PRÓLOGO
1
Nosotros los que conocemos somos desconocidos para
nosotros, nosotros mismos somos
desconocidos para nosotros mismos: esto tiene un buen fundamento. No nos hemos buscado nunca, ¿cómo iba a suceder que un día nos encontrásemos? Con razón se ha dicho:
«Donde está vuestro tesoro, allí está
vuestro corazón»; nuestro tesoro está allí donde se asientan las colmenas
de nuestro conocimiento. Estamos siempre en camino hacia
ellas cual
animales alados de nacimiento y recolectores de miel del
espíritu, nos preocupamos de corazón propiamente
de una sola cosa de «llevar a casa» algo.
En lo que se refiere, por lo demás, a la vida, a las denominadas
«vivencias», ¿quién de nosotros tiene
siquiera suficiente seriedad para ellas? ¿O suficiente tiempo? Me temo que en tales asuntos jamás
hemos prestado bien atención «al
asunto»: ocurre precisamente que no tenemos allí nuestro corazón ¡y ni
siquiera nuestro oído! Antes bien, así como un hombre divinamente
distraído y absorto a quien el reloj
acaba de atronarle fuertemente los oídos con sus doce campanadas del mediodía, se desvela de golpe
y se pregunta «¿qué es lo que
en realidad ha sonado ahí?», así también nosotros nos
frotamos a veces las orejas después de ocurridas
las cosas y preguntamos, sorprendidos del todo,
perplejos del todo, «¿qué es lo que en realidad hemos vivido ahí?», más
aún, «¿quiénes somos nosotros en
realidad?» y nos ponemos a contar con retraso,
como hemos dicho, las doce vibrantes campanadas de nuestra vivencia,
de nuestra vida, de nuestro ser ¡ay!, y
nos equivocamos en la cuenta...
Necesariamente permanecemos extraños a nosotros mismos, no nos entendemos, tenemos que confundirnos con
otros, en nosotros se cumple por siempre
la frase que dice «cada uno es para sí mismo el más lejano», en lo que
a nosotros se refiere no somos «los que conocemos»...
2
Mis pensamientos sobre la procedencia de nuestros
prejuicios morales pues de ellos se trata en este escrito polémico tuvieron su
expresión primera, parca y provisional en esa colección de aforismos que lleva
por título Humano, demasiado humano. Un libro para espíritus libres, cuya
redacción comencé en Sorrento durante un invierno que me permitió hacer un alto
como hace un alto un viajero y abarcar con la mirada el vasto y peligroso país
a través del cual había caminado mi espíritu hasta entonces. Ocurría esto en el
invierno de 1876 a 1877; los pensamientos mismos son más antiguos. En lo
esencial eran ya idénticos a los que ahora recojo de nuevo en estos tratados:
¡esperemos que ese prolongado intervalo les haya favorecido y que se hayan
vuelto más
maduros, más luminosos, más fuertes, más perfectos! El
hecho de que yo me aferre
a ellos todavía hoy,
el que ellos mismos se hayan entre tanto unido entre sí cada vez con más
fuerza, e incluso se hayan entrelazado y fundido, refuerza dentro de mí la
gozosa confianza de que, desde el principio, no surgieron en mí de manera
aislada, ni fortuita, ni esporádica, sino de una raíz común, de una voluntad
fundamental de conocimiento, la cual dictaba sus órdenes en lo profundado,
hablaba de un modo cada vez más resuelto y exigía cosas cada
vez más precisas. Esto es, en efecto, lo único que conviene
a un filósofo. No tenemos nosotros
derecho a estar solos en algún sitio: no nos es lícito ni equivocarnos solos, ni solos encontrar la
verdad. Antes bien, con la necesidad con
que un árbol da sus frutos, así brotan de nosotros nuestros pensamientos, nuestros valores, nuestros síes y nuestros
noes, nuestras preguntas y nuestras
dudas todos ellos emparentados y
relacionados entre sí, testimonios de una
única voluntad, de una única salud, de un único reino terrenal, de un
único sol. ¿Os gustarán a vosotros
estos frutos nuestros? Pero ¡qué les
importa eso a los árboles! ¡Qué nos
importa eso a nosotros los filósofos!...
3
Dada mi peculiar inclinación a cavilar sobre ciertos
problemas, inclinación que yo confieso a
disgusto pues se refiere a la moral, a todo lo que hasta ahora se ha ensalzado en la tierra como moral y que
en mi vida apareció tan precoz,
tan espontánea, tan incontenible, tan en contradicción con
mi ambiente, con mi edad, con los
ejemplos recibidos, con mi procedencia, que casi tendría derecho a llamarla mi a priori, tanto mi curiosidad como mis sospechas
tuvieron que
detenerse tempranamente en la pregunta sobre qué origen
tienen propiamente nuestro bien y
nuestro mal. De hecho, siendo yo un muchacho de trece años
me acosaba ya el problema del origen del mal: a él le
dediqué, en una edad en que se tiene «el
corazón dividido a partes iguales entre los juegos infantiles y Dios», mi primer juego literario de niño, mi
primer ejercicio de caligrafía
filosófica y por lo que respecta a la «solución» que entonces di al
problema, otorgué a Dios, como es justo,
el honor e hice de él el Padre del Mal. ¿Es que
me lo exigía precisamente así mi a priori? ¿aquel a priori nuevo,
inmoral, o al menos inmoralista, y el
¡ay! tan antikantiano, tan enigmático «imperativo categórico» que en él habla y al cual desde
entonces he seguido prestando oídos cada
vez más, y no sólo oídos?... Por fortuna aprendí pronto a separar el prejuicio teológico del prejuicio moral, y no
busqué ya el origen del mal por detrás
del mundo. Un poco de aleccionamiento histórico y filológico, y
además una innata capacidad selectiva en lo que respecta a
las cuestiones psicológicas en general,
transformaron pronto mi problema en este otro: ¿en qué condiciones se inventó el hombre esos
juicios de valor que son las
palabras bueno y malvado?, ¿y qué valor tienen ellos
mismos? ¿Han frenado o han estimulado
hasta ahora el desarrollo humano? ¿Son un signo de
indigencia, de empobrecimiento, de degeneración de la vida?
¿O, por el
contrario, en ellos se manifiestan la plenitud, la fuerza,
la voluntad de la vida, su valor, su confianza,
su futuro? Dentro de mí encontré y osé
dar múltiples respuestas a tales
preguntas, distinguí tiempos, pueblos, grados jerárquicos de los individuos, especialicé mi problema, las
respuestas se convirtieron en nuevas
preguntas, investigaciones, suposiciones y verosimilitudes: hasta que acabé por poseer un país propio, un terreno
propio, todo un mundo reservado que
crecía y florecía, unos jardines secretos, si cabe la expresión, de los que
a nadie le era lícito barruntar nada...
¡Oh, qué felices somos nosotros los que
conocemos, presuponiendo que sepamos callar durante suficiente
tiempo!...
4
El primer estímulo para divulgar algo de mis hipótesis
acerca del origen de la moral me lo dio un librito claro, limpio e inteligente,
también sabihondo, en el cual tropecé claramente por vez primera con una
especie invertida y perversa de hipótesis genealógicas, con su especie
auténticamente inglesa, librito que me atrajo con esa fuerza de atracción que
posee todo lo que nos es antitético, todo lo que está en nuestros antípodas. El
título del librito era El origen de los sentimientos morales; su autor, el
doctor Paul Rée; el año de su
aparición, 1877. Acaso nunca haya leído yo algo a lo que
con tanta fuerza
haya dicho no dentro de mí, frase por frase, conclusión por
conclusión, como a este libro; pero lo
hacía sin el menor fastidio ni impaciencia. En la obra antes mencionada, en la cual estaba trabajando yo
entonces, me referí, con ocasión y sin
ella, a las tesis de aquél, no refutándolas
¡qué me importan a mí las refutaciones!
, sino, cual conviene a un espíritu positivo, poniendo, en lugar de lo inverosímil, algo más verosímil, y, a
veces, en lugar de un error, otro
distinto. Como he dicho, fue entonces la primera vez que yo
saqué a luz aquellas hipótesis genealógicas
a las que estos tratados van dedicados, con
torpeza, que yo sería el último en querer ocultarme, y además sin
libertad, y además sin disponer de un
lenguaje propio para decir estas cosas propias, y
con múltiples recaídas y fluctuaciones. En particular véase
lo que en Humano, demasiado humano digo,
pág. 51, acerca de la doble prehistoria del bien y del mal (es d
ecir, su procedencia de la esfera de los nobles y de los
esclavos); asimismo lo que digo, págs.
119 y ss, sobre el valor y la procedencia de la moral ascética; también, págs.
78, 82, y II, 35, sobre la «eticidad de la costumbre», esa especie mucho más
antigua y originaria de moral, que difiere toto cælo [totalmente] de la forma
altruista de valoración (en la cual ve el doctor Rée, al igual que todos los
genealogistas ingleses de la moral, la forma de valoración en sí); igualmente,
pág. 74; El viajero, página 29; Aurora, pág. 99, sobre la procedencia de la
justicia como un compromiso entre quienes tienen aproximadamente el mismo poder
(el equilibrio como presupuesto de todos los contratos y, por tanto, de todo
derecho); además, sobre la procedencia de la pena, El viajero, págs. 25 y 34, a
la cual no le es esencial ni originaria
la finalidad intimidatoria (como afirma el doctor Rée: esa finalidad
le fue agregada, antes bien, más tarde, en determinadas
circunstancias, y siempre como algo
accesorio, como algo sobreañadido).
5
En el fondo lo que a mí me interesaba precisamente entonces
era algo
mucho más importante que unas hipótesis propias o ajenas
acerca del origen
de la moral (o más exactamente: esto último me interesaba
sólo en orden a una finalidad para la
cual aquello es un medio entre otros muchos). Lo que a mí
me importaba era el valor de la moral, y en este punto casi el único a quien yo tenía que enfrentarme era mi gran maestro
Schopenhauer, al cual se dirige, como si él estuviera presente, aquel libro, la
pasión y la secreta contradicción de aquel libro (pues también él era un
«escrito polémico»). Se trataba en especial del valor de lo «noegoísta», de los
instintos de compasión, autonegación, autosacrificio, a los cuales cabalmente
Schopenhauer había recubierto de oro, divinizado y situado en el más allá durante
tanto tiempo, que acabaron por quedarle como los «valores en sí», y basándose
en ellos dijo no a la vida y también a sí mismo. ¡Mas justo contra esos instintos
dejaba oír su voz en mí una suspicada cada vez más radical, un escepticismo que
cavaba cada vez más hondo! Justo en ellos veía yo el gran peligro de la
humanidad, su más sublime tentación y seducción ¿hacia dónde?, ¿hacia la nada?,
justo en ellos veía yo el comienzo del fin, la detención, la fatiga que dirige
la vista hacia atrás, la voluntad volviéndose contra la vida, la última
enfermedad anunciándose de manera delicada y melancólica: yo entendía que esa
moral de la compasión, que cada día gana más terreno y que ha atacado y puesto
enfermos incluso a los filósofos, era el síntoma más inquietante de nuestra
cultura europea, la cual ha perdido su propio hogar, era su desvío ¿hacia un
nuevo budismo?, ¿hacia un budismo de europeos?, ¿hacia el nihilismo?... Esta
moderna preferencia de los filósofos por la compasión y esta moderna
sobreestimación de la misma son, en efecto, algo nuevo: precisamente sobre la
carencia de valor de la compasión habían estado de acuerdo hasta ahora los
filósofos. Me limito a mencionar a Platón, Spinoza, La Rochefoucauld y Kant,
cuatro espíritus totalmente diferentes entre sí, pero conformes en un punto: en
su menosprecio de la compasión.
6
Este problema del valor de la compasión y de la moral de la
compasión (yo soy un adversario del
vergonzoso reblandecimiento moderno de los
sentimientos) parece ser en un primer momento tan sólo un asunto aislado,
un signo de interrogación solitario; mas
a quien se detenga en esto una vez y
aprenda a hacer preguntas aquí, le sucederá lo que me sucedió a mí: se le abre
una perspectiva nueva e inmensa, se apodera de él, como un vértigo, una
nueva posibilidad, surgen toda suerte de desconfianzas, de
suspicacias, de miedos, vacila la fe en
la moral, en toda moral, finalmente se
deja oír una
nueva exigencia. Enunciémosla: necesitamos una crítica de
los valores
morales, hay que poner alguna vez en entredicho el valor
mismo de esos
valores y para esto se necesita tener conocimiento de las
condiciones y circunstancias de que
aquéllos surgieron, en las que se desarrollaron y modificaron (la moral como consecuencia, como
síntoma, como máscara,
como tartufería, como enfermedad, como malentendido; pero
también la moral como causa, como
medicina, como estímulo, como freno, como veneno), un conocimiento que hasta ahora ni ha existido
ni tampoco se lo ha siquiera deseado. Se
tomaba el valor de esos «valores» como algo dado, real y efectivo, situado más allá de toda duda; hasta ahora no
se ha dudado ni vacilado lo más mínimo
en considerar que el «bueno» es superior en valor a «el malvado», superior en valor en el sentido de ser
favorable, útil, provechoso para el
hombre como tal (incluido el futuro del hombre). ¿Qué
ocurriría si la verdad fuera lo
contrario? ¿Qué ocurriría si en el «bueno» hubiese también un
síntoma de retroceso, y asimismo un peligro, una seducción,
un veneno, un narcótico, y que por causa
de esto el presente viviese tal vez a costa del
futuro? ¿Viviese quizá de manera más cómoda, menos
peligrosa, pero también con un estilo
inferior, de modo más bajo?... ¿De tal manera que justamente la moral fuese culpable de que jamás se
alcanzasen una potencialidad y una
magnificencia sumas, en sí posibles, del tipo hombre? ¿De tal manera
que justamente la moral fuese el peligro
de los peligros?...
7
Esto fue suficiente para que, desde el momento en que se me
abrió tal perspectiva, yo buscase a mi
alrededor camaradas doctos, audaces y laboriosos
(todavía hoy los busco). Se trata de recorrer con preguntas
totalmente nuevas y, por así decirlo,
con nuevos ojos, el inmenso, lejano y tan recóndito país de la moral de la moral que realmente ha
existido, de la moral realmente vivida:
¿y no viene esto a significar casi lo mismo que descubrir por vez
primera tal país?... Si aquí pensé, entre
otros, también en el mencionado doctor Rée se
debió a que yo no dudaba en absoluto de que la naturaleza
misma de sus interrogaciones le
empujaría hacia una metódica más adecuada, con el fin de obtener respuestas. ¿Me engañé en este punto?
En todo caso, mi deseo era proporcionar
a una mirada tan aguda y tan imparcial como aquélla una dirección mejor, la dirección hacia la
efectiva historia de la moral, y ponerla
en guardia, en tiempo todavía oportuno, contra esas
hipótesis inglesas que se pierden en el
azul del cielo. ¡Pues resulta evidente cuál color ha de ser cien veces más importante para un genealogista de
la moral que justamente el azul; a
saber, el gris, quiero decir, lo fundado en documentos, lo realmente comprobable, lo efectivamente existido, en
una palabra, toda la larga y
difícilmente descifrable escritura jeroglífica del pasado de la moral
humana? Este pasado era desconocido
para el doctor Rée; pero él había leído a Darwin: y así en sus hipótesis la bestia darwiniana y
el modernísimo y comedido
alfeñique de la moral, que «ya no muerde», se tienden
gentilmente la mano de un modo que,
cuando menos, resulta entretenido, mostrando el último en su rostro la expresión de una cierta indolencia
bondadosa y delicada, en la que se
entremezcla también una pizca de pesimismo, de cansancio: como si
en realidad no compensase en absoluto el
tomar tan en serio tales cosas los
problemas de la moral. A mí, por el contrario, me parece que no hay
ninguna cosa que compense tanto tomarla
en serio; de esa compensación forma parte,
por ejemplo, el que alguna vez se nos permita tomarla con jovialidad.
Pues, en efecto, la jovialidad, o, para
decirlo en mi lenguaje, la gaya ciencia es una
recompensa: la recompensa de una seriedad prolongada, valiente,
laboriosa y subterránea, que, desde
luego, no es cosa de cualquiera. Pero el día en que podamos decir de todo corazón: «¡Adelante!
¡También nuestra vieja moral forma parte
de la comedia!», habremos descubierto un nuevo enredo y una nueva posibilidad para el drama dionisíaco
del «destino del alma» : ¡y ya él sacará
provecho de ello, sobre esto podemos apostar, él, el grande, viejo y eterno autor de la comedia de nuestra
existencia!...
8
Si este escrito resulta incomprensible para alguien y llega
mal a sus oídos, la culpa, según pienso, no reside necesariamente en mí. Este
escrito es suficientemente claro, presuponiendo lo que yo presupongo, que se
hayan leído primero mis escritos anteriores y que no se haya escatimado algún
esfuerzo al hacerlo: pues, desde luego, no son fácilmente accesibles. En lo que
se refiere a mi Zaratustra, por ejemplo, yo no considero conocedor del mismo a
nadie a quien cada una de sus palabras no le haya unas veces herido a fondo y,
otras, encantado también a fondo: sólo entonces le es lícito, en efecto,
gozar del privilegio de participar con
respeto en el elemento alciónico de que aquella
obra nació, en su luminosidad, lejanía, amplitud y certeza solares. En
otros
casos la forma aforística produce dificultad: se debe esto
a que hoy no se da suficiente
importancia a tal forma. Un aforismo, si está bien acuñado y
fundido, no queda ya «descifrado» por el hecho de leerlo;
antes bien, entonces es cuando debe
comenzar su interpretación, y para realizarla se necesita un
arte de la misma. En el tratado tercero de este libro he
ofrecido una muestra de lo que yo
denomino «interpretación» en un caso semejante:
ese tratado va precedido de un
aforismo, y el tratado mismo es un comentario de él. Desde luego, para practicar de este modo la lectura
como arte se necesita ante todo
una cosa que es precisamente hoy en día la más olvidada y
por ello ha de pasar tiempo todavía
hasta que mis escritos resulten «legibles», una cosa para la cual se ha de ser casi vaca y, en todo caso, no
«hombre moderno»: el rumiar...
TRATADO PRIMERO
«Bueno y malvado», «bueno y malo»
1
Esos psicólogos ingleses, a quienes hasta ahora se deben
también los
únicos ensayos de construir una historia genética de la
moral, en sí mismos nos ofrecen un enigma nada pequeño; lo
confieso, justo por tal cosa, por ser
enigmas de carne y hueso, aventajan en algo esencial a sus
libros ¡ellos
mismos son interesantes! Esos psicólogos ingleses ¿qué es
lo que propiamente desean? Queramos o no
queramos, los encontramos aplicados siempre a la misma obra, a saber, la de sacar al primer
término la partie honteuse [parte
vergonzosa] de nuestro mundo interior y buscar lo propiamente operante,
lo normativo, lo decisivo para el
desarrollo, justo allí donde el orgullo intelectual menos desearía encontrarlo (por ejemplo, en
la vis inertiae [fuerza inercial] del
hábito, o en la capacidad de olvido, o en una ciega y casual
concatenación y mecánica de ideas, o en
algo puramente pasivo, automático, reflejo, molecular y estúpido de raíz) ¿qué es lo que en
realidad empuja a tales psicólogos a ir
siempre justo en esa dirección? ¿Es un instinto secreto, taimado,
vulgar, no confesado tal vez a sí mismo,
de empequeñecer al hombre? ¿O quizá una
suspicacia pesimista, la desconfianza propia de idealistas
desengañados, ofuscados, que se han
vuelto venenosos y rencorosos? ¿O una hostilidad y un rencor pequeños y subterráneos contra el
cristianismo (y Platón), que tal vez
no han salido nunca más allá del umbral de la conciencia?
¿O incluso un las
civo gusto por lo extraño, por lo dolorosamente paradójico,
por lo problemático y absurdo de la
existencia? ¿O, en fin, algo de todo, un
poco de vulgaridad, un poco de
ofuscación, un poco
de anticristianismo,
un poco de comezón e imperiosa necesidad
de pimienta?... Pero se me dice que son
sencillamente ranas viejas, frías, aburridas, que andan arrastrándose y
dando saltos en torno al hombre, dentro
del hombre, como si aquí se encontraran
exactamente en su elemento propio, esto es, en una ciénaga. Con repugnancia oigo decir esto, más aún, no creo en ello; y
si es lícito desear cuando no es posible
saber, yo deseo de corazón que en este caso ocurra lo contrario, que
esos investigadores y microscopistas del alma sean en el fondo
animales valientes, magnánimos y
orgullosos, que saben mantener refrenados tanto su corazón como su dolor y que se han educado
para sacrificar todos los deseos a la
verdad, a toda verdad, incluso a la verdad simple, áspera, fea,
repugnante, nocristiana, nomoral... Pues
existen verdades tales.
2
¡Todo nuestro respeto, pues, por los buenos espíritus que
acaso actúen en esos historiadores de la
moral! Mas ¡lo cierto es, por desgracia, que les falta, también a ellos, el espíritu histórico, que
han sido dejados en la estacada
precisamente por todos los buenos espíritus de la ciencia
histórica! Como es
ya viejo uso de filósofos, todos ellos piensan de una
manera esencialmente ahistórica; de esto
no cabe ninguna duda. La chatedad de su genealogía de la moral aparece ya en el mismo comienzo, allí
donde se trata de averiguar la procedencia
del concepto y el juicio «bueno». «Originariamente decretan acciones no egoístas fueron alabadas y
llamadas buenas por aquellos a quienes
se tributaban, esto es, por aquellos a quienes resultaban útiles, más
tarde ese origen de la alabanza se
olvidó, y las acciones no egoístas, por el simple
motivo de que, de acuerdo con el hábito, habían sido
alabadas siempre co
mo buenas, fueron
sentidas también como buenas como si fueran en sí algo bueno.» Se ve en seguida que esta derivación
contiene ya todos los rasgos típicos de
la idiosincrasia de los psicólogos ingleses,
tenemos aquí «la utilidad», «el
olvido», «el hábito» y, al final, «el error», todo ello como base
de una apreciación valorativa de la que el hombre superior
había estado orgulloso hasta ahora como
de una especie de privilegio del hombre en cuanto tal. Ese orgullo debe ser humillado, esa
apreciación valorativa debe ser desvalorizada:
¿se ha conseguido esto?... Para mí es evidente, primero, que
esta teoría busca y sitúa en un lugar falso el auténtico
hogar nativo del
concepto «bueno»: ¡el juicio «bueno» no procede de aquellos
a quienes se dispens
a «bondad»! Antes bien, fueron «los buenos» mismos, es
decir, los nobles, los poderosos, los
hombres de posición superior y elevados
sentimientos quienes se sintieron y se valoraron a sí mismos y a su
obrar como buenos, o sea como algo de
primer rango, en contraposición a todo lo bajo,
abyecto, vulgar y plebeyo. Partiendo de este pathos de la distancia es
como se arrogaron el derecho de crear
valores, de acuñar nombres de valores: ¡qué les
importaba a ellos la utilidad! El punto de vista de la utilidad resulta
el más extraño e inadecuado de todos
precisamente cuando se trata de ese ardiente
manantial de supremos juicios de valor ordenadores del rango,
destacadores
del rango: aquí el sentimiento ha llegado precisamente a lo
contrario de aquel bajo grado de
temperatura que es el presupuesto de toda prudencia
calculadora, de todo cálculo utilitario, y no por una vez,
no en una hora de excepción, sino de
modo duradero. El pathos de la nobleza y de la distancia, como hemos dicho, el duradero y dominante
sentimiento global y radical de una
especie superior dominadora en su relación con una especie inferior, con
un «abajo» éste es el origen de la antítesis «bueno» y
«malo». (El derecho del señor a dar
nombres llega tan lejos que deberíamos permitirnos el concebir también el origen del lenguaje como una
exteriorización de poder de los que
dominan: dicen «esto es esto y aquello», imprimen a cada cosa y a
cada acontecimiento el sello de un
sonido y con esto se lo apropian, por así decirlo.)
A este origen se debe el que, de antemano, la palabra
«bueno» no esté en
modo alguno ligada necesariamente a acciones «no egoístas»:
como creen supersticiosamente aquellos
genealogistas de la moral. Antes bien, sólo
cuando los juicios aristocráticos de valor declinan es
cuando la antítesis «egoísta» «no
egoísta» se impone cada vez más a la conciencia humana, para
servirme de mi vocabulario, es el instinto de rebaño el que con esa
antítesis dice por fin su palabra (e
incluso sus palabras). Pero aun entonces ha de pasar largo tiempo hasta que de
tal manera predomine ese instinto, que la apreciación de los valores morales
quede realmente prendida y atascada en dicha antítesis (como ocurre, por
ejemplo, en la Europa actual: hoy el prejuicio que considera que «moral», «no
egoísta», «désintéressé» son conceptos equivalentes domina ya con la violencia
de una «idea fija» y de una enfermedad mental).
3
Pero en segundo lugar: prescindiendo totalmente de la
insostenibilidad histórica de aquella
hipótesis sobre la procedencia del juicio de valor «bueno»,
ella adolece en sí misma de un contrasentido psicológico.
La utilidad de la acción no egoísta,
dice, sería el origen de su alabanza, y ese origen se habría olvidado:
¿cómo es siquiera posible tal olvido? ¿Es que acaso la utilidad de tales acciones ha dejado de darse alguna vez?
Ocurre lo contrario: esa utilidad ha
sido, antes bien, la experiencia cotidiana en todos los tiempos, es decir,
algo permanentemente subrayado una y otra
vez; en consecuencia, en lugar de
desaparecer de la conciencia, en lugar de volverse olvidable, tuvo que
grabarse en ella con una claridad cada
vez mayor. Mucho más razonable resulta aquella
teoría opuesta a ésta (no por ello es más verdadera), que es defendida,
por ejemplo, por Herbert Spencer: éste
establece que el concepto «bueno» es
esencialmente idéntico al concepto «útil», «conveniente», de tal modo
que en los juicios «bueno» y «malo» la
humanidad habría sumado y sancionado
cabalmente sus inolvidadas e inolvidables experiencias acerca de lo útilconveniente, de lo
perjudicialinconveniente. Bueno es, según esta teoría, lo que desde siempre ha demostrado ser útil: por
lo cual le es lícito presentarse como
«máximamente valioso», como «valioso en sí». También esta vía de explicación es falsa, como hemos dicho, pero
al menos la explicación misma
es en sí razonable y resulta psicológicamente sostenible.
4
La indicación de cuál es el camino correcto me la
proporcionó el problema referente a qué
es lo que las designaciones de lo «bueno» acuñadas por las diversas lenguas pretenden propiamente significar
en el aspecto etimológico: encontré aquí
que todas ellas remiten a idéntica metamorfosis conceptual,
que, en todas partes, «noble», «aristocrático» en el
sentido estamental, es el concepto
básico a partir del cual se desarrolló luego, por necesidad, «bueno»
en el sentido de «anímicamente noble», de «aristocrático»,
de «anímicamente de índole elevada»,
«anímicamente privilegiado»: un desarrollo que marcha siempre paralelo a aquel otro que hace que
«vulgar», «plebeyo», «bajo»,
acaben por pasar al concepto «malo». El más elocuente
ejemplo de esto último es la misma
palabra alemana «malo» (schlechz): en sí es idéntica a «simple» (schlicht)
véase «simplemente» (schlechtweg, schlechterdings) y en su origen designaba al hombre simple, vulgar, sin que,
al hacerlo, lanzase aún una recelosa
mirada de soslayo, sino sencillamente en contraposiclón al noble. Aproximadamente hacia la Guerra de los
Treinta Años, es decir, bastante
tarde, tal sentido se desplaza hacia el hoy usual. Con respecto a la genealogía
de la moral esto me
parece un conocimiento esencial; el que se haya tardado tanto en encontrarlo se debe al influjo
obstaculizador que el prejuicio
democrático ejerce dentro del mundo moderno con respecto a todas
las cuestiones referentes a la
procedencia. Prejuicio que penetra hasta en el
dominio, aparentemente objetivísimo, de las ciencias naturales y de
la fisiología; baste aquí con esta
alusión. Pero el daño que ese prejuicio, una vez desbocado hasta el odio, puede ocasionar ante
todo a la moral y a la ciencia
histórica, lo muestra el tristemente famoso caso de Buckle el plebeyismo
del espíritu moderno, que es de
procedencia inglesa, explotó aquí una vez más en su suelo natal con la violencia de un volcán
enlodado y con la elocuencia demasiado
salada, chillona, vulgar, con que han hablado hasta ahora todos los volcanes.
5
Respecto a nuestro problema, que puede ser denominado con
buenas razones un problema silencioso y
que sólo se dirige, selectivamente, a un
exiguo número de oídos, tiene interés no pequeño el
comprobar que en las palabras y raíces
que designan «bueno» se transparenta todavía, de muchas formas, el matiz básico en razón del cual los
nobles se sentían precisamente hombres
de rango superior. Es cierto que, quizá en la mayoría de los casos, éstos se apoyan, para darse nombre,
sencillamente en su superioridad de poder
(se llaman «los poderosos», los «señores», «los que mandan»), o en el
signo
más visible de tal superioridad, y se llaman por ejemplo,
«los ricos», «los propietarios» (éste es
el sentido que tiene arya; y lo mismo ocurre en el iranio
y en el eslavo). Pero también se apoyan, para darse nombre,
en un rasgo típico d
e su carácter: y este es el caso que aquí nos interesa. Se
llaman, por ejemplo, «los veraces»: la
primera en hacerlo es la aristocracia griega, cuyo portavoz
fue el poeta megarense Teognis. La palabra acuñada a este
fin, έσυλός [noble], significa
etimológicamente alguien que es, que tiene realidad, que es real, que es verdadero; después, con un giro subjetivo,
significa el verdadero en cuanto veraz:
en esta fase de su metamorfosis conceptual la citada palabra se
convierte en el distintivo y en el lema de la aristocracia
y pasa a tener totalmente el sentido de
«aristocrático», como delimitación frente al mentiroso hombre vulgar, tal como lo concibe y lo
describe Teognis, hasta que por fin, tras el declinar de la aristocracia, queda
para designar la noblesse [nobleza]
anímica, y entonces adquiere, por así decirlo, madurez y dulzor. Tanto
en la palabra χαχός [malo] como en ςελός
[miedoso] (el plebeyo en contraposición
al άγανός [bueno]) se subraya la cobardía: esto tal vez
proporcione una señal sobre la dirección
en que debe buscarse la procedencia etimológica de αγανος, interpretable de muchas maneras. Con el latín
malus [malo] (a su lado yo pongo μέλας
[negro]) acaso se caracterizaba al hombre vulgar en cuanto hombre de piel oscura, y sobre todo en cuanto
hombre de cabellos negros (hic niger est
[este es negro]), en cuanto habitante preario del suelo italiano, el cual por el color era por lo que más claramente se
distinguía de la raza rubia, es decir,
de la raza aria de los conquistadores, que se habían convertido en los dueños; cuando menos el gaélico me ha
ofrecido el caso exactamente paralelo,
fin (por ejemplo, en el nombre FinGal), la palabra distintiva de la
aristocracia, que acaba significando el
bueno, el noble, el puro, significaba en su origen el cabeza rubia, en contraposición a los
habitantes primitivos, de piel morena y
cabellos negros. Los celtas, dicho sea de paso, eran una raza
completamente rubia; se comete una
injusticia cuando a esas fajas de población de cabellos oscuros esencialmente, que es posible
observar en esmerados mapas etnográficos
de Alemania, se las pone en conexión, como hace todavía Virchow, con una procedencia celta y con una
mezcla de sangre celta: en esos lugares
aparece, antes bien, la población prearia de Alemania. (Lo mismo puede decirse de casi toda Europa: en lo
esencial la raza sometida ha acabado por
predominar de nuevo allí mismo en el color de la piel, en lo corto del cráneo y tal vez incluso en los instintos
intelectuales y sociales: ¿quién nos
garantiza que la moderna democracia, el todavía más moderno anarquismo
y, sobre todo, aquella tendencia hacia
la commune [comuna], hacia la forma más
primitiva de sociedad, tendencia hoy propia de todos los socialistas de
Europa, no significan en lo esencial un
gigantesco contragolpe y que la raza de los
conquistadores y señores, la de los arios, no está sucumbiendo
incluso fisiológicamente? ...) Creo
estar autorizado a interpretar el latín bonus [bueno]
en el sentido de «el guerrero»: presuponiendo que yo lleve
razón al derivar bonus de un más antiguo
duonus (véase bellum = duellum = duenlum, en el
que me parece conservado aquel duonus). Bonus sería, por tanto, el varón
de la disputa, de la división (duo), el
guerrero: es claro, aquello que constituía en
la antigua Roma la «bondad» de un varón. Nuestra misma palabra
alemana «bueno» (gut): ¿no podría
significar «el divino» (den Góttlichen), el hombre de «estirpe divina» (góottlichen
Geschlechts)?, ¿y ser idéntico al nombre
popular (originariamente aristocrático) de los godos (Gothen) Las
razones de esta suposición no son de
este lugar.
6
De esta regla, es decir, de que el concepto de preeminencia
política se diluye siempre en un
concepto de preeminencia anímica, no constituye por el
momento una excepción (aunque da motivo para ellas) el
hecho de que la
casta suprema sea a la vez la casta sacerdotal y, en
consecuencia, prefiera para su designación
de conjunto un predicado que recuerde su función sacerdotal. Aquí es donde, por ejemplo, se contraponen
por vez primera «puro» e «impuro» como
distintivos estamentales; y también aquí se desarrollan más tarde un «bueno» y un «malo» en un sentido ya
no estamental. Por lo demás, advirtamos
que estos conceptos «puro» e «impuro» no deben tomarse de antemano en un sentido demasiado riguroso,
demasiado amplio y, mucho menos en un
sentido simbólico: en una medida que nosotros apenas podemos imaginar, todos los conceptos de la humanidad
primitiva fueron entendidos en su
origen, antes bien, de un modo grosero, tosco, externo, estrecho, de un
modo directa y específicamente nosimbólico. El «puro» es,
desde el comienzo, meramente un hombre
que se lava, que se prohibe ciertos alimentos causantes de enfermedades de la piel, que no se acuesta
con las sucias mujeres del
pueblo bajo, que siente asco de la sangre, ¡nada más, no mucho más! Por otro lado, sin duda, la índole entera de una
aristocracia esencialmente sacerdotal aclara
por qué muy pronto las antítesis valorativas pudieron interiorizarse y exacerbarse de modo peligroso precisamente
aquí; y, de hecho, ellas acabaron por
abrir entre hombre y hombre simas sobre las que ni siquiera un Aquiles del librepensamiento podría saltar sin
estremecerse. Desde el comienzo hay algo
no sano en tales aristocracias sacerdotales y en los
hábitos en ellas
dominantes, hábitos apartados de la actividad, hábitos en
parte dedicados a incubar
ideas y en parte
explosivos en sus sentimientos, y que tienen como secuela aquella debilidad y aquella
neurastenia intestinales que atacan casi de
modo inevitable a los sacerdotes de todas las épocas; pero el remedio
que ellos mismos han inventado contra
esta condición enfermiza suya ¿no tenemos que
decir que ha acabado demostrando ser, en sus repercusiones,
cien veces más peligroso que la enfermedad
de la que debía librar? ¡La humanidad misma
adolece todavía de las repercusiones de tales ingenuidades de la
cura sacerdotal! Pensemos, por ejemplo,
en ciertas formas de dieta (abstención de
comer carne), en el ayuno, en la continencia sexual, en la huida «al
desierto» (aislamiento a la manera de
Weir Mitchell, aunque desde luego sin la posterior cura de engorde y sobrealimentación, en la
cual reside el más eficaz antídoto
contra toda histeria del ideal ascético): añádase a esto la entera
metafisica de
los sacerdotes, hostil a los sentidos, corruptora y
refinadora, su autohipnotización a la
manera del faquir y del brahmán Brahma empleado
como bola de vidrio y como idea fijay el general y muy comprensible
hartazgo final de su cura radical, de la
Nada (o Dios: la aspiración a una unio mystica
[unión mística] con Dios es la aspiración del budista a la Nada, al
Nirvana ¡y nada más!). Entre los
sacerdotes, cabalmente, se vuelve más peligroso todo, no sólo los medios de cura y las artes médicas,
sino también la soberbia, la venganza,
la sagacidad, el desenfreno, el amor, la ambición de dominio, la virtud, la enfermedad de todos modos, también
se podría añadir, con cierta equidad,
que en el terreno de esta forma esencialmente peligrosa de existencia humana, la forma sacerdotal de existencia, es
donde el hombre en general se
ha convertido en un animal interesante, que únicamente aquí
es donde el alma humana ha alcanzado
profundidad en un sentido superior y se ha vuelto malvada ¡y éstas son, en efecto, las dos
formas básicas de la superioridad
poseída hasta ahora por el hombre sobre los demás animales!...
7
Ya se habrá adivinado que la manera sacerdotal de valorar
puede desviarse muy fácilmente de la
caballerescoaristocrática y llegar luego a convertirse en su antítesis; en especial impulsa a ello toda
ocasión en que la casta de los sacerdotes
y la casta de los guerreros se enfrentan a causa de los celos y no quieren llegar a un acuerdo sobre el precio a
pagar. Los juicios de valor
caballerescoaristocráticos tienen como presupuesto un
a constitución física poderosa, una salud floreciente, rica, incluso
desbordante, junto con lo que condiciona
el mantenimiento de la misma, es decir, la guerra, las aventuras, la caza, la danza, las peleas y, en general,
todo lo que la actividad fuerte, libre,
regocijada lleva consigo. La manera noblesacerdotal de valorar tiene lo
hemos visto otros presupuestos: ¡las
cosas les van muy mal cuando aparece la guerra!
Los sacerdotes son, como es sabido, los enemigos más malvados ¿por
qué? Porque son los más impotentes. A
causa de esa impotencia el odio crece en
ellos hasta convertirse en algo monstruoso y siniestro, en lo más
espiritual y
más venenoso. Los máximos odiadores de la historia
universal, también los odiadores más ricos
de espíritu, han sido siempre sacerdotes comparado con el espíritu de la venganza sacerdotal, apenas
cuenta ningún otro espíritu. La historia
humana sería una cosa demasiado estúpida sin el espíritu que los impotentes han introducido en ella: tomemos en seguida el máximo ejemplo. Nada de lo que en la tierra se ha hecho
contra «los nobles», «los violentos»,
«los señores», «los poderosos», merece ser mencionado si se lo compara
con
lo que los judíos han hecho contra ellos: los judíos, ese
pueblo sacerdotal, que no ha sabido
tomar satisfacción de sus enemigos y dominadores más que con una radical transvaloración de los valores
propios de éstos, es decir, por un
acto de la más espiritual venganza. Esto es lo único que
resultaba adecuado precisamente a un pueblo
sacerdotal, al pueblo de la más refrenada ansia de venganza sacerdotal.
Han sido los judíos
los que, con una consecuencia lógica
aterradora, se han atrevido a invertir la identificación aristocrática
de los valores (bueno = noble = poderoso
= bello = feliz = amado de Dios) y han
mantenido con los dientes del odio más abismal (el odio de la
impotencia) esa inversión, a saber,
«¡los miserables son los buenos; los pobres, los impotentes, los bajos son los únicos buenos; los que
sufren, los indigentes, los enfermos,
los deformes son también los únicos piadosos, los únicos benditos de
Dios, únicamente para ellos existe
bienaventuranza, en cambio vosotros,
vosotros
los nobles y violentos, vosotros sois, por toda la
eternidad, los malvados, los crueles,
los lascivos, los insaciables, los ateos, y vosotros seréis también eternamente los desventurados, los malditos y
condenados!...» Se sabe quien
ha recogido la herencia de esa transvaloración judía... A
propósito de la iniciativa monstruosa y
desmesuradamente funesta asumida por los judíos con esta declaración de guerra, la más radical de
todas, recuerdo la frase que
escribí en otra ocasión (Más allá del bien y del mal) a
saber, que con los judíos comienza en la
moral la rebelión de los esclavos: esa rebelión que tiene tras sí una historia bimilenaria y que hoy nosotros
hemos perdido de vista tan sólo
porque ha resultado vencedora...
8
¿Pero no lo comprendéis? ¿No tenéis ojos para ver algo que
ha necesitado dos milenios para alcanzar
la victoria?... No hay en esto nada extraño: todas
las cosas largas son difíciles de ver, difíciles de abarcar
con la mirada. Pero esto es lo
acontecido: del tronco de aquel árbol de la venganza y del odio, del odio judío el odio más profundo y sublime,
esto es, el odio creador de ideales,
modificador de valores, que no ha tenido igual en la tierra, brotó
algo igualmente incomparable, un amor
nuevo, la más profunda y sublime de todas
las especies de amor:
¿y de qué otro tronco habría podido brotar?... Mas ¡no
se piense que brotó acaso como la auténtica negación de
aquella sed de venganza, como la
antítesis del odio judío! ¡No, lo contrario es la verdad! Ese amor nació de aquel odio como su corona, como
la corona triunfante, dilatada con
amplitud siempre mayor en la más pura luminosidad y plenitud solar; y en el reino de la luz y de la altura ese amor
perseguía las metas de aquel odio,
perseguía la victoria, el botín, la seducción, con el mismo afán, por
así decirlo, con que las raíces de aquel
odio se hundían con mayor radicalidad y avidez en todo lo que poseía profundidad y era malvado.
