PREFACIO:
LA BRECHA ENTRE EL PASADO Y EL FUTURO
Nuestra herencia no proviene de ningún testamento>>-
es, quizá,
el más extraño de los aforismos
extrañamente abruptos en que René
Char, poeta y escritor francés, condensó la esencia de lo que cuatro
años en la Resistencia llegaron a significar para toda una generación
de escritores y hombres de letras europeos. 1 La caída de Francia, para
ellos un acontecimiento completamente
inesperado, había vaciado el escenario político de su país de la noche a la mañana para dejarlo poblado de
fantochadas de pí caros y tontos, y quienes nunca en realidad habían
participado en los asuntos oficiales de
la T ercera República se vieron ab sorbidos por la política con la fuerza del vacío.
De esa manera, sin haberlo pensado antes
y aun en contra de sus inclinaciones
conscientes, llegaron a configurar a pesar suyo un ámbito pú blico en
el que -sin los elementos de la oficialidad y ocultos a los ojos de amigos y enemigos- se hizo, de
palabra y obra, todo lo que era
importante en los asuntos del país.
Aquello
no duró mucho. Al cabo de unos pocos años se li beraron de lo que antes habían considerado una «carga» y vol
·.rieron a entregarse
a lo que -en ese momento lo sabían- era
la irrelevancia ingrávida de sus cuestiones personales, una vez más separados del «mundo de la
realidad» por un épaisseur triste, la «opacidad triste» de una vida privada centrada sólo en sí misma. Aun cuando se negaban «a volver a
[sus] propios co mienzos, a [su] conducta más pobre», lo único que podían ha
cer era regresar a la antigua lucha de ideologías enfrentadas que, tras la derrota del enemigo común,
nuevamente ocupaban la arena política,
dividiendo a los antiguos compañeros de ar mas en innumerables camarillas -ni
siquiera facciones- y en-
9
zarzándolos en las polémicas e intrigas
interminables de una guerra de papel. Lo que Char había previsto y anticipado con claridad, mientras aún se producía la
verdadera lucha -<<Si so brevivo, sé que tendré que romper con el aroma de esos años esenciales, rechazar en silencio (no
reprimir) mi tesoro>>--
, ha
bía ocurrido: habían perdido su tesoro.
¿Qué tesoro era ése? Como los propios
protagonistas lo
entendieron,
al parecer consistió, por decirlo así, en dos partes interrelacionadas:
habían descubierto que quien se «unió a la
R
esistencia, se encontró a sí mismo», que había dejado de «bus
carse [a sí mismo] sin habilidad, en
medio de una insatisfac ción desnuda», que ya �o se veía sospechoso de «insinceri
dad», de ser «un actor de la vida capcioso, suspicaz»,. que se podía permitir «ir desnudo». En esa desnudez, despojados de toda
máscara -de esas que la sociedad asigna a sus miembros y también de esas que el individuo
fabrica para sí en sus reac ciones psicológicas contra la
sociedad-, por vez primera en sus vidas
los visitaba una apariencia de libertad: no, por cierto, porque actuaran contra la tiranía y cosas
peores que la tiranía -esto era
indiscutible en el caso de cada integrante de los ejér citos aliados-, sino
porque se había convertido en «retado res», habían asumido la iniciativa: y
por lo tanto, sin saberlo ni advertirlo,
comenzaron a crear ese espacio público que media ba entre ellos y era el campo
en donde podía aparecer la liber tad. «En cada comida que compartimos, se
invita a la libertad. La silla siempre
está vacía, pero su lugar está asignado.»
Los hombres
de la Resistencia europea no fueron los pri meros ni l
os últimos
que perdieron su tesoro. La historia de las revoluciones -desde
el verano de 1776 en Filadelfia y el vera no de 1789 en París hasta el
otoño de 1956 en Budapest-, que políticamente explica la historia recóndita
de la época moder na, se puede narrar bajo la forma de una parábola, como el cuento en el que un tesoro de la edad dorada, bajo las circuns
tancias más diversas aparece abrupta e inesperadamente y de saparece otra vez,
en distintas condiciones misteriosas, como si
se tratara de un espejismo. Hay muchos motivos, por cierto, para creer que el tesoro jamás fue una
realidad sino una ilusión óptica, que no
nos enfrentamos en este tema ·con algo sustan cial sino.con una visión, y el mejor de todos esos motivos es el ·
lO
hecho de que el tesoro, hasta hoy, carece de
nombre. ¿Existe alg"o, no en el espacio
exterior sino en el mundo y en los asun tos de los hombres
sobre la tierra, que ni siquiera haya tenido
un nombre? Los unicornios y las hadas son, al parecer,
más reales que el tesoro perdido de las revoluciones. No obstante, si volvemos los ojos a los comienzos de esta era, y sobre todo
a los decenios que la preceden, podemos descubrir para
nuestra sorpresa que en el siglo
xvm, a ambos lados del Atlántico, este
tesoro tenía un nombre, hace tiempo. olvidado y perdido, se diría, incluso antes de que el tesoro mismo
desapareciera. En 1\rnérica el nombre
fue «felicidad pública», denominación
que, con sus connotaciones de «virtud» y «gloria», apenas si entendemos mejor que su equivalente francés,
«libertad públi ca»; para nosotros, la dificultad estriba en que en ambos
casos el énfasis está en el adjetivo
«público».
Sea como
sea, al decir que ningún testamento nos legó
nuestra herencia,
el poeta alude al anonimato del tesoro perdi do. El testamento, cuando dice al
heredero lo que le pertene cerá por derecho, entrega las posesiones del pasado
a un futu ro. Sin testamento o, para sortear la metáfora, sin tradición -que selecciona y denomina, que transmite y preserva, que in dica dónde están los tesoros y cuál es
su valor-, parece que no existe una
continuidad voluntaria en el tiempo y, por tanto, ha blando en
términos humanos, ni pasado ni futuro: sólo el cam bio eterno del mundo y del
ciclo biológico de las criaturas que en él viven. Es decir que el tesoro no
se perdió por circunstan cias históricas
ni por los infortunios de la realidad, sino porque ninguna tradición había previsto su aparición
ni su realidad, porque ningún testamento
lo había legado al futuro. De todos
modos, la pérdida, quizá inevitable en términos de realidad po lítica,
se consumó por el olvido, por un fallo de la memoria no sólo de los herederos sino también, por
decirlo así, de los acto res, de los testigos, de quienes por un instante
fugaz sostuvie ron el tesoro en la palma de sus manos, en pocas palabras,
de los propios seres humanos; porque el
recuerdo, que -si bien una de las más
importantes- no es más que una forma de pen samiento, está desvalido fuera de
una estructura de referencia
preestablecida, y la mente humana sólo en muy raras ocasiones es capaz de retener algo que se presenta
completamente inco-
-· .
II
nexo. Así,
los primeros que no lograron recordar cómo era ese tesoro fueron precisamente los que, aun poseyéndolo, lo
consi deraron tan raro que ni
siquiera supieron cómo llamarlo. En su
momento, esto no les
preocupó; aunque ignoraban su tesoro,
conocían bastante bien el significado de lo que hacían y sabían que eso estaba más allá de la victoria y
de la derrota: «La acción que tiene un significado para el hombre vivo sólo es válida
para el muerto; su cumplimiento, sólo para
las mentes que la han heredado y la cuestionan.» La
tragedia no empezó cuando la li beración del conjunto del país arruinó casi
automáticamente las pequeñas islas de libertad escondidas que, de todos
modos, ya estaban perdidas, sino
cuando se advirtió que no había una
memoria para heredar y cuestionar, para reflexionar sobre ella y recordar. Lo fundamental es que se les
escapaba el «cumpli miento», que sin duda todo hecho acontecido debe tener en
la mente de quienes han de contarlo a la
historia para trasladar su
significación; y sin esta conciencia del cumplimiento después de la acción, sin la articulación operada por
el recuerdo, senci llamente ya no había relato que se pudiera transmitir.
En esta situación no hay nada totalmente
nuevo. Estarnos muy familiarizados con los cíclicos estallidos de
exasperación apasionada,
con la razón, el pensamiento y el discurso racional, las
reacciones naturales de los hombres
que, por sus propias experiencias, saben que pensamiento y realidad
son elementos concomitantes, que la realidad se ha vuelto opaca para la luz
del pensamiento y que el pensamiento, ya falto de esa relación con el incidente que siempre conserva el
círculo con su centro, puede convertirse
en algo sin significado alguno o repetir las viejas verdades, despojadas
de toda relevancia concreta. Inclu so el reconocimiento anticipado
de este predicamento se había convertido
ya en algo familiar. Cuando T ocqueville volvió del Nuevo Mundo, del cual haría una descripción
y análisis tan so berbios que su obra se convirtió en un clásico y sobrevivió a más de un siglo de cambios radicales, era muy
consciente de que lo que Char llamó el
«cumplimiento» de la acción y el he cho ya se le había escapado a él mismo; y
la frase de Char, «nuestra herencia no
proviene de ningún testamento», suena
como una variación de una de Tocqueville, que dice: «Toda vez que el pasado dejó de arrojar su luz
sobre el futuro, la men.-
12
te
del hombre
vaga en la oscuridad.»2 Con todo, la única des cripción exacta de este predicamento se encontraría en
esas pa rábolas de Franz
Kafka que, únicas en este sentido dentro de la
literatura, son verdaderas napa.�oA.a.í, arrojadas a lo largo del incidente y en torno a él
como rayos de luz que, no obstante, no
iluminan su apariencia externa, aun cuando poseen el poder de los rayos X para dejar al desnudo su
estructura interna que, en nuestro caso,
consiste en los procesos ocultos de la mente.
La parábola de Kafka dice ase
«[Él] Tiene dos enemigos: el primero le amenaza por
de
trás, desde los
orígenes. El segundo le cierra el camino
hacia adelante. Lucha con ambos. En realidad,
el primero le apoya en su lucha contra
el segtindo, quiere impulsarle hacia
adelan te, y de la misma manera el segundo le apoya
en su lucha con tra el primero, le empuja h'acia atrás. Pero esto es solamente te
órico. Porque aparte de los adversarios, también existe él, ¿y quién conoce sus intenciones? Siempre sueña
que en un mo mento de descuido -para ello hace falta una noche inimagina
blemente oscura- pueda escabullirse del frente de batalla y ser elevado, por su experiencia de lucha, por
encima de los combatientes, como
árbitro.»
El
incidente que esta parábola narra y desvela es resultado, dentro de la lógica interna del asunto, de
los acontecimientos
cuya esencia encontramos en el aforismo deR ené Char. De he cho, comienza en el punto mismo en que el aforismo que abría estas líneas deja la secuencia de acontecimientos en suspen so, como si dijéramos, en el aire.
La lucha de Kafka comienza cuando el
curso de la acción se ha puesto en marcha y cuando se espera que el relato que era su
consecuencia se complete «en las mentes
que lo heredan y cuestionan». La tarea de la mente es la de entender lo que ocurrió y esta
comprensión, de acuer do con Hegel, es la forma en que el hombre se reconcilia
con la realidad; su verdadero fin es
estar en paz con el mundo. El pro blema consiste en que, si la mente es
incapaz de dar paz e in ducir a la reconciliación, de inmediato se ve envuelta
en los conflictos que le son propios.
Sin embargo, hablando en términos
históricos, esta etapa
13
del desarrollo de la mente moderna estuvo
precedida, al menos en el siglo xx, no por uno sino por dos hechos. Antes de que la generación de René Char, elegido aquí como representante de ella, tuviera
que apartarse de las búsquedas literarias para su mergirse en los compromisos de la acción, otra generación, algo
mayor, se había vuelto hacia la política en busca de soluciones para sus perplejidades filosóficas, había procurado huir del pen samiento pasando a la
acción. Los integrantes de esta genera ción mayor se convirtieron
entonces en portavoces y
creadores de lo que ellos mismos llamaron
existencialismo; el existencia
lismo, al menos en su versión francesa, implica en primer térmi no escapar
de las perpléjidades de la filosofía moderna
yendo hacia ese compromiso que no cuestiona la
acción. Ya que, en las circunstancias del siglo xx, los así llamados intelectuales -es critores,
pensadores, artistas, hombres de letras y ese tipo de personas- sólo podían entrar en el campo
público en tiempos revolucionarios, la revolución vino a desempeñar, tal como lo advirtió cierta vez Malraux (en La condición
humana), «el papel
que en otra época desempeñó la vida eterna: salva a quienes la hacen»:JEl
existencialismo, la rebelión del filósofo contra la filo sofía, no
surgió cuando la filosofía resultó incapaz de aplicar sus propias reglas al campo de los asuntos políticos; este fallo de la filosofía política, entendida al modo de
Platón, es casi tan viejo como la
historia de la filosofía y la metafísica occidentales; y ni siquiera surgjó cuando se descubrió que la filosofía también
era incapaz de realizar la tarea que le
asignaran Hegel
y la filosofía de la historia, es decir,
entender y captar conceptualmente
la realidad histórica y los
acontecimientos que hicieron al mundo moderno
tal como es. Pero la situación se volvió desesperada cuando se demostró que las antiguas preguntas metafísicas
care cían de significado; es decir, cuando el hombre moderno empe zó a
comprender que había llegado a un mundo en que su men te y su tradición de
pensamiento no eran capaces siquiera de
plantear preguntas adecuadas y significativas, por no hablar de dar respuesta a sus propias perplejidades. En este
predica mento, la acción, con su implicación y compromiso, por ser en
gagée, parecía negar la esperanza, no la de resolver los proble
mas, sino la de hacer posible que se viviera con ellos sin llegar a ser, como dijo Sartre cierta vez, un salaud, un hipócrita.
14
El descubrimiento de que la mente humana, por razones misteriosas, había
dejado de funcionar adecuadamente configu ra, por decirlo así, el primer acto de
los hechos que nos interesan. Lo menciono
aquí, aunque sólo sea con brevedad, porque
sin este elemento no advertiríamos la ironía peculiar de lo
que si guió. René Char, que escribía durante los últimos meses de la Re sistencia, cuando la liberación
-que en nuestro contexto signifi ca liberación de la acción- adquiiió gran importancia, concluyó sus reflexiones dirigiendo a los posibles supervivientes una lla
mada al pensamiento, no menos urgente ni menos apasionada que La convocatoria a
la acción de quienes lo precedieron. Si hu biera que escribir la historia intelectual de nuestro siglo, no bajo la forma de generaciones sucesivas, en que el historiador debe mantenerse literalmente adherido a la
secuencia de teorías y acti tudes,
sino bajo la forma de 1� biografía de una única persona, y con el objetivo de
no ir más allá de una aproximación metafórica a lo que de verdad ocurrió en las mentes de
los hombres, de la mentalidad de esa persona se revelaría que se
vio obligada a com pletar el círculo en su totalidad no una sino dos
veces: la prime ra, cuando se apartó del pensamiento hacia la acción, y la segun da, cuando la
acción -o más bien el hecho de haber actuado la obligó a volver al
pensamiento. Por lo cual sería de cierta im portancia advertir que la llamada
al pensamiento surgió en ese extraño
período intermedio que a veces se inserta en el curso his· tórico, cuando
no sólo los últimos historiadores sino los actores y testigos, las propias personas vivas, se
dan cuenta de que hay en el tiempo un
interregno enteramente determinado por cosas que ya no existen y por cosas que aún no existen.
En la historia, esos interregnos han
dejado ver más de una vez que pueden contener .
d momento de la verdad.
Volvamos ahora a Kafka que, en la lógica de
estos asuntos,
aunque no en su
cronología, ocupa la última y, por decirlo así,
la más avanzada de las posiciones. (El enigma de Kafka,
que en más de treinta y cinco años de
fama póstuma creciente se ha consolidado
como uno de los primeros entre los primeros, está todavía por resolver; consiste en principio
en una especie de in versión pasmosa de la relación establecida entre
experiencia y
pensamiento. Mientras que nosotros encontramos normal aso
ciar la riqueza de detalles concretos y de la acción dramática
15
con la experiencia
de una realidad dada y adscribir a los pro cesos mentales la palidez abstracta como el precio
que se paga por su orden y precisión, Kafka, gracias a la mera fuerza de la
inteligencia y de la imaginación espiritual, creó sobre la base de un despojado mínimo de experiencia «abstracta»
una especie de paisaje del pensamiento
que, sin perder precisión,
alberga todas las riquezas, variedades y
elementos dramáticos caracte rísticos de la vida «real». Para el escritor el pensamiento
era la parte más vital y vigorosa de la realidad: por
esto desarrolló su extraño don de anticipación que aún hoy, después de casi cua renta años llenos de acontecimientos sin precedentes
e impre visibles,
no deja de sorprendernos.) En su simplicidad y breve dad totales, la
historia registra un fenómeno mental,, algo que
se podría denominar idea-acontecimiento. El escenario es un campo de combate sobre el que las fuerzas del
pasado y del fu turo choqm una con otra; entre ellas podemos encontrar al hombre que Kafka llama «él», quien, si quiere
mantenerse fir me por completo, debe presentar batalla a ambas fuerzas. Es decir que hay dos o tres contiendas en desarrollo
simultáneo: la pelea entre «SUS»
enemigos y la pelea del hombre que está en
medio con cada uno de
ellos. Sin embargo, la existencia de una
lucha parece que se debe
de modo exclusivo a la presencia del hombre, en cuya
ausencia, sospechamos, las fuerzas del pasado
Y las del futuro se
habrían neutralizado o destruido mutua mente mucho tiempo atrás.
Lo primero que se ha de advertir es que no sólo el futuro -«la ola del futuro»- sino también el pasado se ve como
una fuerza, y no, como en casi todas nuestras metáforas, como una
car ga que el homb
re debe
sobrellevar y de cuyo peso muerto el ser humano puede, o incluso debe, liberarse en su marcha ha cia el futuro; en las palabras de Faulkner, «el pasado jamás muere, ni siquiera es pasado». Además,
este pasado, que remi te siempre al origen, no lleva hacia atrás sino que impulsa hacia delante y, en contra de lo que se podría esperar, es el
futuro el que nos lleva hacia
el pasado. Observado desde el punto de vis ta del hombre, que siempre vive en el intervalo
entre pasado y futuro, el tiempo no es
un continuo, un flujo de sucesión inin terrumpida, porque está partido por la mitad, en
el punto don de <.::
él» se yergue; y «SU» punto de mira no es el
presente, tal
r6
como habitualmente lo entendemos, sino más
bien una brecha en el tiempo al que «SU» lucha constante, «Su» definición
de una postura frente al pasado y al
futuro otorga existencia. Sólo porque el
hombre está inserto en el tiempo y sólo en la medida en que se mantenga firme, se romperá en etapas
el flujo indife rente de la temporalidad; esta inserción -el comienzo de
un comienzo, para decirlo con términos
agustinianos- es lo que escinde el continuo temporal en fuerzas que
entonces comien zan a luchar unas con otras y a actuar sobre el hombre, tal como lo describe Kafka, porque están enfocadas en
la partícula o en el-cuerpo que les da
su dirección.
Sin
distorsionar el significado de Kafka, creo que se puede avanzar un paso más. Kafka describe la forma en que la in serción del hombre rompe el flujo unidireccional del tiempo, pero,
de una forma bastante extraña, no cambia la imagen t
ra dicíonal de acuerdo con 'la cual pensamos que el tiempo se mueve
en línea recta. Como Kafka conserva la tradicional me táfora de un
movimiento temporal rectilíneo,
«él» apenas si tie ne espacio suficiente para mantenerse firme y, cada vez que «él» piensa en independizarse, «él» sueña con una
región que esté al otro lado y por
encima del frente de batalla: ¿qué otra
cosa son este sueño y esta región sino el antiguo
sueño de un reino intemporal, no
espacial y suprasensorial, que es la región específica del pensamiento, un sueño
forjado por la metafísica occidental, desde Parménides hasta Hegel? Es obvio
que lo que falta en la descripción
kafkia_na de una idea-acontecimien to es una dimensión espacial,
donde el pensamiento pueda es
forzarse sin verse obligado a salir por completo del tiempo hu mano. El
problema del relato de Kafka, a pesar de su carácter admirable, ·consiste en que casi no es
posible retener la noción de un
movimiento temporal rectilíneo, si su flujo unidireccio nal se rompe en
fuerzas antagónicas que atacan al hombre y
actúan sobre él. La inserción del hombre, cuando quiebra el continuo, sólo hará que las fuerzas se
desvíen de su dirección original, aunque
sea mínimamente, y, en tal caso, ya no caerían
en picado sino que impactarían tras una trayectoria angular. En otras palabras, la brecha en la que está
«él» es, al menos en potencia, no un
simple intervalo sino algo semejante a lo que
en física se llama paralelogramo de fuerzas.
17
En términos ideales, la acción de los dos elementos que forman el paralelogramo
de fuerzas en que el «él» de Kafka en contró su campo de batalla tiene que dar una tercera fuerza, la diagonal resultante cuyo
origen sería el punto donde las fuer zas chocan y sobre el que actúan.
Esta fuerza oblicua se dife rencia en un sentido de las d
os que la generan. Las dos fuerzas antagónicas no tienen un límite en su origen, ya que una pro viene de un pasado
infinito y la otra de un futuro
infinito; pero, aunque carecen de un
comienzo conocido, ti
enen un fin: el punto en que chocan. Por el contrario, la fuerza oblicua tiene un origen
precioso, porque nace en el punto de colisión de las fuerzas antagónicas, peró no tiene fin, ya
que es el resultado de la acción
conjunta de dos fuerzas cuyo origen es el infinito. Esta fuerza oblicua, de origen conocido y
dirección determina da por el pasado y el futuro, pero cuyo fin posible se
pierde en el infinito, es la metáfora
perfecta para la actividad del pensa miento. Si ei personaje de Kafka fuese
capaz de aplicar sus fuerzas sobre esa
diagonal, en perfecta equidistancia de pasado
y futuro, deslizándose por ella, por decirlo así hacia adelante y hacia atrás, con los movimientos lentos y
ordenados del des plazamiento de las secuencias del pensamiento, no se
apartaría de la línea de fuego aunque
estaría por encima de la refriega, como
lo exige la parábola, porque esa diagonal, aun cuando apunte hacia el infinito, sigue ligada al
presente y se arraiga en él; pero de
esta forma, el protagonista habría descubierto -a pesar de verse presionado por sus enemigos en
la única direc ción desde la que puede ver y vigilar lo que le pertenece, lo
que ha llegado a ser sólo con su propia
aparición autoinsertada- el enorme y
siempre cambiante espacio temporal creado y limita do por las fuerzas del
pasado y del futuro; habría encontrado
un lugar en el tiempo que está lo bastante lejos del pasado y del futuro como para ofrecer «al árbitro» una
posición desde la que podría juzgar las
fuerzas en pugna con ojos imparciales.
Pero nos vemos tentados a añadir: esto es «sólo teórica mente así». Lo que es mucho más probable que ocurra -y lo que Kafka en otros relatos y parábolas
ha descrito a menudo es que el «él»,·incapaz de encontrar la diagonal que lo arranca
ra de la línea de fuego y condujera al espacio' ideal constitui do por el pg!alelogramo de fuerzas, «muera de
agotamiento»,
agobiado por la
presión de la lucha constante, olvidado de sus
intenciones originales y sólo consciente deJa existencia
de _esa brecha en el tiempo que,
mientras viva, es el lugar en que debe
mantenerse, aunque más que un hogar parezca un campo de batalla.
-
Para que no haya malas interpretaciones: las
imágenes que uso aquí para indicar metafórica y tentativamente las
condicio nes del pensamiento contemporáneas sólo pueden ser
válidas dentro del campo de
los fenómenos mentales. Aplicadas
al tiempo histórico o al biográfico, quizá ninguna de estas metá fon�s tenga sentido, porque las brechas
temporales no se pro-· ducen en ellos. Sólo en la medida en
que piensa y en que e
s intemporal -un «él» al que con razón Kafka
llama así y no «alguien>>--, el hombre, dentro de la realidad total de su
ser concreto, vive en esa brecha del
tiempo situada entre el pasado y el
futuro. Sospecho que la'brecha no es un fenómeno moder no, que quizá ni
siquiera es un dato histórico, sino algo coetá neo de la existencia del hombre
sobre la tierra. Bien puede ser la
región del espíritu o, más bien, el camino pavimentado por el pensamiento, esa pequeña senda sin tiempo
que la actividad del pensamiento recorre
dentro del espacio temporal de los
mortales y donde las secuencias de pensamiento, de recuerdo y de premonición salvan todo lo que tocan de la
ruina del tiem po histórico y biográfico. Este pequeño espacio intemporal dentro del corazón mismo del tiempo, a
diferencia del mundo y de la cultura en
que hemos nacido, sólo puede indicarse, pero
no heredarse y transmitirse desde el pasado; cada nueva gene ración,
cada nuevo ser humano, sin duda, en la medida en que se inserte entre el pasado infinito y un
futuro infinito, debe des cubrirlo de nuevo y pavimentarlo con laboriosidad.
Sin embargo, el problema consiste en que, al parecer, no estamo
s ni equipados ni preparados para esta actividad de pen sar, de establecernos en la brecha
entre el pasado y el futuro. Durante
muy largas temporadas de nuestra historia, de hecho a lo largo de los miles de años que siguieron
a la fundación de Roma y quedaron
determinados por los conceptos romanos,
esa brecha quedó salvada por el puente que, desde los tiempos de los romanos, llamamos tradición. Que esta
tradición se de bilitó más y más a medida que avanzaba la época moderna, no
·' -
19
es un secreto para nadie. Cuando el hilo
de la tradición se rom pió
por fin, la brecha entre el pasado y
el futuro
dejó
de ser una condición peculiar
sólo para la actividad del pensamiento y se
restringió a la calidad de una experiencia de los pocos que ha cen del
pensamiento su tarea fundamental. Se convirtió en una realidad tangible y en perplejidad para
todos; es decir, se con virtió en un hecho de importancia política.
Kafka menciona la experiencia, la experiencia
de lucha ga nada por «él», que se mantiene fuerte en medio del choque
de las olas del pasado y del futuro. Esta experiencia lo es de pensa miento, ya que, como vimos, toda la parábola
se refiere a un fe nómeno mental y se puede adquirir, como cualquier experiencia para hacer algo, a través de la
práctica, de la ejercitación. (En éste,
como en otros aspectos, se trata de un tipo de pensamien to diferente de los
procesos mentales de la deducción, de la in ducción y de la obtención de
conclusiones, cuyas reglas lógicas de no
contradicción y de coherencia interna se pueden aprender de una vez para siempre y después sólo habrá
que aplicarlas.) Los seis ensayos
siguientes son ejercicios de esa clase y su único objetivo es adquirir experiencia en cuanto a cómo pensar; no contienen
prescripciones sobre qué hay que pensar ni qué ver dades se deben sustentar.
Menos aún, no pretenden restablecer el
hilo roto de la tradición ni inventar novedosos sucedáneos con los que se pueda cerrar la brecha entre
pasado y futuro. En estos ejercicios el
problema de la verdad permanece en estado
latente; lo que importa sólo es cómo moverse en esta brecha, la única región en la que, quizá, al fin
aparezca la verdad.
De un modo más específico, se trata de ejercicios de pen samiento político
, tal como surge de la realidad de los inciden tes políticos (aunque esos incidentes se mencionan sólo de
ma nera ocasional), y mi tesis es que el propio pensamiento surge
de los incidentes de la experiencia viva y debe seguir unido
a ellos a modo de letrero indicador
exclusivo que determina el rumbo. Estos
ejercicios se mueven entre el pasado y el futuro, razón por la cual contienen tanto críticas
como experimentos, pero los experimentos
no procuran dibujar una especie de fu turo utópico, y la crítica del pasado,
de los conceptos tradicio nales, no busca el «desprestigio». A demás, las partes crítica y experimental de los ensayos siguientes no
están divididas con
20
una línea abrupta, aunque, en términos generales, los tres pri meros capítulos
son más críticos que experimentales, y los últi mos cinco más experimentales que críticos. Este paso
gradual del énfasis no es arbitrario, porque existe un elemento de ex perimentación en la interpretación crítica del pasado, una in terpretación
cuya meta es descubrir los orígenes
verdaderos de los conceptos
tradicionales, para destilar de ellos
otra vez su espíritu original, que tan
infortunadamente se evaporó de las
propias palabras clave del lenguaje político -como libertad y justicia, autoridad y razón,
responsa:bilidad y virtud, poder y
glqria-, dejando atrás unas conchas vacías con las que hay que hacer cuadrar todas las cuentas, sin
tomar en considera ción su realidad fenoménica subyacente.
Me parece, y espero que el lector esté de acuerdo, que el ensayo como forma
literaria posee una afinidad natural con
los ejercicios que
tengo en mente. Como
toda..colección de en sayos, este libro de ejercicios obviamente podía tener más o menos capítulos, sin que por eso variara su
carácter. La unidad de sus elementos
-que considero justificación
suficiente para publicarlos bajo la
forma de libro- no es la unidad de
un todo sino de una secuencia de
movimientos que, como en una
suite
musical, están escritos en idéntica tonalidad o en tonalidades afines. La secuencia misma está determinada
por el contenido. En este aspecto, el
libro se divide en tres partes. La primera tra ta de la ruptura moderna entre
la tradición y el concepto de la
historia con el que la época moderna esperaba reemplazar los conceptos de la metafísica tradicional. La
segunda parte se re fiere a dos conceptos políticos centrales e
interrelacionados: autoridad y libertad;
implica el análisis de la primera parte en
el sentido de que preguntas tan elementales y directas como «¿qué es la autoridad?», «¿qué es la
libertad?» pueden surgir sólo si ya no
existen ni son válidas las respuestas formuladas por la tradición. Los cuatro ensayos de la
última parte, por fin, son intentos abiertos de aplicar a
problemas inmediatos y tópi cos, con los que nos enfrentamos cada día, el tipo
de pensa miento que se probó en las dos primeras partes del libro, aun que
sin duda no para encontrar soluciones precisas, sino con la esperanza de clarificar las salidas y ganar
cierta seguridad al en frentar
problemas específicos.
2I
I. LA TRADICIÓN Y LA ÉPOCA
MODERNA
1
Nuestra tradición de pensamiento político tuvo su comien zo definido en las enseñanzas de Platón y Aristóteles. Creo que llegó a un fin no menos definido
en las teorías de Karl Marx. El comienzo
se produjo cuando, con la alegoría de la caverna, Pla tón describió en La república la esfera de los asuntos
humanos -todo lo que pertenece a la
'
coexistencia de los hombres en un mundo común- en términos de oscuridad, confusión y de cepción, de las que quienes aspiran al ser verdadero deben apartarse y dejarlas atrás, si quieren descubrir el firmamento límpido de las ideas eternas. El fin llegó cuando Marx
declaró que la filosofía y su verdad están situadas no fuera de los asun tos de los hombres y de su mundo común, sino
precisamente
en ellos, y sólo se pueden «llevar adelante» en la esfera de la co existencia,
llamada por él «sociedad», a través del surgimiento de los «hombres socializados» («vergesellscha/tete Menschen»). La filosofía política necesariamente implica la
actitud del filó sofo ante la política; su tradición comenzó cuando el
filósofo se apartó de la política y después regresó a ella para imponer
sus normas a los asuntos humanos. El fin
se produjo cuando un fi lósofo se apartó de la filosofía como para «llevarla
adelante» en el campo político. Este
intento fue el de Marx, expresado pri mero en su decisión (filosófica en sí
misma) de abjurar de la filosofía y, en segundo lugar, en su intención de
«cambiar el mundo» y, por tanto, las mentes filosofantes,
la «conciencia» de los hombres.
El principio y el fin de la tradición tienen algo en común: los problemas elementales de la política nunca llegan
tan clara mente a la luz en su urgencia inmediata y simple, como cuando se formulan por primera vez y cuando enfrentan su desafío fi-
23
nal. El comienzo, en palabras de J acob Burckhardt, es como u
n «acorde fundamental» que suena en sus interminables armóni cos a través de toda la historia del pensamiento occidental. Sólo el
comienzo y el fin son, por decirlo
así, puros o no mo dulados; y por ello el acorde fundamental nunca llega a sus oyentes
con mayor fuerza ni mayor belleza que cuando por pri mera
vez deja oír su sonido pleno en el
mundo, y nunca de modo
más irritante ni desafinado que cuando se sigue oyendo en un mundo cuyos sonidos
-y cuyo pensamiento- ya no puede
armonizar. Una observación fortuita que
hizo Platón en su última obra,
«El comienzo es como un dios que mientras permanece entre los hombres salva todas las
cosas» -apxl) ')'Up KIXL eeoc; EV
&:vepw'ITOL<; L8pu¡.LÉVTJ <TW�EL
'ITáV'T<X-, 1 es verdad para nuestra
tradición; en la medida en que su comien zo estaba vivo, pudo salvar todas las
cosas y armonizadas. Por el mismo rasgo,
se volvió destructiva cuando llegó a su fin, sin mencionar la .secuela de confusión e impotencia que
siguió al término de la tradición,
secuela en la que aún hoy vivimos.
En la filosofía marxista -que más que
trastrocar a Hegel invirtió la jerarquía tradicional de
pensamiento y acción, de contemplación y trabajo y de filosofía y política-, el comienzo establecido por Platón y Aristóteles da prueba de
su vitalidad porque obliga a Marx a formular enunciados en flagrante con tradicción, sobre todo en esa parte de sus enseñanzas que por lo común se denominó utópica. Lo más
importante es su pre dicción de que, dentro
de una «humanidad socializada»,
el «Estado se deteriorará», y de que la productividad del trabajo será tan grande que, de algún modo, el
trabajo se abolirá a sí mismo, garantizando así una cantidad casi
ilimitada de tiempo de ocio para cada
miembro de la sociedad. Además de ser pre dicciones, estos enunciados
contienen, desde luego, el ideal de Marx
acerca de la mejor forma de sociedad. En tal sentido no son utópicos, sino que más bien reproducen
las condiciones políticas y sociales de
la misma ciudad-estado ateniense que fue
el modelo pragmático de Platón y Aristóteles y, por tanto, .
el cimiento en
el que descansa nuestra tradición. La pólis ate niense
funcionó sin una división entre gobernantes y gobernados, de modo que
no fue un Estado, si usamos este término, como
lo hizo Marx, de acuerdo con las definiciones tradicionales de
24
formas de gobierno, es decir, gobierno de un
solo hombre o monarquía, gobierno de unos pocos u oligarquía y
gobierno de la mayoría o democracia. Además,
los ciudadanos atenienses sólo lo eran en la medida en que disponían de tiempo de
ocio, en que estaban liberados del trabajo, tal como Marx lo
predijo para el futuro.
No sólo en Atenas, sino a lo largo de la Anti güedad y hasta la época moderna, los que trabajaban no
eran ciudadanos y los que sí lo eran ante todo no trabajaban o pose
ían algo más que su
capacidad de tralJajo. Esta similitud se
hace más llamativa cuando observamos el contenido real de
la socie'ilad ideal de Marx. El tiemp
o de ocio se ve como algo que existe en ausencia de un Estado o
en condiciones en que, según la
famosa frase de Lenin que trasunta
el pensamiento de Marx con gran precisión, la administración de la sociedad se
ha sim plificado tanto que cualquier cocinera puede asumir su con ducción.
Obviamente, en tal�s circunstancias todo el manejo político, la simplificada «administración de
las cosas» de En gels, podría interesar sólo a una cocinera o, en el mejor de
los casos, a esas «mentes mediocres» a
las que Nietzsche creía me jor cualificadas para ocuparse de los asuntos
públicos.2 Sin duda, esto es muy
distinto de las condiciones reales existentes
en la Antigüedad, época en que, por el contrario, se considera ba que,
siendo tan difíciles los deberes políticos y puesto que demandaban tanto tiempo, los que de ellos se
ocupaban no de bían emprender ninguna actividad fatigosa. (Por ejemplo,
el pastor podía ostentar la ciudadanía,
pero no podía hacerlo un labriego; el
pintor, pero no el escultor, recibía el reconoci miento de ser algo más que un
�ávaucro<;,
una distinción que
se establecía en cada caso por la simple aplicación del criterio de esfuerzo y fatiga.) Frente a la vida
política que consumía tanto tiempo de un
maduro ciudadano medio de la pólis grie ga,
los filósofos, Aristóteles en especial, establecieron su ideal de crxoA.'JÍ, tiempo de ocio, que en la Antigüedad nunca signifi có liberación
del trabajo habitual, algo que se daba por des contado en cierto modo, sino
tiempo libre de la actividad polí tica y de los asuntos del Estado.
En la sociedad ideal de Marx estos dos conceptos diferen tes están inextricablemente
unidos: la sociedad sin clases ni Estado de alguna manera concreta las antiguas
condiciones
25
generales de tiempo de ocio, alejado del trabajo y, al
mismo tiempo, de la política. Se supone que esto se- producirá cuan do
la «administración de las cosas» ocupe
el lugar del gobier no y la acción política. Este doble
ocio, del trabajo y también de la política, se constituyó para los filósofos en la condición de ¡3W:oc; 6ewp'TJ'TLKÓc;, una vida dedicada a la filosofía y al co nocimiento en el sentido
más amplio del término.
La cocinera de Lenin, en otras palabras, vive en una sociedad que le pro porciona el mismo tiempo de ocio, respecto
de su trabajo, que el que los antiguos ciudadanos libres disfrutaban para
entre gar sus horas a 1ToAt'Te-úea6cu, a la vez que el mismo ocio
respecto de la política qúe demandaban los filósofos griegos para los pocos que querían dedicar todo su tiempo a
filosofar. La combinación de una sociedad sin
Estado (apolítica) y casi sin trabajo
adquirió en la
imaginación de Marx la importancia
de la expresión misma de
un ideal de humanidad, gracias a la
connotación ·tradicional del ocio como axoA.'JÍ y otium, es de cir, una vida dedicada a objetivos más altos
que el trabajo o
la política.
El propio Marx consideraba que su así llamada utopía
era una simple predicción, y
es verdad que esta parte de sus teo rías corresponde a ciertos desarrollos que sólo llegaron a con cretarse en nuestros
tiempos.
El gobierno, en el
viejo sentido de la palabra, en muchos
aspectos dio paso a la administra
ción, y el aumento constante del ocio para las masas es un he cho en todos los países industrializados. Marx percibió con
claridad ciertas tendencias inherentes a la época, introducidas por la Revolución Industrial, aunque se equivocaba al
consi derar que esas tendencias se reafirmarían sólo si se socializa ban los medios de producción. La influencia
de la tradición sobre él se manifiesta en la luz idealizada que
ilumina su vi sión de este desarrollo y en el hecho de que lo entienda en tér- ·
minos y conceptos que tienen su origen en un período históri co completamente distinto. Esto le impidió
ver los auténticos y muy
desconcertantes problemas
propios del mundo moder no y dio a sus predicciones certeras un aire utópico. Pero el ideal utópico de una sociedad sin clases, sin Estado y sin
tra bajo nació de la conjunción de dos elementos nada utópicos: la percepción de ciertas tendencias del presente, que
ya no
podian
entenderse dentro del marco de la tradición, y los con ceptos e ideales tradicionales con los que Mandas entendió e integró.
La propia actitud de Marx ante la tradición del pensa miento político fue de rebelión consciente. Con una
actitud desafiante y paradójica, acuñó ciertos enunciados clave
que, como continentes de su
filosofía política, están por debajo de la
parte estrictamente científica de
su obra y la trascienden (y
como tales, los mantuvo idénticos a lo largo de su vida, desde los pt"imeros escritos hasta el último
volumen de Da
s Kapita[). Entre esos enunciados, son cruciales los siguientes: «El
trabajo
creó al hombre» (en una
for.mulación de Engels, quien, al
con trario de la opinión común entre algunos estudiosos de Marx, habitualmente volcó el pens¡¡tmiento
marxista de una manera adecuada y sucinta) .3 <<La violencia es la comadrona de todas las sociedades viejas que llevan en su seno
una nueva», de don de se
deduce que la violencia es la comadrona de la historia (idea que aparece tanto en los escritos de
Marx como en los de Engels, con muchas
variantes).4 Por último, existe la famosa úl tima tesis sobre Feuerbach:
<<Los filósofos sólo interpretaron el
mundo de una forma diferente; sin embargo, lo importante es cambiarlo», lo que a la luz del pensamiento
marxista se podría expresar con mayor
precisión diciendo: los filósofos interpre·
taron el mundo ya por bastante tiempo; ha llegado el momen to de
cambiarlo. En realidad, este último enunciado no es más que una variación de otro, que aparece en un
manuscrito tem prano: «No es posible au/heben [es decir, elevar, conservar y
abolir en el sentido hegeliano] la filosofía sin llevarla
adelante.» En su obra posterior aparece
la misma actitud ante la filosofía,
cuando predice que la clase trabajadora será la única heredera legítima de la filosofía clásica.
Ninguno de estos enunciados se entenderá
en y por sí mis mo. Cada u
no adquiere su significado contradiciendo
alguna verdad tradicionalmente aceptada, cuya verosimilitud estuvo más allá de toda duda hasta el comienzo de la
época moderna. «El trabajo creó al
hombre» significa, primero, que el trabajo y
no Dios creó al hombre; segundo, significa que el hombre, en la medida en que es humano, se crea a sí
mismo, que su huma-
27
nidad es el
resultado de su propia actividad; tercero, significa q
ue lo que distingue al hombre del animal, su di/ferentia s
peci fica, no es la
razón sino el trabajo, que no es un animal rationa le sino un animal laborans; cuarto,
significa que no es la razón, hasta entonces el atributo máximo del hombre, sino el Úabajo, la actividad humana tradicionalmente
más despreciada, lo que contiene la
humanidad del hombre. De modo que Marx desa fía al Dios tradicional, la
tradicional apreciación del trabajo y la
glorificación tradicional de la razón.
Que la
violencia es la comadrona de la historia, quiere de ci
r que las
fuerzas ocultas del desarrollo de la productividad humana, en tanto
dependen de la acción humana libre y cons ciente, no ven la luz sino a través de la violencia de las guerras y las revoluciones. Sólo en esos períodos violentos la historia muestra su verdadero rostro
y disipa la niebla de la simple charla ideológica, hipócrita.
Una vez más queda claro el desa fío
a la tradición. La violencia es, tradicionalmente
, la ultima ratio en las relaciones entre los países y la más
desdichada de las acciones internas de un
país, y siempre se la consideró como
la característica
primordial de la tiranía. (Los pocos iH tentos de salvar a la violencia de la desgracia, en
especial los de Maquiavelo y Hobbes,
tienen gran importancia para el problema
del poder e iluminan la temprana identificación de poder y violencia, pero ejercieron una notablemente
escasa in fluencia en la tradición del pensamiento político anterior a nuestro tiempo.) Para Marx, por el contrario, la
violencia, o mejor aún la posesión de los
medios de ejercerla, es el ele mento constituyente de todas las formas de gobierno;
el Esta do es el instrumento por el que la clase dominante oprime
y explota, y toda la esfera de la acción
política se caracteriza por el uso de la
violencia.
La identificación marxista de acción y violencia
implica otro desafío fundamental
a la tradición que puede ser más difí cil de percibir, pero del
que Marx, que conocía bien a Aristó teles, tuvo que haber sido
muy consciente. La doble
definición aristotélica del hombre
como 'wov 'TTOAL'TLKÓv y como 'wov AÓ)'OV exov, .una criatura que alcanza su mayor posibilidad con la facultad del habla y por vivir en la pólis, se pensó
para diferenciar a los griegos de
los bárbaros y al hombre libre del .
esclavo. La
diferencia estribaba en que los griegos, que vivían juntos en una pólis,
trataban sus asuntos por medio del
lengua je, mediante la
persuasión (1TEL8ELV) y no por la violencia, me diante la coerción sin
palabras. Por tanto, cuando los hombres libres
obedecían a su gobierno o a las leyes de la pólú , su obe diencia recibió el nombre de 1TEL8a.pxCa., una palabra que indica con claridad que
la obediencia se obtenía por la persua sión y no por la fuerza. Los bárbaros tenían gobiernos violen
tos y eran esclavos obligados a trabajar y, ya que la acción
vio lenta y el trabajo pesado se semejan porque ninguno de los dos. nec�sita del habla para concretarse, los
bárbaros y los esclavos se
definían como seres avEu
AÓ)'ou, es decir que no vivían unos con otros primariamente gracias a la
palabra. Para los griegos el trabajo era, en e�encia, un asunto privado, no políti
co, pero la violencia se relacionaba con él y, por su
intermedio, se establecía un contacto, s'iquiera
negativo, -con otros hom bres. La glorificación que hace Marx de la violencia
contiene, por tanto, la negación más
específica del AÓ)'o<;, del habla, la forma de
intercambio más diametralmente opuesta y tradicio nalmente humana. La teoría
marxista de las superestructuras
ideológicas descansa, en última instancia, en esta hostilidad an
titradicional hacia el lenguaje y en la glorificación concomitan te de la
violencia.
Para la filosofía tradicional, «concretar la
filosofía» o cam biar el mundo según la filosofía habría sido una contradicción en los términos, y el
enunciado de Marx implica que el cambio
está precedido por la interpretación, de modo que la
interpre tación que del mundo
hacen los filósofos ya señala cómo hay
que cambiarlo. La filosofía podría haber establecido ciertas re glas de
acción, aunque ningún gran filósofo
se tomó jamás esto como su primordial interés.
En esencia, la filosofía habida des de Platón a Hegel «no era de este mundo»,
ya fuese que Platón describiera al
filósofo como el hombre cuyo cuerpo sólo habi ta la ciudad de sus compatriotas
o que Hegel admitiese que, desde el
punto de vista del sentido común, la filosofía es un mundo que se asienta sobre su cabeza, una «verkehrte
Welt.» El desafío a
la tradición, esta vez no sólo implícito sino explíci to en el enunciado de
Marx, consiste en la predicción de que el
mundo de los asuntos humanos corrientes, en el que nos orien-
29
tamos y pensamos en términos de sentido común,
un día será idéntic
o
al reino de las ideas en que se mueven los-filósofos, o de que la filosofía,
que siempre fue sólo «para los pocos», un
día llegará a ser la realidad del sentido común para todos.
Estos
tres enunciados se articulan en términos tradiciona les a los que,
a pesar de todo, desacreditan; están
formulados como paradojas y pretenden desconcertarnos. De hecho son muy paradójicos y llevaron a Marx a perplejidades mucho ma yores que las que él
mismo había anticipado. Cada uno contie ne una contradicción fundamental, que siguió siendo insoluble dentro de los propios términos
marxistas. Sí el trabajo es la más
humana y la más produ"ct
iva
de las actividades del hombre, ¿qué
pasará cuando, después de la revolución, «el trabajo sea abolido» en «el reino de la libertad», cuando
el hombre haya conseguido emanciparse de él? ¿Qué actividad
productiva y esencialmente humaria le
quedará? Si la violencia es la coma drona de la historia y la acción violenta,
por tanto, la más dig nificada de todas las formas de acción humana, ¿qué
pasará cuando, después de la
finalización de la lucha de clases y de la
desaparición del Estado, ya no sea posible ninguna violencia? ¿Cómo podrán obrar los hombres de un modo auténtico y
sig nificativo? Por último, cuando la filosofía se haya concretado y abolido a la vez en la sociedad futura, ¿qué tipo de
pensamien to se conservará?
Las incongruencias marxistas son bien conocidas y
señala das por
casi todos los estudiosos de Marx. Por lo común se las resume
como discrepancias
«entre el punto de vista
científico del historiador y el punto de vista moral del profeta»
(Edmund Wilson), o entre el historiador que ve en la acumulación
del ca pital «un medio material para aumentar las fuerzas producti vas» (Marx) y el moralista que denunció a los que
llevab
an a cabo «la tarea histórica» (Marx) como explotadores y
deshu manizadores del hombre. Éstas y otras incongruencias seme jantes resultan
menores, cuando
se comparan con la contradic ción fundamental entre la glorificación del trabajo
y la acción (como ocurre con la contemplación y el pensamiento)
y la glo rificación de una sociedad sin Estado, o sea sin acción, y (casi) sin trabajo. Nada de esto se puede achacar a la
diferencia natu ral entre un joven Marx revolucionario y la agudeza más cíen-
tífica del
historiador y economista
maduro, ni se puede resol ver a
través de la hipótesis de
un movimiento dialéctk-o que ne cesita lo negativo o el mal para
producir lo positivo o el bien.
Estas
contradicciones tan fundamentales y flagrantes pocas veces se presentan en escritores de segunda
línea, en quienes pueden descontarse. En
los grandes autores nos llevan hasta el centro
mismo de sus obras y son la clave más importante para llegar
a la verdadera comprensión de sus
problemas y sus nue vos criterios.
En Marx, como en el caso _de otros grandes auto res del siglo
pasado, una actitud en apariencia festiva, desafían te y p�radójica encubre la perplejidad de tener que tratar con
fenómenos nuevos según los términos de una tradición
de pen samiento antigua, fuera de cuya estructura conceptual no se
veía posible ninguna clase de pen�amiento. Es como si Marx, casi
al modo de Kierkegaard y de Nietzsche, mientras usa las
herra mientas conceptuales de la tradición, tratara desesperadamente de
pensar en contra de ella. Nuestra tradición de pensamiento político comenzó cuando Platón descubrió que
apartarse del mundo habitual de los
asuntos humanos es algo inherente a la
experiencia filosófica; terminaba cuando de esa experiencia ya no había más que la oposición entre pensar y
obrar, la cual, al privar al pensamiento
de realidad y a la acción de sentido, hace
que ambos se vuelvan carentes de significación.
2
La fuerza de esta tradición, su influencia en el pensamien to del hombre occidental, nunca
dependió de la conciencia que el sujeto
tuviera de ella. En realidad, sólo dos
veces en nuestra historia enfrentamos
períodos en los que los hombres son
conscientes y superconscientes del hecho de la tradición e identifican la edad con la autoridad. En
primer lugar, esto ocu rrió cuando los romanos adoptaron el pensamiento y la
cultura clásicos griegos como su
tradición espiritual propia, y por tan to decidieron históri<;:amente que
la tradición tendría _una i]l
fluencia formativa permanente sobre la civiJ-izaci�-º _ e!,lrop�a. Antes de los romanos no
se conocía el concepto de tradición; con
ellos se convirtió, primero, en el hilo conductor a través del
3I
pasado y en la cadena a la que cada generación, a
sabiendas o n
o, tuvo que ligarse para comprender
el mundo y su propia ex periencia y, después, perduró como
tal. Hasta el período del Romanticismo no volvemos a encontrar tan exaltada concien cia y glorificación de la tradición. (El descubrimiento de la An tigüedad durante el Renacimiento
fue un primer intento de romper los grillos de la
tradición, yendo a las fuentes mismas para
establecer un
pasado sobre el cual la tradición no tuviera influencia.) Hoy la tradición a
menudo se ve como un concep to romántico en esencia, pero el Romanticismo no hizo
más que poner el análisis de la
tradición en la agenda del siglo xrx; su glorificación del pasado sólo
sirvió para marcar el momento de
la época moderna en que el cambio de nuestro mundo y de las circunstancias generales era tan inminente que dejó de
ser pqsible una confianza
rutinaria en la tradición.
/ El fin de una tradición no significa
de-manera necesaria que los conceptos
tradicionales hayan perdido su poder sobre
la mente de los hombres;
por el contrario, a veces parece que ese
poder de las
nociones y categorías desgastadas se vuelve
más tiránico a medida que la
tradición pierde su fuerza vital y la
memoria de su comienzo se desvanece; incluso puede desve lar su plena fuerza
coercitiva tan sólo después de que haya lle &ado su fin y los hombres ya ni siquiera se rebelen contra
ella. Esta al menos parece ser la lección de la
secuela que, en el siglo
xx, tuvo el pensamiento
formalista y compulsivo, llegado des pués de que
Kierkegaard, Marx y Nietzsche desafiaran las pre misas básicas de la religión, del pensamiento político y de la metafísica tradicionales, invirtiendo conscientemente la jerar quía tradicional de los conceptos. Sin embargo, ni esa secuela del siglo xx ni la rebelión decimonónica contra la
tradición ocasionaron realmente la
ruptura en nuestra historia. Tal rup tura nació de un caos de incertidumbres
masivas en la escena política y de opiniones masivas en la esfera espiritual, que los movimientos totalitarios,
merced al terror y a la ideología, hi cieron
cristalizar en una nueva
forma de gobierno y domina ción. La dominación totalitaria como un
hecho establecido, que en su carácter sin
precedentes no se puede aprehender mediante las categorías
habituales de pensamiento político y cuyos
«crímenes»
no se pueden juzgar según las normas de la
32
moral tradicional ni castigar dentro de la
estructura legal d
e nuestra civilización, rompió la continuidad de la historia de Occidente. La ruptura de
nuestra tradición es hoy un hecho
consumado: no se trata del resultado de la elección deliberada de nadie ni es tema de una decisión
posterior.
Después de Hegel, los intentos de los grandes pensadores por apartarse de los esquemas de
pensamiento que habían regido en
Occidente durante más de dos
mil años pueden haber sido un presagio
de este hecho y, por cierto, contribuyen a esclarecerlo, pero no lo ocasionaron. El propio hecho marca
la división entre la ép�a moderna -que surge con las ciencias naturales en el si glo xvn,
llega a su clímax político en las revoluciones del xvm y despliega sus repercusiones generales después
de la Revolución Industrial del XIX- y el mundo
del siglo xx, que llegó a la exis tencia a través
de la cadena de catástrofes ocasionadas por la
Primera Guerra Mundial. Considerar que los p@ll.S
adores de la
época moderna, en especial los que
en el siglo XIX se rebelaron contra la tradición, fueron responsables de la estructura y las con diciones defs!glo -xx es injusto y, aún
más, peligroso. Las reper cusiones aparentes en el hecho real de la dominación totalitaria van mucho más allá de las ideas más radicales o más aventuradas de
cualquiera de esos pensadores, cuya
grandeza estriba en que percibieron su mundo como un ámbito invadido por nuevos pro blemas e incertidumbres que nuestra
tradición de pensamien to era incapaz de enfrentar. En este
sentido,t:>_u apartamiento mis mo de la tradición, por muy enfáticamente que lo proclamaran (como
los niños, que silban cada vez más
fuerte porque se han perdido en la
oscuridad), tampoco fue un acto de elección pro pia. Lo que los
atemorizaba en la oscuridad fue su silencio, no la ruptura respecto de la tradición. Este corte,
cuando ocurrió de verdad, disipó las
sombras, de modo que ya casi no se volvió a oír
el estentóreo y <<patético» estilo de sus escritos. Pero el trueno
de la explosión final también había
ahogado el anterior silencio omi noso que
todavía nos responde cuando nos atrevemos a pregun- tar no «¿contra
qué luchamos?» sino «¿para qué luchamos?».:::_ _ __ - -,
Ni el silencio de la tradición ni la
reacción de los pensado res decimonónicos contra él son suficientes para
explicar lo que pasó en realidad. El carácter
no deliberado de la ruptura le otorga
esa irrevocabilidad que sólo los hechos, nunca los pen-
33
samientos,
pueden tener. La rebelión del siglo XIX contra la tra dición-se mantuvo estrictamente dentro de una estructura tradi
cional; y en el nivel del mero pensamiento, que apenas se podía preocupar por algo más que las experiencias, en lo esencial
ne gativas, de predicción, comprensión y silencio agorero, era po
sible la radicalización pero no un nuevo comienzo ni la recon sideración del
pasado.
Kierkegaard, Marx y Nietzsche aparecen hacia el fin de la tradición, justo antes de que se
produzca la ruptura. Como predecesor inmediato tuvieron a Hegel. Fue él quien por pri mera vez vio el conjunto de la historia del mundo
como un de sarrollo
continuo, y e'ste logro tremendo
implicó que él mismo quedara fuera de todos los sistemas que se
arrogasen la autori dad y de todas
las creencias del pasado, que sólo lo mantuviera el propio hilo de la continuidad
en la historia, el primer susti tuto de la tradición y por cuyo
intermedio la abrumadora<masa de los valores más
divergentes, de los pensamientos más con tradictori\>s y de las
autoridades más conflictivas, que de algu na manera habían sido capaces de funcionar en conjunto,
se vio reducida a un desarrollo lineal, dialécticamente
consisten te, pensado en realidad para repudiar no la tradición como tal sino la autoridad de todas las tradiciones.
Kierkegaard, Marx y Nietzsche siguieron
siendo hegelianos en la medida en que ve ían la historia de la filosofía del
pasado como un todo dialécti camente desarrollado; su mayor mérito consistió
en radicalizar ese nuevo acercamiento al
pasado del único modo en que po día desarrollarse aún más, es decir,
cuestionando la jerarquía conceptual que
había dominado la filosofía occidental desde
Platón y que Hegel todavía dio por sentada.
Kierkegaard, Marx y Nietzsche son para
nosotros como le treros indicadores
de un pasado que perdió su autoridad.
Ellos fueron
los primeros que
se atrevieron a pensar sin la guía de nin guna autoridad; con todo, para bien o para mal,
aún se encon traron
insertos en las categorías de la gran
tradición. En algunos aspectos, nosotros estamos en mejores condiciones. Y a no nece sitamos
sentimos aludidos por su desprecio hacia los <<filisteos educados» que a lo largo de todo el siglo XIX trataron de
disfra zar la
falta de autoridad
auténtica con una glorificación espuria de
la cultura.
Para la mayoría, hoy esa cultura es como un campo
34
de ruinas que, lejos de estar en condiciones de
reclamar algo de autoridad, apenas puede regir sus propios intereses. Este
becho puede ser deplorable, pero implícita en él está la gran
oportuni dad de mirar al pasado con ojos a los que no oscurece ninguna tradición, de un modo directo que, desde que la civilización ro mana se sometió a
la autoridad del pensamiento griego, había de saparecido entre los lectores y
oyentes occidentales.
3
Las distorsiones destructivas de la tradición provinieron,
todas, de hombres que habían experimentado algo nuevo y, casi instantáneamente, procuraron superarlo y reducirlo
a algo viejo. El salto de Kierkegaard de
la duda a la fe era una inv�r-__
sión y una distorsión de la relaCión tradicional
entre razón y 1; Fue la
respuesta a la falta moderna de fe, no sólo en Dios sino también en
la razón, que era inherente en el «de 0{1Znibus dubi tandum
est>> cartesiano, con su sospecha subyacente de que las cosas pueden no ser lo que aparentan y de que
un espíritu ma ligno, maliciosame
nte y para siempre, podría ocultar la
verdad al
entendimiento humano. El salto de Marx de la teoría a la ac ción y de la
contemplación al trabajo llegó después de que He gel hubiera transformado la
metafísica en una filosofía de la historia
y hubiera convertido al filósofo en el historiador a cuya
mirada retrospectiva, si acaso, al fin de los tiempos, el signifi cado
de la conversión y del movimiento, no el del ser y la ver dad, se revelaría
por sí mismo. El salto de Nietzsche desde el
reino trascendente no sensual de las ideas y dimensiones al rei- 110 sensual de la vida, su «platonismo invertido» o
«transvalo ración de los valores», como él mismo diría, fue la última ten
tativa de apartarse de la tradición y su éxito se redujo a ponerla cabeza abajo.
Por muy diferentes que sean estas rebeliones
contra la tra dición en
su intención y contenido,
sus resultados tienen una similitud
temible: Kierkegaard, al saltar de la duda a la fe, llevó la duda a la religión, transformó el ataque
de la ciencia moder na contra la religión en una lucha religiosa interior, de
modo que desde entonces la experiencia
religiosa sincera pareció po-
35
sible sólo en la tensión
entre duda y fe, en la tortura de la fe a
manos de la duda y en el alivio de este tormento
únicamente mediante la afirmación
violenta del carácter absurdo de la con dición humana y también de la fe del hombre. De esta situa ción religiosa
moderna no hay síntoma más claro que el hecho
de que Dostoievski, quizá el psicólogo más experimentado de las creencias religiosas modernas, retratara
la fe pura en Mish kin, «el idiota», o en Aliosha Karamazov, que es puro de
cora zón porque es un simple.
Marx, al saltar de la filosofía a la política, llevó las teorías
de la dialéctica a la ac�ión, con lo que hizo que, mucho más que
antes, la acción política fuera más
teórica, más dependiente de
lo que hoy llamaríamos ideología. Además, dado que su resor te no era la
filosofía en el viejo sentido metafísico
sino la filoso fía cartesiana de la
duda, tan específicamente como en el caso de la filosofía de la historia hegeliana o
del resorte kierkegaar diano, superpuso la «ley de la historia» a la política
y terminó por perder el significado de
la acción no menos que del pensa miento, de la política no menos que de la
filosofía, cuando in sistió en que ambas eran meras funciones de la sociedad y
de la historia.
El platonismo invertido de Nietzsche, su insistencia en que la vida y lo sensual y materialmente dado eran
contrarios a las ideas suprasensuales y trascendentes que, desde
Platón, su puestamente medían,
juzgaban y otorgaban sentido a lo dado,
terminó en lo que, por lo
común, se denomina nihilismo. Sin
embargo, Nietzsche no era un nihilista sino que, por el contra rio, fue el
primero que trató de superar el nihilismo inherente no a las nociones de los pensadores
sino a la realidad de la vida moderna.
Lo que descubrió en su intento de «transvaloración» fue que, dentro de esas categorías, lo
sensual pierde su ver dadera raison d' etre cuando se ve privado de sus antecedentes de lo sensual y trascendente. «Abolimos el
mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado?
¿Quizá el de las apariencias? ... ¡No!
Junto con el mundo verdadero abolimos el mundo de las apa riencias.»5
En su simplicidad elemental, este enfoque es de
gran importancia para todas las operaciones de derribo en que la tradición halló su fin.
·
Lo que Kierkegaard quería era sostener la dig_
nid3:d_ ge la fe
ante la razón y el razonamiento
modernos, tal como Marx desea ba sostener una vez más la dignidad de la acción humana ante la contemplación histórica y la relativización modernas,
y tal como Nietzsche quería
soscener la dignidad de la vida humana ante la
impotencia de
l hombre moderno. Las tradicionales oposiciones entre fides e intellectus y entre teoría y
práctica se tomaron res pectivas venganzas de Kierkegaard y de Marx, tal como
la oposi ción entre lo trascendente y lo sensualmente dado se tomó ven ganza
de Nietzsche, no porque estas oposiciones tuviesen aún raíces en la experiencia humana válida sino,
por el contrario, por que se habían convertido en meros conceptos fuera de los
cuales, no obstante, parecía imposible
cualquier pensamiento amplio.
Que estas tres rebeliones.notables y conscientes
contra una tradición que había perdido
su apx1Í, su comienzo y principio, hayan terminado en autoderrota, no es motivo para
cuestionar la magnitud
de las empresas ni su importancia para la com prensión del mundo
moderno. Cada intento, por su camino particular, dio cuenta de esos
rasgos de la modernidad que eran
incompatibles con nuestra tradición, y esto incluso antes de que la modernidad en todos sus aspectos se revelara por en tero a sí misma.
Kierkegaard sabía que la incompatibilidad en tre la ciencia moderna y las
creencias tradicionales no estriba
en descubrimientos científicos concretos, todos los cuales se pueden integrar en sistemas religiosos y
absorber gracias a la fe, ya que jamás
podrán dar respuesta a las preguntas que sus cita la religión. También sabía
que esta incompatibilidad, más bien, se
halla en el conflicto entre un espíritu de duda y de des confianza -que, a fin
de cuentas, sólo puede fiarse de lo que
haya hecho por sí mismo- y la tradicional e ilimitada confian zc en lo
dado, que se muestra en su verdadero ser ante la razón y los sentidos del hombre. Según las palabras
de Marx, la cien cia moderna sería «superflua si la apariencia y la esencia de
las cosas coincidieran».6 Dado que
nuestra religión tradicional es
esencialmente revelada y, en concordancia con la filosofía anti gua,
sostiene que la verdad es lo que se revela a sí mismo, que la verdad es revelación (aun en caso de que el significado de esta revelación sea tan diferente como lo son
la aA.1Í8ELa y la &1ÍAW<nc; de
los filósofos, por un lado, y, por otro, las expecta tivas escatológicas de
los primeros cristianos en un cX7TOK_�A.vtjJL'>
37
en la Segunda Venida)
,7 la ciencia moderna es para ella un ene m
igo mucho más temible que la filosofía tradicional, incluso en sus versiones más racionalistas. No
obstante, la tentativa de Kierkegaard de
salvar la fe de la embestida de la modernidad
niveló la religión moderna, es decir, la sometió a la duda y la desconfianza. Las creencias tradicionales se
desintegraron en el absurdo cuando
Kierkegaard trató de ratificarlas con la con sideración de que el hombre no
puede fiarse de la capacidad de
recepción de la verdad de su razón o de sus sentidos.
Marx sabía que la incompatibilidad entre el
pensamiento político
clásico y las condiciones políticas modernas se funda ba en el hecho consumado de las Revoluciones Francesa e In dustrial, que juntas habían llevado el trabajo, tradicionalmente
la más desdeñada de todas las actividades humanas, hasta el es
calón más alto de la productividad y pretendían ser capaces de asegurar
el ideal, honrado en ese momento, de libertad en con diciones hasta entonces
desconocidas y de igualdad universal.
Sabía que la cuestión estaba
planteada sólo superficialmente en las
declaraciones idealistas de igualdad del hombre, de la dig nidad innata
de todo ser humano, y que sólo se le había dado
una respuesta superficial otorgando a los obreros el derecho de voto. No se trataba de un problema de
justicia que se pudiera resolver dando a
la nueva clase trabajadora lo que era suyo, tras lo cual el antiguo orden de suum
cuique se restablecería y fun cionaría como en el pasado. Existe
una incompatibilidad bási ca entre los conceptos tradicionales, que convierten
al trabajo en sí mismo en el propio
símbolo de la sujeción del hombre a la
necesidad, y la época moderna, en la que se ensalzó el tra bajo para expresar
la libertad positiva del ser humano, la liber tad de producir. Por el impacto
del trabajo, es decir, de la ne cesidad en el sentido tradicional, Marx se
esforzó por salvar el pensamiento
filosófico, del que la tradición decía que era la más libre de todas las actividades humanas.
Así, cuando pro clamaba que «no se puede abolir la filosofía sin
concretarla», también había empezado a
sujetar el pensamiento al despotis mo inexorable de la necesidad, a la «ley de
hierro» de las fuer- zas sociales productivas. .
La devaluación de valores
nietzscheana, como la teoría la boral de Marx
sobre el valor, nace de la incompatibilidad entre
las «ideas>� tradicionales, que como unidades trascendentes se usaron para reconocer y medir los pensamientos y acciones hu manos, y la sociedad moderna, que había desintegrado todas esas
normas en relaciones entre sus miembros, definidas como «valores» funcionales. Los valores son prod�ctos sociales que no tienen significado propio sino que, como otros productos, sólo existen en la relatividad cambiante de los nex
os y el co mercio sociales. A causa de esta relativización, tanto las cosas que. el hombre produce para su uso como las normas según las cuales vive experimentan una
transformación decisiva: se con vierten�n objetos
de cambio y la que posee su «valor» es la so ciedad y no el hombre, que los
produce, usa y juzga. El
«bien» pierde su carácter de idea, el
patrón con el que se puede medir y
reconocer el bien y el mal; se ha transformado en un valor que se puede intercambiar por <;>tros
valores, como los de con veniencia o de poder. El poseedor de valores puede
negarse a este intercambio y convertirse
en un «idealista», que pone el valor del
«bien» por encima del valor de la conveniencia; pero esto no hace que el <<Valor» del bien
sea menos relativo.
El término <<Valor>> debe su origen a
la tendencia sociológica que,
aun antes de Marx, estaba bien manifiesta en la relativa mente nueva ciencia de la economía clásica. Marx conocía
muy bien el hecho,
desde entonces olvidado por
las ciencias sociales, de que nadie «visto aisladamente produce valores», pero esos productos «se convierten en valores
sólo dentro de la relación social».8 Su
distinción entre <<Valor
de uso» y <<Valor de cambio» refleja la distinción entre las cosas tal como el hombre las usa y
produce, y su valor en la sociedad, y su insistencia en la mayor autenticidad de los valores de uso, su
descripción frecuente del surgimiento
del valor de cambio como una especie de pecado
original en el inicio del mercado de producción refleja su propio reconocimiento impotente -y, por decirlo así,
ciego- de la inevitabilidad de una
inminente «devaluación de todos los valo res». El nacimiento de las ciencias
sociales puede situarse en el momento en
que todas las cosas, tanto «ideas» como objetos
materiales, quedaron igualadas a los valores, de manera que todo obtenía su existencia de la sociedad y
estaba relacionado con ella, lo bonum y lo malum no menos que los objetos
tangibles. En la disputa acerca de si el
capital o el trabajo es la fuente de los
39
valores, por lo común se pasó por alto que,
cuando la Revolu ción Industrial era incipiente, se consideraba que los valores, y no las cosas, son el resultado de la
capacidad productiva del hombre, o todo
lo existente se relacionaba con la sociedad y no ton el hombre <<Visto aisladamente». La noción de «hombres so
cializados», cuya aparición proyectó Marx en la futura sociedad sin clases, es en rigor la premisa implícita tanto de la
economía clásica como de la marxista.
Por tanto, es sencillamente natural que esa pregunta de res puesta incierta, que más
tarde perturbó a todas las «filosofías
de valores» -¿dónde encontrar el valor supremo por el que
se pueda
medir
a todos los otros?-, apareciera por
primera vez en las ciencias económicas
que, en palabras de Marx, trataban de
«cuadrar el círculo, para encontrar un elemento de valor permanente que sirviese como
un patrón
constante para los de más». Marx
creía que él había encontrado ese patrón en el
tiempo de-trabajo e insistía en
que los valores de uso «que se pueden adquirir
sin trabajo no tienen valor de cambio» (aun que retienen su «utilidad
natural»), de modo que la tierra mis ma «carece de valor», no representa un
«trabajo objetivado».9 Con esta
conclusión llegamos al umbral de un nihilismo radi cal, a esa negación de todo
lo dado de la que las rebeliones del siglo xrx contra la
tradición sabían aún tan poco y que surge
sólo
en la
sociedad del siglo xx.
Nietzsche parece haber sido inconsciente tanto del
origen como de
la modernidad del término <<Valor»,
cuando lo acep taba como una noción clave en
su ataque a la tradición. Pero cuando empezó a devaluar los
valores vigentes de la sociedad, las implicaciones de toda la
empresa quedaron manifiestas
de inmediato. Las ideas como
unidades absolutas se identificaban con los valores sociales
hasta tal punto que, simplemente, deja ron de existir una vez que se
les negó su carácter de valores, su
situación social. Nadie conocía mejor que Nietzsche el camino a través de los senderos retorcidos del moderno laberinto es
piritual, donde recuerdos e ideas del pasado se acumulaban como si siempre hubiesen sido valores que la sociedad menos
preciaba cada vez que
necesitaba productos mejores y más nuevos. También era
consciente del profundo sin sentido de la
nueva ciencia «c�en
_te de _
valores», que pronto iba a degenerar
en el cientificismo y en la superstición científica general y que nunca, a pesar de todas las protestas en contra
tuvo nada en co mún con la actitud de los historiadores romanos que
preconi zaban sine ira et studio. Mientras esta norma pedía un criterio
sin desprecio y una búsqueda de la verdad sin empeño, la wert /reie Wissenscha/t, que no podía juzgar porque ya había perdi
do sus normas de juicio y ya no podía buscar la verdad porque dudaba de su existencia, imaginó que podía
producir resulta dos significativos con sólo abandonar los últimos restos de
esas normas absolutas. Cuando Nietzsche
proclamó que había des cubietto <<Valores nuevos y más altos», fue la
primera víctima de los engaños que él
mismo había contribuido a destruir,
aceptando en su forma más nueva y más horrible la antigua no ción
tradicional de__ medir con _ unidades trascendentes y, por tanto, llevando la. relatividad y. la posibilidad de intercambiar
-los-valores
á.los mismos temas cuya dignidad absoluta había
querido confirmar: el poder, la Vidá y el amor del hombre
ha cia su _existencia terrena.
4
La autoderrota, el resultado de los tres desafíos a la tradi ción en el siglo XIX, no es más que una, y quizá la más
superfi cial, de las cosas que tienen en común Kierkegaard, Marx y Nietzsche. Mayor importancia tiene el hecho de que cada una de sus rebeliones parezca concentrarse en el mismo tema, siem pre repetido:
contra las supuestas abstracciones de
la filosofía y su concepto del hombre
como un animal
rationale, Kierke gaard quiere fortalecer a
los hombres concretos y sufrientes;
Marx confirma que la humanidad del hombre consiste en su fuerza productiva y activa, a la que en su
aspecto más elemen tal llama fuerza de trabajo; Nietzsche insiste en la
productivi dad de la vida, en la voluntad del hombre y en las ansias de po
der. En completa independencia mutua -ninguno de ellos supo siquiera que los otros existían-, llegan
a la conclusión de que esta empresa, en
términos tradicionales, se puede hacer
sólo a través de una operación mental mejor descrita con imá genes y
comparaciones: saltar, invertir y poner los conceptos del revés; Kierkegaard h��la de su
salto de la duda a la fe; Marx
41
pone del revés a Hegel o, más bien, a «Platón y toda la tra dición platónica» (Sidney Hook), «lo vuelve del derecho otra vez» saltando «del campo de la necesidad al
campo de la liber tad»; y Nietzsche comprende su filosofía como «platonismo
in vertido» y «transformación de todos los valores».
Las operaciones rotatorias con las que
termina la tradición dan a luz el comienzo en un doble sentido. La aseveración
mis ma de uno de los opuestos -/ides contra intellectus, práctica
contra teoría, vida sensual,
perecedera, contra verdad perma nente,
invariable, suprasensual- necesariamente trae a la luz
al opuesto repudiado y .demuestra que ambos tienen significado e importancia
sólo dentro de esa oposición. Además,
pensar en términos de esos opuestos no es lo natural,
sino que se cimen ta en una primera gran operación rotatoria en la que, en
última instancia, se basan todas las
demás, porque por ella se estable cieron los opuestos dentr� de cuya tirantez se mueve la tradi ción. La primera rotación es la 7TEpL(xywi) 71)<;
t!roxi'í<> de Pla tón, la vuelta del revés de
todo el ser humano, que él relata -como
si fuese una narración con un principio y un fin y no una mera operación mental- en la parábola de
la caverna, en La república.
El relato de la
caverna se desarrolla en tres
escenarios: el primer cambio se produce en la caverna misma, cuando uno de
los habitantes se libera de las cadenas que aprisionan las «pier nas y cuellos» de los
moradores de ese lugar de tal modo que
«sólo pueden mirar hacia delante»,
con sus ojos fijos en la pan talla sobre la que aparecen las sombras y las imágenes de las co sas; el liberado
se vuelve entonces hacia la parte
trasera de la cueva, donde un fuego
artificial ilumina las cosas que hay
en ella tal como son. En segundo lugar, se produce
el paso desde la caverna hacia el aire
libre, donde las ideas se muestran
como las verdaderas y eternas esencias
de las cosas que hay en la cue va, iluminadas por el sol, la idea de
las ideas, la que permite que el hombre
vea y que las ideas resplandezcan. Por último, se produce la necesidad de volver a la caverna,
de dejar el reino de las esencias
eternas y pasar otra vez al reino de las cosas pe recederas· y de los hombres
mortales. Cada uno de esos cam bios se cumple mediante una pérdida de sentido
y de orienta ción: los ojos habituados a las formas sombrías de la pantalla se
42
ciegan con el fuego del antro; después,
ya habituados a la
luz mortecina del fuego artificial, se ciegan con la luz que
ilumina las ideas; por último, los ojos
acostumbrados a la luz del sol tie nen que volver a adaptarse a la penumbra de
la cueva.
Detrás de estas variaciones, que Platón pide
sólo al filóso fo, al
amante de la verdad y de la luz, existe otra inversión se ñalada generalmente en la violenta crítica de Platón contra
Ho mero y la religión homérica, y sobre todo en la construcción de su relato como una especie de réplica y_ antítesis respecto de
la descripción que del Hades hace Homero en el libro XI de la Odi sea. �1 paralelo entre las imágenes
de
la caverna y el Hades (los movimientos sombríos,
insustanciales, desmayados del alma en el
Hades homérico se corresponden con la ignorancia y la insen
satez de los cuerpos en la caverna) es evidente, porque está subra yado por la forma en que Platón usa las
palabras el:'owA.ov, imagen, y aK(a, sombra, que son las mismas palabras clave uti lizadas por Homero para describir la vida
tras la muerte en el mundo subterráneo. La antítesis respecto de la «posición» ho mérica es evidente; es como si Platón estuviese diciéndole: no es la vida de las almas sin cuerpo sino la vida de los
cuerpos lo que se produce en un
mundo subterráneo; comparada con el
cielo y el sol, la tierra es como el Hades; las imágenes y las som bras
son los objetos de los sentidos corporales, no el ambiente de las almas sin cuerpo; lo verdadero y real
no es el mundo en que nos movemos y vivimos y que abandonamos al morir;
lo verdadero y real son las ideas vistas
y captadas por los ojos de la mente. En
un sentido, la 'lTEpLa-yw-y'JÍ de Platón
era una in versión por la que todas las creencias comunes acordes con la religión homérica quedaron, en Grecia,
vueltas del revés. Es como si el mundo
subterráneo del Hades hubiera emergido a
la superficie de la tierra.10 Pero esta inversión de Homero en realidad no lo ·puso cabeza abajo o cabeza
arriba, ya que la dicotomía que es el
espacio exclusivo dentro del cual esa ope ración podría producirse es casi tan
ajena al pensamiento de Platón -que
todavía no hacía uso de opuestos predetermina dos- como al mundo homérico.
(Ninguna vuelta del revés de la
tradición puede, por tanto, llevarnos a la «posición» homéri ca original, y
éste parece haber sido el error de Nietzsche; pro bablemente el filósofo pensó
que su platonismo invertido po-
43
_... ... -· "' .
día llevarlo a las formas de pensamiento preplatónicas.) Platón
formuló sólo con objetivos políticos su doctrina de las
ideas como una inversión de Homero; pero
por ello estableció la es tructura dentro de la cual esas operaciones de inversión no son posibilidades improbables sino que
están predeterminadas por la propia estructura conceptual. El desarrollo
de la filosofía du rante la Baja Antigüedad en las diversas escuelas, que se ataca ron con un
fanatismo inigualado en el mundo precristiano,
consiste en inversiones y desplazamientos del énfasis
de uno de los dos términos opuestos,
posibles gracias a que Platón había
separado un mundo de meras sombras aparenciales del mundo de las ideas eternamente verdaderas. Él mismo
dio el primer ejemplo en la antítesis de
caverna y cielo. Cuando por fin Hegel,
en un último esfuerzo gigantesco, había reunido en un todo consistente que se desarrolla a sí mismo
los distintos hilos de la filosofía
tradicional, tal como se
desarrollaron desde el concepto �riginal de Platón, se-produjo la misma división en dos escuelas de pensamiento enfrentadas,
aunque en un nivel menos encarnizado, y
un ala izquierda y una derecha, los hege lianos idealistas y los
materialistas, tuvieron por breve lapso el
dominio del pensamiento filosófico.
El significado de los desafíos de
Kierkegaard, Marx y Nietz sche a la tradición -aun cuando
ninguno de ellos habría sido po sible sin el logro sintetizador de
Hegel y su concepción de la his toria- es que constituyen una inversión
mucho más radical que la que implican las
simples operaciones de vuelta del revés, con
sus extrañas oposiciones entre
sensualismo e idealismo, materia lismo y espiritualismo, incluso
entre inmanentismo y trascenden talismo. Si Marx no hubiese sido más que
un «materialista» que llevó a tierra el
«idealismo» de Hegel, su influencia habría sido tan efímera y tan limitada a las discusiones
eruditas como las de sus contemporáneos.
La premisa básica de Hegel era que el mo vimiento dialéctico de pensamiento es
idéntico al movimiento dialéctico de la
propia materia. De este modo esperaba tender un
puente sobre el abismo que Descartes había abierto entre el hombre, definido como res
cogitans, y el mundo, definido como
res extensa, entre cognición y realidad, pensamiento y ser. El de
samparo espiritual del hombre moderno encuentra sus primeras expresiones en esta incertidumbre cartesiana
y en la respuesta
44
pascaliana. Hegel afirmó
que el hallazgo del movimiento dialécti co como ley universal,
que rige la razón del hombre y los asuntos
humanos y también la «razón»
interior de los acontecimientos na turales, alcanzaba algo más que una mera correspondencia entre intellectus y res, cuya
coincidencia
con
la filosofía precartesiana había
definido como verdad. Al introducir el espíritu y su auto
rrealización en el movimiento, Hegel creía haber
demostrado una identidad ontológica
entre materia e idea. Por tanto, para Hegel
no habrá tenido gran importancia se empezara· este movimiento desde el punto de vista de la conciencia, que
en cierto momento empie¡;a a
«materializaD>, o que se eligiera la materia como pun to de partida que,
mientras se mueve hacia la «espiritualización»,
se vuelve consciente de sí misma. (Marx no dudaba de estos prin cipios
fundamentales de su maestro, como se ve por el papel que otorgó a la autoconciencia bajo la forma de
conciencia de clase en la historia.) En otras palabras, Marx no era más
«materialista día- -
léctico» de lo que Hegel era «idealista dialéctico»;
el concepto mismo de movimiento dialéctico, concebido por Hegel como
una ley universal -y así
aceptado por Marx-, hace que los
términos «idealismo» y «materialismo>> no tengan sentido como sistemas filosóficos. Marx,
sobre todo en sus primeros escritos,
es muy consciente de esto, y sabe
que su repudio de la tradición y de He gel no se basa en su «materialismo»,
sino en su negativa a asumir que la
diferencia entre hombre y vida animal es ratio o pensa
miento, que .:=.-en·p-alabras de Hegel- «el hombre es esencial
mente-espíritU>>; en su juventud, Marx sostuvo que el hombre es esencialmente un ser natural dotado de la
facultad de acción («ein
tiitig
es Naturwesen»),
y su acción se mantiene como «natu ral» porque consiste
en el trabajo, el metabolismo entre el hom
bre y la naturaleza.11 Su inversión, como la de Kierkegaard y la de Nietzsche, va hasta el núcleo del asunto; los
tres cuestionan la je rarquía tradicional de las capacidades humanas o, para
decirlo de otra manera, vuelven a la
pregunta sobre la cualidad específica mente humana del hombre; no pretenden
construir sistemas o Weltanschauungen
sobre esta o aquella premisa.
Desde el surgimiento de la ciencia
moderna, cuyo espíritu está expresado en la filosofía cartesiana de la duda y la descon
fianza, el sistema conceptual de la tradición ya no estaba segu-
45
ro. La dicotomía entre contemplación y acción, la jerarquía tra dicional que establecía
que la verdad se percibía, en última ins tancia, sólo en la contemplación
sin palabras y pasiva, ya no po día sustentarse cuando la ciencia se había vuelto activa y obraba para obtener conocimiento. Cuando desapareció la creencia de que las cosas se muestran tal como son, el concepto de verdad
como revelación se volvió dudoso, y con él la fe
incuestionable
en un Dios revelado. La noción de «teoría» cambió de signifi cado. Ya no aludía a un sistema de verdades razonablemente conectadas
que, como tales, no habían sido hechas sino dadas a la razón y a los sentidos. Más bien se convirtió en la teoría científica moderna, que ·es una hipótesis de
trabajo, cambiante según los resultados
que produce y que obtiene su validez no
de lo que «revela» sino de la forma en que «opera». Por el mis mo
proceso, las ideas platónicas perdieron su poder autónomo de iluminar el mundo y el universo. Primero
se convirtieron en lo que habíán sido
para Platón sólo en su relación con el ámbi to político, normas y medidas, o
fuerzas reguladoras, limitati vas, de la propia mente razonan te del hombre,
que aparecen en Kant. Más tarde, después
de que la prioridad de la razón sobre la
acción, el hecho de que la mente prescribiera las normas rec to'ras de las acciones
de los hombres, se perdiera en la transfor mación operada en todo el mundo por
la Revolución Industrial -una
transformación cuyo éxito parecía probar que las accio nes del hombre y sus
productos dictaban sus normas a la ra zón-, estas ideas por fin se
convirtieron en meros valores, cuya
validez determinan no uno o varios hombres sino la so ciedad corno conjunto en
sus necesidades funcionales siempre
cambiantes.
Esos valores en su cambio e intercambio son las únicas «ideas» que quedan a los «hombres socializados» o que ellos pueden entender, unos hombres que habían decidido que ja más abandonarían
lo que para Platón era «la caverna» de los
asuntos humanos de todos los
días, y que jamás se aventuraron por su
cuenta en un mundo y una vida a la que, quizá, la fun cionalización
ubicua de la sociedad moderna privó de una de
sus características más elementales: la capacidad de producir asombro ante lo que es como es. Este
desarrollo tan real se re fleja y preanuncia en el pensamiento político de
Marx. Al dar
vuelta del revés a la tradición dentro de su propio sistema, Marx no se desembarazó de las ideas de
Platón, aunque regis tró el oscurecimiento
del cielo claro donde esas ideas, y tam bién muchas otras presencias, cierta vez se hicieron visibles
a los ojos de los hombres.
47
II. EL CONCEPTO DE HISTORIA: ANTIGUO Y MODERNO - -
l . HISTORIA Y NATURALEZA
Empecemos con Heródoto, a quien Cicerón llamó
pater
historiae y que sigue siendo el padre de la historia
occidental. 1 En la primera
frase de su obra �obre las guerras persas nos dice que el objetivo de su esfuerzo es preservar
lo que nació por obra de los hombres, 'ra ')leVÓ !-Leva. €� &vepwmvv, para que el tiempo no lo borrara y para otorgar a las
hazañas gloriosas, ad mirables, de los griegos y los bárbaros la alabanza
suficiente que asegurase que la
posteridad habría de recordarla·s y así
mantendría impoluta esa gloria a través de los siglos.
Esto, aunque nos dice mucho, no nos
dice lo bastante. Para nosotros el interés por la inmortalidad no es algo
que se dé por sentado y Heródoto, puesto que para él sí era algo
que daba por sentado, no nos dice mucho al respecto. Su concepción de
la tarea de la historia -salvar las hazañas humanas de
la trivia lidad que se deriva del
olvido- estaba enraizada en el concep to y experiencia que de la
naturaleza tenían los griegos y que
abarcaba todas las cosas existentes por sí mismas, sin ayuda
de los hombres ni de los dioses -las divinidades olímpicas no se
atribuyen la creación del mundo-/ y que por tanto son in mortales. No es. posible pasar por
alto u olvidar las cosas de la
naturaleza, siempre presentes; además, por ser inmortales, no necesitan del recuerdo humano para su
existencia posterior. Todas las
criaturas vivas, incluido el hombre, están dentro de este reino de la existencia eterna, y
Aristóteles nos asegura ex plícitamente que, en la medida en que es un ser
natural y per tenece a la especie humana, el hombre posee la inmortalidad;
a través del ciclo recurrente ,9-�e l
_
a vida, la naturaleza asegura el
49
mismo tipo de existencia eterna para las cos
as que nacen y mueren como para las cosas que son y no cambian.
