SHAKESPEARE:
UNA INDAGACIÓN
SOBRE EL PODER
Estanislao Zuleta
ALCALDÍA MAYOR DE BOGOTÁ
ENRIQUE PEÑALOSA LONDOÑO, Alcalde Mayor de Bogotá
MARÍA CLAUDIA LÓPEZ SORZANO, Secretaria de Cultura, Recreación y Deporte
INSTITUTO DISTRITAL DE LAS ARTES – IDARTES
JULIANA RESTREPO TIRADO, Directora General
JAIME CERÓN SILVA, Subdirector de las Artes
LINA MARÍA GAVIRIA HURTADO, Subdirectora de Equipamientos Culturales
LILIANA VALENCIA MEJÍA, Subdirectora Administrativa y Financiera
ANA CATALINA OROZCO PELÁEZ, Subdirectora de Formación Artística
ALEJANDRO FLÓREZ AGUIRRE, Gerente de Literatura
CARLOS RAMÍREZ PÉREZ, OLGA LUCÍA FORERO ROJAS, RICARDO RUIZ ROA, ELVIA CAROLINA
HERNÁNDEZ LATORRE, YENNY MIREYA BENAVÍDEZ MARTÍNEZ, MARÍA EUGENIA MONTES
ZULUAGA, ORLANDO TEATINO GONZÁLEZ, LUIS FELIPE TRUJILLO
Equipo del Área de Literatura
Primera edición: Bogotá, diciembre de 2018
Imágenes: carátula: Estanislao Zuleta, fotografía de archivo familiar.
Contracarátula: William Shakespeare, grabado de George Vertue
(1719) a partir de un óleo de John Taylor; viñeta: ClipArt ETC. Página
13: William Shakespeare, grabado de William Holl, El Viejo (1827) a
partir de óleos de John Simon y Gerard van Soest.
Todos los derechos reservados. Esta obra no puede ser reproducida,
parcial o totalmente, por ningún medio de reproducción, sin
consentimiento escrito del editor.
© INSTITUTO DISTRITAL DE LAS ARTES – IDARTES
© ESTANISLAO ZULETA, AUTOR
ANTONIO GARCÍA ÁNGEL, EDICIÓN
ÓSCAR PINTO SIABATTO, DISEÑO + DIAGRAMACIÓN
978-958-5487-27-7, ISBN
UNIÓN TEMPORAL IDARTES 2018,
IMPRESIÓN Impreso en Colombia
GERENCIA DE LITERATURA IDARTES
Carrera 8 n.o 15-46
Bogotá D. C.
Teléfono: 3795750
www.idartes.gov.co
contactenos@idartes.gov.co
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CONTENIDO
ESTANISLAO ZULETA, LA PALABRA DICHA
por Antonio García Ángel
PRESENTACIÓN
por José Zuleta Ortiz
SHAKESPEARE: UNA INDAGACIÓN SOBRE EL PODER
Ricardo III: la pulsión de muerte y el poder
Macbeth: el éxito del poder como fracaso
Otelo: el drama de los celos y el poder
Conferencia uno
Conferencia dos
Conferencia tres
Conferencia cuatro
Conferencia cinco
Conferencia seis
La tempestad: la reconciliación por medio del arte
Conferencia uno
Conferencia dos
Estanislao Zuleta, 1968. Foto: archivo familiar.
ESTANISLAO ZULETA, LA PALABRA DICHA
EN EL AÑO 1945, con la
apertura del Instituto de Filosofía de la Universidad Nacional,
empieza la profesionalización del campo de la filosofía en Colombia. La Universidad
de Los Andes abrió su Departamento de Filosofía en 1956. Fue un proceso lento, si tenemos en cuenta que la
Licenciatura en Filosofía de la Universidad del Valle y el programa de
filosofía de la Universidad de Antioquia se abrieron en 1975. En
medio de esta formalización, es paradójico que las figuras más interesantes del
pensamiento colombiano surjan por fuera o tengan relaciones conflictivas con
la academia: Nicolás Gómez Dávila
(1913- 1994), que se formó con profesores particulares y en la intimidad
de su vasta biblioteca; Danilo Cruz Vélez (1920-2008), quien después de
estudiar en Alemania y enseñar en Colombia
se retiró de la docencia universitaria en 1972 para dedicarse a escribir
su obra, y Estanislao Zuleta (1935-1990), que se salió del colegio a la edad de
16 años porque la educación formal le restaba tiempo y era un obstáculo para la
libertad de su pensamiento, en un gesto que recuerda la frase de Bernard Shaw:
«Desde muy joven tuve que interrumpir mi educación para entrar a la escuela».
Estanislao Zuleta prefirió charlar con el filósofo Fernando González y el poeta
León de Greiff, compartir con amigos y contradictores, viajar, leer voraz y
ampliamente literatura, historia, filosofía, y hablar con todas las personas
que encontró en la vida, sin importar la profesión, formación o estrato, porque
en el diálogo y desde el diálogo enseñaba y también aprendía.
Su pensamiento se producía, se iluminaba en la
expresión o
ral, con sus silencios, sus pausas y sus énfasis. De sus conferencias
quedaron textos fundamentales como el Elogio de la dificultad, que Zuleta leyó
el día en que la Universidad del Valle le otorgó un doctorado honoris causa, el
15 de septiembre de 1980. Con el paso de los años la academia se fue acomodando
al estilo de enseñanza del filósofo que, desde sus reflexiones sobre la
pedagogía, siempre la había cuestionado.
El número 137 de nuestra colección, Shakespeare: una indagación sobre el poder, que presentamos por primera vez a los
lectores, se logró por medio de la corrección
y edición de cinco conferencias que pronunció Estanislao Zule
ta en el año 1979 en las instalaciones de Coomeva, en la
ciudad de Cali. La transcripción la realizaron Víctor Peña y David Morales,
amigos del conferencista. La corrección y edición estuvo a cargo de Alberto
Valencia, quien ha editado la mayor parte de la obra hasta hoy publicada.
Agradecemos a los herederos de Zuleta su buena disposición para que este
inédito llegue a Libro al Viento.
ANTONIO GARCÍA ÁNGEL
PRESENTACIÓN
EN ESTE LIBRO el
lector podrá vivir una experiencia muy cercana a lo que era una lectura comentada,
o lo que se conoce como «una charla
de Zuleta», que fue lo que realizó como expositor durante gran parte de su vida. El tema central que aborda es el poder. Lo más apasionante del texto es la manera como
el conferencista despliega su agudeza de lector. Rastrea con tino las ideas que
plantea el texto. Se diría que su lectura está concentrada en el sentido y en
la indagación sobre el tema de la obra, considerando el texto literario de
manera similar a como se aborda un texto filosófico.
Las obras y
los temas que encontrará el lector son: «Ricardo III: la pulsión de muerte y el poder», «Macbeth: el
éxito del poder como fracaso», «Otelo: el drama de los celos y el poder» y «La
tempestad: la reconciliación por medio el arte».
Una de las ideas centrales de esta lectura de Shakespeare está en la reflexión
sobre Ricardo III. En ella se puede leer este comentario de E. Z.:
La idea es que la naturaleza ha cometido
con Ricardo III una grave injusticia: le ha negado la
posibilidad de tener una figura agradable que conquiste el amor de los
demás. La vida entonces le debe una compensación que él mismo tratará de procurarse. Asume el derecho a
considerarse como una excepción y a superar los escrúpulos que detienen a otros
en su camino.
Esta idea es
poderosa y vigente; conocemos en nuestra historia reciente
casos en los cuales el poder se ejerció arbitrariamente,
criminalmente, pues quien lo detentaba se
consideraba una excepción: «a mí me mataron a mi padre». Por ello todo me
está permitido.
E. Z. aborda la lectura desde la filosofía, la antropología, el sicoanálisis
y
todas las herramientas intelectuales de que dispone. Al final sentimos que el
texto literario que comenta es una
conversación con las ideas y los temas universales y que la lectura de
literatura puede darnos luces y ayudarnos a comprender de una manera profunda
los más complejos asuntos humanos.
Finalmente, hay que decir que la litera
tura asumida como indagación, como pensamiento, es una de las
tareas que se propuso Estanislao Zuleta y que de dicho propósito surgieron
lectores críticos, exigentes, lectores que encontraron en la literatura un
escenario de placer estético, y sobre todo, una vía de transformación humana.
JOSÉ ZULETA ORTIZ
SHAKESPEARE:
UNA INDAGACIÓN SOBRE EL PODER
El actor David Garrick en el papel de
Ricardo III, óleo y grabado de William Hogarth (1746).
RICARDO III: LA PULSIÓN DE MUERTE Y EL PODER1
AUNQUE RICARDO III es una pieza de la juventud de Shakespeare contiene,
sin embargo, sus posiciones fundamentales en cuanto a lo que podemos
denominar uno de los grandes temas shakesperianos: el poder. Los textos
sobre el poder –estudios podrían llamarse–, están permanentemente ligados a
otros grandes temas como el amor, el
dinero y la muerte, desarrollados generalmente por el autor hasta sus
últimas consecuencias. Por su
estilo, Ricardo III podría hacer parte de las obras de madurez y se podría estudiar en analogía con ellas.
El problema del poder está, en cierto modo, en todas las demás obras. Incluso
podríamos tomar desde el comienzo enfoques de esas obras sobre el poder, que
nos encaminarían a una lectura de Ricardo III. Este es el caso de Hamlet, obra
sumamente compleja, que también puede ser leída desde el punto de vista del
poder: la historia de un poder usurpado y de un usurpador, Claudio, que accede
a él por medio de un asesinato en complicidad con la esposa del rey asesinado.
Hamlet, hijo, es el anuncio y la preparación del ataque contra el poder
usurpado.
Es muy
interesante ver cómo las mismas diferencias de estructura de esta obra
con la de Ricardo III nos sirven de indicio sobre muchos
aspectos de la pieza que nos ocupa. Por ejemplo, Hamlet es un individuo con grandes dificultades para lanzarse a la empresa
que le es asignada por la aparición
del fantasma de
su padre: vengar el poder usurpado. Esas dificultades
son de muy diversa índole, como el mismo carácter de Hamlet y su lucidez.
Algunos comentaristas han destacado principalmente que Hamlet no es un hombre
de acción sino más bien un pensador (Goethe en un famoso comentario subraya
principalmente este aspecto), lo que le impide entrar en una acción política,
en los términos shakesperianos, incluyendo un asesinato.
Otro aspecto que lo entraba en su misión es que es un enamorado. La relación con Ofelia, bellamente descrita por Shakespeare, es un amor
que no puede llevar a su objeto a
la empresa a la que se ve abocado. La única manera que le queda de amar a Ofelia
es fingirle desamor para no tener que arrastrarla
consigo a una empresa trágica: la confrontación del poder en la
que, además, se verá arrastrado a
confrontarse también con su propio padre. Hamlet es un héroe trabado por el amor y por el conocimiento para
llevar a cabo la empresa en la cual está comprometido: la empresa del
poder, porque para tal empresa, el amor y el conocimiento son dos pésimos
compañeros.
Por contraste con Hamlet, Ricardo III no está obstaculizado ni por el amor ni por
el conocimiento para similar empresa. En Ricardo nos encontramos, por el contrario, con el máximo despliegue de eficacia en la lucha por el
poder. Por lo tanto, la comparación con Hamlet e, incluso, con Otelo, nos
ayuda a ir concibiendo el personaje de Ricardo III, que tiene unos
rasgos que por lo demás están relacionados con una gran carencia de amor. En la
curiosa escena de la conquista de Lady Ana él mismo nos advierte que no se
trata de amor.
En muy diversas
obras Freud comenta los personajes de Shakespeare, por quien tiene una gran estimación. Voy a
referirme para comenzar a un comentario que hace sobre Ricardo III en un
ensayo llamado «Personajes psicopáticos en el teatro», que es particularmente
interesante2. Aunque
Freud no se propone allí fundar una estética, ni mucho menos,
subraya un aspecto
que entra en contradicción explícita con la concepción
que tenía Aristóteles sobre el efecto de la obra teatral en el espectador.
La polémica podría resumirse así: Aristóteles se pregunta principalmente por el tipo de placer que
puede generar el teatro por el hecho de ver y asistir a un espectáculo
donde se representan hechos que en sí mismo son dolorosos. Y responde a este
interrogante con la teoría de la catarsis: el efecto de placer procede de que,
por medio de una identificación con los personajes, nos ahorramos todas las
tragedias. Freud presenta una teoría bastante diferente y mantuvo esta
posición, porque los estudios sobre teatro a que haremos referencia pertenecen
a su juventud y a un período tardío de su primera época. Y es importante fijar
esta continuidad porque Freud no siempre la tuvo y entre 1904 y 1930 cambió
muchas de sus ideas.
En el momento en que escribe sus estudios sobre
teatro, entre ellos algunos muy conocidos como el de Edipo
Rey y Hamlet en La interpretación de los sueños3, lo que
trata de mostrar, en este pequeño trabajo de 1905-1906, es que por medio
de los personajes del teatro accedemos a una dimensión de nuestro ser y
de nuestros
propi
os dramas, a los que no tenemos acceso
directo porque es una zona reprimida. El teatro, lo que nos manifiesta, es una
verdad de nuestro ser. Pero para que podamos acceder a ella se requiere una
metodología muy particular que es precisamente la que se podría denominar arte
dramático. El teatro, pues, no es que nos ahorre determinados sentimientos sino
que más bien nos da acceso a una dimensión de nuestro ser. Este es un punto de
vista un poco fuerte. Les voy a mostrar enseguida una aplicación con respecto a
Ricardo III para que se den cuenta de que el punto de vista de Freud es
bastante interesante.
La conclusión que saca en todos los casos (en Hamlet, en Edipo y ahora veremos que también en Ricardo III) es que un
personaje, al ser expuesto, para que tenga validez dramática, el autor
tiene que encontrar una posición tal que nos permita, en principio,
identificarnos con una verdad que pudiésemos reconocer como nuestra. Si no es
así, el efecto
dramático desaparece y el personaje pue
de resultar glorioso o monstruoso pero sin
interés: independientemente de que quede idealizado o considerado
peyorativamente, el hecho es que no tendrá interés. Es decir, no podrá el
espectador reconocerse.
Es con base en
este principio como Freud ha investigado sus personajes (casi
todos en Shakespeare) en el estudio denominado «Varios tipos de carácter
descubiertos en la labor analítica»4. El primer tipo de personaje son «los de excepción». Freud nos habla en este primer capítulo de un problema
caracterológico que ha encontrado, durante el tratamiento en algunos casos,
y que consiste –me voy a extender un poco porque como se sabe Freud suele ser muy
lacónico–
en personajes que casi diríamos carecen de superyó (de acuerdo con su
terminología), es decir, que no tienen sentimientos de culpa, que se sienten
con derecho a cualquier tipo de transgresión.
Freud se
refiere a las ocasiones en que se ha encontrado este tipo de
personajes, en especial dos. El primero es el caso de un individuo que
había tenido durante mucho tiempo un defecto que adjudicaba a una extraña
enfermedad adquirida y que luego supo que era un defecto
congénito. Desde ese momento se produjo en él un cambio en la dirección de lo que Freud
llama «excepción». El segundo es un tipo que había adquirido en la lactancia
una infección que casualmente le trasmitió su nodriza y que durante toda su
vida mantuvo pretensiones de indemnización, una especie de seguro de accidente,
sin sospechar en qué fundaba tales pretensiones.
Excepciones son pues estos personajes que consideran que no están dentro de la ley o de las normas. La suerte se manejó mal
con ellos y la naturaleza cometió una especie de «injusticia originaria» tan
terrible que cualquier cosa
que en adelante emprendan es apenas una leve
compensación de lo que les ha hecho la vida. No son necesarias muchas
cavilaciones para saber que detrás de esas excepciones nos encontramos con la
figura de un reproche a la madre. Ricardo III pertenece a este tipo de
personajes. Freud comienza por citar el monólogo con el cual se abre la obra,
especialmente en este punto:
RICARDO. […]
Pero yo, que no he sido formado para estos traviesos deportes ni para
cortejar a un amoroso espejo…; yo, groseramente
construido y sin la majestuosa gentileza para pavonearme ante una ninfa de libertina
desenvoltura; yo, privado de esta bella proporción, desprovisto de todo encanto
por la pérfida naturaleza; deforme, sin
acabar, enviado antes de tiempo a este latente mundo; terminado a medias, y eso tan
imperfectamente y fuera de la moda, que los perros me ladran cuando ante ellos
me paro… ¡Vaya, yo, en estos tiempos afeminados de paz muelle, no hallo delicia
en que pasar el tiempo, a no ser espiar mi sombra al sol, y hago glosas sobre
mi propia deformidad! Y así, ya que no puedan mostrarme como un amante, para
entretener estos bellos días de galantería, he determinado portarme como un
villano y odiar los frívolos placeres de estos tiempos. He urdido complots,
inducciones peligrosas, valido de absurdas profecías, libelos y sueños, para
crear un odio mortal entre mi hermano Clarence y el monarca. Y si el rey
Eduardo es tan leal y justo como yo sutil, falso y traicionero, Clarence deberá
ser hoy estrechamente aprisionado, a causa de una profecía que dice que J. será
el asesino de los hijos de Eduardo. ¡Descended, pensamientos, al fondo de mi
alma! ¡Aquí viene Clarence!
Bajo la idea
de «pérfida naturaleza» lo que hace Ricardo es acusar a la madre
de haberlo hecho mal, contrahecho, de haberlo echado al mundo antes de tiempo, de abortarlo. En los casos que trae Freud
se trata de un defecto congénito o de una leche dañada.
Independientemente de si se trata de un fantasma o no, el hecho es que detrás
de la excepción se esconde una agresión materna que fue padecida
originariamente y que justifica todo lo que se haga. Ricardo dice que como su
deformidad lo priva de las distracciones amorosas, se adjudica el derecho de
hacer cuanto le plazca.
Una
motivación tan frívola ahogaría todo interés en el espectador si detrás de ella
no se escondiera algo más serio y más complejo. Freud dice que esta situación no sería muy interesante si sólo
existiera allí una psicología del
resentimiento. Además la obra sería
psicológicamente imposible, pues el
poeta tiene que
saber crear en
nosotros un fondo de simpatía hacia su héroe, con el cual podamos admirar, sin contradicción interior, su valor y destreza. Y una tal
simpatía no puede estar basada en la comprensión, sino en el sentimiento de una
posible comunidad con él. De manera que si nos presentan una psicología del
resentimiento eso sería un simple factor externo. La posibilidad en que se
funda el interés dramático –explorar en el personaje el fondo de nuestros
posibles– llevado hasta sus últimas consecuencias, desaparecería si estamos
ante un mero caso de resentimiento. Nos encontramos, pues, ante un caso un
tanto más complejo con una referencia más universal, válida para todos.
La idea es que la naturaleza ha cometido con
Ricardo III una grave injusticia: le ha negado la posibilidad de
tener una figura agradable que conquiste el amor de los demás. La vida entonces
le debe una compensación que él
mismo tratará de procurarse. Asume el derecho a considerarse como una
excepción y a superar los escrúpulos que detienen a otros en su camino.
Tenemos, pues, una primera idea de este personaje: su excepcionalidad frente a
una madre agresora o, si se quiere, una agresión materna originaria que, al
sentirse víctima, se convierte en motivo para que no sienta ninguna
culpabilidad al actuar.
Difícilmente se
encuentra en la literatura una obra más llena de juramentos, maldiciones y
crímenes como Ricardo III. Uno podría tener la impresión, sobre todo si la
lee rápidamente, de que eso mismo es ya un error: tanto asesinato, una maldad
tan desaforada, tanta maldición y juramento, tenderían a devaluarse
a sí mismos en sus efectos. Es como si nos encontráramos con una cierta inflación de la maldad. Así como hay
una inflación del dinero, y salen tantos y tantos billetes que no valen nada, nos encontraríamos ante una inflación del crimen: se cometen tantos
que ya no nos impresionan. Como existe también una inflación del lenguaje: decimos tantas cosas tan
acentuadas, con admiraciones y con palabras superlativas, que las mismas
palabras van perdiendo valor: decimos de cualquier cosa que es sensacional,
genial, fantástica. Las cosas no se vuelven importantes, las palabras se
vuelven insignificantes. En Ricardo III es como si nos encontráramos ante la
amenaza de una inflación, en este caso de una inflación del mal o, podría
decirse, ante una obscenidad del horror. Así como hay una obscenidad del sexo
que ya ni siquiera nos despierta el deseo, porque se exhibe tanto y de tal
manera que allí no hay nada que conquistar ni nada qué descubrir, así también
podría haber una obscenidad del horror.
Un tratadista malicioso de la sexualidad decía que no es la desnudez sino la
puesta al desnudo lo que resulta interesante. Y en Ricardo III nos encontramos
con una especie de desnudez del horror. En un ambiente apacible, en un
jardín infantil, la presencia de un cadáver
puede resultar espantosa; pero si uno
se
tropieza cada dos metros con un cadáver, termina por no
interesarle tanto el asunto y ya no
le causa
impresión. En todo caso, ese tipo de reflexión se puede presentar en el lector
de Ricardo III, especialmente si lee muy de prisa. Se multiplica tanto la
maldad, la perversidad, el horror y el asesinato, que uno no sabe a qué
atenerse. ¿Cómo puede sostener Shakespeare el interés y la vena fundamental del
arte –la exploración y la búsqueda del sentido– en medio de esta cantidad tan
asombrosa de crímenes? Y, sin embargo, el lector que lee con cuidado no tiene
la sensación de que la multiplicación del terror disminuya sus efectos.
Vamos a tratar de ver qué es lo que en realidad hace Shakespeare, y en qu
é sentido no podríamos hacer la objeción que estamos tratando de enunciar con la idea de la inflación y la obscenidad. Es decir,
veremos por medio de qué procedimientos y mediante la elaboración de qué
temas, a pesar de todo, logra afectarnos una y otra vez de la forma más
profunda. Y también qué es lo que nos interesa en este arte, porque no se puede
confundir a Ricardo III con una publicación de El Bogotano o de El Caleño.
Hay algo fundamentalmente diferente, y es importante que apreciemos esa diferencia:
aquello a lo que el periodismo se dirige y a lo que se dirige Shakespeare
son dos cosas diferentes. El periodismo en el orden del horror, como en el del éxito, se dirige a algo fundamentalmente impersonal; su lector no es atraído por lo que allí se encuentra sino
por lo inverso: por lo que allí no se encuentra. Sólo le interesa la
narración escueta del acontecimiento puro, sin sus condiciones psicológicas de
posibilidad. A veces uno se pregunta por qué el lector se interesa tanto por la
vida de aquella persona que no tiene nada de personal, por la actriz tal, la
señora Jacqueline Kennedy o tantas otras. ¿Qué pasó? Nada, absolutamente nada.
Ella es cualquier persona, alguien como todo el mundo pero más el éxito, un
éxito caído desde arriba como una lotería.
Se proclama la identificación no con los
problemas sino por fuera de ellos: la persona
casada con el millonario, la nombrada artista de cine, la asesinada o la violada,
etcétera. Ella soy yo más el azar. Es difícil la identificación con alguien que
es el producto de un largo trabajo, de un proceso complejo y de un problema
específico, como identificarse con Einstein, con Picasso. ¡Eso es muy difícil!
Pero con Jacqueline Kennedy no es nada difícil. Cualquiera que ejerza cualquier
oficio, de secretaria, de recepcionista o cualquier cosa, es Jacqueline Kennedy
más un buen matrimonio.
El éxito y el horror están exteriorizados en lo que uno es, como ocurre en la prensa, una vía cotidiana, anónima e
impersonal, a la que mueve el azar de
la violación y de la riqueza, del
éxito y del fracaso. Eso es lo que
se lee en la prensa y por eso
provoca una curiosidad en la que los fantasmas inconscientes se mueven,
pero no afectan profundamente. En cambio, cuando Shakespeare multiplica el
horror, la ejecución de esa multiplicación se realiza de tal manera que nos
afecta en lo más íntimo de nuestro ser. Hay que ver cómo en cada uno de los
temas desarrolla los problemas de todo el mundo.
Para mostrar la forma como la multiplicación del horror no resulta ser una obscenidad
de sí, no es una devaluación ni una inflación, que nos mantiene sobrecogidos, veamos la escena primera del
acto segundo. Aquí el rey Eduardo, que ya está próximo a la muerte, convoca a
la gente de la Corte a una especie de reconciliación general, a que cesen todas
las enemistades.
REY EDUARDO: Bien; así… Hoy no he perdido el día… ¡Pares, continuad
esta estrecha unión!
De un instante a otro espero una embajada de mi redentor, para redimirme de
este mundo; y en mayor paz partirá mi espíritu al cielo después de haber
restablecido la paz de mis amigos sobre la tierra. ¡Rivers y Hastings, sin
oculto encono, jurándoos amistad! (p. 759).
Y un poco más adelante continúa la
convocación. Dice a la reina
Isabel:
Señora, no seáis vos misma una excepción de
esto… ni vuestro hijo Dorset… ni vos, Buckingham. Habéis sido adversarios entre sí. Esposa, estimad
a lord
Hastings, dadle a besar vuestra mano, y en
lo que realicéis, proceded con franqueza (p. 759).
Y así se dirige a todos, convocándolos a una inmensa reconciliación. Shakespeare comienza el acto segundo haciéndonos vivir la convocación a una reconciliación antes de la muerte y frente a ella.
Tema muy profundo que sentimos venir en muchos pasajes de la vida del
moribundo, que reclama reconciliación
a los hijos. De una manera esencial, la muerte y la reconciliación son afines porque
no hay, tal vez, una figura más terrible de la muerte que la muerte
en la discordia. La muerte de la que resulta que ya no se podrá hacer nada para demostrar
lo que uno quiso, lo que uno hizo, ni lo que uno es; sino que queda
un despojo para que todos interpreten y roben a su modo, de manera distinta según sus posiciones. Está, como si
dijéramos, doblemente muerto el que
muere en medio de la discordia de la gente que más le interesa, el que sabe
que ya no podrá hacer nada para configurar un sentido unitario de su vida, el
que no puede ir más allá de una suerte de interpretaciones opuestas,
diferentes, irreconciliables. Y cuando ya no puede pedir que esperen en el
futuro, por sus obras o por la fuerza de su afecto, que pueda llegar a
mostrarles finalmente lo que es porque se va a morir, entonces los convoca a
que se reconcilien en una opinión común, en la cual puede reconciliarse también
con la muerte como un cierre de su vida: «En conclusión, yo soy aquello en lo
que ustedes están de acuerdo». O si no están de acuerdo en nada, queda el
espanto de la muerte con la cuestión: «Yo nunca respondí de lo que fui».
La escena empieza con esa convocatoria a la reconciliación y el tema de la afinidad entre la reconciliación y la muerte. La exigencia
de la reconciliación desde el punto de vista de la muerte queda
francamente subrayada. Todo lo que vaya a dificultarse ahora será tanto más grave para cada
lector, cuanto mayor haya
sentido la fuerza de esa
convocatoria del rey Eduardo. Shakespeare nos hace sentir el fracaso de esa convocatoria; aquí no nos encontramos ante un
asesinato cualquiera –puñalada o hachazo de tal o cual tipo–, sino ante algo más
refinado: el que burla el último anhelo de darle un sentido a la vida antes de
morir. Y por lo tanto, entre las múltiples maldades que hace Ricardo III en
ejercicio de su oficio, esta es una de las que impresionan y afectan más
profundamente porque, primero,
nos hace
sentir esa convocación, y luego nos hace sentir progresivamen
te su fracaso y
la necesidad de su fracaso. A esa convocación se responde con grandes
juramentos, todos los personajes que rodean a Eduardo en la escena primera
comienzan a jurar en diversas formas:
REINA ISABEL: Hela aquí, Hastings… Nunca más recordaré los pasados
resentimientos. ¡Por mi felicidad y la de los míos!
REY EDUARDO: ¡Dorset, abrazadle! ¡Hastings, amad al marqués!
DORSET:
Protesto aquí que este intercambio de afectos será inviolable por parte mía. HASTINGS: Igual juro yo. (Abraza a
Dorset).
REY EDUARDO: Ahora noble Buckingham, sella esta alianza con tus
brazos a los deudos de
mi esposa, y hacedme todos felices con
vuestra unión.
BUCKINGHAM: ¡Si
alguna vez Buckingham vuelve su rencor contra Vuestra Gracia (a la
reina) y no os rinde a vos ni a los vuestros
las solicitudes y deberes que le conciernen, que Dios
me castigue con el odio de aquellos de donde
espero más
amor! ¡Que cuando más necesite tener un amigo a prueba, y más seguro esté de
ese amigo, le halle falso, pérfido, traidor y lleno de reservas contra mí! Esto
es lo que pido al cielo cuando se enfríe mi amor por vos y por los vuestros
(pp. 759-760).
Ahí, en ese
último juramento, nos encontramos con el método mismo de Shakespeare:
llevar las cosas al extremo, operar por medio de la exageración para iluminar la esencia de la cosa. Allí se
encuentra la estructura interna del juramento, lo que queda propiamente
representado. Si uno se preguntara qué significa jurar, qué significa el
juramento, o cuál es la estructura de la promesa, nos la encontramos ya
manifiesta en esa manera que tiene Shakespeare de exagerarlo todo y llevarlo a
las últimas consecuencias, porque este es su método de exploración.
Hay una negación del cambio –«yo seré lo que soy», «yo seré lo que se espera
de mí»– que se formula con una extraordinaria fuerza precisamente porque no se está seguro; si uno estuviera seguro
de ser lo que es ahora en el futuro,
el juramento mismo no tendría
sentido. «No cambiaré», jura
Buckingham como todo el mundo, y precisamente lo jura porque puede cambiar. El
juramento intenta vanamente tomar medidas contra el cambio y reforzar el
costo del cambio. Buckingham lo lleva a las últimas consecuencias para buscar
la esencia misma del juramento; pero el dolor y el desamparo que se siente en
ese juramento es que, como todo juramento, tiene una cierta contradicción
interna, que podría expresarse así: «Bueno, ¿tú juras que siempre serás fiel a
lo que estás diciendo?», le
pregunta el uno al otro, y el otro responde:
«Lo juro bajo la más grande garantía, puedes pensar de mí lo peor cuando ya
no me importe lo que pienses».
Esta es la
cuestión. Cuando ya haya fallado ese afecto, cuando se enfríe como dice Buckingham, mi amor por vos, qué me importa que pienses
lo
que quieras. Le propone de antemano todas
las garantías, pero se siente la contradicción íntima del que jura, el
valor de la fidelidad en el futuro; sin el futuro todo se hundiría: todo en lo
que yo creo puede fallarme, que el mejor amigo resulte falso y lleno de
reservas, pero sobre el futuro no se pueden dar garantías. Todas las garantías
son débiles. Finalmente termina construyendo esa oración: «Piensa lo peor de
mí, cuando ya no me importe lo que pienses».
Hay algo de falso en todo juramento y al mismo tiempo de necesario: eso es lo trágico del asunto. Hay algo de falso en decir
que «cuando te olvide puedes pensar de mí que soy terrible, pues eso ya
no importa». Lo falso está en que se diga: «Si yo cambio
ya no me importa nada de lo que
pienses». Se apela a un testigo, a un juez que sólo podrá emitir su
juicio cuando ya esté destituido; es un testigo privilegiado y un juez
reconocido, pero cuando ya no sea un testigo privilegiado no importa su juicio.
Esto es lo
primero que se siente en la acogida a la convocatoria
a la reconciliación general de Eduardo,
que responde a juramentos. Y Shakespeare tiene el arte de exagerar los
juramentos de tal manera que se vea el fenómeno fundamental, íntimamente
nuestro y propio de todos: tal vez podría decirse que todo juramento es un
falso juramento, porque es la apelación a un juez que sólo podrá ejercer los
derechos que el juramento le confiere, cuando ya no se le reconozca como juez.
Y si siguen siendo jueces sobra el juramento, y si dejan de serlo se invalida.