Ese Jesús de Nazaret, evangelio viviente
del amor, ese «redentor» que trae la bienaventuranza y la victoria a
los pobres, a los enfermos, a los pecadores ¿no era él
precisamente la
seducción en su forma más inquietante e irresistible, la
seducción y el desvío precisamente hacia
aquellos valores judíos y hacia aquellas innovaciones
judías del ideal? ¿No ha alcanzado Israel, justamente por
el rodeo de ese «redentor», de ese
aparente antagonista y liquidador de Israel, la última meta
de su sublime ansia de venganza? ¿No forma parte de la
oculta magia negra de una política
verdaderamente grande de la venganza, de una venganza de amplias miras, subterránea, de avance lento,
precalculadora, el hecho de que Israel
mismo tuviese que negar y que clavar en la cruz ante el mundo entero, como si se tratase de su enemigo mortal, al
auténtico instrumento de su venganza, a
fin de que «el mundo entero», es decir, todos los adversarios de Israel, pudieran morder sin recelos
precisamente de ese cebo? ¿Y por otro
lado, se podría imaginar en absoluto, con todo el
refinamiento del espíritu, un cebo más
peligroso? ¿Algo que iguale en fuerza atractiva, embriagadora, aturdidora, corruptora, a aquel símbolo de la
«santa cruz», a aquella horrorosa
paradoja de un «Dios en la cruz», a aquel misterio de una inimaginable,
última, extrema crueldad y autocrucifixión de Dios para
salvación del hombre?... Cuando menos,
es cierto que sub hoc signo [bajo este signo] Israel ha venido triunfando una y otra vez, con su
venganza y su transvaloración de todos
los valores, sobre todos los demás ideales, sobre todos los ideales más nobles.
9
«Mas ¡cómo sigue usted hablando todavía de ideales más
nobles! Atengámonos a los hechos: el pueblo o «los esclavos», o «la plebe», o
«el rebaño», o como usted quiera llamarlo ha vencido, y si esto ha ocurrido por
medio de los judíos, ¡bien!, entonces jamás pueblo alguno tuvo misión más
grande en la historia universal. «Los señores» están liquidados; la moral del
hombre vulgar ha vencido. Se puede considerar esta victoria a la vez como un
envenenamiento de la sangre (ella ha mezclado las razas
entre sí) no lo niego; pero, indudablemente, esa intoxicación ha logrado éxito.
La «redención» del género humano (a saber, respecto de «los señores») se
encuentra en óptima vía; todo se judaiza, o se cristianiza, o se aplebeya a
ojos vistas (¡qué importan las palabras!). La marcha de ese envenenamiento a
través del cuerpo entero de la humanidad parece incontenible, su tempo [ritmo]
y su paso pueden ser incluso, a partir de ahora, cada vez más lentos, más
delicados, más inaudibles, más cautos en efecto, hay tiempo... ¿Le corresponde
todavía hoy a la Iglesia, en este aspecto, una tarea necesaria, posee todavía
en absoluto un derecho a existir? ¿O se podría prescindir de ella? Quaeritur
[se pregunta]. ¿Parece que la Iglesia refrena y modera aquella marcha, en lugar
de acelerarla? Ahora bien, justamente eso podría ser su utilidad... Es seguro
que la Iglesia se ha convertido poco a poco en algo grosero y rústico, que
repugna a una inteligencia delicada, a un gusto propiamente moderno. ¿No
debería, al menos, refinarse un poco?... Hoy, más que seducir, aleja. ¿Quién de
nosotros sería librepensador si no existiera la Iglesia? La Iglesia es la que
nos repugna, no su veneno... Prescindiendo de la Iglesia, también nosotros
amamos el veneno...» Tales el epílogo de un «librepensador» a mi discurso, de
un animal respetable, como lo ha demostrado de sobra, y, además, de un
demócrata; hasta aquí me había escuchado, y no soportó el oírme callar. Pues en
este punto yo tengo mucho que callar.
10
La rebelión de los esclavos en la moral comienza cuando el
resentimiento mismo se vuelve creador y
engendra valores: el resentimiento de aquellos
seres a quienes les está vedada la auténtica reacción, la
reacción de la acción, y que se
desquitan únicamente con una venganza imaginaria. Mientras que toda moral noble nace de un triunfante sí dicho a
sí mismo, la moral de los esclavos dice
no, ya de antemano, a un «fuera», a un «otro», a un «noyo»; y ese no es lo que constituye su acción creadora. Esta inversión
de la mirada que establece valores este necesario dirigirse hacia fuera en lugar
de volverse hacia sí
forma parte precisamente del resentimiento: para surgir, la
moral de los esclavos necesita siempre
primero de un mundo opuesto y externo, necesita, hablando fisiológicamente, de estímulos
exteriores para poder en absoluto
actuar, su acción es, de raíz,
reacción. Lo contrario ocurre en la manera noble de valorar: ésta actúa y brota espontáneamente,
busca su opuesto tan sólo para decirse
si a sí misma con mayor agradecimiento, con mayor júbilo, su
concepto negativo, lo «bajo», «vulgar», «malo», es tan sólo
un pálido
contraste, nacido más tarde, de su concepto básico
positivo, totalmente
impregnado de vida y de pasión, el concepto «¡nosotros los
nobles, nosotros
los buenos, nosotros los bellos, nosotros los felices!».
Cuándo la manera noble de valorar se
equivoca y peca contra la realidad, esto ocurre con relación a la esfera que no
le es suficientemente conocida, más aún, a cuyo real conocimiento se opone con
aspereza: no comprende a veces la esfera
despreciada por ella, la esfera del hombre vulgar del pueblo bajo; por
otro
lado, téngase en cuenta que, en todo caso, el afecto del
desprecio, del mirar de arriba abajo,
del mirar con superioridad, aun presuponiendo que falsee la imagen de lo despreciado, no llegará ni de
lejos a la falsificación con que el odio
reprimido, la venganza del impotente atentarán contra su adversario in effigie [en efigie], naturalmente. De hecho
en el desprecio se mezclan demasiada
negligencia, demasiada ligereza, demasiado apartamiento de la
vista y demasiada impaciencia, e incluso demasiado júbilo
en sí mismo, como para estar en
condiciones de transformar su objeto en una auténtica caricatura
y en un espantajo. No se pasen por alto las nuances
[matices] casi benévolas que, p
or ejemplo, la aristocracia griega pone en todas las
palabras con que diferencia de
sí al pueblo bajo;
obsérvese cómo constantemente se mezcla en
ellas, azucarándolas, una especie de lástima, de consideración, de
indulgencia, hasta el punto de que casi
todas las palabras que convienen al hombre vulgar han terminado por quedar como expresiones
para significar «infeliz», «digno de
lástima» (véase ςελός [miedoso], δείλαιος [cobarde], πονηρός [vil], μοχνηρός [mísero], las dos últimas
caracterizan propiamente al hombre vulgar
como esclavo del trabajo y animal de carga) y cómo, por otro lado, «malo», «infeliz», no dejaron jamás de sonar al oído
griego con un tono único, con un timbre
en el que prepondera «infeliz»: y esto como herencia de la antigua manera de valorar más noble, aristocrática,
la cual no reniega de sí misma ni
siquiera en el desprecio (a los filólogos recordémosles en qué sentido
se usan οϊζνρόςς [miserable], άνολβος
[desgraciado], τλήμων [resignado], δνςτνχεϊν
[fracasar, tener mala suerte], ξνμφορα [desdicha]). Los «bien nacidos»
se sentían a sí mismos cabalmente como
los «felices»; ellos no tenían que
construir su felicidad artificialmente y, a veces, persuadirse de ella,
mentírsela, mediante una mirada dirigida
a sus enemigos (como suelen hacer todos los
hombres del resentimiento); y asimismo, por ser hombres íntegros,
repletos de fuerza y, en consecuencia,
necesariamente activos, no sabían separar la
actividad de la felicidad, en ellos
aquélla formaba parte, por necesidad, de
ésta (de aquí procede el εύπραττειν [obrar bien, ser
feliz])todo esto muy encontraposición
con la felicidad al nivel de los impotentes, de los oprimidos, de los llagados por sentimientos venenosos y
hostiles, en los cuales la
felicidad aparece esencialmente como narcosis,
aturdimiento, quietud, paz, «sábado»,
distensión del ánimo y relajamiento de los miembros, esto es, dicho en una palabra, como algo pasivo. Mientras
que el hombre noble vive con confianza y
franqueza frente a sí mismo (γενναϊος, «aristócrata de
nacimiento», subraya la nuance [matiz] «franco» y también
sin duda «ingenuo»), el hombre del
resentimiento no es ni franco, ni ingenuo, ni
honesto y derecho consigo mismo. Su alma mira de reojo; su
espíritu ama los escondrijos, los
caminos tortuosos y las puertas falsas, todo lo encubierto le atrae como su mundo, su seguridad, su alivio;
entiende de callar, de no olvidar, de
aguardar, de empequeñecerse y humillarse transitoriamente. Una raza de tales hombres del resentimiento acabará
necesariamente por ser más
inteligente que cualquier raza noble, venerará también la
inteligencia en una medida del todo
distinta: a saber, como la más importante condición de existencia, mientras que, entre hombres
nobles, la inteligencia fácilmente tiene
un delicado dejo de lujo y refinamiento:
en éstos precisamente no es la
inteligencia ni mucho menos tan esencial como lo son la perfecta
seguridad funcional de los instintos
inconscientes reguladores o incluso una cierta falta
de inteligencia, así por ejemplo el valeroso lanzarse a
ciegas, bien sea al peligro, bien sea al
enemigo, o aquella entusiasta subitaneidad en la cólera, el amor, el respeto, el agradecimiento y la
venganza, en la cual se han reconocido
en todos los tiempos las almas nobles. El mismo resentimiento del hombre noble, cuando en él aparece, se consuma y
agota, en efecto, en una reacción
inmediata y, por ello, no envenena: por otro lado, ni siquiera aparece en innumerables casos en los que resulta
inevitable su aparición en todos los
débiles e impotentes. No poder tomar mucho tiempo en serio los
propios contratiempos, las propias
fechorías tal es el signo propio de naturalezas
fuertes y plenas, en las cuales hay una sobreabundancia de
fuerza plástica, remodeladora,
regeneradora, fuerza que también hace olvidar (un buen
ejemplo de esto en el mundo moderno es Mirabeau, que no
tenía memoria para los insultos ni para
las villanías que se cometían con él, y que no podía perdonar por la única razón de que olvidaba). Un hombre así se sacude de un solo golpe muchos gusanos que en otros, en
cambio, anidan subterráneamente; sólo
aquí es también posible otra cosa, suponiendo que ella sea en absoluto posible en la tierra el auténtico «amor a sus
enemigos». ¡Cuánto respeto por
sus enemigos tiene un hombre noble! y ese respeto es ya un puente hacia el amor... ¡El hombre noble reclama para sí su
enemigo como una distinción
suya, no soporta, en efecto, ningún otro enemigo que aquel
en el que no hay nada que despreciar y
sí muchísimo que honrar! En cambio, imaginémonos «el enemigo» tal como lo concibe el hombre del
resentimiento y justo en ello
reside su acción, su creación: ha concebido el «enemigo malvado»,
«el malvado», y ello como concepto
básico, a partir del cual se imagina también,
como imagen posterior y como antítesis, un «bueno» ¡él mismo!...
11
¡Justo, pues, lo contrario de lo que ocurre en el noble,
quien concibe el concepto fundamental
«bueno» de un modo previo y espontáneo, es decir, lo
concibe a base de sí mismo, y sólo a partir de él se forma
una idea de «malo»! Este «malo»
(schlecht) de origen noble, y aquel «malvado» (bóse), salido de la cuba cervecera del odio insaciado el primero,
una creación posterior, algo marginal,
un color complementario, el segundo, en cambio, el original, el comienzo, la auténtica acción en la
concepción de una moral de esclavos,
¡cuán diferentes son estas dos palabras, «malo» (schlecht)
y «malvado» (böse), que aparentemente se
contraponen a un mismo concepto «bueno» (gut)! Mas
no se trata del mismo concepto «bueno»: pregúntese, antes
bien, quién es propiamente «malvado» en
el sentido de la moral del resentimiento.
Contestado con todo rigor: precisamente el «bueno» de la
otra moral, precisamente
el noble, el
poderoso, el dominador, sólo que cambiado de color, interpretado y visto del revés por el ojo
venenoso del resentimiento. Hay aquí una
cosa que nosotros no queremos negar en modo alguno: quien a aquellos «buenos» los ha conocido tan sólo como
enemigos, no ha conocido tampoco más que
enemigos malvados, y aquellos mismos hombres que eran
mantenidos tan rigurosamente a raya por la costumbre, el
respeto, los usos, el agradecimiento y
todavía más por la recíproca vigilancia, por la emulación
inter pares [entre iguales], aquellos mismos hombres que,
por otro lado, en su comportamiento
recíproco mostraban tanta inventiva en punto a atenciones, dominio de sí, delicadeza, fidelidad, orgullo
y amistad, no son hacia fuera, es decir, allí donde comienza lo extranjero, la
tierra extraña, mucho mejores que
animales de rapiña dejados sueltos. Allí disfrutan la libertad de
toda constricción social, en la selva se
desquitan de la tensión ocasionada por una
prolongada reclusión y encierro en la paz de la comunidad, allí retornan
a la inocencia propia de la conciencia
de los animales rapaces, cual monstruos que
retozan, los cuales dejan acaso tras sí una serie abominable de
asesinatos, incendios, violaciones y
torturas con igual petulancia y con igual tranquilidad de espíritu que si lo único hecho por ellos
fuera una travesura estudiantil,
convencidos de que de nuevo tendrán los poetas, por mucho tiempo, algo
que cantar y que ensalzar. Resulta
imposible no reconocer, a la base de todas estas razas nobles, el animal de rapiña, la
magnífica bestia rubia, que vagabundea
codiciosa de botín y de victoria; de cuando en cuando esa base oculta
necesita desahogarse, el animal tiene
que salir de nuevo fuera, tiene que retornar a la selva:
las aristocracias romana, árabe, germánica, japonesa, los héroes homéricos, los vikingos escandinavos todos ellos coinciden en tal imperiosa necesidad. Son las razas nobles las que han
dejado tras sí el concepto
«bárbaro» por todos los lugares por donde han pasado;
incluso en su cultura más excelsa se
revelan una consciencia de ello y hasta un orgullo (por
ejemplo, cuando Pericles dice a sus atenienses, en aquella
famosa oración fúnebre, «hemos forzado a
todas las tierras y a todos los mares a ser accesibles
a nuestra audacia, dejando en todas partes monumentos
imperecederos en bien y en mal»). Esta
«audacia» de las razas nobles, que se manifiesta de manera loca, absurda, repentina, este elemento
imprevisible e incluso inverosímil de
sus empresas Pericles destaca con elogio la ραυνμία
[despreocupación] de lo
s atenienses, su
indiferencia y su desprecio de la seguridad, del cuerpo, de la vida, del bienestar, su horrible jovialidad y
el profundo placer que sienten en
destruir, en todas las voluptuosidades del triunfo y de la crueldad todo esto se
concentró, para quienes lo padecían, en la imagen del «bárbaro», del
«enemigo malvado», por ejemplo el
«godo», el «vándalo». La profunda, glacial
desconfianza que el alemán continúa inspirando también ahora tan pronto
como llega al poder
representa aún un rebrote de aquel terror inextinguible
con que durante siglos contempló Europa el furor de la
rubia bestia germánica (aunque entre los
antiguos germanos y nosotros los alemanes apenas subsista
ya afinidad conceptual alguna y menos aún un parentesco de
sangre). En otro sitio he hecho notar la
perplejidad experimentada por Hesiodo cuando
meditaba sobre el decurso de las épocas culturales e
intentaba expresarlas mediante el oro,
la plata y el bronce: a la contradicción que le ofrecía el
mundo de Homero, un mundo tan magnífico, pero, a la vez,
tan horrible y tan brutal, no supo
escapar más que dividiendo una única época en dos y colocándolas una a continuación de la
otra primero, la época de los héroes
y semidioses de Troya y de Tebas, tal
como aquel mundo había subsistido en la
memoria de las estirpes nobles, que en ella tenían sus propios
antecesores; y luego, la edad de bronce,
tal como aquel mismo mundo aparecía a los
descendientes de los sojuzgados, expoliados, maltratados, deportados, vendidos: como una edad de bronce, según
hemos dicho, dura, fría, cruel, carente
de sentimientos y de conciencia, una edad que todo lo tritura y lo salpica de sangre. Suponiendo que fuera
verdadero algo que en todo caso
ahora se cree ser «verdad», es decir, que el sentido de
toda cultura consistiese cabalmente en
sacar del animal rapaz «hombre», mediante la crianza, un
animal manso y civilizado, un animal doméstico, habría que
considerar sin ninguna duda que todos
aquellos instintos de reacción y resentimiento, con cuyo auxilio se acabó por humillar y dominar
a las razas nobles, así como
todos sus ideales, han sido los auténticos instrumentos de
la cultura; con ello,
de todos modos, no estaría dicho aún que los depositarios
de esos instintos representen también
ellos mismos a la vez la cultura. Lo contrario sería, antes bien, no sólo verosímil ¡no!, ¡hoy es
evidente! Esos depositarios de los
instintos opresores y ansiosos de desquite, los
descendientes de toda esclavitud europea
y no europea, y en especial de toda población prearia ¡representan el retroceso de la humanidad! ¡Esos
«instrumentos de la cultura» son una
vergüenza del hombre y representan más bien una sospecha, un contraargumento contra la «cultura» en cuanto
tal! Se puede tener todo
derecho a no librarse del temor a la bestia rubia que
habita en el fondo de
todas las razas nobles y a mantenerse en guardia: mas
¿quién no preferiría cien
veces sentir temor,
si a la vez le es permitido admirar, a no sentir temor, pero con ello no poder sustraerse ya a la
nauseabunda visión de los malogrados,
empequeñecidos, marchitos, envenenados? ¿Y no es ésta nuestra fat
alidad? ¿Qué es lo
que hoy produce nuestra aversión contra «el hombre»? pues
nosotros sufrimos por el hombre, no hay duda. No es el temor; sino, más bien, el que ya nada tengamos que temer en el
hombre; el que el gusano «hombre» ocupe
el primer plano y pulule en él; el que el «hombre manso», el incurablemente mediocre y desagradable haya
aprendido a sentirse a sí mismo como la
meta y la cumbre, como el sentido de la historia, como «hombre superior»;
más aún, el que tenga cierto derecho a sentirse así, en la medida
en que se siente distanciado de la
muchedumbre de los mal constituidos,
enfermizos, cansados, agotados, a que hoy comienza Europa a apestar, y,
por tanto, como algo al menos
relativamente bien constituido, como algo al menos todavía capaz de vivir, como algo que al
menos dice sí a la vida...
12
En este punto no me es ya posible reprimir un sollozo y una
última esperanza. ¿Qué es esto que,
precisamente a mí, me resulta del todo
insoportable? ¿Esto de lo que sólo yo no puedo librarme, y que me ahoga
y me consume? ¡Aire viciado! ¡Aire
viciado! El hecho de que algo mal constituido
se allega a mí; ¡el verme obligado a oler las entrañas de
un alma mal constituida!... ¿Qué es, por
otra parte, lo que en materia de miseria, de
privaciones, de mal clima, de enfermedades, de fatigas y de soledad no soportamos? En el fondo nos sobreponemos a
todo lo demás, puesto que
hemos nacido para una existencia subterránea y combativa;
una y otra vez salimos a la luz, una y
otra vez experimentamos la hora áurea del triunfo, y en
ese momento aparecemos tal como nacimos, inquebrantables, tensos,
dispuestos a conquistar algo nuevo, algo más difícil, algo
más lejano todavía, como un arco a quien
las privaciones lo único que hacen es ponerlo más
tirante. Pero de vez
en cuando y suponiendo que existan protectoras
celestiales, situadas más allá del bien y del malconcededme
una mirada, otorgadme que pueda echar
una única mirada tan sólo a algo perfecto, a algo totalmente logrado, feliz, poderoso,
victorioso, en lo que todavía haya algo
que temer! ¡Una mirada a un hombre que justifique a el
hombre, una mirada a un caso afortunado
que complemente y redima al hombre, por razón del cual me sea lícito conservar la fe en el
hombre!... Pues así están las cosas: el
empequeñecimiento y la nivelación del hombre europeo encierran nuestro máximo peligro, ya que esa visión cansa...
Hoy no vemos nada que aspire a ser
más grande, barruntamos que descendemos cada vez más abajo,
más abajo, hacia algo más débil, más
manso, más prudente, más plácido, más mediocre,
más indiferente, más chino, más cristiano el hombre, no hay duda, se
vuelve cada vez «mejor» ... Justo en
esto reside la fatalidad de Europaal perder el
miedo al hombre hemos perdido también el amor a él, el respeto a él,
la esperanza en él, más aún, la voluntad
de él. Actualmente la visión del hombre
cansa ¿qué es hoy el nihilismo si
no es eso?... Estamos cansados de el
hombre...
13
Mas volvamos atrás: el problema del otro origen de lo
«bueno», el
problema de lo bueno tal como se lo ha imaginado el hombre
del
resentimiento exige llegar a su final. El que los corderos guarden rencor a las grandes aves rapaces es algo que no puede
extrañar: sólo que no hay en esto motivo
alguno para tomarle a mal a aquéllas el que arrebaten corderitos. Y cuando los corderitos dicen entre sí «estas
aves de rapiña son malvadas; y
quien es lo menos posible un ave de rapiña, sino más bien
su antítesis, un corderito, ¿no debería ser bueno?», nada hay que objetar
a este modo de establecer un ideal,
excepto que las aves rapaces mirarán hacia abajo con un poco de sorna y tal vez se dirán: «Nosotras
no estamos enfadadas en absoluto con
esos buenos corderos, incluso los amamos: no hay nada más sabroso que un tierno cordero.» Exigir de la fortaleza
que no sea un querer dominar, un querer sojuzgar, un querer enseñorearse, una
sed de enemigos y de resistencias y de
triunfos, es tan absurdo como exigir de la debilidad que se exteriorice como fortaleza. Un quantum de fuerza es justo
un tal quantum de pulsión, de voluntad,
de actividad más aún, no es nada más que ese mismo pulsionar, ese mismo querer, ese mismo actuar, y, si puede
parecer otra cosa, ello se debe tan sólo
a la seducción del lenguaje (y de los errores radicales de la razón petrificados en el lenguaje), el cual entiende
y mal entiende que todo hacer
está condicionado por un agente, por un «sujeto». Es decir,
del mismo modo que el pueblo separa el
rayo de su resplandor y concibe al segundo como un hacer, como la acción de un sujeto que se
llama rayo, así la moral del pueblo
separa también la fortaleza de las exteriorizaciones de la misma, como
si
detrás del fuerte hubiera un sustrato indiferente, que
fuera dueño de
exteriorizar y, también, de no exteriorizar fortaleza. Pero
tal sustrato no existe; no hay ningún
«ser» detrás del hacer, del actuar, del devenir; «el agente» ha sido ficticiamente añadido al hacer, el hacer
es todo. En el fondo el pueblo duplica
el hacer; cuando piensa que el rayo lanza un resplandor, esto equivale
a un hacerhacer: el mismo acontecimiento lo pone primero
como causa y
luego, una vez más, como efecto de aquélla. Los
investigadores de la
naturaleza no lo hacen mejor cuando dicen «la fuerza mueve,
la fuerza causa»
y cosas parecidas,
nuestra ciencia entera, a pesar de toda su frialdad, de su desapasionamiento, se encuentra sometida aún
a la seducción del lenguaje y
no se ha desprendido de los hijos falsos que se le han
infiltrado, de los
«sujetos» (el átomo, por ejemplo, es uno de esos hijos
falsos, y lo mismo
ocurre con la kantiana «cosa en sí»): nada tiene de extraño
el que las
reprimidas y ocultamente encendidas pasiones de la venganza
y del odio aprovechen en
favor suyo esa
creencia e incluso, en el fondo, ninguna otra
sostengan con mayor fervor que la de que el fuerte es libre de ser
débil, y el
ave de rapiña, libre de ser cordero: con ello conquistan, en efecto, para sí
el derecho de imputar al ave de rapiña
ser ave de rapiña... Cuando los oprimidos, los pisoteados, los violentados se dicen,
movidos por la vengativa astucia
propia de la impotencia: «¡Seamos distintos de los
malvados, es decir, seamos buenos! Y
bueno es todo el que no violenta, el que no ofende a nadie, el que
no ataca, el que no salda cuentas, el que remite la
venganza a Dios, el cual se mantiene en
lo oculto igual que nosotros, y evita todo lo malvado, y exige
poco de la vida, lo mismo que nosotros los pacientes, los
humildes, los justos» esto, escuchado
con frialdad y sin ninguna prevención, no significa en realidad más que lo siguiente: «Nosotros los débiles
somos desde luego débiles; conviene que
no hagamos nada para lo cual no somos bastante fuertes» pero
esta amarga realidad de los hechos, esta inteligencia de ínfimo rango,
poseída incluso por los insectos (los
cuales, cuando el peligro es grande, se fingen
muertos para no hacer nada «de más»), se ha vestido, gracias a ese arte
de falsificación y a esa automendacidad
propias de la impotencia, con el
esplendor de la virtud renunciadora, callada, expectante,
como si la debilidad misma del débil es
decir, su esencia, su obrar, su entera, única, inevitable, indeleble realidad fuese un logro voluntario,
algo querido, elegido, una acción, un
mérito. Por un instinto de autoconservación, de autoafirmación, en el que toda mentira suele santificarse, esa especie
de hombre necesita creer en el «sujeto»
indiferente, libre para elegir. El sujeto (o, hablando de un modo más popular, el alma) ha sido hasta ahora en la
tierra el mejor dogma, tal vez
porque a toda la ingente muchedumbre de los mortales, a los
débiles y oprimidos de toda índole, les
permitía aquel sublime autoengaño de interpretar la debilidad misma como libertad, interpretar
su ser así y así como mérito.
14
¿Quiere alguien mirar un poco hacia abajo, al misterio de
cómo se fabrican ideales en la tierra? ¿Quién tiene valor para ello?... ¡Bien!
He aquí la mirada
abierta a ese oscuro taller. Espere usted un momento, señor
Indiscreción y Temeridad: su ojo tiene que habituarse antes a esa falsa luz
cambiante... ¡Así! ¡Basta! ¡Hable usted ahora! ¿Qué ocurre allá abajo? Diga
usted lo que ve, hombre de la más peligrosa curiosidad ahora soy yo el que
escucha.
«No veo nada, pero oigo tanto mejor. Es un chismorreo y un
cuchicheo
cauto, pérfido, quedo, procedente de todas las esquinas y
rincones. Me parece
que esa gente miente; una
dulzona suavidad se
pega a cada sonido. La debilidad debe
ser mentirosamente transformada en mérito, no hay duda es
como usted lo decía. »
¡Siga!
« ... y la impotencia, que no toma desquite, en ‘bondad’;
la temerosa
bajeza, en ‘humildad’; la sumisión a quienes se odia, en
‘obediencia’ (a saber, obediencia
a alguien de quien dicen que ordena esa sumisión, Dios le llaman). Lo inofensivo del débil, la cobardía misma,
de la que tiene mucha, su estar aguardando a la puerta, su inevitable tener que
aguardar, recibe aquí un buen nombre, el de ‘paciencia’, y se llama también la
virtud; el no poder vengarse se llama no querer vengarse, y tal vez incluso
perdón (‘pues ellos no saben lo que
hacen ¡únicamente nosotros sabemos lo
que ellos hacen!). También habla esa
gente del ‘amor a los propios enemigos’ y entre tanto suda.»
¡Siga!
«Son miserables, no hay duda, todos esos chismorreadores y
falsos
monederos de las esquinas, aunque están acurrucados
calentándose unos junto a otros pero me dicen que su miseria es una elección
y una distinción de Dios, que a los perros
que más se quiere se los azota; que quizás esa miseria sea también una preparación, una prueba, una
ejercitación, y acaso algo más algo que alguna vez encontrará su compensación, y
será pagado con enormes intereses en
oro, ¡no!, en felicidad. A eso lo llaman ‘la bienaventuranza’.»
¡Siga!
«Ahora me dan a entender que ellos no sólo son mejores que
los
poderosos, que los señores de la tierra, cuyos esputos
ellos tienen que lamer
(no por temor, ¡de ninguna manera por temor!, sino porque
Dios manda honrar toda autoridad), que ellos no sólo son mejores, sino que
también ‘les va mejor’, o, en todo caso,
alguna vez les irá mejor. Pero ¡basta!, ¡basta! Ya no lo soporto más. ¡Aire viciado! ¡Aire viciado!
Ese taller donde se fabrican ideales me
parece que apesta a mentiras.»
¡No! ¡Un momento todavía! Aún no nos ha dicho usted nada de
la obra maestra de esos nigromantes que
con todo lo negro saben construir blancura,
leche e inocencia:
¿no ha observado usted cuál es su perfección suma en el refinamiento, su audacísima, finísima,
ingeniosísima, mendacísima
estratagema de artista? ¡Atienda! Esos animales de sótano,
llenos de venganza y
de odio ¿qué hacen precisamente con la venganza y con el
odio? ¿Ha oído usted alguna vez esas
palabras? Si sólo se fiase usted de lo que ellos dicen, ¿barruntaría que se encuentra en medio de
hombres del resentimiento?...
«Comprendo, vuelvo a abrir los oídos (¡ay!, ¡ay!, ¡ay!, y
cierro la nariz). Sólo ahora
oigo lo que ya antes
decían con tanta frecuencia: ‘nosotros los
buenos nosotros somos los
justos’ a lo que ellos piden no lo
llaman desquite, sino ‘el triunfo de la
justicia’; a lo que ellos odian no es a su enemigo, ¡no!, ellos odian la ‘injusticia’, el ‘ateísmo’; lo
que ellos creen y esperan no es la
esperanza de la venganza, la embriaguez de la dulce venganza ( ‘más
dulce que la miel’, la llamaba ya
Homero), sino la victoria de Dios, del Dios justo sobre los ateos; lo que a ellos les queda
para amar en la tierra no son sus
hermanos en el odio, sino sus ‘hermanos en el amor’, como ellos dicen,
todos los buenos y justos de la tierra.»
¿Y cómo llaman a aquello que les sirve de consuelo contra
todos los sufrimientos de la vida su fantasmagoría de la anticipada
bienaventuranza
futura?
«¿Cómo? ¿Oigo bien? A eso lo llaman ‘el juicio final’, la
llegada de su
reino, el de ellos, del ‘reino de Dios’ pero entre tanto viven ‘en la fe’, ‘en
el amor’, ‘en la esperanza’ » . ¡Basta!
¡Basta!
15
¿En la fe en qué? ¿En el amor a qué? ¿En la esperanza de
qué? Esos
débiles alguna vez,
en efecto, quieren ser también ellos los fuertes, no hay
duda, alguna vez debe llegar también su reino nada menos que «el reino de Dio
s» lo llaman entre ellos, como hemos dicho: ¡son, desde
luego, tan humildes en todo! Para
presenciar esto se necesita vivir largo tiempo, más allá de la muerte,
en efecto, la vida eterna se necesita para poder resarcirse también eternamente, en el «reino de Dios»,
de aquella vida terrena «en la fe, en el
amor, en la esperanza». ¿Resacirse de qué? LResacirse con qué?... A mí me parece que Dante cometió un grosero error
al poner, con horrorosa ingenuidad,
sobre la puerta de su infierno la inscripción «también a mí me
creó el amor eterno»:
sobre la puerta del paraíso cristiano y de su «bienaventuranza eterna» podría estar en todo
caso, con mejor derecho, li inscripción
«también a mí me creó el odio eterno» , ¡presuponiendo que a una verdad le sea lícito estar colocada sobre la
puerta que lleva a una mentira!
Pues ¿qué es la bienaventuranza de aquel paraíso?... Quizá
ya nosotros
mismos lo adivinaríamos; pero es mejor que nos lo atestigue
expresamente
una autoridad muy relevante en estas cosas, Tomás de
Aquino. «Beati in regno coelesti», dice
con la mansedumbre de un cordero, «videbunt poenas damnatorum, ut beatitudo illis magis
complaceat» [Los bienaventurados verán
en el reino celestial las penas de los condenados, para que su
bienaventuranza les satisfaga más]. ¿O
se quiere escuchar esto mismo en un tono más fuerte,
de la boca, por ejemplo, de un triunfante padre de la
Iglesia, el cual desaconsejaba a sus
cristianos las crueles voluptuosidades de los espectáculos públicos por qué, en realidad? «La fe nos
ofrece, en efecto, muchas más cosas
dice, de spectac, c. 29 ss., algo mucho más fuerte; gracias a la
redención disponemos, en efecto, de
alegrías completamente distintas; en lugar de los atletas nosotros tenemos nuestros mártires; y
si queremos sangre, bien,
tenemos la sangre de Cristo... Mas ¡qué cosas nos esperan
el día de su vuelta, de su
triunfo!» y ahora continúa así este
visionario extasiado: «At enim supersunt
alia spectacula, ille ultimus et perpetuus judicii dies, ille nationibus insperatus, ille derisus, cum tanta saeculi
vetustas et tot ejus nativitates uno
igne haurientur. Quae tunc spectaculi latitudo! Quid admirer! Quid
rideami
Ubi gaudeam! Ubi exultem, spectans tot et tantos reges, qui
in coelum recepti nuntiabantur, cum ipso
Jove et ipsis suis testibus in imis tenebris
congemescentes! ltem praesides (los gobernadores de las provincias) persecutores dominici nominis saevioribus quam
ipsi flammis saevierunt insultantibus
contra Christianos liquescentes! Quos praeterea sapientes illos philosophos coram discipulis suis una
conflagrantibus erubescentes, quibus
nihil ad deum pertinere suadebant, quibus animas aut nullas aut non in
pristina corpora redituras affirmabant!
Etiam poetas non ad Rhadamanti nec ad Minois, sed ad inopinati Christi tribunal
palpitantes! Tunc magis tragoedi audiendi, magis scilicet vocales (cuanto mejor
sea la voz, peor gritarán) in sua propria calamitate; tunc histriones
cognoscendi, solutiores multo per ignem, tunc spectandus auriga in flammea rota
totus rubens, tunc xystici contemplandi non in gymnasiis, sed in igne jaculati,
nisi quod ne tunc quidem illos velim vivos, ut qui malim ad eos potius
conspectum insatiasbilem conferre, qui in dominum desaevierunt. `Hic este ille,
dicam, fabri aut quaestuariae filius (como lo muestra todo lo que sigue, y en
especial también esta designación, conocida por el Talmud, de la madre de
Jesús, a partir de aquí Tertuliano habla a los judíos), sabbati destructor, Samarites
et daemonium habens. Hic est, quem a Juda redemistis, hic est ille arundine et
colaphis diverberatus, sputamentis dedecoratus, felle et aceto potatus. Hic
est, quem clam discentes subripuerunt, ut resurrexisse dicatur vel hortulanus
detraxit, ne lactucae suae frequentia commeantium laederentur. Ut talia
spectes, ut talibus exultes, quis tibi praetor aut consul aut quaestor aut
sacerdos de sua liberalitste praestabit? Et tamen haec jam habemos quodammodo
per fidem spiritu imaginante repraesentata. Ceterum qualia illa sunt, quae nec
oculus vidit nec auigs audivit nec in cor hominis ascenderunt? (1 Cor. 2, 9).
Credo circo et
utraque cavea (primera y cuarta fila, o, según otros,
escena cómica y trágica) et omni stadio
gratiora»*. Per fidem: así está escrito.
* [Pero quedan todavía otros espectáculos, aquel último y
perpetuo día del juicio, día no esperado por las naciones, día del cual se
mofan, cuando esta tan grande decrepitud del mundo y tantas generaciones del
mismo ardan en un fuego común. ¡Qué espectáculo tan grandioso entonces! ¡De
cuántas cosas me asombraré! ¡De cuántas cosas me reiré! ¡Allí gozaré! ¡Allí me
regocijaré, contemplando cómo tantos y tan grandes reyes, de quienes se decía
que habían sido recibidos en el cielo, gimen en profundas tinieblas junto con
el mismo Júpiter y con sus mismos testigos! ¡Viendo también cómo los presidentes
perseguidores del nombre del Señor se derriten en llamas más crueles que aquellas
con que ellos mismos se ensañaron contra los cristianos! ¡Viendo además cómo aquellos
sabios filósofos se llenan de rubor ante sus discípulos, que con ellos se queman,
a los cuales convencían de que nada pertenece a Dios, a los cuales aseguraban
que las almas o no existen o no volverán a sus cuerpos primitivos! ¡Y viendo
asimismo cómo los poetas tiemblan, no ante el tribunal de Radamanto ni de
Minos, sino ante el de Cristo, a quien no esperaban! Entonces oiré más a los
actores de tragedias, es decir, serán más elocuentes hablando de su propia
desgracia; entonces conoceré a los histriones, mucho más ágiles a causa del
fuego; entonces veré al auriga, totalmente rojo en el carro de fuego; entonces
contemplaré a los atletas, lanzando la jabalina no en los gimnasios, sino en el
fuego, a no ser que entonces no quisiera que estuviesen vivos y prefiriese
dirigir una mirada insaciable a aquellos que se ensañaron con el Señor. «Éste
es, diré, el hijo del carpintero o de la prostituta, el destructor del sábado,
el samaritano y endemoniado. Éste es aquel a quien comprasteis a Judas, este es
aquel que fue golpeado con la caña y con bofetadas, humillado con salivazos, a
quien disteis a beber hiel y vinagre. Éste es aquel a quien sus discípulos
robaron a escondidas, para que se dijese que había resucitado, o a quien el
dueño del huerto retiró de allí, para que la gran afluencia de quienes iban y
venían no estropease sus lechugas.» La visión de tales espectáculos, la
posibilidad de alegrarte de tales cosas, ¿qué pretor, o cónsul, o cuestor, o
sacerdote, podrá ofrecértela, aun con toda su generosidad? Y, sin embargo, en
cierto modo tenemos ya estas cosas por la fe representadas en el espíritu que
las imagina. Por lo demás, ¿cuáles son aquellas cosas que ni el ojo vio, ni gel
oído oyó, ni entraron en corazón de hombre? (1 Cor. 2, 9). Creo que son más
agradables que el circo, y el doble teatro, y todos los estadios.]
16
Concluyamos. Los dos valores contrapuestos «bueno y malo»,
«bueno y malvado», han sostenido en la tierra urea lucha terrible, que ha
durado milenios; y aunque es muy cierto que el segundo valor hace mucho tiempo
que ha prevalecido, no faltan, sin embargo, tampoco ahora lugares en los que se
continúa librando esa lucha, no decidida aún. Incluso podría decirse que
entre tanto la lucha ha sido llevada
cada vez más hacia arriba y que, precisamente
por ello, se ha vuelto cada vez más profunda, cada vez más
espiritual: de modo que hoy quizá no
exista indicio más decisivo de la «naturaleza superior», de
una naturaleza más espiritual, que estar escindido en aquel
sentido y que ser realmente todavía un
lugar de batalla de aquellas antítesis. El símbolo de esa lucha, escrito en caracteres que han
permanecido hasta ahora legibles a lo
largo de la historia entera de la humanidad, dice «Roma contra
Judea, Judea contra Roma»: hasta ahora no ha habido acontecimiento más
grande que esta lucha, que este
planteamiento del problema, que esta contradicción de
enemigos mortales. Roma veía en el judío algo así como la
antinaturaleza misma, como su monstrum
[monstruo] antipódico, si cabe la expresión; en
Roma se consideraba al judío «convicto de odio contra todo el
género humano»: con razón, en la medida
en que hay derecho a vincular la salvación
y el futuro del género humano al dominio incondicional de
los valores aristocráticos, de los
valores romanos. ¿Qué es lo que los judíos sentían, en cambio, contra Roma? Se lo adivina por mil
indicios; pero basta con traer una vez
más a la memoria el Apocalipsis de Juan, la más salvaje de todas las invectivas escritas que la venganza tiene
sobre su conciencia. (Por otro lado,
no se infravalore la profunda consecuencia lógica del
instinto cristiano al escribir
cabalmente sobre este libro del odio el nombre del discípulo del amor, del mismo a quien atribuyó aquel Evangelio
enamorado y entusiasta : aquí se esconde
u
n poco de verdad, por muy grande que haya sido también
la falsificación literaria precisa para lograr
esa finalidad.) Los romanos eran, en
efecto, los fuertes y los nobles; en tal grado lo eran que hasta ahora
no ha habido en la tierra hombres más
fuertes ni más nobles, y ni siquiera se los ha
soñado nunca; toda reliquia de ellos, toda inscripción suya produce
éxtasis, presuponiendo que se adivine
qué es lo que allí escribe. Los judíos eran, en
cambio, el pueblo sacerdotal del resentimiento par excellence, en el
que habitaba una genialidad popularmoral
sin igual: basta comparar los pueblos de
cualidades análogas, por ejemplo, los chinos o los alemanes, con los
judíos, para comprender qué es de primer
rango y qué es de quinto. ¿Quién de ellos ha
vencido entre tanto, Roma o Judea? No hay, desde luego, la más mínima
duda: considérese ante quién se inclinan
hoy los hombres, en la misma Roma, como
ante la síntesis de todos los valores supremos, y no sólo en Roma, sino casi en media tierra, en todos los lugares en que el
hombre se ha vuelto manso o
quiere volverse manso,
ante tres judíos, como es sabido, y una judía (ante
Jesús de Nazaret, el pescador Pedro, el tejedor de
alfombras Pablo, y la madre
del mencionado Jesús, de nombre María). Esto es muy digno
de atención: Roma ha sucumbido, sin
ninguna duda. De todos modos, hubo en el
Renacimiento una espléndida e inquietante resurrección del ideal
clásico, de la manera noble de valorar
todas las cosas: Roma misma se movió, como un
muerto aparente que abre los ojos, bajo la presión de la nueva Roma, la
Roma judaizada, construida sobre ella,
la cual ofrecía el aspecto de una sinagoga
ecuménica y se llamaba «Iglesia»; pero en seguida volvió a triunfar Judea, gracias a aquel movimiento radicalmente
plebeyo (alemán e inglés) de
resentimiento al que se da el nombre de Reforma protestante, añadiendo
lo que de él tenía que seguirse, el
restablecimiento de la Iglesia, el
restablecimiento también de la vieja
quietud sepulcral de la Roma clásico. En un sentido más decisivo incluso y más profundo que en la
Reforma protestante, Judea volvió a
vencer otra vez sobre el ideal clásico con la Revolución francesa: la
última nobleza política que había en
Europa, la de los siglos XVII y XVIII franceses, sucumbió bajo los instintos populares del
resentimiento ¡jamás se escuchó en
la tierra un júbilo más grande, un entusiasmo más clamoroso!
