de la historia entera, puede llegar quizá a convertirse un
día en causa de que se vuelva con amargura contra su propia suerte y haga un
ensayo de autodestrucción, de que se «corrompa» a sí mismo. Casi en todos los
psicólogos percibiremos una propensión y un placer delatores a tratar con
hombres ordinarios y bien ordenados: en esto se delata que ellos precisan siempre
de una curación, que necesitan una especie de huida y olvido, lejos de aquello
que sus penetraciones e incisiones, que su «oficio», han hecho pesar sobre su conciencia.
El miedo a su memoria es peculiar de ellos. Ante el juicio de otros enmudecen
fácilmente: con rostro inmóvil escuchan cómo la gente honra, admira, ama,
glorifica, allí donde ellos han visto, o incluso encubren su mutismo asintiendo
de modo expreso a una opinión superficial cualquiera. Acaso la paradoja de su
situación llegue tan terriblemente lejos que la muchedumbre, los cultos, los
entusiastas aprendan por su parte el gran respeto justo allí donde ellos han
aprendido la gran compasión al lado del gran desprecio, el respeto a los
«grandes hombres» y animales prodigiosos por causa de los cuales se bendice y
se honra a la patria, a la tierra, a la dignidad de la humanidad, a sí mismo, y
que son propuestos a la juventud como modelo para su educación... Y quién sabe
si hasta ahora no ha venido ocurriendo en todos los grandes casos cabalmente lo
mismo: que la muchedumbre adoraba a un dios, ¡y que el «dios» no era más que un
pobre animal para el sacrificio! El éxito ha sido siempre el máximo
mentiroso, y la «obra» misma es un éxito; el gran
estadista, el conquistador, el descubridor están envueltos en el disfraz de sus
creaciones hasta el punto de resultar irreconocibles; la «obra», la del
artista, la del filósofo, ella es la inventora de quien la ha creado, de quien
la habría creado; los «grandes hombres», tal como se los venera, son poemas
pequeños y malos compuestos con posterioridad; en el mundo de los valores
históricos domina la moneda falsa. Por ejemplo, esos grandes poetas, esos
Byron, Musset, Poe, Leopardi, Kleist, Gogol, tal como están ahora ahí, tal como
acaso tienen que estar: hombres de instantes, hombres entusiasmados, sensuales,
pueriles, hombres inconsiderados y súbitos en la desconfianza y en la
confianza; en cuyas almas se disimula de ordinario una grieta; que a menudo se
vengan con sus obras de un ensuciamiento interno; que a menudo buscan con sus
vuelos olvidarse de una memoria demasiado fiel, que a menudo se extravían en el
fango y casi se enamoran de él, hasta volverse iguales a fuegos fatuos que
vagan en torno a los pantanos y simulan ser estrellas el pueblo los llama
entonces idealistas, que a menudo luchan con una náusea prolongada, con un
fantasma de incredulidad que siempre retorna, el cual los hace fríos y los
fuerza a desvivirse por la gloria y a devorar la «fe en sí mismos» tomándola de
las manos de aduladores ebrios: ¡qué tortura son estos grandes artistas y, en
general, los hombres superiores para quien los ha descifrado una vez! Resulta
muy comprensible que sea justamente de parte de la mujer la cual es
clarividente en el mundo del sufrimiento y, por desgracia, también está ansiosa
de ayudar y salvar, más allá de sus fuerzas de quien experimenten ellos con
mucha facilidad aquellos estallidos de compasión ilimitada y abnegadísima que
la muchedumbre, ante todo la muchedumbre que venera, no entiende y sobre las
cuales acumula interpretaciones llenas de curiosidad y autosatisfacción. Esa
compasión se engaña ordinariamente con respecto a su fuerza; la mujer quisiera
creer que el amor todo lo puede, es su auténtica fe.
