HANNAH ARENDT EICHAMANN EN JERUSALEM. UN ESTUDIO SOBRE LA BANALIDAD DELMAL

  



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 1 


 Eichmann en Jerusalén 


 Hannah Arendt 



Traducción de Carlos Ribalta 


Lumen 

ensayo 



Título original: Eichmann in Jerusalem 


Publicado por Editorial Lumen, S. A. 

Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona 


Reservados todos los derechos de edición en lengua castellana para todo el mundo. 


Cuarta edición: mayo de 2003 (Primera con esta cubierta) 

© Editorial Lumen, S. A., 1999 


Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los 

titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la 

reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o 

procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento 

informático, así como la distribución de ejemplares de la misma 

mediante alquiler o préstamo públicos. 


1963, 1964, Hannah Arendt 

renovado 1991, 1992, Lotte Kohler 

Publicado por primera vez en Estados Unidos 

bajo el título Eichmann in Jerusalem por Hannah Arendt 

Publicado por acuerdo con Viking Penguin, 

una división de Penguin Putnam Inc. 


© de la traducción: Carlos Ribalta, 1999 


Compuesto en Fotocomposición 2000, S. A. 


Impreso en A & M Gràfic, S. L. 

Santa Perpétua de Mogoda (Barcelona) 

Depósito legal: B. 16.743 – 2003 

ISBN: 84-264-1345-5 

Printed in Spain 

H 1 3 4 5 5 


Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 2 


 A partir del juicio que en 1961 se llevó a cabo contra Adolf Eichmann, teniente coronel de las 

SS y uno de los mayores criminales de la historia, Hannah Arendt estudia en este ensayo las causas 

que propiciaron el holocausto, el papel equívoco que desempeñaron en tal genocidio los consejos 

judíos —cuestión que, en su época, fue motivo de una airada controversia—, así como la 

naturaleza y la función de la justicia, aspecto que la lleva a plantear la necesidad de instituir un 

tribunal internacional capaz de juzgar crímenes contra la humanidad. Poco a poco, la mirada 

lúcida y penetrante de Arendt va desentrañando la personalidad del acusado, analiza su 

contexto social y político y su rigor intachable a la hora de organizar la deportación y el 

exterminio de las comunidades judías. Al mismo tiempo, la filósofa alemana estudia la colaboración 

o la resistencia en la aplicación de la Solución Final por parte de algunas naciones ocupadas, expone 

problemas que aún hoy día no se han dilucidado –la relación entre la legalidad y la justicia– y cuya 

trascendencia sigue determinando la escena política de nuestros días. 

Treinta años después de su publicación, Eichmann en Jerusalén sigue siendo uno de los 

mejores estudios sobre el holocausto, un ensayo de lectura inaplazable para entender lo que sin 

duda fue la gran tragedia del siglo XX. 


Hannah Arendt (1906-1975), filósofa alemana de origen judío, 

se doctoró en filosofía en la Universidad de Heidelberg. Emigrada 

a Estados Unidos, dio clases en las universidades de California, 

Chicago, Columbia y Princeton. De 1944 a 1946 fue directora de 

investigaciones para la Conferencia sobre las Relaciones Judías, 

y, de 1949 a 1952, de la Reconstrucción Cultural Judía. Su obra, 

que ha marcado el pensamiento social y político de la segunda 

mitad del siglo, incluye, entre otros, Los orígenes del 

totalitarismo, La condición humana y La vida del espíritu. 


Cubierta: Departamento de diseño de Random House 

Mondadori 

Directora de arte: Marta Borrell  

Diseño: Yolanda Artola 


Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 3 


Hannah Arendt: “Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal” 


Escrita en 1963, en 2001 se publicó la cuarta edición de la traducción al castellano (Editorial 

Lumen, Barcelona, trad. de Carlos Ribalta). Si bien la obra de Arendt transita en general por carriles 

filosóficos, en este Estudio –así lo llama la autora- aborda también, con su aguda inteligencia, 

cuestiones ético-jurídicas universales, a propósito del juicio que se llevó a cabo durante 1961 en la 

Ciudad de Jerusalén contra el ex Teniente Coronel de las S.S., Adolf Eichmann.  

Los primeros capítulos discurren acerca de la reconstrucción fáctica realizada durante el juicio, 

de la enorme maquinaria burocrática que funcionó entre 1933 y 1945 al servicio del nazismo, en la 

cual se incardinó, como un eslabón más, el propio Eichmann (hay un capítulo entero dedicado a su 

historia personal previa a su afiliación al partido nazi), y que se fue extendiendo a todo el continente 

europeo de la mano de las victorias del Tercer Reich. Allí, Arendt demuestra un profundo 

conocimiento de los circuitos de poder que a partir de fines de 1939 llevaron a emplear ese 

formidable aparato institucional, para lo que se conoció como la solución final del problema judío 

(para H.A., no fue sino hasta el 1º de septiembre de 1939 que el régimen nazi se convirtió en 

abiertamente totalitario y criminal), y que cobró un vigor irreversible a partir del famoso mitin de 

Wannsee, Berlín, en enero de 1942, al cual asistió el propio Eichmann, aunque cumpliendo un papel 

menor.  

Y es a partir de que los hechos están planteados, que comienzan los interrogantes que Arendt se 

propone despejar. ¿Qué es lo que se juzga al llevar al estrado a Eichmann?, ¿al nazismo, o a un 

hombre de carne y hueso?. Frente a ello, y pese a tener en contra al Estado y la prensa israelitas, 

Arendt opta por esto último, y para ello, deja en claro que el acusado no es el monstruo que se quiso 

presentar, sino uno más de entre tantos burócratas del nazismo, que a fuerza de eficiencia y 

ubicuidad pretendían escalar en la pirámide del poder estatal alemán. Un hombre ordinario, 

despreciado por muchos de sus colegas y jefes, inofensivo y hasta refractario al uso de la violencia 

en lo cotidiano, que mostró ser muy eficiente en las tareas que se le encomendaban, pero que pese a 

ello nunca pudo pasar de ser un obscuro Obersturmbannführer a cargo de una subsección, muy 

lejos de los centros de poder donde se decidía cuándo, quiénes y cómo poblaciones enteras 

terminarían su existencia en los campos de exterminio del este europeo. Así y todo, Arendt coincide 

con lo decidido por el Tribunal: pena de muerte para el acusado. Y surge así un nuevo interrogante: 

¿es admisible que el Estado imponga la pena máxima? Aquí la autora, como buena filósofa 

alemana, apela al pensamiento kantiano, buceando en las ideas de justicia absoluta y trascendental 

del pensador de Königsberg las razones para legitimar tan drástica decisión, además de apoyarse en 

lo que ya habían resuelto los tribunales de Nüremberg una década antes. Conectado con ello, Arendt 

no esquiva el principal argumento de los partidarios de que las penas no se impongan quia 

peccatum, sino ne peccetur: ¿Puede volver a ocurrir el holocausto? A contrario de lo que los 

penalistas —como el que escribe esta nota— estamos acostumbrados a repetir, Arendt contesta: sí, 

puede volver a ocurrir. Y enuncia el poderoso argumento de que todo paso que, para bien o para 

mal, dio la humanidad en su historia, está condenado a ser el umbral del siguiente hito en su camino 

hacia su salvación o destrucción, según el caso. Y advierte con toda razón, que los arsenales con 

armas de destrucción masiva que algunos estados alimentan de modo incesante, pueden ser el 

preludio que indique que su diagnóstico es acertado.  

Pero allí no se agota el enorme caudal de cuestiones que rozan con el derecho y la justicia. Uno 

de los que con más pasión trata la autora es el de la autoría por el dominio sobre un aparato 

verticalizado de poder. De la contemplación que efectúa Arendt de la maquinaria nazi, concluye 

razonando igual que los jueces en la sentencia: el grado de responsabilidad aumenta a medida que 

nos alejamos del hombre que sostiene en sus manos el instrumento fatal —que por lo general eran 

sonderkommandos, prisioneros colaboradores de los campos—. Eichmann aparece a mitad de 

camino entre ambos extremos. Otra cuestión de imprescindible tratamiento es la de la aparente 


Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 4 


 imposibilidad de actuación de otro modo que a menudo se invocaba por parte de nazis acusados de 

delitos. ¿Cuál era la suerte corrida por el agente que se negaba a participar de actos aberrantes o 

genocidas? Con asombro, descubrimos con Arendt que no hay ni una sola prueba de actos de 

venganza o represalias severas por parte del régimen contra quien se negaba, por ejemplo, a 

asesinar a judíos. Tan solo traslados, trabas en la carrera, pero no mucho más. Sin perjuicio de ello, 

no han sido muchas las crónicas recogidas durante el juicio —relata Arendt— de oficiales que 

desobedecieran tales órdenes. Al contrario, la enorme mayoría de los agentes estatales cumplieron 

con lo que se le pedía. Es que la autora nos recuerda con dureza, que en aquellos tiempos, todas las 

actuaciones estatales estaban respaldadas en leyes, decretos y reglamentos, cuando no en la propia 

palabra del Führer, considerada ley suprema inclusive por prestigiosos constitucionalistas (por ej. 

Theodor Maunz). Es decir, que se daba la paradoja de que actos aberrantes y constitutivos de 

genocidio y de violaciones a los derechos humanos básicos, formaron parte entre 1933 y 1945 del 

ordenamiento jurídico del Estado. Lo criminal desde el punto de vista axiológico externo se 

convirtió en lo legal desde el punto de vista normativo interno. En palabras de la autora, estábamos 

en presencia de un Estado Criminal. Y precisamente, dentro de las reglas jurídicas de ese Estado 

Criminal, desobedecer una orden se convertía en un delito, en una violación a la norma estatal, 

aunque la norma dijese “debes participar en la matanza de judíos”. Ello, sumado al poderoso efecto 

que produce el ejercicio burocrático del poder estatal —por el cual hasta lo abyecto es convertido en 

algo rutinario y desapasionado (banal), otro tema central de la obra en estudio—, explica, en el 

análisis de Arendt, la escasísima emergencia de héroes provenientes desde las propias entrañas del 

nazismo. Antígona fue sofocada desde la raíz por el cerrado sistema social que engendró el 

totalitarismo nazi, sofocamiento en el cual —según Arendt— tuvo un papel importantísimo la 

manipulación constante de los circuitos de comunicación social a través de una implacable e 

incesante propaganda favorable al régimen y denigratoria de los enemigos externos e internos 

(describe H.A. que tales campañas fueron tan penetrantes que ni siquiera el desembarco de 

Normandía removió la fe en el Führer por parte de la mayoría del pueblo alemán). 

Estas consideraciones se extienden al papel cumplido por los Judenrat, Consejos Judíos con los 

que solía entenderse Eichmann, y que allanaron el camino para que la maquinaria de exterminio 

nazi funcionara a pleno; la autora pone la lupa sobre su actuación y emite un juicio lapidario: casi 

todos ellos traspasaron el límite entre “ayudar a huir” y “colaborar en la deportación” de sus 

representados, sin que la excusa del mal menor pueda ser admisible, dado que la raquítica cifra de 

sobrevivientes cancela dicha alegación (de acuerdo con H.A., en Hungría se salvaron 1.684 judíos 

gracias al sacrificio de 476.000 víctimas). Para peor, la autora cree haber demostrado que en 

aquellas naciones en donde hubo una oposición decidida a la deportación, los nazis carecieron de la 

convicción necesaria para doblegarla, comportamiento que la llevó a concluir que el ideal de 

“dureza” de los nazis (o la apariencia monolítica de todo régimen totalitario) no era más que un 

mito dirigido al autoengaño, que ocultaba el cruel deseo de sumirse en un estado de conformidad a 

cualquier precio. También reserva imputaciones a muchos de los Estados sometidos por el yugo 

nazi: con excepciones dignas de mención (Italia, Bulgaria y especialmente, Dinamarca), los poderes 

punitivos locales fueron puestos, no sin entusiasmo en algunos casos (por ej., Polonia, Rumania, 

Ucrania, Lituania), al servicio de las S.S. para el asesinato de judíos, ya sea en el mismo lugar de su 

captura, o luego de su reasentamiento. Nos lleva así la autora hacia la verdadera magnitud del 

fenómeno del antisemitismo, latente en la cultura del centro y este europeos durante siglos y que 

implosionó bajo los designios de Hitler. 

No tan convincentes suenan a los oídos del jurista sus argumentaciones en torno a la justificación 

del secuestro de Eichmann en Buenos Aires para su juzgamiento por parte de un tribunal de un 

Estado en particular (Israel), aunque es rescatable su temprano reclamo para que en el futuro se 

constituya un tribunal penal internacional que juzgue este tipo de crímenes. Asimismo, Arendt 

enuncia las principales razones que permitieron al tribunal de enjuiciamiento esquivar el decisivo 

problema de la ausencia de lex praevia frente a los delitos de lesa humanidad o de genocidio. En 

todos estos temas, la elocuencia y profundidad de las reflexiones puestas de manifiesto por Arendt 


Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 5 


en este Estudio conmueven cualquier cimiento previo, y obligan al reexamen de las propias ideas 

sobre el particular.  

La obra además, tiende puentes permanentes con el terrorismo de estado que hemos padecido en 

nuestro país, como cuando aborda el papel cumplido por las distintas agencias y corporaciones 

(Iglesias, partidos políticos, universidades, medios de comunicación, etc.) frente a dicho fenómeno, 

o bien al pronosticar fatídicamente que los totalitarismos modernos no conceden a sus enemigos la 

muerte del mártir, sino la simple, silenciosa y anónima desaparición.  

En definitiva, la obra contiene profundas reflexiones sobre temas filosóficos y jurídico-penales 

que son universales y al mismo tiempo de una tremenda actualidad dado el pasado reciente de 

nuestra vida institucional latinoamericana, y que lo convierten, creemos, en una obra de lectura 

ineludible no ya para el jurista, sino para el ciudadano común, tan expuesto hoy en día a discursos 

indiferentes y hasta contrarios a la vigencia de los derechos humanos y al sostenimiento del Estado 

de Derecho.  


Daniel Rafecas.  

Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 6 


ADVERTENCIA PRELIMINAR 


a presente obra es una edición corregida y aumentada del libro publicado en mayo de 1963. 

El relato aquí contenido apareció por primera vez en febrero y marzo de 1963, ligeramente 

abreviado, en las páginas del New Yorker, que me pidió informar a sus lectores del curso del 

juicio de Eichmann, celebrado en Jerusalén el año 1961. Escribí este libro durante el verano y el 

otoño de 1962, terminándolo en el mes de noviembre de dicho año, mientras me encontraba en el 

Centro de Estudios Superiores de la Wesleyan University en calidad de profesora invitada. 

Las revisiones efectuadas en la presente edición se centran en unos cuantos errores técnicos, 

ninguno de los cuales altera el análisis efectuado en el texto primitivo, ni tampoco los hechos en él 

contenidos. El relato objetivo de los acontecimientos relatados en la presente obra todavía no ha 

sido fijado en todos sus detalles, y existen algunos puntos sobre los que jamás se conseguirá 

información fidedigna que pueda sustituir las actuales conjeturas de las personas mejor informadas 

al respecto. Así vemos que el número de judíos víctimas de la «solución definitiva» no es más que 

una conjetura —entre cuatro millones y medio y seis millones— que no ha podido ser comprobada, 

y lo mismo ocurre con el número de víctimas judías correspondientes a cada uno de los distintos 

países en que fueron sacrificadas. Tras la publicación de esta obra, se descubrieron nuevos datos, 

especialmente en Holanda, pero en realidad no alteran los hechos fundamentales, considerados de 

un modo global. 

La mayor parte de las adiciones también tienen carácter técnico, ya sea para aclarar un punto 

concreto, para revelar nuevos hechos, o, en algunos casos, para citar las distintas fuentes de 

información. Estas nuevas fuentes constan en las páginas dedicadas a la bibliografía del caso, y se 

analizan en el nuevo Post Scríptum, dedicado a las controversias a que la publicación del presente 

texto dio lugar. Abstracción hecha del Post Scríptum, la única adición de carácter no técnico es la 

que se refiere a la conspiración contra Hitler, del 20 de julio de 1944, que había mencionado 

incidentalmente en la versión original. En conjunto, el contenido de este libro en nada modifica la 

primera versión que di de los hechos en él relatados. 

Quiero hacer constar mi agradecimiento a Richard y Clara Winston, por la ayuda que me 

prestaron en la preparación del post scríptum de la presente edición. 


Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 7 


¡Oh, Alemania! 

Quien solo oiga los discursos  

que de ti nos llegan, se reirá.  

Pero quien vea lo que haces, 

 echará mano al cuchillo. 


BERTOLT BRECHT 

AUDIENCIA PÚBLICA 


 Beth Hamishpath, audiencia pública, estas palabras que el ujier gritó a todo pulmón, para 

anunciar la llegada de los tres magistrados, nos impulsaron a ponernos en pie de un salto, en 

el mismo instante en que los jueces, con la cabeza descubierta, ataviados con negras togas, 

penetraron por una puerta lateral en la sala y se sentaron tras la mesa situada en el alto estrado. La 

mesa es larga, a uno y otro extremo se sientan los taquígrafos ofíciales, y, dentro de poco, quedará 

cubierta por innumerables libros y más de quinientos documentos. A un nivel inmediato inferior al 

del tribunal se encuentran los traductores, cuyos servicios se emplearán para permitir la directa 

comunicación entre el acusado, o su defensor, y el tribunal. Además, el acusado y su defensor, que 

hablan el alemán, al igual que casi todos los presentes, seguirán las incidencias del juicio en lengua 

hebrea a través de la traducción simultánea por radio, que es excelente en francés, aceptable en in-

glés, y desastrosa, a veces incomprensible, en alemán. (Si tenemos en cuenta que el juicio ha sido 

organizado, y sus procedimientos regulados, con especial atención encaminada a evitar todo género 

de parcialidad, es preciso reconocer que constituye uno de los misterios de menor importancia el 

que la administración de justicia del nuevo Estado de Israel, en el que un alto porcentaje de su 

población nació en Alemania, no pudiera hallar un traductor competente que tradujera las 

declaraciones y los informes al único idioma que el acusado y su defensor podían comprender. 

Además, es preciso también hacer constar que el viejo prejuicio contra los judíos alemanes, que en 

otros tiempos era muy fuerte en el Estado de Israel, ahora carece ya de la fuerza suficiente para 

explicar aquel hecho. La única explicación que nos queda es la existencia de la todavía más antigua, 

y aún poderosa, «Vitamina P», como los israelitas suelen denominar a la protección burocrática de 

que la administración se rodea.) A un nivel inferior a los traductores, frente a frente, y, por tanto, de 

perfil con respecto al público, vemos, a un lado, al acusado en la cabina de cristal, y, al otro, el 

estrado en que los testigos declararán. Finalmente, en el último nivel, de espaldas al público, están 

el fiscal, con sus cuatro ayudantes, y el defensor, quien se sirvió de un ayudante durante las 

primeras semanas del juicio. 

En momento alguno adoptaron los jueces actitudes teatrales. Entraron y salieron de la sala 

caminando sin afectación, escucharon atentamente, y acusaron, como es natural, la emoción que 

experimentaron al escuchar los relatos de las atrocidades cometidas. Su impaciencia ante los 

intentos del fiscal para prolongar indefinidamente el juicio fue espontánea, su comportamiento para 

con el defensor quizá resultó excesivamente cortés, como si en momento alguno olvidaran que «el 

doctor Servatius libraba casi solo una agotadora batalla, en un ambiente que le era desconocido», y 

su actitud con respecto al acusado fue siempre irreprochable. Tan evidente era su buena fe y 

sinceridad que el público no se sorprendió de que ninguno de los tres cediera a la poderosa 

tentación de fingir lo que les ofrecía el escenario en que se encontraban, es decirla tentación de 


Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 8 


simular que, pese a haber nacido y haber sido educados en Alemania, se veían obligados a esperar a 

que las declaraciones en alemán fueran traducidas al hebreo. Moshe Landau, el presidente, casi 

nunca esperó a que el traductor hubiera cumplido su misión, y a menudo intervino a fin de corregir 

o mejorar una traducción imprecisa, en tal caso se advertía que ello le proporcionaba un breve 

descanso en la ingrata tarea de dirigir aquel triste juicio. Meses más tarde, cuando se celebró el 

interrogatorio del acusado, el presidente dialogaría en alemán con Eichmann, tal como, siguiendo su 

ejemplo, harían los otros dos magistrados, lo cual demuestra, a mayor abundancia, su independencia 

con respecto a la opinión pública dominante en Israel. 

Desde el principio quedó claramente sentada la autoridad del presidente Moshe Landau, en orden 

a dar el tono que debía imperar en la celebración del juicio, y quedó asimismo de manifiesto que 

estaba dispuesto, firmemente dispuesto, a evitar que la afición del fiscal a la espectacularidad 

convirtiera el juicio en una representación dramática. Sin embargo, no siempre logró este propósito, 

ya que, entre otras razones, el juicio se celebró en una sala dispuesta como la de un teatro, y ante un 

público, de manera que el impresionante grito del ujier, al anunciar el inicio de cada sesión, 

producía un efecto parecido al que causa ver alzar el telón. Quien diseñó esta sala de la 

recientemente construida Beth Ha'am, Casa del Pueblo, protegida, en ocasión del juicio, por altas 

vallas, vigilada desde el terrado hasta el sótano por policías armados hasta los dientes, y en cuyo 

patio frontal se alzaban las cabinas en que todos los asistentes eran minuciosamente cacheados, lo 

hizo siguiendo el modelo de una sala de teatro, con platea, foso para la orquesta, proscenio y 

escenario, así como puertas laterales para que los actores entraran e hicieran mutis. Evidentemente, 

esta sala de justicia es muy idónea para la celebración del juicio que David Ben Gurión, el primer 

ministro de Israel, planeó cuando dio la orden de que Eichmann fuera raptado en Argentina y 

trasladado a Jerusalén para ser juzgado por su intervención en «la Solución Final del problema 

judío». Y Ben Gurión, al que con justicia se llama «el arquitecto del Estado de Israel», fue el 

invisible director de escena en el juicio de Eichmann. No asistió a sesión alguna, pero en todo mo-

mento habló por boca de Gideon Hausner, el fiscal general, quien, en representación del gobierno, 

hizo cuanto pudo para obedecer al pie de la letra a su jefe. Y si, afortunadamente, sus esfuerzos, no 

consiguieron los resultados apetecidos, ello se debió a que la sala estaba presidida por un hombre 

que servía a la justicia con tanta fidelidad como el fiscal Hausner servía al Estado. La justicia exigía 

que el procesado fuera acusado, defendido y juzgado, y que todas las interrogantes ajenas a estos 

fines, aunque parecieran de mayor trascendencia, fuesen mantenidas al margen del procedimiento. 

El tribunal no estaba interesado en aclarar cuestiones como: «¿Cómo pudo ocurrir?», «¿Por qué 

ocurrió?», «¿Por qué las víctimas escogidas fueron precisamente los judíos?», «¿Por qué los 

victimarios fueron precisamente los alemanes?», «¿Qué papel tuvieron las restantes naciones en 

esta tragedia?», «¿Hasta qué punto fueron también responsables los aliados?», «¿Cómo es posible 

que los judíos cooperaran, a través de sus dirigentes, a su propia destrucción?», «¿Por qué los judíos 

fueron al matadero como obedientes corderos?». La justicia dio importancia únicamente a aquel 

hombre que se encontraba en la cabina de cristal especialmente construida para protegerle, a aquel 

hombre de estatura media, delgado, de mediana edad, algo calvo, con dientes irregulares, y corto de 

vista, que a lo largo del juicio mantuvo la cabeza, torcido el cuello seco y nervudo, orientada hacia 

el tribunal (ni una sola vez dirigió la vista al público), y se esforzó tenazmente en conservar el 

dominio de sí mismo, lo cual consiguió casi siempre, pese a que su impasibilidad quedaba alterada 

por un tic nervioso de los labios, adquirido posiblemente mucho antes de que se iniciara el juicio. El 

objeto del juicio fue la actuación de Eichmann, no los sufrimientos de los judíos, no el pueblo 

alemán, ni tampoco el género humano, ni siquiera el antisemitismo o el racismo. 

Y la justicia, aunque quizá sea una abstracción para quienes piensan como el primer ministro, 

demostró ser, en el caso de Eichmann, mucho más severa y exigente que Ben Gurión y el poder 

concentrado en sus manos. La disciplina impuesta por este último era laxa, como desde los primeros 

momentos puso de manifiesto el señor Hausner. Permitía que el acusador público fuera interrogado 

en conferencias de prensa y ante la televisión durante el período en que se celebraba el juicio (el 

programa norteamericano, patrocinado por la Glickman Corporation, fue constantemente 

interrumpido por anuncios comerciales de ventas de casas y terrenos), e incluso permitía que el 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 9 


 


fiscal hiciera espontáneas manifestaciones a los periodistas en el propio Palacio de Justicia, a 

quienes manifestaba que ya estaba harto de interrogar a Eichmann, cuyas respuestas eran todas 

mentira; también le permitía dirigir frecuentes miradas al público y recurrir a actitudes teatrales 

indicativas de una vanidad superior a la normal, que culminaron al conseguir impresionar a la Casa 

Blanca, como demuestra el hecho de que el presidente de Estados Unidos le felicitara por «haber 

llevado a cabo un buen trabajo». Contrariamente, la justicia no se permitía nada semejante, exigía 

discreción, toleraba el dolor pero no la ira, y prohibía estrictamente el abandono a los dulces 

placeres de la publicidad. La visita que el magistrado Moshe Landau efectuó a Estados Unidos, 

poco después de la terminación del juicio, no fue objeto de publicidad, salvo aquella realizada por 

las organizaciones judías que le habían invitado. 

Sin embargo, por mucho que los jueces rehuyeran la luz pública, allí estaban, sentados en lo alto 

del estrado, de cara al público, como los actores en el escenario. El público debía constituir, según 

se había planeado, una representación de todas las naciones del mundo, y durante las primeras 

semanas estuvo integrado principalmente por periodistas llegados a Jerusalén desde los cuatro 

puntos cardinales. Acudieron para contemplar un espectáculo tan sensacional como el juicio de 

Nuremberg, con la sola diferencia de que en la presente ocasión «el tema principal sería la tragedia 

del pueblo judío», ya que «si nos proponemos acusar a Eichmann de los crímenes cometidos en las 

personas de gentes no judías, la razón estriba», no en que Eichmann los hubiera cometido, sino, 

sorprendentemente, en que «nosotros no hacemos distinciones basadas en criterios étnicos». Esta 

curiosa frase pronunciada por el fiscal en su primer discurso fue la clave que revelaría la orientación 

general que el acusador dio a su alegato, ya que la acusación se basó en los sufrimientos de los 

judíos, no en los actos de Eichmann. Y, según el señor Hausner, distinguir unos de otros era irre-

levante, por cuanto «tan solo hubo un hombre cuyas actividades se centraran exclusivamente en las 

gentes judías, cuyo objetivo fuese su destrucción, cuyas funciones en el establecimiento de aquel 

inicuo régimen se limitaran a cuanto a los judíos concernía. Y este hombre es Adolf Eichmann». 

¿Acaso la lógica conducta a seguir no consistía en exponer ante el tribunal los sufrimientos de los 

judíos (de los que nadie dudaba), y, luego, ofrecer las pruebas que de un modo u otro los 

relacionaran con Eichmann? El juicio de Nuremberg, en el que los procesados «fueron acusados de 

crímenes contra los pueblos de diversas naciones», no se ocupó de la tragedia de los judíos por la 

sencilla razón de que Eichmann no se sentó en el banquillo. 

¿Creía verdaderamente Hausner que los juzgadores de Nuremberg habrían prestado atención a la 

suerte de los judíos, en el caso de que Eichmann hubiera sido acusado? No. Al igual que todos los 

ciudadanos de Israel, el fiscal Hausner estaba convencido de que tan solo un tribunal judío podía 

hacer justicia a los judíos, y de que a estos competía juzgar a sus enemigos. De ahí que en Israel 

hubiera general aversión hacia la idea de que un tribunal internacional acusara a Eichmann, no de 

haber cometido crímenes «contra el pueblo judío», sino crímenes contra la humanidad, perpetrados 

en el cuerpo del pueblo judío. Esto explica aquella frase injustificada, «nosotros no hacemos 

distinciones basadas en criterios étnicos», que pronunciada en Israel no parece tan injustificada, ya 

que el derecho rabínico regula el estado y condición de los ciudadanos judíos, de modo que ninguno 

de ellos puede contraer matrimonio con persona no judía, y si bien los matrimonios celebrados en el 

extranjero son legalmente reconocidos, los hijos nacidos de matrimonios mixtos tienen la 

consideración jurídica de hijos naturales (es de señalar que los hijos de padres judíos que no están 

unidos en matrimonio tienen la consideración legal de hijos legítimos), y aquella persona cuya 

madre no sea judía no puede contraer matrimonio con un judío, ni tampoco recibir sepultura con las 

formalidades usuales en Israel. Esta situación jurídica ha quedado más de relieve a partir de 1953, 

año en que una importante parte de las relaciones del derecho de familia pasó a la jurisdicción de 

los tribunales civiles, es decir, no religiosos. Ahora, por ejemplo, las mujeres tienen derecho a 

heredar, y, en términos generales, su estatus legal es igual al del hombre. Por esto, difícilmente 

puede atribuirse a respeto hacia la fe o al poder de una fanática minoría religiosa la actitud del 

gobierno de Israel al abstenerse de transferir a la jurisdicción civil materias tales como el 

matrimonio y el divorcio, que ahora están reguladas por la ley rabínica. Los ciudadanos de Israel, 

tanto los que albergan convicciones religiosas como los que no, parecen estar de acuerdo en la 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 10 


 


conveniencia de que exista una prohibición de los matrimonios mixtos, y a esta razón se debe 

principalmente —como no tuvieron empacho alguno en reconocer diversos funcionarios israelitas, 

fuera de la sala de audiencia— que también estén de acuerdo en que no es aconsejable que se dicten 

disposiciones legales al respecto, por cuanto en ellas sería necesario hacer constar explícitamente, 

en palabras de claro significado, una norma de conducta que la opinión mundial seguramente no 

comprendería. A este respecto, Phillip Gillon escribió recientemente en Jewish Frontier: «Las 

razones que se oponen a la celebración de matrimonios civiles radica en que estos serían causa de 

divisiones en el pueblo de Israel, y también separarían a los judíos de este país de los judíos de la 

Diáspora». Sean cuales fueren los fundamentos de lo anterior, lo cierto es que la ingenuidad con que 

la acusación pública denunció las infamantes leyes de Nuremberg, dictadas en 1935, prohibiendo 

los matrimonios e incluso las relaciones sexuales extramatrimoniales entre judíos y alemanes, causó 

al público una impresión de desagradable sorpresa. Los corresponsales de prensa mejor informados 

se dieron perfecta cuenta de la paradoja que las palabras del fiscal entrañaban, pero no la hicieron 

constar en sus artículos. Sin duda, no creían que aquel fuera el momento oportuno para criticar las 

leyes e instituciones de los judíos de Israel. 

Si se pretendía que el público asistente al juicio representara a la opinión mundial, y que el 

procedimiento jurídico ofreciera un grandioso panorama de los sufrimientos del pueblo judío, es 

preciso reconocer que la realidad no fue acorde con tal pretensión. Los periodistas asistieron a las 

sesiones durante dos semanas, y, luego, la composición del público cambió radicalmente. Al 

ausentarse los periodistas, se dijo que el público estaría integrado por israelitas que, debido a su 

juventud, desconocían la triste historia vivida por sus mayores, y por otros, como los judíos 

orientales, que jamás tuvieron información al respecto. Se pretendía que el juicio sirviera para 

demostrarles lo que significaba vivir entre no judíos, para convencerlos de que los judíos tan solo 

podían vivir con dignidad en Israel. A los corresponsales de prensa se les explicó esta lección 

mediante un folleto, gratuitamente repartido, sobre el ordenamiento jurídico israelita. La autora del 

folleto, Doris Lankin, citaba una sentencia del Tribunal Supremo, en cuya virtud dos hombres que 

habían «secuestrado a sus respectivos hijos, y los habían trasladado a Israel» fueron obligados a 

devolver los niños a sus madres, quienes vivían en el extranjero, ya que a estas correspondía la 

custodia legal de los menores. La autora, tan orgullosa de esta rígida aplicación de la ley, como el 

fiscal Hausner lo estaba de sus deseos de incluir en la acusación los asesinatos de individuos no 

judíos, añadía que la sentencia referida se había dictado «pese a que al dar a las madres la custodia 

de los niños, estos se verían obligados a vivir en términos de desigualdad, entre elementos hostiles, 

en la Diáspora». Al írse los corresponsales, el público no quedó formado por gente joven, ni 

tampoco por israelitas, sino que lo integraron los «supervivientes», gentes maduras o de edad 

avanzada, emigrantes llegados de Europa, como yo misma, que sabían de memoria cuanto había 

que saber, que no estaban en disposición de ánimo propicia a recibir lecciones, y que en modo 

alguno necesitaban presenciar el juicio para extraer sus conclusiones. Mientras los testigos, uno tras 

otro, interminablemente, relataban escenas de horror, los asistentes escuchaban el relato público de 

historias que no hubieran podido soportar si sus protagonistas se las hubieran contado en privado, 

cara a cara. A medida que iba revelándose la magnitud «de las penalidades sufridas por el pueblo 

judío en la presente generación», y a medida que la retórica de Hausner adquiría más y más 

ampulosidad, la figura del hombre en el interior de la cabina de vidrio se hacía más pálida y 

fantasmal. Aquella figura no daba signos de vida, ni siquiera cuando el dedo acusador lo señalaba, y 

cuando la voz indignada clamaba: «¡Y aquí está sentado el monstruo responsable de todo lo 

ocurrido!». 

El relato de las escalofriantes atrocidades produjo el efecto de anular el aspecto teatral del juicio. 

Todo juicio público se parece a una representación dramática, por cuanto uno y otra se inician y 

terminan basándose en el sujeto activo, no en el sujeto pasivo o víctima. Un juicio teatral, 

espectacular, necesita mucho más que un juicio ordinario un claro y bien definido relato de los 

hechos, y del modo en que fueron ejecutados. El elemento central de un juicio tan solo puede ser la 

persona que cometió los hechos —en este aspecto es como el héroe de un drama—, y si tal persona 

sufre, debe sufrir por lo que ha hecho, no por los sufrimientos padecidos por otros en virtud de sus 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 11 


 


actos. Y entre todos los presentes, el presidente del tribunal era quien mejor sabía lo que acabamos 

de decir, pese a que tuvo que ver cómo el juicio se transformaba en una sucesión de relatos atroces, 

en «un navío sin timón, a merced de las olas». Sus esfuerzos para evitarlo resultaron a menudo 

estériles por culpa, aunque parezca extraño, de la actitud de la defensa, que casi nunca atacó a los 

testigos, ni casi puso en entredicho sus declaraciones, ni siquiera en puntos intrascendentes. El 

doctor Servatius, como todos le llamaban, se comportó con un poco más de audacia en lo referente 

a las pruebas documentales, y la más espectacular de sus escasas intervenciones tuvo lugar cuando 

la acusación aportó como medio de prueba, el Diario de Hans Frank, que fue gobernador general de 

Polonia y uno de los principales criminales de guerra ahorcados en Nuremberg, en cuyo momento, 

el doctor Servatius dijo: «Quisiera formular tan solo una pregunta. ¿En estos veintinueve volúmenes 

[en realidad eran treinta y ocho] se menciona, aunque sea una vez, el nombre de Adolf Eichmann, el 

acusado? No, el nombre de Adolf Eichmann no consta en estos veintinueve volúmenes... Muchas 

gracias, no hay más preguntas». 

Así vemos que el juicio nunca llegó a ser un drama, pero el espectáculo que David Ben Gurión 

se propuso ofrecer al público sí tuvo lugar, o, para decirlo de otro modo, las «lecciones» que 

pretendía dar a judíos y gentiles, a israelitas y árabes, al mundo entero, efectivamente se dieron. 

Estas lecciones derivadas de un mismo espectáculo serían distintas según lo fueran los diversos 

oyentes. Ben Gurión las había esbozado, antes de que el juicio comenzara, en varios artículos 

periodísticos encaminados a explicar por qué Israel había raptado al acusado. Una de las lecciones 

estaba dirigida al mundo no judío: «Queremos dejar bien sentado ante todas las naciones que 

millones de personas, por el solo hecho de ser judíos, y millones de niños, por el solo hecho de ser 

niños judíos, fueron asesinados por los nazis». O dicho con las palabras de Davar, órgano del 

movimiento Mapai de Ben Gurión: «Queremos que la opinión pública sepa que no solo la Alemania 

nazi fue la culpable de la destrucción de seis millones de judíos europeos». Sirvámonos de nuevo de 

las palabras de Ben Gurión: «Queremos que todas las naciones sepan... que deben avergonzarse». 

Los judíos de la Diáspora debían recordar que el judaísmo, «con cuatro mil años de antigüedad, con 

sus creaciones en el mundo del espíritu, con sus empeños éticos, con sus mesiánicas aspiraciones», 

se había enfrentado siempre con un «mundo hostil»; que los judíos habían degenerado hasta el 

punto de dirigirse obedientemente, como corderos, hacía la muerte; y que tan solo la formación de 

un Estado judío había hecho posible que los judíos se defendieran, tal como lo hizo Israel en su 

guerra de Independencia, en la aventura de Suez, y en los casi cotidianos incidentes de las 

peligrosas fronteras israelitas. Y si bien los judíos que vivían fuera de Israel tendrían ocasión de ver 

la diferencia entre el heroísmo israelita y la abyecta obediencia judaica, también era cierto que los 

judíos de Israel aprenderían una lección distinta: «La generación de israelitas formada después del 

holocausto» estaba en peligro de perder su sentido de vinculación al pueblo judío y, en 

consecuencia, a su propia historia: «Es necesario que nuestra juventud recuerde lo ocurrido al 

pueblo judío. Queremos que sepa la más trágica faceta de nuestra historia». Finalmente, otro de los 

motivos de juzgar a Eichmann era el de «descubrir a otros nazis y otras actividades nazis, como, por 

ejemplo, las relaciones existentes entre los nazis y algunos dirigentes árabes». 

Si estas hubieran sido las únicas razones justificativas de someter a Adolf Eichmann a la 

autoridad del tribunal de Jerusalén, el juicio hubiera sido un fracaso en muchos aspectos. Desde 

cierto punto de vista, las lecciones eran superfluas; y, desde otro punto de vista, resultaban 

engañosas. Gracias a Hitler, el antisemitismo está desacreditado, quizá no para siempre, pero sí por 

el momento, y ello se debe, no a que repentinamente los judíos se hayan ganado las simpatías del 

mundo, sino a que la mayoría ha comprendido, tal como dijo Ben Gurión, que «en nuestros tiempos, 

el antisemitismo puede abocarnos al uso de la cámara de gas y a las fábricas de jabón». La lección 

era igualmente superflua en cuanto hacía referencia a los judíos de la Diáspora, quienes, en realidad, 

no necesitaban que ocurriera la catástrofe en la que pereció una tercera parte de ellos, para 

convencerse de la hostilidad de que eran objeto. Su conocimiento de la imperecedera y 

omnipresente naturaleza del antisemitismo no solo ha sido uno de los más potentes factores 

ideológicos del movimiento sionista desde el caso Dreyfus, sino que ha sido también la causa de la 

sorprendente buena disposición que la comunidad judía alemana mostró en orden a entablar 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 12 


 


negociaciones con las autoridades nazis, durante las primeras etapas de implantación del régimen. 

(No hace falta decir que estas negociaciones ninguna semejanza tuvieron con aquella posterior 

colaboración que los judíos prestaron a sus verdugos. En las primeras, todavía no se planteaba 

problema moral alguno, se trataba tan solo de una decisión política de discutible «realismo», puesto 

que se justificaba con la afirmación siguiente: «la ayuda concreta» es preferible a formular 

denuncias «abstractas». No era más que Realpolitik, sin matices maquiavélicos, cuyos riesgos se 

hicieron patentes años después, tras el inicio de la guerra, cuando los contactos diarios entre las 

organizaciones judías y la burocracia nazi facilitaron que los funcionarios semitas cruzaran el 

abismo que mediaba entre ayudar a los judíos a escapar y ayudar a los nazis a deportarlos.) A esto 

se debió que los judíos llegaran a la peligrosa situación de no saber distinguir a los amigos de los 

enemigos; y los judíos alemanes no fueron los únicos que subestimaron la peligrosidad de sus 

enemigos, debido a albergar la creencia de que todos los gentiles eran iguales. Si el primer ministro 

Ben Gurión, quien era a todos los efectos el jefe del Estado de Israel, pretendió fortalecer esta clase 

de «conciencia judía», es evidente que cometió un error, ya que en la actualidad la superación de tal 

conciencia colectiva constituye un requisito previo indispensable para la pervivencia del Estado de 

Israel, que, por definición, ha hecho de los judíos un pueblo entre otros pueblos, una nación entre 

otras naciones, un Estado entre otros estados, que debe desarrollarse forzosamente en unas 

circunstancias de pluralidad política e histórica que ya no permite la antigua dicotomía de judíos y 

gentiles, basada, desgraciadamente, en una doctrina religiosa. 

El contraste entre el heroísmo de Israel y la abyecta obediencia con que los judíos iban a la 

muerte —llegaban puntualmente a los puntos de embarque, por su propio pie, iban a los lugares en 

que debían ser ejecutados, cavaban sus propias tumbas, se desnudaban y dejaban ordenadamente 

apiladas sus ropas, y se tendían en el suelo uno al lado del otro para ser fusilados— parecía un 

excelente argumento, y el fiscal le sacó todo el partido posible, al formular a los testigos, uno tras 

otro, preguntas como: «¿Por qué no protestó?», «¿Por qué subió a aquel tren?», «Allí había quince 

mil hombres, y solo unos centenares de guardianes, ¿por qué no les arrollaron?». Pero la triste 

verdad es que el argumento carecía de base, debido a que, en aquellas circunstancias, cualquier 

grupo de seres humanos, judíos o no, se hubiera comportado tal como estos se comportaron. Hace 

dieciséis años, cuando aún nos hallábamos bajo la reciente impresión que los acontecimientos 

causaron en nosotros, David Rousset, quien había estado recluido en Buchenwald, describió lo que 

ocurría en los campos de concentración: «El triunfo de las SS exigía que las víctimas torturadas se 

dejaran conducir a la horca sin protestar, que renunciaran a todo hasta el punto de dejar de afirmar 

su propia identidad. Y esta exigencia no era gratuita. No se debía a capricho o a simple sadismo. 

Los hombres de las SS sabían que el sistema que logra destruir a su víctima antes de que suba al 

patíbulo es el mejor, desde todos los puntos de vista, para mantener a un pueblo en la esclavitud, en 

total sumisión. Nada hay más terrible que aquellas procesiones avanzando como muñecos hacia la 

muerte» (Les Jours de notre mort, 1947). Los testigos no contestaron las crueles y estúpidas 

preguntas del fiscal, pero fácilmente hallaremos la contestación adecuada si permitimos que nuestra 

imaginación reproduzca durante unos instantes las escenas ocurridas en Holanda, cuando unos 

cuantos judíos del barrio hebreo de Amsterdam se atrevieron a atacar a un destacamento de la 

policía militar alemana, en el año 1941. Este ataque provocó la detención de cuatrocientos treinta 

judíos que, en represalia, fueron literalmente torturados hasta la muerte, primero en Buchenwald y 

luego en el campo austríaco de Mauthausen. Durante meses y meses, murieron mil veces, y cada 

uno de ellos hubiera envidiado la suerte de sus hermanos de Auschwitz, e incluso la de los de Riga 

y Minsk. Hay destinos mucho peores que la muerte, y las SS tuvieron buen cuidado de que sus 

víctimas los tuvieran siempre presentes en su mente. En este aspecto, quizá más que en cualquier 

otro, el deliberado propósito, imperante en el juicio de Eichmann, de relatar los hechos únicamente 

desde el punto de vista judío deformó la realidad, incluso la realidad judía. La gloria de la revuelta 

del gueto de Varsovia y el heroísmo de los otros, pocos, que supieron resistir radicó precisamente 

en que los judíos renunciaron a la muerte relativamente fácil que los nazis les ofrecían, a la muerte 

en la cámara de gas o ante las ametralladoras. Los testigos que en Jerusalén adveraron la resistencia 

y rebelión judía, «en las pocas páginas que ocupan en la historia del holocausto», confirmaron una 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 13 


 


vez más que únicamente los más jóvenes fueron capaces de decidir «que no podemos aceptar ir a la 

muerte como corderos». 

Hubo un aspecto en que el juicio no defraudó las esperanzas que en él pusiera Ben Gurión. 

Verdaderamente sirvió para sacar de sus madrigueras a otros nazis y criminales de guerra, aunque 

ello no ocurrió en los países árabes, que habían ofrecido asilo, sin rebozo, a cientos de nazis. Las 

relaciones que el gran muftí sostuvo con los nazis durante la guerra eran de todos conocidas, e 

incluso se sabía que pretendió que le auxiliaran en la tarea de hallar una «solución definitiva» en el 

Próximo Oriente. Los periódicos de Damasco y Beirut, de El Cairo y Jordania, no ocultaron sus 

simpatías hacia Eichmann, y algunos se lamentaron de que no hubiera podido «dar cima a su tarea». 

El día en que se inició el juicio, la radio de El Cairo dio una nota ligeramente antialemana a su 

comentario, pero se lamentó de que no se hubiera producido «ni un solo incidente en que un avión 

alemán hubiera bombardeado una comunidad judía a lo largo de la pasada guerra mundial». Que los 

nacionalistas árabes tuvieron simpatía hacia los nazis era un hecho notorio, y las razones que les 

impulsaron resultaban evidentes, pero las palabras de Ben Gurión y el juicio contra Eichmann mal 

podían pretender «sacarles de sus madrigueras», ya que los árabes simpatizantes de los nazis jamás 

se escondieron. Durante el juicio quedó demostrado que los rumores referentes a las relaciones 

entre Eichmann y Haj Amin el Husseini, otrora gran muftí de Jerusalén, carecían de fundamento. 

(Eichmann conoció al gran muftí en el curso de una recepción oficial, al mismo tiempo que otros 

funcionarios alemanes.) El gran muftí mantuvo estrechas relaciones con el Ministerio de Asuntos 

Exteriores alemán, así como con Himmler, pero ello no constituía un secreto. 

Si bien la observación de Ben Gurión acerca de «las relaciones entre los nazis y algunos 

dirigentes árabes» fue totalmente superflua, también es cierto que resulta sorprendente que el primer 

ministro israelita no se refiriera a los nazis de la Alemania Occidental de nuestros días. Desde 

luego, fue confortante oír decir que Israel«no considera a Adenauer responsable de los delitos de 

Hitler», y que «para nosotros, un alemán honrado, pese a que pertenece a la misma nación que 

contribuyó a asesinar a millones de judíos, es un ser humano tan honrado como cualquier otro». (No 

se hizo referencia alguna a los árabes honrados.) La República Federal Alemana, pese a que todavía 

no ha reconocido el Estado de Israel —quizá para evitar que los países árabes reconozcan la 

Alemania de Ulbricht—, ha pagado setecientos treinta y siete millones de dólares a Israel, en 

concepto de reparaciones, en el curso de los últimos diez años. Estos pagos pronto terminarán, por 

lo que Israel intenta negociar un préstamo alemán a largo plazo. De ahí que las relaciones entre los 

dos países, y especialmente las relaciones personales entre Ben Gurión y Adenauer, hayan sido 

excelentes, y sí, a consecuencia del juicio de Eichmann, algunos miembros del Parlamento de Israel 

lograron imponer ciertas restricciones al intercambio cultural con la Alemania Occidental, esta ha 

sido una secuela que Ben Gurión no previó ni pudo desear. Más atención merece que el primer 

ministro de Israel no hubiera previsto, o no se hubiera preocupado de mencionarlo, que la captura 

de Eichmann iba a provocar el primer intento serio realizado por el gobierno alemán en orden a 

someter a juicio por lo menos a aquellos ciudadanos que habían intervenido directamente en el 

asesinato de judíos. La Agencia Central de Investigación de Crímenes Nazis (fundada tardíamente 

en la Alemania Occidental, el año 1958), dirigida por el fiscal Erwin Schüle, había tropezado con 

todo género de dificultades en el desempeño de sus funciones, debido, en parte, a la renuencia de 

los alemanes a comparecer como testigos y, en parte, a la resistencia que los tribunales ofrecían a 

iniciar procedimientos basados en los datos recibidos de la Agencia Central. El juicio de Jerusalén 

no reveló nuevas pruebas importantes que pudieran conducir a la identificación de los 

colaboradores de Eichmann, pero la noticia de la sensacional captura de este y del juicio a que se le 

iba a someter bastaron para inducir a los tribunales alemanes a iniciar actuaciones, basándose en los 

hallazgos de la oficina dirigida por el fiscal Schüle, y a esforzarse en vencer la repugnancia que los 

ciudadanos alemanes sentían a testificar contra los criminales «que con nosotros conviven», a cuyo 

fin las autoridades germanas emplearon el antiguo sistema de pegar carteles ofreciendo 

recompensas a quienes contribuyeran a la captura de criminales notorios. 

Los resultados fueron sorprendentes. Siete meses después de la llegada de Eichmann a Jerusalén 

—y cuatro antes de que se iniciara el juicio—, Richard Baer, sucesor de Rudolf Höss en el puesto 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 14 


 


de comandante de Auschwitz, era detenido. En rápida sucesión, casi todos los miembros del 

llamado «Comando Eichmann» eran también arrestados, entre ellos Franz Novak, que vivía en 

Austria, dedicado al oficio de impresor; el doctor Otto Hunsche, que ejercía la abogacía en 

Alemania Occidental; Hermann Krumey, que tenía una farmacia; Gustav Richter, ex «asesor de 

asuntos judíos» en Rumania, y Willi Zöpf, quien ocupó en Amsterdam el mismo puesto que el 

anterior desempeñó en Rumania. Pese a que hacía ya años que en Alemania se habían publicado 

contra ellos abundantes acusaciones, con pruebas, en semanarios y libros, ninguno de los 

nombrados consideró necesario vivir bajo nombre supuesto. Por primera vez desde el término de la 

guerra, los periódicos alemanes publicaron abundantes reportajes sobre los juicios de criminales 

nazis, todos ellos asesinos de masas, y la renuncia de los tribunales a juzgar tales crímenes tan solo 

se manifestó en la fantástica benevolencia de las sentencias dictadas. (Después del mes de mayo de 

1960, mes en que Eichmann fue capturado, únicamente cabía la posibilidad de acusar en juicio a los 

presuntos culpablesde asesinato, ya que los demás delitos habían prescrito; el plazo de prescripción 

del asesinato es de veinte años. En cuanto a las sentencias dictadas por los tribunales alemanes, 

vemos que el doctor Otto Bradfisch, de los Einsatzgruppen, las unidades móviles de verdugos de las 

SS, fue condenado a diez años de trabajos forzados por haber matado a quince mil judíos; el doctor 

Otto Hunsche, asesor jurídico de Eichmann, y personalmente responsable de la deportación, 

decretada a última hora de la guerra, de cerca de mil doscientos judíos húngaros, de los cuales casi 

seiscientos fueron asesinados, fue condenado a cinco años de trabajos forzados, y Joseh Lechthaler, 

quien había liquidado a los habitantes judíos de Slutsk y Smolevichi, en Rusia, fue condenado a tres 

años y seis meses.) Entre los detenidos había hombres que alcanzaron muy destacados puestos 

durante el régimen nazi, la mayoría de los cuales habían sido ya desnazificados por los tribunales 

alemanes. Uno de ellos era el general de las SS Karl Wolff, que ocupó el puesto de jefe del estado 

mayor de Himmler, y quien, según un documento aportado al juicio de Nuremberg, en 1946, había 

dado muestras de «especial satisfacción» al enterarse de que «durante las dos últimas semanas un 

tren ha transportado, todos los días, cinco mil miembros del Pueblo Escogido» desde Varsovia a 

Treblinka, conocido centro de exterminio. Otro era Wilhelm Koppe, que había organizado las 

matanzas en la cámara de gas, en Chelmno, y que, después, sucedió a Friedrich-Wilhelm Krüger en 

Polonia; Koppe, uno de los más destacados altos jefes de las SS, organizador de los judenrein de 

Polonia, ocupaba, en la Alemania de la posguerra, el cargo de director de una fábrica de chocolates. 

Alguna que otra vez se dictaron sentencias con penas graves, pero fueron más inquietantes que las 

benévolas, cuando los reos eran hombres como Erich vom dem Bach-Zelewski, ex general de las SS 

y jefe del cuerpo de policía. Bach-Zelewski había sido juzgado en 1961 por su participación en la 

rebelión de Röhm, en 1934, y condenado a tres años y seis meses; después, fue procesado en 1962 

por el asesinato de seis comunistas alemanes, ocurrido en 1933, juzgado ante un jurado en 

Nuremberg, y condenado a cadena perpetua. En ningún caso se mencionó que Bach-Zelewski había 

dirigido la lucha contra los guerrilleros en el frente oriental, ni que había participado en las 

matanzas de judíos de Minsk y Mogilev, en la Rusia Blanca. ¿Hicieron los tribunales alemanes 

«distinciones étnicas», con el pretexto de que los crímenes de guerra no son tales crímenes? ¿O 

quizá el insólito rigor de esta sentencia, por lo menos en comparación con las dictadas por los 

tribunales alemanes de la posguerra, se debió a que Bach-Zelewski fue de los poquísimos que 

verdaderamente padeció una crisis nerviosa tras las matanzas, a que había intentado proteger a los 

judíos de las actividades de los Einsatzgruppen, y a que se había prestado a ser testigo de la acusa-

ción en Nuremberg? Y él también fue el único, entre todos los de su categoría, que, en 1952, se 

acusó a sí mismo, públicamente, de haber cometido asesinatos en masa, aunque nunca le acusaron 

de ello. 

Pocas esperanzas hay de que en Alemania la situación cambie ahora, incluso teniendo en cuenta 

que el gobierno de Adenauer se ha visto obligado a separar de la administración de justicia a más de 

cuatrocientos cuarenta jueces y fiscales, así como a muchos policías, con un pasado algo más turbio 

de lo normal, y a dejar cesante a Wolfgang Immerwahr Fränkel, fiscal jefe del Tribunal Supremo 

Federal, debido a que sus declaraciones al contestar a las preguntas referentes a su pasado, en época 

de los nazis, no fueron tan veraces como su segundo nombre pudiera hacer suponer. Según las 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 15 


 


presentes estimaciones, de los once mil quinientos jueces de la Bundesrepublik quinientos 

ejercieron su ministerio bajo el régimen de Hitler. En noviembre de 1962, poco después de que ter-

minara la depuración del cuerpo de la administración de justicia, y seis meses después de que 

Eichmann dejara de ser noticia periodística, se celebró en Flensburg, ante una sala casi vacía, el 

largamente esperado juicio de Martin Fellenz. El ex miembro de las SS y antiguo jefe de policía, 

que había sido un destacado miembro del Partido Democrático Libre en la Alemania de Adenauer, 

fue detenido en junio de 1960, pocas semanas después de la captura de Eichmann. Se le acusó de 

haber participado en la matanza de cuarenta mil judíos, en Polonia, y se le pasó el correspondiente 

tanto de culpa. Tras más de seis semanas de detenido examen de las pruebas aportadas en juicio, el 

fiscal pidió la pena máxima, es decir, cadena perpetua, con trabajos forzados, y el tribunal condenó 

a Fellenz a cuatro años, de los cuales había cumplido ya dos y medio en prisión preventiva. 

Prescindiendo de los aspectos últimamente resaltados, el caso es que el juicio de Eichmann tuvo en 

Alemania consecuencias mayores que en cualquier otra parte del mundo. La actitud del pueblo 

alemán hacia su pasado, que tanto ha preocupado a los expertos en la materia durante más de quince 

años, difícilmente pudo quedar más claramente de manifiesto: el pueblo alemán se mostró 

indiferente, sin que, al parecer, le importara que el país estuviera infestado de asesinos de masas, ya 

que ninguno de ellos cometería nuevos asesinatos por su propia iniciativa; sin embargo, si la 

opinión mundial —o, mejor dicho, lo que los alemanes llaman das Ausland, con lo que engloban en 

una sola denominación todas las realidades exteriores a Alemania— se empeñaba en que tales 

personas fueran castigadas, los alemanes estaban dispuestos a complacerla, por lo menos hasta 

cierto punto. 

El canciller Adenauer previó que el juicio pondría a Alemania en una situación embarazosa, y 

manifestó que temía salieran «a relucir de nuevo todos los horrores», lo cual produciría una nueva 

oleada de sentimientos antialemanes en todo el mundo, como efectivamente ocurrió. Durante los 

diez meses que Israel dedicó a preparar el juicio, Alemania tuvo buen cuidado de precaverse de los 

previsibles resultados, y para ello hizo un nunca visto alarde de celo en la caza y captura de 

criminales nazis en su territorio. Pero en ningún momento las autoridades alemanas o algún sector 

importante de la opinión pública propugnó solicitar la extradición de Eichmann, lo cual parece 

hubiese sido la reacción lógica, ya que todos los estados soberanos suelen defender celosamente su 

derecho a juzgar a los delincuentes de su ciudadanía. (La posición oficial adoptada por el gobierno 

de Adenauer, en el sentido de que era imposible solicitar la extradición por cuanto no había un 

tratado al respecto entre Alemania e Israel, carece de validez. Fritz Bauer, fiscal general de Hessen, 

comprendió la falsedad de la postura oficial, y solicitó del gobierno federal de Bonn que iniciara el 

oportuno procedimiento para solicitar la extradición de Eichmann, pero los sentimientos que en este 

caso albergaba el fiscal Bauer eran los propios de un judío alemán, por lo que la opinión pública 

alemana no podía compartirlos; su solicitud fue denegada por Bonn, nadie le dio apoyo, y tampoco 

mereció la atención general. Otro argumento en contra de la extradición, esgrimido por los 

observadores que Alemania Occidental mandó a Jerusalén, venía a decir que Alemania, tras haber 

abolido la pena de muerte, no podía condenar a Eichmann a sufrir la sanción que merecía. Vista la 

benevolencia de las sentencias dictadas por los tribunales alemanes en los casos de los nazis que 

cometieron asesinatos masivos, resulta un tanto difícil no sospechar la existencia de cierta mala fe 

en esta última objeción. En caso de que Eichmann hubiese sido juzgado en Alemania, el mayor 

riesgo político que el gobierno hubiera corrido habría sido, sin duda, la posibilidad de que el 

acusado fuera absuelto por falta de pruebas, tal como señaló J. J. Jansen en el Rheinischer Merkur, 

de 11 de agosto de 1961.) 

Se pudo apreciar también otro aspecto más delicado y de mayor trascendencia política, en la 

proyección del juicio de Eichmann sobre Alemania. Una cosa es sacar a los criminales y asesinos de 

sus madrigueras, y otra descubrirlos ocupando destacados lugares públicos, es decir, hallar en 

puestos de la administración, federal y estatal, y, en general, en cargos públicos, a infinidad de 

ciudadanos que habían hecho brillantes carreras bajo el régimen de Hitler. Cierto es que sí la 

administración de Adenauer hubiese tenido demasiados escrúpulos en dar empleo a funcionarios 

con un comprometedor pasado nazi, quizá ni siquiera podríamos ahora hablar de una tal 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 16 


 


«administración Adenauer». La verdad es exactamente lo opuesto a aquella afirmación del doctor 

Adenauer, según la cual «un porcentaje relativamente pequeño» de alemanes fue adicto al nazismo, 

y que «la gran mayoría hizo cuanto pudo por ayudar a los conciudadanos judíos». (Por lo menos un 

periódico alemán, el Frankfurter Rundschau, se formuló una pregunta elemental que debía haberse 

planteado muchos años antes: ¿por qué razón las muchísimas personas que conocían perfectamente 

el historial del fiscal jefe habían guardado silencio? Y el periódico daba una contestación evidente: 

porque también ellos se sentían culpables.) Lógicamente, el juicio de Eichmann, tal como Ben 

Gurión lo concibió, es decir, dando preferencia a los grandes acontecimientos históricos, en 

detrimento de los detalles jurídicos, conducía a que se pusiera de manifiesto la complicidad de todos 

los organismos y funcionarios alemanes en la puesta en práctica de la «Solución Final», es decir, la 

complicidad de todos los funcionarios de los ministerios, de las fuerzas armadas y su estado mayor, 

del poder judicial, y del mundo de los negocios y las finanzas. Pero, pese a que la acusación del 

fiscal Hausner llegó al extremo de proponer e interrogar testigos, en gran abundancia, que 

testificaron acerca de hechos, ciertos y atroces, que no guardaban la menor relación con los actos 

del acusado, también es cierto que evitó cuidadosamente ni tan siquiera rozar aquellos explosivos 

extremos antes mencionados, es decir, olvidó la existencia de una casi omnipresente complicidad 

que desbordaba los límites del Partido Nacionalsocialista. (Antes del juicio corrieron insistentes 

rumores de que Eichmann había dicho que «varios centenares de prominentes personalidades de la 

República Federal fueron sus cómplices», pero estos rumores fueron falsos. En su discurso inicial, 

Hausner dijo que «los cómplices de Eichmann no fueron gángsteres ni hampones», y prometió que 

«más adelante los descubriremos a todos —médicos y abogados, profesores, banqueros y 

economistas— integrando aquellos grupos que resolvieron exterminar a los judíos». El fiscal no 

cumplió esta promesa, ni tampoco podía cumplirla, en los términos en que la hizo, por cuanto jamás 

hubo «grupos que resolvieron» algo, y «los togados dignatarios con títulos universitarios» jamás 

decidieron exterminar a los judíos, sino que tan solo se concertaron para planear las medidas 

precisas a fin de cumplir las órdenes dadas por Hitler.) Sin embargo, durante el juicio se hizo 

mención de un caso de la especie antes dicha; se trataba del doctor Hans Globke, uno de los más 

íntimos colaboradores de Adenauer, que, veinticinco años atrás, fue coautor de un abyecto 

comentario a las leyes de Nuremberg, y que, un poco más tarde, tuvo la brillante idea de obligar a 

todos los judíos alemanes a adoptar, como segundo nombre de pila, el de Israel o Sara, según su 

sexo. Pero el nombre del doctor Globke —únicamente su nombre— apareció en las actas del juicio 

de Eichmann a iniciativa de la defensa, la cual lo hizo, probablemente, con el único fin de intentar 

«persuadir» al gobierno de Adenauer a iniciar los trámites de la solicitud de extradición. De todos 

modos, el antiguo Ministerialrat de Gobernación y actual Staatssekretär de la Cancillería de 

Adenauer tenía más derecho que el ex muftí de Jerusalén a figurar en la historia de los sufrimientos 

infligidos por los nazis a los judíos. 

Desde el punto de vista de la acusación, la historia era el objeto alrededor del que giraba el 

juicio. «En este histórico juicio, no es un individuo quien se sienta en el banquillo, no es tampoco el 

régimen nazi, sino el antisemitismo secular.» Esta fue la directriz fijada por Ben Gurión, y fielmente 

seguida por el fiscal Hausner, quien comenzó su discurso inicial (que duró tres sesiones) 

remontándose al Egipto de los faraones y al mandato de Haman, que ordenaba: «Destruidlos, 

acuchilladlos, causadles la muerte». Luego citó a Ezequiel: «Y cuando pasé junto a ti, vi que 

estabas manchado de tu propia sangre, y te dije: Vive en tu propia sangre». Después el fiscal 

explicó que estas palabras deben interpretarse como «el imperativo con que se ha enfrentado nuestra 

nación desde que apareció en el escenario de la historia». Mala interpretación histórica y barata 

elocuencia la del fiscal; peor todavía, estas palabras mal se compadecían con el hecho de someter a 

Eichmann a juicio, por cuanto sugerían que quizá este fuera el inocente ejecutor de algún misterioso 

designio formulado desde el principio de los siglos, o incluso que el antisemitismo fuera una fuerza 

necesaria para borrar el rastro del «sangriento itinerario de este pueblo», a fin de que, de tal modo, 

pudiera realizar su destino. Pocas sesiones después de la declaración del testigo profesor Salo W. 

Baron, de la Universidad de Columbia, en la que se refirió a la historia de los judíos de la Europa 

oriental, en los últimos tiempos, el doctor Servatius no pudo resistir la tentación de formular unas 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 17 


 


preguntas presentes en la mente de todos: «¿Por qué razón han sufrido los judíos tan triste destino?» 

y «¿No cree el testigo que la última base del destino de este pueblo está formada por un conjunto de 

motivaciones irracionales que los seres humanos no podemos alcanzar a comprender?». ¿No se 

trata, quizá, de algo que bien pudiéramos llamar «espíritu de la historia, que precisamente surte el 

efecto de impulsar los acontecimientos históricos, de un modo independiente a la voluntad de los 

hombres»? ¿Acaso el señor Hausner no sigue básicamente las enseñanzas de la «escuela de la ley 

histórica» —alusión a la doctrina de Hegel— y acaso no nos ha dicho que «los dirigentes no 

siempre nos conducen al destino y a la realización de los propósitos que pretenden?... En este caso, 

el propósito era destruir al pueblo judío, pero en vez de convertirse en realidad, condujo al 

nacimiento de un nuevo y floreciente Estado». Este argumento de la defensa estaba peligrosamente 

emparentado con la más reciente teoría antisemítica referente a los Padres de Sión, expuesta pocas 

semanas antes, con toda seriedad, en la Asamblea Nacional Egipcia, por el ministro adjunto de 

Asuntos Exteriores Hussain Zulficar Sabri, según la cual, Hitler no tuvo responsabilidad alguna en 

la matanza de los judíos, sino que fue una víctima de los sionistas que «le obligaron a perpetrar 

crímenes que, más tarde, les permitirían alcanzar sus ambiciones, es decir, crear el Estado de 

Israel». La sola diferencia entre la teoría del político egipcio y la del doctor Servatius estribaba en 

que este dio a la historia el papel que aquel daba a los Padres de Sión. 

Pese a los esfuerzos de Ben Guríón y de su portavoz el fiscal, allí, en el banquillo de los 

acusados, había un hombre de carne y hueso. Y si a Ben Gurión no le importaba «la sentencia que 

se dictara contra Eichmann», también es cierto que la única tarea del tribunal de Jerusalén era la de 

dictar sentencia. 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 18 


 2 


EL ACUSADO 


tto Adolf Eichmann, hijo de Karl Adolf y Maria Schefferling, detenido en un suburbio de 

Buenos Aires, la noche del 11 de mayo de 1960, y trasladado en avión, nueve días después, 

a Jerusalén, compareció ante el tribunal del distrito de Jerusalén el día 11 de abril de 1961, 

acusado de quince delitos, habiendo cometido, «junto con otras personas», crímenes contra el 

pueblo judío, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra, durante el período del régimen 

nazi, y, en especial, durante la Segunda Guerra Mundial. La Ley (de Castigo) de Nazis y 

Colaboradores Nazis de 1950, de aplicación al caso de Eichmann, establecía que «cualquier persona 

que haya cometido uno de estos... delitos... puede ser condenada a pena de muerte». Con respecto a 

todos y cada uno de los delitos imputados, Eichmann se declaró «inocente, en el sentido en que se 

formula la acusación». 

¿En qué sentido se creía culpable, pues? Durante el largo interrogatorio del acusado, según sus 

propias palabras «el más largo de que se tiene noticia», ni la defensa, ni la acusación, ni ninguno de 

los tres jueces se preocupó de hacerle tan elemental pregunta. El abogado defensor de Eichmann, el 

doctor Robert Servatius, de Colonia, cuyos honorarios satisfacía el Estado de Israel (siguiendo el 

precedente sentado en el juicio de Nuremberg, en el que todos los defensores fueron pagados por el 

tribunal formado por los estados victoriosos), dio contestación a esta pregunta en el curso de una 

entrevista periodística: «Eichmann se cree culpable ante Dios, no ante la Ley». Pero el acusado no 

ratificó esta contestación. Al parecer, el defensor hubiera preferido que su cliente se hubiera de-

clarado inocente, basándose en que según el ordenamiento jurídico nazi ningún delito había 

cometido, y en que, en realidad, no le acusaban de haber cometido delitos, sino de haber ejecutado 

«actos de Estado», con referencia a los cuales ningún otro Estado que no fuera el de su nacionalidad 

tenía jurisdicción (par in paren imperium non habet), y también en que estaba obligado a obedecer 

las órdenes que se le daban, y que, dicho sea en las palabras empleadas por Servatius, había 

realizado hechos «que son recompensados con condecoraciones, cuando se consigue la victoria, y 

conducen a la horca, en el momento de la derrota». (En 1943,  Goebbels había dicho: «Pasaremos a 

la historia como los más grandes estadistas de todos los tiempos, o como los mayores criminales».) 

Hallándose fuera de Israel, en una sesión de la Academia Católica de Baviera, dedicada a lo que el 

Rheinischer Merkur denominó el «delicado problema» de las «posibilidades y los límites de 

determinar las responsabilidades históricas y políticas, mediante procedimientos jurídicos penales», 

el abogado Servatius fue todavía más lejos, y declaró que «el único problema jurídico penal que en 

puridad se daba en el juicio de Eichmann era el de dictar sentencia contra los ciudadanos israelitas 

que le capturaron, lo cual todavía no se ha hecho». Incidentalmente, debemos advertir que esta 

manifestación mal puede armonizarse con las repetidas y harto difundidas declaraciones de 

Servatius hechas en Israel, en las que decía que la celebración del juicio debía considerarse como 

«un triunfo del espíritu», y lo comparaba favorablemente con el juicio de Nuremberg. 

Muy distinta fue la actitud de Eichmann. En primer lugar, según él, la acusación de asesinato era 

injusta: «Ninguna relación tuve con la matanza de judíos. Jamás di muerte a un judío, ni a persona 

alguna, judía o no. Jamás he matado a un ser humano. Jamás di órdenes de matar a un judío o a una 

persona no judía. Lo niego rotundamente». Más tarde matizaría esta declaración diciendo: 

«Sencillamente, no tuve que hacerlo». Pero dejó bien sentado que hubiera matado a su propio padre, 

si se lo hubieran ordenado. Una y otra vez repitió (ya había dejado constancia de ello en los 

llamados «documentos Sassen», es decir, en la entrevista celebrada el año 1955, en Argentina, con 

el periodista holandés Sassen, antiguo miembro de las SS, fugitivo también de la justicia, que, tras 

la captura de Eichmann, fue publicada por Life, parcialmente, en Estados Unidos y por Stern en 


Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 19 


Alemania) que tan solo se le podía acusar de «ayudar» a la aniquilación de los judíos, y de 

«tolerarla», aniquilación que, según declaró en Jerusalén, fue «uno de los mayores crímenes 

cometidos en la historia de la humanidad». La defensa hizo caso omiso de la teoría de Eichmann, 

pero la acusación perdió mucho tiempo en intentar, inútilmente, demostrar que Eichmann había 

matado, con sus propias manos, por lo menos a una persona (un adolescente judío, en Hungría), y 

todavía dedicó más tiempo, con mejores resultados, a cierta nota que Franz Rademacher, el perito 

en asuntos judíos del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán, había escrito en un documento 

referente a Yugoslavia, durante una conversación telefónica, cuya nota decía: «Eichmann propone 

el fusilamiento». Estas palabras eran la única prueba existente de «orden de matar», si es que podía 

considerarse como tal. 

Durante el juicio, este elemento de prueba resultó de valor mucho más discutible de lo que a 

primera vista parecía. Los jueces dieron a la valoración del fiscal preferencia sobre las categóricas 

negativas de Eichmann, negativas carentes de eficacia, ya que el acusado había olvidado aquel 

«nimio incidente» (se trataba meramente de ocho mil personas), dicho sea en las palabras 

empleadas por Servatius. Este hecho ocurrió durante el otoño de 1941, seis meses después de haber 

ocupado Alemania la zona serbia de Yugoslavia. Allí, los guerrilleros habían atacado 

constantemente a las tropas alemanas, por lo que los jefes de estas decidieron matar dos pájaros de 

un tiro, mediante el fusilamiento de cien judíos y gitanos por cada soldado muerto por los 

partisanos. Sin lugar a dudas, los judíos y los gitanos no formaban parte de las fuerzas partisanas, 

pero, según un funcionario civil agregado al gobierno militar encargado de cumplir la orden, que 

era un individuo con el cargo de Staatsrat, llamado Harald Turner, «de todos modos, a los judíos ya 

los teníamos en campos de concentración, eran de nacionalidad serbia, y, además, también tenían 

que ser aniquilados» (palabras citadas por Raul Hilberg en The Destruction of the European Jews, 

1961). Los campos de concentración habían sido organizados por el general Franz Böhme, 

gobernador militar de la región, y en ellos tan solo había judíos varones. El general Böhme y el 

Staatsrat Turner comenzaron a fusilar judíos y gitanos a millares, sin esperar la aprobación de 

Eichmann. Los problemas comenzaron cuando Böhme, sin consultar con las correspondientes 

autoridades policiales y de las SS, comenzó a deportar a todos sus judíos, con el fin, 

probablemente, de demostrar que no necesitaba tropas especiales, bajo un mando que no fuera el 

suyo, para dejar a Serbia judenrein. Eichmann fue informado de los acontecimientos, ya que se 

trataba de un problema de deportación que caía bajo su competencia, y se negó a aprobar los actos 

de Böhme, por cuanto obstaculizaban la ejecución de otros planes. Pero no fue Eichmann, sino 

Martin Luther, funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores, quien recordó al general Böhme 

que «en otros territorios [se refería a Rusia] los comandantes militares se han ocupado de resolver 

asuntos de esta naturaleza, afectando a un número de judíos muy superior, sin siquiera 

mencionarlo». De todos modos, si Eichmann realmente propuso «el fusilamiento», no hizo más que 

decir a los militares que siguieran haciendo lo que ya hacían, y que la cuestión de los rehenes era de 

exclusiva competencia militar. Evidentemente, se trataba de un asunto castrense, por afectar 

únicamente a varones. La puesta en marcha de la Solución Final, en Serbia, comenzó seis meses 

más tarde, cuando detuvieron a las mujeres y los niños judíos, y se desembarazaron de ellos 

mediante el uso de camiones dotados de gas letal. En el curso del interrogatorio, Eichmann dio, 

como de costumbre, la explicación más complicada y menos probable: Rademacher necesitaba, para 

fundamentar su decisión ante el Ministerio de Asuntos Exteriores, la aprobación de la Oficina 

Central de Seguridad del Reich, es decir, aquella a la que Eichmann pertenecía, y no se le ocurrió 

otra cosa que falsificar el correspondiente documento. (El propio Rademacher explicó este incidente 

de un modo mucho más lógico, cuando fue juzgado, en 1952, por un tribunal de Alemania 

Occidental: «El mantenimiento del orden en Serbia competía al ejército, y por esto el ejército se vio 

obligado a fusilar a los judíos rebeldes». Esta explicación, aunque más plausible, era una mentira, 

ya que sabemos —de fuentes nazis— que los judíos jamás fueron «rebeldes».) Sí difícil resultaba 

interpretar una breve frase comunicada a través del teléfono, más difícil aún resultaba creer que 

Eichmann se hallara en situación de poder dar órdenes a los generales. 

¿Se hubiera declarado Eichmann culpable, en el caso de haber sido acusado de complicidad en 


Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 20 


los asesinatos? Quizá, pero seguramente hubiera alegado muy cualificadas circunstancias modifi-

cativas. Sus actos únicamente podían considerarse delictuosos retroactivamente. Eichmann siempre 

había sido un ciudadano fiel cumplidor de las leyes, y las órdenes de Hitler, que él cumplió con todo 

celo, tenían fuerza de ley en el Tercer Reich. (En apoyo de la tesis de Eichmann, la defensa hubiera 

podido aportar el testimonio de uno de los más destacados especialistas en el derecho constitucional 

del Tercer Reich, Theodor Maunz, ministro de Educación y Cultura de Baviera, quien en 1943, en 

su obra Gestalt und Recht der Polizei, afirmó: «Las órdenes del Führer... son el centro indiscutible 

del presente sistema jurídico».) Quienes durante el juicio dijeron a Eichmann que podía haber 

actuado de un modo distinto a como lo hizo, ignoraban, o habían olvidado, cuál era la situación en 

Alemania. Eichmann no quiso ser uno de aquellos que, luego, pretendieron que «siempre habían 

sido contrarios a aquel estado de cosas», pero que, en realidad, cumplieron con toda diligencia las 

órdenes recibidas. Sin embargo, los tiempos cambian, y Eichmann, al igual que el profesor Maunz, 

tenía ahora «puntos de vista distintos». Lo hecho, hecho estaba. Eso ni siquiera intentó negarlo. Y 

llegó a decir que de buena gana «me ahorcaría con mis propias manos, en público, para dar un 

ejemplo a todos los antisemitas del mundo». Pero al pronunciar esta frase, Eichmann no quiso 

expresar arrepentimiento, porque «el arrepentimiento es cosa de niños» (¡sic!). 

Pese a los insistentes consejos de su abogado, Eichmann no alteró su tesitura. Durante el debate 

sobre la oferta, formulada por Himmler en 1944, de trocar un millón de judíos por diez mil 

camiones, y sobre la intervención que en ello tuvo el acusado, se formuló a este la siguiente 

pregunta: «¿En las negociaciones que el acusado sostuvo con sus superiores, expresó sentimientos 

de piedad hacia los judíos, y señaló la posibilidad de prestarles cierta ayuda?». Eichmann contestó: 

«He jurado decir la verdad, y la diré. No fue la piedad lo que me indujo a iniciar estas negociacio-

nes». No, no dijo Eichmann la verdad en esta contestación, por cuanto no fue él quien «inició» las 

negociaciones. Pero continuó, y, en esta ocasión, con total veracidad: «Esta mañana he declarado ya 

las razones que me movieron». Y estas razones eran: Himmler había enviado un representante suyo 

a Budapest para resolver los problemas de la emigración judía (que, incidentalmente, se había 

convertido en un floreciente negocio, por cuanto, pagando formidables sumas, los judíos podían 

escapar; pero Eichmann no mencionó este extremo); a consecuencia de esta medida, «allí la emi-

gración estaba dirigida por un hombre que no pertenecía a las fuerzas policíacas», lo cual indignó a 

Eichmann, «porque yo me veía obligado a colaborar en las deportaciones, y a llevarlas a cabo, 

cuando los asuntos de emigración, en los que estaba especializado, los dirigía un hombre recién 

ingresado en mi organización... Esto colmó mi paciencia, estaba verdaderamente harto... Y decidí 

hacer algo para que los asuntos de emigración fueran declarados de mí competencia». 

Durante el juicio, Eichmann intentó aclarar, sin resultados positivos, el segundo punto base de su 

defensa: «Inocente, en el sentido en que se formula la acusación». Según la acusación, Eichmann no 

solo había actuado consciente y voluntariamente, lo cual él no negó, sino impulsado por motivos 

innobles, y con pleno conocimiento de la naturaleza criminal de sus actos. En cuanto a los motivos 

innobles, Eichmann tenía la plena certeza de que él no era lo que se llama un innerer 

Schweinehund, es decir, un canalla en lo más profundo de su corazón; y en cuanto al problema de 

conciencia, Eichmann recordaba perfectamente que hubiera llevado un peso en ella en el caso de 

que no hubiese cumplido las órdenes recibidas, las órdenes de enviar a la muerte a millones de 

hombres, mujeres y niños, con la mayor diligencia y meticulosidad. Evidentemente, resulta difícil 

creerlo. Seis psiquiatras habían certificado que Eichmann era un hombre «normal». «Más normal 

que yo, tras pasar por el trance de examinarle», se dijo que había exclamado uno de ellos. Y otro 

consideró que los rasgos psicológicos de Eichmann, su actitud hacia su esposa, hijos, padre y 

madre, hermanos, hermanas y amigos, era «no solo normal, sino ejemplar». Y, por último, el 

religioso que le visitó regularmente en la prisión, después de que el Tribunal Supremo hubiera 

denegado el último recurso, declaró que Eichmann era un hombre con «ideas muy positivas». Tras 

las palabras de los expertos en mente y alma, estaba el hecho indiscutible de que Eichmann no 

constituía un caso de enajenación en el sentido jurídico, ni tampoco de insania moral. (Las recientes 

revelaciones del fiscal Hausner al Saturday Evening Post acerca de «lo que no pude decir en el 

juicio» contradicen los informes privadamente dados en Jerusalén. Ahora nos dicen que, según los 


Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 21 


psiquiatras, Eichmann era «un hombre dominado por una peligrosa e insaciable necesidad de 

matar», «una personalidad perversa y sádica». Si así fuera, hubieran debido enviarle a un 

manicomio.) Peor todavía, Eichmann tampoco constituía un caso de anormal odio hacia los judíos, 

ni un fanático antisemita, ni tampoco un fanático de cualquier otra doctrina. «Personalmente» nunca 

tuvo nada contra los judíos, sino que, al contrario, le asistían muchas «razones de carácter privado» 

para no odiarles. Cierto es que entre sus más íntimos amigos se contaban fanáticos antisemitas, 

como, por ejemplo, Lászlo Endre, secretario de Estado encargado de asuntos políticos (judíos) en 

Hungría, que fue ahorcado en Budapest el año 1946. Pero estas amistades podían ser englobadas en 

aquella frase tan usual que expresa cierta postura social: «Por cierto que algunos de mis mejores 

amigos resulta que son antisemitas». 

Pero nadie le creyó. El fiscal no le creyó por razones profesionales, es decir, porque su deber era 

no creerle. La defensa hizo caso omiso de estas declaraciones porque, a diferencia de su cliente, no 

estaba interesada en problemas de conciencia. Y los jueces tampoco le creyeron, porque eran 

demasiado honestos, o quizá estaban demasiado convencidos de los conceptos que forman la base 

de su ministerio, para admitir que una persona «normal», que no era un débil mental, ni un cínico, 

ni un doctrinario, fuese totalmente incapaz de distinguir el bien del mal. Los jueces prefirieron 

concluir, basándose en ocasionales falsedades del acusado, que se encontraban ante un embustero, y 

con ello no abordaron la mayor dificultad moral, e incluso jurídica, del caso. Presumieron que el 

acusado, como toda «persona normal», tuvo que tener conciencia de la naturaleza criminal de sus 

actos, y Eichmann era normal, tanto más cuanto que «no constituía una excepción en el régimen 

nazi». Sin embargo, en las circunstancias imperantes en el Tercer Reich, tan solo los seres 

«excepcionales» podían reaccionar «normalmente». Esta simplísima verdad planteó a los jueces un 

dilema que no podían resolver, ni tampoco soslayar. 

Eichmann nació el día 19 de marzo de 1906, en Solingen, ciudad alemana de la cuenca del Rin, 

famosa por sus cuchillos, tijeras e instrumentos quirúrgicos. Cincuenta y cuatro años más tarde, con 

ocasión de dedicarse a su favorito pasatiempo de escribir sus memorias, describió tan memorable 

acontecimiento del siguiente modo: «Hoy, quince años y un día después del 8 de mayo de 1945, mis 

pensamientos se dirigen a aquel 19 de marzo de 1906, en que, a las cinco de la madrugada, entré en 

la vida terrestre, bajo el aspecto de ser humano». (Las autoridades de Israel no han dado a la 

publicidad las memorias de Eichmann, pero Harry Mulisch logró hojear esta autobiografía durante 

«media hora», y el semanario judío-alemán Der Aufbau publicó breves extractos de la misma.) Se-

gún las convicciones religiosas de Eichmann, que no sufrieron variación desde el período nazi (en 

Jerusalén, Eichmann declaró que era un Gottgläubiger, palabra con que los nazis designaban a 

aquellos que se habían apartado de la doctrina cristiana, y se negó a jurar ante la Biblia), aquel 

acontecimiento natal debía atribuirse a «un más alto Portador de Significado», entidad que en cierto 

modo puede identificarse con el «movimiento universal», a la que la vida humana, en sí misma 

carente de «más alto significado», está sujeta. (La terminología es verdaderamente sugerente. 

Llamar a Dios Höheren Sinesträger significaba, lingüísticamente, darle un lugar en la jerarquía 

militar, ya que los nazis cambiaron el término militar «receptor de órdenes», es decir, 

Befehlsempfänger, por «portador de órdenes», es decir, Befehlsträger, indicando con ello, como en 

el caso del antiguo «portador de malas nuevas», la carga de responsabilidad y de importancia que se 

pretendía pesaba sobre los hombros de aquellos cuya función era la de ejecutar las órdenes. 

Además, Eichmann, como todos los que de un modo u otro intervenían en la Solución Final, era 

oficialmente un «portador de secretos», un Geheimnisträger, lo cual, desde el punto de vista de la 

importancia personal del individuo, no era moco de pavo, ni mucho menos.) Pero Eichmann, a 

quien la metafísica traía sin cuidado, no se refirió a las íntimas relaciones que unen al Portador de 

Significado con el portador de órdenes, y siguió su relato centrándolo en la otra posible causa de su 

existencia, es decir, sus padres: «No hubiera sido tanta la alegría con que dieron la bienvenida al 

primer fruto de su matrimonio, si en la hora de mi nacimiento hubieran podido ver cómo el hado de 

la desdicha, superando al hado de la felicidad, trenzaba ya los hilos del dolor y el infortunio que 

habrían de aprisionar mi vida. Un piadoso velo impenetrable impedía que los ojos de mis padres 

vislumbraran el futuro». 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 22 


 


El infortunio comenzó muy pronto en la vida de Eichmann. Comenzó cuando iba a la escuela. El 

padre de Eichmann, que en sus principios desempeñaba el cargo de contable en la Compañía de 

Tranvías y Electricidad de Solingen, y, después, en 1913, el de alto empleado de la misma empresa, 

en Linz (Austria), tuvo cinco hijos, cuatro varones y una hembra, de los cuales, tan solo el mayor, 

Adolf, no pudo terminar el bachillerato superior, ni tampoco obtener el título de mecánico, en la 

escuela a la que fue después de su primer fracaso. A lo largo de su vida, Eichmann mintió acerca de 

sus «desdichas» estudiantiles, alegando la más honorable razón de las «desdichas» económicas de 

su padre. Sin embargo, en Israel, durante los primeros interrogatorios con el capitán Avner Less, el 

funcionario policial que dedicó a Eichmann treinta y cinco días, cuyos resultados fueron 3.564 

páginas mecanografiadas, cuyo texto procedía de 76 cintas magnetofónicas, el detenido se mostró 

exuberante, pletórico de entusiasmo ante aquella oportunidad de «decir todo lo que sé...», y con ello 

mereció la calificación de detenido dispuesto a dar cuantas facilidades se le pidieran. (Su entu-

siasmo comenzó a enfriarse un tanto, aunque jamás llegó a desaparecer, cuando se le formularon 

preguntas concretas, basadas en documentos irrefutables.) La más clara demostración de la ilimitada 

confianza de Eichmann, que de nada iba a servirle ante el capitán Less (quien dijo a Harry Mulisch: 

«Yo fui el confesor de Eichmann»), consiste en que por primera vez en su vida reconoció sus 

primerizos fracasos, pese a que sin duda debió de darse cuenta de que, con ello, contradecía 

diversas manifestaciones suyas que constaban por escrito en su historial oficial nazi. 

Estos fracasos no tenían nada de extraordinario. Debido a que «jamás fui lo que se llama un 

estudiante aplicado» —y hubiera podido añadir que tampoco fue un estudiante bien dotado—, su 

padre le sacó del instituto en que estudiaba el bachillerato, y, luego, de la escuela de peritaje. Por 

esto, la profesión que constaba en todos sus documentos oficiales, ingeniero de construcción, era 

tan poco acorde con la realidad como aquella otra manifestación según la cual había nacido en 

Palestina, y la de que hablaba fluidamente el hebreo y el yiddish; esto último era un puro embuste 

que Eichmann gustaba de propalar tanto entre sus compañeros de las SS como entre sus víctimas 

judías. Del mismo modo, siempre había dicho, mendazmente, que había sido despedido de su 

empleo de vendedor de la Vacuum Oil Company, en Austria, por ser miembro del Partido 

Nacionalsocialista. La versión que de tal despido contó al capitán Less no fue tan heroica: le 

despidieron porque corrían tiempos de crisis y desempleo, y los empleados solteros fueron los 

primeros en quedar sin trabajo. (Esta explicación, que al principio parecía satisfactoria, no lo era 

tanto, debido a que Eichmann fue despedido en la primavera de 1933, época en que ya llevaba dos 

años de noviazgo con Veronika, o Vera, Liebl, con quien después contraería matrimonio. ¿Por qué 

no se casó con ella mientras tenía un buen empleo? Se casó en marzo de 1935, debido, 

probablemente, a que en las SS, lo mismo que en la Vacuum Oil Company, los solteros no tenían 

sus empleos demasiado seguros, y no podían ascender.) Evidentemente, mentir siempre fue uno de 

los principales vicios de Eichmann. 

Mientras el joven Eichmann seguía estudios con tan malos resultados, su padre dejó la Compañía 

de Tranvías y Electricidad, y se dedicó a los negocios por su cuenta. Compró una minúscula 

empresa minera, y luego empleó en ella a su poco prometedor hijo, en calidad de peón, hasta que 

pudo encontrarle empleo en la sección de ventas de Oberösterreichischen Elektrobau Company, 

donde Eichmann trabajó durante dos años. A la sazón contaba veintidós años, y carecía de la 

preparación precisa para iniciar una carrera por sí mismo, ya que tan solo había logrado aprender a 

vender. Entonces se produjo lo que el propio Eichmann denominó su primera oportunidad, de cuyo 

acontecimiento disponemos de dos versiones diferentes. En el historial manuscrito que presentó, en 

1939, a fin de ser ascendido en las SS, lo explica del siguiente modo: «Entre 1925 y 1927, trabajé 

como vendedor en la Elektrobau Company de Austria. Dejé este empleo por propia voluntad ya que 

la Vacuum Oil Company de Viena me ofreció su representación en la zona norte de Austria». La 

palabra clave es «ofreció», ya que según la historia que el propio Eichmann contó al capitán Less en 

Jerusalén, nadie le ofreció nada. La madre de Eichmann había muerto cuando este contaba diez 

años, y su padre había contraído nuevo matrimonio. Un primo de la madrastra de Eichmann, al que 

llamaba «tío», presidente del Automóvil Club de Austria, casado con la hija de un comerciante 

judío de Checoslovaquia, se valió de su amistad con el director general de la Vacuum Oil Company 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 23 


 


de Austria, un judío llamado Weiss, para proporcionar a su desdichado pariente un empleo de 

viajante de comercio. Eichmann se mostró agradecido a su manera; los judíos de su familia 

constituían las «razones privadas» en cuya virtud él no odiaba a los judíos en general. Incluso en los 

años 1943 y 1944, cuando la ejecución de la Solución Final estaba en su apogeo, Eichmann no 

olvidó el favor recibido: «Una hija de aquel matrimonio, medio judía, según las leyes de 

Nuremberg... vino a verme para que le concediera permiso de emigrar a Suiza. Como es natural, se 

lo concedí, y el propio tío vino también a verme para pedirme que intercediera en favor de un 

matrimonio judío vienés. Refiero esto tan solo para poner de manifiesto que no odiaba a los judíos, 

ya que mi educación, recibida de mis padres, fue estrictamente cristiana; y también es cierto que mí 

madre, debido a estar emparentada con judíos, tenía unas opiniones muy distintas a las normalmente 

imperantes en los círculos de las SS». 

Eichmann dio largas explicaciones encaminadas a demostrar la verdad de lo anterior. Dijo que 

jamás sintió animadversión hacia sus víctimas, y que, lo cual es todavía más importante, nunca lo 

ocultó. «Así lo dije al doctor Löwenherz [jefe de la comunidad judía de Viena] y también al doctor 

Kastner [vicepresidente de la organización sionista de Budapest]; creo que lo dije a cuantas perso-

nas trataba, y los hombres a mis órdenes también lo sabían, porque me lo oyeron decir en más de 

una ocasión. Incluso, cuando iba a la escuela elemental, solía pasear, al terminar las clases, con un 

compañero judío, a quien llevaba a mi casa, este muchacho pertenecía a una familia de Linz, con el 

apellido Sebba. La última vez que paseamos por las calles de Linz yo ya llevaba en el ojal el 

emblema del NSDAP [el Partido Nazi], y él no me lo reprochó ni hizo comentario alguno.» Si 

Eichmann no hubiera tenido tanta seguridad en sí mismo, o si el interrogatorio policial no hubiera 

sido tan discreto (tan solo se le formularon preguntas directas, sin utilizar el recurso de las llamadas 

«repreguntas», a fin, sin duda, de mantener al detenido en sus deseos de cooperar con quienes le 

interrogaban), tal ausencia de «prejuicios» habría tenido otro cariz. Al parecer, en Viena, donde 

tanto éxito alcanzó Eichmann en organizar la «emigración forzosa» de los judíos, tenía una amante 

judía, que era un «antiguo amor» de Linz. El Rassenschande, es decir, cohabitar con judíos, era el 

más nefando crimen que un miembro de las SS podía cometer, y aun cuando en el curso de la guerra 

la violación de muchachas judías fue el pasatiempo favorito de la soldadesca, también era cierto que 

los oficiales de las SS rara vez tuvieron aventuras con mujeres judías. En consecuencia, es muy 

posible que las repetidas y violentas acusaciones de Eichmann contra Julius Streicher, el 

desequilibrado y obsceno director de Der Stürmer, y contra su pornográfico antisemitismo, 

estuvieran motivadas por razones puramente personales, y expresaran algo más que el rutinario 

desprecio que un «culto» miembro de las SS está obligado a sentir hacia las vulgares pasiones 

manifestadas por algunas estrellas de segunda magnitud del partido. 

Los cinco años y medio que Eichmann pasó en la Vacuum Oil Company seguramente fueron los 

más felices de su vida. Ganaba un buen salario, en un período de desempleo general, y todavía vivía 

en casa de sus padres, salvo cuando salía de viaje. El día en que este rosado período terminó —

Pentecostés de 1933— fue uno de los pocos que quedaron grabados para siempre en su memoria. 

En realidad, su situación había comenzado a empeorar un poco antes. A finales de 1932, Eichmann 

fue trasladado desde Linz a Salzburgo, de un modo inesperado, y contrariando sus deseos: «El 

trabajo dejó de gustarme, perdí el interés en concertar ventas, en visitar a los clientes». Esta súbita 

pérdida de Arbeitsfreude tendría penosas consecuencias en la vida de Eichmann. Las peores 

ocurrieron cuando supo que el Führer había ordenado «la exterminación física de los judíos», en la 

que Eichmann habría de desempeñar tan importante papel. Esto último también ocurrió de manera 

súbita e inesperada; el propio Eichmann dijo que «nunca se me había ocurrido la posibilidad de... 

esta solución violenta», y describió su reacción ante ella con palabras casi idénticas a aquellas con 

que comentó su traslado a Salzburgo: «Perdí la alegría en el trabajo, toda mi iniciativa, todo mi 

interés, para decirlo en palabras vulgares, me sentí hundido». Parecido hundimiento debió de 

experimentar en 1932, en Salzburgo, y de sus propias palabras se puede deducir sin temor a error 

que ninguna sorpresa pudo causarle que le despidieran de la empresa, pese a que tampoco podemos 

creer a pies juntillas las palabras de Eichmann, cuando dijo que este despido le produjo una gran 

satisfacción. 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 24 


 


El año 1932 fue decisivo en la vida de Eichmann. En el mes de abril ingresó en el Partido 

Nacionalsocialista y en las SS, a propuesta de Ernst Kaltenbrunner, joven abogado de Linz que, más 

tarde, llegaría a ser jefe de la Oficina Central de Seguridad del Reich, es decir, de la 

Reichssicherheitshauptamt o RSHA, como la denominaremos a partir de ahora, en uno de cuyos 

seis departamentos —la Sección IV, al mando de Heinrich Müller— Eichmann trabajó en concepto 

de jefe de la Subsección B-4. Durante el juicio, Eichmann causó la impresión de ser un típico 

individuo de la clase media baja, y esta impresión quedó reforzada por cuanto escribió y dijo 

durante su permanencia en prisión. Sin embargo, no era exactamente así, ya que Eichmann debía ser 

considerado como un déclassé, nacido en una familia del más sólido sector de la clase media. Claro 

indicio de su personal descenso en la escala social lo es que mientras su padre sostenía relaciones de 

amistad, de igual a igual, con el padre de Kaltenbrunner, también abogado de Linz, las relaciones 

entre los respectivos hijos fueron un tanto frías. Kaltenbrunner trataba a Eichmann como a un 

individuo socialmente inferior a él. Antes de que Eichmann ingresara en el partido y en las SS, ya 

había dado muestras de sus deseos de hacerlo, y por esto el día 8 de mayo de 1945, fecha oficial de 

la derrota de Alemania, tuvo para Eichmann una importancia especial, ya que se dio cuenta de que a 

partir de entonces se vería obligado a vivir sin pertenecer a organización alguna. «Comprendí que 

tendría que vivir una difícil vida individualista, sin un jefe que me guiara, sin recibir instrucciones, 

órdenes ni representaciones, sin reglamentos que consultar, en pocas palabras, ante mí se abría una 

vida desconocida, que nunca había llevado.» Siendo niño, sus padres, que carecían de interés en la 

política, lo alistaron en la Asociación de Jóvenes Cristianos, de la cual Eichmann pasaría, después, 

al movimiento juvenil alemán llamado Wandervogel. Durante los cuatro años desperdiciados en los 

estudios del bachillerato superior, Eichmann perteneció al Jungfrontkámpfeverband, sección juvenil 

de la organización germanoaustríaca de excombatientes, que pese a ser violentamente progermana y 

antirrepublicana era tolerada por el gobierno austríaco. Cuando Kaltenbrunner le propuso que 

ingresara en las SS, Eichmann estaba a punto de ingresar en una organización de naturaleza 

totalmente distinta, es decir, en la logia masónica Schlaraffia, «asociación de hombres de negocios, 

médicos, actores, funcionarios gubernamentales, que tenía la finalidad de cultivar en común el buen 

humor y distintas diversiones... Todos y cada uno de los miembros estaban obligados a dar, de vez 

en cuando, una conferencia, en la que debía destacar la nota humorística, la nota de humor culto y 

refinado». Kaltenbrunner explicó a Eichmann que tendría que renunciar a sus proyectos de ingreso 

en tan alegre sociedad, debido a que los nazis no podían ser masones; palabra que Eichmann 

desconocía en aquel entonces. Tener que elegir entre las SS y la Schlaraffia (nombre que deriva de 

Schlaraffenland, país de Jauja en las leyendas germanas) seguramente representó un difícil dilema 

para Eichmann, pero este problema quedó solucionado cuando Eichmann fue «expulsado» de la 

sección de aspirantes de la Schlaraffia, por haber cometido un pecado que, incluso cuando relataba 

la anécdota en la prisión de Israel, tenía la virtud de cubrir de rubor sus mejillas: «Olvidando la 

educación recibida, intenté, pese a ser el más joven del grupo, invitar a mis compañeros a una 

copa». 

Como una hoja impulsada por el viento de otoño, Eichmann se alejó de la Schlaraffia, del país de 

Jauja, con mesas dispuestas por arte de magia, y pollos asados que por sí solos volaban a la boca del 

comensal —o, para decirlo con más justeza, de la compañía de respetables filisteos con títulos 

universitarios y sólidas carreras, dotados de «humor refinado», cuyo peor vicio probablemente era 

su afición a las bromas pesadas—, para ingresar en las filas de quienes luchaban para iniciar el 

«Milenio» alemán que debía durar exactamente doce años y tres meses. De todos modos, lo cierto 

es que Eichmann no ingresó en el partido debido a íntimas convicciones, y que nunca llegó a 

compartir las convicciones de otros miembros. Cuando se le preguntaba el porqué de su ingreso, 

siempre contestaba con los mismos burdos lugares comunes acerca del Tratado de Versalles y del 

paro obrero, y, según dijo durante el juicio: «Fue como si el partido me hubiera absorbido en su 

seno, sin que yo lo pretendiera, sin que tomara la oportuna decisión. Ocurrió súbita y rápidamente». 

Eichmann no tuvo tiempo, ni tampoco deseos, de informarse sobre el partido, cuyo programa ni 

siquiera conocía, y tampoco había leído Mein Kampf. Kaltenbrunner le había dicho: «¿Por qué no 

ingresas en las SS?». Y Eichmann contestó: «¿Por qué no?». Así ocurrió, y sería estéril intentar 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 25 


 


darle vueltas al asunto, según Eichmann. 