Eduardo necesita que le garanticen lo que serán porque la vida de él, que ya está en el umbral de la tumba, es definitiva, y
quiere saber por fin quién lo estima y quién no, y qué piensan de él. Pero
también siente que eso no lo pueden hacer, porque finalmente sobre el
futuro no se pueden dar garantías. Nadie se las puede ni siquiera dar a sí
mismo, aunque se diga: «A este recuerdo permaneceré siempre fiel, esta
despedida es terrible porque aquí se rompe algo que no olvidaré jamás». El
dolor mismo de la
despedida,
como decía Thomas Mann, está precisamente en que ya se está lloran
do el olvido que
vendrá. Toda pena, dice Thomas Mann, nace de un adiós, se funda en la predicción secreta del olvido inevitable, que no habrá de ser llorado cuando se produzca y que, por lo tanto, necesita ser llorado anticipadamente.
Shakespeare nos pone en escena al hombre que jura y al que está al borde de
la muerte. Ese pasaje es algo
trágico, ya que nos pone en escena a nosotros mismos en todas partes; está siempre haciendo sonar las fibras
más íntimas de nuestro ser y no contándonos simplemente una multiplicidad de
hechos macabros, es decir, «la obscenidad del horror». Por eso se puede dar el
lujo de contar tantos horrores, manteniendo nuestra atención y nuestro interés.
Pero todavía hay algo más que le espera al rey Eduardo y es la intervención de
Ricardo III, en medio de la convocación a la reconciliación:
REY EDUARDO: Felices son, en efecto, por lo bien que hemos empleado
el día. Gloster, hemos
hecho obra de caridad trocando en paz la enemistad y en bello amor el odio
entre esos pares, irritados por incesantes resentimientos.
GLOSTER […] Labor bendita, mi soberano señor… Si hay
alguno en esta noble asamblea que por un fal
so informe
o sospecha injusta me crea su enemigo; si involuntariamente o en un momento de arrebato
he cometido alguna acción que ofenda a los aquí presentes, deseo reconciliarme
a su amistad. ¡El ser enemigo es para mí la muerte! Odio esto, y deseo el amor
de todos los hombres de bien. Comienzo por vos, señora, y os pido una paz
sincera, que pagaré con mi perpetuo servicio. A vos también, mi noble primo
Buckingham, si ha podido existir entre nosotros alguna disensión. A vos y a
vos, lord Rivers y de Dorset, que, sin razón, me habéis fruncido el ceño. A
vos, lord Woodville, y a vos, lord Scales, duques, condes, lores, caballeros; a
todos de veras: no conozco inglés viviente con quien tenga mi alma una gota más
de lucha que por el niño que nazca esta noche. ¡Doy gracias a Dios por mi
humildad! (p. 760).
Lo perverso del asunto consiste en que Ricardo III hace sentir la vanidad del reclamo de reconciliación, acogiéndolo de una
forma excesiva. El rey Eduardo pedía un cambio: «[…] Deponed las armas,
los odios, abandonad la hostilidad»; un reclamo de moribundo angustiante,
profundo, para que la muerte no resulte fatal. El otro responde: «Nunca los ha
habido, ¿qué odios?, gracias le doy a Dios por mi humildad. Menos tengo contra
estos que contra un niño que acaba de nacer».
Lo terrible
es que también la petición de reconciliación se puede aprovechar
como un arma para el combate –«Eso es precisamente lo que
necesito, que
afirmemos aquí la reconciliación para que bajen la guardia, dado lo que
pienso hacer»–. Si hay una sospecha fatal en toda reconciliación absoluta la
pregunta, explícita u oculta, es: «¿No será aprovechada contra mí esta
reconciliación?». Ricardo III la lleva al extremo, precisamente es muy
conveniente aprovecharla contra ellos.
Lo que tiene el personaje de terriblemente irreductible es que ni siquiera acepta
que va a cambiar su hostilidad, sino
que predica que nunca la ha tenido:
«[…] Si hay alguno en esta noble
asamblea que por un falso informe o sospecha injusta me
crea su ene
migo; si involuntariamente o en un momento de
arrebato he cometido alguna acción que ofenda a los aquí presentes, deseo
reconciliarme a su amistad» (p. 760). Quiere Ricardo III prevenirse contra la
muerte tratando de hacer previsibles las conciencias de los otros.
Shakespeare nos hace sentir esa muerte de Eduardo en una forma particularmente dura: es la muerte en la duda; y la
lucha, que ya no puede ser contra la muerte, es
entonces contra la duda, contra la duda de qué significa para ellos. Al fin y
al cabo, ¿qué soy yo para ellos? El rey Eduardo los quería acoger por juramentos. Naturalmente, si se
combaten entre sí, y entre sí se despedazan aquellos que fueron los
testigos de mi vida, mi vida quedará en hilachas: unos me recordarán de manera
contraria a la que otros me recuerdan.
Shakespeare saca todo su ingenio y Ricardo III
resulta siendo un asesino en el punto donde no comete ningún crimen: en la muerte de Eduardo. Y no porque haya esgrimido ningún puñal o
matado, sino porque se encuentra ajeno a todo propósito de fidelidad, porque
no puede ser, no quiere ni puede ser el testigo final del moribundo: muere tranquilo, que yo guardaré siempre en mí
la imagen de lo que tú eres como
una imagen valiosa. Este personaje se nos presenta como un asesino de una manera
muy fina y particular. Se nos había indicado, después del crimen de Macbeth: «Y
ahora ya no habrá seriedad en la vida. ¡El vino de la vida se ha esparcido, y
en la bodega sólo quedan las heces!…». Aquí la fórmula parece anticipada, aquí
no hay ninguna seriedad, ni siquiera la solemnidad que antecede a la muerte.
Ricardo III es terrible de una manera que nos afecta en lo más íntimo: eso es lo que hay que subrayar en el texto, párrafo por párrafo, porque su manera de actuar amenaza las condiciones
mismas de la existencia. Ni siquiera
es un traidor. Un traidor tiene
algo de grande: es necesario que se
haya despojado de una fidelidad que realmente tuvo, es necesario que se haya
transformado. En cierto modo no solamente rompe con su patria, su familia, su
comunidad o su amor, sino consigo mismo; es alguien que cambió en cierto modo
alguna base de su existencia. Y tal vez puede decirse que no hay ningún traidor
que no se traicione a sí mismo, es decir, que no haya traicionado algo a lo que
pertenecía, porque si no pertenecía, ¿qué traición es esa?
Así algunos, en formas un poco macabras, pero de todos modos inteligentes,
como Jean Genet, han escrito los elogios de
la traición. Se refieren, por supuesto, a lo que hay de esfuerzo y de
coraje en romper con una imagen de sí mismo, cuando esa imagen ya no
corresponde a la vida efectiva, ni a los afectos ni a los propósitos ni a las
esperanzas.
Pero es que
Ricardo III no tiene nada qué traicionar, no ha entrado
en ninguna fidelidad, por lo tanto no puede ser
infiel. Él hace lo contrario,
recibe el más conmovedor de los reclamos –la reconciliación del moribundo– como una nueva arma para sus propósitos, en los que él no
quiere justificarse, sino sólo triunfar. Lo terrorífico es que ni siquiera
puede traicionar, porque no tiene a qué; no tiene el motor de la
esperanza, porque parte de una devaluación. Ricardo III no ha interiorizado
ninguna figura ante la cual le interesaría quedar bien y, por lo tanto, puede
ser transgresor en un nivel que Shakespeare se cuida mucho de mostrarnos. El
golpe final que le da Ricardo III al rey Eduardo, moribundo, es que él tampoco
se pudo reconciliar consigo mismo, pues le deja saber que en su vida también
hay actos irreductibles, como por ejemplo la muerte de Clarence (acto segundo,
escena segunda):
HIJO:
Entonces, abuela, convenís en que ha muerto. El rey, mi tío, es el culpable de
esta acción.
Dios la vengará, a quien importunaré con mis plegarias, que se encaminarán
todas a ese objeto.
HIJA: Y yo
también.
DUQUESA:
¡Silencio, niños, silencio! El rey os quiere bien. ¡Inexpertos, infelices e
inocentes,
no podéis adivinar quién ha causado la
muerte de vuestro padre!
HIJO:
Podemos, abuela, puede, mi buen tío Gloster quien me ha dicho que el rey, inducido
por la reina,
había fraguado cargos para encarcelarle. Y cuando me decía esto, lloraba, me
consolaba y besaba cariñosamente mis mejillas, aconsejándome que fiara en él
como en mi padre, y que me amaría tan tiernamente como a un hijo.
DUQUESA: ¡Ah!
¡Que la pérfida adopte formas dulces, y que el inmundo vicio se
oculte bajo la
máscara de la virtud! ¡Es mi hijo, sí, y como tal me avergüenza; pero en mis
pechos no amamantó esa perfidia!
HIJO:
¿Pensáis, abuela,
que mi
tío me engañó? DUQUESA: ¡Sí, hijo mío!
HIJO: Yo
no puedo pensarlo (p. 762).
Es con esta figura del niño engañado como continúan los verdaderos
crímenes. La literatura toda vuelve sobre esa
violencia particular que se ejerce sobre
los niños, pero aquí la duquesa ni siquiera está respaldada por el niño.
Lo trágico es que los hijos se alegran con
aquel que transgredió a su padre. La grandeza del texto está en que
Shakespeare se da a la aventura literaria de revelarlo.
Lo que produce un
efecto tan extraordinario en Ricardo III es el hecho de que su negatividad no
solamente produce asesinatos, sino que amenaza
todo fundamento de la aprobación de la vida, que se da precisamente en el fondo de su negatividad, y se
expresa en el diálogo con un moribundo o en la relación con un niño. Lo
que queda amenazado son los fundamentos de toda existencia y de toda confianza
en la vida. Puede decirse que Ricardo III es un estudio de la relación entre la
pulsión de muerte y el poder o, en todo caso, puede leerse así. Podemos ver
algunos elementos de cómo domina la pulsión de muerte en lo poco que hay de
amor: en el matrimonio con Ana y luego el proyecto de matrimonio con Isabel, lo
mismo que en sus relaciones con la madre, domina la pulsión de muerte.
Freud había dicho que Ricardo III pertenecía al género de las excepciones,
pero
no desarrolló mucho un estudio sobre la relación entre las excepciones y la
pulsión de muerte. Solamente hay un indicio: el hecho de considerarse una
excepción es motivo más que suficiente para no aceptar ninguna de las
condiciones que harían posible su curación, es
decir, se trata de una desesperanza radical. La excepcionalidad es
considerada allí como la reacción ante una injusticia
inicial, originaria y fundamental, debido al hecho
de haber nacido jorobado: «Si la naturaleza» –dice el monólogo inicial que cita Freud– «me trató así,
entonces yo puedo hacer lo que quiera». Pero en el texto de Shakespeare
las relaciones son muy claras entre la pulsión de muerte y las excepciones.
Además la naturaleza queda directamente designada como la madre, como se puede
ver en algunos textos tanto de la madre como sobre la madre:
DUQUESA: ¡Oh,
viento aciago, esparcidor de males y miserias! ¡Oh, maldita seas, matriz, lecho de muerte, que
lanzaste al mundo un basilisco de mortífera mirada! (p. 782).
Y la reina
Margarita, dirigiéndose también a la duquesa, dice lo siguiente:
REINA MARGARITA: ¡Tú tenías un Clarence también, y Ricardo
lo mató! ¡De lo más recóndito de tus entrañas salió el infernal sabueso que nos ha
perseguido de muerte a todos! ¡Ese perro, que tuvo dientes antes que ojos para
despedazar a indefensos corderos y beber su generosa sangre! ¡Ese odioso
destructor de la obra de Dios! ¡Ese tirano por excelencia, el primero de la
tierra, que reina en los ojos resecos de las llorosas almas, ha salido de tu
vientre para perseguirnos hasta en nuestras tumbas! ¡Oh, Dios justo,
equitativo, sincero, dispensador! ¡Cuánto te agradezco que ese perro carnívoro
haya devorado el fruto de las entrañas de su madre y la haya hecho compañera de
banco del dolor de los demás! (p. 788).
Es muy notable, sobre todo en los diálogos entre las reinas y las princesas, especialmente entre Isabel y Margarita, que se
trata a Ricardo III en términos de alguien que le ha quitado a una madre un
esposo, a un padre un hijo. Cada una
expone su dolor y sus tragedias ante las otras en términos de a quién le
ha quitado más. Pero el tema de quitarle algo a una madre, es decir, una imagen
del padre, del esposo, del hijo, es llevado hasta las últimas consecuencias,
especialmente cuando se trata de exponer que su propio nacimiento fue quitarle
algo a una madre. Por ejemplo:
RICARDO III:
¿Quién me cierra el paso en mi marcha guerrera?
DUQUESA: ¡Oh!
¡La que debiera habértelo cerrado estrujándote en su vientre maldito, por
todos los crímenes que has cometido,
miserable! (p. 789).
Un poco más adelante, la madre cuenta la
historia del joven Ricardo.
DUQUESA: ¿Tanta
prisa tienes? ¡Yo te he esperado, bien lo sabe Dios, entre tormentos y agonías!
RICARDO III:
Y ¿acaso no he venido al mundo para reconfortaros?
DUQUESA: ¡No!
¡Por la Santa Cruz! ¡Lo sabes bien! ¡Tú has venido a la tierra para hacer de
ella mi infierno! ¡Tu nacimiento ha sido para mí
una carga abrumadora! ¡Irritable y colérica fue tu infancia; tus
días escolares, terribles, desesperados, salvajes y furiosos! ¡Tu adolescencia,
temeraria, irrespetuosa y aventurera; tu
edad madura, orgullosa, sutil, falsa y sanguinaria; más dulce cuanto más
dañina; cariñosa cuando odiaba! ¿Qué confortable hora puedes nombrarme que haya
gozado jamás en tu compañía? (pp. 789-790).
Veamos la manera como Ricardo consuela a la madre de Isabel cuando le propone que le
sirva de intermediaria para casarse con ella y predice la imagen de la fecundación como implante del niño asesinado
en el seno de una nueva madre. Los temas (el juramento, la muerte, la
infancia, engañar a un niño, desengañar a un moribundo y el no poder jurar por
nada) son maneras que tiene Ricardo III de destruir los fundamentos de toda
confianza en la vida, incluso en su propia vida:
REINA ISABEL: ¿Me dejaría así tentar del demonio? REY RICARDO: Sí, si el demonio te tienta para el bien. REINA ISABEL: ¿Me olvidaría yo misma de
mí misma?
REY RICARDO: Sí, si el recuerdo de vos misma os hace daño a vos
misma.
REINA ISABEL: ¡Pero has asesinado a mis hijos!
REY RICARDO: Mas los sepultaré en el seno de vuestra hija, en cuyo
nido perfumado
renacerán por sí mismos para vuestro
consuelo (p. 794).
En un diálogo muy notable, pues va erradicando punto por punto los
juramentos, la duquesa le pregunta por qué podría
jurar: por el honor, por el pasado, por
la estirpe; pero todo aquello por lo que podría jurar es algo que él ya había violado. Y, finalmente, podría jurar por Dios, pero todo lo que ha hecho es en contra de lo que cualquiera pudiese pensar de Dios. Ricardo III podría pensar que juraría por el
futuro, y la duquesa le responde que tampoco por el futuro podría jurar.
El futuro ha sido dañado hasta el fondo por todo lo que ha hecho, la manera
como él ha actuado no puede conducir a ningún futuro; no cualquier medio
conduce a cualquier fin; los medios que él ha utilizado (los asesinatos, los
engaños), no pueden
conducirlo a un fin que redima lo que él ha
sido o que permita interpretarlo de otro modo.
Hay algo esencialmente irrecuperable en Ricardo III, irreversible en su conducta:
no puede esperarse que ningún resultado posterior cambie el sentido de lo que ha sido; la manera como ha actuado
es una forma de matar toda esperanza. Y es por eso mismo que ya no le queda más
que el poder. Veamos algunos textos sobre el problema del poder. Cuando manda
matar a la esposa, dice:
RICARDO III: ¡Ven aquí, Catesby! Haz correr el rumor de que Ana,
mi esposa, está gravemen
te enferma.
Daré orden de que permanezca encerrada. Búscame por cualquier
medio un hidalgo pobre con quien pueda casar inmediatamente a la hija de Clarence. El chico es idiota, y no le temo.
[...] Te repito que hagas correr el rumor de que Ana, mi esposa, está
enferma y a punto de morir. Todo esto sobre la marcha, pues me importa mucho
poner término a todas las esperanzas que, acrecentadas, puedan perjudicarme.
(Sale Catesby) Es preciso que me case con la hija de mi hermano, o mi trono
tendrá la fragilidad del vidrio. ¡Degollar a sus hermanos y luego desposarme
con ella! ¡Incierto camino de ganancias! Pero he ido tan lejos en la sangre,
que un crimen lavará otro crimen. ¡Las lágrimas de piedad no habitan en mis
ojos! (p. 784).
El punto de
que ya no puede detenerse porque ha ido tan lejos («un crimen lavará otro crimen») es un
elemento muy importante para el
análisis del poder puro, del poder sin ilusiones. A l
o que Shakespeare va a llevarnos es al análisis del
poder más descarnado; generalmente mezclado con muchas otras formas de
dominación, pero Shakespeare lo toma donde no está mezclado con nada, donde no
hay ninguna combinación, donde no hay ninguna esperanza. Hay sólo dos cosas:
producir temor y halagar intereses. El poder en frío es eso, se sostiene
mientras produzca algún temor y halague algún interés inmediato; pero también
sabe que no puede acceder al respeto, ni a la admiración, ni a la convicción, y
que tiene que mantenerse en esa única línea: producir temor y halagar algún
interés. En última instancia el poder se reduce a eso.
Los fundamentos en la propia confianza en su vida
están destruidos: el poder no puede hacerle exceder en lo que
aspira: quiere hacerse admirar y sólo consigue hacerse temer, quiere hacerse
respetar y sólo logra hacer temblar a la gente que manda a matar. Quiere
hacerse aceptar y no puede y por eso apela a todos los medios a medida que su impotencia
crece; y de la
misma forma
como apela a todos los medios aumenta su impotencia y recurre a
la tortura.
La posibilidad de hacerse respetar es cada vez menor, aunque aumenta la posibilidad de hacerse temer. A medida que se hace más terrorífico para sostenerse, fracasa más, y Shakespeare lo
lleva hasta las últimas circunstancias,
por ejemplo en el momento de la batalla, en el discurso en que trata de
impulsar a las tropas al combate, dice:
RICARDO III:
¡Recordad a quienes vais a hacer frente! ¡Un racimo de vagabundos, bribones y desterrados, la hez de
Bretaña, y el bajo paisanaje inmundo, vómito de su contagiado país, que
espera
desembarazarse de ellos en aven
turas
desesperadas de segura destrucción! ¡Dormíais tranquilos y quieren privaros del descanso!
¡Poseíais tierras y vivíais felices con bellas esposas! ¡Quieren arrebataros
las unas y deshonrar a las otras! Y ¿quién es el que los conduce sino un mozo
despreciable, nutrido largo tiempo en Bretaña, a costa de nuestra madre? ¡Una
sopa de leche, que en su vida ha juzgado del frío más que al sentir bajo sus
zapatos la nieve! ¡Echemos a latigazos a esos bandidos más allá del mar!
¡Barramos a esos presuntuosos harapos venidos de Francia, que, sin el sueño
insensato de esta loca empresa, ellos mismos, por falta de medios, se hubieran
ahorcado y muerto como simples ratas! ¡Si hemos de ser vencidos, que sea por
hombres, y no por esos bastardos bretones, a quienes nuestros padres batieron,
zurraron y humillaron en su propio país; y, como es hecho notorio, les hicieron
los herederos de la vergüenza! ¿Y habían de apoderarse de nuestras tierras?
¿Acostarse con nuestras mujeres? ¿Raptar a nuestras hijas? (p. 803).
Este texto es
un clásico de la lógica de los tiranos: no pueden ver a
l enemigo sino
como su propia imagen. Este es el problema, buscan los intereses más inmediatos como robar o apoderarse de las mujeres; son bandidos, resentidos, sólo están luchando porque fracasaron, sólo quieren el poder en sí y en provecho propio.
El tirano no puede ver al enemigo. Hay un
momento en que Ricardo III tiene un sueño donde el espectro de todos los
asesinados aparece haciéndole reproches. Y al despertar comienza en un cuasi
delirio y continúa en una reflexión sobre la significación de su vida:
RICARDO III:
¡Dadme otro caballo!... ¡Vendadme las heridas!... ¡Jesús, tened piedad de
mí!... ¡Calla!
No era más que un sueño. ¡Oh cobarde conciencia, cómo me afliges!... ¡La luz
despide resplandores azulencos!... ¡Es la hora de la medianoche mortal! ¡Un
sudor frío empapa mis temblorosas carnes! ¡Cómo! ¿Tengo miedo de mí mismo?...
Aquí no hay nadie... Ricardo ama a Ricardo... Eso es; yo soy yo... ¿Hay aquí
algún asesino? No... ¡Sí!... ¡Yo!... ¡Huyamos, pues!... ¡Cómo! ¿De mí mismo?
¡Valiente razón! ¿Por qué?....
¡De miedo a la venganza! ¡Cómo! ¿De mí mismo
sobre mí mismo? ¡Ay! ¡Yo me amo! ¿Por qué
causa? ¿Por el escaso bien que me he hecho a mí
mismo? ¡Oh! ¡No! ¡Ay de mí! Más bien debía odiarme por las infames acciones que he cometido! ¡Soy
un miserable! Pero miento; eso no es verdad...
¡Loco, habla bien de ti! ¡Loco, no te adules! ¡Mi conciencia tiene millares de
lenguas y cada lengua repite su historia particular, y cada historia me condena
como a un miserable! ¡El perjurio, el perjurio, en más alto grado!
¡El asesinato, el horrendo asesinato, hasta
el más feroz extremo! Todos los crímenes diversos, todos cometidos bajo
todas las formas, acuden a acusarme! ¡Culpable! ¡Culpable!... ¡Me desesperaré!
¡No hay criatura humana que me ame! ¡Y si muero, ninguna alma tendrá piedad de
mí!... y ¿por qué había de tenerla? ¡Si yo mismo no he tenido piedad de mí! ¡Me
ha parecido que los espíritus de todos los que he asesinado entraban en mi
tienda y cada uno amenazaba en la cabeza de Ricardo la venganza de mañana! (p.
801).
Lo mantiene la lógica sucia del poder en frío, sin ilusiones, que se lleva a sus últimas consecuencias, sin duda: nadie lo
puede respetar, amar, admirar; por el pánico nadie tendrá piedad de él,
pero él conoce la causa: él tampoco ha tenido piedad de sí mismo, lo que ha
hecho es despiadado también con relación a él, porque lo que ha destruido son
los fundamentos de toda posibilidad de aprobación de la vida, de su propia
vida.
Sin duda, en el acto v, uno de los más bellos
elementos del tratamiento del problema por Shakespeare es la
sugerencia de que ya Ricardo III anhela la derrota. Pero el problema no es que
anhele la derrota en esa batalla, sino que él optó por la derrota desde el comienzo. También podría, naturalmente, poner la historia en el sentido militar;
pero eso aplazaría el asunto, sería alargar la tragedia porque el problema
en el que se encuentra estará siempre. Buckingham lo apoyó en s
us crímenes,
despreciándose a sí mismo a cambio de un condado; otros
lo combatieron; otros callan porque le
temen, o pretenden apoyarlo. Pero él no tiene más que los que lo combaten pues
los que lo apoyan quieren un condado, y los que callan le tienen miedo, y no
tendrá más que eso. Él siempre le dará la razón al enemigo. La lógica del poder
es más compleja, porque al enemigo, para arengar las tropas y animarse a sí
mismo, se le ve como otro yo, pero en el fondo se le da la razón.
Shakespeare llevó, pues, la lógica del poder
hasta sus últimas consecuencias. El amor es visto como un atentado. Con burla, con ironía, dice: «[…] En
ese dulce nido de su vientre volveré a plantar sus hijos, los que he matado».
La vida como naturaleza, como madre, como un enemigo;
el futuro
determinado de antemano, como un destino; un pasado, podría ser más de lo que fue, y lo que fue
sólo fue la negación de la vida. Imposible toda base de creen
cia en la vida, lo que queda es sólo el poder, y este se hace cada vez más necesario, crece por sí solo: es
más necesario intimidar cuando
menos se pueda convencer, es más necesario asustar y prometer y regalar cuando menos se puede dar una
pos
ibilidad real. Entonces, el poder
crece como de sí mismo, se hace cada vez más exclusivamente poder, menos
empresa común, menos convicción común, menos búsqueda y cada vez más
imposición, sostenimiento de una situación que no se justifica ya, sino porque
lo contrario es terrible, pero no más. Y esto, que se descubre finalmente, es
más terrible que lo contrario, y lo contrario es la muerte, que en el fondo es
lo que él deseaba; en el fondo termina anhelando ¡la derrota final!
Shakespeare la presenta por medio de los
espectros, como producida por la inseguridad, pero está hecha fundamentalmente de que ya
no hay más deseo de vivir. No se
trata solamente de que nos hayan descrito a un tirano, sino de algo más interesante: la esencia de la tiranía
llevada a sus últimas consecuencias,
y con el método de Shakespeare que vemos en otras de sus obras, como Hamlet y Macbeth, ya lo podemos ver. La
tiranía se presenta de tal manera que nos permite estudiar en qué consiste el
poder; al llevarlo a sus últimas consecuencias Shakespeare en cierto modo lo
desmonta: el poder es una forma de la impotencia. Y, naturalmente, en la vida
cotidiana, no se presenta así, pero llevado hasta sus últimas consecuencias se
da de todas maneras en la misma lógica: la tentación de ser temido como
respuesta a la desesperanza de que no se pueda ser querido, la tentación de
comprometerse en una complicidad, más que ordenarse en una empresa común. Todas
las tentaciones del poder están en correlación inversa con los fracasos del
pensamiento y con los fracasos del amor.
En la
historia se ha dado muchas veces la figura del poder en frío, que no se
combina con ilusiones ni con prestigios, al
que se le sigue porque se le teme, porque promete algo y no sabemos nunca
si lo cumple porque lo cumple en la medida en que lo considera necesario para
sostenerse. Cuando a Giordano Bruno lo llevaron a la hoguera dijo antes de que
lo
quemaran vivo:
«Después de todo, creo que todos tienen más miedo que yo». Sin
duda, pero sobre todo era otro miedo, el miedo de los que lo quemaban, de los
que no podían convencer a nadie así, y sólo podían atemorizar.
Pero lo más inquietante en el texto de Shakespeare es que también busca las
fuentes objetivas de esa compulsión a ser temido, a mandar, a imponer, a
amenazar.
Y encuentra la fuente principal en un odio contra s
í mismo: «¡Y si muero, ninguna alma tendrá
piedad de mí!... Y ¿por qué habría de tenerla? ¡Si yo mismo no he tenido piedad
de mí!». La clave está en que parece expresarse simplemente como una pulsión de
muerte contra los otros y a nombre de intereses propios, pero en el fondo es
una pulsión de muerte dirigida contra sí mismo. Y termina diciéndolo:
RICARDO III:
¡Un caballo! ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!
CATESBY:
¡Retiraos, milord, yo os traeré un caballo!
RICARDO III:
¡Miserable! ¡Juego mi vida a un albur, y quiero correr el azar de morir! ¡Creo
que hay seis Richmond en el campo de batalla! ¡Un
caballo! ¡Mi reino por un caballo! (p. 804).
Lo que desea es que no lo protejan: «[…] quiero correr el azar de morir». En
efecto, ya no le queda otra posibilidad,
nunca le ha quedado otra; la posibilidad de vencer puede existir en términos de
correlación de fuerzas pero no sería más que reiniciar ese
combate. La negatividad de Ricardo
III contra la infancia, contra el moribundo, contra la madre es tan terrible, porque la negatividad
grave es contra sí mismo. Veamos qué nos da ese método de Shakespeare de
llevar las cosas a sus últimas consecuencias, como en el caso de los hijos del
rey Enrique:
DUQUESA:
¡Silencio, niños, silencio! El rey os quiere bien. Inexpertos, infelices e
inocentes, no
podéis adivinar quién ha causado la muerte de vuestro padre!
HIJO:
Podemos, abuela, pues mi buen tío Gloster me ha dicho que el rey, inducido por
la reina, había
fraguado cargos para encarcelarle. Y cuando me decía esto, lloraba, me
consolaba y besaba cariñosamente mis mejillas, aconsejándome que fijara en él
como en mi padre, y que me amaría tan tiernamente como a un hijo.
DUQUESA: ¡Ah!
¡Que la perfidia adopte formas dulces, y que el inmundo vicio se oculte bajo la máscara de la virtud! ¡Es
mi hijo, sí, y como tal me avergüenza; pero en mis pechos me amamantó esta
perfidia!
HIJO:
¿Pensáis, abuela,
que mi
tío me engañó? DUQUESA: ¡Sí, hijo mío!
HIJO: Yo no puedo pensarlo (p. 762).
Esta figura
del niño engañado, esta figura con la que se presentan los verdaderos crímenes
de Gloucester, los que más nos afectan, es la idea de que el niño tenga alguna intuición, alguna forma
de su inocencia que le permita captar de algún modo y guiarse sobre quién lo
quiere y quién no lo quiere, también
queda violada. Igual ocurre en Macbeth, los niños de Lady Macbeth
aparecen en una escena terrible. La literatura recurre muchas veces, en
Dostoievski,
en Thomas Mann, en Kafka, en
Shakespeare, a la violen
cia particular que se
ejerce sobre los niños. Pero, en este caso, la duquesa se siente perdida en el
mundo, ni siquiera los afectos de sus hijos le sirven de guía: ellos quieren al
autor de la muerte de su padre y le tienen confianza. Es una transgresión de un
tono todavía más cruel: acaba de burlar al moribundo y ahora burla al niño.
El verdadero drama de la transgresión no son los
asesinatos, por eso no quedamos liberados de la
tragedia por el exceso del horror. Porque el drama fundamental
está en los matices, en la manera de tratar a un moribundo, en la de tratar a un niño,
a un juramento, a la fidelidad; esto es lo que nos afecta a todos, lo que nos
habla a todos de la verdad de nuestra vida. La grandeza del texto consiste
precisamente en que puede darse el lujo de relatar los crímenes en serie, sin
que su mismo exceso se convierta para nosotros en una protección contra el
terror del texto. El terror consiste en otra cosa que nos afecta en los
pliegues más íntimos de nuestro ser.
1 Las dos primeras partes de estas
conferencias corresponden a una intervención del autor con ocasión del montaje de la obra Ricardo III por parte del
grupo de teatro La Cuchilla de Cali, que fue publicada posteriormente
por Fhánor Terán. Las dos partes restantes corresponden a fragmentos de un
curso dictado en el año 1979, en las instalaciones de Coomeva, en Cali.
Todas las citas de las obras se han hecho
con base en las Obras completas de Shakespeare, Madrid, Editorial Aguilar, novena edición,
1949. Nota de los editores.
2 Freud, Sigmund, «Personaje
psicopáticos en el teatro», en Obras completas, Madrid, Editorial Biblioteca Nueva,
1973, tomo II,
pp. 1272-1276.
3 Freud, Sigmund, La interpretación de los sueños, en Obras completas,
Madrid, Editorial Biblioteca Nueva, 1973, capítulo V, literal f, Sueño de la
muerte de personas queridas, tomo
I, pp. 498-513.
4 Freud, Sigmund, «Varios tipos de carácter descubiertos en la labor analítica», en
Obras completas,
Madrid, Editorial Biblioteca Nueva, 1973, tomo III, I. Los de excepción, pp.
2413-2416.
Las tres hermanas fatídicas, grabado de John
Raphael Smith (1785) a partir de un óleo de Henry Fuseli.
MACBETH: EL ÉXITO DEL
PODER COMO
FRACASO
CON MACBETH nos encontramos con el
primero de los textos «históricos» de
Shakespeare. Un relato en donde el fenómeno del poder pasa al primer plano, tal como se da en muchas obras llamadas «históricas».