¡Ay, quien conoce el corazón adivina cuán pobre, estúpido,
desamparado, presuntuoso, desacertado, más fácilmente destructor que salvador
es incluso el amor mejor y más hondo! Es posible que bajo la fábula y el
disfraz sagrados de la vida de Jesús se esconda uno de los casos más dolorosos
de martirio del saber acerca del amor: el martirio del corazón más inocente y
más lleno de deseos, que nunca había tenido bastante con ningún amor de hombre,
que exigía amor, seramado y nada más, con dureza, con insensatez, con
explosiones terribles contra quienes le rehusaban su amor; la historia de un
pobre insaciado e insaciable en el amor, que tuvo que inventar el infierno para
enviar a él a quienes no querían amarlo, y que al fin, habiendo alcanzado saber
acerca del amor humano, tuvo que inventar un dios que es totalmente amor,
totalmente capacidad de amar, ¡que se compadece del amor humano por ser éste
tan pobre, tan ignorante!
Quien así siente, quien tiene tal saber acerca del amor,
busca la muerte.
¿Mas por qué entregarse a estas cosas dolorosas? Suponiendo
que no haya que hacerlo.
270
La soberbia y la náusea espirituales de todo hombre que
haya sufrido
profundamente la jerarquía casi viene determinada por el
grado de profundidad a que pueden
llegar los hombres
en su sufrimiento , su estremecedora certeza, que lo impregna y colorea
completamente, de saber más, merced a su sufrimiento, que lo que pueden saber
los más inteligentes y sabios, de ser conocido y haber estado alguna vez
«domiciliado» en muchos mundos lejanos y terribles, de los que «¡vosotros nada
sabéis!»..., esa soberbia espiritual y callada del que sufre, ese orgullo del
elegido del sufrimiento
, del «iniciado», del casi sacrificado, encuentra
necesarias todas las formas de
disfraz para
protegerse del contacto de manos importunas y compasivas y, en general, de todo
aquello que no es su igual en el dolor. El sufrimiento profundo vuelve
aristócratas a los hombres; separa. Una de las formas más sutiles de disfraz es
el epicureísmo, así como una cierta valentía del gusto, exhibida. a partir de
ese momento, la cual toma el sufrimiento a la ligera y se pone en guardia
contra todo lo triste y profundo. Hay «hombres joviales» que se sirven de la
jovialidad porque, merced a ella, son malentendidos: quieren ser malentendidos.
Hay «hombres científicos» que se sirven de la ciencia porque ésta proporciona
una apariencia jovial y porque el cientificismo lleva a inferir que el hombre
es superficial: quieren inducir a una falsa inferencia. Hay espíritus libres e
insolentes que quisieran ocultar y negar que son corazones rotos, orgullosos,
incurables: y a veces la necedad misma es la máscara usada para encubrir un
saber desventurado demasiado cierto. De lo cual se deduce que a una humanidad más
sutil le es inherente el tener respeto «por la máscara» y el no cultivar la
psicología y la curiosidad en lugares falsos.
271
Lo que más profundamente separa a dos seres humanos son un
sentido y
un grado distintos de limpieza. De nada sirven toda
honradez y toda recíproca utilidad, de nada sirve toda buena voluntad del uno
para con el otro: en última instancia se está siempre en lo mismo «¡no pueden
olerse!» El supremo instinto de limpieza sitúa a quien lo tiene en el
aislamiento más prodigioso y peligroso, como
si fuese un santo: pues
la santidad es cabalmente eso la espiritualización suprema del mencionado
instinto. Una cierta consciencia de una indescriptible plenitud en la felicidad
del baño, un cierto ardor y una cierta sed que empujan constantemente al alma a
salir de la noche y entrar en la mañana, a salir de lo turbio, de la
«tribulación», y entrar en lo claro, lo resplandeciente, lo profundo, lo sutil:
esa inclinación, en la misma medida en que distingue es una inclinación
aristocrática, también separa. La compasión propia del santo es la compasión
por la suciedad de lo humano, demasiado
humano. Y hay grados y alturas en los que la compasión
misma es sentida por él como contaminación, como suciedad...
272
Signos de aristocracia: no pensar nunca en rebajar nuestros
deberes a
deberes de todo el mundo; no querer ceder, no querer
compartir la responsabilidad propia; contar entre los deberes propios los
privilegios propios y el ejercicio de esos privilegios.