«El ser de las criaturas vivas es la
Vida», y el ser para siempre (&el. etvcu) corresponde a
&eL-yevÉc;, procreación.3
Sin duda que esta recurrencia eterna «es la mayor aproxi mación posible de un mundo del llegar a ser al
del ser>>,4 pero no convierte a los hombres en inmortales, por supuesto; por el con trario, dentro de un cosmos en el que todo era inmortal, el ca
rácter de mortal fue lo que se convirtió en el sello distintivo de la existencia humana. Los hombres son «los
mortales», lo único mortal que existe, porque los animales existen sólo como miem bros de
su especie y no como individuos. El carácter mortal del hombre estriba en el hecho de que la vida individual, una (3Coc; con una historia vital reconocible desde
el nacimiento hasta la muerte, surge de
la vida biológica, �w-ii. Esta vida
individual se distingue de tqdas las
demás cosas por su movimiento rectilíneo
que, por decirlo así, atraviesa los movimientos circulares de la vida biológica. Esto es la mortalidad:
moverse en una línea rec ta en un universo donde todo, sí es que se mueve, lo
hace den tro de un orden
cíclico. Cuando los hombres persiguen sus me tas, labrando la tierra fértil,
obligando al viento libre a hinchar sus
velas, surcando las olas siempre móviles, cortan un moví miento que no tiene
objetivo y que gira dentro de sí mismo.
Cuando Sófocles, en el famoso coro de Antígona, dice que no hay nada que
inspire más reverencia que el hombre, continúa
poniendo como ejemplo las actividades humanas que, con un propósito definido, violentan a la naturaleza
porque perturban lo que, en ausencia de
los mortales, constituiría la eterna quietud
de ser para siempre que descansa o gira dentro de sí misma.
Para nosotros· es difícil comprender que las
hazañas y tra bajos de los que son capaces los
mortales, y que se convierten en el tema
de
la narración histórica, no se vean como partes de un todo o de un proceso; por el
contrario, el acento está siem pre en situaciones y
gestos singulares. Situaciones, hazañas o
acontecimientos singulares interrumpen el movimiento circu lar
de la vida cotidiana en el mismo sentido en que la (3ioc; de los mortales interrumpe el movimiento
circular de la vida bio lógica. El tema de la historia son estas
interrupCiones: en otras palabras, lo
extraordinario.
En la Antigüedad, cuando se empezó a especular
sobre la na turaleza
de la historia, a pensar en un proceso histórico y en el destino histórico
de las naciones, en su ascenso y caída, en un
curso en que
las acciones particulares y los
acontecimientos se veían dentro de un todo, de inmediato se dijo que esos
procesos debían ser circulares. El movimiento
histórico empezó a cons truirse según la imagen de l
a vida biológica. En
términos de la fi losofía antigua, esto podría significar que el mundo de la
historia había vuelto al mundo de la
naturaleza; el mundo de los morta les, al universo inmortal. Pero en términos
de la poesía y de la his toriografía antiguas, significaba que se había
perdido aquel senti do inicial de la grandeza de los mortales, como algo
distinto de la, sin duda, mayor grandeza
de la naturaleza y de los dioses.
A comienzos de la histqria de Occidente,
la distinción en tre ]a mortalidad de los hombres y
la inmortalidad de la na turaleza, entre
las cosas hechas por el hombre y las cosas que
llegan a ser por sí mismas,
era para la historiografía una pre sunción tácita. Todas
las cosas que deben su existencia a los
hombres, como los trabajos, las proezas y las palabras, son pe recederas, están
infectadas, por decirlo así, por el carácter mor tal de sus autores.
Sin embargo, si los mortales consiguen dotar
a sus trabajos, proezas y palabras de cierto grado de perma nencia y
detener su carácter perecedero, estas cosas, al menos en cierta medida, integran el mundo de lo perdurable
y dentro de él ocupan un puesto propio,
y los mortales mismos encon trarían su puesto en el cosmos, donde todo es
inmortal a ex cepción del hombre. La capacidad humana que permite lograr esto es la memoria, Mnemosine, a quien por
tanto se consideró madre de todas las
otras musas.
Para comprender con rapidez y algún nivel
de claridad todo lo lejos que hoy estamos de esta concepción griega de la
relación entre naturaleza e
historia, entre el cosmos y los hombres, se nos
puede permitir que citemos cuatro versos de Rilke en su lengua original; son tan perfectos que desafían a la
mejor traducción.
<<Berge ruhn,
von Sternen überpriich
tigt;
aber auch in ihnen
flimmert Zeit.
Ach, in meinem wilden
Herzen niichtigt obdachlos die Unvergá'nglichkeit.»5
51
Aquí incluso las montañas sólo parecen descansar bajo la luz de
las estr.<;:lllls; son lentas, las devora en
secreto el tiempo; nada es para siempre, la
inmortalidad ha huido del mundo para encontrar una morada incierta en la oscuridad del
corazón hu mano, que aún tiene la
capacidad de recordar y decir: para
siem pre. La inmortalidad o carácter
imperecedero, si existe o cuan do existe, no tiene un
verdadero hogar. Al mirar esas
líneas con los ojos de los griegos,
vemos casi como si el poeta tratara cons cientemente de invertir las
relaciones planteadas por los griegos:
todo se ha vuelto perecedero, salvo quizá el corazón humano; la inmortalidad ya no es el medio en el que se
mueven los morta les, sino que ha encontrado su refugio sin amparo en el
propio corazón de la mortalidad; las
cosas, los trabajos y proezas, los
hechos e incluso las palabras inmortales, aunque los hombres todavía sean capaces de extemalizar,
cosificar -por decirlo así- el recuerdo
de ,sus corazones, perdieron su puesto en el
mundo; en vista de que el mundo y la naturaleza son perecede ros, y ya
que las cosas hechas por el hombre, una vez que han lle gado a ser, comparten
el destino de todos los seres, todos em piezan a morir en el momento en que
llegan a la existencia.
Con Heródoto, palabras, proezas y acontecimientos -es decir, las
cosas que sólo deben su existencia a los
hombres se convirtieron en el tema de la historia. De
todas las cosas he chas por el hombre, éstas son las más fútiles. Los
trabajos de las manos humanas deben
parte de su existencia a la materia pri ma que proporciona la naturaleza y,
por tanto, llevan dentro cierta dosis de
permanencia, tomada en préstamo, por decir lo así, de la índole imperecedera
de lo natural. Pero lo que se produce
entre los mortales directamente, la palabra hablada y todas las acciones y proezas que los griegos
llamaron 'TTpá�et,c; o 'TTpá')'J..L
IX'Ta, como lo
opuesto a 'TTOLT)O"Lc;, fabricación, jamás pueden
superar el momento de su realización, jamás
podrían dejar ninguna huella sin la ayuda del recuerdo. La tarea del poeta y la del historiador (a quienes
Aristóteles todavía pone dentro de la
misma categoría, porque el tema de ambos es la
'TTpa�Lc;)6 consiste en hacer algo que sea digno de recuerdo. Lo hacen traduciendo 'TTpa�Lc; y A.É�Lc;, acción y
palabra, en ese tipo de 1TOLTJO"Lc; o fabricación que, por
último; se convierte en palabra escrita.
52
Como categoría de la existencia
humana, la historia es más antigua, por supuesto, que la palabra
escrita, más antigua que Heródoto e incluso que Homero. Si se habla en términos no históricos sino poéticos, su comienzo se encuentra en el mo mento en que Ulises, en la corte del rey de los feacios, escucha el relato de sus propias hazañas y
sufrimientos, la historia de su vida, en
ese instante algo situado fuera de él mismo, un «ob jeto» que todos
ven y escuchan. Lo que había sido
mero suce so se había convertido en «historia».
Pero la transformación de hechos y
acontecimientos singulares en historia era esencial ment� la misma «imitación de acción» hecha con palabras que más tarde empleó la tragedia griega, 7 donde,
como cierta vez señaló Burckhardt, «la
acción externa se oculta al
ojo» me diante los informes de los
mensajeros, aun a
pesar de que no había ninguna objeción en contra de mostrar
lo horrible.8 La escena en que Ulises
esc-ucha la historia de su propia vida es pa radigmática tanto de la historia
como de la poesía; la «reconci liación con la realidad», la catarsis, que
según Aristóteles era la esencia de la tragedia
y según Hegel era el fin último de la his toria, se producía entre las
lágrimas del recuerdo. El más pro fundo motivo humano para la historia y la
poesía se muestra aquí en una pureza sin
paralelo: ya que el oyente, el actor y el
atormentado son la misma persona, todos los motivos de cu riosidad y
avidez diáfanas por la información, siempre dueños, por supuesto, de un papel amplio tanto en la
investigación his tórica como en el placer estético, están ausentes en Ulises
mis mo, que se habría aburrido más que emocionado si la historia fuese sólo noticias y la poesía sólo
diversión.
Estas distinciones y reflexiones
pueden parecer lugares co munes para
los oídos modernos. Sin embargo, llevan implícita una enorme
y penosa paradoja que contribuía (quizá más que
cualquier otro factor individual) al aspecto trágico de la
cultu ra griega en sus
manifestaciones máximas. La
paradoja es que, por un lado, todo se
veía y medía respecto del entorno de las
cosas que son para siempre, mientras que, por otro, los griegos -al menos los preplatónicos- entendían que la
grandeza hu mana residía en las proezas y en las palabras, y estaba repre
sentada por Aquiles, «el de los grandes hechos y las grandes palabras», más bien que por el hacedor y
fabricante o incluso
53
que por el
poeta
y el escritor. Esta paradoja, que la
grandeza se entendiera en términos de permanencia, en tanto que la gran deza
humana se veía precisamente en las actividades más fúti les y menos duraderas
de los hombres, obsesionó a poetas e
historiadores griegos, tal como había perturbado la paz de los filósofos.
La temprana solución griega de la paradoja fue poética y no filosófica. Consistía en la fama inmortal
que los poetas pue den conceder a
la
palabra y a la proeza, para que superen no
sólo el momento trivial del habla y de la acción sino incluso
la vida mortal de quien la dice o la ejecuta. Antes de la escuela so crática - con la
posible excepción de Hesíodo-, no encontra mos una crítica verdadera de la
fama inmortal; hasta Heráclito pensó que
ésta era la mayor de todas las aspiraciones humanas y, aunque denunció con amargura violenta las
condiciones po líticas de su nativa Éfeso, jamás se le habría-oeurrido
condenar el ámbito de los asuntos
humanos como tales ni dudar de su
grandeza potencial.
El cambio, preparado por Parménides, se
concretó con Só crates y llegó a su culminación en la
filosofía platónica, a cuyas enseñanzas sobre la inmortalidad potencial de los
hombres mortales se les adjudicó autoridad en todas las escuelas filosó
ficas antiguas. Sin duda, Platón todavía se vio enfrentado a esa misma paradoja, y parece
haber sido el primero en considerar que
«el deseo de hacerse famoso y no quedarse al fin sin un nombre» estaba en el mismo plano que el deseo natural de los niños por el que la naturaleza asegura la inmortalidad de la espe cie, aunque no
la aeavaO"ia
del individuo. En su filosofía
políti ca, por tanto, propuso
que se sustituyera la segunda por la pri mera, como si el deseo de
inmortalidad a través de la fama se
pudiera cumplir también a pesar de que los hombres «son in mortales
porque dejan hijos de sus hijos tras de sí y comparten la inmortalidad a través de la unidad de un
eterno retorno»; cuando declaró que
engendrar hijos era una ley, evidentemen te esperaba que esto fuese suficiente
para el natural anhelo de inmortalidad
del «hombre común». Ni Platón ni Aristóteles
creían ya queJos hombres mortales pudiesen «inmortalizarse» (aeavaTq;eLV, en la terminología aristotélica, una actividad cuyo objeto no es necesariamente uno mismo, la
fama inmortal del
54
nombre, sino que incluye una variedad de ocupaciones rela cion
adas con cosas
inmortales en general)- a través de gtañdes
proezas
y
palabras.9 Habían descubierto, en la propia
actividad del pensamiento, una capacidad humana oculta, capaz de apar tarse de todo el
campo de los asuntos humanos, que el hom bre no debía tomarse
demasiado en serio (Platón), porque era
evidentemente absurdo pensar que el humano es el máximo ser existente (Aristóteles) . Mientras engendrar
podía ser bastante para la mayoría,
«inmortalizarse» significó par� el filósofo
estar en las cercanías de esas cosas que
persisten para siempre, es tar allíy presente en un estado de atención activa, pero sin ha cer nada,
sin realizar proezas ni trabajar. De modo que la acti tud típica de los
mortales, una. vez que habían llegado a las cer canías de lo inmortal, era la
contemplación sin acción e incluso sin
palabras: el vou<; aristotélico, la altísima y específicamente humana capaCidad de visión pura, no puede
expresar con pa labras lo que contiene/0 y la verdad última que la visión de
las ideas descubrió a Platón es como un nppT)Tov, algo que no se puede expresar con palabras.11 Por lo tanto,
los filósofos resol vieron la antigua paradoja negando al hombre no la
capacidad de «inmortalizarse», sino la
capacidad de medirse a sí mismo y medir
sus propias hazañas con respecto a la grandeza perdura ble del cosmos, de
igualar, por así decirlo, la inmortalidad de la
naturaleza y los dioses con una grandeza inmortal propia. La solución se produce claramente a expensas «de
los grandes he chos y de las grandes palabras».
La distinción
entre poetas e historiadores de una parte y fi lósofos de la otra era que los primeros
simplemente aceptaban el concepto de grandeza
corriente entre los griegos. La alaban za, de la que provenía
la gloria y después la fama duradera, po día concederse sólo
a las
cosas que ya eran «grandes», es decir, a
las cosas que tenían una cualidad visible, brillante, que las distinguía de todas las otras y hacía posible
la gloria. Lo gran de era lo que merecía la inmortalidad, lo que debía ser
admi tido en la compañía de las cosas que duraban para siempre, ro deando la
futileza de los mortales con su majestad insuperable. A través de la historia, los hombres casi se
han convertido en los pares de la
naturaleza y sólo los acontecimientos, las proe zas o palabras que se elevaron
por sí mismas al siempre pre-
5 5
sente desafío
del universo natural eran lo que llamaríamos his tórico. No sólo el poeta Homero ni el
historiador Heródoto, sino también Tucídides, que de un modo mucho
más sobrio fue el primero en establecer las normas de la
historiografía, nos dice
explícitamente en el comienzo de la Guerra del Pe/opone so que escribió su obra por la «grandeza» de la guerra, porque «fue el mayor movimiento conocido en la
historia, no sólo de los helenos, sino
también de una gran parte del mundo bárba ro ... casi de la humanidad».
La preocupación por la grandeza, tan prominente en la po esía y en
la historiografía griegas, se basa en la muy íntima co nexión entre los conceptos de naturaleza e historia. Su común denominador
es la inmortalidad. La inmortalidad es lo que la naturaleza posee sin esfuerzo y sin asistencia
de nadie, y la in mortalidad es lo que, por tanto, los
mortales deben tratar de lo grar, si quieren ser dignos del mundo·en el que
han nacido, ser dignos de las cosas que
los rodean y en cuyo ámbito están ad mitidos por un breve tiempo. Por consiguiente,
la conexión en tre historia y naturaleza de ningún modo es una oposición.
La historia recibe en su recuerdo a los
mortales que a través de he chos y palabras se han mostrado dignos de la
naturaleza, y su fama imperecedera
significa que, a pesar de su carácter mortal,
pueden seguir en la compañía de las cosas perdurables.
Nuestro moderno concepto
de la historia está íntimamente conectado con nuestro moderno concepto de la naturaleza no menos que los correspondien
tes y muy distintos conceptos sur gidos al
comienzo de nuestra historia. También se puede ver a éstos en su significado pleno sólo si
se descubre la raíz común a todos ellos. La oposición que se estableció
en el siglo XIX en tre
ciencias naturales e históricas, junto con la presunta objeti vidad absoluta y
la precisión de los naturalistas, hoy es cosa del pasado. En la actualidad, las ciencias
naturales admiten que, con el
experimento - es decir, los procesos de prueba natura les bajo condiciones
determinadas, y con el observador, que al
seguir el experimento se convierte en una de sus condiciones-, se introduce un factor «subjetivo» en el
proceso «objetivo» de la naturaleza.
«El más importante de los resultados
nuevos de la física nuclear fue el reconocimiento de la posibilidad de aplicar
muy distintos tipos de leyes naturales, sin contradicción, a uno y el mismo hecho físico. Esto se debe a
que, dentro de un siste ma de leyes basadas en ciertas ideas fundamentales,
sólo tienen sentido ciertas formas muy
definidas de plantear las pregun tas, y, en consecuencia, a que ese sistema
está separado de los otros que permiten
plantear preguntas distintas.»12
En otras palabras, ya que el
experimento «es una cuestión presentada por la naturaleza» (Galileo),13
las respuestas de la
ciencia siempre serán las réplicas a
preguntas planteadas por los hombres; la confusión en el punto de la
«objetividad» es tribaba en asumir que podría haber respuestas sin preguntas
y resultados independientes de la
,existencia de unas preguntas. La
física, hoy lo sabemos, investiga lo que- existe de un modo tan centrado en el hombre como el que usa la
investigación his tórica. Por tanto, la antigua disputa entre la «subjetividad»
de la historiografía y la «objetividad»
de la física ha perdido bue- na parte de su r. mportanc1. a. 14
Por regla general, el historiador
moderno no es consciente aún del
hecho de que el naturalista, ante quien tuvo
que de fender su propio «nivel científico» durante tantos decenios, se encuentra en la misma posición y es muy capaz de establecer
y restablecer, en unos términos nuevos y
al parecer más científi cos, las
antiguas distinciones entre una ciencia de la naturaleza y una ciencia de la historia. La razón es que
el problema de la ob jetividad en las ciencias históricas es más que una simple perple jidad técnica, científica. La
objetividad, la <<extinción del yo»
como la condición de la «visión pura» («das reine Sehen der Din ge>>, Ranke), implicaba que el historiador se abstenía de alabar o criticar, a
la vez que adoptaba una actitud de perfecto distancia miento, con la que
seguía el curso de los sucesos tal como los re velaban sus fuentes
documentales. Para él, la única limitación de
esta actitud, que Droysen cierta vez denunció como «objetivi dad
eunuca», 15 está en la necesidad de seleccionar material de entre una masa de hechos que, si se compara
con la capacidad li mitada de la mente humana y la extensión limitada de la
vida del hombre, parece infinita. En
otras palabras, la objetividad signi-
57
ficó no interferencia y
también no discriminación. De estas dos,
la no discriminación, abstenerse de alabar y de criticar, era evi dentemente mucho más fácil de conseguir que la no interferen cía; cualquier selección de material, en
cierto sentido, interfiere en la
historia y todos los criterios de selección ponen el curso histórico de los acontecimientos bajo ciertas
condiciones esta blecidas por el hombre, muy semejantes a las condiciones que
el científico prescribe para los
procesos naturales en los experi mentos.
Aquí hemos establecido el problema de la objetividad en términos modernos, tal como surgió durante la época moder na,
en la que se creyó haber descubierto la «nueva ciencia» de la historia, que debía obedecer
a las normas de la ciencia natu ral, «más antigua». Sin embargo, esto era entenderse mal a sí
misma. La ciencia natural moderna se desarrolló
con rapidez, para convertirse en una
cierrcia aún «más nueva» que la histo ria, y ambas brotaron, corno
veremos, exactamente del mismo
conjunto de «nuevas» experiencias, cuando se hizo la nueva exploración del universo, a comienzos de la
era moderna. El punto curioso
y todavía confuso en las ciencias históricas fue que no adoptaron las normas de las
ciencias naturales de su misma época,
sino que se volvieron hacia la actitud científica y, en última instancia, filosófica que la época
moderna había em pezado a liquidar. Sus normas científicas, que culminaron en
la «extinción del yo», tenían sus raíces
en la ciencia aristotélica y medieval,
que sobre todo consistía en observar los hechos y catalogarlos. Antes de la edad moderna no se
discutía que la contemplación serena,
pasiva y desinteresada del milagro de la
existencia, o de la maravilla de la creación divina, tendría que ser también la actitud adecuada para el
científico, cuya cu riosidad sobre el terna aún no se había separado de la
maravilla ante lo general, de donde
nació la filosofía, según los antiguos.
Con la época moderna, esta objetividad
perdió su funda mento y, por tanto, estuvo constantemente a la expectativa de
nuevas justificaciones. Para las ciencias históricas, la vieja nor ma de
objetividad tenía
sentido sólo si el historiador creía que, en su integridad, la historia era o bien un
fenómeno cícli co aprehensible corno un todo mediante la contemplación (y
Vico, siguiendo las teorías de la baja Antigüedad, aún sustenta-
ba esta
opinión) , o bien que una providencia
divina la condu cía hacia la
salvación de la humanidad, que su plan era un he cho revelado,
cuyos comienzos y fines se conocían y, por tanto, también se podía contemplarla como un todo. Sin embargo, ambos conceptos eran muy ajenos a la nueva
conciencia
que de la historia tenía la época
moderna; los dos sólo eran la
estruc tura tradicional en la que las nuevas experiencias se compri mían y de la que había surgido la nueva ciencia. El problema de la objetividad científica, tal como se planteó
en d siglo XIX, de bía tanto a la autoconcepción histórica errónea y a la confu
sión fil�sófica, que se había vuelto difícil
reconocer el verdade ro tema de discusión, el tema de la imparcialidad, sin
duda decisivo no sólo para la «ciencia»
de la historia sino también para toda la
historiografía, desde la poesía y la narración en adelante.
La imparcialidad, y con ella toda la
historiografía verdade-· ra, llegó al mundo cuando Homero decidió cantar la gesta de los troyanos a la vez que la de los aqueos, y proclamar la gloria de Héctor tanto como la grandeza de Aquiles. Esta imparciali dad homérica, de la que
se hizo eco Heródoto, quien puso ma nos a la obra para evitar
que «queden sin gloria grandes y ma ravillosas obras, así de los griegos como de los bárbaros»,
aún es el tipo de objetividad más alto
que conocemos. No sólo deja atrás
el interés común en el propio bando y en el propio pue blo que, hasta nuestros
días, caracteriza a casi todas las histo riografías nacionales, sino que
también descarta la alternativa de
victoria o derrota -para los modernos una expresión del juicio «objetivo» de la propia historia-, y
por ello no puede interferir en lo que
se juzgaba digno de alabanza inmortaliza do.L·a. Algo más tarde, y expresado con magnificencia por Tucí
dides, aparece en la historiografía griega, para contribuir a la objetividad histórica, otro elemento
poderoso, que sólo pudo llegar a primer
plano después de la larga experiencia de la vida en la pólis, configurada, hasta un límite increíblemente amplio, por un conjunto de ciudadanos que hablaban
unos con otros. En esta conversación
incesante, los griegos descubrieron que
nuestro mundo común se ve siempre desde un número infinito de posiciones diferentes, a las que
corresponden los más diver sos puntos de vista. En un flujo de argumentos
totalmente ina-
59
gotable, como los que presentaban los sofistas a los atenien ses, el ciudadano
griego aprendió a intercambiar sus propios
puntos de vista, su propia «opinión» -la forma en que el mundo se le .aparecía y mostraba (ooKe'L j.LOL, «me parece», de
donde proviene Oó�a, «opinión»)- con los de sus conciudadanos. Los g�iegos aprendieron a comprender, no a comprenderse como Individuos sino a mirar
al mismo mundo desde la posi ción del otro, a ver lo mismo bajo aspectos muy distintos
y, a menudo, opuestos. Los discursos en que Tucídides
articula las posiciones y los intereses de
los partidos enfrentados aún son
un testimonio vivo del grado
extraordinario de esta obje-
tividad. ·
Lo que oscureció la discusión moderna sobre la objetivi
dad en las ciencias históricas, y
evitó que alguna vez se tocasen
los as'!ntos fundamentales
implicados, parece ser el hecho de
que nmguna de las condiciones de
la imparcialidad homérica ni de la ob)etividad
de Tucídides están presentes en la época
��cierna. La imparcialidad homérica descansaba en la acepta cwn de que las grandes cosas son evidentes
por sí mismas, bri llan por sí mismas; de que el poeta (el
historiador, más adelan te) sólo tiene que conservar esa gloria
de las cosas, que en sí es fútil Y que él destruiría, en lugar de conservarla, si se olvidara de la gloria que le correspondió a
Héctor.
Durante su breve existencia, los grandes hechos y las
grandes palabras eran, en su grandeza, tan reales como una
piedra o una casa y, por con siguiente, todas las personas los veían y las oían. La
grandeza se recono�ía con facilidad como aquella que por sí misma
aspira ba a la Inmortalidad, es decir, hablando en términos negativos, como un desdén heroico por
todo lo que simplemente viene y va, por toda vida individual,
incluida la propia. Este sentido de grande�a tal vez no podía sobrevivir intacto en el cristianismo, por 1�, Slfnple razón de que, según las enseñanzas cristianas, la relacwn entre vida y mundo es el
opuesto exacto a la que hubo en
la. Antigüedad griega y latina: en el
cristianismo, ni el mun do m el ciclo recurrente de la vida
es inmortal, sólo el ser vivo aislado; el mundo es el que pasa,
los hombres vivirán eterna mente. Esta inversión cristiana se basó, a su vez, en las
muy dis tintas enseñanzas de los hebreos,
que siempre sostuvieron que la vida en sí misma es
sagrada, más sagrada que cpalquier otra
6o
cosa en el mundo, y que el hombre es el ser supremo sobre la tierra.
Conectado con esta íntima convicción del carácter sacro de la vida como tal, que se ha mantenido entre
nosotros aun des pués de que la seguridad de la fe cristiana en la vida posterior a
la muerte se diluyera, está el énfasis en la importancia
total
del interés personal, todavía tan prominente en toda la
filosofía política moderna. En nuestro contexto esto significa que el tipo de objetividad practicada por Tucídides, por muy admira ble que sea, ya no tiene
ningún fundamento en la vida política real. Al hacer de la vida nuestra preocupación primera y prin cipal, no hemos
dejado espacio para una actividad basada en el
desdén del interés por la propia vida. El desinterés todavía puede ser una virtud religiosa o moral; pero
apenas si podría ser una virtud
política. En e�tas condiciones, la objetividad perdíó su validación por la experiencia, se
divorció de la vida real y se convirtió
en el asunto académico «sin vida» que Droy sen denunciaba, con razón, como
eunuco.
Además, el nacimiento del concepto moderno de la historia no sólo
coincidía con la época moderna, sino que también esta ba poderosamente estimulado por la duda que esa era
tuvo acerca de la realidad de un
mundo exterior «objetivamente» dado a la
percepción humana como un objeto no cambiado ni
cambiable. En nuestro contexto, la consecuencia más importan te de esta
duda fue el énfasis en la sensación misma como algo más «real» que el objeto «sentido» y, de
todos modos, el único
· campo seguro de la experiencia: Contra
esta subjetivización, que n
o es más que un aspecto del aún creciente mundo de la alienación del hombre
en la época moderna, no se podía aducir
ningún juicio: todos
se
reducían al campo de las sensaciones y
terminaban en el nivel sensorial más bajo de todos, el
del gusto. Nuestro vocabtJ.ario es una
muestra elocuente de esta degrada ción. Todos los juicios no inspirados en el
principio moral (del que se piensa que
es algo anticuado), o no dictados por algún in terés personal, se consideran
asuntos de «gusto», pero de un modo bien
distinto al que se alude al decir que la preferencia por la sopa de almejas o por la de gu�santes es una cuestión de
gustos. Esta convicción, a pesar de la vulgaridad de sus defen sores en
el campo teórico, perturbó la conciencia del historia-
61
dor mucho más profundamente porque, en el
espíritu general de la época-moderna, tiene raíces mucho más profundas que las presuntamente superiores normas científicas
de sus colegas, los. científicos.
Por desdicha, está en la naturaleza misma de las
disputas académicas
el hecho de que los problemas metodológicos em pañen cuestiones mucho más fundamentales. En cuanto al
con cepto moderno de historia, el
hecho fundamental es que surgió en los
mismos siglos xvr y xvrr, que introdujeron el descomunal desarrollo de las ciencias naturales.
Entre las características de esa época,
aún vivas y presentes en nuestro propio mundo, la principal es la alienación del hombre
respecto del mundo, ya mencionada y tan difícil de percibir como la
condición básica de toda nuestra vida,
porque fuera de ella y, en parte al menos, fue ra de su desesperación, surgió la
tremenda estructura del artifi cio humano. en que hoy habitamos, en cuyo marco
incluso des cubrimos el medio de destruirlo, junto con todas las cosas
que hay en la tierra no hechas por el
hombre.
Esta alienación ante el mundo tiene la
formulación más breve y concisa jamás conocida en la famosa frase de
Descartes «de omnibus
dubitandum est>> porque esta
norma significa algo por completo distinto del escepticismo inherente a la
duda interna de
todo pensamiento verdadero. Descartes llegó a esa idea porque los por entonces recientes descubrimientos de las ciencias naturales lo habían convencido de que el hombre, en su búsqueda de la verdad y del conocimiento, no puede
fiarse ni de la evidencia que dan los
sentidos, ni de la «verdad inna ta» de la mente, ni de la «luz interior
de la razón». Desde en tonces, desconfiar de las capacidades humanas fue una
de las condiciones más elementales de la
época y del mundo moder nos; pero la desconfianza no surgió, como
habitualmente se su pone, de una repentina y misteriosa disminución de la fe
en Dios, y su causa originalmente no fue
siquiera una sospecha que afectara a la
razón como tal. Su origen fue, simplemente, la
muy justificada pérdida de confianza en la capacidad de los sentidos para revelar la verdad. La realidad
ya no se mostró como un fenómeno
exterior a la percepción- humana, sino que
se deslizó, por decirlo así, hacia la percepción de la sensación misma. Resultó entonces que sin fiarse de los
sentidos, sin te- ·
ner fe en Dios ni en la razón, ya no había
certidumbre, porque la revelación de la
verdad divina y de la racional se entendie ron, siempre, como algo ajustado
a la simplicidad inspiradora
de temor reverente de la relación del hombre con el mundo: abro mis ojos y tengo visión, escucho y oigo
el sonido, muevo mi cuerpo y palpo la tangibilidad del mundo. Si
empezamos por dudar de la veracidad y fiabilidad de esta
relación, por su puesto no excluyente de los errores ni las ilusiones
sino, por el contrario, concebida como la condición de su
exactitud final, ninguna de las
tradicionales metáforas que señalan la verdad
suprasep.sorial -ya se trate de los ojos de la mente que pueden ver el firmamento de las ideas o de la voz de
la conciencia oída por el corazón
humano- puede ya transmitir su significado.
La experiencia fundamental que cimenta la
duda cartesia na fue el
descubrimiento de que
la tierra gira en torno al sol, algo opuesto a la experiencia directa. La época moderna em pezó
cuando el hombre, con la ayuda del
telescopio, volvió sus ojos corporales
hacia el universo, sobre el que había especula do durante
largo tiempo -viendo con los ojos de la mente, oyendo con los oídos del corazón
y guiado por la luz interna de la
razón-, y supo que sus sentidos no eran adecuados para captar el universo, que su experiencia cotidiana, lejos de ser ca
paz de constituir el modelo para la percepción
de la verdad y la adquisición del
conocimiento, era una
fuente continua de error y engaño. Después de
este engaño -cuya enormidad apenas si
podemos comprender, porque pasaron siglos antes de que su impacto se sintiera en todas partes y no sólo
en el restringido círculo de estudiosos
y filósofos-, las sospechas empezaron a
acosar al hombre moderno desde todas partes. Pero su conse cuencia más
inmediata fue el ascenso espectacular de las cien cias naturales, que por
largo tiempo se mostraron liberadas por
el descubrimientó de que nuestros sentidos por sí mismos no decían la verdad. De aquí en adelante,
seguras de la falta de fia bilidad de las sensaciones y de la consiguiente
insuficiencia de la mera observación,
las ciencias naturales se volvieron hacia la
experimentación que, por directa interferencia en la naturale za,
aseguraba un desarrollo cuyo avance, desde entonces,
se mostró como algo al parecer
ilimitado.
Descartes se convirtió en el padre de la
filosofía moderna,
porque generalizó la experiencia tanto de las
precedentes como de su propia generación, la desarrolló en un nuevo método
de pensamient
o y así llegó a ser el primer pensador entrenado por completo en esa «escuela de
la sospecha>> que, según Nietzsche, constituye
la filosofía moderna. La suspicacia respecto de los sentidos se mantuvo como el núcleo del
orgullo científico hasta que, en nuestra época, se transformó en una fuente de inquietud. El
problema es que «encontramos el comportamiento de la na turaleza tan distinto de lo que observamos en los
cuerpos visibles y palpables de nuestro
entorno, que ningún modelo configurado según nuestras experiencias a gran escala
puede ser "verdadero" jamás»;
en este puntó, la conexión indisoluble entre nuestro pensamiento y nuestra percepción sensorial se cobra su vengan za, porque un
modelo que no tomase en cuenta para nada la ex periencia sensorial y, por
tanto, fuera completamente adecuado a la
naturaleza en el experimento, no sólo es «prácticamente inaccesible sino además impensable».16 En
otras palabras, el pro blema no es que el universo físico moderno no se pueda
visuali zar, porque este tema está implícito en la afirmación de que la naturaleza no se revela a los sentidos
humanos; la inquietud co mienza cuando la naturaleza resulta ser inconcebible,
es decir, impensable aun en términos de
razonamiento puro.
La dependencia del pensamiento moderno respecto a los descubrimientos objetivos
de las ciencias naturales se muestra con la máxima claridad en el
siglo XVII. No siempre se la admi tió tan prestamente como
lo hizo Hobbes, quien atribuyó su fi losofía de forma exclusiva a los resultados de la obra de Co pérnico
y Galileo, Kepler, Gassendi y Mersenne, y denunció toda la filosofía pasada como un sin sentido, con una violencia igualada quizá sólo por el desprecio
de Lutero hacia los stulti philosophi.
No se necesita el extremismo radical de la conclu sión de
Hobbes, ni la de que el hombre debe ser malvado por naturaleza, sino la de que una distinción
entre lo malo y lo bueno no tiene sentido y la de que la razón,
lejos de ser una luz interior que
desvela la verdad, es una simple «facultad de con tar con las consecuencias»;
la sospecha básica de que la expe riencia terrena del hombre presenta una
caricatura de la ver dad no está menos presente en el temor cartesiano de que
un espíritu maligno pueda dominar el
mundo y apartar para siem-
pre la verdad de la razón de un ser tan
manifiestamente sujeto a error.
En su forma más inofensiva, esa sospecha
empapa el em pirismo inglés, para el que la significación de lo -sensible dado se disuelve en los datos de la percepción sensorial y sólo manifies ta su sentido a través del hábito
y las experiencias repetidas, de
modo que, en un subjetivismo extremo, el hombre por último queda prisionero en un no-mundo de
sensaciones sin significa do, que ninguna realidad ni verdad pueden penetrar.
En apa riencia, el empirismo no es más que una reivindicación de los sentidos; en la realidad, descansa sobre la
aceptación de que sólo el aQálisis
basado en el sentido común puede darles validez
y siempre comienza con una declaración de desconfianza en la capacidad sensorial para revelar la verdad o
la realidad. En rea lidad, el puritanismo y el empirismo son sólo las dos
caras de una misma moneda. La misma
sospecha fundamental inspiraría en Kant,
por fin, eL gigantesco esfuerzo de volver a e_x!lffi
inar las facultades humanas de tal modo que la cuestión de un Ding an
sich, de una facultad
empírica de revelarl a verdad, en un senti do
absoluto, pudiera quedar en suspenso.
De consecuencia mucho más inmediata para
nuestro con cepto de la historia fue la versión positiva del subjetivismo que surgía del mismo
dilema: aunque parece que el hombre es in capaz de reconocer el mundo dado que no hizo él mismo, no obstante es capaz de saber al menos
qué es lo hecho por él mis mo. Esta actitud pragmática ya es la razón enteramente articu lada por la
que Vico volvió su atención hacia
la historia, por lo que se convirtió en
uno de los padres de la moderna con cien cía histórica. Vico dijo: «Geometrica
demonstramus quia fa cimus; si physica demonstrare possemus, /aceremus.»17 («Pode mos demostrar los asuntos matemáticos porque nosotros mismos los hacemos; para probar los físicos,
tendríamos que hacerlos .») Vico se
volvió hacia la esfera de la historia sólo porque aún creía imposible «fabricar la naturaleza».
Ninguna considera ción de las denominadas humanistas inspiró su
apartamiento de la naturaleza, sino tan
sólo la creencia de que la historia es
· «fabricada» por los hombres tal como la
naturaleza es «fabri cada» por Dios; es decir que los hombres,
creadores de la his toria, pueden conocer la verdad histórica, pero la
verdad física está reservada para el
Creador del universo.
A menudo se ha afirmado que la ciencia
moderna nació cuand() la atención
se desplazó del «qué» a la investigación del «có:rJl.O». Este desplazamiento del énfasis es casi rutinario, si se asutrle
que el hombre puede conocer sólo lo que él mismo hace, en la medida en que
asumir esto a su vez implique que yo «co:rJO:.?:co» algo cuando
comprendo cómo ha llegado a ser. Por el mismo motivo, y
por las mismas razones,
el énfasis se des plazó del interés en las cosas al interés en los procesos, de los
que las cosas pronto se
convertirían en subproductos
casi acci dentales. Vico perdió interés en la
naturaleza, porque conside ró que, para comprender el misterio de la
Creación, habría sido necesario entender el proceso creativo, mientras que en todas las épocas anteriores se dio por sentado que se
podía comprender muy bien el universo sin siquiera saber
cómo lo había c::reado Dios o, en
la versión griega, cómo habían adqui rido su ser las cosas que existen por sí
mismas. Desde el siglo xvn, la preocupación principal de toda
investigación científica, natural o histórica, se centró en
los procesos; pero sólo la tec nología moderna (y no la ciencia pura, por muy desarrollada que estuviese) , que comenzó sustituyendo procesos mecánicos mediante actividades humanas -mano de obra
y trabajo- y terminó iniciando nuevos procesos naturales, habría
sido por entero adecuada al ideal de
conocimiento de Vico quien, aun que es para muchos el padre de la historia moderna,
difícil mente se habría entregado a ella en las condiciones modernas. Más bien se habría vuelto hacia la tecnología, porque
nuestra tecnología, por cierto,
hace lo que Vico pensó que hacía la ac ción divina en el reino de la naturaleza y la acción
humana en el de 1� historia.
:En la época moderna, la historia emergía como algo
distin to de lo que antes había sido. Y a no se componía
de las proe zas y sufrimientos de los
hombres y ya no narraba los hechos que afectaban a las vidas humanas, sino que se convirtió en un proceso realizado
por el hombre, el único proceso
envolvente de la totalidad que debía su existencia exclusivamente a la
raza humana. Hoy, esta
cualidad que diferenció a historia y natura leza es también cosa
del pasado, porque sabemos que, aunque
no podemos
«fabricar» naturaleza en el sentido de la creación, somos muy capaces de iniciar un proceso natural nuevo
y que,
66
por tanto, en un sentido «fabricamos
naturaleza» en la medida en
que «fabricamos historia». Es verdad que llegamos a este punto sólo con los descubrimientos
nucleares, cuando las fuer zas
naturales están sueltas, desencadenadas, por decirlo así, y se producen procesos naturales que jamás
habrían existido sin la directa
interferencia de la acción del hombre. Este estadio va mucho más allá no sólo de la época
premoderna, cuando se usaron el viento y
el agua para sustituir y multiplicar las fuerzas humanas, sino también de la era industrial,
con su máquina de vapor y su motor de
combustión interna, cuando las fuerzas
natur�s se imitaron y usaron como medios de
producción fa bricados por el hombre.
La declinación contemporánea del interés en
las humani dades, y sobre todo en el estudio de la historia, al parecer
ine vitable en todos los países muy modernizados, concuerda
con los primeros impulsos que llev:aten
hasta la moderna ciencia histórica.
Lo que hoy está definitivamente fuera de lugar es la resignación que condujo a Vico al estudio de
la historia. Pode mos hacer en el reino físico natural lo que pensábamos que sólo podíamos hacer en el reino de la
historia. Hemos empeza do a actuar en la naturaleza tal como lo hacíamos en la
historia. Si se trata de una mera
cuestión de procesos, se ha visto que el
hombre es capaz de iniciar procesos naturales que no se pro ducirían
sin intervención humana, tal como es capaz de iniciar algo nuevo en la esfera de los asuntos
humanos.
Desde principios del siglo xx, la tecnología se muestra como el campo de encuentro de las ciencias naturales y la de la historia, y aun cuando
casi no se ha hecho un solo gran descu brimiento científico con
finalidades pragmáticas, técnicas o
prácticas (el pragmatismo, en el sentido vulgar del término, queda refutado por el registro objetivo del
desarrollo científi co), ese efecto final está en acuerdo perfecto con las
metas in herentes a la ciencia moderna. Las ciencias sociales, compa
rativamente nuevas, que con tanta rapidez pasaron a ser a la histqria lo que la tecnología resultó ser a
la física, pueden usar la
experimentación de un modo mucho más tosco y menos fidedigno que las ciencias naturales, pero el
método es el mis mo: también prescriben condiciones, condiciones para el com
portamiento humano, así como la física prescribe condiciones
para los procesos naturales. Si su vocabulario es
repulsivo y su esperanza de cerrar la presunta brecha entre nuestro
dominio científico de la naturaleza y nuestra deplorada impotencia para
«gestionar» los asuntos humanos, a través de una ciencia de in
geniería de las relaciones humanas, suena aterradora, es sólo porque han decidido tratar al hombre como un
ser absoluta mente natural cuyo proceso de vida puede manipularse del mismo modo que todos los demás procesos.
Sin embargo, en este contexto es importante tener conciencia de la distinción decisiva que hay entre el mundo tecnológico en el que vivimos, o quizá comenzamos a vivir, y
el mundo mecanizado que surgió de la Revolución Industrial. Esta distinción
correspon de en esencia a la que hay entre acción y fabricación. La indus
trialización aún consistía, sobre todo, en la mecanización de los procesos de trabajo, la mejora en la
fabricación de objetos, y la ac titud del hombre ante la naturaleza todavía seguía
siendo la del hamo
faber, para quien la
naturaleza da la materia de la que surgió
el artificio humano. No obstante, el
mundo al que hemos venido a vivir está determinado por las acciones del
hombre sobre la na turaleza, por las que se crean procesos naturales y se los dirige ha cia lo artificial, y el reino de los asuntos humanos, mucho más que por la construcción y la
preservación del artificio humano como una entidad de relativo valor permanente.
La fabricación se distingue de la
acción por su comienzo definido y su fin predecible: termina con un producto elabora do, que no sólo sobrevive a la actividad de la
producción sino que también,
de inmediato, tiene una especie de
«vida» propia. Por el contrario, la acción, como los griegos lo descubrieran, es en sí y por sí misma absolutamente fútil: jamás deja detrás un producto final. Si tiene alguna
consecuencia, en principio será una nueva
cadena interminable de acontecimientos cuya con secuencia
eventual, el agente, es totalmente incapaz de conocer o controlar con anticipación. Lo máximo que
puede es hacer que las cosas vayan en
determinada dirección, e incluso nunca
está seguro de ello. Ninguna de esas características está pre sente en la
fabricación. Comparado con la futileza y fragilidad de la acción humana, el mundo generado por la fabricación
tie ne una
permanencia perdurable y una solidez tremenda. Sólo
en la medida
en que el producto elaborado se incorpora al
68
mundo humano, donde su uso y su «historia» eventual no se pueden predecir por entero, la fabricación
a su vez inicia un proceso cuya salida
no se puede prever por completo y, por
tanto, está más allá del control
de su ejecutor. Esto significa sólo que
el hombre nunca es exclusivamente homo faber, que aun el fabricante sigue
siendo a la vez un ser de acción, que em pieza el proceso vaya donde vaya y
haga lo que haga.
Hasta nuestra propia época, la acción humana con sus pro cesos debidos a la mano del hombre estuvo
.confmada al mun do humano, en tanto que la preocupación primordial del
hom bre resp�to de
la
naturaleza era usar sus materiales para la
fabricación, para construir artificios humanos y
defenderlos de la fuerza abrumadora de
los elem,entos. En el momento en que
empezamos a generar nuestros propios procesos naturales -y la fisión nuclear es, precisamente, pn
proceso natural debido al hombre-, no sólo aumentamos nuestro poder sobre
la natu- ·
raleza, o nos volvimos más
agresivos en nuestro trato con las fuerzas terrestres existentes, sino que también por primera vez llevamos la naturaleza al mundo humano como tal y borra mos las
fronteras defensivas entre los elementos naturales y el artificio humano, que restringieron a todas
las civilizaciones previas.18
Los peligros de esta acción sobre la naturaleza son eviden tes
, si consideramos que las antes mencionadas
características de la acción humana son parte y segmento de la condición hu
mana. El carácter impredecible
no es una falta de previsión, y ninguna
ingeniería de los asuntos humanos podrá eliminarlo, así como ningún entrenamiento en materia de prudencia pue de llevar a la sabiduría de saber
lo que uno hace. Sólo el condi ciona!Diento total, es decir, la
abolición total de la acción, pue de traer la esperanza de enfrentarse con lo
impredecible. Pero incluso el carácter
predecible del comportamiento humano al
que puede llevar el terror político durante lapsos relativamen te
largos no está en condiciones de cambiar la esencia misma de los asuntos humanos de una vez para siempre, porque
no tiene seguridad sobre su propio futuro. La
acción humana, como todos los
fenómenos estdctamente políticos, está ligada
a la pluralidad humana, que es una de las condiciones funda mentales de
la vida de los hombres, hasta el punto en que des-
cansa sobre el hecho del nacimiento,
por el que el mundo hu mano se ve invadido sin cesar por
extraños, recién llegados cuyas acciones
y reacciones no pueden prever los que ya están en él y van a dejarlo al cabo de poco tiempo. Por lo tanto, si al iniciar los procesos
naturales empezamos a actuar sobre la
naturaleza, hemos comenzado a proyectar nuestro propio carácter impre decible a ese reino al que creíamos regido por leyes inexora
bles. La «ley de hierro» de la historia
siempre fue sólo una me táfora tomada en préstamo a la naturaleza; y el hecho es que esta metáfora ya no nos convence, porque hemos comprobado
que la ciencia natural de ningún modo puede estar segura de que haya un dominio ·inalterable de la ley
sobre lo natural cuando hombres,
científicos y técnicos, o simples realizadores
Jel artificio humano, se deciden a interferir y ya no dejan a la naturaleza librada a sí misma.
La tecnología, el terreno sobre el que los dos reinos, histo ria y naturaleza, se han encontrado e interpenetrado en
nuestro tiempo, vuelve a señalar la conexión entre los conceptos de
na turaleza e historia tal como aparecieron con el surgimiento
de la época moderna en los siglos XVI y XVII. La conexión descan sa en
el concepto de proceso: ambas
implican que pensamos y
consideramos todo en términos de procesos, y no nos preocu pan las entidades singulares o
los acontecimientos individuales y sus causas
separadas especiales. Las palabras clave de la his toriografía -«desarrollo» y
«progreso»- fueron también, en el siglo XIX, las palabras clave de las, por
entonces, nuevas ra mas de la ciencia natural, sobre todo la biología y la
geología, una referida a la vida animal
y la otra incluso a la materia inor gánica en términos de procesos históricos.
La tecnología, en el sentido moderno,
estuvo precedida por las diversas ciencias de
la historia natural, la historia de la vida biológica, de la
tierra, del universo. Antes de que la
disputa entre las ciencias natura les e históricas preocupara al mundo de los
estudiosos hasta el punto de confundir
los temas fundamentales, tuvo lugar un
ajuste mutuo de terminología de las dos ramas de la investiga ción
científica.
Nada parece más adecuado para disipar
esa confusión que los últimos avances en las ciencias naturales, pórque nos han de
vuelto al origen común de la naturaleza y de la historia en la épo-
70
ca moderna, y demuestran que su común denominador es el concepto de
proceso, tal como el común denominador de la na turaleza y la historia, en la Antigüedad, es el concepto de in mortalidad. Pero la experiencia que
subyace en la ide
a de pro ceso de la época moderna, a
diferencia de la experiencia que subyace en la antigua idea de inmortalidad,
no es en primera ins tancia una
experiencia que el hombre haga en el
mundo que lo rodea; por el contrario, surge de la desesperación ante la posibi lidad de experimentar
y conocer adecuadamente todo lo que es
dado al hombre y no hecho por él. Contra esa desesperación, el hombre moderno apeló a la potencia total de
sus propias capa cidades; sin esperanza de hallar la verdad a través de la
mera contemplación, empezó a poner a
prueba su capacidad para la acción y, al hacerlo así, no pudo evitar la
comprobación de que, cada vez que el
hombre actúa, ini�ia procesos. La idea de pro ceso no
denota una cualidad objetiva de la historia o de la natu raleza: es el
resultado inevitable de la acción humana. El primer resultado de la acción de los hombres sobre
la historia es que la historia se
convierte en un proceso, y el argumento más convin cente para que el hombre
actúe en la naturaleza mediante una
investigación científica es que hoy, siguiendo la formulación de Whitehead, «la naturaleza es un proceso».
Es bastante peligroso actuar en la
naturaleza, llevar la hu mana índole impredecible a un campo en el que nos enfrenta
mos con las fuerzas elementales
que, tal vez, jamás podremos controlar
con seguridad. Aún más peligroso sería ignorar que, por primera vez en nuestra historia,
la capacidad humana para la acción ha
comenzado a dominar a todas las otras, a la capa cidad de asombro y pensamiento en la contemplación, no
me nos que a las capacidades del homo /aber y del animal laborans humano. Esto,
desde luego, no significa que de ahora en ade lante los hombres ya no serán
capaces de fabricar cosas, pensar o
trabajar. No son las capacidades del hombre, sino la conste lación que ordena
sus mutuas relaciones lo que puede cambiar, y
lo hace,
históricamente. Tales cambios pueden observarse me jor en las variables
autointerpretaciones del hombre a través
de la historia, que, aunque sean muy poco importantes para el «qué» último de la naturaleza humana, con todo, son
los testi monios más breves y sucintos
del espíritu de épocas enteras.
7I
Así, hablando esquemáticamente,
la Antigüedad griega clásica consideró que la forma más elevada de vida humana era-la que se vivía en la pólis
y que la capacidad humana suprema era el
lenguaje, �wov 1TOALTLKÓv y �wov A.ó-yov txov, según la famo sa doble definición de Aristóteles; Roma
y la filosofía medieval
definieron al hombre como el animal
rationale; en las etapas iniciales de la época moderna se pensó que el
hombre era, so bre todo, homo faber hasta que, en el siglo xrx, se interpretó que el hombre es un animal
laborans, cuyo metabolismo con la
naturaleza podía rendir la productividad más alta de la que es capaz la vida humana. Con los antecedentes de
estas definicio nes esquemáticas, resultaría adecuado que el mundo en que es
tamos viviendo definiera al hombre como un ser capaz de ac ción, porque esta
capacidad se convirtió, al parecer, en el
centro de todas hs otras capacidades humanas.
Está fuera de duda que la
capacidad de actuar es la más pe ligrosa de todas las
habilidades y posibilidades humanas,
y también está fuera de duda que los riesgos creados por el hom bre a los que la humanidad se enfrenta hoy
nunca
se enfrenta ron antes. Consideraciones como éstas no pretenden
dar solu ciones ni consejo. En el mejor de los casos, podrían estimular un� reflexión
continua y estricta sobre la naturaleza y las posi bilidades intrínsecas de la
acción, que nunca antes reveló su
grandeza y su peligrosidad tan abiertamente.
2 . HISTORIA E INMORTALIDAD TERRENA
El concepto moderno de proceso, que penetra
por igual la
historia y la naturaleza, separa la época moderna del pasado
con mayor profundidad que cualquier otra
idea por sí sola. Para nuestro modo de pensar moderno, nada es
significativo en y por sí mismo, ni
siquiera la historia o la naturaleza toma das cada una c
omo un todo, y tampoco lo son los sucesos par ticulares en el campo físico ni los hechos históricos específicos. Hay una monstruosidad fatal en este estado de
cosas. Los pro cesos invisibles han invadido todas las cosas concretas, toda entidad individua!,pe sea visible para nosotros,
reduciéndolas
72
a funciones de un proceso general. La enormidad
de este cam bio puede escapársenos, si permitimos que nos engañen
gene- ralizaciones como el
desencanto del mundo o la alienación del
hombre, generalizaciones que a menudo implican una idea ro
mántica del pasado. Lo que implica el concepto de proceso es que lo concreto y lo general, la cosa o hecho singular
y el signi ficado universal, son concomitantes. El proceso, que por sí solo da sentido a lo que lo lleve adelante,
ha adquirido así un monopolio de
universalidad y significado.
.
Sin duda, nada diferencia con mayor
agudeza los concep tos moélerno y antiguo de historia, porque esta diferenciación no depende de que la Antigüedad tuviera o no un concepto de la historia del mundo o una idea general de la humanidad. Mu cho más importante es que la historiografía griega y romana, por muy distintas que sean entre sí, dan por sentado
que la sig nificación o, como dirían los romanos, la lección
·de-cada he cho, hazaña o acontecimiento se revela en y por sí
misma. Es evidente
que esto no excluye ni la causalidad ni el contexto en que algo ocurre; los antiguos tuvieron de ello tanta conciencia como nosotros. Pero la causalidad y el contexto se veían a la luz que
el mismo hecho brindaba; iluminando un segmento espe
cífico de los asuntos humanos; no se veían como dueños de una existencia independiente de la que el hecho
sería la única ex presión más o menos accidental, aunque adecuada. Toda ac
ción o acontecimiento contenía y desvelaba su parte de signifi cado «general»
dentro de los límites de su forma individual
y no necesitaba un proceso de desarrollo y absorción para volverse significativa. Heródoto quería
«decir lo que existe» (A.éyeLv '!'a ÉÓV'T(X)
porque la palabra y la escritura fijan lo fútil y perecedero, «fabrican una memoria» de ello,
en el giro grie go: ¡.LV1Í!-LTJV 'lTOLe'La9m; no obstante, jamás habría dudado
de que cada cosa q{¡e existe o existió
lleva en sí su significado y sólo
necesita de la palabra para ponerlo de manifiesto (AÓ')'OL<; ÜT]A.ouv, «manifestar con palabras») , para la «exposición pú-
. blica de los grandes hechos»,
&:rróoeL�LS Ep')'WV ¡.LB')'áAwv. El flujo de esta narración es lo bastante amplio como
para dejar espacio a muchos relatos, pero nada en él
indica que lo general confiere un
alcance y una significación a lo particular.
Este desplazamient
.�.9e� énfasis convierte en
insustancial la
73
determinación
de si la poesía y la historiografía griegas vieron en el significado de
un acontecimiento cierta grandeza sobresalten te que justificase el recuerdo
por parte de la posteridad, o si los
romanos concibieron la historia como un almacén de ejemplos tomados del comportamiento político real para
demostrar qué demandaban de cada
generación las tradiciones, la autoridad de
los antepasados, y qué había acumulado el pasado para benefi cio del
presente. Nuestra noción de proceso histórico se impo ne a ambos conceptos,
confiriendo a la simple secuencia tem poral una importancia y dignidad que
jamás tuvo antes.
Por este énfasis moderno en el tiempo
y en la secuencia temporal, a menudo se ha sostenido que el origen de
nuestra conciencia histórica
se funda en la tradición judeocristiana, con su concepto temporal rectilíneo y su idea de una providencia di vina que
otorga al conjunto del tiempo
histórico del hombre la unidad de .un plan de
salvación; una idea que, sin duda, con
trasta con la insistencia en los hechos y acontecimientos indivi duales de la
Antigüedad clásica tanto como con las especulacio nes sobre los ciclos
temporales de la Baja Antigüedad. Muchos
testimonios se citan para apoyar la tesis de que la conciencia
his tórica moderna tiene un origen religioso cristiano y nació de la secularización de categorías originalmente
teológicas. Solo nuestra tradición
religiosa, se ha dicho, sabe de un comienzo y,
en la versión cristiana, de un fin del mundo; si la vida humana sobre la tierra obedece a un plan de
salvación, su mera secuen cia tiene que contener una significación
independiente de todos los sucesos
singulares y trascendente a ellos. Por tanto, continúa esta argumentación, una <<Visión
general bien definida de la his toria del mundo» no apareció antes del cristianismo,
y la prime ra filosofía de la historia está en la agustiniana De
Civitate Dei. Y
es verdad que en Agustín encontramos la noción de que la
his toria misma, es decir, la que tiene significado y sentido, se pue de
separar de los hechos históricos singulares relatados en la na rración
cronológica. Agustín
dice explícitamente que, aunque las
instituciones pasadas de los hombres se relatan en la narración histórica, la historia misma no se debe
contar entre las institu ciones humanas.19
Sin embargo, esta similitud entre el
concepto cristiano y el moderno de la historia es engañosa; se funda en una compara-
74
ción con las especulaciones de la Baja
Antigüedad acerca del carácter cíclico de la
historia, y pasa por alto los conceptos de - historia griego y romano clásicos. La comparación se basa
en que
el
propio Agustín, al refutar las especulaciones paganas so bre el tiempo, tenía
presentes las teorías cíclicas sobre el tiem po corrientes
en su época, las que ningún cristiano podía acep tar por el absoluto carácter único de la vida y muerte de
Cristo sobre la tierra: «Una vez murió Cristo por nuestros
pecados; tras volver de la muerte,
ya no morirá nunc.a
más.»20 Lo que los intérpretes modernos
suelen olvidar es que Agustín proclamó el
carácter único de este hecho, que suena tan familiar a nues tros oídos, sólo para
este único hecho, el acontecimiento
su premo de la historia humana, cuando la eternidad, por decir lo así,
irrumpió en el curso de la mortalidad terrena; Agustín no reivindicó -como lo hacemos nosotros- ese
carácter úni co para los acontecimientos sec�lares comunes. El
simple he cho de que el problema de la historia no surgiera en el pensa
miento cristiano antes de Agustín tendría que hacernos dudar de su origen cristiano, y más aún porque, en términos de
la propia filosofía y teología agustiniana, surgió de un
accidente. La caída de Roma, de la que
fue testigo, tuvo para cristianos y paganos por igual
un valor decisivo, y Agustín
dedicó trece años de su vida a refutar
esa creencia. La cuestión, tal como la
veía él, era que ningún acontecimiento meramente secular po día ni
debía tener importancia capital para el hombre. Su falta de interés
en lo que llamamos historia era tan grande que dedi có un solo libro de su Civitas
Dei a los hechos seculares; ade más, cuando encargó a su
discípulo Orosio que escribiera una
«historia del mundo», sólo pensaba en una «verdadera recopi lación de
los males del mundo».21
La actitud de Agustín ante la historia secular no es, en
esen cia, distinta de la de los romanos, aunque
está invertido el acen to: la historia sigue siendo
un almacén de ejemplos y la localiza ción de los acontecimientos en el tiempo dentro del curso histórico secular sigue careciendo de
importancia. La historia secular se
repite y la única narración en la que se
producen acontecimientos singulares e
irrepetibles empieza con Adán y termina con el
nacimiento y muerte de Cristo. Desde entonces,
los poderes seculares surgen y caen_ COf!l_�_en el pasado, y lo se-
75
guirán haciendo
hasta el fin del mundo, pero ninguna verdad
fundamentalmente nueva volverá a
revelarse a través de esos su cesos mundanales a los que, se supone, los cristianos no han de adjudicar una significación particular. En cualquier filosofía cristiana de verdad, el hombre es un «peregrino sobre la tierra»
y este hecho por sí solo la separa de nuestra propia conciencia histórica. Para un· cristiano, como para un romano, la significa ción de los acontecimientos seculares
estriba en que tengan el
carácter de ejemplos que se pueden repetir, de modo que la ac
ción puede seguir ciertos esquemas normalizados. (Esto, inci dentalmente, está
también muy alejado de la idea griega de pro e?a, relatada por poetas e
historiadores, que sirve como una
especie de patrón para medir las capacidades de grandeza pro pias. La diferencia
entre el respeto fiel a un ejemplo reconocido
y el intento personal de medirse con él es la diferencia entre la moral romanocristiana y lo que se llamó
espíritu agonal griego, que no sabía de
consideraciones «morales» sino sólo de un &e'L tXpL<J"TBÚBLV,
un esfuerzo incesante para ser siempre el mejor de todos.) Por otra parte, para nosotros la
historia se funda y des ploma sobre la consideración de que el proceso, en su misma
se cularidad, nos relata una anécdota propia y que, hablando de manera estricta, no pueden producirse las
repeticiones.
Más ajena aún al concepto
moderno de la historia es la idea cristiana de que la
humanidad tiene un comienzo y un
fin, de que el mundo fue creado en un momento determinado y por fin desaparecerá, como todas las cosas temporales. La concien cia histórica no surgió cuando, en la Edad
Media, los judíos to maron la creación del mundo como el punt
o de partida de la enumeración
cronológica; tampoco nació cuando Dionisia el Exiguo empezó a contar el tiempo desde el
nacimiento de Cris to. Conocemos esquemas similares de cronología de la civili zación oriental, y el calendario cristiano
imitó la práctica roma na de contar el tiempo desde el año de la fundación de
Roma. El cómputo moderno de las fechas
históricas establece un con traste rígido, tras su introducción tardía (fines
del siglo xvm), tomando el nacimiento de Cristo como punto de referencia desde el que se cuenta el tiempo tanto hacia
atrás como hacia delante. Esta reforma
cronológica se presenta en los manuales
como una simple mejora técnica, necesaria en términos erudi-
tos para facilitar la fijación exacta de fechas en la historia anti gua, sin hacer referencia a-una multitud de distintas formas
de calcular el tiempo. En épocas más recientes,
Hegel inspiró una interpretación que ve
en el sistema moderno de datación una
verdadera cronología cristiana, porque en la actualidad el naci miento
de Cristo parece haberse convertido en el punto de re ferencia de la historia
mundiaF2
Ninguna de estas explicaciones es
satisfactoria. Las refor mas cronológicas con fines eruditos se produjeron varias
veces en el pasado, sin que se las aceptara en la vida diaria,
precisa mente p<lrque sólo se
inventaron por conveniencia académica y no se corresponden con ningún cambio social amplio del concepto del tiempo. En nuestrq sistema, lo decisivo no
es que el nacimiento de Cristo se vea
ahora como el punto de referen cia de la historia del mundo, porque se
ha reconocido como tal y con gran fuerza hace varios
siglos sin ningún efecto similar sobre
nuestra cronología; lo decisivo es que ahora, por prime ra vez,
la historia de la humanidad
se vuelve a un pasado infi nito al que podemos hacer añadidos a voluntad y en el que
po demos seguir investigando, ya que se proyecta hacia un futuro infinito. Esta infinitud doble de pasado y de
futuro elimina to das las nociones de principio y fin, lo que pone a la
humanidad en una potencial inmortalidad
terrena. Lo que a primera vista parece
una cristianización de la historia del mundo en realidad elimina de la historia secular todas las
especulaciones religiosas sobre el
tiempo. En cuanto a la historia secular, vivimos en un proceso que no conoce principio ni fin y que
no nos permite sustentar expectativas
escatológicas. Nada podría ser más aje no al pensamiento cristiano que ese
concepto de una inmorta lidad terrena de la humanidad.
El gran impacto de la noción de historia en la
conciencia de la época moderna llegó
relativamente tarde, no antes del últi mo tercio del siglo xvm, y con relativa prontitud
encontró su consumación culminante en la
filosofía de Hegel. El concepto central
de la metafísica hegeliana es la historia. Esto solo la si túa en la más total
de las oposiciones a las otras metafísicas an teriores que, desde Platón, habían buscado la verdad
y la reve lación del Ser eterno en todas partes menos en el campo de
los
77
asuntos humanos -'Ta 'TWV &v8pw7rwv
7rp&yJ.Lcxnx-, del que Platón habla con tanto desdén precisamente porque ninguna
permanencia hay en él y, por consiguiente, no se puede
esperar que desvele la verdad. Pensar,
con Hegel, que la verdad reside y se
revela a sí misma en el propio proceso temporal es carac terístico de todo el
conocimiento histórico moderno, ya se ex prese en términos
hegelianos o no. El ascenso de las
humani dades en el siglo xvm se inspiró en el mismo sentimiento de la historia y, por tanto, está claramente
diferenciado de las res tauraciones recurrentes de la Antigüedad, ocurridas en
etapas anteriores. Los hombres empezaron
a leer, según señaló Mei necke, como nunca antes lo habían hecho. «Leyeron
para ex traer de la historia la verdad última que podía ofrecer a los que buscan a Dios»; pero ya no se pensaba que esta verdad última estaba en un único libro, fuera la Biblia o algún sustituto de ella.
Se consideraba que la historia misma era tal libro, el libro «del alma humana en las épocas y los países»,
como lo definió Herder.23
La investigación histórica reciente arrojó mucha
luz sobre el período de transición entre la Edad Media y la época
moderna, con el resultado de que el comienzo de ésta, que antes se
identi ficó con el Renacimiento,
se llegó a remontar hasta el corazón
mismo de la Edad Media. Esa
gran insistencia en una continui dad ininterrumpida
, a pesar de su alto valor, tiene una desven taja, pues, al tratar de cerrar las brechas que separan una cultu ra religiosa del mundo secular en que
vivimos, las evita en lugar de
resolverlas, lo que constituye el gran problema del innegable ascenso repentino de lo secular. Si por
«secularización» no se entiende más que
el ascenso de lo secular y el eclipse concomi tante de un mundo trascendente,
resultará innegable que la conciencia
histórica moderna está íntimamente conectada con esa secularización. Sin embargo, esto no
implica de ningún modo la transformación dudosa de las
categorías religiosas y trascendentes en
finalidades y normas terrenas inmanentes, en
las que han insistido los historiadores de las ideas en tiempos cercanos. Ante todo, secularización significa
simplemente la se paración de religión y política, y esto afecta a ambos
elementos de una manera fundamental, de
modo que nada parece menos probable que
esa transformación gradual de las categorías reli-
78
giosas en conceptos seculares, cuyo
establecimiento procuran los defensores de la e-ontinuidad sin -fisuras. La razón de que hasta
cierto punto puedan convencernos está en la naturaleza de las ideas en general, antes que en
el
período del que tratan; en el momento en que se separa por entero una idea de
su base en la experiencia real, no es
difícil establecer una conexión en tre ella y casi cualquier otra idea. En
otras palabras, si conside ramos que existe algo así como un reino
independiente de ideas puras, todas las
nociones y conceptos no pt1eden sino estar inter relacionados, porque en ese
caso todos deben su origen a la mis ma fuen¡e: una mente humana vista en su
subjetividad extrema, jugando para
siempre con sus propias imágenes, inalterada por la experiencia y sin relación con el mundo,
concebido ya sea como naturaleza o bien
como h!storia.
Sin embargo, si por secularización entendemos un hecho que se puede
fechar en el tiempo histórico
y no un cambio de ideas, entonces la cuestión no es si la «destreza de la razón» he
geliana era una secularización de la providencia divina o si la sociedad sin clases de Marx representa
una secularizaCión de la Era Mesiánica.
El hecho es que se produjo la separación de Iglesia y Estado y que así se eliminó
la religión de la vida pública, con lo que desaparecieron todas las sanciones
religiosas de la política, y así la
religión perdió ese elemento político adquirido
en los siglos en que la Iglesia católica romana se comportó como la heredera del Imperio romano. (No se
deduce que esta separación convirtiera a
la religión en un «asunto privado» por
completo. Este tipo de carácter privado en la religión surge cuando un régimen tiránico prohíbe el
funcionamiento públi co de las iglesias, niega al creyente el espacio público
en el que puede reunirse con otros y ser
visto por ellos. El dominio pú blico secular, o la esfera política, para
decirlo con precisión, abarca y da
espado a la esfera religiosa pública. Un creyente puede ser miembro de una iglesia y, a la vez,
actuar como
un ciudadano en la unidad mayor
que constituyen todos los que
pertenecen a la Ciudad.) A menudo propiciaron esta
s
:
zación hombres que para nada pusieron en duda la
Í'9� � las enseñanzas religiosas tradicionales
(incluso H . � JRHBR en el miedo feroz del «fuego del infierno» Y Dese
f5s el�v� � plegaria a
la Santa Virgen),
y en las fuentes nada n �UtQlii:
� ��
79
creer que todos los que prepararon o
contribuyeron a estable ce
r una nueva esfera secular independiente fueran ateos en se. creto o sin saberlo. Todo lo que podemos decir es que no in fluyó en
lo secular el hecho de que tuvieran fe o no la tuvieran. Los teóricos políticos del siglo xvn
concretaron la seculariza ción separando el pensamiento político de la
teología, e insis tiendo en que el imperio de la ley natural daba una base
para el
poder político, aun cuando Dios no existiese.
Era el mismo pensamiento que llevó a De Groot a decir que «ni
siquiera Dios puede lograr que dos más dos
no sean cuatro». La cues tión no era negar la existencia de Dios sino
descubrir en el ám bito secular un significado independiente, inmanente, que
ni siquiera Dios pudiese alterar.
Hemos señalado antes que la consecuencia más
importante de la aparición
del campo secular en la época moderna fue que
la creencia en la inmortalidad individual -ya fuera hrinmorta lidad
del airn:a o, más importante aún, la resurrección del cuer po- perdió
en lo político su fuerza vinculante. Pues bien, sin duda «era inevitable que la posteridad terrena volviera a con vertirse una vez
más en la sustancia principal de la esperanza», pero de esto no se infiere que se produjese una secularización de la creencia en un más allá, ni que la
nueva
actitud no fuese, en esencia, más que
«una nueva acomodación de las ideas
cristia nas que trataba de desplazaD>.24 Lo que en realidad
sucedió fue que el problema de la
política recuperó aquella importancia gra ve y decisiva para la
existencia de los hombres que le
había fal tado desde la Antigüedad, porque era irreconciliable con
una comprensión estrictamente cristiana
de lo secular. Tanto para los griegos
como para los romanos, a pesar de todas las diferen das, la fundamentación del
poder político se originó en la nece sidad humana de superar el carácter
mortal del hombre y la fu tileza de los hechos humanos. Fuera del poder
político, la vida del hombre no era sólo
y ni siquiera ante todo insegura, es decir,
expuesta a la violencia de otros; además, carecía de sentido y de dignidad porque en ningún caso podía dejar
huellas tras de sí. Ésta fue la causa de
la maldición que el pensamiento griego
arrojó sobre toda la esfera de la vida privada, cuya «necedad» consistía en que sólo se interesaba por la
supervívencia, tal como fue la razón del
punto de vista de Cicerón, quien sostuvo que,
8o
sólo construyendo y preservando comunidades políticas, la virtud humana podía alcanzar los caminos de la divinidad.2.:.En otras pa labras, la secularización de la época moderna, una vez más, llevó a primer plano esa actividad que Aristóteles había llamado &8a va'TG�eLv, un término para el que no hay equivalente en nuestras lenguas modernas. Cito de nuevo esta palabra porque alude a una actividad
de «inmortalización», más que al objeto que se ha de volver inmortal. Luchar por la inmortalidad
puede significar, como ocurrió en la
antigua Grecia, lograrla mediante hechos fa mosos que otorguen una fama
inmortal; también puede significar que
se a�egue al artificio humano algo más
permanente que no sotros mismos; y puede significar, como ocurrió entre los
filóso fos, que se pase la propia vida con las cosas como inmortal. En cualquier caso, la palabra designaba una
actividad y no una cre encia, y lo que la actividad requerí� era un espacio imperecedero
que garantizara que la «Ínm(')rtalización» no sería vana.26 · -= --
Para nosotros, que nos hemos acostumbrado a la idea de la inmortalidad sólo relacionándola con el atractivo perdurable de las obras de arte y, quizá, con la permanencia relativa
que adjudicamos a todas
las grandes civilizaciones, puede resultar
poco admisible que el impulso de inmortalidad se base en la fundación de comunidades políticas.27 Sin
embargo, para los griegos, la segunda
posibilidad era más lógica que la primera.
¿Acaso no pensó Pericles que
el mayor elogio que podía hacer a Atenas era proclamar que ya no necesitaba «un Homero o al gún otro de su oficio» porque, gracias a la pólis, los atenienses
dejarían tras de sí «monumentos imperecederos»?28 Homero había
inmortalizado acciones humanas29 y la pólis pod
ía pres cindir del servicio de «otros de su oficio», porque ofrecía a
cada ciudadano ese espacio político público que, se suponía, otorgaba la inmortalidad a sus actos. El
apoliticismo creciente de los filósofos
tras la muerte de Sócrates, su demanda de libe rarse de las actividades
políticas y su insistencia en realizar un
&Oava"rC,eLv no práctico,
puramente teórico, fuera de la esfe ra de la vida política, tuvo causas filosóficas
además de políti cas, pero entre estas últimas, por cierto, estaba la
decadencia de la vida de la pólis, por lo que la mera permanencía, y más aún la inmortalidad, de esa particular
entidad política se volvía cada vez más
dudosa.
El apoliticismo
de la filosofía antigua prefiguró la actitud
mucho más antipolítica de los primeros cristianos, actitud
que,·
sin embargo, en su mayor extremismo sólo
sobrevivió mientras el Imperio romano brindaba una entidad política estable para todas las naciones y tod
as las religiones.
Durante esos primeros siglos de nuestra era, la convicción de que las cosas terrenas son perecederas continuó siendo un asunto
religioso y fue la de los que no querían ocuparse de
los temas políticos. Esto cambió de cisivamente con la experiencia crucial de la caída de
Roma, el saqueo de la Ciudad
Eterna, después del cual ninguna época
ha vuelto a creer que algún logro humano,
y menos que ningu no una estructura polítiCa, podía
perdurar.
En lo que respecta al cristianismo, esto no era más
que una confirmación de sus creencias y, como Agustín lo señaló, no tuvo gran importancia.
Para los cristianos eran
inmortales sólo los individuos y
ninguna más de las cosas de este mundo, ni la humanidad como
conjun to ni el propio planeta y
menos aún cualquier artilugio humano.
Sólo se podían realizar acciones inmortales si se trascendía a este mundo y la única institución
justificable dentro del reino secular
era la Iglesia, la Civitas Dei sobre la tierra,
a la que le correspon día la carga de la responsabilidad política y de la que
se podían derivar todos los impulsos
genuinamente políticos. El hecho de que
fuera posible
transformar la cristiandad y sus primeros im pulsos politicos en una
institución política grande y estable, sin
falsear por completo los Evangelios se debe, casi en su totalidad, a Agustín quien, aun cuando no puede recibir el epíteto de pa dre de nuestro concepto de la
historia, es el autor espiritual, qui zá, y el mayor teórico, sin
duda, de la política cristiana. Lo deci sivo en este sentido fue que, porque
aún estaba muy inmerso en la tradición
romana, Agustín añadió a la idea cristiana de una vida eterna la idea de una civitas futura, una Civitas Dei, donde los hombres seguirían viviendo en una comunidad en el otro mundo. Sin esta reformulación agustiniana de los
pensamientos cristianos, la política
cristiana podría haber seguido siendo lo
que fue en los primeros siglos: una contradicción en los térmi nos.
Agustín pudo resolver el dilema porque el idioma mismo le dio ayuda; en latín, el verbo <<vivir» coincidía con la
expresión «Ínter homines esse», «estar en compañía de los hombres», de modo que una vida eterna en la interpre�ación romana
estaba li- .
gada a la idea de que ningún hombre tendría que apartarse de la compañía humana, ni siquiera cuando la muerte lo apartara de - la tierra. Así, el hecho de la
pluralidad humana, uno de los re quisitos previos fundamentales de la vida política, se unía a
la «naturaleza» humana, aun en
las condiciones de la inmortalidad individual, y no estaba entre las
características adquiridas por esta
«naturaleza» después del pecado de Adán y responsables de que la política, en el mero sentido
secular, se convirtiera en una necesidad
para la pecaminosa vida terrena� La
convicción agustiniana de que cierta
clase de vida política debe existir aun
en condiciones libres de pecado, e incluso de santidad, se resu me en
una frase: <<5ocialis est vita sanctorum», hasta la vida de los santos
es una vida en compañía de otros hombres.30
Aunque la comprensión de� carácter perecedero de todas las creaciones
humanas no tuvo gran fmportancia para el pen samiento cristiano, y en su
máximo pensador, incluso pudo es tar acorde con una concepción
de la política apartada del cam po secular, se volvió muy importuna en la
época moderna, cuando la esfera secular
de la vida humana se emancipó de la
religión. La separación de religión y política significó que,
pen sara lo que pensase una persona como miembro de una iglesia,
como ciudadano actuaba y se comportaba aceptando el carác ter
mortal del hombre. El temor de Hobbes al fuego del infier no no influyó para
nada en su construcción del gobierno como
el Leviatán, un dios mortal que intimidaba a todos los hom bres. En
términos políticos, dentro del campo secular mismo, la secularización significó ni más ni menos
que los hombres, una vez más, se habían
vuelto mortales. Si bien esto llevó a un
nu�vo descubrimiento de la Antigüedad,
al que llamamos hu manismo, en el que las fuentes griegas y romanas volvieron
a hablar un idioma mucho más familiar,
correspondiente a expe riencias mucho más similares a las suyas propias, sin
duda no permitió que los seres humanos
moldearan su comportamien to de acuerdo con el ejemplo griego o romano. No se
recuperó la antigua certeza de que el
mundo era más permanente que cada hombre
y de que las estructuras políticas eran una garan tía de la supervivencia
terrena tras la muerte, de modo que la
antigua oposición de una vida mortal y un mundo más o menos
inmortal se diluyó: tanto la vida como el
mundo se habían vuel to perecederos, mortales, fútiles.
Hoy encontramos difícil comprender
que esta situación de mortalidad absoluta pudiera resultar insoportable
para los hombres. Sin embargo, si observamos
el desarrollo de la época moderna hasta el comienzo de la nuestra,
el mundo moderno, vemos que pasaron siglos antes de que nos habituáramos a la idea de mortalid
ad absoluta, hasta que ya pensar en ello no
nos preocupa, hasta
que ya carece de sentido la antigua alternativa
entre una vida individual imperecedera en un mundo mortal y una vida mortal en un mundo inmortal. No
obstante, en este sentido como en
muchos· otros, diferimos de las épocas ante riores. Nuestro concepto de la
historia, aunque en esencia es un
concepto de la época moderna, debe su existencia al perío do de transición en
que la confianza religiosa en la vida inmor tal había perdido su influencia
sobre lo secular y aún no había nacido
una indiferencia nueva hacia la cuestión de la inmorta lidad.
Si dejamos a un lado la nueva
indiferencia y nos quedamos dentro de los límites de la
alternativa tradicional, acordando la inmortalidad
a la vida o al mundo, es obvio que &eo:vo:7Í:�eLV (inmortalizar), como actividad
de hombres mortales, sólo pue de tener sentido si no hay garantías de vida en el más allá. No obstante, en ese momento se convierte
casi en una exigencia, siempre que
exista algún tipo de preocupación por la inmorta lidad. Por tanto, en el
curso de su búsqueda de un estricto rei no secular de permanencia
duradera, la época moderna descu
brió la inmortalidad potencial del hombre. Esto es lo que se
expresa manifiestamente en nuestro calendario, lo que consti
tuye el verdadero contenido de nuestro concepto de la historia. Extendida en el infinito doble del pasado y
del futuro, la histo ria puede garantizar la inmortalidad sobre la tierra así
como la pólis griega o la república romana garantizaron que la vida y las acciones humanas, en la medida en que
revelasen algo esencial y algo grande,
tendrían una permanencia estrictamente huma na y terrena en este mundo. La
gran ventaja de este concepto fue que el
doble infinito del proceso histórico establece un es pacio temporal en el que
la noción misma de un fin es virtual mente inconcebible, en tanto que su gran
desventaja, compara-
da con la antigua teoría política, parece ser que la permanencia
se confía a.un proceso fluyente, diferenciado de una estructura estable. Al mismo tiempo, el proceso de inmortalización se ha independizado de las ciudades, Estados y naciones; abarca a toda la humanidad, cuya historia pudo ver
Hegel, en conse cuencia,
como un desarrollo ininterrumpido del Espíritu. Con
esto,
la humanidad deja de ser sólo una
especie de la naturaleza, y lo que diferencia al hombre de los animales ya no es
sólo que tenga la palabra
(A.ó)'ovE"xwv), como en la definición aristoté lica, o que tenga
raciocinio, como dice la definición medieval
(animal ratz"onale): su propia vida lo
diferencia ahora, la única cosa que en
la definición tradicional se suponía compartida por él con los animales. Droysen, que quizá fue
el más sesudo de los historiadores del
siglo xrx, lo ha dicho así: «La especie
es a los ani...-n
ales y plantas ... como la hi�toria a los seres humanos.»31
3 . HISTORIA Y POLÍTICA
En tanto que es obvio que nuestra conciencia
histórica ja
más habría sido
posible sin el ascenso del reino secular a una
nueva dignidad, no era
tan obvio que el proceso histórico estu viera llamado a otorgar a las acciones y sufrimientos
terrenos del hombre el nuevo
alcance y la nueva significación necesa rios.
Además, a comienzos de la época moderna, todo
indicaba que habría una elevación de la acción
y la vida políticas, y los siglos xvr y xvn, tan ricos en nuevas
filosofías políticas, todavía no eran
conscientes de algún énfasis especial en la historia, como éste. Por el contrario, sus intereses
consistían en liberar se del pasado más que en rehabilitar el proceso
histórico. El rasgo distintivo de la
filosofía de Hobbes es su insistencia obs tinada en el futuro y la resultante
interpretación teológica del pensamiento
y de la acción. La convicción de la época moder na de que el hombre puede saber
sólo lo que él mismo ha he cho parece estar de acuerdo con una glorificación
del hacer, antes que con la actitud
básicamente contemplativa del histo riador y de la conciencia histórica en
general.
De modo que una de las razones por las que
Hobbes rom-
pió con la filosofía tradicional fue que,
mientras todas las meta físicas
previas habían segurdo a Aristóteles-y aceptaban que el· cuestionamiento de las causas primeras de todas las
cosas es la tarea principal de la filosofía, por el
contrario, él sostuvo que la tarea
de la filosofía consistía en señalar fines y objetivos y esta blecer una razonable teleología de la acción. Tan importante era este punto
para Hobbes, que insistió en que también los anima les son capaces
de descubrir causas y en que, por tanto, ésta no puede
ser la verdadera diferencia entre la vida humana y la ani mal; en cambio, encontró una diferencia en la capacidad de to mar.en cuenta «los efectos de alguna causa presente o
pasada ... de lo que no he visto nunéa
signo alguno en criatura distinta del
hombre».32 La época moderna no sólo produjo en su comien zo mismo una
filosofía política nueva y radical -Hobbes no es más que un ejemplo, aunque quizá el más
interesante-, sino también, y por
primera vez, filósofos que deseaban orientarse
según los requisitos de un ámbito político; y esta nueva orienta ción
política está presente en Hobbes pero, mutatis mutandis, también en Locke
y Hume. Se puede decir que la transforma ción hegeliana de la metafísica en
una filosofía de la historia vino
precedida por un intento de desembarazarse de la metafísica a favor de una filosofía de la política.
En cualquier consideración del concepto
moderno de la historia, uno de los problemas cruciales consiste en explicar
su ascenso repentino
durante el último tercio del siglo
xvm y la concomitante
disminución del interés en el pensamiento pu ramente
político. (Hay que clasificar a Vico
como un precur sor cuya influencia se sentiría dos generaciones después de su muerte. ) En los
casos en que aún sobrevivía, el interés genuino por la teoría política terminó en
desesperación, como en el caso de
Tocqueville, o en la confusión de la política con la historia, como en el de Marx. Nada más que la
desesperación pudo haber inspirado la
afirmación de Tocqueville de que «ya que
el pasado dejó de echar su luz sobre el futuro, la mente del hombre vaga en la oscuridad». En realidad,
ésta es la conclu sión de la gran obra en la que había «delineado la sociedad
del mundo moderno» y en la introducción
a la cual proclamó que «se necesita una
nueva ciencia de la política para un mundo
nuevo».33 ¿ y. que' otra cosa que no f 1 fu . '
uera a con s10n -una
86
confusión misericorde para el propio
Marx y fatal para sus se guidores- podría haber
lle""+aao a la identificación marxista de la acción y «la elaboración de la historia»?
La idea marxista de \<elaboración de la historia» influyó mu cho más allá
del círculo de los marxistas convencidos o revolu cionarios determinados. Aunque se conecta estrechamente con la idea de Vico
de que el hombre hacía la historia,
para distin guirla de la «naturaleza>>, hecha por Dios, la diferencia entre am bas sigue siendo decisiva. Para
Vico, como más tard
e para Hegel,
la importancia del concepto de historia era sobre todo teórica. Nunca s� le ocurrió a ninguno de los dos
aplicar este concepto directam
ente, utilizándolo como un principio de acción. Conce bían la verdad como
algo revelado a la mirada contemplativa,
di rigida hacia el pasado, del
historiador que, al ser
capaz de ver el proceso como un todo, está en la posición de pasar por alto los
«objetivos estrechos» de los hombres de acción, para concen trarse en
cambio en los «objetivos elevados» que ellos mismos advierten a sus espaldas (Vico). Por otra
parte, Marx combinó esta idea de
la historia con las filosofías políticas teleológicas de las primeras etapas de la época moderna, de
modo que en su pensamiento los
«objetivos elevados» -que, según los filósofos
de la historia, se desvelaban sólo a la mirada retrospectiva del his
toriador y del filósofo- podían convertirse en objetivos inten cionales de
acción política. Lo decisivo es que la filosofía política de Marx no se basaba en un análisis de la
acción y de los hom bres de acción sino, por el contrario, en el interés hegeliano
en la historia. Los politizados eran el
historiador y el filósofo de la his toria. Por el mismo motivo, la antigua
identificación de la acción con la
producción y fabricación se suplementó y perfeccionó, por decirlo así, identificando la mirada
contemplativa del histo riador con la contemplación del modelo (el etooc; o «forma», de donde Platón había derivado sus
<<ideas»), que guía a los artesa nos y precede toda producción. El
peligro de estas combinacio nes no está en que lo que antes fuera trascendente
se vuelva in manente, cosa que se aduce a menudo, como si Marx intentara establecer sobre la tierra un paraíso
localizado antes en el más allá. El
peligro de transformar los «objetivos elevados» descono cidos e incognoscibles
en intenciones planeadas y deliberadas es taba en que el significado y la
falta de significado se convertían en
fines, que fue lo que sucedió cuando
Marx adoptó la significa ción hegeliana de toda la historia
- el despliegue y actualización
progresivos de la idea de Libertad-, como una meta de la acción humana y cuando él, además, según cuenta la tradición, vio este «objetivo» último como el producto final de un pro
ceso de manufacturación.