La historia en Shakespeare es un conjunto de relatos de crímenes: el
crimen es el acceso al poder. En Shakespeare
el poder procede y está amenazado
por el crimen; es algo que pertenece de la manera más íntima a su
ejercicio. El crimen como tal es el tema de Macbeth, no tanto por tratarse de
la historia de una pasión que conduce al crimen, ni de la historia de la
ambición de Macbeth y sobre todo de Lady Macbeth, como de la historia de las
condiciones, los efectos y los resultados del crimen.
Lo más interesante de Shakespeare es que parece tener claro que los mó
viles no constituyen
la esencia del crimen. Su enfoque es muy moderno, en este sentido, y se parece mucho al enfoque de Dostoievski. En
Crimen y castigo el acto mismo del asesinato es un tema mucho más importante que una investigación de los móviles,
porque estos están presentados como
racionalizaciones, como es el caso de la teoría sobre los grandes hombres
–por ejemplo Napoleón–, o la teoría de la relatividad de las leyes, las normas
y la moral, porque resultaba que, al fin y al cabo, un acto heroico y un crimen
sólo se distinguen en su medida relativa, aunque
haya triunfado
o fracasado quien lo cometió. También en Shakespeare tenem
os el tema
de la relatividad en la historia, y de lo que llaman el problema de la
ambigüedad de la historia. Y se acentúa el problema de la traición, como en
tantos otros historiadores de los dramas históricos.
Este parece
haber sido un tema que irrumpió en diferentes autores del Renacimiento, tema moderno por excelencia,
que se puede encontrar en Maquiavelo. Cuando Maquiavelo cuenta la historia de una revolución en Florencia dice que
si queremos saber quiénes son los patriotas y quiénes los traidores
tenemos que esperar a saber quiénes ganan, porque los traidores son
siempre los que pierden; los que ganan escriben la historia y determinan qué es
el patriotismo. En Maquiavelo el juicio moral no es algo que está por encima de
las luchas políticas, sino que es una de sus armas.
Lo que se siente venir a tierra en los textos del Renacimiento es la idea
de una moral trascendente, dicho en la terminología de Nietzsche «la muerte d
e Dios», que es lo mismo. Maquiavelo siente
que las referencias absolutas del poder, la trascendencia, son
precisamente un arma del poder; como cuando se dice que estamos representando
la voluntad divina, el interés general, el bien del pueblo o la opinión
pública. Son referencias a una generalidad que constituye un arma más del poder
y no algo situado por encima del poder. Pero tal vez en ninguno de los
pensadores de la historia que produjo el Renacimiento se siente con más fuerza
esa especie de vacío de trascendencia como en Shakespeare: el escenario de los
crímenes no tiene más jueces que los mismos criminales y sus víctimas, nadie
los mira desde arriba donde sólo hay un cielo vacío. En la escena está
solamente el crimen.
Si nos
referimos a otro de sus textos encontramos el mismo problema sobre el poder por
encima de la moral. Ya estaba en Otelo: cuando lo necesitan como capitán de los ejércitos de Venecia para defender a Chipre queda
por
encima de las leyes del matrimonio de la ciudad, de la aceptación o no aceptación del padre de Desdémona.
Sencillamente, el Dux no puede darse el lujo de prescindir de él y las leyes
tienen que acomodarse a la necesidad militar.
También nos encontramos con una figura de
parricidio en diferentes momentos de Macbeth; a veces en forma directa, cuando
la señora Macbeth dice que encuentra
dificultad en matar a Duncan porque se le parece a su padre. Varias veces es comentado el hecho de la
muerte de Duncan por Macbeth como un parricidio. Las alusiones son
múltiples, sobre todo es visible en la presentación misma del drama. Macbeth
debe todo a Duncan. Las primeras escenas nos lo presentan como bautizándolo; le
confiere nuevos títulos, que son al mismo tiempo nuevos nombres, como
señor de Cawdor. Toda su situación la debe a la preferencia que por él ha
sentido Duncan; si lo va a suprimir para sustituirlo, va por lo tanto a
suprimir a aquel de quien derivan todas sus posiciones y títulos.
En otro aspecto se asemeja a Hamlet. El mismo anuncio que le indica su apogeo, sus nuevos títulos, le indica que no dejará la
sucesión, que de él no surgirán nuevos reyes, que su inscripción como
rey no será más una cadena de generaciones. Es decir, no heredará de un padre
ni dejará como herencia un reinado; será, pues, una ruptura de generaciones, y
aparecerá en un poder que no es transmisible. Podemos ver también el carácter
amenazado del poder de Macbeth; son necesarias nuevas transgresiones y crímenes
para sostenerlo.
Veamos algunos pasajes sobre la tentación de las brujas. Se trata de una
predicción que abre posibilidades en las que Macbeth no había pensado, por
ejemplo, ser Cawdor, pues este estaba vivo; y la posibilidad que descompone la
vida que llevaba es la de ser rey. La tercera predicción es la de que sus hijos
no serán reyes (escena tercera, acto primero):
MACBETH: ¡Dos predicciones van cumplidas, como prólogos faustos
del borrascoso drama de argumento imperial! […] Gracias, señores (Aparte).
Esta solicitación sobrenatural puede
no ser mala, y puede no ser buena. Si mala, ¿por qué me ha dado una garantía de
éxito comenzando por una verdad? Soy
Thane de Cawdor […] y si buena, ¿por qué ceder a una sugestión cuya espantable
imagen eriza de horror mis cabellos y hace que mi corazón firme bata mis
costados, en pugna con las leyes de la naturaleza? ¡Los temores presentes son
menos horribles que los que inspira la imaginación! ¡Mi pensamiento, donde el
asesinato no es aún más que una vana sombra, conmueve hasta tal punto el pobre
reino de mi alma, que toda facultad de obrar se ahoga en conjeturas, y nada
existe para mí sino lo que no existe todavía! (p. 1587).
Aquí se expresa la primera consecuencia de esta predicción. Al abrirse
la posibilidad de un futuro que no estaba considerado,
el presente queda devaluado, lo que ocurre ahora y aquí
para Macbeth ya no vale nada;
tiene más realidad lo que no existe todavía. La fuerza de la posibilidad
consiste en que comienza por devaluar la forma de existencia presente y se
produce una situación en la que el futuro no es algo a lo que conduce el
desarrollo, el crecimiento del presente, sino que es algo que se contrapone y
niega el valor del presente.
BANQUO: Mirad
qué absorto está nuestro compañero.
MACBETH:
(Aparte) Si el Destino ha decretado que sea rey, ¡bien, que se me corone, sin
que
tenga yo parte en ello!
BANQUO: Los
nuevos honores le sientan como vestidos recién hechos; no tomarán su forma
sino con ayuda del uso.
MACBETH:
(Aparte) ¡Suceda lo que quiera, el tiempo y la ocasión seguirán su marcha a
través de los días más difíciles! (p. 1587).
Son muy
conocidos los momentos del texto en los que Lady Macbeth incita a
Macbeth al asesinato (escena quinta, acto primero).
LADY MACBETH: (Entra Lady Macbeth leyendo una carta)
«Salieron a mi encuentro el día de la victoria, y he sabido por el más seguro testimonio que
tienen una ciencia más humana. Cuando ardía en deseos de hacerles más preguntas
se evaporaron en el aire y desaparecieron. Mientras permanecía absorto de
estupor, llegaron mensajeros del rey que me proclamaron Thane de Cawdor, título
con que me habían saludado las hermanas fatídicas, añadiendo para el porvenir:
“¡Salve a ti, que serás rey!” Me ha parecido bien confiarte lo ocurrido,
querida compañera de mi grandeza, para que no pierdas tu porte de regocijo,
ignorando cuán grande es el destino que te pronostican. Guarda esto en tu
corazón y adiós.»
Con respecto a la carta de Macbeth, Lady
Macbeth comenta:
¡Eres Glamis y Cawdor, y serás cuanto te han
prometido! Pero desconfío de tu naturaleza. Está demasiado
cargada de la leche de la ternura humana, para
elegir el camino más corto. Te agradaría ser grande, pues no careces de ambición; pero te
falta el instinto del mal, que debe secundarla. Lo que apeteces ardientemente
lo apeteces santamente. No quisieras hacer trampas; pero aceptarías una
ganancia ilegítima. ¡Quisieras, gran Glamis, poseer lo que te grita: «¡Haz esto
para temerme!», y esto sientes más miedo de hacerlo que deseo de no poderlo
hacer. ¡Ven aquí, que yo verteré mi coraje en tus oídos y barreré con el brío
de mis palabras todos los obstáculos del círculo de oro con que parecen
coronarte el Destino y las potestades ultraterrenas! ¿Qué noticias traéis? (pp.
1588-1589).
Como se ve en este texto, y en otros de Lady
Macbeth, la figura de ella est
á descrita como terriblemente natural; ante todo concibe a Macbeth como a alguien
cuya naturaleza «está demasiado cargada de la leche de la ternura
humana». Y luego expresa de nuevo la necesidad de adoptar en
la práctica lo que se ha propuesto: el problema de la posibilidad que se ha
abierto para que Macbeth sea rey ella lo ve como un peligro, pues a él le falta
lo único que sería necesario para lograr tal fin: el mal mismo. Fijémonos en la
manera como Lady Macbeth se expresa antes de la llegada de Macbeth:
¡Que se le atienda; es portador de grandes
noticias! (Sale el mensajero) ¡Hasta el cuer
vo enronquece
anunciando con sus graznidos la entrada fatal de Duncan bajo mis almenas!
¡Corred a mí, espíritus propulsores de pensamientos asesinos! ¡Cambiadme de
sexo, y desde
los pies a la cabeza llenadme, haced que me desborde de la más implacable
crueldad! ¡Espesad mi sangre; cerrad en mí todo acceso, todo paso
a la piedad, para que ningún escrúpulo compatible con la Naturaleza turbe mi propósito feroz, no se interponga
entre el deseo y el golpe! ¡Venid a mis senos maternales y convertid mi
leche en hiel, vosotros, genios del crimen, de allí de donde presidáis bajo
invisibles sustancias la hora de hacer mal! ¡Baja, horrenda noche y envuélvete
como un palio en la más espesa humareda del infierno! Que mi agudo puñal oculte
la herida que va a abrir, y que el cielo, espiándome a través de la cobertura
de las tinieblas, no pueda gritarme: «¡Basta, basta!…» (p. 1589).
De nuevo el tema de la maternidad, «que se convierta la leche en hiel», se hace presente en la obra y adquiere funciones muy
importantes, precisamente por su apelación a las brujas. Las brujas son
figuras anti maternas; no solamente porque sus pócimas son un arreglo de
todos los fantasmas de la perversión
–que también van incluidos–, sino porque sugieren ceremonias macabras
con niños mutilados. Por ejemplo, en su segunda aparición comienzan
a preparar el brebaje con dedos de niños y con elementos que contienen
ese material macabro de las figuras anti maternas puras. Esa figura es
la que anuncia la posibilidad de ser rey, la que anuncia que no será padre y la
que tiene que inspirar el acto del crimen, la imagen de la mala madre. Las
brujas adquieren, pues, una importancia extraordinaria, no sólo como medio
narrativo de la tragedia sino como dobles de Lady Macbeth, de donde procede el
deseo del parricidio que arroja al padre fuera de la vida y de sí mismo, porque
la consecuencia será también no poder transmitir ese poder. El parricidio se
lleva a cabo
y es algo que también se anuncia en Hamlet, aunque no con mucha fuerza, en una
forma de alianza con la mala madre.
Shakespeare subraya el problema de la irreversibilidad del acto. Aquí
como en otros de sus
dramas la muerte y la locura están muy cerca. La exposición de Shakespeare va a conducir a la idea del crimen como suicidio, y eso no
se da directamente, sino que hay que verlo entre líneas. Cuando se dice que la
muerte está muy cerca de la locura se ve el asesinato como suicidio; la
producción de un acto irreversible, perdurable, permanente en sus efectos, que
conduce a una soledad absoluta. Y esa soledad no es la del castigo o el
remordimiento, sino la soledad de lo no contable, de lo que aquella noche aísla
para siempre de todos a Lady Macbeth y a Macbeth.
Veamos algunos elementos con los que se trata de construir la image
n del crimen en Shakespeare. El problema de lo que puede haber
allí de parricidio, es el mismo Macbeth quien lo
expresa diciendo: «¡Para vosotros, que
lo ignoráis! ¡El principio, el origen, la fuente de vuestra vida se ha
acabado; el manantial mismo se secó!». Y con respecto al significado del crimen
como hecho irreversible, el más manifiesto de los textos, en el que podemos
comenzar a sospechar que es un suicidio el crimen mismo, es el siguiente (escena
tercera, acto segundo):
MACBETH: ¡He
debido morir una hora antes de este suceso, y hubiera terminado una vida dichosa…! Mas desde este
instante no hay nada serio en el destino humano; todo es juguete; gloria y
renombre han muerto. ¡El vino de la vida se ha esparcido, y en la bodega sólo
quedan las heces! (p. 1598).
Ahora queda el poder en sus manos, pero «ya no hay seriedad en la vida»; todo lo
que se puede estimar, defender, todo lo que podía impulsar a querer algo y a
afirmarlo queda borrado, y sólo queda como resultado el poder. Veamos, ahora, cómo Macbeth es rápidamente
consciente de que a partir del crimen ha quedado destruida su vida. Dice lo
siguiente sobre el sueño (escena segunda, acto segundo):
MACBETH: Me
pareció oír una voz que gritaba: «¡No dormirás más! ¡Macbeth ha asesinado el sueño! ¡El inocente
sueño, el sueño, que entreteje la enmarañada seda floja de los cuidados! […]
¡El sueño, muerte de la vida de cada día, baño reparador del duro trabajo,
bálsamo de las almas heridas, segundo
servicio en la mesa de la gran Naturaleza, principal alimento del festín de la vida!».
LADY MACBETH: ¿Qué queréis decir?
MACBETH: Y la
voz siguió gritando, de aposento en aposento: «¡No dormirás más! […]
¡Glamis ha asesinado el sueño, y, por tanto,
Cawdor no dormirá más! […] ¡Macbeth no dormirá más!» (p. 1595).
Se multiplican las imágenes de este tipo acerca del delirio nocturno. El sueño
precisamente es otra de esas imágenes: la
imagen de la sangre que mancha las manos y que no podrían nunca ser
lavadas, la manía de lavarse continuamente las manos y quedarse horas
lavándoselas; la idea de que esa mancha no podrá salir, porque más bien «el mar
verde se haría rojo» si se lavara continuamente allí.
La figura de
Lady Macbeth aparece como una vigorosa personalidad que se derrumba una vez ha alcanzado el triunfo. Antes no había
vacilación ni signo de lucha interior; quiere vencer los escrúpulos
de su marido, sacrifica su propia fecundidad a su propósito asesino; el único momento contrario la
asalta antes del acto criminal: Duncan se parece a su padre. Coronada reina comienza a surgir la decepción y
un principio de hastío, no se ha ganado nada y se ha perdido todo; encubre los desvaríos de su esposo
y luego la hallamos sonámbula y, sin embargo, trata de
infundir valor a aquel. Se esfuerza por deshacer lo hecho; el remordimiento
parece haberla aniquilado cuando nos parecía que no lo conocía. Macbeth es una
obra de circunstancias. Macbeth espera tener hijos, sólo hijos varones de su
mujer, pero una vez defraudado tiene que someterse al destino:
Existe una
relación paterno-filial: en el caso de Banquo, mata al padre porque
el hijo se ha escapado; en el caso de Macduff, mata a los hijos porque
el padre se le ha escapado. Se ve entonces la cuestión del cumplimiento o no
cumplimiento de la ley del talión. Macbeth no puede llegar a ser padre por
haber robado el padre a los hijos y los hijos al padre;
por eso se cump
le en Lady Macbeth la transformación de su
sangre fría en remordimiento.
Shakespeare divide un carácter en dos personajes: Macbeth y Lady Macbeth; no
se
puede, por tanto, analizarla a ella alejada de su marido. Es curioso que
los gérmenes de angustia que se generan en
él antes del crimen se reproducen en ella; él ve antes la alucinación
del cuchillo, pero es ella la que termina delirante; ella se convierte en el
remordimiento tras el crimen, y él se convierte en la obstinación fría. En Lady
Macbeth no se puede dar respuesta a la pregunta inicial. La hipótesis de que es
porque no pueden tener hijos la descarta ahí mismo. Es un crimen hecho en la
persona a la que debían estimar.
Vamos a ver un comentario de Freud, muy rico pero un poco mal ubicado:
«Los
que
fracasan al triunfar»5. Probablemente no es un buen ejemplo, pero como
recurso para el estudio del texto de Shakespeare es bastante bueno. Freud se
hizo tal vez una mala pregunta y por eso no le pudo dar una buena respuesta,
pero de todas maneras da una respuesta a otros interrogantes.
La primera impresión es que a Freud le falló el argumento. Macbeth queda particularmente inadecuado en los casos que trae a cuento, porque los otros
caso
s no son crímenes sino personas que logran algo buenamente. Por eso no le resulta a Freud la investigación. Con Macbeth
nos encontramos ante el problema del crimen, planteado en el primer
nivel; sólo en el primer momento nos encontraríamos ante el
caso del triunfo o del éxito. Shakespeare nos habla del drama del poder,
del drama del despotismo y del crimen, y no del triunfo. Freud está estudiando
un problema muy concreto: personas que aspiran a algo, e incluso
conscientemente pueden aprobar esa aspiración, pero hay algo que lo desaprueba,
un superyó que se opone a su propio deseo. En Macbeth no nos encontramos con
ninguna esperanza, su futuro se lo comunican desde afuera las brujas; por el
contrario, cuando la posibilidad irrumpe en él, lo hace como posibilidad de un
crimen.
Hay hallazgos importantes –aunque Freud no consiga la clave– si nos preguntamos
qué encontró efectivamente. En el núcleo de la obra había un parricidio; en la
pareja había un rechazo absoluto de la relación paterno-
filial. El
rechazo de la relación de sucesión paterna y vínculo padre-hijos es la clave de
la pareja Macbeth-Lady Macbeth. Después de haber establecido ese núcleo y encontrado
la clave en la relación padre-hijos, si en lugar de buscar el problema en el triunfo, Freud se hubiera preguntado por
la relación del crimen con el rechazo padre-hijo y madre-hijo,
probablemente se habría encontrado
muy próximo a la solución. Pero ese camino, relación crimen y rechazo, paternidad y vínculos de
sucesión, descartaba la pregunta que él se había planteado por una razón fundamental, porque en su hipótesis
está que el crimen se comete para llegar a un triunfo. Pero, en lógica, el acto
del crimen era más un suicidio que el acceso a un triunfo.
MACBETH: […]
Mas desde este instante no hay nada serio en el destino humano; todo es juguete; gloria y renombre
han muerto. ¡El vino de la vida se ha esparcido, y en la bodega sólo quedan las
heces! (p. 1598).
Vamos a ver
las consecuencias de este crimen. Lady Macbeth hace esta
reflexión en el quinto acto:
LADY MACBETH: ¡Fuera, mancha maldita! ¡Fuera, digo! Una, dos; vaya, llegó
el instante de ponerlo
por obra. ¡El infierno es sombrío! ¡Qué vergüenza, dueño mío, qué vergüenza!
¿Un soldado, y tener miedo? ¡Qué importa que llegue a saberse, si nadie puede
pedir cuenta a nuestro poder! ¡Pero quién hubiera imaginado que había de tener
aquel viejo tanta sangre! (p. 1621).
La reflexión de Lady Macbeth es inequívoca, ya no es problema ocultar su crimen;
el problema es conservar un poder. Si aquel crimen sea conocido, no los pueden
castigar por él; es eso lo que los introduce en el terror, tema mu
y característico en
Shakespeare. El mecanismo del terror
en Macbeth: va de crimen en crimen, produciendo conductas para que todos tengan
razón en detestarlo. Están en el engranaje del poder, el poder sin ilusiones;
poder que no puede convencer sino vencer o terminar, y va lejos. Cada vez
ilusiona menos y da más razones contra el poderoso. Macduff y sus compañeros
comentan la política de Macbeth y su tipo de conducta:
MENTEITH: ¿Qué
hace el tirano?
CAITHNESS:
Fortifica sólidamente el gran castillo de Dunsinane. Unos dicen que está loco. Otros, que le odian menos,
hablan de frenesí guerrero. Pero lo indudable es que no puede ceñir su
desesperada causa con el cinturón del derecho.
ANGUS: Ve
ahora que sus asesinatos secretos le atan las manos; que las revueltas, que se suceden de minuto en minuto,
le reprochan su mala fe, pues los que manda no obedecen sino a la voz de mando,
pero no a la del afecto; ve, en fin, que su dignidad real flota alrededor de él
como el manto de un gigante que hubiera robado un enano.
MENTEITH:
¿Quién censurará, entonces, sus sentidos exasperados por retroceder y sobresaltarse, cuando todo
lo que en él existe siente vergüenza de hallarse allí? (p. 1623).
Como se han vuelto sobre sí mismos, ya no aspiran a hacerse reconocer. El proceso de la devaluación de la vida es lo que principalmente
interesa a Shakespeare.
MACBETH: […] ¡Este ataque me glorifica para siempre, o
me lanza del trono! He vivido bastante; el camino de mi vida declina hacia el otoño de
amarillentas hojas; y cuanto sirve de escolta a la vejez: el respeto, el amor,
la obediencia, el aprecio de los amigos, no debo pretenderlos. En cambio,
vendrán maldiciones ahogadas pero profundas, homenajes de adulación, murmullos
que el pobre corazón quisiera reprimir y no se atreve a rehusar (p. 1624).
Es el tema de la soledad del tirano, incluso tratado por Platón. El castigo al
tirano era hacerlo regresar a la tierra luego del juicio final y hacerle
vivir todas las maldiciones ahogadas. El carácter de Macbeth se modifica a
través de toda la obra; hay un momento en que pierde el miedo que tenía al comienzo, pero es que también había
perdido la esperanza y todo apego a la vida. Cuando ya todo lo que tenía
que perder era la vida y no la quería, entonces no tenía ningún miedo.
MACBETH: ¡Casi
he olvidado el sabor del miedo! Hubo un tiempo en que un grito nocturno helaba mis sentidos y en que
el relato de un suceso pavoroso erizaba mis cabellos, que se enderezaban y
estremecían como si los animara la vida. ¡Me he saciado de horrores! La
desolación, familiar a mis pensamientos de muerte, no me produce ya emoción
alguna (p. 1625).
Finalmente
Shakespeare lleva las cosas a su último extremo, de la pérdida del
miedo pasa a la imagen del fin del mundo:
SEYTON:
Señor, la reina ha muerto.
MACBETH:
¡Debiera haber muerto un poco después! ¡Tiempo vendrá en que pueda yo oír
palabras semejantes! El mañana y el mañana y
el mañana avanzan a pequeños pasos, de
día en día, hasta la última sílaba del tiempo
recordable; y todos nuestros ayeres han alumbrado a los locos el camino
hacia el polvo de la muerte. ¡Extínguete, extínguete, fugaz antorcha! ¡La vida no es más que una
sombra que pasa, un pobre cómico que se pavonea y agita una hora sobre la
escena, y después no se le oye más; un cuento narrado por un idiota con gran
aspaviento, y que nada significa! (p. 1625).
Shakespeare
presenta el hundimiento de la imagen del padre, el fin del mundo
lo identifica con el hartarse del sol:
MACBETH: ¡Si
mientes, serás colgado vivo del árbol más próximo, hasta que el hambre
te diseque!
¡Si es verdad lo que dices, no me importa que hagas conmigo
otro tanto! Flaquea mi resolución y comienzo a sospechar el equívoco del
demonio, que miente bajo la máscara de la verdad. ¡No temas nada hasta que el
bosque de Birnam venga a Dunsinane! ¡Y ahora un bosque viene a Dunsinane! ¡A
las armas! ¡A las armas! ¡Salgamos! ¡Si es cierto lo que este afirma, importa
poco que huya de aquí o me quede! ¡Comienzo a hartarme del sol y ansío que se
haga ahora pedazos la máquina del universo! ¡Suene la campana de alarma! ¡Sopla
viento! ¡Ven, destrucción! ¡Que al menos perezcamos con los arneses sobre la
espalda! (p. 1626).
Se apresta a su lucha con Macduff, directamente, como a una forma de suicidio,
pero ya ha indicado la devaluación de la vida, del tiempo, como la sucesión de pasos hacia el polvo. Con la
caída del padre cae también el orden
del sentido, y la vida se presenta como narrada por un idiota. Por eso,
la desarticulación de las generaciones tenía ya el sentido del crimen, porque
la muerte del padre era la anulación del tiempo y del sentido.
5 Freud, Sigmund, «Varios tipos de
carácter descubiertos en la labor analítica», en Obras completas, Madrid, Editorial
Biblioteca Nueva, 1973, tomo III, II. Los que fracasan al
triunfar, pp. 2416-2426.
Otelo ante Desdémona muerta, grabado de
Théodore Chassériau (1844).
OTELO: EL DRAMA DE
LOS CELOS Y EL
PODER
CONFERENCIA UNO6
De la vida de Shakespeare
no se sabe casi nada. En el mejor de los casos son
conjeturas que poco ayudan a su comprensión. Es un fenómeno
curioso que se haya discutido durante
tanto tiempo sobre la personalidad de Shakespeare. Muchos autores se han negado a ver al personaje que la historia nos presenta como el verdadero autor de dichas obras;
han buscado a otros, han acreditado diversas leyendas buscando a un tal
William Shakespeare. Freud mismo no creía en el autor de tales obras. Son
lacónicos los informes sobre su vida, dan más bien la impresión de que se trata
de un desplazamiento de la pregunta por la existencia histórica de Shakespeare
a una inquietud muy diferente, tal como aparece en las preguntas: ¿Quién es
Shakespeare? ¿En qué rasgo de carácter, en qué tipología lo podemos ubicar?
No hay que preocuparse por cómo se llamaba, ni qué biografía le podemos adjudicar,
sino quién es, en el sentido de a qué personaje de sus obras corresponde.
Si nos preguntamos eso con relación a otros autores es distinto. Si nos preguntamos quién es Tolstoi podemos
hablar de alguien reconocible dentro de su misma obra; o Dostoievski,
podemos encontrar a alguien parecido a Raskólnikov o a Iván Karamazov.
Pero si nos
preguntamos por Shakespeare no tenemos pistas: todos sus personajes están presentados desde dentro y desde afuera, todos
hablan un lenguaje según su problemática.
Entonces, no podríamos distinguir a Shakespeare en sus personajes. ¿A
quién se parece?: ¿A Yago? ¿A Otelo? ¿A Hamlet? ¿A Ricardo III? Así, la
pregunta de dónde surge el drama en William Shakespeare se queda sin respuesta
de manera muy inquietante; y esa inquietud se ha desplazado en búsquedas
históricas sobre quién o quiénes escribieron esos libros. Naturalmente, ningún
encuentro histórico respondería a la inquietud que allí está desplazada por la
investigación biográfica, porque el misterio quedaría intacto cualquiera que
fuera la respuesta histórica o el descubrimiento que nos mostrara su vida.
El verdadero asunto es la inquietud que deja la obra sobre el autor como drama
humano. El hombre que se logra apersonar
de la vida, del lenguaje, del inconsciente, del mecanismo íntimo de
tantas vidas, queda sin respuesta ante la pregunta sobre quién era él. Los
datos que se conocen son particularmente insuficientes: partida de nacimiento,
partida de defunción; lo demás es netamente comercial: negocios, compras,
ventas, problemas con una herencia, un matrimonio; un hijo que probablemente se
llamaba Hamnet, que murió por la época de Hamlet, y es el único dato que
relaciona un personaje con su vida7.
Sobre el estilo de Shakespeare podría decirse que es un estilo
extraordinariamente eficaz: ya sea para construir un
charlatán; un personaje a la vez lacónico, de
pocas palabras, sentencioso y justo como Polonio; un loco o una dama enamorada; un rabioso o un resentido. Podría
decirse que con su estilo pasa lo mismo que con su vida: es un misterio.
De sus poemas se dice que por sí solos lo hubieran hecho pasar a la historia
como uno de los más grandes poetas de la humanidad. Desde el punto de vista de
su posición en la historia de la literatura, igualmente hay muy poco que decir,
sólo puede decirse que cuando alguien va a elogiar a un escritor suele decir
que lo encuentra cercano a Shakespeare. Por ejemplo, es el elogio que Freud
hace a Dostoievski.
Tratemos de aproximarnos
a Shakespeare por medio de sus obras y empecemos
por Otelo. Los personajes de Shakespeare han entrado en la historia y
nos topamos con ellos con mucha frecuencia; es decir, han
entrado en la
historia y hacen parte de la vida real. La primera escena de Otelo
nos
presenta inicialmente dos resentidos: Rodrigo y Yago. Ambos se
sienten heridos y desbancados por Otelo y exponen su resentimiento; Rodrigo,
porque Otelo se casa con la mujer que él ama; Yago, porque Otelo le niega el puesto
al cual aspira. Sus intenciones son desde el comienzo explícitas y directamente
tercas, y lo primero que aparece en escena es el drama del resentimiento:
YAGO: ¡Oh!
Estad tranquilo, señor. Le sirvo para tomar sobre él mi desquite. No todos podemos ser
amos, ni todos los amos estar fielmente
servidos. Encontraréis más de uno de esos bribones, obediente
y de rodillas flexibles, que, prendado de su obsequiosa esclavitud, emplea su
tiempo muy a la manera del burro de su amo, por el forraje no más, y cuando
envejece queda cesante. ¡Azotadme a
esos honrados lacayos! Hay otros que, observando escrupulosamente las formas
y visajes de la obediencia y ataviando la fisonomía del respeto, guardan sus
corazones a su servicio, no dan a sus señores sino la apariencia de su celo,
los utilizan para sus negocios, y cuando han forrado sus vestidos, se rinden
homenaje a sí mismos. Estos camaradas tienen cierta inteligencia, y a semejante
categoría confieso pertenecer. Porque, señor, tan verdad como sois Rodrigo, que,
a ser yo el moro, no quisiera ser Yago. Al servirlo, soy yo quien me sirvo. El
cielo me es testigo; no tengo al moro ni respeto ni obediencia; pero se lo
aparento así para llegar a mis fines particulares. Porque cuando mis actos
exteriores dejan percibir las inclinaciones nativas y la verdadera figura de mi
corazón bajo sus demostraciones de deferencia, poco tiempo transcurrirá sin que
lleve mi corazón sobre mi manga, para darlo a picotear a las cornejas. ¡No soy
lo que parezco! (p. 1466).
Yago expresa directamente la condición de resentido y, de paso, algunas de sus características: cierta inteligencia
habilidosa, una gran capacidad de interpretar
circunstancias diferentemente
interpretables, una inteligencia que
no pone nunca en cuestión al propio
Yago ni a sus fines, sino que sólo busca determinadas posibilidades para
actuar de acuerdo con un fin, que no pretende ni entender ni explicar, ni poner
en cuestión; una especie muy cierta de habilidad. También una pasión encarnada:
alguien radicalmente incapaz de preguntarse sobre la validez de sus propios
fines, que le parecen absolutos, y también alguien incapaz de configurar otra
alianza que no sea negativa, como la que le propone a Rodrigo: una común
oposición cuyo único fundamento es su odio contra Otelo.
Kafka decía de un personaje de El castillo que era extraordinariamente hábil, pero que eso precisamente formaba parte de su tontería. Algo así ocurre
con Yago, hay que reconocer que es un tipo
extraordinariamente
hábil, no que sea capaz de poner en cuestión las metas que busca
ni tampoco encontrarles fundamento, pero sí, a partir de ellas, encontrar todo
lo favorable y desfavorable.
En la primera
escena se presenta otra figura que será muy importante para
la
interpretación del drama: Brabancio, el padre de Desdémona.
Uno de los primeros elementos con que contamos en
esta primera escena es la
interpretación del matrimonio de Desdémona como una infidelidad a
Brabancio, lo cual Yago descubre y dice:
YAGO: ¡Voto
a Dios, señor! ¡Os han robado! Por pudor, poneos vuestro vestido. Vuestro corazón está roto. Habéis
perdido la mitad del alma. En el momento en que hablo, en este instante, ahora
mismo, un viejo morueco negro está topetando a vuestra oveja blanca.