273
Un hombre que aspire a cosas grandes considera a todo aquel
con quien se
encuentra en su ruta, o bien como un medio, o bien como una
rémora y obstáculo, o bien como un lecho pasajero para reposar. Su peculiar
bondad, de alto linaje, para con el prójimo sólo es posible cuando él está en
su altura y ejerce dominio.
La impaciencia, así como su consciencia de haber estado
condenado siempre a la comedia hasta aquel momento pues incluso la guerra es una
comedia y sirve de ocultación, de igual modo que todo medio sirve de ocultación
a una finalidad, le echan a perder todo trato humano: esa especie de hombre
conoce la soledad
y todas las cosas
venenosísimas que la soledad tiene en sí.
274
El problema de los que aguardan. Se necesitan golpes de
suerte, además de
muchas cosas incalculables, para que un hombre superior,
dentro del cual dor
mita la solución de un problema, llegue a actuar en tiempo
aún oportuno «a estallar», como podría decirse. De ordinario esto no acontece,
y en todos los rincones de la tierra hállanse sentadas gentes que aguardan y
que apenas sab
en hasta qué punto aguardan, y menos todavía que aguardan
en vano. A veces también llega demasiado tarde la llamada despertadora, aquel
azar que otorga «permiso» para obrar, cuando ya la mejor juventud y la mejor
energía para obrar se han gastado, a fuerza de estar sentadas y quietas; ¡y más
de uno ha encontrado con espanto, justo cuando «se puso de pie», que sus
miembros estaban dormidos y que su espíritu estaba ya demasiado pesado! «Es
demasiado tarde» se dijo, perdida ya la fe en sí mismo e inútil para siempre a
partir de entonces. ¿Acaso, en el reino del genio, el «Rafael sin manos»,
entendida esta expresión en su sentido más amplio, constituiría no la
excepción, sino la regla? Quizá el genio no sea tan raro: pero sí lo son las
quinientas manos que él necesita para tiranizar el χαιοός, «el momento
oportuno» ¡para coger el azar por los pelos!
275
Quien no quiere ver lo elevado de un hombre fija su vista
de un modo tanto más penetrante en aquello que en él es bajo y superficial y
con ello se delata.
276
En toda especie de herida y de pérdida el alma inferior y
más grosera se
halla en mejores condiciones que el alma más aristocrática:
los peligros de e
sta última tienen que ser mayores, su probabilidad de
sufrir una desgracia y de perecer es incluso enorme, dada la multiplicidad de
sus condiciones de vida. En un lagarto un dedo perdido vuelve a crecer: no así
en el hombre.
277
¡Tanto peor! ¡Otra vez la vieja historia! Cuando uno ha
acabado de
construir su cas
a advierte que, mientras la construía, ha aprendido, sin
darse cuenta, algo que tendría que haber sabido absolutamente antes de comenzar
a construir. El eterno y molesto «¡demasiado tarde!» ¡La melancolía de todo lo
terminado!...
278
Caminante, ¿quién eres tú? Veo que recorres tu camino sin
desdén, sin
amor, con ojos indescifrables; húmedo y triste cual una
sonda que, insaciada, vuelve a retornar a la luz desde toda profundidad ¿qué
buscaba allá abajo?, con un pecho que no suspira, con unos labios que ocultan
su náusea, con una mano que ya sólo con lentitud aferra las cosas: ¿Quién eres
tú? ¿Qué has hecho? Descansa aquí: este lugar es hospitalario para todo el
mundo ¡recupérate! Y seas quien seas: ¿Qué es lo que ahora te agrada? ¿Qué es
lo que te sirve para reconfortarte? Basta con que lo nombres: ¡lo que yo tenga
te lo ofrezco! «¿Para reconfortarme? ¿Para reconfortarme? Oh tú, curioso, ¡qué
es lo que dices! Pero dame, te lo ruego.» ¿Qué? ¿Qué? ¡Dilo! «¡Una máscara más!
¡Una segunda máscara!»...
279
Los hombres de tristeza profunda se delatan cuando son
felices: tienen una
manera de aferrar la felicidad como si quisieran
estrangularla y ahogarla, por celos, ¡ay, demasiado bien saben que se les
escapa!