Es cierto que en medio de todo ello
ocurrió lo más tremendo, lo más inesperado: el ideal
antiguo mismo apareció en carne y hueso, y con un esplendor
inaudito, ante
los ojos y la conciencia de la humanidad, ¡y una vez más, frente a la vieja y mendaz consigna del resentimiento que habla
del primado de los más, frente a la
voluntad de descenso, de rebajamiento, de nivelación, de hundimiento y crepúsculo del hombre, resonó más fuerte, más
simple, más penetrante que nunca la
terrible y fascinante anticonsigna del primado de los menos! Como una última indicación del otro camino
apareció Napoleón, el hombre más
singular y más tardíamente nacido que haya existido nunca, y en él,
encarnado en él, el problema del ideal
noble en sí reflexiónese bien en qué problema es éste: Napoleón, esa síntesis de inhumanidad y
superhombre....
17
¿Con esto ha acabado ya todo? ¿Quedó así relegada ad acta
[a los archivos]
para siempre aquella antítesis de ideales, la más grande de
todas? ¿O sólo fue aplazada, aplazada por largo tiempo?... ¿No deberá haber
alguna vez una reanimación del antiguo incendio, mucho más terrible todavía,
preparada durante más largo tiempo? Más aún: ¿no habría que desear precisamente
esto con todas las fuerzas?, ¿e incluso quererlo?, ¿e incluso favorecerlo?...
Quien en este punto comienza, lo mismo que mis lectores, a meditar, a continuar
pensando, es difícil que llegue pronto al final, ésta es para mí razón suficiente
para que yo mismo llegue a él, suponiendo que haya quedado
bastante claro hace tiempo lo que yo
quiero, lo que yo quiero precisamente con aquella
peligrosa consigna que he colocado al frente de mi último
libro: Más allá del bien y del mal...
Esto no significa, cuando menos, «Más allá de lo bueno y lo malo».
Nota. Aprovecho la ocasión que me proporciona este tratado
para expresar pública y formalmente un deseo que hasta a
hora he manifestado tan sólo en conversaciones ocasionales
con personas doctas; a saber, que alguna Facultad de Filosofía se haga
benemérita del fomento de los estudios de historia de la moral convocando una
serie de premios académicos: tal vez este libro sirva para dar un fuerte
impulso precisamente en esa dirección. En previsión de una posibilidad de esa
especie, se propone la cuestión siguiente: ella merece la atención de los
filólogos e historiadores tanto como la de los auténticos doctos en filosofía
por oficio.
«¿Qué indicaciones nos proporciona la ciencia del lenguaje,
y en especial la investigación etimológica, sobre la historia evolutiva de los
conceptos morales?»
Por otro lado, también resulta necesario, desde luego,
ganar el interés de los fisiólogos y médicos para estos problemas (acerca del
valor de las apreciaciones valorativas habidas hasta ahora): aquí se les puede
dejar a los filósofos de oficio el representar, también en este caso singular,
el papel de abogados y mediadores, una vez que hayan logrado que la relación
originariamente tan áspera, tan desconfiada, entre filosofía, fisiología y
medicina se transforme en el más amistoso y fecundo de los intercambios. De
hecho todas las tablas de bienes, todos los «tú debes» conocidos por la
historia o por la investigación etnológica necesitan, sobre todo, la
iluminación y la interpretación fisiológica, antes, en todo caso, que la
psicológica; todos esperan igualmente una crítica por parte de la ciencia
médica. La cuestión: ¿qué vale esta o aquella tabla de bienes, esta o aquella
«moral»? debe ser planteada desde las más diferentes perspectivas;
especialmente la pregunta «¿valioso para qué?» nunca podrá ser analizada con
suficiente finura. Algo, por ejemplo, que tuviese evidentemente valor en lo que
respecta a la máxima capacidad posible de duración de una raza (o al aumento de
sus fuerzas de adaptación a un determinado clima, o a la conservación del mayor
número), no tendría en absoluto el mismo valor si se tratase, por ejemplo, de
formar un tipo más fuerte. El bien de los más y el bien de los menos son puntos
de vista contrapuestos del valor; considerar ya en sí que el primero tiene un
valor más elevado es algo que nosotros vamos a dejar a la ingenuidad de los
biólogos ingleses... Todas las ciencias tienen que preparar ahora el terreno
para la tarea futura del filósofo: entendida esa tarea en el sentido de que el
filósofo tiene que solucionar el problema del valor, tiene que determinar la
jerarquía de los valores.
****
TRATADO SEGUNDO
«Culpa», «mala conciencia» y similares
1
Criar un animal al que le sea lícito hacer promesas ¿no es precisamente esta misma paradójica tarea la que la
naturaleza se ha propuesto con respecto
al hombre? ¿No es éste el auténtico problema del hombre?...
El hecho de que
tal problema se halle resuelto en gran parte tiene que
parecer tanto más sorprendente a quien
sepa apreciar del todo la fuerza que actúa en contra suya, la fuerza de la capacidad de olvido. Esta no
es una mera vis inertiae [fuerza
inercial], como creen los superficiales, sino, más bien, una activa,
positiva en
el sentido más riguroso del término, facultad de
inhibición, a la cual hay que atribuir
el que lo únicamente vivido, experimentado por nosotros, lo asumido
en nosotros, penetre en nuestra conciencia, en el estado de
digestión (se lo podría llamar
«asimilación anímica»), tan poco como penetra en ella todo el multiforme proceso con el que se desarrolla
nuestra nutrición del cuerpo, la
denominada «asimilación corporal». Cerrar de vez en cuando las puertas
y ventanas de la conciencia; no ser
molestados por el ruido y la lucha con que
nuestro mundo subterráneo de órganos serviciales desarrolla su
colaboración y oposición; un poco de
silencio, un poco de tabula rasa [tabla rasa] de la conciencia, a fin de que de nuevo haya sitio
para lo nuevo, y sobre todo para
las funciones y funcionarios más nobles, para el gobernar,
el prever, el predeterminar (pues
nuestro organismo está estructurado de manera
oligárquica) éste es el beneficio de la activa, como hemos dicho,
capacidad de olvido, una guardiana de la
puerta, por así decirlo, una mantenedora del orden anímico, de la tranquilidad, de la etiqueta:
con lo cual resulta visible en
seguida que sin capacidad de olvido no puede haber ninguna
felicidad,
ninguna jovialidad, ninguna esperanza, ningún orgullo,
ningún presente. El hombre en el que ese
aparato de inhibición se halla deteriorado y deja de funcionar es comparable a un dispéptico (y no
sólo comparable), ese hombre
no «digiere» íntegramente nada... Precisamente este animal
olvidadizo por necesidad, en el que el
olvidar representa una fuerza, una forma de la salud vigorosa, ha criado en sí una facultad
opuesta a aquélla, una memoria con
cuya ayuda la capacidad de olvido queda en suspenso en algunos
casos, a
saber, en los casos en que hay que hacer promesas; por
tanto, no es, en modo alguno, tan sólo
un pasivo no poder volver a liberarse de la impresión grabada una vez, no es
tan sólo la indigestión de una palabra empeñada una vez, de la que uno no se
desembaraza, sino que es un activo no querer volverá liberarse, un seguir y seguir queriendo lo querido una
vez, una auténtica memoria de la
voluntad, de tal modo que entre el originario «yo quiero»,
«yo haré» y la auténtica
descarga de la
voluntad, su acto, resulta lícito interponer
tranquilamente un mundo de cosas, circunstancias e incluso actos de
voluntad nuevos y extraños, sin que esa
larga cadena de la voluntad salte. Mas ¡cuántas
cosas presupone todo esto! Para disponer así anticipadamente del
futuro, ¡cuánto debe haber aprendido
antes el hombre a separar el acontecimiento
necesario del casual, a pensar causalmente, a ver y a anticipar lo
lejano como presente, a saber establecer
con seguridad lo que es fin y lo que es medio para el fin, a saber en general contar,
calcular, cuánto debe el hombre mismo,
para lograr esto, haberse vuelto antes
calculable, regular, necesario, poder
responderse a sí mismo de su propia representación, para finalmente
poder responder de sí como futuro a la
manera como lo hace quien promete!
2
Esta es cabalmente la larga historia de la procedencia de
la responsabilidad. Aquella tarea de criar un animal al que le sea lícito hacer
promesas incluye en sí
como condición y
preparación, según lo hemos comprendido ya, la tarea más concre
ta de hacer antes al hombre, hasta cierto grado, necesario,
uniforme, igual entre iguales, ajustado a regla, y, en consecuencia,
calculable. El ingente trabajo de lo que yo he llamado «eticidad de la costumbre»
(véase Aurora, págs. 7, 13,16) el auténtico trabajo del hombre sobre sí mismo en
el más largo período del género humano, todo su trabajo prehistórico, tiene
aquí su sentido, su gran justificación, aunque en él residan también tanta
dureza, tiranía, estupidez e idiotismo: con ayuda de la eticidad de la
costumbre y de la camisa de fuerza social el hombre fue hecho realmente
calculable. Situémonos, en cambio, al final del ingente proceso, allí donde el
árbol hace madurar por fin sus frutos, allí donde la sociedad y la eticidad de
la costumbre sacan a luz por fin aquello para lo cual ellas eran tan sólo el
medio: encontraremos como el fruto más maduro de su árbol, al individuo
soberano, al individuo igual tan sólo a sí mismo, al individuó que ha vuelto a
liberarse de la eticidad de la costumbre al individuo autónomo, situado por
encima de la eticidad (pues «autónomo» y «ético» se excluyen) en una palabra,
encontraremos al hombre de la duradera voluntad propia, independiente, al que
le es lícito hacer promesas y, en él, una conciencia orgullosa, palpitante en todos sus músculos,
de lo que aquí se ha logrado por
fin y se ha encarnado en él, una auténtica conciencia de
poder y libertad, un sentimiento de
plenitud del hombre en cuanto tal. Este hombre liberado, al que realmente le es lícilo hacer promesas, este
señor de la voluntad libre, este
soberano ¿cómo no iba a conocer la superioridad que con esto tiene sobre
todo
aquello a lo que no le es lícito hacer promesas ni
responder de sí, cómo no iba a saber
cuánta confianza, cuánto temor, cuánto respeto inspira él «merece» las tres cosas , y cómo, en este dominio de sí
mismo, le está dado también
necesariamente el dominio de las circunstancias, de la
naturaleza y de todas
las criaturas menos fiables, más cortas de voluntad? El
hombre «libre», el poseedor de una voluntad
duradera e inquebrantable, tiene también, en esta posesión suya, su medida del valor: mirando a
los otros desde sí mismo, honra o
desprecia; y con la misma necesidad con que honra a los iguales a él, a
los fuertes y fiables (aquellos a quienes
les es lícito hacer promesas), es decir, a
todo el que hace promesas como un soberano, con dificultad, raramente,
con lentitud, a todo el que es avaro de
conceder su confianza, que honra cuándo
confía, que da su palabra como algo de lo que uno puede fiarse, porque
él se sabe lo bastante fuerte para
mantenerla incluso frente a las adversidades,
incluso «frente al destino» : con
igual necesidad tendrá preparado su puntapié
para los flacos galgos que hacen promesas sin que les sea lícito, y su
estaca para el mentiroso que quebranta
su palabra ya en el mismo momento en que
aún la tiene en la boca. El orgulloso conocimiento del privilegio
extraordinario de la responsabilidad, la
conciencia de esta extraña libertad, de este poder
sobre sí y sobre el destino, se ha grabado en él hasta su
más: honda
profundidad y se ha convertido en instinto, en instinto
dominante: ¿cómo llamará a este instinto dominante, suponiendo
que necesite una palabra para
él? Pero no hay ninguna duda: este hombre soberano lo llama
su conciencia...
3
¿Su conciencia?... De antemano se adivina que el concepto
«conciencia», que aquí encontramos en su
configuración más clavada, casi paradójica, tiene
ya a sus espaldas una larga historia, una prolongada
metamorfosis. Que al hombre le sea
lícito responder de sí mismo, y hacerlo con orgullo, o sea, que al hombre le sea lícito decir sí también a sí
mismo esto es, como hemos indicado, un
fruto maduro, pero también un fruto tardío:
¡cuánto tiempo tuvo que
pender, agrio y amargo, del árbol! Y durante un tiempo
mucho más largo to
davía no fue posible ver nada de ese fruto, ¡a nadie le habría sido lícito prometerlo, por mas que fuese un fruto muy
cierto y todo en el árbol estuviese preparado
y creciese derecho hacia él! «¿Cómo
hacerle una memoria al animalhombre?
¿Cómo imprimir algo en este entendimiento del instante, entendimiento en parte obtuso, en parte
aturdido, en esta viviente capacidad de
olvido, de tal manera que permanezca presente?»... Puede imaginarse que
este antiquísimo problema no fue
resuelto precisamente con respuestas y medios
delicados; tal vez no haya, en la entera prehistoria del hombre, nada
más
terrible y siniestro que su mnemotécnica. «Para que algo permanezca
en la memoria se lo graba a fuego; sólo
lo que no cesa de doler permanece en la
memoria» éste es un axioma de la psicología más antigua (por desgracia,
también la más prolongada) que ha existido sobre la tierra.
Incluso podría decirse que en todos los
lugares de ésta donde todavía ahora se dan
solemnidad, seriedad, misterio, colores sombríos en la vida
del hombre y del pueblo, sigue actuando
algo del espanto con que en otro tiempo se prometía,
se empeñaba la palabra, se hacían votos en todos los
lugares de la tierra: el pasado, el más
largo, el más hondo, el más duro pasado alienta y resurge en nosotros cuando nos ponemos «serios». Cuando
el hombre consideró
necesario hacerse una memoria, tal cosa no se realizó jamás
sin sangre, martirios, sacrificios; los
sacrificios y empeños más espantosos (entre ellos,
los sacrificios de los primogénitos), las mutilaciones más repugnantes
(por ejemplo, las castraciones), las más
crueles formas rituales de todos los cultos
religiosos (y todas las religiones son, en su último fond
o, sistemas de
crueldades) todo esto tiene su origen en aquel instinto que supo adivinar
en el dolor el más poderoso medio
auxiliar de la mnemónica. En cierto sentido toda la ascética pertenece a este campo: unas
cuantas ideas deben volverse
imborrables, omnipresentes, inolvidables, «fijas», con la finalidad de
que todo el sistema nervioso e
intelectual quede hipnotizado por tales «ideas fijas» y los procedimientos ascéticos y las formas de vida
ascéticas son medios para impedir que
aquellas ideas entren en concurrencia con todas las demás, para volverlas «inolvidables». Cuanto peor ha
estado «de memoria» la humanidad, tanto
más horroroso es siempre el aspecto que ofrecen sus usos; en particular
la dureza de las leyes penales nos revela cuánto esfuerzo
le costaba a la humanidad lograr la
victoria contra la capacidad de olvido y mantener presentes, a estos instantáneos esclavos de
los afectos y de la concupiscencia, unas
cuantas exigencias primitivas de la convivencia social. Nosotros los alemanes no nos consideramos desde luego un
pueblo especialmente cruel y duro de
corazón, y menos aún gente ligera y que viva al día; pero basta echar un vistazo a nuestros antiguos ordenamientos
penales para darse cuenta del esfuerzo
que cuesta en la tierra llegar a criar un «pueblo de pensadores»
(quiero decir: el pueblo de Europa en el que todavía hoy
puede encontrarse el máximo de
confianza, de seriedad, de mal gusto y de objetividad y que, por estas cualidades, tiene derecho a criar todo
tipo de mandarines de Europa). Estos alemanes
se han construido una memoria con los medios más terribles, a fin de dominar sus básicos instintos plebeyos
y la brutal rusticidad de éstos:
piénsese en las antiguas penas alemanas, por ejemplo la lapidación (ya
la leyenda hace caer la piedra de molino
sobre la cabeza del culpable), la rueda
(¡la más característica invención y especialidad del genio alemán en el
reino
de la pena! ), el empalamiento, el hacer que los caballos
desgarrasen o pisoteasen al reo (el
«descuartizamiento»), el hervir al criminal en aceite o
vino (todavía en uso en los siglos xiv y xv), el muy
apreciado desollar («sacar tira
s del pellejo»), el arrancar la carne del pecho, y también
el recubrir al malhechor de miel y
entregarlo, bajo un sol ardiente, a las moscas. Con ayuda de tales imágenes y procedimientos se acaba
por retener en la memoria cinco o seis
«no quiero», respecto a los cuales uno ha dado su promesa con el fin de vivir entre las ventajas de la sociedad, y ¡realmente!, ¡con ayuda de esa
especie de memoria se acabó por llegar «a la razón»! Ay, la
razón, la seriedad, el dominio de los
afectos, todo ese sombrío asunto que se llama reflexión,
todos esos privilegios y adornos del hombre: ¡qué caros se
han hecho pagar!, ¡cuánta sangre y
horror hay en el fondo de todas las «cosas buenas»!...
4
Pero ¿cómo vino al mundo esa otra «cosa sombría», la
conciencia de la culpa, toda la
«mala conciencia»? Y
con esto volvemos a nuestros
genealogistas de la moral. Dicho una vez más io es que todavía no lo he dicho : Éstos no sirven para nada. Una experiencia
propia, meramente «moderna», de cinco palmos de larga; ningún conocimiento,
ninguna voluntad de conocer el pasado; y menos aún un instinto histórico, una «segunda
visión», necesaria justamente aquí y, sin embargo, hacer historia de la moral:
es obvio que esto tiene que abocar a resultados cuya relación con la verdad es
algo más que frágil. Esos genealogistas de la moral habidos hasta ahora, se han
imaginado, aunque sólo sea de lejos, que, por ejemplo, el capital concepto moral
«culpa» (Schuld) procede del muy material concepto «tener deudas» (Schulden).
¿O que la pena en cuanto compensación se ha desarrollado completamente al
margen de todo presupuesto acerca de la libertad o falta de libertad de la
voluntad? y esto hasta el punto de que, más bien, se necesita siempre un alto
grado de humanización para que el animal «hombre» comience a hacer aquellas
distinciones, mucho más primitivas, de «intencionado», «negligente», «casual»,
«imputable», y, sus contrarios, y a tenerlos en cuenta al fijar la pena. Ese
pensamiento ahora tan corriente y aparentemente tan natural, tan inevitable,
que se ha tenido que adelantar para explicar cómo llegó a aparecer en la tierra
el sentimiento de la justicia, «el reo merece la pena porque habría podido
actuar de otro modo», es de hecho una forma alcanzada muy tardíamente, más aún,
una forma refinada del juzgar y razonar humanos; quien la sitúa en los
comienzos, yerra toscamente sobre la psicología de la humanidad más antigua.
Durante el más largo tiempo de la historia humana se impusieron penas no porque
al malhechor se le hiciese responsable de su acción, es decir, no bajo el
presupuesto de que sólo al culpable se le deban imponer penas: sino, más bien,
a la manera como todavía ahora los padres
castigan a sus hijos, por cólera de un perjuicio sufrido,
la cual se desfoga sobre el causante, pero esa cólera es mantenida dentro de
unos límites y modificada por la idea de que todo perjuicio tiene en alguna
parte su equivalente y puede ser realmente compensado, aunque sea con un dolor
del causante del perjuicio. ¿De dónde ha sacado su fuerza esta idea
antiquísima, profundamente arraigada y tal vez ya imposible de extirpar, la
idea de una equivalencia entre perjuicio y dolor? Yo ya lo he adivinado: de la
relación contractual entre acreedor y deudor, que es tan antigua como la
existencia de «sujetos de derechos» y que, por su parte, remite a las formas
básicas de compra, venta, cambio, comercio y tráfico.
5
Como puede ya esperarse tras lo anteriormente señalado, el
representarse esas relaciones
contractuales despierta, en todo caso, múltiples sospechas y oposiciones contra la humanidad más antigua,
que creó o permitió tales relaciones.
Cabalmente es en éstas donde se hacen promesas; cabalmente es en éstas donde se trata de hacer una memoria a
quien hace promesas; cabalmente será en
ellas, es lícito sospecharlo con malicia, donde habrá un yacimiento de
lo duro, de lo cruel, de lo penoso. El deudor, para
infundir confianza en su promesa de
restitución, para dar una garantía de la seriedad y la santidad de su promesa, para imponer dentro de sí a su
conciencia la restitución como un deber,
como una obligación, empeña al acreedor, en virtud de un contrato, y para el caso de que no pague, otra cosa que
todavía «posee», otra cosa sobre la que
todavía tiene poder, por ejemplo su cuerpo, o su mujer, o su libertad, o también su vida (o, bajo determinados
presupuestos religiosos, incluso su
bienaventuranza, la salvación de su alma, y, en última instancia, hasta
la paz
en el sepulcro; así ocurría en Egipto, donde ni siquiera en
el sepulcro encontraba el cadáver del
deudor reposo ante el acreedor, de todos
modos, precisamente entre los egipcios
ese reposo tenía también cierta importancia). Pero muy principalmente el acreedor podía
irrogar al cuerpo del deudor todo tipo
de afrentas y de torturas, por ejemplo cortar de él tanto como pareciese adecuado a la magnitud de la deuda: y basándose en este punto de vista, muy pronto y en todas partes hubo tasaciones
precisas, que en parte se extendían
horriblemente hasta los detalles más nimios, tasaciones, legalmente establecidas, de cada uno de los miembros y
partes del cuerpo. Yo considero
ya como un progreso, como prueba de una concepción jurídica
más libre, más amplia en sus cálculos,
más romana, el que la legislación romana de las Doce Tablas estableciese que resultaba indiferente
el que los acreedores cortasen un poco
más o un poco menos en tales casos, si plus minusve secuerunt, ne fraude
esto [corten más o menos,
no sea fraude]. Aclarémonos la lógica de toda esta forma de compensación: es bastante extraña.
La equivalencia viene dada por el hecho
de que, en lugar de una ventaja directamente equilibrada con el
perjuicio (es decir, en lugar de una compensación en
dinero, tierra, posesiones de alguna
especie), al acreedor se le concede, como restitución y
compensación, una especie de sentimiento de bienestar, el sentimiento de bie
nestar del hombre a quien le es lícito descargar su poder,
sin ningún escrúpulo, sobre un impotente,
la voluptuosidad de faire le mal pour le plaisir de le faire [de hacer el mal por el placer de
hacerlo], el goce causado por la
violentación: goce que
es estimado tanto
más cuanto más hondo y bajo es el nivel
en que el acreedor se encuentra en el orden de la sociedad, y que fácilmente puede presentársele como un
sabrosísimo bocado, más aún, como gusto
anticipado de un rango más alto. Por medio de la «pena» infligida al deudor, el acreedor participa de un derecho
de señores: por fin llega también él una
vez a experimentar el exaltador sentimiento de serle lícito despreciar y maltratar a un ser como a un «inferior» o, al
menos, en el caso de que la auténtica
potestad punitiva, la aplicación de la pena, haya pasado ya a la «autoridad», el verlo despreciado y
maltratado. La compensación consiste,
pues, en una remisión y en un derecho a la crueldad.
6
En esta esfera, es decir, en el derecho de las obligaciones
es donde tiene su hogar nativo el mundo
de los conceptos morales «culpa» (Schuld),
«conciencia», «deber», «santidad del deber», su comienzo, al igual que el comienzo de todas las cosas grandes en la
tierra, ha estado salpicado profunda
y largamente con sangre. ¿Y no sería lícito añadir que, en
el fondo, aquel mundo no ha vuelto a
perder nunca del todo un cierto olor a sangre y a tortura? (ni siquiera en el viejo Kant: el imperativo
categórico huele a crueldad...). Ha sido
también aquí donde por vez primera se forjó aquel siniestro y, tal vez ya indisociable engranaje de las ideas «culpa y
sufrimiento». Preguntemos una
vez más: ¿en qué medida puede ser el sufrimiento una
compensación de «deudas»? En la medida
en que hace rsufrir produce bienestar en sumo grado, en la medida en que el
perjudicado cambiaba el daño, así como el desplacer que éste le producía, por un
extraordinario contragoce: el hacer sufrir, una
auténtica fiesta, algo que, como hemos dicho, era tanto más estimado
cuanto más contradecía al rango y a la
posición social del acreedor. Esto lo hemos
dicho como una suposición: pues, prescindiendo de que resulta penoso,
es difícil llegar a ver el fondo de
tales cosas subterráneas; y quien aquí introduce toscamente el concepto de «venganza», más que
facilitarse la visión, se la ha
ocultado y oscurecido (la venganza misma, en efecto, remite
cabalmente al mismo problema: «¿cómo
puede ser una satisfacción el hacer sufrir?»).
Repugna, me parece, a la delicadeza y más aún a la tartufería de los
mansos animales domésti
cos (quiero decir, de los hombres modernos, quiero decir,
de nosotros) el
representarse con
toda energía que la crueldad constituye en alto
grado la gran alegría festiva de la humanidad más antigua, e incluso se
halla añadida como ingrediente a casi
todas sus alegrías; el imaginarse que por otro
lado su imperiosa necesidad de crueldad se presenta como algo muy
ingenuo, muy inocente, y que aquella humanidad
establece por principio que precisamente
la «maldad desinteresada» (o, para decirlo con Spinoza, la sympathia malevolens [simpatía malévola]) es
una propiedad normal del hombre : ¡y,
por tanto, algo a lo que la conciencia dice sí de todo corazón! Un ojo más penetrante podría acaso percibir, aun
ahora, bastantes cosas de esa
antiquísima y hondísima alegría festiva del hombre; en Más allá del bien
y del mal (y ya antes en Aurora, págs. 17, 68, 102) yo he apuntado, con
dedo cauteloso, hacia la
espiritualización y «divinización» siempre crecientes de la crueldad, que atraviesan la historia entera
de la cultura superior (y tomadas en un
importante sentido incluso la constituyen). En todo caso, no hace aún
tanto tiempo que no se sabía imaginar
bodas principescas ni fiestas populares de
gran estilo en que no hubiese ejecuciones, suplicios, o,
por ejemplo, un auto de fe, y tampoco
una casa noble en que no hubiese seres sobre los que poder descargar sin escrúpulos la propia maldad y
las chanzas crueles ( recuérdese, por ejemplo, a Don Quijote en la corte de la
duquesa: hoy leemos el Don Quijote
entero con un amargo sabor en la boca, casi con una tortura, pero a su autor y a los contemporáneos del mismo les
pareceríamos con ello muy extraños, muy
oscuros, con la mejor conciencia ellos
lo leían como el más divertido de los
libros y se reían con él casi hasta morir). Versufrir produce bienestar; hacer sufrir, más bienestar
todavía ésta es una tesis dura, pero es un
axioma antiguo, poderoso, humano demasiado humano, que, por lo
demás, acaso suscribirían ya los monos;
pues se cuenta que, en la invención de
extrañas crueldades, anuncian ya en gran medida al hombre
y, por así decirlo,
lo «preludian»
. Sin crueldad no hay fiesta: así lo enseña la más antigua,
la más larga historia del hombre ¡y también en la pena hay muchos
elementos festivos!
7
Con estos pensamientos, dicho sea de pasada, no pretendo en
modo alguno ayudar a nuestros pesimistas
a llevar agua nueva a sus malsonantes y
chirriantes molinos del tedio vital; al contrario, hay que hacer constar
expresamente que, en aquella época en que la humanidad no
se avergonzaba aún de su
crueldad, la vida en
la tierra era más jovial que ahora que existen
pesimistas. El oscurecimiento del cielo situado sobre el hombre ha
aumentado siempre en relación con el
acrecentamiento de la vergüenza del hombre ante el hombre. La cansada mirada pesimista, la
desconfianza respecto al enigma de
la vida, el glacial no de la náusea sentida ante la
vida éstos no son los sig
nos distintivos de
las épocas de mayor maldad del género humano: antes bien, puesto que son plantas cenagosas, aparecen
tan sólo cuando existe la ciénaga a la
que pertenecen, me refiero a la
moralización y al reblandecimiento
enfermizos, gracias a los cuales el animal «hombre» acaba por aprender a
avergonzarse de
todos sus instintos. En el camino hacia el «ángel» (para no emplear aquí una palabra más dura) se ha ido
criando el hombre ese estómago estropeado
y esa lengua saburrosa causantes de que no sólo se le hayan vuelto repugnantes la alegría y la inocencia del
animal, sino que la vida misma se le
haya vuelto insípida: de modo que
a veces el hombre se coloca delante de sí
con la nariz tapada y, junto con el Papa Inocencio III, hace, con aire
de reprobación, el catálogo de sus
repugnancias («concepción impura,
alimentación nauseabunda en el seno materno, mala cualidad de la materia
de la que el hombre se desarrolla, hedor
asqueroso, secreción de esputos, orina y
excrementos»). En estos tiempos de ahora en que el sufrimiento
aparece siempre el primero en la lista
de los argumentos contra la existencia, como el
peor signo de interrogación de ésta, es bueno recordar las épocas en que
se juzgaba de manera opuesta, pues no se
podía prescindir de hacer sufrir y se
veía en ello un atractivo de primer rango, un auténtico
cebo que seducía a
vivir. Tal vez entonces digámoslo para consuelo de los
delicados el dolor no causase tanto daño
como ahora; al menos le será lícito llegar a esta conclusión a un médico que haya tratado a negros
(tomando a éstos como representantes del
hombre prehistórico) en casos de graves inflamaciones internas que llevan
a las puertas de la desesperación incluso al mejor
constituido de los europeos;
a los negros no los llevan a ella. (La curva de la
capacidad humana de dolor parece de hecho
bajar extraordinariamente y casi de manera repentina tan pronto como dejamos a las espaldas los
primeros diez mil o diez millones de
hombres de la cultura superior; por lo que a mí respecta, no tengo
ninguna
duda de que, en comparación con una única noche de dolor de
una mujer histér
ica culta, la totalidad de los sufrimientos de todos los animales
a los que se les ha interrogado hasta
ahora con el cuchillo para obtener respuestas
científicas, no cuenta sencillamente nada.) Quizá sea lícito admitir
incluso la posibilidad de que tampoco
aquel placer en la crueldad está propiamente
extinguido; tan sólo precisaría, dado que hoy el dolor causa más daño,
de una cierta sublimación y
sutilización, tendría sobre todo que presentarse traducido
a lo imaginativo y anímico, y adornado con nombres tan
inofensivos que no despertasen sospecha
alguna ni siquiera en la más delicada conciencia
hipócrita (la «compasión trágica» es uno de esos nombres;
otro es les
nostalgies de la croix [las nostalgias de la cruz]). Lo que
propiamente nos hace indignarnos contra
el sufrimiento no es el sufrimiento en sí, sino lo absurdo
del mismo; pero ni para el cristiano, que en su
interpretación del sufrimiento
ha introducido en él toda una oculta maquinaria de
salvación, ni para el
hombre ingenuo de tiempos más antiguos, que sabía
interpretar todo sufrimiento
en relación a los espectadores o a los causantes del mismo,
existió en absoluto tal sufrimiento
absurdo. Para poder expulsar del mundo y negar
honestamente el sufrimiento oculto, no descubierto, carente de testigos,
el hombre se veía entonces casi obligado
a inventar dioses y seres intermedios,
habitantes en todas las alturas y en todas las profundidades, algo, en suma,
que también vagabundea en lo oculto, que
también ve en lo oscuro y que no se
deja escapar fácilmente un espectáculo doloroso
interesante. En efecto, con ayuda de
tales invenciones la vida consiguió entonces realizar la obra de arte que siempre ha sabido realizar, justificarse
a sí misma, justificar su «mal»; tal vez
hoy se necesitarían para este fin otras invenciones auxiliares (por ejemplo, la vida como enigma, la vida como problema
del conocimiento). «Está justificado
todo mal cuya visión es edificante para un dios»: así decía la lógica prehistórica del sentimiento y en realidad, ¿era sólo la lógica
prehistórica?
Los dioses pensados como amigos de espectáculos
crueles ¡oh!, ¡hasta qué punto esta antiquísima idea penetra aún hoy
en nuestra humanización europea! Sobre
esto podemos aconsejarnos, por ejemplo, con Calvino y Lutero. En todo caso, es cierto que todavía los griegos no
sabían ofrecer a sus dioses un
condimento más agradable para su felicidad que las alegrías de la
crueldad. ¿Con qué ojos creéis, pues,
que hace Homero que sus dioses miren hacia los
destinos de los hombres? ¿Qué sentido último tuvieron, en el fondo, las
guerras troyanas y otras atrocidades trágicas semejantes?
No se puede abrigar
la menor duda sobre esto: estaban concebidas como
festivales para los dioses;
y en la medida en que el poeta está en esto constituido más
«divinamente» que los demás hombres, sin
duda también como festivales para los poetas... De igual manera los filósofos morales de Grecia
pensaron más tarde que los ojos
de los dioses continuaban contemplando la lucha moral, el
heroísmo y el automartirio del virtuoso:
el «Hércules del deber» estaba en un escenario, y lo sabía; la virtud sin testigos era algo
completamente impensable para aquel pueblo
de actores. Aquella invención de filósofos tan temeraria, tan funesta, hecha por vez primera entonces para Europa,
la invención de la «voluntad libre», de
la absoluta espontaneidad del hombre en el bien y en el mal, ¿no
tuvo que hacerse ante todo para conseguir el derecho a
pensar que el interés de los dioses por
el hombre, por la virtud humana, no podría agotarse jamás? En este escenario de la tierra no debían faltar
nunca cosas verdaderamente nuevas,
tensiones, peripecias, catástrofes realmente inauditas: un mundo pensado
de manera completamente determinista
habría resultado adivinable para los
dioses y, en consecuencia, también fastidioso al poco
tiempo, ¡razón suficiente
para que esos amigos
de los dioses, los filósofos, no impusieran a
aquéllos tal mundo determinista! Toda la humanidad antigua está llena
de delicadas consideraciones para con
«el espectador», dado que era aquél un
mundo esencialmente público, esencialmente hecho para los ojos, incapaz
de imaginarse la felicidad sin
espectáculos y fiestas. Y, como ya hemos
dicho, ¡también en la gran pena hay
muchos elementos festivos!...
8
El sentimiento de la culpa (Schuld), de la obligación
personal, para volver
a tomar el curso de nuestras investigaciones, ha tenido su
origen, como hemos
visto, en la más antigua y originaria relación personal que
existe, en la relación entre compradores
y vendedores, acreedores y deudores: fue aquí donde por
vez primera se enfrentó la persona a la persona, fue aquí
donde por vez
primera las personas se midieron entre sí. Aún no se ha
encontrado ningún grado de civilización
tan bajo que no sea posible observar ya en él algo de esa relación. Fijar precios, tasar valores,
imaginar equivalentes, cambiar esto preocupó de tal manera al más antiguo
pensamiento del hombre, que constituye,
en cierto sentido, el pensar: aquí se cultivó la más antigua especie de perspicacia, aquí se podría sospechar
igualmente que estuvo el germen primero
del orgullo humano, de su sentimiento de preeminencia respecto a otros animales. Acaso todavía nuestra palabra
alemana «hombre» (Mensch, manas) exprese
precisamente algo de ese sentimiento de sí: el hombre se designaba como el ser que mide valores, que
valora y mide, como el «animal tasador
en sí». Compra y venta, junto con todos sus accesorios psicológicos, son más antiguos que los mismos comienzos de
cualesquiera formas de organización
social y que cualesquiera asociaciones: el germinante
sentimiento de intercambio, contrato, deuda, derecho,
obligación, compensación fue traspasado,
antes bien, desde la forma más rudimentaria del
derecho personal a los más rudimentarios e iniciales complejos
comunitarios (en la relación de éstos con
complejos similares), juntamente con el hábito de comparar, de medir, de tasar poder con poder.
El ojo estaba ya adaptado a esa
perspectiva: y con aquella burda consecuencia lógica que es característica
del pensamiento de la humanidad más
antigua, pensamiento que se pone en
movimiento con dificultad, pero que luego continúa avanzando inexorablemente en la misma dirección, pronto
se llegó, mediante una gran
generalización, al «toda cosa tiene su precio; todo puede ser
pagado» el más antiguo e ingenuo canon moral de la justicia,
el comienzo de toda «bondad de ánimo»,
de toda «equidad», de toda «buena voluntad», de toda «objetividad»
en la tierra. La justicia, en este primer nivel, es la
buena voluntad, entre
hombres de poder
aproximadamente igual, de ponerse de acuerdo entre sí, de volver a «entenderse» mediante un
compromiso y, con relación a los
menos poderosos, de forzar a un
compromiso a esos hombres situados por debajo de uno mismo.
9
Midiendo siempre las cosas con el metro de la prehistoria
(prehistoria que, por lo demás, existe o
puede existir de nuevo en todo tiempo): también la comunidad mantiene con sus miembros esa
importante relación fundamental,
la relación del acreedor con su deudor. Uno vive en una
comunidad, disfruta
las ventajas de ésta (¡oh, qué ventajas!, hoy nosotros las
infravaloramos a veces), vive protegido,
bien tratado, en paz y confianza, tranquilo respecto a ciertos perjuicios y ciertas hostilidades a
que está expuesto el hombre de fuera, el
«proscrito» un alemán entiende lo que quiere significar originariamente la «miseria» (Elend, élend), pero uno también se
ha empeñado y obligado con la comunidad
en lo que respecta precisamente a esos perjuicios y hostilidades. ¿Qué ocurrirá en otro caso? La comunidad, el
acreedor engañado, se hará
pagar lo mejor que pueda, con esto puede contarse. Lo que
menos importa
aquí es el daño inmediato que el damnificador ha causado:
prescindiendo por
el momento del daño, el delincuente es ante todo un
«infractor», alguien que
ha quebrantado, frente a la totalidad, el contrato y la
palabra con respecto a todos los bienes
y comodidades de la vida en común, de los que hasta ahora había participado. El delincuente es un
deudor que no sólo no devuelve las
ventajas y anticipos que se le dieron, sino que incluso atenta contra su
acreedor: por ello a partir de ahora no solo pierde, como
es justo, todos
aquellos bienes y ventajas,
ahora, antes bien, se le recuerda la importancia que tales bienes poseen. La cólera del acreedor
perjudicado, de la comunidad, le
devuelve al estado salvaje y sin ley, del que hasta ahora estaba
protegido: lo expulsa fuera de sí, y ahora puede descargar sobre él toda suerte
de hostilidad. La «pena» es, en este
nivel de las costumbres, sencillamente la copia, el
mimus [reproducción] del comportamiento normal frente al
enemigo odiado, desarma
do, sojuzgado, el cual ha perdido no sólo todo derecho y
protección, sino también toda gracia: es
decir, el derecho de guerra y la fiesta de victoria del vae victis [¡ay de los vencidos!] en toda
su inmisericordia y en toda su crueldad: así se explica que la misma guerra (incluido
el culto de los
sacrificios guerreros) haya producido todas las formas en
que la pena se presenta en la historia.
10
Cuando su poder se acrecienta, la comunidad deja de
conceder tanta importancia a las
infracciones del individuo, pues ya no le es lícito considerarlas tan peligrosas y tan
subversivas para la existencia del todo como
antes: el malhechor ya no es «proscrito» y expulsado, a la cólera
general ya no le es lícito descargarse
en él con tanto desenfreno como antes, sino que a partir de ahora el malhechor es defendido y
protegido con cuidado, por parte del
todo, contra esa cólera y, en especial, contra la de los
inmediatos perjudicados. El compromiso
con la cólera de los principalmente afectados por la mala acción; un esfuerzo por localizar el caso y
evitar una participación e inquietud más
amplias o incluso generales; intentos de encontrar equivalentes y de solventar el asunto entero (la compositio
[arreglo] ); sobre todo la voluntad,
que aparece en forma cada vez más decidida, de considerar
que todo delito es pagable
en algún sentido, es
decir, la voluntad de separar, al menos hasta un cierto grado
, una cosa de otra, el delincuente de su acción éstos son los rasgos que se han impreso cada vez más claramente en
el ulterior desarrollo del derecho
penal. Si el poder y la autoconciencia de una comunidad crecen, entonces el derecho penal se suaviza también
siempre; todo debilitamiento y todo
peligro un poco grave de aquélla vuelven a hacer aparecer formas más duras de éste. El «acreedor» se ha vuelto
siempre más humano en la medida en que
más se ha enriquecido; al final, incluso, la medida de su riqueza viene
dada por la cantidad de perjuicios que puede soportar sin
padecer por ello. No sería impensable
una conciencia de poder de la sociedad en la que a ésta le fuese lícito permitirse el lujo más noble que
para ella existe, dejar impunes a quienes la han dañado. «¿Qué me importan a mí
propiamente mis parásitos?, podría decir
entonces, que vivan y que prosperen: ¡soy todavía bastante fuerte para ello!...» La justicia, que comenzó con
«todo es pagable, todo tiene que ser
pagado», acaba por hacer la vista gorda y dejar escapar al insolvente, acaba,
como toda cosa buena en la tierra, suprimiéndose a sí misma. Esta autosupresión de la justicia: sabido es con
qué hermoso nombre se la
denomina gracia;
ésta continúa siendo, como ya se entiende de suyo, el privilegio del más poderoso, mejor aún, su
más allá del derecho.
