Friedrich Nietzsche La Genealogía de la Moral

 




PRÓLOGO

 

1

Nosotros los que conocemos somos desconocidos para nosotros, nosotros  mismos somos desconocidos para nosotros mismos: esto tiene un buen  fundamento. No nos hemos buscado nunca,  ¿cómo iba a suceder que un día  nos encontrásemos? Con razón se ha dicho: «Donde está vuestro tesoro, allí  está vuestro corazón»; nuestro tesoro está allí donde se asientan las colmenas

de nuestro conocimiento. Estamos siempre en camino hacia ellas cual

animales alados de nacimiento y recolectores de miel del espíritu, nos  preocupamos de corazón propiamente de una sola cosa de «llevar a casa» algo.  En lo que se refiere, por lo demás, a la vida, a las denominadas «vivencias»,   ¿quién de nosotros tiene siquiera suficiente seriedad para ellas? ¿O suficiente  tiempo? Me temo que en tales asuntos jamás hemos prestado bien atención «al  asunto»: ocurre precisamente que no tenemos allí nuestro corazón ¡y ni

siquiera nuestro oído! Antes bien, así como un hombre divinamente distraído y  absorto a quien el reloj acaba de atronarle fuertemente los oídos con sus doce  campanadas del mediodía, se desvela de golpe y se pregunta «¿qué es lo que

en realidad ha sonado ahí?», así también nosotros nos frotamos a veces las  orejas después de ocurridas las cosas y preguntamos, sorprendidos del todo,  perplejos del todo, «¿qué es lo que en realidad hemos vivido ahí?», más aún,  «¿quiénes somos nosotros en realidad?» y nos ponemos a contar con retraso,  como hemos dicho, las doce vibrantes campanadas de nuestra vivencia, de  nuestra vida, de nuestro ser ¡ay!, y nos equivocamos en la cuenta...  Necesariamente permanecemos extraños a nosotros mismos, no nos  entendemos, tenemos que confundirnos con otros, en nosotros se cumple por  siempre la frase que dice «cada uno es para sí mismo el más lejano», en lo que

a nosotros se refiere no somos «los que conocemos»...

2

Mis pensamientos sobre la procedencia de nuestros prejuicios morales pues de ellos se trata en este escrito polémico tuvieron su expresión primera, parca y provisional en esa colección de aforismos que lleva por título Humano, demasiado humano. Un libro para espíritus libres, cuya redacción comencé en Sorrento durante un invierno que me permitió hacer un alto como hace un alto un viajero y abarcar con la mirada el vasto y peligroso país a través del cual había caminado mi espíritu hasta entonces. Ocurría esto en el invierno de 1876 a 1877; los pensamientos mismos son más antiguos. En lo esencial eran ya idénticos a los que ahora recojo de nuevo en estos tratados: ¡esperemos que ese prolongado intervalo les haya favorecido y que se hayan vuelto más


 

maduros, más luminosos, más fuertes, más perfectos! El hecho de que yo me aferre

 a ellos todavía hoy, el que ellos mismos se hayan entre tanto unido entre sí cada vez con más fuerza, e incluso se hayan entrelazado y fundido, refuerza dentro de mí la gozosa confianza de que, desde el principio, no surgieron en mí de manera aislada, ni fortuita, ni esporádica, sino de una raíz común, de una voluntad fundamental de conocimiento, la cual dictaba sus órdenes en lo profundado, hablaba de un modo cada vez más resuelto y exigía cosas cada

vez más precisas. Esto es, en efecto, lo único que conviene a un filósofo. No  tenemos nosotros derecho a estar solos en algún sitio: no nos es lícito ni  equivocarnos solos, ni solos encontrar la verdad. Antes bien, con la necesidad  con que un árbol da sus frutos, así brotan de nosotros nuestros pensamientos,  nuestros valores, nuestros síes y nuestros noes, nuestras preguntas y nuestras  dudas  todos ellos emparentados y relacionados entre sí, testimonios de una  única voluntad, de una única salud, de un único reino terrenal, de un único sol.   ¿Os gustarán a vosotros estos frutos nuestros?  Pero ¡qué les importa eso a los  árboles! ¡Qué nos importa eso a nosotros los filósofos!...

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Dada mi peculiar inclinación a cavilar sobre ciertos problemas, inclinación  que yo confieso a disgusto pues se refiere a la moral, a todo lo que hasta ahora  se ha ensalzado en la tierra como moral y que en mi vida apareció tan precoz,

tan espontánea, tan incontenible, tan en contradicción con mi ambiente, con mi  edad, con los ejemplos recibidos, con mi procedencia, que casi tendría derecho  a llamarla mi a priori,  tanto mi curiosidad como mis sospechas tuvieron que

detenerse tempranamente en la pregunta sobre qué origen tienen propiamente  nuestro bien y nuestro mal. De hecho, siendo yo un muchacho de trece años

me acosaba ya el problema del origen del mal: a él le dediqué, en una edad en  que se tiene «el corazón dividido a partes iguales entre los juegos infantiles y  Dios», mi primer juego literario de niño, mi primer ejercicio de caligrafía  filosófica y por lo que respecta a la «solución» que entonces di al problema,  otorgué a Dios, como es justo, el honor e hice de él el Padre del Mal. ¿Es que  me lo exigía precisamente así mi a priori? ¿aquel a priori nuevo, inmoral, o al  menos inmoralista, y el ¡ay! tan antikantiano, tan enigmático «imperativo  categórico» que en él habla y al cual desde entonces he seguido prestando  oídos cada vez más, y no sólo oídos?... Por fortuna aprendí pronto a separar el  prejuicio teológico del prejuicio moral, y no busqué ya el origen del mal por  detrás del mundo. Un poco de aleccionamiento histórico y filológico, y

además una innata capacidad selectiva en lo que respecta a las cuestiones  psicológicas en general, transformaron pronto mi problema en este otro: ¿en  qué condiciones se inventó el hombre esos juicios de valor que son las

palabras bueno y malvado?, ¿y qué valor tienen ellos mismos? ¿Han frenado o  han estimulado hasta ahora el desarrollo humano? ¿Son un signo de

indigencia, de empobrecimiento, de degeneración de la vida? ¿O, por el


 

contrario, en ellos se manifiestan la plenitud, la fuerza, la voluntad de la vida,  su valor, su confianza, su futuro?  Dentro de mí encontré y osé dar múltiples  respuestas a tales preguntas, distinguí tiempos, pueblos, grados jerárquicos de  los individuos, especialicé mi problema, las respuestas se convirtieron en  nuevas preguntas, investigaciones, suposiciones y verosimilitudes: hasta que  acabé por poseer un país propio, un terreno propio, todo un mundo reservado  que crecía y florecía, unos jardines secretos, si cabe la expresión, de los que a  nadie le era lícito barruntar nada... ¡Oh, qué felices somos nosotros los que  conocemos, presuponiendo que sepamos callar durante suficiente tiempo!...

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El primer estímulo para divulgar algo de mis hipótesis acerca del origen de la moral me lo dio un librito claro, limpio e inteligente, también sabihondo, en el cual tropecé claramente por vez primera con una especie invertida y perversa de hipótesis genealógicas, con su especie auténticamente inglesa, librito que me atrajo con esa fuerza de atracción que posee todo lo que nos es antitético, todo lo que está en nuestros antípodas. El título del librito era El origen de los sentimientos morales; su autor, el doctor Paul Rée; el año de su

aparición, 1877. Acaso nunca haya leído yo algo a lo que con tanta fuerza

haya dicho no dentro de mí, frase por frase, conclusión por conclusión, como a  este libro; pero lo hacía sin el menor fastidio ni impaciencia. En la obra antes  mencionada, en la cual estaba trabajando yo entonces, me referí, con ocasión y  sin ella, a las tesis de aquél, no refutándolas  ¡qué me importan a mí las  refutaciones! , sino, cual conviene a un espíritu positivo, poniendo, en lugar de  lo inverosímil, algo más verosímil, y, a veces, en lugar de un error, otro

distinto. Como he dicho, fue entonces la primera vez que yo saqué a luz  aquellas hipótesis genealógicas a las que estos tratados van dedicados, con  torpeza, que yo sería el último en querer ocultarme, y además sin libertad, y  además sin disponer de un lenguaje propio para decir estas cosas propias, y

con múltiples recaídas y fluctuaciones. En particular véase lo que en Humano,  demasiado humano digo, pág. 51, acerca de la doble prehistoria del bien y del  mal (es d

ecir, su procedencia de la esfera de los nobles y de los esclavos);  asimismo lo que digo, págs. 119 y ss, sobre el valor y la procedencia de la moral ascética; también, págs. 78, 82, y II, 35, sobre la «eticidad de la costumbre», esa especie mucho más antigua y originaria de moral, que difiere toto cælo [totalmente] de la forma altruista de valoración (en la cual ve el doctor Rée, al igual que todos los genealogistas ingleses de la moral, la forma de valoración en sí); igualmente, pág. 74; El viajero, página 29; Aurora, pág. 99, sobre la procedencia de la justicia como un compromiso entre quienes tienen aproximadamente el mismo poder (el equilibrio como presupuesto de todos los contratos y, por tanto, de todo derecho); además, sobre la procedencia de la pena, El viajero, págs. 25 y 34, a la cual no le es esencial ni  originaria la finalidad intimidatoria (como afirma el doctor Rée:  esa finalidad


 

le fue agregada, antes bien, más tarde, en determinadas circunstancias, y  siempre como algo accesorio, como algo sobreañadido).

5

En el fondo lo que a mí me interesaba precisamente entonces era algo

mucho más importante que unas hipótesis propias o ajenas acerca del origen

de la moral (o más exactamente: esto último me interesaba sólo en orden a una  finalidad para la cual aquello es un medio entre otros muchos). Lo que a mí

me importaba era el valor de la moral,  y en este punto casi el único a quien yo  tenía que enfrentarme era mi gran maestro Schopenhauer, al cual se dirige, como si él estuviera presente, aquel libro, la pasión y la secreta contradicción de aquel libro (pues también él era un «escrito polémico»). Se trataba en especial del valor de lo «noegoísta», de los instintos de compasión, autonegación, autosacrificio, a los cuales cabalmente Schopenhauer había recubierto de oro, divinizado y situado en el más allá durante tanto tiempo, que acabaron por quedarle como los «valores en sí», y basándose en ellos dijo no a la vida y también a sí mismo. ¡Mas justo contra esos instintos dejaba oír su voz en mí una suspicada cada vez más radical, un escepticismo que cavaba cada vez más hondo! Justo en ellos veía yo el gran peligro de la humanidad, su más sublime tentación y seducción ¿hacia dónde?, ¿hacia la nada?, justo en ellos veía yo el comienzo del fin, la detención, la fatiga que dirige la vista hacia atrás, la voluntad volviéndose contra la vida, la última enfermedad anunciándose de manera delicada y melancólica: yo entendía que esa moral de la compasión, que cada día gana más terreno y que ha atacado y puesto enfermos incluso a los filósofos, era el síntoma más inquietante de nuestra cultura europea, la cual ha perdido su propio hogar, era su desvío ¿hacia un nuevo budismo?, ¿hacia un budismo de europeos?, ¿hacia el nihilismo?... Esta moderna preferencia de los filósofos por la compasión y esta moderna sobreestimación de la misma son, en efecto, algo nuevo: precisamente sobre la carencia de valor de la compasión habían estado de acuerdo hasta ahora los filósofos. Me limito a mencionar a Platón, Spinoza, La Rochefoucauld y Kant, cuatro espíritus totalmente diferentes entre sí, pero conformes en un punto: en su menosprecio de la compasión.

6

Este problema del valor de la compasión y de la moral de la compasión (yo  soy un adversario del vergonzoso reblandecimiento moderno de los  sentimientos) parece ser en un primer momento tan sólo un asunto aislado, un  signo de interrogación solitario; mas a quien se detenga en esto una vez y  aprenda a hacer preguntas aquí, le sucederá lo que me sucedió a mí:  se le abre  una perspectiva nueva e inmensa, se apodera de él, como un vértigo, una

nueva posibilidad, surgen toda suerte de desconfianzas, de suspicacias, de  miedos, vacila la fe en la moral, en toda moral,  finalmente se deja oír una


 

nueva exigencia. Enunciémosla: necesitamos una crítica de los valores

morales, hay que poner alguna vez en entredicho el valor mismo de esos

valores y para esto se necesita tener conocimiento de las condiciones y  circunstancias de que aquéllos surgieron, en las que se desarrollaron y  modificaron (la moral como consecuencia, como síntoma, como máscara,

como tartufería, como enfermedad, como malentendido; pero también la moral  como causa, como medicina, como estímulo, como freno, como veneno), un  conocimiento que hasta ahora ni ha existido ni tampoco se lo ha siquiera  deseado. Se tomaba el valor de esos «valores» como algo dado, real y efectivo,  situado más allá de toda duda; hasta ahora no se ha dudado ni vacilado lo más  mínimo en considerar que el «bueno» es superior en valor a «el malvado»,  superior en valor en el sentido de ser favorable, útil, provechoso para el

hombre como tal (incluido el futuro del hombre). ¿Qué ocurriría si la verdad  fuera lo contrario? ¿Qué ocurriría si en el «bueno» hubiese también un

síntoma de retroceso, y asimismo un peligro, una seducción, un veneno, un  narcótico, y que por causa de esto el presente viviese tal vez a costa del

futuro? ¿Viviese quizá de manera más cómoda, menos peligrosa, pero también  con un estilo inferior, de modo más bajo?... ¿De tal manera que justamente la  moral fuese culpable de que jamás se alcanzasen una potencialidad y una  magnificencia sumas, en sí posibles, del tipo hombre? ¿De tal manera que  justamente la moral fuese el peligro de los peligros?...

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Esto fue suficiente para que, desde el momento en que se me abrió tal  perspectiva, yo buscase a mi alrededor camaradas doctos, audaces y laboriosos

(todavía hoy los busco). Se trata de recorrer con preguntas totalmente nuevas  y, por así decirlo, con nuevos ojos, el inmenso, lejano y tan recóndito país de  la moral de la moral que realmente ha existido, de la moral realmente vivida:  ¿y no viene esto a significar casi lo mismo que descubrir por vez primera tal  país?... Si aquí pensé, entre otros, también en el mencionado doctor Rée se

debió a que yo no dudaba en absoluto de que la naturaleza misma de sus  interrogaciones le empujaría hacia una metódica más adecuada, con el fin de  obtener respuestas. ¿Me engañé en este punto? En todo caso, mi deseo era  proporcionar a una mirada tan aguda y tan imparcial como aquélla una  dirección mejor, la dirección hacia la efectiva historia de la moral, y ponerla

en guardia, en tiempo todavía oportuno, contra esas hipótesis inglesas que se  pierden en el azul del cielo. ¡Pues resulta evidente cuál color ha de ser cien  veces más importante para un genealogista de la moral que justamente el azul;  a saber, el gris, quiero decir, lo fundado en documentos, lo realmente  comprobable, lo efectivamente existido, en una palabra, toda la larga y  difícilmente descifrable escritura jeroglífica del pasado de la moral humana?   Este pasado era desconocido para el doctor Rée; pero él había leído a Darwin:  y así en sus hipótesis la bestia darwiniana y el modernísimo y comedido


 

alfeñique de la moral, que «ya no muerde», se tienden gentilmente la mano de  un modo que, cuando menos, resulta entretenido, mostrando el último en su  rostro la expresión de una cierta indolencia bondadosa y delicada, en la que se  entremezcla también una pizca de pesimismo, de cansancio: como si en  realidad no compensase en absoluto el tomar tan en serio tales cosas los  problemas de la moral. A mí, por el contrario, me parece que no hay ninguna  cosa que compense tanto tomarla en serio; de esa compensación forma parte,  por ejemplo, el que alguna vez se nos permita tomarla con jovialidad. Pues, en  efecto, la jovialidad, o, para decirlo en mi lenguaje, la gaya ciencia es una  recompensa: la recompensa de una seriedad prolongada, valiente, laboriosa y  subterránea, que, desde luego, no es cosa de cualquiera. Pero el día en que  podamos decir de todo corazón: «¡Adelante! ¡También nuestra vieja moral  forma parte de la comedia!», habremos descubierto un nuevo enredo y una  nueva posibilidad para el drama dionisíaco del «destino del alma» : ¡y ya él  sacará provecho de ello, sobre esto podemos apostar, él, el grande, viejo y  eterno autor de la comedia de nuestra existencia!...

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Si este escrito resulta incomprensible para alguien y llega mal a sus oídos, la culpa, según pienso, no reside necesariamente en mí. Este escrito es suficientemente claro, presuponiendo lo que yo presupongo, que se hayan leído primero mis escritos anteriores y que no se haya escatimado algún esfuerzo al hacerlo: pues, desde luego, no son fácilmente accesibles. En lo que se refiere a mi Zaratustra, por ejemplo, yo no considero conocedor del mismo a nadie a quien cada una de sus palabras no le haya unas veces herido a fondo y, otras, encantado también a fondo: sólo entonces le es lícito, en efecto, gozar  del privilegio de participar con respeto en el elemento alciónico de que aquella  obra nació, en su luminosidad, lejanía, amplitud y certeza solares. En otros

casos la forma aforística produce dificultad: se debe esto a que hoy no se da  suficiente importancia a tal forma. Un aforismo, si está bien acuñado y

fundido, no queda ya «descifrado» por el hecho de leerlo; antes bien, entonces  es cuando debe comenzar su interpretación, y para realizarla se necesita un

arte de la misma. En el tratado tercero de este libro he ofrecido una muestra de  lo que yo denomino «interpretación» en un caso semejante:  ese tratado va  precedido de un aforismo, y el tratado mismo es un comentario de él. Desde  luego, para practicar de este modo la lectura como arte se necesita ante todo

una cosa que es precisamente hoy en día la más olvidada y por ello ha de pasar  tiempo todavía hasta que mis escritos resulten «legibles», una cosa para la cual  se ha de ser casi vaca y, en todo caso, no «hombre moderno»: el rumiar...

 

 

TRATADO PRIMERO


 

«Bueno y malvado», «bueno y malo»

 

1

 

Esos psicólogos ingleses, a quienes hasta ahora se deben también los

únicos ensayos de construir una historia genética de la moral,  en sí mismos  nos ofrecen un enigma nada pequeño; lo confieso, justo por tal cosa, por ser

enigmas de carne y hueso, aventajan en algo esencial a sus libros ¡ellos

mismos son interesantes! Esos psicólogos ingleses ¿qué es lo que propiamente  desean? Queramos o no queramos, los encontramos aplicados siempre a la  misma obra, a saber, la de sacar al primer término la partie honteuse [parte  vergonzosa] de nuestro mundo interior y buscar lo propiamente operante, lo  normativo, lo decisivo para el desarrollo, justo allí donde el orgullo intelectual  menos desearía encontrarlo (por ejemplo, en la vis inertiae [fuerza inercial] del  hábito, o en la capacidad de olvido, o en una ciega y casual concatenación y  mecánica de ideas, o en algo puramente pasivo, automático, reflejo, molecular  y estúpido de raíz) ¿qué es lo que en realidad empuja a tales psicólogos a ir  siempre justo en esa dirección? ¿Es un instinto secreto, taimado, vulgar, no  confesado tal vez a sí mismo, de empequeñecer al hombre? ¿O quizá una  suspicacia pesimista, la desconfianza propia de idealistas desengañados,  ofuscados, que se han vuelto venenosos y rencorosos? ¿O una hostilidad y un  rencor pequeños y subterráneos contra el cristianismo (y Platón), que tal vez

no han salido nunca más allá del umbral de la conciencia? ¿O incluso un  las

civo gusto por lo extraño, por lo dolorosamente paradójico, por lo  problemático y absurdo de la existencia? ¿O, en fin,  algo de todo, un poco de  vulgaridad, un poco de ofuscación, un poco

 de anticristianismo, un poco de  comezón e imperiosa necesidad de pimienta?... Pero se me dice que son  sencillamente ranas viejas, frías, aburridas, que andan arrastrándose y dando  saltos en torno al hombre, dentro del hombre, como si aquí se encontraran  exactamente en su elemento propio, esto es, en una ciénaga. Con repugnancia  oigo decir esto, más aún, no creo en ello; y si es lícito desear cuando no es  posible saber, yo deseo de corazón que en este caso ocurra lo contrario,  que  esos investigadores y microscopistas del alma sean en el fondo animales  valientes, magnánimos y orgullosos, que saben mantener refrenados tanto su  corazón como su dolor y que se han educado para sacrificar todos los deseos a  la verdad, a toda verdad, incluso a la verdad simple, áspera, fea, repugnante,  nocristiana, nomoral... Pues existen verdades tales.

 

 

2

 


 

¡Todo nuestro respeto, pues, por los buenos espíritus que acaso actúen en  esos historiadores de la moral! Mas ¡lo cierto es, por desgracia, que les falta,  también a ellos, el espíritu histórico, que han sido dejados en la estacada

precisamente por todos los buenos espíritus de la ciencia histórica! Como es

ya viejo uso de filósofos, todos ellos piensan de una manera esencialmente  ahistórica; de esto no cabe ninguna duda. La chatedad de su genealogía de la  moral aparece ya en el mismo comienzo, allí donde se trata de averiguar la  procedencia del concepto y el juicio «bueno». «Originariamente decretan  acciones no egoístas fueron alabadas y llamadas buenas por aquellos a quienes  se tributaban, esto es, por aquellos a quienes resultaban útiles, más tarde ese  origen de la alabanza se olvidó, y las acciones no egoístas, por el simple

motivo de que, de acuerdo con el hábito, habían sido alabadas siempre co

mo  buenas, fueron sentidas también como buenas como si fueran en sí algo  bueno.» Se ve en seguida que esta derivación contiene ya todos los rasgos  típicos de la idiosincrasia de los psicólogos ingleses,  tenemos aquí «la  utilidad», «el olvido», «el hábito» y, al final, «el error», todo ello como base

de una apreciación valorativa de la que el hombre superior había estado  orgulloso hasta ahora como de una especie de privilegio del hombre en cuanto  tal. Ese orgullo debe ser humillado, esa apreciación valorativa debe ser  desvalorizada: ¿se ha conseguido esto?... Para mí es evidente, primero, que

esta teoría busca y sitúa en un lugar falso el auténtico hogar nativo del

concepto «bueno»: ¡el juicio «bueno» no procede de aquellos a quienes se  dispens

a «bondad»! Antes bien, fueron «los buenos» mismos, es decir, los  nobles, los poderosos, los hombres de posición superior y elevados  sentimientos quienes se sintieron y se valoraron a sí mismos y a su obrar como  buenos, o sea como algo de primer rango, en contraposición a todo lo bajo,  abyecto, vulgar y plebeyo. Partiendo de este pathos de la distancia es como se  arrogaron el derecho de crear valores, de acuñar nombres de valores: ¡qué les  importaba a ellos la utilidad! El punto de vista de la utilidad resulta el más  extraño e inadecuado de todos precisamente cuando se trata de ese ardiente  manantial de supremos juicios de valor ordenadores del rango, destacadores

del rango: aquí el sentimiento ha llegado precisamente a lo contrario de aquel  bajo grado de temperatura que es el presupuesto de toda prudencia

calculadora, de todo cálculo utilitario, y no por una vez, no en una hora de  excepción, sino de modo duradero. El pathos de la nobleza y de la distancia,  como hemos dicho, el duradero y dominante sentimiento global y radical de  una especie superior dominadora en su relación con una especie inferior, con

un «abajo» éste es el origen de la antítesis «bueno» y «malo». (El derecho del  señor a dar nombres llega tan lejos que deberíamos permitirnos el concebir  también el origen del lenguaje como una exteriorización de poder de los que  dominan: dicen «esto es esto y aquello», imprimen a cada cosa y a cada  acontecimiento el sello de un sonido y con esto se lo apropian, por así decirlo.)


 

A este origen se debe el que, de antemano, la palabra «bueno» no esté en

modo alguno ligada necesariamente a acciones «no egoístas»: como creen  supersticiosamente aquellos genealogistas de la moral. Antes bien, sólo

cuando los juicios aristocráticos de valor declinan es cuando la antítesis  «egoísta» «no egoísta» se impone cada vez más a la conciencia humana,  para  servirme de mi vocabulario, es el instinto de rebaño el que con esa antítesis  dice por fin su palabra (e incluso sus palabras). Pero aun entonces ha de pasar largo tiempo hasta que de tal manera predomine ese instinto, que la apreciación de los valores morales quede realmente prendida y atascada en dicha antítesis (como ocurre, por ejemplo, en la Europa actual: hoy el prejuicio que considera que «moral», «no egoísta», «désintéressé» son conceptos equivalentes domina ya con la violencia de una «idea fija» y de una enfermedad mental).

 

 

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Pero en segundo lugar: prescindiendo totalmente de la insostenibilidad  histórica de aquella hipótesis sobre la procedencia del juicio de valor «bueno»,

ella adolece en sí misma de un contrasentido psicológico. La utilidad de la  acción no egoísta, dice, sería el origen de su alabanza, y ese origen se habría  olvidado:  ¿cómo es siquiera posible tal olvido? ¿Es que acaso la utilidad de  tales acciones ha dejado de darse alguna vez? Ocurre lo contrario: esa utilidad  ha sido, antes bien, la experiencia cotidiana en todos los tiempos, es decir, algo  permanentemente subrayado una y otra vez; en consecuencia, en lugar de  desaparecer de la conciencia, en lugar de volverse olvidable, tuvo que grabarse  en ella con una claridad cada vez mayor. Mucho más razonable resulta aquella  teoría opuesta a ésta (no por ello es más verdadera), que es defendida, por  ejemplo, por Herbert Spencer: éste establece que el concepto «bueno» es  esencialmente idéntico al concepto «útil», «conveniente», de tal modo que en  los juicios «bueno» y «malo» la humanidad habría sumado y sancionado  cabalmente sus inolvidadas e inolvidables experiencias acerca de lo  útilconveniente, de lo perjudicialinconveniente. Bueno es, según esta teoría, lo  que desde siempre ha demostrado ser útil: por lo cual le es lícito presentarse  como «máximamente valioso», como «valioso en sí». También esta vía de  explicación es falsa, como hemos dicho, pero al menos la explicación misma

es en sí razonable y resulta psicológicamente sostenible.

 

 

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La indicación de cuál es el camino correcto me la proporcionó el problema  referente a qué es lo que las designaciones de lo «bueno» acuñadas por las  diversas lenguas pretenden propiamente significar en el aspecto etimológico:  encontré aquí que todas ellas remiten a idéntica metamorfosis conceptual, 

que, en todas partes, «noble», «aristocrático» en el sentido estamental, es el  concepto básico a partir del cual se desarrolló luego, por necesidad, «bueno»

en el sentido de «anímicamente noble», de «aristocrático», de «anímicamente  de índole elevada», «anímicamente privilegiado»: un desarrollo que marcha  siempre paralelo a aquel otro que hace que «vulgar», «plebeyo», «bajo»,

acaben por pasar al concepto «malo». El más elocuente ejemplo de esto último  es la misma palabra alemana «malo» (schlechz): en sí es idéntica a «simple»  (schlicht)  véase «simplemente» (schlechtweg, schlechterdings)  y en su origen  designaba al hombre simple, vulgar, sin que, al hacerlo, lanzase aún una  recelosa mirada de soslayo, sino sencillamente en contraposiclón al noble.  Aproximadamente hacia la Guerra de los Treinta Años, es decir, bastante

tarde, tal sentido se desplaza hacia el hoy usual.  Con respecto a la genealogía

 de la moral esto me parece un conocimiento esencial; el que se haya tardado  tanto en encontrarlo se debe al influjo obstaculizador que el prejuicio  democrático ejerce dentro del mundo moderno con respecto a todas las  cuestiones referentes a la procedencia. Prejuicio que penetra hasta en el  dominio, aparentemente objetivísimo, de las ciencias naturales y de la  fisiología; baste aquí con esta alusión. Pero el daño que ese prejuicio, una vez  desbocado hasta el odio, puede ocasionar ante todo a la moral y a la ciencia  histórica, lo muestra el tristemente famoso caso de Buckle el plebeyismo del  espíritu moderno, que es de procedencia inglesa, explotó aquí una vez más en  su suelo natal con la violencia de un volcán enlodado y con la elocuencia  demasiado salada, chillona, vulgar, con que han hablado hasta ahora todos los  volcanes.

 

 

5

 

Respecto a nuestro problema, que puede ser denominado con buenas  razones un problema silencioso y que sólo se dirige, selectivamente, a un

exiguo número de oídos, tiene interés no pequeño el comprobar que en las  palabras y raíces que designan «bueno» se transparenta todavía, de muchas  formas, el matiz básico en razón del cual los nobles se sentían precisamente  hombres de rango superior. Es cierto que, quizá en la mayoría de los casos,  éstos se apoyan, para darse nombre, sencillamente en su superioridad de poder  (se llaman «los poderosos», los «señores», «los que mandan»), o en el signo


 

más visible de tal superioridad, y se llaman por ejemplo, «los ricos», «los  propietarios» (éste es el sentido que tiene arya; y lo mismo ocurre en el iranio

y en el eslavo). Pero también se apoyan, para darse nombre, en un rasgo típico  d

e su carácter: y este es el caso que aquí nos interesa. Se llaman, por ejemplo,  «los veraces»: la primera en hacerlo es la aristocracia griega, cuyo portavoz

fue el poeta megarense Teognis. La palabra acuñada a este fin, έσυλός [noble],  significa etimológicamente alguien que es, que tiene realidad, que es real, que  es verdadero; después, con un giro subjetivo, significa el verdadero en cuanto  veraz: en esta fase de su metamorfosis conceptual la citada palabra se

convierte en el distintivo y en el lema de la aristocracia y pasa a tener  totalmente el sentido de «aristocrático», como delimitación frente al mentiroso  hombre vulgar, tal como lo concibe y lo describe Teognis,  hasta que por fin,  tras el declinar de la aristocracia, queda para designar la noblesse [nobleza]  anímica, y entonces adquiere, por así decirlo, madurez y dulzor. Tanto en la  palabra χαχός [malo] como en ςελός [miedoso] (el plebeyo en contraposición

al άγανός [bueno]) se subraya la cobardía: esto tal vez proporcione una señal  sobre la dirección en que debe buscarse la procedencia etimológica de αγανος,  interpretable de muchas maneras. Con el latín malus [malo] (a su lado yo  pongo μέλας [negro]) acaso se caracterizaba al hombre vulgar en cuanto  hombre de piel oscura, y sobre todo en cuanto hombre de cabellos negros (hic  niger est [este es negro]), en cuanto habitante preario del suelo italiano, el cual  por el color era por lo que más claramente se distinguía de la raza rubia, es  decir, de la raza aria de los conquistadores, que se habían convertido en los  dueños; cuando menos el gaélico me ha ofrecido el caso exactamente paralelo,  fin (por ejemplo, en el nombre FinGal), la palabra distintiva de la aristocracia,  que acaba significando el bueno, el noble, el puro, significaba en su origen el  cabeza rubia, en contraposición a los habitantes primitivos, de piel morena y  cabellos negros. Los celtas, dicho sea de paso, eran una raza completamente  rubia; se comete una injusticia cuando a esas fajas de población de cabellos  oscuros esencialmente, que es posible observar en esmerados mapas  etnográficos de Alemania, se las pone en conexión, como hace todavía  Virchow, con una procedencia celta y con una mezcla de sangre celta: en esos  lugares aparece, antes bien, la población prearia de Alemania. (Lo mismo  puede decirse de casi toda Europa: en lo esencial la raza sometida ha acabado  por predominar de nuevo allí mismo en el color de la piel, en lo corto del  cráneo y tal vez incluso en los instintos intelectuales y sociales: ¿quién nos  garantiza que la moderna democracia, el todavía más moderno anarquismo y,  sobre todo, aquella tendencia hacia la commune [comuna], hacia la forma más  primitiva de sociedad, tendencia hoy propia de todos los socialistas de Europa,  no significan en lo esencial un gigantesco contragolpe y que la raza de los  conquistadores y señores, la de los arios, no está sucumbiendo incluso  fisiológicamente? ...) Creo estar autorizado a interpretar el latín bonus [bueno]


 

en el sentido de «el guerrero»: presuponiendo que yo lleve razón al derivar  bonus de un más antiguo duonus (véase bellum = duellum = duenlum, en el  que me parece conservado aquel duonus). Bonus sería, por tanto, el varón de  la disputa, de la división (duo), el guerrero: es claro, aquello que constituía en  la antigua Roma la «bondad» de un varón. Nuestra misma palabra alemana  «bueno» (gut): ¿no podría significar «el divino» (den Góttlichen), el hombre  de «estirpe divina» (góottlichen Geschlechts)?, ¿y ser idéntico al nombre  popular (originariamente aristocrático) de los godos (Gothen) Las razones de  esta suposición no son de este lugar.

 

 

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De esta regla, es decir, de que el concepto de preeminencia política se  diluye siempre en un concepto de preeminencia anímica, no constituye por el

momento una excepción (aunque da motivo para ellas) el hecho de que la

casta suprema sea a la vez la casta sacerdotal y, en consecuencia, prefiera para  su designación de conjunto un predicado que recuerde su función sacerdotal.  Aquí es donde, por ejemplo, se contraponen por vez primera «puro» e  «impuro» como distintivos estamentales; y también aquí se desarrollan más  tarde un «bueno» y un «malo» en un sentido ya no estamental. Por lo demás,  advirtamos que estos conceptos «puro» e «impuro» no deben tomarse de  antemano en un sentido demasiado riguroso, demasiado amplio y, mucho  menos en un sentido simbólico: en una medida que nosotros apenas podemos  imaginar, todos los conceptos de la humanidad primitiva fueron entendidos en  su origen, antes bien, de un modo grosero, tosco, externo, estrecho, de un

modo directa y específicamente nosimbólico. El «puro» es, desde el comienzo,  meramente un hombre que se lava, que se prohibe ciertos alimentos causantes  de enfermedades de la piel, que no se acuesta con las sucias mujeres del

pueblo bajo, que siente asco de la sangre,  ¡nada más, no mucho más! Por otro  lado, sin duda, la índole entera de una aristocracia esencialmente sacerdotal  aclara por qué muy pronto las antítesis valorativas pudieron interiorizarse y  exacerbarse de modo peligroso precisamente aquí; y, de hecho, ellas acabaron  por abrir entre hombre y hombre simas sobre las que ni siquiera un Aquiles del  librepensamiento podría saltar sin estremecerse. Desde el comienzo hay algo

no sano en tales aristocracias sacerdotales y en los hábitos en ellas

dominantes, hábitos apartados de la actividad, hábitos en parte dedicados a  incubar

 ideas y en parte explosivos en sus sentimientos, y que tienen como  secuela aquella debilidad y aquella neurastenia intestinales que atacan casi de  modo inevitable a los sacerdotes de todas las épocas; pero el remedio que ellos  mismos han inventado contra esta condición enfermiza suya ¿no tenemos que


 

decir que ha acabado demostrando ser, en sus repercusiones, cien veces más  peligroso que la enfermedad de la que debía librar? ¡La humanidad misma  adolece todavía de las repercusiones de tales ingenuidades de la cura  sacerdotal! Pensemos, por ejemplo, en ciertas formas de dieta (abstención de  comer carne), en el ayuno, en la continencia sexual, en la huida «al desierto»  (aislamiento a la manera de Weir Mitchell, aunque desde luego sin la posterior  cura de engorde y sobrealimentación, en la cual reside el más eficaz antídoto  contra toda histeria del ideal ascético): añádase a esto la entera metafisica de

los sacerdotes, hostil a los sentidos, corruptora y refinadora, su  autohipnotización a la manera del faquir y del brahmán Brahma empleado  como bola de vidrio y como idea fijay el general y muy comprensible hartazgo  final de su cura radical, de la Nada (o Dios: la aspiración a una unio mystica  [unión mística] con Dios es la aspiración del budista a la Nada, al Nirvana ¡y  nada más!). Entre los sacerdotes, cabalmente, se vuelve más peligroso todo, no  sólo los medios de cura y las artes médicas, sino también la soberbia, la  venganza, la sagacidad, el desenfreno, el amor, la ambición de dominio, la  virtud, la enfermedad de todos modos, también se podría añadir, con cierta  equidad, que en el terreno de esta forma esencialmente peligrosa de existencia  humana, la forma sacerdotal de existencia, es donde el hombre en general se

ha convertido en un animal interesante, que únicamente aquí es donde el alma  humana ha alcanzado profundidad en un sentido superior y se ha vuelto  malvada ¡y éstas son, en efecto, las dos formas básicas de la superioridad  poseída hasta ahora por el hombre sobre los demás animales!...

 

 

7

 

Ya se habrá adivinado que la manera sacerdotal de valorar puede desviarse  muy fácilmente de la caballerescoaristocrática y llegar luego a convertirse en  su antítesis; en especial impulsa a ello toda ocasión en que la casta de los  sacerdotes y la casta de los guerreros se enfrentan a causa de los celos y no  quieren llegar a un acuerdo sobre el precio a pagar. Los juicios de valor  caballerescoaristocráticos tienen como presupuesto un

a constitución física  poderosa, una salud floreciente, rica, incluso desbordante, junto con lo que  condiciona el mantenimiento de la misma, es decir, la guerra, las aventuras, la  caza, la danza, las peleas y, en general, todo lo que la actividad fuerte, libre,  regocijada lleva consigo. La manera noblesacerdotal de valorar tiene lo hemos  visto otros presupuestos: ¡las cosas les van muy mal cuando aparece la guerra!  Los sacerdotes son, como es sabido, los enemigos más malvados ¿por qué?  Porque son los más impotentes. A causa de esa impotencia el odio crece en  ellos hasta convertirse en algo monstruoso y siniestro, en lo más espiritual y


 

más venenoso. Los máximos odiadores de la historia universal, también los  odiadores más ricos de espíritu, han sido siempre sacerdotes comparado con el  espíritu de la venganza sacerdotal, apenas cuenta ningún otro espíritu. La  historia humana sería una cosa demasiado estúpida sin el espíritu que los  impotentes han introducido en ella:  tomemos en seguida el máximo ejemplo.  Nada de lo que en la tierra se ha hecho contra «los nobles», «los violentos»,  «los señores», «los poderosos», merece ser mencionado si se lo compara con

lo que los judíos han hecho contra ellos: los judíos, ese pueblo sacerdotal, que  no ha sabido tomar satisfacción de sus enemigos y dominadores más que con  una radical transvaloración de los valores propios de éstos, es decir, por un

acto de la más espiritual venganza. Esto es lo único que resultaba adecuado  precisamente a un pueblo sacerdotal, al pueblo de la más refrenada ansia de  venganza sacerdotal.

 Han sido los judíos los que, con una consecuencia lógica  aterradora, se han atrevido a invertir la identificación aristocrática de los  valores (bueno = noble = poderoso = bello = feliz = amado de Dios) y han  mantenido con los dientes del odio más abismal (el odio de la impotencia) esa  inversión, a saber, «¡los miserables son los buenos; los pobres, los impotentes,  los bajos son los únicos buenos; los que sufren, los indigentes, los enfermos,  los deformes son también los únicos piadosos, los únicos benditos de Dios,  únicamente para ellos existe bienaventuranza,  en cambio vosotros, vosotros

los nobles y violentos, vosotros sois, por toda la eternidad, los malvados, los  crueles, los lascivos, los insaciables, los ateos, y vosotros seréis también  eternamente los desventurados, los malditos y condenados!...» Se sabe quien

ha recogido la herencia de esa transvaloración judía... A propósito de la  iniciativa monstruosa y desmesuradamente funesta asumida por los judíos con  esta declaración de guerra, la más radical de todas, recuerdo la frase que

escribí en otra ocasión (Más allá del bien y del mal) a saber, que con los judíos  comienza en la moral la rebelión de los esclavos: esa rebelión que tiene tras sí  una historia bimilenaria y que hoy nosotros hemos perdido de vista tan sólo  porque  ha resultado vencedora...