280
«¡Mal! ¡Mal! ¿Cómo?, ¿no va hacia atrás?» ¡Sí! Pero
entendéis mal a ese
hombre cuando os quejáis de eso. Va hacia atrás como todo
aquel que quiere dar un gran salto.
281
«¿Se me creerá? Pero yo solicito que se me crea: en mí,
sobre mí, he
pensado siempre sólo mal, sólo en casos muy raros, sólo de
manera forzada,
siempre sin placer `por el asunto', presto a divagar lejos
de mí, siempre sin fe en el resultado, gracias a una indomeñable desconfianza
con respecto a la posibilidad del autoconocimiento, la cual me ha conducido tan
lejos que he llegado a percibir una contradicdo in adjeto [contradicción en el
adjetivo] en el concepto de ‘conocimiento inmediato' que los teóricos se
permiten: este hecho entero es casi lo más seguro que yo sé sobre mí. Tiene que
haber en mí una especie de aversión a creer algo determinado sobre mí. ¿Se
esconde ahí acaso un enigma? Probablemente; pero, por fortuna, no uno para mis
propios dientes. ¿Tal vez esto delata la species a que yo pertenezco? Pero no
me lo delata a mí: que es lo que yo deseo».
282
«¿Pero qué te ha ocurrido?» «No lo sé, dijo titubeante;
quizá las arpías
hayan pasado volando sobre mi mesa». Hoy ocurre a veces que
un hombre dulce, mesurado, discreto, se pone de repente furioso, rompe los
platos, vuelca la mesa, grita, alborota, injuria a todo el mundo y acaba por
irse de allí avergonzado, rabioso contra sí mismo, ¿hacia dónde?, ¿para qué?
¿Para morir de hambre en su aislamiento? ¿Para asfixiarse con su recuerdo?
Quien tenga los deseos propios de un alma elevada y descontentadiza y sólo
raras veces encuentre puesta su mesa, preparado su alimento, correrá en todas
las épocas un gran peligro: pero éste es hoy extraordinario. Arrojado dentro de
una época ruidosa y plebeya, con la cual no le gusta comer de un mismo plato,
fácilmente puede perecer de hambre y de sed, o, en el caso de que acabe por
«alargar la mano», de una náusea repentina. Probablemente todos nosotros nos
hemos sentado ya a mesas que no eran las nuestras; y precisamente los más
espirituales de nosotros, los que somos más difíciles de alimentar, conocemos
aquella peligrosa dyspepsia [alteración digestiva] que se deriva de un
conocimiento y un desengaño repentinos acerca de nuestra comida y de nuestros
vecinos de mesa, la náusea de los postres.
283
Suponiendo que queramos alabar, constituye un autodominio
sutil y a la
vez aristocrático el alabar siempre tan sólo cuando no
estamos de acuerdo:
de lo contrario nos alabaríamos, en efecto, a nosotros mismos,
lo cual va contra el buen gusto desde luego es ése un autodominio que ofrece
una ocasión y un motivo magníficos para ser constantemente malentendidos. Para
que nos sea lícito permitirnos ese verdadero lujo de gusto y de moralidad
tenemos que vivir, no entre los cretinos del espíritu, sino más bien entre hombres
a quienes incluso los malentendidos y las equivocaciones los diviertan a causa
de su sutileza, ¡o tendremos que pagarlo caro! «Él me alaba: por lo tanto, me
da la razón» esta asnada de deducción lógica nos echa a perder media vida a
nosotros los eremitas, pues introduce a los asnos entre nuestros vecinos y
amigos.