11
Digamos aquí unas palabras de rechazo contra ciertos
ensayos recientemente aparecidos de
buscar el origen de la rhoral en un terreno
completamente distinto,
a saber, en el terreno del resentimiento. Antes
digamos una cosa al oído de los psicólogos, suponiendo que
éstos hayan de sentir placer en estudiar
otra vez de cerca el resentimiento: donde mejor
florece ahora esa planta es entre anarquistas y
antisemitas, de igual manera,
por lo demás, a como siempre ha florecido, es decir, en lo
oculto, parecida a la vi
oleta, aunque con distinto perfume. Y dado que de lo
semejante tiene que brotar siempre por
necesidad lo semejante, no sorprenderá el ver que precisamente de tales círculos vuelven a
surgir intentos, aparecidos ya a menudo
véase antes, pp. 62 y s., de santificar la venganza, dándole el nombre de justicia como si la justicia fuera sólo,
en el fondo, un desarrollo ulterior del
sentimiento de estar ofendido y de rehabilitar suplementariamente, con
la venganza, a los afectos reactivos en general y en su totalidad. De esto
último yo sería el último en escandalizarme: incluso me parecería un mérito en
orden al problema biológico entero (con respecto al cual se ha infravalorado
hasta ahora el valor de tales afectos). Sobre lo único que yo llamo la atención
es sobre la circunstancia de que esta nueva nuance [matiz] de equidad
científica (a favor del odio, de la envidia, del despecho, de la sospecha, del
rencor, de la venganza) brota del espíritu mismo del resentimiento. Esta
«equidad científica», en efecto, desaparece en seguida, dejando sitio a acentos
de enemistad y de recelo mortales, tan pronto como entra en juego un grupo
distinto de afectos que, a mi parecer, poseen un valor biológico mucho más alto
que los afectos reactivos y que, en consecuencia, merecerían con todo derecho
ser estimados y valorados muy alto científicamente: a saber, los afectos
auténticamente activos, como la ambición de dominio, el ansia de posesión y
semejantes. (E. Dühring, Valor de la vida; Curso de filosofía; en el fondo, en
todas partes.) Quede dicho esto en contra de esa tendencia en general; mas por
lo que se refiere a la tesis particular de Duhring, de que la patria de la
justicia hay que buscarla en el terreno del sentimiento reactivo, debemos
contraponer a ella, por amor a la verdad, y con brusca inversión, esta otra
tesis: ¡el último terreno conquistado por el espíritu de la justicia es el
terreno del sentimiento reactivo! Cuando de verdad ocurre que el hombre justo
es justo incluso con quien le ha perjudicado (y no sólo frío, mesurado,
extraño, indiferente: ser justo es siempre un comportamiento positivo), cuando
la elevada, clara, profunda y suave
objetividad del ojo justo, del ojo juzgador, no
se turba ni siquiera ante el asalto de ofensas, burlas, imputaciones
personales, esto constituye una obra de
perfección y de suprema maestría en la tierra,
incluso algo que en ella no debe esperarse si se es inteligente, y en lo
cual, en todo caso, no se debe creer con
demasiada facilidad. Lo cierto es que, de
ordinario, incluso tratándose de personas justísimas, basta ya una
pequeña dosis de ataque, de maldad, de
insinuación, para que la sangre se les suba a los ojos y la equidad huya de éstos. El hombre
activo, el hombre agresivo, asaltador,
está siempre cien pasos más cerca de la justicia que el hombre reactivo; cabalmente él no necesita en modo
alguno tasar su objeto de manera
falsa y parcial, como hace, como tiene que hacer, el hombre
reactivo. Por esto ha sido un hecho en todos
los tiempos que el hombre agresivo, por ser el más fuerte, el más valeroso, el más noble, ha
poseído también un ojo más libre, una
conciencia más buena, y, por el contrario, ya se adivina quién es el que
tiene sobre su conciencia la invención
de la «mala conciencia», ¡el hombre
del resentimiento! Para terminar,
miremos en torno nuestro a la historia: Len qué
esfera ha tenido su patria hasta ahora en la tierra todo el tratamiento
del derecho, y también la auténtica
necesidad imperiosa de derecho? ¿Acaso en la
esfera del hombre reactivo? De ningún modo: antes bien, en la esfera de
los activos, fuertes, espontáneos,
agresivos. Históricamente considerado, el
derecho representa en la tierra sea dicho esto para disgusto del
mencionado agi
tador (el cual hace una vez una confesión acerca de sí mismo:
«La doctrina de la venganza ha
atravesado todos mis trabajos y mis esfuerzos como el hijo rojo de la justicia») la lucha precisamente contra los sentimientos
reactivos, la guerra contra éstos realizada
por poderes activos y agresivos, los cuales
empleaban parte de su fortaleza en imponer freno y medida al
desbordamiento del pathos reactivo y en
obligar por la violencia a un compromiso. En todos
los lugares donde se ha ejercido justicia, donde se ha
mantenido justicia,
vemos que un poder más fuerte busca medios para poner fin,
entre gentes más débiles, situadas por
debajo de él (bien se trate de grupos, bien se trate de individuos), al insensato furor del
resentimiento, en parte quitándoles de las
manos de la venganza el objeto del resentimiento, en parte colocando por
su parte, en lugar de la venganza, la
lucha contra los enemigos de la paz y del
orden, en parte inventando, proponiendo y, a veces, imponiendo acuerdos,
en parte elevando a la categoría de
norma ciertos equivalentes de daños, a los
cuales queda remitido desde ese momento, de una vez por todas, el resentimiento. Pero lo decisivo, lo que la
potestad suprema hace e impone contra la
prepotencia de los sentimientos contrarios e imitativos lo hace siempre, tan pronto como tiene, de alguna
manera, fuerza suficiente para ello, es
el establecimiento de la ley, la declaración imperativa acerca de lo que
en general ha de aparecer a sus ojos
como permitido, como justo, y lo que debe
aparecer como prohibido, como injusto: en la medida en que tal
potestad suprema, tras establecer la
ley, trata todas las infracciones y arbitrariedades de los individuos o de grupos enteros como
delito contra la ley, como rebelión
contra la potestad suprema misma, en esa misma medida aparta el
sentimiento de sus súbditos del
perjuicio inmediato producido por aquellos delitos, consiguiendo así a la larga lo contrario de
lo que quiere toda venganza, la cual lo
único que ve, lo único que hace valer, es el punto de vista del perjudicado :
a partir de ahora el ojo, incluso el ojo del mismo
perjudicado (aunque esto es
lo último que ocurre, como ya hemos observado), se ejercita
en llegar a una apreciación cada vez más
impersonal de la acción. De acuerdo con
esto, sólo
a partir del establecimiento de la ley existen lo «justo» y
lo «injusto» (y no,
como quiere Duhring, a partir del acto de ofensa). Hablar
en sí de lo justo y lo injust
o es algo que carece de todo sentido; en sí, ofender,
violentar, despojar, aniquilar no pueden
ser naturalmente «injustos desde el momento en que la vida actúa esencialmente, es decir, en sus
funciones básicas, ofendiendo, violando,
despojando, aniquilando, y no se la puede pensar en absoluto sin ese carácter. Hay que admitir incluso algo
todavía más grave: que, desde el supremo
punto de vista biológico, a las situaciones de derecho no les es lícito ser nunca más que situaciones de excepción,
que constituyen restricciones parciales
de la auténtica voluntad de vida, la cual tiende hacia el poder, y que están subordinadas a la finalidad global de
aquella voluntad como medios
particulares: es decir, como medios para crear unidades mayores de
poder. Un orden de derecho pensado como
algo soberano y general, pensado no como
medio en la lucha de complejos de poder, sino como medio contra toda
lucha
en general, de acuerdo, por ejemplo, con el patrón comunista
de Duhring, sería un principio hostil a
la vida, un orden destructor y disgregador del hombre, un atentado al porvenir del hombre, un signo de
cansancio, un camino tortuoso hacia la
nada.
12
Todavía una palabra, en este punto, sobre el origen y la
finalidad de la pena dos problemas que
son distintos o deberían serlo: por desgracia, de ordinario
se los confunde. ¿Cómo actúan, sin embargo, en este caso
los genealogistas de la moral habidos
hasta ahora? De modo ingenuo, como siempre: descubren en la pena una «finalidad» cualquiera, por
ejemplo, la venganza o la intimidación,
después colocan despreocupadamente esa finalidad al comienzo, como
causa fiendi [causa productiva] de la
pena y ya han acabado. La «finalidad en
el derecho» es, sin embargo, lo último
que ha de utilizarse para la historia
genética de aquél: pues no existe principio más importante
para toda especie
de ciencia histórica que ese que se ha conquistado con
tanto esfuerzo, pero
que también debería estar realmente
conquistado, a saber, que la causa de la
génesis de una cosa y la utilidad final de ésta, su
efectiva utilización e
inserción en un sistema de finalidades, son hechos toto
coelo [totalmente] separados entre sí;
que algo existente, algo que de algún modo ha llegado a realizarse, es interpretado una y otra vez,
por un poder superior a ello, en
dirección a nuevos propósitos, es apropiado de un modo nuevo, es
transformado y adaptado a una nueva utilidad; que todo
acontecer en el mundo orgánico es un
subyugar, un enseñorearse, y que, a su vez, todo subyugar y enseñorearse es un reinterpretar, un
reajustar, en los que, por necesidad, el
«sentido» anterior y la «finalidad» anterior tienen que quedar
oscurecidos o
incluso totalmente borrados. Por muy bien que se haya
comprendido la
utilidad de un órgano fisiológico cualquiera (o también de
una institución jurídica, de una
costumbre social, de un uso político, de una forma
determinada en las artes o en el culto religioso), nada se
ha comprendido aún con ello respecto a
su génesis: aunque esto pueda sonar muy molesto y desagradable a oídos más viejos, ya que desde antiguo se había creído que
en la finalidad demostrable, en la
utilidad de una cosa, de una forma, de una
institución, se hallaba también la razón de su génesis, y así el ojo
estaba hecho para ver, y la mano estaba
hecha para agarrar. También se ha imaginado de
este modo la pena, como si hubiera sido inventada para
castigar. Pero todas las finalidades,
todas las utilidacles son sólo indicios de que una voluntad de
poder se ha enseñoreado de algo menos poderoso y ha impreso
en ello, partiendo
de sí misma, el
sentido de una función; y la historia entera de una «cosa», de un órgano, de un uso, puede ser
así una ininterrumpida cadena indicativa
de interpretaciones y reajustes siempre nuevos, cuyas causas no tienen siquiera necesidad de estar
relacionadas entre sí, antes bien a veces se
suceden y se relevan de un modo meramente casual. El «desarrollo» de
una cosa, de un uso, de un órgano es,
según esto, cualquier cosa antes que su
progressus hacia una meta, y menos aún un progreso lógico y
brevísimo, conseguido con el mínimo
gasto de fuerza y de costes, sino la
sucesión de procesos de avasallamiento
más o menos profundos, más o menos
independientes entre sí, que tienen lugar en la cosa, a lo que hay que
añadir las resistencias utilizadas en
cada caso para contrarrestarlos, las metamorfosis intentadas con una finalidad de defensa y de
reacción, así como los resultados de
contraacciones afortunadas. La forma es fluida, pero el «sentido» lo es todavía más... Incluso en el interior de cada
organismo singular las cosas no ocurren
de manera distinta: con cada crecimiento esencial del todo cambia también de «sentido» de cada uno de los
órganos, y a veces la parcial ruina
de los mismos, su reducción numérica
(por ejemplo, mediante el aniquilamiento
de los miembros intermedios), pueden ser un signo de
creciente fuerza y perfección. He querido
decir que también la parcial inutilización, la atrofia y la degeneración, la pérdida de sentido y
conveniencia, en una palabra, la muerte,
pertenecen a las condiciones del verdadero progressus: el cual aparece
siempre en forma de una voluntad y de un
camino hacia un poder más grande, y se
impone siempre a costa de innumerables poderes más pequeños. La
grandeza de un «progreso» se mide, pues,
por la masa de todo lo que hubo que
sacrificarle; la humanidad en cuanto masa, sacrificada al florecimiento
de una única y más fuerte especie
hombre eso sería un progreso... Destaco tanto más este punto de vista capital de la metódica
histórica cuanto que, en el fondo, se
opone al instinto y al gusto de época hoy dominantes, los cuales
preferirían pactar incluso con la
casualidad absoluta, más aún, con el absurdo mecanicista de todo acontecer, antes que con la teoría de
una voluntad de poder que se
despliega en todo acontecer. La idiosincrasia democrática
opuesta a todo lo
que domina y quiere dominar, el moderno misarquismo (por
formar una mala palabra para una mala
cosa), de tal manera se han ido poco a poco
transformando y enmascarando en lo espiritual, en lo más espiritual, que
hoy
ya penetran, y les es lícito penetrar, paso a paso en las
ciencias más rigurosas, más
aparentemente objetivas; a mí me parece que se han enseñoreado ya incluso de toda la fisiología y de toda la
doctrina de la vida, para daño de las
mismas, como ya se entiende, pues les han escamoteado un concepto
básico,
el de la auténtica actividad. En cambio bajo la presión de
aquella idiosincrasia se coloca en el
primer plano la «adaptación», es decir, una actividad de
segundo rango, una mera reactividad, más aún, se ha
definido la vida misma como una
adaptación interna, cada vez más apropiada, a circunstancias
externas (Herbert Spencer). Pero con ello se desconoce la
esencia de la vida,
su voluntad de poder; con ello se pasa por alto la
supremacía de principio que poseen las
fuerzas espontáneas, agresivas, invasoras, creadoras de nuevas interpretaciones, de nuevas direcciones y
formas, por influjo de las cuales
viene luego la «adaptación»; con ello se niega en el
organismo mismo el papel dominador de
los supremos funcionarios, en los que la voluntad de vida
aparece activa y conformadora. Recuérdese lo que Huxley
reprochó a Spencer su «nihilismo
administrativo»; pero se trata de algo más que de
«administrar»...
13
Así, pues, para volver al asunto, es decir, a la pena, hay
que distinguir en ella dos cosas: por un
lado, lo relativamente duradero en la pena, el uso, el
acto, el «drama», una cierta secuencia rigurosa de
procedimientos; por otro lado, lo fluido
en ella, el sentido, la finalidad, la expectativa vinculados a la ejecución de tales procedimientos. Nosotros
presuponemos aquí sin más, per analogiam
[por analogía], de acuerdo con el punto de vista capital de la metódica histórica que acabamos de exponer,
que el procedimiento mismo
será algo más viejo, algo más antiguo que su utilización
para la pena, que esta última ha sido
introducida posteriormente en la interpretación de aquél (el cual existía ya desde mucho antes, pero era usado
en un sentido distinto), en suma, que
las cosas no son como hasta ahora han venido admitiendo nuestros ingenuos genealogistas de la moral y del
derecho, todos los cuales se imaginaban
que el procedimiento había sido inventado para la finalidad de la pena, de igual modo que antes se imaginaba
que la mano había sido inventada para la
finalidad de agarrar. En lo que se refiere ahora al segundo elemento de la pena, al elemento fluido, a su «sentido»,
ocurre que, en un estado muy
tardío de la cultura (por ejemplo, en la Europa actual), el
concepto de «pena»
no presenta ya de hecho un sentido único, sino toda una
síntesis de «sentidos»: la anterior
historia de la pena en general, la historia de su utilización para las más distintas finalidades, acaba por
cristalizar en una especie de unidad que es
difícil de disolver, difícil de analizar, y que, subrayémoslo, resulta del
todo indefinible. (Hoy es imposible
decir con precisión por qué se imponen propiamente penas: todos los conceptos en que
se condensa semióticamente un proceso entero
escapan a la definición; sólo es definible aquello que no tiene historia.) En un estadio anterior, en cambio,
aquella síntesis de «sentidos» aparece más
soluble y, también, más trastrocable; todavía se puede percibir cómo los elementos de la síntesis modifican
su valencia y, por tanto, su orden para
cada caso particular, de tal modo que unas veces es un elemento, y otras veces otro distinto el que destaca y domina a
costa de los otros, más aún, a veces un
único elemento (por ejemplo, la finalidad de intimidar) parece eliminar todos los demás. Para dar al menos
una idea de cuán inseguro, cuán
sobreañadido, cuán accidental es «el sentido» de la pena, y cómo un
mismo e idéntico procedimiento se puede
utilizar, interpretar, reajustar para propósitos radicalmente distintos, voy a dar aquí el
esquema a que yo he llegado basándome en
un material relativamente escaso tomado al azar. Pena como neutralización de la peligrosidad, como
impedimento de un daño ulterior. Pena
como pago del daño al damnificado en alguna forma (también en la forma
de una compensación afectiva). Pena como
aislamiento de una perturbación del
equilibrio, para prevenir la propagación de la perturbación. Pena
como inspiración de temor respecto a
quienes determinan y ejecutan la pena. Pena
como una especie de compensación por las ventajas disfrutadas hasta
aquel momento por el infractor (por
ejemplo, utilizándolo como esclavo para las
minas). Pena como segregación de un elemento que se halla en trance
de degenerar (a veces, de toda una rama,
como ocurre en el derecho chino: y, por
tanto, como medio para mantener pura una raza o para mantener estable
un determinado tipo social). Pena como
fiesta, es decir, como violentación y burla
de un enemigo finalmente abatido. Pena como medio de hacer memoria, bien
a quien sufre la pena la llamada «corrección», bien a los testigos
de la
ejecución. Pena como pago de un honorario, estipulado por
el poder que protege al infractor contra
los excesos de la venganza. Pena como compromiso con el estado natural de la venganza, en la
medida en que razas poderosas mantienen
todavía ese estado y lo reivindican como privilegio. Pena como declaración de guerra y medida de guerra
contra un enemigo de la paz, de la ley,
del orden, de la autoridad, al que, por considerársele peligroso para la comunidad, violador de los pactos que afectan
a los presupuestos de la misma, por
considerársele un rebelde, traidor y perturbador de la paz, se le combate
con los medios que proporciona precisamente la guerra.
14
Esta lista no es desde luego completa; resulta claro que la
pena está sobrecargada con utilidades de
toda índole. Tanto más lícito es restar de ella
una presunta utilidad, considerada, de todos modos, por la
conciencia popular como la más esencial, la fe en la pena, hoy vacilante por múltiples
razones, sigue encontrando todavía su
apoyo más firme precisamente en tal utilidad. La pena, se dice, poseería el valor de despertar
en el culpable el sentimiento de la
culpa, en la pena se busca el auténtico instrumentum de esa reacción
anímica denominada «mala conciencia»,
«remordimiento de conciencia». Mas con ello
se sigue atentando, todavía hoy, contra la realidad y contra la
psicología: ¡y mucho más aún contra la
historia más larga del hombre, contra su prehistoria! El auténtico remordimiento de conciencia es
algo muy raro cabalmente entre los
delincuentes y malhechores; las prisiones, las penitenciarías no son las incubadoras en que florezca con preferencia
esa especie de gusano roedor: en esto
coinciden todos los observadores concienzudos, los cuales, en muchos casos, expresan este juicio bastante a
disgusto y en contra de sus deseos más
propios. Vistas las cosas en conjunto, la pena endurece y vuelve frío,
concentra, exacerba el sentimiento de extrañeza, robustece
la fuerza de resistencia. Cuando a veces
quebranta la energía y produce una miserable
postración y autorrebajamiento, tal resultado es seguramente menos
confortante aún que el efecto ordinario de la pena: el cual
se caracteriza por
una seca y sombría seriedad. Pero si pensamos en los
milenios anteriores a la historia del
hombre, nos es lícito pronunciar, sin escrúpulo alguno, el juicio de que el desarrollo del sentimiento de culpa
fue bloqueado de la manera más enérgica
cabalmente por la pena, al menos en lo que se refiere a las víctimas sobre las que se descargaba la potestad
punitiva. No debemos infravalorar, en
efecto, el hecho de que justo el espectáculo de los procedimientos
judiciales y ejecutivos mismos impide al
delincuente sentir su acción, su tipo de actuación, como reprobable en sí; pues él ve que ese
mismo tipo de actuaciones se ejerce con
buena conciencia; así ocurre con el espionaje, el engaño, la corrupción,
la trampa, con todo el capcioso y
taimado arte de los policías y de los
acusadores, y además con el robo, la violencia, el ultraje,
la prisión, la tortura, el asesinato,
ejecutados de manera sistemática y sin la disculpa siquiera de la pasión, tal como se manifiestan en las
diversas especies de pena, todas esas cosas son, por tanto, acciones que sus jueces
en modo alguno reprueban y condenan en
sí, sino sólo en cierto aspecto y en cierta aplicación práctica. La «mala conciencia», esta planta, la más
siniestra e interesante de nuestra
vegetación terrena, no ha crecido en este suelo, de hecho durante larguísimo tiempo no apareció en la conciencia de los
jueces, de los castigadores, nada
referente a que aquí se tratase de un «culpable». Sino de un autor de
daños, de
un irresponsable fragmento de fatalidad. Y aquel mismo
sobre el que caía luego la pena, como un
fragmento también de fatalidad, no sentía en ello ninguna «aflicción interna» distinta de la
que se siente cuando, de improviso,
sobreviene algo no calculado, un espantoso acontecimiento natural, un
bloque de piedra que cae y nos aplasta y
contra el que no se puede luchar.
15
En una ocasión, y de manera pérfida, llegó esta idea hasta
la conciencia de Spinoza (para disgusto
de sus intérpretes, que se esfuerzan metódicamente por entenderlo mal en este pasaje, por ejemplo,
Kuno Fischer), cuando una tarde,
acordándose quién sabe de qué cosa que le raspaba,
investigó la cuestión de
qué había subsistido en realidad, para él mismo, del famoso
morsus conscientiae [mordedura de la
conciencia] él, que había puesto el bien y el mal entre las fantasías humanas y había defendido
con furia el honor de su Dios «libre»
contra aquellos blasfemos que afirmaban que Dios hace todo sub ratione boni [por razón del bien] («pero esto
significaría someter a Dios al destino y
sería en verdad el más grande de todos los absurdos»)se. Para
Spinoza el mundo había retornado de nuevo a aquella
inocencia en que se encontraba antes de
la invención de la mala conciencia: ¿en qué se había convertido ahora el morsus con concienciae?
«En lo contrario del gaudium, se dijo
finalmente, en una tristeza acompañada de la idea de una cosa pasada que ocurrió de modo contrario a todo lo
esperado.» Eth. III propos. XVIII schol. I,
II. Durante milenios los malhechores sorprendidos por la pena no han
tenido, en lo que respecta a su «falta»,
sentimientos distintos de los de Spinoza. «Algo
ha salido inesperadamente mal aquí», y no: «Yo no debería haber hecho
esto», se sometían a la pena como se
somete uno a una enfermedad, o a una
desgracia, o a la muerte, con aquel valiente fatalismo sin
rebelión por el cual, por ejemplo,
todavía hoy los rusos nos aventajan a nosotros los occidentales
en el tratamiento de la vida`. Cuando en aquella época
aparecía una crítica de
la acción, tal crítica la ejercía la inteligencia:
incuestionablemente debemos buscar el
auténtico efecto de la pena sobre todo en una intensificación de la inteligencia, en un alargamiento de la
memoria, en una voluntad de actuar en
adelante de manera más cauta, más desconfiada, más secreta, en el conocimiento de que, para muchas cosas, uno
es, de una vez por todas, demasiado
débil, en una especie de rectificación del modo de juzgarse a sí mismo. Lo que con la pena se puede lograr, en
conjunto, tanto en el hombre como en el
animal, es el aumento del temor, la intensificación de la inteligencia, el dominio de las
concupiscencias: y así la pena domestica al
hombre, pero no lo hace «mejor»,
con mayor derecho sería lícito afirmar
incluso lo contrario. («De los escarmentados nacen los
avisados», afirma el pueblo: en la misma
medida en que el escarmiento vuelve avisado, vuelve también malo. Por fortuna, también vuelve,
con frecuencia, bastante tonto.)
16
En este punto no es posible esquivar ya el dar una primera
expresión provisional a mi hipótesis
propia sobre el origen de la «mala conciencia»: tal
hipótesis no es fácil hacerla oír, y desea ser largo tiempo
meditada, custodiada,
consultada con la almohada.
Yo considero que la mala conciencia es la
profunda dolencia a que tenía que sucumbir el hombre bajo la presión
de aquella modificación, la más radical
de todas las experimentadas por él, de
aquella modificación ocurrida cuando el hombre se encontró
definitivamente encerrado en el
sortilegio de la sociedad y de la paz. Lo mismo que tuvo que ocurrirles a los animales marinos cuando se
vieron forzados, o bien a convertirse en
animales terrestres, o bien a perecer, eso mismo les ocurrió a estos semianimales felizmente adaptados a la
selva, a la guerra, al
vagabundaje, a la aventura,
de un golpe todos sus instintos quedaron
desvalorizados y «en suspenso». A partir de ahora debían caminar sobre
los
pies y «llevarse a cuestas a sí mismos», cuando hasta ese momento
habían sido llevados por el agua: una
espantosa pesadez gravitaba sobre ellos. Se sentían ineptos para las funciones más simples, no
tenían ya, para este nuevo mundo
desconocido, sus viejos guías, los instintos reguladores e
inconscientemente infalibles, ¡estaban reducidos, estos infelices, a
pensar, a razonar, a calcular, a
combinar causas y efectos, a su «conciencia», a su órgano más miserable
y
más expuesto a equivocarse! Yo creo que no ha habido nunca
en la tierra tal sentimiento de miseria,
tal plúmbeo malestar, ¡y, además,
aquellos viejos instintos no habían
dejado, de golpe, de reclamar sus exigencias! Sólo que resultaba difícil, y pocas veces posible,
darles satisfacción: en lo principal,
hubo que buscar apaciguamientos nuevos y, por así decirlo,
subterráneos.
Todos los instintos que no se desahogan hacia fuera se
vuelven hacia dentro esto
es lo que yo llamo
la interiorización del hombre: únicamente con esto se desarrolla en él lo que más tarde se denomina
su «alma». Todo el mundo interior,
originariamente delgado, como encerrado entre dos pieles, fue separándose y creciendo, fue adquiriendo
profundidad, anchura, altura, en la
medida en que el desahogo del hombre hacia fuera fue quedando
inhibido. Aquellos terribles bastiones
con que la organización estatal se protegía contra los viejos instintos de la libertad las penas sobre todo cuentan entre tales bastiones hicieron que todos aquellos
instintos del hombre salvaje, libre,
vagabundo, diesen vuelta atrás, se volviesen contra el hombre mismo. La
enemistad, la crueldad, el placer en la persecución, en la
agresión, en el
cambio, en la destrucción
todo esto vuelto contra el poseedor de tales
instintos: ése es el origen de la «mala conciencia». El hombre
que, falto de enemigos y resistencias
exteriores, encajonado en una opresora estrechez y regularidad de las costumbres, se desgarraba,
se perseguía, se mordía, se roía, se
sobresaltaba, se maltrataba impacientemente a sí mismo, este animal al que se quiere «domesticar» y que se golpea
furioso contra los barrotes de su jaula,
este ser al que le falta algo, devorado por la nostalgia del desierto,
que tuvo
que crearse a base de sí mismo una aventura, una cámara de
suplicios, una
selva insegura y peligrosa este loco, este prisionero
añorante y desesperado fue el inventor
de la «mala conciencia». Pero con ella se había introducido la dolencia más grande, la más siniestra, una
dolencia de la que la humanidad no se ha
curado hasta hoy, el sufrimiento del hombre por el hombre, por sí
mismo: resultado de una separación violenta de su pasado de
animal, resultado de un
salto y una caída,
por así decirlo, en nuevas situaciones y en nuevas condiciones de existencia, resultado de una
declaración de guerra contra los viejos
instintos en los que hasta ese momento reposaban su fuerza, su placer y su fecundidad. Añadamos en seguida que, por
otro lado, con el hecho de un alma
animal que se volvía contra sí misma, que tomaba partido contra sí
misma, había aparecido en la tierra algo tan nuevo,
profundo, inaudito, enigmático,
contradictorio y
lleno de futuro, que con ello el aspecto de la tierra se modificó de manera esencial. De hecho hubo
necesidad de espectadores divinos para
apreciar en lo justo el espectáculo que entonces se inició y cuyo final es aún completamente imprevisible, un espectáculo demasiado delicado, demasiado maravilloso, demasiado paradójico
como para que pudiera representarse en
cualquier ridículo astro sin que, cosa absurda, nadie lo presenciase. Desde entonces el hombre cuenta
entre las más inesperadas y apasionantes
jugadas de suerte que juega el «gran Niño»" de Heráclito,
llámese Zeus o Azar,
despierta un interés, una tensión, una esperanza, casi
una certeza, como si con él se anunciase algo, se preparase
algo, como si el hombre no fuera una
meta, sino sólo un camino, un episodio intermedio, un puente, una gran promesa...
17
Entre los presupuestos de esta hipótesis sobre el origen de
la mala conciencia se cuenta, en primer
lugar, el hecho de que aquella modificación no
fue ni gradual ni voluntaria y que no se presentó como un
crecimiento
orgánico en el interior de nuevas condiciones, sino como
una ruptura, un salto, una coacción, una
inevitable fatalidad, contra la cual no hubo lucha y ni
siquiera resentimiento. Pero, en segundo lugar, el hecho de
que la inserción de una población no
sujeta hasta entonces a formas ni a inhibiciones en una
forma rigurosa iniciada con un acto de violencia fue
llevada hasta su final exclusivamente
con puros actos de violencia, que el
«Estado» más antiguo apareció, en consecuencia,
como una horrible tiranía, como una maquinaria
trituradora y desconsiderada, y continuó trabajando de ese modo hasta
que aquella materia bruta hecha de
pueblo y de semianimal no sólo acabó por
quedar bien amasada y maleable, sino por tener también una forma.
He utilizado la palabra «Estado»: ya se
entiende a quién me refiero una
horda cualquiera de rubios animales de
presa, una raza de conquistadores y de
señores, que organizados para la guerra, y dotados de la fuerza de
organizar, coloca sin escrúpulo alguno
sus terribles zarpas sobre una población tal vez tremendamente superior en número, pero
todavía informe, todavía errabunda. Así
es como, en efecto, se inicia en la tierra el «Estado»: yo pienso que así queda refutada aquella fantasía que le hacía
comenzar con un «contrato».
Quien puede mandar, quien por naturaleza es «señor», quien
aparece despótico en obras y gestos ¡qué
tiene él que ver con contratos! Con tales seres no se cuenta, llegan igual que el destino, sin
motivo, razón, consideración, pretexto,
existen como existe el rayo, demasiado terribles, demasiado súbitos,
demasiado convincentes, demasiado «distintos» para ser ni
siquiera odiados.
Su obra es un instintivo crear formas, imprimir formas, son
los artistas más involuntarios, más
inconscientes que existen: en poco tiempo surge, allí donde ellos aparecen, algo nuevo, una concreción de
dominio dotada de vida, en la que partes
y funciones han sido delimitadas y puestas en conexión, en la que
no tiene sitio absolutamente nada a lo cual no se le haya
dado antes un «sentido» en orden al
todo. Estos organizadores natos no saben lo que es
culpa, lo que es responsabilidad, lo que es consideración;
en ellos impera
aquel terrible egoísmo del artista que mira las cosas con
ojos de bronce y que de antemano se
siente justificado, por toda la eternidad, en la «obra», lo
mismo que la madre en su hijo. No es en ellos en donde ha
nacido la «mala conciencia», esto ya se
entiende de antemano pero esa fea planta
no habría nacido sin ellos, estaría
ausente si no hubiera ocurrido que, bajo la presión de sus martillazos, de su violencia de artistas,
un ingente quantum de libertad fue
arrojado del mundo, o al menos quedó fuera de la vista, y, por así
decirlo, se volvió latente. Ese instinto
de la libertad, vuelto latente a la fuerza ya lo hemos comprendido, ese instinto de la libertad
reprimido, retirado, encarcelado en lo
interior y que acaba por descargarse y desahogarse tan sólo contra sí
mismo: eso, sólo eso es, en su inicio,
la mala conciencia.
18
Guardémonos de tener en poco todo este fenómeno por el
simple hecho de que de anteman
o sea feo y doloroso. En efecto, esa fuerza que actúa de modo
grandioso en aquellos artistas de la violencia y en aquellos organizadores, esa
fuerza constructora de Estados, es, en efecto, la misma que aquí, más interior,
más pequeña, más empequeñecida, reorientada hacia atrás, en el «laberinto del pecho»`,
para decirlo con palabras de Goethe, se crea la mala conciencia y construye
ideales negativos, es cabalmente aquel instinto de la libertad (dicho con mi
vocabulario: la voluntad de poder): sólo que la materia sobre la que se
desahoga la naturaleza con formadora y violentadora de esa fuerza es aquí justo
el hombre mismo, su entero, animalesco, viejo yo y no, como en aquel fenómeno
más grande y más llamativo, el otro hombre, los otros hombres. Esta secreta autoviolentación,
esta crueldad de artista, este placer de darse forma a sí mismo como a una
materia dura, resistente y paciente, de marcar a fuego en ella una voluntad,
una crítica, una contra dicción, un desprecio, un no, este siniestro y
horrendamente voluptuoso trabajo de un alma voluntariamente escindida consigo
misma que se hace sufrir por el placer de hacer sufrir, toda esta activa «mala
conciencia» ha acabado por producir
también ya se lo adivina, cual auténtico seno materno de
acontecimientos ideales e
imaginarios, una
profusión de belleza y de afirmación nuevas y
sorprendentes, y quizá ella sea la que por vez primera ha creado la
belleza... ¿Pues qué cosa sería bella si
la contradicción no hubiese cobrado antes
conciencia de sí misma, si lo feo no se hubiese dicho antes a sí mismo:
«Yo
soy feo»?... Al menos, tras esta indicación resultará menos
enigmático el enigma de hasta
qué punto puede
estar insinuado un ideal, una belleza, en
conceptos contradictorios como desinterés, autonegación, sacrificio de
sí mismo; y una cosa se sabrá de ahora
en adelante, no tengo duda de ello , a
saber, de qué especie es, desde el comienzo, el placer que siente el desinteresado, el abnegado, el que se
sacrifica a sí mismo: ese placer pertenece
a la crueldad. Con esto basta,
provisionalmente, en lo que se refiere a la
procedencia de lo «no egoísta» en cuanto valor moral y a la delimitación
del terreno de que este valor ha
brotado: sólo la mala conciencia, sólo la voluntad de maltratarse a sí mismo proporciona el
presupuesto para el valor de lo no egoísta.
19
Es una enfermedad la mala conciencia, no hay duda, pero una
enfermedad como lo es el embarazo.
Busquemos las condiciones en que esta enfermedad
ha llegado a su cumbre mas terrible y sublime: veremos qué
es lo que con esto ha entrado
propiamente en el mundo. Mas para ello se necesita tener una
respiración amplia, y, por lo pronto, hemos de volver de
nuevo a un anterior punto de vista. La
relación de derecho privado entre el deudor y su acreedor,
de la que ya hemos hablado largamente, ha sido introducida
una vez más, y
ello de una manera que históricamente resulta muy extraña y
problemática, en la interpretación de
una relación en la cual acaso sea donde más
incomprensible nos resulta a nosotros los hombres modernos;
a saber, en la relación de los hombres
actuales con sus antepasados. Dentro de la originaria comunidad de estirpe hablo de los tiempos
primitivos la generación viviente
reconoce siempre, con respecto a la generación anterior y, en especial,
con respecto a la más antigua, a la
fundadora de la estirpe, una obligación jurídica (y no, en modo alguno, una simple vinculación
afectiva: hay incluso razón
para negar que esta última existiese en absoluto durante el
más largo período
de la especie humana). Reina aquí el convencimiento de que
la estirpe subsiste gracias tan sólo a
los sacrificios y a las obras de los antepasados, y que esto
hay que pagárselo con sacrificios y con obras: se reconoce así una
deuda (Schuld), la cual crece
constantemente por el hecho de que esos antepasados, que sobreviven como espíritus poderosos, no
dejan de conceder a la estirpe nuevas
ventajas y nuevos préstamos salidos de su fuerza. ¿Gratuitamente tal vez? No existe ninguna «gratuidad» para
aquellas épocas toscas y «pobres de
alma». ¿Qué se puede dar como reintegro a los antepasados?
Sacrificios (inicialmente para la
alimentación, entendida en el sentido más tosco), fiestas, capillas, homenajes y, sobre todo, obediencia
pues todos los usos son también, en
cuanto obras de los antepasados, preceptos y órdenes de aquéllos: ¿se les
da alguna vez bastante? Esta sospecha
permanece y se acrecienta: de tiempo en
tiempo impone un gran rescate global, una urgente indemnización al «acreedor» (el tristemente célebre sacrificio
del primogénito, por ejemplo, sangre, en
todo caso sangre humana). El temor al antepasado y a su poder, la conciencia de tener deudas con él crece por
necesidad, según esta especie de lógica,
en la exacta medida en que crece el poder de la estirpe misma, en la exacta medida en que ésta es cada vez más
victoriosa, más independiente, más
venerada, más temida. ¡Y no al revés! Todo paso hacia la atrofia de la
estirpe, todas las eventualidades
desastrosas, todos los indicios de degeneración, de inminente ruina, hacen disminuir siempre, por
el contrario, el temor al espíritu de su
fundador y proporcionan una idea cada vez más pequeña de su inteligencia, de su previsión y de la
presencia de su poder. Imaginemos que
esta tosca especie de lógica ha llegado hasta su final:
entonces los antepas
ados de las estirpes
más poderosas tienen que acabar asumiendo necesariamente, gracias a la fantasía propia del creciente temor,
proporciones gigantescas y replegarse
hasta la oscuridad de una temerosidad e irrepresentabilidad divinas: el antepasado acaba necesariamente por ser
transfigurado en un dios. ¡Tal vez esté
aquí incluso el origen de los dioses, es decir, un origen por temor!... Y si
a alguien le pareciese necesario añadir:
«¡pero también por piedad!»,
difícilmente podría tener razón en lo que respecta al
período más largo de la especie
humana, a su época
primigenia. En cambio, tanto más la tendría, sin duda, con respecto a la época media, en la
que se forman las estirpes nobles:
éstas, de hecho, han reintegrado a sus fundadores, a los antepasados
(héroes, dioses), con sus intereses correspondientes,
todas las cualidades que entre
tanto se habían manifestado en ellas mismas, las cualidades
nobles. Más tarde echaremos tod
avía un vistazo al ennoblecimiento y a la aristocratización
de los dioses (cosa que no significa, en
modo alguno, su «santificación»): ahora
bástenos con llevar provisionalmente a su término el curso de toda
esta evolución de la conciencia de
culpa.
20
La historia nos enseña que la conciencia de tener deudas
con la divinidad no se extinguió ni siquiera tras el ocaso de la forma
organizativa de la «comunidad» basada en el parentesco de sangre; de igual
manera que la humanidad ha heredado los conceptos «bueno y malo» de la
aristocracia de estirpe (junto con la básica tendencia psicológica de ésta a
establecer jerarquías), así ha recibido también, con la herencia de las
divinidades de la estirpe y de la tribu, la herencia del peso
de deudas no pagadas
todavía y del deseo de reintegrarlas. (La transición la forman aquellas vastas
poblaciones de esclavos y de siervos de la gleba que, bien por coacción, bien por
servilismo y mimicry [mimetismo], se adaptaron al culto de los dioses de sus
señores: a partir de ellas esta herencia se desparrama luego en todas
direcciones.) El sentimiento de tener una deuda con la divinidad no ha dejado
de crecer durante muchos milenios, haciéndolo en la misma proporción en que en
la tierra crecían y se elevaban a las alturas el concepto de Dios y el
sentimiento de Dios. (La historia entera de las luchas, victorias,
conciliaciones, fusiones étnicas, todo lo que antecede a la definitiva
jerarquización de todos los elementos populares en cada gran síntesis racial,
se refleja en el caos de las genealogías de sus dioses, en las leyendas de las
luchas, victorias y conciliaciones de éstos; la marcha hacia imperios
universales es siempre también la marcha hacia divinidades universales, el
despotismo, con sus avasallamientos de la aristocracia independiente, abre el
camino siempre también a alguna especie de monoteísmo.) El advenimiento del
Dios cristiano, que es el Dios máximo a que hasta ahora se ha llegado, ha
hecho, por esto, manifestarse también en la tierra el maximum del sentimiento
de culpa. Suponiendo que entre tanto hayamos iniciado el movimiento inverso,
sería lícito deducir, con no pequeña probabilidad, de la incontenible decadencia
de la fe en el Dios cristiano, que ya ahora se da una considerable decadencia
de la
conciencia humana de culpa (Schuld): más aún, no hay que
rechazar la perspectiv
a de que la completa y definitiva victoria del ateísmo
pudiera liberar a la humanidad de todo ese sentimiento de hallarse en deuda con
su comienzo, con su causa prima. El ateísmo y una especie de segunda inocencia
(Unschuld) se hallan ligados entre sí.