 

 

8

 

¿Pero no lo comprendéis? ¿No tenéis ojos para ver algo que ha necesitado  dos milenios para alcanzar la victoria?... No hay en esto nada extraño: todas

las cosas largas son difíciles de ver, difíciles de abarcar con la mirada. Pero  esto es lo acontecido: del tronco de aquel árbol de la venganza y del odio, del  odio judío el odio más profundo y sublime, esto es, el odio creador de ideales,  modificador de valores, que no ha tenido igual en la tierra, brotó algo  igualmente incomparable, un amor nuevo, la más profunda y sublime de todas


 

las especies de amor:  ¿y de qué otro tronco habría podido brotar?... Mas ¡no

se piense que brotó acaso como la auténtica negación de aquella sed de  venganza, como la antítesis del odio judío! ¡No, lo contrario es la verdad! Ese  amor nació de aquel odio como su corona, como la corona triunfante, dilatada  con amplitud siempre mayor en la más pura luminosidad y plenitud solar; y en  el reino de la luz y de la altura ese amor perseguía las metas de aquel odio,  perseguía la victoria, el botín, la seducción, con el mismo afán, por así decirlo,  con que las raíces de aquel odio se hundían con mayor radicalidad y avidez en  todo lo que poseía profundidad y era malvado. Ese Jesús de Nazaret, evangelio  viviente del amor, ese «redentor» que trae la bienaventuranza y la victoria a

los pobres, a los enfermos, a los pecadores ¿no era él precisamente la

seducción en su forma más inquietante e irresistible, la seducción y el desvío  precisamente hacia aquellos valores judíos y hacia aquellas innovaciones

judías del ideal? ¿No ha alcanzado Israel, justamente por el rodeo de ese  «redentor», de ese aparente antagonista y liquidador de Israel, la última meta

de su sublime ansia de venganza? ¿No forma parte de la oculta magia negra de  una política verdaderamente grande de la venganza, de una venganza de  amplias miras, subterránea, de avance lento, precalculadora, el hecho de que  Israel mismo tuviese que negar y que clavar en la cruz ante el mundo entero,  como si se tratase de su enemigo mortal, al auténtico instrumento de su  venganza, a fin de que «el mundo entero», es decir, todos los adversarios de  Israel, pudieran morder sin recelos precisamente de ese cebo? ¿Y por otro

lado, se podría imaginar en absoluto, con todo el refinamiento del espíritu, un  cebo más peligroso? ¿Algo que iguale en fuerza atractiva, embriagadora,  aturdidora, corruptora, a aquel símbolo de la «santa cruz», a aquella horrorosa  paradoja de un «Dios en la cruz», a aquel misterio de una inimaginable,

última, extrema crueldad y autocrucifixión de Dios para salvación del  hombre?... Cuando menos, es cierto que sub hoc signo [bajo este signo] Israel  ha venido triunfando una y otra vez, con su venganza y su transvaloración de  todos los valores, sobre todos los demás ideales, sobre todos los ideales más  nobles. 

 

 

9

 

«Mas ¡cómo sigue usted hablando todavía de ideales más nobles! Atengámonos a los hechos: el pueblo o «los esclavos», o «la plebe», o «el rebaño», o como usted quiera llamarlo ha vencido, y si esto ha ocurrido por medio de los judíos, ¡bien!, entonces jamás pueblo alguno tuvo misión más grande en la historia universal. «Los señores» están liquidados; la moral del hombre vulgar ha vencido. Se puede considerar esta victoria a la vez como un


 

envenenamiento de la sangre (ella ha mezclado las razas entre sí) no lo niego; pero, indudablemente, esa intoxicación ha logrado éxito. La «redención» del género humano (a saber, respecto de «los señores») se encuentra en óptima vía; todo se judaiza, o se cristianiza, o se aplebeya a ojos vistas (¡qué importan las palabras!). La marcha de ese envenenamiento a través del cuerpo entero de la humanidad parece incontenible, su tempo [ritmo] y su paso pueden ser incluso, a partir de ahora, cada vez más lentos, más delicados, más inaudibles, más cautos en efecto, hay tiempo... ¿Le corresponde todavía hoy a la Iglesia, en este aspecto, una tarea necesaria, posee todavía en absoluto un derecho a existir? ¿O se podría prescindir de ella? Quaeritur [se pregunta]. ¿Parece que la Iglesia refrena y modera aquella marcha, en lugar de acelerarla? Ahora bien, justamente eso podría ser su utilidad... Es seguro que la Iglesia se ha convertido poco a poco en algo grosero y rústico, que repugna a una inteligencia delicada, a un gusto propiamente moderno. ¿No debería, al menos, refinarse un poco?... Hoy, más que seducir, aleja. ¿Quién de nosotros sería librepensador si no existiera la Iglesia? La Iglesia es la que nos repugna, no su veneno... Prescindiendo de la Iglesia, también nosotros amamos el veneno...» Tales el epílogo de un «librepensador» a mi discurso, de un animal respetable, como lo ha demostrado de sobra, y, además, de un demócrata; hasta aquí me había escuchado, y no soportó el oírme callar. Pues en este punto yo tengo mucho que callar.

 

 

10

 

La rebelión de los esclavos en la moral comienza cuando el resentimiento  mismo se vuelve creador y engendra valores: el resentimiento de aquellos

seres a quienes les está vedada la auténtica reacción, la reacción de la acción, y  que se desquitan únicamente con una venganza imaginaria. Mientras que toda  moral noble nace de un triunfante sí dicho a sí mismo, la moral de los esclavos  dice no, ya de antemano, a un «fuera», a un «otro», a un «noyo»; y ese no es lo  que constituye su acción creadora. Esta inversión de la mirada que establece  valores  este necesario dirigirse hacia fuera en lugar de volverse hacia sí 

forma parte precisamente del resentimiento: para surgir, la moral de los  esclavos necesita siempre primero de un mundo opuesto y externo, necesita,  hablando fisiológicamente, de estímulos exteriores para poder en absoluto  actuar,  su acción es, de raíz, reacción. Lo contrario ocurre en la manera noble  de valorar: ésta actúa y brota espontáneamente, busca su opuesto tan sólo para  decirse si a sí misma con mayor agradecimiento, con mayor júbilo,  su

concepto negativo, lo «bajo», «vulgar», «malo», es tan sólo un pálido

contraste, nacido más tarde, de su concepto básico positivo, totalmente


 

impregnado de vida y de pasión, el concepto «¡nosotros los nobles, nosotros

los buenos, nosotros los bellos, nosotros los felices!». Cuándo la manera noble  de valorar se equivoca y peca contra la realidad, esto ocurre con relación a la esfera que no le es suficientemente conocida, más aún, a cuyo real conocimiento se opone con aspereza: no comprende a veces la esfera  despreciada por ella, la esfera del hombre vulgar del pueblo bajo; por otro

lado, téngase en cuenta que, en todo caso, el afecto del desprecio, del mirar de  arriba abajo, del mirar con superioridad, aun presuponiendo que falsee la  imagen de lo despreciado, no llegará ni de lejos a la falsificación con que el  odio reprimido, la venganza del impotente atentarán contra su adversario in  effigie [en efigie], naturalmente. De hecho en el desprecio se mezclan  demasiada negligencia, demasiada ligereza, demasiado apartamiento de la

vista y demasiada impaciencia, e incluso demasiado júbilo en sí mismo, como  para estar en condiciones de transformar su objeto en una auténtica caricatura

y en un espantajo. No se pasen por alto las nuances [matices] casi benévolas  que, p

or ejemplo, la aristocracia griega pone en todas las palabras con que  diferencia de

 sí al pueblo bajo; obsérvese cómo constantemente se mezcla en  ellas, azucarándolas, una especie de lástima, de consideración, de indulgencia,  hasta el punto de que casi todas las palabras que convienen al hombre vulgar  han terminado por quedar como expresiones para significar «infeliz», «digno  de lástima» (véase ςελός [miedoso], δείλαιος [cobarde], πονηρός [vil],  μοχνηρός [mísero], las dos últimas caracterizan propiamente al hombre vulgar  como esclavo del trabajo y animal de carga)  y cómo, por otro lado, «malo»,  «infeliz», no dejaron jamás de sonar al oído griego con un tono único, con un  timbre en el que prepondera «infeliz»: y esto como herencia de la antigua  manera de valorar más noble, aristocrática, la cual no reniega de sí misma ni  siquiera en el desprecio (a los filólogos recordémosles en qué sentido se usan  οϊζνρόςς [miserable], άνολβος [desgraciado], τλήμων [resignado], δνςτνχεϊν  [fracasar, tener mala suerte], ξνμφορα [desdicha]). Los «bien nacidos» se  sentían a sí mismos cabalmente como los «felices»; ellos no tenían que  construir su felicidad artificialmente y, a veces, persuadirse de ella, mentírsela,  mediante una mirada dirigida a sus enemigos (como suelen hacer todos los  hombres del resentimiento); y asimismo, por ser hombres íntegros, repletos de  fuerza y, en consecuencia, necesariamente activos, no sabían separar la  actividad de la felicidad,  en ellos aquélla formaba parte, por necesidad, de

ésta (de aquí procede el εύπραττειν [obrar bien, ser feliz])todo esto muy  encontraposición con la felicidad al nivel de los impotentes, de los oprimidos,  de los llagados por sentimientos venenosos y hostiles, en los cuales la

felicidad aparece esencialmente como narcosis, aturdimiento, quietud, paz,  «sábado», distensión del ánimo y relajamiento de los miembros, esto es, dicho  en una palabra, como algo pasivo. Mientras que el hombre noble vive con  confianza y franqueza frente a sí mismo (γενναϊος, «aristócrata de


 

nacimiento», subraya la nuance [matiz] «franco» y también sin duda  «ingenuo»), el hombre del resentimiento no es ni franco, ni ingenuo, ni

honesto y derecho consigo mismo. Su alma mira de reojo; su espíritu ama los  escondrijos, los caminos tortuosos y las puertas falsas, todo lo encubierto le  atrae como su mundo, su seguridad, su alivio; entiende de callar, de no olvidar,  de aguardar, de empequeñecerse y humillarse transitoriamente. Una raza de  tales hombres del resentimiento acabará necesariamente por ser más

inteligente que cualquier raza noble, venerará también la inteligencia en una  medida del todo distinta: a saber, como la más importante condición de  existencia, mientras que, entre hombres nobles, la inteligencia fácilmente tiene  un delicado dejo de lujo y refinamiento:  en éstos precisamente no es la  inteligencia ni mucho menos tan esencial como lo son la perfecta seguridad  funcional de los instintos inconscientes reguladores o incluso una cierta falta

de inteligencia, así por ejemplo el valeroso lanzarse a ciegas, bien sea al  peligro, bien sea al enemigo, o aquella entusiasta subitaneidad en la cólera, el  amor, el respeto, el agradecimiento y la venganza, en la cual se han reconocido  en todos los tiempos las almas nobles. El mismo resentimiento del hombre  noble, cuando en él aparece, se consuma y agota, en efecto, en una reacción  inmediata y, por ello, no envenena: por otro lado, ni siquiera aparece en  innumerables casos en los que resulta inevitable su aparición en todos los  débiles e impotentes. No poder tomar mucho tiempo en serio los propios  contratiempos, las propias fechorías tal es el signo propio de naturalezas

fuertes y plenas, en las cuales hay una sobreabundancia de fuerza plástica,  remodeladora, regeneradora, fuerza que también hace olvidar (un buen

ejemplo de esto en el mundo moderno es Mirabeau, que no tenía memoria para  los insultos ni para las villanías que se cometían con él, y que no podía  perdonar por la única razón de que  olvidaba). Un hombre así se sacude de un  solo golpe muchos gusanos que en otros, en cambio, anidan subterráneamente;  sólo aquí es también posible otra cosa, suponiendo que ella sea en absoluto  posible en la tierra el auténtico «amor a sus enemigos». ¡Cuánto respeto por

sus enemigos tiene un hombre noble!  y ese respeto es ya un puente hacia el  amor... ¡El hombre noble reclama para sí su enemigo como una distinción

suya, no soporta, en efecto, ningún otro enemigo que aquel en el que no hay  nada que despreciar y sí muchísimo que honrar! En cambio, imaginémonos «el  enemigo» tal como lo concibe el hombre del resentimiento y justo en ello

reside su acción, su creación: ha concebido el «enemigo malvado», «el  malvado», y ello como concepto básico, a partir del cual se imagina también,  como imagen posterior y como antítesis, un «bueno»  ¡él mismo!...

 

 

11

 


 

¡Justo, pues, lo contrario de lo que ocurre en el noble, quien concibe el  concepto fundamental «bueno» de un modo previo y espontáneo, es decir, lo

concibe a base de sí mismo, y sólo a partir de él se forma una idea de «malo»!  Este «malo» (schlecht) de origen noble, y aquel «malvado» (bóse), salido de la  cuba cervecera del odio insaciado el primero, una creación posterior, algo  marginal, un color complementario, el segundo, en cambio, el original, el  comienzo, la auténtica acción en la concepción de una moral de esclavos,

¡cuán diferentes son estas dos palabras, «malo» (schlecht) y «malvado» (böse),  que aparentemente se contraponen a un mismo concepto «bueno» (gut)! Mas

no se trata del mismo concepto «bueno»: pregúntese, antes bien, quién es  propiamente «malvado» en el sentido de la moral del resentimiento.

Contestado con todo rigor: precisamente el «bueno» de la otra moral,  precisamente

 el noble, el poderoso, el dominador, sólo que cambiado de color,  interpretado y visto del revés por el ojo venenoso del resentimiento. Hay aquí  una cosa que nosotros no queremos negar en modo alguno: quien a aquellos  «buenos» los ha conocido tan sólo como enemigos, no ha conocido tampoco  más que enemigos malvados, y aquellos mismos hombres que eran

mantenidos tan rigurosamente a raya por la costumbre, el respeto, los usos, el  agradecimiento y todavía más por la recíproca vigilancia, por la emulación

inter pares [entre iguales], aquellos mismos hombres que, por otro lado, en su  comportamiento recíproco mostraban tanta inventiva en punto a atenciones,  dominio de sí, delicadeza, fidelidad, orgullo y amistad,  no son hacia fuera, es  decir, allí donde comienza lo extranjero, la tierra extraña, mucho mejores que  animales de rapiña dejados sueltos. Allí disfrutan la libertad de toda  constricción social, en la selva se desquitan de la tensión ocasionada por una  prolongada reclusión y encierro en la paz de la comunidad, allí retornan a la  inocencia propia de la conciencia de los animales rapaces, cual monstruos que  retozan, los cuales dejan acaso tras sí una serie abominable de asesinatos,  incendios, violaciones y torturas con igual petulancia y con igual tranquilidad  de espíritu que si lo único hecho por ellos fuera una travesura estudiantil,  convencidos de que de nuevo tendrán los poetas, por mucho tiempo, algo que  cantar y que ensalzar. Resulta imposible no reconocer, a la base de todas estas  razas nobles, el animal de rapiña, la magnífica bestia rubia, que vagabundea  codiciosa de botín y de victoria; de cuando en cuando esa base oculta necesita  desahogarse, el animal tiene que salir de nuevo fuera, tiene que retornar a la  selva:  las aristocracias romana, árabe, germánica, japonesa, los héroes  homéricos, los vikingos escandinavos  todos ellos coinciden en tal imperiosa  necesidad. Son las razas nobles las que han dejado tras sí el concepto

«bárbaro» por todos los lugares por donde han pasado; incluso en su cultura  más excelsa se revelan una consciencia de ello y hasta un orgullo (por

ejemplo, cuando Pericles dice a sus atenienses, en aquella famosa oración  fúnebre, «hemos forzado a todas las tierras y a todos los mares a ser accesibles


 

a nuestra audacia, dejando en todas partes monumentos imperecederos en bien  y en mal»). Esta «audacia» de las razas nobles, que se manifiesta de manera  loca, absurda, repentina, este elemento imprevisible e incluso inverosímil de

sus empresas Pericles destaca con elogio la ραυνμία [despreocupación] de lo

s  atenienses, su indiferencia y su desprecio de la seguridad, del cuerpo, de la  vida, del bienestar, su horrible jovialidad y el profundo placer que sienten en  destruir, en todas las voluptuosidades del triunfo y de la crueldad  todo esto se  concentró, para quienes lo padecían, en la imagen del «bárbaro», del «enemigo  malvado», por ejemplo el «godo», el «vándalo». La profunda, glacial  desconfianza que el alemán continúa inspirando también ahora tan pronto

como llega al poder  representa aún un rebrote de aquel terror inextinguible

con que durante siglos contempló Europa el furor de la rubia bestia germánica  (aunque entre los antiguos germanos y nosotros los alemanes apenas subsista

ya afinidad conceptual alguna y menos aún un parentesco de sangre). En otro  sitio he hecho notar la perplejidad experimentada por Hesiodo cuando

meditaba sobre el decurso de las épocas culturales e intentaba expresarlas  mediante el oro, la plata y el bronce: a la contradicción que le ofrecía el

mundo de Homero, un mundo tan magnífico, pero, a la vez, tan horrible y tan  brutal, no supo escapar más que dividiendo una única época en dos y  colocándolas una a continuación de la otra  primero, la época de los héroes y  semidioses de Troya y de Tebas, tal como aquel mundo había subsistido en la  memoria de las estirpes nobles, que en ella tenían sus propios antecesores; y  luego, la edad de bronce, tal como aquel mismo mundo aparecía a los  descendientes de los sojuzgados, expoliados, maltratados, deportados,  vendidos: como una edad de bronce, según hemos dicho, dura, fría, cruel,  carente de sentimientos y de conciencia, una edad que todo lo tritura y lo  salpica de sangre. Suponiendo que fuera verdadero algo que en todo caso

ahora se cree ser «verdad», es decir, que el sentido de toda cultura consistiese  cabalmente en sacar del animal rapaz «hombre», mediante la crianza, un

animal manso y civilizado, un animal doméstico, habría que considerar sin  ninguna duda que todos aquellos instintos de reacción y resentimiento, con  cuyo auxilio se acabó por humillar y dominar a las razas nobles, así como

todos sus ideales, han sido los auténticos instrumentos de la cultura; con ello,

de todos modos, no estaría dicho aún que los depositarios de esos instintos  representen también ellos mismos a la vez la cultura. Lo contrario sería, antes  bien, no sólo verosímil ¡no!, ¡hoy es evidente! Esos depositarios de los

instintos opresores y ansiosos de desquite, los descendientes de toda esclavitud  europea y no europea, y en especial de toda población prearia ¡representan el  retroceso de la humanidad! ¡Esos «instrumentos de la cultura» son una  vergüenza del hombre y representan más bien una sospecha, un  contraargumento contra la «cultura» en cuanto tal! Se puede tener todo

derecho a no librarse del temor a la bestia rubia que habita en el fondo de


 

todas las razas nobles y a mantenerse en guardia: mas ¿quién no preferiría cien

  veces sentir temor, si a la vez le es permitido admirar, a no sentir temor, pero  con ello no poder sustraerse ya a la nauseabunda visión de los malogrados,  empequeñecidos, marchitos, envenenados? ¿Y no es ésta nuestra fat

alidad?  ¿Qué es lo que hoy produce nuestra aversión contra «el hombre»?  pues  nosotros sufrimos por el hombre, no hay duda.  No es el temor; sino, más bien,  el que ya nada tengamos que temer en el hombre; el que el gusano «hombre»  ocupe el primer plano y pulule en él; el que el «hombre manso», el  incurablemente mediocre y desagradable haya aprendido a sentirse a sí mismo  como la meta y la cumbre, como el sentido de la historia, como «hombre  superior»;  más aún, el que tenga cierto derecho a sentirse así, en la medida en  que se siente distanciado de la muchedumbre de los mal constituidos,  enfermizos, cansados, agotados, a que hoy comienza Europa a apestar, y, por  tanto, como algo al menos relativamente bien constituido, como algo al menos  todavía capaz de vivir, como algo que al menos dice sí a la vida...

 

 

12

 

En este punto no me es ya posible reprimir un sollozo y una última  esperanza. ¿Qué es esto que, precisamente a mí, me resulta del todo  insoportable? ¿Esto de lo que sólo yo no puedo librarme, y que me ahoga y me  consume? ¡Aire viciado! ¡Aire viciado! El hecho de que algo mal constituido

se allega a mí; ¡el verme obligado a oler las entrañas de un alma mal  constituida!... ¿Qué es, por otra parte, lo que en materia de miseria, de  privaciones, de mal clima, de enfermedades, de fatigas y de soledad no  soportamos? En el fondo nos sobreponemos a todo lo demás, puesto que

hemos nacido para una existencia subterránea y combativa; una y otra vez  salimos a la luz, una y otra vez experimentamos la hora áurea del triunfo,  y en  ese momento aparecemos tal como nacimos, inquebrantables, tensos,

dispuestos a conquistar algo nuevo, algo más difícil, algo más lejano todavía,  como un arco a quien las privaciones lo único que hacen es ponerlo más

tirante.  Pero de vez en cuando y suponiendo que existan protectoras

celestiales, situadas más allá del bien y del malconcededme una mirada,  otorgadme que pueda echar una única mirada tan sólo a algo perfecto, a algo  totalmente logrado, feliz, poderoso, victorioso, en lo que todavía haya algo

que temer! ¡Una mirada a un hombre que justifique a el hombre, una mirada a  un caso afortunado que complemente y redima al hombre, por razón del cual  me sea lícito conservar la fe en el hombre!... Pues así están las cosas: el  empequeñecimiento y la nivelación del hombre europeo encierran nuestro  máximo peligro, ya que esa visión cansa... Hoy no vemos nada que aspire a ser


 

más grande, barruntamos que descendemos cada vez más abajo, más abajo,  hacia algo más débil, más manso, más prudente, más plácido, más mediocre,  más indiferente, más chino, más cristiano el hombre, no hay duda, se vuelve  cada vez «mejor» ... Justo en esto reside la fatalidad de Europaal perder el  miedo al hombre hemos perdido también el amor a él, el respeto a él, la  esperanza en él, más aún, la voluntad de él. Actualmente la visión del hombre  cansa  ¿qué es hoy el nihilismo si no es eso?... Estamos cansados de el  hombre...

 

 

13

 

Mas volvamos atrás: el problema del otro origen de lo «bueno», el

problema de lo bueno tal como se lo ha imaginado el hombre del

resentimiento exige llegar a su final.  El que los corderos guarden rencor a las  grandes aves rapaces es algo que no puede extrañar: sólo que no hay en esto  motivo alguno para tomarle a mal a aquéllas el que arrebaten corderitos. Y  cuando los corderitos dicen entre sí «estas aves de rapiña son malvadas; y

quien es lo menos posible un ave de rapiña, sino más bien su antítesis, un  corderito,  ¿no debería ser bueno?», nada hay que objetar a este modo de  establecer un ideal, excepto que las aves rapaces mirarán hacia abajo con un  poco de sorna y tal vez se dirán: «Nosotras no estamos enfadadas en absoluto  con esos buenos corderos, incluso los amamos: no hay nada más sabroso que  un tierno cordero.» Exigir de la fortaleza que no sea un querer dominar, un querer sojuzgar, un querer enseñorearse, una sed de enemigos y de resistencias  y de triunfos, es tan absurdo como exigir de la debilidad que se exteriorice  como fortaleza. Un quantum de fuerza es justo un tal quantum de pulsión, de  voluntad, de actividad más aún, no es nada más que ese mismo pulsionar, ese  mismo querer, ese mismo actuar, y, si puede parecer otra cosa, ello se debe tan  sólo a la seducción del lenguaje (y de los errores radicales de la razón  petrificados en el lenguaje), el cual entiende y mal entiende que todo hacer

está condicionado por un agente, por un «sujeto». Es decir, del mismo modo  que el pueblo separa el rayo de su resplandor y concibe al segundo como un  hacer, como la acción de un sujeto que se llama rayo, así la moral del pueblo  separa también la fortaleza de las exteriorizaciones de la misma, como si

detrás del fuerte hubiera un sustrato indiferente, que fuera dueño de

exteriorizar y, también, de no exteriorizar fortaleza. Pero tal sustrato no existe;  no hay ningún «ser» detrás del hacer, del actuar, del devenir; «el agente» ha  sido ficticiamente añadido al hacer, el hacer es todo. En el fondo el pueblo  duplica el hacer; cuando piensa que el rayo lanza un resplandor, esto equivale

a un hacerhacer: el mismo acontecimiento lo pone primero como causa y


 

luego, una vez más, como efecto de aquélla. Los investigadores de la

naturaleza no lo hacen mejor cuando dicen «la fuerza mueve, la fuerza causa»

y cosas parecidas,  nuestra ciencia entera, a pesar de toda su frialdad, de su  desapasionamiento, se encuentra sometida aún a la seducción del lenguaje y

no se ha desprendido de los hijos falsos que se le han infiltrado, de los

«sujetos» (el átomo, por ejemplo, es uno de esos hijos falsos, y lo mismo

ocurre con la kantiana «cosa en sí»): nada tiene de extraño el que las

reprimidas y ocultamente encendidas pasiones de la venganza y del odio  aprovechen en

 favor suyo esa creencia e incluso, en el fondo, ninguna otra  sostengan con mayor fervor que la de que el fuerte es libre de ser débil, y el

ave de rapiña, libre de ser cordero:  con ello conquistan, en efecto, para sí el  derecho de imputar al ave de rapiña ser ave de rapiña... Cuando los oprimidos,  los pisoteados, los violentados se dicen, movidos por la vengativa astucia

propia de la impotencia: «¡Seamos distintos de los malvados, es decir, seamos  buenos! Y bueno es todo el que no violenta, el que no ofende a nadie, el que

no ataca, el que no salda cuentas, el que remite la venganza a Dios, el cual se  mantiene en lo oculto igual que nosotros, y evita todo lo malvado, y exige

poco de la vida, lo mismo que nosotros los pacientes, los humildes, los justos»   esto, escuchado con frialdad y sin ninguna prevención, no significa en realidad  más que lo siguiente: «Nosotros los débiles somos desde luego débiles;  conviene que no hagamos nada para lo cual no somos bastante fuertes»  pero  esta amarga realidad de los hechos, esta inteligencia de ínfimo rango, poseída  incluso por los insectos (los cuales, cuando el peligro es grande, se fingen  muertos para no hacer nada «de más»), se ha vestido, gracias a ese arte de  falsificación y a esa automendacidad propias de la impotencia, con el

esplendor de la virtud renunciadora, callada, expectante, como si la debilidad  misma del débil es decir, su esencia, su obrar, su entera, única, inevitable,  indeleble realidad fuese un logro voluntario, algo querido, elegido, una acción,  un mérito. Por un instinto de autoconservación, de autoafirmación, en el que  toda mentira suele santificarse, esa especie de hombre necesita creer en el  «sujeto» indiferente, libre para elegir. El sujeto (o, hablando de un modo más  popular, el alma) ha sido hasta ahora en la tierra el mejor dogma, tal vez

porque a toda la ingente muchedumbre de los mortales, a los débiles y  oprimidos de toda índole, les permitía aquel sublime autoengaño de interpretar  la debilidad misma como libertad, interpretar su ser así y así como mérito.

 

 

14

 

¿Quiere alguien mirar un poco hacia abajo, al misterio de cómo se fabrican ideales en la tierra? ¿Quién tiene valor para ello?... ¡Bien! He aquí la mirada


 

abierta a ese oscuro taller. Espere usted un momento, señor Indiscreción y Temeridad: su ojo tiene que habituarse antes a esa falsa luz cambiante... ¡Así! ¡Basta! ¡Hable usted ahora! ¿Qué ocurre allá abajo? Diga usted lo que ve, hombre de la más peligrosa curiosidad ahora soy yo el que escucha.

«No veo nada, pero oigo tanto mejor. Es un chismorreo y un cuchicheo

cauto, pérfido, quedo, procedente de todas las esquinas y rincones. Me parece

que esa gente miente; una

 dulzona suavidad se pega a cada sonido. La  debilidad debe ser mentirosamente transformada en mérito, no hay duda  es  como usted lo decía. »

¡Siga!

« ... y la impotencia, que no toma desquite, en ‘bondad’; la temerosa

bajeza, en ‘humildad’; la sumisión a quienes se odia, en ‘obediencia’ (a saber,  obediencia

a alguien de quien dicen que ordena esa sumisión,  Dios le llaman).  Lo inofensivo del débil, la cobardía misma, de la que tiene mucha, su estar aguardando a la puerta, su inevitable tener que aguardar, recibe aquí un buen nombre, el de ‘paciencia’, y se llama también la virtud; el no poder vengarse se llama no querer vengarse, y tal vez incluso perdón (‘pues ellos no saben lo  que hacen  ¡únicamente nosotros sabemos lo que ellos hacen!). También habla  esa gente del ‘amor a los propios enemigos’ y entre tanto suda.»

¡Siga!

«Son miserables, no hay duda, todos esos chismorreadores y falsos

monederos de las esquinas, aunque están acurrucados calentándose unos junto  a otros  pero me dicen que su miseria es una elección y una distinción de Dios,  que a los perros que más se quiere se los azota; que quizás esa miseria sea  también una preparación, una prueba, una ejercitación, y acaso algo más  algo  que alguna vez encontrará su compensación, y será pagado con enormes  intereses en oro, ¡no!, en felicidad. A eso lo llaman ‘la bienaventuranza’.»

¡Siga!

«Ahora me dan a entender que ellos no sólo son mejores que los

poderosos, que los señores de la tierra, cuyos esputos ellos tienen que lamer

(no por temor, ¡de ninguna manera por temor!, sino porque Dios manda honrar  toda autoridad),  que ellos no sólo son mejores, sino que también ‘les va  mejor’, o, en todo caso, alguna vez les irá mejor. Pero ¡basta!, ¡basta! Ya no lo  soporto más. ¡Aire viciado! ¡Aire viciado! Ese taller donde se fabrican ideales  me parece que apesta a mentiras.»

¡No! ¡Un momento todavía! Aún no nos ha dicho usted nada de la obra  maestra de esos nigromantes que con todo lo negro saben construir blancura,

leche e inocencia:  ¿no ha observado usted cuál es su perfección suma en el  refinamiento, su audacísima, finísima, ingeniosísima, mendacísima


 

estratagema de artista? ¡Atienda! Esos animales de sótano, llenos de venganza  y

de odio ¿qué hacen precisamente con la venganza y con el odio? ¿Ha oído  usted alguna vez esas palabras? Si sólo se fiase usted de lo que ellos dicen,  ¿barruntaría que se encuentra en medio de hombres del resentimiento?...

«Comprendo, vuelvo a abrir los oídos (¡ay!, ¡ay!, ¡ay!, y cierro la nariz).  Sólo ahora

 oigo lo que ya antes decían con tanta frecuencia: ‘nosotros los  buenos  nosotros somos los justos’  a lo que ellos piden no lo llaman desquite,  sino ‘el triunfo de la justicia’; a lo que ellos odian no es a su enemigo, ¡no!,  ellos odian la ‘injusticia’, el ‘ateísmo’; lo que ellos creen y esperan no es la  esperanza de la venganza, la embriaguez de la dulce venganza ( ‘más dulce  que la miel’, la llamaba ya Homero), sino la victoria de Dios, del Dios justo  sobre los ateos; lo que a ellos les queda para amar en la tierra no son sus  hermanos en el odio, sino sus ‘hermanos en el amor’, como ellos dicen, todos  los buenos y justos de la tierra.»

¿Y cómo llaman a aquello que les sirve de consuelo contra todos los  sufrimientos de la vida  su fantasmagoría de la anticipada bienaventuranza

futura?

«¿Cómo? ¿Oigo bien? A eso lo llaman ‘el juicio final’, la llegada de su

reino, el de ellos, del ‘reino de Dios’  pero entre tanto viven ‘en la fe’, ‘en el  amor’, ‘en la esperanza’ » . ¡Basta! ¡Basta!

 

 

15

 

¿En la fe en qué? ¿En el amor a qué? ¿En la esperanza de qué? Esos

débiles  alguna vez, en efecto, quieren ser también ellos los fuertes, no hay

duda, alguna vez debe llegar también su reino  nada menos que «el reino de  Dio

s» lo llaman entre ellos, como hemos dicho: ¡son, desde luego, tan  humildes en todo! Para presenciar esto se necesita vivir largo tiempo, más allá  de la muerte,  en efecto, la vida eterna se necesita para poder resarcirse  también eternamente, en el «reino de Dios», de aquella vida terrena «en la fe,  en el amor, en la esperanza». ¿Resacirse de qué? LResacirse con qué?... A mí  me parece que Dante cometió un grosero error al poner, con horrorosa  ingenuidad, sobre la puerta de su infierno la inscripción «también a mí me

creó el amor eterno»:  sobre la puerta del paraíso cristiano y de su  «bienaventuranza eterna» podría estar en todo caso, con mejor derecho, li  inscripción «también a mí me creó el odio eterno» , ¡presuponiendo que a una  verdad le sea lícito estar colocada sobre la puerta que lleva a una mentira!

Pues ¿qué es la bienaventuranza de aquel paraíso?... Quizá ya nosotros

mismos lo adivinaríamos; pero es mejor que nos lo atestigue expresamente


 

una autoridad muy relevante en estas cosas, Tomás de Aquino. «Beati in regno  coelesti», dice con la mansedumbre de un cordero, «videbunt poenas  damnatorum, ut beatitudo illis magis complaceat» [Los bienaventurados verán  en el reino celestial las penas de los condenados, para que su bienaventuranza  les satisfaga más]. ¿O se quiere escuchar esto mismo en un tono más fuerte,

de la boca, por ejemplo, de un triunfante padre de la Iglesia, el cual  desaconsejaba a sus cristianos las crueles voluptuosidades de los espectáculos  públicos por qué, en realidad? «La fe nos ofrece, en efecto, muchas más cosas  dice, de spectac, c. 29 ss., algo mucho más fuerte; gracias a la redención  disponemos, en efecto, de alegrías completamente distintas; en lugar de los  atletas nosotros tenemos nuestros mártires; y si queremos sangre, bien,

tenemos la sangre de Cristo... Mas ¡qué cosas nos esperan el día de su vuelta,  de su triunfo!»  y ahora continúa así este visionario extasiado: «At enim  supersunt alia spectacula, ille ultimus et perpetuus judicii dies, ille nationibus  insperatus, ille derisus, cum tanta saeculi vetustas et tot ejus nativitates uno  igne haurientur. Quae tunc spectaculi latitudo! Quid admirer! Quid rideami

Ubi gaudeam! Ubi exultem, spectans tot et tantos reges, qui in coelum recepti  nuntiabantur, cum ipso Jove et ipsis suis testibus in imis tenebris  congemescentes! ltem praesides (los gobernadores de las provincias)  persecutores dominici nominis saevioribus quam ipsi flammis saevierunt  insultantibus contra Christianos liquescentes! Quos praeterea sapientes illos  philosophos coram discipulis suis una conflagrantibus erubescentes, quibus  nihil ad deum pertinere suadebant, quibus animas aut nullas aut non in pristina  corpora redituras affirmabant! Etiam poetas non ad Rhadamanti nec ad Minois, sed ad inopinati Christi tribunal palpitantes! Tunc magis tragoedi audiendi, magis scilicet vocales (cuanto mejor sea la voz, peor gritarán) in sua propria calamitate; tunc histriones cognoscendi, solutiores multo per ignem, tunc spectandus auriga in flammea rota totus rubens, tunc xystici contemplandi non in gymnasiis, sed in igne jaculati, nisi quod ne tunc quidem illos velim vivos, ut qui malim ad eos potius conspectum insatiasbilem conferre, qui in dominum desaevierunt. `Hic este ille, dicam, fabri aut quaestuariae filius (como lo muestra todo lo que sigue, y en especial también esta designación, conocida por el Talmud, de la madre de Jesús, a partir de aquí Tertuliano habla a los judíos), sabbati destructor, Samarites et daemonium habens. Hic est, quem a Juda redemistis, hic est ille arundine et colaphis diverberatus, sputamentis dedecoratus, felle et aceto potatus. Hic est, quem clam discentes subripuerunt, ut resurrexisse dicatur vel hortulanus detraxit, ne lactucae suae frequentia commeantium laederentur. Ut talia spectes, ut talibus exultes, quis tibi praetor aut consul aut quaestor aut sacerdos de sua liberalitste praestabit? Et tamen haec jam habemos quodammodo per fidem spiritu imaginante repraesentata. Ceterum qualia illa sunt, quae nec oculus vidit nec auigs audivit nec in cor hominis ascenderunt? (1 Cor. 2, 9). Credo circo et


 

utraque cavea (primera y cuarta fila, o, según otros, escena cómica y trágica)  et omni stadio gratiora»*.  Per fidem: así está escrito.

* [Pero quedan todavía otros espectáculos, aquel último y perpetuo día del juicio, día no esperado por las naciones, día del cual se mofan, cuando esta tan grande decrepitud del mundo y tantas generaciones del mismo ardan en un fuego común. ¡Qué espectáculo tan grandioso entonces! ¡De cuántas cosas me asombraré! ¡De cuántas cosas me reiré! ¡Allí gozaré! ¡Allí me regocijaré, contemplando cómo tantos y tan grandes reyes, de quienes se decía que habían sido recibidos en el cielo, gimen en profundas tinieblas junto con el mismo Júpiter y con sus mismos testigos! ¡Viendo también cómo los presidentes perseguidores del nombre del Señor se derriten en llamas más crueles que aquellas con que ellos mismos se ensañaron contra los cristianos! ¡Viendo además cómo aquellos sabios filósofos se llenan de rubor ante sus discípulos, que con ellos se queman, a los cuales convencían de que nada pertenece a Dios, a los cuales aseguraban que las almas o no existen o no volverán a sus cuerpos primitivos! ¡Y viendo asimismo cómo los poetas tiemblan, no ante el tribunal de Radamanto ni de Minos, sino ante el de Cristo, a quien no esperaban! Entonces oiré más a los actores de tragedias, es decir, serán más elocuentes hablando de su propia desgracia; entonces conoceré a los histriones, mucho más ágiles a causa del fuego; entonces veré al auriga, totalmente rojo en el carro de fuego; entonces contemplaré a los atletas, lanzando la jabalina no en los gimnasios, sino en el fuego, a no ser que entonces no quisiera que estuviesen vivos y prefiriese dirigir una mirada insaciable a aquellos que se ensañaron con el Señor. «Éste es, diré, el hijo del carpintero o de la prostituta, el destructor del sábado, el samaritano y endemoniado. Éste es aquel a quien comprasteis a Judas, este es aquel que fue golpeado con la caña y con bofetadas, humillado con salivazos, a quien disteis a beber hiel y vinagre. Éste es aquel a quien sus discípulos robaron a escondidas, para que se dijese que había resucitado, o a quien el dueño del huerto retiró de allí, para que la gran afluencia de quienes iban y venían no estropease sus lechugas.» La visión de tales espectáculos, la posibilidad de alegrarte de tales cosas, ¿qué pretor, o cónsul, o cuestor, o sacerdote, podrá ofrecértela, aun con toda su generosidad? Y, sin embargo, en cierto modo tenemos ya estas cosas por la fe representadas en el espíritu que las imagina. Por lo demás, ¿cuáles son aquellas cosas que ni el ojo vio, ni gel oído oyó, ni entraron en corazón de hombre? (1 Cor. 2, 9). Creo que son más agradables que el circo, y el doble teatro, y todos los estadios.]

 

 

16

 


 

Concluyamos. Los dos valores contrapuestos «bueno y malo», «bueno y malvado», han sostenido en la tierra urea lucha terrible, que ha durado milenios; y aunque es muy cierto que el segundo valor hace mucho tiempo que ha prevalecido, no faltan, sin embargo, tampoco ahora lugares en los que se continúa librando esa lucha, no decidida aún. Incluso podría decirse que entre  tanto la lucha ha sido llevada cada vez más hacia arriba y que, precisamente

por ello, se ha vuelto cada vez más profunda, cada vez más espiritual: de modo  que hoy quizá no exista indicio más decisivo de la «naturaleza superior», de

una naturaleza más espiritual, que estar escindido en aquel sentido y que ser  realmente todavía un lugar de batalla de aquellas antítesis. El símbolo de esa  lucha, escrito en caracteres que han permanecido hasta ahora legibles a lo

largo de la historia entera de la humanidad, dice «Roma contra Judea, Judea  contra Roma»:  hasta ahora no ha habido acontecimiento más grande que esta  lucha, que este planteamiento del problema, que esta contradicción de

enemigos mortales. Roma veía en el judío algo así como la antinaturaleza  misma, como su monstrum [monstruo] antipódico, si cabe la expresión; en  Roma se consideraba al judío «convicto de odio contra todo el género  humano»: con razón, en la medida en que hay derecho a vincular la salvación

y el futuro del género humano al dominio incondicional de los valores  aristocráticos, de los valores romanos. ¿Qué es lo que los judíos sentían, en  cambio, contra Roma? Se lo adivina por mil indicios; pero basta con traer una  vez más a la memoria el Apocalipsis de Juan, la más salvaje de todas las  invectivas escritas que la venganza tiene sobre su conciencia. (Por otro lado,

no se infravalore la profunda consecuencia lógica del instinto cristiano al  escribir cabalmente sobre este libro del odio el nombre del discípulo del amor,  del mismo a quien atribuyó aquel Evangelio enamorado y entusiasta : aquí se  esconde u

n poco de verdad, por muy grande que haya sido también la  falsificación literaria precisa para lograr esa finalidad.) Los romanos eran, en  efecto, los fuertes y los nobles; en tal grado lo eran que hasta ahora no ha  habido en la tierra hombres más fuertes ni más nobles, y ni siquiera se los ha  soñado nunca; toda reliquia de ellos, toda inscripción suya produce éxtasis,  presuponiendo que se adivine qué es lo que allí escribe. Los judíos eran, en  cambio, el pueblo sacerdotal del resentimiento par excellence, en el que  habitaba una genialidad popularmoral sin igual: basta comparar los pueblos de  cualidades análogas, por ejemplo, los chinos o los alemanes, con los judíos,  para comprender qué es de primer rango y qué es de quinto. ¿Quién de ellos ha  vencido entre tanto, Roma o Judea? No hay, desde luego, la más mínima duda:  considérese ante quién se inclinan hoy los hombres, en la misma Roma, como  ante la síntesis de todos los valores supremos,  y no sólo en Roma, sino casi en  media tierra, en todos los lugares en que el hombre se ha vuelto manso o

quiere volverse manso,  ante tres judíos, como es sabido, y una judía (ante

Jesús de Nazaret, el pescador Pedro, el tejedor de alfombras Pablo, y la madre


 

del mencionado Jesús, de nombre María). Esto es muy digno de atención:  Roma ha sucumbido, sin ninguna duda. De todos modos, hubo en el  Renacimiento una espléndida e inquietante resurrección del ideal clásico, de la  manera noble de valorar todas las cosas: Roma misma se movió, como un  muerto aparente que abre los ojos, bajo la presión de la nueva Roma, la Roma  judaizada, construida sobre ella, la cual ofrecía el aspecto de una sinagoga  ecuménica y se llamaba «Iglesia»; pero en seguida volvió a triunfar Judea,  gracias a aquel movimiento radicalmente plebeyo (alemán e inglés) de  resentimiento al que se da el nombre de Reforma protestante, añadiendo lo que  de él tenía que seguirse, el restablecimiento de la Iglesia,  el restablecimiento  también de la vieja quietud sepulcral de la Roma clásico. En un sentido más  decisivo incluso y más profundo que en la Reforma protestante, Judea volvió a  vencer otra vez sobre el ideal clásico con la Revolución francesa: la última  nobleza política que había en Europa, la de los siglos XVII y XVIII franceses,  sucumbió bajo los instintos populares del resentimiento ¡jamás se escuchó en

la tierra un júbilo más grande, un entusiasmo más clamoroso! Es cierto que en  medio de todo ello ocurrió lo más tremendo, lo más inesperado: el ideal

antiguo mismo apareció en carne y hueso, y con un esplendor inaudito, ante

los ojos y la conciencia de la humanidad,  ¡y una vez más, frente a la vieja y  mendaz consigna del resentimiento que habla del primado de los más, frente a  la voluntad de descenso, de rebajamiento, de nivelación, de hundimiento y  crepúsculo del hombre, resonó más fuerte, más simple, más penetrante que  nunca la terrible y fascinante anticonsigna del primado de los menos! Como  una última indicación del otro camino apareció Napoleón, el hombre más  singular y más tardíamente nacido que haya existido nunca, y en él, encarnado  en él, el problema del ideal noble en sí reflexiónese bien en qué problema es  éste: Napoleón, esa síntesis de inhumanidad y superhombre....