284
Vivir con una dejadez inmensa y orgullosa; siempre más
allá. Tener y no
tener, a voluntad, afectos propios, pros y contras propios,
condescender con ellos, por horas; montar nos sobre ellos como sobre caballos,
a menudo como sobre asnos: hay que saber aprovechar, en efecto, tanto su
estupidez como su fuego. Reservarnos nuestras trescientas razones delanteras,
también las gafas negras: pues hay casos en los que a nadie le es lícito
mirarnos a los ojos y aún menos a nuestros «fondos». Y elegir como compañía ese
vicio granuja y jovial, la cortesía. Y permanecer dueños de nuestras cuatro
virtudes: el valor, la lucidez, la simpatía, la soledad. Pues la soledad es en
nosotros una virtud, por cuanto constituye una inclinación y un impulso
sublimes a la limpieza, los cuales adivinan que en el contacto entre hombre y
hombre «en sociedad» las cosas tienen que ocurrir de una manera inevitablemente
sucia. Toda comunidad nos hace de alguna manera, en algún lugar, alguna vez
«vulgares».
285
Los acontecimientos y pensamientos más grandes y los
pensamientos más
grandes son los acontecimientos más grandes son los que más
se tarda en comprender: las generaciones contemporáneas de ellos no tienen la
vivencia de tales acontecimientos, viven al margen de ellos. Ocurre aquí algo
parecido a lo que ocurre en el reino de los astros. La luz de los astros más
lejanos es la que más tarda en llegar a los hombres; y antes de que haya
llegado, el hombre niega que allí existan astros. «¿Cuántos siglos necesita un espíritu
para ser comprendido?» éste es también un criterio de medida, con él se crean
también una jerarquía y una etiqueta cuales se precisan: para el espíritu y
para el astro.
286
«Aquí la vista es despejada, el espíritu está elevado»
Existe, sin embargo,
una especie opuesta de hombres, la cual también está en la
altura y también tiene despejada la vista pero mira hacia abajo.
287
¿Qué es aristocrático? ¿Qué continúa significando hoy para
nosotros la
palabra «aristocrático»? ¿En qué se delata, en qué se
reconoce el hombre aristocrático, bajo este cielo pesado y cubierto del dominio
incipiente de la picbe, que vuelve opaco y plomizo todo? No son las acciones
las que constituyen su demostración, las acciones son siempre ambiguas, siempre
insondables; tampoco son las «obras. Entre los artistas y los doctos
encontramos hoy muchos que delatan con sus obras que un profundo deseo los
empuja hacia lo aristocrático: pero justo esa necesidad de lo aristocrático es
radicalmente distinta de las necesidades del alma aristocrática misma y, en
realidad, el elocuente y peligroso síntoma de su carencia. No son las obras, es
la fe la que aquí decide, la que aquí establece la
jerarquía, para volver a tomar una vieja fórmula religiosa en un sentido nuevo
y más profundo: una determinada certeza básica que un alma aristocrática tiene
acerca de sí misma, algo que no se puede buscar, ni encontrar, ni, acaso,
tampoco perder. El alma aristocrática se respeta a sí misma.
288
Hay hombres que inevitablemente tienen espíritu, aunque
anden con los
rodeos y pretextos que quieran y aunque se tapen con las
manos los ojos delatores
(¡como si la mano no
fuera un delator!): al final siempre resulta que
ellos tienen algo que ocultar, a saber: espíritu. Uno de
los medios más sutiles para disimular, al menos durante el mayor tiempo
posible, y para fingir, con éxito, que uno es más estúpido de lo que es cosa
que en la vida vulgar es a menudo tan deseable como un paraguas llámase
entusiasmo: sumando a éste lo que de él forma parte, por ejemplo la virtud.
Pues, como dice Galiani, que tenía que saberlo: vertu est enthousiasme [virtud
es entusiasmo].