21
Esto es lo que provisionalmente hay que decir, con brevedad
y a grandes rasgos, sobre la conexión de
los conceptos «culpa», «deber», con presupuestos
religiosos: de propósito he dejado de lado hasta ahora la
auténtica
moralización de tales conceptos (el repliegue de los mismos
a la conciencia, o, más precisamente, el
entrelazamiento de la mala conciencia con el concepto de Dios), e incluso he hablado, al final del
número anterior, como si no existiese
en absoluto tal moralización, y, por tanto, como si estos
conceptos tuvieran
que quedar necesariamente eliminados ahora que ha
desaparecido su presupuesto, la fe en
nuestro «acreedor», en Dios. La realidad difiere de esto
de una manera terrible. Con la moralización de los
conceptos de culpa y de deber, con su
repliegue a la mala conciencia, se ha hecho en verdad el ensayo de invertir la dirección del desarrollo que
acabamos de describir o, al menos,
de detener su movimiento: ahora debe cerrarse de un modo
pesimista, de una vez por todas, justo
la perspectiva de un rescate definitivo, ahora la mirada
debe estrellarse, rebotar contra una férrea imposibilidad,
ahora aquellos conceptos «culpa» y
«deber» deben volverse hacia atrás,
¿contra quién, pues? No se puede
dudar: por lo pronto, contra el «deudor», en el que a partir de ahora la mala conciencia de tal modo se
asienta, corroe, se extiende y crece
como un pólipo a todo lo ancho y a todo lo profundo, que junto con la inextinguibilidad de la culpa se acaba por
concebir también la
inextinguibilidad de la expiación, el pensamiento de su
impagabilidad (de la «pena eterna»);
pero, al final, se vuelve incluso contra el «acreedor», ya se piense aquí en la causa prima del hombre, en
el comienzo del género humano, en el
progenitor de éste, al que ahora se maldice («Adán», «pecado original», «falta de libertad de la voluntad»), o en la
naturaleza, de cuyo seno surge el hombre
y en la que ahora se sitúa el principio malo («diabolización de la naturaleza»), o en la existencia en general,
que queda como novaliosa en sí
(alejamiento nihilista de la existencia, deseo de la nada o deseo de
su «opuesto», de ser otro, budismo y
similares), hasta que de pronto nos encontramos frente al paradójico y
espantoso recurso en el que la martirizada humanidad encontró un momentáneo
alivio, frente a aquel golpe de genio del cristianismo: Dios mismo
sacrificándose por la culpa del hombre, Dios mismo
pagándose a sí mismo, Dios como el que puede redimir al
hombre de aquello que para este mismo se ha vuelto irredimible el acreedor
sacrificándose por su deudor, por amor (¿quién lo creería?), ¡por amor a su
deudor!...
22
Ya se habrá adivinado qué es lo que propiamente aconteció
con todo esto y por
debajo de todo esto:
aquella voluntad de autotortura, aquella pospuesta crueldad del animalhombre
interiorizado, replegado por miedo dentro de sí mismo, encarcelado en el
«Estado» con la finalidad de ser domesticado, que ha inventado la mala
conciencia para hacerse daño a sí mismo, después de que la vía más natural de
salida de ese hacer daño había quedado cerrada, este
hombre de la mala conciencia se ha apoderado del
presupuesto religioso para llevar su
propio automartirio hasta su más horrible dureza y acritud. Una
deuda con Dios: este pensamiento se le convierte en
instrumento de tortura. Capta en «Dios»
las últimas antítesis que es capaz de encontrar para sus auténticos e insuprimibles instintos de
animal, reinterpreta esos mismos
instintos animales como deuda con Dios (como enemistad, rebelión, insurrección contra el «Señor», el «Padre»,
el progenitor y comienzo del mundo), se
tensa en la contradicción «Dios y demonio», y todo no que se dice a sí mismo, a la naturaleza, a la
naturalidad, a la realidad de su ser, lo proyecta fuera de sí como un sí, como algo existente,
corpóreo, real, como Dios, como santidad de Dios, como Dios juez, como Dios
verdugo, como más allá, como eternidad, como tormento sin fin, como infierno,
como inconmensurabilidad de pena y culpa. Es ésta una especie de demencia de la
voluntad en la crueldad anímica que, sencillamente, no tiene igual: la voluntad
del hombre de encontrarse culpable y reprobable a sí mismo hasta resultar
imposible la expiación, su voluntad de imaginarse castigado sin que la pena
pueda ser jamás equivalente a la culpa, su voluntad de infectar y de envenenar
con el problema de la pena y la culpa el fondo más profundo de las cosas, a fin
de cortarse, de una vez por todas, la salida de ese laberinto de «ideas fijas»,
su voluntad de establecer un ideal el del «Dios santo», para adquirir, en
presencia del mismo, una tangible certeza de su absoluta indignidad. ¡Oh
demente y triste bestia hombre! ¡Qué ocurrencias tiene, qué cosas antinaturales,
qué paroxismo de lo absurdo, qué bestialidad de la idea aparecen tan pronto
como se le impide, aunque sea un poco, ser bestia de la acción!... Todo esto es
interesante en grado sumo, pero también de una tétrica, sombría y extenuante
tristeza, hasta el punto de que tenemos que prohibirnos violentamente mirar
demasiado tiempo a esos abismos. Aquí hay enfermedad, no hay duda, la más
terrible enfermedad que hasta ahora ha devastado al hombre: y quien es capaz
aun de oír (¡pero hoy ya no se tienen oídos para ello!)
cómo en esta noche de tormento y de demencia ha resonado el grito amor, el
grito del más anhelante encantamiento, de la redención en el amor, ése se
vuelve hacia otro lado, sobrecogido por un horror invencible... ¡En el hombre
hay tantas cosas horribles!... ¡La tierra ha sido ya durante mucho tiempo una
casa de locos!...
23
Baste esto, de una vez por todas, en lo que respecta a la
procedencia del «Dios santo». Que en sí la concepción de los dioses no
tiene que llevar necesariamente a esa
depravación de la fantasía, de cuya representación por un instante no nos ha sido lícito dispensarnos,
que hay formas más nobles de servirse de
la ficción poética de los dioses que para esta autocrucifixión y autoenvilecimiento del hombre, en las que han
sido maestros los últimos milenios de Europa, ¡esto es cosa que, por fortuna, aún puede
inferirse de toda mirada dirigida a los
dioses griegos, a esos reflejos de hombres más nobles y más dueños de sí, en los que el animal se
sentía divinizado en el hombre y no
se devoraba a sí mismo, no se enfurecía contra sí mismo!
Durante un tiempo larguísimo esos
griegos se sirvieron de sus dioses cabalmente para mantener alejada de sí la «mala conciencia», para
seguir estando contentos de su libertad
de alma: es decir en un sentido inverso al uso que el cristianismo ha
hecho de su Dios. En esto llegaron muy
lejos aquellas magníficas cabezas infantiles,
valientes como leones; y nada menos que una autoridad tan grande como la
del mismo Zeus homérico les da a entender acá y allá que se
toman las cosas demasiado a la ligera:
«¡Ay!», dice en una ocasión se trata del
caso de Egisto, un caso muy grave
«¡Ay de qué cosas acusan los mortales a los dioses!
Dicen que sólo de nosotros proceden sus males;
pero ellos mismos con sus insensateces se causan sus
infortunios,
incluso contra el destino».
Sin embargo, aquí oímos y vemos a la vez que también este
espectador y
juez olímpico está lejos de enfadarse por esto con los
hombres y de pensar mal de ellos: «¡Qué
locos son!», piensa al ver las fechorías de los mortales, y
«locura», «insensatez», un poco de «perturbación en la cabeza», todo eso
lo admitieron de sí mismos incluso los
griegos de la época más fuerte, más
valerosa, como fundamento de muchas cosas malas y funestas: locura, ¡no
pecado! ¿Lo comprendéis?... Pero incluso esa perturbación de la cabeza
era un problema «sí, ¿cómo ella es posible siquiera?, ¿de
dónde puede haber venido,
propiamente, a cabezas como las de nosotros, hombres de la
procedencia aristocrática, de la
fortuna, de la buena constitución, de la mejor sociedad, de
la nobleza, de la virtud?»
así se preguntó durante siglos el griego noble a la vista del horror y del crimen, incomprensibles
para él, con los que se había manchado
uno de sus iguales. «Un dios, sin duda, tiene que haberlo trastornado», decía finalmente, moviendo la
cabeza... Esta salida es típica de
los griegos... Y así los dioses servían entonces para
justificar hasta cierto punto al hombre
incluso en el mal, servían como causas del mal entonces los dioses no asumían la pena, sino, como es más noble,
la culpa....
24
Acabo con tres signos de interrogación, como bien se ve.
«¿Se alza propiamente aquí un ideal, o
se lo abate?», se me preguntará acaso... Pero ¿os
habéis preguntado alguna vez suficientemente cuán caro se
ha hecho pagar e
n la tierra el
establecimiento de todo ideal? ¿Cuánta realidad tuvo que ser siempre calumniada e incomprendida para ello,
cuánta mentira tuvo que ser santificada,
cuánta conciencia conturbada, cuánto «dios» tuvo que ser sacrificado cada vez? Para poder levantar un
santuario hay que derruir un santuario:
ésta es la ley ¡muéstreseme un solo caso
en que no se haya cumplido!... Nosotros
los hombres modernos, nosotros somos los herederos de la vivisección durante milenios de la
conciencia, y de la autotortura, también
durante milenios, de ese animal que nosotros somos: en esto tenemos
nuestra más prolongada ejercitación,
acaso nuestra capacidad de artistas, y en todo
caso nuestro refinamiento, nuestra perversión del gusto.
Durante demasiado tiempo el hombre ha contemplado
«con malos ojos» sus inclinaciones
naturales, de modo que éstas han acabado por hermanarse en él con la
«mala conciencia». Sería posible en sí
un intento en sentido contrario ¿pero quién es
lo bastante fuerte para ello?, a saber, el intento de hermanar con la
mala conciencia las inclinaciones
innaturales, todas esas aspiraciones hacia el más allá, hacia lo contrario a los sentidos, lo
contrario a los instintos, lo contrario a la naturaleza, lo contrario al
animal, en una palabra, los ideales que hasta ahora han existido, todos los
cuales son ideales hostiles a la vida, ideales calumniadores del mundo. ¿A
quién dirigirse hoy con tales esperanzas y pretensiones?... Tendríamos contra
nosotros justo a los hombres buenos: y además, como es obvio, a los hombres
cómodos, a los reconciliados, a los vanidosos, a los soñado res, a los
cansados... ¿Qué cosa ofende más hondamente, qué cosa divide más radicalmente
que el hacer notar algo del rigor y de la elevación con que uno se trata a sí
mismo? Y, por otro lado ¡qué complaciente, qué afectuoso se muestra todo el
mundo con nosotros tan pronto
como hacemos lo que hace todo el mundo y nos «dejamos
llevar» como todo el mundo!... Para lograr aquel fin se necesitaría una especie
de espíritus distinta de los que son probables cabalmente en esta época:
espíritus fortalecidos por guerras y victorias, a quienes la conquista, la
aventura, el peligro e incluso el dolor se les hayan convertido en una
necesidad imperiosa; se necesitaría para ello estar acostumbrados al aire
cortante de las alturas, a las caminatas invernales, al hielo y a las montañas
en todo sentido, y se necesitaría además una especie de sublime maldad, una
última y autosegurísima petulancia del conocimiento, que forma parte de la gran
salud, ¡se necesitaría cabalmente, para decirlo pronto y mal, esa gran
salud!... Pero hoy ¿es ésta posible
siquiera?... Alguna vez, sin embargo, en una época más
fuerte que este presente corrompido, que duda de sí mismo,
tiene que venir a
nosotros el hombre
redentor, el hombre del gran amor y del gran desprecio, el espíritu creador, al que su fuerza impulsiva
aleja una y otra vez de todo
apartamiento y todo más allá, cuya soledad es malentendida por el pueblo
como si fuera una huida de la realidad : siendo así que
constituye un hundirse, un enterrarse,
un profundizar en la realidad, para extraer alguna vez de ella, cuando retorne a la luz, la redención de la
misma, su redención de la maldición que
el ideal existente hasta ahora ha lanzado sobre ella. Ese hombre del futuro, que nos liberará del ideal existente hasta
ahora y asimismo de lo que tuvo que
nacer de él, de la gran náusea, de la voluntad de la nada, del nihilismo,
ese toque de campana del mediodía y de
la gran decisión, que de nuevo libera la
voluntad, que devuelve a la tierra su meta y al hombre su esperanza,
ese anticristo y antinihilista, ese
vencedor de Dios y de la nada alguna vez
tiene que llegar...
25
Mas ¿qué estoy diciendo? ¡Basta! ¡Basta! En este punto sólo
una cosa me conviene, callar: de lo contrario atentaría contra algo que
únicamente le está permitido a uno más joven, a uno más «futuro», a uno más
fuerte que yo, lo que únicamente le está permitido a Zaratustra, a Zaratustra
el ateo...
****
TRATADO TERCERO
¿Qué significan los ideales ascéticos?
Despreocupados, irónicos, violentos
así nos quiere la sabiduría: es una mujer, ama
siempre únicamente a un guerrero... Así habló Zaratustra
1
¿Qué significan los ideales ascéticos? Entre artistas, nada o demasiadas cosas diferentes; entre filósofos y personas
doctas, algo así como un olfato y
un instinto para percibir las condiciones más favorables de
una espiritualidad elevada; entre
mujeres, en el mejor de los casos, una amabilidad más de la seducción, un poco de morbidezza [morbidez]
sobre una carne hermosa, la angelicidad
de un bello animal grueso; entre gentes fisiológicamente lisiadas y destempladas (la mayoría de los mortales), un
intento de encontrarse «demasiado
buenas» para este mundo, una forma sagrada de desenfreno, su principal recurso en la lucha contra el lento
dolor y contra el aburrimiento; entre
sacerdotes, la auténtica fe sacerdotal, su mejor instrumento de poder, y también la «suprema» autorización para el
mismo; finalmente, entre santos, un
pretexto para el letargo invernal, su novissima gloriae cupido [novísima
avidez de gloria], su descanso en la
nada («Dios»), su forma peculiar de locura.
Ahora bien, en el hecho de que el ideal ascético haya
significado tantas cosas para el hombre
se expresa la realidad fundamental de la voluntad humana, su horror vacui [horror al vacío]: esa voluntad
necesita una meta y prefiere
querer la nada a no querer.
¿Se me entiende?... ¿Se me ha entendido?... «¡De ninguna manera, señor!» Comencemos, pues, desde el principio.
2
¿Qué significan los ideales ascéticos? O para tomar un solo caso con respecto al cual se me ha consultado con
bastante frecuencia, ¿qué significa,
por ejemplo, el que un artista como Richard Wagner rinda
homenaje a la castidad en los días de su
vejez? Es verdad que, en cierto sentido, eso lo hizo siempre; pero sólo en el último momento lo hizo
en un sentido ascético. ¿Qué significa
esa modificación del «sentido», ese radical cambio de sentido? pues fue un cambio, y con él Wagner dio
directamente el salto a su antítesis. ¿Qué
significa que un artista dé el salto a su antítesis?... Supuesto que
queramos detenernos un poco en esta
cuestión, nos viene aquí en seguida el recuerdo de la época más buena, más fuerte, más jubilosa,
más valerosa que hubo tal vez en la vida
de Wagner: fue cuando el pensamiento de las bodas de Lutero le
ocupaba de una manera íntima y profunda. ¿Quién sabe de qué
azares ha dependido propiamente el que
nosotros tengamos hoy, en lugar de aquellá
música nupcial, L
os maestros cantores? ¿Y cuánto de aquélla sigue quizá resonando todavía en éstos? Pero no hay
ninguna duda de que, aun en esas Bodas
de Lutero, se habría tratado de un elogio de la castidad. También, de todos modos, de un elogio de la sensualidad: y justo así me parecería bien, justo así habría sido ello también «wagneriano».
Pues entre castidad y sensualidad no se
da una antítesis necesaria; todo buen matrimonio, toda auténtica relación amorosa de corazón está por
encima de esa antítesis. A mi parecer,
Wagner habría hecho bien en llevar de nuevo al ánimo de sus alemanes esta agradable realidad, con ayuda
de una graciosa y atrevida comedia sobre
Lutero, pues hay y ha habido siempre entre los alemanes muchos calumniadores de la sensualidad; y
acaso el mérito de Lutero en ninguna
otra cosa fue más grande que en haber tenido cabalmente el valor de su sensualidad (entonces se la llamaba, con
bastante delicadeza, «libertad
evangélica...»). Pero aun en el caso de que exista realmente esa
antítesis entre castidad y sensualidad,
no es necesario, por fortuna, que sea ya una antítesis trágica. Esto debería valer al menos de todos
los mortales dotados de mejor
constitución, dotados de mejores ánimos, los cuales están lejos de
contar sin más, entre las razones
contrarias a la existencia, su lábil equilibrio entre «la bestia y el ángel», los más sutiles y los más
lúcidos, como Goethe, como Hafis, han visto incluso en esto un atractivo más de
la vida. Precisamente tales «contradicciones» tientan seductoramente a
existir... Por otro lado, resulta manifiesto que cuando los cerdos lisiados son
llevados a adorar la castidad ¡y tales cerdos existen! ven y adoran en ella
sólo su antítesis, la antítesis del cerdo lisiado ¡oh, es fácil imaginar con
qué trágico gruñido y fervor lo hacen!, aquella penosa y superflua antítesis que
Richard Wagner, al final de su vida, quiso, sin ninguna duda, poner todavía en
música y llevar a la escena. Mas ¿con qué finalidad? es lícito y justo
preguntar. Pues ¿qué le importaban a él los cerdos, qué nos importan a
nosotros?
3
Es cierto que aquí no podemos eludir esta otra pregunta:
¿qué le importaba a él en realidad aquella varonil (ay, tan poco varonil)
«candidez campesina», aquel pobre diablo, aquel agreste muchacho llamado
Parsifal, al que acabó por hacer católico con medios tan pérfidos? ¿cómo?, ¿fue
tomado en serio en absoluto el tal Parsifal? Se podría, en efecto, estar
tentado a suponer lo contrario, e incluso a desearlo, que el Parsifal
wagneriano estuviese tomado en broma, como epílogo y como drama satírico, por
así decirlo, con el cual el
Wagner trágico habría querido despedirse de nosotros,
también de sí mismo, y an
te todo de la tragedia, de una manera realmente conveniente
y digna de él, a saber, con un exceso de suprema y traviesísima parodia de lo
trágico, parodia de toda la espantosa seriedad y desolación terrenas de otro
tiempo, parodia de la forma más grosera finalmente superada, que hay en la
antinaturaleza del ideal ascético. Como he dicho, esto hubiera sido cabalmente
digno de un gran trágico; el cual, como todo art
ista, alcanza la última cumbre de su grandeza tan sólo
cuando sabe verse a sí mismo y a su arte por debajo de sí, cuando sabe reírse de
sí. ¿Es el «Parsifal» de Wagner su secreto reírse, por superioridad, de sí
mismo, el triunfo de su última, suprema, conquistada libertad de artista, de su
másallá del artista? Quisiér
amos desearlo, como ya he dicho: pues ¿qué sería el
Parsifal tomado en serio? ¿Es realmente necesario ver en él (como se ha dicho
en contra mía) «el engendro de un enloquecido odio contra el conocimiento, el
espíritu y la sensualidad»? ¿Una maldición lanzada contra los sentidos y contra
el espíritu en un único odio y un único aliento? ¿Una apostasía y una
conversión a los ideales cristianamente morbosos y oscurantistas? ¿Y, en fin,
incluso un negarseasímismo, un borrarseasímismo por parte de un artista que
hasta ese instante había pretendido, con todo el poder de su voluntad, lo
contrario, es decir, la suprema espiritualización y sensualización de su arte?
Y no sólo de su arte: también de su vida. Recuérdese el entusiasmo con que, en
su tiempo, siguió Wagner las huellas del filósofo Feuerbach: en los años
treinta y cuarenta la frase de Feuerbach acerca de la «sana sensualidad» resonó
para Wagner, igual que para muchos alemanes (se llamaban a sí mismos los
«jóvenes alemanes»), como una palabra de redención. ¿Acabó Wagner por cambiar
de doctrina sobre esto? Pues al menos parece que acabó por querer enseñar lo
opuesto... Y no sólo con las trompetas de Parsifal, desde lo alto del
escenario: en la turbia actividad literaria de sus últimos años, tan poco libre
como desconcertada, hay cien pasajes en los que se delatan un secreto deseo y
una secreta voluntad, una acobardada, insegura, inconfesada voluntad de predicar
propiamente la vuelta atrás, la conversión, la negación, el cristianismo, la
Edad Media, y de decir a sus discípulos: «¡Todo esto no es nada! ¡Buscad la
salvación en otra parte!» Incluso en una ocasión es invocada la «sangre del
Redentor...».
4
Permítaseme expresar mi opinión en un caso como éste, que
encierra muchas cosas penosas y se trata
de un caso típico: sin duda lo mejor que puede
hacerse es separar hasta tal punto al artista de su obra
que no se le tome a aquél con igual
seriedad que a ésta. En última instancia él es tan sólo la
condición preliminar de su obra, el seno materno, el
terreno, a veces el abono y el estiércol
sobre el cual y del cual crece aquélla,
y por esto es, en la mayor parte
de los casos, algo que se debe olvidar si se quiere gozar de la obra
misma. El indagar la procedencia de una obra interesa a los
fisiólogos y vivisectores del espíritu:
¡nunca y en ningún caso a los estetas, a los artistas!
Al que creó y plasmó el Parsifal no se le excusó el trabajo
de un profundo, radical e incluso
terrible revivir y descender a los contrastes anímicos medievales, un hostil apartamiento de toda
elevación, rigor y disciplina del
espíritu, una especie de perversidad intelectual (si se me permite la
expresión), de igual manera que tampoco
a una mujer encinta se le ahorran los ascos y
antojos del embarazo: cosas éstas que, como se ha dicho, hay que olvidar
para gozar del hijo. Debemós guardarnos
de la confusión en que por contiguity
[contigüidad] psicológica, para decirlo igual que los ingleses, muy
fácilmente cae un artista: la de creer
que él mismo es aquello que él puede representar, concebir, expresar. En realidad ocurre que,
si él lo fuera, no lo podría en absoluto
representar, concebir, expresar; Homero no habría creado a Aquiles
ni Goethe habría creado a Fausto, si el primero hubiera
sido Aquiles, y el segundo, Fausto. Un
artista perfecto y total está apartado, por toda la
eternidad, de lo «real», de lo efectivo; se comprende, por
otra parte, que a
veces pueda sentirse cansado hasta la desesperación de esa
eterna «irrealidad» y falsedad de su más
íntimo existir, y que entonces haga el intento de irrumpir de golpe en lo que justo a él más prohibido
le está, en lo real, que haga el intento
de ser real. ¿Con qué resultado? Se lo habrá adivinado... Es ésta la veleidad típica del artista: la misma
veleidad a la que también sucumbió el
viejo Wagner y que tuvo que expiar a un precio tan alto y de un modo
tan funesto (a causa de ella perdió la
parte más valiosa de sus amigos). Pero en
última instancia, aun prescindiendo totalmente de esa veleidad, ¿quién
podría en absoluto no desear, por amor
al mismo Wagner, que se hubiera despedido
de nosotros y de su arte de otro modo, no con un Parsifal,
sino de una manera más victoriosa, más
segura de sí, más wagneriana de una manera menos desconcertante, menos ambigua en lo referente
a todo su querer, menos schopenhaueriana,
menos nihilista?...
5
¿Qué significan, pues, los ideales ascéticos? En el caso de
un artista, ya lo hemos comprendido: ¡absolutamente nada!... ¡O tantas cosas
distintas, que es lo mismo que absolutamente nada!... Eliminemos por de pronto
a los artistas: ¡no tienen, ni de lejos, suficiente independencia en el mundo y
contra el mundo como para que sus apreciaciones de valor y los cambios de éstas
mereciesen interés en sí! Los artistas han sido en todas
las épocas los ayudas
de cámara de una moral, o de una filosofía, o de una
religión; prescindiendo totalmente, por otro
lado, del hecho de que, por desgracia, han sido muy a menudo los demasiado maleables cortesanos de
sus seguidores y mecenas, así como
perspicaces aduladores de poderes antiguos o de poderes nuevos y ascendentes. Cuando menos, siempre tienen
necesidad de una defensa protectora, de
un apoyo, de una autoridad ya asentada: los artistas no se sostienen nunca de por sí, el estar solos va
en contra de sus instintos más hondos.
Así, por ejemplo, Richard Wagner, «cuando hubo llegado el tiempo», tomó al filósofo Schopenhauer como jefe de
fila y como defensa protectora: ¿quién
podría considerar imaginable siquiera que Wagner habría tenido valor para defender un ideal ascético sin el sostén
que le ofrecía la filosofía de
Schopenhauer, sin la autoridad de Schopenhauer, la cual había
adquirido preponderancia en Europa en
los años setenta? (y aquí no consideramos
todavía la cuestión de sí, en la Nueva Alemania, habría
sido posible en
absoluto un artista sin la leche de una disposición de
ánimo devota, devota del Reich). Y con
esto hemos llegado a la cuestión más seria: ¿qué significa que rinda homenaje al ideal ascético un verdadero
filósofo, un espíritu realmente asentado
en sí mismo como Schopenhauer, un hombre y un caballero de broncínea mirada, que tiene el valor de ser
él mismo, que sabe estar solo y no
espera a jefes de fila ni a indicaciones venidas de arriba? Examinemos aquí en seguida la notable y, para cierta especie de
hombres, incluso fascinante
posición de Schopenhauer respecto al arte; pues,
evidentemente, fue sobre
todo a causa de ésta por lo que Richard Wagner se pasó a
Schopenhauer (persuadido a ello por un poeta,
como es sabido, por Herwegh), y esto hasta el
punto de que surgió una completa contradicción teórica entre su anterior
y su posterior fe estética, la primera
expresada, por ejemplo, en ópera y drama, y la
última, en los escritos que publicó a partir de 1870. En especial, y
esto es lo
que tal vez más sorprende, Wagner modifica sin la más
mínima consideración, a partir de ahora,
su juicio sobre el valor y la posición de la música misma:
¡qué le importaba el que hasta entonces hubiese hecho de
ella un medio, un medium, una «mujer»,
que para florecer necesitaba absolutamente de una finalidad, de un hombre es decir, del drama!
De un golpe comprendió que se podía
hacer más in majorem musicae gloriara [para mayor gloria de la música] con la teoría y la innovación de
Schopenhauer, es decir, con la soberanía
de la música, tal como éste la entendía:
la música situada aparte frente a todas las
demás artes, la música como el arte independiente en sí, no ofreciendo,
como aquéllas, reproducciones de la
fenomenalidad, antes bien hablando el lenguaje
de la voluntad misma, brotando directamente del «abismo», como a
revelación más propia, más originaria,
más inderivada de éste. Con este extraordinario
aumento de valor de la música, que parecía brotar de la filosofía de Schopenhauer, también el músico mismo aumentó
inauditamente de precio de
un modo repentino: a partir de ahora se convirtió en un
oráculo, en un sacerdote, e incluso más
que un sacerdote, en una especie de portavoz del «ensí» de las cosas, en un teléfono del más
allá en adelante ya no recitaba sólo
música, este ventrílocuo de Dios, recitaba metafísica: ¿qué puede
extrañar el que un día terminase por
recitar ideales ascéticos?...
6
Schopenhauer se sirvió de la concepción kantiana del
problema estético, aunque es del todo
cierto que no lo contempló con ojos kantianos. Kant
pensaba que hacía un honor al arte dando la preferencia y
colocando en el primer plano, entre los
predicados de lo bello, a los predicados que constituyen la honra del conocimiento: impersonalidad y
validez universal. No es éste el sitio
adecuado para discutir si, en lo principal, no era esto un error; lo único
que quiero subrayar es que Kant, al igual que todos los
filósofos, en lugar de enfocar el
problema estético desde las experiencias del artista (del creador), reflexionó sobre el arte y lo bello a partir
únicamente del «espectador» y, al
hacerlo, introdujo sin darse cuenta al «espectador» mismo en el
concepto «bello». ¡Pero si al menos ese
«espectador» les hubiera sido bien conocido a
los filósofos de lo bello! quiero decir, ¡conocido como un
gran hecho y una
gran experiencia personales, como una plenitud de
singularísimas y poderosas vivencias,
apetencias, sorpresas, embriagueces en el terreno de lo bello! Pero me temo que ocurrió siempre lo contrario: y
así, ya desde el mismo comienzo, nos dan
definiciones en las que, como ocurre en aquella famosa que Kant da
de lo bello, la ausencia de una más delicada experiencia
propia se presenta c
on la figura de un
gordo gusano de error básico. «Es bello, dice Kant, lo que agrada desinteresadamente».
¡Desinteresadamente! Compárese con esta
definición aquella otra expresada por un verdadero «espectador» y artista Stendhal, que llama en una ocasión a lo bello
une promesse de bonheur [una promesa de
felicidad]. Aquí queda en todo caso repudiado y eliminado justo aquello que Kant destaca con exclusividad en
el estado estético: le désintéressement
[el desinterés]. ¿Quién tiene razón, Kant o Stendhal?
Aunque es cierto que nuestros estéticos no se cansan de
poner en la balanza,
en favor de Kant, el hecho de que, bajo el encanto de la
belleza, es posible co
ntemplar «desinteresadamente» incluso estatuas femeninas
desnudas, se nos permitirá que nos
riamos un poco a costa suya: las experiencias de los artistas son, con respecto a este escabroso punto,
«más interesantes», y Pigmalión, en todo
caso, no fue necesariamente un «hombre antiestético». ¡Pensemos tanto mejor de la inocencia de nuestros estéticos,
reflejada en tales argumentos,
consideremos, por ejemplo, como algo que honra a Kant lo que sabe
enseñarnos, con la ingenuidad propia de un cura de aldea,
sobre la
peculiaridad de sentido del tacto!. Y aquí volvemos a
Schopenhauer, que tuv
o con las artes una
vinculación completamente distinta que Kant y que, sin embargo, no se libró del sortilegio de la
definición kantiana: ¿cómo ocurrió esto?
El asunto es bastante extraño: la expresión «desinteresadamente» Schopenhauer la interpretó para el mismo de
una manera personalísima,
partiendo de una
experiencia que, en él, tuvo que ser de las más normales. Sobre pocas cosas habla Schopenhauer con
tanta seguridad como sobre el efecto de
la contemplación estética: le atribuye un efecto contrarrestador precisamente del «interés» sexual, es decir,
parecido al de la lulupina y el
alcanfor, y nunca se cansó de ensalzar, como la gran ventaja y utilidad
del estado estético, ese liberarse de la
«voluntad». Más aún, se podría estar
tentado a preguntar si su concepción básica de Voluntad y
representación, el pensamiento de que
tan sólo por medio de la «representación» puede haber
una liberación de la «voluntad», no tuvo su origen en una
generalización de aquella
experiencia sexual.
(Digamos de pasada que, en todas las cuestiones
referentes a la filosofía schopenhaueriana, no debe olvidarse que se
trata de la concepción de un joven de
veintiséis años; de tal manera que esa filosofía no participa sólo de lo específico de
Schopenhauer, sino también de lo específico
de esa edad de la vida.) Oigamos, por ejemplo, uno de los pasajes
más expresivos entre los innumerables
escritos por él a honra del estado estético
(El mundo como voluntad y representación, I, 231), escuchemos
el tono, el sufrimiento, la felicidad,
el agradecimiento con que han sido dichas las
siguientes palabras. «Este es el estado indoloro que Epicuro ensalzaba
como el bien supremo y como el estado
propio de los dioses; en ese instante estamos
sustraídos al ruin acoso de la voluntad, celebramos el sábado del
trabajo forzado del querer, la rueda de
Ixión se detiene...» ¡Qué vehemencia de las
palabras! ¡Qué imágenes del tormento y del largo hastío! ¡Qué
contraposición casi patológica de
tiempos entre «ese instante», por un lado, y, por otro, la «rueda de Ixión», el «trabajo forzado del
querer», el «ruin acoso de la
voluntad»! Pero suponiendo que
Schopenhauer tuviese cien veces razón en lo
que respecta a su persona, ¿qué se habría logrado con esto para la
comprensión de la esencia de lo bello?
Schopenhauer ha descrito un solo efecto de lo bello,
el efecto calmante de la voluntad, pero ¿es éste siquiera un efecto normal? Stendhal, como hemos dicho, naturaleza no
menos sensual, pero de
constitución más feliz que Schopenhauer, destaca otro
efecto de lo bello: «
lo bello promete la
felicidad», a él le parece que lo que de verdad acontece es precisamente la excitación de la voluntad
(«del interés») por lo bello. ¿Y no se
le podría, en fin, objetar al mismo Schopenhauer que él no tiene ningún
derecho a creerse kantiano en esto, que no entendió en
absoluto kantianamente la definición
kantiana de lo bello, que también a él
lo bello le agrada por un «interés»,
incluso por el interés del torturado que escapa a su tortura?... Y
volviendo a nuestra primera pregunta, «¿qué significa que
un filósofo rinda homenaje al ideal
ascético?», obtenemos aquí al menos una primera
indicación: quiere escapar a una tortura.
7
Guardémonos de poner en seguida rostros lúgubres al oír la
palabra «tortura»: precisamente en este
caso es bastante lo que hay que descontar, lo
que hay que restar,
queda incluso algo de qué reír. Ante todo no
infravaloremos la circunstancia de que Schopenhauer, que de
hecho trata como a un enem
igo personal a la sexualidad (incluido su instrumento, la
mujer, ese instrumentum diaboli
[instrumento del diablo] ), necesitaba enemigos para conservar su buen humor; de que le gustaban
las palabras furibundas, biliosas,
verdinegras; de que se encolerizaba por el gusto de encolerizarse, por
pasión;
de que habría enfermado, se habría vuelto pesimista ( pues
no lo era, aunque lo deseaba mucho), sin
sus enemigos, sin Hegel, la mujer, la sensualidad, y toda
la voluntad de existir, de quedarse. De lo contrario,
Schopenhauer no se
hubiera quedado, sobre esto se puede apostar, habría escapado:
pero sus enemigos le tenían sujeto, sus
enemigos le seducían una y otra vez a existir, su cólera era para él, al igual que para los
cínicos de la Antigüedad, su bálsamo,
su alivio, su recompensa, su remedium contra la náusea, su
felicidad. Esto en
lo que respecta a lo más personal del caso de Schopenhauer;
por otro lado, hay en él todavía algo
típico, y aquí es donde volvemos de
nuevo a nuestro problema. Es indiscutible
que, desde que hay filósofos en la tierra, y en todos los lugares en que los ha habido (desde la
India hasta Inglaterra, para tomar los
dos polos opuestos de la capacidad para la filosofía), existen una
auténtica irritación y un auténtico
rencor de aquéllos contra la sensualidad
Schopenhauer es tan sólo el más elocuente y, si se tiene
oídos para escuchar, también el más
arrebatador y fascinante de esos desahogos; igualmente existen una auténtica parcialidad y una auténtica
predilección de los filósofos por el
ideal ascético en su totalidad, esto es cosa sobre la cual y frente a la
cual no debemos hacernos ilusiones.
Ambas cosas forman parte del tipo, como hemos
dicho; y si ambas faltan en un filósofo, entonces éste no pasa de ser
estése seguro de ello un filósofo «por
así decirlo». ¿Qué significa esto? Pues hay que
empezar por interpretar tal hecho: en sí está ahí tontamente por toda
la eternidad, como toda «cosa en sí».
Todo animal, y por tanto también la bête
philosophe [el animal filósofo], tiende instintivamente a conseguir un
optimum de las condiciones más favorables en que poder
desahogar del todo
su fuerza, y alcanza su maximum en el sentimiento de poder;
todo animal, de manera asimismo
instintiva, y con una finura de olfato que «está por encima
de toda razón», siente horror frente a toda especie de
perturbaciones y de impedimentos que se le
interpongan o puedan interponérsele en este camino hacia el optimum ( de lo que hablo no es de
su camino hacia la «felicidad», sino de
su camino hacia el poder, hacia la acción, hacia el más poderoso hacer, y, de hecho, en la mayoría de los casos, su
camino hacia la infelicidad). Y así
el filósofo siente horror del matrimonio y de todo aquello
que pudiera persuadirle a
contraerlo, el matrimonio como obstáculo
y fatalidad en su camino hacia el
optimum. ¿Qué gran filósofo ha estado casado hasta ahora? Heráclito, Platón, Descartes, Spinoza,
Leibniz, Kant, Schopenhauer no lo estuvieron; más aún, ni siquiera podemos imaginarlos
casados. Un filósofo casado es un
personaje de comedia, ésta es mi tesis: y por lo que se refiere a aquella excepción, Sócrates, parece que el
malicioso Sócrates se casó ironice [por
ironía], justamente para demostrar está tesis. Todo filósofo diría lo
mismo que dijo Buda en una ocasión,
cuando le anunciaron el nacimiento de un hijo.
«Me ha naci
do Ráhula, una cadena ha sido forjada para mí» (Ráhula
significa aquí «un pequeño demonio»); a
todo «espíritu libre» tendría que llegarle una
hora de reflexión, suponiendo que haya tenido antes una hora vacía
de pensamientos, como le llegó en otro
tiempo al mismo Buda «estrecha y
oprimida, pensaba para sí, es la vida en la casa, un lugar de impureza;
la libertad está en abandonar la casa»:
«tan pronto como pensó esto abandonó la
casa». En el ideal ascético están insinuados tantos puentes hacia
la independencia, que un filósofo no
puede dejar de sentir júbilo y aplaudir en su
interior al escuchar la historia de todos aquellos hombres decididos que
un día dijeron no a toda sujeción y se
marcharon a un desierto cualquiera: aun dando
por supuesto que no fueran más que asnos fuertes y todo lo contrario de
un espíritu fuerte. ¿Qué significa,
pues, el ideal ascético en un filósofo? Mi
respuesta hace tiempo que se la habrá adivinado es: al contemplarlo el
filósofo sonríe a un optimum de
condiciones de la más alta y osada espiritualidad, con
ello no niega «la existencia», antes bien, en ello afirma su existencia
y sólo su existencia, y esto acaso hasta
el punto de no andarle lejos este deseo criminal: pereat mundus, fiat philosophia fiat
philosophus, fiam!.. [perezca el mundo,
hágase la filosofía, hágase el filósofo, hágame yo.]
8
¡Ya se ve que estos filósofos no son testigos y jueces
incorruptos del valor del ideal
ascético! Piensan en sí mismos, ¡qué les
importa a ellos «el santo»! Piensan en
lo que precisamente a ellos les resulta lo más indispensable: estar libres de coerción, perturbación, ruido, de
negocios, deberes, preocupaciones;
lucidez en la cabeza; danza, salto y vuelo de los pensamientos, un aire
puro,
claro, libre, seco, como lo es el aire de las alturas, en
el que todo ser animal se vuelve más espiritual
y le brotan alas; tranquilidad en todos los subterráneos; todos los perros bien atados a la cadena;
ningún ladrido de enemistad y de hirsuto
rencor; ningún roedor gusano de ambición ofendida; vísceras modestas y sumisas, diligentes cual ruedas de molino,
pero lejanas; el corazón, extraño, en el
más allá, futuro, póstumo, en
definitiva, al pensar en el ideal ascético los
filósofos piensan en el jovial ascetismo de un animal divinizado y al
que le
han brotado alas, y que, más que descansar sobre la vida,
vuela sobre ella. Es sabido cuáles son
las tres pomposas palabras del ideal ascético: pobreza, humildad, castidad; y ahora mírese de cerca
la vida de todos los espíritus grandes,
fecundos, inventivos, siempre se volverá
a encontrar en ella, hasta cierto grado,
esas tres cosas. En modo alguno, ya se entiende, como si fueran acaso sus «virtudes» ¡qué tiene que ver con
virtudes esa especie de hombres!, sino
como las condiciones más propias y más naturales de su existencia
óptima, de su más bella fecundidad. Aquí es del todo
posible, desde luego, que su espiritualidad
dominante haya tenido que poner freno por lo pronto a un indomable y excitable orgullo o a una
traviesa sensualidad, o que a aquélla le
haya costado bastante mantener en pie su voluntad de «desierto», acaso
frente
a una inclinación al lujo y a lo más rebuscado, y asimismo
frente a una pró
diga liberalidad de
corazón y de mano. Pero aquella espiritualidad lo hizo, justamente en cuanto era el instinto
dominante que imponía sus exigencias a
todos los demás instintos y lo continúa haciendo; si no lo hiciera, no
dominaría, en efecto. Nada, pues, hay aquí de «virtud». Por
lo demás, el «desierto» de que acabo de
hablar, al que se retiran y en el que se aíslan los espíritus fuertes, de naturaleza
independiente ¡oh, qué aspecto tan
distinto ofrece del desierto con que
sueñan los doctos! a veces, en efecto, estos
mismos, esos doctos son el desierto. Y lo seguro es que
ninguno de los comediant
es del espíritu resistió en absoluto en él, ¡para ellos no es bastante romántico,
bastante sirio, no
es bastante desierto de teatro! De todos modos,
tampoco en él faltan camellos: pero a esto se reduce toda la semejanza.