¡Levantaos, levantaos!… ¡Despertad al son de la campana a todos los ciudadanos
que roncan; o si no, el diablo va a hacer de vos un abuelo! ¡Alzad, os digo!
(pp. 1466-1467).
El diablo es
la primera interpretación de la negritud de Otelo. Toda la primera escena va a
acentuar esta interpretación, y nos va a dar
otros rasgos de Otelo. Esos rasgos
son fuertemente distanciadores en muchos sentidos; la procedencia
marca una distancia: es un moro, un
extranjero que procede de una civilización extraña, un negro; alguien que opera
con artes mágicas; es un aventurero, un vagabundo, un extranjero en el sentido
de un no inscrito. Yago acentúa todos los elementos que pueden despertar los
celos del padre, los primeros celos que se presentan en la obra.
BRABANCIO:
¿Quién eres tú, infame pagano?
YAGO: Soy
uno que viene a deciros que vuestra hija y el moro están haciendo ahora la
bestia de dos espaldas. BRABANCIO:
¡Eres un villano!
YAGO: Y vos
sois… un senador.
BRABANCIO: Tú me
responderás de esto. Te conozco, Rodrigo.
RODRIGO:
Señor, responderé de todo lo que queráis. Pero, por favor, decidme si es con
vuestro beneplácito y vuestro muy prudente
consentimiento, como en parte lo juzgo, que vuestra
bella
hija, a las tantas de esta noche, en que las horas se deslizan inertes, sin escolt
a
mejor ni peor que la de un pillo al servicio del público, de un gondolero, ha
ido a entregarse
a los abrazos groseros de un moro lascivo…; si conocéis el hecho y si lo
autorizáis, entonces hemos cometido con vos un ultraje temerario e insolente;
pero si no estáis informado de ello, mi educación me dice que nos habéis
reprendido sin razón. No creáis que haya perdido yo el sentimiento de toda
buena crianza hasta el punto de querer jugar y bromear con vuestra reverencia.
Vuestra hija, os lo digo de nuevo, si no le habéis otorgado este permiso, se ha
hecho culpable de una gran falta, sacrificando su deber, su
belleza, su ingenio y su fortuna a un
extranjero, vagabundo y nómada, sin patria y sin hogar.
Comprobadlo vos mismo inmediatamente. Si está en su habitación o en vuestra casa,
entregadme a la justicia del Estado por haberos engañado de esta manera (p.
1467).
Este
extranjero tiene la particularidad de que se ha hecho necesario y
resulta poderoso porque ha sabido hacerse necesario. No es un hombre integrado a una comunidad, a una patria, a una
familia; es un hombre que tiene que hacerse admitir a fuerza de la hazaña. Sólo por eso
se le tolera. Su situación depende continuamente de sus actos y no de sus orígenes. En
cualquier momento se puede hundir el suelo bajo sus pies; si pierde una batalla pierde todo: la patria, los amigos,
las
posibilidades. Es un hombre inquieto que no ha fundado su casa sobre una sucesión, sobre una tradición o una pertenencia,
sino sólo sobre sus actos, su coraje, sus hazañas; y tiene que jugárselo todo a
golpe de dados. Luego va a quedar en peligro su amor. No olvidemos que todo
está en peligro, y que el enemigo, el resentido Yago, lo presenta así en esta primera
escena.
YAGO:
Adiós, pues debo dejaros. No me parece conveniente, ni conforme con el puesto
que ocupo, ser llamado en justicia, como sucederá si me
quedo a deponer contra el moro. Porque, a la verdad, aunque esta aventura le cree algunos obstáculos, sé que el
Estado no puede, sin riesgos, privarse de sus servicios. Son tan grandes
las razones que han movido a la República a confiarle las guerras de Chipre, en
curso a la hora presente, que no hallarían, ni aun al precio de sus almas, otro
de su talla para dirigir sus asuntos. Por consiguiente aunque le odio como a
las penas del infierno, las necesidades de mi vida actual me obligan, no
obstante, a izar el pabellón y la insignia del afecto, simple insignia,
verdaderamente. Si queréis hallarle con seguridad, conducid hacia el Sagitario
a los que se levanten para ir en su busca, que allí estaré con él. Y con esto,
adiós (p. 1468).
Así se nos presentan los primeros elementos del drama: dos resentidos, un padre celoso y
un hombre solitario, extranjero, como pocos, con relación al cual se habla
siempre de brujería, de infierno, de diablo, y que solo debe su posición a sus éxitos permanentes. Ya podemos suponer muchas consecuencias.
Este hombre debe vivir en ascuas, no puede reposar sobre la base de lo
adquirido, tiene que reconquistarlo todo continuamente. Veamos cómo interpreta
Brabancio la pérdida de su hija y la razón por la cual no puede preocuparse, en
esos momentos, de los asuntos del Estado:
DUX:
Valeroso Otelo, es menester que os empleemos inmediatamente contra el otomano, nuestro común enemigo. (A
Brabancio) No os veía. Sed bien venido, noble signior; necesitamos de vuestro
consejo y de vuestra ayuda esta noche.
BRABANCIO: Y yo de los vuestros. Que vuestra virtuosa gracia me
perdone. No son mis funciones, no todo lo que he oído de los asuntos de Estado, lo que
me ha levantado del lecho; ni el interés público tiene influencia en mí. Porque
mi dolor particular es de una naturaleza tan desbordante, tan impetuosa y
parecida a las aguas de una esclusa, que engulle y sumerge las demás penas, y
él queda siempre igual.
DUX: Pues
¿qué os ocurre?
BRABANCIO: ¡Mi
hija! ¡Oh mi hija!
DUX y SENADORES: ¿Muerta?
BRABANCIO: ¡Sí,
para mí! Ha sido seducida, me la han robado y pervertido con sortilegios y
medicinas compradas a charlatanes, pues la
Naturaleza, no siendo ella imbécil, ciega y coja de sentido, no podría haberse engañado tan
descabelladamente sin el auxilio de la brujería.
DUX: Sea
quien fuere el que por este odioso procedimien
to ha
privado así a vuestra hija de sí propia y a vos de ella, sufrirá la aplicación del sangriento
libro de la ley interpretado por vos mismo, como os convenga en su texto más
implacable; sí, lo será, aunque vuestra acusación recayera en nuestro propio
hijo (p. 1471).
Son múltiples los elementos de demonismo y
brujería que se adjudican inicialmente a Otelo, quien se presenta a sí mismo,
en la escena tercera del primer acto, respondiendo a la acusación de haber
seducido con brujerías a Desdémona:
OTELO: Muy
poderosos, graves y reverendos señores, mis muy nobles y muy amados dueños: es por demás cierto que me he llevado a la hija de este
anciano; es cierto que me casé con ell
a; la
verdadera cabeza y frente de mi crimen tiene esta extensión, no más. Soy rudo
en mis palabras, y poco bendecido con el dulce lenguaje de
la paz, pues desde que estos brazos tuvieron el desarrollo de los
siete años, salvo durante las nueve postreras lunas, han hallado siempre sus más caros ejercicios en
los campos cubiertos de tiendas. Y fuera de lo que concierne a las acciones
guerreras y a los combates, apenas puedo hablar de este vasto Universo. Por
consiguiente, poco embelleceré mi causa hablando de mí mismo. No obstante, con
vuestra graciosa autorización, os haré llanamente y sin ambages el relato de la
historia entera de mi amor. Os diré qué drogas, qué encantos, qué conjuros, qué
mágico poder, pues de tales procedimientos se me acusa, he empleado para seducir
a su hija (p. 1472).
En esta presentación inicial hay que subrayar algunos pasajes. Otelo nos dice
que está dedicado a la guerra desde la infancia y nos asegura –lo que por otra parte el texto no va a corroborar, ni
mucho menos– que es un hombre rudo en sus palabras y poco bendecido en el
«dulce lenguaje de la paz». Sin embargo, enseguida nos vamos a enterar
de que fue el relato de
sus hazañas lo que enamoró a Desdémona. Es
necesario tener en cuenta y no olvidar esa
presentación inicial de sí mismo. Lo que más se subraya en ella es
esa imagen de hombre vagabundo, extranjero y sin patria que ha vivido casi
siempre en las tiendas del guerrero. Otelo cuenta la forma como se produjo su
relación con Desdémona:
OTELO: Su
padre me quería; me invitaba a menudo; interrogábame siempre sobre la historia
de mi vida, detallada año por año; acerca de las
batallas, los asedios, las diversas suertes que he conocido. Yo le contaba mi historia
entera, desde los días de mi infancia hasta el momento mismo en que me
mandaba hablar. Le hacía relación de muchos azares desastrosos, de
accidentes patéticos por mar y tierra; de cómo había escapado por el
espesor de un cabello de una muerte inminente; de cómo fui hecho prisionero por el
insolente enemigo y vendido como esclavo; de cómo me rescaté y de mi manera
de proceder y mi historia de viajero. Entonces necesitaba hac
er
mención de vastos antros y de desiertos estériles, de canteras salvajes, de
peñascos y de
montañas cuyas cimas tocaban el cielo, y hacía de ellos la descripción. Luego
hablaba de los caníbales, que se comen los unos a los otros, los antropófagos,
y de los hombres que llevan su cabeza debajo del hombro. Desdémona parecía
singularmente interesada por estas historias, pero las ocupaciones de la casa
le obligaban sin cesar a levantarse; las despachaba siempre con la mayor
diligencia posible, luego volvía y devoraba mis discursos con un oído ávido.
Habiéndolo yo observado elegí un día una hora oportuna y hallé fácilmente el
medio de arrancarle del fondo de su corazón la súplica de hacerle por entero el
relato de mis viajes, de que había oído algunos fragmentos, pero sin la debida
atención. Accedí yo y frecuentemente le robe lágrimas, cuando hablaba de
algunos de los dolorosos golpes que habían herido mi juventud. Acabada mi
historia, me dio por mis trabajos un mundo de suspiros. Juró que era extraño,
que, en verdad, era extraño hasta el exceso, que era lamentable, asombrosamente
lamentable; hubiera deseado no oírlo, no obstante anhelar que el Cielo creara
para ella semejante hombre. Me dio las gracias y me dijo que, si tenía un amigo
que la amara, me invitaba a contarle mi historia y que ello bastaría para que
se casase con él. Animado con esta insinuación, hablé. Me amó por los peligros
que había corrido, y yo la amé por la piedad que mostró por ellos. Esta es la
única brujería que he empleado. Aquí llega la dama; que sea testigo de ello
(pp. 1472-1473).
Los mismos aspectos por los que lo acusan sus
enemigos –extranjero, aventurero, hasta esclavo, dice él–, son los
méritos por los cuales lo ama Desdémona. Él no ha hecho más brujería que contar
su vida, la cual forma un contraste enorme con la de todos los patricios
que pretenden a Desdémona. Ese contraste es subrayado en dos campos: el de los
opositores y el de los partidarios. Nadie está interesado en negarlo, y ellos,
los opositores, lo toman por un ladrón que ha accedido a algo para lo cual
carece de títulos, de derechos, de relaciones; lo toman por un recién
llegado. Es precisamente por esas cualidades o defectos que ha conquistado a Desdémona; y si
el padre se siente celoso, debe ser también porque Desdémona no ha elegido a ningún sustituto suyo,
ya que él es un patricio, un senador, un homb
re inscrito. Lo demás, la oposición entre el
padre de Desdémona y Otelo, como dos fuentes de autoridad, es subrayado por la
misma Desdémona, quien le responde al padre cuando este le exige obediencia:
DESDÉMONA: Mi
noble padre, observo aquí una obediencia dividida. A voz os estoy unida por darme la vida y
educarme; y mi vida y mi educación me enseñan cómo respetaros. Sois el señor de
mi obediencia, en cuanto soy hasta ahora vuestra hija. Pero aquí está mi
marido, y tanta obediencia como mi madre os concedió, prefiriéndoos a su padre,
me atrevo a decir que puedo considerar debida a mi señor el Moro (p. 1473).
Es importante observar que, después de que Desdémona recalca la oposición y la preferencia, su matrimonio es asumido como un duelo por Brabancio. Es notable el diálogo entre el Dux y
Brabancio, donde aquel trata de inducirlo a hacer el trabajo del duelo y
Brabancio se niega.
DUX: Dejadme
hablar como hablaría de vos mismo, y pronunciar una máxima que podrá servir de escalón
o peldaño a estos enamorados para recobrar vuestro favor. Cuando los remedios son
inútiles, los pesares que se ligaban a
nuestras esperanzas dan fin, por la inutilidad misma de los remedios. Llorar una
desgracia consumada e ida es el medio más seguro de atraerse otra desgracia
nueva. Cuando no puede salvarse lo que se lleva el hado, lo mejor es
transformar por la paciencia esta injuria en mofa. El hombre robado que sonríe
roba alguna cosa al ladrón; pero asimismo se roba el que se consume en un dolor
sin provecho (pp. 1473-1474).
Extraordinaria
figura, pero resulta ineficaz. En este caso el hombre robado que sonríe roba
alguna cosa al ladrón, si no se identifica con el propietario. La respuesta de Brabancio no hace más que agravar la
situación de Otelo. Él es precisamente incapaz del trabajo del duelo tal
como se le sugiere: que robe alguna cosa al ladrón, hablando de la amenaza de
la flota turca a Chipre.
BRABANCIO: En
ese caso, que el turco nos arrebate a Chipre; no perderemos nada, mientras podamos reírnos. Lleva fácilmente
esta máxima es que no lleva sino el torpe consuelo que encierra; pero lleva a
la vez su dolor y la máxima el que para pagar la pena se ve obligado a pedir
prestado a la pobre paciencia. Estas máximas, azúcar y miel a un tiempo
igualmente fuertes de ambos lados, son
equívocas. Las palabras no son más que palabras, y todavía no he escuchado que se pueda penetrar
en un corazón roto a través del oído. Os lo ruego humildemente, ocupémonos de
los asuntos del Estado (p. 1474).
El padre se
niega a hacer el duelo; insiste en considerarse como un engañado, incluso llega
más lejos: a amenazar de que ese engaño se repetirá y a concebirlo
directamente como una infidelidad. La infidelidad de Desdémona, que comienza ya a anunciar en medio de su
ira, no sería más que la repetición de la infidelidad que ella tuvo con él. Y
le dice a Otelo:
BRABANCIO: Vela
por ella, moro, si tienes ojos para ver. Ha engañado a su padre y puede engañarte a ti (p. 1475).
Estos son los primeros elementos de juicio que Shakespeare hace y presenta en el acto primero. Sobre esa base Yago forma su plan y
lo expone así hablando de Otelo:
YAGO:
Marchaos. ¡Adiós! Poned bastante dinero en vuestra bolsa. Así hago siempre de
un imbéc
il mi
bolsa. Porque profanaría la experiencia que he adquirido si
gastara mi tiempo con un idiota semejante, a no ser para mi provecho y
diversión. Odio al Moro; y se dice por ahí que ha hecho mi oficio entre
mis sábanas. No sé si es cierto; pero yo, por una simple sospecha de esa
especie, obraré como si fuera segura. Tiene una buena opinión de mí; tanto
mejor, para que mis maquinaciones surtan efecto en él. Cassio es un hombre
arrogante... Veamos un poco... Para conseguir su puesto y darle libre vuelo a
mi venganza por una doble bellaquería... ¿Cómo? ¿Cómo?... Veamos... El medio
consiste en engañar después de algún tiempo los oídos de Otelo, susurrándole
que Cassio es demasiado familiar con su mujer. Cassio tiene una persona y unas
maneras agradables para infundir sospechas; está hecho como para hacer
traidoras a las mujeres. El Moro es de una naturaleza franca y libre, que juzga
honradas a las gentes a poco que lo parezca, y se dejará guiar por la nariz tan
fácilmente como los asnos... ¡Ya está! ¡Helo aquí engendrado! ¡El infierno y la
noche deben sacar esta monstruosa concepción a la luz del mundo! (p. 1477).
Así se nos
presenta el plan de Yago y otro matiz de la personalidad de Otelo: «Es una
naturaleza franca y libre que juzga honrada la gente por poco que lo parezca».
En cierto modo todos los elementos del drama están ya dados, el matrimonio de Desdémona interrumpe la estirpe de las
generaciones. El padre no se puede
reconocer en Otelo, sólo puede concebir el matrimonio como un engaño.
Mantiene la relación con
Desdémona como una
relación exclusiva, lo cual se señala en
textos anteriores. El padre siente agrado, como se señala en un texto
anterior, porque Desdémona haya desechado muchos pretendientes y las dos
figuras de Rodrigo y Yago. Rodrigo amenaza enseguida con su suicidio pero Yago
lo convence de que mejor intente otra cosa. La desesperación fundamental de
Yago es menos visible inmediatamente. Yago no amenaza con ningún suicidio, le
parece la idea más torpe y más ridícula, pero no es un individuo menos
desesperado. Sobre esos elementos se va a constituir el drama.
CONFERENCIA DOS
En una primera
lectura se destacan los grandes temas de Otelo. Vamos a hacer
algunas consideraciones de conjunto sobre la obra, antes de emprender un examen más
detallado. Evidentemente, el tema mismo de la obra son los celos, pero estos
se presentan de muchos tipos. Fuera de los celos de Otelo, que consideraremos
en detalle, hay muchos otros. En la apertura del drama están los celos del
padre que se niega a hacer el duelo por el
matrimonio de Desdémona y que, por supuesto, al final muere a causa de ellos. Están los
celos de Rodrigo, el pretendiente de Desdémona: los celos de Yago, aunque en
una forma un poco más velada y con ciertas particularidades. Este es uno de los
problemas más misteriosos de la obra, ya que en Yago los celos se manifiestan
como venganza y como poder, primero dirigidos a Cassio, por haberle quitado el
puesto de teniente; y luego dirigidos a Otelo, del que sospecha ha tenido algo
que ver con su mujer.
YAGO: Que
Cassio la ama, lo creo en verdad. Que ella ame a Cassio, es posible y muy fácil
de creer; el
moro, a pesar de que yo no pueda aguantarle, es de una naturaleza noble,
constante en sus afectos y me atrevo a pensar que se mostrará para Desdémona un
tiernísimo esposo. Ahora yo la quiero también; no por deseo carnal, aunque
quizá el sentimiento que me guía sea tan gran pecado, sino porque ella me
proporciona en parte el sazonamiento de mi venganza. Pues abrigo la sospecha de
que el lascivo moro se ha insinuado en mi lecho, sospecha que, como un veneno
mineral, me roe las entrañas, y nada podrá contentar mi alma hasta que liquide
cuenta con él, esposa por esposa; o, si no
puedo, hasta que haya arrojado al moro en
tan violentos celos, que el buen sentido no pueda curarle […] (p. 1483).
Yago piensa no
en términos de deseo, sino de venganza. Es, pues, u
n conflicto de celos entrecruzados.
El poder político, representado por el Dux, los senadores y, en parte, por el
padre de Desdémona, queda en segundo plano con relación a los personajes del
drama pasional.
Lo que la
obra da a entender sobre el poder político es que se trata de un poder
amenazado por los turcos; pero una tormenta lo salva de la amenaza.
Chipre tiene que ponerse en manos de un desconocido, de un vagabundo,
para la defensa de Venecia. Un rasgo notable es que Chipre dependa del
apoyo de Otelo en el momento en que sabe
que los turcos van a atacar. Lo necesitan tanto que Brabancio tiene que
romper con su autoridad paterna y pasar por encima de su prohibición de
matrimonio, lo que para la época es una transgresión. Se atiene a la
constatación de que el matrimonio fue por voluntad de Desdémona, y pasa así por
encima de la voluntad del padre.
En la obra nos
encontramos con personajes femeninos, especialmente tres: Blanca,
la amante de Cassio; Emilia, la mujer de Yago; Desdémona, la mujer de
Otelo. Blanca y Emilia son muy diferentes entre sí. Emilia está muy lejos de la posición
de Desdémona; piensa que la infidelidad se justifica en ciertos casos, por
ejemplo, si se trata de que el marido llegue a ser rey por ese método; pero
ella le es fiel a Desdémona, incluso muere por defender la honestidad de esta.
Blanca es una mujer francamente libertina, pero realmente está enamorada de
Cassio; a Blanca le ocurre que se burla de todos hasta que encuentra a alguien
que se burla de ella, y es a este a quien verdaderamente ama.
El rasgo que
se acentúa más de Otelo es su carácter extranjero y su falta de patria; este recurso es el que emplea Yago para iniciar sus insinuaciones sobre la infidelidad de Desdémona. Para hacer creíble su
versión, comienza acentuando el hecho
de que Desdémona haya elegido a un extranjero, a un negro, a un diablo,
a un moro. Brabancio presagia que Desdémona también le será infiel a este, y
esta maldición del padre va a venir a reforzar los celos de Otelo. Y, luego, la
manera como Yago emplea
la inseguridad inicial de Otelo, que sólo
depende de sus propios actos para apoyar la perspectiva de sus celos.
YAGO: Sí,
ahí está el mal. Así, para hablaros claramente, digamos que no haber aceptado
tantos partidos como se le proponían con hombres de su país, de su color, de su
condición, a lo que vemos tiende siempre la naturaleza,
¡hum!, esto denota un gusto muy corrompido, una grosera desarmonía de
inclinaciones, pensamientos contra naturaleza... Pero perdonadme. No es a ella
precisamente a quien me refiero; y, sin embargo, temería que su alma,
retornando a un juicio más frío, llegara a compararnos con las figuras de su
país y se arrepintiera tal vez (p. 1469).
La sugerencia de Yago comienza por acentuar la inseguridad de Otelo, la dificultad
extraordinaria de su posición. Subraya también que su elección es antinatural,
es decir, va contra el ambiente en que ha sido formada, ya que significa una salida de Desdémona fuera de sus
costumbres cortesanas, a las que ha sido acostumbrada en su
juventud. Eso lo subraya, por su cuenta, también Otelo cuando repite en diversos
parlamentos su diferencia con los
cortesanos, su diferencia de lenguaje, de costumbres y de origen. Por lo demás,
en el drama se recalca, de otra manera, que Desdémona sigue adherida en buena medida a sus orígenes.
Aunque acompaña a Otelo
a Chipre, y hasta quiere presenciar sus
batallas y estar cerca, Desdém
ona sigue teniendo costumbres cortesanas, por ejemplo a la
llegada a Chipre, en el recibimiento de Ludovico, incluso en sus relaciones con Cassio. Hay,
pues, en Desdémona rasgos de su pertenencia a las costumbres propias de su
origen. Yago dice que esa sonrisa y esos besamanos serán utilizados a su debido
tiempo. Esas costumbres no son muy compatibles con la forma como ama a Otelo.
Estas anotaciones, que aparecen dispersas en el texto, se encaminan a reforzar
la credibilidad de los celos de Otelo, su inseguridad fundamental, su
incompatibilidad con las costumbres cortesanas, el presagio y la maldición que
anuncia el padre. Todos los temas que Shakespeare ha sugerido van a ser
recogidos y utilizados por Yago.
El tema de la transgresión está señalado fundamentalmente en dos pasajes: al inicio y al final. Comienza con un matrimonio que tiene muchos rasgos de transgresión. Por ejemplo, Otelo dice
que el padre de Desdémona lo recibe muy bien y lo ama. Pero cuando habla
con el padre
habla para Desdémona, y él mismo lo ratifica en el discurso al Senado: mientras él contaba sus hazañas, ella ponía tanta atención como se lo permitían
sus oficios domésticos y trataba de terminarlos rápidamente para volverlo a
escuchar. Y el matrimonio mismo: se casa a escondidas; el padre es sorprendido
en sus sueños cuando le vienen a contar Rodrigo y Yago que Desdémona se ha
casado, y que bien puede fijarse en su alcoba que Desdémona no está.
Y en el
pasaje con que termina la obra, la escena del suicidio de Otelo es otro rasgo de transgresión todavía más curioso,
porque es una manera de escapar a las leyes de Venecia. Otelo ha sido
apresado, pero lleva un arma oculta, y se aplica a sí mismo el castigo; no accede a
someterse a una legislación que lo
va a castigar, a un juicio o a un proceso; de él viene todo el éxito, su
logro contra las leyes: las leyes de
la hospitalidad, las leyes matrimoniales de la época. Y de él mismo
viene el castigo, no de una ley ajena porque él mismo es la ley. También en
este sentido está terriblemente desprendido.
En el acto quinto, en el diálogo con Ludovico, como veremos más adelante, presenta el suicido como una autoaplicación de la ley y como una negación a un sometimiento a la ley general. Según
el ejemplo que Otelo mismo pone se trata de una ejecución fuera de la ley;
pero, en este caso, no para proteger
la República de Venecia, sino para escapar a su ley. Entonces, su soledad y su carácter de extranjero adquieren otra
dimensión: no reconoce una ley a la cual someterse. La ley que le
permite acceder a Desdémona es su propio deseo y su muerte procede de la
ejecución de su propio deseo.
Los rasgos de Otelo hacen fácil comprender otro aspecto central de la obra y es la
posición del objeto de amor. Desdémona se convierte para él en un absoluto,
precisamente porque él no tiene nada, ni patria ni ley, el objeto lo es
todo: lo conquista en una transgresión. Al destruirlo se destruye, y cualquier
falla que pueda presentir o tener el objeto significa el hundimiento de su
vida.
Desdémona queda postulada, en muchas oportunidades, como un objeto absoluto.
Por
ejemplo, en las referencias religiosas con relación a Desdémona y las
comparaciones con el cielo. La importancia que ella
tiene para él
se puede apreciar al ponerla en contraste con todo lo demás, con el mundo en
general. Nada puede perder, nada tiene más importancia que el afecto hacia ella. Sobre las
características de esas formas de elección
de objeto –como dicen los
psicoanalistas– en las que el objeto adquiere toda la importancia, hay
muchos otros elementos de juicio en el texto, algunos de los cuales son muy
directamente subrayados por Shakespeare. Se puede ver la importancia creciente
que va tomando un emblema de ese afecto como es el pañuelo: es empleado por
Yago como prueba de la infidelidad de Desdémona; y es empleado también por
Otelo como el signo de la gravedad de su infidelidad.
DESDÉMONA: He
enviado a decir a Cassio que venga a hablar con vos.
OTELO:
Tengo un catarro tenaz y pícaro que me molesta. Préstame tu pañuelo.
DESDÉMONA:
Tómalo, esposo mío.
OTELO: El
que yo te di.
DESDÉMONA: No le
tengo aquí.
OTELO: ¿No?
DESDÉMONA: No,
mi señor.
OTELO: Es
una lástima. Ese pañuelo se lo dio una egipcia a mi madre. Era una maga que
casi
podía leer los pensamientos
de las gentes, y le dijo que mientras lo conservara, la haría atractiva y sometería eternamente a mi padre a su amor; pero
que si lo perdía o entregaba, los ojos de mi padre se apartarían de ella
con disgusto y su alma se lanzaría a la caza de nuevas inclinaciones amorosas.
Al morir me lo dio y recomendó que cuando el destino quisiera que me casara, se
lo entregase a mi esposa. Así he hecho; tened cuidado, pues; acariciadlo como a
las niñas de vuestros lindos ojos; extraviarlo o perderlo sería una desgracia
que nada podrá igualar (pp. 1502-1503).
Hay varias versiones sobre el pañuelo donde Otelo se contradice en algunos puntos. Según la primera versión una especie de hechicera, una anciana de 200
años, una bruja, le regaló el pañuelo a su madre, como garantía de
que mantendría el
amor de su padre. El pañuelo es, pues, una garantía de amor, una
fijación al objeto primario, a la madre de Otelo. Pero luego Otelo nos cuenta
otra historia y, sin darse cuenta, la historia no cala con la primera versión.
En esta nos encontramos con que fue el padre quien le dio el pañuelo a la
madre. Esto no hace más que reforzar el pañuelo como emblema del objeto de amor
y de fijación. En cierto sentido este emblema no deja de corroborar algunas
ideas del padre (Brabancio) de que allí hay artes ocultas, algo de brujería. El
mismo Otelo cuenta que,
en efecto,
los gusanos de seda eran embrujados al igual que el tejido. En general el carácter demoníaco y las artes mágicas
que se adscriben a la figura de Otelo están inscritas en muchos elementos
de la obra, pero principalmente en estos: sus éxitos son
vistos por los venecianos como
producto de un extraño poder. Pero lo que nos cuenta Shakespeare es que
proceden de fenómenos naturales: una tormenta que curiosamente devasta la flota
turca y no hace nada a la flota en que venía Otelo, como si las fuerzas mismas
de la naturaleza, presentadas con tanta violencia, estuvieran de parte de
Otelo. Por lo demás, el origen morisco, los dioses de Mauritania que son vistos
como brujería por la Venecia cristiana, a los que ciertamente Otelo no convoca,
están presentes en la trama. Y el tipo de relación que postula como su modelo
inicial, la relación entre su padre y su madre, era una relación bastante embrujada.
El pañuelo es, pues, un amuleto en el cual se expresa el deseo del padre fijado
a la madre; el deseo de Otelo fijado a una imagen materna; el poder de la mujer de capturar para siempre; y el deseo del hombre, mientras tenga
el pañuelo, de conservar su amor. Por lo tanto, el regalo del pañuelo, que es la prueba de Yago de la infidelidad
de Desdémona con Cassio, queda interpretado como el rechazo más absoluto, más
radical y originario a todo lo que puede ser el amor de Otelo. El pañuelo se configura como un emblema del deseo capturado por un objeto. Entonces, es muy interesante, desde el punto de vista dramático, el equívoco que
forma enseguida Shakespeare en el diálogo entre Desdémona y Otelo,
puesto que ninguno de los dos lo tiene claro, solo el espectador capta la
gravedad del diálogo. Para Otelo es terrible, pero se trata de un equívoco; a
Desdémona le han sugerido que sirva de abogada de Cassio, que ha entrado en
desgracia con Otelo también a causa de una trampa tendida por Yago. Ella sigue
insistiendo en Cassio, que es el individuo designado por los celos de Otelo; en
el mismo momento en que él sigue insistiendo en el pañuelo, ella sigue
insistiendo en Cassio y se presenta este diálogo:
DESDÉMONA: Digo
que no está perdido.
OTELO: Id a
buscarle, dejádmele ver.
DESDÉMONA:
Bien, lo haré, señor; pero no ahora: es un ardid para esquivar mi demanda. Os
lo suplico: que Cassio sea llamado nuevamente.
OTELO: Id a buscarme el pañuelo. Mi espíritu recela.
DESDÉMONA: Vamos, vamos; no hallaréis nunca un hombre
más capaz.
OTELO: ¡El
pañuelo!
DESDÉMONA: Por
favor, habladme de Cassio.
OTELO: ¡El
pañuelo!
DESDÉMONA: Un
hombre que toda su vida ha fundado su fortuna en vuestra amistad, que
compartió vuestros peligros...
OTELO: ¡El
pañuelo!
DESDÉMONA:
Grande es tu impaciencia. OTELO:
¡Atrás! (Sale) (p. 1503).
De esa manera se logra en una pequeña escena condensar todos los celos de
Otelo, porque la escena viene
inmediatamente después de que él ha explicado lo que significa el pañuelo. Es
muy interesante la siguiente cita para ir elaborando la estructura del drama
(escena II, acto V):
OTELO: ¡He
ahí la causa! ¡He ahí la causa, alma mía…! ¡Permitidme que no la nombre ante vosotros,
castas estrellas…! ¡He ahí la causa…! Sin embargo, no quiero verter sangre; ni desgarrar su piel, más blanca que la nieve, y tan lisa como el alabastro
de un sepulcro. Pero debe morir, o
engañará a más hombres. ¡Apaguemos la
luz, y después apaguemos su luz! Si
te extingo, agente de la claridad, y me arrepiento enseguida, podré
reanimar tu primitiva llama; pero una vez tu luz extinta, ¡oh tú, el modelo más acabado de la hábil Naturaleza!,
no sé dónde está aquel fuego de Prometeo que volviera a encender tu luz. Cuando
haya arrancado tu rosa, no podré darle de nuevo su potencia vital.