289
En los escritos de un eremita óyese siempre también algo
del eco del
yermo, algo del susurro y del tímido mirar en torno propios
de la soledad; hasta en sus palabras más fuertes, hasta en su grito continúa
sonando una especie nueva y más peligrosa de silencio, de mutismo. Quien
durante años y años, durante días y noches ha estado sentado solo con su alma,
en disputa y conversación íntimas con ella, quien en su caverna que puede ser
un laberinto, pero también una mina de oro convirtióse en oso de cavernas, o en
excavador de tesoros, o en guardián de tesoros y dragón: ése tiene unos
conceptos que acaban adquiriendo un color crepuscular propio, un olor tanto de
profundidad como de moho, algo incomunicable y repugnante, que lanza un soplo
frío sobre todo el que pasa a su lado. El eremita no cree que nunca un filósofo
suponiendo que un filósofo haya comenzado siempre por ser un eremita haya
expresado en libros sus opiniones auténticas y últimas: ¿no se escriben
precisamente libros para ocultar lo que escondemos dentro de nosotros? incluso
pondrá en duda que un filósofo pueda tener en absoluto opiniones «últimas y
auténticas», que en él no haya, no tenga que haber, detrás de cada caverna, una
caverna más profunda todavía un mundo más amplio, más extraño, más rico,
situado más allá de la superficie, un abismo detrás de cada fondo, detrás de
cada «fundamentación». Toda filosofía es una filosofía de fachada he ahí un
juicio de eremita: «Hay algo arbitrario en el hecho de que él permaneciese
quieto aquí, mirase hacia atrás, mirase alrededor, en el hecho de que no cavase
más hondo aquí y dejase de lado la azada, hay también en ello algo de
desconfianza».
Toda filosofía esconde también una filosofía; toda opinión
es también un
escondite, toda palabra, también una máscara. 290
Todo pensador profundo tiene más miedo a ser entendido que
a
ser malentendido. A
causa de lo último padece tal vez su vanidad; a causa de lo primero, en cambio,
su corazón, su simpatía, que dice siempre: «Ay, ¿por qué queréis vosotros que
las cosas os pesen tanto como a mí?»
291
El hombre, animal complejo, mendaz, artificioso e impenetrable,
inquietante para los demás animales no tanto por su fuerza
cuanto por su astucia y su inteligencia, ha inventado la buena conciencia para
disfrutar por fin de su alma como de un alma sencilla; y la moral entera es una
esforzada y prolongada falsificación en virtud de la cual se hace posible en
absoluto gozar del espectáculo del alma. Desde este punto de vista acaso formen
parte del concepto de «arte» más cosas de las que comúnmente se cree.
292
Un filósofo: es un hombre que constantemente vive, ve, oye,
sospecha,
espera, sueña cosas extraordinarias; alguien al que sus
propios pensamiento
s golpean como desde fuera, como desde arriba y desde
abajo, constituyendo su especie peculiar de acontecimientos y rayos; acaso él
mismo sea una tormenta que camina grávida de nuevos rayos; un hombre fatal,
rodeado siempre de truenos y gruñidos y aullidos y acontecimientos
inquietantes. Un filósofo: ay, un ser que con frecuencia huye de sí mismo, que
con frecuencia se tiene miedo a sí mismo, pero que es demasiado curioso para no
«volver a sí mismo» una y otra vez...
293
Un hombre que dice: «Esto me agrada, esto yo me lo apropio
y quiero
protegerlo v defenderlo contra todos»; un hombre que puede
sostener una causa, cumplir una decisión, guardar fidelidad a un pensamiento,
retener a una mujer, castigar y abatir a un temerario; un hombre que tiene su
cólera y su espada, ya¡ cual los débiles, los que sufren, los oprimidos,
también los animales, se allegan con gusto y le pertenecen por naturaleza, en
suma, un hombre que por naturaleza es señor, cuando un hombre así tiene
compasión, ¡bien!, ¡esa compasión tiene valor! ¡Qué importa, en cambio, la
compasión de los que sufren! ¡O de los que incluso predican compasión! Hay
hoyen casi todos los lugares de Europa una sensibilidad y una susceptibilidad
morbosas para el dolor, y asimismo una repugnante incontinencia en la queja, un
enternecimiento que quisiera adornarse con la religión y con los trastos
filosóficos para parecer algo superior, existe un verdadero culto del
sufrimiento. La {alta de virilidad de io que en tales círculos de ilusos se
bautiza con el nombre de compasión es lo primero que, a mi
parecer, salta siempre a la vista. Hay que desterrar con energía y a fondo esta
novísima especie del mal gusto; y yo deseo en fin que, para combatir esto, la
gente se ponga en el corazón y en el cuello el buen amuleto del «gai saber», la
«fráhííche Wisssenschaft», para aclarárselo a los alemanes.