Pero ni la libertad ni ningún otro sig nificado pueden ser jamás el producto
de una actividad huma na en el mismo sentido en que una mesa es, sin duda, el producto final de la actividad del carpintero.
La creciente falta de significación
del mundo moderno qui zá nunca se anticipó con tanta claridad como en esta
identifica ción del significado y
el fin. El significado, que jamás puede ser
el objetivo de la acción y, no obstante, inevitablemente
surgirá de los hechos humanos después de que la acción misma haya terminado, se persiguió entonces con la misma maquinaria de intenciones y de medios organizados, aplicada a los objetivos particulares directos de la acción concreta, con el resultado de
que era como si el significado
mismo se hubiese apartado del mundo de los hombres, a quienes no les quedaba nada más que una interminable cadena de
propósitos, en cuyo avance las me tas e intenciones futuras
borraban la falta de significado de
todos los logros pasados. Es como
si los hombres se hubiesen cegado
de pronto a las distinciones fundamentales, como la que media entre significado y finalidad, entre lo
general y lo partÍ· cular o, hablando en
términos gramaticales, la diferencia entre
«por el bien de ...» y «a fin de .. .» (como si el carpintero, por ejemplo, se olvidara de que sólo ejecuta sus
actos particulares al hacer una mesa
dentro de la modalidad «a fin de», aunque toda
su vida de carpintero se ve regulada por algo bien distinto, es decir, por una amplia noción de «por el bien
de», por la que se convirtió, en primer
lugar, en carpintero) . En el momento en
que se olvidan esas distinciones y los significados se degradan para transformarse en fines, lo que sucede es
que los fines mis mos dejan de ser seguros, porque la diferencia entre medios
y fi nes ya no se entiende, de modo que por último todos los fines se convierten y se degradan en medios.
En esta versión
de derivar la política de la historia o, más
bien, la conciencia política de la conciencia histórica
-que no se limita en particular a �arx
_Y
ni siquiera al pragmatismo en
88
general-, podemos detectar con facilidad el
antiguo intento de escapar de las frustraciones y de la fragilidad de las
a_cciones humanas construyéndolo a imagen del hacer. Lo que diferen cia la
teoría de Marx de
todas las demás que aceptaron la no ción de <<hacer la historia» es el hecho de que sólo él compren dió que si se aceptaba
que la historia es el objeto de un proceso
de fabricación o del hacer, debe llegar un momento en que ese «objeto» esté terminado y en que, si se
imagina que es posible «hacer historia»,
no se puede ignorar la consecuéncia de que la
historia tendrá un fin. Cuando oímos hablar de objetivos gran diosos eR
política, como el de establecer una sociedad nueva en la que la justicia esté garantizada para
siempre, el de declarar una guerra que
termine con todas las guerras o el de hacer que
todo el mundo sea democrático·, nos movemos en el campo de esta clase ele pensamiento.
En este contexto es importante ver que,
tal como se muestra en los
espacios de nuestro calendario extendidos
hacia el infini to del pasado y del futuro, el proceso de la
historia se ha abando nado aquí por el bien de un tipo de proceso totalmente
distinto,
.
el de hacer algo que tenga un principio
y un fin, cuyas leyes de movimiento, por tanto, se pueden determinar (por ejemplo, como movimiento dialéctico) y cuyo contenido medular se pue de descubrir (por ejemplo, como lucha de clases). Sin embargo, este proceso no puede garantizar a los
hombres ninguna clase de
inmortalidad, porque su fin borra y quita importancia a todo lo ocurrido
antes: en la sociedad sin clases, lo mejor que puede ha cer la
humanidad con la historia es olvidarse de todo ese tema desdichado, cuyo único objetivo era anularse
a sí mismo. Tam poco puede otorgar significado a sucesos particulares,
porque ha cl.iluido todo lo particular
en medios cuya falta de significa ción termina en el momento en que el producto final está
termi nado: los hechos singulares y las acciones y sufrimientos no tie nen
más significado, en este caso, que el que tienen el martillo y
los clavos respecto de la mesa terminada.
Conocemos la curiosa falta de significado
final que surge de todas las filosofías estrictamente utilitarias, tan comunes en
la primera fase industrial de la era
moderna y tan características de ella,
cuando los hombres, fascinados por las nuevas posibilida des de la
fabricación, lo pensaron todo en términos de medios y
fines, es decir, de categorías cuya validez
tenía su fuente y justi ficación en la experiencia de producir
objetos de uso. El pro blema
estriba en la naturaleza del sistema de categorías de fines y medios, que de inmediato cambia todo fin alcanzado en los
medios para un nuevo fin, con lo que destruye, por decirlo así,
la significación dondequiera que se la aplique hasta que, en me dio de la al parecer interminable pregunta utilitaria sobre
cuál es el uso de algo, en medio del al
parecer interminable proceso en que el
objetivo de hoy se convierte en el medio de un maña na mejor, surge la única
pregunta a la que ningún pensamiento
utilitario ha podido responder jamás: «¿cuál es el uso del uso?», como Lessing la planteó súcintamente.
Esta falta de
significación de todas las filosofías utilitarias de verdad pudo
escapar al conocimiento de Marx porque pensaba
que, después de que Hegel descubriera en su dialéctica la ley de todos los movimientos, naturales e
históricos, él mismo había
. encontrado el resorte y el contenido de esta ley en
el campo his tórico y, por tanto, el conocimiento
concreto de la anécdota que la histo
ria tenía que contar. La
lucha de clases: para Marx esta fórmula parecía desvelar todos los secretos
de la historia, tal como la ley de la gravedad pareció
descubrir todos los secretos de la
naturaleza. Hoy, después de habernos permitido estos ti pos de construcción de la historia unos tras otros, estas
fórmulas unas tras otras, ya no nos
preguntamos si esta o aquella fórmula
particular es correcta. En todos esos intentos, lo que se conside ra
como una significación no es en realidad más que un esque ma y, dentro de las
limitaciones del pensamiento utilitario, sólo
los esquemas pueden tener sentido, porque son los únicos que se pueden «hacer», y, por el contrario, los
significados - co mo la verdad-· sólo se pueden descubrir o desvelar a sí mis
mos. Marx no fue sino el primero, y por cierto el más grande entre los historiadores, que confundió un
esquema con un sig nificado, y, sin duda, mal se podría esperar que él
compren diese que casi no había esquema en el que los acontecimientos del pasado no pudieran encajar con tanta
precisión y consis tencia como lo hicieron en el suyo. Al menos, el esquema mar xista se
basaba en una importante visión general histórica; des de entonces hemos visto
que los historiadores, con toda li bertad, imponen sobre la multitud de hechos
pasados casi
90
cualquier esquema que se les ocurra, con
el resultado de que la ruina de lo fáctico y lo particular, a través de la
aparentemente mayor validez de los
«significados» generales, ha minado in cluso la estructura factual básica de
todo el proceso histórico, es decir, la
cronología.
Además, Marx construyó su esquema tal como lo
hizo a causa de su interés en la acción y la impaciencia ante la
historia. Él es el último de esos pensadores que están en la frontera entre el interés
en la política más antiguo de la era moderna y su pos terior
preocupación por la historia.
El punto en que la época moderoo
abandonó, porque volvía a descubrir
lo secular, sus primeros intentos de
establecer una nu
eva filosofía política, po dría señalarse recordando el momento en que se abandonó el calendario
de la Revolución Francesa, tras un decenio, y la Re volución se
reintegró, por decid� así, al proceso histórico con su doble extensión hacia el infinito. Fue como sí se concediera que ni aun la Revolución, que es todavía, junto con la promulgación de la Constitución americana, el mayor
acontecimiento de la moderna historia
política, contenía bastante significado inde pendiente en sí misma. como para
empezar un nuevo proceso histórico. El
calendario republicano no se dejó de lado sólo por que Napoleón deseaba regir
un imperio y porque lo considera ran como un par las testas coronadas
europeas. Ese abandono también implicaba
rechazar, a pesar del restablecimiento de lo
secular, la aceptación de la fe de los antiguos en que las acciones políticas son significativas más allá de su
localización histórica y, en especial,
el repudio de la fe romana en el carácter sacro de las fundaciones, y de la costumbre paralela de
medir el tiempo se gún la fecha de fundación. Es verdad que la Revolución
france sa, que se inspiró en el espíritu romano y se presentó al mundo, como gustaba decir Marx, con ropajes romanos,
invirtió su mar cha en más de un· sentido.
En la filosofía política de Kant, se encuentra un hito igual mente importante en el cambio de la antigua preocupación por la política a la posterior preocupación por
la historia. Kant, que había saludado a Rousseau como al «Newton del
mundo moral» y a quien sus
contemporáneos saludaron como el teórico de los
derechos del hombre,34 tuvo una dificultad mayor aún para en
frentarse a la nueva idea de la historia, que probablemente llegó
91
a su atención por los escritos de Herder. Es uno de los últimos filósofos que se queja de verdad del «curso falto de
significación de los asuntos humanos», del «melancólico carácter acciden tal» de
los hechos y desarrollos históricos, de esta desesperan zada,
insensata «mezcla de error y
violencia», como cierta vez Goethe
definió a la historia. Con todo, Kant también vio lo que otros habían visto antes que él: una vez que
se contempla la his toria en su totalidad (im Grossen), más que a los hechos singula res y a las intenciones siempre
frustradas de los agentes huma nos, todo adquiere sentido de pronto, porque
siempre hay una anécdota que contar, al
menos. En su conjunto, el proceso pare ce estar guiado por una
<<intención de naturaleza>>, desconocida para los hombres de acción pero comprensible
para los que vie nen tras ellos. Al perseguir sus propios objetivos sin criterio, los hombres parecen guiados por «el hilo
conductor de la razón».35
Tiene cier.ta importancia anotar que
Kant, como Vico antes, ya tenía conciencia de lo que
Hegel más tarde llamaría «el arti ficio de la razón» (ocasionalmente, Kant la llamó
<da artimaña de la naturaleza»). También
tenía un discernimiento rudimen tario
de la dialéctica histórica, como se
ve
cuando señala que la naturaleza
persigue sus objetivos totales a través del «antagonis mo de los hombres en la
sociedad ... sin el cual los hombres, de tan buen carácter como las ovejas que crían,
apenas sabr
ían cómo otorgar a su
propia existencia un valor más alto que el que
tiene su ganado». Esto demuestra hasta qué punto la idea mis ma de la
historia como proceso sugiere que en sus acciones los hombres se guían por algo de lo que no son
necesariamente conscientes, y que no
tiene expresión directa en la acción en sí.
O, para decirlo de otra manera,
demuestra lo útil que el con cepto de historia moderno resultó ser para dar al
campo polí tico secular un significado del que, de otro modo, parecería desprovisto. En Kant, al contrario que en
Hegel, el motivo mo derno de la evasión de la política hacia la historia está
muy cla ro aún. Es la huida hacia el «todo», una evasión impulsada por la falta de significado de lo particular. El
interés primario se si tuaba aún en la naturaleza y en los principios de la
acción polí tica (moral, como diría él) y, gracias a esto, fue capaz de
percibir las desventajas cruciales del
nuevo enfoque, el único gran esco llo que ninguna filosofía de la historia,
ningún concepto de pro-
92
greso pudieron remover jamás. En las palabras
de Kant: «Siem pre producirá confusión . .. el hecho de que las generaciones an
tiguas parezcan haber
enfrentado sus asuntos enojosos sólo por
el bien de las posteriores ... y que sólo la última haya tenido
la buena fortuna de vivir en el edificio
[terminado] .»36
La pesadumbre confusa y la gran desconfianza con que Kant se resignó a introducir un concepto de la historia
en su fi losofía política indican, con rara precisión, la
naturaleza de las perplejidades que indujeron a la época moderna a transferir su énfasis de una teoría de la política -al parecer mucho
más ade cuada a �u creencia en la superioridad de la acción respecto de la contemplación- hacia una filosofía de la historia
esencial mente contemplativa. Kant
fue, quizá, el único gran pensador
para quien la pregunta «¿qué debo
hacer?» era tan importante como las otras
preguntas metafísicas -«¿qué puedo saber?» y
«¿qué puedo esperar?»- y, además, formaba el centro mismo de
su filosofía. Por tanto, no estaba preocupado,
como sí lo es taban aún incluso Marx y Nietzsche, por la tradicional superio ridad jerárquica de la
contemplación respecto de la acción,
de la vita contemplativa respecto de la vita activa; más bien su pro blema era otra jerarquía tradicional que, por estar oculta y arti
culada de un modo peculiar,
ha demostrado que es mucho más difícil de superar: la jerarquía interna de la propia vita
activa, donde la
acción del hombre de Estado ocupa el punto más alto; la del artesano y del artista, el intermedio y el trabajo que abas tece las
necesidades primarias del organismo humano, el más bajo.
(Más tarde también Marx iba a intervenir esta jerarquía, aunque explícitamente sólo escribió acerca de
elevar la acción respecto de la
contemplación y acerca de cambiar el mundo en
lugar de interpretarlo. En el curso de esta inversión tuvo que
trastornar la jerarquía interna tradicional de la vita
activa, si tuando la más baja de las actividades humanas, la del
trabajo manual, en la posición más
elevada. La acción se mostraba así como
una mera función de «las relaciones productivas» de la humanidad, originadas por el trabajo.) Es
verdad que la filoso fía tradicional a menudo sólo aparenta una estima por la
acción como la más alta actividad del
hombre, al dar prioridad a la ac tividad del hacer, mucho más fiable, por lo
que la jerarquía den tro de la vita activa apenas si se ha articulado alguna vez por
93
completo. Vemos
un signo de la categoría política de la filosofía kantiana en el
hecho de que las afl.tiguas perplejidades inheren tes a la acción volvieran
otra vez al primer plano.
Aunque así fuera, Kant no podía dejar de
advertir que la ac ción no colmaba ninguna de las dos esperanzas que la Edad Mo
derna estaba d
estinada a aguardar de ella. Si la
secularización de nuestro mundo implica la resurrección del antiguo deseo de
cierta clase de inmortalidad terrena, la acción humana -sobre todo
en su aspecto político--resultará
de una inadecuación sin gular para
cumplir con las exigencias de la
nueva época. Desde el punto
de vista de la motivación, la acción se muestra como la menos
interesante y más futil de las ocupaciones humanas: «Pa siones, fines personales y la satisfacción de los deseos
egoístas son .. . los resortes más' eficaces de la acción»37 y <dos hechos
de la historia conocida» considerados por sí mismos «no tienen
una base común ni continuidad ni coherencia» (Vico) . Por otra par
te, desde el plinto de vista de la
realización, la acción resulta ser a la vez más fútil y más frustrante que las
actividades manuales y de producción de
objetos. Los hechos humanos, a menos que
permanezcan en la memoria, son lo más perecedero de la tierra; apenas si sobreviven a la propia actividad y,
por cierto, en sí mis mos nunca pueden aspirar a esa permanencia que, cuando
su peran el tiempo de vida de su fabricante, aun los objetos de uso corriente tienen, sin mencionar las obras de
arte, que nos siguen hablando durante
siglos. La acción humana, proyectada en una
red de relaciones donde se persiguen gran cantidad de fines opuestos, casi nunca colma su intención
original; ningún acto logra que su autor
lo reconozca como propio con la misma cer tidumbre feliz con que cualquiera
reconoce haber producido cualquier
objeto. Alguien que empiece a actuar ha de saber que ha empezado algo cuyo fin nunca puede
anticipar, si por otra cosa no, porque
su propia acción ya lo ha cambiado todo y lo ha
hecho aún más impredecible. Esto era lo que Kant tenía en men te cuando
habló del «melancólico carácter accidental» ( «trostlo
se Unge[ahr»), tan notorio en el registro de la
historia política. «Acción: no sabemos
cuál es su origen ni cuáles sus
consecuen cias: por tanto,. ¿posee algún valor la acción?»38 ¿No tenían ra
zón los filósofos antiguos, no era una locura esperar que del campo de los asuntos humanos brotara algún
significado?
94
Durante largo tiempo se pensó que
estas insuficiencias y perplejidades internas de la vita activa podían resolverse igno rando las peculiaridades de la acción, e insistiendo en la «falta de significado» del
proceso de la historia en su integridad, que
parecía redimir por fin a la esfera política del «melancólico ca
rácter accidental»
y dignificarla frente a él, algo de necesidad
evidente. La historia -basada
en la hipótesis manifiesta de que, por
muy accidental que pareciesen las acciones en el pre sente y en
su singularidad, inevitablemente
conduCían a una se cuencia de hechos integrantes de un relato que se podía trans mitir en
UJla narración comprensible en el momento
en que los acontecimientos quedaban
en el pasado- se convirtió en la
gran dimensión en la que los hombres podían «reconciliarse» con la
realidad (Hegel), la realidad de los asuntos humanos, es decir, de las cosas que deben su existencia sólo a
los hombres. Además, como la historia en
su versión moderna se concebía sobre
todo como un proceso, demostró una afinidad peculiar y alentadora con la acción que, por cierto,
en contraste con todas las otras
actividades humanas, consiste ante todo en ini ciar procesos, un hecho del que
-claro está- siempre ha sido consciente
la experiencia humana. aun cuando la preocupa ción de la filosofía por el
hacer como modelo de la actividad humana
hubiera evitado la elaboración de una terminología ar ticulada y de una
descripción exacta. La noción misma de pro ceso, característica de la ciencia
moderna, tanto natural como histórica,
probablemente se originó en esta fundamental expe riencia de acción a la que
la secularización otorgó un acento
desconocido hasta entonces, desde los primeros tiempos de la cultura griega, incluso desde antes del surgimiento
de la pólis y,
sin duda, desde antes de la victoria de la escuela socrática. En su versión moderna, la historia podía llegar
a un acuerdo con esa experiencia y,
atinque no consiguió salvar a la política mis ma de su antigua situación de
desgracia, aunque los hechos sin gulares y los actos que constituían el reino
de la propia política quedaban en el
limbo, al menos confirió al registro de los acon tecimientos pasados esa cuota
de inmortalidad terrena a la que
necesariamente aspiraba la época moderna, pero que los hom bres de
acción ya no se atrevían a exigir de la posteridad. -
9 5
EPÍLOGO
La forma kantiana y hegeliana de
reconciliarse con la reali
dad a través de la comprensión del significado íntimo de todo el proceso histórico parece estar, hoy, tan refutada
por nuestra experiencia
como el simultáneo intento pragmático
y utilitario de «hacer historia>> e imponer a la realidad el significado pre concebido y la ley humana. Mientras que, como
norma, los problemas de la época moderna
se iniciaron con las ciencias
naturales y han sido resultado de las experiencias obtenidas
en el intento de conocer el universo, esta vez la refutación surge
al mismo tiempo de los·campos físico y político. El
problema consiste en que casi cada axioma parece llevar
a deducciones consistentes, y esto hasta
un límite tal que es como si los hom bres pudieran probar casi cualquier
hipótesis que se les ocurra adoptar, no
sólo en el campo- de las construcciones
mentales puras, como" las diversas
interpretaciones de conjunto de la his toria, basadas todas ellas en hechos,
sino también en las cien cias naturales.39
En lo que respecta a las ciencias naturales, esto nos devuel ve a la ya citada observación de Heisenberg (p. 57), cuya
con secuencia, en
otro contexto, él mismo formuló como
la para doja de que el hombre, cada
vez que procure conocer cosas que no son él ni le deben su existencia, al fin y al cabo no se en contrará más que a sí mismo, no hallará más que sus propias
construcciones y los modelos de sus propias acciones.40 Ya no se trata de una cuestión ·de
objetividad académica. No se pue de resolver con la reflexión de que el hombre
como ser que hace preguntas sólo puede
recibir, naturalmente, respuestas
acordes a sus propios interrogantes. Si no había otra cosa im plicada,
tendremos que contentarnos con que distintas pre guntas planteadas ante «un
único y mismo hecho físico» reve len aspectos distintos pero, en términos
objetivos, igualmente «Verdaderos» del
mismo fenómeno, tal como la mesa a la que
cierto número de personas se han sentado tiene, para cada asistente, un aspecto distinto sin que por
ello deje de ser el ob jeto común a .todos. Incluso podemos imaginar que una
teoría de las teorías, como la antigua mathesis
universalis, puede lle gar a ser capaz de
determinar cuántas preguntas son posibles o
cuántos
«distintos tipos de ley natural» pueden aplicarse al mismo universo
natural sin contradicciones.
El asunto podría ponerse algo más serio si resultara
que no hay pregunta
que no conduzca a un conjunto consistente de
respuestas, una incertidumbre
que mencionamos antes, al dis cutir la diferencia entre modelo
y significado. En este caso, la distinción misma entre preguntas
significativas y no significati vas desaparecería junto con la verdad
absoluta y la coherencia con la que nos
quedaríamos podría ser la de un asilo de para noicos o la coherencia de las
actuales demostraciones de la existencia
de Dios. Sin embargo, lo que de verdad está minan do toda fa noción moderna de
que el significado se contiene dentro
del proceso como un conjunto, del que se deriva el ca rácter de comprensible
para cada circunstancia particular, es
que no sólo podemos probarlo con una deducción consistente, sino que también podemos asumtr casi todas
las hipótesis y ac tuar según ellas, con
una secuencia de resultados dentro de la
realidad que tienen sentido y, además, funcionan.
Esto signifi ca muy literalmente que todo es posible,
tanto en el reino de las ideas como en
el propio campo de la realidad.
En mis estudios sobre el
totalitarismo traté de demostrar que el fenómeno totalitario, co¿_ sus notables rasgos
antiutili tarios y su extraño desinterés
ante la objetividad, en el último
análisis, se basa en la convicción de que todo es posible, y no sólo permitido, moralmente
o de otro modo, como fue el caso
del nihilismo primitivo. Los sistemas totalitarios procuran de mostrar que la acción puede
basarse en cualquier hipótesis y que, en
el curso de una acción de dirección coherente, la hi pótesis particular se
convertirá en verdadera, se convertirá en
realidad presente, concreta. La hipótesis que subyace a la ac ción
coherente puede ser tan demencial como se quiera; siem pre terminará por
producir hechos que son «objetivamente»
verdaderos. Lo que en un principio no era más que una hipó tesis, que
debía ser probada o rebatida por los hechos concre tos, en el curso de la
acción coherente siempre se convertirá
en un hecho, jamás se rebatirá. En otras palabras, el axioma del que parte la deducción no necesita ser,
como suponían la metafísica y la lógica
tradicionales, una verdad evidente por sí
misma; no tiene que ajustarse a los hechos tal como se dan en
97
el mundo objetivo en el momento en que se inicia
la acción; el proceso de la acción, si es coherente, avanzará hasta crear
un mundo en el que la hipótesis se haga
axiomática y evidente por sí misma.
La temible arbitrariedad con la que nos
enfrentamos cada vez que decidimos embarcarnos
en este tipo de acción, que es la
contrapartida exacta
de
los
procesos lógicos coherentes, es
más obvia aún en el campo político que en el real. Pero es más difícil convencer a todos de que esto es
verdad en la historia pasada. El
historiador, al mirar hacia atrás en el proceso histórico, se ha acostumbrado a descubrir un significado
«objetivo», indepen diente de los fines y de la conciencia de los actores,
hasta tal punto que es capaz de no
advertir lo que en realidad ha ocurri do, mientras intenta discernir alguna
tendencia objetiva. Por ejemplo, no verá
las características particulares de la dictadura totalitaria de Stalin por detenerse en la
industrialización del im perio soviético o en las metas nacionalistas de la
tradicional po .lítica exterior rusa.
Dentro de las ciencias naturales, las cosas no son
diferentes en esencia, pero parecen más convincentes porque están
muy apartadas de la competencia
del lego y de su saludable y obsti nado sentido común,
que se niega a ver lo que no puede com
prender. También aquí, el pensar en términos de
procesos, por una parte, y la
convicción, por otra, de que cada uno
sólo sabe lo que ha hecho por sí mismo
han llevado a la total carencia de
significado que surge, inevitablemente, de la idea de que se pue de
optar por hacer lo que uno quiera y siempre habrá como consecuencia cierto tipo de «significado». En
ambos casos, la incertidumbre está en
que el incidente particular, el hecho que
se puede observar o el simple acontecimiento natural, o la ac ción
registrada y el acontecimiento histórico dejan de tener sentido sin un proceso universal en el que
están, supuestamen te, inmersos; con todo, en el momento en que el hombre
se acerca a ese proceso para escapar del
carácter accidental de lo particular,
para descubrir el significado -orden y necesidad-, su esfuerzo encuentra una contradicción en la
respuesta que llega de todas partes:
valdrá cualquier orden, cualquier necesi dad, cualquier significado que se
quiera imponer. Esta demos tración es la más clara que se puede obtener: en
tales condiciones
no existe
necesidad ni significado. Es como si el «melancólico carácter accidental» de lo particular nos
hubiera dado alcance y nos persiguiera hasta la misma
región en que las generaciones anteriores
se habían refugiado para huir de él. El factor decisi vo de esta
experiencia, tanto en la naturaleza como en la histo ria, no son los esquemas con los que tratamos de «explicar»
ni los que en las ciencias sociales e
históricas se eliminan mutua
mente porque todos ellos se pueden probar de forma coheren
te con mayor rapidez, que en las ciencias naturales, donde las
cosas son más complejas y, por esta razón técnica, menos
abier tas a la" arbitrariedad irrelevante de las opiniones irrespon sables. Por
cierto que tales opiniones tienen
una fuente bien distinta, pero son
capaces de oscurecer el rasgo de la contin gencia, tan importante, con el que
hoy nos enfrentamos en to das partes. Lo decisivo es que nuestra tecnología,
que nadie puede considerar como
ineficaz, se basa en estos piíncipios, y
que nuestras técnicas sociales, cuyo campo de experimenta ción real
está en los países totalitarios, sólo tienen que superar cierto tiempo de retardo para estar en
condiciones de hacer para el mundo de
las relaciones humanas y de los asuntos hu manos lo mismo que ya se ha hecho
para el mundo de los arte factos humanos.
La época moderna, con su creciente alienación del mundo, ha desembocado en una situación en que el hombre, vaya don de vaya, sólo se encuentra a sí mismo. Todos los procesos de
la tierra y del universo se han revelado como hechos por el hom bre específica o potencialmente. Estos procesos, tras devorar, por decirlo así, la objetividad sólida de
lo dado, terminaron por quitar significación al único proceso global
que originalmente se concibió para darles sentido a ellos y
para actuar, digámoslo así, como el eterno
tiempo-espacio en el que todos pueden fluir
Y así liberarse de
sus mutuos conflictos y su exclusividad. Esto
le ocurrió a nuestro concepto de la historia, tal como le ocurrió a nuestro concepto de la naturaleza. En la
situación de radical .alienación del mundo
no son concebibles para nada ni la histo ria ni la naturaleza. Esta
doble pérdida del mundo -la pérdi da de la naturaleza y la del artificio
humano en el sentido más amplio, que
incluye toda la historia- dejó tras de sí una socie dad de hombres que, sin un
mundo común que a la vez los re-
99
lacionara y separase, viven en una separación desesperadamen te solitaria o se ven comprimidos en una
masa, porque una so ciedad
de masas no es sino esa clase de vida organizada que se establece, de modo automático, entre los
seres humanos que aún están relacionados
entre sí pero han perdido el mundo que ha bía sido común a todos ellos.
roo
III. ¿QUÉ ES LA AUTORIDAD?
1
Para•evitar
equívocos, tal vez habría sido más sensato pre guntarse qué fue y no qué es la autoridad,
pues considero que tenemos el estímulo y la ocasión-suficientes para
formular así la pregunta, porque la
autoridad se ha esfumado del mundo mo derno. En vista de que no
podemos ya apoyarnos en experien cias auténtica e
indiscutiblemente comunes a todos,
la propia palabra está
ensombrecida por la controversia y la confusión. Muy poco de su índole resulta evidente o aun
comprensible para todos, excepto que el
científico político puede recordar
todavía que este concepto fue, en tiempos, fundamental para la teoría política, o que la mayoría estará de
acuerdo en que una crisis de autoridad,
constante y cada vez más amplia y honda,
ha acompañado el desarrollo de nuestro mundo moderno en el presente siglo.
Tal crisis, visible d_esde el comienzo de la centuria, tiene una p-r���d��cia y una naturaleza políticas. La
aparición de rrioviffi
ientos políticos desti�ados a
reemplazar el sistema de partidos y el desarrollo de una nueva
forma totalitaria de go bl.erno se produjo con el fondo de una ruptura más o
menos genúaly más o menos dinámica de
toda autoridad tradicional. Ennil1gún
caso esta ruptura fue un resultado directo de los re gímenes o movimientos
mismos; más bien parecía que el tota litarismo, bajo la forma de movünientos y
de regímenes, era más adecuado para sacar
provecho de una atmósfera general,
soCial y_pqlítica, en que el sistema de partidos había perdido su prestigio y ya no se reconocía la autoridad del gobierno.
El síntoma más significativo de la crisis, el que indica su hondura y
gravedad, es su expansión hacia áreas previas a lo po lítico, como la crianza
y educación de los niños, donde la autori-
IOI
dad en el sentido más amplio siempre se
aceptó como un impe rativo natural, obviamente exigido tanto por las necesidades na turales
(la indefensión del niño) como por la necesidad política (la continuidad de una
civilización establecida que sólo puede
perpetuarse si sus
retoños transitan por un mundo preestableci do, en el que han nacido como forasteros).
Por su carácter sim ple y elemental,
a través de la historia del pensamiento político, esta forma de autoridad sirvió de modelo para
una gran varie dad de formas autoritarias de gobierno, de modo que el
hecho de que aun esta autoridad
prepolítica que rige las relaciones en tre adultos y niños, prof�sores y alumnos, ya no sea firme signi fica que todas las metáforas y modelos antiguamente aceptados de las relaciones autoritarias perdieron su carácter
admisible. Tanto en la práctica
como en la teoría, ya no estamos en condi ciones de saber qué es verdaderamente la
autoridad.
En las �iguientes reflexiones parto de la idea
de que la res puesta a esta
pregunta tal vez no pueda estar en
una definición de la naturaleza
o esencia de la «autoridad en general». La au toridad que hemos perdido en
el mundo 111oderno no es la «autoridad en general», sino, más bien, una forma muy específi ca
que ha sido
válida en Occidente durante largo tiempo. Por
tanto,
propongo reconsiderar lo que fue la autoridad histórica mente y las
fuep.�es de su fuerza y signillcado. Con
todo, en vista de la actual confusión, parece que incluso
este enfoque li mitado y experimental debe ir precedido de algunas
observa ciones
acerca de lo que la autoridad jamás fue, para evitar los equívocos más corrientes y asegurarnos
de que visualizamos y consideramos el mismo
fenómeno y no cierta cantidad de pun tos conectados o inconexos.
La autoridad siempre demanda obediencia y por
este mo tivo es corrieme que se la confunda con cierta forma de poder
o(de violencia. No obstante, e_�cluye el
uso de medios externos de coacc10n: se usa la fuerza cuando la
autori sa. Por
· otra partezymwrica�ersuasi n mcompatl e , porque la segund� la igualdad
y opera a través de un proce so de
argumentación. Cuando s 'lizan 1 ntos la au toridad permanece en situación latente. Ante el orden igu 'ta ri�-de la persuasión
se alza el orden autoritario, que siempre es
jerárquic.o.
5.i 1-->a
y que definirla, la autoridad se diferenciátan- 102
to de la coacción por la fuerza como de la
persuasión por argu mentos. (!.;._a relación autoritaria entre el
que manda y el que �
�dece no se apoya en una razón común ni en el poder del rimero; lo ue
tienen en común es la jerarquía misma cüYa "
pertinencia y legitimidad reconocen
am os e a - bos � un puesto predehni o y estable.) Este asunto es de im port�á;un aspecto de nuestro concepto de autori
dad es de origen platónico, y cuando Platón empezó a conside rar la introducción de la autoridad
en el manejo de los asuntos públicos de
la pólis sabía que buscaba una alternativa a
la ha bitual f¡;>rma griega de tratar los asuntos internos, que era la persuasión (1TeLeeLV),
así como la forma habitual de tratar los asuntos exteriores eran la fuerza y la
violencia (Eí:a).
En términos _históricos, podemos decir que la
pérdida de autoridad
es
tan sólo la fase final, aunque decisiva,
de un desa �rollo que durante
siglos soca�ó sobre todo la religión y
la _tr�c;l.ición. De estas tres piezas, religión, tradición y autoridad
-sobre cuya interrelación hablaremos luego-, la última ha demostrado ser el elemento más estable. Sin embargo, con la
pérdida de la autoridad, la duda general de la época
moderna también invadió el campo
político, donde las cosas no sólo asu men una expresión más radical
sino que también adquieren una realidad
específica, exclusiva de ese campo. Lo que hasta entonces quizá tuviera un significado espiritual sólo para
unos pocos a continuación se convertía
en una preocupación de todos y cada uno.
Pero entonces, como si dijéramos después del hecho, la pérdida de la tradición y la de la
religión se habían converti do en hechos políticos de primer orden.
Cuando dije que no discutiría la «autoridad en
general», sino sólo el concepto específico de autoridad que fue domi nante en nuestra historia, deseaba señalar cierta distinción
que solemos ignorar cuando hablamos con
demasiada amplitud de la
crisis de nuestro tiempo y que, tal vez, podré explicar con mayor facilidad en los términos de los
conceptos relacionados de tradición y
religión. La innegable pérdida de la tradición en el mundo moderno no implica una pérdida del
pasado, porque tradición y pasado no son
lo mismo, como nos querrían hacer ver,
por un lado, los que creen en la tradición y, por otro, los que creen en el progreso., p-or lo que poco importa que los pri-
_ _..
103
meros lamenten este estado de cosas en
tanto que los segundos no dejan de felicitarse. Al
perder la tradición, también perdi
mos el hilo que nos guiaba con paso
firme por el vasto reino del
pasado, pero ese hilo también era la cadena que sujetaba
a-cada generación a un aspecto predeterminado del pretéritp. Podía
ser que sólo en esta situación el pasado se abriera a nosotros con inesperada frescura y nos
dijera cosas que nadie había lo
grado oír antes. Pero no se puede
negar que, sin una tradición bien anclada -yla-pérdida de esúi seguridad
se produjo hace
varios cientos de años-, toda la dimensión del pasado tam bién estaría
en peligro. Cprrem9s el riesgo de olvidar y tal olvi do -aparte de los propios
contenidos que puedan perderse Significaría que, ha,blando en términos humanos,
nos privaría mos de una dimensión: la de la profundidad en la existencia humana, porque la memoria y la profundidad
son lo mismo, o mejor aún, el hombre no puede lograr-la-profundidad si no es a través del recuerdo.
Algo semejante sucede con la pérdida
de la religión. Desde la crítica radical de las creencias religiosas, formulada en los
siglos xvu y xvm, fue una característica en la época moderna la
duela sobre la verdad
religiosa, y esto es así tanto entre los creyentes como entre los no creyentes. Desde Pascal y, con mayor agudeza, desde Kierkegaard, la duda se ha
conducido hacia la creencia y el creyente
moderno ha de proteger constantemente
sus creencias ante la duda; en la época moderna no es la fe cristiana como tal, sino la Cristiandad (y
el]udaísmo, por supuesto) lo que está ago biada de paradojas y
absurdos. Aunque otras cosas puedan so brevivir al absurdo -la filosofía quizá
pueda-, la religión no es capaz de
hacerlo. Con todo, esta pérdida de la creencia en los dogmas de la religión institucional no
implica necesariamente una pérdida o una
crisis de fe, porque la religión y la fe, o la cre encia y la fe, de ningún
modo son lo mismo. Sólo la creencia,
pero no la fe, tiene con la duda, a la que está siempre expuesta, una afinidad inherente. ¿Pero quién puede
negar que también la fe, protegida con
firmeza por la religión, sus creencias y sus dog mas durante tantos siglos, se
vio en peligro a causa de lo que en
realidad no es. sino una crisis de la religión institucional?
Algunas explicaciones semejantes me parecen
precisas en cuanto a la moderna pérdida de la autoridad. Asentada en la .
104
piedra angular de los cimientos del pasado, la autoridad brin dó al inundo la permanencia y la estabilidad que los
humanos necesiúúi justamente porque son seres mortales, los seres
más inestables y triviales que conocemos. Sí se pierde la
autoridad, suíerd�-�� fundamento qd
mundo, que sin duda desde en tonces empezó a variar, a cambiar y a pasar con
una rapidez cada día mayor de una forma
a otra, como si estuviéramos vi viendo en un universo proteico y lucháramos
con él, un uní verso en el que todo, en todo momento, se puede convertir
en cualquier otra cosa. Pero la pérdida
de la permanencia y de la seguridad
mundanas -que en política se confunde con la pér dida de autoridad- no
implica, al menos no necesariamente, la
pérdida de la capacidad humana de construir, preservar y cuidar un mundo que pueda sobrevivimos y
continuar siendo un lugar adecuado para
que en él vivan los que vengan detrás de
nosotros.
·-- - -
Es evidente que estas reflexiones y descripciones se basan en la
convicción de la importancia de
establecer distinciones. Subrayar
esta convicción parece algo gratuito ya que,
al menos por lo que yo sé, no hay quien haya afirmado aún abiertamen te que las
distinciones no tienen sentido. Sin embargo, en la mayoría de las discusiones entre expertos
políticos y sociales existe el acuerdo tácito de que podemos ignorar las distincio nes y seguir adelante sobre la hipótesis
de que, al final, todo puede llamarse de
cualquier otra forma y de que las distincio nes significan algo sólo en la
medida en que cada uno tenga el derecho
de «definir sus términos». Con todo, nos preguntamos si este curioso derecho, garantizado en
cuanto se tratan temas importantes -como
si fuera el derecho a sustentar la opinión
propia-, no indica ya que términos como «tiranía», «autori dad» o
«totalitarismo» simplemente han perdido su significa do común, o bien que ya
no vivimos en un mundo común en el que
las palabras de todos poseen una significación incuestiona ble de modo que,
además de estar condenados a vivir verbal mente en un universo por completo
carente de sentido, nos ga rantizamos unos a otros el derecho de retirarnos a
nuestros propios mundos de significación
y pedimos sólo que cada uno sea
coherente dentro de su terminología p_ersonal. En estas cir-
cunstancias, si nos aseguramos a nosotros mismos
que aún nos entendemos, no queremos decir que en conjunto
entendemos un mundo común
a todos nosotros,
sino que entendemos la co herencia de la argumentación y el razonamiento,
la coherencia del proceso de argumentación en su mero
formalismo.
Aunque así sea, seguir adelante con la hipótesis
implícita de que las distinciones no son importantes o, mejor aún, de que en el campo socio-político-histórico, es decir, en
la esfera de los asuntos humanos, las cosas no poseen esa nitidez que la metafí sica
tradicional solía llamar «alteridad» (su alteritas), se ha con
vertido en el sello de upa buena cantidad de teorías nacidas eri las ciencias sociales, políticas e históricas.
Entre ellas me parece que dos son las
que merecen una
mención especial, porque tocan de
una manera muy significativa el tema aquí analizado.
La primera se refiere a las formas en que, desde el siglo
xrx, los escritores
liberales y copservadores
se ocuparon del proble ma de la autoridad y, por implicación, del problema conexo de
la libertad en el campo de la política. En términos generales, ha sido típico de l
as teorías liberales partir de la hipótesis de
que <<la constancia del progreso ... en la dirección de una libertad organizada y asegurada es el hecho característico de la historia moderna», 1 y considerar que toda desviación de este derrotero es un proceso reaccionario de dirección opuesta.
Esto conduce a pasar por alto las
diferencias de
principio entre la restricción de
la libertad en los regímenes
autoritarios, la abolición de la li bertad política en las tiranías y dictaduras y la total
eliminación de la espontaneidad misma que, de entre las manifestaciones más generales y elementales de la libertad humana,
es la única .
a la que apuntan los regímenes totalitarios con sus diversos mé todos de condicionamiento. El escritor liberal, preocupado por la historia y el progreso de la libertad más que por las for mas de
gobierno, sólo ve aquí diferencias de grado, e ignora
que un gobierno autoritario limitador de la libertad permanece condicionado por esa misma libertad que restringe,
hasta el punto de que perdería su propio carácter si la
aboliera por completo, porque llegaría a ser una tiranía. Esto mismo es
cier to respecto de la distinción entre poder legítimo e ilegítimo, de la que dependen todos los gobiernos autoritarios. El
escritor li beral
suele prestar poca atención a este asunto, porque-está
I06
convencido de que todo poder corrompe y de que
la constan cia del progreso requiere una
constante pérdida de poder, sea cual sea
su origen.
Detrás de la identificación liberal del
totalitarismo con el autoritarismo, y de la inclinación concomitante a ver
tenden �ias «totalitarias» en cualquier limitación autoritaria de la li bertad,
existe una anti ua confusión de autoridad tiranía de · o er e Itlmo vio en Cia. a diferencia entre tiranía y
gobier-' no autoritario siempre
ha sido que el tirano manda según su voluntad
y su interés propios, en tanto q�e aun el más draco nianam�nte autoritario
de los gobiernos está limitado por unas
leyes. Sus actos
se rigen por un código que o no proviene de un
hombre, como es el caso de las
leyes de la naturaleza, de los mandamientos
de Dios o de las ideas platónicas, o bien de nin guno de los que
ejercen el poder. En un gobierno autoritario,
la fuente de la autoridad siempre es una fuerza externa y supe rior a
su propio poder; de esta fuente, de esta fuerza externa que transciende el campo político, siempre
derivan las autori dades su «autoridad», es decir, su legitimidad, y con
respecto a ella miden su pod�r1
Los modernos portavoces de la autoridad -que, incluso en los breves intervalos en que la opinión pública proporciona un clima favorable para los neoconservadurismos, saben muy
bien que la suya es una causa casi perdida- están, por supues to, deseosos de señalar esta distinción
entre tiranía y autoridad. Donde el
escritor liberal ve un progreso en esencia asegurado que marcha hacia la
libertad, y que sólo se interrumpe tempo ralmente por alguna fuerza
oscura del pasado, el conservador ve un
proceso destructivo iniciado con la disminución de la au toridad, de modo que
la libertad, perdidas las restricciones que
protegían sus fronteras, se vio inerme, indefensa y condenada a la destrucción. (No es muy justo decir que el
pensamiento po lítico liberal es el único que se interesa por la libertad;
casi no existe escuela de pensamiento
político en nuestra historia que no se
centre en la idea de libertad, por mucho que pueda variar
. el concepto básico en los distintos escritores y en las distintas circunstancias
políticas. La única excepción de cierta impor- tancia en cuanto a esta
afirmación me parece que es la filosofía
política de Thomas Hobbes, quien, por supuesto, era cualquier
!07
cosa menos conservador.)� tiranía y
el totalitarismo se íden . tifícan una vez más, excepto que ahora el
gobierno totalitario, sí no seidentifica
en forma directa con la democracia, al menos
: se ve como un resultado casi inevitable de ella, es decir, la con
secuencia de la desaparición de todas las autoridades
tradicio nalmente reconocí� No obstante, las diferencias entre
tira nía y dictadura, por un lado, y dominación totalitaria, por otro, no son menos obvias que las que hay entre
autoritarismo y to talitarismo.
Estas diferencias
estructurales se hacen visibles en el mo mento en que dejamos atrás las teorías globales y concentra mos nuestra
atención ert el aparato del poder, las formas téc nicas de la administración
y la organización de los poderes políticos. En pocas palabras, puede permitirse que se sumen las diferencias técnico-estructurales
entre gobierno autoritario, tiránico y totalitario en la imagen-de tres modelos representa tivos distintos.
Para la imagen de un gobierno
autoritario, propongo la forma de una
pirámide, bien conocida en el pen samiento político tradicional. La pirámide
es, sin duda, una figura muy adecuada para
una estructura gubernamental cuya fuente de autoridad está fuera de sí misma, pero cuya sede de poder se sitúa en la cúspide, desde la cual la
autoridad y el po der descienden hacia la base, de un modo tal que cada
una de las capas sucesivas tiene cierta autoridad,
pero siempre menos que la superior, y
donde, precisamente por este cuidadoso pro ceso de filtro, todas las capas desde
el vértice hasta la base es tán no sólo integradas en el conjunto con firmeza,
sino que además se correlacionan como
rayos convergentes, cuyo punto focal
común es la cima de la pirámide y también la fuente trans- ·
cendente de un poder supremo. Es verdad que esta imagen puede aplicarse sólo al tipo de gobierno cristiano
autoritario, tal como se desarrolló a través de la influencia constante de
la Iglesia durante
la Edad Media -y bajo ese influjo-, cuando el ptmto focal que estaba por encima y más allá de la pirámide te
rrena brindaba el punto de referencia necesario para el tipo cristiano de igualdad, a pesar de la
estructura estrictamente je rárquica de la. vida sobre la tierra. La idea
romana de la autori dad política, en la que la fuente deautoridad está e:i_Cdusiva mente -en el p.asado, en la
fundación de Roma y en Ja grandeza
..
I08
de los antepasados, lleva a estructuras institucionales cuya Toii:ria �n6s. :aeja ótri_ _
inlagen,_de la que.hablaxemos después
(p. 135). En
todo caso, una forma autoritaria de gobierno con su estructura jerárquica es la menos igualitaria de todas las for mas: ·incorpora la
desigualdad y la distinción como principios
omnipresentes.
Todas las teorías políticas referidas a la tiranía admiten su estricta pertenencia a las formas
igualitarias de gobierno; el ti rano es el señor que gobierna como uno c�:mtra todos, y los «to dos» a los que oprime son todos iguales, es decir, todos carecen de po�r. Si nos ceñimos a la imagen de la pirámide, es
como si se destruyeran todas las capas
que
están entre la base y el vér tice, de modo que este último queda en el aire, apoyado
sólo por las bayonetas proverbiales-,
por encima
de una
masa de in dividuos a los que se mantiene en cuidadoso
aislamiento, total desintegración y
absoluta iguafda€1..- La teoría política clásica siempre situó al tirano fuera de la
humanidad, lo llamó <<lobo con
forma humana» (Platón) por su posición de uno contra to dos, en la que se
ponía por sí mismo y que diferenciaba de un
modo abrupto su gobierno, el gobierno de uno, al que todavía Platón llama indiscriminadamente J.LOV-<XPXL<X o tiranía
frente a las distintas formas de reinado
o Ea.O"LABL<X.
A diferencia de los regímenes
tiránicos y autoritarios y por contraste con ellos, me e_ai_��<;_.9.1lé: la imagen, adecuada del go bi�QJO y la organización totalitarios es la estructura en
capas ¿q-ºcé�trlcas, o de
cebolla, en cuyo centro, en algo así como un
espacio vacío, está el jefe; haga lo que haga este conductor -ya integre Jos poderes políticos, como en la
jerarquía autoritaria, o bien oprima a
los gobernados, como un tirano-, lo hace desde
dentro y no desde. fuera ni desde arriba. Todas las muy diversas partes del movimiento -las organizaciones de
primera línea, las distintas agrupaciones
profesionales, los miembros y la burocra cia de los partidos, las formaciones de élite y los grupos
de poli cía- e�tán relacionaqtJ.
_S __d_� tal modo que cada uno forma la fa
chada en una dirección y el centro en otra,_ es decir,
desempeña el papel del mun9o exterior normal para una
capa y el papel
de
extremismo
radical para otra. La gran ventaja de este sistema es
que, aun en condiciones de gobierno totalitario, el movimiento da a cada una de sus capas la ficción de un mundo normal, a la
vez que la conciencia de ser distinto de él y más
radical. De este modo,
los simpatizantes de las organizaci0nes de primera línea -cuyas convicciones
difieren de las de los miembros del parti do sólo por la
intensidad- rodean todo el movimiento y for man una
fachada engañosa de normalidad ante el mundo exte rior por su carencia de fanatismo y
extremismo, mientras que a la vez, representan el
mundo normal del movimiento totalitario,
cuyos miembros
llegan a creer que sus convicciones difieren de
las de los
demás sólo por su grado, de modo que no necesitan te ner conciencia del abismo que
separa su propio mundo del mundo real que
los rodea. La estructura de capas concéntricas
hace que organizativamehte el sistema esté a prueba de golpes ante la factualidad del mundo reaF
Sin embargo, mientras el liberalismo y el
conservadurismo, ambos, son insuficientes
cuando tratamos de aplicar sus teorías a
las formas e instítuciones políticas de existerrt.ia·objetiva,
casi no cabe duda de que sus
afirmaciones generales tienen una gran
dosis de verosimilitud. El liberalismo, ya lo vimos, limita el pro ceso
de repliegue de la libertad, y el conservadurismo, el de re pliegue de la autoridad;
ambos grupos definen el resultado final previsible como totalitarismo
y ven tendencias totalitarias en to dos los puntos en que estén presentes uno u otro. Como
se sabe,
· ambos pueden
aportar una documentación excelente para sus
criterios. ¿Quién puede negar que existen serias amenazas para la libertad originadas en todas partes desde
comienzos de siglo Y que, al menos desde el fi
n de la Primera Guerra Mundial, sur gieron todo tipo de tiranías? Por otra parte, ¿quién puede negar que la
desaparición de casi todas las autoridades tradicional mente
establecidas ha sido una de las características más espec taculares del
mundo moderno? Parece como si sólo hubiera que
fijar la mirada
en cualquiera de esos dos fenómenos para justifi car una teoría de progreso o una teoría de
retroceso según el propio gusto o, como se suele
decir, según la propia «escala de valores». Si observamos los
juicios contradictorios de conserva dores y liberales con ojos ecuánimes, no tendremos
inconve nientes para
ver que la verdad se distribuye por igual entre ellos Y que, en rigor, nos enfrentamos con un retroceso simultáneo de la libertad y de la autoridad en el mundo moderno. En
la medi da en que
_e_:¡tos proces_?s están
interrelacionados, hasta se po-
IIO
dría decir que las muchas oscilaciones en la
opinión pública, que durante más de ciento cincuenta años varió -con
regularidad-· de un extremo a
otro, de una actitud liberal a una conservadora
y después a otra más liberal aún, a
veces con el intento de rea firmar la
autoridad y en otros la libertad, sólo tuvieron como re sultado debilitar a
ambas, confundir los problemas, borrar las lí neas diferenciadoras entre
autoridad y libertad y, por último, destruir el significado político de ambas.
Tanto el liberalismo como el
conservadurismo nacieron en un clima en el que la opinión pública oscilaba con
violencia y están urfidos el uno al otro, no sólo porque cada uno
podría perder su sustancia
misma sin la presencia de su oponente en el
campo de la teoría y la ideología, sino también porque
ambos enfoques se ocupan en primer lugar de devolver su puesto tra
dicional ya sea a la libertad, a la autoridad o a la relación
entre ambas. En este sentÍdo,
los dos son las caras de unamisma mo neda, así como sus ideologías de
progreso o retroceso corres ponden a las dos posibles direcciones del proceso
histórico como tal; si se considera,
como ambas corrientes lo hacen, que
existe lo que se llama proceso histórico, dotado de una direc ción
definible y de un fin predecible, es evidente que eso nos puede hacer aterrizar sólo en el paraíso o en
el infierno.
Además, está en la naturaleza de la
imagen misma con que por lo común se concibe la
historia -proceso, flujo o desarro llo- que todo lo que en ella se integra no puede desembocar en ninguna otra cosa, que las diferencias pierden su significa do,
porque quedan obsoletas, cubiertas, por decirlo así, por
la corriente histórica
en el momento mismo en que nacen. Desde este punto de vista, el liberalismo y el conservadurismo se
pre sentan como filosofías políticas
correspondientes a la mucho más general
y amplia filosofía de la historia del siglo XIX. En su forma y contenido son
la expresión política de la conciencia
histórica de la última etapa de la era moderna. Su incapacidad
___Q.ª-
_m distinguir entre progreso o retroceso -teó�i�amente jus tificada por los conceptos de historia y de
proceso- da testi monio
de una época en que ciertas nociones, muy nítidas para los siglos pasados, empezaron a perder su claridad y verosimi litud,
porque habían descuidado su alcance en la realidad polí tica pública, aunque sin perder nada de su significado.
III
La segunda y más reciente teoría que
contiene un desafío implícito
a la
importancia de hacer distinciones es, en especial en las ciencias sociales, la funcionalización casi universal de to dos los conceptos e ideas. Aquí, como en el ejemplo antes cita do, el liberalismo y
el conservadurismo no se diferencian ni por su método ni por su punto de vista ni por su enfoque, sino sólo por el énfasis y
la valoración. Un ejemplo adecuado
es la con vicción, muy difundida en el �'i.tñdo libre de hoy, de que el co rimnis_m() es una nueva «religión», a pesar de
su ateísmo canJe so, porque social, psicológic;y -<<elfioéíoñalinente»-_c_l,l_mple_la misma función tradicional que cumplía, y aún
cumple en el mundo libre, la religión.
tradicional. La preocupación de -las
ciencias sociales no está en lo que sea el bolchevismo como ide ología
o como forma de gobierno, ni en lo que sus portavoces tengan que decir por sí mismos; no es ése el
interés de las cien cias sociales y muchos de sus representantes ereen que pueden pasar sin el estudio de lo que las ciencias
históricas llaman las fuentes mismas.
Sólo se preocupan por las funciones, y todo lo
que cumple la misma función, según este criterio, puede llevar el mismo nombre. Es como sí yo tuviera el
derecho de llamar martillo al tacón de
mi zapato porque, como la mayoría de las
mujeres, lo uso para clavar los clavos en la pared.
Es evidente que se pueden extraer
conclusiones diversas de esas ecuaciones. Por ejemplo, sería una característica del
con servaduris
mo insistir en que, después de todo, un tacón no es un martillo y en que, no obstante, el uso del tacón como susti tuto del
martillo prueba que los martillos son indispensables. En otras palabras, en el hecho de que el
ateísmo pueda cumplir las mismas
funciones que la religión encontrará la mejor prue ba de que la religión es
necesaria y recomendará la vuelta a la
verdadera religión como la única manera de contener una «he
rejía>>. Es un argumento débil, por supuesto; si no fuera más que asunto de función y de cómo se comporta
una cosa, los ad herentes a la «religión falsa» podrían defender su uso del
tacón como martillo como yo lo hago con
el mío, que tampoco fun ciona tan mal. Por el contrario, ]os liberales
consideraron el mismo fenómeno como un
mal ejemplo de traición a la causa del
secularismo y creen que sólo el «verdadero secularismo» puede curarnos de la influencia perniciq_� taill.Q.
d...� la reJigión
II2
falsa como de la verdadera en la política. Pero estas recomen dacion
es -opuestas que se hacen a la sociedad
libre para que vuelva a la verdadera religión y se haga más religiosa, o se qui te de
encima la religión institucional (sobre todo la católica ro mana, con su
desafío constante al secularismo), apenas si logra ocultar el acuerdo de los contrincantes en un
único punto: todo lo que cumple la
función de una religión es una religión.
El mismo argumento
se usa con frecuencia con respecto a la autoridad: si la violencia cumple la misma función que la
au toridad -es decir, hacer que la
gente obedezca-, la violencia es autori'tlad. Una vez más, nos encontramos con los que acon sejan una vuelta a la
autoridad porq\1�-P.��_g��n. qu�_�ólo si se
vuelve a introducir la relación orden-obediencia se pueden so l�donar los problemas de una sociedad de masas, y los que cre eri
qúe una sociedad de masas se puede gobernar por sí misma,
COfl10 c4alquier otro.
cuerpo social. También están de acuerdo
las dos posiciones en el único punto esencial: la autoridad es lo que logra la obediencia de la gente. Todos
los que llaman «au toritarios» a los modernos dictadores, o confunden el
totalita rismo con una estructura autoritaria, implícitamente igualan violencia y autoridad, y esto incluye a los
conservadores, que explican el
nacimiento de las dictaduras en nuestro siglo por la necesidad de encontrar un sustituto de la
autoridad. El punto medular del
argumento es siempre el mismo: todo está relido ñado <;:on un contexto
funcional y el uso de la violencia se toma
pa�� demostrar que ninguna sociedad
puede existir si no es dentro de un
marco autoritario.
Los peligros de estas ecuaciones, tal como yo las veo, no sólo residen en la confusión de temas políticos y en la
dilución de las líneas diferenciadoras que separan el totalitarismo
de to das las otras formas
de gobierno. No creo que el ateísmo sea un
sustituto de la
religión ni que pueda cumplir el mismo
papel que ella, así como tampoco creo
que la violencia pueda con vertirse en un sustituto de la autoridad. Pero si
seguimos las re comendaciones de los conservadores, que en este momento particular tienen una oportunidad bastante
buena de que les escuchen, estoy muy
convencida de que no encontraremos di fícil producir esos sustitutos, que
usaremos la violencia y pre tenderemos que se ha restaurado la auto�_�ad o }lue_ nues,tro
II3
nuevo
descubrimiento de la utilidad funcional de la religión producirá un
sustituto de la religión, como si nuestra civili zación no estuviera ya lo
bastante repleta de sucedáneos y ton terías de toda clase.
Comparadas con estas teorías, las distinciones
entre los sis temas tiránico, autoritario y totalitario que he propuesto son ahistóricas, si por historia entendemos no el espacio
histórico en el que aparecieron
ciertas formas de gobierno como entida des reconocibles, sino· el proceso
histórico en el que siempre todo
se convierte en alguna otra cosa; y son antifuncionales en la medida en que el contenido del fenómeno vale para deter
minar tanto la naturaleza del cuerpo político como su función en la sociedad, y no viceversa. Para decirlo
en términos políti cos, tienen la tendencia a asumir que en el mundo moderno
la autoridad casi se ha desvanecido,
tanto en los llamados siste mas autoriÚtÍ"ios como en el mundo libre, y
que la libertad -es decir, la libertad
de movimiento de los seres humanos- está
amenazada en todas partes, incluso en las sociedades libres, pero abolida de raíz sólo en los sistemas
totalitarios y no en las tiranías y
dictaduras.
A la luz de esta situación presente,
planteo las siguientes preguntas: ¿cuáles fueron las experiencias
políticas que corres pondían
al concepto de autoridad y de cuál de ellas nació este último?
¿Es verdad que la afirmación platónico-aristotélica de que toda comunidad bien ordenada está compuesta por
los que gobiernan y los que son
gobernados tuvo validez antes de la era
moderna? O, para formularlo de otra manera, ¿qué
!!_po de mundo llegó a su fin después de
la época modema�-desa fiando una u otra forma de
autoridad en distintas esferas de la
vida, pero hizo que todo el concepto de autoridad perdiera por completo su validez?
2
La autoridad como factor único, si no el decisivo, de las
co munidades humanas no siempre
existió, aunque tiene tras de sí una
larga historia y las experiencias en las que se basa este con cepto no están
necesariamente presentes en todas las enticlades
Il4
políticas. El vocablo y el concepto son de
origen romano. Ni la lengua griega ni las variadas experiencias políticas de la histo ria griega muestran un conocimiento de la autoridad y
del tipo de gobierno que ella implica.3
Esto se expresa con toda claridad en la filosofía de
Platón y Aristóteles que, de maneras muy dis tintas pero desde las
mismas experiencias políticas, trataron de
introducir algo semejante a la autoridad en la vida pública de la pólis griega.
Existían dos tipos de gobierno en los que· se
podían inspi rar y de
los que extrajeron su filosofía política; uno les era co nocidQ por el campo político público y el otro gracias a la esfe ra
privada de la casa
y la vida familiar griegas. En la pólis, el
gobierno absolutista se
conoci
ó como tiranía
y las caracterís ticas principales del tirano enin que
gobernaba por la violencia pura, que debía ser protegido del pueblo por un cuerpo de
guardia y que se empeñaba en 'que sus súbditos se dedicaran a sus propios asuntos y le dejaran a él la
atención del Estado. Para la opinión
pública griega, esta última característica signi ficaba que el tirano destruía
todo el ámbito público de la pólis -«una
pólis que pertenece a un único hombre no es una pó lis»-' y, por tanto,
privaba a los ciudadanos de esa facultad
política que, sentían ellos, era la esencia misma de la libertad. Otra experiencia política de la necesidad de
mando y obedien cia podría haberse originado en la guerra, donde el peligro y la necesidad de adoptar y llevar adelante las
decisiones con rapi dez parece ser un motivo inherente para establecer la
autori dad. Sin embargo, ninguno de esos modelos políticos podía servir para ese objetivo. El tirano, para
Platón como para Aris tóteles, seguía siendo un «lobo con forma humana», y el co mandante militar estaba
demasiado evidentemente conectado con
una emergencia temporal como para servir de modelo de una institución permanente.
. Por esta falta de una experiencia
política válida en la que se pudiera basar una apelación al gobierno autoritario, tanto Pla tón como Aristóteles, si bien de maneras
muy diferentes, tuvie ron que basarse en ejemplos de relaciones humanas tomados del gobierno doméstico y de la vida familiar
de Grecia, donde el jefe de familia
hacía las veces de «déspota», con un dominio
indiscutido sobre los miembros de su familia y los esclavos de
II5
la casa. El déspota, a diferencia del rey, el Ba<TLAEÚ<;, que había sido el principal de los jefes de familia y,
como tal, primus ínter pares, por definición tenía el poder de reprimir. Pero esta ca
racterística misma era la que hacía al déspota poco
adecuado para objetivos políticos; su poder de reprimir
era incompatible no sólo con la libertad
de los demás sino también con su pro pia libertad. Donde él gobernaba sólo había una relación: la
de amo y esclavos. Y el amo, según la
opinión griega generalizada (que aún
tenía la dicha de ignorar la dialéctica hegeliana), no era libre cuando se movía entre sus esclavos;
su libertad con sistía en su capacidad de abandonar el ámbito de la casa
y desempeñarse entre sus pares, los
hombres libres. Por tanto, ni el déspota
ni el tirano -el uno porque se movía entre esclavos y el otro entre súbditos- podían ser llamados
hombres libres.
La autoridad implica una obediencia en la que los hombres conservan su libertad, y Platón esperaba- haber hallado tal obe diencia cuando, en su vejez, confirió a las leyes la cualidad
que las convierte en gobernantes
indiscutibles de todo el campo pú blico. Los hombres podían tener al
menos la ilusión de ser li bres, si
no dependían de otros hombres. Sin
embargo, el go bierno de esas leyes estaba
basado en una actitud de evidente
despotismo, más que autoritarismo,
cuyo signo más claro es el hecho de que
Platón se viera obligado a hablar de ellas en tér minos de asuntos
domésticos privados y
no en términos políti cos, para decir -quizá como una paráfrasis del verso en que Píndaro afirma VÓJ.LO<; BwnAeU<; 1i'ÚVTWV
(«la ley es reina de to das las cosas»)- que VÓJ.LO<; 8e0'1i'ÓTTJ<;
Twv ápxóvTwv, ol SE
ÜpxovTe<; SoíJAoL ToíJ VÓJ.LOU («la ley es el déspota de los gober nantes, y los gobernantes son los esclavos
de la ley»).5 En Platón,
el despotismo que se originó en la casa,
y su destrucción conco mitante del ámbito político tal como lo entendía la
Antigüedad, se mantiene como una utopía.
Pero es interesante señalar que cuando
la destrucción se hizo una realidad en los últimos siglos del Imperio Romano, el cambio se introdujo
aplicando al go bierno público el vocablo «dominus», que en Roma (donde la fa milia también estaba «organizada como
una monarquía»)6 tuvo el mismo
significado que la palabra griega «déspota». Calígula fue el primer emperador romano que consintió
que lo llamaran dominus,
es decir, que se le aplicara un nombre «que Augusto y
n6
Tiberio habían rechazado como si fuera una maldición y una in juria»/ precisamente porque implicaba un despotismo desco nocido
en el campo político, aunq�e demasiado
familiar en el ámbito privado de la
casa.
Las filosofías políticas de Platón y Aristóteles dominaron todo el pensamiento
político siguiente, incluso cuando sus con ceptos se superpusieron
a experiencias políticas tan distintas
como las de los romanos. Si
queremos comprender no sólo las
experiencias políticas concretas que subyacen tras el
concepto de autoridad -que, al menos en
su aspecto positivo, es exclusi vament�
romano-, sino también la autoridad tal como los pro pios romanos ya la
entendieron en términos teóricos y la convir tieron en parte de la tradición
política de Occidente, tendremos que
ocuparnos con brevedad de los rasgos de la filosofía polí tica griega, que
influyeron tan decisivamente para darle forma.
El-pet:!samiento griego se acercó al.�Qncepto de autoridad, más que
en ningún otro texto, en La república de Platón, don de el autor enfre
ntó la realidad
de la pólis con un gobierno utó píco de la razón,
encarnado en la persona del rey-filósofo.
El rñoiívo para establecer ese gobierno de la razón en el reino de la política era exclusivamente político,
aunque las consecuen cias de esperar que la razón se desarrollara como un
instru mento de coacción quizá hayan sido no menos decisivas para la tradición de la filosofía occidental que para
la tradición de la política occidental.
La fatal similitud entre el rey-filósofo de
Platón y el tirano griego, así como el daño potencial que para el campo político ese gobierno implicaría, al
parecer están reco nocidos en Aristóteles;8 pero que esa suma de razón y
gobierno implicaba un peligro para la filosofía se señaló,
hasta donde yo sé, sólo en la respuesta
que da Kant a Platón, cuando dice que no
se debe esperar que los reyes se dediquen a la filosofía ni que los filósofos se conviertan en reyes,
cosas que no son dese ables, porque la posesión del poder corrompe,
inevitablemen te, el juicio libre de la razón;9 no obstante, incluso esta res
puesta no llega a la raíz del asunto.
La causa por la que Platón quería que los
filósofos se con virtieran en gobernantes de la ciudad está en el conflicto entre el filósofo y la pólis, o en la hostilidad de la pólis hacia la
filosofía, que quizá se mantuvo latente
durante cierto tiempo, antes de
II7
mostrarse como una amenaza para la vida del filósofo en el jui cio y condena a muerte de Sócrates. En términos políticos, la
fi losofía de Platón muestra la rebelión del filósofo contra la pólis. El filósofo anuncia su deseo de gobernar, pero -aunque no
se puede negar la existencia de una motivación patriótica platóni ca, que distingue
esta escuela de las de los siguientes filósofos de la Añtigüedad- menos por el bien de la pólis y la política que por el
bien de la filosofía y por la seguridad del filósofo.
Tras la muerte
de Sócrates, Platón empezó a considerar que
la persuasión era insuficiente para guiar a los
hombres y para buscar algo que los comprometiera sin necesidad de
usar medios exteriores
de violencia. En su búsqueda, pronto habrá
descubierto que �a9_, _�s decir, las verdade� que llama111os evidentes, constriñen la mente y que esa coacción, aunque_ no �cesita
violepcia para hacerse efuetiva, @S más fuerte gue la_per-
. suasión y las razones. Sin embargo, el problema del apremio a
través de la raZón es que sólo la
minoría está sujeta a él, por
lo que surge el problema de la forma en
que se puede asegurar que ·�a mayoría, l�ente que por su número configura la insti�ón
política, se someta a la misma verdad. En este punto, sin duaa, habrá que encontrar otro medio de coacción y, una vez más, se debe
evitar la coacción violenta, si no se quiere destruir la vida política tal como los griegos la entendieron.
10 Este dilema es el núcleo de la
filosofía política de Platón, y siempre partieron de él todos los esfuerzos por establecer una tiranía de la razón. En La república, el problema se resuelve a través del mito conclusi vo de recompensas y castigos en
el más allá, un mito en el que Platón
mismo no creía ni quería que creyeran los filósofos. La alegoría del relato de la caverna (hacia la
mitad de La república) es para la minoría o para el filósofo, lo mismo que el mito del
in fierno (al final del libro) es para la mayoría incapaz de com prender la
verdad filosófica. En Las leyes, Platón se ocupa
de esta misma paradoja pero de un modo
opuesto, pues, a modo de sustituto de la
persuasión, propone introducir las leyes en las
que se explique a los ciudadanos su intención y su objetivo.
J;º sus esfuerzos por encontrar un principio legítimo de apremio, Platón tuvo como guía inicial un gran número de mo delos de relaciones existentes,
como la del pastor y su rebaño, la del
timonel de un barco y los pasajeros, la del médico y el pa-
II8
dente o la del amo y el esclavo. _En todos esos ejemplos, el
co nocimiento del experto suscita confianza, de modó que o bien ni la fuerza ni la persuasión
son necesarias para conseguir el
acatamiento, o bien el gobernante
y el gobernado pertenecen a dos
.categorías de seres muy distintas,
una de las cuales ya está sometida a la
otra de modo implícito, como en los casos del
pastor y su rebaño o del amo y sus esclavos. Todos estos ejem
plos están tomados de lo que para los griegos era la esfera de la vida privada y
aparecen una y otra vez en los
grandes diálogos políticos, La república, El político y Las leyes. No obstante, es
evidente' que la relación entre amo y esclavo tiene un significa do
especial. El amo, según la discusión de El político, sabe lo que se
debe hacer y da órdenes,
mientras que el esclavo las
eje cuta y obedece, o sea que
saber lo que hay que hacer y
hacerlo en términos concretos se
convierten en funciones separadas
y mutuamente excluy��tes·.· En La república se enumeran'las
ca racterísticas políticas de dos clases distintas de hombres. La ve
rosimilitud de estos ejemplos está en la desigualdad natural prevaleciente entre el gobernante y el
gobernado, más obvia en el ejemplo del
pastor, de donde Platón mismo concluye con
ironía que sólo un dios, es decir, ningún hombre, puede rela cionarse
con los seres humanos tal. como el pastor se relaciona con su rebaño. Aunque es evidente que el
propio Platón no es taba satisfecho con esos modelos, para conseguir su fin
-esta blecer la «autoridad» del filósofo sobre la pólis- volvió a ellos una y otra vez, porque sólo en esos
ejemplos de desigualdad manifiesta se
podía ejercer el gobierno sin adueñarse del poder y sin mantenerlo por medio de la violencia.
Lo que buscaba era una relación en la
que el elemento compulsivo está en la rela ción misma y es anterior a la
formulación específica de las ór denes; el paciente queda sujeto a la autoridad del médico por que está
enfermo y el esclavo quedó sometido a su amo cuando se convirtió en esclavo.
Es importante recordar esos ejemplos para comprender qué tipo de
apremio esperaba Platón que la razón
ejerciera en manos del rey-filósofo. En este caso -es
verdad- el poder compulsivo no está
dentro de la persona o de la desigualdad como tal, sino en las ideas que
percibe el filósofo. Esas ideas se
pueden usar como medicla del comportamiento humano, por-
II9
que trascienden de la esfera de los asuntos
humanos del mismo modo en que una vara de determinada longitud trasciende, está fuera y por encima de todas las cosas cuya longitud puede
medir. En la parábola de la caverna
de La república,
el firmamento de las ideas se extiende por
encima de la cueva de la existencia
humana y, por tanto, se puede convertir
en su patrón. Pero
el filósofo que deja la cueva para ir
hacia el cielo puro de las ideas no lo hace
ori ginalmente así para adquirir
esos patrones y aprender el «arte
de la medida»,11 sino para contemplar la verdadera
esencia del Ser, �AÉ'lTELV sl.c; 'TO aA1"J8ÉaTa.Tov. El elemento básicamente au
toritario de las ideas o, lo que es lo mismo, la cualidad que les permite gobernar y constreñir no es, por
tanto, algo consabido. Las ideas se convierten en
patrones sólo después de que dJiló sofo abandona el brillante
firmamento de las ideas y vuelve a la
oscura cueva de la existencia humana. En esta parte del relato, Platón llega a .la razón más honda del
conflicto entre el filósofo y la
pólis.12 Habla de la falta de orientación del filósofo en los asuntos humanos, de la ceguera que ataca a
los ojos, del dilema de no ser capaz de
comunicar lo que se ha visto y del peligro
concreto para su vida que de eso se deriva. Ante esta dificultad, el filósofo emplea lo que ha visto (las
ideas) como patrones y medidas y, por
fin, cuando teme por su vida, las usa como ins trumentos de dominación.
_]>ara la transformación de las ideas en medidas,
Platón se ayuda de una analogía establecida
respecto de la vidapr�ct:i�a,
donde se diría que todas las artes y las
artes-anías también están guiadas por «ideas», es decir,
por las «formas» de objetos, vi sualiz-adas por el ojo íñtenor
del artesano, que de inmediato las reproduce y convierte en realidad a través de la imitación. 13 Esta analogía le permite comprender el
carácter trascendente de las ideas del mismo modo en que comprende la
existencia trascendente del modelo, que está más allá del proceso de fa
bricación al que guía y, por tanto, puede al fin convertirse en la medida para su éxito o su fracaso._ Las ideas
se convierten en los patrones firmes,
«absolutos», del comportamiento y del jui cio político y moral, en el
mismo sentido en que la «idea» de una
cama en general es el patrón para hacer y juzgar la buena calidad de todas las camas particulares que
se hayan fabricado; no hay grap
diferencia entre usar las idef!s.�om.o
....
ulOpelos. y
1 20
usarlas, de un modo algo más burdo, como verdaderas varas de medir el comportamiento; al respecto, en su
primer diálogo, escrito bajo la influencia directa de Platón,
Aristóteles ya com para «la ley más perfecta», es decir, la
que constituye la apro ximación más cercana posible a la idea, con «el nivel,
la regla y el compás ... [que] destacan
entre todas las herramientas».14
Sólo en este contexto las ideas se relacionan con
la variada multiplicidad de cosas concretas del mismo modo en
que una vara de medir se relaciona con la
variada multiplicidad de co sas mensurables, o de la manera en que el gobierno
de la razón o del �entido común se relaciona con la variada multiplicidad de acontecimientos concretos que pueden estar
incluidos en él. Este aspecto de la
doctrina platónica de las ideas tuvo una in fli.ierida -.
enorme en la tradiéión occidental, y también Kant, aunque tenía un concepto muy distinto y mucho más profundo sobre el criterio humano, a vec'es menciona la capacidad de in clusión como su función intrínseca. Asimismo,
la característica esencial de las formas de gobierno
específicamente autoritarias --que ia fuente de su autoridad,
legitimadora del ejercicio del poder;·
debe estar más allá de la esfera del poder y, como la ley natural o los mandamientos de Dios, no debe
ser hechura del hombre- se remonta a
esta aplicabilidad de las ideas en la fi fq�ofía
poli.
tic� de Platón.
Al mismo tiempo, la analogía planteada con la fabricación
y las artes y artesanías da una oportunidad muy bienvenida de justificar el que, de otra manera,
sería un uso discutible de ejemplos y casos tomados de actividades en que se
requiere cierto conocimiento
y especialización. Aquí el concepto del ex perto integra el mundo
de la acción política por primera vez, y
se considera que el político
está en condiciones de ocuparse de los
asuntos humanos del mismo modo
en que el carpintero está en condiciones de hacer muebles o el médico de curar enfer mos. Conectado muy de
cerca con esta elección de ejemplos y
analogías está el elemento de la violencia, que es de tan abierta obviedad en la república utópica de Platón y
que de hecho siempre vence a su gran
preocupación por asegurar la obe diencia voluntaria, es decir, por establecer
una base sólida para lo que, desde los
tiempos de los romanos, llamamos autoridad.
Platón resolvió su dilema con narraciones bastante prolijas so-
121
bre un más allá
con recompensas y castigos, en el que esperaba
que creyera de modo literal la mayoría y
cuyQ __uso por tanto re comendó a la atención de la minoría en-�1 final d�-casi todos sus diálo-gos polídc��.-· En vista de la enorme influencia
que esos relatos tuvieron en las
imágenes del infierno presentes en el
pensamiento religioso, es de cierta importancia señalar que originalmente se los diseñó para estrictos
fines políticos. En Platón sólo son un
recurso ingenioso para llevar a la obedien cia a quienes no están sujetos al poder apremiante de la razón, sin usar de verdad la violencia externa.,
Sin embargo, en nuestro contexto tiene una
importancia máxima el hecho de que un elemento de violencia está in
evita blemente ínsito en todas las actividades de
hacer, fabricar y producir, es
decir, en todas las actividades por las que los hom bres se enfrentan de manera directa a la naturaleza, para dis tinguirlas de actividades como la acción
y la palabra que, en su origen, están ·dirigidas a los seres humanos. L� obra construida por el artífice
humano siempre implica que se haya hech� cier ta violencia a la naturaleza: matamos
un árbol para tener leña y tenemos
que
violentar esa materia prima para hacer una mesa. En las pocas ocasiones en que Platón muestra
una peligrosa preferencia por la forma
tiránica de gobierno, se ve llevado a
ese extremo por sus propias analogías. Como resulta obvio, esto es muy tentador cuando habla sobre la
forma correcta de fundar nuevas
comunidades, porque esa fundación se puede
ver con facilidad bajo la luz de otro proceso de «fabricación». Si la república ha de ser hecha por alguien
que sea el equiva lente político de un artesano o artista, según una TÉXV'll esta blecida y según las normas y medidas válidas en
este «arte» par ticular, el tirano es el que está en la mejor
posición para lograr esa meta.15
Hemos visto
que, en la parábola de la caverna, el filósofo
sale
de ella para ir en busca de la verdadera esencia del Ser,
sin pensar en la aplicabilidad práctica de lo que va a buscar. Sólo
después,
cuando se encuentra
otra vez confinado a la oscuri dad e incertidumbre de los asuntos humanos y se
enfrenta con la hostilidad de sus
congéneres, empieza a pensar su «verdad»
en términos de normas aplicables al comportamiento de otras personas. Esta discrepancia entre las ideas
como esencias ver-
122
daderas que se deben contemplar y como medidas que se de ben aplicar16 se manifiesta en las dos ideas completamente
·dis tintas que representan la idea
suprema, aquella a la que todas las
demás deben su propia existencia. En Platón encontramos que esta idea suprema
es la de la belleza, por ejemplo en El banquete, donde constituye el peldaño más alto de la
escalera que lleva a la verdad,17 y en Fedro, donde el autor habla del «amante
de la sabiduría o de la belleza» como si estas dos en realidad fueran una misma, porque la
belleza es lo «más res plandeciente» (lo
bello es EK<f>a.vÉcr'Ta.'Tov) y, por tanto, ilumi na tod(') lo demás;18
o que la idea suprema es la idea de
lo bue no, como dice en La
república.19 Es obvi
o que las preferencias de Platón se basaron en el ideal común
de KUAÓV K ' a-ya.8óv, pero resulta notable que la idea de lo bueno se encuentre sólo en el contexto estrictamente político de La repúbli
ca. Si tuvié ramos
que analizar las experieridas
filosóficas originales, im plícitas en la doctrina de las ideas (cosa que no podemos hacer aquí), se vería que la de la belleza como
idea suprema reflejó esas experiencias
mucho más adecuadamente que la idea del
bien. Incluso en los primeros libros de La república20 aún se de fine al filósofo como amante de la belleza, no del
bien, y sólo en el sexto libro aparece como idea
suprema la del bien. La fun ción original de las ideas no era la de gobernar o
disolver el caos de los asuntos humanos
sino la de iluminar la oscuridad de esos
asuntos con su «brillantez esplendorosa». Como tales, las ideas no tienen ninguna relación con la
política, la expe riencia política y el problema de la acción, sino que
pertenecen tan sólo a la filosofía,
experiencia de la contemplación y bús queda del «verdadero ser de las cosas».
Precisamente gober nar, medir, abarcar y regular son hechos por entero ajenos
a las experiencias que sirven de base a
la doctrina de las ideas en su
concepción original. Parece que Platón fue el primero en criti car la
«irrelevancia» política de su nueva enseñanza, y trató de modificar la doctrina de las ideas para que
fuese útil para una teoría política.
Pero la utilidad sólo se podía salvar por la idea de lo bueno, ya que «bueno» en griego siempre
significa «bue no para» o «adecuado». Si la idea suprema, en la que todas
las demás deben tener un espacio para
poder ser ideas, es la de la adecuación,
las ideas son aplic:::tbles__pvr definición, y en manos
123
del filósofo,
del experto en ideas, se pueden transformar
en re glas y normas o, como
se ve después en Las leyes,
pueden con vertirse en leyes. (La diferencia es
desdeñable. Lo que en La república todavía es del filósofo, del filósofo-rey, la direc
ta reivindicación personal para la asunción del gobierno, en Las leyes se ha convertido en reclamación impersonal de
la razón para la asunción del
dominio.) La consecuencia real de esta in terpretación política de la doctrina de
las ideas sería que ni el hombre
ni un dios es la medida de todas las cosas sino el bien en sí mismo, una consecuencia que al parecer Aristóteles
-y no Platón- extrajo en uno de sus primeros diálogos.21
Para nuestros fines es esencial recordar que el
elemento de gobierno,
tal como se refleja en nuestro concepto presente de autoridad tan tremendamente
influido por el pensamiento pla tónico, se puede remontar
a un conflicto entre la filosofía y la política, pero. hb a experiencias políticas específicas, es decir, experiencias de inmediata
derivación del campo de los asuntos
humanos. No se puede comprender a Platón sin tener en mente tanto su insistencia enfáti
ca en la irrelevancia filosófica de
este campo, al que siempre dijo que no se debía tomar demasiado
en serio, como el hecho de que él mismo, a diferencia de casi todos los filósofos que vinieron después, todavía se tomaba los asuntos humanos con tanta seriedad que cambió el centro mismo de su pensamiento para hacerlo aplicable a la política. Y esta ambiva lencia,
más que cualquier exposición formal de su nueva doctri na de las ideas,
es lo que forma el verdadero contenido de la pa rábola de la caverna en La república, que, después de
todo, está contada en el contexto de un
diálogo de estricto valor político que busca la mejor forma
de gobierno. En medio de esa bús queda, Platón cuenta su parábola, que resulta ser
la historia del filósofo en este mundo,
como si quisiera escribir la biografía sin tética del filósofo. Así es como la búsqueda de la mejor
forma de gobierno se revela en sí
misma como la búsqueda del mejor go bierno para los filósofos, que resulta ser un
gobierno en que ellos se han convertido en
gobernantes de la ciudad: una solu ción nada sorprendente para quienes
habían sido testigos de la vida y de la muerte de
Sócrates.
Aun así, el
gobierno del filósofo necesitaba una justifica ción, y podí_a jus_tifica�se só!o si la
verdad del filósofo tenía una
124
validez para
ese campo de los asuntos humanos del que el filó sofo
debía apartarse a fin de percibirlo. En la medida en que el
filósofo no es más que un filósofo, su búsqueda termma con
la éüntemplación de!a verdad suprema
que, uesto ue ilumina tci o o demás, es
tam ién a eza suprema; pero en la medi da-en ue el filósütO"es un hombre entre los hombres, un mor t entre los mortales un
ciudadano entre los ciudadanos,
e e tomar su ver a y transformarla en un con"unto de
reglas; en Vlrtu
e esa trans ormación puede entonces pretender con vertirse en verdadero gobernante, en el rey-filósofo. Las
vidas de esa mayoría residente en la
cavern
a y a la que el filósofo gobierna
se caracterizan no por la contemplación sino por la A.É�Lc;, palabra, y por la 'TTpíi�L<;, acción; de modo que es
característico que en la parábola de la caverna Platón pinte las vidas de los habitantes como si ellos
estuvieran también intere sados sólo en ver: primero las imágenes de la
pantalla, después las cosas mismas a la
luz mortecina de la hoguera que hay en la
cueva, hasta que los que quieren ver la verdad misma deben abandonar por completo el mundo común de la
caverna y em barcarse en su nueva aventura por sí solos.
En otras palabras, el verdadero reino
de los asuntos huma nos se ve desde el punto de vista de
un filósofo para el que aun los que habitan en la caverna de los asuntos humanos
sólo son humanos
en la medida en que quieren ver, aunque las sombras y las imágenes los engañen. Y el gobierno del rey-filósofo, es
q�cir, el dominio de los asuntos húm-anos por algo que está fue ra de su propio reino,
se justifica no sólo por la superioridad absoluta del ver sobre el hacer, de la contemplación
sobre la palabra y la acción, sino
también porque se da por sentado que lo
que hace humanos a los hombres es la necesidad imperiosa de ver.
Por tanto, el interés del filósofo y el interés del hombre como
hombr� ��in�iden; ambos exigen que los asuntos
huma nos, los resultados de la palabra y de la acción, no adquieran una dignidad propia sino que estén sujetos al
dominio de algo exterior a su campo.
125
3
La dicotomía entre contemplar la verdad en soledad
y apartamiento y quedar atrapado en las relaciones y relativida des de los asuntos humanos se convirtió en
algo indiscutible para la tradición del pensamiento
político. Así lo expresó con fuerza la parábola platónica de la caverna
y, por tanto, existe la tentación de ver el origen de esa
división en la doctrina plató nica
de las ideas. Sin embargo, históricamente no dependía de la aceptación de esta doctrina sino mucho más de una
actitud que Platón expresó tan sólo una vez, casi por casualidad, en una nota fortuita y que más tarde Aristóteles citó en una
famo sa frase de su Metafísica
casi literalmente, donde dice que el principio de toda filosofía es eauJ.L<i,eLv, el hecho de maravi llarse
y sorprenderse ante todo lo
que es como es: Más que cualquier otra cosa, la «teoría»
g"riega es la prolongación y la fi losofía griega es ia articulación y conceptualización de esa sor presa inicial. La capacidad para
esto es lo que diferencia a los pocos,
la minoría, de los muchos,
la mayoría, y la dedicación sostenida
a ello es lo que los
aparta de los asuntos de los hom bres. Por consiguiente, Aristóteles, aunque no acepta la doctri na
platónica de
las ideas, e incluso repudia el estado ideal pla tónico, no obstante lo sigue en lo
primordial: por una parte, distingue
entre un «modo de vida
teórico» (.SCoc; 8ewp1)TLKÓ¡;;) Y una vida dedicada a los asuntos humanos (.SCoc; 1TOALTLKÓ¡;;) -en su Fedro, Platón fue el primero en establecer el orden
je rárquico de esos modos de vida-, y, de otra, acepta como algo consabido el orden jerárquico
implícito. En nuestro contexto, el asunto está no
sólo en que se supone que el pensamiento do mina a la acción, que prescribe los
principios de la acción, o sea que
las reglas de la segunda
invariablemente se derivaron de las experiencias del primero, sino también en que a través de
los tipos de .Sí:m, de la
identificación de actividades con formas de
vida, asimismo se estableció el principio del mando entre los hombres. En términos históricos, esto se convirtió en el
cuño de la filosofía política de la
escuela socrática y lo irónico de este desarrollo
es, tal vez, que
precisamente lo que Sócrates temía y trató
de evitar en la pólis fue esa
dicotomía entre pensamiento y acción.