 

 

17

 

¿Con esto ha acabado ya todo? ¿Quedó así relegada ad acta [a los archivos]

para siempre aquella antítesis de ideales, la más grande de todas? ¿O sólo fue aplazada, aplazada por largo tiempo?... ¿No deberá haber alguna vez una reanimación del antiguo incendio, mucho más terrible todavía, preparada durante más largo tiempo? Más aún: ¿no habría que desear precisamente esto con todas las fuerzas?, ¿e incluso quererlo?, ¿e incluso favorecerlo?... Quien en este punto comienza, lo mismo que mis lectores, a meditar, a continuar pensando, es difícil que llegue pronto al final,  ésta es para mí razón suficiente

para que yo mismo llegue a él, suponiendo que haya quedado bastante claro  hace tiempo lo que yo quiero, lo que yo quiero precisamente con aquella


 

peligrosa consigna que he colocado al frente de mi último libro: Más allá del  bien y del mal... Esto no significa, cuando menos, «Más allá de lo bueno y lo  malo». 

Nota. Aprovecho la ocasión que me proporciona este tratado para expresar pública y formalmente un deseo que hasta a

hora he manifestado tan sólo en conversaciones ocasionales con personas doctas; a saber, que alguna Facultad de Filosofía se haga benemérita del fomento de los estudios de historia de la moral convocando una serie de premios académicos: tal vez este libro sirva para dar un fuerte impulso precisamente en esa dirección. En previsión de una posibilidad de esa especie, se propone la cuestión siguiente: ella merece la atención de los filólogos e historiadores tanto como la de los auténticos doctos en filosofía por oficio.

«¿Qué indicaciones nos proporciona la ciencia del lenguaje, y en especial la investigación etimológica, sobre la historia evolutiva de los conceptos morales?»

Por otro lado, también resulta necesario, desde luego, ganar el interés de los fisiólogos y médicos para estos problemas (acerca del valor de las apreciaciones valorativas habidas hasta ahora): aquí se les puede dejar a los filósofos de oficio el representar, también en este caso singular, el papel de abogados y mediadores, una vez que hayan logrado que la relación originariamente tan áspera, tan desconfiada, entre filosofía, fisiología y medicina se transforme en el más amistoso y fecundo de los intercambios. De hecho todas las tablas de bienes, todos los «tú debes» conocidos por la historia o por la investigación etnológica necesitan, sobre todo, la iluminación y la interpretación fisiológica, antes, en todo caso, que la psicológica; todos esperan igualmente una crítica por parte de la ciencia médica. La cuestión: ¿qué vale esta o aquella tabla de bienes, esta o aquella «moral»? debe ser planteada desde las más diferentes perspectivas; especialmente la pregunta «¿valioso para qué?» nunca podrá ser analizada con suficiente finura. Algo, por ejemplo, que tuviese evidentemente valor en lo que respecta a la máxima capacidad posible de duración de una raza (o al aumento de sus fuerzas de adaptación a un determinado clima, o a la conservación del mayor número), no tendría en absoluto el mismo valor si se tratase, por ejemplo, de formar un tipo más fuerte. El bien de los más y el bien de los menos son puntos de vista contrapuestos del valor; considerar ya en sí que el primero tiene un valor más elevado es algo que nosotros vamos a dejar a la ingenuidad de los biólogos ingleses... Todas las ciencias tienen que preparar ahora el terreno para la tarea futura del filósofo: entendida esa tarea en el sentido de que el filósofo tiene que solucionar el problema del valor, tiene que determinar la jerarquía de los valores.

****


 

 

TRATADO SEGUNDO

«Culpa», «mala conciencia» y similares

 

1

 

Criar un animal al que le sea lícito hacer promesas  ¿no es precisamente  esta misma paradójica tarea la que la naturaleza se ha propuesto con respecto

al hombre? ¿No es éste el auténtico problema del hombre?... El hecho de que

tal problema se halle resuelto en gran parte tiene que parecer tanto más  sorprendente a quien sepa apreciar del todo la fuerza que actúa en contra suya,  la fuerza de la capacidad de olvido. Esta no es una mera vis inertiae [fuerza  inercial], como creen los superficiales, sino, más bien, una activa, positiva en

el sentido más riguroso del término, facultad de inhibición, a la cual hay que  atribuir el que lo únicamente vivido, experimentado por nosotros, lo asumido

en nosotros, penetre en nuestra conciencia, en el estado de digestión (se lo  podría llamar «asimilación anímica»), tan poco como penetra en ella todo el  multiforme proceso con el que se desarrolla nuestra nutrición del cuerpo, la  denominada «asimilación corporal». Cerrar de vez en cuando las puertas y  ventanas de la conciencia; no ser molestados por el ruido y la lucha con que  nuestro mundo subterráneo de órganos serviciales desarrolla su colaboración y  oposición; un poco de silencio, un poco de tabula rasa [tabla rasa] de la  conciencia, a fin de que de nuevo haya sitio para lo nuevo, y sobre todo para

las funciones y funcionarios más nobles, para el gobernar, el prever, el  predeterminar (pues nuestro organismo está estructurado de manera  oligárquica) éste es el beneficio de la activa, como hemos dicho, capacidad de  olvido, una guardiana de la puerta, por así decirlo, una mantenedora del orden  anímico, de la tranquilidad, de la etiqueta: con lo cual resulta visible en

seguida que sin capacidad de olvido no puede haber ninguna felicidad,

ninguna jovialidad, ninguna esperanza, ningún orgullo, ningún presente. El  hombre en el que ese aparato de inhibición se halla deteriorado y deja de  funcionar es comparable a un dispéptico (y no sólo comparable), ese hombre

no «digiere» íntegramente nada... Precisamente este animal olvidadizo por  necesidad, en el que el olvidar representa una fuerza, una forma de la salud  vigorosa, ha criado en sí una facultad opuesta a aquélla, una memoria con

cuya ayuda la capacidad de olvido queda en suspenso en algunos casos, a

saber, en los casos en que hay que hacer promesas; por tanto, no es, en modo  alguno, tan sólo un pasivo no poder volver a liberarse de la impresión grabada una vez, no es tan sólo la indigestión de una palabra empeñada una vez, de la que uno no se desembaraza, sino que es un activo no querer volverá liberarse,  un seguir y seguir queriendo lo querido una vez, una auténtica memoria de la


 

voluntad, de tal modo que entre el originario «yo quiero», «yo haré» y la  auténtica

 descarga de la voluntad, su acto, resulta lícito interponer  tranquilamente un mundo de cosas, circunstancias e incluso actos de voluntad  nuevos y extraños, sin que esa larga cadena de la voluntad salte. Mas ¡cuántas  cosas presupone todo esto! Para disponer así anticipadamente del futuro,  ¡cuánto debe haber aprendido antes el hombre a separar el acontecimiento  necesario del casual, a pensar causalmente, a ver y a anticipar lo lejano como  presente, a saber establecer con seguridad lo que es fin y lo que es medio para  el fin, a saber en general contar, calcular,  cuánto debe el hombre mismo, para  lograr esto, haberse vuelto antes calculable, regular, necesario, poder  responderse a sí mismo de su propia representación, para finalmente poder  responder de sí como futuro a la manera como lo hace quien promete!

 

 

2

 

Esta es cabalmente la larga historia de la procedencia de la responsabilidad. Aquella tarea de criar un animal al que le sea lícito hacer promesas incluye en sí

 como condición y preparación, según lo hemos comprendido ya, la tarea más concre

ta de hacer antes al hombre, hasta cierto grado, necesario, uniforme, igual entre iguales, ajustado a regla, y, en consecuencia, calculable. El ingente trabajo de lo que yo he llamado «eticidad de la costumbre» (véase Aurora, págs. 7, 13,16) el auténtico trabajo del hombre sobre sí mismo en el más largo período del género humano, todo su trabajo prehistórico, tiene aquí su sentido, su gran justificación, aunque en él residan también tanta dureza, tiranía, estupidez e idiotismo: con ayuda de la eticidad de la costumbre y de la camisa de fuerza social el hombre fue hecho realmente calculable. Situémonos, en cambio, al final del ingente proceso, allí donde el árbol hace madurar por fin sus frutos, allí donde la sociedad y la eticidad de la costumbre sacan a luz por fin aquello para lo cual ellas eran tan sólo el medio: encontraremos como el fruto más maduro de su árbol, al individuo soberano, al individuo igual tan sólo a sí mismo, al individuó que ha vuelto a liberarse de la eticidad de la costumbre al individuo autónomo, situado por encima de la eticidad (pues «autónomo» y «ético» se excluyen) en una palabra, encontraremos al hombre de la duradera voluntad propia, independiente, al que le es lícito hacer promesas y, en él, una conciencia  orgullosa, palpitante en todos sus músculos, de lo que aquí se ha logrado por

fin y se ha encarnado en él, una auténtica conciencia de poder y libertad, un  sentimiento de plenitud del hombre en cuanto tal. Este hombre liberado, al que  realmente le es lícilo hacer promesas, este señor de la voluntad libre, este  soberano ¿cómo no iba a conocer la superioridad que con esto tiene sobre todo


 

aquello a lo que no le es lícito hacer promesas ni responder de sí, cómo no iba  a saber cuánta confianza, cuánto temor, cuánto respeto inspira él «merece» las  tres cosas , y cómo, en este dominio de sí mismo, le está dado también

necesariamente el dominio de las circunstancias, de la naturaleza y de todas

las criaturas menos fiables, más cortas de voluntad? El hombre «libre», el  poseedor de una voluntad duradera e inquebrantable, tiene también, en esta  posesión suya, su medida del valor: mirando a los otros desde sí mismo, honra  o desprecia; y con la misma necesidad con que honra a los iguales a él, a los  fuertes y fiables (aquellos a quienes les es lícito hacer promesas), es decir, a  todo el que hace promesas como un soberano, con dificultad, raramente, con  lentitud, a todo el que es avaro de conceder su confianza, que honra cuándo  confía, que da su palabra como algo de lo que uno puede fiarse, porque él se  sabe lo bastante fuerte para mantenerla incluso frente a las adversidades,  incluso «frente al destino»  : con igual necesidad tendrá preparado su puntapié  para los flacos galgos que hacen promesas sin que les sea lícito, y su estaca  para el mentiroso que quebranta su palabra ya en el mismo momento en que  aún la tiene en la boca. El orgulloso conocimiento del privilegio extraordinario  de la responsabilidad, la conciencia de esta extraña libertad, de este poder

sobre sí y sobre el destino, se ha grabado en él hasta su más: honda

profundidad y se ha convertido en instinto, en instinto dominante:  ¿cómo  llamará a este instinto dominante, suponiendo que necesite una palabra para

él? Pero no hay ninguna duda: este hombre soberano lo llama su conciencia...

 

 

3

 

¿Su conciencia?... De antemano se adivina que el concepto «conciencia»,  que aquí encontramos en su configuración más clavada, casi paradójica, tiene

ya a sus espaldas una larga historia, una prolongada metamorfosis. Que al  hombre le sea lícito responder de sí mismo, y hacerlo con orgullo, o sea, que al  hombre le sea lícito decir sí también a sí mismo esto es, como hemos indicado,  un fruto maduro, pero también un fruto tardío:  ¡cuánto tiempo tuvo que

pender, agrio y amargo, del árbol! Y durante un tiempo mucho más largo  to

davía no fue posible ver nada de ese fruto,  ¡a nadie le habría sido lícito  prometerlo, por mas que fuese un fruto muy cierto y todo en el árbol estuviese  preparado y creciese derecho hacia él!  «¿Cómo hacerle una memoria al  animalhombre? ¿Cómo imprimir algo en este entendimiento del instante,  entendimiento en parte obtuso, en parte aturdido, en esta viviente capacidad de  olvido, de tal manera que permanezca presente?»... Puede imaginarse que este  antiquísimo problema no fue resuelto precisamente con respuestas y medios  delicados; tal vez no haya, en la entera prehistoria del hombre, nada más


 

terrible y siniestro que su mnemotécnica. «Para que algo permanezca en la  memoria se lo graba a fuego; sólo lo que no cesa de doler permanece en la  memoria» éste es un axioma de la psicología más antigua (por desgracia,

también la más prolongada) que ha existido sobre la tierra. Incluso podría  decirse que en todos los lugares de ésta donde todavía ahora se dan

solemnidad, seriedad, misterio, colores sombríos en la vida del hombre y del  pueblo, sigue actuando algo del espanto con que en otro tiempo se prometía,

se empeñaba la palabra, se hacían votos en todos los lugares de la tierra: el  pasado, el más largo, el más hondo, el más duro pasado alienta y resurge en  nosotros cuando nos ponemos «serios». Cuando el hombre consideró

necesario hacerse una memoria, tal cosa no se realizó jamás sin sangre,  martirios, sacrificios; los sacrificios y empeños más espantosos (entre ellos,

los sacrificios de los primogénitos), las mutilaciones más repugnantes (por  ejemplo, las castraciones), las más crueles formas rituales de todos los cultos  religiosos (y todas las religiones son, en su último fond

o, sistemas de  crueldades) todo esto tiene su origen en aquel instinto que supo adivinar en el  dolor el más poderoso medio auxiliar de la mnemónica. En cierto sentido toda  la ascética pertenece a este campo: unas cuantas ideas deben volverse  imborrables, omnipresentes, inolvidables, «fijas», con la finalidad de que todo  el sistema nervioso e intelectual quede hipnotizado por tales «ideas fijas» y los  procedimientos ascéticos y las formas de vida ascéticas son medios para  impedir que aquellas ideas entren en concurrencia con todas las demás, para  volverlas «inolvidables». Cuanto peor ha estado «de memoria» la humanidad,  tanto más horroroso es siempre el aspecto que ofrecen sus usos; en particular

la dureza de las leyes penales nos revela cuánto esfuerzo le costaba a la  humanidad lograr la victoria contra la capacidad de olvido y mantener  presentes, a estos instantáneos esclavos de los afectos y de la concupiscencia,  unas cuantas exigencias primitivas de la convivencia social. Nosotros los  alemanes no nos consideramos desde luego un pueblo especialmente cruel y  duro de corazón, y menos aún gente ligera y que viva al día; pero basta echar  un vistazo a nuestros antiguos ordenamientos penales para darse cuenta del  esfuerzo que cuesta en la tierra llegar a criar un «pueblo de pensadores»

(quiero decir: el pueblo de Europa en el que todavía hoy puede encontrarse el  máximo de confianza, de seriedad, de mal gusto y de objetividad y que, por  estas cualidades, tiene derecho a criar todo tipo de mandarines de Europa).  Estos alemanes se han construido una memoria con los medios más terribles, a  fin de dominar sus básicos instintos plebeyos y la brutal rusticidad de éstos:  piénsese en las antiguas penas alemanas, por ejemplo la lapidación (ya la  leyenda hace caer la piedra de molino sobre la cabeza del culpable), la rueda  (¡la más característica invención y especialidad del genio alemán en el reino

de la pena! ), el empalamiento, el hacer que los caballos desgarrasen o  pisoteasen al reo (el «descuartizamiento»), el hervir al criminal en aceite o


 

vino (todavía en uso en los siglos xiv y xv), el muy apreciado desollar («sacar  tira

s del pellejo»), el arrancar la carne del pecho, y también el recubrir al  malhechor de miel y entregarlo, bajo un sol ardiente, a las moscas. Con ayuda  de tales imágenes y procedimientos se acaba por retener en la memoria cinco o  seis «no quiero», respecto a los cuales uno ha dado su promesa con el fin de  vivir entre las ventajas de la sociedad,  y ¡realmente!, ¡con ayuda de esa

especie de memoria se acabó por llegar «a la razón»! Ay, la razón, la seriedad,  el dominio de los afectos, todo ese sombrío asunto que se llama reflexión,

todos esos privilegios y adornos del hombre: ¡qué caros se han hecho pagar!,  ¡cuánta sangre y horror hay en el fondo de todas las «cosas buenas»!...

 

 

4

 

Pero ¿cómo vino al mundo esa otra «cosa sombría», la conciencia de la culpa, toda la

 «mala conciencia»? Y con esto volvemos a nuestros  genealogistas de la moral. Dicho una vez más  io es que todavía no lo he dicho  : Éstos no sirven para nada. Una experiencia propia, meramente «moderna», de cinco palmos de larga; ningún conocimiento, ninguna voluntad de conocer el pasado; y menos aún un instinto histórico, una «segunda visión», necesaria justamente aquí y, sin embargo, hacer historia de la moral: es obvio que esto tiene que abocar a resultados cuya relación con la verdad es algo más que frágil. Esos genealogistas de la moral habidos hasta ahora, se han imaginado, aunque sólo sea de lejos, que, por ejemplo, el capital concepto moral «culpa» (Schuld) procede del muy material concepto «tener deudas» (Schulden). ¿O que la pena en cuanto compensación se ha desarrollado completamente al margen de todo presupuesto acerca de la libertad o falta de libertad de la voluntad? y esto hasta el punto de que, más bien, se necesita siempre un alto grado de humanización para que el animal «hombre» comience a hacer aquellas distinciones, mucho más primitivas, de «intencionado», «negligente», «casual», «imputable», y, sus contrarios, y a tenerlos en cuenta al fijar la pena. Ese pensamiento ahora tan corriente y aparentemente tan natural, tan inevitable, que se ha tenido que adelantar para explicar cómo llegó a aparecer en la tierra el sentimiento de la justicia, «el reo merece la pena porque habría podido actuar de otro modo», es de hecho una forma alcanzada muy tardíamente, más aún, una forma refinada del juzgar y razonar humanos; quien la sitúa en los comienzos, yerra toscamente sobre la psicología de la humanidad más antigua. Durante el más largo tiempo de la historia humana se impusieron penas no porque al malhechor se le hiciese responsable de su acción, es decir, no bajo el presupuesto de que sólo al culpable se le deban imponer penas: sino, más bien, a la manera como todavía ahora los padres


 

castigan a sus hijos, por cólera de un perjuicio sufrido, la cual se desfoga sobre el causante, pero esa cólera es mantenida dentro de unos límites y modificada por la idea de que todo perjuicio tiene en alguna parte su equivalente y puede ser realmente compensado, aunque sea con un dolor del causante del perjuicio. ¿De dónde ha sacado su fuerza esta idea antiquísima, profundamente arraigada y tal vez ya imposible de extirpar, la idea de una equivalencia entre perjuicio y dolor? Yo ya lo he adivinado: de la relación contractual entre acreedor y deudor, que es tan antigua como la existencia de «sujetos de derechos» y que, por su parte, remite a las formas básicas de compra, venta, cambio, comercio y tráfico.

 

 

5

 

Como puede ya esperarse tras lo anteriormente señalado, el representarse  esas relaciones contractuales despierta, en todo caso, múltiples sospechas y  oposiciones contra la humanidad más antigua, que creó o permitió tales  relaciones. Cabalmente es en éstas donde se hacen promesas; cabalmente es en  éstas donde se trata de hacer una memoria a quien hace promesas; cabalmente  será en ellas, es lícito sospecharlo con malicia, donde habrá un yacimiento de

lo duro, de lo cruel, de lo penoso. El deudor, para infundir confianza en su  promesa de restitución, para dar una garantía de la seriedad y la santidad de su  promesa, para imponer dentro de sí a su conciencia la restitución como un  deber, como una obligación, empeña al acreedor, en virtud de un contrato, y  para el caso de que no pague, otra cosa que todavía «posee», otra cosa sobre la  que todavía tiene poder, por ejemplo su cuerpo, o su mujer, o su libertad, o  también su vida (o, bajo determinados presupuestos religiosos, incluso su  bienaventuranza, la salvación de su alma, y, en última instancia, hasta la paz

en el sepulcro; así ocurría en Egipto, donde ni siquiera en el sepulcro  encontraba el cadáver del deudor reposo ante el acreedor,  de todos modos,  precisamente entre los egipcios ese reposo tenía también cierta importancia).  Pero muy principalmente el acreedor podía irrogar al cuerpo del deudor todo  tipo de afrentas y de torturas, por ejemplo cortar de él tanto como pareciese  adecuado a la magnitud de la deuda:  y basándose en este punto de vista, muy  pronto y en todas partes hubo tasaciones precisas, que en parte se extendían  horriblemente hasta los detalles más nimios, tasaciones, legalmente  establecidas, de cada uno de los miembros y partes del cuerpo. Yo considero

ya como un progreso, como prueba de una concepción jurídica más libre, más  amplia en sus cálculos, más romana, el que la legislación romana de las Doce  Tablas estableciese que resultaba indiferente el que los acreedores cortasen un  poco más o un poco menos en tales casos, si plus minusve secuerunt, ne fraude


 

esto  [corten más o menos, no sea fraude]. Aclarémonos la lógica de toda esta  forma de compensación: es bastante extraña. La equivalencia viene dada por el  hecho de que, en lugar de una ventaja directamente equilibrada con el

perjuicio (es decir, en lugar de una compensación en dinero, tierra, posesiones  de alguna especie), al acreedor se le concede, como restitución y

compensación, una especie de sentimiento de bienestar,  el sentimiento de  bie

nestar del hombre a quien le es lícito descargar su poder, sin ningún  escrúpulo, sobre un impotente, la voluptuosidad de faire le mal pour le plaisir  de le faire [de hacer el mal por el placer de hacerlo], el goce causado por la  violentación: goce que

 es estimado tanto más cuanto más hondo y bajo es el  nivel en que el acreedor se encuentra en el orden de la sociedad, y que  fácilmente puede presentársele como un sabrosísimo bocado, más aún, como  gusto anticipado de un rango más alto. Por medio de la «pena» infligida al  deudor, el acreedor participa de un derecho de señores: por fin llega también él  una vez a experimentar el exaltador sentimiento de serle lícito despreciar y  maltratar a un ser como a un «inferior» o, al menos, en el caso de que la  auténtica potestad punitiva, la aplicación de la pena, haya pasado ya a la  «autoridad», el verlo despreciado y maltratado. La compensación consiste,  pues, en una remisión y en un derecho a la crueldad.

 

 

6

 

En esta esfera, es decir, en el derecho de las obligaciones es donde tiene su  hogar nativo el mundo de los conceptos morales «culpa» (Schuld),  «conciencia», «deber», «santidad del deber»,  su comienzo, al igual que el  comienzo de todas las cosas grandes en la tierra, ha estado salpicado profunda

y largamente con sangre. ¿Y no sería lícito añadir que, en el fondo, aquel  mundo no ha vuelto a perder nunca del todo un cierto olor a sangre y a tortura?  (ni siquiera en el viejo Kant: el imperativo categórico huele a crueldad...). Ha  sido también aquí donde por vez primera se forjó aquel siniestro y, tal vez ya  indisociable engranaje de las ideas «culpa y sufrimiento». Preguntemos una

vez más: ¿en qué medida puede ser el sufrimiento una compensación de  «deudas»? En la medida en que hace rsufrir produce bienestar en sumo grado, en la medida en que el perjudicado cambiaba el daño, así como el desplacer que éste le producía, por un extraordinario contragoce: el hacer sufrir, una  auténtica fiesta, algo que, como hemos dicho, era tanto más estimado cuanto  más contradecía al rango y a la posición social del acreedor. Esto lo hemos  dicho como una suposición: pues, prescindiendo de que resulta penoso, es  difícil llegar a ver el fondo de tales cosas subterráneas; y quien aquí introduce  toscamente el concepto de «venganza», más que facilitarse la visión, se la ha


 

ocultado y oscurecido (la venganza misma, en efecto, remite cabalmente al  mismo problema: «¿cómo puede ser una satisfacción el hacer sufrir?»).  Repugna, me parece, a la delicadeza y más aún a la tartufería de los mansos  animales domésti

cos (quiero decir, de los hombres modernos, quiero decir, de  nosotros) el

 representarse con toda energía que la crueldad constituye en alto  grado la gran alegría festiva de la humanidad más antigua, e incluso se halla  añadida como ingrediente a casi todas sus alegrías; el imaginarse que por otro  lado su imperiosa necesidad de crueldad se presenta como algo muy ingenuo,  muy inocente, y que aquella humanidad establece por principio que  precisamente la «maldad desinteresada» (o, para decirlo con Spinoza, la  sympathia malevolens [simpatía malévola]) es una propiedad normal del  hombre : ¡y, por tanto, algo a lo que la conciencia dice sí de todo corazón! Un  ojo más penetrante podría acaso percibir, aun ahora, bastantes cosas de esa  antiquísima y hondísima alegría festiva del hombre; en Más allá del bien y del mal (y ya antes en Aurora, págs. 17, 68, 102) yo he apuntado, con dedo  cauteloso, hacia la espiritualización y «divinización» siempre crecientes de la  crueldad, que atraviesan la historia entera de la cultura superior (y tomadas en  un importante sentido incluso la constituyen). En todo caso, no hace aún tanto  tiempo que no se sabía imaginar bodas principescas ni fiestas populares de

gran estilo en que no hubiese ejecuciones, suplicios, o, por ejemplo, un auto de  fe, y tampoco una casa noble en que no hubiese seres sobre los que poder  descargar sin escrúpulos la propia maldad y las chanzas crueles (  recuérdese,  por ejemplo, a Don Quijote en la corte de la duquesa: hoy leemos el Don  Quijote entero con un amargo sabor en la boca, casi con una tortura, pero a su  autor y a los contemporáneos del mismo les pareceríamos con ello muy  extraños, muy oscuros,  con la mejor conciencia ellos lo leían como el más  divertido de los libros y se reían con él casi hasta morir). Versufrir produce  bienestar; hacer sufrir, más bienestar todavía ésta es una tesis dura, pero es un  axioma antiguo, poderoso, humano demasiado humano, que, por lo demás,  acaso suscribirían ya los monos; pues se cuenta que, en la invención de

extrañas crueldades, anuncian ya en gran medida al hombre y, por así decirlo,

lo «preludian»

. Sin crueldad no hay fiesta: así lo enseña la más antigua, la más  larga historia del hombre  ¡y también en la pena hay muchos elementos  festivos!

 

 

7

 

Con estos pensamientos, dicho sea de pasada, no pretendo en modo alguno  ayudar a nuestros pesimistas a llevar agua nueva a sus malsonantes y  chirriantes molinos del tedio vital; al contrario, hay que hacer constar


 

expresamente que, en aquella época en que la humanidad no se avergonzaba  aún de su

 crueldad, la vida en la tierra era más jovial que ahora que existen  pesimistas. El oscurecimiento del cielo situado sobre el hombre ha aumentado  siempre en relación con el acrecentamiento de la vergüenza del hombre ante el  hombre. La cansada mirada pesimista, la desconfianza respecto al enigma de

la vida, el glacial no de la náusea sentida ante la vida  éstos no son los sig

nos  distintivos de las épocas de mayor maldad del género humano: antes bien,  puesto que son plantas cenagosas, aparecen tan sólo cuando existe la ciénaga a  la que pertenecen,  me refiero a la moralización y al reblandecimiento  enfermizos, gracias a los cuales el animal «hombre» acaba por aprender a

 avergonzarse de todos sus instintos. En el camino hacia el «ángel» (para no  emplear aquí una palabra más dura) se ha ido criando el hombre ese estómago  estropeado y esa lengua saburrosa causantes de que no sólo se le hayan vuelto  repugnantes la alegría y la inocencia del animal, sino que la vida misma se le  haya vuelto insípida:  de modo que a veces el hombre se coloca delante de sí  con la nariz tapada y, junto con el Papa Inocencio III, hace, con aire de  reprobación, el catálogo de sus repugnancias («concepción impura,  alimentación nauseabunda en el seno materno, mala cualidad de la materia de  la que el hombre se desarrolla, hedor asqueroso, secreción de esputos, orina y  excrementos»). En estos tiempos de ahora en que el sufrimiento aparece  siempre el primero en la lista de los argumentos contra la existencia, como el  peor signo de interrogación de ésta, es bueno recordar las épocas en que se  juzgaba de manera opuesta, pues no se podía prescindir de hacer sufrir y se

veía en ello un atractivo de primer rango, un auténtico cebo que seducía a

vivir. Tal vez entonces digámoslo para consuelo de los delicados el dolor no  causase tanto daño como ahora; al menos le será lícito llegar a esta conclusión  a un médico que haya tratado a negros (tomando a éstos como representantes  del hombre prehistórico) en casos de graves inflamaciones internas que llevan

a las puertas de la desesperación incluso al mejor constituido de los europeos;

a los negros no los llevan a ella. (La curva de la capacidad humana de dolor  parece de hecho bajar extraordinariamente y casi de manera repentina tan  pronto como dejamos a las espaldas los primeros diez mil o diez millones de  hombres de la cultura superior; por lo que a mí respecta, no tengo ninguna

duda de que, en comparación con una única noche de dolor de una mujer  histér

ica culta, la totalidad de los sufrimientos de todos los animales a los que  se les ha interrogado hasta ahora con el cuchillo para obtener respuestas  científicas, no cuenta sencillamente nada.) Quizá sea lícito admitir incluso la  posibilidad de que tampoco aquel placer en la crueldad está propiamente  extinguido; tan sólo precisaría, dado que hoy el dolor causa más daño, de una  cierta sublimación y sutilización, tendría sobre todo que presentarse traducido

a lo imaginativo y anímico, y adornado con nombres tan inofensivos que no  despertasen sospecha alguna ni siquiera en la más delicada conciencia


 

hipócrita (la «compasión trágica» es uno de esos nombres; otro es les

nostalgies de la croix [las nostalgias de la cruz]). Lo que propiamente nos hace  indignarnos contra el sufrimiento no es el sufrimiento en sí, sino lo absurdo

del mismo; pero ni para el cristiano, que en su interpretación del sufrimiento

ha introducido en él toda una oculta maquinaria de salvación, ni para el

hombre ingenuo de tiempos más antiguos, que sabía interpretar todo  sufrimiento

en relación a los espectadores o a los causantes del mismo, existió  en absoluto tal sufrimiento absurdo. Para poder expulsar del mundo y negar  honestamente el sufrimiento oculto, no descubierto, carente de testigos, el  hombre se veía entonces casi obligado a inventar dioses y seres intermedios,  habitantes en todas las alturas y en todas las profundidades, algo, en suma, que  también vagabundea en lo oculto, que también ve en lo oscuro y que no se

deja escapar fácilmente un espectáculo doloroso interesante. En efecto, con  ayuda de tales invenciones la vida consiguió entonces realizar la obra de arte  que siempre ha sabido realizar, justificarse a sí misma, justificar su «mal»; tal  vez hoy se necesitarían para este fin otras invenciones auxiliares (por ejemplo,  la vida como enigma, la vida como problema del conocimiento). «Está  justificado todo mal cuya visión es edificante para un dios»: así decía la lógica  prehistórica del sentimiento  y en realidad, ¿era sólo la lógica prehistórica?

Los dioses pensados como amigos de espectáculos crueles  ¡oh!, ¡hasta qué  punto esta antiquísima idea penetra aún hoy en nuestra humanización europea!  Sobre esto podemos aconsejarnos, por ejemplo, con Calvino y Lutero. En todo  caso, es cierto que todavía los griegos no sabían ofrecer a sus dioses un  condimento más agradable para su felicidad que las alegrías de la crueldad.  ¿Con qué ojos creéis, pues, que hace Homero que sus dioses miren hacia los  destinos de los hombres? ¿Qué sentido último tuvieron, en el fondo, las

guerras troyanas y otras atrocidades trágicas semejantes? No se puede abrigar

la menor duda sobre esto: estaban concebidas como festivales para los dioses;

y en la medida en que el poeta está en esto constituido más «divinamente» que  los demás hombres, sin duda también como festivales para los poetas... De  igual manera los filósofos morales de Grecia pensaron más tarde que los ojos

de los dioses continuaban contemplando la lucha moral, el heroísmo y el  automartirio del virtuoso: el «Hércules del deber» estaba en un escenario, y lo  sabía; la virtud sin testigos era algo completamente impensable para aquel  pueblo de actores. Aquella invención de filósofos tan temeraria, tan funesta,  hecha por vez primera entonces para Europa, la invención de la «voluntad  libre», de la absoluta espontaneidad del hombre en el bien y en el mal, ¿no

tuvo que hacerse ante todo para conseguir el derecho a pensar que el interés de  los dioses por el hombre, por la virtud humana, no podría agotarse jamás? En  este escenario de la tierra no debían faltar nunca cosas verdaderamente nuevas,  tensiones, peripecias, catástrofes realmente inauditas: un mundo pensado de  manera completamente determinista habría resultado adivinable para los


 

dioses y, en consecuencia, también fastidioso al poco tiempo,  ¡razón  suficiente

 para que esos amigos de los dioses, los filósofos, no impusieran a  aquéllos tal mundo determinista! Toda la humanidad antigua está llena de  delicadas consideraciones para con «el espectador», dado que era aquél un  mundo esencialmente público, esencialmente hecho para los ojos, incapaz de  imaginarse la felicidad sin espectáculos y fiestas.  Y, como ya hemos dicho,  ¡también en la gran pena hay muchos elementos festivos!...

 

 

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El sentimiento de la culpa (Schuld), de la obligación personal, para volver

a tomar el curso de nuestras investigaciones, ha tenido su origen, como hemos

visto, en la más antigua y originaria relación personal que existe, en la relación  entre compradores y vendedores, acreedores y deudores: fue aquí donde por

vez primera se enfrentó la persona a la persona, fue aquí donde por vez

primera las personas se midieron entre sí. Aún no se ha encontrado ningún  grado de civilización tan bajo que no sea posible observar ya en él algo de esa  relación. Fijar precios, tasar valores, imaginar equivalentes, cambiar  esto  preocupó de tal manera al más antiguo pensamiento del hombre, que  constituye, en cierto sentido, el pensar: aquí se cultivó la más antigua especie  de perspicacia, aquí se podría sospechar igualmente que estuvo el germen  primero del orgullo humano, de su sentimiento de preeminencia respecto a  otros animales. Acaso todavía nuestra palabra alemana «hombre» (Mensch,  manas) exprese precisamente algo de ese sentimiento de sí: el hombre se  designaba como el ser que mide valores, que valora y mide, como el «animal  tasador en sí». Compra y venta, junto con todos sus accesorios psicológicos,  son más antiguos que los mismos comienzos de cualesquiera formas de  organización social y que cualesquiera asociaciones: el germinante

sentimiento de intercambio, contrato, deuda, derecho, obligación,  compensación fue traspasado, antes bien, desde la forma más rudimentaria del  derecho personal a los más rudimentarios e iniciales complejos comunitarios  (en la relación de éstos con complejos similares), juntamente con el hábito de  comparar, de medir, de tasar poder con poder. El ojo estaba ya adaptado a esa  perspectiva: y con aquella burda consecuencia lógica que es característica del  pensamiento de la humanidad más antigua, pensamiento que se pone en  movimiento con dificultad, pero que luego continúa avanzando  inexorablemente en la misma dirección, pronto se llegó, mediante una gran  generalización, al «toda cosa tiene su precio; todo puede ser pagado»  el más  antiguo e ingenuo canon moral de la justicia, el comienzo de toda «bondad de  ánimo», de toda «equidad», de toda «buena voluntad», de toda «objetividad»


 

en la tierra. La justicia, en este primer nivel, es la buena voluntad, entre

 hombres de poder aproximadamente igual, de ponerse de acuerdo entre sí, de  volver a «entenderse» mediante un compromiso  y, con relación a los menos  poderosos, de forzar a un compromiso a esos hombres situados por debajo de  uno mismo.

 

 

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Midiendo siempre las cosas con el metro de la prehistoria (prehistoria que,  por lo demás, existe o puede existir de nuevo en todo tiempo): también la  comunidad mantiene con sus miembros esa importante relación fundamental,

la relación del acreedor con su deudor. Uno vive en una comunidad, disfruta

las ventajas de ésta (¡oh, qué ventajas!, hoy nosotros las infravaloramos a  veces), vive protegido, bien tratado, en paz y confianza, tranquilo respecto a  ciertos perjuicios y ciertas hostilidades a que está expuesto el hombre de fuera,  el «proscrito» un alemán entiende lo que quiere significar originariamente la  «miseria» (Elend, élend), pero uno también se ha empeñado y obligado con la  comunidad en lo que respecta precisamente a esos perjuicios y hostilidades.  ¿Qué ocurrirá en otro caso? La comunidad, el acreedor engañado, se hará

pagar lo mejor que pueda, con esto puede contarse. Lo que menos importa

aquí es el daño inmediato que el damnificador ha causado: prescindiendo por

el momento del daño, el delincuente es ante todo un «infractor», alguien que

ha quebrantado, frente a la totalidad, el contrato y la palabra con respecto a  todos los bienes y comodidades de la vida en común, de los que hasta ahora  había participado. El delincuente es un deudor que no sólo no devuelve las  ventajas y anticipos que se le dieron, sino que incluso atenta contra su

acreedor: por ello a partir de ahora no solo pierde, como es justo, todos

aquellos bienes y ventajas,  ahora, antes bien, se le recuerda la importancia que  tales bienes poseen. La cólera del acreedor perjudicado, de la comunidad, le  devuelve al estado salvaje y sin ley, del que hasta ahora estaba protegido: lo  expulsa fuera de sí,  y ahora puede descargar sobre él toda suerte de hostilidad.  La «pena» es, en este nivel de las costumbres, sencillamente la copia, el

mimus [reproducción] del comportamiento normal frente al enemigo odiado,  desarma

do, sojuzgado, el cual ha perdido no sólo todo derecho y protección,  sino también toda gracia: es decir, el derecho de guerra y la fiesta de victoria  del vae victis [¡ay de los vencidos!] en toda su inmisericordia y en toda su  crueldad:  así se explica que la misma guerra (incluido el culto de los

sacrificios guerreros) haya producido todas las formas en que la pena se  presenta en la historia.

 


 

 

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Cuando su poder se acrecienta, la comunidad deja de conceder tanta  importancia a las infracciones del individuo, pues ya no le es lícito  considerarlas tan peligrosas y tan subversivas para la existencia del todo como  antes: el malhechor ya no es «proscrito» y expulsado, a la cólera general ya no  le es lícito descargarse en él con tanto desenfreno como antes, sino que a partir  de ahora el malhechor es defendido y protegido con cuidado, por parte del

todo, contra esa cólera y, en especial, contra la de los inmediatos perjudicados.  El compromiso con la cólera de los principalmente afectados por la mala  acción; un esfuerzo por localizar el caso y evitar una participación e inquietud  más amplias o incluso generales; intentos de encontrar equivalentes y de  solventar el asunto entero (la compositio [arreglo] ); sobre todo la voluntad,

que aparece en forma cada vez más decidida, de considerar que todo delito es  pagable

 en algún sentido, es decir, la voluntad de separar, al menos hasta un  cierto grado

, una cosa de otra, el delincuente de su acción  éstos son los rasgos  que se han impreso cada vez más claramente en el ulterior desarrollo del  derecho penal. Si el poder y la autoconciencia de una comunidad crecen,  entonces el derecho penal se suaviza también siempre; todo debilitamiento y  todo peligro un poco grave de aquélla vuelven a hacer aparecer formas más  duras de éste. El «acreedor» se ha vuelto siempre más humano en la medida en  que más se ha enriquecido; al final, incluso, la medida de su riqueza viene

dada por la cantidad de perjuicios que puede soportar sin padecer por ello. No  sería impensable una conciencia de poder de la sociedad en la que a ésta le  fuese lícito permitirse el lujo más noble que para ella existe,  dejar impunes a  quienes la han dañado. «¿Qué me importan a mí propiamente mis parásitos?,  podría decir entonces, que vivan y que prosperen: ¡soy todavía bastante fuerte  para ello!...» La justicia, que comenzó con «todo es pagable, todo tiene que ser  pagado», acaba por hacer la vista gorda y dejar escapar al insolvente,  acaba,  como toda cosa buena en la tierra, suprimiéndose a sí misma. Esta  autosupresión de la justicia: sabido es con qué hermoso nombre se la

denomina  gracia; ésta continúa siendo, como ya se entiende de suyo, el  privilegio del más poderoso, mejor aún, su más allá del derecho.