Una oscuridad arbitraria, tal vez; un
evitarse a sí mismo; una esquivez frente al
ruido, la veneración, el periódico, la influencia; un pequeño oficio,
una vida corriente, algo que, más bien
que sacar a la luz, oculte; un tratar de vez en
cuando con inofensivos y alegres animales y pájaros, cuya visión recrea;
como compañía, una montaña, pero no
muerta, sino una montaña con ojos (es decir,
con lagos); y aun a veces un cuarto en una fonda abierta a todo el
mundo, abarrotada, en la que uno está
seguro de ser confundido con otro y en la que
puede hablar impunemente con cualquiera,
esto es aquí «desierto»: ¡oh, es
bastante solitario, creedme! Cuando Heráclito se retiró a las tierras
libres y a
las columnatas del inmenso templo de Artemisa este
«desierto» era más digno, lo admito;
¿por qué nos faltan hoy tales templos? (tal vez no nos falten: acabo de acordarme de mi más bello cuarto de
estudio, la Piazza di San Marco,
suponiendo que sea en primavera, y además por la mañana,
las horas de 10 a 12). Pero aquello de
lo que Heráclito huía continúa siendo lo mismo de lo que nosotros nos apartamos ahora: el ruido y la
charlatanería de demócratas de los
efesios, su política, sus novedades del Reich (de Persia, ya se
entiende), su chismorrería del
«hoy», pues nosotros los filósofos
necesitamos sobre todo calma de una
cosa: de todo «hoy». Veneramos lo callado, lo frío, lo noble, lo lejano, lo pasado, en general todo aquello
cuyo aspecto no obliga al alma a
defenderse y a cerrarse, algo con lo que se pueda hablar sin elevar la
voz. Escúchese el sonido que tiene un
espíritu cuando habla: todo espíritu tiene su
sonido, ama su sonido. Ese de ahí, por ejemplo, tiene que ser
necesariamente un agitador, quiero decir
una cabeza hueca, una cazuela vacía: todo lo que en ella entra, sea lo que sea, sale de allí con
un sonido sordo y grueso, cargado
con el eco del gran vacío. Aquel de allí rara es la vez que
no habla con voz ronca: ¿acaso se ha
puesto ronco pensando? Sería posible pregúntese a los fisiólogos, pero quien piensa en palabras,
piensa como orador y no como pensador (deja
ver que, en el fondo, no piensa cosas, hechos, sino que piensa sólo a propósito de cosas, que propiamente se
piensa a sí y a sus oyentes). Aquel
tercero de allá habla de manera insinuante, se nos acerca demasiado, su aliento llega hasta nosotros, cerramos
involuntariamente la boca, aunque
aquello a través de lo cual nos hable sea un libro: el sonido de su
estilo nos da la razón de ello, no tiene tiempo, cree mal en sí mismo, o
habla hoy o no hablará ya nunca. Pero un
espíritu que esté seguro de sí mismo habla quedo; busca el ocultamiento, se hace esperar. A un
filósofo se le reconoce en que se aparta
de tres cosas brillantes y ruidosas: la fama, los príncipes y las mujeres: con lo cual no se ha dicho que estas cosas no
vengan a él. Se recata de la luz
demasiado intensa; por ello se recata de su época y del «día» de ésta.
En esto
es como una sombra: cuanto más se hunde el sol, tanto más
grande se vuelve ella.
En lo que se refiere a su «humildad», el filósofo, al igual
que soporta lo oscuro, así soporta
también una cierta dependencia y eclipsamiento: más aún, teme la perturbación causada por el rayo, se
aparta con terror de la indefensión
propia de un árbol demasiado solitario y abandonado, sobre el que todo
mal tiempo descarga su ma
l humor, y todo mal humor descarga su mal tiempo. Su instinto «maternal», el amor secreto a
aquello que en él germina, lo empuja a
situaciones en que se le exonere de pensar en sí; en el mismo sentido en
que el instinto materno que hay en la
mujer ha mantenido hasta ahora la situación de
dependencia de ésta en general. En última instancia, estos filósofos
piden muy poco, su divisa es «quien
posee, es poseído» : y ello, tengo que repetirlo una y otra vez, no por virtud, no por una meritoria
voluntad de sobriedad y de sencillez,
sino porque su supremo señor así lo exige de ellos, lo exige sabia e inexorablemente: él sólo tiene en cuenta una
única cosa, y únicamente para
ella recoge, únicamente para ella ahorra todo lo demás, el
tiempo, la fuerza, el amor, el interés.
A este tipo de hombres no les gusta ser perturbados por
enemistades, y tampoco por amistades: fácilmente olvidan o
perdonan.
Piensan que es de mal gusto hacerse los mártires; «sufrir
por la verdad» eso lo dejan para los ambiciosos y para los héroes
de escenario del espíritu y para
todo el que tenga tiempo de sobra (ellos mismos, los
filósofos, tienen algo que hacer por la
verdad). Hacen escaso uso de grandes palabras; se dice que la misma palabra «verdad» les repugna: suena
demasiado ampulosamente... Por fin, en
lo que se refiere a la castidad de los filósofos, esta especie de
espíritus tiene evidentemente su
fecundidad en algo distinto de los hijos; acaso está en otro lugar también la pervivencia de su
nombre, su pequeña inmortalidad (en
la antigua India los filósofos se expresaban de manera más inmodesta
aún, «¿para qué ha de tener
descendientes aquel cuya alma es el mundo?»). No hay en esto nada de una castidad nacida de algún
escrúpulo ascético o de odio contra los
sentidos, de igual manera que no es castidad el que un atleta o un jockey se abstengan de las mujeres: antes
bien, así lo quiere, al menos para los tiempos
del gran embarazo, su instinto dominante. Todo artista sabe que, en estados de gran tensión y preparación
espiritual, el dormir con mujeres
produce un efecto muy nocivo; los más poderosos entre
ellos, los de instintos más seguros, no
necesitan, para saberlo, hacer la experiencia, la mala experiencia, sino que es cabalmente su
instinto «maternal» el que aquí dispone
sin consideración alguna, en provecho de la obra en gestación, de todas
las demás reservas y aflujos de fuerza,
del vigor de la vida animal: la fuerza
mayor consume entonces a la fuerza menor. Por lo demás, explíquese
el caso antes mencionado de Schopenhauer
según esta interpretación: la visión de lo
bello actuaba en él evidentemente como estímulo liberador sobre la
fuerza principal de su naturaleza (la
fuerza de la reflexión y de la mirada penetrante); de tal manera que entonces ésta explotaba y
de un golpe se enseñoreaba de la
conciencia. Con esto no se pretende excluir en absoluto la posibilidad
de que aquella peculiar dulzura y
plenitud propias del estado estético tengan acaso su origen precisamente en el ingrediente
«sensualidad» (de igual manera que es
de esa fuente de donde brota aquel «idealismo» que es
propio de las
muchachas casaderas) y, por tanto, la sensualidad no queda
eliminada cuando aparece el estado
estético, como creía Schopenhauer, sino que únicamente se transfigura y no penetra en la conciencia ya
como estímulo sexual. (Sobre este punto
de vista volveré otra vez, en conexión con problemas más delicados de
la fisiología de la estética, ciencia tan intacta, tan poco
explorada hasta hoy.)
9
Como hemos visto, un cierto ascetismo, una dura y serena
renuncia hecha del mejor grado, se cuentan entre las condiciones más favorables
de la
espiritualidad altísima y también entre las consecuencias
más naturales de ésta; por ello, de antemano no extrañará que el ideal ascético
haya sido tratado siempre con una cierta parcialidad a su favor precisamente
por los filósofos. En un examen histórico serio se pone incluso de manifiesto
que el vínculo entre ideal ascético y filosofía es aún mucho más estrecho y
riguroso. Podría decirse que sólo apoyándose en los andadores de ese ideal es como
la filosofía aprendió en absoluto a dar sus primeros pasos y pasitos en la tierra
¡ay, tan torpe aún, ay, con cara tan descontenta, ay, tan pronta a caerse y a
quedar tendida sobre el vientre, esta pequeña y tímida personilla mimosa, de
torcidas piernas! A la filosofía le ocurrió al principio lo mismo que a todas
las cosas buenas, durante mucho tiempo éstas no tuvieron el valor de afirmarse
a sí mismas, miraban en torno suyo por si alguien quería venir en su ayuda, más
aún, tenían miedo de todos los que las miraban. Enumérense una a una todas las
pulsiones y virtudes del filósofo su pulsión dubitativa, su pulsión negadora,
su pulsión expectativa («eféctica»), su pulsión analítica, su pulsión
investigadora, indagadora, atrevida, su pulsión comparativa, compensadora, su
voluntad de neutralidad y objetividad, su voluntad de actuar siempre sine ira
et studio [sin ira ni parcialidad] : tse ha comprendido ya bien que todas esas
pulsiones salieron, durante larguísimo tiempo, al encuentro de las primeras
exigencias de la moral y de la conciencia? (para no decir nada de la razón en
cuanto tal, a la que todavía Lutero gustaba de llamar Señora Sabia, la sabia
prostituta). ¿Se ha comprendido ya bien que un filósofo, si hubiera cobrado
conciencia de sí, habría tenido que sentirse precisamente como la encarnación
del nitimur in vetitum [nos lanzamos hacia lo vedado] y, en consecuencia, se
guardaba de «sentirse a sí mismo», de cobrar conciencia de
sí? Como hemos dicho,
esto es lo que
ocurre con todas las cosas buenas de que hoy estamos orgullosos; incluso medido con el metro de
los antiguos griegos, todo nuestro ser
moderno, en cuanto no es debilidad, sino poder y consciencia de poder, se presenta como pura hybris [orgullo sacrílego]
e impiedad: pues justo las cosas
opuestas a
las que hoy nosotros
veneramos son las que durante un tiempo
larguísimo, han tenido la conciencia a su favor y a Dios como su
custodio. Hybris es hoy toda nuestra
actitud con respecto a la naturaleza, nuestra
violentación de la misma con ayuda de las máquinas y de la tan
irreflexiva inventiva de los técnicos e
ingenieros; hybris es hoy nuestra actitud con
respecto a Dios, quiero decir, con respecto a cualquier presunta tela de
araña de la finalidad y la eticidad
situadas por detrás del gran tejidored de la
causalidad nosotros podríamos
decir, como decía Carlos el Temerario en su
lucha con Luis XI, je combats funiverselle araignée [yo lucho contra la
araña universal] ; hybris es nuestra
actitud con respecto a nosotros, pues
con nosotros hacemos experimentos que no
nos permitiríamos con ningún animal, y,
satisfechos y curiosos, nos sajamos el alma en carne viva: ¡qué nos
importa ya a nosotros la «salud» del
alma! A continuación nos curamos a nosotros
mismos: estar enfermo es instructivo, no dudamos de ello,
más instructivo aún que estar sano, quienes nos ponen enfermos nos parecen hoy
más necesarios incluso que cualesquiera
curanderos y «salvadores». Nosotros nos violentamos ahora a nosotros mismos, no hay duda, nosotros
cascanueces del alma,
nosotros problematizadores y problemáticos, como si la vida
no fuese otra
cosa que cascar nueces, justo por ello, cada día tenemos
que volvernos, por necesidad, más
problemáticos aún, más dignos de problematizar, ¿y
justamente por ello, tal vez, más dignos también de
vivir?... Todas las cosas
buenas fueron en otro tiempo cosas malas; todo pecado
original se ha convertido en una virtud
original. El matrimonio, por ejemplo, pareció durante mucho tiempo una prevaricación contra el
derecho de comunidad; en otro tiempo se
pagaba una sanción por ser tan inmodesto y adjudicarse una mujer para sí (con esto está relacionado, por
ejemplo, el jus primae noctis [derecho
de la primera noche], que todavía hoy es en Camboya un
privilegio de los sacerdotes, esos
guardianes de «las buenas costumbres de otros tiempos»). Los sentimientos dulces, benévolos, indulgentes,
compasivos los cuales alcanzaron más tarde
un valor tan alto que casi son «los valores en sí», tuvieron en contra suya, durante larguísimo tiempo, precisamente
el autodesprecio: el hombre se avergonzaba
de la mansedumbre, como hoy se avergüenza de la dureza (véase Más allá del bien y del mal). La sumisión al
derecho: ¡oh, cómo se resistió la
conciencia de las razas nobles, en todos los lugares de la tierra, a
renunciar por su parte a la vendetta [venganza]
y a ceder la potestad a un derecho situado
por encima de ellas! El «derecho» fue durante largo tiempo
un vetitum [prohibición], un delito, una
innovación, apareció con violencia, como
violencia a la que el hombre se sometió sólo con vergüenza
de sí mismo. Todo paso, aun el más
pequeño, dado en la tierra fue conquistado en otro tiempo con suplicios espirituales y corporales: este
total punto de vista, «el de que no sólo
el avanzar, ¡no!, el simple caminar, el moverse, el cambio han necesitado
sus innumerables mártires», nos suena,
precisamente hoy, muy extraño, yo lo
he puesto de relieve en Aurora, págs. 17
y siguientes. «Nada ha sido comprado a
un precio tan caro, se dice allí, como el poco de razón humana y de
sentimiento de libertad que ahora constituye nuestro
orgullo. Pero este orgullo
es el que hace que ahora casi nos resulte imposible
experimentar los mismos sentimientos que
tuvieron aquellos gigantescos períodos de tiempo de la ‘eticidad de la costumbre’ anteriores a la ‘historia
universal’ y que son la auténtica y
decisiva historia primordial, que ha fijado el carácter de la humanidad: ¡cuando en todas partes se
consideraba el sufrimiento como
virtud, la crueldad como virtud, el disimulo como virtud,
la venganza como virtud, la negación de
la razón como virtud, y, en cambio, el bienestar como peligro, el deseo de saber como peligro, la
paz como peligro, el compadecer como
peligro, el ser compadecido como ultraje, la mutación como lo noético y cargado de corrupción!»
10
En el mismo libro, pág. 39, se explica en qué estima, bajo
qué presión estimativa hubo de vivir la
más antigua estirpe de hombres contemplativos,
¡despreciada en la misma medida en que no era temida! La contemplación
apareció por vez primera en la tierra bajo una figura
disfrazada, bajo una apariencia ambigua,
con un corazón malvado y, a menudo, con una cabeza angustiada: de esto no hay duda. La condición
inactiva, meditadora, no guerrera, de
los instintos de los hombres contemplativos provocó a su
alrededor durante mucho tiempo una profunda desconfianza:
contra ésta no había otro recurso que
inspirar decididamente miedo de uno mismo. ¡Y esto supieron hacerlo, por ejemplo, los antiguos
brahmanes! Los más antiguos filósofos
supieron dar a su existir y a su aparecer un sentido, un apoyo y un trasfondo, en razón de los cuales se aprendió
a temerlos; y, sopesando las
cosas con más exactitud, hicieron aquello por una imperiosa
necesidad más fundamental aún, a saber,
para cobrar ellos miedo y respeto a sí mismos. Pues encontraban que todos los juicios de valor
existentes en su interior estaban vueltos
en contra suya, tenían que vencer todo tipo de sospechas y de resistencias contra «el filósofo en sí». Como
hombres de épocas terribles que eran,
hicieron esto con medios terribles: la crueldad consigo mismos, la automortificación rica en invenciones tal fue
el principal recurso de estos eremitas y
de estos innovadores del pensar ansiosos de poder, los cuales tenían necesidad de violentar primero dentro de sí
los dioses y las tradiciones, para poder
creer ellos mismos en su innovación. Recuerdo la famosa historia del
rey Viçvamitra, que, a base de autotorturarse durante
milenios, adquirió tal sentimiento de
poder y tal confianza en sí, que se dispuso a construir un nuevo cielo: el inquietante símbolo de la más
antigua y moderna historia de los
filósofos en la tierra, todo el
que alguna vez ha construido un «nuevo cielo»
encontró antes el poder para ello en su propio infierno... Resumamos
todos estos hechos en fórmulas breves:
al principio el espíritu filosófico tuvo
siempre que disfrazarse y enmascararse en los tipos antes
señalados del
hombre contemplativo, disfrazarse de sacerdote, mago,
adivino, de hombre religioso en todo
caso, para ser siquiera posible en cierta medida: el ideal ascético le ha servido durante mucho tiempo
al filósofo como forma de presentación,
como presupuesto de su existencia, tuvo
que representar ese ideal para poder ser
filósofo, tuvo que creer en él para poder representarlo. La actitud apartada de los filósofos, actitud
peculiarmente negadora del mundo, hostil
a la vida, incrédula con respecto a los sentidos, desensualizada, que ha sido mantenida hasta la época más reciente y
que por ello casi ha valido como la
actitud filosófica en sí, esa actitud es sobre todo una consecuencia de la
precariedad de condiciones en que la filosofía nació y
existió en general: pues, en efecto,
durante un período larguísimo de tiempo la filosofía no hubiera sido en absoluto posible en la tierra sin una
cobertura y un disfraz ascéticos, sin una
autotergiversación ascética. Dicho de manera palpable y manifiesta: el
sacerdote ascético ha constituido, hasta la época más
reciente, la repugnante y sombría forma
larvaria, única bajo la cual le fue permitido a la filosofía vivir y andar rodando de un sitio para otro... ¿Se ha
modificado realmente esto? Ese policromo
y peligroso insecto, ese «espíritu» que aquella larva encerraba dentro de sí, ¿ha terminado realmente por
quedar liberado de su envoltorio y
ha podido salir a la luz, gracias a un mundo más soleado,
más cálido, más luminoso? ¿Existe ya hoy
suficiente orgullo, osadía, valentía, seguridad en sí mismo, voluntad del espíritu, voluntad de
responsabilidad, libertad de la
voluntad, como para que en adelante «el filósofo» sea realmente posible en la
tierra?...
11
Y ahora, tras haber avistado al sacerdote ascético vayamos
en serio al cuerpo de nuestro problema:
¿que significa el ideal ascético?, sólo ahora se
ponen «serias» las cosas: en adelante tendremos frente a
nosotros al auténtico representante de
la seriedad en cuanto tal. «¿Qué significa toda seriedad?» esta pregunta, más radical aún, se asoma quizá ya
aquí a nuestros labios: una pregunta
para fisiólogos, como es obvio, mas por el momento vamos a dejarla de lado. El sacerdote ascético tiene en aquel
ideal no sólo su fe, sino también
su voluntad, su poder, su interés. Su derecho a existir
depende en todo de
aquel ideal: ¿cómo extrañarnos de tropezar aquí con un
adversario terrible, suponiendo que
nosotros seamos los adversarios de aquel ideal? ¿Un
adversario terrible, que lucha por su existencia contra los
negadores de tal ideal?... Por otro
lado, de antemano resulta improbable que una actitud tan interesada con respecto a nuestro problema
vaya a ser especialmente provechosa para
éste: es difícil que el sacerdote ascético sea, él mismo, el defensor más afortunado de su ideal, por la
misma razón por la que una mujer suele
fracasar cuando pretende defender a «la mujer en sí», y mucho menos
podrá ser el censor y el juez más objetivo de la controversia aquí
suscitada.
Así, pues, más bien seremos nosotros los que tendremos que
ayudarle a él esto está ya claro ahora a
defenderse bien contra nosotros, en lugar de temer ser refutados demasiado bien por él... El pensamiento
en torno al que aquí se batalla es la
valoración de nuestra vida por parte de los sacerdotes ascéticos: esta vida (junto con todo lo que a ella
pertenece, «naturaleza», «mundo», la
esfera entera del devenir y de la caducidad) es puesta por ellos en
relación con
una existencia completamente distinta, de la cual es
antitética y excluyente, a menos que se
vuelva en contra de sí misma, que se niegue a sí misma: en este caso, el caso de una vida ascética, la vida
es considerada como un puente hacia
aquella otra existencia. El asceta trata la vida como un
camino errado, que se acaba por tener
que desandar hasta el punto en que comienza; o como un error, al que se le refuta se le debe refutar
mediante la acción: pues ese error exige
que se le siga, e impone, donde puede, su valoración de la existencia.
¿Qué significa esto? Tal espantosa
manera de valorar no está inscrita en la historia
del hombre como un caso de excepción y una rareza: es uno
de los hechos más extendi
dos y más duraderos que existen. Leída desde una lejana
constelación, tal vez la escritura
mayúscula de nuestra existencia terrena induciría a concluir que la tierra es el astro auténticamente
ascético, un rincón lleno de criaturas
descontentas, presuntuosas y repugnantes, totalmente incapaces de
liberarse de un profundo hastío de sí
mismas, de la tierra, de toda vida, y que se causan
todo el daño que pueden, por el placer de causar daño: probablemente su
único placer. Consideremos la manera tan regular, tan
universal, con que en
casi todas las épocas hace su aparición el sacerdote
ascético; no pertenece a ninguna raza
determinada; florece en todas partes; brota de todos los estamentos. No es que acaso haya cultivado y
propagado por herencia su manera de
valorar: ocurre lo contrario, un instinto profundo le veta, antes bien, hablando en general, el propagarse por
generación. Tiene que ser una
necesidad de primer rango la que una y otra vez hace crecer
y prosperar esta espec
ie hostil a la vida,
tiene que ser, sin duda, un interés de la vida misma el que tal tipo de autocontradicción no se
extinga. Pues una vida ascética es una autocontradicción:
en ella domina un resentimiento sin igual, el resentimiento de un insaciado instinto y voluntad de poder
que quisiera enseñorearse, no de algo
existente en la vida, sino de la vida misma, de sus más hondas, fuertes, radicales condiciones; en ella se hace un
intento de emplear la fuerza para
cegar las fuentes de la fuerza; en ella la mirada se
vuelve, rencorosa y pérfida, contra el
mismo florecimiento fisiológico, y en especial contra la expresión de éste, contra la belleza, la alegría; en
cambio, se experimenta y se busca un bienestar
en el fracaso, la atrofia, el dolor, la desventura, lo feo, en la mengua arbitraria, en la negación de sí, en la
autoflagelación, en el autosacrificio. Todo
esto es paradójico en grado sumo: aquí nos encontramos ante una escisión
que se quiere escindida, que se goza a
sí misma en ese sufrimiento y que se vuelve
incluso siempre más segura de sí y más triunfante a medida que disminuye
su propio presupuesto, la vitalidad
fisiológica. «El triunfo cabalmente en la
última agonía»: bajo este signo superlativo ha luchado
desde siempre el ideal ascético; en este
enigma de seducción, en esta imagen de éxtasis y de tormento ha reconocido su luz más clara, su salvación,
su victoria definitiva. Crux, nux, lux
[cruz, nuez, luz] en él son una sola
cosa.
12
Suponiendo que tal encarnación de la voluntad de
contradicción y de antinaturaleza sea
llevada a filosofar. ¿sobre qué desahogará su más íntima
arbitrariedad? Sobre aquello que es sentido, de manera
segurísima, como verdadero, como real:
buscará el error precisamente allí donde el auténtico instinto de vida coloca la verdad de la
manera más incondicional. Por ejemplo,
rebajará la corporalidad, como hicieron los ascetas de la filosofía del
Vedanta,
a la categoría de una ilusión, y lo mismo hará con el
dolor, con la pluralidad, con toda la antítesis
conceptual «sujeto» y «objeto» ¡errores,
nada más que errores! Denegar la fe a su
yo, negarse a sí mismo su «realidad» ¡qué triunfo!, triunfo no ya meramente sobre los sentidos,
sobre la apariencia visual, sino
una especie muy superior de triunfo, una violentación y una
crueldad contra la razón: semejante
voluptuosidad llega a su cumbre cuando el autodesprecio ascético, el autoescarnio ascético de la
razón, decreta lo siguiente: «existe un
reino de la verdad y del ser, pero ¡justo la razón está excluida de él!
...» (Dicho de pasada: incluso en el
concepto kantiano de «carácter inteligible de las
cosas» ha sobrevivido algo de esa lasciva escisión de
ascetas, a la que le gusta volver la
razón en contra de la razón: «carácter inteligible» significa, en
efecto, en Kant un modo de constitución de las cosas del
cual el intelecto comprende precisamente
que para él resulta total y absolutamente
incomprensible.) Pero, en fin, no
seamos, precisamente en cuanto seres
cognoscentes, ingratos con tales violentas inversiones de las perspectivas
y valoraciones usuales, con las cuales,
durante demasiado tiempo, el espíritu ha
desfogado su furor contra sí mismo de un modo al parecer sacrílego e
inútil:
ver alguna vez las cosas de otro modo, querer verlas de
otro modo, es una no pequeña disciplina
y preparación del intelecto para su futura «objetividad», entendida esta última no como «contemplación
desinteresada» (que, como tal, es un noconcepto
y un contrasentido), sino como la facultad de tener nuestro pro y nuestro contra sujetos a nuestro
dominio y de poder separarlos y
juntarlos: de modo que sepamos utilizar en provecho del
conocimiento cabalmente la diversidad de
las perspectivas y de las interpretaciones nacidas de los afectos. A partir de ahora, señores
filósofos, guardémonos mejor, por tanto,
de la peligrosa y vieja patraña conceptual que ha creado un «sujeto puro del conocimiento, sujeto ajeno a la voluntad,
al dolor, al tiempo»,
guardémonos de los tentáculos de conceptos contradictorios,
tales como
«razón pura», «espiritualidad absoluta», «conocimiento en
sí»: aquí se nos pide siempre pensar un ojo que de ninguna
manera puede ser pensado, un ojo carente
en absoluto de toda orientación, en el cual debieran estar entorpecidas
y ausentes las fuerzas activas e interpretativas, que son,
sin embargo, las que hacen que ver sea
veralgo, aquí se nos pide siempre, por tanto, un
contrasentido y un noconcepto de ojo. Existe únicamente un
ver perspectivista, únicamente un
«conocer» perspectivista; y cuanto mayor sea el número de afectos a los que permitamos decir su palabra
sobre una cosa, cuanto mayor
sea el número de ojos, de ojos distintos que sepamos
emplear para ver una misma cosa, tanto
más completo será nuestro «concepto» de ella, tanto más completa será nuestra «objetividad». Pero
eliminar en absoluto la voluntad, dejar
en suspenso la totalidad de los afectos, suponiendo que pudiéramos hacerlo: ¿cómo?, ¿es que no significaría eso
castrar el intelecto?...
13
Pero volvamos atrás. Una autocontradicción como la que
parece manifestarse en
el asceta, «vida
contra vida», es esto se halla claro por lo
pronto, considerada fisiológica y ya no psicológicamente,
un puro sinsentido. Esa
autocontradicción no puede ser más que aparente; tiene que ser una
especie de expresión provisional, una interpretación, una
fórmula, un arreglo, un malentendido
psicológico de algo cuya auténtica naturaleza no pudo ser entendida, no pudo ser designada en sí
durante mucho tiempo, una mera palabra, encajada en una vieja brecha del
conocimiento humano. Y para contraponer
a ella brevemente la realidad de los hechos, digamos: el ideal ascético nace del instinto de protección y de
salud de una vida que degenera,
la cual procura conservarse con todos los medios, y lucha
por conservarse; es indicio de una
paralización y extenuación fisiológica parciales, contra las
cuales combaten constantemente, con nuevos medios e
invenciones, los instintos más profundos
de la vida, que permanecen intactos. El ideal ascético es ese medio: ocurre, por tanto, lo contrario
de lo que piensan sus adoradores, en él
y a través de él la vida lucha con la muerte y contra la muerte, el ideal ascético es una estratagema en la conservación
de la vida. En el hecho de que ese mismo
ideal haya podido dominar sobre el hombre y enseñorearse de él en la medida que nos enseña la historia,
especialmente en todos aquellos lugares
en que triunfaron la civilización y la domesticación del hombre, se
expresa
una gran realidad, la condición enfermiza del tipo de
hombre habido hasta ahora, al menos del
hombre domesticado, se expresa la lucha fisiológica del hombre con la muerte (más exactamente: con el
hastío de la vida, con el cansancio, con
el deseo del «final»). El sacerdote ascético es la encarnación
del deseo de serdeotromodo, de estarenotrolugar, es en
verdad el grado sumo
de ese deseo, la auténtica vehemencia y pasión del mismo;
pero justo el poder de su desear es el
grillete que aquí lo ata, justo con ello el sacerdote ascético se convierte en el instrumento cuya obligación
es trabajar a fin de crear condiciones
más favorables para el seraquí y serhombre, justo con este poder
el sacerdote ascético mantiene sujeto a la existencia a
todo el rebaño de los
mal constituidos, destemplados, frustrados, lisiados,
pacientesdesí de toda índole, yendo
instintivamente delante de ellos como pastor. Ya se me entiende: este sacerdote ascético, este presunto
enemigo de la vida, este negador, precisamente
él pertenece a las grandes potencias conservadoras y creadoras
de síes de la vida... ¿De qué depende aquella condición
enfermiza? Pues el hombre está más
enfermo, es más inseguro, más alterable, más indeterminado que ningún otro animal, no hay duda de
ello, él es el animal enfermo: ¿de dónde procede esto? Es verdad que también él
ha osado, innovado, desafiado, afrontado
el destino más que todos los demás animales juntos: él, el gran experimentador consigo mismo, el
insatisfecho, insaciado, el que disputa el
dominio último a animales, naturaleza y dioses, él, el siempre invicto todavía, el eternamente futuro, el que no encuentra ya
reposo alguno ante su propia fuerza
acosante, de modo que su futuro le roe implacablemente, como un aguijón en la carne de todo presente: ¿cómo este valiente y rico animal no iba
a ser también el más expuesto al peligro, el más duradero y
hondamente enfermo entre todos los
animales enfermos?... Muy a menudo el hombre se
harta, hay epidemias enteras de ese estarharto (así, hacia 1348, en la
época de
la danza de la muerte): pero aun esa náusea, ese cansancio,
ese hastío de sí mismo todo aparece tan poderoso en él, que en
seguida vuelve a convertirse
en un nuevo grillete. El no que el hombre dice a la vida
saca a la luz, como por arte de magia,
una muchedumbre de síes más delicados; más aún, cuando se produce una herida a sí mismo este maestro de
la destrucción, de la autodestrucción, a continuación es la herida misma la que le
constriñe a
vivir...
14
Sí, pues, la condición enfermiza es normal en el hombre y
no podemos poner en entredicho esa normalidad, tanto más altamente se debería
honrar a los pocos casos de potencialidad anímico corporal, los casos afortunados
del
hombre, tanto más rigurosamente se debería preservar a los
hombres bien constituidos del peor aire
que existe, el aire de los enfermos. ¿Se hace esto?
Los enfermos son el máximo peligro para los sanos; no de
los más fuertes les viene la desgracia a
los fuertes, sino de los más débiles. ¿Se sabe esto?... Hablando a grandes rasgos, no es, en modo
alguno, el temor al hombre aquello cuya
disminución nos sea lícito desear: pues ese temor constriñe a los fuertes
a ser fuertes y, a veces,
terribles, mantiene en pie el tipo bien
constituido de hombre. Lo que hay que
temer, lo que produce efectos más fatales que
ninguna otra fatalidad, no sería el gran miedo, sino la
gran náusea frente al
hombre; y también la gran compasión por el hombre.
Suponiendo que un día ambas se
maridasen, entraría inmediatamente en el mundo, de modo
inevitable, algo del todo siniestro, la «última voluntad»
del hombre, su
voluntad de la nada, el nihilismo. Y, en realidad, para
esto hay mucho preparado. Quien para
husmear tiene no sólo su nariz, sino también sus ojos y sus oídos, ventea en casi todos los lugares a
que hoy se acerca algo como un aire de
manicomio, como un aire de hospital, hablo,
como es obvio, de las áreas de cultura
del hombre, de toda especie «Europa» que poco a poco se extiende por la tierra. Los enfermizos son el
gran peligro del hombre: no los
malvados, no los «animales de presa». Los de antemano lisiados,
vencidos, destrozados son ellos, son los
más débiles quienes más socavan la vida entre
los hombres, quienes más peligrosamente envenenan y ponen
en entredicho nuestra confianza en la
vida, en el hombre, en nosotros. ¿En qué lugar se
podría escapar a ella, a esa mirada velada, que nos inspira
una profunda
tristeza, a esa
mirada vuelta hacia atrás, propia de quien desde el comienzo es un engendro, mirada que delata el modo en que
tal hombre se habla a sí
mismo, a esa mirada
que es un sollozo? «¡Ojalá fuera yo otro cualquiera!, así solloza esa mirada: pero no hay ninguna
esperanza. Soy el que soy: ¿cómo podría
escaparme de mí mismo? Y, sin embargo, ¡estoy harto de mí! ...» En
este terreno del autodesprecio, auténtico terreno cenagoso,
crece toda mala
hierba, toda planta
venenosa, y todo ello muy pequeño, muy escondido, muy honesto, muy dulzón. Aquí pululan los gusanos
de los sentimientos de venganza y
rencor; aquí el aire apesta a cosas secretas e inconfesables; aquí se teje permanentemente la red de la más
malévola conjura, la conjura de los
que sufren contra los bien constituidos
y victoriosos, aquí el aspecto del victorioso
es odiado. ¡Y cuánta mendacidad para no reconocer que ese odio es odio!
¡Qué derroche de grandes palabras y actitudes afectadas,
qué arte de la difamación justificada!
Esas gentes mal constituidas: ¡qué noble elocuencia brota de sus labios! ¡Cuánta azucarada,
viscosa, humilde entrega flota en sus
ojos! ¿Qué quieren propiamente? Representar al menos la justicia, el
amor, la sabiduría, la superioridad ¡tal
es la ambición de esos «ínfimos», de esos
enfermos! ¡Y qué hábiles los vuelve esa ambición! Admiremos sobre todo
la habilidad de falsificadores de moneda
con que aquí se imita el cuño de la
virtud, incluso el tintineo, el áureo sonido de la virtud. Ahora han
arrendado la virtud en exclusiva para
ellos, esos débiles y enfermos incurables, no hay
duda: «sólo nosotros somos los buenos, los justos, dicen,
sólo nosotros somos los homines bonae
voluntatis [hombres de buena voluntad] ». Andan dando vueltas en medio de nosotros cual reproches
vivientes, cual advertencias dirigidas a
nosotros, como si la buena constitución, la fortaleza, el orgullo, el sentimiento de poder fueran en sí ya cosas
viciosas: cosas que haya que expiar
alguna vez, expiar amargamente: ¡oh, cómo ellos mismos están en el
fondo dispuestos a hacer expiar, cómo
están ansiosos de ser verdugos! Entre ellos
hay a montones los vengativos disfrazados de jueces, que
constantemente llevan en su boca la
palabra «justicia» como una baba venenosa, que tienen siempre los labios fruncidos y están siempre
dispuestos a escupir a todo
aquello que no tenga una mirada descontenta y que avance
con buen ánimo
por su camino. No falta tampoco entre ellos esa nauseabunda
especie de los vanidosos, de los
engendros embusteros, que aspiran a hacer el papel de
«almas bellas» y, por ejemplo, exhiben en el mercado, como
«pureza del corazón», su estropeada sensualidad,
envuelta en versos y otros pañales: la
especie de los onanistas morales y de los que «se satisfacen a sí
mismos». La voluntad de los enfermos de
representar una forma cualquiera de superioridad, su instinto para encontrar caminos tortuosos
que conduzcan a una tiranía sobre los
sanos, ¡en qué lugar no se encuentra esa
voluntad de poder precisamente
de los más débiles! Sobre todo la mujer enferma: nadie la
supera en refinamiento para dominar,
para oprimir, para tiranizar. La mujer enferma no respeta, para conseguir ese fin, nada vivo,
nada muerto, vuelve a desenterrar
las cosas más enterradas (los bogos dicen: «La mujer es una
hiena»). Échese una mirada
a los trasfondos de cada
familia, de cada corporación, de cada comunidad:
en todas partes la lucha de los enfermos contra los sanos, una lucha
silenciosa, hecha casi siempre con pequeños polvos venenosos, con alfilerazos, con alevosas pantomimas de
resignados, pero a veces también con
aquel fariseísmo de enfermo que acude a los gestos estrepitosos,
fariseísmo
que ama representar ante todo «la noble indignación». Hasta
en los
sacrosantos terrenos de la ciencia querría hacerse oír el
ronco ladrido de indignación de los
perros enfermizos, la mendacidad y la furia mordaces de tales «nobles» fariseos ( a los lectores que tengan oídos vuelvo a
recordarles aquel apóstol berlinés de la
venganza, Eugen Dühring, que en la Alemania
actual hace el más indecoroso y repugnante uso del bumbum moral:
Dühring,
el primer bocazas de la moral que hoy existe, incluso entre
sus iguales, los antisemitas). Hombres
del resentimiento son todos ellos, esos seres
fisiológicamente lisiados y carcomidos, todo un tembloroso imperio
terreno de venganza subterránea,
inagotable, insaciable en estallidos contra los
afortunados e, igualmente, en mascaradas de la venganza, en pretextos
para la venganza: ¿cuándo alcanzarían
propiamente su más sublime, su más sutil y
último triunfo de la venganza? Indudablemente, cuando lograsen
introducir en la conciencia de los
afortunados su propia miseria, toda miseria en general: de tal manera que éstos empezasen un día a
avergonzarse de su felicidad y se
dijesen tal vez unos a otros: «¡es una ignominia ser feliz!, ¡hay tanta
miseria!..» Pero no podría haber malentendido mayor y más
nefasto que el consistente en que los
afortunados, los bien constituidos, los poderosos de cuerpo y de alma, comenzasen a dudar así de
su derecho a la felicidad. ¡Fuera ese «mundo
puesto del revés»! ¡Fuera ese ignominioso reblandecimiento del sentimiento! Que los enfermos no pongan
enfermos a los sanos y esto es lo
que significaría tal reblandecimiento debería ser el
supremo punto de vista en
la tierra: mas para
ello se necesita, antes que nada, que los sanos permanezcan separados de los enfermos, guardados incluso
de la visión de los enfermos,
para que no se confundan con éstos. ¿0 acaso su misión
consistiría en ser enfermeros o
médicos?... Mas ésta sería la peor manera de desconocer y negar su tarea,
¡lo superior no debe degradarse a ser el instrumento de lo inferior,
el pathos de la distancia debe mantener
separadas también, por toda la eternidad,
las respectivas tareas! El derecho de los sanos a existir, la prioridad
de la campana dotada de plena resonancia
sobre la campana rota, de sonido
cascado, es, en efecto, un derecho y una prioridad mil
veces mayor: sólo ellos
son las arras del futuro, sólo ellos están comprometidos
para el porvenir del hombre. Lo que
ellos pueden hacer, lo que ellos deben hacer jamás debieran poder ni deber hacerlo los enfermos: mas para
que los sanos puedan hacer lo que sólo
ellos deben hacer, ¿cómo les estaría permitido actuar de médicos, de consoladores, de «salvadores» de los
enfermos?... Y por ello, ¡aire puro!, ¡aire
puro! Y, en todo caso, ¡lejos de la proximidad de todos los manicomios
y hospitales de la cultura! Y, por ello,
¡buena compañía, la compañía de
nosotros; ¡o soledad, si es necesario! Pero, en todo caso,
¡lejos de los perniciosos miasmas de la
putrefacción interior y de la oculta carcoma de los enfermos!... Para defendernos así a nosotros
mismos, amigos míos, al menos por algún
tiempo todavía, de los dos peores contagios que pueden estarnos reservados cabalmente a nosotros, ¡de la gran
náusea respecto al hombre!, ¡de la gran compasión por el hombre!...
15
Si se ha comprendido en toda su profundidad y yo exijo que
precisamente aquí se cave hondo, se
comprenda con hondura hasta qué punto la tarea de los
sanos no puede consistir, de ninguna manera, en cuidar
enfermos, en sanar enfermos, se habrá comprendido
también con ello una necesidad más,
la necesidad de que haya médicos
y enfermeros que estén, ellos mismos,
enfermos, y ahora ya tenemos y aferramos con ambas manos el sentido
del sacerdote ascético. A éste hemos de
considerarlo como el predestinado
salvador, pastor y defensor del rebaño enfermo: sólo así comprendemos
su enorme misión histórica. El dominio
sobre quienes sufren es su reino, a ese
dominio le conduce su instinto, en él tiene su arte más propia, su
maestría, su especie de felicidad. Él
mismo tiene que estar enfermo, tiene que estar
emparentado de raíz con los enfermos y tarados para entenderlos, para
entenderse con ellos; pero también tiene que ser fuerte, ser más señor
de sí que de los demás, es decir,
mantener intacta su voluntad de poder, para tener la
confianza y el miedo de los enfermos, para poder ser para
ellos sostén, resisten
cia, apoyo, exigencia, azote, tirano, dios. El tiene que
defenderlo, a ese rebaño suyo ¿contra quién?