!26
Así es como en la filosofía política de Aristóteles
encontra mos el segundo intento de establecer
un concepto de autoridad en términos de gobernantes
y gobernados; un intento de gran
importancia para el desarrollo
de la tradición del pensamiento político, aunque Aristóteles adoptó un enfoque básicamente distinto. Para él la razón no tiene rasgos
dictatoriales ni tiráni cos, y no existe un rey-filósofo que regule
los asuntos humanos de una manera definitiva. Su motivo para
sostener que «cada cuerpo
político se compone de los que gobiernan y de los que son gobernados» no es la idea de la
superioridad del experto con resperto al
lego, y es demasiado consciente de la diferencia entre actuar y hacer como para tomar sus
ejemplos del campo de la fabricación.
Aristóteles, en mi opinión, fue el primero
que, para establecer una regla eri el manejo de los asuntos hu manos,
apeló a la «naturaleza>>, el primero que «estableció la diferencia .. . entre el joven y el viej0,
destinó a los unos a ser go bernados y a los otros a gobernar>>.22
La simplicidad de este argumento es tanto más
engañosa cuanto que
siglos de repeticiones lo han degradado hasta la ca tegoría de lugar común.
Por este motivo quizá se pase por alto
la flagrante contradicción
de la propia definición aristotélica de pólú, tal
como también aparece en
su Política: «La pólis es una comunidad de iguales en busca de una vida que es poten cialmente la
mejor.»23 Es obvio que la idea de gobierno en la pólis era para el propio Aristóteles algo que estaba tan lejos de ser convincente que él, uno de las más consistentes y menos
contradictorios de los grandes pensadores,
no se sentía espe cialmente atado por sus propios argumentos. Es decir
que no debemos sorprendernos al leer
al principio de Economía (un tratado pseudoaristotélico, pero
escrito por uno de los discí pulos más cercanos a él) que la diferencia
esencial entre una comunidad política
(la 'iTÓAL';) y una casa
privada (la oLKú:x) es que esta
última constituye una «monarquía», pues un solo
hombre la gobierna, mientras que por el contrario la pólis «está integrada por muchos
gobernantes».24 Para comprender esta
caracterización hemos de recordar, en primer término, que las palabras «monarquía» y «tiranía» se usaban
como sinónimos y en claro contraste con
el concepto de rey; en segundo lugar,
que el carácter de la pólis como
integrada por muchos gober-
127
nantes no se
relaciona con las diversas formas de gobierno que por lo común se contraponen al gobierno de una sola
persona, como la oligarquía:la aristocracia o
la" democracia. Los «mu chos gobernantes» de este contexto son los jefes de familia, que se han constituido a sí mismos en «monarcas»
de su hogar an tes de unirse para configurar el campo político público de
la ciudad. El propio gobierno y la
distinción entre gobernantes y
gobernados pertenecen a una esfera anterior al campo político y lo que lo diferencia de la esfera
«económica» de la casa es que la pólis se basa en el principio de igualdad y no hace distincio nes entre
gobernantes y gobernados.
En esta delimitación de lo que hoy
llamaríamos esfera pri vada y pública, Aristóteles sólo
articula la opinión pública grie ga corriente
en su época, según la cual «todo ciudadano se de senvuelve
en dos tipos de existencia», porque «la pólis
da a
cada individuo . . . además de su vida privada, una espede.
de segunda vid
a; su .BCos 1TOA.LTLKÓS».25 (La que Aristóteles
llamó «vida buena» y cuyo contenido volvió a definir; sólo esta defi nición, y no la diferenciación en sí misma, está en
conflicto con la opinión griega
corriente.) Ambos ti
pos eran formas de con vivencia humana, pero sólo la comunidad hogareña se preocu paba por el mantenimiento de la vida
como tal y se hacía cargo de las
necesidades físicas (&va.'YKIXL a.) relacionadas con el man tenimiento de la
vida individual y con la supervivencia de la es pecie. En una diferencia característica con respecto al
enfoque moderno, el cuidado de la
conservación de la vida, tanto del in dividuo como de la especie, pertenecía de modo
exclusivo a la esfera privada de
la casa, en tanto que en la pólis el hombre
está K�-r' apLO J.LÓV, como personalidad individual diríamos hoy .26
En su carácter de seres vivos,
preocupados por la conservación de la
vida, los hombres se enfrentan a la necesidad y se ven arras trados por ella.
La necesidad debe superarse antes de que pue da empezar una <<Vida buena» política y sólo
se puede superar a través del
dominio. Es decir que la libertad de la «vida buena» descansa en el dominio de la necesidad.
El dominio de la necesidad tiene como meta,
pues, el con trol de las necesidades de la vida,
que ejercen su coacción so bre los hombres y así los tienen bajo su poder.
Pero ese domi nio sólo se puede conseguir controlando a otros y ejerciendo la
128
violencia sobre ellos, que como
esclavos alivian a los hombres li
bre-s de verse apremiados por la necesidad. El
hombre libre, e
l ciudadano de una pólis, ni está apremiado por las necesida des físicas de la vida, ni sujeto a la dominación de otros
creada por el hombre. No sólo no debe
ser un esclavo sino que ade más debe tener esclavos y mando sobre ellos. La
libertad en el campo político empieza
cuando todas las necesidades elemen tales de la vida diaria están superadas
por el gobierno, de modo que dominación
y sujeción, mando y obediencia, gobernar y
ser gobernado son condiciones previas para establecer el cam po
políti4:o, precisamente porque no son su contenido.
Es
indiscutible que Aristóteles, como Platón antes que él, quería
introducir un tipo de autoridad en el manejo de los asun tos públicos y
en la
vida de la pólis, sin duda por buenas
razones políticas. Sin embargo, también él tuvo que recurrir a una espe cie de solución
provisional para que fuera aceptable introducir en el campo político una distinción entre gobernantes
y gober nados, entre los que mandan y los que obedecen. Y también él tuvo
que tomar sus ejemplos y modelos sólo de un ámbito pre político,
del campo privado de la casa y de
las experiencias de una economía esclavista. Esto lo· lleva a
juicios sumamente con tradictorios, en la medida en que superpone a las
acciones y a la vida de la pólis esas
normas que, como explica en otro lugar, sólo son válidas para el comportamiento y la vida
en la comunidad de un hogar. La
inconsistencia de su empeño resulta evidente aun cuando no consideremos más que el famoso
ejemplo de la Políti ca antes
mencionado, en el que la distinción entre gobernantes y gobernados se deriva de la diferencia natural
entre los jóvenes y los viejos. En sí
mismo, este ejemplo es muy poco adecuado
para sustentar la tesis aristotélica. La relación entre viejos y jó
venes es educativa en esencia, y en ella la educación está presen te sólo como
una preparación de los futuros gobernantes, lleva da a cabo por los actuales
gobernantes. Si el gobierno tiene que
ver en esto, se trata de algo por completo distinto de las formas de gobierno políticas, no sólo porque es
limitado en tiempo e in tención sino también porque se produce entre personas
que, en potencia, son iguales. No
obstante, la sustitución de la educación
por el gobierno tuvo unas consecuencias de muy largo alcance. Sobre esa base, los gobernantes se mostraron
como educadores Y
129
los educadores
fueron acusados de gobernar. Entonces, como
ahora, nada era más cuestionable-que
la importancia política de los ejemplos tomados del campo de la educación. En el campo político siempre tratamos con adultos
que ya superaron la edad de la
educación, hablando con propiedad,
y la política o el dere cho a participar en la gestión de los asuntos
públicos empieza, precisamente, cuando
la educación ha llegado a su fin. (La edu cación de adultos, individual o comunitaria, puede ser
muy im portante
para la formación de la personalidad, su desarrollo completo o su mayor enriquecimiento,
pero en lo político es irre levante, a menos que su meta sea cumplir con
requisitos técnicos,
·por alguna
causa no satisfechos en la juventud y necesarios para la participación en los asuntos públicos.) De modo
inverso, en la educación siempre tratamos con personas que todavía no se
ad miten en la política ni se las pone en un pie de igualdad
porque se están preparando para eso. No
obstante, el ejemplo de Aristó teles es importante, porque es cierto que la necesidad de
«autori dad>> es más verosímil y evidente en la
crianza y en la educación de los niños
que en ninguna otra cosa. Por este motivo es tan ca racterístico de nuestra
época el deseo de erradicar incluso esta
forma de autoridad, tan limitada y políticamente falta de rele vancia.
En términos políticos, la autoridad
puede adquirir un ca rácter educacional sólo si presumimos con los romanos que,
en todas las circunstancias, nuestros antepasados representan
un ejemplo de grandeza para toda
generación posterior, que son los maiores,
los grandes por definición. Siempre que el modelo de educación autoritario, sin esa convicción
fundamental, se impuso en el campo de la
política (y así ocurrió con bastante ·
frecuencia
y todavía es un soporte primordial de los conserva dores), sirvió ante todo para oscurecer las reivindicaciones re
ales o codiciosas
de gobernar y habló de
educar cuando en reali dad lo que se quería era dominar.
Los grandiosos esfuerzos de la filosofía griega para
encon trar un concepto de autoridad q11e evitara el deterioro efe. la pó _)is y para
salvaguardar la vida del filósofo zozobraron en un es collo: el hecho de que
en el campo de la vida política griega no
había conciencia de una autoridad basada en la experiencia po
_ _ljtica inmediata. Por tanto, todos los
prototipos que dieron a las .
generaciones sigu�entes la pauta para comprender el
contenido de la
autoridad salieron de experiencias específicamente no po líticas, surgieron
de la esfera del «hacer» y de las artes, donde
tiene que haber expertos y donde el carácter de idoneidad es
el criterio supremo, o de la
comunidad hogareña. Justamente es en
este aspecto determinado en términos políticos donde la filo sofía de
la escuela socrática produjo su mayor impacto sobre nuestra tradición. Aún hoy creemos que
Aristóteles definió al hombre en primer
lugar como un ser político dotado de habla o
razón, cosa que sólo hizo en un contexto político, o que Platón expuso el significado original de su doctrina
de las ideas en La
república, aunque por el contrario, la cambió
por razones políti-�
cas. A pesar de la grandeza d� la filosofía política griega, se pue de poner en duda que hubiera logrado perder su
inherente ca rácter utópico si los romanos,, en su infatigable búsqueda
de la tradición y la autoridad�rio se hubieran decidido a hacerse car go de esa filosofía y a
reconocerla como la autoridad máxima en
todos los asuntos de teoría y pensamiento. Pero fueron capaces de llevar a cabo esta integración sólo porque
tanto la autoridad como la tradición ya
habían desempeñado un papel decisivo en
la vida política de la República romana.
4
En el corazón de la política romana, desde el
principio de la República hasta casi el fin de la época imperial, .se
alza la convicción del carácter sacro
de la fundación, en el sentido de
que una vez que algo se ha fundado conserva su validez para todas
las generaciones futuras. El compromiso
político signifi ca ante todo la custodia de la fundación de
la ciudad de Roma. Por esta causa,' los romanos no eran capaces
de repetir la fun dación de su primera pólis al
asentar una nueva colonia, pero podían
añadirla a la fundación original hasta que toda Italia y, por último, todo el mundo occidental quedaron
unidos y ad ministrados por Roma, como si todo el mundo no fuera más que una provincia de· Roma. Desde el
principio al fin, los ro manos estaban ligados al emplazamiento específico de
esta úni ca ciudad y, a diferencia de los griegos, no podían decir en épo-
I3I
cas difíciles o de
superpoblación: «Ve y funda una nueva ciu- . dad,
porque estés donde estés
siempre teru:lrás una pólis.>> No fuero
n los griegos sino los romanos los que
echaron raíces ver daderas en la tierra, y
la palabra «patria»
deriva
todo su signifi cado de la historia romana. La fundación de una
nueva institu ción política -para los
griegos una experiencia casi trivial- se convirtió para los
romanos en el hecho angular, decisivo e irre petible de toda su historia, en un acontecimiento
único. Y las divinidades más hondamente
romanas eran J ano, el dios del comienzo con el que, por
así decirlo, aún empezamos nuestro
año, y Minerva, la diosa de la memoria.
La fundación de
Roma -«Tanta molis erat Romanam con
dere gentem»
(«Tan ardua empresa era fundar el linaje roma no»), como Virgilio
resume en la Eneida el tema siempre pre sente de su obra, todos esos vagabundeos y sufrimientos
pasados antes de llegar al fin y meta «dum conderet urbem>> �<<cuando fun dó la ciudad>�)-, esa fundación y la experiencia tan poco griega de la santidad de la casa y
el hogar, como si el espíritu de Héctor, hablando en términos homéricos, hubiera sobrevivido a la caída de Troya y hubiera resucitado en suelo itálico, forman el conte nido hondamente político
de la religión
romana. En contraste con Grecia, donde la piedad dependía de la inmediata
presencia revelada de los dioses, en
Roma religión significaba, de modo li teral, re-ligare,27 es decir, volver
a ser atado, obligado por el enor m� Y casi
sobrehumano, y por consiguiente siempre legendario, esfuerzo de poner los
cimientos, de colocar la piedra fundamen tal, de fundar para la etemidad.28 Ser
religioso implica estar unido al
pasado,
y Livio, el gran cronista de los hechos pasados, podía decir: «Mihi vetustas res scribenti
nescio quo pacto antlquus fit animus et quaedam
religio tenet>> (<<Al referir estos hechos anti guos, no sé por qué
conexión mi mente se vuelve vieja ni por qué
[me]
posee
cierta religio»).29 Así era como la
actividad religiosa y la política podían
considerarse casi idénticas y Cicerón estaba en
condiciones de decir: «En
ningún otro campo la excelencia hu mana se acerca tanto a la virtud de los dioses (numen) como lo hace en la fundación de comunidades nuevas
y en la conserva ción de las ya fundadas.»30 El poder de enlace de la fundación en sí misma era religioso, porque la ciudad también·
ofrecía a los dio ses de la gente un hogar estable, cosa en la que también se dife-
. . . . -
renciaban los romanos de Grecia, cuyos dioses protegían las ciu . dades de los mortales y a veces habitaban en. ellas, aunque tenían su propia morada muy por encima de los
hombres, en la cumbre del monte Olimpo.
En este contexto aparecieron, en su origen, la palabra y el concepto de autoridad. El sustantivo auctoritas deriva del ver bo augere, «aumentar», y lo que la
autoridad o los que tienen autoridad aumentan
constantemente es la fundación. Los pro vistos de autoridad eran los ancianos,
el Senado o los patres, que la habían
obtenido por su ascendencia y por
transmisión (tradición) de quienes habían fundado todas las cosas poste
riores, de los antepasados, a quienes por eso los romanos lla maban maiores. La
autoridad de los vivos siempre era deriva da, dependía de los «auctores imperii Romani conditoresque», como lo dijo Plinio, es decir,,de la autoridad de los fundadores que ya no estabatcentre los vivos. La
autoridad, a �diferencia del poder (potestas), tenía sus raíces en el pasado, pero en la vida real de la ciudad ese pasado no estaba menos
presente que el poder y la fuerza de los vivos. Enio lo
expresó diciendo: «Mo ribus antiquis res stat Romana virisque» («lo romano se asienta en
las costumbres y el vigor· antiguos») .
Para comprender de un modo más concreto
lo que signifi caba estar revestido de autoridad, quizá sea útil advertir que la palabra auctores se podía usar como
el opuesto exacto de arti /ices, los que construyen y hacen e
n la vida diaria, y ese vo cablo, a la vez que la
palabra «auctor», significa lo mismo que
nuestra voz «autor». Plinio pregunta con respecto a un nuevo teatro: «¿A quién habrá que admirar más, al
constructor o al autor, al inventor o a
la invención?» En ambos casos, la res ;mesta es al segundo. En este caso el
autor no es el constructor sino el que
inspiró toda la empresa y cuyo espíritu, mucho más que el espíritu del constructor concreto,
está representado en el edificio mismo.
A diferencia del arti/ex, que sólo lo ha hecho, el auctor es el verdadero «autor» del edificio, o sea su funda dor; coh esa
construcción se convierte �t;_· un «aumentador» de la ciudad.
Sin embargo, la
relación existente entre auctor y arti/ex de ningún modo es la
relación (platónica) existente entre el amo
que da las órdenes y el sirviente que las ejecuta. La característi-
133
ca más
destacada de los que están investidos de autoridad es que
no tierien poder. «Cum
potestas in populo auctoritaszn ·se natu sit>>, «aunque el poder está en el pueblo, la autoridad co rrespoode al Senado».31 Como
la «�utoridad», el aumento que el Senado
debe añadir a las decisiones políticas, no es poder, nos parece que se trata de algo curiosamente evasivo e intangi ble, que en este aspecto tiene cierta similitud con la rama judi
cial del gobierno de la que habla Montesquieu, un poder al que llamó «en quelque fa¡;on nulle» («en cierto sentido nulo») y que
sin embargo
constituye la autoridad suprema en los gobiernos constitucionales.32 Mommsen lo definía como «más
que una opinión y menos que uná
orden, una opinión que no se puede
ignorar sin correr un peligro», por lo que se considera que «la voluntad y las acciones de personas como los niños están ex
puestas al
error y a las equivocaciones y por tanto necesitan el "aumento" y. la confirmación que les dan los
consejos de los
ancianos».33
La autoridad que sirve de base al «aumento» brin dado por los ancianos reside en que se trata de una simple opi
nión, que no
necesita ni la forma de una orden ni el apremio
exterior
para hacerse oír.34
La fuerza vinculante de esta
autoridad está conectada muy de cerca
con la fuerza religiosa vinculante de los auspices,
que, a diferencia del oráculo griego, no se refieren al curso objetivo de los acontecimientos futuros sino que
revelan sólo la aproba ción o desaprobación divina de las decisiones adoptadas por
los hombres.35 También los dioses tienen autoridad entre los hombr
es, más que poder sobre ellos; las divinidades «aumen tan» y confirman las acciones humanas, pero no las guían. Tal como «todos los auspices se remontan a la gran señal por la que los dioses
confirieron a Rómulo autoridad para fundar la ciu dad»,36 de igual modo toda
autoridad deriva de esa fundación, pues relaciona cada acto
con ese comienzo sagrado de la histo ria romana, y añade, por decirlo así, a cada momento
todo el peso del pasado. La gravitas, capacidad para
sobrellevar esa carga,
se convirtió en el rasgo sobresaliente del carácter roma no, así como el
Senado, representación de la autoridad en la
República, podía funcionar -según palabras de Plutarco en la Vida de
Licurgo- como un «peso
central, como el lastre en un
barco, que siempre mantiene las c:osas en el justo equilibrio».
134
Corno hechos precedentes, las acciones de los
antepasados y la costumbre
que generaron siempre fueron vinculantes.37
Todo lo que ocurría se
transformaba en ejemplo, y la auctoritas maiorum pasó a ser equivalente a los modelos aceptados para el comportamiento cotidiano,
a la propia moral política corrien te. También por esto la vejez,
distinta de la simple edad madu ra, constituía para los romanos la verdadera culminación de la vida humana, no tanto por la sabiduría
y experiencia acumula das sino más bien porque el hombre ancianó se acercaba a
los antepasados y a tiempos pretéritos. Al contrario de nuestro conc�pto de
crecimiento, que coloca el proceso en el futuro, los romanos consideraban que el crecimiento
se dirigía hacia el pasado. Si se quiere relaciopar esta actitud
con el orden jerár quico establecido por la autoridad y visualizar esta
jerarquía en la imagen familiar de la
pirám,ide, es como si el vértice de la pi rámide no se proyectara hasta la-altura de un
cielo en la tierra (o, como dicen los
cristianos, más allá de ella) , sino hasta las
honduras de un pasado terrenal.
En este contexto sobre todo político, la tradici6n santifica ba el pasado.
La tradición conservaba el pasado al transmitir
de una generación a otra el
testimonio de los antepasados, de los
que habían sido testigos y protagonistas de la fundación sa
cra y después la habían
aumentado con su autoridad a lo
largo de los siglos. En la medida en
que
esa tradición no se inte rrumpiera, la autoridad se mantenía inviolada; y era inconce bible actuar sin autoridad y tradición,
sin normas y modelos aceptados y consagrados
por el tiempo, sin la ayuda de la sabi duría de los padres fundadores. El
concepto de una tradición espiritual y
de una autoridad en temas de pensamiento y de
ideas aquí se derivó del campo político y es por consiguiente derivativa en esencia, tal como la concepción
platónica del pa pel de la razón.y de las ideas en política se derivó del
campo fi losófico y resultó derivativa en el ámbito de los asuntos huma nos.
Pero el hecho de mayor importancia históric� es que
los romanos creían que necesitaban
padres fundadores y ejemplos revestidos
de autoridad también en el campo del pensamiento y de las ideas, y aceptaron a los grandes
«antepasados» griegos como sus
autoridades en la teoría, la filosofía y la poesía. Los grandes autores griegos se �2[lvirüeron en �utoridades
entre
13 5
los romanos, no entre los griegos. Platón y otros antes y
des pués-de él llamaron a- Homero «educador de toda la
Hélade», algo inconcebible en Roma, donde
ningún filósofo habría osa do «levantar la mano contra su padre
[espiritual]», como dijo Platón de sí mismo (en El sofista) cuando rompió con
las ense ñanzas de Parménides.
Pero el carácter derivativo de la
aplicabilidad de las ideas a la política no impidió que el
pensamiento político platónico se
convirtiera en el origen de la teoría política
occidental, así como tampoco el carácter derivativo de la autoridad y de la tra dición en asuntos espirituales
impidió que ambas, durante la mayor
parte de nuestra hiswria, se convirtieran en }.Q§ _ra�gos
dominantes
del pensamiento filosófico occidental. En Ios dos
-casos, el origen
político y las experiencias políticas que están en la
base de las teorías se olvidaron, se olvidó el
conflicto original
entre la polítka
y la filosofía, entre el ciudadano y el
filósofo, y también se olvidó la�_xp_er:kncia de fundación en la que tuvo su fuente legítima la trinidad
romana de religión, autoridad y tra _dición. El vigor de esa trinidad está
en la fuerza vinculante de un principio investido de
autoridad, al que los hombres están atados
por lazos
«religiosos» a través de la trad.i�ión. La trini dad romana no
sólo sobrevivió a la transformación de la Repú blica en Imperio, sino que se
impuso en todos -los
puntos en que la pax
romana estableció la civilización occidental sobre ci mientos propios.
La extraordinaria fortaleza y la
perdurabilidad de ese espíri tu
romano -o la extraordinaria vigencia del
principio de fun dación para la
creación de entidades políticas- pasaron por una prueba decisiva y se midieron a
sí mismas muy abiertamen te
después de la
caída del Imperio
Romano, cuando la herencia política y espiritual de Roma
pasó a la Iglesia cristiana. Al en frentarse con
esa tarea tan mundana, la Iglesia se convirtió en «romana» y se adaptó de una manera tan
completa al pensa miento romano en asuntos de política que hizo de la muerte
y resurrección de Cristo la piedra fundamental de una
nueva fun dación, y sobre ella construyó una nueva institución humana de tremenda perdurabili_dad. Por eso, después de que
Constantino el Grande recurriera a la
Iglesia con el objeto de· obtener para su
declinante Imperio la protección del «Dios más poderos�)_�, la�
Iglesia por fin pudo
dejar a un lado las tendencias antipolíticas
y antiinstitucionales de.la fe cristiana, que tantos
problemas ha bían causado en los
primeros siglos, que son tan evidentes en el
Nuevo Testamento y en los primeros textos cristianos y que,
al parecer,
eran insuperables. La victoria del espíritu romano es, de verdad, casi un milagro; en cualquier caso, por sí sola permi
tió que la Iglesia «ofreciera a sus miembros el sentido de ciu dadanía que ya no
podían ofrecerles
ni Roma ni los munici pios».38 No obstante, tal como la politización platónica de las ideas cambió la filosofía occidental y
determinó el concepto fi losófico de razón,
de igual manera la politización de la Iglesia cambió la religión cristiana. La base
de la Iglesia como comuni
dad de creyentes y como institución pública
ya no era la fe cris tiana en la
resurrección (aunque esta fe siguió siendo su conte nido) ni la
obediencia de los ,hebreos a la ley de Dios,
sino el
testimonio de la vida,
del nacimiento, de la muerte y resurrec ción de Jesús de Nazaret, como un
hecho registrado por la his toria.�·9 Por
haber sido testigos de ese acontecimiento, los após toles se convirtieron en
los «padres fundadores» de la Iglesia,
que de ellos derivaría su propia autoridad transmitiendo ese tes
timonio a modo de tradición de una generación a otra. Sólo cuando esto ocurrió, estamos tentados de
decir, la fe cristiana se convirtió en
una «religión» tanto en el sentido poscristiano
como en el antiguo; en todo caso, sólo entonces el mundo ente ro -a
diferencia de unos simples grupos de creyentes, por mu chos que fueran- se
hizo cristiano. El espíritu romano pudo
sobrevivir a la catástrofe del Imperio porque sus enemigos más poderosos -los que, por así decirlo, tras
anojar una maldición sobre todo el campo
de los asuntos públicos mundanales habían
jurado que vivirían apartados- descubrieron en su propia fe algo que también podía entenderse como un
acontecimiento mundanal y tni.nsformarse
en un nuevo comienzo terrenal con el que
el mundo se podía relacionar nuevamente (religare), en una curiosa mezcla de nuevo
y antiguo respeto religioso. Esta
transformación fue, en gran medida, la que cumplió Agustín, el único gran filósofo que tuvieron los romanos.
El fundamento de su filosofía -<<5edis
animi est in memoria» (<da sede de la men te está en
la memoria»)- es precisamente esa articulación
conceptual de la específica experiencia romana, que, abruma-
137
dos como estaban por la filosofía y los conceptos
griegos, los romanos
jamás llevaron adelante.
Gracias a que la fundación de la ciudad
de Roma se repitió en la fundación de la Iglesia
católica -aunque, por supuesto, con un contenido
radicalmente distinto-, la era cristiana se
apoderó de aquella trinidad
romana de religión, autoridad y tradición. El signo más evidente de esta continuidad quizá sea que la Iglesia, al embarcarse en su gran
carrera política del si glo v, adoptó de inmediato la distinción
establecida por los ro rnanos entre autoridad
y poder, al tiempo que reclamaba para sí la antigua autoridad del
Senado y dejaba el poder -que en el Imperio Romano ya no ·estaba en manos del pueblo
sino mo nopolizado
por la familia imperial- a los príncipes terrenales. A. fines
del siglo v, el papa Gelasio I escribía al emperador A.nastasio I: «Dos son las cosas por las que se
gobierna sobre todo este mundo: la sagrada autoridad de los papas
y el poder real.»40 El resultado de
la continuidad del espíritu romano en la
historia de Occidente fue doble. De una parte, el milagro de Permanencia se repitió una vez más; dentro
del marco de nues tra historia, la durabilidad y continuidad de la Iglesia como ins titución
pública sólo se puede comparar con los mil años de historia romana antigua. Por otra parte, la
separación entre Iglesia y Estado, lejos
de significar de modo inequívoco una se cularización del campo político y, por
tanto, su ascenso a la dignidad del
período clásico, en realidad implicó que, por pri mera vez desde la época de
los romanos, la política había per dido su autoridad y con ella el elemento que, al menos en la historia occidental, había dado a las
estructuras políticas su du rabilidad, continuidad y permanencia.
Es verdad que el pensamiento político romano
ya desde fecha muy
temprana usó los conceptos platónicos para compren der e interpretar las específicas experiencias
políticas romanas. Con todo, parece como si sólo en la era cristiana hubieran
desa rrollado
toda su eficacia política los invisibles patrones de medi da
espirituales de Platón, con los que se medían y juzgaban los asuntos humanos concretos. Precisamente esas partes de la
doc trina
cristiana que podrían haber encontrado grandes dificulta des para
asimilarse o adecuarse a la estructura política romana -es decir, las verdades y los mandamientos
revelados por una
autoridad de verdadero ca
rácter trascendente que, a diferencia de la de
Platón, no se extendía por encima sino más allá del cam po mundanal- tuvieron
ocasión de integrarse en la leyenda de
la fundación romana a través de Platón. La revelación divina �e podía interpretar
políticamente como si las normas de la con ducta hl_:lll1
ana y el principio de la comunidad política,
anticipa dos por Platón de manera intuitiva, se hubieran revelado por fin en forma directa, de modo que, en palabras de un platónico
mo derno, pareciera como si la temprana orientación.de Platón «ha�
cia una medida
no visible se confirmara· a través de la revelación de fa.medida misma>>.41 Hasta el punto en que incorporó la
filo sofía griega en la estructura
de sus doctrinas y dogmas de fe,
la Iglesia católica hizo una amalgama con el concepto político
que los romanos tenían de la autóridad, cuya base inevitable era un comienzo, una fundación en el pasado, y con
la noción griega de medidas y reglas
trascendente's. Las normas generales y trascen dentes, en las que se podían
incluir lo particular y lo inmanente, se
requerían para cualquier orden político; �rll_p
necesarias unas reglas morales que
rigieran el comportamiento de-relación entre
los humanos y unas medidas racionales que sirvieran de guía para todo juicio individual. Pocas cosas pudo
haber que por fin se afirmaran con mayor
autoridad y con consecuencias de ma yor alcance que esa amalgama misma.
Desde entonces se ha visto -y el hecho
habla de la estabi lidad de la amalgama- que cada vez que se dudaba de uno de los elementos de la trinidad romana
religión-autoridad-tradi ción o se lo eliminaba, los dos restantes ya no estaban firmes. Fue, pues, un error por parte de Lutero pensar que ese desafío a la autoridad temporal de la Iglesia y su
apelación al juicio indivi dual y no guiado podía dejar intactas la tradición
y la religión. También se equivocaron
Hobbes y los teóricos políticos del si glo xvu al suponer que la autoridad y la religión se podían sal var sin
la tradición. Por último, t�l?i�f1 fue un desacierto el de
los humanistas que pensaron que sería posible mantenerse dentro de una tradición intacta de la
civilización occidental sin religión y
sin auto�idad.
139
5
La consecuencia política más
importante de la amalgama de instituciones políticas romanas e ideas filosóficas griegas fue
la de permitir a la Iglesia que interpretara las bastante
vagas y con flictivas nociones del primer
cristianismo acerca de la vida en el más
allá a la luz de los mitos políticos
platónicos, con lo que ele vaba a la categoría de dogma de fe un
elaborado sistema de pre mios y castigos para las buenas y las malas obras que
no encon traban la retribución justa en la tierra. Esto no se produjo
antes del siglo v, cuando se declararon
heréticas las primeras ense ñanzas acerca de la redención de todos los
pecadores, incluido el propio Satanás (como
enseñaba Orígenes y aún sostenía Gre gario de Nicea), y la interpretación
espiritualista de las torturas del
infierno como tormentos de la conciencia (cosa que también enseñaba Orígenes); pero esto coincidió con
la caída-de -Roma, la desaparición de un orden secular firme, la
gestión de los asun tos seculares por parte de la Iglesia y el surgimiento del
papado como poder temporal. Las nociones
populares y literarias sobre un más allá con premios y castigos
estuvieron, por supuesto, tan diseminadas
como lo habían estado en toda la Antigüedad, pero la versión cristiana original de esas
creencias, coherente con las «buenas
nuevas» y la redención del pecado, no era una amena za de castigo eterno y
sufrimiento perpetuo sino, por el contra rio, el descensus
ad in/eros, la misión de Cristo en el mundo sub
terráneo donde pasó los tres días que mediaron entre su muerte y su resurrección para terminar con el
infierno, derrotar a Sata nás y evitar a las almas de los pecadores muertos,
como lo había hecho con las almas de los
vivos, la muerte y el castigo.
Nos resulta algo difícil medir con
exactitud el origen polí tico,
no religioso, de la doctrina del infierno, porque, en su ver sión platónica, la Iglesia la introdujo muy temprano en el cuer po de sus dogmas de fe.
Parece por completo natural que esta incorporación con ese sesgo haya empañado la
comprensión del propio Platón hasta el
punto de identificar sus enseñanzas estrictamente
filosóficas sobre la inmortalidad del alma, que se referían a la minoría, con su enseñanza
política de un más allá con castigos y
premios, que se refería sin duda a la mayoría. La preocupación del filósofo se centra en lo
invisible que p�ede
ser percibido por el alma, que es ella
misma algo invisible (aeLDÉ'>) y por tanto va al Hades, el lugar deJa invisibilidad ('A-(81"]'>), cuando la muerte ya ha liberado a la parte
invisible del hombre de
su cuerpo, el órgano de la percepción senso rial.42 Por esta causa siempre
parece que los filósofos «se ocu pan de la muerte y lo mortal» y la filosofía también puede de nominarse «estudio de la muerte».43 Los que no tienen ninguna experiencia de una verdad filosófica más allá del campo de
la percepción sensorial es obvio que no pueden ser persuadidos de la inmortalidad de un alma sin cuerpo; para ellos, Platón in vent� una cantidad de relatos con los que concluye sus diálo gos
político
s, en general
cuando parece refutado el argumento
mismo, como en La república, o cuando no ha
sido posible per suadir al oponente de Sócrates, como en Gorgias.44
De esas na rraciones, el mito de Er que se narra en La
república es el más elaborado
y el que ejereió m�yor influencia. Entre Platón y
el triunfo secular de la cristiandad en
el siglo v, que implicó la sanción
religiosa de la doctrina del infierno (hasta el punto de que desde entonces se convirtió en un rasgo
tari general del mundo cristiano que los
tratados políticos no necesitaban men cionarla específicamente), casi no hubo
discusiones importan tes de los problemas políticos -exceptuado Aristóteles-
que no concluyeran con una imitación del
mito platónico.45 Tam bién es Platón, diferenciado de los judíos y de las
primeras es peculaciones cristianas sobre una vida en el más allá, el verda
dero precursor de las elaboradas descripciones de Dante; en el filósofo griego encontramos por primera vez
no sólo un con cepto del juicio final sobre la vida eterna o la muerte eterna,
so bre premios y castigos, sino también la separación geográfica de infierno, purgatorio y paraíso, a la vez
que las horriblemen te concretas ideas de un castigo corporal graduado.46
Parecen indiscutibles las implicaciones
puramente políticas de los mitos de Platón en el último libro de La república, así como las de los fragmentos finales de Fedón y Gorgias. La distinción entre la convicción filosófica de
la inmortalidad del��-y la p6- líÜ�f!P1ente deseable creencia en uná''vida en el más allá van pa ralelas
c;n la di�tillción existente en la doctrina de las
ideas entre !g_de_lo ��go, como la idea suprema del filósofo,
y la del bien, como la idea suprema de� estadista. Con todo, aunque Platón,
al
apllcar su filosofía de las ideas al campo político,
borraba en cier
ta 111edida la distinción decisiva entre las ideas de la belleza y deL bien, sustituyendo
calladamente la segunda por la primera
en sus discusiones sobre política, no se puede decir lo mismo acerca de la distinción entre
un alma inmortal, invisible e in corpórea y
un más allá
en el que los cuerpos, sensibles al dolor, recibirán su
castigo. Sin duda, una de
las muestras más obvias del carácter politice de esos mitos
es que, porque implican un castigo corpo ral, están en contradicción abierta con la doctrina de la
mortali dad del cuerpo, y es evidente que el propio Platón era conscien te de ese carácter contradictorio.47 Además,
cuando elaboró sus relatos, tuvo grandes
precauciones para asegurarse de que se vie ra que se trataba no de la verdad sino de una
opinión potencial que, quizá, podría
persuadir a la gente «como si fuera la verdad».48 Por último, ¿no es acaso evidente, sobre todo en La república, que todo el concepto de una
vida después ·dela muerte quizá no tenga
sentido para quienes
hayan entendido el relato de la caverna y ha yan sabido que el verdadero más allá
es la vida terrena?
Sin duda, Platón se apoyó en
creencias populares, quizá en tradiciones órficas y pitagóricas, para sus descripciones del
más allá, tal como, casi mil años más tarde,
la Iglesia podría ele gir con libertad entre
las creencias y teorías por
entonces más difundidas, para
implantar a unas como dogma y declarar he
réticas a otras. La diferencia entre Platón y sus
predecesores, sean los que sean, es que
él fue el primero en advertir
las po sibilidades de enorme contenido estrictamente político que había en esas creencias; de igual modo, la diferencia entre
las elaboradas enseñanzas de Agustín sobre el
infierno, el purga torio y el paraíso y las especulaciones de Orígenes o de
Cle mente
de Alejandría fue que él (y tal vez Tertuliano antes que él) advirtió hasta qué punto esas doctrinas se
podían usar como amenazas en este mundo,
mucho más allá de su valor especula tivo sobre una vida futura. Por cierto que n,::jda
resulta más. S.l! gestivo en este contexto que ei hecho de que
fuera Platón quien acuñó el vocablo
«teología», ya que esta nueva palabra aparece, una vez más,
dentro de una discusión estrictamente. política, en La república, en unos momentos
en que se habla de la fundación de
ciudades).?;. Esa nueva divinidad teológica no
es bios vivo ni el dios
de los filósofos ni una deidad pagana; es
UQ-ª figura política, «la 1Il�<:lic1ª- de _l�s. medidas���es decir, _la norma según la cual han de fundarse las_ __
dudaaes y han de es�-- tablecerse las reglas de comportamiento para sus habitantes.
Por otra parte, la_teología enseña cómo se refuerzan esas nor mas en términos absolutos,
aun en casos en que la justicia hu
mana no sabe cómo hacerlo, o sea en el caso de crímenes
que escapan al
castigo, y también en casos en que ni siquiera la sen tencia de muerte podría
parecer adecuada. La «cosa principal»
sobre el más allá es, como lo dice Platón de modo explícito, que «los hombres sufren diez veces cada daño
que hayan he cho a.cualquiera».51 No cabe duda de que Platón no tenía la menor idea de la teología tal como la
entendemos nosotros, o sea como la
interpretación de la palabra de Dios cuyo texto sa crosanto es la Biblia; para él, la.teología era parte integrante de la «ciencia política» y, específi�amente, la parte que enseña a la
minoría la forma de gobernar ala rnáyof!a.
Aunque hubiera habido otras influencias históricas activas en la elaboración de la doctrina del infierno, durante la Anti
güedad se siguió aplicando para
fines políticos en el interés de la
minoría, con el objeto
de
mantener un control moral y polí tico sobre la mayoría. El tema en cuestión era siempre el mis mo: por su propia
naturaleza, la verdad se hace evidente y, por
tanto, no se puede discutir y demostrar de manera satisfacto ria.52 Por
consiguiente, los que no tienen la capacidad de ver lo que es a la vez evidente e invisible y está más
allá de discusio nes necesitan de la fe.l§!l términos platónicos, la minoría no puede persuadir a la mayoría acerca de la
verdad, porque la verdad no puede ser
tema de persuasión y la persuasión es la úni ca forma de tratar con la
mayoría. Pero la gente, arrastrada por
l0s relatos irresponsables de poetas y cuentistas, puede ser lle vada a
creer casi cualquier cosa; las narraciones apropiadas que llevan la verdad de los pocos a la multitud
son cuentos sobre recompensas y castigos
después de la muerte; persuadir a los
ciudadanos de la existencia del infierno hará que se comporten como si supieran la verdad.\
Mientras no tuvo iñtereses y responsabilidades seculares, el cristianismo
dejó que las creencias y especulaciones sobre un más allá fueran tan libres como lo habían
sido en la Antigüedad. No obstante,
cuando el puro desarrollo religio�o del
nuevo ere-
143
do llegó a su fin y la Iglesia advirtió sus
responsabilidades políti cas y se mostró deseosa
Ele asumirlas, la institución se encontró
ante una perplejidad semejante a la que había dado lugar a la fi
losofía política de Platón. Una vez
más se trataba de imponer normas absolutas
en un campo que está hecho de materias y re laciones humanas, cuya esencia misma parece ser, por ello, la re latividad; a esta relatividad corresponde el hecho de
que lo peor que el hombre puede hacer al
hombre es darle la muerte, es de cir, concretar lo que un día ha de ocurrirle,
de todas maneras. El «mejoramiento» de
esta limitación, propuesto en las imágenes
del infierno, es precisamente que un castigo puede ser algo más que la «muerte eterna», considerada por los
primeros cristianos como el castigo
correspondiente al pecado, o sea el sufrimiento
eterno, comparado con el cual la muerte eterna es la salvación.
La introducción del infierno
platónico en el cuerpo de los dogmas de fe cristianos reforzó la autoridad religiosa,
hasta el punto de que pudo suponer que saldría
victoriosa en cualquier litigio con el poder secular. Pero el precio que se
pagó por esta fuerza adicional fue
la dilución del concepto de autoridad ro mano, a la vez que se permitió la insinuación de un elemento
de violencia tanto en la estructura del
pensamiento religioso occi dental
como en la jerarquía de la Iglesia. Se puede medir de verdad la cuantía de ese precio por el hecho,
más que descon certante, de que hombres de una estatura indiscutible
-entre ellos Tertuliano e incluso Tomás
de Aquino- estuvieran con yencidos de que uno de los gozos celestiales sería
el privilegio de observar el espectáculo
de los sufJ:imientos indescriptibles 9_�Jjp_fj�rn�Quizá en todo el desarrollo del
cristianismo a lo largo de los siglos,
nada esté más lejano y más ajeno a la letra y
al espíritu de las enseñanzas de Jesús de Nazaret que el minu cioso
catálogo de castigos futuros y el enorme poder de coac ción por el miedo, que
sólo en los últimos tiempos de la era
moderna perdió su significado público, político. En lo que res pecta al
pensamiento religioso, sin duda es una ironía terrible que la «buena nueva» de los Evangelios, que
anuncian «la vida eterna», diera al fin
el resultado de un aumento del miedo y no
de la alegría en la tierra, que no haya hecho más fácil sino más dura la muerte para el hombre.
De todos modos, lo cierto es que la
consecuencia más sig-
144
nifícativa de la secularización de la Edad Moderna bien puede ser el hecho de que desapareciera de la vida pública, junto
con la religión, el miedo al infierno, único elemento
politico en la religión tradicional. Nosotro
s, los que vimos durante
la era de lli.tler y la de Stalin que una criminalidad nueva por
completo y sin precedentes invadía el campo político casi
sin despertar protestas en los respectivos países, deberíamos. ser los
últimos en subestimar su influencia 5.��suasiva» en el funcionamiento
de la conciencia. El impacto d�-ésas-_ experiencias -puede áu mentar si recordamos que, en el propio Siglo de las Luces, tan to
lQS hombres de la Revolución Francesa como los padres fun- ·
dadores de América insistieron en que el miedo a un «Dios vengador»,
y por
consiguiente la fe en «un Estado
futuro», fue ra parte integrante de la nueva entidad política. La razón obvia de que los dirigentes revolucionarios,
en todos los países, estu vieran tan extrañamente desenfocados en este sentido con res pecto al clima
general de su tiempo era que, precisamente a causa de la nueva separación entre la Iglesia y el Estado, se en contraban
ante el antiguo dilema platónico. Cuando advertían en contra de la eliminación del miedo al
infierno en la vida pú blica, porque esto abriría el camino «para hacer que el asesina to
mismo fuera tan indiferente como matar gorriones, y el ge nocidio de los
rohilla, tan inocente como comerse un gusano
en un pedazo de queso»,53 sus palabras podrían tener un tono · profético
en nuestros oídos; por supuesto, no hablaban de una fe dogmática en el «Dios vengador>>
sino de desconfianza en la naturaleza
del hombre.
Así pues, la fe en un estado futuro de premios y castigos, di señado conscientemente por Platón y quizá no menos
cons cientemente adoptado, en su
forma agustiniana, por Gregario el
Grande, iba a sobrevivir a todos los otros elementos religiosos
y seculares que; juntos, habían establecido la autoridad en la histo
ria occidental. No fue en la Edad
Media, cuando la vida secular se había
vuelto tan religiosa que la religión
no podía servir como instrumento político, s4_1o en la Moderna cuando se descubrió la utilidad de la religión para la autoridad-s·e����Tü;;�erdaderó.s motivos de ese
redescubrimiento quedaron hasta cierto punto
disimulados por las diversas y más o menos infames alianzas en tre
<<trono y altar>>, cuando los reyes, atemorizados ante las pers-
. 145
pectivas de una
revolución, creyeron que «no se debe permitir
que el pueblo pierda la religión» porque, en palabras de Heine,
« Wer sich van seinen Gotte reisst,/ wird endlich auch
abtrünnig werden/ von seinen irdischen Behorden» («el que se aparta de su Dios terminará por alejarse también de sus autoridades terre nas») . El asunto es más bien que los revolucionarios
mismos pre d{caron la fe en un estado futuro, que incluso Robespierre termi
nó por recurrir a un «Legislador Inmortal» para sancionar la revolución, que ninguna de las primeras
constituciones america nas careció de unas cláusulas apropiadas que aseguraran
futuros premios y castigos y que hombres
como John Adams vieron en esas cláusulas
<da única báse verdadera de la moralidad».54
Sin duda no es sorprendente que resultaran
vanos todos esos intentos de conservar el único elemento de violencia
del edificio tambaleante de la religión, junto a la autoridad y
la tra dición, y de usarlo como
salvaguarda del nuevo orden político
secular. No f�e el surgimiento del socialismo ni el de la creen cia
marxista de que «la religión es el opio del pueblo» lo que le puso fin. (La religión auténtica
en general y la fe cristiana en
particular -con su riguroso
énfasis en el individuo y en su pro pio papel en la salvación, lo que condujo a
elaborar un catálo go de pecados mayor que el de cualquier otra religión- jamás
pudieron usarse como tranquilizantes. Las ideologías moder nas,
ya sean políticas, psicológicas o sociales, son más adecua das para lograr que
el alma del hombre se vuelva inmune al duro impacto de
la realidad que cualquier religión tradicional
conocida. Comparada con las diversas supersticiones del si glo xx, la piadosa aceptación de la voluntad
de Dios parece un cuchillo de juguete
que quisiera competir con las armas atómi cas.) [f�_ra los
políticos del siglo xvm, la convicción de que la
«moral» de la sáciéd:id Civil, en última
instancia, dependía del miedo y de h esperanza en otra vida aún puede haber sido sólo una-cuésti6n de buen sentido común; para los del XIX, resulta ba simplemente escandaloso que, por ejemplo, los tribunales irigleses . diéran por sentado «que no es
válido el juramento de una persona que
no cree en . un
_estado futuro»,_ y es�o no sólo por motivos políticos
sino también porque implica «que los �nu-e·no·mqeen únicamente deJ· an de mentir. .. p·or miedo al_ in-
;-¡· -·· · - . .. - . .
fierno»;2J J
y.-···
En términos
superficiales, la pérdida de la fe en los estados futuros es
política, aunqne sin duda no .espiritualmente,la dis tinción más significativa entre nuestra época y los siglos ante riores. Y esta pérdida es absoluta. No importa lo religioso que nuestro mundo pueda volver a ser, ni cuánta fe auténtica exis ta aún en
él, ni cuán hondamente
estén arraigados nuestros va lores morales en los sistemas
religiosos: el miedo al infierno ya no
está entre los motivos
que podrían evitar o estimular las ac ciones de una mayoría.
Esto parece inevitable, si la secularidad
del mundo implica la separación de lOs campos religioso y po líti<;p
de la vida; en estas circunstancias, la religión estaba des tinada a perder su
elemento político, tal como la vida pública
estaba destinada a perder la sanción religiosa de la autoridad trascendente. En tal situación, estaría bien
recordar que el cri terio platónico acerca de la forma de persuadir a la gente
para que respete las normas de la minoría fue utópico antes de su sanción religiosa; su finalidad -establecer
el gobierno de los pocos sobre los
muchos- era demasiado evidente para ser uti lizable. Por la misma razón, la fe
en los estados futuros desa pareció del ámbito público en cuanto su utilidad
política que dó en total evidencia por el hecho de que, fuera del cuerpo de las creencias dogmáticas, se la consideraba
digna de ser con servada.
6
Sin embargo, hay algo que llama muchísimo la atención en este contexto:
mientras todos los modelos, prototipos y ejem plos de relaciones autoritarias -el del hombre de Estado
como sanador y médico, como experto,
como piloto, como el amo que sabe, como
educador, como sabio-, todos ellos de origen griego, se conservaron fielmente y se
articularon después hasta convertirse en
trivialidades vacías, la única experiencia política que aportó la autoridad como palabra,
concepto y realidad a nuestra historia
-la experiencia romana de la fundación- pa rece haberse perdido y olvidado por
completo. Esto ocurrió hasta tal punto
que, en el momento en que empezamos a ha blar y pensar sobre autoridad, que
después de todo es uno de
147
los conceptos
centrales del pensamiento político, es como sí
quedáramos atrapados en un embrollo de abstracciones,
metá foras y figuras de construcción
en las que todo se puede tomar por otra
cosa o confundir con ella, porque ni en la
historia ni en la vida cotidiana
tenemos una realidad a la que todos po damos apelar unánimemente. Entre otras
cosas, esto indica lo que también se
podría probar de otra manera, por ejemplo que
los conceptos griegos, una vez santificados por los romanos a través de la tradición y la autoridad,
simplemente eliminaron de la conciencia
histórica todas las experiencias políticas que
no podían entrar en su marco.
Sin embargo, este
juicio no es del todo verdadero. En nues tra historia
política existe un tipo de acontecimiento para
el que la idea �e fundación es decisiva y en nuestra
historia del pensamiento hay un pensador
político _en cuyo trabajo el con cepto de fundación es central, sí no supremo.
Los aconreeí míentos son las revoluciones de la época moderna y el pensa dor
es Maquiavelo, que se situó en el umbral de esa época y, aunque jamás usó esta palabra, fue el primero
en concebir una revolución.
La posición única de Maquíavelo
en la historia del pensa miento político tiene poca relación con su a menudo alabado pero igualmente discutible realismo, y sin duda él no fue el pa dre de la ciencia
política, un papel que se le atribuye con fre cuencia. (Si por ciencia política entendemos teoría política, el
padre de esta disciplina es,
por supuesto, Platón más que Ma
quiavelo. Si se subraya el carácter científico de la ciencia políti ca,
es poco posible situar su nacimiento antes del surgimiento de toda la ciencia moderna, es decir antes de
los siglos XVI y xvn. En mi opinión, se suele exagerar el
carácter científico de las teorías de
Maquiavelo.) Su desinterés frente a los julljos
es su carencia de re"uíc· bastante
·
ero
ug_illt
n en e centro mismo del tema:
contribuyeron más a su f�rna gue a la comprensión de sus obgs,
porgue la mayor par te ,de sus lectores, entonces como ahora estaban
demasiado es- c.an a · ara eer
o con ro iedad. Cuando Maquiave o insiste en que,
en el campo público de la política, los hombres
«tendrían que aprender la manera de no ser buenos»,56 está claro que nunca quiso decir que debían
aprender a ser malos.
Después de todo, casi no hay otro pensador político que haya hablado .con un desdén tan vehemente de los «métodos [por los que] uno bien puede ganar poder pero no gloria».57 La ver dad es sólo que él contrapuso los dos conceptos
de lo bueno que encontramos en nuestra tradiCión: el concepto-gfíégo de «bueno para>� adecuado y el conc�to cristiano de una bon daa
absoluta que no es de este mundo_. En su opinión ambos
conceptos son válidos, pero sólo en la esfera privada de la
vida humana; en el campo público de la
política ho tienen más es pacio que sus opuestos, la inadecuación o
incompetencia y el mal. De otra parte, �U. -que según Maquiavelo es la cua
lidad humana específicamente política--=.!!9 tiene la connotación d� �ar:ict�r moral que ti��-e la virt�s roma��' nilá -de-iiüpe'iTori did moralmente neutral
que_ define a la &pe'T'JÍ griega. J!irtu es ll:i_'respuesta que logra dar el hombre al mundo,_o, mejor,
la Zo�stelación de fortuna -en qile el mundo se abre, preseffi-ay ofrece al hombre, a su virtu. No hay virtu sin fortuna
nifortuna sin virtu; la interrelación de ambas mdica una armonía entre el hombre y el mundo -uno juega con el otro y los dos triunfan juntos- que está tan lejos de la sabiduría del hombre de Esta do como de la
superioridad; moral o de otra clase, del indivi duo y de la competencia de los
expertos.
Sus propias
experiencias en las luchas de su tiempo ense ñaron a
Ma mavelo un hondo des recio por todas las tradrcw- 1
- nes, cristiana y griega, tal como las presenta a, nutna y remter pretaba la Iglesia. Aquel desdén se dingía contra una Iglesia
corrupta que habra corrompido
la vida política de Italia, aun que esa
corrupción -argumentaba él- era inevitable por e
el carácter cristiano de la Iglesia. Dio testimonio, después de todo, no sólo de la corrupción
sino ta.'Ilbién de la reacción con tra ella, de la profunda y sincera restauración religiosa que pro
tagonizaron los franciscanos y dominicos, que culminaría en el fanatismo de Savonarola, a quien Maquiavelo admira bastante. El respeto por esas fuerzas religiosas y el desprecio hacia la Iglesia, sumados, lo llevaron a ciertas conclusiones sobre una discrepancia
básica entre la fe cristiana y la
política que son un singular recordatorio de los primeros siglos de
nuestra era. Creía que todo
contacto entre religión y política tiene que co rromper a ambas y que una
Iglesia no corrupta, aunque mucho
149
más respetable,
sería aún más destructiva para el campo públi co que la corrupción que por entonces había en ella.58 Lo
que no vio, y tal vez en su época no podía ver, fue la influencia ro mana sobre
la Iglesia católica, que por cierto era mucho menos notable que su contenido cristiano y que su teórico marco de referencia griego.
Algo más que el
patriotismo y que la restauración de la Antigüeda
d puesta en marcha en sus
días fue lo que hizo que Maquiavelo buscara las experiencias políticas centrales- de los romanos tal como se las había
presentado originalmente, to madas por igual de la piedad cristiana y de la filosofía griega. La grandeza de
su redescubrimiento reside en que no podía
sólo restaurar o recurrir a una articulada tradición conceptual, sino en que él mismo tuvo que articular esas
experiencias que los romanos no habían
conceptualizado sino puesto en térmi nos de una filosofía griega divulgada
para-esos fines.59 Advi�tió
que la totalig�d_ de_ la historia y de _la_mentalidad romanas de
pendían de ht �_:¡¡:p
eriencia de la fu�d�ci§gy creyó_ qu� c;le]:,Ja, s.er posible repetir la
experiencia romapª 'ª'Jravés de la fundaciÓn
,de una ItaJia _unificada,
que debía cohvertirse en _la misma sacra,
piedra angular para una entidad política «eterna», para la na ción italiana, como la fundación de la Ciudad Eterna lo
había sido para el pueblo italiano. El hecho de
que fuera consciente de los principios
contemporáneos del nacimiento de las nacio nes y de la necesidad de una nueva entidad
política, a la que en adelante llamó con
la expresión lo stato, hasta entonces
desco nocida, determinó que se le identificara común y correctamen te como el padre de la
moderna nación-Estado y de la
idea de una «razón de Estado». Lo más
notable, ªunque menos cono cido, es que Maquiavelo y Robespierre a menudo parecen ha blar el mismo idioma. Cuando
Robespierre justifica el terror,
«el despotismo de
la libertad contra la tiranía», a veces se diría que está
repitiendo palabra por palabra los juicios famosos de MaqtJ,i�yelq
sobre la necesidad de la violencia para hallar nue vas entidades políticas y para reformar las corruptas.
Esta semejanza parece más asombrosa
porque tanto Ma quiavelo como Robespierre en este aspecto fueron más allá
de lo que los propios romanos tenían
que decir sobre la funda ción. Sin duda, la conexión entre fundación y dictadura se po-
día aprender de los propios romanos, y por ejemplo Ci�erón" · pide explícitamente a Escipión
que se convierta en dictator rei publicae constituendae, que asuma la dictadura para restaurar
la república.60 Maquiavelo y Robespierre consideraron, como los
romanos, que la fundación era la acción política primordial,
el uriico hecho importante que establecía el campo político pú blico y
hacía posible la política; pero, a diferencia de los roma nos� para quienes se trataba de un hecho del pasado, ambos �"Oñ�deraban que para ese «fin» supremo todos los «medios», y en especial los medios violentos, estaban justificados._ Tam bi�p-'ambos entendieron el acto de la fundación como algo inserto en el hacer; para ellos,
literalmente, la cuestión era «ha cer» una Italia unificada o una república
francesa, y su justifi cación d�dend-ª__J!§
taba fundada en una argumentación subyacente que, asimismo, le _otorgaba una
inherente aceptabi-
lidad: no se
puede hacer unli mes� sin·tiesrruir árboles, no se puede hacer una tortilla sin
romper huevos, !!Q_��-P-\l,ede hacer una república sin
matar. gente . .En este aspecto, que se iba a
convertir en algo tan importante para la historia de las revolu ciones,
Maquiavelo y Robespierre no eran romanos, y la auto� ridad a la que podían
haber -apelado podría haber sido Platón,
que también recomendaba la tiranía como gobierno, porque en ese sistema «es posible que el cambio se
haga con mayor fa cilidad y rapidez».61
Precisamente en este doble sentido, a causa del
nuevo des cubrimiento de la experiencia de
fundación y su reinterpreta ción en términos de la justificación de los medios
(violentos) para un fin supremo, se puede considerar a Maquiavelo
como predecesor de las revoluciones
modernas·,
que se caracterizan mn la frase aplicada por Marx a la francesa:
una revolución que
apareció en la escena histórica con ropajes romanos. A menos que se
reconozca que la actitud romana hacia
la fundación fue lo que los inspiraba, creo que no se puede entender bien ni la
gran deza ni el carácter trágico de las revoluciones occidentales. Si no me equivoco al sospechar que la crisis del
mundo actual es en primer término
política, y que la famosa �<.�:te.¡::�p�p.cia de Occi dente» consiste sobre
todo en la declinación de la trinidad ro m�na
religión, tradición y autoridad, a la vez que se produce la 'r);iin
a subrepticia de los cimientos romanos
específicos del cam-
151
po político, las revoluciones de la época moderna parecen
es fuerzos
gigantescos para reparar esos cimientos,
para renovar el hilo roto de la tradición
y para restaurar, fundando nuevos cuer pos políticos, lo que por tantos siglos dio a los
asuntos de los hombres cierta medida
de dignidad y grandeza.
Sólo uno de esos intentos, la
Revolución Americana,
tuvo éxito: los
padres fundadores, como aún los llamamos
-hecho muy definitorio-, establecieron una nueva institución
política sin violencia y con la
ayuda de una constitución. Y esa institución política ha perdurado al menos hasta hoy, a pesar
de que el ca rácter específicamente
moderno del mundo moderno en ningún otro aspecto produjo
expresiones tan extremas en todos los cam pos de la vida no política como lo hizo en los
Estados Unidos.
Este lugar no es el adecuado
para el análisis de las razones de la sorprendente estabilidad de una estructura política fren te a la embestida de una poderosa
y violenta inestabilidad so cial. Parece seguro que el carácter
relativamente no violento de la Revolución Americana, en la que la violencia estuvo más o menos limitada a una guerra corriente, es un
factor importante en ese éxito. También
puede ser que los padres fundadores, por haber escapado al desarrollo europeo de la nación-Estado, se mantuvieran más cerca del espíritu romano original. Más importante, quizá, fue
que el acto de la fundación, es decir, la colonización del
continente americano, precediera a la Decla ración de la Independencia,
de manera que elaborar la Consti tución, fundada en decretos y acuerdos
previos, confirmó y le galizó una institución política ya existente, más que
crear una nueva.62 Por tal causa,
los protagonistas de la Revolución Ame ricana no tuvieron que hacer el esfuerzo de
«iniciar un orden de cosas nuevo» en su
totalidad; es decir que no tuvieron que empeñarse en la única
acción de la que Maquiavelo cierta vez dijo: «Nada hay más
difícil de llevar a cabo, ni de éxito menos
seguro, ni más peligroso
de ejecutar.»63 Y por cierto que Ma quiavelo debía de saberlo muy bien, porque él -como Robes pierre, Lenin y todos los grandes revolucionarios que
son sus descendientes- nada deseó con mayor pasión que la posibili dad de iniciar un nuevo
orden de cosas.
Sea como sea, las revoluciones, a las que por lo común
ve mos como
una ruptura radical con la tradición, aparecen en
nuestro contexto como
acontecimientos en los que las acciones de los hombres aún están in5piradas por los orígenes de esa tra dición, de
los que también reciben su mayor impulso. Se diría que son la única salvación que esta tradición
romana occidental se dio para los casos
de emergencia. El hecho de
que no sólo las diversas revoluciones
del siglo xx sino todas las habidas
desde la francesa hayan terminado mal,
en la restauración o en una tira nía, parece señalar que incluso esos últimos
medios de salvación brindados por la
tradición perdieron su eficacia. La autoridad tal como la conocimos en tiempos, nacida de
la experiencia ro mana de la fundación y entendida a la luz de la filosofía política griega, no se restableció en ningún caso, ni
a través de las revo luciones ni por medios de restauración menos
prometedores, y menos aún mediante todas
las actitudes y tendencias conserva doras que una y otra vez inva<len la opinión pública. Vivir en un
campo político sin--autoridad y sin la conciencia paralela de que la fuente de autoridad trasciende al poder y
a los que están en el poder, significa
verse enfrentado de nuevo -sin la fe religiosa
en un comienzo sacro y sin la protección de las normas de com
portamiento tradicionales y, por tanto, obvias- con los proble mas elementales
de la convivencia humana.
1 53
IV. ¿QUÉ ES LA LIBERTAD?
1
Preguntarse qué es la libertad parece ser una empresa sin esperanzas. Es
como si las contradicciones y
antinomias del pa sado estuvieran esperando para hacer que la mente se vea obli
gada a enfocar dilemas de
imposibilidad lógica, tras lo cual,
se gún el cl.a del dilema que se
haya escogido, resulte tan imposible la concepción de la libertad o de su opuesto como lo es com prender la idea de la
cuadratura del círculo. En su forma más
simple, la dificultad se puede resumir como la contradicción en tre nuestra conciencia y nuestro consciente, que nos dicen que somos
libres y por tanto responsables, y nuestra experiencia
dia ria en el mundo exterior, en el que nos orientamos según
el prin cipio de causalidad. En todos los asuntos prácticos, y en
especial en los políticos, pensamos que
la libertad humana es una verdad obvia,
y, basadas en este supuesto axiomático, se dictan leyes, se adoptan decisiones y se aplican sentencias en
las comunidades humanas. Por el
contrario, en todos los campos del esfuerzo
científico y teórico, nos atenemos a la no menos obvia verdad de nihil ex nihilo, de nihil sine causa, es decir a la
idea de que inclu so «nuestras propias vidas están sujetas, en última
instancia, a la causalidad», y ge que si
hemos de tener un ego en esencia libre
dentro de nosotros, ese ego sin duda jamás hace una aparición inequívoca en el mundo de los fenómenos y, por consiguiente, ja más puede
llegar a ser el sujeto de comprobaciones teóricas. Por tanto, la libertad resulta ser un espejismo
cuando la psicología echa una mirada a
lo que, supuestamente, es su campo más re cóndito, ya que «el papel que
cumplen las fuerzas de la naturale za, como causa del movimiento, tiene su
contrapartida dentro de la esfera
mental, en la motivación, como causa de la conducta». 1 Es cif'rto que la prueba de la causalidad -·la posibilidad
de pre-
15 5
ver los efectos si se conocen todas
las causas- no se puede apli car
al campo de los asuntos humanos; pero este impredecible ca
rácter práctico no
es una prueba de libertad, sino que sólo signi fica que no estamos en
condiciones siquiera de conocer todas las
causas que entran en juego y esto, en parte, por el enorme nú mero de
factores implicados, pero también porque las motiva ciones humanas, como
elementos distintos de las fuerzas natura les, todavía están ocultas a los
observadores, tanto a la inspección de
nuestros congéneres como a nuestra introspección.
Debemos a Kant la máxima clarificación
de estos oscuros temas y a su perspicaz aseveración de que la libertad no es
más asequible al sentido íntimo, y dentro del campo de la experien cia interior, de lo que lo es a
los sentidos que nos permiten co
nocer y comprender el mundo. Sea operativa o no la causalidad en el ámbito de la naturaleza y del universo, sin duda es una ca tegoría mental que sirve para -poner en orden todos los datos sensoriales, sea cual fuere su naturaleza, y esto es lo que
hace posible la experiencia. De aquí
se deduce que la antinomia en tre libertad
práctica y no-libertad teóric
a, ambas
igualmente axiomáticas en sus campos
respectivos, no sólo se refiere a una dicotomía entre ciencia y ética, sino que
además está presente en las experiencias
cotidianas que son el punto de partida tan to de la ética como de la ciencia. No es la
teoría científica, sino el pensamiento
mismo en su estado precientífico y prefilosófí co, lo que parece disolver en
la nada la libertad sobre la que se basa
nuestra conducta práctica. En el momento en que refle xionamos sobre un acto
que se llevó a cabo con la idea de que
nuestro yo es un agente libre, parece que ese acto queda bajo el dominio de dos clases de causalidad: de una
parte, la de la mo tivación interior y, de otra, la del principio de
causalidad que gobierna el mundo
exterior. Kant salvó a la libertad de este do ble ataque, porque distinguió
entre una razón «pura>> o teórica
y una «razón práctica», cuyo centro es el libre albedrío, por lo que es importante recordar que el age!).te
poseedor de libre al bedrío -de importancia suma en la práctica- nunca
aparece en el mundo de los fenómenos, en
el mundo exterior de nues tros cinco sentidos, ni en el campo de la percepción
interior, con la que cada uno se capta a
sí mismo. Está solución, que contrapone
el dictado de la voluntad y la comprensión de la ra-
zón, tiene su
ingenio y hasta puede bastar para establecer una ley moral, cuya consistencia lógica en nada sea
inferior a las le yes naturales.
Pero de poco vale para eliminar la mayor y la más peligrosa de las dificultades, es decir, que
el pensamiento mis mo, en su forma teórica como en su forma preteórica, hace
de saparecer a la libertad, además de que ha de resultar extraño que la facultad de la volición, cuya actividad
esencial consiste en dictar y mandar,
tenga que ser el refugio de la libertad.
En el campo político, el problema de la libertad es crucial y ninguna teoría
política puede despreocuparse de que este pro ble� haya conducido al «bosque oscuro en el que la filosofía perdió su camino».2 A continuación
analizaremos la causa de esa oscuridad:
ocurre que el fenómeno de la libertad de ningún
m.odo
se muestra en eino del pensamiento; además, ni ia li
erta m su opuesto se expe�imentan en e ruogo interno del yo, en cuyo transcurso se
suscitan las grandes preguntas
filosó 'ficas y metafísicas; por
último, la tradición filosófica
-cuyo ori gen en este sentido
discutiremos luego- distorsionó, en lugar de aclarar, la idea misma de libertad tal
como se da en la expe riencia
humana, transportándola de su terreno original, el cam po de la política y los asuntos humanos
en general, a un espacio interior, la
voluntad, donde se iba a abrir a la introspección. Como una primera justificación preliminar de
este enfoque se puede señalar que
históricamente el problema de la libertad ha
sido la última de las grandes preguntas metafísicas tradicion�es -como el ser, la nada,
el alma, la naturaleza, el tiempo, la eter nidad y otras- que llegó a
convertirse en un tópico de la inves tigación filosófica. No existe
preocupación por el tema de la libertad
en toda la historia de la gran filosofía desde los preso cráticos hasta
Plotino, el último filósofo antiguo. La libertad hizo su aparición primera en nuestra
tradición filosófica cuando la
experiencia de la conversión religiosa -primero la de Pablo y después la de Agustín- le dio lugar.
J2 campo en el gue siempre se conoció la libertad, sin du@ no com
o un problema
sino como 1m hecho de la vida diaria, es el espacio político. Todavía hoy, lo sepamos
o no, el problema de la política y el
hecho de que el hombre sea un ser dotado de
la posibilidad de obrar tiene que estar vívido sin cesar en nues tra
mente cuando hablamos del problema de la libertad, por-
--- -
157
que la acción
y la política, entre todas las capacidades y posibi lidades de la vida humana, son las únicas cosas en
las que no podemos siquiera pensar sin asumir al menos que la
libertad existe, y apenas si
podemos abordar un solo tema político sin
tratar, implícita o
explícitamente, el problema de la libertad
del hombre. Además, el de la libertad no es uno más entr
e los
muchos problemas y fenómenos del campo político
propia mente dicho, como lo son la justicia, el poder o la igualdad; muy pocas veces constituida en el objetivo
directo de la acción política -sólo en
momentos de crisis o de revolución-, la li bertad es en rigor la causa de que
los hombres vivan juntos en una organización política:
Sin ella, la vida política como tal no
tendría sentido. La raison d'hre de la política
es la libertad, y el campo en el que se aplica es la acción.
Esta libertad que damos por sentada en toda teoría políti ca, y que incluso quienes son
partidarios de'latíranía deben to mar en cuenta, es la antítesis misma de la «libertad interior», el espacio interno en el que los hombres
pueden escapar de la co acción externa y sentirse
libres. Tal sentimiento íntimo se man tiene sin manifestaciones externas y en consecuencia es políti camente irrelevante por
definición. Sea cual sea su legitimidad, y por mucha que haya sido
la elocuencia de la Baja Antigüedad al describirlo,
históricamente es un fenómeno tardío y en su origen fue el resultado de un apartamiento del mundo, en
el
que las experiencias
mundanas se transformaban en experien cias internas del yo. Las experiencias de la
libertad interior son derivativas,
porque siempre presuponen un apartamiento del
mundo, lugar en que se niega la libertad, para encontrar refu gio en
una interioridad a la que nadie más tiene acceso. El es pacio interior en el que el yo se protege del mundo no se
debe confundir con el corazón o la
mente, que existen y funcionan, ambos,
sólo en interrelación con el mundo. Ni el corazón ni tampoco la mente, sino la interioridad como
espacio de liber tad absoluta dentro del propio yo fue lo que se descubrió a
fi nes de la Antigüedad, por obra de quienes no tenían lugar pro pio en el mundo y, por consiguiente, carecían
de una condición mundana a la que, desde
tiempos remotos hasta casi mediados del
siglo XIX, todos consideraron como
requisito previo para la libertad.
El carácter derivativo de esta libertad interior, o de la teoría de que «la región apropiada de la libertad humana» es el «do minio
interno de la conciencia»/ se muestra
con mayor limpidez si acudimos a
sus orígenes. En este sentido son representativos no el individuo moderno con su deseo de
desplegarse, desarro llarse y expandirse, con su miedo justificado a que la
sociedad se lleve lo mejor de su
individualismo, con su insistencia enfáti ca «en la importancia del genio» y
la originalidad, sino los sec tarios populares y popularizan
tes de la
Baja· Antigüedad, que apenas si tenían en común con la filosofía algo más que el nom bre. :Oe este modo, los argumentos más
persuasivos para la su perioridad absoluta de la libertad interior se
pueden encontrar aún en
un ensayo de Epicteto,4 que empieza por determinar que es libre aquel que vive como quiere, una
definición que extra ñamente se hace eco de un juicio tomado de la Polítz'ca de
Aris tóteles, donde la afirmación «libertad significa
hacer lo que uno quiere» está en boca de
quienes no saben lo que es la libertad.5
Epictcto demuestra a continuación que el hombre es libre si se limita a lo que está en su mano, si no
alcanza un ámbito en el que se le puedan
poner obstáculos. 6 La «ciencia de
la vida>/ consiste en saber distinguir
entre el mundo exterior, sobre el cual
el sujeto no tiene poder, y el yo, del que puede disponer en la medida en que le parezca adecuado.8
Desde el punto de vista histórico, es
interesante anotar que la aparición del problema de la libertad en la filosofía
de Agus tín estuvo precedida por el
intento consciente de separar la no ción de libertad de la de política, para llegar a una formulación a
través de la cual se pudiera ser
esclavo en el mundo y, no obs tante,
libre. Sin embargo, la libertad de Epicteto, que consiste en estar libre de los propios deseos,
conceptualmente no es más que una inversión de las nociones
políticas corrientes en la Antigüedad, y el medio político que servía de fondo para
todo
ese cuerpo de filosofía popular, la evidente declinación de la
li bertad en la etapa final del Imperio Romano, se manifiesta a sí misma aún con el claro papel en el que
nociones como poder, dominio y propiedad
tienen su espacio. Según el criterio anti guo, el hombre podía liberarse a sí
mismo de la necesidad sólo a través del
poder sobre otros hombres, y podía ser libre sólo si tenía un lugar, un hogar en el mundo.
Epicteto transportó esas
159
relaciones mundanas a las relaciones con el propio yo del hom bre, y así descubrió
que ningún poder es
tan absoluto como el que el
hombre ejerce sobre sÍ mismo, y que el espacio interior en el que el hombre lucha y se somete a sí
mismo es por com pleto suyo, es decir está protegido de las interferencias exter nas
con mayor seguridad que cualquier lugar en el mundo.
Por todo esto, a pesar de la gran influencia que el concepto d
e una libertad
interior no política, ejerció en la tradición del pensamiento, no parece aventurado
decir que el hombre no sa brá nada de la libertad interior, si antes no tiene, como una
rea lidad mundana tangible, la
experiencia de su
condición de ente libre. Primero
nos
hacemos conscientes de la libertad o de su
opuesto en nuestra relación con los otros, no en la
relación con nosotros mismos. Antes de
que se convirtiera en un atributo del
pensamiento o en una cualidad de la voluntad, la libertad se en tendió
como la condi_ción del hombre libre, la que le permitía
marcharse de su casa, salir al mundo y conocer a otras personas de palabra y obra. Esta libertad estaba claramente
precedida por la liberación: para ser
libre el hombre tiene
que haberse li berado de las necesidades de la vida. Pero la condición de
libre no se sigue automáticamente del
acto de liberación.
La libertad necesitaba, además de
la mera liberación, de la compañía de
otros hombres que estuvieran en la misma situación y de un espacio público común en el que se pudiera tratarlos, en
otras palabras, un mundo organizado
políticamente en el que cada hombre
libre pudiera insertarse de palabra y obra.
Es obvio que la
libertad no caracteriza a toda forma de re lación humana
ni a todo tipo de comunidad. Donde los hom bres viven juntos pero sin formar
una entidad política -por ejemplo, en
las sociedades tribales
o dentro de su propio ho gar-, los factores que rigen sus acciones y su conducta son las necesidades vitales y la preservación
de la vida, y no la libertad. Además, ya
que el mundo hecho por el hombre no es el esce nario de la acción y de la palabra -como en
las comunidades agobiadas por gobiernos
despóticos, donde
los integrantes es tán limitados a la estrechez del hogar y así evitan la
aparición de un ámbito público-, la
libertad no tiene una
realidad mun dana. Sin un ámbito público políticamente garantizado, la
li bertad carece de un espacio
mundano en el que pueda
hacer su
160
aparición. Sin
duda, aun en tal caso ese espacio puede existir
én
el
cbrázón_de los hombres como
deseo, voluntad, esperanza o anhelo; pero el corazón del hombre, como todos
sabemos, es un lugar muy oscuro,
y lo que ocurra en sus repliegues mal po dría recibir el nombre de hecho
demostrable. La libertad como hecho
demostrable y la política coinciden y se relacionan entre sí como las dos caras de una misma moneda.
Con todo, precisamente esta coincidencia
de política y li bertad es lo que no podemos dar por sentado a la luz de nues tra
presente experiencia política.
El surgimiento del totalitaris mo"' su presunción de haber
subordinado todas las esferas de la vida
a las demandas de la política y su reiterada ignorancia de los derechos civiles, sobre todo de los derechos de privacidad y del derecho a liberarse de la política,
nos hace dudar no sólo de la coincidencia de la política y la libertad sino incluso de su compatibilidad
misma. Nos' inclinamos a creer que la libertad empieza donde termina la política, porque
hemos visto que la libertad desaparecía
cuando las llamadas consideraciones polí ticas se imponían a todo lo demás. Al
fin y al cabo, ¿no estaba en lo cierto
aquel credo liberal que decía «cuanta meno.s políti ca, más libertad»? ¿No es
verdad que cuanto menor sea el es pacio ocupado por lo político, mayor será el
campo que le quede a la libertad? Y por cierto, ¿no medimos con justeza
el alcance de la libertad, en cualquier
grupo social, por el espacio libre que
garantiza a actividades én apariencia no políticas, a la li bre empresa económica, a la
libertad de enseñanza, de religión o de
actividades culturales e intelectuales? ¿Como de una ma nera u otra todos
creemos, no es verdad, que la política es com patible con la libertad sólo
porque garantiza una posible libe ración de la
política y en la medida en que lo hace?
Esta definición de libertad política como libertad potencial de la política·no nos ha llegado simplemente por
nuestras ex periencias cercanas; ha jugado un amplio papel en la historia de la teoría política. No tenemos que ir más allá de los pensa dores políticos de los siglos xvn y xvm, que con mucha fre cuencia identificaron sencillamente la libertad política con la seguridad.
El objetivo supremo de la política, «el fin del go bierno», era
garantizar la seguridad; a su vez, la seguridad ha cía posible la libertad, y
la palabra «libertad» designaba una
r6r
quintaesencia de actividades que se producían fuera del campo político. Incluso
Montesquieu, aunque de la esencia de
la polí tica tenía una opinión no diferente sino mucho más elevada que la de Hobbes o Spinoza, a veces podía igualar libertad po lítica y seguridad.9 El nacimiento d
e las ciencias políticas y
so ciales en los siglos XIX y xx amplió incluso la brecha entre li bertad
y política, porque el gobierno, que desde principios
de la época moderna se había
identificado con el dominio total de lo político, pasó a ser considerado como el protector oficial del proceso vital -más que de la libertad-, de los
intereses de la sociedad y de sus individuos. El criterio decisivo
siguió siendo la seguridad, pero
no l-a seguridad individual, antítesis de la
«muerte violenta», como en Hobbes (en quien la condición de toda libertad es estar libre del miedo), sino
una seguridad que permitiera uri desarrollo inalterado del proceso
vital de la so ciedad como un todo. Este procesO"vital no está ligado a la li
bertad, sino' que sigue su propia necesidad inherente, y sólo se le puede llamar libertad en el sentido
en que hablamos de una corriente que
fluye sin impedimentos. En esta concepción, la
libertad no es el objetivo no político de la política sino un fe nómeno
marginal, que en cierto modo configura el límite que el
gobierno no debe sobrepasar, a menos que estén en juego la
vida misma y sus propensiones y necesidades.
Así es como además de nosotros, que tenemos
razones pro pias para
desconfiar de la política en el campo de la libertad, toda la época moderna
establece una separación entre liber
tad y política. Puedo remontarme más
aún en el tiempo y evo car antiguos
recuerdos y tradiciones. El concepto
de libertad pre moderno y secular insistió, sin duda, en separar la libertad de los
súbditos y cualquier participación directa en el gobierno;
«las prerrogativas y la libertad consistían en tener el
gobierno de unas leyes por las cuales la
vida y los bienes del pueblo fue ran del pueblo mismo y no por participar en el gobierno, que es algo que no le corresponde», como resumió
Carlos I en su discurso desde el
patíbulo. No era
por un deseo de libertad por lo
que el pueblo al fin pedía participar en el gobierno o introdu cirse en el
campo político, sino porque desconfiaba de los que tenían
poder sobre sus vidas y sus bienes. Además,
el concepto cristiano de libertad
política surgió de la sospecha de los pri- .
meros
cristianos ante el campo público como tal, y de la hosti lidad que hacia él sentían, y de que querían desentenderse de él
.
para ser libres. Y esta libertad cristiana destinada a lograr
la salvación estuvo precedida, como hemos visto, por
la actitud de abstención de los
filósofos ante la política, a modo de requi sito previo para la forma de vida
suprema y más libre, la vita
contemplativa.
A pesar de la enorme carga de esta tradición, y a pesar de la quizá
más
significativa premura de nuestras propias expe riencias, que presionan en la dirección de un divorcio entre li bettad y
política, pienso que el lector puede creer que ha leído una trivialidad cuando dije que la raison
d'
hre de la política
es la libertad y que esa libertad se experimenta sobre todo
en el hacer. A continuación no haré más que reflexionar sobre esta \Ti�l � perogrullada.
2
La libertad como elemento
relacionado con la política no es un fenómeno de la voluntad. No nos enfrentamos con el li berum
arbitrium, una libertad de elección que
juzga y decide entre dos cosas dadas,
una buena y una mala, y
cuya
elección está predeterminada por un
motivo que sólo se puede aducir para iniciar su puesta en práctica: «Y por eso, ya que no puedo demostrar que soy un amante, 1 para pasar estos bellos días corteses, 1 estoy decidido a demostrar que soy un villano, 1 y
que odio los placeres ociosos de estas jornadas.» Más bien, para seguir con Shakespeare, se trata de la
libertad de Bruto: «Esto será así o
moriremos por ello», es decir, la libertad de dar existencia a algo que no existía antes, algo
que no estaba dado, ni siquiera como
objeto de conocimiento o de imaginación, y
que por tanto, en términos estrictos, no se podía conocer. La acción, para ser libre, ha de estar libre de
motivaciones, por
· una parte, y de su presunta finalidad como efecto predecible,
por otra. Esto no significa que
motivos y finalidades no sean
factores-importantes en cada acción independiente, sino que
son sus factores determinantes y que la acción es libre en la me
dida �n. que es
capaz de trascenderlos. En cuanto está determi-
nada, la acción viene
guiada por una finalidad futura cuyo ca rácter deseable ha captado el intelecto antes de que la voluntad lo quiera,
de modo que el intelecto pone en marcha
a la volun tad, pues sólo ella puede inducir a la acción,
para decirlo con una paráfrasis de la
descripción característica que de este pro ceso hizo Duns Escoto. 10 La finalidad
de la acción varía y de pende de las circunstancias cambiantes del
mundo; reconocer la finalidad no es una
cuestión de libertad, sino de juicio erró neo o acertado. La voluntad, vista como una
facultad humana diversa y
separada, se pliega al juicio, es decir, al conocimiento de la buena finalidad, y entonces ordena su
ejecución. El poder de ordenar, de
prescribir la acción, no es asunto de libertad,
sino una
cuestión de debilidad o fuerza.
En la medida en que es libre, la acción no está
bajo la guía del intelecto ni bajo el dictado de la voluntad -aunque
nece sita de ambos para
llegar a cualquier fin particular-, sino que
surge de algo por completo
diferente que, siguiendo el famoso análisis de las formas de gobierno
hecho por Montesquieu, lla maré principio. Los principios no operan
desde dentro del yo como lo hacen los
motivos -«mi propia deformidad» o «mi buen
aspecto»-; por decirlo así, se inspiran desde fuera, y son demasiado generales para indicar metas
particulares, aunque cada fin particular se
puede juzgar a la luz de este principio,
una vez que la acción está en marcha. A diferencia del juicio in
telectual que
precede a la acción, y a diferencia del mandato de la voluntad que la pone en marcha, el principio
inspirador se manifiesta por
entero sólo en el acto
mismo de la ejecución; no obstante, mientras los
méritos del juicio pierden su validez y la .
fuerza de la voluntad
que da las órdenes se agota a sí misma en
el curso
de la acción, ejecutada por el juicio y la voluntad su mados, el principio inspirador no
pierde fuerza ni validez en la ejecución. A diferencia de su fin, el principio de una acción
se puede repetir una y otra vez, es inagotable, y a diferencia de su rnotivo, la validez de un principio es
universal, no está unida ni a una persona ni a un
grupo particulares. Sin embargo, la ma nifestación de los principios sólo se produce a
través de la ac ción, pues resultan evidentes en el mundo mientras la
acción dura, pero no después. Esos
principios son honor o gloria, amor de la igualdad -al q1,1�Mqptesquieu Jlamaba virtud, dis- ·
tinción o supremacía, lo que los griegos expresaban con su aEl. cXpL<T'TE'ÚELV
(«esforzarse siempre para hacer lo
mejor·y·ser el mejor»)- y también miedo, desconfianza u odio. La
libertad o sus opuestos aparecen en el
mundo cuando estos principios se
actualizan; la apariencia de libertad, como la manifestación de principios, coincide con la acción ejecutora.
Los hombres son libres -es decir, algo más que meros poseedores del don de la libertad- mientras actúan, ni antes ni
después, porque ser li bre y actuar es la misma
cosa.
La libertad como elemento
inherente a la acción quizá est¿ me;or ilustrada por el
concepto de virtu de
Maquiavelo, en el que se denota la excelencia con que el hombre responde a las oportunidades ofrecidas por el mundo bajo la forma de la
/or tuntz. Su significado se expresa mejor con el término «virtuo
sismo», es decir, la superioddad que atribuimos en las artes in terpretativas (distintas
de las artes creativas del hacer), en las que el logro está en la interpretación en sí
misma y no en un producto final que,
independizándose de ella, sobreviva a la
actividad que le ha dado la existencia. La calidad de virtuosis mo de
la virtu de Maquiavelo en cierta medida nos
recuerda el hecho -desconocido por·este
personaje- de que los griegos siempre
usaron metáforas como la de tocar la flauta, bailar, curar y navegar para diferenciar las
políticas de las demás acti vidades, o sea que tomaron sus comparaciones de
las artes en las que es decisivo el virtuosismo en la ejecución.
Como toda acción contiene un elemento de virtuosismo, y ya que el virtuosismo es la excelencia que adjudicamos a las ar tes de la ejecución, a menudo se ha definido a la política como {.¡n arte. Es obvio que ésta no es una
definición sino una metá fora, y la metáfora se vuelve falsa por
completo si caemos en el error común de mirar el Estado o el gobierno como una obra de arte,
como una especie de obra maestra colectiva. En el sen tido de las artes creativas,
que producen algo tangible y cosifi can el pensamiento humano hasta el punto
de que la cosa pro ducida posee una existencia propia, la política es la
antítesis exacta de un arte, lo que
-dicho sea al pasar- no significa que
sea una ciencia. La continuidad de la existencia de las ins tituciones
políticas, por bien o mal diseñadas que estén, de pende de los hombres d� _acción; �u fOnservación se consigue
por los mismos medios que les dieron
el ser. La existencia in dependiente señala a la
obra de arte como Ún producto del ha cer; la dependencia total de actos
posteriores para conservar su existencia
define al Estado como un producto de la acción.