 

 

11

 

Digamos aquí unas palabras de rechazo contra ciertos ensayos  recientemente aparecidos de buscar el origen de la rhoral en un terreno

completamente distinto,  a saber, en el terreno del resentimiento. Antes


 

digamos una cosa al oído de los psicólogos, suponiendo que éstos hayan de  sentir placer en estudiar otra vez de cerca el resentimiento: donde mejor

florece ahora esa planta es entre anarquistas y antisemitas, de igual manera,

por lo demás, a como siempre ha florecido, es decir, en lo oculto, parecida a la  vi

oleta, aunque con distinto perfume. Y dado que de lo semejante tiene que  brotar siempre por necesidad lo semejante, no sorprenderá el ver que  precisamente de tales círculos vuelven a surgir intentos, aparecidos ya a  menudo véase antes, pp. 62 y s., de santificar la venganza, dándole el nombre  de justicia como si la justicia fuera sólo, en el fondo, un desarrollo ulterior del  sentimiento de estar ofendido y de rehabilitar suplementariamente, con la venganza, a los afectos reactivos en general y en su totalidad. De esto último yo sería el último en escandalizarme: incluso me parecería un mérito en orden al problema biológico entero (con respecto al cual se ha infravalorado hasta ahora el valor de tales afectos). Sobre lo único que yo llamo la atención es sobre la circunstancia de que esta nueva nuance [matiz] de equidad científica (a favor del odio, de la envidia, del despecho, de la sospecha, del rencor, de la venganza) brota del espíritu mismo del resentimiento. Esta «equidad científica», en efecto, desaparece en seguida, dejando sitio a acentos de enemistad y de recelo mortales, tan pronto como entra en juego un grupo distinto de afectos que, a mi parecer, poseen un valor biológico mucho más alto que los afectos reactivos y que, en consecuencia, merecerían con todo derecho ser estimados y valorados muy alto científicamente: a saber, los afectos auténticamente activos, como la ambición de dominio, el ansia de posesión y semejantes. (E. Dühring, Valor de la vida; Curso de filosofía; en el fondo, en todas partes.) Quede dicho esto en contra de esa tendencia en general; mas por lo que se refiere a la tesis particular de Duhring, de que la patria de la justicia hay que buscarla en el terreno del sentimiento reactivo, debemos contraponer a ella, por amor a la verdad, y con brusca inversión, esta otra tesis: ¡el último terreno conquistado por el espíritu de la justicia es el terreno del sentimiento reactivo! Cuando de verdad ocurre que el hombre justo es justo incluso con quien le ha perjudicado (y no sólo frío, mesurado, extraño, indiferente: ser justo es siempre un comportamiento positivo), cuando la  elevada, clara, profunda y suave objetividad del ojo justo, del ojo juzgador, no  se turba ni siquiera ante el asalto de ofensas, burlas, imputaciones personales,  esto constituye una obra de perfección y de suprema maestría en la tierra,   incluso algo que en ella no debe esperarse si se es inteligente, y en lo cual, en  todo caso, no se debe creer con demasiada facilidad. Lo cierto es que, de  ordinario, incluso tratándose de personas justísimas, basta ya una pequeña  dosis de ataque, de maldad, de insinuación, para que la sangre se les suba a los  ojos y la equidad huya de éstos. El hombre activo, el hombre agresivo,  asaltador, está siempre cien pasos más cerca de la justicia que el hombre  reactivo; cabalmente él no necesita en modo alguno tasar su objeto de manera


 

falsa y parcial, como hace, como tiene que hacer, el hombre reactivo. Por esto  ha sido un hecho en todos los tiempos que el hombre agresivo, por ser el más  fuerte, el más valeroso, el más noble, ha poseído también un ojo más libre, una  conciencia más buena, y, por el contrario, ya se adivina quién es el que tiene  sobre su conciencia la invención de la «mala conciencia»,  ¡el hombre del  resentimiento! Para terminar, miremos en torno nuestro a la historia: Len qué  esfera ha tenido su patria hasta ahora en la tierra todo el tratamiento del  derecho, y también la auténtica necesidad imperiosa de derecho? ¿Acaso en la  esfera del hombre reactivo? De ningún modo: antes bien, en la esfera de los  activos, fuertes, espontáneos, agresivos. Históricamente considerado, el

derecho representa en la tierra  sea dicho esto para disgusto del mencionado  agi

tador (el cual hace una vez una confesión acerca de sí mismo: «La doctrina  de la venganza ha atravesado todos mis trabajos y mis esfuerzos como el hijo  rojo de la justicia»)  la lucha precisamente contra los sentimientos reactivos, la  guerra contra éstos realizada por poderes activos y agresivos, los cuales  empleaban parte de su fortaleza en imponer freno y medida al desbordamiento  del pathos reactivo y en obligar por la violencia a un compromiso. En todos

los lugares donde se ha ejercido justicia, donde se ha mantenido justicia,

vemos que un poder más fuerte busca medios para poner fin, entre gentes más  débiles, situadas por debajo de él (bien se trate de grupos, bien se trate de  individuos), al insensato furor del resentimiento, en parte quitándoles de las  manos de la venganza el objeto del resentimiento, en parte colocando por su  parte, en lugar de la venganza, la lucha contra los enemigos de la paz y del  orden, en parte inventando, proponiendo y, a veces, imponiendo acuerdos, en  parte elevando a la categoría de norma ciertos equivalentes de daños, a los  cuales queda remitido desde ese momento, de una vez por todas, el  resentimiento. Pero lo decisivo, lo que la potestad suprema hace e impone  contra la prepotencia de los sentimientos contrarios e imitativos lo hace  siempre, tan pronto como tiene, de alguna manera, fuerza suficiente para ello,  es el establecimiento de la ley, la declaración imperativa acerca de lo que en  general ha de aparecer a sus ojos como permitido, como justo, y lo que debe  aparecer como prohibido, como injusto: en la medida en que tal potestad  suprema, tras establecer la ley, trata todas las infracciones y arbitrariedades de  los individuos o de grupos enteros como delito contra la ley, como rebelión  contra la potestad suprema misma, en esa misma medida aparta el sentimiento  de sus súbditos del perjuicio inmediato producido por aquellos delitos,  consiguiendo así a la larga lo contrario de lo que quiere toda venganza, la cual  lo único que ve, lo único que hace valer, es el punto de vista del perjudicado :

a partir de ahora el ojo, incluso el ojo del mismo perjudicado (aunque esto es

lo último que ocurre, como ya hemos observado), se ejercita en llegar a una  apreciación cada vez más impersonal de la acción.  De acuerdo con esto, sólo

a partir del establecimiento de la ley existen lo «justo» y lo «injusto» (y no,


 

como quiere Duhring, a partir del acto de ofensa). Hablar en sí de lo justo y lo  injust

o es algo que carece de todo sentido; en sí, ofender, violentar, despojar,  aniquilar no pueden ser naturalmente «injustos desde el momento en que la  vida actúa esencialmente, es decir, en sus funciones básicas, ofendiendo,  violando, despojando, aniquilando, y no se la puede pensar en absoluto sin ese  carácter. Hay que admitir incluso algo todavía más grave: que, desde el  supremo punto de vista biológico, a las situaciones de derecho no les es lícito  ser nunca más que situaciones de excepción, que constituyen restricciones  parciales de la auténtica voluntad de vida, la cual tiende hacia el poder, y que  están subordinadas a la finalidad global de aquella voluntad como medios  particulares: es decir, como medios para crear unidades mayores de poder. Un  orden de derecho pensado como algo soberano y general, pensado no como  medio en la lucha de complejos de poder, sino como medio contra toda lucha

en general, de acuerdo, por ejemplo, con el patrón comunista de Duhring, sería  un principio hostil a la vida, un orden destructor y disgregador del hombre, un  atentado al porvenir del hombre, un signo de cansancio, un camino tortuoso  hacia la nada.

 

 

12

 

Todavía una palabra, en este punto, sobre el origen y la finalidad de la pena  dos problemas que son distintos o deberían serlo: por desgracia, de ordinario

se los confunde. ¿Cómo actúan, sin embargo, en este caso los genealogistas de  la moral habidos hasta ahora? De modo ingenuo, como siempre: descubren en  la pena una «finalidad» cualquiera, por ejemplo, la venganza o la intimidación,  después colocan despreocupadamente esa finalidad al comienzo, como causa  fiendi [causa productiva] de la pena y  ya han acabado. La «finalidad en el  derecho» es, sin embargo, lo último que ha de utilizarse para la historia

genética de aquél: pues no existe principio más importante para toda especie

de ciencia histórica que ese que se ha conquistado con tanto esfuerzo, pero

 que  también debería estar realmente conquistado,  a saber, que la causa de la

génesis de una cosa y la utilidad final de ésta, su efectiva utilización e

inserción en un sistema de finalidades, son hechos toto coelo [totalmente]  separados entre sí; que algo existente, algo que de algún modo ha llegado a  realizarse, es interpretado una y otra vez, por un poder superior a ello, en  dirección a nuevos propósitos, es apropiado de un modo nuevo, es

transformado y adaptado a una nueva utilidad; que todo acontecer en el mundo  orgánico es un subyugar, un enseñorearse, y que, a su vez, todo subyugar y  enseñorearse es un reinterpretar, un reajustar, en los que, por necesidad, el  «sentido» anterior y la «finalidad» anterior tienen que quedar oscurecidos o


 

incluso totalmente borrados. Por muy bien que se haya comprendido la

utilidad de un órgano fisiológico cualquiera (o también de una institución  jurídica, de una costumbre social, de un uso político, de una forma

determinada en las artes o en el culto religioso), nada se ha comprendido aún  con ello respecto a su génesis: aunque esto pueda sonar muy molesto y  desagradable a oídos más viejos,  ya que desde antiguo se había creído que en  la finalidad demostrable, en la utilidad de una cosa, de una forma, de una  institución, se hallaba también la razón de su génesis, y así el ojo estaba hecho  para ver, y la mano estaba hecha para agarrar. También se ha imaginado de

este modo la pena, como si hubiera sido inventada para castigar. Pero todas las  finalidades, todas las utilidacles son sólo indicios de que una voluntad de

poder se ha enseñoreado de algo menos poderoso y ha impreso en ello,  partiendo

 de sí misma, el sentido de una función; y la historia entera de una  «cosa», de un órgano, de un uso, puede ser así una ininterrumpida cadena  indicativa de interpretaciones y reajustes siempre nuevos, cuyas causas no  tienen siquiera necesidad de estar relacionadas entre sí, antes bien a veces se  suceden y se relevan de un modo meramente casual. El «desarrollo» de una  cosa, de un uso, de un órgano es, según esto, cualquier cosa antes que su  progressus hacia una meta, y menos aún un progreso lógico y brevísimo,  conseguido con el mínimo gasto de fuerza y de costes,  sino la sucesión de  procesos de avasallamiento más o menos profundos, más o menos  independientes entre sí, que tienen lugar en la cosa, a lo que hay que añadir las  resistencias utilizadas en cada caso para contrarrestarlos, las metamorfosis  intentadas con una finalidad de defensa y de reacción, así como los resultados  de contraacciones afortunadas. La forma es fluida, pero el «sentido» lo es  todavía más... Incluso en el interior de cada organismo singular las cosas no  ocurren de manera distinta: con cada crecimiento esencial del todo cambia  también de «sentido» de cada uno de los órganos,  y a veces la parcial ruina de  los mismos, su reducción numérica (por ejemplo, mediante el aniquilamiento

de los miembros intermedios), pueden ser un signo de creciente fuerza y  perfección. He querido decir que también la parcial inutilización, la atrofia y la  degeneración, la pérdida de sentido y conveniencia, en una palabra, la muerte,  pertenecen a las condiciones del verdadero progressus: el cual aparece siempre  en forma de una voluntad y de un camino hacia un poder más grande, y se  impone siempre a costa de innumerables poderes más pequeños. La grandeza  de un «progreso» se mide, pues, por la masa de todo lo que hubo que  sacrificarle; la humanidad en cuanto masa, sacrificada al florecimiento de una  única y más fuerte especie hombre  eso sería un progreso...  Destaco tanto más  este punto de vista capital de la metódica histórica cuanto que, en el fondo, se  opone al instinto y al gusto de época hoy dominantes, los cuales preferirían  pactar incluso con la casualidad absoluta, más aún, con el absurdo mecanicista  de todo acontecer, antes que con la teoría de una voluntad de poder que se


 

despliega en todo acontecer. La idiosincrasia democrática opuesta a todo lo

que domina y quiere dominar, el moderno misarquismo (por formar una mala  palabra para una mala cosa), de tal manera se han ido poco a poco  transformando y enmascarando en lo espiritual, en lo más espiritual, que hoy

ya penetran, y les es lícito penetrar, paso a paso en las ciencias más rigurosas,  más aparentemente objetivas; a mí me parece que se han enseñoreado ya  incluso de toda la fisiología y de toda la doctrina de la vida, para daño de las  mismas, como ya se entiende, pues les han escamoteado un concepto básico,

el de la auténtica actividad. En cambio bajo la presión de aquella idiosincrasia  se coloca en el primer plano la «adaptación», es decir, una actividad de

segundo rango, una mera reactividad, más aún, se ha definido la vida misma  como una adaptación interna, cada vez más apropiada, a circunstancias

externas (Herbert Spencer). Pero con ello se desconoce la esencia de la vida,

su voluntad de poder; con ello se pasa por alto la supremacía de principio que  poseen las fuerzas espontáneas, agresivas, invasoras, creadoras de nuevas  interpretaciones, de nuevas direcciones y formas, por influjo de las cuales

viene luego la «adaptación»; con ello se niega en el organismo mismo el papel  dominador de los supremos funcionarios, en los que la voluntad de vida

aparece activa y conformadora. Recuérdese lo que Huxley reprochó a Spencer   su «nihilismo administrativo»; pero se trata de algo más que de

«administrar»...

 

 

13

 

Así, pues, para volver al asunto, es decir, a la pena, hay que distinguir en  ella dos cosas: por un lado, lo relativamente duradero en la pena, el uso, el

acto, el «drama», una cierta secuencia rigurosa de procedimientos; por otro  lado, lo fluido en ella, el sentido, la finalidad, la expectativa vinculados a la  ejecución de tales procedimientos. Nosotros presuponemos aquí sin más, per  analogiam [por analogía], de acuerdo con el punto de vista capital de la  metódica histórica que acabamos de exponer, que el procedimiento mismo

será algo más viejo, algo más antiguo que su utilización para la pena, que esta  última ha sido introducida posteriormente en la interpretación de aquél (el cual  existía ya desde mucho antes, pero era usado en un sentido distinto), en suma,  que las cosas no son como hasta ahora han venido admitiendo nuestros  ingenuos genealogistas de la moral y del derecho, todos los cuales se  imaginaban que el procedimiento había sido inventado para la finalidad de la  pena, de igual modo que antes se imaginaba que la mano había sido inventada  para la finalidad de agarrar. En lo que se refiere ahora al segundo elemento de  la pena, al elemento fluido, a su «sentido», ocurre que, en un estado muy


 

tardío de la cultura (por ejemplo, en la Europa actual), el concepto de «pena»

no presenta ya de hecho un sentido único, sino toda una síntesis de «sentidos»:  la anterior historia de la pena en general, la historia de su utilización para las  más distintas finalidades, acaba por cristalizar en una especie de unidad que es  difícil de disolver, difícil de analizar, y que, subrayémoslo, resulta del todo  indefinible. (Hoy es imposible decir con precisión por qué se imponen  propiamente penas: todos los conceptos en que se condensa semióticamente un  proceso entero escapan a la definición; sólo es definible aquello que no tiene  historia.) En un estadio anterior, en cambio, aquella síntesis de «sentidos»  aparece más soluble y, también, más trastrocable; todavía se puede percibir  cómo los elementos de la síntesis modifican su valencia y, por tanto, su orden  para cada caso particular, de tal modo que unas veces es un elemento, y otras  veces otro distinto el que destaca y domina a costa de los otros, más aún, a  veces un único elemento (por ejemplo, la finalidad de intimidar) parece  eliminar todos los demás. Para dar al menos una idea de cuán inseguro, cuán  sobreañadido, cuán accidental es «el sentido» de la pena, y cómo un mismo e  idéntico procedimiento se puede utilizar, interpretar, reajustar para propósitos  radicalmente distintos, voy a dar aquí el esquema a que yo he llegado  basándome en un material relativamente escaso tomado al azar. Pena como  neutralización de la peligrosidad, como impedimento de un daño ulterior. Pena  como pago del daño al damnificado en alguna forma (también en la forma de  una compensación afectiva). Pena como aislamiento de una perturbación del  equilibrio, para prevenir la propagación de la perturbación. Pena como  inspiración de temor respecto a quienes determinan y ejecutan la pena. Pena  como una especie de compensación por las ventajas disfrutadas hasta aquel  momento por el infractor (por ejemplo, utilizándolo como esclavo para las  minas). Pena como segregación de un elemento que se halla en trance de  degenerar (a veces, de toda una rama, como ocurre en el derecho chino: y, por  tanto, como medio para mantener pura una raza o para mantener estable un  determinado tipo social). Pena como fiesta, es decir, como violentación y burla  de un enemigo finalmente abatido. Pena como medio de hacer memoria, bien a  quien sufre la pena  la llamada «corrección», bien a los testigos de la

ejecución. Pena como pago de un honorario, estipulado por el poder que  protege al infractor contra los excesos de la venganza. Pena como compromiso  con el estado natural de la venganza, en la medida en que razas poderosas  mantienen todavía ese estado y lo reivindican como privilegio. Pena como  declaración de guerra y medida de guerra contra un enemigo de la paz, de la  ley, del orden, de la autoridad, al que, por considerársele peligroso para la  comunidad, violador de los pactos que afectan a los presupuestos de la misma,  por considerársele un rebelde, traidor y perturbador de la paz, se le combate

con los medios que proporciona precisamente la guerra.

 


 

 

14

 

Esta lista no es desde luego completa; resulta claro que la pena está  sobrecargada con utilidades de toda índole. Tanto más lícito es restar de ella

una presunta utilidad, considerada, de todos modos, por la conciencia popular  como la más esencial,  la fe en la pena, hoy vacilante por múltiples razones,  sigue encontrando todavía su apoyo más firme precisamente en tal utilidad. La  pena, se dice, poseería el valor de despertar en el culpable el sentimiento de la  culpa, en la pena se busca el auténtico instrumentum de esa reacción anímica  denominada «mala conciencia», «remordimiento de conciencia». Mas con ello  se sigue atentando, todavía hoy, contra la realidad y contra la psicología: ¡y  mucho más aún contra la historia más larga del hombre, contra su prehistoria!  El auténtico remordimiento de conciencia es algo muy raro cabalmente entre  los delincuentes y malhechores; las prisiones, las penitenciarías no son las  incubadoras en que florezca con preferencia esa especie de gusano roedor: en  esto coinciden todos los observadores concienzudos, los cuales, en muchos  casos, expresan este juicio bastante a disgusto y en contra de sus deseos más  propios. Vistas las cosas en conjunto, la pena endurece y vuelve frío,

concentra, exacerba el sentimiento de extrañeza, robustece la fuerza de  resistencia. Cuando a veces quebranta la energía y produce una miserable  postración y autorrebajamiento, tal resultado es seguramente menos

confortante aún que el efecto ordinario de la pena: el cual se caracteriza por

una seca y sombría seriedad. Pero si pensamos en los milenios anteriores a la  historia del hombre, nos es lícito pronunciar, sin escrúpulo alguno, el juicio de  que el desarrollo del sentimiento de culpa fue bloqueado de la manera más  enérgica cabalmente por la pena, al menos en lo que se refiere a las víctimas  sobre las que se descargaba la potestad punitiva. No debemos infravalorar, en  efecto, el hecho de que justo el espectáculo de los procedimientos judiciales y  ejecutivos mismos impide al delincuente sentir su acción, su tipo de actuación,  como reprobable en sí; pues él ve que ese mismo tipo de actuaciones se ejerce  con buena conciencia; así ocurre con el espionaje, el engaño, la corrupción, la  trampa, con todo el capcioso y taimado arte de los policías y de los

acusadores, y además con el robo, la violencia, el ultraje, la prisión, la tortura,  el asesinato, ejecutados de manera sistemática y sin la disculpa siquiera de la  pasión, tal como se manifiestan en las diversas especies de pena,  todas esas  cosas son, por tanto, acciones que sus jueces en modo alguno reprueban y  condenan en sí, sino sólo en cierto aspecto y en cierta aplicación práctica. La  «mala conciencia», esta planta, la más siniestra e interesante de nuestra  vegetación terrena, no ha crecido en este suelo,  de hecho durante larguísimo  tiempo no apareció en la conciencia de los jueces, de los castigadores, nada  referente a que aquí se tratase de un «culpable». Sino de un autor de daños, de


 

un irresponsable fragmento de fatalidad. Y aquel mismo sobre el que caía  luego la pena, como un fragmento también de fatalidad, no sentía en ello  ninguna «aflicción interna» distinta de la que se siente cuando, de improviso,  sobreviene algo no calculado, un espantoso acontecimiento natural, un bloque  de piedra que cae y nos aplasta y contra el que no se puede luchar.

 

 

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En una ocasión, y de manera pérfida, llegó esta idea hasta la conciencia de  Spinoza (para disgusto de sus intérpretes, que se esfuerzan metódicamente por  entenderlo mal en este pasaje, por ejemplo, Kuno Fischer), cuando una tarde,

acordándose quién sabe de qué cosa que le raspaba, investigó la cuestión de

qué había subsistido en realidad, para él mismo, del famoso morsus  conscientiae [mordedura de la conciencia] él, que había puesto el bien y el mal  entre las fantasías humanas y había defendido con furia el honor de su Dios  «libre» contra aquellos blasfemos que afirmaban que Dios hace todo sub  ratione boni [por razón del bien] («pero esto significaría someter a Dios al  destino y sería en verdad el más grande de todos los absurdos»)se. Para

Spinoza el mundo había retornado de nuevo a aquella inocencia en que se  encontraba antes de la invención de la mala conciencia: ¿en qué se había  convertido ahora el morsus con concienciae? «En lo contrario del gaudium, se  dijo finalmente, en una tristeza acompañada de la idea de una cosa pasada que  ocurrió de modo contrario a todo lo esperado.» Eth. III propos. XVIII schol. I,  II. Durante milenios los malhechores sorprendidos por la pena no han tenido,  en lo que respecta a su «falta», sentimientos distintos de los de Spinoza. «Algo  ha salido inesperadamente mal aquí», y no: «Yo no debería haber hecho esto»,  se sometían a la pena como se somete uno a una enfermedad, o a una

desgracia, o a la muerte, con aquel valiente fatalismo sin rebelión por el cual,  por ejemplo, todavía hoy los rusos nos aventajan a nosotros los occidentales

en el tratamiento de la vida`. Cuando en aquella época aparecía una crítica de

la acción, tal crítica la ejercía la inteligencia: incuestionablemente debemos  buscar el auténtico efecto de la pena sobre todo en una intensificación de la  inteligencia, en un alargamiento de la memoria, en una voluntad de actuar en  adelante de manera más cauta, más desconfiada, más secreta, en el  conocimiento de que, para muchas cosas, uno es, de una vez por todas,  demasiado débil, en una especie de rectificación del modo de juzgarse a sí  mismo. Lo que con la pena se puede lograr, en conjunto, tanto en el hombre  como en el animal, es el aumento del temor, la intensificación de la  inteligencia, el dominio de las concupiscencias: y así la pena domestica al  hombre, pero no lo hace «mejor»,  con mayor derecho sería lícito afirmar


 

incluso lo contrario. («De los escarmentados nacen los avisados», afirma el  pueblo: en la misma medida en que el escarmiento vuelve avisado, vuelve  también malo. Por fortuna, también vuelve, con frecuencia, bastante tonto.)

 

 

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En este punto no es posible esquivar ya el dar una primera expresión  provisional a mi hipótesis propia sobre el origen de la «mala conciencia»: tal

hipótesis no es fácil hacerla oír, y desea ser largo tiempo meditada, custodiada,

 consultada con la almohada. Yo considero que la mala conciencia es la  profunda dolencia a que tenía que sucumbir el hombre bajo la presión de  aquella modificación, la más radical de todas las experimentadas por él, de  aquella modificación ocurrida cuando el hombre se encontró definitivamente  encerrado en el sortilegio de la sociedad y de la paz. Lo mismo que tuvo que  ocurrirles a los animales marinos cuando se vieron forzados, o bien a  convertirse en animales terrestres, o bien a perecer, eso mismo les ocurrió a  estos semianimales felizmente adaptados a la selva, a la guerra, al

vagabundaje, a la aventura,  de un golpe todos sus instintos quedaron  desvalorizados y «en suspenso». A partir de ahora debían caminar sobre los

pies y «llevarse a cuestas a sí mismos», cuando hasta ese momento habían sido  llevados por el agua: una espantosa pesadez gravitaba sobre ellos. Se sentían  ineptos para las funciones más simples, no tenían ya, para este nuevo mundo  desconocido, sus viejos guías, los instintos reguladores e inconscientemente  infalibles,  ¡estaban reducidos, estos infelices, a pensar, a razonar, a calcular, a  combinar causas y efectos, a su «conciencia», a su órgano más miserable y

más expuesto a equivocarse! Yo creo que no ha habido nunca en la tierra tal  sentimiento de miseria, tal plúmbeo malestar,  ¡y, además, aquellos viejos  instintos no habían dejado, de golpe, de reclamar sus exigencias! Sólo que  resultaba difícil, y pocas veces posible, darles satisfacción: en lo principal,

hubo que buscar apaciguamientos nuevos y, por así decirlo, subterráneos.

Todos los instintos que no se desahogan hacia fuera se vuelven hacia dentro   esto

 es lo que yo llamo la interiorización del hombre: únicamente con esto se  desarrolla en él lo que más tarde se denomina su «alma». Todo el mundo  interior, originariamente delgado, como encerrado entre dos pieles, fue  separándose y creciendo, fue adquiriendo profundidad, anchura, altura, en la  medida en que el desahogo del hombre hacia fuera fue quedando inhibido.  Aquellos terribles bastiones con que la organización estatal se protegía contra  los viejos instintos de la libertad  las penas sobre todo cuentan entre tales  bastiones hicieron que todos aquellos instintos del hombre salvaje, libre,  vagabundo, diesen vuelta atrás, se volviesen contra el hombre mismo. La


 

enemistad, la crueldad, el placer en la persecución, en la agresión, en el

cambio, en la destrucción  todo esto vuelto contra el poseedor de tales

instintos: ése es el origen de la «mala conciencia». El hombre que, falto de  enemigos y resistencias exteriores, encajonado en una opresora estrechez y  regularidad de las costumbres, se desgarraba, se perseguía, se mordía, se roía,  se sobresaltaba, se maltrataba impacientemente a sí mismo, este animal al que  se quiere «domesticar» y que se golpea furioso contra los barrotes de su jaula,  este ser al que le falta algo, devorado por la nostalgia del desierto, que tuvo

que crearse a base de sí mismo una aventura, una cámara de suplicios, una

selva insegura y peligrosa este loco, este prisionero añorante y desesperado fue  el inventor de la «mala conciencia». Pero con ella se había introducido la  dolencia más grande, la más siniestra, una dolencia de la que la humanidad no  se ha curado hasta hoy, el sufrimiento del hombre por el hombre, por sí

mismo: resultado de una separación violenta de su pasado de animal, resultado  de un

 salto y una caída, por así decirlo, en nuevas situaciones y en nuevas  condiciones de existencia, resultado de una declaración de guerra contra los  viejos instintos en los que hasta ese momento reposaban su fuerza, su placer y  su fecundidad. Añadamos en seguida que, por otro lado, con el hecho de un  alma animal que se volvía contra sí misma, que tomaba partido contra sí

misma, había aparecido en la tierra algo tan nuevo, profundo, inaudito,  enigmático,

 contradictorio y lleno de futuro, que con ello el aspecto de la tierra  se modificó de manera esencial. De hecho hubo necesidad de espectadores  divinos para apreciar en lo justo el espectáculo que entonces se inició y cuyo  final es aún completamente imprevisible,  un espectáculo demasiado delicado,  demasiado maravilloso, demasiado paradójico como para que pudiera  representarse en cualquier ridículo astro sin que, cosa absurda, nadie lo  presenciase. Desde entonces el hombre cuenta entre las más inesperadas y  apasionantes jugadas de suerte que juega el «gran Niño»" de Heráclito,

llámese Zeus o Azar,  despierta un interés, una tensión, una esperanza, casi

una certeza, como si con él se anunciase algo, se preparase algo, como si el  hombre no fuera una meta, sino sólo un camino, un episodio intermedio, un  puente, una gran promesa...

 

 

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Entre los presupuestos de esta hipótesis sobre el origen de la mala  conciencia se cuenta, en primer lugar, el hecho de que aquella modificación no

fue ni gradual ni voluntaria y que no se presentó como un crecimiento

orgánico en el interior de nuevas condiciones, sino como una ruptura, un salto,  una coacción, una inevitable fatalidad, contra la cual no hubo lucha y ni


 

siquiera resentimiento. Pero, en segundo lugar, el hecho de que la inserción de  una población no sujeta hasta entonces a formas ni a inhibiciones en una

forma rigurosa iniciada con un acto de violencia fue llevada hasta su final  exclusivamente con puros actos de violencia,  que el «Estado» más antiguo  apareció, en consecuencia, como una horrible tiranía, como una maquinaria  trituradora y desconsiderada, y continuó trabajando de ese modo hasta que  aquella materia bruta hecha de pueblo y de semianimal no sólo acabó por  quedar bien amasada y maleable, sino por tener también una forma. He  utilizado la palabra «Estado»: ya se entiende a quién me refiero  una horda  cualquiera de rubios animales de presa, una raza de conquistadores y de  señores, que organizados para la guerra, y dotados de la fuerza de organizar,  coloca sin escrúpulo alguno sus terribles zarpas sobre una población tal vez  tremendamente superior en número, pero todavía informe, todavía errabunda.  Así es como, en efecto, se inicia en la tierra el «Estado»: yo pienso que así  queda refutada aquella fantasía que le hacía comenzar con un «contrato».

Quien puede mandar, quien por naturaleza es «señor», quien aparece despótico  en obras y gestos ¡qué tiene él que ver con contratos! Con tales seres no se  cuenta, llegan igual que el destino, sin motivo, razón, consideración, pretexto,  existen como existe el rayo, demasiado terribles, demasiado súbitos,

demasiado convincentes, demasiado «distintos» para ser ni siquiera odiados.

Su obra es un instintivo crear formas, imprimir formas, son los artistas más  involuntarios, más inconscientes que existen: en poco tiempo surge, allí donde  ellos aparecen, algo nuevo, una concreción de dominio dotada de vida, en la  que partes y funciones han sido delimitadas y puestas en conexión, en la que

no tiene sitio absolutamente nada a lo cual no se le haya dado antes un  «sentido» en orden al todo. Estos organizadores natos no saben lo que es

culpa, lo que es responsabilidad, lo que es consideración; en ellos impera

aquel terrible egoísmo del artista que mira las cosas con ojos de bronce y que  de antemano se siente justificado, por toda la eternidad, en la «obra», lo

mismo que la madre en su hijo. No es en ellos en donde ha nacido la «mala  conciencia», esto ya se entiende de antemano  pero esa fea planta no habría  nacido sin ellos, estaría ausente si no hubiera ocurrido que, bajo la presión de  sus martillazos, de su violencia de artistas, un ingente quantum de libertad fue  arrojado del mundo, o al menos quedó fuera de la vista, y, por así decirlo, se  volvió latente. Ese instinto de la libertad, vuelto latente a la fuerza ya lo hemos  comprendido, ese instinto de la libertad reprimido, retirado, encarcelado en lo  interior y que acaba por descargarse y desahogarse tan sólo contra sí mismo:  eso, sólo eso es, en su inicio, la mala conciencia.

 

 

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Guardémonos de tener en poco todo este fenómeno por el simple hecho de que de anteman

o sea feo y doloroso. En efecto, esa fuerza que actúa de modo grandioso en aquellos artistas de la violencia y en aquellos organizadores, esa fuerza constructora de Estados, es, en efecto, la misma que aquí, más interior, más pequeña, más empequeñecida, reorientada hacia atrás, en el «laberinto del pecho»`, para decirlo con palabras de Goethe, se crea la mala conciencia y construye ideales negativos, es cabalmente aquel instinto de la libertad (dicho con mi vocabulario: la voluntad de poder): sólo que la materia sobre la que se desahoga la naturaleza con formadora y violentadora de esa fuerza es aquí justo el hombre mismo, su entero, animalesco, viejo yo y no, como en aquel fenómeno más grande y más llamativo, el otro hombre, los otros hombres. Esta secreta autoviolentación, esta crueldad de artista, este placer de darse forma a sí mismo como a una materia dura, resistente y paciente, de marcar a fuego en ella una voluntad, una crítica, una contra dicción, un desprecio, un no, este siniestro y horrendamente voluptuoso trabajo de un alma voluntariamente escindida consigo misma que se hace sufrir por el placer de hacer sufrir, toda esta activa «mala conciencia» ha acabado por producir

también ya se lo adivina, cual auténtico seno materno de acontecimientos  ideales e

 imaginarios, una profusión de belleza y de afirmación nuevas y  sorprendentes, y quizá ella sea la que por vez primera ha creado la belleza...  ¿Pues qué cosa sería bella si la contradicción no hubiese cobrado antes  conciencia de sí misma, si lo feo no se hubiese dicho antes a sí mismo: «Yo

soy feo»?... Al menos, tras esta indicación resultará menos enigmático el  enigma de hasta

 qué punto puede estar insinuado un ideal, una belleza, en  conceptos contradictorios como desinterés, autonegación, sacrificio de sí  mismo; y una cosa se sabrá de ahora en adelante, no tengo duda de ello , a  saber, de qué especie es, desde el comienzo, el placer que siente el  desinteresado, el abnegado, el que se sacrifica a sí mismo: ese placer pertenece  a la crueldad.  Con esto basta, provisionalmente, en lo que se refiere a la  procedencia de lo «no egoísta» en cuanto valor moral y a la delimitación del  terreno de que este valor ha brotado: sólo la mala conciencia, sólo la voluntad  de maltratarse a sí mismo proporciona el presupuesto para el valor de lo no egoísta.

 

 

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Es una enfermedad la mala conciencia, no hay duda, pero una enfermedad  como lo es el embarazo. Busquemos las condiciones en que esta enfermedad

ha llegado a su cumbre mas terrible y sublime: veremos qué es lo que con esto  ha entrado propiamente en el mundo. Mas para ello se necesita tener una


 

respiración amplia, y, por lo pronto, hemos de volver de nuevo a un anterior  punto de vista. La relación de derecho privado entre el deudor y su acreedor,

de la que ya hemos hablado largamente, ha sido introducida una vez más, y

ello de una manera que históricamente resulta muy extraña y problemática, en  la interpretación de una relación en la cual acaso sea donde más

incomprensible nos resulta a nosotros los hombres modernos; a saber, en la  relación de los hombres actuales con sus antepasados. Dentro de la originaria  comunidad de estirpe hablo de los tiempos primitivos la generación viviente  reconoce siempre, con respecto a la generación anterior y, en especial, con  respecto a la más antigua, a la fundadora de la estirpe, una obligación jurídica  (y no, en modo alguno, una simple vinculación afectiva: hay incluso razón

para negar que esta última existiese en absoluto durante el más largo período

de la especie humana). Reina aquí el convencimiento de que la estirpe subsiste  gracias tan sólo a los sacrificios y a las obras de los antepasados,  y que esto  hay que pagárselo con sacrificios y con obras: se reconoce así una deuda  (Schuld), la cual crece constantemente por el hecho de que esos antepasados,  que sobreviven como espíritus poderosos, no dejan de conceder a la estirpe  nuevas ventajas y nuevos préstamos salidos de su fuerza. ¿Gratuitamente tal  vez? No existe ninguna «gratuidad» para aquellas épocas toscas y «pobres de  alma». ¿Qué se puede dar como reintegro a los antepasados? Sacrificios  (inicialmente para la alimentación, entendida en el sentido más tosco), fiestas,  capillas, homenajes y, sobre todo, obediencia pues todos los usos son también,  en cuanto obras de los antepasados, preceptos y órdenes de aquéllos: ¿se les da  alguna vez bastante? Esta sospecha permanece y se acrecienta: de tiempo en  tiempo impone un gran rescate global, una urgente indemnización al  «acreedor» (el tristemente célebre sacrificio del primogénito, por ejemplo,  sangre, en todo caso sangre humana). El temor al antepasado y a su poder, la  conciencia de tener deudas con él crece por necesidad, según esta especie de  lógica, en la exacta medida en que crece el poder de la estirpe misma, en la  exacta medida en que ésta es cada vez más victoriosa, más independiente, más  venerada, más temida. ¡Y no al revés! Todo paso hacia la atrofia de la estirpe,  todas las eventualidades desastrosas, todos los indicios de degeneración, de  inminente ruina, hacen disminuir siempre, por el contrario, el temor al espíritu  de su fundador y proporcionan una idea cada vez más pequeña de su  inteligencia, de su previsión y de la presencia de su poder. Imaginemos que

esta tosca especie de lógica ha llegado hasta su final: entonces los antepas

ados  de las estirpes más poderosas tienen que acabar asumiendo necesariamente,  gracias a la fantasía propia del creciente temor, proporciones gigantescas y  replegarse hasta la oscuridad de una temerosidad e irrepresentabilidad divinas:  el antepasado acaba necesariamente por ser transfigurado en un dios. ¡Tal vez  esté aquí incluso el origen de los dioses, es decir, un origen por temor!... Y si a  alguien le pareciese necesario añadir: «¡pero también por piedad!»,


 

difícilmente podría tener razón en lo que respecta al período más largo de la  especie

 humana, a su época primigenia. En cambio, tanto más la tendría, sin  duda, con respecto a la época media, en la que se forman las estirpes nobles:  éstas, de hecho, han reintegrado a sus fundadores, a los antepasados (héroes,  dioses), con sus intereses correspondientes, todas las cualidades que entre

tanto se habían manifestado en ellas mismas, las cualidades nobles. Más tarde  echaremos tod

avía un vistazo al ennoblecimiento y a la aristocratización de los  dioses (cosa que no significa, en modo alguno, su «santificación»): ahora  bástenos con llevar provisionalmente a su término el curso de toda esta  evolución de la conciencia de culpa.

 

 

20

 

La historia nos enseña que la conciencia de tener deudas con la divinidad no se extinguió ni siquiera tras el ocaso de la forma organizativa de la «comunidad» basada en el parentesco de sangre; de igual manera que la humanidad ha heredado los conceptos «bueno y malo» de la aristocracia de estirpe (junto con la básica tendencia psicológica de ésta a establecer jerarquías), así ha recibido también, con la herencia de las divinidades de la estirpe y de la tribu, la herencia del peso

 de deudas no pagadas todavía y del deseo de reintegrarlas. (La transición la forman aquellas vastas poblaciones de esclavos y de siervos de la gleba que, bien por coacción, bien por servilismo y mimicry [mimetismo], se adaptaron al culto de los dioses de sus señores: a partir de ellas esta herencia se desparrama luego en todas direcciones.) El sentimiento de tener una deuda con la divinidad no ha dejado de crecer durante muchos milenios, haciéndolo en la misma proporción en que en la tierra crecían y se elevaban a las alturas el concepto de Dios y el sentimiento de Dios. (La historia entera de las luchas, victorias, conciliaciones, fusiones étnicas, todo lo que antecede a la definitiva jerarquización de todos los elementos populares en cada gran síntesis racial, se refleja en el caos de las genealogías de sus dioses, en las leyendas de las luchas, victorias y conciliaciones de éstos; la marcha hacia imperios universales es siempre también la marcha hacia divinidades universales, el despotismo, con sus avasallamientos de la aristocracia independiente, abre el camino siempre también a alguna especie de monoteísmo.) El advenimiento del Dios cristiano, que es el Dios máximo a que hasta ahora se ha llegado, ha hecho, por esto, manifestarse también en la tierra el maximum del sentimiento de culpa. Suponiendo que entre tanto hayamos iniciado el movimiento inverso, sería lícito deducir, con no pequeña probabilidad, de la incontenible decadencia de la fe en el Dios cristiano, que ya ahora se da una considerable decadencia de la


 

conciencia humana de culpa (Schuld): más aún, no hay que rechazar la perspectiv

a de que la completa y definitiva victoria del ateísmo pudiera liberar a la humanidad de todo ese sentimiento de hallarse en deuda con su comienzo, con su causa prima. El ateísmo y una especie de segunda inocencia (Unschuld) se hallan ligados entre sí.