Pero, como es natural, concurrían otras razones. Cuando el presidente del tribunal interrogó a 

Eichmann, este no le dijo que él había sido un joven ambicioso, que estaba harto de su profesión de 

viajante de comercio, incluso antes de que la Vacuum Oil Company estuviera harta de él. Aquel 

viento de que antes hablamos le había transportado desde una tarea de ganapán sin trascendencia ni 

significado, al cauce por el que discurría la Historia, al parecer de Eichmann, es decir, el 

movimiento que estaba en constante avance, y en el que un hombre como él —un fracasado ante sus 

iguales sociales, ante su familia y ante sí mismo— podía comenzar desde la nada, y alcanzar 

puestos respetables, si no llegar a la cumbre. Y si bien a Eichmann no siempre le gustó cuanto en el 

partido se vio obligado a hacer (por ejemplo, mandar a la muerte, por ferrocarril, a miles de seres 

humanos, cuando él hubiera preferido obligarlos a emigrar), también es cierto que, incluso si desde 

un principio hubiera previsto que el movimiento iba a acabar mal, que Alemania perdería la guerra, 

que sus más queridos proyectos se desvanecerían en el aire (el traslado de los judíos europeos a 

Madagascar, la formación de una comunidad judía en la región de Nisko (Polonia), la construcción 

de instalaciones defensivas en el edificio de Berlín en que tenía su oficina destinadas a repeler los 

ataques de los tanques rusos), incluso si hubiera sabido que, con «gran dolor y pesadumbre», jamás 

ascendería a un grado superior al de Obersturmbannführer de las SS (grado equivalente al de te-

niente coronel), en pocas palabras, incluso si hubiera sabido que toda su vida, con la sola excepción 

del año vivido en Viena, no sería más que una cadena de frustraciones, Eichmann era incapaz de 

pensar en la posibilidad de aceptar la otra alternativa. No solo en Argentina, donde llevaba la triste 

vida del refugiado, sino también en la sala de justicia de Jerusalén, sabedor de que tenía ya un pie 

en la tumba, hubiera preferido —si alguien le hubiese propuesto la opción— ser ahorcado en 

concepto de Obersturmbannführer a.D. (retirado) que vivir anónima y normalmente como viajante 

de la Vacuum Oil Company. 

Los inicios de la nueva carrera de Eichmann no fueron muy prometedores. En la primavera de 

1933, cuando Eichmann se encontraba sin empleo, el gobierno austríaco suspendió las actividades 

del Partido Nazi, así como las de todos sus miembros, debido al acceso de Hitler al poder. Pero, 

aunque tal calamidad no hubiera ocurrido, resultaba imposible hacer carrera en el Partido Nazi 

austríaco, e incluso aquellos que pertenecían a las SS seguían trabajando en sus empleos civiles, y 

así vemos que Kaltenbrunner no había abandonado su trabajo de abogado en el despacho de su 

padre. En consecuencia, Eichmann decidió trasladarse a Alemania, lo cual era perfectamente lógico, 

ya que tanto él como sus familiares no habían renunciado a la ciudadanía alemana. (Este hecho tuvo 

cierta importancia en el juicio. El doctor Servatius había solicitado que el gobierno de Alemania 

Occidental pidiera la extradición del acusado, y, en caso de que no la lograra, que pagara los gastos 

de la defensa, pero Bonn denegó la petición con el pretexto de que Eichmann no tenía la 

nacionalidad alemana, lo cual no era cierto.) En Passau, en la frontera alemana, Eichmann volvió a 

ser viajante de comercio, y cuando se presentó al director regional de la empresa, le preguntó con 

ansiedad si «tenía amigos en la Vacuum Oil Company». Esta frase indica la existencia de deseos, no 

infrecuentes en Eichmann, de pasar de la esfera en que se encontraba a otra en que se había 

encontrado anteriormente; mientras vivía en Argentina, y también mientras estuvo preso en 

Jerusalén, cuando Eichmann advertía en su comportamiento evidentes síntomas de irremediable 

nazismo, se excusaba diciendo: «Vuelta a lo mismo: otra vez la vieja historia» (die alte Tour). Pero 

Eichmann supo vencer rápidamente las tentaciones que le acometieron en Passau. El partido le dijo 

que era aconsejable que recibiera cierta preparación militar —«Pensé que no era mala idea... ¿Por 

qué no convertirme en militar?»—, por lo que fue enviado a dos campamentos de las SS, el de 

Lechfeld y el de Dachau (que ninguna relación guardaba con el conocido campo de concentración), 

en los que se daba adiestramiento militar a la «Legión Austríaca en el exilio». Así, en cierto modo, 

Eichmann pasó a ser austríaco, pese a tener pasaporte alemán. Estuvo en estos campamentos desde 

agosto de 1933 hasta septiembre de 1934, ascendió a Scharführer (cabo), y tuvo cuanto tiempo 

quiso para volverse atrás y abandonar sus proyectos de carrera militar. Según sus propias palabras, 

durante los catorce meses de adiestramiento destacó en un solo aspecto, que era su brillante 

comportamiento en la instrucción de castigo, que ejecutaba concienzudamente, animado por aquel 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 26 


 


vengativo espíritu que puede expresarse con la frase infantil: «¡Ojalá se me hielen los dedos, así 

aprenderá mi padre a comprarme guantes!». Pero, prescindiendo de estos discutibles placeres, 

gracias a los cuales fue ascendido a cabo, Eichmann no fue feliz en el campamento militar: «La 

monotonía del servicio militar es algo que no soy capaz de resistir, siempre igual, día tras día, 

siempre haciendo lo mismo». Atormentado por el embrutecimiento a que se veía abocado, solicitó, 

tan pronto como se enteró de que había plazas vacantes, ingresar en el Servicio de Seguridad del 

Reichsführer SS (la Sicherheitsdienst, de Himmler, o SD, tal como la llamaremos en lo sucesivo). 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 27 


 


 


 


 



 


ESPECIALISTA EN ASUNTOS JUDÍOS 


 


 


n 1934, cuando Eichmann solicitó y obtuvo un puesto en la SD, esta era una relativamente 

nueva organización dependiente de las SS, fundada dos años atrás por Heinrich Himmler, 

para que cumpliera la función de servicio de información del partido, y que a la sazón dirigía 

Reinhardt Heydrich, antiguo oficial de información de la armada, que debía llegar a ser, dicho sea 

en las palabras de Gerald Reitlinger, «el verdadero arquitecto de la Solución Final» (The Final 

Solution, 1961). La tarea inicial de esta organización fue la de espiar a los miembros del partido, y 

dar así a las SS la superioridad sobre la organización regular del partido. Al paso del tiempo, la SD 

asumió otros deberes, y se convirtió en el centro de información e investigación de la Policía 

Secreta del Estado o Gestapo. Estos fueron los primeros pasos que, a la larga, debían conducir a la 

fusión de las SS con la policía, fusión que no se llevó a cabo hasta el mes de septiembre de 1939, 

pese a que Himmler ocupó, desde 1936, los puestos de Reichsführer SS y de jefe de la policía 

alemana. Como es natural, Eichmann no pudo adivinar los futuros acontecimientos que acabamos 

de referir, pero, al parecer, cuando ingresó en la SD, también ignoraba cuál era la función de esta 

organización, cosa perfectamente lógica si tenemos en cuenta que las actividades de la SD fueron 

siempre mantenidas en el más riguroso secreto. En cuanto a Eichmann, esta ignorancia fue causa de 

que experimentara «una gran desilusión, ya que yo creía que la organización en la que había entrado 

era aquella de que hablaba el Münchener Illustrierten Zeitung, cuando relataba que los altos jefes 

del partido iban protegidos por unos hombres, en pie en el estribo de sus coches... En fin, confundí 

el Servicio de Seguridad del Reichsführer SS con el Servicio de Seguridad del Reich... Y nadie 

enmendó mi error, nadie me dijo nada. No tenía la menor noción de la naturaleza del servicio en el 

que había entrado». Saber si Eichmann mentía o decía la verdad tenía cierta trascendencia en el 

juicio, ya que en la sentencia debía declararse si había aceptado voluntariamente su cargo o si le 

habían destinado a él sin contar con su voluntad. El error en que Eichmann incurrió no es 

inexplicable, ya que las SS, o Schutzstaffeln, fueron fundadas originalmente con la misión de 

proteger a los dirigentes del partido. 

La desilusión de Eichmann se debía, principalmente, a que en su nuevo empleo tendría que 

comenzar de nuevo desde el último peldaño, y su único consuelo consistía en saber que otros habían 

cometido el mismo error que él. Fue destinado al departamento de información, donde su primera 

tarea fue la de archivar informaciones referentes a los francmasones (la francmasonería, en la 

primitiva confusión ideológica nazi, formaba cuerpo común con el judaísmo, el catolicismo y el 

comunismo), y también colaborar en la formación de un museo de la francmasonería. Así es como 

Eichmann tuvo plena oportunidad de aprender el significado de aquella extraña palabra que 

Kaltenbrunner había pronunciado durante la conversación que sostuvo con él acerca de la 

Schlaraffia. (Es curioso advertir la peculiar pasión con que los nazis se entregaban a formar museos 

para perpetuar la memoria de sus enemigos. Durante la guerra, diversos servicios compitieron 

desaforadamente por alcanzar el honor de formar museos y bibliotecas antijudías. Gracias a esta 

curiosa manía se han podido salvar muchos tesoros de la cultura judía europea.) Para Eichmann, el 

principal problema, en su nueva ocupación, era que su trabajo le aburría extraordinariamente, por lo 

que sintió un gran alivio cuando, tras cuatro o cinco meses de francmasonería, le destinaron al 

departamento de nueva creación dedicado a los judíos. Y aquí comenzó Eichmann la carrera que 

debía terminar en la Audiencia de Jerusalén. 

En 1935, Alemania, quebrantando las cláusulas del Tratado de Versalles, implantó el servicio 

militar obligatorio, y anunció públicamente sus planes de rearme, entre los que se contaba la 




Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 28 


 


formación de una nueva armada y ejército del aire. También en este año, Alemania, tras haber 

abandonado la Sociedad de Naciones, en 1933, comenzó a preparar, sin hacer de ello ningún 

secreto, la ocupación de la zona desmilitarizada del Rin. Corrían los días de los discursos pacifistas 

de Hitler («Alemania desea y necesita la paz», «Reconocemos a Polonia como la tierra de un gran 

pueblo animado por el patriotismo», «Alemania no pretende ni desea inmiscuirse en los asuntos 

internos de Austria, ni anexionarse Austria, ni tampoco concluir un Anschluss») y, sobre todo, en 

este año, el Partido Nazi ganó las generales y, por desgracia, sinceras simpatías en Alemania y en el 

extranjero, e Hitler era admirado por considerársele un gran estadista. En la propia Alemania, fue un 

año de transición. Debido al formidable programa de rearme, se superó la situación de desempleo y 

se venció la inicial resistencia de la clase obrera. La hostilidad del régimen, que al principio se 

había centrado en los «antifascistas» —comunistas, socialistas intelectuales de izquierdas y judíos 

que ocupasen puestos relevantes—, toda-vía no se había dirigido exclusivamente hacia los judíos en 

cuanto judíos. 

Cierto es que una de las primeras medidas adoptadas por el régimen nazi en 1933 fue excluir a 

los judíos de los cuerpos de funcionarios del Estado (entre los funcionarios del Estado, en Alema-

nia, se contaban todos los cargos de enseñanza, desde los de las escuelas elementales hasta las 

facultades universitarias, y también los de muchas ramas de la industria del espectáculo, radio, 

teatro, ópera y conciertos) y, en general, de todo cargo de carácter público. Pero las actividades 

privadas fueron respetadas hasta 1938, e incluso en las profesiones médica y jurídica hubo cierta 

tolerancia, ya que los judíos fueron excluidos de ellas de modo gradual, aun cuando se impidió a los 

estudiantes judíos asistir a la mayoría de las universidades, y se les prohibió en todas ellas obtener 

las correspondientes licenciaturas. En estos años, la emigración de los judíos se produjo con calma 

y buen orden, y en cuanto se refiere a las restricciones de sacar dinero del país, debemos reconocer 

que, si bien dificultaban la emigración, no la hacían imposible, ya que los judíos podían transferir 

buena parte de su fortuna a países extranjeros, y, por otra parte, tales restricciones afectaban a todos 

los alemanes, judíos o no; también es de consignar que fueron decretadas en los tiempos de la 

República de Weimar. En aquel entonces ocurrían algunos casos de Einzelaktionen, es decir, actos 

individualmente realizados para coaccionar a los judíos a fin de que vendieran sus propiedades por 

precios irrisorios, pero se daban, por lo general, en pequeñas ciudades y, verdaderamente, tenían su 

origen en la iniciativa espontánea e «individual» de algunos ambiciosos miembros de las fuerzas de 

asalto, las llamadas SA, que, salvo la oficialidad, estaban formadas por individuos de las clases ba-

jas. También es cierto que la policía jamás impidió la comisión de estos «excesos», pero las 

autoridades nazis se mostraban contrarias a ellos por cuanto influían desfavorablemente en los 

precios de la propiedad inmobiliaria en todo el país. Los emigrantes, salvo aquellos a los que se 

podía considerar como políticos en busca de refugio o asilo, eran hombres jóvenes que comprendían 

que Alemania no les ofrecía posibilidades para labrarse un porvenir. Tan pronto descubrieron que 

en los demás países europeos tampoco tenían porvenir, muchos emigrantes judíos regresaron a 

Alemania, durante el período a que nos referimos. Cuando se preguntó a Eichmann cómo había 

podido armonizar sus opiniones y sentimientos personales acerca de los judíos con el violento 

antisemitismo del partido en el que había ingresado, contestó con el refrán: «Una cosa es torear y 

otra ver los toros desde la barrera». Refrán que, en los días del juicio, estaba también muy a menudo 

en labios de muchos judíos. En aquellos años, los judíos vivían en un paraíso artificial, e incluso 

Streicher hablaba de una posible «solución jurídica» del problema judío. Para que los judíos 

alemanes dejaran de creer en estas maravillas, fue preciso que se organizaran y ejecutasen los 

programas de noviembre de 1938, la llamada Kristallnacht, o noche de los cristales rotos, en la que 

se hicieron añicos siete mil quinientos escaparates de tiendas judías, se incendiaron todas las 

sinagogas y veinte mil judíos fueron conducidos a campos de concentración. 

Un punto de esta cuestión, que a menudo se ha olvidado, es que las famosas leyes de Nuremberg, 

promulgadas en otoño de 1935, no lograron provocar la emigración de los judíos. Las declaraciones 

de tres testigos procedentes de Alemania, los tres altos dirigentes del movimiento sionista, que 

abandonaron Alemania poco antes del estallido de la guerra, solo sirvió para iluminar tenuemente la 

mente de los asistentes con respecto al verdadero estado de cosas durante los primeros cinco años 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 29 


 


de régimen nazi. Las leyes de Nuremberg habían privado a los judíos de sus derechos políticos, pero 

no de sus derechos civiles; habían dejado de ser «ciudadanos» (Reichsbürger), pero seguían 

sometidos al Estado alemán, en el sentido de formar parte de su población (Staatsangehörige). 

Incluso en el caso de emigrar, no por ello perdían su vinculación con el Estado alemán. La relación 

carnal entre judíos y alemanes, así como los matrimonios mixtos, estaba estrictamente prohibida. 

Asimismo, también estaba prohibido que las mujeres alemanas menores de cuarenta y cinco años 

trabajaran en hogares judíos. Entre todas estas disposiciones legales, únicamente la última tuvo 

importancia práctica; las otras no eran más que formulaciones jurídicas que reflejaban una situación 

de facto. En consecuencia, se consideraba que las leyes de Nuremberg produjeron el efecto de 

estabilizar la nueva situación de los judíos en el Reich. Desde el 30 de enero de 1933, los judíos 

habían sido ciudadanos de segunda categoría, dicho sea en términos eufemísticos; su casi completa 

separación del resto de la población alemana se había logrado en pocas semanas, o quizá meses, 

mediante el terror, pero también merced a la casi unánime actitud adoptada por quienes les 

rodeaban. El doctor Benno Cohn, de Berlín, declaró: «Entre los judíos y los gentiles se había 

levantado un muro infranqueable... No recuerdo haber hablado con un gentil, en el curso de cuantos 

viajes hice a través de Alemania». Al proclamarse las normas de Nuremberg, los judíos creyeron 

que al fin tenían unas leyes a las que atenerse, y que, por ende, ya no eran personas fuera de la ley, y 

que si no se salían de los límites establecidos, tal como ya anteriormente habían sido obligados a 

hacer, podrían vivir en paz. Según el Reichsvertretung de los judíos alemanes (organización de 

alcance nacional de todas las comunidades y organizaciones, fundada en septiembre de 1933, a 

iniciativa de la comunidad judía de Berlín, y en modo alguno organizada por las autoridades nazis), 

el propósito de las leyes de Nuremberg era «establecer una cierta zona en la que fuera posible la 

existencia de unas tolerables relaciones entre los alemanes y los judíos», a lo cual un miembro de la 

comunidad de Berlín, sionista radical, añadió: «La vida es siempre posible bajo el imperio de las 

leyes, cualquiera que sea su contenido. Sin embargo, no se puede vivir cuando se da la total 

ignorancia de lo que está permitido y lo que está prohibido. También cabe la posibilidad de ser un 

ciudadano útil y respetado, pese a pertenecer a una minoría que vive rodeada de un gran pueblo» 

(Hans Lamm, Über die Entwicklung des deutscher Judentums, 1951). Y como sea que Hitler, 

mediante la purga en 1934 de las huestes de Röhm, había debilitado el poder de las SA, las tropas 

de asalto con camisas pardas que fueron casi exclusivamente responsables de los primeros 

pogromos y atrocidades, y habida cuenta de que los judíos ignoraban la creciente influencia de las 

SS, camisas negras, que, por lo general, no empleaban lo que Eichmann denominaba con desdén 

«métodos de asalto», en los medios judíos se creía que todavía era posible encontrar un modus 

vivendi, e incluso llegaron a ofrecer su cooperación a fin de hallar «una solución al problema 

judío». En resumen, cuando Eichmann comenzó su aprendizaje en la cuestión judía, en la que, 

cuatro años después, sería considerado un experto, y cuando entró por vez primera en relación con 

funcionarios judíos, tanto los sionistas como los asimilacionistas hablaban de un «gran renacimiento 

judío», de «un gran movimiento de espíritu constructivo, entre los judíos alemanes», y todavía 

discutían, en el terreno puramente ideológico, sobre la conveniencia de que los judíos abandonaran 

Alemania, como si ello dependiera de su libre voluntad. 

El relato —deformado, como cabía esperar, pero veraz en algunos puntos— que Eichmann hizo, 

ante la policía, de su ingreso en el nuevo departamento, nos describe aquel paraíso artificial en que 

los judíos creían vivir. Ante todo, el nuevo jefe de Eichmann, un tal Von Mildenstein, que poco 

después sería trasladado a la Organización Todt, de Albert Speer, en la que ocupáría un cargo en el 

departamento de construcción de carreteras (Mildenstein era lo que Eichmann fingía ser, es decir, 

ingeniero), recomendó a su subordinado que leyera la famosa obra clásica sionista Der Judenstaat, 

de Theodor Herzl, cuya lectura convirtió a Eichmann al sionismo, doctrina de la que jamás se 

apartaría. Parece que este fue el primer libro serio que leyó sobre esta materia, y le causó una 

profunda impresión. A partir de entonces, como en momento alguno dejó de repetir, Eichmann 

pensó solamente en una «solución política» del problema judío (en contraposición a la «solución 

física»; la primera significaba la expulsión, y la segunda el exterminio), y en hallar el modo de 

proporcionar a los judíos un lugar en el que pudieran vivir permanentemente. (Merece advertirse 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 30 


 


que en 1939 Eichmann protestó públicamente por la profanación de la tumba del doctor Herzl, en 

Viena, y, según ciertos informes, Eichmann asistió, vestido de paisano, a la conmemoración del 

treinta y cinco aniversario de la muerte de Herzl. Resulta sorprendente que Eichmann no hablara de 

ello en Jerusalén, pese a que en momento alguno dejó de alardear de las excelentes relaciones que 

sostuvo con los representantes de las comunidades judías.) A fin de lograr adeptos a la solución 

política, Eichmann comenzó a predicar tal evangelio entre sus compañeros de las SS, a dar 

conferencias y a escribir folletos. Entonces aprendió un poco de hebreo, lo cual le permitió leer, 

bien que mal, los periódicos escritos en yiddish —lo cual no era excesivamente difícil, ya que el 

yiddish es, básicamente, un viejo dialecto alemán escrito en caracteres hebreos, que puede 

comprender cualquier persona de habla alemana que se haya tomado la molestia de aprender unas 

cuantas palabras hebreas—. Eichmann llegó incluso a leer otro libro, History of Zionism, del que era 

autor Adolf Böhm, y cuyo contenido confundió constantemente, durante el juicio de Jerusalén, con 

el de la obra de Herlz Judenstaat; quizá tales lecturas representaran un formidable logro, para un 

hombre que siempre sintió repugnancia a leer cuanto no fueran periódicos, y que, ante la 

desesperación de su padre, jamás utilizó la biblioteca familiar. Tras la lectura de la obra de Böhm, 

Eichmann se dedicó a estudiar la organización del movimiento sionista, sus distintos sectores, sus 

agrupaciones juveniles y sus diferentes programas. Sin embargo, esto no bastó para que se le 

considerase un especialista en cuestiones judías, pero sí fue suficiente para que le diesen la misión 

oficial de actuar como espía en las oficinas del movimiento sionista y en las reuniones de los 

sionistas. Vale la pena señalar que la formación de Eichmann en cuestiones judías quedó limitada 

exclusivamente a las doctrinas sionistas. 

Sus primeros contactos personales con agentes judíos, todos ellos conocidos sionistas desde 

antiguo, fueron plenamente satisfactorios. Eichmann explicó que la razón en cuya virtud quedó 

fascinado por «el problema judío» fue, precisamente, su propio «idealismo». Estos judíos, a 

diferencia de los «asimilacionistas», a quienes siempre despreció, y a diferencia también de los 

judíos ortodoxos, que le aburrían, eran «idealistas», igual que él. Según Eichmann, un «idealista» 

no era simplemente un hombre que creyera en una idea, o alguien que no aceptara el soborno, o no 

se alzara con los fondos públicos, aun cuando estas cualidades debían forzosamente concurrir en los 

«idealistas». Para Eichmann, el «idealista» era el hombre que vivía para su idea —en consecuencia, 

un hombre de negocios no podía ser un «idealista»— y que estaba pronto a sacrificar cualquier cosa 

en aras de su idea, es decir, un hombre dispuesto a sacrificarlo todo, y a sacrificar a todos, por su 

idea. Cuando, en el curso del interrogatorio policial, dijo que habría enviado a la muerte a su propio 

padre, caso de que se lo hubieran ordenado, no pretendía solamente resaltar hasta qué punto estaba 

obligado a obedecer las órdenes que se le daban, y hasta qué punto las cumplía a gusto, sino que 

también quiso indicar el gran «idealista» que él era. Igual que el resto de los humanos, el perfecto 

idealista tenía también sus sentimientos personales y experimentaba sus propias emociones, pero, a 

diferencia de aquellos, jamás permitía que obstaculizaran su actuación, en el caso de que 

contradijeran la «idea». El más grande idealista que Eichmann tuvo ocasión de tratar entre los 

judíos fue el doctor Rudolf Kastner, con quien sostuvo negociaciones en el caso de las 

deportaciones de los judíos de Hungría, y con quien acordó que él —Eichmann permitiría la 

«ilegal» partida de unos cuantos miles de judíos a Palestina (los trenes en que se fueron iban 

protegidos por policías alemanes) a cambio de que hubiera «paz y orden» en los campos de 

concentración desde los cuales cientos de miles de judíos fueron enviados a Auschwitz. Los pocos 

miles de judíos que salvaron sus vidas gracias a este acuerdo, todos ellos personas destacadas y 

miembros de las organizaciones sionistas juveniles, eran, según palabras de Eichmann, «el mejor 

material biológico». A juicio de Eichmann, el doctor Kastner había sacrificado a sus hermanos de 

raza en aras a su «idea», tal como debía ser. El juez Benjamín Halevi, uno de los tres que formaban 

el tribunal que juzgó a Eichmann, fue quien juzgó a Kastner en Israel, cuando este último fue 

acusado de colaborar con Eichmann y con otros altos funcionarios nazis; en opinión de Halevi, 

Kastner había vendido su alma al diablo. Ahora que el propio diablo se sentaba en el banquillo, 

resultaba ser nada menos que un «idealista», y aun cuando sea difícil creerlo, es muy posible que 

aquel que vendió su alma fuera también un «idealista». 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 31 


 


Mucho antes de que lo anteriormente relatado ocurriera, Eichmann tuvo oportunidad de aplicar, 

en la práctica, las enseñanzas recibidas durante su aprendizaje teórico. Después de producirse el 

Anschluss (la incorporación de Austria al Reich), en marzo de 1938, Eichmann fue enviado a Viena 

para organizar una especie de emigración, de la que en Alemania no se tuvo noticia, ya que hasta el 

otoño de 1938 se mantuvo la ficción de que los judíos que lo desearan podían dejar el país, aunque 

nadie los obligaba a ello. Entre las razones por las que los judíos alemanes creyeron en esta ficción 

estaba el programa del NSDAP, formulado en 1920, que compartió con la Constitución de Weimar 

el curioso destino de no ser abolido, quizá debido a que los veinticinco puntos de que constaba 

habían sido declarados «inalterables» por Hitler. A la luz de los acontecimientos posteriores, las 

disposiciones antisemitas de este programa resultaban inofensivas: los judíos no podían gozar de los 

plenos derechos de ciudadanía, no podían ingresar en los cuerpos de funcionarios públicos, 

quedaban excluidos de toda intervención en el periodismo, y aquellos que habían adquirido la 

ciudadanía alemana con posterioridad al 2 de agosto de 1914 —día en que se declaró la Primera 

Guerra Mundial—, la perderían, lo cual significaba que podrían ser expulsados del país. (De manera 

característica de la actuación de los nazis, la pérdida de la ciudadanía tuvo efecto inmediatamente, 

pero la expulsión masiva de quince mil judíos, que repentinamente fueron puestos en la frontera 

polaca, en Zbaszyn, de donde pasaron inmediatamente a los correspondientes campos de 

concentración, ocurrió cinco años después, cuando ya nadie la esperaba.) El programa del partido 

jamás fue tomado en serio por los altos dirigentes nazis, quienes alardeaban de pertenecer a un 

movimiento, no a un partido, de lo que resultaba que no podían quedar limitados por programa 

alguno, ya que los movimientos carecen de programa. Incluso antes de que los nazis llegaran al 

poder, estos veinticinco puntos no habían representado más que una concesión al sistema de 

partidos, y a aquellos electores de anticuada mentalidad que tenían cierto interés en saber cuál era el 

programa del partido al que iban a votar. Tal como hemos visto, Eichmann no padecía tan 

deplorables ideas, y cuando declaró, ante el tribunal de Jerusalén, que no conocía el programa de 

Hitler, probablemente decía la verdad: «El programa del partido carecía de importancia; todos 

sabíamos lo que significaba ingresar en el partido». Por otra parte, los judíos eran lo bastante 

anticuados para saberse de memoria los veinticinco puntos, y para creer en su validez; todos 

aquellos actos que conculcaban las disposiciones del programa eran atribuidos por los judíos a 

«pasajeros excesos revolucionarios» de los miembros indisciplinados o de algunos grupos 

extremistas. 

Pero lo que ocurrió en Viena, en marzo de 1938, fue algo totalmente distinto. La tarea que 

Eichmann debía llevar a cabo había sido definida con las palabras «emigración forzosa», y estas 

palabras debían interpretarse textualmente: todos los judíos, prescindiendo de los deseos que 

albergaran y de su ciudadanía, debían ser obligados a emigrar, lo cual, en palabras corrientes, se 

llama expulsión. Siempre que Eichmann recordaba los doce años de su vida en el partido, no podía 

dejar de considerar que el mejor de todos ellos fue el que pasó en Viena como director del Centro 

de Emigración de Judíos Austríacos. Sí, este fue el mejor, el más feliz y el más afortunado. Poco 

antes, había sido ascendido al rango de oficial, pasando a ser Untersturmführer, o teniente, y fue 

alabado por su «amplio conocimiento de los métodos de organización e ideología de los enemigos, 

los judíos». El puesto de Viena representaba su primer trabajo importante; toda su carrera, que 

había progresado con bastante lentitud, dependía del éxito en su desempeño. Puso el máximo interés 

en cumplir su misión, y sus logros fueron espectaculares: en ocho meses, cuarenta y cinco mil 

judíos salieron de Austria, mientras en el mismo período solo partían de Alemania unos diecinueve 

mil; en menos de dieciocho meses, Austria fue «limpiada de cerca de ciento cincuenta mil personas, 

aproximadamente el sesenta por ciento de su población judía, todas las cuales salieron «legalmente» 

del país; incluso después de estallar la guerra, pudieron escapar unos sesenta mil judíos. ¿Cómo lo 

logró? La idea básica que hizo posible esto no fue por descontado suya, sino, casi podría asegurarse, 

estaba contenida en una orden específica de Heydrich, que había enviado a Eichmann a Viena. 

Eichmann se mostraba muy vago en cuanto a la paternidad de la idea que se atribuía, sin embargo, 

en virtud de su función de consejero; las autoridades israelitas, por otra parte, obstinadas (como lo 

expone el Bulletin de Yad Vashem) en la fantástica «tesis de la total responsabilidad de Adolf 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 32 


 


Eichmann» y la todavía más fantasiosa «suposición de que una mente [es decir, la de Eichmann] 

estaba detrás de todo», le prestaron una ayuda considerable en sus esfuerzos por atribuirse méritos 

ajenos, a lo que de todos modos tenía una gran propensión. La idea, expuesta por Heydrich en una 

conferencia con Göring la mañana de la Kristallnacht, era simple e ingeniosa: «A través de la 

comunidad judía hemos extraído cierta cantidad de dinero de los judíos ricos que querían emigrar. 

Pagando una cantidad y una suma adicional en moneda extranjera, los judíos tenían la posibilidad 

de irse. El problema no era lograr que se fueran los judíos ricos, sino librarse de la chusma judía». Y 

este problema no lo resolvió Eichmann. Hasta después de terminado el juicio no se supo a través del 

Instituto Estatal Holandés de Documentación de Guerra que Erich Rajakowitsch, abogado brillante 

a quien Eichmann, según su propio testimonio, «empleó para la tramitación de asuntos legales en 

las oficinas centrales de emigración judía en Viena, Praga y Berlín», había inventado la idea de los 

«fondos de emigración». Algún tiempo después, en abril de 1941, Rajakowitsch fue enviado a 

Holanda por Heydrich con el objeto de «establecer allí una oficina central que sirviera de modelo 

para la solución de la cuestión judía en todos los países ocupados de Europa». 

Sin embargo, todavía quedaban bastantes problemas que solo podían resolverse en el curso de la 

operación y sin duda es ahí donde Eichmann, por primera vez en su vida, descubrió poseer algunas 

cualidades especiales. Había dos cosas que sabía hacer bien, mejor que otros: sabía organizar y 

sabía negociar. Inmediatamente después de su llegada, inició negociaciones con los representantes 

de la comunidad judía, a los que primero tuvo que liberar de las prisiones y de los campos de 

concentración, ya que el «celo revolucionario» en Austria, al sobrepasar en mucho los primeros 

«excesos» ocurridos en Alemania, había tenido prácticamente como consecuencia la detención de 

todos los judíos importantes. Después de esta experiencia, no fue necesario que Eichmann 

convenciera a los representantes judíos de la conveniencia de la emigración. Al contrario, pidieron 

que allanara las enormes dificultades que existían. Aparte del problema financiero, ya «resuelto», la 

principal dificultad estribaba en la cantidad de papeles que debía reunir cada emigrante antes de 

partir del país. Cada uno de estos papeles era válido solo para un período limitado, y cuando se 

obtenía el último lo más frecuente era que ya hubiera caducado la validez del primero. Tan pronto 

Eichmann comprendió cómo funcionaba el asunto, o, mejor dicho, cómo no funcionaba, «consultó 

consigo mismo» y «dio nacimiento a la idea que creía iba a ser justa para ambas partes». Imaginó 

«una línea de montaje, al principio de la cual se ponía el primer documento, y sucesivamente los 

otros papeles, y al otro extremo salía el pasaporte como producto final». Esto podía llevarse a cabo 

si todos los funcionarios a los que incumbía el asunto —Ministerio de Hacienda, cobradores de 

tributos, policía, comunidad judía, etc.— estaban alojados bajo el mismo techo y se veían forzados 

a cumplir su cometido sobre el terreno, en presencia del solicitante, que ya no se vería obligado a 

correr de oficina en oficina y que, era de suponer, se ahorraría algunas humillantes trapacerías que 

sufría y ciertos gastos de soborno. Cuando todo estuvo listo y la línea de montaje funcionaba suave 

y rápidamente, Eichmann «invitó» a los funcionarios judíos de Berlín para que la inspeccionaran. 

Quedaron atónitos: «Esto es como una fábrica automática, como un molino conectado con una 

panadería. En un extremo se pone un judío que todavía posee algo, una fábrica, una tienda, o una 

cuenta en el banco, y va pasando por todo el edificio de mostrador en mostrador, de oficina en 

oficina, y sale por el otro extremo sin nada de dinero, sin ninguna clase de derechos, solo con un 

pasaporte que dice: Usted debe abandonar el país antes de quince días. De lo contrario irá a un 

campo de concentración». 

Evidentemente esto era en esencia la verdad sobre el procedimiento, pero no era toda la verdad. 

Puesto que estos judíos no podían quedarse «sin un céntimo», por la simple razón de que así ningún 

país los hubiera admitido en aquella época. Necesitaban, y se les daba, su Vorzeigegeld, la cantidad 

que debían mostrar para obtener su visado y pasar los controles de inmigración del país que los 

recibía. Esta cantidad la necesitaban en divisas que el Reich no tenía intención de desperdiciar en 

sus judíos. El problema no podía solucionarse mediante las cuentas judías situadas en países 

extranjeros, que, de todos modos, era difícil descubrir debido a que habían sido ilegales durante 

años. Por esta razón, Eichmann envió agentes judíos al extranjero para solicitar fondos a las grandes 

organizaciones judías, fondos que luego eran vendidos por la comunidad judía a los futuros 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 33 


 


emigrantes con una considerable ganancia. Un dólar, por ejemplo, se vendía a 10 o 20 marcos, 

cuando su valor en el mercado era de 4,20 marcos. En esta forma, principalmente, la comunidad 

adquirió no solo el dinero necesario para los judíos pobres y la gente que no tenía cuentas en el 

exterior, sino también los fondos que requería para sus propias necesidades enormemente 

incrementadas. Eichmann hizo posible este trato, no sin encontrar considerable oposición por parte 

de las autoridades financieras alemanas, del Ministerio y del Tesoro, que, a fin de cuentas, no 

ignoraban el hecho de que estas transacciones representaban una devaluación del marco. 

La jactancia era el vicio que perdía a Eichmann. Eran pura fanfarronada las palabras que dijo a 

sus hombres en los últimos días de la guerra: «Saltaré dentro de mi tumba alegremente, porque el 

hecho de que tenga sobre mi conciencia la muerte de cinco millones de judíos [o «enemigos del 

Reich», como siempre aseguró haber dicho] me produce una extraordinaria satisfacción». No dio el 

salto, y si tenía algo sobre su conciencia, no eran asesinatos, sino, como resultó, el haber 

abofeteado, en una ocasión, al doctor Josef Löwenherz, jefe de la comunidad judía de Viena, que 

después se convirtió en uno de sus judíos favoritos. Cuando sucedió este hecho presentó sus excusas 

delante de su plana mayor, pero el incidente no dejó de preocuparle en momento alguno. Pretender 

atribuirse la muerte de cinco millones de judíos, aproximadamente el total de pérdidas sufridas a 

causa de los esfuerzos combinados de todas las oficinas y autoridades nazis, era absurdo, y él lo 

sabía perfectamente, pero siguió repitiendo la horrible frase ad nauseam a cualquiera que quisiera 

oírla, incluso doce años más tarde en Argentina, porque le causaba «una extraordinaria sensación de 

júbilo el pensar que hacía mutis de la escena en esta forma». (El ex Legationsrat Horts Grell, testigo 

de la defensa, que había conocido a Eichmann en Hungría, testificó que en su opinión Eichmann tan 

solo había alardeado.) Esto debió de haber sido evidente a todo aquel que le oyó proferir su absurda 

afirmación. Era una pura fanfarronada que pretendiera haber «inventado» el sistema del gueto o 

haber «concebido la idea» de enviar a todos los judíos europeos a Madagascar. El gueto de 

Theresienstadt, del que Eichmann se atribuía la «paternidad», se estableció años después de que el 

sistema del gueto fuera implantado en los territorios orientales ocupados, y el establecimiento de un 

gueto especial para algunas categorías privilegiadas era, al igual que el sistema del gueto, «idea» de 

Heydrich. El plan Madagascar parece ser que «nació» en las oficinas del Ministerio de Relaciones 

Exteriores alemán, y la contribución de Eichmann al mismo resultó que se debía en gran parte a su 

querido doctor Löwenherz, a quien había encargado que apuntara «algunas ideas básicas» sobre la 

manera en que unos cuatro millones de judíos podrían ser trasladados después de la guerra desde 

Europa hasta, presumiblemente, Palestina, ya que el proyecto Madagascar era secreto. (Cuando, 

durante el proceso, fue confrontado con el informe Löwenherz, Eichmann no negó la paternidad de 

este; fue uno de los pocos momentos en que se mostró auténticamente turbado.) Lo que debía llevar 

a su captura fue su afición a alardear —estaba «harto de ser un vagabundo anónimo en el mundo»— 

y esta afición debió crecer considerablemente a medida que transcurría el tiempo, no solo porque no 

tenía nada que hacer que valiera la pena, sino también debido a que la era de la posguerra le había 

conferido una «fama» inesperada. 

Pero la jactancia es un vicio corriente. Un defecto más determinado, y también más decisivo, del 

carácter de Eichmann era su incapacidad casi total para considerar cualquier cosa desde el punto de 

vista de su interlocutor. En ninguna parte se hizo más evidente este defecto que en el relato del 

episodio de Viena. Él y sus hombres y los judíos «trabajaban en estrecha colaboración», y siempre 

que surgía alguna dificultad los representantes judíos corrían a él «para aliviar sus corazones», para 

explicarle «todas sus penas y tristezas» y pedirle ayuda. Los judíos «deseaban» emigrar, y él, 

Eichmann, estaba allí para ayudarlos, porque sucedía que, al mismo tiempo, las autoridades nazis 

habían expresado el deseo de ver al Reich judenrein. Los dos deseos coincidían, y él, Eichmann, 

podía «hacer justicia a ambas partes». En el juicio de Jerusalén no cedió ni un ápice cuando se llegó 

a esta parte de la narración, aunque estuvo de acuerdo en que hoy en día, cuando «han cambiado 

tanto los tiempos», los judíos quizá no estuvieran muy contentos de recordar la colaboración 

prestada, y él no quería «herir sus sentimientos». 

El texto alemán del interrogatorio grabado por la policía, llevado a cabo del 29 de mayo de 1960 

al 17 de enero de 1961, con todas sus páginas corregidas y aprobadas por Eichmann, constituye una 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 34 


 


verdadera mina para un psicólogo, a condición de que sea lo bastante sensato para comprender que 

lo horrible puede ser no solo grotesco, sino completamente cómico. Parte de la comedia no puede 

ser traducida, pues radica en la heroica lucha de Eichmann con la lengua alemana, que 

invariablemente le derrota. Es cómico cuando habla, repetidas veces, de «palabras aladas» 

(geflügelte Worte, coloquialismo alemán con el que se designan genéricamente las frases clásicas 

célebres) con la intención de significar frases hechas, Redensarten, o eslóganes, Schlagworte. Fue 

cómico cuando, en el curso del interrogatorio sobre los documentos Sassen, efectuado en alemán 

por el presidente del tribunal, utilizó las palabras kontra geben (taz a taz) para indicar que había 

resistido los esfuerzos de Sassen de ponerles más pimienta a sus relatos. El juez Landau, 

evidentemente desconocedor de los misterios de los juegos de cartas, no lo entendió, y Eichmann no 

fue capaz de hallar otra manera de expresarlo. Confusamente consciente de un defecto que debió de 

vejarle incluso en la escuela —llegaba a constituir un caso moderado de afasia— se disculpó 

diciendo: «Mi único lenguaje es el burocrático [Amtssprache]». Pero la cuestión es que su lenguaje 

llegó a ser burocrático porque Eichmann era verdaderamente incapaz de expresar una sola frase que 

no fuera una frase hecha. (¿Fueron estos clichés lo que los psiquiatras consideraron tan «normal» y 

«ejemplar»? ¿Son estas las «ideas positivas» que un sacerdote desea para aquellos cuyas almas 

atiende? La mejor oportunidad para que Eichmann demostrara este lado positivo de su carácter, en 

Jerusalén, llegó cuando el joven oficial de policía encargado de su bienestar mental y psicológico le 

entregó Lolita para que se distrajera leyendo. Al cabo de dos días, Eichmann lo devolvió 

visiblemente indignado, diciendo: «Es un libro malsano por completo».) Sin duda, los jueces tenían 

razón cuando por último manifestaron al acusado que todo lo que había dicho eran «palabras 

hueras», pero se equivocaban al creer que la vacuidad estaba amañada, y que el acusado encubría 

otros pensamientos que, aun cuando horribles, no eran vacuos. Esta suposición parece refutada por 

la sorprendente contumacia con que Eichmann, a pesar de su memoria deficiente, repetía palabra 

por palabra las mismas frases hechas y los mismos clichés de su invención (cuando lograba 

construir una frase propia, la repetía hasta convertirla en un cliché) cada vez que refería algún 

incidente o acontecimiento importante para él. Tanto al escribir sus memorias en Argentina o en 

Jerusalén, como al hablar con el policía que le interrogó o con el tribunal, siempre dijo lo mismo, 

expresado con las mismas palabras. Cuanto más se le escuchaba, más evidente era que su 

incapacidad para hablar iba estrechamente unida a su incapacidad para pensar, particularmente, 

para pensar desde el punto de vista de otra persona. No era posible establecer comunicación con él, 

no porque mintiera, sino porque estaba rodeado por la más segura de las protecciones contra las 

palabras y la presencia de otros, y por ende contra la realidad como tal. 

Así, enfrentado durante ocho meses con la realidad de ser interrogado por un policía judío, 

Eichmann no tuvo la menor vacilación en explicarle, detallada y repetidamente, por qué razón no 

había podido alcanzar un grado más alto en las SS, y que no había sido culpa suya. Había hecho 

todo lo posible, incluso había pedido ser incorporado al servicio militar activo. «Al frente, me dije a 

mí mismo, y luego el Standartenführer [grado de coronel] llegará de inmediato.» En el tribunal, por 

el contrario, alegó que pidió el traslado porque quería escapar a sus deberes homicidas. Sin 

embargo, no insistió mucho en ello, y, sorprendentemente, no le fueron leídas sus declaraciones al 

capitán Less, a quien también dijo que había confiado en que sería destinado a los Einsatzgruppen, 

las unidades móviles de exterminio en el Este, porque, cuando fueron organizadas, en marzo de 

1941, su oficina estaba «muerta»; la emigración había terminado y las deportaciones todavía no 

habían empezado. Por último, estaba su mayor ambición, ser nombrado jefe de policía en alguna 

ciudad alemana; pero, una vez más, no tuvo nada que hacer. Lo que convierte en cómicas estas 

páginas del interrogatorio es el hecho de que todo esto fuera expresado en el tono de alguien que 

está seguro de encontrar una simpatía «normal, humana», ante una historia desdichada. «Todo lo 

que preparaba y planeaba, cualquier cosa, iba mal, tanto mis asuntos personales como los largos 

años de esfuerzos para obtener patria y tierra para los judíos, todo parecía estar bajo el influjo de un 

hado maligno; cuanto deseaba y necesitaba y planeaba hacer, los hados lo impedían de alguna 

manera. Todo, no importa qué, se frustró.» Cuando el capitán Less le pidió su opinión sobre algunas 

pruebas perjudiciales y posiblemente falsas aportadas por un antiguo coronel de las SS, Eichmann 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 35 


 


exclamó tartamudeando de rabia: «Estoy muy sorprendido de que este hombre haya podido ser un 

SS Standartenführer, me sorprende muchísimo. Es por completo, por completo inconcebible. No sé 

qué decir». Nunca dijo estas cosas con espíritu de provocación, sino como si quisiera, incluso en 

este caso, defender las normas con las que había vivido en el pasado. Las solas palabras «SS», o 

«carrera», o «Himmler» (a quien siempre nombraba con su largo título oficial: Reichsführer SS y 

jefe de la policía alemana, aunque no lo admiraba en absoluto), ponían en marcha en él un 

mecanismo que había llegado a ser invariable en su funcionamiento. La presencia del capitán Less, 

judío alemán, y que, en todo caso, era muy improbable que pudiera pensar que los miembros de las 

SS avanzaran en sus carreras por el ejercicio de altas cualidades morales, no desajustó ni por un 

momento este mecanismo. 

De vez en cuando, la comedia se convierte en horror y acaba en relatos, seguramente bastante 

verídicos, cuyo humor macabro so-brepasa el de cualquier imagen surrealista. De este tipo es lo 

contado por Eichmann durante el interrogatorio policial sobre el desgraciado Kommerzialrat Storfer 

de Viena, uno de los representantes de la comunidad judía. Eichmann recibió un telegrama de 

Rudolf Höss, comandante de Auschwitz, informándole de que Storfer había llegado y había 

solicitado ver con urgencia a Eichmann. «Me dije a mí mismo: Bueno, este hombre siempre se ha 

portado bien, merece que haga algo... iré allá y veré qué le pasa. Fui a ver a Ebner [jefe de la 

Gestapo de Viena], y Ebner me dijo —lo recuerdo de un modo vago—: Storfer fue muy torpe; se 

ocultó, intentó escapar, o algo así. Y la policía lo detuvo y lo envió al campo de concentración, y, 

según las órdenes del Reichsführer [Himmler], nadie podía salir una vez dentro. No había nada que 

hacer; ni el doctor Ebner, ni yo, ni nadie podía hacer nada. Me fui a Auschwitz y pedí a Höss que 

me dejara ver a Storfer. Sí, sí [dijo Höss], está en una de las unidades de trabajo. Con Storfer, 

hombre bueno, normal y humano, tuvimos un encuentro normal y humano. Me contó sus penas y 

tristezas. Yo dije: “Bien, mi querido y viejo amigo [Ja, mein lieber guter Storfer], ¡nos ha tocado! 

¡Qué cochina suerte!”. Y también dije: “Mire, en realidad no puedo ayudarle, porque según las 

órdenes del Reichsführer nadie puede salir. Yo no puedo sacarlo. El doctor Ebner no puede sacarlo. 

Me enteré de que cometió usted un error, que se ocultó o quería fugarse, cosa que, después de todo, 

usted no necesitaba hacer”. [Eichmann quería decir que Storfer, como representante judío, gozaba 

de inmunidad a la deportación.] Olvidé lo que me respondió. Y entonces le pregunté si podía 

ayudarle en algo. Y dijo que sí, que deseaba, si era posible, que lo eximieran de trabajar, porque allí 

el trabajo era duro. Después dije a Höss: “Storfer no debiera trabajar”. Pero Miss repuso: “Todo el 

mundo trabaja aquí”. Entonces yo dije: “Muy bien. Redactaré una nota al objeto de que Storfer se 

ocupe de mantener en buenas condiciones los senderos de grava con una escoba”, había muy pocos 

senderos de grava allá, “y le concederé el derecho de sentarse con su escoba en uno de los bancos”. 

[A Storfer] le dije: “¿Estará bien así, señor Storfer? ¿Le conviene esto?”. Entonces se sintió muy 

complacido, y nos estrechamos las manos, y luego le dieron una escoba y se sentó en su banco. Fue 

una gran alegría interior para mí poder ver, al menos, al hombre con el que había trabajado tantos 

años, y que pudiéramos hablar.» Storfer moría seis semanas después de este encuentro normal y 

humano. No gaseado, por lo que parece, sino a tiros. 

¿Es este un caso antológico de mala fe, de mentiroso autoengaño combinado con estupidez 

ultrajante? ¿O es simplemente el caso del criminal eternamente impenitente (Dostoievski en una 

ocasión cuenta que en Siberia, entre docenas de asesinos, violadores y ladrones, nunca conoció a un 

solo hombre que admitiera haber obrado mal), que no puede soportar enfrentarse con la realidad 

porque su crimen ha pasado a ser parte de ella? Sin embargo, el caso de Eichmann es diferente al 

del criminal común, que solo puede ampararse eficazmente contra la realidad de un mundo no 

criminal entre los estrechos límites de su banda. Eichmann solo necesitaba recordar el pasado para 

sentirse seguro de que no mentía y de que no se estaba engañando a sí mismo, ya que él y el mundo 

en que vivió habían estado, en otro tiempo, en perfecta armonía. Y esa sociedad alemana de ochenta 

millones de personas había sido resguardada de la realidad y de las pruebas de los hechos 

exactamente por los mismos medios, el mismo autoengaño, mentiras y estupidez que impregnaban 

ahora la mentalidad de Eichmann. Estas mentiras cambiaban de año en año, y con frecuencia eran 

contradictorias; por otra parte, no siempre fueron las mismas para las diversas ramas de la jerarquía 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 36 


 


del partido o del pueblo en general. Pero la práctica del autoengaño se extendió tanto, 

convirtiéndose casi en un requisito moral para sobrevivir, que incluso ahora, dieciocho años 

después de la caída del régimen nazi, cuando la mayor parte del contenido específico de sus 

mentiras ha sido olvidado, es difícil a veces dejar de creer que la mendacidad ha pasado a ser parte 

integral del carácter nacional alemán. Durante la guerra, la mentira más eficaz para todo el pueblo 

alemán fue el eslogan de «la batalla del destino del pueblo alemán» (der Schicksalskampf des 

deutschen Volkes), inventado por Hitler o por Goebbels, que facilitó el autoengaño en tres aspectos: 

primero, sugirió que la guerra no era una guerra; segundo, que la había originado el destino y no 

Alemania, y, tercero, que era una cuestión de vida o muerte para los alemanes, es decir, que debían 

aniquilar a sus enemigos o ser aniquilados. 

La asombrosa facilidad con que Eichmann, tanto en Argentina como en Israel, admitía sus 

crímenes se debía no tanto a su capacidad criminal para engañarse a sí mismo como al aura de 

mendacidad sistemática que constituyó la atmósfera general, y generalmente aceptada, del Tercer 

Reich. «Naturalmente» que había jugado un papel en el exterminio de los judíos; naturalmente que 

si él «no los hubiera transportado, no hubieran sido entregados al verdugo». «¿Qué hay que 

confesar?», preguntaba. Ahora bien, proseguía, «le gustaría hacer las paces con [sus] antiguos 

enemigos», un sentimiento que compartía no solo con Himmler, que lo había manifestado durante el 

último año de la guerra, o con el jefe del Frente de Trabajo Robert Ley (que, antes de suicidarse en 

Nuremberg, había propuesto el establecimiento de un «comité de conciliación» compuesto por los 

nazis responsables de las matanzas y los supervivientes judíos), sino, increíblemente, con muchos 

alemanes corrientes, que se expresaban en los mismos términos al final de la guerra. Este indignante 

cliché ya no se les daba desde arriba, era una frase hecha, tan carente de realidad como los clichés 

con los que la gente había vivido durante doce años; y casi se podía ver la «extraordinaria sensación 

de alivio» que proporcionaba al que la pronunciaba. 

La mente de Eichmann estaba repleta hasta el borde de frases así. Su memoria demostró ser muy 

poco segura en cuanto a lo que realmente sucedió; en uno de los raros momentos de exasperación, 

el juez Landau preguntó al acusado: «¿Qué puede usted recordar?» (si no recuerda las 

conversaciones en la llamada Conferencia de Wannsee, que trató de los diversos sistemas de matar), 

y la respuesta, como es natural, fue que Eichmann recordó muy bien los hitos más importantes de su 

carrera, pero estos no siempre coincidían con los momentos cruciales de la historia del exterminio 

de los judíos o, en realidad, con los momentos cruciales de la Historia. (Siempre tuvo dificultades 

para recordar con exactitud la fecha del estallido de la guerra o de la invasión de Rusia.) Pero la 

cuestión es que no había olvidado ni una sola de las frases que en uno u otro tiempo habían servido 

para darle una «sensación de satisfacción». En consecuencia, siempre que los jueces, en el curso del 

interrogatorio, intentaban apelar a su conciencia, se encontraban con su «satisfacción» y se sentían 

indignados y desconcertados al darse cuenta de que el acusado tenía a su disposición un cliché de 

«satisfacción» para cada período de su vida y para cada una de sus actividades. En su mente, no 

existía contradicción entre la frase «saltaré dentro de mi tumba alegremente» a propósito para el 

final de la guerra, y la aseveración «me ahorcaría gustosamente en público como un ejemplo y 

advertencia a todos los antisemitas de la tierra», que ahora, en circunstancias muy diferentes, tenía 

el mismo propósito de enaltecerle. 

Estas costumbres de Eichmann crearon muchas dificultades durante el proceso; menos a él 

mismo que a los que habían ido a acusarle, a defenderle, a juzgarle y a informar sobre él. Para todo 

esto, era esencial tomarle en serio, y esto resultaba difícil, a menos que, tomando el camino más 

fácil para resolver el dilema entre el execrable horror de los hechos y la innegable insignificancia 

del hombre que los había perpetrado, se le tuviera por un mentiroso inteligente y calculador, cosa 

que evidentemente no era. Sus propias convicciones en esta materia estaban lejos de ser modestas: 

«Uno de los pocos dones que el destino me otorgó, es la capacidad de decir la verdad en tanto 

dependa de mí». Este don lo reivindicó incluso antes de que el fiscal lo acusara de delitos que no 

había cometido. En las notas nebulosas y desorganizadas que redactó en Argentina en preparación 

de la entrevista con Sassen, cuando todavía estaba, como señaló, «en plena posesión de mi libertad 

física y psicológica», había emitido una fantástica advertencia a «futuros historiadores, para que 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 37 


 


sean lo bastante objetivos y no se desvíen del camino de la verdad registrado aquí»; fantástico 

porque cada una de las líneas de su mal pergeñado escrito demuestra su total ignorancia de todo lo 

que no hubiera estado directa, técnica y burocráticamente relacionado con su trabajo, a la vez que 

indica también una memoria extraordinariamente deficiente. 

A pesar de los esfuerzos del fiscal, cualquiera podía darse cuenta de que aquel hombre no era un 

«monstruo», pero en realidad se hizo difícil no sospechar que fuera un payaso. Y como esta 

sospecha hubiera sido fatal para el buen fin del juicio y a la vez era bastante difícil de sostener en 

vista de los sufrimientos que él y sus semejantes habían causado a millones de personas, sus peores 

payasadas se tomaron escasamente en cuenta y casi nunca se informó de ellas. ¿Qué puede hacerse 

con un hombre que primero declaró, con gran énfasis, que una de las cosas que había aprendido en 

toda su vida malgastada era que nunca se debía prestar juramento («Actualmente nadie, ningún juez 

podría persuadirme nunca de hacer una declaración jurada, declarar algo bajo juramento como 

testigo. Me niego a ello, me niego por razones morales. Ya que la experiencia me enseña que si se 

es leal al juramento, algún día hay que cargar con las consecuencias, y por esto he decidido una vez 

por todas que ningún juez en el mundo o cualquier otra autoridad será capaz de hacerme jurar, de 

declarar bajo juramento. No quiero hacerlo voluntariamente y nadie será capaz de obligarme.»), y 

que luego, después de decírsele explícitamente que si deseaba testificar en su propia defensa podría 

«hacerlo bajo juramento o sin él», declaró, sin más, que preferiría testificar bajo juramento? ¿O que, 

repetidas veces y con grandes muestras de sentimiento, aseguró al tribunal, como había asegurado al 

interrogador de la policía, que la peor cosa que podría hacer era intentar escapar a sus responsa-

bilidades, luchar por su piel, suplicar clemencia, y que luego, por instrucciones de su abogado, 

presentó un documento manuscrito que contenía su súplica de clemencia? 

En lo que se refería a Eichmann, todo dependía de las variaciones de estados de ánimo. En tanto 

fuera capaz de pronunciar una frase consoladora, ya archivada en su memoria, ya de repentina 

invención, estaba satisfecho, y ni siquiera se daba cuenta de la existencia de «inconsecuencias» y 

«contradicciones». Como veremos, este horrible don de consolarse con clichés no lo abandonó ni en 

la hora de su muerte. 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 38 


 


 


 


 


 



 


LA PRIMERA SOLUCIÓN: EXPULSIÓN 


 


 


e haber sido este un proceso corriente, con el normal tira y afloja entre la acusación y la 

defensa para revelar los hechos y hacer justicia, ahora sería posible pasar a la versión de la 

defensa y averiguar si no había algo más de lo que aparece en la grotesca relación de 

Eichmann sobre sus actividades en Viena, y si sus deformaciones de la realidad no podrían ser 

atribuidas a algo más que a la mendacidad de un individuo. Los hechos por los que Eichmann sería 

ahorcado habían quedado demostrados, «fuera de toda razonable duda», mucho antes de que el 

proceso empezara, y eran conocidos en general por todos los estudiosos del régimen nazi. Los 

hechos adicionales que intentó probar la acusación fueron, es verdad, aceptados parcialmente en el 

juicio, pero nunca hubieran parecido «fuera de toda razonable duda», si la defensa los hubiera 

negado aportando los pertinentes medios de prueba. De ahí que ningún informe sobre el caso 

Eichmann, que esté entresacado del juicio Eichmann, pueda considerarse completo si no se presta 

atención a determinados hechos suficientemente conocidos que el doctor Servatius optó por ignorar. 

Esto es especialmente cierto en el caso de la confusa perspectiva general e ideológica de 

Eichmann con respecto a «la cuestión judía». En el curso de los interrogatorios, dijo al presidente 

del tribunal que en Viena «consideraba a los judíos como adversarios con respecto a los cuales tenía 

que encontrarse una solución justa y mutuamente aceptable... Yo enfocaba esta solución en el 

sentido de proporcionarles un territorio en el que vivir, al objeto de que tuvieran un sitio propio, 

tierra propia. Y trabajaba gozosamente para conseguir esta solución. Cooperé en lograr una solución 

así, gustosamente y con alegría, porque también era el tipo de solución aprobada por algunos 

movimientos de los mismos judíos, y consideraba esto como la solución más adecuada al asunto». 

Esta era la verdadera razón por la que todos habían «remado juntos», la razón por la que su trabajo 

había estado «basado en la reciprocidad». Era en beneficio de los judíos, aunque quizá no todos lo 

entendieran, que estos salieran del país; «había que ayudarlos, había que ayudar a actuar a aquellos 

funcionarios, y esto es lo que hice». Si los funcionarios judíos eran «idealistas», es decir, sionistas, 

los respetaba, «los trataba como a iguales», atendía todas sus «solicitudes y quejas y peticiones de 

ayuda», y mantuvo sus «promesas» en cuanto le fue posible, aunque «la gente se muestra inclinada 

a olvidar eso ahora». ¿Quién, sino él, Eichmann, había salvado a miles y miles de judíos? ¿Qué, 

sino su celo y sus dotes de organizador, habían permitido que escaparan a tiempo? Cierto, no pudo 

prever en aquel tiempo la futura Solución Final, pero los había salvado, esto era un «hecho». (En 

una entrevista celebrada en Estados Unidos durante el proceso, el hijo de Eichmann relató lo mismo 

a los periodistas estadounidenses. Seguramente constituye una leyenda familiar.) 

En cierto modo, puede comprenderse por qué el abogado defensor no hizo nada para apoyar la 

versión de Eichmann de sus relaciones con los sionistas. Eichmann admitió, igual como había hecho 

en la entrevista Sassen, que «no había recibido su nombramiento con la apatía de un buey que es 

conducido a su pesebre», que había sido muy distinto de esos colegas «que nunca habían leído un 

libro básico [es decir, Judenstaat de Herzl], ni habían penetrado en él, ni lo habían absorbido, 

absorbido con interés», y que por lo tanto carecían de «una relación interior con su trabajo». No 

eran «otra cosa que ganapanes de oficina», para los que todo estaba decidido «por párrafos, por 

órdenes, que no tenían interés en nada más», que eran, en resumen, exactamente esos «pequeños 

engranajes» que, según la defensa, el mismo Eichmann había sido. Si esto no significaba más que 

obediencia indiscutible a las órdenes del Führer, entonces todos habían sido pequeños engranajes; 

incluso Himmler, según cuenta su masajista, Felix Kersten, no había recibido la Solución Final con 




Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 39 


 


gran entusiasmo, y Eichmann aseguró al interrogador de la policía que su propio jefe, Heinrich 

Müller, nunca hubiera propuesto algo tan «grosero» como «el exterminio físico». Evidentemente, a 

los ojos de Eichmann la teoría del pequeño engranaje no reflejaba la realidad. Es cierto que no había 

tenido la importancia que Hausner intentaba atribuirle; después de todo no era Hitler, ni tampoco 

podía compararse, en lo que se refería a la «solución» de la cuestión judía, con Müller, o Heydrich, 

o Himmler; él no era un megalómano. Pero tampoco fue tan poca cosa como la defensa intentaba 

hacer creer. 

Las distorsiones de la realidad de Eichmann eran horribles por los horrores de que trataban, pero 

básicamente no eran tan distintas de muchas actitudes corrientes en la Alemania de después de 

Hitler. He aquí, por ejemplo, el caso de Franz-Josef Strauss, ex ministro de Defensa, que 

recientemente dirigió una campaña electoral contra Willy Brandt, alcalde del Berlín Occidental, que 

estuvo refugiado en Noruega durante la época de Hitler. Strauss planteó a Brandt una pregunta, por 

lo que parece muy afortunada, a la que se dio amplia publicidad: «¿Qué hacía usted durante 

aquellos años fuera de Alemania? Nosotros sabemos lo que estábamos haciendo aquí en Alemania». 

Formuló la pregunta con completa impunidad, sin que nadie pestañeara, sin que el miembro del 

gobierno de Bonn recordara que lo que hacían los alemanes en Alemania en aquellos años es de 

sobras conocido. La misma «inocencia» puede encontrarse en una reciente observación casual de un 

respetado y respetable crítico literario alemán, que probablemente nunca fue miembro del partido. 

Este crítico, al analizar un estudio sobre la literatura en el Tercer Reich, dijo que su autor pertenecía 

«a aquellos intelectuales que cuando se produjo el estallido de la barbarie nos abandonaron sin 

excepción». Este autor era naturalmente judío, y fue expulsado por los nazis y abandonado por los 

gentiles, por gente como Heinz Beckmann del Rheinischer Merkur. Incidentalmente, la misma 

palabra «barbarie», aplicada con frecuencia hoy por los alemanes a la época de Hitler, es una 

distorsión de la realidad; es como si los intelectuales judíos y no judíos hubieran huido de un país 

que ya no era lo bastante «refinado» para ellos. 

Eichmann, aunque mucho menos refinado que los estadistas y los críticos literarios, podía, por 

otra parte, haber citado ciertos hechos indiscutibles para apoyar su relato, si su memoria no hubiera 

sido tan mala, o si la defensa le hubiera ayudado. Ya que «es indiscutible que durante las primeras 

etapas de su política judía los nacionalsocialistas consideraron adecuado adoptar una actitud 

prosionista» (Hans Lamm), y fue precisamente durante estas primeras etapas cuando Eichmann 

aprendió sus lecciones sobre los judíos. De ninguna manera fue el único que se tomó en serio este 

«prosionismo»; los propios judíos alemanes creyeron que sería suficiente para contrarrestar la 

«asimilación» seguir un nuevo proceso de«desasimilación», y se precipitaron en masa a las filas del 

movimiento sionista. (No existen estadísticas seguras sobre este desarrollo, pero se calcula que la 

circulación del semanario sionista Die Jüdische Rundschau aumentó en los primeros meses del 

régimen de Hitler de unos cinco o siete mil ejemplares a cerca de cuarenta mil, y se sabe que las 

organizaciones sionistas para la colecta de fondos recibieron en 1935-1936 tres veces más que en 

1931-1932, pese a que la población había disminuido y estaba empobrecida.) Esto no significaba 

necesariamente que los judíos desearan emigrar a Palestina; era más una cuestión de orgullo. 

«¡Lleva con orgullo la Estrella Amarilla!», el eslogan más popular de aquellos años, inventado por 

Robert Weltsch, redactor jefe del Jüdische Rundschau, expresaba la atmósfera emocional pública. 

El punto polémico del eslogan, creado como respuesta al Día del Boicot, 1 de abril de 1933 —más 

de seis años antes de que los nazis obligaran realmente a llevar el distintivo de la estrella de seis 

puntas amarilla sobre un fondo blanco—, iba dirigido contra los «asimilacionistas» y contra todas 

aquellas personas que rehusaban adaptarse al nuevo «desarrollo revolucionario», contra aquellos 

que «siempre estaban atrasados» (die ewig Gestrigen). El eslogan fue recordado en el proceso, muy 

emocionadamente, por testigos procedentes de Alemania. Olvidaron decir que el propio Robert 

Weltsch, gran periodista, había declarado unos años antes que nunca hubiera puesto en circulación 

su eslogan si hubiera podido prever los acontecimientos. 

Pero prescindiendo de todos los eslóganes y de todas las discusiones ideológicas de aquellos 

años, existía el hecho de que únicamente los sionistas tenían alguna probabilidad de negociar con 

las autoridades alemanas, por la simple razón de que su principal organización judía adversaria, la 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 40 


 


Asociación Central de Ciudadanos Alemanes de Fe Judía, a la que por entonces pertenecía el 

noventa y cinco por ciento de los judíos de Alemania, especificaba en sus reglamentos que su tarea 

más importante era la «lucha contra el antisemitismo». Por ello, esta organización se había 

convertido por definición en una organización «hostil al Estado», y en realidad hubiera sido 

perseguida —lo que sucedió— en el caso de que hubiera osado llevar a cabo lo que se suponía era 

su misión. En los primeros años, el ascenso de Hitler al poder fue considerado por los sionistas 

como «la derrota decisiva del asimilacionismo». Por este motivo, y durante algún tiempo, los 

sionistas se dedicaron, en cierto grado, a cooperar en forma no delictiva con las autoridades nazis. 

Los sionistas también creyeron que la «desasimilación», combinada con la emigración a Palestina 

de los judíos jóvenes y, como esperaban, de los judíos capitalistas, podía ser una «solución 

mutuamente justa». En aquella época, muchos funcionarios alemanes sostenían esta opinión, y este 

tipo de conversaciones parece haber sido muy corriente hasta el final. Una carta de un superviviente 

de Theresienstadt, judío alemán, relata que los cargos principales del Reichsvereinigung nombrado 

por los nazis estaban ocupados por sionistas (mientras que el auténtico Reichsvertretung judío había 

sido compuesto por sionistas y no sionistas), debido a que los sionistas, según los nazis, eran «los 

judíos decentes, puesto que también pensaban en términos nacionales». A decir verdad, ningún nazi 

prominente habló nunca públicamente de este modo; del principio al fin, la propaganda nazi fue 

violenta, clara e inflexiblemente antisemítica, y finalmente no contó más que lo que la gente que 

todavía no tenía experiencia en los misterios del gobierno totalitario desechó como «mera 

propaganda». En aquellos primeros años existió un acuerdo altamente satisfactorio para ambas 

partes entre las autoridades nazis y la Agencia Judía para 

Palestina, un Ha' avarah, o Pacto de Transferencia, que estipulaba que los emigrantes a Palestina 

podían transferir su dinero allí en mercancías alemanas y cambiarlas por libras a su llegada. Este 

acuerdo pronto fue la única forma legal que los judíos tuvieron de llevarse el dinero (la alternativa 

era establecer una cuenta bloqueada, que podía liquidarse en el exterior, solo a condición de sufrir 

una pérdida del cincuenta al noventa y cinco por ciento). El resultado fue que en los años treinta, 

cuando los judíos norteamericanos pusieron tanto empeño en organizar un boicot de los productos 

alemanes, Palestina, más que ningún otro lugar, quedó inundada de mercancías «made in 

Germany». 

Para Eichmann eran de la mayor importancia los emisarios de Palestina, que entraban en 

contacto con la Gestapo y las SS por propia iniciativa, sin acatar órdenes de los sionistas alemanes 

ni de la Agencia Judía para Palestina. Llegaban con el objeto de recabar ayuda para la inmigración 

ilegal de judíos a la Palestina dominada por Inglaterra, y tanto la Gestapo como las SS eran útiles. 

Negociaron con Eichmann en Viena, e informaron que era un hombre «educado», «no el tipo 

gritón», y que incluso les proporcionó granjas e instalaciones para establecer campos voluntarios de 

adiestramiento de futuros inmigrantes. («En una ocasión, sacó a un grupo de monjas de un convento 

para convertirlo en una granja de adiestramiento para judíos jóvenes», y en otra «facilitó un tren 

especial y una escolta de funcionarios nazis» para acompañar a un grupo de emigrantes, 

abiertamente con destino a las granjas sionistas de adiestramiento de Yugoslavia, a fin de que 

cruzaran con seguridad la frontera.) Según el relato de Jon y David Kimche, con «la plena y 

generosa cooperación de todos los actores principales» (The Secret Roads: The «Illegal» Migration 

of a People, 19381948, Londres, 1954), estos judíos de Palestina hablaban un lenguaje no del todo 

diferente al de Eichmann. Habían sido enviados a Europa por los establecimientos comunales de 

Palestina, y no estaban interesados en operaciones de rescate: «Esa no era su tarea». Iban a 

seleccionar «material adecuado», y su principal enemigo, antes del programa de exterminio, no eran 

los que hacían la vida imposible a los judíos en los viejos países, Alemania o Austria, sino los que 

les cerraban el acceso a la nueva patria. Este enemigo era claramente Inglaterra, no Alemania. En 

realidad, estaban en situación de tratar con las autoridades nazis en plan de igualdad, situación en la 

que no se encontraban los judíos nativos, puesto que se hallaban bajo la protección del poder 

constituido; probablemente, fueron los primeros judíos que hablaron abiertamente de intereses 

mutuos, y fueron también, sin duda, los primeros a quienes se concedió permiso «para escoger 

jóvenes pioneros judíos» de entre los judíos de los campos de concentración. Naturalmente, no se 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 41 


 


daban cuenta de las siniestras consecuencias de este acuerdo, que tan solo se convertirían en 

realidad años después; pero, de algún modo, creyeron que si se trataba de una cuestión de 

seleccionar judíos para que sobrevivieran, era lógico que los judíos hicieran la selección. Este 

fundamental error de juicio fue el que finalmente condujo a una situación en la que la mayoría 

formada por los judíos no seleccionados se encontrara inevitablemente enfrentada con dos 

enemigos: las autoridades nazis y las autoridades judías. En lo que concierne al episodio de Viena, 

la descabellada pretensión de Eichmann de haber salvado centenares de miles de vidas judías fue 

considerada risible por el tribunal, pero encuentra un sorprendente apoyo en el meditado juicio de 

historiadores judíos, tales como los Kimches: «De este modo empezó lo que seguramente ha sido 

uno de los episodios más paradójicos de todo el régimen nazi: el hombre que iba a pasar a la 

historia como uno de los archiasesinos del pueblo judío empezó su carrera como colaborador activo 

en el rescate de los judíos de Europa». 

La desgracia de Eichmann fue que no recordara ninguno de los hechos que podían haber 

apoyado, aunque fuese levemente, su increíble historia, mientras que el culto abogado defensor 

probablemente ni sabía que hubiera algo que recordar. (El doctor Servatius podía haber citado como 

testigos de la defensa a los antiguos agentes de Aliyah Beth, como se denominaba la organización 

encargada de la inmigración ilegal a Palestina; con seguridad todavía recordaban a Eichmann, y 

vivían en Israel en la época del proceso.) La memoria de Eichmann solo funcionaba con respecto a 

cosas que hubieran tenido relación directa con su carrera. Así, recordaba la visita de un agente de 

Palestina que había recibido en Berlín, que le relató la vida en los establecimientos colectivos y a 

quien había llevado a comer dos veces, porque esta visita terminó con una invitación formal para 

que visitara Palestina, donde los judíos le mostrarían el país. Eichmann estaba encantado: ningún 

otro oficial nazi había podido ir a «un lejano país extranjero», y recibió permiso para efectuar el 

viaje. En el juicio se llegó a la conclusión de que había sido enviado «en una misión de espionaje», 

cosa que, sin duda, era verdad, pero que no contradecía la versión que Eichmann había dado a la 

policía. (Del viaje no resultó prácticamente nada. Eichmann junto con un periodista de su oficina, 

cierto Herbert Hagen, solo tuvo tiempo de subir al Monte Carmelo en Haifa antes de que las 

autoridades británicas los enviaran a Egipto y les negaran los permisos de entrada a Palestina; según 

Eichmann, «el hombre de la Haganah» —la organización militar judía que se convirtió en el núcleo 

del ejército de Israel— fue a visitarlos a El Cairo, y lo que les explicó allí pasó a ser el tema de un 

«informe enteramente negativo» que sus superiores habían encargado redactar a Eichmann y Hagen 

para fines de propaganda; este informe fue publicado a su tiempo.) 

A parte de estos triunfos secundarios, Eichmann recordaba únicamente sus estados de ánimo y 

las frases estimulantes que fabricó para acompañarlos; efectuó el viaje a Egipto en 1937, antes de 

ocupar su cargo en Viena, y de Viena no recordaba más que el ambiente general y cuán optimista se 

sentía allí. En vista de su asombrosa perseverancia en no abandonar nunca un estado de ánimo y sus 

correspondientes frases una vez por todas, cuando eran incompatibles con una nueva época que 

requería distintos estados de ánimo y diferentes frases «estimulantes» —perseverancia que 

demostró una y otra vez durante el interrogatorio policial—, uno siente tentaciones de creer en su 

sinceridad cuando califica el tiempo de Viena de idílico. Debido a la completa falta de estabilidad 

de sus pensamientos, esta sinceridad no podía ponerse en entredicho, ni siquiera por el hecho de que 

su año en Viena, desde la primavera de 1938 hasta marzo de 1939, transcurriera durante la época en 

que el régimen nazi había abandonado su postura prosionista. Estaba en la esencia del movimiento 

nazi el seguir adelante y llegar a mayores extremos a cada mes que pasaba, pero una de las 

características más sobresalientes de sus miembros era que psicológicamente tendían a situarse 

siempre un paso atrás del movimiento. Es decir, tenían suma dificultad en conservarse a la par con 

él, o, como Hitler solía decir, no podían «saltar sobre sus propias sombras». 

Sin embargo, la deficiente memoria de Eichmann fue más perjudicial que cualquier hecho 

externo. Había algunos judíos de Viena a quienes Eichmann recordaba en forma muy vívida —el 

doctor Löwenherz y el Kommerzialrat Storfer—, pero estos no eran los emisarios de Palestina, que 

podían haber respaldado su historia. 

Josef Löwenherz, que después de la guerra escribió un memorando muy interesante sobre sus 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 42 


 


negociaciones con Eichmann (uno de los pocos documentos presentados en el juicio; fue mostrado, 

en parte, a Eichmann, que estuvo de acuerdo con sus puntos más importantes), fue el primer agente 

judío que organizó un grupo judío, con características de institución, al servicio de las autoridades 

nazis. Y fue uno de los poquísimos agentes de esta clase que recibió una recompensa por sus 

servicios; se le permitió permanecer en Viena hasta el fin de la guerra; después, emigró a Inglaterra 

y a Estados Unidos. Murió poco después de la captura de Eichmann, en 1960. La suerte de Storfer, 

como ya hemos visto, fue menos afortunada, pero verdaderamente esto no fue culpa de Eichmann. 

Storfer había sustituido a los emisarios de Palestina, que se habían independizado en exceso, y su 

tarea, tarea que le asignó Eichmann, era la de organizar algunos transportes ilegales de judíos a 

Palestina sin la colaboración de los sionistas. Storfer no era sionista y no había demostrado ninguna 

clase de interés en los asuntos judíos antes de la llegada de los nazis a Austria. Sin embargo, con la 

ayuda de Eichmann logró sacar de Europa, en 1940, unos tres mil quinientos judíos, cuando la 

mitad del continente estaba ocupado por los nazis, y parece que hizo todo lo que pudo para 

solventar las dificultades existentes con la gente de Palestina. (Probablemente esto es lo que tenía 

presente Eichmann cuando añadió a su relato referente a Storfer en Auschwitz la críptica 

observación de: «Storfer nunca traicionó el judaísmo, ni con una sola palabra».) Por último, un 

tercer judío a quien Eichmann nunca olvidaba, en relación con sus actividades de antes de la guerra, 

era el doctor Paul Eppstein, encargado de emigración en Berlín durante los últimos años de la 

Reichsvereinigung, una organización central judía nombrada por los nazis, que no debe ser 

confundida con la Reichsvertretung auténticamente judía, disuelta en julio de 1939. El doctor 

Eppstein fue nombrado por Eichmann para servir como Judenältester (decano judío) en 

Theresienstadt, donde fue fusilado en 1944. 

En otras palabras, los únicos judíos que recordaba Eichmann eran los que habían estado por 

completo en su poder. Había olvidado no solo a los emisarios de Palestina, sino también a sus 

conocidos anteriores de Berlín, con quienes había estado en estrecha relación cuando todavía se 

dedicaba a trabajos de investigación y no tenía poderes ejecutivos. Nunca mencionó, por ejemplo, al 

doctor Franz Meyer, ex miembro del Ejecutivo de la Organización Sionista de Alemania, que fue a 

testificar para la acusación respecto a sus contactos con el acusado desde 1936 hasta 1939. En cierta 

manera, el doctor Meyer confirmó la propia historia de Eichmann: en Berlín, los agentes judíos 

podían «presentar quejas y peticiones», existía una especie de cooperación. A veces, dijo Meyer, 

«íbamos a pedir algo, y en algunas ocasiones él solicitaba alguna cosa de nosotros»; en aquella 

época Eichmann «nos escuchaba de verdad e intentaba sinceramente comprender la situación», su 

comportamiento era «totalmente correcto», «solía dirigirse a mí con el tratamiento de señor y 

ofrecerme asiento». Pero en febrero de 1939, todo cambió. Eichmann convocó a todos los jefes de 

la judería alemana de Viena para explicarles sus nuevos métodos de «emigración forzosa». Y ahí 

estaba él, sentado en una gran sala de la planta baja del Rothschild Palais, fácil de reconocer, 

naturalmente, pero cambiado por completo: «De inmediato, dije a mis amigos que no sabía si estaba 

ante el mismo hombre. Tan terrible fue el cambio... Me encontraba con un hombre que se 

comportaba como señor de la vida y la muerte. Nos recibió con insolencia y grosería. No nos dejó 

acercar a su escritorio. Tuvimos que permanecer en pie». El fiscal y los jueces estaban de acuerdo 

en que Eichmann experimentó un auténtico y permanente cambio de personalidad cuando fue 

ascendido a un cargo con poderes ejecutivos. Pero en el curso del juicio demostró que, en este caso 

también, Eichmann tenía «recaídas», y que el asunto no podía haber sido nunca tan sencillo como 

parecía. Hubo el caso del testigo que declaró con referencia a una entrevista que sostuvo con él en 

Theresienstadt, en marzo de 1945, cuando Eichmann se mostraba de nuevo muy interesado en los 

asuntos sionistas. El testigo era miembro de una organización juvenil sionista y poseía un 

certificado de entrada en Palestina. La entrevista «se llevó a cabo en términos agradables y la 

actitud fue amable y respetuosa». (Cosa rara, el abogado defensor nunca mencionó la declaración de 

este testigo en su alegato.) 

Sean cuales sean las interrogantes que pueda plantear el cambio de personalidad de Eichmann en 

Viena, no hay duda de que este nombramiento marcó el verdadero principio de su carrera. Entre 

1937 y 1941, fue ascendido cuatro veces; en catorce meses pasó de Untersturmführer a 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 43 


 


Hauptsturmführer (es decir, de segundo teniente a capitán); y al cabo de un año y medio fue 

promovido Obersturmbannführer, o teniente coronel. Esto sucedía en octubre de 1941, poco 

después de que se le asignara la misión en la Solución Final que iba a llevarlo hasta el tribunal de 

Jerusalén. Y ahí, con gran pena suya, se «quedó clavado»; como comprobó, no era posible obtener, 

puesto que no lo había, un grado más alto en la sección donde trabajaba. Pero esto no podía saberlo 

durante los cuatro años en los que ascendió más rápidamente y a mayor altura de lo que nunca había 

esperado. En Viena había demostrado su temple, y ahora era reconocido no simplemente como un 

experto en «la cuestión judía», en los intrincados problemas de las organizaciones judías y de los 

partidos sionistas, sino como una «autoridad» en materia de emigración y evacuación, como el 

«maestro» que sabía cómo hacer actuar a la gente. Su mayor triunfo llegó poco después de la 

Kristallnacht, en noviembre de 1938, cuando los judíos alemanes vivían dominados por frenéticos 

deseos de escapar. Göring, probablemente por iniciativa de Heydrich, decidió establecer en Berlín 

un Centro del Reich para la Emigración Judía, y en la carta que contenía sus instrucciones, la 

oficina vienesa de Eichmann se citaba específicamente como el modelo que debía utilizarse en el 

establecimiento de una autoridad central. Sin embargo, el director de la oficina de Berlín no iba a 

ser Eichmann, sino el que más tarde sería su muy admirado jefe Heinrich Müller, otro de los 

descubrimientos de Heydrich. Heydrich había sacado a Müller de su trabajo como oficial de la 

policía bávara (no era ni miembro del partido y había sido adversario de este hasta 1933), y lo había 

puesto en la Gestapo de Berlín, porque se le tenía como una autoridad en el sistema policíaco de la 

Rusia Soviética. Para Müller, también, esto significó el principio de su carrera, aunque tuvo que 

empezar por un cargo relativamente pequeño. (Dicho sea de paso, Müller, poco propenso a los 

alardes de Eichmann y conocido por su «conducta de esfinge», logró desaparecer por completo; 

nadie sabe su paradero, aunque circulan rumores de que primero Alemania Oriental y ahora Albania 

han contratado los servicios del experto en policía rusa.) 

En marzo de 1939, Hitler entró en Checoslovaquia e instauró un protectorado alemán sobre 

Bohemia y Moravia. Eichmann fue nombrado inmediatamente para establecer otro centro de 

emigración para judíos en Praga. «Al principio no estaba muy contento de salir de Viena. Después 

de haber instalado una oficina así y ver que marchaba suave y ordenadamente, era lógico que no 

tuviera ganas de abandonarla.» Y realmente, Praga constituyó cierta desilusión, aunque el sistema 

fuera el mismo que en Viena, porque «los representantes de la organización judía checa fueron a 

Viena y la gente de Viena vino a Praga, de modo que no tuve que intervenir en absoluto. Se copió 

simplemente el modelo de Viena y se llevó a Praga. Así todo se puso en marcha automáticamente». 

Pero el centro de Praga era mucho más pequeño, y «siento tener que decir que allí no había gente 

del calibre y de la energía de un doctor 65 wenherz». Pero estas, por así decirlo, reacciones 

personales de descontento eran de poca monta comparadas con las crecientes dificultades de otra 

clase, totalmente objetivas. Centenares de miles de judíos habían abandonado su patria en pocos 

años, y millones esperaban hacerlo, puesto que los gobiernos de Polonia y Rumania no dejaban 

ninguna duda en sus declaraciones oficiales de que, también ellos, deseaban librarse de sus judíos. 

No podían entender la indignación mundial que esto provocaba, ya que, al fin y al cabo, estaban 

siguiendo los pasos de una «nación grande y culta». (Estas enormes reservas de refugiados 

potenciales quedaron de manifiesto durante la Conferencia de Evian, reunida en el verano de 1938 

para resolver el problema de la judería alemana a través de una acción intergubernamental. 

Constituyó un ruidoso fracaso y causó mucho daño a los judíos alemanes.) Las vías para emigrar a 

ultramar comenzaban a ser impracticables por lo atestadas que estaban, al igual que las 

posibilidades de escapar en el ámbito de Europa se habían agotado antes, por lo que incluso en las 

mejores circunstancias, incluso si la guerra no hubiera obstaculizado su programa, Eichmann 

difícilmente hubiera podido repetir el «milagro» vienés en Praga. 

Sabía esto perfectamente, en realidad se había convertido en un experto en asuntos de 

emigración, y no podía esperarse que recibiera su siguiente nombramiento con gran entusiasmo. La 

guerra había estallado en septiembre de 1939, y un mes después Eichmann fue llamado a Berlín 

para suceder a Müller en la jefatura del Centro del Reich para la Emigración Judía. Un año antes, 

esto hubiera sido un auténtico ascenso, pero ahora era un mal momento. Nadie que estuviera en sus 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 44 


 


cabales podía pensar ya en una solución de la cuestión judía en términos de emigración forzosa; por 

una parte, existían las dificultades de trasladar gente de un país a otro en tiempo de guerra y, por 

otra, el Reich había adquirido, por la conquista de los territorios polacos, dos o dos millones y 

medio más de judíos. Es verdad que el gobierno de Hitler estaba todavía dispuesto a dejar que se 

fueran sus judíos (la orden suspendiendo toda clase de emigración judía no llegaría hasta dos años 

más tarde, en otoño de 1941), y si alguna Solución Final se había decidido al respecto, nadie había 

recibido órdenes hasta entonces a este efecto, aunque los judíos ya eran objeto de concentración en 

guetos en el este, y estaban siendo liquidados por los Einsatzgruppen. Era lógico que la emigración, 

por muy bien organizada que estuviera en Berlín según el «principio de la línea de montaje», se 

agotara por sí misma, proceso este que Eichmann describió como «igual que masticar aire... yo 

diría, por ambas partes. En el lado judío porque era realmente difícil para ellos obtener medios, 

dignos de atención, que les permitieran emigrar, y por nuestro lado porque no había movimiento en 

nuestras oficinas, nadie que fuera y viniera. Allí estábamos, sentados en un edificio grande e 

importante, bostezando, sin nada que hacer». Evidentemente, si los asuntos judíos, que eran su 

especialidad, quedaban limitados a una cuestión de emigración, Eichmann pronto perdería su 

empleo. 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 45 


 


 


 


 


 



 


LA SEGUNDA SOLUCIÓN: CONCENTRACIÓN 


 


 


o fue hasta el estallido de la guerra, el 1 de septiembre de 1939, cuando el régimen nazi se 

hizo abiertamente totalitario y abiertamente criminal. Uno de los pasos más importantes en 

este sentido, desde el punto de vista orgánico, fue el decreto, firmado por Himmler, que 

fusionaba el Servicio de Seguridad de las SS, al que había pertenecido Eichmann desde 1934, y que 

era un órgano del partido, con la Policía de Seguridad del Estado, que comprendía la Policía Secreta 

del Estado o Gestapo. El resultado de la fusión fue la Oficina Principal de Seguridad del Reich 

(RSHA), cuyo jefe fue primero Reinhardt Heydrich, y de la que, a la muerte de este en 1942, se 

encargó un viejo conocido de Eichmann en Linz, el doctor Ernst Kaltenbrunner. Todos los 

funcionarios de la policía, no solo de la Gestapo sino también de la Policía Criminal y de la Policía 

de Orden Público, recibieron títulos de las SS, que correspondían a su anterior rango, prescindiendo 

de si eran o no miembros del partido, y esto significó que en el transcurso de un día una parte muy 

importante de los antiguos servicios civiles fue incorporada a la sección más radical de la jerarquía 

nazi. Hasta donde alcanzan mis conocimientos, ninguno de ellos protestó o dimitió de su cargo. (A 

pesar del hecho de que Himmler, el jefe y fundador de las SS, ostentaba al mismo tiempo, desde 

1936, la jefatura de la policía alemana, las dos organizaciones se habían mantenido separadas hasta 

entonces.) La RSHA, por otra parte, solo era una de las doce oficinas principales de las SS, la más 

importante de las cuales, en el presente texto, fue la Oficina Principal de la Policía de Orden 

Público, al mando del general Kurt Daluege, responsable de la detención de judíos, y la Oficina 

Principal para Administración y Economía (la SS-Wirtschafts-Verwaltungshauptmat, o WVHA), 

dirigida por Oswald Pohl, encargada de los campos de concentración y posteriormente del aspecto 

«económico» del exterminio. 

Esta actitud «objetiva —hablando sobre campos de concentración en términos de 

«administración» y sobre campos de exterminio en términos de «economía»— era típica de la 

mentalidad de las SS y algo de lo que Eichmann, en el juicio, todavía se sentía orgulloso. Con su 

«objetividad» (Sachlichkeit), las SS se separaron de tipos «emocionales» como Streicher, aquel 

«loco carente de sentido de la realidad», y de ciertos «factótums teutónico-germánicos del partido, 

que se comportaban como si fueran vestidos con pieles y tocados con cuernos». Eichmann admiraba 

mucho a Heydrich porque no le gustaban en absoluto estas tonterías, y había perdido su simpatía 

por Himmler debido a que, entre otras cosas, el Reichsführer SS y jefe de la policía alemana y de 

todas las oficinas principales de las SS, se había permitido, «al menos durante largo tiempo, estar 

influenciado por ellas». Durante el juicio, sin embargo, no fue el acusado, SS Obersturmbannführer 

a. D. quien iba a llevarse el premio de «objetividad»; fue el doctor Servatius, abogado de Colonia, 

especializado en derecho tributario y mercantil, que nunca había pertenecido al Partido Nazi, quien 

iba a dar al tribunal una lección sobre lo que significa no ser «emocional», que ninguno de los que 

la oyeron es probable que olvide. El momento, uno de los pocos momentos con grandeza en todo el 

proceso, llegó durante el corto informe oral de la defensa, después del cual el tribunal se retiró por 

cuatro meses para redactar la sentencia. Servatius declaró al acusado inocente de las acusaciones 

que le imputaban responsabilidad en «la recogida de esqueletos, esterilizaciones, muertes por gas, y 

parecidos asuntos médicos», y el juez Halevi le interrumpió: «Doctor Servatius, supongo que ha 

cometido usted un lapsus linguae al decir que las muertes por gas eran un asunto médico». A lo que 

Servatius replicó: «Era realmente un asunto médico puesto que fue dispuesto por médicos. Era una 

cuestión de matar. Y matar también es un asunto médico». Y, quizá para tener la absoluta certeza de 




Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 46 


 


que los jueces de Jerusalén no olvidarían de qué manera los alemanes —alemanes corrientes, no 

antiguos miembros de las SS o incluso del Partido Nazi—aún hoy consideran actos que en otros 

países se califican de asesinato, repitió la frase en sus «Comentarios al Juicio en Primera Instancia», 

preparados para la revisión del caso en la Corte Suprema; allí de nuevo dijo que no Eichmann, sino 

uno de sus hombres, Rolf Günther, «estaba ocupado siempre en asuntos médicos». (El doctor 

Servatius está muy enterado de los «asuntos médicos» del Tercer Reich. En Nuremberg defendió al 

doctor Karl Brandt, médico personal de Hitler, director general de «Higiene y Salud» y jefe del 

programa de eutanasia.) 

Cada una de las oficinas principales de las SS, durante la guerra, estaba dividida en secciones y 

subsecciones, y la RSHA comprendía siete secciones principales. La Sección IV era el negociado de 

la Gestapo, y estaba dirigida por el Gruppenführer (comandante general) Heinrich Müller, cuyo 

rango era el mismo que había poseído en la policía bávara. Su tarea era la de combatir a los 

«elementos hostiles al Estado», de los que había dos categorías, de cada una de las cuales se 

encargaba una subsección: la Subsección IV-A se ocupaba de los «elementos hostiles» acusados de 

comunismo, sabotaje, liberalismo y asesinato, y la Subsección IV-B se ocupaba de las «sectas», es 

decir, de católicos, protestantes, francmasones (este puesto permaneció vacante) y judíos. Cada una 

de estas subsecciones poseía oficina propia, designada por un número arábigo, y así, a Eichmann en 

1941 se le asignó la Subsección IV-B-4 de la RSHA. Como su inmediato superior, el jefe de IV-B, 

resultó ser un cero a la izquierda, su superior real fue siempre Müller. El superior de Müller era 

Heydrich, y más tarde Kaltenbrunner, cada uno de los cuales, a su vez, estaba bajo el mando de 

Himmler, que recibía las órdenes directamente de Hitler. 

Además de sus doce oficinas principales, Himmler dirigía asimismo una organización por 

completo distinta, que también desempeñó un papel enorme en la ejecución de la Solución Final. 

Esta organización era la red de altos jefes de las SS y de la policía que estaban al mando de las 

organizaciones regionales; su cadena de mandos no los enlazaba con la RSHA, sino que eran 

directamente responsables ante Himmler, y siempre fueron de rango superior a Eichmann y a los 

hombres de su equipo. Los Einsatzgruppen, por otra parte, estaban bajo el mando de Heydrich y de 

la RSHA, lo que, como es lógico, no significa necesariamente que Eichmann tuviera algo que ver 

con ellos. Los comandantes de los Einsatzgruppen también tuvieron invariablemente un rango 

superior al de Eichmann. Desde el punto de vista técnico y de organización, la posición de 

Eichmann no era muy alta; su cargo solo llegó a ser de tanta importancia debido a que la cuestión 

judía, por razones puramente ideológicas, fue adquiriendo mayor importancia con el transcurrir de 

los días, las semanas y los meses de la guerra, hasta alcanzar proporciones fantásticas en los años de 

derrota, desde 1943 en adelante. Cuando sucedió esto, la oficina de Eichmann era todavía la única 

que oficialmente se ocupaba de «los elementos hostiles judíos», pero, de hecho, había perdido su 

monopolio, porque por aquel entonces todas las oficinas y organizaciones, Estado y partido, ejército 

y SS, estaban atareados «resolviendo» el problema. Incluso si centramos nuestra atención en la 

maquinaria policíaca y omitimos las otras oficinas, el panorama es absurdamente complicado, ya 

que a los Einsatzgruppen y los altos jefes de las SS y de la policía, tenemos que añadir los 

inspectores de la Policía de Seguridad y del Servicio de Seguridad. Cada uno de estos grupos 

pertenecía a una cadena de mando distinta que, en último término, llegaba hasta Himmler, pero eran 

iguales, los unos con respecto a los otros, y nadie que perteneciera a un grupo debía obediencia a un 

oficial superior de otro grupo. Debe reconocerse que la acusación estaba en posición muy difícil 

para poder encontrar el camino a través de este laberinto de instituciones paralelas, cosa que tenía 

que hacer cada vez que quería determinar alguna responsabilidad específica de Eichmann. (Si el 

juicio tuviera que efectuarse hoy, esta tarea sería mucho más fácil, ya que Raul Hilberg en su libro 

The Destruction of the European Jews ha logrado presentar la primera descripción clara de esta 

maquinaria de destrucción increíblemente compleja.) 

Además, debe recordarse que todos estos órganos, que ostentaban un enorme poder, competían 

ferozmente entre sí, competencia que no significaba ningún alivio para sus víctimas, ya que su 

ambición era siempre la misma: matar tantos judíos como fuera posible. Este espíritu de 

competencia, que, como es natural, inspiraba a todos una gran lealtad hacia su propio equipo, ha 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 47 


 


sobrevivido a la guerra, solo que funciona al revés: el deseo de cada uno de ellos ha pasado a ser el 

de «exonerar a su propio equipo» a expensas de todos los otros. Esta fue la explicación que dio 

Eichmann cuando fue enfrentado con las memorias de Rudolf Höss, comandante de Auschwitz, en 

las que se acusa a Eichmann de algunos hechos que él afirmó no haber cometido nunca, ni haber 

estado en situación de cometer. Admitió fácilmente que Höss no tenía razones personales para 

cargarle con actos de los cuales era inocente, ya que sus relaciones habían sido totalmente 

amistosas; pero insistió, en vano, en que Höss quería exculpar a su propio equipo, la Oficina 

Principal para Administración y Economía, y cargar todas las  culpas a la RSHA. En Nuremberg 

sucedió algo parecido; los diversos acusados dieron un lamentable espectáculo acusándose entre sí, 

¡aunque nadie inculpó a Hitler! Sin embargo, ninguno de ellos actuó así simplemente para salvar su 

pellejo a expensas del de otro; los hombres sometidos a juicio pertenecían a organizaciones 

totalmente diferentes, que se profesaban desde antiguo una profunda hostilidad. El doctor Hans 

Globke, con quien ya nos hemos encontrado antes, intentó exonerar a su propio Ministerio del 

Interior a expensas del Ministerio de Asuntos Exteriores, cuando fue testigo de la acusación en 

Nuremberg. Eichmann, por otra parte, intentó siempre escudar a Müller, Heydrich y Kaltenbrunner, 

aunque este último lo hubiera tratado muy mal. No cabe duda de que una de las principales faltas de 

objetividad de la acusación en Jerusalén fue que su causa se apoyara demasiado en declaraciones 

juradas o no de ex nazis de alta graduación, muertos o vivos; no vio, y quizá no podía esperarse que 

lo viera, lo dudosas que eran estas pruebas como fundamentos para establecer los hechos. Incluso el 

fallo, en su valoración de los testimonios perjudiciales de otros criminales nazis, tomó en cuenta 

que (según las palabras de uno de los testigos de la defensa) «era habitual en la época de los juicios 

por crímenes de guerra cargar todas las culpas posibles sobre los que estaban ausentes o se creía que 

habían muerto». 

Cuando Eichmann se hizo cargo de su nueva oficina en la Sección IV de la RSHA, se enfrentaba 

todavía con el incómodo dilema de que, por una parte, la «emigración forzosa» era la fórmula 

oficial para la solución de la cuestión judía, y, por otra parte, la emigración había dejado de ser 

posible. Por primera y casi última vez en su vida en las SS, se vio obligado a tomar la iniciativa por 

la fuerza de las circunstancias, a hacer un esfuerzo para «dar a luz una idea». Según la versión que 

dio en el interrogatorio de la policía, alumbró tres ideas. Las tres, tenía que admitirlo, no produjeron 

resultados positivos; todo lo que intentaba por su cuenta iba invariablemente mal; el golpe final 

vino cuando tuvo que «abandonar» su fortaleza privada de Berlín, antes de probarla contra los 

tanques rusos. Todo fueron frustraciones; una historia de mala suerte como nunca haya habido. La 

fuente inagotable de dificultades era, en su opinión, que nunca se dejaba solos a él y a sus hombres, 

que todas aquellas otras oficinas del Estado y del partido querían intervenir en la «solución», con el 

resultado de que por todas partes había florecido un verdadero ejército de «expertos judíos» y todos 

se peleaban para destacar sobre los demás, en una especialidad de la que nada sabían. Eichmann 

sentía el mayor de los desprecios para toda esa gente, en parte porque eran recién llegados, en parte 

porque trataban de enriquecerse, y con frecuencia lograban hacerlo en el curso de su trabajo, y en 

parte porque eran ignorantes, no habían leído los uno o dos «libros básicos». 

Sus tres ideas habían sido inspiradas por los «libros básicos», pero también se llegó a la 

conclusión de que dos de las tres no eran en absoluto ideas suyas, y con respecto a la tercera: «Ya 

no me acuerdo si fue Stahlecker (su superior en Viena y Praga) o yo el que tuvo la idea, de todos 

modos la idea nació». Esta última idea era la primera, cronológicamente; era la «idea de Nisko», y 

su fracaso fue para Eichmann la prueba más clara del mal de la interferencia. (La persona culpable 

era en este caso Hans Frank, gobernador general de Polonia.) Al objeto de comprender el plan, 

debemos recordar que después de la conquista de Polonia y antes del ataque alemán a Rusia, los 

territorios polacos fueron divididos entre Alemania y Rusia; la parte alemana comprendía las 

regiones occidentales, que fueron incorporadas al Reich, y la llamada Área Oriental, 

comprendiendo Varsovia, que se conocía como Gobierno General. Para entonces, el Área Oriental 

era tratada como territorio ocupado. Como en aquel tiempo la solución de la cuestión judía todavía 

era la «emigración forzosa», era lógico que, con el objetivo de dejar a Alemania judenrein, los 

judíos polacos de los territorios anexionados, junto con el resto de los judíos de otras partes del 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 48 


 


Reich, fueran empujados hacia el Gobierno General, que, fuere lo que fuese, no se consideraba 

parte del Reich. En diciembre de 1939 se habían iniciado ya las evacuaciones hacia el este y 

aproximadamente un millón de judíos —seiscientos mil del área incorporada y cuatrocientos mil de 

todo el Reich— empezaron a llegar al Gobierno General. 