Contra los sanos, no hay duda, y también contra la envidia respecto a los sanos; tiene que ser
el natural antagonista y despreciador de
toda salud y potencialidad rudas, tempestuosas, desenfrenadas, duras, violentas, propias de animales rapaces. El
sacerdote es la forma primera del animal
más delicado, al que le resulta más fácil despreciar que odiar. No estará dispensado de hacer la guerra a los animales
rapaces, una guerra más de la astucia
(del «espíritu») que de la violencia, como es obvio, para ello tendrá necesidad, a veces, de forjar dentro de sí
casi un tipo nuevo de animal rapaz o, al
menos, de pasar por tal, una nueva
terribilidad animal, en la que el oso
polar, el elástico, frío, expectante leopardo y, en no
menor medida, el zorro parecen asociados
en una unidad tan atrayente como terrorífica. Suponiendo que la necesidad le fuerce, el sacerdote
aparecerá, en medio de las
demás especies de animales rapaces, osunamente
serio, respetable, inteligente, frío,
superior por sus engaños, como heraldo y portavoz de potestades más misteriosas, decidido a sembrar en este
terreno, allí donde le sea posible,
sufrimiento, discordia, autocontradicción, y, demasiado seguro de su
arte, a hacerse en todo momento dueño de
los que sufren. Trae consigo ungüentos y
bálsamos, no hay duda; mas para ser médico tiene necesidad de herir
antes; mientras calma el dolor producido
por la herida, envenena al mismo tiempo
ésta pues de esto, sobre todo, entiende este encantador y
domador de animales
rapaces, a cuyo
alrededor todo lo sano se vuelve necesariamente enfermo, y todo lo enfermo se vuelve necesariamente
manso. De hecho defiende bastante bien a
su rebaño enfermo, este extraño pastor,
lo defiende también contra sí
mismo, contra la depravación, la malignidad, la malevolencia que en el
rebaño mismo arden bajo las cenizas, y
contra las demás cosas que les son comunes a
todos los pacientes y enfermos, combate de manera inteligente, dura y
secreta contra la anarquía y la
autodisolución en todo tiempo germinantes dentro del rebaño, en el cual se va constantemente amontonando
esa peligrosísima
materia detonante y explosiva, el resentimiento. Quitar su
carga a esa materia explosiva, de modo
que no haga saltar por el aire ni al rebaño ni al pastor, tal
es su auténtica habilidad, y también su suprema utilidad;
si se quisiera compendiar en una fórmula
brevísima el valor de la existencia sacerdotal,
habría que decir sin más: el sacerdote es el que modifica la dirección
del resentimiento. Todo el que sufre
busca instintivamente, en efecto, una causa de
su padecer; o, dicho con más precisión, un causante, o, expresado con
mayor exactitud, un causante responsable,
susceptible de sufrir, en una palabra,
algo vivo sobre lo que poder desahogar,
con cualquier pretexto, en la realidad o in
effigie [en efigie], sus afectos: pues el desahogo de los afectos es el
máximo intento de alivio, es decir, de
aturdimiento del que sufre, su involuntariamente anhelado narcoticum contra tormentos de toda índole.
La verdadera causalidad
fisiológica del resentimiento, de la venganza y de sus
afines se ha de
encontrar, según yo sospecho, únicamente en esto, es decir,
en una apetencia
de amortiguar el dolor por vía afectiva: de ordinario se
busca esa causalidad, muy erradamente a
mi parecer, en el contragolpe defensivo, en una mera medida protectora de la reacción, en un
«movimiento reflejo» ejecutado al
aparecer una lesión y una amenaza súbitas, análogo al que todavía
ejecuta una rana decapitada para escapar
a un ácido cáustico. Pero la diferencia es
fundamental: en un caso se quiere impedir el continuar recibiendo daño,
en el otro se quiere adormecer un dolor
torturante, secreto, progresivamente
intolerable, mediante una emoción más violenta, sea de la especie que
sea, y expulsarlo, al menos por el
momento, de la consciencia, para ello se
necesita un afecto, un afecto lo más
salvaje posible, y, para excitarlo, el primero y
mejor de los pretextos. «Alguien tiene que ser culpable de
que yo me
encuentre mal» esta
especie de raciocinio es propia de todos los enfermizos, y ell
o tanto más cuanto más se les oculta la verdadera causa de
su sentirsemal, la causa fisiológica
( ésta puede residir, por ejemplo, en una
lesión del nervus sympathicus, o en una
anormal secreción de bilis, o en una pobreza de sulfatos y de fosfatos en la
sangre, o en estados de opresión del bajo vientre que congestionan la
circulación de la sangre, o en una degeneración de los ovarios, y cosas
parecidas). Los que sufren tienen, todos ellos, una espantosa predisposición y
capacidad de inventar pretextos para efectos dolorosos; disfrutan ya con sus
suspicacias, con su cavilar sobre ruindades y aparentes perjuicios, revuelven
las entrañas de su pasado y de su presente en busca de oscuras y ambiguas
historias donde poder entregarse al goce de una sospecha torturadora y
embriagarse con el propio veneno de la maldad abren las más viejas heridas,
sangran por cicatrices curadas mucho tiempo antes, convierten en malhechores al
amigo, a la mujer, al hijo y a todo lo que se encuentra cerca de ellos. «Yo
sufro: alguien tiene que ser culpable de esto» así piensa toda oveja enfermiza.
Pero su pastor, el sacerdote ascético, le dice: «¡Está bien, oveja mía!,
alguien tiene que ser culpable de esto: pero tú misma eres ese alguien, tú
misma eres la única culpable de esto, ¡tú misma eres la única culpable de
ti!..» Esto es bastante audaz, bastante falso: pero con ello se ha conseguido
al menos una cosa, con ello la dirección del resentimiento, como hemos dicho,
queda cambiada.
16
Ahora se adivina qué es lo que, según mi idea, el instinto
curativo de la vida ha intentado al
menos conseguir mediante el sacerdote ascético, y para
qué hubo de servirle una transitoria tiranía de conceptos
paradójicos y
paralógicos, tales como «culpa», «pecado», «pecaminosidad»,
«corrupción», «condenación»: para hacer
inocuos hasta cierto punto a los enfermos, para
destruir a los incurables sirviéndose de ellos mismos, para orientar con
rigor a los enfermos leves hacia sí
mismos, para retroorientar su resentimiento («una sola cosa es necesaria») y para, de esta
manera, aprovechar los peores instintos
de todos los que sufren con la finalidad de lograr la autodisciplina,
la autovigilancia, la autosuperación.
Como es obvio, una «medicación» de esa
especie, una medicación a base de meros afectos, no puede ser en modo
alguno una curación real para enfermos, entendiendo
curación en el sentido fisiológico; ni
siquiera sería lícito afirmar que el instinto de la vida haya pretendido e intentado conseguir aquí de
algún modo una curación. Una
especie de aglomeración y organización de los enfermos, por
un lado (la pal
abra «Iglesia» es el nombre más popular para designar
esto), una especie de preservación
provisional de los hombres de constitución más sana, de los
mejor forjados, por otro, la creacion de un abismo, por
tanto, entre lo sano y lo enfermo ¡esto
fue todo durante mucho tiempo!, ¡y era mucho!, ¡era muchísimo!... [Como se ve, en este tratado parto
de un presupuesto que, con respecto a
los lectores que yo necesito, no tengo que justificar antes: el presupuesto de que la «pecaminosidad» en el
hombre no es una realidad de hecho, sino
más bien tan sólo la interpretación de una realidad de hecho, a saber, de un malestar fisiológico, visto este último en una perspectiva religiosomoral que, para nosotros, ya no
tiene ninguna fuerza vinculante. Por
el hecho de que alguien se sienta «culpable», «pecador», no
está ya
demostrado en modo alguno que tenga razón para sentirse
así. Recuérdense los famosos procesos
contra las brujas: los jueces más clarividentes y más humanitarios no dudaban entonces de que allí
había una culpa; las mismas brujas no
dudaban de ello, y, sin embargo, la
culpa faltaba. Expresemos ese
presupuesto en una forma más general: el mismo «dolor anímico» yo no
lo considero en absoluto como una
realidad de hecho, sino sólo como una
interpretación (interpretación causal) de realidades de hecho carentes
hasta ahora de una formulación exacta:
y, por tanto, como algo que aún se encuentra
del todo en el aire y no es científicamente vinculante, en realidad, sólo una palabra gruesa sustituyendo a un signo de
interrogación flaco como un huso. Cuando
alguien no se libra de un «dolor anímico», esto no depende, para decirlo con tosquedad, de su «alma»; es más
probable quedependa de su
vientre (hablando con tosquedad, como he dicho: con lo cual
no manifiesto en modo alguno el deseo de
que también se me oiga con tosquedad, se me
entienda toscamente...). Un hombre fuerte y bien
constituido digiere sus vivencias
(incluidas las acciones, las fechorías) de igual manera que digiere
sus comidas, aun cuando tenga que tragar duros bocados.
Cuando «no acaba» con una vivencia, tal
especie de indigestión es tan fisiológica como la otra y muchas veces, de hecho, tan sólo una de las
consecuencias de la otra. Aun
pensando así, se puede continuar siendo, sin embargo, dicho
sea entre nosotros, el más riguroso
adversario de todo materialismo...
17
¿Pero este sacerdote ascético es propiamente un
médico? Ya hemos comprendido hasta qué punto apenas está
permitido denominarlo así, por
mucho que a él le guste sentirse a sí mismo como «salvador»
y se deje venerar como tal. Sólo el
sufrimiento mismo, el displacer de quien sufre, es lo que él combate, pero no su causa, no el auténtico
estar enfermo, esto tiene que constituir
nuestra máxima objeción de principio contra la medicación sacerdotal. Pero una vez colocados en aquella
perspectiva que es la única que
el sacerdote conoce y tiene, difícilmente se termina de
admirar todo lo que desde ella se ha
visto, se ha buscado y se ha encontrado. La mitigación del sufrimiento, los «consuelos» de toda
especie, esto aparece como la genialidad
misma del sacerdote: ¡con qué inventiva
ha entendido su tarea de consolador,
de qué manera tan despreocupada y audaz ha elegido los
medios para ella! En especial, del
cristianismo sería lícito decir que es como una gran cámara del tesoro llena de ingeniosísimos medios de
consuelo, tantas son las cosas confortantes,
mitigadores, narcotizantes que hay en él acumuladas, tantas son las cosas peligrosísimas y
extraordinariamente temerarias que se han
emprendido osadamente con este fin, tan grandes han sido su sutileza,
su refinamiento, su meridional
refinamiento para adivinar en especial con qué
especie de afectos estimulantes se puede vencer, al menos por algún
tiempo, la depresión profunda, el
cansancio plúmbeo, la negra tristeza de los
fisiológicamente impedidos. Pues hablando en términos generales: todas
las grandes religiones han consistido,
en lo esencial, en la lucha contra un cierto
cansancio y pesadez convertidos en epidemia. De antemano se puede
establecer como verosímil que, de tiempo en tiempo, en
determinados lugares de la tierra, un
sentimiento fisiológico de obstrucción tiene casi
necesariamente que enseñorearse de amplias masas, mas, por
falta de saber fisiológico, ese
sentimiento no penetra como tal en la conciencia, de modo que la «causa» del mismo y también su remedio sólo
pueden ser buscados e intentados por vía
moralpsicológica ( tal es, en efecto, mi fórmula más general para designar lo que comúnmente se llama una
«religión»). Ese sentimiento de
obstrucción puede tener distintas procedencias: ser secuela, por
ejemplo, de un cruce de razas demasiado
heterogéneas entre sí (o de estamentos diferentes
los estamentos expresan siempre también diferencias de
procedencia y de raza: el «dolor
cósmico» europeo, el «pesimismo» del siglo xix son, en lo esencial,
la secuela de una mezcolanza absurdamente repentina de
estamentos); o estar
condicionado por una emigración equivocada una raza caída en un clima para el que su fuerza de adaptación no resulta
suficiente (el caso de los indios en la
India); o ser la repercusión de la vejez y cansancio de la raza
(pesimismo
parisino a partir de 1850); o de una dieta falsa (el
alcoholismo de la Edad Media; el
sinsentido de los vegetarianos, los cuales ciertamente tienen a su favor la autoridad del shakesperiano Junker
Cristóbal); o de una corrupción de la sangre,
malaria, sífilis, y cosas parecidas (depresión alemana después de la guerra de los Treinta Años, que contagió
media Alemania con malas enfermedades y
preparó así el terreno para el servilismo alemán, para la pusilanimidad alemana). En estos casos se
intenta una y otra vez, con el más
grande estilo, combatir el sentimiento de desplacer; informémonos
con brevedad sobre sus más importantes
prácticas y formas. (Dejo aquí totalmente
de lado, como es natu
ral, la auténtica lucha de los filósofos contra el sentimiento de desplacer, lucha que suele ser
siempre simultánea es bastante interesante, pero demasiado absurda,
demasiado indiferente respecto a la
práctica, usa demasiado
de telas de araña y de mozos de cuerda; por ejemplo, cuando se pretende demostrar que el dolor es
un error, bajo el ingenuo presupuesto de
que el dolor debería desaparecer tan pronto como se ha reconocido el error en él pero ¡cosa rara!, se guardó de
desaparecer...). Aquel desplacer
dominante se combate en primer lugar con medios que deprimen hasta su más bajo nivel el sentimiento vital
en general. En lo posible, ningún
querer, ningún deseo más; evitar todo lo que produce afecto, lo que
produce «sangre» (no comer sal: higiene
del faquir); no amar; no odiar; ecuanimidad;
no vengarse; no enriquecerse; no trabajar; mendigar; en lo
posible, ninguna mujer, o lo menos mujer
posible: en el aspecto espiritual el principio de Pascal il faut s’abétir [es preciso embrutecerse].
Resultado, expresado en términos psicológicomorales:
«negación de sí», «santificación»; expresado en términos fisiológicos: hipnosis, el intento de conseguir aproximadamente para
el
hombre lo que son el letargo invernal para algunas especies
de animales y el letargo estival para
muchas plantas de los climas tórridos, un mínimo de consumo de materia y de metabolismo, en el
cual la vida continúa existiendo
simplemente, pero sin llegar ya en realidad a la conciencia. Para
alcanzar esa meta se ha empleado una
asombrosa cantidad de energía humana ¿tal vez en vano?... No puede dudarse en absoluto de que
tales sportsmen [deportistas] de la
«santidad», numerosos en todos los tiempos, en casi todos los pueblos, han encontrado de hecho una liberación real de
aquello que con tan riguroso training
[entrenamiento] combatían, en
innumerables casos se liberaron
realmente de aquella profunda depresión fisiológica con ayuda de su
sistema
de medios de hipnotización de aquí que su metódica se
cuente entre los hechos etnológicos más
generales. Asimismo, tampoco hay ningún derecho a pensar
ya que tal propósito de rendir por el hambre a la
corporalidad y a la concupiscencia sea
un síntoma de locura (como le gusta pensar a una torpe
especie de «librepensadores» y de Junker Cristóbales
devoradores de roastbeef [rosbif]).
Tanto más seguro es, en cambio, que aquel propósito sirve, puede servir para producir perturbaciones
espirituales de toda índole, «luces
interiores», por ejemplo, como ocurre en los hesicastos del Monte
Athos alucinaciones de sonidos y formas,
voluptuosos desbordamientos y éxtasis de
la sensualidad (historia de Santa Teresa). La
interpretación que dan de tales estados
los afectados por ellos ha sido siempre la más fantástica y falsa que quepa imaginar, como es obvio; pero no se
pase por alto el tono de convencidísimo
agradecimiento que resuena precisamente ya en la voluntad de dar esa especie de interpretación. El supremo
estado, la redención misma, aquella
hipnotización total y aquella quietud finalmente logradas, son considerados siempre por ellos como el
misterio en sí, para expresar el cual no
bastan ni siquiera los símbolos más elevados, como los que hablan de
vuelta y retorno al fondo de las cosas,
de liberación de toda ilusión, de «saber», de
«verdad», de «ser», de desprendimiento de toda meta, deseo y acción, de
un másallá también del bien y del mal.
«El bien y el mal, dice el budista,
ambos son cadenas: de ambos se
enseñoreó el perfecto»; «lo hecho y lo no hecho,
dice el creyente del Vedanta, no le producen ningún dolor;
el bien y el mal los sacude de sí como
un sabio; su reino ya no padece a causa de ninguna acción;
él trascendió el bien y el mal, trascendió ambas
cosas»: una concepción, pues, totalmente india, tan brahmánica como
budista. (Ni la mentalidad india ni la
mentalidad cristiana consideran que aquella «redención» sea alcanzable
por virtud, por mejoramiento moral, aunque
colocan muy alto el valor
hipnotizador de la virtud: no se olvide esto, por lo demás, corresponde sencillamente a la realidad de los hechos. El
haber permanecido verdaderas en este punto
acaso haya que considerarlo como el mejor fragmento de realismo existente en las tres máximas religiones, tan
radicalmente moralizadas por lo demás.
«Para el iniciado no hay ningún deber...» «Mediante agregación de virtudes no se lleva a cabo la redención:
pues ésta consiste en la unificación
con el Brahma, incapaz de ninguna agregación de perfección:
y tampoco se ll
eva a cabo con la deposición de faltas; pues el Brahma, la
unificación con el cual constituye la
redención, es eternamente puro» éstos son pasajes del Comentario de ~ankara, citados por el primer
conocedor real de la filosofia india en
Europa, mi amigo Paul Deussen). Vamos, pues, a respetar la «redención» en las grandes religiones; en
cambio, nos resulta un poco difícil
permanecer serios con respecto a la estimación que del sueño profundo
ofrecen estos cansados de la vida, demasiado cansados
incluso para soñar, es decir, el sueño profundo entendido ya como
ingreso en el Brahma, como conseguida
unio mystica [unión mística] con Dios. «Cuando él se ha dormido totalmente se dice sobre esto en la más
antigua y venerable «Escritura»,
cuando él ha llegado del todo al reposo, de modo que ya no
ve ninguna imagen de sueño, entonces, oh
querido, ha llegado a la unificación con lo existente, ha
entrado en sí mismo,
rodeado por su mismidad cognoscente, no tiene ya ninguna conciencia de lo que está fuera o
dentro. Este puente no lo atraviesan ni
el día ni la noche, ni la vejez, ni la muerte, ni el sufrimiento, ni obra buena
ni obra mala». «En el sueño profundo, dicen asimismo los
creyentes de esta religión, que
es la más profunda
de las tres grandes religiones, el alma se eleva fuera del cuerpo, penetra en la luz suprema y
aparece así en su figura propia: aquí
ella es el mismo espíritu supremo que vagabundea bromeando y jugando
y deleitándose, bien con mujeres, o con carrozas, o con
amigos, aquí ella ya no vuelve con su pensamiento
a este apéndice de cuerpo, al cual el prana (el soplo vital) está atado como un animal de tiro al
carro». Con todo, tampoco aquí debemos
olvidar que, al igual que en el caso de la «redención», con esto en el fondo se expresa únicamente, bien que con la
magnificencia de la exageración
oriental, una apreciación idéntica a la del lúcido, frío, helénicamente
frío, pero suficiente Epicuro: el
hipnótico sentimiento de la nada, el reposo del sueño
más profundo, en una palabra, la ausencia de sufrimiento a
los que sufren, a
los destemplados de raíz les es lícito considerar esto ya
como el bien supremo, como el valor de
los valores, tienen que apreciarlo como algo positivo, sentirlo como lo positivo mismo. (Según esta misma
lógica del sentimiento, la nada es
llamada, en todas las religiones pesimistas, Dios.)
18
Con más frecuencia que esta hipnotista amortiguación global
de la sensibilidad, de la capacidad
dolorosa, amortiguación que presupone ya
fuerzas más raras, ante todo coraje, desprecio de la
opinión, «estoicismo intelectual»,
empléase contra los estados de depresión un training [entrenamiento] distinto, que es, en todo
caso, más fácil: la actividad
maquinal. Está fuera de toda duda que una existencia
sufriente queda así a
liviada en un grado considerable: a este hecho se le llama
hoy, un poco insinceramente, «la bendición
del trabajo». El alivio consiste en que el interés del que sufre queda apartado metódicamente del
sufrimiento, en que la conciencia es invadida de modo permanente por
un hacer y de nuevo sólo por un hacer,
y, en consecuencia, queda en ella poco espacio para el sufrimiento: ¡pues es estrecha esa cámara de la conciencia
humana! La actividad maquinal
y lo que con ella se relaciona como la regularidad
absoluta, la obediencia puntual e
irreflexiva, la adquisición de un modo de vida de una vez para siempre, el tener colmado el tiempo, una
cierta autorización, más aún, una
crianza para la «impersonalidad», para olvidarse asímismo, para la
incuria sui lei [descuido de sí]: ¡de
qué modo tan profundo y delicado ha sabido el
sacerdote ascético utilizar estas cosas en la lucha contra el dolor!
Justo cuando
tenía que tratar con personas sufrientes de los estamentos
inferiores, con esclavos del trabajo o
con prisioneros (o con mujeres: las cuales son, en
efecto, en la mayoría de los casos, ambas cosas a la vez,
esclavos del trabajo y prisioneros), el
sacerdote ascético necesitaba de poco más que de una pequeña habilidad en cambiar los nombres y en
rebautizar las cosas para, a partir de ese
momento, hacerles ver un alivio, una relativa felicidad en cosas
odiadas: el descontento del esclavo con
su suerte no ha sido inventado en todo caso por
los sacerdotes. Un medio
más apreciado aún en la lucha contra la depresión consiste en prescribir una pequeña alegría,
que sea fácilmente accesible y
pueda convertirse en regla; esta medicación se usa a menudo
en conexión con la antes mencionada. La
forma más frecuente en que la alegría es así prescrita como medio curativo es la alegría del
causaralegría (como hacer beneficios,
hacer regalos, aliviar, ayudar, persuadir, consolar, alabar, tratar con
distinción); al prescribir «amor al
prójimo», el sacerdote ascético prescribe en el fondo con ello una estimulación de la pulsión más
fuerte, más afirmadora de la vida, si
bien en una dosis muy cauta, una estimulación de la voluntad de poder.
Esa felicidad de la «superioridad
mínima» que todo hacer beneficios, todo
socorrer, ayudar, tratar con distinción llevan consigo, es
el más frecuente
medio de consuelo de que suelen servirse los
fisiológicamente impedidos, suponiendo
que estén bien aconsejados: en caso contrario, se causan daño
unos a otros, obedeciendo, naturalmente, al mismo instinto
básico. Cuando se investigan los
comienzos del cristianismo en el mundo romano, se encuentran asociaciones destinadas al apoyo mutuo,
asociaciones para ayudar a pobres, a
enfermos, para realizar los enterramientos, nacidas en el suelo más bajo
de la sociedad de entonces, asociaciones
en las cuales se cultivaba, con plena
conciencia, este medio principal contra la depresión, a saber, la
pequeña
alegría, la alegría de la mutua beneficencia, ¿tal vez entonces era esto algo nuevo, un auténtico descubrimiento? En esa
«voluntad de reciprocidad» así
suscitada, en esa voluntad de formar un rebaño, una «comunidad», un
cenáculo, la voluntad de poder así estimulada, bien que en
mínimo grado,
tiene que llegar a su vez a una irrupción nueva y mucho más
completa: formar un rebaño es un paso y
una victoria esenciales en la lucha contra la depresión. El crecimiento de la comunidad fortalece,
incluso para el individuo, un nuevo
interés, que muy a menudo le lleva más allá del elemento personalísimo
de su fastidio, de su aversión contra sí
(la despectio sui [desprecio de sí] de
Geulincx). Todos los enfermos, todos los enfermizos tienden
instintivamente, por un deseo de sacudirse
de encima el sordo desplacer y el sentimiento de debilidad, hacia una organización gregaria:
el sacerdote ascético adivina ese
instinto y lo fomenta; donde existen rebaños, es el instinto de
debilidad el que ha querido el rebaño, y
la inteligencia del sacerdote la que lo ha organizado. Pues no se debe pasar por alto esto: por
necesidad natural tienden los fuertes a
disociarse tanto como los débiles a asociarse; cuando los primeros se
unen,
esto ocurre tan sólo con vistas a una acción agresiva
global y a una
satisfacción global de su voluntad de poder, con mucha
resistencia de la conciencia individual;
en cambio, los últimos se agrupan, complaciéndose cabalmente en esa agrupación, su instinto queda con esto apaciguado, tanto como queda irritado e inquietado en el fondo
por la organización el instinto de los
«señores» natos (es
decir, de esa especie de solitarios animales rapaces llamada hombre). Bajo toda oligarquía yace
siempre escondida la historia entera lo
enseña la concupiscencia tiránica; toda oligarquía se estremece permanentemente a causa de la tensión que
todo individuo necesita poner en juego
en ella para continuar dominando tal concupiscencia. (Esto ocurría, por ejemplo, en Grecia: Platón lo atestigua en
cien pasajes, Platón, que conocía a sus
iguales y a sí mismo...)
19
Los medios del sacerdote ascético que hemos conocido hasta
el momento
la sofocación global del sentimiento de vida, la actividad
maquinal, la pequeña
alegría, sobre todo la del «amor al prójimo», la
organización gregaria, el despertamiento
del sentimiento de poder de la comunidad, a consecuencia del cual el hastío del individuo con respeto a sí
queda acallado por el placer que experimenta
en el florecimiento de la comunidad estos medios son, medidos con el metro moderno, sus medios noculpables
en la lucha contra el desplacer:
volvámonos ahora hacia los medios más interesantes, los «culpables». En
todos ellos se trata de una sola cosa: de algún desenfreno
de los sentimientos,
utilizado, como
eficacísimo medio de amortiguación, contra la sorda, paralizante, prolongada condición dolorosa;
por lo cual la inventiva sacerdotal en
el estudio a fondo de esta única cuestión ha sido realmente inagotable:
«¿con qué medios se alcanza un desenfreno de los
sentimientos?»... Suena esto duro: es
claro que sonaría más agradable y llegaría tal vez mejor a los oídos si yo dijese, por ejemplo, «el sacerdote
ascético se ha aprovechado siempre del
entusiasmo existente en todos los afectos fuertes». Mas ¿para qué
seguir acariciando los reblandecidos
oídos de nuestros modernos afeminados. ¿Para
qué ceder, ni siquiera un paso, por nuestra parte, a su tartufería de las
palabras? Para nosotros los psicólogos habría ya en ello
una tartufería de la acción; prescindiendo
de que nos causaría náusea. Un psicólogo, en efecto, tiene hoy su buen gusto ( otros preferirán
decir: su honestidad), si en alguna
parte, en el hecho de oponerse al vocabulario vergonzosamente moralizado
de que está viscosamente impregnado todo
enjuiciamiento moderno del hombre y de
las cosas. Pues no nos engañemos sobre esto: lo que constituye el
distintivo más propio de las almas
modernas, de los libros modernos, no es la mentira,
sino su inveterada inocencia dentro de su mendacidad
moralista. Tener que descubrir de nuevo
esa «inocencia» en todas partes esto es
lo que constituye quizá la parte más
repugnante de nuestro trabajo, de todo el trabajo, no poco problemático en sí, a que hoy tiene que someterse
un psicólogo; es una parte
de nuestro gran peligro,
es un camino que tal vez nos lleve derechamente a la gran náusea... Yo no abrigo ninguna duda
acerca de cuál es la única cosa para
la que servirían, para la que podrían servir los libros
modernos (suponiendo
que duren, lo cual, desde luego, no es de temer, y
suponiendo asimismo que haya alguna vez
una posteridad dotada de un gusto más severo, más duro, más sano),
la única cosa para la que le serviría, para la que podría servirle a
esa posteridad todo lo moderno: para
hacer de vomitivos, y ello en virtud de
su edulcoramiento y de su falsedad
morales, de su intimísimo feminismo, al que
le gusta calificarse de «idealismo» y que se cree, en todo
caso, idealismo. Nuestros doctos de hoy,
nuestros «buenos», no mienten esto es verdad; ¡pero ello no les honra! La auténtica mentira, la
mentira genuina, resuelta, «honesta» (sobre
cuyo
valor puede oírse a
Platón), sería para ellos algo demasiado
riguroso, demasiado fuerte; exigiría algo que no es lícito exigirles a
ellos, a saber, que abriesen los ojos
contra sí mismos, que supiesen distinguir entre
«verdadero» y «falso» en ellos mismos. Lo único que a ellos les va bien
es la mentira deshonesta: todo el que
hoy se siente a sí mismo «hombre bueno» es
totalmente incapaz de enfrentarse a algo a no ser con deshonesta
mendacidad, con abismal mendacidad, pero
con inocente, candorosa, cándida, virtuosa
mendacidad. Esos «hombres buenos»,
todos ellos están ahora moralizados de
los pies a la cabeza, y, en lo que respecta a la honestidad, han
quedado malogrados y estropeados para
toda la eternidad: ¡quién de ellos soportaría
aún una verdad «sobre el hombre!...» O, para concretar más
la pregunta:
¿quién de ellos soportaría una biografía verdadera?... Unos
cuantos indicios: Lord Byron ha dejado
escritas algunas cosas personalísimas sobre sí. Pero Thomas Moore era «demasiado bueno» para
ellas: echó al fuego los papeles de su amigo. Lo mismo parece que ha hecho el
doctor Gwinner, ejecutor testamentario de Schopenhauer: pues también
Schopenhauer había dejado escritas algunas cosas sobre sí y tal vez también
contra sí («είςέαυτόν»). El infatigable americano Thayer, el biógrafo de
Beethoven, se detuvo de pronto en su trabajo: llegado a cierto punto de esa
vida honorable e ingenua, ya no la soportó más .... Moraleja: ¿qué hombre
inteligente escribiría hoy todavía una palabra honesta sobre sí? tendría que
pertenecer a la orden de la Santa Temeridad. Se nos promete una autobiografía
de Richard Wagner: ¿quién duda de que será una autobiografía prudente?....
Recordemos aun el cómico espanto que el sacerdote católico Janssen suscitó en
Alemania con su imagen, tan increíblemente cuadriculada e inofensiva, del
movimiento de la Reforma protestante alemana; ¿qué no ocurriría si alguien nos
narrase alguna vez ese movimiento de
otra manera, si alguna vez un verdadero psicólogo nos narrase
al verdadero Lutero, no ya con la simplicidad moralista de
un clérigo de
aldea, no ya con la
dulzona y considerada verecundia de los historiadores protestantes, sino, por ejemplo, con una
impavidez a la manera de un Taine,
partiendo de una fortaleza del alma y no de una sabia indulgencia para
con la fortaleza?... (Los alemanes,
dicho sea de paso, han producido últimamente
bastante bien el tipo clásico de esta última, pueden atribuírselo ya, reivindicarlo para bien: lo han producido en
su Leopold Ranke, ese nato y clásico advocatus [abogado] de toda causa fortior
[causa más fuerte], el más inteligente de todos los inteligentes «hombres
objetivos».)
20
Pero ya se me habrá comprendido: ¿no es cierto que, tomadas las cosas en conjunto, hay bastante razón para que
nosotros los psicólogos no podamos
liberarnos hoy en día de una cierta desconfianza respecto a nosotros
mismos?... Probablemente también nosotros somos todavía
«demasiado buenos» para nuestro oficio,
probablemente también nosotros somos todavía
las víctimas, el botín, los enfermos de ese moralizado
gusto de la época,
aunque nos consideramos también como despreciadores del
mismo; probablemente también a nosotros
nos infecta todavía ese gusto. ¿Contra qué
ponía en guardia aquel diplomático cuando hablaba a sus congéneres?
«¡Sobre todo, señores, desconfiemos de
nuestros primeros movimientos!, decía, son
buenos casi siempre...» También todo psicólogo debería hoy hablar así a
sus congéneres... Y con esto volvemos a
nuestro problema, el cual, en efecto,
exige de nosotros cierto rigor, cierta desconfianza, en
especial contra los «primeros
movimientos». El ideal ascético al servicio de un propósito de desenfreno del sentimiento: quien recuerde el
tratado anterior podrá adivinar
ya en lo esencial el contenido, condensado en esas doce
palabras, de lo que ahora vamos a
exponer. Sacar al alma humana de todos sus quicios, sumergirla en
terrores, escalofríos, ardores y éxtasis, de modo que se
desligue, como fulminantemente, de toda
la pequeñez y mezquindad propias del desplacer, del letargo, del fastidio: ¿cuáles son los
caminos que conducen a esa meta? ¿Y
cuáles son los más seguros?... En el fondo todos los grandes afectos, la
cólera, el temor, la voluptuosidad, la
venganza, la esperanza, el triunfo, la
desesperación, la crueldad, son capaces de ello, presuponiendo que
exploten
de repente; y en realidad el sacerdote ascético ha tomado a
su servicio, sin reparo alguno, a toda
la jauría de perros salvajes que existen en el hombre, y unas veces deja libre a uno y otras a otro,
siempre con la misma finalidad de
despabilar al hombre de la lenta tristeza, de hacer huir, al menos temporalmente, su sordo dolor, su vacilante
miseria, y eso lo hace siempre
también bajo una interpretación y una «justificación»
religiosa. Todo desenfreno
sentimental de ese
tipo se cobra su precio, como es obvio pone más
enfermo al enfermo: y por esto esa especie de remedios del dolor es,
juzgada con medida moderna, una especie
«culpable». Sin embargo, tanto más
tenemos que insistir, pues así lo exige la equidad, en que
se la utilizó con
buena conciencia, en que el sacerdote ascético la
prescribió creyendo profundísimamente en
la utilidad, más aún, en el carácter indispensable de la misma,
y, con bastante frecuencia, casi derrumbándose él mismo ante los ayes de dolor que él producía; digamos asimismo
que las vehementes revanchas
fisiológicas de tales excesos, e incluso acaso las perturbaciones
espirituales, no contradicen propiamente
en el fondo al sentido global de esa especie de
medicación: pues, como antes mostramos, ésta no tendía a curar
enfermedades, sino a combatir el desplacer de la depresión,
a aliviarlo, a adormecerlo. Semejante
meta se alcanzaba también así. El principal ardid que el sacerdote ascético se permitía para hacer
resonar en el alma humana toda suerte de
música arrebatadora y extática consistía lo sabe todo el mundo en aprovecharse del sentimiento de culpa. La
procedencia del mismo la ha señalado brevemente
el tratado anterior como un fragmento de psicología animal, como nada más que eso: en él el
sentimiento de culpa se nos presentó,
por así decirlo, en estado bruto. Sólo en manos del sacerdote, ese
auténtico artista en sentimientos de
culpa, llegó a cobrar forma ¡oh, qué forma! El
«pecado» pues así habla la reinterpretación sacerdotal de la «mala
conciencia» animal (de la crueldad
vuelta hacia atrás) ha sido hasta ahora el
acontecimiento más grande en la historia del alma enferma:
en el pecado tenemos la estratagema más
peligrosa y más nefasta de la interpretación
religiosa. El hombre, sufriendo de sí mismo de algún modo, en todo caso
de
un modo fisiológico, aproximadamente como un animal que
está encerrado en una
jaula, sin saber con claridad por qué y para qué, anhelante
de encontrar razones pues las razones alivian, y anhelante también de encontrar
remedios y narcóticos, termina por pedir consejo a alguien que conoce incluso
lo oculto, y he aquí que recibe una indicación, recibe de su mago, del sacerdote
ascético, la primera indicación acerca de la «causa» de su sufrimiento: debe
buscarla dentro de sí, en una culpa, en una parte del pasado, de
be entender su propio sufrimiento como un estado de pena...
El desventurado ha escuchado, ha comprendido: ahora le ocurre como a la gallina
en torno a la cual se ha trazado una raya: no vuelve a salir de ese círculo de
rayas: el enfermo se ha convertido en «el pecador...» Y ahora no nos libramos
del aspecto de ese nuevo enfermo, «el pecador», durante algunos milenios ¿nos
libraremos alguna vez?, mírese a donde se mire, en todas partes aparece la
mirada hipnótica del pecador, que se mueve siempre en una sola dirección (en
dirección a la «culpa», considerada como causalidad única del sufrimiento); en
todas partes, la mala conciencia, esa bestia horrible (grewliche thierj, para
decirlo con palabras de Lutero; en
todas partes, el pasado rumiado de nuevo, la acción
tergiversada, los «malos ojos» para cualquier obrar; en todas partes, el querer
malentender el sufrimiento, convertido en contenido de la vida, el
reinterpretar el sufrimiento como sentimientos de culpa, de temor, de castigo;
en todas partes, las disciplinas, el cilicio, el cuerpo dejado morir de hambre,
la contrición; en todas
partes el pecador
que se impone a sí mismo el suplicio de la rueda, la rueda cruel de una
conciencia inquieta, enfermizamente libidinosa; en todas partes, el tormento
mudo, el temor extremo, la agonía del corazón martirizado, los espasmos de una
felicidad desconocida, el grito que pide «redención». De hecho, con este
sistema de procedimientos se consiguió superar de raíz la vieja depresión, la
vieja pesadez y la vieja fatiga; de nuevo la vida volvió a ser muy interesante:
despierta, eternamente despierta, insomne, ardiente, carbonizada, extenuada, y,
sin embargo, no cansada así es como se conducía el hombre, «el pecador»,
iniciado en esos misterios. Ese viejo y gran mago en la lucha contra el
desplacer, el sacerdote ascético evidentemente había triunfado, su reino había
llegado: la gente no se quejaba ya contra el dolor, sino que lo anhelaba. «¡Más
dolor! ¡Más dolor!», así gritó durante siglos el anhelo de sus discípulos e
iniciados. Todo desenfreno del sentimiento que causase daño, todo lo que
quebrantaba, trastornaba, aplastaba, extasiaba, embelesaba, el misterio de las
cámaras de tortura, la capacidad inventiva del mismo infierno todo eso se
hallaba ahora descubierto, adivinado, aprovechado, todo estaba al servicio de
hechicero, todo sirvió en lo sucesivo a la victoria de su ideal, del ideal
ascético... «Mi reino no es de este mundo» seguía diciendo ahora igual que
antes: ¿tenía realmente derecho a seguir hablando así?... Goethe afirmó que
únicamente existen treinta y seis situaciones trágicas: esto permite adivinar,
aunque no supiéramos ninguna otra cosa, que Goethe no fue
un sacerdote ascético. Éste conoce un número mayor...
21
Con respecto a toda esta especie de la medicación
sacerdotal, la especie «culpable», está de más toda palabra de crítica. Que
semejante desenfreno del sentimiento, tal como el sacerdote ascético acostumbró
a prescribirlo en este caso a sus enfermos (bajo los nombres más santos, ya se
entiende, y convencido además de la santidad de su finalidad), haya sido
realmente útil a algún enfermo, ¿quién tendría gusto en sostener una afirmación
así? Al menos habría que ponerse de acuerdo sobre la expresión «ser útil». Si
con ella quiere decirse que tal sistema de tratamiento ha mejorado al hombre,
entonces nada tengo que objetar: sólo añadir lo que para mí significa
«mejorado» lo mismo que «domesticado», «debilitado», «postrado», «refinado»,
«reblandecido»,
«castrado» (es decir, casi lo mismo que dañado...). Pero si
se trata principalmente de enfermos contrariados, deprimidos, tal sistema pone al
enfermo más enfermo, aun suponiendo que lo ponga «mejor»; pregúntese a los médicos
de locos qué consecuencia trae siempre consigo una aplicación metódica de tormentos
expiatorios, contriciones y espasmos de redención. Pregúntese asimismo a la
historia: en todos los lugares en que el sacerdote ascético ha impuesto ese
tratamiento a los enfermos, la condición enfermiza ha crecido siempre en
profundidad y en extensión con una rapidez siniestra. ¿Cuál fue siempre el
«éxito»? Un sistema nervioso destrozado, añadido a todo lo demás que ya estaba
enfermo; y esto tanto en el más grande como en el más pequeño, tanto en el
individuo como en las masas. Detrás del training [entrenamiento] de expiación y
redención encontramos epidemias epilépticas enormes, las más grandes que la
historia conoce, como las de los danzantes medievales de San Vito y San Juan;
encontramos, como otra forma de su
influjo, parálisis terribles y depresiones duraderas, con
las cuales a veces
el temperamento de un pueblo o de una ciudad
(Ginebra, Basilea) se transforma, de una
vez para siempre, en lo contrario de lo que era; a esto pertenece
también la historia de las brujas, algo afín al
sonambulismo (ocho grandes explosiones epidémicas
de las mismas tan sólo entre 1564 y 1605); detrás del mencionado training encontramos asimismo
aquellos delirios colectivos ansiosos de
muerte, cuyo horrible grito evviva la morte [viva la muerte] se oyó por toda Europa, interrumpido unas veces por
idiosincrasias voluptuosas y
otras por idiosincrasias destructivas: y ese mismo cambio
de afectos, con las mismas
intermitencias y transformaciones súbitas, es observado todavía hoy
en todos los lugares, en todo sitio en donde la doctrina
ascética acerca del pecado obtiene una
vez más un gran triunfo (la neurosis religiosa aparece
como una forma del «ser malvado»: de ello no hay duda).