 

 

21

 

Esto es lo que provisionalmente hay que decir, con brevedad y a grandes  rasgos, sobre la conexión de los conceptos «culpa», «deber», con presupuestos

religiosos: de propósito he dejado de lado hasta ahora la auténtica

moralización de tales conceptos (el repliegue de los mismos a la conciencia, o,  más precisamente, el entrelazamiento de la mala conciencia con el concepto de  Dios), e incluso he hablado, al final del número anterior, como si no existiese

en absoluto tal moralización, y, por tanto, como si estos conceptos tuvieran

que quedar necesariamente eliminados ahora que ha desaparecido su  presupuesto, la fe en nuestro «acreedor», en Dios. La realidad difiere de esto

de una manera terrible. Con la moralización de los conceptos de culpa y de  deber, con su repliegue a la mala conciencia, se ha hecho en verdad el ensayo  de invertir la dirección del desarrollo que acabamos de describir o, al menos,

de detener su movimiento: ahora debe cerrarse de un modo pesimista, de una  vez por todas, justo la perspectiva de un rescate definitivo, ahora la mirada

debe estrellarse, rebotar contra una férrea imposibilidad, ahora aquellos  conceptos «culpa» y «deber» deben volverse hacia atrás,  ¿contra quién, pues?  No se puede dudar: por lo pronto, contra el «deudor», en el que a partir de  ahora la mala conciencia de tal modo se asienta, corroe, se extiende y crece  como un pólipo a todo lo ancho y a todo lo profundo, que junto con la  inextinguibilidad de la culpa se acaba por concebir también la

inextinguibilidad de la expiación, el pensamiento de su impagabilidad (de la  «pena eterna»); pero, al final, se vuelve incluso contra el «acreedor», ya se  piense aquí en la causa prima del hombre, en el comienzo del género humano,  en el progenitor de éste, al que ahora se maldice («Adán», «pecado original»,  «falta de libertad de la voluntad»), o en la naturaleza, de cuyo seno surge el  hombre y en la que ahora se sitúa el principio malo («diabolización de la  naturaleza»), o en la existencia en general, que queda como novaliosa en sí  (alejamiento nihilista de la existencia, deseo de la nada o deseo de su  «opuesto», de ser otro, budismo y similares), hasta que de pronto nos encontramos frente al paradójico y espantoso recurso en el que la martirizada humanidad encontró un momentáneo alivio, frente a aquel golpe de genio del cristianismo: Dios mismo sacrificándose por la culpa del hombre, Dios mismo


 

pagándose a sí mismo, Dios como el que puede redimir al hombre de aquello que para este mismo se ha vuelto irredimible el acreedor sacrificándose por su deudor, por amor (¿quién lo creería?), ¡por amor a su deudor!...

 

 

22

 

Ya se habrá adivinado qué es lo que propiamente aconteció con todo esto y por

 debajo de todo esto: aquella voluntad de autotortura, aquella pospuesta crueldad del animalhombre interiorizado, replegado por miedo dentro de sí mismo, encarcelado en el «Estado» con la finalidad de ser domesticado, que ha inventado la mala conciencia para hacerse daño a sí mismo, después de que la vía más natural de salida de ese hacer daño había quedado cerrada, este

hombre de la mala conciencia se ha apoderado del presupuesto religioso para  llevar su propio automartirio hasta su más horrible dureza y acritud. Una

deuda con Dios: este pensamiento se le convierte en instrumento de tortura.  Capta en «Dios» las últimas antítesis que es capaz de encontrar para sus  auténticos e insuprimibles instintos de animal, reinterpreta esos mismos  instintos animales como deuda con Dios (como enemistad, rebelión,  insurrección contra el «Señor», el «Padre», el progenitor y comienzo del  mundo), se tensa en la contradicción «Dios y demonio», y todo no que se dice  a sí mismo, a la naturaleza, a la naturalidad, a la realidad de su ser, lo proyecta  fuera de sí como un sí, como algo existente, corpóreo, real, como Dios, como santidad de Dios, como Dios juez, como Dios verdugo, como más allá, como eternidad, como tormento sin fin, como infierno, como inconmensurabilidad de pena y culpa. Es ésta una especie de demencia de la voluntad en la crueldad anímica que, sencillamente, no tiene igual: la voluntad del hombre de encontrarse culpable y reprobable a sí mismo hasta resultar imposible la expiación, su voluntad de imaginarse castigado sin que la pena pueda ser jamás equivalente a la culpa, su voluntad de infectar y de envenenar con el problema de la pena y la culpa el fondo más profundo de las cosas, a fin de cortarse, de una vez por todas, la salida de ese laberinto de «ideas fijas», su voluntad de establecer un ideal el del «Dios santo», para adquirir, en presencia del mismo, una tangible certeza de su absoluta indignidad. ¡Oh demente y triste bestia hombre! ¡Qué ocurrencias tiene, qué cosas antinaturales, qué paroxismo de lo absurdo, qué bestialidad de la idea aparecen tan pronto como se le impide, aunque sea un poco, ser bestia de la acción!... Todo esto es interesante en grado sumo, pero también de una tétrica, sombría y extenuante tristeza, hasta el punto de que tenemos que prohibirnos violentamente mirar demasiado tiempo a esos abismos. Aquí hay enfermedad, no hay duda, la más terrible enfermedad que hasta ahora ha devastado al hombre: y quien es capaz


 

aun de oír (¡pero hoy ya no se tienen oídos para ello!) cómo en esta noche de tormento y de demencia ha resonado el grito amor, el grito del más anhelante encantamiento, de la redención en el amor, ése se vuelve hacia otro lado, sobrecogido por un horror invencible... ¡En el hombre hay tantas cosas horribles!... ¡La tierra ha sido ya durante mucho tiempo una casa de locos!...

 

 

23

 

Baste esto, de una vez por todas, en lo que respecta a la procedencia del  «Dios santo».  Que en sí la concepción de los dioses no tiene que llevar  necesariamente a esa depravación de la fantasía, de cuya representación por un  instante no nos ha sido lícito dispensarnos, que hay formas más nobles de  servirse de la ficción poética de los dioses que para esta autocrucifixión y  autoenvilecimiento del hombre, en las que han sido maestros los últimos  milenios de Europa,  ¡esto es cosa que, por fortuna, aún puede inferirse de toda  mirada dirigida a los dioses griegos, a esos reflejos de hombres más nobles y  más dueños de sí, en los que el animal se sentía divinizado en el hombre y no

se devoraba a sí mismo, no se enfurecía contra sí mismo! Durante un tiempo  larguísimo esos griegos se sirvieron de sus dioses cabalmente para mantener  alejada de sí la «mala conciencia», para seguir estando contentos de su libertad  de alma: es decir en un sentido inverso al uso que el cristianismo ha hecho de  su Dios. En esto llegaron muy lejos aquellas magníficas cabezas infantiles,  valientes como leones; y nada menos que una autoridad tan grande como la

del mismo Zeus homérico les da a entender acá y allá que se toman las cosas  demasiado a la ligera: «¡Ay!», dice en una ocasión  se trata del caso de Egisto,  un caso muy grave

«¡Ay de qué cosas acusan los mortales a los dioses!

Dicen que sólo de nosotros proceden sus males;

pero ellos mismos con sus insensateces se causan sus infortunios,

incluso contra el destino».

Sin embargo, aquí oímos y vemos a la vez que también este espectador y

juez olímpico está lejos de enfadarse por esto con los hombres y de pensar mal  de ellos: «¡Qué locos son!», piensa al ver las fechorías de los mortales,  y  «locura», «insensatez», un poco de «perturbación en la cabeza», todo eso lo  admitieron de sí mismos incluso los griegos de la época más fuerte, más  valerosa, como fundamento de muchas cosas malas y funestas:  locura, ¡no  pecado! ¿Lo comprendéis?... Pero incluso esa perturbación de la cabeza era un  problema  «sí, ¿cómo ella es posible siquiera?, ¿de dónde puede haber venido,


 

propiamente, a cabezas como las de nosotros, hombres de la procedencia  aristocrática, de la fortuna, de la buena constitución, de la mejor sociedad, de

la nobleza, de la virtud?»  así se preguntó durante siglos el griego noble a la  vista del horror y del crimen, incomprensibles para él, con los que se había  manchado uno de sus iguales. «Un dios, sin duda, tiene que haberlo  trastornado», decía finalmente, moviendo la cabeza... Esta salida es típica de

los griegos... Y así los dioses servían entonces para justificar hasta cierto punto  al hombre incluso en el mal, servían como causas del mal entonces los dioses  no asumían la pena, sino, como es más noble, la culpa....

 

 

24

 

Acabo con tres signos de interrogación, como bien se ve. «¿Se alza  propiamente aquí un ideal, o se lo abate?», se me preguntará acaso... Pero ¿os

habéis preguntado alguna vez suficientemente cuán caro se ha hecho pagar e

n  la tierra el establecimiento de todo ideal? ¿Cuánta realidad tuvo que ser  siempre calumniada e incomprendida para ello, cuánta mentira tuvo que ser  santificada, cuánta conciencia conturbada, cuánto «dios» tuvo que ser  sacrificado cada vez? Para poder levantar un santuario hay que derruir un  santuario: ésta es la ley  ¡muéstreseme un solo caso en que no se haya  cumplido!... Nosotros los hombres modernos, nosotros somos los herederos de  la vivisección durante milenios de la conciencia, y de la autotortura, también  durante milenios, de ese animal que nosotros somos: en esto tenemos nuestra  más prolongada ejercitación, acaso nuestra capacidad de artistas, y en todo

caso nuestro refinamiento, nuestra perversión del gusto. Durante demasiado  tiempo el hombre ha contemplado «con malos ojos» sus inclinaciones  naturales, de modo que éstas han acabado por hermanarse en él con la «mala  conciencia». Sería posible en sí un intento en sentido contrario ¿pero quién es  lo bastante fuerte para ello?, a saber, el intento de hermanar con la mala  conciencia las inclinaciones innaturales, todas esas aspiraciones hacia el más  allá, hacia lo contrario a los sentidos, lo contrario a los instintos, lo contrario a la naturaleza, lo contrario al animal, en una palabra, los ideales que hasta ahora han existido, todos los cuales son ideales hostiles a la vida, ideales calumniadores del mundo. ¿A quién dirigirse hoy con tales esperanzas y pretensiones?... Tendríamos contra nosotros justo a los hombres buenos: y además, como es obvio, a los hombres cómodos, a los reconciliados, a los vanidosos, a los soñado res, a los cansados... ¿Qué cosa ofende más hondamente, qué cosa divide más radicalmente que el hacer notar algo del rigor y de la elevación con que uno se trata a sí mismo? Y, por otro lado ¡qué complaciente, qué afectuoso se muestra todo el mundo con nosotros tan pronto


 

como hacemos lo que hace todo el mundo y nos «dejamos llevar» como todo el mundo!... Para lograr aquel fin se necesitaría una especie de espíritus distinta de los que son probables cabalmente en esta época: espíritus fortalecidos por guerras y victorias, a quienes la conquista, la aventura, el peligro e incluso el dolor se les hayan convertido en una necesidad imperiosa; se necesitaría para ello estar acostumbrados al aire cortante de las alturas, a las caminatas invernales, al hielo y a las montañas en todo sentido, y se necesitaría además una especie de sublime maldad, una última y autosegurísima petulancia del conocimiento, que forma parte de la gran salud, ¡se necesitaría cabalmente, para decirlo pronto y mal, esa gran salud!... Pero  hoy ¿es ésta posible siquiera?... Alguna vez, sin embargo, en una época más

fuerte que este presente corrompido, que duda de sí mismo, tiene que venir a

 nosotros el hombre redentor, el hombre del gran amor y del gran desprecio, el  espíritu creador, al que su fuerza impulsiva aleja una y otra vez de todo  apartamiento y todo más allá, cuya soledad es malentendida por el pueblo

como si fuera una huida de la realidad : siendo así que constituye un hundirse,  un enterrarse, un profundizar en la realidad, para extraer alguna vez de ella,  cuando retorne a la luz, la redención de la misma, su redención de la maldición  que el ideal existente hasta ahora ha lanzado sobre ella. Ese hombre del futuro,  que nos liberará del ideal existente hasta ahora y asimismo de lo que tuvo que  nacer de él, de la gran náusea, de la voluntad de la nada, del nihilismo, ese  toque de campana del mediodía y de la gran decisión, que de nuevo libera la  voluntad, que devuelve a la tierra su meta y al hombre su esperanza, ese  anticristo y antinihilista, ese vencedor de Dios y de la nada  alguna vez tiene  que llegar...

 

 

25

 

Mas ¿qué estoy diciendo? ¡Basta! ¡Basta! En este punto sólo una cosa me conviene, callar: de lo contrario atentaría contra algo que únicamente le está permitido a uno más joven, a uno más «futuro», a uno más fuerte que yo, lo que únicamente le está permitido a Zaratustra, a Zaratustra el ateo...

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TRATADO TERCERO

¿Qué significan los ideales ascéticos?

 


 

Despreocupados, irónicos, violentos

así nos quiere la sabiduría: es una mujer, ama siempre únicamente a un guerrero... Así habló Zaratustra

1

 

¿Qué significan los ideales ascéticos?  Entre artistas, nada o demasiadas  cosas diferentes; entre filósofos y personas doctas, algo así como un olfato y

un instinto para percibir las condiciones más favorables de una espiritualidad  elevada; entre mujeres, en el mejor de los casos, una amabilidad más de la  seducción, un poco de morbidezza [morbidez] sobre una carne hermosa, la  angelicidad de un bello animal grueso; entre gentes fisiológicamente lisiadas y  destempladas (la mayoría de los mortales), un intento de encontrarse  «demasiado buenas» para este mundo, una forma sagrada de desenfreno, su  principal recurso en la lucha contra el lento dolor y contra el aburrimiento;  entre sacerdotes, la auténtica fe sacerdotal, su mejor instrumento de poder, y  también la «suprema» autorización para el mismo; finalmente, entre santos, un  pretexto para el letargo invernal, su novissima gloriae cupido [novísima avidez  de gloria], su descanso en la nada («Dios»), su forma peculiar de locura.

Ahora bien, en el hecho de que el ideal ascético haya significado tantas cosas  para el hombre se expresa la realidad fundamental de la voluntad humana, su  horror vacui [horror al vacío]: esa voluntad necesita una meta  y prefiere

querer la nada a no querer.  ¿Se me entiende?... ¿Se me ha entendido?... «¡De  ninguna manera, señor!»  Comencemos, pues, desde el principio.

 

 

2

 

¿Qué significan los ideales ascéticos?  O para tomar un solo caso con  respecto al cual se me ha consultado con bastante frecuencia, ¿qué significa,

por ejemplo, el que un artista como Richard Wagner rinda homenaje a la  castidad en los días de su vejez? Es verdad que, en cierto sentido, eso lo hizo  siempre; pero sólo en el último momento lo hizo en un sentido ascético. ¿Qué  significa esa modificación del «sentido», ese radical cambio de sentido? pues  fue un cambio, y con él Wagner dio directamente el salto a su antítesis. ¿Qué  significa que un artista dé el salto a su antítesis?... Supuesto que queramos  detenernos un poco en esta cuestión, nos viene aquí en seguida el recuerdo de  la época más buena, más fuerte, más jubilosa, más valerosa que hubo tal vez  en la vida de Wagner: fue cuando el pensamiento de las bodas de Lutero le


 

ocupaba de una manera íntima y profunda. ¿Quién sabe de qué azares ha  dependido propiamente el que nosotros tengamos hoy, en lugar de aquellá  música nupcial, L

os maestros cantores? ¿Y cuánto de aquélla sigue quizá  resonando todavía en éstos? Pero no hay ninguna duda de que, aun en esas  Bodas de Lutero, se habría tratado de un elogio de la castidad. También, de  todos modos, de un elogio de la sensualidad:  y justo así me parecería bien,  justo así habría sido ello también «wagneriano». Pues entre castidad y  sensualidad no se da una antítesis necesaria; todo buen matrimonio, toda  auténtica relación amorosa de corazón está por encima de esa antítesis. A mi  parecer, Wagner habría hecho bien en llevar de nuevo al ánimo de sus  alemanes esta agradable realidad, con ayuda de una graciosa y atrevida  comedia sobre Lutero, pues hay y ha habido siempre entre los alemanes  muchos calumniadores de la sensualidad; y acaso el mérito de Lutero en  ninguna otra cosa fue más grande que en haber tenido cabalmente el valor de  su sensualidad (entonces se la llamaba, con bastante delicadeza, «libertad  evangélica...»). Pero aun en el caso de que exista realmente esa antítesis entre  castidad y sensualidad, no es necesario, por fortuna, que sea ya una antítesis  trágica. Esto debería valer al menos de todos los mortales dotados de mejor  constitución, dotados de mejores ánimos, los cuales están lejos de contar sin  más, entre las razones contrarias a la existencia, su lábil equilibrio entre «la  bestia y el ángel», los más sutiles y los más lúcidos, como Goethe, como Hafis, han visto incluso en esto un atractivo más de la vida. Precisamente tales «contradicciones» tientan seductoramente a existir... Por otro lado, resulta manifiesto que cuando los cerdos lisiados son llevados a adorar la castidad ¡y tales cerdos existen! ven y adoran en ella sólo su antítesis, la antítesis del cerdo lisiado ¡oh, es fácil imaginar con qué trágico gruñido y fervor lo hacen!, aquella penosa y superflua antítesis que Richard Wagner, al final de su vida, quiso, sin ninguna duda, poner todavía en música y llevar a la escena. Mas ¿con qué finalidad? es lícito y justo preguntar. Pues ¿qué le importaban a él los cerdos, qué nos importan a nosotros?

 

 

3

 

Es cierto que aquí no podemos eludir esta otra pregunta: ¿qué le importaba a él en realidad aquella varonil (ay, tan poco varonil) «candidez campesina», aquel pobre diablo, aquel agreste muchacho llamado Parsifal, al que acabó por hacer católico con medios tan pérfidos? ¿cómo?, ¿fue tomado en serio en absoluto el tal Parsifal? Se podría, en efecto, estar tentado a suponer lo contrario, e incluso a desearlo, que el Parsifal wagneriano estuviese tomado en broma, como epílogo y como drama satírico, por así decirlo, con el cual el


 

Wagner trágico habría querido despedirse de nosotros, también de sí mismo, y an

te todo de la tragedia, de una manera realmente conveniente y digna de él, a saber, con un exceso de suprema y traviesísima parodia de lo trágico, parodia de toda la espantosa seriedad y desolación terrenas de otro tiempo, parodia de la forma más grosera finalmente superada, que hay en la antinaturaleza del ideal ascético. Como he dicho, esto hubiera sido cabalmente digno de un gran trágico; el cual, como todo art

ista, alcanza la última cumbre de su grandeza tan sólo cuando sabe verse a sí mismo y a su arte por debajo de sí, cuando sabe reírse de sí. ¿Es el «Parsifal» de Wagner su secreto reírse, por superioridad, de sí mismo, el triunfo de su última, suprema, conquistada libertad de artista, de su másallá del artista? Quisiér

amos desearlo, como ya he dicho: pues ¿qué sería el Parsifal tomado en serio? ¿Es realmente necesario ver en él (como se ha dicho en contra mía) «el engendro de un enloquecido odio contra el conocimiento, el espíritu y la sensualidad»? ¿Una maldición lanzada contra los sentidos y contra el espíritu en un único odio y un único aliento? ¿Una apostasía y una conversión a los ideales cristianamente morbosos y oscurantistas? ¿Y, en fin, incluso un negarseasímismo, un borrarseasímismo por parte de un artista que hasta ese instante había pretendido, con todo el poder de su voluntad, lo contrario, es decir, la suprema espiritualización y sensualización de su arte? Y no sólo de su arte: también de su vida. Recuérdese el entusiasmo con que, en su tiempo, siguió Wagner las huellas del filósofo Feuerbach: en los años treinta y cuarenta la frase de Feuerbach acerca de la «sana sensualidad» resonó para Wagner, igual que para muchos alemanes (se llamaban a sí mismos los «jóvenes alemanes»), como una palabra de redención. ¿Acabó Wagner por cambiar de doctrina sobre esto? Pues al menos parece que acabó por querer enseñar lo opuesto... Y no sólo con las trompetas de Parsifal, desde lo alto del escenario: en la turbia actividad literaria de sus últimos años, tan poco libre como desconcertada, hay cien pasajes en los que se delatan un secreto deseo y una secreta voluntad, una acobardada, insegura, inconfesada voluntad de predicar propiamente la vuelta atrás, la conversión, la negación, el cristianismo, la Edad Media, y de decir a sus discípulos: «¡Todo esto no es nada! ¡Buscad la salvación en otra parte!» Incluso en una ocasión es invocada la «sangre del Redentor...».

 

 

4

 

Permítaseme expresar mi opinión en un caso como éste, que encierra  muchas cosas penosas y se trata de un caso típico: sin duda lo mejor que puede

hacerse es separar hasta tal punto al artista de su obra que no se le tome a  aquél con igual seriedad que a ésta. En última instancia él es tan sólo la


 

condición preliminar de su obra, el seno materno, el terreno, a veces el abono  y el estiércol sobre el cual y del cual crece aquélla,  y por esto es, en la mayor  parte de los casos, algo que se debe olvidar si se quiere gozar de la obra

misma. El indagar la procedencia de una obra interesa a los fisiólogos y  vivisectores del espíritu: ¡nunca y en ningún caso a los estetas, a los artistas!

Al que creó y plasmó el Parsifal no se le excusó el trabajo de un profundo,  radical e incluso terrible revivir y descender a los contrastes anímicos  medievales, un hostil apartamiento de toda elevación, rigor y disciplina del  espíritu, una especie de perversidad intelectual (si se me permite la expresión),  de igual manera que tampoco a una mujer encinta se le ahorran los ascos y  antojos del embarazo: cosas éstas que, como se ha dicho, hay que olvidar para  gozar del hijo. Debemós guardarnos de la confusión en que por contiguity  [contigüidad] psicológica, para decirlo igual que los ingleses, muy fácilmente  cae un artista: la de creer que él mismo es aquello que él puede representar,  concebir, expresar. En realidad ocurre que, si él lo fuera, no lo podría en  absoluto representar, concebir, expresar; Homero no habría creado a Aquiles

ni Goethe habría creado a Fausto, si el primero hubiera sido Aquiles, y el  segundo, Fausto. Un artista perfecto y total está apartado, por toda la

eternidad, de lo «real», de lo efectivo; se comprende, por otra parte, que a

veces pueda sentirse cansado hasta la desesperación de esa eterna «irrealidad»  y falsedad de su más íntimo existir, y que entonces haga el intento de irrumpir  de golpe en lo que justo a él más prohibido le está, en lo real, que haga el  intento de ser real. ¿Con qué resultado? Se lo habrá adivinado... Es ésta la  veleidad típica del artista: la misma veleidad a la que también sucumbió el  viejo Wagner y que tuvo que expiar a un precio tan alto y de un modo tan  funesto (a causa de ella perdió la parte más valiosa de sus amigos). Pero en  última instancia, aun prescindiendo totalmente de esa veleidad, ¿quién podría  en absoluto no desear, por amor al mismo Wagner, que se hubiera despedido

de nosotros y de su arte de otro modo, no con un Parsifal, sino de una manera  más victoriosa, más segura de sí, más wagneriana de una manera menos  desconcertante, menos ambigua en lo referente a todo su querer, menos  schopenhaueriana, menos nihilista?...

 

 

5

 

¿Qué significan, pues, los ideales ascéticos? En el caso de un artista, ya lo hemos comprendido: ¡absolutamente nada!... ¡O tantas cosas distintas, que es lo mismo que absolutamente nada!... Eliminemos por de pronto a los artistas: ¡no tienen, ni de lejos, suficiente independencia en el mundo y contra el mundo como para que sus apreciaciones de valor y los cambios de éstas


 

mereciesen interés en sí! Los artistas han sido en todas las épocas los ayudas

de cámara de una moral, o de una filosofía, o de una religión; prescindiendo  totalmente, por otro lado, del hecho de que, por desgracia, han sido muy a  menudo los demasiado maleables cortesanos de sus seguidores y mecenas, así  como perspicaces aduladores de poderes antiguos o de poderes nuevos y  ascendentes. Cuando menos, siempre tienen necesidad de una defensa  protectora, de un apoyo, de una autoridad ya asentada: los artistas no se  sostienen nunca de por sí, el estar solos va en contra de sus instintos más  hondos. Así, por ejemplo, Richard Wagner, «cuando hubo llegado el tiempo»,  tomó al filósofo Schopenhauer como jefe de fila y como defensa protectora:   ¿quién podría considerar imaginable siquiera que Wagner habría tenido valor  para defender un ideal ascético sin el sostén que le ofrecía la filosofía de  Schopenhauer, sin la autoridad de Schopenhauer, la cual había adquirido  preponderancia en Europa en los años setenta? (y aquí no consideramos

todavía la cuestión de sí, en la Nueva Alemania, habría sido posible en

absoluto un artista sin la leche de una disposición de ánimo devota, devota del  Reich). Y con esto hemos llegado a la cuestión más seria: ¿qué significa que  rinda homenaje al ideal ascético un verdadero filósofo, un espíritu realmente  asentado en sí mismo como Schopenhauer, un hombre y un caballero de  broncínea mirada, que tiene el valor de ser él mismo, que sabe estar solo y no  espera a jefes de fila ni a indicaciones venidas de arriba?  Examinemos aquí en  seguida la notable y, para cierta especie de hombres, incluso fascinante

posición de Schopenhauer respecto al arte; pues, evidentemente, fue sobre

todo a causa de ésta por lo que Richard Wagner se pasó a Schopenhauer  (persuadido a ello por un poeta, como es sabido, por Herwegh), y esto hasta el  punto de que surgió una completa contradicción teórica entre su anterior y su  posterior fe estética, la primera expresada, por ejemplo, en ópera y drama, y la  última, en los escritos que publicó a partir de 1870. En especial, y esto es lo

que tal vez más sorprende, Wagner modifica sin la más mínima consideración,  a partir de ahora, su juicio sobre el valor y la posición de la música misma:

¡qué le importaba el que hasta entonces hubiese hecho de ella un medio, un  medium, una «mujer», que para florecer necesitaba absolutamente de una  finalidad, de un hombre es decir, del drama! De un golpe comprendió que se  podía hacer más in majorem musicae gloriara [para mayor gloria de la música]  con la teoría y la innovación de Schopenhauer,  es decir, con la soberanía de la  música, tal como éste la entendía: la música situada aparte frente a todas las  demás artes, la música como el arte independiente en sí, no ofreciendo, como  aquéllas, reproducciones de la fenomenalidad, antes bien hablando el lenguaje  de la voluntad misma, brotando directamente del «abismo», como a revelación  más propia, más originaria, más inderivada de éste. Con este extraordinario  aumento de valor de la música, que parecía brotar de la filosofía de  Schopenhauer, también el músico mismo aumentó inauditamente de precio de


 

un modo repentino: a partir de ahora se convirtió en un oráculo, en un  sacerdote, e incluso más que un sacerdote, en una especie de portavoz del  «ensí» de las cosas, en un teléfono del más allá en adelante ya no recitaba sólo  música, este ventrílocuo de Dios, recitaba metafísica: ¿qué puede extrañar el  que un día terminase por recitar ideales ascéticos?...

 

 

6

 

Schopenhauer se sirvió de la concepción kantiana del problema estético,   aunque es del todo cierto que no lo contempló con ojos kantianos. Kant

pensaba que hacía un honor al arte dando la preferencia y colocando en el  primer plano, entre los predicados de lo bello, a los predicados que constituyen  la honra del conocimiento: impersonalidad y validez universal. No es éste el  sitio adecuado para discutir si, en lo principal, no era esto un error; lo único

que quiero subrayar es que Kant, al igual que todos los filósofos, en lugar de  enfocar el problema estético desde las experiencias del artista (del creador),  reflexionó sobre el arte y lo bello a partir únicamente del «espectador» y, al  hacerlo, introdujo sin darse cuenta al «espectador» mismo en el concepto  «bello». ¡Pero si al menos ese «espectador» les hubiera sido bien conocido a

los filósofos de lo bello! quiero decir, ¡conocido como un gran hecho y una

gran experiencia personales, como una plenitud de singularísimas y poderosas  vivencias, apetencias, sorpresas, embriagueces en el terreno de lo bello! Pero  me temo que ocurrió siempre lo contrario: y así, ya desde el mismo comienzo,  nos dan definiciones en las que, como ocurre en aquella famosa que Kant da

de lo bello, la ausencia de una más delicada experiencia propia se presenta c

on  la figura de un gordo gusano de error básico. «Es bello, dice Kant, lo que  agrada desinteresadamente». ¡Desinteresadamente! Compárese con esta  definición aquella otra expresada por un verdadero «espectador» y artista  Stendhal, que llama en una ocasión a lo bello une promesse de bonheur [una  promesa de felicidad]. Aquí queda en todo caso repudiado y eliminado justo  aquello que Kant destaca con exclusividad en el estado estético: le  désintéressement [el desinterés]. ¿Quién tiene razón, Kant o Stendhal? 

Aunque es cierto que nuestros estéticos no se cansan de poner en la balanza,

en favor de Kant, el hecho de que, bajo el encanto de la belleza, es posible  co

ntemplar «desinteresadamente» incluso estatuas femeninas desnudas, se nos  permitirá que nos riamos un poco a costa suya: las experiencias de los artistas  son, con respecto a este escabroso punto, «más interesantes», y Pigmalión, en  todo caso, no fue necesariamente un «hombre antiestético». ¡Pensemos tanto  mejor de la inocencia de nuestros estéticos, reflejada en tales argumentos,  consideremos, por ejemplo, como algo que honra a Kant lo que sabe


 

enseñarnos, con la ingenuidad propia de un cura de aldea, sobre la

peculiaridad de sentido del tacto!. Y aquí volvemos a Schopenhauer, que tuv

o  con las artes una vinculación completamente distinta que Kant y que, sin  embargo, no se libró del sortilegio de la definición kantiana: ¿cómo ocurrió  esto? El asunto es bastante extraño: la expresión «desinteresadamente»  Schopenhauer la interpretó para el mismo de una manera personalísima,

 partiendo de una experiencia que, en él, tuvo que ser de las más normales.  Sobre pocas cosas habla Schopenhauer con tanta seguridad como sobre el  efecto de la contemplación estética: le atribuye un efecto contrarrestador  precisamente del «interés» sexual, es decir, parecido al de la lulupina y el  alcanfor, y nunca se cansó de ensalzar, como la gran ventaja y utilidad del  estado estético, ese liberarse de la «voluntad». Más aún, se podría estar

tentado a preguntar si su concepción básica de Voluntad y representación, el  pensamiento de que tan sólo por medio de la «representación» puede haber

una liberación de la «voluntad», no tuvo su origen en una generalización de  aquella

 experiencia sexual. (Digamos de pasada que, en todas las cuestiones  referentes a la filosofía schopenhaueriana, no debe olvidarse que se trata de la  concepción de un joven de veintiséis años; de tal manera que esa filosofía no  participa sólo de lo específico de Schopenhauer, sino también de lo específico  de esa edad de la vida.) Oigamos, por ejemplo, uno de los pasajes más  expresivos entre los innumerables escritos por él a honra del estado estético

(El mundo como voluntad y representación, I, 231), escuchemos el tono, el  sufrimiento, la felicidad, el agradecimiento con que han sido dichas las  siguientes palabras. «Este es el estado indoloro que Epicuro ensalzaba como el  bien supremo y como el estado propio de los dioses; en ese instante estamos  sustraídos al ruin acoso de la voluntad, celebramos el sábado del trabajo  forzado del querer, la rueda de Ixión se detiene...» ¡Qué vehemencia de las  palabras! ¡Qué imágenes del tormento y del largo hastío! ¡Qué contraposición  casi patológica de tiempos entre «ese instante», por un lado, y, por otro, la  «rueda de Ixión», el «trabajo forzado del querer», el «ruin acoso de la  voluntad»!  Pero suponiendo que Schopenhauer tuviese cien veces razón en lo  que respecta a su persona, ¿qué se habría logrado con esto para la comprensión  de la esencia de lo bello? Schopenhauer ha descrito un solo efecto de lo bello,

el efecto calmante de la voluntad,  pero ¿es éste siquiera un efecto normal?  Stendhal, como hemos dicho, naturaleza no menos sensual, pero de

constitución más feliz que Schopenhauer, destaca otro efecto de lo bello: «

lo  bello promete la felicidad», a él le parece que lo que de verdad acontece es  precisamente la excitación de la voluntad («del interés») por lo bello. ¿Y no se  le podría, en fin, objetar al mismo Schopenhauer que él no tiene ningún

derecho a creerse kantiano en esto, que no entendió en absoluto kantianamente  la definición kantiana de lo bello,  que también a él lo bello le agrada por un  «interés», incluso por el interés del torturado que escapa a su tortura?... Y


 

volviendo a nuestra primera pregunta, «¿qué significa que un filósofo rinda  homenaje al ideal ascético?», obtenemos aquí al menos una primera  indicación: quiere escapar a una tortura.

 

 

7

 

Guardémonos de poner en seguida rostros lúgubres al oír la palabra  «tortura»: precisamente en este caso es bastante lo que hay que descontar, lo

que hay que restar,  queda incluso algo de qué reír. Ante todo no

infravaloremos la circunstancia de que Schopenhauer, que de hecho trata como  a un enem

igo personal a la sexualidad (incluido su instrumento, la mujer, ese  instrumentum diaboli [instrumento del diablo] ), necesitaba enemigos para  conservar su buen humor; de que le gustaban las palabras furibundas, biliosas,  verdinegras; de que se encolerizaba por el gusto de encolerizarse, por pasión;

de que habría enfermado, se habría vuelto pesimista ( pues no lo era, aunque lo  deseaba mucho), sin sus enemigos, sin Hegel, la mujer, la sensualidad, y toda

la voluntad de existir, de quedarse. De lo contrario, Schopenhauer no se

hubiera quedado, sobre esto se puede apostar, habría escapado: pero sus  enemigos le tenían sujeto, sus enemigos le seducían una y otra vez a existir, su  cólera era para él, al igual que para los cínicos de la Antigüedad, su bálsamo,

su alivio, su recompensa, su remedium contra la náusea, su felicidad. Esto en

lo que respecta a lo más personal del caso de Schopenhauer; por otro lado, hay  en él todavía algo típico,  y aquí es donde volvemos de nuevo a nuestro  problema. Es indiscutible que, desde que hay filósofos en la tierra, y en todos  los lugares en que los ha habido (desde la India hasta Inglaterra, para tomar los  dos polos opuestos de la capacidad para la filosofía), existen una auténtica  irritación y un auténtico rencor de aquéllos contra la sensualidad

Schopenhauer es tan sólo el más elocuente y, si se tiene oídos para escuchar,  también el más arrebatador y fascinante de esos desahogos; igualmente existen  una auténtica parcialidad y una auténtica predilección de los filósofos por el  ideal ascético en su totalidad, esto es cosa sobre la cual y frente a la cual no  debemos hacernos ilusiones. Ambas cosas forman parte del tipo, como hemos  dicho; y si ambas faltan en un filósofo, entonces éste no pasa de ser estése  seguro de ello un filósofo «por así decirlo». ¿Qué significa esto? Pues hay que  empezar por interpretar tal hecho: en sí está ahí tontamente por toda la  eternidad, como toda «cosa en sí». Todo animal, y por tanto también la bête  philosophe [el animal filósofo], tiende instintivamente a conseguir un

optimum de las condiciones más favorables en que poder desahogar del todo

su fuerza, y alcanza su maximum en el sentimiento de poder; todo animal, de  manera asimismo instintiva, y con una finura de olfato que «está por encima


 

de toda razón», siente horror frente a toda especie de perturbaciones y de  impedimentos que se le interpongan o puedan interponérsele en este camino  hacia el optimum ( de lo que hablo no es de su camino hacia la «felicidad»,  sino de su camino hacia el poder, hacia la acción, hacia el más poderoso hacer,  y, de hecho, en la mayoría de los casos, su camino hacia la infelicidad). Y así

el filósofo siente horror del matrimonio y de todo aquello que pudiera  persuadirle a contraerlo,  el matrimonio como obstáculo y fatalidad en su  camino hacia el optimum. ¿Qué gran filósofo ha estado casado hasta ahora?  Heráclito, Platón, Descartes, Spinoza, Leibniz, Kant, Schopenhauer  no lo  estuvieron; más aún, ni siquiera podemos imaginarlos casados. Un filósofo  casado es un personaje de comedia, ésta es mi tesis: y por lo que se refiere a  aquella excepción, Sócrates, parece que el malicioso Sócrates se casó ironice  [por ironía], justamente para demostrar está tesis. Todo filósofo diría lo mismo  que dijo Buda en una ocasión, cuando le anunciaron el nacimiento de un hijo.  «Me ha naci

do Ráhula, una cadena ha sido forjada para mí» (Ráhula significa  aquí «un pequeño demonio»); a todo «espíritu libre» tendría que llegarle una  hora de reflexión, suponiendo que haya tenido antes una hora vacía de  pensamientos, como le llegó en otro tiempo al mismo Buda «estrecha y  oprimida, pensaba para sí, es la vida en la casa, un lugar de impureza; la  libertad está en abandonar la casa»: «tan pronto como pensó esto abandonó la  casa». En el ideal ascético están insinuados tantos puentes hacia la  independencia, que un filósofo no puede dejar de sentir júbilo y aplaudir en su  interior al escuchar la historia de todos aquellos hombres decididos que un día  dijeron no a toda sujeción y se marcharon a un desierto cualquiera: aun dando  por supuesto que no fueran más que asnos fuertes y todo lo contrario de un  espíritu fuerte. ¿Qué significa, pues, el ideal ascético en un filósofo? Mi  respuesta hace tiempo que se la habrá adivinado es: al contemplarlo el filósofo  sonríe a un optimum de condiciones de la más alta y osada espiritualidad,  con  ello no niega «la existencia», antes bien, en ello afirma su existencia y sólo su  existencia, y esto acaso hasta el punto de no andarle lejos este deseo criminal:  pereat mundus, fiat philosophia fiat philosophus, fiam!.. [perezca el mundo,  hágase la filosofía, hágase el filósofo, hágame yo.]