Si es veraz la versión de Eichmann sobre la aventura Nisko —y no existe ninguna razón para no 

creerle—, él o, con más probabilidad su superior de Viena y Praga, Brigadeführer (brigadier ge-

neral) Franz Stahlecker, se anticiparon en varios meses a estos acontecimientos. Este doctor 

Stahlecker, como tenía cuidado de llamarle Eichmann, era en su opinión una excelente persona, 

educado, razonable y «libre de odios y chovinismos de toda clase»; en Viena solía estrechar la 

mano de los representantes judíos. Año y medio más tarde, en la primavera de 1941, este educado 

caballerofue nombrado comandante del Einsatzgruppen A, y se las ingenió para matar a tiros, en 

poco más de un año (él mismo murió en acción en 1942), a doscientos cincuenta mil judíos, como 

informó personalmente al mismo Himmler, a pesar de que el jefe de los Einsatzgruppen, unidades 

de policía, era el director de la Policía de Seguridad y de la SD, es decir, Reinhardt Heydrich. Pero 

esto sucedió más tarde, y ahora, en septiembre de 1939, mientras el ejército alemán estaba todavía 

atareado ocupando los territorios polacos, Eichmann y el doctor Stahlecker empezaron a pensar, «en 

privado», en la forma en que el Servicio de Seguridad podría lograr su parte de influencia en el 

Este; lo que necesitaban era «un área en Polonia, tan grande como fuera posible, en cuyos límites se 

formaría un Estado judío autónomo en forma de protectorado... Esto podría ser la solución». Y allá 

fueron, por propia iniciativa, sin órdenes de nadie, a explorar. Se dirigieron hacia el Distrito Radom, 

a orillas del San, no lejos de la frontera rusa, y «vieron un enorme territorio, pueblos, mercados, 

pequeñas ciudades», y «nos dijimos: Esto es lo que necesitamos, y por qué no cambiar de sitio a los 

polacos para variar, ya que la gente está siendo reinstalada por todas partes»; esta solución sería «la 

solución de la cuestión judía» —suelo firme bajo sus pies— al menos durante un tiempo. 

Al principio, todo parecía ir muy bien. Visitaron a Heydrich y este se mostró de acuerdo y les 

dijo que siguieran adelante. Daba la casualidad —aunque Eichmann, en Jerusalén, lo había olvidado 

por completo— de que su proyecto encajaba perfectamente en el plan general de Heydrich, en 

aquella etapa, para la solución de la cuestión judía. El 21 de septiembre de 1939, Heydrich había 

convocado una reunión de todos los «jefes de departamento» de la RSHA y de los Einsatzgruppen 

(que ya operaban en Polonia), en la que se habían dado directrices generales para el futuro 

inmediato: concentración de los judíos en guetos, establecimiento de consejos de decanos judíos y 

deportación de todos los judíos a la zona del Gobierno General. Eichmann había asistido a esta 

reunión en la que se estableció el «Centro Judío de Emigración», como se probó en el juicio, a 

través de las minutas que la Oficina 06 de la policía israelita había descubierto en los Archivos 

Nacionales de Washington. Por lo tanto, la iniciativa de Eichmann o de Stahlecker no significó más 

que un plan concreto para llevar a la práctica las directrices de Heydrich. Y ahora millares de 

personas, principalmente procedentes de Austria, eran deportadas sin orden ni concierto hacia aquel 

sitio dejado de la mano de Dios, donde un oficial de las SS —Erich Rajakowitsch, que más tarde 

estuvo encargado de la deportación de los judíos holandeses— les explicaba que «el Führer ha 

prometido a los judíos una nueva patria. No hay viviendas, no hay casas. Si construís, tendréis un 

techo sobre vuestras cabezas. No hay agua, todos los pozos de los alrededores transmiten 

enfermedades, hay cólera, disentería y fiebre tifoidea. Si perforáis y encontráis agua, tendréis agua». 

Como puede verse, «todo tenía un maravilloso aspecto», excepto que las SS expulsaron a algunos 

de los judíos de este paraíso y los llevaron más allá de la frontera rusa, y que otros tuvieron el buen 

sentido de salir de allí por propia voluntad. Pero entonces, se lamentó Eichmann, «empezaron las 

obstrucciones por parte de Hans Frank», a quien habían olvidado informar, pese a que este era «su» 

territorio. «Frank se quejó a Berlín y empezó un gran tira y afloja. Frank quería resolver su cuestión 

judía por sí mismo, absolutamente. No quería admitir más judíos en su Gobierno General. Los que 

ya habían llegado debían desaparecer inmediatamente.» Y, sí, desaparecieron; algunos fueron 

incluso repatriados, cosa que nunca había sucedido anteriormente ni volvería a suceder jamás, y los 

que regresaron a Viena fueron inscritos en los archivos de la policía como «de regreso de 

adiestramiento voluntario», una curiosa recaída en la etapa prosionista del movimiento. 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 49 


 


El anhelo de Eichmann de adquirir algún territorio para «sus» judíos puede comprenderse mejor 

si lo contemplamos a través del prisma de su carrera. El plan Nisko «nació» durante la época de su 

rápido ascenso, y es más que probable que se viera a sí mismo como futuro gobernador general, 

como Hans Frank en Polonia, o como futuro protector, como Heydrich en Checoslovaquia, de un 

«Estado Judío». El completo fracaso de toda la empresa debió de enseñarle, sin embargo, una 

lección sobre las posibilidades y lo apetecible de la iniciativa «privada». Y debido a que él y 

Stahlecker habían actuado dentro de la estructura de las directrices de Heydrich y con el consenso 

explícito de este, esta singular repatriación de judíos, que constituía una clara derrota temporal para 

la policía y las SS, debió de haberle enseñado también que el poder constantemente en aumento de 

su propio equipo no equivalía a la omnipotencia, y que los ministerios del Estado y los otros 

organismos del partido estaban completamente preparados para luchar por el mantenimiento de su 

propio poder en retroceso. 

El segundo intento de Eichmann para «poner tierra firme bajo los pies de los judíos» fue el 

proyecto Madagascar. El plan para evacuar cuatro millones de judíos de Europa hacia la isla 

francesa de la costa suroriental de África —una isla con una población nativa de 4.370.000 personas 

y una superficie de 587.000 kilómetros cuadrados de tierra pobre— había tenido su origen en el 

Ministerio de Asuntos Exteriores y, posteriormente, fue pasado a la RSHA, porque, en palabras del 

doctor Martin Luther, que estaba encargado de los asuntos judíos en la Wilhelmstrasse, solo la 

policía «poseía la experiencia y las capacidades técnicas para llevar a cabo una evacuación en masa 

de judíos y para garantizar la vigilancia de los evacuados». El «Estado Judío» iba a tener un 

gobernador policíaco bajo la jurisdicción de Himmler. El proyecto en sí tuvo una historia singular. 

Eichmann, confundiendo Madagascar con Uganda, afirmó siempre haber tenido «un sueño soñado 

ya por el padre judío de la idea del Estado Judío, Theodor Herzl», pero es verdad que su sueño ya 

había sido soñado antes, primero por el gobierno polaco, que en 1937 se tomó la gran molestia de 

estudiar la idea, solo para comprobar que sería poco menos que imposible enviar sus casi tres 

millones de judíos hacia allá y abstenerse de matarlos, y, algo más tarde, por el ministro francés de 

Asuntos Exteriores, Georges Bonnet, que tenía el plan más modesto de enviar los judíos extranjeros 

que estaban en Francia, que ascendían a unos doscientos mil, a la colonia francesa. Incluso consultó 

el asunto con su colega alemán, Joachim von Ribbentrop, en 1938. De todos modos, en verano de 

1940, cuando sus actividades de emigración llegaron a una total paralización, Eichmann fue 

requerido para que elaborara un plan detallado para la evacuación de cuatro millones de judíos a 

Madagascar, y parece que este proyecto ocupó la mayor parte de su tiempo hasta la invasión de 

Rusia un año después. (Cuatro millones es una cifra sorprendentemente baja para hacer Europa 

judenrein. Es evidente que no incluía los tres millones de judíos polacos que, como todos sabemos, 

estaban siendo asesinados desde los primeros días de la guerra.) Parece imposible que, excepto 

Eichmann y algunas otras lumbreras menores, alguien tomara esto con seriedad, debido a que —

aparte de que se sabía que el territorio era inadecuado, para no mencionar el hecho de que, después 

de todo, era una posesión francesa— el plan hubiera requerido capacidad de embarque para cuatro 

millones de personas en plena guerra y en un momento en que la marina británica dominaba el 

Atlántico. Siempre se tuvo la intención de que el plan Madagascar sirviera de capa bajo la cual 

pudieran llevarse a cabo los preparativos para la exterminación física de todos los judíos de la 

Europa occidental (j para el exterminio de los judíos polacos no se necesitó ningún pretexto así!), y 

su gran ventaja con respecto al ejército de antisemitas entrenados, que, por más que se esforzaran, 

siempre se encontraban un paso rezagados con respecto al Führer, fue que familiarizó a todos los 

que estaban en él englobados con la noción elemental de que nada sería eficaz, excepto la completa 

evacuación de Europa; ninguna legislación especial, ninguna «desasimilación», ningún gueto serían 

suficientes. Cuando, un año después, se declaró la «caducidad» del proyecto Madagascar, todos 

estaban psicológicamente, o mejor, lógicamente, preparados para el siguiente paso: ya que no 

existía ningún territorio donde pudiera efectuarse la «evacuación», la única «solución» era el 

exterminio. 

Eichmann, el revelador de la verdad para las generaciones venideras, nunca sospechó la 

existencia de planes tan siniestros. Para él, lo que llevó al fracaso la empresa de Madagascar fue la 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 50 


 


falta de tiempo, y el tiempo se malgastaba debido a las incesantes y continuas interferencias de 

otros departamentos. En Jerusalén, tanto la policía como el tribunal intentaron arrancarle tan 

placentera convicción. Lo enfrentaron con dos documentos relativos a la reunión del 21 de 

septiembre de 1939, antes mencionada; uno de estos documentos era una carta de Eichmann 

enviada por teletipo que contenía algunas directrices para los Einsatzgruppen, en la que hacía 

distinción por primera vez entre un «objetivo final, que requería períodos más largos» y que debía 

considerarse como «alto secreto», y «las etapas para alcanzar este objetivo final». Las palabras 

Solución Final todavía no aparecían, y el documento nada dice explícitamente sobre el significado 

del «objetivo final». Por lo tanto, Eichmann pudo haber dicho, muy bien, que el «objetivo final» era 

su proyecto Madagascar, el cual, en esa época, daba vueltas por todas las oficinas alemanas; para 

una evacuación en masa, la concentración de los judíos era una necesaria «etapa» preliminar. Pero 

Eichmann, después de leer cuidadosamente el documento, dijo inmediatamente que estaba 

convencido de que el «objetivo final» podía significar solo el «exterminio físico», y dedujo que 

«esta idea básica ya estaba arraigada en las mentes de sus superiores o de los hombres en la 

cumbre». Esto podía haber sido realmente la verdad, pero entonces hubiera debido reconocer que el 

proyecto Madagascar podía haber sido solo un engaño. No lo hizo, nunca cambió su versión de 

Madagascar, y probablemente no podía cambiarla. Era como si esta versión corriera a lo largo de 

una grabación diferente en su memoria, y fue esta memoria grabada la que demostró estar hecha a 

prueba de razones, argumentos, informaciones y distinciones de cualquier clase. 

Su memoria le informaba de que había existido un período de sosiego en las actividades contra 

los judíos de Europa central y occidental entre el estallido de la guerra (Hitler, en su discurso ante el 

Reichstag el 30 de enero de 1939, había «profetizado» que la guerra acarrearía «la aniquilación de 

la raza judía en Europa») y la invasión de Rusia; sin duda, incluso entonces los diversos organismos 

del Reich y de los territorios ocupados estaban haciendo todo lo posible para eliminar «al 

adversario, la judería», pero no existía una política unificada; parecía como si cada organismo 

tuviera su propia «solución» y se le permitiera aplicarla en competencia con las soluciones de los 

demás. La solución de Eichmann consistía en un Estado policía, y para ello necesitaba un territorio 

adecuado. Todos sus «esfuerzos fracasaron a causa de la falta de comprensión de las personas a 

quienes concernía», debido a «rivalidades», desavenencias, disputas, porque todos «rivalizaban por 

la supremacía». Y después fue demasiado tarde; la guerra contra Rusia «estalló de repente, como un 

trueno». Esto fue el final de sus sueños, de la misma manera que marcó el fin de «la era en que se 

buscaba una solución en interés de ambas partes». También fue, como reconoció en las memorias 

escritas en Argentina, «el fin de una era en la que existían leyes, ordenanzas, decretos para el trato 

de los judíos individualmente considerados». Y, según él, fue más que esto, fue el fin de su carrera, 

y aunque esto sonara de modo extravagante a causa de su «fama» presente, no puede negarse que 

tenía cierto fundamento lógico, ya que su equipo, que tanto en realidad de la «emigración forzosa» 

como en el «sueño» de un Estado judío gobernado por los nazis, había sido la autoridad decisiva en 

todos los asuntos judíos, ahora «estaba relegado a un segundo lugar en lo relativo a la Solución 

Final de la cuestión judía, ya que lo que se iniciaba ahora fue transferido a diversas unidades, y las 

negociaciones las llevaba a cabo otra oficina central, bajo el mando del antiguo Reichsführer SS y 

jefe de la Policía Alemana». Las «diversas unidades» eran los grupos de asesinos escogidos, que 

operaban a retaguardia del ejército, en el Este, y cuya tarea especial consistía en asesinar a la 

población civil nativa y en especial a los judíos; y la otra oficina principal era la WVHA, bajo la 

dirección de Oswald Pohl, al que tenía que recurrir Eichmann para averiguar el destino final de cada 

envío de judíos. Este se calculaba según la «capacidad de absorción» de las diferentes instalaciones 

de matanza y también según las necesidades de trabajadores esclavos de las numerosas empresas 

industriales que habían encontrado rentable establecer sucursales en la vecindad de algunos de los 

campos de muerte. (Aparte de las empresas industriales de las SS, poco importantes, algunas firmas 

alemanas tan famosas como I. G. Farben, Krupp Werke y Siemens-Schuckert Werke habían 

establecido plantas en Auschwitz, así como cerca de los campos de muerte de Lublin. El 

entendimiento entre las SS y los hombres de negocios era excelente; Höss, de Auschwitz, rindió 

testimonio sobre las muy cordiales relaciones sociales con los representantes de I. G. Farben. En 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 51 


 


cuanto a las condiciones de trabajo, la idea era claramente matar con el trabajo; según Hilberg, 

murieron por lo menos veinticinco mil de los treinta y cinco mil judíos, aproximadamente, que 

trabajaron en una de las plantas de I. G. Farben.) En cuanto a Eichmann se refería, la evacuación y 

deportación ya no eran las últimas etapas de la «solución». Su departamento se había convertido en 

un simple instrumento. Por esta causa tuvo verdadero motivo de sentirse «amargado y 

decepcionado» cuando se archivó el proyecto Madagascar; y la única cosa que iba a consolarle era 

su ascenso a Obersturmbannführer, que llegó en octubre de 1941. 

La última vez que Eichmann recordaba haber intentado algo por su cuenta fue en septiembre de 

1941, tres meses después de la invasión de Rusia. Sucedió inmediatamente después de que 

Heydrich, todavía jefe de la Policía de Seguridad y del Servicio de Seguridad, pasara a ser protector 

de Bohemia y Moravia. Para celebrar la ocasión, Heydrich había convocado una conferencia de 

prensa y había prometido que en ocho semanas el Protectorado estaría judenrein. Después de la 

conferencia, discutió el asunto con los que tenían que llevar a cabo la promesa; con Franz 

Stahlecker, que por aquel entonces era comandante local de la Policía de Seguridad de Praga, y con 

el subsecretario de Estado, Karl Hermann Frank, antiguo jefe sudete que poco tiempo después, a la 

muerte de Heydrich, iba a sucederle como Reichsprotektor. Frank, en opinión de Eichmann, era un 

tipo ruin, un odiador de judíos, un hombre de la«clase de Streicher» que «no sabía nada de 

soluciones políticas», una de estas personas que «en forma autocrática y, permítanme decirlo, en la 

borrachera del poder, simplemente daba órdenes y mandatos». Pero, por otra parte, la conferencia 

fue agradable. Por primera vez, Heydrich mostró «una faceta más humana» y admitió, con hermosa 

franqueza, que se «había ido de la lengua», cosa que «no fue una gran sorpresa para los que 

conocían a Heydrich», un «carácter ambicioso e impulsivo», que «a menudo dejaba escapar 

palabras a través de la valla de sus dientes con más rapidez de lo que después hubiera querido». De 

modo que el propio Heydrich dijo: «Ahí está el lío y ¿qué vamos a hacer ahora?». A lo que 

Eichmann replicó: «Hay una sola posibilidad, si no puede retractarse de su declaración. Proporcione 

suficiente espacio en el que poner a los judíos del Protectorado que ahora viven dispersos». (Un 

hogar judío, una concentración de los expatriados de la Diáspora.) Y entonces, por desgracia, Frank 

el odiador de judíos, de la misma clase que Streicher, hizo una propuesta concreta, y esta fue en el 

sentido de que el espacio se proveyera en Theresienstadt. Ante lo cual Heydrich, quizá también en 

la borrachera de su poder, ordenó simplemente la inmediata evacuación de la población checa de 

Theresienstadt, para hacer sitio a los judíos. 

Eichmann fue enviado allí para observar cómo iban las cosas. Gran decepción: la ciudad 

fortaleza bohemia, a orillas del Eger, era demasiado pequeña; en el mejor de los casos podía 

convertirse en un campo de transbordo para un porcentaje de los noventa mil judíos de Bohemia y 

Moravia. (Para unos cincuenta mil judíos checos, Theresienstadt fue realmente un campo de 

transbordo en el camino hacia Auschwitz, mientras unos veinte mil más llegaron al mismo destino 

para quedarse.) Sabemos de mejor fuente que la defectuosa memoria de Eichmann que 

Theresienstadt, desde el principio, fue proyectado por Heydrich para que sirviera como un gueto 

especial para algunas categorías privilegiadas de judíos, en especial, pero no exclusivamente, 

procedentes de Alemania: representantes judíos, gente importante, veteranos de guerra con altas 

condecoraciones, inválidos, matrimonios mixtos y judíos alemanes de más de sesenta y cinco años 

de edad (de donde provino el sobrenombre de Altersghetto). La ciudad demostró ser demasiado 

pequeña incluso para alojar a estas clases restringidas, y en 1943, alrededor de un año después de su 

establecimiento, empezó la operación de «clareo» o «alivio» (Auflockerung), por medio de la cual 

regularmente se mitigaba el hacinamiento... con traslados a Auschwitz. Pero en una cuestión, la 

memoria de Eichmann no lo defraudó, Theresienstadt fue en realidad el único campo de 

concentración que no cayó bajo la autoridad de la WVHA, sino que estuvo bajo su propia 

responsabilidad hasta el fin. Sus jefes eran hombres del equipo de Eichmann y siempre inferiores en 

rango; fue el único campo sobre el que tuvo, al menos, una parte del poder que el fiscal de Jerusalén 

le atribuía. 

Era evidente que la memoria de Eichmann, al saltar con gran facilidad por encima del tiempo —

estaba dos años adelantado a la secuencia de los acontecimientos cuando contó la historia de 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 52 


 


Theresienstadt a los interrogadores—, no se ceñía a un orden cronológico, pero tampoco podemos 

calificarla de totalmente anárquica. Era como un almacén repleto de interesantes relatos de la peor 

especie. Al rememorar Praga, surgió en su memoria el recuerdo del día en que fue recibido por el 

gran Heydrich, que demostró tener «su lado humano». Algunas sesiones más tarde, mencionó un 

viaje a Bratislava, en Eslovaquia, en el transcurso de cuya estancia allí se produjo el asesinato de 

Heydrich. Todo lo que recordaba era que había estado allí como huésped de Sano Mach, ministro 

del Interior del gobierno títere eslovaco establecido por los alemanes. (En aquel gobierno católico 

de acérrimo antisemitismo, Mach representaba la versión eslovaca del antisemita alemán; se negó a 

hacer excepciones en favor de los judíos bautizados y fue uno de los principales responsables de la 

gran deportación de la judería eslovaca.) Eichmann recordaba su viaje porque era extraordinario 

para él recibir invitaciones sociales de miembros de gobiernos; en verdad, constituía un honor. 

Mach, como recordó Eichmann, era un tipo amable y campechano que le invitó a jugar a los bolos. 

¿Realmente no tenía otra cosa que hacer en Bratislava, en medio de la guerra, que ir a jugar a los 

bolos con el ministro del Interior? No, nada más en absoluto; lo recordaba todo muy bien, el juego 

de bolos, y las bebidas que sirvieron poco antes de que llegaran las noticias del atentado contra 

Heydrich. Cuatro meses y cincuenta y cinco cintas magnetofónicas después, el capitán Less, el 

interrogador israelita, insistió sobre este punto, y Eichmann contó la misma historia con palabras 

casi idénticas, agregando que ese día había sido «inolvidable», porque su «superior fue asesinado». 

En esta ocasión, sin embargo, se le mostró un documento que decía que había sido enviado a 

Bratislava para conversar sobre «la acción de evacuación en curso contra los judíos de Eslovaquia». 

Eichmann admitió de inmediato su error: «Claro, claro, era una orden de Berlín, no me enviaron allí 

a jugar a los bolos». ¿Había mentido por dos veces de forma perfectamente consecuente? Es difícil. 

Evacuar y deportar judíos se había convertido en un asunto de rutina; lo que se fijó en su mente fue 

el juego de bolos, el ser huésped de un ministro y la noticia del atentado contra Heydrich. Y era 

característico de su clase de memoria el no poder recordar en absoluto el año en el que transcurrió 

ese memorable día en que «el verdugo» fue abatido a tiros por patriotas checos. 

Si su memoria le hubiera sido más fiel, jamás hubiera contado la historia de Theresienstadt. 

Puesto que todo ello sucedió cuando ya había pasado el tiempo de las «soluciones políticas» y se 

había iniciado la era de la «solución física». Sucedió, como Eichmann iba a reconocer libre y 

espontáneamente, en otro contexto, cuando ya había sido informado de la orden del Führer para la 

Solución Final. Hacer un país judenrein en la fecha en que Heydrich prometió hacerlo con Bohemia 

y Moravia, solo podía significar la concentración y deportación de los judíos a lugares desde los 

cuales estos pudieran ser transportados con facilidad a los centros de exterminio. El que 

Theresienstadt se organizara en realidad con otro propósito, el de ser un escaparate para el mundo 

exterior —fue el único gueto o campo en el que se admitieron representantes de la Cruz Roja 

Internacional—, era una cuestión distinta, una cuestión que Eichmann, en aquel momento, casi de 

seguro ignoraba y que, de todos modos, estaba por completo fuera del campo de su incumbencia. 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 53 


 


 


 


 


 


 



 


LA SOLUCIÓN FINAL: MATAR 


 


 


 


l 22 de junio de 1941, Hitler lanzó su ataque contra la Unión Soviética, y seis u ocho 

semanas más tarde, Heydrich citaba a Eichmann en su despacho de Berlín. El 31 de julio, 

Heydrich había recibido una carta del mariscal del Reich Hermann Göring, comandante en 

jefe de las Fuerzas del Aire, primer ministro de Prusia, comisario del Plan Cuatrienal, y por último, 

y no de menor importancia precisamente, delegado de Hitler en la jerarquía estatal, que en este caso 

se consideraba como una entidad totalmente independiente del partido. Esta carta encargaba a 

Heydrich que preparase «la solución general [Gesamtlösung] del problema judío, en la zona de 

influencia alemana en Europa», y que presentara una «propuesta general... para la ejecución de la 

tan deseada Solución Final [Endlösung] del problema judío». Cuando Heydrich recibió estas 

instrucciones hacía ya «varios años que le habían encomendado la tarea de preparar la Solución 

Final del problema judío» (Reitlinger) —tal como el propio Heydrich explicaría al alto mando del 

ejército de tierra, en una carta fechada el día 6 de noviembre de 1941—, y, desde el principio de la 

guerra contra Rusia, había estado al frente de la labor de matanza masiva llevada a cabo por los 

Einsatzgruppen, en el Este. 

Heydrich inició su entrevista con Eichmann mediante un «breve discurso acerca de la 

emigración» (la cual había dejado de producirse, prácticamente, pese a que la orden de Himmler 

prohibiendo taxativamente la emigración de los judíos, salvo en casos excepcionales que debían ser 

sometidos a su personal atención, no fue publicada sino unos cuantos meses después), y luego dijo: 

«El Führer ha ordenado el exterminio físico de los judíos». Tras lo cual, Heydrich, «muy en contra 

de su costumbre, permaneció en silencio largo rato, como si quisiera percatarse del efecto que sus 

palabras habían producido. Lo recuerdo muy claramente, incluso ahora, después de los años 

transcurridos. Al principio, fui incapaz de darme cuenta de la importancia de las palabras 

pronunciadas por Heydrich, debido quizá al cuidado con que las había seleccionado; después, sí las 

comprendí, y, entonces, seguí en silencio porque ya no había nada más que decir, ya que yo jamás 

había pensado en semejante cosa, en semejante solución. Entonces, lo perdí todo, perdí la alegría en 

el trabajo, toda mi iniciativa, todo mi interés; quedé, para decirlo de una vez, anonadado. Después, 

Heydrich me dijo: “Eichmann, entrevístese con Globocnik [uno de los más altos jefes, a las órdenes 

de Himmler, de las SS y de la policía del Gobierno General] en Lublin; el Reichsführer (Himmler) 

le ha dado ya las instrucciones precisas a los efectos antes dichos. Vaya, y vea lo que ha conseguido 

hasta el momento. Creo que se sirve de las trincheras de defensa antitanque hechas por los rusos, a 

fin de liquidar a los judíos”. Todavía recuerdo estas palabras, y creo que las recordaré mientras 

viva, y estas fueron las frases con que mi entrevista con Heydrich tocó a su fin». Sin embargo, tal 

como Eichmann todavía recordaba cuando se hallaba en Argentina, pero, para su desgracia, había 

ya olvidado cuando se hallaba en Jerusalén, y decimos para su desgracia debido a que ello guardaba 

relación con la cuestión de la autoridad de que Eichmann estaba investido, en lo referente al proceso 

material de matar judíos, Heydrich dijo algo más. Dijo que el plan, globalmente considerado, había 

sido puesto «bajo la autoridad de la oficina central de las SS, encargada de Economía y 

Administración» —es decir, no su propia RSHA—, y también dijo que el nombre en clave oficial 

dado al exterminio de los judíos era «Solución Final». 

En modo alguno fue Eichmann de los primeros en enterarse de las intenciones de Hitler. Como 




Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 54 


 


hemos visto, Heydrich trabajó durante años, y por lo menos, desde el principio de la guerra, para 

conseguir este fin, y Himmler aseguraba haber sido informado (y haber protestado) de esta 

«solución», inmediatamente después de la derrota de Francia, en el verano de 1940. En marzo de 

1941, unos seis meses antes de que Eichmann sostuviera la entrevista antes citada con Heydrich, 

«en las altas esferas del partido no constituía ningún secreto que los judíos iban a ser 

exterminados», según Viktor Brack, miembro de la Cancillería del Führer, declaró en Nuremberg. 

Pero Eichmann, tal como en vano intentó explicar en Jerusalén, nunca perteneció a las altas esferas 

del partido; jamás le habían informado de otra cosa que no fuera de aquello que necesitaba saber 

para cumplir una tarea específica y limitada. Sin embargo, cierto es que fue uno de los primeros 

hombres entre los de segunda importancia que fue informado de este asunto clasificado como «alto 

secreto», y que siguió siendo alto secreto incluso después de que se enteraran de él todas las 

oficinas del partido y del Estado, todas las empresas industriales y mercantiles que de un modo u 

otro guardaban relación con la llamada fuerza de trabajo esclava, y todos los oficiales (por lo 

menos) de las fuerzas armadas. Pese a lo dicho, la observancia del secreto, en esta materia, cumplía 

una finalidad de orden práctico. Aquellos que recibieron explícitas noticias de la orden de Hitler no 

fueron simples «receptores de órdenes», sino que alcanzaron la superior importancia de «receptores 

de secretos», por lo que tuvieron que prestar un juramento especial al efecto. (De todos modos, los 

miembros del Servicio de Seguridad, al que Eichmann pertenecía desde 1934, prestaban siempre 

juramento de guardar secreto.) 

Además, toda la correspondencia que tuviera por objeto el asunto en cuestión, estaba sujeta a 

estrictas «normas de lenguaje», y, salvo en los informes de los Einsatzsgruppen, difícilmente se 

encuentran documentos en los que se lean palabras tan claras como «exterminio», «liquidación», 

«matanza». Las palabras que debían emplearse en vez de «matar», eran «Solución Final», 

«evacuación» (Aussiedlung) y «tratamiento especial» (Sonderbehandlung). La deportación, a no ser 

que se tratara de judíos destinados definitivamente a Theresienstadt, el «gueto de los viejos» para 

judíos privilegiados, en cuyo caso se denominaba «cambio de residencia», recibía los nombres en 

clave de «reasentamiento» (Umsiedlung) y «trabajo en el Este» (Arbeitseinsatz im Osten). La razón 

de estas últimas denominaciones estribaba en que, al fin y al cabo, cierto era que, a menudo, los 

judíos eran temporalmente «reasentados» en guetos, y que un determinado porcentaje de ellos se 

destinaba, temporalmente, al trabajo. En especiales circunstancias, era preciso efectuar ligeras 

modificaciones en las claves. Así, por ejemplo, un alto funcionario del Ministerio de Asuntos 

Exteriores propuso que en la correspondencia con el Vaticano la matanza de judíos se llamara 

«solución radical»; esto resultaba bastante ingenioso, ya que el gobierno títere católico de 

Eslovaquia, ante el cual el Vaticano efectuó ciertas gestiones, no había actuado, en opinión de los 

nazis, de modo «suficientemente radical» en lo referente a su legislación antisemita, y había 

cometido el «básico error» de excluirde ella a los judíos bautizados. Los «receptores de secretos» 

tan solo podían hablar entre sí sin emplear la clave, y es muy improbable que hicieran uso de esta 

libertad en el ejercicio de sus funciones de asesinato, por lo menos así era cuando se hallaban en 

presencia de las secretarias y personal subalterno de sus oficinas. Sean cuales fueren las razones por 

las que se decidió el lenguaje en clave, lo cierto es que resultó extraordinariamente eficaz para el 

mantenimiento del orden y la serenidad en los muy diversos servicios cuya colaboración era 

imprescindible, a fin de llevar a feliz término el asunto. Además, incluso las mismísimas palabras 

«lenguaje en clave» (Sprachregelung) constituían una denominación en clave, puesto que 

representaban lo que en lenguaje ordinario se denomina mentira. Cuando un receptor de secretos se 

reunía con alguien del mundo exterior —como en el caso en que Eichmann recibió la orden de 

mostrar el gueto de Theresienstadt a los representantes suizos de la Cruz Roja— no solo recibía la 

orden de cumplir la misión de que se tratara, sino que junto con la orden iba el correspondiente 

«lenguaje en clave», que en el caso de Eichmann al que nos acabamos de referir consistía en mentir, 

diciendo que se había declarado una epidemia de tifus en el campo de Bergen-Belsen, el cual los 

representantes de la Cruz Roja también querían visitar. El último efecto de este modo de hablar no 

era el de conseguir que quienes lo empleaban ignorasen lo que en realidad estaban haciendo, sino 

impedirles que lo equiparasen al viejo y normal concepto de asesinato y falsedad. La gran facilidad 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 55 


 


con que las frases hechas y las palabras rimbombantes impresionaban a Eichmann, junto con su 

incapacidad de hablar normalmente, le hicieron un sujeto ideal para el empleo del «lenguaje en 

clave». 

Sin embargo, y tal como Eichmann tuvo muy pronto ocasión de comprobar, el sistema no 

constituía una sólida protección contra la realidad. Eichmann acudió a Lublin con la finalidad de 

entrevistarse con el Brigadeführer Odilio Globocnik —aunque no. desde luego, con la misión de 

«comunicarle la orden secreta de exterminar a los judíos», pese a que así lo sostuvo la acusación en 

el juicio de Jerusalén, ya que Globocnik la supo antes que Eichmann—, y allí, Eichmann empleó las 

palabras Solución Final, a fin de identificarse, o como santo y seña. (En Jerusalén, la acusación hizo 

una afirmación parecida a la anterior, con lo que demostró hasta qué punto se perdió en el laberinto 

de la ordenación burocrática del Tercer Reich, según la cual creía que Rudolf Höss, el comandante 

de Auschwitz, recibió la orden del Führer a través de Eichmann. Este error fue, al fin, señalado por 

la defensa, que dijo que no existían «pruebas que corroborasen los hechos presentados por la 

acusación». En realidad, el propio Miss declaró, en el curso del juicio a que fue sometido, haber 

recibido la orden directamente de Himmler, en junio de 1941, y añadió que Himmler le dijo que 

Eichmann le visitaría para tratar algunos «detalles». En sus memorias, Höss sostiene que estos 

detalles hacían referencia al uso de gas; lo cual Eichmann negó categóricamente, y es probable que, 

en esto, dijera la verdad, ya que todas las fuentes de información de que disponemos contradicen la 

historia de Höss y afirman que las órdenes, escritas u orales, de exterminio en los campos siempre 

provenían de la AVHA, y eran dadas por su jefe, el Obergruppenführer [teniente general] Oswald 

Pohl o por el Brigadeführer Richard Glücks, que era el inmediato superior de Höss —con respecto 

a la dudosa veracidad de Höss, véase Mörder und Ermordete, 1961, de R. Pendorf—. Y Eichmann 

nunca tuvo nada que ver con el empleo de gas. Los «detalles» que estudió con Höss, en el curso de 

visitas regularmente espaciadas, hacían referencia a la capacidad de matanza del campo —a cuántas 

expediciones semanales podía el campo absorber—, y quizá, también, a planes de ampliación.) 

Cuando Eichmann llegó a Lublin, Globocnik se comportó muy cortésmente para con él, y ordenó a 

un subordinado que mostrara el campo al visitante. Fueron hasta una carretera que atravesaba un 

bosque, a cuya derecha se alzaba una edificación totalmente normal, en la que se alojaban los 

trabajadores. Entonces, un capitán de la policía de orden público (quizá fuese el mismísimo 

Christian Wirth, quien estuvo encargado de la faceta técnica del gaseamiento de «enfermos 

incurables» en Alemania, bajo los auspicios de la Cancillería del Führer) fue a su encuentro, les 

mostró unos pequeños bungalows de madera, y comenzó sus explicaciones, «en voz ronca, vulgar e 

ineducada», diciendo «lo muy cuidadosamente que había aislado los diversos edificios, y que tenía 

el proyecto de emplear el motor de un submarino ruso, merced al cual los gases penetrarían en el 

edificio destinado al efecto, y los judíos morirían envenenados. También a mí me pareció 

monstruoso. No, no soy lo bastante duro para soportar una cosa así sin reaccionar en consecuencia... 

Si ahora viera una herida abierta, probablemente apartaría la vista de ella. Soy así, y quizá a esto se 

deba que tantas veces me hayan dicho que jamás podría ejercer la medicina. Todavía recuerdo la 

vividez con que imaginé la escena, y, entonces, me acometió una gran debilidad física, como si 

hubiera pasado unos momentos de gran agitación. Esto le ocurre a mucha gente, y me dejó la 

secuela de un temblor interno». 

Bien, en este caso, Eichmann fue afortunado, ya que únicamente vio lo que era una fase previa a 

las futuras cámaras de monóxido de carbono de Treblinka, uno de los seis campos de exterminio del 

Este, en el que morirían varios cientos de miles de judíos. Poco después, en el otoño del mismo año, 

Müller, el superior inmediato de Eichmann, le mandó inspeccionar el centro de exterminio de las 

zonas occidentales de Polonia incorporadas al Reich, llamadas el Warthegau. Este campo se 

encontraba en Kulm (en polaco Chelmno), donde, el año 1944, se asesinarían a más de trescientos 

mil judíos procedentes de toda Europa, que habían sido primeramente «reasentados» en el gueto de 

Lódz. El campo se hallaba en pleno funcionamiento, pero el sistema era distinto al empleado en el 

anterior, ya que en vez de cámaras de gas se utilizaban camiones. He aquí lo que Eichmann vio: los 

judíos se encontraban en una gran sala; les dijeron que se desnudaran totalmente; entonces llegó un 

camión que se detuvo ante la puerta de la gran estancia, y se ordenó a los judíos que entrasen, 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 56 


 


desnudos, en el camión; las puertas se cerraron y el camión se puso en marcha. «No sé cuántos 

judíos entraron, apenas podía mirar la escena. No, no podía. Ya no podía soportar más aquello. Los 

gritos... Estaba muy impresionado, y así se lo dije a Müller cuando le di cuenta de mi viaje. No, no 

creo que mi informe le sirviera de gran cosa. Después, seguimos al camión en automóvil, y 

entonces vi la escena más horrible de cuantas recuerdo. El camión se detuvo junto a un gran hoyo, 

abrieron las puertas, y los cadáveres fueron arrojados al hoyo, en el que cayeron como si los 

cuerpos estuvieran vivos, tal era la flexibilidad que aún conservaban. Fueron arrojados al hoyo, y 

me parece ver todavía al hombre vestido de paisano en el acto de extraerles los dientes con unos 

alicates. Aquello fue demasiado para mí. Volví a entrar en el automóvil y guardé silencio. Después 

de haber presenciado esto era capaz de permanecer horas y horas sentado al lado del conductor de 

mi automóvil, sin intercambiar ni una sola palabra con él. Fue demasiado. Me destrozó. Recuerdo 

que un médico con bata blanca me dijo que si quería podía mirar, a través de un orificio, el interior 

del camión, cuando los judíos aún estaban allí. Pero rehusé la oferta. No podía. Tan solo me sentía 

con ánimos para irme de allí.» 

Muy poco después de lo anterior, Eichmann sería testigo de algo todavía más horrible. Ocurrió 

cuando Müller le mandó a Minsk, en la Rusia Blanca, diciéndole: «En Minsk matan a los judíos con 

armas de fuego. Vaya e infórmese de la situación allí». Y Eichmann fue. Al llegar creyó que había 

tenido buena suerte, ya que «la tarea estaba ya casi terminada», lo cual le satisfizo enormemente. 

«Tan solo vi a unos cuantos jóvenes que se ejercitaban disparando sobre las cabezas de los muertos 

que se encontraban en el hoyo.» Sin embargo, Eichmann también vio, «y esto fue demasiado para 

mí, una mujer a la que le estaban rompiendo los brazos; entonces mis rodillas flaquearon, y salí 

corriendo de allí». En el camino de regreso tuvo la idea de detenerse en Lwów, lo cual le pareció 

una buena ocurrencia, ya que Lwów (Lemberg) había sido una ciudad austríaca, y, cuando llegó a 

ella, «vio la primera imagen placentera después de los horrores contemplados. Esta imagen era la de 

la estación de ferrocarril edificada para conmemorar el decimosexto año del reinado de Francisco 

José», período este que Eichmann siempre «adoró», ya que de él había oído contar muchas cosas 

agradables, en casa de sus padres, y también le habían dicho que los parientes de su madrastra (con 

lo cual probablemente se refería a los parientes judíos) habían gozado de excelente consideración 

social y habían ganado dinero. La visión de la estación de ferrocarril borró los horribles 

pensamientos que ocupaban su mente, y en la memoria de Eichmann quedaron hasta los más 

insignificantes detalles de aquella, como, por ejemplo, las cifras grabadas del aniversario. Pero 

entonces, allí, en Lwów, cometió un grave error. Fue al encuentro del comandante local de las SS y 

le dijo: «Es terrible lo que ocurre en estos alrededores. Están convirtiendo a los jóvenes en unos 

sádicos. ¿Cómo es posible que se hagan semejantes cosas? ¿Cómo es posible permitir que apaleen a 

mujeres y niños? No, no puede ser. Nuestro pueblo, nuestra propia gente, terminará loca». Lo malo 

del caso es que en Lwów estaban haciendo lo mismo que se hacía en Minsk, y el anfitrión de 

Eichmann mostró gran placer en enseñarle las vistas que el lugar ofrecía. Pese a que Eichmann 

intentó declinar el honor muy educadamente, vio «otro horrible espectáculo. Allí había habido un 

hoyo, que entonces estaba ya cubierto, y de la tierra surgía un chorro de sangre, como si de una 

fuente se tratara. Jamás había visto nada parecido. Estaba harto de la misión que me habían 

encomendado, regresé a Berlín, e informé al Gruppenführer Müller». 

Pero esto no fue todo. Pese a que Eichmann dijo a Müller que él no era «lo bastante duro» para 

contemplar aquellos espectáculos, que jamás había estado en el frente, que no había combatido, que 

no tenía madera de soldado, que padecía insomnio y, cuando no, pesadillas, su jefe le volvió a 

mandar unos nueve meses después a la región de Lublin, donde el entusiasta Globocnik había al fin 

terminado sus preparativos. Eichmann volvió a decir que allí vio el más horrible espectáculo 

contemplado en toda su vida. Cuando llegó, apenas pudo reconocer el lugar, en el que antes se 

levantaban solamente unos cuantos bungalows. Guiado por el mismo hombre de la voz vulgar, fue 

conducido a una estación de ferrocarril en la que se leía el nombre de «Treblinka», que, por su 

apariencia, era exactamente igual a cualquier estación de ferrocarril de Alemania, la misma 

edificación, los mismos signos, el reloj, las instalaciones... Era una imitación perfecta. «Procuré ver 

lo menos posible, me mantuve alejado de las instalaciones... Sin embargo, vi cómo una columna de 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 57 


 


judíos desnudos entraba en un amplio edificio para ser víctimas de los gases. Según me dijeron, allí 

los mataban con una cosa llamada ácido ciánico.» 

La verdad es que Eichmann no vio mucho. Cierto es que visitó repetidas veces Auschwitz, el 

mayor y más famoso de todos los campos de exterminio, pero Auschwitz, que abarcaba una zona de 

dieciocho millas cuadradas, situado en la Alta Silesia, no era tan solo un campo de exterminio. Era 

una gran instalación con más de cien mil personas alojadas en ella, entre las que se contaban 

prisioneros de todo género, incluso los que no eran judíos, así como trabajadores en régimen de 

esclavitud, no destinados a terminar en las cámaras de gas. No era difícil soslayar las instalaciones 

de exterminio, y Höss, con quien Eichmann sostenía muy amistosas relaciones, le evitó el 

lamentable espectáculo. En realidad, Eichmann jamás asistió a una ejecución masiva mediante 

armas de fuego, jamás presenció una matanza con gases, ni la selección de aquellos que aún podían 

trabajar —por término medio el veinticinco por ciento de cada expedición— que en Auschwitz 

precedía a aquella. Eichmann solo vio justamente lo necesario para estar perfectamente enterado del 

modo en que la máquina de destrucción funcionaba; para saber que había dos métodos para matar, 

el gasea-miento y el disparo de armas de fuego; que el segundo método lo empleaban los 

Einsatzgruppen, y que el primero se utilizaba en los campos de exterminio, ya en cámaras, ya 

mediante camiones; y que en los campos de exterminio se tomaban complicadas medidas a fin de 

engañar a las víctimas, acerca de su destino, hasta el último instante. 

Las cintas magnetofónicas de la policía, de donde proceden las citas aquí consignadas, fueron 

pasadas durante una décima parte de las ciento veintiuna sesiones de que constó el juicio, en el 

curso del día nueve de los casi nueve meses que aquel duró. Nada de lo que el acusado dijo en la 

voz curiosamente impersonal que salía del magnetófono —doblemente impersonal por cuanto el 

cuerpo al que pertenecía la voz estaba presente, pero también parecía extrañamente impersonal, 

debido a hallarse entre gruesas paredes de vidrio— fue negado por Eichmann o por su defensor. El 

doctor Servatius nunca protestó, tan solo hizo constar que «después, cuando le llegue el turno a la 

defensa», también él presentaría ante el tribunal pruebas suministradas por el acusado a la policía; 

sin embargo, no lo hizo. En el curso del juicio, se tenía la impresión de que la defensa bien podía 

presentar sus objeciones en cualquier momento, sin esperar su turno, ya que el procedimiento penal 

contra el acusado, en este «juicio histórico», pareció concluido desde un principio, por cuanto se 

tenía la impresión de que las afirmaciones del acusador estuvieran ya demostradas. Los hechos del 

caso, es decir, lo realizado por Eichmann —aunque no todo lo que la acusación hubiera querido que 

hubiese realizado— jamás fueron discutidos, por cuanto habían quedado establecidos mucho antes 

de que el juicio comenzara, y habían sido confesados una y otra vez por el acusado. Tal como él 

mismo dijo, había base más que suficiente para ahorcarle. (Cuando el interrogador de la policía 

intenta atribuirle una autoridad que Eichmann nunca poseyó, este exclama: «¿Es que no tiene usted 

suficiente con lo que ya le he dicho?».) Pero, como sea que Eichmann no se dedicó a matar, sino a 

transportar, quedaba abierta la cuestión, por lo menos desde un punto de vista formal, legal, de si 

sabía o no el significado de lo que hacía. Y también estaba la cuestión de determinar si se hallaba en 

situación de apreciar la enormidad de sus actos, de saber si era jurídicamente responsable, 

prescindiendo del hecho de que estuviera o no, médicamente hablando, en su sano juicio. Ambas 

dudas fueron resueltas en sentido afirmativo. Eichmann había visto los lugares a los que las 

expediciones estaban destinadas, y, al verlos, quedó impresionadísimo. Los magistrados, en especial 

el presidente del tribunal, formularon una y otra vez una pregunta más, que quizá sea la que mayor 

inquietud produce: ¿la matanza de judíos era contraria a la conciencia de Eichmann? Pero esta es 

una cuestión de orden moral, por lo que probablemente carecía de trascendencia jurídica. 

Sin embargo, al quedar firmemente establecidos los hechos, se suscitaron dos cuestiones 

jurídicas más. Primera: ¿cabía eximirle de responsabilidad criminal, invocando la Sección 10 de la 

ley de aplicación a su caso, por cuanto Eichmann había actuado «a fin de precaverse del peligro de 

muerte inmediata»? Segunda: ¿podía Eichmann alegar la concurrencia de circunstancias atenuantes, 

al amparo de la Sección 11 de la misma ley, debido a que había «hecho cuanto estuvo en su poder 

para aminorar la gravedad de las consecuencias del delito» o «para impedir consecuencias todavía 

más graves que las resultantes del delito»? Es evidente que las Secciones 10 y 11 de la ley de 1950 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 58 


 


de castigo de los nazis y sus colaboradores fueron redactadas pensando en «colaboradores» judíos. 

En el acto material de matar se habían empleado, en todas partes, los llamados Sonderkommandos 

(unidades especiales) judíos, muchos judíos habían cometido actos criminales «a fin de precaverse 

del peligro de muerte inmediata», y los jefes y consejos judíos habían colaborado porque creyeron 

que podían «impedir consecuencias todavía más graves que las resultantes del delito». En el caso de 

Eichmann sus propias declaraciones despejaron ambos interrogantes, y las contestaciones fueron 

terminantemente negativas. Cierto es que Eichmann dijo que su única alternativa era el suicidio, 

pero esto no fue más que una mentira, ya que todos sabemos cuán sorprendentemente fácil era para 

los miembros de los equipos de exterminio abandonar sus puestos, sin sufrir con ello graves 

consecuencias. Pero Eichmann no insistió en tal manifestación, ni tampoco pretendió que fuese 

literalmente interpretada. En los documentos de Nuremberg, «no se puede hallar ni un solo caso en 

que se aplicara la pena de muerte a un miembro de las SS, a causa de haberse negado a participar en 

una ejecución» («Betrachtungen zum Eichmann-Prozess», de Herbert Jäger, publicado en 1962, 

Kriminologie und Strafrechtsreform) y en el mismo juicio de Eichmann, un testigo de la defensa, 

Von dem Bach-Zelewski, declaró: «Cabía la posibilidad de soslayar determinadas misiones, por el 

método de solicitar el traslado. Sin duda, en muchos casos, ello comportaba un castigo de orden 

disciplinario. Sin embargo, la vida del solicitante de traslado jamás corrió peligro». Eichmann sabía 

muy bien que se encontraba en la clásica «situación difícil» del soldado que «corre peligro de ser 

fusilado por sentencia de un consejo de guerra, si desobedece una orden; y de ser ahorcado en 

cumplimiento de sentencia de un juez y un jurado, si la obedece» —como dijo Dicey en su famoso 

Derecho Constitucional—, pese a que por ser miembro de las SS no podía ser sometido a consejo de 

guerra, pero sí a un tribunal de las SS y de la policía. En su última declaración ante el tribunal de 

Jerusalén, Eichmann reconoció que hubiera podido apartarse del cumplimiento de su función, tal 

como otros habían hecho. Pero siempre consideró que tal actitud era «inadmisible», e incluso en los 

días del juicio no la juzgaba «digna de admiración»; tal comportamiento hubiera significado algo 

más que el traslado a otro empleo bien pagado. La idea, nacida después de la guerra, de la 

desobediencia abierta no era más que un cuento de hadas: «En aquellas circunstancias un 

comportamiento así era imposible; nadie se portaba de esta manera». Era «inimaginable». Si le 

hubieran nombrado comandante de un campo de exterminio, como le ocurrió a su buen amigo Höss, 

Eichmann se hubiera suicidado porque se consideraba incapaz de matar. (Dicho sea entre 

paréntesis, Höss cometió un asesinato en su juventud. Asesinó a cierto Walter Kadow, quien había 

delatado a Leo Schlageter —terrorista nacionalista de Renania, a quien posteriormente los nazis 

elevaron a la categoría de héroe nacional— a las autoridades francesas de ocupación, y un tribunal 

alemán había condenado a Höss a cinco años de presidio. Desde luego, en Auschwitz, Höss no tenía 

la obligación de matar.) Pero era muy improbable que a Eichmann le dieran una tarea de esta clase, 

ya que sus superiores «sabían muy bien los límites de cada individuo». No, Eichmann no corrió 

«peligro de muerte inmediata», y como sea que aseguraba con gran orgullo que siempre «había 

cumplido con su deber», que siempre había obedecido las órdenes, tal cual su juramento exigía, 

siempre había hecho, como es lógico, cuanto estuvo en su mano para agravar, en vez de aminorar, 

«las consecuencias del delito». La única circunstancia atenuante que alegó fue la de haber evitado, 

«en cuanto pudo, los sufrimientos innecesarios» al llevar a cabo su misión, y, prescindiendo del 

hecho de si esto era verdad o no, y prescindiendo también del hecho de que, caso de ser verdad, 

difícilmente hubiera podido constituir una circunstancia atenuante en el concreto caso de Eichmann, 

lo cierto es que la alegación de Eichmann carecía de validez por cuanto «evitar los sufrimientos 

innecesarios» era una de sus obligaciones, como establecían las órdenes generales recibidas. 

En consecuencia, desde el momento en que se pasó la cinta magnetofónica ante el tribunal, la 

sentencia con pena de muerte era un resultado previsto en el juicio, incluso examinándolo desde un 

punto de vista jurídico, salvo si se daba el caso de resultar procedente reducir la pena por haber 

actuado el acusado en cumplimiento de órdenes superiores, como queda establecido en la citada 

Sección 11 de la ley israelita. Sin embargo, esta era una muy remota posibilidad, habida cuenta de 

la terrible gravedad del delito. (Es importante consignar aquí que la defensa no alegó la 

concurrencia de «órdenes superiores», sino de «actos de Estado», y solicitó la absolución sobre esta 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 59 


 


base. El doctor Servatius había ya utilizado esta misma táctica, sin éxito, en el juicio de Nuremberg, 

donde defendió a Fritz Sauckel, director de Distribución de Fuerza de Trabajo, en el equipo de 

Göring que se ocupaba del plan cuatrienal, quien resultó responsable de la muerte de decenas de 

miles de trabajadores judíos, en Polonia, y fue ahorcado, cual correspondía, en 1946. Los «actos de 

Estado», que la jurisprudencia alemana denomina con más precisión todavía gerichtsfreie o 

justizlose Hoheitsakte, son aquellos que consisten en el «ejercicio del poder de soberanía» —ECS 

Wade en el British Year Book for International Law, 1934—, y, en consecuencia, se hallan fuera del 

ámbito del poder judicial, mientras que, contrariamente, todas las órdenes y mandamientos 

normales se hallan, por lo menos en teoría, bajo la jurisdicción de los órganos de administración de 

justicia. Si Eichmann hubiera realizado actos de Estado, ninguno de sus superiores, y menos que 

cualquiera el propio Hitler, hubieran podido ser juzgados por tribunal alguno. La teoría del acto de 

Estado es tan armónica con la filosofía general del doctor Servatius que no debemos sorprendernos 

de que la utilizara una segunda vez. Lo que sorprende es que no recurriera a la tesis de 

cumplimiento de órdenes superiores, después de leerse el veredicto y antes de que se dictara la 

sentencia.) Al llegar a este punto, quizá debiéramos alegrarnos de que el juicio de que tratamos no 

fuera un juicio ordinario, en el que todas las declaraciones que no tengan influencia en los hechos 

controvertidos deben ser olvidadas, por su carácter irrelevante y ajeno al procedimiento jurídico. Y 

ello es así por cuanto, evidentemente, en el juicio de Jerusalén, los hechos carecían de aquella 

simplicidad con que los legisladores los imaginaron, y resultó que saber cuánto tiempo necesita una 

persona normal para vencer la innata repugnancia hacia el delito, y qué le ocurre exactamente a tal 

persona cuando se encuentra en este caso, si bien tenía escasa importancia jurídica, sí ofrecía un 

enorme interés político. El caso de Adolf Eichmann dio a esta cuestión una respuesta que 

difícilmente podía ser más clara y precisa de lo que fue. 

En septiembre de 1941, poco después de sus primeras visitas oficiales a los campos de 

exterminio del Este, Eichmann organizó su primera deportación masiva de Alemania y su 

Protectorado, en cumplimiento del «deseo» de Hitler, quien había ordenado a Himmler que dejara al 

Reich judenrein lo antes posible. En la primera expedición fueron veinte mil judíos de Renania y 

cinco mil gitanos. Y en ella ocurrió algo un tanto extraño. Eichmann, quien nunca había tomado una 

decisión, quien siempre procuraba actuar «amparado» por las órdenes recibidas, quien —como 

atestiguaron las declaraciones libremente prestadas de prácticamente todos aquellos que trabajaron 

a sus órdenes— ni siquiera gustaba de hacer sugerencias, y solicitaba siempre «órdenes», tomó, en 

la ocasión antes citada, «por primera y última vez», una iniciativa que contradecía las órdenes 

recibidas: en lugar de mandar a los deportados a territorio ruso, a Riga o Minsk, donde hubieran 

sido inmediatamente asesinados a tiros por los Einsatzgruppen, los mandó al gueto de Lódz, donde 

le constaba no se habían terminado los preparativos para proceder al exterminio; aunque ello se 

debiera únicamente a que el administrador de este gueto, un tal Regierungspräsident Uebelhör, 

había ingeniado abundantes métodos para sacar provecho de «sus» judíos. (En realidad, Lódz fue el 

primer gueto que se estableció y el último que se clausuró; los individuos de su población que no 

murieron de hambre o víctimas de las enfermedades sobrevivieron hasta el verano de 1944.) Esta 

decisión debía de causar a Eichmann graves quebraderos de cabeza. El gueto estaba atestado, y el 

señor Uebelhör no gozaba de humor para dar la bienvenida a los recién llegados enviados por 

Eichmann, ni tampoco disponía de espacio en donde acomodarlos. Tal era su mal humor que llegó 

incluso a quejarse a Himmler, diciéndole que Eichmann le estaba engañando, a él y a sus 

subordinados, con mentiras «de chalán, aprendidas de los gitanos». Himmler, al igual que Heydrich, 

protegió a Eichmann, y el asunto quedó pronto perdonado y olvidado. 

El primero en olvidarlo fue el propio Eichmann, quien no lo mencionó a la policía en el curso de 

los interrogatorios, ni tampoco lo hizo constar en sus memorias. Cuando, ante el tribunal, fue 

interrogado por su abogado defensor, quien le mostró los documentos concernientes al incidente en 

cuestión, Eichmann insistió en que en aquella ocasión se le había ofrecido una alternativa, un 

margen para la elección: «En este caso, tuve, por primera y última vez, la posibilidad de elegir... 

Una alternativa era Lódz Y si Lódz ofrecía dificultades, aquella gente debía ser enviada más al este. 

Como sea que yo había sido testigo de los preparativos que se habían efectuado, tomé la decisión de 



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hacer cuanto estuviera en mi mano para mandar a aquella gente a Lódz». De esta anécdota el 

defensor intentó inferir que el acusado había salvado cuantos judíos pudo, lo cual evidentemente no 

se ajustaba a la realidad. El fiscal, quien repreguntó a Eichmann con referencia a los mismos 

hechos, quiso demostrar que el mismo Eichmann era quien decidía el destino final de todas las 

expediciones, y que, en consecuencia, era quien decidía si tal o cual expedición debía ser 

exterminada o no, lo cual tampoco se ajustaba a la realidad. Por fin, la explicación dada por 

Eichmann, es decir, que él no había desobedecido orden alguna, sino que tan solo se había 

aprovechado de la oportunidad de elegir lo que se le ofrecía, tampoco se ajustaba a la realidad, ya 

que, como él bien sabía, en el gueto de Lódz había evidentes dificultades de alojamiento, por lo que 

su orden, a fin de cuentas, significaba: destino final, Minsk o Riga. Pese a que Eichmann había 

olvidado dicho incidente, este fue evidentemente el único caso en que de verdad intentó salvar de la 

muerte a un grupo de judíos. Sin embargo, tres semanas después de acaecidos estos hechos, se cele-

bró en Praga una conferencia convocada por Heydrich, en el curso de la cual Eichmann declaró que 

«los campos utilizados para la detención de rusos comunistas [clase de individuos que debían ser 

liquidados sobre el terreno por los Einsatzgruppen], bien pueden dar cobijo a judíos», y que, a este 

efecto, «había llegado a un acuerdo» con los comandantes de dichos campos. En esta reunión tam-

bién se discutió el asunto de las dificultades en que se encontraba el gueto de Lódz, y se resolvió 

mandar cincuenta mil judíos del Reich (incluyendo Austria, Bohemia y Moravia) a los centros de 

operaciones de los Einsatzgruppen en Riga y Minsk. Por eso, quizá ahora podamos contestar la 

pregunta del juez Landau —la pregunta que preocupaba mayormente a cuantos siguieron de cerca el 

juicio—, a saber: ¿tenía o no tenía conciencia, el acusado? Sí, la tenía. Y su conciencia funcionó tal 

como cabía esperar, durante cuatro semanas. Después, comenzó a funcionar en sentido contrario. 

Incluso durante aquellas semanas en que la conciencia de Eichmann funcionó normalmente, este 

funcionamiento tuvo lugar dentro de muy raros límites. Debemos recordar que semanas e incluso 

meses antes de que fuera informado de las órdenes dadas por el Führer, Eichmann estaba ya al 

corriente de la criminal conducta de los Einsatzgruppen en el Este. Sabía que inmediatamente detrás 

de las primeras líneas alemanas todos los funcionarios rusos («comunistas»), todos los polacos 

miembros de las profesiones liberales y todos los judíos nativos eran muertos a tiros, masivamente. 

Además, en julio del mismo año, pocas semanas antes de que Heydrich le llamara a su presencia, 

Eichmann había recibido un memorando firmado por un individuo de las SS con destino en el 

Warthegau, diciéndole que «el próximo invierno, no podremos dar de comer a los judíos», y 

añadiendo que quizá «la solución humanitaria consista en matar, por medios más rápidos que el 

hambre, a cuantos judíos no estén en disposición de trabajar. Esto sería, por lo menos, no tan 

desagradable como dejarlos morir de inanición». En carta adjunta a dicho memorando, el autor del 

mismo decía al «querido camarada Eichmann» que «estas cosas parecen un tanto fantásticas, pero 

son plenamente factibles». Esta observación demuestra que el corresponsal de Eichmann todavía 

ignoraba la mucho más «fantástica» orden del Führer, pero la carta también demuestra hasta qué 

punto dicha orden se presentía en el ambiente general. Eichmann nunca mencionó esta carta, cuyo 

texto probablemente no le sorprendió ni pizca. La sugerencia se refería solamente a los judíos 

nativos, no a los judíos del Reich, ni a los de los demás países occidentales. La conciencia de 

Eichmann se rebelaba ante la perspectiva de asesinar a los judíos alemanes, pero no ante la del 

asesinato en general. («Jamás he negado que sabía que los Einsatzgruppen tenían órdenes de matar, 

pero ignoraba que los judíos del Reich transportados al Este fueron objeto de este trato. Esto es lo 

que yo ignoraba.») Del mismo modo reaccionaba la conciencia de cierto Wilhem Kube, viejo 

miembro del partido y Generalkommissar en la Rusia ocupada, que se indignó al ver llegar a judíos 

alemanes, algunos condecorados con la Cruz de Hierro, a Minsk para ser objeto de «tratamiento 

especial». Como sea que Kube sabía expresarse mejor que Eichmann, sus palabras quizá nos den 

una idea de lo que pensaba este durante el período en que la conciencia le atormentó. En diciembre 

de 1944, Kube escribió a su superior: «Ciertamente, soy un hombre duro, plenamente dispuesto a 

colaborar en la solución del problema judío, pero los individuos que proceden de nuestro propio 

medio cultural son ciertamente distintos de los que constituyen las animalizadas hordas nativas». 

Esta clase de conciencia que, caso de rebelarse, tan solo se rebelaba ante el asesinato de hombres 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 61 


 


«procedentes de nuestro propio medio cultural» ha sobrevivido al tiempo del imperio del régimen 

de Hitler. Actualmente, persiste entre los alemanes una tenaz propensión a «propalar la información 

tendenciosa» de que «únicamente» los Ostjuden, los judíos de la Europa oriental, fueron víctimas de 

las matanzas. 

También es preciso consignar que este criterio en cuya virtud se hace una distinción entre el 

asesinato de gentes «cultas» y el de gentes «primitivas», no es monopolio del pueblo alemán. Harry 

Mullisch, al leer el informe del profesor Salo W. Baron sobre los logros culturales y espirituales del 

pueblo judío, se formuló los siguientes interrogantes: «¿Las matanzas de judíos hubieran sido un 

mal menos grave, en el caso de que estos fueran un pueblo carente de cultura, cual el pueblo gitano 

que también se pretendió exterminar? ¿Cabe atribuir más malignidad al asesinato de seres humanos 

cuando con ello se destruye una cultura?». Y cuando Mullisch dirige estas preguntas al fiscal 

general, la respuesta es la siguiente: «Él [Hausner] cree que sí, yo creo que no». ¿Cómo podemos 

olvidar este interrogante, enterrar la inquietante duda en el pasado, cuando en una reciente película, 

titulada Dr. Strangelove, un raro enamorado de la bomba —caracterizado, cierto es, como un típico 

nazi— propone que se seleccione a unos cientos de miles de personas, que se salvarán del 

inminente desastre gracias a protegerse en refugios subterráneos? ¡Y los seleccionados son los que, 

en los tests, demuestran un más alto coeficiente de inteligencia! 

Este problema de conciencia, que tanto preocupó en Jerusalén, no fue, ni mucho menos, 

ignorado por el régimen nazi. Al contrario, en vista de que los participantes en la conspiración 

contra Hitler, de julio de 1944, rara vez mencionaron las matanzas del Este en su correspondencia o 

en las manifestaciones que prepararon para el caso de que el atentado contra Hitler llegara a feliz 

término, sentimos la tentación de concluir que los nazis daban extraordinaria importancia práctica al 

problema. Al considerar este problema, podemos muy bien prescindir de la primeriza oposición 

alemana a Hitler, de aquella oposición que todavía era antifascista y que consistía en un movimiento 

de la izquierda que, por principio, no  concedía la menor importancia a los problemas morales, y 

menos aún a la persecución de los judíos, considerada como una mera maniobra para apartar la 

atención de la lucha de clases, lucha que, en opinión de la izquierda, determinaba absolutamente el 

escenario político. Además, esta oposición había desaparecido totalmente en el período a que nos 

referimos. Había quedado destruida por las SS en sus campos de concentración, y por la Gestapo en 

sus sótanos, había quedado desarticulada por la situación del pleno empleo existente gracias al 

rearme, desmoralizada por la táctica comunista de ingresar en el partido de Hitler a fin de formar en 

él un «caballo de Troya». Lo que quedaba de esta oposición al comenzar la guerra —algunos jefes 

sindicales, algunos intelectuales de la «izquierda sin asiento», que ignoraban, y no tenían medio de 

dejar de ignorarlo, si sus creencias tenían cierto apoyo popular o no— adquirió cuanta importancia 

llegó a tener merced, únicamente, a la conspiración que debía culminar en los actos del 20 de julio. 

(Desde luego, es totalmente inaceptable medir la fuerza de la resistencia alemana por el número de 

alemanes que pasaron por los campos de concentración. Antes del estallido de la guerra, los 

recluidos en campos de concentración pertenecían a muy diversas clasificaciones, muchas de las 

cuales no guardaban relación alguna con la de resistentes políticos; allí había individuos totalmente 

«inocentes», como los judíos; gente «asocial», como delincuentes reincidentes y homosexuales 

nazis condenados por alguna razón u otra, etcétera, etcétera. Durante la guerra, los campos de 

concentración estuvieron atestados de resistentes de los «maquis» de todos los países de Europa 

ocupados por los alemanes.) 

La mayoría de los conspiradores del mes de julio eran, en realidad, antiguos nazis o individuos 

que habían ocupado altos cargos en el Tercer Reich. Lo que les situó en la oposición no fue el 

problema judío, sino el hecho de que Hitler estuviera preparando una guerra. Los interminables 

conflictos y crisis de conciencia que los atormentaban giraban todos, casi exclusivamente, en torno 

al problema de la alta traición y de la violación de su juramento de fidelidad a Hitler. Además, se 

encontraron ante un dilema que verdaderamente era irresoluble: en los días de los triunfos de Hitler 

consideraron que nada podían hacer porque el pueblo no les comprendería, pero en los días de la 

derrota de Alemania temían dar lugar con su actitud al nacimiento de otra leyenda de «puñalada por 

la espalda». Todos ellos estaban principalmente preocupados por el problema de cómo podrían 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 62 


 


evitar que a sus actos sucediera el caos, y quizá la guerra civil. Y la solución consistía en pedir que 

los aliados fueran «razonables» y les concedieran una «moratoria» hasta que hubieran restablecido 

el orden, y con el orden, como es natural, se hubiera restablecido también la capacidad de resistir 

del ejército alemán. Los conspiradores tenían el más exacto conocimiento de lo que ocurría en el 

Este, pero no cabe la menor duda de que ni tan siquiera uno de ellos se hubiera atrevido a pensar 

que lo mejor que podía pasarle a Alemania era el estallido de la rebelión abierta, y la subsiguiente 

guerra civil. En Alemania, la resistencia activa tenía su fuente principalmente en los núcleos de 

derechas, pero si tenemos en cuenta el historial de la Democracia Social Alemana, difícilmente 

cabría presumir que la situación hubiera cambiado en el caso de que las izquierdas hubieran tenido 

una mayor intervención en la conspiración. En todo caso, la cuestión es puramente académica, ya 

que durante los años de guerra no hubo, prácticamente, una «resistencia socialista organizada», tal 

como muy justamente ha señalado el historiador alemán Gerhard Ritter. 

En realidad, la situación era tan sencilla como desesperada: la abrumadora mayoría del pueblo 

alemán creía en Hitler, incluso después del ataque a Rusia y del establecimiento de los tan temidos 

dos frentes, incluso después de que Estados Unidos entrara en la guerra, incluso después de 

Stalingrado, de la defección de Italia y de los desembarcos aliados en Francia. Contra esta ciclópea 

mayoría se alzaban unos cuantos individuos aislados que eran plenamente conscientes de la 

catástrofe nacional y moral a que su país se dirigía. En algunos casos, estos individuos se conocían 

entre sí y se tenían mutua confianza, podían intercambiar opiniones, pero no habían formado un 

plan, ni albergaban la intención de iniciar una revuelta. Finalmente estaba el grupo de aquellos que, 

después, serían llamados «los conspiradores», pero estos jamás habían conseguido llegar a un 

acuerdo en punto alguno, ni siquiera en cuanto hacía referencia a la conspiración en sí misma. Su 

jefe era Carl Friederich Goerdeler, antiguo alcalde de Leipzig, que había prestado servicios al 

Estado, durante el régimen nazi, en el puesto de regulador de precios, por un período de tres años, 

pero que dimitió en tiempos relativamente tempranos, concretamente en 1936. Este proponía el 

establecimiento de una monarquía constitucional, proyecto al que Wilhelm Leuschner, 

representante de la izquierda, antiguo líder sindicalista, de ideología socialista, prestaba apoyo, 

asegurándole que le proporcionaría el «consenso de las masas». En el círculo de Kreisau, bajo la 

influencia de Helmuth von Moltke, surgían de vez en cuando quejas en el sentido de que el orden 

jurídico era «pisoteado por el poder político», pero la principal preocupación de este círculo era el 

logro de la reconciliación entre las dos iglesias, la recuperación de su «sagrada misión en el Estado 

secular», y junto a esto la clara y franca defensa del federalismo en Alemania. (Sobre la bancarrota 

política del movimiento de resistencia, considerado globalmente, a partir de 1933, hay un estudio 

imparcial, sólidamente basado en documentos, que es la tesis doctoral de George K. Romoser.) 

A medida que la guerra proseguía y que más clara era la certeza de la derrota, las diferencias de 

partido hubieran debido subordinarse a la acción política que se imponía con carácter de urgencia, 

pero también en este punto parece estar en lo cierto el historiador Gerhard Ritter, quien dice: «Si no 

hubiera mediado la decisión inquebrantable de Stauffenberg (conde Klaus von), el movimiento de 

resistencia se hubiera desvanecido, quedando en una inactividad más o menos irremediable». Lo 

que unió a estos hombres fue el concepto que se formaron de Hitler, a quien llegaron a considerar 

como un «estafador», un «aficionado» que «sacrificaba ejércitos enteros, prescindiendo de los 

consejos de los técnicos», «un loco» y «un demonio», la encarnación de todo mal, lo cual, según el 

modo de ser de los alemanes, significaba más y menos, al mismo tiempo, que «criminal y loco», 

como en algunas ocasiones le llamaban. Pero tener este concepto de Hitler a tan avanzadas calendas 

«no significaba que no perteneciera [el opinante] a las SS, ni al partido, o que no desempeñara un 

cargo gubernamental» (Fritz Hesse), por lo cual en el círculo de conspiradores también había buen 

número de individuos gravemente implicados en los crímenes cometidos por el régimen, como, por 

ejemplo, el conde Helldorf, entonces jefe de policía de Berlín, quien hubiera ocupado el puesto de 

jefe de la policía alemana en el caso de que el coup d'État hubiera triunfado (así era según la lista de 

futuros ministros formada por Goerdeler). O Arthur Nebe, de la RSHA, ex comandante de una de 

las unidades móviles de exterminio en el Este... Durante el verano de 1943, cuando el programa de 

exterminio dirigido por Himmler se encontraba en su apogeo, Goerdeler estudiaba la posibilidad de 



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que Himmler y Goebbels se unieran a su conspiración, «ya que estos dos han comprendido que si 

siguen al lado de Hitler están perdidos». (Himmler llegó a ser, verdaderamente, un «potencial 

aliado» de Goerdeler —Goebbels no—, estaba plenamente informado de sus planes, y actuó en 

contra de los conspiradores únicamente cuando estos fracasaron.) Para dejar sentado todo lo anterior 

me he basado en el borrador de una carta de Goerdeler dirigida al mariscal de campo Von Kluge; 

ahora bien, estas extrañas alianzas no pueden justificarse en virtud de «consideraciones tácticas 

necesarias para atraerse a los altos jefes del ejército», ya que fueron Kluge y Rommel quienes 

dieron «órdenes especiales en el sentido que estos dos monstruos (Himmler y Göring) sean 

liquidados» (Ritter), lo cual no obsta a que el biógrafo de Goerdeler, es decir, Ritter, insista en que 

la carta antes mencionada «es la más ardiente expresión del odio que Goerdeler sentía hacia el 

régimen de Hitler». 

Sí, sabemos muy bien que estos hombres que lucharon, aunque tardíamente, contra Hitler 

pagaron el fracaso con sus vidas y padecieron una muerte horrible. El valor que muchos de ellos de-

mostraron fue admirable, pero no estaba inspirado por la indignación moral ni tampoco por lo que 

sabían acerca del sufrimiento padecido por otras gentes; actuaron movidos, casi exclusivamente, por 

su convicción de la inminente derrota y ruina de Alemania. Con esto no negamos que algunos de 

ellos, como el conde York von Wartenburg, se unieran a las filas de quienes se oponían al régimen 

impulsados, inicialmente, «por la repulsiva agitación suscitada contra los judíos, en noviembre de 

1938» (Ritter). En este mes las sinagogas fueron incendiadas, y la población alemana, en su 

totalidad, parecía presa del temor. Las casas del Señor habían sido incendiadas, por lo que tanto los 

creyentes como los supersticiosos temían la venganza de Dios. Cierto es que los altos jefes del 

ejército y los oficiales inmediatamente inferiores a ellos sintieron viva preocupación cuando Hitler 

dictó la mal llamada «orden de comisario» en mayo de 1941, y con ello se enteraron de que en la 

próxima campaña contra Rusia habría que dar muerte, lisa y llanamente, a todos los funcionarios 

soviéticos, y, naturalmente, a todos los judíos. En los círculos mencionados causaba preocupación 

el hecho de que, dicho sea con palabras de Goerdeler, «las técnicas para liquidar seres humanos 

empleadas en las zonas ocupadas, así como las utilizadas contra los judíos, y las persecuciones 

religiosas que se llevan a cabo... serán una pesada carga que el pueblo alemán deberá llevar en el 

futuro curso de la historia». Pero parece que lo anterior jamás significó más que eso, para los 

conspiradores, y, lo que es todavía más triste, que creían que estos hechos «rodearán nuestros 

propósitos [negociar un tratado de paz con los aliados] de enormes dificultades», que eran «una 

mancha sobre el buen nombre de Alemania», y que «socavaban la moral del ejército». «¡En qué han 

convertido al orgulloso ejército de las guerras de liberación [contra Napoleón, en 1814] y de 

Guillermo I [en la guerra francoprusiana de 1870] !», exclamó Goerdeler cuando un miembro de las 

SS «dijo displicentemente que “no puedo afirmar que sea muy agradable rociar a balazos con una 

ametralladora una zanja repleta de judíos, de miles de judíos, y luego cubrir con tierra los cuerpos 

que todavía se estremecen”». Tampoco se les ocurrió pensar que estas atrocidades estaban 

relacionadas, de un modo u otro, con el hecho de que los aliados exigieran la rendición 

incondicional, actitud que los conspiradores criticaban por considerarla «nacionalista» e 

«irrazonable», inspirada en el odio ciego. En 1943, cuando la futura derrota de Alemania era ya una 

casi absoluta certeza, e incluso más tarde, los enemigos del régimen de Hitler todavía creían tener 

derecho a negociar, en situación de «paridad», con sus adversarios en la guerra a fin de conseguir 

una «paz justa» pese a que sabían muy bien que Hitler había desencadenado una guerra injusta y 

carente de toda provocación. Todavía más sorprendente resulta saber lo que consideraban «paz 

justa». Goerdeler expresó una y otra vez en numerosos memorandos los requisitos de dicha paz: «El 

restablecimiento de las fronteras nacionales de 1914 [lo que comportaba la anexión de Alsacia y 

Lorena], con la anexión de Austria y del País de los Sudetes»; además, «dar a Alemania la posición 

que le permita asumir un papel directivo en Europa», y quizá... ¡la recuperación del Tirol 

meridional! 

Por las declaraciones que prepararon, también sabemos cómo se proponían presentarse ante el 

pueblo alemán, y explicarle su postura. Por ejemplo, existe el borrador de una proclama donde el 

general Ludwig Beck, que pasaría a ocupar la jefatura del Estado, dirigiría al ejército. En ella habla 



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extensamente de la «obstinación», la «falta de competencia y de moderación» del régimen de Hitler 

y de su «arrogancia y vanidad». Pero el punto más importante, el decisivo, «el acto más 

deshonesto» del régimen, consistía en que los nazis pretendían atribuir «a los jefes de las fuerzas 

armadas» la responsabilidad de las calamidades propias de la inminente derrota. A esto, Beck 

añadía que se habían cometido crímenes «que son una mancha sobre el honor de la nación alemana, 

y que menoscaban la buena reputación que esta había ganado a los ojos del mundo». ¿Y cuál sería 

el paso que los conspiradores darían inmediatamente después de la liquidación de Hitler? El ejército 

alemán seguiría luchando «hasta conseguir una honorable conclusión de las hostilidades», 

conclusión que significaba la anexión de Alsacia y Lorena, así como de los Sudetes. En verdad, hay 

base más que suficiente para estar de acuerdo con el duro juicio que de estos hombres se formó el 

novelista alemán Friederich P. ReckMalleczewen, asesinado en un campo de concentración en 

vísperas del colapso alemán, y que no participó en la conspiración contra Hitler. En su casi 

totalmente desconocido Diario de un desesperado (Tagebuch eines Verzweifelten, 1947), Reck-

Malleczewen escribió, después de haberse enterado del fracaso de la intentona, fracaso que, 

naturalmente, le disgustó: «Habéis actuado un poquito tarde, caballeros. Vosotros fuisteis quienes 

hicisteis al archidestructor de Alemania, quienes le seguisteis, mientras todo parecía marchar sobre 

ruedas. Vosotros fuisteis... quienes sin dudar prestasteis cuantos juramentos os pidieron y quedasteis 

reducidos al papel de despreciables aduladores de este criminal, sobre quien recae la 

responsabilidad de cientos de miles de seres humanos, de este criminal sobre quien gravitan las 

lamentaciones y las maldiciones del mundo entero. Ahora, le habéis traicionado... Ahora, que el 

fracaso ya no puede ocultarse, traicionáis la empresa en bancarrota, a fin de tener una coartada que 

os proteja... Sois los mismos que traicionaron cuanto os impedía el acceso al poder». 

No hay pruebas, ni existe la probabilidad siquiera, de que Eichmann entrase en relación personal 

con los hombres de la conspiración del 20 de julio, y nos consta que, incluso cuando se encontraba 

en Argentina, Eichmann los consideraba un hatajo de pillos y de traidores. Sin embargo, si 

Eichmann hubiera tenido ocasión de enterarse de las «originales» ideas de Goerdeler sobre el 

problema judío, probablemente hubiera estado de acuerdo con ellas en más de un punto. Goerdeler 

proponía «pagar una indemnización a los judíos alemanes para resarcirles de sus pérdidas y malos 

tratos», y esto lo decía en 1942, es decir, en un tiempo en que ya no se trataba solamente de judíos 

alemanes, y cuando estos no solo eran objeto de malos tratos y expoliación, sino que eran gaseados. 

Pero, además de los anteriores tecnicismos jurídicos, Goerdeler también tenía un proyecto de 

naturaleza más constructiva, a saber, el de una «solución permanente» que «evitaría [a todos los 

judíos europeos] el tener que seguir en la incómoda situación de nación huésped, más o menos 

deseable, de Europa». (En la jerga empleada por Eichmann a esto se le llamaba «darles tierra firme 

en la que vivir».) A este propósito, Goerdeler pensaba formar «un Estado independiente en una 

zona colonial» —Canadá o Sudamérica—, es decir, una especie de Madagascar, proyecto este 

último del que, sin duda, había oído hablar. Sin embargo, hizo algunas concesiones. Así vemos que 

no pensaba expulsar a todos los judíos. En perfecta armonía con la política seguida en las primeras 

etapas del régimen nazi, y plegándose a la observancia de las categorías de judíos privilegiados que 

en aquel entonces se reconocían, Goerdeler estaba dispuesto a «no negar la ciudadanía alemana a 

aquellos judíos que aportaran pruebas de haber realizado especiales sacrificios milita-res en bien de 

Alemania, o que pertenecieran a familias de antiguo arraigo». Bien, es preciso reconocer que 

cualquiera que sea la interpretación que demos a la «solución permanente del problema judío» 

propuesta por Goerdeler no cabe calificarla de «original» —tal como el profesor Ritter, pletórico de 

admiración, incluso en 1954, hacia su héroe, la calificaba—, y Goerdeler hubiera encontrado gran 

cantidad de «aliados potenciales», en cuanto hacía referencia a esta parte de su programa, en las 

filas del partido, y hasta en las SS. 

En la carta dirigida al mariscal de campo Von Kluge, antes citada, Goerdeler hacía un 

llamamiento a la «conciencia» de Kluge. Pero él tan solo decía que incluso un general debe 

comprender que «continuar una guerra que no puede terminar en la victoria es evidentemente un 

crimen». Del conjunto de pruebas de que disponemos solamente cabe concluir que la conciencia, en 

cuanto tal, se había perdido en Alemania, y esto fue así hasta el punto de que los alemanes apenas 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 65 


 


recordaban lo que era la conciencia, y en que habían dejado de darse cuenta de que «el nuevo 

conjunto de valores alemanes» carecía de valor en el resto del mundo. Ciertamente, lo que 

acabamos de decir no refleja la verdad en su totalidad, por cuanto hubo individuos que desde los 

principios del régimen de Hitler, y sin cejar ni un instante, se opusieron a él. Nadie sabe cuántos 

fueron —quizá cien mil, quizá muchos más, quizá menos—, ya que sus voces jamás fueron oídas. 

Se les podía encontrar en cualquier lugar, en todas las capas de la sociedad, tanto entre las gentes 

sencillas como entre los grupos de más alta educación, en todos los partidos, incluso quizá en las 

filas de la NSDAP. Muy pocos de ellos fueron públicamente conocidos, como, contrariamente, lo 

eran el citado Reck-Malleczewen o el filósofo Karl Jaspers. Algunos tenían una moral 

verdaderamente profunda, como aquel artesano a quien tuve ocasión de conocer que prefirió 

renunciar a su existencia independiente y pasar a ser un simple obrero de fábrica, antes que 

«cumplir con la pequeña formalidad» de ingresar en el Partido Nazi. Unos cuantos, pocos, siguieron 

dando toda su importancia al acto de jurar, y prefirieron renunciar a una carrera académica antes 

que jurar en el nombre de Hitler. Había un grupo más numeroso, formado por obreros, 

especialmente en Berlín, y por intelectuales socialistas que procuraron ayudar a cuantos judíos 

conocían. Por fin, se dio el caso de dos muchachos campesinos, cuya historia cuenta Günther 

Weisenborn en Der lautlose Aufstand (1953), que al ser llamados a filas por las SS, al final de la 

guerra, se negaron a alistarse. Fueron condenados a muerte, y en el día de su ejecución escribieron a 

sus familiares: «Preferimos morir a llevar sobre nuestra conciencia crímenes tan horribles; sabemos 

muy bien cuáles son los deberes de las SS». La actitud de estos individuos que, desde un punto de 

vista práctico, nada hicieron, era muy distinta a la de los conspiradores. Su capacidad de distinguir 

el bien del mal había permanecido intacta, y jamás padecieron «crisis de conciencia». Es posible 

que entre los resistentes hubiera también gente de este estilo, pero difícilmente podían ser 

relativamente más numerosos en el grupo de los resistentes que en la población general. No eran 

héroes ni santos, y guardaron silencio. Estos elementos mudos y totalmente aislados tan solo una 

vez se manifestaron públicamente, en un gesto desesperado. Esto fue cuando los Scholl, dos 

estudiantes hermanos, chico y chica, de la Universidad de Munich, influidos por su profesor Kurt 

Huber, distribuyeron las famosas octavillas en las que al fin se llamaba «asesino de masas» a Hitler. 

Sin embargo, si examinamos los documentos y declaraciones de la llamada «otra Alemania» que 

hubiera sucedido a Hitler, en caso de que la conspiración del 20 de julio hubiera triunfado, no 

podemos sino maravillarnos ante la inmensa diferencia que separaba a quienes los redactaron del 

resto del mundo. Es difícil comprender las ilusiones de Goerdeler, en particular, o el hecho de que 

nada menos que Himmler —y también Von Ribbentrop— comenzaran a soñar, en el curso de los 

últimos meses de la guerra, en el magnífico nuevo papel que les aguardaba como representantes de 

la derrotada Alemania en las negociaciones con los aliados. Y no olvidemos que si bien Von 

Ribbentrop no era más que un estúpido, a Himmler se le puede llamar cualquier cosa menos tonto. 


 


 


El miembro de la jerarquía nazi más dotado para la resolución de problemas de conciencia era 

Himmler. Himmler ideaba eslóganes, como el famoso lema de las SS, tomado de un discurso de 

Hitler dirigido a estas tropas especiales, en 1931, «Mi honor es mi lealtad» —frases pegadizas a las 

que Eichmann llamaba «palabras aladas», y los jueces de Jerusalén denominaban «banalidades»—, 

y los difundía, tal como Eichmann recordaba, a finales de año, seguramente acompañadas de una 

gratificación de Navidad. Eichmann únicamente recordaba uno de estos eslóganes, y lo repetía 

constantemente: «Estas son batallas que las futuras generaciones no tendrán que librar». Se refería a 

las batallas contra las mujeres, los niños, los viejos y las «bocas improductivas». He aquí otras 

frases tomadas de los discursos que Himmler dirigía a los comandantes de los Einsatzgruppen y a 

los altos jefes de las SS y de la policía: «Haber dado el paso al frente y haber permanecido íntegros, 

salvo excepcionales casos explicables por la humana debilidad, es lo que nos ha hecho fuertes. Esta 

es una gloriosa página de nuestra historia que jamás había sido escrita y que no volverá a 

escribirse», «La orden de solucionar el problema judío es la más terrible orden que una 

organización podía jamás recibir», «Sabemos muy bien que lo que de vosotros esperamos es algo 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 66 


 


sobrehumano, esperamos que seáis sobrehumanamente inhumanos». Aquí, nosotros tan solo 

podemos decir que las esperanzas de Himmler no fueron defraudadas. Sin embargo, debemos poner 

de relieve que Himmler casi nunca intentó hallar justificaciones desde un punto de vista ideológico, 

y que, cuando lo hizo, ello pronto cayó en el olvido. Lo que se grababa en las mentes de aquellos 

hombres que se habían convertido en asesinos era la simple idea de estar dedicados a una tarea 

histórica, grandiosa, única («una gran misión que se realiza una sola vez en dos mil años»), que, en 

consecuencia, constituía una pesada carga. Esto último tiene gran importancia, ya que los asesinos 

no eran sádicos, ni tampoco homicidas por naturaleza, y los jefes hacían un esfuerzo sistemático 

para eliminar de las organizaciones a aquellos que experimentaban un placer físico al cumplir con 

su misión. Las tropas de los Einsatzgruppen procedían de las SS armadas, unidad militar a la que no 

cabe atribuir más crímenes que los cometidos por cualquier otra unidad del ejército alemán, y sus 

jefes habían sido elegidos por Heydrich entre los mejores de las SS, todos ellos con título 

universitario. De ahí que el problema radicara, no tanto en dormir su conciencia, como en eliminar 

la piedad meramente instintiva que todo hombre normal experimenta ante el espectáculo del 

sufrimiento físico. El truco utilizado por Himmler —quien, al parecer, padecía muy fuertemente los 

efectos de aquellas reacciones instintivas— era muy simple y probablemente muy eficaz. Consistía 

en invertir la dirección de estos instintos, o sea, en dirigirlos hacia el propio sujeto activo. Por esto, 

los asesinos, en vez de decir: «¡Qué horrible es lo que hago a los demás!», decían: «¡Qué horribles 

espectáculos tengo que contemplar en el cumplimiento de mi deber, cuán dura es mi misión!». 

El hecho de que Eichmann recordara mal las ingeniosas frases de Himmler quizá sea un indicio 

de que existían otros medios más eficaces para resolver los problemas de conciencia. Entre todos 

ellos destacaba, como Hitler había previsto certeramente, el simple hecho de la guerra. Eichmann 

repitió una y otra vez la existencia de «una actitud personal diferente» con respecto a la muerte, 

«cuando uno ve muertos en todas partes», y cuando todos esperaban con indiferencia la propia 

muerte. «No nos importaba morir hoy o morir mañana, y, en ocasiones, maldecíamos el amanecer 

que nos pillaba todavía vivos.» En este ambiente dominado por la presencia de la muerte violenta, 

tenía especial eficacia, a los efectos antes citados, el hecho de que la Solución Final, en sus últimas 

etapas, no se llevara a cabo mediante armas de fuego, es decir, con violencia, sino en cámaras de 

gas, las cuales, desde el primer momento hasta el último, estuvieron estrechamente relacionadas con 

el «programa de eutanasia» ordenado por Hitler en las primeras semanas de la guerra, y del que 

fueron sujeto pasivo los enfermos mentales alemanes, hasta el momento de la invasión de Rusia. El 

programa de exterminio, que se inició en el otoño de 1941, se llevó a la práctica mediante dos 

canales distintos. Uno de ellos conducía a las cámaras de gas, y el otro a los Einsatzgruppen, cuyas 

actuaciones tras las primeras líneas del ejército, especialmente en el frente ruso, eran justificadas 

con el pretexto de la presencia de guerrilleros, y cuyas víctimas no fueron, ni mucho menos, tan 

solo los judíos. Además de luchar con los guerrilleros que verdaderamente pululaban por allí, los 

Einsatzgruppen se ocupaban de los funcionarios rusos, los gitanos, los individuos antisociales, los 

enfermos mentales y los judíos. Los judíos formaban parte de la clasificación «enemigos 

potenciales», y, por desgracia, pasaron varios meses antes de que los judíos rusos lo comprendieran, 

y, cuando lo supieron, ya era demasiado tarde para que pudieran ocultarse. (Los judíos de la vieja 

generación recordaban que en la Primera Guerra Mundial los alemanes fueron recibidos como si de 

liberadores se tratara; por otra parte, ni los viejos ni los jóvenes habían oído hablar del modo «en 

que los judíos eran tratados en Alemania, y menos aún en Varsovia»; los judíos estaban 

«notablemente mal informados» al respecto, tal como el servicio de espionaje alemán comunicó a 

sus jefes desde la Rusia Blanca [Hilberg]. Más notable es todavía que los judíos alemanes que, de 

vez en cuando, llegaban a estas regiones tuvieran la falsa creencia de que el Tercer Reich les había 

mandado allí en concepto de «pioneros».) Las unidades móviles de matanza, de las que allí había 

cuatro, cada una de ellas de la magnitud de un batallón regular, con una dotación total que no 

rebasaba la cifra de tres mil hombres, necesitaban, y obtuvieron, la colaboración de las fuerzas 

armadas regulares. Las relaciones entre las unidades móviles de matanza y las tropas regulares eran, 

por lo general, «excelentes» y, a veces, «afectuosas» (herzlich). Los generales adoptaban una 

actitud «sorprendentemente buena con respecto a los judíos»; no solo entregaban sus judíos a los 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 67 


 


Einsatzgruppen, sino que prestaban sus propios hombres, soldados ordinarios, para ayudar en la 

tarea de matarlos. Hilberg estima que el número total de víctimas judías llegó casi a la suma de 

millón y medio; sin embargo, esto no fue el resultado de la orden de exterminio físico de la 

totalidad del pueblo judío, dada por Hitler, sino que fue resultado de una orden anterior, que Hitler 

dio a Himmler en marzo de 1941, de adiestrar a las SS y a la policía «para llevar a cabo una misión 

especial en Rusia». 

La orden de exterminio de todos los judíos, no solo los rusos ylos polacos, dada por Hitler, aun 

cuando fue promulgada más tarde, tuvo sus orígenes en época muy anterior. No nació en las 

oficinas de la RSHA, ni en ninguna de las restantes organizaciones burocráticas al frente de las que 

estaban Heydrich o Himmler, sino en la mismísima Cancillería del Führer, en la oficina personal de 

Hitler. Esta orden no guardaba ninguna relación con la guerra, ni se basaba, a modo de pretexto, en 

necesidades de naturaleza militar. Uno de los grandes méritos de la obra The Final Solution, de 

Gerald Reitlinger, es haber demostrado, con pruebas documentales que no dejan lugar a dudas, que 

el programa de exterminio en las cámaras de gas de la zona oriental nació a consecuencia del pro-

grama de eutanasia de Hitler, y es muy de lamentar que el juicio contra Eichmann, tan atento a la 

«verdad histórica», no prestara la menor atención a la relación antes citada. Si lo hubiera hecho, po-

siblemente habría conseguido arrojar luz sobre la tan debatida cuestión de determinar si Eichmann, 

o la RSHA, se ocuparon de Gasgeschichten. No parece probable que Eichmann se ocupara de este 

asunto, aun cuando uno de sus hombres, Rolf Günther, se interesó en ello por propia voluntad. Para 

demostrar lo dicho, basta recordar que Globocnik, por ejemplo, que fue quien montó las 

instalaciones de gaseamiento en la zona de Lublin, y a quien Eichmann visitaba de vez en cuando, 

no se dirigía a Himmler o a cualquier otra autoridad de las SS o de la policía, cuando necesitaba 

más personal, sino que escribía a Viktor Brack, de la Cancillería del Führer, que trasladaba la 

petición a Himmler. 

Las primeras cámaras de gas fueron construidas en 1939, para cumplimentar el decreto de Hitler, 

dictado en 1 de septiembre del mismo año, que decía que «debemos conceder a los enfermos 

incurables el derecho a una muerte sin dolor» (probablemente este es el origen «médico» de la 

muerte por gas, que inspiró al doctor Servatius la sorprendente convicción de que la muerte por gas 

debía considerarse como un «asunto médico»). La idea contenida en este decreto era, sin embargo, 

mucho más antigua. Ya en 1935, Hitler había dicho al director general de medicina del Reich, 

Gerhard Wagner, que «si estallaba la guerra, volvería a poner sobre el tapete la cuestión de la 

eutanasia, y la impondría, ya que en tiempo de guerra es más fácil hacerlo que en tiempo de paz». 

El decreto fue inmediatamente puesto en ejecución, en cuanto hacía referencia a los enfermos 

mentales. Entre el mes de diciembre de 1939 y el de agosto de 1941, alrededor de cincuenta mil 

alemanes fueron muertos mediante gas de monóxido de carbono, en instituciones en las que las 

cámaras de la muerte tenían las mismas engañosas apariencias que las de Auschwitz, es decir, 

parecían duchas y cuartos de baño. El programa fracasó. Era imposible evitar que la población 

alemana de los alrededores de estas instituciones no desentrañara el secreto de la muerte por gas que 

en ellas se daba. De todos lados llovieron protestas de gentes que, al parecer, aún no habían llegado 

a tener una visión puramente «objetiva» de la finalidad de la medicina y de la misión de los 

médicos. La matanza por gas en el Este —o, dicho sea en el lenguaje de los nazis, la manera 

«humanitaria» de matar, «a fin de dar al pueblo el derecho a la muerte sin dolor»— comenzó casi el 

mismo día en que se abandonó tal práctica en Alemania. Quienes habían trabajado en el programa 

de eutanasia en Alemania fueron enviados al Este para construir nuevas instalaciones, a fin de 

exterminar en ellas a pueblos enteros. Quienes tal hicieron procedían de la Cancillería de Hitler o 

del Departamento de Salud Pública del Reich, y únicamente entonces fueron puestos bajo la 

autoridad administrativa de Himmler. 

Ninguna de las diversas «normas idiomáticas», cuidadosamente ingeniadas para engañar y 

ocultar, tuvo un efecto más decisivo sobre la mentalidad de los asesinos que el primer decreto 

dictado por Hitler en tiempo de guerra, en el que la palabra «asesinato» fue sustituida por «el 

derecho a una muerte sin dolor». Cuando el interrogador de la policía israelí preguntó a Eichmann 

si no creía que la orden de «evitar sufrimientos innecesarios» era un tanto irónica, habida cuenta de 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 68 


 


que el destino de sus víctimas no podía ser otro que la muerte, Eichmann ni siquiera comprendió el 

significado de la pregunta, debido a que en su mente llevaba todavía firmemente anclada la idea de 

que el pecado imperdonable no era el de matar, sino el de causar dolor innecesario. En el curso del 

juicio, Eichmann dio inconfundibles muestras de indignación siempre que los testigos contaron 

atrocidades y crueldades cometidas por los hombres de las SS —pese a que el tribunal y la mayoría 

del público no supo interpretar la actitud de Eichmann, debido a que el esfuerzo realizado por este 

para conservar el dominio de sí mismo los había inducido, erróneamente, a creer que el acusado era 

un hombre «inconmovible» e indiferente a todo—, y no fue la acusación de haber enviado a 

millones de seres humanos a la muerte lo que verdaderamente le conmovió, sino la acusación 

(desechada por el tribunal) contenida en la declaración de un testigo, según la cual Eichmann había 

matado a palos a un muchacho judío. Cierto es que Eichmann había enviado expediciones a las 

zonas en que actuaban los Einsatzgruppen, que no daban una muerte sin dolor, sino que mataban a 

tiros, pero seguramente experimentó una sensación de alivio cuando, en las últimas etapas de la 

operación, ello dejó de ser necesario debido a la siempre creciente capacidad de absorción de las 

cámaras de gas. Seguramente pensó también que el nuevo método de matar indicaba una clara 

mejora de la actitud adoptada por el gobierno nazi para con los judíos, puesto que al principio del 

programa de muerte por gas se expresó taxativamente que los beneficios de la eutanasia eran 

privilegio de los verdaderos alemanes. A medida que la guerra avanzaba, con muertes horribles y 

violentas en todas partes —en el frente ruso, en los desiertos de África, en Italia, en las playas de 

Francia, en las ruinas de las ciudades alemanas—, los centros de gaseamiento de Auschwitz, 

Chelmno, Majdanek, Belzek, Treblinka y Sobibor, debían verdaderamente parecer aquellas 

«fundaciones caritativas del Estado» de que hablaban los especialistas de la muerte sin dolor. 

Además, a partir del mes de enero de 1942, había equipos dedicados a la eutanasia que operaban en 

el Este, con la misión de «ayudar a los heridos, en la nieve y el hielo»; y aun cuando esta matanza 

de soldados heridos era «alto secreto», muchos estaban al corriente de ella, y entre estos no podían 

faltar los ejecutores de la Solución Final. 

Con frecuencia se ha dicho que la matanza, mediante gas, de los enfermos mentales tuvo que ser 

detenida en Alemania, debido a las protestas de la población y de unos cuantos, pocos, dignatarios 

de las iglesias cristianas, y que tales protestas no surgieron cuando el gas se empleó para matar 

judíos, pese a que algunos de los centros en que se realizaba esta tarea estaban situados en lo que, 

en aquel entonces, era territorio alemán, y se hallaban rodeados de centros de población alemanes. 

Sin embargo, debemos señalar que las protestas se produjeron al principio de la guerra. Abstracción 

hecha de los efectos de la «educación en materia de eutanasia», la actitud hacia «la muerte sin 

dolor, mediante gases» probablemente cambió de gran manera en el curso de la guerra. Es difícil 

demostrar dicha afirmación. Carecemos de pruebas documentales, debido al secreto de que tal 

empresa fue rodeada, y, por otra parte, ningún criminal de guerra se refirió a este aspecto del 

asunto, ni siquiera los acusados en el llamado «juicio de los Doctores», celebrado también en 

Nuremberg, quienes no dejaron de citar constantemente frases de estudios de fama internacional 

efectuados sobre la materia. Quizá habían olvidado cuál era la opinión pública imperante en el 

período en que se dedicaban a matar, quizá jamás se preocuparan de saberlo, puesto que creían, 

equívocamente, que su actitud «objetiva y científica» era mucho más avanzada que las opiniones 

sustentadas por los ciudadanos ordinarios. Sin embargo, a la debacle moral de toda una nación han 

sobrevivido unas cuantas historias verdaderas, de inapreciable valor, que constan en los diarios de 

guerra escritos por hombres dignos de confianza, que tenían conciencia de que sus contemporáneos 

no experimentaban la sorpresa e indignación que ellos sentían. 