¿Qué es esa neur
osis? Quaeritur [se pregunta]. Hablando a grandes rasgos,
el ideal ascético y su culto
sublimemente moral, esa ingeniosísima, despreocupadísima y peligrosísima sistematización de todos los
medios del desenfreno del sentimiento
bajo la protección de propósitos santos se ha inscrito de un modo terrible e inolvidable en la historia entera
del hombre; y, por desgracia, no sólo en
su historia... Yo no sabría señalar nada que haya dañado tan destructoramente como este ideal la salud y
el vigor racial, sobre todo de los
europeos; es lícito llamarlo, sin ninguna exageración, la auténtica
fatalidad en la historia de la salud del
hombre europeo. A lo sumo podría compararse con
el influjo específicamente germánico: me refiero al
envenenamiento
alcohólico de Europa, que hasta hoy ha marchado
rigurosamente al mismo
paso que la preponderancia política y racial de los
germanos (donde éstos inocularon su
sangre, inocularon también sus vicios).
Como tercer elemento
de la serie habría que mencionar la sífilis magno sed próxima intervalo [a
gran distancia, pero muy próxima].
22
El sacerdote ascético ha corrompido la salud anímica en
todos los sitios en que ha llegado a dominar,
y, en consecuencia, ha corrompido también el gusto in artibus et litteris [en las artes y en las
letras] todavía continúa
corrompiéndolo. «¿En consecuencia?» Espero que este «en
consecuencia» se me conceda
sencillamente; al menos no quiero ofrecer aquí su demostración. Un solo dato: se refiere al libro fundamental
de la literatura cristiana, a su
auténtico modelo, a su «libro en sí». Todavía en medio del
esplendor grecoromano, que era también
un esplendor de libros, a la vista de un mundo
literario no marchitado ni arruinado aún, en una época en que todavía
era posible leer algunos libros por cuya
posesión daríamos hoy a cambio la mitad
de literaturas enteras, la simpleza y la vanidad de agitadores
cristianos se les llama padres de la
Iglesia se atrevió ya a decretar: «También nosotros tenemos nuestra literatura clásica, no necesitamos la
de los griegos»,
y al decirlo se apuntaba con orgullo a libros de leyendas,
cartas de apóstoles y tratadillos apologéticos,
aproximadamente de la misma manera como hoy el «Ejército de Salvación» inglés lucha, con una literatura
similar, contra Shakespeare y otros
«paganos». A mí no me gusta el Nuevo Testamento, ya se adivina; casi
me desasosiega el encontrarme tan solo
con mi gusto respecto a esa obra literaria
estimadísima, sobreestimadísima (el gusto de dos milenios está contra
mí): ¡pero qué remedio queda! «Aquí
estoy yo, no puedo hacer otra cosa»,
tengo el coraje de mi mal gusto.
El Antiguo Testamento sí, éste es algo completamente distinto: ¡todo mi respeto por el Antiguo
Testamento! En él encuentro grandes
hombres, un paisaje heroico y algo rarísimo en la tierra, la
incomparable ingenuidad del corazón
fuerte; más aún, encuentro un pueblo. En cambio, en
el Nuevo, nada más que pequeños asuntos de sectas, nada más
que rococó del al
ma, nada más que cosas adornadas con arabescos, angulosas,
extrañas, mero aire de conventículo, sin
olvidar un ocasional soplo de bucólica dulzura, que pertenece a la época (y a la provincia
romana) y que no es tanto judío como
helenístico. La humildad y la ampulosidad, estrechamente juntas;
una locuacidad del sentimiento que casi
ensordece; apasionamiento, pero no
pasión; penosa mímica; aquí ha faltado evidentemente toda
buena educación. ¡Cómo se puede dar, a los
pequeños defectos propios, la importancia que les dan esos piadosos hombrecillos! Nadie se
ocupa de aquéllos; y mucho menos Dios.
Para terminar, todas estas pequeñas gentes de la provincia quieren tener incluso «la corona de la vida eterna»: ¿para
qué?, ¿por qué?, no es posible llevar más
lejos la inmodestia. Un Pedro «inmortal», ¡quién lo soportaría! Poseen una ambición que hace reír: esas
gentes nos dan mascados sus asuntos más
personales, sus necedades, tristezas y preocupaciones de ociosos, como si
el ensídelascosas estuviera obligado a preocuparse de ello,
esas gentes no se cansan de mezclar a
Dios incluso en los más pequeños pesares en que ellos están metidos. ¡Y ese permanente tutearse con
Dios, de pésimo gusto! ¡Esa judía, y no
sólo judía, familiaridad de hocico y de pata con Dios!... Hay en el este de Asia pequeños y despreciados «pueblos
paganos» de los que estos primeros
cristianos podrían haber aprendido algo esencial, un poco de tacto
del respeto; según atestiguan misioneros cristianos,
aquellos pueblos no se permiten siquiera
pronunciar el nombre de su Dios. Esto me parece una cosa bastante delicada; en verdad resulta
demasiado delicada no sólo para
«primeros» cristianos: para percibir el contraste, recuérdese, por
ejemplo, a Lutero, «el más elocuente» e
inmodesto campesino que Alemania ha dado, y
el tono luterano, que era el que más le gustaba emplear precisamente
en sus diálogos con Dios. La oposición
de Lutero a los santos intermediarios de la
Iglesia (en especial, al «papa, esa puerca del diablo») era en su último
fondo,
no hay duda de ello, la oposición propia de un palurdo al
que le fastidiaba la buena etiqueta de
la Iglesia, aquella etiqueta de respeto del gusto hierático, que sólo a gentes más iniciadas y silenciosas
permite entrar en el santo de los
santos, y en cambio cierra el acceso a los palurdos. De una vez por
todas, precisamente aquí no deben éstos
hablar, pero Lutero, el campesino,
quería
las cosas de un modo completamente distinto, aquello no le
parecía bastante alemán: quería, ante todo,
hablar directamente, hablar él, hablar «sin
ceremonias» con su Dios... Y, desde luego, lo hizo. El ideal ascético, ya se lo adivina, no fue nunca y en ningún lugar una
escuela del buen gusto, menos
aún de los buenos modales,
fue, en el mejor caso, una escuela de los modales hieráticos
: esto hace que encierre en sí algo mortalmente hostil a todos los buenos modales, falta de moderación, aversión por la moderación,
es incluso un non plus ultra.
23
El ideal ascético ha corrompido no sólo la salud y el
gusto, sino también una tercera, y una
cuarta, y una quinta, y una sexta cosa me guardaré de decir
cuántas (¡cuándo acabaría!). Lo que aquí pretendo poner de
manifiesto no es
lo que ese ideal ha realizado, sino, más bien, única y
exclusivamente lo que significa, lo que
deja adivinar, lo que se oculta detrás de él, debajo de él,
dentro de él, aquello de lo cual él es la expresión
superficial, oscura, sobrecargada de
interrogaciones y de malentendidos. El no escatimar a mis lectores una mirada a lo monstruoso de sus
efectos, también de sus efectos
funestos, he podido permitírmelo sólo en orden a esta finalidad: a
saber, la de prepararlos para el último
y más terrible aspecto que posee para mí la pregunta
por el significado de aquel ideal. ¿Qué significa
justamente el poder de ese ideal, lo
monstruoso de su poder? ¿Por qué se le ha cedido terreno en esa medida? ¿Por qué no se le ha opuesto más bien
resistencia? El ideal ascético expresa
una voluntad: ¿dónde está la voluntad contraria, en la que se
expresaría un ideal contrario? El ideal ascético tiene una
meta, y ésta es lo suficientemente universal como para que,
comparados con ella, todos los
demás intereses de la existencia humana parezcan mezquinos
y estrechos; épocas, pueblos, hombres,
interprétalos implacablemente el ideal ascético en dirección a esa única meta, no permite
ninguna otra interpretación, ninguna
otra meta, rechaza, niega, afirma, corrobora únicamente en
el sentido de su interpretación ( ¿y ha
existido alguna vez un sistema de interpretación más pensado hasta el final?); no se somete a
ningún poder, sino que cree en su
primacía sobre todo otro poder, en su incondicional distancia de rango
con respecto a todo otro poder, cree que no existe en la tierra ningún poder
que no tenga que recibir de él un
sentido, un derecho a existir, un valor, como
instrumento para su obra, como vía y como medio para su meta, para una
única meta... ¿Dónde está el antagonista de este compacto
sistema de
voluntad, meta e interpretación? ¿Por qué falta el
antagonista?... ¿Dónde se encuentra la
otra «única meta»?... Se me dice que no falta, que no sólo ha luchado largo tiempo con éxito contra aquel
ideal, sino que incluso, en todos
los asuntos principales, se ha enseñoreado ya de él:
testimonio de ello sería
toda nuestra ciencia moderna, esa ciencia moderna que, por ser una
auténtica filosofía de la realidad,
evidentemente no cree más que en sí misma,
evidentemente tiene el coraje de ser ella misma, la voluntad de ser ella
misma,
y hasta ahora se las ha arreglado bastante bien sin Dios,
sin el más allá, sin virtudes negadoras.
Ahora bien, ese ruido y esa locuacidad de agitadores no
me producen ninguna impresión: esos trompeteros de la
realidad son malos músicos, sus voces no
ascienden desde lo profundo de un modo
suficientemente perceptible, en ellos no habla el abismo de
la conciencia científica pues un abismo
es hoy la conciencia científica, en los hocicos de
tales trompeteros el vocablo «ciencia» es sencillamente una
impudicia, un abuso, una desvergüenza.
La verdad es cabalmente lo contrario de lo que aquí
se afirma: la ciencia no tiene hoy sencillamente ninguna fe
en sí misma, y mucho menos un ideal por
encima de sí, y allí donde aún es
pasión, amor, fervor, sufrimiento, no
representa lo contrario de aquel ideal ascético, sino más bien la forma más reciente y más noble del
mismo. ¿Os suena extraño esto?... Es
cierto que también entre los doctos de hoy hay bastante pueblo honrado y modesto de obreros, el cual se complace en su
pequeño rincón, y que, por el hecho de
complacerse en él, a veces eleva un poco inmodestamente la voz, diciendo que hoy debemos estar contentos en
general, sobre todo en la ciencia, pues
precisamente en ella hay tantas cosas útiles que hacer. No objeto nada; y
lo que menos quisiera yo es estropearles a esos honestos
obreros su placer en
el oficio: pues yo me alegro de su trabajo. Pero el hecho
de que ahora se
trabaje con rigor en la ciencia y de que existan
trabajadores satisfechos no demuestra en
modo alguno que la ciencia en su conjunto posea hoy una meta, una voluntad, un ideal, una pasión propia de
la gran fe. Como hemos dicho, ocurre lo
contrario: allí donde la ciencia no es la más reciente forma de aparición del ideal ascético, son casos demasiado raros, nobles y escogidos como para que el juicio general pudiera ser
torcido por ellos , la ciencia es hoy un
escondrijo para toda especie de mal humor, incredulidad, gusano roedor, despectio su¡ [desprecio de si], mala
conciencia, es el desasosiego propio de
la ausencia de un ideal, el sufrimiento por la falta del
gran amor, la insuficiencia de una
sobriedad involuntaria. ¡Oh, cuántas cosas no oculta hoy
la ciencia! ¡Cuántas debe al menos ocultar! La capacidad de
nuestros mejores estudiosos, su
irreflexiva laboriosidad, su cerebro en ebullición día y noche, incluso su maestría en el oficio ¡con cuánta frecuencia ocurre que el
auténtico sentido de todo eso consiste
en cegarse a sí mismo los ojos para no ver algo!
La ciencia como medio de aturdirse a sí mismo: ¿conocéis
esto?... A veces con una palabra
inofensiva herimos a los doctos hasta el tuétano todo el que trata con ellos lo ha experimentado, indisponemos
contra nosotros a nuestros
amigos doctos en el instante en que pensamos honrarlos, los
sacamos de sus casillas meramente porque
fuimos demasiado burdos para adivinar con quién
estamos tratando en realidad, con seres que sufren y que no quieren
confesarse a sí mismos lo que son, con
seres aturdidos e irreflexivos que no temen más
que una sola cosa: llegar a cobrar conciencia...
24
Y ahora examinemos, en cambio, aquellos casos, más raros,
de que he hablado, los últimos
idealistas que hoy existen entre filósofos y doctos: ¿tenemos en ellos tal vez los buscados
adversarios del ideal ascético, los
anfidealistas de éste? De hecho se creen tales, esos «incrédulos» (pues
todos ellos lo son); parece que su último
resto de fe consiste justo en esto, en ser
adversarios de ese ideal, tan serios son en este punto, tan apasionados
se vuelven precisamente aquí sus gestos
y sus palabras: ¿ya por esto ha de ser
verdadero lo que ellos creen?... Nosotros «los que conocemos» nos
hemos vuelto con el tiempo desconfiados
frente a toda especie de creyentes; nuestra
desconfianza nos ha ejercitado poco a poco en sacar conclusiones
opuestas a las que en otro tiempo se
sacaban: es decir, en inferir, en todos aquellos sitios en que la fortaleza de una fe aparece mucho
en el primer plano, que hay allí una
cierta debilidad de la demostrabilidad, incluso una inverosimilitud de lo creído. Tampoco nosotros negamos que la fe
otorga la bienaventuranza:
cabalmente por esto negamos que la fe demuestre algo, una fe robusta, que otorga la bienaventuranza, es una sospecha
contra aquello en lo que cree) no
es prueba de «verdad», es prueba de una cierta
verosimilitud de la ilusión. ¿Qué ocurre
hoy en este caso? Estos actuales
negadores y apartadizos, estos incondicionales
en una sola cosa, en la exigencia de limpieza intelectual, estos espíritus duros, severos, abstinentes,
heroicos, que constituyen la honra de
nuestra época
, todos estos pálidos ateístas, anticristos, inmoralistas,
nihilistas, estos
escépticos,
efécticos, hécticos de espíritu (esto último lo son todos ellos, en algún sentido), estos últimos idealistas
del conocimiento, únicos en los cuales
se alberga y se ha encarnado la conciencia intelectual, de hecho se
creen sumamente desligados del ideal ascético, estos «espíritus libres,
muy libres»: y, sin embargo, voy a descubrirles
lo que ellos mismos no pueden ver pues
están demasiado cerca: aquel ideal es precisamente también su ideal,
ellos mismos, y acaso nadie más, lo representan hoy, ellos
mismos son su más espiritualizado
engendro, su más avanzada tropa de guerreros y exploradores, su más insidiosa, delicada, inaprensible
forma de seducción: ¡si en algo soy
yo descifrador de enigmas, quiero serlo con esta
afirmación!... Se hallan muy lejos de
ser espíritus libres: pues creen todavía en la verdad... Cuando los cruzados cristianos tropezaron en Oriente con
aquella invencible Orden de los Asesinos, con aquella Orden de espíritus libres
par excellence, cuyos grados ínfimos
vivían en una obediencia que no ha sido alcanzada por ninguna Orden monástica, recibieron también, por alguna
vía, una indicación acerca de aquel símbolo
y aquella fraseescudo, reservada sólo a los grados sumos, como su secretum: «Nada es verdadero, todo está
permitido...» Pues bien, esto era
libertad de espíritu, con ello se dejaba de creer en la verdad misma...
¿Se ha extraviado ya alguna vez un
espíritu libre europeo, cristiano, en esa frase y en sus laberínticas consecuencias? ¿Conoce por
experiencia el Minotauro de ese
infierno?... Dudo de ello, más aún, sé algo distinto: nada es más extraño a estos incondicionales de una sola cosa, a
estos así llamados «espíritus libres»,
que la libertad y la liberación en aquel sentido, en ningún otro aspecto
están más firmemente atados, justo en la
fe en la verdad están firmes e
incondicionales como ningún otro. Yo conozco todo esto tal vez
desde demasiado cerca: aquella loable
continencia de filósofos a la que tal fe obliga, aquel estoicismo del intelecto que acaba por
prohibirse tan rigurosamente el
no como el sí, aquel querer detenerse ante lo real, ante el
factum brutum [hecho bruto], aquel
fatalismo de los petits faits [hechos pequeños] (ce petit faitalisme, como yo lo llamo), en el cual la
ciencia francesa busca ahora una especie
de primacía moral sobre la alemana, aquel renunciar del todo a la interpretación (al violentar, reajustar,
recortar, omitir, rellenar, imaginar,
falsear, y a todo lo demás que pertenece a la esencia del interpretar)
esto es, hablando a grandes rasgos,
expresión tanto de un ascetismo de la virtud como de una negación de la sensualidad (en el
fondo, es sólo un modus de esa
negación). Pero lo que fuerza a esto, aquella incondicional
voluntad de verdad, es la fe en el ideal
ascético mismo, si bien en la forma de su imperativo inconsciente, no nos engañemos sobre esto, es
la fe en un valor metafísico, en un
valor en sí de la verdad, tal como sólo en aquel ideal se encuentra garantizado y confirmado (subsiste y
desaparece juntamente con él). No
existe, juzgando con rigor, una ciencia «libre de
supuestos», el pensamiento de tal ciencia
es impensable, es paralógico: siempre tiene que haber allí una filosofía, una
«fe», para que de ésta extraiga la ciencia una dirección,
un sentido, un límite, un método, un
derecho a existir. (Quien lo entiende al revés,
quien, por ejemplo, se dispone a asentar la filosofía «sobre una
base rigurosamente científica», necesita
primero, para ello, poner cabeza abajo no
sólo la filosofía, sino también la misma verdad: ¡la peor ofensa al
decoro que puede cometerse con dos damas
tan respetables!) Sí, no hay duda y aquí dejo
hablar a mi Gaya ciencia, véase el libro quinto «el hombre veraz, en
aquel temerario y último sentido que la
fe en la ciencia presupone, afirma con ello
otro mundo distinto del de la vida, de la naturaleza y de la historia; y
en la medida en que afirma ese ‘otro
mundo’, ¿cómo?, ¿no tiene que negar,
precisamente por ello, su opuesto, este mundo, nuestro mundo?... Nuestra
fe
en la ciencia reposa siempre sobre una fe metafísica
también nosotros los actuales hombres
del conocimiento, nosotros los ateos y antimetafísicos, también nosotros extraemos nuestro fuego de
aquella hoguera
encendida por una fe milenaria, por
aquella fe cristiana que fue también la fe de Platón, la creencia de que Dios es la verdad, de que la
verdad es divina... ¿Pero cómo es esto
posible, si precisamente tal cosa se vuelve cada vez más increíble, si ya
no hay nada que se revele como divino, salvo el error, la
ceguera, la mentira,
si Dios mismo se revela como nuestra más larga
mentira?» En este punto es necesario detenerse y reflexionar largamente.
La ciencia misma necesita en adelante
una justificación (con lo cual no se ha dicho en absoluto que exista
una justificación para ella). Examínense, con respecto a
esta cuestión, las filosofías más
antiguas y las más recientes: falta en todas ellas una conciencia de hasta qué punto la misma voluntad de
verdad necesita una justificación, hay
aquí una laguna en toda filosofía ¿a qué se debe? A que el ideal
ascético ha
sido hasta ahora dueño de toda filosofía, a que la verdad
misma fue puesta como ser, como Dios,
como instancia suprema, a que a la verdad no le fue
lícito en absoluto ser problema. ¿Se entiende este «fue
lícito»? Desde el instante en que la fe en Dios del ideal
ascético es negada, hay también un
nuevo problema: el del valor de la verdad. La voluntad de verdad necesita una crítica con esto definimos nuestra propia
tarea, el valor de la verdad debe ser
puesto en entredicho alguna vez, por vía experimental... (A quien esto
le parezca demasiado sucinto se le
recomienda volver a leer el apartado de La
gaya ciencia titulado: «En qué medida somos nosotros todavía piadosos»,
y, mucho mejor aún, el libro quinto
entero de la mencionada obra, así como el
prólogo a Aurora.)
25
¡No! No se me venga con la ciencia cuando yo busco el
antagonista natural del ideal ascético,
cuando pregunto: «¿dónde está la voluntad opuesta, en la
que se exprese su ideal opuesto?» Ni de lejos se apoya en
sí misma la ciencia
lo suficiente como para poder ser esto, ella necesita
primero, en todos los sentidos, un ideal
del valor, un poder creador de valores, al servicio del cual le es lícito a ella creer en sí misma, ella como tal no es nunca creadora de
valores. Su relación con el ideal ascético no es ya en sí,
de ningún modo, un
a relación
antagonística; incluso representa más bien, en lo principal, la fuerza propulsora en la configuración interna de aquél.
Su contradicción y su lucha, examinadas
de modo más sutil, no apuntan
de ningún modo al
ideal mismo, sino sólo a las avanzadas
de éste, a su disfraz, a su juego de máscaras, a sus ocasionales endurecimiento, desecación,
dogmatización la ciencia devuelve la
libertad a la vida que hay en el ideal ascético, negando lo exotérico en
él. Ambos, ciencia e ideal ascético, se
apoyan, en efecto, sobre el mismo terreno
ya di a entender esto: a saber, sobre la misma fe en la
inestimabilidad, incriticabilidad de la
verdad, y por esto mismo son necesariamente aliados, de
modo que, en el supuesto de que se los combata, no se los puede combatir
y poner en entredicho nunca más que de
manera conjunta. Una apreciación del
valor del ideal ascético trae consigo inevitablemente también una
apreciación del valor de la ciencia:
¡ábranse los ojos y agúcense los oídos para percibir tal cosa en todos los tiempos! (El arte, dicho
sea de manera anticipada, pues alguna
vez volveré sobre el tema con más detenimiento, el arte, en el cual precisamente la mentira se santifica, y la
voluntad de engaño tiene a su favor
la buena conciencia, se opone al ideal ascético mucho más
radicalmente que la ciencia: así lo
advirtió el instinto de Platón, el más grande enemigo del arte producido hasta ahora por Europa. Platón
contra Homero: éste es el antagonismo
total, genuino de un lado el
«allendista» con la mejor voluntad,
el gran calumniador de la vida, de otro el involuntario
divinizador de ésta, la áurea naturaleza.
Una sujeción del artista al servicio del ideal ascético es por ello la más propia corrupción de aquel que
pueda haber, y, por desgracia, una de
las más frecuentes: pues nada es más corruptible que un artista.) También consideradas las cosas desde un punto de
vista fisiológico descansa la ciencia
sobre el mismo terreno que el ideal ascético: un cierto empobrecimiento
de la vida constituye, tanto en un caso
como en otro, su presupuesto, los
afectos enfriados, el tempo retardado,
la dialéctica ocupando el lugar del instinto, la seriedad grabada en los rostros y los gestos
(la seriedad, ese inequívoco
indicio de un metabolismo más trabajoso, de una vida que
lucha, que trabaja con más dificultad).
Examinense las épocas de un pueblo en las que el hombre docto aparece en el primer plano: son épocas
de cansancio, a menudo de crepúsculo, de
decadencia, la fuerza desbordante, la certeza vital, la certeza de futuro, han desaparecido. La preponderancia
del mandarín no significa nunca algo
bueno: como tampoco la aparición de la democracia, de los arbitrajes de paz en lugar de las guerras, de la igualdad
de derechos de las mujeres, de la
religión de la compasión y de todos los demás síntomas que hay de la
vida declinante. (La ciencia concebida
como problema; ¿qué significa ciencia?
véase sobre esto el prólogo a El nacimiento de la
tragedia). ¡No!, esta «ciencia moderna»
¡basta abrir los
ojos! es por el momento la mejor aliada del ideal ascético, ¡y lo es justo por ser la ciencia
más inconsciente, más involuntaria, más
secreta y más subterránea! Hasta ahora han jugado un mismo juego los «pobres de espíritu» y los adversarios científicos
de aquel ideal (guardémonos de pensar,
dicho sea de paso, que éstos sean la antítesis de aquéllos, algo así como los ricos de espíritu: no lo son, yo los
he denominado hécticos del espíritu).
Esas famosas victorias de los últimos: indudablemente son victorias, ¿pero sobre qué? El ideal ascético no fue
vencido de ningún modo en ellas, antes
bien se volvió más fuerte, es decir, más inaprensible, más espiritual, más capcioso, por el hecho de que, una y otra
vez, la ciencia eliminó, derribó sin compasión
un muro, un bastión que se había adosado a aquél y que había
vuelto más grosero su aspecto. ¿Se piensa en serio que, por
ejemplo, la derrota de l
a astronomía teológica fue una derrota de tal ideal?... ¿Es
que acaso el hombre s
e ha vuelto menos necesitado de una solución allendista de
su enigma del existir, por el hecho de
que, a partir de entonces, ese existir aparezca ahora más gratuito aún, más arrinconado, más
superfluo en el orden visible de las
cosas? ¿No se encuentra en un indetenible avance, a partir de
Copérnico, precisamente el
autoempequeñecimiento del hombre, su voluntad de autoempequeñecimiento? Ay, ha desaparecido la
fe en la dignidad, singularidad,
insustituibilidad humanas dentro de la escala jerárquica de los seres,
el hombre se ha convertido en un animal, animal sin metáforas, restricciones ni reservas, él, que en su fe
anterior era casi Dios («hijo de
Dios», «hombre Dios»)... A partir de Copérnico el hombre
parece haber caído en un plano
inclinado, rueda cada vez más rápido,
alejándose del punto
central ¿hacia dónde?,
¿hacia la nada?, ¿hacia el «horadante sentimiento de su nada»?... ¡Bien!, éste precisamente sería el
camino derecho ¿hacia el antiguo ideal?...
Toda ciencia (y no sólo la astronomía, sobre cuyo humillante y degradador influjo hizo Kant una notable
confesión, «ella aniquila mi importancia
...»), toda ciencia, tanto la natural como la innatural así llamo yo a la autocrítica del conocimiento tiende hoy a
disuadir al hombre del aprecio en que
hasta ahora se tenía a sí mismo, como si tal aprecio no hubiera sido otra cosa que una extravagante presunción; incluso
podría decirse que la ciencia
pone su propio orgullo, su propia áspera forma de ataraxia
estoica en mantener en pie en sí misma
ese difícilmente conseguido autodesprecio del hombre, como su última y más seria reivindicación de
aprecio (con razón, de hecho: pues quien
desprecia es siempre todavía alguien que «no ha olvidado el apreciar...»). ¿Se trabaja en verdad así en
contra del ideal ascético? ¿Acaso se
piensa aún, con toda seriedad (como se imaginaron algún tiempo los
teólogos), que, por ejemplo, la victoria
de Kant sobre la dogmática de los conceptos
teológicos («Dios», «alma», «libertad», «inmortalidad») ha demolido
aquel ideal? a este respecto nada debe
importarnos por el momento si Kant mismo
tuvo siquiera el propósito de hacer algo de ese tipo. Lo cierto es que,
a partir
de Kant, los trascendentalistas de toda especie han tenido
de nuevo ganada la partida, se han
emancipado de los teólogos: ¡qué felicidad! Kant les ha descubierto un camino secreto en el que ahora
les es lícito entregarse, con sus
propios medios y con el mejor decoro científico, a los «deseos de su
corazón». Asimismo: ¿quién podría tomar
a mal ya a los agnósticos el que éstos, en
cuanto veneradores de lo desconocido y misterioso en sí, adoren ahora
como Dios el signo mismo de
interrogación? (Xaver Doudan habla en una ocasión
de los ravages [estragos] producidos por 1’habitude d’admirer
1’inintelligible au lieu de rester tout
simplement dans I’inconnu [el hábito de admirar lo ininteligible en lugar de quedarse
simplemente en lo desconocido]; él piensa
que los antiguos habrían prescindido de ello). Suponiendo que nada de lo
que
el hombre «conoce» satisfaga sus deseos, sino que más bien
los contradiga y espante, ¡qué divina
escapatoria el que sea lícito buscar la culpa de ello no en
el «desear», sino en el «conocer»!... «No existe ningún
conocer: en consecuencia existe Dios»: ¡qué nueva elegantia syllogismi
[elegancia del silogismo], ¡qué triunfo
del ideal ascético!
26
¿O es que acaso la historiografía moderna, en su totalidad,
ha mostrado
una actitud más cierta de vida, más cierta de ideal? Su
pretensión más noble se
reduce hoy a ser espejo: rechaza toda teleología; ya no
quiere «demostrar» nada: desdeña el
desempeñar el papel de juez, y tiene en ello su buen gusto, ni afirma
ni niega, hace constar, «describe»... Todo esto es ascético en alto grado; pero a la vez es, en un grado más alto
todavía, nihilista, ¡no nos engañemos
sobre este punto! Vemos una mirada triste, dura, pero resuelta, un ojo que
Mira a lo lejos, como mira a lo lejos un viajero del Polo
Norte que se ha quedado aislado (¿tal
vez para no mirar adentro?, ¿tal vez para no mirar atrás?...) Aquí hay nieve, aquí la vida ha
enmudecido; las últimas cornejas
cuya voz aquí se oye dicen: «¿Para qué?» «¡En vano!»,
«¡Nada!» aquí ya no
florece ni crece nada, a lo sumo metapolítica
petersburguesa y «compasión» tolstoiana.
Mas en lo que se refiere a esa otra especie de historiadores, una especie acaso «más moderna» aún, una especie
gozadora, voluptuosa, que coquetea tanto
con la vida como con el ideal ascético, que usa como guante la palabra «artista» y que hoy monopoliza
totalmente la loa de la contemplación:
¡oh, qué sed tan grande de ascetas y de paisajes invernales provocan
esos
dulces ingeniosos! ¡No! ¡Que el diablo se lleve a ese
pueblo «contemplativo»! ¡Prefiero con
mucho caminar junto con aquellos nihilistas históricos a través
de las más sombrías, grises y frías brumas! más aún, en el
supuesto de que tuviera que elegir, no
me habría de importar prestar oídos incluso a alguien del todo y en verdad ahistórico, antihistórico
(como ese Dühring, con cuyos
acentos se embriaga, en la Alemania actual, una especie
hasta hoy todavía tímida, todavía
inconfesada de «almas bellas», la species anarchistica dentro
del proletariado culto). Cien veces peores son los
«contemplativos»: ¡yo no conozco nada
que me cause más náusea que una de esas poltronas «objetivas», que uno de esos perfumados gozadores de la
historia, medio curas, medio sátiros,
parfum Renan, los cuales delatan ya, con el falsete agudo de su
aplauso, qué es lo que les falta, en qué lugar les falta,
en qué sitio ha manejado en este caso la
Parca su cruel tijera, de un modo, ¡ay!, demasiado quirúrgico! Esto subleva mi gusto y también mi paciencia:
conserve su paciencia ante tales
visiones quien nada tenga que perder con ella, a mí tal visión me
exaspera,
esos «espectadores» me enfurecen contra el «espectáculo»
más aún que éste
(la historia misma, entiéndaseme), sin querer me vienen a
la mente, al contemplarlo, bromas anacreónticas.
La naturaleza que dio al toro sus cuernos
y al león el χάσμ όδόυτωυ [abertura de los dientes], ¿para
qué me dio a mí el pie?... Para
pisotear, ¡por San Anacreonte!, y no sólo para huir: ¡para pisotear las poltronas apolilladas, la contemplación
cobarde, el lascivo eunuquismo
ante la historia, el coqueteo con ideales ascéticos, la
tartufería de justicia,
usada por la impotencia! ¡Todo mi respeto para el ideal
ascético, en la medida en que sea
honesto!, ¡mientras crea en sí mismo y no nos dé el chasco! Pero no soporto a todas esas chinches coquetas, cuya
ambición es insaciable en punto a oler a
infinito, hasta que por fin lo infinito acaba por oler a chinches; no
soporto los sepulcros blanqueados que parodian la vida; no
soporto a los fatigados y acabados que
se envuelven en sabiduría y miran «objetivamente»; no soporto a los agitadores ataviados de
héroes, que colocan el manto de
invisibilidad del ideal en torno a ese manojo de paja que es su cabeza;
no soporto a los artistas ambiciosos,
que quisieran representar el papel de ascetas
y de sacerdotes y que no son en el fondo más que trágicos
bufones; tampoco soporto a ésos, a los
recentísimos especuladores en idealismo, a los
antisemitas, que hoy entornan sus ojos a la manera del
hombre de bien cristianoario y que
intentan excitar todos los elementos de animal cornudo propios del pueblo mediante un abuso, que
acaba con toda paciencia, del
medio más barato de agitación, la afectación moral ( el
hecho de que en la Alemania actual no
deje de obtener éxito toda especie de espíritus
fraudulentos es algo que guarda relación con el deterioro
poco a poco
innegable y ya palpable del espíritu alemán, cuya causa yo
la busco en una alimentación compuesta,
con demasiada exclusividad, de periódicos, política, cervezas y música de Wagner, a lo que hay que
añadir lo que constituye el presupuesto
de esa dieta: primero, la clausura y la vanidad nacionales, el
fuerte, pero angosto principio de Deutschland, Deutschland
über Alles [Alemania, Alemania sobre
todo], y después la paralysis agitans de las «ideas modernas»). Hoy Europa es rica e ingeniosa,
sobre todo en punto a inventar
estimulantes; parece que ninguna otra cosa necesita más que los
«estimulantes», que el aguardiente: de aquí viene también
la gigantesca falsificación en ideales,
esos máximos aguardientes del espíritu, y asimismo el aire repugnante, maloliente, falaz y
seudoalcohólico que se extiende por todas
partes. Quisiera saber cuántos cargamentos de idealismo imitado, de
atavíos de héroes y cencerreante
hojalata de grandes palabras, cuántas toneladas de compasión azucarada y alcohólica (razón
social: la religión de la souffrance [la
religión del sufrimiento]) cuántas patas de palo de «noble indignación»,
para ayuda de los piesplanos del
espíritu; cuántos comediantes del ideal
moralcristiano sería necesario exportar hoy fuera de Europa, para que de
nuevo su aire volviese a tener un olor más limpio... Es
evidente que esa superproducción abre
una nueva posibilidad de comercio; es evidente que se puede hacer un nuevo «negocio» con pequeños
ídolos del ideal y con los «idealistas»
correspondientes no se pase por alto esta clara alusión. ¿Quién tiene suficientes ánimos para ello? ¡en nuestras manos está el «idealizar»
la tierra entera!... Mas qué digo ánimos,
aquí hace falta una sola cosa,
precisamente la mano, una mano sin prevenciones, completamente libre
de prevenciones...
27
¡Basta! ¡Basta! Dejemos estas curiosidades y complejidades
del espíritu más moderno, en las que hay
igual número de cosas de que reír y de que
enfadarse. Precisamente nuestro problema, el problema del significado
del
ideal ascético, puede prescindir de ellas. ¡Qué tiene él que ver con el ayer y con
el hoy! Esas cosas
las abordaré con mayor profundidad y dureza en otro contexto (bajo el título Historia del nihilismo
europeo; remito para ello a una obra que
estoy preparando: La voluntad de poder. Ensayo de una transvaloración de todos los valores). Lo
único que me interesa haber señalado
aquí es esto: incluso en la esfera más espiritual el ideal ascético continúa
teniendo por el momento una sola especie de verdaderos
enemigos y damnificadores: los
comediantes de ese ideal, pues provocan
desconfianza.
En todos los demás lugares en que el espíritu trabaja hoy
con rigor, con
energía y sin falsedades, se abstiene ahora en todos ellos
por completo del
ideal la expresión popular de esa abstinencia es «ateísmo»:
descontada su voluntad de verdad. Pero
esta voluntad, este resto de ideal, es, si se quiere creerme, aquel ideal mismo en su formulación
más rigurosa, más espiritual, aquel ideal
vuelto total y completamente exotérico, despojado de todo aparejo exterior, y, en consecuencia, no es tanto el
resto de aquel ideal cuanto su
núcleo. El ateísmo incondicional y sincero ( y su aire es
lo único que respiramos nosotros, los
hombres más espirituales de esta época) no se
encuentra, según esto, en contraposición a aquel ideal, como a primera
vista parece; antes bien, es tan sólo
una de sus últimas fases de desarrollo, una de
sus formas finales y de sus consecuencias lógicas
internas, es la catástrofe,
que impone respeto, de una bimilenaria educación para la
verdad, educación que, al final, se
prohibe a sí misma la mentira que hay en el creer en Dios.
(Este mismo proceso evolutivo se ha dado en la India, con
total independencia, y, por tanto,
demuestra algo: el mismo ideal forzando a la misma conclusión;
el punto decisivo alcanzado cinco siglos antes de la era
europea, con Buda, o, más exactamente:
ya con la filosofía sankhya que luego Buda popularizó y convirtió en religión.) ¿Qué es aquello que,
si preguntamos con todo rigor, ha
alcanzado propiamente la victoria sobre el Dios cristiano? La respuesta
se encuentra en mi libro La gaya
ciencia: «La moralidad cristiana misma, el
concepto de veracidad tomado en un sentido cada vez más riguroso, la
sutilidad, propia de padres confesores, de la conciencia
cristiana, traducida y sublimada en conciencia
científica, en limpieza intelectual a cualquier precio. Considerar la naturaleza como si fuera una
prueba de la bondad y de la protección de
un Dios; interpretar la historia a honra de la razón divina, como permanente testimonio de un orden ético del
mundo y de intenciones éticas últimas;
interpretar las propias vivencias cual las han venido interpretando desde hace tanto tiempo los hombres piadosos,
como si todo fuera una disposición, todo
fuese un signo, todo estuviese pensado y dispuesto para la salvación del alma: ahora esto ha pasado ya,
tiene en contra suya la
conciencia, todos los espíritus más finos consideran esto
indecoroso, deshonesto, lo consideran
mentira, feminismo, debilidad, cobardía, y
precisamente en virtud de este rigor somos, si lo somos en virtud de
algo, buenos europeos y herederos de la
autosuperación más prolongada y más
valerosa de Europa...» Todas las grandes cosas perecen a sus propias
manos, por un acto de autosupresión: así
lo quiere la ley de la vida, la ley de la
«autosuperación» necesaria que existe en la esencia de la vida, en el último
momento siempre se le dice al legislador mismo: patere legem, quam ipse
tulisti [sufre la ley que tú mismo promulgaste]. Así es
como pereció el
cristianismo, en cuanto dogma, a manos de su propia moral;
y así es como ahora también el
cristianismo en cuanto moral tiene que perecer,
nosotros nos encontramos en el
umbral de este acontecimiento. Después de que la veracidad cristiana ha sacado una tras otra sus
conclusiones, saca al final su conclusión
más fuerte, su conclusión contra sí misma; y esto sucede cuando plantea
la pregunta «¿qué significa toda
voluntad de verdad?»... Y aquí toco yo de nuevo
mi problema, nuestro problema, amigos míos desconocidos (pues todavía no
sé de ningún amigo): ¿qué sentido tendría nuestro ser todo,
a no ser el de que
en nosotros aquella voluntad de verdad cobre conciencia de
sí misma como problema?... Este hecho de
que la voluntad de verdad cobre consciencia de sí hace perecer de ahora en adelante no cabe
ninguna duda la moral: ese gran espectáculo
en cien actos, que permanece reservado a los dos próximos siglos de Europa, el más terrible, el más problemático,
y acaso también el más esperanzador de
todos los espectáculos...
28
Si prescindimos del ideal ascético, entonces el hombre, el
animal hombre, no ha tenido hasta ahora
ningún sentido. Su existencia sobre la tierra no ha albergado ninguna meta; «¿para qué en absoluto
el hombre?» ha sido una pregunta sin
respuesta; faltaba la voluntad de hombre y de tierra; ¡detrás de todo gran destino humano resonaba como estribillo
un «en vano» todavía más fuerte! Pues
justamente esto es lo que significa el ideal ascético: que algo faltaba, que un vacío inmenso rodeaba al
hombre, éste no sabía justificarse, explicarse, afirmarse a sí mismo, sufría del
problema de su sentido. Sufría también
por otras causas, en lo principal era un animal enfermizo: pero su problema no era el sufrimiento mismo, sino el
que faltase la respuesta al grito de la
pregunta: «¿para qué sufrir?» El hombre, el animal más valiente y más acostumbrado a sufrir, no niega en sí el
sufrimiento: lo quiere, lo busca
incluso, presuponiendo que se le muestre un sentido del
mismo, un para esto del sufrimiento. La
falta de sentido del sufrimiento, y no este mismo, era la maldición que hasta ahora yacía extendida
sobre la humanidad, ¡y el ideal ascético ofreció a ésta un sentido! Fue hasta
ahora el único sentido; algún sentido es
mejor que ningún sentido; el ideal ascético ha sido, en todos los aspectos, el fuute de mieux [mal menor] par
excellence habido hasta el momento. En
él el sufrimiento aparecía interpretado; el inmenso vacío parecía colmado; la puerta se cerraba ante todo
nihilismo suicida. La interpretación no
cabe dudarlo traía consigo un nuevo sufrimiento, más profundo, más
íntimo, más venenoso, más devorador de
vida: situaba todo sufrimiento en la
perspectiva de la culpa... Mas, a pesar de todo ello, el hombre quedaba así
salvado, tenía un sentido, en adelante no era ya como una
hoja al viento, como una pelota del
absurdo, del «sinsentido», ahora podía querer algo, por el momento era indiferente lo que quisiera, para
qué lo quisiera y con qué lo quisiera:
la voluntad misma estaba salvada. No podemos ocultarnos a fin de cuentas qué es lo que expresa propiamente
todo aquel querer que recibió su
orientación del ideal ascético: ese odio contra lo humano, más aún,
contra lo animal, más aún, contra lo
material, esa repugnancia ante los sentidos, ante la razón misma, el miedo a la felicidad y a la
belleza, ese anhelo de apartarse de toda
apariencia, cambio, devenir, muerte, deseo, anhelo mismo ¡todo eso significa, atrevámonos a comprenderlo, una
voluntad de la nada, una aversión contra
la vida, un rechazo de los presupuestos más fundamentales de la vida, pero es, y no deja de ser, una voluntad!... Y
repitiendo al final lo que dije al
principio: el hombre prefiere querer la nada a no querer...
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