Aquí la cuestión no es que el artista creativo
es libre en el proceso de creación, sino que el proceso creativo no se desa rrolla en público y no está destinado a mostrarse al
mundo. De aquí que el elemento de libertad, sin duda presente
en las artes creativas, permanezca oculto; el libre proceso creativo no es lo
que se mues
tra e interesa
por fin al mundo, sino la obra de arte
en sí misma, el producto .final del proceso. Por el contrario, las artes interpretativas tienen una considerable
afinidad con la política. Los
intérpretes -bailarines, actores, instrumentistas y demás- necesitan una audiencia para mostrar su virtuosismo, tal como los hqmbres de acción necesitan la
p:t:_��ep.cia de otros ante los cuales mostrarse; para unos y otros es preciso un espa cio público
organizado donde cumplir su «trabajo», y uno§_y otros dependen de
los demás para la propia ejecución. No se
debe dar por sentado que existe tal espacio de presentaciones en todos los casos en que los hombres vivan
reunidos en una comunidad. La pólis griega fue, en tiempos, precisamente esa «forma de gobierno» que daba a los hombres un
espacio
para sus apariciones,"un espacio en
el que podían- actuar, una espe cie de teatro en el que podía mostrarse la
libertad.
Usar el vocablo «político» en el sentido de la
pólis griega no es
arbitrario ni forzado. No sólo etimológicamente y no sólo para las personas cultas, esta palabra -que en todas las lenguas
europeas deriva de la organización griega, históricamente úni ca, de la
ciudad-estado- trae el eco de las experiencias de una
comunidad que fue la primera en descubrir la esencia y el ám bito de lo político. Sin duda, es difícil e incluso
engañoso ha blar de política
y de sus principios
internos sin recurrir hasta cierto punto a las experiencias de la Antigüedad griega y ro mana; esto ocurre por la sencilla razón de que ni antes ni des pués los
hombres jamás pensaron con tanta hondura sobre la activi<iad política ni confirieron tanta
dignidad a ese campo. En lo que se
refiere a la relación entre libertad y política, exis te la razón adicional de que sólo las comunidades
políticas an tiguas se fundaron--ren -el fin·expreso de servir a los libres,
aJos
166
que no eran
esclavos ni estaban sometidos a la coacción de
otro
s, ni eran trabajadores apremiados
por las necesidades de la vida. Entonces, si comprendemos
lo político en el sentido de la pólis, su
objetivo o raison d' etre sería el de establecer y con servar un
espacio en el que pueda mostrarse la libertad como virtuosismo: es el campo en el que la
libertad es una realidad mundana,
expresable en palabras que se pueden oír, en hechos que se pueden ver y en acontecimientos sobre
los que se habla, a los que se recuerda
y convierte en n,arraciones antes de que,
por último, se ipcorporen al gran libro de relatos de la historia h�fli!a11a.
Lo que ocurre en ese espacio de apariencias es por definiciÓn político, aun cuando no sea un
producto directo de la acción. Lo que
queda fuera, como las grandes gestas de los
imperios bárbaros, puede ser impresionante y digno de men ción, pero no
es político, en términos estrictos.
Cualquier intento de de�ivar
el concepto -de- libertad de las experiencias habidas en el campo político suena extraño y sor prendente, porque todas
nuestras teorías en estos temas están
dominadas por la idea de que la libertad es un atributo de la vo-· luntad y del pensamiento, más que de
la a�c�ón. Y esta priori dad no deriva sólo de 13. ide; d� q�� cad'i �cto-ha de estar pre cedido psicológicamente por un
acto cognoscitivo del intelecto y por una orden de la voluntad para llevar adelante
su decisión sino también, y quizá
incluso en primer lugar, porque se consi dera que la «libertad
perfecta es incompatible con la
existencia de la sociedad», y que en su
perfección sólo se puede tolerar
fuera del campo de los asuntos humanos. Este argumento tan
repetido no sostiene -lo que quizá es verdad- que es parte de la naturaleza del pensamiento una necesidad
de libertad mayor que la de cualquier
otra actividad humana, sino más bien que el
pensamiento en sí mismo no es peligroso, de modo que sólo la acción necesita ser restringida: «Nadie
pretende que las accio nes sean tan libres como las opiniones.» 11 Sin duda se trata de uno de los dogmas fundamentales del
liberalismo, que, a pesar de su nombre,
ha hecho lo suyo para apartar la idea de libertad del campo político. Según esa misma
filosofía, la política debe ocuparse
casi con exclusividad del mantenimiento de la vida y de la salvaguardia de sus intereses. Pues
bien, cuando la vida está en jueg?J.. PO� definición.? las acciones están bajo
el imp�_!ati-
vo de la necesidad, y el campo adecuado para ocuparse de las necesidades vitales es la gigantesca y siempre creciente esfera de la vida social y económica, cuya administración proyectó su sombra en el espacio político desde el principio mismo de la Edad Moderna. Sólo los asuntos exteriores parecen constituir
todavía un espacio puramente
político, porque las relaciones entre los países aún albergan hostilidades y
simpatías que no se
pueden reducir a factores económicos. Incluso en este caso la
tendencia más fuerte es la de considerar los problemas interna
cionales de las potencias y sus rivalidades como algo que, en úl tima instancia, surge de factores e
intereses económicos.
No obstante,
así coino aún creemos que decir «la libertad
es la raison d'
etre de la política>> no es más que una pe!-"ogrulla da, a pesar de todas las teorías y
tendencias, de igual manera, a
pesar de nuestra aparentemente exclusiva preocupación por la vida, todavía es
algo consabido que el valor es UITa de las virtu des políticas
cardinales, aunque -si todo esto fuera cuestión
de coherencia, que obviamente no lo es- tendríamos que ser los
primeros en condenar el valor como un desdén tonto y has ta perverso de la vida y
de sus intereses, es decir, de lo que se considera
el más alto de todos los bienes. Valor es una palabra grande, y no me refiero al que desea la aventura y
que con gus to arriesga la vida para poder sentirse vivo de ese modo
tan to tal e intenso que sólo se puede experimentar ante el peligro y
la muerte. La temeridad es tan poco respetuosa de la vida
como la cobardía. El valor, al
que, con todo, consideramos indispen sable para la acción política, y al que Churchill cierta vez defi
nió como <da primera de las cualidades humanas, porgue es la que garantiza todas las demás», no recompensa
nuestro senti do individual de la vitalidad, sino que lo exige de nosotros
la naturaleza misma del ámbito público.
Este mundo nuestro, porque existía desde
antes de nuestras vidas y está destinado
a sobrevivimos, sencillamente no puede permitirse otorgar la preocupación máxima a las vidas individuales
y a los intereses con ellas conectados;
como tal, el ámbito público implica el contraste más
agudo posible respecto de nuestro ámbito priva do, donde, en la protección de
la familia y del hogar, todo se remite a
asegurar el proceso vital y debe
servir para eso. Se ne cesita val?r incluso para abandonar la segl!�ida
cl__,.!;!,t
ot�ctor� de ·
r68
nuestras cuatro paredes y entrar en el campo público, no por
los peligros particulares que puedan estar esperándonos, sino
porque hemos llegado a un campo en el
que la preocupación por la vida ha perdido su validez. El valor
libera a los hombres de su
preocupación por la vida y la reemplaza por la de la li bertad del mundo. El
valor es indispensable porque en política
lo que se juega no es la vida sino el mundo.
3
Es evidente que esta noción de
interdependencia de libertad y política está en contradicción con las teorías sociales
de la épo ca moderna. Infortunadamente, no se deduce de esto
que sólo necesitamos
volver a las tradiciones y teorías antiguas, premo dernas. En realidad,
el mayor escollo para llegar a comprender
lo que es la libertad surge
del hecho de que no nos sirve de ayu da una simple vuelta a la tradición, y en especial a lo que sole mos llamar la gran tradición. Tanto el concepto
filosófico de li bertad tal como apareció en la Baja Antigüedad
-época en que la-libertad se convirtió
en · un
fenómeno de pensamiento por el
que el hombre podía, por decirlo así, analizarse fuera del mun
do-, como la idea cristiana y moderna de libre albedrío care cen de base en la
experiencia política. Nuestra tradición filosó fica es casi unánime al
sostener que la libertad empieza cuando
los hombres dejan el campo de la vida política ocupado por la mayoría, y que no se experimenta en
asociación con otros sino en
interrelación con el propio yo, ya sea bajo la forma de un diá logo interior
al que, desde Sócrates, se llama pensamiento, o de un conflicto interno del yo, la lucha
interior entre lo que quiero y lo que
hago, cuya dialéctica devastadora hizo conocer, prime ro a Pablo y después a
Agustín, los equívocos y las impotencias
del corazón humano.
Para la historia del problema de la libertad,
la tradición cris tiana sin duda se
convierte en el factor decisivo. Casi automáti camente igualamos la libertad con
el libre albedrío, es decir, con una
facultad virtualmente desconocida para la Antigüedad clá sica. La voluntad,
tal como el cristianismo la descubrió, tiene tan poco en común con las capacidades bien
conocidas de desear
una cosal esforzarse por ella y tenerla como meta
que llamó la atención sólo después de haberse puesto en conflicto con
esas capacidades. Si la libertad
de hecho no fuera más que un fenó meno de la voluntadl tendríamos
que deducir que los antiguos no la conocían. Es obvio que esto es absurdol pero si
alguien quisiera afirmarlol podría
argumentar lo antes dicho: que la idea
de libertad no desempeñó ningún
papel en la filosofía anterior a Agustín. La causa de este hecho sorprendente es quel en la An tigüedad griega
y en la romanal la libertad era un concepto ex clusivamente políticol
en sentido estricto la quintaesencia de la
ciudad-estado y de la ciudadanía. Nuestra tradición filosófica del pensamiento políticol empezando por
Parménides y Platónl se fundó de modo
explícito en la oposición a esa pólis y a su
ciu dadanía. La forma de vida elegida por el filósofo se entendía como antítesis de ECo<; 1ToA.vnKÓc;l forma
política de vida. Por tantol la
libertadl el centro mismo de la política tal como la en tendían los griegosl
era una idea que casi por definición no entraba
en el marco de la filosofía griega. Sólo cuando.los prime� ros cristianos -Pablo en
especial- descubrieron un tipo de li bertad que no tenía relación con la
polítical el concepto de libertad pudo
entrar en la historia de la filosofía. La libertad se convirtió en uno de los problemas principales
de la filosofía cuando se tuvo de ella
la experiencia de algo que ocurría en la
interrelación de uno mismo y su propio yol y fuera de la interre lación
de los hombres. El libre albedrío y la libertad se convir tieron en
sinónimosl12 y la presencia de la libertad se experi mentó en la soledad
totall «donde ningún hombre puede evitar
la acalorada discusión en que cada uno está empeñado consigo mismo»l el conflicto mortal que se produce en
la «morada ínti ma» del alma y en la oscura «cámara del corazón».13
La Antigüedad clásica no carecía de experiencia en los
fe nómenos de
la soledad; supo muy bien que el hombre solitario ya no es uno sino dos en unol que la
relación entre uno y su propio yo empieza
en el momento en que la interrelación de
una persona y sus congéneres se ha interrumpido por cualquier razón. Además de este dualismo que es la
condición existencial del pensamientol
la filosofía clásica desde Pla�ón insistió en
un dualismo entre alma y cuerpol en el que la facultad humana del movimiento se asignó al almal de la que se
suponía que movía ·
170
al cuerpo y a sí misma, y aún dentro del alcance del pensa miento platónico se interpretó
esta facultad como un dominio del alma
sobre el cuerpo. Con todo, la soledad
agustiniana de «acalorada discusión»
dentro del alma misma era desconocida
por completo, porque la lucha
en la que él estaba empeñado no era una
disputa entre razón y pasión, entre entendimiento y euJ.LÓ<;,14 es decir, entre dos
facultades humanas diferentes, sino que
era un conflicto dentro de la propia voluntad. Y esta dua lidad dentro de la facultad misma se conodó como la
caracte rística del pensamiento, como el diálogo que el sujeto sostiene co14 su yo. En otras palabras, el dos en uno
de la soledad que pone en marcha el
proceso del pensamiento tiene el efecto
opuesto sobre la voluntad: la paraliza y la cierra dentro de sí misma; querer en soledad ·es siempre velle y nolle, querer y no querer al mismo tiempo.
El efecto paralizante que la voluntad parece ejercer sobre sí misma es tanto más sorprendente cuanto que su propia y evi dente esencia es la de mandar y set obedecida. Por consiguien te, parece ser
una «monstruosidad» que el hombre pueda darse una orden a sí mismo y no
ser obedecido, una monstruosidad
que sólo se puede explicar por la presencia simultánea de un yo quiero
y un yo-no-quiero.15 Sin embargo,
esto ya es una inter pretación de
Agustín;
el hecho histórico es que el fenómeno de
la voluntad originalmente se
manifestó en la experiencia de que
yo no hago lo que querría, la experiencia de que existe un quie
ro-y-no-puedo. Lo que la Antigüedad desconocía no era que existe un posible sé-pero-no-quiero, sino que
quiero y puedo no son la misma cosa: non hoc
est velle, quod posse.16 Desde luego que el quiero-y-puedo era muy familiar para
los antiguos. Sólo debemos recordar
cuánto insistió Platón en que sólo los que sa bían cómo gobernarse a sí mismos
tenían el derecho de gober nar a otros y estaban
liberados de la obligación de obediencia.
Es verdad que el autocontrol ha seguido siendo una de las virtu des
específicamente políticas, siquiera porque es un fenómeno notable de virtuosismo, en el que quiero y
puedo deben estar tan bien afinados que,
en la práctica, coincidan.
De haber conocido un posible conflicto entre
lo que puedo y lo que
quiero, la filosQfía af1tigua sin duda habría
comprendi do el fenómeno. de la libertad como una cualidad
inherente del
171
puedo, o quizá la habría definido como
la coincidencia del qUiero
- y puedo.; .con
seguridad noJa habría pensado como un
atributo del quiero o querría. Este juicio no es una especula
ción vacua; incluso el conflicto euripideo entre razón y eu�-1-Óc;,
ambos presentes a la vez en el alma,
es un fenómeno relativa mente tardío.
Más típica -y más importante en nuestro con texto- era la convicción de que la pasión puede cegar a la razón humana, pero que, una vez que la
razón ha conseguido hacerse oír, no
existe pasión que impida al hombre hacer lo
que él sabe que está bien.
Esta convicción todavía está subya cente en Sócrates, cuando dice que la
virtud es un tipo de co nocimiento, y nuestro asombro ante la idea de que
alguien pue da haber pensado alguna vez que la virtud era «racional», que se podía aprender y enseñar, nace de nuestra
familiaridad con una voluntad que está
dividida, que quiere y no-quiere al mis mo tiempo, mucho más que de cualquier enfoque perspicaz so
bre la presunta impotencia de la razón.
En otras palabras, voluntad, fuerza de voluntad y ansias de poder
son para nosotros idegts casi idénticas;
considetamos que la sede del poder es la facultad de la volición tal como la cono-
· ce y experimenta el hombre en su relación consigo mismo. Y por esta fuerza de voluntad hemos desvirtuado no sólo nuestro razonamiento y nuestras facultades
cognoscitivas sino también otras
facultades más «prácticas». Pero incluso para nosotros está claro que, según lo expresa Píndaro, «éste
es el mayor pe ligro: poner los pies más allá de lo bueno y lo bello que se
co noce [obligado por la necesidad]».17 La necesidad que me im pide hacer lo
que sé y quiero puede provenir del mundo, de mi
propio cuerpo, de una insuficiencia de talentos, dones y cuali dades
que el hombre recibe al nacer, y sobre los que cada uno tiene el mismo poder que sobre las demás
circunstancias; todos esos factores, sin
excluir los psicológicos, condicionan a la per sona desde fuera en la medida
en que el quiero y el sé, es decir, el
yo mismo, están implicados; el poder que se enfrenta a estas circunstancias, que libera, por así decirlo,
el querer y el saber de su servidumbre
ante la necesidad es el puedo . .
Sólo cuando
el quiero y el puedo coinciden se
concreta la libertad. ·
Existe otra
forma más de comparar nuestra actual idea del
libre albedrío, nacida de un dilema y formulada, en lenguaje filo-
172
sófico, con las experiencias de libertad más
antiguas y estricta mente políticas. En la
restauración.del pensamiento político que acompañó
el nacimiento de la Edad Moderna es
posible distin guir entre los
pensadores que de verdad pueden llamarse padres de la «ciencia» política, porque se guiaron
por los nuevos des cubrimientos de las
ciencias naturales -su representante máxi mo es Hobbes-, y los que, más
o menos impertérritos ante estos
desarrollos típicamente modernos, se volvieron hacia el pensamiento político de la Antigüedad,_ no por
una predilección por el. pasado como tal
sino sólo porque la separación entre la
Igle�a y el Estado, entre religión y
política, había dado lugar a ·
un campo
independiente secular y político desconocido desde la caida del Imperio Romano.
El mayor representante de este se cularismo político fue Montesquieu,
quien, aunque indiferente a los
problemas de una naturaleza filosófica estricta, sabía muy bien que el concepto -el'Ístiano y el
filosófico de libertad eran poco
adecuados para los objetivos políticos. Para librarse de esa noción, estableció una diferencia expresa
entre libertad filosófi ca y libertad política, una diferencia que consistía
en que la filo sofía sólo exige de la libertad el ejercicio de la voluntad (!'exer
cice de la volante), independiente de las circunstancias
y de la concreción de los objetivos que
la voluntad se haya fijado. Por el
· contrario, la
libertad política consiste en que cada uno pueda hacer lo que debe querer («la liberté ne peut consister qu'a pou voir /aire · ce que
!' on doit vouloir»: el énfasis se pone en pou voir).18 Para Montesquieu y para los
antiguos era obvio que un sujeto no podía
ser llamado libre cuando carecía de la capacidad de
hacer, y no tenía importancia que ese fallo proviniera de cir cunstancias
externas o internas.
He elegido el ejemplo del autocontrol
porque para noso tros es un claro fenómeno de voluntad y de fuerza de voluntad. Los griegos, más que' cualquier otro pueblo, reflexionaron so bre la
moderación y la necesidad de domar el
corcel del alma, y, sin embargo, nunca llegaron
a ser conscientes de la voluntad como
una facultad específica, separada de otras capacidades humanas. Bist.ó_ricamente,- los hombres descubrieron
la volun tad cuandq __ e._�perimentaron su impoten�ia y no
su poder, cuanao-dÍjeron, con Pablo:
«Porque en mí está presente la vo luntad; pero cómo ejecutar lo que es bueno,
no lo sé.» Es la
173
misma voluntad, se quejaba Agustín,
para la que no era «una monstruosidad en parte querer y en parte no querer»; y aunque señala que es «una enfermedad de la mente», también admite que esa enfermedad es, por decirlo así,
natural para una mente poseída por una voluntad: «Si la voluntad ordena que haya una voluntad, no manda sobre nadie sino sobre sí misma ... Si la vo luntad es cabal, ni siquiera se
ordenará a sí misma ser, porque
ya sería en ese caso.»19 En otras palabras, si el hombre tiene una voluntad, siempre se verá como si hubiera dos
voluntades pre sentes en la misma persona, luchando entre sí para
prevalecer en su mente. Por tanto, la
voluntad es a la vez poderosa e im potente, libre y sometida.
Cuando hablamos de
impotencia y de los límites impuestos a la fuerza
de voluntad, por lo común pensamos en la impo tencia del
hombre respecto del mundo
circundante. Por tanto, tiene cierta
importancia advertir que en esos testimonios tem pranos la voluntad no se veí
a vencida por alguna arrolladora fuerza de la naturaleza o por las circunstancias; la discusión que suscitó su nacimiento no fue el conflicto
entre lo singular y lo plural, ni la
pelea entre el cuerpo y el alma. Por
el contrarío, la relación entre mente y
cuerpo era para Agustín incluso
el ejemplo notorio del enorme poder
inherente a la voluntad: «La
mente manda al cuerpo, y el cuerpo obedece al instante; la men te se manda a sí
misma y encuentra resistencia.»20 El cuerpo
representa en este contexto el mundo exterior y en ningún aspecto es idéntico al yo del sujeto. Dentro del yo de cada
uno, en la «morada interior» (interior domus), donde Epicteto creía aún
que el hombre era el amo absoluto, fue donde estalló el conflicto del hombre consigo mismo y donde la
voluntad fue derrotada. La fuerza de
voluntad cristiana se descubrió como un
órgano de autoliberación y de inmediato se la consideró de seable. Es como si
el quiero paralizara de inmediato al puedo,
como si en el instante en que los hombres quisieron la libertad, hubieran
perdido su capacidad de ser libres. En el
conflicto mortal entre las intenciones y los deseos
mundanos, del que se supone que la
fuerza de voluntad libera al yo, lo
más deseable y adecuado que se podía
conseguir era la opresión. A causa de la
impotencia de la voluntad, de su incapacidad de generar po der genuino, de su constante
derrota en la lucha con el yo, en
174
la que la fuerza del quiero se autoagotaba, el ansia de poder se convertía de inmediato en fuetz·a efe
opresión: Aquí sólo puedo
aludir a las consecuencias fatales
que para la teoría política tuvo
la ecuación de libertad y capacidad humana de voluntad; fue un&. de las causas por las que aún
hoy casi automáticamen te identificamos el poder con la opresión o, al menos,
con el dominio ejercido sobre los demás.
Sea como sea, lo_ que en general entendemos
por voluntad y fuerza de voluntad surgió de ese conflicto entre
un yo volunta rista y un yo activo, de la expenencía de un yo-quiero-y-no-puedo, 1o
que signífica que el quiero -se
quiera lo que se quiera- está
sujeto al yo, le devüelve el·ataque, lo estimula, lo incita
o es
eli minado p�r el yQ. Por muylejos que
puedan llegar las ansias de poder; e incluso si alguien poseído por ellas empieza a conquis tar el mundo entero, el quiero nunca se puede librar del yo; siemprepennanece unido a él y, siñ dúctá, bajo su dominio. Esta
dependencia del yo diferencia al quiero del pienso, que también se mueve entre el sujeto y su yo, pero en
cuyo diálogo el yo no es el objeto. de
la actividad del pensamiento. El he�ho de que el quiero se haya
vuelto tan hambriento de poder, de que la volun tad y las ansias de poder
prácticamente se hayan identificado,
quizá se deba a que se hayan experimentado por primera vez en su impotencia. De todos modos, la tiranía
-única forma de go bierno que surge directamente del quiero - debe su
crueldad ávida a un egotismo ausente por
entero de las utópicas tiranías de la
razón, con las que los filósofos querían coaccionar a los hombres y que concebían según el modelo del
pienso.
He dicho que los filósofos mostraron por primera vez su interés en el problema
de la libertad cuando la libertad, en lu gar de e:Xperimentarse
en el hacer y en la asociación con los de más, pasó a experimentarse en la voluntad
y en la relación con el propio yo: en un
a palabra, cuando la libertad se
había con vertido en líbre albedrío. Desde entonces, la libertad ha sido �n-problemaiiTO'sófi.co d� primer orden;
como tal se aplicó al campo polítÍco, y
así se convirtió tam.,bién en un problema po lítico. A causa def paso de ht acción a la fuerza de voluntad,
de la libertiid" como un estado de
ser manifestado en acción al li berum arbitrium, el ideal de libertad dejó de ser el virtuosismo en el sentido que mencionamos antes y se convirti€> en sobera-
175
nía, el ideal
de un libre albedrío, independiente de los demás y, en última instancia, capaz de prevalecer
ante ellos. El
antepa-<
sado filosófico de nuestra actual idea política de libertad
está todavía manifiesto en los
escritores políticos del siglo xvm, por
ejemplo en Thomas Paine, cuando insistía en que «para que [el hombre] sea libre es suficiente que lo quiera»,
una idea que La fayette aplicó a la nación-Estado: «Pour
qu'une naúon soit libre, il suffit
qu'elle veuille l'etre.» _
Es evidente que estas palabras son un
eco de la filosofía po lítica de Jean-J acques Rousseau, que siguió siendo el represen tante más sólido de la teoría de la soberanía, por él derivada directamente de la volunÚd, de modo que podía
concebir un poder político según la
misma imagen de una fuerza de volun tad individual. Argumentaba, para rebatir
a Montesquieu, que el poder debe ser soberano, es decir,
indivisible, porque «una voluntad
dividida sería inconcebible>>. Rousseau no se des en tendió de las
consecuencias de ese individualismo extremo y
sostuvo que en un Estado ideal «los ciudadanos no tienen co municación
los unos con los otros»; que, para evitar que se organicen facciones, «cada ciudadano debe
pensar sólo sus propios pensamientos».
En realidad, la teoría de Rousseau se
refutó por la simple razón de que «es absurdo para la voluntad
'
comprometerse a s1 . 1 f 21 " d d
m1sma para e uturo»; una comum a fundada de veras en esa voluntad soberana
se construiría no
sobre arena sino sobre arenas movedizas. Toda la actividad po líti
ca se lleva a cabo, y siempre fue así,
dentro d�_un- elaborado
marco de lazos y conexiones para el futuro, como las leyes, las constituciones, los tratados y alianzas, que derivan
en última instancia de la facultad de prometer y de mantener
las prome sas ante las incertidumbres
esenciales del futuro. Además, un Estado
en el que no hay comunicación entre los
ciudadanos y donde cada hombre piensa
sólo sus propios pensamientos es, por
definición, una tiranía. Que la facultad de la voluntad y de la fuerza de voluntad en y por sí misma, sin
conexión con otras facultades, es una
capacidad esencialmente no política e inclu so antipolítica, está quizá más
manifiesto que en ninguna otra parte en
los absurdos a los que se vio llevado Rousseau y en la extraña jovialidad con que los aceptó.
Políticamente, esta identifkª-ció� ljbertªd y soberanía
es quizá la consecuencia más dañina y
peligrosa de la ecuación filosófica de libertad y libre albedrío, ya que lleva a una nega�
ción de la libertad humana -es decir, si se comprende que, sean lo que sean, los hombres jamás son
soberanos-, o bien a la idea de que
la libertad de un hombre, de un grupo o de una
entidad política se puede lograr
sólo al precio de la libertad -o sea, la
soberanía- de todos los demás. Dentro del marco conceptual de la filosofía tradicional es bien difícil comprender que la libertad y la no soberanía puedan
coexistir o, para ex presarlo de
otra forma, que la libertad se pueda haber dado a los hombres a condición de la existencia de
la no soberanía. En rigor, negar la
libertad por la existencia de la no soberanía del hombre es tan poco realista como peligroso es
creer que pue de ser libre el individuo o el grupo sólo si es soberano. La famosa soberanía de los cqerpos políticos
siempre fue una ilusión que, además, no
se puede mantener más que con ins trumentos de violencia, es decir, con medios
esencialmente no políticos. En
condiciones humanas, que están determinadas
por el hecho de que en la tierra no vive el hombre sino los hombres, la libertad y la soberanía son tan poco
idénticas que ni siquiera pueden existir
simultáneamente. Cuando los hom bres quieren ser soberanos, como individuos o
como grupos organizados, deben rendirse
a la opresión de la voluntad, ya sea la
individual con la que cada uno se obliga a sí mismo, o la «voluntad general» de un grupo organizado. Si
los hombres quieren ser libres, deben
renunciar precisamente a la sobe ranía.
4
Y a que todo el problema de la libertad surge para nosotros en el horizonte
de las tradiciones cristianas, por una parte, y de una tradición
originalmente antipolítica, por otra,
nos resulta difícil comprender que pueda existir una libertad que no sea un atributo de la voluntad sino un
accesorio del hacer y de la acción.
Volvamos, pues, una vez más a la Antigüedad, es decir, a sus tradiciones políticas y prefilosóficas,
no por motivos eru ditos y tampoco para mantefl:e�}a c
_o��jn�idad_ de nuestra tra-
177
dición, sino sólo porque en ella vemos una libertad
experimen
tada en el proceso de actuar y que -aunque, por
supuesto, la humanidad nunca perdió por
completo esa experiencia- ja más se volvió a formular con la misma claridad
clásica.
Sin embargo, por razones que
mencionamos antes y que no podemos analizar aquí, comprender esta articulación en ningún otro espacio és más difícil que en los textos de los filó sofos.
Sin duda nos llevaría
muy lejos tratar de destilar, por
decirlo así, los conceptos pertinentes del cuerpo de la literatu ra
no filosófica, de las obras poéticas, dramáticas,
históricas y políticas, cuya formulación eleva las experiencias a un espacio de esplendor que no es.el campo del pensamiento conceptual. Además,
para nuestros fines eso es
innecesario. Lo que la li teratura antigua, tanto griega como latina, tiene
que decirnos sobre estos asuntos
está arraigado, en última instancia, en el
hecho curioso de que tanto el
griego como el laiín disponen de dos verbos
para denotar lo que nosotros expresamos con
nuestro «actuar>>. Los
dos vocablos griegos son lipXELv, empe zar, guiar, y 7TpcinELv,
llevar algo a
buen fin. Los verbos lati nos correspondientes son agere, poner algo en movimiento, y gerere, voz difícil de traducir, que en cierto modo alude a
la continuación duradera, sostenida, de actos pasados cuya con
secuencia son las res gestae, los
hechos y acontecimientos que llamamos
históricos. En ambos casos la acción se desarrolla en dos escenarios diferentes; el primero es un
principio por el cual algo nuevo llega
al mundo. La palabra griega ({pXELV,
que
abarca los campos de empezar, guiar y mandar, es decir, las cualidades sobresalientes del hombre libre,
da testimonio de una experiencia en la que ser libre y la capacidad de empezar algo nuevo coincidían. La libertad, como
diríamos hoy, se ex perimentó en la espontaneidad. El doble sentido de ({pXELV indica que sólo pueden empezar algq nu�Y:_9Jos _g_u�_ya man daban (es decir, los jefes -de- familia que
tenían mando sobre sus esclavos y sus familiares}_ y. que . .así se
liberaban de
1a;ii;e cesidades de la vida para entregarse a empresas en tierras dis tantes o para desempeñarse como
ciudadanos en la pó_lú:, _en ambos casos ya
no gobernab!i._�,_s_in,o_que.eran gobernantes en tre gobernantes, se movían entre sus
pares, cuyá ayuda solici taban como conductores en el caso de iniciar algo
nuevo, de
poner en marcha una nueva emp
resa, porque sólo con la ayu da de los demás el apxwv, el ·gog(irllante, inic;iador y jefe, podía actuar de verdad, 'itpÚTTELV, llevar a b�en fin lo que hubiera
empezado a hacer.
En latín, ser libre y empezar también son conceptos rela cionados, aunque de un modo distinto. La libertad romana era un legado
transmitido por los fundadores de Roma al pueblo romano; su
libertad estaba unida a ese comienzo establ.xido por los antepasados con la fundación de la ciudad, de cuyos asun tos debían
ocuparse los descendientes, haciéndose
cargo de las,ronsecuencias, y cuyas fundaciones debían «aumentar». La
suma de todos esos elementos son las res gestae de la Repú blica romana. Por consiguiente, la
historiografía romana, en esencia tan
política como ·la griega, nunca se contentó con la mera narración de las grandes hazañas y
acontecimientos; a di ferencia de Tucídides o de 'Heródoto, los historiadores
roma nos siempre se sintieron comprometidos con el comienzo de la historia romana, porque ese comienzo contenía
el elemento au téntico de la libertad romana y por tanto constituía su
historia política; fuera lo que fuese lo
que iban a narrar, empezaban ab
urbe condita, desde la fundación de la ciudad, la
garantía de la libertad romana.
Y a he dicho que el antiguo concepto de
libertad no de sempeñaba ningún papel
en la filosofía griega, precisamente por su exclusivo origen político.
Es verdad que los escritores romanos
se rebelaron a veces contra las tendencias antipolíti cas de la escuela socrática,
pero su extraña falta de talento filo sófico al parecer les impidió encontrar un concepto teórico de libertad que fuera adecuado para sus
propias experiencias y para las grandes
instituciones libres existentes en la res publica romana. Si la
historia de las ideas fuera tan consistente como sus historiadores a veces se figuran,
tendríamos que tener aún menos
esperanzas de encontrar una válida idea política de libertad en Agustín, el gran pensador
cristiano y verdadero introductor del
libre albedrío de Pablo, junto a sus perpleji dades, en la historia de la
filosofía. No obstante, en Agustín
encontramos no sólo la discusión de la libertad como liberum arbitrium -aunque esta
discusión se volvió decisiva para la
tradición-, sino también una idea de concepción distinta de
179
su totalidad,
que, característicamente, aparece en su único tra tado político, De Civitate Dei, en el que, como es muy natural, Agustín habla basándose en experiencias romanas
específicas más que en
cualquier otra de sus obras, y la libertad está con cebida no
como
una íntima disposición humana sino como una característica de la existencia del hombre en el mundo. El hombre no posee libertad porque con él, o
mejor con su apari ción en el
mundo, aparece la libertad en el uf]_iverso; el hombre es libre porque él mismO es un principio y fue
creado una vez que el universo ya existía: «Unitium]
ut esset, creatus est hamo, ante quem
nema /uit.»22 Con el nacimiento de cada hombre se confirma este principio inicial, porque en
cada caso llega algo nuevo a un mundo ya
existente, que seguirá existiendo después
de la muerte de cada individuo. El hombre puede empezar porque él es un comienzo; ser humano y ser libre son una y la misma cosa. Dios creó al hombre para
introducir en el mundo la facultad de
empezar: la libertad.
Las fuertes tendencias antipolíticas de los primeros
cristia nos son tan familiares
que la idea de un pensador cristiano que
haya sido el primero en formular las implicaciones filosóficas de la antigua idea política de libertad nos resulta casi paradójica. La
única explicación que viene a la cabeza
es que Agustín era romano además de
cristiano, y que en esta parte de su obra
for muló la experiencia política central de la Antigüedad romana, que decía que la libertad fue el
principio que se puso de maní fiesto en
el acto de fundación. No obstante, estoy convencida de
que esta impresión
variaría mucho si las palabras de Jesús de Nazareth se tomaran más seriamente en sus implicaciones filo
sóficas. Encontramos en el Nuevo Testamento una comprensión extraordinaria de la
libertad y en especial del poder inherente a
la libertad
humana; pero la capacidad humana que corresponde a este poder, esa que, en palabras del
Evangelio, es capaz de mover montañas, no es la
voluntad sino la fe. El trabajo de la fe
-su producto
en realidad- es lo que los
evangelistas llamaron «milagros», una palabra con
diversos significados en el Nuevo Testamento y difícil de
comprender. Podemos dejar de lado las dificultades
y referimos sólo a los pasajes en que los milagros son, sin duda, no hechos sobrenaturales sino sólo lo que todos los milagros -tanto los que hacen los hombres
como los que
r8o
ejecuta un agente divino-
siempre deben ser: interrupciones de alguna serie natural de acontecimientos, de algún proceso automático, en cuyo contexto constituyen lo
absolutamente inesperado.
Es indudable que la
vida humana, situada en la tierra, está rodeada de procesos
automáticos, los procesos naturales terres tres que, a su vez, están rodeados
por los procesos cósmicos, y que
nosotros mismos estamos impulsados por fuerzas similares, en la medida en que también integramos una naturaleza orgáni ca. Además, nuestra
vida políti�a, a pesar_ <;!�_ g'=!e e.s el campo de la_ ac�ión, también discurre denti-o de-los que llamamos proce sos históricos y que tienden a transformarse en algo tan automá tico y natural como
los procesos cósmicos,
aunque los hombres los hubieran
puesto en marcha. La verdad es que el automatis
mo es inherente a todos los procesos, sea cual sea su origen, mo tivo por el
cual ningún acto singular y ningún acontecimiento singular pueden, de una vez por todas, ni
liberar ni salvar a un hombre, a un país
o a la humanidad. En la naturaleza misma de
los procesos automáticos a los que el hombre está sujeto, pero dentro y contra los cuales se puede afirmar a
sí mismo gracias a la acción, se ve que
sólo pueden significar la ruina para la vida
humana. Una vez automatizados, los procesos históricos gene rados por
el hombre no son menos dañinos que el proceso de la vida natural, que conduce a nuestros
organismos y que, en sus propios
términos, los biológicos, nos lleva desde el ser hasta el no-ser, desde el nacimiento hacia la muerte.
Las ciencias históri cas conocen a fondo los casos de civilizaciones
petrificadas y sin remedio decadentes,
en las que la destrucción parece prefijada,
como una necesidad biológica, y ya que esos procesos históricos de estancamiento pueden durar y arrastrarse a
lo largo de siglos, incluso ocupan el
mayor de los �spacios en la historia
registrada; los períodos de libertad
siempre fueron relativamente cortos en
la historia de la humanidad.
Lo que por lo común permanece intacto en las épocas de petrificación y de ruina
predestinada es la propia facultad de li bertad, la capacidad cabal de empezar, lo que anima e inspira todas las actividades humanas y es la fuente oculta de produc ción de
todas las cosas grandes y bellas. Pero mientras esta fuente permanece oculta, la.libertad no es
una realidad mun-
181
dana, tangible, es
decir, no es política. La fuente de libertad si gue presente
incluso cuando la vida política se
ha petrificado y la acción política es impotente para interrumpir los procesos automáticos: por eso la libertad se puede
confundir tan fácil mente con un fenómeno no político por su esencia; en tales
cir cunstancias, la libertad no se experimenta como un modo de ser con su propia clase de <<Virtud» y
virtuosismo, sino como un don supremo
que sólo el hombre, entre todas las criaturas de la tierra, parece haber recibido, del que
podemos encontrar hue llas y signos en casi todas sus actividades, pero que, no
obstan te, se desarrolla por completo sólo cuando la acción ha creado su propio espacio mundano, en el que puede
salir de su escon dite, por decirlo así, y hacer su aparición.
Cada acto, visto no desde la perspectiva del agente sino des de la
del proceso en cuyo marco se
produce y cuyo automatismo interrumpe; es un «milagro», o sea algo que
l.1"0'se podía esperar. Si es
verdad que la acción y el
principio son esencialmente lo mismo, se
deduce que una capacidad para hacer milagros
debe, igualmente, estar dentro del
ámbito de las facultades
humanas. Esto suena más raro de lo que
es en realidad. Dentro de la natu
raleza misma de cada nuevo principio, irrumpe en el mundo como una «infinita improbabilidad» y, con
todo, es ese mismo improbable
infinito lo que en rigor constituye la propia estruc tura de todo lo que
llamamos real. Nuestra existencia entera,
después de todo, descansa sobre una cadena de milagros, por decirlo así: el nacimiento del planeta, el
desarrollo de la vida or gánica en él, la evolución del hombre desde las
especies anima les. Desde el punto de vista de los procesos en el universo y
en la naturaleza, y sus probabilidades
estadísticamente abrumadoras, el surgimiento de la tierra a través de los
procesos cósmicos, la formación de vida
orgánica a partir de procesos inorgánicos,
la evolución del hombre, por último, gracias a los procesos de la vida orgánica, todas estas cosas son
«infinitas improbabilida des», son «milagros» en el habla cotidiana. Por este
elemento <<milagroso» presente en toda la realidad, los acontecimientos, no importa cuan anticipados por miedo
o por esperanza, nos impactan con un
golpe de sorpresa una vez que han ocurrido.
El impacto mismo de un hecho nunca es explicable del todo; su factualidad. trasciende en principio a
toda anticipación. La ex- .
- -
periencia que nos dice que los
acontecimientos son milagros no es arbitraria ni rebuscada;
por el contrario, es natural y, sin duda, casi un lugar común en la vida corriente. Sin esa expe riencia común, el papel asignado por la
religión a los milagros sobrenaturales
habría sido poco menos que incomprensible.
He elegido este
ejemplo de los procesos naturales inte rrumpidos por la
irrupción de alguna «infinita improbabili dad» para ilustrar que lo que llamamos real en la
experiencia ordinaria casi siempre ha llegado a producirse gracias a
unas coincidencias que son más
raras que la ficción. Es obvio que el
ejentplo tiene sus limitaciones, y no se puede aplicar simple- .
mente al campo de los asuntos
humanos. Sería pura supersti ción esperar
milagros, esperar lo «infinitamente improbable»
en el contexto de procesos automáticos históricos o políticos,
aunque aun esto no se puede excluir jamás por completo. La
historia, a 'diferencia de la naturaleza,
est:i'Tiena de aconteci mientos; en ella el milagro del accidente y de la
improbabilidad infinita se produce con
tanta frecuencia que parece extraño
mencionar siquiera los milagros. Pero esta frecuencia nace, simplemente, de que los procesos históricos
se crean e inte rrumpen de modo constante a través de la iniciativa
humana; por el initium,
el hombre es en la medida en que es un ser actuante. De modo que para nada constituye
una superstición, sino incluso un
propósito de realismo, la búsqueda de lo im previsible e impredecible, estar
preparado para ello y esperar «milagros» en el campo político. Y cuanto más caiga el platillo de la balanza hacia el lado del desastre, más
milagroso resulta rá el hecho realizado en libertad, porque es el desastre, no la salvación lo que siempre ocurre
automáticamente y por consi guiente tiene que parecer que es algo
irresistible.
Objetivamente, es decir, viéndolo desde fuera
y sin tomar en cuenta
que el hombre es un inicio y un iniciador, las posibi lidades de que mañana
sea como ayer siempre son abrumado ras. No tan abrumadoras, sin duda, pero
bastante cercanas a las posibilidades de
que ningún planeta Tierra vuelva a surgir de los procesos cósmicos, de que ninguna vida se desarrolle de los
procesos inorgánicos y de que ningún hombre surja de la
evolución de la vida animal. La diferencia decisiva entre las «infinitac: improbabilidades» en las que
descansa la realidad de
nuestra vida terrestre y el carácter milagroso inherente a los
acontecimientos que ·determinan la realidad histórica consiste en que, en el
campo de los asuntos humanos, conocemos al au tor de los «milagros». Los
hombres son los queJos realizan, hombres
que, por haber recibido el dople don de.Ja_libertad y de la acción,
pUeden co.rifiguraÍ:
una..r.ealidªd_propt�·-
V. LA CRISIS EN LA EDUCACIÓN
1
La crisis general que se apoderó del mundo moderno en
su totalidad y en
casi todas las esferas de la vida se manifiesta de distinto modo en cada país, se extiende por distintos campos y adopta distintas formas. En ios Estados Unidos, uno de sus as
pectos más característicos y sugestivos es la crisis recurrente
de la educación, que, al menos
a lo largo del último decenio, se ha
convertido en un problema político
de primera magnitud, refle jado
casi cada día en los periódicos. A
decir verdad, no se re quiere una gran
imaginación para detectar el
constante avance de
los peli
gros de un declive de las normas elementales a
través de todo el sistema escolar, y la
gravedad del problema fue su brayada como correspondía por los innúmeros
esfuerzos inefi caces de las autoridades educativas para contener la marea.
No obstante, si se compara esta crisis
educativa con las experiencias políticas
de otros países en el siglo xx, con las agitaciones revo lucionarias posteriores a la Primera
Guerra Mundial, con los campos de
concentración y exterminio, o incluso con el hondo malestar que, a pesar de las virtuales
apariencias de prosperi dad, se esparció por toda Europa desde el fin de la
Segunda Guerra Mundial, és un tanto
difícil tomarse una crisis en la edu cación con toda la seriedad que se
merece. Sin duda es tentador
considerarla como un fenómeno local, desconectado de los grandes temas del siglo, para achacarlo a
ciertas peculiaridades de la vida en los
Estados Unidos, de las que no es fácil encontrar paralelo en otros países.
Sin embargo, si eso fuese verdad, la
crisis en nuestro siste ma escolar no se habría convertido
en un asunto político y las autoridades
educativas no habrían sido capaces de enfrentarse con ella en su momento. Por supuesto que en
esto hay mucho
más que la pregunta impotente de por qué
Juariito no puede leer.
Además, siempre existe la tentación de creer que estamos tratando problemas específicos, aislados dentro de
las fronte ras históricas y nacionales e importantes sólo para los
afectados inmediatos. Esta creencia,
precisamente, es la que en nuestra época
se ha mostrado falsa por completo. En este siglo, esta mos en condiciones de
aceptar, como regla general, que todo lo
que sea posible en un país puede ser también posible en casi cualquier otro, en un futuro previsible.
Aparte de estas
razones generales que harían recomendable
que el lego se ocupara de los problemas surgidos en campos en
los que, según el criterio de
los especialistas, puede no saber nada
(y, porque no soy una educadora profesional, es mi ca
so cuando hablo de una crisis en la educación),
existe otra razón aún más convincente
para que esa persona se preocupe por una
situación crítica en la
que no
tiene un compromiso inmediato: la
oportunidad, nacida de la crisis misma -que
destroza aparien cias y borra
prejuicios-, de explorar e inquirir en lo que haya quedado a la vista de la esencia del asunto,
y la esencia de la edu cación es la natalidad, el hecho de que en el mundo
hayan naci do seres humanos. La desaparición de
prejuicios sólo significa que ya no
tenemos las respuestas en las que habitualmente nos fundábamos, sin siquiera comprender que en su
origen eran res puestas a preguntas. Una crisis nos obliga a volver a
plantearnos preguntas y nos exige nuevas
o viejas respuestas pero, en cual quier caso, juicios directos. Una crisis se
convierte en un desas tre sólo cuando respondemos a ella con juicios preestablecidos, es decir, con prejuicios. Tal actitud agudiza
la crisis y, además, nos impide
experimentar la realidad y nos quita la ocasión de reflexionar que esa realidad brinda.
Por muy claro que se presente un
problema general en una crisis, resulta no obstante imposible aislar por completo el
ele mento universal de las circunstancias concretas y específicas en las que aparece. Aunque la crisis educativa afecte a todo el mundo, es característico que
encontremos su expresión máxi ma en Norteamérica, tal vez porque sólo allí una
crisis educati va podía convertirse de verdad en un factor político. En reali
dad, la educación desempeña en los Estados Unidos un papel distinto y, políticamente, mucho más
importante que en cual-
r86
quier otro
país. En el aspecto técnico, por supuesto, la explica ción
se encuentta en el hecho de que América siempre fue una tierra de
inmigración: es evidente que la muy difícil fusión de los grupos
étnicos más diversos -nunca totalmente perfecta
pero siempre resuelta con un éxito mayor que el esperable sólo se podía cumplir a través de la
escolarización, de la ense ñanza y de la americanización de los hijos de los
inmigrantes. La mayoría de esos niños no
tenían el inglés como lengua ma dre y, por tanto, debían aprenderlo en la
escuela, de modo que las escuelas
tuvieron que asumir funciones que en una nación Estado se cumplen como una
rutina en el hogar.
Sin embargo, más decisivo para nuestro
análisis es el papel que juega
la inmigración continuada en la conciencia política y en la disposición
del país. Estados Unidos no es sólo un país co lonial que necesita inmigrantes para poblar sus tierras y que
se mantieñe independiente de ellos en su estructura política
-Para los Estados Unidos, el factor determinante siempre ha sido
el lema impreso en cada
uno de sus billetes: Novus Ordo
Seclorum, Un Nuevo Orden del Mundo. Los inmigrantes, los recién llega dos, son
una garantía para el país que
representa el nuevo orden. El significado de ese nuevo orden, esta fundación de un mundo nuevo frente al viejo, era y es terminar con la
pobreza y la opre sión. Pero, al
mismo tiempo, su magnificencia estriba en que, desde el principio, este nuevo orden no se
aísla del mundo ex terior -como en todas partes fue habitual en la fundación
de las utopías- para mostrar ante él un
modelo perfecto, ni tuvo como meta
imponer pretensiones imperiales, ni que se predica ra como un evangelio a los
demás. Más bien, su relación con el
mundo exterior se caracterizó desde un principio por el hecho de que esta república, que planeaba abolir la
pobreza y la escla vitud, recibió a todos los pobres y esclavizados de la
tierra. En palabras dichas por John
Adams en 1765 -es decir, antes de la Declaración de Independencia-, «siempre
pienso en el estable cimiento de América como en la apertura de un gran
esquema y designio de la Providencia
para la iluminación y emancipación de la
humanidad esclavizada de toda la tierra». Es ésta la pre disposición o la ley
básica según la cual Estados Unidos empezó
su existencia histórica y política.
El entusiasmo extraordinario por lo que es
nuevo. visible en
casi todos los aspectos de la vida diaria
americana, y la confían za paralela
en una «perfectibilidad indefinida» -que T ocque ville señaló
como el credo del <<hombre no letrado» corriente y que, como tal, se anticipa en casi cien años al desarrollo de otros países de Occidente- podrían haber determinado que se pres tara mayor
atención y se adjudicara mayor significado a los re cién nacidos, a
esos niños a los que, al superar la infancia y cuan do estaban a punto
de entrar en la comunidad de adultos como
jóvenes, los griegos llamaban simplemente o l. vÉOt, los nuevos. Sin embargo, hay un hecho adicional, un hecho
que se ha vuel to decisivo para el significado de la educación: el fenómeno
de los nuevos, aunque es bien anterior,
no se desarrolló conceptual ni
políticamente hasta el siglo xvm. Con este punto de partida, se derivó desde el comienzo un ideal
educativo teñido con los criterios de
Rousseau, en el que la educación se convertía en un ·instrumento de
la política y la propia actividad política se con cebía como una forma de
educación.
El papel desempeñado por la
educación en todas las utopí as políticas desde los tiempos
antiguos muestra lo natural que parece
el hecho de empezar un nuevo mundo con los que por nacimiento y naturalez
a son nuevos. En lo
que respecta a la po lítica, desde luego que esto implica
un serio equívoco:
en lugar de la unión de los iguales para asumir el esfuerzo de persuasión y evitar el riesgo de
un fracaso, se produce una
intervención dictatorial, basada en la absoluta superioridad del adulto, y se intenta presentar lo nuevo como un /ait
accompli, es decir, como si
lo nuevo ya existiera. Por esta causa, en Europa, la idea de que quien quiera producir nuevas
condiciones debe empe zar por los niños, fue monopolizada sobre todo por los
movi mientos revolucionarios de corte tiránico: cuando llegaron al poder, arrebataban los niños a sus padres y
sencillamente los adoctrinaban. La
educación no debe tener un papel en la polí tica, porque en la política
siempre tratamos con personas que ya
están educadas. Quien quiera educar a los adultos en reali dad quiere obrar
como su guardián y apartarlos de la actividad
política. Y a que no se
puede educar a los adultos, la palabra
«educación>> tiene un sonido perverso en política; se habla
de educación, pero la meta verdadera es
la coacción sin el uso
de
. la fu�rza_. El que de verdad quiera crear
un orden político nue-
r88
vo a través de la educación, o sea, ni por la
fuerza y la coacción ni por la persuasión, debe
llegar a la temible wnclusión plató� nica: hay que arrojar a todas las
personas viejas del Estado que se procure fundar. Pero incluso a los niños a los que se
quiere educar para que sean ciudadanos
de un mañana utópico, en rea lidad se les niega su propio papel futuro en el
campo político porque, desde el punto de
vista de los nuevos, por nuevo que sea
el propuesto por los adultos, el mundo siempre será más viejo que ellos. Es parte de la propia
condición humana que cada generación
crezca en un mundo viejo, de modo que pre pararla para un nuevo mundo sólo
puede significar que se .
quiere quitar
de las manos de los recién llegados su propia
oportunidad ante lo nuevo ..
Éste no es de ninguna manera el caso
de los Estados Uni dos y por eso
justamente res1,llta tan difícil juzgar estos asuntos en-términos correctos. El papel político que la educación de
sempeña en realidad en una tierra de inmigrantes, el hecho de que las escuelas no sólo sirvan para
americanizar a los niños sino que también afecten a los padres, el hecho de que se pro
teja un mundo viejo y se ayude a entrar en uno nuevo, da alas a la ilusión de que se construye
un nuevo mundo a través de la educación
de los niños. Por supuesto que la
verdadera situa ción no es ésta en absoluto.
El mundo en el que se introduce a
los niños, incluso en América, es un mundo viejo, es decir, pre
existente, construido por los vivos y por los muertos, y sólo es nuevo para los que acaban de entrar en él
como inmigrantes. Pero en esto la
ilusión es más fuerte que la realidad, porque
surge directamente de una experiencia americana básica, la de que se puede fundar un orden nuevo y, lo que
es más, se pue de fundar con la conciencia plena de un continuo
histórico, porque la expresión «Nuevo
Mundo» deriva su significado de Viejo
Mundo; ese que -aunque fuera admirable en otros as pectos- fue abandonado
porque no tenía soluciones para la
pobreza y la opresión.
En cuanto a la educación misma, la
ilusión surgida del fe nómeno de los nuevos no provocó sus
consecuencias más se rias hasta nuestro siglo. Ante todo, se hizo posible por
ese com plejo de teorías educativas modernas que nacieron en Europa
. central y
consisten en una notable mezcolanza de sensatez e in-
sensatez que pretendía lograr, bajo el estandarte de una
edu . cación progresista, una revolución radical' eh todo el sístert1a
educativo. Lo que en Europa quedó en el plano
experimental -
algo probado aquí y allí en unas pocas escuelas e institucio nes de enseñanza aisladas, que después extendió su
influencia a otros ámbitos-, en Norteamérica,
hace unos veinticinco años, desterró por
completo, de un día para otro, todas
las· tra diciones y todos los métodos de enseñanza y aprendizaje es tablecidos. No entraré en detalles
y dejo de lado las escuelas privadas y
sobre todo el sistema de escuelas parroquiales cató licas. El hecho
significativo es que, a causa de ciertas teorías, buenas o malas, se rech�zaron todas las normas de la sensatez humana. Tal procedimiento siempre tiene un
alcance amplio y pernicioso, en especial
en un país que con tanta fuerza basa su
vida política en el sentido común. Siempre que, en la política, la razón humana sensata fracasa o desiste del
es'fuerzo de dar respuestas, nos
enfrentamos con una crisis; esta clase de razón
es en realidad ese sentido común gracias al cual nosotros y nuestros cinco sentidos nos adecuamos a un
único mundo co mún a todos y con cuya ayuda nos movemos en él. En la actua
lidad, la desaparición del sentido común es el signo más claro de la crisis de hoy. En cada crisis se destruye una
parte del mundo, algo que nos pertenece
a todos. El fracaso del sentido común,
como una varita mágica, apunta al lugar en que se pro dujo el hundimiento.
En cualquier caso, la respuesta a la pregunta
de por qué Juanito no
puede leer, o a la cuestión más general de por
qué las normas académicas
de la escuela norteamenicana media están
tan por detrás de las normas medias de todos los países euro peos, por
desdicha no es meramente que este país sea joven y que no haya llegado aún a la altura de las
normas del Viejo Mundo, sino que, por el
contrarío, este país es en ese campo par ticular el más «avanzado» y moderno
del mundo. Esto es ver dad en un doble sentido: en ningún lugar los problemas
edu cativos de una sociedad de masas se han agudizado tanto, y en ningún otro lugar bs teorías pedagógicas más
modernas se aceptaron de un modo menos
crítico y más servilmente. Así es como,
por una parte, la crisis de la educación norteamericana anuncia la bancarrota de la educación
avanzada y, por otra,
presenta un
problema de inmensa dificultad, porque surgió
dentro de una
sociedad de masas y en respu�sta a las
demand�s
que tal sociedad hacía.
En este contexto debemos tener presente otro
factor más general que, con toda
seguridad, no ocasionó la crisis pero la
agravó hasta un nivel muy hondo: el papel único que el concep to de igualdad
siempre tuvo y aún tiene en la vida americana. Lo implícito en este concepto es mucho más que la igualdad ante la ley, más también que la desaparición de
la diferencia de clases, más incluso de
lo que se expresó en la frase «igualdad de opor tuni4ades», aunque tiene un mayor
significado en este aspecto porque,
según el punto de vista americano, uno de los derechos cívicos inalienables es el derecho a la
educación, lo cual fue de cisivo para la estructura del ·sistema de escuela
pública, ya que las escuelas secundarias
en el sentido europeo sólo existen como
una excepción. La asistencia obligatoria a clase se e>
..xtiende has ta los dieciséis años, por lo que todos los niños deben matricu larse en el instituto que, por tanto,
es básicamente una especie de continuación
de la escuela primaría. Como consecuencia de
la
falta de una escuela secundaria, la
preparación para el curso universitario tiene que estar .a cargo de las propias universida
des, por lo que sus planes
de estudio padecen de una sobrecar ga crónica, lo que a su vez afecta
la calidad del trabajo que se hace en
ellas.
A primera vista, quizá se podría pensar que esta anomalía está dent
ro de la naturaleza misma de una sociedad de masas, en la que la educación ya no es un privilegio de las clases ricas. Si echamos una mirada a Inglaterra, donde -como
bien sabe mos- en años recientes la
educación secundaria se puso al al cance de toda la población,
veremos que no es éste el caso. En Gran
Bretaña, al finalizar la escuela primaría, cuando tienen once años, los niños deben pasar por los
temidos exámenes de selectividad que
eliminan a casi el noventa por ciento de los
alumnos y aceptan al resto para el siguiente nivel educativo. El rigor de esta selección ni siquiera en
Inglaterra se acogió sin protestas: en
los Estados Unidos habría sido sencillamente im posible. En el país europeo se
busca una «meritocracia» que, una vez
más, es el establecimiento claro de una oligarquía, en este caso no basada en la riqueza o el
apellido sino en el talen-
191
to. Aunque los ingleses mismos no lo tengan del todo claro, esto implica que, aun dirigido por un
gobierno socialista, el país seguirá
siendo gobernado tal como lo viene siendo
desde la noche de los tiempos, es decir, no por una monarquía ni por una democracia, sino por una oligarquía o aristocracia, esto úl timo
en caso de que se considere
que los más dotados son tam bién los mejores, lo que de ningún modo constituye una
certe za. En los Estados Unidos esa división casi física de los niños en dotados y no dotados se consideraría
intolerable. La merito erada
contradice el principio de igualdad, el de una democra cia igualitaria, no menos que
cualquier otra oligarquía.
Lo que hace tan aguda la
crisis educativa americana es, pues, el carácter político del país, que lucha por igualar o
borrar, en la medida
de lo posible, las diferencias entre jóvenes y viejos, entre
personas con talento y sin
talento, entre niños y adultos y, en particul�r, entre alumnos
y profesores. Es evidente que ese proceso puede cumplirse de verdad sólo a costa de la autori dad
del profesor y
a expensas de los estudiantes más dotados.
Sin embargo, también es evidente, al menos para quien haya estado en contacto con el sistema
educativo americano, que esta dificultad, arraigada en
la actitud política del país, tiene in cluso grandes ventajas, no sólo
de índole humana sino también en
términos educativos; en
cualquier caso, estos factores gene rales no pueden explicar la crisis en que hoy nos
encontramos, ni justificar las
medidas que la precipitaron.
2
Esas medidas desastrosas se pueden relacionar con tres su puestos básicos, bien conocidos de todos. El primero
es que existen un mundo y una sociedad infantiles, ambos autóno
mos, por lo cual han de
entregarse a los niños para que los go biernen. Los adultos sólo deberán
ayudar en ese gobierno. La autoridad que dice a cada
niño qué tiene que hacer y qué no tiene
que hacer está
dentro del propio grupo infantil y, entre
otras consecuencias,
esto produce una situación en la que el adulto,
como individuo, está inerme ante el
niño y no estable ce contacto con él. Sólo le puede decir que haga lo
que quiera
y después evitar que oc
urra lo peor. Así es como se rompen las relaciones
reales y normales entre niños y adultos, surgi das de la coexistencia de
personas de todas las edades. De modo
que en la esencia de este supuesto básico encontramos el hecho de que toma en cuenta sólo al grupo
y no al niño como individuo.
Dentro dd grupo, por supuesto, el niño está
mucho peor que antes,
porque la autoridad
de un grupo, aun de un grupo infantil,
siempre es mucho
más
fuerte y más tiránica de lo que pueda ser la más severa de las autoridades
individuales. Si se
mir� desde el punto de vista de cada niño, sus posibilidades de rebelarse o de hacer algo por su cuenta son
prácticamente nu las; ya no se encuentra en una lucha desigual con una
persona que, sin duda, tiene una
superioridad absoluta ante él, sino en
una lucha con quien, a pesar de todo, puede contar con la so lidaridad
de otros niños, es decir, de los de Sl.l propia clase; está en la
posición, por definición desesperada, de una minoría de uno enfrentada con la mayoría absoluta de
todos los demás. Hay pocas personas
mayores que puedan soportar semejante
situación, incluso cuando no está apoyada por medios de com pulsión
externos; los niños son, sencilla y totalmente, incapaces de sobrellevarla.
Por tanto, al
emanciparse de la autoridad de los adultos, el niño
no se
liberó sino que quedó sujeto a una autoridad mucho más aterradora y tiránica de verdad: la de
la mayoría. En cual quier caso, el resultado es que se desterró a los niños,
por de cirlo así, del mundo de los
mayores; es decir que quedaron librados
a sí mismos o a merced de la tiranía de su propio gru po, contra el
cual, a causa de la superioridad numérica, no se pueden rebelar, con el cual, por ser niños,
no pueden razonar, y del cual no pueden
apartarse para ir a otro mundo, porque el
de los adultos está cerrado para ellos. Ante esta presión, los ni ños
reaccionan refugiándose en el conformismo o en la delin cuencia juvenil, y a
menudo con una mezcla de ambas cosas.
El segundo supuesto básico que se cuestiona en la
actual crisis se
relaciona
con la enseñanza. Bajo la influencia
de la psi cología moderna y de
los dogmas del pragmatismo, la pedago gía
se desarrolló, en general, como una ciencia de la enseñanza, de tal manera que llegó a emanciparse por
completo de la ma-
193
teria concreta que se va a transmitir. Un maestro, así se
pensa ba, es una persona que, sin más, puede enseñarlo todo;
está preparado para
enseñar y no especializado en una asignatura
específica. Esta actitud, como veremos de inmediato, natural mente está rnuy cercana
al supuesto básico sobre el aprendiza je. Además, en los últimos decenios
trajo como consecuen cia un descuido muy serio de la
preparación de los profesores en
sus asignaturas
específicas, sobre todo en los institutos se cundarios públicos. Como el profesor no tiene que
conocer su propia asignatura, ocurre con no
poca frecuencia que apenas si está
una hora por delante de sus
alumnos en cuanto a conoci mientos. A su vez, esto significa no sólo que los alumnos
están literalmente abandonados a sus
propias posibilidades sino también
que ya no existe la
fuente más legítima
de la autoridad del profesor: ser una persona
que, se mire por donde se mire, sabe
más� y puede hacer más que sus discípulos.
Pero este papel pernicioso que la pedagogía y las carreras
de profesorado están desempeñando en la actual crisis ha sido
po sible por la teoría moderna sobre la
enseñanza, que fue, senci llamente, la aplicación lógica del tercer
supuesto básico en imes tro contexto. Se trata
de un criterio sostenido por el mundo moderno durante siglos, que encontró su expresión conceptual
sistemática en el pragmatismo.
Este supuesto básico sostiene que
sólo se puede saber y comprender
lo que uno mismo haya hecho, y su aplicación al campo educativo es tan primaria como obvia: en
la medida de lo posible, hay que sustituir el aprender por el hacer.
La causa
de que no se d
iera importancia a que el profesor conociera su propia asignatura era el deseo de obligar lo a ejercer la actividad continua del aprendizaje, para que no pudiera
transmitir el así llamado «conocimiento muerto» y,
a cambio, pudiera demostrar
cómo se produce cada cosa. La in tención consciente no era transmitir conocimiento sino enseñar una habilidad, y el resultado
fue que los institutos de enseñanza, transformados en entidades
vocacionales, tuvieron en la ense ñanza de la conducción de un coche, del uso de una máquina
de escribir o, mucho más importante
para el «arte» de vivir, de la forma
de relacionarse
con los demás y tener popularidad, bas tante más éxito que en la
posibilidad de lograr que los alumnos adquirieran los fundamentos de un
plan de estudios corriente.
194
Sin embargo, esta descripción es errónea, no sólo por su evidente exageración, que pretendía anotarse un punto a
favor, sino también porque no toma en
cuenta que, dentro de este proceso, se
dio una importancia especial a borrar en la mayor medida posible la distinción
entre juego y trabajo, en favor del
primero. Se consideró que el juego era la forma más vivaz y apropiada de comportamiento para el niño, la
única forma de actividad que se
desarrolla espontáneamente desde su existen cia como niño. Sólo lo que se
puede aprender a través del jue go hace honor a la vitalidad de los pequeños.
La actividad in" f�til característica, se pensó, está en el juego; el
aprendizaje que, tal como se entendía
antiguamente, obligaba a una criatu ra a una actitud pasiva, le hacía perder
su personal iniciativa lú- dica.
.
La estrecha conexión entre estas dos cosas -la sustitución del aprend-er
por el hacer y del trabajo por el juego- está di rectament
e ilustrada por la enseñanza de los idiomas: se enseña al niño hablando, es
decir, haciendo algo y no estudiando
gra mática y sintaxis; en otras
palabras, tiene que aprender una len gua extranjera del mismo modo
en que un bebé aprende su len gua materna, como si jugara y en la
continuidad ininterrumpida de la
existencia cotidiana. Aparte de la cuestión de que esto sea posible o no -es posible, hasta cierto límite
sólo cuando se puede mantener al niño
todo el día en un ámbito de hablantes de
esa segunda lengua-, está bien claro que este procedimien to intenta
conscientemente mantener al niño, aunque ya no lo sea, en el nivel del infante a lo largo del
mayor tiempo posible. Lo que tendría que
preparar al niño para el mundo de los adul tos, el hábito de trabajar y de no jugar, adquirido poco a poco, se deja a un lado en favor de la autonomía
del mundo de la in fancia.
Sea cual sea el nexo entre hacer y saber, o la validez de la . fórmula
pragmática, su aplicación al campo educativo, es de cir, a la forma en que aprende el niño, procura dar un carácter absoluto al mundo infantil de la misma
manera que vimos en el caso del primer
supuesto básico. También en este caso, con el
pretexto de respetar la independencia del niño, se lo excluye del mundo de los mayores y se lo mantiene
artificialmente en el suyo, si es que se
puede aplicarle la denominación de mundo.
195
Esta detención
del niño es artificial, porque rompe la relación natural entre los mayores y los pequeños, que;
entre otras co sas, consiste en enseñar y aprender, y porque al mismo
tiempo va en contra de la índole de ser humano en
desarrollo, de la que la infancia es una
etapa temporal, una preparación para la
etapa adulta.
La actual crisis americana nace del reconocimiento del ele mento
destructivo de estos supuestos básicos y de un intento desesperado de reformar todo el sistema educativo, o sea de transformarlo por completo. Al obrar así, lo que en realidad se intenta -con excepción de los planes para un enorme
aumen to de las instalaciones destinadas a la preparación en
ciencias físicas y en tecnología- no es nada más que una
restauración: la enseñanza
volverá a impartirse con autoridad; el juego debe hacers.e.fuera de las horas de clase y una
vez más hay que vol ver al trabajo serio; el acento debe pasar de las
habilidades ex tracurriculares al conocimiento determinado en el plan de es
tudios; por último, incluso se habla de transformar los actuales planes de estudio de los profesores, para que
ellos mismos ten gan que aprender algo antes de transmitirlo a los niños.
Estas reformas
propuestas, que todavía están en la etapa de
discusión y son de
interés sólo en los Estados Unidos, no nos conciernen.
Tampoco puedo analizar la cuestión
más técnica, aunque a largo plazo quizá más
importante, de cómo hay que reformar los
planes de la enseñanza primaria y secundaria en
todos los países, para que todos den respuesta a las totalmente nuevas exigencias del mundo actual. Dos cosas son importan tes para nuestra argumentación. Por un lado,
ver qué aspectos del mundo moderno y de su crisis se reflejan
en la crisis educa tiva, es decir, cuáles son las verdaderas razones de
que durante decenios las cosas se
dijeran e hicieran en contradicción tan
manifiesta con el sentido común. En segundo término, deter minar qué
podemos aprender de esta crisis en cuanto a la esen cia de la educación, no en
el sentido de que siempre se puede
aprender de los errores que no deberíamos haber cometido, sino más bien a través de la reflexión sobre
el papel que la edu cación d�sempeña en todas las culturas, o
sea, sobre la obliga ción que la existencia de los niños implica para todo
grupo so cial. Empezaremos por este segundo asunto.
3
En cualquier época, una crisis en la
educación da lugar a serias preocupaciones, aun cuando no refleje, como ocurre
en el presente caso, una crisis e inestabilidad más generales de
la sociedad moderna. Y esto es así porque la educación es
una de las actividades más elementales y
necesarias de la sociedad hu mana, que no se mantiene siempre igual sino que
se renueva sin cesar por el nacimiento
continuado, por la llegada de nuevos
seres humanos. Además, estos recién llegados no están hechos por .completo sino en un estado de formación.
El niño, el suje- ·
to de la educación,
tiene para el educador un doble aspecto: es
nuevo en un mundo
que le es extraño y está en proceso de
transformación, es un nuevo ser humano y se está convirtiendo en un ser humano. Este dople aspecto no es evidente por
sí mismo·y-no se observa en las formas -de vida animal; corres ponde a una
doble relación: por un lado, la relación con el
mundo, por el otro, la relación con la vida. El niño comparte el estado de transformación con todas las
cosas vivas; respecto de la vida y su desarrollo, el niño es un ser
humano que está en un proceso de
transformación, tal como una cría de gato es un
gato en proceso de serlo. Pero el niño es nuevo sólo en relación con un mundo que existía antes que él, que
continuará después de su muerte y en el
cual debe pasar su vida. Si en este mundo
el niño no fuera un recién llegado sino sólo una criatura viva que af'1 no ha alcanzado el punto máximo de
su desarrollo, la educadón sería sólo
una función vital y no consistiría más que
en la preocupación por el mantenimiento de la vida y el entre namiento
y práctica del vivir, del que todos los animales se ocu pan cuando tienen
cachorros.
Sin embargo, los seres
humanos traen a sus hijos a la vida a través de la generación y el
nacimiento, y al mismo tiempo los introducen
en el mundo. En la educación asumen la responsa bilidad de la vida y el
desarrollo de su hijo y la de la perpetua ción del mundo. Estas dos
responsabilidades no son coinci dentes y, sin duda, pueden entrar en conflicto
una con otra. La responsabilidad del
desarrollo del niño en cierto sentido es
contraria al mundo: el pequeño requiere una protección y un cuidado especiales para que el mundo no
proyecte sobre él
- - 197
nada destructivo. Pero también el mundo
necesita protección para
que no resulte invadido y destruido por la embestida de los nuevos que caen sobre él con cada nueva
generación.
Como el niño ha de ser protegido
frente al mundo, su lugar tradicional está en la familia, cuyos miembros adultos cada
día vuelven del mundo exterior y llevan consigo la seguridad de
su vida privada al espacio
de sus cuatro paredes. La familia vive su
vida privada dentro de esas cuatro paredes y en ellas se escuda del rnundo y, específicamente, del aspecto público del mundo, pues ellas cierran ese lugar seguro sin el cual ninguna
cosa vi viente puede salir adelante, y esto es así no sólo para la etapa de la infancia sino para
toda la vida humana en general, pues siem pre que se vea expuesta al mundo sin la protección
de un espa cio privado
y sin seguridad, su calidad vital se destruye. En el mundo público, común- a todos, cuentan las person�s_y �ambién el trabajo; es decir, el
trabajo de nuestras manos con eT que cada
uno
de
nosotros contribuye al mundo común; pero allíno inte resa la vida por la vida.
El mundo no puede ser considerado con ella y por eso hay que
ocultarla y protegerla de él.
Todo lo vivo, y no sólo la vida vegetativa, nace de la oscu ridad
, y por muy fuerte que sea su tendencia natural hacia la luz, a pesar de
todo, para crecer necesita de la seguridad que da la sombra. Ésta puede ser la causa de que los niños de padres faJn.osos
t
an a menudo tengan tantos problemas. La fama se in miscuye entre las cuatro
paredes, invade el espacio privado tra yendo consigo, sobre todo en las
condiciones actuales, el brillo despiadado del ámbito
público que lo inunda todo en las vidas Particulares
de los que están dentro, y los niños ya no tienen un lugar seguro en el que puedan crecer. Pero se produce
exacta mente la
misma destrucción del espacio vital verdadero cuan do se intenta convertir
a los propios niños en una especie de mundo.
Entre los diversos grupos surge entonces una especie de vida pública y, además de que no se trata de algo real y
de que todo este intento es una suerte de fraude, lo
malo es que los ni ños -o sea, seres humanos que están en vías de serlo pero que aún no lo son por completo- se ven obligados a exponerse a la luz de una existencia pública.
Parece obvio que
la educación moderna, en la medida en que aspira a esfablecer l.ui mundo de niños, destruye las condi-
dones
necesarias para el desarrollo y el crecimiento vitales. Pero resulta muy extraño que semejante
perjuicio para los pequeños
que están en proceso de desarrollo sea una consecuencia de la educación
moderna, ya que este tipo de educación siempre sos tuvo que
su meta exclusiva era la de servir al niño y se rebeló contra los métodos del pasado, porque en ellos
no se había to mado cuenta suficiente de cuáles son la naturaleza íntima y
las necesidades del niño. «El siglo del
niño», como podríamos llamarlo, iba a
emancipar a los pequeños y a liberarlos de las
normas provenientes del mundo adulto. Por consiguiente, nos pn�untamos
cómo pudo ser que las condiciones de vida más
elementales y necesarias para el crecimiento y desarrollo del niño se pasaran por alto o, sencillamente, no
se reconocieran. Además, tampoco
entendemos cómo pudo ocurrir que el niño
quedara expuesto a lo que �ás
caracteriza al mundo adulto, al aspecto
público, cuando se había llegado a la idea ·¿-e que el error básico de toda
la educación antigua había sido el de no ver
en los grupos infantiles más que grupos de adultos pequeños.
La razón de este extraño estado de cosas no
tiene una rela ción directa con la educación, sino que más bien hay que bus carla en los criterios y prejuicios acerca de la naturaleza
de la vida privada y del mundo público y
de la interrelación de ambos, ca
racterística de la sociedad actual desde la época moderna, unos criterios que
los maestros, cuando empezaron a modernizar
la educación -relativamente tarde-,
aceptaron como supuestos
evidentes, sin advertir las inevitables consecuencias que tenían
en la vida del niño. Una peculiaridad de la sociedad moderna, y nada sobreentendida, es que considera la vida, es decir, la vida
terrena del individuo y de la
familia, como el bien supremo; por esta
razón, en contraste con los siglos anteriores, emancipó esa vida y todas las actividades relacionadas con
su preservación y enriquecimiento de la
ocultación de lo privado, a la vez que las
expuso a la luz del mundo público. Ese sentido es el que tiene la emancipación de los trabajadores y de las
mujeres, no como per sonas, desde luego, sino en la medida en que cumplen una fun
ción necesaria en el proceso vital de la sociedad.
Los últimos afectados por este proceso de
emancipa�ión fueron los
niños, y lo que había significado una
verdadera libe ración para los trabajadores y las
mujeres -porque no eran
199
sólo tales sino además personas, que por tanto tenían derechos en el mundo público,
es decir, podían reclamar que querían
ver y ser vistos en él, que
querían hablar y ser oídos- fue
una entrega y traición en
el caso de los niños, insertos aún en la eta pa en que el simple hecho de la vida y
de la crianza supera al factor de la
personalidad. Cuanto más descarta la sociedad mo derna la distinción entre lo
privado y lo público, entre lo que sólo
puede prosperar en un campo oculto y lo que necesita que lo muestren a plena luz en el mundo público,
cuanto más in serta está entre lo privado y lo público una esfera social en
la que lo privado se hace público y
viceversa, más difíciles son las cosas
para sus niños, que por naturaleza necesitan la seguridad de un espacio recoleto para madurar sin
perturbaciones.
Por muy serias que sean estas
transgresiones de los ele �entos básicos
del crecimiento vital, lo cierto es que de ningún modo son intencionales; la meta primordial de todos los es fuerzos de la educación
moderna ha sido el bienestar del niño, un hecho que no deja de ser sincero
aun cuando los intentos realizados no
siempre hayan tenido éxito en la dirección en que se esperaba para el avance del bienestar
infantil. La situación es por completo
distinta en la esfera de las tareas educativas diri gidas no al niño sino al
joven, el recién llegado y extraño que ya
nació en un mundo preexistente que no conoce. Esas tareas son sobre todo, pero no exclusivamente,
responsabilidad de las escuelas, y
tienen que ver con la enseñanza y el aprendizaje; el fracaso en este campo es el problema más
urgente en los Esta dos Unidos de hoy. ¿Qué hay en el fondo de este asunto?
Normalmente, el niño entra en el mundo cuando
empieza a ir a la escuela
. Pero la escuela no es el mundo ni debe pretender serlo, ya que es la institución que interponemos
entre el campo privado del hogar y el
mundo para que sea
posible la transición de la familia al
mundo. Quien exige la asistencia a
la escuela no es la familia sino el
Estado, es decir, el mundo público, y por consiguiente, en relación con el niño, la
escuela viene a repre sentar al mundo en cierto sentido, aunque no sea de
verdad el mundo. En esta etapa de la
educación, sin duda, los adultos asu men una vez más una responsabilidad con
respecto al niño, pero ya no se trata de
la responsabilidad por el bienestar vital de una criatura en proceso de crecimiento, sino más
bien de lo que en
200
general
llamamos libre desarrollo de cualidad y talentos especí ficos. Desde un punto de vista general y esencial, en esto
estriba el carácter de único que
distingue a cada ser humano de todos los
demás, la cualidad por la que no es un mero extraño en el mundo
sino alguien que nunca antes estuvo en él.
Como el niño no está familiarizado aún con el mundo,
hay que introducirlo gradualmente en él; como es nuevo, hay
que poner atención para que este ser nuevo lleg1,1e a
fructificar en el mundo tal como
el mundo es. Sin embargo, en
cualquier caso, los educadores representan para el joven un mundo cuya res ponsabilidad
asumen, aunque ellos no son los que lo hicieron y aunque, abierta o encubiertamente,
preferirían que ese mundo fuera
distinto. Esta responsabilidad no se impuso de modo ar bitrario a los
educadores, sino que está implícita en el hecho de que los adultos introducen a los jóvenes en un campo que cam
bia· sin cesar. El que se niegue a asumir esta responsabilidad conjunta con respecto al mundo no tendrá
hijos y no se permi tirá a esa persona tomar parte en la educación.
En la educación, esta
responsabilidad con respecto al mun do adopta la forma de la autoridad. La autoridad del
educador y las calificaciones del profesor no son la misma cosa.
Aunque una medida
de calificación es indispensable para tener autori dad, la calificación más alta posible nunca genera autoridad
por sí misma. La calificación
del profesor consiste en conocer el mundo
y en ser capaz de darlo a conocer a
los demás, pero su autoridad
descansa en el hecho de que asume la responsabi lidad con respecto a ese mundo. Ante el niño, el maestro es una especie de representante de todos los
adultos, que le muestra los detalles y
le dice: «Éste es nuestro mundo.»
Todos sabemos cómo están las cosas
hoy en cuanto a la au torida
d. Sea cual sea la actitud personal
respecto a este proble ma, es
evidente que en la vida pública
y en la vida política la au toridad no tiene ningún papel
-la
violencia y el terrorismo ejercidos por
países totalitarios nada tienen que ver con la au
toridad- o a lo sumo uno muy discutido. Sin embargo, esto en esencia sólo significa que la gente no quiere
que cualquiera re clame o reciba la responsabilidad de ocuparse de todo,
porque donde quiera que haya existido
una autoridad verdadera, se le adjudicó
la responsabilidad del curso de los asun.t9s g�_lmun-
20!
do. Si eliminamos la autoridad de la vida política y pública, esto puede significar que en adelante se
ha de exigir a cada uno una responsabilidad idéntica respecto del curso
del mundo. Pero también puede significar que, consciente o inconsciente mente,
se repudian las
demandas del mundo y las exigencias de que
haya un orden en él; se
rechaza toda responsabilidad con respecto al mundo, la de dar
órdenes no menos que la de obe decerlas. No hay duda de que en
la moderna pérdida de auto ridad ambas intenciones tienen un papel y a
menudo van jun tas de una
manera
simultánea e inextricable.
Por el contrario� en la educación no
puede haber tales am bigüedades ante la actual
pérdida de la autoridad. Los niños no pueden desechar la autoridad educativa como si
estuvieran en una situación de oprimidos por una mayoría adulta, si bien hasta este absurdo
de tratar a los niños como si fueran una mi noría oprimida que necesita
ser liberada se aplicó en las mo dernas prácticas educativas. Los adultos desecharon
la autoridad Y esto sólo puede significar una
cosa: que se niegan a asumir la responsabilidad del mundo
al que han traído a sus hijos.
Existe, por supuesto, una conexión entre la pérdida de la autoridad en la vida
pública y en la vida política, por un lado, y
la que se produj
o en los campos privados y prepolíticos de la fa milia Y de la escuela, por otro.
Cuanto más radical es la descon fianza de la
autoridad en la esfera pública, tanto más probable es que la esfera
privada no se mantenga intacta. Además, está
el hecho adicional, y muy
decisivo, de que desde tiempos in memoriales, en nuestra tradición de pensamiento
político, nos acostumbramos a
considerar que la autoridad de los padres so bre los hijos, de los profesores
sobre los alumnos, era el modelo según el cual debíamos entender la autoridad política.
Este mo delo, que ya encontramos en
Platón y en Aristóteles, es lo que da
una ambigüedad extraordinaria
al concepto de autoridad en política. Ante todo, se
basa en una superioridad absoluta que nunca puede existir entre
adultos y que, desde el punto de vista de
la dignidad
humana, jamás debe existir. En segundo lugar, si guiendo el patrón de una guardería, se
basó en una superiori dad meramente temporal, y, por
consiguiente, se autocontradi ce si se aplica a relaciones que no son
temporales por naturaleza, corno las que
existen entre los gobernantes y los gobernados.
202
Por tanto, está
en la naturaleza misma del asunto -o sea, tanto
en la naturaleza de la crisis actual de la autoridad como en la na turaleza de nuestro pensamiento político tradicional- que la
pérdida de autoridad iniciada en el campo político deba termi
nar en el privado; y no es accidental que el lugar en el que la au
toridad política se vio socavada por primera vez -América sea el lugar en el que con mayor fuerza se manifiesta
la actual crisis de la educación.
La pérdida
general de autoridad, en rigor, no podía tener
una expresión más
radical que su intrusión en la esfera prepo lítjca, donde la autoridad
parecía estar dictada por la naturale za misma y ser independiente de todos los cambios históricos
y de todas las condiciones
políticas. Por otra parte, el hombre
actual no pudo encontrar para su desencanto ante el mundo, para su desagrado frente a las cosas tal como
son, una expre sión más clara que su neg�tiva a
asumir, frente a sus hijos, la
responsabilidad de todo ello. Es como si los padres dijeran cada día: «En este mundo, ni siquiera en
nuestra casa estamos seguros; la forma
de movernos en él, lo que hay que saber, las
habilidades que hay que adquirir son un misterio también para nosotros. Tienes que tratar de hacer lo mejor
que puedas; en cualquier caso, no puedes
pedirnos cuentas. Somos inocentes, nos
lavamos las manos en cuanto a ti.»
Esta actitud nada tiene que ver con aquel deseo revoluci
o nario de un nuevo orden en el mundo -Novus Ordo Seclo rum- que
en tiempos pasados animó a Norteamérica; más bien es
un síntoma de ese moderno distanciamiento del mundo
que
se ve en todas partes pero que se presenta bajo una forma especialmente radical y
desesperada en medio de las socieda des de masas. Es verdad que las modernas experiencias educa tivas adoptaron,
no sólo en los Estados Unidos, poses muy re volucionarias, y esto,
hasta cierto punto, aumentó la dificultad
de reconocer claramente la situación, a la vez que ocasionaba un grado de desconcierto en la discusión del
problema, porque frente a todo este
comportamiento se alza el hecho incuestio nable de que, mientras estuvo de
verdad animado por ese espí ritu, Estados Unidos nunca soñó con iniciar su
nuevo orden con la educación sino que,
por el contrario, mantuvo una prác tica conservadora en los temas educativos.
203
Quiero evitar malentendidos: me
parece que el conserva durismo, en el sentido de la conservación, es la
esencia de la ac tividad educativa, cuya tarea siempre
es la de mimar y proteger algo: al niño, ante el mundo; al mundo, ante el niño; a lo nue vo, ante lo viejo; a lo viejo, ante lo nuevo. Incluso la amplia res ponsabilidad del mundo que así se asume implica,
por supues to, una actitud conservadora. Pero esto vale sólo en el campo de la educación, o más bien en las
relaciones entre personas formadas
y niños, y no en el ámbito de la política, en el que ac tuamos entre adultos e
iguales y con ellos. En política, esta ac titud conservadora -que acepta el mundo tal cual es
y sólo se esfuerza por conservar el statu quo- no lleva más que a
la des trucción, porque el mundo, a grandes rasgos y en detalle, que da irrevocablemente
destinado a la ruina del tiempo si los seres
humanos
no se deciden a intervenir, alterar y crear lo nuevo. Las palabras de
Hamlet: «Los tiempos están confusos. Oh,
maldita desgracia, que haya nacido yo para ponerlos en
or den», son más o menos verdaderas para cada nueva genera ción, aunque desde
principios de nuestro siglo quizá hayan ad quirido una validez más
persuasiva que antes.
Básicamente, siempre educamos para un mundo que está confuso o se está convirtiendo en confuso, porque ésta es la situación humana básica en la que se creó el mundo
por acción de manos mortales
para servir a los mortales como hogar
durante un tiempo limitado.
Porgue está hecho por tnortales, el
mundo se marchita; y porque continuamente cam bian sus habitantes,
corre el riesgo de llegar a ser tan mortal como ellos. Para preservar al mundo del
carácter mortal de sus creadores y habitantes hay que volver a ponerlo,
una y otra vez, en el punto justo. El
problema es, simplemente, el de educar
de tal modo que siempre sea posible esa corrección, aunque no se pueda jamás tener certeza de ella.
Nuestra espe ranza siempre está en lo nuevo que
trae cada generación; pero precisamente porque
podemos basar nuestra esperanza tan sólo
en esto, lo
destruiríamos todo si tratáramos de controlar
de ese modo a los
nuevos, a quienes nosotros, los viejos, les hemos dicho cómo deben
ser. Precisamente por el bien de lo que
hay de nuevo y revolucionario en c�da niño,
la educación ha deser co-nservadora;
tiene que preservar ese eleiJ?.ento nue-
204
vo e introducirlo como novedad en un mundo viejo que, por
muy
revolucionarias que sean sus acciones, siempre es anti cuado y está
cerca de la ruina desde el punto de vista de la úl tima generación.
4
La verdadera dificultad de la educación moderna está en
el hecho de que, a pesar de todos los comentarios en boga acerca de J..In nuevo conservadurismo, incluso ese mínimo de conser vación y la actitud de conservar sin la cual la educación
es sen cillamente imposible, es algo muy difícil de alcanzar en nues tros
días. Hay buenas razones para que sea así. La crisis de la autoridad en la
educación e�tá en conexión estrecha con la cri
sis de la tradición, o sea con la crisis de nuestra actitud hacia el
campo del pasado. Para el educador, es muy difícil de sobre
llevar este aspecto de la crisis moderna, porque su tarea consis te en mediar
entre lo viejo y lo nuevo, por lo que su profesión
misma le exige un respeto extraordinario hacia el p asado. A lo largo de siglos, es decir
durante el período de la civilización cristiano-romana,
el maestro no tenía necesidad de brindar una
atención especial
a la posesión de esa cualidad, ya que la reve rencia hacia el pasado
era un elemento esencial de la mentali dad romana, rasgo que no fue alterado
por el cristianismo,
que sólo cambió los puntos de
referencia.