Reck-Malleczewen, a quien he mencionado anteriormente, cuenta que una dirigente nazi acudió 

a Baviera para pronunciar ante los campesinos unas cuantas charlas encaminadas a elevarles la 

moral, en el verano de 1944. Al parecer, dicha señora no dedicó mucho tiempo a referirse a las 

«armas milagrosas» y a la victoria, sino que se enfrentó francamente con la perspectiva de la 

derrota, derrota que no debía inquietar a ningún buen alemán porque «el Führer, en su gran bondad, 

tiene preparada para todo el pueblo alemán una muerte sin dolor, mediante gases, en caso de que la 

guerra no termine con nuestra victoria». Y el escritor añade: «No, no son imaginaciones mías, esta 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 69 


 


amable señora no es un espejismo, la vi con mis propios ojos. Era una mujer de piel amarillenta, de 

poco más de cuarenta años, con mirada de loca... ¿Y qué ocurrió? ¿Los campesinos bávaros 

tuvieron por lo menos el buen sentido de arrojarla de cabeza al lago más próximo, para que se le 

enfriaran un poco sus entusiastas deseos de morir? No, nada de eso. Regresaron a sus casas, 

meneando la cabeza». 

La historia siguiente es todavía más pertinente al tema de que nos ocupamos, por cuanto su 

protagonista no era un «dirigente», y posiblemente ni siquiera pertenecía al partido. Ocurrió en 

Königsberg, en la Prusia oriental, es decir, en una zona alemana muy distinta a la anterior, en enero 

de 1945, pocos días antes de que los rusos destruyeran la ciudad, ocuparan sus ruinas y se 

anexionaran la provincia. Esta anécdota la cuenta el conde Hans von Lehnsdorff, en su 

Ostpreussisches Tagebuch (1961). Por ser médico, el conde se quedó en la ciudad a fin de cuidar a 

los soldados heridos que no podían ser evacuados. Fue llamado a uno de los grandes centros de 

alojamiento de refugiados procedentes del campo, es decir, procedentes de las zonas que ya habían 

sido ocupadas por el Ejército Rojo. Allí se le acercó una mujer que le mostró unas varices que había 

tenido durante años, pero que ahora quería someter a tratamiento, ya que disponía de tiempo para 

ello. «Procuré explicarle que, para ella, era mucho más importante salir cuanto antes de Königsberg, 

y dejar el tratamiento de las varices para más adelante. Le pregunté: “¿Dónde quiere ir?”. No supo 

qué responder, pero sí sabía que todos serían transportados al Reich. Y ante mi sorpresa añadió: 

“Los rusos nunca nos cogerán. El Führer no lo permitirá. Antes nos gaseará a todos”. Miré con 

disimulo alrededor, y advertí que las palabras de la mujer a nadie le habían parecido 

extraordinarias.» Uno tiene la sensación de que esta historia, como todas las historias reales, no es 

completa. Hubiera debido haber allí una voz, preferentemente femenina, que tras lanzar un 

profundo suspiro añadiera: «Y pensar que hemos malgastado tanto y tanto gas, bueno y caro, 

suministrándolo a los judíos...». 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 70 


 


 


 


 


 


 


 



 


LA CONFERENCIA DE WANNSEE O PONCIO PILATOS 


 


 


 


asta el momento, mi estudio de la conciencia de Eichmann se ha basado en pruebas que el 

propio Eichmann había olvidado. Según sus manifestaciones a este respecto, el momento 

decisivo no se produjo cuatro semanas después, sino cuatro meses más tarde, en enero de 

1942, durante la conferencia de Staatssekretäre (subsecretarios del gobierno), como los nazis solían 

llamarla, o la Conferencia de Wannsee, tal como ahora la llamamos debido a que Heydrich la 

convocó en una casa situada en este suburbio de Berlín. Tal como indica el nombre oficial de la 

conferencia, esta reunión fue necesaria debido a que la Solución Final, si quería aplicarse a la 

totalidad de Europa, exigía algo más que la tácita aceptación de la burocracia del Reich, exigía la 

activa cooperación de todos los ministerios y de todos los funcionarios públicos de carrera. Nueve 

años después del acceso de Hitler al poder, todos los ministros eran antiguos miembros del partido, 

ya que aquellos que en las primeras etapas del régimen se habían limitado a «adaptarse» a él, harto 

obedientemente, habían sido sustituidos. Sin embargo, la mayoría de ellos no merecían la total 

confianza del partido, puesto que eran pocos los que debían enteramente su carrera política a los 

nazis, como, por ejemplo, Himmler o Heydrich. Y entre estos pocos, la mayoría eran nulidades, 

como Joachim von Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores y ex vendedor de champaña. Sin 

embargo, el problema era mucho más peliagudo en cuanto se refería a los funcionarios públicos de 

alto rango, que prestaban sus servicios directamente subordinados a los ministros, ya que estos 

hombres, que son quienes forman la espina dorsal de toda buena administración pública, 

difícilmente podían ser sustituidos por otros, e Hitler los había tolerado, como Adenauer tuvo que 

tolerarlos, salvo aquellos que estaban excesivamente comprometidos. De ahí que los subsecretarios, 

los asesores jurídicos y otros especialistas al servicio de los ministerios rara vez fueran miembros 

del partido, y es muy comprensible que Heydrich tuviera sus dudas acerca de si podría conseguir la 

activa colaboración de tales funcionarios en la tarea del asesinato masivo. Dicho sea en frase de 

Eichmann, Heydrich «esperaba tener que vencer grandes dificultades». Pues bien, Heydrich estaba 

equivocado de medio a medio. 

La finalidad de la conferencia era coordinar todos los esfuerzos en orden a la consecución de la 

Solución Final. Primeramente, los reunidos hablaron de «complicadas cuestiones jurídicas», tales 

como el tratamiento que debía darse a quienes tan solo fueran medio judíos o cuarterones de judío 

—¿se les debía matar o bastaba con esterilizarlos?—. A continuación se inició una franca discusión 

sobre los «diversos tipos de posibles soluciones del problema», lo cual significaba los diversos 

modos de matar, y también en este aspecto hubo una «feliz concurrencia de criterios de todos los 

participantes». La Solución Final fue recibida con «extraordinario entusiasmo» por todos los 

presentes, y en especial por el doctor Wilhelm Stuckart, subsecretario del Ministerio del Interior, 

quien tenía fama de mostrarse reticente y dubitativo ante todas las medidas «radicales» del partido, 

y, según las declaraciones del doctor Hans Globke, en Nuremberg, era un firme defensor de la ley. 

Sin embargo, cierto es que también surgieron algunas dificultades. El subsecretario Josef Bühler, 

quien ocupaba el segundo puesto en el Gobierno General de Polonia, quedó un tanto alicaído ante la 

posibilidad de que los judíos fueran transportados desde el oeste al este, debido a que esto 

significaba la presencia de más judíos en Polonia, y, en consecuencia, propuso que estas 




Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 71 


 


expediciones se retrasaran hasta el momento en que «el Gobierno General de Polonia ponga en 

ejecución la Solución Final, y no existan problemas de transporte». Los caballeros del Ministerio de 

Asuntos Exteriores comparecieron con un complicado memorando, elaborado por ellos mismos, en 

el que expresaban «los deseos e ideas del Ministerio de Asuntos Exteriores, con respecto a la total 

solución del problema judío en Europa», memorando al que nadie prestó la menor atención. Lo 

principal, tal como con toda justeza dijo Eichmann, era que los miembros de las diversas ramas de 

la alta burocracia pública no solo expresaron opiniones, sino que formularon propuestas concretas. 

La reunión no duró más de una hora o una hora y media. Tras ella se sirvieron bebidas, y luego 

todos almorzaron juntos. Fue una «agradable reunión social» destinada a mejorar las relaciones 

personales entre los circunstantes. Para Eichmann, esta reunión tuvo gran importancia, ya que jamás 

había tratado en reuniones sociales a personajes «de mayor altura» que la suya. Allí, Eichmann fue, 

con mucho, el individuo de más baja posición oficial y social. Se encargó de enviar la convocatoria 

a cuantos debían acudir a la conferencia, preparó algunas estadísticas (llenas de increíbles errores) 

que Heydrich utilizaría en su discurso inicial, en el que dijo que debía liquidarse a unos once 

millones de judíos, tarea ciertamente magna, y, después, Eichmann redactó el acta de la reunión. En 

suma, cumplió las funciones de secretario de la conferencia. Por esto se le permitió que, tras la 

marcha de los altos funcionarios, se sentara junto con sus jefes Müller y Heydrich, ante una 

chimenea encendida, y «esta fue la primera vez que vi a Heydrich beber y fumar». No 

«chismorreamos, pero sí gozamos de un descanso merecido tras largas horas de trabajo»; todos 

ellos estaban muy satisfechos y de buen humor, especialmente Heydrich. 

Hubo también otra razón en virtud de la cual el día de la conferencia quedó indeleblemente 

grabado en la memoria de Eichmann. Pese a que Eichmann había hecho cuanto estuvo en su mano 

para contribuir a llevar a buen puerto la Solución Final, también era cierto que aún abrigaba algunas 

dudas acerca de «esta sangrienta solución, mediante la violencia», y, tras la conferencia, estas dudas 

quedaron disipadas. «En el curso de la reunión, hablaron los hombres más prominentes, los papas 

del Tercer Reich.» Pudo ver con sus propios ojos y oír con sus propios oídos que no solo Hitler, no 

solo Heydrich o la «esfinge» de Müller, no solo las SS y el partido, sino la élite de la vieja y amada 

burocracia se desvivía, y sus miembros luchaban entre sí, por el honor de destacar en aquel 

«sangriento» asunto. «En aquel momento, sentí algo parecido a lo que debió de sentir Poncio 

Pilatos, ya que me sentí libre de toda culpa.» ¿Quién era él para juzgar? ¿Quién era él para poder 

tener sus propias opiniones en aquel asunto? Bien, Eichmann no fue el primero, ni será el último, en 

caer víctima de la propia modestia. 

Los acontecimientos siguientes a la conferencia, según recordaba Eichmann, se sucedieron sin 

dificultades, y todo se convirtió prontamente en tarea rutinaria. Rápidamente, Eichmann se 

convirtió en un experto en cuestiones de «evacuación forzosa», tal como antes había sido un experto 

en «emigración forzosa». Uno tras otro, todos los países impusieron a los judíos la obligación de 

empadronarse, de llevar un distintivo amarillo para su más fácil identificación... Luego, fueron 

reunidos y deportados. Y las distintas expediciones iban a uno u otro campo de exterminio del Este, 

según la capacidad relativa de cada cual en un momento determinado. Cuando un tren atestado de 

judíos llegaba a un centro de exterminio, se seleccionaba entre ellos a los más fuertes para 

dedicarlos al trabajo, a menudo al servicio de la maquinaria de exterminio, y los restantes eran 

inmediatamente asesinados. Había algún que otro problema, pero todos eran de menor importancia. 

El Ministerio de Asuntos Exteriores estaba en contacto con las autoridades de los países extranjeros 

ocupados por los nazis o aliados de Alemania, a fin de ejercer presión en ellas para que deportaran a 

sus judíos, o, como bien podía ocurrir, para evitar que los enviaran al Este sin orden ni concierto, 

sin tener en cuenta la capacidad de absorción de los centros de exterminio. (Esto era lo que 

Eichmann recordaba, aunque en realidad la operación no fue tan sencilla.) Los asesores jurídicos 

redactaron borradores de la legislación necesaria para dejar a las víctimas en estado de apátridas, lo 

cual tenía gran importancia desde dos puntos de vista. Por una parte, eso impedía que hubiera algún 

país que solicitara información sobre las víctimas, y, por otra, permitía al Estado en que la víctima 

residía confiscar sus bienes. El Ministerio de Hacienda y el Reichsbank hicieron los preparativos 

precisos para recibir el enorme botín que les mandarían desde todos los rincones de Europa, botín 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 72 


 


formado por todo género de objetos de valor, incluso relojes y dientes de oro. El Reichsbank 

efectuaba una selección y mandaba los metales preciosos a la fábrica de la moneda de Prusia. El 

Ministerio de Transportes proporcionaba los vagones de ferrocarril, por lo general vagones de 

carga, incluso en los períodos de mayor escasez de material rodante, y procuraba que el horario de 

los convoyes de deportados no obstaculizara los demás servicios ferroviarios. Eichmann o sus 

subordinados informaban a los consejos de decanos judíos del número de judíos que necesitaban 

para cargar cada convoy, y dichos consejos formaban las listas de deportados. Los judíos se 

inscribían en los registros, rellenaban infinidad de formularios, contestaban páginas y páginas de 

cuestionarios referentes a los bienes que poseían para permitir que se los embargaran más 

fácilmente, luego acudían a los puntos de reunión, y eran embarcados en los trenes. Los pocos que 

intentaban ocultarse o escapar fueron cazados por una fuerza especial de la policía judía. En tanto 

en cuanto Eichmann podía comprobar, nadie protestaba, nadie se negaba a cooperar. Immerzu 

fahren hier die Leute zu ihrem eigenen Begräbnis (Día tras día, los hombres parten camino de su 

tumba), como dijo un observador judío en Berlín el año 1943. 


 


 


La mera obediencia jamás hubiera sido suficiente para salvar las enormes dificultades propias de 

una operación que pronto se extendería a toda la Europa ocupada por los nazis, así como a los paí-

ses europeos aliados de estos, ni tampoco para tranquilizar la conciencia de los ejecutores que, al fin 

y al cabo, habían sido educados en la observancia del mandamiento «No matarás», y que sabían 

aquel versículo de la Biblia, «has asesinado y has heredado», que los juzgadores del tribunal del 

distrito de Jerusalén, con tanto acierto, incorporaron a la sentencia. Aquello que Eichmann 

denominaba «el torbellino de la muerte» había descendido sobre Alemania, tras las inmensas 

pérdidas de Stalingrado. Los bombardeos intensivos de las ciudades alemanas —la habitual excusa 

en que Eichmann se amparaba para justificar la muerte de ciudadanos civiles, y que es todavía la 

excusa habitual con que en Alemania se pretende justificar las matanzas— fueron la causa de que 

unas imágenes distintas de las atroces visiones que se evocaron en el juicio de Jerusalén, pero no 

por ello menos horribles, constituyeran un espectáculo cotidiano, y esto contribuyó a tranquilizar, o, 

mejor dicho, a dormir las conciencias, si es que quedaban rastros de ellas cuando los bombardeos se 

produjeron, aunque, según las pruebas de que disponemos, no era este el caso. La maquinaria de 

exterminio había sido planeada y perfeccionada en todos sus detalles mucho antes de que los 

horrores de la guerra se cebaran en la carne de Alemania, y la intrincada burocracia de dicha 

maquinaria funcionaba con la misma infalible precisión en los años de fácil victoria que en aquellos 

otros de previsible derrota. Al principio, cuando aún cabía tener conciencia, rara vez ocurrieron 

defecciones en las filas de la élite gubernamental o de los altos oficiales de las SS. Las defecciones 

comenzaron a producirse únicamente cuando se hizo patente que Alemania perdería la guerra. 

Además, estas deserciones nunca fueron lo suficientemente graves para afectar al funcionamiento 

de la maquinaria de exterminio, ya que consistían en actos aislados, antes nacidos de la corrupción 

que de la piedad, actos que no estaban inspirados por la rectitud de conciencia, sino por el deseo de 

lograr dinero o amistades con que protegerse en los negros días que se avecinaban. Cuando, en el 

otoño de 1944, Himmler dio la orden de detener la labor de exterminio y desmantelar las 

instalaciones a él dedicadas, lo hizo animado por la absurda aunque sincera convicción de que los 

poderes aliados sabrían apreciar tan delicado gesto. Himmler dijo a Eichmann, quien le escuchó con 

cierta incredulidad, que merced a tal orden podría negociar un Hubertusburger-Frieden, alusión al 

tratado de paz con que concluyó la guerra de los Siete Años, de Federico II de Prusia, en 1763, y 

permitió a Prusia conservar Silesia, pese a haber perdido la guerra. 

Según dijo Eichmann, el factor que más contribuyó a tranquilizar su conciencia fue el simple 

hecho de no hallar a nadie, absolutamente a nadie, que se mostrara contrario a la Solución Final. Sin 

embargo, hubo una excepción, a la que Eichmann se refirió reiteradas veces, y que seguramente le 

causó honda impresión. El hecho ocurrió en Hungría, mientras Eichmann negociaba con el doctor 

Kastner la oferta hecha por Himmler en el sentido de entregar un millón de judíos a cambio de diez 

mil camiones. Kastner, evidentemente envalentonado por el nuevo giro que tomaban las cosas, 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 73 


 


pidió a Eichmann que detuviera el funcionamiento de las «fábricas de muerte de Auschwitz», y 

Eichmann repuso que con «sumo placer» (herzlich gern) lo haría, pero que este era un asunto que se 

hallaba fuera de su competencia, y fuera de la competencia de sus superiores, como efectivamente 

así era. Desde luego, Eichmann no esperaba que los judíos compartieran el general entusiasmo que 

su exterminio había despertado, pero sí esperaba de ellos algo más que la simple obediencia, 

esperaba su activa colaboración y la recibió, en grado verdaderamente extraordinario. Esta era, 

«desde luego, la piedra angular» de cuanto Eichmann hacía, tal como antes lo había sido de sus 

actividades en Viena. Sin la ayuda de los judíos en las tareas administrativas y policiales —las 

últimas cacerías de judíos en Berlín fueron obra, tal como he dicho, exclusivamente de la policía 

judía—, se hubiera producido un caos total o, para evitarlo, hubiese sido preciso emplear fuerzas 

alemanas, lo cual hubiera mermado gravemente los recursos humanos de la nación. («No cabe duda 

de que, sin la cooperación de las víctimas, hubiera sido poco menos que imposible que unos pocos 

miles de hombres, la mayoría de los cuales trabajaban en oficinas, liquidaran a muchos cientos de 

miles de individuos... En su itinerario hacia la muerte, los judíos polacos vieron a muy pocos 

alemanes», dice R. Pendorf en la obra antes mencionada. Y estas palabras son más aplicables 

todavía a aquellos judíos que fueron transportados a Polonia para hallar la muerte en este país.) 

Debido a lo anterior, la formación de gobiernos títere en los territorios ocupados iba siempre 

acompañada de la organización de una oficina central judía, y, tal como veremos más adelante, en 

aquellos países en que los alemanes no lograron establecer un gobierno títere, también fracasaron en 

su empeño de conseguir la colaboración de los judíos. Pero, si bien los miembros de los gabinetes 

«Quisling» procedían por lo general de los partidos de la oposición, también es cierto que los 

individuos integrantes de los consejos judíos eran por lo general los más destacados dirigentes 

judíos del país de que se tratara, y a estos los nazis confirieron extraordinarios poderes, por lo 

menos hasta el momento en que también fueron deportados a Theresienstadt o a Bergen-Belsen, si 

es que procedían de países de la Europa occidental y central, o a Auschwitz si procedían de países 

de la Europa oriental. 

Para los judíos, el papel que desempeñaron los dirigentes judíos en la destrucción de su propio 

pueblo constituye, sin duda alguna, uno de los más tenebrosos capítulos de la tenebrosa historia de 

los padecimientos de los judíos en Europa. Esto se sabía ya, pero ha sido expresado por primera vez 

en todo su patetismo y en toda la sordidez de los detalles por Raul Hilberg, cuya obra más conocida, 

The Destruction of the European Jews, he mencionado anteriormente. En cuanto hace referencia a 

la colaboración con los verdugos, no cabe trazar una línea divisoria que distinga a las altamente 

asimiladas comunidades judías de los países del centro y el oeste de Europa, por una parte, y las 

masas de habla yiddish asentadas en los países del Este. En Amsterdam al igual que en Varsovia, en 

Berlín al igual que en Budapest, los representantes del pueblo judío formaban listas de individuos 

de su pueblo, con expresión de los bienes que poseían; obtenían dinero de los deportados a fin de 

pagar los gastos de su deportación y exterminio; llevaban un registro de las viviendas que quedaban 

libres; proporcionaban fuerzas de policía judía para que colaboraran en la detención de otros judíos 

y los embarcaran en los trenes que debían conducirles a la muerte; e incluso, como un último gesto 

de colaboración, entregaban las cuentas del activo de los judíos, en perfecto orden, para facilitar a 

los nazis su confiscación. Distribuían enseñas con la estrella amarilla y, en ocasiones, como ocurrió 

en Varsovia, «la venta de brazaletes con la estrella llegó a ser un negocio de seguros beneficios; 

había brazaletes de tela ordinaria y brazaletes de lujo, de material plástico, lavable». En los 

manifiestos que daban a la publicidad, inspirados pero no dictados por los nazis, todavía podemos 

percibir hasta qué punto gozaban estos judíos con el ejercicio del poder recientemente adquirido. La 

primera proclama del consejo de Budapest decía: «Al Consejo Judío central le ha sido concedido el 

total derecho de disposición sobre los bienes espirituales y materiales de todos los judíos de su 

jurisdicción». Y sabemos también cuáles eran los sentimientos que experimentaban los 

representantes judíos cuando se convertían en cómplices de las matanzas. Se creían capitanes 

«cuyos buques se hubieran hundido si ellos no hubiesen sido capaces de llevarlos a puerto seguro, 

gracias a lanzar por la borda la mayor parte de su preciosa carga», como salvadores que «con el 

sacrificio de cien hombres salvan a mil, con el sacrificio de mil a diez mil». Pero la verdad era 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 74 


 


mucho más terrible. Por ejemplo, en Hungría, el doctor Kastner salvó exactamente a 1.684 judíos 

gracias al sacrificio de 476.000 víctimas aproximadamente. A fin de no dejar al «ciego azar» la 

selección de los que debían morir y de los que debían salvarse, se necesitaba aplicar «principios 

verdaderamente santos», a modo de «fuerza que guíe la débil mano humana que escribe en un papel 

el nombre de un desconocido, y con ello decide su vida o su muerte». ¿Y quiénes eran las personas 

que estos «santos principios» seleccionaban como merecedoras de seguir con vida? Eran aquellas 

que «habían trabajado toda la vida en pro del zibur» (la comunidad) —es decir, los funcionarios— y 

los «judíos más prominentes», como dice Kastner en su informe. 

Nadie se preocupó de obligar a los representantes judíos a jurar mantener en secreto sus 

actividades, por cuanto se prestaban voluntariamente a ser «receptores de secretos», ya fuera a fin 

de evitar el terror actuando con la máxima discreción, como era el caso del doctor Kastner, ya por 

consideraciones de orden «humanitario», tales como pensar que «vivir en espera de la muerte por 

gas sería todavía más duro», como fue el caso del doctor Leo Baeck, ex rabino mayor de Berlín. 

Durante el juicio de Eichmann un testigo señaló las desdichadas consecuencias de este 

comportamiento «humanitario»: los judíos se ofrecían voluntariamente a ser deportados de 

Theresienstadt a Auschwitz, y denunciaban a aquellos que pretendían decir la verdad, por 

considerarlos corruptos. También conocemos las características personales de los dirigentes judíos 

durante el período nazi; su manera de ser variaba desde la de Chaim Rumkowski, decano de los 

judíos de Lódz, llamado Chaim I, que emitía papel moneda con su firma, y sellos de correo con su 

efigie, y que se trasladaba de un lado a otro en un carruaje en mal estado tirado por caballos, hasta 

la de Leo Baeck, universitario, de modales suaves, extraordinariamente educado, que creía que el 

empleo de policía judía daría lugar a un trato «más amable» y contribuiría a que «la tortura de los 

judíos no fuera tan atroz» (en realidad, la policía judía era, naturalmente, más brutal y menos 

corrupta, ya que los castigos a que se exponían eran más graves). Finalmente, hubo algunos 

representantes judíos, pocos, que se suicidaron, como fue el caso de Adam Czerniakow, presidente 

del Consejo Judío de Varsovia, que no era rabí, sino incrédulo, de profesión ingeniero, buen 

conocedor del idioma polaco, pero que hubiera debido recordar la frase rabínica: «Deja que te 

maten, pero no cruces esta línea». 

Era casi indiscutible que la acusación, en el juicio de Jerusalén, que tanto cuidado tuvo en no 

poner en un brete a la administración de Adenauer, debía evitar, por razones más importantes y más 

evidentes, sacar a la luz este capítulo de la historia de los judíos.. (Sin embargo, estos asuntos se 

discuten abiertamente y con sorprendente franqueza en los libros de texto israelitas —tal como 

puede comprobarse en el artículo «Young Israelis and Jews Abroad – A Study of Selected History 

Textbooks»—, debido a la pluma de Mark M. Krug, publicado en la Comparative Education 

Review, del mes de octubre de 1963.) A pesar de lo dicho, debemos aquí tratar sobre este capítulo, 

ya que explica ciertas lagunas de otro modo inexplicables, en la documentación de un caso que, por 

otra parte, padeció de un exceso de pruebas documentales. Los jueces señalaron una de estas 

lagunas, consistente en la no inclusión en los autos del libro de H. G. Adler Theresienstadt 1941-

1945 (1955), que la acusación, un tanto avergonzada, reconoció como texto de contenido «auténtico 

y basado en fuentes incontestables». La razón de que tal obra no se hubiera incluido es evidente. El 

libro describe detalladamente el modo en que el Consejo Judío de Theresienstadt formaba las «listas 

de transporte», después de que las SS les hubieran dado algunas directrices, concretando el número 

de judíos que debían ser transportados, su edad, sexo, profesión y país de origen. La postura de la 

acusación hubiera quedado debilitada si se hubiera visto obligada a reconocer que la determinación 

de los individuos que debían ser enviados a la muerte era, salvo escasas excepciones, tarea de la 

administración judía. Y el teniente fiscal, Ya'akov Baror, que fue quien tuvo que responder a la 

pregunta de la sala, indicó veladamente que lo anteriormente dicho era la razón de la no inclusión 

de la referida obra, al afirmar: «Esta acusación procura poner de manifiesto todo aquello que de un 

modo u otro hace referencia al acusado, sin deformar el cuadro general del presente caso». El 

cuadro hubiera quedado verdaderamente deformado si se hubiera unido a las pruebas documentales 

el libro de Adler, ya que hubiera contradicho las declaraciones prestadas por el principal testigo de 

los acontecimientos de Theresienstadt, quien aseguró que el propio Eichmann era quien efectuaba la 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 75 


 


selección de los individuos que debían ser transportados. Más importante todavía, el cuadro general 

presentado por la acusación, en el que se hacía una tajante distinción entre víctimas y victimarios, 

hubiera quedado muy gravemente deformado. La tarea de suministrar medios de prueba que 

contradicen la tesis de la acusación incumbe por lo general a la defensa, y resulta difícil explicar por 

qué razón el doctor Servatius, que había percibido ciertas contradicciones de menor importancia en 

las declaraciones de los testigos, no se valió de libro tan conocido y de tan fácil obtención. El doctor 

Servatius hubiera podido poner de relieve que Eichmann, inmediatamente después de haber sido 

transformado de experto en emigración en experto en «evacuación», nombró «decanos judíos» de 

Theresienstadt a sus antiguos colaboradores judíos en el asunto de la emigración, es decir, al doctor 

Paul Eppstein, quien se había ocupado de la emigración judía en Berlín, y al rabí Benjamín 

Murmelstein, quien ocupó el mismo cargo en Viena. Esto hubiera sido mucho más eficaz, en orden 

a revelar el ambiente en que Eichmann trabajaba, que todas las preguntas y contestaciones 

desagradables, y en ocasiones absolutamente ofensivas, acerca de juramentos, lealtad, virtudes y 

obediencia ciega. 

El testimonio prestado por Charlotte Salzberger sobre Theresienstadt, en el cual me he basado 

para escribir lo anterior, nos permite por lo menos echar una ojeada a este rincón olvidado de lo que 

la acusación dio en llamar «el cuadro general». Al presidente de la sala no le gustaron estas 

palabras, y tampoco el cuadro en cuestión. Varias veces dijo al fiscal general que «aquí no estamos 

para pintar cuadros», que existía «una acusación concreta, y esta acusación es lo que limita el 

ámbito del presente juicio», que el tribunal «se ha formado una idea del presente juicio, en 

consonancia con la acusación» y que «el fiscal debe ceñirse al objeto del juicio», admirables 

admoniciones todas ellas, en un procedimiento penal, que no fueron observadas en ningún caso. El 

fiscal hizo algo mucho peor que no obedecer las advertencias del presidente, ya que pura y 

simplemente renunció a guiar con sus preguntas a los testigos —o, cuando el tribunal insistía 

mucho, se limitaba a formular unas cuantas preguntas vagas y al azar—, lo cual produjo la 

consecuencia de que los testigos se comportaran como si fueran oradores en un mitin presidido por 

el fiscal, quien los presentaba al público, antes de que subieran al estrado. Los testigos pudieron 

hablar casi todo lo que quisieron, y muy rara vez se les formuló una pregunta específica. 

Este ambiente, no ya de juicio espectacular, sino de mitin multitudinario, en el que los oradores, 

uno tras otro, hacen cuanto pueden para conmover a los oyentes, fue especialmente notorio cuando 

el fiscal llamó a una larga serie de testigos para que declarasen acerca del alzamiento del gueto de 

Varsovia, y de intentonas parecidas efectuadas en Vilna y Kovno, hechos estos que ninguna 

relación guardaban con los crímenes del acusado. Las declaraciones de estos testigos hubieran 

contribuido a la finalidad específica del juicio, en el caso de que se hubiesen referido a las 

actividades de los consejos judíos, que tan importante y desastrosa función cumplieron en los 

heroicos esfuerzos de los rebeldes. Desde luego, alguna referencia se hizo a ello; los testigos que 

hablaron de los hombres de las «SS y quienes les ayudaban» indicaron, al hacerlo, que entre estos 

últimos se contaban «los policías del gueto que fueron un instrumento más en manos de los asesinos 

nazis», así como los Judenrat, pero estos testigos procuraron no extenderse demasiado sobre este 

tema, y, tan pronto como pudieron, hablaron del papel interpretado por los verdaderos traidores, de 

los que hubo muy pocos y que fueron «individuos sin nombre, que el gran público judío no conoce, 

al igual que ocurrió con todos los que, en la clandestinidad, lucharon contra los nazis». (En el curso 

de la declaración de estos testigos, el público estaba formado otra vez por personas distintas, casi 

todas ellas eran Kibbuzniks, es decir, miembros de las explotaciones comunales israelitas, a los que 

los testigos pertenecían.) La declaración más clara y limpia fue la de Zivia Lubetkin Zuckerman, en 

la actualidad mujer de unos cuarenta años, todavía hermosa, totalmente carente de sentimentalismos 

o de deseos de resaltar su personalidad, que habló exponiendo sistemáticamente los hechos, y 

expresando siempre, con toda seguridad, lo que deseaba expresar. Desde un punto de vista jurídico, 

las declaraciones de estos testigos fueron irrelevantes —en su informe final, Hausner no mencionó 

siquiera a uno de ellos—, salvo en cuanto constituían prueba de las estrechas relaciones existentes 

entre los combatientes clandestinos judíos y el maquis polaco y ruso, lo cual, abstracción hecha de 

que contradijera las declaraciones de otros testigos («Toda la población estaba en contra de 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 76 


 


nosotros»), hubiera podido ser de utilidad a la defensa, por cuanto justificaba la matanza de civiles 

mucho mejor que la constante alegación de Eichmann al decir que «Weizmann había declarado la 

guerra a Alemania en 1939». (Esto último no era más que una estupidez. Chaim Weizmann tan solo 

había dicho, al clausurar el último congreso sionista celebrado antes de la guerra, que la guerra de 

las democracias occidentales «es nuestra guerra y su lucha es nuestra lucha». La tragedia consistía, 

tal como muy bien dijo Hausner, precisamente en que los nazis no reconocieron a los judíos la 

calidad de beligerantes, ya que si lo hubieran hecho, los judíos hubieran podido sobrevivir en 

campos de prisioneros de guerra o de internamiento.) Si el doctor Servatius hubiera utilizado este 

punto de defensa, la acusación se hubiera visto obligada a reconocer cuán lamentablemente 

reducidos eran estos grupos de resistentes clandestinos, cuán increíblemente débiles e inofensivos, 

y, además, cuán reducido porcentaje de la población total judía —que en ocasiones luchó con las 

armas en contra de ellos— representaban.  

Si bien la improcedencia jurídica de estas declaraciones, que tanto tiempo consumieron, fue 

siempre lamentablemente clara, también es cierto que las intenciones del gobierno israelita, al 

proponerlas como medio de prueba, no fueron menos claras. Hausner (o, digamos, Ben Gurión) 

probablemente quisieron demostrar que si alguna resistencia hubo, esta provino de los grupos 

sionistas, como si, entre todos los judíos, únicamente los sionistas supieran que, cuando no se puede 

evitar la muerte, siempre vale la pena luchar para salvar el honor, como dijo la señora Zuckerman; 

que lo peor que puede ocurrirle a un ser humano, cuando se halla en tales circunstancias, es ser y 

conservarse «inocente», tal como demostró con toda claridad el tenor general de las declaraciones 

de la señora Zuckerman. Sin embargo, estas «intenciones» políticas no surtieron el efecto 

pretendido, ya que los testigos dijeron la verdad y declararon ante el tribunal que todas las 

organizaciones y partidos judíos tuvieron su intervención en la resistencia, por lo cual la verdadera 

distinción no era la que separaba a los sionistas de los no sionistas, sino a los individuos 

organizados de los que no lo estaban, y, más importante todavía, a los jóvenes de los de media edad. 

Cierto es que quienes resistieron a los nazis constituían una minoría, una minúscula minoría, pero 

en las circunstancias en aquel entonces imperantes, «era un milagro», tal como hizo constar un 

testigo, «que tal minoría existiera». 

Prescindiendo de consideraciones jurídicas, la comparecencia en estrados de aquellos que 

formaron parte de la resistencia judía fue bienvenida por todos los presentes, por cuanto contribuyó 

a disipar el triste espectro de cooperación universal, la sofocante y emponzoñada atmósfera que 

rodeó la Solución Final. El hecho, harto conocido, de que el trabajo material de matar, en los 

centros de exterminio, estuviera a cargo de comandos judíos quedó limpia y claramente establecido 

por los testigos de la acusación, quienes explicaron que estos comandos trabajaban en las cámaras 

de gas y en los crematorios, que arrancaban los dientes de oro y cortaban el cabello a los cadáveres, 

que cavaron las tumbas, y, luego, las volvieron a abrir para no dejar rastro de los asesinatos 

masivos, que fueron técnicos judíos quienes construyeron las cámaras de gas de Theresienstadt, 

centro este en el que la «autonomía» judía había alcanzado tal desarrollo que incluso el verdugo al 

servicio de la horca era judío. Pero todo lo anterior era tan solo horrible y no planteaba ningún 

problema moral. La selección y clasificación de los trabajadores en los campos de exterminio era 

efectuada por los hombres de las SS, quienes tenían especial predilección por los delincuentes, 

aunque, de todos modos, su selección tan solo podía estar inspirada en criterios perjudiciales para 

los judíos en general. (Esto último quedó especialmente de manifiesto en Polonia, donde los nazis 

exterminaron a un alto porcentaje de judíos cultos, al mismo tiempo que mataban a los intelectuales 

y miembros de las profesiones liberales polacos, lo cual, dicho sea incidentalmente, contrasta con la 

política seguida en la Europa occidental, en donde procuraron salvar a los judíos prominentes, a fin 

de canjearlos por civiles alemanes internados o prisioneros de guerra; en un principio Bergen-

Belsen fue un campo destinado a «judíos de canje».) El problema moral radicaba en la parte de 

verdad que había en las declaraciones de Eichmann al referirse a la colaboración de los judíos, 

incluso teniendo en cuenta las circunstancias propias de la Solución Final. «La composición del 

Consejo Judío [en Theresienstadt] y la distribución del trabajo quedó a discreción del propio 

Consejo, excepto el nombramiento del presidente, es decir, la determinación de quién ocuparía el 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 77 


 


puesto de presidente, que reservamos a nuestra competencia, como es lógico. Sin embargo, tal 

nombramiento no revestía la forma de una decisión dictatorial. Los funcionarios judíos con quien 

estábamos en constante relación tenían que ser tratados, bueno, digamos, con guante blanco... No 

les dábamos órdenes tajantes por la sencilla razón de que si los altos funcionarios judíos hubieran 

recibido órdenes en los términos “debes hacer esto”, “mandamos aquello”, esto tan solo hubiera 

servido para crearnos mayores dificultades. Cuando a una persona no le gusta el trabajo que hace, 

los efectos se dejan sentir prontamente... Hicimos cuanto pudimos para que el trabajo de estos 

funcionarios resultara agradable.» No cabe duda de que así fue. El problema radica en saber cómo 

lo consiguieron. 

Así pues, la más grave omisión en el «cuadro general» fue la de aquellas declaraciones referentes 

a la colaboración entre los dirigentes nazis y las autoridades judías, que hubieran dado ocasión a 

formular la siguiente pregunta: «¿Por qué colaboró aquella gente en la destrucción de su propio 

pueblo; a fin de cuentas, en labrar su propia ruina?». El único testigo que había sido miembro 

destacado de un Judenrat fue Pinchas Freudiger, ex barón Philip von Freudiger, de Budapest. En el 

curso de su declaración se produjeron los únicos incidentes dignos de mención ocurridos durante el 

juicio; el público le increpó a gritos, en yiddish y en húngaro, y el tribunal tuvo que interrumpir la 

sesión. Freudiger, judío ortodoxo de gran dignidad personal, quedó anonadado. Dijo: «Aquí hay 

gente que dice que se les advirtió que mejor sería que no intentaran huir. Pero no hay que olvidar 

que el cincuenta por ciento de los que escaparon fueron capturados y ejecutados» —contra el 

noventa y nueve por ciento, entre los que no escaparon—. «¿Adónde podían ir? ¿Adónde podían 

huir?», pero el propio Freudiger huyó a Rumania porque era rico, y Wisliceny le ayudó. «¿Qué 

podíamos hacer en esas circunstancias? ¿Qué podíamos hacer?» La única contestación a esta 

pregunta fue dada por el presidente del tribunal: «No creo que sus palabras contesten la pregunta 

formulada». Pregunta que no formuló el tribunal, sino el público asistente. 

Los magistrados se refirieron dos veces al tema de la colaboración. El juez Yitzak Raveh logró 

que uno de los testigos reconociera que «la policía del gueto» era «un instrumento más en manos de 

los asesinos», y también consiguió que el testigo en cuestión dijera que «la política del Judenrat 

consistía en cooperar con los nazis». El juez Halevi consiguió, con sus repreguntas, que Eichmann 

reconociera que los nazis consideraban que esta colaboración constituía la piedra angular de su 

política con respecto a los judíos. Sin embargo, la pregunta que el fiscal formulaba invariablemente 

a todos los testigos, salvo a aquellos que lucharon en las filas de la resistencia clandestina, y que tan 

natural parecía a quienes no conocían los antecedentes ambientales, la pregunta «¿Por qué no se 

rebeló usted?», cumplía en realidad la función de cortina de humo que ocultaba otra pregunta no 

formulada. Y por esto todas las contestaciones dadas a la incontestable pregunta del fiscal 

estuvieron muy lejos de ser «la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad». Cierto era que el 

pueblo judío, globalmente considerado, no estaba organizado, que no poseía territorio, que no 

disponía de un gobierno, ni de un ejército, y que, en el momento en que más lo necesitaba, tampoco 

tuvo un gobierno en el exilio que le representara ante los aliados (la Organización Judía para 

Palestina, presidida por el doctor Weizmann, era, a lo sumo, un sucedáneo), carecía de armas y de 

jóvenes con formación militar. Pero también era verdad que existían organizaciones comunales 

judías, y organizaciones de ayuda, tanto de alcance local como de alcance internacional. Allí donde 

había judíos había asimismo dirigentes judíos, y estos dirigentes, casi sin excepción, colaboraron 

con los nazis, de un modo u otro, por una u otra razón. La verdad era que si el pueblo judío hubiera 

carecido de toda organización y de toda jefatura, se hubiera producido el caos, y grandes males 

hubieran sobrevenido a los judíos, pero el número total de víctimas difícilmente se hubiera elevado 

a una suma que oscila entre los cuatro millones y medio y los seis millones. (Según los cálculos de 

Freudiger, la mitad de ellos hubieran podido salvarse si no hubieran seguido las instrucciones que 

les dieron los consejos judíos. Se trata desde luego de una estimación aproximada, pero este 

porcentaje concuerda con las cifras bastante dignas de crédito de que disponemos con referencia a 

lo ocurrido en Holanda, obtenidas por el doctor L. de Jong, jefe del Instituto Holandés de 

Documentos de Guerra. En Holanda, donde el Joodsche Raad, al igual que todas las autoridades 

holandesas, no tardó en convertirse en instrumento de los nazis, 103.000 judíos fueron deportados a 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 78 


 


los campos de exterminio y unos cinco mil a Theresienstadt, merced, como de costumbre, a la 

colaboración del Consejo Judío. Tan solo quinientos diecinueve judíos regresaron de los campos de 

exterminio. Por el contrario, diez mil de aquellos veinte o veinticinco mil que huyeron de los nazis 

—y, en consecuencia, de la obediencia a los consejos judíos— y se ocultaron, lograron sobrevivir. 

De nuevo nos encontramos ante un porcentaje del cuarenta al cincuenta por ciento de 

supervivientes. Casi todos los judíos enviados a Theresienstadt regresaron a Holanda.) 

Me he detenido a considerar este capítulo de la historia de los judíos durante la Segunda Guerra 

Mundial, capítulo que el juicio de Jerusalén no puso ante los ojos del mundo en su debida 

perspectiva, por cuanto ofrece una sorprendente visión de la totalidad del colapso moral que los 

nazis produjeron en la respetable sociedad europea, no solo en Alemania, sino en casi todos los 

países, no solo entre los victimarios, sino también entre las víctimas. Eichmann, a diferencia de 

otros individuos del movimiento nazi, siempre tuvo un inmenso respeto hacia la «buena sociedad»; 

y los buenos modales de que hacía gala ante los funcionarios judíos de habla alemana eran, en gran 

medida, el resultado de reconocer que trataba con gente socialmente superior a él. Eichmann no era, 

ni mucho menos, como un testigo le motejó, un Landsknechtnatur, un mercenario, que quería huir a 

regiones en las que no se observaran los Diez Mandamientos y en las que un hombre pudiera hacer 

lo que quisiera. Hasta el último instante, Eichmann creyó fervientemente en el éxito, el criterio que 

mejor le servía para determinar lo que era la «buena sociedad». Características de Eichmann fueron 

sus últimas palabras acerca de Hitler, a quien Eichmann y su camarada Sassen decidieron «dar poca 

importancia» en su relato. Eichmann dijo que Hitler «quizá estuviera totalmente equivocado, pero 

una cosa hay que no se le puede negar: fue un hombre capaz de elevarse desde cabo del ejército 

alemán a Führer de un pueblo de ochenta millones de personas... Para mí, el éxito alcanzado por 

Hitler era razón suficiente para obedecerle». La conciencia de Eichmann quedó tranquilizada 

cuando vio el celo y el entusiasmo que la «buena sociedad» ponía en reaccionar tal como él 

reaccionaba. No tuvo Eichmann ninguna necesidad de «cerrar sus oídos a la voz de la conciencia», 

tal como se dijo en el juicio, no, no tuvo tal necesidad debido, no a que no tuviera conciencia, sino a 

que la conciencia hablaba con voz respetable, con la voz de la respetable sociedad que le rodeaba. 

El hecho de que no hubiera voces procedentes del exterior que despertaran su conciencia fue uno 

de los argumentos esgrimidos por Eichmann, y la correlativa tarea de la acusación fue demostrar 

que no era este el caso, que realmente existían voces del exterior que bien hubiera podido escuchar, 

y que, de todos modos, Eichmann había llevado a cabo su tarea con un entusiasmo que superaba en 

mucho el exigido por el mero cumplimiento del deber. Y esto último resultó ser verdad, salvo en 

cuanto —por extraño que parezca— su celo de asesino no era en modo alguno totalmente 

independiente de la ambigüedad de las voces de aquellos que, en alguna que otra ocasión, 

intentaron templar un poco su entusiasmo. Aquí será preciso que nos refiramos, aunque solo sea de 

pasada, a la llamada «emigración interior» de los alemanes. Nos referimos a la actitud de aquellos 

individuos que frecuentemente ocuparon cargos, incluso altos cargos, en el Tercer Reich, y que, 

después de la guerra, se dijeron a sí mismos, y proclamaron a los cuatro vientos, que siempre se 

«opusieron internamente» al régimen. El problema, en este caso, no radica en averiguar si decían la 

verdad o no, antes bien consiste en hallar la razón por la cual, en la Alemania de Hitler, donde tanto 

abundaban los secretos, no hubo jamás secreto mejor guardado que este de la «oposición interna». 

En el ambiente de terror imperante en la Alemania nazi, guardar tal secreto era absolutamente 

imprescindible. Tal como un «emigrante interior», bastante conocido, y que ciertamente creía en su 

propia sinceridad, me dijo en cierta ocasión, todos tenían la obligación de aparecer «exteriormente» 

incluso más nazis que los nazis normales, a fin de poder guardar su secreto. (Incidentalmente, esto 

quizá explique por qué las pocas protestas de que tenemos noticia contra el programa de exterminio 

no fueron formuladas por los altos jefes del ejército, sino por antiguos miembros del partido.) En 

consecuencia, la única posible manera de vivir en el Tercer Reich y de no comportarse como un 

nazi consistía en no dar muestras de vida. «La abstención de toda participación significativa en la 

vida pública» era el único criterio útil para medir la culpabilidad individual, como Otto Kirchheimer 

observó recientemente en Political Justice (1961). La denominación «emigrante interior» tan solo 

adquiere sentido cuando se aplica al individuo que vivía «como exiliado entre las gentes de su 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 79 


 


propio pueblo, que vivía rodeado de una masa animada por una fe ciega», tal como dijo el profesor 

Hermann Jahrreiss en su «Informe general de todos los defensores» ante el tribunal de Nuremberg. 

Y esto era así por cuanto la oposición resultaba «totalmente estéril», habida cuenta de la absoluta 

carencia de organización. Cierto es que hubo alemanes que vivieron doce años en este ambiente de 

«frialdad exterior», pero su número era insignificante, incluso entre los resistentes. En los últimos 

años el término «emigración interior» (que en sí mismo resulta de significado un tanto equívoco, ya 

que tanto puede referirse a una emigración hacia las capas más profundas del alma, como a una 

manera de comportarse cual si uno fuera un emigrante) se ha convertido casi en un chiste. El 

siniestro doctor Otto Bradfisch, antiguo miembro de uno de los Einsatzgruppen, y que presidió el 

asesinato de por lo menos quince mil individuos, afirmó ante un tribunal alemán que siempre se 

«opuso interiormente» a lo que hacía. Quizá necesitaba la muerte de quince mil hombres, a fin de 

tener una coartada con la que protegerse ante los «verdaderos nazis». (Esta misma argumentación 

fue empleada, aunque con menos éxito, ante un tribunal polaco por el ex Gauleiter del Warthegau 

Arthur Greiser: solamente su «alma oficial» había cometido los crímenes por los que fue ahorcado 

en 1946, su «alma privada» siempre los repudió.) 

Si bien Eichmann quizá nunca halló en sí mismo a un «emigrante interno», probablemente tuvo 

ocasión de conocer a funcionarios públicos que, en la actualidad, aseguran que permanecieron en 

sus puestos únicamente con la finalidad de «suavizar» las cosas y evitar que sus cargos fueran 

ocupados por «verdaderos nazis». Especial atención merece el famoso caso del doctor Hans 

Globke, subsecretario de Estado, y, de 1953 a 1963, jefe de personal de la Cancillería de la 

Alemania Occidental. Como sea que el doctor Globke fue el único funcionario de esta categoría 

mencionado en el curso del juicio de Jerusalén, bien vale la pena que examinemos durante unos 

instantes su labor de «suavización». El doctor Globke había prestado sus servicios en el Ministerio 

del Interior de Prusia, antes del acceso de Hitler al poder, y allí dio muestras de un prematuro 

interés en el problema judío. Él fue quien redactó la primera de las órdenes según las cuales era 

necesario «probar ser descendiente de arios» en los expedientes de solicitud de cambio de apellido. 

Esta orden, contenida en carta circular de diciembre de 1932, fue dada en una época en que la 

elevación de Hitler al poder todavía no era cierta, sino muy probable tan solo, y constituye un 

extraño precedente de los «decretos secretos», es decir, de la manera de gobernar, típicamente 

totalitaria, mediante normas legales que no son sometidas a la atención del público, que Hitler 

empleó mucho después, sirviéndose de la fórmula «estas directrices no deben publicarse». Tal como 

he dicho, al doctor Globke le interesaban los apellidos, y también es cierto que sus «Comentarios a 

las leyes de Nuremberg de 1935» son mucho más «avanzados» que las anteriores interpretaciones 

de las Rassenschande hechas por el doctor Bernhard Lösener, experto en asuntos judíos del 

Ministerio del Interior y viejo miembro del partido, por lo que bien cabe acusar al doctor Globke de 

haber sido todavía más radical que los «verdaderos nazis». Pero incluso en el caso de que creamos 

en las buenas intenciones del doctor Globke, es difícil imaginar qué podía hacer en las 

circunstancias entonces imperantes para mejorar un poco las cosas. No obstante lo dicho, un 

periódico alemán, tras una intensa labor de búsqueda, pudo dar respuesta a tan intrigante cuestión. 

Los periodistas descubrieron un documento, debidamente firmado por el doctor Globke, en el que 

ordenaba que todas las muchachas checas, futuras esposas de soldados alemanes, debían entregar, 

como requisito indispensable para obtener el permiso de matrimonio, fotografías suyas en las que 

aparecieran en traje de baño. El doctor Globke explicó: «Gracias a esta orden confidencial se 

suavizó un poco un escándalo que duraba ya tres años». Y así era, ya que hasta el momento de la in-

tervención del doctor Globke, las muchachas checas tenían que presentar fotografías en las que 

aparecieran totalmente desnudas. 

El doctor Globke, tal como declaró en Nuremberg, tuvo la suerte de trabajar a las órdenes de otro 

«suavizador», el subsecretario de Estado Wilhelm Stuckart, a quien hemos conocido anteriormente 

en su papel de entusiasta asistente a la Conferencia de Wannsee. La labor de suavización de 

Stuckart beneficiaba a los medio judíos, a quienes propuso esterilizar. (El tribunal de Nuremberg, 

que estaba en posesión del acta de la Conferencia de Wannsee, quizá no creyera que Stuckart 

ignoraba la existencia del programa de exterminio, pero no obstante le condenó a una pena 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 80 


 


equivalente al tiempo cumplido en prisión provisional, en atención a la deficiente salud del acusado. 

Un tribunal alemán de desnazificación le condenó al pago de una multa de quinientos marcos y le 

declaró «miembro nominal del partido» —Mitläufer—, pese a que forzosamente debían saber los 

juzgadores que Stuckart fue, por lo menos, miembro de la «vieja guardia» del partido, e ingresó en 

las SS a primera hora, en calidad de miembro honorario.) Evidentemente, la historia de los 

«suavizadores» empleados en las oficinas de Hitler forma parte de la serie de cuentos de hadas 

surgidos en la posguerra, y bien podemos prescindir de dichos «suavizadores», en el aspecto de 

voces que pudieron llegar a la conciencia de Eichmann. 

En Jerusalén, la cuestión referente a estas voces adquirió gravedad al comparecer ante el tribunal 

el reverendo Heinrich Grüber, ministro protestante, que fue el único testigo alemán propuesto por el 

fiscal, y, dicho sea incidentalmente, el único testigo no judío, con la excepción del juez Michael 

Musmanno, de Estados Unidos. (Los testigos alemanes propuestos por la defensa fueron excluidos 

desde el principio, ya que se exponían a ser detenidos y acusados en Israel, en virtud de la misma 

ley de aplicación a Eichmann.) El reverendo Grüber perteneció al grupo, numéricamente reducido y 

políticamente irrelevante, formado por aquellos que se opusieron a Hitler por razones de principios, 

y no por consideraciones patrióticas, y cuya postura ante el problema judío jamás fue equívoca. El 

reverendo Grüber prometía ser un excelente testigo, por cuanto Eichmann había sostenido 

negociaciones con él en diversas ocasiones, y su mera comparecencia ante la sala causó fuerte 

impresión. Desgraciadamente, sus declaraciones fueron un tanto vagas. Tras el paso de tantos años, 

no recordaba cuánto había hablado con Eichmann, ni, lo cual era más grave, de qué asuntos 

trataron. Solo recordaba con claridad que en una ocasión pidió a Eichmann que mandara pan ácimo 

a Hungría para la celebración de la Pascua judía, y que se había trasladado a Suiza, durante la 

guerra, para contar a sus amigos cristianos cuán peligrosa era la situación en que se hallaban los 

judíos, y pedirles que ampliaran las oportunidades de emigración. (Estas negociaciones 

seguramente tuvieron lugar antes de que se pusiera en práctica la Solución Final, lo cual coincidió 

con el decreto de Himmler prohibiendo las emigraciones; probablemente se celebraron antes de la 

invasión de Rusia.) El reverendo consiguió su pan ácimo, fue sin dificultades a Suiza y regresó. Sus 

problemas comenzaron más tarde, al iniciarse las deportaciones. Al principio, el reverendo Grüber y 

su grupo de clérigos protestantes intervinieron únicamente en representación y beneficio de 

«individuos que fueron heridos en el curso de la Primera Guerra Mundial, de aquellos que habían 

merecido altas condecoraciones, de los viejos y de las viudas de los caídos en la Primera Guerra 

Mundial». Estas categorías se correspondían con aquellas que habían sido declaradas exentas por 

los propios nazis, en un principio. Ahora, a Grüber le dijeron que sus peticiones «contradecían la 

política adoptada por el gobierno en estos asuntos», pero nada malo ocurrió al pastor. Poco después, 

el reverendo Grüber hizo algo verdaderamente extraordinario: intentó llegar hasta el campo de 

concentración de Gurs, en el sur de Francia, en el que el gobierno de Vichy había internado, junto 

con los judíos alemanes refugiados en Francia, a unos siete mil quinientos judíos de Baden y del 

Saarpfalz a quienes Eichmann había pasado de contrabando a Francia en el otoño de 1940, y 

quienes, según las informaciones de que Grüber disponía, se encontraban en condiciones todavía 

peores que las de los judíos deportados a Polonia. A resultas de este intento, el reverendo Grüber 

fue detenido y enviado a un campo de concentración; primero a Sachsenhausen y, después, a 

Dachau. (Parecido destino tuvo el sacerdote católico Bernard Lichtenberg, de la catedral de Santa 

Eduvigis, de Berlín, quien no solo osó rezar públicamente por los judíos, bautizados o no —lo cual 

resultaba mucho más peligroso que intervenir en favor de algunos «casos especiales»—, sino que 

también pidió que se le permitiera acompañar a los judíos en su deportación a los países del Este. 

Este sacerdote murió cuando era trasladado a un campo de concentración.) 

Con la salvedad de haber dado testimonio de la existencia de «otra Alemania», el reverendo 

Grüber no contribuyó gran cosa a la mayor significación jurídica y legal del juicio. Formuló muchos 

juicios banales acerca de Eichmann —dijo que era como un «pedazo de hielo», como el «mármol», 

un Landsknechtsnatur, y un «ciclista» (expresión popular alemana para indicar al hombre que se 

inclina ante sus superiores y patea a sus subordinados)—, ninguno de los cuales indicaban que el 

reverendo Grüber fuera un buen psicólogo, aparte de que la acusación de «ciclista» quedó refutada 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 81 


 


mediante pruebas demostrativas de que Eichmann era bastante benévolo con sus subordinados. De 

todas formas, el caso es que estas conclusiones e interpretaciones normalmente no se hubieran 

consignado en acta, en un juicio celebrado ante cualquier otro tribunal, pero en el juicio de 

Jerusalén llegaron a constar en la sentencia. Sin tales manifestaciones, la declaración del reverendo 

Grüber hubiera servido para fortalecer la tesis de la defensa, ya que Eichmann jamás dio al pastor 

una contestación directa, siempre le dijo que volviera a visitarle, por cuanto tenía que solicitar las 

pertinentes instrucciones. Más importante aún, el doctor Servatius tomó por fin la iniciativa y 

formuló al testigo una pregunta altamente pertinente: «¿Intentó el testigo ejercer su influencia en el 

acusado? ¿Intentó el testigo, en su calidad de eclesiástico, hacer una llamada a los sentimientos del 

acusado, exhortarle, decirle que su conducta era contraria a la moral?». Naturalmente, el valeroso 

reverendo no hizo nada de eso, y sus contestaciones fueron muy embarazosas. Dijo que «los hechos 

son más eficaces que las palabras», y que «las palabras hubieran sido inútiles». Habló utilizando 

clichés que nada tenían que ver con los hechos reales, con aquella situación en que las palabras 

hubieran tenido el valor de «hechos», y en la que quizá un eclesiástico hubiera tenido el deber de 

poner a prueba la «inutilidad de las palabras». 

Más pertinentes todavía que la pregunta del doctor Servatius fueron las palabras que Eichmann 

dijo sobre este episodio en su última declaración, donde repitió: «Nadie vino a verme para 

reprocharme ni un solo acto realizado por mí en el cumplimiento de mis deberes. Ni siquiera el 

pastor Grüber ha afirmado que lo hiciera». Después añadió: «Vino a verme, y me pidió que aliviara 

los sufrimientos del prójimo, pero no formuló objeción alguna a los actos por mí realizados en el 

cumplimiento de mi deber». De la declaración del propio pastor Grüber se deduce que este se 

preocupó, no tanto de «aliviar sufrimientos», como de eximir a algunos de tales sufrimientos, en 

consonancia con unas categorías establecidas anteriormente por los nazis. Desde un principio, los 

judíos alemanes aceptaron sin protesta esta clasificación en categorías. Y la aceptación de 

categorías privilegiadas —judíos alemanes frente a judíos polacos, judíos excombatientes y 

condecorados frente a ciudadanos recientemente naturalizados— fue el inicio del colapso moral de 

la respetable sociedad judía. (En vista de que, actualmente, estas cuestiones son a menudo tratadas 

como si existiera una ley, nacida de la misma naturaleza humana, que obligara a todos a perder la 

dignidad al producirse un desastre, será oportuno recordar la actitud que adoptaron los 

excombatientes judíos franceses cuando su gobierno les ofreció idénticos privilegios. Los franceses, 

en aquel caso, contestaron: «Declaramos solemnemente nuestra renuncia a cuantos beneficios 

excepcionales nos sean atribuidos por nuestra condición de ex combatientes», American Jewish 

Yearbook, 1945.) No es preciso aclarar que los propios nazis jamás tomaron en serio estas 

distinciones, puesto que, para ellos, un judío siempre era un judío; sin embargo, tales categorías 

produjeron evidentes efectos hasta el final de la tragedia, ya que contribuyeron a tranquilizar ciertos 

escrúpulos de la población alemana. Gracias a las clasificaciones parecía que tan solo los judíos 

polacos, los ciudadanos que intentaban soslayar el servicio en el ejército, eran deportados. Pero 

quienes no quisieron cerrar los ojos, seguramente vieron con toda claridad, desde el principio, que 

«es práctica generalmente observada reconocer ciertas excepciones, a fin de permitir el más fácil 

mantenimiento de la norma general» (palabras de Louis de Jong en un luminoso artículo titulado 

«Jews and Non-Jews in Nazi-ocupied Holland»). 

El más desastroso resultado de la aceptación de estas privilegiadas categorías fue que todos 

aquellos que solicitaban se les aplicara el régimen «excepcional» reconocían implícitamente la 

norma general, pero esto jamás fue comprendido por aquellas «buenas personas», judías o gentiles, 

que se ocupaban de los «casos especiales» en que se podía solicitar tratamiento de preferencia. El 

grado en que las normas de juego de la Solución Final fueron aceptadas, incluso por las propias 

víctimas judías, quizá no quede en lugar alguno tan claramente puesto en evidencia como en el 

llamado «informe Kastner» (se puede adquirir en alemán: Der KastnerBericht über Eichmanns 

Menschenhandel in Ungarn, 1961). Incluso después de terminar la guerra, Kastner estaba orgulloso 

de los éxitos logrados en la tarea de salvar «judíos prominentes», categoría ideada por los nazis en 

1942, como si también en su opinión no cupiera siquiera discutir que un judío famoso tenía más 

derecho a vivir que un judío cualquiera. Aceptar tales «responsabilidades» —ayudar a los nazis a 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 82 


 


descubrir a los «famosos», entre la masa anónima, ya que esto significaba— «requería más valor 

que enfrentarse con la muerte», según el doctor Kastner. Pero si los judíos y los gentiles que 

alegaban la existencia de «casos especiales» no se daban cuenta de su involuntaria complicidad, del 

implícito reconocimiento de la norma general que significaba la muerte para cuantos no fueran 

«casos especiales», forzosamente tuvieron que darse cuenta de ella quienes se dedicaban a la tarea 

de matar. Por lo menos tuvieron que imaginar que al recibir solicitudes de que hicieran excepciones, 

y al acceder de vez en cuando a ellas, y, en consecuencia, merecer la gratitud de los solicitantes, 

habían convencido a sus oponentes de la legalidad de sus actos. 

Además, el reverendo Grüber y el tribunal de Jerusalén cometieron un grave error al presuponer 

que las peticiones de exención eran formuladas únicamente por los que se oponían al régimen. 

Contrariamente, tal como Heydrich expuso explícitamente en el curso de la Conferencia de 

Wannsee, el establecimiento de Theresienstadt, en concepto de gueto destinado a las categorías 

privilegiadas, fue motivado por el gran número de intercesiones de las más distintas procedencias. 

Más tarde, Theresienstadt se convirtió en el lugar destinado a ser mostrado a los visitantes 

extranjeros, y sirvió para engañar al mundo exterior, pero esta no fue su originaria raison d'étre. El 

horrible proceso de «descongestión» que a intervalos regulares tenía lugar en aquel «paraíso» —

«tan distinto de los otros campos como el día de la noche», como muy bien dijo Eichmann— se 

impuso ineludiblemente debido a que allí nunca había espacio suficiente para alojar a todos los 

«privilegiados», y sabemos, gracias a una orden dictada por Ernst Kaltenbrunner, jefe de la RSHA, 

que «se tenía especial cuidado en no deportar a los judíos con relaciones y amistades importantes en 

el mundo exterior». En otras palabras, los judíos no tan «prominentes» eran constantemente 

sacrificados en beneficio de aquellos cuya desaparición en los territorios del Este podía provocar 

incómodas pesquisas. No era preciso que «las amistades en el mundo exterior» vivieran fuera de 

Alemania. Según Himmler había ochenta millones de buenos alemanes, y cada uno de ellos tenía su 

judío decente. Evidentemente, «los demás judíos son unos cerdos, pero este judío es un judío de 

primera clase» (Hilberg). Se dice que el propio Hitler conocía a trescientos cuarenta judíos de 

«primera clase», a quienes había dado la condición de alemanes o concedido los privilegios propios 

de los medio judíos. Miles de medio judíos fueron declarados exentos de toda restricción, lo cual 

quizá explique que Heydrich ocupara tan alto cargo en las SS, y que el Generalfeldmarschall 

Erhard Milch tuviera tan alto puesto en las fuerzas aéreas de Göring, ya que nadie ignoraba que 

Heydrich y Milch eran me dio judíos. (De los grandes criminales de guerra únicamente dos se 

arrepintieron antes de morir. Uno de ellos fue Heydrich, en el curso de los nueve días de agonía, 

antes de que las heridas que le infligieron los patriotas checos le causaran la muerte. Y el otro fue 

Hans Franck, en su celda de condenado a muerte, en Nuremberg. Lo anterior no deja de producir 

cierta angustia, ya que es difícil evitar la sospecha de que Heydrich, al fin, no se arrepintió de haber 

cometido asesinatos, sino de haber traicionado a su propio pueblo.) Si las intercesiones en favor de 

judíos «prominentes» eran efectuadas por personas «prominentes» solían tener éxito. Así vemos 

que Sven Hedin, uno de los más ardientes admiradores de Hitler, intercedió en pro de un conocido 

geógrafo, el profesor Philippsohn, de Bonn, quien «vive en condiciones inmundas en 

Theresienstadt». En una carta que Hedin mandó a Hitler le amenazaba diciéndole que «su actitud 

con respecto a Alemania estaría en función del destino de Philippsohn», a consecuencia de lo cual 

(según el libro de H. G. Adler sobre Theresienstadt) Philippsohn fue inmediatamente trasladado a 

más confortables aposentos. 

Actualmente, en Alemania, esta idea de los judíos «prominentes» todavía no ha sido olvidada. Y 

así vemos que mientras los judíos excombatientes y los demás grupos de judíos privilegiados ni 

siquiera se mencionan, todavía se lamenta el sino de judíos «famosos», con total olvido de los 

restantes. No son pocos, especialmente en las minorías cultas, quienes todavía lamentan 

públicamente que Alemania expulsara a Einstein, sin darse cuenta de que constituyó un crimen 

mucho más grave dar muerte al insignificante vecino de la casa de enfrente, a un Hans Cohn 

cualquiera, pese a no ser un genio. 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 83 


 


 


 


 


 



 


LOS DEBERES DE UN CIUDADANO CUMPLIDOR DE LA LEY 


 


 


sí vemos cómo Eichmann tuvo abundantes oportunidades de sentirse como un nuevo 

Poncio Pilatos y, a medida que pasaban los meses y pasaban los años, Eichmann superó la 

necesidad de sentir, en general. Las cosas eran tal como eran, así era la nueva ley común, 

basada en las órdenes del Führer; cualquier cosa que Eichmann hiciera la hacía, al menos así lo 

creía, en su condición de ciudadano fiel cumplidor de la ley. Tal como dijo una y otra vez a la 

policía y al tribunal, él cumplía con su deber; no solo obedecía órdenes, sino que también obedecía 

la ley. Eichmann presentía vagamente que la distinción entre órdenes y ley podía ser muy 

importante, pero ni la defensa ni los juzgadores le interrogaron al respecto. Los manidos conceptos 

de «órdenes superiores» y «actos de Estado» iban y venían constantemente en el aire de la sala de 

audiencia. Estos fueron los conceptos alrededor de los que giraron los debates sobre estas materias 

en el juicio de Nuremberg, por la sola razón de que producían la falsa impresión de que lo 

totalmente carente de precedentes podía juzgarse según unos precedentes y unas normas que los 

mismos hechos juzgados habían hecho desaparecer. Eichmann, con sus menguadas dotes 

intelectuales, era ciertamente el último hombre en la sala de justicia de quien cabía esperar que 

negara la validez de estos conceptos y acuñara conceptos nuevos. Además, como fuere que 

solamente realizó actos que él consideraba como exigencias de su deber de ciudadano cumplidor de 

las leyes, y, por otra parte, actuó siempre en cumplimiento de órdenes —tuvo en todo momento 

buen cuidado de quedar «cubierto»—, Eichmann llegó a un tremendo estado de confusión mental, y 

comenzó a exaltar las virtudes y a denigrar los vicios, alternativamente, de la obediencia ciega, de la 

«obediencia de los cadáveres», Kadavergehorsam, tal como él mismo la denominaba. 

Durante el interrogatorio policial, cuando Eichmann declaró repentinamente, y con gran énfasis, 

que siempre había vivido en consonancia con los preceptos morales de Kant, en especial con la 

definición kantiana del deber, dio un primer indicio de que tenía la vaga noción de que en aquel 

asunto había algo más que la simple cuestión del soldado que cumple órdenes claramente 

criminales, tanto en su naturaleza como por la intención con que son dadas. Esta afirmación 

resultaba simplemente indignante, y también incomprensible, ya que la filosofía moral de Kant está 

tan estrechamente unida a la facultad humana de juzgar que elimina en absoluto la obediencia ciega. 

El policía que interrogó a Eichmann no le pidió explicaciones, pero el juez Raveh, impulsado por la 

curiosidad o bien por la indignación ante el hecho de que Eichmann se atreviera a invocar a Kant 

para justificar sus crímenes, decidió interrogar al acusado sobre este punto. Ante la general 

sorpresa, Eichmann dio una definición aproximadamente correcta del imperativo categórico: «Con 

mis palabras acerca de Kant quise decir que el principio de mi voluntad debe ser tal que pueda 

devenir el principio de las leyes generales» (lo cual no es de aplicar al robo y al asesinato, por 

ejemplo, debido a que el ladrón y el asesino no pueden desear vivir bajo un sistema jurídico que 

otorgue a los demás el derecho de robarles y asesinarles a ellos). A otras preguntas, Eichmann 

contestó añadiendo que había leído la Crítica de la razón práctica. Después, explicó que desde el 

momento en que recibió el encargo de llevar a la práctica la Solución Final, había dejado de vivir en 

consonancia con los principios kantianos, que se había dado cuenta de ello, y que se había 

consolado pensando que había dejado de ser «dueño de sus propios actos» y que él no podía 

«cambiar nada». Lo que Eichmann no explicó a sus jueces fue que, en aquel «período de crímenes 

legalizados por el Estado», como él mismo lo denominaba, no se había limitado a prescindir de la 

fórmula kantiana por haber dejado de ser aplicable, sino que la había modificado de manera que 




Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 84 


 


dijera: compórtate como si el principio de tus actos fuese el mismo que el de los actos del legislador 

o el de la ley común. O, según la fórmula del «imperativo categórico del Tercer Reich», debida a 

Hans Franck, que quizá Eichmann conociera: «Compórtate de tal manera, que si el Führer te viera 

aprobara tus actos» (Die Technik des Staates, 1942, pp. 15 -16). Kant, desde luego, jamás intentó 

decir nada parecido. Al contrario, para él, todo hombre se convertía en un legislador desde el 

instante en que comenzaba a actuar; el hombre, al servirse de su «razón práctica», encontró los 

principios que podían y debían ser los principios de la ley. Pero también es cierto que la 

inconsciente deformación que de la frase hizo Eichmann es lo que este llamaba la versión de Kant 

«para uso casero del hombre sin importancia». En este uso casero, todo lo que queda del espíritu de 

Kant es la exigencia de que el hombre haga algo más que obedecer la ley, que vaya más allá del 

simple deber de obediencia, que identifique su propia voluntad con el principio que hay detrás de la 

ley, con la fuente de la que surge la ley. En la filosofía de Kant, esta fuente era la razón práctica; en 

el empleo casero que Eichmann le daba, este principio era la voluntad del Führer. Gran parte de la 

horrible y trabajosa perfección en la ejecución de la Solución Final —una perfección que por lo 

general el observador considera como típicamente alemana, o bien como obra característica del 

perfecto burócrata— se debe a la extraña noción, muy difundida en Alemania, de que cumplir las 

leyes no significa únicamente obedecerlas, sino actuar como si uno fuera el autor de las leyes que 

obedece. De ahí la convicción de que es preciso ir más allá del mero cumplimiento del deber. 

Sea cual sea la importancia que haya tenido Kant en la formación de la mentalidad del «hombre 

sin importancia» alemán, no cabe la menor duda de que, en un aspecto, Eichmann siguió 

verdaderamente los preceptos kantianos: una ley era una ley, y no cabían excepciones. En Jerusalén, 

Eichmann reconoció haber hecho dos excepciones. Durante aquel período en que cada alemán, de 

los ochenta millones que formaban la población, tenía su «judío decente», Eichmann prestó ayuda a 

un primo suyo medio judío y a un matrimonio judío de Viena, en cuyo favor había intercedido su 

tío. Incluso en Jerusalén, estas desviaciones le hacían sentirse un tanto descontento de sí mismo, y 

cuando en el curso de las repreguntas le interrogaron al respecto, Eichmann adoptó una actitud de 

franco arrepentimiento y dijo que había «confesado sus pecados» a sus superiores. Esta impersonal 

actitud en el cumplimiento de sus asesinos deberes condenó a Eichmann ante sus jueces, mucho 

más que cualquier otra cosa, lo cual es muy comprensible, pero según él esto era precisamente lo 

que le justificaba, tal como anteriormente había sido lo que acalló el último eco de la voz de su 

conciencia. No, no hacía excepciones. Y esto demostraba que siempre había actuado contra sus 

«inclinaciones», fuesen sentimentales, fuesen interesadas. En todo caso, él siempre cumplió con su 

deber. 

El cumplimiento del «deber» al fin le condujo a una situación claramente conflictiva con las 

órdenes de sus superiores. Durante el último año de la guerra, más de dos años después de la 

Conferencia de Wannsee, Eichmann padeció su última crisis de conciencia. A medida que la derrota 

se aproximaba, Eichmann tuvo que enfrentarse con hombres de su propia organización que pedían 

insistentemente más y más excepciones, e incluso la interrupción de la Solución Final. Este fue el 

momento en que abandonó las precauciones y, una vez más, se permitió tener iniciativas; por 

ejemplo, organizó las marchas a pie de los judíos desde Budapest hasta la frontera austríaca, 

después de que los bombardeos de los aliados hubieran desbaratado el sistema de transportes. 

Corría el otoño de 1944, y Eichmann sabía que Himmler había ordenado el desmantelamiento de las 

instalaciones de exterminio de Auschwitz y que la matanza de judíos iba a terminar. En esta época, 

Eichmann tuvo una de sus poquísimas entrevistas personales con Himmler, en el curso de la cual se 

dijo que este gritó a aquel: «Si hasta el presente momento se ha dedicado usted a liquidar judíos, de 

ahora en adelante y hasta nueva orden se dedicará usted a cuidar judíos, a ser su niñera. Debo 

recordarle que fui yo, y no el Gruppenführer Müller, ni tampoco usted, quien en 1933 fundó la 

RSHA. ¡Y aquí soy yo el único que da órdenes!». El único testigo que podía corroborar lo anterior 

era el muy dudoso Kurt Becher. Eichmann negó que Himmler le hubiera gritado, pero no negó la 

realidad de la entrevista. Probablemente Himmler no pronunció exactamente las palabras que se le 

atribuyen, puesto que seguramente sabía que la RSHA fue fundada en 1939, y no en 1933, y no por 

él sino por Heydrich, con su aprobación. Sin embargo, probablemente ocurrió algo parecido a lo 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 85 


 


relatado. Himmler, en aquel entonces, daba órdenes a diestro y siniestro en el sentido de que los 

judíos debían ser bien tratados —eran su más «segura inversión»— y la entrevista debió de 

constituir una triste experiencia para Eichmann. 


 


 


La última crisis de conciencia de Eichmann comenzó en ocasión de sus misiones en Hungría, 

durante el mes de marzo de 1944, cuando el Ejército Rojo avanzaba por los Cárpatos hacia la 

frontera húngara. Hungría entró en la guerra a favor de Hitler, en 1941, con la sola finalidad de 

anexionarse territorios de sus vecinos, Eslovaquia, Rumania y Yugoslavia. El gobierno húngaro 

había sido manifiestamente antisemita antes de su entrada en la guerra, y después de este último 

acontecimiento se dedicó a deportar a todos los judíos apátridas de los territorios recién adquiridos. 

(En casi todos los países, las actividades antijudías se iniciaron teniendo por objeto a los apátridas.) 

Esto se encontraba totalmente fuera del marco de la Solución Final, y, en realidad, no encajaba en 

los complicados planes, entonces en preparación, según los cuales Europa sería «rastrillada de oeste 

a este», con lo cual Hungría se encontraría en un lugar bastante bajo en la lista de prioridades. La 

policía húngara había enviado a los judíos apátridas a las más cercanas zonas de Rusia, por lo que 

las autoridades alemanas de ocupación de estos territorios protestaron. Los húngaros se hicieron 

cargo de nuevo de unos cuantos miles de hombres que gozaban de fortaleza física, y ordenaron que 

el ejército, asesorado por unidades de policía alemana, fusilara a los restantes. El almirante Horthy, 

dictador fascista del país, no quiso llevar las cosas más lejos; sin embargo —y debido 

probablemente a la moderadora influencia de Mussolini y el fascismo italiano—, en los años 

siguientes, Hungría, al igual que Italia, se convirtió en un refugio para los judíos, al que incluso 

podían llegar, alguna que otra vez, refugiados de Polonia y Eslovaquia. Debido a la anexión de 

nuevos territorios y a la constante entrada de refugiados, en Hungría el número de judíos aumentó 

desde los quinientos mil allí existentes antes de que empezara la guerra hasta los ochocientos mil 

que había en el momento en que Eichmann llegó al país. 

Tal como ahora sabemos, la seguridad de que gozaron estos trescientos mil judíos recién 

llegados a Hungría se debía a la renuncia de los alemanes a iniciar actividades separadas de las 

restantes a fin de ocuparse de un número relativamente reducido de judíos, antes que a los deseos de 

ofrecer asilo por parte de Hungría. En 1942, a consecuencia de las presiones ejercidas por el 

Ministerio de Asuntos Exteriores de Alemania (que nunca dejaba de poner de relieve que la prueba 

más clara de la fidelidad de los aliados de Alemania consistía en su contribución a la «solución del 

problema judío», antes que su colaboración en orden a ganar la guerra), Hungría ofreció entregar a 

los alemanes todos sus refugiados judíos. El Ministerio de Asuntos Exteriores hubiera aceptado 

gustosamente esta oferta, como prueba de buena voluntad de los húngaros, pero Eichmann se 

opuso, ya que, por razones técnicas, prefería retrasar «tal medida hasta el momento en que Hungría 

pueda entregarnos también los judíos húngaros». A su juicio, sería demasiado caro «poner en 

marcha la maquinaria de la evacuación» con respecto únicamente a una clase de judíos, y «sin 

realizar ningún avance en lo referente a solucionar el problema judío de Hungría». Ahora, en 1944, 

Hungría podía ya realizar lo solicitado por Eichmann, debido a que el 19 de marzo dos divisiones 

del ejército alemán habían ocupado su territorio. Con estas unidades llegó el plenipotenciario del 

Reich, Standartenführer de las SS, doctor Edmund Veesenmayer, así como el representante de 

Himmler en el Ministerio de Asuntos Exteriores y Obergruppenführer de las SS, Otto Winkelmann, 

miembro del alto mando de las SS y jefe del cuerpo de policía, por lo que se hallaba bajo el mando 

directo de Himmler. El tercer oficial de las SS que llegó a Hungría fue Eichmann, experto en 

evacuación y deportación de judíos, quien se hallaba bajo el mando de Müller y Kaltenbrunner, 

ambos de la RSHA. El propio Hitler cuidó de que la llegada de estos tres hombres fuera 

correctamente interpretada; en una famosa entrevista, celebrada antes de la ocupación de Hungría, 

dijo al almirante Horthy que «Hungría aún no había iniciado los pasos necesarios para solucionar el 

problema judío», y le acusó de «no haber permitido que los judíos fueran sacrificados» (Hilberg). 

La misión de Eichmann era evidente. Trasladó su oficina entera a Budapest (lo cual, para su 

carrera, significaba un descenso), a fin de cuidar que se dieran «los pasos necesarios». Eichmann no 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 86 


 


preveía lo que iba a suceder. Su principal temor era que los húngaros ofrecieran resistencia a la 

ejecución de sus planes, resistencia que él no hubiera podido vencer por cuanto carecía de personal, 

así como de la precisa información sobre las condiciones imperantes en el país. Sus temores 

resultaron infundados. La policía húngara se prestó con entusiasmo a hacer cuanto fuera necesario, 

y el nuevo secretario encargado de asuntos políticos (judíos), en el Ministerio del Interior húngaro, 

Lászlo Endre, era un hombre «impuesto en el problema judío», que llegó a trabar íntima amistad 

con Eichmann, en cuya compañía pasaba gran parte del tiempo que sus ocupaciones le dejaban 

libre. Todo se desarrolló «como en un sueño», como Eichmann decía siempre que rememoraba este 

episodio, y no se le presentaron dificultades de género alguno. Así era, a no ser que llamemos 

dificultades a ciertas discrepancias de menor importancia entre sus órdenes y los deseos de sus 

nuevos amigos. Por ejemplo, debido seguramente a que el Ejército Rojo avanzaba desde el este, 

Eichmann ordenó que el país fuera «rastrillado de este a oeste», lo cual significaba que los judíos de 

Budapest no serían evacuados sino semanas o quizá meses después de iniciarse la operación. Esto 

causó gran pesar a los húngaros, que deseaban que la capital fuese la primera ciudad en quedar 

judenrein. (El «sueño» de Eichmann fue una increíble pesadilla para los judíos; en ningún lugar se 

deportó y asesinó a tanta gente en tan poco tiempo. En menos de dos meses, 147 trenes sacaron del 

país a 434.351 personas, transportadas en vagones sellados, a razón de cien individuos por vagón; y 

las cámaras de gas de Auschwitz apenas pudieron dar abasto.) 

Las dificultades de Eichmann tuvieron su origen en otro punto. No era un hombre solo, sino tres, 

los que tenían orden de colaborar en la «solución del problema judío»; cada uno de ellos pertenecía 

a una organización distinta y a una línea de mando distinta. Técnicamente, Winkelmann era el 

superior de Eichmann, pero los altos mandos de las SS y los jefes de policía no estaban bajo la 

jurisdicción de la RSHA, es decir, de la organización a la que Eichmann pertenecía. Y 

Veesenmayer, del Ministerio de Asuntos Exteriores, no dependía de ninguno de los organismos 

antes nombrados. El caso es que a Eichmann le molestaba la presencia de los demás, y se negó a 

obedecer sus órdenes. Pero quien le planteó los peores problemas fue un cuarto individuo, al que 

Himmler había encargado una «misión especial» en el único país europeo que no solo tenía un 

considerable número de judíos, sino que estos judíos gozaban todavía de una posición económica 

merecedora de atención. De un total de ciento diez mil establecimientos comerciales y empresas 

industriales que había en Hungría, se decía quecuarenta mil estaban en manos judías. El hombre al 

que nos hemos referido era el Obersturmbannführer, y después Standartenführer, Kurt Becher. 

Becher, el antiguo enemigo de Eichmann, que en la actualidad es un próspero comerciante de 

Bremen, fue citado, aunque ello pueda parecer raro, como testigo de descargo, en el juicio de 

Jerusalén. Por razones evidentes, Becher no pudo ir a Jerusalén, y fue interrogado en su ciudad de 

residencia. Su testimonio tuvo que ser recusado, debido a que le fueron mostradas con gran 

anticipación las preguntas que luego contestaría bajo juramento. Fue una verdadera lástima que 

Eichmann y Becher no pudieran ser enfrentados, y no solo por razones jurídicas. Este careo hubiera 

revelado otra zona del «cuadro general» que, incluso desde un punto jurídico, no carecía de 

trascendencia, ni mucho menos. Según sus propias manifestaciones, la razón por la que Becher 

ingresó en las SS fue que «desde 1932 hasta el presente día no había dejado de montar a caballo». 

Hace treinta años, este deporte lo practicaban, en Europa, únicamente los individuos miembros de 

las clases altas. En 1934, el entrenador de Becher le convenció de que ingresara en el regimiento de 

caballería de las SS, lo cual era, en aquellos días, lo mejor que podía hacer el ciudadano que 

quisiera pasar a formar parte del «movimiento» y mantener al mismo tiempo su prestigio social. 

(Jamás se mencionó una de las razones por las que Becher dio tanta importancia a la equitación en 

sus declaraciones: el tribunal de Nuremberg excluyó de las listas de organizaciones con 

responsabilidades criminales a las Reiter-SS.) Al estallar la guerra, Becher fue al frente, pero no 

como miembro del ejército, sino de las SS armadas, en las que era oficial de enlace con los jefes del 

ejército. Pronto fue retirado del frente y se le encomendó la misión de organizar y dirigir la compra 

de caballos destinados al departamento de personal de las SS, tarea en la que consiguió casi todas 

las condecoraciones que en aquellos tiempos cabía conseguir. 

Becher decía que le habían enviado a Hungría con la sola misión de comprar veinte mil caballos 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 87 


 


por cuenta de las SS. Lo cual es muy improbable, ya que inmediatamente después de su llegada 

inició una serie de entrevistas y muy fructíferas negociaciones con los directores de las grandes 

empresas comerciales e industriales judías. Las relaciones de Becher con Himmler eran excelentes, 

podía verle cuando quisiera. Y su «misión especial» resultaba transparente. Su tarea consistía en 

obtener el control de las principales empresas judías, sin que el gobierno húngaro se enterara, y, a 

cambio de lo anterior, daría a los propietarios el pasaporte que les permitiera salir del país y una 

considerable suma en divisas. Su transacción más importante fue la concertada con la factoría 

dedicada a la industria del acero de Manfred Weiss, empresa gigantesca, con treinta mil empleados, 

que producía desde aviones, camiones y bicicletas hasta imperdibles y agujas. Como resultado de 

estas negociaciones cuarenta y cinco miembros de la familia Weiss emigraron a Portugal, y el señor 

Becher pasó a ser director de la empresa. Cuando Eichmann se enteró de tal Schweinerei, quedó 

indignado. La transacción podía poner en peligro sus relaciones con los húngaros, quienes, como es 

natural, tenían esperanzas de apoderarse de las propiedades judías radicadas en el suelo patrio. A 

Eichmann no le faltaba razón para indignarse, debido a que estos tratos contravenían la normal 

política nazi, que, en este aspecto, había sido siempre muy generosa. Por la ayuda que prestaban en 

la resolución del problema judío en los diversos países, los alemanes no pedían la menor parte de 

las propiedades judías, sino únicamente el coste de la deportación y exterminio de los judíos, y este 

coste variaba grandemente de un país a otro. Los eslovacos hubieran debido pa-gar entre trescientos 

y quinientos Reichsmarks por judío; los croatas tan solo treinta; los franceses, setecientos, y los 

belgas, doscientos cincuenta (parece que, salvo los croatas, nadie pagó). En aquellos últimos 

tiempos de la guerra, los alemanes pidieron, en Hungría, que el pago se efectuara mediante 

mercancías, mediante expediciones de alimentos al Reich, en cantidades equivalentes a la comida 

que hubieran consumido los judíos deportados. En cuanto a Eichmann hacía referencia, el asunto 

Weiss estaba solamente en su inicio, y la situación empeoraría mucho todavía. Becher era un 

comerciante nato, y allí donde Eichmann tan solo veía enormes tareas de organización y 

administración, Becher vislumbraba casi ilimitadas posibilidades de ganar dinero. El único 

obstáculo con que tropezaba era la estrechez de miras de criaturas subordinadas cual Eichmann, que 

tenían el vicio de tomarse en serio el desempeño de sus tareas. Los proyectos del 

Obersturmbannführer Becher pronto le condujeron a colaborar estrechamente en las actividades de 

rescate del doctor Rudolf Kastner. (Al testimonio que Kastner prestó en su descargo, en el juicio de 

Nuremberg, debe Becher su libertad. Después de la guerra, Kastner, que era un viejo sionista, se 

trasladó a Israel, donde ocupó un alto cargo, hasta que un periodista publicó el relato de su 

colaboración con las SS. Inmediatamente, Kastner se querelló por difamación. Las declaraciones 

que había prestado en Nuremberg perjudicaron a Kastner, y cuando el tribunal de Jerusalén 

entendió en su caso, el juez Halevi, uno de los tres que juzgaron a Eichmann, dijo a Kastner que 

«había vendido su alma al diablo». En marzo de 1957, poco después de que el caso hubiera sido 

elevado al Tribunal Supremo de Israel, Kastner fue asesinado; al parecer, ninguno de los asesinos 

procedía de Hungría. En el tribunal la sentencia contra Kastner fue anulada, y su nombre 

plenamente rehabilitado.) Los tratos que Becher concertó con Kastner fueron mucho más simples 

que las complicadas negociaciones realizadas con los magnates industriales, ya que consistieron en 

fijar un precio por la vida de cada judío que había de ser rescatado, Hubo mucho regateo sobre este 

precio, y parece que en cierto momento también Eichmann intervino en el asunto, por lo menos en 

las conversaciones preliminares. De modo característico, el precio pedido por Eichmann fue el más 

bajo, a saber, doscientos dólares por judío, lo cual no se debía, como es natural, a que quisiera 

salvar de la muerte a más judíos, sino simplemente a que Eichmann no estaba habituado a las 

grandes transacciones. Por fin se acordó el precio de mil dólares, y un grupo formado por 1.684 

judíos, entre los que se contaban los familiares del doctor Kastner, abandonó Hungría camino del 

campo de canje de Bergen-Belsen, desde el que partirían para Suiza. Un trato parecido mantuvo 

muy ocupadas a todas las partes interesadas hasta que los rusos ocuparon Hungría; en virtud de 

dicho trato, Becher y Himmler tenían esperanzas de obtener veinte millones de francos suizos, que 

pagaría el American Joint Distribution Committee, con los cuales podrían comprar todo género de 

mercancías, pero las negociaciones no produjeron resultados. 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 88 


 


Ninguna duda cabe de que las negociaciones de Becher estaban plenamente aprobadas por 

Himmler, y que contradecían abiertamente las tradicionales órdenes «radicales» que Eichmann 

todavía recibía por medio de Müller y Kaltenbrunner, sus inmediatos superiores en la RSHA. Desde 

el punto de vista de Eichmann, los individuos como Becher eran corruptos, pero la corrupción di-

fícilmente pudo ser causa de su crisis de conciencia, por cuanto, si bien Eichmann no era hombre 

susceptible de padecer tentaciones de este género, también es cierto que en la época a que nos 

referimos probablemente llevaba ya varios años rodeado por el espectáculo de la corrupción. Es 

difícil imaginar que Eichmann ignorase que su amigo y subordinado, el Hauptsturmführer Dieter 

Wisliceny, había aceptado, ya en 1942, cincuenta mil dólares del Comité Judío de Ayuda de 

Bratislava, a fin de que retrasara las deportaciones en Eslovaquia. Sin embargo, tampoco es 

imposible que Eichmann desconociera este hecho. A pesar de todo, Eichmann en modo alguno 

podía ignorar que Himmler, en el otoño de 1942, intentó vender permisos de salida a los judíos 

eslovacos, a cambio de una suma en moneda extranjera, suficiente para reclutar una división de las 

SS. Pero ahora, en 1944, en Hungría las cosas eran distintas, no debido a que Himmler se dedicara a 

los «negocios», sino debido a que los negocios se habían convertido en la política oficialmente 

seguida por los superiores de Eichmann. Ya no se trataba, pues, de corrupción. 

Al principio, Eichmann intentó participar en el juego y comportarse de acuerdo con las normas 

que lo regulaban. Entonces fue cuando intervino en las fantásticas negociaciones de «sangre por 

mercancías» —un millón de judíos a cambio de diez mil camiones para el tambaleante ejército 

alemán—, que, ciertamente, no fueron iniciadas por él. La manera en que, en Jerusalén, explicó la 

intervención que tuvo en este asunto demostró claramente cómo lo había justificado ante sí mismo. 

Lo consideró como una necesidad militar que le comportaría el beneficio adicional de un nuevo e 

importante papel en la cuestión de la emigración. Lo que nunca reconoció ante sí mismo fue que las 

crecientes dificultades, que surgían por todos lados, hacían de día en día más y más probable que él, 

Eichmann, se quedara pronto sin trabajo (y así ocurrió, pocos meses después), a no ser que 

consiguiera encontrar un hueco que le permitiera competir en la nueva carrera hacia el poder que 

había comenzado a su alrededor. Cuando el proyecto de permuta llegó a su previsible fracaso, ya 

era de general conocimiento que Himmler, pese a sus vacilaciones, debidas principalmente al miedo 

físico que Hitler le inspiraba, había decidido interrumpir la ejecución de la Solución Final, en todos 

sus aspectos, olvidándose de cuanto hiciera relación a negociaciones, a necesidades militares, a 

todo, salvo a aquellas ilusiones que se había forjado de representar, en el futuro, el papel de factor 

de la paz en Alemania. En esta época, apareció un «ala moderada» en las SS, formada por aquellos 

que eran lo bastante estúpidos para creer que el asesino capaz de demostrar que no había matado a 

cuantos hubiera podido matar tendría una maravillosa coartada, y que, al mismo tiempo, eran lo 

bastante inteligentes para prever que, con el retorno a las «circunstancias normales», el dinero y las 

buenas relaciones serían de suma importancia. 

Eichmann nunca se unió a esta «ala moderada», y es muy dudoso que hubiera sido admitido en 

ella, caso de pretenderlo. Eichmann no solo se había comprometido muy gravemente, sino que sus 

constantes relaciones con los representantes judíos le habían dado amplia notoriedad. Por otra parte, 

era demasiado primitivo para ser aceptado por aquellos bien educados «caballeros» de la clase 

media alta, hacia quienes tuvo, hasta el último momento, el más amargo de los resentimientos. 

Eichmann era muy capaz de enviar a la muerte a millones de individuos, pero no sabía hablar de 

ello de la manera adecuada, si no le proporcionaban el correspondiente código de lenguaje en clave. 

En Jerusalén, donde carecía de claves, Eichmann habló cuanto quiso de «matar», «asesinar», «crí-

menes legalizados por el Estado»... Llamaba al pan, pan y al vino, vino, en contraste con su 

defensor, cuyos sentimientos de superioridad social, con respecto a su defendido, se pusieron de 

manifiesto en más de una ocasión. (El doctor Dieter Wechtenbruch, ayudante del doctor Servatius 

—y discípulo de Carl Schmitt—, que estuvo presente durante las primeras semanas del juicio, fue 

enviado después a Alemania para interrogar a los testigos de la defensa y reapareció en Jerusalén en 

la última semana de agosto, estuvo siempre a disposición de los periodistas para contestar a sus 

preguntas, y parecía más impresionado por la falta de educación y de elegancia de Eichmann que 

por sus crímenes. El doctor Wechtenbruch dijo: «Es un ser insignificante, habrá que ver cómo nos 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 89 


 


las arreglamos para que salve los obstáculos que tiene ante sí» —wie wir das Würstchen über die 

Runden bringen—. El propio Servatius declaró, incluso antes del juicio, que la personalidad de su 

cliente era la propia de un «vulgar cartero».) 

Cuando Himmler adoptó una actitud «moderada», Eichmann saboteó sus órdenes tanto cuanto su 

valor se lo permitió, o, por lo menos, en tanto en cuanto creía estar «cubierto» por sus superiores 

inmediatos. En cierta ocasión, el doctor Kastner preguntó a Wisliceny: «¿Cómo se atreve Eichmann 

a sabotear las órdenes de Himmler?». En este caso, Kastner se refería a la interrupción de las 

marchas a pie en el otoño de 1944. Y la respuesta fue: «Probablemente puede ampararse en algún 

telegrama. Müller y Kaltenbrunner seguramente le han puesto a cubierto». Es muy posible que 

Eichmann tuviera una especie de confuso plan para liquidar el campo de Theresienstadt, antes de 

que a él llegara el Ejército Rojo, aun cuando al sentar esta afirmación únicamente podemos 

fundarnos en el dudoso testimonio de Dieter Wisliceny (quien meses, o quizá años, antes del fin de 

la guerra comenzó a preparar en propio beneficio y a expensas de Eichmann una coartada que 

presentó al tribunal de Nuremberg, ante el que compareció como testigo de la acusación, aunque de 

nada le sirvió ya que se concedió su extradición a Checoslovaquia, donde fue acusado para, en su 

día, ser ejecutado en Praga, donde no tenía amistades y donde de nada podía servirle el dinero). 

Otros testigos aseguraron que fue Rolf Günther, uno de los subordinados de Eichmann, quien 

preparó el desmantelamiento de Theresienstadt, y que, por el contrario, había una orden dictada por 

Eichmann, en el sentido de que el gueto se dejara intacto. De todos modos, no cabe ninguna duda de 

que incluso en el mes de abril de 1945, cuando prácticamente todos pasaron a ser «moderados», 

Eichmann aprovechó una visita que Paul Dunand, de la Cruz Roja Suiza, efectuó a Theresienstadt, 

para hacer constar que no estaba de acuerdo con la nueva política seguida por Himmler con respecto 

a los judíos. 

En consecuencia, no cabe siquiera discutir que Eichmann hizo cuanto estuvo en su mano para 

que la Solución Final fuera verdaderamente final o definitiva. Tan solo cabe preguntarnos si ello fue 

así en virtud de su fanatismo, de su odio sin límites hacia los judíos, o si mintió ante la policía y 

juró en falso ante el tribunal de Jerusalén, cuando afirmó que siempre se había limitado a cumplir 

órdenes. Estas fueron las alternativas que se formularon los jueces, que tanto se esforzaron en 

comprender al acusado, que le trataron con consideración y auténtica, cálida, humanidad, como 

probablemente jamás se había visto tratado. (El doctor Wechtenbruch dijo a los periodistas que 

Eichmann tenía «gran confianza en el juez Landau», como si Landau pudiera solucionar los 

problemas de Eichmann; el doctor Wechtenbruch consideró que la confianza que Eichmann sentía 

era el resultado de la necesidad que tenía de estar sometido a una autoridad u otra. Cualquiera que 

fuese su base, dicha confianza fue evidente en el curso del juicio, y quizá a ello se debiera que 

Eichmann sufriera tan gran «desengaño» al enterarse de la sentencia. Eichmann confundió los 

sentimientos humanitarios con la blandura.) La «bondad» de los tres jueces, su imperturbable y 

ligeramente anticuada fe en los fundamentos morales de su profesión, quizá sean la prueba de que 

nunca llegaron a comprender a Eichmann. La triste e inquietante verdad es, probablemente, que no 

fue su fanatismo sino su mismísima conciencia lo que impulsó a Eichmann a adoptar su negativa 

actitud en el curso del último año de la guerra, del mismo modo que le había impulsado a adoptar 

una actitud de sentido contrario durante una breve temporada, tres años antes. Eichmann sabía que 

las órdenes de Himmler contradecían abiertamente la orden del Führer. Por esto, no necesitaba 

conocer los detalles de las operaciones que se llevaban a cabo, pese a que el conocimiento de los 

mismos hubiera fortalecido aún más la postura adoptada. Tal como resaltó la acusación en la vista 

ante el Tribunal Supremo, cuando Hitler se enteró, a través de Kaltenbrunner, de las negociaciones 

encaminadas a permutar judíos por camiones, «la posición de Himmler quedó gravemente 

quebrantada a ojos de Hitler». Y pocas semanas antes de que Himmler detuviera la labor de 

exterminio en Auschwitz, Hitler, plenamente conocedor de las últimas maniobras de Himmler, 

mandó un ultimátum a Horthy, diciéndole que «esperaba que el gobierno de Budapest adoptara sin 

más retrasos las medidas pertinentes contra los judíos». Cuando llegó a Budapest la orden de 

Himmler en la que exigía la interrupción de la evacuación de los judíos húngaros, Eichmann 

amenazó, según un telegrama enviado por Veesenmayer, con «solicitar al Führer una nueva 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 90 


 


decisión», y los jueces de Jerusalén consideraron que este telegrama tenía una fuerza acusatoria 

«muy superior a la de cien testigos». 

Eichmann perdió su batalla contra el «ala moderada», encabezada por el Reichsführer SS y jefe 

de la policía alemana. El primer indicio de su derrota se produjo en el mes de enero de 1945, 

cuando el Obersturmbannführer Kurt Becher fue ascendido a Standartenführer, el grado que 

Eichmann ambicionó obtener durante toda la guerra. (Eichmann tan solo decía la verdad a medias 

cuando afirmaba que en su organización no podía alcanzar un grado superior al que tenía, ya que 

hubiese podido ser nombrado jefe del Departamento IV-B, en vez de ocupar la Subsección IV-B-4, 

y entonces hubiese sido automáticamente ascendido. La verdad probablemente era que a los 

individuos como Eichmann, que habían ascendido desde la categoría de simples números, jamás se 

les permitía rebasar el grado de teniente coronel, como no fuera por méritos de guerra.) El mismo 

mes en que Hungría fue liberada, Eichmann fue llamado de nuevo a Berlín. Allí, Himmler había 

nombrado a Becher, el enemigo de Eichmann, Reichssonderkomissar al frente de todos los campos 

de concentración, y Eichmann fue trasladado de la oficina de «asuntos judíos» a otra, 

extremadamente insignificante, relacionada con la «lucha contra las iglesias», asunto del cual, para 

colmo de males, Eichmann no sabía absolutamente nada. La rapidez del ocaso de Eichmann, 

durante los últimos meses de la guerra, es un expresivo indicio de hasta qué punto estaba Hitler en 

lo cierto, cuando declaró en su búnker de Berlín, en abril de 1945, que las SS ya no merecían su 

confianza. 