Necesariamente habrá de marchitarse. (Besando a Desdémona.) ¡Quiero aspirarla
en el tallo! –¡Oh aliento embalsamado, que casi persuade a la justicia a romper
su espada!– ¡Uno más! ¡Otro aún! ¡Quédate así, cuando estés muerta, y te
mataré, y acto seguido volveré a amarte! ¡Otro más! ¡El último…! ¡Nunca beso
tan dulce fue tan fatal…! ¡Fuerza es que llore…! Pero son lágrimas crueles...
¡Este dolor es celestial; hiere allí donde ama! – ¡Se despierta! (pp.
1520-1521).
En este pasaje encontramos que Desdémona se mantiene hasta el último momento
como el objeto más exaltado del amor; el amor no se va deslizando
hasta que el espectador sepa que la salida sólo puede ser trágica. Desde que Otelo cuenta en el Senado su
matrimonio con Desdémona –y todo lo posterior que se refiere al caso–,
hasta el momento mismo en que llega a la alcoba para matarla,
Desdémona se sostiene como un objeto ideal, que no está matizado por ningún
desprendimiento progresivo. Ese movimiento
es lo que da el tono dramático y la conducción de la obra hacia la
tragedia. Otelo hace aquí, desde el primer momento hasta el último, el juego
más peligroso, el juego al todo o nada. Este es uno de los elementos en que
puede apoyar sus sugerencias Yago;
ese juego de una sola carta, una sola apuesta, en el que un instante puede s
er fatal, es global, combina perfectamente con la extranjería, con el carácter
lejano –viene de Mauritania– y con la no
inscripción en la ley veneciana ni en ninguna otra ley; con el sistema
de interpretar su propio deseo como la única ley, que es lo característico de
Otelo. Así no se da un tiempo, un proceso de desprendimiento del afecto o de
conquista del afecto. El afecto también nos está dado al comienzo como un
absoluto; nosotros no vemos ningún proceso de enamoramiento progresivo de
ciertos rasgos de Desdémona que le van gustando. Desdémona es una revelación y
su infidelidad es otra revelación.
Algunos comentaristas de Otelo han tratado de buscar
en el carácter de Yago la importancia que puedan tener las pulsiones homosexuales.
En realidad se pueden encontrar algunos elementos, aunque un poco desdibujados,
en la obra. El ejemplo más notorio se presenta en el texto que ya leímos: «el
lascivo moro» ha tenido los favores de Emilia, su esposa. También en la manera
de describir a Cassio como un ser agradable y deseable, que abre la posibilidad
de encontrar crédito a sus calumnias, puede sugerir algo de eso. Pero lo más
notable del carácter de Yago es que el deseo de un objeto no parece regir en
él.
El análisis de la organización del deseo y el amor en la obra requeriría
de
un estudio más detallado. Pero desde ahora se puede ver, si tratamos de buscar los deseos inconscientes que circulan entre
los dos personajes, lo siguiente: la
pasión de Yago es una pasión de venganza y de conquista de un puesto; él mismo
dice que lo que busca, por intermedio de sus trampas, es a Desdémona, pero no porque la desee sino
porque esposa por esposa es justo, es una venganza justa. Y lo que más le interesa es conseguir el
puesto de Cassio. Cassio se le
presenta, más bien, como aquel que lo ha desbancado, el que ha ocupado injustamente
su lugar. Yago no puede, al parecer, soportar la figura de un hombre que tenga
un éxito de ningún tipo por encima de él. No soporta en Rodrigo su riqueza;
toda la tramoya que organiza con él es para robarle todas las joyas con el
pretexto de regalárselas a Desdémona. Tampoco el éxito militar: su odio a Otelo
se da porque no puede soportar que sea el general de los ejércitos venecianos.
Ni tampoco el éxito en la jerarquía, no puede soportar ser alférez mientras
Cassio sea el
teniente. Mejor dicho, que haya algún personaje que se encuentre por encima le
es insoportable, no se acomoda, y es un rasgo especial del carácter de Yago: no se acomoda a ninguna ley, no está inscrito en una moral. Yago es uno de esos personajes, muy frecuentes en Shakespeare, perfectamente salvajes desde
el punto de vista de la moralidad –como por ejemplo el rey Ricardo III, que
toma como un valor en sí el éxito–, y que han sacrificado la perspectiva
del amor propiamente dicho. No tienen más que conquistas que pueden ser sexuales.
Pero lo que vale en ellos no es el objeto del deseo, sino lo que significa haber destruido a otros; y,
especialmente, haber engañado a otro
que se considera por encima injustamente.
Esa injusticia no es una referencia a la justicia de la ley, es una
manera de autoafirmación. En Yago es una forma de afirmación del yo, del
símbolo del poder que se siente herido por cualquier otro poder, por poderes
masculinos, por cualquier tipo de consagraciones y de éxitos. A eso se debe que
las pasiones de Yago nos parezcan a veces infundadas, es decir, no se dirijan a
alguien que le haya hecho alguna injusticia en particular. Contra Otelo da la
impresión de que lo mueve la envidia más fría, que la justifica diciendo que se
ha elevado a las cumbres a un personaje que es menos militar que él. En las
primeras presentaciones se le encuentra un odio inaudito contra Otelo que se
refiere a sus éxitos.
YAGO:
Llamad a su padre. Despertadle. Encarnizaos con el moro, envenedad su dicha, preg
onad su nombre por las
calles, inflamad de ira a los parientes de ella, y cuando habite en un clima
fértil, infestadlo de moscas. Por más que su alegría sea alegría, abrumadle,
sin embargo, con tan diversas vejaciones, que pierda mucho de su eficacia (p.
1466).
Vamos a comentar algunos aspectos que han resultado ser objeto de la ma
yor parte de las discusiones sobre Otelo. Si uno se atiene a la historia misma los
celos de Otelo no resultarían muy
verosímiles ya que las pruebas son muy escasas. Algunas de las escenas
han sido criticadas porque dan la impresión de una credulidad máxima de Otelo.
Por ejemplo, la escena donde Yago conversa con Cassio, y Otelo no oye lo que
dicen y sólo ve los gestos que interpreta como Yago le dice que deben ser
interpretados. Yago le pregunta a Cassio por Blanca, la amante, si se va a
casar con ella y lo hace reír, le provoca gestos de desprecio muy
hábilmente, y
todo lo hace para que Otelo lo vea con otros ojos, lo vea a par
tir de otro texto. Otelo hace interpretaciones aparte, y el espectador está en presencia de un diálogo real y de una segunda interpretación de ese diálogo, la interpretación de Otelo. Así Shakespeare logra
construir una escena imaginaria, la que Otelo ve en una conversación, que el espectador también conoce,
superpuesta a una escena real. Esto es, por supuesto, desde un punto de
vista dramático, una excelente habilidad. Pero algunos han dicho que es una
escena forzada, que en realidad no resulta muy verosímil la actitud de Otelo.
En efecto, lo que pasa es que se hacen muchas críticas realistas. En lugar de
buscar el significado real de la obra a partir de un análisis de la situación,
del drama psíquico de Otelo, buscan las posibilidades de credibilidad en una
escena y, sobre todo, en la velocidad de un desarrollo.
Eso es muy frecuente en Shakespeare. Si no
fuera por la manera extraordinariamente inteligente con que refuerza una
posibilidad psicológica, muchísimas
de esas escenas podrían ser criticadas, y han sido criticadas, con la misma
argumentación. Por ejemplo en Ricardo
III, asesina al esposo de la mujer que desea y cuando van para su
entierro, la conquista en ese mismo instante. Entonces el crítico que no ve
todo el conjunto puede decir que es un desenlace muy rápido. Lo mismo ocurre en
Otelo. Parece muy rápido que semejante amor quede disuelto por una tramoya,
incluso no muy bien armada, y por pruebas tan débiles como una conversación que
no se oye, por un pañuelo que se ha perdido y que se ha encontrado, incluso, en
otro contexto.
El problema es saber si esta escena a la cual nos referimos, en la que hay una superposición y Otelo está viviendo o interpretando
a partir de su propio drama y de los datos que tiene –presenciada por el
espectador– remite o no a una verdad efectiva. Es decir, a la verdad
psicológica de las razones de Otelo para interpretar así todo lo que ve. Sin
esto no se puede discutir la consistencia de la construcción de la obra.
CONFERENCIA
TRES
Veamos cómo funciona el deseo en los diferentes personajes de Otelo. Si se
considera este aspecto de la obra en forma detenida, la impresión de
inverosimilitud a la que anteriormente nos referimos cae inmediatamente. Esta
impresión se refiere principalmente a dos fenómenos: primero, la creencia de
Otelo en las historias de Yago, es decir, al hecho de que le dé más importancia
al testimonio y a la imaginería de Yago que al testimonio de Desdémona.
Segundo, el carácter mismo del personaje Yago. Algunos comentaristas ingleses
han llegado a considerar que este es el personaje principal y que la obra se
debería llamar «La tragedia de Yago».
Consideremos el primer caso: la calumnia versa sobre
el hecho de que Desdémona es infiel con Cassio. Sabemos
que en el caso de los celos delirantes, como Freud observa en la parte final de su estudio «Observaciones
psicoanalíticas sobre un caso de
paranoia»8, el celoso da toda la importancia a manifestaciones que las
relaciones entre la gente han convertido en no significativas y convencionales
como las formas de saludo, el beso, el darse la mano. El celoso, cuando se
trata de celos paranoicos, es extraordinariamente drástico, porque toma todos
los comportamientos sociales establecidos como indicios de deseos ocultos o
como pruebas de su convicción; pero también hace lo contrario, si no los ve,
entonces toma su inexistencia como un indicio y una prueba mayor de su propia
interpretación. El celoso interpreta la ausencia o la presencia de ese tipo de relaciones
convencionales.
En el caso de
Desdémona y Cassio, el primero que interpreta es Yago. Shakespeare acentúa sus
relaciones y las lleva un poco más allá de lo convencional. La actitud de Desdémona
ante Cassio da mucho qué pensar; por ejemplo, en el acto segundo, cuando Desdémona llega a Chipre y es
recibida por Cassio. Yago, quien está observando –y no Otelo– interpreta
directamente el recibimiento como una muestra de amor:
6 Conferencia dictadas en Cali en 1976. Transcripción del audio: David Morales
y Víctor Peña.
Edición y corrección: José Zuleta Ortiz. Nota: todas las citas que se hacen
sobre las
obras son tomadas de las Obras completas de
Shakespeare, novena edición, Editorial Aguilar, Madrid, 1949.
7 Sobre la relación de Shakespeare
con la época se puede consultar Kott, Jan, Shakespeare, nuestro contemporáneo, Alba
Editorial, 2007.
8 Freud, Sigmund, «Observaciones
psicoanalíticas sobre un caso de paranoia autobiográficamente descrito», en Obras
completas, Madrid, Editorial Biblioteca Nueva,
1973, tomo II, III.
El mecanismo paranoico, pp. 1516-1528.
YAGO: (Aparte). La coge por la palma de la mano... Sí, bien
dicho... (Cuchichean...) Con
una
telaraña tan delgada como esa, entramparé una mosca tan grande como Cassio. Sí, sonríele, anda. Yo te atraparé en tu propia galantería... Decís verdad;
así es, en efecto... Si semejantes manejos hacen perder vuestra
tenencia, sería mejor que no hubierais besado tan a menudo vuestros tres dedos,
lo que os pone en trance de daros aún aires de galanteador. ¡Magnífico! ¡Bien
besado y excelente cortesía! Así es, verdaderamente. ¡Cómo! ¿Otra vez vuestros
dedos a sus labios? ¡Que no pudieran serviros de cánulas de clíster! (Suena una
trompeta). ¡El moro! ¡Conozco su trompeta! (p. 1481).
Yago no está
enamorado de Desdémona, dice que no la desea, pero le gustaría tenerla por venganza. Oficialmente Rodrigo sí está enamorado de Desdémona; sin embargo, cuando ambos discuten
sobre estas galanterías, el que las interpreta como pruebas de amor es Yago. En
cambio Rodrigo no las interpreta así. Yago se refiere al saludo en términos muy
equívocos respecto a Cassio, porque no sabe si son reproches o elogios.
YAGO: Pon
el dedo así, y deja que se instruya tu alma. Advierte con qué vehemencia ha amado en
principio al moro, solo por sus
fanfarronadas y las fantásticas mentiras que le contó. ¿Y le amará
siempre por su charlatanería? Que su discreto corazón no piense en ello. Sus
ojos tienen que alimentarse. Y ¿qué
placer hallará en mirar al diablo? Cuando la sangre se enerve con el acto del
goce, necesitará para encenderla otra vez y dar a la saciedad un nuevo apetito,
encanto
en las formas, simpatía en los años, modales y belleza, cosas todas de que c
arece el
moro. Luego, falta de estos atractivos necesarios, su delicada sensibilidad
hallará que se ha engañado, comenzará a sentir náuseas, a detestar y aborrecer al moro. La naturaleza misma
será en esta ocasión su institutriz y la compelirá a alguna segunda elección.
Ahora, señor, esto concedido (y son premisas muy concluyentes y naturales),
¿quién se encuentra tan bien colocado como Cassio en el camino de esta buena
suerte: un bribón por demás voluble, sin otra conciencia que la precisa para
envolverse en meras formas de apariencia urbana y decente, para las más amplias
inclinaciones de sus satisfacciones salaces y clandestinamente desarregladas?
¡Pardiez! Nadie; nadie en el mundo, ¡pardiez!... Es un pillo de lo más sutil y
resbaladizo, un buscador de ocasiones, con una vista que puede acuñar y
falsificar oportunidades, aun cuando la verdadera oportunidad no se le presente
nunca. ¡Un granuja diabólico! Además, el tunante es guapo, joven y posee todos
aquellos requisitos que buscan la ligereza y el poco seso. Un belitre
completamente importuno, y la mujer lo ha distinguido ya (p. 1482).
Aunque oficialmente el enamorado es Rodrigo, el que interpreta todo el saludo,
en la forma de los celos delirantes, es Yago. Después tenemos otros elementos
de juicio sobre la posición de Desdémona, que también resultan bastante
curiosos. Como sabemos, Cassio es inducido por Yago a
caer en
desgracia, y Desdémona se compromete a gestionar ante Otelo la reconciliación;
se compromete de una manera particular. Ninguna de estas escenas las
presencia Otelo, todas son indicios de la posibilidad de que sea verdad la
calumnia de Yago.
Retomemos las circunstancias. Cassio es promovido momentáneamente a la posición de lugarteniente, luego es degradado; por lo demás, según el contexto, se ha emborrachado y ha provocado
una riña cuando debía estar de guardia; el
mismo texto dice que esto es
gravísimo. Por otra parte, tenemos
la siguiente circunstancia: el matrimonio fue acogido por el
Dux y por el Consejo, pero no pudo realizarse por el viaje intempestivo a
Chipre. Entonces, nos encontramos con una dama en su noche de bodas y,
sin embargo, la manera como promete intervenir en favor de Cassio es muy
particular porque promete ponerlo por encima de cualquier consideración. Cassio
le dice que esa reconciliación no va a durar mucho tiempo. Entonces, Desdémona
le responde:
DESDÉMONA: No
temas eso; te respondo de tu empleo ante Emilia, aquí presente; certifícate de que cuando hago una
promesa de amistad, la cumplo hasta el último artículo. Mi señor no tendrá
nunca reposo; le mantendré en vela hasta que le dome; le abrumaré de palabras
hasta hacerle perder la paciencia; su lecho será como una escuela; su mesa,
como un confesionario; mezclaré en todas sus ocupaciones la petición de Cassio.
Así, alégrate Cassio, pues tu solicitador morirá antes de abandonar tu causa
(p. 1492).
Es una forma muy fuerte de prometer, porque para apoyar a Cassio le dañará la
vida
a Otelo, la vida en el lecho conyugal, en la mesa y en todas partes; y lo pondrá por
delante hasta la muerte. Entonces, tenemos que Cassio ocupa un lugar muy particular; en realidad, la actitud de
Desdémona para con él tiene algo de
excesivo, de sugerente: sus promesas en el texto que acabamos de leer
son extremas; están contrapuestas en un punto muy importante, en el lecho
conyugal, a la relación con Otelo. La interpretación de Yago no es tan
descabellada. Y está muy claramente expuesta en varios contextos. Por otra
parte, la situación de Cassio es enunciada por Otelo en los siguientes
términos: «Cassio se ha situado, desde el comienzo, entre nosotros dos» (p.
1493). Desde que comenzaron los amores en la casa de Brabancio, él estaba al
tanto de todo, cosa que a
Yago le
parece muy grave y responde: «¿De veras? ¿Él sabía todo?» (p. 1494).
Pero la situación intermedia de Cassio entre Desdémona y Otelo es todavía
más fuerte en
otro sentido. Podemos indicar un punto: Desdémona pertenece al mundo
de la galantería veneciana, al mundo del placer y del disfrute, al mundo
de eros; Otelo, a otro mundo, al mundo de la guerra, de las batallas, del
peligro,
de los desiertos, de la soledad, de la apatridad –no se sabe de dónde
viene–. Sus relaciones con el amor nos son desconocidas, hasta el moment
o en que lo encontramos en su enamoramiento por Desdémona; pero no se pueden
suponer cuáles hayan sido, lo único que sabemos es que es muy tardío. Él mismo
habla de su vejez como una desventaja
ante Cassio, de la diferencia de edad y la semejanza de edad entre
Cassio y Desdémona; pero precisamente Cassio está entre ellos dos también en
ese sentido y pertenece a ambos mundos: a la guerra, es el lugarteniente de
Otelo, y a la galantería veneciana, a la edad y el mundo de Desdémona. Es una
figura galante, se destaca continuamente su belleza, su galantería; a veces se
le muestra incluso como afeminado, como persona poco militar. Lo que sabe de
guerra es puramente teórico, dice Yago. Sin embargo, Otelo lo estima como
militar, hasta el punto de nombrarlo en lugar de Yago que es más antiguo en el
servicio. Por lo tanto, también en el sentido de su ubicación fundamental es
intermediario, en parte militar y en parte galantería veneciana como mundo del
placer y del eros.
Otro aspecto
del problema es la preferencia de Otelo por Cassio. Yago lo
toma como una
injusticia absoluta. En este sentido parece que es un resenti
do puro. Hay
muchos elementos para juzgar esa preferencia, se puede hacer una lista
de los elogios de Otelo a Cassio. Pero lo más inquietante, cuando se trata de
seguir la huella indicada por Freud, es que detrás de los celos hay una pulsión
homosexual hacia el objeto de los celos, hacia aquel que se supone como el
objeto de amor de Desdémona. Hay en la construcción que hace Shakespeare
ciertos elementos interesantes: la manera como Yago formula su calumnia es
altamente improbable: no hay ninguna prueba posible; por ejemplo, cuenta que
Cassio habla dormido y que él oye lo que dice. Es, pues, una prueba sin
testigos, ni siquiera Cassio es testigo, nadie es testigo. Uno puede
preguntarse: a una prueba de esas, ¿cómo puede darle veracidad Otelo? –«Yo oí que cuando estaba dormido dijo tal cosa»–. Y, sin
embargo, es la prueba que le resulta más convincente a Otelo, la prueba
absolutamente verificable. Pero ocurre esto: es el relato de un sueño en el
sentido de Yago, pero ese relato está hecho como una presentación de una
relación homosexual entre Yago y Cassio. Dice Yago lo siguiente:
No me gusta el oficio; pues ya que
tan adelante he ido en ese asunto, aguijoneado por la locura de la honradez
y de la amistad, seguiré más lejos aún. Estaba yo acostado hace poco tiempo
con Cassio y como rabiaba por un
dolor de muelas, no podía dormir. Hay una clase de hombres tan indiscretos de
alma, que en sus sueños mascullan sus negocios. Uno de esta especie es Cassio.
Le oí decir en sueños: «¡Encantadora Desdémona, seamos prudentes; ocultemos
nuestros amores!». Y entonces, señor, me cogía y estrujaba la mano, diciendo:
«¡Oh dulce criatura!». Y luego me besaba con fuerza, como si quisiera arrancar
por la raíz besos que brotaran de mis labios. Después pasó su pierna sobre mi
muslo, suspiró y me besó. Y acto seguido repuso: «¡Maldito sea el destino que
te ha entregado al moro!» (p. 1499).
Lo importante en esta forma de calumnia no es
solamente que le cuente lo que dijo dormido, sino lo que hizo, y que estaban acostados
juntos. Es decir, le hace una escena que representa efectivamente el fantasma de
Otelo, un fantasma específico, un fantasma homosexual. Lo que tiene de
convincente para él es que se trata
de la representación de un fantasma
propio negado. Por lo tanto, las formas de la convicción, los elementos
de juicio con que opera Yago no son ninguna maquinaria torpe, son
extraordinariamente refinados; las dos pruebas más inverosímiles son a la vez
las más refinadas desde el punto de vista psicológico: la una es este sueño,
que cualquiera puede inventar en frío –qué tal que un testigo en un juicio
salga con esa prueba: «le oí decir cuando estaba dormido…»–; la otra es una
situación igualmente impropia, la conversación entre Cassio y Yago, que Otelo
va a presenciar sin entender realmente. Cuando Otelo pide pruebas Yago lo
asusta, le trata de indicar que las pruebas serían imposibles de conseguir;
pero lo asusta en un tono también muy especial, desatando toda la lujuria de la
cosa para acentuar más su pasión de celos, es decir, su identificación. Por
ejemplo, cuando Otelo le dice que quisiera ver el asunto, presenciarlo, Yago le
responde:
Sería, creo, una empresa
difícil y enojosa inducirlos a dejarse sorprender así. ¡Malditos sean, pues, si otros
ojos mortales fuera de los suyos los ven acostados! Entonces, ¿qué? ¿Cómo proceder?
¿Qué he de deciros? ¿Dónde está la convicción? Es imposible que sorprendáis tal
cosa aun cuando estuvieran tan
excitados como las cabras, tan ardientes como los monos, tan lúbricos
como los lobos en celo, y tan imprudentemente tontos como los ignorantes en
estado de embriaguez. Sin embargo, os lo digo, si la opinión, fundada en una
fuerte evidencia circunstancial, que conduce directamente a las puertas de la
verdad, puede daros satisfacción, la obtendréis (p. 1499).
Ahí pasa a demostrar que es necesario guiarse por pruebas indirectas, indicios
circunstanciales, pero primero lo asusta
–sería demasiado terrible, sería bestial–; esa es una manera muy
aguda de Yago de tratar el problema. Como vemos, no es un calumniador
cualquiera, estaría demasiado próximo al deseo.
Veamos otro punto del problema que ya antes mencionamos, la posición de Cassio entre Otelo y Desdémona. Desdémona se enamora
de Otelo por sus relatos militares,
como lo sabemos desde el primer acto. La forma de su enamoramiento es difícil de traducir, es ambivalente. Se puede traducir por la idea de que ella le dijo a Otelo que
deseaba que el cielo le hiciera un hombre como él; o bien se puede traducir diciendo que deseaba que el cielo le hiciera a ella un hombre
así, como Otelo. Ambas traducciones existen, la traducción castellana usa «[…] que el cielo le hiciera un hombre
semejante» (p. 1473). Es equívoca la
fórmula en el original. Pero hay otros puntos que subrayan
eso: Desdémona declara que quiere irse para Chipre y compartir las batallas de Otelo. Cuando llega Otelo la recibe con la frase: «Mi bella
guerrera». «¡Oh, mi bella guerrera!» (p.
1481). De manera que el equívoco está en el deseo de ella como en el de
él; y aquel que compagina las dos cosas: la galantería (seducción) y el
guerrero, es Cassio. De manera que en Cassio, en cierto modo, se incluyen los
deseos de Otelo y de Desdémona. La posición es intermediaria; además Cassio es
lugarteniente –es la manera como se debe traducir, nosotros tenemos la
traducción de capitán que no es tan propia; por supuesto, en inglés es más bien
lugarteniente: el que está en lugar de él–.
También Yago hace parte de los celos y tiene las interpretaciones propias del
celoso más radical; por ejemplo, de la cogida de la mano, de que se acercaron y
sus alientos se confundían, etcétera. Sostiene que
Cassio está
enamorado de Desdémona, pero para sostenerlo también hay algunas
bases. Cuando Desdémona llega a Chipre, Cassio la saluda y se dirige a los
ciudadanos en los siguientes términos:
¡Oh, mirad! ¡Los tesoros de la nave llegan de
la rivera! ¡Vosotros, hombres de Chipre, permitid que ella os tenga de rodillas! ¡Salve a ti, dama, y que
la gracia del cielo te circuya alrededor y te rodee por todas partes! (p.
1479).
El saludo de Cassio también es un poco fuerte y, además, están todas las expresiones
de Cassio sobre Desdémona. Algunas
las extrae Yago, pero otras son
espontáneas. Es decir, la calumnia
es creída porque tiene fundamentos en los deseos, muy profundos en la
posición intermediaria de Cassio, en las expresiones de Desdémona sobre y hacia
él, y de Cassio hacia Desdémona.
Otelo ve en las interpretaciones de Yago una manifestación más explícita de sus propios celos. Hasta ese momento nos encontramos con una formulación que podríamos considerar más o menos
clásica: lo que llamamos celos
interpretativos que conllevan una pulsión homosexual, una proyección;
proyecta su propio deseo en ella, y puesto que lo niega lo desea: «ella lo desea», etcétera. Todo
parece comprobar simplemente
las posiciones que en psicoanálisis hay. En el estudio de Green sobre Otelo se destacan todos estos elementos. Pero
vamos a ver, y este es
un punto bastante más inquietante, que no sólo se comprueban todos
los fenómenos que el psicoanálisis ha descrito en este tipo de celos, sino que
también Shakespeare elabora muchas otras cosas que enseñan sobre el problema de
los celos.
CONFERENCIA
CUATRO
A menudo se define el narcisismo como el
hecho de poner el yo como objeto de las pulsiones eróticas. En
Introducción al narcisismo, Freud lo concibió así; luego expuso que existe una
oscilación de la libido que a veces inviste el mundo y, otras, se vuelve sobre
el yo, dejando vacío al
mundo en el
delirio de grandeza. Por ejemplo, la consideración de ciertas psicosis (la
paranoia) condujo a Freud a reformular su doctrina en dicho ensayo. Antes había hablado de las parejas de
instintos: instinto sexual e instinto del yo, como si dijéramos instinto egoísta,
propio del instinto de conservación. Después dice que los instintos del yo
también son instintos sexuales, y eso produce una crisis en el pensamiento
sobre la psicosis, porque había estado fundada en esa idea. Cuando se descubre
que la pulsión del yo es equivalente a las pulsiones sexuales, entonces
parecería que ya no hay sino un solo tipo, esto es los instintos sexuales.
Freud encontró que hay muchas formas de economía de la libido de las que el
yo hace
parte. Cuando la libido inviste un
objeto, en ciertas formas de amor el
yo se desinviste a sí mismo, incluso puede llegar al auto
desprecio. En cambio, cuando el yo lo
requiere desinviste el mundo o los
objetos. Freud también lo dice en el sentido
físico, por ejemplo en el caso del dolor, que retrae la libido sobre el
cuerpo, hasta tal punto que ya no se desea otra cosa: el que tiene un
agudo dolor ya no desea en el sentido sexual. O cuando el yo, en sentido
psíquico, está igualmente amenazado de
una escisión, se auto enaltece –como en el delirio de grandeza– y
devalúa el mundo. Es decir, hay una economía de la libido que oscila entre el
yo y el mundo; se empobrece el investimento del yo en favor del mundo, o
viceversa. Ese es el tema principal de Introducción al narcisismo. Más
adelante, sobre todo a partir de 1921, Freud reconstruye los instintos como una
pareja, pero ya no la pareja de instintos del yo e instintos del ello, sino
instintos de muerte y eros.
Uno puede preguntarse cómo queda el narcisismo cuando ya no se le ve solamente
como el juego del instinto libidinoso que inviste el yo –como en el delirio de grandeza–, retirándose del mundo. O
cuando inviste el objeto, por ejemplo
en el amor platónico, hasta el punto
de considerarse a sí mismo como una
nada al lado del objeto. En Introducción al narcisismo,
sin embargo, Freud ya había dicho
una cosa: muchas veces el objeto mismo era una elección narcisista del
objeto; el amor más radical, más absoluto, es un amor en pareja, es –como dice
Lacan–, especular, en espejo. El investido es el mismo que inviste, pero queda
oculto cuando interviene en eso la pulsión de muerte.
Otros analistas partiendo de los textos de
Freud –en primer lugar Lacan, en 1938, en El estadio del espejo–, han vuelto sobre el
problema del narcisismo, incluyendo la pulsión de muerte. Pensemos el
narcisismo junto al tema de la pulsión de muerte: el narcisismo
secundario, es decir, el narcisismo como posición de la libido sobre el yo; no
nos referimos a una forma de autoerotismo primario, anterior a la formación del
yo. El narcisismo no es solamente el objeto de la pulsión de vida, eros, sino
de la pulsión de muerte. El equívoco es precisamente ese. En el narcisismo es
el yo, el objeto de la libido y de la pulsión de muerte; el yo es el objeto, o
el objeto es el representante del yo, porque él puede ser otro, pero otro
identificatorio.
Lacan toca el tema e indica que el encuentro con la propia figura es jubilatoria, es inmediatamente mortal, es el encuentro con la posibilidad de que la propia figura desaparezca. El espejo no
es nunca simplemente el encuentro de
«yo soy ese», sino también el otro encuentro con «yo soy ese que puede
desaparecer». La imagen coordinada en el espejo desata la posibilidad de la
imagen desarticulada, desmembrada, fragmentada. La idea de vida desata la idea
de muerte; si yo estoy vivo, soy aquel que puede morir.
Si queremos considerarlo en una forma global
podríamos decir que el na
rcisismo es una
situación en la cual el yo es objeto de las pulsiones.
Cierto, es un objeto erótico, pero también es
un objeto de la
pulsión de muerte, como lo han dicho muchas veces Freud y otros. En la formación de los celos paranoides rige
una pulsión que Freud llama homosexual, pero es una pulsión homosexual
particular, una pulsión homosexual identificatoria; es un objeto al que se ama
pero es uno mismo y se quiere destruir porque es uno mismo. Entonces, podemos
considerar el narcisismo como una figura del yo como objeto, es decir, una
posición tanto autodestructiva como autoamatoria, y no solamente autoamatoria.
Si hacemos esta intervención preparatoria sobre el narcisismo, es porque se
trata del problema a la luz de la cual se puede leer Otelo. El tratamiento que
le da Shakespeare a la situación de Otelo es un enorme aporte sobre ese punto;
muestra muy bien la oscilación entre suicidio y destrucción del otro (Cassio).
Otelo mata a Desdémona cuando supone que
Cassio está muerto, cuando cree que Yago lo ha matado según el plan y naturalmente ese asesinato es un suicidio. Todo el
círculo de los afectos queda suprimido: Desdémona, Otelo y Cassio.
Antes subrayamos que Shakespeare destaca en Otelo a un hombre extraordinariamente solitario. Está en Venecia sin ser
veneciano, es «otro» por ser negro, por venir de
otro lado, por no tener una tradición ni una inscripción. Otelo
tiene que afirmarse por sus actos, por sus obras; puede ser puesto en cuestión
como ninguno, precisamente por esa
falta fundamental de padre, tradición
y rango. Viene de lejos como un impostor, en el sentido de que se impone
por sí mismo. Otelo es el que se prueba a sí mismo con sus actos, con sus deseos; y
es el que se destruye a sí mismo en
el momento en que destruye el objeto de su deseo, precisamente porque no
tiene ninguna sociedad, ninguna comunidad que garantice el valor de su
posición, que no es heredada, no está en las costumbres. En fin, es un
impostor. Otelo funciona como un hombre que no tiene más origen que él mismo,
por eso conquista a Desdémona contándole sus hazañas. Desdémona oscila y se
inclina por una identificación con Otelo: «Que el cielo creara para ella
semejante hombre» (p. 1473).