 

 

8

 

¡Ya se ve que estos filósofos no son testigos y jueces incorruptos del valor  del ideal ascético! Piensan en sí mismos,  ¡qué les importa a ellos «el santo»!  Piensan en lo que precisamente a ellos les resulta lo más indispensable: estar  libres de coerción, perturbación, ruido, de negocios, deberes, preocupaciones;  lucidez en la cabeza; danza, salto y vuelo de los pensamientos, un aire puro,


 

claro, libre, seco, como lo es el aire de las alturas, en el que todo ser animal se  vuelve más espiritual y le brotan alas; tranquilidad en todos los subterráneos;  todos los perros bien atados a la cadena; ningún ladrido de enemistad y de  hirsuto rencor; ningún roedor gusano de ambición ofendida; vísceras modestas  y sumisas, diligentes cual ruedas de molino, pero lejanas; el corazón, extraño,  en el más allá, futuro, póstumo,  en definitiva, al pensar en el ideal ascético los  filósofos piensan en el jovial ascetismo de un animal divinizado y al que le

han brotado alas, y que, más que descansar sobre la vida, vuela sobre ella. Es  sabido cuáles son las tres pomposas palabras del ideal ascético: pobreza,  humildad, castidad; y ahora mírese de cerca la vida de todos los espíritus  grandes, fecundos, inventivos,  siempre se volverá a encontrar en ella, hasta  cierto grado, esas tres cosas. En modo alguno, ya se entiende, como si fueran  acaso sus «virtudes» ¡qué tiene que ver con virtudes esa especie de hombres!,  sino como las condiciones más propias y más naturales de su existencia

óptima, de su más bella fecundidad. Aquí es del todo posible, desde luego, que  su espiritualidad dominante haya tenido que poner freno por lo pronto a un  indomable y excitable orgullo o a una traviesa sensualidad, o que a aquélla le  haya costado bastante mantener en pie su voluntad de «desierto», acaso frente

a una inclinación al lujo y a lo más rebuscado, y asimismo frente a una pró

diga  liberalidad de corazón y de mano. Pero aquella espiritualidad lo hizo,  justamente en cuanto era el instinto dominante que imponía sus exigencias a  todos los demás instintos y lo continúa haciendo; si no lo hiciera, no

dominaría, en efecto. Nada, pues, hay aquí de «virtud». Por lo demás, el  «desierto» de que acabo de hablar, al que se retiran y en el que se aíslan los  espíritus fuertes, de naturaleza independiente  ¡oh, qué aspecto tan distinto  ofrece del desierto con que sueñan los doctos! a veces, en efecto, estos

mismos, esos doctos son el desierto. Y lo seguro es que ninguno de los  comediant

es del espíritu resistió en absoluto en él,  ¡para ellos no es bastante  romántico,

 bastante sirio, no es bastante desierto de teatro! De todos modos,  tampoco en él faltan camellos: pero a esto se reduce toda la semejanza. Una  oscuridad arbitraria, tal vez; un evitarse a sí mismo; una esquivez frente al  ruido, la veneración, el periódico, la influencia; un pequeño oficio, una vida  corriente, algo que, más bien que sacar a la luz, oculte; un tratar de vez en  cuando con inofensivos y alegres animales y pájaros, cuya visión recrea; como  compañía, una montaña, pero no muerta, sino una montaña con ojos (es decir,  con lagos); y aun a veces un cuarto en una fonda abierta a todo el mundo,  abarrotada, en la que uno está seguro de ser confundido con otro y en la que  puede hablar impunemente con cualquiera,  esto es aquí «desierto»: ¡oh, es  bastante solitario, creedme! Cuando Heráclito se retiró a las tierras libres y a

las columnatas del inmenso templo de Artemisa este «desierto» era más digno,  lo admito; ¿por qué nos faltan hoy tales templos? (tal vez no nos falten: acabo  de acordarme de mi más bello cuarto de estudio, la Piazza di San Marco,


 

suponiendo que sea en primavera, y además por la mañana, las horas de 10 a  12). Pero aquello de lo que Heráclito huía continúa siendo lo mismo de lo que  nosotros nos apartamos ahora: el ruido y la charlatanería de demócratas de los  efesios, su política, sus novedades del Reich (de Persia, ya se entiende), su  chismorrería del «hoy»,  pues nosotros los filósofos necesitamos sobre todo  calma de una cosa: de todo «hoy». Veneramos lo callado, lo frío, lo noble, lo  lejano, lo pasado, en general todo aquello cuyo aspecto no obliga al alma a  defenderse y a cerrarse, algo con lo que se pueda hablar sin elevar la voz.  Escúchese el sonido que tiene un espíritu cuando habla: todo espíritu tiene su  sonido, ama su sonido. Ese de ahí, por ejemplo, tiene que ser necesariamente  un agitador, quiero decir una cabeza hueca, una cazuela vacía: todo lo que en  ella entra, sea lo que sea, sale de allí con un sonido sordo y grueso, cargado

con el eco del gran vacío. Aquel de allí rara es la vez que no habla con voz  ronca: ¿acaso se ha puesto ronco pensando? Sería posible pregúntese a los  fisiólogos, pero quien piensa en palabras, piensa como orador y no como  pensador (deja ver que, en el fondo, no piensa cosas, hechos, sino que piensa  sólo a propósito de cosas, que propiamente se piensa a sí y a sus oyentes).  Aquel tercero de allá habla de manera insinuante, se nos acerca demasiado, su  aliento llega hasta nosotros, cerramos involuntariamente la boca, aunque  aquello a través de lo cual nos hable sea un libro: el sonido de su estilo nos da  la razón de ello,  no tiene tiempo, cree mal en sí mismo, o habla hoy o no  hablará ya nunca. Pero un espíritu que esté seguro de sí mismo habla quedo;  busca el ocultamiento, se hace esperar. A un filósofo se le reconoce en que se  aparta de tres cosas brillantes y ruidosas: la fama, los príncipes y las mujeres:  con lo cual no se ha dicho que estas cosas no vengan a él. Se recata de la luz  demasiado intensa; por ello se recata de su época y del «día» de ésta. En esto

es como una sombra: cuanto más se hunde el sol, tanto más grande se vuelve  ella.

En lo que se refiere a su «humildad», el filósofo, al igual que soporta lo  oscuro, así soporta también una cierta dependencia y eclipsamiento: más aún,  teme la perturbación causada por el rayo, se aparta con terror de la indefensión  propia de un árbol demasiado solitario y abandonado, sobre el que todo mal  tiempo descarga su ma

l humor, y todo mal humor descarga su mal tiempo. Su  instinto «maternal», el amor secreto a aquello que en él germina, lo empuja a  situaciones en que se le exonere de pensar en sí; en el mismo sentido en que el  instinto materno que hay en la mujer ha mantenido hasta ahora la situación de  dependencia de ésta en general. En última instancia, estos filósofos piden muy  poco, su divisa es «quien posee, es poseído» : y ello, tengo que repetirlo una y  otra vez, no por virtud, no por una meritoria voluntad de sobriedad y de  sencillez, sino porque su supremo señor así lo exige de ellos, lo exige sabia e  inexorablemente: él sólo tiene en cuenta una única cosa, y únicamente para

ella recoge, únicamente para ella ahorra todo lo demás, el tiempo, la fuerza, el  amor, el interés. A este tipo de hombres no les gusta ser perturbados por


 

enemistades, y tampoco por amistades: fácilmente olvidan o perdonan.

Piensan que es de mal gusto hacerse los mártires; «sufrir por la verdad»  eso lo  dejan para los ambiciosos y para los héroes de escenario del espíritu y para

todo el que tenga tiempo de sobra (ellos mismos, los filósofos, tienen algo que  hacer por la verdad). Hacen escaso uso de grandes palabras; se dice que la  misma palabra «verdad» les repugna: suena demasiado ampulosamente... Por  fin, en lo que se refiere a la castidad de los filósofos, esta especie de espíritus  tiene evidentemente su fecundidad en algo distinto de los hijos; acaso está en  otro lugar también la pervivencia de su nombre, su pequeña inmortalidad (en

la antigua India los filósofos se expresaban de manera más inmodesta aún,  «¿para qué ha de tener descendientes aquel cuya alma es el mundo?»). No hay  en esto nada de una castidad nacida de algún escrúpulo ascético o de odio  contra los sentidos, de igual manera que no es castidad el que un atleta o un  jockey se abstengan de las mujeres: antes bien, así lo quiere, al menos para los  tiempos del gran embarazo, su instinto dominante. Todo artista sabe que, en  estados de gran tensión y preparación espiritual, el dormir con mujeres

produce un efecto muy nocivo; los más poderosos entre ellos, los de instintos  más seguros, no necesitan, para saberlo, hacer la experiencia, la mala  experiencia, sino que es cabalmente su instinto «maternal» el que aquí dispone  sin consideración alguna, en provecho de la obra en gestación, de todas las  demás reservas y aflujos de fuerza, del vigor de la vida animal: la fuerza

mayor consume entonces a la fuerza menor. Por lo demás, explíquese el caso  antes mencionado de Schopenhauer según esta interpretación: la visión de lo  bello actuaba en él evidentemente como estímulo liberador sobre la fuerza  principal de su naturaleza (la fuerza de la reflexión y de la mirada penetrante);  de tal manera que entonces ésta explotaba y de un golpe se enseñoreaba de la  conciencia. Con esto no se pretende excluir en absoluto la posibilidad de que  aquella peculiar dulzura y plenitud propias del estado estético tengan acaso su  origen precisamente en el ingrediente «sensualidad» (de igual manera que es

de esa fuente de donde brota aquel «idealismo» que es propio de las

muchachas casaderas) y, por tanto, la sensualidad no queda eliminada cuando  aparece el estado estético, como creía Schopenhauer, sino que únicamente se  transfigura y no penetra en la conciencia ya como estímulo sexual. (Sobre este  punto de vista volveré otra vez, en conexión con problemas más delicados de

la fisiología de la estética, ciencia tan intacta, tan poco explorada hasta hoy.)

 

 

9

 

Como hemos visto, un cierto ascetismo, una dura y serena renuncia hecha del mejor grado, se cuentan entre las condiciones más favorables de la


 

espiritualidad altísima y también entre las consecuencias más naturales de ésta; por ello, de antemano no extrañará que el ideal ascético haya sido tratado siempre con una cierta parcialidad a su favor precisamente por los filósofos. En un examen histórico serio se pone incluso de manifiesto que el vínculo entre ideal ascético y filosofía es aún mucho más estrecho y riguroso. Podría decirse que sólo apoyándose en los andadores de ese ideal es como la filosofía aprendió en absoluto a dar sus primeros pasos y pasitos en la tierra ¡ay, tan torpe aún, ay, con cara tan descontenta, ay, tan pronta a caerse y a quedar tendida sobre el vientre, esta pequeña y tímida personilla mimosa, de torcidas piernas! A la filosofía le ocurrió al principio lo mismo que a todas las cosas buenas, durante mucho tiempo éstas no tuvieron el valor de afirmarse a sí mismas, miraban en torno suyo por si alguien quería venir en su ayuda, más aún, tenían miedo de todos los que las miraban. Enumérense una a una todas las pulsiones y virtudes del filósofo su pulsión dubitativa, su pulsión negadora, su pulsión expectativa («eféctica»), su pulsión analítica, su pulsión investigadora, indagadora, atrevida, su pulsión comparativa, compensadora, su voluntad de neutralidad y objetividad, su voluntad de actuar siempre sine ira et studio [sin ira ni parcialidad] : tse ha comprendido ya bien que todas esas pulsiones salieron, durante larguísimo tiempo, al encuentro de las primeras exigencias de la moral y de la conciencia? (para no decir nada de la razón en cuanto tal, a la que todavía Lutero gustaba de llamar Señora Sabia, la sabia prostituta). ¿Se ha comprendido ya bien que un filósofo, si hubiera cobrado conciencia de sí, habría tenido que sentirse precisamente como la encarnación del nitimur in vetitum [nos lanzamos hacia lo vedado] y, en consecuencia, se

guardaba de «sentirse a sí mismo», de cobrar conciencia de sí? Como hemos  dicho,

 esto es lo que ocurre con todas las cosas buenas de que hoy estamos  orgullosos; incluso medido con el metro de los antiguos griegos, todo nuestro  ser moderno, en cuanto no es debilidad, sino poder y consciencia de poder, se  presenta como pura hybris [orgullo sacrílego] e impiedad: pues justo las cosas  opuestas a

 las que hoy nosotros veneramos son las que durante un tiempo  larguísimo, han tenido la conciencia a su favor y a Dios como su custodio.  Hybris es hoy toda nuestra actitud con respecto a la naturaleza, nuestra  violentación de la misma con ayuda de las máquinas y de la tan irreflexiva  inventiva de los técnicos e ingenieros; hybris es hoy nuestra actitud con  respecto a Dios, quiero decir, con respecto a cualquier presunta tela de araña  de la finalidad y la eticidad situadas por detrás del gran tejidored de la  causalidad  nosotros podríamos decir, como decía Carlos el Temerario en su  lucha con Luis XI, je combats funiverselle araignée [yo lucho contra la araña  universal] ; hybris es nuestra actitud con respecto a nosotros,  pues con  nosotros hacemos experimentos que no nos permitiríamos con ningún animal,  y, satisfechos y curiosos, nos sajamos el alma en carne viva: ¡qué nos importa  ya a nosotros la «salud» del alma! A continuación nos curamos a nosotros


 

mismos: estar enfermo es instructivo, no dudamos de ello, más instructivo aún  que estar sano,  quienes nos ponen enfermos nos parecen hoy más necesarios  incluso que cualesquiera curanderos y «salvadores». Nosotros nos violentamos  ahora a nosotros mismos, no hay duda, nosotros cascanueces del alma,

nosotros problematizadores y problemáticos, como si la vida no fuese otra

cosa que cascar nueces, justo por ello, cada día tenemos que volvernos, por  necesidad, más problemáticos aún, más dignos de problematizar, ¿y

justamente por ello, tal vez, más dignos también de vivir?... Todas las cosas 

buenas fueron en otro tiempo cosas malas; todo pecado original se ha  convertido en una virtud original. El matrimonio, por ejemplo, pareció durante  mucho tiempo una prevaricación contra el derecho de comunidad; en otro  tiempo se pagaba una sanción por ser tan inmodesto y adjudicarse una mujer  para sí (con esto está relacionado, por ejemplo, el jus primae noctis [derecho

de la primera noche], que todavía hoy es en Camboya un privilegio de los  sacerdotes, esos guardianes de «las buenas costumbres de otros tiempos»). Los  sentimientos dulces, benévolos, indulgentes, compasivos los cuales alcanzaron  más tarde un valor tan alto que casi son «los valores en sí», tuvieron en contra  suya, durante larguísimo tiempo, precisamente el autodesprecio: el hombre se  avergonzaba de la mansedumbre, como hoy se avergüenza de la dureza (véase  Más allá del bien y del mal). La sumisión al derecho: ¡oh, cómo se resistió la  conciencia de las razas nobles, en todos los lugares de la tierra, a renunciar por  su parte a la vendetta [venganza] y a ceder la potestad a un derecho situado

por encima de ellas! El «derecho» fue durante largo tiempo un vetitum  [prohibición], un delito, una innovación, apareció con violencia, como

violencia a la que el hombre se sometió sólo con vergüenza de sí mismo. Todo  paso, aun el más pequeño, dado en la tierra fue conquistado en otro tiempo con  suplicios espirituales y corporales: este total punto de vista, «el de que no sólo  el avanzar, ¡no!, el simple caminar, el moverse, el cambio han necesitado sus  innumerables mártires», nos suena, precisamente hoy, muy extraño,  yo lo he  puesto de relieve en Aurora, págs. 17 y siguientes. «Nada ha sido comprado a  un precio tan caro, se dice allí, como el poco de razón humana y de

sentimiento de libertad que ahora constituye nuestro orgullo. Pero este orgullo 

es el que hace que ahora casi nos resulte imposible experimentar los mismos  sentimientos que tuvieron aquellos gigantescos períodos de tiempo de la  ‘eticidad de la costumbre’ anteriores a la ‘historia universal’ y que son la  auténtica y decisiva historia primordial, que ha fijado el carácter de la  humanidad: ¡cuando en todas partes se consideraba el sufrimiento como

virtud, la crueldad como virtud, el disimulo como virtud, la venganza como  virtud, la negación de la razón como virtud, y, en cambio, el bienestar como  peligro, el deseo de saber como peligro, la paz como peligro, el compadecer  como peligro, el ser compadecido como ultraje, la mutación como lo noético y  cargado de corrupción!»


 

 

 

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En el mismo libro, pág. 39, se explica en qué estima, bajo qué presión  estimativa hubo de vivir la más antigua estirpe de hombres contemplativos,   ¡despreciada en la misma medida en que no era temida! La contemplación

apareció por vez primera en la tierra bajo una figura disfrazada, bajo una  apariencia ambigua, con un corazón malvado y, a menudo, con una cabeza  angustiada: de esto no hay duda. La condición inactiva, meditadora, no  guerrera, de los instintos de los hombres contemplativos provocó a su

alrededor durante mucho tiempo una profunda desconfianza: contra ésta no  había otro recurso que inspirar decididamente miedo de uno mismo. ¡Y esto  supieron hacerlo, por ejemplo, los antiguos brahmanes! Los más antiguos  filósofos supieron dar a su existir y a su aparecer un sentido, un apoyo y un  trasfondo, en razón de los cuales se aprendió a temerlos; y, sopesando las

cosas con más exactitud, hicieron aquello por una imperiosa necesidad más  fundamental aún, a saber, para cobrar ellos miedo y respeto a sí mismos. Pues  encontraban que todos los juicios de valor existentes en su interior estaban  vueltos en contra suya, tenían que vencer todo tipo de sospechas y de  resistencias contra «el filósofo en sí». Como hombres de épocas terribles que  eran, hicieron esto con medios terribles: la crueldad consigo mismos, la  automortificación rica en invenciones tal fue el principal recurso de estos  eremitas y de estos innovadores del pensar ansiosos de poder, los cuales tenían  necesidad de violentar primero dentro de sí los dioses y las tradiciones, para  poder creer ellos mismos en su innovación. Recuerdo la famosa historia del

rey Viçvamitra, que, a base de autotorturarse durante milenios, adquirió tal  sentimiento de poder y tal confianza en sí, que se dispuso a construir un nuevo  cielo: el inquietante símbolo de la más antigua y moderna historia de los  filósofos en la tierra,  todo el que alguna vez ha construido un «nuevo cielo»  encontró antes el poder para ello en su propio infierno... Resumamos todos  estos hechos en fórmulas breves: al principio el espíritu filosófico tuvo

siempre que disfrazarse y enmascararse en los tipos antes señalados del

hombre contemplativo, disfrazarse de sacerdote, mago, adivino, de hombre  religioso en todo caso, para ser siquiera posible en cierta medida: el ideal  ascético le ha servido durante mucho tiempo al filósofo como forma de  presentación, como presupuesto de su existencia,  tuvo que representar ese  ideal para poder ser filósofo, tuvo que creer en él para poder representarlo. La  actitud apartada de los filósofos, actitud peculiarmente negadora del mundo,  hostil a la vida, incrédula con respecto a los sentidos, desensualizada, que ha  sido mantenida hasta la época más reciente y que por ello casi ha valido como  la actitud filosófica en sí, esa actitud es sobre todo una consecuencia de la


 

precariedad de condiciones en que la filosofía nació y existió en general: pues,  en efecto, durante un período larguísimo de tiempo la filosofía no hubiera sido  en absoluto posible en la tierra sin una cobertura y un disfraz ascéticos, sin una  autotergiversación ascética. Dicho de manera palpable y manifiesta: el

sacerdote ascético ha constituido, hasta la época más reciente, la repugnante y  sombría forma larvaria, única bajo la cual le fue permitido a la filosofía vivir y  andar rodando de un sitio para otro... ¿Se ha modificado realmente esto? Ese  policromo y peligroso insecto, ese «espíritu» que aquella larva encerraba  dentro de sí, ¿ha terminado realmente por quedar liberado de su envoltorio y

ha podido salir a la luz, gracias a un mundo más soleado, más cálido, más  luminoso? ¿Existe ya hoy suficiente orgullo, osadía, valentía, seguridad en sí  mismo, voluntad del espíritu, voluntad de responsabilidad, libertad de la  voluntad, como para que en adelante «el filósofo» sea realmente  posible en la  tierra?...

 

 

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Y ahora, tras haber avistado al sacerdote ascético vayamos en serio al  cuerpo de nuestro problema: ¿que significa el ideal ascético?, sólo ahora se

ponen «serias» las cosas: en adelante tendremos frente a nosotros al auténtico  representante de la seriedad en cuanto tal. «¿Qué significa toda seriedad?» esta  pregunta, más radical aún, se asoma quizá ya aquí a nuestros labios: una  pregunta para fisiólogos, como es obvio, mas por el momento vamos a dejarla  de lado. El sacerdote ascético tiene en aquel ideal no sólo su fe, sino también

su voluntad, su poder, su interés. Su derecho a existir depende en todo de

aquel ideal: ¿cómo extrañarnos de tropezar aquí con un adversario terrible,  suponiendo que nosotros seamos los adversarios de aquel ideal? ¿Un

adversario terrible, que lucha por su existencia contra los negadores de tal  ideal?... Por otro lado, de antemano resulta improbable que una actitud tan  interesada con respecto a nuestro problema vaya a ser especialmente  provechosa para éste: es difícil que el sacerdote ascético sea, él mismo, el  defensor más afortunado de su ideal, por la misma razón por la que una mujer  suele fracasar cuando pretende defender a «la mujer en sí»,  y mucho menos  podrá ser el censor y el juez más objetivo de la controversia aquí suscitada.

Así, pues, más bien seremos nosotros los que tendremos que ayudarle a él esto  está ya claro ahora a defenderse bien contra nosotros, en lugar de temer ser  refutados demasiado bien por él... El pensamiento en torno al que aquí se  batalla es la valoración de nuestra vida por parte de los sacerdotes ascéticos:  esta vida (junto con todo lo que a ella pertenece, «naturaleza», «mundo», la  esfera entera del devenir y de la caducidad) es puesta por ellos en relación con


 

una existencia completamente distinta, de la cual es antitética y excluyente, a  menos que se vuelva en contra de sí misma, que se niegue a sí misma: en este  caso, el caso de una vida ascética, la vida es considerada como un puente hacia

aquella otra existencia. El asceta trata la vida como un camino errado, que se  acaba por tener que desandar hasta el punto en que comienza; o como un error,  al que se le refuta se le debe refutar mediante la acción: pues ese error exige  que se le siga, e impone, donde puede, su valoración de la existencia. ¿Qué  significa esto? Tal espantosa manera de valorar no está inscrita en la historia

del hombre como un caso de excepción y una rareza: es uno de los hechos más  extendi

dos y más duraderos que existen. Leída desde una lejana constelación,  tal vez la escritura mayúscula de nuestra existencia terrena induciría a concluir  que la tierra es el astro auténticamente ascético, un rincón lleno de criaturas  descontentas, presuntuosas y repugnantes, totalmente incapaces de liberarse de  un profundo hastío de sí mismas, de la tierra, de toda vida, y que se causan

todo el daño que pueden, por el placer de causar daño:  probablemente su

único placer. Consideremos la manera tan regular, tan universal, con que en

casi todas las épocas hace su aparición el sacerdote ascético; no pertenece a  ninguna raza determinada; florece en todas partes; brota de todos los  estamentos. No es que acaso haya cultivado y propagado por herencia su  manera de valorar: ocurre lo contrario, un instinto profundo le veta, antes bien,  hablando en general, el propagarse por generación. Tiene que ser una

necesidad de primer rango la que una y otra vez hace crecer y prosperar esta  espec

ie hostil a la vida,  tiene que ser, sin duda, un interés de la vida misma el  que tal tipo de autocontradicción no se extinga. Pues una vida ascética es una  autocontradicción: en ella domina un resentimiento sin igual, el resentimiento  de un insaciado instinto y voluntad de poder que quisiera enseñorearse, no de  algo existente en la vida, sino de la vida misma, de sus más hondas, fuertes,  radicales condiciones; en ella se hace un intento de emplear la fuerza para

cegar las fuentes de la fuerza; en ella la mirada se vuelve, rencorosa y pérfida,  contra el mismo florecimiento fisiológico, y en especial contra la expresión de  éste, contra la belleza, la alegría; en cambio, se experimenta y se busca un  bienestar en el fracaso, la atrofia, el dolor, la desventura, lo feo, en la mengua  arbitraria, en la negación de sí, en la autoflagelación, en el autosacrificio. Todo  esto es paradójico en grado sumo: aquí nos encontramos ante una escisión que  se quiere escindida, que se goza a sí misma en ese sufrimiento y que se vuelve  incluso siempre más segura de sí y más triunfante a medida que disminuye su  propio presupuesto, la vitalidad fisiológica. «El triunfo cabalmente en la

última agonía»: bajo este signo superlativo ha luchado desde siempre el ideal  ascético; en este enigma de seducción, en esta imagen de éxtasis y de tormento  ha reconocido su luz más clara, su salvación, su victoria definitiva. Crux, nux,  lux [cruz, nuez, luz]  en él son una sola cosa.

 


 

 

12

 

Suponiendo que tal encarnación de la voluntad de contradicción y de  antinaturaleza sea llevada a filosofar. ¿sobre qué desahogará su más íntima

arbitrariedad? Sobre aquello que es sentido, de manera segurísima, como  verdadero, como real: buscará el error precisamente allí donde el auténtico  instinto de vida coloca la verdad de la manera más incondicional. Por ejemplo,  rebajará la corporalidad, como hicieron los ascetas de la filosofía del Vedanta,

a la categoría de una ilusión, y lo mismo hará con el dolor, con la pluralidad,  con toda la antítesis conceptual «sujeto» y «objeto»  ¡errores, nada más que  errores! Denegar la fe a su yo, negarse a sí mismo su «realidad» ¡qué triunfo!,  triunfo no ya meramente sobre los sentidos, sobre la apariencia visual, sino

una especie muy superior de triunfo, una violentación y una crueldad contra la  razón: semejante voluptuosidad llega a su cumbre cuando el autodesprecio  ascético, el autoescarnio ascético de la razón, decreta lo siguiente: «existe un  reino de la verdad y del ser, pero ¡justo la razón está excluida de él! ...» (Dicho  de pasada: incluso en el concepto kantiano de «carácter inteligible de las

cosas» ha sobrevivido algo de esa lasciva escisión de ascetas, a la que le gusta  volver la razón en contra de la razón: «carácter inteligible» significa, en

efecto, en Kant un modo de constitución de las cosas del cual el intelecto  comprende precisamente que para él resulta total y absolutamente  incomprensible.)  Pero, en fin, no seamos, precisamente en cuanto seres  cognoscentes, ingratos con tales violentas inversiones de las perspectivas y  valoraciones usuales, con las cuales, durante demasiado tiempo, el espíritu ha  desfogado su furor contra sí mismo de un modo al parecer sacrílego e inútil:

ver alguna vez las cosas de otro modo, querer verlas de otro modo, es una no  pequeña disciplina y preparación del intelecto para su futura «objetividad»,   entendida esta última no como «contemplación desinteresada» (que, como tal,  es un noconcepto y un contrasentido), sino como la facultad de tener nuestro  pro y nuestro contra sujetos a nuestro dominio y de poder separarlos y  juntarlos: de modo que sepamos utilizar en provecho del conocimiento  cabalmente la diversidad de las perspectivas y de las interpretaciones nacidas  de los afectos. A partir de ahora, señores filósofos, guardémonos mejor, por  tanto, de la peligrosa y vieja patraña conceptual que ha creado un «sujeto puro  del conocimiento, sujeto ajeno a la voluntad, al dolor, al tiempo»,

guardémonos de los tentáculos de conceptos contradictorios, tales como

«razón pura», «espiritualidad absoluta», «conocimiento en sí»:  aquí se nos  pide siempre pensar un ojo que de ninguna manera puede ser pensado, un ojo  carente en absoluto de toda orientación, en el cual debieran estar entorpecidas

y ausentes las fuerzas activas e interpretativas, que son, sin embargo, las que  hacen que ver sea veralgo, aquí se nos pide siempre, por tanto, un


 

contrasentido y un noconcepto de ojo. Existe únicamente un ver perspectivista,  únicamente un «conocer» perspectivista; y cuanto mayor sea el número de  afectos a los que permitamos decir su palabra sobre una cosa, cuanto mayor

sea el número de ojos, de ojos distintos que sepamos emplear para ver una  misma cosa, tanto más completo será nuestro «concepto» de ella, tanto más  completa será nuestra «objetividad». Pero eliminar en absoluto la voluntad,  dejar en suspenso la totalidad de los afectos, suponiendo que pudiéramos  hacerlo: ¿cómo?, ¿es que no significaría eso castrar el intelecto?...

 

 

13

 

Pero volvamos atrás. Una autocontradicción como la que parece  manifestarse en

 el asceta, «vida contra vida», es esto se halla claro por lo

pronto, considerada fisiológica y ya no psicológicamente, un puro sinsentido.  Esa autocontradicción no puede ser más que aparente; tiene que ser una

especie de expresión provisional, una interpretación, una fórmula, un arreglo,  un malentendido psicológico de algo cuya auténtica naturaleza no pudo ser  entendida, no pudo ser designada en sí durante mucho tiempo,  una mera  palabra, encajada en una vieja brecha del conocimiento humano. Y para  contraponer a ella brevemente la realidad de los hechos, digamos: el ideal  ascético nace del instinto de protección y de salud de una vida que degenera,

la cual procura conservarse con todos los medios, y lucha por conservarse; es  indicio de una paralización y extenuación fisiológica parciales, contra las

cuales combaten constantemente, con nuevos medios e invenciones, los  instintos más profundos de la vida, que permanecen intactos. El ideal ascético  es ese medio: ocurre, por tanto, lo contrario de lo que piensan sus adoradores,   en él y a través de él la vida lucha con la muerte y contra la muerte, el ideal  ascético es una estratagema en la conservación de la vida. En el hecho de que  ese mismo ideal haya podido dominar sobre el hombre y enseñorearse de él en  la medida que nos enseña la historia, especialmente en todos aquellos lugares  en que triunfaron la civilización y la domesticación del hombre, se expresa

una gran realidad, la condición enfermiza del tipo de hombre habido hasta  ahora, al menos del hombre domesticado, se expresa la lucha fisiológica del  hombre con la muerte (más exactamente: con el hastío de la vida, con el  cansancio, con el deseo del «final»). El sacerdote ascético es la encarnación

del deseo de serdeotromodo, de estarenotrolugar, es en verdad el grado sumo

de ese deseo, la auténtica vehemencia y pasión del mismo; pero justo el poder  de su desear es el grillete que aquí lo ata, justo con ello el sacerdote ascético se  convierte en el instrumento cuya obligación es trabajar a fin de crear  condiciones más favorables para el seraquí y serhombre, justo con este poder


 

el sacerdote ascético mantiene sujeto a la existencia a todo el rebaño de los

mal constituidos, destemplados, frustrados, lisiados, pacientesdesí de toda  índole, yendo instintivamente delante de ellos como pastor. Ya se me entiende:  este sacerdote ascético, este presunto enemigo de la vida, este negador,   precisamente él pertenece a las grandes potencias conservadoras y creadoras

de síes de la vida... ¿De qué depende aquella condición enfermiza? Pues el  hombre está más enfermo, es más inseguro, más alterable, más indeterminado  que ningún otro animal, no hay duda de ello,  él es el animal enfermo: ¿de  dónde procede esto? Es verdad que también él ha osado, innovado, desafiado,  afrontado el destino más que todos los demás animales juntos: él, el gran  experimentador consigo mismo, el insatisfecho, insaciado, el que disputa el  dominio último a animales, naturaleza y dioses,  él, el siempre invicto todavía,  el eternamente futuro, el que no encuentra ya reposo alguno ante su propia  fuerza acosante, de modo que su futuro le roe implacablemente, como un  aguijón en la carne de todo presente:  ¿cómo este valiente y rico animal no iba

a ser también el más expuesto al peligro, el más duradero y hondamente  enfermo entre todos los animales enfermos?... Muy a menudo el hombre se  harta, hay epidemias enteras de ese estarharto (así, hacia 1348, en la época de

la danza de la muerte): pero aun esa náusea, ese cansancio, ese hastío de sí  mismo  todo aparece tan poderoso en él, que en seguida vuelve a convertirse

en un nuevo grillete. El no que el hombre dice a la vida saca a la luz, como por  arte de magia, una muchedumbre de síes más delicados; más aún, cuando se  produce una herida a sí mismo este maestro de la destrucción, de la  autodestrucción,  a continuación es la herida misma la que le constriñe a

vivir...

 

 

14

 

Sí, pues, la condición enfermiza es normal en el hombre y no podemos poner en entredicho esa normalidad, tanto más altamente se debería honrar a los pocos casos de potencialidad anímico corporal, los casos afortunados del

hombre, tanto más rigurosamente se debería preservar a los hombres bien  constituidos del peor aire que existe, el aire de los enfermos. ¿Se hace esto?

Los enfermos son el máximo peligro para los sanos; no de los más fuertes les  viene la desgracia a los fuertes, sino de los más débiles. ¿Se sabe esto?...  Hablando a grandes rasgos, no es, en modo alguno, el temor al hombre aquello  cuya disminución nos sea lícito desear: pues ese temor constriñe a los fuertes a  ser fuertes y, a veces, terribles,  mantiene en pie el tipo bien constituido de  hombre. Lo que hay que temer, lo que produce efectos más fatales que

ninguna otra fatalidad, no sería el gran miedo, sino la gran náusea frente al


 

hombre; y también la gran compasión por el hombre. Suponiendo que un día  ambas se maridasen, entraría inmediatamente en el mundo, de modo

inevitable, algo del todo siniestro, la «última voluntad» del hombre, su

voluntad de la nada, el nihilismo. Y, en realidad, para esto hay mucho  preparado. Quien para husmear tiene no sólo su nariz, sino también sus ojos y  sus oídos, ventea en casi todos los lugares a que hoy se acerca algo como un  aire de manicomio, como un aire de hospital,  hablo, como es obvio, de las  áreas de cultura del hombre, de toda especie «Europa» que poco a poco se  extiende por la tierra. Los enfermizos son el gran peligro del hombre: no los  malvados, no los «animales de presa». Los de antemano lisiados, vencidos,  destrozados son ellos, son los más débiles quienes más socavan la vida entre

los hombres, quienes más peligrosamente envenenan y ponen en entredicho  nuestra confianza en la vida, en el hombre, en nosotros. ¿En qué lugar se

podría escapar a ella, a esa mirada velada, que nos inspira una profunda

 tristeza, a esa mirada vuelta hacia atrás, propia de quien desde el comienzo es  un engendro, mirada que delata el modo en que tal hombre se habla a sí

mismo,  a esa mirada que es un sollozo? «¡Ojalá fuera yo otro cualquiera!, así  solloza esa mirada: pero no hay ninguna esperanza. Soy el que soy: ¿cómo  podría escaparme de mí mismo? Y, sin embargo, ¡estoy harto de mí! ...» En

este terreno del autodesprecio, auténtico terreno cenagoso, crece toda mala

 hierba, toda planta venenosa, y todo ello muy pequeño, muy escondido, muy  honesto, muy dulzón. Aquí pululan los gusanos de los sentimientos de  venganza y rencor; aquí el aire apesta a cosas secretas e inconfesables; aquí se  teje permanentemente la red de la más malévola conjura,  la conjura de los que  sufren contra los bien constituidos y victoriosos, aquí el aspecto del victorioso  es odiado. ¡Y cuánta mendacidad para no reconocer que ese odio es odio!

¡Qué derroche de grandes palabras y actitudes afectadas, qué arte de la  difamación justificada! Esas gentes mal constituidas: ¡qué noble elocuencia  brota de sus labios! ¡Cuánta azucarada, viscosa, humilde entrega flota en sus  ojos! ¿Qué quieren propiamente? Representar al menos la justicia, el amor, la  sabiduría, la superioridad ¡tal es la ambición de esos «ínfimos», de esos  enfermos! ¡Y qué hábiles los vuelve esa ambición! Admiremos sobre todo la  habilidad de falsificadores de moneda con que aquí se imita el cuño de la  virtud, incluso el tintineo, el áureo sonido de la virtud. Ahora han arrendado la  virtud en exclusiva para ellos, esos débiles y enfermos incurables, no hay

duda: «sólo nosotros somos los buenos, los justos, dicen, sólo nosotros somos  los homines bonae voluntatis [hombres de buena voluntad] ». Andan dando  vueltas en medio de nosotros cual reproches vivientes, cual advertencias  dirigidas a nosotros, como si la buena constitución, la fortaleza, el orgullo, el  sentimiento de poder fueran en sí ya cosas viciosas: cosas que haya que expiar  alguna vez, expiar amargamente: ¡oh, cómo ellos mismos están en el fondo  dispuestos a hacer expiar, cómo están ansiosos de ser verdugos! Entre ellos


 

hay a montones los vengativos disfrazados de jueces, que constantemente  llevan en su boca la palabra «justicia» como una baba venenosa, que tienen  siempre los labios fruncidos y están siempre dispuestos a escupir a todo

aquello que no tenga una mirada descontenta y que avance con buen ánimo

por su camino. No falta tampoco entre ellos esa nauseabunda especie de los  vanidosos, de los engendros embusteros, que aspiran a hacer el papel de

«almas bellas» y, por ejemplo, exhiben en el mercado, como «pureza del  corazón», su estropeada sensualidad, envuelta en versos y otros pañales: la  especie de los onanistas morales y de los que «se satisfacen a sí mismos». La  voluntad de los enfermos de representar una forma cualquiera de superioridad,  su instinto para encontrar caminos tortuosos que conduzcan a una tiranía sobre  los sanos,  ¡en qué lugar no se encuentra esa voluntad de poder precisamente

de los más débiles! Sobre todo la mujer enferma: nadie la supera en  refinamiento para dominar, para oprimir, para tiranizar. La mujer enferma no  respeta, para conseguir ese fin, nada vivo, nada muerto, vuelve a desenterrar

las cosas más enterradas (los bogos dicen: «La mujer es una hiena»). Échese  una mirada

 a los trasfondos de cada familia, de cada corporación, de cada  comunidad: en todas partes la lucha de los enfermos contra los sanos,  una  lucha silenciosa, hecha casi siempre con pequeños polvos venenosos, con  alfilerazos, con alevosas pantomimas de resignados, pero a veces también con  aquel fariseísmo de enfermo que acude a los gestos estrepitosos, fariseísmo

que ama representar ante todo «la noble indignación». Hasta en los

sacrosantos terrenos de la ciencia querría hacerse oír el ronco ladrido de  indignación de los perros enfermizos, la mendacidad y la furia mordaces de  tales «nobles» fariseos (  a los lectores que tengan oídos vuelvo a recordarles  aquel apóstol berlinés de la venganza, Eugen Dühring, que en la Alemania  actual hace el más indecoroso y repugnante uso del bumbum moral: Dühring,

el primer bocazas de la moral que hoy existe, incluso entre sus iguales, los  antisemitas). Hombres del resentimiento son todos ellos, esos seres  fisiológicamente lisiados y carcomidos, todo un tembloroso imperio terreno de  venganza subterránea, inagotable, insaciable en estallidos contra los  afortunados e, igualmente, en mascaradas de la venganza, en pretextos para la  venganza: ¿cuándo alcanzarían propiamente su más sublime, su más sutil y  último triunfo de la venganza? Indudablemente, cuando lograsen introducir en  la conciencia de los afortunados su propia miseria, toda miseria en general: de  tal manera que éstos empezasen un día a avergonzarse de su felicidad y se  dijesen tal vez unos a otros: «¡es una ignominia ser feliz!, ¡hay tanta

miseria!..» Pero no podría haber malentendido mayor y más nefasto que el  consistente en que los afortunados, los bien constituidos, los poderosos de  cuerpo y de alma, comenzasen a dudar así de su derecho a la felicidad. ¡Fuera  ese «mundo puesto del revés»! ¡Fuera ese ignominioso reblandecimiento del  sentimiento! Que los enfermos no pongan enfermos a los sanos y esto es lo


 

que significaría tal reblandecimiento debería ser el supremo punto de vista en

la tierra:  mas para ello se necesita, antes que nada, que los sanos permanezcan  separados de los enfermos, guardados incluso de la visión de los enfermos,

para que no se confundan con éstos. ¿0 acaso su misión consistiría en ser  enfermeros o médicos?... Mas ésta sería la peor manera de desconocer y negar  su tarea,  ¡lo superior no debe degradarse a ser el instrumento de lo inferior, el  pathos de la distancia debe mantener separadas también, por toda la eternidad,  las respectivas tareas! El derecho de los sanos a existir, la prioridad de la  campana dotada de plena resonancia sobre la campana rota, de sonido

cascado, es, en efecto, un derecho y una prioridad mil veces mayor: sólo ellos 

son las arras del futuro, sólo ellos están comprometidos para el porvenir del  hombre. Lo que ellos pueden hacer, lo que ellos deben hacer jamás debieran  poder ni deber hacerlo los enfermos: mas para que los sanos puedan hacer lo  que sólo ellos deben hacer, ¿cómo les estaría permitido actuar de médicos, de  consoladores, de «salvadores» de los enfermos?... Y por ello, ¡aire puro!, ¡aire  puro! Y, en todo caso, ¡lejos de la proximidad de todos los manicomios y  hospitales de la cultura! Y, por ello, ¡buena compañía, la compañía de

nosotros; ¡o soledad, si es necesario! Pero, en todo caso, ¡lejos de los  perniciosos miasmas de la putrefacción interior y de la oculta carcoma de los  enfermos!... Para defendernos así a nosotros mismos, amigos míos, al menos  por algún tiempo todavía, de los dos peores contagios que pueden estarnos  reservados cabalmente a nosotros, ¡de la gran náusea respecto al hombre!, ¡de la gran compasión por el hombre!...