En Jerusalén, al tener Eichmann las pruebas documentales de su extraordinaria lealtad a Hitler y 

a las órdenes del Führer, intentó, en diversas ocasiones, explicar que en el Tercer Reich «las 

palabras del Führer tenían fuerza de ley» (Führerworte baben Gesetzeskraft), lo cual significaba, 

entre otras cosas, que si la orden emanaba directamente de Hitler no era preciso que constara por 

escrito. Eichmann procuró explicar que esta era la razón por la que nunca pidió que le dieran una 

orden escrita del Führer (jamás se ha podido hallar un solo documento de tal índole, referente a la 

Solución Final, y probablemente nunca lo hubo), pero que, en cambio, sí pidió que le enseñaran las 

órdenes de Himmler. Ciertamente, este estado de cosas era verdaderamente fantástico, y se han 

escrito montones de libros, verdaderas bibliotecas, de muy «ilustrados» comentarios jurídicos 

demostrando que las palabras del Führer, sus manifestaciones orales, eran el derecho común básico. 

En este contexto «jurídico», toda orden que en su letra o espíritu contradijera una palabra 

pronunciada por Hitler era, por definición, ilegal. En consecuencia, la posición de Eichmann ofrecía 

un extremadamente desagradable parecido a la de aquel soldado, tantas veces citado, que hallándose 

en una situación normalmente legal, se niega a cumplir órdenes que son contrarias a su ordinario 

concepto y experiencia de lo que es legal, por lo cual las considera criminales. La abundante 

literatura existente sobre este tema suele basar sus razonamientos en el significado, comúnmente 

equívoco, de la palabra «ley», que en este contexto significa, a veces, la ley común —es decir, la 

ley promulgada y positiva—, y, otras veces, la ley que según se dice está grabada por igual en el 

corazón de todos los hombres. Sin embargo, desde un punto de vista práctico, para poder 

desobedecer una orden es necesario que esta sea «manifiestamente ilegal», y la ilegalidad debe 

«flamear» como una bandera negra en estas órdenes, como un aviso que rece ¡Prohibido!, tal como 

la sentencia hizo constar. En un régimen político criminal, la bandera negra con su aviso flamea, 

«manifiestamente, sobre órdenes que serían las legales en regímenes normales —por ejemplo, «no 

matar a ciudadanos inocentes por el solo hecho de ser judíos»—, tal como ondea sobre una orden 

criminal dada en circunstancias normales. Recurrir a la inequívoca voz de la conciencia o, dicho sea 

en el lenguaje todavía más vago que emplean los juristas, al «general sentimiento de humanidad» 

(Oppenheim-Lauterpacht, en International Law, 1952), no solo constituye una petición de 

principio, sino que significa rehusar conscientemente a enfrentarse con el más básico fenómeno 

moral, jurídico y político de nuestro siglo. 

Sin duda, no fue tan solo la convicción que Eichmann tenía de que Himmler daba en aquel 

entonces órdenes criminales lo que determinó su actuación. Concurría también un factor personal 

que no era fanatismo, sino su genuina, «ilimitada e inmoderada admiración hacia Hitler» (como la 

calificó uno de los testigos de la defensa), hacia el hombre que había llegado «desde cabo a 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 91 


 


canciller del Reich». Sería ocioso intentar averiguar qué era más fuerte en Eichmann, su admiración 

hacia Hitler o su decisión de seguir siendo un ciudadano fiel cumplidor de las leyes del Tercer 

Reich, cuando Alemania era ya un montón de ruinas. Durante los últimos días de la guerra, ambos 

motivos ejercieron su influjo una vez más, cuando Eichmann estaba en Berlín y vio con violenta 

indignación que todos los que le rodeaban tenían el sentido común de proveerse de documentos 

falsos, antes de que llegaran los rusos o los americanos. Pocas semanas después, el propio 

Eichmann comenzó a ir de un lado para otro, bajo nombre supuesto, pero, entonces, Hitler ya había 

muerto, la «ley común» había dejado de existir, y Eichmann, tal como dijo, había quedado liberado 

de su juramento. El juramento que prestaban los miembros de las SS se diferenciaba del de los 

soldados en cuanto les ligaba solamente a Hitler, no a Alemania. 

El caso de conciencia de Adolf Eichmann, evidentemente complicado pero no único, no admite 

comparación con el de los generales alemanes, uno de los cuales, al preguntársele en Nuremberg: 

«¿Cómo es posible que todos ustedes, honorables generales, siguieran al servicio de un asesino, con 

tan inquebrantable lealtad?», repuso que no era «misión del soldado ser juez de su comandante 

supremo. Esta es una función que corresponde a la Historia, o a Dios en los Cielos» (palabras del 

general Alfred Jodl, ahorcado en Nuremberg). Eichmann, mucho menos inteligente y prácticamente 

carente de educación, vislumbraba, por lo menos, de un modo vago, que no fue una orden sino una 

ley lo que les había convertido a todos en criminales. La distinción entre una orden y la palabra del 

Führer radicaba en que la validez de esta última no quedaba limitada en el tiempo y el espacio, lo 

cual es la característica más destacada de la primera. Esta es también la razón en cuya virtud la 

orden dada por el Führer de que se llevara a término la Solución Final fue seguida por un diluvio de 

reglamentos y ordenanzas, documentos todos redactados por expertos juristas y no por funcionarios 

administrativos; la orden de Hitler, a diferencia de las órdenes corrientes, recibió el tratamiento 

propio de una ley. No es necesario añadir que los consecuentes formalismos jurídicos, lejos de ser 

una simple manifestación de pedantería o perfeccionismo alemán, cumplieron muy eficazmente la 

función de dar externa apariencia de legalidad a la situación existente. 

Y, al igual que la ley de los países civilizados presupone que la voz de la conciencia dice a todos 

«no matarás», aun cuando los naturales deseos e inclinaciones de los hombres les induzcan a veces 

al crimen, del mismo modo la ley común de Hitler exigía que la voz de la conciencia dijera a todos 

«debes matar», pese a que los organizadores de las matanzas sabían muy bien que matar es algo que 

va contra los normales deseos e inclinaciones de la mayoría de los humanos. El mal, en el Tercer 

Reich, había perdido aquella característica por la que generalmente se le distingue, es decir, la 

característica de constituir una tentación. Muchos alemanes y muchos nazis, probablemente la 

inmensa mayoría, tuvieron la tentación de no matar, de no robar, de no permitir que sus semejantes 

fueran enviados al exterminio (que los judíos eran enviados a la muerte lo sabían, aunque quizá 

muchos ignoraran los detalles más horrendos), de no convertirse en cómplices de estos crímenes al 

beneficiarse con ellos. Pero, bien lo sabe el Señor, los nazis habían aprendido a resistir la tentación.

 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 92 


 


 


 


 


 



 


DEPORTACIONES DEL REICH: ALEMANIA, AUSTRIA Y EL 

PROTECTORADO 


 


 


n el período que medió entre la Conferencia de Wannsee, de enero de 1942, en la que 

Eichmann se sintió como un nuevo Poncio Pilatos y se lavó las manos dejándolas puras e 

inocentes, y las órdenes de Himmler, dictadas en el verano y otoño de 1944, cuando a 

espaldas de Hitler abandonó la ejecución de la Solución Final, como si las matanzas no hubieran 

sido más que un lamentable error, Eichmann no fue atormentado por problemas de conciencia. Sus 

pensamientos quedaron totalmente absorbidos por la formidable tarea de organización y 

administración que tenía que desarrollar en medio no solo de las circunstancias propias de la guerra, 

sino también, lo cual era más importante todavía desde su punto de vista, de innumerables intrigas y 

luchas por problemas de esferas de competencia de las diversas oficinas del Estado y del partido 

que dedicaban sus esfuerzos a la «solución del problema judío». Los principales adversarios de 

Eichmann eran los altos jefes de las SS y de la policía, quienes actuaban bajo el mando directo de 

Himmler, tenían fácil acceso al despacho de este y gozaban de grado superior, siempre, al de 

Eichmann. También estaba el Ministerio de Asuntos Exteriores, que, bajo la autoridad del nuevo 

subsecretario doctor Martin Luther, protegido de Von Ribbentrop, comenzó a dedicarse muy 

activamente a los asuntos judíos (Luther intentó desbancar a Ribbentrop, mediante una complicada 

intriga, en 1943; fracasó en su intento, y fue enviado a un campo de concentración; su sucesor, el 

Legationsrat Eberhard von Thadden, testigo de descargo en el juicio de Jerusalén, llamó a Luther 

para que ocupara el cargo de asesor en asuntos judíos). De vez en cuando, el Ministerio de Asuntos 

Exteriores dictaba órdenes de deportación que debían cumplimentar sus representantes en países 

extranjeros, quienes, por razones de prestigio, preferían que los altos mandos de las SS y de la 

policía se encargaran del asunto. Además, estaban los comandantes de los ejércitos en los territorios 

ocupados del Este, que preferían solucionar los problemas «sobre la marcha», lo cual significaba el 

fusilamiento. Por otra parte, los militares con destino en los países occidentales mostraban siempre 

cierta resistencia a colaborar, así como a prestar sus tropas para la tarea de atrapar a los judíos. 

Finalmente, estaban los Gauleiters, o jefes regionales, cada uno de los cuales pretendía ser el 

primero en declarar su territorio judenrein, que, de vez en cuando, iniciaban deportaciones por su 

propia cuenta. 

Eichmann debía coordinar todos estos esfuerzos, poner cierto orden en lo que él denominaba 

«caos total», en el que «cada cual dictaba sus órdenes» y «hacía lo que le daba la gana». Y 

ciertamente, Eichmann logró —aunque nunca de manera absoluta—ocupar un puesto clave en el 

proceso total, debido a que su oficina se encargaba de organizar los medios de transporte. Según el 

doctor Rudolf Mildner, jefe de la Gestapo en la Alta Silesia (en donde se hallaba el campo de 

Auschwitz) y, después, jefe de la Policía de Seguridad de Dinamarca, quien fue testigo de cargo en 

Nuremberg, Himmler daba por escrito las órdenes de deportación a Kaltenbrunner, jefe de la 

RSHA, quien las notificaba a Müller, jefe dela Gestapo, o Sección IV de la RSHA, quien a su vez 

transmitía verbalmente las órdenes a la Subsección IV-B-4, es decir, a Eichmann. Himmler también 

daba órdenes a los jefes de las SS y de la policía de las distintas regiones, e informaba a 

Kaltenbrunner en consecuencia. Lo referente a lo que debía hacerse con los judíos deportados, 

cuántos debían ser ejecutados y cuántos dedicados a trabajos forzados, también era decidido por 

Himmler, y sus órdenes en este aspecto iban a la WVHA de Pohl, desde donde eran transmitidas a 




Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 93 


 


Richard Glücks, inspector de los campos de concentración y de exterminio, quien, a su vez, las 

comunicaba a los comandantes de los campamentos. En Jerusalén, la acusación hizo caso omiso de 

estos documentos procedentes de los autos de Nuremberg, debido a que contradecían su teoría 

afirmativa del extraordinario poder de que Eichmann gozaba; la defensa mencionó las declaraciones 

de Mildner, aunque de poco le sirvió. Eichmann, después de «consultar con Poliakoff y Reitlinger», 

confeccionó diecisiete diagramas de colores que muy poco contribuyeron a la mejor comprensión 

de la intrincada maquinaria burocrática del Tercer Reich, aun cuando la descripción general que 

Eichmann dio —«todo se encontraba siempre en constante fluir, era una corriente incesante»— 

seguramente parecerá plausible al especialista en el estudio del totalitarismo, buen sabedor de que la 

monolítica firmeza y coherencia de esta forma de gobierno no es más que un mito. Eichmann 

todavía recordaba vagamente que sus hombres, quienes le asesoraban en cuestiones judías, en todos 

los países ocupados y semiindependientes, le informaban de «las medidas claramente posibles» que 

podían adoptarse, recordaba que, entonces, él preparaba «informes que eran, más tarde, aprobados o 

rechazados», y que después Müller dictaba sus órdenes. «En la práctica, todo eso podía significar 

que una propuesta procedente de París o La Haya fuera retornada quince días después a su punto de 

origen, en forma de orden aprobada por la RSHA.» El cargo de Eichmann equivalía al de la más 

importante cadena de montaje en toda la operación, debido a que siempre dependía de él y de sus 

hombres determinar cuántos judíos podían y debían ser transportados desde una zona determinada, 

y era su oficina la que aprobaba el último destino de las expediciones, aun cuando la 

correspondiente decisión no la tomaba él. Pero la dificultad de sincronizar salidas y llegadas, el 

constante problema de obtener el preciso material rodante de las autoridades ferroviarias y del 

Ministerio de Transportes, de determinar los horarios y de dirigir los trenes a centros con la 

suficiente «capacidad de absorción», de tener a mano el suficiente número de judíos en el momento 

oportuno a fin de no «desperdiciar» trenes, de conseguir la colaboración de las autoridades de los 

países ocupados o aliados a fin de poder llevar a cabo los arrestos, de observar las normas referentes 

a las distintas categorías de judíos —distintas para cada país y sometidas a cambios constantes—, 

todo eso se convirtió en un rutinario trabajo que Eichmann había olvidado años antes de que fuera 

trasladado a Jerusalén. 

Lo que para Hitler, único y solitario urdidor de la Solución Final (nunca tuvo confidentes, y, en 

este caso, antes necesitaba ejecutores que confidentes), constituía uno de los principales objetivos 

de la guerra, a cuyo cumplimiento dio el más alto rango de prioridad, prescindiendo de todo género 

de consideraciones económicas y militares, lo que para Eichmann constituía un trabajo, una rutina 

cotidiana, con sus buenos y malos momentos, para los judíos representaba el fin del mundo, 

literalmente. En el curso de siglos y siglos, los judíos se habían acostumbrado a considerar, con 

razón o sin ella, su historia como un largo relato de interminables sufrimientos, tal como el fiscal 

dijo en su discurso inicial, en el juicio de Jerusalén; pero tras esta imagen tuvieron también, durante 

largo tiempo, la triunfal convicción de que Am Yisrael Chai, el pueblo de Israel sobrevivirá. Quizá 

mueran, víctimas de pogromos, muchos judíos, familias enteras, quizá poblaciones judías sean 

borradas de la faz de la tierra, pero el pueblo sobrevivirá. Los judíos nunca se habían enfrentado con 

el genocidio. Además, el antiguo consuelo de los judíos había dejado de ser eficaz, por lo menos en 

la Europa Occidental. Desde los tiempos de la antigua Roma, es decir, desde los inicios de la 

historia de Europa, los judíos habían pertenecido, para bien o para mal, en la miseria o en el 

esplendor, a la comunidad de naciones europeas; pero, durante los últimos ciento cincuenta años, 

esta pertenencia antes había sido para bien que para mal, y las ocasiones de esplendor fueron tan 

numerosas que, en la Europa central y occidental, llegaron a considerarlas norma antes que 

excepción. De ahí que la convicción de que el pueblo judío siempre sobreviviría perdió, ante gran 

parte de las comunidades judías, la gran trascendencia que antes tenía, debido a que no podían 

imaginar la vida de los judíos fuera del marco de la civilización europea, del mismo modo que 

tampoco podían imaginar una Europa judenrein. 

El fin del mundo, pese a ser llevado a cabo con notable monotonía, revistió formas y apariencias 

tan distintas como distintos son los diversos países de Europa. Esto no podrá sorprender al 

historiador conocedor del desarrollo de las naciones europeas y de la aparición del sistema de 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 94 


 


estados nacionales, pero fue una gran sorpresa para los nazis, que estaban verdaderamente 

convencidos de que el antisemitismo podía ser el común denominador que uniera a Europa. Fue un 

inmenso y caro error. Pronto se advirtió que, en la práctica, aunque quizá no en la teoría, existían 

grandes diferencias entre los antisemitas de los distintos países. Y, todavía más enojoso, aunque se 

hubiera podido prever fácilmente, resultó que la variedad de antisemita «radical» alemán 

únicamente fue apreciada en todo su valor por aquellos pueblos del Este —Ucrania, Estonia, 

Letonia, Lituania y, hasta cierto punto, Rumania— a quienes los nazis decidieron clasificar como 

hordas bárbaras «infrahumanas». En cambio, las naciones escandinavas (con las excepciones de 

individuos como Knut Hamsun y Sven Hedin), que según los nazis eran hermanas de sangre de 

Alemania, se mostraron muy renuentes a odiar debidamente a los judíos. 

Naturalmente, el fin del mundo comenzó en el Reich alemán, que a la sazón abarcaba no 

solamente Alemania, sino también Austria, Moravia y Bohemia, el Protectorado Checo y las 

regiones occidentales polacas anexionadas. En estas últimas, en el llamado Warthegau, los judíos, 

juntamente con los polacos, fueron deportados hacia el Este, al principio de la guerra, en el curso 

del primer gran proyecto de restablecimiento en el Este —el juez del distrito de Jerusalén calificó de 

«organizado desplazamiento de naciones» a tal traslado—, en tanto que los polacos de origen 

alemán (Volksdeutsche) eran embarcados con destino a Occidente, con destino «de nuevo al Reich». 

Himmler, en su calidad de comisario del Reich para el Fortalecimiento de la Unión del Pueblo 

Alemán, encargó a Heydrich que se ocupara de esta «emigración y evacuación», y en enero de 1940 

se organizó la primera oficina oficial de Eichmann, en la RSHA, es decir, la Subsección IV-D-4. 

Aunque este cargo resultó ser, desde un punto de vista administrativo, el primer paso para la tarea 

que más adelante desarrollaría Eichmann en la Subsección IV-B-4, el trabajo de Eichmann no 

representaba más que una especie de aprendizaje, la transición entre su antigua tarea de obligar a la 

gente a emigrar y su futura tarea de deportarla. Sus primeros trabajos de deportación no formaron 

parte del programa de la Solución Final, los realizó antes de que Hitler diera oficialmente la 

correspondiente orden. En vista de lo que ocurriría más tarde, bien pueden considerarse como 

experimentos, experimentos de destrucción. El primero de ellos fue la deportación de mil 

trescientos judíos de Stettin, llevada a cabo en una noche, la del 13 de febrero de 1940. Esta fue la 

primera deportación de judíos alemanes, y Heydrich la ordenó con el pretexto de que «sus viviendas 

debían quedar vacías y expeditas por razones relacionadas con la economía de guerra». En 

circunstancias insólitamente atroces, fueron transportados a la zona polaca de Lublin. La segunda 

deportación tuvo lugar en el otoño del mismo año; en este caso, todos los judíos de Baden y de 

Saarpfalz —alrededor de dos mil quinientos hombres, mujeres y niños— fueron embarcados, tal 

como he dicho anteriormente, con destino a la zona no ocupada de Francia, lo cual, en aquellos 

momentos, no dejaba de ser una sucia jugada, ya que en los acuerdos de armisticio entre Alemania 

y Francia no se estipulaba nada que otorgara a los alemanes el derecho de considerar la Francia de 

Vichy como un vertedero de judíos. Eichmann tuvo que ir personalmente en la expedición, a fin de 

convencer al jefe de estación de la frontera de que el tren era un «transporte militar». 

Estas dos operaciones carecieron totalmente de las complicadas formalidades «legales» que, más 

tarde, se observarían en estos casos. Todavía no se habían promulgado leyes que privaran a los 

judíos de su nacionalidad en el momento en que fueran deportados del Reich, y en vez de obligar a 

los judíos a rellenar gran número de formularios, como tendrían que hacer más adelante, a fin de 

que sus propiedades pudieran ser confiscadas, los judíos de Stettin únicamente tuvieron que firmar 

un documento de renuncia que abarcaba todos sus bienes. Evidentemente, estos experimentos no 

fueron realizados con el fin de poner a prueba la maquinaria administrativa. El objetivo parece 

haber sido la comprobación de las condiciones políticas generales, es decir, saber si cabía la 

posibilidad de obligar a los judíos a ir a la muerte por su propio pie, cargando cada cual su maleta, 

en el curso de la noche, sin previo aviso. Saber cuál sería la reacción de sus vecinos cuando, a la 

mañana siguiente, descubrieran que los pisos de los judíos estaban vacíos. Y por último, y de menor 

importancia, en el caso de los judíos de Baden, cuál sería la reacción de un gobierno extranjero al 

recibir el «obsequio» de unos cuantos millares de «refugiados» judíos. Desde el punto de vista de 

los nazis, todo se desarrolló satisfactoriamente. En Alemania hubo cierto número de «intercesiones» 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 95 


 


en favor de «casos especiales» —por ejemplo, en favor del poeta Alfred Mombert, miembro del 

círculo de Stefan George, a quien se permitió huir a Suiza—, pero la población, en general, dio 

muestras de absoluta indiferencia. (Probablemente fue en esta ocasión cuando Heydrich comprendió 

cuán interesante era efectuar una distinción entre los judíos que tenían amistades importantes y los 

miembros anónimos de la masa, y decidió, con el beneplácito de Hitler, establecer el campo de 

Theresienstadt y el de BergenBelsen.) En Francia ocurrió algo mucho mejor todavía: el gobierno de 

Vichy puso a los dos mil quinientos judíos de Baden en el conocido campo de concentración de 

Gurs, al pie de los Pirineos, que en un principio fue organizado para alojar al ejército republicano 

español, y que fue utilizado, a partir de mayo de 1940, para dar cabida a los llamados réfugiés 

provenants d'Allemagne, la gran mayoría de los cuales eran, desde luego, judíos. (Cuando la 

Solución Final se puso en práctica en Francia, todos los «refugiados» de Gurs fueron enviados a 

Auschwitz.) Los nazis, siempre propensos a las generalizaciones, pensaron que habían demostrado 

que los judíos eran «indeseables» en todas partes, y que todo individuo no judío era un antisemita 

en potencia. En consecuencia, no había razón alguna para que la gente se preocupara por el hecho 

de que ellos adoptaran medidas «radicales» con respecto a los judíos. Todavía bajo el efecto de 

estas generalizaciones, Eichmann se quejó repetidamente, ante el tribunal de Jerusalén, de que no 

había habido ni un solo país que estuviera dispuesto a aceptar sin más a los judíos, y esto, solo esto, 

fue la causa de la gran catástrofe. (¡Como si aquellos estados nacionales europeos, tan 

refinadamente organizados, hubieran podido reaccionar de un modo distinto, en el caso de que 

cualquier otro grupo de extranjeros hubiera llegado al país, como una horda de individuos sin un 

céntimo, sin pasaporte y sin conocer el idioma nacional!) Sin embargo, ante la siempre renovada 

sorpresa de los jefes nazis, incluso los más contumaces antisemitas de los países extranjeros no 

estaban dispuestos a ser «consecuentes», y mostraban una deplorable tendencia a soslayar la 

aplicación de medidas «radicales». 

Tras estos primeros experimentos, vino un período de calma en las tareas de deportación, y ya 

hemos visto que Eichmann dedicó el tiempo libre que le dejaba su forzosa inactividad a juguetear 

con la idea de Madagascar. Pero en marzo de 1941, durante la preparación de la guerra contra 

Rusia, Eichmann fue puesto súbitamente al frente de una nueva subsección, o, mejor dicho, la 

denominación de su subsección fue alterada, dejando de ser la oficina de Emigración y Evacuación 

para convertirse en la oficina de Asuntos Judíos, Evacuación. A partir de entonces, pese a que 

todavía no había sido informado del plan de la Solución Final, Eichmann forzosamente debía saber 

no solo que la emigración había terminado ya, sino que sería sustituida por la deportación. Pero 

Eichmann no era hombre capaz de guiarse por meros indicios y sugerencias, y, como sea que no le 

habían dicho nada en sentido contrario, siguió pensando guiándose por el criterio de la emigración. 

Y así vemos como en una reunión con los representantes del Ministerio de Asuntos Exteriores, 

celebrada en octubre de 1940, en el curso de la cual se propuso que se despojara de la nacionalidad 

alemana a todos los judíos residentes en el extranjero, Eichmann protestó vigorosamente, diciendo 

que «tal medida puede tener una perjudicial influencia en los países extranjeros que hasta el 

presente han estado dispuestos a permitir la entrada de inmigrantes judíos». Eichmann siempre 

pensaba en los estrechos límites de las leyes y decretos vigentes en un momento dado, y el diluvio 

de nuevas disposiciones legislativas antijudías no cayó sobre los judíos del Reich sino después de 

que la orden de Hitler de llevar a la práctica la Solución Final hubiera sido entregada a aquellos que 

debían ejecutarla. Al mismo tiempo, se decidió que el Reich tendría absoluta prioridad sobre los 

restantes países y que sus territorios debían quedar judenrein a toda velocidad. Ahora, resulta 

sorprendente que cumplir esta misión todavía tuviera que requerir dos años. Las medidas 

legislativas preparatorias, que pronto se convertirían en los modelos que deberían copiar los otros 

países, consistieron: primero, en la imposición del distintivo amarillo (1 de septiembre de 1941); 

segundo, en la modificación de las leyes de determinación de la nacionalidad, de manera que no 

pudieran merecer la consideración de ciudadanos alemanes aquellos judíos que vivieran fuera de los 

límites del Tercer Reich (es decir, en las zonas en donde, como es lógico, iban a ser deportados); 

tercero, en un decreto que estatuía que todos los bienes de los judíos alemanes que perdieran su 

nacionalidad serían confiscados por el Reich (25 de noviembre de 1941). Estos preparativos 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 96 


 


culminaron en un acuerdo entre Otto Thierack, ministro de Justicia, y Himmler, según el cual el 

primero traspasaba su jurisdicción sobre «polacos, rusos, judíos y gitanos» a las SS, debido a que 

«el Ministerio de Justicia poco puede contribuir al exterminio (sic) de estas gentes». (Es muy 

notable que se utilizara tan explícito lenguaje en una carta fechada en octubre de 1942, dirigida por 

el ministro de Justicia a Martin Borman, jefe de la Cancillería.) Fue preciso dictar disposiciones 

ligeramente distintas con referencia a aquellos que iban a ser deportados a Theresienstadt, debido a 

que, hallándose este campo en territorio alemán, los judíos allí deportados no se convertían 

automáticamente en apátridas. En el caso de los individuos de estas categorías «privilegiadas», 

cabía aplicar una vieja ley alemana de 1933, que permitía al gobierno confiscar los bienes que 

hubieran sido utilizados en actividades «hostiles a la nación y al Estado». Esta clase de confiscación 

se había aplicado a los presos políticos, en campos de concentración, y aun cuando los judíos no 

pertenecían a esta categoría —todos los campos de concentración de Alemania y Austria quedaron 

judenrein en el otoño de 1942—, tan solo fue preciso dictar otra disposición legal, en marzo de 

1942, estableciendo que todos los judíos deportados eran «hostiles a la nación y al Estado». Los 

nazis se tomaban muy en serio sus propias leyes, y, aun cuando entre ellos hablaban del «gueto de 

Theresienstadt» o del «gueto de los viejos», Theresienstadt estaba oficialmente clasificado como 

campo de concentración y los únicos que lo ignoraban —no se quería herir sus sentimientos, por 

cuanto este «lugar de residencia» estaba reservado a «casos especiales»— eran los allí alojados. Y 

para tener la seguridad de que los judíos enviados a Theresienstadt no comenzaran a sospechar la 

verdad, se dieron instrucciones a la Asociación Judía de Berlín (Reichsvereinigung) de que hiciera 

firmar a cada deportado un acuerdo de «adquisición de residencia» en Theresienstadt. El solicitante 

transfería todos sus bienes a la asociación, la cual, en reciprocidad, le garantizaba alojamiento, 

alimentos, ropas y atención médica, con carácter vitalicio. Cuando, al fin, los últimos empleados de 

la Reichsvereinigung fueron, a su vez, enviados a Theresienstadt, el Reich se limitó a confiscar las 

arcas de la asociación, harto repletas. 

Todas las deportaciones del oeste al este fueron organizadas y coordinadas por Eichmann y sus 

colaboradores de la Subsección IV-B-4, de la RSHA, hecho que jamás fue discutido en el curso del 

juicio. Pero, para embarcar a los judíos en los trenes, Eichmann necesitaba la colaboración de 

unidades de policía. En Alemania era la policía de orden público la que escoltaba los trenes, y en el 

Este la policía de seguridad (que no debe confundirse con el Servicio de Seguridad o SD de 

Himmler) esperaba a los trenes en su punto de llegada y entregaba los deportados a las autoridades 

de los centros de exterminio. El tribunal de Jerusalén adoptó las definiciones de «organizaciones 

criminales» fijadas por el tribunal de Nuremberg, lo cual significaba que la policía de orden público 

al igual que la policía de seguridad jamás fueron mencionadas como tales organizadores criminales, 

pese a que colaboraron activamente en la ejecución de la Solución Final, y ello había quedado, en 

los días del juicio de Jerusalén, ampliamente comprobado. Pero incluso si todas las organizaciones 

policiales hubieran sido incorporadas a la lista formada por las cuatro organizaciones criminales —

el cuerpo directivo del Partido Nazi, la Gestapo, la SD y las SS-- las distinciones de Nuremberg 

hubieran resultado insuficientes e inaplicables a la realidad del Tercer Reich. Y así es por cuanto, en 

verdad, no había ni una sola organización o institución pública en Alemania, por lo menos durante 

los años de la guerra, que no colaborase en actos y negociaciones de índole criminal. 

Después de que el enojoso asunto de las intercesiones personales hubiera quedado resuelto 

mediante el establecimiento del centro de Theresienstadt, todavía quedaban dos obstáculos en el 

camino de la ejecución de una solución «definitiva» y «radical». Uno era el problema de los medio 

judíos, a quienes los «radicales» querían aniquilar junto con los judíos, y a quienes los «moderados» 

tan solo querían esterilizar, debido a que al permitir que los medio judíos fueran también 

asesinados, se dejaba de proteger «la mitad de la sangre alemana que corría por sus venas», como 

dijo Stuckart, del Ministerio del Interior, en la Conferencia de Wannsee. A fin de cuentas nada se 

decidió acerca de los Mischlinge, ni acerca de los judíos que habían contraído matrimonio mixto, 

por cuanto, dicho sea en palabras de Eichmann, estaban protegidos por un verdadero «bosque de 

dificultades». Por una parte, estaban sus parientes no judíos, y por otra el triste hecho de que los 

científicos nazis jamás pudieron descubrir un método rápido de proceder a la esterilización masiva, 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 97 


 


pese a todas sus promesas. El segundo problema era la presencia en Alemania de unos cuantos 

miles de judíos extranjeros a quienes los alemanes no podían privar de su nacionalidad mediante la 

deportación. Unos cuantos centenares de judíos norteamericanos e ingleses fueron internados, con 

el fin de emplearlos en diversos canjes; sin embargo, los métodos ideados para aplicarlos a los 

judíos ciudadanos de países neutrales o aliados de Alemania son lo bastante interesantes para que 

nos refiramos a ellos, especialmente por cuanto tuvieron cierta importancia en el juicio de Jerusalén. 

Fue precisamente con referencia a estos individuos que se acusó a Eichmann de haber mostrado un 

celo desorbitado a fin de que ni un solo judío se le escapara. Tal celo lo compartía, como dice 

Reitlinger, con los «burócratas profesionales del Ministerio de Asuntos Exteriores, a quienes 

preocupaba muchísimo que unos cuantos judíos escaparan de la tortura y la muerte lenta», y a 

quienes Eichmann tenía que consultar en los casos a los que nos estamos refiriendo. Desde el punto 

de vista de Eichmann, la solución más sencilla y lógica era deportar a todos los judíos, 

prescindiendo de la nacionalidad que tuvieran. Según las directrices de la Conferencia de Wannsee, 

que se celebró en el período de las grandes victorias de Hitler, la Solución Final tenía que aplicarse 

a todos los judíos de Europa, cuyo número se estimaba en once millones, y no se hizo la menor 

mención a pequeñeces tales como la nacionalidad o los derechos que correspondieran a los países 

neutrales y aliados con respecto a sus propios nacionales. Pero, como fuera que Alemania, incluso 

en los más esplendorosos días de la guerra, dependía de la buena voluntad y cooperación de las 

autoridades de los diversos países y zonas de Europa, no podía prescindir lisa y llanamente de 

ciertas nimias formalidades. A los expertos diplomáticos del Ministerio de Asuntos Exteriores 

correspondía hallar los caminos que permitieran cruzar aquel «bosque de dificultades», y el más 

ingenioso método que hallaron a este respecto fue el de utilizar a los judíos extranjeros residentes en 

territorio alemán, para averiguar el ambiente general imperante en sus respectivos países de origen. 

El método empleado, aunque simple, era un tanto sutil, y se hallaba, ciertamente, más allá de los 

alcances y sensibilidad política de Eichmann, lo cual quedó demostrado mediante pruebas 

documentales, cartas que el departamento de Eichmann envió al Ministerio de Asuntos Exteriores, 

referentes a este asunto y firmadas por Müller o Kaltenbrunner. El Ministerio de Asuntos Exteriores 

escribió a los países extranjeros diciéndoles que el Reich estaba en trance de quedar judenrein, y 

que, en consecuencia, era imperativo que todos los judíos extranjeros regresaran a sus respectivos 

países, pues de lo contrario se les aplicarían las medidas antijudías. En este ultimátum había 

intenciones que a primera vista no se vislumbraban. Por regla general, estos judíos, o bien eran 

ciudadanos naturalizados de sus respectivos países, o bien, lo cual resultaba todavía peor, eran 

apátridas que habían obtenido sus pasaportes por medios altamente dudosos pero que no dejaban de 

ser eficaces, en tanto el titular del pasaporte permaneciera en el extranjero. Lo dicho se ajustaba a la 

verdad especialmente en el caso de los países de América del Sur, cuyos cónsules vendían 

abiertamente pasaportes a los judíos. Los afortunados tenedores de estos pasaportes gozaban de 

todos los derechos a ellos inherentes, incluso de cierto grado de protección consular, salvo el de 

entrar en su «patria». En consecuencia, el ultimátum a que nos hemos referido tenía la finalidad de 

inducir a los gobiernos extranjeros a mostrarse de acuerdo con la aplicación de la Solución Final, 

por lo menos con respecto a aquellos judíos que eran nominalmente ciudadanos de sus países. ¿No 

era lógico presuponer que aquellos gobiernos que se habían mostrado poco deseosos de ofrecer 

asilo a unos centenares de judíos, quienes, en todo caso, no hubieran podido fijar permanentemente 

su residencia en el país, difícilmente formularían objeciones el día en que la totalidad de su 

población judía debiera ser expulsada y exterminada? Tal como pronto veremos, quizá fuera lógico 

pero no razonable. 

El día 30 de junio de 1943, mucho más tarde de lo que Hitler había esperado, el Reich, es decir, 

Alemania, Austria y el Protectorado, fue declarado judenrein. No disponemos de cifras ciertas 

acerca de cuántos judíos fueron deportados de esta zona, pero sí sabemos que de los doscientos 

sesenta y cinco mil que, según las estadísticas alemanas, fueron deportados o declarados sujetos a 

deportación en enero de 1942, muy pocos lograron escapar. Quizá unos centenares, a lo sumo unos 

cuantos miles, lograron esconderse y sobrevivir hasta el fin de la guerra. Cuán fácil fue tranquilizar 

la conciencia de los vecinos de los judíos, queda demostrado por la explicación oficial de las 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 98 


 


deportaciones, dada en una circular de la Cancillería, en el otoño de 1942: «Por la misma naturaleza 

de las cosas, estos problemas que, en algunos aspectos, son tan difíciles, pueden resolverse, en 

interés de la permanente seguridad de nuestro pueblo, únicamente mediante el empleo de 

despiadada dureza* [rücksichtsloser Härte]». 


 


 


 


 

* En cursiva en el original. 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 99 


 


 


 


 


 


10 


 


 


DEPORTACIONES DE LA EUROPA OCCIDENTAL: FRANCIA, 

BÉLGICA, HOLANDA, DINAMARCA E ITALIA 


 


 


a «despiadada dureza», cualidad que los dirigentes del Tercer Reich tenían en la más alta 

estima, suele considerarse en la Alemania de la posguerra, que ha demostrado poseer un 

formidable talento para el empleo de eufemismos en todo lo referente a su pasado nazi, 

como simple ungut, es decir, simple carencia de bondad, como si nada malo hubiera en quienes 

estaban dotados de tal cualidad, salvo una lamentable incapacidad de comportarse de acuerdo con 

las insoportables normas de la caridad cristiana. De todos modos, el caso es que los hombres 

enviados por la oficina de Eichmann a otros países en concepto de «asesores en asuntos judíos» —

que eran agregados a las normales misiones diplomáticas o a los estados mayores militares, o a las 

jefaturas locales de la policía de seguridad— fueron elegidos debido a que poseían dicha virtud en 

el más alto grado. Al principio, durante el otoño e invierno de 1941-1942, la principal tarea de estos 

funcionarios parece haber sido la de establecer buenas relaciones con los otros funcionarios 

alemanes en los países de que se tratara, especialmente con los funcionarios de las embajadas 

alemanas en los países nominales independientes, y con los comisarios del Reich en los países 

ocupados. En todo caso, siempre hubo conflictos de jurisdicción. 

En junio de 1942, Eichmann llamó a sus asesores destinados en Francia, Bélgica y Holanda, a fin 

de trazar los planes de las deportaciones de judíos en estos países. Himmler había ordenado que se 

diera a Francia prioridad absoluta en el plan de «rastrillar Europa de oeste a este», debido, en parte, 

a la importancia inherente a la nation par excellence, y, en parte, a que el gobierno de Vichy había 

dado muestras verdaderamente sorprendentes de «comprender» el problema judío, y, a iniciativa 

propia, había promulgado abundantes medidas legislativas antijudías. En la Francia de Vichy se 

había formado un departamento especial dedicado a Asuntos Judíos, encabezado por Xavier Vallant 

y, un poco después, por Darquier de Pellepoix, ambos conocidos antisemitas. Como especial 

concesión a la particular clase de antisemitismo existente en Francia, que estaba íntimamente 

relacionado con una fuerte y generalmente chovinista xenofobia extendida a todas las capas de la 

población francesa, la operación comenzaría con los judíos extranjeros, y como sea que, en 1942, 

más de la mitad de los judíos extranjeros de Francia eran apátridas —refugiados y émigrés de 

Rusia, Alemania, Austria, Polonia, Rumania y Hungría, es decir, de las zonas que o bien estaban 

sometidas a Alemania, o bien habían promulgado la legislación antisemita antes del estallido de la 

guerra—, se decidió iniciar la operación deportando a un número de judíos apátridas, cuya cuantía 

se estima en cien mil. (La población judía total del país superaba, en aquel entonces, el número de 

trescientos mil individuos. En 1939, antes de la llegada en 1940 de los refugiados procedentes de 

Bélgica y Holanda, había doscientos setenta mil judíos, de los cuales por lo menos ciento setenta 

mil eran extranjeros o nacidos en el extranjero.) Era preciso deportar a toda velocidad a cincuenta 

mil judíos de la zona ocupada y a cincuenta mil de la Francia de Vichy. Se trataba de una empresa 

de envergadura, que necesitaba no solo la conformidad del gobierno de Vichy, sino también la 

activa colaboración de la policía francesa, a la que correspondería cumplir la función que en 

Alemania llevaba a cabo la policía de orden público. Al principio no hubo dificultades, ya que 

Pierre Laval, primer ministro del gabinete de Pétain, dijo que «estos judíos extranjeros siempre han 

sido un problema para Francia», por lo que «el gobierno francés estaba contento de que el cambio 




Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 100 


 


de actitud de los alemanes les proporcionara la oportunidad de desembarazarse de dichos judíos». 

Debemos añadir que Laval y Pétain pensaban que estos judíos serían reasentados en el Este, y que 

ignoraban el verdadero significado del término «reasentamiento». 

Dos fueron los incidentes que llamaron especialmente la atención del tribunal de Jerusalén, y los 

dos ocurrieron en el verano de 1942, pocas semanas después de que se diera inicio a la operación. 

En el primero de ellos, un tren que debía partir de Burdeos, el día 15 de julio, tuvo que suspender su 

salida debido a que en Burdeos solo se pudieron hallar unos ciento cincuenta judíos apátridas, nú-

mero que resultaba insuficiente para llenar el tren que Eichmann había conseguido con grandes 

dificultades. Tanto si Eichmann interpretaba o no este hecho como un primer indicio de que las 

cosas no iban a ser tan fáciles como algunos creían, el caso es que el incidente le impresionó 

muchísimo, y dijo a sus subordinados que se trataba de una «cuestión de prestigio», no ante los 

franceses, sino ante el Ministerio de Transportes, que podía formarse una falsa idea acerca de la 

eficacia de la organización de Eichmann, y también dijo que «tendría que estudiar si no sería mejor 

prescindir de Francia en lo referente a la evacuación de los judíos», en el caso de que dicho 

incidente se repitiera. En Jerusalén, esta amenaza fue tomada muy en serio, como prueba del poder 

de que Eichmann gozaba, ya que, al parecer, era hombre capaz de «prescindir de Francia». En 

realidad, tal frase fue una de las ridículas fanfarronadas de Eichmann, demostrativa de «empuje», 

pero que difícilmente podía considerarse como «prueba de... su importancia administrativa ante sus 

subordinados», salvo en que a continuación les amenazó con privarles de los cómodos empleos de 

que gozaban en aquellos tiempos de guerra. Pero si bien el incidente de Burdeos resulta un tanto 

cómico, el segundo incidente dio lugar a que se contara una de las historias más espeluznantes entre 

cuantas se escucharon en el juicio de Jerusalén. Es la historia de cuatro mil niños, separados de sus 

padres, quienes se hallaban ya camino de Auschwitz. Los niños quedaron en el punto de 

concentración francés, es decir, el campo de Drancy. El día 10 de julio, el Haupsturmführer 

Theodor Dannecker, representante de Eichmann en Francia, le telefoneó para preguntarle qué debía 

hacer con los niños. Eichmann necesitó diez días para decidirlo. Después, llamó por teléfono a 

Dannecker y le dijo que, «tan pronto como podamos despachar de nuevo trenes al Gobierno General 

de Polonia, deberá expedir a los niños». El doctor Servatius señaló que este incidente indicaba que 

«las personas afectadas no eran seleccionadas por el acusado ni por ningún otro miembro de su 

equipo». Pero, desgraciadamente, nadie mencionó que Dannecker había informado a Eichmann que 

el propio Laval había sido quien propuso que en las expediciones se incluyeran niños que todavía 

no habían cumplido los dieciséis años; esto demostraba que el horripilante episodio ni siquiera fue 

consecuencia de «órdenes superiores», sino el resultado de un acuerdo entre Francia y Alemania 

negociado a alto nivel. 

En el curso del verano y el otoño de 1942, veintisiete mil judíos apátridas —dieciocho mil de 

París y nueve mil de la Francia de Vichy— fueron deportados a Auschwitz. Entonces, cuando 

quedaban unos setenta mil judíos apátridas en toda Francia, los alemanes cometieron su primer 

error. En la creencia de que los franceses se habían acostumbrado a la deportación de judíos, y que 

no pondrían objeciones a la petición que iban a formularles, les pidieron permiso para incluir 

también judíos franceses, con el solo fin de facilitar los trámites administrativos. Esto provocó que 

la situación cambiara de signo. Los franceses se negaron con indignación a entregar a los judíos de 

su propia nacionalidad a los alemanes. Himmler, al ser informado de lo ocurrido —no por 

Eichmann, sino por uno de los altos jefes de las SS y de la policía—, se plegó inmediatamente a los 

deseos de los franceses y prometió que los judíos de esta nacionalidad quedarían excluidos. Pero era 

ya demasiado tarde. Los primeros rumores sobre el significado de «reasentamiento» habían llegado 

a Francia, y si bien todos los antisemitas franceses, e incluso los franceses que no lo eran, hubieran 

visto con gusto que los judíos extranjeros se establecieran en otro lugar, fuera de las fronteras de su 

patria, también es cierto que ni siquiera los antisemitas deseaban ser cómplices de asesinatos 

masivos. En consecuencia, Francia se negó a tomar una medida que poco tiempo antes estudiaba 

con cariño, es decir, a revocar las ciudadanías concedidas después de 1927 (o de 1933), lo cual 

hubiera permitido deportar a cincuenta mil judíos más. Los franceses también comenzaron a poner 

una interminable serie de dificultades a la deportación de judíos apátridas o extranjeros, de tal 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 101 


 


manera que verdaderamente tuvo que «prescindirse» de llevar a la práctica los ambiciosos planes de 

evacuación de los judíos de Francia. Docenas de miles de apátridas se escondieron, y miles de ellos 

huyeron a la zona de Francia ocupada por los italianos, es decir, a la Costa Azul, donde los judíos 

estaban seguros, fuese cual fuere su nacionalidad u origen. En el verano de 1943, cuando Alemania 

había sido ya declarada judenrein y los aliados habían desembarcado en Sicilia, no llegaban a 

cincuenta y dos mil los judíos que habían sido deportados, es decir, menos del veinte por ciento del 

total, y de estos no llegaban a seis mil los que poseían la nacionalidad francesa. Ni siquiera los 

judíos prisioneros de guerra en los campos de internamiento alemanes dedicados a prisioneros 

franceses fueron objeto de «tratamiento especial». En abril de 1944, dos meses antes de que los 

aliados desembarcaran en Francia, todavía quedaban en el país doscientos cincuenta mil judíos, y 

todos ellos sobrevivieron hasta el fin de la guerra. En realidad, resultó que los nazis carecían de 

personal y de fuerza de voluntad para seguir siendo «duros», cuando se enfrentaban con una 

oposición decidida. Tal como veremos, la verdad era que incluso los miembros de la Gestapo y de 

las SS combinaban la dureza despiadada con la blandura. 


 


 


En la reunión celebrada en Berlín, en junio de 1942, se fijaron las cifras de las deportaciones que 

debían realizarse inmediatamente en Bélgica y los Países Bajos, que fueron relativamente bajas, de-

bido, probablemente, a la alta cifra que se fijó con respecto a Francia. En el futuro inmediato 

solamente debían deportarse diez mil judíos de Bélgica y quince mil de Holanda. En ambos casos, 

las cifras fueron considerablemente aumentadas, más adelante, debido probablemente a las 

dificultades surgidas en Francia. La situación de Bélgica era especial desde distintos puntos de 

vista. El país estaba gobernado exclusivamente por las autoridades militares alemanas, y la policía, 

tal como indicaba un informe presentado al tribunal de Jerusalén por el gobierno belga, «no tenía 

sobre la administración alemana la influencia que ejercía en otros países». (El general Alexander 

von Falkenhausen, gobernador de Bélgica, estuvo complicado en la conspiración contra Hitler, de 

julio de 1944.) Tan solo en Flandes hubo un núcleo importante de colaboracionistas belgas; el 

movimiento fascista de los valones de habla francesa, encabezado por Degrelle, tenía muy poca 

influencia. La policía belga no colaboró con los alemanes, y los empleados de ferrocarriles eran de 

tan poca confianza que ni siquiera se les podía dejar solos al cuidado de los trenes, ya que 

procuraban dejar abiertas las puertas de los vagones, e ideaban estratagemas de todo género para 

permitir que los judíos escaparan. También era especial la composición de la población judía. Antes 

del inicio de la guerra, en Bélgica había noventa mil judíos, treinta mil de los cuales eran judíos 

alemanes allí refugiados y cincuenta mil más procedían de otros países europeos. A finales de 1940, 

casi cuarenta mil judíos habían abandonado el país, y entre los cincuenta mil judíos que quedaron 

solamente unos cinco mil, a lo sumo, habían nacido en Bélgica y tenían la nacionalidad belga. 

Además, entre los que huyeron se hallaban los más importantes dirigentes judíos, la mayoría de los 

cuales eran extranjeros, por lo que el Consejo Judío belga carecía de toda autoridad ante los judíos 

belgas. No es de sorprender que, ante tal «falta de comprensión», los alemanes no pudieran deportar 

sino un número muy reducido de judíos belgas. Sin embargo, resultaba muy fácil descubrir a los 

judíos recientemente naturalizados y a los apátridas, quienes, por otra parte, tropezaban con grandes 

dificultades para ocultarse en un país pequeño y totalmente industrializado. A finales de 1942, 

quince mil judíos habían sido enviados a Auschwitz, y en el otoño de 1944, cuando los aliados 

liberaron Bélgica, habían sido asesinados veinticinco mil judíos, en total. Como era de rigor, 

Eichmann tenía un «asesor» en Bélgica, pero este no desplegó gran actividad en estas operaciones, 

que fueron llevadas a cabo por la administración militar, bajo la constante presión del Ministerio de 

Asuntos Exteriores. 


 


 


Como en prácticamente todos los restantes países, las deportaciones de Holanda comenzaron con 

los judíos apátridas, que en este caso eran, casi todos ellos, refugiados procedentes de Alemania, a 

quienes el gobierno holandés de preguerra había declarado «indeseables». Había treinta y cinco mil 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 102 


 


judíos extranjeros, en una población judía total de ciento cuarenta mil. A diferencia de Bélgica, 

Holanda fue puesta bajo una administración civil, y, a diferencia de Francia, el país carecía de 

gobierno propio, ya que el consejo de ministros, junto con la familia real, había huido a Londres. La 

pequeña nación estaba por entero a merced de los alemanes. El «asesor» de Eichmann, 

perteneciente a las SS, en Holanda era un tal Willi Zöpf (recientemente detenido en Alemania, 

mientras que el mucho más eficiente asesor en Francia, Dannecker, se encuentra en libertad), pero 

al parecer este asesor tenía muy poco que decir y se limitaba a ocupar el puesto que se le había 

confiado. Las deportaciones y cuanto a ellas hacía referencia estaban en manos del abogado Erich 

Rajakowitsch, anteriormente asesor jurídico de Eichmann en Praga y Viena, que entró en las SS por 

recomendación del propio Eichmann. En abril de 1941, Heydrich lo envió a Holanda, poniéndolo, 

no a las órdenes de la RSHA de Berlín, sino del jefe del Servicio de Seguridad de La Haya, el 

doctor Wilhelm Harsten, quien a su vez estaba a las órdenes del alto jefe de las SS y de la policía 

Obergruppenführer Hans Rauter y de su ayudante para asuntos judíos, Ferdinand aus der Fünten. 

(Rauter y Fünten fueron condenados a muerte por un tribunal holandés. Rauter fue ejecutado, y la 

sentencia de Fünten, según se dice por especial intercesión de Adenauer, conmutada por la de 

cadena perpetua. Harsten también fue sometido a juicio en Holanda, condenado a doce años de 

presidio y puesto en libertad en 1957, tras lo cual ingresó en la burocracia del gobierno local de 

Baviera. Las autoridades holandesas estudian la posibilidad de someter a juicio a Rajakowitsch, 

quien al parecer vive en Suiza o en Italia. Los anteriores detalles han sido conocidos en el curso del 

año pasado, gracias a la publicación de una serie de documentos holandeses, y al informe de E. 

Jacob, corresponsal holandés del periódico suizo Basler Nationalzeitung.) En Jerusalén, la 

acusación, debido, en parte, a que quería obtener a toda costa la condena de Eichmann, y, en parte, a 

que se perdió en la intrincada selva de la burocracia alemana, aseguró que todos los funcionarios 

antes nombrados obedecieron órdenes de Eichmann. Sin embargo, los altos jefes de las SS y de la 

policía únicamente recibían órdenes de Himmler directamente. Que Rajakowitsch todavía recibiera 

órdenes de Eichmann, en aquel entonces, es altamente improbable, especialmente si tenemos en 

cuenta lo que ocurría en Holanda. La sentencia del tribunal de Jerusalén, sin entrar en polémicas, 

corrigió gran número de los errores cometidos por la acusación —aunque quizá no todos—, y puso 

de relieve la constante lucha por el poder existente entre los miembros de la RSHA, los altos jefes 

de las SS y de la policía, y otros funcionarios, «la tenaz, eterna, imperecedera negociación», como 

decía Eichmann. 

A Eichmann le molestaron mucho las medidas tomadas en Holanda, por cuanto resultaba 

evidente que el propio Himmler se estaba entrometiendo en sus funciones, y, además, el celo de los 

caballeros allí destacados le creaba grandes dificultades, en lo referente a la organización de los 

transportes, y, por lo general, se reían del «centro de coordinación» de Berlín. Así vemos que, solo 

empezar, en vez de deportar a quince mil judíos, deportaron a veinte mil, y el señor Zöpf, delegado 

de Eichmann, que era inferior en rango y en cargo a todos los demás funcionarios residentes, se vio 

prácticamente obligado a acelerar las deportaciones en 1943. Los conflictos de jurisdicción 

atormentaban constantemente a Eichmann, quien en vano explicaba a cuantos quisieran escucharle 

que «contradeciría las órdenes del Reichsführer [es decir, Himmler] y sería ilógico que, a estas 

alturas, el problema judío pasara a manos de otras autoridades». En Holanda, el último conflicto se 

produjo en 1944, y en esta ocasión incluso Kaltenbrunner quiso intervenir, para mantener la 

observancia de las normas todavía imperantes. Los judíos sefarditas, de origen español, estaban 

exentos de las medidas antisemitas, pese a que los judíos de este origen establecidos en Salónica 

fueron enviados a Auschwitz. La sentencia cometió un error cuando aventuró la hipótesis de que la 

RSHA «decidió esta disputa». El caso es que, Dios sabe por qué razones, unos trescientos setenta 

judíos sefarditas se quedaron en Amsterdam sin que nadie les molestara. 

La razón por la que Himmler prefería utilizar, en Holanda, a sus altos jefes de las SS y de la 

policía era sencilla. Estos hombres conocían bien el terreno en que actuaban, y, por otra parte, el 

problema que planteaba la población holandesa no era fácil, ni mucho menos. Holanda fue el único 

país de Europa en que los estudiantes hicieron huelga cuando los profesores judíos fueron 

desposeídos de sus puestos, y en que se produjo una cadena de huelgas como reacción a la primera 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 103 


 


deportación de judíos a Alemania, pese a que esta deportación, a diferencia de aquellas otras que 

terminaban en los centros de exterminio, fue simplemente una medida punitiva, aplicada mucho 

antes de que la Solución Final alcanzara a Holanda. (Los alemanes, tal como señala De Jong, 

recibieron unalección. A partir de entonces, «la persecución no se llevó a cabo mediante las 

bayonetas de las tropas de asalto nazis... sino mediante decretos publicados en el 

Verordeningenblad... que el Joodsche Weekblad estaba obligado a reproducir». La policía dejó de 

hacer redadas en las calles, y la población dejó de organizar huelgas.) Sin embargo, la general 

hostilidad que en Holanda se sentía hacia las medidas antisemitas y la relativa inmunidad del pueblo 

holandés al antisemitismo fueron contrarrestadas, en parte, por dos factores, que a fin de cuentas 

resultaron fatales para los judíos: en primer lugar, había en Holanda un fuerte movimiento nazi, en 

el que se podía confiar a fin de realizar tareas policiales tales como capturar judíos o descubrir sus 

escondrijos; y, en segundo lugar, se daba una fortísima tendencia, entre los judíos nacidos en 

Holanda, a efectuar una tajante distinción entre ellos y los judíos recién llegados, lo cual 

probablemente era resultado de la poco amistosa actitud adoptada por el gobierno holandés hacia 

los refugiados procedentes de Alemania y, probablemente, también a que el antisemitismo 

holandés, al igual que el francés, se centraba en los judíos extranjeros. Esto fue causa de que los 

alemanes no tuvieran grandes dificultades en formar el Consejo Judío, el Joodsche Raad, cuyos 

miembros vivieron largo tiempo en la falsa creencia de que solamente los judíos alemanes y 

extranjeros serían víctimas de las deportaciones, lo cual permitió que las SS gozaran de la ayuda de 

una fuerza de policía judía, además de la de la policía regular. El resultado fue una catástrofe que no 

tiene paralelo en cualquier otro país occidental, solo puede compararse con el exterminio de los 

judíos polacos, que tuvo lugar bajo circunstancias muy distintas y, desde un principio, totalmente 

desesperadas. En contraste con la actitud del pueblo polaco, la del pueblo holandés permitió que un 

gran número de judíos se escondiera —unos veinte o veinticinco mil, suma muy elevada para un 

país tan pequeño—; sin embargo, un número insólitamente alto de judíos que vivían escondidos, 

por lo menos la mitad de ellos, fue descubierto, merced, sin duda alguna, a la labor de confidentes 

profesionales y ocasionales. En julio de 1944, habían sido deportados ciento treinta mil judíos. La 

mayoría de ellos fueron enviados a Sobibor, campo situado en Polonia, en la zona de Lublin, junto 

al río Bug, en donde ni siquiera se efectuó la consabida selección de los internados en condiciones 

físicas para trabajar. Tres cuartas partes de los judíos que vivían en Holanda fueron asesinados, y 

entre ellos unos dos tercios de los judíos nacidos en Holanda. Los últimos embarques partieron del 

país en el otoño de 1944, cuando las patrullas aliadas estaban ya en las cercanías de las fronteras 

holandesas. De los diez mil judíos que sobrevivieron, gracias a haberse escondido, el setenta y cinco 

por ciento eran extranjeros, porcentaje que demuestra la incapacidad de los judíos holandeses de 

saber enfrentarse con la realidad. 


 


 


En la Conferencia de Wannsee, Martin Luther, del Ministerio de Asuntos Exteriores, ya avisó a los 

reunidos de las grandes dificultades con que tropezarían en los países escandinavos, notablemente 

en Noruega y Dinamarca. (Suecia no fue ocupada por los alemanes, y Finlandia, aun cuando entró 

en la guerra junto con los países del Eje, fue el único país en que los nazis nunca abordaron el 

problema judío. La sorprendente excepción de Finlandia, que contaba con unos dos mil judíos, 

quizá se debió a la gran estima en que Hitler tenía a los finlandeses, a quienes quizá no quería 

someter a amenazas y humillantes coacciones.) Luther propuso no iniciar por el momento las 

evacuaciones en Escandinavia, lo cual se hizo, sin discusión, con respecto a Dinamarca, ya que este 

país conservaba su gobierno independiente, y fue respetado como Estado neutral hasta el otoño de 

1943, pese a que, juntamente con Noruega, había sido invadido por el ejército alemán en 1940. En 

Dinamarca no había partidos fascistas o nazis, dignos de ser tenidos en cuenta, y, en consecuencia, 

no había colaboracionistas. Sin embargo, en Noruega, los alemanes encontraron entusiastas 

colaboradores, hasta el punto que el apellido de Vidkun Quisling, jefe del partido noruego pronazi y 

antisemita, ha servido para formar la expresión «gobierno Quisling», equivalente a «gobierno 

títere». La gran mayoría de los mil setecientos judíos de Noruega eran apátridas, refugiados 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 104 


 


procedentes de Alemania; fueron apresados e internados, en el curso de muy pocas operaciones 

relámpago, en octubre y noviembre de 1942. Cuando la oficina de Eichmann ordenó que fueran 

deportados a Auschwitz, algunos de los hombres del movimiento de Quisling dimitieron de sus 

cargos en el gobierno. Esto seguramente no sorprendió a Luther ni al Ministerio de Asuntos 

Exteriores, pero ocurrió algo mucho más grave, y totalmente imprevisto: Suecia inmediatamente 

ofreció asilo, y, en algunos casos la nacionalidad sueca, a todos los perseguidos. Ernst von 

Weizsäcker, subsecretario de Estado en el Ministerio de Asuntos Exteriores, que fue quien recibió 

la oferta, se negó incluso a tomarla en consideración; sin embargo, la actitud de Suecia no fue 

estéril. Siempre ha sido relativamente fácil salir ilegalmente de un país, y casi imposible entrar en el 

lugar de asilo sin permiso, y, una vez allí, hurtarse a las investigaciones de las autoridades de inmi-

gración. En consecuencia, cerca de novecientos individuos, poco más de la mitad de la minúscula 

población judía de Noruega, pasó ilegalmente a Suecia. 

Sin embargo, fue en Dinamarca donde los alemanes tuvieron ocasión de comprobar cuán 

justificados eran los temores expresados por el Ministerio de Asuntos Exteriores. La historia de los 

judíos daneses es sui generis, y la conducta del pueblo danés y su gobierno, única entre la de todos 

los países de Europa, ya ocupados, ya aliados del Eje, neutrales o verdaderamente independientes. 

Difícil resulta vencer la tentación de recomendar que esta historia sea de obligada enseñanza a todos 

los estudiantes de ciencias políticas, para que conozcan un poco el formidable poder propio de la 

acción no violenta y de la resistencia, ante un contrincante que tiene medios de violencia 

ampliamente superiores. Cierto es que había en Europa unos cuantos países que carecían de «una 

adecuada comprensión del problema judío», y que la mayoría de las naciones europeas se oponían a 

las medidas «radicales», así como a las soluciones «finales». Suecia, Italia y Bulgaria, al igual que 

Dinamarca, resultaron ser inmunes al antisemitismo, pero de las tres naciones que estaban en la 

esfera de influencia alemana, solamente Dinamarca se atrevió a hablar claramente del asunto a sus 

amos alemanes. Italia y Bulgaria sabotearon las órdenes alemanas y emprendieron un complicado 

juego de engaños y trampas que les permitió salvar a sus judíos, haciendo con ello un auténtico tour 

de force de ingenio, pero jamás discutieron la política alemana en cuanto tal. Los daneses adoptaron 

una actitud totalmente distinta. Cuando los alemanes les propusieron, con gran cautela, que se diera 

la orden implantando el distintivo amarillo, recibieron la escueta respuesta de que el rey sería el 

primero en ostentarla, y los miembros del gabinete danés tuvieron buen cuidado en dejar claramente 

sentado que la aplicación de cualquier tipo de medidas antisemitas comportaría su inmediata 

dimisión. En este caso, tuvo vital trascendencia que los alemanes ni siquiera lograran implantar la 

importantísima distinción entre daneses de origen judío, de los que había unos seis mil 

cuatrocientos, y los mil cuatrocientos judíos alemanes que se habían refugiado en el país antes del 

inicio de la guerra, y a los que el gobierno alemán había declarado apátridas. Esta negativa 

seguramente debió de sorprender extraordinariamente a los funcionarios alemanes, ya que era 

«ilógico» que un gobierno protegiera a unas gentes a las que había denegado sistemáticamente la 

ciudadanía, e incluso los permisos de trabajo. (Desde un punto de vista jurídico, antes de la guerra, 

la situación de los refugiados judíos en Dinamarca era parecida a la de los refugiados judíos en 

Francia, salvo en cuanto la general corrupción imperante en la Tercera República permitió que unos 

cuantos de ellos obtuvieran los documentos de ciudadanía francesa, merced a soborno y 

«amistades», por lo que la mayor parte de los refugiados en Francia pudieron trabajar ilegalmente, 

sin el debido permiso. Pero Dinamarca, al igual que Suiza, no era país apto pour se débrouiller.) Sin 

embargo, los daneses explicaron a los alemanes que, como fuere que los refugiados apátridas habían 

dejado de ser ciudadanos alemanes, los nazis no podían apoderarse de ellos sin el consentimiento 

del gobierno danés. Este fue uno de los poquísimos casos en que la apatridia se convirtió en un 

valor positivo, aun cuando, como es natural, no fue la apatridia per se lo que salvó a los judíos, sino, 

al contrario, el hecho de que el gobierno danés decidiera protegerlos. Así pues, ninguna de las 

medidas preparatorias, tan importantes en la maquinaria burocrática del asesinato, pudo aplicarse, 

debido a lo cual las operaciones fueron retrasadas hasta el otoño de 1943. 

Lo que entonces ocurrió fue verdaderamente increíble. En comparación con lo que tuvo lugar en 

los restantes países europeos, bien podemos decir que en Dinamarca todo funcionó desastrosamente 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 105 


 


para los nazis. En agosto de 1943 —cuando la ofensiva alemana contra Rusia había fracasado, 

cuando el Afrika Korps se había rendido en Túnez, y los aliados habían invadido Italia— el 

gobierno sueco denunció el tratado de 1940, según el cual concedía derecho de paso sobre su 

territorio a las fuerzas armadas alemanas. Entonces, los obreros daneses decidieron que ellos 

también podían aportar su grano de arena, a fin de precipitar el desarrollo de las cosas. Hubo 

disturbios en los astilleros daneses, donde los obreros se negaron a reparar los buques alemanes y se 

declararon en huelga. El comandante militar alemán proclamó el estado de emergencia y puso en 

vigor la ley marcial. Entonces, Himmler pensó que había llegado el momento oportuno de solventar 

el problema judío, solución que tanto se había retrasado. Pero Himmler no contaba con que —

además del hecho de la resistencia danesa— los oficiales alemanes que habían vivido largo tiempo 

en el país ya no eran los mismos, que habían cambiado profundamente. El general Von Hannecken, 

comandante militar, se negó a poner sus tropas a la disposición del plenipotenciario del Reich, 

doctor Werner Best; las unidades especiales de las SS (Einsatzikommandos) destacadas en 

Dinamarca se oponían muy frecuentemente a ejecutar «las medidas que los organismos centrales les 

ordenaban», dicho sea en las palabras empleadas por Best en sus declaraciones ante el tribunal de 

Nuremberg. Y el propio Best, antiguo miembro de la Gestapo y ex asesor jurídico de Heydrich, 

autor de un libro en aquel entonces famoso sobre la policía, quien había trabajado en el gobierno 

militar de París, a entera satisfacción de sus superiores, ya no era digno de confianza, aun cuando es 

dudoso que Berlín supiera hasta qué punto no podía ya confiar en Best. Desde un principio se pudo 

percibir que en Dinamarca las cosas no funcionaban como debían, por lo que la oficina de 

Eichmann mandó allí a uno de sus mejores hombres, es decir, a Rolf Günther, a quien nadie había 

acusado de no poseer la necesaria «despiadada dureza». Günther no impresionó lo más mínimo a 

sus colegas de Dinamarca, y Hannecken se negó a dictar un decreto ordenando a los judíos que se 

presentaran a sus respectivos puestos de trabajo. 

Best fue a Berlín, donde obtuvo la promesa de que todos los judíos de Dinamarca, prescindiendo 

de categorías, serían enviados a Theresienstadt, concesión esta que tenía gran importancia desde el 

punto de vista nazi. La detención e inmediata partida de los judíos se fijó para la noche del día 

primero de octubre —los buques estaban ya dispuestos en el puerto—, y como fuera que no se 

podía confiar en los daneses, ni en las tropas alemanas estacionadas en Dinamarca, ni en los propios 

judíos, a los fines de prestar la colaboración necesaria en esta operación, desde Alemania fueron 

enviadas unidades especiales de policía, para que detuvieran a los judíos en sus propias casas. En el 

último instante, Best dijo a estas unidades de policía que no podían penetrar en las viviendas por la 

fuerza, ya que si lo intentaban la policía danesa intervendría, y los alemanes no debían luchar con 

ella. En consecuencia, tan solo pudieron prender a aquellos judíos que voluntariamente les abrieron 

la puerta de sus casas. De un total de 7.800 individuos, encontraron en casa, dispuestos a dejarles 

entrar, a 477 exactamente. Pocos días antes del fijado para la ejecución del plan, un alemán 

consignatario de buques, llamado Georg F. Duckwitz, probablemente informado por el propio Best, 

comunicó al gobierno danés las intenciones de los alemanes, y los funcionarios daneses se 

apresuraron a informar de ello a los dirigentes de la comunidad judía. Estos, en claro contraste con 

la actitud adoptada por los dirigentes judíos de otros países, comunicaron abiertamente las noticias 

en las sinagogas, en ocasión de las celebraciones de Año Nuevo. Los judíos tuvieron el tiempo justo 

para abandonar sus viviendas y esconderse, lo cual era muy fácil en Dinamarca, debido a que, en 

palabras de la sentencia dictada en Jerusalén, «el pueblo danés, en todos sus niveles, desde el rey 

hasta el más humilde ciudadano» estaba presto a recibirles. 

Los judíos hubieran podido permanecer en sus escondrijos hasta el fin de las hostilidades, si 

Dinamarca no hubiera gozado de la bendición de tener a Suecia por vecina. Lo más razonable 

parecía embarcar a los judíos hacia Suecia, y así se hizo con la ayuda de la flota pesquera danesa. El 

coste del transporte de los individuos que carecían de medios —que era de unos cien dólares por 

persona— fue pagado con creces por opulentos ciudadanos daneses, lo cual quizá fue lo más 

sorprendente en toda esta historia, ya que en aquel tiempo los judíos pagaban los gastos de su propia 

deportación, y los judíos ricos entregaban fortunas a cambio de un permiso de salida (así ocurrió en 

Holanda, Eslovaquia y Hungría), ya a través del soborno a las autoridades de los respectivos países, 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 106 


 


ya negociando con las SS, que aceptaban únicamente moneda fuerte, y, en Holanda, vendían los 

permisos de salida por un precio que oscilaba entre los cinco y diez mil dólares por persona. Incluso 

en las zonas en que los judíos encontraban auténtica simpatía y deseos de ayudarles, tenían que 

pagar, por lo que las oportunidades que de escapar tenían los pobres eran nulas. 

La tarea de transportar a los judíos a través de la franja de mar —entre cinco y quince millas, 

según los lugares— que separa a Dinamarca de Suecia, llevó casi todo el mes de diciembre. Los 

suecos acogieron a 5.919 refugiados, de los cuales 1.000 por lo menos eran de origen alemán, 1.300 

medio judíos, y 686 gentiles casados con judíos. (Casi la mitad de los judíos daneses permanecieron 

escondidos en Dinamarca, y sobrevivieron hasta el final de la con-tienda.) Los judíos no daneses se 

encontraron en mejor situación que en cualquier tiempo pasado, y todos ellos recibieron permiso 

para trabajar. Los pocos centenares de judíos que la policía alemana pudo detener fueron enviados a 

Theresienstadt. Eran gente de edad avanzada o pobre que no pudo enterarse a tiempo de lo que iba a 

ocurrir o que no pudieron comprender el significado de la información que se les dio. 

En el gueto gozaron de privilegios superiores a los de los restantes grupos, debido a las 

constantes «molestias» que para protegerles causaban las instituciones y los ciudadanos privados 

daneses. Murieron cuarenta y ocho internados, cifra que no debemos calificar de excesivamente 

alta, teniendo en cuenta la edad media del grupo. Cuando todo hubo terminado, se atribuyó a 

Eichmann la opinión de que, «por diversas razones, la acción contra los judíos de Dinamarca fue un 

fracaso», en tanto que el curioso doctor Best declaró que «el objetivo de la operación no fue detener 

a gran número de judíos, sino dejar a Dinamarca limpia de judíos, objetivo que ahora está ya 

cumplido». 

Política y psicológicamente el más interesante aspecto de este capítulo quizá sea el papel 

interpretado por las autoridades alemanas de Dinamarca, es decir, el evidente sabotaje que hicieron 

a las órdenes recibidas desde Berlín. Este es el único caso de que tenemos noticia en que los nazis 

se enfrentaron con una resistencia abierta por parte de los ciudadanos del país, y el resultado parece 

ser que aquellos que se enfrentaron con tal resistencia modificaron la actitud al principio adoptada. 

Los propios nazis dejaron de considerar que el exterminio de todo un pueblo era cosa cuya 

realización no cabía poner en tela de juicio. Cuando se enfrentaron con una resistencia basada en 

razones de principio, su «dureza» se derritió como mantequilla puesta al fuego, e incluso dieron 

muestras de cierta auténtica valentía. Que el ideal de «dureza», salvo quizá en el caso de unos 

cuantos brutos medio dementes, no era más que un mito conducente a engañarse a uno mismo, y 

que ocultaba el cruel deseo de sumirse en un estado de conformidad a cualquier precio, quedó 

demostrado en el juicio de Nuremberg, en el que los acusados se traicionaron y acusaron entre sí, y 

aseguraron ante la faz del mundo que ellos «siempre habían estado en contra de lo que se hizo», o 

proclamaron, cual hizo Eichmann, que sus superiores abusaron de las mejores virtudes que poseían. 

(En Jerusalén, Eichmann acusó a «quienes ostentaban el poder» de haber abusado de su 

«obediencia». «El súbdito de un buen gobierno es un ser afortunado, el de un mal gobierno es 

desafortunado. Yo no tuve suerte», afirmó.) En Nuremberg, la atmósfera era muy distinta, y aun 

cuando la mayoría de los nazis seguramente sabían que estaban irremediablemente condenados, 

ninguno de ellos tuvo las agallas de defender la ideología nazi. Werner Best proclamó en 

Nuremberg que había llevado a cabo un complicado juego doble, y que gracias a él los funcionarios 

daneses fueron informados de la inminente catástrofe. Sin embargo, las pruebas documentales 

demostraron que fue el propio Best quien propuso a Berlín la realización de la operación de 

Dinamarca, aunque según Best esto formaba parte del doble juego. Dinamarca solicitó la 

extradición de Best, fue allí juzgado y condenado a muerte, pero el doctor apeló con sorprendentes 

resultados, ya que, en méritos de «nuevas pruebas», su sentencia fue conmutada por la de cinco 

años de prisión, siendo puesto en libertad poco después. Best seguramente pudo demostrar a 

satisfacción del tribunal danés que hizo cuanto estuvo en su mano. 

Italia era el único aliado verdadero que Alemania tenía en Europa. Era tratada como una potencia 

igual, y su soberanía fue plenamente respetada. Cabe presumir que la alianza se basaba en la gran 

afinidad de intereses que unía a ambos estados, junto con la existencia de dos nuevas formas de 

gobierno muy similares, si no idénticas, y también en el hecho indudable de que tiempo hubo en 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 107 


 


que Mussolini había admirado grandemente a los nazis. Pero en la época en que estalló la guerra, y 

en que Italia se unió a la aventura alemana, lo dicho últimamente pertenecía ya al pasado. Los nazis 

sabían muy bien que tenían mayor afinidad con la versión del comunismo aplicada por Stalin que 

con el fascismo italiano. Y, por su parte, Mussolini no tenía excesiva confianza en Alemania ni 

demasiada admiración por Hitler. Sin embargo, todo esto formaba parte del acervo de secretos 

únicamente compartidos por los personajes de mayor importancia, especialmente en Alemania, y el 

mundo en general nunca comprendió las profundas y decisivas diferencias existentes entre las 

formas de gobierno totalitarias, por una parte, y el fascismo, por otra. Diferencias que en ningún 

caso se pusieron tan de relieve como en el tratamiento de la cuestión judía. 

Con anterioridad al coup d'État de Badoglio, en el verano de 1943, y a la ocupación de Roma y 

el norte de Italia por los alemanes, Eichmann y sus hombres no obtuvieron permiso para actuar en 

este último país. Y todavía más, este equipo pudo comprobar que Italia actuaba de tal manera que 

no solucionaba absolutamente nada en las zonas de Francia, Grecia y Yugoslavia por ella ocupadas, 

ya que los judíos perseguidos escapaban constantemente a estas zonas, en donde hallaban asilo 

temporal. En niveles mucho más altos que aquel en que se encontraba Eichmann, el sabotaje de los 

italianos a la Solución Final adquirió proporciones verdaderamente graves, debido principalmente a 

la influencia que Mussolini ejercía en otros gobiernos fascistas de Europa, es decir, en la Francia de 

Pétain, la Hungría de Horthy o la Rumania de Antonescu. Si Italia podía salirse con la suya y dejar 

de asesinar a sus judíos, los países satélite de Alemania igual podían intentarlo. Y así vemos que 

Dome Sztojai, el primer ministro húngaro que los alemanes habían impuesto a Horthy, siempre 

quería saber, cuando se trataba de adoptar medidas antisemitas, si los italianos las habían aplicado o 

no. El Gruppenführer Müller, jefe de Eichmann, escribió una larga carta sobre este tema al 

Ministerio de Asuntos Exteriores, en la que ponía de relieve todo lo dicho anteriormente, pero el 

Ministerio de Asuntos Exteriores poco pudo hacer, debido a que siempre se encontraba con la 

misma sutil y velada resistencia, con las mismas promesas y el mismo incumplimiento de ellas. Este 

sabotaje era tanto más irritante por cuanto era llevado a cabo abiertamente, de una manera casi 

burlona. El propio Mussolini u otros dirigentes de la mayor importancia eran quienes formulaban 

las promesas, y cuando los generales no las cumplían, Mussolini los excusaba diciendo que tenían 

«distinta formación intelectual». Tan solo de vez en cuando tropezaban los nazis con una negativa 

clara y rotunda, como ocurrió cuando el general Roatta declaró que «era incompatible con el honor 

del ejército italiano» entregar a las pertinentes autoridades alemanas los judíos del territorio de 

Yugoslavia ocupado por los italianos. 

Mucho peor era cuando los italianos parecían dispuestos a cumplir sus promesas. Un ejemplo de 

ello tuvo lugar, después de que los aliados hubieran desembarcado en la zona francesa de África del 

Norte, cuando la totalidad de Francia estaba ocupada por los alemanes, salvo la zona sur, 

conquistada por los italianos, en la que unos cincuenta mil judíos vivían tranquilamente. Entonces, a 

consecuencia de la considerable presión ejercida por Alemania, 

Italia organizó una «Comisaría de Asuntos Judíos», cuya única función era la de formar un censo 

de todos los judíos que se hallaban en dicha región, y expulsarlos de las costas mediterráneas. 

Veintidós mil judíos fueron apresados y trasladados hacia el interior de la zona ocupada por los 

italianos, con el resultado, según Reitlinger, de que «unos mil judíos, pertenecientes a la clase más 

pobre, vivían en los mejores hoteles de Isére y Saboya». Entonces, Eichmann mandó a Alois 

Brunner, uno de sus hombres más «duros», a Niza y a Marsella, pero, cuando llegó, la policía 

francesa había ya destruido las listas de judíos. En otoño de 1943, cuando Italia declaró la guerra a 

Alemania, el ejército alemán pudo al fin entrar en Niza, y Eichmann en persona se dirigió a toda 

prisa a la Costa Azul. Allí le dijeron —y él lo creyó— que muchos judíos, en un número que 

oscilaba entre los diez y los quince mil, estaban ocultos en Mónaco (este minúsculo principado tiene 

un total de veinticinco mil residentes, y su territorio «cabe en Central Park», como consignó el New 

York Times Magazine), lo cual motivó que la RSHA iniciara un programa de investigación. La 

anécdota parece un típico chiste italiano. El caso es que los judíos habían desaparecido; casi todos 

habían huido a Italia, y los pocos que estaban escondidos en los montes lograron pasar a Suiza o a 

España. Lo mismo ocurrió cuando los italianos tuvieron que abandonar la zona que ocupaban en 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 108 


 


Yugoslavia; los judíos salieron de allí junto con el ejército italiano, y se refugiaron en Fiume. 

Incluso cuando Italia llevó a cabo los más serios esfuerzos para actuar en consonancia con su 

poderosa amiga y aliada, no faltó un elemento cómico. Cuando Mussolini, obligado por las 

presiones alemanas, promulgó, a finales de los años treinta, medidas legislativas antisemitas, 

consignó en ellas las usuales exenciones —ex combatientes, judíos condecorados, etcétera—, pero 

añadió una categoría más, a saber, la de judíos que hubieran sido miembros del partido fascista, así 

como a sus padres y abuelos, sus esposas, sus hijos y sus nietos. No conozco las estadísticas 

referentes al asunto, pero el resultado seguramente fue que la gran mayoría de los judíos italianos 

quedó exenta. Difícilmente podía haber una familia judía italiana que no tuviera por lo menos un 

miembro de ella en el partido fascista, ya que las medidas legislativas fueron promulgadas en un 

tiempo en que los judíos, al igual que los demás italianos, habían estado ingresando masivamente en 

el partido, debido a que los cargos públicos únicamente podían ser ocupados por quienes 

pertenecieran a él. Por otra parte, los pocos judíos que se habían opuesto al fascismo por principios, 

es decir, los socialistas y los comunistas, principalmente, habían abandonado el país hacía ya 

tiempo. Incluso los antisemitas italianos más convencidos parecían incapaces de tomarse en serio la 

persecución de los judíos, y Roberto Farinacci, jefe del movimiento italiano antisemita, tenía un 

secretario judío. Cierto es que lo relatado también ocurría, en cierta medida, en la propia Alemania. 

Eichmann afirmó, y no hay razón para no creerle, que incluso en las filas de las SS había judíos, 

pero el origen semita de personas como Heydrich y Milch era mantenido en gran secreto, que solo 

conocían contados individuos, en tanto que en Italia ello ocurrió abiertamente, sin secreto alguno, 

con todo candor. La explicación de lo anterior se encuentra, como es natural, en que Italia era uno 

de los pocos países europeos en que todas las medidas legislativas antisemitas fueron altamente 

impopulares, ya que, en palabras de Ciano, «provocaban un problema que hasta el momento no 

había existido». 

La asimilación, esta palabra de la que tanto se ha abusado, era un hecho pura y simplemente, en 

Italia, por cuanto allí había una comunidad de judíos, que no superaba el número de cincuenta mil, 

cuyo origen se encuentra en los remotos siglos del Imperio romano. No era una doctrina, algo en lo 

que uno ha de creer, como ocurre en todos los países de habla alemana, o un mito, un evidente 

engaño a la propia conciencia, como ocurría notablemente en Francia. El fascismo italiano, 

dispuesto a no dejarse ganar en cuanto a «dureza» hacía referencia, intentó, antes del inicio de la 

guerra, echar del país a los judíos extranjeros y apátridas. Sin embargo, no tuvo gran éxito en el 

empeño, debido a la general renuncia, entre los funcionarios italianos de secundaria importancia, a 

adoptar una actitud «dura», y cuando el problema llegó a ser cuestión de vida o muerte, los italianos 

se negaron lisa y llanamente a comportarse como se les pedía, alegando que se trataba de una 

cuestión que afectaba a su soberanía, y, en consecuencia, no abandonaron a esta porción de su 

población judía. En vez de hacer esto, internaron a dichos judíos en campos de concentración, 

donde vivieron sin correr peligro, hasta el momento en que los alemanes invadieron Italia. Este 

comportamiento de los italianos difícilmente podrá explicarse tan solo alegando las circunstancias 

objetivas —es decir, la inexistencia del «problema judío»--, ya que dichos extranjeros creaban, 

como es natural, un problema en Italia, como lo hacían en cualquier otro Estado nacional europeo 

basado en la homogeneidad étnica y cultural de su población. Lo que en Dinamarca fue el resultado 

de un auténtico sentido político, de una casi innata comprensión de las exigencias y 

responsabilidades de la ciudadanía y de la independencia —«para los daneses... la cuestión judía era 

una cuestión política, no de humanidad» (Leni Yahil)—, para los italianos era el resultado del 

general y casi automático sentido humanitario de un pueblo antiguo y civilizado. 

Además, el sentido humanitario italiano fue sometido a la prueba del terror que se cernió sobre el 

pueblo de Italia, en el curso del último año y medio de guerra. En diciembre de 1943, el Ministerio 

de Asuntos Exteriores alemán dirigió una formal petición de ayuda al jefe de Eichmann, es decir, a 

Müller: «En vista del escaso celo mostrado por los funcionarios italianos en la ejecución de las 

medidas antisemitas recomendadas por el Duce, el Ministerio de Asuntos Exteriores considera 

urgente y necesario que dicha ejecución... sea supervisada por funcionarios alemanes». Entonces, 

los más famosos asesinos destinados en Polonia, como Odilo Globocnik, de los campos de 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 109 


 


exterminio de la zona de Lublin, fueron enviados a Italia. Incluso el jefe de la administración militar 

no era un oficial del ejército, sino el ex gobernador de Galitzia, el Gruppenführer Otto Wächter. 

Esto terminó con los chistes italianos. La oficina de Eichmann emitió una circular ordenando a sus 

sucursales que «los judíos de nacionalidad italiana» fueran inmediatamente objeto de las «medidas 

necesarias», y el primer golpe lo dirigieron contra ocho mil judíos de Roma, que fueron detenidos 

por unidades de la policía alemana, debido a que la policía italiana no era digna de confianza. Se les 

avisó con tiempo, y quienes les avisaron fueron, en muchos casos, antiguos miembros del partido 

fascista. Escaparon unos siete mil judíos. Los alemanes, siguiendo el comportamiento que, como 

hemos visto, era habitual en ellos en todos los casos en que tropezaban con resistencia a sus 

intentos, cedieron ante los italianos, y se mostraron de acuerdo en que todos los judíos italianos, 

incluso aquellos que no pertenecieran a las categorías exentas de las medidas antisemitas, no fueran 

objeto de deportación, sino que simplemente quedaran confinados en campos de concentración 

italianos. Esta «solución» fue considerada suficientemente «final», en cuanto a Italia hacía 

referencia. En el norte de Italia fueron detenidos, aproximadamente, treinta y cinco mil judíos, que 

fueron confinados en campos de concentración situados en las cercanías de la frontera austríaca. En 

la primavera de 1944, cuando el Ejército Rojo había ocupado ya Rumania, y cuando los aliados se 

disponían a entrar en Roma, los alemanes quebrantaron sus promesas, y comenzaron a expedir 

judíos de Italia a Auschwitz, adonde mandaron unos siete mil quinientos, de los que tan solo 

sobrevivieron unos seiscientos. Sin embargo, esta suma representa mucho menos del diez por ciento 

de los judíos que vivían en Italia. 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 110 


 


 


 


 


 


11 


 


LAS DEPORTACIONES EN LOS BALCANES: YUGOSLAVIA, 

BULGARIA, GRECIA Y RUMANIA 


 


 


uienes siguieron atentamente la acusación del fiscal y leyeron la sentencia que reorganizaba 

el confuso y equívoco «cuadro general» de aquella, quedaron grandemente sorprendidos de 

que no se mencionara en ningún caso la clara línea divisoria que separaba los territorios 

dominados por los nazis en el este y sudeste europeo del sistema de estados nacionales situado en la 

Europa central y occidental. La franja de heterogénea población que se extiende desde el mar 

Báltico, al norte, hasta el Adriático al sur, esta área que actualmente se encuentra casi en su 

totalidad tras el telón de acero, estaba entonces formada por los llamados estados sucesores 

establecidos por las potencias victoriosas, tras la Primera Guerra Mundial. Se concedió un nuevo 

orden político a los numerosos grupos étnicos que durante siglos vivieron bajo el dominio de los 

imperios, del imperio ruso al norte, el austrohúngaro al sur, y el otomano al sudeste. Entre los 

estados nacionales resultantes no había siquiera uno que poseyera la homogeneidad étnica de las 

viejas naciones europeas que les sirvieron de modelo, en la hora de redactar sus constituciones. El 

resultado fue que cada uno de estos países contenía amplios grupos étnicos violentamente hostiles al 

gobierno que les administraba, debido a que sus aspiraciones nacionalistas fueron olvidadas en 

beneficio de otro grupo étnico ligeramente superior en número. Si se necesitara demostrar la 

inestabilidad política de estos estados de reciente fundación, bastaría con contemplar el caso de 

Checoslovaquia. Cuando, en marzo de 1939, Hitler entró en Praga, fue entusiásticamente 

bienvenido no solo por los Sudetendeutschen, la minoría alemana, sino también por los eslovacos a 

quienes había «liberado» al ofrecerles un Estado «independiente». Exactamente lo mismo ocurriría 

más tarde en Yugoslavia, donde la mayoría serbia, anterior dominadora del país, fue tratada como 

enemiga, mientras la minoría croata recibía su propio gobierno nacional. Además, debido a que las 

poblaciones de estos territorios no siempre estaban concentradas en determinadas regiones, no había 

fronteras naturales ni históricas, y aquellas que se establecieron en los tratados de Trianón y Saint 

Germain eran totalmente arbitrarias. En consecuencia no hubo dificultad en lograr que Hungría, 

Rumania y Bulgaria se adhirieran al Eje, gracias a la oferta de generosas ampliaciones de sus 

territorios. Los judíos de estas zonas anexionadas en momento alguno recibieron la consideración 

de nacionales del país de que se tratara, sino que automáticamente se convirtieron en apátridas y, en 

consecuencia, sufrieron el mismo destino que los judíos refugiados en los países de la Europa 

occidental. Invariablemente, fueron los primeros en ser deportados y liquidados. 

En el curso de los años a que nos referimos, también quedó destrozado el sistema de estatutos de 

las minorías, mediante el que los aliados habían intentado resolver un problema que, en el marco de 

un Estado nacional, es siempre irresoluble. En todos los estados sucesores, los judíos eran una 

minoría oficialmente reconocida, y el estatuto de que gozaban no les había sido impuesto a la 

fuerza, sino que era el resultado de reivindicaciones y negociaciones realizadas por sus propios 

delegados en la Conferencia de Paz de Versalles. Esto último significó una importante encrucijada 

en la historia de los judíos, ya que fue la primera ocasión en que los judíos occidentales, o sea, los 

judíos asimilados, no fueron considerados como portavoces de todo el pueblo judío. Ante la 

sorpresa y, en algunos casos, el desaliento de los «notables» judíos educados en Occidente, resultó 

que la gran mayoría de los judíos no deseaba la autonomía política, sino tan solo una especie de 

autonomía social y cultural. Desde un punto de vista jurídico, el estatuto de los judíos de la Europa 




Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 111 


 


oriental era exactamente igual al de cualquier otra minoría, pero desde un punto de vista político —

y ello tuvo decisiva importancia— los judíos eran el único grupo de aquella región que carecía de 

una «patria», es decir, el único grupo carente de un territorio en el que ellos constituyeran la 

población mayoritaria. Sin embargo, tampoco vivían en aquella dispersión propia de sus hermanos 

de la Europa central y occidental. En estas últimas zonas, antes del advenimiento de Hitler, llamar 

judío a un judío había sido un indicio de antisemitismo, pero en el Este tanto los amigos como los 

enemigos consideraban que los judíos constituían un pueblo distinto. Esto tuvo gran repercusión en 

el estatus de aquellos judíos del Este que verdaderamente estaban asimilados, por lo que se hallaban 

en situación muy distinta de la de los judíos de Occidente, donde la asimilación, bajo una forma u 

otra, era norma. La gran masa de judíos de la clase media, característica en los países de la Europa 

central y occidental, no existía en el Este; en su lugar había un escaso número de familias judías de 

la clase media alta que, en realidad, pertenecía a la clase dirigente, y cuyo grado de asimilación, 

mediante el dinero, el bautismo y los matrimonios mixtos, a la sociedad gentil era infinitamente 

superior que el de la mayoría de los judíos occidentales. 

Entre los primeros países en que los ejecutores de la Solución Final se encontraron con estas 

circunstancias estaba el Estado satélite de Croacia, en Yugoslavia, cuya capital era Zagreb. El 

gobierno croata, presidido por el doctor Ante Pavelié, tuvo la amabilidad de decretar medidas 

antisemitas tres meses después de haber accedido al poder, y cuando se le preguntó qué destino 

debía darse a las escasas docenas de judíos croatas residentes en Alemania, repuso que «agradecería 

que fuesen deportados al Este». El ministro del Interior del Reich pidió que el país quedase 

judenrein en febrero de 1942, y Eichmann mandó al Hauptsturmführer Franz Abromeit para que 

colaborase con el agregado policial en Zagreb. Las deportaciones fueron llevadas a cabo por los 

propios croatas, especialmente por los miembros del fuerte movimiento fascista, el Ustashe, y 

pagaron a los nazis treinta marcos por judío deportado. A cambio, recibieron todos los bienes de los 

deportados. Esto último era consecuencia del «principio territorial» oficialmente adoptado por los 

alemanes, aplicable a todos los países europeos, en virtud del cual el Estado heredaba todas las 

propiedades de los judíos asesinados que habían residido en su territorio, fuese cual fuere su 

nacionalidad. (Los nazis no siempre respetaban su «principio territorial», y disponían de muchos 

medios para soslayarlo, cuando les parecía que merecía la pena. Los hombres de negocios alemanes 

compraban todos sus bienes a los judíos, antes de ser deportados, y el Einsatzstab Rosenberg, al 

principio, autorizó la confiscación de todos los capitales hebraicos y judaicos para que fuesen 

entregados a los centros de investigación antisemitas. Posteriormente amplió su campo de acción, y 

entre los bienes confiscables incluyó obras de arte, así como valiosas piezas de mobiliario.) El plazo 

que terminaba en febrero de 1942 no pudo ser cumplido, debido a que los judíos pudieron escapar 

desde Croacia al territorio ocupado por los italianos. Pero después del coup d'État de Badoglio, otro 

hombre del grupo de Eichmann, llamado Hermann Krumey, llegó a Zagreb, y en el otoño de 1943 

treinta mil judíos habían sido ya deportados a los centros de exterminio. 

Pero, entonces, los alemanes se dieron cuenta de que el país todavía no estaba judenrein. En las 

iniciales medidas legislativas antijudías habían advertido la presencia de un curioso párrafo que 

transformaba en «arios honorarios» a todos los judíos que hubieran contribuido a la «causa croata». 

Como es natural, en el curso de los años que mediaron, el número de estos judíos aumentó 

grandemente. Los judíos muy ricos, es decir, aquellos que se desprendían voluntariamente de sus 

riquezas, quedaron exentos. Y más interesante todavía fue el hecho de que los servicios de 

contraespionaje de las SS (dirigidos por el Sturmbannführer Wilhelm Höttl, que fue citado como 

testigo de la defensa en Jerusalén, pero cuya declaración utilizó el fiscal para fundamentar sus 

alegaciones) descubrieron que casi todos los miembros de la minoría directiva de Croacia, desde el 

primer ministro hasta el jefe del Ustashe, estaban casados con mujeres judías. Los mil quinientos 

judíos que en esta zona lograron sobrevivir —el cinco por ciento, según un informe del gobierno 

yugoslavo— eran todos ellos, sin duda alguna, miembros de aquel grupo judío altamente asimilado 

y extraordinariamente rico. Como sea que el porcentaje de judíos asimilados en las masas del Este 

ha sido muy a menudo estimado en un cinco por ciento, cabe deducir que en el Este la asimilación, 

siempre que era posible, ofrecía mayores probabilidades de supervivencia que en el resto de Europa. 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 112 


 


La situación era muy distinta en el vecino territorio de Serbia, donde el ejército de ocupación 

alemán tuvo que luchar, casi desde el primer día, con una guerra de guerrillas, que por su intensidad 

tan solo puede compararse con la que se desarrolló en Rusia, tras las líneas alemanas. 

Anteriormente he mencionado el único incidente que puso en relación a Eichmann con la matanza 

de judíos serbios. La sentencia del tribunal de Jerusalén reconoció que «no hemos podido 

comprender con la debida claridad cuáles eran las normales líneas de mando, con respecto a los 

judíos de Serbia», y la explicación se encuentra en el hecho de que la oficina de Eichmann ninguna 

relación tuvo con lo ocurrido en esta zona, debido a que no se deportó en ella ni a un solo judío. El 

«problema» fue enteramente resuelto sobre el terreno. So pretexto de ejecutar rehenes apresados en 

la lucha de guerrillas, el ejército mató a tiros a la población judía masculina. Las mujeres y los niños 

fueron entregados al comandante de la policía de seguridad, un tal doctor Emanuel Schäfer, 

especialmente protegido por Heydrich, quien los mató en camiones dotados de gas. En agosto de 

1942, el Staatsrat Harald Turner, jefe de las oficinas civiles del gobierno militar, informó 

orgullosamente que Serbia era «el único país en que se han resuelto los problemas tanto judíos 

como gitanos», y devolvió a Berlín los camiones de gas. Se estima que unos cinco mil judíos se 

unieron a los guerrilleros, y esta fue la única vía de escape que tuvieron. 

Después de la guerra, Schäffer fue juzgado por un tribunal alemán de lo criminal. Por haber dado 

muerte mediante gas a 6.280 mujeres y niños, fue condenado a seis años y seis meses de presidio. 

El gobernador militar de la región, el general Franz Böhme, se suicidó, pero el Staatsrat Turner fue 

entregado al gobierno yugoslavo, y condenado a muerte. Una vez más se repitió la vieja historia: los 

que lograron escapar al juicio de Nuremberg y no fueron entregados a los gobiernos de los países en 

que cometieron sus crímenes, o bien jamás fueron juzgados, o bien los tribunales alemanes les 

trataron con la mayor «comprensión» que cabe imaginar. Estos hechos traen a la memoria el 

recuerdo de la República de Weimar, cuya especialidad fue perdonar los delitos políticos cuando el 

asesino pertenecía a uno de los violentos grupos antirrepublicanos de la derecha. 


 


 


Bulgaria tenía más razones que cualquier otro país de los Balcanes para estar agradecida a la 

Alemania nazi, debido al considerable aumento de su territorio conseguido a expensas de sus 

vecinos, Rumania, Yugoslavia y Grecia. A pesar de esto, Bulgaria no fue agradecida. Tanto su 

gobierno como su pueblo no eran lo bastante blandos para permitir que la «despiadada dureza» 

surtiera sus efectos. Y así fue no solo en lo referente a la cuestión judía. La monarquía búlgara no 

tenía razón alguna para sentirse inquieta por el movimiento fascista del país, el Ratnizi, debido a 

que era numéricamente pequeño, y sin influencia política, en tanto que el Parlamento siguió siendo 

un cuerpo altamente respetado, que trabajaba al unísono con el rey. Por esto, Bulgaria se negó a 

declarar la guerra a Rusia, y ni siquiera se tomó la molestia de mandar, a título de muestra, un 

cuerpo de «voluntarios» al frente oriental. Pero lo más sorprendente fue que los búlgaros no 

«comprendían en modo alguno el problema judío», a pesar de hallarse en una zona de población 

mixta en que el antisemitismo había prendido en todos los grupos étnicos, y en que se había 

adoptado como política oficial, mucho antes de la llegada de Hitler. Cierto es que el ejército búlgaro 

se había mostrado de acuerdo en que fuesen deportados todos los judíos de los territorios 

recientemente anexionados —en total unos quince mil judíos—, que se hallaban bajo 

administración militar y cuyas poblaciones eran antisemitas; pero es muy dudoso que los búlgaros 

supieran en aquel entonces lo que el término reasentamiento significaba en realidad. Poco antes, en 

enero de 1941, el gobierno también accedió a promulgar ciertas medidas legislativas antijudías, 

pero estas, desde el punto de vista nazi, fueron sencillamente ridículas: unos seis mil judíos, varones 

y en buen estado físico, fueron movilizados para emplearlos en diversos trabajos. Todos los judíos 

bautizados, fuese cual fuere la fecha de su bautizo, quedaron exentos, lo que provocó una epidemia 

de conversiones. Cinco mil judíos más —de un total de cincuenta mil, aproximadamente— 

recibieron privilegios especiales. Y en cuanto a los médicos y hombres de negocios judíos, se 

estableció un numerus clausus bastante alto, ya que estaba basado en el porcentaje de judíos 

existentes en las ciudades, en vez de en el porcentaje de los judíos existentes en todo el país. 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 113 


 


Cuando estas medidas fueron puestas en ejecución, los representantes del gobierno búlgaro 

declararon que la situación se había estabilizado a satisfacción de todos. Evidentemente, los nazis 

no solamente tenían que instruirlos en las exigencias propias de «una solución del problema judío», 

sino también enseñarles que la estabilidad jurídica y los movimientos totalitarios son incompatibles. 

Es muy probable que las autoridades alemanas sospecharan ya las dificultades que les esperaban 

en Bulgaria. En el mes de enero de 1942, Eichmann escribió una carta al Ministerio de Asuntos 

Exteriores, en la que afirmaba que estaba «en situación de recibir judíos de Bulgaria». Proponía que 

se hicieran las gestiones pertinentes ante el gobierno búlgaro, y aseguraba al Ministerio de Asuntos 

Exteriores que el agregado policial en Sofía «se encargaría de los aspectos técnicos de la 

deportación». (Parece que el tal agregado tampoco cumplía sus deberes con demasiado entusiasmo, 

ya que poco después Eichmann enviaba allí a uno de los hombres de su equipo, es decir, a Theodor 

Dannecker, quien abandonó su misión en París para pasar a ser «asesor» en Sofía.) Es muy 

interesante advertir que esta carta contradecía abiertamente el contenido de la notificación que 

Eichmann mandó a Serbia, pocos meses antes, diciendo que no disponía todavía de los servicios 

precisos para recibir judíos, y que ni siquiera los judíos del Reich podían ser deportados. La alta 

prioridad concedida a la tarea de dejar a Bulgaria judenrein quizá pueda explicarse únicamente por 

el hecho de haberse recibido información en Berlín, en el sentido de que era preciso actuar a toda 

prisa, si es que se pretendía obtener resultados positivos. Por esto, la embajada alemana hizo 

gestiones ante el gobierno búlgaro, pero todavía tardó seis meses en intentar inducir a los búlgaros a 

adoptar medidas «radicales», la primera de las cuales sería la implantación del distintivo amarillo. 