Lo esencial de la actitud romana (aunque esto
no es así en todas las civilizaciones ni tampoco
en la tradición de Occidente en su conjunto) era
considerar como
modelo al pasado por el
mero hecho
de serlo; tomar a los antepasados, en todos los ca
sos, como ejemplos inspiradores de sus descendendientes; creer que toda grandeza
estriba en lo que ha sido y, por consiguiente, que la edad más digna del
hombre es la vejez, pues el hombre anciano, que casi está en la categoría de antepasado, puede ser vir como modelo para los vivos. Todo esto se contradice no sólo con nuestro mundo y nuestros tiempos modernos, desde el Re nacimiento en adelante, sino también, por ejemplo,
con la acti tud de los griegos ante la vida. Cuando Goethe dijo qu� en�eje
cer es «retirarse gr�dualme?te del mundo de las apanenc1as»,
205
hacía un comentario concordan
te con el espíritu de los griegos, para los que
ser y parecer coinciden. La actitud romana diría que, precisamente al envejecer y desaparecer
poco a poco de la comunidad de los
mortales, el hombre alcanza su forma de ser
más cara:terística, aun cuando
en el mundo de las apariencias esté en el proceso de desaparecer, porque sólo
en ese momento se puede acercar a la existencia en la
que será una autoridad para los demás.
En la escena inalterada de esa tradición, en
la que la edu cación t:ene una función política (y esto era un caso único),
en realidad es comparativamente
fácil hacer lo correspondien te en temas educativos sin siquiera detenerse
a considerar lo que de verdad se está
haciendo, pues el carácter específico
del principio educativo está en total
acuerdo con las básicas con viccione� éticas y morales de la sociedad en general. Educar, según afirmaba Polibio, era simplemente «hacerte
ver que eres digno de tus antepasados en
todo», y en este asunto el educa
dor podía ser un «compañero-competidoD> y un «compañero
trabajador», porque también él había pasado la vida con los ojos fijos
en el pasado, aunque en un nivel
distinto. La camara dería y la autoridad, en este
caso, eran las dos caras de una mis
ma moneda, y la autoridad del
maestro tenía una base firme en la omnipresente autoridad del pasado como tal. No
obstante, en la actualidad ya no
estamos en esa posición, y es poco sen sato actuar como si aún lo estuviésemos
y como si sólo de ma nera accidental, por decirlo así, nos hubiéramos apartado
del recto camino, pero con la posibilidad
de volver a él en cual quier momento. Esto significa que cada vez que se
produjo una crisis en el mundo, no se
podía seguir adelante ni retroceder sin
más. La inversión no nos llevaría sino a la misma situación que dio origen a la crisis. El regreso sería una
repetición del hecho, aunque tal vez con
una forma diferente, ya que no hay límites
para las posibilidades de tonterías e ideas caprichosas que se pueden presentar como si fuesen la última palabra en
el campo científico. Por otra parte, una
perseverancia simple, no reflexi va, ya sea para seguir adelante con la crisis
o para adherirse a la rutina que,
imperturbable, cree que la �risis no se
tragará su es fera vital específica, sólo puede llevar a la ruina, porque se
do blega ante el curso del tiempo; para ser más precisos, sólo pue-
206
de aumentar ese distanciamiento del mundo que ya nos am
e naza por todas
partes. La consideración de los principios edu cativos debe tomar en cuenta
este proceso de distanciamiento del
mundo; incluso puede admitir que en esto nos enfrentamos con un proceso automático, siempre que no se
olvide que den tro del poder del pensamiento y del obrar humanos está la ca
pacidad de interrumpir y detener esos procesos.
El problema de
la educación en el mundo moderno se cen tra en el
hecho de que, por su propia naturaleza, no puede re nunciar a la autoridad ni
a la tradición, y aun así debe desarro llarse en un mundo que
ya no se estructura gracias a la autoridad
ni se mantiene unido gracias
a la tradición. Sin embargo, esto
significa que no sólo los maestros y educadores sino todos no sotros
--en la medida en que vivimos en el mismo mundo que nuestros
hijos y con los jóvenes- debemos adoptar hacia ellos una actitud bien distinta de la qÚe tenemos
unos ante otros. De bemos separar de una manera concluyente la esfera de la
educa ción de otros campos, sobre todo del ámbito vital público, polí tico,
para aplicar sólo a ella un concepto de autoridad y una actitud hacia el pasado que son adecuadas en
ese campo, pero no tienen una validez
general y no deben reivindicar una
validez general en el mundo de los
adultos.
En la práctica,
la primera consecuencia de
esto sería una cla ra comprensión
de que el objetivo de la escuela ha de ser ense ñar a los
niños cómo es el mundo
y no instruirlos en el arte de vivir. Como el mundo es viejo, siempre
más viejo que ellos, el aprendizaje se vuelve inevitablemente hacia el
pasado, por mu cho tiempo que se lleve del presente. Además, la línea
trazada entre los niños y los adultos
podría significar que no se puede educar
a los adultos ni tratar a los niños
como si fueran personas mayores; pero jamás debe permitirse que esa línea se convierta en
un muro que separe a los niños de la
comunidad de adultos, como si no
compartieran un mismo mundo y como si la niñez
fuese un estado humano
autónomo, que puede vivir según sus
propias leyes. No existe una regla general que fije la posición de la línea divisoria entre la niñez y la edad
adulta; esa posición cambia a menudo,
según la edad, de un país a otro, de una civi lización a otra e incluso de una
persona a otra. Pero la educa ción, diferenciada del aprendizaj�. ha de tener un fin predeci-
207
ble. En nuestra civilización, ese fin quizá coincide con la licen ciatura
universitaria más que con la graduación en el instituto, porque la formación profesional que dan las universidades o las escuelas técnicas, aunque relacionada con
la educación,
es en sí misma un tipo de
especialización, en la que no se busca
intro ducir al joven en el mundo como un todo, sino en un segmento limitado,
específico, de él. No se puede educar sin enseñar al mismo tiempo; una educación sin aprendizaje
es vacía y por tan to con gran facilidad degenera en una retórica
moral-emotiva. Pero es muy fácil enseñar
sin educar, y cualquiera puede apren der cosas hasta el fm de sus días sin que
por eso se convierta en una persona
educada. Sin embargo, todos estos detalles deben quedar en manos de los expertos y de los
pedagogos.
Lo que aquí nos interesa, y por consiguiente no debemos remitir· a la ciencia
especial de la pedagogía, es la relación entre
las personas adultas y los niños en general o, para decido
en términos más generales
y exactos, nuestra actitud hacia la nata lidad, hacia el
hecho de que todos hemos venido al mundo al nacer y de que este mundo se renueva sin cesar a través de los nacimientos. La educación es el punto en el
que decidimos si amamos el mundo lo
bastante como para asumir una responsa bilidad por él y así salvarlo de la
ruina que, de no ser por la re novación, de no ser por la llegada de los
nuevos y los jóvenes, sería inevitable.
También mediante la educación decidimos si
amamos a nuestros hijos lo bastante como para no arrojarlos de nuestro mundo y librarlos a sus propios
recursos, ni quitarles de las manos la
oportunidad de emprender algo nuevo, algo
que nosotros no imaginamos, lo bastante como para preparar los con
tiempo para la tarea de renovar un mundo común.
208
VI. LA CRISIS EN LA CULTURA:
SU SIGNIFICADO POLÍTICO Y SOCIAL
1
J)esde hace más de diez años hemos sido
testigos de una pre ocupación aún creciente entre los intelectuales respecto
del fe nómeno, relativamente nueyo,
de la cultura de masas. La propia denominación deriva de una expresión no mucho más vieja: «so ciedad de masas»; el supuesto básico que es fundamento
tácito de todas las discusiones sobre
este tema es que la cultura dé ma
sas, lógica e inevitablemente, es la cultura de la sociedad de masas. El hecho más significativo de la breve
historia de ambas expresiones es que, mientras hace unos pocos
años aún se usaban con un
fuerte sentido reprobatorio --en el que estaba implícita la idea
de que la sociedad de masas era una forma depravada de la sociedad y la cultura de masas una contradicción
en sus térmi nos-, hoy ya se han
vuelto respetable tema de innúmeros estu dios y proyectos de
investigación, cuyo principal efecto, como se ñaló Harold Rosenberg, es «añadir a lo kitsch una dimensión intelectual».
Esta <<intelectualización de lo kitsch» se justifica di ciendo que, nos guste o no, la sociedad de masas
va a seguir pre sente en el futuro previsible y, por consiguiente, su
«cultura>>, la «cultura popular
[no debe] abandonarse al populacho».1 Sin
embargo, el problema consiste en si lo que es verdad para la so ciedad
de masas también lo es para la cultura de masas o, para decirlo de otra manera, si la relación entre
sociedad de masas y cultura será, mutatis
mutandis, la misma que la relación de la so ciedad con la cultura
que precedió a esta etapa.
La cuestión de la cultura de masas suscita ante todo un di lema
distinto
y fundamental: la muy problemática relación de la
sociedad y la cultura. Sólo se necesita recordar hasta qué lí mite
todo el movimiento del arte moderno se inició con una re belión vehemente de los artistas
contra la sociedad como tal (y
209
no contra una sociedad de masas aún desconocida),
para com prender hasta qué punto esta antigua
relación dejó que desear, y para advertir así con cuánta
facilidad añoraron los críticos
de la cultura de masas esa Edad de Oro de una sociedad excelen te y
cortés. Esta añoranza hoy está mucho más difundida en los Estados Unidos que en Europa, por la mera
razón de que Nor teamérica, aunque dentro de unos buenos vínculos con
el fi listeísrno barbárico de los nuevos ricos, sostiene una relación
aquiescente con el igualmente aburrido
y educado filisteísmo cultural y social de Europa, donde la
cultura adquirió un valor de
esnobismo, donde se ha convertido en una cuestión de po sición social el estar lo ba.stante
educado como para apreciar la cultura;
esta falta de experiencia, incluso, puede explicar por qué la literatura y la pintura americanas de
pronto llegaron a desempeñar un papel
tan decisivo en el desarrollo del arte mo derno, y por qué puederi.proyectar su
influencia en países cuya vanguardia
intelectual y artística adoptó abiertas actitudes an tiamericanas. Sin
embargo, tiene la consecuencia poco feliz de
que el malestar profundo que la propia palabra «cultura» pue de evocar
precisamente entre quienes son sus máximos repre sentantes a veces pasa
desapercibido o se puede entender mal su
significado sintomático.
Con todo, haya o no pasado un determinado
país por todas las etapas que, desde el surgimiento de la era moderna,
definen a una sociedad desarrollada, la sociedad de masas
nace cuando «la masa de la población se ha incorporado a la
sociedad».2 Como la sociedad en el sentido de «buena sociedad»
abarcó todos esos sectores de la población que disponían de medios
y sobre todo de tiempo libre, es decir, de tiempo para
dedicarlo a la «cultura»
, la sociedad de masas indica
sin duda la existen cia de un nuevo estado de cosas, en
el que la masa de la pobla ción está tan liberada del peso de un
trabajo físico agotador que también
dispone de bastante tiempo libre para la «cultu ra». Por consiguiente, la
sociedad de masas y la cultura
de ma sas parecen fenómenos interrelacionados, pero su común de nominador no
es el carácter masivo sino la sociedad a la que se incorporaron las masas. Tanto histórica como
conceptualmen te, la sociedad de masas estuvo precedida por la sociedad y so ciedad no es un término más
genérico que la expresión socie-
2IO
dad de masas; también se le puede adjudicar una fecha y
una descripción histórica:
sabemos que es más antiguo que el giro sociedad de masas, pero no anterior a la época moderna. En
re alidad, todo
s los rasgos que la psicología de masas descubrió hasta ahora en el hombre masa: su incomunicación (que no es aislamiento ni soledad)
independiente de su adaptabilidad, su excitabilidad y carencia de normas, su
capacidad de consumo, unida a la
incapacidad para juzgar o incluso distinguir, y sobre todo su egocentrismo y esa fatídica
alienación ante el mundo que desde
Rousseau se viene tomando por autoalienación, to dos estos rasgos aparecieron
antes en la buena sociedad, don de no se hablaba de masas en términos
numéricos.
Es probable que la buena sociedad,
tal como la conocemos desde los siglos xvm y XIX, naciera en las cortes europeas de
la época del absolutismo, en e�pecial la sociedad cortesana
de Luis XIV, que
tan bien supo quitar todo significado político a los nobles con el sencillo recurso
de reunirlos en Versalles, transfor mándolos en cortesanos y haciendo
que se entretuvieran unos a otros con
intrigas, maquinaciones y habladurías incesantes, que inevitablemente
nacían de aquellas reuniones perpetuas. Por todo esto se puede decir que el antecedente
verdadero de la no vela, esta forma de arte moderna en todo sentido, más que en el relato picaresco de trotamundos y caballeros
está en las Mémoi res de
Saint-Simon, mientras que la propia novela anticipaba con toda claridad el surgimiento de las ciencias
sociales y el de la psi cología, que aún siguen centradas en los conflictos
entre socie dad e «individuo». El verdadero antecesor del hombre masa mo
derno es el individuo, definido e incluso descubierto por los que, como Rousseau en el siglo xvm o John Stuart Mili en el XIX, es taban en abierta rebeldía contra la sociedad. Desde entonces,
la historia de un conflicto entre la
sociedad y sus componentes in dividuales se repitió una y otra vez tanto en la
realidad como en la ficción; el
individuo moderno, que ya no es tan moderno, for ma parte de la sociedad ante
la que trata de autoafirmarse y que
siempre obtiene de él lo mejor.
Sin embargo, la situación del individuo cambió mucho des de las etapas
antiguas de la sociedad hasta los tiempos de la so ciedad de masas. En la
medida en que la propia sociedad se
restringía a ciertas clases de la poblac;ión, las posibilidades de
2II
sobrevivir que tenía el individuo frente a la presión
social eran bastante buenas, y se basaban en la presencia
simultánea, den tro de la población, de otros estratos
no-sociales en los que po dían
refugiarse los individuos; una de las
causas por las que esos individuos, con
tanta frecuencia, terminaron dentro de partidos revolucionarios era que
descubrían en esas organiza ciones no admitidas por la sociedad ciertos rasgos
humanita rios desaparecidos ya en el grupo social. Una vez más, esta cir cunstancia encontró su
expresión en la novela, las conocidas
glorificaciones de trabajadores y proletarios, pero también y de un modo más sutil, en el papel asignado a los homosexuales (por ejemplo en Proust) o a los judíos, es
decir, a grupos que la sociedad nunca
había absorbido del todo. El hecho de que el
impulso revolucionario a lo largo de los siglos XIX y xx estuvie ra
dirigido con mayor violencia contra la sociedad que contra los Estados y los gobiernos no se debe sólo
al predominio de la cuestión social con
su doble dilema de miseria y explotación.
Sólo necesitamos leer los documentos de la Revolución F
ran cesa y ver hasta qué punto el concepto mismo
de le peuple re cibía sus connotaciones por la cólera del
«corazón» -como habría
dicho Rousseau, e incluso Robespierre- contra la co rrupción y la hipocresía de los salones, para
comprender cuál fue el
verdadero papel de la sociedad a lo largo del siglo XIX. Una buena parte de la desesperación de los individuos
someti dos a las
condiciones de la sociedad de masas se debe a que esas salidas de escape hoy están cerradas,
porque la sociedad ya abarca todos los
estratos de la población.
Sin embargo, nosotros no nos interesamos aquí
por el con flicto
entre individuo y sociedad, aunque tiene cierta importan
cia señalar que el último individuo que queda en la sociedad de masas parece ser el artista. Nuestra preocupación está en la cul tura o, mejor
aún, en lo que ocurre con la cultura según las dis tintas condiciones de la
sociedad y de la sociedad de masas y,
por tanto, nuestro interés en el artista no se basa en su indivi
dualismo subjetivo, sino en el hecho de que sea el productor au téntico de esos objetos que todas las civilizaciones
dejan tras sí como la quintaesencia y el
testimonio duradero del espíritu que las
animó. Que precisamente los que produCían los objetos cul turales más altos,
es deci�, la� obras de arte, se volvieran con�ra
2I2
la sociedad,
que todo el desarrollo del arte moderno -que jun to al
desarrollo científico será el mayor logro de nuestro
tiem po- haya nacido de ese sentimiento hostil hacia la sociedad y haya
quedado unido a él, demuestra un antagonismo entre so ciedad
y cultura que existía antes de la aparición de la sociedad de masas.
La acusación que el artista, como
persona diferenciada del revolucionario político, hizo contra la sociedad se sintetizó muy pronto -a
principios del siglo xvm- en la palabra que desde entonce
s se repitió y volvió a interpretar una generación tras otra.
La p4ilabra es «filisteísmo». Su
origen, apenas anterior a su uso
específico, no es de gran significado; se usó por primera
vez en la jerga estudiantil alemana para
diferenciar a los analfabetos
de los universitarios, si bien la
asociación bíblica indicaba ya a un
ene migo numéricamente superio.r en cuyas manos se podía caer.
Cuando se usó por primera vez --creo que lo hizo elescritor ale m á.! Clemens
von Brentano, que escribió una sátira sobre el filis teo «bevor,
in und nach der Geschichte («antes, durante y
después de la historia»)-, el vocablo
denotaba una mentalidad para la que todo
se debía juzgar en términos de utilidad inmediata y de
«valores materiales», y que por consiguiente no respetaba dema siado a
obras y actividades tan inútiles como las que se dan en la cultura y el arte. Todo esto suena bastante
familiar hasta el día de hoy, y no
carece de interés señalar que incluso términos de jerga tan comunes como <<mamón» ya se
encuentran en ese viejo pan fleto de Brentano.
Si las cosas se hubieran quedado allí
, si el reproche dirigido contra la sociedad hubiese
sido el de falta de cultura y de interés
en el arte, el fenómeno que aquí tratamos habría sido mucho
me nos complicado de lo
que en la realidad es; por la misma
causa, resultaría incomprens
ible el hecho de que el arte moderno se re belara contra la «cultura» en lugar de luchar simple
y abierta mente por sus propios intereses «culturales». El núcleo de
la cuestión está en que ese tipo de
filisteísmo, que no consistía más que en
ser «inculto» y vulgar, rápidamente tuvo un sucesor en otro desarrollo en el que, por el contrario, la sociedad
comenzó a mostrar un interés excepcional en los llamados valores cultura
les. La sociedad empezó a monopolizar la «cultura>> para sus propios fines, por ejemplo la posición y la
condición sociales.
. - -·
213
Esto tenía una
relación directa con la posición socialmente
infe rior de las clases medias-europeas que
-·tan pronto como tuvie ron la riqueza y el
tiempo libre necesarios- se
encontraron en medio de una ardua lucha contra la aristocracia,
despecúva ante la vulgaridad de los que sólo sabían hacer dinero.
En esa lucha por la posición social, la cultura pasó a desempeñar un papel muy amplio
como una de las armas, si no la mejor,
para el avan ce personal en la sociedad y para
«autoeducarse» fuera de las re giones bajas, donde se suponía que estaba la realidad, para as cender
hacia las regiones más elevadas, las no-reales, donde se consideraba que tenían su espacio propio la belleza y el
espíritu. Esta huida de la realidad a través del arte y la
cultura es impor tante no sólo porque dio a la fisonomía del filisteo cultural o edu cado sus
rasgos más disúnúvos, sino también porque probable mente fue el factor
decisivo en la rebelión de los artistas contra
los patron,es recién encontrados; todos ellos olían el peligro de que los expulsaran de la realidad, para
mandarlos a una esfera de refinado
lenguaje, en donde lo que ellos hacían hubiese perdido toda significación. Era algo bastante dudoso
lo de ser reconoci do por una sociedad que se había vuelto tan «refinada» que,
por ejemplo, durante la escasez de
patatas en Irlanda, no iba a degra darse ni a correr el riesgo de que la
identificaran con una realidad tan
desagradable usando esa palabra, sino que en la época se re fería al tan
corriente vegetal diciendo «ese tubérculo». Esta anéc dota contiene, en estado
latente, la definición de cultura filistea.3
Sin
duda, lo que se juega aquí, mucho más
que el estado psicológico de los artistas, es la condición objetiva del
mundo cultural que, en
la medida en que conúene cosas
tangibles -li bros y cuadros,
estatuas, edificios y música- es continente y da
testimonio de todo un pasado conocido de países y naciones
y
de la humanidad misma. En este senúdo, el único criterio no so cial y auténtico
para juzgar esos objetos específicos de
la cultura es su relativa permanencia y su
final inmortalidad. En última instancia, sólo lo que perdura por siglos puede definirse como un objeto cultural. El núcleo de la cuesúón es que, en cuanto se convirtieron en el objeto de un refinamiento social e individual y de la posición que a él se le acuerda, las obras inmortales del pasado perdieron su cualidad más importante y elemental, la de �rapar y conmover al lector o al espectador a
lo largo del úempo.
214
La propia
palabra «cultura» se volvió sospechosa, precisamente porque connotaba esa «búsqueda de la
perfección» que para Matthew Arnold era idéntica a la «búsqueda de la dulzura y
de la luz». Las grandes obras de arte no son menos
maltratadas cuando sirven a fines de
autoeducación o autoperfección que cuando
sirven a otros propósitos; mirar un cuadro para
aumen tar el conocimiento que se tenga acerca
de un período determi nado puede ser
tan útil y legítimo como lo es
usar un cuadro para tapar un agujero de la pared. En ambos casos
el objeto de arte se usa para fines
ulteriores. Todo es aceptable en la medida
en que se sepa que esos usos, legítimos o no, no constituyen la adecuada relación con el arte. El problema
del filisteo educado no era que leyese
los clásicos, sino que lo hacía espoleado por la meta posterior del autoperfeccionamiento y no
tomaba concien cia de que Shakespeare o Platón podían tener para decirle
cosas más importantes que la de cómo
educarse. El problema estaba en que esa
persona había escapado hacia una región de «poesía pura» para mantener fuera de su vida a la
realidad -por ejem plo algo tan «prosaico» como una escasez de patatas- o
para verla a través de un velo de
«dulzura y luz».
Todos conocemos los
productos artísticos bastante deplora bles que inspiró esta actitud, de la que se alimentó el kitsch del siglo XIX, cuya falta de sentido de la forma y
del estilo -tan inte resante desde el punto de vista histórico- tiene
una conexión directa con el divorc
io de las artes y la realidad. La
recuperación asombrosa de las artes creativas en nuestro siglo, y quizá
una me nos aparente pero
no menos real recuperación de la
grandeza del pasado,
empezó por afirmarse a sí misma cuando la sociedad fina perdió su monopolio sobre la cultura
junto con su posición dominante en el
conjunto de la población. Lo que había ocurri do antes y, hasta cierto punto,
sin duda continuó ocurriendo in cluso después del nacimiento del arte moderno,
era en realidad una desintegración de la
cultura, cuyos «monumentos durade ros» son las estructuras neoclásicas,
neogóticas y neorrenacen tistas diseminadas por toda Europa. En esta
desintegración, la cultura, aún más que
otras realidades, se había convertido en lo
que sólo entonces la gente empezó a llamar «un valor», es decir, un bien social que podía ponerse en circulación y convertirse en din�.r.Q.a
r.ambio de todo tipo de valores, sociales e individuales.
215
En otras palabras, en un principio el filisteo despreció los objetos culturales hasta que el filisteo culto se apoderó de ellos como valor de cambio, con el que se compraba una
posición más alta en la sociedad o adquiría
un mayor grado de autoesti ma (mayor que el que
en su propia opinión se merecía por su índole o por su nacimiento). En este proceso, los culturales re
cibían el mismo trato que cualquier otro
valor,
eran lo que siempre habían sido: valores
de cambio, y al pasar de mano en mano se desgastaban como monedas antiguas. Así perdieron la que en su origen es la facultad peculiar
de todos los objetos culturales: la
facultad de captar nuestra atención y
conmover nos. Cuando sucedió esto, la gente empezó
a hablar de la «de v�uación de los valores» y el final de
todo el proceso se pro dujo con las «rebajas de los valores» (Ausverkau/der
Werte) en los años veinte y treinta en Alemania,
en los cuarenta y cin cuenta en Francia, cuando los <<Valores»
culturales y morales se liquidaban a
bajos precios.
Como el filisteísmo cultural ha sido un asunto del pasado en Europa, y mientras tanto se puede ver en las «rebajas de los v�ores» el fin melancólico de la gran
tradición de Occidente, todavía es tema de discusión si
el hecho de descubrir a los grandes
autores del pasado sin ayuda de ninguna
tradición es más difícil que rescatarlos de todas las necedades del filisteís mo educado. Y la tarea de conservar el pasado sin la ayuda de la tradición, y a menudo incluso contra las normas e interpre taciones
tradicionales, es la misma para toda la civilización oc cidental. En el
plano intelectual, aunque no en el
social, Esta dos Unidos y Europa están en la misma situación: el hilo
de la tradición está cortado y debemos descubrir el pasado por no sotros mismos, es decir, leer a quienes lo integran como si na die los
hubiera leído antes. En esta labor, la sociedad de
masas coincide con nosotros mucho menos
que la buena sociedad educada, y
sospecho que ese tipo de lectura no fue poco habi tual en los Estados Unidos del siglo xrx, precisamente porque el país aún era esa <<Vastedad sin
historia» de la que tantos es critores y artistas
americanos trataron de huir; puede que por
esto la ficción y la poesía norteamericanas hayan mostrado sus valores propios ya desde Whitman y Melville.
Habría sido muy poco afortunado que,
apart<¡sle los dil�mas y de las perturba-
2!6
dones de la
cultura y de la sociedad de masas, hubiera apareci do un injustificado y ocioso anhelo de una situación que no
es mejor sino sólo un poco más
anticuada.
La diferencia principal entre
sociedad y sociedad de masas es quizá que la sociedad quería la cultura, valorizaba y
desvalo rizaba los objetos
culturales como bienes sociales, usaba y abu saba de ellos para
sus propios fines egoístas, pero no los «con sumía». Aun en su mayor
desgaste, esas cosas seguían siendo
cosas y conservaban cierto
carácter objetivo; se desintegraban
hasta convertirse en un montón de escombros, pero no desapa recían� Por el contrario,rla sociedad de masas no quiere cultura sino entretenimiento, y la sociedad consume
los objetos ofreci dos por la industria del entretenimiento como
consume cual quier otro bien de consumo. Los productos necesarios para el entretenimiento son útiles para, el proceso
vital de la sociedad, aun cuando para la
vida puedan no ser tan imprescindibles
como el pan y la carne. Como se suele decir, sirven para pasar el rato, y el tiempo libre que se pasa por pasar
no es tiempo de ocio, en sentido
estricto -el tiempo en que estamos libres de to das
las preocupaciones y actividades propias del proceso vital, y por consiguiente libres para el mundo y su cultura-, sino más
bien tiempo sobrante, aún biológico en su naturaleza, después de haber cumplido con el trabajo y el
descanso. El tiempo vacío que, se
supone, llena el entretenimiento es un hiato en el ciclo biológicamente condicionado del trabajo, en
el «metabolismo del hombre con la naturaleza»,
como solía decir Marx.
En las
condiciones modernas, este
hiato crece 'sin
cesar; cada vez
hay más tiempo libre que se ha de llenar con algún en tretenimiento, pero ese enorme aumento de horas vacías no cambia la naturaleza del tiempo. Como
el trabajo y el sueño, el
entretenimiento es una parte indiscutible del proceso de la vida biológica, un metabolismo que siempre se
alimenta de cosas devorándolas, ya sea
durante la actividad o en el descanso, ya
esté inmersa en el consumo o en la recepción pasiva de las di
versiones. Los productos que ofrece la industria del entreteni miento no son
«cosas», objetos culturales cuyo valor se mide
por su capacidad de soportar el proceso vital y convertirse en elementos permanentes del mundo, y no
tendrían que juzgarse según esas normas;
tampoco so�_valo��- q�e est�n allí para ser
217
usados e intercambiados: son bienes de
consumo que tienen que ser agotados, como cualquier otro objeto de consumo. ,
Panis et circenses, es verdad, van juntos; ambos son necesa rios para
la vida, para su conservación y recuperación, y ambos se desvanecen en el curso del proceso vital, es decir, hay que producirlos y ofrecerlos una y otra vez para que el proceso no se cierre para siempre. Las normas que para juzgarlos se apliquen han de ser la frescura y la novedad, y
la medida
en que hoy usa mos esas normas para juzgar los objetos culturales
y artísticos,
cosas que -se supone- deben permanecer en el mundo
inclu so después de que lo hayamos dejado, indica con claridad hasta qué punto la necesidad de entretenimiento ha empezado a ser una
amenaza para el mundo cultural.
No obstante, el problema no nace en
realidad de la sociedad
de masas ni de la industria del
entretenimiento que abastece
las necesidades de esta socie dad. Por el
contrario, la sociedad-de masas, al
no querer cultura sino sólo
entretenimiento, probablemente es menos amenazan te para la cultura que
el filisteísmo de la buena sociedad;
a pesar del muchas veces descrito
malestar de los artistas e intelectuales
-en parte quizá a causa de su incapacidad para penetrar en la ruidosa trivialidad de los entretenimientos
masivos-, son las artes y las ciencias,
diferenciadas de todos los asuntos políticos,
las que siguen floreciendo. En cualquier caso, mientras la in dustria
del entretenimiento produzca sus propios artículos de consumo, ya no podremos reprocharle la
calidad poco durade ra de esos bienes, tal como no podemos reprochar al
panadero que produzca una mercancía que,
si no queremos que pierda calidad,
debemos consumir recién hecha. Una marca del filiste ísmo educado fue siempre
el desprecio hacia el entretenimiento y
la diversión, porque no se podía sacar de ellos ningún <<Valor». La verdad es que todos tenemos necesidad de
entretenimiento y diversión de una u
otra clase, porque todos estamos sometidos
al gran ciclo de la vida, y es pura hipocresía o esnobismo social negar que nos pueden divertir y entretener
exactamente las mis mas cosas que divierten y entretienen a las masas de nuestros congéneres. En lo que se refiere a su
supervivencia, sin duda la cultura está
menos amenazada por los que ocupan su tiempo va cío con entretenimientos que
por los que lo llenan con algún
mecanismo educativo fortuito p::�ra.
mejorar en su consideración
2!8
social. En lo que se
refiere a la productividad artística, resistir
ante las tentaciones
masivas de la cultura de masas, o evitar que · el estrépito y las patrañas de la sociedad de
masas nos descolo quen, no debería ser más difícil que soslayar las
tentaciones más sofisticadas y los
sonidos más insidiosos de los esnobs culturales
en la sociedad refinada.
Por desgracia, la cosa no es tan
sencilla. La industria del entretenimiento se enfrenta a apetitos pantagruélicos y, como sus bienes desaparecen
por el consumo, tiene que ofrecer
nue vos artículos constantemente. En esta disyuntiva, los que pro
ducen 'Para los medios masivos exploran todo el campo del pa sado y del
presente de la cultura con la esperanza de encontrar material adecuado. Además, ese material no se
puede ofrecer tal como es, sino
modificado para que sea entretenido, prepa- rado para su fácil consumo. ,
La cultura de masas se concreta cúando la
sociedad de ma sas se apodera de los objetos
culturales, y su peligro está en que el
proceso vital de la sociedad (que, insaciable como todos los procesos
biológicos, en su ciclo metabólico arrastra todo lo que puede) consuma literalmente los
objetos culturales, los fa gocite y los destruya. Por supuesto que no
me refiero a la dis tribución masiva. Cuando los libros o las reproducciones de cuadros se llevan al mercado
a precios bajos y se venden gran des cantidades, esto no afecta a la naturaleza de los objetos en cuestión. Pero su naturaleza
se ve afectada cuando los objetos mismos
sufren cambios como una nueva escritura, la conden sación o resumen, la reproducción hecha sinceridad o la adap
tación para el cine. Esto no significa que la cultura se difunda en las masas, sino que se destruye la cultura
para brindar en tretenimiento. La consecuencia no es la desintegración sino
el deterioro, y quienes lo promueven no
son los compositores po pulares sino un tipo de intelectuales especial, a
menudo bien formados e informados, cuya
única función es organizar, di fundir y cambiar los objetos culturales para
convencer a las masas de que Hamlet puede ser tan divertida como My Fair Lady, y quizá
igualmente educativa. Hay muchos grandes auto res del pasado que sobrevivieron a siglos de olvido y
abando no, pero aún no está probado que podrían sobrevivir a una ver
sión para entretenimiento de lo q!J.e ello.s_tenían que decir.
219
La cultura se relaciona con objetos y es un fenómeno del mundo; el entretenimiento se relaciona con personas y es un fe nómeno de la vida. Un objeto es cultural en la medida en que puede perdurar; su durabilidad
es la antítesis misma de la fun cionalidad, la cu�lidad que lo hace desaparecer de
nuevo del mundo fenoménico una vez usado y desgastado. La gran usua ria y consumidora de objetos es la
propia vida, la vida del indi viduo y la vida de la sociedad como un conjunto. Y la vida es
indiferente al carácter mismo del objeto: pone el acento en que todo sea funcional y responda a determinadas necesidades. La cultura corre peligro cuando todas
las cosas y objetos munda nos, producidos por el presente o por el pasado, se ven amena zados como meras funciones para el proceso vital de la so ciedad, como si fueran
los únicos capaces de satisfacer cierta
necesidad, y para esa funcionalización casi carece de importan cia que
las necesidades en cuestión sean de una categoría su prema o ínf�a. Que las artes han de ser funcionales, que las
catedrales colman una necesidad religiosa del cuerpo social, que un cuadro nace de la necesidad de autoexpresarse
de un pintor determinado y que el observador lo contempla por
un deseo de autoperfeccionarse, son
todas ideas tan poco conec tadas con el arte e históricamente tan nuevas que
solemos tener la tentación de
rechazarlas como prejuicios modernos. Las ca tedrales se construían ad
maiorem gloriam Dei; si bien como edificios llenaban las necesidades de la
comunidad, sin duda, su elaborada
belleza jamás se puede explicar a través de esas necesidades, que también podía haber colmado
otro edificio distinto. La belleza de
las catedrales trasciende toda necesidad
y es lo que las hizo perdmar a través
de los siglos; pero mien tras la belleza -la belleza de una catedral como la
de cualquier edificio secular-
trasciende necesidades y funciones,
nunca trasciende al mundo, ni siquiera
cuando el contenido de la obra es
religioso. Por el contrario, la propia belleza del arte re ligioso es lo que
transforma los intereses y contenidos
religio sos y no
mundanos en realidades mundanas tangibles; en este sentido, todo arte es secular, y la diferencia del arte
religioso está en su capacidad de
«secularizar» -reificar y transformar en una presencia mundana «objetiva»,
tangible- lo que antes había_ existido
fuera del �undo, y por tanto
no tiene imp<;>:�- ·
220
cia que sigamos la religión tradicional y
localicemos ese «fue ra» al otro lado de un más all
á, o que sigamos las explicaciones
modernas y lo situemos en lo más recóndito del corazón
hu mano.
Todas las cosas, ya se trate de un
objeto útil, un bien de con sumo o una obra de arte, tienen una forma con la que se
mues tran, y sólo en la medida en que tenga una forma podemos decir que una cosa es tal. Entre las cosas que no se producen en la na turaleza sino sólo en el mundo hecho por el hombre,
distingui mos entre objetos útiles y obras de arte, que
poseen, unos y otras, cie�a permanencia variable: desde la durabilidad corrien te
hasta la inmortalidad potencial en el caso de las obras
de arte; como tales, estas últimas se
diferencian por una parte de los
bie nes de consumo, cuya duración en el mundo apenas excede el tiempo necesario para producirlos, y por
otra, de los productos de la acción, como-vicisitudes,
haz;m_as y palabras, por sí mismas tan
transitorias que apenas si sobrevivirían a la hora o al día en que aparecieron en el mundo, si no fuera
porque el hombre las conserva primero en
su memoria, porque de ellas hace relatos,
después, con sus habilidades de productor. Desde el punto de vista de la mera durabilidad, las obras de arte
son muy superio res a todas las demás cosas y son las más mundanas de
todas, porque permanecen en el mundo más
que cualquier otro obje to. Además, son las únicas cosas sin una función en el
proceso vital de la sociedad; en
términos estrictos, no se fabrican para los
hombres sino para el mundo, destinado a perdurar más allá del curso de una vida mortal, más allá del ir y
venir de las genera ciones. No se consumen como bienes de consumo ni se
desgas tan como objetos, y además, deliberadamente se las aparta del proceso de consumo y uso y se las aísla de la
esfera de las nece sidades vitales humanas. Este alejamiento se puede lograr
de muy distintos modós, y sólo donde se
produce de verdad nace la cultura en su
sentido específico.
Aquí no se trata de si la
mundanidad, la capacidad de fa bricar y crear un mundo,
es parte de la «naturaleza» humana.
Sabemos que existen personas
sin mundo como sabemos que existen
hombres no mundanos; la vida humana en sí misma re quiere un mundo, porque
necesita un espacio sobre la tierra
mientras dure su estancia en ella. Cualquier cosa que hagan los
221
hombres para darse un cobijo y poner
un techo sobre sus ca bezas -incluso las tien:das de las
tribus nómadas- puede ser vir como
un hogar sobre la tierra para los que vivan en esos momentos; pero esto no
implica que esos actos den origen al
mundo, y mucho menos a la cultura. En el sentido propio de la palabra, ese hogar mundano se convierte en un
mundo sólo cuando la totalidad de las
cosas fabricadas se organiza de modo que
pueda resistir el proceso consumidor de la vida de las personas que habitan en él y, de esa
manera, sobrevividas. Hablamos de
cultura en el caso exclusivo de que esa supervi vencia esté asegurada; y
cuando nos enfrentamos con cosas que
existen independientemente de todas las referencias utilitarias y funcionales, y cuya calidad se mantiene
siempre igual, habla mos de obras de arte.
Por esta causa, cualquier análisis de la
cultura tiene que par ti
r del fenómeno del
arte. Mientras el carácter de cosa de todas
las cosas con
que nos rodeamos estriba en que tengan una forma
para mostrarse, sólo las obras de arte están hechas con el fin úni co de su aspecto. El criterio
pertinente para juzgar el aspecto es la
belleza; si queremos juzgar los objetos, incluso los de uso co
tidiano, por su mero valor
utilitario sin tomar en cuenta a la vez
su aspecto --es decir, si son bonitos, feos o algo intermedio-, tendríamos que arrancarnos los ojos. Pero
para tomar con cien da del aspecto antes debemos tener la libertad de
establecer cierta distancia entre
nosotros mismos y el objeto; cuanto más
importante es el simple aspecto de una cosa, tanto mayor tendrá que ser la distancia necesaria para
apreciarlo bien. Esa distancia no se
concreta a menos que estemos en posición de olvidarnos de nosotros mismos, de los cuidados,
intereses y apremios de nuestras vidas;
en este caso no nos apoderaremos de lo que ad miramos sino que lo dejaremos
ser, con su propio aspecto. Esta actitud
de gozo desinteresado (para aplicar la expresión kantia na, uninteresssiertes
Wohlgefallen) se puede experimentar sólo después de que se hayan atendido las
exigencias del organismo, cuando los
hombres, liberados de las necesidades vitales, pue dan volverse hacia el
mundo.
En sus etapas iniciales, el problema de la sociedad era que sus miembros,
aun cuando habían logrado liberarse de las ne cesidades vitales, no podían
independizarse de las preocupa-
222
ciones relacionadas con ellos mismos, de su
condición y posi ción en la sociedad y de la forma en que ambas se proyectaban sobre sus
personas, pero no relacionadas de ninguna manera con el mundo de los objetos ni con
la objetividad que ellos aportaban.
El problema relativamente nuevo de la sociedad de masas es quizá más serio, pero no por las masas mismas, sino porque, esencialmente, ésta es una
sociedad de consumidores donde el tiempo de
ocio ya no se usa para el perfeccionamien
to personal o la adquisición de una
pos.ición ·social superior,
sino para más y más consumo y más y más entretenimiento.
Como v.o hay bastantes bienes de consumo que satisfagan los
apetitos crecientes de un proceso
vital cuya energía, que ya no se gasta en el esfuerzo y en los problemas
de un cuerpo que tra baja, se debe
agotar en el consumo, es como si la vida misma tendiera hacia las cosas que nunca le
estuvieron destinadas. El resultado, por
supuesto, rio es· la- cultura de masas, que en tér minos
estrictos no existe, sino el entretenimiento de masas, que se alimenta de los objetos culturales del
mundo. Me parece un error fatal la idea
de que tal sociedad se volverá más «culta»
con el paso del tiempo y gracias a la
educación. La cuestión es que una
sociedad de consumo posiblemente no puede saber
cómo hacerse cargo de un mundo y de las cosas que pertene cen de modo
exclusivo al espacio de las apariencias mundanas, porque su actitud central hacia todos los
objetos, la actitud del consumo, lleva
la ruina a todo lo que toca.
2
Y a dije antes que el análisis de la cultura está destinado a considerar el fenómeno del arte como punto de partida, por que las obras de arte son los
objetos culturales por excelencia. No obstante,
la estrecha interrelación de cultura y arte no sig nifica que sean una misma cosa. Pero, aunque la distinción en tre ambas no tiene gran importancia, cuando
se trata de ver qué ocurre con la
cultura en el caso de la sociedad y en el de la sociedad de masas, sí
la tiene el problema de la índole de la cul tura y la relación que mantiene
con el campo político.
Tanto la _palabra como el concepto «cultura» son
de origen
223
romano. El vocablo deriva del verbo colere, cultivar,
colonizar, ocuparse de algo, atender y
conservar, y en-primer término se refiere al intercambio del hombre con la
naturaleza, en el senti do de cultivar y atender la naturaleza para que el hombre pueda
habitarla. En esta acepción
indica una actitud de cuidado afec tivo y establece un contraste abrupto
con todos los esfuerzos he chos para sujetar la naturaleza al dominio
del hombre.4 En sen tido derivado, además del suelo, denota el
«culto» a los dioses, el
cuidado de lo que con justicia les pertenece. Parece que el pri mero en usar la palabra para temas espirituales y abstractos fue Cicerón,
que habla.de excolere animum, cultivar la mente, y de
cultura animi, el cultivo de la mente, en el mismo sentido en
que todavía hoy hablamos de una mente cultivada, con la diferencia de que ya no somos conscientes de todo el contenido metafóri co de este uso.5 En lo que se
refiere al habla romana, lo
primor dial siempre fue i� ·conexión entre
cultura y naturnl-eza;
cultura originalmente significó
agricultura, una actividad que gozaba de mucho
prestigio en Roma, en contra de lo que ocurría con la po esía y las
artes manuales. Incluso la cultura animi de Cicerón,
el resultado del aprendizaje de la
filosofía y por tanto tal vez, como se
ha dicho, una adaptación de la voz griega 1To:t.8Eí:o:,6 significó lo opuesto de lo
que hacían el fabricante o el creador de obras
de arte. En medio de un pueblo básicamente labriego apareció el concepto de cultura, y las connotaciones
artísticas que se pue dan haber conectado con esta cultura se refieren a la
muy estre cha relación de los latinos con la naturaleza, a la creación del fa
moso paisaje italiano. Según los romanos, el arte nacía con tanta naturalidad como la campiña, tenía que ser
una naturaleza cuidada, y la fuente de la poesía estaba en «el
canto que las ho jas cantan para sí en la verde soledad de los bosques».7 Pero aunque este pensamiento sea eminentemente
poético, no es pro bable que el gran arte haya surgido alguna vez de él. La
menta lidad de los jardineros es apenas la productora del arte.
El gran arte y la poesía de Roma maduraron bajo la in fluencia del legado griego, que los romanos -pero jamás los griegos- supieron cómo cuidar y conservar. La razón por la que no existe un equivalente griego
del concepto romano de cultura es el predominio
de las artes manuales en la civilización
griega. Mientras-los romanos solían ver incluso en el arte una
224
especie de agricultura, de naturaleza cultivable, los griegos más bien pensaban que la agricultura era parte integrapt� de las ac tividades de fabricación, que pertenecía a los
recursos «técni cos» astutos y hábiles con que el hombre, la más notable de las criaturas, domina y gobierna a la naturaleza. Lo que nosotros, aún dentro de la aureola del legad
o romano, consideramos como la más natural y pacífica de las actividades del hombre, el
cultivo de la tierra, para los griegos era una empresa osada y violenta por la que, año tras año, la tierra
inagotable e incansa ble era perturbada y violada. 8 Los griegos no sabían lo que
era el cultjvo, porque no cultivaban la
naturaleza sino que más bien arrancaban
del seno de la tierra los frutos que los dioses
habían ocultado allí de los ojos de los hombres (Hesíodo); co nectado
de cerca con esto esta el hecho de que tampoco com partían esa gran reverencia
de los romanos hacia el testimonio del
pasado como tal, a la que debemos, además de la preserva ción de la herencia
griega, la continuidad misma de nuestra tra dición. Unidas, ambas ideas -la de
una cultura como activi dad que convierte a la naturaleza en un lugar
habitable para la gente y como atención
a los monumentos del pasado- aún hoy
determinan el contenido y el concepto que tenemos en men te al hablar de
cultura.
Sin embargo, la
noción de la palabra «cultura» no se agota
en estos elementos
estrictamente romanos. Hasta la expresión
ciceroniana cultura animi sugiere algo así como buen gusto y, en general, sensibilidad ante lo bello, no en
los artistas mismos, que son los que fabrican las cosas bellas, sino en los que las contemplan, en los que están
alrededor de los creadores. Por supuesto
que los griegos tenían un grado muy alto de ese amor a la belleza. En este sentido entendemos por cultura la
actitud o, mejor, la forma de relación establecida por las
civilizaciones con la menos útil y más
mundana de las cosas, la obra de los
artistas, poetas, músicos, filósofos y demás. Si por cultura que remos
decir la forma en que el hombre se relaciona con las cosas del mundo, podremos tratar de entender
la cultura grie ga (como algo distinto del arte griego) recordando una frase muy citada, que transcribe Tucídides y se
atribuye a Pericles: <pLAOKCtAOÜJ.LEV -y&p J.LE7' EUTEAELW; KCtL
<pLAO<J'O<pOÜJ.LEV CXVEV
J..L
etAetKCw;. 9 Esta sentencia, muy sencilla, es
casi intraducible.
225
Lo que entendemos como estados o
cualidades, como el amor a la belleza
o a la sabiduría (llamado, éste, filosofía) ,
se descri be como
una actividad, aunque el «amor a las cosas bellas» también es una actividad, como lo es la
propia fabricación de esas cosas. Si
traducimos las construcciones calificativas por «precisión de objetivos» y «afeminación»,
no reflejaremos el hecho de que ambas eran expresiones estrictamente
políticas; la afeminación era un vicio
típico de los bárbaros, y la precisión de objetivos,
la virtud del hombre que sabe cómo debe actuar.
Por consiguiente, Pericles decía algo así: «Amamos la belleza dentro de los límites del buen criterio
político y filosofamos sin el vicio bárbaro de la afeminación.»
Una vez que el
significado de estas palabras, tan difíciles de
liberar de su traducción trillada, llegue a nosotros, tendremos muchos motivos para sorprendernos.
En primer lugar, nos di cen con. toda claridad que es la potfs·, el lugar
donde se hace po lítica, quien establece los límites del amor a la sabiduría y a la belleza, y como sabemos que los griegos pensaban que la pólis y la «política»
(y' de ningún modo los logros artísticos superio res) era lo que los
diferenciaba de los bárbaros, debemos con cluir que ésta era una diferencia
«cultural» también, una dife rencia en su forma de relacionarse con las cosas
«culturales», una actitud
distinta ante la belleza y la
sabiduría, a las que se puede amar sólo dentro de
los límites establecidos por la ins titución de la pólis. En otras p alabras, era una especie de hi per-refinamiento, una
sensibilidad indiscriminada que no sa bía cómo elegir lo que se condenaría a ser bárbaro, y no una primitiva falta de
cultura tal como la entendemos nosotros ni
cualquier cualidad específica en las propias cosas
culturales. Quizá más sorprendente sea que, en esta
sentencia, la falta de virilidad, el vicio de la
afeminación, que asociaríamos con un arnor demasiado grande
hacia la belleza o el esteticismo, se menciona
en esta frase como el peligro específico de la filoso fía; y que el conocimiento del modo de
llegar al objetivo o, en nuestras palabras, del
modo de juzgar -algo que podríamos haber supuesto como un
rasgo propio de la filosofía, disciplina
que
tiene que saber cómo se llega a la verdad- se considere necesario
para la relación con la belleza:
Nos preguntamos si la filqsof�a_ en el sentido griego -.que
226
empieza por «admirar», Sav¡..t.
á�ELv, y termina (al menos para
Platón y Aristóteles) en la contemplación muda de una verdad desvelada- puede llevarnos a la inactividad más fácilmente que el amor a la belleza. De otra parte,
¿podría ser que el amor a la belleza siga siendo bárbaro a menos
que esté acompañado por la EUTEAELa. la facultad de tener agudeza de juicio, discer nimiento y, en una palabra,
discriminación, por esa
rara y mal definida capacidad que por lo
común llamamos gusto? Por úl timo,
¿podría ser que ese justo amor a- la belleza, la relación adecuada con las cosas bellas -la cultura
animi que hace que el
hombre se ocupe de cuidar las cosas del mundo, la que Ci cerón, a diferencia de los griegos, adscribió
a la filosofía-, ten ga algo que ver con la política? ¿Podría ser que el gusto
fuera una de las facultades políticas?
Para entender los problemas que presentan estas preguntas es importante
recordar que la cultura y el"arte no son la misma cosa. Una
forma de comprender la diferencia entre ambas es tener presente esto: los mismos hombres que exaltaban el amor la belleza y
la cultura de la mente compartían
la honda y anti gua desconfianza
sentida hacia los artistas y los artesanos fabri cantes
de las cosas que después se mostraban y admiraban. Los griegos, aunque no
los romanos, tenían una palabra para
nues tro concepto
de filisteísmo, y el vocablo, cosa muy curiosa, de riva de .Bcivavaoc;, una voz aplicable al artista y al artesano;
ser un filisteo, un hombre adherido a la
banausía, a la vulgaridad,
indicaba entonces y ahora una mentalidad exclusivamente uti litaria, una incapacidad de pensar y
juzgar las cosas como no sea por su función o utilidad. Pero el
artista mismo, por ser un .Bcivcwaoc;, no estaba exento de que se le
reprochara su filisteís mo, un rasgo que, precisamente, se consideraba
como un vicio muy habitual en los que dominaban una TÉXVTJ, en los fabri cantes
y artistas.
Para la mentalidad griega, no había contradic ción entre alabar la
acción de <pLAOKaA.civ, de amar la
belleza, Y desdeñar a los que producen con sus manos la belleza. La desconfianza y el desprecio concreto a los artistas
surgía de consideraciones
políticas: la fabricación de objetos, incluida la producción artística, no está en el campo de
las actividades po líticas
e incluso
es opuesta a ellas. La principal razón de la des confianza ante la
fabricación en todas sus formas es que se tra-
227
ta de una actividad utilitaria por su naturaleza
misma. La fabri cación
, pero no la acción o el discurso, siempre implica medios y fines; en rigor, la categoría de medios y fines obtiene su legi timidad del ámbito de la acción y de la fabricación,
en el que un fin claramente reconocible, el producto final, determina
y organiza todo lo que desempeña un
papel en el proceso: el ma terial, las herramientas, la propia actividad
e incluso las perso nas que
participan en él; todos estos elementos se convierten en simples medios para un fin y están
justificados como tales. Los fabricantes no pueden dejar de considerar
que todas esas cosas son medios para sus
fines o, ·como suele suceder, de valo rar todas las cosas por su utilidad
específica. En el momento en que este punto de vista se generaliza y extiende a otros
campos distintos del de la manufactura,
aparece la banausía. Y los grie gos
sospechaban con razón que ese filisteísmo es una amenaza para el campo político por un lado,
obviamente, porque juzga la acción con
las mismas normas de utilidad válidas para la fa bricación, porque pide que la
acción alcance un fin predeter minado y porque permite hacer uso de cualquier
medio que fa vorezca sus fines; por otra parte, también amenaza al campo cultural mismo, porque lleva a una
devaluación de las cosas como cosas que,
si se impone la mentalidad que dio vida a esos
objetos, una vez más se juzgará de acuerdo con la norma utili taria y,
por tanto, perderá su valor intrínseco, independiente, y por último se convertirá en un puro medio. En
otras palabras, la mayor amenaza para la
existencia de un trabajo consumado
surge, precisamente, de la mentalidad que le dio origen. De esto se deduce que las normas y reglas que por fuerza deben prevalecer para alzar, edificar y decorar el
mundo de los obje tos en que nos movemos pierden su validez y se vuelven de
ver dad peligrosas cuando se aplican al propio mundo como pro ducto.
Sin duda, esto
no refleja todo el curso de la relación entre po lítica
y arte. En su prin1era etapa, hubo en
Roma el convenci miento de que los artistas y los poetas se ocupaban de un juego infantil en nada acorde con la gravitas, la seriedad y dignidad
propias de
un romano, y fue una convicción tan honda que, en la República, antes de que se impusiera la mfluencia
griega, se su prin1ieron todos los talentos artísticos que asomaban. Por el_con- ..
trario, en Atenas el conflicto entre política y arte nunca se
zanjó de manera inequívoca en favor de una u otra -lo que, a
la vez, pudo ser una de las razones del extraordinario despliegue de ge nios artísticos en la Grecia clásica-, ¿ siempre se mantuvo
vivo el enfrentamiento y no se llegó a una
indiferencia mutua entre ambos campos. Los griegos, por decirlo así, podían afirmar: «el que no haya visto al Zeus Olímpico de Fidias ha vivido en vano» y al mismo tiempo: <das personas como Fidias -es
decir, los es cultores- no se merecen la ciudadanía». Por su parte, en el mis mo período en que alaba el buen
<pLAO'TO<péLv y <pLAOKaA.éLv, la relaci�n activa con la sabíJuría y la belleza,
Pericles se precia de que Atenas sabría
cómo poner en su lugar a «Homero y su ra lea», de que la gloria de las hazañas
de la ciudad será tan grande que no
necesitará de los fabricantes de gloria profesionales, los poetas y artistas que reifican la palabra
viva y el hecho vivo, trans formándolos y convirtiéndolos en objetos lo
bastante permanen tes como para llevar la grandeza hasta la inmortalidad de la
fama.
Hoy somos más propensos a
sospechar que el campo de la política y de
la participación activa en los asuntos públicos ori
ginó el fílisteísmo y evitó el desarrollo de una mentalidad culti vada, que pueda mirar las cosas según su verdadero valor,
sin considerar su función
y su utilidad. Claro está que una de las
causas de este traslado del
énfasis es que -por motivos ajenos a
estas consideraciones- la mentalidad de fabricación
invadió el campo político hasta el punto de que damos por sentado que la acción, más aún que la fabricación, está
determinada por la categoría
de los medios y los fines. Sin embargo, esta situación tiene la ventaja de que los fabricantes y los
artistas pudieron dar salida a sus
propios criterios sobre estos temas y articular
su hostilidad contra los hombres de acción. Tras esta hostili dad hay algo más que la
competición por
el público. El proble·· ma es
que el Homo faber no mantiene con el campo público y
su carácter de tal la misma relación que, a través de su aspecto, configuración y forma, mantienen con ese
ámbito las cosas que él hace. Para estar
en condiciones de añadir constantemente
cosas nuevas al mundo existente, él mismo tiene que
estar ais lado de la gente, debe buscar un refugio y apartarse. Las activi dades
políticas verdaderas, actuar y hablar, por otra parte, no se pueden llevar adelante sin 1�. presencia de otros, sin gente,
229
sin un espacio constituido por la mayoría. La actividad del ar tista y la del artesano, por tanto, están sujetas a
condiciones muy distintas de las que rodean las actividades políticas, y es muy comprensible que el
artista, tan pronto como empiece a
expresar sus criterios sobre cosas
políticas, sienta por el cam po específicamente político y su
carácter público la misma des confianza que siente la pólis por la mentalidad y las condicio nes de la fabricación. Ésta es
la verdadera desazón del artista, no con
respecto a la sociedad sino a la política, y sus escrúpu los y desconfianza ante la actividad
política no son menos legí timos que la desconfianza de los hombres de acción
ante la mentalidad del Homo
faber. De aquí nace el conflicto entre arte y política, un conflicto que no pudo ni debía resolverse.
Sin embargo, el núcleo del asunto es que el conflicto, que se paraba � los hombres
de Estado y a los artistas por sus respecti vas actividades, ya
no está presente cuando trasladamos
nuestra atención de la actividad artística propiamente dicha a los obje tos mismos que deben
encontrar un lugar en el mundo. Esos
ob jetos
comparten con los «productos» políticos -las palabras
y los hechos- la circunstancia de que
les es necesario cierto es pacio público en el que puedan estar y ser
vistos; pueden alcan zar su propio ser, que es la apariencia, sólo en un mundo común a todos; en el espacio limitado de la vida y la
posesión privadas, los objetos artísticos no
pueden alcanzar su validez inherente; por el contrario, han de
ser protegidos de la posesividad de las personas, y no importa
si esa protección consiste en instalarlos
en
lugares sacros -monasterios e iglesias- o bajo el cuidado de museos y de curadores de monumentos, aunque
el lugar en que los guardamos es
característico de nuestra «cultura», es decir,
de la forma en que nos relacionamos con ellos. En términos ge nerales, la cultura
indica que el campo público, al que los hom bres de acción hacen
seguro, ofrece su espacio de exhibición
para las cosas cuya esencia implica tener una apariencia y ser be llas. En otras palabras, la cultura indica que el arte y la
política, a pesar de sus conflictos y tensiones, están interrelacionadas
e incluso que dependen la una de
la otra. Vista sobre el trasfondo de las experiencias
y actividades políticas que, si se abandonan a
sí mismas, van y vienen sin dejar huella en el mundo, la belleza es la manifestación misma de la
indestructibilidad. La fugaz
230
grandeza de la palabra y de la obra puede permanecer en el mundo siempre que esté unida a lo bello. Sin belleza,
es decir, sin esa gloria radiante en que
se manifiesta la inmortalidad po tencial en el mundo humano, toda la vida humana sería fútil y la grandeza no podría perdurar.
Lo que conecta al arte y a la política es que
ambas son fenó menos del mundo público. Lo que media en el conflicto entre el artista y el hombre de acción es la cultura animi, o sea, una men
te tan adiestrada y cultivada que se puede confiar en ella para que se ocupe y cuide de un mundo de apariencias
cuyo criterio básico,es la belleza. El
motivo por el cual Cicerón atribuyó
esta cultura a un conocimiento de la
filosofía fue que para él sólo los filósofos, los amantes de la sabiduría,
se acercaban a las cosas como meros
«espectadores», sin ningún deseo de adquirir algo para sí mismos, por lo
que comparó a los filósofos con los que, cuando
van a los grandes juegos y festivales, no buscan «ganar la distinción gloriosa de una corona» ni obtener
«ganancias com prando o vendiendo»,
sino que acuden atraídos por el «espectá culo y observan de cerca lo que se
hace y cómo se hace». Como diríamos hoy,
son personas completamente desinteresadas y por
este preciso motivo las más cualificadas para juzgar, pero no las más fascinadas por el espectáculo en sí
mismo. Cicerón los llama maxime
ingenuum, el grupo más noble de los hombres libres, por lo que hacen: mirar por el gusto de ver
es el más libre, libe ralissimum, de todos los empeños.10
A falta de una palabra mejor para denotar los elementos
de discriminación, de discernimiento y de juicio de un
activo amor a la belleza --el c.pLAOKaA.etv ¡.Le-r' e-U-reA.e(ac; del que ha bla Pericles- usé la palabra «gusto», y par
a justificar su uso y, a la vez, señalar la única actividad en que, creo, la cultura como
tal se expresa a sí misma, quiero referirme a la primera parte de la Crítica del juicio de Kant, que bajo la expresión «crítica del juicio estético» contiene quizá el aspecto
mayor y más original de la filosofía
política kantiana. En cualquier caso, allí encon-
.
tramos un análisis de la belleza sobre
todo de
sde el punto de vista del
espectador que juzga, como su título indica, con el punto de partida en el fenómeno del gusto,
entendido como una relación activa con lo que es bello.
Para ver la facultad del juicio en su perspec;tiva adecuada Y
comprender que implica una actividad política más que una sólo te
órica, hemos de recordar con brevedad lo que siempre se consideró que era la filosofía política de Kant, su Crítica de la
razón práctica, que se refiere a la facultad legislativa de la ra zón. El principio de
la legislación
, tal como se establece en el «imperativo categórico» que dice: «actúa siempre de modo que el
principio de tu acción se pueda
convertir en una ley ge neral», se basa en la necesidad de que el
pensamiento racional esté acorde consigo mismo. Por ejemplo, el ladrón en realidad se contradice a sí mismo, porque no puede
querer que el prin cipio de su acción, rqbar la propiedad ajena, se convierta en una ley general, porque por ella perdería de
inmediato sus ad quisiciones. Este principio de acuerdo consigo mismo es
muy antiguo; en rigor lo descubrió Sócrates, cuyo
dogma central, tal corno lo formuló Platón,
está en la siguiente expresión: «Es mejor ... que muchos
homhres no estén de acuerdo conmigo y me contradigan, antes de que yo, que no
soy más que uno, esté en desacuerdo
conmigo mismo y me contradiga.»11 De esta fra se nacieron la ética occidental,
con su acento en el acuerdo con la propia conciencia, y
la lógica occidental, que subraya el axio ma de la contradicción.
Sin embargo, en la Crítica del juicio, Kant insistió en una forma distinta de pensar, para la que no sería bastante estar
de acuerdo con el
propio yo, sino que consistía en ser capaz de
«pensar poniéndose en lugar de los
demás» y que, por tanto, él llamó «modo de pensar amplio» (eine
erweiterte Denkungs art).12 El poder del juicio descansa en un acuerdo potencial con los demás, y el proceso de pensamiento que se activa al juzgar algo
no es, como el meditado proceso de la razón pura, un diá logo entre el sujeto y su yo, sino que se
encuentra siempre y en Primer lugar, aun cuando el sujeto esté aislado mientras orga niza sus ideas, en una comunicación anticipada
con otros, con los que sabe que por
fin llegará a algún acuerdo. De este acuer do potencial obtiene el juicio su
validez potencial. Esto signifi ca, por una parte, que tal juicio debe liberarse de las «condi ciones
privadas subjetivas», es decir, de los rasgos distintivos que naturalmente determinan el aspecto de
cada individuo en su privacidad y son legítimos mientras
se ·sustenten como sim ples opiniones privadas, pero que no pueden entrar en el ám-
232
hito mercantil y carecen de toda validez en el
campo público. Este modo de pensar amplio,
por otra parte, que como·juicio conoce
la forma de trascender a sus propias limitaciones indi viduales, no puede
funcionar en estricto aislamiento o soledad, sino que necesita la presencia de otros «en cuyo lugar» debe pensar, cuyos puntos de vista tomará en consideración y sin los cuales jamás tiene ocasión de entrar
en actividad. La lógica, para ser
sólida, depende de la presencia del yo; de igual modo, para ser válido, el juicio depende de la
presencia del otro; es decir que está
dotado de cierta validez específica que jamás es univenal. Sus alegatos de validez nunca
pueden extenderse más allá de los otros
en cuyo lugar se ha puesto la persona que
juzga para plantear sus consideraciones. El juicio, dice Kant, es válido «para todo el que juzga en general»,
13 pero el énfasis de la frase recae
sobre «que juzga>>.; pero no es válido para los que no juzgan ni para los que no son miembros del
campo público en el que aparecen los
objetos del juicio.
La capacidad de juicio es una habilidad
política específica en el propio sentido denotado por Kant, es decir, como habili dad para ver cosas no sólo desde el punto de vista personal sino también según la perspectiva
de todos los que estén presentes; incluso ese juicio puede ser una de las habilidades fundamen
tales del hombre como ser político, en
la medida en que le per mite orientarse en el ámbito público, en el mundo común. Estos criterios son casi tan
viejos como la experiencia política articulada.
Los griegos llamaron cppÓV'YJO'L<;, discernimiento, a esa
capacidad, y la consideraron la principal virtud o la exce lencia del hombre
de Estado, a diferencia de la sabiduría del fi lósofo.14 La diferencia entre
este discernimiento capaz de juz gar y el pensamiento especulativo está en que el
primero arraiga en lo que en
general llamamos sentido común, al que el
segundo trasciende sin cesar. El sentido común -que en fran cés tiene la
muy sugestiva denominación de le bon sens, «buen sentido>>--nos desvela la
naturaleza del mundo en la medida
. en que
se trata de un mundo
común; a
él debemos el
hecho de que nuestros estrictamente privados y «subjetivos» cinco senti dos y sus datos sensoriales se puedan
ajustar por sí mismos a un mundo no-subjetivo y «objetivo» que tenemos
en común Y
compartimos con otros. La 9.rl juic;_ip_ es una actividad impor-
233
tante, si no la
más importante, en la que se produce este com partir-el-mundo-con
-los-demás.
Sin embargo, lo que es nuevo, e incluso asombrosamente nuevo, en las proposiciones kantianas de la Crítica del juicio es que el filós
ofo descubrió este fenómeno en toda su grandeza en el mismo momento en que examinaba
el fenómeno del gusto y, por tanto, la
única clase de juicios que, por estar referidos a simples cuestiones estéticas, siempre se
habían considerado ajenos al campo
político y también al dominio de la razón.
Kant se vio perturbado por la presunta arbitrariedad y subjeti vidad de
la expresión de gustibus non disputandum est (que sin duda es una verdad
absoluta para lo privado), porque esta ar bitrariedad ofendía su sentido
político y no el estético. Kant, que por
cierto no fue un hipersensible en materia de cosas bo nitas, era bien
consciente de la cualidad pública de la belleza, y por esa importancia pública insistió, en
contra del adagio po pular, en que los juicios de gusto están abiertos a
discusión, porque «esperamos que otros
compartan el mismo placer», en que el
gusto se puede discutir, porque «espera la coincidencia de todos los demás».15
Por consiguiente y en la medida en
que, como cualquier otro juicio, el gusto recurre al sentido común, es la
antítesis misma de los «sentimientos privados». En los juicios
estéticos, tanto como en los políticos, se adopta una decisión y, aunque siempre esté determinada por cierta
subjetividad, por el mero hecho de que
cada persona ocupa un lugar propio desde el que observa y juzga al mundo, esa decisión también
deriva del he cho de que el mundo mismo es un dato objetivo,
algo común a todos sus habitantes. La
actividad del gusto decide la manera
en que este mundo tiene que verse y
mostrarse, independiente de su
utilidad y de nuestro interés vital en él: la manera en que los hombres verán y lo que oirán en él. El gusto
juzga al mundo en sus apariencias y en
su mundanidad; su interés en el mundo es
puramente «desinteresado», y eso significa que no hay en él una implicación ni de los intereses vitales
del individuo ni de los intereses
morales del yo. Para los juicios del gusto, el obje to primordial es el mundo,
no el hombre ni su vida ni su yo.
Además, los
juicios de gusto en gene�al se consideran ar bitrarios porque no
vinculan, en el �ntido en que los hechos
234
demostrables o la verdad probada mediante
argumentación obli
gan a mostrar acuerdo. Comparten con
las opiniones po líticas su persuasividad; la persona que
juzga -como lo dice Kant con mucha
elegancia- sólo puede «galantear en
busca del consentimiento del otro»
con la esperanza de llegar, por último, a
un acuerdo con él. 16 Este «galanteo» o persuasión se corresponde en todo con lo que los griegos llamaron 1Tt:C8sLV, convencer y persuadir por la palabra, algo que veían como la forma típicamente política en que las
personas hablaban en tre sí. La persuasión regía las relaciones de los
ciudadanos de la póli,¡, que excluía la violencia física; pero los filósofos sabí an que
también se distinguía de otra forma no-violenta de co acción, la coacción
mediante la verdad. La persuasión apare ce en Aristóteles como lo opuesto a OL<XAÉ')'t:0"8cu, la forma filosófica de hablar, precisamente porque
este tipo de diálogo se refería al
conocimiento y a la búsqueda de la verdad y, por tanto, exigía un proceso de pruebas
indiscutibles. La cultura y la política,
pues, van juntas porque no es el conocimiento o
la verdad lo que en ellas está en juego, sino más bien el juicio y la decisión, el cuerdo intercambio de
opiniones sobre la es fera de la vida pública y el mundo común y la decisión
sobre la clase de acciones que se
emprenderán en él, además de cuál deberá
ser su aspecto en adelante, qué clase de cosas deben aparecer en él.
Tan extraño puede resultar que se clasifique el gusto, la ac tividad cultural más importante, que debo añadir a estas consi
deraciones otro hecho mucho más familiar pero menos con templado en
términos teóricos. Todos sabemos bien que las
personas se reconocen con gran rapidez, y que de manera ine quívoca
pueden sentir que están hechas la una para la otra, cuando descubren una concordancia en lo que
les agrada y de sagrada. Desde el punto de vista de esta experiencia común,
es como si el gusto decidiera no sólo qué aspecto
ha de tener el
mundo sino también quiénes pertenecen en él
conjuntamente. Si pensamos en este
sentido de pertenencia en términos políti cos, estamos tentados de mirar el
gusto como un principio de organización
esencialmente aristocrático. Pero su significado político quizá tiene una proyección mayor y a
la vez más pro funda. Cuando las personas juzgan las cosas del mundo que les
235
son comune�, en sus juicios hay otras
implicaciones, aparte de esas cos
as. Hasta cierto punto, por su modo de juzgar una per sona
se revela
a sí misma, muestra su modo de ser, y esta mani festación, que es involuntaria, gana validez hasta el punto de li berarse de las meras
características individuales. Pues bien, precisamente es en el campo de la acción y
el discurso, es decir, el campo de las
actividades políticas, donde esta cualidad per sonal pasa a primer plano
público, donde se manifiesta «el que uno
es», más que las cualidades y talentos singulares que pue da tener. En
este sentido, el espacio político, una vez más, es la antítesis del campo en el que viven y
trabajan el artista y el fa bricante, y en el que, en última instancia,
siempre cuentan la calidad y los
talentos del que hace y la calidad de
las cosas que hace. Sin embargo, el
gusto no implica sólo juzgar esa calidad
que, por el contrario, está fuera de discusión, porque su evi
dencia apremiante no es menor que la de la verdad y se man tiene por encima de
las decisiones del juicio, por encima de la
persuasión y del acuerdo obtenido por persuasión, aunque hay épocas de decadencia artística y cultural, en
las que sólo unos pocos perciben todavía
la evidencia de la calidad. El gusto
como actividad de una mente de verdad cultivada -cultura animi- se pone en
juego sólo cuando la conciencia de la cali dad está ampliamente diseminada,
cuando se reconoce con fa cilidad lo verdaderamente bello, porque el gusto
discrimina y decide entre las calidades.
Como tal, el gusto y su juicio siem pre despierto sobre las cosas del mundo
establecen sus propios límites en un
indiscriminado, inmoderado amor de lo sencilla mente bello; en el campo de la
fabricación y de la calidad, in troduce el factor personal, es decir, le da un
significado huma nístico. El gusto quita la barbarie al mundo de lo bello
porque no se deja abrumar por ella; se
preocupa de la belleza según su modo
«personal» y así produce una «cultura».
El humanismo, como la cultura, es de
origen romano; tam poco el vocablo latino humanitas
tiene equivalente en griego.17
Por tanto, no será
impropio -como fin de estas notas- que elija un
ejemplo romano para ilustrar el sentido en que el gus to es la
capacidad política que humaniza de verdad la belleza y crea una cultura. Conocemos una peculiar
sentencia ciceronia na que parecería una formulación deliberada para
contradecir
el lugar común por entonces muy difundido en Roma: <<Amicus Socrates,
amicus Plato, sed magis aestimanda veritas.» Este
viejo adagio, se esté de acuerdo con él
o no, puede haber ofendido
el sentido romano de humanitas, de la integridad de la persona como persona, porque en él se sacrifica el valor
humano y la ca tegoría personal, junto con la amistad, en aras de
la primacía de una verdad absoluta. De todos modos, nada puede estar
más alejado del ideal de una verdad absoluta, perentoria, que lo que
dijo Cicerón: «Errare mehercule malo cum
Plaione. .. qua m cum istis (se. Pythagoraeis)
vera sentire>>
(«Prefiero, claro que sí, equi vocart:Qe
con Platón antes que sostener puntos de vista
verda deros con sus oponentes [pitagóricos]») .1 8 La traducción eli mina cierta
ambigüedad del original, porque esta
frase puede significar: prefiero
equivocarme con la racionalidad platónica antes que «sentir» (sentire) la
verdad con la irracionalidad pi tagórica, pero esta
interpretaciÓn no es muy sostenible en vista
de la respuesta que se lee en el diálogo: «No me disgustaría
equivocarme con un hombre como él» («Ego
enim ipse cum eo dem isto non invitus
erraverim»), donde una vez más el acento está en la persona en cuya compañía se puede
errar. Por tanto, parece justificada la
primera traducción y la frase significa con
toda claridad: es cuestión de gustos preferir la compañía de Platón y sus pensamientos aun cuando nos
lleven a equivocar nos en cuanto a la verdad. Y esta afirmación es muy
atrevida, in cluso de un atrevimiento
excesivo, en especial porque se refiere
a la verdad; es obvio que otro tanto se puede decir y decidir con respecto a la belleza, que para los que
adiestran sus sentidos tan to como la mayoría de nosotros adiestra su mente es
no menos perentoria que la verdad. En
rigor, lo que dice Cicerón es que para
el verdadero humanista ni las verdades de los científicos ni la verdad del filósofo ni la belleza del artista
pueden ser absolu tos; el humanista; porque no está especializado, ejercita
una fa cultad de juicio y gusto que est"á más allá de las coacciones
que cada especialidad nos impone. Esta humanitas
romana se aplicó a
los hombres libres en todos los sentidos, para quienes el pro-
. blema de la libertad, de no sentirse coaccionados, era decisivo, incluso en la filosofía, las ciencias y las artes.
Cicerón dice: en lo que se refiere a mi asociación con los hombres y los
objetos, me niego a ser coaccionado incluso por la verdad o por
la belleza.19
237
Este humanismo es el
resultado de la cultura animi, de una
actitud que sabe cómo cuidar,-conservar y admirar las cosas del mundo. En este sentido, asume la tarea de
arbitrar y mediar en tre las actividades puramente políticas y las de pura elabora ción, opuestos mutuos en varios aspectos. Como
humanistas, podemos elevarnos por encima de esos conflictos entre el hom bre de
Estado y el artista, como podemos elevarnos en libertad por encima de las especialidades que todos
debemos conocer y
buscar. Podemos estar por encima de toda clase de
especiali zaciones y de
filisteísmos, siempre que aprendamos el modo de
ejercer nuestro gust.o con libertad. En este caso, sabremos res ponder
a los que con tanta frecuencia nos dicen que Platón o algún otro gran autor antiguo está superado;
estaremos en con diciones de comprender que, aunque todos los críticos de Pla
tón estén en lo cierto, no obstante Platón todavía puede ser mejor compañía que sus críticos. En cualquier
caso, recorde mos lo que los romanos -el primer pueblo que se tomó la cul tura
en serio tal como lo hacemos nosotros- pensaban que debe ser una persona culta: la que sabe cómo
elegir compañía entre los hombres, entre
las cosas, entre las ideas, tanto en el
presente como en el pasado.
VII. VERDAD Y POLÍTICA*
1
El- tema de estas reflexiones es un
lugar común. Nadie ha dudado jamás
que la verdad y la política nunca se llevaron de masiado bien, y nadie,
por lo que yo sé, puso nunca la veraci dad entre las virtudes políticas. Siempre se vio a la mentira como una herramienta necesaria
y justificable no sólo para la
actividactde los políticos y
los demagogos sino también para la del hombre de Estado. ¿Por qué? ¿Qué significa esto
para la naturaleza y la dignidad del
campo político, por una parte, y para la
naturaleza y la dignidad de la verdad y de la veracidad, por otra? ¿Está en la esencia misma de la
verdad ser impoten te, y en la esencia misma del poder ser falaz? ¿Y qué clase
de poder tiene la verdad, si es
impotente en el campo
público, que más que ninguna otra esfera
de la vida humana garantiza la realidad
de la existencia a un ser humano qúe nace y muere, es decir, a seres que se saben surgidos del
no-ser y que al cabo de un breve lapso
desaparecerán en él otra vez? Por último, ¿la
verdad impotente no es tan desdeñable como el poder que no
* Este ensayo nació de la presunta controversia
surgida tras la publica ci0n de Eichmann in Jerusalem. Su finalidad es poner en claro dos
temas dis tintos,
pero conexos, de los que
no tomé conciencia antes y cuya importancia
parecía trascender a la ocasión.
El primero se refiere a la cuestión de si siem pre es legítimo decir la
verdad, de si creo sin atenuantes en lo de Fiat veritas, et pereat mundus. El segundo surgió de la enorme cantidad de mentiras que se usaron en la «controversia»: mentiras respecto a lo que yo había escrito, por una parte, y respecto a los hechos sobre los que informaba, por otra. Las si guientes reflexiones procurarán
abordar ambos asuntos. También pueden servir como ejemplo de lo que ocurre con
un tema muy
tópico cuando se lG lleva a la brecha existente entre el pasado y el futuro, que tal
vez sea el lugar más adecuado para cualquier reflexión.
El lector encontrará
una breve consi- deración prelitcinar acerca. de esa
brecha en
el
Prólogo. .
239
presta
atención a la verdad? Estas preguntas son incómodas pero nacen, por
fuerza, de nuestras actuales convicciones en
este tema.
Lo que otorga a este lugar común su muy alta verosimilitud todavía se puede
resumir con el antiguo adagio latino Fíat
íustí tia) et pereat mundus, «Que se haga justicia y desaparezca el
mundo». Aparte de
su probable creador (Fernando I, sucesor
de Carlos V), que lo profirió en el siglo XVI, nadie lo ha usado sino como una pregunta retórica: ¿se debe hacer justicia cuan do está en
juego la supervivencia del mundo? El
único gran pensador
que se atrevió a abordar el
meollo del tema fue Im
manuel Kant, quien osadamente explicó que ese «dicho pro
verbial. .. significa, en palabras llanas: "la
justicia debe preva lecer,
aunque todos los pícaros del mundo
deban morir en
consecuencia"». Ya que los hombres no pueden tolerar la vida en un mundo
privado por completo de justicia, ese «derecho
humano se ha de considerar sagrado, sin tomar en cuenta los sacrificios que ello exija de las autoridades
establecidas ... sin tomar en cuenta sus
posibles consecuencias físicas».1 ¿Pero no
es absurda esa respuesta? ¿Acaso la preocupación por la exis tencia no
está antes que cualquier otra cosa, antes que cual quier virtud o cualquier
principio? ¿No es evidente que si el
mundo -único espacio en el que pueden manifestarse- está en peligro, se convierten en simples
quimeras? ¿Acaso no esta ban en lo cierto en el siglo XVII cuando, casi con unanimidad, declaraban que toda comunidad estaba obligada
a reconocer, según las palabras de
Spinoza, que no había «ninguna ley más
alta que la seguridad de [su] propio ámbito»?2 Sin duda, cual quier
principio trascendente a la mera existencia se puede po ner en lugar de la
justicia, y si ponemos a la verdad en ese sitio
-Fíat verítas) et pereat mundus-, el
antiguo adagio suena más razonable. Si
entendemos la acción política en términos de una categoría medios-fin, incluso podemos llegar
a la conclusión sólo en apariencia
paradójica de que la mentira puede servir a
fin de establecer o proteger las condiciones para la búsqueda de la verdad, como señaló hace tiempo Hobbes,
cuya lógica in cansable nunca fracasa cuando debe llevar sus argumentos has
ta extremos en los que su carácter absurdo se vuelve obvio.3 Y las mentiras, que a menudo sl!§:ljtuyen a.
medios más violentos,
240
bien pueden merecer la consideración de herramientas
relati vamente inocuas en el arsenal de la acción política.
Si se reconsidera el antiguo dicho latino, resulta un tanto sorprendente que el sacrificio de la verdad en aras de la super vivencia del
mundo se considere más fútil que el
sacrificio de cualquier otro principio o virtud. Mientras podemos
negarnos incluso a plantear
la pregunta de si la vida sería digna de ser
vivida en un mundo privado de ideas como justicia y libertad, curiosamente no es posible
hacer lo mismo con respecto a la
idea de verdad, al parecer mucho menos política. Está en jue gn la supervivencia, la perseverancia en la
existencia (in s�o esse perseverare), y ningún mundo humano destinado a supe rar el
breve lapso de la vida de sus mortales habitantes podrá sobrevivir jamás si los hombres se niegan a
hacer lo que He ródoto fue el primero en �sumir conscientemente: AÉ')'eLv Ta EÓvTn, decir lo que existe. Ninguna permanencia,
ninguna perseverancia en el existir,
puede concebirse siquiera sin hom bres deseosos de dar testimonio de lo que
existe y se les mues tra porque existe.
La historia del conflicto entre la verdad y la
política es an tigua y compleja, y nada se ganará con una simplificación o una denuncia moral.
A lo largo de la historia, los que buscan y di cen la verdad
fueron conscientes de los riesgos de su tarea;
en la medida en que no interferían en el curso del mundo, se veían cubiertos por
el ridículo, pero corría peligro de muerte el que forzaba a sus conciudadanos a tomarlo en serio cuando in tentaba
liberarlos de la falsedad y la ilusión, porque, como dice Platón en la última frase de su alegoría de
la caverna, «¿no lo matarían, si
pudieran tenerlo en sus manos . .. ?». El conflicto platónico entre el que dice la verdad y los
ciudadanos no se puede explicar con el
adagio latino ni con ninguna de las teo rías posteriores que, implícita o
explícitamente, justifican la mentira y
otras transgresiones si la supervivencia de la ciudad está en juego. En el relato de Platón no se
menciona ningún enemigo; la mayoría
vivía pacíficamente en su cueva, en mutua
compañía, como meros espectadores de imágenes, sin entrar en acción y por consiguiente sin ninguna
amenaza. Los miem bros de esa comunidad no tenían motivos para considerar
que la verdad y quienes la decían eran
_ sus peores enemigos, y Pla-
tón no explica el amor perverso que sentían por la
impostura y la falsedad. Si pudiéramos enfrentarlo con alguno de
sus posteriores cofrades en el campo de la filosofía política -con
Hobbes, que sostenía que sólo
«tal verdad, no oponiéndose a ningún beneficio ni placer humano, es
bienvenida por todos los hombres», una afirmación obvia que, no obstante, le pare ció de la suficiente importancia como
para terminar con ella su Leviatán-, podría estar de acuerdo acerca del beneficio y del placer, pero no con la afirmación de que no
existía ninguna cla se de verdad bienvenida por todos los hombres. Hobbes,
pero no Platón, se consolaba con la existencia
de una verdad indife rente, con «temas» pÓr los que «los hombres no se
preocupan», por ejemplo la verdad
matemática, «la doctrina de las líneas y las
figuras», que no interfiere «en la ambición, el beneficio o la pa sión
humana>>. Y continúa Hobbes: «Pues no pongo en duda que, de haberse opuesto al derecho de dominio
de cualquier hombre, o al interés de los
dominadores, la doctrina según la cual
los tres ángulos de un triángulo deben ser iguales a dos án gulos de un cuadrado hubiera sido no ya
disputada, sino supri mida de raíz y quemados todos los libros de geometría en
la me dida del poder de aquel a quien interesara.»4
Por supuesto que existe una diferencia decisiva entre el axioma matemático
de Hobbes y la norma verdadera para la
conducta humana que, se
considera, el filósofo Platón trajo de
su viaje al mundo
de las ideas, aunque el griego, convencido de
que la verdad matemática
abría los ojos de la mente a todas las
verdades, no era consciente de ello. El ejemplo de Hobbes
nos
parece más o menos
inofensivo; estamos inclinados a asumir que la mente humana siempre será capaz de reproducir axio
mas como el que dice que «los tres ángulos de un
triángulo su man dos ángulos rectos», y concluimos que quemar todos los libros de geometría no tendría un efecto
radical. El peligro se ría mucho mayor con respecto a las afirmaciones
científicas; de haber tenido la historia
un giro distinto, todo el desarrollo
científico moderno desde Galileo a Einstein podría no haberse producido. Por cierto que la verdad más
vulnerable de este tipo serían esos
métodos de pensamiento muy diferenciados y
siempre únicos -de los que la doctrina de las ideas platónica es un ejemplo notable- por los que los
hombres, desde tiem-
242
pos inmemoriales, trataron de pensar con
racionalidad más allá de los límites del conocimiento humano.
La época moderna, que cree que la verdad no está
dada ni revelada
sino
que es producida por la mente humana,
desde Leibniz asignó verdades matemáticas, científicas y filosóficas a
las especies comunes de verdad de razón distinta de la
verdad de hecho o factual. Usaré esta
distinción por motivos de con veniencia, sin discutir su legitimidad
intrínseca. Con el deseo de descubrir el
daño que puede hacer el poder
político a la ver dad, miramos hacia estos asuntos por causas políticas más
que filosQficas y, por tanto, podemos no
preguntarnos qué es la ·
verdad y
contentarnos con tomar la palabra en el sentido en que la
gente la suele entender. Si pensamos en verdades de he cho -en
verdades tan modestas como el papel que
durante la Revolución Rusa tuvo un hombre llamado Trotski, que no apa
rece en ningún libro de historia
soviético-, de inmediato ad vertimos que son mucho más vulnerables que todos
los tipos de verdad de razón tomados
en conjunto. Además, ya que los actos y los
acontecimientos -el producto invariable de los
grupos de hombres que viven y actúan juntos- constituyen la textura misma del campo político, está claro
que lo que más nos interesa aquí es la
verdad factual. El dominio (para usar la
misma palabra que Hobbes), al atacar la verdad racional, exce de su
campo, por así decirlo, en tanto que da batalla en su pro pio terreno cuando
falsifica los hechos o esparce la calumnia.