 

 

15

 

Si se ha comprendido en toda su profundidad y yo exijo que precisamente  aquí se cave hondo, se comprenda con hondura hasta qué punto la tarea de los

sanos no puede consistir, de ninguna manera, en cuidar enfermos, en sanar  enfermos, se habrá comprendido también con ello una necesidad más,  la  necesidad de que haya médicos y enfermeros que estén, ellos mismos,  enfermos, y ahora ya tenemos y aferramos con ambas manos el sentido del  sacerdote ascético. A éste hemos de considerarlo como el predestinado  salvador, pastor y defensor del rebaño enfermo: sólo así comprendemos su  enorme misión histórica. El dominio sobre quienes sufren es su reino, a ese  dominio le conduce su instinto, en él tiene su arte más propia, su maestría, su  especie de felicidad. Él mismo tiene que estar enfermo, tiene que estar  emparentado de raíz con los enfermos y tarados para entenderlos,  para  entenderse con ellos; pero también tiene que ser fuerte, ser más señor de sí que  de los demás, es decir, mantener intacta su voluntad de poder, para tener la


 

confianza y el miedo de los enfermos, para poder ser para ellos sostén,  resisten

cia, apoyo, exigencia, azote, tirano, dios. El tiene que defenderlo, a ese  rebaño suyo ¿contra quién? Contra los sanos, no hay duda, y también contra la  envidia respecto a los sanos; tiene que ser el natural antagonista y despreciador  de toda salud y potencialidad rudas, tempestuosas, desenfrenadas, duras,  violentas, propias de animales rapaces. El sacerdote es la forma primera del  animal más delicado, al que le resulta más fácil despreciar que odiar. No estará  dispensado de hacer la guerra a los animales rapaces, una guerra más de la  astucia (del «espíritu») que de la violencia, como es obvio,  para ello tendrá  necesidad, a veces, de forjar dentro de sí casi un tipo nuevo de animal rapaz o,  al menos, de pasar por tal,  una nueva terribilidad animal, en la que el oso

polar, el elástico, frío, expectante leopardo y, en no menor medida, el zorro  parecen asociados en una unidad tan atrayente como terrorífica. Suponiendo  que la necesidad le fuerce, el sacerdote aparecerá, en medio de las

 demás  especies de animales rapaces, osunamente serio, respetable, inteligente, frío,  superior por sus engaños, como heraldo y portavoz de potestades más  misteriosas, decidido a sembrar en este terreno, allí donde le sea posible,  sufrimiento, discordia, autocontradicción, y, demasiado seguro de su arte, a  hacerse en todo momento dueño de los que sufren. Trae consigo ungüentos y  bálsamos, no hay duda; mas para ser médico tiene necesidad de herir antes;  mientras calma el dolor producido por la herida, envenena al mismo tiempo

ésta pues de esto, sobre todo, entiende este encantador y domador de animales

  rapaces, a cuyo alrededor todo lo sano se vuelve necesariamente enfermo, y  todo lo enfermo se vuelve necesariamente manso. De hecho defiende bastante  bien a su rebaño enfermo, este extraño pastor,  lo defiende también contra sí  mismo, contra la depravación, la malignidad, la malevolencia que en el rebaño  mismo arden bajo las cenizas, y contra las demás cosas que les son comunes a  todos los pacientes y enfermos, combate de manera inteligente, dura y secreta  contra la anarquía y la autodisolución en todo tiempo germinantes dentro del  rebaño, en el cual se va constantemente amontonando esa peligrosísima

materia detonante y explosiva, el resentimiento. Quitar su carga a esa materia  explosiva, de modo que no haga saltar por el aire ni al rebaño ni al pastor, tal

es su auténtica habilidad, y también su suprema utilidad; si se quisiera  compendiar en una fórmula brevísima el valor de la existencia sacerdotal,  habría que decir sin más: el sacerdote es el que modifica la dirección del  resentimiento. Todo el que sufre busca instintivamente, en efecto, una causa de  su padecer; o, dicho con más precisión, un causante, o, expresado con mayor  exactitud, un causante responsable, susceptible de sufrir,  en una palabra, algo  vivo sobre lo que poder desahogar, con cualquier pretexto, en la realidad o in  effigie [en efigie], sus afectos: pues el desahogo de los afectos es el máximo  intento de alivio, es decir, de aturdimiento del que sufre, su involuntariamente  anhelado narcoticum contra tormentos de toda índole. La verdadera causalidad


 

fisiológica del resentimiento, de la venganza y de sus afines se ha de

encontrar, según yo sospecho, únicamente en esto, es decir, en una apetencia

de amortiguar el dolor por vía afectiva: de ordinario se busca esa causalidad,  muy erradamente a mi parecer, en el contragolpe defensivo, en una mera  medida protectora de la reacción, en un «movimiento reflejo» ejecutado al  aparecer una lesión y una amenaza súbitas, análogo al que todavía ejecuta una  rana decapitada para escapar a un ácido cáustico. Pero la diferencia es  fundamental: en un caso se quiere impedir el continuar recibiendo daño, en el  otro se quiere adormecer un dolor torturante, secreto, progresivamente  intolerable, mediante una emoción más violenta, sea de la especie que sea, y  expulsarlo, al menos por el momento, de la consciencia,  para ello se necesita  un afecto, un afecto lo más salvaje posible, y, para excitarlo, el primero y

mejor de los pretextos. «Alguien tiene que ser culpable de que yo me

encuentre mal»  esta especie de raciocinio es propia de todos los enfermizos, y  ell

o tanto más cuanto más se les oculta la verdadera causa de su sentirsemal, la  causa fisiológica (  ésta puede residir, por ejemplo, en una lesión del nervus  sympathicus, o en una anormal secreción de bilis, o en una pobreza de sulfatos y de fosfatos en la sangre, o en estados de opresión del bajo vientre que congestionan la circulación de la sangre, o en una degeneración de los ovarios, y cosas parecidas). Los que sufren tienen, todos ellos, una espantosa predisposición y capacidad de inventar pretextos para efectos dolorosos; disfrutan ya con sus suspicacias, con su cavilar sobre ruindades y aparentes perjuicios, revuelven las entrañas de su pasado y de su presente en busca de oscuras y ambiguas historias donde poder entregarse al goce de una sospecha torturadora y embriagarse con el propio veneno de la maldad abren las más viejas heridas, sangran por cicatrices curadas mucho tiempo antes, convierten en malhechores al amigo, a la mujer, al hijo y a todo lo que se encuentra cerca de ellos. «Yo sufro: alguien tiene que ser culpable de esto» así piensa toda oveja enfermiza. Pero su pastor, el sacerdote ascético, le dice: «¡Está bien, oveja mía!, alguien tiene que ser culpable de esto: pero tú misma eres ese alguien, tú misma eres la única culpable de esto, ¡tú misma eres la única culpable de ti!..» Esto es bastante audaz, bastante falso: pero con ello se ha conseguido al menos una cosa, con ello la dirección del resentimiento, como hemos dicho, queda cambiada.

 

 

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Ahora se adivina qué es lo que, según mi idea, el instinto curativo de la  vida ha intentado al menos conseguir mediante el sacerdote ascético, y para

qué hubo de servirle una transitoria tiranía de conceptos paradójicos y


 

paralógicos, tales como «culpa», «pecado», «pecaminosidad», «corrupción»,  «condenación»: para hacer inocuos hasta cierto punto a los enfermos, para  destruir a los incurables sirviéndose de ellos mismos, para orientar con rigor a  los enfermos leves hacia sí mismos, para retroorientar su resentimiento («una  sola cosa es necesaria») y para, de esta manera, aprovechar los peores instintos  de todos los que sufren con la finalidad de lograr la autodisciplina, la  autovigilancia, la autosuperación. Como es obvio, una «medicación» de esa  especie, una medicación a base de meros afectos, no puede ser en modo

alguno una curación real para enfermos, entendiendo curación en el sentido  fisiológico; ni siquiera sería lícito afirmar que el instinto de la vida haya  pretendido e intentado conseguir aquí de algún modo una curación. Una

especie de aglomeración y organización de los enfermos, por un lado (la  pal

abra «Iglesia» es el nombre más popular para designar esto), una especie de  preservación provisional de los hombres de constitución más sana, de los

mejor forjados, por otro, la creacion de un abismo, por tanto, entre lo sano y lo  enfermo ¡esto fue todo durante mucho tiempo!, ¡y era mucho!, ¡era  muchísimo!... [Como se ve, en este tratado parto de un presupuesto que, con  respecto a los lectores que yo necesito, no tengo que justificar antes: el  presupuesto de que la «pecaminosidad» en el hombre no es una realidad de  hecho, sino más bien tan sólo la interpretación de una realidad de hecho, a  saber, de un malestar fisiológico,  visto este último en una perspectiva  religiosomoral que, para nosotros, ya no tiene ninguna fuerza vinculante.  Por

el hecho de que alguien se sienta «culpable», «pecador», no está ya

demostrado en modo alguno que tenga razón para sentirse así. Recuérdense los  famosos procesos contra las brujas: los jueces más clarividentes y más  humanitarios no dudaban entonces de que allí había una culpa; las mismas  brujas no dudaban de ello,  y, sin embargo, la culpa faltaba. Expresemos ese  presupuesto en una forma más general: el mismo «dolor anímico» yo no lo  considero en absoluto como una realidad de hecho, sino sólo como una  interpretación (interpretación causal) de realidades de hecho carentes hasta  ahora de una formulación exacta: y, por tanto, como algo que aún se encuentra  del todo en el aire y no es científicamente vinculante,  en realidad, sólo una  palabra gruesa sustituyendo a un signo de interrogación flaco como un huso.  Cuando alguien no se libra de un «dolor anímico», esto no depende, para  decirlo con tosquedad, de su «alma»; es más probable quedependa de su

vientre (hablando con tosquedad, como he dicho: con lo cual no manifiesto en  modo alguno el deseo de que también se me oiga con tosquedad, se me

entienda toscamente...). Un hombre fuerte y bien constituido digiere sus  vivencias (incluidas las acciones, las fechorías) de igual manera que digiere

sus comidas, aun cuando tenga que tragar duros bocados. Cuando «no acaba»  con una vivencia, tal especie de indigestión es tan fisiológica como la otra y  muchas veces, de hecho, tan sólo una de las consecuencias de la otra.  Aun


 

pensando así, se puede continuar siendo, sin embargo, dicho sea entre  nosotros, el más riguroso adversario de todo materialismo...

 

 

17

 

¿Pero este sacerdote ascético es propiamente un médico?  Ya hemos  comprendido hasta qué punto apenas está permitido denominarlo así, por

mucho que a él le guste sentirse a sí mismo como «salvador» y se deje venerar  como tal. Sólo el sufrimiento mismo, el displacer de quien sufre, es lo que él  combate, pero no su causa, no el auténtico estar enfermo, esto tiene que  constituir nuestra máxima objeción de principio contra la medicación  sacerdotal. Pero una vez colocados en aquella perspectiva que es la única que

el sacerdote conoce y tiene, difícilmente se termina de admirar todo lo que  desde ella se ha visto, se ha buscado y se ha encontrado. La mitigación del  sufrimiento, los «consuelos» de toda especie,  esto aparece como la genialidad  misma del sacerdote: ¡con qué inventiva ha entendido su tarea de consolador,

de qué manera tan despreocupada y audaz ha elegido los medios para ella! En  especial, del cristianismo sería lícito decir que es como una gran cámara del  tesoro llena de ingeniosísimos medios de consuelo, tantas son las cosas  confortantes, mitigadores, narcotizantes que hay en él acumuladas, tantas son  las cosas peligrosísimas y extraordinariamente temerarias que se han  emprendido osadamente con este fin, tan grandes han sido su sutileza, su  refinamiento, su meridional refinamiento para adivinar en especial con qué  especie de afectos estimulantes se puede vencer, al menos por algún tiempo, la  depresión profunda, el cansancio plúmbeo, la negra tristeza de los  fisiológicamente impedidos. Pues hablando en términos generales: todas las  grandes religiones han consistido, en lo esencial, en la lucha contra un cierto  cansancio y pesadez convertidos en epidemia. De antemano se puede

establecer como verosímil que, de tiempo en tiempo, en determinados lugares  de la tierra, un sentimiento fisiológico de obstrucción tiene casi

necesariamente que enseñorearse de amplias masas, mas, por falta de saber  fisiológico, ese sentimiento no penetra como tal en la conciencia, de modo que  la «causa» del mismo y también su remedio sólo pueden ser buscados e  intentados por vía moralpsicológica ( tal es, en efecto, mi fórmula más general  para designar lo que comúnmente se llama una «religión»). Ese sentimiento de  obstrucción puede tener distintas procedencias: ser secuela, por ejemplo, de un  cruce de razas demasiado heterogéneas entre sí (o de estamentos diferentes 

los estamentos expresan siempre también diferencias de procedencia y de raza:  el «dolor cósmico» europeo, el «pesimismo» del siglo xix son, en lo esencial,

la secuela de una mezcolanza absurdamente repentina de estamentos); o estar


 

condicionado por una emigración equivocada  una raza caída en un clima para  el que su fuerza de adaptación no resulta suficiente (el caso de los indios en la  India); o ser la repercusión de la vejez y cansancio de la raza (pesimismo

parisino a partir de 1850); o de una dieta falsa (el alcoholismo de la Edad  Media; el sinsentido de los vegetarianos, los cuales ciertamente tienen a su  favor la autoridad del shakesperiano Junker Cristóbal); o de una corrupción de  la sangre, malaria, sífilis, y cosas parecidas (depresión alemana después de la  guerra de los Treinta Años, que contagió media Alemania con malas  enfermedades y preparó así el terreno para el servilismo alemán, para la  pusilanimidad alemana). En estos casos se intenta una y otra vez, con el más  grande estilo, combatir el sentimiento de desplacer; informémonos con  brevedad sobre sus más importantes prácticas y formas. (Dejo aquí totalmente  de lado, como es natu

ral, la auténtica lucha de los filósofos contra el  sentimiento de desplacer, lucha que suele ser siempre simultánea  es bastante  interesante, pero demasiado absurda, demasiado indiferente respecto a la  práctica, usa demasiado

de telas de araña y de mozos de cuerda; por ejemplo,  cuando se pretende demostrar que el dolor es un error, bajo el ingenuo  presupuesto de que el dolor debería desaparecer tan pronto como se ha  reconocido el error en él  pero ¡cosa rara!, se guardó de desaparecer...). Aquel  desplacer dominante se combate en primer lugar con medios que deprimen  hasta su más bajo nivel el sentimiento vital en general. En lo posible, ningún  querer, ningún deseo más; evitar todo lo que produce afecto, lo que produce  «sangre» (no comer sal: higiene del faquir); no amar; no odiar; ecuanimidad;

no vengarse; no enriquecerse; no trabajar; mendigar; en lo posible, ninguna  mujer, o lo menos mujer posible: en el aspecto espiritual el principio de Pascal  il faut s’abétir [es preciso embrutecerse]. Resultado, expresado en términos  psicológicomorales: «negación de sí», «santificación»; expresado en términos  fisiológicos: hipnosis,  el intento de conseguir aproximadamente para el

hombre lo que son el letargo invernal para algunas especies de animales y el  letargo estival para muchas plantas de los climas tórridos, un mínimo de  consumo de materia y de metabolismo, en el cual la vida continúa existiendo  simplemente, pero sin llegar ya en realidad a la conciencia. Para alcanzar esa  meta se ha empleado una asombrosa cantidad de energía humana ¿tal vez en  vano?... No puede dudarse en absoluto de que tales sportsmen [deportistas] de  la «santidad», numerosos en todos los tiempos, en casi todos los pueblos, han  encontrado de hecho una liberación real de aquello que con tan riguroso  training [entrenamiento] combatían,  en innumerables casos se liberaron  realmente de aquella profunda depresión fisiológica con ayuda de su sistema

de medios de hipnotización de aquí que su metódica se cuente entre los hechos  etnológicos más generales. Asimismo, tampoco hay ningún derecho a pensar

ya que tal propósito de rendir por el hambre a la corporalidad y a la  concupiscencia sea un síntoma de locura (como le gusta pensar a una torpe


 

especie de «librepensadores» y de Junker Cristóbales devoradores de roastbeef  [rosbif]). Tanto más seguro es, en cambio, que aquel propósito sirve, puede  servir para producir perturbaciones espirituales de toda índole, «luces  interiores», por ejemplo, como ocurre en los hesicastos del Monte Athos  alucinaciones de sonidos y formas, voluptuosos desbordamientos y éxtasis de

la sensualidad (historia de Santa Teresa). La interpretación que dan de tales  estados los afectados por ellos ha sido siempre la más fantástica y falsa que  quepa imaginar, como es obvio; pero no se pase por alto el tono de  convencidísimo agradecimiento que resuena precisamente ya en la voluntad de  dar esa especie de interpretación. El supremo estado, la redención misma,  aquella hipnotización total y aquella quietud finalmente logradas, son  considerados siempre por ellos como el misterio en sí, para expresar el cual no  bastan ni siquiera los símbolos más elevados, como los que hablan de vuelta y  retorno al fondo de las cosas, de liberación de toda ilusión, de «saber», de  «verdad», de «ser», de desprendimiento de toda meta, deseo y acción, de un  másallá también del bien y del mal. «El bien y el mal, dice el budista,  ambos  son cadenas: de ambos se enseñoreó el perfecto»; «lo hecho y lo no hecho,

dice el creyente del Vedanta, no le producen ningún dolor; el bien y el mal los  sacude de sí como un sabio; su reino ya no padece a causa de ninguna acción;

él trascendió el bien y el mal, trascendió ambas cosas»:  una concepción, pues,  totalmente india, tan brahmánica como budista. (Ni la mentalidad india ni la  mentalidad cristiana consideran que aquella «redención» sea alcanzable por  virtud, por mejoramiento moral, aunque colocan muy alto el valor

hipnotizador de la virtud: no se olvide esto,  por lo demás, corresponde  sencillamente a la realidad de los hechos. El haber permanecido verdaderas en  este punto acaso haya que considerarlo como el mejor fragmento de realismo  existente en las tres máximas religiones, tan radicalmente moralizadas por lo  demás. «Para el iniciado no hay ningún deber...» «Mediante agregación de  virtudes no se lleva a cabo la redención: pues ésta consiste en la unificación

con el Brahma, incapaz de ninguna agregación de perfección: y tampoco se  ll

eva a cabo con la deposición de faltas; pues el Brahma, la unificación con el  cual constituye la redención, es eternamente puro» éstos son pasajes del  Comentario de ~ankara, citados por el primer conocedor real de la filosofia  india en Europa, mi amigo Paul Deussen). Vamos, pues, a respetar la  «redención» en las grandes religiones; en cambio, nos resulta un poco difícil  permanecer serios con respecto a la estimación que del sueño profundo

ofrecen estos cansados de la vida, demasiado cansados incluso para soñar,  es  decir, el sueño profundo entendido ya como ingreso en el Brahma, como  conseguida unio mystica [unión mística] con Dios. «Cuando él se ha dormido  totalmente se dice sobre esto en la más antigua y venerable «Escritura»,

cuando él ha llegado del todo al reposo, de modo que ya no ve ninguna imagen  de sueño, entonces, oh querido, ha llegado a la unificación con lo existente, ha


 

entrado en sí mismo,  rodeado por su mismidad cognoscente, no tiene ya  ninguna conciencia de lo que está fuera o dentro. Este puente no lo atraviesan  ni el día ni la noche, ni la vejez, ni la muerte, ni el sufrimiento, ni obra buena

ni obra mala». «En el sueño profundo, dicen asimismo los creyentes de esta  religión, que

 es la más profunda de las tres grandes religiones, el alma se eleva  fuera del cuerpo, penetra en la luz suprema y aparece así en su figura propia:  aquí ella es el mismo espíritu supremo que vagabundea bromeando y jugando

y deleitándose, bien con mujeres, o con carrozas, o con amigos, aquí ella ya no  vuelve con su pensamiento a este apéndice de cuerpo, al cual el prana (el soplo  vital) está atado como un animal de tiro al carro». Con todo, tampoco aquí  debemos olvidar que, al igual que en el caso de la «redención», con esto en el  fondo se expresa únicamente, bien que con la magnificencia de la exageración  oriental, una apreciación idéntica a la del lúcido, frío, helénicamente frío, pero  suficiente Epicuro: el hipnótico sentimiento de la nada, el reposo del sueño

más profundo, en una palabra, la ausencia de sufrimiento a los que sufren, a

los destemplados de raíz les es lícito considerar esto ya como el bien supremo,  como el valor de los valores, tienen que apreciarlo como algo positivo, sentirlo  como lo positivo mismo. (Según esta misma lógica del sentimiento, la nada es  llamada, en todas las religiones pesimistas, Dios.)

 

 

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Con más frecuencia que esta hipnotista amortiguación global de la  sensibilidad, de la capacidad dolorosa, amortiguación que presupone ya

fuerzas más raras, ante todo coraje, desprecio de la opinión, «estoicismo  intelectual», empléase contra los estados de depresión un training  [entrenamiento] distinto, que es, en todo caso, más fácil: la actividad

maquinal. Está fuera de toda duda que una existencia sufriente queda así  a

liviada en un grado considerable: a este hecho se le llama hoy, un poco  insinceramente, «la bendición del trabajo». El alivio consiste en que el interés  del que sufre queda apartado metódicamente del sufrimiento,  en que la  conciencia es invadida de modo permanente por un hacer y de nuevo sólo por  un hacer, y, en consecuencia, queda en ella poco espacio para el sufrimiento:  ¡pues es estrecha esa cámara de la conciencia humana! La actividad maquinal

y lo que con ella se relaciona como la regularidad absoluta, la obediencia  puntual e irreflexiva, la adquisición de un modo de vida de una vez para  siempre, el tener colmado el tiempo, una cierta autorización, más aún, una  crianza para la «impersonalidad», para olvidarse asímismo, para la incuria sui  lei [descuido de sí]: ¡de qué modo tan profundo y delicado ha sabido el  sacerdote ascético utilizar estas cosas en la lucha contra el dolor! Justo cuando


 

tenía que tratar con personas sufrientes de los estamentos inferiores, con  esclavos del trabajo o con prisioneros (o con mujeres: las cuales son, en

efecto, en la mayoría de los casos, ambas cosas a la vez, esclavos del trabajo y  prisioneros), el sacerdote ascético necesitaba de poco más que de una pequeña  habilidad en cambiar los nombres y en rebautizar las cosas para, a partir de ese  momento, hacerles ver un alivio, una relativa felicidad en cosas odiadas: el  descontento del esclavo con su suerte no ha sido inventado en todo caso por

los sacerdotes.  Un medio más apreciado aún en la lucha contra la depresión  consiste en prescribir una pequeña alegría, que sea fácilmente accesible y

pueda convertirse en regla; esta medicación se usa a menudo en conexión con  la antes mencionada. La forma más frecuente en que la alegría es así prescrita  como medio curativo es la alegría del causaralegría (como hacer beneficios,  hacer regalos, aliviar, ayudar, persuadir, consolar, alabar, tratar con distinción);  al prescribir «amor al prójimo», el sacerdote ascético prescribe en el fondo con  ello una estimulación de la pulsión más fuerte, más afirmadora de la vida, si  bien en una dosis muy cauta, una estimulación de la voluntad de poder. Esa  felicidad de la «superioridad mínima» que todo hacer beneficios, todo

socorrer, ayudar, tratar con distinción llevan consigo, es el más frecuente

medio de consuelo de que suelen servirse los fisiológicamente impedidos,  suponiendo que estén bien aconsejados: en caso contrario, se causan daño

unos a otros, obedeciendo, naturalmente, al mismo instinto básico. Cuando se  investigan los comienzos del cristianismo en el mundo romano, se encuentran  asociaciones destinadas al apoyo mutuo, asociaciones para ayudar a pobres, a  enfermos, para realizar los enterramientos, nacidas en el suelo más bajo de la  sociedad de entonces, asociaciones en las cuales se cultivaba, con plena  conciencia, este medio principal contra la depresión, a saber, la pequeña

alegría, la alegría de la mutua beneficencia,  ¿tal vez entonces era esto algo  nuevo, un auténtico descubrimiento? En esa «voluntad de reciprocidad» así  suscitada, en esa voluntad de formar un rebaño, una «comunidad», un

cenáculo, la voluntad de poder así estimulada, bien que en mínimo grado,

tiene que llegar a su vez a una irrupción nueva y mucho más completa: formar  un rebaño es un paso y una victoria esenciales en la lucha contra la depresión.  El crecimiento de la comunidad fortalece, incluso para el individuo, un nuevo  interés, que muy a menudo le lleva más allá del elemento personalísimo de su  fastidio, de su aversión contra sí (la despectio sui [desprecio de sí] de  Geulincx). Todos los enfermos, todos los enfermizos tienden instintivamente,  por un deseo de sacudirse de encima el sordo desplacer y el sentimiento de  debilidad, hacia una organización gregaria: el sacerdote ascético adivina ese  instinto y lo fomenta; donde existen rebaños, es el instinto de debilidad el que  ha querido el rebaño, y la inteligencia del sacerdote la que lo ha organizado.  Pues no se debe pasar por alto esto: por necesidad natural tienden los fuertes a  disociarse tanto como los débiles a asociarse; cuando los primeros se unen,


 

esto ocurre tan sólo con vistas a una acción agresiva global y a una

satisfacción global de su voluntad de poder, con mucha resistencia de la  conciencia individual; en cambio, los últimos se agrupan, complaciéndose  cabalmente en esa agrupación,  su instinto queda con esto apaciguado, tanto  como queda irritado e inquietado en el fondo por la organización el instinto de  los

 «señores» natos (es decir, de esa especie de solitarios animales rapaces  llamada hombre). Bajo toda oligarquía yace siempre escondida la historia  entera lo enseña la concupiscencia tiránica; toda oligarquía se estremece  permanentemente a causa de la tensión que todo individuo necesita poner en  juego en ella para continuar dominando tal concupiscencia. (Esto ocurría, por  ejemplo, en Grecia: Platón lo atestigua en cien pasajes, Platón, que conocía a  sus iguales y a sí mismo...)

 

 

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Los medios del sacerdote ascético que hemos conocido hasta el momento

la sofocación global del sentimiento de vida, la actividad maquinal, la pequeña

alegría, sobre todo la del «amor al prójimo», la organización gregaria, el  despertamiento del sentimiento de poder de la comunidad, a consecuencia del  cual el hastío del individuo con respeto a sí queda acallado por el placer que  experimenta en el florecimiento de la comunidad estos medios son, medidos  con el metro moderno, sus medios noculpables en la lucha contra el desplacer:  volvámonos ahora hacia los medios más interesantes, los «culpables». En

todos ellos se trata de una sola cosa: de algún desenfreno de los sentimientos,

   utilizado, como eficacísimo medio de amortiguación, contra la sorda,  paralizante, prolongada condición dolorosa; por lo cual la inventiva sacerdotal  en el estudio a fondo de esta única cuestión ha sido realmente inagotable:

«¿con qué medios se alcanza un desenfreno de los sentimientos?»... Suena esto  duro: es claro que sonaría más agradable y llegaría tal vez mejor a los oídos si  yo dijese, por ejemplo, «el sacerdote ascético se ha aprovechado siempre del  entusiasmo existente en todos los afectos fuertes». Mas ¿para qué seguir  acariciando los reblandecidos oídos de nuestros modernos afeminados. ¿Para  qué ceder, ni siquiera un paso, por nuestra parte, a su tartufería de las

palabras? Para nosotros los psicólogos habría ya en ello una tartufería de la  acción; prescindiendo de que nos causaría náusea. Un psicólogo, en efecto,  tiene hoy su buen gusto ( otros preferirán decir: su honestidad), si en alguna  parte, en el hecho de oponerse al vocabulario vergonzosamente moralizado de  que está viscosamente impregnado todo enjuiciamiento moderno del hombre y  de las cosas. Pues no nos engañemos sobre esto: lo que constituye el distintivo  más propio de las almas modernas, de los libros modernos, no es la mentira,


 

sino su inveterada inocencia dentro de su mendacidad moralista. Tener que  descubrir de nuevo esa «inocencia» en todas partes  esto es lo que constituye  quizá la parte más repugnante de nuestro trabajo, de todo el trabajo, no poco  problemático en sí, a que hoy tiene que someterse un psicólogo; es una parte

de nuestro gran peligro,  es un camino que tal vez nos lleve derechamente a la  gran náusea... Yo no abrigo ninguna duda acerca de cuál es la única cosa para

la que servirían, para la que podrían servir los libros modernos (suponiendo

que duren, lo cual, desde luego, no es de temer, y suponiendo asimismo que  haya alguna vez una posteridad dotada de un gusto más severo, más duro, más  sano),  la única cosa para la que le serviría, para la que podría servirle a esa  posteridad todo lo moderno: para hacer de vomitivos,  y ello en virtud de su  edulcoramiento y de su falsedad morales, de su intimísimo feminismo, al que

le gusta calificarse de «idealismo» y que se cree, en todo caso, idealismo.  Nuestros doctos de hoy, nuestros «buenos», no mienten esto es verdad; ¡pero  ello no les honra! La auténtica mentira, la mentira genuina, resuelta, «honesta»  (sobre cuyo

 valor puede oírse a Platón), sería para ellos algo demasiado  riguroso, demasiado fuerte; exigiría algo que no es lícito exigirles a ellos, a  saber, que abriesen los ojos contra sí mismos, que supiesen distinguir entre  «verdadero» y «falso» en ellos mismos. Lo único que a ellos les va bien es la  mentira deshonesta: todo el que hoy se siente a sí mismo «hombre bueno» es  totalmente incapaz de enfrentarse a algo a no ser con deshonesta mendacidad,  con abismal mendacidad, pero con inocente, candorosa, cándida, virtuosa  mendacidad. Esos «hombres buenos»,  todos ellos están ahora moralizados de  los pies a la cabeza, y, en lo que respecta a la honestidad, han quedado  malogrados y estropeados para toda la eternidad: ¡quién de ellos soportaría

aún una verdad «sobre el hombre!...» O, para concretar más la pregunta:

¿quién de ellos soportaría una biografía verdadera?... Unos cuantos indicios:  Lord Byron ha dejado escritas algunas cosas personalísimas sobre sí. Pero  Thomas Moore era «demasiado bueno» para ellas: echó al fuego los papeles de su amigo. Lo mismo parece que ha hecho el doctor Gwinner, ejecutor testamentario de Schopenhauer: pues también Schopenhauer había dejado escritas algunas cosas sobre sí y tal vez también contra sí («είςέαυτόν»). El infatigable americano Thayer, el biógrafo de Beethoven, se detuvo de pronto en su trabajo: llegado a cierto punto de esa vida honorable e ingenua, ya no la soportó más .... Moraleja: ¿qué hombre inteligente escribiría hoy todavía una palabra honesta sobre sí? tendría que pertenecer a la orden de la Santa Temeridad. Se nos promete una autobiografía de Richard Wagner: ¿quién duda de que será una autobiografía prudente?.... Recordemos aun el cómico espanto que el sacerdote católico Janssen suscitó en Alemania con su imagen, tan increíblemente cuadriculada e inofensiva, del movimiento de la Reforma protestante alemana; ¿qué no ocurriría si alguien nos narrase alguna vez ese  movimiento de otra manera, si alguna vez un verdadero psicólogo nos narrase


 

al verdadero Lutero, no ya con la simplicidad moralista de un clérigo de

aldea,  no ya con la dulzona y considerada verecundia de los historiadores  protestantes, sino, por ejemplo, con una impavidez a la manera de un Taine,  partiendo de una fortaleza del alma y no de una sabia indulgencia para con la  fortaleza?... (Los alemanes, dicho sea de paso, han producido últimamente  bastante bien el tipo clásico de esta última,  pueden atribuírselo ya,  reivindicarlo para bien: lo han producido en su Leopold Ranke, ese nato y clásico advocatus [abogado] de toda causa fortior [causa más fuerte], el más inteligente de todos los inteligentes «hombres objetivos».)

 

 

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Pero ya se me habrá comprendido:  ¿no es cierto que, tomadas las cosas en  conjunto, hay bastante razón para que nosotros los psicólogos no podamos  liberarnos hoy en día de una cierta desconfianza respecto a nosotros

mismos?... Probablemente también nosotros somos todavía «demasiado  buenos» para nuestro oficio, probablemente también nosotros somos todavía

las víctimas, el botín, los enfermos de ese moralizado gusto de la época,

aunque nos consideramos también como despreciadores del mismo;  probablemente también a nosotros nos infecta todavía ese gusto. ¿Contra qué  ponía en guardia aquel diplomático cuando hablaba a sus congéneres? «¡Sobre  todo, señores, desconfiemos de nuestros primeros movimientos!, decía, son  buenos casi siempre...» También todo psicólogo debería hoy hablar así a sus  congéneres... Y con esto volvemos a nuestro problema, el cual, en efecto,

exige de nosotros cierto rigor, cierta desconfianza, en especial contra los  «primeros movimientos». El ideal ascético al servicio de un propósito de  desenfreno del sentimiento: quien recuerde el tratado anterior podrá adivinar

ya en lo esencial el contenido, condensado en esas doce palabras, de lo que  ahora vamos a exponer. Sacar al alma humana de todos sus quicios, sumergirla  en

terrores, escalofríos, ardores y éxtasis, de modo que se desligue, como  fulminantemente, de toda la pequeñez y mezquindad propias del desplacer, del  letargo, del fastidio: ¿cuáles son los caminos que conducen a esa meta? ¿Y  cuáles son los más seguros?... En el fondo todos los grandes afectos, la cólera,  el temor, la voluptuosidad, la venganza, la esperanza, el triunfo, la  desesperación, la crueldad, son capaces de ello, presuponiendo que exploten

de repente; y en realidad el sacerdote ascético ha tomado a su servicio, sin  reparo alguno, a toda la jauría de perros salvajes que existen en el hombre, y  unas veces deja libre a uno y otras a otro, siempre con la misma finalidad de  despabilar al hombre de la lenta tristeza, de hacer huir, al menos  temporalmente, su sordo dolor, su vacilante miseria, y eso lo hace siempre


 

también bajo una interpretación y una «justificación» religiosa. Todo  desenfreno

 sentimental de ese tipo se cobra su precio, como es obvio pone más  enfermo al enfermo: y por esto esa especie de remedios del dolor es, juzgada  con medida moderna, una especie «culpable». Sin embargo, tanto más

tenemos que insistir, pues así lo exige la equidad, en que se la utilizó con

buena conciencia, en que el sacerdote ascético la prescribió creyendo  profundísimamente en la utilidad, más aún, en el carácter indispensable de la  misma,  y, con bastante frecuencia, casi derrumbándose él mismo ante los ayes  de dolor que él producía; digamos asimismo que las vehementes revanchas  fisiológicas de tales excesos, e incluso acaso las perturbaciones espirituales, no  contradicen propiamente en el fondo al sentido global de esa especie de  medicación: pues, como antes mostramos, ésta no tendía a curar

enfermedades, sino a combatir el desplacer de la depresión, a aliviarlo, a  adormecerlo. Semejante meta se alcanzaba también así. El principal ardid que  el sacerdote ascético se permitía para hacer resonar en el alma humana toda  suerte de música arrebatadora y extática consistía lo sabe todo el mundo en  aprovecharse del sentimiento de culpa. La procedencia del mismo la ha  señalado brevemente el tratado anterior como un fragmento de psicología  animal, como nada más que eso: en él el sentimiento de culpa se nos presentó,  por así decirlo, en estado bruto. Sólo en manos del sacerdote, ese auténtico  artista en sentimientos de culpa, llegó a cobrar forma ¡oh, qué forma! El  «pecado» pues así habla la reinterpretación sacerdotal de la «mala conciencia»  animal (de la crueldad vuelta hacia atrás) ha sido hasta ahora el

acontecimiento más grande en la historia del alma enferma: en el pecado  tenemos la estratagema más peligrosa y más nefasta de la interpretación  religiosa. El hombre, sufriendo de sí mismo de algún modo, en todo caso de

un modo fisiológico, aproximadamente como un animal que está encerrado en  una

jaula, sin saber con claridad por qué y para qué, anhelante de encontrar razones pues las razones alivian, y anhelante también de encontrar remedios y narcóticos, termina por pedir consejo a alguien que conoce incluso lo oculto, y he aquí que recibe una indicación, recibe de su mago, del sacerdote ascético, la primera indicación acerca de la «causa» de su sufrimiento: debe buscarla dentro de sí, en una culpa, en una parte del pasado, de

be entender su propio sufrimiento como un estado de pena... El desventurado ha escuchado, ha comprendido: ahora le ocurre como a la gallina en torno a la cual se ha trazado una raya: no vuelve a salir de ese círculo de rayas: el enfermo se ha convertido en «el pecador...» Y ahora no nos libramos del aspecto de ese nuevo enfermo, «el pecador», durante algunos milenios ¿nos libraremos alguna vez?, mírese a donde se mire, en todas partes aparece la mirada hipnótica del pecador, que se mueve siempre en una sola dirección (en dirección a la «culpa», considerada como causalidad única del sufrimiento); en todas partes, la mala conciencia, esa bestia horrible (grewliche thierj, para decirlo con palabras de Lutero; en


 

todas partes, el pasado rumiado de nuevo, la acción tergiversada, los «malos ojos» para cualquier obrar; en todas partes, el querer malentender el sufrimiento, convertido en contenido de la vida, el reinterpretar el sufrimiento como sentimientos de culpa, de temor, de castigo; en todas partes, las disciplinas, el cilicio, el cuerpo dejado morir de hambre, la contrición; en todas

 partes el pecador que se impone a sí mismo el suplicio de la rueda, la rueda cruel de una conciencia inquieta, enfermizamente libidinosa; en todas partes, el tormento mudo, el temor extremo, la agonía del corazón martirizado, los espasmos de una felicidad desconocida, el grito que pide «redención». De hecho, con este sistema de procedimientos se consiguió superar de raíz la vieja depresión, la vieja pesadez y la vieja fatiga; de nuevo la vida volvió a ser muy interesante: despierta, eternamente despierta, insomne, ardiente, carbonizada, extenuada, y, sin embargo, no cansada así es como se conducía el hombre, «el pecador», iniciado en esos misterios. Ese viejo y gran mago en la lucha contra el desplacer, el sacerdote ascético evidentemente había triunfado, su reino había llegado: la gente no se quejaba ya contra el dolor, sino que lo anhelaba. «¡Más dolor! ¡Más dolor!», así gritó durante siglos el anhelo de sus discípulos e iniciados. Todo desenfreno del sentimiento que causase daño, todo lo que quebrantaba, trastornaba, aplastaba, extasiaba, embelesaba, el misterio de las cámaras de tortura, la capacidad inventiva del mismo infierno todo eso se hallaba ahora descubierto, adivinado, aprovechado, todo estaba al servicio de hechicero, todo sirvió en lo sucesivo a la victoria de su ideal, del ideal ascético... «Mi reino no es de este mundo» seguía diciendo ahora igual que antes: ¿tenía realmente derecho a seguir hablando así?... Goethe afirmó que únicamente existen treinta y seis situaciones trágicas: esto permite adivinar,

aunque no supiéramos ninguna otra cosa, que Goethe no fue un sacerdote  ascético. Éste  conoce un número mayor...

 

 

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Con respecto a toda esta especie de la medicación sacerdotal, la especie «culpable», está de más toda palabra de crítica. Que semejante desenfreno del sentimiento, tal como el sacerdote ascético acostumbró a prescribirlo en este caso a sus enfermos (bajo los nombres más santos, ya se entiende, y convencido además de la santidad de su finalidad), haya sido realmente útil a algún enfermo, ¿quién tendría gusto en sostener una afirmación así? Al menos habría que ponerse de acuerdo sobre la expresión «ser útil». Si con ella quiere decirse que tal sistema de tratamiento ha mejorado al hombre, entonces nada tengo que objetar: sólo añadir lo que para mí significa «mejorado» lo mismo que «domesticado», «debilitado», «postrado», «refinado», «reblandecido»,


 

«castrado» (es decir, casi lo mismo que dañado...). Pero si se trata principalmente de enfermos contrariados, deprimidos, tal sistema pone al enfermo más enfermo, aun suponiendo que lo ponga «mejor»; pregúntese a los médicos de locos qué consecuencia trae siempre consigo una aplicación metódica de tormentos expiatorios, contriciones y espasmos de redención. Pregúntese asimismo a la historia: en todos los lugares en que el sacerdote ascético ha impuesto ese tratamiento a los enfermos, la condición enfermiza ha crecido siempre en profundidad y en extensión con una rapidez siniestra. ¿Cuál fue siempre el «éxito»? Un sistema nervioso destrozado, añadido a todo lo demás que ya estaba enfermo; y esto tanto en el más grande como en el más pequeño, tanto en el individuo como en las masas. Detrás del training [entrenamiento] de expiación y redención encontramos epidemias epilépticas enormes, las más grandes que la historia conoce, como las de los danzantes medievales de San Vito y San Juan; encontramos, como otra forma de su

influjo, parálisis terribles y depresiones duraderas, con las cuales a veces

 el  temperamento de un pueblo o de una ciudad (Ginebra, Basilea) se transforma,  de una vez para siempre, en lo contrario de lo que era;  a esto pertenece

también la historia de las brujas, algo afín al sonambulismo (ocho grandes  explosiones epidémicas de las mismas tan sólo entre 1564 y 1605); detrás del  mencionado training encontramos asimismo aquellos delirios colectivos  ansiosos de muerte, cuyo horrible grito evviva la morte [viva la muerte] se oyó  por toda Europa, interrumpido unas veces por idiosincrasias voluptuosas y

otras por idiosincrasias destructivas: y ese mismo cambio de afectos, con las  mismas intermitencias y transformaciones súbitas, es observado todavía hoy

en todos los lugares, en todo sitio en donde la doctrina ascética acerca del  pecado obtiene una vez más un gran triunfo (la neurosis religiosa aparece

como una forma del «ser malvado»: de ello no hay duda). ¿Qué es esa  neur

osis? Quaeritur [se pregunta]. Hablando a grandes rasgos, el ideal ascético  y su culto sublimemente moral, esa ingeniosísima, despreocupadísima y  peligrosísima sistematización de todos los medios del desenfreno del  sentimiento bajo la protección de propósitos santos se ha inscrito de un modo  terrible e inolvidable en la historia entera del hombre; y, por desgracia, no sólo  en su historia... Yo no sabría señalar nada que haya dañado tan  destructoramente como este ideal la salud y el vigor racial, sobre todo de los  europeos; es lícito llamarlo, sin ninguna exageración, la auténtica fatalidad en  la historia de la salud del hombre europeo. A lo sumo podría compararse con

el influjo específicamente germánico: me refiero al envenenamiento

alcohólico de Europa, que hasta hoy ha marchado rigurosamente al mismo

paso que la preponderancia política y racial de los germanos (donde éstos  inocularon su sangre, inocularon también sus vicios).  Como tercer elemento

de la serie habría que mencionar la sífilis  magno sed próxima intervalo [a

gran distancia, pero muy próxima].