Es importante recordar que, al final de la obra, Otelo intenta reconciliarse
con su gran enemigo, el enemigo supuesto, Cassio; e incluso cree que estaba muerto.
Hay una relación con Cassio de tipo homosexual muy clara, y
que se
muestra, por ejemplo, en los textos en que Yago
se identifica con Desdémona en el deseo de Cassio como en el sueño que
supuestamente tiene Cassio, en el que habla a Desdémona mientras acaricia a
Yago. Al final Cassio reaparece y, en el momento en que ya todo es inevitable,
cuando ya Otelo ha matado a Desdémona, intenta una reconciliación final.
CASSIO:
Nunca os he dado motivo, querido general.
OTELO: Lo
creo, y os pido perdón. Por favor, ¿queréis preguntar a ese semi-diablo por qué
ha hechizado así mi alma y mi cuerpo? (p.
1527).
Green dice al respecto:
En el momento mismo de la muerte se establece
entre los dos la imagen de un amor reencontrado. Esta palabra de reconciliación es una palabra entre
dos muertos, entre la
muerte de Desdémona y el suicidio
de Otelo, como si fuera forzoso permanecer en la muerte. Palabra que define la exacta situación de Cassio, entre amor genital de Otelo
por Desd
émona
y amor
narcisista de Otelo por sí mismo, que lo conducirá a matarse para volver a
encontrar su amor. Formulación ambigua, que designa tanto el objeto del amor
como el estado de enamorado, que permite a Otelo, por la naturaleza narcisista
de su elección de objeto, encontrarse a sí mismo cuando espera volver a
encontrar a Desdémona.
Desdémona no puede ser amada. Nunca Otelo ha tenido por Desdémona acentos
más apasionados que en el momento de
su muerte, como si su muerte fuera precisamente
la condición del amor. Después de haber besado a Desdémona dormida, dice Otelo:
¡Quiero aspirarla en
el
tallo! –¡Oh, aliento embalsamado, que casi persuade a la justicia a romper su espada!– ¡Otro
aún! ¡Quédate así cuando estés muerta, y te mataré, y acto seguido volveré a
amarte! ¡Otro más! ¡El último...! ¡Nunca beso tan dulce fue tan fatal…! ¡Fuerza
es que llore…! Pero son lágrimas crueles... ¡Este dolor es celestial; hiere
allí donde ama! (p. 1521).
Otelo ama a
Desdémona en la muerte, tema propio de Shakespeare que también
aparece en Romeo y Julieta: «¡Oh,
amor, oh, muerte, oh, vida!». No es
un amor cualquiera, es el amor en la muerte. Cuando el objeto de
amor está planteado en forma
narcisista está planteado también como objeto de destrucción, y el mismo
que ama se vuelve particularmente autodestructivo y comienza a oscilar entre el
suicidio y el crimen, como Otelo que ejecuta ambos. En las últimas palabras de
Otelo muestra esas relaciones íntimas entre muerte y amor.
OTELO: ¡Te
besé antes de matarte…! ¡No me queda más que este recurso: darme la muerte para morir con un beso! (Cae
sobre Desdémona y muere) (p. 1528).
Dice Green:
Esta reduplicación punto por punto, muestra
cómo la muerte puede reunir lo que la vida ha separado: no sólo
Desdémona es verdaderamente suya, sino que es necesario agregar
que ella se reintegra a él como una mitad que le falta. En la muerte Desdémona es ya de Otelo y Otelo de Desdémona;
sus relaciones ya no pertenecen al
orden del tener y el ser sino a algo
que les sería común. Freud lo denomina investimento narcisista del objeto. El
suicidio de Otelo es el acto lógico, como reflexión sobre él, de la muerte de
Desdémona, ya que en Desdémona ha puesto todo.
Desdémona es la patria de Otelo, la garantía
para participar en Venecia; el reconocimiento que le hacen los jefes de Venecia le
permite el matrimonio con Desdémona.
Como su único origen es él mismo y sus propios actos, y lo ha entregado
todo a Desdémona, cuando la mata es cuando se suicida; no es suficiente decir
que se suicida después. Cuando Otelo se queda solo con el cadáver, pensando que
existe el peligro de que entre Emilia, dice:
Sí... Es Emilia. ¡Enseguida voy…!
¡Está muerta! ¡Quizá venga a hablarme de la muerte de Cassio!
El ruido ha sido grande. ¡Ah! ¿Ni un movimiento más? ¡Inmóvil como la tumba! ¿La dejaré
que entre? ¿Sería bueno? Creo que se
mueve aún. No. ¿Qué es preferible?
Si entra, seguramente querrá hablar a mi mujer. ¡Mi mujer! ¡Mi mujer!
¿Qué mujer? ¡Yo no tengo mujer! ¡Oh, idea insoportable! ¡Oh, aplastante hora!
¡Pienso que ojalá hubiera en este momento un enorme eclipse de sol y luna, y
que el aterrado globo se entreabriese en este desorden! (p. 1523).
El tipo de lazos que establece con Desdémona es tal, que ella es la
garantía de su pertenencia a un orden humano
establecido, al orden de los intereses
venecianos, a una comunidad. De ella espera todo; viva, le teme enormemente, porque es su propia vida y él puede
ser desechado, es decir, que otro
sea deseado; pero muerta significa su desaparición.
Tenemos que el tema central es el amor narcisista,
la elección narcisista de un objeto combinada con la autodestrucción.
Para Otelo, Desdémona es un triunfo absoluto, no es un proceso; ella debe
corroborar todo lo que él es: lo convierte en veneciano, en padre, en hijo del
duque. Si Desdémona es accesible entonces todo es accesible; pero si no está,
no hay nada. Se trata, sin duda, de matar a Desdémona, sin embargo matarla es
un suicidio en la forma como está organizado el texto. Mas la inversa es
igualmente cierta: se trata, sin duda, de suicidarse, y suicidarse es matar a Desdémona.
La pulsión de muerte se ha convertido en rectora de todas las relaciones.
El
narcisismo es el yo como objeto de todo, de la pulsión de muerte y del
amor. Desdémona debe ser completa,
pura, absoluta; cualquier cosa que lo obligue a compartirla la niega por
completo. Es también una imagen de madre idealizada; por ejemplo, no soporta
que la figura de Desdémona quede incompleta, que reciba una castración; le
preocupa que al matarla la vaya a dañar.
OTELO: […]
sin embargo, no quiero verter su sangre; ni desgarrar su piel, más blanca que
la nieve y tan
lisa como el alabastro de un sepulcro […] (p. 1520).
Otelo, por lo tanto, quiere que Desdémona se conserve en su integridad total.
Ella muere porque le faltaba el pañuelo –el pañuelo es símbolo del deseo del padre por la madre–, pero todavía es
necesario que esa ausencia del símbolo sea corroborada por su muerte.
OTELO: […]
¡Apaguemos la luz, y después apaguemos su luz! Si te extingo, agente de la claridad, y me arrepiento
enseguida, podré reanimar su primitiva llama; pero una vez tu luz extinta, ¡oh,
tú, el modelo más acabado de la hábil naturaleza!, no sé dónde está aquel fuego
de Prometeo que volviera a encender tu luz. Cuando haya arrancado tu rosa, no
podré darle de nuevo su potencia vital. Necesariamente habrá de marchitarse.
(Besando a Desdémona) ¡Quiero aspirarla en el tallo! ¡Oh, aliento embalsamado,
que casi persuade a la justicia a romper su espada! (p. 1521).
El moro no sufre la muerte, se hace dueño de su destino al darse la muerte, de
la
misma manera que se dio la vida. En la lógica de los celos está siempre este
punto: es seguro que nadie puede disputarle eso en la muerte, pero eso no es
seguro en vida. La megalomanía consiste en escapar a la ley por dos aspectos:
a) porque es su propio padre, porque depende de sus obras y no de ninguna
tradición, no tiene padre anterior ni ninguna herencia; b) Porque es el origen
de su propia muerte, se niega a todo juicio, a que Venecia lo pueda poner en
cuestión. Enseñanza de Shakespeare: se mata porque se había dado la vida: darse
la muerte como darse la vida, ser su propio origen y la causa de su
destrucción.
De todas
maneras hay una función paterna negada en ambos casos: «otro que no
me mató, pero otro no me instaura, cualquiera que sea, el azar o cualquier
otra imagen, el juez. No estoy más que yo». Imagen megalomaníaca:
aparece la fórmula narcisista como forma de
negación de la relatividad propia, como denegación del padre: «conmigo surgirá
una humanidad nueva» como en la paranoia, o soy mi propio fin. El que se dio
vida, es también el que se da muerte.
El suicidio de Otelo hay que verlo en la perspectiva de su narcisismo.
Shakespeare abre esa relación, narcisismo y
suicidio; el fantasma de ser su propio padre es un
fantasma narcisista, pero también es un fantasma narcisista el ser su
propio ejecutor. En el narcisismo, el yo es objeto de la
pulsión de
vida tanto como de la pulsión de muerte; ambos se
unifican tomando como objeto el yo. Ahora nos queda una interrogación muy inquietante: ¿qué relación hay
entre ese tipo de narcisismo y el homosexualismo?
CONFERENCIA
CINCO
Busquemos algunos elementos de juicio para tratar de responder al siguiente problema: ¿A qué se debe la victoria de la
pulsión de muerte en el Otelo? Al
comenzar vimos que la elección de
objeto de amor, y el tipo de amor en
Otelo, es fuertemente narcisista. Tratemos de precisar algunos
rasgos de esa afirmación. Recordemos
la manera como lo plantea Shakespeare en el acto primero, escena
tercera, donde precisamente Otelo cuenta cómo fue el enamoramiento con
Desdémona. El asunto consistía, como recordarán, en que él exponía su vida al
padre de Desdémona, mientras ella escuchaba interesada; y ella se enamora del
personaje de su relato, hasta llegar a decir «que quisiera un hombre así» (p.
1473), no se sabe si ser o tener un hombre como este. Lo cual, por supuesto,
autoriza a Otelo a iniciar sus avances de conquista pues el avance inicial es
de Desdémona. El relato de Otelo nos dice de qué hablaban:
[…] Le hacía relación de muchos
azares desastrosos, de accidentes patéticos por mar y tierra;
de cómo había escapado por el espesor de un cabello a una
muerte inminente; de cómo fui hecho prisionero por el insolente
enemigo y vendido como esclavo; de cómo me rescaté y de mi manera de proceder
en mi historia de viajero. Entonces necesitaba hacer mención de vastos
antros y de desiertos estériles, de canteras salvajes, de peñascos y de montañas
cuyas cimas tocaban el cielo, y hacía de ellos la descripción. Luego le hablaba
de los caníbales, que se comen los unos a los otros (los antropófagos) y de los
hombres que llevan su cabeza debajo del hombro. Desdémona parecía singularmente
interesada por estas historias […] (pp. 1472-1473).
Es evidente que el relato, en primer lugar y a primera vista, forma un contraste
extraordinario con la figura de los patricios y los jóvenes venecianos,
conocidos de Desdémona, hijos de nobles. Pero el contraste más fuerte no está
solamente en el orden social, sino en que todo el relato
lo presenta como hijo de sus obras: el que se rescató a sí mismo de la esclavitud,
el que se escapó, el que es su propio padre, el que se afirma por sí mismo y sin origen; se salvó de los caníbales y de
otros mundos, es heredero de nadie y origen de sí mismo. Un hombre que necesita
amarse a sí mismo mucho y en el amor
ve, como ocurre precisamente en esta forma de elección narcisista, más
bien una compañera que comparta con él el amor que se tiene a sí mismo; también
una aprobación, ciertamente; sin duda un símbolo a todos los accesos posibles:
a Venecia, a una figura de patria. Desdémona como símbolo de una gran
transgresión, a pesar del padre, y no solamente del señor Brabancio, sino de
todos los padres, del orden de los padres de la vida veneciana.
La irrupción de la autoafirmación rompe la cadena de los padres y de los sucesores de los padres; Otelo captura, fascina
con su autoafirmación, al objeto de su amor. Para decir que es un amor
narcisista hay que precisar algunos
rasgos porque, como dicen los psicoanalistas, no todo lo es, sólo en cierta medida, y en gran parte es un problema de
cantidad. En realidad lo que se busca
con la figura del amor narcisista es precisar algunos de sus rasgos,
de su economía y de su dirección, y en este sentido el amor de Otelo puede
ser una gran lección para presentar ese
concepto. Tenemos, pues, la indicación de esta forma de iniciación.
No se trata de que haya una cierta transgresión donde el padre
quede globalmente negado, globalmente sustituido, porque en todo amor
hay cierta transgresión también. El orden de transgresión, no es ajeno a ningún amor, y los enamorados
saben que no puede haber mejor salsa para el amor que la oposición de alguien. Pero aquí la transgresión es una
sustitución directa del padre, por ejemplo, el padre de Desdémona lo
vive como una traición absoluta. Y eso lo podemos encontrar en los diversos
aspectos de la organización del amor en Otelo: el carácter absolutista del
narcisismo, de la autoafirmación, de la transgresión, de la ruptura de una
cadena de generaciones. También de la postulación de la necesidad del objeto:
el objeto se ha convertido en un emblema de la conquista de todo lo que le
falta. El reconocimiento de sí mismo en un origen al que no pertenece, incluso
hasta la abdicación de los representantes de la ley veneciana. Los senadores lo
necesitan tanto que tienen que reconocer que su deseo, aun pasado por encima de
un padre, es
para ellos
una ley, puesto que lo necesitan para la defensa de Chipre, como general de sus
ejércitos. Los que son allí fuente de la ley tienen que reconocer su deseo
como una ley, y Otelo impone, por lo tanto, a los que desempeñan la función
paterna, su propio deseo como ley.
Podemos decir también que el objeto viene a
compensar todas las carencias: la carencia de una
patria y de una inscripción en el orden y todas las inseguridades que de allí
proceden. El objeto se convierte en una necesidad total y llega a ser un
objeto compensatorio en el sentido de que todo lo que le falta en el mundo viene a ser representado por la
conquista
de ese objeto. Pero un objeto postulado así, precisamente por ser el emblema de todo
lo que le falta en el mundo, ya no es uno de los tantos objetos que existen en el mundo, así sea el más importante, sino el símbolo absoluto del acceso a todo; uno de esos amores en los que se dice que el amante daría por su objeto
lo imposible: la muerte, el sacrificio, el abandono, todo. Con un objeto como
emblema de todo es difícil saber qué queda después de su conquista. Shakespeare
aplaza la noche de bodas hasta que la convierte en una noche de terror, pero la
aplaza con sabiduría. En el momento en que la noche de bodas está por
realizarse, comienza la riña de Cassio que la perturba y que anuncia un nuevo
problema: un objeto que en el mismo momento de ser conquistado comienza a ser
perdido. La gran trama de Yago empieza allí mismo, donde ese amor encuentra una
realización que tiene el defecto de ser absoluta.
Muchos autores han comentado el problema de las relaciones de Otelo con Yago, y
los comentarios en ese sentido son muy diversos, aunque todos son
relativamente coherentes. Los comentarios importantes van en direcciones muy opuestas. Hay autores que consideran a Yago como el personaje
principal, incluso algunos proponen que debería llamarse «La tragedia de
Yago», puesto que Yago parece ser el que
tiene los hilos de la trama, el que
maneja casi como marionetas a Rodrigo, a Cassio, a Desdémona, a Otelo; y
el que parece producir todos los efectos con su maquinación. Hay otros que
sostienen que Yago sobra, que la tragedia está bien armada precisamente porque
es la lógica interna del amor de Otelo la que conduce a ese desenlace, haya o
no un maquinador por allí, porque de todas maneras este hombre llevaba los
celos encima,
algo iba a interpretar sin necesidad de que
se lo soplara el consueta. De todas maneras él había idealizado ese objeto
hasta el punto de que habría encontrado en el
abandono de ese objeto su propia perdición y la perdición de Desdémona.
En cualquier circunstancia, y en general, los celos interpretativos no
necesitan de la ayuda de un Yago.
Esas tesis opuestas resultan ciertas puesto que la eficacia de la
maquinaria procede precisamente de la verdad que
tiene, es decir, de que le propone como signos a
interpretar a Otelo los que él quiere ver. Green propone traducir la fórmula de Otelo en términos literales.
Cuando Otelo dice a Yago:
«¡Villano!,
ten por seguro que me probarás que mi amada es una puta; tenlo por
seguro; dame la prueba ocular; o, por la salud de mi alma eterna, más te
valiere haber nacido perro a tener que contestar a mi cólera en alerta» (p.
1498). Entonces Green propone que se traduzca: en efecto, eso es lo que quiere,
es su deseo que Desdémona lo sea y, por supuesto, cualquier cosa que le
muestren como evidencia, por ejemplo un pañuelo, es una prueba porque es lo que
desea.
La maquinaria es eficaz, dicen unos, porque es el
hombre fuera de toda norma que
busca
su objeto pase lo que pase, manejando todas las pasiones y utilizándolo todo. Pero
se puede decir lo otro, que es eficaz porque no hace más que leer la
dirección en la que va la pasión de Otelo. Y por lo tanto, vistas así las
cosas, resulta supremamente útil estudiar un poco más de cerca las relaciones
entre Otelo y Yago, como André Green lo ha hecho muy bien en su estudio sobre
Otelo. Antes de que veamos el pasaje de Green recordemos rápidamente algunos
rasgos de esta relación, que son muy significativos. Un elemento de la
maquinación de la tramoya de Yago es producir entre él y Otelo una especie de
juramento mutuo. Yago dice a las estrellas:
No os levantéis todavía... (Arrodillándose)
¡Sed testigos, luceros que eternamente brilláis en lo alto; y vosotros,
elementos que nos envolvéis por todas partes, sed testigos de que Yago pone
aquí las armas de su inteligencia, de sus manos y de su corazón al servicio del
ultrajado Otelo! ¡Que mande, y por sanguinaria que sea la obra será para mí un
acto de piedad el obedecer!
OTELO:
Acojo tu afección, no con vanos agradecimientos, sino con aceptación reconocida
y quiero
inmediatamente ponerte a prueba. ¡Dentro de tres días, que te oiga yo decir que
Cassio no vive! (pp. 1500-1501).
Esa fue su consagración, con juramentos y con
ceremonias de pertenecerse
mutuamente. Es un aspecto que hay que tener
presente para lo que viene. Hemos
visto
otro rasgo, en el cual no vamos a insistir en este momento, que es la posición
no reconocida del amor inconsciente homosexual: el
objeto es Cassio y es de ambos; lo que hace Yago
en la forma de su maquinación es
interpretar y escenificar, sin saberlo, el carácter homosexual del deseo de
Otelo, por ejemplo en la famosa escena en que le cuenta el sueño de Cassio, en
la que pretende que este lo abrazaba y lo acariciaba durmiendo con él, mientras
creía abrazar a Desdémona y jurarle amor a ella. Hemos visto antes que los
rasgos que establecen ese carácter son clásicos, pero no es suficiente con
decir que son clásicos, es necesario precisar un poco más. Los textos son muy
manifiestos y Shakespeare es excelente en conseguir y en subrayar esos rasgos
inconscientes.
Por lo demás Freud, en su estudio sobre la paranoia y los celos9, había ya visto un aspecto de
ese fenómeno que podemos recordar
aquí de paso, porque es un aspecto
muy importante. Freud consideraba que la expresión inconsciente
del homosexualismo inconsciente, que
se manifiesta en la paranoia, especialmente en la forma de los celos
paranoicos, era un momento de una posición regresiva hacia el narcisismo
de la libido. La libido se ubica, en su forma homosexual, en una especie de
viaje de retorno al yo. No hay que olvidar, por ejemplo, que lo que resulta
haciendo el celoso o el que padece el delirio de persecución (porque sabemos
que el delirio de persecución también tiene un fundamento homosexual), se
expresa en la fórmula paranoica que postula que el otro, el perseguidor o el
burlador, está tan obsesionado por el perseguido, que no se ocupa más que de
él.
En el caso de la obra de Shakespeare que comentamos podemos observar que la
imagen de lugarteniente que él mismo nombró, resulta sospechoso precisamente que, después de haberlo promovido al puesto de lugarteniente, quiera ocupar su lugar, y que sea por pretender ser Otelo por lo que busque a Desdémona.
Los que leen una obra pueden creer que Yago la busca a ella cuando lo
que es evidente es que lo busca a él y trata de sustituirlo. Esos delirios son
una última afirmación del yo, que se puede
inflar por ellos, como se infla por el
delirio directo de grandeza ante el terror de su disolución. Green
propone la siguiente fórmula: «Si Cassio es todo aquello que le falta al moro,
Yago es todo lo que Otelo no es».
Ya vimos que Cassio tiene lo que le falta al moro: la cortesía, la inscripción
e
n la serie, la pertenencia al ambiente veneciano, incluso, el lenguaje. Creemos que las
discusiones sin fin sobre la parte respectiva de Otelo
y Yago, en los celos y en la salida trágica, no puede recibir solución más
que si se admite la identidad entre ellos. Fórmula curiosa puesto que en una misma frase comienza por decir que es todo lo que el otro no
es, y termina formulando la identidad. En realidad es una pareja de
contrarios, como ocurre a veces en la literatura, y de identificación a
pesar de la oposición. Green considera que Otelo y Yago son las dos fases de un
mismo personaje, así Shakespeare haga todo lo posible por presentárnoslos tan
diferentes como sea posible, unidos por la diferencia misma que los constituye
como un conjunto. Todo los opone como el día y la noche. El origen: Otelo es de
Mauritania, moro, extranjero; Yago es florentino. El nacimiento: Otelo es hijo
de rey, Yago de extracción oscura. La profesión: Otelo es un gran capitán, un
jefe, Yago es un suboficial arribista. El carácter: Otelo es noble y
respetuoso, Yago mezquino e intrigante. El temperamento: Otelo es un apasionado
ardiente, Yago un calculador hábil.
Green cita
algunos autores que han visto y descrito esa oposición que es
muy manifiesta. En cierta manera Shakespeare los muestra con un gran contraste, y
sin embargo están en ese contraste extraordinariamente unidos. Al comienzo del
drama (primer acto, escena primera) cuando Yago habla de sus relaciones con
Otelo, dice: «Por qué, señor, tan verdad como son Rodrigo, que, al ser yo el
moro, no quisiera ser Yago. Al servirlo, soy yo quien me sirvo» (p. 1466). Frase
extraña, pero que quiere decir que no lo sirve sino en apariencia y lo trata
como un medio en el contexto.
Ahora bien, veamos otro aspecto del problema que tantos autores han
planteado: los motivos de Yago. Es un problema supremamente complejo. Ciertamente hay algunos motivos evidentes para la actuación de Yago, por
ejemplo,
que hayan nombrado a Cassio lugarteniente y no a él; otro, el más profundo,
puede ser que se siente celoso de Otelo, ya que supone que
su mujer le
ha sido infiel con él y se quiere vengar; no se trata de que quiera a Desdémona sino
de que tiene que vengarse de él. En otros términos, hay algunos motivos de
autoafirmación, de resentimiento, de celos, que se pueden alegar para la
conducta de Yago. Lo que está comprometido en el caso de Yago no es una
conducta particular sino todo su carácter.
La hipótesis
que sostiene Green, como ya vimos, es que en el fondo son un mismo personaje, a pesar de todo el contraste. El propio Shakespeare muestra, en
forma manifiesta, la identidad entre ambos. Yago es una figura en la que se encarna y se representa una tendencia fundamental de Otelo, que podríamos llamar, en términos psicoanalíticos, una
pulsión de muerte. Es como representante de esta tendencia como triunfa Yago,
porque triunfa en cierto sentido, aunque la maquinaria se vuelve contra él:
OTELO: ¡Oh! ¿Por qué no ha de tener el miserable cuarenta mil
vidas? ¡Una sola es demasiado pobre, demasiado débil para mi venganza!
¡Ahora veo que es verdad! Mira aquí, Yago. ¡Todo mi amor apasionado lo soplo
así al cielo! ¡Voló! ¡Levántate, negra venganza, del fondo del infierno! ¡Cede,
oh amor, tu corona y el corazón en que estabas entronizado a la tiranía del
odio! ¡Hínchate, pecho, bajo la cargazón que llevas, pues se compone de lengua
de áspides! (p. 1500).
En la escena tercera del tercer acto vemos que Otelo ha caído por completo en las
redes de Yago, como triunfo de la pulsión, que le reclama Yago, contra
la forma amorosa sobre el mismo objeto. El comentario de Green a esos versos es el siguiente: a partir de este momento,
las nupcias de Otelo serán las
nupcias con la muerte, que le esperaba de lejos y a la que había engañado
con su matrimonio, tentado por el amor. Pero Yago, que es la parte sombría de
sí mismo que tiene Otelo, termina por obtener esa victoria sintiendo su propia
pulsión de muerte.
Si lo que los
separa es tan manifiesto –lo que los separa, no lo que los opone, puesto que no es lo mismo
estar separado que opuesto–, en cambio lo que los une, lo que los identifica,
pertenece mucho más al orden del inconsciente. Y de nuevo, en este punto, nos
encontramos con la pulsión homosexual o, si se prefiere, la fórmula homosexual
del camino hacia el narcisismo. Green dice que lo que une fundamentalmente a
Otelo y a Yago
es su común desconocimiento de su deseo por Cassio.
Otelo no sabe de qué amor están marcados sus favores hacia Cassio y de qué aspiración, fuera de su
alcance, este amor testimonia. Yago ignora que su sed de venganza frente a un
rival más feliz, en todas las cosas, está tan fuertemente teñida de un deseo
apasionado, que este le hará fracasar en el último momento.
Así
interpreta Green la escena del fracaso de toda la maquinaria que, es el
punto probablemente más curioso del personaje de Yago. Allí parece, finalmente, abandonar
su control de toda las circunstancias y cometer un lapsus, cometer un
acto que no parece corresponder a su carácter, puesto que hasta ahora ese
carácter se nos había mostrado como extraordinariamente hábil, realista en el
sentido de tener en cuenta todas las circunstancias, previsor; pero en el
momento definitivo no. No se sabe entonces por qué Yago, que es un coreógrafo
tan minucioso, dice Green, con su estilo satánico, cuando ya tiene a Cassio en
la punta de su espada, y cuando decide matarlo, falla el golpe, no da en el
blanco a pesar de que lo aborda de espaldas. Termina bajando la punta de su
espada y hiere a su rival sin golpearlo de muerte.
El fundamento del talento con el que Yago miente está también en esa identificación.
Recordemos que el momento culminante de la mentira es la escena tantas veces mencionada del sueño en el que Cassio
acaricia a Yago. Pero sí es visible
que Otelo la crea, porque es la
representación de sus propias pulsiones inconscientes. Otelo cree en
esta infidelidad porque representa su deseo; también puede decirse lo contrario, que Yago la inventa porque
representa el suyo, que es él mismo, y que por lo tanto se relacionan y se
comunican con el mutuo desconocimiento de su deseo inconsciente. Y esa escena
tiene su repetición en aquella famosa escena que también comentamos antes
cuando tratamos sobre la pulsión homosexual de Otelo, la escena que se inventa
con Cassio; aquella en la que hace hablar a Cassio, actuar, accionar y hacer la
mímica de cómo se relaciona con Blanca para hacerle creer a Otelo que le está
hablando de Desdémona.
YAGO: ¿Cómo
os va ahora, teniente?
CASSIO:
Tanto peor cuando me dais un título cuya ausencia me mata.
YAGO:
Solicitad con ahínco a Desdémona y estad seguro de él (hablando bajo). Ahora,
si esta merced
dependiera de la viudedad de Blanca, ¡qué pronto la hubierais conseguido!
CASSIO: ¡Ay,
pobre infeliz!
OTELO:
(Aparte) ¡Ved cómo ríe ya!
YAGO: Nunca
he visto a una mujer amar tanto a un hombre.
CASSIO: ¡Ay,
pobre picarona! Creo, en verdad, que me quiere.
OTELO:
(Aparte) Ahora lo niega débilmente, y esto le hace estallar de risa.
YAGO: ¿Oís,
Cassio?
OTELO:
(Aparte) Ahora le apremia a que lo cuente todo. ¡Bravo, bien dicho; bien dicho!
YAGO: Asegura que os casaréis
con ella. ¿Tenéis esa intención?
CASSIO: ¡Ja,
ja, ja!
OTELO:
(Aparte) ¿Triunfáis, romano, triunfáis?
CASSIO:
¡Casarme con ella…! ¿Cómo? ¡Una mujer corrida! Por favor, ten alguna caridad
con mi talento. No lo creas tan
desequilibrado. ¡Ja, ja, ja! OTELO:
(Aparte) Eso es, eso es, eso es, eso es; los que ganan ríen.
YAGO: A fe
mía, corre el rumor de que vais a casaros con ella.
CASSIO: Por
favor, dime la verdad.
YAGO: Si
no es así, soy un perfecto canalla.
OTELO:
(Aparte) ¿Me habéis contado ya los días? Bien.
CASSIO: Es
una invención de esa misma mona. Está persuadida de que me casaré con ella
por un capricho de su vanidad y de su amor
propio, pero no por el hecho de una promesa por mi parte.
OTELO:
(Aparte) Yago me hace señas; ahora comienza la historia.
CASSIO:
Estaba aquí ahora mismo; me persigue por todas partes. El otro día me
encontraba a
la orilla del mar hablando con unos
venecianos, cuando se presenta esa alocada y me coge así por el cuello… Exclamando:
«¡Oh, mi querido Cassio!», como si lo viera. Es lo que
quiere decir su gesto. Y se cuelga, y se recuesta
y llora sobre mí y me atrae y me rechaza. ¡Ja, ja, ja!
OTELO:
(Aparte) Ahora le cuenta cómo le ha introducido en mi alcoba. ¡Oh! ¡Veo vuestra
nariz, pero no
el perro al que habré de arrojarla! (pp. 1507-1508).
Allí se desata
el mismo mecanismo, que está representado como una doble mentira, puesto que es mentira lo que cree Otelo que le está hablando de Desdémona, y es mentira la mímica
puesto que toma como objeto a Yago
para representar un ob
jeto ausente. Esa doble mentira queda
representada por otra cosa, que ya no puede ser otra mentira, sino una
verdad, y es la inclinación de Yago por Cassio, que es la que entiende Otelo y
la que lo convence de su propia versión de la relación de Desdémona con Cassio.
El otro
elemento que da Shakespeare para construir la credibilidad de
esta maquinación, que la prepara desde un principio, es la profecía del padre de Desdémona. Ya en
el acto primero el padre, como hemos visto, pasa a sacar las
consecuencias de la sustitución absoluta. También a Otelo
le pasará lo mismo que le está pasando a él. Y, de una manera más hábil, resulta que
es precisamente Yago el que promueve el triunfo de la pulsión de muerte en esa
relación, el que va a recordarle a Otelo esa profecía olvidada, la profecía del
padre que decía: ella ha engañado a su padre para desposarse y puede engañarte
a ti.
No es difícil
ver que el talento de Yago procede de su proximidad, es decir, de que tienen un
objeto común inconscientemente. Está también el famoso comentario de Yago sobre
la manera de recibir Cassio a Desdémona cuando llega a Chipre; momento en el
que se manifiesta mucho esa pulsión homosexual
de Yago, puesto que las maneras de los dos las interpreta como si
él mismo fuera el que tuviera los celos
delirantes. Detrás de la cortesía veneciana él ve otra relación: le parece que todos esos besamanos y esas cortesías venecianas, entre dos venecianos,
significan mucho más que un saludo veneciano. Y dice que resultaría muy natural que él estuviera
enamorado de ella y ella de él, o lo fuera a estar. Lo dice en términos de
elogios a Cassio, a sus maneras, a su figura, a su porte, es decir, a su propia
valoración de Cassio. El tono, muy frecuente en esos casos, es el de la fórmula
interpretativa de los celos: si yo estuviera en el caso de ella, estaría
enamorado de él, que es lo que en el fondo dice el intérprete celoso y por eso
le parece tan creíble la cosa siempre. Aquí podemos concluir esta relación, y
seguir buscando la razón del triunfo de la muerte, que es el centro de la
tragedia. El punto que Shakespeare logra, a la vez, es la oposición completa
rasgo por rasgo y la unificación de Otelo y Yago, en una pasión como esa.