294
El vicio olímpico. A despecho de ese filósofo que, conic
genuino inglés,
intentó crear entre todas las cabezas que piensan una mala
fama al reír «el reír es un grave defecto de la naturaleza humana que toda
cabeza que piensa se esforzará en superar» (Hobbes), yo me permitiría incluso
establecer una jerarquía de los filósofos según el rango de su risa hasta terminar,
por arriba, en aquellos que son capaces de la carcajada áurea. Y suponiendo que
también los dioses filosofen, cosa a la que más de una conclusión me ha empujado
ya, yo no pongo en duda que, cuando lo hacen, saben reír también de una manera
sobrehumana y nueva ¡y a costa de todas las cosas serias! A los dioses les
gustan las burlas: parece que no pueden dejar de reír ni siquiera en las
acciones sagradas.
295
El genio del corazón, tal como lo posee aquel gran oculto,
el dios tentador
y cazarratas nato de las conciencias, cuya voz sabe
descender hasta el inframundo de toda alma, que no dice una palabra, no lanza
una mirada en las que no haya un propósito y un guiño de seducción, de cuya
maestría forma parte el saber parecer
y no aquello que él es, sino aquello que constituye, para
quienes lo siguen, una constricción más para acercarse cada vez más a él, para
seguirle de un modo cada vez más íntimo y radical: el genio del corazón, que a
todo lo que es ruidoso y se complace en sí mismo lo hace enmudecer y le enseña
a escuchar, que pule las almas rudas y les da a gustar un nuevo deseo; el de
estar quietas como un espejo, para que el cielo profundo se refleje en ellas ;
el genio del corazón, que a la mano torpe y apresurada le enseña a vacilar y a
coger las cosas con mayor delicadeza, que adivina el tesoro oculto y olvidado,
la gota de bondad y de dulce espiritualidad escondida bajo el hielo grueso y
opaco y es una varita mágica para todo grano de oro que yació largo tiempo
sepultado en la prisión del mucho cieno y arena; el genio del corazón, de cuyo
contacto sale más rico todo el mundo, no agraciado y sorprendido, no
beneficiado y oprimido como por un bien ajeno, sino más rico de sí mismo, más
nuevo que antes, removido, oreado y sonsacado por un viento tibio, tal vez más
inseguro, más delicado, más frágil, más quebradizo, pero lleno de esperanzas
que aún no tienen nombre, lleno de nueva voluntad y nuevo fluir, lleno de nueva
contra voluntad y nuevo refluir... ¿pero qué es lo que estoy haciendo, amigos
míos? ¿De quién os estoy hablando? ¿Acaso me he distraído hasta el punto de no
haberos dicho ni siquiera su nombre? A no ser que ya
hayáis adivinado por vosotros mismos quién es ese espíritu
y dios problemático
que quiere ser
alabado de este modo. Lo mismo que le ocurre, en efecto, a todo aquel que desde
su infancia ha estado siempre en camino y en el extranjero, también a mí
me han salido al
paso muchos espíritus extraños y peligrosos, pero sobre todo ese de quien acabo
de hablar, y ése lo ha hecho una y otra vez, nadie menos, en efecto,
que el dios Dioniso,
ese gran dios ambiguo y tentador a quien en otro tiempo,
como sabéis, ofrecí
mis primicias z°4 con todo secreto y con toda veneración siendo yo, a mi
parecer, el último que le ha ofrecido un sacrificio: pues no he encontrado a
nadie que haya entendido lo que yo hice entonces. Entretanto he aprendido
muchas más cosas, demasiadas cosas sobre la filosofía de este dios, y, como
queda dicho, de boca a boca, yo, el último discípulo e iniciado del dios
Dioniso: ¿y me sería lícito acaso comenzar por fin alguna vez a daros a gustar
a vosotros, amigos míos, en la medida en que me esté permitido, un poco de esta
filosofía? A media voz, como es justo: ya que se trata aquí de muchas cosas
ocultas, nuevas, extrañas, prodigiosas, inquietantes. Que Dioniso es un
filósofo y que, por lo tanto, también los dioses filosofan, paréceme una
novedad que no deja de ser capciosa, y que tal vez suscite desconfianza
cabalmente entre filósofos, entre vosotros, amigos míos, no hay tanta oposición
a ella, excepto la de que llega demasiado tarde y a destiempo: pues no os gusta
creer, según me han dicho, ni en dios ni en dioses. ¿Acaso también tenga yo que
llegar, en la franqueza de mi narración, más allá de lo que resulta siempre
agradable a los rigurosos hábitos de vuestros oídos? Ciertamente el mencionado
dios llegó, en tales diálogos, muy lejos, extraordinariamente lejos, e iba
siempre muchos pasos delante de mí...