Pero incluso esta disposición produciría disgustos y quebraderos de cabeza a los nazis. En primer 

lugar, tal como la embajada alemana informó a sus superiores, el distintivo consistía tan solo en una 

«estrella muy pequeña»; en segundo lugar, la mayoría de los judíos se abstuvieron de llevarla, y, en 

tercer lugar, quienes la ostentaban «eran objeto de tales manifestaciones de simpatía por parte de la 

mal informada población, que estaban orgullosos del distintivo», como escribió Walter 

Schellenberg, jefe del Servicio de Contraespionaje de la RSHA en un informe transmitido al 

Ministerio de Asuntos Exteriores en noviembre de 1942. A continuación, el gobierno búlgaro 

revocó el decreto ordenando el uso del distintivo amarillo. A consecuencia de las fuertes presiones 

alemanas, el gobierno búlgaro decidió expulsar a los judíos de Sofía, enviándolos a las zonas 

rurales, pero tal medida no era la que los alemanes esperaban, ya que producía el efecto de dispersar 

a los judíos en vez de concentrarlos. 

Esta expulsión motivó, en realidad, que la situación cambiara de signo, debido a que la población 

de Sofía intentó impedir que los judíos llegaran a la estación del ferrocarril, y a continuación se 

manifestó ante el palacio real. Los alemanes albergaban la falsa creencia de que el rey Boris era el 

principal responsable de la seguridad de que los judíos gozaban en Bulgaria, y cabe razonablemente 

presumir que fueron agentes del servicio de espionaje alemán quienes le asesinaron. Pero ni la 

muerte del monarca ni la llegada de Dannecker a principios de 1943 contribuyeron en lo más 

mínimo a alterar la situación existente, debido a que tanto el Parlamento como la población 

permanecieron claramente al lado de los judíos. Dannecker consiguió llegar a un acuerdo con el 

comisario búlgaro de asuntos judíos, a fin de deportar a Treblinka seis mil «judíos notables», pero 

ni uno de estos judíos llegó a abandonar Bulgaria. El acuerdo en sí mismo merece ser tenido en 

cuenta por cuanto indica que los nazis no tenían la menor esperanza de lograr la cooperación de los 

líderes judíos, en orden a conseguir sus propósitos. No podían servirse del rabí principal de Sofía, 

debido a que el metropolitano Stephan de Sofía lo tenía escondido, y había declarado públicamente: 

«Dios determinó el destino de los judíos, y los hombres no tienen ningún derecho a torturarlos ni 

perseguirlos» (Hilberg), lo que representa mucho más de lo que el Vaticano llegara a decir en 

momento alguno. Por fin, en Bulgaria ocurrió exactamente lo mismo que debía de ocurrir en 

Dinamarca pocos meses después, es decir, los funcionarios alemanes allí destacados perdieron 

confianza en sí mismos, y dejaron de merecer la de sus superiores. Esto, tanto cabe decirlo del 

agregado policial, miembro de las SS, cuya misión era localizar y detener a los judíos, como del 

embajador alemán en Sofía, Adolf Beckerle, quien en junio de 1943 había comunicado al Ministerio 

de Asuntos Exteriores que la situación no ofrecía la menor posibilidad de éxito, debido a que «los 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 114 


 


búlgaros han convivido demasiado tiempo con gentes como los armenios, los griegos y los gitanos, 

para poder comprender debidamente el problema judío», lo cual era, desde luego, una pura y simple 

tontería, debido a que lo mismo cabía decir, mutatis mutandis, de todos los pueblos del este y 

sudeste de Europa. También fue Beckerle quien informó a la RSHA, en tono patentemente irritado, 

de que no podía hacerse más de lo que se había hecho. El resultado fue que ni un solo judío búlgaro 

había sido deportado o había padecido muerte no natural cuando, en agosto de 1944, ante la 

inminente llegada del Ejército Rojo, se revocaron las leyes antisemitas. 

Que yo sepa no se ha efectuado ningún intento de explicar la actitud seguida por el pueblo 

búlgaro, que bien podemos calificar de única en aquella zona de población heterogénea. Pero al 

pensar en ello, a nuestra memoria acude el recuerdo de Georgi Dimitrov, el comunista búlgaro que 

se encontraba en Alemania cuando los nazis accedieron al poder, y a quien eligieron para acusarle 

del Reichstagsbrand, el misterioso incendio del Parlamento de Berlín, ocurrido el 27 de febrero de 

1933. Dimitrov fue juzgado por el Tribunal Supremo Alemán, y se efectuó un careo entre él y 

Göring, al que interrogó como si él mismo —Dimitrov— fuese el presidente de la sala; gracias a 

Dimitrov, todos los acusados, salvo Lubbe, fueron absueltos. Su comportamiento le mereció la 

admiración del mundo entero, sin excluir a Alemania. La gente solía decir: «En Alemania tan solo 

queda un hombre de veras, y este hombre es búlgaro». 


 


 


Grecia, cuya zona norte estaba ocupada por los alemanes, y la zona sur por los italianos, no ofrecía 

especiales problemas, por lo que bien podían dejar que esperase su turno de quedar judenrein. En 

febrero de 1943, dos especialistas de Eichmann, los Hauptsturmführers Dieter Wisliceny y Alois 

Brunner, llegaron allí a fin de disponer todo lo necesario para la deportación de los judíos de 

Salónica, donde estaban concentradas las dos terceras partes de la población judía griega. La tarea 

de estos dos especialistas en Grecia estaba dentro del «marco de la Solución Final del problema 

judío en Europa», tal como decía la carta de nombramiento que les dirigió la Subsección IV-B-4. En 

estrecha colaboración con un' cierto Kriegsverwaltungsrat doctor Max Merten, que representaba al 

gobierno militar de la región, los dos hombres organizaron inmediatamente, como de costumbre, el 

Consejo Judío, a cuya cabeza pusieron al rabí principal Koretz. Wisliceny, que era quien estaba al 

frente del Sonderkommando für Judenangelegenheiten en Salónica, implantó el distintivo amarillo, 

e hizo saber desde el primer momento que no toleraría excepciones. El doctor Merten trasladó a la 

población judía, en su totalidad, a un gueto del que podía ser extraída fácilmente, ya que se hallaba 

en las inmediaciones de la estación de ferrocarril. Las únicas categorías privilegiadas eran las de los 

judíos con pasaporte extranjero, y, como es natural, la del personal del Judenrat, que en total no 

llegaban a unos centenares de individuos, quienes, en su día, fueron enviados al campo de canje de 

Bergen-Belsen. Los judíos no tenían otro camino para huir que el conducente hacia el sur, donde los 

italianos, al igual que en todos los territorios por ellos ocupados, se negaban a entregar los judíos a 

los alemanes. Sin embargo, la seguridad que ofrecía la zona italiana debía durar poco. La población 

griega se mostraba indiferente ante las dificultades de los judíos, en el mejor de los casos, y, por 

otra parte, los guerrilleros contemplaban con «agrado», en algunas ocasiones, las operaciones de 

deportación. Al cabo de dos meses, la población judía en peso había sido deportada, los trenes 

partían casi a diario camino de Auschwitz, transportando cada uno de ellos entre dos mil y dos mil 

quinientos judíos en vagones de carga. En el otoño del mismo año, cuando se derrumbó la 

resistencia del ejército italiano, se llevo a cabo rápidamente la evacuación de treinta mil judíos, 

aproximadamente, procedentes del sur de Grecia, incluida Atenas y las islas. 

En Auschwitz, fueron muchos los judíos griegos que quedaron incorporados a los llamados 

«comandos de la muerte», encargados del funcionamiento de las cámaras de gas y los hornos 

crematorios, y en 1944 todavía estaban con vida, en tanto que los judíos húngaros habían ya sido 

exterminados, y el gueto de Lódz se hallaba en trance de ser desmantelado. Al término de aquel 

verano, cuando comenzaron a correr rumores de que las matanzas con gas terminarían pronto, y las 

correspondientes instalaciones serían desmontadas, se produjo una de las pocas revueltas que 

estallarían en los campos de exterminio. Los miembros de los comandos de la muerte tuvieron 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 115 


 


entonces la certeza de que les había llegado el turno de morir. La revuelta fue un fracaso. Solo 

quedó un superviviente. 

Diríase que la indiferencia con que los griegos fueron testigos del destino de sus judíos ha 

pervivido hasta después de su liberación. El doctor Merten, testigo de la defensa en el juicio de 

Eichmann, asegura en la actualidad, con evidente incongruencia, que nada supo de las 

deportaciones de los judíos, y, al mismo tiempo, dice que salvó a muchos de ellos de aquel destino 

por él ignorado. Después de la guerra, el doctor Merten regresó sigilosamente a Grecia, como 

representante de una agencia de viajes. Allí, no tardó en ser detenido, pero fue libertado, y obtuvo 

autorización para regresar a Alemania. El caso del doctor Merten quizá sea único, ya que los juicios 

por crímenes de guerra, celebrados en países que no sean Alemania, siempre han concluido con 

severas sentencias condenatorias. Y sus declaraciones como testigo de la defensa, que hizo en 

Berlín en presencia de representantes del defensor y del fiscal, fueron, sin duda alguna, únicas. 

Aseguró que Eichmann había prestado gran ayuda en un intento de salvar alrededor de veinte mil 

mujeres y niños de Salónica, y que el causante de todos los males fue Wisliceny. Sin embargo, el 

doctor Merten reconocería después haber sido objeto de presiones por parte del hermano de 

Eichmann, abogado en Linz, y de una organización alemana integrada por ex miembros de las SS. 

El propio Eichmann negó todo lo dicho por el doctor Merten: nunca había estado en Salónica y 

jamás ayudó al doctor Merten en nada. 


 


 


Eichmann aseguró más de una vez que sus tareas de organización, la coordinación de las 

evacuaciones y deportaciones llevada a cabo por su oficina, habían, en realidad, ayudado a sus 

víctimas, por cuanto les había facilitado ir al encuentro con su destino. Eichmann decía que, si es 

preciso hacer algo, más vale hacerlo ordenadamente. En el curso del juicio, nadie, ni siquiera la 

defensa, prestó la menor atención a este argumento de Eichmann, que pertenecía evidentemente a la 

misma categoría que su insensata y reiterada afirmación de haber salvado cientos de miles de vidas 

judías mediante la «emigración forzosa». Sin embargo, en vista de lo ocurrido en Rumania es difícil 

no preguntarse si acaso Eichmann no llevaba razón. En Rumania todo fue mal, también, aunque en 

sentido distinto a lo ocurrido en Dinamarca, donde incluso los hombres de la Gestapo saboteaban 

las órdenes procedentes de Berlín, ya que en Rumania incluso los miembros de las SS quedaron 

sobrecogidos, y en ocasiones aterrorizados, ante los horrores de los gigantescos pogromos llevados 

a cabo de modo espontáneo y a la antigua. Los nazis intervinieron a menudo a fin de salvar a los 

judíos de las más espantosas carnicerías, y para conseguir que las matanzas se efectuaran al modo 

que los nazis consideraban civilizado. 

No exageraremos si afirmamos que Rumania era el más antisemita país europeo de preguerra. 

Incluso en el siglo XIX, el antisemitismo rumano era un hecho claramente establecido. En 1878, las 

grandes potencias intentaron intervenir en los asuntos interiores rumanos, a través del Tratado de 

Berlín, a fin de que el gobierno rumano diera a los habitantes judíos del país la condición de 

ciudadanos, aun cuando quedaran en una situación de ciudadanos de segunda categoría. Ni siquiera 

esto se consiguió, y al término de la Primera Guerra Mundial todos los judíos rumanos, con la 

excepción de unos centenares de familias sefarditas y de algunos judíos de origen alemán, eran 

todavía extranjeros residentes en Rumania. Fue preciso que los aliados ejercieran toda su influencia 

a fin de persuadir, en las negociaciones del tratado de paz, al gobierno rumano de que aceptara un 

acuerdo reconociendo la presencia de una población minoritaria, y concediera a los judíos la 

ciudadanía. Esta concesión hecha ante la presión de la opinión mundial fue revocada en 1937 y 

1938, cuando, confiados en el poder de la Alemania de Hitler, los rumanos creyeron que podían 

correr el riesgo de denunciar el acuerdo de reconocimiento de una población minoritaria, so 

pretexto de constituir una imposición sobre su soberanía nacional, y privaron de la ciudadanía a 

varios cientos de miles de judíos, aproximadamente la cuarta parte de la población judía. Dos años 

más tarde, en agosto de 1940, algunos meses antes de que Rumania entrase en la guerra al lado de la 

Alemania de Hitler, el mariscal Ion Antonescu, jefe de la nueva dictadura de la Guardia de Hierro, 

declaró apátridas a todos los judíos, con la excepción de los miembros de unos pocos centenares de 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 116 


 


familias que habían sido ciudadanos rumanos antes de los tratados de paz. Aquel mismo mes, 

promulgó también unas medidas legislativas antijudías que fueron las más draconianas de Europa, 

sin excluir a Alemania. Las categorías privilegiadas, formadas por excombatientes y miembros de 

familias que habían tenido la ciudadanía rumana desde antes de 1918, tan solo abarcaban unos diez 

mil individuos, poco más de un uno por ciento de la población judía. El propio Hitler se daba cuenta 

de que Alemania corría peligro de ser superada por Rumania, y se quejó a Goebbels, en agosto de 

1941, pocos meses después de haber dado la orden de la Solución Final, a quien dijo que «en estos 

asuntos, Antonescu se comporta de un modo mucho más radical de lo que nosotros nos hemos 

comportado hasta el presente». 

Rumania entró en la guerra en febrero de 1941, y la Legión Rumana pasó a ser una fuerza militar 

digna de ser tenida en cuenta en la invasión de Rusia que se estaba preparando. Tan solo en Odesa, 

los soldados rumanos fueron responsables de la matanza de sesenta mil individuos. En contraste con 

los gobiernos de los restantes países balcánicos, el gobierno rumano tuvo desde el principio exacta 

información sobre las matanzas de judíos en el Este, y los soldados rumanos, incluso después de 

que la Guardia de Hierro fuera expulsada del poder, en el verano de 1941, se entregaron al 

cumplimiento de un programa de matanzas y deportaciones que «llegaron a superar los excesos 

cometidos por la Guardia de Hierro en Bucarest». Fue un programa cuyos horrores no tienen 

paralelo en toda esta historia de atrocidades (Hilberg). Las deportaciones al estilo rumano consistían 

en meter a cinco mil personas en unos cuantos vagones de carga, y dejarles morir de asfixia allí, 

mientras el tren rodaba a través de los campos de Rumania, sin destino, durante días y días. Remate 

muy apreciado de estas operaciones de matanza era exponer los cadáveres de las víctimas en las 

carnicerías propiedad de judíos. Asimismo, los horrores de los campos de concentración rumanos, 

organizados y administrados por los propios rumanos, debido a que no podían deportar a sus judíos 

al Este, eran más atroces y más refinadamente crueles que el peor de los campos alemanes. Cuando 

Eichmann, siguiendo su costumbre, mandó a Bucarest al consabido asesor en asuntos judíos, que 

fue el Hauptsturmführer Gustav Richter, este comunicó un informe en el que decía que Antonescu 

deseaba expedir ciento diez mil judíos a «dos bosques situados al otro lado del río Bug», es decir, 

en territorio ruso ocupado por los alemanes, para liquidarlos. Los alemanes quedaron horrorizados, 

y todo el mundo intervino: los altos jefes del ejército, el Ministerio de Rosenberg para los 

Territorios Ocupados en el Este, el Ministerio de Asuntos Exteriores, el ministro acreditado en 

Bucarest, Freiherr Manfred von Killinger, ex alto jefe de las SA, amigo personal de Röhm, y, en 

consecuencia, sospechoso a los ojos de las SS, quien probablemente era espiado por Richter, quien 

tenía la misión de «asesorarle» en los asuntos judíos. Sin embargo, en la cuestión a la que nos 

hemos referido, todos estaban de acuerdo. El propio Eichmann imploró al Ministerio de Asuntos 

Exteriores, en una carta de abril de 1942, que detuviera aquellos desorganizados y prematuros 

esfuerzos rumanos para «desembarazarse de los judíos»; era necesario hacer comprender a los 

rumanos que «la evacuación de los judíos alemanes, que estaba ya en período de ejecución», tenía 

prioridad. Y Eichmann terminaba la carta con la amenaza de «hacer entrar en acción a la policía de 

seguridad». 

Por mucho que les pesara a los alemanes dar a Rumania, en lo referente a la Solución Final, una 

orden de prioridad más favorable que la que se había proyectado con respecto a todos los países de 

los Balcanes, tuvieron que ceder a fin de evitar que la situación degenerara en un sangriento caos, y, 

por mucho que Eichmann hubiera gozado al formular su amenaza de recurrir a la policía de 

seguridad, tampoco hay que olvidar que esta no había sido adiestrada precisamente con la finalidad 

de salvar judíos. El caso es que, a mediados de agosto —tiempo en que los rumanos habían ya 

asesinado a casi trescientos mil judíos, sin apenas ayuda alemana—, el Ministerio de Asuntos 

Exteriores concluyó un acuerdo con Antonescu «en orden a la evacuación de los judíos de Rumania, 

que será llevada a cabo por unidades alemanas», y, por su parte, Eichmann inició negociaciones con 

los ferrocarriles alemanes, a fin de que le proporcionaran los vagones necesarios para transportar 

doscientos mil judíos a los campos de exterminio de Lublin. Pero precisamente entonces, cuando 

todo estaba dispuesto, y tras haber hecho tan grandes concesiones, los rumanos dieron el gran 

cambio. Como un rayo caído de los cielos, llegó a Berlín una carta del concienzudo Richter: el 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 117 


 


mariscal Antonescu había cambiado de manera de pensar. Tal como informó el embajador 

Killinger, ahora el mariscal quería desembarazarse de los judíos «de una manera más cómoda». Los 

alemanes no habían tenido en cuenta que Rumania era un país con un altísimo porcentaje de 

asesinos normales y corrientes, y que, además, era el país más corrupto de los Balcanes. A la par 

que las matanzas, se había desarrollado un floreciente comercio de venta de exenciones, ejercido 

por todas las ramas de la burocracia, fuera estatal o municipal. La especialidad del gobierno 

consistía en la imposición de desorbitados tributos que ciertos grupos, o comunidades enteras, 

determinados al azar debían satisfacer. Ahora se descubrió que los judíos podían ser vendidos al 

extranjero por moneda fuerte, por lo cual los rumanos pasaron a ser los más fervientes defensores 

de la emigración judía, a mil trescientos dólares por cabeza. De este modo Rumania se convirtió en 

uno de los pocos puntos de salida de la emigración judía hacia Palestina durante la guerra. A 

medida que el Ejército Rojo se acercaba, el mariscal Antonescu se hacía más y más «moderado», e 

incluso llegó a mostrarse dispuesto a que los judíos se fueran, sin tener que pagar por ello. 

Es curioso observar que Antonescu, desde el principio hasta el fin, no fuera más «radical» que 

los alemanes (como Hitler creía), sino que estuviera siempre un paso más adelantado que estos. Él 

fue el primero en privar a los judíos de su nacionalidad, y él fue quien comenzó las matanzas a gran 

escala, sin ocultaciones y con total desvergüenza, en una época en que los alemanes todavía se 

preocupaban de mantener en secreto sus primeros experimentos. Él fue quien tuvo la idea de vender 

judíos, más de un año antes de que Himmler hiciera la oferta de «sangre a cambio de camiones», y 

él fue quien terminó, cual haría después Himmler, por suspender el asunto, como si se hubiera 

tratado de una broma. En agosto de 1944, Rumania se rindió al Ejército Rojo, y Eichmann, 

especialista en evacuaciones, fue enviado a toda prisa a aquella zona, para salvar a unos cuantos 

«alemanes étnicos», empeño en el que no tuvo éxito. Aproximadamente la mitad de los ochocientos 

cincuenta mil judíos de Rumania lograron sobrevivir, gran número de los cuales —varios cientos de 

miles— fueron a Israel. En la actualidad, se ignora cuántos judíos quedan en el país. Los asesinos 

rumanos fueron todos ejecutados, y Killinger se suicidó antes de caer en manos de los rusos. 

Únicamente el Hauptsturmführer Richter, quien ciertamente jamás tuvo ocasión de actuar, vivió en 

paz en Alemania hasta el año 1961, en que fue una tardía víctima del juicio contra Eichmann. 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 118 


 


 


 


 


 


12 


 


DEPORTACIONES DE LA EUROPA CENTRAL: HUNGRÍA Y 

ESLOVAQUIA 


 


 


 


ungría, país al que antes nos hemos referido en relación con la inquietante cuestión de la 

conciencia de Eichmann, era, constitucionalmente, un reino sin rey. El país, pese a no tener 

acceso al mar y carecer de marina de guerra y mercante, estaba regido —o, mejor dicho, 

regentado en nombre de un rey inexistente— por un almirante, a saber, el regente o Reichsverwessr 

Nikolaus von Horthy. El único signo visible de realeza era la abundancia de Hofräte, o consejeros 

de la inexistente corte. In illo tempore, el Sacro Romano Emperador fue también rey de Hungría, y, 

más recientemente, después de 1806, la kaiserlichkönigliche Monarchie del Danubio había sido 

mantenida precariamente unida por los Habsburgo, que fueron emperadores (Káiser) de Austria y 

reyes de Hungría. En 1918, el imperio de los Habsburgo fue desmembrado en «estados sucesorios». 

Austria pasó a ser una república ansiosa de obtener el Anschluss, o sea, la unión con Alemania. Otto 

de Habsburgo estaba en el exilio, y jamás hubiera sido aceptado como rey de Hungría por los 

orgullosos magiares; por otra parte, una monarquía auténticamente húngara no existía ni había 

existido en cuanto se recuerda de los anales históricos. Por esto, únicamente el almirante Horthy 

sabía qué era Hungría, en cuanto a forma de gobierno hacía referencia. 

Tras las engañosas apariencias de grandeza real, en Hungría se daba una estructura feudal 

heredada del pasado, con gran miseria entre los campesinos carentes de tierras, y gran lujo entre las 

pocas familias aristocráticas que literalmente eran propietarias del país, un lujo muy superior al 

existente en cualquier otro país de aquella zona dominada por la pobreza, patria de los desheredados 

de Europa. Este fondo de cuestiones sociales sin resolver y de atraso general daba a la sociedad de 

Budapest un especial matiz. Parecía que los húngaros fueran un grupo de ilusionistas que, tras vivir 

de engaños durante largo tiempo, hubieran perdido totalmente el sentido de la congruencia. En los 

primeros años treinta, bajo la influencia del fascismo italiano, apareció en Hungría un fuerte 

movimiento fascista, el llamado movimiento de las Cruces y Flechas. Y en 1938, siguiendo el 

ejemplo de Italia, se dictaron las primeras medidas legislativas antisemitas. Pese a la fuerte 

influencia que la Iglesia católica ejercía en el país, las normas antisemitas eran de aplicación a los 

judíos bautizados que se habían convertido con posterioridad a 1919, y, tres años después, quedaron 

también incluidos los judíos convertidos antes de dicho año. Sin embargo, incluso después de que la 

política oficial del gobierno llegara a ser totalmente antisemita, basando el antisemitismo en el 

criterio de la raza, once judíos siguieron sentándose en la cámara alta, y Hungría era el único país 

del Eje que envió tropas judías —ciento treinta mil hombres, de servicios auxiliares, pero con 

uniforme húngaro—al frente del Este. La explicación de estas contradicciones estriba en que los 

húngaros, pese a la política oficialmente adoptada, distinguían, todavía con mayor énfasis que el 

existente en otros países, los judíos nativos de los Ostjuden, los judíos «magiarizados»de la 

«Hungría de Trianón» (establecida, cual los restantes estados sucesorios, por el Tratado de 

Trianón), de los judíos procedentes de los territorios recientemente anexionados. La soberanía 

húngara fue respetada por el gobierno nazi hasta marzo de 1944, con el resultado de convertirse el 

país, para los judíos, en una isla de tranquilidad, en medio de un «océano de destrucción». Cuando 

el Ejército Rojo comenzó a aproximarse, a través de los Cárpatos, a las fronteras húngaras, y el 

gobierno intentó desesperadamente seguir el ejemplo de Italia y concluir una paz por separado, el 




Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 119 


 


gobierno alemán decidió, como es muy comprensible, ocupar el país. Sin embargo, resulta casi 

increíble que, a aquellas alturas, todavía existiera la obsesión de que «la orden del día debe ser 

dedicarse de pleno a solucionar el problema judío», ya que la «liquidación» de los judíos era 

«indispensable requisito previo para la adhesión de Hungría en la presente guerra», como dijo 

Veesenmayer en un informe dirigido al Ministerio de Asuntos Exteriores, en diciembre de 1943. La 

«liquidación» comportaba evacuar a ochocientos mil judíos, más un grupo de judíos convertidos, 

unos ciento o ciento cincuenta mil. 

El caso es que, tal como antes he dicho, debido a la magnitud y la urgencia de la tarea, Eichmann 

fue a Budapest, en marzo de 1944, en compañía de su plana mayor completa, que pudo reunir 

fácilmente por cuanto sus tareas habían quedado terminadas en los demás países. Llamó a 

Wisliceny y a Brunner, que se encontraban en Eslovaquia y Grecia, a Abromeit, que se hallaba en 

Yugoslavia, a Dannecker, que había trabajado en París y Bulgaria, a Siegfried Seidl, que ocupaba el 

cargo de comandante de Theresienstadt, y de Viena llegó Hermann Krumey para ocupar el cargo de 

lugarteniente de Eichmann. Llevó consigo también a los más importantes miembros de su oficina de 

Berlín: a Rolf Günther, que había sido su lugarteniente; a Franz Novak, oficial de deportaciones, y a 

Otto Hunsche, asesor jurídico. Así vemos que el Sondereinsatzkommando Eichmann (Unidad 

Eichmann de Operaciones Especiales) estaba integrado por unos diez hombres, más unos cuantos 

oficinistas, en el momento en que sentó sus reales en Budapest. La misma noche en que llegaron, 

Eichmann y sus hombres invitaron a los dirigentes judíos a que se reunieran con ellos, a fin de 

convencerles de que formaran un Consejo Judío, a través del cual los nazis pudieran dictar sus 

órdenes, a cambio de lo cual concederían al consejo absoluta jurisdicción sobre todos los judíos de 

Hungría. Pero, en aquel momento y en aquel lugar, no era demasiado fácil llevar a cabo esta 

maniobra. Corrían los días en que, según palabras del nuncio de la Santa Sede, «el mundo entero 

sabe lo que significa la deportación». Además, en Budapest, los judíos habían tenido una ocasión 

«única de conocer el destino de los judíos europeos. Conocíamos muy bien la labor realizada por 

los Einsatzgruppen. Y sabíamos más de lo necesario acerca de Auschwitz», tal como declararía el 

doctor Kastner en Nuremberg. Evidentemente, hacía falta algo más que el cacareado «poder 

hipnótico» de Eichmann para convencer a alguien de que los nazis acatarían la sagrada distinción 

entre judíos «magiarizados» y judíos del Este. Los dirigentes judíos húngaros tuvieron que elevar la 

técnica de autoengaño a la categoría de gran arte para llegar a creer, a aquellas alturas, que «aquí no 

puede ocurrir» —«¿cómo pueden atreverse a enviar a los judíos húngaros fuera de Hungría?»—, y, 

luego, seguir creyéndolo mientras los hechos contradecían cotidianamente dicha creencia. El modo 

en que lo que acabamos de decir se consiguió quedó de manifiesto en una de las más notables 

declaraciones entre todas las que los testigos prestaron en los estrados: los futuros miembros del 

Comité Judío Central (tal era el nombre del Consejo Judío de Hungría) habían oído decir a sus 

vecinos eslovacos que Wisliceny, quien en aquellos días estaba negociando con ellos, aceptaba 

dinero sin grandes empachos, y también sabían que pese a todos los sobornos «había deportado a 

todos los judíos de Eslovaquia». Tras lo cual, el señor Freudiger concluyó: «Entonces me di cuenta 

de que era necesario hallar los medios precisos para entrar en relación con Wisliceny». 

El más astuto de los trucos empleados por Eichmann en estas negociaciones consistió en 

procurar comportarse, tanto él como los hombres de su equipo, como si verdaderamente fuesen 

venales. El presidente de la comunidad judía, Hofrat Samuel Stern, miembro del Consejo Privado 

de Horthy, fue tratado con exquisita cortesía, y se le hizo saber que sería nombrado presidente del 

Consejo Judío. Tanto Samuel Stern como los restantes miembros del Consejo quedaron 

tranquilizados cuando se les pidió que proporcionaran a los alemanes máquinas de escribir y 

espejos, ropa interior de mujer y agua de colonia, cuadros originales de Watteau y ocho pianos, aun 

cuando siete de estos fueron amablemente devueltos por el Hauptsturmführer Novak, con las 

palabras: «Caballeros, les aseguro que no pretendo poner una tienda de pianos, sino tan solo tocar el 

piano». El propio Eichmann visitó la biblioteca y el museo judíos, y aseguró a cuantos quisieron 

escucharle que las medidas adoptadas tenían tan solo carácter temporal. La corrupción, que al 

principio no fue más que engaño y trampa, no tardó en ser real y verdadera, pero no revistió las 

formas que los judíos habían esperado. En ningún otro país gastaron los judíos tanto dinero para 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 120 


 


obtener tan poco a cambio. En palabras del extraño señor Kastner: «Cuando un judío teme por su 

vida y la de sus familiares, pierde todo sentido del dinero». (¡Sic!) Lo anterior quedó confirmado en 

el juicio de Eichmann por las declaraciones de Philip von Freudiger, antes mencionadas, así como 

por las palabras de Joel Brand, quien había sido el representante de un grupo judío rival, en 

Hungría, llamado Comité Sionista de Ayuda y Rescate. En abril de 1944, Krumey había recibido no 

menos de doscientos cincuenta mil dólares de manos de Freudiger; y el Comité de Rescate pagó 

veinte mil dólares por el solo privilegio de tener una entrevista con Wisliceny y algunos hombres 

del servicio de contraespionaje de las SS. En esta reunión, cada uno de los alemanes presentes 

recibió una propina de mil dólares, y Wisliceny volvió a referirse al llamado Plan Europa, que había 

propuesto inútilmente en 1942, y según el cual se suponía que Himmler estaba dispuesto a perdonar 

a todos los judíos, salvo los de Polonia, a cambio de dos o tres millones de dólares. En aceptación y 

cumplimiento de esta propuesta, que en realidad había sido archivada hacía ya tiempo, los judíos 

comenzaron a pagar plazos a Wisliceny. En aquella tierra de inaudita abundancia, incluso el 

«idealismo» de Eichmann cedió un tanto. Pese a que la acusación, en el juicio de Jerusalén, no pudo 

demostrar que Eichmann hubiera obtenido beneficios económicos en el cumplimiento de su misión, 

sí pudo poner de relieve el alto nivel de vida de Eichmann en Budapest, donde pudo permitirse el 

lujo de alojarse en uno de los mejores hoteles, dispuso de chófer y de un automóvil anfibio, 

inolvidable regalo de Kurt Becher, quien más tarde sería su enemigo, se dedicó a la caza y a la 

equitación, y gozó de toda suerte de lujos, por él desconocidos, merced a las amabilidades de sus 

nuevos amigos del gobierno húngaro. 

Sin embargo, en el país había un nutrido grupo de judíos cuyos dirigentes no se entregaron tan 

fácilmente al arte de engañarse a sí mismos. El movimiento sionista siempre había sido 

especialmente fuerte en Hungría, y ahora tenía su representación en el recientemente formado 

Comité de Ayuda y Rescate (Vaadat Ezra va Hazalah), que gracias a mantener estrechas relaciones 

con la oficina de Palestina, había prestado su ayuda a los refugiados de Polonia y Eslovaquia, de 

Yugoslavia y Rumania. El Comité estaba en constante comunicación con el American Joint 

Distribution Committee (Comité Conjunto Americano de Distribución), que lo financiaba, y 

también había conseguido, legal o ilegalmente, hacer entrar en Palestina a algunos judíos. Ahora 

que la catástrofe estaba produciéndose en su propio país, el Comité de Rescate se dedicó a falsificar 

«documentos cristianos», es decir, certificados de bautismo, con los cuales resultaba más fácil 

ocultarse. Sea lo que fuera lo que los miembros del comité hicieran, sabían muy bien que se 

hallaban fuera de la ley, y se comportaban en consonancia. Joel Brand, el poco afortunado emisario 

que, en plena guerra, ofrecería a los aliados la propuesta de Himmler, en el sentido de entregarles un 

millón de vidas judías a cambio de diez mil camiones, era uno de los principales dirigentes del 

Comité de Ayuda y Rescate, y acudió a Jerusalén para prestar declaración sobre sus negociaciones 

con Eichmann, tal como hizo su antiguo rival en Hungría, Von Freudiger. Y si bien Freudiger, a 

quien Eichmann, dicho sea de paso, no recordaba en absoluto, evocó los malos modales con que fue 

tratado en el curso de las entrevistas con los alemanes, también es cierto que la declaración de 

Brand corroboró cuanto Eichmann había dicho acerca del modo en que trató a los sionistas. A 

Brand le dijo que estaba hablando «con un alemán idealista», quien en aquellos instantes se dirigía a 

«un judío idealista», eran dos honorables enemigos que se trataban de igual a igual, durante una 

tregua en las hostilidades. Eichmann dijo a Brand: «Quizá mañana nos enfrentaremos de nuevo en 

el campo de batalla». Desde luego, se trataba de una horrible comedia, pero con este relato quedó 

demostrado que la debilidad que Eichmann sentía por hacer frases vacías, carentes de sentido y 

estimulantes, no era simplemente una «pose» fabricada ex profeso para lucirla ante el tribunal de 

Jerusalén. Y lo que es más interesante todavía, en la reunión con los sionistas, tanto Eichmann 

como los demás miembros del Son dereinsatzkommando dejaron de emplear aquella táctica de 

mentir pura y simplemente que habían utilizado ante los miembros del Consejo Judío. Incluso 

prescindieron temporalmente de las «normas de lenguaje», y casi siempre llamaron al pan, pan y al 

vino, vino. Además, cuando llegó el momento de negociar seriamente —sobre la suma de dinero 

que sería preciso pagar para obtener un permiso de salida, sobre el Plan Europa, sobre el canje de 

vidas por camiones— no solo Eichmann, sino también Wisliceny, Becher y los caballeros del 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 121 


 


servicio de contraespionaje con quienes Joel Brand se reunía todas las mañanas en un café, se 

dirigieron siempre al grupo de los sionistas. La razón que abonaba lo anterior radicaba en que el 

Comité de Ayuda y Rescate poseía las necesarias relaciones internacionales y podía obtener con 

mayor facilidad las sumas en moneda extranjera, en tanto que los miembros del Consejo Judío no 

tenían a nadie tras ellos, como no fuera la dudosa protección del almirante Horthy. También quedó 

de manifiesto que los representantes del grupo sionista húngaro recibieron más privilegios que los 

de la habitual inmunidad temporal de arresto y deportación que se concedía a los miembros del 

Consejo Judío. Los sionistas tenían libertad de ir y venir cuando y donde quisieran, estaban exentos 

del uso de la estrella amarilla, recibían permisos para visitar los campos de concentración de 

Hungría y, un poco después, el doctor Kastner, fundador del Comité de Ayuda y Rescate, pudo 

viajar por la Alemania nazi sin ningún documento que le identificara como judío. 

Tras sus experiencias en Viena, Praga y Berlín, la organización de un Consejo Judío fue para 

Eichmann una cuestión de rutina que no le llevó más de quince días. Entonces, el problema fue 

saber si sería capaz de lograr la colaboración de los funcionarios húngaros, en una operación de la 

magnitud de aquella que se proponía. Esto, para Eichmann, era algo nuevo. Si se hubiera tratado de 

un caso normal, del asunto se hubiera encargado el Ministerio de Asuntos Exteriores, y, en este caso 

concreto, el recién nombrado plenipotenciario del Reich, el doctor Edmund Veesenmayer, a quien 

Eichmann hubiera enviado un «asesor». Es evidente que Eichmann no se sentía demasiado propicio 

a cumplir la función de asesor, cargo que en ningún caso era desempeñado por un oficial de 

graduación superior a la de Hauptsturmführer, o sea, capitán, en tanto que él era 

Obersturmbannführer, o sea, teniente coronel, es decir, dos grados más que el anterior rango. El 

mayor triunfo que Eichmann alcanzó en Hungría fue el de poder establecer contactos por sí mismo. 

Primordialmente, tres fueron los hombres con quien entabló relación: Lászlo Endre, quien por su 

antisemitismo, que incluso Horthy calificaba de «insensato», había sido nombrado recientemente 

secretario de Estado encargado de Asuntos Políticos (judíos) en el Ministerio del Interior; Lászlo 

Baky, también secretario en el Ministerio del Interior, que estaba al frente de la Gendarmeríe, o sea, 

la policía húngara; y el teniente coronel de la policía Ferenczy, que estaba directamente encargado 

de las deportaciones. Con su ayuda, Eichmann podía tener la certeza de que todo, la promulgación 

de los necesarios decretos y la concentración de los judíos en las provincias húngaras, sería llevado 

a cabo con «velocidad de rayo». En Viena, se celebró una conferencia especial con los 

representantes de los Ferrocarriles del Estado Alemán, por cuanto la tarea a realizar comportaba el 

transporte de casi medio millón de individuos. En Auschwitz, Miss fue informado de estos planes 

por su superior, el general Richard Glücks, de la WVHA, y ordenó que se tendiera un nuevo ramal 

del ferrocarril a fin de que los vagones pudieran llegar hasta las inmediaciones de los hornos 

crematorios. El número de comandos de la muerte encargados de operar las cámaras de gas fue 

aumentado desde 224 hasta 860, y todo quedó dispuesto para matar entre seis mil y doce mil 

personas al día. Cuando los trenes comenzaron a llegar, en mayo de 1944, fueron seleccionados 

muy pocos «hombres en condiciones de trabajar», y estos pocos se destinaron a la fábrica de 

espoletas Krupp, en Auschwitz. (La nueva fábrica de Krupp, recientemente construida cerca de 

Breslau —Alemania—, denominada Berthawerk, obtenía trabajadores judíos allí donde pudiera 

encontrarlos, y mantenía a estos hombres en unas condiciones inferiores incluso a aquellas en que 

vivían los trabajadores en los campos de exterminio.) 

En total, la operación de Hungría duró menos de dos meses, ya que terminó repentinamente a 

principios de julio. Gracias principalmente a los sionistas se tuvo de esta operación más amplia 

noticia pública que de cualquier otra de las que constituyeron las diversas fases de la catástrofe 

judía. Y sobre Horthy cayó un diluvio de protestas procedentes de los países neutrales, así como del 

Vaticano. Sin embargo, el nuncio de la Santa Sede creyó oportuno explicar que la protesta del 

Vaticano no nacía «de un falso sentido de la compasión», frase que debiera inscribirse en una lápida 

para perpetuar las consecuencias que tuvieron en la mentalidad de los más altos dignatarios de la 

Iglesia los continuos tratos y los deseos de transigir con los hombres que predicaban el evangelio de 

la «dureza despiadada». Una vez más Suecia fue la primera en tomar medidas de carácter práctico, 

al distribuir permisos de entrada en el país; Suiza, España y Portugal siguieron su ejemplo. Y por 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 122 


 


fin, treinta y tres mil judíos, aproximadamente, pudieron alojarse en edificios especiales, en 

Budapest, bajo la protección de los países neutrales. Los aliados recibieron, y publicaron, una lista 

de setenta hombres que, les constaba, eran los principales culpables, y Roosevelt mandó un 

ultimátum en el que lanzaba la amenaza de que «el destino de Hungría no será el mismo que el de 

las demás naciones civilizadas... si las deportaciones no son suspendidas». Estas palabras quedaron 

apoyadas por un bombardeo insólitamente duro de Budapest el día 2 de julio. Presionado por todos 

lados, Horthy dio la orden de detener las deportaciones, y uno de los más condenatorios elementos 

de prueba contra Eichmann fue el patente hecho de que no obedeció la orden del «viejo loco», sino 

que, a mediados de julio, deportó mil quinientos judíos más que tenía a su disposición en un campo 

cercano a Budapest. Para evitar que los representantes judíos informaran de ello a Horthy, 

Eichmann reunió a los miembros de las dos organizaciones representativas de los judíos en su 

oficina, y allí fueron detenidos por el doctor Hunsche, quien alegó diversos pretextos, hasta que se 

supo que el tren había salido del territorio húngaro. En Jerusalén, Eichmann había olvidado 

totalmente este episodio, y pese a que los jueces quedaron «convencidos de que el acusado recuerda 

muy bien la victoria que obtuvo sobre Horthy», es dudoso que así fuera, ya que Horthy, para 

Eichmann, no era tan gran personaje. 

Parece que este fue el último tren que partió de Hungría, camino de Auschwitz. En agosto de 

1944, el Ejército Rojo estaba ya en Rumania, y Eichmann fue enviado allá en una misión 

desesperada, a la caza de judíos. Cuando regresó a Hungría, el gobierno de Horthy ya había reunido 

el suficiente valor para solicitar la retirada del comando de Eichmann, y el propio Eichmann pidió a 

Berlín que le permitieran regresar, junto con su equipo, ya que su «presencia era superflua». Pero 

Berlín no accedió a las peticiones ni mucho menos, con lo que demostró tener una clara visión del 

futuro, ya que, a mediados de octubre, la situación cambió súbitamente en Hungría. Con los rusos a 

poco más de cien millas de Budapest, los nazis consiguieron derribar el régimen de Horthy, y 

nombraron jefe de Estado al líder del partido de las Cruces y Flechas, Ferenc Szálasi. No pudieron 

mandarse más expediciones a Auschwitz, debido a que las instalaciones de exterminio estaban a 

punto de ser desmanteladas, y, al mismo tiempo, la escasez de fuerza de trabajo en Alemania había 

aumentado terriblemente. Ahora fue Veesenmayer, el plenipotenciario del Reich, quien negoció con 

el Ministerio del Interior húngaro la obtención del permiso para embarcar a cincuenta mil judíos —

hombres entre los dieciséis y los sesenta años, y mujeres de menos de cuarenta años— con destino 

al Reich. En su informe, el plenipotenciario añadió que Eichmann pensaba poder enviar cincuenta 

mil judíos más. Como fuere que los servicios ferroviarios habían dejado de funcionar, fue preciso 

organizar las marchas a pie de noviembre de 1944, que únicamente se interrumpieron cuando 

Himmler dio la correspondiente orden. Los judíos que fueron obligados a emprender estas marchas 

eran aquellos a quienes la policía húngara había detenido, sin guiarse por criterio alguno, sin orden 

ni concierto, prescindiendo de las normas de excepción que, en aquellos días, eran de aplicar a 

muchos de ellos, y prescindiendo también de los límites de edad especificados en las primeras 

directrices de carácter general. Los judíos que tomaron parte en estas marchas fueron escoltados por 

miembros del partido de las Cruces y Flechas, quienes no solo les robaron, sino que también les 

trataron con la mayor brutalidad. Y así terminó la historia de los judíos húngaros. De una población 

judía que, en un principio, constaba de ochocientos mil individuos, probablemente quedaron unos 

ciento sesenta mil en el gueto de Budapest —el campo había quedado judenrein—, y de estos varias 

decenas de miles fueron víctimas de espontáneos pogromos. El 13 de febrero de 1945, Hungría se 

rindió al Ejército Rojo. 

Todos los húngaros culpables de la matanza fueron sometidos a juicio, condenados a muerte y 

ejecutados. Los alemanes que iniciaron las persecuciones pagaron sus culpas con unos años, pocos, 

de presidio. 


 


 


Eslovaquia, al igual que Croacia, era una invención del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán. 

Los eslovacos acudieron a Berlín para negociar su «independencia» antes de que los alemanes 

ocuparan Checoslovaquia, en marzo de 1939, y, en aquel entonces, prometieron a Göring que 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 123 


 


seguirían fielmente a Alemania, en todo lo referente al trato que debía darse a los judíos. Pero esto 

ocurrió en el invierno de 1938-1939, cuando nadie había oído hablar todavía de la Solución Final. 

El pequeño país, con una población pobre y campesina, formada por dos millones y medio de 

ciudadanos, aproximadamente, y unos noventa mil judíos, era primitivo, atrasado y profundamente 

católico. A la sazón, lo gobernaba un sacerdote católico, el padre Jozef Tiso. Incluso el movimiento 

fascista, la Hlinka Guard, tenía rasgos católicos, y el vehemente antisemitismo de aquellos fascistas 

clericales o clérigos fascistas se diferenciaba mucho, tanto en su forma como en su contenido, del 

ultramoderno racismo de sus amos alemanes. En el gobierno eslovaco tan solo había un antisemita 

moderno, y este era Sano Mach, ministro del Interior y buen amigo de Eichmann. Todos los demás 

eran cristianos, o creían serlo, en tanto que los nazis eran por principio, desde luego, tan antisemitas 

como anticristianos. El que los eslovacos fueran cristianos significaba que se creían obligados a 

resaltar aquella distinción, considerada como «anticuada» por los nazis, entre judíos bautizados y no 

bautizados, y también significaba, en términos generales, que se enfrentaban con el problema desde 

un punto de vista enteramente medieval. Para ellos, la «solución» consistía en expulsar a los judíos 

y quedarse con sus bienes, pero no en su exterminio sistemático, pese a que tampoco tenían 

empacho en efectuar ocasionales matanzas. El más grave pecado de los judíos no radicaba en el 

hecho de que constituyeran una raza «extranjera», sino en que fuesen ricos. Los judíos de 

Eslovaquia no eran muy ricos, según los criterios occidentales, pero cuando cincuenta y dos mil de 

ellos tuvieron que declarar sus bienes, debido a que poseían un capital evaluado en más de 

doscientos dólares, y resultó que el total de sus propiedades se elevaba a cien millones de dólares, a 

los eslovacos les debió de parecer que cada uno de sus judíos era un Creso redivivo. 

Durante su primer año y medio de «independencia», los eslovacos se ocuparon activamente de 

intentar resolver el problema judío según su propio ingenio. Transfirieron la propiedad de las más 

importantes empresas judías a manos de no judíos, promulgaron algunas medidas legislativas 

antijudías, las cuales, según los alemanes, tenían el «básico defecto» de declarar exentos a los judíos 

bautizados antes de 1918, planearon la formación de unos cuantos guetos, «siguiendo el ejemplo del 

Gobierno General», y reclutaron judíos para dedicarlos a trabajos forzados. A primeros de 

septiembre de 1940, se les asignó un asesor en cuestiones judías; el Hauptsturmführer Dieter 

Wisliceny, quien en otros tiempos fuera el muy admirado superior y amigo de Eichmann en el 

Servicio de Seguridad (el hijo mayor de Eichmann recibió el nombre de Dieter), y que ahora tenía el 

mismo rango que Eichmann, fue agregado a la legación alemana acreditada en Bratislava. 

Wisliceny no había contraído matrimonio y, en consecuencia, no podía ser ascendido a grados 

superiores al que ostentaba, por lo que un año más tarde, al ser ascendido Eichmann, pasó aquel a 

ser subordinado de este. Eichmann pensaba que esto posiblemente molestó a su amigo, y que 

explicaba el que este hubiera prestado, en Nuremberg, declaraciones tan acusatorias de su persona, 

ofreciéndose incluso a descubrir su escondrijo. Sin embargo, la interpretación de Eichmann resulta 

muy poco convincente. Lo más probable es que Wisliceny tan solo tuviera interés en salvar la piel, 

ya que era hombre de personalidad totalmente distinta a la de Eichmann. Wisliceny pertenecía al 

grupo de los hombres cultos de las SS, vivía rodeado de libros y discos, los judíos de Hungría le 

dieron el tratamiento de «barón», y, en términos generales, tenía más interés en ganar dinero que en 

hacer carrera. En consecuencia, Wisliceny fue uno de los primeros miembros de las SS en mostrar 

tendencias «moderadas». 

Poco más ocurrió en Eslovaquia durante aquellos primeros años, hasta que en marzo de 1942 

Eichmann apareció en Bratislava para negociar la evacuación de veinte mil «judíos de trabajo, 

fuertes y jóvenes». Cuatro semanas más tarde, el propio Heydrich visitó al primer ministro Vojtek 

Tuka, y le convenció de que permitiera reasentar en el Este a todos los judíos, incluso a los 

convertidos, quienes hasta el momento habían estado exentos de toda medida antisemita. El 

gobierno, presidido por un sacerdote, no tuvo ningún inconveniente en corregir el «defecto básico», 

consistente en distinguir a los cristianos de los judíos en virtud de criterios religiosos, cuando supo 

que «los alemanes no ejercitarían acción legal alguna con respecto a las propiedades de los judíos, y 

que tan solo reclamarían quinientos Reichsmarks por cada judío que se llevaran». El gobierno 

eslovaco no solo no puso objeciones a tal plan, sino que exigió que el Ministerio de Asuntos 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 124 


 


Exteriores alemán le diera una adicional garantía consistente en asegurarle que «los judíos 

evacuados de Eslovaquia y recibidos por los alemanes permanecerían a perpetuidad en las zonas del 

Este, y en ningún caso se les permitiría regresar a Eslovaquia». A fin de proseguir estas 

negociaciones al más alto nivel, Eichmann efectuó una segunda visita a Bratislava, visita esta que 

coincidió con el asesinato de Heydrich, y, en junio de 1942, la policía eslovaca había deportado a 

cincuenta y dos mil judíos a los centros de exterminio de Polonia. 

En el país todavía quedaban treinta y cinco mil judíos, pertenecientes todos a la clase en un 

principio exenta, es decir, los judíos conversos y sus parientes, los miembros de ciertas profesiones, 

los jóvenes encuadrados en los batallones de trabajo y unos cuantos hombres de negocios. En este 

momento, cuando la mayor parte de los judíos eslovacos había sido «reasentada», el Comité Judío 

de Ayuda y Rescate de Bratislava, organización hermana del grupo sionista húngaro, logró sobornar 

a Wisliceny, quien les prometió dar lentitud al ritmo de las deportaciones, y también les propuso el 

llamado Plan Europa, que más tarde debía sacar a relucir en Budapest. Es muy probable que 

Wislicehy jamás hiciera otra cosa que leer libros y escuchar discos, y, naturalmente, embolsarse 

cuanto le fuera ofrecido. Pero fue precisamente en aquellos días cuando el Vaticano informó al 

clero católico del verdadero significado del término «reasentamiento». Desde entonces, tal como 

dijo el embajador alemán, Hans Elard Ludin, en su informe dirigido al Ministerio de Asuntos 

Exteriores, las deportaciones se hicieron muy impopulares en el país, y el gobierno eslovaco 

comenzó a ejercer presiones sobre los alemanes, a fin de que les permitieran visitar los centros de 

«reasentamiento», lo cual, desde luego, ni Wisliceny ni Eichmann podían permitir, por cuanto los 

judíos «reasentados» habían dejado de estar en el mundo de los vivos. En diciembre de 1943, el 

doctor Edmund Veesenmayer acudió a Bratislava para entrevistarse con el propio Tiso. Hitler le 

había enviado y sus órdenes especificaban que debía exhortar a Tiso a «bajar de las nubes» (Fraktur 

mit ihm reden). Tiso prometió enviar un número de judíos no convertidos, que oscilaba entre los 

dieciséis y los dieciocho mil, a campos de concentración, y establecer un campo especial, destinado 

a unos diez mil judíos conversos, pero se negó a acceder a las deportaciones. En junio de 1944, 

Veesenmayer, a la sazón plenipotenciario del Reich en Hungría, reapareció para exigir que los 

restantes judíos del país fuesen incluidos en las operaciones que se llevaban a cabo en Hungría. Tiso 

volvió a negarse. 

En agosto de 1944, cuando el Ejército Rojo se acercaba, en Eslovaquia se produjo una 

insurrección nacional, y los alemanes ocuparon el país. En aquel entonces, Wisliceny se encontraba 

ya en Hungría, y seguramente sus jefes habían dejado de confiar en él. La RSHA envió a Alois 

Brunner a Bratislava para que detuviera y deportara a los judíos que quedaban. Primeramente, 

Brunner detuvo y deportó a los jefes del Comité de Ayuda y Rescate, y después, con la ayuda de 

unidades de las SS alemanas, deportó a doce o catorce mil individuos más. El 4 de abril de 1945, 

cuando los rusos llegaron a Bratislava, quedaban unos veinte mil judíos supervivientes de la 

catástrofe. 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 125 


 


 


 


 


 


13 


 


LOS CENTROS DE EXTERMINIO EN EL ESTE 


 


 


uando los nazis se referían al Este designaban la extensa zona en que se encuentran Polonia, 

los Estados Bálticos y el territorio ruso por ellos ocupado. Estaba dividida en cuatro 

unidades administrativas: el Warthegau, formado por las regiones occidentales de Polonia 

anexionadas al Reich, bajo el gobierno del Gauleiter Artur Greiser; el Ostland, que abarcaba 

Lituania, Letonia y Estonia, así como una zona mal delimitada de la Rusia Blanca, en la que Riga 

era la sede de las autoridades de ocupación; el Gobierno General de la Polonia central, bajo el 

mando de Hans Frank, y Ucrania, gobernada por Alfred Rosenberg, ministro de los Territorios 

Orientales Ocupados. Estas fueron las tierras con respecto a las cuales el fiscal presentó 

primeramente sus testigos, y fueron, asimismo, las últimas de que se ocupó la sentencia. 

No cabe duda de que tanto el acusador como los jueces tuvieron excelentes razones para tomar 

decisiones tan opuestas. El Este fue el principal escenario de los sufrimientos judíos, la siniestra 

terminal de todas las deportaciones, el lugar del que era casi imposible escapar, y en el que el 

número de supervivientes rara vez alcanzó una suma que representara más del cinco por ciento. 

Además, el Este había sido el centro principal en el que se asentaba, antes de la guerra, la población 

judía europea. En Polonia vivían más de tres millones de judíos, en los Estados Bálticos habitaban 

doscientos sesenta mil, y más de la mitad de los tres millones de judíos con que aproximadamente 

contaba Rusia se hallaban en la Rusia Blanca, en Ucrania y en Crimea. Como sea que la acusación 

estaba primordialmente interesada en los sufrimientos del pueblo judío y en «las dimensiones del 

genocidio» de que fue objeto, era lógico que empezara por dichas zonas, a fin de determinar la 

responsabilidad específica que cabía atribuir al acusado en la creación de aquel horrendo infierno. 

El problema consistía en que las pruebas referentes a Eichmann, en cuanto concernía al Este, eran 

un tanto «escasas», lo cual era debido, según se presumía, a que los archivos de la Gestapo, y en 

especial los de la sección de Eichmann, fueron destruidos por los nazis. La escasez de pruebas 

documentales dio a la acusación un buen pretexto, probablemente recibido con júbilo por el fiscal, 

para proponer una interminable lista de testigos, a fin de que declarasen acerca de los 

acontecimientos ocurridos en el Este, aun cuando quizá aquella no fue la única razón que le impulsó 

a hacerlo. Tal como se insinuó en el curso del juicio, y quedó después claramente expresado en el 

especial Bulletin publicado en el mes de abril de 1962 por el Yad Vashem, es decir, el archivo 

israelí dedicado a documentos del período nazi, la acusación había sido objeto de fuertes presiones 

por parte de los supervivientes israelitas, que constituían alrededor del veinticinco por ciento de la 

población del país. Estos se presentaron espontáneamente ante las autoridades encargadas del juicio, 

y también al Yad Vashem, que había sido oficialmente encargado de preparar parte de las pruebas 

documentales, para ofrecerse como testigos. Los peores casos de «poderosa imaginación», es decir, 

por ejemplo, los de gentes que habían «visto a Eichmann en lugares en los que nunca había estado», 

fueron eliminados, pero, al fin, fueron llamados al estrado cincuenta y seis «testigos de los 

sufrimientos del pueblo judío», como les llamaban los organizadores del juicio, en vez de los quince 

o veinte «testigos ambientales» que, en un principio, habían sido previstos. Veintitrés sesiones de 

un total de ciento veintiuna fueron enteramente dedicadas a los testigos «ambientales», es decir, a 

testigos que nada sabían acerca de los puntos concretos que se juzgaban. Aun cuando los testigos de 

la acusación rara vez fueron interrogados por la defensa o por los jueces, también es cierto que la 

sentencia no se amparó en pruebas testificales condenatorias de Eichmann, a no ser que fuesen 

corroboradas por otras pruebas. Así vemos que los juzgadores no atribuyeron a Eichmann el 




Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 126 


 


asesinato en Hungría de un muchacho judío. Ni tampoco el haber instigado los hechos de la 

Kristallnacht en Alemania y Austria, de la que nada sabía Eichmann al ocurrir, y de la que, incluso 

en Jerusalén, sabía menos de lo que sabe el peor informado entre todos los estudiosos dedicados al 

período en cuestión. Ni tampoco le atribuyeron culpa en el asesinato de noventa y tres niños de 

Lidice, que, tras el asesinato de Heydrich, fueron deportados a Lódz, ya que «no ha quedado 

demostrado sin lugar a dudas razonables, en virtud de las pruebas practicadas ante la sala, que 

dichos niños fueran asesinados». Ni la responsabilidad de las horribles operaciones de la Unidad 

1.005, «uno de los aspectos más horrorosos entre todos los hechos de que la acusación ha aportado 

pruebas», que tuvo la misión de abrir las fosas comunes del Este, y desembarazarse de los 

cadáveres, a fin de borrar todo rastro de la matanza, y que estuvo al mando del Standartenführer 

Paul Blobel, quien, según sus propias declaraciones de Nuremberg, recibía las órdenes de Müller, 

jefe de la Sección IV de la RSHA. Ni la de las horribles condiciones en que los judíos que quedaban 

con vida en los campos de exterminio fueron evacuados a los campos de concentración de 

Alemania, especialmente a Bergen-Belsen, durante los últimos meses de la guerra. La verdad de las 

declaraciones de los testigos «ambientales», acerca de las condiciones imperantes en los guetos 

polacos, de los procedimientos empleados en los diversos campos de exterminio, de los trabajos 

forzados y, en general, del intento de exterminio mediante el trabajo, jamás fue discutida; al 

contrario, casi todo lo que dijeron se sabía ya. Si alguna que otra vez se mencionaba el nombre de 

Eichmann en dichas declaraciones, ello se hacía en virtud de anteriores referencias verbales, «según 

rumores», y, en consecuencia, la declaración carecía, en este aspecto, de pertinencia jurídica. Todas 

las declaraciones de los testigos que le «habían visto con sus propios ojos» se vinieron abajo tan 

pronto como dichos testigos fueron interrogados de nuevo, y la sentencia determinó que «el centro 

de gravedad de sus actividades [las de Eichmann] se hallaba en el Reich, el Protectorado, los países 

europeos del oeste, norte, sur y sudeste, y en el centro de Europa», es decir, en todas partes excepto 

el Este. Entonces cabe preguntarnos por qué razones la sala no declaró improcedentes las 

declaraciones de aquellos testigos, que duraron semanas y semanas, meses incluso. Al referirse a 

esta cuestión, la sentencia contenía frases que parecían de excusa, y, al fin, daba una explicación 

curiosamente incongruente: «Como fuere que el acusado se declaró inocente de todas las 

acusaciones contra él formuladas», los juzgadores no pudieron prescindir de las «pruebas sobre el 

ambiente, objetivamente considerado». Sin embargo, hay que tener en cuenta que el acusado jamás 

negó tales hechos, y solamente negó que fuera responsable de tales hechos, «en el sentido en que 

los expresa la acusación». 

En realidad, los jueces se enfrentaron con un problema altamente desagradable. Desde el mismo 

inicio del juicio, el doctor Servatius había impugnado la imparcialidad de la sala. En su opinión, 

ningún judío podía juzgar a los ejecutores de la Solución Final, a lo que el presidente replicó: 

«Somos jueces profesionales, acostumbrados a valorar las pruebas practicadas ante nosotros, y a 

cumplir nuestra misión ante la opinión pública y la pública crítica... Cuando una sala de justicia 

juzga, los magistrados que la componen son hombres de carne y hueso, con sentidos y sentimientos, 

pero la ley les obliga a sobreponerse a sus sentidos y sentimientos. Si no fuera así, resultaría 

imposible hallar al hombre capaz de juzgar un caso criminal susceptible de producirle horror... No 

cabe negar que el recuerdo del holocausto llevado a cabo por los nazis conmueve a todos los judíos, 

pero mientras este caso esté en trance de juicio ante nosotros, tenemos el deber de sobreponemos a 

nuestros sentimientos, y sabremos cumplir con este deber». Lo cual parece justo y equitativo, a no 

ser que el doctor Servatius hubiera pretendido decir que los judíos no podían tener una adecuada 

comprensión del problema que su presencia entre las naciones del mundo planteaba, y que, en 

consecuencia, tampoco podían comprender adecuadamente los méritos de una Solución Final. Pero 

la paradoja de la situación consistía en que, en el caso de que el doctor Servatius hubiera decidido 

esgrimir este argumento, se le habría podido contestar que el acusado, según sus declaraciones 

enfáticamente repetidas, aprendió cuanto sabía acerca del problema judío en las obras de autores 

judíos sionistas, en los «libros básicos» de Theodor Herzl y de Adolf Böhm. Y entonces, cabía 

formular la pregunta: ¿quién, si no los tres hombres que integraban la sala, todos ellos sionistas 

desde su temprana juventud, reunían mejores requisitos para juzgar a Eichmann? 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 127 


 


De lo que resulta que no era en relación al acusado, sino en relación a los testigos «ambientales», 

que el hecho del judaísmo de los tres jueces, el hecho de vivir en un país en el que una de cada 

cinco personas era un superviviente de la catástrofe, devenía un hecho peligroso e inquietante. 

Hausner había reunido una trágica multitud de víctimas de los sufrimientos, cada uno de cuyos 

individuos estaba ansioso de no desperdiciar esta oportunidad única de expresarse, cada uno de los 

cuales estaba convencido del derecho que le asistía a comparecer ante el tribunal. Los jueces 

podían, y así lo hicieron, discutir a la acusación la conveniencia, e incluso la pertinencia, de servirse 

de aquella oportunidad para «pintar cuadros generales», pero tan pronto un testigo comparecía en el 

estrado resultaba difícil interrumpirle, cortar sus declaraciones, «por respeto al honor del testigo, y 

por respeto a la materia de que habla», como dijo el juez Landau. Humanamente hablando, ¿quiénes 

eran ellos, los juzgadores, para denegar a siquiera uno de aquellos testigos el derecho de 

comparecer y prestar declaración? Y, humanamente hablando, ¿quién hubiera osado poner en 

entredicho la veracidad de los detalles de sus declaraciones, cuando los testigos «abrían de par en 

par su corazón ante la sala», aun cuando lo que manifestaban mereciera tan solo la consideración de 

«subproductos del juicio»? 

Además, había otra dificultad. En Israel, como en casi todos los países del mundo, todos los 

acusados son inocentes mientras no se demuestre lo contrario. Pero en el caso de Eichmann, lo 

anterior era una evidente ficción jurídica. Si no se le hubiera considerado culpable, culpable sin 

lugar a dudas razonables, los israelitas jamás se hubieran atrevido, ni hubieran querido, raptarle. El 

primer ministro Ben Gurión, al explicar al presidente de la República Argentina, en carta de 3 de 

junio de 1960, por qué Israel había cometido «una infracción formal de la ley argentina», escribió 

que «Eichmann fue quien organizó el asesinato masivo [de seis millones de individuos de nuestro 

pueblo], a una gigantesca escala sin precedentes, a lo largo y ancho de Europa». A diferencia de las 

normales detenciones practicadas en los casos de delitos comunes, en que la sospecha de 

criminalidad debe ser razonable y basada en hechos, pero no es preciso que sea razonablemente 

indudable —la determinación de lo cual será el objeto del juicio que a continuación se celebre—, la 

ilegal detención de Eichmann tan solo podía quedar justificada, y lo quedó a los ojos del mundo, 

por el hecho de que el resultado del juicio podía preverse con toda seguridad. Cierto es que en el 

juicio resultó que la intervención de Eichmann en la Solución Final había sido objeto de 

formidables exageraciones —en parte, debido a sus propias fanfarronadas y, en parte, debido a que 

los acusados de Nuremberg y de los restantes juicios de posguerra, procuraron exculparse a 

expensas de Eichmann, y, principalmente, debido a que Eichmann había estado en estrecha relación 

con los representantes judíos, ya que era el único oficial alemán «experto en asuntos judíos» y en 

nada más—, o, al menos, tal cabía pensar hasta que el tribunal de apelación dictó su sentencia, en la 

que se leía: «Es un hecho que el apelante no recibió orden superior alguna. El apelante no tenía 

superiores, y él fue quien dio todas las órdenes en cuantas materias concernían a los judíos». Este 

había sido precisamente el argumento de la acusación, argumento que los magistrados del tribunal 

de distrito no aceptaron, pero que el tribunal de apelación recogió por entero, pese a que se trataba 

de una peligrosa inepcia. (Este argumento tuvo su principal apoyo en las declaraciones del testigo 

Michael A. Musmanno, autor de Ten Days to Die [1950], que había actuado de juez en Nuremberg, 

y que fue desde Norteamérica hasta Israel para ser testigo de cargo. El señor Musmanno formó 

parte del tribunal que juzgó a los administradores de los campos de concentración y a los miembros 

de los equipos móviles de matanza que actuaron en el Este; y si bien el nombre de Eichmann fue 

mencionado varias veces en aquellos juicios, también es cierto que solo una vez apareció en las 

sentencias. Sin embargo, el señor Musmanno había interrogado a los acusados de Nuremberg, 

mientras se hallaban encarcelados. Y Ribbentrop le dijo que de nada se hubiera podido acusar a 

Hitler, si no hubiera caído bajo la influencia de Eichmann. El señor Musmanno no creyó cuanto le 

dijeron, pero sí creyó que Eichmann había sido nombrado para llevar a cabo su misión por el propio 

Hitler, y que Eichmann «ejercía sus funciones empleando como portavoces a Himmler y a 

Heydrich». Pocas sesiones después, Gustave M. Gilbert, profesor de psicología de la Universidad 

de Long Island y autor de Nuremberg Diary [1947], compareció ante el tribunal de Jerusalén como 

testigo de cargo. El doctor Gilbert habló con más precaución que el juez Musmanno, a quien él se 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 128 


 


había encargado de presentar a los acusados de Nuremberg. Gilbert declaró que, «en aquel 

entonces, los grandes criminales de guerra nazis no daban importancia a la figura de Eichmann», y 

también declaró que Eichmann, a quien tanto él como Musmanno creían muerto, no fue 

mencionado en las conversaciones que el declarante sostuvo con el juez Musmanno acerca de los 

crímenes de guerra.) Los miembros del tribunal del distrito de Jerusalén, debido a que supieron 

percibir las exageraciones en que había incurrido la acusación, y a que no tenían ningún deseo de 

convertir a Eichmann en el superior de Himmler y en el inspirador de Hitler, se vieron en el caso de 

tener que adoptar la defensa del acusado. Ello, abstracción hecha de lo desagradable que era, carecía 

de trascendencia tanto en los resultados y considerandos de la sentencia como en el fallo, ya que «la 

responsabilidad moral y jurídica de quien entrega la víctima al ejecutor material del delito es, en 

nuestra opinión, igual, y en ocasiones mayor, que la responsabilidad de quien da muerte a la 

víctima». 

Los jueces salvaron todas las anteriores dificultades sirviéndose de un criterio ecléctico. En la 

sentencia cabe distinguir dos partes, la más larga de las cuales es, con mucho, aquella que consiste 

en una nueva redacción del alegato de la acusación. El enfoque, fundamentalmente distinto, de los 

juzgadores queda de manifiesto en el hecho de comenzar su examen en los hechos ocurridos en 

Alemania para terminar con los ocurridos en el Este, lo cual indica que centraron su atención no 

tanto en los sufrimientos de los judíos, cuanto en los actos ejecutados contra ellos. En un evidente 

palmetazo a la acusación, los jueces dijeron explícitamente que los sufrimientos, a tan gigantesca 

escala, quedaban «fuera de la humana comprensión», que eran «tema para los grandes escritores, 

los grandes poetas», y que no podían ser objeto de la justicia de un tribunal, pero que, en cambio, 

los actos y los motivos causantes de tales sufrimientos no estaban más allá de la comprensión ni de 

la justicia formal. Los jueces llegaron incluso a dejar sentado que basarían sus pronunciamientos en 

sus propias investigaciones sobre las pruebas practicadas, y, verdaderamente, a ninguna conclusión 

hubieran podido llegar si no se hubieran tomado el ímprobo trabajo que aquello comportaba. 

Llegaron a tener firme y claro conocimiento de la intrincada organización burocrática de la 

maquinaria de exterminio de los nazis, a fin de poder comprender plenamente la misión que 

desempeñaba el acusado. Para contrastar el discurso inicial del fiscal Hausner, que ya ha sido 

publicado en forma de libro, la sentencia puede ser estudiada con provecho por cuantos tengan 

interés en conocer la historia de aquel período. Pero la sentencia, tan agradablemente carente de 

oratoria barata, hubiera reducido a una inoperancia total el alegato de la acusación, si los juzgadores 

no hubiesen hallado buenas razones para atribuir a Eichmann cierta responsabilidad en los crímenes 

cometidos en el Este, además de la responsabilidad por su crimen principal, que el propio Eichmann 

había confesado, a saber, el de haber enviado a seres humanos a la muerte, plenamente consciente 

de sus actos. 

Cuatro fueron los principales puntos controvertidos. En primer lugar estaba la cuestión de la 

participación de Eichmann en las matanzas masivas llevadas a cabo en el Este por los 

Einsatzgruppen, que fueron organizados por Heydrich en una reunión celebrada en marzo de 1941, 

en la que Eichmann estuvo presente. Sin embargo, como sea que los comandantes de los 

Einsatzgruppen eran individuos de la élite intelectual de las SS, en tanto que los hombres de la tropa 

eran ya criminales, ya soldados regulares castigados con este servicio especial —no se admitían 

voluntarios—, Eichmann tan solo estuvo relacionado con esta importante fase de la Solución Final 

en lo referente a recibir los partes expedidos por los asesinos, que él resumía y transmitía a sus 

superiores. Estos informes, pese a ser «alto secreto», se imprimían en ciclostil y eran remitidos a 

otras oficinas del Reich, entre cincuenta y setenta de ellas, en cada una de las cuales había, como 

era de esperar, un Oberregierungsrat que los resumía para pasarlos a sus superiores. Además de lo 

anterior, hubo el testimonio del juez Musmanno, quien aseguró que Walter Schellenberg, quien se 

encargó de redactar el borrador del acuerdo entre Heydrich y el general Von Brauchitsch, del 

mando militar, especificando que los Einsatzgruppen gozarían de plena libertad en la «ejecución de 

sus planes con respecto a la población civil», es decir, en la matanza de civiles, le había dicho en 

una conversación sostenida en Nuremberg que Eichmann había «controlado estas operaciones» e 

incluso las había «supervisado personalmente». Los jueces de Jerusalén, por simple «prudencia», no 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 129 


 


deseaban basarse en una declaración de Schellenberg, que carecía de corroboración, y prescindieron 

de esta prueba. Parece que Schellenberg tenía en muy poco la capacidad de los juzgadores de 

Nuremberg, en orden a abrirse camino a lo largo del laberinto de la estructura administrativa del 

Tercer Reich. En consecuencia, el único hecho incontrovertible, alumbrado por dicha prueba, fue 

que Eichmann estaba muy bien informado de lo que ocurría en el Este, pero, sorprendentemente, la 

sentencia concluía que era suficiente para demostrar su participación en los sucesos del Este. 

El segundo punto, referente a la deportación de los judíos de los guetos de Polonia a los cercanos 

campos de exterminio, estaba apoyado con pruebas más fehacientes. Evidentemente, resultaba 

«lógico» presuponer que el especialista en transportes había desarrollado sus actividades en el 

territorio sometido al Gobierno General. Sin embargo, de muchas fuentes sabemos que los altos 

jefes de las SS y de la policía eran quienes se encargaban de los transportes en esta zona, con gran 

dolor del gobernador general Hans Frank, quien en su diario se quejaba incesantemente de 

interferencias en este asunto, sin mencionar ni una sola vez a Eichmann. Franz Novak, el oficial de 

transportes de Eichmann, al declarar como testigo de descargo corroboró la versión de Eichmann: 

como es natural, ocasionalmente tenía que entablar negociaciones con el director del Ostbahn, los 

Ferrocarriles del Este, debido a que los embarques con origen en la Europa occidental tenían que 

coordinarse con las operaciones en curso en los lugares de destino. (En Nuremberg, Wisliceny 

explicó con notable claridad estas negociaciones. Novak solía ponerse en contacto con el Ministerio 

de Transportes, que, a su vez, se encargaba de obtener el permiso del ejército, en el caso de que los 

trenes tuvieran que pasar por zonas de operaciones militares. El ejército podía ejercer el derecho de 

veto. Lo que Wisliceny no dijo, y quizá ello fuera más interesante que lo anterior, es que el ejército 

solamente hizo uso de su derecho de veto en los primeros años de la guerra, cuando las tropas 

alemanas se dedicaban a la ofensiva; sin embargo, en 1944, cuando las deportaciones de Hungría 

obstruyeron las líneas de retirada de los cuerpos del ejército alemán en desesperada huida, el 

ejército no ejerció ni una sola vez su derecho de veto.) Pero cuando, por ejemplo, el gueto de 

Varsovia fue evacuado en 1942, a un ritmo de cinco mil individuos al día, el propio Himmler se 

encargó de las negociaciones con las autoridades ferroviarias, sin que Eichmann y su equipo 

intervinieran para nada. Por fin, la sentencia se basó en las declaraciones prestadas por un testigo, 

en el juicio contra Miss, según las cuales algunos judíos procedentes del Gobierno General llegaron 

a Auschwitz juntamente con judíos procedentes de Bialystok, ciudad polaca que había sido 

incorporada a la provincia alemana de Prusia oriental, y que, en consecuencia, se encontraba en el 

ámbito de jurisdicción de Eichmann. Sin embargo, incluso en el Warthegau, considerado como 

territorio integrante del Reich, no era la RSHA sino el Gauleiter Greiser quien dirigía el exterminio 

y las deportaciones. Y aun cuando en enero de 1944 Eichmann visitó el gueto de Lódz —el mayor 

que había en el Este, y el último en ser liquidado—, fue también el propio Himmler quien, un mes 

más tarde, visitó a Greiser y le dio la orden de que liquidara el mencionado gueto. Como no sea que 

aceptemos la ridícula afirmación de la acusación, en el sentido de que Eichmann era hombre capaz 

de inspirar a Himmler las órdenes dadas por este, el simple hecho de que Eichmann enviara 

expediciones de judíos a Auschwitz no puede demostrar en modo alguno que todos los judíos que 

allí llegaban eran enviados por Eichmann. Habida cuenta de las enérgicas negativas de Eichmann y 

de la total ausencia de pruebas que demostrasen lo contrario, las conclusiones consignadas en la 

sentencia, con respecto a este punto, parecen constituir, desgraciadamente, un ejemplo de aplicación 

del principio in dubio contra reum. 

El tercer punto a considerar era la responsabilidad que incumbía a Eichmann con respecto a lo 

que ocurría en los campos de exterminio, en los cuales, según la acusación, había gozado de gran 

autoridad. El hecho de que los jueces prescindieran del cúmulo de declaraciones testificales en esta 

materia demuestra su alto grado de independencia y su sentido de la justicia. Sus consideraciones 

resultaron lógicamente invulnerables y demostraron que habían comprendido a la perfección el 

problema con que se enfrentaban. Los jueces comenzaron sus consideraciones explicando que en 

los campos había dos categorías de judíos, los llamados «judíos de transporte» (Transportjuden), 

que formaban el grueso de la población y que no habían cometido delito alguno, ni siquiera desde el 

punto de vista de los nazis, y los «judíos en custodia» (Schutzhaftjuden), que habían sido enviados a 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 130 


 


los campos de concentración alemanes por haber cometido alguna transgresión u otra, y quienes, 

bajo el imperio del principio totalitario de aplicar todo el peso del terror del régimen a los 

«inocentes», estaban considerablemente mejor que los otros, incluso cuando se les enviaba al Este, 

a fin de dejar judenrein los campos de concentración del Reich. (En palabras de la señora Raja 

Kagan, excelente testigo de lo ocurrido en Auschwitz, lo anterior era «la gran paradoja de 

Auschwitz. Aquellos a quienes se había sorprendido en la ejecución de actos de delincuencia eran 

tratados más consideradamente que los otros»,no fueron objeto de selecciones, y, por norma 

general, consiguieron sobrevivir.) Eichmann no intervenía para nada en lo referente a los 

Schutzhaftjuden, sino que se dedicaba a los Transportjuden, quienes, por principio, eran condenados 

a muerte, salvo aquel veinticinco por ciento formado por los individuos especialmente fuertes, a los 

que se seleccionaba para que trabajaran en algunos campos. Sin embargo, en la versión de los 

hechos contenida en la sentencia no se abordaba siquiera el problema planteado por lo 

anteriormente dicho. Como es lógico, Eichmann sabía que la inmensa mayoría de sus víctimas eran 

condenadas a muerte. Pero, como sea que la selección de los judíos que debían dedicarse al trabajo 

era efectuada por los médicos de las SS sobre el mismo terreno, y que, por otra parte, las listas de 

deportados eran elaboradas por los consejos judíos o por la policía de orden público, en sus países 

de origen, pero jamás por Eichmann o por los hombres de su oficina, la verdad era que Eichmann 

carecía de autoridad para determinar quiénes debían sobrevivir y quiénes debían morir. Ni siquiera 

podía saberlo. El problema consistía en concretar si Eichmann había mentido al decir: «Jamás he 

dado muerte a un judío, ni tampoco a un no judío... Nunca di orden de matar a un judío, ni de matar 

a un no judío». La acusación, incapaz de comprender la posibilidad de que un asesino de masas 

jamás hubiera dado muerte a un individuo (y en el caso particular de Eichmann, que tal asesino ni 

siquiera tuviera las agallas necesarias para matar), intentó constantemente probar que Eichmann 

había cometido asesinatos concretos, individuales. 

Esto nos conduce a la cuarta y última cuestión concerniente a la autoridad general que Eichmann 

ejercía en los territorios del Este, a saber, la cuestión de su responsabilidad en las condiciones de 

vida imperantes en los guetos, en la indecible miseria allí dominante y en su liquidación final, hecho 

este que fue el principal objeto de muchas declaraciones testificales. De nuevo nos encontramos con 

que Eichmann estaba plenamente informado de la realidad, pero que no existía ninguna relación 

entre esta y las funciones ejercidas por el acusado. La acusación hizo ímprobos esfuerzos para 

demostrar que sí había tal relación, basándose en que Eichmann reconoció abiertamente que de vez 

en cuando tenía que tomar decisiones, siguiendo las cambiantes directrices que gobernaban estos 

asuntos, acerca del destino que se debía dar a los judíos extranjeros atrapados en Polonia. Eichmann 

dijo que esta era una cuestión de importancia «nacional», que afectaba al Ministerio de Asuntos 

Exteriores, y que rebasaba las atribuciones de las autoridades locales. Con respecto a dichos judíos, 

había en todas las oficinas gubernamentales alemanas dos tendencias: la tendencia «radical», que 

prescindía de todo género de distinciones —un judío es un judío, y basta—, y la tendencia 

«moderada», que juzgaba más conveniente conservar en la «nevera» a estos judíos a fin de 

canjearlos. (La idea de canjear judíos parece que fue de Himmler. Tras la entrada de Norteamérica 

en la guerra, Himmler escribió a Müller, en diciembre de 1942, diciéndole que «todos los judíos con 

parientes influyentes en Estados Unidos deben ser enviados a un campo especial... y es preciso 

mantenerles vivos», y añadía que «para nosotros, estos judíos son rehenes de gran valor. Creo que, 

en suma, su número deberá elevarse a diez mil».) No hay que decir que Eichmann, partidario de la 

tendencia «radical», estaba en contra de las excepciones, tanto por razones administrativas como 

por motivos «idealistas». Sin embargo, en abril de 1942, Eichmann escribió al Ministerio de 

Asuntos Exteriores diciendo que «en el futuro, los que tengan nacionalidad extranjera se 

beneficiarán de las medidas observadas por la policía de seguridad en el gueto de Varsovia», en el 

que los judíos con pasaporte extranjero fueron cuidadosamente seleccionados. Pero, con esto, 

Eichmann no actuaba como hombre «encargado de tomar decisiones en representación de la 

RSHA» en el Este, y, evidentemente, tampoco cabe decir que allí tuviera «autoridad ejecutiva». 

Menos todavía se puede afirmar que gozara de tal autoridad o poderes en virtud de haber sido 

utilizado ocasionalmente, por Heydrich o Himmler, para transmitir ciertas órdenes a los 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 131 


 


comandantes locales de allá. 

En cierto modo, la verdad era todavía peor de lo que el tribunal de Jerusalén creía. La sentencia 

argumentaba que Heydrich había sido investido de la autoridad central en todo lo referente a la 

Solución Final, sin limitaciones de carácter territorial; en consecuencia, Eichmann, que era su 

principal representante en este terreno, tenía tanta responsabilidad como el propio Heydrich. Lo 

anterior es totalmente cierto en cuanto concierne a los planes generales de la Solución Final; sin 

embargo, aun cuando Heydrich convocó, para una mejor coordinación, a la Conferencia de 

Wannsee a un representante del Gobierno General de Hans Frank, que fue el subsecretario de 

Estado el doctor Josef Bühler, también es cierto que la Solución Final no era de aplicar a los 

territorios ocupados del Este, por la sencilla razón de que el destino de los judíos de esta zona jamás 

se había discutido. La matanza de los judíos de Polonia no fue decidida por Hitler en mayo o junio 

de 1941, es decir, cuando se ordenó la Solución Final, sino que lo fue en septiembre de 1939, tal 

como los jueces de Jerusalén sabían en méritos del testimonio dado en Nuremberg por Erwin 

Lahousen, miembro del Servicio de Contraespionaje alemán, quien dijo: «Ya en septiembre de 

1939, Hitler había decidido asesinar a los judíos polacos». (Por esto, en el Gobierno General se 

implantó el uso de la estrella judía inmediatamente después de que el territorio fuese ocupado, en 

noviembre de 1939, en tanto que en los territorios del Reich alemán fue implantado en 1941, 

coincidiendo con la Solución Final.) Los jueces también disponían de las actas de dos conferencias 

celebradas al principio de la guerra, una de las cuales fue convocada por Heydrich para el día 21 de 

septiembre de 1921, en concepto de «reunión de jefes de departamento y de comandantes de las 

unidades móviles de exterminio», a la que Eichmann, entonces todavía Hauptsturmführer, acudió 

en representación del Centro de Emigración Judía de Berlín; la otra tuvo lugar el día 30 de enero de 

1940, y se ocupó de diversas «cuestiones referentes a evacuación y reasentamiento». En ambas 

conferencias se discutió el destino de toda la población nativa de los territorios ocupados, es decir, 

tanto de la «solución» concerniente a los polacos, como de la referente a los judíos. 

Incluso en aquellos tiempos primerizos, «la solución del problema polaco» estaba ya en 

avanzado estado. Según los informes obrantes en poder de los reunidos, tan solo quedaba un tres 

por ciento del grupo de «dirigentes políticos»; y a fin de «reducir a la impotencia a este tres por 

ciento» era necesario «mandar a quienes lo formaban a campos de concentración». Los intelectuales 

polacos de nivel medio —«maestros, clérigos, nobleza, oficiales del ejército...»— debían ser 

inscritos en un registro y detenidos, en tanto que los «polacos primitivos» debían pasar a engrosar la 

fuerza de trabajo alemana, en concepto de «trabajadores migratorios», y ser «evacuados» de sus 

hogares. «La finalidad es convertir a los polacos en eternos trabajadores emigrantes, de temporada, 

y su tierra de residencia permanente será la región de Cracovia.» Los judíos serían reunidos en los 

centros urbanos y «concentrados en guetos, en donde puedan ser fácilmente controlados, y, más 

tarde, evacuados». Estos territorios del Este que habían sido incorporados al Reich —el llamado 

Warthegau, Prusia occidental, Danzig, la provincia de Posnania y la Alta Silesia— debían ser 

inmediatamente limpiados de judíos; los judíos, juntamente con treinta mil gitanos, fueron 

enviados, en vagones de carga, a los territorios del Gobierno General. Por fin, Himmler, en su 

calidad de «Comisario del Reich para el Fortalecimiento de la Conciencia del Pueblo Alemán», dio 

las órdenes oportunas para que fuese evacuada gran parte de la población polaca de estos territorios 

recientemente anexionados al Reich. La ejecución de esta «organizada emigración de un pueblo», 

como la sentencia la denominaba, fue tarea que se asignó a Eichmann, en cuanto jefe de la 

Subsección IV-B-4 de la RSHA, a la que incumbía la misión de dirigir las «emigraciones y 

evacuaciones». (Vale la pena recordar que esta «negativa política demográfica» no fue ni mucho 

menos una improvisación resultante de las victorias alemanas en el Este, sino que había sido ya 

esbozada en noviembre de 1937, en el discurso secreto que Hitler dirigió a los miembros del alto 

mando de las fuerzas armadas alemanas, como consta en el llamado Protocolo Hössbach. Hitler 

puso de relieve que rechazaba toda idea de conquistar naciones extranjeras, que lo que él quería era 

«espacio vacío» [volkloser Raum] en el Este, para que allí se asentaran los alemanes. Sus oyentes 

—Blomberg, Fritsch y Räder, entre otros— sabían muy bien que tal «espacio vacío» no existía, por 

lo que forzosamente tuvieron que concluir que toda victoria alemana en el Este comportaría 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 132 


 


automáticamente la «evacuación» del total de la población nativa. Las medidas adoptadas contra los 

judíos del Este no fueron únicamente el resultado del antisemitismo, sino que formaban parte de una 

política demográfica global, en el curso de cuya ejecución, caso de que los alemanes hubieran 

ganado la guerra, los polacos hubieran sufrido el mismo destino que los judíos, es decir, el 

genocidio. Lo anterior no es una mera conjetura, ya que los polacos de Alemania comenzaban a ser 

obligados a llevar un distintivo en el que una «P» sustituía la estrella judía, y esto, tal como hemos 

visto, fue siempre la primera medida adoptada por la policía al iniciar el proceso de destrucción.) 

Entre los documentos presentados al tribunal de Jerusalén tenía especial interés una carta 

certificada dirigida a los comandantes de las unidades móviles de exterminio, tras la celebración de 

la conferencia del mes de septiembre. La carta se refiere únicamente a «la cuestión judía en los 

territorios ocupados», y efectúa una distinción entre la «última finalidad», que debe permanecer 

secreta, y las «medidas preliminares» a aquella conducentes. Entre estas últimas el documento se 

refiere expresamente a la concentración de los judíos en zonas cercanas a las vías férreas. De modo 

característico en esta clase de documentos, no se emplean las palabras «Solución Final del problema 

judío»; probablemente la «última finalidad» era el aniquilamiento de los judíos polacos, lo cual no 

constituía ninguna novedad para cuantos asistieron a la conferencia. En cambio, lo que sí merece 

considerarse como una novedad es que los judíos que vivían en los territorios recién anexionados al 

Reich debían ser evacuados a Polonia, ya que esto representaba un primer paso hacia la meta de 

dejar Alemania judenrein y, en consecuencia, un primer paso hacia la Solución Final. 

En lo referente a Eichmann, estos documentos demostraban claramente que incluso en aquella 

etapa casi nada tenía que ver con los acontecimientos que se desarrollaban en el Este. También en 

este caso su función fue la de un especialista en «transporte» y «emigración». En el Este no era 

necesaria la presencia de un «experto en asuntos judíos», ni se precisaban «directrices» especiales, y 

tampoco existían categorías privilegiadas de judíos. Incluso los miembros de los consejos judíos 

fueron invariablemente exterminados, al procederse a la liquidación de los guetos. No hubo 

excepciones, ya que el destino acordado a los trabajadores en régimen de esclavitud se diferenciaba 

tan solo por el hecho de que su muerte era más lenta. De ahí resulta que la burocracia judía, cuya 

función en la organización administrativa de las matanzas se consideró tan importante que la 

formación de «consejos de decanos judíos» se llevaba a cabo como medida de primera urgencia, en 

nada intervino en la detención y concentración de los judíos de estos territorios. El episodio a que 

nos referimos significó el término de las primeras matanzas salvajes, a tiros, llevadas a cabo tras las 

primeras líneas del ejército. Parece que los jefes del ejército alemán protestaron por las matanzas de 

civiles que se efectuaban, y que Heydrich llegó a un acuerdo con el alto mando del ejército alemán, 

en el que ambas partes aceptaron el principio de una total «limpieza, de una vez para siempre» de 

judíos, intelectuales polacos, clero católico y nobleza, aunque dejando sentado que, debido a la 

magnitud de la operación, en la que sería preciso «limpiar» a dos millones de judíos, estos debían 

primeramente ser concentrados en guetos. 

Si los jueces hubieran absuelto libremente a Eichmann de estas acusaciones, estrechamente 

relacionadas con los espeluznantes relatos de los innumerables testigos que ante ellos 

comparecieron, no por ello hubieran llegado a un fallo distinto con respecto a la culpabilidad del 

acusado, quien, en modo alguno, hubiera escapado a la pena capital. El resultado hubiera sido el 

mismo. Sin embargo, los jueces, al adoptar tal actitud, hubieran destruido totalmente, sin posible 

arreglo, la tesis del fiscal. 


 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 133 


 


 


 


 


14 


 


LOS TESTIGOS Y LAS RESTANTES PRUEBAS 


 


 


urante las últimas semanas de la guerra, la burocracia de las SS se ocupó principalmente de 

confeccionar falsos documentos de identidad, y de destruir montañas de documentos que 

constituían la prueba de seis años de sistemáticas matanzas. El departamento de Eichmann, 

más eficaz en eso que otros, quemó sus archivos, pero no logró con ello gran cosa, ya que toda su 

correspondencia había sido dirigida a otras oficinas del Estado y del partido, cuyos archivos 

cayeron en manos de los aliados. Había documentos más que suficientes para reconstruir la historia 

de la Solución Final, muchos de ellos conocidos ya a través de los juicios de Nuremberg y los que 

les siguieron. La historia de la matanza fue confirmada por las declaraciones, juradas o no, de los 

testigos y acusados en los juicios anteriores al de Jerusalén, y de otras personas que ya no 

pertenecían al mundo de los vivos. (Todo lo anterior, así como cierta cantidad de testimonios sobre 

hechos sabidos por referencias o de oídas, fue admitido en concepto de medios de prueba, en 

consonancia con la Sección 15 de la ley a cuyo tenor se juzgó a Eichmann, cuya disposición legal 

establece que el juzgador «puede desviarse del camino prescrito por las normas reguladoras de la 

prueba», siempre y cuando «haga constar en acta las razones que a ello le obligan».) Las pruebas 

documentales fueron complementadas con las declaraciones testificales prestadas en el extranjero, 

ante autoridades judiciales alemanas, austríacas e italianas, por dieciséis testigos que no pudieron 

acudir a Jerusalén, debido a que el fiscal general había anunciado que «tenía intención de 

someterles a juicio por crímenes contra el pueblo judío». Aun cuando el fiscal afirmó, en la primera 

sesión, que «si la defensa dispone de individuos prestos a venir aquí y a declarar como testigos, yo 

no se lo impediré, no pondré obstáculos», también es cierto que más adelante se negó a conceder 

inmunidad a dichas personas. (Dicha inmunidad dependía enteramente de la buena voluntad del 

gobierno de Israel, ya que los delitos tipificados en la Ley de Nazis y Colaboradores Nazis no son 

de obligada persecución de oficio.) Como sea que, teniendo en cuenta las circunstancias, era muy 

improbable que ni siquiera uno de los dieciséis caballeros antes mencionados estuviera dispuesto a 

ir a Israel —siete de ellos se encontraban en prisión—, se suscitó una cuestión técnica, aunque de 

gran importancia, por cuanto sirvió para refutar la tesis de Israel según la cual los tribunales 

israelitas eran, por lo menos desde el punto de vista técnico, «los más adecuados para juzgar a los 

ejecutores de la Solución Final», debido a que los documentos y los testigos «abundaban en Israel 

más que en cualquier otro país». En lo que respecta a los documentos, esta afirmación también era 

dudosa, por cuanto el Yad Vashem, el archivo israelita, fue fundado en fecha relativamente reciente, 

y no es, en modo alguno, superior a otros archivos. Pronto se vio que Israel era el único país del 

mundo en que los testigos de la defensa no podían comparecer, y en que ciertos testigos de la 

acusación, es decir, aquellos que habían declarado bajo juramento ante otros tribunales, no podían 

ser interrogados por la defensa. Y esto adquiría especial gravedad si tenemos en cuenta que el 

acusado y su defensor no se hallaban en «situación de poder obtener sus propios documentos de 

defensa». (El doctor Servatius presentó ciento diez documentos, mientras que el fiscal presentó 

quinientos, pero de los primeros tan solo una docena fueron inicialmente propuestos por la defensa, 

y estos consistían principalmente en párrafos extraídos de libros debidos a Poliakov y Reitlinger; los 

restantes —entre los documentos de la defensa—, con la excepción de los dieciséis gráficos 

trazados por el propio Eichmann, procedían de la amplísima colección documental obtenida por la 

policía israelita y por el fiscal. Evidentemente, la defensa tuvo que contentarse con las migas caídas 

de la bien servida mesa del rico.) En realidad, el defensor careció de «medios y tiempo» para 

cumplir debidamente su función, y tampoco tenía a su disposición «los archivos de todo el mundo, 




Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 134 


 


y los medios de que puede servirse un gobierno». Esta misma tacha se puso a los juicios de 

Nuremberg, en donde la desigualdad del estatuto de los defensores y los acusadores fue más patente 

todavía. En Nuremberg, al igual que en Jerusalén, la principal causa de la inferioridad de los 

defensores con respecto a los acusadores fue la carencia de aquel equipo de ayudantes 

especializados en la investigación documental, preciso para poder examinar la formidable masa de 

documentos, y hallar aquellos que pudieran ser de utilidad a los abogados. Incluso hoy, dieciocho 

años después de la guerra, nuestro conocimiento del inmenso material archivado por los nazis queda 

limitado a la selección efectuada al servicio de los acusadores. 

Nadie podía percibir con mayor claridad que el doctor Servatius la decisiva situación de 

inferioridad de la defensa, por cuanto este abogado fue uno de los defensores que actuaron en 

Nuremberg. Es evidente que esta consideración nos obliga a preguntarnos con mayor vehemencia 

todavía las razones por las que el doctor Servatius ofreció sus servicios profesionales a Eichmann. 

El propio doctor Servatius contesta esta cuestión diciendo que para él se trató de «una simple 

cuestión de negocios», y que deseaba «ganar dinero», pero tenía que saber, merced a su experiencia 

en el juicio de Nuremberg, que la suma que el gobierno israelita le pagaría —veinte mil dólares, tal 

como él había pedido— era ridículamente insuficiente para llevar a cabo su tarea, incluso teniendo 

en cuenta que los familiares de Eichmann radicados en Linz habían complementado tal cantidad con 

quince mil marcos. El doctor Servatius comenzó a quejarse de que sus honorarios eran insuficientes 

en el primer día del juicio, y poco después comenzó a manifestar abiertamente que tenía esperanzas 

de que le permitieran poner en venta las «memorias» que Eichmann había escrito en la cárcel, con 

destino a las «futuras generaciones». Dejando aparte el problema de la honestidad de esta última 

transacción comercial, lo cierto es que las esperanzas del doctor Servatius resultaron fallidas debido 

a que el gobierno de Israel confiscó todo lo que Eichmann había escrito en la cárcel. (Ahora estos 

documentos están depositados en el Archivo Nacional.) Durante el período que medió entre la 

terminación del juicio, en el mes de agosto, y el pronunciamiento de la sentencia, en el de 

diciembre, Eichmann escribió un «libro», que la defensa ofreció como «nueva prueba sobre los 

hechos controvertidos», en el procedimiento de casación ante el tribunal de apelación, calidad 

jurídica que, desde luego, no tenía el libro recién terminado por Eichmann. 

En cuanto a la actitud adoptada por el acusado, es preciso reconocer que el tribunal pudo 

depositar su confianza en la detallada declaración que prestó ante la policía israelita, 

complementada por las notas manuscritas, muy abundantes, que el acusado libró en el curso de los 

once meses que duraron los preparativos del juicio. Jamás se puso en duda que todo ello constituyó 

una voluntaria manifestación de Eichmann, y la mayor parte de estas declaraciones no fueron el 

resultado de preguntas formuladas al acusado. Eichmann tuvo que enfrentarse con seiscientos 

documentos, algunos de los cuales, según después se supo, forzosamente tenía que haber visto con 

anterioridad a su detención, debido a que le fueron mostrados en Argentina durante la entrevista que 

tuvo con Sassen, a la que el fiscal Hausner calificó, no sin razón, de «ensayo general». Pero 

Eichmann únicamente en Jerusalén comenzó a examinar seria y detenidamente dicha 

documentación, y apenas comenzó su interrogatorio ante el tribunal quedó de manifiesto que el 

acusado no había perdido el tiempo. Ahora sabía ya leer documentos, cosa que ignoraba en el 

tiempo en que fue interrogado por la policía, y los sabía leer incluso mejor que su abogado. La 

declaración de Eichmann ante la sala resultó ser la prueba más importante practicada en el juicio. 

Eichmann comenzó su declaración, a iniciativa de su defensor, el día 20 de junio, en el curso de la 

sesión setenta y cinco, y fue interrogado por el doctor Servatius, casi ininterrumpidamente, durante 

catorce sesiones, hasta el día 7 de julio. Este mismo día, en el curso de la sesión ochenta y ocho, 

comenzaron los interrogatorios del fiscal, quien dedicó a ello diecisiete sesiones, hasta el día 20 de 

julio. Se produjeron algunos incidentes: en una ocasión, Eichmann amenazó con «confesarlo todo» 

al estilo de Moscú, y en otra se quejó de que «llevaba demasiado tiempo en la parrilla, y que el 

bistec iba a quemarse». Sin embargo, por lo general conservó la calma, y no habló seriamente 

cuando amenazó con negarse a contestar más preguntas. Eichmann manifestó al magistrado Halevi 

que estaba «satisfecho de tener esta oportunidad de separar la verdad de las muchas mentiras con 

que había sido acusado durante quince años», y que estaba orgulloso de que la acusación le hubiera 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 135 


 


formulado un número de repreguntas tan elevado que carecía de precedentes. Tras haber sido 

sometido a un breve segundo interrogatorio de su propio defensor, Eichmann fue interrogado por 

los tres magistrados, quienes en el curso de dos sesiones y media, muy breves, obtuvieron de él 

mucho más de lo que el fiscal fue capaz de sonsacarle en diecisiete sesiones. 

Eichmann declaró desde el 20 de junio hasta el 24 de julio, en un total de treinta y tres sesiones y 

media. Casi el doble, o sea, sesenta y dos de un total de ciento veintiuna, fueron dedicadas a 

interrogar a cien testigos de la acusación, quienes contaron historias de horror, ocurridas en los 

diversos países de su procedencia. Las declaraciones de estos testigos duraron desde el 24 de abril 

hasta el 12 de junio, y el tiempo no dedicado a ellos fue destinado a la presentación de pruebas 

documentales, la mayoría de las cuales el fiscal leía en voz alta para que constaran en acta, y esta se 

entregaba, mediante copia, todos los días, a los representantes de la prensa. Todos los testigos, con 

la salvedad de unos pocos, eran ciudadanos de Israel, y habían sido elegidos entre cientos y cientos 

de solicitantes. (Noventa de ellos eran supervivientes en el estricto sentido de la palabra, ya que 

habían sobrevivido a la guerra sometidos a cautiverio, de una forma u otra, por los nazis.) Sin duda, 

hubiera sido mucho más eficaz haber resistido todas las presiones encaminadas a testificar ante el 

tribunal (hasta cierto punto así se hizo, puesto que ninguno de los testigos en potencia mencionados 

en Minister of Death, obra publicada en 1960, de Quentín Reynolds, quien se basó en las 

informaciones que le facilitaron dos periodistas israelitas, compareció ante el tribunal de Jerusalén) 

y buscar a los testigos que no se ofrecieron voluntariamente. Como si quisiera demostrar la verdad 

de la anterior afirmación, el fiscal procedió a interrogar a un escritor, bien conocido a ambos lados 

del Atlántico bajo el seudónimo K-Zetnik —palabra de argot con la que se indicaba a los internados 

en campos de concentración—, con el que había firmado varios libros sobre Auschwitz, que 

trataban de homosexuales, burdeles y otros temas «de interés humano». Este testigo comenzó su 

declaración, tal como había hecho en muchas de sus públicas apariciones, exponiendo las razones 

por las que utilizaba su seudónimo. Dijo que no era un «seudónimo literario», y que «tengo el deber 

de llevar este nombre hasta que el mundo despierte tras la crucifixión de una nación... como la 

humanidad se levantó tras la crucifixión de un hombre». Prosiguió con una incursión en el terreno 

de la astrología: la estrella que «influye en nuestro destino, como la estrella de cenizas de 

Auschwitz, está ahí ante nuestro planeta, irradiando su luz hacia nuestro planeta». Y cuando llegó lo 

del «poder no natural, superior al de la naturaleza» que hasta el momento le había mantenido en pie, 

y se detuvo un instante para coger resuello, incluso el fiscal Hausner consideró que algo había que 

hacer ante tal «testimonio», y muy tímidamente, muy cortésmente, interrumpió al declarante: «Si 

me lo permite, quisiera formularle algunas preguntas...». Entonces, el presidente de la sala vio una 

oportunidad para intervenir, y dijo: «Señor Dinoor, por favor, por favor, atienda al señor fiscal y a 

mí». Por toda respuesta el desilusionado testigo, probablemente herido en sus más profundos 

sentimientos, se desmayó, y aquí terminaron sus declaraciones. 