Ahora tenemos elementos suficientes para buscar el enlace de los dife
rentes personajes entre sí y seguir observando los rasgos del tipo de amor que conduce a su propia negación: como ese amor
es su vida la negación será la muerte. También se confunde continuamente el
suicidio con el crimen, porque había también una confusión entre el objeto y la
vida.
CONFERENCIA
SEIS
Hemos visto la complejidad de los problemas que presenta Otelo y la multiplicidad
de análisis que se pueden hacer sobre los diferentes personajes y
algunas parejas: Otelo y Desdémona, Otelo y Yago, Otelo y Cassio. Hagamos un
resumen y tratemos de dar una cierta visión de conjunto del problema que
plantea la tragedia. En primer lugar, veamos el problema de la transgresión en
la obra.
Como los grandes héroes de la tragedia antigua, Prometeo y Edipo, también Otelo es un trasgresor. Lo que ocurre es que la
transgresión de Otelo se da en formas menos directas y menos específicas que en
la tragedia griega. La primera figura
de esta transgresión, según la acertada observación de Green, es la conversión,
el hecho de haberse desprendido de sus dioses para convertirse a los de Venecia, de haber abandonado su patria para
luchar del lado de Venecia, su tradición, su estirpe: esta ya es una
primera y muy profunda transgresión. A esta transgresión corresponde el
carácter mismo de Otelo. Recordemos que lo que a Desdémona le encanta de Otelo
(y la figura con la que este logra conquistarla) son sus aventuras, su carácter
de aventurero, de no depender más que de sus obras, de estar entregado al juego
de una aventura, que según sus propias palabras oscila continuamente entre la
esclavitud y el poder, entre ser esclavo o ser jefe, estar perdido en desiertos
escabrosos o resultar general y jefe de los ejércitos venecianos. Todo eso
depende de sus obras, de sus victorias y sus riesgos, y no de su ubicación en
una tradición, en una estirpe y en una herencia.
Es, pues, padre de sí mismo, con todo lo que eso tiene de juego, de riesgo absoluto;
porque una de las características del juego –como lo han estudiado algunos
filósofos y literatos– es el hecho de que no produce una continuidad en el tiempo, sino la imagen de una enorme discontinuidad. Cualquiera que sea el resultado anterior de la partida de dados o de las barajas, todo queda de nuevo
sobre el tapete en cada mano; el resultado anterior no va a influir en
el que sigue, el riesgo sigue siendo el mismo, no hay nada adquirido, no hay
una permanencia de la obra que se construye poco a poco, no hay una transmisión
de los actos pasados sobre la eficacia de los actuales, es el reino del
instante. En el instante actual, en el actual golpe de dados, va todo. Es
también, a su modo, la negación de la serie. El
instante
tiene un gran poder en Otelo, es suficiente un instante para matar, para hacerse
matar, para matarse, para jugar su
fortuna, para perderse, para reducir a cero las victorias anteriores,
para conquistar una victoria a partir de las derrotas... Una revelación, un
pañuelo, un sueño, una noticia, puede derrumbar todo en el momento mismo del
éxito en la noche nupcial en Otelo.
Otra transgresión que está muy subrayada en el texto es el matrimonio en
contra del padre de Desdémona, en contra de Brabancio. Con este matrimonio todas las costumbres de Venecia quedan
derrumbadas, y Brabancio mismo
subraya el hecho viviéndolo como una negación absoluta de su condición
de padre. Además del padre de Otelo, el otro padre negado es el de Desdémona,
que no puede hacer el duelo y que termina muriendo por esa negación. Otelo, el extranjero, rompe así las normas y las
leyes de Venecia y se impone sobre
los senadores, que no están en situación de decir no a nada, porque de él depende la suerte de Chipre, de
los ejércitos venecianos. Es una imposición de su propio poder por
encima de los autores de la ley y de los senadores de Venecia. Y la última
transgresión es el suicidio, tal como queda descrito en el acto final.
Recordemos que por medio del suicidio Otelo se excluye de la legislación
veneciana, escapa a las leyes y al castigo. Y como se había proclamado hijo de
sus obras, también se proclama autor de su muerte, su propio juez y su propio
verdugo. La muerte de Desdémona, Otelo la ve con un espíritu muy megalómano;
incluso se pregunta, después de «apagar la lámpara de su vida, ¿dónde estará el
fuego prometido que permita volver a alumbrarla?». Como si proclamara derechos
de vida y de muerte sobre Desdémona.
La figura en su conjunto es la de una autoafirmación transgresora. Pero no es transgresora en un sentido parcial, sino en un
sentido global; es decir, no se trata de una ruptura parcial de la norma
paterna sino de una sustitución global. Allí se combinan dos grandes temas de
Otelo, de los que depende el sentido de toda la tragedia: transgresión y
narcisismo. Esta combinación es la que permite comprender el carácter de Otelo
y la proclamación de sí mismo como origen de su vida y de su muerte.
Esto trae como consecuencia una cierta
posición del objeto. Podríamos estudiar, entonces,
la figura de Desdémona como objeto
que corresponde al tipo de
transgresión de Otelo: es un objeto absoluto. En ese sentido algunos autores han observado
la proximidad de Otelo con el Edipo, de Sófocles (incluso autores no
analistas), y se puede estudiar la
figura de Desdémona como madre. Shakespeare da muchas claves sobre esto,
por ejemplo el amuleto, el pañuelo de la madre de Otelo, que se convierte en un
emblema que circula continuamente en la obra como garantía de la relación de
Otelo y Desdémona. Pero, además, el hecho de que el matrimonio con Desdémona
produzca la muerte de Brabancio también está en el mismo sentido.
La posición de Desdémona después del matrimonio resulta finalmente ser la misma, puesto que se convierte en un objeto del deseo, y de un deseo que
es trasgresor. Para Cassio es el deseo de la mujer
del jefe, del cual él es el lugarteniente; una mujer
con la que produciría una especie de parricidio, puesto que su
situación en el ejército se la debe a Otelo, a las preferencias de
Otelo. Sería, pues, una traición parricida. Por otra parte, Yago habla
igualmente del resultado de su maquinación, como una posible conquista de
Desdémona por la muerte de Otelo.
Desdémona se convierte igualmente en el emblema de todos los triunfos posi
bles de Otelo, de
todas sus preferencias, de todo lo que él está excluido, como extranjero y como negro en
la sociedad veneciana a la que
ingresa por medio del matrimonio con
una patricia que le permite el
acceso a la galantería y, como el mismo dice, a la sociabilidad. Y como
tiene esa huella edípica, manifiesta en la fantasía de ser su propio padre,
entonces Desdémona se convierte en la imagen de un triunfo absoluto, pero todo
triunfo absoluto es también la imagen de un parricidio. El triunfo relativo
contiene la transgresión, es decir, se conserva en la ley; el triunfo absoluto
suplanta al padre.
El tema de los celos, como se sabe, ha sido relacionado frecuentemente por los
comentaristas psicoanalistas y por el mismo Freud con el tema de la pulsión homosexual. Pero lo que más nos puede
interesar para intentar una visión de conjunto de Otelo es estudiar por
un momento la relación de la pulsión homosexual, el narcisismo y la
transgresión.
Observemos, en
primer lugar, este aspecto de la obra. André Green ha mostrado
muy acertadamente que Otelo se presenta al espectador como un caso de
celos corrientes. Pero aunque el mismo Otelo dice que él no tenía
disposición para los celos, en el último acto Shakespeare construye todos los
elementos para mostrar la estructura misma de lo que denominamos los celos
delirantes. El paso de lo uno a lo otro es lo que permite explicar el éxito
relativo de la maquinación de Yago. Los delirantes, tal como Freud los
describió en su estudio sobre los mecanismos síquicos de la paranoia, la
homosexualidad y los celos10, son los
que ponen en primer lugar la pulsión homosexual inconsciente. Hemos visto
algunos de los elementos que da Shakespeare para demostrar cómo aparecen, en la
forma de probar que tiene Yago la infidelidad de Desdémona, los rasgos
homosexuales que Otelo niega.
En general, las pulsiones homosexuales tienen muchos destinos, pueden ser invertidas
en muchas direcciones. Algunos de
esos destinos han sido estudiados
por Freud en Tótem y tabú y Malestar en la cultura. Sus
destinos pueden ser la sociabilidad,
la camaradería, las organizaciones colectivas como el ejército, el clero y muchas otras. Pero los celos delirantes
tienen un destino más preciso. Freud
dice que son, en un primer momento, una regresión de la libido del objeto
hacia el yo. Se sabe que Freud describió el delirio paranoico como una
reconstrucción del yo, una vuelta de la libido sobre el yo que está amenazado
de escisión. En el caso del doctor Schereber11 el delirio mismo
constituye, más que un síntoma de la enfermedad, un intento de curación, un
intento de restablecimiento de un yo que se está derrumbando por medio de un
repliegue de la libido sobre el mismo yo. Por eso se combina tan frecuentemente
con el delirio de grandeza. En su último momento el resultado puede ser la
megalomanía, que es lo que suele ocurrir.
Entonces, miremos la situación de Otelo después
de su éxito: la conquista de Desdémona y su legalización
forzada por el Senado, la victoria sobre la oposición del padre de
Desdémona, la victoria sin guerra porque una tempestad lo ayuda a hacer
desaparecer la flota de los turcos, y la llegada a Chipre, de victoria
en victoria, hasta el triunfo final: Desdémona. En esta situación, el
narcisismo está amenazado por la
pulsión heterosexual hacia Desdémona, que
reclama toda la libido. Todo lo que había de autoafirmación narcisista en la figura del guerrero
solitario, pasa ahora al campo del amor y es, en
ese momento, donde se destaca la importancia de la figura intermediaria que es Cassio. En el momento en que Desdémona reclama
todos sus deseos es cuando más claramente destaca Yago los rasgos de Cassio,
y los describe en parte con malicia, en parte con envidia y en par
te con elogio.
Estos rasgos lo hacen funcionar como un
intermediario entre Otelo y Desdémona. Cassio en cierto
modo es Otelo: un guerrero, un militar, el
lugarteniente que cuando Otelo no está es entonces el gobernador, el segundo al mando; pero, en cierto
modo, es lo contrario de Otelo, en la medida en que se aproxima a Desdémona. Es
veneciano, bello, galante, pertenece al mundo al que pertenece Desdémona y del
que está excluido Otelo. Es joven, es decir, tiene rasgos que se contraponen a
Otelo y se aproximan a Desdémona.
Si la libido
quiere ser retraída del objeto al yo, el intermediario por
el que puede pasar es precisamente Cassio. El descubrimiento, como tantos otros, lo hace el gran intérprete de la
tragedia que es Yago, que observa: «Nada más probable que él esté
enamorado de ella, no me
parece
inverosímil que ella se enamore de él» (p. 1483). Y si seguimos la idea de
Freud de que en esos celos delirantes la pulsión homosexual es un momento del
retorno de la libido al yo, la descripción de Shakespeare no puede ser más
precisa, porque la libido está invitada a fijarse por completo en un objeto y
pasa por un intermediario, Cassio, para volver sobre sí misma.
Algunos autores han hablado de que en Otelo hay defectos de construcción, pero
se
reducen todos a uno solo y es muy fácil, por lo tanto, responder. Les parece
poco verosímil que la maquinaria que construye Yago, tan desprovista de
pruebas
efectivas, tenga un éxito completo y sobre todo tan rápido. Eso no se comprendería, naturalmente, si no fuera por la
situación particular de Yago que, como se vio la última vez, se
relaciona con Otelo al mismo tiempo como el contrario y el mismo: es la otra
cara o la cara sombría de Otelo. En otros términos, puede decirse que es el
representante de la pulsión homosexual de Otelo. Su relación con Cassio
comienza siendo la contraria de la de Otelo, su deseo es perder a
Cassio; para
eso lo emborracha al principio, para eso construye
toda la maquinación. La maquinación tiene éxito porque encuentra la
manera de descifrar el deseo de Otelo y de
darle una versión en el sentido de la pulsión de muerte. También emplea
a Cassio como el objeto que hay que destruir y él mismo se encarga –por órdenes
de Otelo– de destruirlo. Y en ese sentido también es un viaje, pero esta vez de
la pulsión de muerte, desde el objeto hacia el yo.
Yago lo subraya en la forma de producir las pruebas: el sueño, la
escena con Cassio en la que hablan de Blanca y hacen creer a Otelo que están hablando
de Desdémona; en la mímica de ambas
escenas, la del sueño simulado y la
de la conversación con Cassio, le hace una representación homosexual directa: una mímica que funciona como un delirio puesto que
tiene la misma estructura de la alucinación.
Esta es, exactamente, la descripción que psicoanalistas, como Lacan, hacen de
la alucinación. Los representantes o, como dice Lacan, los significantes del
deseo que han sido rechazados aparecen como elementos de la realidad. En esas
dos escenas el deseo rechazado es el deseo homosexual y aparecen, en la
maquinación de Yago, como escenas reales. Cuando pretende que lo abraza Cassio
y cuando produce la escena de la conversación y de la mímica con Cassio, sigue
con toda exactitud el mismo camino y el resultado es paralelo al de la vía
propia de la libido, solo que es la vía propia de la pulsión de muerte. El
objeto del odio es Cassio y el resultado es el suicidio. En el momento en que
va a producirse el suicidio Otelo dice:
LUDOVICO: (A
Otelo) Os es preciso abandonar esta habitación y venir con nosotros. Se os ha quitado vuestro poder y
vuestro mando, y Cassio gobierna en Chipre. En cuanto a este miserable, si
existe alguna crueldad refinada que pueda hacerle sufrir mucho y por mucho
tiempo, no escapará a ella. Vos quedaréis preso a buen recaudo hasta que la
índole de vuestra falta sea conocida por el Estado de Venecia. Vamos,
conducidle.
OTELO: ¡Poco
a poco! Una palabra o dos antes que partáis. He rendido algunos servicios
al Estado, y lo saben los senadores. Pero no hablemos
de esto... Os lo suplico; cuando en vuestras cartas narréis estos desgraciados
acontecimientos, hablad de mí tal como soy; no atenuéis nada,
pero no añadáis nada por malicia. Si obráis así, trazaréis entonces el
retrato de un hombre que no amó con cordura, sino demasiado bien; de un hombre
que no fue fácilmente celoso, pero que una vez inquieto, se dejó llevar hasta
los últimos extremos; de un hombre cuya mano, como la del indio vil, arrojó una
perla más preciosa que toda su tribu; de un hombre cuyos ojos vencidos, aunque
poco habituados a la moda de las
lágrimas, vertieron llanto con tanta abundancia
como los árboles de la Arabia su goma medicinal. Pintadme así, y
agregad que, una vez en Alepo, donde un malicioso turco en turbante golpeaba a un veneciano e
insultaba a la República, agarré de la garganta al perro circunciso y le di
muerte... así (se da puñaladas) (pp. 1527-1528).
Así se mata.
Fijémonos en algunos puntos de ese texto, porque allí se encuentran todos los elementos de sus aventuras y de su extranjería: se mata como mata a un malhechor turco, y todo lo demás: Arabia, Alepo, el indio que arroja la perla, y el que transgredió y ofendió al Estado veneciano. Reúne a aquel Otelo
trasgresor, contra el cual viene la venganza de él mismo, y cuenta su
propia muerte como la muerte de un turco: «[…] y dile muerte... así» (p. 1528).
En ese texto reúne las dos figuras en una sola, el gran transgresor extranjero
de todas las leyes y normas del Estado veneciano, el otro –el turco– y el
ejecutor. Esa es la escena segunda del acto quinto.
En la misma escena hay otro texto muy interesante sobre estas relaciones entre narcisismo
y transgresión que constituyen el verdadero centro de la tragedia.
Podemos recordar algunas observaciones a este respecto: cuando
la transgresión es una sustitución total del padre, entonces es además una
negación de la castración. En el momento en que Otelo comienza a hablar a los venecianos parece que la situación
de castración se ha producido al fin; el gran guerrero, el que ha
salido victorioso de tantas situaciones, está finalmente desarmado al parecer,
pero no hay tal. Precisamente por eso es que él mismo se mata. Otelo nos cuenta
en el último momento que no está desarmado y lo dice en términos muy precisos:
OTELO:
¡Mirad! ¡Tengo un arma! Nunca una mejor pendió del muslo de un soldado. He
visto el día en
que, con ese débil brazo y esta buena espada, me abría un camino a través de
obstáculos veinte veces más potentes que vuestra resistencia... Pero ¡oh alarde
inútil! ¿Quién puede oponerse a su destino? No ocurre así ahora. No temáis
aunque me veáis armado. He aquí el fin de mi viaje, mi postrera etapa, el faro
a que hago vela por última vez (p. 1526).
Ahora, esta arma no resulta peligrosa para nadie porque, aunque él sigue
siendo
la ley, la ley se vuelve
contra sí mismo. La última sustitución, la sustitución del suicidio, es el
hecho de sustituirse al destino, porque él
ha cerrado su propio destino. Tenemos entonces que los temas están
perfectamente unificados: la transgresión, la
sustitución, el narcisismo, la posición del objeto
como objeto primordial y como objeto absoluto, la forma de la negación
del padre como sustitución total, la
reversión de la libido y de la pulsión de muerte sobre sí mismo. La
verosimilitud de la tragedia depende, pues, de su verdad. Si el espectador, o
el lector como es el caso nuestro, queda realmente impresionado es por la
verdad que se ha contado.
9 Idem. 10 Idem. 11 Idem.
LA TEMPESTAD: LA
RECONCILIACIÓN POR
MEDIO DEL ARTE
CONFERENCIA UNO
Esta es una obra muy curiosa en el conjunto
de las obras de Shakespeare, escrita en un estilo mezclado con el más notable
realismo. Por ejemplo, la descripción inicial de la tempestad, del capitán del barco, del naufragio, es una de las muestras más extraordinarias del
realismo shakesperiano. Pero también es una obra mítica, en la que se da
rienda suelta a una mitología con espíritus del bien y del mal, y poniendo en
escena, en primer lugar, como personaje principal, a un mago y sus artes.
Esta obra
contiene muchos de los elementos que se pueden señalar
en el conjunto de las obras que ya leímos: el tema del que hace una
sustitución –el hermano Antonio que
despoja al legítimo, como en El rey Lear Edmundo despoja al legítimo Edgardo–.
El despojo de alguien que siente haber sido originariamente dañado en una serie
de prioridades: amor, sucesión y poder, y despoja al otro, con rasgos de
carácter similares presentes en otros textos como Ricardo III, Macbeth,
etcétera. La tempestad es muy compleja, pero estudiándola es posible que nos dé
una imagen más completa de los temas de Shakespeare, de sus métodos y de su
pensamiento.
Próspero –hombre que
fue sacado del poder por las intrigas a causa de que se
dedicaba
exclusivamente a los libros y que, por
fortuna, en su destierro logró llevar suficientes libros, que para él
significaban más que un reino–, posee artes mágicas, especialmente una varita
con la que puede hacer y deshacer, como el mismo Shakespeare con su pluma. Ha
llegado con su hija a una isla en la que no hay más que espíritus encantados y
monstruos encantados, espíritus infernales y espíritus semicelestiales. Esos
monstruos están a su servicio y son poderes con los cuales, en cierto modo, se
debate y a los que también se enfrenta. Pero los más notorios son dos: Ariel y
Calibán. Veamos algo de lo que nos cuenta Shakespeare acerca de esta pareja
mitológica, de dónde proceden y qué son.
Desde el comienzo el lector empieza a darse cuenta de la curiosa relación que Próspero tiene con ellos; son sus seguidores,
están bajo su dominio, pero también ejercen una cierta resistencia y con
ellos también tiene que debatirse; una alta resistencia como la de Calibán, que
lo amenaza y lo ayuda. Aunque se designa a Ariel como un espíritu del bien y a
Calibán como un espíritu del mal, también con Ariel hay complejidades. Por
ejemplo, al comienzo en el siguiente texto:
ARIEL: Te
ruego que te acuerdes de que te he prestado valiosos servicios; no te he
mentido, no he
cometido errores; me ha tenido a tus órdenes sin queja ni murmuración. Me
prometiste condonarme un año entero.
PRÓSPERO: ¿Has
olvidado de qué tortura te libré?
ARIEL: No.
PRÓSPERO: ¡Sí,
y te imaginas estar exento porque huellas el limo de las profundidades
saladas, corres sobre el viento punzante del
norte, y realizas mis negocios en las venas de la tierra cuando se halla endurecida con el
hielo.
ARIEL: No,
señor.
PRÓSPERO:
¡Mientes, maligno ser! ¿Has olvidado a la horrible bruja Sycorax, cuya vejez y
maldad la hacía combarse en dos? ¿La has
olvidado? (p. 2033).
Desde el principio nos encontramos con que Ariel es un espíritu del bien, pero
al que Próspero se dirige con la frase «maligno espíritu, mientes». Es un
espíritu del bien muy curioso. Veamos la historia de Ariel. Próspero le cuenta
a Ariel toda su historia para recordarle cuánto le debe:
ARIEL: No,
señor.
PRÓSPERO: Sí.
¿Dónde nació? Habla; respóndeme.
ARIEL: En Argel, señor.
PRÓSPERO: ¡Oh!
¿Era así? Debo recordarte una vez al mes lo que has sido, pues lo olvidas.
Esa condenada hechicera, Sycorax, fue, como
sabes, desterrada a Argel a causa de numerosas fechorías y
de terribles embrujamientos incapaces de soportar por oídos humanos. En
consideración a una sola de sus acciones no se le quiso quitar la vida. ¿No es
verdad?
ARIEL: Sí,
señor.
PRÓSPERO: Esta
furia de ojos azules fue transportada a estos lugares con el niño de que
estaba encinta, y abandonada aquí por los
marineros. Tú, que hoy me sirves, le servías entonces de
esclavo, como tú mismo me contaste;
y como eras un espíritu excesivamente delicado para ejecutar
sus terrestres y abominables órdenes, te resististe a secundar sus operaciones
mágicas. Entonces ella, con la ayuda de
agentes más poderosos, y en su implacable cólera, te confinó en el hueco
de un pino. Aprisionado en aquella corteza permaneciste lastimosamente una
docena de años, en cuyo espacio de tiempo hubo de morir ella, dejándote allí,
desde donde dabas al viento tus sollozos con la rapidez de una rueda de molino.
En dicha época, esta isla –a excepción del hijo que había dado a luz la bruja,
un pequeño monstruo rojo y horrible– no era honrada con la presencia de un
humano.
ARIEL: Sí;
os referís a Calibán, su hijo (p. 2033).
Vemos, pues, que Ariel era esclavo de una bruja maligna y que estaba torturado
hacía doce años en el hueco de un pino. Calibán es directamente hijo de la
bruja y el diablo.
PRÓSPERO: De
esa criatura atrasada es de quien hablo, de ese Calibán que conservo a mi servicio. Sabes muy bien en
qué tormento hube de hallarte. Tus gemidos hacían ladrar a los lobos y
penetraban en el corazón de los siempre enfurecidos osos. Era un verdadero
suplicio de condenado, que Sycorax no podía revocar. Este fue mi arte, cuando
llegué y te oí; que hice abrir el pino y te permití salir de él.
ARIEL: Te doy
la gracias, dueño (p. 2033).
Con relación
a Ariel, Próspero es un liberador, prácticamente el que hizo posible su nacimiento, «hizo al pino bostezar
con su ciencia». En cuanto a Calibán, de él se nos dan los siguientes datos: es
un espíritu terrible y hay que soportarlo porque es útil.
MIRANDA: Es
un villano, señor, que no me agrada verle.
PRÓSPERO:
Pero, como quiera que sea, no podemos pasarnos sin él. Enciende nuestro fuego,
sale a buscarnos la leña y nos presta
servicios útiles. ¡Hola! ¡Esclavo! ¡Calibán! ¡Terrón de barro! ¡Habla!
CALIBÁN:
(Dentro) Hay bastante leña en la casa.
PRÓSPERO: Te
digo que vengas. Tengo otras ocupaciones que darte. ¡Avanza, tortuga!
¿Vendrás? (p. 2034).
Es interesante ver que desde el comienzo se
presenta a Calibán como un esclavo, como un individuo sometido al poder de
Próspero, pero no de buena gana, pues no ha interiorizado en absoluto su
esclavitud; lo que hace continuamente es insultar a Próspero.
PRÓSPERO: ¡Tú,
infecto esclavo, engendrado por el mismo demonio a tu maldita madre, avanza!
CALIBÁN: ¡Que
el maligno rocío que barría mi madre con una pluma de cuervo sobre el malsano aguazal os inunde a
los dos! ¡Que un viento sudoeste sople sobre vosotros y os cubra la piel de
úlceras! (p. 2034).
Fijémonos pues, en la rebeldía de Calibán: fue
sometido con una violencia directa, pero no es un hipócrita, pues habla a Próspero
y a Miranda en estos términos. Su agresividad es directa y su queja explícita.
PRÓSPERO: Ten
la seguridad de que, por ello, esta noche padecerás calambres y dolores de costado que te cortarán la
respiración. Los erizos, durante la parte de la noche que les sea permitido
obrar, se cebarán todos en ti. Serás cribado de picaduras tan numerosas como
las celdas de un panal de miel, y cada pinchazo será más doloroso que si
proviniese de una abeja.
CALIBÁN: Tengo derecho a comer mi comida. Esta isla me pertenece
por Sycorax, mi madre, y tú me la has robado. Cuando
viniste por vez primera, me halagaste, me corrompiste. Me dabas agua
con bayas en ella; me enseñaste el nombre
de la gran luz y el de la pequeña, que ilumina el día y la noche. Y entonces te amé y te hice conocer las propiedades de la isla,
los frescos manantiales, las cisternas salinas, los parajes desolados y los
terrenos fértiles. ¡Maldito sea por haber obrado así! ¡Que todos los hechizos
de Sycorax, sapos, escarabajos y murciélagos caigan sobre vos! ¡Porque yo soy
el único súbdito que tenéis, que fui rey propio! ¡Y me habéis desterrado aquí,
en esta roca desierta, mientras me despojáis del resto de la isla! (p. 2034).
Luego nos enteramos de que Próspero fue quien le enseñó a hablar a Calibán;
las relaciones eran buenas, pero las intenciones de Calibán hacia Miranda
acabaron con la protección de Próspero. Las intenciones de Calibán eran las de
poblar la isla de «calibanes» con Miranda.
PRÓSPERO: ¡Oh,
esclavo impostor, a quien pueden conmover los latigazos, no la bondad! Te he tratado a pesar de que
eres estiércol, con humana solicitud. Te he guarecido en mi propia gruta, hasta
que intentaste violar el honor de mi hija.
CALIBÁN: ¡Oh,
jo! ¡Oh, jo! ¡Lástima no haberlo realizado! Tú me lo impediste; de lo contrario, habría poblado la
isla de calibanes.
No es muy difícil reconocer una escena familiar
entre Calibán, Próspero y Miranda. Se sugiere el
incesto, la insubordinación por usurpación. En
Ariel está el agradecimiento por una liberación en forma de nacimiento. Nos
encontramos después la figura de Antonio, que puede recordar a la de Ricardo
III en algunos de sus parlamentos; sabemos que es un usurpador, un individuo
entregado al poder, que está siempre buscando una nueva usurpación. Como Yago,
a base de intrigas, trata de buscar cualquier fin y, además, está despojado de
una relación con la culpa. Por ejemplo:
SEBASTIÁN:
Recuerdo que suplantasteis a vuestro hermano Próspero.
ANTONIO:
Cierto, y ved cuán bien me sientan mis vestidos. Mucho mejor que antes. Los
servidores de mi hermano son mis súbditos.
SEBASTIÁN: Pero
vuestra conciencia…
ANTONIO:
¡Bah, señor! ¿Dónde yace esa? Si fuese un sabañón, me obligaría a ponerme
pantuflas; pero no siento en mi pecho esta
deidad. ¡Veinte conciencias que se interpusiesen entre Milán y yo se
calcinarían y derretirían antes de dirigirme el menor reproche! He ahí tendido a vuestro hermano. No valdría más que la tierra
sobre la que descansa, si fuera lo
que parece ahora, que está dormido; a quien yo, con este dócil acero, ¡con tres pulgadas de él!, puedo mandarle dormir para siempre; mientras vos imitándome podéis sumir en silencio eterno a este
antiguo moralista, a ese señor Prudencio, que no censurarían nuestra conducta.
Cuanto a los otros, se inclinarían a la tentación, como gato que bebe leche. En
cualquier asunto que emprendamos bastará decirles la hora para que hagan sonar
el reloj (pp. 2042-2043).
Aquí están concentrados los rasgos de Antonio. La propuesta de suplantar al otro, la idea que de paso hay que eliminar a
ese «don miramientos», Gonzalo, la conciencia. La idea de que tampoco
los demás son un problema; como decía Macbeth: «Cuando se tenga el poder,
los demás lo acogerán bastante bien». Es decir, en un pasaje muy breve
Shakespeare condensa todos los elementos de los grandes usurpadores.
De Calibán se puede ver, por ejemplo, este otro pasaje carac
terístico de su posición. Él no puede dejar
de insultar a Próspero, pero esos insultos se resuelven en dolores propios, ya
que está sometido por el poder de Próspero. Su oficio es «avivar el fuego y
recoger leña».
CALIBÁN: ¡Que
todos los miasmas que absorbe el sol de los pantanos, barrancos y aguas estancadas caigan sobre
Próspero y le hagan morir a pedazos! Sus genios me oyen, y, no obstante, no
puedo menos de maldecirle. Pero si él no lo ordena, se guardarán de
pellizcarme, de espantarme con
visajes de erizo, de hundirme en el lodo, o, semejante a hachones de fuego en la noche, extraviarme en mi camino.
Sin embargo, no pierden ocasión de divertirse a mi costa. Unas veces parecen monos que
me hacen muecas, aúllan tras de mí y luego me muerden, otras, como
puercoespines, se revuelcan sobre el sendero que siguen mis pies desnudos y
enderezan sus puntos bajo mis pasos; frecuentemente me veo todo enroscado de
culebras, que con sus lenguas partidas silban hasta volverme loco (p. 2044).
Fenómeno interesante: un demonio asediado por demonios. No puede dejar de maldecir porque esa, al fin y al cabo, es su
función, protestar contra Próspero e
insultarlo constantemente. Pero todo se vuelve contra él y se siente
continuamente perseguido por toda clase de demonios que son acusados por
Próspero. Tampoco deja de ser curioso que el mismo Próspero luche contra
Calibán en un terreno muy parecido, es decir, con sus mismas armas del arsenal
infernal. Más o menos de la manera demoníaca como Lutero luchaba contra el
diablo.
Otro fenómeno es la especie de parodia de la edad de oro que Shakespeare
produce aprovechando el naufragio. Vimos una en el caso de Cervantes en el
discurso a los cabreros, que tiene muchos elementos con los días de su época, y
también con esta de Shakespeare. Pero Shakespeare incluye algunas
particularidades. Veamos:
GONZALO: Si
yo fuera rey, ¿sabéis lo que haría?
SEBASTIÁN:
Prohibiríais la embriaguez, porque no hay vino.
GONZALO: En
mi república dispondría todas las cosas al revés de cómo se estilen. Porque no
admitiría comercio alguno ni nombre de
magistratura; no se conocerían las letras, nada de ricos, pobres y uso de
servidumbre; nada de contratos, sucesiones, límites, áreas de tierra, cultivo,
viñedos; no habría metal, trigo, vino ni aceite; no más ocupaciones; todos,
absolutamente todos los hombres estarían ociosos; y las mujeres también, que
serían castas y puras; nada de soberanía.
SEBASTIÁN: Pero
él sería el rey.
ANTONIO: El
fin de su república justifica su principio.
GONZALO:
Todas las producciones de la Naturaleza serían en común, sin sudor y sin
esfuerzo. La tradición, la felonía, la
espada, la pica, el puñal, el mosquete o cualquier clase de súplica, todo quedaría
suprimido, porque la Naturaleza produciría por sí propia, con la mayor
abundancia, lo necesario para mantener a mi inocente pueblo.