Las posibilidades de que la verdad factual sobreviva a la em bestida
feroz del poder son muy escasas; siempre corre el peli gro de que la arrojen
del mundo no sólo por un período sino
potencialmente para siempre. Los hechos y los acontecimien tos son
cosas mucho más frágiles que los axiomas, descubri mientos o teorías -aun las
de mayor arrojo especulativo producidos por la mente humana; se producen en el
campo de los asuntos siempre cambiantes de los hombres, en
cuyo flujo no hay nada más
permanente que la presuntamente relativa
permanencia de la estructura de la mente humana. Una vez perdidos, ningún esfuerzo racional puede
devolverlos. Quizá las posibilidades de
que las matemáticas euclidianas o la teoría
de la relatividad de Einstein -y menos aún la filosofía platóni ca- se
reprodujeran a tiempo si sus autores no hubiesen podi-
243
do transmitirlas a la posteridad tampoco sean
muy buenas, pero aun así son mucho mejores que las posibilidades de que un hecho de importancia, olvidado o, con más
probabilidad, deformado, se vuelva a
descubrir algún día.
2
Aunque las verdades políticamente
más importantes son las verdades de
hecho, el conflicto entre verdad y política se plan teó y articuló por primera vez con respecto
a la verdad política. Lo opuesto de un juicio· racionalmente verdadero es el error y la ignorancia, como pasa en las ciencias, o la ilusión y la opinión, como ocurre en la filosofía.
La falsedad deliberada, la mentira
llana, desempeña su papel sólo
en el campo de los juicios objeti vos, y se diría
significativo, o más bien
extraño, que en el largo debate sobre el
antagonismo entre verdad y política,
desde Pla tón hasta Hobbes, nadie al parecer jamás creyera que la mentira organizada, tal como la conocemos hoy
en día, podría ser un arma adecuada
contra la verdad. En Platón, el que dice la
ver dad pone su vida en peligro, y en Hobbes, que ya lo ha conver tido en
autor, recibe la amenaza de quemar sus libros; la pura mendacidad no es una salida. El sofista y el
ignorante, más que el mentiroso, ocupan
el pensamiento de Platón, y cuando
establece la distinción entre error y mentira --es decir, entre «tf/eiJoo-; involuntario y voluntario»--, resulta sintomático
que sea mucho más duro con las personas que «se revuelcan en la ig norancia bestial» que con
los mentirosos.5 ¿Sería porque la men tira organizada, que domina el campo
público, a diferencia de la mentira
privada que prueba suerte en su propio dominio, aún no se conocía? También podemos preguntamos si tiene alguna relación con el hecho asombroso de que,
exceptuado el zoroas trismo, ninguna de las grandes religiones incluyera la
mentira como tal, distinta de «dar falso
testimonio», en su catálogo de pecados
graves. Sólo con el surgimiento de la moral puritana, que coincidió con el nacimiento de la ciencia organizada,
cuyo progreso debía asegurarse en el
terreno firme de la veracidad y
credibilidad absolutas de cada científico, las mentiras pasaron a considerarse faltas graves.
244
Sea como sea, en
términos históricos, el conflicto entre ver dad y política surgió de dos modos de vida diametralmente opuestos: la vida del filósofo, como la entendieron primero Par ménides y después
Platón, y la vida de los ciudadanos. A las
siempre cambiantes opiniones ciudadanas acerca de los
asuntos humanos, que a su vez estaban en un estado de flujo constante, el filósofo opuso la verdad acerca de las cosas que,
por su pro pia naturaleza, eran permanentes, y de las que por tanto se po dían derivar
los principios adecuados para
estabilizar los asun tos humanos. En consecuencia, la antítesis de la
verdad era la simpleppinión, que se
igualaba con la ilusión, y esta mengua de
la opinión fue lo que dio al conflicto su intensidad política, por que
la opinión y no la verdad está entre los prerrequisitos indis pensables de
todo poder. «Todos los gobiernos descansan en la opinión», decía James Madison, y ni siquiera
el gobernante más autocrático o tirano
podruH.legar jamás al poder, y menos aún
conservarlo, sin el apoyo de quienes tuvieran una mentalidad se
mejante. Por la misma causa, cuando en la esfera de los asuntos humanos se reclama una verdad absoluta, cuya
validez no nece sita apoyo del lado de la opinión, esa demanda impacta en
las raíces mismas de todas las políticas
y de todos los gobiernos. Este
antagonismo entre verdad y opinión se ve mejor elaborado en Platón (sobre todo en Gorgias)
como el antagonismo entre la comunicación bajo la forma de «diálogo», que
es el discurso adecuado para la verdad
filosófica, y bajo la forma de «retóri ca>>, por la que el demagogo
-como diríamos hoy- persuade a la
multitud.
En las primeras etapas de la Edad Moderna
todavía se pue den encontrar huellas de este
conflicto original, pero muy pocas
en el mundo en
que vivimos. Por ejemplo, en Hobbes todavía
hallamos una contraposición de dos «facultades opuestas»:
un «razonar sólido» y una «poderosa elocuencia»; el primero está basado «sobre principios de verdad, la
otra sobre opiniones ... y sobre las
pasiones e intereses de hombres que son diferentes y mutables».6 Más de cien años después, en el
Siglo de las Luces, esas huellas no
habían desaparecido totalmente y, donde el anti guo antagonismo sobrevive aún,
el énfasis se ha desplazado. En términos
de filosofía premoderna, la magnífica frase de Lessing -«Sagejeder, was ihm Wahrheit dünkt,
und die Wahrheit selbst
245
sei Gott
emp/ohlen» («Deja que cada hombre diga lo que cree
que es
verdad y deja que la verdad misma quede encomendada
a Dios»)- habría significado
llanamente: el hombre no es capaz de la
verdad, todas sus verdades, ay, son oó�cn, meras opinio nes; por el contrario, para Lessing
significaba: demos gracias a Dios por no conocer la verdad. Incluso
cuando está ausente
la nota de júbilo -el criterio de que
para los hombres, al
vivir
en compañía, la riqueza inagotable del discurso humano es infini tamente más significativa y de mayor alcance que
cualquier Verdad
Única-, la certeza de la fragilidad de la razón huma na prevaleció
desde el siglo xvm sin dar lugar a quejas ni la mentaciones. Lo podémos comprobar en la
grandiosa Crítica de la razón pura de Kant, donde la razón se ve
llevada a reconocer sus propias
limitaciones, como también lo oímos en las palabras de Madison, que más de una vez subrayó que
<da razón del hom bre, com9 el hombre mismo, es tímtd-a y cautelosa cuando obra por sí sola, y adquiere firmeza y confianza
en proporción al nú mero con que está asociada».7 Las consideraciones de este tipo, mucho más que nociones acerca del derecho individual a
la ex presión propia, jugaron un papel decisivo en la lucha, al fin más o menos victoriosa, para obtener libertad de
pensamiento para la palabra hablada e
impresa.
Spinoza, que aún creía en la infalibilidad de la razón hu mana y que a menudo
recibe equivocadamente
el título de campeón de la libertad de palabra y de pensamiento, sostenía
que «cada hombre es, por irrevocable derecho natural, dueño de sus propios pensamientos», que «el entendimiento de cada
hombre es suyo y las mentes son distintas como los
paladares», de lo que concluía que «es
mejor garantizar lo que no se puede
anular» y que las leyes que prohíben el libre pensamiento sólo
pueden desembocar en la existencia de «hombres que piensen una
cosa y digan otra» y, por consiguiente, en «la corrupción de la buena fe» y en «el fomento de ... la
perfidia». Sin embar go, Spinoza nunca exige libertad de palabra, y el
argumento de que la razón humana
necesita comunicarse
con los demás y, por tanto, ser pública
en bien de su propia integridad brilla por
su ausencia. Incluso clasifica la necesidad de comunicación del hombre, su incapacidad para ocultar sus
pensamientos y callar, entte.l,Qs
_«errores comunes» que el filósofo no comparte.8 Por
el contrario,
Kant afirmaba que «el poder
externo que priva al hombre de la libertad para comunicar sus pensamientos en pú blico lo
priva a la vez de su libertad para pensar» (la cursiva es mía), y que la
única garantía para <da corrección» de nuestro pensamiento está en que «pensamos, por así decirlo, en comu nidad con otros
a los que comunicamos nuestros pensamientos así como ellos nos comunican los suyos». La razón humana, por ser falible, sólo puede funcionar si
el hombre puede hacer «uso público» de ella, y esto también es verdad
en el caso de quienes, aun en un estado
de «tutelaje», son incapaces de usar sus
mcmtes «sin la guía de alguien más», y para el «estudioso», que necesita de «todo el público lector» para
examinar y con trolar sus resultados.9
En este contexto, la cuestión del número
mencionada por Madison tiene especial import,ancia. El
desplazamiento desde la verdad racional hacia la
opinión implicf un paso del hombre en
singular hacia los hombres en
plural, lo que a su vez implica
un cambio desde un campo en el que, dice Madison, nada cuenta excepto
el «razonamiento sólido» de una mente, hacia un ámbito donde la «fuerza de la opinión» se determina por la confianza individual en
«el número de los que, supone el su jeto, tienen las mismas opiniones», número que, dicho sea al
pasar, no está necesariamente limitado a las personas contem poráneas.
Madison distinguía aún esta vida en plural, que es la vida del ciudadano, de la vida del filósofo,
por la que esas con sideraciones «debían ser desechadas», pero esta distinción
no tiene una consecuencia práctica,
porque «una nación de filóso fos es tan poco probable como la raza filosófica
real que quería Platón».10 Dicho sea de
paso, se puede señalar que la idea mis ma de «una nación de filósofos»
habríi:l sido una contradicción en los
términos para Platón, cuya filosofía política entera, in cluidos sus abiertos
rasgos tiránicos, se funda en la convicción
de que la verdad no se puede obtener ni comunicar entre los integrantes de la mayoría.
En el mundo en que
vivimos, las últimas huellas de este an tiguo
antagonismo entre la verdad del filósofo y las opiniones de la calle ya han desaparecido. Ni la verdad
de la religión re velada, que los pensadores del siglo xvu aún tomaban
como una mole!i� mayor, ni la verdad del filósofo, desvelada al
247
hombre en su
soledad, interfieren ya en los asuntos del mundo. Con respecto
a la primera, la separación de Iglesia y Estade nos dio
paz, y con respecto a la segunda, hace tiempo que dejó de reclamar su dominio, a menos que nos tomemos con
seriedad las modernas
ideologías como filosofías, lo que es bien difícil, ya que sus adherentes hacen declaraciones abiertas de que se trata de armas políticas y consideran
irrelevante el tema de la verdad y la
veracidad. Si pensamos en términos de la tradición, podríamos sentirnos autorizados a concluir de
este estado de cosas que ya se ha
zanjado el antiguo conflicto, y en particular
que ha desaparecido S!J causa originaria, el choque de la verdad racional con la opinión.
Sin embargo, por
extraño que resulte, no es éste el caso,
porque el choque entre la verdad
factual y la política, que se produce hoy
en tan
gran escala, tiene al menos en algunos as pectos rasgos muy similares. Mientras que probablemente nin guna época anterior toleró tantas opiniones diversas en
asuntos religiosos o filosóficos, la
verdad de hecho, si se opone al pro vecho o al placer de un
grupo determinado,
se saluda hoy con una hostilidad mayor
que nunca. Y a se sabe
que siempre exis tieron los secretos de Estado; todos los gobiernos
deben clasi ficar cierta información, no transmitirla al público, y el que re velaba secretos siempre fue
tratado como un traidor. Este tema
no tiene que ver con mi exposición. Los hechos que tengo en mente son de
público conocimiento, y no obstante la misma gente que los conoce puede situar en un
terreno tabú su discu sión pública y, con éxito y a menudo con espontaneidad,
con vertirlos en lo que no son, en secretos. Que después se pruebe que su aseveración se considera tan peligrosa
como, por ejem plo, se consideró la prédica del ateísmo o alguna otra
herejía, parece ser un fenómeno curioso,
y su significado se ahonda cuando lo
encontramos también en países que soportan el do minio tiránico de un gobierno
ideológico. (Incluso en la Ale mania de Hitler y en la Rusia de Stalin era más
peligroso hablar de campos de concentración y de
exterminio, cuya existencia no
era un secreto, que sostener y aplicar puntos de vista «heré ticos» sobre antisemitismo, racismo
y comunismo.) Se diría que es aún
más inquietante el de que, en la medida en que las verdades factuales incómodas se.)Q.leran en
los países libres, a
menudo, en forma consciente o inconsciente se
las transforma en opiniones, como si el apoyo
que tuvo Hitler, la caída de Francia
ante el ejército alemán en 1940 o la política del Vatica no durante 1a Segund:1 Guerra Mundial no fueran hechos his tóricos sino una cuestión de
opiniones. En vista de que esas verdades de hecho se refieren a asuntos de importancia
políti ca inmediata, lo que aquí está en
juego es algo más que la qui zá inevitable tensión entre
dos formas de vida dentro del mar co de una realidad común y comúnmente
reconocida. Lo que aquí se juega es la
propia realidad común y objetiva y éste es un
problema político de primer orden, sin duda. En vista de que la verdad de hecho, aunque mucho menos
abierta a la discu sión que la verdad filosófica, y con entera evidencia al
alcance de todos, a menudo parece estar
sujeta a un destino similar cuando se
expone en la calle -es decir, a que se la combata no con mentiras ni falsedades deliberadas, sino
con opiniones-, podría ser útil mientras
tanto reabrir el antiguo y al parecer ob soleto tema de verdad frente a opinión.
Considerada
desde el punto de vista del que dice la verdad,
la tendencia a
transformar el hecho en opinión, a desdibujar la línea divisoria entre ambos, no es menos
desconcertante que el antiguo dilema del hombre
veraz, tan bien expresado en la ale goría de la caverna, cuando el
filósofo, a su regreso del solitario
viaje al cielo de las ideas
perdurables, procura comunicar su verdad
a la multitud, con el resultado de
verla desaparecer en la diversidad de
puntos de vista, que para él son
ilusiones, y caer hasta el espacio incierto
de la opinión, de modo que en ese
instante, cuando está otra vez en la caverna, la verdad misma se muestra en la formulación del OOKBLj.LOL («me parece»), las Oó��L mismas que había esperado dejar
detrás de una vez para siempré. Sin
embargo, el narrador de la verdad de hecho está
en peor situación. No vuelve de ningún viaje a regiones que es tén más
allá del campo de los asuntos humanos ni puede con solarse con la idea de que
se ha convertido en un forastero en este
mundo. De una manera similar, no tenemos derecho a consolarnos con la idea de que la verdad de
esa persona, si es verdad, no es de este
mundo. Si no se aceptan los simples jui cios objetivos de esa persona
-verdades vistas y presenciadas con los
ojos del cuerpo y no con los de la mente-, surge la sos-
249
pecha de que puede estar en
la naturaleza del campo político negar o tergiversar
cualquier clase de verdad, como si los -hom bres fueran incapaces de llegar a un acuerdo con la
pertinacia inconmovible, evidente y firme de esa
verdad. Si éste fuera el caso, las
cosas serían aún más desesperadas de lo que Platón decía, porque la verdad de Platón, hallada y actualizada en soledad, por definición trasciende al campo
de la mayoría, al mundo de los asuntos
humanos. (Se puede entender que el fi lósofo, en su aislamiento, ceda a la tentación de usar su verdad como una
norma que se ha de imponer en los asuntos
huma nos, es decir, para igualar la trascendencia inherente de la ver dad filosófica con la ni uy distinta clase de «trascendencia» por la que los metros y otros patrones de medida
se separan de la multitud de objetos que
deben medir, y también podemos en tender que la mayoría se resista a
esa norma, ya que en realidad se deriva
de un espacio que es ajeno al campo Cle los asuntos humanos y cuya conexión con él sólo se
justifica por una con fusión.) La verdad filosófica, cuando entra en la calle,
cambia su naturaleza y se convierte en opinión,
porque se ha produci do una verdadera J.LB'T<ffi
a<TL'i el.<; (fA.A.o ')'
Évo<;, no sólo un paso de un tipo de
razonamiento a otro sino de un modo de exis tencia humana a otro.
Por el contrario, la verdad de hecho siempre está relacio nada con
otras personas: se refiere a acontecimientos y cir cunstancias
en las que son muchos los implicados; se establece por testimonio directo y depende de declaraciones; sólo
existe cuando se habla de ella, aunque se produzca en el campo pri vado. Es política
por naturaleza. Los hechos y las opinion es, aunque deben mantenerse separados, no son
antagónicos entre sí; pertenecen al
mismo campo. Los hechos dan orígen a las
opiniones, y las opiniones, inspiradas por pasiones e intereses diversos, pueden diferenciarse ampliamente y
ser legítimas mientras respeten la verdad
factual. La libertad de opinión es una farsa, a menos
que se garantice la información objetiva y
que no estén en discusión los hechos mismos. En otras pala bras, la verdad
factual configura al pensamiento político tal
como la verdad de razón
configura a la especulación filosófica.
¿Pero existen
hechos independientes de la opinión y de la
interpretación? ¿At:-
.,aso generaciones enteras de historiadores y
filósofos de la historia no han demostrado la imposibilidad de establecer hechos sin una interpretación, ya que-en primer lu gar hay que rescatarlos de un puro caos de acontecimientos
(y los principios de elección no son los
datos objetivos) y después hay que
ordenarlos en un relato que se puede transmitir sólo dentro de cierta perspectiva, que no tiene
nada que ver con los sucesos
originales? Sin duda, éstas y muchas otras incertidum bres de las ciencias históricas
son reales, pero no constituyen una argumentación contra la existencia de la cúestión objetiva ni pueden servir para justificar que se
borren las líneas diviso rias entte hecho, opinión e interpretación,
o como una excusa para que el historiador manipule los hechos
como le plazca. Aun si admitimos que cada generación tiene derecho a escribir su propia historia, sólo le reconocemos el
derecho a acomodar los acontecimientos
según su prppia perspectiva, pero no el de
alterar la materia objetiva misma. Para ilustrar este asunto, y como una excusa para no seguir por más tiempo
con él, recor demos que, durante los años veinte, cuenta la historia, poco an
tes de morir, Clemenceau mantenía una conversación amistosa con un representante de la República de
Weimar sobre el pro blema de quién había sido el culpable del estallido de la
Pri mera Guerra Mundial. «¿En su opinión, qué pensarán los futuros historiadores acerca de esre asunto
tan engorroso y controvertido?»,
preguntaron a Clemenceau, quien respondió:
«Eso no lo sé, pero sé con certeza que no dirán que Bélgica in vadió
Alemania.» Aquí nos interesan los datos rudamente ele mentales de esa clase,
cuya esencia indestructible sería eviden te aun para los más extremados y
sofisticados creyentes del historicismo.
Es verdad que se necesitaría mucho
más que los gemidos de los historiadores para eliminar de las crónicas el
hecho de que en la noche. del 4 de agosto de 1 914 las
tropas alemanas cruzaron la frontera belga: se
necesitaría nada menos que el monopolio
del poder en todo el mundo
civilizado. Pero ese mo nopolio del poder está lejos de ser inconcebible, y no es difí cil
imaginar cuál sería el destino de la verdad de hecho si los intereses del poder, nacionales o sociales,
tuvieran la última palabra en estos
temas. Lo que nos lleva otra vez a la sospecha
de que
puede ser_propiu.de la n�turaleza del campo
político
estar en guerra con la verdad en todas sus formas; por consi guiente,
volvemos a la pregunta del motivo-par el que incluso un compromiso con la verdad de hecho se siente como una actitud antipolítica.
3
Cuando se dice que la verdad de
hecho o factual, como an títesis de
la racional, no es antagonista de la opinión,
se formula una verdad a medias. Todas las verdades -no sólo las distintas
clases de verdad de razón· sino también la de hecho- se contra ponen a la opinión en su modo de afirmar la validez. La verdad implica un elemento de coacción, y las
tendencias a menudo ti ránicas, tan
lamentablemente visibles entre los
profesionales ve races se pueden
geñerar en la tensión de vivir liaoitualmente
bajo alguna clase de compulsión,
más que en un fallo de carác ter.
Juicios como «la suma de los ángulos
de un triángulo es igual a dos
rectos», <<la tierra se mueve alrededor del sol», «es
mejor sufrir un daño que hacerlo», «en agosto de 19 14 Alema nia invadió Bélgica» son muy distintos por la
forma en que se llegó a ellos, pero una
vez considerados verdaderos y reconoci dos como
tales, comparten el hecho de estar más allá del acuer do,
la discusión, la opinión o el consenso. Para quienes los acep tan, esos juicios no varían según el
gran o escaso número de los que
sustentan la misma tesis; la persuasión o la disuasión son inútiles, porque el contenido del juicio no
es de naturaleza per suasiva sino coactiva. (Así es como Platón, en Timeo, traza una línea entre los
hombres capaces de percibir la verdad y los que
mantienen opiniones rígidas. Entre los primeros, el órgano que percibe la verdad [votíc;] se activa a través de la
instrucción, cosa que, por supuesto,
implica desigualdad y de la que se puede de cir que es una forma suave de
coacción; los segundos deben ser sólo
persuadidos. Los puntos de vista de los primeros, dice Pla tón, son inamovibles, en tanto que siempre se
puede persuadir a los segundos de que cambien
sus criterios.)11 Lo que cierta vez
señaló Mercier
de la Riviere acerca de la verdad matemática se aplica a todo tipo de verdad: «Euclide
est un véritable despote; et lesvérités
géomé_t-riqu.__gs_.fj
u'_il nous a
transmises, sont des lois véri-
252
tablement despotiqueS>> («Euclides es un verdadero déspota, y las verdades
geométricas que nos transmitió son leyes verdade-·· ramente despóticas»). Dentro de la misma
actitud, unos cien años antes, Van Groot
-para limitar el poder del príncipe ab soluto- había insistido en que «ni
siquiera Dios puede lograr
que dos más dos no
hagan cuatro». Con esa frase no quería su brayar la limitación implícita
de la omnipotencia divina, sino que
invocaba la fuerza coactiva de la verdad frente al poder po lítico.
Estas dos observaciones ilustran el aspecto que ofrece la verdad en la perspectiva política pura, desde el punto de vista del poder, y la pregunta es si el poder podría y debería contro
larse no sólo mediante una constitución, una carta de derechos y diversos poderes, como en el _sistema de
controles y balances, en el que, según
decía Montesquieu, «le pouvoir arrete le pou voim («el poder detiene al poder») -es decir, mediante facto res que
surgen del campo político estricto y perteneteh a él-, sino también mediante algo que viene de fuera, que tiene su fuente en un lugar que no es el campo
político y que es tan in dependiente de los deseos y anhelos de la gente como
lo es la vo luntad del peor de los tiranos.
Vista con la perspectiva de la
política, la verdad tiene un carácter despótico. Por consiguiente, los tiranos
la odian, por que con razón temen la competencia de una fuerza
coactiva que no pueden
monopolizar, y no le otorgan
demasiada estima los gobiernos
que se basan en el consenso y rechazan la coac ción. Los hechos
están más allá de acuerdos y consensos, y todo lo que se diga sobre ellos -todos
los intercambios de opi nión fundados en informaciones correctas- no servirá
para establecerlos. Se puede discutir,
rechazar o adoptar una opi nión inoportuna, pero los hechos inoportunos son de
una tozudez irritante que nada puede
conmover, exceptuadas las mentiras lisas
y llanas. El problema es que la verdad de hecho, como cualquier otra verdad, exige un
reconocimiento perento rio y evita el debate, y el debate es la esencia misma
de la vida política. Los modos de
pensamiento y de comunicación que tratan
de la verdad, si se miran desde la perspectiva política, son avasalladores de necesidad: no toman en
cuenta las opinio nes de otras personas, cuando el tomarlas en cuenta es la
ca racterística de todo. . pensamiento
estrictamente político.
.
253
El pensamiento político es
representativo; me formo una opinión tras considerar determinado tem-a aesde
diversos pun tos de vista,
recordando los criterios de los que están ausentes; es decir, los represento. Este proceso de
representación no im plica adoptar ciegamente
los puntos de vista reales de los que
sustentan otros criterios y,
por tanto, miran hacia el mundo desde
una perspectiva diferente; no se
trata de empatía, como si yo intentara ser o sentir como alguna otra persona,
ni de con tar cabezas y unirse a la mayoría, sino de ser y pensar dentro de
mi propia identidad tal como en realidad no soy. Cuantos
más puntos de vista diver�os tenga yo presentes cuando estoy
valo rando determinado asunto, y cuanto mejor pueda imaginarme cómo sentiría y pensaría si
estuviera en lugar de otros, tanto
más fuerte será mi capacidad de pensamiento representativo y más válidas mi�. conclusiones, mi opinión. (Esta capacidad de «mentalidad
amplia» es la que permite que los hombres juz
guen; como tal la descubrió Kant en la primera parte de su Crí tica del juicio, aunque él no reconoció las
implicaciones políti cas y morales de su descubrimiento.) El proceso
mismo de formación de la opinión está
determinado por aquellos en cuyo lugar
alguien piensa usando su propia mente, y la única condi ción para aplicar la imaginación de este modo es
el desinterés, el hecho de estar libre de
los propios intereses privados. Por
consiguiente, si evito toda compañía o estoy completamente aislada mientras me formo una opinión, no
estoy conmigo mis ma, sin más, en la soledad del pensamiento filosófico; en
reali dad sigo en este mundo de interdependencia universal, donde puedo convertirme en representante de todos
los demás. Por supuesto, puedo negarme a
obrar así y hacerme una opinión que
considere sólo mis propios intereses, o los intereses del grupo al que pertenezco. Sin duda, incluso entre
personas muy cultivadas, lo más habitual
es la obstinación ciega, que se hace
evidente
en la falta de imaginación y en la incapacidad de juz gar. Pero la calidad
misma de una opinión, como la de un jui cio, depende de su grado de imparcialidad.
Ninguna opinión es evidente por sí misma. En
cuestiones de opinión, pero no en
cuestiones de verdad, nuestro pensa miento es genuinamente discursivo, va de
un lado a otro, de un lugar del r.wndc a- otro,-por así decirlo, a través de
toda clase
254
de puntos de vista antagónicos, hasta que por
fin se eleva des de esas
particularidades hacia alguna generalidad imparcial. Comparado con este proceso, en el que un asunto
particular se lleva a campo abierto para que se pueda verlo en
todos sus as pectos, en todas las
perspectivas posibles, hasta que la
luz ple na de la comprensión humana
lo inunda y lo hace transparen te, un juicio de verdad
tiene una opacidad peculiar. La verdad de razón ilumina el entendimiento humano y la
verdad de he cho debe configurar opiniones, pero estas verdades nunca son oscuras aunque tampoco son transparentes, y
está en su natu raleza.,misma la capacidad de soportar una dilucidación poste
rior, así como en la naturaleza de la luz está que soporte el es
clarecimiento.
Además, en ningún
otro· punto
esa opacidad es más evi dente ni más irritante que cuando nos enfrentamos con los he chos y con la verdad de hecho, porque no hay
ninguna razón concluyente para que los
hechos sean lo que son; siempre pue den ser diversos y esta molesta
contingencia es literalmente ili
mitada. A causa de la accidentalidad
de los hechos; la filosofía premoderna se negó a tomar en serio el campo de los asuntos humanos, impregnado por el carácter
factual, o a creer que cualquier verdad
significativa se podría descubrir
alguna vez en la «accidentalidad
melancólica» (Kant) de una secuencia de
los hechos que constituyen el curso de este mundo. Ninguna fi losofía
de la historia moderna consiguió hacer las paces con la tozudez intratable e irracional de la pura
factualidad; los filó sofos modernos idearon todas las clases de necesidad,
desde la dialéctica de un mundo del
espíritu o de las condiciones mate riales hasta las necesidades de una
naturaleza humana presun tamente invariable y conocida, para que los últimos
vestigios del al parecer arbitrario
«podría haber sido de otra manera» (que
es el precio de la libertad) desaparezcan del único campo en que los hombres son libres de verdad. Es
cierto que miran do hacia atrás -o sea, con perspectiva histórica- cada se
cuencia de acontecimientos se ve como si las cosas no pudieran haber sido de otro modo, pero eso es una
ilusión óptica, o más bien existencial:
nada podría ocurrir si la realidad, por defini ción, no destruyera todas las demás
potencialidades inheren tes, en su origen, a toda situación dada.
255
En otras palabras, la verdad de hecho no es más evidente que la opinión,
y esto ha de estar entre las razones por las que quienes sustentan opiniones encuentran relativamente fácil
de sacreditar esta verdad como si se
tratara de una opinión más. Por otra parte, la evidencia factual se establece mediante el tes timonio de testigos presenciales -sin duda poco
fiables- y por registros, documentos y
monumentos, todos los cuales
pueden ser el resultado de alguna falsificación. En el caso
de una disputa, sólo se puede invocar a otros testigos pero no a una tercera
y más alta instancia, y a la conciliación en general se llega por vía mayoritaria, es
decir, tal como en la conciliación
de disputas de opinión; un
procedimiento por entero insatis factorio, ya que no
hay nada que evite que una mayoría de
testigos lo sea de testigos falsos. Por el contrario, bajo
ciertas circunstancias, el sentimiento
de pertenencia a una mayoría puede
incll!so propiciar el falso testimonio;-En otras palabras, en la medida en que la verdad de hecho está
expuesta a la hos tilidad de los que sustentan la opinión, es al menos tan
vulne rable como la verdad
filosófica racional.
Antes observé que el que dice la
verdad de hecho está, en algunos aspectos,
en peores condiciones que el filósofo de Pla tón, y qu
e su verdad no tiene
origen trascendente y ni siquiera posee las cualidades relativamente trascendentes de principios políticos como la libertad, la justicia, el honor y
el valor, todos los cuales pueden
inspirar la acción humana y
manifestarse en ella. Ahora veremos que
esta desventaja tiene
consecuencias más serias que las
pensadas anteriormente, consecuencias que se refieren no sólo a la persona del hombre
veraz sino también -y esto es más importante- a las
posibilidades de que su ver dad sobreviva. La inspiración y la manifestación
de las acciones humanas pueden no ser
adecuadas para competir con la evi dencia apremiante de la verdad, pero en
cambio sí lo son, como veremos, para
competir con la persuasividad inherente a
la opinión. Cité antes la frase socrática «es mejor sufrir un daño que hacerlo» como ejemplo de un juicio
filosófico que concier ne a la conducta humana y, por consiguiente, que tiene
impli caciones poüticas. Lo hice en parte porque esta sentencia se ha convertido en el principio del pensamiento ético
occidental, y en parte porque, hasta
donde tengo noticias, siguió siendo la
única proposición ética que se puede
derivar directamente de la experi(;!ncia filosófica específica. (El imperativo
categórico de Kant,
el único competidor en este campo, se puede despo jar d
e sus ingredientes judeocristianos, que fundamentan su formulación como un imperativo en lugar de una mera propo sición. Su
principio básico es el axioma
de la no contradicción -el ladrón se
contradice porque quiere guardar como propie dad suya los bienes que roba-, y
este axioma debe su validez a las
condiciones de pensamiento que Sócrates fue el primero en descubrir.)
·
Los djálogos platónicos nos dicen una y otra vez
que el jui cío de
Sócrates (una proposición, no un imperativo)
sonaba a paradoja, que con facilidad era refutado en la calle, donde
una opinión se opone a
otra opinión, y que Sócrates era incapaz de
probar y demostrar su validez
no sólo ante sus adversarios, sino
también ante sus amigos y discípulos. (El más fuerte de estos pasajes se encuentra en el principio de La
república.12 Después
de un vano intento de convencer a su antagonista Trasímaco de
que la justicia es mejor que la injusticia, Glaucón y Adimanto, discípulos de Sócrates, dicen a su
maestro que su argumento no había sido
convincente. El maestro admira la argumenta ción de los jóvenes: «Sin duda
habéis experimentado algo divi no, para que no os hayáis persuadido de que la
injusticia es me jor que la justicia, cuando sois capaces de hablar de tal
modo en favor de esas tesis.» En otras
palabras, estaban convencidos antes de
que empezara la discusión, y todo !o que se había di cho para apoyar la verdad
de la proposición no sólo no había
conseguido persuadir a los no convencidos sino que ni siquie ra había
tenido la fuerza necesaria para reforzar sus conviccio nes.) Encontramos en
los diálogos platónicos todo lo que se
pueda decir en esta defensa. El argumento principal es el de que para el hombre, que es
uno, es mejor estar en conflicto con todo el mundo que estar en conflicto y en contradicción
consi go mismo, 13 un argumento que tiene mucha fuerza para el filó- ·
sofo, cuyo pensamiento caracteriza Platón como un
silencioso diálogo consigo mismo
y cuya existencia, por consiguiente, de pende de un intercambio constantemente
articulado consigo mismo de una
partición-en-dos de la unidad que, de todos mo dos, él es, porque una contradicción básica
entre los dos ínter-
257
locutores que sostienen el diálogo
reflexivo destruiría las con diciones
mismas de la actividad filosófica. 14 En otras
palabras, como el hombre lleva dentro un interlocutor del que nunca po drá
liberarse, lo mejor que puede ocurrirle es no vivir en com pañía de un asesino
o de un falsario. Además, ya que el pensa miento es. el diálogo callado que se produce
entre el sujeto y su yo, hay que tener
el cuidado de mantener intacta la integridad
de ese compañero, porque en caso contrario se pierde por completo la capacidad de pensar.
Para el filósofo -o más bien para el hombre en la medida
en que es un ser pensante-, esta proposición ética sobre
hacer y sufrir el mal no es menos cierta que la
verdad matemática. Pero para el hombre
como ciudadano, como ser que obra com prometido con el mundo y la prosperidad
pública más que con su propio bienestar
-incluida, por ejemplo, su «alma inmor tal» cuya «salud» debería estar-por encima
de las necesidades -.
de un cue"rpo mortal-, el juicio socrático no es
verdadero. Muchas veces se señalaron las desastrosas consecuencias que para cualquier grupo tendría el hecho de empezar a seguir, con toda seriedad, los preceptos éticos derivados del hombre
en singular, ya sean socráticos,
platónicos o cristianos. Mucho an tes de que Maquiavelo recomendara proteger
el campo políti co de los principios puros de la fe cristiana (los que se
niegan a hacer el mal permiten a los
malvados «hacer todo el mal que
quieran»), Aristóteles advertía en contra de permitir que los fi
lósofos tuvieran cualquier intervención en asuntos políticos. (A los hombres que por motivos profesionales han
de preocupar se tan poco por «lo que es bueno para ellos mismos», no se
les puede confiar lo que es bueno para
los demás, y menos que nada el «bien
común», el interés terreno de la comunidad.)15
La verdad filosófica se refiere al hombre en su singularidad y, por tanto,
es apolítica por naturaleza. Si, no
obstante, el filó sofo quiere que
su verdad prevalezca ante las opiniones de la mayoría, sufrirá una derrota y
tal vez de ella deduzca que la verdad es
impotente, una perogrullada que
equivale a que un matemático, incapaz de
cuadrar el círculo, se quejase de que el
círculo no s�a un cuadrado. Podría sentirse
tentado, como Pla tón, de hacerse oír por algún tirano con inclinaciones
filosófi cas, y en el afortunado y muy poco probable caso de que tuvie-
ra éxito,
podría fundar una de esas
tiranías de la «verdad» que conocemos en especial a través de las diversas utopías políticas y que, por supuesto, en términos políticos son tan tiránicas como las otras formas de despotismo. En el apenas menos im probable caso de que su verdad
se impusiera sin el auxilio
de la violencia, simplemente porque los
hombres están de acuerdo con ella, la suya sería una victoria pírrica.
En tal caso, la verdad debería su
predominio no a su propia fuerza sino al acuerdo de la mayoría, que podría cambiar de par�cer al día
siguiente y sostener alguna otra cosa:
lo que fuera verdad filosófica se con vertirÍ4l en mera opinión.
Sin embargo, como la verdad filosófica lleva en
sí un ele mento coactivo, puede tentar al hombre de Estado en
ciertas condiciones, tanto como
el poder de la opinión puede tentar al
filósofo. Por ejemplo, en la
Declaración de la Independencia, J
efferson decía que ciertas «verdades· son evidentes por sí mis mas», porque
quería poner el acuerdo
básico entre los hom bres de la Revolución más allá de toda disputa y discusión; como axiomas matemáticos, debían expresar las «creencias de
los hombres» que «dependen no de su propia voluntad, sino
que siguen involuntariamente las evidencias propuestas a su entendimiento».16 Con todo, al decir «consideramos
que estas verdades
son evidentes por sí mismas», aunque no fuera total mente consciente de ello,
concedía que el juicio «todos los
hombres fueron creados como iguales» no es evidente por sí mismo sino que necesita del acuerdo y del
consenso, admitía que la igualdad, para
tener importancia en el campo político,
no es «la verdad» sino una cuestión de opiniones. De otra par te,
existen juicios filosóficos o religiosos que corresponden a esta opinión -como el que dice que todos los
hombres son iguales ante Dios, ante la muerte o en la
medida en que perte necen a la mism·a especie de animal
rationale-, pero ninguno de ellos tuvo jamás ninguna consecuencia
política o práctica, porque el elemento
nivelador, ya sea Dios, la muerte o la natu raleza, trasciende y está fuera
del campo en que se produce la relación
humana. Esas «verdades» no están entre los hombres sino por encima de ellos y ninguna de esas
cosas está detrás de la moderna o
antigua aceptación de la verdad, sobre todo de la de los griegos. Que todos los hombres hayan
sido creados igua-
259
le!!_, l)O es evidente por sí mismo ni se puede probar. Lo cree mos porque la libertad sólo es posible entre
iguales, y creemos
que las alegrías y gratificaciones de la libre compañía han de preferirse a los placeres dudosos del
dominio. Es
tas preferen cias tienen la máxima
importancia política, y aparte de ellas hay
pocas cosas por las que los hombres
se diferencien más pro fundamente
entre sí. Su calidad humana, estaríamos tentados de decir, y sin duda la calidad de todo
tipo de relación entre ellos, depende de
esas elecciones. No obstante, se trata de una
cuestión de opiniones y no de la verdad, como admitió J ef ferson, muy
en contra de su voluntad. Su validez depende del acuerdo y consenso libre; se llega a ellos a
través del pensa miento discursivo, representativo, y se comunican a través de
la persuasión y la disuasión.
La proposición
socrática «es mejor padecer el mal que ha cerlo» no"
es una opinión sino que pretende ser una
verdad, y aunque se pueda dudar de que
alguna vez haya tenido una con secuencia política directa, es innegable su impacto en la con ducta práctica
como precepto ético; sólo disfrutan
de un reco nocimiento mayor las normas religiosas, que son absolutamente
vinculantes para la comunidad de creyentes. ¿Este hecho no en tra en clara contradicción con la generalmente aceptada impo tencia de la verdad filosófica? Y, en vista de que sabemos por los diálogos platónicos qué poco persuasivo
resultaba el juicio de Sócrates para
amigos y enemigos por igual cuando el maestro trataba de probar su validez, debemos
preguntarnos cómo pudo obtener su alto
grado de aceptación. Es evidente que se habrá
debido a un tipo de persuasión poco habitual; Sócrates decidió apostar su vida por esa verdad, por ejemplo
no cuando se pre sentó ante el tribunal ateniense sino cuando se negó a evitar
la sentencia de muerte. Y esta enseñanza
mediante el ejemplo es, sin duda, la
única forma de «persuasión» de la que es capaz la verdad filosófica sin caer en la perversión o
la distorsión.;17 por la misma causa, la
verdad filosófica puede convertirse en «prácti ca>> e inspirar la acción
sin violar las normas del ámbito político
sólo cuando consigue hacerse manifiesta a la manera de un ejemplo: es la única oportunidad que un
principio ético tiene de ser verificado
y confirmado. Por ejemplo, para verificar la idea de valor podemos recordar el comportamiento
de Aquiles y
para verificar la idea de bondad nos inclinamos a pensar en J e sús de Nazareth o en san Francisco; estos ejemplos
enseñan o persuaden por
inspiración, de modo que cada vez que tratamos de cumplir un acto de valor o de bondad, es como si imitáramos
a alguien, imitatio Christi o de quien sea. A menudo se señala
que, como decía Jefferson, «nn sentido vívido y duradero del deber
filial se imprime con mayor eficacia
en la mente de un hijo o una hija tras la lectura de El rey Lear que por la de todos los se cos libros que sobre la ética y la divinidad se hayan escrito», 18 y que, como decía Kant, «los preceptos
generales aprendidos de sacerd8tes o de
filósofos, o incluso tomados de los propios recursos, nunca son tan eficaces como un ejemplo de virtud o santidad».19 La razón, como lo_ explica Kant,
es que siempre ne cesitamos «intuiciones ... para verificar la realidad de
nuestros conceptos». «Si son puros
conceptos del entendimiento», como el concepta de: triángulo, <das intuiciones
reciben el nombre-de· esquemas», como el
triángulo ideal, percibido sólo por los ojos
de la mente y no obstante indispensable para reconocer todos los triángulos reales; sin embargo, si los
conceptos son prácticos, referidos a la
conducta, «las intuiciones se llaman ejemplos».20 Y, a diferencia de los esquemas; que
nuestra mente produce por sí misma
gracias a la imaginación, estos ejemplos se derivan de la historia y de la poesía, a través de las
cuales -como señalaraJef ferson- «se abre para nuestro uso un campo de
imaginación» completamente distinto.
Esta transformación
de un juicio teórico o especulativo en verdad ejemplar -una transformación de la que sólo es capaz
la filosofía moral- es una experiencia
límite para el filósofo: al establecer un ejemplo y «persuadir» a la gente de la única
for ma en que puede hacerlo, empieza
a actuar. Hoy, cuando casi ningún juicio
filosófico, por atrevido que sea, se tomará lo bas tante en serio co�o para que ponga en peligro la vida del filó sofo,
aun esta rara oportunidad de confirmar en lo político una verdad filosófica ha desaparecido. Sin
embargo, en nuestro contexto es
importante tener en cuenta que tal posibilidad
existe para el que dice la verdad de razón, pero no existe en ninguna circunstancia para el que dice la
verdad factual que en éste, como en
otros temas, está en peor situación que antes. No sólo los juicios objetivos no contienen
principios por los �uales
los hombres puedan actuar, y que por consiguiente resulten manifiesto
s en el rinindo; su contenido mismo se resiste a este tipo de verificación. Alguien
que dice la verdad de hecho, en el improbable caso de que quisiera
apostar su vida por un acon tecimiento particular, cometería una especie de error.
Lo que quedarÍa llJ.anifiesto en su acción sería su valor o quizá su
tozu dez, pero
no la
verdad de lo que tenía que decir ni tampoco su
propia credibilidad. ¿Por qué
un mentiroso no iba
a sostener sus mentiras con gran valor,
sobre todo en política, donde pue de estar lll
.otivado por el patriotismo o por otra clase de legíti ma parcialidad de grupo?
4
Lo que define a la v�;dad de hecho es que su opuesto no es
el error ni la ilusión ni la opinión, elementos que no se
reflejan en la veracidad personal, sino
la falsedad deliberada o mentira. Claro está que el error es posible, e incluso común, con respec to a la verdad de hecho, en cuyo caso este tipo de
verdad n
o se diferencia de la verdad científica o de razón.
Pero la cuestión
es que, con
respecto a los hechos, existe otra alternativa, la false dad deliberada, que no pertenece a la misma especie de las proposiciones que, acertadas o equivocadas,
no pretenden más que decir qué es una cosa para el sujeto o cómo se muestra esa cosa a él.
Un juicio objetivo -Alemania invadió Bélgica en agosto de
1914- adquiere implicaciones políticas sólo si se
pone en un contexto interpretativo. Pero la proposición opues ta,
esa que Clemenceau, aún poco familiarizado con el arte
de volver a escribir la historia, consideraba absurda, no
necesita contexto para tener
significado político. Con toda claridad, se
trata de un intento de cambiar la crónica y como tal es una for ma
de acción. Otro tanto ocurre cuando el
falsario, que no pue de hacer que su mentira se imponga, no insiste en la
verdad evangélica de su juicio y
pretende que se trata de su «opinión», que
reivindica basándose en
su derecho constitucional. Con frecuencia hacen esto los
grupos subversivos, y en un público políticamente inmaduro, la confusión
resultante puede ser considerable. La atenuación
de la línea divisoria entre la ver-
dad de hecho y
la opinión es una de las muchas formas que
puede asumir la mentira, todas ellas formas de acción.
Mientras el embustero es un hombre de
acción, el veraz, ya diga verdades de razón o de hecho, no lo es de ningún
modo. Si el que d
ice verdades de hecho quiere desempeñar un papel polí tico y por tanto ser persuasivo, en la mayoría de los casos tendrá que extenderse considerablemente para explicar
por qué su par ticular verdad es la mejor para los intereses de determinado gru po. Así como el filósofo obtiene una
victoria pÍrrica
cuando su
verdad se vuelve dominante en los medios de opinión, el que dice la
4Terdad factual, cuando entra en el campo político y se
identifica con algún interés parcial y con alguna formación
de poder, compromete la única cualidad
que podría hacer que su verdad fuera plausible: su veracidad,
garantizada por la impar cialidad, la integridad, la indepet;1dencia.
Es difícil que haya una figura
política más capaz de despertar sospechas justificadas que la del veraz de profesión que ha descubierto
alguna feliz coinci dencia entre la verdad y el interés. El embustero, por el
contra rio, no necesita de tan dudosa acomodación para aparecer en la escena política; tiene la gran ventaja de que
siempre está, por así decirlo, en medio
de ella: es actor por naturaleza; dice lo que no es porque quiere que las cosas sean distintas
de lo que son, es de cir, quiere cambiar el mundo. Toma ventaja de la
innegable afi nidad de nuestra capacidad para la acción, para cambiar la
reali dad, con esa misteriosa facultad nuestra que nos permite decir «brilla el sol»
cuando está lloviendo a cántaros. Si en nuestro
comportamiento estuviéramos tan completamente condicio nados como
algunas filosofías hubiesen querido que estuviéra mos, jamás habríamos podido
concretar ese pequeño milagro. En otras
palabras, nuestra habilidad para mentir -pero no necesa riamente nuestra
habilidad para ser veraces- es uno de los po cos datos evidentes y
demostrables que confirman la libertad
humana. Podemos cambiar las circunstancias en que vivimos porque tenemos una relativa libertad respecto
de ellas, y de esta .libertad se abusa y
a ella se pervierte con la mendacidad. Si es
tentación poco menos que irresistible para el historiador profe sional
caer en la trampa de la necesidad y negar de forma implí cita la libertad de
acción, también es casi igualmente irresistible
la tentación que el político profesional siente por sobrestimar las
posibilidades de esa libertad y tolerar de
forma implícita la falsa negación o la distorsión de los hechos.
Sin duda, en lo que respecta a la acción, la
mentira organi zada es un fenómeno marginal,
pero el problema es que su antí tesis, el mero relato de los hechos,
no conduce a ninguna acción: en
circunstancias normales, se decanta
por la aceptación de las cosas tal como
son. (Esto, desde luego, no implica rechazar que de la divulgación de los hechos puedan hacer
un uso legítimo las organizaciones
políticas o que, en ciertas circunstancias, los
asuntos objetivos llevados a la atención pública puedan propi ciar y reforzar no poco las demandas de los
grupos étnicos y so ciales.) La veracidad jamás se incluyó entre las virtudes políti cas,
porque poco contribuye a ese cambio del mundo y de las circunstancias que
está entre las actividades políticas más legíti mas. Sólo cuando una comunidad
se embarca en la mentira organizada· por
prmCÍpio y no únicamente con respecto a los
partiGulares, la veracidad como tal, sin el sostén de las fuerzas distorsionantes del poder y el interés, puede convertirse en
un factor político de primer orden.
Cuando todos mienten acerca de todo lo
importante, el hombre veraz, lo sepa o no lo sepa, ha empezado a actuar; también él se compromete
en los asuntos políticos porque, en el
caso poco probable de que sobreviva, ha brá dado un paso hacia la tarea de
cambiar el mundo.
Sin embargo, en esta situación pronto se encontrará en in cómoda desventaja. Hablé antes del carácter contingente
de los hechos, que siempre podrían haber sido distintos, y que por
tanto no tienen por sí mismos
ningún rasgo evidente o verosí mil para la mente humana. Como el
falsario tiene libertad para modelar sus
«hechos» de tal modo que concuerden con el pro vecho y el
placer, o aun las simples expectativas, de su audien cia,lo más posible es que
resulte más persuasivo que el hombre
veraz. Es muy cierto que por lo común tendrá la verosimilitud de su lado; su exposición será más lógica, por decirlo así, por que el
elemento inesperado -uno de los rasgos sobresalientes de todos los hechos- ha desaparecido
misericordiosamente. No sólo la verdad de razón, según la
frase de Hegel, reivindica para sí el
sentido común; la realidad, con mucha frecuencia, in fringe la entereza
raciocinante del sentido ·común tanto como infringe
el provecho. y el
placer.
Ahora debemos volver nuestra atención al fenómeno rela tivamente reciente
de la manipulación masiva de hechos y opi niones, como se hizo evidente
en la tarea de volver a escribir la
historia, en la elaboración de la imagen y en la política guber
namental concreta. La tradicional
mentira política, tan promi nente en la historia de la diplomacia y
en el arte de gobernar, en general se
refería a verdaderos secretos -datos
que jamás se hacían públicos- o bien a
intenciones, que de todos modos
no tienen el mismo grado de fiabilidad
que los hechos consuma dos; como todo lo que ocurre dentro de cada persona,
las intenciones son simples
potencialidades, y lo que se pensó co mo una mentira siempre puede terminar
siendo verdad. Por el contrario,
las mentiras políticas modernas se ocupan con efica cia de cosas que de
ninguna manera son secretas sino conocí das de casi todos. Esto es obvip en el
caso de volver a escribir la historia
contemporánea ante los ojos de quienes son testigos de ella, pero también es verdad cuando se
pretende crear una imagen, caso en que,
una vez más, todo hecho conocido y pro bado se puede negar o desdeñar si daña la imagen, porque a di
ferencia de un retrato antiguo, se supone que la imagen no me jora la realidad
sino que la sustituye de manera total. Gracias a las técnicas modernas y a los medios masivos,
ese sustituto es mucho más público que
su original. Finalmente nos enfrenta mos con hombres de Estado respetables
que, como De Gaulle y Adenauer, fueron
capaces de construir sus políticas básicas
en tan obvios «no-hechos» como el de que Francia fuera uno de los vencedores de la última guerra y, por tanto, una de las grandes potencias, y «que la barbarie del
nacionalsocialismo había afectado sólo a
un porcentaje relativamente pequeño del
, 21 T d . 1 . t
pals». o as estas mentuas, o sup1eran o no sus au ores,
con- tienen un elemento de violencia; la mentira organizada siempre tiende a
destruir lo que se haya decidido anular, aunque sólo los gobiernos totalitarios de
manera consciente
hayan adopta do la mentira
como paso previo al
asesinato. Cuando Trotski supo que nunca
había desempeñado un
papel en la Revolución Rusa, tuvo que haber
comprendido que
se había firmado su sentencia de muerte. Es obvio que
resulta más fácil eliminar a una
figura pública del registro histórico
si es
posible eliminarla del mundo de los viv?s. �t;? _?tr�s pal�bras, la
diferencia entre la
mentira trad
icional y la mentira moderna en la mayoría de los casos se iguala
con la diferencia entre el ocultamiento y la de-s-· trucción.
Además, la mentira tradicional sólo se
refería a ciudadanos particulares y nunca tenía la intención de engañar literalmente a todos, pues se dirigía al enemigo y sólo a él
pretendía enga ñar. Estas dos limitaciones restringían el daño infligido a
la ver dad hasta un punto que, visto en perspectiva, nos puede
pare cer casi inofensivo. Como los
hechos siempre ocurren dentro de un contexto,
una mentira limitada -es decir, una falsedad
que no intenta cambiar el
contexto en su totalidad- desgarra, por
así decirlo, la tela de lo factual. Como todo historiador sabe, se puede detectar
una mentira localizando incongruen cias, agujeros o las líneas de los
remiendos. En la medida en que la
estructura en su conjunto se· mantenga intacta, la menti ra se mostrará por
fin como si lo hiciera por sí misma. La se gunda limitación se refiere a los
que están comprometidos con la
impostura, que solían pertenecer al círculo restringido de los estadistas y diplomáticos, que entre sí aún
conocían y podían preservar la verdad.
No eran personas que fueran a resultar
víctimas de sus propias falsedades; podían engañar a los demás sin engañarse a sí mismos. Es obvia la
ausencia tanto de estas circunstancias
atenuantes como del viejo arte de mentir en la
manipulación de los hechos a la que hoy asistimos.
¿Cuál es, pues, el
significado de estas limitaciones, y por
qué se justifica que
las llamemos circunstancias atenuantes?
¿Por qué el engaño a medias
se ha convertido en una herra mienta indispensable
en el negocio de la creación de una
ima gen, y por qué, para el mundo
y para
el mismo falsario que se engañara con
sus propias mentiras, sería peor que el mero he cho
de engañar a los demás? Un falsario
no podría presentar mejor excusa moral
que la de que, por ser tanta su aversión a la mentira, tuvo que convencerse a sí mismo
antes de poder men tir a los demás, es decir que, como Antonio en La
tempestad, había tenido que «convertir en pecadora a su memoria, para dar crédito a su propia mentira». Y por último, y tal vez sea lo más inquietante, si las modernas mentiras
políticas son tan grandes que exigen una
completa acomodación nueva de toda la
estructura de los hechos -la configuración de otra realidad,
266
por decirlo así, en la que entren sin grietas, brechas ni fisuras, tal como los
hechos entran en su contexto original-, ¿qué es _ lo que impide que esos nuevos relatos,
imágenes y «no-hechos» se conviertan en
sustituto adecuado de la realidad y de lo fac tual?
Una anécdota medieval ilustra lo difícil que puede ser men tir a los demás sin mentirse
a sí mismo. Dice el relato que había un
pueblo en cuya atalaya noche y día un centinela montaba guardia para advertir a la gente en caso de
que se acercara el enemigo. El centinela era hombre dado. a hacer bromas pesa das y 11na noche hizo sonar la alarma para
meter un poco de miedo a los habitantes del pueblo. Tuvo un éxito abrumador: todos corrieron a las muralllas y el último en llegar
fue el pro pio
centinela. El cuento sugiere que, en gran
medida, nuestra captación de la realidad depende de que compartamos el mun do con nuestros semejantes, y que se
requiere una gran fuerza de carácter
para no apartarse de lo no compartido, sea verdad o mentira. En otras palabras, cuanto más
éxito tiene un falsa rio, más probable es que caiga en la trampa de sus
propias elu cubraciones. Además, el bromista autoengañado que demues tra
estar en el mismo bando que sus víctimas resultará mucho más fiable que el embustero despiadado que se
permite disfru tar de su jugarreta desde fuera. Sólo el autoengaño es capaz
de crear una apariencia de fiabilidad, y
en un debate sobre he chos, el único factor de persuasión que a veces tiene
una posi bilidad de ser más fuerte que el placer, el temor y el beneficio es la apariencia personal.
El prejuicio
moral corriente suele ser más bien duro con la
mentira cruel, en tanto que, por lo común, se mira el a menudo muy desarrollado arte del autoengaño con gran tolerancia
y per misividad. Entre los pocos ejemplos de la literatura que se
pue den citar como contrarios a esta valoración habitual está la fa
mosa escena del monasterio en el
principio de Los hermanos Karamazov. El padre, un mentiroso
empedernido, pregunta al starets: «¿Qué debo hacer para salvarme?», y el monje responde: «Ante todo, ¡jamás te mientas a ti mismo! » Dostoievski no aña de
ninguna explicación ni elaboración. Los argumentos en favor del axioma «es mejor mentir a los demás que
engañarte a ti mis mo» señalarían que el mentiroso despiadado tiene conciencia
de
la distinción
entre verdad y falsía, de modo que la
verdad que es conde-de los demás todavía no ha quedado por completo fuera
del mundo, sino que ha encontrado
en el falsario su último refu gio. El daño hecho a la realidad no es
completo ni definitivo, y por la misma razón, el daño hecho al
embustero mismo tampoco es completo ni
final; esa persona ha mentido pero no es una men tirosa. Tanto esa persona
como el mundo al que engaña no están más
all
á de la «salvación», para usar las palabras del starets.
El carácter completo y el potencialmente
final, desconocidos
en tiempos anteriores, son los peligros que nacen de la moder na manipulación de los hechos. Aun en el mundo libre,
donde el gobierno no ha monopolizado el poder de decidir y
decretar cuáles son los elementos
factuales que son y los que no son, las
organizaciones con gigantescos intereses han generalizado una especie de marco mental de raison
d'étdt, que antes se restrin gía al manejo�ae los asuntos exteriores y, en sus
peores excesos, -
a las
situaciones de obvio e inminente
peligro. Y la propagan da nacional de
los gobiernos ya
tiene aprendidas más que unas pocas triquiñuelas de los métodos de las prácticas empresaria
les. Las imágenes elaboradas para el consumo interno, distintas de
las mentiras que se destinan al adversario extranjero, pue den convertirse
en realidad para todos y, en primer lugar, para sus
propios fabricantes, que mientras aún se encuentran en la tarea de
preparar sus «productos», se ven abrumados por la mera idea del posible número de víctimas.
Sin duda, los que originaron la imagen
falsa que «inspira» a los disuasores ocul tos todavía saben que quieren
engañar a un enemigo en el cam po social o en el nacional, pero el resultado
es que todo un gru po de personas, e incluso de naciones enteras, puede
orientarse en una red de engaños con la
que los líderes quieran someter a sus
opositores.
Lo que pasa después es casi automático.
El grupo engañado y los engañadores mismos suelen
esforzarse, sobre todo, por mantener intacta la imagen de la propaganda, y
esta imagen se ve menos amenazada por el enemigo y por reales intereses hos
tiles que por los que, dentro del propio grupo, han conseguido escapar de su encanto e insisten en hablar de
hechos o acontecí mientos no acordes con esa imagen. La historia contemporánea está llena de ejemplos en los que quienes
dicen la verdad factual
se consideraban más peligrosos e incluso más
hostiles que los opositores mismos. Estos argumentos contra el autoengaño
no se deben confundir
con las protestas de los «idealistas», sea cual
sea su méri
to, contra la mentira como algo en principio malo y contra el antiguo arte de engañar al enemigo. Políticamente, lo primordial es que el arte moderno del autoengaño es capaz de transformar un tema exterior en un
asunto interno, así como un conflicto
internacional o intergrupal revierte sobre el escenario de la política interna. Los autoengaños
practicados por ambas partes en la época
de la guerra fría son demasiados como para
enumerarlos, pero es obvio que constituyen un ejemplo apro piado. Los
críticos conservadores de la democracia de masas con frecuencia dibujaron los peligros que
esta forma de gobier no acarrea a los asuntos internacionales, sin mencionar,
no obs tante, los peligros peculiares de las monarquías o de las oligar
quías. La fuerza· de sus
argumentos está en el hecho innegable ·
de que, en condiciones plenamente
democráticas, el engaño sin autoengaño es imposible por completo.
En nuestro actual sistema de comunicación mundial, que abarca un amplio número
de naciones independientes, ningu na de las potencias existentes
es lo bastante grande como para disponer
de una «imagen» segura. Por
consiguiente, las imáge nes tienen una expectativa de vida más o menos
breve; pueden estallar no sólo cuando la
suerte ya está echada y
la realidad re aparece en público sino antes, porque los fragmentos
de los he chos perturban sin cesar y arrancan de sus engranajes la
guerra de propaganda entre imágenes
enfrentadas. Sin embargo, ese camino no
es el único, ni siquiera el más significativo por el que la realidad se venga de los que se atreven a
desafiada. La ex pectativa de vida de las imágenes apenas si puede
aumentarse de manera categórica aun bajo
un gobierno mundial o alguna otra
versión mode�na de la Pax
Romana. La mejor ilustración
de ello está en los sistemas relativamente cerrados de los go biernos
totalitarios y las dictaduras de partido único, que por supuesto son con gran diferencia las
entidades más eficaces para proteger las
ideologías y las imágenes del impacto de la re alidad y de la verdad. (Esa
corrección de las crónicas nunca es segura. En un informe de 1935, encontrado en el
Archivo Smo lensk, nos enteramos de las incontables dificultades que ro-
dean este tipo de e
'"
mpresa. Por ejemplo, ¿qué «habría que
ha cer con los discursos de Zinoviev;-Kamenev, Rikov, Bujarin et altien los congresos del Partido, en los plenos del Comité Cen tral, en el Komintern, los congresos de los soviets, etcétera? ¿Qué
hacer con
las antologías sobre marxismo ... escritas o edi tadas en conjunto por Lenin, Zinoviev ... y otros? ¿Qué hacer
con los escritos de Lenin
editados por Kamenev? ... ¿Qué
se podría hacer en los casos en que Trotski ... había escrito un ar tículo en
un número de Internacional Comunista? ¿Habría que confiscar toda la
tirada?».22 Preguntas complejas, sin duda, para las que no hay respuestas en el
Archivo.) El problema es que tienen que hacer cambios constantes en las falsedades con las que sustituyen la historia real; las
circunstancias cambiantes exigen la
suplantación de un libro de historia por otro, el re emplazo de páginas en l�� enciclopedias y libros de consulta, la desaparición
de ciertos nombres para incluir otros desconoci dos o poco conocidos antes. Y aunque esta inestabilidad per
sistente no dé señales de lo que puede ser la verdad, es en sí una señal, y muy potente, del carácter
engañoso de todas las declaraciones
públicas relativas al mundo de los hechos. A me nudo se señala que la consecuencia del lavado de cerebro
más cierta a largo plazo es una peculiar
clase de cinismo, un recha zo absoluto a creer en la veracidad de cualquier cosa, por muy bien fundada
que esté esa veracidad. En otras palabras, el re sultado de una consistente y
total sustitución de las mentiras por la
verdad de hecho no es que las mentiras vayan a ser acep tadas en adelante como
verdad, y la verdad se difame como una mentira, sino que el sentido por el que establecemos nues tro rumbo en
el mundo real -y la categoría de verdad contra
falsedad está entre los medios mentales para conseguir este fin- queda destruido.
Para este problema no hay remedio. No es más que la otra cara del incómodo
carácter contingente de toda la realidad ob jetiva. Y a que todo lo que ha pasado de verdad
en el campo de los asuntos humanos podría haber sido de otra manera, las po sibilidades de mentir son
ilimitadas, y esta ausencia de límites
contribuye al propio fracaso. Sólo el embustero ocasional con seguirá adherirse a una falsedad
particular con una firmeza in coúmovible; los que adapten las imágenes y los
relatos a las cir-
cunstancias
siempre cambiantes se encontrarán tlótari'éii' horizonte
abierto de potencialidad, deslizándose
·
sibilidad a otra, imposibilitados de apoyarse en ....
..
... 15LUJ.a.;o..t
''<l
sus propias construcciones. En lugar de conseguir un
· · ·
adecuado de lo real
y de lo factual,
transforman los hechos y acontecimientos en esa potencialidad de la que surgieron en un primer momento. El
signo más seguro del carácter factual de
los hechos y acontecimientos es precisamen�e esta tozuda pre sencia, cuya contingencia inherente desafía,
por último, todos los intentos de una
explicación conclusiva. Por el contrario, las
imágenes siempre se pueden explicar y hacer admisibles -lo que les da una ventaja momentánea sobre la verdad
de he cho-, pero nunca pueden competir en estabilidad con lo que
simplemente es porque resulta que es
así y no de otro modo. Por este
motivo, hablando en, términos
metafóricos, la mentira coheren
te nos roba el suelo de debajo de nuestros pies y no nos pone otro para pisar. (En palabras de Montaigne: «Si la falsía, como la verdad, no tuviera más que una
cara, sabríamos mu cho mejor dónde estamos, porque podríamos dar por cierto
lo opuesto de lo que el embustero nos
dice. Pero
el reverso de la verdad tiene mil formas
y un· campo ilimitado.») La vivencia de
un tembloroso movimiento fluctuante de todo lo que sirve de base para nuestro sentido de la dirección y
de la realidad está entre las
experiencias más
comunes y más intensas de los hom bres que viven bajo un gobierno
totalitario.
Por tanto, la
innegable afinidad de la mentira y la acción y
el cambio del mundo -es decir, la política- está limitada
por la naturaleza misma de las cosas abiertas a la facultad de
acción del hombre. El fabricante de imágenes se equivoca cuando cree que puede anticipar
los cambios mintiendo
acerca de los asuntos objetivos que
todos quieren eliminar de alguna mane ra. La fundaci6n de las aldeas Potemkin, tan grata
para los políticos y
propagandistas de los países en vías de desarrollo, nunca lleva a la creación de una cosa real
sino sólo a una proliferación y perfeccionamiento del
engaño. Ni el pasado -y toda verdad
factual, por supuesto, se refiere al pasado- ni
el presente, en la medida en que es una consecuencia del pasa do, están
abiertos a la acción; sólo el futuro lo está. Si el pasa do y el presente se
tratan como partes deJ futuro -es decir, se
vuelven a su antiguo estado de potencialidad-, el campo polí tico queda privado no sólo de su fuerza estabilizadora princi·· pal sino
también del punto de partida del cambio, del que sir ve para empezar algo
nuevo. Lo que se inicia entonces es el
constante moverse y revolverse en la esterilidad total, algo ca
racterístico de muchas de las nuevas naciones que tuvieron la mala suerte de nacer en la era de la
propaganda.
Que los hechos no están seguros en
manos del poder es algo evidente, pero la cuestión está en que el poder, por su
na turaleza misma, jamás puede producir un sustituto de la esta bilidad
firme de la realidad objetiva que, por ser pasado, ha crecido hasta una dimensión que está más allá de nuestro al cance.
Los hechos se afirman a sí mismos por su terquedad, y su índole frágil se suma,
extrañamente, a su gran resistencia, la
misma irreversibilidad que es el sello de toda acción
humana. En su obstinación, los hechos
son superiores al poder; son menos
transitorios que las formaciones de poder, que
surgen cuando los hombres se reúnen
con un fin pero desaparecen tan pronto como ese fin se consigue o no
se alcanza. Este carácter transitorio
hace que el poder sea un instrumento poco fiable para conseguir una permanencia de cualquier
clase, y por eso no sólo la verdad y los
hechos están inseguros en sus manos sino
también la no-verdad y los no-hechos. La actitud política ante los hechos debe recorrer, por cierto, la
estrecha senda que hay entre el peligro
de considerarlos como resultado de algún
desarrollo necesario que los hombres no pueden evitar -y por tanto no pueden hacer nada con respecto a
ellos- y el peligro de ignorarlos, de
tratar de manipularlos y borrarlos del mundo.
5
En conclusión,
vuelvo a los temas planteados al principio
de estas reflexioneS. La verdad, aunque impotente y
siempre derrotada en un choque
frontal con los poderes establecidos, tiene una fuerza propia:
hagan lo que hagan, los que ejercen el poder
son incapaces de descubrir o inventar un sustituto ade cuado para ella. La
persuasión y la violenda pueden destruir la
verdad, pero no pueden reemplazarla. Y esto es válido para la
272
verdad de razón o religiosa, tanto
como para la verdad de he cho, mucho
más obviamente en este caso. Una observación de
la política desde la
perspectiva de la verdad, como la aquí pre sentada, significa situarse fuera
del campo político; es el punto de vista
del hombre veraz, que pierde su posición -y con ella la validez de lo que tiene que decir- si
trata de interferir di rectamente en los asuntos humanos y hablar el lenguaje
de la persuasión o de la violencia. A
esta posición y a su significado en el
campo político debemos volver ahora nuestra atención.
El punto de vista exterior al campo político
-fuera de la comanidad a la que pertenecemos y de la compañía de nues tros iguales- se caracteriza
con toda claridad como uno de los
diversos modos de estar solo. Entre los modos existenciales de la veracidad
sobresalen la soledad del filósofo,
el aislamiento del científico y del
artista, la ú:;nparcialidad del historiador y del juez y la independencia del investigador de
hechos, del testigo y del periodista.
(Esta imparcialidad difiere de la de
la opinión cualificada, representativa,
antes aludida, porque no es adqui rida dentro del campo político sino inherente a la posición del
extraño que ejerce esas ocupaciones.) Estos modos de estar solo se diferencian en muchos aspectos, pero comparten la im posibilidad de un compromiso político, de la adhesión a una causa, mientras
cualquiera de ellos se mantenga. Por supuesto que son comunes a todos los hombres; como
tales, son modos de la existencia
humana. Sólo cuando uno de ellos se adopta
como una forma de vida -e incluso entonces jamás se vive la vida en soledad, independencia o aislamiento
completos- es posible que entre en
conflicto con las demandas de lo político.
Es bastante natural que tengamos conciencia de la natura lF.za no-política de la verdad
y, de manera potencial, aun de
su naturaleza antipolítica -Fiat veritas,
et pereat mundus- sólo
en caso de conflicto, y hasta aquí he venido subrayando este aspecto
del asunto. Pero con esto posiblemente no está todo dicho, pues quedan fuera ciertas
instituciones públicas, instau radas y sostenidas por los poderes establecidos,
donde, contra riamente a todas las normas políticas, la verdad y la veracidad siempre han constituido el criterio más alto
del discurso y del empeño. Entre ellas
encontramos ante todo las instituciones
judiciales, que como rama del gobierno o como administración
273
de justicia independiente están bien
protegidas ante el poder social y político, tal como todas las
instituciones de enseñanza superior, a las que el
Estado confía la educación de sus futuros
ciudadanos. Hasta donde la Academia recuerda sus antiguos orígenes, debe saber que se fundó como la
oposición más de terminada e influyente
de la pólis. Sin ninguna duda, el sueño de Platón no se hizo realidad: la Academia
jamás se convirtió en una contra-sociedad y no tenemos noticias de que las uni versidades hayan intentado en algún lugar hacerse con el po der. Pero lo que Platón jamás llegó a soñar se hizo verdad: el campo político reconoció que necesitaba
una institución exte rior a la lucha por el poder, además de la imparcialidad que re quería en la administración de justicia; porque no tiene gran
importancia
que esas sedes de enseñanza superior
estén en ma nos privadas o públicas: en cualquier caso, no sólo su integri dad sino
también su existencia misma -dependen de la buena voluntad del gobierno. Muchas verdades
incómodas salieron de las universidades y
muchos juicios inoportunos salen una y
otra vez de los tribunales; y estas instituciones, como otros re fugios
de la verdad, quedaron expuestas a todos los peligros derivados del poder social y político. No
obstante, las posibili dades que la verdad tiene de prevalecer en público mejoraron, desde luego, por la mera existencia de
entidades como ésas y por la
organización de los estudiosos relacionados con ellas. Casi no se puede negar que, al menos en los
países que tienen gobiernos constitucionales,
el campo político reconoció, aun en
casos de conflicto, que está muy interesado en la existencia de hombres e instituciones sobre los cuales
no ejerza su in fluencia.
Hoy se pasa por alto con facilidad
esta significación autén ticamente política de la Academia, a causa de la situación de privilegio
de sus escuelas profesionales y de la evolución de sus departamentos
de ciencias naturales, donde, inesperadamente,
la investigación pura ha dado
tantos resultados decisivos que, a largo
plazo,
resultaron ser vitales para el respectivo
país. Es po sible que nadie pueda negar la utilidad social y
técnica de las universidades, pero esta
importancia no es política. Las cien cias históricas y las humanidades, que
-se supone- investi g�.n, vigilan e interpretan la verdad de hec� y los dqcumentos
274
humanos, tienen
una relevancia política mayor. La transmisión
de la verdad factual abarca mucho más que la información
dia ria que brindan los
periodistas, aunque sin ellos jamás encon traríamos nuestro rumbo
en un mundo siempre cambiante, y en el
sentido más literal, jamás sabríamos dónde estamos. Cla ro está que
esto tiene la máxima importancia política; pero si la prensa llegara a ser de verdad el «cuarto
poder», tendría que ser protegida del
poder gubernamental y de la presión social
incluso con más cuidado que el poder judicial, porque esta im
portantísima función política de abastecer información se ejer cita deide
fuera del campo político, hablando en términos es trictos; no hay, o no
debería haber, ninguna acción o decisión
implícitas.
La realidad es diferente de la totalidad de los hechos y acontecimientos, y es más que eJ)os, aunque esta totalidad es de cualquier modo imprevisible. El que dice to que existe -A.é-yeL 'Ta EÓV'Ta- siempre narra algo, y en esa narración, los hechos particulares pierden su carácter contingente y adquieren cierto significado humanamente
captable. Es bien cierto que «todas las
penas se pueden sobrellevar si las
pones en un cuento o re latas un cuento sobre ellas», como dijo Isak
Dinesen, que no sólo fue una de las grandes
narradoras de nuestros días sino que
también -y era casi única en este
aspecto- sabía lo que
estaba haciendo. Podría haber añadido que incluso la
alegría y la dicha se vuelven
soportables y significativas para los hom bres sólo cuando pueden hablar sobre
ellas y narrarlas como un cuento. Hasta
donde es también un narrador, quien dice la
verdad factual origina esa «reconciliación con la realidad» que Hegel, el filósofo de la historia par excellence, comprendió como el fin último de todo pensamiento
filosófico, y que sin duda, fue el motor
secreto de toda la historiografía que tras ciende la mera erudición. La
metamorfosis de una materia pri ma de puros acontecimientos que el
historiador, como el nove lista (una buena novela no es una simple decocción o
una pura fantasía) , tiene que llevar
adelante está muy cerca de la transfi guración que logra el poeta en la
disposición o los movimientos del
corazón, la transfiguración de la pena en lamento o del jú bilo en alabanza.
Con Aristóteles, podemos ver que la función
polít�ca del poeta es la concreción d� _qna <;�.��rs�s,. una limpie-
275
za o purga de todas las emociones que
podrían apartar al hom bre de la acción. La función política del narrador -historiador
o novelista- es enseñar la aceptación de las cosas tal como son. De esta aceptación, que también puede
llamarse veraci dad, nace la facultad de juzgar por la que, también en
palabras de Isak Dinesen, «al fin tendremos el
privilegio de ver y volver a ver, y eso es lo que se llama el día del
juicio».
No hay duda de que todas esas funciones políticas
relevan tes se realizan
fuera del campo político; exigen falta de com promiso e imparcialidad, una liberación
respecto de los intere ses propios en el pensamiento y en el juicio.
La búsqueda desinteresada de la verdad
tiene
una larga historia; su origen -algo muy
característico- es previo a
todas nuestras tradicio nes teóricas y científicas, incluida
la de pensamiento filosófico y político. Creo que se puede remontar al momento en que Ho mero
decidiq cantar las hazañas de los troyanos tanto como
las de los aqueos, y exaltar la gloria de Héctor, el
enemigo derro tado, tanto como la gloria de Aquiles,
el héroe del pueblo al que el poeta pertenecía. Eso no había
ocurrido antes; ninguna otra
civilización, por muy espléndida que hubiera sido, fue ca paz de mirar con los
mismos ojos a amigos y enemigos, a la vic toria y a la derrota, que desde Homero no se
reconocieron ya como norma última del
juicio de los hombres, aunque sean úl timas para los destinos de las vidas
humanas. La imparcialidad homérica tiene
ecos en la historia griega e inspiró al primer
gran narrador de la verdad objetiva, que se convirtió en el pa dre de
la historia: Heródoto nos dice en las primeras frases de su relato que lo escribe «para evitar que,
con el tiempo, los he chos humanos queden en el olvido y que las notables y
singula res empresas realizadas, respectivamente, por griegos y bárba ros ...
queden sin realce». Aquí está la raíz de la denominada objetividad, esta curiosa pasión, desconocida
fuera de la civili zación occidental, por la integridad intelectual a
cualquier pre cio. Sin ella
jamás habría nacido ninguna ciencia.
Como he tratado de la política desde la perspectiva de la verdad, es decir, desde un punto de vista exterior al
campo po lítico, no he mencionado ni siquiera al pasar la grandeza y
la dignidad de lo que hay en ella. Hablé
como si el de la política no fuera sino
un campo de batalla de intereses parciales y con-
flictivos, donde sólo
cuentan el placer y el provecho, el parti dismo y el ansia
de dominio. En resumen, traté la
política como si yo también creyer
a que todos los asuntos públicos están go bernados por el interés y el poder, que no existiría un campo político si no estuviéramos obligados a
atender las necesidades de la vida. La
causa de esta deformación es que la verdad de
hecho choca con la política sólo en ese nivel inferior de los asuntos humanos, tal como la verdad
filosófica de Platón cho caba con la política en el mucho más al�o nivel de la opinión y el
acuerdo. Desde esta perspectiva, seguimos inconscientes del verdadero contenido de la vida política, de
la alegría y la grati ficación que nacen de estar en compañía de nuestros
iguales, de actuar en conjunto y
aparecer en público, de insertarnos en
el mundo de palabra y obra,
·
para adquirir y sustentar
nuestra identidad personal y para empezar algo nuevo por completo. Sin embargo, lo que aquí quier
o demostrar es que, a pesar de su
grandeza, toda esta esfera es limitada, que no abarca la tota lidad de la existencia del
hombre y del mundo. Está limitada por las cosas que los hombres no pueden
cambiar según su vo luntad. Sólo si respeta sus propias fronteras, ese campo
donde tenemos libertad para actuar y para
cambiar podrá permanecer intacto, a la
vez que conservará su integridad y mantendrá sus promesas. En términos conceptuales, podemos
llamar verdad a lo que no logramos
cambiar; en términos metafóricos, es el es pacio en el que estamos y el cielo
que se extiende sobre nues tras cabezas.
277
VIII. LA CONQUISTA DEL ESPACIO Y LA ESTATURA DEL HOMBRE
«¿La conquista del espacio aumentó o
disminuyó la estatura del hombre?»1 Esta pregunta se dirige al lego, no al
científico, y se inspira en la preocupación
del humanista por el hombre, dife renciada de la preocupación
del físico con respecto a la realidad
del mundo físico. Para entender:
esta última parece necesario pe -dir no sólo la renuncia a una visión del mundo
antropocéntrica o geocéntrica, sino
también una eliminación
radical de todos los elementos y principios
antropomórficos, tal como surgen del mundo
que perciben los cinco sentidos humanos
o de las cate gorías inherentes a la
mente humana. La pregunta da por senta do que el hombre es el ser más
alto que conocemos, una idea que
hemos heredado de los romanos, cuya humanitas era por com pleto ajena a la mentalidad de los griegos, que ni
siquiera tenían una palabra para este
concepto. (La causa de la ausencia de la pa labra humanitas
en el vocabulario y en el pensamiento griegos era que, a diferencia de Roma, Grecia nunca
pensó que el hom bre fuera el ser más elevado del mundo. Aristóteles
considera txTo1To�, «absurdo», este conceptoY Esta visión
es aún más aje na al científico, para quien el hombre no es más que un caso
es pecial de la vida orgánica y para quien el hábitat humano -la tierra, junto a las leyes con ella
relacionadas- no es más que un caso
límite especial
de leyes absolutas, universales, es decir, leyes que rigen la inmensidad del universo. Por
cierto que el científico no puede
permitirse la pregunta de cuáles serían las consecuen cias de sus
investigaciones para la estatura (o, en todo caso, para el futuro) del hombre. La ciencia moderna se
precia de haber sido capaz de liberarse
por entero de todas esas preocupaciones
antropocéntricas, o sea, verdaderamente humanistas.
La pregunta aquí planteada, en la medida en
que se dirige
279
al lego, debe
tener una respuesta situada dentro del
sentido co mún y formulada en
el habla de todos los
días, si es -que se pue de responder a ella. La respuesta no convencerá al científico que, bajo la presión de los hechos y los experimentos, se vio obligado a renunciar a la percepción sensorial y, por tanto, al sentido común, gracias al cual coordinamos
la percepción de nuestros cinco sentidos
para configurar la total captación de la
realidad. También se vio obligado a renunciar al lenguaje
co rriente, que aun en sus precisiones conceptuales más elabora
das sigue indisolublemente ligado al mundo sensorial y a nues
tro sentido común. Para el científico, el hombre no es más que un
observador del universo en sus múltiples manifestaciones. El progreso
de la ciencia moderna demostró con gran vigor hasta qué punto este universo observado,
tanto en lo infinita mente pequeño como en lo infinitamente grande, se escapa
no sólo de la tosquedad de la percepción
sensorial humana sino también de los muy
ingeniosos instrumentos construidos para
perfeccionar esa percepción. Los datos con los que se relacio na la investigación física
moderna resultan ser un «misterioso mensajero
del mundo real».3
No son fenómenos, apariencias, en
términos estrictos, porque no los vemos en ninguna parte, ni en nuestro mundo cotidiano ni en el
laboratorio; sabemos de su presencia
sólo porque afectan en cierta forma a nuestros ins trumentos de medición. Este
efecto, según la expresiva imagen de
Eddington, puede «parecerse tanto» a lo que son «como su número de teléfono al abonado».4 El núcleo
del asunto es que Eddington, sin la
menor vacilación, considera que esos datos
físicos provienen de un «mundo
real», más real por deducción que
el propio mundo en que vivimos; el problema consiste eri
que algo físico está presente pero nunca se
muestra.
La meta de la ciencia moderna, que por fin y literalmente
nos ha llevado a la luna, ya no es «aumentar y ordenar» las experien cias humanas (como lo describió Niels Bohr,5 que todavía usaba un léxico al que su propia obra había dejado
obsoleto); esta meta consiste más bien en descubrir lo que hay detrás de los fenómenos naturales tal como se muestran a
los sentidos y a la mente del hombre. Si el científico, de
haber reflexionado sobre la naturaleza del aparato sensorial y mental humano, se hubiera planteado pre-
280
guntas como ¿Cuál es la naturaleza del
hombre y cuál
debería ser su estatura?
¿Cuál es el objetivo de la ciencia y por qué
el hombre bus ca el conocimiento? o incluso ¿Qué es
la vida y cuál es la diferencia entre la vida humana y la animal?, jamás habría
llegado a lo alcan zado por la ciencia moderna. Las respuestas a esas
preguntas ha brían actuado como definiciones y, por consiguiente, como limi
taciones para sus esfuerzos. En palabras de Niels Bohr: «Sólo renunciando a una explicación de la vida en
el sentido corriente tenemos una
posibilidad de tomar en cuenta sus características.»6
Que la pregunta planteada aquí no tenga sentido para el científico como científico, no es un argumento contra ella. El interrogante incita a los legos y a los humanistas a juzgar lo que hace el científico, porque se trata de
algo que concierne a todos los
hombres, y a esa discusión deben unirse
los propios científi cos, como ciudadanos
corrie1_1tes que son. Pero todas las
res puestas formuladas en ese debate, vengan de legos, de
filósof-os o de científicos, son
no-científicas, aunque no anticientíficas; su
veracidad o su falsedad nunca es demostrable. Su verdad re cuerda más la
validez de los acuerdos que la validez indiscutible de los juicios científicos. Aun cuando las respuestas sean dadas por los filósofos cuya forma de vida
es la soledad, se llega a ellas por un
intercambio de opiniones entre ellos, muchos de los cua les pueden ya
no estar entre los vivos. Tal verdad puede no sus citar jamás un consenso,
pero con frecuencia sobrevive a los
juicios científicos indiscutible y demostrablemente verdaderos, que sobre todo en tiempos recientes se
inclinan, para molestia de todos, a no
estarse quietos, aunque en un momento determi nado sean y deban ser válidos
para todos. En otras palabras, ide as como vida, hombre, ciencia o
conocimiento son precientíficas por
definición, y la cuestión es si el verdadero desarrollo cientí fico que ha
llevado a la conquista del espacio terrestre y a la in vasión del espacio
estelar ha cambiado o no esas ideas hasta el
punto de que ya no tengan sentido. El núcleo del asunto es, por supuesto, que la ciencia moderna -sean cuales
sean sus oríge nes y objetivos originales- ha cambiado y reconstruido el mun
do en que vivimos de un modo tan radical que podría decirse que el lego y el humanista, aunque confíen en
su sentido común y aunque se comuniquen
en el lenguaje cotidiano, no están en
contacto con la realidad; que ambos entienden sólo lo que se ve
pero no lo que está
detrás de las apariencias (como si se tratara
de entender lo que es un árbol sin tomar en cuenta sus raíces) , y que sus preguntas y ansiedades nacen simplemente
de la igno rancia y son, por tanto, irrelevantes. ¿Cómo puede alguien du dar de que
una ciencia que permite al hombre la conquista del espacio y los viajes a la luna haya aumentado su estatura?
Esta forma de sortear el problema sería muy tentadora
si fuese verdad que hemos llegado a vivir
en un mundo que sólo los científicos «comprenden». En
tal caso, estarían en la posi ción de los «pocos» cuyo conocimiento superior los autoriza a gobernar a los «muchos», es decir, a
los no científicos, a los que desde el punto de vista de
ellos son legos -ya sean humanistas, académicos o filósofos-, a
todos los que, en síntesis, plantean preguntas
precientíficas por ignorancia.
Sin embargo, esta división entre científico y lego está muy lejos de la verdad.
El hecho es no sólo que· el científico pasa más de la mitad de su vida en el mismo mundo de la percep ción sensorial, del sentido
común y del lenguaje habitual de sus
conciudadanos, sino también
que, en su propio y privilegiado campo de actividad, ha llegado a un punto en que las pregun tas ingenuas y las ansiedades del
lego se han hecho sentir con fuerza, aunque de un modo
distinto. Los científicos han dejado atrás
al lego con su comprensión
limitada, pero también dejan atrás
una parte de sí mismos y
de su propia capacidad de com prensión, que sigue siendo una comprensión humana,
cuando van a trabajar en el
laboratorio y empiezan a comunicarse en
lenguaje matemático. Max Planck estaba en lo cierto, y el mila gro de la ciencia
moderna es, sin duda, que esta ciencia se pue de expurgar «de todos los
elementos antropomórficos» porque son
hombres quienes se ocupan de tal expurgación.7 Son bien conocidas las perplejidades teóricas que se planteó la
nueva ciencia no-antropocéntrica
y no-geocéntrica (o heliocéntrica) , porque sus datos se
resisten a que alguna de las categorías
psíquicas
naturales del cerebro humano los vuelva a ordenar. Como decía Erwin Schroedinger, el nuevo universo
que trata mos de
«conquistar» no sólo es «prácticamente inaccesible, sino ni siquiera pensable», porque «pensemos
lo que pense mos, es un error; quizá no tan carente de significado como un " círculo triangular"
, pero muy similar a un "león alado»"».8
Existen otras dificultades de una naturaleza menos
teórica. Los cerebros
electrónicos comparten con todas las demás má quinas la capacidad de hacer el trabajo con mayor rapidez y me jor calidad que el hombre. El hecho de que suplanten y
amplíen el poder mental humano más que
el trabajo manual no produce
perplejidad en quienes saben distinguir entre el «intelecto»
ne cesario para jugar bien a las damas o al ajedrez y la mente
hu mana.9 Sin duda, esto prueba únicamente que el trabajo manual y el
trabajo mental pertenecen a la misma
categoría, y que lo que llamamos
inteligencia y se puede medir con los coeficientes ade cuado� apenas si
se relaciona con la calidad de la mente humana más
allá del hecho de ser una
indispensable conditio sine qua non. Sin embargo, hay científicos que afirman que los ordena
dores pueden hacer <<lo que el cerebro humano no puede apre hender», 10 y éste
es un juicio muy distinto y alarmante, porque la aprehensión
es en realidad una función mental y jamás el resul tado automático del poder del cerebro. Si fuera
verdad -y no un simple caso de
autoincomprensión de un científico-- que es tamos rodeados de artilugios cuyas
acciones no podemos apre hender aunque los hayamos diseñado y construido, esto
signifi caría que las perplejidades teóricas de las ciencias naturales en
el nivel más alto han invadido nuestro
mundo cotidiano. Pero aun que nos mantengamos dentro del marco estrictamente
teórico, las paradojas que empezaron a
preocupar aun a los grandes científicos
son lo bastante serias como para alarmar al lego. En vista de que el a menudo mencionado «retraso»
de las ciencias sociales con respecto a
las naturales, o el desarrollo político del
hombre con respecto a sus conocimientos técnicos y científicos, no es más que un elemento de distracción en
el debate, sólo aparta la atención del
problema principal, que es lo que el hom bre puede hacer, y hace con éxito, lo que no puede aprehender y no puede expresar en el lenguaje humano
cotidiano.