Evidentemente, lo anterior constituyó una excepción que demostró la regla del comportamiento 

normal de los demás testigos, pero que no demostró la regla de la simplicidad, de la capacidad de 

relatar lo sucedido, y menos todavía de la muy rara capacidad de saber efectuar una distinción entre 

lo realmente ocurrido al declarante dieciséis, y a veces veinte años atrás, por una parte, y lo que 

había leído o imaginado desde entonces, por otra. Estas dificultades resultaban inevitables, pero 

también es cierto que no quedaron aminoradas por la predilección que el fiscal mostró hacia los 

testigos con personalidad prominente, muchos de los cuales habían publicado libros relatando sus 

experiencias, y que ahora recitaron lo que antes habían escrito, o repitieron otra vez lo que habían 

contado ya infinidad de veces. En un fútil intento de seguir un orden cronológico, el desfile de los 

testigos comenzó con ocho de ellos, procedentes de Alemania, que declararon con total sobriedad, 

pero que no eran «supervivientes». Habían sido altos representantes de las comunidades judías en 

Alemania y ahora ocupaban altos cargos públicos en Israel. Todos ellos abandonaron Alemania 

antes de que se iniciaran las hostilidades. A continuación declararon cinco testigos de Praga, y, 

después, un testigo de Austria, con respecto a cuyo país el fiscal había presentado, como prueba 

documental, los valiosos informes del fallecido doctor Löwenherz, escritos durante la guerra y poco 

después de ella. Compareció a continuación un testigo por cada uno de los siguientes países: 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 136 


 


Francia, Holanda, Dinamarca, Noruega, Luxemburgo, Italia, Grecia y la Unión Soviética. 

Declararon dos de Yugoslavia; tres de Rumania y de Eslovaquia, y treinta de Hungría. Pero el 

grueso de los testigos, un total de cincuenta y tres, procedía de Polonia y Lituania, donde la 

competencia y la autoridad de Eichmann habían sido casi nulas. (Bélgica y Bulgaria fueron los 

únicos países que no aportaron testigos.) Todos fueron «testigos ambientales», al igual que los 

dieciséis testigos, hombres y mujeres, que declararon acerca de Auschwitz (diez) y Treblinka 

(cuatro), de Chelmno y Majdanek. Distinto fue el caso de los que prestaron declaración sobre 

Theresienstadt, el campo de los ancianos, situado en territorio del Reich, en el que Eichmann ejerció 

considerable autoridad; hubo cuatro testigos de Theresienstadt, y uno del campo de canje de 

Bergen-Belsen. 

Al término de este desfile, «el derecho de los testigos a hacer declaraciones irrelevantes», como 

publicó el Yad Vashem al resumir las declaraciones en su Bulletin, había quedado ya tan 

firmemente establecido que bien merece calificarse de mero formalismo el que el fiscal Hausner, en 

el curso de la sesión setenta y tres, pidiera permiso a la sala para «terminar el cuadro». Y el 

magistrado Landau, quien unas cincuenta sesiones atrás había protestado vigorosamente por la 

tendencia del fiscal a «pintar cuadros», accedió inmediatamente a que compareciera en el estrado un 

ex miembro de la brigada judía, es decir, de la fuerza de combate, formada por judíos de Palestina, 

agregada durante la guerra al Octavo Cuerpo del ejército británico. Este último testigo del fiscal, 

llamado Aharon Hoter-Yishai, a la sazón abogado en Israel, estuvo encargado de la tarea de 

coordinar todos los trabajos de búsqueda de supervivientes judíos en Europa, bajo los auspicios de 

la Aliyah Beth, la organización dedicada a facilitar la inmigración ilegal en Palestina. Los judíos 

supervivientes se hallaban mezclados en una masa de ocho millones de desplazados procedentes de 

todos los países de Europa, una flotante masa de seres humanos que los aliados deseaban repatriar 

lo antes posible. El peligro consistía en que también los judíos iban a ser devueltos a sus antiguos 

lugares de origen. Hoter-Yishai explicó ante el tribunal el modo en que él y sus colaboradores eran 

recibidos cuando se presentaban como miembros de la «combatiente nación judía», y que «bastaba 

con pintar una estrella de David en una sábana, y colgar la sábana del palo de una escoba para que 

aquella gente se sacudiera la peligrosa apatía de la inanición en que se hallaban». También dijo que 

algunos de aquellos judíos «habían conseguido llegar penosamente desde los campos de 

concentración a sus hogares», para, al fin de su peregrinaje, descubrir que su destino era otro campo 

de exterminio, por cuanto sus lugares de origen eran, por ejemplo, una pequeña ciudad polaca, en la 

que tan solo habían sobrevivido quince de los anteriores seis mil habitantes judíos, y cuatro de los 

supervivientes fueron asesinados por los polacos, al regresar. También contó que él y sus hombres 

procuraron frustrar los intentos de repatriación llevados a cabo por los aliados, y que en muchas 

ocasiones lo hicieron demasiado tarde para que sus propósitos fueran coronados por el éxito: «En 

Theresienstadt había treinta y dos mil supervivientes. Pocas semanas después encontramos tan solo 

cuatro mil. Unos veintiocho mil habían regresado, o habían sido expedidos, a sus lugares de origen. 

Los cuatro mil que encontramos allí no regresaron, ni siquiera uno, a su procedencia, porque les 

indicamos cuál era el camino que debían emprender». Es decir, el camino de Palestina, que pronto 

se convertiría en Israel. Esta declaración quizá estaba más impregnada de intenciones 

propagandísticas que cualquier otra anterior, y en ella los hechos quedaron expuestos de manera 

verdaderamente engañosa. En noviembre de 1944, después de que la última expedición hubiera 

salido de Theresienstadt camino de Auschwitz, tan solo quedaron en el campo primeramente 

nombrado unos diez mil de los internados originarios. En febrero de 1945, llegaron entre seis y 

ocho mil individuos más, que eran los cónyuges judíos de matrimonios mixtos, a quienes los nazis 

mandaron a Theresienstadt en el momento en que todo el sistema de transportes alemán quedó 

prácticamente paralizado. Todos los demás —aproximadamente unos quince mil— llegaron en 

camiones de carga o a pie, en abril de 1945, después de que la Cruz Roja se hubiera hecho cargo del 

campo. Estos últimos eran supervivientes de Auschwitz, miembros de los equipos de trabajo, y 

procedían principalmente de Polonia y Hungría. Cuando los rusos liberaron el campo de 

Theresienstadt —el día 9 de mayo de 1945— muchos judíos checos que habían estado allí desde el 

principio salieron inmediatamente, camino de sus hogares, ya que se hallaban en su propio país. 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 137 


 


Cuando se levantó la cuarentena ordenada por los rusos a fin de prevenir posibles epidemias, la 

mayoría de los internados salieron por propia iniciativa. En consecuencia, aquellos internados que 

encontraron los emisarios de Palestina probablemente eran individuos que no podían regresar a su 

origen, ni podían ser enviados allí, por diversas razones, es decir, se trataba de los enfermos, los 

viejos o los únicos supervivientes de una familia entera que no sabían adónde dirigirse. Pese a todo, 

Hoter-Yishai dijo la verdad pura y simplemente: los supervivientes de los guetos y de los campos, 

aquellos que habían salido con vida de la pesadilla de la total desesperanza y abandono —como si 

el mundo entero fuera una jungla en la que a ellos les correspondiera el papel de presa inerme—, 

tan solo tenían un deseo, el deseo de ir allí donde jamás volvieran a ver un rostro no judío. 

Necesitaban la presencia de los emisarios del pueblo judío de Palestina, a fin de saber que podían ir 

allí, legal o ilegalmente, de cualquier modo que fuera, y que allí serían bienvenidos. No, no era 

preciso que los emisarios les convencieran. 

Y así vemos que, en alguna que otra ocasión, resultó provechoso que el magistrado Landau 

hubiera perdido su batalla, y el primer momento en que quedó de relieve lo anterior ocurrió incluso 

antes de que la tal batalla comenzara, ya que el primer testigo «ambiental» del fiscal Hausner no 

causaba la impresión de haberse presentado voluntariamente. Era un hombre viejo, tocado con el 

tradicional bonete judío, pequeño, muy frágil, con escaso cabello blanco y barba, que mantenía el 

cuerpo muy erguido. En cierto aspecto su nombre era «famoso», y se comprendía que el fiscal 

hubiera deseado comenzar el «cuadro general» con la declaración de este testigo. El hombre en 

cuestión era Zindel Grynszpan, padre de Herschel Grynszpan, quien, el 7 de noviembre de 1938, a 

la edad de diecisiete años, entró en la embajada alemana en París y mató a tiros al tercer secretario, 

el joven Legationsrat Ernst vom Rath. Este asesinato provocó los pogromos de Alemania y Austria, 

la llamada Kristallnacht del 9 de noviembre, que en verdad fue el preludio de la Solución Final, 

pero en cuya preparación Eichmann nada tuvo que ver. Los motivos que impulsaron a Grynszpan 

jamás han sido aclarados, y su hermano, a quien el fiscal también interrogó, se mostró muy renuente 

a hablar del asunto. El tribunal dio por sentado que fue un acto de venganza por la expulsión de 

unos diecisiete mil judíos polacos, entre ellos la familia del propio Grynszpan, del territorio alemán, 

en el curso de los últimos días de octubre de 1938, pero es criterio general que tal explicación 

difícilmente puede ajustarse a la realidad de los hechos. Herschel Grynszpan era un psicópata, 

incapaz de terminar los estudios secundarios, quien durante años estuvo yendo de París a Bruselas y 

de Bruselas a París, rebotado de una a otra ciudad por las sucesivas órdenes de expulsión de su 

persona. El abogado que le defendió ante el tribunal de París explicó una confusa historia de 

relaciones homosexuales, y los alemanes, que más tarde lograron su extradición, jamás le 

sometieron a juicio. (Corren rumores de que Herschel Grynszpan sobrevivió a la guerra, lo cual no 

deja de constituir una confirmación de la «paradoja de Auschwitz», es decir, de que los judíos 

culpables de actos criminales no eran sacrificados.) Vom Rath fue una víctima muy inadecuada, ya 

que había sido espiado por la Gestapo debido a sus manifiestas creencias antinazis y a su simpatía 

hacia los judíos; y la historia de su homosexualidad probablemente fue fabricada por la propia 

Gestapo. Es posible que Grynszpan hubiera actuado como involuntario instrumento de los agentes 

de la Gestapo en París, quienes quizá quisieron matar dos pájaros de un tiro, es decir, crear un 

pretexto para los pogromos de Alemania y desembarazarse de un adversario del régimen nazi, sin 

darse cuenta de que no podían conseguir las dos cosas al mismo tiempo, es decir, que no podían 

difamar a Vom Rath como homosexual que sostenía ilícitas relaciones con adolescentes judíos, y 

hacerle, al mismo tiempo, una víctima de «la judería mundial». 

Fuese lo que fuere, el caso es que el gobierno polaco, en el otoño de 1938, decretó que todos los 

judíos polacos residentes en Alemania perderían su nacionalidad, con efectos a contar desde el 29 

de octubre. Probablemente el gobierno polaco había recibido informes indicativos de que el 

gobierno alemán tenía intención de expulsar a aquellos judíos, mandándolos de nuevo a Polonia, lo 

cual aquel quería evitar. Es más que dudoso que personas como el testigo Zindel Grynszpan 

conocieran la existencia de este decreto. Zindel Grynszpan fue a Alemania en 1911, cuando contaba 

veinticinco años de edad, para abrir un colmado en Hannover, donde le nacerían ocho hijos. En 

1938, cuando le alcanzó la catástrofe, había vivido veintisiete años en Alemania, y, al igual que 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 138 


 


muchos otros como él, nunca se tomó la molestia de obtener los documentos precisos para solicitar 

la ciudadanía alemana. Y ahora se hallaba ante el tribunal de Israel, para contar su historia, y 

contestaba cautelosamente las preguntas que le formulaba el fiscal. Habló en voz clara y firme, sin 

retórica, y utilizando el menor número posible de palabras: «El 27 de octubre de 1938, jueves, a las 

ocho de la noche, vino un policía y nos dijo que fuéramos a la Región (comisaría de policía) Once. 

El policía dijo: “Podrán regresar a casa inmediatamente, no es necesario que lleven nada consigo, 

con el pasaporte basta”». Grynszpan fue allá, junto con sus familiares, es decir, su esposa, un hijo y 

una hija. Cuando llegó a la comisaría de policía vio «a muchísima gente, unos sentados, otros en 

pie, muchos llorando. Y los policías gritaban: “¡Firmad, firmad, firmad!”. Tuve que firmar. Todos 

firmaban. Uno no lo hizo, creo que se llamaba Gershon Silber, y, por esto, tuvo que permanecer en 

pie veinticuatro horas, en un rincón de la estancia. Nos llevaron a la sala de conciertos y... allí había 

gente de todos los barrios de la ciudad... Había unos seiscientos individuos. Allí estuvimos hasta el 

viernes por la noche, es decir, unas veinticuatro horas... Sí, hasta el viernes por la noche. Entonces 

nos metieron en camionetas de la policía y en camiones, a razón de veinte personas en cada vehícu-

lo, y nos llevaron a la estación del ferrocarril. Las calles estaban atestadas de gente, de una masa 

negra, que gritaba: Juden raus a Palestina! En tren nos llevaron a Neubenschen, en la frontera entre 

Alemania y Polonia. Llegamos allí en la fiesta del sábado, por la mañana, a las seis de la mañana. 

Llegaban trenes procedentes de todos sitios, de Leipzig, Colonia, Düsseldorf, Essen, Biederfeld, 

Bremen... En total éramos unos doce mil. Era la fiesta del sábado, el 29 de octubre. Cuando 

llegamos a la frontera nos registraron para ver si llevábamos dinero, y a todos los que tenían más de 

diez marcos les quitaban lo que excediera de esta suma. La ley alemana decía que no se podía sacar 

de Alemania más de diez marcos. Los alemanes decían: “Cuando llegasteis no trajisteis más que 

eso, y ahora no os podéis llevar más”». Tuvieron que cubrir andando poco más de una milla para 

llegar a la frontera con Polonia, ya que los alemanes tenían la intención de pasarlos ilegalmente a 

territorio polaco. «Los hombres de las SS nos apaleaban, a los que se rezagaban les daban de palos, 

y la sangre comenzó a manchar la carretera. Nos arrancaron las maletas de las manos, y nos trataron 

con la mayor brutalidad; aquella fue la primera vez en que vi la salvaje brutalidad de los alemanes. 

Nos gritaban: “¡Más deprisa! ¡Más deprisa!”. Me golpearon y quedé tendido en la cuneta. Mi hijo 

vino hacia mí para ayudarme, y me dijo: “¡Corre, padre! ¡Corre! Si no corres te matarán”. Cuando 

llegamos a la frontera, las mujeres la cruzaron antes que nosotros. Los polacos nada sabían. 

Llamaron a un general polaco y a algunos oficiales, quienes examinaron nuestros documentos, y 

vieron que éramos ciudadanos polacos, y que teníamos pasaportes especiales. Decidieron dejarnos 

entrar. Nos llevaron a un pueblo de unos seis mil habitantes, a todos, que en total éramos unos doce 

mil. Llovía mucho, la gente se desmayaba, por todos lados se veía a mujeres y viejos. Sufrimos 

mucho. No teníamos nada que comer, y desde el jueves no habíamos comido...» Los llevaron a un 

campamento militar y los metieron en «los establos, ya que no había otro lugar disponible... Creo 

que ocurrió en el segundo día [en Polonia]. El primer día vino un camión con pan, desde Poznan, 

vino el domingo. Y, entonces, escribí una carta a Francia, a mi hijo, diciéndole: “No escribas más 

cartas a Alemania. Ahora estamos en Zbaszyn”». 

Esta declaración duró tan solo diez minutos, y cuando hubo terminado aquel relato, el relato de 

la insensata e inútil destrucción de veintisiete años en menos de veinticuatro horas, no se podía 

evitar el imprudente pensamiento: todos y cada uno debieran tener derecho a comparecer ante el 

tribunal. Pero después, a lo largo de las interminables sesiones siguientes, se vio cuán difícil era 

contar lo ocurrido, cuán difícil era contarlo en términos que no fueran los términos transformadores 

del lenguaje poético, que para relatar aquellos acontecimientos se necesitaba tener una pureza de 

alma, una inocencia de corazón ignorada del propio sujeto, una rectitud mental que tan solo los 

justos poseen. Nadie, antes o después de él, pudo igualar la deslumbradora honradez de Zindel 

Grynszpan. 

Nadie pudo decir que el testimonio de Grynszpan diera lugar a algo que ni remotamente se 

pareciera a eso que se ha dado en llamar «un instante dramático». Un instante de esta naturaleza se 

produjo de un modo inesperado, pocas semanas más tarde, cuando el magistrado Landau hizo un 

desesperado intento para devolver el procedimiento a los normales cauces legales que le permitieran 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 139 


 


dirigirlo adecuadamente. En el estrado se encontraba Abba Kovner, «poeta y novelista», que en vez 

de prestar declaración testifical había pronunciado un discurso con la seguridad propia de quien está 

habituado a hablar en público y se irrita ante las interrupciones. El presidente de la sala le había 

pedido que fuera breve, y el fiscal Hausner, quien había defendido la postura adoptada por su 

testigo, tuvo que oírse decir por el presidente que «no podía quejarse de que la sala no tuviera 

paciencia», lo cual tampoco le gustó. En ese instante un tanto tenso, el testigo mencionó el nombre 

de Anton Schmidt, Feldwebel, o sea, sargento, del ejército alemán, nombre que no era totalmente 

desconocido del público asistente al juicio por cuanto el Yad Vashem había publicado la historia del 

sargento Schmidt, algunos años atrás, en su Bulletin hebreo, y cierto número de periódicos 

norteamericanos, publicados en yiddish, la había recogido. Anton Schmidt estaba al mando de una 

patrulla que operaba en Polonia, dedicada a recoger soldados alemanes que habían perdido el 

contacto con sus unidades. En el desarrollo de esta actividad, Schmidt había entrado en relación con 

miembros de las organizaciones clandestinas judías, entre ellos el propio testigo Kovner, y había 

ayudado a los guerrilleros judíos, proporcionándoles documentos falsos y camiones del ejército. Y, 

lo cual es todavía más importante: «No lo hacía para obtener dinero». Lo anterior duró cinco meses, 

desde octubre de 1941 hasta marzo de 1942, en que Schmidt fue descubierto y ejecutado. (La 

acusación sacó a relucir esta historia debido a que Kovner había declarado que oyó por primera vez 

en su vida el nombre de Eichmann de labios de Schmidt, quien le había dicho que en el ejército 

corrían rumores de que Eichmann era quien «se encargaba de todo el asunto».) 

Desde luego, esta no fue la primera vez que se hizo mención de ayuda recibida del mundo 

exterior, del mundo no judío. El magistrado Halevi había preguntado reiteradas veces a los testigos: 

«¿Nadie prestó ayuda a los judíos?». Lo había preguntado con la misma regularidad con que el 

fiscal preguntaba: «¿Por qué no se rebelaron ustedes?». Las contestaciones a la pregunta del 

magistrado Halevi fueron de distinto tenor y todas poco concluyentes: «Toda la población estaba en 

contra de nosotros», y los judíos escondidos por familias cristianas «podían contarse con los dedos 

de una mano», quizá fueran cinco o seis, en un total de trece mil individuos; sin embargo, la 

situación, globalmente considerada, de los judíos de Polonia fue —y ello no deja de causar 

sorpresa—mucho mejor que aquella otra en que se hallaban en los restantes países del Este de 

Europa. (Tal como he dicho, no hubo testigos procedentes de Bulgaria.) Un judío, a la sazón casado 

con una polaca, y con residencia en Israel, declaró que su esposa le escondió, a él y a otros doce 

judíos, durante toda la guerra. Otro tenía un amigo cristiano, al que conocía desde antes de la 

guerra, a cuya casa acudió después de huir de un campo de concentración, y quien le ayudó, aunque 

luego fue ejecutado por haber ayudado a los judíos. Otro testigo declaró que los guerrilleros polacos 

habían suministrado armas a muchos judíos, y habían salvado a miles de niños judíos que colocaron 

bajo la protección de familias polacas. Los riesgos que comportaba prestar ayuda a los judíos eran 

prohibitivos; corría la historia de una familia polaca que había sido ejecutada de la manera más 

brutal por el solo hecho de haber adoptado a una niña judía de seis años de edad. Pero el relato del 

comportamiento de Schmidt constituyó el primero y último ejemplo de una actitud de esta índole 

adoptada por un alemán, ya que la otra anécdota referente a un alemán constaba en un documento: 

un oficial del ejército alemán ayudó indirectamente a los judíos, al sabotear ciertas órdenes de la 

policía; nada ocurrió a dicho oficial, pero el incidente se consideró lo suficientemente grave como 

para que fuese mencionado en la correspondencia entre Himmler y Bormann. 

Durante los pocos minutos que Kovner necesitó para relatar la ayuda que le había prestado un 

sargento alemán, en la sala de audiencia reinó un anormal silencio. Parecía que la multitud hubiera 

decidido espontáneamente guardar los tradicionales dos minutos de silencio en memoria del 

sargento Anton Schmidt. Y en el transcurso de estos dos minutos, que fueron como una súbita 

claridad surgida en medio de impenetrables tinieblas, un solo pensamiento destacaba sobre los 

demás, un pensamiento irrefutable, fuera de toda duda: cuán distinto hubiera sido todo en esta sala 

de audiencia, en Israel, en Alemania, en toda Europa, quizá en todo el mundo, si se hubieran podido 

contar más historias como aquella. 

Desde luego, hay razones, mil veces repetidas, explicativas de la escasez de historias de este 

género. Expresaré la esencia de estas razones con las palabras que constan en una de las pocas 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 140 


 


memorias de guerra subjetivamente sinceras, publicadas en Alemania. Peter Bamm, médico militar 

alemán que sirvió en el frente de Rusia, relata en Unsichtbare Flagge (1952) la matanza de judíos 

que tuvo lugar en Sebastopol. Los judíos fueron reunidos por «los otros», como el autor llama a las 

unidades móviles de exterminio de las SS, para distinguirlas de los soldados comunes cuya 

honestidad el libro ensalza, y fueron encerrados en un ala independiente de la antigua prisión de la 

GPU, contigua al alojamiento para oficiales en que Bamm vivía. Después, se les obligó a subir a un 

camión dotado de gas letal, en cuyo interior murieron al cabo de pocos minutos, tras lo cual el 

conductor transportó los cadáveres fuera de la ciudad y los arrojó a una zanja antitanque. «Nosotros 

sabíamos lo que ocurría, pero nada hacíamos para evitarlo. Si alguien hubiera formulado una 

protesta seria, o hubiera hecho algo para impedir la actuación de la unidad de matanza, hubiese sido 

arrestado antes del transcurso de veinticuatro horas, y hubiera desaparecido. Uno de los 

refinamientos propios de los gobiernos totalitarios de nuestro siglo consiste en no permitir que 

quienes a él se oponen mueran, por sus convicciones, la grande y dramática muerte del mártir. 

Muchos de nosotros hubiéramos aceptado esta clase de muerte. Pero los estados totalitarios se 

limitan a hacer desaparecer a sus enemigos en el silencio del anonimato. Y también es cierto que 

todo aquel capaz de preferir la muerte a tolerar en silencio el crimen, hubiera sacrificado su vida en 

vano. No quiero decir con ello que tal sacrificio hubiera carecido de trascendencia moral, sino que 

hubiese resultado prácticamente inútil. Ninguno de nosotros tenía unas convicciones tan 

profundamente arraigadas como para aceptar el sacrificio prácticamente inútil, en aras de un más 

alto ideal moral.» No es necesario advertir que el autor del libro citado no se da cuenta de la 

vaciedad que supone el dar la importancia que da a la «decencia», cuando no existe lo que él llama 

«un más alto ideal moral». 

Pero la vaciedad de la respetabilidad —ya que la decencia, en el contexto en que el autor la sitúa, 

no es más que respetabilidad— no era precisamente lo que se hallaba en el fondo del ejemplo dado 

por el sargento Anton Schmidt. Al contrario, este último pone de relieve el fatal fallo del argumento 

de Bamm, que tan plausible parece a primera vista. Cierto es que el dominio totalitario procuró 

formar aquellas bolsas de olvido en cuyo interior desaparecían todos los hechos, buenos y malos, 

pero del mismo modo que todos los intentos nazis de borrar toda huella de las matanzas —borrarlas 

mediante hornos crematorios, mediante fuego en pozos abiertos, mediante explosivos, lanzallamas y 

máquinas trituradoras de huesos—, llevados a cabo a partir de junio de 1942, estaban destinados a 

fracasar, también es cierto que vanos fueron todos sus intentos de hacer desaparecer en «el 

silencioso anonimato» a todos aquellos que se oponían al régimen. Las bolsas de olvido no existen. 

Ninguna obra humana es perfecta, y, por otra parte, hay en el mundo demasiada gente para que el 

olvido sea posible. Siempre quedará un hombre vivo para contar la historia. En consecuencia, nada 

podrá ser jamás «prácticamente inútil», por lo menos a la larga. En la actualidad, sería para 

Alemania de gran importancia práctica, no solamente en lo referente a su prestigio en el extranjero, 

sino también en cuanto concierne a su tristemente confusa situación interior, que pudieran contarse 

más historias como la del sargento Anton Schmidt. La lección de esta historia es sencilla y al 

alcance de todos. Desde un punto de vista político, nos dice que en circunstancias de terror, la 

mayoría de la gente se doblegará, pero algunos no se doblegarán, del mismo modo que la lección 

que nos dan los países a los que se propuso la aplicación de la Solución Final es que «pudo ponerse 

en práctica» en la mayoría de ellos, pero no en todos. Desde un punto de vista humano, la lección es 

que actitudes cual la que comentamos constituyen cuanto se necesita, y no puede razonablemente 

pedirse más, para que este planeta siga siendo un lugar apto para que lo habiten seres humanos. 


 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 141 


 


 


 


 


 


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SENTENCIA, RECURSO Y EJECUCIÓN 


 


 


ichmann pasó los últimos meses de la guerra dando reposo a sus ánimos, en Berlín, sin nada 

que hacer, aislado de los otros jefes del departamento de la RSHA, quienes almorzaban 

juntos todos los días, en el mismo edificio en que Eichmann tenía la oficina, sin invitarle 

siquiera una vez a comer con ellos. Eichmann se ocupaba de disponer sus «instalaciones 

defensivas» para estar preparado en el momento de la «última batalla» en defensa de Berlín, y como 

único deber oficial que le ocupaba visitaba de vez en cuando el campo de Theresienstadt, que 

mostraba a los delegados de la Cruz Roja. Ante estos, nada menos que ante estos, Eichmann 

desahogó su alma, hablándoles de la «nueva política humanitaria» de Himmler con respecto a los 

judíos, en virtud de la cual Himmler estaba plenamente decidido a emplear campos de 

concentración «al estilo inglés», en la «próxima ocasión». En abril de 1945, Eichmann tuvo la 

última de sus escasas entrevistas con Himmler, quien le ordenó que seleccionara «entre cien y 

doscientos judíos destacados de Theresienstadt», los transportara a Austria y los instalara en 

hoteles, a fin de que Himmler pudiera utilizarlos como «rehenes» en sus inminentes negociaciones 

con Eisenhower. Parece que Eichmann no se dio cuenta de cuán absurda era la misión a él 

encomendada. Se puso en camino, «con harto dolor de mi corazón, porque tuve que abandonar mis 

instalaciones de defensa», pero no pudo llegar a Theresienstadt debido a que las carreteras estaban 

bloqueadas a causa del avance de los ejércitos rusos. En vez de ir a Theresienstadt, Eichmann se 

dirigió a Alt-Aussee, donde Kaltenbrunner se había refugiado. A Kaltenbrunner no le interesaban en 

lo más mínimo los «prominentes judíos» de Himmler, y encargó a Eichmann que organizara un 

comando para emprender la lucha de guerrillas en las montañas austríacas. Eichmann reaccionó con 

gran entusiasmo: «Se trataba de algo que valía la pena hacer, de una tarea que me gustaba de 

veras». Pero apenas hubo Eichmann reclutado a unos cien hombres más o menos aptos, la mayoría 

de los cuales no habían visto un fusil en su vida, y apenas hubo tomado posesión de un arsenal de 

heterogéneo armamento abandonado, recibió la última orden de Himmler: «Prohibido abrir fuego 

contra los ingleses o los norteamericanos». Esto fue el fin. Eichmann dio a sus hombres permiso 

para que se fuesen a casa, e hizo entrega de un pequeño cofre que con- tenía billetes de banco y 

monedas de oro a su fiel asesor jurídico, el Regierungsrat Hunsche. «Porque, me dije, Hunsche es 

un hombre que pertenece a la alta burocracia del Estado, él sabrá administrar correctamente los 

fondos, y evitará gastos inútiles... Así lo hice porque, en aquel entonces, yo todavía creía que algún 

día me pedirían cuentas.» 

Con estas palabras concluía Eichmann la autobiografía que espontáneamente entregó al policía 

encargado de interrogarle. Empleó muy pocos días en escribirla, y la biografía ocupaba 315 páginas 

de las 3.564 que se precisaron para transcribir las cintas magnetofónicas. A Eichmann le hubiera 

gustado continuar su biografía, y es evidente que contó el resto a la policía, pero, por diversas 

razones, las autoridades judiciales decidieron no admitir ningún testimonio referente a tiempos 

posteriores a la terminación de la guerra. Sin embargo, de las declaraciones prestadas en 

Nuremberg, y de una indiscreción muy comentada cometida por un ex funcionario israelita llamado 

Moshe Pearlman, cuyo libro The Capture of Adolf Eichmann fue publicado en Londres cuatro 

semanas antes del inicio del juicio, es posible inferir el resto de la historia de Eichmann. El relato de 

Pearlman se basaba evidentemente en el material obtenido por la Oficina 06, es decir, la oficina 

policial encargada de las diligencias previas al juicio. (Según la teoría de Pearlman, como sea que se 

había retirado del servicio al Estado unas tres semanas antes de que Eichmann fuera raptado, había 




Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 142 


 


escrito su libro en calidad de ciudadano privado, lo cual no resulta excesivamente convincente, 

debido a que la policía israelita seguramente estaba enterada de la inminente captura de Eichmann 

varios meses antes de que Pearlman se retirara.) El libro causó evidente bochorno en Israel, no solo 

porque Pearlman había podido divulgar prematuramente información acerca de importantes 

documentos de la acusación, y porque afirmaba que las autoridades judiciales ya habían decidido 

que el testimonio de Eichmann no merecía crédito, sino también porque contenía un concienzudo 

relato del modo en que Eichmann fue capturado en Buenos Aires, lo cual era lo último que el 

gobierno de Israel deseaba ver publicado en letras de molde. 

La historia contada por Pearlman era mucho menos excitante que los diversos relatos anteriores, 

basados en los más diversos rumores. Eichmann jamás estuvo en el Próximo Oriente ni en el 

Oriente Medio, jamás volvió de la Argentina a Alemania, nunca estuvo en otro país 

hispanoamericano, salvo el nombrado, y no tuvo intervención alguna en las actividades u 

organizaciones nazis de la posguerra. Al término de la guerra, intentó hablar una vez más con 

Kaltenbrunner, quien todavía se encontraba en Alt-Aussee, solitario, pero el antiguo jefe de 

Eichmann no estaba de humor para recibirle, ya que, en su opinión, «aquel hombre [Eichmann] no 

tenía escapatoria». (Las escapatorias de Kaltenbrunner tampoco eran demasiado abundantes; fue 

ahorcado en Nuremberg.) Casi inmediatamente después, Eichmann fue apresado por los soldados 

norteamericanos y confinado en un campo de concentración destinado a los miembros de las SS, 

donde, pese a los numerosos interrogatorios a que fue sometido y a que algunos de sus compañeros 

de campo le conocían, no se descubrió su identidad. Eichmann fue muy cauteloso, se abstuvo de 

escribir a sus familiares, y dejó que le creyeran muerto. Su esposa intentó obtener un certificado de 

defunción de Eichmann, pero no lo consiguió cuando resultó que el único «testigo presencial» de la 

muerte era el cuñado de la esposa del «difunto». La esposa de Eichmann quedó sin un céntimo, pero 

la familia de Eichmann en Linz se encargó de mantenerla, así como a sus tres hijos. 

En noviembre de 1945, se iniciaron, en Nuremberg, los juicios de los principales criminales de 

guerra, y el nombre de Eichmann comenzó a sonar con inquietante regularidad. En enero de 1946, 

Wisliceny compareció ante el tribunal de Nuremberg, como testigo de cargo, e hizo su acusadora 

declaración, ante lo cual Eichmann decidió que más le valdría desaparecer. Con la ayuda de otros 

internados, escapó del campo de concentración, y fue a Lüneburger Heide, lugar en un bosque, unas 

cincuenta millas al sur de Hamburgo, donde el hermano de uno de sus compañeros de internamiento 

le proporcionó trabajo como leñador. Allí permaneció durante cuatro años, oculto bajo el nombre de 

Otto Heninger, y es de suponer que se aburrió mortalmente. A principios de 1950, logró establecer 

contacto con la ODESSA, organización clandestina de ex miembros de las SS, pasó, a través de 

Austria, a Italia, donde un franciscano, plenamente conocedor de su identidad, le dio un pasaporte 

de refugiado, en el que constaba el nombre de Richard Klement, y le embarcó con rumbo a Buenos 

Aires. Llegó allá a mediados de julio, y obtuvo, sin dificultades, los precisos documentos de 

identidad y el correspondiente permiso de trabajo, a nombre de Ricardo Klement, católico, soltero, 

apátrida y de treinta y siete años de edad, siete menos de los que en realidad contaba. 

Eichmann no abandonó la cautela, pero escribió a su esposa, en su propia caligrafía, diciéndole 

que el «tío de sus hijos» vivía. Trabajó en los más diversos empleos —agente de ventas, obrero de 

una lavandería, empleado en una granja de conejos—, todos ellos mal pagados, pero en el verano de 

1952 consiguió que su esposa e hijos se reunieran con él. (La señora Eichmann obtuvo pasaporte 

alemán en Zurich —Suiza—, pese a que a la sazón residía en Austria, y bajo su propio nombre, 

como «divorciada» de cierto Eichmann. Cómo pudo lograrlo es un misterio que todavía no se ha 

aclarado, y el archivo en que se guardaba su instancia ha desaparecido del consulado alemán en 

Zurich.) Cuando su esposa llegó a Argentina, Eichmann obtuvo su primer empleo fijo, en la fábrica 

de la Mercedes-Benz de Suárez, suburbio de Buenos Aires, primeramente en concepto de mecánico, 

y, después, como capataz. Cuando le nació el cuarto hijo, Eichmann volvió a contraer matrimonio 

con su esposa, bajo el nombre de Klement, según sus manifestaciones, aunque esto último quizá no 

sea cierto, ya que el recién nacido fue inscrito con los nombres Ricardo Francisco (probablemente 

en recuerdo del fraile italiano) Klement Eichmann, y este fue uno de los muchos indicios de su 

identidad que Eichmann dejó al paso de los años. Sin embargo, parece ser cierto que dijo a sus hijos 



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que él era el hermano de Adolf Eichmann, pese a que estos, que habían tratado asiduamente a sus 

abuelos y tíos, en Linz, difícilmente pudieron creerlo. El mayor, por lo menos, que contaba nueve 

años cuando vio por última vez a su padre en Alemania, tuvo que reconocerlo cuando le volvió a 

ver, siete años más tarde, en Argentina. Además, el documento de identidad de la señora Eichmann 

en Argentina no sufrió variación en los nombres, y estaba librado a Veronika Liebl de Eichmann. 

En 1959, cuando murió la madrastra de Eichmann, y, un año después, cuando murió su padre, las 

esquelas publicadas en los periódicos de Linz mencionaban entre los familiares de los difuntos a la 

señora Eichmann, con lo que contradecían todas las historias de divorcio y nuevo matrimonio de 

esta. A principios de 1960, pocos meses antes de que fuera capturado, Eichmann y sus hijos 

mayores terminaron la construcción de un primitivo edificio de ladrillos, en uno de los más pobres 

suburbios de Buenos Aires —edificio sin agua corriente, ni electricidad—, en el que la familia pasó 

a vivir. Seguramente, su situación económica era muy deficiente, y Eichmann vivió una vida 

extraordinariamente desagradable, en la que ni siquiera la presencia de los hijos constituía una 

compensación suficiente, ya que estos no mostraban «el menor interés en adquirir una educación, y 

ni siquiera intentaban desarrollar sus hipotéticas facultades mentales». 

La única compensación de que Eichmann gozaba consistía en sostener interminables 

conversaciones con los miembros de la numerosa colonia nazi, ante los cuales manifestó sin 

ambages su identidad. Esto último condujo, por fin, en 1955, a la entrevista con el periodista 

holandés Willem S. Sassen, ex miembro de las SS armadas, que renunció a su nacionalidad 

holandesa para obtener pasaporte alemán durante la guerra, y que, más tarde, fue condenado a 

muerte, in absentia, en Bélgica, por crímenes de guerra. Eichmann escribió copiosas notas, en vistas 

a la entrevista en cuestión, que fue grabada en cinta magnetofónica y, después, redactada de nuevo 

por Sassen con abundantes adiciones favorables a Eichmann. Las notas, manuscritas por este, 

fueron descubiertas y, posteriormente, admitidas como medio de prueba en el proceso de Jerusalén, 

pese a que las declaraciones de Eichmann a Sassen, en su conjunto, no lo fueron. La versión de 

Sassen fue publicada, abreviada, en la revista ilustrada alemana Der Stern, en julio de 1960, y 

también, en noviembre y diciembre, formando una serie de artículos, en Life. Sin embargo, Sassen, 

evidentemente con el consentimiento de Eichmann, había ofrecido la historia, cuatro años antes, al 

corresponsal de Time-Life en Buenos Aires, e incluso en el caso de que fuera cierto que el nombre 

de Eichmann no se mencionó, el contenido de la entrevista no dejaba lugar a dudas acerca de la 

identidad de la persona que había suministrado tal información. La verdad es que Eichmann hizo 

muchos esfuerzos para salir del anonimato, y es sorprendente que el Servicio Secreto Israelita 

necesitara varios años —hasta agosto de 1959— para enterarse de que Adolf Eichmann vivía en 

Argentina bajo el nombre de Ricardo Klement. Israel no ha divulgado el origen de la información 

que le permitió descubrir a Eichmann, pero «círculos bien informados» europeos aseguran que fue 

el servicio de espionaje ruso el que divulgó la noticia. Fuese como fuera, el problema no consiste en 

saber cómo se pudo descubrir el escondrijo de Eichmann, sino cómo no se descubrió más 

prontamente, caso de que verdaderamente los israelitas se hubieran ocupado de proseguir la 

búsqueda durante los años que precedieron al de la detención de Eichmann, lo cual, vistos los 

hechos, parece un tanto dudoso. 

Sin embargo, la identidad de quienes capturaron a Eichmann parece fuera de toda duda. El 

propio Ben Gurión desmintió todos los rumores que corrían sobre «vengadores privados». El 23 de 

mayo de 1960, Ben Gurión anunció ante la Knesset, que acogió la noticia con delirante entusiasmo, 

que Eichmann había sido «descubierto por el Servicio Secreto Israelita». El doctor Servatius, quien 

intentó con todas sus fuerzas, y sin éxito, tanto ante el tribunal de distrito como ante el tribunal de 

apelación, que fuesen citados, como testigos de descargo, Zvi Tohar, comandante del avión de la 

compañía El-Al que transportó a Eichmann a Israel, y Yad Shimoni, empleado de la misma 

compañía con destino en Argentina, se refirió a las manifestaciones hechas por Ben Gurión ante la 

Knesset. El fiscal general replicó al defensor, diciendo que el primer ministro «únicamente había 

declarado que Eichmann había sido descubierto por el servicio secreto», y no que también hubiera 

sido raptado por agentes del gobierno. En realidad, parece que ocurrió lo contrario, es decir, que se 

limitaron a apresarle, después de haber efectuado unas comprobaciones preliminares para tener la 



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certeza de que la información recibida se ajustaba a la verdad. Y ni siquiera esto se efectuó con 

demasiada habilidad, por cuanto Eichmann pudo darse cuenta de que era objeto de vigilancia: 

«Creo que ya lo dije hace meses, cuando me preguntaron si sabía que había sido descubierto, y les 

di razones concretas que abonaban que sí [en la parte del interrogatorio policial que no fue 

entregada a la prensa]. Me enteré de que había venido gente al barrio para hacer preguntas sobre 

compra de terrenos y demás, con el propósito de edificar una fábrica de máquinas de coser, lo cual 

era totalmente imposible ya que en aquella zona no había agua ni electricidad. Además, me dijeron 

que aquellas personas eran judíos norteamericanos. Hubiera podido desaparecer fácilmente, pero no 

lo hice, seguí mi vida normal, y dejé que los acontecimientos se desarrollaran sin obstáculos. Con 

mis documentos y referencias, hubiera podido encontrar otro empleo, pero no quise hacerlo». 

De este deseo de ser conducido a Israel y afrontar el proceso hay más pruebas de las que se 

revelaron en Jerusalén. Como es natural, el defensor tuvo que hacer hincapié en el hecho de que 

Eichmann fue, al fin y al cabo, raptado y «transportado a Israel, contraviniendo las normas de 

derecho internacional», ya que con ello el doctor Servatius podía poner en tela de juicio la 

competencia del tribunal, y, aun cuando el fiscal y la sala jamás reconocieron que el «rapto» fue un 

«acto de Estado», tampoco lo negaron. Tanto el uno como la otra arguyeron que la infracción de las 

normas internacionales era asunto que tan solo concernía a los estados de Argentina e Israel, no a 

los derechos del acusado, y que dicha infracción quedaba «subsanada» por la declaración conjunta 

de los dos gobiernos, dada el 3 de agosto de 1960, según la cual «resolvían considerar zanjado el 

incidente provocado a raíz de los actos de unos ciudadanos israelitas que violaron los derechos 

fundamentales del Estado de la República Argentina». La sala decidió que carecía de trascendencia 

el que dichos ciudadanos israelitas fuesen agentes del gobierno o ciudadanos privados. La defensa y 

el tribunal no dijeron que Argentina no hubiera renunciado tan cortésmente al ejercicio de sus 

derechos, en el caso de que Eichmann hubiera sido ciudadano argentino. Eichmann vivió en este 

país bajo nombre supuesto, con lo que se cerró el camino a la posible protección del gobierno de 

Argentina, por lo menos en su calidad de Ricardo Klement (nacido el 23 de mayo de 1913, en 

Bolzano —Tirol meridional—, como constaba en su documento de identidad argentino), aun 

cuando había declarado que era de «nacionalidad alemana». Eichmann jamás pretendió ampararse 

en el dudoso derecho de asilo, lo cual de poco le hubiera servido, pese a que Argentina ha ofrecido, 

de hecho, asilo a muchos notorios criminales nazis, por cuanto dicho Estado ha suscrito un 

convenio internacional, en el que se establece que los autores de crímenes contra la humanidad «no 

serán considerados delincuentes políticos». Todo lo anterior no convirtió a Eichmann en apátrida, 

no le privó de su ciudadanía alemana, pero dio a la Alemania Occidental un cómodo pretexto para 

no ofrecer la tradicional protección que debe dar a sus ciudadanos en países extranjeros. En otras 

palabras, pese a las páginas y más páginas de argumentos legales, basadas en tantos y tantos 

precedentes que el lector terminaba convencido de que el rapto constituye uno de los más frecuentes 

modos de efectuar una detención, la verdad es que únicamente la apatridia de facto de Eichmann, la 

apatridia y solo la apatridia, permitió que el tribunal de Jerusalén llegara a juzgarle. Eichmann, aun 

cuando no fuese un experto jurista, estaba en situación de comprender muy bien lo anterior, ya que, 

en méritos de su propia carrera, sabía que tan solo con los apátridas puede uno hacer lo que quiera; 

antes de exterminar a los judíos fue preciso hacerles perder su nacionalidad. Pero Eichmann no 

podía prestar gran atención a estas sutiles distinciones por cuanto, si bien era una ficción el que 

hubiera acudido voluntariamente a Israel para someterse a juicio, tampoco cabía negar que había 

dado más facilidades de las que nadie pudo prever'. En realidad, no opuso la menor resistencia. 

El día 11 de mayo de 1960, a las seis y media de la tarde, cuando, como solía, bajó del autobús 

que le conducía desde su lugar de trabajo hasta casa, Eichmann fue detenido por tres hombres, 

quienes, en menos de un minuto, le metieron en un automóvil previamente dispuesto y le llevaron a 

una casa alquilada al efecto, situada en un lejano suburbio de Buenos Aires. No emplearon drogas, 

ni cuerdas, ni esposas, por lo que Eichmann pudo darse cuenta inmediatamente de que se trataba de 

un trabajo llevado a cabo por especialistas que no necesitaron emplear la violencia, ni infligirle 

daño. Cuando le preguntaron quién era, respondió inmediatamente: Ich bin Adolf Eichmann. Y, 

sorprendentemente, añadió: «Ya sé que estoy en manos de los israelitas». (Más tarde explicaría que 



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había leído en los periódicos que Ben Gurión había ordenado su busca y captura.) Durante ocho 

días, mientras los israelitas esperaban que llegara el avión de El-Al que debía transportarles, así 

como a su prisionero, a Israel, Eichmann permaneció amarrado a una cama, única circunstancia de 

su rapto que motivó sus quejas, y en el segundo día de su cautiverio le pidieron que escribiera una 

declaración diciendo que no formulaba objeción alguna a ser juzgado por un tribunal de Israel. 

Como es de suponer, esta declaración estaba preparada de antemano, y lo único que Eichmann tenía 

que hacer era copiarla. Pero, ante la sorpresa general, Eichmann insistió en escribir su propio texto, 

en el que, tal como se verá en las líneas siguientes, probablemente empleó las primeras frases que 

constaban en la declaración ya preparada: «Yo, el abajo firmante, Adolf Eichmann, por el presente 

documento declaro por propia y libre voluntad que, tras haberse descubierto mi verdadera identidad, 

comprendo sin lugar a dudas que es inútil que intente evitar por más tiempo el ser sometido a juicio. 

Y aquí hago constar mi conformidad con ir a Israel y comparecer ante un tribunal de justicia, un 

tribunal legalmente constituido. Es evidente, y quede de ello constancia, que deberé ser asistido por 

consejeros jurídicos [probablemente todo lo anterior es copiado], y, por mi parte, procuraré hacer 

constar por escrito las actividades que desarrollé durante los últimos años en Alemania, sin 

atenuantes improcedentes, a fin de que las futuras generaciones sepan lo verdaderamente ocurrido. 

Hago la presente declaración por mi propia y libre voluntad, sin que hayan mediado promesas ni 

amenazas. Quiero, por fin, quedar en paz conmigo mismo. Como sea que no puedo recordar todos 

los detalles, y que, al parecer, confundo algunos hechos con otros, solicito la pertinente ayuda, 

consistente en que se pongan a mi disposición documentos y declaraciones a los efectos de 

coadyuvar a mis esfuerzos para hallar la verdad». Firmado: «Adolf Eichmann, Buenos Aires, mayo 

de 1960». (Este documento, sin duda auténtico, tiene una particularidad, consistente en que en él se 

omite el día en que fue firmado. Dicha omisión induce a sospechar que no fue escrito en Argentina, 

sino en Jerusalén, adonde Eichmann llegó el día 22 de mayo. El escrito no era tan necesario a los 

efectos del proceso, en el curso del cual la acusación lo presentó como prueba documental, cuanto a 

los efectos de la primera nota oficial de explicaciones que Israel entregó al gobierno de Argentina, a 

la cual fue unido. Servatius, que interrogó a Eichmann, ante el tribunal, sobre el documento en 

cuestión, no mencionó la peculiaridad que se observa en la fecha, y Eichmann mal podía referirse a 

ella, ya que, cuando su defensor le formuló una pregunta que sugería claramente la contestación 

debida, confirmó con cierta renuencia que el documento había sido presentado a su firma mientras 

se hallaba amarrado a una cama, en un suburbio de Buenos Aires, es decir, bajo coacción. El 

acusador, que sin duda estaba mejor informado que el defensor, no interrogó al acusado a este 

respecto; evidentemente, desde su punto de vista, cuanto menos se hablara de ello, mejor.) La 

esposa de Eichmann notificó a la policía argentina la desaparición de su marido, aunque lo hizo sin 

revelar su verdadera identidad, por lo que no se montó servicio de vigilancia alguno en las 

estaciones de ferrocarril, carreteras y aeropuertos. Los israelitas tuvieron suerte, ya que difícilmente 

hubieran podido sacar a Eichmann del país, diez días después de apresarle, si la policía hubiera sido 

debidamente avisada. 

Eichmann dio dos razones explicativas de su pasmosa colaboración con las autoridades de Israel. 

(Incluso los jueces, que insistían en afirmar que Eichmann era simplemente un embustero, fueron 

incapaces de contestar la pregunta: ¿por qué el acusado confesó al superintendente Less una serie de 

detalles acusatorios de los cuales no podía haber otra prueba que la de su propia confesión, en 

especial los referentes a sus viajes a las zonas del Este, donde tuvo ocasión de ver con sus propios 

ojos las atrocidades allí cometidas?) En Argentina, años antes de su captura, Eichmann escribió que 

estaba ya cansado de su anonimato, y cuanto más leía acerca de sí mismo más cansado debía de 

sentirse. La segunda explicación, dada en Israel, fue más dramática: «Hace aproximadamente un 

año y medio [es decir, en primavera de 1959], un conocido que acababa de regresar de un viaje a 

Alemania dijo que cierto sector de la juventud alemana vivía dominada por sentimientos de 

culpabilidad. Saber la existencia de este complejo de culpabilidad constituyó en mi vida un hito tan 

importante como, digamos, la llegada de la primera astronave pilotada a la Luna. Pasó a ser un 

punto esencial de mi vida interior, a cuyo alrededor cristalizaban mis pensamientos. Por eso no huí 

cuando supe que el comando que me buscaba se iba acercando más y más a mí. Tras estas 



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conversaciones sobre el sentimiento de culpabilidad de la juventud alemana, que tan profunda 

impresión causaron en mí, consideré que ya no tenía derecho a intentar desaparecer. Esto también 

explica por qué ofrecí en un documento escrito, al principio de este interrogatorio... ahorcarme, yo 

mismo, en público. Quería contribuir a aliviar la carga de culpabilidad que pesa sobre la juventud 

alemana, por cuanto estos jóvenes son, al fin y al cabo, inocentes de los acontecimientos en que 

intervinieron sus padres, inocentes de los actos de sus padres, en el curso de la pasada guerra». 

Guerra que, dicho sea incidentalmente, Eichmann seguía calificando, en otro contexto, de «guerra 

impuesta al Tercer Reich». Naturalmente, todo lo anterior no eran más que banalidades. ¿Qué 

impedía a Eichmann regresar a Alemania por propia voluntad, y, allí, entregarse? Se le formuló esta 

pregunta, y contestó que, en su opinión, los tribunales alemanes todavía carecían de la 

«objetividad» precisa para juzgar a gente como él. Además, si prefería ser juzgado por un tribunal 

israelita —como parecía decir implícitamente con sus palabras, lo cual resulta un tanto increíble—, 

podía haber evitado muchas molestias y el empleo de mucho tiempo al gobierno de Israel. 

Anteriormente hemos visto que el empleo de frases del tenor de las anteriores, producía a Eichmann 

una sensación de estímulo, y, verdaderamente, expresarse de este modo mantuvo a Eichmann en un 

estado cercano al buen humor, durante su estancia en la prisión israelita. Le permitió contemplar 

con notable ecuanimidad la perspectiva de la muerte, y así vemos que al principio del interrogatorio 

policial, Eichmann declaró: «Ya sé que me espera la pena de muerte». 

Tras sus palabras vacías había algo de verdad, y esta verdad salió a la superficie muy claramente 

cuando se le planteó el problema de elegir defensor. Por razones patentes, el gobierno de Israel 

decidió aceptar la presencia de un defensor extranjero. El 14 de julio de 1960, seis semanas después 

de que se iniciara el interrogatorio policial, con el expreso consentimiento de Eichmann, este fue 

informado de que había tres posibles defensores, entre los que podía escoger el que quisiera. Estos 

eran: el doctor Servatius, recomendado por la familia de Eichmann (Servatius había ofrecido sus 

servicios, por conferencia telefónica, a un hermanastro de Eichmann residente en Linz), otro 

abogado alemán, a la sazón residente en Chile, y una firma jurídica norteamericana, con sede en 

Nueva York. (Únicamente se divulgó el nombre del doctor Servatius.) Como es lógico, había 

también otras posibilidades que Eichmann tenía derecho a explorar, y le dijeron repetidas veces que 

no tenía por qué apresurarse en su decisión. Pero Eichmann no quiso perder tiempo, al instante 

manifestó que quería ser defendido por el doctor Servatius, ya que parecía ser conocido de su 

hermanastro, y, por otra parte, había defendido a otros criminales de guerra. Eichmann insistió en 

firmar inmediatamente los correspondientes documentos de designación. Media hora después de 

hacerlo, se le ocurrió que el proceso podía muy bien adquirir «dimensiones globales», convertirse 

en un «proceso monstruoso», que la acusación estaba integrada por varios juristas, y que si 

Servatius actuaba solo difícilmente podría «digerir» todo el material. Se le recordó que Servatius, en 

una carta en la que solicitaba la designación, dijo que estaría «al frente de un grupo de abogados» 

(lo que no fue así), y el oficial de la policía añadió: «Debemos presumir que el doctor Servatius no 

comparecerá solo. Sería físicamente imposible». Pero, en realidad, Servatius actuó casi siempre 

solo. El resultado de todo lo anterior fue que Eichmann se convertiría en el principal ayudante de su 

defensor, y que, además de escribir libros «para las futuras generaciones», trabajó muy 

intensamente durante todo el proceso. 


 


 


El 29 de junio de 1961, diez semanas después del inicio de la vista —11 de abril—, el fiscal dio por 

terminada su tarea, y el doctor Servatius comenzó la suya. El día 14 de agosto, tras ciento catorce 

sesiones, la vista se terminó. El tribunal deliberó durante cuatro meses, y el día 11 de diciembre 

dictó sentencia. Durante dos días, divididos en cinco sesiones, los tres magistrados leyeron las 

doscientas cuarenta y cuatro secciones de la sentencia. Sin apreciar la acusación de «conspiración», 

formulada por el fiscal, lo que hubiera dado a Eichmann el carácter de «principal criminal de 

guerra», atribuyéndole automáticamente la responsabilidad de cuanto estuviera relacionado con la 

Solución Final, le condenaron por la totalidad de los delitos, quince en total, de que fue acusado, 

aunque le absolvieron con respecto a ciertos actos concretos. «Juntamente con otros», Eichmann 



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había cometido delitos «contra el pueblo judío», es decir, delitos contra los judíos, con ánimo de 

destruir su pueblo, de cuatro maneras: 1) «siendo causa de la muerte de millones de judíos»; 2) 

situando a «millones de judíos en circunstancias propicias a conducir a su destrucción física»; 3) 

causándoles «grave daño corporal y mental», y 4) «dando órdenes de interrumpir la gestación de las 

mujeres judías e impedir que dieran a luz», en Theresienstadt. Pero le absolvieron de las 

acusaciones referentes al período anterior a agosto de 1941, mes en que fue informado de la orden 

dada por el Führer. En sus anteriores actividades, desarrolladas en Berlín, Viena y Praga, Eichmann 

no tenía ánimo de «destruir al pueblo judío». Estos fueron los cuatro primeros cargos de la 

acusación. Los cargos del 5 al 12, ambos incluidos, trataban de «delitos contra la humanidad», 

concepto extraño a la ley israelita, en cuanto en él se englobaban tanto el genocidio, si se practicaba 

contra pueblos no judíos (como el pueblo gitano o el polaco), como otros delitos, el asesinato 

incluido, cometidos en las personas de judíos y no judíos, siempre y cuando estos delitos no 

hubieran sido cometidos con el ánimo de destruir un pueblo en su totalidad. En consecuencia, 

cuanto Eichmann hizo antes de la orden del Führer, así como todos sus actos contra no judíos fue 

reunido bajo la etiqueta de delitos contra la humanidad, a los cuales se añadieron, una vez más, 

todos sus posteriores delitos contra los judíos, ya que también eran delitos ordinarios. El resultado 

fue que a resultas del cargo 5 se condenó a Eichmann por los mismos delitos comprendidos en los 

cargos 1 y 2, y que en virtud del cargo 6 se le condenó por haber «perseguido judíos por motivos 

religiosos, raciales y políticos». El cargo 7 se refería a «expolio de bienes... vinculado con el 

asesinato... de estos judíos», y el cargo 8 resumía de nuevo todos estos delitos, en cuanto «crímenes 

de guerra», ya que la mayoría de ellos habían sido cometidos durante la guerra. Los cargos del 9 al 

12, ambos incluidos, trataban de los delitos contra no judíos. Por el cargo 9 se le condenó por «la 

expulsión de cientos de miles de polacos de sus hogares». Por el cargo 10 se le condenó por «la 

expulsión de catorce mil eslovacos de Yugoslavia». En virtud del 11, por la deportación de «miles 

de gitanos» a Auschwitz. Pero la sentencia afirmaba que «no ha quedado demostrado que el 

acusado supiera que los gitanos eran enviados a su destrucción», lo cual venía a significar que no le 

condenaron por genocidio salvo en lo referente al «delito contra el pueblo judío». Resultaba difícil 

comprender esto último, ya que, aparte de que el hecho del exterminio de los gitanos era público y 

notorio, Eichmann había reconocido en el curso del interrogatorio policial que sí estaba enterado de 

ello. Recordaba vagamente que fue una orden dada por Himmler, aun cuando no había directrices 

escritas con respecto a los gitanos, contrariamente a lo que ocurría con referencia a los judíos, y que 

no se habían efectuado «investigaciones» sobre el «problema gitano», es decir, sobre «orígenes, 

costumbres, hábitos, organización, folclore, economía...». El departamento de Eichmann recibió el 

encargo de proceder a la «evacuación» de treinta mil gitanos del territorio del Reich, pero Eichmann 

no podía recordar con precisión los detalles, debido a que ninguna oficina exterior intervino en el 

asunto. Sin embargo, los gitanos, al igual que los judíos, fueron embarcados camino de su 

exterminio, y de eso Eichmann no dudaba en absoluto. Era culpable del exterminio de los gitanos 

exactamente por las mismas razones que lo era del de los judíos. El cargo 12 se refería a la 

deportación de noventa y tres niños de Lidice, el pueblo checo cuyos habitantes fueron objeto de 

general matanza tras el asesinato de Heydrich; sin embargo, Eichmann fue justamente absuelto del 

asesinato de estos niños. Los tres últimos cargos le acusaban de ser miembro de tres de las cuatro 

organizaciones que en los juicios de Nuremberg fueron clasificadas como «criminales», a saber, las 

SS, el Servicio de Seguridad o SD, y la Policía Secreta del Estado o Gestapo. (La cuarta 

organización criminal, el cuerpo directivo del Partido Nacionalsocialista, no aparecía en la sentencia 

de Jerusalén, debido a que era evidente que Eichmann no fue uno de los dirigentes del partido.) El 

hecho de que Eichmann perteneciera a estas organizaciones desde fecha anterior al mes de mayo de 

1940 daba lugar a la aplicación del plazo de prescripción (20 años) asignado a los delitos menores. 

(La ley de 1950, que fue la que se aplicó a Eichmann, especifica que los delitos graves no están 

sujetos a prescripción, y que la excepción de res judicata no procede con respecto a ellos. En Israel 

se puede juzgar a una persona «incluso si ha sido ya J juzgada en el extranjero por el mismo delito, 

sea por un tribunal internacional, sea por el de un Estado extranjero».) Todos los delitos 

enumerados en los cargos del 1 al 12, ambos incluidos, comportaban la pena de muerte. 



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Como se recordará, Eichmann había insistido invariablemente en que él solamente era culpable 

de «ayudar y tolerar» la comisión de los delitos de los que se le acusaba, y que nunca cometió un 

acto directamente encaminado a su consumación. Ante nuestro gran alivio, la sentencia reconocía, 

en cierto modo, que la acusación no había logrado desmentir a Eichmann en este aspecto. Y se 

trataba de un importante aspecto; estaba relacionado con la mismísima esencia del delito de 

Eichmann, que no era un delito ordinario, y con la mismísima condición del delincuente, que 

tampoco era un delincuente ordinario. En consecuencia, la sentencia también recogió el triste hecho 

de que en los campos de exterminio fueron, por lo general, los propios internados, las propias 

víctimas, quienes materialmente manejaban «con sus propias manos los fatales instrumentos». Lo 

que la sentencia decía a este respecto era la pura verdad: «Describiendo las actividades del acusado 

en los términos contenidos en la Sección 23 de nuestro Código Penal, debemos decir que aquellas 

eran, principalmente, las propias de la persona que instiga, mediante su consejo o asesoramiento, a 

otros a cometer el acto criminal, o que capacita o ayuda a otros a cometer el acto criminal». Pero, 

«en un delito tan enorme y complicado como el que nos ocupa, en el que participan muchos 

individuos, situados a distintos niveles, y en actividades de muy diversa naturaleza —

planificadores, organizadores y ejecutores, cada cual según su rango—, de poco sirve emplear los 

conceptos comunes de instigación y consejo en la comisión de un delito. Estos delitos fueron 

cometidos en masa, no solo en cuanto se refiere a las víctimas, sino también en lo concerniente al 

número de quienes perpetraron el delito, y la situación más o menos remota de muchos criminales 

en relación al que materialmente da muerte a la víctima nada significa, en cuanto a medida de su 

responsabilidad. Por el contrario, en general, el grado de responsabilidad aumenta a medida que 

nos alejamos del hombre que sostiene en sus manos el instrumento fatal».* 

Lo que ocurrió después de la lectura de esta sentencia fue puro trámite. Una vez más, el fiscal se 

levantó para pronunciar un discurso un tanto largo en solicitud de la pena de muerte, la cual, no 

dándose circunstancias atenuantes, era de obligatoria aplicación. El doctor Servatius le replicó con 

más brevedad que en cualquier otra ocasión, diciendo que el acusado había llevado a cabo «actos de 

Estado», lo que a él le había ocurrido podía ocurrir a cualquier otra persona en el futuro, la totalidad 

del mundo civilizado podía encontrarse ante este mismo problema, Eichmann era el «chivo 

expiatorio», al que el actual gobierno de Alemania había abandonado en manos de la jurisdicción 

israelita, en contra de lo dispuesto por el derecho internacional, para soslayar sus responsabilidades. 

La competencia del tribunal de Jerusalén, que el doctor Servatius no reconoció en momento alguno, 

tan solo podía explicarse en el caso de que juzgara al acusado «por representación, como en el 

ejercicio de los derechos de que están investidos los tribunales alemanes»; y esta fue la manera en 

que un fiscal alemán interpretó el ejercicio de la autoridad judicial del tribunal de Jerusalén. Antes, 

el doctor Servatius había argüido que la sala debía absolver a Eichmann debido a que, según los 

plazos de prescripción vigentes en Argentina, no cabía emprender procedimiento criminal alguno en 

contra de él, a partir del día 7 de mayo de 1960, es decir, «muy' poco antes de que fuera raptado». 

Ahora, el defensor, siguiendo parecida línea lógica, argüía que no cabía aplicar la pena de muerte al 

acusado, por cuanto esta había sido abolida incondicionalmente en Alemania. 

Entonces, se produjo la última declaración de Eichmann: sus esperanzas de justicia habían 

quedado defraudadas; el tribunal no había creído sus palabras, pese a que él siempre hizo cuanto 

estuvo en su mano para decir la verdad. El tribunal no le había comprendido. Él jamás odió a los 

judíos, y nunca deseó la muerte de un ser humano. Su culpa provenía de la obediencia, y la 

obediencia es una virtud harto alabada. Los dirigentes nazis habían abusado de su bondad. Él no 

formaba parte del reducido círculo directivo, él era una víctima, y únicamente los dirigentes 

merecían el castigo. (Eichmann no llegó tan lejos como otros criminales de guerra de menor 

importancia, que se quejaron amargamente de que les habían dicho que no se preocuparan de las 

«responsabilidades», y de que, después, no pudieron obligar a los responsables a rendir cuentas, 

debido a que les «habían abandonado», por la vía del suicidio o del ahorcamiento.) Eichmann dijo: 

«No soy el monstruo en que pretendéis transformarme... soy la víctima de un engaño». Eichmann 

 

* En cursiva en el original. 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 149 


 


no empleó las palabras «chivo expiatorio», pero confirmó lo dicho por Servatius: albergaba la 

«profunda convicción de que tenía que pagar las culpas de otros». Dos días después, el 15 de 

diciembre de 1961, viernes, a las nueve de la mañana, se dictó el fallo de pena de muerte. 


 


 


Tres meses más tarde, el 22 de marzo de 1962, el tribunal de apelación, es decir, el Tribunal 

Supremo de Israel, inició el procedimiento de revisión, que estuvo a cargo de cinco magistrados, 

presididos por Itzhak Olshan. El fiscal Hausner, asistido por cuatro ayudantes, volvió a comparecer 

en representación de la acusación, y el doctor Servatius, solo, en la de la defensa. El defensor repitió 

todos los viejos argumentos contra la competencia de jurisdicción de los tribunales israelitas, y 

como fuere que todos sus esfuerzos encaminados a persuadir al gobierno de Alemania Occidental 

de que iniciara los trámites para solicitar la extradición resultaron vanos, pidió que Israel ofreciera 

la extradición. Servatius aportó una nueva lista de testigos, pero entre ellos no había ni uno que 

pudiera aportar, ni por asomo, algo parecido a «nuevas pruebas». Servatius había incorporado a esta 

lista al doctor Hans Globke, a quien Eichmann no había visto en su vida, y de quien probablemente 

oyó hablar por vez primera en Jerusalén. También incluyó el defensor, lo cual es más sorprendente, 

al doctor Chaim Weizmann, quien había muerto diez años atrás. El informe del defensor estuvo 

constituido por una increíble mezcolanza de argumentos, lleno de errores (en una ocasión, la 

defensa ofreció a título de nueva prueba la traducción al francés de un documento que ya había sido 

presentado por la acusación, en dos ocasiones leyó erróneamente los documentos en que se basaba, 

etcétera), y la falta de atención que demostraba contrastó muy vivamente con el hecho de que 

intercalara, cuidadosamente, observaciones que forzosamente tenían que ofender al tribunal: la 

muerte por gas era un «asunto médico»; un tribunal judío no podía juzgar sobre el destino de los 

niños de Lidice, ya que no eran judíos; las normas procesales israelitas infringían lo dispuesto en las 

europeas —a las que Eichmann tenía derecho, debido a su origen nacional—, por cuanto exigían 

que el acusado proporcionara sus propios medios de prueba, lo cual este no pudo hacer porque en 

Israel carecía de medios para conseguir testigos ni documentos en su descargo. En resumen, el 

proceso había sido injusto, y la sentencia también. 

El procedimiento de apelación duró una semana; después, el tribunal deliberó durante dos meses. 

El día 29 de mayo de 1962, se leyó la sentencia, que fue algo menos voluminosa que la anterior, ya 

que constaba de cincuenta y una páginas, tamaño folio, escritas a un solo espacio. Confirmaba 

tajantemente la sentencia recurrida, en todos sus extremos, y para tal confirmación parece que los 

magistrados no hubieran debido necesitar dos meses y cincuenta y una páginas. La sentencia del 

tribunal de apelación era, en realidad, una revisión del juicio celebrado por el tribunal inferior, aun 

cuando no se manifestaba con tales palabras. En evidente contraste con la sentencia recurrida, se 

estimaba que el recurrente no había recibido «órdenes superiores» en manera alguna. El recurrente 

no tenía superior, y él era quien daba todas las órdenes en cuanto concernía a los asuntos judíos. 

Además, había «eclipsado en importancia a todos sus superiores, incluso a Müller». En contestación 

al obvio argumento de la defensa, según el cual la situación de los judíos no hubiera sido mejor en 

el caso de que Eichmann no hubiera existido, los magistrados afirmaron ahora que «la idea de la 

Solución Final jamás hubiera revestido las infernales formas de la piel desgarrada y la carne 

torturada de los judíos, si no hubiera existido el fanático celo y la insaciable sed de sangre del 

recurrente y sus cómplices». El Tribunal Supremo de Israel no solo aceptó los argumentos de la 

acusación, sino que incluso adoptó sus expresiones. 

El mismo día 29 de mayo, Itzhak Ben-Zvi, presidente de Israel, recibió la petición de clemencia 

de Eichmann, que constaba de cuatro páginas manuscritas, formulada «siguiendo instrucciones de 

mi abogado», junto con cartas de la esposa del condenado y de sus familiares residentes en Linz. El 

presidente de Israel también recibió centenares de cartas y telegramas procedentes de todos los 

rincones del mundo, en solicitud de clemencia. Entre los más destacados remitentes se contaba la 

Conferencia Central de Rabís de América, los representantes del Judaísmo Reformado de dicho 

país, y un grupo de profesores de la Universidad Hebrea de Jerusalén, encabezados por Martin 

Buber, quien desde un principio se había opuesto a la celebración del juicio, y ahora intentaba 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 150 


 


persuadir a Ben Gurión de que interviniera para solicitar asimismo clemencia. Ben-Zvi denegó 

todas las peticiones de clemencia, el día 31 de mayo, es decir, dos días después de que el Tribunal 

Supremo dictara sentencia. Pocas horas después, el mismo día —jueves—, cuando faltaba poco 

para la medianoche, Eichmann fue ahorcado, su cuerpo incinerado y sus cenizas arrojadas al 

Mediterráneo, fuera de las aguas jurisdiccionales israelitas. 

La celeridad con que se ejecutó la pena de muerte fue extraordinaria, incluso si se tiene en cuenta 

que el jueves por la noche era la única ocasión en que podía ejecutarse —en el curso de aquella 

semana—, ya que el viernes, el sábado y el domingo eran fiestas religiosas para una u otra de las 

tres confesiones existentes en Israel. La ejecución se realizó poco menos de dos horas después de 

que Eichmann fuese informado de que su petición de clemencia había sido denegada; el condenado 

ni siquiera tuvo tiempo de ingerir una última comida. La explicación de tal celeridad quizá se en-

cuentre en dos intentos de última hora que el doctor Servatius hizo en orden a salvar la vida de su 

cliente. Se trataba de una solicitud dirigida a un tribunal alemán, a fin de que obligara al gobierno a 

solicitar la extradición de Eichmann, y de una amenaza de invocar el artículo 25 del Convenio para 

la Protección de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales. Tanto el doctor Servatius 

como su ayudante no se hallaban en Israel cuando la petición de clemencia fue denegada, y el 

gobierno israelita probablemente quería terminar el caso, que había durado dos años, antes de que la 

defensa pudiera siquiera solicitar un aplazamiento de la ejecución. 

La sentencia de muerte no fue inesperada, y casi nadie estaba en desacuerdo con ella; pero la 

situación cambió cuando se supo que los israelitas la habían ejecutado. Las protestas duraron poco, 

pero procedían de orígenes muy diversos y fueron formuladas por personas de prestigio e 

influencia. El argumento más comúnmente empleado fue que los hechos de Eichmann difícilmente 

podían ser objeto de castigo humano, y que carecía de sentido imponer la pena de muerte por delitos 

de tal magnitud, lo cual era desde luego verdad, en cierto sentido, salvo en cuanto no podía implicar 

que aquel que había asesinado a millones de seres humanos debiera escapar al castigo precisamente 

por esto. En esferas de importancia considerablemente inferior, se dijo que la pena de muerte 

demostraba «falta de imaginación», y se propusieron alternativas muy imaginativas. Así vemos que 

se propuso que Eichmann «pasara el resto de sus días dedicado a trabajos forzados en las áridas 

extensiones del Néguev, contribuyendo con su sudor a dar vida a las tierras de la patria de los 

judíos», castigo este al que Eichmann posiblemente no hubiera podido sobrevivir más de un día, sin 

olvidar que Israel no considera que el desierto del sur pueda convertirse en una colonia 

penitenciaria. En un estilo muy a lo Madison Avenue, se dijo que Israel se hubiera elevado a «cimas 

divinas», superiores a «comprensibles consideraciones humanas, políticas y jurídicas», si hubiera 

reunido «a todos los que habían intervenido en la captura, juicio y sentencia de Eichmann, para que 

en el curso de una ceremonia pública ante las cámaras de la televisión y los micrófonos de las 

emisoras de radio, Eichmann, encadenado, les condecorase por ser los más destacados héroes del 

presente siglo». 

Martin Buber calificó la ejecución de «error de dimensiones históricas», ya que «serviría para 

que muchos jóvenes alemanes expíen sus sentimientos de culpabilidad». Argumento este que, rara 

circunstancia, constituía un eco de las ideas que el propio Eichmann tenía sobre el asunto, aunque 

Buber probablemente ignoraba que Eichmann había querido ahorcarse públicamente, a fin de quitar 

la carga de culpabilidad que pesaba sobre los hombros de los jóvenes alemanes. (Es raro que Buber, 

hombre eminente y de gran inteligencia, no viera cuán falsos eran, forzosamente, estos tan 

pregonados sentimientos de culpabilidad. Es muy agradable sentirse culpable cuando uno sabe que 

no ha hecho nada malo. Sí, es muy noble... Sin embargo, es muy duro, y ciertamente deprimente, 

reconocer la propia culpa y arrepentirse. La juventud alemana vive rodeada, por todas partes, de 

hombres investidos de autoridad y en el desempeño de cargos públicos que son, en verdad, muy 

culpables, pero que no sienten que lo sean. La reacción normal ante dicha situación debiera ser la de 

la indignación, pero la indignación comporta riesgos, no riesgos de perder la vida o de quedar 

mutilado, pero sí de crearse obstáculos en el desarrollo de una carrera cualquiera. Esos jóvenes 

alemanes, hombres y mujeres, que de vez en cuando —en ocasiones tales como la publicación del 

Diario de Ana Frank o el proceso de Eichmann— nos dan el espectáculo de histéricos ataques de 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 151 


 


sentimientos de culpabilidad, llevan sin inmutarse la carga del pasado, la carga de la culpa de sus 

padres. En realidad, parece que no pretendan más que huir de las presiones de los problemas 

absolutamente presentes y actuales, y refugiarse en un sentimentalismo barato.) El profesor Buber 

prosiguió diciendo que «en modo alguno sentía piedad hacia Eichmann», ya que únicamente podía 

sentir piedad hacia «aquellos cuyos actos comprendo, en el fondo de mi corazón», y subrayó que 

había dicho, muchos años atrás, en Alemania, que él «tan solo desde un punto de vista formal tenía 

sentimiento de comunidad humana con quienes tomaron parte en las actividades del Tercer Reich». 

Esta altanera actitud constituía un lujo que los encargados de juzgar a Eichmann no podían 

permitirse, puesto que la ley presupone precisamente que existe una comunidad en lo humano con 

aquellos a quienes acusamos, juzgamos y condenamos. Que yo sepa, Buber fue el único filósofo 

que manifestó públicamente sus opiniones sobre la cuestión de la ejecución de Eichmann (poco 

antes de que se iniciara el procedimiento judicial para juzgar a Eichmann, Karl Jaspers concedió 

una entrevista a la radio de Basilea que más tarde fue publicada en Der Monat, en la cual dio 

argumentos en apoyo la pretensión de que Eichmann fuera juzgado por un tribunal internacional). 

Fue lamentable comprobar cómo Buber intentaba soslayar, siempre en el más alto nivel posible, el 

problema esencial planteado por Eichmann y los actos por él ejecutados. 

Menos aún se oyeron las voces de aquellos que son adversarios de la pena de muerte, por 

principio, de un modo incondicional. Sus argumentos no hubieran perdido validez, ya que no 

hubieran tenido que modificarlos a fin de adaptarlos al caso particular de Eichmann. Sin embargo, 

parece que consideraron —probablemente con razón— que el caso de Eichmann no era el más 

adecuado para proseguir la lucha contra la pena de muerte. 

Adolf Eichmann se dirigió al patíbulo con gran dignidad. Antes, había solicitado una botella de 

vino tinto, de la que se bebió la mitad. Rechazó los auxilios que le ofreció un ministro protestante, 

el reverendo William Hull, quien le propuso leer la Biblia, los dos juntos. A Eichmann le quedaban 

únicamente dos horas de vida, por lo que no podía «perder el tiempo». Calmo y erguido, con las 

manos atadas a la espalda, anduvo los cincuenta metros que mediaban entre su celda y la cámara de 

ejecución. Cuando los celadores le ataron las piernas a la altura de los tobillos y las rodillas, 

Eichmann les pidió que aflojaran la presión de las ataduras, a fin de poder mantener el cuerpo 

erguido. Cuando le ofrecieron la negra caperuza, la rechazó diciendo: «Yo no necesito eso». En 

aquellos instantes, Eichmann era totalmente dueño de sí mismo, más que eso, estaba perfectamente 

centrado en su verdadera personalidad. Nada puede demostrar de modo más convincente esta última 

afirmación cual la grotesca estupidez de sus últimas palabras. Comenzó sentando con énfasis que él 

era un Gottgläubiger, término usual entre los nazis indicativo de que no era cristiano y de que no 

creía en la vida sobrenatural tras la muerte. Luego, prosiguió: «Dentro de muy poco, caballeros, 

volveremos a encontrarnos. Tal es el destino de todos los hombres. ¡Viva Alemania! ¡Viva 

Argentina! ¡Viva Austria! Nunca las olvidaré». Incluso ante la muerte, Eichmann encontró el cliché 

propio de la oratoria fúnebre. En el patíbulo, su memoria le jugó una última mala pasada; Eichmann 

se sintió «estimulado», y olvidó que se trataba de su propio entierro. 

Fue como si en aquellos últimos minutos resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos 

ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se 

sienten impotentes. 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 152 


 


 


 


 


 


EPÍLOGO 


 


 


as irregularidades y anomalías del proceso de Jerusalén fueron tantas, tan diversas y de tal 

complejidad jurídica, que oscurecieron durante el procedimiento, al igual que han hecho en 

los textos, sorprendentemente escasos, publicados tras el juicio, los centrales problemas 

morales, políticos e incluso legales, que el proceso inevitablemente tenía que plantear. El propio 

Estado de Israel, a través de las declaraciones formuladas antes del juicio por el primer ministro 

Ben Gurión, y también mediante el modo en que el fiscal formuló la acusación, creó una mayor 

confusión al formar una larga lista de las finalidades que el proceso debía alcanzar, todas las cuales 

se hallaban más allá de las finalidades propias de la aplicación de la ley mediante el procedimiento 

legal. La finalidad de todo proceso es hacer justicia, y nada más. Incluso los más nobles propósitos 

ulteriores —«registrar un testimonio del régimen de Hitler que pueda resistir el análisis histórico en 

el futuro», que Robert G. Storey, asesor procesal en Nuremberg, dijo que era la supuesta finalidad 

superior de los juicios de Nuremberg—únicamente pueden servir para obstaculizar la finalidad 

jurídica principal, a saber, sopesar las acusaciones dirigidas contra el procesado, juzgar y aplicar el 

castigo conmensurado. 

La sentencia dictada en el caso de Eichmann, cuyas dos primeras secciones fueron redactadas 

para dar respuesta a la teoría de la finalidad superior, tal como se expuso dentro y fuera de la sala de 

justicia, no pudo ser más clara y más ajustada a la realidad: era preciso resistir todo intento de 

ampliar el alcance del juicio, ya que el tribunal no podía «permitir ser arrastrado a terrenos que caen 

fuera de la esfera que le es propia... El procedimiento judicial está dotado de medios 

específicamente suyos, establecidos por la ley, e invariables sea cual fuere el objeto del juicio». 

Además, el tribunal no podía rebasar estos límites sin exponerse a «un fracaso total». El tribunal no 

solo no tenía a su disposición «los instrumentos precisos para investigar las cuestiones de orden 

general», sino que se pronuncia basándose en una autoridad cuya fuerza está en función de sus 

limitaciones. «Nadie nos ha nombrado jueces» en materias que se encuentran fuera de la esfera del 

derecho, y «a nuestra opinión en tales materias no se le puede conceder más autoridad que a la de 

cualquier persona que haya dedicado su pensamiento y sus tareas de investigación» a ellas. De ahí 

que la pregunta más comúnmente formulada acerca del proceso de Eichmann —¿para qué sirvió?— 

tan solo tiene una respuesta: para hacer justicia. 

Las objeciones formuladas contra el proceso de Eichmann eran de tres distintas clases. En primer 

lugar, estaban aquellas que fueron formuladas con respecto a los procesos de Nuremberg, y que 

fueron repetidas con referencia al de Eichmann. Eichmann era juzgado según una ley de carácter 

retroactivo, y sus juzgadores eran los vencedores. En segundo lugar, estaban las objeciones que 

únicamente cabía aplicar al tribunal de Jerusalén, por cuanto ponían en tela de juicio su 

competencia, así como el que no tomara en cuenta el hecho del rapto de Eichmann. Finalmente, y 

estas eran las más importantes, estaban las objeciones contra la acusación en sí misma, según las 

cuales Eichmann había cometido crímenes «contra la humanidad», antes que «crímenes contra los 

judíos», por lo que dichas objeciones quedaban a fin de cuentas dirigidas contra la ley que se aplicó 

a Eichmann. Como es natural, de esta argumentación resulta que el único tribunal competente para 

juzgar estos delitos era un tribunal internacional. 

La réplica del tribunal al primer grupo de objeciones fue muy sencilla. El proceso de Nuremberg 

fue citado en Jerusalén como precedente válido, y, en la aplicación de la ley interna de Israel, los 

magistrados de Jerusalén difícilmente podían haber dejado de hacerlo, ya que la Ley (de Castigo) de 

Nazis y Colaboradores Nazis de 1950 estaba basada en dicho precedente. La sentencia afirmaba: 

«Estas normas jurídicas especiales son distintas de las contenidas en los códigos penales comunes», 




Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 153 


 


y la razón diferencial radica en la naturaleza de los delitos de que trata. Podemos añadir que su 

carácter retroactivo quebranta únicamente desde el punto de vista formal, pero no material, el 

principio nullum crimen, nulla poena sine lege, ya que este se proyecta tan solo sobre actos 

conocidos por el legislador. Si un delito desconocido hasta el momento, tal como el genocidio, hace 

súbitamente su aparición, la justicia exige que sea juzgado de acuerdo con una ley nueva. En el caso 

de Nuremberg, esta nueva ley era la Carta (Acuerdo de Londres, de 1945), en el caso de Jerusalén, 

la nueva ley era la de 1950. El problema no consiste en que dichas leyes fueran retroactivas, que 

forzosamente tenían que serlo, sino en determinar si eran pertinentes, es decir, si únicamente 

trataban de delitos anteriormente desconocidos. Este requisito previo, necesario para la 

retroactividad, fue gravemente incumplido en la Carta que previó la formación de un Tribunal 

Internacional Militar, en Nuremberg, y quizá a ello se deba que las discusiones sobre estas materias 

sigan siendo un tanto confusas. 

La Carta acordó competencia de jurisdicción sobre tres clases de delitos: los «delitos contra la 

paz», que el tribunal calificó de «supremo delito internacional... por cuanto contiene en sí el mal 

acumulado en todos los demás»; los «delitos de guerra», y los «delitos contra la humanidad». De 

estos, únicamente los últimos, los delitos contra la humanidad, eran nuevos y sin precedentes. La 

guerra de agresión es tan vieja como la historia y, si bien había sido denunciada como guerra 

«criminal» infinidad de veces, jamás fue calificada de tal modo con los debidos formalismos. 

(Todas las actuales justificaciones de la jurisdicción del tribunal de Nuremberg sobre tal materia 

carecen de adecuada base. Cierto es que Guillermo II fue citado ante un tribunal formado por los 

aliados al término de la Primera Guerra Mundial, pero el delito de que se acusaba al káiser no era el 

de haber emprendido la guerra, sino el de haber incumplido los tratados por él firmados, y, 

especialmente, el de haber violado la neutralidad de Bélgica. También es cierto que el pacto Brian-

Kellogg, de agosto de 1928, había prohibido la guerra como instrumento de política nacional, pero 

este pacto no contenía un criterio definitorio de la agresión, ni tampoco hacía mención de las 

correspondientes sanciones. Tampoco debemos olvidar que el sistema de seguridad que el pacto en 

cuestión pretendía amparar se había desmoronado antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial.) 

Además, uno de los países juzgadores, a saber, Rusia, podía muy bien ser el sujeto pasivo de la 

argumentación tu-quoque . ¿Acaso no habían los rusos, en 1939, atacado Finlandia y dividido 

Polonia, con absoluta impunidad? Por otra parte, los «crímenes de guerra», que tenían tantos 

precedentes como los «crímenes contra la paz», estaban previstos por las normas del Derecho 

Internacional de Guerra. Las convenciones de La Haya y de Ginebra habían definido ya estas 

«violaciones de las leyes y costumbres de guerra»,que consistían principalmente en los malos tratos 

dados a los prisioneros, o en la comisión de actos bélicos contra la población civil. En este aspecto, 

no hacía falta una nueva ley con fuerza retroactiva, y la principal dificultad surgida en Nuremberg 

radicaba en el hecho indiscutible de que también en este caso se podía emplear el argumento tu-

quoque: Rusia, que no había firmado la Convención de La Haya (Italia no lo ratificó), había 

despertado fuertes sospechas, por lo menos, de infligir malos tratos a sus prisioneros, y, según 

recientes investigaciones, los rusos parecen también haber sido responsables del asesinato de quince 

mil oficiales del ejército polaco, cuyos cuerpos fueron descubiertos en el bosque de Katín, situado 

en las cercanías de Smoliensk (Rusia). Pero, además, el bombardeo intensivo de ciudades abiertas, 

y, sobre todo, el lanzamiento de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, constituyeron 

crímenes de guerra, según las definiciones de la Convención de La Haya. Y si bien es cierto que el 

bombardeo de ciudades alemanas había sido provocado por los bombardeos de Londres, Coventry y 

Rotterdam, también es cierto que no cabe decir lo mismo con respecto al empleo de un arma 

enteramente nueva y de avasalladora potencia, cuya existencia hubiera debido ser anunciada y 

demostrada por otros medios. Evidentemente, la más clara razón en cuya virtud las violaciones de la 

Convención de La Haya cometidas por los aliados no fueron ni siquiera estudiadas desde un punto 

de vista jurídico estribaba en que los tribunales internacionales militares solo eran internacionales 

en su denominación, y que, en realidad, fueron tribunales formados por los poderes vencedores. Y 

la autoridad de sus sentencias, siempre dudosa, no quedó precisamente reforzada cuando la 

coalición de los poderes que habían ganado la guerra, y que, luego, emprendieron conjuntamente la 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 154 


 


tarea de hacer justicia, se rompió, dicho sea en las palabras de Otto Kirchheimer, «antes de que se 

secara la tinta de la sentencia de Nuremberg». Pero esta tan clara razón no es la única, ni tampoco, 

quizá, la más poderosa, de que no se hablara, ni se iniciara procedimiento, acerca de crímenes de 

guerra de los aliados, en el sentido en que dichos quedaron delitos formulados en la Convención de 

La Haya. En aras de la equidad, debemos añadir que el tribunal de Nuremberg fue, por lo menos, 

extremadamente cauteloso en el momento de condenar a los acusados alemanes de delitos que 

pudieran suscitar el empleo del argumento tu-quoque. La verdad es que, al término de la Segunda 

Guerra Mundial, era de dominio público que los avances técnicos en materia de instrumentos de 

violencia habían hecho inevitable la adopción de las guerras «criminales». Las distinciones entre 

soldados y civiles, ejército y población civil, objetivos militares y ciudades abiertas, en las que la 

Convención de La Haya basaba las definiciones de crímenes de guerra, habían quedado anticuadas 

por causa de aquellos adelantos. En consecuencia, se consideró que, en las presentes circunstancias, 

crímenes de guerra eran solamente aquellos ajenos a todo género de necesidades militares, en los 

que cabía demostrar la existencia de un deliberado ánimo de actuación inhumana. 

Este factor de gratuita brutalidad fue útil y válido criterio para determinar, vistas las 

circunstancias, la existencia de delitos de guerra. Desgraciadamente, y pese a no ser válido al 

respecto, este mismo criterio se empleó en las vacilantes definiciones del único delito totalmente 

nuevo, es decir, del «delito contra la humanidad», que la Carta (en su artículo 6-c) definiría como 

«acto inhumano», como si también este delito constituyera un exceso criminal en la lucha bélica en 

pos de la victoria. Sin embargo, no fue este tipo de conocido delito lo que impulsó a los aliados a 

declarar, por voz de Churchill, que «el castigo de los criminales de guerra fue una de las principales 

finalidades de nuestra guerra», sino, al contrario, el hecho de que a su conocimiento llegaran 

noticias de inauditas atrocidades, de aniquilamiento de pueblos enteros, de «eliminación» de la 

población nativa en extensas regiones, es decir, no solo de delitos que «las necesidades militares en 

modo alguno pueden justificar», sino de delitos materialmente independientes de la guerra, que 

indicaban la existencia de una política de sistemático asesinato que continuaría en tiempo de paz. 

Este tipo de delito no estaba previsto por las normas internacionales ni tampoco por las leyes 

internas, y, además, era el único delito que no podía suscitar el empleo de la réplica tu-quoque. Pese 

a ello, no hubo ningún otro delito ante el que los jueces de Nuremberg se sintieran tan inseguros, y 

que dejaran en una mayor y más tentadora ambigüedad conceptual. Es totalmente cierto que —en 

las palabras del juez francés de Nuremberg, Donnedieu de Vabres, a quien debemos uno de los 

mejores estudios analíticos del proceso, titulado Le Procés de Nuremberg (1947)— «la categoría de 

delitos contra la humanidad, que la Carta dejó entrar en sus disposiciones por una puerta harto 

estrecha, se evaporó en virtud de la sentencia dictada por el tribunal». Sin embargo, los juzgadores 

fueron tan poco coherentes como la propia Carta, por cuanto si bien prefirieron condenar, como 

dice Kirchheimer, «por la acusación de delito de guerra, que abarcaba todos los tradicionales tipos 

de delitos comunes, y quitaron cuanta importancia pudieron a las acusaciones de delitos contra la 

humanidad», también es cierto que a la hora de dictar sentencia revelaron su verdadera forma de 

pensar al imponer el más severo castigo, la pena de muerte, únicamente a aquellos que resultaron 

culpables de atrocidades absolutamente anormales que, en realidad, constituían crímenes contra la 

humanidad, o, como el fiscal francés, François de Menthon, los calificó, con mayor precisión, 

«crímenes contra la condición humana». La idea de que la guerra de agresión era «el supremo delito 

internacional» fue tácitamente abandonada cuando unos cuantos hombres, que no fueron declarados 

culpables de «conspiración contra la paz», quedaron condenados a muerte. 

Para justificar el proceso de Eichmann, se ha sostenido a menudo que, pese a que el mayor delito 

cometido durante la guerra fue aquel del que resultaron víctimas los judíos, estos representaron 

simplemente el papel de espectadores en el juicio de Nuremberg, y, en cambio, en el proceso de 

Jerusalén, tal como decía la sentencia, la catástrofe judía, por primera vez «ocupó el lugar central de 

un procedimiento judicial, y este hecho es el que distingue el presente procedimiento de cuantos le 

han precedido», en Nuremberg o en cualquier otro lugar. Pero esto es, en el mejor de los casos, tan 

solo una media verdad o una verdad a medias. Fue precisamente la catástrofe judía la que impulsó a 

los aliados a pensar, por vez primera, en el tipo de «delito contra la humanidad», debido a que, tal 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 155 


 


como Julius Stone escribió en Legal Controls of International Conflict (1954), «el asesinato masivo 

de los judíos, caso de que fueran de nacionalidad alemana, únicamente podía ser perseguido bajo la 

acusación de lesa humanidad». Y lo que impidió al tribunal de Nuremberg hacer plena justicia, en 

referencia a dicho delito, no fue el que las víctimas pertenecieran a la raza judía, sino el que la Carta 

exigía que este delito, cuya comisión tan poca relación guardaba con la guerra que incluso llegó a 

obstaculizarla, estuviera relacionado con otros delitos. La profunda percepción que los jueces de 

Nuremberg tuvieron del bárbaro atentado perpetrado contra los judíos quizá pueda calibrarse del 

modo más justo considerando que el único acusado que fue condenado a muerte solamente bajo la 

acusación de delito contra la humanidad, fue Julius Streicher, especializado en las obscenidades 

antijudías. En este caso, los jueces prescindieron de toda otra consideración. 

Lo que distinguió al proceso de Jerusalén de cuantos le precedieron no fue el hecho de que el 

pueblo judío ocupara en él el lugar central. Contrariamente, en este aspecto, el proceso de Jerusalén 

se asemejaba a los juicios de posguerra celebrados en Polonia, Hungría, Yugoslavia, Grecia, la 

Unión Soviética y Francia; en resumen, a los de todos los países anteriormente ocupados por los 

alemanes. El Tribunal Internacional Militar de Nuremberg fue constituido para juzgar a los 

criminales de guerra cuyos delitos no podían ser localizados en un determinado territorio, y los 

demás presuntos delincuentes fueron entregados a los países en que habían cometido sus delitos. 

Únicamente los «principales criminales de guerra» habían actuado sin delimitaciones territoriales, y 

Eichmann no era uno de ellos. (Esto —y no, como se ha sostenido a menudo, su desaparición— 

constituyó la causa de que no fuera acusado en Nuremberg; por ejemplo, Martin Bormann fue 

acusado, juzgado y condenado a muerte, in absentia.) Si las actividades de Eichmann abarcaron la 

totalidad de la Europa ocupada ello no se debió a que fuese un hombre tan importante que pudiera 

prescindir de los límites territoriales, sino a que iba anejo a la naturaleza de su trabajo, es decir, la 

detención y deportación de todos los judíos, por lo que él y sus hombres se veían obligados a viajar 

por todo el continente. La dispersión territorial de los judíos hizo que el delito contra ellos dirigido 

tuviera carácter «internacional», en el sentido formalista y técnico de la Carta. Cuando los judíos 

tuvieron su propio territorio, el del Estado de Israel, adquirieron, a todas luces, tanto derecho a 

juzgar los delitos contra su pueblo cometidos, como los polacos tenían para juzgar los delitos 

cometidos en Polonia. Todas las objeciones al proceso de Jerusalén basadas en el principio de 

competencia de jurisdicción territorial fueron extremadamente legalistas, y pese a que el tribunal 

dedicó bastantes sesiones a estudiar estas objeciones, la verdad es que carecían de trascendencia. No 

cabía la menor duda de que los judíos habían sido asesinados qua judíos, abstracción hecha de la 

nacionalidad que tuvieran en el momento de decretarse su muerte, y aun cuando es cierto que los 

nazis mataron a muchos judíos que decidieron negar su origen étnico, y que quizá hubieran 

preferido ser asesinados en calidad de franceses o de alemanes, en estos casos bastaba para poder 

hacer justicia tomar en cuenta la intencionalidad y el ánimo de los criminales. 

A mi parecer, igualmente infundado era el todavía más difundido argumento basado en la posible 

parcialidad de los juzgadores judíos, según el cual estos, especialmente cuando tenían la ciudadanía 

de Israel, eran jueces y parte al mismo tiempo. Resulta difícil advertir en qué se diferenciaban, 

desde este punto de vista, los juzgadores judíos de sus colegas que actuaron en los otros juicios 

nacionales, en que jueces polacos dictaron sentencia sobre delitos cometidos contra el pueblo 

polaco, o en que jueces checos juzgaron hechos delictuosos cometidos en Praga o Bratislava. (En el 

último de sus artículos publicados en el Saturday Evening Post, el fiscal Hausner echó, sin querer, 

más leña al fuego de este argumento; dijo que la acusación comprendió enseguida que Eichmann no 

podía ser defendido por un abogado israelita, porque si así fuera se produciría un conflicto entre los 

«deberes profesionales» y las «emociones patrióticas» del defensor. Pues bien, tal conflicto 

constituía la mismísima esencia de las objeciones en contra de los juzgadores judíos, y el argumento 

de Hausner en defensa de estos, según el cual el juzgador puede odiar el delito y, al mismo tiempo, 

ser justo con el delincuente, es también de aplicar al abogado defensor, ya que el jurista que 

defiende a un asesino no defiende el asesinato. La verdad es que ciertas presiones ejercidas en el 

ámbito externo a la sala de justicia no hicieron aconsejable, valga el eufemismo, que un ciudadano 

israelita asumiera la defensa de Eichmann.) Finalmente, el argumento basado en el hecho de que no 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 156 


 


existía un Estado judío en el momento en que el delito fue cometido es tan formalista, tan 

discordante con la realidad y con la exigencia de hacer justicia, que bien podemos dejar que de él se 

ocupen los técnicos en la materia, en el curso de eruditos debates. En interés de la justicia (que 

debemos distinguir del interés por ciertos procedimientos que, aun cuando importantes en sí 

mismos, jamás deben ser objeto de una atención tal que supere la que la justicia merece, ya que esta 

es el fin hacia el que la ley va dirigida), el tribunal de Jerusalén no tenía necesidad alguna, en orden 

a justificar la competencia de su jurisdicción, de invocar el principio de la personalidad pasiva —es 

decir, que las víctimas eran judías, y que solamente Israel podía representarlas—, ni tampoco el 

principio de la universal competencia de jurisdicción, aplicable al caso de Eichmann por ser este 

hostis generis humanis, principio este de aplicación a los acusados de actos de piratería. Ambas 

teorías, extensamente discutidas dentro y fuera de la sala de justicia de Jerusalén, no sirvieron más 

que para oscurecer los verdaderos problemas que el juicio planteaba, y desdibujar las evidentes 

semejanzas existentes entre el proceso de Jerusalén y aquellos que le precedieron en otros países en 

los que se había promulgado igualmente una legislación de carácter especial para el castigo de los 

nazis y sus colaboradores. 

El principio de la personalidad pasiva, que en Jerusalén se basó en la ilustrada opinión de P. N. 

Drost, expuesta en Crime of State (1959), según el cual, en ciertas circunstancias, «el forum patriae 

victimae puede ser el competente para juzgar los hechos», comporta, desgraciadamente, que el 

procedimiento penal sea promovido por el Estado en representación de las víctimas, a las que se 

concede un presunto derecho de venganza. Esta fue la tesitura adoptada por el fiscal Hausner, quien 

comenzó su discurso inicial con las siguientes palabras: «Ante vosotros comparezco, jueces de 

Israel que formáis esta sala, para acusar a Adolf Eichmann, pero no comparezco solo. Aquí, en este 

momento, a mi lado, hay seis millones de acusadores. Pero no, no pueden levantarse e indicar con el 

dedo de la acusación esta cabina de cristal, ni gritar un J'accuse dirigido al hombre que la ocupa... 