SEBASTIÁN:
¿Nada de casamientos entre sus vasallos?
ANTONIO:
Ninguno, hombre. Sería una república de holgazanes, putas y bribones. GONZALO: Gobernaría con tal
acierto, señor, que eclipsaría la Edad de Oro. SEBASTIÁN: ¡Dios guarde a Su
Majestad!
ANTONIO: ¡Viva
Gonzalo!
GONZALO:
Pero... ¿Me oís, señor?
ALONSO: No más, te ruego. Para mí es como si no
dijeras nada (pp. 2040-2041).
Estos textos son una forma muy parodiada de los sueños de la Edad de oro. Se
sitúan en una conversación donde el elemento común es un cambio permanente
de tema, porque no hay ningún interés en lo que se está hablando;
se
habla de Túnez y luego se pasa a la guerra de Troya, etcétera. Entran en
una conversación que Shakespeare lleva al extremo por esa vía y en ella
aprovecha para colocar una parodia de la Edad de oro, en la cual se distinguen
los elementos más comunes de esa Edad; no hay dinero, no hay diferencias entre
los hombres, no hay trabajo ni poder; la naturaleza entrega todo por sí misma,
generosa. Es una imagen de la Edad de oro como «no padre», pero en Shakespeare
en forma de parodia porque se niega a sí misma. Y por supuesto queda descrita
más bien como una posición ideal de la república que como la imagen de un nuevo
orden.
Estos textos permiten ver que Shakespeare aprovecha este mito para introducir todos sus grandes temas y los temas de su época: la Edad de oro, la usurpación; su gran tema: las relaciones
con el padre, entre hermanos, el orden y el poder, pero creando una
mitología que nos permite hacer una lectura psicoanalítica.
CONFERENCIA DOS
La idea de la obra tal como se manifiesta en
cierto momento, cuando
Próspero recuerda que ya había dicho a Ariel que de una tempestad resultaría la solución de los problemas no
resueltos, de una tempestad
considerada en ese momento sísmicamente, es la que produce el
naufragio, considerada también como desarrollo de todos los elementos.
Una de las imágenes más simpáticas y antiguas en la literatura, muy conocida desde la antigüedad, es la imagen
del naufragio y luego el surgimiento en una isla como imagen del nacimiento. En
Homero, por ejemplo, el nacimiento se da en la medida en que se da el
naufragio; en las aventuras de Ulises, sus naufragios son figuras de
nacimiento. Se habla de naufragios donde hay salvamentos milagrosos. Pero
Shakespeare los
presenta como
«una ola que los llevó en sus brazos y los sacó del mar, y quedaron
con los vestidos como si los estuviesen estrenando». Y hace algunas otras
alusiones en ese mismo sentido.
Pero volviendo hacia atrás, estamos viendo los elementos Ariel- Calibán, y los dramas implícitos, especialmente uno: el drama de la usurpación del poder. Esto se encuentra
permanentemente en Shakespeare, con rasgos muy similares a los que presentan aquí Sebastián y Antonio. Sólo
que en La tempestad el final no se presenta, como en las otras obras de
Shakespeare que terminan en sangre, sino como una reconciliación de todos los
personajes. Veamos cuáles son las funciones que desempeña cada uno de los
personajes.
Sigamos a Calibán en su relación con Próspero: la relación paterna es inequívoca,
Próspero le enseña a hablar a Calibán para
que su rebeldía y sumisión permanentes se puedan expresar en palabras.
Hay un momento del drama, en el acto segundo, donde Calibán propone la
tentación parricida a Esteban y a Trínculo: el asesinato de Próspero. Los
términos de esta tentación se ven en varios pasajes y Shakespeare se ciñe, por
medio de los símbolos que emplea, al lenguaje de las prisiones. Vemos cómo
Calibán le dice a los extranjeros que si logran matar a Próspero él les lamería
los zapatos; la agresividad de Calibán queda expresada como agresividad de
llorar y amar. Veamos el pasaje sobre el barro podrido:
PRÓSPERO:
Vuelve a decirme: ¿dónde has dejado a esos bribones?
ARIEL: Os
he contado, señor, que se hallaban encendidamente rojos por la embriaguez; y
tan
envalentonados, que azotaban el aire
por haber tenido la osadía de soplarles el rostro, y golpeaban el suelo por
atreverse a besar sus pies. Sin embargo, persistían siempre en su proyecto.
Entonces he batido mi tambor: a cuyo son, semejante a potros bravíos, han
enderezado las orejas, alargando los párpados y levantando las narices como si
aspiraran la música. Tanto encanté sus oídos, que, a modo de becerros, han seguido
mis bramidos a través de los ásperos zarzales, erizados genistas, puntiagudas
aliagas y espinos, que penetraban en sus pieles frágiles. En fin; los he dejado
hundidos en la cenagosa charca llena de inmundicias que está detrás de vuestra
gruta, donde bregan, chapoteando hasta la barba, para desasirse del fétido
fango que aprisiona sus pies (p. 2058).
Más adelante expresan lo siguiente:
TRÍNCULO: Monstruo,
huelo por todas partes orines de caballo, lo que trae a mi nariz gran indignación.
ESTEBAN: Y a la mía igualmente… ¿Lo oís, monstruo? Si me
esfuerzo contra vos, vais a ver…
CALIBÁN: Ten
calma, por favor, rey mío. Mira ahí, esa es la entrada de la gruta. No hagas ruido y penetra. Comete el
crimen dichoso que te convertirá en dueño perdurable de esta isla, y a mí, tu
Calibán, en tu lamepies (p. 2059).
Pasan por el pantano y se impregnan de olor nauseabundo. En esta obra Shakespeare
insiste mucho en la suciedad. Calibán pretende que se le entierre a
Próspero un clavo en la cabeza mientras duerme.
CALIBÁN: Pues, como te decía, acostumbra a dormir la siesta.
Por lo cual te será posible romperle el cerebro, tras apoderarte primero de sus libros, o con
un bastón hendirle el cráneo, o despanzurrarle con una estaca, o cortarle la traquearteria
con tu cuchillo. Acuérdate, sobre todo, de cogerle los libros, porque sin ellos
no es sino un tonto como yo, ni tiene genio alguno que le sirva. Todos le odian
tan profundamente como yo.
Quema tan solo sus volúmene
s; él
posee excelentes utensilios, pues así los denomina, que encerrará en su casa cuando
disponga de una. Pero lo más digno de consideración es la belleza de su hija, a
quien él mismo llama incomparable. Nunca he visto una mujer, con las únicas
excepciones de Sycorax, mi madre, y ella; pero sobrepasa a Sycorax como lo
grande a lo pequeño (p. 2050).
Se ve en Calibán claramente la tentación de parricidio sobre Próspero
(Shakespeare despliega en esta obra toda la
simbología) que se caracteriza porque
en Próspero el pensamiento se vuelve negación pura, quiere ser libre de
toda norma. Esa es una primera función de Próspero: enseñar el lenguaje a
Calibán, y se convierte en su forma más evidente de agresividad:
PRÓSPERO:
¡Esclavo aborrecido, que nunca abrigarás un buen sentimiento, siendo inclinado a todo mal! Tengo compasión
de ti. Me tomé la molestia de que supieses hablar. A cada instante te he
enseñado una cosa u otra. Cuando tú, hecho un salvaje, ignorando tu propia
significación, balbucías como un bruto, doté tu pensamiento de palabras que lo
dieran a conocer. Pero, aunque aprendieses, la bajeza de tu origen te impediría
tratarte con las naturalezas puras. ¡Por eso has sido justamente confinado a
esta roca, aun mereciendo más que una prisión!
CALIBÁN: ¡Me
habéis enseñado a hablar, y el provecho que me ha reportado es saber cómo maldecir! ¡Qué caiga sobre
vos la roja peste, por haberme inculcado vuestro lenguaje! (p. 2035).
Otra forma de la función de Próspero es liberar a
Ariel. Ariel estaba preso en un tronco y surgió de allí como una imagen de
nacimiento; allí estaba por un encantamiento de Sycorax. Se trata de liberarlo después
de haberlo empleado. A
l final vemos la acción de Ariel para poder ser liberado. Si
suponemos que Ariel representa la imaginación, dejarlo libre es retornar a la
realidad, a ver qué efectos produjo toda esa tempestad. El punto correlativo de
dejar libre a Ariel consiste en abdicar de la magia, dejar la varita mágica a
un lado, quedarse sin esa ayuda y ver qué efectos ha producido la tempestad en
el doble sentido: a raíz de lo que ha ocurrido allí en toda esa tempestad y en
el sentido de la obra, La tempestad, sobre aquellos que están con él. Por
ejemplo, en el epílogo recita Próspero:
Ahora quedan rotos mis hechizos
y me veo reducido a mis propias fuerzas,
que son muy débiles. Ahora, en verdad, podríais confinarme aquí
o remitirme a Nápoles. No me dejéis,
ya que he recobrado mi ducado
y perdonado al traidor,
en esta desierta isla por vuestro
sortilegio,
sino libradme de mis prisiones
con el auxilio de vuestras manos.
Que vuestro aliento gentil hinche mis velas,
o sucumbirá mi propósito,
que era agradaros. Ahora carezco
de espíritus que me ayuden, de arte para
encantar, y mi
fin será la desesperación,
a no ser que la plegaria me favorezca,
la plegaria que conmueve, que seduce
a la misma piedad, que absuelve toda falta.
Así, vuestros pecados obtendrán el perdón,
y con vuestra indulgencia vendrá mi
absolución (p.
2067).
Ya se encuentra de nuevo sin nada en sus manos, ha perdido el poder de dominarlos
a todos, espera que ellos se manejen ahora bien con él y no se repita la usurpación. Una tercera función de
Próspero es que opera como moderador
al mismo tiempo que como investigador, y como posibilitador de la
relación entre Fernando y Miranda. Cuando Fernando y Miranda se conocen quedan
fascinados y tienden a una unión inmediata.
Próspero le pone a este una serie de
condiciones que conducen a distanciar esa unión, y al ponerle como
requisito un trabajo previo, esa unión será posible solamente como premio de la
espera y el trabajo.
FERNANDO: ¡Oh!
Si sois virgen y vuestro amor no tiene dueño, os haré reina de Nápoles. PRÓSPERO: Basta, señor. Una palabra
todavía. (Aparte). Están en poder uno del otro; pero
este precipitado asunto
debe suscitar obstáculos, no sea que la facilidad de la conquista rebaje su valor. (A Fernando). Una palabra aún. Te obligo a que me
escuches. Usurpas aquí un nombre que no te pertenece y te has introducido en
esta isla como un espía, para arrebatármela a mí, el dueño de ella (p. 2036).
La posición de Próspero es estar de acuerdo, pero no todavía, no
inmediatamente. La posición con relación a Fernando es
doble, lo estima y tiene para sus adentros que es,
en efecto, el futuro esposo de Miranda, pero lo trata como si lo estuviera castigando, e
incluso con imágenes simbólicas muy curiosas.
PRÓSPERO: […] y te
has introducido en esta isla como un espía, para arrebatármela a mí, el dueño de ella.
FERNANDO: No,
tan cierto como soy hombre.
MIRANDA: Nada
malo puede residir en semejante templo. Si el espíritu del mal habitase tan
bella morada los buenos se esforzarían en
vivir en ella.
PRÓSPERO: (A
Fernando). Sígueme. (A Miranda). No intercedas por él; es un traidor. (A
Fernando). Vamos. Voy a encadenarte el
cuello con los pies; el agua del mar será tu bebida; tendrás por alimento moluscos de
manantial dulce, raíces secas y las vainas en que se mecen las bellotas.
Sígueme (p. 2036).
La posición inicial es una forma de castigo y reproche, pero cuando el lector
sabe
que en el fondo está de acuerdo, que no se trata más que de una espera.
Fernando se rebela, no resiste el ultraje y saca la espada, pero queda inmóvil.
FERNANDO: ¡No!
¡Resistiré a semejante tratamiento hasta que mi enemigo sea el más fuerte! (Desenvaina, y al accionar
queda encantado).
MIRANDA: ¡Oh
padre querido! No le sometáis a tan dura prueba, pues es gentil, y no inspira recelo.
PRÓSPERO: ¡Cómo! Estoy pensando. ¿Será mi pie mi tutor? ¡Alabe tu
espada, traidor; que das la cara, pero no te atreves a herir, presa de una conciencia
culpable! Depón esa actitud amenazadora, porque puedo desarmarte con esta
varilla y hacer caer de tus manos el acero (p. 2037).
Es decir, la función de distanciador, de separador, de aplazador de una unión, queda
expresada como una debilidad
simbólica cuando el otro se rebela y
saca su espada. En ese trabajo de separadorinductor, en ese tipo de función
paterna, a diferencia de otros padres de Shakespeare que se niegan a
desprenderse de sus hijas –como
Brabante y el rey Lear, que por eso resultan muertos cuando las hijas se
desprenden
efectivamente de ellos–, Próspero es
un moderador. Incluso está dispuesto a concebir el matrimonio de la hija
como un nacimiento de ella con relación a él y a aceptarlo así, por ejemplo,
cuando llega el padre de Fernando y le cuenta que ha perdido un hijo porque
cree que Fernando murió en la tempestad. Pero Próspero le responde que él ha
perdido una hija; pero el primero lo dice en un sentido lamentable y
desgraciado, de una muerte, mientras que él lo dice en el sentido alegre de la
preparación de una fiesta matrimonial. La misma Miranda lo entiende como un
nacimiento cuando llegan todos y reconocen su relación con Fernando. Alonso
dice: «¡Ahora, que todas las bendiciones de un padre venturoso lo circunden!
Levántate y dime cómo estás aquí» (p. 2064).
Miranda, que había permanecido en esa isla como en un período de latencia, en relación con una naturaleza y con una
cueva-madre, y con ese padre exclusivo, al encontrar todas esas nuevas figuras
responde como si hubiera nacido o despertado: «¡Oh prodigio!
¡Qué arrogantes criaturas son estas! ¡Bella humanidad! ¡Oh espléndido mundo
nuevo, que tales gentes produce!» (p. 2065).
Miranda considera más bella la naturaleza, la realidad, las personas reales que
acaba de conocer, las figuras efectivas, que todas las maravillas de la isla, que todas las magias de Ariel, que todos los
juegos del cosmos; es decir, del
mundo imaginario de la latencia. Próspero apoya al padre, por eso no termina
la obra en una desgracia, en una tragedia shakesperiana.
La moralización y la moderación son los rasgos fundamentales de la obra. Próspero
está dispuesto a someter y a poner a su servicio a Ariel y a atormentar a Calibán. Pero también, finalmente, a
renunciar a ello y a dejarlos libres. Está dispuesto a desatar a Ariel
como una figura de omnipotencia, pero también a volver a la realidad. Está
dispuesto a impedir la realización inmediata de un amor sin mediación del
padre, pero
solo como peldaños, introduciendo el trabajo y la espera como condición, porque también está dispuesto a permitirlo y dejar que
Miranda nazca. Está dispuesto a defender las figuras legítimas de los
usurpadores, es decir, una cuarta función, cuando Antonio y Sebastián –figuras
que tienen rasgos de Yago y sobre todo de Ricardo III– declaran que no tienen
temor de la conciencia, ni de nada: lo aceptan y van a hacer una nueva
usurpación imitando la antigua. Él está dispuesto a oponerse. Sebastián, por
ejemplo, le dice a Antonio cuando se propone matarlo:
SEBASTIÁN: Tu
caso, querido amigo, me servirá de precedente. Como ganaste a Milán ganaré yo a Nápoles. Tira de
la espada; un golpe te librará del tributo que pagas, y yo, el rey, te
apreciaré (p. 2043).
Pero interviene Ariel. Aquí se ve el orden de los temas shakesperianos, pero Ariel no
interviene entrando en la misma forma, por ejemplo matándolo; de la misma manera que Próspero no va
a seguir la senda de las usurpaciones usurpando al que
usurpa, para que luego venga otro a usurpar. Y entramos en el sitio sin
fin de las usurpaciones, en donde sí se mueve Ricardo III. Aquí no se les mata,
sino que se les enloquece, luego se les cura y, además, se les perdona, se les
restituye lo que legalmente tienen, y enseguida se reconcilia con ellos. Él no
entra en el juego: ahora ellos son reyes, ahora van a ser asesinados. Yo
vuelvo, y vendrá otro que va tramando el asesinato y será el usurpador, y será
usurpado por otro en un mecanismo sin fin, la sustitución total por la
usurpación de cargos.
Aquí las sanciones son más complejas, se les enloquece y luego se les cura de su locura; no se les permite caer en el
arrepentimiento absoluto. Cuando se van a degradar, Próspero los detiene: dejemos eso,
olvidémoslo, solamente la
restitución de lo debido. Por lo demás, perdón y olvido. No se trata
solamente de desempeñar una
serie de funciones sino de la manera como se las desempeña. Si es bien es cierto que somete la parte agresiva,
hostil, consistente en la pulsión de muerte; ignora una forma de
omnipotencia que pueda hacer cualquier cosa, pero sólo momentáneamente. Está
dispuesto, también, a desprenderse de los poderes mágicos. Por lo tanto, si no
termina en una matanza es por la forma como
trata todos
los temas: la oposición al incesto, el
tratamiento a la agresividad, el tratamiento de la usurpación, el de la relación
padre-hija, y todos los temas que vienen en esa serie shakesperiana. Pero los trata
de otra manera y, por lo tanto, podríamos decir que más que la
personificación de un elemento aislado de su ser, es la proposición de
un tratamiento de todos los elementos de su ser y de su drama, y en ese sentido
se trata de una figura nueva en su obra.
Con el
matrimonio de Miranda y Fernando se produce una exaltación del lado
no problemático de la existencia. Próspero recuerda, sin embargo, que todavía
andan sueltos por ahí Calibán y compañía; recuerda en medio de este canto
matrimonial muy hermoso que se les ha olvidado y dice:
PRÓSPERO:
(Aparte.) ¡Había olvidado la horrible conspiración del bruto de
Calibán y de sus cómplices
contra mi vida! ¡Los minutos de su complot se acercan! (A los espíritus.) ¡Está
bien! ¡Partid! ¡Basta!
FERNANDO: ¡Es
extraño! Vuestro padre se halla bajo el influjo de alguna
emoción que le inquieta
fuertemente.
MIRANDA:
Nunca hasta hoy le he visto presa de una irritación tan desordenada.
PRÓSPERO:
Parecéis como emocionado, hijo mío; se diría que algo os conturba.
Tranquilizaos, señor. Nuestros divertimentos han
dado fin. Estos actores, como había presentido,
eran espíritus todos y se han disipado en el
aire, en el seno del aire impalpable; y a semejanza del edificio sin base de esta visión,
las altas torres, cuyas crestas tocan las nubes, los suntuosos palacios, los
solemnes templos, hasta el inmenso globo, sí, y cuanto en él descansa, se
disolverá, y lo mismo que la diversión insustancial que acaba de desaparecer,
no quedará rastro de ello. Estamos tejidos de idéntica tela que los sueños y
nuestra corta vida se cierra con un sueño. Señor, me encuentro contrariado.
Perdóneseme mi debilidad. Mi achacoso cerebro se turba. No os afecte mi
franqueza. Si lo tenéis a bien, retiraos a mi gruta y descansad. Daré un paseo
o dos para aplacar la agitación de mi ánimo (pp. 2057-2058).
Aquí se tratan algunos de los temas más importantes del pensamiento de
Shakespeare: el arte, el tiempo y específicamente el tiempo como disolvente, el
carácter efímero de la vida, del amor y de cualquier realidad.
La forma que adopta Próspero en esta obra es uno de los temas preferidos
de
Shakespeare y se puede apreciar en otras de
sus obras. Este tema ha tomado el acento de una negación total de la vida,
especialmente en Macbeth cuando dice: «La vida es un cuento contado por un
idiota». Se ve en la figura de un idiota que surge en el escenario, hace allí
unas maniobras y luego desaparece después de un espectáculo efímero. Se ve en
Hamlet, por
ejemplo, cuando en el cementerio con la calavera que aún tiene
tierra en sus ojos, dice: «Era un terrateniente».
El tema de la negación por el tiempo surge en el momento en que recuerda que por ahí están todavía Ca
libán y sus socios. Este es un tema
shakesperiano fundamental: el tema de la duda sobre el valor de la vida en
general, el problema de la destructibilidad que se opone al pensamiento y se
pone como estructura fundamental sobre el valor de la vida, que se activa en
Macbeth, Hamlet y Ricardo III al final; y también, en este último, con el
tiempo.
Aquí Próspero toma el amor de Miranda como un problema de él y así no desvaloriza
la vida, ya que dice: «[…] y nuestra corta vida», y vuelve sobre sí con la fórmula:
«La ira en sí renace». Es el pensamiento de la ira: «Mi achacoso cerebro se turba. No os afecte mi
franqueza. Si lo tenéis a bien
retiraos a mi gruta y descansad. Daré un paseo o dos para aplacar la agitación
de mi ánimo». Próspero trata en un tono distinto la temática que opera
en Shakespeare, modulando los elementos, prediciendo no una personificación del
uno o del otro, sino estableciendo combinaciones. Con relación al tema de la
realidad, por ejemplo, Próspero habla de sí mismo y explica en qué consiste su
magia, en qué sentido tiene relación su magia con el arte:
PRÓSPERO: Sílfides de las colinas, de los riachuelos, de los
lagos numerosos y de los bosquecillos; y vosotras, las que sin dejar
en las arenas huella de vuestras plantas, perseguís a Neptuno cuando se
retira y le huis cuando retorna; vosotros, duendecillos, que al claro de
la luna trazáis esos círculos de hierbas amargas que la oveja no quiere pacer;
y vosotros, cuya ocupación consiste en hacer brotar los hongos a medianoche,
que os regocijáis al oír el solemne toque de queda, con cuya ayuda, aunque sois
débiles maestros, he oscurecido el sol a mediodía, despertado los vientos
procelosos y levantado una guerra rugiente entre el verdoso mar y la bóveda
azulada. He inflamado el trueno de fragor espantable y henchido la robusta
encina de Júpiter con su propio rayo. Conmoví los promontorios sobre sus
sólidas bases y arranqué de raíz el pino y el cedro. A mi mando se han abierto
las tumbas, ha despertado a sus durmientes, y los han dejado partir gracias a
mi arte potentísimo (p. 2062).
Vemos ahí el
tema: saca de la sombra al padre de Hamlet y a otra serie de
personajes.
[…] Pero aquí adjuro de mi negra magia; y
cuando haya conseguido una música celeste, como ahora
reclamo, para que el hechizo aéreo obre según mis fines sobre los sentidos de
esos hombres, romperé mi varita mágica, la sepultaré muchas brazas bajo tierra,
y a una profundidad mayor de la que pueda alcanzar la sonda, sumergiré mi libro
(p. 2062).
En ese momento en que pone de presente el retorno a
la realidad proclama la omnipotencia del arte con
relación a la realidad. La relación del arte es con la realidad no con la verdad; con relación a la
verdad es el conocimiento. Sin embargo, con relación a la realidad el
arte es omnipotencia, y esa omnipotencia se presenta en esta obra
con figuras muy características de Shakespeare: el poder se debe tener para ser
capaz de enloquecer y volver de nuevo a la cordura por medio de Ariel, que
significa la figura imaginaria y omnipotente. Y aquí se ve más claro: es la
manera de oponerse a la usurpación sometiendo a los usurpadores a la locura.
Pero enseguida se propone que el arte mismo, y esta vez sí de una manera
directa, los retorne a la cordura.
Vemos que el problema no es, entonces, una negación de la negación, como
quien dice «eran cuerdos, serán enloquecidos y volverán a ser cuerdos». En
el proceso se descubrirá algo, y es la eficacia del arte en la realidad, la
manera como toda esa imaginería inexistente muerde, sin embargo, en el marco de
la realidad. Y es que en ese proceso se descubre que la cordura inicial no era
cordura, y cualquier curado de esa locura producida podría ser curado de lo que
inicialmente también era locura, aunque parecía cordura.
PRÓSPERO: (A
Alonso) ¡Que una melodía solemne, el mejor reconfortante para una imaginación desarreglada, calme tu cerebro, ahora inútil, y
lo encaje en tu cráneo! ¡Permaneced ahí,
pues os halláis inmovilizado por el hechizo!... Virtuoso Gonzalo, honorable varón, mis
ojos asociados al espectáculo de tus lágrimas, vierten lágrimas fraternales. El
encanto se disipa poco a poco; y como la mañana se introduce furtivamente en
la noche, disolviendo las tinieblas, así sus sentidos se despiertan,
comenzando a arrojar los vapores de la ignorancia, que oscurecían la claridad
de tu razón… ¡Oh, buen Gonzalo, mi verdadero salvador y leal guardián de aquel
a quien acompañaste, quiero pagar tu sacrificio al retorno, así en palabras
como en obras!... Alonso, nos has tratado con la mayor crueldad a mí y a mi
hija. Tu hermano fue cómplice en la acción... ¡Ya estás castigado, Sebastián!
¡Vos, mi carne y mi sangre, mi hermano, que poseído de la ambición ahogasteis el
remordimiento y la naturaleza; que con Sebastián, cuyas torturas secretas son
por ello más grandes, quisisteis aquí asesinar a vuestro rey, por
desnaturalizado que seas, te perdono! Sus inteligencias comienzan a
flotar; la marea que se aproxima
cubrirá pronto las riveras de su razón que todavía permanecen
infectas y fangosas. Ninguna hasta el presente me ha mirado ni reconocido
(pp. 2062-2063).
Lo que se enuncia es que han sido enloquecidos y deben ser llevados en la locura hasta el fin, como ocurre, por ejemplo, en
Hamlet que para llevar al último extremo al usurpador hay que hacerle ver en la escena misma lo que ha hecho, que ha conducido a la destrucción (presentación de una obra de teatro dentro de la obra misma). Aquí no conduce a la expulsión, lo conduce es a descubrir que se ha estado en una locura y que era también una locura la usurpación.
Esa locura se llamaba ambición, locura de ambición en sí. Esa ambición debe ser tratada por el proceso mismo de la razón, no solamente la locura que
el arte induce sino la locura que tenía como usurpador. Queda clara la ambición, y por eso no se abre el camino a una
nueva usurpación, porque deben ser despertados no solamente del sueño que la
tempestad les produce, sino de la locura de la ambición por la que se inició la
usurpación. Entonces, ya no se supone que vuelvan a una nueva usurpación, ahora
pueden pasar a la realidad, pero es otra realidad; ahora se supone que si él
abdica de la vara mágica, que si se une a su gente, ya no serán peligrosos, ya
no correrá peligro Próspero de que lo despojen de lo que le pertenece, y puede
regresar con ellos.
De esa manera trata el tema del arte enloquecedor y curador, pero no solamente
de la locura que produjo sino de la que había. Y, por lo tanto, aunque es un espectáculo imaginario, es un
espectáculo que muerde la realidad. Y si es cierto que La tempestad es
una autobiografía, es la autobiografía
de Shakespeare artista; no el detalle de su vida sino la de
sus grandes temas, tratados como combinación de unos con otros, no personificados y llevados hasta sus últimas
consecuencias siempre, cualquiera que sea el tema: el amor paterno o el amor
materno, el incesto, el parricidio, el nihilismo, la usurpación, o las
funciones en sus formas más agresivas, etcétera.
Al final,
Prósp
ero apela a la reconciliación, apela a
Calibán como reconciliador:
PRÓSPERO: Sus
costumbres son tan monstruosas como su figura. Id a mi gruta, tuno, con vuestros compañeros. Si
queréis obtener mi perdón, arregladla cuidadosamente.
CALIBÁN: Sí,
lo haré, y desde hoy en adelante seré más razonable y buscaré vuestra complacencia. ¡Qué séxtuple
asno era, al tomar por un dios a este borracho e inclinarme ante este idiota
lúgubre!
PRÓSPERO: ¡Vamos,
aprisa! (p. 2067).
El epílogo, después del retorno a la autoridad y el abandono de la omnipotencia imaginativa, que se ve muy claro cuando se trata del arte:
del poder avasallador del arte, dice:
PRÓSPERO: Ahora quedan rotos mis hechizos / y me veo reducido a
mis propias fuerzas, / que son muy débiles. Ahora, en
verdad, / podríais confinarme aquí / o remitirme a Nápoles. No me dejéis,
/ ya que he recobrado mi ducado / y
perdonado al traidor, / en esta desierta isla por vuestro sortilegio, /
sino libradme de mis prisiones / con el auxilio de vuestras manos. / Que
vuestro aliento gentil hinche mis velas, / o sucumbirá mi propósito, / que era
agradaros. Ahora carezco / de espíritus que me ayuden, de arte para encantar, /
y mi fe será la desesperación, / a no ser que la plegaria me favorezca, / la
plegaria que conmueve, que seduce / a la misma piedad, que absuelve toda falta.
/ Así, vuestros pecados obtendrán el perdón, / y con vuestra indulgencia vendrá
mi absolución (p. 2067).
Confía de ese modo en el poder del arte. Pero ahora confía en el poder que los ha cambiado por su tempestad, no de que sigue
siendo omnipotente para hacerles cualquier cosa, en el texto, sino que
los ha cambiado hasta el punto de que dejan de ser peligrosos en la vida. Es,
pues, La tempestad una obra en la que el artista está como centro. Todos los
problemas evocados por la gran temática shakesperiana reciben en esta obra un
tratamiento de conjunto, como problema del artista y el posible poder del
artista, y se convierte en un tratado sobre el arte.
Miranda, hija de Próspero en La Tempestad,
óleo de John William Waterhouse (1916).
LIBRO AL
VIENTO
COLECCIÓN UNIVERSAL
Es de color naranja y en ella se agrupan todos los
textos que tienen valor universal, que tienen cabida dentro de la tradición literaria sin distinción de
fronteras o épocas.
COLECCIÓN CAPITAL
Es de color morado y en ella se publican los textos que
tengan como temática a Bogotá y sus alrededores.
COLECCIÓN INICIAL
Es de color verde limón y está destinada al público
infantil y primeros lectores.
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Es de color azul aguamarina y se trata de un espacio
abierto a géneros no tradicionales como la novela gráfica, la caricatura, los epistolarios, la
ilustración y otros géneros.
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76 EL FÚTBOL SE
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1499-1575
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Casanova 92 RECUERDOS DE SANTAFÉ
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Blanco Calderón, Rodrigo Rey Rosa, Pilar
Quintana, Bernardo Fernández BEF, Adriana Lunardi, Sebastià Jovani, Jorge Enrique Lage, Miguel Ángel
Manrique, Martín Kohan, Frank Báez, Alejandra Costamagna, Inés Bortagaray,
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99 DIEZ CUENTOS PERUANOS
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Colchado, Santiago Roncagliolo,
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100 TRES CUENTOS Y UNA
PROCLAMA Gabriel
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101 CRÓNICAS DE BOGOTÁ Pedro
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102 DE MIS
LIBROS Álvaro
Mutis
103 CARMILLA Sheridan Le Fanu
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105 FÁBULAS DE LA FONTAINE Jean de La Fontaine
106 BREVIARIO DE LA PAZ
107 TRES CUENTOS DE MACONDO Y UN DISCURSO
Gabriel García Márquez
108 CARTA SOBRE
LOS CIEGOS PARA USO DE LOS QUE VEN Denis Diderot
Traducción de Nicolás Rodríguez Galvis 109 BOGOTÁ
CONTADA 2.0
Alberto Barrera Tyszka, Diego Zúñiga, Élmer
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COLOMBIANOS 111
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114 LA GRUTA SIMBÓLICA
115 FÁBULAS DE IRIARTE Tomás
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RETRATOS
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Trías, Iván Thays, Daniel Valencia Caravantes, Luis Noriega, Federico Falco, Mayra Santos-Febres
119 GUADALUPE AÑOS SIN
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122 ONCE POETAS FRANCESES
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123 «PIEL DE ASNO» Y OTROS CUENTOS Charles Perrault
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