Es digno de
señalar que entre los científicos fueron sobre
todo los de la
generación mayor, hombres como
Einstein, Planck, Niels Bohr y Schroedinger, quienes más se preocuparon
ante el estado de cosas que su propio trabajo, justamente,
había suscitado. Todos ellos tenían aún
raíces hondas en una tradición para la
que las teorías científicas debían cumplir ciertos requisi tos decididamente
humanísticos como la simplicidad, la belleza
y la armonía. Se suponía que una teoría era
«satisfactoria», es de cir, satisfactoria para la razón
humana, si servía para «sortear los fenómenos»,
para explicar todos los hechos observados. Aún
hoy oímos decir que
<<los físicos modernos se inclinan a creer en la validez de la relatividad general por razones estéticas, porque es matemáticamente elegante y filosóficamente
satisfactoria».11 Es bien conocida la renuencia extrema de Einstein
a sacrificar el principio de causalidad, como lo exigía
la teoría cuántica de Planck; su objeción principal, desde luego, era que con ella to das las leyes iban a
desaparecer del universo, como si
Dios go bernara el mundo «jugando a los dados». Y ya que sus propios descubrimientos, decía Niels Bohr,
se habían producido a través de una «remodelación y generalización [de]
todo el edificio de la física clásica ... lo que daba a nuestra pintura del mundo una
uni dad que superaba todas las expectativas previas», parece muy natural que Einsteilrt:ratara de ponerse de acuerdo con las
nue vas teorías
de sus colegas y
sucesores a través de <<la búsqueda de
una concepción más completa», a través de una nueva generali
zación superior.12
Así fue como Max Planck dijo de la teoría de la relatividad que era «el cumplimiento y la
culminación de la es tructura de la física clásica», su propio «remate». Pero
Planck mismo -aunque bien consciente de
que la teoría cuántica, a di ferencia de la teoría de la relatividad,
significaba una ruptura to tal con la teoría física clásica- consideraba
«esencial para el de sarrollo saludable de la física que entre los postulados de esta ciencia reconozcamos no sólo la existencia de la ley
en general, sino también el carácter
estrictamente causal de esta ley». 13
Sin embargo, Niels Bohr avanzó un paso más. Para él, la causalidad,
el determinismo y la necesidad de las leyes
perte necían a las categorías de
«nuestro marco conceptual necesa riamente lleno de prejuicios», y no sintió aprensión cuando
en contró
«en los fenómenos atómicos regularidades de un tipo muy nuevo, que desafían la descripción
determinista del cua dro».14 El problema es que lo que desafía toda
descripción en términos de «prejuicios»
de la mente humana desafía toda des cripción en cualquier forma concebible de
lenguaje humano: no se puede
describir de ningún modo y se expresa, pero no se describe, en procesos matemáticos. Bohr esperaba aún
que, ya que «ninguna experiencia es
definible sin un marco lógico»,
esas nuevas
experiencias, en el momento adecuado, ocuparan
su lugar merced_ a. «una apropiada
ampliación del marco con ceptual» que también
eliminaría todas las paradojas presentes
y las «aparentes
desarmonías». 15 Pero es improbable que esta
esperanza se concrete. Las categorías e ideas
de la razón tienen su fuente última en
la experiencia sensorial humana, y todos los términos que describen nuestras habilidades mentales, así como una buena cantidad de nuestro
lenguaje conceptual, de rivan del mundo de los sentidos y se usan metafóricamente. Además, el cerebro humano, que al parecer es el que
realiza nuestra ¡¡ctividad pensante, es
tan terrestre, está tan unido a la
tierra como cualquier otra parte del cuerpo humano. Precisa mente
gracias a la abstracción de esas condiciones terrestres, por apelar a un poder de imaginación y de abstracción que ele va la mente
humana, por decirlo así, sobre el campo de grave dad de la tierra para-€¡ue
obserVe desde arriba, desde algún punto
del universo, la ciencia moderna consiguió sus logros más gloriosos y, a la vez, más desconcertantes.
En 192 9, poco antes de que se iniciara la Revolución Ató mica, marcada por la
fisión del átomo y la esperanza de con quistar el espacio estelar, Planck pedía que los resultados ob tenidos a través de
procesos matemáticos «se traduzcan de
inmediato al lenguaje del mundo de nuestros sentidos, si han de sernos de alguna utilidad». En los tres decenios transcurri dos desde que se
escribieron estas palabras, esta traducción se ha hecho menos posible aún, mientras
que la pérdida de con tacto entre la visión del mundo físico y el mundo sensorial se ha hecho más evidente. Pero -y en nuestro contexto es más alar mante aún- esto no significaba que los resultados de esa nue va ciencia no fueran de utilidad práctica, ni que esa nueva vi
sión del mundo, como había anticipado Planck en caso de que la traducción a ese lenguaje corriente
fracasara, «no fuese me jor que una burbuja destinada a estallar al contacto
con la pri mera brisa». 16 Por el contrario, surge la tentación de decir que el hecho de que nuestro planeta se convierta
en humo, como consecuencia de teorías
para nada relacionadas con el mundo sensorial
e incapaces de dar cualquier descripción en lenguaje humano, es mucho más probable que el que un huracán consi ga hacer estallar esas teorías como una burbuja.
Creo acertado decir que para las mentes de los científicos, que concretaron
el más radical y más rápido de los procesos re volucionarios jamás vistos en el mundo, nada era más ajeno
que una voluntad
de poder. Nada era más remoto que
cualquier de seo de «conquistar el espacio»
y llegar a la luna. Tampoco los impulsaba una curiosidad indecente en el sentido de una temp tatio oculorum. Sin duda, esa búsqueda de la «realidad verdade ra» los llevó a perder la confianza en las apariencias, en los fenómenos tal como se revelan a sí mismos
según su propia coincidencia con los sentidos y la razón del hombre. Estaban
inspirados por un extraordinario
amor a la armonía y
la legali dad, que les enseñaba que tendrían que salir fuera de la secuen cia o de las series de hechos dados si querían descubrir la belle za Y el orden general del conjunto, es decir, el
universo. Esto puede explicar por qué, al
parecer, el hecho de que sus descu brimientos sirvieran para inventar los artilugios más- mortíferos les
produjo una aflicción menor
que la perturbación que sintie ron al ver destrozados sus más caros ideales de necesidad
y de vigencia de leyes. Estos
ideales se perdieron cuando los científi cos descubrieron que no hay nada indivisible en la
materia, no hay un -tomos, que vivimos en
un universo en expansión, no li mitado, y que la
causalidad parece ser la soberana suprema don dequiera que esta «realidad
verdadera>>, el mundo físico, se haya apartado por completo del
alcance de la sensorialidad humana y del
alcance de todos los
instrumentos que la complementan. De aquí
parece que se deduce que
la causalidad, la necesidad y la vi gencia de leyes son categorías inherentes al cerebro
humano y sólo aplicables a las típicas
experiencias de sentido común que tienen
las criaturas terrestres.
Todo lo que esas criaturas ciernan- ·
dan «razonablemente»
queda fuera de su alcance, al parecer, en
cuanto dan un paso más allá
del campo de su hábitat terrestre.
La moderna empresa científica empezó con
pensamientos ja más elaborados antes (Copérnico
imaginó que estaba «de pie en el sol. .. observando los planetas»)17 y con cosas que jamás se ha bían visto con anterioridad (el
telescopio de Galileo atravesó la distancia entre la tierra y el
firmamento y desveló los secretos de las
estrellas al conocimiento
humano «con toda la certidumbre de
la evidenci� sensorial») .18
Alcanzó su expresión clásica con la ley de la gravedad de Newton, en la que la misma ecuación abar-
286
ca los movimientos de los cuerpos celestes y el movimiento de
las cosas terrestres en nuestro planeta. Einstein, en sentido estricto, sólo generalizó esta ciencia de la época moderna cuando intro dujo un «observador
que flota libremente en el espacio» y no en
un único punto definido, como
el sol, y probó que tanto Copér nico como Newton aún necesitaban «que el
universo tuviera al guna clase de centro», aunque ese centro ya no era la tierra, por supuesto. 19 De hecho, es bastante obvio que la
mayor motivación intelectual de los
científicos fue «el esfuerzo de ·generalización» de Einstein, y que si en algún momento apelaron al
poder, se tra taba dQ formidable poder de la abstracción y la
imaginación. Aún hoy, cuando se gastan
miles de millones de dólares cada año
para proyectos muy «Útiles» que son los resultados inmediatos del desarrollo de la ciencia pura, teórica, y
cuando el poder ver dadero de países y gobiernos depende del rendimiento de
mu chos mti.es de investigadores, el físico todavía mira a todos esos científicos espaciales como simples
«fontaneros».20
Sin embargo, la triste
verdad de la cuestión es que ha sido el «fontanero>>
y no el científico puro el que ha restablecido el con
tacto perdido entre el mundo sensorial y de las apariencias y la visión física del mu
ndo. Los técnicos, hoy mayoría abrumadora
entre todos los «investigadores»,
son los que trajeron a tierra los resultados de los científicos. Aun cuando el científico todavía está sitiado por las paradojas y las perplejidades
más duras, el hecho mismo de que toda
una tecnología pueda desarrollarse a
partir de sus resultados demuestra la «solidez» de sus teorías e hipótesis de una manera más convincente que
la de cualquier simple observación o
experimento científico. Es muy cierto que
el hombre de ciencia no quiere ir en persona a la luna; sabe que para ese fin el ingenio humano puede inventar
naves espaciales no tripuladas, que
llevarán los mejores instrumentos para ex plorar, mejor que docenas de
astronautas, la superficie lunar. No
obstante, un verdadero cambio del mundo humano, la con quista del espacio, o
como queramos llamarlo, sólo se completa
cuando se envían al cosmos cohetes espaciales tripulados, de modo que el hombre mismo puede ir ahora hasta
donde sólo podían llegar la imaginación
humana y su poder de abstracción, o el
ingenio humano y su poder de fabricación. Sin duda, todo lo que planeamos ahora es explorar nuestro
propio entorno in-
mediato en el universo, el infinitamente pequeño espacio que la
raza humana podría alcanzar aun cuando pueda viajar a la velo cidad de la luz. Si se
considera la extensión de la vida del hom bre -la única limitación
absoluta que queda en estos momen tos-, es muy poco probable que pueda ir
mucho más allá
al guna vez. Pero incluso para esta tarea limitada nos vemos obli gados a dejar el mundo de nuestros sentidos y de
nuestros cuer pos
tanto en
la imaginación como en la realidad.
Es como si el einsteniano e imaginario «observador que flo ta en el espacio abierto» -creación de la mente humana y
de su poder de abstracción- estuviera seguido por un observador corpóreo, que debe comportarse
como si fuera una simple cria tura de la abstracción y de la imaginación.
En este punto, todas las perplejidades teóricas de la nueva
visión del mundo físico irrumpen como realidades en el mundo
cotidiano del hombre Y sacan de sus engranajes el sentido
común «natural», es decir, el sentido común
terrestre. Por ejemplo, ese segundo observa dor se enfrentará en la realidad con la famosa «paradoja de
los gemelos» de Einstein,
que en hipótesis plantea que «uno de dos hermanos gemelos hace
un viaje espacial en el que navega a
una fracción considerable
de la velocidad de la luz y volverá para encontrarse con que
el gemelo que quedó en tierra es o bien más viejo que él o
bien apenas un recuerdo borroso en la memoria de sus
descendientes».21 Aunque
muchos físicos en cuentran difícil de digerir esta hipótesis, la «paradoja
del re loj>>, que es en la que se basa la de los gemelos, parece haber sido verificada experimentalmente, de modo que la
única al ternativa sería asumir que, en
todas las circunstancias, la vida terrena
se mantiene unida a un concepto del tiempo que, como puede demostrarse, no pertenece a las
«realidades verdaderas» sino a las meras
apariencias. Hemos llegado al estadio en que la
duda cartesiana radical
acerca de la realidad como tal, la pri mera respuesta filosófica a los descubrimientos
de la ciencia en la época moderna, puede
convertirse en tema de experimentos físicos que no llegarían a
atender a la confesión cartesiana de la famosa consolación Dudo} luego aquí estoy, y a su
convicción de que, sea cual sea el estado de la realidad y de la verdad
tal corno se dan a los
sentidos y a la razón, no se puede «dudar de
la duda
y no estar seguro de si se duda o no».22
288
La magnitud de la empresa espacial me parece indiscuti ble, y todos los reparos surgidos en el nivel del mero
utilitaris mo -que es demasiado cara, que el dinero estaría mejor gasta do
en la educación, en la mejora
del bienestar de todos, en la lucha
contra la pobreza y la enfermedad, o
cualquier otro fin digno que alguien se
pueda figurar- me parecen un poco ab surdos, fuera de lugar respecto de las cosas que están en juego y
cuyas consecuencias hoy aún se muestran bastante imprede
cibles. Además, hay otra razón por la que considero fuera
de lugar esos argumentos. Son totalmente
inaplicables,
porque la empre�a misma sólo podía producirse a través de un
desarrollo asombroso de las
capacidades del hombre. La propia integri dad de la ciencia exige que no sólo
las consideraciones utili tarias sino también la reflexión sobre la estatura
del hombre queden en suspenso. ¿Acaso no
sabemos que cada avance cien tífico, desde los tiempos de Copérnico, desembocó
casi auto máticamente en una disminución de esa estatura? ¿Acaso es más que un sofisma el argumento tan repetido
de que fue el hombre quien consiguió su
propia degradación en su búsque da de la verdad, lo que probaba una vez más su
superioridad e incluso el crecimiento de
su .estatura? Quizá resulte así. En
cualquier caso, en la medida en que es un científico, el hombre no se preocupa de su propia estatura en el
universo ni de su po sición en la escala evolutiva de la vida animal; esta
«indiferen cia» es su orgullo y su gloria. El simple hecho de que los
físicos dividieran el átomo sin
vacilaciones en el mismo momento en que
supieron cómo debían hacerlo, aunque comprendían muy bien las enormes posibilidades destructivas
de esa operación, demuestra que el
científico como científico ni siquiera se preo cupa de la supervivencia de la raza humana sobre
la tierra, ni incluso de la del planeta
mismo. Todas las asociaciones de «Átomos para la
paz», todas las advertencias de no usar sin
sensatez el nuevo poder, y aun el remordimiento que muchos investigadores sintieron cuando las primeras
bombas .estalla ron en Hiroshima y Nagasaki, no pueden oscurecer este
hecho simple, elemental. En todos esos
empeños, los hombres de ciencia no
actuaban como tales sino como ciudadanos, y si sus voces tienen más autoridad que las voces de
los legos, sólo es así porque un
científico dispone de una información más pre-
cisa. Se
pueden presentar argumentos válidos y
aceptables con tra la «conquista del espacio» sólo si con ellos se demuestra que esa empresa es contraproducente en sus propios
términos.
Existen pocas indicaciones de que éste sea
el caso. Si de jamos de la
do el espacio que
abarca la vida humana , que en ninguna circunstancia (aun cuando la biología lograse am pliarlo en términos significativos y se
pudiera viajar a la velo cidad de la luz) permitirá al hombre explorar
algo más que su entorno más cercano
en la inmensidad del universo, la indi cación de mayor validez de que podría ser contraproducente
consiste en el descubrimiento
del principio de incertidumbre,
hecho por Heisenberg; quien demostró sin lugar a dudas que existe un límite definido y final para la
precisión de todas las
mediciones obtenidas con instrumentos
creados por el hom bre para esos «misteriosos mensajeros
del mundo real». El principio de incertidumbre «establece que hay pares de mag nitudes,
como la posición y velocidad de una
partícula, rela cionadas de tal modo que el hecho de determinar una de
ellas con la máxima precisión implica,
necesariamente, una deter minación de la otra con precisión reducida».23 Heisenberg concluye de esto que «al seleccionar el tipo de observación que se empleará, decidimos cuáles serán los
aspectos de la na turaleza que estarán bien determinados y cuáles los
que que darán imprecisos».24 Para este
científico, «entre los nuevos
resultados, el más importante en la física nuclear fue recono cer que
se podían aplicar tipos distintos de leyes naturales, sin contradicciones, a un mismo hecho físico. Eso
se debe a que, dentro de un sistema de
leyes basado en ciertas ideas funda mentales, sólo tienen sentido unas
formas muy determinadas de plantear preguntas y,
por tanto, la separación entre un sis tema y otros permitirá que se planteen distintas preguntas».25 De esto deducía que la investigación moderna que
busca la «realidad verdadera»
detrás de las meras apariencias -inves tigación que configuró al mundo en que
vivimos y dio por resultado la
Revolución Atómica- condujo a una situación
dentro de las ciencias mismas en la que el hombre ha perdido la propia objetividad del mundo natural, porque en
su bús queda
de la «realidad objetiva» de pronto descubrió que siempre «se enfrenta sólo consigo mismo».26
Las observaciones de Heisenberg, a mi
entender, trascien den con amplitud el campo del
esfuerzo estrictamente científi co,
y adquieren mayor interés si se aplican a
la tecnología que ha nacido de la
ciencia moderna. Todos los progresos
científi cos de los últimos decenios, desde el momento en que la tec
nología los absorbió e introdujo en el mundo factual donde discurre nuestra
vida cotidiana, trajeron consigo un
verdadero alud de instrumento
s fabulosos y una maquinaria cada vez más ingeniosa. Todo
esto hace menos prob�ble cada día que, en el mundo circundante, el hombre se enfrente con
algo que no esté hecho por su propia
mano y que, por consiguiente, no sea en
última instancia una manifestación de él mismo con distinto aspecto. El astronauta que sale al espacio exterior
preso dentro de una cápsula dirigida por
instrumentos, en la que todo con tacto físico real con su entorno significaría
la muerte inmedia ta;poclría tomarse como la e�carnación simbólica dcl hombre
de Heisenberg: el que menos posibilidades tendrá de conocer cualquier cosa que no sea él mismo y los
objetos hechos por su mano, por mucho
que anhele eliminar todas las consideracio nes antropocéntricas de su
enfrentamiento con el mundo no humano
que lo circunda.
En este punto, creo, la preocupación del humanista por el hombre y
su estatura se iguala con la del científico. Es como
si las ciencias hubieran conseguido lo que las humanidades
jamás podrían haber
alcanzado: demostrar la validez de esta inquie tud. La situación,
tal como se presenta hoy, curiosamente se
parece a una verificación
elaborada de una observación de Franz
Kafka, escrita al principio mismo
de este desarrollo: el hombre, decía el
escritor, «descubr
ió el punto de Arquímedes, pero lo usó contra sí mismo; es como si se le
hubiera permitido encontrarlo sólo con
esa condición». La conquista del espacio,
la búsqueda de un punto fuera de la tierra desde el cual fuera posible mover, alterar, por así decirlo, al
propio planeta, río es el resultado
accidental de la ciencia de la era moderna. Desde el principio no fue una ciencia «natural»
sino universal, no era un físico sino un
astrofísico el que miraba la tierra desde un
punto del cosmos. En el contexto de este desarrollo, el intento de conquistar el espacio significa que el
hombre espera estar en condiciones de
viajar al punto de Arquímedes, anticipado gra-
cías a la
pura fuerza de abstracción e imaginación. Sin embar go,
al hacerlo, perderá inevitablemente su ventaja. Todo lo que puede encontrar es el punto de Arquímedes
con respecto a la tierra, pero una vez llegado allí y después
de haber adquirido ese poder absoluto
sobre su hábitat terrestre, necesitará un nuevo punto de Arquímedes y así ad
in/initum. En otras pala bras, el hombre sólo puede extraviarse en la inmensidad del universo, porque el único punto de Arquímedes
verdadero se ría el vacío absoluto situado detrás del universo.
Con todo, el viaje al espacio y al
punto de Arquímedes con respecto a la tierra está muy lejos de ser una empresa
inocua o de inequívoco desenlac� triunfante, aun cuando el hombre
re conozca que puede haber límites absolutos a esta
búsqueda del conocimiento y que podría ser sensato sospechar la existencia de esas limitaciones cada vez que el
científico hace más de lo
· que es capaz de aprehender, y aun cuando advierta que no
puede «conquistar el espacio» sino,
en el mejor de los
casos, hacer unos pocos descubrimientos
en nuestro sistema solar. Podría aumentar la estatura del hombre en la medida
en que el hombre, a diferencia de otros
seres vivos, desea
sentirse dueño de un «territorio» lo mayor posible. En
este caso, no haría más que tomar posesión de lo
que es suyo, aunque le haya llevado mucho tiempo llegar a descubrirlo. Estas nuevas posesiones, como toda propiedad, tendrían que ser
limitadas, y una vez al canzado ese límite
y establecidas las fronteras, la visión del
nuevo mundo que
probablemente nacería de allí sería, una vez más, geocéntrica
y antropomórfica, aunque no en el antiguo
sentido de la tierra como centro del universo ni del hombre como el ser más importante dentro de ella.
Sería geocéntrica en el sentido de que
la tierra y no el universo es el centro y la resi dencia de los hombres mortales, y sería antropomórfica en
el sentido de que el hombre incluiría su
propio carácter objetivo de ser mortal
entre las condiciones elementales en las que son posibles los esfuerzos científicos.
En este momento no son demasiado
buenas las perspectivas de un desarrollo tan beneficioso ni la solución del presente dile ma de la ciencia y la tecnología
modernas. En nuestra actual si tuación, hemos llegado a «conquistar el
espacio» gracias a la ha bilidad de manejar la naturaleza desde un punto del
universo que
esté fuera de
la tierra, porque eso es lo que se hace en realidad cuando
se llevan a cabo pmcesos de energía que por lo común sólo se cumplen en el sol, o esfuerzos por iniciar en un tubo de ensayo los procesos de la evolución
cósmica, o se construyen má quinas para la producción y el control de energías desconocidas en la economía de la naturaleza
terrestre. Sin una ocupación to davía concreta del punto en que Arquímedes
querría haber esta do, hemos hallado una manera de actuar sobre la tierra como
sí dispusiéramos de la naturaleza
terrestre desde fuera, desde el punto
que ocupaba ese einsteniano «observador que flota libre mente en el espacio».
Si desde ese lugar dejamos caer nuestra mí rada sobre la tierra y sobre las
diversas actividades humanas, es decir,
si nos aplicamos a nosotros mismos el punto de Arquíme des, esas actividades
se nos mostrarán como una simple «con ducta abierta», que podemos ,estudiar
con los mismos métodos
· usados para estudiar el comportamiento de las ratas. Vistos des de una distancia suficiente, los coches en que viajamos y que, lo
sabemos muy bien, nosotros mismos construimos se ven como si fueran, dicho en palabras de Heisenberg, «una parte tan indivisi ble de nosotros como
la concha del caracol lo es de su
ocupante». Todo nuestro orgullo por lo
que podemos hacer desaparecerá
en una especie de mutación de la raza
humana; el conjunto de la
tecnología, observado desde ese lugar, en realidad ya no se ve «como el resultado de un esfuerzo humano
consciente para ex tender los poderes materiales del hombre, sino más bien
como un proceso biológico a gran
escala».27 En tales circunstancias, el
lenguaje y el habla cotidiana ya no serían una manifestación sig
nificativa que trasciende la conducta aunque sólo la exprese, y se podrían reemplazar con ventaja por el
extremo, y en sí mismo no significativo,
formalismo de los signos matemáticos.
La conquista del espacio y la ciencia que lo hizo posible se han acercado
peligrosamente a este punto. Si alguna vez han de llegar a él de verdad, la estatura del hombre
no habría bajado respecto de todas las
normas que conocemos: estaría destruida.
293
NOTAS
PREFACIO
Para esta cita
y la siguiente, véase R¡;né Char, Feuillets d'Hypnos, París,
1946 [Hojas de hipnos], obni escrita en el último año de la
Resistencia, 1943 a 1944 y publicada en la «Collection Espoir», editada por Albert Camus; esos aforismos, reunidos con textos
posteriores, se publicaron en inglés
bajo cl título de Hypnos Waking; Poems aniProse, Nueva
York, 1956.
La cita
proviene del último capítulo de La democracia en América, (Madrid,
Aguilar, 1.990) y dice: «Aunque la Revolución que se está
produciendo en lo social, las leyes, las opiniones y los sent�entos de los hombres está muy le jos aún de su fin, sus
resultados ya no admiten comparación con nada que se haya producido antes en el inundo.
Retrocedo de una época a otra hasta la antigüedad más
remota, pero mis ojos no encuentran un paralelo de lo que está ocurriendo; como el pasado dejó ya de echar su luz sobre el futuro, la mente del hombre vaga en la oscuridad.»
Estas líneas de Tocqueville son un
anticipo de los aforismos de René Char y, de modo bastante curioso y si se leen textualmente, también lo son del enfoque
de Kafka (siguiente nota), en el que el
futuro es el que remite la mente humana al pasado, «hasta la an tigüedad más
remota».
El cuento es el último de una serie de «Notas del
año 1 920
», bajo el títu lo HE (en Obras completas, trad. de C. F. Haeberle,
Planeta/Emecé, Bar celona, 1972). Traducido del alemán por Willa y Edwin Muir, apareció en inglés en The Great
Wall o/ China, Nueva York, 1946. He seguido la traducción inglesa, excepto en unos pocos
puntos en que era necesaria una
traducci6n más literal para mi enfoque. El original alemán (en el vol. 5 de Gesammelte Schri/ten, Nueva York, 1946), dice:
«Er hat zwei Gegner:
Der erste bedriingt ihn von hinten, vom Ursprung her. Der zweite
verwehrt ihm dem Weg nach vorn. Er kiimp/t mit beiden. Eigentlich unterstützt
zhn der erste im Kampf mit dem Zweiten, denn er
will ihn nach vorn driingen und ebenso unterstützt ihn
der zweite im Kamp/ mit dem Ersten; denn er treibt zhn doch zurück. So ist es aber nur theore
tisch. Denn es sind ja nicht nur die zwei Gegner da, sondern auch noch er selbst, unq wer kennt eigentlich seine
Absichten ? lmmerhin ist es sein
29 5
Traum, dass
er einmal in einem unbewachten Augenblick -dazu gehort allerdings eine Nacht, so
/inster wie noch keine
war- aus der Kampflinie ausspringt und
wegen seiner Kamp/eser/ahrung zum Richter über seine mit einander kiimpfenden
Gegner erhoben wird. »
I. LA TRADICIÓN Y LA ÉPOCA MODERNA
l . Las leyes, 775 .
2. Para Engels, véase: Anti-Dühring,
Zúrich, 1 934, p. 275. Para Nietzsche.
véase Morgenrote, Werke, Múnich, 1 954, vol. I, af.
179.
3. El juicio se lee en el ensayo de Engels The Part played by Labour in the
Transition /ro m Ape to Man (El papel desempeñado por el trabajo en
la transición del mono al hombre), en Marx y Engels, Selected Works, Lon dres, 1 950, vol. 11, p. 74. Para formulaciones similares del
propio Marx, véase en especial «Die
heilige Familie» y «Nationalokonomie und Philo sophie», en ]ugendschri/ten, Stuttgart, 1 953 .
4. Das Kapital,
Zúrich, 1 93 3 , vol. III, p.
870.
5 . Véase Goti.endiimmerung,
ed. K. Schlechta,
Múnich, vol. 11, p. 963 .
6. Op. cit., Zúrich, p. 689.
7. Me refiero aquí a que Heidegger descubrió que la palabra griega
signifi
ca literalmente «revelación»: ú-A.
f¡6eLa.
8. Op. cit. , Zúrich, p. 689. 9. Ibid., pp. 697-698.
10. La idea de que «la caverna es comparable con el Hades» también está su gerida por F. M. Cornford en su traducción anotada de The
Republic, Nueva York, 1956, p. 230. (Véase La república, traducción de C. Eggers
Lan, Gredos, Madrid, 1 986.)
1 1 . Véase ]ugendschriften, p. 274.
11. EL CONCEPTO DE HISTORIA
l . Cicerón, Las leyes, I, 5 ; El orador, 11, 55. Heródoto, el primer historiador,
no disponía aún
de una palabra para la historia. Utilizó el verbo to-TOp
ew, pero no en el sentido de «narración
histórica». Como eL8évm, «saber», el vocablo to-Topí.a deriva de l8-, «ver», y originalmente '(o-Twp significa
'<testigo ocular>>. Por tanto, lo-Topew tiene un doble sentido: «dar
testi monio» e «inquirir». (Véase Max Pohlenz, Herodot, der erste
Ge schichtsschreiber des Abendlandes, Leipzig y
Berlín, 1 937, p. 44.) Un aná lisis reciente de Heródoto y
de nuestro concepto de la historia se puede
ver, en especial, en C. N. Cochrane, Christianity
and Classical Culture, Nueva York', 1 944, cap. 12, uno de
los textos más estimulantes y de ma yor interés sobre este tema. Su tesis
fundamental -hay que considerar a
Heródoto miembro de la escuela jonia de filosofía y seguidor de Herácli-
·
to- no es convincente. En contra de las
fuentes antiguas, Cochrane pien sa que la ciencia de la historia es parte del desarrollo
griego de la filosofía. Véase
nota 6 y también Karl Reinhardt, «Herodots Persegeschichten» en su Van Werken und
Formen, Godesberg, 1948.
2. «Los dioses de
2a mayoría de los pueblos dicen que han creado el mundo. Las divinidades oümpicas, no. Lo máximo que hicieron fue
conquistarlo» (Gilbert Murray, Five Stages of Greek Religion, ed. Anchor, p. 45). En contra de este juicio, a veces se alega
que Platón en el Timeo introdujo un
creador del mundo.
Pero el dios de Platón no es un creador real; es un de miurgo, un constructor
del mundo que no crea de la.nada. Además, Pla tón da a su relato la forma de
un mito inventado por él, y éste, como otros
mitos semejantes en su obra, no se presenta como una verdad. En un frag
meJltO de Heráclito (Diels, 30), se dice con una bella formulación que ni un dios ni un hombre crearon el cosmos, pues ese orden cósmico de
to das las cosas «siempre ha sido, es y será: un fuego eterno que se
inflama en parte y se apaga en parte».
3. Del alma, 4 15b13. Véase también Economía, 1343b24: la Naturaleza cum ple con la perdurabilidad de las especies gracias a la reiteración ('Trepí.ooo�)
pero no puede hacerlo respecto del individuo. En nuestro contexto, es irre levante que el tratado no sea
obra de Aristóteles sino de uno de sus discí pulos, porque encontramos la
misma idea en el tratado Sobre la generación y la corrupción en el concepto
de llegar a ser, que se mueve dentro de un ci clo, -yévecrL� �� ull.li.Í"]ll.wv KVKA<¡>, 33 1a8. La misma idea de una «especie humana inmortal» aparece en Platón, Leyes, 72 1. Véase nota 9.
4. Nietzsche, Wille zur Macht, Núm. 617, ed. Kroner, 1930.
5. Rilke, Aus dem Nachlass des· Grafen C. W. , primera serie, poema X. Aun
que la poesía es intraducible, el contenido
de estos versos se podría ex presar así: «Las montañas descansan bajo el resplandor de las estrellas, pero aun en ellas el tiempo fluctúa. Ah, sin abrigo, en
mi corazón salvaje y sombrío, reposa la
inmortalidad.»
6. Poética, 1448b25 y
1450a16-22. En cuanto a la distinción entre poesía e historiografía,
véase ibid., cap. 9.
7 . En cuanto a la tragedia como imitación de la acción, véase ibid., cap. 6, l . 8 . Griechische Kulturgeschichte, ed. Kroner, II, p . 289.
9. Para Platón, véase Leyes, 72 1, donde deja bien daro que él piensa que la
especie humana es
inmortal sólo en cierto sentido, es decir, en la medida en que sus sucesivas
generaciones tomadas en conjunto están «creciendo juntas» con la integridad del tiempo; la humanidad como una
sucesión de generaciones y el tiempo son
contemporáneos: )'ÉVO<; O"OV avtlp6mwv SO"TÍ. TL �fL<pUE� TOV 'lTO.VTO� xpóvou, ó OLCx TÉAOU<; airrcp �VÉ'TI"eT<XL KCÚ auvéi!JeTm,
Toúnp Ti¡) TpÓ'TI"<¡> &e&vaTov ov. En otras palabras, lo que los mortales, en virtud de pertenecer a una
especie inmortal, comparten no es más
que la simple ausencia de muerte -&eavaaí.a-;
no se trata de la
inmortalidad absoluta --el ael. efvm- en cuya cercanía se admite al fi lósofo aunque no sea más que un
mortal. Para Aristóteles, véase Ética ni comaquea, 1 177b30-35 [trad. de J. Palü Bonet, Gredos, Madrid, 1985] y más comentarios a continuación.
297
10. Ibid., 1143a36.
1 1 . Séptima carta.
12. W. Heisenberg, Philosophic Problems o/ Nuclear Science, Nueva York, 1952, p. 24.
13. Cita tomada de Alcxandre
Koyré, «An Experiment
in Measurement», en Proceedings o/ the
American Philosophical Society, vol. 97, núm. 2 , 1953 .
14. Más de veinte años atrás hizo esta misma
observación Edgar Wind en su ensayo «Sorne Points
of Contact between
History and Natural Sciences» (en Philosophy and History, Essays Presented to Ernst Cassirer, Oxford, 1939). Wind ya
demostró que los últimos desarrollos de la ciencia, que la hacen mucho menos «exacta», determinan que
los científicos se planteen preguntas
«que los historiadores suelen considerar propias». Parece ex traño que un
argumento tan fundamental y obvio no haya desempeñado ningún papel en la siguiente discusión metodológica y
en otras de la cien cia histórica.
15 · Citado en Friedrich Meinecke, Vom geschichtlichen Sinn und vom Sinn
der Geschichte, Stuttgart, 195 1 .
16. Erwin Schroedinger, Science and Humanism, Cambridge, 195 1 , pp. 25- 26.
17 · De nostri temporis studiorum ratione, IV. Citado
de la edición bilingüe de W. F. Otto, Vom Wesen und \Veg der geistigen Bildung, Godesberg, 1947, p. 4 1 .
1 8 . No se pueden contemplar los vestigios de ciudades antiguas o medievales sin sentir una gran
impresión por la forma absoluta en que sus murallas las separaban de su entorno
natural, ya se tratara de paisajes hermosos o
de espacios salvajes. Por el contrario, la construcción moderna
de las ciu dades procura embellecer y urbanizar áreas amplias, por lo que la
distin ción entre ciudad y campo se borra día a día. Esta tendencia podría
llevar, tal vez, a la desaparición
de las ciudades tal como las conocernos hoy.
19. De Doctrina
Christiana, 2, 28, 44.
20. De Civitate Dei, XII, 13.
2 1 . Véase: Theodor Mommsen, <Ót. Augustine and
the Christian Idea ofPro gress», en fournal o/ tbe History o/ Ideas, junio de 195 1 . Una lectura cui dadosa muestra una discrepancia llamativa entre el contenido de este ex celente artículo y la tesis expresada en su título. La mejor defensa del origen cristiano del concepto de historia se encuentra en C. N.
Cochrane, op. cit., p. 474. Sostiene
que la historiografía antigua llegó a su fin porque no había logrado establecer
«un principio de inteligibilidad histórica» y
que Agustín resolvió ese
problema al sustituir «el lógos de Cristo por
el del clasicismo como principio de
entendimiento».
22. Tiene especial interés Osear
Cullman, Christ and Time, Londres, 1951. También Erich Frank, «The Role of History in Christian Thought» en Knowledge, Will and Belie/, Collected Essays, Zúrich, 1955.
23. En Die Entstebung des Historismus, Múnich y Berlín, 1936, p. 394. 24. J ohn Bailli�, The Belie/ in Progress, Londres, 1950 ..
25. De Re Publica, 1 , 7 .
26. Al parecer, el verbo se usó poco incluso en griego.
Se encuentra en Heró-·
doto (libro IV, 93 y 94) en voz activa, y se aplica a
los ritos que cumple una tribu que no cree en la muerte. El asunto está en que la
palabra no significa <<creer en la inmortalidad>> sino «actuar de
cierta manera para asegurar
que se evitará la muerte>>. En sentido pasivo (á9a.vaT({;E0·8m, «Ser inmortalizado»), también aparece en Polibio (libro
VI, 54, 2); se usó en la descripción de
los ritos funerarios romanos y se aplica a las oracio nes fúnebres, que
inmortalizan porque «constantemente renuevan la
fama de los hombres buenos>>. El equivalente latino, aeternare, también se aplica a la fama inmortal. (Horacio, Odas, IV, 14, 5.)
Está claro que
Aristóteles fue el primero y quizá
el último en usar esta palabra para la
específicamente filosófica «actividad>> de la contempla ción. El texto
dice: ou XPTJ OE K<XTa Tou<; Tia.pmvouvTa.<;
&vepwmva �pOVELV, &vepw'ITOV OVTO!. OVOÉ 8VT)TCY TOV 9VT)TOV, l:xA.A.' é¡p' oaov .
ÉvOÉXSTaL &eava.TÍ.{;ELV (Ética nicomaquea, 1 177b3 1) . «No se debería pensar como los que recomiendan las cosas humanas para los que son mortales, sino inmortalizar tanto como se pueda ...» La traducción medie val la tina (Ethica,
Lectio XI) no emplea la vieja palabra latina aeternare sino que traduce «inmortalizar>> con la perífrasis immortalem /acere, hacer inmol'tal, posiblemente a sí mismo. («Oportet autem non secundum sua dentes humana hominem entem,
neque mortalia mortalem; sed inquantum
contingit immortalem /acere . . . >>) Las traducciones modernas corrientes caen en el mismo error (véase, por ejemplo,
la traducción de W. D. Ross, que
traduce: «We must. . . make ourselves immortal>> [«debemos hacer nos inmortales a nosotros mismos»] . En el texto
griego, los verbos &ea.va.T({;ELV y ¡ppovEl'v son ambos intransitivos, no admiten
complemen to directo. (Debo las referencias griega y latina a la gentileza de
los profe sores John Herman Randall,Jr., y Paul Osear Kristeller, de la
Universidad de Columbia. Es innecesario
aclarar que no son responsables de la tra ducción ni de la interpretación.)
27. Es muy interesante señalar que Nietzsche, que alguna vez usó la
palabra
«eternizar» -tal vez porque recordaba el pasaje de
Aristóteles-, la apli có a las esferas del arte y la religión. En Vom Nutzen und Nachteil der His torie /ür das Leben habla de «aeternisierenden Miichten der Kunst
und Re ligio m> («poderes eternizadores del Arte y
la Religión»).
28. Tucídides,
II, 4 1 .
29. Sobre l a
forma e n que el poeta, y en especial Homero, dio inmortalidad a
los hombres mortales y a hechos
efímeros, podemos ver lo que dice Pío claro en sus Odas, traducidas al inglés por Richmond
Lattimore, Chicago, 1955 (Obras completas, trad. de E. Suárez de la
Torre, Cátedra, Madrid, 1988). Véanse,
por ejemplo: fstmicas, IV, 60 y ss.; Nemeas, IV, 10, y VI, 50-55 .
.30. De Civitate Dei, XIX, 5 (Obras, ed. de P. F. García, BAC, Madrid, 1956). 3 1 . Johannes Gustav Droysen, Historik (1882) , Múnich y Berlín, 1937, par.
82: « Was den Tieren, den Pflanzen ihr
Gattungsbegriff -denn die Gat tung ist,
rva TOV áe'i Ka ¡, TOV (}eíov ¡.LBTÉXWIJ'LIJ--das ist den
Menschen die Geschichte». Droysen
no menciona al autor ni la fuente de la cita. Sue na aristotélica.
299
32. Leviatán, libro I, cap. 3 (trad. de A. Escohotado,
Editora Nacional, Ma drid, 1983, p. 134).
33. La democracia en América, 2" parte, capítulo final, y 1" parte, «Introduc ción dd autor», respectivamente.
34. El primero
en ver a Kant como teórico de
la Revolución Francesa fue Friedrich Gentz en su «Nachtrag zu den R.asonnement des Herrn
Prof. Kant über das Verhaltnis zwischen Theorie
und Praxis», en Berliner Mo natsschrz/t, diciembre de 1793 .
35. Idee z
u einer
allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher Absicht, Intro- ducción.
36. Op. cit. , tercera tesis.
3 7. Hegel, en Filosofía de la histon"a universal, Madrid, 1980.
38.
Nietzsche, Wille zur Macht, núm. 291.
39. Martín Heidegger señaló cierta vez este
hecho extraño durante un deba
te público en Zúrich (publicado bajo el título Aussprache mit Martín Hei deg
ger am 6. November 1951 , Photodruck
Jurisverlag, Zúrich, 1952): «. . .der Satz: man kann all es beweisen
[ist] nicht ein Freibrie/, sondern ein
Hinweis auf die Moglichkeit, dass dort, wo man beweist im Sinne der De
duktion
aus Axiomen, dies jederzeit in gewissem Sinne moglich ist. Das ist das unheimlich Riitselhafte, dessen Geheimnis
ich bisher auch nicht an ei nem Zipfel au/zuheben vermochte, dass dieses
Ver/ahren in der modernen
Naturwissenschaft stimmt».
40. Werner Heisenberg, en publicaciones recientes, ofrece esta misma
idea en diversas
variaciones. Por ejemplo, véase: Das Naturbild
der heutigen Physik, Hamburgo, 1956.
III. ¿QUÉ ES LA AUTORIDAD?
l . Lord Acton emplea esta formulación en la conferencia inaugural sobre
«Study of
History», reimpresa en Essays on Freedom and Power, Nueva York, 1955, p. 35.
2. Sólo una descripción y análisis detallados de la
muy original estructura organizativa de los movimientos totalitarios y de las
instituciones de un gobierno totalitario pueden justificar el uso de la
imagen de la cebolla. Tengo que
hacer una referencia al capítulo sobre «La organización tota litaria» de mi libro The Origins o/ Totalitarianism, 2"
edición, Nueva York, 1958 (Los orígenes del totalitarismo, Taurus,
Madrid, 1974 ).
3 . Esto ya lo
advirtió el historiador griego Dión
Casio, quien, al escribir una historia de Roma, encontró imposible traducir la palabra auctori
tas: ÉA.kl]VL<r<YL amo K<YO éma� <'xovva-rov
e<rTL. (Cita tomada
de Theo dor Mommsen, Romisches
Staatsrecht, 3' edición, 1888, vol. III, p.
952, núm. 4.) Además, si comparamos el
Senado romano, la institución repu blicana especifica en cuanto al ejercicio de la autoridad, con el consejo noc turno de Las leyes de Platón, que
por estar compuesto de los diez guardia nes más viejos para la constante
supervisión del Estado tiene un parecido
300
superficial con el colegiado romano,
advertiremos la imposibilidad de ha llar una
verdadera alternativa para la coacción y la persuasión dentro del marco de la experiencia política griega.
4. 'TTÓAL<; -yap o"ÚK erre' if¡TLc; áv3poc; erre' ÉVÓc;, Sófocles, Antígona, 737.
5 . Las leyes, 7 15 .
6 . Theodor Mommsen, Romische
Geschichte, libro I , cap. 5 (Historia de
Roma, Aguilar, Madrid, 1965 ) .
7 . H. Wallon, Histoire de
l'Esclavage dans l'Antiquité, París,
1 847, vol. II,
donde aún se encuentra la mejor
descripción de la pérdida gradual de la libertad en Roma en tiempos
del Imperio, a causa del constante aumento
del poder de la casa imperial. Como la casa imperial incrementó su
poder, y no la persona del emperador, el
«despotismo» que siempre fue la carac te¡¡jstica de
la casa privada y la vida familiar empezaron a imponerse en el campo público.
8. Un fragmento del diálogo Sobre la monarquía, hoy perdido, afirma que «no sólo no es necesario que un rey se
convierta en filósofo, sino que es
además un indudable
estorbo para su tarea; sin embargo, es preciso [que un but>n reyJ escuche al verdadero filósofo y esté de acuerdo
con su con sejo». Véase: Kurt von
Fritz, The Constitution o/ Athens, and Relatcd Texts, 1950. En términos aristotélicos, tanto el rey-filósofo de Platón como el
tirano griego gobiernan según su propio interé
s, y para Aristóte les, aunque no para Platón, ésa era una característica sobresaliente de los tiranos. Platón no era consciente de esa similitud porque para él,
como para la opinión griega corriente,
la característica principal del tirano era
que arrebataba al ciudadano
el acceso al ámbito público, a la «calle»,
donde podría mostrarse, ver y ser visto, oír y ser oído; el tirano prohibía tanto lqopeúeLv («hablar en público») como "lTOALTeúerrecn («ocuparse de los asuntos
públicos»), confinaba a los ciudadanos al espacio privado de sus hogares y exigía ser el único que se encargara de los
asuntos públi cos. No habría dejado de ser un tirano ni siquiera en el caso de
emplear su poder sólo en el interés de
sus súbditos, como sin duda alguno de los
tiranos lo hizo. Según los griegos, verse limitado a la vida privada
hogare ña equivalía a estar privado de las posibilidades específicamente
humanas de la vida. En otras palabras,
tal vez los propios rasgos que de forma tan
convincente nos demuestran la índole tiránica de la república
platónica -la casi total eliminación de
la privacidad y la omnipresencia de las ins tituciones y los órganos
políticos- hayan impedido a Platón advertir ese
carácter tiránico. Para él habría sido una contradicción en los términos etiquetar como tiranía una constitución que
no sólo no relegaba al ciu dadano a su casa sino que, por el contrario, no le
dejaba ni un resquicio de vida privada.
Además-; al denominar «despótico» al gobierno, Platón subraya su carácter no-tiránico, pues se
suponía que el tirano siempre go bernaba a hombres que habían conocido la
libertad de una pólis Y, al ver se privados de ella, podían rebelarse, mientras que se
suponía que un dés pota gobernaba a gente que jamás había conocido la libertad
y que por naturaleza era incapaz de
ello. Es como si Platón hubiera dicho: mis leyes, vuestros nuevos déspotas, no os privarán de
nada que hasta aquí hayáis
301
disfrutado con todo derecho; son adecuadas a la
naturaleza misma de los asuntos humanos y no tenéis más derecho a rebelaros
ante ellas que un es clavo a rebelarse ante su amo.
9. «Eterna!
Peace» en The Philosophy o/ Kant, ed. y trad. de C. J.
Friedrich, Modern Library Edition, 1949, p. 456.
10. Von Fritz, op. cit. , p. 54, insiste con motivos en la aversión
que sentía Pla tón ante la violencia, «también
revelada por el hecho de que, cada vez que
hacía un intento de concretar un cambio de las instituciones políticas
se gún sus ideales políticos, se dirigía a hombres que ya estaban en el po der>>.
1 1 . En su obra Paideia (FCE, México, 1983 ), Werner Jaeger afirma:
«La idea de que existe un supremo arte de la medida y de que el
conocimiento que de los valores tiene el filósofo (phrónesis) es la habilidad
para medir, re corre toda la obra de Platón de
principio a fin»; esto es verdad sólo en
cuanto a la filosofía política de Platón. La misma palabra ¡ppÓVT)<TL<;, en Platón y Aristóteles, más que la «sabiduría»
del filósofo, caracteriza el punto de
vista del hombre de Estado.
12. La república, libro VII, 5
16-5 17.
13 . En especial, véase Timeo, 3 1, donde el divino Demiurgo hao� el universo
según un modelo, un 'lTO'.paoeL-y¡¡..o:, y La república, 596 y ss.
14. En Protrepticus, cita tomada de
Von Fritz, op. cit.
f5: Las leyes, 710-7 1 1 .
16. Esta presentación proviene d e la notable interpretación que de la
pará
bola de la
caverna hizo Martín Heidegger en Platons Lehre von der Wahr heit, Berna, 1947. Heidegger demuestra que Platón transformó el con cepto de
verdad (<'xi\.f¡SeLo:) hasta
identificarlo con el juicio correcto (óp9ÓTT)<;). La corrección, y no la verdad,
sería lo requerido si el conoci miento del filósofo es la habilidad
para medir. Aunque explícitamente
menciona el peligro que corre el filósofo cuando se ve obligado a volver a la caverna, Heidegger no es consciente del
contexto político en que apa rece la parábola; para él, la transformación se
produce porque el acto sub jetivo de la visión (el l&erv y la loéo: en la mente del filósofo) se impone
a la verdad objetiva (á.i\.f¡SeLo:), que
para Heidegger significa Unverborgen heit.
17. El banquete, 2 1 1 -2 12.
18. Fedro, 248: ¡pLAÓ<To<f>o<; Tj
¡pLMKai\.o<;, y 250.
19. En La república, 5 18, lo bueno
también se denomina <f>avÓTO:TOV,
lo más
brillante.
Como es obvio, esta precisa cualidad es lo que indica que origi nalmente en el pensamiento de Platón prevalecía lo bello sobre lo
bueno.
20. La república, 475-476. En la tradición de la filosofía, el resultado de
este repudio de lo
bello fue que se omitiera de los llamados trascendentales o universales, es decir, las cualidades que
tiene toda cosa que es, y que se
enumeraron en la filosofía medieval como unum,
alter, ens y bonum. Ja·: ques Maritain, en su magnífico libro Intuition créatrice en art et en pó/sie, 1953 , es
consciente de esta omisión e insiste en que la belleza se debe in cluir en el
campo de los trascendentales porque «la Belleza es el esplen dor de todos los
trascendentales unidos».
302
2 1 . En el diálogo El
político: «porque la medida más exacta de todas las cosas es el bien>? (cita tomada de Von Fritz, op. cit.); la idea habrá sido que sólo a
través del concepto del bien las cosas se vuelven comparables y, por tan to, mensurables.
22. Política, 1332b12 y 1332b36. La distinción entre los jóvenes y los viejos se remonta a
Platón; véase La república, 4 12, y Las leyes, 690 y 7 14. La ape lación a la naturaleza es aristotélica.
23 . Política, 1328bJ5.
24. Economía, 1343a1-4.
25. Jaeger, op. cit., vol. l.
26. Economía, 1343b24.
27. El vocablo «re ligio» aparece como derivado de religare en Cicerón. Como aquí
no�ocupamos sólo de la interpretación que
hicieron los romanos de su políti ca, el problema
de la corrección etimológica de esa derivación es irrelevante.
28. Véase Cicerón, De Re Publica, III, 23 . En cuanto a la creencia en el ca rácter eterno de Roma, véase: Viktor Poeschl, Romischer Staat und griec hisches Staatsdenken bei Cícero, Berlín, 1936.
29. Anales, libro 43, cap.
13.
30. De R e Publica, 1 , '7". - · ·
3 1 . Cicerón, De Legibus, 3, 12, 38 (Las leyes, trad. de Roger
Labrousse, Alian
za, Madrid, 1 989).
32. De !'esprit des lois, libro
XI, cap. 6 (Sobre el espíritu de las leyes, trad. de
P. de Vega, Tecnos, Madrid, 1972).
33. El profesor Carl J. Friedrich me hizo
notar la importancia de la discusión
sobre la autoridad en: Mommsen, Romisches Staatsrecht; véanse pp. 1034, 1038-1039.
34. Esta interpretación tiene además el apoyo
del uso de la expresión latina alicui auctorem esse, «dar consejo a
alguien».
35. Véase:
Mommsen, op. cit., 2" ed., vol. 1, pp. 73 y ss. La palabra latina «nu men», casi
intraducible, significa «orden divina» y también denota la for ma de obrar de
los dioses; se deriva de nuere, «asentir con la cabeza». Por
tanto, las órdenes de los dioses y todas sus interferencias en los
asuntos hu manos se reducen a aprobar o desaprobar las acciones de los
hombres.
36. Mommsen, ibíd., p. 87.
37. Véanse también las diversas expresiones
latin.ts, como auctores
habere,
«tener predecesores o ejemplos»; auctoritas maiorum alude al ejemplo respetable de los
antepasados; usus et auctoritas
se aplicó en la ley roma na para referirse a los
derechos de propiedad consuetudinarios. Una pre sentación excelente de
este espíritu romano, a la vez que una útil reseña de las fuentes más importantes del tema, se
encontrarán en Viktor Poeschl, op. cit., en especial en las pp. 101 y ss.
38. R. H. Barrow, The Romans, 1949, p. 194 (Los romanos, FCE, México,
1973 , p. 195).
39. Se analiza una amalgama
similar de sentimiento de la política imperial ro mana y cristianismo en: Erik Peterson, Der Monotheismus als politisches Problem, Leipzig, 1935,
al hablar de Orosio, que relacionaba al empera dor romano Augusto con
Jesucristo. «Dabei ist
deutlich, dass Augustus au/
303
diese Weúe christianisiert und Christus zum civis
romanus wird, romani siert
worden ist» (p. 92) .
40. «Duo quippe sunt. . . quibus principaliter
mundus hic regitur: auctoritas sacra _, pontzficum et
regalis potestas». En Migne, Patrologia Latina, vol. 49, p. 42a.
(41J_ _Eric _vo_(:gelin, A New Science o/Politics, Chicago, 1952, p. 78.
4f. Véase Fedón 80, para la afinidad del alma invisible con el lugar tradicio
nal de la invisibilidad, es
decir, el Hades, que Platón explica etimológica- mente como «el invisible».
-
43 . Ibíd., 64-66.
44. Exceptuando Las
leyes, es característico de los diálogos políticos de Pla
tón que se produzca una ruptura en algún punto y
el procedimiento es trictamente argumental deba abandonarse.
En La república, Sócrates elu de varias veces a los que discuten su
posición. La pregunta inquietante es si es posible la
justicia cuando un hecho permanece oculto ante los hom bres y los dioses. La_
discusión sobre la índole de la justicia aparece en 3 72a y se reanuda e� 427 d, donde, a
pesar de todo, lo que se define no es la justicia
sino la sabiduría y la EÚ�oull.í.a. Sócrates
vuelve a la pregunta principal
en 403d, pero en realidad habla de la uwc.ppomwr¡ y no de la jus ticia. Después empieza de
nuevo en 433b y casi de inmediato pasa a dis cutir las formas de
gobierno, 445d y SS., hasta
que, en el libro VII, la ale goría de la caverna pone toda la argumentación en
un nivel distinto por entero, no político.
Entonces queda claro por qué Glaucón no puede re cibir una respuesta
satisfactoria: la justicia es una idea y debe ser percibi da, no existe
otra demostración posible.
Por otra parte, el mito de Er se introduce por una regresión de todo
el argumento. La tarea era la de
encontrar a la justicia como tal, aunque esté oculta a los ojos de los
dioses y los hombres. Sócrates quiere recuperar
una concesión inicial que hizo a Glaucón al aceptar que, al menos en fa vor del argumento, se debía admitir que
«el justo podía parecer injusto, y el injusto, justo», de modo que ni un
dios ni un hombre pudiese saber de verdad quién era
verdaderamente justo. En su lugar, pide que le reconoz can que «a los
dioses no se les escapa cómo son el hombre justo y el in justo». Una vez más,
toda la argumentación se sitúa en un nivel totalmen te distinto, en esta ocasión en el plano
de la mayoría y fuera por completo
del campo de la argumentación.
El caso de Gorgias es muy semejante. Una vez más, Sócrates es
incapaz de persuadir a su oponente. La discusión gira en
torno a la convicción socráti ca de que es mejor sufrir el mal que hacer el mal.
Cuando es evidente que Cali
cles no se deja
convencer por la argumentación, Platón continúa dicién dole que su mito de un
más allá es una especie de ultima ratio y, a diferencia de La república, en este caso lo dice con gran desconfianza para indicar con claridad que el narrador, Sócrates, no toma en serio
su propio relato.
45. La imitación de los
temas platónicos parece estar más allá de toda duda
en los
casos frecuentes en que se presenta el motivo aparente de la muer te,
como en Cicerón y Plutarco. Para un excelente análisis de Somnium Scipionis de Cicerón, el mito con que el autor romano- concluye su De Re Publica, véase Richard Harder, «Über Cíceros Somnium Scipionis>> en
Kleine
Schn/ten, Múnich, 1960, quien también
demuestra de modo con vincente que ni Platón ni Cicerón
siguieron las doctrinas pitagóricas.
46. Esto est
á subrayado en: Marcus Dods en Forerunners o/ Dante, Edimbur go, 1903 .
47. Véase Gorgias, 524. . 48. Véase Gorgias, 522/3
, y Fedón, 1 10. En La república, 614, Platón in&so
.- alude a un
relato que Ulises cuenta a Alcínoo.
-::Á9,...
L-a
república;Jl9a.
�-Sd. Como Werner Jaeger llamó al dios platónico en
Theology o/ the Early
Greek
Philosophers, Oxford, 1947, .P· 194n (La teología
de los primeros fi lósofos griegos, FCE, México, 1982) . .... · . .
l5y La república, 615a.
)2. V�ase en especial, la Séptima carta en cuanto a la convicción platónica de
que la verdad está más allá del habla y la
argumentación.
53. John
Adams, en «Discourses on Davila», en Works, Boston, 1851, vol. VI,
p. 280.
54. Desde el borrador del Preámbulo hasta la
Constitución de Massachu-
setts, Works, vol. IV, 221 .
55. John Stuart Mili, Sobre la libertad, cap. 2 , Alianza, Madrid, 1970.
56. El p1'íncipe, cap. 15,
Alhambra, Madrid, 1987.
57. Ibid., cap. 8.
58. Veánse especialmente los Discursos, libro III, cap. l .
59. E s curioso comprobar que muy pocas veces
en sus text�s Maquiavelo
nombra a Cicerón, cuyas
interpretaciones de la historia romana evita cui dadosamente.
60. De Re Publica, VI, 12.
61. Las leyes, 7 1 1a.
62. Estos criterios sólo se pueden
justificar, por supuesto, con un detallado
análisis de la
Revolución Americana. 63 . El pl'fncipe, cap. 6.
IV. ¿QUÉ ES LA LIBERTAD?
l. Sigo a Max Planck, «Causalidad y libre albedrío» (en The New Science,
Nueva York, 1959) , porque los dos ensayos, escritos desde el punto
de vista del
científico, tienen una elegancia clásica en su simplicidad y clari dad no
simplificadoras.
2. Ibid.
3 . John Stuart Mili, Sobre la libertad, op. cit.
4 . Véase «De la libertad» en Discursos, libro IV, 1 , l .
.5. 1 3 1 0a25 y SS.
6. Op. cit., 75.
7. Ibid., 1 18.
8. 81 y 83 .
9 . Véase El espíritu de las leyes, XII, 2: «La libertad filosófica consiste en
el ejercicio de la voluntad ... La libertad política consiste en
la seguridad.» 1 0. «lntellectus apprehendit agibile antequam voluntas
illud velit; sed non ap prehendit
determínate hoc esse agendum quod apprehendere dicitur dicta re». Oxon. IV, 46, 1 ,
núm. 10. (La mente capta lo que se puede hacer an tes de que la voluntad llegue a quererlo, pero no
capta con claridad que
se debe hacer lo que se dice que hay que
captar.)
1 1 . John
Stuarr Mill, op. cit.
12. Leibniz sólo añade y articula la
tradición cristiana cuando escribe: «Die
Frage, ob
unserem Wt"ll
en Freiheit
zukommt, bedeutet eigentlich nichts an deres, als ob ihm Willen
zukommt. Die Ausdrücke "/rei" und "willens gemá"ss"
besagen dasselbe».
(Schrz/ten zur Metaphysik, 1, «Bemerkungen zu den cartesischen Prinzipien», Zu Artikel
39.)
13 . Agustín, Confesiones, VIII, 8.
14. A menudo encontramos este conflicto en Eurípides. Medea, antes de matar
a sus hijos, dice: «Sé qué males
estoy a punto de cometer, pero el !hlf.LÓ<; es más
fuerte que mi reflexión» ( 1 078 y
ss.) ; Fedra (Hipólito, 376 y ss.) ha bla en términos semejantes.
El núcleo del asunto es siempre que la razón,
el conocimiento, el discernimiento, etcétera,
son demasiado débiles para resistir
elliSaho del deseo y puede que no sea accidental que el conflicto-
estalle en el alma de las m
ujeres, que están menos influidas que los hom bres por el razonamiento.
15. «En la medida en que la mente
ordena, la mente desea, y en la medida en que la cosa ordenada no se cumple, no desea», como lo enunció Agustín en el famoso capítulo 9 del libro VIII de sus Confesiones, donde trata so bre la voluntad y su poder. Para Agustín es indiscutible que «querer» y «mandar» son la misma cosa.
16. Agustín, ibid.
17. Píticas, IV, 287-289:
<p<XVTL
S'Ef.Lf.LBV TO'ilT' WUXpÓTCX'i"OV, K<YACx ")'LVWaKOVT' ává-yKa EKTCrc; EXELV TrÓSa.
18. El espíritu de las leyes, XII, 2 y XI, 3 .
19. Agustín, ibid.
20. !bid.
2 1 . Véanse los primeros cuatro capítulos
del segundo libro del Contrato so
cial. Entre los modernos teóricos
de la política, Carl Schmitt es el mejor
defensor de la idea de soberanía. Reconoce abiertamente que la
raíz de la soberanía es la voluntad: soberano es el que desea y
manda. Véase en es pecial su Verfassungslehre, Múnich, 1 928, pp. 7 y ss., 146.
22. XII, 20.
VI. LA CRISIS EN LA CULTURA
l. Harold
Rosenberg, en un ensayo muy ingenioso, «Pop Culture: Kitsch
Criticism» en The
Tradition o/ the New, Nueva York, 1959.
3 06
2. Véase Edward Shils, «Mass Society and Its
Culture», en Daedalus, prima vera de 1960;
todo el número de la publicación se dedicó a la «Cultura de masas y los medios de comunicación de masas».
3 . Estos datos los he tomado de G. M. Young, Victorian England. Portrait o/ an Age, Nueva
York, 1954.
4. En cuando a
la etimología y el uso de la palabra en latín, además del The saurus linguae
latinae, se pueden consultar: A. Walde, Lateinisches Etymologischeí
Worterbuch, 1938, y A. Ernout y A. Meillet, Dictionnaire Etymologique
de la Langue Latine. Histoire des Mots, París, 1932.
Para la historia de la palabra y del
concepto desde la Antigüedad, véase: Joseph
Niedermann, Kultur-Werden und Wandlungen des
Begri//
es und seiner
Ersatzbegri//
e von Cícero
bis Herder, en Blblioteca dell'Archivum Roma num, Florencia, 194 1 , vol. 28.
5 . Citerón, en Tusculanae disputationes, I, 1 3 , dice de manera explícita que la mente es
como un campo que nada puede producir sin un
cultivo ade cuado, y entonces afirma: Cultwa autem
animi philosophia est.
6. La sugerencia es de Werner Jaeger en Antike, Berlín, 1 928, vol. IV. 7. Véase
Mommsen, Historia de Roma , I, 14.
8. Véase el famoso coro deAntígmla, 332 y ss.
9. · Tucídides, Il, 40.
1 0. Cicerón, op. cit. , V, 9.
1 1 . Platón, Gorgias, 482.
12. Kant, Crítica deljuicio, 40.
1 3 . Ibíd., Introducción, VII.
14.
Aristóteles, al enfrentar deliberadamente la capacidad de discernimiento
del hombre de Estado y la sabiduría del filósofo (Ética nicomaquea, 6), es
probable que, como lo hizo tantas veces en sus escritos
políticos, siguiera la opinión pública
de la pólis ateniense.
15. Kant, op. cit. 6, 7, 8.
16. !bid., 19.
17. En cuanto
a la historia de la palabra y su concepto, véase Niedermann,
op. cit., Rudolf
Pfeiffer, Humanitas Erasmiana, Studien der Bibliothek
Warburg, núm. 22, 1 93 1 , y «Nachtragliches zu Humanitas, en Kleine Schrz/ten de Richard Harder, Múnich, 1 960. La palabra
se usó para tra ducir el vocablo griego <jnA.avSpw'ITÍ:a, voz originalmente aplicada a dio ses y gobernantes y, por
consiguiente, con connotaciones muy distintas.
La humanitas, como la entendía Cicerón, estaba estrechamente relaciona
da con la antigua virtud romana de la clementia
y como tal estaba también
en cierta oposición respecto de la gravitas romana. Sin duda era una ca racterística del hombre culto, pero
-y esto es importante en nuestro con texto--se suponía que lo que desembocaba
en la «humanidad» era el es tudio del arte y la literatura, más que el de la
filosofía.
18. Cicerón, op. cit. , I, 39-40. Sigo la traducción de J. E. Kíng, publicada en la Loeb's
Classical Library.
19. Cicerón dice algo parecido en De legibus, 3 , 1 : alaba a Ático «cuius et vita et oratio consecuta mihi videtur di//
icillimam illam societatem gravitatis cum humanitate>> («cuya vida y discurso me parece que han alcanzado esa
307
dificilísima
suma de gravedad y humanidad») y,
como señala Harder (obra cit.), la gravedad de Ático consiste en que se pliega con dignidad
a la filosofía de Epicuro, en tanto que su humanidad se muestra a través de la reverencia que siente por Platón, lo que es prueba
de su libertad interior.
VII. VERDAD Y POLÍTICA
l . Paz eterna, apéndice l.
2. Cito el Tratado político de Spinoza, porque es notorio que incluso
este au
tor, para quien la libertas philosophandi era el verdadero fin del
gobierno, tuvo que adoptar esa
posición tan radical.
3 - En Leviatán (cap. 46), Hobbes explica que «la
desobediencia puede cas tigarse legítimamente en quienes enseñan contra las leyes incluso filosofía verdadera», porque «el ocio es la madre de la filosofía y la
república es la madre de la paz y el ocio».
¿Y no se
deduce de esto que la república ac tuará en. bien de
la filosofía
cuando suprima una verdad
que socava la paz? Por tanto, el hombre veraz, para
cooperar en una empresa tan nece saria para su propia paz de
cuerpo y alma, decide escribir lo que sabe que
«es filosofía
falsa». Por esto, Hobbes sospechaba de Aristóteles más que de nadie, porque -decía- «escribía [su filosofía] como algo acorde con la religión [de los griegos] y para reconocerla, por
temor al destino de Só crates>>. Nunca se le ocurrió a Hobbes que toda
esa búsqueda de la ver dad sería
contraproducente si sus condiciones sólo estaban garantizadas por falsedades intencionales.
Entonces, todos podrían resultar tan menti rosos como el Aristóteles de
Hobbes. A diferencia de esta invención de la
fantasía
lógica de Hobbes, el verdadero Aristóteles era lo bastante sensa to como para marcharse de
Atenas cuando tuvo miedo de correr el mis mo destino que Sócrates; no
era tan malo como para escribir lo que sabía
falso, ni tan estúpido como para resolver el problema de la supervivencia destruyendo todo aquello por lo que luchaba.
4. Ibid., cap. 1 1 .
5. Espero que nadie vuelva a decirme
jamás que Platón fue el inventor de la
«mentira noble». Esta
creencia se basó en una mala interpretación de un pasaje
crucial (4 14C) de La república, donde Platón habla de uno de sus mitos
-un «cuento fenicio»- y lo califica como I!Je'!l8o<;. Como esta pa labra puede significar
«ficción», «error» y «mentira», de acuerdo con el contexto -cuando Platón quiere distinguir entre
error y mentira, el idio ma le obliga a hablar de 4Je'!l8o<; «involuntario» y
«voluntario»--
, se pue de interpretar, con Cornford, que el texto
quiere decir «osado impulso de invención», o con Eric Voegelin (Order and History: Plato and Aristot!e, Universidad del Estado de Luisiana, 1 957, vol. 3 , p. 106) se puede inter pretar como un pasaje de
intención satírica; en ningún caso se debe en
tender
como una recomendación
de mentir, tal como nosotros entende mos la mentira. Platón era permisivo con
respecto a la mentira ocasional
destinada a engañar al enemigo o a las personas insensatas; es «útil
... bajo la forma
de un remedio. .. reservado a los médicos, mientras que los pro fanos no deben
tocarlos» y el médico de la pólis es el gobernante (389).
Pero, en contra de la alegoría de la caverna, en estos pasajes no se
plantea ningún principio.
6. Leviatán, Conclusión, p.
732.
7. The Federalist, núm. 49.
8. Tratado teológico político, cap. 20.
9. Véase
«What is Enlightenment?» y «Was heisst sich im Denken orientie-
ren?»
10. The
Federalist, núm. 49.
1 1 . Timeo, 5 1 D-52.
12. Yéase La república, 367. Compárese
también Critón, 49D: «Sé que sólo ·
unos pocos
hombres sostienen, o sostendrán alguna vez esta opinión. En tre los que lo hacen y los que no, puede haber una discusión
común; ne cesariamente se mirarán unos-a otros desdeñando sus distintos
intereses.»
13. Véase Gorgias, 482, donde
Sócrates dice a Calicles, su oponente, que
«Calicles mismo,
oh Calicles, no estará de acuerdo contigo, sino que di sonará..de .ti durante
toda la vida». Después añade:
«Es mejor que mi lira esté desafinada y que
desentone de mí... y que muchos hombres no estén de acuerdo conmigo y me contradigan, antes de
que yo, que no soy más que
uno, esté en desacuerdo conmigo mismo y me contradiga.» (Trad.
J. Calonge Ruiz, Gredos, Madrid, 1983 ,
p. 79.)
14. Para una definición de pensamiento como el diálogo silencioso entre
el sujeto y su yo,
en especial véase Teeteto 1 89- 1 90, y El sofista, 263-264. Dentro de esta
misma tradición, Aristóteles llama a-irr
ó� liA.A.o� --otro
yo- al amigo con quien mantiene esa especie
de diálogo.
15. btica nicomaquea, libro 6, en
especial 1 140b9 y 1 14 1b4.
16. Véase
el «Draft Preamble to the Virginia Bill Establishing Religious Fre
edom» («Borrador del preámbulo de la ley de Virginia que establece la li bertad religiosa»), de Jefferson.
17. Ésta es la causa de la observación de Nietzsche en «Schopenhauer als Er zieher>>: «lch mache mir aus
einem Philosophen gerade so viel, als er ims tande ist, ein Beispiel zu geben.»
18. En una carta a W. Smith, del 13 de
noviembre de 1787.
19. Crítica del juido, 32
(trad. M. García Morente, Espasa-Calpe, Madrid,
1984).
20. !bid., 59.
2 1 . En
cuanto a Francia, véase el excelente artículo «De Gaulle: Pose and Po licy>>, en la publicación Foreign A/fairs de julio de 1965. La cita de Ade nauer es de sus Memorias 1945- 1953, Chicago, 1966. p. 89, donde, sin embargo, pone esta idea en la cabeza de los
jefes de la ocupación. Pero re pitió el concepto muchas veces mientras
fue canciller.
22. Partes del archivo están publicadas en
Merle Fainsod, Sm
olensk Under Soviet Rule, Cambridge, Massachusetts, 1958. Véase p. 374.
VIII. LA
CONQUISTA DEL ESP
ACIO Y LA ESTATURA
DEL HOMBRE
l . Plantearon esta pregunta
para un «Simposio sobre el espacio» por
los editores de Great Ideas Today ( 1963 ) , con especial énfasis en
la incidencia que «la exploración del espacio tiene en la visión
del hombre sobre sí mis mo y sobre la condición humana. La pregunta no
se refiere al hombre como científico ni al
hombre como productor o consumidor, sino más
bien al hombre como humano».
2. Ética nicomaquea,
VI, cap. 7 , 1 14 1 a20
y ss.
3. Max
Planck, The Universe in the Light o/Modern Physics, 1929. Cita to
mada de Great Ideas
Today, 1962, p. 494.
4. Citado
por J. W. N. Sullivan, Limitations o/ Science, Mentor
Books, 1949,
p. 141.
5. Véase Sullivan, Atomic Physics and Human
Knowledge, Nueva York,
1958, p.
88. 6. !bid. , p. 76. 7 . Planck, op. cit. , p. 503 .
8. Véase
Planck, Science andJ:lumanism, Londres, 1 95 1 , pp. 25-26. -----=-
9. John Gilmore, en
una carta muy crítica, escrita en 1963 , cuando apareció
este artículo,
plantea el asunto con gran sutileza. «Durante los últimos
años, de hecho tuvimos éxito en la elaboración de programas informáti cos que permiten a los ordenadores mostrar un comportamiento que
cualquiera no familiarizado con esos programas no vacilaría en
describir como inteligente, incluso muy
inteligente. Por ejemplo, Alex Bernstein
creó un programa
que
permite a una máquina jugar al ajedrez a un nivel espectacularmente bueno. Sobre todo, puede jugar al
ajedrez mejor que Bernstein. Es
un logro impresionante, pero corresponde a Bernstein y no a la máquina.» Una observación de George
Gamow -véase nota lO me llevó
a equivocarme y he cambiado mi formulación.
10. George Gamow,
«Physical S cien ces and Technology>>, en Great Ideas To day, 1962, p. 207. La cursiva es mía.
1 1 .
Sergio de Benedetti, citado por
Walter Sullivan, «Physical Sciences and Technology>>, en Great Ideas Today, 1961, p.
198.
12. Bohr, en Sullivan, op. cit. , pp. 70 y 6 1 respectivamente.
13. Planck, op. cit., pp.
493 , 5 1 7 y 5 14 respectivamente.
14. Bohr, en Sullivan, op. cit. , pp. 3 1 y 7 1 respectivamente.
15. !bid., p. 82.
16. Planck, op, cit. , pp. 509 y 505 respectivamente.
17. Véase}. Bronowski, Science and
Human Values, Nueva York, 1956, p. 22. 18. Véase The Starry Messenger, traducción citada de Discoveries and Opi
nions of
Galileo, Nueva York, 1957, p. 28.
19. Véase A. Einstein, Relativity, The Special and General Theory ( 1 905 y
1916), citado en Great
Ideas Today, 1961, pp. 452 y 465, respectivamen
te.
20. Walter
Sullivan, op. cit. , p. 1 89.
2 1 . !bid., p. 202.
310
22. Cito del
diálogo de Descartes La búsqueda de la verdad a través de la
luz de la naturaleza, donde su posición central en esta cuestión de duda re sulta más evidente que en los Principios. Véase la edición de E. S. Halda ne y G. R. T. Ross de las Philosophica! Works, Londres, 193 1
, vol. I, pp. 324 y 3 15.
23 . Debo esta
definición a la carta de John Gilmore,
citada en la nota 9. Sin embargo, Gilmore no cree que esto imponga limitaciones en el conoci miento. Creo que los propios juicios
«populares» de Heisenberg
me con firman en este punto. Pero esto no es de ningún modo el fin de la contro versia. Gilmore, como
Denver Lindley, cree que l(.)s grandes científicos pueden equivocarse cuando se trata de valorar en
términos filosóficos su propio
trabajo. Gilmore y Lindley me acusan de usar los juicios de los ciq¡.tíficos sin sentido crítico, como si
ellos pudieran hablar acerca de las
implicaciones de su trabajo con la misma autoridad con la que hablan de sus temas específicos. ( <Óu confianza en
las grandes figuras de la comuni dad científica es conmovedora», dice
Gilmore.) Creo que esta argumen tación es válida; ningún científico, por muy
eminente que sea, puede re clamar para las «implicaciones f�osóficas» que él mismo u otro descubre en su
obra, o en sus asevel'ií:ctónes sobre ella, la misma solidez que·puede pedir para los propios descubrimientos. La
verdad filosófica, sea cual sea, no es
la verdad científica, sin duda. Con todo, es difícil creer que Planck y Einstein, Niels Buhr, Schrodinger y
Heisenberg, todos ellos perplejos y muy
preocupados por las consecuencias e implicaciones generales de su trabajo de investigadores físicos, se
sintieran sometidos a las desilusiones
de sus propios desacuerdos.
24. En Philosophic
Problems ofNuclear Science, Nueva York, 1952, p. 73 . 25. !bid., p. 24.
26. En The
Physicist's Conception ofNature, Nueva York, 1958, p. 24.' 27. !bid., pp. 1 8-19.
3Il
ÍNDICE DE NOMBRES
Adam. 75, 83.
Adams, John,
146, 187, 305.
Adenauer,
Konrad, 265, 309. Adimanto, 257.
Agustín, 74-75, 82, 137, 142, 157, 159,
169-17 1, 174, 179-180, 306.
.AJcínoo, "305.
Anastasio I, Emperador, 138.
Aquiles, 260, 276.
Aquin.o, Tomás de, 144.
Aristóteles,
23-25, 28, 49, 52-55, 72,
81, 86, 1 15, 1 17,
121, 124, 126-13 1, 141, 159, 202, 227, 235, 258,
275, 279, 297, 299, 301-302, 307-309.
Arnold,
Matthew, 215. Arquímedes, 291-293. Augusto, 1 16, 303.
Baillie,
John, 298.
Barrow, R H., 303.
Bernstein,
Alex, 3 10.
Bohr,
Niels, 280-281, 283-284, 3 10-
3 1 1.
Bonaparte,
Napoleón, 91.
Brentano, Clemens von, 213. Bronowski, J acob, 3 10. Bujarín, Nikolái, 270. Burckhardt, Jakob, 24, 53.
Calicles, 309.
Calígula, Gayo, 1 16.
Camus, Albert, 295.
Carlos I (rey de Inglaterra), 162.
Carlos V (sacro emperador romano),
240.
Char, René, 9-10, 12-15, 295.
Churchill,
Winston, 168.
Cicerón,
Marco Tullo, 49, 80, 132,
151, 224, 227,
23 1, 237, 296, 303- 305, 307.
Clemenceau,
Georges, 251, 262. Clemente de Alejandría, 142.
Cochrane, C. N., 296-298.
313
Constantino el Grande, 1
36. Copérnico, Nicolás,
64, 286-287, 289. Cornford, F. M., 296.
Cullman, Osear, 298.
De Gaulle, Charles, 265.
Descartes,
René, 44, 62, 79, 3 1 1. Dinesen, Isak, 275-276.
Dionisia, el Exiguo, 76.
Dios, 87, 97, 107, 137, 142-145.
Dods, Marcus, 305.
Dostoievski, Fiador, 36, 267.
Droysen, Johannes G., 57, 61, 85, 299.
Duns Escoto,
John, 164.
Eddington,
Sir Arthur S., 280.
Éfeso, 54.
Einstein,
Albert, 242-243, 283-284,
287-288, 3
10-3 1 1.
Engels,
Friedrich, 25, 27, 296.
Enio, Quinto, 133.
Epicteto, 159, 174.
Epicuro, 308.
Ernout, A., 307. Escipión, Publio, 151. Eurípides, 306.
Fainsod,
Merle, 309.
Faulkner,
William, 16.
Fedra, 306.
Fernando I (sacro emperador roma-
no), 240. Francisco, san, 261.
Friedrich, C. J.,
302-303. Fritz, Kurt von, 301-303 .
Galileo,
57, 64, 242, 2
86. Gamow, George, 3 10. Gassendi, Pierre, 64. Gelasio, papa, 138. Gentz, Friedrich,
300. Gilmore, John, 310-3 1 1
. Glaucón, 257,
304.
Goethe,Johann W. von, 92, 205.
Gorgias, 304.
Gregorio de
Nicea, 140.
Gregorio el Grande, 145.
Groot, Hugo
Van, 80, 253 .
Haldane, E. S., 311.
Hamlet, 204.
Harder,
Richard, 304, 307-308.
Héctor, 60, 132,
276.
Hegel,
Georg W., 13-14, 17, 24, 29,
33-35, 42,
44-45, 53 , 77-78, 85, 87, 90, 92, 95, 264, 300.
Heidegger, Martín, 296, 300, 302.
Heine,
Heinrich, 146.
Heisenberg,
Werner K., 96, 290-291,
293, 298, 300, 311. Heráclito, 54, 296-297.
Herder,Johann
G. von, 78, 92. Heródoto, 49, 52-53, 56, 59, 73, 179,
241, 276,
296, 298-299.
Hesíodo, 54, 225.
Hitler,
Adolf, 145, 248-249.
Hobbes, Thomas,
,28, 64, 79, 83, 85-86,
107, 139,
162, 173 , 240, 242-245, 308.
Homero, 43-44, 53, 56, 59,
81, 136, 229, 276, 299.
Hook, Sidney, 42. Horado, 299. Hume, 86.
Jaeger, Werner, 302-303, 305, 307. Jano, 132.
Jefferson,
Thomas, 259, 261, 309. Jesucristo, 75-77, 136-137, 140, 144,
180, 261, 298, 303.
Kafka,
Franz, 13, 15-20, 291, 295.
Kamenev,
Lev, 270.
Kant,
Immanuel, 46, 65, 91-94, 1 17,
121, 156, 23 1-235, 240, 246-247, 254-255, 257, 261, 300, 307.
Kepler, Johann,
64.
Kierkegaard,
Soren, 3 1-32,
34-38, 41,
44-45, 104.
Koyré,
Alexandre, 298.
Kristeller,
Paul 0., 299.
Lafaye
tte, Marie
}o&eph, marqués de, 176.
Lattimore,
Richrnond, 299.
Leibniz,
Gottfried, 306.
Lenin,
Vladimir Ílich, 25-26, 152,
270.
Lessing,
Gotthold E., 245-246.
Lindley, Denver, 311. Livio, 132.
Locke, 86.
Luis XIV (rey de
Francia), 2 1 1 . Lutero, Martín,
64, 139.
Madison, James, 245-247.
Malraux, André, 14.
Maquiavelo, Nicolás, 28, 148-152, 165,
258, 305.
Maritain,
Jacques, 302.
Marx, Karl,
23-32, 34-4
1, 44-47, 79, 86-91, 93, 151, 2 17, 296.
Meillet,
A., 307.
Meinecke, Friedrich, 78, 298.
Melville, Herman, 216.
Mercier de la Riviere, Paul, 252. Mersenne, Marin, 64.
Mili, John S., 2 1 1 , 305-306.
Minerva, 132.
Mnemosine, 51.
Mommsen, Theodor, 134, 298, 300-
301, 303 , 307.
Montesquieu, Charles L., 134, 162,
164, 113., 176, 253. Muir, Willa y Edwin, 295.
Murray,
Gilbert, 297.
Napoleón, 91.
Newton,
Isaac, 91, 286-287. Niedermann, Joseph, 307.
Nietzsche,
Friedrich, 25, 3 1-32, 34-37,
40-45, 64,
93, 296-297, 299-300, 309.
Orígenes, 140,
142. Orosio, 75, 303. Otto, W.F., 298.
Pablo, 157, 169-170, 173, 179. Paine, Thomas, 176.
Parménides,
17, 54,
136, 170, 245. Pascal, Blaise, 104.
Pericles, 81, 225, 23 1 .
314
Peterson,
Erik, 303 .
Pfeiffer,
Rudolf, 307.
Píndaro, 1 16, 172,
299.
Pitagóricos, 237, 305.
Planck, Max, 282-285, 305, 3
10-3 1 1 . Platón, 14, 23-24, 29, 3 1 , 34, 36, 42-44,
46-47, 54-55,
77-78, 87' 103, 109, 1 15-126, 129, 13 1, 136, 138-145,
148, 151, 170-171, 202, 215, 227,
232, 237-238, 241-242, 244-245,
247, 250, 252, 256-258, 274, 277,
2 97, 300-305, 3 07-308.
Plinio, 133.
Plotino, 157. Plutlirco, 134, 3 04. Poeschl, Viktor, 303.
Polibio, 206,
299. Potemkin, Grigori, 27 1. Proust, Maree!, 212.
Randall,
John H. Jr., 299.
Ranke, Leopold von, 57.
Reinhardt,
Karl, 297.
Rikov,
Alekséi, 270.
Rilke,
Rainer Maria, 51, 297. Robespierre, Maximilien, 146,
150-
152, 212. Rómulo, 134.
Rosenberg,
Harold, 209, 306.
Ross, G. R.
T., 3 1 1 .
Ross, W .
D., 299.
Rousse�au, Jean-Jacques, 91, 176, 188,
2 1 1-212.
Saint-Simon, Louis, duque de, 211.
Sartre, Jean-Paul, 14.
Satanás,
140.
Schroedinger,
Erwin, 282-283, 298,
3 1 1.
Shakespeare,
William, 163 , 215.
Shils,
Edward, 307.
Smith, W.,
309.
Sócrates,
54, 81, 1 18, 124, 126, 141,
169, 172, 232,
237, 257, 260, 304, 308-309.
Sófocles, 50, 301.
315
Spinoza, Baruch, 162, 240, 246, 308. Stalin, Yósiv,
98, 145, 248.
Tertuliano, 142, 144.
Tiberio, 1 17.
Tocqueville, Alexis de, 12, 86, 188,
295. Trasímaco, 257.
Trotski, Liev, 243 , 265, 270.
Tucídides, 56, 59-61, 179, 225, 299,
307. Ulises, 305.
Vico, Giovanni B., 58, 65-67, 86-87, 92, 94.
Virgilio, 132.
Voegelin, Eric, 304, 308.
Walde, A., 307.
Wallon, H.,
301. Whitehead, Alfred N., 7 1
. Whitman;-Walt,
216. Wilson, Edmund, 30. Wind, Edgard, 298.
Young, G. M., 307. Zeus, 229.
Zinoviev, Grigori, 270.
SUMARIO
Nota Q.e la traductora . 5
ENTRE EL PASADO Y EL FUTURO
Prefacio: La brecha entre el pasad.o y el futuro . 9
I. La tradición y la época moderna. . . . . 23
II. El concepto de historia: antiguo y moderno 49 III. ¿Qué es la autoridad? . . 101 IV. ¿Qué es la libertad? � . . . . . . . . . . . . 155
V. La crisis
en la educación . . . . . . .
. . 1 85 VI. La
crisis en la cultura: su significado político y
social . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
209
VII. Verdad y política . . . . . . . . .
. . . . . . 239 VIII. La conquista del espacio y la estatura del hombre . 279
Notas . . . . . . . 295 Índice de nombres 3 13