Su sangre dama justicia al cielo, pero sus voces no pueden hacerse oír. Por esto, en mi persona 

recae el deber de ser su portavoz, y de pronunciar la terrible acusación en su nombre». Con tal 

vestimenta retórica expresó la acusación el principal argumento que se esgrimía en contra de la 

celebración del juicio, es decir, que se había iniciado, no para satisfacer las exigencias de la justicia, 

sino para colmar el deseo de venganza de las víctimas, deseo quizá legítimo. Por lo general, los 

procedimientos penales que son iniciados de oficio, es decir, obligatoriamente, incluso cuando la 

víctima prefiere perdonar y olvidar, se basan en disposiciones legales que, dicho sea con las 

palabras empleadas por Telford Taylor en el New York Times Magazine, están inspiradas en el 

principio de que «el delito no se comete solamente contra la víctima, sino primordialmente contra la 

comunidad cuya ley viola». El delincuente es sometido a la acción de la justicia porque sus actos 

han constituido una perturbación de la vida comunitaria globalmente considerada, poniéndola en 

grave peligro, y no porque, como ocurre en los procedimientos civiles, los haya cometido contra 

individuos que tienen derecho a la pertinente reparación. La reparación, en el ámbito de la 

legislación penal, tiene distinta naturaleza; es el mismísimo cuerpo político quien necesita la 

«reparación», y es el orden público general lo que ha sido perturbado y debe ser restablecido. En 

otras palabras, debe prevalecer la ley antes que el individuo perjudicado. 

Todavía menos justificada que los intentos de la acusación de basarse en el principio de la 

personalidad pasiva, fue la tendencia del tribunal a reclamar la competencia en nombre de la 

jurisdicción universal, por cuanto esto estaba en flagrante contradicción con la ley que se aplicó a 

Eichmann, así como con los motivos del juicio. Se dijo que cabía aplicar el principio de jurisdicción 

universal debido a que los delitos contra la humanidad eran semejantes al viejo delito de piratería, 

ya que quienes cometen aquellos pasan a ser, cual el pirata en el tradicional derecho de gentes, 

hostis humani generis. Sin embargo, Eichmann fue principalmente acusado de delitos contra el 

pueblo judío, y su captura, que el principio de la jurisdicción universal debía justificar, no fue 

motivada por el hecho de que también hubiera cometido delitos contra la humanidad, sino, 

exclusivamente, por su papel en la Solución Final del problema judío. 

Sin embargo, incluso en el caso de que Israel hubiera raptado a Eichmann única y 

exclusivamente porque era hostis humani generis, y no porque era hostis Judaeorum, hubiera sido 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 157 


 


difícil justificar jurídicamente su detención. La suspensión de la aplicación del principio territorial 

en el caso del pirata —lo cual, a falta de un código penal internacional, constituye el único principio 

válido— se aplica no porque aquel sea un enemigo común y, en consecuencia, pueda ser juzgado 

por cuantos forman la comunidad de las naciones, es decir, por todos, sino porque comete su delito 

en alta mar, y esta no está sometida a particulares jurisdicciones. Además, el pirata, «que desafía 

toda ley, y no obedece a bandera alguna» (H. Zeisel, Britannica Book of the Year, 1962), hace, por 

definición, la guerra por su propia cuenta; es un forajido porque ha querido situarse fuera de toda 

organización política, y, por esta razón, se convierte en el «enemigo de todos, por igual». Sin duda 

alguna no habrá quien sostenga que Eichmann trabajaba por su propia cuenta, ni que no reconocía 

bandera alguna. En este aspecto, la teoría de la piratería solamente sirvió para soslayar uno de los 

problemas fundamentales planteados por los delitos como el de Eichmann, a saber, que fueron 

cometidos, y únicamente podían ser cometidos, bajo el imperio de un ordenamiento jurídico 

criminal y por un Estado criminal. 

La analogía entre piratería y genocidio no es nueva. Por ello resulta importante señalar que la 

Convención sobre Genocidio, cuyas resoluciones fueron adoptadas por la Asamblea General de las 

Naciones Unidas, el 9 de diciembre de 1948, rechaza expresamente el principio de jurisdicción 

universal, y en su lugar establece que «las personas acusadas de genocidio... serán juzgadas por los 

tribunales competentes de los estados en cuyos territorios hubiesen sido cometidos los actos, o por 

el tribunal penal internacional que sobre ellos tenga competencia de jurisdicción». Según esta 

Convención, de la que el Estado de Israel es signatario, el tribunal de Jerusalén hubiera debido 

procurar la formación de un tribunal internacional o bien volver a formular el principio territorial de 

tal manera que la competencia recayera en Israel. Ambas alternativas se hallaban dentro de la esfera 

de lo posible y en el ámbito de la competencia del tribunal. La posibilidad de establecer un tribunal 

internacional fue perentoriamente rechazada por los juzgadores, en méritos de razones que 

estudiaremos más adelante, pero la razón por la que no se intentó hallar una pertinente nueva 

formulación del principio territorial —y al final los juzgadores se atribuyeron la competencia de 

jurisdicción en virtud de los tres principios, a saber, el territorial, el de la personalidad pasiva y el de 

la jurisdicción universal, como si por el hecho de sumar tres principios jurídicos enteramente 

distintos pudieran obtener un resultado nuevo y valedero— estaba estrechamente relacionada con la 

extremada renuencia de todas las partes interesadas a actuar sin el amparo de los precedentes y a 

abrir nuevos caminos. Israel hubiera podido fácilmente reclamar la jurisdicción en virtud del 

principio territorial, con solo explicar que el concepto de «territorio», en el contexto legal, es de 

carácter político y jurídico, y no meramente geográfico. Primordialmente, no está tan relacionado 

con una porción de tierra como con un cierto espacio que media entre los individuos que forman un 

grupo cuyos miembros están unidos entre sí, y al mismo tiempo recíprocamente separados y 

amparados, por relaciones de todo género, basadas en la comunidad de idioma, religión, historia, 

costumbres y leyes. Tales relaciones se manifiestan especialmente en tanto en cuanto, en sí mismas, 

constituyen el espacio en el que los miembros del grupo se tratan y establecen vínculos. El Estado 

de Israel jamás hubiera nacido si los judíos no hubieran creado y mantenido su propio espacio 

específico «intermedio», en el decurso de muchos siglos de dispersión, es decir, antes de que 

regresaran a su antigua tierra. Sin embargo, el tribunal no se enfrentó con la necesidad de actuar sin 

precedentes, ni siquiera ante la naturaleza sin precedentes del origen del Estado de Israel, que 

ciertamente podían comprender muy bien, intelectualmente y afectivamente. Por el contrario, los 

juzgadores enterraron el procedimiento jurídico bajo un alud de precedentes —durante las sesiones 

de la primera semana, es decir, las primeras cincuenta y tres secciones—, muchos de los cuales 

parecían, por lo menos al lego, complicados sofismas. 

En realidad, el proceso de Eichmann fue, ni más ni menos, el último de los procesos secuela de 

los de Nuremberg. Y el auto de procesamiento contenía, muy pertinentemente, en un apéndice, la 

interpretación oficial de la ley de 1950, efectuada por Pinhas Rosen, a la sazón ministro de Justicia, 

que no podía ser más clara e inequívoca: «Mientras otros pueblos promulgaran la legislación 

pertinente para el castigo de los nazis y sus colaboradores, poco después de la guerra, y algunos 

incluso antes, el pueblo judío... careció de autoridad política para someter a la acción de la justicia a 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 158 


 


los criminales nazis y a quienes con ellos colaboraron, hasta la constitución del Estado de Israel». 

De ahí que el proceso de Eichmann se diferenciara de los restantes procesos secuela en tan solo un 

aspecto: el acusado no fue legalmente detenido y trasladado, en méritos de extradición, al Estado de 

Israel, sino que, al contrario, se cometió una flagrante transgresión de la ley internacional, a fin de 

someterle a la acción de la justicia. Ya hemos dicho anteriormente que solo la apatridia de facto de 

Eichmann permitió a Israel efectuar un rapto con los resultados apetecidos, y no es difícil 

comprender que, pese a los innumerables precedentes citados en Jerusalén a fin de justificar dicho 

rapto, el único que verdaderamente era de aplicar al caso, a saber, el de la captura de Berthold 

Jakob, periodista alemán judío, de izquierdas, efectuada en Suiza por agentes de la Gestapo, en 

1935, no fue mencionado. (Los restantes precedentes carecían de pertinencia, debido a que 

invariablemente hacían referencia a fugitivos de la justicia que fueron transportados al lugar de sus 

delitos y puestos a disposición de una autoridad judicial que había dictado una orden de arresto, o 

que, por lo menos, podía dictarla, circunstancias estas que no se daban en Israel.) En lo referente a 

la detención de Eichmann, Israel violó el principio de territorialidad, cuya vigencia deriva del hecho 

de que la tierra está habitada por muchos pueblos y que estos pueblos viven regidos por leyes muy 

distintas, de tal manera que la aplicación de la ley imperante en un territorio más allá de los límites 

de dicho territorio y de los de la validez de dicha ley, provocará automáticamente el conflicto con la 

ley de otro territorio. 

Desgraciadamente, este fue casi el único rasgo sin precedentes en el proceso de Eichmann, y es 

bien cierto que también fue el que menos podía llegar a constituir un precedente aceptable en el 

futuro. (¿Qué diríamos si mañana un Estado africano mandara agentes a Mississippi y raptara a uno 

de los dirigentes segregacionistas de allí? ¿Y qué diríamos si un tribunal de Ghana o del Congo 

citara el caso de Eichmann a modo de precedente?) La justificación del rapto se hallaba en que el 

delito carecía de precedentes, así como en la nueva aparición del Estado soberano de Israel. Ade-

más, se daba la muy calificada circunstancia atenuante de que no había ninguna alternativa, salvo el 

rapto, si se quería someter a Eichmann a la acción de la justicia. Argentina tenía un impresionante 

historial, en cuanto a no conceder la extradición de criminales nazis; incluso si hubiera habido un 

tratado de extradición entre Argentina e Israel, difícilmente se hubiera concedido esta. Tampoco 

hubiera sido de gran utilidad entregar a Eichmann a la policía argentina, a fin de que se acordara la 

extradición a Alemania Occidental, ya que el gobierno de Bonn había solicitado a Argentina, 

anteriormente, la extradición de criminales nazis tan notorios como Karl Klingenfuss y el doctor 

Josef Mengele (este último implicado en los más horrorosos experimentos médicos en Auschwitz, y 

encargado de efectuar las «selecciones» de internados) sin obtener el resultado apetecido. En el caso 

de Eichmann la solicitud de extradición hubiera tenido todavía menos probabilidades de éxito, 

debido a que según la legislación argentina todos los delitos relacionados con la última guerra 

habían prescrito el día 7 de mayo de 1960, en virtud del plazo de quince años establecido al efecto, 

por lo que ni siquiera en estricto cumplimiento de la ley se hubiese podido conceder la extradición 

de Eichmann. En resumen, la legislación vigente no ofrecía ninguna salida, por lo que se impuso el 

rapto. 

Quienes tienen el convencimiento de que hacer justicia, y solamente eso, es la finalidad de la ley, 

seguramente se mostrarán propicios a aceptar el acto del rapto, no en méritos de precedentes, sino, 

al contrario, por constituir un acto desesperado, sin precedentes y sin posibilidad de sentar 

precedentes, exigido por las deficiencias de las leyes internacionales. Desde este punto de vista, 

existía una verdadera y real alternativa al rapto: en vez de capturar a Eichmann y transportarle en 

avión a Israel, los agentes de este país hubieran podido darle muerte, allí y entonces, en las calles de 

Buenos Aires. Esta solución se mencionó a menudo en las discusiones del caso, y, lo cual no deja 

de resultar un tanto extraño, fue fervientemente preconizada por aquellos que más abochornados se 

mostraron por el rapto. La idea no carecía de cierta base, ya que los hechos del caso Eichmann 

estaban fuera de duda, pero quienes la proponían olvidaron que quien se toma la ley por su propia 

mano únicamente prestará un servicio a la justicia si está dispuesto a transformar la situación de tal 

manera que la ley pueda de nuevo entrar en acción a fin de convalidar, aunque sea a título póstumo, 

los actos cometidos por el justiciero privado. Dos recientes precedentes acuden a la memoria, a este 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 159 


 


respecto. En primer lugar está el caso de Shalom Schwartzbard, quien, el 25 de mayo de 1926, en 

París, mató a tiros a Simón Petliuta, antiguo jefe de los ejércitos ucranianos, responsable de los 

pogromos efectuados durante la guerra civil rusa, que alardeaba de haber dado muerte a cien mil 

seres humanos entre 1917 y 1920. Y también estaba el caso del armenio Tehlirian, quien, en 1921, 

en pleno Berlín, disparó, matándole, contra Talaat Bey, el gran asesino de los pogromos de 1915 en 

Armenia, en los que, según las actuales estimaciones, fue asesinada una tercera parte (seiscientos 

mil individuos) de la población armenia de Turquía. Lo importante es que ninguno de estos dos 

vengadores quedó satisfecho con matar a «su» criminal, sino que los dos se entregaron 

inmediatamente a la policía y solicitaron ser juzgados. Los dos se sirvieron del juicio para 

demostrar al mundo, a través del procedimiento judicial, los crímenes que se habían cometido 

contra su pueblo, y que habían quedado impunes. Especialmente en el juicio de Schwartzbard se 

emplearon métodos muy parecidos a los usados en el juicio de Eichmann. Se hizo idéntico esfuerzo 

para presentar abundante documentación demostrativa de los asesinatos, pero en aquel caso fue 

presentada por la defensa (por el Comité des Délégations Juives, presidido por el ya fallecido doctor 

Leo Motzkin, que requirió un año y medio para recopilar los documentos, y, luego, los publicó bajo 

el título Les Pogromes en Ukraine sous les gouvernements ukrainiens 1917-1920, 1927), y el 

acusado y su abogado fueron los portavoces de las víctimas, y ya entonces —dicho sea 

incidentalmente— se refirieron a aquellos judíos que «nunca se defendieron». (Véase el informe de 

Henri Torrés, en su libro Le Procès des Pogromes, 1928.) Los dos acusados fueron absueltos, y en 

ambos casos, se estimó que «su gesto indicaba que su raza había al fin decidido defenderse, olvidar 

su abdicación moral y superar la resignación ante las injurias», tal como dijo con admiración 

Georges Suárez, en el caso de Shalom Schwartzbard. 

Las ventajas de este modo de solucionar el problema de los legalismos que obstaculizan el 

ejercicio de la justicia son evidentes. Cierto es que el juicio adquiere el carácter de juicio-

exhibición, e incluso de simple exhibición, pero su «héroe», el que interpreta el papel principal del 

drama, aquel en quien se centran todas las miradas, es el verdadero héroe, y, al mismo tiempo, la 

naturaleza de verdadero juicio, propia del procedimiento jurídico, queda a salvo por cuanto no es 

«un espectáculo con el final previsto de antemano», ya que en él había un elemento de «irreductible 

riesgo» que, según Kirchheimer, es factor indispensable en los procesos penales. Asimismo, el 

J'accuse, tan indispensable desde el punto de vista de la víctima, suena de un modo mucho más 

convincente en labios de un hombre que se ha visto obligado a tomar la justicia por su mano, que en 

los de un hombre designado por el gobierno, que nada arriesga. Pero, prescindiendo de 

consideraciones de orden práctico, tales como el hecho de que Buenos Aires, en los años sesenta, 

difícilmente podía ofrecer las mismas garantías y la misma publicidad que el París o el Berlín de los 

años veinte, es más que dudoso que esta solución hubiera quedado justificada en el caso de 

Eichmann, y es evidente que hubiera sido totalmente injustificable si los ejecutores hubieran sido 

agentes del gobierno israelita. Lo que más favorecía a Schwartzbard y a Tehlirian era que cada uno 

de ellos pertenecía a un grupo étnico que carecía de un Estado constituido y del consecuente 

ordenamiento legal, y que no había ni un tribunal en todo el mundo ante el que pudieran llevar a los 

hombres a quienes dieron muerte. Schwartzbard, que murió en 1938, más de diez años antes de la 

formación del Estado de Israel, no era un sionista, ni tampoco nacionalista; pero no cabe duda de 

que habría saludado con entusiasmo la creación del Estado de Israel, aunque solo fuera porque ello 

habría dado lugar al establecimiento de tribunales que juzgaran aquellos delitos que él había visto, 

tan a menudo, quedar en la impunidad. Su sentido de la justicia habría quedado satisfecho. Y, ahora, 

cuando leemos la carta que dirigió, desde la cárcel de París, a sus hermanos y hermanas, en 

Odessa —Faites savoir dans les villes et dans les villages de Balta, Proskouro, Tzcherkass, Ouman, 

Jitomir portez-y le message édifiant: la colère juive a tiré sa vengeance! Le sang de l'assassin 

Petlioura, qui a jailli dans la ville mondiale, á Paris... rappellera le crime féroce commis envers le 

pauvre et abandonné peuple juif—, reconocemos inmediatamente, ya que no, quizá, el lenguaje con 

que habló el fiscal Hausner durante el proceso de Eichmann (las palabras de Shalom Schwartzbard 

son infinitamente más dignas y conmovedoras), sí algunos de los sentimientos y pensamientos de 

los judíos de todo el mundo a quienes el proceso de Eichmann forzosamente tuvo que interesar. 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 160 


 


 


 


He hecho hincapié en las semejanzas existentes entre el proceso de Schwartzbard, en 1927, en París, 

y el proceso de Eichmann, en 1961, en Jerusalén, para demostrar cuán poco dispuesto estaba el 

pueblo de Israel, como todo pueblo judío en general, a considerar que los delitos de que Eichmann 

fue acusado carecían de precedentes, cuán difícil era que el pueblo judío reconociera esta ausencia 

de precedentes. Desde el punto de vista de los judíos que pensaran exclusivamente mediante los 

criterios deducidos de la historia de su pueblo, la catástrofe de que fueron víctimas bajo el imperio 

de Hitler, en la que pereció una tercera parte del pueblo judío, no constituía el más nuevo de todos 

los delitos, el delito sin precedentes del genocidio, sino, al contrario, el más antiguo delito del que 

tenían memoria. Esta errónea interpretación, casi inevitable si tenemos en consideración los hechos 

de la historia de los judíos, así como el modo en que los judíos interpretan actualmente su propia 

historia, lo cual tiene mayor importancia, es la verdadera base de las frustraciones y deficiencias del 

proceso de Eichmann en Jerusalén. Ninguna de las personas que en él participaron llegó a alcanzar 

una clara comprensión de los horrores de Auschwitz, que eran de una naturaleza muy distinta a la 

de todos los horrores del pasado, debido a que tanto el fiscal como los juzgadores no los estimaron 

más que como el más horrible pogromo de la historia de los judíos. En consecuencia, creían en la 

existencia de una vinculación directa entre el primerizo antisemitismo del Partido Nazi y las leyes 

raciales de Nuremberg, y entre estas y la expulsión de los judíos del territorio del Reich, y entre 

esta, finalmente, y las cámaras de gas. Sin embargo, política y jurídicamente, se trataba de delitos 

distintos, no solo en cuanto a su gravedad, sino también en cuanto a su naturaleza. 

Las leyes de Nuremberg de 1935 legalizaron la discriminación anteriormente practicada por la 

mayoría alemana contra la minoría judía. Según el derecho internacional, era privilegio de la 

soberana nación alemana declarar minoría nacional a aquella parte de su población que como tal 

considerase, siempre y cuando las leyes rectoras de tal minoría respetaran los derechos y garantías 

establecidas internacionalmente por los tratados sobre minorías. En consecuencia, las 

organizaciones judías internacionales intentaron inmediatamente obtener para su moderna minoría 

en Alemania los mismos derechos y garantías de que gozaban, en virtud de lo acordado en Ginebra, 

las minorías del este y sudeste de Europa. Pero, aun cuando dicha protección no fue acordada, las 

leyes de Nuremberg fueron generalmente consideradas por las restantes naciones como parte del 

derecho interno alemán, por esto un ciudadano alemán no podía contraer «matrimonio mixto» en 

Holanda, por ejemplo. El delito implícito en las leyes de Nuremberg era un delito internacional; 

estas leyes violaban los derechos y libertades nacionales, constitucionales, pero ello no importaba a 

la comunidad de las naciones. Sin embargo, «la emigración forzosa» o la expulsión, que pasó a ser 

instrumento de política nacional a partir de 1938, sí importó a la comunidad internacional, por 

cuanto aquellos que habían sido expulsados aparecían en las fronteras de otros países, que o bien 

quedaban obligados a aceptarlos como huéspedes no invitados, o bien a pasarlos de contrabando a 

otros países igualmente renuentes a aceptarlos. En otras palabras, la expulsión de nacionales 

constituye ya un delito contra la humanidad, si es que por «humanidad» entendemos la comunidad 

de naciones únicamente. Tanto el delito nacional de la discriminación legalizada como el delito 

internacional de la expulsión no carecían de precedentes, incluso en la época contemporánea. La 

discriminación legal había sido practicada en todos los países balcánicos, y la expulsión masiva 

había ocurrido al término de muchas revoluciones. Entonces fue cuando el régimen nazi declaró que 

el pueblo alemán no quería judíos en Alemania, y que, además, deseaba que la totalidad del pueblo 

judío desapareciera de la faz de la tierra, con lo que un nuevo crimen, un crimen contra la 

humanidad —en el sentido de crimen «contra la condición humana» o contra la naturaleza de la 

humanidad—, hizo su aparición en la historia. La expulsión y el genocidio, ambos delitos 

internacionales, deben considerarse aparte. La primera es un delito contra las otras naciones, y el 

segundo es un ataque a la diversidad humana como tal, es decir, a una de las características de la 

«condición humana», sin la cual los términos «humanidad» y «género humano» carecerían de 

sentido. 

Si el tribunal de Jerusalén hubiera comprendido que existen ciertas diferencias entre expulsión, 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 161 


 


genocidio y discriminación, hubiera quedado inmediatamente aclarado que el mayor crimen que 

ante sí tenía, a saber, el exterminio físico del pueblo judío, era un delito contra la humanidad, 

perpetrado en el cuerpo del pueblo judío, y que únicamente la elección de las víctimas, no la 

naturaleza del delito, podía ser consecuencia de la larga historia de antisemitismo y odio hacia los 

judíos. En tanto en cuanto las víctimas eran judíos, resultaba justo y pertinente que los jueces fueran 

judíos; pero, en tanto en cuanto el delito era un delito contra la humanidad, exigía que fuera un 

tribunal internacional el que asumiera la función de hacer justicia. (Que el tribunal de Jerusalén no 

efectuara esta distinción resultó sorprendente, por cuanto había sido hecha ya anteriormente por el 

ministro de Justicia de Israel, el señor Rosen, quien, en 1950, había insistido en «la distinción entre 

esta ley [la de delitos contra el pueblo judío] y la Ley para la Prevención y Castigo del Genocidio», 

que fue debatida pero no votada por el Parlamento israelita. Evidentemente, el tribunal de Jerusalén 

consideró que no tenía derecho alguno a rebasar los límites fijados por la ley interna del Estado, de 

manera que, al no estar el genocidio tipificado por las leyes de Israel, tampoco podía el tribunal 

tomar este delito en consideración.) Entre las numerosas y muy autorizadas voces que formularon 

objeciones a la competencia de jurisdicción del tribunal de Jerusalén, y se mostraron favorables a la 

constitución de un tribunal internacional, tan solo una, la de Karl Jaspers, declaró clara e 

inequívocamente, en una entrevista radiada celebrada antes del inicio del juicio, y posteriormente 

publicada en Der Monat, que «el delito contra los judíos era también un delito contra el género 

humano», y que, «en consecuencia, únicamente un tribunal que represente al género humano puede 

dictar sentencia». Jaspers propuso que el tribunal de Jerusalén, tras haber visto la práctica de las 

pruebas, se inhibiera de dictar sentencia, declarándose incompetente al efecto, debido a que la 

naturaleza jurídica del delito en cuestión podía todavía ser objeto de controversias, del mismo modo 

que podía serlo el problema de aquella derivada, referente a cuál era la autoridad judicial 

competente para dictar sentencia en un delito que había sido cometido en cumplimiento de las 

órdenes del gobierno. Además, Jaspers dejó sentado que una sola cosa era cierta: «Este delito es, al 

mismo tiempo, más y menos, que un asesinato común», y, aun cuando tampoco era un «crimen de 

guerra», no cabía la menor duda de que «el género humano sería destruido si se permitía que los 

estados cometieran tales delitos». 

La propuesta de Jaspers, que en Israel nadie se tomó la molestia de estudiar, hubiera sido de 

imposible práctica, desde el punto de vista técnico, tal cual estaba formulada. La competencia de 

jurisdicción es un incidente que debe ser resuelto antes del comienzo del juicio. Y una vez una 

autoridad judicial se ha declarado competente, debe proseguir su actividad hasta dictar sentencia. 

Sin embargo, estas objeciones puramente formalistas hubieran podido ser contrarrestadas si Jaspers 

no se hubiera referido al tribunal de justicia de Jerusalén, sino al Estado de Israel, el cual se hubiera 

podido inhibir de ejecutar la sentencia, vista la naturaleza sin precedentes de los delitos apreciados 

en esta. Entonces, Israel hubiera podido recurrir a las Naciones Unidas, y demostrar con las pruebas 

ya practicadas, la imperativa necesidad de establecer un tribunal internacional que entendiera en 

aquellos nuevos delitos cometidos contra el género humano. E Israel hubiera podido «crear una 

saludable inquietud» por el medio de preguntar una y otra vez qué debía hacer con aquel hombre al 

que tenía prisionero en su territorio. La constante repetición hubiera hecho comprender a la opinión 

pública mundial la necesidad de crear un permanente tribunal internacional de lo penal. Solamente 

así, creando una «situación tensa», preocupando a los representantes de todas las naciones, hubiera 

sido posible evitar que los «pueblos del mundo quedaran con la conciencia tranquila», y que «la 

matanza de judíos se convirtiera en el tipo de delito modelo de otros futuros delitos, un pálido 

ejemplo, a escala reducida, del genocidio del futuro». La monstruosidad de los hechos ocurridos 

queda «minimizada» ante un tribunal que únicamente representa a un Estado. 

Este argumento en favor de un tribunal internacional fue lamentablemente confundido con otras 

propuestas basadas en consideraciones muy distintas y de mucho menos peso. Abundaron los 

amigos de Israel, judíos y no judíos, que temieron que el proceso de Eichmann dañara el prestigio 

del Estado israelita, y provocara una reacción antijudía en todo el mundo. Se creyó que los judíos 

no tenían derecho a asumir el papel de jueces y parte al mismo tiempo, y que tan solo podían ejercer 

la función de acusadores. Según esta opinión, Israel debía retener a Eichmann en custodia hasta que 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 162 


 


las Naciones Unidas nombraran un tribunal para que lo juzgara. Prescindiendo del hecho de que 

Israel, en el proceso de Eichmann, se limitó a hacer lo que ya habían hecho todos los países 

anteriormente ocupados por los alemanes, y que se trataba de un problema de justicia y no de 

prestigio del Estado de Israel o del pueblo judío, todas estas propuestas tenían un mismo defecto, 

consistente en que podían ser fácilmente impugnadas por los israelitas. Todas carecían de sentido de 

la realidad, habida cuenta de que la Asamblea General de las Naciones Unidas había ya «rechazado 

dos veces las propuestas encaminadas a estudiar la posible formación de un tribunal internacional 

permanente de lo penal» (A.D.L. Bulletin). Pero el doctor Nahum Goldmann, presidente del 

Congreso Mundial Judío, hizo otra propuesta de carácter más práctico, que, precisamente por ser 

factible, ni siquiera fue mencionada. Goldmann invitó a Ben Gurión a establecer un tribunal 

internacional en Jerusalén, formado por magistrados procedentes de todos los países en que los 

judíos hubieran sufrido persecución bajo los ocupantes nazis. Evidentemente, esto no hubiera sido 

suficiente, ya que habría significado tan solo una ampliación de aquellos tribunales que dictaron 

sentencia en los juicios secuela del de Nuremberg, y, por otra parte, la principal objeción que se for-

mulaba al tribunal de Jerusalén, es decir, que se trataba de un tribunal formado por los vencedores, 

no hubiese quedado contrarrestada. Sin embargo, la propuesta de Goldmann significaba un paso 

adelante en el camino hacia la solución correcta del problema. 

Como se recordará, ante todas esas propuestas Israel reaccionó con gran violencia. Y si bien es 

cierto, tal como señaló Yosal Rogat (en The Eichmann Trial and the Rule of Law, publicado por el 

Centro de Estudio de Instituciones Democráticas, Santa Barbara, California, 1962), que Ben Gurión 

siempre fue «incapaz, al parecer, de comprender debidamente la pregunta ¿Por qué no es juzgado 

Eichmann por un tribunal internacional?», también lo es que quienes formulaban tal interrogante 

no comprendían que, para Israel, la única nota carente de precedentes que presentaba el proceso de 

Eichmann consistía en que por primera vez desde el año setenta de nuestra era, en que Jerusalén fue 

destruida por los romanos, podían los judíos juzgar crímenes cometidos contra su pueblo, que, por 

primera vez, no necesitaban recurrir a otros para pedir protección y justicia, y que, por primera vez, 

no tenían que ampararse en la dudosa fraseología de los Derechos Humanos, derechos que, como 

los judíos sabían mejor que cualquier otro pueblo, únicamente son invocados por aquellos que son 

demasiado débiles para defender sus «derechos de ingleses» y para aplicar sus propias leyes. (El 

mero hecho de que Israel tuviera unas leyes propias cuyo articulado permitiera la celebración del 

proceso que nos ocupa fue considerado, mucho antes de que se abriera el procedimiento contra 

Eichmann, como expresión de «la revolucionaria transformación que ha tenido lugar en lo que se 

refiere a la posición política del pueblo judío», según dijo el señor Rosen, en ocasión de la lectura 

de la ley de 1950 ante el Knesset.) Ben Gurión tenía muy presentes estas vívidas experiencias y 

aspiraciones cuando dijo: «Israel no necesita la protección de un tribunal internacional». 

Además, la argumentación que afirmaba que el delito contra los judíos era ante todo un delito 

contra la humanidad, en la que se basaban las propuestas de la formación de un tribunal 

internacional, contradecía flagrantemente la ley que se aplicó a Eichmann. En consecuencia, 

aquellos que proponían que Israel hiciera entrega de su prisionero, hubieran debido dar un paso más 

y declarar: la Ley (de Castigo) de Nazis y Colaboradores Nazis de 1950, mal formulada, se halla en 

desacuerdo con lo que verdaderamente ocurrió, y no abarca los hechos que debiera abarcar. Y esta 

afirmación hubiera sido absolutamente correcta, debido a que del mismo modo que el asesinato es 

objeto de persecución debido a que conculca la ley de la comunidad, y no porque haya privado a tal 

o cual familia de aquel miembro que con su trabajo ganaba el pan de todos, del esposo y padre, 

igualmente podemos decir que los modernos asesinos masivos, funcionarlos del Estado, deben ser 

perseguidos debido a que han transgredido el orden imperante en el género humano, y no porque 

hayan dado muerte a millones de seres. Nada hay más pernicioso para la correcta comprensión de 

estos nuevos delitos, o nada hay que obstaculice mayormente la formación de un código penal 

internacional que sea de aplicación a aquellos, que la difundida falsa creencia en que el delito de 

asesinato y el delitode genocidio son esencialmente iguales, y que, en consecuencia, el segundo «no 

es un delito nuevo, en puridad». La esencia del segundamente nombrado delito consiste en que 

quebranta un orden distinto y perjudica a una comunidad distinta. Y precisamente debido a que Ben 



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Gurión sabía muy bien que la discusión a que acabamos de referirnos afectaba a la validez de la ley 

de Israel, el primer ministro terminó por reaccionar amargamente, ya que no con violencia, contra 

los críticos de los procedimientos judiciales israelitas: fuese lo que fuese lo que los «llamados 

especialistas» dijeron, sus argumentos no eran más que «sofismas» inspirados por el antisemitismo, 

o, caso de que pertenecieran a la raza judía, por los complejos de inferioridad. «Que el mundo lo 

sepa: no entregaremos a nuestro prisionero.» 

En honor a la verdad, debemos decir que el espíritu inspirador de estas palabras fue el que 

imperó en el curso del proceso de Eichmann. Pero creo que podemos afirmar, sin temor a errar, que 

este último juicio, entre los que fueron secuela del de Nuremberg, no tendrá un valor de precedente 

superior, y quizá lo tenga inferior, al propio de los que le precedieron. Lo dicho poca importancia 

tendría, habida cuenta de que la principal finalidad del proceso de Eichmann —acusar y defender, 

juzgar y condenar al procesado— fue conseguida, si no fuera por la un tanto inquietante, pero 

prácticamente innegable, posibilidad de que en el futuro se cometan otros delitos de esta misma 

naturaleza. Las razones de esta siniestra posibilidad son tanto de carácter general como de carácter 

específico. Es propio de la historia de la naturaleza humana que todo acto ejecutado una vez e 

inscrito en los anales de la humanidad siga siendo una posibilidad mucho después de que su 

actualización haya pasado a formar parte de la historia. Jamás ha habido castigo dotado del 

suficiente poder de ejemplaridad para impedir la comisión de delitos. Contrariamente, sea cual fuere 

el castigo, tan pronto un delito ha hecho su primera aparición en la historia, su repetición se 

convierte en una posibilidad mucho más probable que su primera aparición. Las razones específicas 

que abonan la posibilidad de la repetición de los delitos cometidos por los nazis son todavía más 

plausibles que las que abonan aquella genérica repetición. La temible coincidencia del moderno y 

explosivo incremento de la población mundial con el descubrimiento de medios técnicos que, a 

través de la automación, darán a amplios sectores de la población el carácter de «superfluos», 

incluso desde el punto de vista laboral, y que, por medio de la energía nuclear, permiten hacer frente 

a esta doble amenaza, con instrumentos en comparación con los cuales las instalaciones de 

gaseamiento de Hitler parecen un juguete para el uso de niños con malas inclinaciones, debiera ser 

suficiente para inducirnos a temblar. 

Se debe esencialmente a esta razón —la de que el hecho sin precedentes puede, al parecer, 

convertirse en un precedente que se repita en el futuro— que todos los procesos concernientes a 

«delitos contra la humanidad» hayan de ser considerados y estudiados aplicándoles unos criterios 

que, en nuestros días, son todavía «teóricos». Si en la actualidad el genocidio es una posibilidad de 

futura realización, ningún pueblo del mundo —y en especial el pueblo judío, tanto si es el de Israel, 

como si no— puede tener una razonable certeza de supervivencia, sin contar con la ayuda y la 

protección del derecho internacional. El éxito o el fracaso en el tratamiento de aquello que hasta el 

momento carecía de precedentes puede depender únicamente de las mayores o menores 

posibilidades de que dicho tratamiento pueda servir de precedente en los avances conducentes a la 

consecución de un derecho penal internacional. Exigir que los juzgadores en los procesos de esta 

índoleprocuren actuar de modo que sienten tal precedente no constituye una petición excesiva, no 

implica solicitar más de lo que cabe esperar. Tal como el magistrado Jackson puso de relieve en 

Nuremberg, el derecho internacional es «producto de los acuerdos y tratados entre las naciones, así 

como de las costumbres generalmente observadas. Sin embargo, toda costumbre tiene su origen en 

un solo acto... Los hombres de nuestro tiempo tienen el derecho de iniciar costumbres y de concluir 

tratados que devengan fuentes de nuevas y más fuertes normas de derecho internacional». Pero el 

magistrado Jackson olvidó decir que, como consecuencia del carácter de derecho inconcluso, que es 

propio del derecho internacional, compete a los jueces en los procedimientos ordinarios la tarea de 

hacer justicia sin la ayuda del derecho positivo, o más allá de los límites que este les impone. Quizá, 

desde el punto de vista del juez, lo anterior comporte graves dificultades, y es muy probable que se 

sienta inclinado a protestar, en el sentido de que aquel «solo acto» cuya ejecución se le pide debe 

ser realizado por el legislador, no por él. 

En verdad, antes de que formulemos conclusión alguna acerca del éxito o el fracaso del tribunal 

de Jerusalén en el cumplimiento de su misión, debemos resaltar que los magistrados que lo 



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formaban tenían la firme convicción de que carecían de todo derecho a convertirse en legisladores, 

de que debían actuar dentro de los límites señalados por la ley israelita, por una parte, y por la 

doctrina jurídica generalmente aceptada, por otra. Además, debemos reconocer que sus fracasos no 

fueron superiores, por su naturaleza o por su alcance, a los del juicio de Nuremberg o a los de los 

juicios secuela de este, celebrados en los países europeos. Contrariamente, los fracasos del tribunal 

de Jerusalén se debieron, en parte, al deseo de seguir con excesiva fidelidad el precedente de 

Nuremberg. 

En resumen, el fracaso del tribunal de Jerusalén consistió en no abordar tres problemas 

fundamentales harto conocidos y suficientemente estudiados, a partir de la formación del tribunal de 

Nuremberg: el problema de la parcialidad propia de un tribunal formado por los vencedores, el de 

una justa definición de «delito contra la humanidad», y el de establecer claramente el perfil del 

nuevo tipo de delincuente que comete este tipo de delito. 

En cuanto al primero de estos problemas, debemos decir que en Jerusalén los intereses de la 

justicia quedaron todavía más perjudicados de lo que lo fueron en Nuremberg, debido a que el 

tribunal no admitió la presencia de testigos de la defensa. Desde el punto de vista de las exigencias 

tradicionales en orden a la celebración de un juicio justo y legal, lo anterior fue el más grave defecto 

del proceso de Jerusalén. Además, si bien al término de la guerra resultaba inevitable que fuesen los 

vencedores quienes dictaran sentencia —al argumento dado por el magistrado Jackson, «o bien los 

vencedores juzgan a los vencidos, o bien estos se juzgan a sí mismos», debemos añadir la 

comprensible creencia de los aliados, según la cual «quienes lo han arriesgado todo no pueden 

admitir la actuación de los neutrales» (Vabres)—, no cabe decir lo mismo dieciséis años más tarde, 

y en circunstancias bajo las cuales la argumentación contra la actuación de los neutrales había 

dejado de tener sentido. 

En cuanto al segundo problema, los considerandos del tribunal de Jerusalén fueron infinitamente 

más justos y razonados que los del tribunal de Nuremberg. Me he referido anteriormente a aquella 

definición que de los «crímenes contra la humanidad» da la Carta de Nuremberg, considerándolos 

como «actos inhumanos», lo cual fue traducido al alemán como Verbrechen gegen die 

Menschlichkeit, como si los nazis solamente hubieran carecido de bondad humana,traducción a la 

que bien podemos llamar el mayor eufemismo del presente siglo. Cierto es que si la dirección del 

juicio de Jerusalén hubiera estado únicamente en manos del fiscal, los errores básicos hubieran sido 

mucho peores que los de Nuremberg. Pero no se permitió que el carácter básico del delito juzgado 

quedara oculto sumergido bajo un mar de atrocidades, y los jueces no cayeron en la trampa de 

equiparar el delito juzgado con los ordinarios crímenes de guerra. Lo que en Nuremberg se 

mencionó ocasionalmente, como si de un asunto marginal se tratara —«las pruebas demuestran que 

los asesinatos y crueldades masivas no fueron cometidos solamente con el fin de reprimir la 

oposición al régimen», sino que constituían «parte de un plan encaminado a eliminar por entero 

poblaciones nativas»—, en Jerusalén constituyó el mismísimo objeto central del procedimiento, 

debido a la evidente razón de que Eichmann fue acusado de delitos contra el pueblo judío, de delitos 

que no podían ser aplicados en méritos de un propósito utilitario. Los judíos fueron asesinados a lo 

largo y ancho de Europa, no solo en el Este, y su aniquilamiento no se debió al deseo de conseguir 

territorio «para su posterior colonización por parte de los alemanes». La gran ventaja propia de un 

juicio centrado en los delitos contra el pueblo judío radicaba, no solo en que sentaba con la claridad 

suficiente para permitir que pasara a formar parte del futuro derecho internacional aquella 

diferencia que mediaba entre los delitos de guerra, tales como el fusilamiento de guerrilleros y la 

matanza de rehenes, por una parte, y los «actos inhumanos», tales como la «expulsión y 

aniquilamiento» de poblaciones nativas, a fin de permitir que los invasores colonizaran el territorio, 

por otra, sino que también sentaba la diferencia entre los «actos inhumanos» (cometidos con 

propósitos conocidos, y criminales, cual la expansión colonial) y los «delitos contra la humanidad», 

cuyo propósito carecía de precedentes. Sin embargo, tanto en el curso del proceso como en el 

contenido de la sentencia no se mencionó, en el juicio de Jerusalén, siquiera la posibilidad de que el 

exterminio de grupos étnicos, en su totalidad —judíos, polacos o gitanos—, pudiera constituir algo 

más que un delito contra los judíos, los polacos o los gitanos, y que tales delitos ponían en peligro y 



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lesionaban gravemente el orden internacional y el género humano en general. 

En estrecha relación con esta deficiencia se hallaba la conspicua impotencia que los juzgadores 

demostraron cuando se enfrentaron con la más ineludible de sus tareas, con la tarea de llegar a 

conocer al delincuente al que debían juzgar. Evidentemente, no bastaba con que los jueces no 

aceptaran la descripción, evidentemente errónea, que la acusación hizo del procesado, al que 

calificó de «sádico pervertido», ni tampoco hubiera bastado con que los jueces hubiesen dado un 

paso más y hubieran puesto de relieve la incoherencia del alegato acusatorio, en el que el fiscal 

Hausner solicitaba el castigo del monstruo más anormal que jamás vieran los humanos, y, al mismo 

tiempo, pretendía que al castigar al procesado se castigara, en su persona, a «muchos que fueron 

igual que él», e incluso «al movimiento nazi y al antisemitismo globalmente considerados». Los 

jueces sabían que hubiera sido muy confortante poder creer que Eichmann era un monstruo, incluso 

teniendo en cuenta que llegar a tal convicción significaba la frustración de los deseos de Israel, o, 

por lo menos, que el caso perdiera todo interés. Evidentemente, no hubiera valido la pena convocar 

a los corresponsales de prensa de todos los rincones del mundo con el fin de exhibir ante ellos a un 

nuevo Barba Azul. Lo más grave, en el caso de Eichmann, era precisamente que hubo muchos 

hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen 

siendo, terrible y terroríficamente normales. Desde el punto de vista de nuestras instituciones 

jurídicas y de nuestros criterios morales, esta normalidad resultaba mucho más terrorífica que todas 

las atrocidades juntas, por cuanto implicaba que este nuevo tipo de delincuente —tal como los 

acusados y sus defensores dijeron hasta la saciedad en Nuremberg—, que en realidad merece la 

calificación de hostis humani generis, comete sus delitos en circunstancias que casi le impiden 

saber o intuir que realiza actos de maldad. En este aspecto, las pruebas practicadas en el caso de 

Eichmann fueron todavía más convincentes que las pruebas efectuadas en los juicios de los 

principales criminales de guerra, cuyas protestas de inocencia y de conciencia limpia podían ser 

más fácilmente ignoradas por cuanto estaban sustentadas en el argumento de la obediencia de 

«órdenes superiores», combinado con diversos alardes de ocasionales desobediencias. Pero, aun 

cuando la mala fe de los acusados era manifiesta, la única base que permitía demostrar 

materialmente que su conciencia no estaba limpia estaba constituida por el hecho de que los nazis, y 

en especial los miembros de las organizaciones criminales a que Eichmann había pertenecido, se 

dedicaron con gran ardor a destruir las pruebas de sus delitos, en el curso de los últimos meses de la 

guerra. E incluso esta base era un tanto débil, por cuanto solamente demostraba el reconocimiento 

de que las leyes que preceptuaban el asesinato masivo no habían sido todavía aceptadas, debido a su 

novedad, por las restantes naciones; o, dicho sea en el lenguaje de los nazis, que estos habían 

perdido la batalla iniciada con el fin de «liberar» al género humano del «yugo de los subhumanos», 

especialmente del dominio de los Ancianos de Sión; o, dicho sea en lenguaje común, solamente 

demostraba el reconocimiento de su derrota. ¿Alguno de los acusados habría sentido 

remordimientos de conciencia, en caso de ganar la guerra? 

Entre los grandes problemas planteados en el proceso de Eichmann, tenía principal importancia 

el planteado por la premisa, común a todos los modernos ordenamientos jurídicos, de que para la 

comisión de un delito es imprescindible que concurra el ánimo de causar daño. La jurisprudencia de 

los países civilizados quizá de ninguna otra nota se haya enorgullecido tanto como de la consistente 

en tener en cuenta el llamado factor subjetivo. Cuando dicho ánimo no concurre, cuando, por las 

razones que sea, incluso las de la locura moral, el sujeto activo no puede distinguir debidamente 

entre el bien y el mal, consideramos que no puede haber delito. Rechazamos, y las consideramos 

bárbaras, las afirmaciones de que «los grandes delitos ofenden de tal modo a la naturaleza, que 

incluso la tierra dama venganza; que el mal viola la natural armonía de tal manera que tan solo la 

retribución puede restablecerla; que las comunidades ofendidas por el delito tienen el deber moral 

de castigar al delincuente» (Yosal Rogat). Pese a ello, estimo innegable que precisamente en virtud 

de estas olvidadas afirmaciones Eichmann fue sometido a la acción de la justicia, y que tales 

afirmaciones fueron, en verdad, la justificación suprema de la pena de muerte. Debido a que 

Eichmann había intervenido, cumpliendo una función central, en una empresa cuya finalidad era la 

de eliminar para siempre a ciertas «razas» de la faz de la tierra, tenía que ser eliminado. Y si 



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admitimos que «no solo es necesario hacer justicia, sino también mostrar públicamente que se hace 

justicia», también deberemos admitir que la justicia hecha en Israel hubiera sido públicamente 

mostrada a todos, si los juzgadores se hubieran atrevido a dirigir al acusado las siguientes, o 

parecidas palabras: 


 


«Has reconocido que el delito cometido contra el pueblo judío en el curso de la guerra es el más 

grave delito que consta en la historia, y también has reconocido tu participación en él. Pero has 

dicho que nunca actuaste impulsado por bajos motivos, que nunca tuviste inclinación a matar, que 

nunca odiaste a los judíos, y pese a esto, no pudiste comportarte de manera distinta y no te sientes 

culpable. Nos es muy dificil, aunque no imposible, creerte; existen pruebas, aunque escasas, que 

demuestran sin dejar lugar a dudas razonables lo contrario de cuanto afirmas, en lo referente a tus 

motivos y tu conciencia. También has dicho que tu papel en la Solución Final fue de carácter 

accesorio, y que cualquier otra persona hubiera podido desempeñarlo, por lo que todos los alemanes 

son potencialmente culpables por igual. Con esto quisiste decir que, cuando todos, o casi todos, son 

culpables, nadie lo es. Esta es una conclusión muy generalizada, pero nosotros no la aceptamos. Y 

si no comprendes las razones por las que nos negamos a aceptarla, te recomendamos que recuerdes 

la historia de Sodoma y Gomorra, dos vecinas ciudades bíblicas que fueron destruidas por fuego 

bajado del cielo porque todos sus habitantes eran culpables. Esto, dicho sea incidentalmente, 

ninguna relación guarda con la recién inventada teoría de la “culpabilidad colectiva”, según la cual 

hay gente que es culpable, o se cree culpable, de hechos realizados en su nombre, pero que dicha 

gente no ha realizado, es decir, de hechos en los que no participaron y de los que no se beneficiaron. 

En otras palabras, ante la ley, tanto la inocencia como la culpa tienen carácter objetivo, e incluso si 

ochenta millones de alemanes hubieran hecho lo que tú hiciste, no por eso quedarías eximido de 

responsabilidad. 

»Afortunadamente no se llegó tan lejos. Tú mismo has hablado de una culpabilidad por igual, en 

potencia, no en acto, de todos aquellos que vivieron en un Estado cuya principal finalidad política 

fue la comisión de inauditos delitos. Poco importan las accidentales circunstancias interiores o 

exteriores que te impulsaron a lo largo del camino a cuyo término te convertirías en un criminal, por 

cuanto media un abismo entre la realidad de lo que tú hiciste y la potencialidad de lo que los otros 

hubiesen podido hacer. Aquí nos ocupamos únicamente de lo que hiciste, no de la posible 

naturaleza inocua de tu vida interior y de tus motivos, ni tampoco de la criminalidad en potencia de 

quienes te rodeaban. Has contado tu historia con palabras indicativas de que fuiste víctima de la 

mala suerte, y nosotros, conocedores de las circunstancias en que te hallaste, estamos dispuestos a 

reconocer, hasta cierto punto, que si estas te hubieran sido más favorables muy difícilmente habrías 

llegado a sentarte ante nosotros o ante cualquier otro tribunal de lo penal. Si aceptamos, a efectos 

dialécticos, que tan solo a la mala suerte se debió que llegaras a ser voluntario instrumento de una 

organización de asesinato masivo, todavía queda el hecho de haber, tú, cumplimentado y, en 

consecuencia, apoyado activamente, una política de asesinato masivo. El mundo de la política en 

nada se asemeja a los parvularios; en materia política, la obediencia y el apoyo son una misma cosa. 

Y del mismo modo que tú apoyaste y cumplimentaste una política de unos hombres que no 

deseaban compartir la tierra con el pueblo judío ni con ciertos otros pueblos de diversa nación —

como si tú y tus superiores tuvierais el derecho de decidir quién puede y quién no puede habitar el 

mundo—, nosotros consideramos que nadie, es decir, ningún miembro de la raza humana, puede 

desear compartir la tierra contigo. Esta es la razón, la única razón, por la que has de ser ahorcado». 



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POST SCRÍPTUM 


 


 


 


ste libro contiene el informe sobre un proceso, cuya principal fuente es la transcripción de 

las actuaciones judiciales que fue distribuida a los representantes de la prensa que se 

hallaban en Jerusalén. Con la salvedad del discurso inicial de la acusación, y del informe 

general de la defensa, las actas del proceso no han sido publicadas y es difícil tener acceso a ellas. 

La lengua empleada en la sala de justicia fue la hebrea; según se hizo constar, los textos entregados 

a la prensa eran «transcripción no revisada ni corregida de las traducciones simultáneas», que «no 

cabe esperar sean estilísticamente perfectas, ni que carezcan de errores lingüísticos». Me he servido 

de la versión inglesa, salvo en aquellos casos en que el procedimiento siguió su curso en alemán; 

cuando la transcripción alemana contenía las palabras originariamente pronunciadas en alemán, yo 

misma he efectuado la traducción al inglés. 

Ninguno de los textos a que me he referido debe considerarse absolutamente digno de confianza, 

con la excepción del discurso inicial de la acusación y el veredicto final, cuyas traducciones fueron 

efectuadas fuera de la sala de justicia, con entera independencia de las simultáneas. La única 

versión fidedigna es la de las actas oficiales en hebreo, que yo no he utilizado. Sin embargo, los 

textos por mí utilizados fueron entregados oficialmente a los informadores para que en ellos se 

basaran, y, en cuanto yo sé, no hay importantes discrepancias con respecto a las actas oficiales en 

hebreo o, por lo menos, tales discrepancias no han sido alegadas. La traducción simultánea al 

alemán fue muy deficiente, pero podemos dar por sentado que las traducciones al inglés y al francés 

fueron dignas de confianza. 

Con respecto a los siguientes documentos procesales que —con una sola excepción— también 

fueron entregados a la prensa por las autoridades de Jerusalén, no cabe la menor duda sobre el 

crédito que merecen: 

1) La transcripción en alemán del interrogatorio a que la policía sometió a Eichmann, grabado en 

cinta magnetofónica, fue mecanografiado y presentado a Eichmann, quien corrigió el texto de 

propia mano. Juntamente con la transcripción de las actuaciones en la sala de justicia, este es el más 

importante documento. 

2) Los documentos presentados por la acusación y los «textos legales» facilitados por la misma. 

3) Las dieciséis declaraciones juradas prestadas por testigos que en principio fueron propuestos 

por la defensa, aunque algunas partes de dichas declaraciones fueron usadas por la acusación. Estos 

testigos fueron: Erich von dem Bach-Zelewski, Richard Baer, Kurt Becher, Horst Grell, doctor 

Wilhelm Höttl, Walter Huppenkothen, Hans Jüttner, Herbert Kappler, Hermann Krumey, Franz 

Novak, Alfred Josef Slawik, el doctor Max Merten, el profesor Alfred Six, el doctor Eberhard von 

Thadden, el doctor Edmund Veesenmayer, Otto Winkelmann. 

4) Por último, también tuve a mi disposición un original de setenta páginas mecanografiadas, 

escritas por el propio Eichmann. Este texto fue propuesto como prueba por la acusación, y 

consiguientemente aceptado por la sala, pero no se entregó a la prensa. Su encabezamiento es el 

siguiente: «Ref. — Comentarios sobre “la cuestión judía y las medidas del gobierno 

nacionalsocialista del Reich alemán con respecto a la solución de dicha cuestión, desde el año 1933 

hasta el año 1945”». Este documento contiene las notas redactadas por Eichmann en Argentina, en 

vistas a la entrevista con Sassen (véase la bibliografía). 

En la lista bibliográfica tan solo consta el material de que me he servido para escribir esta obra, y 

en ella no están los innumerables libros, artículos y relatos periodísticos que leí y conservé en el 

curso de los dos años que mediaron entre el rapto de Eichmann y su ejecución. Lamento esta 

deficiencia únicamente en lo que respecta a los reportajes de los corresponsales de la prensa 




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alemana, suiza, inglesa, francesa y norteamericana, ya que, a menudo, eran de un nivel muy 

superior al de muchos libros y revistas que dieron al tema un tratamiento más ambicioso; sin 

embargo, cubrir dicha deficiencia hubiera significado un trabajo desproporcionadamente arduo. En 

consecuencia, me he contentado con añadir a la bibliografía de esta edición revisada cierto número 

de libros y artículos de semanarios seleccionados, aparecidos después de la primera edición del 

presente libro, cuando contenían algo más que una versión más o menos alterada del informe del 

fiscal. Entre estas adiciones a la lista bibliográfica, se cuentan dos estudios del proceso que llegan, 

en muchos casos, a conclusiones sorprendentemente parecidas a las mías, y un estudio de las más 

destacadas figuras del Tercer Reich, que posteriormente añadí a mis fuentes de antecedentes sobre 

el caso de que trata la presente obra. Las obras a que me he referido son Mórder und Ermordete, 

Eichmann und die Judenpolitik des Dritten Reiches, de Robert Pendorf, que también tiene en 

consideración el papel que los consejos judíos tuvieron en la Solución Final; Strafsache 40/61, del 

periodista holandés Harry Mulisch (me serví de la traducción alemana), quien quizá sea el único 

autor que hace del acusado la figura central de su estudio, y cuyos juicios sobre Eichmann 

coincidían con los míos en algunos aspectos esenciales, y, por fin, los recientemente publicados, y 

excelentes, retratos de los más destacados dirigentes nazis, efectuados por T. C. Fest en su obra Das 

Gesicht des Dritten Reiches; Fest conoce a fondo la materia de que trata, y sus juicios son de gran 

altura. 

Los problemas con que se enfrenta todo autor de un informe pueden muy bien compararse con 

aquellos que son propios de las monografías históricas. En ambos casos, la naturaleza del trabajo 

exige efectuar una concienzuda distinción entre fuentes primarias y fuentes secundarias. Las 

primarias únicamente pueden ser empleadas en el tratamiento del tema principal —en este caso el 

proceso en sí mismo—, en tanto que las secundarias se emplean para cuanto constituyen 

antecedentes históricos. Así vemos que incluso los documentos que he citado, salvo raras 

excepciones, fueron propuestos como medios de prueba en el juicio (y, por ende, constituyen 

fuentes primarias) o proceden de obras autorizadas que tratan del período en cuestión. Tal como es 

de advertir por la mera lectura de esta obra, me he servido de la obra de Gerald Reitlinger, The 

Final Solution, y todavía más me he basado en la de Raul Hilberg, The Destruction of the European 

Jews, que fue publicada después del juicio, y que constituye el más exhaustivo y el más fundamen-

tado estudio de la política judía del Tercer Reich. 


 


 


Incluso antes de que viera la luz pública, este libro fue objeto, no solo de controversia, sino también 

de una campaña organizada. Como es lógico, la campaña, llevada a término con los conocidos 

medios de formación de imagen pública y manipulación de la opinión general, llamó la atención 

mucho más que la controversia, de tal manera que esta última quedó acallada por el ruido artificial 

de la primera. Lo anterior quedó de relieve con especial claridad cuando una rara mezcla de los 

argumentos de la controversia y los instrumentos de la campaña, en la que se empleaban casi 

textualmente las frases anteriormente utilizadas —como si los ataques contra el libro (y, más a 

menudo todavía, contra la autora) hubiesen salido de una máquina copiadora (Mary McCarthy)—, 

fue remitida desde Estados Unidos a Inglaterra, y, luego, a Europa, donde el libro todavía no estaba 

en el mercado. Y ello fue posible debido a que las protestas y el clamor se centraban en la «imagen» 

de un libro que jamás se escribió, y tocaban temas que, no solo jamás había mencionado, sino que 

ni siquiera se me habían ocurrido. 

El debate —porque de un debate se trataba— no careció de interés, ni mucho menos. Los 

manejos de la opinión pública, en tanto en cuanto están inspirados por intereses claramente 

definidos, tienen finalidades muy limitadas. Sin embargo, cuando tratan de un tema que despierta 

verdadero interés, producen unos efectos que escapan al dominio de los propios encargados de 

manejar la opinión ajena, y pueden comportar consecuencias que estos no preveían ni pretendían. Y 

al fin resultó que la época del régimen de Hitler, con sus colosales crímenes sin precedentes, 

constituía un «pasado desconocido», no solo con respecto al pueblo alemán o al pueblo judío en 

general, sino también con respecto al resto del mundo, que tampoco había olvidado la gran 



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catástrofe ocurrida en el corazón de Europa, pero que igualmente había sido incapaz de 

comprenderla. Además —y esto quizá no fuese tan imprevisible—, de repente aparecieron en el 

primer plano del interés público diversas cuestiones morales de carácter general, dotadas de todas 

las complejidades modernas, que yo ni siquiera hubiera podido sospechar que llegaran a ocupar las 

mentes y a pesar en las conciencias de los hombres de nuestro tiempo. 

El inicio de la controversia consistió en llamar la atención sobre el comportamiento del pueblo 

judío durante los años de la Solución Final, con lo que se insistía en la cuestión, abordada 

primeramente por el fiscal de Israel, de si el pueblo judío podía y debía haberse defendido. Yo había 

soslayado este asunto por considerar que investigarlo era inútil y cruel, ya que demostraba una 

formidable ignorancia de las circunstancias imperantes a la sazón. Ahora, este asunto ha sido 

exhaustivamente discutido, y se ha llegado a las más sorprendentes conclusiones. Se ha echado 

mano repetidas veces al conocido concepto histórico-sociológico de «mentalidad de gueto» (que, en 

Israel, ha sido ya incorporado a los libros de texto de historia, y que en Norteamérica ha sido 

adoptado principalmente por el psicólogo Bruno Bettelheim, ante la furiosa protesta del judaísmo 

oficial norteamericano) para aplicar a un comportamiento que no fue exclusivo de los judíos, y que, 

en consecuencia, no puede ser explicado en méritos de factores específicamente judíos. Proliferaron 

las más diversas hipótesis hasta el momento en que alguien, a quien sin duda la discusión le parecía 

extremadamente aburrida, tuvo la brillante idea de recurrir a las teorías freudianas, y atribuir al 

pueblo judío, en su totalidad, un «deseo de muerte»; inconscientemente, como es natural. Esta fue la 

imprevista conclusión a que ciertos comentaristas quisieron llegar basándose en la «imagen» de un 

libro, creada por ciertos grupos unidos por comunes intereses, en el que, según decían, yo había 

afirmado que los judíos se habían asesinado a sí mismos. ¿Y por qué razón dije yo tan monstruosa e 

inverosímil mentira? Por «odio hacia mí misma», naturalmente. 

Como sea que el papel de los dirigentes judíos quedó de manifiesto en el curso del proceso de 

Jerusalén, el cual yo reseñé y comenté, inevitablemente también aquel tenía que ser objeto de 

discusión. En mi opinión, la función cumplida por los dirigentes judíos plantea un importante 

problema, pero el debate al respecto poco ha contribuido a su clarificación. Tal como ha 

demostrado el reciente proceso celebrado en Israel, en el que cierto Hirsch Birnblat, ex jefe de la 

policía judía de una ciudad polaca y en la actualidad director de la orquesta de la Ópera de Israel, 

que en primera instancia fue condenado por el tribunal de distrito a cinco años de cárcel, y luego 

absuelto por el Tribunal Supremo de Israel, el cual unánimemente exoneró, de modo indirecto, a los 

consejos judíos en general, las clases dirigentes israelitas están en la actualidad amargamente 

divididas en lo referente al juicio que les merece la actuación, durante la guerra, de los jefes judíos. 

Sin embargo, en el debate a que me he referido, quienes más vehementemente se expresaron fueron 

aquellos que identificaron al pueblo judío con sus jefes, en marcado contraste con la clara distinción 

efectuada en casi todos los informes de los supervivientes, que puede quedar resumida en las 

palabras de un ex internado en Theresienstadt: «En general, el pueblo judío se comportó 

magníficamente; solamente sus jefes fallaron». También destacaron las voces de quienes 

justificaron a los representantes del pueblo judío, citando los encomiables servicios que habían 

prestado antes de la guerra, y, sobre todo, antes del inicio de la Solución Final, como si no hubiera 

diferencia alguna entre ayudar a los judíos a emigrar y ayudar a los nazis a deportarlos. 

Si bien estos problemas guardaban cierta relación con el contenido de la presente obra, pese a 

haber sido desproporcionadamente hinchados, también es cierto que otros temas de los que se habló 

carecían de todo género de relación con este libro. Por ejemplo, se inició una fogosa discusión 

acerca del movimiento de resistencia alemán a partir del momento en que el régimen de Hitler fue 

implantado, tema en el que yo no entré, como es lógico, por cuanto el problema de la conciencia de 

Eichmann, así como el de la situación en que este se hallaba, están únicamente relacionados con el 

período de la guerra y de la Solución Final. También surgieron a la superficie otros temas todavía 

más fantásticos. Mucha gente comenzó a discutir si acaso las víctimas de la persecución no eran 

«más desagradables» que los asesinos persecutores; o si aquellos que no estuvieron presentes en el 

curso de la persecución tenían derecho a juzgar al respecto; o si el objeto principal del proceso fue 

el acusado o las víctimas. Con respecto a este último problema, algunos llegaron incluso a afirmar 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 170 


 


que no solo cometí un error al prestar interés a la determinación de la personalidad humana de 

Eichmann, sino que a este no se le hubiera debido permitir hablar, lo cual implica que el proceso 

hubiera debido celebrarse sin defensa de género alguno. 

Como suele ocurrir cuando las discusiones tienen lugar con grandes muestras de emoción, los 

intereses prácticos de ciertos grupos, cuya emoción es el resultado de intereses materiales, y que en 

consecuencia procuran deformar los hechos, quedan rápida e inextricablemente unidos a las 

inmaculadas aspiraciones de los intelectuales, quienes, por el contrario, no tienen ningún interés en 

la determinación de los hechos, que utilizan solamente como trampolín para exponer sus «ideas». 

Pero incluso en estas confusas batallas cabe apreciar cierta seriedad, cierto grado de auténtica 

preocupación, y ello se advierte hasta en las manifestaciones de individuos que alardeaban de no 

haber leído el presente libro y prometían solemnemente no leerlo jamás. 

En contraste con estas discusiones que a tan remotos terrenos llegaban, el libro se centra en un 

triste tema muy concreto. El informe sobre un proceso solamente puede estudiar los temas tratados 

en el curso de dicho proceso, o aquellos que hubieran debido ser tratados para un mejor servicio a 

los intereses de la justicia. Si se da el caso de que la situación general del país en que se celebra el 

proceso tiene trascendencia en la celebración de este, debe, forzosamente, ser tenida en 

consideración. Este libro no se ocupa de la historia del mayor desastre sufrido por el pueblo judío, 

ni tampoco es una crónica del totalitarismo, ni la historia del pueblo alemán en tiempos del Tercer 

Reich, ni por último tampoco, ni mucho menos, un tratado sobre la naturaleza del mal. Todo 

proceso se centra en la persona del acusado, en una persona de carne y hueso, con una historia suya, 

individual, con sus propias formas de comportamiento, y con sus propias circunstancias. Cuanto 

escape a los límites de lo anterior, como la historia del pueblo judío en la Diáspora, la historia del 

antisemitismo, de la conducta del pueblo alemán, de las ideologías imperantes en determinada 

época, o de la máquina gubernamental del Tercer Reich, guarda relación con el proceso solamente 

en cuanto forma parte de los antecedentes y de las circunstancias en que el acusado realizó sus 

actos. Todo aquello con lo que el acusado no tuvo relación, o aquello que no ejerció influencia en 

él, debe ser omitido en el procedimiento judicial y, en consecuencia, en el informe sobre el mismo. 

Quizá quepa argüir que todas las cuestiones generales que involuntariamente nos planteamos tan 

pronto comenzamos a estudiar estos temas —¿por qué tuvieron que ser los alemanes precisamente?, 

¿por qué tuvieron que ser los judíos?, ¿cuál era la naturaleza del totalitarismo?— son mucho más 

importantes que el problema de determinar el tipo de delito por el que el acusado es objeto de juicio 

y el modo de ser del hombre sobre cuya conducta se dictará sentencia, y también más importantes 

que determinar hasta qué punto nuestro actual sistema de administración de justicia es capaz de 

actuar con respecto a este especial tipo de delito y de delincuente, con los que se ha enfrentado tan 

repetidas veces desde el término de la Segunda Guerra Mundial. Se puede asimismo afirmar que el 

objeto de la actividad judicial ha dejado de ser un ser humano concreto y determinado, el individuo 

sentado en el banquillo, para convertirse, principalmente, en el pueblo alemán en general, en el 

antisemitismo bajo todas sus formas, en la historia contemporánea, en la naturaleza humana, en el 

pecado original, de tal modo que, en última instancia, es la humanidad quien se sienta en el 

banquillo junto al acusado. Todo lo anterior ha sido alegado muy a menudo, especialmente por 

aquellos que no descansarán hasta haber descubierto «un Adolf Eichmann en el interior de cada uno 

de nosotros». Si se da al acusado el carácter de símbolo, y al proceso el de pretexto para plantear 

problemas que son aparentemente más interesantes que el de la culpabilidad o inocencia de un 

individuo determinado, entonces deberemos, si es que queremos ser consecuentes, aceptar la 

afirmación hecha por Eichmann y su defensor: Eichmann fue llevado ante el tribunal porque se 

necesitaba un chivo expiatorio, y este chivo expiatorio lo necesitaba no solo la República Federal 

Alemana, sino también los hechos históricos ocurridos y cuanto los hizo posibles, es decir, se 

trataba de un chivo expiatorio del antisemitismo y del gobierno totalitario, así como del género 

humano y del pecado original. 

No es necesario hacer constar que jamás se me hubiera ocurrido acudir a Jerusalén si hubiese 

sido partícipe de tales opiniones. Creía y sigo creyendo que el proceso debía celebrarse con la 

finalidad de administrar justicia, y nada más. También creo que los magistrados estaban en lo cierto 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 171 


 


cuando hicieron hincapié, en su sentencia, en que «el Estado de Israel fue establecido como el 

Estado de los judíos, y como tal ha sido reconocido», por lo que tenía competencia de jurisdicción 

sobre todo delito cometido contra el pueblo judío. Habida cuenta de la confusión imperante en los 

círculos jurídicos acerca de la naturaleza y utilidad del castigo, me alegró que la sentencia recogiera 

una afirmación de Grocio, quien, citando a un autor todavía más antiguo, explicó que el castigo es 

necesario «para defender el honor y la autoridad de aquel a quien el delito ha lesionado, para que la 

ausencia de castigo no le degrade mayormente». 

Evidentemente, no cabe la menor duda de que la personalidad del acusado y la naturaleza de sus 

actos, así como el proceso en sí mismo, plantearon problemas de carácter general que superan 

aquellos otros considerados en Jerusalén. En el epílogo, que deja de ser pura y simplemente un 

informe, he intentado abordarlos. No me sorprendería que hubiera quien considerase que no los he 

tratado con la debida profundidad, y con gusto entraría en la discusión del significado general de los 

hechos globalmente considerados, que tanta mayor profundidad tendría cuanto más se ciñera a los 

hechos concretos. También comprendo que el subtítulo de la presente obra puede dar lugar a una 

auténtica controversia, ya que cuando hablo de la banalidad del mal lo hago solamente a un nivel 

estrictamente objetivo, y me limito a señalar un fenómeno que, en el curso del juicio, resultó 

evidente. Eichmann no era un Yago ni era un Macbeth, y nada pudo estar más lejos de sus 

intenciones que «resultar un villano», al decir de Ricardo III. Eichmann carecía de motivos, salvo 

aquellos demostrados por su extraordinaria diligencia en orden a su personal progreso. Y, en sí 

misma, tal diligencia no era criminal; Eichmann hubiera sido absolutamente incapaz de asesinar a 

su superior para heredar su cargo. Para expresarlo en palabras llanas, podemos decir que Eichmann, 

sencillamente, no supo jamás lo que se hacía. Y fue precisamente esta falta de imaginación lo que 

le permitió, en el curso de varios meses, estar frente al judío alemán encargado de efectuar el 

interrogatorio policial en Jerusalén, y hablarle con el corazón en la mano, explicándole una y otra 

vez las razones por las que tan solo pudo alcanzar el grado de teniente coronel de las SS, y que 

ninguna culpa tenía él de no haber sido ascendido a superiores rangos. Teóricamente, Eichmann 

sabía muy bien cuáles eran los problemas de fondo con que se enfrentaba, y en sus declaraciones 

postreras ante el tribunal habló de «la nueva escala de valores prescrita por el gobierno [nazi]». No, 

Eichmann no era estúpido. Únicamente la pura y simple irreflexión —que en modo alguno podemos 

equiparar a la estupidez— fue lo que le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo. 

Y si bien esto merece ser clasificado como «banalidad», e incluso puede parecer cómico, y ni 

siquiera con la mejor voluntad cabe atribuir a Eichmann diabólica profundidad, también es cierto 

que tampoco podemos decir que sea algo normal o común. No es en modo alguno común que un 

hombre, en el instante de enfrentarse con la muerte, y, además, en el patíbulo, tan solo sea capaz de 

pensar en las frases oídas en los entierros y funerales a los que en el curso de su vida asistió, y que 

estas «palabras aladas» pudieran velar totalmente la perspectiva de su propia muerte. En realidad, 

una de las lecciones que nos dio el proceso de Jerusalén fue que tal alejamiento de la realidad y tal 

irreflexión pueden causar más daño que todos los malos instintos inherentes, quizá, a la naturaleza 

humana. Pero fue únicamente una lección, no una explicación del fenómeno, ni una teoría sobre el 

mismo. 

Aparentemente más complicada, pero en realidad mucho más simple que el examen de la 

interdependencia entre la irreflexión y la maldad, es la cuestión referente al tipo de delito cometido 

por Eichmann, un delito unánimemente considerado sin precedentes. El concepto de genocidio, 

acuñado con el explícito propósito de tipificar un delito anteriormente desconocido, aun cuando es 

aplicable al caso de Eichmann, no es suficiente para abarcarlo en su totalidad, debido a la simple 

razón de que el asesinato masivo de pueblos enteros no carece de precedentes. La expresión 

«matanzas administrativas» parece más conveniente. Esta expresión nació a raíz del imperialismo 

británico; los ingleses rechazaron este procedimiento como medio de mantener su dominio en la 

India. Esta expresión tiene la ventaja de deshacer el prejuicio según el cual actos tan monstruosos 

solamente pueden cometerse contra una nación extranjera o una raza distinta. Es notorio que Hitler 

comenzó sus matanzas colectivas concediendo la «muerte piadosa» a los «enfermos incurables», y 

que tenía la intención de continuar su programa de exterminio desembarazándose de los alemanes 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 172 


 


«genéticamente lesionados» (con enfermedades de los pulmones y el corazón). Pero prescindiendo 

de este hecho, resulta evidente que tal tipo de matanzas puede dirigirse contra cualquier grupo, es 

decir, el criterio selectivo depende únicamente de ciertos factores circunstanciales. Cabe concebir 

que en el sistema económico basado en la automación que puede darse en un futuro no muy 

distante, quizás aparezca la tentación de exterminar a aquellos cuyo cociente de inteligencia esté por 

debajo de cierto nivel. 

En Jerusalén este problema no fue adecuadamente estudiado, debido a que es muy difícil 

encuadrarlo en el ámbito de lo jurídico. Allí escuchamos las afirmaciones de la defensa, en el 

sentido de que Eichmann tan solo era una «ruedecita» en la maquinaria de la Solución Final, así 

como las afirmaciones de la acusación, que creía haber hallado en Eichmann al verdadero motor de 

aquella máquina. Por mi parte, a ninguna de las dos teorías di mayor importancia que la que les 

otorgaron los jueces, por cuanto la teoría de la ruedecilla carece de trascendencia jurídica, y, en 

consecuencia, poco importa determinar la magnitud de la función atribuida a la rueda Eichmann. El 

tribunal reconoció, como es lógico, en su sentencia que el delito juzgado únicamente podía ser 

cometido mediante el empleo de una gigantesca organización burocrática que se sirviera de recursos 

gubernamentales. Pero en tanto en cuanto las actividades en cuestión constituían un delito —lo cual, 

como es lógico, era la premisa indispensable a la celebración del juicio— todas las ruedas de la 

máquina, por insignificantes que fueran, se transformaban, desde el punto de vista del tribunal, en 

autores, es decir, en seres humanos. Si el acusado se ampara en el hecho de que no actuó como tal 

hombre, sino como un funcionario cuyas funciones hubieran podido ser llevadas a cabo por 

cualquier otra persona, ello equivale a la actitud del delincuente que, amparándose en las 

estadísticas de criminalidad —que señalan que en tal o cual lugar se cometen tantos o cuantos 

delitos al día—, declarase que él tan solo hizo lo que estaba ya estadísticamente previsto, y que 

tenía carácter meramente accidental el que fuese él quien lo hubiese hecho, y no cualquier otro, por 

cuanto, a fin de cuentas, alguien tenía que hacerlo. 

Desde luego, para las ciencias políticas y sociales tiene gran importancia el hecho de que sea 

esencial en todo gobierno totalitario, y quizá propio de la naturaleza de toda burocracia, transformar 

a los hombres en funcionarios y simples ruedecillas de la maquinaria administrativa, y, en 

consecuencia, deshumanizarles. Y se puede discutir larga y provechosamente sobre el imperio de 

Nadie, que es lo que realmente representa la forma de administración política conocida con el 

nombre de burocracia. Pero es preciso comprender con toda claridad que la administración de 

justicia únicamente puede prestar atención a estos factores en cuanto constituyen circunstancias 

modificativas de la responsabilidad criminal, como, por ejemplo, en el delito de robo se toma en 

cuenta la situación económica del acusado, sin que por ello quede el robo, en sí mismo, justificado, 

y sin borrarlo, ni mucho menos, del articulado del código. Cierto es que la moderna psicología y 

sociología, por no hablar ya de la moderna burocracia, nos han habituado grandemente a no atribuir 

responsabilidad al ejecutor de determinado acto, en virtud de tal o cual determinismo. La validez de 

estas aparentemente más profundas explicaciones del comportamiento humano es muy discutible. 

Pero, en cambio, no cabe discutir que sobre su base sería imposible elaborar un procedimiento 

judicial, fuese de la clase que fuere, y que la administración de justicia, considerada según los 

criterios de estas teorías, es una institución muy poco moderna, por no decir anacrónica. Cuando 

Hitler dijo que amanecería el día en que, en Alemania, sería considerado como «una vergüenza» 

tener la profesión de jurista, quizá hablaba, harto consecuentemente, de su sueño de instaurar una 

perfecta burocracia. 

En cuanto se me alcanza, la jurisprudencia tan solo dispone de dos conceptos para enfrentarse 

con todas las cuestiones anteriormente referidas, y ambos son conceptos, en mi opinión, 

insuficientes para la finalidad a que están destinados. Se trata de los conceptos de «acto de Estado» 

y acto en obediencia de «órdenes superiores». En realidad, estos son los dos únicos conceptos que 

rigen la discusión de dichos temas, en los procedimientos judiciales usuales, y es generalmente la 

defensa quien los alega. La teoría del acto de Estado se basa en la consideración de que ningún 

Estado soberano puede ser juzgado por otro Estado, porque par in parem non habet jurisdictionem. 

Desde un punto de vista práctico, este argumento quedó ya invalidado en Nuremberg, y, desde un 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 173 


 


principio, carecía de posibilidades de éxito, por cuanto, caso de ser aceptado, ni siquiera a Hitler, la 

única persona que fue plenamente responsable en sentido estricto, podía pedírsele cuentas, lo cual 

hubiera sido contrario al más elemental sentido de la justicia. Sin embargo, muchos argumentos que 

en la práctica carecen de valor siguen en pie en el mundo de la teoría. Las habituales evasiones a la 

fuerza de dicho argumento poca validez tuvieron. Por ejemplo, se dijo que en los tiempos del Tercer 

Reich, Alemania estaba dominada por una pandilla de delincuentes a quienes difícilmente se podía 

atribuir el concepto de soberanía y, en consecuencia, el de paridad. Por una parte, nadie ignora que 

la analogía de la pandilla de criminales es de tan limitada aplicación que resulta prácticamente 

inaplicable, y, por otra parte, es innegable que los delitos se cometieron en el marco de un 

ordenamiento jurídico «legal». Esto último fue su más destacada característica. 

Quizá podamos comprender el problema con mayor precisión si nos fijamos en que tras el 

concepto de actos de Estado se alza la teoría de la raison d'État. Según esta, los actos del Estado, 

Estado que administra la vida del país, así como las leyes que la rigen, no están sujetos a las mismas 

normas que regulan los actos de los ciudadanos. Del mismo modo que la imposición del 

cumplimiento de la ley, que tiene la finalidad de eliminar la violencia y la guerra de todos contra 

todos, necesitará siempre de los instrumentos de violencia a fin de mantenerse, también es cierto 

que el gobierno puede verse obligado a cometer actos generalmente considerados delictuosos, a fin 

de conseguir su propia supervivencia, y la supervivencia del imperio de la ley. Las guerras han sido 

frecuentemente justificadas mediante dicha argumentación, pero los actos de Estado criminales no 

solo ocurren en el campo de las relaciones internacionales, y, además, la historia de las naciones 

civilizadas nos ofrece muchos ejemplos de delictuosos actos de Estado interiores, como el asesinato 

del duque d'Enghien por Napoleón, o el asesinato del líder socialista Matteotti, del que 

probablemente fue culpable Mussolini. 

Justa o injustamente, la raison d'État se basa en una necesidad, y los delitos estatales cometidos 

en nombre de aquella (que son actos plenamente delictuosos, según el ordenamiento jurídico impe-

rante en el Estado en que ocurren) son considerados como medidas de emergencia, como 

concesiones hechas a los imperativos de la Realpolitik, a fin de conservar el poder y, de este modo, 

asegurar la continuidad del ordenamiento legal existente, globalmente considerado. En un normal 

sistema político y jurídico, tales delitos son excepciones a la norma, y no son objeto de castigo legal 

(la teoría alemana dice que son gerichtsfrei), debido a que está en juego la misma existencia del 

Estado, y ningún ente político exterior tiene el derecho de denegar a un Estado su derecho a la 

existencia o a imponerle los medios con los que conservarla. Sin embargo, tal como es de ver en la 

historia de la política judía del Tercer Reich, en un Estado fundado en principios criminales, la 

situación queda invertida. En este caso, un acto no criminal (como, por ejemplo, la orden dada por 

Himmler, en los últimos días del verano de 1944, de suspender las deportaciones de judíos) deviene 

una concesión impuesta por una realidad, que, en el ejemplo dado, era la inminencia de la derrota. 

Y aquí surge la siguiente pregunta: ¿qué naturaleza tiene la soberanía de un Estado de este género? 

Y además: ¿acaso no se ha situado este Estado fuera del principio de paridad  (par in parem non 

habet jurisdictionem) que le otorga el derecho internacional? ¿Acaso por par in parem entendemos 

solamente los externos atributos protocolarios anejos a la soberanía? ¿O significa también una 

igualdad o equivalencia sustantiva? ¿Cabe aplicar a un Estado en el que el delito es norma 

legalizada el mismo principio que aplicamos a aquel otro en el que la violencia y el delito son la 

excepción, y se dan en casos extremos únicamente? 

La insuficiencia práctica de estos conceptos jurídicos en orden a solucionar los problemas 

planteados por los hechos delictuosos objeto de los juicios a que nos referimos queda todavía más 

patente en el caso del concepto de actos ejecutados en cumplimiento de órdenes superiores. El 

tribunal de Jerusalén se sirvió, para contrarrestar el argumento de la defensa, de largas citas de 

textos jurídicos, en materia de justicia penal y castrense, de diversos países civilizados, en especial 

de Alemania, ya que bajo el régimen de Hitler los artículos que regulaban estas materias no fueron 

derogados. Todos los textos coincidían en un punto: las órdenes criminales no deben ser 

obedecidas. Además, el tribunal de Jerusalén se refirió a un caso ocurrido en Israel algunos años 

atrás: unos soldados israelitas, acusados de haber dado muerte a la población civil de un pueblecito 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 174 


 


fronterizo árabe, poco después del inicio de la campaña del Sinaí, comparecieron en juicio. Las 

gentes del pueblo en cuestión habían permanecido fuera de sus casas, después del toque de queda, 

sin que al parecer se hubieran enterado de este. Desgraciadamente, al examinar más detenidamente 

este paralelo se advierte que en dos puntos se diferencian los términos objeto de comparación. Ante 

todo, debemos recordar que la relación entre norma y excepción, que es de importancia primordial a 

los efectos de atribuir carácter delictivo a la orden ejecutada por un subordinado, había quedado 

invertida en el caso de Eichmann. Así vemos que basándonos en esta realidad no cabe sino defender 

a Eichmann cuando no cumplió determinadas órdenes de Hitler, o cuando las cumplió de manera 

muy vacilante, por cuanto eran manifiestas excepciones a la norma imperante. La sentencia 

consideró que tal comportamiento de Eichmann tenía naturaleza altamente acusatoria, lo cual, si 

bien comprensible, no es demasiado coherente. Lo dicho puede apreciarse con claridad si prestamos 

atención a la jurisprudencia de los tribunales militares israelitas que los juzgadores de Eichmann 

citaron en apoyo de su tesitura. Tal jurisprudencia decía que para desobedecer una orden es 

necesario que esta sea «manifiestamente ilícita», la ilicitud «debe ondear como una bandera negra, 

como un aviso que diga Prohibido». En otras palabras, para que el soldado pueda calificarla de 

«manifiestamente ilícita», la orden debe violar, con carácter insólito, las normas del sistema jurídico 

a que el soldado está habituado. En esta materia, la jurisprudencia israelita coincide plenamente con 

la de los restantes países. No cabe duda de que al redactar estos artículos, el legislador preveía el 

caso de que un oficial perdiera el juicio y diera a sus subordinados la orden, por ejemplo, de dar 

muerte a otro oficial. En un proceso normal sobre un caso de esta naturaleza, quedaría claramente 

establecido desde su inicio que al soldado no se le pedía que consultara la voz de su conciencia, o la 

de «un sentimiento de justicia profundamente arraigado en la conciencia humana, que también oyen 

aquellos poco versados en leyes... siempre y cuando no sean ciegos o su corazón no se haya 

endurecido y corrompido». En vez de eso, el soldado debía saber distinguir entre la norma y la 

insólita y chocante excepción. El Código de Justicia Militar alemán, por lo menos, hace constar 

explícitamente que la voz de la conciencia no es suficiente. Su artículo 48 dice: «El que una persona 

estime que la conducta observada ha sido exigida por su conciencia o por los preceptos de su 

religión, no excluye la punibilidad de sus actos u omisiones». Y uno de los argumentos esgrimidos 

por el tribunal israelita tiene la destacada característica de afirmar que el sentido de justicia 

arraigado en lo más profundo de todos los seres humanos solamente sirve para suplir la falta de 

conocimiento de las leyes. La validez de esta afirmación se basa en la presunción de que la ley 

únicamente contiene lo que la conciencia de todo hombre proclama. 

Si aplicamos inteligentemente la totalidad de los anteriores razonamientos a Eichmann, 

tendremos que concluir que este actuó, en todo momento, dentro de los límites impuestos por sus 

obligaciones de conciencia: se comportó en armonía con la norma general; examinó las órdenes 

recibidas para comprobar su «manifiesta» legalidad, o normalidad, y no tuvo que recurrir a la 

consulta con su «conciencia», ya que no pertenecía al grupo de quienes desconocían las leyes de su 

país, sino todo lo contrario. 

La segunda razón por la que el argumento basado en la comparación antes citada resultaba 

deficiente hacía referencia a la práctica seguida por los tribunales, consistente en admitir la 

alegación de «órdenes superiores» como circunstancia atenuante muy calificada, práctica que la 

sentencia dictada contra Eichmann no mencionaba explícitamente. La sentencia citaba el caso, antes 

referido, de la matanza de los habitantes árabes de Kfar Kassem, como prueba de que los tribunales 

israelitas no exoneran a un acusado, en virtud de haber recibido «órdenes superiores». Y 

efectivamente así es, ya que los soldados israelitas fueron condenados por homicidio, pero el hecho 

de haber recibido órdenes superiores fue considerado como circunstancia atenuante de tal peso que 

se les impusieron penas de prisión relativamente leves. Cierto es que, en este caso, se juzgó un 

hecho aislado, no, como en el caso de 

Eichmann, unas actividades desarrolladas en el curso de varios años, en las que los delitos se 

sucedían constantemente. Pese a todo, era indudable que Eichmann había actuado siempre en el 

cumplimiento de órdenes superiores, y si hubiera sido juzgado aplicándole las normas del derecho 

israelita común, hubiese sido muy difícil condenarle a la pena capital. La verdad es que el derecho 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 175 


 


israelita, teórica y prácticamente, al igual que los ordenamientos jurídicos de los restantes países, no 

puede sino reconocer que las «órdenes superiores», incluso cuando su ilicitud es «manifiesta», 

afectan gravemente al normal funcionamiento de la conciencia humana. 


 


 


Lo anterior es solamente un ejemplo entre los muchos que existen encaminados a demostrar la 

insuficiencia de los vigentes ordenamientos jurídicos y de los actuales conceptos de la 

jurisprudencia, en orden a hacer justicia en lo referente a las matanzas administrativas organizadas 

por la burocracia estatal. Si examinamos más detenidamente esta cuestión, advertiremos sin 

dificultad que los jueces que actuaron en todos los juicios a los que nos referimos dictaron sentencia 

teniendo en cuenta únicamente la monstruosidad de los hechos. En otras palabras, juzgaron 

libremente, sin fundar su juicio en los criterios y precedentes jurídicos alegados con mayor o menor 

fuerza de convicción para justificar sus decisiones. Esto fue ya evidente en Nuremberg, donde los 

jueces declararon, por una parte, que el «delito contra la paz» era el más grave de todos los demás 

delitos, pero, por otra parte, en realidad solamente impusieron la pena de muerte a aquellos 

acusados que habían participado en la comisión del nuevo delito de matanzas administrativas, 

supuestamente considerado de menor gravedad que la conspiración contra la paz. Es muy tentador 

dedicar cierta atención a esta y otras incoherencias ocurridas en un ámbito tan obsesionado por la 

coherencia. Pero, naturalmente, no podemos hacerlo aquí. 

Queda un problema fundamental que estuvo implícitamente presente en todos los procesos de 

posguerra, y al que aquí debemos referirnos por cuanto concierne a una de las más relevantes 

cuestiones morales de todos los tiempos, a saber, la naturaleza y función del juicio humano. En 

estos procesos, en los que los acusados habían cometido delitos «legales», se exigió que los seres 

humanos fuesen capaces de distinguir lo justo de lo injusto, incluso cuando para su guía tan solo 

podían valerse de su propio juicio, el cual, además, resultaba hallarse en total oposición con la 

opinión, que bien podía considerarse unánime, de cuantos les rodeaban. Y este problema alcanza 

mayor gravedad cuando recordamos que quienes fueron lo bastante «arrogantes» para confiar tan 

solo en su propio juicio eran seres idénticos a aquellos otros que siguieron fieles a los viejos valores 

y se guiaron por sus creencias religiosas. Debido a que la sociedad respetable había sucumbido, de 

una manera u otra, ante el poder de Hitler, las máximas morales determinantes del comportamiento 

social y los mandamientos religiosos —«no matarás»— que guían la conciencia habían 

desaparecido. Los pocos individuos que todavía sabían distinguir el bien del mal se guiaban 

solamente mediante su buen juicio, libremente ejercido, sin la ayuda de normas que pudieran 

aplicarse a los distintos casos particulares con que se enfrentaban. Tenían que decidir en cada 

ocasión de acuerdo con las específicas circunstancias del momento, porque ante los hechos sin 

precedentes no había normas. 

Las controversias provocadas por la aparición de la presente obra, así como aquellas otras, en 

tantos aspectos parecidas a las primeras, suscitadas por la obra de Hochhuth, El Vicario, demuestran 

hasta qué punto los hombres de nuestro tiempo están preocupados por la cuestión del juicio 

humano, o, como a menudo se ha dicho, por el hecho de que haya gente capaz de «juzgar al 

prójimo». De estas discusiones no han surgido tendencias nihilistas o cínicas, como cabía esperar, 

sino una extraordinaria confusión sobre las más elementales cuestiones morales, de tal manera que 

parece que, en nuestros tiempos, lo último que verdaderamente cabe esperar, en estas materias, es la 

existencia de un cierto instinto moral. En el curso de estas controversias se han sentado muchas 

conclusiones curiosas que parecen especialmente reveladoras. Así vemos que algunos hombres de 

letras norteamericanos han proclamado la ingenua creencia de que la tentación y la coacción son 

una misma cosa, y que a nadie debe pedirse que resista la tentación. (Si alguien pone la boca de una 

pistola en nuestro pecho y nos pide que matemos a nuestro mejor amigo, debemos matarle, pura y 

simplemente. O bien, como se arguyó —hace algunos años, con respecto a un escándalo, ocurrido 

en un concurso de preguntas y respuestas, en el que un profesor de segunda enseñanza engañó al 

público—, cuando una elevada suma de dinero está en juego, ¿quién es capaz de resistirse?) La 

argumentación según la cual aquellos que no estuvimos presentes e implicados en los 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 176 


 


acontecimientos no podemos juzgar parece convencer a la mayoría, en cualquier lugar del mundo, 

pese a que es evidente que si fuera justa, tanto la administración de justicia como la labor del 

historiador no serían posibles. Por otra parte, el reproche de irreflexiva severidad para con el 

prójimo, dirigido contra aquellos que osan juzgar, es muy antiguo; sin embargo, tal antigüedad no le 

confiere validez. Incluso el juez que condena a un asesino, puede decir cuando se dirige a su hogar: 

«Gracias, Señor, por la libertad de que gozo, sin tu gracia no la tendría». Todos los judíos alemanes 

han condenado unánimemente la oleada de coordinación del pueblo alemán, que a partir de 1931 

fue convirtiendo día tras día a los judíos en parias. ¿Cabe concebir que ni siquiera un judío alemán 

llegara a preguntarse cuántos individuos, entre los de su clase, hubieran actuado igual que los 

alemanes, si se hubieran hallado en sus circunstancias? Pero ¿la condena de aquella oleada 

coordinadora es en nuestros días injusta, debido a la razón alegada? 

La reflexión de que quizá uno se hubiera portado mal, en el caso de encontrarse en las 

circunstancias de quienes así se comportaron, quizá dé lugar al nacimiento de cierto espíritu de 

perdón, pero aquellos que en la actualidad traen a colación el concepto de caridad cristiana parecen 

también encontrarse un tanto confundidos. Así vemos que, en un manifiesto de posguerra emitido 

por la Evangelische Kirche in Deutschland, iglesia protestante, podemos leer lo siguiente: 

«Declaramos que ante Dios Misericordioso participamos de la culpa por las atrocidades cometidas 

contra los judíos, por nuestro propio pueblo, mediante la omisión y el silencio».1 En mi opinión, un 

cristiano será culpable ante Dios Misericordioso, cuando retribuya el mal con el mal, por lo tanto 

las iglesias hubieran cometido un acto de inmisericordia en el caso de que millones de judíos 

hubieran sido asesinados como castigo de algún mal por ellos mismos cometido. Pero si las iglesias 

participaban en la culpa de unas atrocidades puras y simples, tal como declaraban, entonces es 

preciso reconocer que su caso debía considerarse a la luz del concepto de Dios fuente de Justicia. 

Esta precisión terminológica, si tal es, no tiene carácter accidental. La justicia, que no la 

misericordia, es la finalidad de todo juicio, y en ningún otro punto es tan felizmente unánime la 

pública opinión, en cualquier lugar del mundo, como en que nadie tiene derecho a juzgar al 

prójimo. Lo que la opinión pública nos permite juzgar, e incluso condenar, son las tendencias 

generales, o los grupos de seres humanos —cuando más amplios mejor—; en resumen, nos permite 

juzgar algo tan general que ya no cabe efectuar distinciones ni mencionar nombres. No es necesario 

añadir que tal prohibición es doblemente pertinente cuando se trata de los actos o las palabras de 

gente famosa o de hombres situados en altos puestos. Tal creencia suele expresarse con altaneras 

afirmaciones, en el sentido de que es «superficial» insistir en los detalles y referirse a los 

individuos, en tanto que demuestra refinamiento hablar en términos generales, en cuya virtud todos 

los gatos son pardos, y todos nosotros igualmente culpables. Por esta razón, la acusación que 

Hochhuth dirigió contra un solo papa —contra un hombre claramente identificado, con nombre 

propio— provocó inmediatamente la indignación de toda la cristiandad. La acusación dirigida 

contra la cristiandad en general, con sus dos mil años de historia, no puede ser demostrada, y si 

pudiera serlo los resultados podrían calificarse de horribles. Pero esto a nadie parece preocupar, 

siempre y cuando la acusación no afecte a una persona determinada, y no hay ningún riesgo en dar 

un paso más en esta senda, y sostener: «Indudablemente hay razones para formular graves 

acusaciones, pero el acusado es el género humano* globalmente considerado». (Eso dice Robert 

Weltsch en Summa Iniuria, antes citada.) 

Otro camino para evadirse de la zona en que se encuentran los hechos demostrables y las 

responsabilidades personales, lo forman las innumerables teorías, basadas en premisas abstractas, 

inconcretas e hipotéticas —desde el Zeitgeist hasta el complejo de Edipo—, de carácter tan general 

que sirven para explicar todos los acontecimientos y todos los actos: no podemos siquiera tomar en 

consideración las alternativas que el pasado ofrecía, y nadie pudo comportarse de modo distinto al 

que lo hizo. Entre las teorías que lo explican todo, merced a oscurecer todos los detalles, hallamos 

 

1 Frase citada por el ministro Aurel V. Jüchen, en una antología de críticas de la obra teatral de Hochhuth. Véase 

Summa Iniuria, Rowohl Verlag, p. 195. 

* En cursiva en el original. 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 177 


 


conceptos tales como el de «mentalidad de gueto» de los judíos europeos; o el de la culpabilidad 

colectiva del pueblo alemán, deducida de una interpretación ad hoc de su historia; o la afirmación, 

igualmente absurda, de una especie de inocencia colectiva del pueblo judío. Todos estos clichés 

tienen en común la nota de dar carácter superfluo a la emisión de juicios, así como la de poder 

utilizar tales clichés sin correr el menor riesgo. Y aun cuando podemos comprender muy bien la 

resistencia de los afectados por el desastre —judíos y alemanes— a examinar con demasiada 

detención el comportamiento de grupos o de personas individuales que parecen haberse salvado, o 

que debieran haberse salvado, del total colapso moral —es decir, el comportamiento de las iglesias 

cristianas, de los dirigentes judíos, o de quienes atentaron contra Hitler el 20 de julio de 1944—, 

esta comprensible resistencia no es suficiente para justificar la evidente renuncia de todos los demás 

a emitir juicios centrados en responsabilidades individuales. 

En la actualidad, son muchos los que están dispuestos a reconocer que la culpa colectiva, o, a la 

inversa, la inocencia colectiva, no existe, y que si verdaderamente existieran no habría individuos 

culpables o inocentes. Desde luego, esto no implica negar la existencia de la responsabilidad 

política, la cual existe con total independencia de los actos de los individuos concretos que forman 

el grupo, y, en consecuencia, no puede ser juzgada mediante criterios morales, ni ser sometida a la 

acción de un tribunal de justicia. Todo gobierno asume la responsabilidad política de los actos, 

buenos y malos, de su antecesor, y toda nación la de los acontecimientos, buenos o malos, del 

pasado. Cuando Bonaparte, tras la revolución, al acceder al poder en Francia, dijo: «Asumiré la 

responsabilidad de todo lo que Francia ha hecho, desde los tiempos de San Luis a los del Comité de 

Salud Pública», se limitó a manifestar, con cierto énfasis, una de las características básicas de la 

vida política. Hablando en términos generales, ello significa, ni más ni menos, que toda generación, 

debido a haber nacido en un ámbito de continuidad histórica, asume la carga de los pecados de sus 

padres, y se beneficia de las glorias de sus antepasados. Pero aquí, en esta hora, no nos hemos 

referido a este tipo de responsabilidad que no es personal, ya que únicamente en sentido metafórico 

puede uno decir que se siente culpable, no por lo que uno ha hecho, sino por lo que ha hecho el 

padre o el pueblo de uno. (Moralmente hablando, casi tan malo es sentirse culpable sin haber hecho 

nada concreto como sentirse libre de toda culpa cuando se es realmente culpable de algo.) Cabe 

concebir que llegue el día en que ciertas responsabilidades políticas de las naciones sean sometidas 

a la autoridad de un tribunal internacional; pero es inconcebible que tal tribunal sea un tribunal de lo 

penal que se pronuncie sobre la culpa o inocencia de individuos determinados. 

La cuestión de la culpa o la inocencia individual, el acto de hacer justicia tanto al acusado como 

a la víctima, es la única finalidad de un tribunal de lo criminal. El proceso de Eichmann no 

constituyó una excepción, incluso teniendo en cuenta que los jueces se hallaron ante un delito que 

no constaba en los textos jurídicos, y ante un criminal sin paralelo entre cuantos se habían sentado 

en el banquillo en cualquier tiempo pasado, por lo menos antes del proceso de Nuremberg. El objeto 

del presente informe ha sido determinar hasta qué punto el tribunal de Jerusalén consiguió satisfacer 

las exigencias de la Justicia. 


 



Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal 178 


 


 


 


 


 


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ÍNDICE* 


 


 


ADVERTENCIA PRELIMINAR ................................................................................................ 7 

1. Audiencia pública ............................................................................................................ 11 

2. El acusado ........................................................................................................................ 37 

3. Especialista en asuntos judíos .......................................................................................... 58 

4. La primera solución: expulsión ........................................................................................ 85 

5. La segunda solución: concentración ............................................................................. 101 

6. La solución final: matar ................................................................................................ 121 

7. La conferencia de Wannsee o Poncio Pilatos ............................................................... 163 

8. Los deberes de un ciudadano cumplidor de la ley .......................................................... 196 

9. Deportaciones del Reich: Alemania, Austria y el Protectorado .................................... 219 

10. Deportaciones de la Europa occidental: Francia, Bélgica, Holanda, Dinamarca e Italia .... 235 

11. Las deportaciones en los Balcanes: Yugoslavia, Bulgaria, Grecia y Rumania ............. 262 

12. Deportaciones de la Europa central: Hungría y Eslovaquia ......................................... 281 

13. Los centros de exterminio en el Este ............................................................................. 298 

14. Los testigos y las restantes pruebas ............................................................................... 318 

15. Sentencia, recurso y ejecución ....................................................................................... 339 

EPÍLOGO ................................................................................................................................. 367 

POST SCRÍPTUM ................................................................................................................... 405 

BIBLIOGRAFÍA ...................................................................................................................... 433 


 


 


 


 


 


ESTE LIBRO HA SIDO IMPRESO 

EN LOS TALLERES DE 

A&M GRÀFIC, S. L. 

SANTA PERPETUA DE MOGODA  

(BARCELONA) 


 


 


 


 


 


 

* La paginación corresponde al libro original [Nota del escaneador]