 

 

 

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El sacerdote ascético ha corrompido la salud anímica en todos los sitios en  que ha llegado a dominar, y, en consecuencia, ha corrompido también el gusto  in artibus et litteris [en las artes y en las letras]  todavía continúa

corrompiéndolo. «¿En consecuencia?» Espero que este «en consecuencia» se  me conceda sencillamente; al menos no quiero ofrecer aquí su demostración.  Un solo dato: se refiere al libro fundamental de la literatura cristiana, a su

auténtico modelo, a su «libro en sí». Todavía en medio del esplendor  grecoromano, que era también un esplendor de libros, a la vista de un mundo  literario no marchitado ni arruinado aún, en una época en que todavía era  posible leer algunos libros por cuya posesión daríamos hoy a cambio la mitad  de literaturas enteras, la simpleza y la vanidad de agitadores cristianos se les  llama padres de la Iglesia se atrevió ya a decretar: «También nosotros tenemos  nuestra literatura clásica, no necesitamos la de los griegos»,

 y al decirlo se  apuntaba con orgullo a libros de leyendas, cartas de apóstoles y tratadillos  apologéticos, aproximadamente de la misma manera como hoy el «Ejército de  Salvación» inglés lucha, con una literatura similar, contra Shakespeare y otros  «paganos». A mí no me gusta el Nuevo Testamento, ya se adivina; casi me  desasosiega el encontrarme tan solo con mi gusto respecto a esa obra literaria  estimadísima, sobreestimadísima (el gusto de dos milenios está contra mí):  ¡pero qué remedio queda! «Aquí estoy yo, no puedo hacer otra cosa»,  tengo el  coraje de mi mal gusto. El Antiguo Testamento sí, éste es algo completamente  distinto: ¡todo mi respeto por el Antiguo Testamento! En él encuentro grandes  hombres, un paisaje heroico y algo rarísimo en la tierra, la incomparable  ingenuidad del corazón fuerte; más aún, encuentro un pueblo. En cambio, en

el Nuevo, nada más que pequeños asuntos de sectas, nada más que rococó del  al

ma, nada más que cosas adornadas con arabescos, angulosas, extrañas, mero  aire de conventículo, sin olvidar un ocasional soplo de bucólica dulzura, que  pertenece a la época (y a la provincia romana) y que no es tanto judío como  helenístico. La humildad y la ampulosidad, estrechamente juntas; una  locuacidad del sentimiento que casi ensordece; apasionamiento, pero no

pasión; penosa mímica; aquí ha faltado evidentemente toda buena educación.  ¡Cómo se puede dar, a los pequeños defectos propios, la importancia que les  dan esos piadosos hombrecillos! Nadie se ocupa de aquéllos; y mucho menos  Dios. Para terminar, todas estas pequeñas gentes de la provincia quieren tener  incluso «la corona de la vida eterna»: ¿para qué?, ¿por qué?, no es posible  llevar más lejos la inmodestia. Un Pedro «inmortal», ¡quién lo soportaría!  Poseen una ambición que hace reír: esas gentes nos dan mascados sus asuntos  más personales, sus necedades, tristezas y preocupaciones de ociosos, como si


 

el ensídelascosas estuviera obligado a preocuparse de ello, esas gentes no se  cansan de mezclar a Dios incluso en los más pequeños pesares en que ellos  están metidos. ¡Y ese permanente tutearse con Dios, de pésimo gusto! ¡Esa  judía, y no sólo judía, familiaridad de hocico y de pata con Dios!... Hay en el  este de Asia pequeños y despreciados «pueblos paganos» de los que estos  primeros cristianos podrían haber aprendido algo esencial, un poco de tacto

del respeto; según atestiguan misioneros cristianos, aquellos pueblos no se  permiten siquiera pronunciar el nombre de su Dios. Esto me parece una cosa  bastante delicada; en verdad resulta demasiado delicada no sólo para  «primeros» cristianos: para percibir el contraste, recuérdese, por ejemplo, a  Lutero, «el más elocuente» e inmodesto campesino que Alemania ha dado, y

el tono luterano, que era el que más le gustaba emplear precisamente en sus  diálogos con Dios. La oposición de Lutero a los santos intermediarios de la  Iglesia (en especial, al «papa, esa puerca del diablo») era en su último fondo,

no hay duda de ello, la oposición propia de un palurdo al que le fastidiaba la  buena etiqueta de la Iglesia, aquella etiqueta de respeto del gusto hierático, que  sólo a gentes más iniciadas y silenciosas permite entrar en el santo de los  santos, y en cambio cierra el acceso a los palurdos. De una vez por todas,  precisamente aquí no deben éstos hablar,  pero Lutero, el campesino, quería

las cosas de un modo completamente distinto, aquello no le parecía bastante  alemán: quería, ante todo, hablar directamente, hablar él, hablar «sin  ceremonias» con su Dios... Y, desde luego, lo hizo.  El ideal ascético, ya se lo  adivina, no fue nunca y en ningún lugar una escuela del buen gusto, menos

aún de los buenos modales,  fue, en el mejor caso, una escuela de los modales  hieráticos  : esto hace que encierre en sí algo mortalmente hostil a todos los  buenos modales,  falta de moderación, aversión por la moderación, es incluso  un non plus ultra.

 

 

23

 

El ideal ascético ha corrompido no sólo la salud y el gusto, sino también  una tercera, y una cuarta, y una quinta, y una sexta cosa me guardaré de decir

cuántas (¡cuándo acabaría!). Lo que aquí pretendo poner de manifiesto no es

lo que ese ideal ha realizado, sino, más bien, única y exclusivamente lo que  significa, lo que deja adivinar, lo que se oculta detrás de él, debajo de él,

dentro de él, aquello de lo cual él es la expresión superficial, oscura,  sobrecargada de interrogaciones y de malentendidos. El no escatimar a mis  lectores una mirada a lo monstruoso de sus efectos, también de sus efectos  funestos, he podido permitírmelo sólo en orden a esta finalidad: a saber, la de  prepararlos para el último y más terrible aspecto que posee para mí la pregunta


 

por el significado de aquel ideal. ¿Qué significa justamente el poder de ese  ideal, lo monstruoso de su poder? ¿Por qué se le ha cedido terreno en esa  medida? ¿Por qué no se le ha opuesto más bien resistencia? El ideal ascético  expresa una voluntad: ¿dónde está la voluntad contraria, en la que se

expresaría un ideal contrario? El ideal ascético tiene una meta,  y ésta es lo  suficientemente universal como para que, comparados con ella, todos los

demás intereses de la existencia humana parezcan mezquinos y estrechos;  épocas, pueblos, hombres, interprétalos implacablemente el ideal ascético en  dirección a esa única meta, no permite ninguna otra interpretación, ninguna

otra meta, rechaza, niega, afirma, corrobora únicamente en el sentido de su  interpretación ( ¿y ha existido alguna vez un sistema de interpretación más  pensado hasta el final?); no se somete a ningún poder, sino que cree en su  primacía sobre todo otro poder, en su incondicional distancia de rango con  respecto a todo otro poder,  cree que no existe en la tierra ningún poder que no  tenga que recibir de él un sentido, un derecho a existir, un valor, como  instrumento para su obra, como vía y como medio para su meta, para una

única meta... ¿Dónde está el antagonista de este compacto sistema de

voluntad, meta e interpretación? ¿Por qué falta el antagonista?... ¿Dónde se  encuentra la otra «única meta»?... Se me dice que no falta, que no sólo ha  luchado largo tiempo con éxito contra aquel ideal, sino que incluso, en todos

los asuntos principales, se ha enseñoreado ya de él: testimonio de ello sería

toda nuestra ciencia moderna,  esa ciencia moderna que, por ser una auténtica  filosofía de la realidad, evidentemente no cree más que en sí misma,  evidentemente tiene el coraje de ser ella misma, la voluntad de ser ella misma,

y hasta ahora se las ha arreglado bastante bien sin Dios, sin el más allá, sin  virtudes negadoras. Ahora bien, ese ruido y esa locuacidad de agitadores no

me producen ninguna impresión: esos trompeteros de la realidad son malos  músicos, sus voces no ascienden desde lo profundo de un modo

suficientemente perceptible, en ellos no habla el abismo de la conciencia  científica pues un abismo es hoy la conciencia científica, en los hocicos de

tales trompeteros el vocablo «ciencia» es sencillamente una impudicia, un  abuso, una desvergüenza. La verdad es cabalmente lo contrario de lo que aquí

se afirma: la ciencia no tiene hoy sencillamente ninguna fe en sí misma, y  mucho menos un ideal por encima de sí,  y allí donde aún es pasión, amor,  fervor, sufrimiento, no representa lo contrario de aquel ideal ascético, sino más  bien la forma más reciente y más noble del mismo. ¿Os suena extraño esto?...  Es cierto que también entre los doctos de hoy hay bastante pueblo honrado y  modesto de obreros, el cual se complace en su pequeño rincón, y que, por el  hecho de complacerse en él, a veces eleva un poco inmodestamente la voz,  diciendo que hoy debemos estar contentos en general, sobre todo en la ciencia,   pues precisamente en ella hay tantas cosas útiles que hacer. No objeto nada; y

lo que menos quisiera yo es estropearles a esos honestos obreros su placer en


 

el oficio: pues yo me alegro de su trabajo. Pero el hecho de que ahora se

trabaje con rigor en la ciencia y de que existan trabajadores satisfechos no  demuestra en modo alguno que la ciencia en su conjunto posea hoy una meta,  una voluntad, un ideal, una pasión propia de la gran fe. Como hemos dicho,  ocurre lo contrario: allí donde la ciencia no es la más reciente forma de  aparición del ideal ascético,  son casos demasiado raros, nobles y escogidos  como para que el juicio general pudiera ser torcido por ellos , la ciencia es hoy  un escondrijo para toda especie de mal humor, incredulidad, gusano roedor,  despectio su¡ [desprecio de si], mala conciencia,  es el desasosiego propio de

la ausencia de un ideal, el sufrimiento por la falta del gran amor, la  insuficiencia de una sobriedad involuntaria. ¡Oh, cuántas cosas no oculta hoy

la ciencia! ¡Cuántas debe al menos ocultar! La capacidad de nuestros mejores  estudiosos, su irreflexiva laboriosidad, su cerebro en ebullición día y noche,  incluso su maestría en el oficio  ¡con cuánta frecuencia ocurre que el auténtico  sentido de todo eso consiste en cegarse a sí mismo los ojos para no ver algo!

La ciencia como medio de aturdirse a sí mismo: ¿conocéis esto?... A veces con  una palabra inofensiva herimos a los doctos hasta el tuétano todo el que trata  con ellos lo ha experimentado, indisponemos contra nosotros a nuestros

amigos doctos en el instante en que pensamos honrarlos, los sacamos de sus  casillas meramente porque fuimos demasiado burdos para adivinar con quién  estamos tratando en realidad, con seres que sufren y que no quieren confesarse  a sí mismos lo que son, con seres aturdidos e irreflexivos que no temen más  que una sola cosa: llegar a cobrar conciencia...

 

 

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Y ahora examinemos, en cambio, aquellos casos, más raros, de que he  hablado, los últimos idealistas que hoy existen entre filósofos y doctos:  ¿tenemos en ellos tal vez los buscados adversarios del ideal ascético, los  anfidealistas de éste? De hecho se creen tales, esos «incrédulos» (pues todos  ellos lo son); parece que su último resto de fe consiste justo en esto, en ser  adversarios de ese ideal, tan serios son en este punto, tan apasionados se  vuelven precisamente aquí sus gestos y sus palabras: ¿ya por esto ha de ser  verdadero lo que ellos creen?... Nosotros «los que conocemos» nos hemos  vuelto con el tiempo desconfiados frente a toda especie de creyentes; nuestra  desconfianza nos ha ejercitado poco a poco en sacar conclusiones opuestas a  las que en otro tiempo se sacaban: es decir, en inferir, en todos aquellos sitios  en que la fortaleza de una fe aparece mucho en el primer plano, que hay allí  una cierta debilidad de la demostrabilidad, incluso una inverosimilitud de lo  creído. Tampoco nosotros negamos que la fe otorga la bienaventuranza:


 

cabalmente por esto negamos que la fe demuestre algo,  una fe robusta, que  otorga la bienaventuranza, es una sospecha contra aquello en lo que cree) no

es prueba de «verdad», es prueba de una cierta verosimilitud de la ilusión.  ¿Qué ocurre hoy en este caso?  Estos actuales negadores y apartadizos, estos  incondicionales en una sola cosa, en la exigencia de limpieza intelectual, estos  espíritus duros, severos, abstinentes, heroicos, que constituyen la honra de  nuestra época

, todos estos pálidos ateístas, anticristos, inmoralistas, nihilistas,  estos

 escépticos, efécticos, hécticos de espíritu (esto último lo son todos ellos,  en algún sentido), estos últimos idealistas del conocimiento, únicos en los  cuales se alberga y se ha encarnado la conciencia intelectual,  de hecho se  creen sumamente desligados del ideal ascético, estos «espíritus libres, muy  libres»: y, sin embargo, voy a descubrirles lo que ellos mismos no pueden ver  pues están demasiado cerca: aquel ideal es precisamente también su ideal,

ellos mismos, y acaso nadie más, lo representan hoy, ellos mismos son su más  espiritualizado engendro, su más avanzada tropa de guerreros y exploradores,  su más insidiosa, delicada, inaprensible forma de seducción:  ¡si en algo soy

yo descifrador de enigmas, quiero serlo con esta afirmación!... Se hallan muy  lejos de ser espíritus libres: pues creen todavía en la verdad... Cuando los  cruzados cristianos tropezaron en Oriente con aquella invencible Orden de los Asesinos, con aquella Orden de espíritus libres par excellence, cuyos grados  ínfimos vivían en una obediencia que no ha sido alcanzada por ninguna Orden  monástica, recibieron también, por alguna vía, una indicación acerca de aquel  símbolo y aquella fraseescudo, reservada sólo a los grados sumos, como su  secretum: «Nada es verdadero, todo está permitido...» Pues bien, esto era  libertad de espíritu, con ello se dejaba de creer en la verdad misma... ¿Se ha  extraviado ya alguna vez un espíritu libre europeo, cristiano, en esa frase y en  sus laberínticas consecuencias? ¿Conoce por experiencia el Minotauro de ese  infierno?... Dudo de ello, más aún, sé algo distinto:  nada es más extraño a  estos incondicionales de una sola cosa, a estos así llamados «espíritus libres»,  que la libertad y la liberación en aquel sentido, en ningún otro aspecto están  más firmemente atados, justo en la fe en la verdad están firmes e  incondicionales como ningún otro. Yo conozco todo esto tal vez desde  demasiado cerca: aquella loable continencia de filósofos a la que tal fe obliga,  aquel estoicismo del intelecto que acaba por prohibirse tan rigurosamente el

no como el sí, aquel querer detenerse ante lo real, ante el factum brutum  [hecho bruto], aquel fatalismo de los petits faits [hechos pequeños] (ce petit  faitalisme, como yo lo llamo), en el cual la ciencia francesa busca ahora una  especie de primacía moral sobre la alemana, aquel renunciar del todo a la  interpretación (al violentar, reajustar, recortar, omitir, rellenar, imaginar,  falsear, y a todo lo demás que pertenece a la esencia del interpretar) esto es,  hablando a grandes rasgos, expresión tanto de un ascetismo de la virtud como  de una negación de la sensualidad (en el fondo, es sólo un modus de esa


 

negación). Pero lo que fuerza a esto, aquella incondicional voluntad de verdad,  es la fe en el ideal ascético mismo, si bien en la forma de su imperativo  inconsciente, no nos engañemos sobre esto, es la fe en un valor metafísico, en  un valor en sí de la verdad, tal como sólo en aquel ideal se encuentra  garantizado y confirmado (subsiste y desaparece juntamente con él). No

existe, juzgando con rigor, una ciencia «libre de supuestos», el pensamiento de  tal ciencia es impensable, es paralógico: siempre tiene que haber allí una  filosofía, una

«fe», para que de ésta extraiga la ciencia una dirección, un  sentido, un límite, un método, un derecho a existir. (Quien lo entiende al revés,  quien, por ejemplo, se dispone a asentar la filosofía «sobre una base  rigurosamente científica», necesita primero, para ello, poner cabeza abajo no  sólo la filosofía, sino también la misma verdad: ¡la peor ofensa al decoro que  puede cometerse con dos damas tan respetables!) Sí, no hay duda y aquí dejo  hablar a mi Gaya ciencia, véase el libro quinto «el hombre veraz, en aquel  temerario y último sentido que la fe en la ciencia presupone, afirma con ello  otro mundo distinto del de la vida, de la naturaleza y de la historia; y en la  medida en que afirma ese ‘otro mundo’, ¿cómo?, ¿no tiene que negar,  precisamente por ello, su opuesto, este mundo, nuestro mundo?... Nuestra fe

en la ciencia reposa siempre sobre una fe metafísica también nosotros los  actuales hombres del conocimiento, nosotros los ateos y antimetafísicos,  también nosotros extraemos nuestro fuego de

 aquella hoguera encendida por  una fe milenaria, por aquella fe cristiana que fue también la fe de Platón, la  creencia de que Dios es la verdad, de que la verdad es divina... ¿Pero cómo es  esto posible, si precisamente tal cosa se vuelve cada vez más increíble, si ya

no hay nada que se revele como divino, salvo el error, la ceguera, la mentira, 

si Dios mismo se revela como nuestra más larga mentira?»  En este punto es  necesario detenerse y reflexionar largamente. La ciencia misma necesita en  adelante una justificación (con lo cual no se ha dicho en absoluto que exista

una justificación para ella). Examínense, con respecto a esta cuestión, las  filosofías más antiguas y las más recientes: falta en todas ellas una conciencia  de hasta qué punto la misma voluntad de verdad necesita una justificación, hay  aquí una laguna en toda filosofía ¿a qué se debe? A que el ideal ascético ha

sido hasta ahora dueño de toda filosofía, a que la verdad misma fue puesta  como ser, como Dios, como instancia suprema, a que a la verdad no le fue

lícito en absoluto ser problema. ¿Se entiende este «fue lícito»?  Desde el  instante en que la fe en Dios del ideal ascético es negada, hay también un

nuevo problema: el del valor de la verdad.  La voluntad de verdad necesita una  crítica con esto definimos nuestra propia tarea, el valor de la verdad debe ser  puesto en entredicho alguna vez, por vía experimental... (A quien esto le  parezca demasiado sucinto se le recomienda volver a leer el apartado de La  gaya ciencia titulado: «En qué medida somos nosotros todavía piadosos», y,  mucho mejor aún, el libro quinto entero de la mencionada obra, así como el


 

prólogo a Aurora.)

 

 

25

 

¡No! No se me venga con la ciencia cuando yo busco el antagonista natural  del ideal ascético, cuando pregunto: «¿dónde está la voluntad opuesta, en la

que se exprese su ideal opuesto?» Ni de lejos se apoya en sí misma la ciencia

lo suficiente como para poder ser esto, ella necesita primero, en todos los  sentidos, un ideal del valor, un poder creador de valores, al servicio del cual le  es lícito a ella creer en sí misma,  ella como tal no es nunca creadora de

valores. Su relación con el ideal ascético no es ya en sí, de ningún modo, un

a  relación antagonística; incluso representa más bien, en lo principal, la fuerza  propulsora en la configuración interna de aquél. Su contradicción y su lucha,  examinadas de modo más sutil, no apuntan

 de ningún modo al ideal mismo,  sino sólo a las avanzadas de éste, a su disfraz, a su juego de máscaras, a sus  ocasionales endurecimiento, desecación, dogmatización la ciencia devuelve la  libertad a la vida que hay en el ideal ascético, negando lo exotérico en él.  Ambos, ciencia e ideal ascético, se apoyan, en efecto, sobre el mismo terreno  ya di a entender esto: a saber, sobre la misma fe en la inestimabilidad,  incriticabilidad de la verdad, y por esto mismo son necesariamente aliados,  de  modo que, en el supuesto de que se los combata, no se los puede combatir y  poner en entredicho nunca más que de manera conjunta. Una apreciación del  valor del ideal ascético trae consigo inevitablemente también una apreciación  del valor de la ciencia: ¡ábranse los ojos y agúcense los oídos para percibir tal  cosa en todos los tiempos! (El arte, dicho sea de manera anticipada, pues  alguna vez volveré sobre el tema con más detenimiento, el arte, en el cual  precisamente la mentira se santifica, y la voluntad de engaño tiene a su favor

la buena conciencia, se opone al ideal ascético mucho más radicalmente que la  ciencia: así lo advirtió el instinto de Platón, el más grande enemigo del arte  producido hasta ahora por Europa. Platón contra Homero: éste es el  antagonismo total, genuino  de un lado el «allendista» con la mejor voluntad,

el gran calumniador de la vida, de otro el involuntario divinizador de ésta, la  áurea naturaleza. Una sujeción del artista al servicio del ideal ascético es por  ello la más propia corrupción de aquel que pueda haber, y, por desgracia, una  de las más frecuentes: pues nada es más corruptible que un artista.) También  consideradas las cosas desde un punto de vista fisiológico descansa la ciencia  sobre el mismo terreno que el ideal ascético: un cierto empobrecimiento de la  vida constituye, tanto en un caso como en otro, su presupuesto,  los afectos  enfriados, el tempo retardado, la dialéctica ocupando el lugar del instinto, la  seriedad grabada en los rostros y los gestos (la seriedad, ese inequívoco


 

indicio de un metabolismo más trabajoso, de una vida que lucha, que trabaja  con más dificultad). Examinense las épocas de un pueblo en las que el hombre  docto aparece en el primer plano: son épocas de cansancio, a menudo de  crepúsculo, de decadencia, la fuerza desbordante, la certeza vital, la certeza de  futuro, han desaparecido. La preponderancia del mandarín no significa nunca  algo bueno: como tampoco la aparición de la democracia, de los arbitrajes de  paz en lugar de las guerras, de la igualdad de derechos de las mujeres, de la  religión de la compasión y de todos los demás síntomas que hay de la vida  declinante. (La ciencia concebida como problema; ¿qué significa ciencia?

véase sobre esto el prólogo a El nacimiento de la tragedia). ¡No!, esta «ciencia  moderna»

 ¡basta abrir los ojos! es por el momento la mejor aliada del ideal  ascético, ¡y lo es justo por ser la ciencia más inconsciente, más involuntaria,  más secreta y más subterránea! Hasta ahora han jugado un mismo juego los  «pobres de espíritu» y los adversarios científicos de aquel ideal (guardémonos  de pensar, dicho sea de paso, que éstos sean la antítesis de aquéllos, algo así  como los ricos de espíritu: no lo son, yo los he denominado hécticos del  espíritu). Esas famosas victorias de los últimos: indudablemente son victorias,   ¿pero sobre qué? El ideal ascético no fue vencido de ningún modo en ellas,  antes bien se volvió más fuerte, es decir, más inaprensible, más espiritual, más  capcioso, por el hecho de que, una y otra vez, la ciencia eliminó, derribó sin  compasión un muro, un bastión que se había adosado a aquél y que había

vuelto más grosero su aspecto. ¿Se piensa en serio que, por ejemplo, la derrota  de l

a astronomía teológica fue una derrota de tal ideal?... ¿Es que acaso el  hombre s

e ha vuelto menos necesitado de una solución allendista de su enigma  del existir, por el hecho de que, a partir de entonces, ese existir aparezca ahora  más gratuito aún, más arrinconado, más superfluo en el orden visible de las  cosas? ¿No se encuentra en un indetenible avance, a partir de Copérnico,  precisamente el autoempequeñecimiento del hombre, su voluntad de  autoempequeñecimiento? Ay, ha desaparecido la fe en la dignidad,  singularidad, insustituibilidad humanas dentro de la escala jerárquica de los  seres,  el hombre se ha convertido en un animal, animal sin metáforas,  restricciones ni reservas, él, que en su fe anterior era casi Dios («hijo de

Dios», «hombre Dios»)... A partir de Copérnico el hombre parece haber caído  en un plano inclinado,  rueda cada vez más rápido, alejándose del punto

central  ¿hacia dónde?, ¿hacia la nada?, ¿hacia el «horadante sentimiento de su  nada»?... ¡Bien!, éste precisamente sería el camino derecho ¿hacia el antiguo  ideal?... Toda ciencia (y no sólo la astronomía, sobre cuyo humillante y  degradador influjo hizo Kant una notable confesión, «ella aniquila mi  importancia ...»), toda ciencia, tanto la natural como la innatural así llamo yo a  la autocrítica del conocimiento tiende hoy a disuadir al hombre del aprecio en  que hasta ahora se tenía a sí mismo, como si tal aprecio no hubiera sido otra  cosa que una extravagante presunción; incluso podría decirse que la ciencia


 

pone su propio orgullo, su propia áspera forma de ataraxia estoica en mantener  en pie en sí misma ese difícilmente conseguido autodesprecio del hombre,  como su última y más seria reivindicación de aprecio (con razón, de hecho:  pues quien desprecia es siempre todavía alguien que «no ha olvidado el  apreciar...»). ¿Se trabaja en verdad así en contra del ideal ascético? ¿Acaso se  piensa aún, con toda seriedad (como se imaginaron algún tiempo los teólogos),  que, por ejemplo, la victoria de Kant sobre la dogmática de los conceptos  teológicos («Dios», «alma», «libertad», «inmortalidad») ha demolido aquel  ideal? a este respecto nada debe importarnos por el momento si Kant mismo  tuvo siquiera el propósito de hacer algo de ese tipo. Lo cierto es que, a partir

de Kant, los trascendentalistas de toda especie han tenido de nuevo ganada la  partida, se han emancipado de los teólogos: ¡qué felicidad! Kant les ha  descubierto un camino secreto en el que ahora les es lícito entregarse, con sus  propios medios y con el mejor decoro científico, a los «deseos de su corazón».  Asimismo: ¿quién podría tomar a mal ya a los agnósticos el que éstos, en  cuanto veneradores de lo desconocido y misterioso en sí, adoren ahora como  Dios el signo mismo de interrogación? (Xaver Doudan habla en una ocasión

de los ravages [estragos] producidos por 1’habitude d’admirer 1’inintelligible  au lieu de rester tout simplement dans I’inconnu [el hábito de admirar lo  ininteligible en lugar de quedarse simplemente en lo desconocido]; él piensa  que los antiguos habrían prescindido de ello). Suponiendo que nada de lo que

el hombre «conoce» satisfaga sus deseos, sino que más bien los contradiga y  espante, ¡qué divina escapatoria el que sea lícito buscar la culpa de ello no en

el «desear», sino en el «conocer»!... «No existe ningún conocer: en  consecuencia  existe Dios»: ¡qué nueva elegantia syllogismi [elegancia del  silogismo], ¡qué triunfo del ideal ascético!

 

 

26

 

¿O es que acaso la historiografía moderna, en su totalidad, ha mostrado

una actitud más cierta de vida, más cierta de ideal? Su pretensión más noble se

reduce hoy a ser espejo: rechaza toda teleología; ya no quiere «demostrar»  nada: desdeña el desempeñar el papel de juez, y tiene en ello su buen gusto,  ni  afirma ni niega, hace constar, «describe»... Todo esto es ascético en alto grado;  pero a la vez es, en un grado más alto todavía, nihilista, ¡no nos engañemos  sobre este punto! Vemos una mirada triste, dura, pero resuelta,  un ojo que

Mira a lo lejos, como mira a lo lejos un viajero del Polo Norte que se ha  quedado aislado (¿tal vez para no mirar adentro?, ¿tal vez para no mirar  atrás?...) Aquí hay nieve, aquí la vida ha enmudecido; las últimas cornejas

cuya voz aquí se oye dicen: «¿Para qué?» «¡En vano!», «¡Nada!» aquí ya no


 

florece ni crece nada, a lo sumo metapolítica petersburguesa y «compasión»  tolstoiana. Mas en lo que se refiere a esa otra especie de historiadores, una  especie acaso «más moderna» aún, una especie gozadora, voluptuosa, que  coquetea tanto con la vida como con el ideal ascético, que usa como guante la  palabra «artista» y que hoy monopoliza totalmente la loa de la contemplación:  ¡oh, qué sed tan grande de ascetas y de paisajes invernales provocan esos

dulces ingeniosos! ¡No! ¡Que el diablo se lleve a ese pueblo «contemplativo»!  ¡Prefiero con mucho caminar junto con aquellos nihilistas históricos a través

de las más sombrías, grises y frías brumas! más aún, en el supuesto de que  tuviera que elegir, no me habría de importar prestar oídos incluso a alguien del  todo y en verdad ahistórico, antihistórico (como ese Dühring, con cuyos

acentos se embriaga, en la Alemania actual, una especie hasta hoy todavía  tímida, todavía inconfesada de «almas bellas», la species anarchistica dentro

del proletariado culto). Cien veces peores son los «contemplativos»: ¡yo no  conozco nada que me cause más náusea que una de esas poltronas «objetivas»,  que uno de esos perfumados gozadores de la historia, medio curas, medio  sátiros, parfum Renan, los cuales delatan ya, con el falsete agudo de su

aplauso, qué es lo que les falta, en qué lugar les falta, en qué sitio ha manejado  en este caso la Parca su cruel tijera, de un modo, ¡ay!, demasiado quirúrgico!  Esto subleva mi gusto y también mi paciencia: conserve su paciencia ante tales  visiones quien nada tenga que perder con ella, a mí tal visión me exaspera,

esos «espectadores» me enfurecen contra el «espectáculo» más aún que éste

(la historia misma, entiéndaseme), sin querer me vienen a la mente, al  contemplarlo, bromas anacreónticas. La naturaleza que dio al toro sus cuernos

y al león el χάσμ όδόυτωυ [abertura de los dientes], ¿para qué me dio a mí el  pie?... Para pisotear, ¡por San Anacreonte!, y no sólo para huir: ¡para pisotear  las poltronas apolilladas, la contemplación cobarde, el lascivo eunuquismo

ante la historia, el coqueteo con ideales ascéticos, la tartufería de justicia,

usada por la impotencia! ¡Todo mi respeto para el ideal ascético, en la medida  en que sea honesto!, ¡mientras crea en sí mismo y no nos dé el chasco! Pero no  soporto a todas esas chinches coquetas, cuya ambición es insaciable en punto a  oler a infinito, hasta que por fin lo infinito acaba por oler a chinches; no

soporto los sepulcros blanqueados que parodian la vida; no soporto a los  fatigados y acabados que se envuelven en sabiduría y miran «objetivamente»;  no soporto a los agitadores ataviados de héroes, que colocan el manto de  invisibilidad del ideal en torno a ese manojo de paja que es su cabeza; no  soporto a los artistas ambiciosos, que quisieran representar el papel de ascetas

y de sacerdotes y que no son en el fondo más que trágicos bufones; tampoco  soporto a ésos, a los recentísimos especuladores en idealismo, a los

antisemitas, que hoy entornan sus ojos a la manera del hombre de bien  cristianoario y que intentan excitar todos los elementos de animal cornudo  propios del pueblo mediante un abuso, que acaba con toda paciencia, del


 

medio más barato de agitación, la afectación moral ( el hecho de que en la  Alemania actual no deje de obtener éxito toda especie de espíritus

fraudulentos es algo que guarda relación con el deterioro poco a poco

innegable y ya palpable del espíritu alemán, cuya causa yo la busco en una  alimentación compuesta, con demasiada exclusividad, de periódicos, política,  cervezas y música de Wagner, a lo que hay que añadir lo que constituye el  presupuesto de esa dieta: primero, la clausura y la vanidad nacionales, el

fuerte, pero angosto principio de Deutschland, Deutschland über Alles  [Alemania, Alemania sobre todo], y después la paralysis agitans de las «ideas  modernas»). Hoy Europa es rica e ingeniosa, sobre todo en punto a inventar  estimulantes; parece que ninguna otra cosa necesita más que los

«estimulantes», que el aguardiente: de aquí viene también la gigantesca  falsificación en ideales, esos máximos aguardientes del espíritu, y asimismo el  aire repugnante, maloliente, falaz y seudoalcohólico que se extiende por todas  partes. Quisiera saber cuántos cargamentos de idealismo imitado, de atavíos de  héroes y cencerreante hojalata de grandes palabras, cuántas toneladas de  compasión azucarada y alcohólica (razón social: la religión de la souffrance [la  religión del sufrimiento]) cuántas patas de palo de «noble indignación», para  ayuda de los piesplanos del espíritu; cuántos comediantes del ideal  moralcristiano sería necesario exportar hoy fuera de Europa, para que de

nuevo su aire volviese a tener un olor más limpio... Es evidente que esa  superproducción abre una nueva posibilidad de comercio; es evidente que se  puede hacer un nuevo «negocio» con pequeños ídolos del ideal y con los  «idealistas» correspondientes no se pase por alto esta clara alusión. ¿Quién  tiene suficientes ánimos para ello?  ¡en nuestras manos está el «idealizar» la  tierra entera!... Mas qué digo ánimos, aquí hace falta una sola cosa,  precisamente la mano, una mano sin prevenciones, completamente libre de  prevenciones...

 

 

27

 

¡Basta! ¡Basta! Dejemos estas curiosidades y complejidades del espíritu  más moderno, en las que hay igual número de cosas de que reír y de que  enfadarse. Precisamente nuestro problema, el problema del significado del

ideal ascético, puede prescindir de ellas.  ¡Qué tiene él que ver con el ayer y  con

 el hoy! Esas cosas las abordaré con mayor profundidad y dureza en otro  contexto (bajo el título Historia del nihilismo europeo; remito para ello a una  obra que estoy preparando: La voluntad de poder. Ensayo de una  transvaloración de todos los valores). Lo único que me interesa haber señalado  aquí es esto: incluso en la esfera más espiritual el ideal ascético continúa


 

teniendo por el momento una sola especie de verdaderos enemigos y  damnificadores: los comediantes de ese ideal,  pues provocan desconfianza.

En todos los demás lugares en que el espíritu trabaja hoy con rigor, con

energía y sin falsedades, se abstiene ahora en todos ellos por completo del

ideal la expresión popular de esa abstinencia es «ateísmo»: descontada su  voluntad de verdad. Pero esta voluntad, este resto de ideal, es, si se quiere  creerme, aquel ideal mismo en su formulación más rigurosa, más espiritual,  aquel ideal vuelto total y completamente exotérico, despojado de todo aparejo  exterior, y, en consecuencia, no es tanto el resto de aquel ideal cuanto su

núcleo. El ateísmo incondicional y sincero ( y su aire es lo único que  respiramos nosotros, los hombres más espirituales de esta época) no se  encuentra, según esto, en contraposición a aquel ideal, como a primera vista  parece; antes bien, es tan sólo una de sus últimas fases de desarrollo, una de

sus formas finales y de sus consecuencias lógicas internas,  es la catástrofe,

que impone respeto, de una bimilenaria educación para la verdad, educación  que, al final, se prohibe a sí misma la mentira que hay en el creer en Dios.

(Este mismo proceso evolutivo se ha dado en la India, con total independencia,  y, por tanto, demuestra algo: el mismo ideal forzando a la misma conclusión;

el punto decisivo alcanzado cinco siglos antes de la era europea, con Buda, o,  más exactamente: ya con la filosofía sankhya que luego Buda popularizó y  convirtió en religión.) ¿Qué es aquello que, si preguntamos con todo rigor, ha  alcanzado propiamente la victoria sobre el Dios cristiano? La respuesta se  encuentra en mi libro La gaya ciencia: «La moralidad cristiana misma, el  concepto de veracidad tomado en un sentido cada vez más riguroso, la

sutilidad, propia de padres confesores, de la conciencia cristiana, traducida y  sublimada en conciencia científica, en limpieza intelectual a cualquier precio.  Considerar la naturaleza como si fuera una prueba de la bondad y de la  protección de un Dios; interpretar la historia a honra de la razón divina, como  permanente testimonio de un orden ético del mundo y de intenciones éticas  últimas; interpretar las propias vivencias cual las han venido interpretando  desde hace tanto tiempo los hombres piadosos, como si todo fuera una  disposición, todo fuese un signo, todo estuviese pensado y dispuesto para la  salvación del alma: ahora esto ha pasado ya, tiene en contra suya la

conciencia, todos los espíritus más finos consideran esto indecoroso,  deshonesto, lo consideran mentira, feminismo, debilidad, cobardía, y  precisamente en virtud de este rigor somos, si lo somos en virtud de algo,  buenos europeos y herederos de la autosuperación más prolongada y más  valerosa de Europa...» Todas las grandes cosas perecen a sus propias manos,  por un acto de autosupresión: así lo quiere la ley de la vida, la ley de la  «autosuperación» necesaria que existe en la esencia de la vida,  en el último  momento siempre se le dice al legislador mismo: patere legem, quam ipse

tulisti [sufre la ley que tú mismo promulgaste]. Así es como pereció el


 

cristianismo, en cuanto dogma, a manos de su propia moral; y así es como  ahora también el cristianismo en cuanto moral tiene que perecer,  nosotros nos  encontramos en el umbral de este acontecimiento. Después de que la veracidad  cristiana ha sacado una tras otra sus conclusiones, saca al final su conclusión  más fuerte, su conclusión contra sí misma; y esto sucede cuando plantea la  pregunta «¿qué significa toda voluntad de verdad?»... Y aquí toco yo de nuevo  mi problema, nuestro problema, amigos míos desconocidos (pues todavía no

sé de ningún amigo): ¿qué sentido tendría nuestro ser todo, a no ser el de que

en nosotros aquella voluntad de verdad cobre conciencia de sí misma como  problema?... Este hecho de que la voluntad de verdad cobre consciencia de sí  hace perecer de ahora en adelante no cabe ninguna duda la moral: ese gran  espectáculo en cien actos, que permanece reservado a los dos próximos siglos  de Europa, el más terrible, el más problemático, y acaso también el más  esperanzador de todos los espectáculos...

 

 

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Si prescindimos del ideal ascético, entonces el hombre, el animal hombre,  no ha tenido hasta ahora ningún sentido. Su existencia sobre la tierra no ha  albergado ninguna meta; «¿para qué en absoluto el hombre?» ha sido una  pregunta sin respuesta; faltaba la voluntad de hombre y de tierra; ¡detrás de  todo gran destino humano resonaba como estribillo un «en vano» todavía más  fuerte! Pues justamente esto es lo que significa el ideal ascético: que algo  faltaba, que un vacío inmenso rodeaba al hombre,  éste no sabía justificarse,  explicarse, afirmarse a sí mismo, sufría del problema de su sentido. Sufría  también por otras causas, en lo principal era un animal enfermizo: pero su  problema no era el sufrimiento mismo, sino el que faltase la respuesta al grito  de la pregunta: «¿para qué sufrir?» El hombre, el animal más valiente y más  acostumbrado a sufrir, no niega en sí el sufrimiento: lo quiere, lo busca

incluso, presuponiendo que se le muestre un sentido del mismo, un para esto  del sufrimiento. La falta de sentido del sufrimiento, y no este mismo, era la  maldición que hasta ahora yacía extendida sobre la humanidad,  ¡y el ideal  ascético ofreció a ésta un sentido! Fue hasta ahora el único sentido; algún  sentido es mejor que ningún sentido; el ideal ascético ha sido, en todos los  aspectos, el fuute de mieux [mal menor] par excellence habido hasta el  momento. En él el sufrimiento aparecía interpretado; el inmenso vacío parecía  colmado; la puerta se cerraba ante todo nihilismo suicida. La interpretación no  cabe dudarlo traía consigo un nuevo sufrimiento, más profundo, más íntimo,  más venenoso, más devorador de vida: situaba todo sufrimiento en la  perspectiva de la culpa... Mas, a pesar de todo ello,  el hombre quedaba así


 

salvado, tenía un sentido, en adelante no era ya como una hoja al viento, como  una pelota del absurdo, del «sinsentido», ahora podía querer algo, por el  momento era indiferente lo que quisiera, para qué lo quisiera y con qué lo  quisiera: la voluntad misma estaba salvada. No podemos ocultarnos a fin de  cuentas qué es lo que expresa propiamente todo aquel querer que recibió su  orientación del ideal ascético: ese odio contra lo humano, más aún, contra lo  animal, más aún, contra lo material, esa repugnancia ante los sentidos, ante la  razón misma, el miedo a la felicidad y a la belleza, ese anhelo de apartarse de  toda apariencia, cambio, devenir, muerte, deseo, anhelo mismo ¡todo eso  significa, atrevámonos a comprenderlo, una voluntad de la nada, una aversión  contra la vida, un rechazo de los presupuestos más fundamentales de la vida,  pero es, y no deja de ser, una voluntad!... Y repitiendo al final lo que dije al  principio: el hombre prefiere querer la nada a no querer...

 

 

 

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