Aún más, si estuviera permitido, yo le atribuiría, según el
uso de los humanos, hermosos y solemnes nombres de gala y de virtud, y haría un
gran elogio de su valor de investigador y descubridor, de su osada sinceridad,
veracidad y amor a la verdad. Pero con todos estos venerables cachivaches y
adornos no sabe qué hacer semejante dios. «¡Reserva eso, diría, para ti y para
tus iguales, y para todo aquel que lo necesite! ¡Yo no tengo ninguna razón para
cubrir mi desnudez!». Se adivina: ¿le falta acaso pudor a esta especie de
divinidad y de filósofos? En una ocasión me dijo así: «En determinadas
circunstancias yo amo a los seres humanos y al decir esto aludía a Ariadna, que
estaba presente: el hombre es para mí un animal agradable, valiente, lleno de
inventiva, que no tiene igual en la tierra y que sabe orientarse incluso en
todos los laberintos. Yo soy bueno con él: con frecuencia reflexiono sobre cómo
hacerlo avanzar más y volverlo más fuerte, más malvado y más profundo de cuanto
es.» «¿Más fuerte, más malvado y más profundo?», pregunté yo, asustado. «Sí»,
repitió, «más fuerte, más malvado y más profundo; también más bello» y al decir
esto sonreía este dios tentador con su sonrisa alciónica, como si acabara de
decir una encantadora gentileza.
Aquí se ve a un mismo tiempo: a esta divinidad no le falta
sólo pudor; y hay en general buenos motivos para suponer que, en algunas cosas,
los dioses en conjunto podrían venir a aprender de nosotros los hombres.
Nosotros los hombres somos más humanos...
296
¡Ay, qué sois, pues, vosotros, pensamientos míos escritos y
pintados! No
hace mucho tiempo erais aún tan multicolores, jóvenes y
maliciosos, tan llenos de espinas y de secretos aromas, que me hacíais
estornudar y reír ¿y ahora? Ya os habéis despojado de vuestra novedad, y
algunos de vosotros, lo temo, estáis dispuestos a convertiros en verdades: ¡tan
inmortal es el aspecto que ellos ofrecen, tan honesto, tan aburrido, que parte
el corazón! ¿Y alguna vez ha sido de otro modo? ¿Pues qué cosas escribimos y
pintamos nosotros, nosotros los mandarines de pincel chino, nosotros los
eternizadores de las cosas que se dejan escribir, qué es lo único que nosotros
somos capaces de pintar? ¡Ay, siempre únicamente aquello que está a punto de
marchitarse y que comienza a perder su perfume! ¡Ay, siempre únicamente tempestades
que se alejan y se disipan, y amarillos sentimientos tardíos! ¡Ay, siempre
únicamente pájaros cansados de volar y que se extraviaron en su vuelo, y que
ahora se dejan atrapar con la mano con nuestra mano! ¡Nosotros eternizamos
aquello que no puede ya vivir y volar mucho tiempo, únicamente cosas cansadas y
reblandecidas! Y sólo para pintar vuestra tarde, oh pensamientos míos escritos
y pintados, tengo yo colores, acaso muchos colores, muchas multicolores
delicadezas y cincuenta amarillos y grises y verdes y rojos: pero nadie me
adivina, basándose en esto, qué aspecto ofrecíais vosotros en vuestra mañana,
vosotros chispas y prodigios repentinos de mi soledad, ¡vosotros mis viejos y
amados pensamientos perversos!